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De La Guardia Ricardo Martin - La Caída Del Muro de Berlín

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Ricardo Martín de la Guardia

LA CAÍDA
DEL MURO
DE BERLÍN
El final de la Guerra Fría
y el auge de un nuevo mundo
INTRODUCCIÓN.
EL MURO DE BERLÍN, EMBLEMA
DE UNA ALEMANIA DIVIDIDA

Noviembre de 1989 fue, sin duda alguna, el mes que abrió definitivamente
las puertas al fin del sistema internacional surgido después de la Segunda
Guerra Mundial. La caída del Muro de Berlín el día 9 trascendió el símbolo
de una ciudad, de un país y de un continente divididos por mor de las
circunstancias vividas varias décadas atrás para ofrecer un futuro incierto
pero esperanzador, el de un escenario radicalmente distinto de la Guerra Fría
en el que los actores principales y secundarios deberían reconsiderar sus
respectivos papeles. Desaparecía la gran frontera del mundo moderno.
La siniestra eficacia del Muro se había dejado sentir desde su construcción
en agosto de 1961. El Muro había hecho de Berlín Oeste una isla rodeada de
una inmensa cárcel, la de uno de los sistemas de dominación comunista más
represivos de la historia. En los veintiocho años siguientes unas cinco mil
personas habían intentado franquear esta barrera contra las supuestas
agresiones del capitalismo. Utilizando los más variopintos medios, habían
decidido jugarse la vida para abandonar la República Democrática Alemana.
Entre uno y dos centenares habían sido interceptados o eliminados por la
policía germano-oriental cuando intentaban alcanzar el otro Berlín. Según
cifras oficiales de la Fiscalía de la República Federal de Alemania, entre el 13
de agosto de 1961 y el 9 de noviembre de 1989 murieron 86 personas
tratando de pasar al otro lado, si bien otras fuentes señalan, —empleando
otros criterios— que fueron hasta 125 o, incluso, 227 personas1. Aunque cada
muerte es una tragedia en sí misma, puede sorprender el hecho de que fuera
un número no demasiado elevado a lo largo de tantos años, pero es
importante tener en cuenta que nos referimos tan solo a las víctimas que
perdieron la vida y que sería casi imposible calcular cuántas familias
quedaron deshechas, cuántas vidas frustradas, cuántos derechos conculcados.
Pero hagamos algo de historia. Establecida como aplicación de los
acuerdos adoptados por las potencias vencedoras en 1945, la división entre
los sectores oriental y occidental de Berlín perjudicaba ampliamente a la
RDA. Al comenzar la década de los sesenta, unas cincuenta mil personas
pasaban cada día del este al oeste de la ciudad para trabajar en las empresas,
más numerosas y modernas, instaladas en esta zona, y regresaban a pernoctar
a los barrios orientales debido, en gran parte, a que los alquileres eran más
baratos. A esta situación se añadían el problema del abastecimiento y el caos
derivado de la circulación de dos monedas. Las diferencias en la
reconstrucción de la ciudad, en las formas de vida… en definitiva, la grieta
que se iba abriendo resultaba inquietante para las autoridades comunistas. La
floreciente marcha del enclave capitalista en pleno corazón del mundo
sovietizado era intolerable no solo para la legitimidad del Estado germano-
oriental, sino también para el prestigio de la Unión Soviética.
Al menos desde 1959 rondaba a los dirigentes de la RDA la idea de tomar
medidas drásticas respecto a la cuestión berlinesa, pero la decisión se iba
posponiendo en función de las relaciones más o menos tensas entre las dos
superpotencias. Precisamente, la coyuntura internacional tuvo una influencia
notable en la construcción del Muro, como la tendría en todos los episodios
trascendentales de la Guerra Fría.
Walter Ulbricht, mandatario de Alemania oriental, había hablado en
numerosas ocasiones con Nikita Kruschov, secretario general del PCUS,
sobre la problemática frontera entre los dos sectores de Berlín; ante lo cual, el
secretario general del PCUS se había mostrado reticente a adoptar decisiones
tajantes. A lo largo de 1960, Ulbricht se había quejado insistentemente, por
carta, de la creciente gravedad de los problemas económicos de la RDA
provocados por la salida de la población hacia el oeste e, incluso, parecía
decidido a tomar alguna medida drástica, como el cierre fronterizo de Berlín,
según informó la Embajada soviética a Moscú2. Al finalizar el año, Kruschov
le prometió una ayuda económica mayor así como, en cuanto tuviera ocasión,
tratar de manera prioritaria la cuestión berlinesa con el nuevo presidente
norteamericano.
El secretario general del SED (Partido Socialista Unificado de Alemania)
nunca tuvo en gran consideración a Kruschov y llegó a atreverse varias veces
a disentir de sus criterios. Por ello, a comienzos de enero de 1961,
desconfiando de él, propuso al Politburó la creación de un comité de trabajo
para analizar la situación de Berlín y proponer medidas que detuvieran la
huida de la población. En este reducido equipo figuraban dos de sus más
estrechos colaboradores: Erich Mielke, jefe de la Stasi, y Erich Honecker,
ministro de Seguridad. Durante los meses siguientes, sin informar ni pedir el
consentimiento de los soviéticos, el Gobierno germano-oriental endureció los
dispositivos de control en la frontera.
La preocupación de Kruschov por la actitud de su homólogo tenía mucho
que ver con la cumbre prevista en Viena durante los primeros días de junio,
en donde tendría que discutir con el presidente Kennedy la espinosa cuestión
de Cuba. Un empeoramiento de las relaciones en función de la postura de
Ulbricht respecto a Berlín podía hacer peligrar el encuentro, del que la
opinión pública internacional esperaba una distensión entre las
superpotencias. Además de para debatir sobre Cuba y Berlín, la Cumbre de
Viena sirvió para abordar cómo limitar la carrera nuclear en pro de un
desarme capaz de garantizar una nueva etapa de mayor tranquilidad. En
efecto, entre la primavera de 1961 y el otoño de 1962, el grado de
confrontación iba a aumentar a causa de la revolución cubana y la crisis de
los misiles. En aquel contexto, las declaraciones de Kruschov en las que
reiteraba su completo apoyo al Régimen de Berlín Este y mostraba su
voluntad de firmar por separado un tratado de paz con la RDA provocaron
una avalancha de huidos, en torno a las diez mil personas entre el 1 y el 10 de
agosto de 1961.
Antes de que se enconasen las relaciones, la foto del apretón de manos
entre Kruschov y Kennedy, tomada en Viena el sábado 3 de junio de 1961
hacia la una menos cuarto de la tarde, recorrió las rotativas de los principales
periódicos de todo el mundo. Al día siguiente, según el orden del día
establecido, tocaba hablar de Berlín. Kruschov fue muy claro y propuso a
Kennedy un tratado de paz para dar definitivamente por concluida la guerra
y, en consecuencia, modificar el estatuto de Berlín. Si Estados Unidos no
aceptaba, la URSS se dispondría a firmar la paz por separado. Aunque un
tanto intimidado por la vehemencia del soviético y atenazado por su menor
experiencia en este tipo de reuniones de alto nivel, Kennedy no cedió.
Pretendía lograr un acuerdo general entre ambas potencias y entre ambos
Estados alemanes que, con el tiempo, tendiera a solucionar de una vez por
todas el futuro de Alemania. El equilibrio de poder en Europa no sufriría
variaciones.
Acto seguido, Kruschov le entregó en mano un memorando donde
explicitaba las ideas expuestas, gesto que sorprendió a la delegación
norteamericana por la presión añadida que suponía. Contenía muchos de los
argumentos del discurso trabado por Ulbricht desde hacía tiempo. Para
satisfacción de este, parecía que Kruschov había asumido una posición
irreversible: llegaría cuanto antes a un tratado de paz con Alemania oriental
cuyas consecuencias alterarían profundamente el estatus de Berlín Oeste,
pues las comunicaciones con la ciudad y la presencia de tropas
norteamericanas deberían ajustarse a un futuro acuerdo con la RDA.
Obviamente, cuando, pocos días después, el embajador soviético informó a
Ulbricht, su satisfacción fue completa: con su persistencia había logrado
influir en el ánimo y en la toma de decisiones del máximo responsable de la
URSS.3
Sin lugar a dudas, el secretario general del SED no desaprovechó la
oportunidad que le brindaba Viena para proseguir sus planes y acelerarlos
antes de que el Kremlin pudiera cambiar de opinión o perder interés en la
cuestión si aparecían nuevos focos de tensión con Estados Unidos. Aunque,
con el tiempo, Kruschov se atribuyera la radical resolución para Berlín4, a la
larga, el soviético dio su plácet a la planificación de Ulbricht, según se lo
comunicó el embajador Mijaíl G. Pervujin el 6 de julio. Tres días antes,
Ulbricht había aterrizado en Moscú para fijar detalles con Kruschov e
informar de sus pretensiones a los miembros del Pacto de Varsovia. No
hubiera sido posible dar el paso de construir el Muro dejando a un lado al
Kremlin, pero la insistencia del Gobierno germano-oriental resultó un factor
indispensable. Para este, lo que estaba en juego era la pervivencia de la RDA:
todos los informes sobre la situación preveían un colapso de su economía si
no se cortaba la sangría de población y de recursos.
A partir de entonces, los acontecimientos se sucedieron con rapidez. En la
reunión se había fijado una fecha para cerrar la frontera entre ambos sectores
de Berlín con un muro de alambre que sería sustituido lo antes posible por
otro de mayor fuste: la noche del sábado 12 al domingo 13 de agosto. Era
básico constreñir las acciones al territorio oriental de la ciudad sin irrumpir en
Berlín Oeste para frustrar una eventual intervención norteamericana. En las
reuniones de los días siguientes, los Gobiernos comunistas de los países del
Pacto aceptaron la propuesta del cierre fronterizo «para poner fin a las
actividades subversivas». A los ojos de los Estados socialistas la
consolidación de la RDA servía para justificar ante sus poblaciones el vigor
de sus respectivos regímenes frente a Estados Unidos, pero también les
suscitaba dudas, como en el caso checoslovaco, puesto que su floreciente
comercio con Europa occidental podía verse afectado. Ello no obstante, acabó
imponiéndose la disciplina soviética.
Así pues, el sábado 12 de agosto de 1961, mientras la RFA se encontraba
inmersa en plena campaña electoral por la Cancillería —tanto Brandt en
Nuremberg como Adenauer en Lübeck habían aludido, en sendos mítines, a
los refugiados de la Alemania comunista—, el secretario general del SED
organizó una velada en su residencia de Wandlitz; a ella fueron invitados los
principales dirigentes del Partido-Estado, cuya mayoría residía allí desde
comienzos de la década de los sesenta. El lugar había sido cuidadosamente
elegido: estaba situado a unos treinta kilómetros al norte de Berlín, una
distancia prudente si tenemos en cuenta el motivo que había impulsado a los
responsables máximos del Estado a cambiar la ubicación de sus viviendas. En
los años cincuenta vivieron en Pankow, mucho más cerca del centro de la
capital y donde se habían concentrado los puntos de decisión política y la
vida administrativa. Sin embargo, las manifestaciones obreras de junio de
1953 y el temor a un contagio revolucionario tras lo ocurrido en el otoño
húngaro de 1956 habían aconsejado preservarlos de cualquier acción que
pudiera perturbar su actividad cotidiana. Sin lugar a dudas, Wandlitz, rodeada
de bosques y bien comunicada con Berlín, ofrecía las ventajas deseadas por el
círculo de poder. La obsesión por la seguridad también se exteriorizó en la
construcción de un muro de cuatro kilómetros que acotaba la zona
residencial, a la que se accedía a través de estrictos controles.
Sobre las diez de la noche, ante el asombro de la mayoría de los asistentes,
Ulbricht les transmitió el cierre perentorio de las fronteras entre las dos zonas
berlinesas. Igual perplejidad invadió a los responsables políticos de los países
occidentales, cuyos servicios de inteligencia no habían detectado ningún
movimiento importante al respecto hasta que soldados y trabajadores
germano-orientales comenzaron a realizar el peculiar encargo en la noche de
aquel caluroso día de verano. Se había puesto en marcha la «Operación
Rosa» coordinada por Erich Honecker, máximo responsable de seguridad
dentro del Comité Central del Partido. Fueron más de diez mil personas las
que contribuyeron a instalar en torno a Berlín Oeste bloques de hormigón y
alambradas de púas.
En la madrugada del día 13, la radio que emitía en el sector oriental
difundió una resolución del Consejo de Ministros de la RDA aprobada el día
anterior según la cual «para impedir las actividades agresivas de las fuerzas
militares y revanchistas de Alemania occidental y de Berlín Oeste se
mantendrá un control en las fronteras de la RDA, incluyendo las fronteras
con el sector occidental del Gran Berlín, como es normal en las fronteras de
todo Estado soberano»5. En los días siguientes solo permanecieron abiertos
siete pasos de tránsito fuertemente controlados entre ambas zonas de la
antigua capital del Reich; según la acertada definición del Senado berlinés en
su reunión extraordinaria a la mañana siguiente, «se había erigido la pared de
un campo de concentración».
Una de las grandes figuras de la literatura germano-oriental, Christa Wolf,
militante del Partido durante cuarenta años —prácticamente los mismos de
existencia de la RDA—, reflejó en Cielo partido (Der Geteilte Himmel),
publicado en 1953, la particular relación entre las dos zonas de la Alemania
surgida tras la Segunda Guerra Mundial. La trama se sitúa en los meses
previos al levantamiento del Muro: Rita Seidel y Manfred Herrfurth son una
joven pareja que vive en Halle y manifiestan opiniones divergentes respecto
al futuro. Desencantado de la evolución de la República Democrática,
Manfred decide huir hacia el oeste. Lo mismo hace Rita, menos convencida,
pero empujada por el amor. Sin embargo, ella no se acostumbra a la nueva
vida y decide regresar a Halle. La pareja se rompe definitivamente unos días
después, en la fecha de construcción del Muro, como irreconciliables quedan
sus aspiraciones: Manfred no ve ninguna posibilidad de mejora personal ni
afectiva dentro de la RDA, mientras Rita está convencida de que trabajando
junto a sus conciudadanos puede contribuir a superar las deficiencias del
Régimen comunista.
Parece, por tanto, que la decisión final sobre la construcción del Muro se
tomó, con el beneplácito de la URSS, en una reunión de altos representantes
del Pacto de Varsovia en aquellos primeros días del mes. Como hemos visto,
la madrugada del domingo día 13 voluntarios del Partido Comunista y
fuerzas de la policía comenzaron a levantar, primero con alambre de espino y
luego con hormigón, un muro de separación que la elite del Régimen
denominaría «la protección antifascista». El esfuerzo continuado hizo que en
una semana estuvieran listos los cuarenta kilómetros de pared alrededor del
sector occidental. Hasta esa fecha más de 2,7 millones de ciudadanos
germano-orientales habían abandonado su país: la sangría demográfica ponía
en entredicho las bondades de la República Democrática, además de resultar
muy preocupante no solo por la imagen que proyectaba sino también porque
los que huían, sobre todo jóvenes y miembros de los sectores de la población
más preparados, obstaculizaban la recuperación económica.
El canciller Adenauer reclamó de sus aliados occidentales el bloqueo
económico de la Unión Soviética como réplica a la escisión de la antigua
capital del Reich pero, una vez más, la Guerra Fría impuso su propia lógica.
Aunque Washington envió al vicepresidente Lindon B. Johnson a Berlín para
conocer de primera mano lo que estaba sucediendo y pese a que tanto desde
la capital norteamericana como desde París se solicitaron garantías totales
para los vuelos hacia el sector occidental, parecía que todos consideraban la
división un hecho consumado.
De todos modos, los países aliados contestaron tardíamente al reto lanzado
desde Moscú: la nota oficial de protesta llegó el 17 de agosto. Es más, la
conocida carta enviada por Brandt a Kennedy un día antes no surtió efecto en
el presidente norteamericano, en quien las autoridades alemanas habían
depositado la confianza. El contenido de la carta era inequívoco: después del
paso dado por los soviéticos tendría lugar un segundo episodio en el que
Berlín acabaría convirtiéndose en un gueto, escindido de Alemania, y
perdería su función como símbolo de la libertad. En su respuesta del día 18
Kennedy solicitaba a Brandt, en un tono muy mesurado, que le concretara
medidas dentro del nuevo escenario, invitándole a aceptar la situación de
hecho. La decepción cundió entre la población de Berlín Oeste, que sentía el
abandono de la superpotencia. El éxito de la operación dio la razón a
Ulbricht, el cual, pese a la oscura sombra proyectada por el Muro, logró
estabilizar la RDA.
En efecto, como veremos con más detalle, a lo largo de aquella década de
los sesenta el Estado germano-oriental aseguraría su existencia afirmándose
ante Europa y ante el mundo como una alternativa viable. Las esperanzas de
Adenauer sobre una posible reunificación desaparecieron; había encallado su
estrategia de fuerza. El fracaso fue constatable cuando Ludwig Erhard, tras
sucederle en la Cancillería federal, lanzó en vano una propuesta para que las
cuatro potencias redactaran un tratado de paz global para el territorio de «las
dos Alemanias», el cual, con posterioridad, sería aceptado por un Gobierno
elegido en unas elecciones celebradas en el conjunto de Alemania. La Guerra
Fría dictó el marco de actuación y las dos grandes potencias dejaron pasar el
tiempo sin mostrar interés por modificar el estado de cosas.
Volviendo a aquel fatídico agosto de 1961, el día 22 un rutilante Ulbricht,
convencido de pasar a la historia por el gran paso que habían supuesto el
asedio y la derrota del capitalismo en suelo berlinés, hizo público el
establecimiento de una tierra de nadie de cien metros a cada uno de los lados
del Muro y, poco después, la reducción de los pasos fronterizos para los
berlineses occidentales a tan solo uno: el llamado «Checkpoint Charlie» de la
Friedrichstrasse, que acabaría convirtiéndose en referente de la Guerra Fría.
Ninguna de estas dos decisiones había obtenido la aquiescencia del Kremlin,
el cual le había obligado a desdecirse de la primera para evitar un
enfrentamiento con los países occidentales6.
Desde el día siguiente, el 23, la población de Berlín Este tuvo vedado el
acceso al otro sector, instalándose el estatus de Guerra Fría. Los aliados de la
República Federal tan solo hicieron constar protestas ante las autoridades
soviéticas; es conocida la ya citada carta enviada el 16 de agosto por Willy
Brandt, en calidad de alcalde de Berlín Oeste, al presidente John F. Kennedy,
en la que expresaba un profundo pesar por la inacción de su Administración,
una actitud que, según él, daba carta de naturaleza a la ilegalidad cometida7.
Desde la perspectiva de los dirigentes germano-orientales, en la
construcción del Muro había influido —además de las gravosas pérdidas
socioeconómicas provocadas por la salida constante de alemanes que, bien
formados en sus distintas especialidades, encontraban salarios y condiciones
laborales muy favorables en el oeste— la erosión a la legitimidad de un
Estado socialista, técnicamente igualitario, del que huía su población. La
justificación residía, pues, en la constante amenaza imperialista que se cernía
sobre las democracias populares. Los servicios de espionaje occidentales
recurrían a corromper ciudadanos de la RDA con el fin de sabotear su
economía e inducir a personas poco instruidas a salir del país. Según las
autoridades comunistas, Estados Unidos, la OTAN y, en general, los
Gobiernos capitalistas estaban detrás de esta operación y gastaban en ella
millones de dólares. Por supuesto, tanto la Unión Soviética como el Pacto de
Varsovia emitieron comunicados alabando la decisión tomada en Berlín Este.
Por si esto no bastase, durante aquel mes y el siguiente la presión soviética se
intensificó a la búsqueda de un acuerdo que convirtiera a Berlín Oeste en lo
que Kruschov denominaba «una ciudad libre desmilitarizada». El Kremlin
aspiró a esta fórmula dentro de las conversaciones iniciadas a finales de aquel
año de 1961 entre las dos superpotencias sobre reducción de armamento
aunque, finalmente, no se dio ningún paso al respecto8.
El día 24 el Muro se cobró su primera víctima. Günter Liftin había
trabajado de sastre en Berlín Oeste y era una de las cerca de cincuenta mil
personas que hasta hacía algunos días habían cruzado diariamente la ciudad.
Cobraba en marcos occidentales y lo cambiaba en el mercado negro por un
tipo muy provechoso (un Deutsche Mark o marco alemán por cinco marcos
orientales). Los primeros días después del 13 habían transcurrido entre la
sorpresa y el estupor, hasta llegar a la convicción de que la medida tomada
por las autoridades comunistas no era provisional. Poco a poco, se fueron
sustituyendo las alambradas por muros de hormigón de tres metros y medio
de altura. La tarde de aquel caluroso día de agosto Liftin se lanzó a las aguas
del Spree en la zona de Humboldthafen. No sobrevivió a los cerca de treinta
metros que separaban ambas orillas. En este caso, un policía de tráfico,
después de advertirle, le ametralló. A sus familiares no se les permitió ver el
cuerpo antes del entierro, ni siquiera para reconocerlo. El castigo debía ser
ejemplar9.
Como en otros momentos críticos del enfrentamiento entre los bloques, la
tensión comenzó a relajarse —en este caso en octubre— cuando, por un lado,
durante las sesiones del vigesimosegundo congreso del PCUS, Kruschov
valoró la actitud positiva de los aliados occidentales para tratar de encontrar
una solución al problema mientras, por otro, Kennedy aseguró que su
principal objetivo era garantizar la comunicación con la isla recién creada.
Por su parte, las autoridades de Berlín Este, a través del Frente Nacional
(que, bajo la hegemonía del SED, agrupaba a otras formaciones políticas
como meras correas de transmisión del Partido Comunista), emitirían en 1962
un comunicado, el llamado «Documento de la Nación», en el que se
justificaba la erección del Muro y se legitimaba su Estado: «La República
Democrática Alemana no solo es el único Estado alemán legal desde el punto
de vista del derecho internacional por lo que se refiere al Acuerdo de
Potsdam y, por consiguiente, el único Estado alemán en virtud de la legalidad
histórica […]»10. El documento ponía el énfasis en la voluntad de convivir
pacíficamente con la RFA, proponiendo una confederación de ambos
Estados. La naturaleza socialista de la RDA aparecía consignada en el texto
como el pilar sobre el que se asentaba el Estado y, por tanto, como el
elemento clave irrenunciable para mantener sus señas de identidad.

La construcción del Muro, vista desde el otro lado

A la altura de la primavera de aquel año de 1961 Konrad Adenauer,


canciller de la República Federal de Alemania, sabía ya que, fueran cuales
fueran sus simpatías hacia el nuevo presidente de Estados Unidos, John F.
Kennedy, debía establecer cuanto antes un contacto directo con él, y por ello
en abril cruzó el Atlántico para efectuar lo que, en realidad, se redujo a una
visita de cortesía. Antes del viaje Dean Acheson, uno de los hombres fuertes
del Departamento de Estado norteamericano —de hecho, había sido su titular
entre 1949 y 1953—, le había tranquilizado al asegurarle que, aun cuando se
iban a replantear parcelas de la política internacional, la defensa de Alemania
ante una plausible agresión soviética estaba garantizada.
Pronto iba a surgir la oportunidad de comprobar hasta dónde estaban
dispuestos a llegar los aliados en esa defensa de Alemania, de Berlín en
particular, como baluarte del mundo libre. A lo largo de 1960, tras la reunión
de Eisenhower y Kruschov en Camp David los días 26 y 27 de septiembre de
1959 —que generó un momento de optimismo respecto a la crisis de 1958—,
el desencuentro entre ambas superpotencias había vuelto a manifestarse. El
mandatario soviético seguía apostando por firmar la paz con la RDA de
forma unilateral. Ante la creciente tensión, el nuevo presidente
norteamericano, John F. Kennedy, inició su andadura en enero de 1961 con
una concepción muy diferente de la política sobre Berlín y, a finales de julio,
afirmó que garantizaría la continuidad de las fuerzas aliadas en la ciudad y el
libre paso desde la República Federal a Berlín para los ciudadanos no solo de
la antigua capital y de la RFA, sino de todas las naciones aliadas11.
En la primera reunión de ambos mandatarios en Viena durante la primavera
de 1961, Kruschov amenazó con un nuevo ultimátum. Antes de concluir el
año las potencias occidentales debían firmar un tratado de paz con los
Estados alemanes; de no ser así, Moscú lo haría de forma unilateral con la
RDA y, en virtud de ello, el Gobierno de Berlín Este controlaría todas las
vías de entrada a la ciudad.
Una grave amenaza se cernía nuevamente sobre el escenario europeo,
máxime si consideramos que, en el caso de que se produjese, se trataría de
una guerra nuclear. En esta ocasión nada parecía persuadir al Kremlin de dar
marcha atrás y menos aún la sugerencia británica de volver a la mesa
negociadora sobre las bases del verano de 1959, cuando se truncaron las
conversaciones.
Adenauer volvió a ser el más firme en desestimar la propuesta al tiempo
que le llenaban de incertidumbre las declaraciones, provenientes del otro lado
del Atlántico, de altos representantes del Congreso y de la Secretaría de
Estado: el canciller creía que Kennedy estaba tratando de alejar el peligro de
una guerra a toda costa12. Este cambio que había detectado podía hacer
tambalearse los pilares de la política exterior alemana asentados desde la
inmediata posguerra. Las esperanzas depositadas en Estados Unidos y en la
OTAN para derrotar en el campo diplomático a la Unión Soviética se
difuminaban ante la tibia respuesta occidental, o así lo interpretaba el
dirigente renano. Ello no obstante, a pesar de la cautela, la Casa Blanca
tomaba medidas. Con agudeza escribía en su diario Herbert Blankenhorn
(embajador en París y uno de los asesores en asuntos exteriores más cercano
a Adenauer), después de la reunión de ministros de Estados Unidos, Francia,
Reino Unido y la RFA, mantenida en París durante los primeros días de
agosto de 1961:
En estas semanas el mundo occidental se enfrenta en sus relaciones con la agresiva
Unión Soviética a su hora más difícil desde 1945. Es como si este enorme duelo de
fuerzas que, ya sea por error, ya sea por incidentes de cualquier tipo, puede
conducirnos rápidamente a una catástrofe, nos exigiera el postrer y máximo esfuerzo
que, quizá en el último momento, permita que el mundo libre resista al embate del
comunismo. Aciertan en decir los expertos norteamericanos […] que otra oportunidad
igual en los próximos años implicaría un peligro mucho mayor y una probabilidad de
éxito mucho menor. Tenemos que llevar a cabo la prueba de fuerza. Cuanto más
seguro se muestre Occidente, tanto más seguros podemos estar de que el Gobierno
soviético recapacite13.

En las semanas siguientes, siempre atento a las reflexiones de su


embajador, Adenauer no tensaría la cuerda ni con exigencias ni con
declaraciones estentóreas, confiando en que, una vez celebradas las
elecciones legislativas en la RFA, comenzasen las conversaciones con Moscú
sobre la cuestión alemana.
Por desgracia, el castillo de naipes se vino rápidamente abajo. El 12 de
agosto por la tarde Adenauer llegó a Rhöndorf desde su querida Cadenabbia,
en el lago Como, donde había veraneado tantos años y de donde siempre
regresaba con fuerzas renovadas. Horas después, Hans Globke, secretario de
la Cancillería, le informó del cierre de las calles que comunicaban las dos
partes de la ciudad de Berlín. Lo que vino a continuación ya lo sabemos.
La declaración oficial del canciller fue mesurada en un intento de apaciguar
los ánimos y evitar el enfrentamiento directo con las autoridades comunistas.
Como prueba de ello, mantuvo los actos electorales previstos en esos días —
ante la convocatoria de legislativas para el 17 de septiembre—: un gesto
excesivamente claro para los numerosos alemanes que le juzgaron más
preocupado por el resultado electoral que por la gravedad de la situación.
Peor aún, en aquellos días las críticas —e incluso las ofensas— a su directo
contrincante, Brandt, estuvieron por encima de las intervenciones en
solidaridad con el pueblo berlinés, a quien no acudió a visitar hasta los días
22 y 23 de agosto.
La misma falta de resolución se había apoderado de británicos y
norteamericanos: el miedo a una conflagración paralizaba la respuesta
occidental, que fue muy débil. Como ya hemos visto, tanto la Casa Blanca
como el Elíseo solicitaron garantías totales para los vuelos hacia el sector
occidental, lo cual suponía aceptar la división14.
El 16 de agosto Willy Brandt se dirigió desde el Ayuntamiento de Berlín
Oeste, en Schöneberg, a unos doscientos cincuenta mil berlineses
escandalizados por lo ocurrido. Mientras tanto, Adenauer firmó en Bonn un
comunicado con Andrei Smirnov, el embajador soviético: «La República
Federal no tomará ninguna decisión que pudiera poner en peligro la situación
internacional»15. El mensaje lanzado era absolutamente conformista, pero
tampoco podía hacer mucho más la autoridad federal que indignarse en
privado cuando la respuesta norteamericana había sido contemporizadora.
Por su parte, Brandt atacó con firmeza el cierre fronterizo comparando,
incluso, el Régimen comunista de la RDA con el Tercer Reich, y mostró la
solidaridad del resto de los berlineses con sus hermanos del este. Por último,
entre muestras de fervor entre los congregados, pidió acciones políticas más
que palabras, tal como —decía— había trasladado por carta al presidente
Kennedy16. En su respuesta, este solo se avino a mandar más tropas como
muestra de repudio, pero se cerró en banda a la posibilidad de plantear un
estatus diferente para Berlín Oeste. El inquilino de la Casa Blanca no
contemplaba una injerencia mayor en los asuntos soviéticos en Alemania. De
hecho, Kruschov había demostrado gran habilidad a la hora de captar en la
Cumbre de Viena el interés fundamental de Kennedy y había actuado en
consonancia: para el norteamericano lo sustancial era la seguridad del acceso
a Berlín, algo que le había garantizado Kruschov, siempre que Washington
no interviniera en las decisiones soviéticas sobre el sector oriental de la
ciudad.
En el año 1962 aumentó la tensión entre Estados Unidos y la URSS a raíz
del estallido del conflicto de los misiles en Cuba. Los aviones U2
norteamericanos obtuvieron pruebas irrefutables de los preparativos para
establecer plataformas de lanzamiento de misiles de medio alcance a pocos
kilómetros de la costa de Florida. Después de días de amenazas y
negociaciones que a punto estuvieron de provocar un enfrentamiento entre las
superpotencias, a finales de octubre la situación se había calmado y la imagen
del presidente Kennedy aparecía reforzada ante la opinión occidental como
defensor de los principios y valores de esta parte del mundo.
Todavía aureolado de éxito, en la primavera de 1963 el presidente Kennedy
llevó a cabo un viaje de cuatro días por la RFA y el 26 de junio aterrizó en el
aeropuerto berlinés de Tegel. Había una gran expectación ante lo que pudiera
decir; de hecho, previamente habían existido tensas discusiones en el seno de
su equipo respecto de la oportunidad de hacer escala en tan conflictivo
enclave. Los cálculos más ajustados hablan de unas trescientas mil personas
concentradas en torno al ayuntamiento de Schöneberg para escuchar al
carismático líder norteamericano. Era el primer mandatario occidental que
pisaba Berlín una vez construido el Muro y el discurso que concluiría con el
conocido «Ich bin ein Berliner» se convertiría en uno de los más famosos de
su trayectoria política. La moderación expresada en alocuciones anteriores,
con claras muestras de un espíritu conciliador con la URSS, se trastocó en un
alegato en la línea más ortodoxa de la doctrina de contención del comunismo
formulada por Truman.
El discurso fue corto y rotundo: «Todavía algunos afirman que es cierto
que el comunismo es un sistema perverso, pero que les permite alcanzar un
progreso económico. Que vengan a Berlín»; «El Muro es la demostración
más terrible y dura del fracaso del sistema comunista»; «La libertad es
indivisible y cuando una sola persona está esclavizada, nadie es libre». Estas
y otras frases serían muy difundidas por los medios de comunicación, pues
rompían el antes señalado talante contemporizador con los soviéticos. De
hecho, el presidente no siguió el guion preconcebido, a causa, probablemente,
de la presión ambiental17.
La posición norteamericana había sido por fin expuesta con contundencia
por el presidente. Durante los meses posteriores se extendió un ambiente de
cierta tranquilidad. La situación de hecho se convirtió en rutina, interiorizada
progresivamente por los berlineses del oeste, mientras su Senado emprendía
negociaciones y alcanzaba algunos acuerdos con las autoridades germano-
orientales para flexibilizar en fechas señaladas las visitas de uno a otro lado.
Los años inmediatamente posteriores a esta apertura de negociaciones
fueron, pues, de continuados enfrentamientos dialécticos y desencuentros
sobre el estatuto y el futuro de la antigua capital del Reich. El Tratado de
Amistad, Asistencia Mutua y Cooperación, suscrito entre la URSS y la RDA
el 12 de junio de 1964, consideraba Berlín una «unidad política
independiente», lo cual, en realidad, venía a significar un hecho concreto:
todo el territorio berlinés formaba parte de la RDA, aunque una parte hubiera
sido tomada ilegalmente por la RFA. Pocos días después los aliados
occidentales negaban dicha posibilidad alegando sus derechos de
ocupación18. De igual forma, el artículo séptimo de dicho tratado establecía
que «la creación de un Estado único alemán, un Estado pacífico y
democrático, puede conseguirse solo por la vía de la negociación, a base de
igualdad y de acuerdo, con la voluntad de los dos Estados alemanes».
Ante esta negativa, los soviéticos adoptaron la estrategia de obstaculizar
todo lo posible el tráfico a la zona occidental con el objetivo de minar
paulatinamente la economía de la ciudad y la confianza de sus habitantes.
Algunas medidas tomadas por Berlín Este a finales de la década de los
sesenta fueron especialmente tajantes. Así, el 13 de abril de 1968 se prohibía
la entrada a los miembros del Gobierno y a altos funcionarios de la
Administración de la RFA; dos meses después, el 11 de junio, se obligaba a
obtener pasaporte y visado para el paso entre ambos Estados alemanes y entre
Berlín Oeste y la RDA19.

El Muro tras la Ostpolitik

En la RFA, la llegada de los socialdemócratas al poder, aunque en


coalición con la CDU, había supuesto en 1966 el inicio de un cambio de
orientación en la política exterior de Bonn, cambio que conduciría a la
Ostpolitik. El acceso de Willy Brandt a la Cancillería federal en octubre de
1969, con el apoyo del Partido Liberal, sirvió para fortalecer esta política de
acercamiento a los países comunistas, entre ellos a la RDA. La posibilidad de
obtener resultados exitosos dependía de los vínculos que pudiera establecer el
Gobierno con la Unión Soviética, pilar del sistema. El primer asunto que se
resolvió fue el económico, de enorme relevancia para el Kremlin, teniendo en
cuenta la potencialidad de la RFA. Tras el acuerdo suscrito en Essen el 1 de
febrero de 1970, meses después, el 12 de agosto, se firmó en Moscú un
tratado político por el cual se renunciaba explícitamente al uso de la fuerza
además de aceptar la inviolabilidad de las fronteras existentes, haciéndose, de
esta forma, un reconocimiento tácito del statu quo. Ambos Estados asumían
como frontera entre la RDA y la RFA la trazada tras la guerra, así como la
línea Oder-Neisse para la separación entre Polonia y la RDA. Quedaba
confirmado el derecho de las cuatro potencias a la ocupación de Berlín al
mismo tiempo que el Gobierno de Bonn admitía sin reconocimiento oficial la
existencia de la República Democrática Alemana.
Después de esta firma, las perspectivas de un mayor entendimiento sobre la
cuestión berlinesa mejoraron ostensiblemente. Berlín estaba en el foco de una
posible distensión entre los bloques, gracias a lo cual volvió a abrirse el
diálogo entre las cuatro potencias para aliviar la tensión en este punto
neurálgico de la Guerra Fría. Después de varios intercambios de documentos
de trabajo, así como de cesiones por ambas partes, en el verano de 1971 lo
fundamental del texto estaba pactado, y el 3 de septiembre quedó rubricado el
Acuerdo Cuatripartito de Berlín, así como su protocolo final, que sería
complementado por el Acuerdo de Tránsito entre la RFA y RDA el 17 de
diciembre de aquel mismo año. Tras los problemas generados por el bloqueo
a la zona occidental en distintos momentos, el cambio de actitud de la URSS
plasmado en el documento implicaba una nueva atmósfera de entendimiento,
verdaderamente favorable a la distensión: Moscú aceptaba de manera
explícita el compromiso de levantar los impedimentos al tráfico con Berlín.
En este mismo sentido se aligeraba el procedimiento para controlar a los
viajeros que transitaban directamente de Berlín Oeste hacia la RFA al limitar
este control a la identificación de las personas. Los soviéticos obtenían la
garantía de que tanto los aliados occidentales como el Gobierno de la
República Federal renunciaban a «actos de soberanía sobre Berlín», esto es, a
cualquier manifestación institucional u oficial como las reuniones del
Bundestag, las elecciones del presidente federal y otras ceremonias de Estado
que habían suscitado tensiones entre ambas partes. Los vínculos entre Berlín
Oeste y la RFA seguirían constreñidos por los derechos de ocupación, lo cual
reafirmaba su particular estatus —el hecho de que la ciudad no pertenecía a la
República Federal— pero, en todo caso, era muy significativo que Moscú
reconociera los lazos especiales que unían a aquella con esta20.
Tras una época de cierta tranquilidad —fruto, sin duda, de la Ostpolitik—,
en agosto de 1984 las declaraciones de Hans Apel, cabeza de lista
socialdemócrata en las elecciones de Berlín Oeste previstas al año siguiente,
provocaron una controversia al afirmar en un aniversario tan señalado como
el de la construcción del Muro que estaría dispuesto a aceptar la existencia de
los dos Estados alemanes. Inmediatamente, mientras sus colegas del SPD
valoraban su realismo, las fuerzas conservadoras lo tacharon de adoptar la
posición del Kremlin, rompiendo así el consenso sobre la política exterior
federal.
La polémica en los medios, alimentada por opiniones diversas, devolvió a
la actualidad el, por otra parte, sempiterno tema de la unificación. El goteo de
ciudadanos germano-orientales a la búsqueda de subterfugios para poder
pasar a la otra zona era constante ante la restrictiva política de Berlín Este
sobre los permisos de salida de sus ciudadanos. El refugio en las embajadas
occidentales de los países del Este continuaba siendo la mejor opción, pero
resultaba muy difícil conseguirlo. Por ejemplo, entre octubre y diciembre de
1984 más de ciento cincuenta alemanes del Este se refugiaron en la embajada
de la RFA en Praga, en la misma sede donde, en febrero, una sobrina de Willi
Stoph —uno de los máximos dirigentes del Estado— había pedido también
protección y garantías de que se le permitiría pasar al Oeste. Los datos
oficiales de la propia República Democrática dejaban poco espacio a la duda
respecto a las intenciones de una gran parte de su población. A lo largo de
1984, un país con 16,3 millones de habitantes recibió unas 400.000 peticiones
de salida, de las que solo se aceptó el diez por ciento21.
En aquel otoño de 1984 había prevista una visita de Erich Honecker a
Bonn; las expectativas sobre la intensificación de las relaciones interalemanas
no eran muchas, pero el viaje era ya de por sí un hito. La presión soviética se
hizo notar y el encuentro con Helmut Kohl se anuló, pero ni este hecho ni los
escándalos de espionaje que saltaron a los medios en 1985 empeoraron la
relación. El volumen de intercambios comerciales continuó la marcha
ascendente, como también aumentó el número de permisos de salida hacia la
RFA. Además, nuevos vientos soplaron en el Kremlin tras el acceso de Mijaíl
Gorbachov a la Secretaría General del PCUS en marzo de 1985. Dos meses
después, a finales de mayo, Willy Brandt mantuvo conversaciones con
personalidades políticas relevantes y con el propio Gorbachov durante una
visita a la capital rusa. Pasados quince años desde la firma del Tratado
germano-soviético, ambos Gobiernos valoraron dicho acuerdo por su
relevancia para la paz en Europa y para el reconocimiento de fronteras, por el
gran avance que había supuesto en la normalización de las relaciones entre
ambos Estados sobre los pilares del entendimiento y el diálogo permanentes.
El 13 de agosto de 1986 el Muro cumplió un cuarto de siglo, edad
suficiente para valorar las repercusiones de aquel acto en un momento en que
la Guerra Fría parecía entrar en una nueva fase de la mano del cambio de
relaciones entre bloques auspiciado por Gorbachov. En un gran acto
organizado por el SED ante miles de trabajadores, Erich Honecker —su
máximo dirigente, a la vez que excelente conocedor de los entresijos que
habían conducido a la decisión de levantar el Muro y actor fundamental en la
vida política germano-oriental durante las últimas décadas— expresó con
contundencia la importancia de mantener el cerco sobre Berlín Oeste: había
sido «la piedra angular para el subsiguiente desarrollo de nuestro Estado
socialista», además de garantía de la paz en toda Europa. El imperialismo
capitalista, la OTAN, la beligerancia de Estados Unidos… toda la batería
propagandística articulada desde el primer momento del cierre fronterizo
aparecía reflejada en el discurso de Honecker, sin que pudiera presagiarse lo
que iba a ocurrir pocos años después.
Tampoco el Gobierno de la RFA desaprovechó la efemérides para hacer
públicas sus propias consideraciones. En un acto en el edificio del antiguo
Reichstag intervinieron, entre otros, el canciller federal Helmut Kohl y Willy
Brandt, alcalde de Berlín Oeste a principios de los años sesenta. Los oradores
reiteraron la imposibilidad de convivencia entre los derechos humanos y el
Muro, plasmada en la separación forzosa de familias, las ejecuciones de
quienes querían abandonar la RDA y la cerrazón frente a un mundo cada vez
más abierto y plural. Con gran instinto político, Brandt señaló que «no hay
perspectiva local ni nacional para superar el Muro; solamente una perspectiva
europea»22. Los medios de comunicación resaltaron las palabras
pronunciadas por el canciller Kohl tanto en aquella jornada como durante los
días previos en las que subrayaba su intención de dirigirse a todos y cada uno
de los ciudadanos alemanes, sin distinción: un preludio de la necesaria
reunificación. El enfrentamiento verbal y de comunicados entre unos y otros
no fue más allá ni alteró el proceso de mejora en las relaciones interalemanas
que culminaría al año siguiente con la «visita de trabajo» —eludiendo el
término «visita de Estado»— de Honecker a la RFA, pero sí manifestó una
voluntad más viva por parte del mandatario germano-occidental a la hora de
apostar por un futuro integrador.
En efecto, la mejora de las relaciones entre Bonn y Moscú y la posibilidad
real de cerrar un pacto sobre los euromisiles influyeron positivamente en la
fluidez del diálogo entre los dos Estados alemanes. De 1981 databa la
invitación girada por el canciller Helmut Schmidt a Honecker para que
visitara Alemania Federal. Tuvieron que darse estas novedosas condiciones
para que entre el 7 y el 11 de septiembre de 1987 el máximo líder germano-
oriental pisara el suelo de la otra parte. El acontecimiento, como veremos más
adelante, fue verdaderamente histórico. Durante aquellas jornadas las
televisiones de medio mundo retransmitieron imágenes inéditas, como el
ondear de las dos banderas juntas o la interpretación de sendos himnos. Más
allá de los símbolos, los resultados de la visita se plasmaron en distintos
acuerdos gubernamentales de carácter político y económico, lo que frustró a
sectores de la población del Este en cuya percepción el acercamiento entre los
dos países iba en contra de sus afanes de libertad.
Como acabamos de señalar, el viaje de Honecker a la República Federal en
septiembre de 1987 revistió una importancia trascendental para la buena
marcha de los vínculos entre ambos Estados. En el ámbito personal, encontró
muy reconfortante volver a Wiebelskirchen, la localidad del Sarre que le
había visto nacer. Sin embargo, el seguimiento realizado por los medios de
comunicación, intenso y extenso, que en otras circunstancias habría
contribuido a legitimar todavía más su figura y su política, contrastaba con la
gravedad de la situación de la República Democrática. No debemos olvidar
que los gastos de seguridad y defensa eran los más voluminosos de todo el
bloque comunista en Europa, superados tan solo por la Unión Soviética.
La celebración del 750.º aniversario de la fundación de Berlín en 1987 fue
un acontecimiento de enorme relevancia para los dos Gobiernos alemanes,
que compitieron en fastos para lanzar al mundo una imagen de fuerza y
prosperidad de sus respectivos Estados. En el caso oriental, el propio
Honecker había asumido, desde comienzos de 1985, la presidencia del comité
organizador, en el que figuraban más de cien personalidades de distintos
ámbitos de la vida pública: era la muestra más obvia de la trascendencia que
el Régimen otorgaba al evento. Al formar parte de Berlín Este los barrios con
mayor importancia histórica, el Gobierno invirtió grandes sumas en la
recuperación de monumentos, muchos de los cuales habían permanecido sin
reparación alguna desde 1945. La capital debía ser el escaparate para ese
futuro próspero del Estado socialista alemán.
Por su parte, los germano-occidentales aprovecharon para insistir sobre la
afrentosa realidad del Muro. A los actos de celebración se sumó Ronald
Reagan el 12 de junio, en una intervención ante las masas reunidas frente a la
puerta de Brandeburgo:
Hoy os digo: mientras esta puerta esté cerrada, mientras se permita que siga existiendo
esta herida, no se trata solo de que la cuestión alemana siga abierta, sino de la cuestión
de la libertad, que afecta a toda la humanidad. Pero yo no vengo aquí a lamentarme,
porque yo encuentro en Berlín un mensaje de esperanza incluso a la sombra de este
Muro, un mensaje de triunfo.

Para, inmediatamente, exhortar a Gorbachov: «Señor secretario general: si


usted busca la paz entre los pueblos, si busca el bienestar para la Unión
Soviética y para la Europa del Este, entonces ¡venga a esta puerta! Señor
Gorbachov, ¡abra esta puerta! Señor Gorbachov, ¡derrumbe este muro!»23.
Como tendremos ocasión de comprobar más adelante, el secretario general
del PCUS no iba a decidir personalmente la caída del Muro, la cual, no
obstante, fue sin duda alguna consecuencia directa de su política. Aquel 9 de
noviembre de 1989 se iniciaría una nueva era en la historia de Berlín, de
Alemania, de Europa y del mundo. El proceso de unificación que siguió
permitió que la situación jurídica de la ciudad fuera acomodándose a la
cambiante realidad. De esta forma, el 8 de junio de 1990 las potencias aliadas
eliminarían la prohibición de que los habitantes de Berlín Oeste eligieran
diputados para el Bundestag. En aquella fecha la división de Berlín iba a
convertirse en pura historia.
Como el Muro. Provistos con picos o con tan solo las manos, cientos de
ciudadanos golpearían con rabia contenida durante años los ciento sesenta
kilómetros de doble pared y de oprobio hasta desmenuzar la mayor parte de
lo que fue el símbolo por excelencia de la Guerra Fría y convertirlo de esa
forma en miles de inofensivos souvenirs. A principios del nuevo año el
Consejo de Ministros de la República Democrática aprobaría la demolición.
En el mes de junio comenzaría en Mónaco la subasta de ochenta y un
fragmentos, decorados con pintadas, cuya puja mínima iba a ser de cincuenta
mil francos por cada uno. Finalmente, se destruirían más de cien kilómetros
de hormigón, la mayor parte de los cuales iban a venderse a veinte marcos la
tonelada.
El 2 de diciembre de 1990, el mismo día de las elecciones generales, Berlín
abriría los colegios electorales para decidir sobre la alcaldía de la ciudad, que
volvería a estar unida. Las desavenencias entre las formaciones de izquierda y
el ambiente general de entusiasmo en las filas cristianodemócratas ante las
encuestas que, sin dudas, otorgaban la victoria en el ámbito nacional a Kohl,
influirían en el triunfo de la CDU. Su candidato, Eberhard Diepgen, iba a
superar el 40,4 por ciento de los votos, dejando muy atrás —a diez puntos—
al anterior alcalde, el socialdemócrata Walter Momper. La extrema derecha
perdería sus representantes en el Senado berlinés mientras volvían los
liberales al lograr el 7,1 por ciento de los sufragios. Por su parte, con un 9,2
por ciento, los excomunistas del Partido del Socialismo Democrático (PDS)
se convertirían en la tercera fuerza más votada. Los Verdes presentaron listas
diferenciadas en el oeste y en el este de la ciudad y obtuvieron con ellas un 5
por ciento y un 4,4 por ciento, respectivamente.
La disparidad del voto y la consiguiente ausencia de mayorías obligarían a
gobernar a una gran coalición entre CDU, SPD y FDP, que iba resultar muy
inestable por las diferencias entre los programas presentados por cada uno de
ellos y por la falta de empatía entre Momper y Diepgen. En todo caso, estas
discrepancias serían fruto de la normalidad institucional y propias, por tanto,
de la vida democrática.
A mediados de 1991 Berlín volvería a convertirse en la capital de
Alemania. Además de su trascendencia histórica y simbólica, el traslado de la
capital al Este debía servir de estímulo para la integración efectiva de la
población con la esperanza de construir un futuro común. En la actualidad, lo
que supuso esta frontera puede percibirse en la Bernauer Strasse, donde las
paredes de hormigón están preservadas íntegramente para alojar el Centro de
Documentación del Muro de Berlín.
1 TAYLOR, Frederick, El muro de Berlín. 13 de agosto de 1961 – 9 de noviembre de 1989, Barcelona,
RBA, 2009, p. 503.
2 KEMPE, Frederick, Berlín 1961. El lugar más peligroso del mundo, Barcelona, Galaxia Gutenberg,

2012, p. 73.
3 Ibid., pp. 301-303.
4 KHRUSHCHEV, Nikita S., Khrushchev Remembers: the Last Testament, Boston, Little Brown, 1974,
p. 508.
5 Cit. en GARZÓN, Dionisio, El Muro de Berlín. Final de una época histórica, Madrid, Marcial Pons,
2013, p. 94.
6 KEMPE, Frederick, Berlín 1961.., op. cit., p. 431.
7 HEIDELMEYER, Wolfgang y HINDRICHS, Günter (Eds.), Dokumente zur Berlin-Frage 1944-1966,

Múnich, R. Oldenbourg Verlag, 1967, pp. 479-481.


8 Este proceso se explica en CATE, Curtis, The Ides of August. The Berlin Wall Crisis of 1961,
Londres, Weidenfeld and Nicolson, 1978.
9 HERTLE, Hermann, Die Todesopfer an der Berliner Mauer 1961-1989: Ein
biographisches Handbuch, Berlín, Christoph Links, 2009, pp. 37-39.
10 Cit. en ABELLÁN, Joaquín, Nación y nacionalismo en Alemania. La “cuestión alemana” (1815-
1990), Madrid, Tecnos, 1997, pp. 215-216.
11 El texto se encuentra en WETZLAUGK, Udo, Berlin und die deutsche Frage, Oranienbaum,
Wissenschaft und Politik, 1985, pp. 165-166.
12 MAYER, Frank A., «Adenauer and Kennedy: an Era of Distrust in German-American Relations?»,
German Studies Review, 17/1 (February 1994), pp. 83-104.
13 Cit. en SCHWARZ, Hans-Peter, Adenauer. II (1952-1967). El estadista, Santiago de Chile, Aguilar,
2003, p. 1.702.
14 GEPPERT, Dominik, Die Ära Adenauer. Darmstadt, Wissentschaftliche Buchgesellschaft, 2002, pp.
104-110.
15 Cit. en KEMPE, Frederick, Berlín 1961…, op. cit., p. 412.
16 www.chronik-der-mauer.de/ (consultado el 26 de febrero de 2018).
17 Véase SMYSER, W. R., Kennedy and the Berlin Wall, Lanham, Rowman & Littlefield, 2009.
18 LÓPEZ-ESPEJO, Sergio, El problema de Berlín. Ensayo de historia diplomática, Madrid, Istmo,
1995, pp. 105-106.
19 Ibid., p. 111.
20 Véase CATUDAL, Honoré M., A Balance Sheet of the Quadripartite Agreement on Berlin.
Evaluation and Documentation, Berlín, Berlin Vertrag, 1978.
21 MÉNUDIER, Henri, «La République Fédérale d’Allemagne», en VV. AA., Les deux Allemagne 1984-
1989, París, La Documentation Française, 1990, pp. 33-34.
22 Cit. en GARZÓN, Dionisio, El Muro de Berlín…, op. cit., p. 146.
23 Ibid., pp. 148-149.
1. LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA: UN
ESPEJISMO EN LA EUROPA SOVIETIZADA

Legitimación y consolidación del Estado socialista alemán

Desde comienzos de la década de los setenta hasta su desaparición, la vida


de la República Democrática Alemana estuvo guiada por la figura de Erich
Honecker. Si, por definición, el Partido Socialista Unificado era la
vanguardia de la sociedad para alcanzar el comunismo, su política
determinaba la acción del Estado. La aplicación del centralismo democrático
funcionó muy bien en el desarrollo histórico de la RDA hasta la crisis final
del sistema.
Honecker fue acaparando poder desde que en el congreso del partido
celebrado entre mayo y junio de 1971 fuera nombrado secretario general.
Había nacido en 1912 en Wiebelskirchen (junto a la ciudad de Neunkirchen,
en el Sarre) y muy joven, en 1926, ingresó en las Juventudes Comunistas.
Entre 1921 y 1931 recibió formación política en Moscú y en 1935 fue
detenido por la Gestapo y condenado a diez años de cárcel por su vinculación
política. En abril de 1945 fue liberado por las fuerzas soviéticas y junto a
otros dirigentes históricos, Wilhelm Pieck y Walter Ulbricht, fundó el SED.
Desde el nacimiento de la RDA fue diputado de la Volkskammer (el
parlamento de la RDA) y miembro del secretariado del Comité Central del
Partido desde 1950.
Su trayectoria era, pues, impecable para acceder a la máxima
responsabilidad de la República. Aquel mismo año de 1971 también asumió
la presidencia del Consejo de Defensa Nacional y en 1976, la del Consejo de
Estado. Honecker mantuvo una inquebrantable fidelidad a las directrices de
Brezhnev, aunque supo jugar con una cierta independencia de criterio basada
en la justificación que le otorgaba una economía teóricamente más avanzada
que la del resto de los países socialistas europeos. Su criterio propio se
plasmó en la modificación que propuso en 1974 de la Constitución de 1968:
el nuevo texto definía a la República como el «Estado socialista de los
obreros y campesinos», y su artículo 8.2 expresaba como única posibilidad de
unidad entre los dos Estados alemanes que esta se realizara «con la
democracia y el socialismo como fundamentos».
Esencia medular del texto constitucional, la aspiración del SED era
conseguir un «hombre nuevo» a través de una activa política de ingeniería
social cuya destreza en el manejo de la personalidad lograra el arraigo de
actitudes y formas de ver el mundo propias del marxismo-leninismo. Los
derechos y libertades, entendidos desde una perspectiva liberal, atañen a los
individuos y no pueden aplicarse a las colectividades; de ahí que, una vez
consumada la revolución socialista, desaparecieran las clases y los derechos y
libertades de carácter burgués quedaran fuera de lugar. Con brillantez mostró
Václav Havel en El poder de los sin poder (1978)24 las vidas corrientes de
personas corrientes bajo un sistema totalitario comunista a través de un
verdulero que, tanto en su fuero interno como en conversaciones privadas,
critica la incompetencia y ausencia de libertad, pero lo hace mediante un
discurso manido, estereotipado, fruto de un sistema que ha logrado que cada
individuo interiorice un código de conducta preestablecido por el poder. La
persona alcanzaría su plenitud vital en el vacío de la utopía consumado
gracias a que el Estado de la RDA, destructor de las contradicciones, habría
terminado por liberar al hombre de sus condicionantes familiares, religiosos y
nacionales e integrarlo en su geométrica frialdad25.
A la búsqueda de ese hombre nuevo, incontaminado de los seudovalores
burgueses, se lanzó el sistema cultural del Estado-Partido, donde educación y
propaganda raramente se diferenciaban. La enseñanza de los principios del
marxismo-leninismo comenzaba, de forma rudimentaria, en los jardines de
infancia y se extendía, ampliados y perfeccionados, a lo largo del sistema
educativo, sin excepción alguna. En los medios de comunicación no había
fisuras a través de las cuales insuflar aire nuevo, pues el control de la censura
era extremadamente efectivo. Es conocida la práctica de Honecker, hasta el
final de sus días en el poder, de revisar el contenido del Neues Deutschland,
el diario oficial, para asegurarse de su ortodoxia. El periódico, a pesar de las
dificultades económicas que atravesó el país en los años ochenta, mantuvo la
calidad de papel e impresión: en esta ocasión más que nunca, el fin
comprometía los medios.
Con gran acierto ha descrito Jana Hensel, en Zonenkinder, publicado en
2002, el control sobre la juventud ejercido desde el poder, comenzando por
los «Pioneros» y la «Juventud Alemana Libre» de su generación: tenía trece
años cuando cayó el Muro y fue entonces cuando pudo contrastar con la
realidad lo que se le había contado. Como jóvenes ciudadanos de la RDA,
tenían el honor y el deber de difundir el socialismo; siempre había un
encargo, una tarea pendiente a favor del Régimen, de sus principios e ideales.
Todavía en junio de 1989, durante el transcurso del noveno Congreso de
Pedagogía, Margot Honecker, ministra de Educación y esposa del líder,
criticaba los fundamentos y la práctica de la perestroika arengando a los
presentes: «Nos encontramos en un momento de lucha en donde se necesita a
la gente joven que esté deseando luchar para defender el socialismo […] y, si
fuera necesario, con los fusiles en la mano»26.
Aunque los países socialistas no eran muy proclives a las encuestas de
opinión, son muy reveladores los análisis realizados por el Instituto Central
para la Investigación sobre la Juventud de Leipzig: entre 1975 y 1989 la
juventud alemana del Este fue perdiendo de manera progresiva su
identificación con el Estado. A la pregunta «¿Está de acuerdo con la
afirmación “Estoy orgulloso de ser ciudadano de nuestro Estado
socialista”?», en 1975 el 57 por ciento estaba plenamente de acuerdo; un 38
por ciento lo estaba con reservas y solo el 5 por ciento no estaba de acuerdo
en absoluto. En 1986 los porcentajes respectivos eran del 48, 46 y 6 por
ciento, pero dos años después habían pasado al 28, 61 y 11 por ciento; en
septiembre de 1989 el 26 por ciento de los encuestados no se sentían
comprometidos con la RDA27.
En efecto, el largo proceso de adoctrinamiento iniciado en el jardín de
infancia y prolongado durante toda la vida hacía menos mella en la
conciencia de las jóvenes generaciones que las emisoras de radio o de
televisión occidentales, donde se ofrecían las ventajas de vivir en la
República Federal o en cualquier otro país de su entorno. La relación entre el
Estado de la RDA, en declive y gobernado por una vetusta elite incapaz de
comprender los cambios sociales, y, sobre todo, la imagen de vitalidad y
desarrollo de la República Federal quebraban el adoctrinamiento en los
valores supuestamente solidarios y armónicos del marxismo-leninismo.
Pieza clave para continuar por esta senda revolucionaria era la obligada
condición de una fraterna alianza con la Unión Soviética. Este irrevocable
destino situaba el centro de atención de las relaciones internacionales de la
RDA en la defensa de los intereses que compartía con la URSS y los demás
países de su órbita y, por consiguiente, dejaba claro hasta qué punto la
Ostpolitik tenía unos límites precisos. Nadie debía llamarse a engaño. El
estrechamiento de relaciones con la RFA y demás Estados capitalistas no iría
nunca en detrimento de los inextricables lazos con las naciones hermanas del
socialismo real. En esta materia de las relaciones exteriores desempeñaba un
papel importante el Consejo de Estado, elegido por la Volkskammer, ya que
acaparaba la máxima representación. Por su parte, el Consejo de Ministros,
en correspondencia con el resto de democracias populares, dirigía la política
general en los distintos ámbitos de actuación, además de «desarrollar y
profundizar la cooperación en todas las materias con la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas y los restantes Estados socialistas y garantizar una
contribución activa de la República Democrática Alemana al fortalecimiento
de los Estados socialistas» (artículo 76.3).
Aunque la vía efectiva hacia la unidad entre los dos Estados estuviera
cegada o, al menos, fuera mucho más difícil su consecución después de que
en el texto constitucional revisado en 1974 desapareciera la mención a la
«nación alemana», las conversaciones entre ambos Gobiernos se
intensificaron. Ya antes de la llegada de Honecker al poder Willi Stoph,
presidente del Consejo de Ministros de la RDA, y Willy Brandt, canciller
federal, se habían reunido en lo que constituyeron hitos históricos en la
normalización de relaciones entre ambos países28.
En efecto, las conversaciones entre estos altos representantes de ambos
Estados fructificaron en dos cumbres, la primera en Erfurt el 19 de marzo de
1970 y la segunda en Kassel el 21 de mayo, con el fin de tender puentes hacia
el establecimiento de un tratado bilateral. Había que resolver muchas
cuestiones pendientes durante años, entre otras, facilitar el tránsito de la
población entre ambos Estados para dar una respuesta al sentimiento de
impotencia de tantas familias separadas por la frontera. La República
Democrática no debería ser tratada como un país extranjero, lo cual facilitaría
los acuerdos entre ambos Estados. En Kassel, Brandt planteó la necesidad de
que fueran las cuatro potencias quienes preservaran los derechos sobre
Berlín, respetándose los acuerdos firmados con anterioridad.
La conclusión de la larga marcha de negociaciones fue feliz: el 21 de
diciembre de 1972 ambos Estados firmaban un fundamental «Tratado sobre
las Bases de la Relación» entre la RFA y la RDA, que con la aquiescencia
soviética sería ratificado en junio del año siguiente. El avance no dejaba lugar
a dudas: ambos se reconocían mutuamente sus respectivas soberanías e
intercambiaban representantes permanentes en Berlín Este y Bonn. Se
estrechaban los lazos económicos y comerciales, así como las vías de
comunicación —condición, esta última, que favorecía a la República
Democrática para recibir con mayor facilidad créditos y tecnología punta
occidental a través de la RFA—.
Sin embargo, la puesta en marcha de la Ostpolitik tuvo sus contrapartidas
negativas para el Régimen de Berlín Este al provocar cambios ostensibles en
la forma de pensar de los alemanes orientales. La llegada a la RDA de más
visitantes del otro lado del Muro y la mayor penetración de las señales de
radio y televisión ofrecieron un panorama de Occidente muy distinto del que
presentaba la versión oficial. Los beneficios económicos para la RDA
derivados del fomento de las relaciones desde mediados y finales de los
setenta repercutían en que la apertura, aunque fuera muy controlada, generara
distorsiones en la forma en que muchos ciudadanos del Este habían
considerado hasta entonces al Estado capitalista de la RFA. El «nuevo
hombre alemán» veía ahora la posibilidad de cambios reales que reportaran,
sobre todo, una mejora en las condiciones de vida en un sentido amplio; unas
expectativas que, como venimos insistiendo, crecieron con la llegada de
Mijaíl Gorbachov al poder en la URSS.
El pragmatismo guio a Honecker en este áspero terreno de las relaciones
interalemanas, como quedó de manifiesto en la ya comentada modificación
del texto constitucional. Frente a Ulbricht, obstinado en considerar la
«cuestión alemana» una de las claves de su acción política, Honecker enfocó
su atención en fortalecer los contactos con la República Federal con el fin de
obtener recursos y, en general, mejorar las bases de la economía, dejando en
un lugar muy secundario la preocupación por la unidad. De hecho, en el
noveno congreso del SED, celebrado en mayo de 1976, evitó cualquier
alusión al tema. No obstante, como bien ha escrito Christoph Klessmann,
«Alemania occidental fue omnipresente en la política y en la sociedad de la
RDA, ya fuera de forma directa o indirecta. Su mera existencia presionaba
constantemente al SED bien para que, directamente, hiciera frente a
Occidente, bien para que aislara al Este de la amenaza que percibía»29. En el
contexto de la coexistencia pacífica entre bloques, los contactos entre ambos
Estados debían efectuarse con la normalidad que había introducido el Tratado
de Bases. La reconciliación interalemana condujo a las dos Repúblicas a ser
admitidas en la ONU en 1973, muestra de cómo la sociedad internacional
asumía la realidad de una división que parecía estar llamada a perpetuarse en
el tiempo.
La crisis del petróleo, la obsolescencia de parte del tejido industrial y la
disminución de las inversiones en el aparato productivo redujeron las
expectativas de mejora económica para los últimos años de la década de los
setenta. Sin embargo, la mayor atención a la RDA en los medios de
comunicación occidentales —dado que su política exterior era ahora más
activa— dio aire al Régimen de Honecker, que festejó en 1974 el
vigesimoquinto aniversario de su fundación. El líder alemán reiteró la marcha
del socialismo en la República Democrática, cuyos principales éxitos habían
sido transformar el país en una de las potencias más industrializadas del
mundo, así como haber alcanzado el pleno empleo con unas condiciones de
vida dignas para la población. Las grandilocuentes palabras tenían un difícil
ajuste en los hechos. La «unidad de la política económica y social» pautaba,
en teoría, el desarrollo de la República desde que el Partido la proclamó en
1971; en la práctica, el intento de mantener el control de la situación terminó
por dilapidar los recursos y minimizar las inversiones. Por tanto, en una
situación económica no precisamente boyante a pesar del discurso
propagandístico del Régimen, la dimensión internacional fue la más
destacada después de entrar en vigor el Tratado de Bases. A lo largo de los
meses siguientes, tanto Francia como Gran Bretaña y Estados Unidos
abrieron embajadas en Berlín Este, y más adelante también lo hizo la inmensa
mayoría de los países pertenecientes al bloque occidental.
Este clima de mayor entendimiento, fruto de la denominada «coexistencia
pacífica», se concretó en la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en
Europa (CSCE), cuya tercera y última fase tuvo lugar en Helsinki el 31 de
julio y el 1 de agosto de 1975, día, este último, en que se rubricó su Acta
Final. El éxito fue indudable, al considerar las enormes discrepancias de
partida entre los treinta y cinco países firmantes, sometidos a la permanente
tensión entre bloques. De forma general, los países de la órbita soviética
habían fijado en su agenda una prioridad: que las democracias occidentales
aceptasen definitivamente el statu quo europeo. En última instancia, para
evitar cualquier tipo de injerencia, el acuerdo alcanzado estableció como
intocable la soberanía de los Estados, por lo cual un cambio fronterizo solo
podría aceptarse de mutuo acuerdo entre las partes y siempre en conformidad
con las normas del derecho internacional30.
Con la Ostpolitik, la RDA obtuvo mejoras ostensibles gracias a acuerdos
con la República Federal, de los que no se beneficiaron los restantes
miembros del CAEM (Consejo de Ayuda Económica Mutua). A principios de
la década de los ochenta, prácticamente el 8 por ciento del comercio exterior
de la RDA se realizaba con la RFA, la cual, además, la proveía de
suministros y créditos en condiciones ventajosas hasta el punto de que le
permitirían superar la grave crisis que atravesaba. Esta situación de cierta
estabilidad comenzó a alterarse con los cambios producidos en la URSS a
partir de la primavera de 1985, con el trascendental relevo en la Secretaría
General del PCUS.
Otra cuestión abierta desde la fundación de la República, potenciada ahora
por la Ostpolitik, era la identitaria. Pocos meses antes de los trascendentales
cambios en la cúpula soviética, cuyas consecuencias para los países
sovietizados en Europa serían determinantes, la evolución de la RDA parecía
confirmar la solidez del Régimen, también en el ámbito de la identidad
nacional. La celebración, el 8 de octubre de 1984, del trigesimoquinto año de
existencia de la RDA resultó una magna concentración de efectivos y
material armamentístico, además de contar con una gran participación
popular. La presencia de mandatarios soviéticos y del resto de países
socialistas confirmaba el apoyo a Honecker y a los suyos. En aquel momento
la cuestión alemana estaba cerrada. Tanto el secretario general del SED como
los representantes del Kremlin expresaron su convicción de que las relaciones
interalemanas eran las propias entre Estados soberanos, con los derechos y
obligaciones que les otorgaba la legislación.
La búsqueda de una identidad germana propia para legitimar la existencia
de la RDA más allá de su oposición a la Alemania capitalista se acompañó de
la recuperación, de mano de historiadores, politólogos y periodistas, de
figuras clave en la historia de Alemania que habían sido postergadas o,
sencillamente, negadas por el Régimen y que, a mediados de los ochenta,
comenzaban a integrarse en el elenco de personalidades reconocidas también
como forjadoras de la identidad del país: de Lutero a Schiller, incluso de
Wagner a Bismarck. El 750.º aniversario de Berlín en 1987 constituyó un
momento excelente para reivindicar la evolución histórica de Alemania como
elemento indisociable de la RDA. Berlín había sido —en la interpretación de
los panegiristas del Régimen— el ejemplo, no solo alemán sino europeo, de
ciudad obrera, siempre en la vanguardia cultural y social, masacrada por el
nazismo y luego sometida a una división provocada por el capitalismo
imperialista en la inmediata posguerra. Ese componente obrero, socialista,
progresista propio de la historia de la ciudad enlazaba con la naturaleza de la
República Democrática. Como ya hemos señalado, el embellecimiento del
casco histórico y la mejora de la construcción y las infraestructuras lanzaban
a Berlín Este a un futuro prometedor, a convertirse en la capital cultural de la
Europa comunista.
Por otro lado, tras años de letargo, el contexto internacional parecía
empezar a agitarse. Como ya hemos visto, el 4 de noviembre de 1986
comenzó en Viena la tercera conferencia de seguimiento de la CSCE,
acusando, lógicamente, la llegada de Gorbachov al poder en la Unión
Soviética. Durante los dos años y medio de su transcurso no estuvo tan
marcada por el característico enfrentamiento entre el Este y el Oeste, sino por
las disensiones en el bloque occidental —sobre todo, por la diferencia entre
las perspectivas de Francia y Estados Unidos— y por el recelo que generaba
en las cancillerías occidentales la propuesta de desarme unilateral del
ministro de Exteriores soviético, Eduard Shevardnadze, interpretada como un
cheque en blanco a la política de Gorbachov, de la cual, por aquel entonces,
todavía desconfiaban.
Medio año antes, el undécimo congreso del SED, celebrado en abril, había
sido un buen momento para auscultar el estado de la organización a pocos
años de la debacle final. Según el partido, sus militantes ascendían a 2,3
millones de una población cercana a los 12,5 millones31. La pertenencia a la
organización comunista era requisito necesario para ocupar un puesto de
responsabilidad en la Administración del Estado en un sentido amplio, por lo
que las altas cifras de la militancia no deben llamar a engaño al no reflejar de
forma directa una adscripción ideológica, sino la voluntad de mejora
personal.
El congreso sirvió para apuntalar todavía más la figura de Honecker a pesar
de las discrepancias de base con el recientemente elegido secretario general
del PCUS. Fracasaba el intento de traer sangre joven al Comité Central:
aunque el número de miembros se amplió de cincuenta y siete a sesenta, la
media de edad pasó de sesenta a sesenta y tres años, manifestando el escaso
entusiasmo que podían despertar para el SED los cambios anunciados por
Gorbachov32. Mientras a la competencia de los productos de Europa
occidental se añadía la de los asiáticos, en el congreso se exponía, al margen
de la realidad, cómo la República Democrática iba a transformar a corto
plazo su estructura industrial para convertirse en vanguardia tecnológica. Para
lograrlo, debía obtener financiación y aumentar las exportaciones, partiendo
de la base de la modernización. El máximo responsable de la Oficina de
Planificación, Gerhard Schürer, proponía, por un lado, reducir los cuantiosos
subsidios que hipotecaban el futuro de la economía casi duplicando el
crecimiento del PIB33; por otro, la mayor parte de los recursos disponibles
atenderían a las necesidades de expansión de los sectores punta con el
objetivo último de transformar la RDA en la vanguardia tecnológica de todo
el bloque socialista.
Sin embargo, el contraste entre los grandes proyectos y la vida cotidiana
era cada vez más profundo. Las tiendas normales, a las que accedía la
población regularmente, estaban mal abastecidas. Proliferaban las colas para
obtener determinados productos, algunos de primera necesidad, y solo los
más privilegiados podían comprar en las Intershops, donde se adquirían
pantalones tejanos, zapatos de marca o vinos del sur de Europa. El hecho de
que la compra tuviera que abonarse en monedas fuertes occidentales era una
contradicción más de un Estado que permitía estas licencias capitalistas
mientras proclamaba su cerrada defensa del socialismo.
La vivienda era otro de los indicadores que dejaban malparada la política
social del Estado. En el propio congreso de abril de 1986 Honecker hubo de
reconocer que solo el 74 por ciento disponía de baño o ducha. El año de
construcción de los edificios se remontaba, en demasiadas ocasiones, a la
época previa a la Gran Guerra; los materiales usados para la construcción
después de 1945 eran, en general, de mala calidad y las reformas posteriores
habían sido escasas. En definitiva, no era un panorama halagüeño.
Como excepcional testigo a la vez que gran especialista en la interpretación
de los acontecimientos de los años ochenta y noventa en Alemania —y, en
general, de toda Europa —, la profesora Mary Fulbrook hizo una radiografía
que no por sencilla resultaba menos elocuente de la comparación que un
viajero podía establecer, a primera vista, por poco conocimiento que tuviera
de la realidad germana:
La diferencia más evidente que cualquier observador casual apreciaría entre las dos
Alemanias en la década de los ochenta era la existente entre sus niveles de vida:
Alemania occidental era claramente una sociedad próspera, occidentalizada, orientada
al consumidor, en la que los coches elegantes y rápidos recorrían a toda velocidad las
ciudades a través de —aunque a veces atestadas—autopistas y donde, a pesar de las
quejas cada vez mayores sobre cuestiones tales como la «muerte de los bosques», la
atmósfera general era de limpieza, con un medio ambiente bien conservado y gran
abundancia material. Por el contrario, los visitantes recibirían de Alemania oriental la
visión de un país más bien gris, triste, contaminado por el sucio humo del lignito, en el
que coches pequeños y más modestos avanzaban dando tumbos por carreteras llenas
de baches y a menudo todavía empedradas (con excepción de las bien mantenidas
autopistas que comunicaban Alemania occidental con Berlín), donde el estado de
conservación de las casas era por lo general lamentable y la oferta de tiendas muy
limitada a una restringida gama de productos34.

La salida al Oeste estaba estrictamente reglamentada y, en puridad,


quedaba reservada a los jubilados, que así se convertían, teóricamente, en el
grupo social más privilegiado, aunque en la práctica los severos controles a
los que se los sometía eran auténticas humillaciones. Para los demás
ciudadanos, el lento procedimiento estaba sujeto al criterio de la autoridad
local y quedaba reducido a casos muy concretos, tales como una boda o el
fallecimiento de un familiar. No obstante, en los años ochenta aumentaron las
posibilidades gracias a la presión del Gobierno de la RFA, a la cual hubo de
plegarse el Politburó para continuar recibiendo las ayudas económicas
occidentales: si en 1985 viajaron 139.000 personas, en 1987 la cifra ascendió
hasta 1,3 millones35.
En 1988 el Politburó estaba constituido por veintidós miembros, de los
cuales catorce habían obtenido este privilegio durante la época de Honecker.
Aunque se reunían una vez por semana para debatir los asuntos específicos
que competían a cada uno, el encuentro era formal, sin interrupciones ni
interferencias entre ellos. La gerontocracia había impuesto sus reglas; había
conocido y festejado en 1949 el nacimiento de la RDA. Erich Honecker era
de 1912; Willi Stoph, de 1910; Hermann Axen, el responsable de las
relaciones con otros partidos comunistas, de 1916; si bien la mayoría había
nacido en la década de los veinte, como Kurt Hager, a cargo del
departamento ideológico; Günter Mittag, de la economía; Harry Tisch,
máximo dirigente sindical, o Günter Schabowski, director de Neues
Deutschland. El conservadurismo primaba, en contraste con la vitalidad
reformista de Gorbachov —y de buena parte de su equipo—, que en ningún
momento desde su llegada a la Secretaría General del PCUS tuvo una buena
sintonía con los dirigentes germano-orientales.
El poder real residía en el Politburó y no en el Comité Central, el órgano
teóricamente encargado de elegir aquel, pero cuyas deliberaciones eran, en la
mayoría de los casos, puramente retóricas. Solía reunirse cuatro veces al año
para confirmar las líneas de actuación del Politburó, sin que hubiera voces
discordantes. Se elegía cada cinco años en el congreso del SED, a propuesta
del Comité Central saliente.
Con el fin de fortalecer su posición en aquellos años, Honecker era
consciente de la necesidad de cultivar el escenario internacional para extender
entre sus conciudadanos la imagen de un líder fuerte, requerido por sus
homólogos. Entre 1985 y 1986 recibió, entre otras personalidades, a Laurent
Fabius (primer ministro de Francia), a Willy Brandt y a una delegación de
senadores norteamericanos. Él, por su parte, giró visitas a Suecia, Holanda y
la República Federal, entre otros destinos. La pugna latente con Gorbachov
quedaba también manifiesta en estos encuentros con líderes europeos y
mundiales: la RDA tenía capacidad propia para estrechar lazos con países
muy diferentes sin seguir las pautas marcadas por la nueva acción exterior
definida por el Kremlin.
Así pues, como venimos insistiendo, a mediados de los ochenta Honecker
reforzó las relaciones con los países occidentales. Un ejemplo muy simbólico
fue la autorización para crear un centro cultural francés en Berlín Este en
1984. Fue el primer centro de estas características en funcionar en la RDA.
Además de cursos de idiomas y de biblioteca, contaba con prensa diaria
occidental, lo cual suponía un cambio verdaderamente significativo. Los
encuentros de Honecker con Palme, Craxi o Trudeau, entre otros, permitían
atisbar —al menos en teoría— puentes con países y Gobiernos del otro
bloque pero, sobre todo, añadían un valor indispensable a la RDA como era
la afirmación internacional de su soberanía, de su independencia. La
República Federal no era ya el único interlocutor alemán con el mundo
occidental.
Por supuesto, esta política no implicaba desatender los compromisos
principales con la URSS y sus aliados. Tanto Yuri Andrópov como
Konstantín Chernenko siguieron apostando por Honecker, incluso cuando, en
agosto de 1984, se atrevió a viajar a Bucarest para celebrar con Ceaucescu el
cuadragésimo aniversario de la Rumanía socialista. Ningún otro mandatario
de su rango en los países del Este asistió a la ceremonia: así dio Honecker a
entender su fortaleza política, su capacidad para desarrollar una acción
exterior propia aunque dentro de los límites tolerados por Moscú.
El citado undécimo congreso del SED, celebrado en abril de 1986 y que
contó con la presencia de Gorbachov, constituyó la culminación del poder de
Honecker en la RDA. Los propios analistas soviéticos elogiaban la marcha de
la economía, los éxitos de todo tipo del «Estado socialista de los obreros y
campesinos». En aquellas jornadas, un jubiloso Honecker destacó la apertura
internacional del país y los éxitos en el desarrollo de los vínculos con la RFA.
A su vez, criticó con vehemencia la política sumisa de Bonn respecto a la
política belicista del presidente Reagan, dejando patente la filiación
prosoviética en todo momento. Ello no obstante, Honecker jugaba bien sus
cartas en el contexto internacional, pretendiendo ganar posiciones como
mediador entre los bloques de la Guerra Fría. De hecho, los contactos entre
altos responsables de la política de los dos Estados alemanes se prodigaron en
1985 y 1986, hasta el punto de cerrarse algunos acuerdos de interés que, aun
pareciendo poco relevantes, ofrecían una imagen de entendimiento hasta
hacía poco desconocida; tal fue el caso del acuerdo cultural de mayo de 1986,
tras largos años de negociaciones.
En cambio, las buenas relaciones con Moscú, cuyo epítome había sido la
citada presencia de Gorbachov en el congreso de 1986, sufrieron un deterioro
al año siguiente, cuando el líder soviético anunció y puso en marcha una
batería de reformas que iban a trastocar el socialismo realmente existente. En
febrero de 1987, Honecker reunió a los secretarios regionales del Partido —y
en abril, a los delegados sindicales— para reafirmar las bases político
ideológicas y negar expresamente una vía de reforma como la emprendida en
la URSS. Dependiendo de los días, Pravda era difícil de encontrar en los
kioscos y Neues Deutschland, el órgano oficial del SED, recogía
informaciones o determinados discursos de Gorbachov. La estrella de
Honecker parecía seguir rutilante, incluso a través de ciertos desafíos al
nuevo liderazgo soviético. Especialistas en Alemania oriental escribían que
«el congreso del SED ha confirmado a la RDA como el país más fuerte y
estable económicamente de todos los aliados de la URSS, además de
consagrar el poder político de Erich Honecker, reelegido para el puesto de
secretario general»36. En efecto, a mediados de la década de los ochenta, a
pesar de las citadas discrepancias con el Kremlin, la nave de la República
Democrática se presentaba ante la opinión y los políticos europeos bajo el
firme y resuelto timón de Honecker.
De este momento de cierto optimismo provino el asentimiento del líder del
SED a la declaración oficial de Kohl, el 18 de marzo de 1987, para abordar el
desarme, tan en boga entonces. Sobre esta cuestión, haciéndose eco de las
palabras e intenciones de Gorbachov, Kohl planteaba un diálogo franco con
el fin de establecer un marco estable de negociación que permitiera alcanzar
acuerdos concretos. Honecker recogió el guante para apostar por una
colaboración interalemana en beneficio de la seguridad europea. A esta buena
acogida se añadieron las múltiples visitas entre ministros, presidentes de
Länder y autoridades económicas de los dos países; encuentros que serían
difundidos por extenso en los medios de comunicación y que culminarían con
la citada visita de Honecker del 7 al 11 de noviembre de 1987.
De igual forma, la diplomacia germano-oriental se prodigó en contactos
con las capitales occidentales. En noviembre de 1986, en la apertura en Viena
de la ya citada Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, el
ministro de Exteriores Oskar Fischer se permitió hablar de una identidad
alemana y europea de la RDA que trascendía la división en bloques.
Sin embargo, el contexto favorable para Honecker y su política de mayor
autonomía en busca de una posición de cierta influencia en las relaciones
internacionales cambió pronto de orientación hasta el punto de que la política
germano-oriental pasó, sin solución de continuidad, de la atmósfera de
optimismo a un callejón sin salida. Conforme fueron pasando los meses, las
discrepancias con la perestroika de Gorbachov se transformaron en una clara
oposición, algo que el Kremlin —necesitado de que sus satélites europeos
anduvieran por su misma senda reformista— no podía tolerar. Adoptando los
planteamientos de una vía propia hacia la construcción del socialismo, el
aparato ideológico y propagandístico de Honecker reforzó a lo largo de 1987
la idea de que la fortaleza económica, la cohesión social y el dinamismo del
Partido no necesitaban de transformaciones, sino mantener la evolución
natural, profundizando en las medidas que habían convertido la RDA en un
ejemplo de país socialista. Con todo, la desafección de Gorbachov hacia el
Régimen de Berlín Este crecía día a día, como lo hacían, en el interior del
país, las voces disidentes, síntoma claro de la disociación existente entre la
elite del SED y los ciudadanos de a pie. En conciertos alternativos de rock, en
declaraciones de escritores y académicos, en la posición adoptada por las
Iglesias, en los movimientos a favor de preservar el medioambiente… en
tantos y tan distintos foros aumentaba el descontento por el inmovilismo del
Gobierno, y ello a pesar de la represión continuada por parte de las fuerzas de
Seguridad del Estado.
Aun así, Honecker persistió en mantener activa su presencia internacional.
En mayo de 1987 envió una carta a los mandatarios del Reino Unido, Países
Bajos y Bélgica solicitando su apoyo en la eliminación de los misiles de
medio alcance en Europa, y en diciembre se desarrolló en Berlín Este una
reunión con representantes acreditados de más de un centenar de países para
tratar la desnuclearización armamentística37. Esta línea en apariencia
progresista asumida en la acción exterior chocaba frontalmente con la vida
política en el interior del país.
Algo semejante sucedía en la actividad económica. Como ya hemos
señalado, en mayo de 1986 Geshard Schürer había asumido la dirección de la
Oficina de Planificación con la intención de abordar una auténtica reforma
del sistema productivo para frenar su deterioro constante. Las propuestas de
su equipo de trabajo expuestas en abril de 1988 fueron rechazadas por el
secretario de economía del Comité Central, Günther Mittag, que gozaba
entonces de la confianza de Honecker. Había prevalecido la «unidad de la
política económica y social», convertida en eslogan propagandístico frente al
hecho constatado de que el nivel de vida empeoraba al menguar los recursos
para las políticas sociales en favor de las inversiones en sectores punta
encaminadas a lograr un salto modernizador.
El conservadurismo de la gerontocracia en el poder era verdaderamente
letal para todo el sistema de dominación, aunque los líderes no lo apreciaran.
Las grandes decisiones —incluso muchas otras de menor trascendencia—
comenzaron a tomarse, al menos desde mediados de la década de los ochenta,
en un círculo cada vez más cerrado en torno a Honecker. Fuera del Comité
Central o del Politburó, el mandatario comunista hacía partícipe de sus
preocupaciones y de sus ideas de futuro a miembros de la cúpula con los que
le unían lazos de amistad o generacionales, casos de Mittag o Erich Mielke.
Este hecho aislaba aún más a quienes ejercían el auténtico poder: los aislaba
no solo del resto de dirigentes del Partido sino, con mayor razón todavía, de
la población. Wandlitz era una fortaleza inmune a las necesidades reales de
los ciudadanos, al creciente desasosiego social por la evolución de las
condiciones de vida.

El control social y los primeros síntomas de malestar

La estructura de poder en la RDA estaba fundamentada en el aparato


represivo, cuyo fin era someter la sociedad a una estricta vigilancia para
evitar cualquier disensión respecto a la irrenunciable marcha hacia el
socialismo. Sin duda, el principal escudo frente a los enemigos del Régimen
era el Servicio de Seguridad del Estado o Staatssicherheitsdienst, la llamada
«Stasi», nacida por una ley de 8 de febrero de 1950, casi contemporánea, por
tanto, de la fundación de la República Democrática. El gran diseñador de la
organización fue Erich Mielke, que la dirigió desde noviembre de 1957.
Estalinista declarado, convirtió su departamento en un verdadero Estado
dentro del Estado, convencido como estaba de que la ampliación constante de
informantes y colaboradores contribuiría a crear una ligazón indeleble entre
los ciudadanos y el aparato estatal, y de que al vincular a los alemanes
orientales con la seguridad se extendería la idea de una defensa conjunta y
articulada contra el enemigo interior y exterior. Llegó a tener bajo su potestad
más de una veintena de servicios secretos especializados38, reclutando
personal en todos los ámbitos públicos y privados: estudiantes, amas de casa,
intelectuales…, aunque había sectores muy sensibles, como el personal de
bares, recepcionistas de hotel y, por supuesto, entre los diversos servicios
policiales. No era extraño que circulara entre sus miembros el dicho
«Vertrauen ist gut, Kontrolle ist besser» («Confiar es bueno; controlar es
mejor»). En la ciudad de Leipzig, ciento veinte funcionarios de la Stasi abrían
diariamente entre 1.500 y 2.000 cartas: era lógico que el correo en la RDA
tuviera fama de ser el más lento de todo el bloque socialista.
El paso del tiempo hizo cada vez más extensa y compleja la red de
miembros colaboradores y las distintas categorías del personal de la Stasi,
como también las formas de espionaje y el procedimiento seguido. A lo largo
de la existencia de la RDA, cerca del medio millón de alemanes del Este
informaron en algún momento a la Seguridad del Estado. Esta trasladaba
directamente sus conclusiones al Partido en los distintos niveles —local,
regional y central—, aunque las decisiones principales sobre cómo actuar y
contra quién quedaban siempre en manos de las más altas jerarquías del
Régimen. El Consejo Nacional de Defensa constituía el órgano coordinador
entre la Stasi, la Policía Popular (Volkspartei), el Ejército (Nationale
Volksarmee) y el propio SED. A pesar de la intrincada y extremada
burocracia del sistema, el Consejo desempeñó con eficacia su labor hasta la
caída del Muro. Indudablemente, este factor es clave para entender el grado
de control ejercido por el Estado sobre la población a lo largo de las décadas
de existencia de la RDA, cuya consecuencia fue la estabilidad social y la
escasa relevancia de los grupos disidentes hasta muy entrada la década de los
ochenta. El psicólogo germano-oriental Hans-Joachim Maaz analizó con
perspicacia la influencia del Estado de la RDA a través de sus múltiples
mecanismos de adoctrinamiento y represión. Tales estructuras de dominación
generaban la sensación de una vida con pocas perspectivas de futuro,
amurallada, dependiente de un sistema —muy simple pero eficaz— de
premios y castigos con la sumisión como última finalidad39.
El nivel de vigilancia, unido a la socialización del individuo a través de los
canales del Partido-Estado, conducía a que sus organizaciones de masas
agruparan, en la práctica, a la totalidad de la población. Los sindicatos
alcanzaban más de nueve millones y medio de afiliados en los últimos años
ochenta, con lo cual encuadraban a la masa trabajadora en los principios de
defensa a ultranza del sistema económico vigente. Después de los sucesos de
1953, el control sindical resultaba primordial para inculcar entre los
trabajadores el acatamiento de las políticas sociales del Estado para conseguir
una obediencia a los dictados del SED en el intento de erradicar cualquier
tipo de manifestación contraria, pública o privada: así se garantizaba la
disciplina laboral. De igual modo, la «Juventud Alemana Libre» cumplió con
suma diligencia los cometidos de formación política, supervisión ideológica y
selección de mandos desde la organización de los «Pioneros», para la
infancia, hasta la entrada en la universidad.
En efecto, la juventud fue siempre una gran preocupación para el Partido.
Como en cualquier Régimen totalitario, la búsqueda de nuevos horizontes
vitales tenía a menudo difícil acomodo en las propuestas del Régimen y el
adoctrinamiento podía provocar rechazo. No obstante, durante los años
setenta hubo una aceptación mayor de la República Democrática, de sus
valores y sus prácticas políticas que a lo largo de los años ochenta; una
confianza que finalmente se derrumbó en el otoño de 198940. A pesar de los
filtros dispuestos por las autoridades, el interés de la juventud germano-
oriental por el rock, las drogas y el cine occidental, entre otros elementos, se
generalizó en la última década de vigencia del Régimen.
Del flagrante desconocimiento, por parte de la gerontocracia, de la realidad
de los jóvenes dio buena muestra la esposa de Erich Honecker, miembro del
Comité Central y ministra de Educación desde 1963. Su ya citada
intervención en el noveno Congreso de Pedagogía, el 13 de junio de 1989,
fue muy celebrada por atacar en él la senda reformista emprendida por
algunos países socialistas. Muchos de quienes habían optado por esta vía no
podían llamarse socialistas: en realidad, carecían de los valores propios de
esta ideología y su objetivo era, en última instancia, demoler el edificio
creado con tanto esfuerzo por millones de trabajadores y entregar sus países
al capitalismo. Frente a esta traición, Margot Honecker propuso reforzar el
marxismo-leninismo como pilar de la educación en la República
Democrática.
En todo caso, el hecho trascendental es que no había grupo social o
profesional al que no llegara el Partido-Estado con algún tipo de organismo y
de actividad, por muy trasnochados que pudieran resultar. El componente
ideológico estaba presente en todas las actividades públicas y, a través de
ellas, empaparía el transcurso de la vida privada. En las acertadas palabras de
Mary Fulbrook, «la República Democrática Alemana no era un Estado
pluralista, ni tampoco una sociedad abierta. Había una línea oficial a la cual
la población tenía que adaptarse»41. No había división de poderes; en
realidad, la Volkskammer no disponía de plenas competencias para dictar
leyes: era el Consejo de Ministros el que asumía la iniciativa legislativa.
Tampoco existía un Tribunal Constitucional, ni uno de lo Contencioso-
Administrativo. El derecho penal era eminentemente represivo respecto al
ámbito político dentro de un sistema judicial con tribunales dependientes del
poder del Partido: el Estado era omnipresente; es más, no podía recurrirse
contra él.
Las filas del Partido Socialista Unificado estaban bien nutridas en los años
ochenta: en torno a dos millones de militantes en un país de unos diecisiete
millones. Era la vanguardia activa de la sociedad y el guía del fantasmagórico
Frente Nacional, dentro del cual, según la constitución de 1974, «los partidos
políticos y las organizaciones de masas unen a todas las fuerzas populares
para la acción común con vistas al progreso de la sociedad socialista». En
efecto, y junto al SED, el texto reconocía los cuatro partidos que desde la
fundación de la RDA integraban el Frente, pero cuya existencia era, en la
práctica, ficticia: la Unión Cristiano-Demócrata, el Partido Liberal, el Partido
Demócrata Campesino y el Partido Nacional Demócrata. Mucho más
importante para el Régimen era el dominio que ejercía sobre las correas de
transmisión ideológica entre la población. El Partido-Estado disponía de una
extensa red de grupos, de distinta índole y naturaleza, pero con un mismo
objetivo: el control social. Así, por ejemplo, a mediados de la década, la
Sociedad de Amistad Germano-Soviética agrupaba a unos seis millones de
personas y la Sociedad de Consumidores, en torno a unos cuatro millones y
medio42.
El Estado logró mantener la calma social hasta muy avanzado el decenio,
casi hasta las puertas de la caída del Muro: una aquiescencia con las normas
impuestas traducida en conformismo. Pesaba sobre las conciencias
individuales la capacidad del aparato represivo de vigilar y castigar, con lo
cual la mayoría de la sociedad se refugió en el ámbito privado y en la familia.
Es muy conocida la tesis de Günter Gauss —representante permanente del
Gobierno de Bonn en la RDA entre 1974 y 1981 y excelente conocedor, por
tanto, de la época Honecker en su apogeo— según la cual definió al país
como una sociedad nicho43. La toma de conciencia de la imposibilidad de
cambiar el Régimen hizo a la población retraerse hacia la esfera privada,
donde la crítica ante la situación vivida podía hacerse de forma algo más
abierta. Durante los setenta y los ochenta, las delaciones dentro del núcleo
familiar y de amistades ampliaron el radio de acción, como demuestran los
documentos de la Stasi. Las cautelas se extendieron a la vez que el
conocimiento de la realidad occidental a través de los medios de
comunicación intensificó la sensación de aislamiento.
El castillo de naipes se vino abajo meses antes de la caída del Muro. A
finales de los setenta, pese a la buena imagen que mantenía en el exterior, la
situación de la economía germano-oriental distaba de la bonanza.
Ciertamente, frente a otras economías socialistas el nivel de vida era mejor,
pero no resistía la comparación con la República Federal. No obstante, en la
RDA de Honecker no había paro ni inflación, al menos así lo afirmaban las
estadísticas oficiales. Como en otras economías de inspiración soviética, el
crecimiento extensivo fundamentado en el incremento de recursos financieros
y laborales, sin introducir en el sistema modificaciones capaces de mejorar
ostensiblemente la productividad y lograr una mayor aplicación de nuevas
tecnologías, conducía hacia el agotamiento del modelo. Por si esto fuera
poco, la subida de los precios de las importaciones disparó la deuda externa.
Las materias primas se encarecieron, en especial por el aumento de los
precios del petróleo entre 1979 y 1980, lo cual sacudió las estructuras
productivas del país. Los Servicios de Seguridad del Estado comenzaron a
detectar la crispación social mientras corrían las aguas turbulentas por los
despachos del Comité Central. Incluso, al parecer, peligró la continuidad de
Erich Honecker al frente de la Secretaría General del Partido, salvado,
finalmente, por la confianza que todavía le demostraba Brezhnev. Como
consecuencia, el plan diseñado para el periodo 1976-1980 hubo de rectificar
sus ambiciosas pretensiones de ampliar las industrias de consumo para
beneficio de los ciudadanos y, en la medida de lo posible, alentar las
exportaciones para reducir el déficit44. En 1988, el producto interior bruto era
tan solo el 9 por ciento del que tenía la RFA, y los restantes índices
continuaban ofreciendo un panorama cada vez más desalentador. Era
necesaria una reestructuración profunda de la economía, y muy cerca tenían
las autoridades el ejemplo soviético. Sin embargo, la ortodoxia ideológica se
impuso, más aún cuando los cambios económicos introducidos por
Gorbachov en la URSS tampoco mejoraron su maltrecho sistema productivo.
El Régimen comunista, por tanto, luchaba contra cualquier interferencia
que despertara en la población dudas sobre sus principios. La importancia
histórica del protestantismo en esta zona de Alemania lo convertía en un
problema real. Aunque en marzo de 1978 Iglesia y Estado habían alcanzado
un acuerdo, el Régimen pretendió desde un primer momento no solo poner
todo tipo de obstáculos a la extensión de los sentimientos religiosos, sino
aislar progresivamente los núcleos eclesiásticos hasta reducirlos a la mínima
expresión. En todo caso, la tolerancia relativa con estos grupos, hasta el punto
de aceptar la creación de ciertas plataformas disidentes en su seno, otorgaba
al Régimen una pátina de flexibilidad ante una parte de la sociedad que en
sus prácticas privadas o públicas continuaba fiel al credo protestante. Por otro
lado, de estos grupos emergerían, meses antes de la caída del Muro, algunos
de los más conspicuos opositores.
El Régimen había abierto una época de pugna con la Iglesia nada más
fundarse la RDA, pero pronto comprendió que —ante la fuerza de las
estructuras organizativas y la fe de cientos de miles de alemanes germano-
orientales— era mejor optar por un control indirecto con el fin de debilitarla
paulatinamente. La evolución de las relaciones entre el SED y las Iglesias
protestantes —como ocurrió en otros países sovietizados— tendió a
mantenerse en un equilibrio inestable hasta el acuerdo antes citado de 1978; a
partir de entonces, primó un cierto compromiso dentro del marco de
vigilancia y control existente. No obstante, el acuerdo era un éxito para la
Iglesia en tanto en cuanto las conversaciones previas entre Honecker y los
obispos protestantes suponían, antes incluso de firmarlo, un reconocimiento
de su existencia y de su fuerza. En dichas conversaciones estos plantearon
cuestiones como la extensión de derechos y libertades en función de lo
aprobado en el Acta de Helsinki y una mayor comprensión, por parte de las
autoridades, hacia los ciudadanos que querían salir del país y hacia los
propios feligreses, a la mayoría de los cuales se les impedía mejorar
profesionalmente a causa de sus creencias. Ninguna de estas peticiones
obtendría respuesta pero sí otras, aunque fueran de trascendencia menor:
permitir la difusión de los mensajes e informaciones en los medios oficiales,
arreglos de edificios, etc. En definitiva, se trataba de llegar a un punto de
encuentro, por precario que fuera, para mantener el statu quo45.
Esta aproximación provocó críticas intensas tanto dentro del Partido como
de la Iglesia, pero a los efectos de su influencia en el proceso final que
desembocó en la caída del Muro debemos afirmar la importancia de este
acuerdo en la formación disidente de una nueva generación de creyentes que,
amparados por la institución, dieron un salto hacia la crítica social y política
cuyo impulso resultó decisivo en la descomposición de la RDA.
De hecho, el acercamiento era precario. En aquel mismo año de 1978 las
autoridades decidieron introducir la preparación premilitar de los jóvenes de
entre quince y dieciseis años como parte de su formación en las escuelas. La
reacción de la Federación de Iglesias Evangélicas consistió en fundar, dos
años después, un movimiento de naturaleza pacifista («Paz sin armas»), que
fue objeto de crítica hasta el punto de ser prohibido en los centros educativos.
Los evangélicos no se arredraron y al año siguiente, en 1981, apadrinaron un
trabajo social a favor de la paz que supliría el servicio militar, pero las
autoridades lo rechazaron. La supuesta fundamentación pacifista del Régimen
germano-oriental quedó en entredicho en unos años durante los cuales la
influencia de los partidos ecologistas en la RFA y, en general, en toda
Europa, alentaban un cambio de conciencia entre las generaciones jóvenes en
pro de un futuro sin armas y más preocupado por el medioambiente. Mientras
estos movimientos gozaban de libertad plena para difundir sus fines en los
denostados países capitalistas, en la RDA se controlaba y prohibía cualquier
atisbo de disidencia. La contradicción jugaba, una vez más, en contra de la
legitimidad del Estado socialista46.
Por otro lado, la República Democrática también perdía legitimidad ante
sus ciudadanos en tanto en cuanto al país no llegaban ni el salto tecnológico
ni su aplicación al sistema productivo, cuyas consecuencias tendían a mejorar
la forma de vida de la población occidental. El crecimiento solo se traslucía
en los adulterados informes de las diversas —y a veces contradictorias—
instancias económicas pero, irreales como eran, este no se percibía en la vida
cotidiana. La revolución de las comunicaciones, el inevitable avance hacia la
globalización, la adaptación del sistema educativo a los desafíos mundiales
parecían carecer de sentido en un Estado cada vez más cerrado en sí mismo,
impermeable, incluso, a las políticas reformistas auspiciadas desde el
Kremlin. La RDA no podía competir ni con los índices de productividad ni
con la variedad de bienes y servicios generados en la RFA; por eso, y por la
justificación teórica de su existencia, había puesto el énfasis en el
igualitarismo social, base del particular Estado del bienestar germano-
oriental. La erradicación del paro, la fijación de precios subvencionados en
productos o servicios considerados de primera necesidad, el mantenimiento
de un sistema universal de protección social a través de la red hospitalaria,
educativa, etc. constituían logros relevantes para quienes habían vivido el
desastre de la guerra y las enormes dificultades de la inmediata posguerra,
pero la comparación con el éxito de las economías y las condiciones de vida
en la República Federal era insostenible. Las generaciones más jóvenes se
distanciaban de los valores que sustentaban a los «héroes del trabajo»
mientras admiraban la variedad y, en general, la mayor calidad de los
productos occidentales.
El acuerdo de 1978 desempeñó un papel muy importante en el control de la
disidencia hasta mediados de la década de los ochenta. Bajo el amparo de la
Iglesia, algunos grupos utilizaron los templos y salas parroquiales para
compartir ideas y lanzar propuestas de reforma, pero siempre dentro de un
espacio controlado, con moderación en las formas. De algún modo, el aparato
del Estado había pactado con las autoridades religiosas una permisividad que
no rompiera las reglas fijadas por este. En principio resultaba un juego algo
peligroso, porque abría la espita a una disidencia que podía alimentarse de
estas pequeñas facilidades para difundir y fortalecer un mensaje poco grato al
poder político, pero, en realidad, su dimensión real estaba bien controlada por
el Estado, como lo demuestra la información proveniente de los archivos de
la Stasi. Por otra parte, los planteamientos disidentes antes de mediados de la
década de los ochenta enfocaban la atención en asuntos que, aun cuando
tuvieran una gran carga de profundidad, no afectaban a la naturaleza
intrínseca del Estado. Eran los casos de la defensa del medioambiente, el
pacifismo, la cultura popular. Para el futuro inmediato, probablemente,
tuvieron más relevancia los foros de debate extendidos por las ciudades
germano-orientales al calor de las Iglesias protestantes, pues aunque no
estuvieran formalizados, gozaron de un largo recorrido hasta los
acontecimientos del otoño de 1989, alentando un ambiente intelectual
propicio a la crítica frente al asentimiento generalizado.
A mediados de la década, las iniciativas a favor de la paz, de la protección
de los derechos humanos y de un medioambiente más saludable habían ido
prosperando manifestándose en distintos grupos y círculos de discusión y
análisis al margen de las redes de socialización controladas directamente por
el SED. Sus miembros eran, en general, expertos en áreas concretas sobre las
cuales centraban sus reflexiones críticas, lo cual les granjeaba un
reconocimiento mayor entre los sectores sociales más sensibles a los
problemas de actualidad.
Por ejemplo, en enero de 1986 se fundó la Iniciativa para la Paz y los
Derechos Humanos (en sus siglas en alemán, IFM), al margen ya de la Iglesia
y con un objetivo claramente expresado en su denominación. El salto
cualitativo hacia reivindicaciones de naturaleza política ponía en entredicho
los fundamentos de la RDA: ahí radicaba su potencial fuerza. La IFM hacía
comunicados públicos, enviaba cartas y solicitudes a los órganos del Estado,
siempre en demanda de una democratización y apertura del sistema. No
renegaba del socialismo; no aspiraba a la transformación de la RDA en un
sistema liberal y capitalista: perseguía dar contenido real a políticas o
compromisos gubernamentales que habían quedado en papel mojado y, sobre
todo, impulsar cambios en la estructura política y económica ajustados a las
decisiones que iba tomando por aquellas fechas el nuevo secretario general
del PCUS, Mijaíl Gorbachov. No solo esto: sus propuestas iban más allá al
pedir, por ejemplo, libertad de prensa y de manifestación, variando así
preceptos constitucionales. El interés por sus actividades creció
inmediatamente, de modo especial tras la catástrofe nuclear producida en
Chernobyl el 26 de abril de 1986. Como veremos más adelante con mayor
detalle, el carácter seminal de la IFM para los grupos de oposición surgidos
unos años después está fuera de toda duda. Ralf Hirsch, Wolfgang Templin,
Bärbel Bohley y Katia Havemann, entre otros, fundarían o se convertirían en
personalidades relevantes en Nuevo Foro y Democracia Ahora.
También fueron muy importantes a mediados de la década las
manifestaciones y reuniones con la paz como motivo central. Por supuesto,
un tema como este era susceptible de relacionarse con los derechos humanos,
la desnuclearización de Europa y otras vertientes de alto contenido político.
Proliferaron los grupos y foros a lo largo del territorio, sobre todo en las
grandes ciudades, donde se daban cita activistas, muchos de los cuales
participaban a su vez en otras iniciativas sociales. Por ejemplo, el
Friedenswerkstatt, celebrado en la Iglesia del Salvador de Berlín en junio de
1986, fue organizado por casi una decena de movimientos y atrajo a unas mil
trescientas personas47.
Si Chernobyl fue un estímulo inesperado para dar a conocer las propuestas
en contra de la energía nuclear, la marcha en homenaje a Olof Palme a
principios de 1987 dio un espaldarazo a las fuerzas pacifistas. En el recorrido
de Ravensbrück a Sachsenhausen miles de partidarios de la desmilitarización
se encontraron junto a militantes y cargos intermedios del SED48. Algunos
síntomas hacían presagiar, por fin, un cambio de actitud en los jerarcas del
Partido-Estado; sin embargo, eran más gestos cuya motivación radicaba en
neutralizar por fagocitosis unas acciones populares que amenazaban con
desmarcarse de la política cotidiana de la organización comunista.
En definitiva, la expansión de numerosos grupos especializados en temas
diversos de contenido profundamente sociopolítico indicaba el giro que se
estaba produciendo a mediados de los años ochenta. Infiltrados por la Stasi,
sus actividades eran toleradas si no rebasaban la línea roja establecida por el
Gobierno. Jugaban en un terreno peligroso, pero su mera existencia, su
carácter inequívocamente disidente y su apuesta por la continuidad de la
RDA —si bien reformada en sus estructuras— los convertían en una
plataforma de la que, en algún momento propicio, podía emerger una
oposición propiamente dicha. Aunque se trate de un concepto escurridizo,
podemos afirmar que Alemania del Este contaba ya con una sociedad civil
crítica, reducida en número pero muy activa. El vigor que manifestaban sus
publicaciones y foros y el conocimiento que de estos grupos comenzaba a
tenerse en la República Federal y en otros países europeos tanto de uno como
de otro bloque contrastaban con las pobres alternativas surgidas desde el
poder para neutralizarlas.
Es probable que un acontecimiento como el asalto de la Stasi a la
Biblioteca del Medio Ambiente el 24 de noviembre de 1987 hiciera por la
visibilidad de los grupos disidentes mucho más que el largo repertorio de
actividades y publicaciones difundido por ellos en los años anteriores. Se
sucedieron las manifestaciones de apoyo, creció el clima de descontento y el
impacto internacional de lo sucedido molestó a la cúpula. Por si fuera poco,
estos movimientos sociales, apenas organizados todavía, fueron, sin embargo,
capaces de tomar protagonismo en el tradicional desfile en honor de Rosa
Luxemburgo y Karl Liebknecht organizado por el SED en enero de 1988. Al
margen de la anodina celebración de otros años, acaparó el interés la pancarta
que recogía una cita de la líder espartaquista, frase provocadora teniendo en
cuenta el Régimen represivo de la RDA: «La libertad es siempre la libertad
de pensar de forma diferente». La reacción fue mucho más contundente que
en el caso de la Biblioteca del Medio Ambiente: numerosas personalidades de
esta embrionaria oposición (entre ellas, Hirsch, Templin y Bohley) fueron
detenidas y más de cincuenta disidentes, enviados al exilio. Como respuesta
se organizaron vigilias y conciertos: de todos estos encuentros empezaron a
destacar las concentraciones de los lunes en Leipzig después de los servicios
religiosos.
Otro de los factores que se sumaron al crecimiento de la disidencia fue la
pérdida de apoyo soviético desde la llegada de Gorbachov a la Secretaría
General del PCUS, ya que su política transformadora no influyó de manera
determinante en el comportamiento de los dirigentes del SED. Sucedió más
bien al contrario: aumentaron la incoación de expedientes y la expulsión de
militantes del Partido para tratar de atajar cualquier veleidad reformista. En
noviembre de 1988, las autoridades germano-orientales prohibieron el
semanario Sputnik, que, editado en la URSS, había asumido la línea
reformista propia de la perestroika y vendía la nada despreciable cifra de
200.000 ejemplares. La legitimidad49, no ya del SED sino de la propia RDA
por la inextricable unión Partido-Estado, que cobraba su sentido dentro del
marco ideológico de referencia propiciado por la URSS, quedaba
sensiblemente herida como consecuencia del nuevo rumbo político impuesto
desde el Kremlin50. Un breve anuncio en Neues Deutschland el 19 de
noviembre de 1988, insertado por mandato del Ministerio de Comunicación,
informaba del cese de esta publicación soviética en su edición en alemán,
porque no contribuía a la «amistad soviético-alemana, sino que la
distorsiona». La publicación era un aire fresco, claramente imbuida del
espíritu gorbachoviano. La suspensión contrariaba no solo a los miles de
suscriptores, sino que suponía una afrenta al Kremlin.
Era evidente la ruptura de hostilidades entre el Estado y los movimientos
cívicos de resistencia. El modus vivendi de los años anteriores se quebraba
mientras, en mayo de 1989, comenzaba el desmantelamiento del Telón de
Acero en la frontera entre Austria y Hungría. Ese mismo mes se producía una
grosera manipulación de las elecciones a la Volkskammer del día 7: la
apelación desde los órganos de propaganda del SED a participar en apoyo de
los candidatos resultó fallida; sin embargo, la Comisión electoral elevó hasta
el 98,85 por ciento el porcentaje del voto al Frente Nacional. Las denuncias
de falsificación generalizada se extendieron por todo el país, tal como los
medios de comunicación de la RFA se encargaron de difundir. Continuaron
las manifestaciones a favor de las reformas políticas a pesar del
endurecimiento de la coacción; la llegada del verano provocaría el éxodo de
miles de ciudadanos germano-orientales. El descrédito del sistema estaba
muy extendido por todo el país y apenas sorprendió que, al día siguiente de
las elecciones, el 8, la Volkskammer hiciera público su apoyo a las medidas
represivas tomadas por el Partido Comunista Chino en Tiananmen.
Fueron aquellas semanas transcurridas entre finales de septiembre y la
caída del Muro cuando una mayoría de los ciudadanos del Este tomaron
conciencia de su fuerza, salieron masivamente a las calles y transformaron la
disidencia en un auténtico movimiento popular de oposición al Régimen
comunista. Las diferencias de criterio sobre qué reformar y cómo hacerlo no
pusieron en ningún momento en peligro la unidad fundamental de los grupos
opositores. Además, otra característica los aglutinaba: su naturaleza pacífica.
A lo largo de las semanas, la propagación de estos movimientos por todo el
país, el incremento del número de quienes participaban en ellos, fortaleció
todavía más si cabe su discurso y sus acciones en contra de la violencia. Las
masas manifestándose en las calles sin reaccionar ante la provocación
ocasional de la policía, el encarcelamiento de líderes y los obstáculos puestos
por las autoridades para impedir las reivindicaciones ofrecían una imagen
devastadora para la legitimidad del sistema, máxime cuando durante los
meses finales de 1988 dichas demostraciones se habían convertido en noticias
difundidas por todos los medios de comunicación occidentales.
24 Madrid, Ediciones Encuentro, 1990.
25 MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo, «Sobre el poder totalitario», en MENÉNDEZ ALZAMORA , Manuel
(ed.), Sobre el poder, Madrid, Tecnos, 2007, p. 262.
26 Cit. en MONEDERO, Juan Carlos, «El fin de una dictadura: el colapso de la República Democrática
Alemana», Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, n. 28/29 (1999), p. 243.
27 Véase NOELLE-NEUMANN, Elisabeth, «The German Revolution: the Historic Experiment of the
Division and Unification of a Nation Reflected in Survey Research Findings», International Journal of
Public Opinion Research, vol. 3, n.º 3 (1991), pp. 238-259.
28 Sobre su trascendencia, véase SAROTTE, Mary Elise, Dealing with the Devil: East Germany,
Détente, and Ostpolitik, 1969-1973, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2001, pp. 37-64.
29 KLESSMANN, Christoph, «Rethinking the Second German Dictatorship», en JARAUSCH, Konrad H.

(ed.), Dictatorship as Experience: Towards a Socio-Cultural History of the GDR, Nueva York,
Berghahn Books, 2004, p. 366.
30 RODRIGO LUELMO, Francisco José, «Un ejemplo de colaboración intergubernamental regional: la
Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa. Una perspectiva histórica de Helsinki a
Budapest (1972-1994)», en AZCONA PASTOR, José Manuel; TORREGROSA CARMONA, Juan Francisco y RE,
Matteo (eds.), Guerra y paz. La sociedad internacional entre el conflicto y la cooperación, Madrid,
Dykinson, 2013, p. 451.
31 CHILDS, David, Fall of the GDR, Harlow, Pearson Education Limited, 2001, p. 14.
32 STARITZ, Dietrich, Geschichte der DDR, Francfort del Meno, Suhrkamp, 1996, pp. 295-296.
33 MAIER, Charles S., Dissolution: the Crisis of Communism and the End of East Germany,
Princeton, Princeton University Press, 1997, p. 70.
34 FULBROOK, Mary, Historia de Alemania, Madrid, Akal, 2009, pp. 255-256.
35 CHILDS, David, Fall of the GDR, op. cit., p. 29.
36 LAINÉ, Valérie, GLOBOKAR, Tatjana y BRISOU, Sigolène, «La République Démocratique
Allemande», en VV. AA., Les deux Allemagne…, op. cit., p. 155.
37 Ibid., p. 189.
38 FULBROOK, Mary, Anatomy of a Dictatorship. Inside the GDR 1949-1989, Oxford, Oxford
University Press, 1995, p. 47.
39 MAAZ, Hans-Joachim, Der Gefühlstau, Berlín, Argon, 1990.
40 Véase HENDERSON, Karen, «The Search for Ideological Conformity: Sociological Research on
Youth in Honecker’s GDR», German History, vol. 10, n.º 3 (1992), pp. 318-334.
41 FULBROOK, Mary, Anatomy of a Dictatorship…, op. cit., p. 61.
42 O’DOCHARTAIGH, Pól, Germany since 1945, Houndmills, Palgrave Macmillan, 2004, p. 163.
43 GAUSS, Günter, Wo Deutschland liegt. Eine Ortssbestimmung, Hamburgo, Rowohlt, 1983.
44 Véase DENNIS, Mike, German Democratic Republic: Politics, Economics, and Society, Londres,
Pinter Publishers, 1988, especialmente los capítulos 4 y 5.
45 Sobre la relación del Régimen de la DDR con la Iglesia, véase BESIER, Gerhard, Der SED-Staat
und die Kirche, Munich, C. Bertelsmann Verlag, 1993.
46 WOODS, Roger, Opposition in the GDR under Honecker, 1971-1985. An Introduction and
Documentation, Londres, Palgrave Macmillan, 1986, pp. 193-196.
47 FULBROOK, Mary, Anatomy of a Dictatorship…, op. cit., p. 221.
48 REIN, Gerhard, Die protestantische Revolution, 1987-1990, Berlín, Wichern Verlag, 1990, pp. 19-
23.
49 Entendemos aquí legitimidad como «la creencia de que, a pesar de insuficiencias y fracasos, las
instituciones políticas existentes son mejores que otras alternativas que pudieran establecerse y pueden
por tanto demandar obediencia». LINZ, Juan José, «Legitimacy of Democracy and the Socioeconomic
System», en DOGAN, Mattei (ed.), Comparing Pluralist Democracies: Strains on Legitimacy, Boulder
(Colorado), Westview Press, 1988, p. 65.
50 FULBROOK, Mary, Anatomy of a Dictatorship..., op. cit., pp. 201-242.
2. LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA EN LOS
AÑOS SETENTA Y OCHENTA

La vida política en el interior del país

Hasta el final de la década, los ochenta fueron años relativamente estables


para la política de los dos Estados alemanes. En la RFA, la llegada al poder,
en 1982, de la coalición entre cristianodemócratas y liberales en sustitución
de la formada por estos últimos y los socialdemócratas del SPD no supuso
grandes cambios en la orientación general de la acción gubernamental.
Tampoco hubo grandes avances sobre la cuestión alemana; incluso apareció
poco en la agenda, desplazada por otros temas. Probablemente, lo más
significativo fue la creciente preocupación de los alemanes —a uno y otro
lado del Muro— por el medioambiente y los peligros derivados del empleo
de la energía nuclear, manifiesta en el avance del Partido Verde en la RFA y
en la actividad de agrupaciones cívicas en la RDA.
En Alemania occidental, el vínculo entre el antiamericanismo y la
desnuclearización se reforzó con la llegada de Ronald Reagan a la
presidencia de Estados Unidos en enero de 1981 y, sobre todo, después de
anunciar este, en 1985, el lanzamiento de la Iniciativa de Defensa Estratégica,
un plan que contó con el apoyo explícito del canciller Kohl. Dos años antes,
el 5 de octubre de 1983, en torno a cinco millones de personas habían seguido
la convocatoria de los sindicatos alemanes occidentales de guardar cinco
minutos de silencio por la paz; a finales de mes, una cadena humana de
cientos de miles de ciudadanos unió Stuttgart con Ulm, separadas por casi
110 kilómetros, en contra del estacionamiento de misiles Pershing y Cruise
en territorio federal51.
En enero de 1980 Los Verdes constituyeron un partido político de ámbito
nacional con el objetivo primordial de crear una gran fuerza transversal en
defensa del medioambiente; de hecho, si bien el programa y la mayor parte de
los militantes asumían ideas de izquierda, tampoco faltaron grupos
conservadores en el inicio de su trayectoria. Aunque comenzaron a ganar
representantes en alguna elección estatal, en las federales de octubre de aquel
año solo obtuvieron un 1,5 por ciento y, en consecuencia, no pudieron
acceder al Bundestag. Ello no obstante, fue durante esta década cuando
crecieron, comenzando a obtener buenos resultados y rompiendo así el
panorama previo de la vida parlamentaria en la RFA. En 1987 alcanzaron el
8,3 por ciento en las elecciones federales mientras en su seno se suscitaba una
pugna entre los sectores más ortodoxos del partido (los denominados
«Fundis») y los más progresistas («Realos») que los acompañaría a lo largo
de aquellos años. Los primeros eran firmes partidarios de mantener
incólumes las revindicaciones y el programa de máximos, alejándose de
coaliciones o apoyos a los partidos tradicionales. Por su parte, los realistas
buscaban transformar hábitos y políticas desde el poder con el fin de ganar
influencia social. Precisamente, serían estos últimos quienes, con el final de
la década, impondrían su criterio dentro de la organización52.
El legado del nacionalsocialismo también dejó su huella en el sistema de
partidos: carecía de la trascendental irrupción de Los Verdes, pero cualquier
movimiento de fuerzas que recordara el trágico pasado de los años treinta y
cuarenta convulsionaba la sociedad alemana. En efecto, en 1983 sectores
disconformes de la CSU fundaban una organización de extrema derecha, los
llamados «Republicanos». El programa de presentación era muy simple:
control de la emigración y nacionalismo a ultranza con consignas xenófobas
como «¡Extranjeros fuera!». Pese a algunos éxitos parciales en elecciones
regionales, no lograron sobrepasar el umbral del 5 por ciento de los votos en
las convocatorias para el Bundestag.
Sin embargo, aun cuando el relativo éxito electoral de Los Verdes fue uno
de los acontecimientos más seguidos por los medios de comunicación
occidentales, como muestra de que los profundos cambios sociales incidían
en la vida política a través de una renovada agenda, la primacía de los
conservadores en el Bundestag y en la Cancillería federal resultó lo más
destacado de los años ochenta y su influencia en la caída del Muro se dejó
sentir. Como indicábamos unos párrafos antes, Helmut Kohl accedió al poder
en octubre de 1982 en coalición con los liberales y pronto llamó a las urnas a
sus conciudadanos: el 6 de marzo de 1983 la CDU/CSU obtenía un magnífico
resultado: el 48,8 por ciento de los votos y 244 escaños. El SPD alcanzó el
38,2 por ciento y 193 representantes en el Bundestag mientras los liberales
del FDP, con el 7 por ciento y 34 escaños, volvieron al Gobierno de la mano
de los cristianodemócratas. Con un 5,6 por ciento, Los Verdes enviaron 27
diputados a Bonn. Y así los alemanes dieron la espalda al SPD, a pesar de
que quien había sido su líder y canciller, Helmut Schmidt, había logrado dar
un gran impulso a la economía germana entre 1976 y 1978. Al respecto,
muchos consideraban que el giro a la derecha de su Gobierno lo había alejado
de las preocupaciones de muchos jóvenes y de viejos militantes que creían
ver en ello una pérdida de la identidad propia y una deriva hacia posiciones
conformistas. Por otro lado, la pérdida de confianza de su socio de coalición,
el FDP, que incidía todavía más en la necesidad de recortar gastos sociales,
llevó a los socialdemócratas del SPD a los bancos de la oposición.
El líder liberal, Hans-Dietrich Genscher, tenía una buena sintonía con Kohl,
además de una visión de la política más cercana a los postulados de la CDU
que a los sostenidos por los socialdemócratas, a pesar de su larga
colaboración con estos al haber sido una de las figuras clave en la concepción
de la Ostpolitik. Tanto él como el resto de miembros liberales del gabinete
presidido por Schmidt dimitieron el 17 de septiembre de 1982 e,
inmediatamente, iniciaron conversaciones con los cristianodemócratas. De
ellas emergió la nueva coalición en la que el líder del FDP conservaría la
cartera de Exteriores. El cambio de socio en el Gobierno no fue bien recibido
por muchos sectores del Partido, de modo especial por las juventudes, que
generaron un grave problema interno al separarse de la organización mientras
algunos militantes significados pasaban a las filas del SPD.
También en aquellos años hubo relevo en la jefatura del Estado. El 23 de
mayo de 1984, Richard von Weizsäcker sería elegido presidente de la
República en sustitución del también democristiano Karl Carstens. Su
candidatura iba a ser aprobada por una inmensa mayoría de 832 votos frente a
los 68 obtenidos por la escritora Luise Rinser —propuesta por Los Verdes—,
y 117 abstenciones.
Volviendo a 1983, el nuevo Gobierno de la CDU/CSU/FDP aplicó
escrupulosamente una política económica en clave neoliberal, tan en boga por
aquel entonces. El desempleo había crecido a comienzos de año hasta el 10,4
por ciento, la tasa más elevada en la historia de la República Federal, y, pese
a los ajustes del Gobierno de Schmidt, el gasto público era muy elevado. De
hecho, la lucha por controlarlo fue una de las líneas prioritarias del ejecutivo
presidido por Kohl, que logró reducirlo en un tercio entre 1982 y 1986.
Rebajó los beneficios del seguro de paro, flexibilizó el empleo y, en 1987,
llevó a cabo una amplia reforma del sistema impositivo que favoreció a las
rentas medias y altas. Además, limitó el crecimiento de los salarios públicos
y redujo las ayudas a centros escolares y a estudiantes.
La fortaleza de la máquina económica alemana no se tradujo en una mejora
ostensible de los índices de desempleo. Continuó superando el 9 por ciento,
con una media del 9,3 por ciento entre 1983 y 1988, año en que comenzó a
disminuir hasta el 7,1 por ciento en 1990. Las relaciones con los sindicatos no
fueron precisamente fluidas. La legislación laboral sufrió un endurecimiento
a partir de 1986, cuando desde la Oficina Federal de Trabajo se dio la orden
de suprimir las indemnizaciones a trabajadores despedidos o en paro técnico,
dejando en manos del sindicato la financiación de estas ayudas53.
En todo caso, en 1983, después de dos años de crisis, la economía alemana
remontó el vuelo hasta situarse en un crecimiento del 1,3 por ciento, tasa que
se duplicaría al año siguiente; mientras, la inflación bajó de un 6,2 por ciento
a un 2,4 por ciento entre 1981 y 1984. El paro era el indicador que estropeaba
este panorama tan halagüeño, al quedar en un 9,49 por ciento a finales de
1984, superando así el 7,5 por ciento de 198254.
Así, pues, los datos macroeconómicos ofrecían una visión prometedora de
la evolución de la RFA, mientras el mercado internacional favorecía la
marcha de las exportaciones, principalmente de productos químicos y
mecánicos de alto valor añadido: en 1985 la RFA participaba de un 17 por
ciento del comercio mundial55. En ese mismo año, el excedente de comercio
exterior fue el más alto de su historia: 73.300 millones de marcos, cifra que
superó al año siguiente. Este hecho resultaba todavía más llamativo teniendo
en cuenta la revalorización del marco respecto al dólar. Kohl expresó muy
bien este optimismo cuando el 1 de enero de 1986 señaló: «Es geht deutlich
aufwärts» («Está claro que crecemos»). Sería precisamente en 1987, el año
de la tercera elección de Kohl, cuando se produciría una ralentización del
crecimiento (1,7 por ciento) debida a la crisis de la construcción y del carbón
y del acero, así como al deterioro del equilibrio financiero del Estado.
En definitiva, a pesar de las críticas, la RFA había entrado en una fase de
prosperidad, hecho reconocido por los ciudadanos al otorgar de nuevo la
confianza a la CDU/CSU en las elecciones del 25 de enero de 1987:
obtuvieron 223 escaños frente a 186 del SPD. Los liberales, con 46
representantes, continuarían formando parte del Gobierno de coalición
encabezado por Kohl, mientras Los Verdes habían cosechado un gran éxito al
obtener 42 escaños.
Una vez dicho lo anterior, los resultados supusieron un toque de atención a
los grandes partidos, que perdieron votos. El castigo ciudadano también se
reflejó en el porcentaje de abstención: un 15,7 por ciento más elevado que en
las elecciones anteriores, hacía cuatro años. La CDU/CSU pasó del 48,8 por
ciento al 43,3 por ciento, sin duda, un buen resultado después de dos
legislaturas consecutivas de Kohl, aunque ofrecía una imagen algo
erosionada de la coalición tras tanto tiempo en el Gobierno.
Por su parte, el SPD no solo no se benefició de la caída de voto de los
cristianodemócratas, sino que los acompañó en la pérdida de apoyos al pasar
del 38,2 al 37 por ciento. Los liberales (9,1 por ciento) y, sobre todo, Los
Verdes (8,3 por ciento) fueron los partidos que más avanzaron. Precisamente,
la presencia de estos últimos en el Bundestag fue decisiva para aumentar el
número de mujeres en la cámara (del 10 por ciento al 16 por ciento). Las
listas electorales no se habían renovado demasiado, pues el 80 por ciento de
los diputados ya lo habían sido en la legislatura anterior.
Como era de prever, el 11 de marzo de 1987 Helmut Kohl fue elegido
canciller con 253 votos, tan solo cuatro por encima de la mayoría necesaria.
De hecho, la coalición CDU/CSU se había dejado en el camino 2,2 millones
de votos, con una pérdida muy ostensible de apoyos en la franja de votantes
entre 25 y 35 años y entre los de las grandes urbes de más de 200.000
habitantes56. La tendencia negativa para la CDU se consolidó tras los
modestos resultados en las elecciones regionales celebradas en Renania-
Palatinado, Bremen y Schleswig-Holstein, lo cual provocó un creciente
descontento dentro de algunos sectores del partido: eran necesarias una
renovación de nombres y una reorientación ideológica.
Por otra parte, las desavenencias entre Kohl y Franz-Joseph Strauss, el jefe
histórico de la CSU bávara, enconaron las relaciones entre sus partidos. Con
todo, no se produjo la ruptura sino que, incluso, en noviembre de 1987 tanto
Kohl como Strauss fueron reelegidos líderes de sus organizaciones: este
continuó firmemente los planteamientos más conservadores mientras aquel,
muy influido por el secretario de la CDU, Heiner Geissler, comenzó a adaptar
su discurso en un claro acercamiento al centro-izquierda con el fin de rearmar
el partido. La elección, meses antes —en junio—, de Norbert Blum para
presidir la CDU en Renania del Norte-Westfalia, uno de sus principales
baluartes, caminaba en esta dirección.
También al SPD llegaron los cambios, nada menos que a su cabeza. El 23
de marzo, después de estar al frente de los socialdemócratas desde 1964,
Willy Brandt dimitió de su cargo. En la base de su renuncia estaban algunos
relevos en puestos importantes de la estructura del partido, decididos sin
contarse con su criterio, así como las críticas internas, procedentes de
diversos sectores, a su forma de aferrarse al poder. Le sustituyó un hombre
moderado, Hans-Jochen Vogel, presidente del grupo parlamentario y antiguo
alcalde de Munich, mientras el ala izquierda tenía su compensación con el
nombramiento de Oskar Lafontaine como vicepresidente. Lafontaine,
ministro-presidente del Sarre, ejercería una influencia notable en el futuro
inmediato del país, como revelará, según veremos, la contundencia de su
figura y de su actitud ante la caída del Muro, por encima de los deseos de la
mayoría.
Tras el abandono de Brandt, otro hecho trascendental en las décadas de
existencia de la República Federal fue la muerte, en octubre de 1988, de
Franz-Joseph Strauss. Desde 1978 había Estado al frente de Baviera y desde
1961 había presidido la Unión Social Cristiana. Había pasado por distintos
cargos ministeriales en el ámbito federal y sido parlamentario. En definitiva,
había desempeñado un papel sobresaliente en la historia de la República
Federal desde su fundación. A pesar de su fuerte personalidad y del control
que ejercía sobre la maquinaria de la CSU, su desaparición no provocó una
crisis interna. Al frente del Gobierno bávaro le relevó Max Streibl, también
con una larga trayectoria política, y en noviembre el congreso extraordinario
de la CSU eligió presidente a Theo Waigel. Figura conciliadora, jefe del
grupo socialcristiano en el Bundestag, en numerosas ocasiones había servido
de puente entre su jefe de filas y el canciller Kohl.
No obstante la estabilidad del sistema, los años previos a la caída del Muro
vieron desfilar por los medios de comunicación y por los tribunales casos
flagrantes de corrupción que afectaron a la proverbial honradez y austeridad
de las que se habían investido los políticos alemanes desde la época de
Adenauer. Salvo Los Verdes, todas las fuerzas políticas estuvieron
implicadas en asuntos turbios. El más divulgado fue, probablemente, el caso
Flick. El todopoderoso grupo industrial a cuyo frente estaba Friedrich Karl
Flick fue acusado de gastar millones de marcos para ganar influencia política
a través del desvío de fondos a los partidos. Su objetivo principal era obtener
ventajas fiscales para sus negocios, que incluían los sectores de ingeniería,
químicas y armamento, entre otros. Schmidt, Strauss, Brandt, el ministro
liberal de Economía Lambsdorff y el propio Kohl aparecieron como
implicados en la trama. Juzgado el caso a comienzos de 1987, no se demostró
el enriquecimiento personal de los encausados, pero sí su participación a la
hora de derivar recursos de la empresa hacia sus partidos. Las sospechas se
enseñorearon del sistema alemán de partidos, sometido al poder económico
en la mente de muchos alemanes57.
Otro episodio sonado de corrupción afectó a Uwe Barschel, el presidente
cristianodemócrata del Land norteño de Schleswig-Holstein. En septiembre
de 1987 vio la luz un reportaje del prestigioso Der Spiegel sobre cómo había
utilizado todo tipo de medios (desde escuchas telefónicas hasta espionajes de
la vida privada) para desacreditar a su rival socialdemócrata, Björn Engholm,
con el fin de mantener la primacía de la CDU en el poder del Land. Pocas
semanas después, el 11 de octubre, Barschel se suicidaba en una habitación
de hotel en Ginebra. A continuación, el 6 de noviembre, el presidente federal
Richard von Weizsäcker, con motivo de la entrega del premio Romano
Guardini de la Academia Católica de Baviera, pronunció un discurso titulado
«Verdad y libertad en la política», influido por los recientes acontecimientos.
En él reflexionaba:
Los seres humanos somos como somos, y ello implica que todo sistema político acabe
perdiendo toda capacidad de maniobra y necesitando reformas. La oportunidad única
que nos ofrece la libertad como principio constitucional es la facultad de
autocorrección, de transformación pacífica. Por eso es preferible a cualquier otro
sistema. Es responsabilidad nuestra saber aprovechar esa oportunidad58.

Después de casi cuarenta años de gobierno cristianodemócrata en aquel


Estado, las elecciones de mayo de 1988 otorgaron un 55 por ciento de los
votos a Engholm, convirtiéndolo en el ministro-presidente del Land.
Por lo que se refiere a las relaciones de la RFA con Europa, cobraron
especial relevancia las desarrolladas con Francia, máxime por el papel que
iban a desempeñar, una vez caído el Muro, de cara a la reunificación. Los
años ochenta —sobre todo su segunda mitad— fueron una época de buen
entendimiento entre París y Bonn. Pensemos, por ejemplo, que en 1986,
además de las dos cumbres anuales en febrero y en octubre, hubo hasta cuatro
encuentros de trabajo entre el canciller Kohl y el presidente Mitterrand, sin
contar con las celebradas por el primer ministro francés Jacques Chirac con el
propio canciller. Aquellos años el eje franco alemán desempeñó un papel
importante en el desarrollo de las Comunidades Europeas y en la apertura
hacia el Este, y no lo fue menos por la colaboración entre ambos países en
materias como los refugiados, la lucha antiterrorista y la tecnología. En 1986,
tras la cumbre celebrada en París a finales de febrero, ambos Gobiernos
decidieron avanzar en la cooperación en cuestiones de seguridad y defensa,
una materia muy delicada, lo cual demostraba el buen momento que
atravesaban sus relaciones. De hecho, al año siguiente, en junio, Kohl
propuso crear una brigada francoalemana y en septiembre, durante unas
maniobras conjuntas en suelo alemán, el presidente francés expresó su
voluntad de establecer un consejo, también conjunto, de defensa y seguridad.
Las conmemoraciones por el vigesimoquinto aniversario de la firma del
Tratado de Cooperación Francoalemana, firmado el 22 de enero de 1963,
constituyeron un acontecimiento trascendental, no solo por la evocación
histórica sino también, precisamente, por el excelente momento que vivían
las relaciones entre ambos países. Hacía un cuarto de siglo de la rúbrica, en el
Elíseo, de aquel documento que transformaría los vínculos entre rivales y, en
demasiadas ocasiones, enemigos irreconciliables. Ese mismo día de 1988 los
Gobiernos de Bonn y París anunciaron medidas concretas: sobre algunas de
ellas ya se habían pronunciado los mandatarios, como la antes citada brigada
conjunta y la creación del Consejo Económico y Financiero y el de Defensa y
Seguridad; otras eran aún más específicas, como la fundación de un colegio
de enseñanza superior y el Premio De Gaulle-Adenauer. En definitiva, tanto
la conmemoración como la continuidad de las cumbres y reuniones
mantenidas durante 1988 por los altos representantes de los dos Estados
reflejaban, poco antes de la caída del Muro, el extraordinario entendimiento
entre Francia y la República Federal.

Los avatares de la Ostpolitik

Retrocedamos ahora en el tiempo para detenernos en las peculiares


relaciones de la República Federal con la República Democrática. La división
de Alemania tras la guerra convirtió el enfrentamiento entre bloques en un
hecho patente y el futuro del país, en un asunto pendiente de resolución.
Como en otros momentos de la historia, la cuestión alemana emergía para
erigirse en un asunto clave en la configuración de la Guerra Fría, en el orden
internacional posterior a 1945. La influencia de una y otra superpotencia en
las zonas de ocupación determinaría la naturaleza y evolución de los dos
regímenes que se iban a instaurar. Por ello, la denominación escogida para
cada caso no fue aleatoria, sino que apelaba a una cuestión fundamental. En
el caso de la República Federal de Alemania (Bundesrepublik Deutschland),
en la Ley Fundamental ratificada por el Parlamento el 23 de mayo de 1949 la
posible unidad con la otra parte quedaba manifiesta de una u otra manera en
diferentes momentos del texto. Sin duda, el preámbulo, con todo su valor
simbólico, es bastante expresivo al afirmar que actúa también «en nombre de
aquellos alemanes a quienes está prohibida la colaboración, y manteniendo
abierta la invitación para que todo el pueblo alemán […] consume la unidad y
libertad de Alemania». El artículo final recogía que la Ley Fundamental
dejaría de tener vigor una vez que «el pueblo alemán» aprobara libremente
otro texto.
Desde su nacimiento el 7 de octubre de ese mismo año de 1949, la
República Democrática Alemana (Deutsche Demokratische Republik), al
incluir el adjetivo «alemana» introducía la posibilidad de que coexistiera con
otros Estados alemanes y, si no, descartando —o, al menos, alejando en
teoría— de sus preocupaciones más inmediatas el hecho de la unidad.
Aunque, por supuesto, la cuestión estuvo presente en las décadas que
siguieron, perdió fuerza durante los años cincuenta y, si bien activada con
motivo de la puesta en marcha de la Ostpolitik, como inmediatamente
veremos, su impacto entre la población era menor. En 1983, por ejemplo, en
la RFA solo al 5 por ciento le preocupa este tema, porcentaje aún más
reducido entre los jóvenes59.
La Ostpolitik constituía la versión alemana de una estrategia general
europea: para reducir la posibilidad de una guerra de la que Europa volvería a
salir devastada, los Estados occidentales se avinieron a mejorar sus relaciones
con los países del Este60. El espíritu de mayor entendimiento entre los
bloques acabó por fraguar en la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación
en Europa, celebrada en Helsinki, cuya Acta Final firmaron (en agosto de
1975, como ya hemos visto), treinta y tres Estados europeos, además de
Canadá y Estados Unidos. Sus conclusiones iban dirigidas a preservar la paz
por varias vías: el reconocimiento de las fronteras de posguerra —incluidas
las alemanas—, el fomento de vínculos económicos y comerciales entre los
firmantes y, la que resultaba más paradójica considerando que los países del
Este se regían por dictaduras, la defensa sin concesiones de los derechos y
libertades del individuo61.
En efecto, la llegada de los socialdemócratas al Gobierno, primero en la
gran coalición con los cristianodemócratas (1966-1969), después en la
pequeña coalición con los liberales (1969-1982), varió el diseño de la política
exterior por la voluntad de regular las relaciones de la República Federal con
el este de Europa y la República Democrática poniendo en marcha la
Ostpolitik, la cual concluyó la era de la doctrina Hallstein en las relaciones
interalemanas y contribuyó al desarrollo de relaciones normales de buena
vecindad en pie de igualdad. Sin embargo, esta reorientación de la política
exterior propiciada por el clima de distensión entre las superpotencias
complementaba el eje plenamente europeísta de la acción externa; no lo
sustituía ni lo desplazaba, sino que tendía puentes para normalizar la relación
con el Este. Dicho proceso implicaba, en síntesis, aceptar la situación creada
en Europa oriental tras la guerra (es decir, las fronteras y las transferencias de
territorios) y la soberanía de la República Democrática Alemana. Ya en su
declaración institucional del 28 de octubre de 1969 el canciller Willy Brandt
anunció que el Gobierno estaba dispuesto a reconocer la situación creada en
Europa y a la RDA como Estado soberano, así como a renunciar al
pretendido derecho de la República Federal de representación exclusiva de
Alemania62.
La paz se convertía en un valor supremo: la cooperación y el entendimiento
con el resto de países constituían una norma para la acción exterior alemana,
sin olvidar la importancia de la seguridad para favorecer, precisamente, el
desarrollo pacífico de las relaciones internacionales de Bonn. En el congreso
del SPD celebrado en Bad Godesberg en 1959 el Partido había renunciado a
los principios marxistas revolucionarios e, incluso, aceptado el vínculo de la
RFA con la OTAN, de modo que al llegar al poder entendía la Alianza como
un marco de referencia ineludible en la salvaguarda de la paz y la estabilidad.
Dentro de este sistema de defensa colectiva, y teniendo en cuenta la
voluntad de distender las relaciones entre bloques, había llegado la hora de
favorecer el diálogo con la RDA con el fin de normalizar la convivencia entre
ambos. El cambio era sustancial, pues el documento reconocía la existencia
de los dos Estados alemanes. Para Brandt el futuro pasaba por un
acercamiento entre los bloques sin renunciar a su inserción en el mundo
occidental; pensaba que la necesaria coexistencia con los países del Este se
vería favorecida si la amenaza de conflicto cedía paso a la colaboración, a la
aceptación de los sistemas políticos comunistas, como modo de alcanzar un
orden más pacífico. Por ello, el ya citado Tratado sobre Renuncia a la Fuerza,
suscrito por la RFA y la URSS el 12 de agosto de 1970, fue un verdadero
acontecimiento histórico: ambas partes acordaban aceptar y respetar la
integridad territorial de los Estados europeos según las fronteras establecidas
en aquel momento, incluyendo el reconocimiento de la RDA, con sus propios
límites y fronteras.
De igual forma, constituyó un hito el Tratado firmado entre la RFA y
Polonia pocos meses después, el 7 de diciembre de ese mismo año de 1970,
donde se recogió como definitiva la línea del Oder-Neisse como frontera
entre ambos países, con la consiguiente renuncia a ulteriores demandas
territoriales. En esta misma línea de actuación dentro de la Ostpolitik, el 11
de diciembre de 1973 el Gobierno federal firmó con el checoslovaco un
tratado por el que aceptaban las fronteras existentes.
Los pasos dados hacia la avenencia entre las dos Alemanias eran muy
significativos, pero no podían ocultar las profundas diferencias de criterio
entre Bonn y Berlín Este. De hecho, Erich Honecker, sustituto de Ulbricht en
la Secretaría General del SED desde junio de 1971, justificó en el octavo
congreso del Partido, celebrado aquel mes, la existencia de dos naciones
alemanas diferenciadas y asentadas sobre los dos Estados nacidos en 1949.
En aquel verano de 1971 se iniciaron las conversaciones para redactar un
tratado interalemán. El mero hecho de que se entablaran suponía una
inyección de optimismo en el panorama de la Guerra Fría. Los recelos y la
disparidad de opiniones quedaron de manifiesto en las fatigosas
negociaciones que siguieron hasta la firma del llamado «Tratado sobre las
Bases de la Relación» firmado, como hemos visto, el 21 de diciembre de
1972 en la capital germano-oriental. La constatación de tales diferencias fue
la imposibilidad de resolver la cuestión nacional: cada una de las partes
mantuvo su posición: la RDA, a favor de la existencia de naciones separadas
y la RFA, en pro de una sola nación. Cada uno de los dos Estados reconocía
la integridad y soberanía del otro, renunciando expresamente a cualquier
forma de violencia para solucionar los problemas. La Carta de las Naciones
Unidas era invocada como norma para ordenar sus relaciones. Como la Ley
Fundamental de Bonn negaba la soberanía de la RDA, el Tratado recogía el
acuerdo de ambos países para intercambiar «representantes permanentes» en
lugar de embajadores.
Sin duda, el Tratado fue un avance muy considerable en las relaciones de
las dos Alemanias pocos años después del golpe provocado por la
construcción del Muro. Con el reconocimiento entre ambos Estados, aunque
fuera de hecho, se abrían las puertas a un desarrollo más armónico y
normalizado de sus vínculos y se ofrecía un ejemplo de distensión en el
marco de la Guerra Fría.
El Tratado entró en vigor en la RFA el 20 de junio de 1973, no sin
polémica. La aprobación en el Bundestag había contado con los votos
negativos de la mayor parte de los diputados de la CDU/CSU, para quienes el
nuevo marco de relaciones rompía una línea consolidada en la política
exterior germana y, según interpretaciones más o menos interesadas,
eliminaba la posibilidad de una reunificación futura.
Las autoridades de Berlín Este aprovecharon la firma del Tratado para dar
un salto cualitativo en la legitimación del Estado. Después de integrarse en la
ONU aquel mismo año de 1973 y por impulso de Erich Honecker, la reforma
constitucional de octubre de 1974, que modificaba la vigente —de 1968—,
introdujo alteraciones sustanciales respecto a la definición del Estado y
suprimió toda mención a la «nación alemana», explicitando su irrenunciable
vínculo con la Unión Soviética. Era la manera más contundente de expresar
el rechazo a la unidad de los dos territorios alemanes, reforzando la idea de
formar parte exclusivamente del mundo socialista, de los Estados cuyas
sociedades habían llevado a cabo el proceso revolucionario. A partir de
entonces y a lo largo de los años setenta, la visión sobre la cuestión nacional
tuvo fundamentalmente la perspectiva marxista-leninista de la lucha de clases
internacional en la configuración de un orden en avance incesante hacia el
triunfo del socialismo63.
En los años siguientes, las relaciones interalemanas transcurrieron sin
apenas sobresaltos. De hecho, el cambio de Gobierno en 1982 no afectó a la
Ostpolitik. El tándem Kohl-Genscher mantuvo una línea continuista respecto
al fortalecimiento de las relaciones con el Este, con especial claridad en lo
referente a la URSS y la RDA. En este sentido, Genscher mostró su acuerdo,
e incluso impulsaría a mediados de la nueva década la idea de Gorbachov de
crear un marco de seguridad europeo que superase el propio de la Guerra Fría
y en el que cupiera una colaboración más estrecha en los campos económico
y tecnológico, una cuestión de gran interés para Moscú debido a sus
crecientes problemas internos. La buena sintonía entre ambos y la mirada
soviética hacia la República de Bonn en busca de inversiones y ayudas
económicas preocupaban en Bruselas y en el resto de capitales europeas por
el impacto que este clima de entendimiento pudiera tener en una ralentización
de la integración comunitaria. También inquietaba la actitud del presidente
Bush respecto a la seguridad en el Viejo Continente: reclamaba una
reducción de gastos militares y veía en la excelente salud económica de la
RFA la posibilidad de llevar a buen puerto las negociaciones para dicha
reducción. En definitiva, a mediados de la década de los ochenta la República
Federal era percibida por las superpotencias como un valor en alza, puente
entre los intereses norteamericanos y soviéticos en detrimento de otros
aliados tradicionales.
Ante esta tesitura, Francia buscó fortalecer sus redes bilaterales con el fin
de mantener un estatus de potencia influyente en el nuevo marco de
relaciones internacionales que se dibujaba en el horizonte. De igual forma, su
baza para desempeñar un papel de relevancia en la cuestión alemana pasaba
por fortalecer su posición dentro de las Comunidades. También en Londres
causaba inquietud la excelente sintonía entre la República Federal y Estados
Unidos, no solo por el temor al poder económico y político de una Alemania
unificada, sino por cómo influiría este hecho en una profundización del
proceso de integración europea en que Thatcher no estaba interesada. En
efecto, desde principios de la década de los ochenta Jacques Delors,
presidente de la Comisión Europea, había pergeñado un plan de revitalización
de las Comunidades que partía del mercado único, paso hacia un
fortalecimiento institucional en el ámbito político. En 1988 había logrado un
crecimiento de los fondos estructurales gracias a una reforma presupuestaria
por la que la RFA aumentaba de forma considerable su aporte económico. La
evolución del mercado único a mediados de los ochenta había tendido a
liberalizar el movimiento de capitales, bienes, servicios y mano de obra en
unos años, además, de crecimiento, lo cual animó a Delors a recuperar la idea
de la unión económica y monetaria. Esta posibilidad fue muy bien recibida en
el Elíseo, por cuanto podía reducir el peso de Bonn en las decisiones de
índole monetaria de las Comunidades: con la fortaleza del marco, el
Bundesbank controlaba en la práctica la política monetaria europea. En
cambio, Grecia, Portugal y, sobre todo, el Reino Unido, quienes, aun cuando
por diferentes motivos, descartaban avanzar por esa senda. En este último
caso, el miedo a perder inversiones, el golpe que podía sufrir la City
londinense, se sumaba al permanente recelo ante cualquier política
supranacional que pudiese revertir en un menoscabo de soberanía.
En la República Federal había posturas contradictorias. Tanto algunos
sectores del Gobierno como, sobre todo, el Bundesbank eran claros
detractores por varios motivos. La disparidad de las economías nacionales
generaría graves problemas de competitividad para las más atrasadas, lo cual,
previsiblemente, provocaría transferencias de recursos para controlar el
déficit público. En cambio, otros como Helmut Schmidt y Hans-Dietrich
Genscher otorgaban más importancia a la dimensión política, «de modo que
supondría el anclaje definitivo de su país en Occidente, olvidando cualquier
tentación neutralista»64.
Por su parte, los ejes de la política europea de François Mitterrand desde su
llegada a la presidencia de la República bebieron de las fuentes gaullistas. El
frances veía en Alemania un socio imprescindible para preservar una
influencia de peso en las decisiones que se tomaban en Bruselas, y también
mostró su voluntad de avanzar en la integración, una plataforma muy
adecuada a los tiempos para extender su radio de acción en el resto del
mundo. De hecho, tras los Acuerdos del Elíseo de 1982 la colaboración
activa entre ambos países sirvió para impulsar el proceso integrador pese a la
oposición de Margaret Thatcher, siempre dispuesta a torpedear cualquier
iniciativa tendente hacia la unión política o al logro de una política exterior
coordinada, todo lo cual redundaría negativamente en la privilegiada posición
británica como lazo de unión entre Estados Unidos y el Viejo Continente65.
Como indicábamos anteriormente, a diferencia de los cambios introducidos
por la coalición cristianoliberal en materia económica y social, no hubo
signos de ruptura en la política exterior federal con la llegada de Helmut Kohl
al poder en 1982. Sin duda, la pervivencia de Hans-Dietrich Genscher como
ministro de Exteriores simbolizó la continuidad de la política europeísta, su
apuesta por la alianza militar occidental y la profundización en el proceso
integrador, sin olvidar el mantenimiento de la distensión con la República
Democrática al que no era ajena la esencia de la Ostpolitik.
51 O’DOCHARTAIGH, Pól, Germany since 1945, op. cit., p. 141.
52 Véase OFFE, Claus, «From Youth to Maturity: the Challenge of Party Politics», en MAYER, Margit
y ELY, John (eds.), The German Greens: Paradox between Movement and Party, Filadelfia, Temple
University Press, 1998, pp. 165-180.
53 DÍEZ ESPINOSA, José Ramón y MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo, Historia contemporánea de
Alemania (1945-1995), Madrid, Síntesis, 1998, p. 185.
54 MÉNUDIER, Henri, «La République Fédérale d’Allemagne», art. cit., p. 32.
55 LEAMAN, Jeremy, The Political Economy of Germany under Chancellors Kohl and Schröder:
Decline of the German Model?, Nueva York, Berghahn Books, 2009, pp. 43-97.
56 Los datos se encuentran en MÉNUDIER, Henri, «La République Fédérale d’Allemagne», art. cit., pp.
86-88.
57 SEIBEL, Wolfgang, «Corruption in the Federal Republic of Germany before and in the Wake of
Reunification», en DELLA PORTA, Donatella y MÉNY, Yves (eds.), Democracy and Corruption in Europe,
London, Pinter, 1997, pp. 85-103.
58 VON WEIZSÄCKER, Richard, De Alemania a Europa. El impulso de la historia, Barcelona, Galaxia
Gutenberg, 1995, p. 96.
59 CONRADT, David P., The German Polity, Londres, Longman, 1986, p. 48.
60 Los estudios de casos particulares pueden encontrarse en DAVY, Richard (ed.), European Détente:
A Reappraisal, Londres, Sage Publications, 1992.
61 Véase BANGE, Oliver y NIEDHART, Gottfried (eds.), Helsinki 1975 and the Transformation of
Europe, Nueva York, Berghahn Books, 2008.
62 El texto se encuentra en BUNDESMINISTERIUM FÜR INNERDEUTSCHE BEZIEHUNGEN (Ed.), Texte zur
Deutschlandpolitik, Bonn, Bundesministerium für Innerdeutsche Beziehungen, 1970, vol. IV, pp. 9-40.
Para un análisis detallado de la Ostpolitik véase HAFTENDORN, Helga, Sicherheit und Entspannung. Zur
Aussenpolitik der Bundesrepublik Deutschland, 1955-1982, Baden-Baden, Nomos, 1986. Sobre las
continuidades y discontinuidades de la política germano-occidental hacia el Este véase el estudio
GRIFFITH, William E., Die Ostpolitik der Bundesrepublik Deutschland, Stuttgart, Benn, 1981.
63 Véase PFEILER, Wolfgang, «Die deutsche Frage ine der Sicht von UdSSR und DDR», German
Studies Review, n.º 2 (1980), pp. 225-260.
64 LION BUSTILLO, Javier, La Comunidad Europea y la unificación alemana, Logroño, Unireditorial,
2013, p. 90.
65 WALLACE, William, «What Price Independence? Sovereignty and Interdependence in British
Politics», International Affairs, vol. 62, n.º 3 (Summer 1986), p. 387.
3. DOS CAÍDAS ESTREPITOSAS:
EL TELÓN DE ACERO Y HONECKER

El ambiente internacional

Como hemos apuntado anteriormente, el Nuevo Pensamiento en política


exterior de Mijaíl Gorbachov dejó perplejos a muchos analistas y dirigentes
políticos occidentales, cuya reacción fue, en un principio, recelar de las
intenciones verdaderas del mandatario soviético. No obstante, tanto las
declaraciones como los pasos dados por Gorbachov tras su elección como
secretario general parecían ir en una dirección ciertamente novedosa, en pro
de encauzar el diálogo con Estados Unidos sobre armamento y eliminar
progresivamente los focos de tensión entre las superpotencias. Su ministro de
Exteriores, Eduard Shevardnadze, lo resumió a la perfección en unas cuantas
frases de contenido profundamente esperanzador:
Conducir las relaciones soviético-norteamericanas a un estado de diálogo civilizado y
normal […]; buscar vías para acabar con las pruebas nucleares y eliminar los misiles
de medio alcance norteamericanos y soviéticos; retirar las tropas soviéticas de
Afganistán; crear un sistema de seguridad en Europa basado en el procedimiento de
Helsinki […]66.

Esta última propuesta era, sin duda, importante en lo que concernía a la


relación con los países sovietizados del Este, sobre los cuales pesaba el
control del Kremlin en asuntos fundamentales como la configuración de sus
políticas exteriores o la planificación económica. De igual forma, y
consciente de la delicada situación de la economía soviética —incapaz de
llevar a cabo programas militares de la envergadura de la Iniciativa de
Defensa Estratégica norteamericana—, el líder del PCUS apeló en
numerosísimas ocasiones en aquellos años finales de la década de los ochenta
a la seguridad mutua, a la responsabilidad de Estados Unidos y de los países
occidentales para lograr acuerdos efectivos con los que se redujera la carrera
armamentística y se generasen espacios de diálogo entre los bloques,
afianzando así la paz en todo el mundo. En junio de 1988 el ministro de
Exteriores había afirmado sobre la política internacional de su país que «el
mantenimiento de la paz era la mayor prioridad»67.
Las conservadoras autoridades de la RDA despreciaban en privado estas
formulaciones que consideraban derrotistas, pensando que se trataba más de
una mera estrategia coyuntural. Por ello no hicieron caso de la advertencia
clara que Gorbachov hizo a finales de 1986 a varios líderes comunistas
respecto a que el Ejército soviético no intervendría más para restaurar el
orden en los países hermanos, como había ocurrido en Hungría y
Checoslovaquia en actuaciones pasadas de tan infausto recuerdo. Es más:
desde un primer momento, Gorbachov alentó la puesta en marcha de políticas
reformistas en el interior de los Estados socialistas para ganar la confianza de
una población cada vez más alejada de los partidos comunistas.
Un hecho importante, aunque alejado geográficamente de Alemania,
demostró que la vía por la que transcurría la política exterior del Kremlin
pretendía ser muy distinta de la seguida hasta entonces. Gorbachov afrontó
con realismo uno de los conflictos-tipo más enquistados de la Guerra Fría:
Afganistán. El 14 de abril de 1988 alcanzó un acuerdo con representantes de
este país, de Pakistán y de Estados Unidos según el cual el Gobierno de la
URSS aceptaba el repliegue paulatino de su ejército en aquel territorio hasta
su retirada total en febrero de 1989. Además de anunciar el final de misiones
y ayudas tanto materiales como humanas en otros países de América, Asia y
África, la determinación de acabar con la guerra en Afganistán reflejaba de
forma meridiana el giro operado en la política internacional.
La actitud de Estados Unidos y sus aliados pasó del recelo y la
desconfianza a un entendimiento franco con Gorbachov. Su apuesta por
rebajar tensiones en los focos de conflicto del escenario mundial y su
disposición a aceptar los cambios reformistas que comenzaban a intuirse en
Polonia y Hungría fueron muy bien recibidos en las cancillerías occidentales.
También se entendió su llamamiento a una «Casa Común Europea» como
una mano tendida a la colaboración más estrecha en todos los ámbitos entre
la URSS, los países del Este y las Comunidades dentro de la atmósfera de
diálogo entre bloques. De ella habló el dirigente soviético en un discurso
pronunciado el 7 de abril de 1989 en Londres y también, como veremos, en
julio ante el Consejo de Europa68; la cooperación entre países y bloques
económicos y geoestratégicos enfrentados durante décadas contribuiría a
despejar el camino de los obstáculos y avanzar por la senda del
multilateralismo.
Aunque, como acabamos de señalar, un punto innegable para el presidente
norteamericano Ronald Reagan fue la Iniciativa de Defensa Estratégica, que
inclinaba la balanza militar hacia Washington, los encuentros entre Reagan y
Gorbachov a finales de 1987 y al año siguiente sirvieron para escenificar el
nuevo periodo de mejora de relaciones. En el celebrado el 8 de diciembre de
1987 en la capital de Estados Unidos firmaron el Tratado sobre Eliminación
de Misiles de Corto y Medio Alcance, en vigor a partir del 1 de junio
siguiente, que sirvió para destruir casi 2.700 euromisiles hasta junio de 1991.
Fue un ejemplo palmario de cómo el símbolo del equilibrio del terror en
Europa —los misiles SS-20 soviéticos y los Pershing y Cruise
norteamericanos— abandonaba paulatinamente el Viejo Continente.
En un discurso ante la Asamblea General de la ONU pronunciado el 17 de
diciembre de 1988, el mandatario dio otro de los golpes de efecto a los que
era tan aficionado. Esperando una respuesta favorable del recientemente
elegido presidente George Bush, Gorbachov anunció la retirada unilateral de
Europa centro-oriental de cincuenta mil efectivos. De acuerdo con sus aliados
del Pacto de Varsovia, el líder de la URSS había decidido evacuar hasta 1991
seis divisiones de la RDA, Checoslovaquia y Hungría. Con acciones como
esta pretendía favorecer la desmilitarización en las relaciones entre bloques y
desarrollar una «economía de desarme» a la vez que insistía, como en otras
ocasiones, en que «la fuerza y la amenaza de la fuerza no pueden seguir
existiendo, y no deberían ser instrumentos de la política exterior. La libertad
de elección es un principio universal que no debería tener excepciones»69.
Con esta llamada a la libertad de elección y la retirada de tropas,
Gorbachov reiteraba su voluntad de entendimiento con Estados Unidos
además de confirmar ante los representantes de los países sovietizados en
Europa su apoyo a las políticas de reforma interna sin la presión que
tradicionalmente el Kremlin ejercía sobre ellos. De igual forma, el 6 de julio
de 1989 pronunció un importante discurso en la Asamblea Parlamentaria del
Consejo de Europa, en donde se ofreció para impulsar la Casa Común
Europea, un espacio de respeto de los derechos humanos donde se alcanzase
una colaboración franca e intensa en los campos económico, científico,
técnico y cultural. Además, Gorbachov propuso una nueva reducción
unilateral de misiles nucleares de corto alcance. En el discurso refrendó las
declaraciones realizadas el mes anterior durante su visita a la RFA, que tanta
incidencia habían tenido no solo en el Gobierno de Bonn, sino también en los
grupos de oposición de la República Democrática: aceptaría sin vacilaciones
las decisiones asumidas democráticamente por los Gobiernos de los países de
su área de influencia y, de hecho, volvió a dejar clara su intención de no
intervenir en los procesos democratizadores iniciados en Polonia y Hungría.
En Estados Unidos, la llegada de George Bush a la presidencia
norteamericana en enero de 1989 había supuesto un periodo de cautela y
reflexión sobre las verdaderas intenciones de Gorbachov. Como acabamos de
ver, los últimos años de Reagan habían traído un cambio sustancial respecto a
su relación con el mandatario soviético, a quien había terminado por
considerar una persona digna de confianza, con auténtica voluntad de
transformar la realidad soviética, amigo de la paz y del entendimiento entre
las superpotencias. Mucho menos optimistas sobre las verdaderas intenciones
de los soviéticos eran los más estrechos colaboradores de Bush en asuntos
internacionales: el secretario de Estado, James Baker; el consejero de
Seguridad Nacional, Brent Scowcroft, y Dick Cheney, secretario de Defensa.
En su opinión, convenía analizar con cuidado los pasos que habían dado tanto
el Kremlin como la Administración anterior para sacar conclusiones
pertinentes a la hora de afrontar las relaciones con la URSS.
En un principio, la sospecha se enseñoreó del Despacho Oval, convencidos
los nuevos inquilinos de que, hasta que se tuvieran pruebas más fehacientes,
la estrategia seguida por Moscú iba encaminada a preservar y aumentar su
fuerza y capacidad de presión en un clima de Guerra Fría no atenuado. Unas
semanas después de tomar posesión, el nuevo presidente era taxativo en sus
comentarios sobre lo que se podía esperar en un futuro inmediato. Ante
François Mitterrand afirmó que «en una época de cambios extraordinarios
tenemos la obligación de atemperar el optimismo —y yo soy optimista— con
la prudencia, porque es claro que el Nuevo Pensamiento soviético todavía no
ha superado al antiguo»70.
El discurso anticomunista estuvo muy presente —e incluso se reforzó— al
iniciarse la presidencia de Bush. En su primera visita a Europa, a finales de
mayo, definió Berlín como el paradigma de la división entre bloques: «El
Muro aparece como un monumento al fracaso del comunismo. ¡Debe
derribarse!»71. Bush no pensaba, como Reagan, que el progresivo
desmantelamiento del armamento nuclear sirviera para afianzar la paz y dar
mayor estabilidad al mundo; es más: podía ser una nueva estratagema de los
soviéticos para encubrir su debilidad dándose un tiempo hasta que la
recuperación de la economía les permitiese un nuevo salto adelante. Así pues,
el presidente norteamericano criticó con vehemencia la idea de Gorbachov de
una Casa Común Europea en favor de una Europa donde se respetaran los
derechos humanos y se garantizaran las libertades: mientras no se
consiguieran estos mínimos la Casa Común era mera retórica vacía de
contenido. Tampoco dudó en reconocer con rotundidad los grandes servicios
prestados por la OTAN ni en asumir la exigencia de su continuidad para el
afianzamiento y expansión del mundo libre, tal como declaró en aquel mismo
viaje en mayo de 1989 durante el acto conmemorativo del cuadragésimo
aniversario de la fundación de la Alianza.
Poco tardó la ofensiva dialéctica desplegada por Bush en imponer sus
criterios a la diplomacia soviética: en septiembre de 1989 Eduard
Shevardnadze aceptaba reabrir el diálogo sobre el armamento nuclear sin que
Estados Unidos suspendiera la Iniciativa de Defensa Estratégica72. Sin
embargo, la firmeza de Gorbachov frente a quienes, dentro y fuera de su país,
lo empujaban a aceptar una intervención armada en Rumanía y en la
República Democrática Alemana, rompiendo así con sus promesas de no
injerencia mientras, al otro lado del mundo comunista, la represión en
Tiananmen ofrecía la cara más siniestra del Régimen chino, hizo variar la
percepción del presidente norteamericano respecto a la sinceridad del
mandatario soviético. La cumbre de Malta entre las dos superpotencias, una
vez derribado el Muro, mostraría la capacidad negociadora de ambos.
Era evidente que el entusiasmo generalizado existente en las cancillerías
occidentales y entre los sectores reformistas de los partidos comunistas en la
Europa del Este ante la política de distensión protagonizada por Gorbachov
se transformaría en crítica callada y en ausencia de reformas en las capitales
que, como Berlín Este, albergaban un Gobierno refractario a la palabra
«cambio». Las profundas discrepancias quedaron de manifiesto
inmediatamente después, en la reunión del Comité Político Consultivo del
Pacto de Varsovia, los días 7 y 8 de julio de aquel año de 1989. La sede del
encuentro fue Bucarest y su anfitrión, Nicolae Ceaucescu, pretendía
introducir un debate entre los mandatarios para fortalecer las posiciones más
ortodoxas frente a Moscú. Por supuesto, se trataría de conversaciones
informales, fuera de agenda, pero para dejar claro que Gorbachov no contaba
con la anuencia en bloque de sus aliados. Los dos documentos aprobados
finalmente — y no sin discusiones— reiteraban, en la línea definida por el
Kremlin, la necesidad de dar prioridad al desarme hasta alcanzar la
desaparición de las grandes alianzas defensivas. De igual modo, los textos
hacían mención de la defensa de los derechos humanos y la autonomía de
cada país a la hora de definir sus políticas, sin injerencias externas. Durante la
cumbre enfermó Erich Honecker; hubo de ser sustituido por el jefe de
Gobierno Willi Stoph73.
Gorbachov estaba convencido de que, al flexibilizar las relaciones con los
Estados socialistas europeos, estos optarían por políticas transformadoras,
pero siempre dentro del modelo socialista. Estos países contribuirían a
fortalecer su idea de la Casa Común Europea e, incluso, su aproximación a
Occidente tendría repercusiones positivas en el ámbito económico y
comercial. Lo que no imaginaba Gorbachov era la rápida deriva hacia la
desintegración del socialismo realmente existente, cuyas consecuencias
pronto llegarían al corazón del sistema: a la Unión Soviética.
El fin de la doctrina de soberanía limitada sacudió las capitales centro-
orientales; los dirigentes más ortodoxos carecerían a partir de entonces de la
salvaguarda de Moscú para mantener el orden. El Kremlin no intervendría
militarmente en sus territorios y dejaba a su suerte a todos aquellos incapaces
de subirse al tren de los cambios inducidos por la historia. Entre ellos, sin
duda, figuraban las principales autoridades del Partido-Estado germano-
oriental.
Ante el guante lanzado por Gorbachov respecto al desmantelamiento
progresivo del Pacto de Varsovia, la OTAN mostró sus cautelas y en
diciembre de 1989, poco después de la caída del Muro, tras una reunión del
Consejo Atlántico de la Alianza celebrada los días 14 y 15 en Bruselas para
valorar el encuentro entre Gorbachov y Bush los días 2 y 3 de ese mismo
mes, emitió un comunicado clarificador: mantendría su función como garante
de la paz, la seguridad y la cooperación en la nueva Europa que se avecinaba,
refutando así las voces que auguraban su disolución a tenor de los
acontecimientos de los meses previos74. Quedaba demostrado que la OTAN
no tenía intención de desaparecer y que el Pacto de Varsovia carecía de
fuerza suficiente como para presionarla.

El gran momento de la oposición en la RDA

El crecimiento de los grupos de oposición en los años ochenta transcurrió


paralelo a las consecuencias provocadas por la incapacidad del Gobierno de
mejorar los niveles de vida de la población. El agravamiento de la crisis
económica dejaba en papel mojado las constantes promesas del Régimen de
mejorar las condiciones sociales, frustrando las expectativas de cientos de
miles de ciudadanos para quienes la educación en los valores del socialismo
ya no proporcionaba consuelo. Las tentativas de huida eran cada vez más
frecuentes y, aunque ocultadas por los servicios de propaganda, incidían en la
pérdida de legitimidad de un sistema incapaz de extender los espacios de
libertad en una Europa del Este que comenzaba a convulsionarse después de
la llegada de Gorbachov. A pesar de que la temida Stasi podía llegar a
cualquier resquicio de disidencia, el atisbo de cambios reales en la jerarquía
de otros Estados comunistas alentó a algunos grupos a dar un paso adelante y
presentar su alternativa reformista ante las autoridades. Al igual que ocurrió
en otros países de la zona, la Iglesia desempeñó un papel importante como
aglutinadora de foros de debate y respuesta a la inacción del Gobierno,
obcecado en mantener el poder por la vía coercitiva. La ortodoxia de
Honecker y sus allegados políticos chocaba frontalmente con las ideas
renovadoras de Gorbachov, cuya buena acogida entre la disidencia germano-
oriental inquietaba al Régimen.
Como hemos señalado anteriormente, bajo el paraguas protector de la
Federación de Iglesias Evangélicas nació en 1985 la Iniciativa para la Paz y
los Derechos Humanos con el fin de denunciar el falso pacifismo propugnado
por las autoridades del país cuando, en realidad, la militarización de la
sociedad era un hecho constatable. El pacifismo estaba unido a una defensa
del medioambiente ante las tropelías cometidas desde hacía décadas por los
responsables económicos del proceso industrializador de la RDA. De igual
forma, el grupo criticaba con energía a la OTAN, la nuclearización de Europa
y las flagrantes injusticias derivadas de la extensión del capitalismo global.
Entre sus componentes figuraban Bärber Bohley, una pintora que había sido
apartada de la Federación de Artistas por sus opiniones políticas.
Expulsada del país en 1988, Bohley regresó meses después, en septiembre
de 1989, para fundar el Nuevo Foro, una de las fuerzas de oposición más
relevantes en el final del Régimen del SED. En él también destacó Ulrike
Poppe, que ya había sido detenida en 1983: destacada defensora de los
derechos de las mujeres y pacifista convencida, desempeñaría junto a Bohley
un papel importante en la organización de la disidencia en aquellos últimos
momentos. En un texto del 28 de octubre, un mes después de su fundación,
Nuevo Foro exponía con claridad una ajustada síntesis de lo que demandaba
el movimiento cívico: libertad en un sentido amplio (de manifestación,
residencia, prensa, opinión, etc.) y una República Democrática
profundamente reformada en sus estructuras institucionales, sin policía
secreta y con relaciones amistosas con la República Federal75. En esta
declaración programática afirmaba su empeño en abrir un amplio debate entre
todos los actores de la vida pública germano-oriental y los ciudadanos para
buscar soluciones conjuntas a la profunda crisis que se estaba viviendo. No
pretendía instaurar una democracia liberal capitalista ni, mucho menos,
acabar con las instituciones del Estado pero, paradójicamente, la firme
voluntad de reformas dentro de la legalidad socialista constituía una amenaza
mayor para la nomenklatura y la vieja guardia del SED al poner en evidencia
sus fracasos y limitaciones con mayor elocuencia, incluso, que las algaradas
promovidas por los grupos más radicales. Nacido tardíamente como
movimiento social de oposición, el Nuevo Foro pronto crecería con fuerza a
pesar de ser calificado por las autoridades como contrario a los intereses de la
RDA.
Al igual que Nuevo Foro, Iniciativa no aspiraba a acabar con la República
Democrática, sino a regenerar sus estructuras, a eliminar la corrupción
extendida y la cooptación entre la elite comunista y a extender y fortalecer los
derechos del individuo. Por tanto, en aquellos años ochenta previos a la caída
del Muro los intelectuales que formaban parte de la disidencia no pretendían
sustituir el Régimen por un sistema capitalista como el de la República
Federal. El socialismo era viable a través de fórmulas democráticas, ajenas al
ominoso control de una policía secreta cuya misión era vigilar la vida de los
ciudadanos para castigarlos en caso de discrepancia con el poder.
Como decíamos antes, la inquietud por la situación medioambiental, tan
generalizada en la época, motivó el surgimiento de foros para abordar esta
cuestión de manera global, pero con incidencia especial en el propio país. En
1986, un grupo de personas que habitualmente se reunían en la iglesia Sion
de Berlín Este había fundado la Biblioteca del Medio Ambiente con un
objetivo meridiano: concienciar a la sociedad sobre un problema silenciado
por las autoridades y, para ello, realizar y difundir informes científicos,
cursos de iniciación, conferencias, etc. Según los responsables del SED,
indiferentes al daño ecológico, este tipo de actividad ponía en entredicho el
desarrollo económico basado en la planificación, por lo que su reacción fue
contundente: a finales de noviembre de 1987 la sede de la Biblioteca fue
clausurada y sus principales mentores, detenidos.
Sin embargo —y este hecho es importante para comprender los límites del
aparato represivo del Estado en aquellas fechas—, como las actividades de la
Biblioteca habían sido muy difundidas por los medios occidentales, el
impacto del asalto de la Stasi a la sede generó una ola de protestas en la
propia RDA y en toda Europa cuya consecuencia fueron la puesta en libertad,
pocos días después, de los responsables de la organización y la tolerancia que
a partir de entonces mostró el Estado para con ella.
La mera existencia de este tipo de iniciativas que, aun cuando estuvieran
perseguidas, no acababan directamente con sus promotores condenados en la
cárcel por un largo periodo de tiempo, ni, en el mejor de los casos, obligados
a exiliarse, reflejaba la imposibilidad de eliminarlas de raíz. El Régimen del
SED se veía mucho más afectado por los cambios en el contexto europeo y
soviético de lo que hubieran deseado sus líderes. La cerrazón a cualquier
reforma servía de acicate a la oposición para avanzar paulatinamente
afirmando unos principios liberalizadores cada vez más extendidos en países
de la órbita soviética, tales como Polonia y Hungría. Así, a finales de 1989 el
pastor Markus Meckel, junto con otros disidentes, firmó una declaración a
favor de crear un nuevo Partido Socialdemócrata de la RDA, sin obediencia a
su homólogo de la RFA. En octubre fundó, junto con otro pastor, Martin
Gutzeit, un SPD renovado en cuyo programa aparecía el compromiso con la
democratización de las instituciones, la defensa del medioambiente con la
inmediata puesta en práctica de medidas drásticas y el avance hacia una
economía social de mercado basada en el respeto a las libertades políticas y
sindicales76.
El ya citado Nuevo Foro se convirtió en la organización más destacada a la
hora de canalizar el descontento social en las postrimerías del Régimen del
SED. Además de Bohley y el abogado Rolf Henrich, participaron en su
fundación el reputado físico Sebastian Plugbeil y el pastor Hans-Jochen
Tschiche. El objetivo trazado por sus figuras más destacadas era hacer un
llamamiento a la sociedad germano-oriental a recibir propuestas sobre la
situación del país y debatir libremente sobre ellas para fundar sobre ese foro
de debate una fuerza política con influencia suficiente como para transformar
las estructuras políticas y económicas, preservando la existencia de la RDA.
Los ciudadanos no podían sustraerse al reto que el país tenía por delante y
que era, ni más ni menos, el de la supervivencia como Estado. La relevancia
de sus líderes y la sinceridad reformista de los presupuestos empujaron a las
autoridades a negar su registro como asociación, lo cual animó aún más a
miles de alemanes del Este a firmar en su apoyo.
Después de un estudio profundo, el historiador Harmut Zwahr agrupa en
cuatro categorías las reivindicaciones más sustanciales de los movimientos
opositores entre 1989 y 1990. La primera de ellas era la democratización en
un sentido amplio, y de ella derivaban las restantes: el reconocimiento y
defensa de los derechos fundamentales; el relevo en la cúpula del poder,
expresado en la salida de Honecker y su camarilla, y el fin del aparato
represivo del Estado ejemplificado en la Stasi77. Verdaderamente, aun cuando
una parte muy importante de los movimientos cívicos creía en la viabilidad
de la República Democrática Alemana, este programa, más que renovación
del Régimen, implicaba su sustitución.
En resumen, durante el otoño de 1989 la sociedad germano-oriental había
salido de un letargo obligado por el férreo control ejercido por el aparato
represivo del Estado. Auspiciado fundamentalmente por intelectuales y
sectores representativos de la Iglesia evangélica, la voluntad reformista había
calado entre la población, que comenzaba a llenar plazas y calles en
manifestaciones pacíficas con el fin de presionar al Régimen para que
acometiera transformaciones reales en la estructura de poder. Todavía en
aquellas fechas el movimiento cívico, seguidor de las tesis de sus promotores,
pensaba en la posibilidad real de regenerar el Estado política y
económicamente. La oposición aspiraba a cambiar el Régimen, pero
conservándolo. Ninguna de las organizaciones citadas aludía a una
reunificación con el territorio de la RFA. Sus postulados, aunque en exceso
vagos, eran claramente democráticos: defensa de los derechos y libertades,
división de poderes, desaparición de la policía política, igualdad ante la ley,
políticas medioambientales, etc. En definitiva, los cambios eran de tal
envergadura que pronto la mayor parte de la población se inclinaría por vivir
ese modelo sociopolítico dentro de un Estado en el que ya era una realidad: la
República Federal.
El elemento sorpresa en los acontecimientos desencadenados en 1989
constituye ya un tópico en los estudios especializados pero, realmente,
existió. Ni los principales analistas ni los propios actores implicados
pensaban que un proceso tan rápido de descomposición del bloque soviético
en Europa del Este pudiera producirse así78.
Cae el Telón de Acero

Las transformaciones de carácter renovador en Hungría fueron


determinantes para comprender la caída del Muro. El 27 de junio de 1989
Alois Mock y Gyula Horn, respectivos ministros de Exteriores de Austria y
Hungría, se reunieron en un acto de confraternización entre sus países que
tendría importantes consecuencias para el futuro. Habían acudido a la
localidad fronteriza de Sopron para cortar un trozo de la alambrada de púas
que separaba los dos Estados y también los dos bloques enfrentados durante
la Guerra Fría. Sucesos como este, y tantos que se desatarían en la Europa del
Este a lo largo de 1989, habían podido ocurrir gracias a la política de
Gorbachov; sin embargo, no debemos olvidar la relevancia que en distintos
momentos tuvieron los grupos de oposición dentro de los regímenes
comunistas: «Gorbachov no dio la libertad a los europeos del Este en 1989.
Se la tomaron»79.
El Telón de Acero iniciaba su apertura ante una multitud de periodistas y
de cámaras de televisión cuyas transmisiones en directo circularon con
rapidez por todo el mundo. Miles de alemanes orientales aprovecharon el
inicio de las vacaciones estivales para atravesar Hungría intentando pasar a
Austria o, directamente, solicitar asilo en la Embajada de la República
Federal en suelo magiar. La huida masiva generó problemas con los que no
había contado el Gobierno reformista de Miklós Németh, el cual,
acompañado de Horn, se reunió en secreto con Kohl y Genscher el 25 de
agosto para asegurarles que no habría ningún tipo de represión sobre la
población huida, además de abrir plenamente la frontera para los alemanes
del Este, como así hizo a comienzos de septiembre80.
El Gobierno del SED reaccionó interrumpiendo el tránsito a Hungría, pero
el flujo de emigrantes era ya imparable ante las perspectivas abiertas: las
Embajadas de la RFA en Varsovia y Praga comenzaban a colapsarse por las
peticiones de asilo. Atrás quedaban las normas de tránsito introducidas en la
legislación germano-oriental en noviembre de 1988 —con efecto a partir del
1 de enero del año siguiente— y que habían contemplado una posibilidad de
viajar hacia el Oeste. A finales de septiembre, unas 161.000 personas habían
solicitado visado, tan solo 32.000 menos que en todo el periodo 1972-198881.
Las estimaciones más ajustadas calculan en 616.000 los ciudadanos de
Alemania oriental que salieron del país entre 1961 y 1988; de todos ellos tan
solo 380.000 lo hicieron con permiso oficial82.
Ahora, en el verano de 1989, la televisión ofrecía reportajes sobre los
recién llegados a territorio de la RFA, acogidos por familiares y conocidos o
alojados a costa de las instituciones federales y regionales83. Desde
confortables apartamentos respondían, sonriendo francamente, a las
preguntas de los periodistas sobre su vida al otro lado del Muro. La presión
directa que este tipo de mensajes ejercía sobre los movimientos cívicos en la
RDA para que mantuvieran e intensificaran las protestas, así como sobre un
Politburó en descomposición, era letal para el Régimen del SED.
Mientras Erich Honecker repetía hasta la saciedad que el Muro duraría cien
años, el 13 de agosto de 1989 la Embajada de la RFA en la capital húngara
había cerrado las puertas, colapsada por la avalancha de alemanes orientales
que solicitaban asilo. En los últimos días de septiembre más de cuatro mil
ciudadanos acampaban en los jardines de la Embajada de Bonn en Praga. Las
televisiones de todo el mundo mostraban las colas de utilitarios Trabant y
Wartburg circulando por las carreteras y las calles de Checoslovaquia y
Hungría a la búsqueda de un medio para pasar a la República Federal. De
hecho, el 11 de septiembre el Gobierno húngaro decidió abrir la frontera con
Austria, lo cual permitía a los ciudadanos de la RDA utilizarla en cualquier
momento. Se calcula que en los tres días siguientes la cruzaron más de quince
mil personas. Las autoridades de Berlín Este reaccionaron airadamente y
procedieron al cierre fronterizo con Hungría.
Sin embargo, como decíamos, eran ya miles los que estaban dispuestos a
pedir refugio en las Embajadas de la RFA en Varsovia y Praga. La
incomodidad, el peligro de contraer enfermedades, la absoluta inseguridad
ante el futuro no los arredraba a la hora de mantenerse firmes y negarse a
retornar al «Estado socialista de los obreros y campesinos». El último día de
septiembre, un enardecido Hans-Dietrich Genscher, el sempiterno ministro de
Exteriores de la República Federal, apareció en el balcón de su embajada en
Praga, el hermoso Palacio Lobkowitz, para saludar a los miles de huidos que
esperaban una respuesta positiva en los jardines y darles así la bienvenida a la
RFA después de haber llegado a un acuerdo con Berlín Este.
Dentro de la RDA, las críticas que se hacían de forma privada, en los
círculos familiares o a través de la disidencia, pasaron a canalizarse mediante
los grupos de oposición. Las penosas condiciones socioeconómicas, los
desastres ecológicos, la corrupción dentro del aparato del Partido, las
arbitrariedades y brutalidad de la Stasi y tantas otras cuestiones de las que,
voluntariamente, había prescindido de hablar la población saltaban ahora a la
palestra sin posibilidad real de ser censuradas o controladas por el poder. Era
imposible crear un cerco capaz de encerrar a miles de ciudadanos que habían
dado un paso al frente, un paso irreversible. Las diferentes organizaciones
surgidas al calor del declive del Régimen, las citadas Democracia Ahora,
Nuevo Foro, etc. multiplicaban sus acciones de protesta a la vez que
articulaban con más rigor las demandas de reforma84.
La gravedad de la situación no escapaba a nadie y el regreso de Honecker a
sus actividades cotidianas después de una operación de vesícula rompió el
estancamiento en el que había Estado sumido el Politburó, incapaz de tomar
una decisión enérgica: a finales de septiembre el líder germano-oriental le
informó del acuerdo alcanzado con las autoridades checoslovacas y húngaras
para permitir la salida de los refugiados desde el territorio de la RDA85. Ante
la imposibilidad de controlar el éxodo masivo de la población, con el
consiguiente golpe a la credibilidad tanto interna como externa del Gobierno
e, incluso, a la viabilidad del Estado, Honecker y los suyos reaccionaban
tratando de sobreponerse al impacto de la huida de miles de personas que
denigraban su actitud. Los medios de comunicación oficiales no escatimaron
descalificaciones mientras el pacto con las autoridades de Praga y Budapest
contemplaba la salida de los refugiados en trenes sellados y habiendo perdido
sus derechos de ciudadanía. El desprecio y la afrenta, sin embargo, obraron
en contra de los intereses del Politburó: los trenes que partieron de Praga el
día 8 de octubre y atravesaron el territorio de la RDA fueron aclamados a lo
largo de su recorrido por muchos de sus conciudadanos, e incluso hubo
enfrentamientos con la policía.
Para Bush y su equipo de colaboradores más próximos la apertura de la
frontera entre Hungría y Austria, el surgimiento de Gobiernos no comunistas
en Budapest y Varsovia, así como la actitud comprensiva de Gorbachov ante
estos —y otros— hechos fueron causa de sorpresa y exigían reaccionar con
cautela aun cuando, en el fondo, constituían victorias de la causa liberal por
la que desde el final de la Segunda Guerra Mundial habían luchado sus
predecesores en el cargo. Sin embargo, de todos ellos, como acertaría a decir
en enero de 1990 William Webster, el director de la Agencia Central de
Inteligencia, la «cuestión principal es el futuro de Alemania»86.
Probablemente, algo muy similar pensaba entonces Gorbachov; teniendo en
cuenta la tradicional hostilidad entre Alemania y Rusia —puesta de
manifiesto en tantos y tan cruentos conflictos armados—, para la seguridad
de la URSS el control sobre la capacidad militar germana se convirtió en un
tema prioritario en el Kremlin.
Durante las semanas posteriores tanto Shevardnadze como Gorbachov
aludieron a la memoria histórica para reivindicar un futuro en el que se
garantizara la seguridad del espacio soviético. La respuesta del presidente
norteamericano y de su secretario de Estado también fue unívoca. Estados
Unidos y sus aliados confirmaban la férrea voluntad de apostar por la paz, y
no mediante fórmulas vagas o meramente retóricas, sino recogiendo las
principales preocupaciones soviéticas al respecto para darles una salida
apropiada: integridad de la frontera germano-polaca, potenciación de las
relaciones comerciales germano-soviéticas, limitación de las fuerzas de la
OTAN en Europa, etcétera.
La situación era tan grave que peligraban hasta las estructuras más sólidas
del poder personal. Parece que el golpe definitivo a Honecker llevaba tiempo
fraguándose, pero fue durante la visita de Gorbachov a Berlín con motivo del
cuadragésimo aniversario del nacimiento de la RDA cuando comenzó a
materializarse. Honecker había sido reacio a considerar ninguno de los
consejos del líder soviético respecto a la necesidad de modificar el
funcionamiento del sistema político y económico en la línea de las reformas
que él mismo y otros mandatarios de Europa oriental estaban practicando.
Las relaciones entre Gorbachov y Honecker fueron difíciles desde el
principio. Los separaban la edad y, con ella, la forma de entender un mundo
que había cambiado ostensiblemente desde que el alemán llegara al poder.
Por el contrario, después de un breve periodo de recelos, el canciller Kohl
congenió con el líder soviético, con quien mantendría una gran cordialidad en
el trato y un entendimiento franco, a pesar de la tensión existente a lo largo
del proceso de unificación. Sin duda, la visita a la URSS realizada por Kohl
un año antes, entre el 24 y el 27 de octubre de 1988, durante la cual tuvo la
oportunidad de conversar largo y tendido con Gorbachov, resultó muy exitosa
de cara al futuro: en febrero del año siguiente se estableció una línea
telefónica directa entre los dos mandatarios. Igualmente amistoso fue el
carácter del viaje de Gorbachov a la República Federal en junio, que, además
de incluir la firma de diversos acuerdos de cooperación bilateral, concluyó
con una extensa declaración escrita en donde los dirigentes ponían de
manifiesto la coincidencia de su parecer en cuestiones candentes como el
desarme en Europa y el derecho de los pueblos a decidir su futuro según los
principios del derecho internacional. Este último punto presentaba una
trascendencia especial, ya que parecía justificar los procesos de cambio que
estaban originándose en algunos países del Este tales como Polonia y
Hungría.
Dicho acercamiento incomodó profundamente a la elite comunista de la
RDA, sobre todo a Honecker, que se veía desplazado de su posición de
privilegio como interlocutor en el Kremlin. En cambio, para Gorbachov,
recibido con entusiasmo por la población de Alemania occidental, el
fortalecimiento de los lazos de todo tipo con la República Federal constituía
un pilar en su idea de desarrollar la Casa Común europea.
El 7 de octubre era la gran fecha señalada en el calendario de Honecker
para retomar el pulso y la dirección de un país que parecía írsele de las
manos. La magna ocasión contaba con la presencia de los veteranos líderes
de los Estados socialistas europeos y de otros líderes comunistas mundiales
(la representación española corrió a cargo de Simón Sánchez Montero). No
obstante, la figura más importante era Gorbachov, a quien Honecker esperó a
pie de pista en el aeropuerto de Schönefeld. No pasó desapercibida la frialdad
del saludo del líder soviético, profundamente disgustado por la falta de
ímpetu reformista del SED. La mala sintonía entre ambos quedó también de
manifiesto a lo largo de la jornada. Después de colocar una corona de flores
en el monumento a las víctimas del fascismo y del militarismo, Gorbachov
rompió ostensiblemente el protocolo para acercarse a los periodistas y luego
saludar a los miles de alemanes que coreaban su nombre a lo largo de la
avenida Unter den Linden. A los informadores presentes les había dicho:
«Cada país debe decidir por sí mismo lo que es necesario para su tierra […].
Deben aprender de la vida. El auténtico peligro llega cuando uno no aprende
de las experiencias de la vida. Aquellos que sacan sus impulsos de la vida y
la sociedad no deben tener miedo. La historia castiga a quienes llegan
tarde»87. El párrafo entero, en particular la última frase, era un aviso para
navegantes: la historia pasaría por encima de la RDA si sus dirigentes eran
incapaces de acomodarse a los nuevos aires que insuflaba aquella.
El día 8 por la mañana estaba prevista la celebración de un desfile militar
entre medidas de seguridad reforzadas que incluían, en la práctica, el cierre
de los pasos fronterizos de la capital. Una vez finalizado, el día prosiguió
tenso por la convocatoria de manifestaciones que, burlando las restricciones
extremas, flotaban en el ambiente como una amenaza para el éxito de la
conmemoración. De hecho, mientras los invitados de honor cenaban con la
elite política de la RDA en el Palacio de la República, unos cientos de
opositores lanzaban consignas a favor de Gorbachov pidiendo reformas
inmediatas. Los enfrentamientos en distintos puntos de la ciudad y las
numerosas detenciones —en torno a setecientas— mostraron a lo largo de la
noche la cara más negra del Régimen comunista: la flagrante negativa a abrir
un diálogo social por parte de los más recalcitrantes defensores de las
estructuras del Partido-Estado. El malestar entre muchos miembros del
Politburó por la forma de proceder de Honecker era un hecho constatado. En
la cena de gala Egon Krenz, que llevaba la voz cantante, habló con los
dirigentes del Partido más favorables a la renovación, con Schabowski y,
sobre todo, con el hombre fuerte de la Stasi y leal colaborador de Moscú,
Erich Mielke, con quien no quedaba más remedio que contar.
Las manifestaciones en Leipzig todos los lunes se habían convertido en una
auténtica pesadilla para las autoridades de la RDA88. Después de los oficios,
los cánticos y eslóganes de los manifestantes daban la impresión de ser los de
siempre —los ya conocidos de «Wir sind das Volk» («Somos el pueblo»),
«Keine Gewalt!» («¡Sin violencia!») y «Wir wollen raus!» («¡Queremos
salir!») —, pero desde algunos sectores se levantaron voces que gritaban
«Wir bleiben hier!» («¡Nos quedamos!»). Pudiera parecer anecdótico y no lo
era. Ante las decenas de miles de compatriotas que habían abandonado
apresuradamente el país a lo largo del verano, una parte de la población
blandía como estandarte la esperanza de permanecer en la RDA para lograr
cambios efectivos, tratando de presionar a las autoridades para que iniciaran
un diálogo constructivo con la oposición, como ya estaba ocurriendo en otras
democracias populares del Este89.
Cada vez más abultadas, las protestas difundidas por los medios de
comunicación extranjeros mostraban una multitud pacífica que reivindicaba
cambios reales en el Régimen. Era gente normal: nada que ver con los
siniestros «agentes del capitalismo» de que se hacía eco el aparato
propagandístico comunista. La dimensión de las manifestaciones hacía
imposible una respuesta drástica por parte de las fuerzas del orden si no se
quería provocar una masacre pero, por otro lado, su existencia —añadida a
los focos de protesta, también pacífica, cada vez más extendidos por todo el
territorio— generaba un enorme malestar en la cúpula del SED.
El lunes 9 de octubre de 1989 fue especial. En medio de las celebraciones
por el cuadragésimo aniversario del nacimiento de la RDA, la demostración
de la fuerza ciudadana opositora en Leipzig suponía una provocación mayor a
los ojos del Régimen. Siguiendo instrucciones de Honecker, Erich Mielke
autorizó a los agentes de la Stasi para que portaran armas en previsión de una
acción directa en contra de los manifestantes. De hecho, según algunas
fuentes, los hospitales de la ciudad recibieron la orden de tener preparadas
camas y reservas de sangre y alertar a los médicos ante la posibilidad de que
se produjesen enfrentamientos graves. Incluso, con el fin de mantener el
control absoluto sobre la información, las autoridades habían obligado a los
periodistas extranjeros a abandonar la ciudad90.
De este modo, la manifestación del 9 de octubre se convirtió en un hito
para el movimiento opositor, como lo fue el cambio de actitud de los
responsables políticos del Estado. Si la marcha del día 7 había sido reprimida
violentamente, el recorrido de la siguiente transcurrió sin enfrentamientos con
la policía. Parecía haber causado impacto entre algunos sectores de la cúpula
del SED el citado discurso pronunciado por Gorbachov ese mismo día, que
incluyó una frase profusamente difundida por los periódicos, la radio y la
televisión: «La historia castiga a quienes llegan tarde». Sin duda, el tenor de
la intervención del mandatario soviético alentó a los miembros reformistas
del Comité Central del Partido a organizar la sucesión de Honecker a pesar de
que dicho órgano arrojaba, en principio, una mayoría favorable a las tesis
continuistas.
En la manifestación del día 9 la prudencia de las fuerzas del orden y del
servicio de seguridad de la marcha resultó esencial para evitar el
enfrentamiento directo. De igual modo, algunas de las personalidades más
conocidas que impulsaban las concentraciones hicieron una meritoria labor
previa para convencer a los dirigentes locales del partido de que se unieran a
una apelación conjunta en contra de la violencia; fue el caso de Kurt Masur,
afamado director de orquesta, y el de Peter Zimmermann, ministro
evangélico. Finalmente, los responsables de la policía, ante la falta de una
orden expresa de intervenir, dejaron transcurrir la manifestación.
Diplomáticos de la Embajada soviética en Berlín atribuyen al oficial soviético
al frente de las tropas del Pacto de Varsovia, a quien estaba subordinado el
mando del Ejército Popular de la RDA, el control de la situación a la hora de
evitar una masacre91.
El pulso con el Estado había resultado exitoso para la oposición. El hecho
de renunciar a una acción armada animó a los manifestantes a continuar con
sus protestas de los lunes, que fueron creciendo en número: 225.000 el 23 de
octubre y 350.000 el día 30, hasta alcanzar la cifra récord de 450.000 el 6 de
noviembre. Con posterioridad, el número bajó en función de las expectativas
reales de cambio en el país, aunque siempre superaron los 120.00092.
Las demostraciones de fuerza de la oposición, siempre pacíficas, crecían
semana a semana. El 4 de noviembre saldría a las calles de Berlín Este cerca
de un millón de personas. La manifestación demostró la fuerza incontenible
de la oposición, como también la capacidad de algunos sectores del SED para
adaptarse al difícil ambiente en que se movían. En esta ocasión, además, la
autorización para expresarse libremente por las calles de la capital contenía
una auténtica bomba de relojería. Los cientos de miles de manifestantes
exteriorizaban su descontento en la ciudad que era la sede del centro de
decisión de más alto nivel del país, al lado del Muro, por lo que algunos
dirigentes se preguntaban qué podría ocurrir si la masa pretendiera cruzar la
frontera. El jefe del SED en Berlín Este, Günter Schabowski, se sumó a los
representantes de los movimientos sociales para llevar a cabo una
intervención en la que reiteraría el afán reformista del Partido. Estoicamente
aguantó los gritos contra él, infundiendo así cierta confianza en el seno de la
organización respecto a la posibilidad de mantener el timón. Ese día también
intervino en la Alexander Platz la escritora Christa Wolf, que con su
discurso93 recogía bien el pensamiento de muchos intelectuales críticos con el
Régimen, pero no el de la mayoría de la población, cuyas expectativas, como
en breve iba a comprobarse, trascendían la mera reforma del sistema, por
profunda que fuera.
En esta línea de actuación y para ganar predicamento, Krenz —que, como
vamos a ver con más detalle, había sustituido a Honecker el 17 de octubre—
dio un paso adelante en su estrategia propagandística y presionó tanto al
Gobierno como al Politburó para lograr que ambos dimitieran, lo cual
sucedería el 7 y 8 de noviembre, respectivamente. La población parecía haber
perdido el miedo, incluso, a la todopoderosa Seguridad del Estado: los
manifestantes se congregaban ante las sedes de la Stasi coreando lemas
ofensivos y pidiendo su disolución. Por su parte, Christa Wolf apareció el día
8 en el programa televisivo Aktuelle Kamera, de máxima audiencia, apelando
a sus conciudadanos a que no abandonaran la RDA:
Es evidente que rigideces de décadas se han agrietado en semanas. Estamos tan solo al
comienzo de cambios fundamentales en nuestro país. Ayudadnos a constituir una
verdadera sociedad democrática que mantenga también la visión de un socialismo
democrático […]. Tened confianza en vosotros mismos y tened confianza en nosotros,
los que queremos permanecer aquí94.

La imposibilidad de reaccionar con violencia: el precedente de


Tiananmen

Por un momento, pues, se temió que la respuesta del Régimen fuera


violenta, como lo había sido la de las autoridades chinas en la plaza de
Tiananmen durante el verano anterior. En efecto, a pesar de la complejidad
del Régimen chino, de sus notables diferencias respecto del comunismo
soviético, la vía reformista iniciada por Gorbachov en la URSS parecía haber
ocasionado una cierta respuesta de naturaleza similar en la República
Popular. Todo indica que la reacción dentro de las estructuras de poder no
tenía tanto que ver con lo que estaba sucediendo en la URSS como con la
propia evolución interna del país, sometido a los dictados de Deng Xiaoping.
En 1987, el hombre fuerte del Régimen había dado paso en la Secretaría
General del Partido Comunista a Zhao Ziyang, cuyas ínfulas reformistas
quedaron manifiestas en la celebración del decimotercer congreso del Partido,
en octubre de aquel año. Los medios de comunicación tardaron poco en
tildarlo de «perestroika a la china», encomiando la apuesta de la vieja guardia
encabezada por Deng para propiciar desde el poder un paso sin traumas hacia
una generación más aperturista. La puesta en marcha de un primer paquete de
medidas trajo como consecuencia, entre otras cosas y en algunos sectores
sociales, una toma de conciencia política más fuerte a favor de ampliar las
reformas en todos los ámbitos de la vida pública: fueron los estudiantes
quienes comenzaron a tener mayor presencia en las calles y en los foros
universitarios.
Durante la primavera de 1989, las protestas fueron subiendo de tono en
algunas ciudades del país mientras aparecían las huelgas, algo inusitado hasta
entonces. El 13 de mayo, pocos días antes de la llegada de Gorbachov a
Pekín, cerca de dos mil estudiantes se declararon en huelga de hambre en el
centro de la plaza de Tiananmen, todo un símbolo y una advertencia al
Régimen para que no frenase las reformas previstas. La presencia del líder
soviético los estimulaba para presionar de forma indirecta a las autoridades,
las cuales, con estupor, veían cómo los medios de comunicación de todo el
mundo informaban con detalle de lo que acontecía en la capital. Convertirse
en el foco de atención por este motivo constituía un reto para el Comité
Central, poco o nada acostumbrado a enfrentarse a situaciones tan
comprometedoras.
Del 15 al 17 de mayo tuvo lugar la visita de Gorbachov, la primera a China
que en treinta años realizaba un secretario general del PCUS. La cordialidad
de los encuentros entre los líderes y la confianza en estrechar relaciones de
todo tipo auguraban un periodo de distensión previsiblemente favorable a las
reivindicaciones estudiantiles a favor de una transformación democrática del
Régimen y de la lucha contra la corrupción. No fue así: el 20 de mayo el
Gobierno decretaba la Ley Marcial y en la madrugada del 4 de junio efectivos
del Ejército Popular de Liberación acabaron a sangre y fuego con la
resistencia de los concentrados en la plaza. Todavía hoy se desconoce el
número exacto de muertos: desde varios centenares hasta dos o tres mil son
las cifras más repetidas entre quienes se han atrevido a establecerlas95.
Las autoridades chinas, con el apoyo explícito de Deng, habían tenido muy
presente la deriva soviética tras la llegada de Gorbachov al poder;
consideraban que la URSS avanzaba sin rumbo, deteriorada económica y
socialmente, perdida su determinante influencia en el exterior y con una
flagrante incapacidad de hacer frente a los movimientos de oposición que la
minaban día a día. Indudablemente, la elite del Partido Comunista no quería
repetir la experiencia soviética en suelo chino y había procedido a atajar de
raíz cualquier conato en este sentido.
A pesar de las críticas vertidas desde los países occidentales y también por
líderes de la emergente oposición en Europa oriental, los discursos a favor de
la defensa de los derechos humanos quedaron pronto relegados por la
irrupción de nuevos conflictos como la invasión de Kuwait y la crisis del
Golfo dos meses después. Sin embargo, las consecuencias de Tiananmen
fueron muy importantes para el desenlace de la cuestión alemana y el fin del
dominio soviético en Europa del Este. La violenta reacción de los comunistas
chinos deslegitimó por completo las maniobras para rehabilitar la idea de que
los sistemas comunistas de aquella parte del Viejo Continente podían
reestructurarse dentro del socialismo realmente existente. A partir de
entonces, los auténticos reformistas en estos países actuaron a favor de la
sustitución de los regímenes impuestos tras la Segunda Guerra Mundial por
democracias representativas, única alternativa para una auténtica modernidad
que comenzaba a mirar hacia el siglo XXI.
Gorbachov se encontró en una encrucijada difícil. Por un lado, la
recuperación de las buenas relaciones con el Partido Comunista Chino,
manifiesta en la visita girada a Pekín pocos días antes, lo empujó a una
ambigüedad respecto a lo sucedido que, si bien sirvió para mantener el
entendimiento con Pekín, le procuró muchas críticas en Europa. Por otro, su
firmeza fue inquebrantable a la hora de descartar una rehabilitación de la
doctrina de soberanía limitada, negando cualquier posibilidad, por mínima
que fuera, de intervenir en los países del Este.
En cambio, algunos de los veteranos dirigentes comunistas sí pensaban en
esa posibilidad: todo hace indicar que Honecker tomó en consideración
actuar de manera expeditiva, como las autoridades chinas, durante las
manifestaciones opositoras de octubre; de hecho, había sido Yao Yilin, en
representación del Partido Comunista Chino, el encargado de viajar a Berlín
para participar en los fastos del cuadragésimo aniversario y agradecer a
Honecker su apoyo durante la resolución de la crisis china del verano
anterior. En efecto, para los jerarcas chinos, muy influidos por los analistas
de su partido, la economía germano-oriental era una de las más avanzadas de
la órbita soviética y no entraba en sus predicciones un colapso como el que
poco después llevaría a la caída del Muro.
Sin embargo, las discrepancias suscitadas dentro del Politburó de la RDA y
el rechazo del Kremlin a dar su apoyo retrajeron a Honecker de dar la orden.
Hasta los más recalcitrantes comunistas de su ámbito íntimo pensaron que un
golpe de estas características a una población que se manifestaba
pacíficamente en Leipzig y Berlín, entre otras ciudades, hubiera acabado en
un baño de sangre incontrolable, con consecuencias devastadoras para el
Régimen del SED.
Perdida tras Tiananmen la legitimidad del poder en el este de Europa, la
disidencia y la oposición democrática ganaron posiciones, extendiendo su
popularidad entre los distintos sectores sociales tanto de estos países como de
los occidentales. Sin duda, la influencia de aquellos trágicos acontecimientos
pudo apreciarse en la práctica ausencia de actos violentos —salvo alguna
excepción como Rumanía— en el inicio de los procesos de transición a la
democracia, cuando todavía eran fuertes las estructuras represivas en aquellos
Estados. Los dirigentes comunistas —es muy explícito el caso de la RDA,
con la caída de Honecker— evitaron por todos los medios repetir el episodio
de Tiananmen: gracias a ello abrieron las puertas a un reemplazo pacífico de
los sistemas comunistas y, en el caso que nos ocupa, facilitaron la unificación
de Alemania.

Cae Honecker

Como venimos insistiendo, en su visita durante la conmemoración del


cuadragésimo aniversario de la RDA Gorbachov había puesto de manifiesto
su firme voluntad de no actuar militarmente en territorio germano-oriental y
que el abandono de la doctrina de soberanía limitada era en la práctica una
realidad. Honecker había olvidado el final de la doctrina Brezhnev decretado
por Gorbachov en el mes de mayo, cuando, dentro del Nuevo Pensamiento en
política exterior, el secretario general del PCUS había dejado claro a los
dirigentes de los países socialistas que las tropas soviéticas no intervendrían
en sus territorios, poniendo así coto a la tradicional política de injerencia que
en algunos casos —Hungría, Checoslovaquia— había derivado en una acción
militar directa. Una declaración de este tipo suponía dejar en manos de los
respectivos Gobiernos la oportunidad de iniciar reformas sin que sobre la
conciencia de los dirigentes pesara una posible respuesta armada del Kremlin.
Por otro lado, el entierro de la doctrina Brezhnev alentaba a las fuerzas
opositoras a albergar esperanzas sobre un escenario de encuentros con los
respectivos Gobiernos comunistas para incentivar las trasformaciones. La
URSS ya no serviría de coartada de los distintos Comités Centrales para
evitar cualquier atisbo de cambio en estos regímenes96.
Mientras tanto, durante los primeros días de octubre las manifestaciones
opositoras en algunas de las principales ciudades de la RDA se hacían cada
vez más multitudinarias, pero ni las presiones ni la situación en la calle
llevaban a Honecker a dimitir. La reunión del Politburó del 17 de octubre iba
a ser crucial al demostrar la fuerza real de la que aún podía disponer el
mandatario comunista entre quienes todavía eran sus subordinados. La sesión
comenzó sobre las diez de la mañana. Honecker la abrió con aparente
tranquilidad, pero antes de iniciarse el orden del día Willi Stoph, presidente
del Consejo de Ministros, pidió la palabra para introducir un punto previo: la
destitución del secretario general y su sustitución por Egon Krenz. Tras la
sorpresa, Honecker no perdió la calma y procedió a entablar el debate sobre
esta cuestión. Cada uno de los miembros del Politburó intervino a lo largo de
una sesión que se prolongó durante más de tres horas para criticar la actitud y
la política seguida en los últimos tiempos; incluso sus más cercanos
colaboradores a lo largo de la década se mostraron implacables. Al final,
Honecker aceptó la situación y tan solo los reconvino recordándoles que su
destitución no serviría para resolver los problemas del país (evidentemente,
no se equivocaba)97. Al día siguiente, el Comité Central ratificó la decisión
por una abrumadora mayoría: 216 votos frente a 16. La razón esgrimida por
el recién depuesto para abandonar su cargo era poco original y se insertaba en
la larga tradición de justificaciones cuando se producían cambios de este tipo
en la cúpula de los partidos comunistas: motivos de salud. También,
conforme a la inveterada costumbre en los países del socialismo real, todos
los miembros del comité aplaudieron calurosamente a un Honecker
visiblemente emocionado.
Su estrella había declinado definitivamente, pero había brillado largo
tiempo, para sorpresa de muchos que le habían conocido: entre ellos, Helmut
Schmidt, que, reflexionando sobre los encuentros que mantuvo con él, se
preguntaba cómo había podido durar tanto un hombre tan mediocre98. En una
conversación transcurrida unos días después de la destitución, el 1 de
noviembre, Mijaíl Gorbachov comentó a Egon Krenz que Honecker se
consideraba «el número uno del socialismo», a lo que Krenz respondió que
había cambiado mucho después de la elección del nuevo secretario general
del PCUS y que había ido perdiendo el sentido de la realidad, aislándose en
su círculo político de allegados de confianza99.
En abril de 1990 el Ejército soviético se haría cargo del exdirigente
comunista ingresándolo en un hospital al sur de Berlín, en donde
permanecería unos meses hasta que en octubre, una vez consumada la
reunificación, fuera trasladado discretamente a Moscú. El agravamiento del
cáncer de hígado que lo aquejaba haría pensar que este iba a ser su último
destino. El Gobierno alemán reprocharía al Kremlin que no hubiera contado
con su aprobación para sacarlo del país. Sin embargo, todavía le quedaba una
particular vivencia en el trecho final de su vida. Con la desaparición de la
URSS y la proclamación de la independencia de la Federación Rusa,
Honecker solicitó asilo diplomático a su amigo Clodomiro Almeida,
embajador de Chile en Moscú, a quien había ayudado a salir de su país tras el
golpe del general Pinochet: la acogida en la sede diplomática devolvió a
Honecker el protagonismo en los medios de comunicación.
Ante esta singular situación, la incomodidad del presidente Boris Yeltsin
fue ostensible, como lo fueron las presiones de Bonn y de Santiago para
solucionarla cuanto antes100. En esas circunstancias, a finales de julio de
1992, el veterano exlíder de la RDA decidió viajar a Berlín y entregarse a las
autoridades. Encarcelado en Moabit, fue juzgado con otros altos dirigentes
del Estado germano-oriental tales como Erich Mielke, ministro de la
Seguridad del Estado, y Heinz Kessler, ministro de Defensa. La acusación de
Honecker tenía como fundamento el haber ordenado disparar contra aquellos
de sus conciudadanos que huyeran del país, incluidas las cerca de doscientas
personas que, a lo largo de veintiocho años, habían sido asesinadas cuando
intentaban franquear el Muro; el último, el joven Chris Gueffroy, en febrero
de 1989.
En noviembre de 1992 comenzó el juicio, pero el agravamiento de su
enfermedad facilitó su puesta en libertad meses después al considerar la
Justicia que, ante el previsible alargamiento de la causa, su estado de salud le
impediría llegar al final. Inmediatamente tomó un vuelo a Santiago de Chile,
donde moriría en compañía de su hija el 29 de mayo de 1994101.
Volviendo al momento en que Honecker fue sustituido, el nuevo secretario
general, Egon Krenz, prometió algunas reformas inmediatas en todos los
campos de la vida pública germano-oriental. Su currículum de miembro
conspicuo de la burocracia comunista a lo largo de toda su trayectoria no
contribuía precisamente a hacer creíbles sus palabras, al menos para una
oposición cada vez más vigorosa.
La sustitución del mandatario había quedado sellada durante la celebración
del cuadragésimo aniversario del nacimiento de la República, una verdadera
paradoja a los ojos de Honecker, que tantos esfuerzos había empleado en la
preparación de los actos. La frialdad de Gorbachov y la reunión mantenida
por Egon Krenz y Valentin Falin —el principal asesor de Gorbachov en
materia internacional— anunciaron la caída de Honecker, producida el 18 de
octubre, día en el que, como hemos visto, se le desposeyó de los cargos de
secretario general del SED, presidente del Consejo de Estado y presidente,
también, del Consejo de Defensa, los mismos cargos que Krenz asumiría seis
días después.
La decisión fue muy criticada por toda la oposición, que conocía la
trayectoria política del nuevo líder. El eslogan coreado por los manifestantes
que salían a la calle en las principales ciudades del país, «con Krenz no hay
primavera», dejaba en evidencia la escasa confianza en la voluntad reformista
del hombre fuerte de la RDA; aunque el 1 de noviembre, como muestra del
cambio de actitud en la cúpula del poder, Krenz anularía la prohibición de
viajar a Checoslovaquia: el día 8 unos 20.000 alemanes del Este atravesaban
la frontera checa hacia Austria, y así continuaría la población abandonando la
que muchos denominaban «República Descontenta Alemana».
A sus cincuenta y dos años, Egon Krenz había logrado el objetivo de
desplazar a Honecker con el apoyo del Politburó. Su juventud —al menos, en
comparación con la mayoría de sus colegas en el máximo órgano de
dirección del Partido— no le garantizaba el reconocimiento como político
reformista, abierto a las urgentes necesidades de cambio, puesto que, al fin y
al cabo, había sido considerado desde hacía tiempo el sucesor más previsible
de Honecker. Además, el comienzo de su mandato generó mayor malestar
aún al acaparar los mismos cargos de su predecesor: jefe del Estado, del
Partido y del Consejo de Defensa.
El nuevo líder germano-oriental tenía una ingente tarea por delante si
quería reconducir la dramática situación. Considerando la precariedad de la
URSS no se podían esperar ayudas económicas de la superpotencia, algo que
había ocurrido en otros momentos: de hecho, así lo confirmó Gorbachov a
Krenz en la visita realizada por este el 1 de noviembre. Al mismo tiempo las
protestas, cada vez más masivas y reivindicativas, no daban respiro a las
autoridades. Durante la última semana de octubre las movilizaciones fueron
un éxito de convocatoria en centros como Leipzig y Berlín, en donde los
ciudadanos pedían abiertamente la dimisión del recién nombrado Krenz.
Precisamente un día antes, el 31 de octubre, el Politburó tuvo conocimiento
de un informe secreto sobre la situación económica de la RDA; había sido
coordinado por Gerhard Schürer, máximo responsable del Comité de
Planificación estatal102. El infausto documento mostraba sin medias tintas un
país en bancarrota, delatando la continua falsificación de cifras y datos
económicos manejados durante décadas. La deuda había crecido
exponencialmente desde los años ochenta, en especial a los países
occidentales, y sobre todo a la RFA; más de la mitad de la infraestructura
industrial y del sistema de transportes estaban obsoletos. Ante un panorama
tan desolador, la propuesta del equipo del Comité de Planificación era,
cuando menos, inquietante: utilizar la frontera con la RFA en general y el
Muro en particular como moneda de cambio para obtener mayores recursos
de su vecina: «Para que la República Federal sea consciente de las serias
intenciones de la RDA, declaramos que […] pueden crearse unas condiciones
tales, incluso en este siglo, que harían superflua la frontera existente entre los
dos Estados alemanes»103.
El día 4 tuvo lugar en Berlín Este una imponente manifestación;
transmitida en directo por la televisión estatal; logró concitar a cerca de un
millón de personas venidas de todo el país. Críticos con el sistema y con
Krenz, los participantes, sin embargo, defendieron su derecho a permanecer
en la República para impulsar unas auténticas reformas y no un mero lavado
de imagen como el que denunciaban. La situación se hizo insostenible y tres
días después, el 7, dimitía todo el Gobierno de Willi Stoph. Al día siguiente
el Comité Central, encabezado por Egon Krenz, pedía a Hans Modrow,
presidente del Partido en Dresde y candidato preferido de Gorbachov, que
formara Gobierno. Antes había dimitido el Politburó en pleno. Sin negar la
influencia soviética, la amplia protesta popular en las calles y, sobre todo, el
impacto de la del día 4 habían contribuido decisivamente a desmantelar la
estructura de poder.
Resulta muy interesante, llegados a este punto, tomar en consideración el
análisis de Karl-Rudolf Korte104 sobre algunos de los rasgos más destacados
de las actitudes políticas de los ciudadanos de la RDA en el inicio de la
transición. En primer lugar, describió su aceptación del «estatismo», es decir,
una tendencia a valorar la función del Estado y a buscar en él la satisfacción
de sus exigencias y demandas más perentorias. De ahí procede el «efecto
Modrow», según el cual muchos ciudadanos de Alemania del Este veían en el
dirigente comunista una salvaguarda de futuro, considerando su figura por
encima de las relaciones entre partidos e instituciones. En segundo término,
Korte habla de la comprensión de la acción política desde una perspectiva
idealista, atendiendo a un modelo ideal y moralizante en la gestión de lo
público, al margen de sus aspectos concretos y cotidianos. Este hecho
determinaría la importancia de los comportamientos apolíticos de parte de la
población de Alemania del Este: la autoridad que emana del Estado se
convierte en irreprochable fuente de la legitimidad y garantía del orden y del
progreso. La amenaza de conflicto, que genera inseguridad, era rechazada por
una población desmotivada para la participación real —no así simbólica— en
la vida política.
Volviendo a la sucesión de acontecimientos, los escándalos por abuso de
poder y corrupción salpicaban a la elite comunista mientras la decepción se
enseñoreaba de la militancia del SED. El 2 de noviembre había dimitido
Harry Tisch, sempiterno presidente de la Federación de Sindicatos; un mes
después fue encarcelado. El día 8 los sectores reformistas del SED,
encabezados por los hermanos Brie —Michael y André— y Gregor Gysi,
lograron atraer a unos 15.000 militantes ante la sede del Comité Central para
presionar a sus miembros en pro de un cambio radical de la estructura y
orientación del Partido. Como acabamos de ver, el Politburó dimitió en pleno
y el Comité Central designó uno renovado, aun cuando confirmó a Krenz en
su puesto.
Krenz solo duró cuarenta y cinco días en el poder. En una muestra más del
particular sentido del humor berlinés, corría la voz de que lo único que lo
distinguía de Honecker era que él sí tenía vesícula.
66 SHEVARDNADZE, Eduard, El futuro pertenece a la libertad, Barcelona, Ediciones B, 1991, p. 75.
67 Cit. en KULL, Steven, Burying Lenin. The Revolution in Soviet Ideology and Foreign Policy,
Boulder (Colorado), Westview Press, 1992, p. 29.
68 Véase TIRAPOLSKY, Anita y MINK, Georges, «La Maison Commune Européenne: le discourse
soviétique et ses effets», Le Courrier des Pays de l’Est, n.º 340 (1989), pp. 3-24.
69 Véase constitucionweb.blogspot.com/2010/03/discurso-de-m-gorbachov-ante-la-onu.html
(consultado el 16 de julio de 2018).
70 Véase MAYNARD, Christopher, Out of the Shadow: George H. W. Bush and the End of the Cold
War, College Station, A & M University Press, 2008, pp. 1-26.
71 Cit. en ENGEL, Jeffrey A., «1989: an Introduction to an International History», en ENGEL, Jeffrey A.
(ed.), The Fall of the Berlin Wall. The Revolutionary Legacy of 1989, Oxford, Oxford University Press,
2009, p. 28.
72 MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo, 1989, el año que cambió el mundo. Los orígenes del orden
internacional después de la Guerra Fría, Madrid, Akal, 2012, p. 136.
73 Véase JONES, Christopher D., «Protection from One’s Friends. The Disintegration of the Warsaw
Pact», en LEEBAERT, Derek y DICKINSON, Timothy (eds.), Soviet Strategy and the New Military Thinking,
Cambridge, Cambridge University Press, 1992, pp. 100-126.
74 MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo, 1989, el año que cambió el mundo…, op. cit., p. 51.
75 REICH, Jens, Rückkehr nach Europa. Zur neuen Lage der deutschen Nation, Munich, Deutscher
Taschenbuch Verlag, 1991, pp. 193-196.
76 Véase GOHLE, Peter, Von der SPD-Gründung zur gesamtdeutschen SPD. Die Sozialdemokratie in
der DDR und die Deutsche Einheit 1989/90, Bonn, Dietz Verlag, 2014.
77 ZWAHR, Hartmut, Ende einer Selbststörung. Leipzig und die Revolution in der DDR, Göttingen,
Vanderhoeck & Ruprecht, 1993, pp. 130-131.
78 Véase KURAN, Timur, «Now Out of Never. The Element of Surprise in the East European
Revolution of 1989», World Politics, vol. 44, n.º 1 (1991), pp. 7-48.
79 HITCHCOCK, William, The Struggle for Europe: the Turbulent History of a Divided Continent,
Nueva York, Doubleday, 2002, p. 359.
80 SAROTTE, Mary Elise, 1989. The Struggle to Create Post-Cold War Europe, Princeton, Princeton

University Press, 2009, p. 31.


81 O’DOCHARTAIGH, Pól, Germany since 1945, op. cit., p. 183.
82 JARAUSCH, Konrad H., The Rush to German Unity, Oxford, Oxford University Press, 1994, p. 17.
83 Un relato novelado, pero fundado en un sólido conocimiento del tema a partir del seguimiento in
situ de lo sucedido entre febrero y noviembre de 1989, es GONIN, Marc y GUEZ, Olivier, La Caída del
Muro de Berlín. Crónica de aquel hecho inesperado que cambió el mundo, Madrid, Alianza Editorial,
2009.
84 La documentación sobre estas reivindicaciones puede consultarse en REIN, Gerhard (ed.), Die
Opposition in der DDR, Berlín, Wichern-Verlag, 1989.
85 PÖTZL, Norbert, Erich Honecker: Eine deutsche Biographie, Múnich, Deutsche Verlags-Anstalt,
2003, pp. 310-311.
86 Cit. en LEFFLER, Melvin P., «Dreams of Freedom, Temptations of Power», en ENGEL, Jeffrey A.
(ed.), The Fall of the Berlin Wall…, op. cit., p. 140.
87 Cit. en JARAUSCH, Konrad H. y GRANSOW, Volker, Uniting Germany. Documents and Debates,
1944-1993, Oxford, Berghahn, 1994, pp. 53-55.
88 Días antes del 7 se habían producido también manifestaciones muy considerables en distintas
ciudades del país (entre otras, Potsdam, Magdeburgo, Karl-Marx-Stadt) que habían sido disueltas sin
contemplaciones por la policía. TIEDING, Wilfried, Ein Volk im Aufbruch: die DDR im Herbst ’89,
Dresde, 1990, p. 11.
89 ZWAHR, Hartmut, Ende einer Selbstzerstörung…, op. cit., pp. 23-26; FULBROOK, Mary, Anatomy of
a Dictatorship…, op. cit., p. 250.
90 KUHN, Eckehard, Der Tag der Entscheidung: Leipzig, 9. Oktober 1989, Berlín, Ullstein, 1992.
91 MONEDERO, Juan Carlos, «El fin de una dictadura…», art. cit., p. 249.
92 Cit. en Ibid., p. 250.
93 «El idioma del cambio», en BOSEMBERG, Luis E.; LEITERITZ, Ralf J. y LOUIS, Tatjana (comps.),
Alemania en el siglo xx. Historia, política y sociedad, Bogotá, Universidad de Los Andes, 2009, pp.
207-209.
94 Cit. en GARZÓN, Dionisio, El Muro de Berlín…, op. cit., p. 160.
95 Sobre los sucesos, véase DINGXIN, Zhao, The Power of Tiananmen: State-Society Relations and the
1989 Student Movement, Chicago, Chicago University Press, 2001.
96 KRAMER, Mark, «The Collapse of East European Communism and the Repercussions within the
Soviet Union» (Part I), Journal of Cold War Studies, vol. 5, nº 4 (2003), pp. 182-184.
97 PÖTZL, Norbert, Erich Honecker…, op. cit., pp. 324-326.
98 SCHMIDT, Helmut, Weggefährten. Erinnerungen und Reflexionen, Berlín, Siedler Verlag, 1996, p.
504.
99 FULBROOK, Mary, Anatomy of a Dictatorship..., op. cit., pp. 41-42.
100 MEDINA VALVERDE, Cristián E. y GAJARDO PÁVEZ, Gustavo, «Entre protectores y opositores: labor
política frente al caso Honecker», Revista de Ciencia Política, vol. 36, n.º 3 (2016), pp. 731-748.
101 MEDINA VALVERDE, Cristián E. y GAJARDO PÁVEZ, Gustavo, «De apátrida errante a vecino de
Santiaguino. El “caso Honecker” desde las fuentes oficiales (1991-1994)», Tzintzun. Revista de
Estudios Históricos, n.º 65 (enero-junio 2017), pp. 260-284.
102 Cit. en JARAUSCH, Konrad H., The Rush to German Unity, op. cit., p. 61.
103 Cit. en TAYLOR, Frederick, El muro de Berlín…, op. cit., p. 475.
104 KORTE, Karl-Rudolf, «Die Folgen der Einheit», Aus Politik und Zeitgeschichte, n.º 27 (1990), pp.

36-39.
4. UNA FECHA PARA RECORDAR

En la jornada del 9 de noviembre, el segundo de los días previstos para los


debates en el Comité Central del Partido, y mientras se sucedían las
intervenciones, altos funcionarios de la Seguridad del Estado preparaban en
el Ministerio del Interior un documento cuya finalidad era servir de base para
un decreto de gran trascendencia, pues se trataba de regular la salida de
ciudadanos germano-orientales del país. El objetivo era afrontar una situación
extremadamente difícil y que minaba la legitimidad del Estado: durante el
verano se había incrementado de manera imparable el número de refugiados
que solicitaban oficialmente este estatuto a través de las Embajadas de la
República Federal en Checoslovaquia y Hungría. Al menos, ya que en aquel
contexto las autoridades de Berlín Este no podían hacer nada para impedirlo,
el desgaste gubernamental resultaba menor si quienes pretendían emigrar lo
hacían por las propias fronteras de la RDA.
A mediodía recibió la propuesta Egon Krenz e informó de ella a algunos de
los presentes en el Comité. Después de la pausa para el almuerzo continuó
con normalidad el desarrollo de las sesiones hasta que, sobre las cuatro de la
tarde, Krenz solicitó alterar el orden del día para que Willi Stoph, presidente
en funciones del Consejo de Ministros, leyera el texto del proyecto. Tras
leerlo, las deliberaciones volvieron al curso preestablecido.
La conferencia de prensa para informar sobre los asuntos tratados en el
Comité estaba anunciada para las seis de la tarde. El responsable de las
relaciones con los medios, Günter Schabowski, se había reunido media hora
antes con Krenz para que le pusiera al día sobre las cuestiones principales que
había que trasladar a los periodistas. Entre los papeles, Krenz le entregó una
copia del decreto sobre la regulación de salidas de viajeros. Al parecer, y
debido a la acumulación de noticias durante aquellos intensos días,
Schabowski no se percató de lo que significaba el documento; de hecho,
como hemos sabido con posterioridad, ni siquiera lo había leído antes de
comparecer en la rueda de prensa.
La sala del Centro Internacional de Prensa de la Mohrenstrasse estaba
repleta de periodistas nacionales y, sobre todo, extranjeros debido al enorme
interés suscitado por la rapidez con que se sucedían los cambios en toda la
Europa del Este, y en la RDA en particular, vistas la dimisión del Politburó
del SED el día 8 y la consiguiente incertidumbre. En aquella atmósfera
enrarecida, el secretario de prensa notificó a los presentes lo sustancial de las
deliberaciones habidas el día anterior en el seno del Comité Central. Todo
transcurría por los cauces habituales hasta que a las 18:53 horas, pocos
minutos antes de poner fin a la ronda de preguntas, Riccardo Ehrman, de la
agencia de noticias italiana ANSA, le interpeló sobre el proyecto de ley para
viajar al extranjero.
Aturdido, Schabowski comenzó a leer fragmentos del documento que
acababa de sacar de su portafolios y en el que se afirmaba la posibilidad de
que los ciudadanos de la RDA salieran del país sin motivos justificados
portando tan solo un permiso solicitado previamente y concedido por las
autoridades tras un breve espacio de tiempo. Inmediatamente muchos de los
periodistas presentes pidieron la palabra. La pregunta era obligada: ¿Cuándo
entrarían en vigor estas normas?: «Según creo, desde este momento», fue la
respuesta de Schabowski105. La perplejidad fue general en la sala, incluso
entre las personas que acompañaban al portavoz. Si eran ciertas sus palabras,
los ciudadanos de la RDA podían abandonar con enorme facilidad el «Estado
socialista de los obreros y campesinos» y, por supuesto, atravesar la frontera
que marcaba el Muro berlinés106.
Los despachos de las agencias, las noticias emitidas por radio y los
telediarios de la noche hicieron su propia lectura de la intervención de
Schabowski, ya de por sí una interpretación del texto legal. Reuters y
Deutsche Presse Agentur fueron las primeras en informar, pocos minutos
después, de que cualquier ciudadano podía salir del país si disponía del
visado pertinente, que se expediría con rapidez. Sin embargo, fue Associated
Press, a las siete y cinco minutos, la agencia que con mayor claridad
reformuló lo supuestamente afirmado por Schabowski: «Según la
información proporcionada por el miembro del Politburó del SED Günter
Schabowski, la República Democrática Alemana abre sus fronteras». Los
titulares enfatizaron las facilidades para salir del país, la inmediatez con que
se podría atravesar el Muro e, incluso, los más sensacionalistas afirmaron el
fin del mismo.
Rápidamente comenzaron a agolparse, a uno y otro lado de la pared de
hormigón, cientos, pronto miles de personas que reclamaban la apertura de
los puestos fronterizos. La indecisión de las autoridades, la falta de respuestas
claras en la línea de mando de la policía de fronteras y de la Seguridad del
Estado, el vacío de poder creado después de la dimisión del Politburó, la
presión de la multitud que, a pie y en coche, pretendía pasar a la otra zona:
fueron muchos los factores desencadenantes de la apertura de barreras de
control en aquella noche de noviembre. Lo cierto fue que, poco antes de las
doce, los jefes de policía responsables de cada uno de los puestos fronterizos
terminaron por permitir la libre circulación de personas y vehículos en un
ambiente de euforia e incredulidad. Parece ser que hacia las diez de la noche
Erich Mielke, máximo responsable de la Stasi, telefoneó a Krenz para
comunicarle que poco antes entre quinientas y mil personas habían
atravesado el control fronterizo de la Bornholmer Strasse, desatendiendo las
recomendaciones de la policía de frontera respecto a que su salida sin
autorización les impediría regresar. El nuevo secretario general optó por dejar
hacer y no ordenar el cierre inmediato de los pasos, algo que, con toda
seguridad, hubiera provocado dramáticas consecuencias.
Minutos antes de las diez y media de la noche, el último noticiero de la
televisión germano-oriental hacía un llamamiento a la población en un vano
intento por controlar la fuga de ciudadanos: «Informamos, una vez más, sobre
las nuevas normas para viajar que ha redactado el Consejo de Ministros.
Primero: los viajes privados se pueden solicitar sin necesidad de presentar
pruebas de que el viaje es necesario o de que lo dictan asuntos familiares. Por
consiguiente: los viajes están sujetos a un proceso de solicitud»107.
De nada serviría. Ante la ausencia de reacción por parte de las autoridades,
el Ejército germano-oriental se mantuvo al margen mientras miles de
personas abarrotaban las áreas cercanas a los pasos fronterizos, que poco a
poco fueron quedando abiertos. Ya de madrugada, cientos de alemanes
cruzaron el muro que durante décadas había impedido la libre circulación por
la Puerta de Brandeburgo. En la mañana del día 12 quedaría abierto un nuevo
acceso en la Potsdamer Platz, a pocos metros de la Puerta. Para entonces,
cualquier persona podría pasar sin dificultad de un lado a otro con el único
requisito de mostrar su carnet de identidad. No le faltaba razón al filósofo
André Glucksmann cuando afirmó por aquellos días que «salir del
comunismo es entrar en la historia y no saltar de un sistema a otro», como
pronto comprenderían no solo los ciudadanos de la RDA, sino los de toda la
Europa sovietizada.
Realmente, la influencia de la televisión como desencadenante de los
acontecimientos fue decisiva. En general, los medios trascendieron la
interpretación sobre la apertura de fronteras ofrecida por un agotado
Schabowski en la rueda de prensa que le haría pasar a la historia. Al margen
de lo ocurrido en otras cadenas extranjeras, la ARD —el consorcio de
radiodifusión pública de la RFA— emitió noticias aisladas antes del
informativo de las ocho de la tarde. En el transcurso de este, además de
detallar el trascendental viaje de Kohl a Polonia, habló, todavía con mucha
moderación, de que según las autoridades de la República Democrática el
Muro «debería hacerse permeable». Pocas horas después la cautela había
desaparecido. A las diez y media de la noche Hanns Friedrichs aparecía
solemnemente en las pantallas de los televisores: «Uno tiene que ser
cuidadoso con los superlativos, pero esta noche correremos el riesgo de uno.
El 9 de noviembre es un día histórico. La República Democrática Alemana ha
anunciado que, de forma inmediata, sus fronteras están abiertas para todo el
mundo».
El impacto fue total. La convicción general de que, en efecto, podía
atravesarse el Muro sin restricciones se extendió entre todos los berlineses.
La presión en las calles hizo el resto. Ya desde hacía horas miles de personas
y vehículos causaron, ante la perplejidad de la policía germano-oriental, un
insólito trasiego en las cercanías de los puestos de frontera.
Como antes señalábamos, una media hora antes de iniciarse el informativo
de la noche en ARD Egon Krenz recibió una llamada de Mielke. Sobre las
nueve y media una muchedumbre aglomerada en torno al control de la
Bornholmer Strasse había, literalmente, empujado a los vigilantes para pasar
al otro lado. El teniente coronel de la Stasi al mando, Harald Jäger, permitió
el acceso a algunos para evitar el enfrentamiento directo, indicándoles que,
según la legislación vigente, no podrían regresar a Berlín Este. La coyuntura
no permitía muchas opciones. Como recordaría Krenz, o se daban órdenes
estrictas para cerrar la frontera o se aceptaba la situación de hecho, dejando
fluir los acontecimientos. A las once y media Jäger indicó a sus soldados que
dejaran de controlar los pasaportes y permitieran atravesar el puesto a quien
quisiera hacerlo. Inmediatamente comenzaron a pasar la frontera en este
punto miles de personas, algo que pronto se repetiría en el resto de controles
entre las dos zonas108.
Las estimaciones señalan que aquella noche cruzaron Berlín Este en torno a
68.000 ciudadanos a pie y 9.700 coches. A todos ellos habría que añadir otros
miles que hicieron lo mismo a lo largo de toda la frontera entre la RDA y la
RFA.
Dos días antes de la Navidad de 1989, Helmut Kohl y Hans Modrow,
canciller de la RFA y primer ministro de la RDA, respectivamente,
procederían a abrir la Puerta de Brandeburgo al paso de peatones. Después de
la apertura de fronteras de noviembre, este sería el acto simbólico de mayor
trascendencia de todo el proceso. A lo largo de las décadas de Guerra Fría, el
monumento, cuya construcción se inició en 1788, había quedado aislado, sin
posibilidad de acceso desde ninguna de las zonas. A partir de entonces, y
sobre todo con el inicio de la reunificación, la puerta recuperaría todo su
vigor como icono de la nueva Alemania.
Con el tiempo, todas las fuerzas políticas —exceptuado el PDS—
acordarían unificar Brandeburgo y Berlín, alejando así el cercano recuerdo
del aislamiento de una parte de la ciudad. No obstante, a la hora de la
votación el sentimiento localista, alimentado por el temor a que Berlín
controlara el futuro del territorio, acabaría por desbaratar la operación. Tanto
el Parlamento de la ciudad como el de Brandeburgo aprobarían el cambio,
pero el referéndum popular iba a resultar contrario: en mayo de 1996 el 63
por ciento de los brandeburgueses rechazaron la unidad apoyada por el 53 por
ciento de los berlineses109.

Las semanas siguientes: hacia la desaparición del SED

Como hemos visto anteriormente, el 7 de noviembre de 1989 dimitió el


Gobierno en pleno y al día siguiente el Comité Central confirmó a Krenz
como secretario general. Poco después, el 13, la Volkskammer eligió a Hans
Modrow como primer ministro. Su nombre era conocido por haber aparecido
repetidamente en los medios de comunicación occidentales como el hombre
de Gorbachov para llevar a cabo una «perestroika a la alemana», pero su
designación se había pospuesto por la fuerza de la vieja guardia comunista
dentro del Régimen. Elegido miembro del Politburó hacía poco, tenía sesenta
y un años y había estado lejos del centro de decisiones dentro de la estructura
del Partido.
Ante la alarmante crisis, los cambios en la cúpula facilitaron su ascenso,
propiciado además, precisamente, por el prestigio de que gozaba en Moscú y
por la consideración de que era objeto en las cancillerías occidentales. Así
pues, el 18 de noviembre Modrow formaba Gobierno con los representantes
de los partidos del Frente Nacional. Algunas figuras importantes del
Ejecutivo anterior, el de Willi Stoph, se mantuvieron en carteras clave, como
Gerhard Schürer en la Comisión de Planificación y Oskar Fischer en
Exteriores. Una medida anunciada ese mismo día sorprendió gratamente a la
población: desaparecía el Ministerio de Seguridad del Estado, sustituido por
una «Oficina de Seguridad Nacional», que prometía reformarse en
profundidad para acomodar sus métodos y objetivos al nuevo panorama.
Junto a ello, once de los veintiocho ministerios eran ocupados por personas
que no militaban en el SED.
La voluntad de cambio dentro del Ejecutivo y en el propio Partido se hizo
patente de inmediato. El 1 de diciembre el Parlamento decidió suprimir el
artículo 1 de la Constitución, que atribuía al SED en exclusiva el papel de
dirigir la vida política y social de la RDA. Aunque camuflados bajo una
pretendida línea reformista, los últimos representantes de la vieja guardia
tenían las horas contadas. El 6 de diciembre, Krenz renunciaba a la jefatura
del Estado y a la presidencia del Consejo de Defensa Nacional. No lo hacía
por iniciativa propia. Con la dinamización de los partidos integrados en el
Frente, el grupo de la CDU en el Parlamento había solicitado su retirada. Este
hecho era también de por sí muy significativo. A instancias de un partido sin
auténtica relevancia en la Volkskammer durante décadas se producía, ahora,
la caída de una de las piezas clave del Régimen. En los días siguientes fueron
detenidos Erich Mielke y Willi Stoph. Acontecimientos impensables tan solo
unas semanas antes se sucedían ahora vertiginosamente.
Mientras tanto, continuaron por todo el país las protestas, incrementándose
progresivamente el número de participantes. El centro de las críticas era la
Stasi, el bajo nivel de vida comparado con el de la elite comunista y la escasa
democratización del sistema. La convocatoria de elecciones libres y
pluripartidistas ocupó una parte importante de los eslóganes coreados en
Leipzig, Cottbus y Dresde, entre otras ciudades.
En efecto, las manifestaciones a lo largo del territorio de la RDA solo dos
semanas después de la caída del Muro cambiaron de orientación. Entre sus
filas, aún más abultadas, ya no solo se veían estudiantes, grupos de personas
formadas intelectualmente, miembros de la disidencia. Sin duda alguna, ya
antes habían salido a la calle miles de trabajadores y personas corrientes,
como afirmaba la propaganda opositora, pero ahora los manifestantes
reflejaban con claridad el sentir de la mayoría de la sociedad. De exclamar
«Wir sind das Volk» («Somos el pueblo») habían pasado a «Wir sind ein
Volk» («Somos un pueblo»); un pueblo que, como tal, expresaba su voluntad
de mejorar lo antes posible sus condiciones laborales y su nivel de vida, de
alcanzar las libertades de las que se gozaba al otro lado del extinto Muro.
Constituían un único pueblo cuyas reivindicaciones eran más materiales, más
pegadas a la realidad cotidiana y no tanto al idealismo de la disidencia previa,
cuya voluntad era transformar la RDA pero manteniendo el Estado. Para esta
población el gradualismo y la tercera vía proclamados por muchos de los
líderes opositores carecía de sentido. Los valores de solidaridad e igualdad
pretendidamente inscritos —aunque vulnerados— en la naturaleza del
Régimen germano-oriental y cuya esencia quería ser recuperada por dicha
oposición eran papel mojado para la mayoría de los ciudadanos de la RDA.
La masiva respuesta a favor de una unificación rápida al amparo del
modelo democrático y capitalista de la República Federal excluía por
principio las terceras vías, y pronto tomaría cuerpo en el Programa de los
Diez Puntos de Kohl. Las discusiones académicas e intelectuales sobre las
alternativas al citado modelo occidental habían resultado fallidas, fuera de la
realidad vivida por los millones de alemanes del Este cuyo horizonte vital
concebía esperanzas de una mejora real en su día a día110.
Según veremos con más detalle, Modrow dio un decisivo paso adelante al
convocar una «Mesa Redonda» con los grupos de oposición para debatir
sobre el futuro inmediato. Como tendremos ocasión de comprobar, era esta
una forma utilizada con éxito en otros países socialistas para avanzar en el
proceso de transición a la democracia. La Mesa se reunió hasta en dieciséis
ocasiones entre diciembre de 1989 y marzo de 1990111.
La aceleración de los acontecimientos marcó los meses siguientes tanto en
la RDA como en el resto de las democracias populares. Aunque el cambio de
talante en el órgano ejecutivo fuera un hecho constatado antes, incluso, de
hacerse efectiva la decisión de abrir el Muro de Berlín el 9 de noviembre de
1989, la dimisión de todo el Politburó y la renuncia de Krenz a la Secretaría
General durante la celebración del congreso extraordinario del SED los días 8
y 9 de diciembre dejaron el paso libre a una transformación radical. En esta
reunión el Partido pareció sentenciado después de renunciar a su condición de
«Partido de Estado» de la República Democrática; sin embargo, el congreso
no anunció su disolución, sino su reestructuración.
En efecto, el SED se había encontrado con un escollo que afectaba a su
naturaleza como partido y a su relación con las fuerzas opositoras: el papel
dirigente de la sociedad que le otorgaba la Constitución reformada de 1974.
La apuesta por el giro en su política, proclamada por los nuevos dirigentes
comunistas tras la caída de Honecker, quedaría en entredicho si este problema
no se resolvía con rapidez. Como en otros países del entorno, la pérdida de
dicha condición privilegiada no era baladí, ya que determinaba toda la vida
política de la República Democrática. La votación de la Volkskammer del 1
de diciembre de 1989 fue favorable a su supresión y abrió las puertas a una
reforma interna del sistema. De hecho, tanto desde el punto de vista de la
legalidad existente como desde la perspectiva de su legitimidad de origen,
cuando el 4 de febrero de 1990 el SED pasase a denominarse SED-PDS
(Partido Socialista Unificado de Alemania-Partido del Socialismo
Democrático), la línea de continuidad entre una y otra organización no
llegaría a quebrarse. Ahora, a comienzos de diciembre de 1989, el SED
renunciaba a dirigir los destinos de la República Democrática: este momento
fue crucial para entender el camino que siguió hasta marzo de 1990, cuando
la organización que le sucedió, el PDS, saliera de las elecciones
pluripartidistas a la Volkskammer convertido en fuerza de oposición.
Como ocurrió en procesos paralelos en el tiempo en otras democracias
populares del este de Europa, durante aquellos pocos meses el Partido perdió
sus prerrogativas y su carácter axial para la organización del Estado germano-
oriental; se debatió entre la continuidad y la autodisolución y perdió miles de
militantes. La presión popular fue un elemento condicionante en esta
evolución: no debemos olvidar que fue después de las masivas
manifestaciones del 8 de noviembre de 1989 frente a la sede del Comité
Central del SED cuando este convocó un congreso extraordinario.
El 3 de diciembre, ante la dimisión del Comité Central, una comisión
encabezada por el primer secretario del Partido en Erfurt, el reformista
Herbert Kroker, tomó las riendas con el fin único de mantener intacta la
estructura hasta la decisión del congreso extraordinario. La convocatoria
sirvió para que distintas corrientes dentro del SED tomaran posición. Era,
realmente, una coyuntura difícil; el descrédito estaba muy generalizado y las
voces críticas dentro de la organización comenzaron a adquirir forma. Por
ejemplo, el 30 de noviembre había nacido en el seno del SED un primer
grupo de opinión, la Plataforma WF112. Uno de sus miembros, Thomas
Falkner, ha descrito las dificultades que encontró la plataforma para expresar
sus opiniones antes de y durante la celebración de la reunión extraordinaria.
Ante la situación surgida —y en consonancia con propuestas parecidas dentro
de los partidos comunistas hegemónicos de Hungría y Bulgaria, entre otros—
la Plataforma WF pidió abiertamente la disolución del SED con el fin de
romper la trayectoria de una organización relacionada, en la mentalidad de
miles de germano-orientales, con la represión y las prácticas corruptas. El
objetivo final era auspiciar la creación de un nuevo partido de izquierdas, de
corte socialdemócrata, más acomodado a las exigencias de la situación de la
RDA en aquel momento tal como las concebían sus promotores113.
Las cosas no habían Estado tan claras cuando el Comité Central del SED
había convocado el congreso extraordinario para debatir el futuro de la
organización. Como se ha puesto acertadamente de manifiesto, los congresos
extraordinarios celebrados en Europa del Este durante el otoño e invierno de
1989-1990 fueron momentos determinantes para la vida futura de los partidos
sucesores. Las decisiones más importantes y el acceso a puestos de
responsabilidad de militantes desconocidos por el resto de la población
fueron hechos consumados en aquellas reuniones114, aunque en el caso
alemán algunas de las figuras más destacadas eran firmes partidarias de no
disolver la organización. Así, líderes con posiciones tan diferentes como
Hans Modrow y Wolfgang Berghofer apostaron por mantenerlo, aunque bajo
un nombre nuevo. Las circunstancias favorecían una decisión radical, pero
convenía reflexionar con más calma sobre las desastrosas consecuencias que,
según ellos, conllevaría el dar por concluida la trayectoria del Partido.
El 8 de diciembre se inauguró el congreso con 2.753 delegados reunidos en
el Dynamo Sports Hall de Berlín. El desánimo era general y se temía una
reacción violenta de la población. Desde un primer momento, los miembros
de la Plataforma WF exigieron refundar el Partido como un nuevo «partido
socialista»; por su parte, aunque consideraba a la vieja guardia responsable de
la crisis, la Comisión presidida por Kroker recomendó solo una
«reestructuración del SED como partido socialista moderno» para preservar
su aparato y sus finanzas. Con un llamamiento a todos los «camaradas de
bien», Hans Modrow instó a la reforma del Partido para salvar la RDA: «En
juego está nuestro país, este Estado alemán en el que vivimos». Según la
prensa del Partido, su dramático llamamiento fue un signo de esperanza115.
Los sectores reformistas encabezados por Gregor Gysi ofrecieron como
alternativa la popular Dritte Weg: «Esta tercera vía que perseguimos se
caracteriza por la democracia radical y el Estado de derecho, el humanismo,
la justicia social, la protección del medioambiente y la consecución de la
igualdad real entre hombres y mujeres». Aunque deploraba la corrupción,
también defendía la sinceridad de los que eran fieles. Este programa
reformador vino de la mano de algunos intelectuales del SED críticos con un
partido monolítico y vinculados a las discusiones sobre un proyecto de teoría
del socialismo debatido en la universidad Humboldt de Berlín a finales de los
años ochenta. Precisamente, dos de sus mentores, Michael Brie y Dieter
Klein, proporcionaron un bagaje teórico para esta renovación del discurso
político en la presentación que este último hizo en el congreso, titulada
«Nueva forma de un partido socialista moderno» y en la que «expuso el
concepto de un partido de tercera vía que tomaría prestado de una amplia
gama de influencias de la izquierda europea»116.
La sesión del día 8 duró dieciséis horas y dio salida a innumerables quejas.
En el momento crítico, Modrow paralizó la disolución del Partido con su
petición de que el país siguiera siendo gobernable. En vez de escindirse, el
SED repudió sus viejas estructuras, eligió presidente a Gysi y suprimió el
Comité Central para sustituirlo por un Comité Ejecutivo de ciento un
miembros117, de los que solo cuatro habían pertenecido a aquel. Por otra
parte, un Presidium de diez personas reemplazó al Politburó118 a la vez que
eliminó el principio de centralismo democrático para propiciar el debate y la
confrontación de pareceres. Gracias a esta actitud más abierta comenzarían a
surgir grupos organizados de distintas orientaciones tales como la Plataforma
Comunista, fundada el 30 de diciembre de 1989 —de inspiración marxista-
leninista, fiel al espíritu fundacional de la República Democrática— y la
Plataforma Socialdemócrata, surgida diez días después.
La conclusión del congreso, pospuesta hasta una semana más tarde, mostró
lo incompleto de la renovación. Aunque varios manifiestos sugirieron
algunas reformas necesarias, ni hicieron frente al fracaso del pasado ni
proporcionaron unas bases teóricas sobre las que empezar a construir.
Mientras Manfred Schumann criticaba el estalinismo con elocuencia y Dieter
Klein intentaba definir la tercera vía, Gysi, más práctico, preparó un grupo en
apoyo de un «socialismo democrático» que pedía la independencia de la
RDA. Sin embargo, a pesar de la trascendencia del momento dada la crítica
situación, gran parte de la discusión se centró, curiosamente, en la cuestión
simbólica del nombre del partido119: los militantes veteranos preferían que
continuara denominándose SED, mientras los impulsores de la renovación
abogaban por que al nombre histórico se le añadiera el correspondiente a las
siglas «PDS».
En su discurso como nuevo presidente, Gysi habló de una «ruptura radical
con el socialismo estalinista, es decir, burocrático y centralista»120; ya durante
las sesiones del congreso había mostrado su tenacidad e inagotable habilidad
retórica para llegar a lo más íntimo de los perturbados militantes del SED y
recordarles la trascendencia que para la historia de la RDA revestía el
momento que estaban viviendo. De este modo, expuso sin paliativos la
ruptura entre las estructuras del Partido y la clase trabajadora, animando a los
militantes y simpatizantes a trabajar conjuntamente con el movimiento
obrero. La capacidad de convicción de Gysi, junto al hecho de rodearse de los
líderes menos desprestigiados del SED, dio pocas opciones a la antes citada
Plataforma WF surgida en Berlín, cuyo objetivo era disolver el Partido. De
hecho, la noche del 8 al 9 de diciembre fue decisiva para evitar su
desaparición. Gysi pensaba que la fuerza de la organización podría ser
todavía decisiva en un futuro Gobierno y, por supuesto, en las negociaciones
con los grupos opositores dentro de la Mesa Redonda que acababa de crearse.
Gysi propuso la nueva denominación, SED-PDS, para evitar conflictos
tanto con los sectores menos receptivos al cambio como con quienes
pretendían una transformación de mayor envergadura. Por otra parte, esta
continuidad permitía seguir manejando los recursos económicos, los
inmuebles y los distintos bienes propiedad del SED, elemento esencial si se
pretendía desempeñar un papel decisivo en la evolución de la RDA. En todo
caso, los miembros de la cúpula dirigente no fueron muy explícitos a la hora
de explicar el porqué de mantener la organización como tal. Probablemente,
Gysi estaba más convencido que nadie de las dificultades casi insalvables de
dar vida a una nueva formación socialista cuando existían en el horizonte
serias posibilidades de que aparecieran partidos de corte socialdemócrata
dentro de los movimientos ciudadanos de oposición al Régimen comunista.
Pocas veces en la historia de la posguerra ha llegado un partido a depender
tanto del atractivo de un líder para los votantes121: a pesar de que abandonó
sus puestos directivos en la primavera de 2000, Gregor Gysi fue la cara
visible del PDS en los comienzos de su historia122. Gysi militaba en el SED
pero no había desempeñado puestos de importancia dentro de la
organización. En realidad, era conocido dentro de los círculos de poder
porque en el ejercicio de la abogacía había defendido a disidentes políticos
como Rudolf Bahro y Barbel Böhley, aunque su lealtad a las instituciones del
Régimen comunista le había granjeado la presidencia del Colegio de
Abogados del país en 1988. Ciertamente, su elección como presidente del
SED en diciembre de 1989, el peor momento de la crisis interna del Partido y
del Estado germano-oriental, sorprendió a los militantes más veteranos,
puesto que para ellos era un perfecto desconocido. Como acabamos de ver,
desde su elección como miembro del Politburó en el congreso extraordinario
de diciembre de 1989 se mostró partidario no de disolver la organización sino
de proceder a una importante remodelación interna. Alzándose sobre las
voces que reclamaban poner punto final a la trayectoria del SED, su posición
resultaría decisiva para neutralizar esta tendencia y lograr el cambio de
denominación a SED-PDS, y luego, a PDS.
A partir de entonces su objetivo fue de claridad meridiana: transformar el
Partido para que, sin perder las raíces socialistas y el sentimiento de
pertenencia a la República Democrática, pudiera competir con las alternativas
políticas que estaban fraguándose, utilizando para ello los recursos
electorales, las estrategias de campaña y las formas de actuación más
avanzadas del marketing político. Pronto mostró buenas cualidades para la
comunicación social; no desdeñó participar en ningún foro televisivo o
radiofónico que se prestara a escuchar sus comentarios irónicos sobre la
realidad alemana, y su capacidad para polemizar y su indudable carisma
como enfant terrible de la política se reflejaron cuando apareció en televisión
en un anuncio electoral montado en moto y vestido de negro mientras sonaba
la canción «Born to be Wild»123.
Gysi era un ejemplo paradigmático de la nueva elite del PDS, no tanto por
sus aptitudes y singularidad dentro del panorama político alemán como por su
procedencia. En efecto, la inmensa mayoría del Partido había figurado antes
en el SED (el 98 por ciento en 1990) y entre ellos se contaban, desde luego,
los dirigentes del PDS; en cambio, todos, salvo escasísimas excepciones —
como Modrow—, habían sido militantes de base; concretamente, cuadros
medios tanto del Partido como de la Administración del Estado.
En el verano de 1989, Gysi había adquirido notoriedad pública abogando
por el Estado de derecho y exigiendo la dimisión del Politburó. Cuando
Berghofer renunció al liderazgo, el comité de Herbert Kroker creado para
organizar un congreso extraordinario eligió a Gysi para remodelar el Partido,
dirigirlo hacia un «socialismo moderno» y mantener así la independencia de
la RDA. Esta elección salvó al SED. La mordacidad y la capacidad de trabajo
del nuevo dirigente dieron un gran juego en los medios de comunicación.
Poco interesado en teorizar, era un político instintivo y proyectaba el
dinamismo de una izquierda moderna que pretendía convertirse en una nueva
referencia para la sociedad poscomunista.
Una vez celebrado el congreso extraordinario comenzaron a constituirse los
ya citados grupos de opinión organizados dentro de la estructura del SED-
PDS, críticos en general con los derroteros que tomaba —o mejor, que no
tomaba— el Partido. Durante las semanas siguientes creció el descontento
popular y, precisamente, el heredero del SED fue uno de los blancos más
generalizados de las críticas que identificaban a los sectores menos
reformistas con quienes ostentaban el poder en el Gobierno de Modrow: el 18
de enero de 1990 diversas plataformas y militantes se reunieron para exigir
una reforma real o la disolución. Por su parte, los defensores de mantenerlo
vivo también organizaron grupos de apoyo por todo el país —los
denominados Initiativgruppen PDS— cuyos planteamientos eran favorables a
renovar las anquilosadas estructuras.
La reacción de la dirección del SED-PDS fue fulminante. El 20 de enero el
Comité Ejecutivo votaba en contra de la disolución después de aprobar un
plan detallado para reformar los programas, la estrategia e, incluso, la
militancia. Aquellos miembros del antiguo SED a quienes se atribuían
posiciones inmovilistas y actitudes contrarias a la renovación fueron
depurados; fruto de este acuerdo se expulsó a Egon Krenz y Günter
Schabowski, por ejemplo. No solo se marcharon los expulsados: Wolfgang
Berghofer y un nutrido grupo de simpatizantes suyos abandonaron la
militancia al entender que, a pesar de las apariencias, los cuadros más
resistentes al cambio eran quienes se estaban beneficiando de la turbulenta
situación para, desde su posición, impedir la renovación profunda y real de la
organización124.
Para evitar mayores reticencias, el Comité recomendó encarecidamente el
cambio de nombre: el 4 de febrero (antes, incluso, de la reunión del congreso
prevista para finales de ese mes), el máximo órgano de dirección asumió
oficialmente el cambio de denominación de SED-PDS a simplemente PDS125.
Además, el Partido traspasaba al Estado parte de sus propiedades, aunque
mantuvo el diario Neues Deutschland, el antiguo órgano oficial del SED, con
una tirada de entre 92.000 ejemplares en 1991 y 80.000 en 1994. El 50 por
ciento del capital empresarial quedó en sus manos, por lo que preservó su
carácter de periódico de partido. El Servicio de Prensa pasó a depender
directamente del Comité Ejecutivo bajo la dirección de Hanno Harnisch —
hombre de confianza de Gysi—, que hizo de él una emisión primero
quincenal y luego semanal donde aparecían los puntos de discusión y
propuestas del Partido, el trabajo del Ejecutivo y del grupo parlamentario e
información sobre el desarrollo organizativo.
Estos últimos hechos dieron fin a la sensación de provisionalidad al lograr
acallar las voces favorables a la disolución: «Ahora se podía concentrar en
establecer los principios programáticos fundamentales, en buena medida
olvidados en el fragor de la lucha por la supervivencia, pero necesarios para
competir en las elecciones de marzo para la Volkskammer»126. Sin embargo,
antes de que se celebraran, todavía quedaba mucho por hacer. En febrero, el
aparato organizativo del Partido comenzó a cambiar. Mantuvo el modelo de
división en Bezirke (distritos), bajo los cuales llegarían a existir más de cinco
mil unidades de base (Kreise); unos y otros quedarían englobados en los
estados o Länder al reintroducirse estos en octubre de ese mismo año,
después de la unificación. En cada Land el Partido funcionaría con una
independencia de criterio amplia, consentida por la Dirección Federal. De
hecho, el Comité Ejecutivo estaría controlado desde el principio por los
grupos de reformistas, que también lograrían imponer sus candidatos a las
listas del Bundestag, así como mantener en las direcciones del Partido en los
Länder a militantes próximos a esta corriente.
Como parecía inevitable en un primer momento, la centralización del poder
en manos de Gysi y su grupo de acólitos fue un hecho hasta que la
reordenación territorial de los Länder permitiera el fortalecimiento de grupos
regionales cuya acción contrarrestaría la autoridad de la cúpula berlinesa.
Ciertamente, el nuevo Estatuto del Partido, aprobado el 25 de febrero de 1990
—y que seguía muy de cerca el de carácter provisional emanado del congreso
extraordinario de diciembre—, rompía el principio del centralismo
democrático, ordenador de la participación según el Estatuto vigente de 1976,
para dar cabida a las opiniones de los militantes individuales, que tenían
derecho a criticar la marcha de la organización127.
Para racionalizar el trabajo se crearon catorce comisiones especializadas
(medioambiente, política internacional, de la mujer y la juventud, economía,
etc.) con el fin de dar respuesta a los problemas más acuciantes de la realidad
alemana e internacional, definir las líneas de actuación y forjar las bases de
un programa general. Por su parte, Gysi, Modrow y André Brie, auténticos
impulsores de la nueva concepción del PDS, fomentaron la participación de
los militantes —e incluso simpatizantes— más jóvenes con el fin de
proyectar una imagen de la organización más moderna y adaptada a los
tiempos.
La divergencia ideológica con la Ejecutiva del Partido era evidente:
mientras esta trataba de moderar el discurso y aceptar paulatinamente la
inserción en el juego político de la Alemania reunificada, algunas de sus
plataformas radicalizaban los mensajes (de modo especial, la comunista) sin
que fueran desautorizadas por la propia Ejecutiva. Esta paradoja, asumida por
el Comité Ejecutivo del PDS como propia del pluralismo de sus filas,
manifiesta bien la ambigüedad y doble juego del partido poscomunista en los
primeros años noventa.
Como ocurrió en otros países del entorno, la capacidad del Partido para
adaptar sus estructuras a las nuevas realidades hubo de afrontar en esos
primeros momentos un grave problema añadido de difícil solución: la
espectacular caída del número de militantes. En efecto, a pesar de que la
división por grupos sociales es muy indefinida en las tablas proporcionadas
por el SED, observamos la brusca salida de los considerados en la categoría
de «obreros»: entre octubre de 1989 y enero de 1990 abandonaron el Partido
460.000 de los 900.000 que tenía128. De los 2,8 millones de afiliados en otoño
de 1989 pasó a 350.000 en junio de 1990129. En junio de 1991, el PDS veía
menguadas sus filas hasta los 242.000 miembros, de los cuales casi el 48 por
ciento eran mayores de 61 años y solo el 10,5 menores de 30130. En
definitiva, entre diciembre de 1989 y febrero de 1990 más de un millón de
afiliados rompieron el carnet del SED, cuyo número de militantes (ahora ya
en el PDS) descendió gradualmente hasta unos 130.000 a finales de 1993 y a
123.000 en el congreso celebrado en enero de 1995131.
105 La transcripción íntegra de la rueda de prensa se encuentra en HERTLE, Hans-Hermann, Der Fall
der Mauer: die unbeabsichtigte Selbstauflösung des SED-Staates, Opladen, Westdeutscher Verlag,
1996, pp. 170-173.
106 Para un relato pormenorizado, véase HERTLE, Hans-Hermann, Chronik des Mauerfalls. Die
dramatischen Ereignisse um den 9. November 1989, Berlín, Christoph Links Verlag, 1999, pp. 149-
150.
107 TAYLOR, Frederick, El muro de Berlín…, op. cit., p. 485.
108 HAASE-HINDENBERG, Gerhard y JÄGER, Harald, Der Mann, der die Mauer öffnete: Warum
Oberstleutnant Harald Jäger den Befehl verweigerte und damit Weltgeschichte schrieb, Munich,
Heyne, 2007, pp. 194-201.
109 O’DOCHARTAIGH, Pól, Germany since 1945, op. cit., p. 225.
110 BRYSON, Philip J. y MELZER, Manfred, The End of the East German Economy: from Honecker to
Reunification, Nueva York, St. Martin’s Press, 1991, pp. 99-112.
111 CHILDS, David, Fall of the GDR, op. cit., p. 105.
112 El nombre provenía del Werk für Fernsehelektronik, la fábrica donde fue creada.
113 FALKNER, Thomas, «Von der SED zur PDS. Weitere Gedanken eines Beteiligten», Deutschland
Archiv, n.º 1 (1991), pp. 30-51, sobre todo 32-40.
114 GRZYMALA-BUSSE, Anna M., Redeeming the Communist Past. The Regeneration of Communist
Parties in East Central Europe, Connecticut, Yale University Press, 2002, p. 81.
115 «Sonderparteitag Vollzog den endgültigen Bruch mit der stalinistischen Vergangenheit» y el resto
de discursos se encuentran en Neues Deutschland, 9 y 10 diciembre de 1989.
116 BARKER, Peter, «From the SED to the PDS: Continuity or Renewal?», en BARKER, Peter (ed.), The
Party of Democratic Socialism in Germany. Modern Post-Communism or Nostalgic Populism?,
Amsterdam-Atlanta (Georgia), Rodopi, 1998, p. 9.
117 REUTER, Ute, Dokumentation zum letzten Parteitag der SED, Bonn, Bundeszentrale für politische
Bildung, 1991, pp. 3-9 y siguientes.
118 «Statut der SED-PDS», Deutschland Archiv, n.º 2 (1990), pp. 309-312.
119 REUTER, Ute, Dokumentation zum letzten…, op. cit., p. 41.
120 BEHREND, Manfred y MAIER, Helmut (Eds.), Der schwere Weg der Erneuerung. Von der SED zur

PDS. Eine Dokumentation, Berlín, Dietz, 1991, p. 261.


121 THOMPSON, Wayne C., «The Party of Democratic Socialism in the New Germany», Communist
and Post-Communist Studies, vol. 29, n.º 4 (1996), p. 450.
122 Sus datos biográficos aparecen en www.pds-online.de
123 MINNERUP, Günter, «German Communism, the PDS, and the Reunification of Germany», en
BULL, Martin J. y HEYWOOD, Paul (eds.), West European Communist Parties after the Revolutions of
1989, Basingstoke, St. Martin’s Press, 1994, p. 189.
124 Neues Deutschland, 25 de enero de 1990, p. 5.
125 Sobre estas intensas jornadas de enero y febrero de 1990, véase WELZEL, Christian, Von der SED
zur PDS: eine Doktringebundene Staatspartei auf dem Weg zu einer politischen Partei in
Konkurrenzsystem?: Mai 1989 bis April 1990, Francfort del Meno, Peter Lang, 1992, pp. 20-32.
126 BARKER, Peter, «From the SED to the PDS…», art. cit., p. 5.
127 «Kritik an Beschlüssen zu üben und seinen Standpunkt zu vertreten», Deutschland Archiv, n.º 2
(1990), p. 310.
128 SUCKUT, Sigfried y STARITZ, Dietrich, «Alte Heimat oder neue Linke? Das SED-Erbe und die
PDS-Erben», Deutschland Archiv, n.º 10 (1991), p. 1046.
129 GERNER, Manfred, Partei ohne Zukunft? Von der SED zur PDS, Munich, Tilsner, 1994, p. 113.
130 SUCKUT, Sigfried y STARITZ, Dietrich, «Alte Heimat…», art. cit., p. 1046.
131 MOREAU, Patrick y NEU, Viola, Die PDS zwischen Linksextremismus und Linkspopulismus, St.
Augustin, Konrad Adenauer Stiftung, Interne Studien n.º 76, 1994, p. 14.
5. LA RFA Y LA QUIEBRA DE LA RDA

Kohl en Polonia

Las elecciones legislativas semilibres celebradas en Polonia en junio de


1989 habían deparado un triunfo arrollador a las fuerzas opositoras. Los
candidatos vinculados a Solidaridad fueron votados masivamente y, ante la
pérdida de la mayoría parlamentaria por parte del Partido Obrero Unificado
Polaco, el general Jaruzelski, presidente de la República, encargó formar
Gobierno a Tadeusz Mazowiecki, líder del partido vencedor. La vía
reformista emprendida por el nuevo Ejecutivo se propuso transformar las
instituciones comunistas aprobando un nuevo texto constitucional y afrontar
con decisión la salida de la profunda crisis económica en la que estaba
sumido el país, con una deuda de más de cuarenta mil millones de dólares.
Por otro lado, en aquella coyuntura de cambios rápidos e inopinados,
Mazowiecki defendió vehementemente unas relaciones cordiales y pacíficas
con todo el mundo, al margen de bloques y herencias. En este contexto cabe
entender la invitación cursada a Helmut Kohl para que visitase Polonia y
personificase así el reencuentro entre naciones enfrentadas durante tantos
momentos a lo largo de la historia. En aquel otoño de 1989 hacía cincuenta
años que los ejércitos de Hitler habían invadido el país; era una fecha, por
tanto, muy señalada y podía servir de base para el relanzamiento de las
relaciones.
El 9 de noviembre de 1989 el canciller alemán llegó a Varsovia en lo que
iba a ser una estancia de seis días para alentar la reconciliación entre ambos
pueblos. Por supuesto, a Kohl no se le pasaba por la cabeza que esa misma
noche el Muro dejaría de ser una de sus preocupaciones.
En efecto, apenas llegado, durante la recepción ofrecida por Mazowiecki,
los rumores sobre lo que estaba ocurriendo en Berlín fueron convirtiéndose
en noticias contrastadas. En la cena, Kohl recibió una llamada de Eduard
Ackermann, su asesor personal, desde Bonn. Sin salir de su asombro,
Ackermann estaba viendo por televisión, en directo, cómo se abría el Muro
de Berlín. Según declaró el propio Kohl al evocar aquel momento, «nos
sentíamos casi como si estuviésemos en otro planeta». Al día siguiente, antes
de abandonar anticipadamente Polonia, ofreció en el hotel Marriot una rueda
de prensa en la que afirmó que el proceso iniciado la tarde anterior formaría
parte de la historia universal.
El día 10 Kohl voló directamente a Berlín para llegar a la rueda de prensa
convocada a las cuatro y media de la tarde por el alcalde socialdemócrata de
la ciudad, Walter Momper. La expectación era máxima ante la sucesión de
acontecimientos que habían conducido a la apertura de fronteras y el canciller
no podía dejar pasar una circunstancia tan extraordinaria para afirmar su
liderazgo en una capital tradicionalmente hostil a los cristianodemócratas.
Frente a un Momper muy cauto, que en sus declaraciones durante las
jornadas siguientes se mostraría convencido de que los alemanes orientales
querían conservar su propio Estado (aun cuando en otras condiciones y con
unos lazos estrechos y armónicos con la RFA y sus vecinos occidentales),
Kohl fue muy explícito en su alocución destinada a los berlineses del este:
«Quiero deciros a todos y cada uno de vosotros de la República Democrática
Alemana: no estáis solos. Estamos a vuestro lado. Somos y seremos una
nación, estamos hechos para estar juntos»132. El contenido del discurso no
parecía fruto de la euforia del momento. Expresaba desde el principio una
convicción: la posibilidad real de superar la división alemana dentro de un
proceso general de refutación del orden establecido después de 1945, tal
como testimoniaba lo ocurrido en la mayoría de los países del este de Europa.
A pesar de las extensas redes de espionaje desplegadas durante décadas por
norteamericanos y soviéticos, la caída del Muro provocó sorpresa en todos
los líderes mundiales. Así lo señalaron tanto el presidente Bush como su
secretario de Estado, James Baker, en declaraciones y entrevistas a lo largo
de los días que siguieron. Bush puso el acento en la trascendencia del hecho
para el futuro de Europa y del mundo; estaba complacido, pero preocupado.
Era indudable la victoria moral de los principios defendidos por los aliados
occidentales, pero también lo era la incertidumbre ante el futuro inmediato.
Los mandatarios europeos, encabezados por Margaret Thatcher y François
Mitterrand, tardaron más en reaccionar y lo hicieron con un entusiasmo muy
medido. No podían sino celebrar la apertura de fronteras, símbolo del triunfo
de la libertad y las aspiraciones democráticas de un pueblo —libertad y
democracia— sobre las cuales se erigían sus Estados y el proceso de
integración europea en marcha. Sin embargo, por lejano que fuera, el
horizonte de una unificación de los territorios alemanes encendía todas las
alarmas, devolviendo a las cancillerías europeas la pesada carga de la
historia: un recuerdo nada tranquilizador.
A los soviéticos tampoco se les había notificado nada sobre la apertura de
los puestos fronterizos. Parece ser que las últimas informaciones respecto a la
flexibilización de los requisitos para poder viajar habían sido trasladadas el 7
de noviembre por Oskar Fischer, ministro de Exteriores de la RDA, a
Vladímir Kochemasov, embajador en Berlín Este133. Gorbachov se encontró,
de repente, en una situación paradójica: había impulsado con tenacidad las
reformas tanto en su país como en toda Europa oriental, enfrentándose a la
vieja guardia del SED por su política refractaria a los cambios, pero el
derrumbe del Muro le acarreaba muchos más problemas que satisfacciones.
No había sido él quien capitalizara la maniobra y la confusión generada
perjudicaba su imagen de dirigente hábil y capaz.
En efecto, el 9 de noviembre de 1989 Gorbachov y su equipo de
colaboradores más cercanos estaban lejos de pensar que el Muro iba a
derrumbarse. Fue Anatoli Chernyaev, el consejero de política exterior, quien
antes y mejor entendió las consecuencias de aquel acontecimiento: al día
siguiente, el 10, escribió en su diario: «Se ha terminado toda esta era de la
historia del sistema socialista […]. Esto es el final de Yalta […], del legado
estalinista […]»134.
Resulta sorprendente la tibia respuesta del Kremlin ante un hecho tan
trascendental. El Politburó parecía más preocupado por el incremento de las
hostilidades en las repúblicas bálticas debido a las protestas nacionalistas y
por el fracaso continuado de los planes de reforma económica cuyas
repercusiones se dejaban notar en la desafección a Gorbachov. Desde un
primer momento, por tanto, los soviéticos se mantenían a la defensiva,
cediendo a Kohl la iniciativa a la hora de asegurar la estabilidad en la zona y
hacer propuestas razonables de futuro. Más paradójica aún resulta esta
inacción cuando el poder militar de la URSS, ejemplificado en el importante
contingente de efectivos desplegado en la RDA, le daba indudables ventajas
sobre su rival.
Podemos explicar esta actitud de Gorbachov durante los meses que
siguieron si consideramos la trayectoria de su política exterior desde la
perspectiva del Nuevo Pensamiento, un concepto de las relaciones
internacionales denostado por las cancillerías occidentales como mera
propaganda pero cuyo potencial pacificador, finalmente, hubieron estas de
reconocer. Quizá fue Shevardnadze quien, como hemos visto, mejor resumió
esta doctrina:
Detener los preparativos materiales para la guerra nuclear, conducir las relaciones
soviético-norteamericanas a un estado de diálogo civilizado y normal […], crear un
sistema de seguridad en Europa basado en el procedimiento de Helsinki […], entablar
relaciones con países vecinos basadas en el respeto a sus intereses y la no intervención
en sus asuntos internos […]135.

Así pues, en el final de la «doctrina de soberanía limitada» y en la voluntad


de avanzar hacia la Casa Común Europea, unidos a la dictadura de la realidad
—esto es, a la precariedad económica del país y a la creciente debilidad de
Gorbachov en el entramado de poder del Kremlin— encontramos una
explicación a la actitud del presidente de la URSS ante la caída del Muro.
Lejos de erigir un nuevo muro político ante la unidad de Alemania,
Gorbachov entendió la caída como un proceso lento pero inevitable y no
aislado, sino inserto en la evolución de Europa hacia la Casa Común, un
espacio progresivamente desmilitarizado, más seguro y con relaciones
privilegiadas entre naciones hasta entonces enemistadas por el conflicto entre
bloques.
La conferencia de Gorbachov ante la Asamblea General de Naciones
Unidas tiempo atrás, el 7 de diciembre de 1988, no había convencido a los
principales asesores del presidente Bush en esta materia. Tanto Scowcroft
como Cheney valoraban el discurso como una pieza más en la campaña
propagandística de Gorbachov para hacerse un nombre entre los líderes
mundiales como artífice de una época de paz y desarme cuando, en realidad,
eran solo palabras hueras en una Guerra Fría todavía muy viva. La Casa
Común solo pretendía desestabilizar a medio plazo los importantes logros
conseguidos en la construcción europea y, de forma indirecta, alejar al Viejo
Continente de Estados Unidos136. Aun así, a lo largo del año siguiente, tanto
en sus intervenciones públicas como en sus encuentros con los mandatarios
europeos, el líder soviético volvió a insistir en la misma idea: solo el imperio
de la ley, basado en el respeto a los derechos y libertades, conduciría a un
futuro de paz y estabilidad; solo la eliminación paulatina del armamento, y no
la disuasión, conduciría a la seguridad global.
El concepto de «Casa Común Europea» había sido utilizado por Andrei
Gromyko a principios de 1972 y, años más tarde, en 1981 por Leonidas
Brezhnev con la intención de atraer a los países de Europa occidental a una
política de colaboración que los alejara un tanto de Estados Unidos, sobre
todo en la vertiente militar. Fue este, muy probablemente, el sentido que
quiso imprimir a sus palabras Gorbachov en el viaje a Londres de 1984137.
Sin embargo, una vez elegido secretario general del PCUS, Gorbachov lo
había perfilado hasta incorporarlo a su léxico a la hora de abordar la política
exterior. En un informe preparado por el Instituto para la Economía del
Sistema Socialista Mundial, dirigido por el académico Vyacheslav Dashichev
en abril de 1989, se incidía en la importancia de desarrollar la idea además de
relacionarla con Alemania. Según el economista soviético, el arreglo de la
cuestión alemana con la sutura de la herida provocada por la guerra traería
como consecuencia la eliminación de una de las causas más graves de un
posible enfrentamiento político y militar en Europa. La reunificación
supondría para la URSS «la liberación histórica de la pesada e insoportable
carga de la confrontación con la coalición formada por los países de Europa
occidental, Estados Unidos y Canadá»138.
Para el interés soviético, la pujanza de la República Federal podía servir de
sostén ante las dificultades que atravesaba la superpotencia, además de como
contención ante la presión de Estados Unidos. No obstante, como es lógico,
esta posición generaba recelo —y en muchos casos rechazo— por parte de
importantes sectores del Partido Comunista soviético que recordaban el
peligro de una Alemania unificada bajo los parámetros del capitalismo, fuerte
tanto económica como militarmente. La posición contraria a las tesis
reformistas de Gorbachov, manifiesta en los dirigentes germano-orientales,
alimentaba a dichos grupos, que consideraban la absorción de la RDA por
parte de la RFA un paso atrás para el socialismo, un error imperdonable.
Estas dos formas de entender el futuro de Alemania chocaron en el seno del
vigésimo octavo congreso del PCUS, celebrado del 2 al 13 de julio de 1990.
Si bien Gorbachov salió victorioso de la pugna, el deterioro de su imagen en
el país de los soviets era muy evidente, como lo era su mayor aceptación
entre los dirigentes occidentales. Las críticas sobre la deriva de la política —
interior y exterior— del secretario general fueron un hecho durante el
congreso, fácilmente perceptible en aquellos que en el año 91 tratarían de
deponerlo mediante un golpe de Estado.
En definitiva, a partir de la primavera, pero sobre todo del verano de 1989,
ningún líder comunista de la Europa sovietizada podía pensar en una
intervención armada de la URSS para reconducir la situación en su país. De
esta certeza eran también conscientes las fuerzas de oposición, que supieron
sacar provecho de la debilidad del poder establecido en Polonia, Hungría y la
República Democrática Alemana.
Volviendo a aquel momento histórico, a su regreso a Bonn la noche del 10
de noviembre y a lo largo del día siguiente, Kohl habló por teléfono con
Bush, Mitterrand, Thatcher, Krenz y Gorbachov. Las conversaciones
transcurrieron sin sobresaltos, con análisis breves sobre el estado de cosas,
con el objetivo de mantener la confianza en una evolución pacífica que
demandaba respuestas rápidas. Tras el fugaz paso por Bonn para informarse
de la situación, hablar con sus asesores más directos y telefonear a los
principales líderes implicados en el futuro inmediato de la cuestión alemana,
el canciller decidió proseguir su visita a Polonia. Allí volvió el sábado,
consciente de que, precisamente, las relaciones con este país serían
determinantes para eliminar obstáculos en el camino hacia una fórmula de
integración entre los dos Estados germanos. Recorrió el campo de Auschwitz,
hizo declaraciones muy moderadas, evitando cualquier aspecto que pudiera
aludir siquiera mínimamente al irredentismo, y prometió estudiar ayudas
económicas para alentar el proceso reformista iniciado por el Gobierno de
Mazowiecki.
Como acabamos de señalar, Kohl esperó hasta el día 11 para telefonear a
Egon Krenz con el fin de concretar una reunión, algo que, finalmente, no iba
a suceder. Como hemos visto, el día 13 la Volkskammer confirmaba como
primer ministro a Hans Modrow, el camarada querido por el Kremlin para
haber llevado a cabo una perestroika a la alemana mientras, por supuesto,
continuaban las manifestaciones de los lunes en Leipzig, cada vez más
masivas. El día 17, además de presentar su programa de gobierno139, el nuevo
mandatario anunció la formación de un gabinete con veintiocho carteras, de
las cuales casi la mitad eran ocupadas por ajenos al Partido: la caída del Muro
había supuesto un giro radical en la realidad alemana y europea.
La población de la RDA mostraba su entusiasmo: los cálculos más
ajustados ofrecen cifras pasmosas; el fin de semana del 17 al 19 de
noviembre unos tres millones de alemanes del Este visitaron la República
Federal140. El sentimiento unitario crecería por momentos y se llevaría por
delante otras alternativas. Intelectuales respetados de la RDA como Stefan
Heym y Christa Wolf publicarían a finales de mes una llamada a la población
para mantener el Estado germano-oriental bajo un Régimen socialista y
democrático, diferenciado de la capitalista República Federal. Incluso,
alguien tan informado como el último embajador español en la República
Democrática Alemana, Alonso Álvarez de Toledo, se equivocaba por
completo al escribir en su diario el día 30 de noviembre: «Todos los partidos
de oposición se han adherido al llamamiento de Stefan Heym y Christa Wolf.
Hoy por hoy no hay una fuerza política en la RDA que acepte la idea de
reunificación tal como la ha propuesto el canciller Kohl»141.
El tiempo demostraría que el eslogan «Somos un pueblo» iba a convertirse
en el auténtico triunfador de la situación, como bien percibió Helmut Kohl
apostando por la carrera hacia la unidad rápida de ambos Estados frente a las
reticencias del líder socialdemócrata, Oskar Lafontaine. Los meses
posteriores pasarían factura política a este por su incapacidad para entender
las aspiraciones populares.
En efecto, como veremos más adelante, el SPD no supo reaccionar con
coherencia ante la cuestión nacional; ya habían podido apreciarse
abiertamente las discrepancias en su seno durante el congreso del Partido en
diciembre de 1989 y continuaría arrastrándolas en un proceso de deterioro
interno reflejado en la pérdida de confianza de los votantes. El propio
Lafontaine y Peter Glotz142, entre otros, se mostraron extraordinariamente
críticos con la renacionalización del mensaje de la CDU, y cuando la
población germano-oriental se inclinó sin paliativos hacia la unidad apostaron
por la vía lenta, la del artículo 23. Solo un sector minoritario dentro de la
organización, encabezado por el veterano dirigente Willy Brandt, trató de
ofrecer un discurso nacional más próximo, en este sentido, al preponderante
en toda la sociedad alemana.

El inicio de la reunificación: Europa ante el Programa


de los Diez Puntos

De nuevo en el despacho en Bonn y mientras las conversaciones entre los


dirigentes de las cuatro potencias centraban la atención en la estabilidad
europea como objetivo inmediato, Kohl tomó la iniciativa preparando con sus
colaboradores más cercanos un plan a favor de la senda unificadora que
pudiera ser asumido tanto por las capitales comunitarias como por Moscú y
Washington. Habría que presentarlo cuanto antes para generar un espacio de
discusión y se pensó en el 28 de noviembre como fecha más adecuada. Aquel
día había sesión en el Bundestag sobre temas presupuestarios de gran
alcance, pero el foco de interés sería el denominado «Programa de los Diez
Puntos», en el que el canciller jugaba con la vieja idea de una Confederación
—dos Estados, una nación—: una idea, por otro lado, muy grata a la
tradicional posición soviética143. Si era bien recibida, la propuesta serviría
para controlar el flujo de emigrantes, ofreciendo esperanzas a la población del
Este ante el inicio de un proceso de creación de estructuras confederales en
donde podrían convivir todos y, sobre todo, mejorar las endebles bases de la
economía de la RDA y satisfacer las demandas de la oposición. Este proceso
no conculcaba los principios articuladores de la Comunidad Europea ni iba en
contra del Acta de Helsinki.
Mientras tanto, el desasosiego de muchos líderes europeos después de la
caída del Muro fue finalmente canalizado por Mitterrand al convocar para el
19 de noviembre una cumbre extraordinaria de jefes de Estado y de Gobierno
comunitarios en París. Fue Margaret Thatcher quien abordó directamente el
asunto de la unificación, argumentando lo inapropiado que resultaba
reconsiderar la espinosa cuestión fronteriza, cuyas repercusiones tenderían a
desgastar aún más la debilitada posición de Gorbachov. Kohl adujo el apoyo
inequívoco de toda Europa a que fueran los ciudadanos alemanes del Este
quienes decidieran sobre su propio destino y, por otro lado, reiteró la
vocación europeísta de su país y su absoluto e irrenunciable deber para con el
presente y el futuro de la Comunidad Europea. Reticencias aparte, esta
reunión parisina sirvió para fijar posiciones, al menos en teoría, y aliviar
tensiones. La unificación alemana se había abordado sin ambages y el
resultado era una aparente conformidad con lo que muchos daban ya por
inevitable: la apertura de vías hacia dicha unidad, aunque tardara en
producirse.
Durante el verano de aquel año Mijaíl Gorbachov había visitado a Kohl en
Bonn. El encuentro había sido extraordinariamente cordial, como pusieron de
manifiesto los numerosos medios de comunicación que hicieron un detallado
seguimiento de la reunión. Los mandatarios firmaron una declaración muy
esperanzadora en la que dejaron patente su respeto a la libertad de los pueblos
para seguir su propio camino dentro de las normas del derecho internacional.
El secretario general del PCUS parecía inclinar la balanza hacia el apoyo a
las transformaciones iniciadas en los sistemas sovietizados de Europa centro-
oriental mientras consideraba al Régimen de la RDA una rémora del pasado,
inmune a cualquier atisbo de reforma144. De hecho, una vez caído el Muro,
Gorbachov lo aceptaría de bastante buen grado. En un contexto cada vez más
difícil para sus políticas de cambio en el interior de la URSS y con la herida
nacional abierta en Lituania, entendería el momento como una oportunidad
para afianzar sus relaciones con la República Federal, lo cual podría
plasmarse en nuevos recursos económicos, a la vez que reforzaría su prestigio
internacional como garante e impulsor de la paz.
Volviendo a aquel otoño del colapso, tal como había pensado hacer, el 28
de noviembre de 1989 Kohl presentó al Bundestag su plan para avanzar con
decisión hacia la unidad. Disponía ya del apoyo del presidente
norteamericano, pero aún no había hablado con sus homólogos comunitarios.
El Programa de los Diez Puntos buscaba la aproximación entre las dos
Repúblicas con el fin de alcanzar las bases económicas y políticas capaces de
impulsar a medio plazo el nacimiento de una nueva entidad política después
de la correspondiente celebración de elecciones libres en ambos territorios.
Sin duda alguna, Kohl fue —insistimos— quien mejor intuyó lo que
supondría la caída del Muro para Alemania y para toda Europa: frente a la
parálisis que experimentaron otras cancillerías, puso inmediatamente a
trabajar a un reducido equipo de colaboradores y, en especial, a su asesor de
Seguridad Nacional, Horst Teltschik, para que analizaran la situación y
proyectaran un primer plan de acción.
Algunas de las propuestas del canciller eran especialmente relevantes. Por
ejemplo, el punto tercero establecía los requisitos necesarios para la ayuda
material a la RDA: el sistema debía democratizarse garantizando elecciones
libres, la defensa de los derechos humanos y la economía de mercado, así
como permitiendo el flujo de inversión extranjera. En el quinto se recogía la
creación de estructuras confederales entre ambos Estados, solo después de
celebrarse elecciones pluripartidistas. Precisamente, el punto siguiente, y
como clara concesión a las ideas expuestas por Gorbachov, reflejaba que este
proceso de acercamiento e integración paulatina quedaría dentro del marco de
la Casa Común Europea. El desarme y control de armamentos, la
conformidad con la prohibición de armas químicas y la reducción de las
nucleares aparecían explícitamente citados en el punto noveno.
Kohl supo plantear su visión sin salirse un ápice del marco trazado por los
aliados occidentales en las últimas décadas para abordar la cuestión alemana,
por lo que el contenido era irreprochable. El mayor temor de los socios
comunitarios provenía del hecho de que el canciller no hubiera comunicado
previamente sus intenciones: el Consejo Europeo de París celebrado muy
poco antes habría sido un momento perfecto, puesto que la elaboración del
Programa estaba en ciernes y el canciller conocía perfectamente su contenido.
Lo había ocultado no solo a sus aliados, sino a dos de las potencias
ocupantes, cuyo derecho de veto sobre una hipotética reunificación era
determinante.
En cambio, quien se mantuvo en su postura fue Delors: la unidad de
Alemania debía ser un paso previo a las negociaciones con el resto de países
del Este, singularizando de esta manera el caso de la RDA. El presidente de la
Comisión reconocía la trascendencia de Alemania para el futuro comunitario;
de ahí su anuncio, en enero de 1990, de que la RDA debería tratarse como un
caso especial145.
Ante la atmósfera enrarecida, Genscher inició una serie de visitas a los
países comunitarios para pulsar de primera mano las reacciones provocadas
por la presentación del Programa. A pesar de los recelos suscitados, la
sensación general fue bastante positiva. Su conclusión fue que, con la
aquiescencia de Estados Unidos y Francia, el proceso de unificación estaba
salvado: eran los dos países con los que la diplomacia federal debía
esforzarse a fondo. Genscher reiteró hasta la saciedad el compromiso
europeísta, confirmando al Elíseo su apoyo a la Unión Económica y
Monetaria (UEM)146.
La más pertinaz en su oposición a las ideas del canciller alemán fue
Margaret Thatcher, que pensaba que, en algún momento de las
conversaciones a varias bandas, Gorbachov impondría el veto. «Por su propia
naturaleza Alemania es una fuerza más desestabilizadora que estabilizadora
en Europa», recordaría en sus memorias147, mientras en sus alocuciones de
aquellos meses no dudó en atizar el fantasma del pasado para crear en la
opinión pública británica un sentimiento de temor ante la transformación de
Alemania en una todavía mayor potencia económica y militar. Como muchos
de sus predecesores en el cargo a lo largo de la historia contemporánea,
estaba convencida de que el equilibrio de poder continental para evitar la
pérdida de influencia británica podría venirse abajo con una Alemania
unificada que extendiera sus tentáculos por la convulsa Europa centro-
oriental.
En buena parte de las capitales comunitarias, sobre todo en Londres y
París, el malestar pudo constatarse de inmediato. La puesta en práctica de un
plan de estas características implicaba el final del orden surgido tras la
Segunda Guerra Mundial: entre otros temas candentes, modificaciones de las
fronteras existentes, cambios en el sistema de seguridad colectiva y variación
de las relaciones en el seno de la CEE. Sin duda, uno de los que más aristas
presentaba era el de la seguridad. Kohl había evitado hablar de qué papel
correspondería a la nueva Alemania dentro de la OTAN para no alterar la
buena disposición de los soviéticos, aunque era consciente de que sus aliados
occidentales no permitirían otra solución que no fuera la de que el nuevo
Estado permaneciera dentro de la Alianza. Mayor trascendencia todavía tenía
el necesario sometimiento de las decisiones que se tomaran sobre el futuro de
Alemania a la voluntad de las cuatro potencias ocupantes. Iguales
competencias tenía la URSS que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido
para decidir a favor o en contra de la unificación: ni el Gobierno federal, ni el
de la RDA, ni los dos juntos tenían respaldo legal para dar este paso. No
obstante, el momento para un posible entendimiento entre los cuatro era muy
propicio —impensable pocos años, o incluso meses, antes—: la debilidad
soviética y la buena receptividad norteamericana avalaban el proyecto de
Kohl, máxime cuando el canciller no establecía un calendario siquiera
aproximado. Es probable que pensara en un periodo de entre cinco y diez
años, nunca menos, para consumar la unidad, siempre que la inestabilidad en
la Europa centro-oriental y en la URSS no hiciera descarrilar el proceso148.
Las reacciones fueron muy negativas por no haberse consultado con ningún
mandatario excepto Bush. En su viaje a Moscú pocos días después de la
intervención de Kohl en el Bundestag, Genscher encontró un ambiente muy
tirante y al ministro de Exteriores, Shevardnadze, tan ostensiblemente
molesto que llegó a comparar a Kohl con Hitler para dejarle en peor lugar
todavía: «Ni Hitler se permitió nada semejante»149. También en las visitas
giradas por Genscher a las principales capitales de los países comunitarios
recibió algunas respuestas desairadas. Sin abandonar por un momento los
recelos, cada uno de los interlocutores aceptó la posibilidad de la unidad
alemana si no se ponía en juego el proceso de integración europea y si se
confirmaba el sistema de seguridad occidental150.
El objetivo principal del canciller en aquel delicado momento era
convencer al presidente norteamericano de su buena voluntad. Tras la
Cumbre de Malta celebrada los días 2 y 3 de diciembre de 1989, la noche de
aquel domingo, día 3, Bush llegó a Laeken (cerca de Bruselas) para participar
en una reunión de la OTAN. Cenó con Kohl y todo hace indicar que la
explicación que este le ofreció sobre sus ideas respecto al futuro de Alemania
y Europa fue muy convincente. El presidente norteamericano acudía un tanto
contrariado por el Gobierno federal y su Programa de los Diez Puntos.
Consideraba que, dada la trascendencia que podía llegar a tener, Washington
debería haber sido partícipe del documento. Sin embargo, la conversación
durante aquella velada despejó las dudas hasta el punto de que Bush se
convirtió en un defensor de los argumentos y del programa de actuación
definido por su homólogo alemán. La alocución que pronunció a la mañana
siguiente, en la cumbre atlantista, no dejó indiferente a nadie por la sorpresa
que produjo su alineamiento con las tesis de Bonn.
De este modo, la reunión al más alto nivel de la OTAN en los primeros días
de diciembre despejó las dudas al respecto: los socios atlánticos apoyaron
explícitamente la aspiración a que se convirtieran en un solo Estado. En el
transcurso de la cumbre, el 4 de diciembre, hizo pública una nota según la
cual sus objetivos en el marco de aquel mundo en cambio continuaban siendo
los mismos: garantizar la paz, la seguridad y la colaboración entre países
dentro de la nueva Europa. Parecía innecesario hacer esta declaración, pero
cobraba sentido después del mensaje lanzado por los miembros del Pacto de
Varsovia en su reunión del mes de marzo anterior, cuando, ante la profunda
crisis interna de la organización de defensa de los países comunistas, muchas
de las autoridades de defensa y asuntos exteriores habían declarado en los
meses sucesivos la incongruencia de mantener en vigor unas alianzas
militares impropias del nuevo contexto de entendimiento en Europa. El
ministro de Exteriores soviético, Shevardnadze, había llegado a exponer en
público su idea de transformar el Pacto de Varsovia en una suerte de foro
político sobre seguridad, y eso solamente si sus miembros así lo acordaban.
En caso contrario, podría disolverse151.
El Consejo de Estrasburgo, previsto para los días 8 y 9 de diciembre —muy
poco después de la cumbre atlántica—, era la última gran oportunidad de la
presidencia francesa de las Comunidades para afirmar su liderazgo en aquel
convulso panorama provocado por la caída del Muro. Mitterrand era
consciente de que debía actuar con prontitud y habilidad para no ver su
política oscurecida por los acontecimientos desencadenados, ni privada de
una continuidad que entendía necesaria para preservar los intereses de
Francia en Europa: ahí radicaba su persistencia a la hora de conseguir de
Kohl un apoyo explícito a la unión monetaria y a la profundización en las
estructuras comunitarias. Por un lado, este marco fortalecido serviría para
encauzar la previsible unificación alemana dentro de los límites comunitarios
y, por otro, un fortalecimiento del eje París-Bonn restituiría al presidente
francés a una posición de influencia que se había visto menguada tras el
acercamiento de Bush a las tesis alemanas. Por ello era tan importante
conseguir que Kohl apoyara la convocatoria de las conferencias
intergubernamentales.
Por su parte, también la Europa comunitaria tuvo una oportunidad
excelente de expresar su opinión ante la cuestión alemana en la citada reunión
de Estrasburgo. A pesar de las discrepancias en su seno, la Declaración sobre
Europa Central y Oriental entró de lleno en el asunto mientras animaba, a su
vez, a los países sovietizados del área a perseverar en el camino
recientemente iniciado hacia el Estado de derecho y la defensa de los
derechos del individuo, prometiéndoles al mismo tiempo todo el apoyo de las
instituciones de Bruselas en la tarea de reconstrucción. A la luz de los
fundamentos del proceso de integración, el comunicado esgrimía una serie de
principios inapelables. Con una mención expresa al talante reformista de
Gorbachov, sin el cual ninguno de los cambios que se percibían hubiera sido
posible, los países miembros se congratulaban del proceso abierto, una de
cuyas repercusiones, de conformidad con el Acta Final de Helsinki, habría de
ser la esperada desaparición de la división de Europa en pro del
«fortalecimiento del estado de paz en Europa en que el pueblo alemán
recupere su unidad a través de la libre autodeterminación. Ese proceso
debería realizarse de forma pacífica y democrática, respetando los acuerdos y
tratados […] y en un contexto de diálogo y de cooperación Este-Oeste»;
además, tendría que continuar dentro de la vía de unificación seguida desde
los Tratados de Roma. En este sentido, concluía, «la construcción europea
debe, pues, avanzar: la realización de la Unión Europea permitirá desarrollar
mejor un conjunto de relaciones eficaz y armonioso con los demás países
europeos»152.
Durante los días en que se desarrolló el encuentro de Estrasburgo, la mayor
parte de los socios, exceptuados Irlanda y España153 —como veremos más
adelante en lo que a nuestro país se refiere—, había puesto reparos al
Programa de los Diez Puntos, cuando no lo había criticado abiertamente: solo
cedieron ante la insistencia de Kohl para que el texto final reflejara una toma
de posición explícita y contundente a favor de la unidad. El canciller tampoco
había aceptado que en las conclusiones apareciera una declaración a favor de
la inviolabilidad de las fronteras actuales: se limitó a aceptar la referencia a
Helsinki. No obstante, y ante la preocupación existente respecto a la línea
Oder-Neisse —manifiesta, sobre todo, en las intervenciones del presidente
Mitterrand—, Kohl aseguró su continuidad una vez se hubiera producido la
unidad, pues Alemania no tenía ninguna intención de reclamar territorios que
históricamente hubieran formado parte de su integridad nacional y volvía a
repetir, para tranquilidad de todos, que solo entendía la unificación dentro del
proceso de integración europea. Una vez salvado este escollo, Mitterrand
asumió que, si no era posible frenar la reunificación, habría que adaptar la
política francesa a los inevitables cambios buscando asegurar una línea de
acción novedosa y eficaz, y con este fin logró el visto bueno para poner en
marcha el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo y un fondo de
estabilización para Polonia. Trataba así de asumir una política activa ante las
transiciones en ciernes en los países del Este, ampliando su influencia sobre
ellos.
El desarrollo y las conclusiones extraídas del Consejo de Estrasburgo
podían considerarse un éxito. Se habían salvado las diferencias de partida; los
intereses de la RFA respecto a un apoyo —por tibio que fuera en algunos
casos— y los de buena parte de los miembros eran compatibles.De hecho, se
abrió una nueva fase después de que tanto la OTAN como la CEE aceptaran,
e incluso secundaran, la senda hacia la unidad alemana. La cosecha recogida
en Estrasburgo también fue abundante y positiva para el proyecto de
edificación comunitaria: en 1990 daría los primeros pasos una conferencia
intergubernamental para alentar la UEM.
Ello no quería decir que hubieran desaparecido los desacuerdos. Ni
británicos ni franceses estaban entusiasmados con la trepidante sucesión de
acontecimientos, temerosos ante la inminencia de convivir de nuevo con un
gigante en el centro de Europa. Sin embargo, ante la disyuntiva de aceptar y
apoyar el proceso o negarse taxativamente, la última opción no era viable
debido tanto a la antes citada acogida favorable de Washington como a la
sorprendente respuesta soviética, que, frente a lo que había esperado
Mitterrand, invitaba al diálogo sin cerrar las puertas a la reunificación. Con
ello se frustraba el intento ensayado por el presidente francés de paralizar el
proceso —por lo demás, ya en marcha— mediante un gesto tan simbólico
como viajar a la República Democrática Alemana ese mismo mes de
diciembre e influir en el Kremlin para hacer un frente común. Como
acabamos de ver, Mitterrand hubo de conformarse con presionar a Bonn para
que aceptara el anclaje en las Comunidades Europeas y evitara aventuras
solitarias capaces de generar un nuevo dominio sobre la Europa central y
oriental154.
Está comprobado que antes, incluso, de caer el Muro París y Bonn habían
barajado la posibilidad de la unidad alemana, si bien como algo remoto y
circunscrito a la Europa unida. Ni al Reino Unido ni a Francia interesaba una
reunificación por la vía rápida. El poder que desde el final de la Segunda
Guerra Mundial conservaban como potencias ocupantes mermaría con la
emergencia de una Alemania económica y políticamente reforzada, lo cual
repercutiría de forma directa en la pérdida de influencia no solo en el
panorama europeo, sino también en las relaciones fuera del Viejo Continente.
Esto explica que durante los primeros meses mantuvieran una actitud
prudente frente a esta cuestión, acercando posiciones con Moscú para
obstaculizar un proceso unitario acelerado. La cita, celebrada en Berlín el 11
de diciembre, de los embajadores que en Bonn tenían las cuatro potencias
ocupantes puso sobre la mesa lo delicado de la situación: las autoridades
germano-occidentales mostraron su desaprobación por no haber sido
invitadas. La reunión era importante debido a su profundo contenido
simbólico a causa de los muchos años que habían transcurrido desde la
última, haciendo patente el lastre del pasado.
La confirmación de que no estaba equivocado en sus propuestas le vino a
Kohl de la mano de su visita a Dresde el día 19. Si, en pura lógica, había de
contar con el aval de los mandatarios internacionales y de las principales
organizaciones supranacionales para llevar a buen puerto sus ideas sobre la
unidad, más peso tendría aún la reacción popular. En una era dominada por
los medios de comunicación, la impresionante acogida del canciller en
territorio de la RDA mostró a los líderes internacionales la frustración social
que nacería si se actuaba en contra de los deseos de la mayor parte de la
población. En cuanto llegó al aeropuerto, las expectativas generadas entre los
ciudadanos se tradujeron en euforia. Decenas de miles de personas
interrumpieron su discurso al grito de «¡Unidad!» mientras le escuchaban
prometer elecciones libres para ambos Estados; con ellas, y con la edificación
de instituciones confederales, comenzaría una nueva época. A partir de
entonces sería imposible romper la esperanza en la unidad; es más, como bien
expone Mary Elise Sarotte, después de esta visita y de los encuentros que
Kohl mantuvo en Dresde con dirigentes del SED, miembros de la oposición y
ciudadanos que salieron a vitorearle, resultaba evidente para todo aquel que
no quisiera engañarse que era necesario caminar hacia la unidad por una vía
mucho más rápida que la de una confederación, cuya demora en el tiempo se
haría intolerable para la mayoría155.
Kohl había viajado para entrevistarse con Modrow con el fin de adelantarse
a la visita prevista de Mitterrand a Berlín Este. Conocía la ebullición de las
calles y la excelente acogida de que fue objeto —como acabamos de
comentar— serviría de elemento de presión ante lo que el presidente francés
pudiera ofrecer. De hecho, fue el primer test de popularidad de Kohl en la
República Democrática, lo cual también constituía una demostración de
fuerza frente a otros líderes —como Willy Brandt— hasta entonces muy bien
valorados, pero pertenecientes a otras formaciones políticas.
La primera semana de diciembre Mitterrand se había entrevistado con
Gorbachov, a quien recordó, en una velada referencia a la Casa Común del
mandatario soviético, que la unidad alemana solo tenía cabida dentro de las
estructuras de integración europeas, no solo las comunitarias, sino también
las de una Europa más amplia, lo cual garantizaría la seguridad de las
fronteras y la estabilidad del continente. Pese a su renuencia, el presidente
francés era consciente de que no había muchas alternativas156.
Con inquietud, aunque también con satisfacción por el éxito de la cumbre
europea, Mitterrand se trasladó pocos días después —como acabamos de
señalar— a la República Democrática Alemana, para disgusto de las
autoridades de Bonn por lo que entendían como una injerencia cuyo único
beneficiario era el propio presidente francés, puesto que, consideraban, no
aportaría nada al difícil equilibrio de intereses en el que se jugaba la partida
por la unificación. Más bien, al contrario: en la Cancillería se temía alguna
maniobra dilatoria o, incluso, paralizadora por parte del Elíseo. Si seguimos
las declaraciones de Mitterrand desde que se reactivó la cuestión alemana,
ciertamente, nunca opuso resistencia a dicha unidad; eso sí, insistió una y otra
vez en cómo el proceso debería desarrollarse de una forma pausada y
respetando la incardinación plena del nuevo país en la Europa comunitaria
con el objetivo de mantener el necesario equilibrio en el Viejo Continente. Al
fin y al cabo, y a pesar de las transformaciones operadas, en aquellos
momentos continuaba plenamente vigente el orden internacional de Guerra
Fría en Europa, y ahí radicaba, entre otros motivos de interés nacional, la
apuesta de Mitterrand por un periodo prolongado en el tiempo durante el cual
los mecanismos previstos para la unidad pudieran ajustarse a la propia
evolución de la integración comunitaria.
Estas ideas respecto a una unificación lenta, siempre vinculada a la
construcción europea, y favorable, a su vez, a ganar el apoyo de Gorbachov
—cuya posición, según París, peligraba debido a la reacción cada vez más
adversa que su política de repliegue internacional generaba no solo entre la
cúpula sino entre amplios sectores de la población de la URSS— fueron las
que trasladó a Kohl en su encuentro en Soustons, al sur de Las Landas en los
primeros días de 1990157. Este comprobó de primera mano el enorme impacto
internacional del discurso que había pronunciado a finales de noviembre en el
Bundestag y trató de tranquilizar a Mitterrand ofreciéndole alcanzar una
posición conjunta que destacara los elementos que compartían y que, incluso,
se verían favorecidos por la unificación: unas relaciones franco-alemanas más
estrechas todavía y una firme colaboración para profundizar en las políticas
comunitarias. Ciertamente, este último elemento era de suma importancia, no
solo para París, sino también para Bruselas. La economía alemana era un
pilar insustituible de la comunitaria y una mirada excesiva hacia el Este podía
hacer peligrar el proyecto auspiciado por el presidente de la Comisión,
Jacques Delors, a favor de una mayor integración europea. Delors era
partidario de la unión económica entre los dos Estados alemanes, hecho, sin
duda, beneficioso también para una futura unidad política, pero Bonn no
debía olvidar sus responsabilidades europeas. Es más, en estas circunstancias
debía comportarse como un país en la vanguardia de la integración,
despejando así las sospechas que pudieran cernirse sobre su compromiso.
La sucesión de acontecimientos en la RDA —en concreto, la continuada
sangría de refugiados hacia territorio federal, una de las manifestaciones del
colapso de su economía— fortalecía la actitud de Kohl, inclinado a ahorrar
etapas en pro de una unidad lo más rápida posible. La clave residía en la
economía, en ofrecer una unión económica y monetaria entre ambos Estados.
Constituía, en principio, una tabla de salvación para el Gobierno de Modrow
aunque, por otra parte, dejaba en manos de Kohl la primacía a la hora de
presentarse como el gran artífice de la unidad. El plan se presentó a principios
de febrero y, como otras decisiones anteriores de Kohl, constituyó un
auténtico aldabonazo en las cancillerías europeas y en la propia Alemania. Si
en algo coincidían en la RDA tanto los más reacios como los más fervientes
defensores de la reunificación era en el fiasco económico, con lo cual el
amparo de la gran potencia hermana sería muy bien recibido en todos sus
sectores sociales, así como en el Gobierno. Más reticencias existían entre los
expertos de la RFA, entre ellos, grandes empresarios, el presidente del Banco
Federal, Karl Otto Pöhl, y el ministro de Economía, Helmut Haussmann, para
quienes había que actuar con mucho cuidado, ajustándose estrictamente a
unas condiciones preestablecidas y en un proceso gradual en el que se
contemplara la acomodación de precios a los costes reales. La economía del
Este caería en una profunda depreciación, como lo haría su competitividad158.
Tampoco los asesores financieros con influencia en la Comisión veían con
claridad las posibilidades de culminar con acierto un proceso cuyas
consecuencias podrían acarrear un crecimiento de la inflación en toda
Alemania, un abrumador déficit público y, en consecuencia, repercusiones
muy negativas en la economía comunitaria.
Al margen de las complicadas cuestiones estrictamente económicas, el
atractivo del marco occidental entre la población del Este quedaba fuera de
toda duda, más aún tras el compromiso público del canciller Kohl de que
ningún ciudadano saldría damnificado y pronto se homologarían los niveles
de vida a uno y otro lado de la frontera actual. Si el paso resultaba exitoso,
Kohl tendría prácticamente asegurada la vía hacia la unidad rápida159. Como
indicábamos antes, en consonancia con lo ocurrido tras el anuncio del
Programa de los Diez Puntos, las reacciones ante la propuesta sin consulta
previa con sus socios provocaron el desasosiego, aunque ya más matizado en
el caso de París. Mitterrand había asumido la unidad alemana como inevitable
a corto plazo, por lo que desplazó el foco de sus intereses hacia un
compromiso de Bonn con la unidad europea reforzada. Mucho más airada fue
la respuesta de Margaret Thatcher, cuyo discurso se centraba en que la unidad
alemana era ahora secundaria en función de la débil posición de Gorbachov.
La adhesión de Gorbachov a las tesis reunificadoras fue tan decisiva como
el apoyo norteamericano. En los últimos días de enero de 1990 el primer
ministro de la RDA, Hans Modrow, a quien el líder soviético apreciaba por
sus cualidades políticas y sus auténticos afanes reformadores —frente a sus
inmediatos predecesores—, visitó Moscú para tratar, entre otras cosas pero
fundamentalmente, el horizonte de una previsible unidad. Modrow salió
convencido de que, ante la buena disposición de Gorbachov, cabían pocas
dudas al respecto. Al soviético le interesaba mantener una estrategia de
seguridad que, aun aceptando en la práctica la hegemonía norteamericana, no
repercutiera negativamente en su legitimidad interna y diera, en cambio,
solidez a su idea de la Casa Común Europea: la convivencia pacífica y en
buena sintonía tras el anuncio del fin de la Guerra Fría. De ahí se desprendía,
también, lo que había sido una constante del discurso soviético una vez que
se hubo desatado el debate sobre el futuro de una Alemania unida: el respaldo
de Moscú quedaba condicionado a una neutralidad alemana en el nuevo
contexto europeo posterior a la Guerra Fría.
De este modo, el final de la década de los ochenta reabría con crudeza las
discusiones sobre la seguridad en el Viejo Continente. La distensión entre las
dos superpotencias constituía un punto de partida favorable, pero las
autoridades de Bonn eran conscientes de la necesidad de poner en práctica
una diplomacia muy sutil para convencer a norteamericanos, a soviéticos y al
resto de socios europeos de que el sistema de seguridad tras la unificación no
variaría ostensiblemente la naturaleza pacífica y proclive al acuerdo en
función del desarme del nuevo contexto europeo. Si Alemania se unificaba, el
país alcanzaría un potencial económico y militar de primer orden, lo cual
suscitaba un indisimulado temor en las cancillerías occidentales aun cuando
el país quedara bajo el paraguas de Bruselas. Había que buscar una vía a
favor de un entendimiento entre soviéticos y europeos occidentales cuyo
fundamento ya no fuera el del permanente enfrentamiento de bloques de la
Guerra Fría, sino el de la convivencia pacífica entre sistemas diferentes.
Se trataba de convencer al Kremlin de que una Alemania integrada en la
OTAN no suponía una amenaza mayor para el equilibrio continental, ni
mucho menos para la seguridad de la URSS. Los tiempos de búsqueda de
mayor concordia inaugurados por la llegada de Gorbachov al poder en 1985 y
el propio transcurso de las relaciones entre Moscú y Washington a lo largo
del lustro siguiente respaldaban esta posibilidad. La idea de la
Administración americana de robustecer la vertiente política de la Alianza
para construir más puentes de diálogo, convirtiendo paulatinamente la
imagen de una organización militar amenazadora en un instrumento de
seguridad global, podía ser muy útil a efectos de alcanzar un acuerdo.
Por si el cambio del escenario europeo no fuera suficiente, Estados Unidos
aspiraba a reducir su contribución económica y material a la OTAN,
buscando una mayor implicación de sus socios continentales al respecto, y
Alemania podía servir de acicate por la fortaleza de su economía. Todos
esperaban mucho de Bonn, pero era muy complicado satisfacer los distintos
intereses, muchas veces enfrentados: neutralidad para los soviéticos, mayor
peso dentro de la Alianza para los norteamericanos —e, incluso, para los
británicos, aunque comprendieran que con ello podía menguar su propia
influencia— y, para los franceses, una defensa más propiamente europea
dentro de una Unión fortalecida160.
En aquel difícil contexto, el Gobierno de la RFA puso encima de la mesa el
Plan Genscher, elaborado tiempo atrás por un equipo elegido por el ministro
de Exteriores. Propuesto en febrero de 1990, establecía que los efectivos
militares soviéticos continuaran en los territorios germano-orientales durante
un periodo transitorio con el compromiso de la OTAN de no desplegar sus
fuerzas en la zona161. Su contenido se alejaba poco de las pretensiones de la
Alianza, pues recogía la idea de que la unificación territorial de las dos
Alemanias mantendría al nuevo Estado dentro de aquella. Sin embargo, para
lograr la aquiescencia soviética había que infundir confianza potenciando su
vertiente política favorable a la cooperación europea, además de insistir en el
desarme, una línea de actuación factible teniendo en cuenta el acuerdo
logrado entre las superpotencias sobre la reducción de las armas nucleares.
Para Gorbachov, asfixiado por una crisis económica que no tenía visos de
mejorar, el ahorro en defensa formaba parte de su programa en política de
seguridad, por lo cual parecía posible un entendimiento con Washington,
cuyo Gobierno llevaba reclamando más implicación de sus aliados para
aminorar su presencia en el continente. Aunque por distintos motivos, las
autoridades británicas y francesas eran reticentes a esta línea de actuación; sin
embargo, el mero hecho de suscitarse el debate suponía ya un avance
interesante162.
La cuestión fronteriza estaba estrechamente relacionada con la seguridad y
era otro punto importante a la hora de clarificar la voluntad dialogante de
Bonn, renunciando a posibles aspiraciones de carácter irrendentista. Kohl
había adoptado una posición muy vaga respecto a la aceptación de las
fronteras trazadas después de la Segunda Guerra Mundial. Desde el punto de
vista jurídico, Alemania no tenía firmado ningún tratado de paz, por lo que
cabía la posibilidad de una modificación siempre que fuera consensuada.
El 25 de febrero de 1990, después de su visita a Camp David, Kohl
provocó un auténtico terremoto diplomático al no dejar clara su postura
respecto a las futuras fronteras de Alemania y afirmar, después de la rueda de
prensa, que esa era una cuestión que debía dirimir un Gobierno elegido
libremente tras la unificación: no había que mezclar el tema fronterizo con la
unidad. Por su parte, Bush se mostró tajante al argumentar que Estados
Unidos reconocía la inviolabilidad de las fronteras en Europa.
Inmediatamente, Margaret Thatcher reaccionó insistiendo en que solo
aceptaría la unidad si previamente quedaba asegurada la frontera del Oder-
Neisse, una apreciación en la que la acompañaron los restantes socios
comunitarios. La ambigüedad calculada de Kohl confirmaba a Mazowiecki la
necesidad de cerrar el problema fronterizo germano-polaco antes de que se
produjera la unificación.
Dentro de las propias filas de sus aliados liberales del FDP también se
presionaba a Kohl para que abandonara una postura que, como finalmente
hubo de reconocer, podría minar sus ahora grandes posibilidades de éxito
electoral en diciembre de aquel año de 1990. En efecto, su vaguedad inicial
respecto al reconocimiento de la frontera Este tuvo mucho que ver con la cita
electoral. La caída del Muro y sus consecuencias inmediatas se desarrollaron
en el contexto de la celebración de unos comicios cuyos previsibles
resultados no habían arrojado hasta hacía poco buenas expectativas para la
CDU. El canciller sabía que los refugiados llegados de otros países del Este
hacía décadas entendían la aceptación de la frontera como una traición,
peligrando así uno de los tradicionales caladeros de votos de la CDU163.
El 8 de marzo el Bundestag aprobó una resolución por la que aceptaba los
límites fronterizos sin excepción164. El aplastante triunfo de Alianza para
Alemania, la coalición auspiciada por Kohl en los comicios germano-
orientales celebrados diez días después de adoptarse la citada resolución,
confirmó el fino olfato político del canciller: la vía rápida hacia la unificación
trazada por Alianza para Alemania había encontrado eco en la población, lo
cual presionaba al resto de partidos alemanes para reaccionar favorablemente
ante esta vía si no querían quedar marginados del proceso. El amplio respaldo
popular a las tesis de Kohl también despejaba dudas sobre su liderazgo y
obligaba a los Gobiernos aliados a flexibilizar sus conclusiones para apoyar
la unidad nacional.
A pesar de este éxito, las presiones de todo tipo —incluidas las de su
propio partido— hicieron variar la postura inicial del canciller, de tal modo
que el 21 de junio de aquel año el Bundestag y la Volkskammer aprobaron,
por una inmensa mayoría, una misma resolución que dejaba las fronteras tal
como estaban. Aunque, en principio, estas resoluciones parlamentarias no
cambiaban nada (pues aceptaban tanto los tratados firmados entre la RDA y
Polonia el 6 de julio de 1950 y el 22 de mayo de 1989 como el suscrito por la
RFA y Polonia el 7 de diciembre de 1970 sobre las «Bases para normalizar
las relaciones mutuas»), suponían ante Europa la garantía de que el
irredentismo quedaba completamente marginado en la futura Alemania
unificada.
En estas circunstancias, Mitterrand centró el discurso europeísta y presentó
una CEE reforzada como el mejor marco posible para el porvenir de la nueva
Alemania dentro de la nueva Europa. De este modo, la imposibilidad práctica
de frenar el proceso unitario podría propiciar un salto cualitativo en la
integración europea. Además de por propia convicción del canciller, el
presidente de la Comisión Jacques Delors había sido uno de los más firmes
defensores de profundizar en el proyecto comunitario a través de la Unión
Económica y Monetaria hasta el punto de lograr la anuencia de la mayoría de
los socios. El momento era, pues, muy propicio para anclar al Gobierno
federal —y al futuro Ejecutivo de la Alemania unificada— en una posición
de vanguardia a favor de la UEM.
La reunión extraordinaria del Consejo Europeo de Dublín celebrada el 28
de abril de 1990 supuso una ocasión inmejorable para analizar cómo la
vertiginosa aceleración de los acontecimientos influía en el presente y en el
futuro inmediato de las Comunidades Europeas. Para empezar, quedó patente
el acercamiento de posiciones entre París y Bonn respecto a que, primero, la
Conferencia Intergubernamental iniciara su andadura tras las elecciones
alemanas de diciembre, con la previsible victoria de Kohl, y, segundo, este
respaldase las tesis francesas de comenzar una línea de trabajo comunitaria
para ir definiendo una política de seguridad conjunta. Además del respaldo a
la UEM, los socios exigieron —y obtuvieron, como era de esperar— la
confirmación alemana de aceptar sin cambios las fronteras165. El Reino Unido
fue el país con perfil más bajo en esta importante cumbre dublinesa. Los
vientos favorables tanto a la unidad de Alemania como a la consolidación de
las instituciones y las políticas comunitarias soplaban en contra de Downing
Street; la escasa flexibilidad mostrada en estas cuestiones por la primera
ministra británica la alejaba, incluso, de su tradicional aliado norteamericano.
La adhesión de la RDA a las Comunidades constituyó un caso único hasta
el momento. Al integrarse en la República Federal, ampliada territorialmente
por este motivo, Bruselas no hubo de aplicar el artículo 237 CEE, concebido
para incorporar a un tercer Estado. La consecuencia fue la aplicación del
derecho comunitario sin alterar los tratados, de ahí que la reunión
extraordinaria aprobara un plan de tres fases para que el proceso tuviera lugar
de la forma más rápida y ordenada posible. El primer episodio comenzaría el
1 de julio con la entrada en vigor del Tratado de Unión Monetaria,
Económica y Social, cuyo objetivo era poner las bases de una economía de
mercado y, por tanto, lograr de forma escalonada la acomodación en este
campo tanto de la legislación de la República Federal como de la de la CEE.
Se trataba, pues, de que a partir de dicha fecha de 1 de julio las autoridades de
la RDA pusieran en marcha políticas orientadas a seguir las pautas
comunitarias.
Según veremos más adelante, el Tratado introduciría el marco alemán
como moneda única, el sistema fiscal de la RFA y las normas de la PAC, así
como el régimen de propiedad privada individual, competencia, libertad
contractual, libre circulación de capitales, trabajadores, mercancías y
servicios; quedaría eliminado el monopolio estatal sobre el comercio exterior.
Por otro lado, el derecho social vigente en la República Federal se extendería
también a la zona oriental. En cuanto al Consejo de Ayuda Económica
Mutua, el Tratado se mostraría a favor de mantener los acuerdos para respetar
los intereses de las partes166.
El segundo periodo iba a iniciarse el 3 de octubre de 1990 con la
unificación política: al formar los antiguos territorios de la RDA parte de un
Estado comunitario, la legislación de la CEE cobraría en ellos plena vigencia.
La Comisión estableció excepciones transitorias para que algunos sectores
más problemáticos pudieran adecuarse gradualmente a las exigencias del
nuevo marco legal europeo. De este modo, la flota de la ex RDA duplicaba la
de la República Federal y tendría que reducirse, urgía articular una política
que eliminara las subvenciones a la agricultura y habría que desmontar
numerosas instalaciones industriales a causa de sus altos índices de
contaminación167.
Finalmente, la tercera fase daría comienzo cuando concluyera la puesta en
práctica de las medidas transitorias establecidas por la Comisión. En esta fase
operaría el acervo comunitario y con ella se daría por finalizado el proceso de
integración de la antigua RDA en el espacio comunitario.

La posición de España

La primera presidencia española de las Comunidades durante el semestre


enero-junio de 1989 coincidió con un momento convulso para el comunismo
en Europa, aunque pocos imaginaban la caída del Muro de Berlín que iba a
producirse en noviembre. Aquel año en que iba a cambiar el mundo tenía una
especial relevancia para España si consideramos que, después de los largos
años de negociaciones para su incorporación a las Comunidades, estaba ya
plenamente inserta dentro de la política occidental no solo como miembro
comunitario, sino como parte activa del Consejo de Europa, de la Unión
Europea Occidental y de la OTAN. El hecho de asumir esta presidencia
suponía sin duda un reto, pero era también la demostración palmaria de que
el Gobierno de Madrid había devuelto al país un cierto peso en Europa.
Como prueba concluyente de su solvencia, aquel mismo año iba a participar
en la creación del Sistema Monetario Europeo. Por tanto, al caer el Muro,
España estaba en condiciones óptimas para acometer los desafíos del
incipiente nuevo orden internacional168.
Durante la celebración del Consejo Europeo de Madrid en el mes de junio
de 1989 los mandatarios comunitarios fueron conscientes de la trascendencia
que había tenido la mejora de relaciones entre los dos bloques, sobre todo
gracias a la política aperturista de Mijaíl Gorbachov, la cual auguraba el
inicio de una etapa de distensión y no tanto el desplome del sistema socialista
en Europa y la disolución de la Unión Soviética. Con todo, podían percibirse
algunos indicios del cambio radical que se estaba gestando. El ejemplo más
evidente era Polonia, donde unos días antes de dicho Consejo Europeo habían
tenido lugar elecciones parlamentarias que, si bien no totalmente libres
todavía, habían dado paso a un triunfo abrumador de Solidaridad, el principal
foco de oposición al Gobierno comunista. Por ello, distintos dirigentes
europeos habían animado a los ciudadanos de los países sovietizados a
continuar presionando de forma pacífica a sus respectivos Gobiernos para
que se abriese una vía a la democracia; y las «Conclusiones de la presidencia
española» recogían ahora este sentir general, instando a poner cuanto antes
fin a la división artificial del Viejo Continente169.
Los acontecimientos se precipitaron. Si en mayo las autoridades húngaras
comenzaban a desmantelar, literalmente hablando, el Telón de Acero —al
abrir su frontera, más que simbólica, con la vecina Austria—, en agosto
Tadeusz Mazowiecki, uno de los líderes más conspicuos de Solidaridad,
pasaba a presidir en Polonia el primer Gobierno de mayoría no comunista
después de cuarenta años. Apenas había transcurrido un mes cuando, entre el
3 y el 5 de octubre, los reyes de España permanecieron en Polonia para
expresar a Mazowiecki, en nombre de todo el pueblo español, su apoyo al
primer país de Europa oriental que iniciaba una andadura democrática. Era
una preocupación que alcanzaba a todas las cancillerías occidentales: en la
cumbre hispano-francesa celebrada en Valladolid a finales de aquel mes de
octubre François Mitterrand y Felipe González apostaron por robustecer
políticamente las Comunidades para dar respuesta a los cambios que se
avecinaban, además de felicitarse por la senda hacia un auténtico socialismo
democrático emprendida por los países del Este.
Dos semanas después, la caída del Muro de Berlín la noche del 9 de
noviembre ponía punto final al ensayo comunista en Europa. A partir de
entonces, la transición a la democracia en dichos países iba a ir
inextricablemente unida a la idea del «retorno a Europa», entendida como su
vinculación a las instituciones comunitarias.
La posible unificación de Alemania supuso una primera oportunidad.
Evidentemente, España no estaba condicionada por el legado histórico que sí
tenía un peso determinante en Francia, Gran Bretaña y Bélgica, pero era
consciente de las consecuencias geoestratégicas y defensivas que podían
derivarse170. De todos modos, el Gobierno socialista mostró su apoyo al
canciller Helmut Kohl en su idea de alcanzar una unidad rápida de los dos
Estados germanos. Como recuerda Ángel Viñas, «González se batió
incansablemente, de consuno con Jacques Delors, para que la reunificación
alemana, que ambos consideraban imparable, se hiciera suavemente dentro
del marco comunitario»171. El propio presidente González fue el primer líder
europeo en felicitar telefónicamente a su homólogo alemán tras la caída del
Muro de Berlín172. En el Consejo Europeo de Estrasburgo de diciembre de
1989, los representantes españoles apoyaron la entrada de la República
Democrática Alemana en las Comunidades como parte de la República
Federal y, en mayo del año siguiente, en la cumbre de la OTAN celebrada en
Londres, apostaron firmemente por la reunificación173. Evidentemente, esta
actitud, tan diferente de la mostrada en otras capitales europeas como
Londres o París, tuvo consecuencias en un futuro inmediato, concretamente,
en el apoyo brindado por Bonn en algunos momentos determinantes de las
discusiones sobre el presupuesto comunitario.
132 «Vor dem Schöneberger Rathaus in Berlin am 10. November 1989», en AUSWÄRTIGES AMT (ed.),
Aussenpolitik der Bundesrepublik Deutschland: Dokumente von 1949 bis 1994, Colonia, Verlag
Wissenschaft und Politik, 1995, pp. 618-622.
133 HERTLE, Hans-Hermann, Der Fall der Mauer…, op. cit., pp. 487-488.
134 Cit. en SHEEHAN, James J., «The Transformation of Europe and the End of the Cold War», en
ENGEL, Jeffrey A. (ed.), The Fall of the Berlin Wall…, op. cit., p. 56.
135 SHEVARDNADZE, Eduard, El futuro pertenece a la libertad, op. cit., pp. 75-76.
136 BUSH, George H. W. y SCOWCROFT, Brent, A World Transformed, Nueva York, Alfred A. Knopf,
1998, pp. 41-44.
137 Véase SAVRANSKAYA, Svetlana, «In the Name of Europe» y REY, Marie-Pierre, «Europe in our
Common Home: a Study of Gorbachev’s Diplomatic Concept», en Cold War History, vol. 4, n.º 2
(2004), pp. 33-65.
138 Cit. en MONEDERO, Juan Carlos, «El hechizo de la montaña mágica. El proceso de unificación
alemana: causas y consecuencias», en MONEDERO, Juan Carlos (comp.), El retorno a Europa. De la
Perestroika al Tratado de Maastricht, Madrid, Editorial Complutense, 1993, p. 92.
139 El texto se encuentra en VON MÜNCH, Ingo (Ed.), Dokumente der Wiedervereinigung
Deutschlands, Stuttgart, Kröner, 1991, pp. 33-57.
140 O’DOCHARTAIGH, Pól, Germany since 1945, op. cit., p. 190.
141 ÁLVAREZ DE TOLEDO, Alonso, En el país que nunca existió. Diario del último embajador español
en la RDA, Madrid, Muchnik, 1990, p. 89.
142 GLOTZ, Peter, Der Irrweg des Nationalstaats, Stuttgart, Deutsche Verlags-Anstalt, 1990.
143 «Zehn-Punkte-Programm zur Überwindung der Teilung Deutschlands und Europas: Rede vom
Bundeskanzler Kohl vor dem Deutschen Bundestag am 28. November 1989 (Auszüge)», en
AUSWÄRTIGES AMT (ed.), Aussenpolitik der Bundesrepublik Deutschland..., op. cit., pp. 632-638.
144 Véase ADOMEIT, Hannes, «Gorbachev and German Unification: Revision of Thinking,
Realignment of Power», Problems of Communism, n.º 39 (July-August, 1990), pp. 1-24.
145 ROSS, George, Jacques Delors and European Integration, Oxford, Oxford University Press, 1995,
p. 49.
146 GENSCHER, Hans-Dietrich, Rebuilding a house divided, Nueva York, Broadway Books, 1998, pp.

306-310.
147 THATCHER, Margaret, The Downing Street Years, Nueva York, Harper Collins, 1993, p. 791.
148 TELTSCHIK, Horst, 329 días: desde la caída del Muro hasta la reunificación alemana, Barcelona,
Galaxia Gutenberg, 1994, p. 71.
149 Cit. en SAROTTE, Mary Elise, 1989. The Struggle to Create…, op. cit., p. 76.
150 GENSCHER, Hans-Dietrich, Rebuilding a House Divided, op. cit., pp. 306-310.
151 MALLERET, Thierry y DELAPORTE, Murielle, L’Armée rouge face à la Perestroika, Bruselas,
Éditions Complexe, 1991, p. 276.
152 Conclusiones de la Presidencia. Consejo Europeo. Estrasburgo, 8 y 9 de diciembre de 1989, pp.
14-16; «www.consilium.europa.eu/media/20576/1989_diciembre_-_estrasburgo_es.pdf» (consultado el
20 de enero de 2018).
153 KOHL, Helmut, Erinnerungen, 1982-1990, Munich, Droemer, 2005, pp. 1012-1013.
154 Véase LION BUSTILLO, Javier, «La diplomacia francesa ante la unificación alemana (1989-1990)»,
Revista de Historia Actual, n.º 1 (2003), pp. 127-139.
155 SAROTTE, Mary Elise, 1989. The Struggle to Create…, op. cit., pp. 86-87.
156 BOZO, Frédéric, Mitterrand, the End of the Cold War and German Reunification, Nueva York,
Berghahn Books, 2009, pp. 135-137.
157 SCHABERT, Tilo, How World Politics is Made: France and the Reunification of Germany,
Columbia, University of Missouri Press, 2009, pp. 278-280.
158 JANUÉ I MIRET, Marició, La nova Alemanya. Problemes y reptes de la unificació, Vich, Eumo
Editorial, 2003, p. 164.
159 POND, Elizabeth, Beyond the Wall. Germany’s Road to Unification, Washington, The Brookings
Institution, 1993, p. 171.
160 GENSCHER, Hans-Dietrich, «German Responsibility for a Peaceful Order in Europe», en ROTFELD,
Adam y STÜTZLE, Walther (eds.), Germany and Europe in Transition, Oxford, Oxford University Press,
1992, pp. 22-29.
161 SÁNCHEZ PEREYRA, Antonio, Geopolítica de la expansión de la OTAN, Méjico D. F., Plaza y
Valdés-UNAM, 2003, pp. 45-46.
162 Todo este proceso está muy bien analizado en SZABO, Stephen, The Diplomacy of German
Unification, Nueva York, St. Martin’s Press, 1993, pp. 57-60.
163 MERKL, Peter H., German Unification in the European Context, University Park, Pennsylvania
State University Press, 1993, pp. 36-39.
164 TELTSCHIK, Horst, 329 días…, op. cit., pp. 194-195.
165 «www.consilium.europa.eu/media/20567/1990_abril_-_dublin_es_.pdf» (consultado el 10 de
febrero de 2018).
166 LÓPEZ AISA , Manuel Ricardo, «La integración de la República Democrática Alemana en las
Comunidades Europeas», Cuadernos del Este, n.º 4 (1991), p. 76.
167 Ibid., p. 77.
168 VIÑAS, Ángel, «Breaking the Shackles from the Past: Spanish Foreign Policy from Franco to
Felipe González», en BALFOUR, Sebastian y PRESTON, Paul (eds.), Spain and the Great Powers in the
Twentieth Century, Londres, Routledge, 1999, p. 263.
169 Conclusiones de la Presidencia. Consejo Europeo. Madrid, 26-27 de junio de 1989;
https://www.cvce.eu/obj/ (consultado el 15 de junio de 2018).
170 MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo, «España en la Comunidad Europea: el desafío de la ampliación
al este de Europa», en SOTO CARMONA, Álvaro y MATEOS LÓPEZ, Abdón (dirs.), Historia de la época
socialista en España: 1982-1996, Madrid, Sílex, 2013, pp. 315-320.
171 VIÑAS, Ángel, Al servicio de Europa. Innovación y crisis en la Comisión Europea, Madrid,
Ediciones Complutense, 2004, p. 6. El mismo autor insiste en estos términos: «Quizá uno de los
ámbitos en los que la diplomacia de Felipe González y Francisco Fernández Ordóñez más contribuyó a
realzar la política exterior española se encuentre, no obstante, en el apoyo intensivo y sin fallas que
ambos prestaron a la unificación alemana», en «Dos hombres para la transición externa: Fernando
Morán y Francisco Fernández Ordóñez», Historia Contemporánea, n.º 15 (1996), p. 281.
172 KOHL, Helmut (con Kai Dirkmann y Rulf Georg Reuth), Ich wollte Deutschlands Einheit, Berlín,
Propyläen, 1996, pp. 143 y 197. Precisamente, el día de la caída del Muro Felipe González se
encontraba de visita oficial en Hungría para entrevistarse con Miklós Németh, primer ministro de la
nueva República.
173 ORTEGA, Andrés, «Spain in the Post-Cold War World», en GILLESPIE, Richard, RODRIGO, Fernando
y STORY, Jonathan (eds.), Democratic Spain. Reshaping external Relations in a Changing World,
Londres, Routledge, 1995, p. 179.
6. LAS ELECCIONES DE MARZO
A LA VOLKSKAMMER

Una convocatoria decisiva

Antes de la deriva hacia la unidad, la fuerza de los movimientos de


oposición quedó demostrada por la aceptación del SED a debatir con ellos en
una Mesa Redonda, una fórmula practicada con éxito en otros países del
bloque socialista. Así, Gobierno y oposición se verían las caras para discutir
sobre las inevitables reformas. Por supuesto, esta primera ronda negociadora
solo pudo tener lugar una vez defenestrado Honecker. El 7 de diciembre,
representantes de Nuevo Foro, Democracia Ahora, Iniciativa para la Paz y los
Derechos Humanos, Despertar Democrático y el SPD refundado de la RDA
se reunieron con los líderes del SED. La Mesa continuaría reuniéndose para
evaluar la marcha de los acontecimientos y controlar en la práctica las
acciones del Gobierno. Modrow aceptó el desmantelamiento —si bien
progresivo— de la Stasi; nombró un nuevo responsable hasta el momento
definitivo y cambió el nombre por el de «Oficina para la Seguridad
Nacional».
Además de convocar elecciones a la Volkskammer, la otra gran decisión de
la Mesa fue erigirse en asamblea constituyente para redactar un nuevo texto
legal e iniciar con él una nueva andadura como Estado. Helmut Kohl ya había
propuesto el Programa de los Diez Puntos y tanto Gobierno como oposición
eran conscientes del atractivo, para una gran parte de la población, de esa
suerte de Estado confederal al que se refería el canciller de la RFA174. La ya
citada visita de Kohl a Dresde el 19 de diciembre desbordó las expectativas
puestas en una multitudinaria bienvenida al canciller. Miles de personas de
toda condición salieron a la calle para pedirle una apuesta decidida por la
unidad rápida que hacía saltar todas las previsiones respecto a una transición
lenta y gradual. La presión popular favorecía la posición del canciller y
obligaba a las instituciones a plegarse a este clamor.
Modrow era consciente de lo delicado de su situación. Presionado por el
Partido, por los movimientos de oposición, por su poderosa vecina y por el
entorno europeo e internacional, había pasado en muy poco tiempo de ocupar
un puesto político de escasa relevancia a liderar un Estado a la deriva.
Morigerado en sus formas, sorteó como pudo la incesante mirada de los
medios de comunicación para mantener el timón de una nave azotada por los
elementos. Sin duda, un momento decisivo llegó el 22 de diciembre de 1989,
cuando, junto a Kohl, Erhard Krack y Walter Momper —respectivos alcaldes
de Berlín Este y Berlín Oeste— abrieron, en un gesto simbólico, la puerta de
Brandeburgo: caras sonrientes, apretones de manos, miles de berlineses a uno
y otro lado acompañando a las autoridades y cientos de cámaras de todo el
mundo retransmitiendo el acontecimiento.
Unos días antes, Modrow y Kohl habían acordado iniciar negociaciones
para alcanzar un tratado conjunto. Las esperanzas para que el entendimiento
condujese a una suerte de confederación aumentaban día a día. En efecto,
ante la fuerte contestación social, Modrow había reaccionado proponiendo
una fórmula de colaboración estrecha con la RFA que, a su vez, garantizara la
continuidad del Estado germano-oriental. Sabía que el tiempo corría en su
contra, pues crecía el sentimiento unitario mientras se diluía la lealtad a la
RDA; ahí radicaba su propuesta de «comunidad contractual» entre ambos
Estados. Sin embargo, la marea de los acontecimientos terminaría arrollando
sus propuestas.
Por su parte, la Mesa Redonda seguía trabajando a comienzos de enero de
1990 mientras los problemas dentro de la coalición gubernamental se
agravaban. Cabía la posibilidad de que una crisis en el ejecutivo empeorase
todavía más las cosas. La convocatoria de elecciones libres para la
Volkskammer el día 6 de mayo parecía en aquel momento muy lejana; de
hecho, la Mesa Redonda propuso adelantarlas al 18 de marzo, fecha que fue
aceptada por la cámara legislativa. A su vez, Modrow planteó ampliar el
número de ministros en lo que denominó «un Gobierno de responsabilidad
nacional» con el fin de extender la base de legitimidad, tratando de atraer el
apoyo de la población. Así, el 5 de febrero la Volkskammer aceptó la
propuesta de ocho nuevos ministros sin cartera, provenientes de los grupos
que participaban activamente en la Mesa Redonda. Esta concluyó sus
sesiones el 12 de marzo, a las puertas de las elecciones, tras terminar de
redactar un proyecto de constitución que los diputados salidos de las urnas
deberían debatir.
El «Gobierno de responsabilidad nacional» agrupó a representantes de trece
partidos y grupos políticos. Entre los nuevos ministros figuraban destacados
miembros de la oposición, entre ellos Sebastian Pflugbeil, de Nuevo Foro;
Gerd Poppe, de Iniciativa de Derechos Humanos, y Rainer Eppelmann, de
Despertar Democrático. Sin duda alguna, el gabinete ganó en músculo
político al fomentar con sus colegas del SED debates más constructivos sobre
la realidad que atravesaba el país. La economía se hacía presente en todos los
discursos. El 5 de febrero el Gobierno afirmó que «la producción en 1990
estaba cayendo al nivel de 1985»175. La ministra de Economía, Christa Luft,
comenzó, sin más demora, a aprobar medidas tendentes a poner las bases de
una economía de mercado (propiedad privada, precios libres), unidas a la
solicitud a Bonn de una ayuda cifrada entre 10.000 y 15.000 millones de DM
para renovar las infraestructuras industriales y poder afrontar los gastos
derivados de la protección social.
Era evidente —para quien quisiera verlo— que en aquellos primeros meses
de 1990 la República Democrática se encontraba al borde del colapso. Los
datos económicos ofrecían un panorama desolador; no podía ocultarse por
más tiempo el absoluto fiasco del sistema planificador, como tampoco la
ausencia de legitimidad de un Régimen incapaz de satisfacer las demandas de
mejora del nivel de vida y de democratización. El ejemplo del bienestar
existente en la República Federal fue cundiendo cada vez más entre la
población del Este, y a él, desde Berlín Este, no se podía oponer más que una
constante y ya muy desgastada llamada a la solidaridad para salir adelante. El
13 de febrero, acompañado de varios miembros de su Gobierno y de la nueva
Mesa Redonda, Modrow visitó a Kohl. El canciller federal podía exhibir los
éxitos de su política y ser generoso con la propuesta de unión económica,
aunque rehusó aceptar la petición de su homólogo de nuevas ayudas
financieras.
De vuelta en Berlín Este, Modrow explicó ante los representantes de la
Mesa Redonda la única cosecha positiva del encuentro: la agilización de las
negociaciones para la unidad monetaria y la posibilidad de alcanzar un marco
federal o confederal dentro del cual cupieran los dos Estados. Por su parte, la
Mesa se alejaba poco a poco del cambio de sensibilidad de la gente. Su
defensa de una tercera vía, de la posibilidad de preservar una RDA
verdaderamente democrática, salvando de la debacle los sillares
aprovechables del ruinoso edificio, contrastaba con la deriva de la población
hacia un vínculo más estrecho con la RFA: hacia la unidad de los dos
Estados.
Como era de esperar, la proximidad de la convocatoria electoral aceleró las
negociaciones entre los partidos de la RFA y sus homólogos en el Este para
llegar a acuerdos programáticos. En los comicios debían cubrirse los
cuatrocientos escaños de la Volkskammer, la cámara legislativa de la RDA.
Nada menos que veinticuatro formaciones, entre partidos y coaliciones,
aspiraban finalmente a entrar en ella. Frente al poder de la organización
sucesora del SED, en pugna con la capacidad de maniobra de sus líderes
locales y el apoyo de los funcionarios, el resto de fuerzas políticas presentaba
una característica común: su absoluta inexperiencia. Por si esto no fuera
suficiente, los partidos que habían formado parte del Frente estaban tan
desacreditados ante la opinión pública como el SED por su seguidismo e
inoperancia durante décadas.
El 15 y 16 de diciembre había tenido lugar el Congreso de la CDU
germano-oriental, donde fue elegido presidente, por aplastante mayoría,
Lothar de Mazière, y secretario general Martin Kirchner, un abogado muy
activo en la Iglesia evangélica. El nuevo líder logró transformar la estructura
del partido y aprobar un programa similar al de su equivalente occidental:
fundamentos democristianos, defensa de los derechos individuales, economía
abierta y, además, apoyo a la reunificación de los dos Estados. Durante el
congreso también se alzaron voces profundamente críticas con el pasado
reciente. Varios delegados defendieron celebrar elecciones libres, reformar o
abolir la Constitución comunista e, incluso, reunificar lo antes posible las dos
partes de Alemania. La resolución final aprobada, propuesta por De Mazière,
era más moderada: unión económica y monetaria con la RFA y
establecimiento de una confederación entre ambos países, dentro del marco
de las Comunidades Europeas176.
Kohl recelaba del partido. El nombre no lo era todo y habían surgido en el
Este otras alternativas de inspiración de centro-derecha sin el estigma de una
estrecha colaboración con el Régimen. Sin embargo, el canciller federal
necesitaba de una estructura de partido —por endeble que pudiera ser— con
una idea clara sobre la unidad alemana, y esto se lo proporcionaba la CDU
oriental. De Mazière, por otra parte, era perfectamente consciente de que sin
el reconocimiento explícito del canciller occidental, sus expectativas de voto
quedaban muy mermadas; de ahí las conversaciones y encuentros, muchos de
ellos sin publicidad, entre ambos líderes hasta que el 1 de febrero celebraron
una reunión con los máximos representantes de Despertar Democrático, la
Unión Social Alemana y Partido Foro Alemán, surgido del movimiento
cívico Nuevo Foro. Pocos días después, el 5, nacía Alianza para Alemania,
coalición auspiciada finalmente por los cristianodemócratas occidentales y en
la que no entró el Partido Foro Alemán, cuyos dirigentes prefirieron la
compañía de los liberales occidentales. Despertar Democrático había surgido
como partido a mediados de diciembre, asumiendo un programa favorable a
la reunificación sobre la base de la economía social de mercado y el respeto
del medioambiente177. Por su parte, la Unión Social Alemana, fundada en
enero de 1990, presentaba claras concomitancias con los socialcristianos
bávaros.
Kohl había trabajado para buscar una alianza que incluyera a otras fuerzas
de oposición, asegurándose así el apoyo de una parte de la disidencia cuya
trayectoria a favor de la democracia sería valorada por el votante mucho más
que las siglas de la CDU. Pocos días después de la fundación de Alianza, en
una declaración con fines electoralistas, se comprometía a llevar a cabo, en
un breve espacio de tiempo pero sin establecer plazos, una unión económica
y monetaria entre ambos Estados.
En definitiva, al forjar una coalición el canciller no se sometía únicamente
a los vínculos con su partido hermano en el Este y lograba ampliar el espectro
de posibles votantes: desde los sectores más derechistas hasta los
provenientes de los movimientos cívicos, preocupados por cuestiones como
la ecología y la protección social. El programa de Alianza para Alemania se
presentó a principios de marzo. Era muy general, pero tocaba todos los
puntos más candentes del momento: unidad a partir de la Ley Fundamental
de Bonn, introducción del marco alemán (esto es, germano-occidental),
libertad de prensa, desarrollo de una política de mejoras medioambientales,
propiedad privada y libertad comercial, así como la elaboración de un plan
para poner en marcha un sistema de seguridad social. Estos y otros aspectos
configuraban un documento cuyo contenido iba orientando hacia la unidad de
las dos Alemanias.
Después de alcanzar en la Conferencia 2+4 (que luego examinaremos) un
acuerdo en lo sustancial acerca del futuro de la seguridad en el Viejo
Continente, resultaba meridiano lo tortuosa que podía ser la vía para
convencer a los soviéticos, pero la unanimidad de criterio constituía un valor
muy notable a la hora de iniciarse las negociaciones. De un modo u otro, el
siguiente paso era la cita electoral. Los comicios de marzo, a la vuelta de la
esquina, eran el principal instrumento para evaluar en el territorio germano-
oriental la política de Kohl. Los resultados de Alianza para Alemania le
permitirían averiguar si contaba con el respaldo popular. Estaban llamados a
participar más de doce millones de ciudadanos, a quienes se ofrecía un
variado elenco de opciones. Además de la Alianza para Alemania, las fuerzas
con probabilidades de ganar escaños eran la Alianza de los Demócratas
Libres (BFD), constituida por las formaciones de corte liberal; Bündnis’90,
que recogía buena parte de los movimientos cívicos de oposición a la
dictadura; los socialdemócratas del SPD, cuyas filas se nutrían de la rama
oriental de la organización después del acuerdo alcanzado a mediados de
enero, y el PDS, heredero del SED.
Como ya hemos indicado, la gran baza de Kohl fue la promesa de la unión
económica y monetaria entre las dos Alemanias. El Bundesbank pasaría a ser
el único banco emisor encargado de controlar la circulación monetaria y todo
el sistema crediticio. El marco occidental se convertiría en la única moneda
en los dos territorios. Para una parte importante de la población, la llamada
del «paraíso capitalista» presentaba un indudable atractivo y este era un valor
promovido por el equipo de Kohl para ganar predicamento en el este del país.
Sin embargo, el canciller dejó el protagonismo en manos del candidato
número uno de la lista de Alianza para Alemania, Lothar de Mazière, un
hombre de perfil bajo que solo llevaba unos meses en política, desde la caída
del Muro178. Oscurecido por el canciller, De Mazière se granjeó las simpatías
del electorado con un discurso sencillo pero incisivo. Su principal
preocupación —afirmaba— era que sus hijos no tuvieran que mentir más en
la escuela, que su esposa fuera la única que le escuchara cuando él la llamara
por teléfono y que en su casa solo entraran sus invitados179.
Con estos antecedentes, no fue extraño que las apariciones de Kohl en los
mítines de campaña se convirtieran en baños de multitudes. Su primera
alocución, en Erfurt el día 20 de febrero, batió todos los récords. Si la ciudad
tenía una población de unas doscientas mil personas, los cálculos hablan de
unas ciento treinta mil que acudieron a escucharle, muchas de las cuales
gritaban «¡Alemania, patria!». El mismo éxito de concurrencia, masiva y
entusiasta, obtuvo a lo largo y ancho de su periplo, con cifras incomparables
a las de los actos de sus rivales. En los seis mítines en que participó incidió
en un futuro económico garantizado por la unificación y en el temor de que
un buen resultado de la izquierda —en la que incluía al SPD y al PDS—
volviera a precipitar a la RDA en el abismo. Frente a la cautela de los líderes
de otras formaciones políticas, Kohl no renunció a hablar de cuestiones
polémicas como la pertenencia a la OTAN y la apuesta por una vía rápida
hacia la unidad de los dos Estados.
La campaña electoral tuvo una gran cobertura en los medios germano-
occidentales. Como si se tratara de unos comicios nacionales, la prensa, la
radio y la televisión de la RFA siguieron el desarrollo de mítines y actos
políticos de todo tipo, máxime teniendo en cuenta la participación, en muchos
de ellos, de representantes del Gobierno y partidos occidentales. El PDS y la
CDU fueron las organizaciones que más fondos utilizaron. Los excomunistas
reconocieron haber gastado 5,5 millones de marcos, 1,5 millones la CDU, un
millón Bündnis’90 y medio el SPD180.
Los colegios estuvieron abiertos aquel domingo desde las siete de la
mañana hasta las seis de la tarde. Hizo un tiempo magnífico, lo cual, a lo
largo de toda la jornada, animó a los ciudadanos a acercarse a votar. El
resultado electoral mostró lo acertado de la estrategia de Kohl: con una
apabullante participación del 93,4 por ciento, Alianza para Alemania obtuvo
un 48 por ciento y 192 escaños181. Ante la sorpresa general, incluso dentro de
las filas de la CDU, la coalición había arrasado en todo el territorio182.
El gran perdedor, el SPD, alcanzaba con un 21,9 por ciento los 88 escaños
en la Volkskammer. Aunque ayudado en la campaña por Willy Brandt, muy
querido entre amplios sectores de la población de la RDA, el líder del partido
en el Este y número uno de la lista, Ibrahim Böhme, fue incapaz de conectar
con las inquietudes de la sociedad. Contrario a un proceso unificador rápido y
a la ampliación de la OTAN al territorio de la RDA, con un pasado de
militancia en el SED, su perfil desentonaba con las aspiraciones populares.
Los socialdemócratas del Este habían tenido muchos menos problemas para
ser aceptados por el SPD como aliados naturales muy pronto, en octubre de
1989. Durante el congreso de la formación celebrado en Leipzig a finales de
febrero del año siguiente, a las puertas de las elecciones, quedó manifiesta la
influencia de las dos almas del partido respecto de la unidad, representadas
por sendos dirigentes del SPD occidental: la repetida frase de Brandt en el
congreso, «lo que por naturaleza está unido debe crecer unido», aclamada por
los asistentes, contrastaba con la posición adoptada por Lafontaine de
negociar con el Gobierno de la RFA el establecimiento de un Consejo para la
Unidad competente para ir avanzando, lenta y cautelosamente, hacia las bases
de una unificación a largo plazo. No era esto lo que quería escuchar la
mayoría de los ciudadanos germano-orientales, cada vez más atraídos por las
bonanzas que ofrecía la RFA.
Como indicábamos antes, aun cuando todo hacía augurar la victoria de la
CDU, el abrumador apoyo a sus candidatos sorprendió a los medios de
comunicación, a las cancillerías extranjeras y al propio Gobierno de Bonn.
Los diarios germano-occidentales más influyentes, Die Welt y el Frankfurter
Allgemeine Zeitung, mostraron en sus titulares la contundente victoria de la
CDU, la capacidad de resistencia del PDS y la debilidad del SPD. Varios
medios occidentales —entre ellos, el influyente Der Spiegel— habían
mantenido hasta los días previos a la cita electoral que, en función de
diferentes encuestas, los socialdemócratas serían los vencedores; en todo
caso, la sorpresa ante los resultados fue, como decimos, general. A nadie se le
escapó la importancia de las intervenciones de Kohl en suelo germano-
oriental ni la identidad de siglas del partido en las dos Alemanias, ni, por
supuesto, la inequívoca posición de los democristianos respecto a la
unificación. Los votantes premiaron no solo a quien con más claridad había
apostado por la vía rápida, sino a la fuerza con más largo recorrido político y
mayor bagaje organizativo para emprenderla y llegar a buen puerto.
La Alianza obtuvo unos resultados espectaculares en las regiones
industriales más deprimidas del Sur: en Sajonia-Anhalt la proporción fue del
47,7 por ciento frente al 23,6 por ciento, pero en Turingia la coalición
patrocinada por Kohl ascendió hasta el 60,2 por ciento frente al 17,4 por
ciento de los socialdemócratas. El voto obrero había sido significativamente
alto a favor de la Alianza, mucho mayor que el apoyo de los funcionarios,
campesinos e intelectuales. Se produjeron, así, casos curiosos, como que la
victoria más rotunda se había producido en Karl-Marx-Stadt. Según un
estudio de la Fundación Friedrich Ebert, el 58 por ciento del voto lo había
obtenido entre los obreros industriales183. Esto no debe resultarnos extraño si
consideramos que el fiasco económico del sistema y las expectativas de
mayor bienestar dentro de la República Federal —donde la economía de
mercado había beneficiado desde hacía décadas a los grupos populares—
determinaron el voto de una parte importante de la población.
El mayor éxito del SPD estuvo en Berlín, con un 34,8 por ciento; la vieja
capital siempre les había sido esquiva a los cristianodemócratas. En la ciudad
de los funcionarios del antiguo Partido Comunista, el PDS logró mantener un
apoyo notable, el 30,2 por ciento, mientras Alianza cosechó su peor resultado
con un 21,5 por ciento. Por si esto fuera poco, el líder del SPD en el Este,
Ibrahim Böhme, fue acusado de colaborar con la policía secreta y hubo de
dimitir tras las elecciones.
Otra sorpresa fue el magro resultado de Bündnis’90. La organización que,
en principio, mejor representaba el movimiento cívico levantado en contra de
la dictadura y algunos de cuyos miembros habían participado muy
activamente en la Mesa Redonda alcanzó el 3 por ciento, con 336.000 votos y
doce escaños. Aunque, en comparación con otras formaciones, no había
escatimado gastos durante la campaña, sus líderes habían sido incapaces de
sintonizar con una población necesitada en aquel momento de mensajes
claros. Bündnis’90 carecía de una infraestructura de partido, y el
voluntarismo desplazó a la profesionalidad de los partidos más consolidados
y con sostén en el Oeste. El resultado fue tan pobre que ni en las ciudades
donde la movilización social contra el Régimen había resultado fundamental
para poner fin al sistema tuvo el partido oportunidad de resarcirse. En Leipzig
le apoyó el 3,3 por ciento y en Dresde consiguió tan solo tres décimas más.
La población germano-oriental, por tanto, que había salido masivamente a
la calle convocada por estos grupos de oposición durante los meses de
octubre y noviembre, les daba ahora la espalda, seducida por la firmeza de
criterio de la CDU y, en especial, de su líder, Helmut Kohl, a favor de la
reunificación. A él era a quien realmente habían elegido, por encima de
Lothar de Mazière184. Los ciudadanos habían optado con claridad por la
fórmula más expeditiva hacia la unidad, aquella patrocinada por el canciller
Kohl a tenor del artículo 23 de la Ley Fundamental, frente a la vía lenta,
confederal, del artículo 146, defendida por los socialdemócratas. En efecto,
«la gran habilidad del canciller Kohl consistió en comprender que la forma
más sencilla de obtener la reunificación pasaba no por negociar con un
Gobierno de la RDA democráticamente elegido, sino por asumir directamente
el poder al otro lado del Elba»185.
Integrados con otras pequeñas organizaciones en la Alianza de los
Demócratas Libres, los liberales tuvieron que conformarse con el 5,3 por
ciento. A pesar de que su líder en el Oeste, Genscher, era bien conocido entre
el electorado por su sintonía con Kohl en los asuntos interalemanes y por
haber nacido en Halle, un sector importante de su espectro ideológico se
inclinó por Alianza por Alemania. En esta ocasión influyó el voto útil.
El factor religioso tuvo poca incidencia. Tanto católicos como protestantes
votaron a Alianza y al SPD, sin una discriminación digna de mención.
Respecto a la edad, los democristianos lograron la mayoría en todos los
grupos. La izquierda (tanto Los Verdes como el PDS) tuvieron mayor
acogida entre los menores de treinta años; el SPD, entre los mayores de
cuarenta186.

La reestructuración del antiguo Partido Comunista

Respecto al PDS, como ya hemos dicho, sorprendió su resistencia: uno de


cada seis votantes se había decantado por su candidatura. Su desafío había
sido más complicado que el del resto de partidos poscomunistas del Este:
encontrar un espacio dentro de un sistema democrático de tipo occidental ya
asentado, mientras las demás formaciones herederas de los partidos únicos en
el este de Europa estuvieron en igualdad de condiciones con las fuerzas
políticas surgidas de la descomposición de las democracias populares a la
hora de forjar entre todas un escenario político nuevo.
Por si esto fuera poco, los dirigentes de la nueva formación procedían del
partido antecesor pero en su mayoría no habían formado parte de la elite del
Estado durante los años de Honecker. Salvo Hans Modrow, primer secretario
del SED en Dresde, y Dietmar Keller, secretario de Estado del Ministerio de
Cultura desde 1988, los demás procedían de la base militante, sin cargos
previos en el aparato del Estado o con responsabilidades medias en la
Administración local, regional o estatal.
Sin duda, la imagen externa de la nueva ejecutiva salvaba la para muchos
enojosa vinculación con el pasado inmediato; otra cuestión eran las
dificultades existentes para conducir el proceso renovador a las secciones del
Partido en las ciudades y distritos. Fuera de Berlín y de las grandes ciudades
—y también allí en buena parte—, quienes permanecieron fieles al SED, al
SED/PDS y, finalmente, al PDS fueron militantes veteranos de la
organización comunista con unas ideas poco proclives al cambio. Muchos
locales del PDS mantenían intactos los retratos de Ulbricht y Honecker, y
conviene recordar el escaso interés por las reformas gorbachovianas mostrado
por los dirigentes del país en los años ochenta, con el consiguiente
recrudecimiento de la represión interna en el Partido y la salida voluntaria de
miles de militantes descontentos con la marcha de la organización. En 1988
se había expelido a 4.000 afiliados y 11.000 habían dimitido de sus cargos; al
año siguiente, antes del 8 de diciembre, unos 65.000 miembros del SED
habían abandonado sus responsabilidades en la organización o habían sido
expulsados187.
En esta difícil situación se encontraba el Partido cuando, ya con la nueva
denominación, convocó su primer congreso ordinario el 24 y 25 de febrero de
1990, en vísperas de las últimas elecciones a la Volkskammer que se
celebrarían en la RDA. En él se abordaron dos cuestiones primordiales: la
redacción de un nuevo estatuto y la estrategia para acudir a las elecciones,
que se presentaban como una prueba decisiva sobre la unificación de las dos
Alemanias.
Frente a lo que parecía respirarse en el ambiente, no fueron excesivos los
problemas del Comité Ejecutivo para aprobar el nuevo estatuto, que mantenía
el contenido reformista del anterior y proponía la democratización interna188.
La importancia del militante individual se vio reforzada con la elección de
delegados para los congresos y con la introducción de una cláusula que
permitía la convocatoria extraordinaria de un congreso con muchas más
facilidades que antes. Las diferentes vías abiertas para que los afiliados
individuales o los grupos organizados participasen directamente en los
debates internos e influyeran en la toma de decisiones perseguían el objetivo
de romper la imagen de un partido monolítico e, incluso, situarlo en la
vanguardia de los movimientos políticos de izquierda. Por consiguiente, el
Partido abogaba por la discrepancia de opiniones dentro de la organización y
rompía así con el monopolio de la verdad que había detentado el SED. A
partir de ese momento, y con todas las prevenciones que se quisieran
introducir, iniciaba un penoso camino para establecerse a lo largo y ancho de
la geografía alemana.
El nuevo estatuto pretendía evidenciar la capacidad de reacción ante la
profunda crisis de enero, y lo hacía dando muestras de un inequívoco espíritu
reformista con el fin de dinamizar las anquilosadas estructuras del SED. El
antes citado protagonismo, tanto del militante individual como de los grupos
organizados, para canalizar propuestas, elevar quejas y, en definitiva,
participar de lleno en la vida del Partido había sido un componente
irrenunciable del diseño organizativo del PDS trazado por el grupo cercano a
Gysi. La apertura a la nueva realidad poscomunista para intentar atraer
nuevos militantes se reflejaba en el sutil cambio de las bases ideológicas. Si
en el estatuto provisional de 1989 el Partido era «socialista marxista», pero
con una impronta leninista reconocida expresamente; en 1990 a la raíz
marxista la acompañaban el «humanismo» y el «pacifismo»; Lenin quedaba
fuera de las referencias de este nuevo estatuto. Por supuesto, ni en uno ni en
otro se analizaban en profundidad los vínculos con el SED, cuestión espinosa
por el traspaso de militantes de este al PDS, como ya hemos visto, y por el
lastre que en aquellos meses pesaba sobre el antiguo partido único.
Un cambio sustancial era la definición del PDS como «partido socialista en
suelo alemán», es decir, el reconocimiento explícito de la reunificación
alemana como un hecho que parecía ya incontrovertible. Este nuevo
socialismo propugnado por el Partido, tras reconocer el descrédito del
concepto después de 1989, apelaba a una nueva vía democrática cuyo
objetivo fuera combatir «toda forma de nacionalismo, de fascismo, racismo,
chauvinismo, xenofobia, antisemitismo, estalinismo y cualquier otra manera
de atentar contra la dignidad humana [...] [y combatir] estructuras de poder
totalitario y monopolístico, así como de centralismo burocrático y
dogmatismo»189.
En definitiva, el pragmatismo triunfó en aquellos meses de incertidumbre.
No era el momento oportuno para reflexionar hondamente sobre el fracaso de
la República Democrática o sobre la relación de la sociedad germano-oriental
con la Stasi, ni tampoco para hacer autocrítica de la labor desarrollada en el
SED. Durante aquellos meses finales de 1989 y primeros de 1990 estaba en
juego la continuidad del Partido y su participación inmediata en unas
elecciones en las que no partía precisamente como favorito. Las
consecuencias eran evidentes: no había tiempo para grandes debates, sino
para aceptar la realidad y tratar de desempeñar el nuevo papel que la sociedad
le otorgara. Efectivamente, la proximidad de las elecciones a la Volkskammer
de marzo de 1990 (y, después, la preparación de los primeros comicios
pangermanos al Bundestag) ocupó el tiempo de los dirigentes del PDS y
pospuso el debate ideológico.
Ante esta convocatoria, la crítica —primero de forma global y luego contra
el ritmo del proceso, excesivamente rápido según el PDS— a la unificación
trató de ganar simpatías entre una parte de la población a la que la aceleración
de los tiempos dejaba al margen de la historia. La táctica a corto plazo
consistió en presentarse como la única opción posible para salvaguardar y
reivindicar las trayectorias vitales de los ciudadanos de Alemania oriental
abrumados por la previsible unidad. Si el sistema político y económico de la
RDA daba muestras claras de descomposición, ello no implicaba el fracaso
de quienes habían trabajado y forjado aquella sociedad alternativa a la
capitalista sociedad germano-occidental. El PDS se atribuyó rápidamente el
papel de formar una «tercera vía» socialista dentro de la cual tuvieran
acomodo no solo los más conspicuos defensores de los valores de la RDA,
sino también todos aquellos que, perplejos ante el brusco giro de los
acontecimientos, no estaban dispuestos a aceptar de golpe la superioridad
occidental. No obstante, y dentro de ese pragmatismo, en el programa
aprobado en el congreso el PDS aceptó la economía social de mercado,
siempre y cuando pudiera compatibilizarse con los valores socialistas
proclamados por el Partido, lo cual era no decir nada; eso sí: reconocía la
escasa eficiencia del sistema económico del socialismo real en comparación
con el del capitalismo, aunque poniendo de manifiesto que aquel era «más
humano».
En resumen, el PDS no salió mal parado si tenemos en cuenta el cerco al
que lo habían sometido las restantes fuerzas. Con el 16,4 por ciento de los
votos consiguió 66 escaños en virtud de las cualidades políticas de su nuevo
líder, Gregor Gysi. Conservaba el Neues Deutschland y la prensa oficial
local, y miles de ciudadanos del Partido-Estado ayudarían a la organización a
obtener buenos resultados, aunque solo fuera por preservar sus puestos de
trabajo. Además, el líder del PDS —nombre que finalmente adoptó la
formación el 4 de febrero para soltar amarras con el pasado, al menos
simbólicamente— ocupó un amplio espacio en los medios de comunicación
de las dos Alemanias. Supo jugar muy bien con las posibilidades que le
ofrecía la situación y, comprometido con la defensa de sus postulados, se
presentó como el adalid de los sectores sociales más desprestigiados de la
República Democrática. No dejaba de ser paradójico: los herederos directos
del desastre, de la debacle económica y de la persecución política aparecían
como los garantes de los indefensos ante la amenazadora cercanía de la
República Federal.
174 Sobre la Mesa Redonda, véase THAYSEN, Uwe, Der Runde Tisch, oder: Wo blieb das Volk? Der
Weg der DDR in die Demokratie, Opladen, Westdeutscher Verlag, 1990.
175 Cit. en JARAUSCH, Konrad H., The Rush to German Unity, op. cit., p. 105.
176 WEILEMANN, Peter, Parteien im Aufbruch: Nichtkommunistische Parteien und politische
Vereinigungen in der DDR vor der Volkskammerwahl am 18. März 1990, Melle, Knoth, 1990, pp. 20-
23.
177 Ibid., pp. 24-25.
178 MÜLLER-ENBERGS, Helmut, «Lothar de Mazière», en MÜLLER-ENBERGS, Helmut (Ed.), Wer war
wer in der DDR? Ein Lexikon ostdeutscher Biographien, Vol. II, Berlín, Ch. Links, 2010, pp. 321-322.
179 Cit. en CHILDS, David, Fall of the GDR, op. cit., p. 122.
180 Ibid., p. 128.
181 Se pueden encontrar todos los resultados en RITTER, Gerhard A., Der Preis der deutschen Einheit:
die Wiedervereignigung und die Krise des Sozialismus, Munich, Beck, 2006, pp. 37-39.
182 Para un análisis general de los comicios, véase GIL FEITO, Félix, «Las últimas elecciones de la
RDA. La puerta abierta hacia la reunificación alemana», Historia Actual Online, n.º 29 (2012), pp. 67-
74.
183 Cit. en JANUÉ I MIRET, Marició, La nova Alemanya…, op. cit., p. 130.
184 MCADAMS, A. James, Germany Divided: from the Wall to Reunification, Princeton, Princeton
University Press, 1993, pp. 214-215.
185 LION BUSTILLO, Javier, La Comunidad Europea y la unificación alemana, op. cit., p. 215.
186 Véase MÉNUDIER, Henri, «Les élections du 18 mars 1990», Documents, n.º 2 (1990), pp. 29-42.
187 BARKER, Peter, «From the SED to the PDS...», art. cit., p. 7.
188 El texto, en GYSI, Gregor (Ed.), Wir brauchen einen Dritten Weg, Hamburgo, Konkret Literatur,
1990, pp. 151-160.
189 BEHREND, Manfred y MAIER, Helmut (Eds.), Der schwere Weg…, op. cit., pp. 329-335.
7. LA RDA TRAS LAS ELECCIONES
DEL 18 DE MARZO

Después de las elecciones, la Volkskammer se reunió por primera vez el 5 de


abril mientras la CDU movía ficha para formar Gobierno. El partido vencedor
había manifestado su voluntad de formar un gabinete de coalición, dadas las
circunstancias extraordinarias en las que se debatía el país. Entendía que las
decisiones debían estar respaldadas por amplias mayorías parlamentarias,
reflejo de los deseos de la mayoría de la población. Siete días después, el 12,
Alianza para Alemania cerraba un acuerdo con socialdemócratas y liberales a
cuyo frente se situaba el líder de la CDU, Lothar de Mazière, que había
ocupado el ministerio encargado de las relaciones con las Iglesias y la
vicepresidencia del Gobierno hasta entonces presidido por Hans Modrow. La
CDU y el SPD obtenían el mayor número de carteras, con diez y siete,
respectivamente.
Respecto a la formación de Gobierno —insistimos— De Mazière había
manifestado su voluntad de contar con un amplio abanico de fuerzas para
que, en una situación tan particular, la mayor parte de la sociedad se sintiera
partícipe. Los debates entre los partidos fueron intensos y, finalmente, el 9 de
abril quedó constituido un Gobierno forjado sobre una gran coalición:
cristianodemócratas, socialdemócratas, liberales, socialcristianos, Despertar
Democrático y dos independientes. Tal coalición ocupaba 301 de los 400
escaños de la cámara.
A la cabeza del Gobierno figuraba Lothar de Mazière, con un
socialcristiano en Interior, Peter-Michael Diestel, y un socialista en
Exteriores, Markus Meckel. La mayoría carecía de experiencia en altos
cargos, aunque eran conocidos entre la población por su implicación en la
marcha de la RDA durante los últimos meses. La excepción era Kurt
Wünsche, en la cartera de Justicia. Miembro ahora de la liberal Alianza de
Demócratas Libres, había ocupado en dos ocasiones la misma cartera y era
miembro del Parlamento desde 1954.
La media de edad de los diputados había descendido ostensiblemente en
relación con la época socialista, al situarse ahora en algo menos de cuarenta y
dos años; las mujeres suponían casi el 21 por ciento, una proporción elevada
en Europa, también en comparación con la República Federal. Las
profesiones eran, lógicamente, variadas, aunque sobresalían los ingenieros y
pedagogos. Solo doce escaños habían sido ocupados previamente por los
mismos diputados, por tanto, eran muy minoritarios los políticos provenientes
de la época comunista. Por la relevancia que habían adquirido en la oposición
democrática al Régimen de Honecker, destacaba el número de pastores
evangélicos en la cámara: veintiséis190.
Como hemos comentado con anterioridad, las discusiones hasta formar
Gobierno fueron largas y prolijas. La negativa de los socialdemócratas a
hacer frente común con la CDU se disipó a finales de marzo, cuando
Lafontaine, presionado por distintos sectores del SPD, aceptó en público la
posibilidad de alcanzar un acuerdo. De igual manera ayudó a las
negociaciones la sustitución de Ibrahim Böhme, el líder socialista de la RDA,
por Markus Meckel, después de que Der Spiegel demostrara la complicidad
de aquel con los servicios secretos del Estado.
Verdaderamente, el programa de Gobierno era abrumador. El objetivo
prioritario era conseguir la unión económica, monetaria y social con la RFA,
pero además había un compromiso firme con democratizar el sistema
judicial, fortalecer la economía de mercado teniendo en cuenta las exigencias
medioambientales y cambiar la división administrativa para recuperar los
Länder. También había que votar leyes privatizadoras y fiscales, abordar el
cambio del sistema educativo y, en fin, el Gobierno de De Mazière afrontaba
una etapa esperanzadora, pero repleta de retos difíciles de alcanzar a corto
plazo.
En su primera alocución ante la cámara el 19 de abril De Mazière se
comprometió a llevar a cabo la unidad lo antes posible, en condiciones
razonables y dignas para todos, además de aludir a los puntos del programa
antes citados. Se trataba de un plan integral de transformación, radical pero
paulatina, del sistema. Las palabras del jefe de Gobierno fueron bien
recibidas por Kohl, que resaltó la intención de su homólogo de propiciar una
reunificación rápida, así como de avanzar por la senda de la economía de
mercado, eliminando las estructuras de poder heredadas de la hegemonía del
SED.
Con un Gobierno democrático de amplio espectro político en Berlín Este,
cuyo programa estaba claramente orientado hacia la unidad, las terceras vías
propuestas por la Mesa Redonda y por intelectuales críticos con la RFA se
difuminaron en el panorama político de lo real. El desastre del socialismo
germano-oriental, el omnímodo poder de la Stasi y del propio SED —rasgos
intrínsecos de la evolución histórica de la República Democrática—
eliminaban de raíz cualquier alternativa que no fuera la de una democracia
parlamentaria y una economía de mercado. Las apelaciones del PDS y de
algunos sectores de la intelligentsia a preservar lo valioso del Régimen que se
extinguía no obtuvieron respuesta en una población cuya mirada hacia el
futuro pasaba por asumir los valores políticos, sociales y económicos sobre
los que se sustentaba la República Federal de Alemania. La falta de
auténticas alternativas, la inconsistencia de la tercera vía, hacía inútil la
existencia de dos Estados alemanes con idénticas premisas organizativas. La
revolución anticomunista adquiría carta de naturaleza; era de por sí un canto a
la unidad nacional. La lucha cívica para acabar con el Régimen del SED
manteniendo el Estado germano-oriental había acabado en un gran
movimiento nacional en pro de la unidad.
De forma inmediata, el Parlamento comenzó a legislar en favor de un
desmantelamiento de las estructuras de poder del SED: del preámbulo de la
Constitución fue eliminada la denominación de la República como «Estado
socialista de los obreros y campesinos», así como disuelto el Consejo de
Estado. Por otra parte, las divergencias dentro de la coalición de Gobierno
respecto del futuro no influyeron en el discurso oficial sostenido por De
Mazière en pro de la unidad de ambos Estados, uno de cuyos primeros pasos
era la unión monetaria. Al respecto, tanto el presidente como el líder del SPD
oriental, Markus Meckel, apostaron desde el primer momento por presionar a
Kohl para que aceptase el tipo de cambio de 1 a 1 entre ambas monedas. Las
encuestas de opinión en aquellos primeros meses del año mostraban un apoyo
masivo a dicho proceso. No había espacio para quienes, como el PDS y los
sectores izquierdistas, anunciaban una caída todavía mayor de la economía
del Este ni para quienes, desde el Bundesbank, criticaban el posible perjuicio
a la estabilidad del marco occidental. Precisamente, durante las negociaciones
sobre el Tratado de Unión Monetaria los Länder federales aprobaron, a
instancias del Gobierno de Bonn, la creación del Fondo para la Unidad de
Alemania, con unos recursos de 115 millones de marcos hasta finales de
1994, como veremos.
Poco antes de la firma de dicho tratado, el 6 de mayo, se celebraron en la
RDA elecciones municipales cuyos resultados ratificarían la victoria
cristianodemócrata de marzo. En esta ocasión, una vez aceptada la vía rápida
hacia la unidad, los ciudadanos germano-orientales se movilizaron mucho
menos, si bien el porcentaje de quienes acudieron a depositar su voto
continuó siendo elevado, en torno al 75 por ciento191. Alianza por Alemania
alcanzó el 34,4 por ciento de los votos, seguida de lejos por el SPD con un
21,3 por ciento. Alianza mantuvo, pues, alto su apoyo, sin dar muestras de
erosión; en cambio, el SPD no logró remontar. Por su parte, el PDS logró un
14,5 por ciento, mientras la Alianza de Demócratas Libres llegó al 6,6 por
ciento. En cambio, los antiguos movimientos cívicos convertidos ahora en
partidos no consiguieron fortalecerse electoralmente. Tras ambas citas con las
urnas, el panorama político de la RDA parecía despejado, al menos a corto
plazo: los cristianodemócratas habían conseguido calar con su mensaje de
unidad y prosperidad en una sociedad necesitada de perspectivas de futuro.
En este ambiente de ebullición política, a finales de primavera, el 21 de
junio, tanto el Bundestag como la Volkskammer aprobaron el texto del
Tratado de Unión Económica, Monetaria y Social. En la segunda de estas
cámaras los poscomunistas del PDS y la coalición Bündnis’90/Los Verdes
votaron en contra aduciendo que se trataba de un paso más en la pérdida de
identidad de la RDA, en su marcha hacia la absorción por la RFA. En el caso
del Parlamento federal, fueron Los Verdes quienes se opusieron junto a
algunos disidentes de la bancada socialdemócrata.
Más relevancia tendrían las elecciones del 14 de octubre (que luego
veremos con más detalle) para sopesar la fuerza regional de los distintos
partidos políticos una vez consumada la incorporación de los Länder
orientales. Aquel día se elegiría la composición de las cámaras parlamentarias
de los cinco nuevos estados federados. Con la restauración de los Länder, la
estructura administrativa ajustaría su funcionamiento al marco federal,
recuperaría la tradición histórica y rompería con el centralismo característico
de la época comunista. Salvo en Brandeburgo, la CDU se impondría con
claridad a sus rivales.
Además de la inyección de recursos para modernizar infraestructuras de
transporte, hospitales, empresas, etc., los nuevos estados precisaban personal
que conociera la administración y las leyes federales, con voluntad de
trasladarse para trabajar en los múltiples desafíos abiertos; de igual manera,
los burócratas del SED, los funcionarios del antiguo Estado germano-oriental,
necesitaban un tiempo de adaptación a las nuevas circunstancias. Sin
embargo, a estas alturas todos, políticos y ciudadanos, tenían en mente las
primeras elecciones conjuntas al Bundestag.
No menos importante fue la cuestión pendiente sobre qué hacer con las
Fuerzas Armadas. El nombramiento de Rainer Eppelmann como ministro de
Desarme y Defensa en el gabinete de De Mazière no causó sorpresa. Fue el
único miembro de Despertar Democrático llamado al Gobierno y, en este
sentido, el vínculo de unión más evidente con los movimientos cívicos.
Pastor protestante y conocido activista por los derechos civiles durante la
dictadura del SED, la Stasi había seguido muy directamente sus pasos
(incluso planeó asesinarlo) desde que en 1966 se negó a hacer el servicio
militar en el Ejército Popular Nacional, lo que le llevó a permanecer en
prisión ocho meses192. Curiosamente, ahora le iba a competer la disolución
del cuerpo armado. La relajación en la disciplina de la tropa, las quejas por
los bajos sueldos y las precarias condiciones de vida reflejaban en los
efectivos del Ejército el mismo sentimiento de decepción ante la incapacidad
del Estado de afrontar la crisis con garantías. Por si fuera poco, en este caso
concreto, el de las Fuerzas Armadas, el descrédito entre la población era
máximo por su identificación con el aparato represivo del Régimen.
Ciertamente, entre los oficiales y suboficiales se encontraban algunos de los
más conspicuos seguidores de la ortodoxia del SED, lo cual podía convertirse
en un problema grave. Por este motivo, a principios de mayo de 1990
Eppelmann se entrevistó con los altos mandos y les confirmó que tras la
reunificación continuaría existiendo un Ejército cuya función sería la de la
seguridad y defensa de la antigua RDA, sin dependencia de alianza militar
alguna. Sin embargo, las conversaciones entre Gorbachov y Kohl sobre el
volumen del contingente militar conjunto de la futura Alemania, el acuerdo
sobre la salida de las tropas soviéticas y el fin anunciado del Pacto de
Varsovia hacían prever un futuro menos halagüeño para el Ejército Popular
Nacional.
En efecto, pocos días antes del 3 de octubre el ministro ordenaría la
jubilación de los generales, almirantes y oficiales mayores de cincuenta y
cinco años. El día de la Reunificación ya no existiría el Ejército Popular
Nacional. El general Jörg Schönbohm, del Ejército de la RFA, iba a ser el
encargado de proceder a su desmantelamiento193.
190 Die Volkskammer der Deutschen Demokratischen Republik. 10. Wahlperiode: Die Abgeordneten
der Volkskammer nach dem Wahlen vom 18. März 1990, Berlín, Staatsverlag der DDR.
191 JARAUSCH, Konrad H., The rush to German Unity, op. cit., p. 146.
192 AGETHEN, Manfred, «Rainer Eppelmann», Konrad Adenauer Stiftung, Geschichte der CDU;
www.kas.de/wf/de/37.8090 (consultado el 17 de Julio de 2018).
193 CHILDS, David, Fall of the GDR, op. cit., pp. 151-152.
8. EUROPA Y EL MUNDO
ANTE LA UNIDAD ALEMANA

Sin duda, el futuro de una Alemania unida pasaba por la capacidad de Kohl y
su equipo más cercano para encajar todas las piezas del modelo político y
económico diseñado por el Gobierno bajo su liderazgo. La población del Este
le había otorgado su confianza, las expectativas de voto para su partido en las
elecciones de la RFA previstas para el año siguiente habían mejorado
ostensiblemente y Estados Unidos le había dado su aval para avanzar en el
proceso unitario. Ahora debía estrechar lazos con Moscú, consiguiendo
superar los recelos de Gorbachov, sobre todo respecto a la seguridad europea
y la OTAN, así como ganarse la confianza de franceses, británicos y, en
general, de las capitales comunitarias respecto a que una Alemania unificada
dentro de la CEE fortalecería todavía más a esta organización, impulsando las
políticas supranacionales en todos los ámbitos.
La concluyente victoria dejaba pocos resquicios para argumentar en contra
de la unificación rápida. Las democracias occidentales estaban obligadas a
seguir sus propios principios a favor de la defensa de la voluntad popular en
unas elecciones libres si no querían caer en contradicción: no podían poner
trabas al proceso, tan solo lograr incardinarlo dentro del marco de integración
europea y de la OTAN. Probablemente fue el Elíseo el primero en reaccionar.
Fiel a sus últimas declaraciones, Mitterrand aceptó inmediatamente la vía
rápida hacia la unidad de los dos Estados como parte del proceso de
profundización comunitaria; mientras, en Londres, Thatcher vinculó la
unidad a la permanencia en la OTAN. En cualquier caso, lo trascendental
después de las elecciones de marzo era el convencimiento generalizado de
que no existían vías alternativas a la unificación.
Por otro lado, el Gobierno presidido por De Mazière —en el cual, como
hemos apuntado, reunió junto a la CDU a liberales, socialdemócratas y dos
pequeñas formaciones de naturaleza conservadora— mostró algunas ideas
propias que no correspondían exactamente con las defendidas por Kohl. De
hecho, en la primera visita oficial de De Mazière a Moscú, a finales de abril,
el flamante primer ministro comunicó a Gorbachov que su Gobierno no
aprobaba la incorporación de su territorio a la OTAN, opinión compartida
con su ministro de Exteriores, el conocido disidente y refundador del SPD en
la RDA, Markus Meckel.
En aquellos primeros meses de 1990 Gorbachov reiteraba su apuesta por la
unidad de los dos Estados alemanes, como había afirmado en febrero, pero
continuaba mencionando en sus intervenciones, con poca concreción, su
oferta de una estructura paneuropea sustitutiva de las alianzas militares. No
obstante, corrían malos tiempos para Gorbachov. Su política era ya criticada
abiertamente dentro del PCUS, la situación económica continuaba
empeorando y la contestación nacionalista en Lituania ponía en entredicho
todo su plan reformista. En estas difíciles circunstancias, el mandatario
soviético optó por dar prioridad a los intereses económicos con la esperanza
de que las ayudas incidieran en mejoras sociales que rebajaran la tensión
interna. Kohl reaccionó con rapidez: considerando las estrechas relaciones
económicas entre la URSS y la RDA, en abril se comprometió con
Gorbachov a firmar, en cuanto se consumara la unidad, un tratado de
cooperación económica en condiciones ventajosas para Moscú. De igual
modo, la imperiosa necesidad soviética de obtener créditos jugaba a favor del
Gobierno federal. En conversaciones mantenidas a través de intermediarios,
Gorbachov fue informado de que Alemania le proporcionaría recursos si
aceptaba que el territorio unificado estuviese vinculado a la OTAN194. A
Kohl le urgía una respuesta satisfactoria del Kremlin, no solo respecto a la
Alianza Atlántica, sino, más aún, en relación con la posibilidad de que en las
elecciones legislativas previstas para diciembre de 1990 o enero de 1991 los
alemanes de ambas zonas pudieran votar conjuntamente. Esto supondría
adelantar el proceso de unificación, contemplando para ello el ya citado
artículo 23 de la Ley Fundamental.
La vía rápida hacia la unidad refrendada en las elecciones de marzo por el
apoyo masivo a las tesis de Kohl surtió un efecto muy favorable para el
robustecimiento de la idea europea. Como venía siendo común en las
declaraciones de los líderes europeos — salvo el caso de Thatcher— y de las
autoridades comunitarias, la unidad alemana debía servir de estímulo a la
integración. La conferencia intergubernamental sobre la Unión Económica y
Monetaria impulsada por Mitterrand podría terminar en un plazo
relativamente corto, previendo los más optimistas que su conclusión —con el
acuerdo definitivo sobre el texto— se alcanzara en torno a mediados de 1991,
cuando el documento pasara a la aprobación definitiva. Tanto el Bundesbank
como el Gobierno federal eran reticentes a perder el marco, pero entendieron
la necesidad de aceptar la nueva moneda. El momento histórico exigía este
tipo de concesiones que, por otro lado, no lo eran tanto considerando la
fortaleza de la economía germana.
La propuesta más madrugadora para profundizar en la integración vino de
la mano de un memorándum belga, presentado el 19 de marzo, al día
siguiente de las elecciones en la RDA. La reforma avanzada en el documento
preveía un fortalecimiento de los poderes de las instituciones básicas (el
Parlamento, la Comisión y el Tribunal de Justicia), además de establecer el
criterio de mayoría cualificada como norma para el funcionamiento del
Consejo195; a este, precisamente, competía convocar una conferencia
intergubernamental nueva o tratar estos asuntos en la dedicada a abordar la
UEM. El contexto de optimismo ante las grandes transformaciones que se
estaban operando tanto en Europa como en buena parte del mundo parecía
dinamizar el proceso europeísta y obligaba al resto de los socios a responder,
a debatir los retos de la actualidad y encarrilar definitivamente la unificación
por las vías tendidas desde Bruselas. En el discurso que pronunció el 17 de
mayo de 1990 ante el Parlamento Europeo —institución que dio el plácet a lo
acordado el mes anterior en Dublín— el canciller fue explícito en cuanto a la
inextricable relación entre la unidad alemana y la europea, e insistió en lo
indispensable: «[que] la RFA se concierte con la Comunidad Europea en
todos los casos respecto a las medidas conducentes a la unificación alemana
con implicaciones en la Comunidad Europea, y espera especialmente que el
Parlamento Europeo esté asociado a este concierto»196.
El Consejo Europeo de Dublín celebrado los días 25 y 26 de junio197 daría
un impulso notable a la UEM, cuya entrada en vigor en su primera etapa
quedó fijada para el 1 de julio siguiente. El objetivo era potenciar la cohesión
entre los Estados miembro en el camino hacia la moneda única y así dar paso,
a partir del 13 de diciembre, a la apertura de la conferencia
intergubernamental sobre la UEM que debería determinar cómo se
desarrollarían las siguientes fases ante la «perspectiva de realización del
mercado interior». La conferencia tendría que acabar los trabajos en un plazo
breve de tiempo con el fin de que la ratificación de los socios tuviera lugar
antes de terminar 1992.
De igual forma, el Consejo convocó una conferencia sobre la unión política
en función del artículo 236 del Tratado; empezaría el 14 de diciembre de
1990, también con el objetivo de que el documento estuviera listo para la
ratificación de los miembros en las mismas fechas que la anterior. La
integración dejaba la cuestión alemana en un segundo orden de prioridades,
aunque lo relevante era que este espaldarazo al proyecto europeísta coincidía
con el avance irreversible hacia la unidad de Alemania, alimentándose ambos
procesos recíprocamente.
El punto 4 de las conclusiones del Consejo se refería expresamente a este
tema. Tras escuchar las palabras del canciller Kohl y también el informe del
primer ministro de la RDA, acogía con agrado «la celebración del Tratado
alemán entre Estados que promovería y aceleraría la integración del territorio
de la República Democrática Alemana dentro de la Comunidad».
Así, pues, a mediados de 1990, tras la presidencia irlandesa de las
Comunidades, el acuerdo respecto a la puesta en marcha de las conferencias
intergubernamentales abría puertas al optimismo, aunque quedaban muchas
aristas que limar en torno al desarrollo de las negociaciones sobre la UEM.
La favorable posición de Kohl a la profundización comunitaria había
tranquilizado a las autoridades de Bruselas, que, no obstante, todavía
recelaban algo de los pasos que pudiera dar el Gobierno de Bonn, teniendo en
cuenta el desacuerdo mostrado por el Bundesbank y por algunos de los
empresarios más importantes del país. Con esta actitud pretendían prolongar
todo lo posible la segunda fase de la UEM para asegurar el cumplimiento
total de los requisitos necesarios para la convergencia. Solo los más
avanzados, aquellos que cumplieran dichos requisitos, pasarían a la última
fase.
La estabilidad quedaría así confirmada, pero a costa de consagrar una
Europa de dos velocidades, a cuyo frente caminarían la República Federal y
los países con economías más potentes, la mayoría de ellos fuertemente
vinculados a Alemania. Este hecho preocupó mucho a los ministros del ramo
de los socios más vulnerables, por el previsible alejamiento de los criterios de
convergencia. De igual forma, ni el Reino Unido ni Francia, por motivos
diferentes, aprobaban la tibieza de Kohl ante las presiones internas, y también
Mitterrand le exigió un compromiso sin fisuras con la UEM198.
Mientras tanto, el panorama internacional continuaba cambiando a pasos
agigantados. La guerra contra Irak a causa de la invasión de Kuwait por el
Régimen de Saddam Husein y las apresuradas transiciones hacia la
democracia en los países del este de Europa, unidos a la debilidad de la
Unión Soviética, mostraban un mundo en transformación en el que las áreas
de integración regionales podrían cobrar una importancia sustancial en el
diseño del futuro inmediato. El reto de la unidad política constituía —ahora
con más fuerza— un asunto cuya resolución no debería posponerse más. De
hecho, el Consejo Europeo de Roma celebrado en octubre de 1990199 dio un
espaldarazo al proceso cuando confirmó «la voluntad de transformar
progresivamente la Comunidad en una Unión Europea desarrollando su
dimensión política, fortaleciendo su capacidad de acción y ampliando su
competencia». Esta voluntad era inequívoca, como lo era el proceso hacia la
Unión Económica, cuya segunda fase comenzaría el 1 de enero de 1994, una
vez realizado el programa del mercado único. El canciller federal estuvo
especialmente receptivo, reiterando que la unidad alemana constituía un
componente más de la futura unidad europea, en la que empeñaría sus
fuerzas. Quizá recordara sus ya lejanas palabras ante el Bundestag en 1984,
cuando habló de liderar el camino hacia «los Estados Unidos de Europa»200.
La victoria de la coalición CDU/CSU en las elecciones parlamentarias del
mes de diciembre de 1990 ratificaría el apoyo popular a Kohl, también en el
ámbito de la política europea. Con 319 escaños frente a los 239 de su
permanente competidor, el SPD, el canciller tendría ahora las manos libres
para cumplir sus promesas a Bruselas y encabezar, junto a Francia, el gran
paso adelante en la integración comunitaria. De hecho, el siguiente Consejo
Europeo, celebrado en la capital italiana el 14 y 15 de diciembre201, daría
cauce a las reformas inspiradas en las posiciones francesa y alemana para
desarrollar la unión política al solicitar a la Conferencia intergubernamental
que «ampliara y mejorara el procedimiento de sanción de los acuerdos
internacionales que requieren la aprobación unánime del Consejo», así como
que «el Parlamento Europeo interviniera en el nombramiento de los
miembros de la Comisión y de su presidente». De este modo, la reforma
institucional otorgaba más poder a las instituciones, en especial al
Parlamento.
Así, pues, en aquel mes de diciembre, tal como estaba previsto, las
conferencias intergubernamentales comenzarían a trabajar de forma casi
inmediata con el fin de alcanzar un acuerdo sobre la reforma de los tratados
cuya conclusión en Maastricht iba a dar origen a la Unión Europea.

La Conferencia 2+4

El 2 de febrero de 1990 Genscher se entrevistó en Washington con el


secretario de Estado norteamericano James Baker. Ambos mostraron su
acuerdo sobre la reunión de las cuatro potencias ocupantes y los dos Estados
alemanes para debatir las repercusiones internacionales de la previsible
reunificación. Un asunto crucial para tranquilizar al Kremlin era la promesa
de que la OTAN no tuviera la tentación de extender su organización hacia el
Este y, al respecto, Baker fue muy explícito negando esa posibilidad202. Esta
era la idea sobre la cual Baker argumentaría a favor de la reunificación en las
reuniones que mantendría en Moscú los días posteriores, entre el 7 y el 9 de
febrero.
Acuciado por los problemas económicos y por la pérdida de influencia de
su política exterior, Gorbachov defendía un planteamiento que venía de años
atrás, relacionado con el Nuevo Pensamiento y la Casa Común Europea: en el
horizonte que se vislumbraba tanto la OTAN como el Pacto de Varsovia
debían desaparecer y dejar paso a una institución supranacional europea con
el fin de garantizar la seguridad al Viejo Continente. Un refuerzo de la
seguridad continental en detrimento de la OTAN no sería mal recibido en
París, ni en alguna otra capital comunitaria y, mientras, Gorbachov
recuperaría la iniciativa en una materia tan sensible.
Baker mantuvo reuniones con Shevardnadze y el propio Gorbachov para
debatir el futuro de Alemania y coincidieron en recalcar el rechazo a la
expansión de la OTAN al Este, pero las discrepancias surgieron respecto al
porvenir del nuevo Estado dentro de la Alianza. El argumento de Baker
insistía en que una Alemania unificada en la OTAN, con tropas
norteamericanas y de la Alianza en su suelo, pero que no se extendiera hacia
el Este, constituía una oportunidad para la paz mucho mayor que si el nuevo
país quedaba al margen.
El canciller Kohl, que viajaba a Moscú inmediatamente, el día 10, estaba
completamente de acuerdo con la posición defendida por Baker y así se lo
transmitió al secretario general del PCUS. La rueda de prensa posterior, muy
bien preparada por su equipo, supuso un gran éxito para el canciller, tanto
desde el punto de vista personal como para el desarrollo futuro de sus
planteamientos: «Gorbachov me ha prometido con claridad que la URSS
respetará la decisión de los alemanes respecto a vivir en un único Estado y
que será una cuestión propia, de ellos mismos, decidir la vía y el tiempo para
la unificación»203. Con esta declaración parecía haberse sorteado uno de los
escollos más difíciles en el proceso de reunificación. Aunque fuera
condicionada, el Kremlin avalaba esta posibilidad, reconociendo la buena
sintonía existente entre Moscú y Bonn.
Unos días más tarde, el 24 del mismo mes, Bush se entrevistó con Kohl en
Camp David en un ambiente muy cordial para tratar con detalle los variados
aspectos de la unificación con el fin de conocer de primera mano los planes
del mandatario alemán y acercar posiciones que luego sirvieran de base para
una conferencia al respecto. La inviolabilidad de la frontera oriental —sobre
la que habían reiterado su exigencia tanto Thatcher como el Gobierno polaco
— fue una de las cuestiones tratadas. Para Kohl la vigencia del Tratado de
Varsovia firmado en 1970, que explicitaba el límite en el Oder-Neisse, debía
servir como garantía. Respecto a la actitud hacia Gorbachov, ambos líderes
coincidieron en que la debilidad de la URSS —y del propio secretario general
— favorecería que aceptara una Alemania unida dentro de la OTAN,
variando así su posición previa. Habría que abordar el futuro con cautela
pero, probablemente, la necesidad de ayuda económica para evitar el colapso
del gigante soviético hiciera reflexionar a Gorbachov hasta consentir,
finalmente, la demanda de los aliados occidentales.
Una vez rechazada la idea, primero, de que las discusiones tuvieran lugar
en el seno de la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea (por el
elevado número de Estados integrantes y las dificultades consiguientes de
llegar a acuerdos operativos), y, segundo, de que fueran Francia, Gran
Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética quienes, en exclusividad,
decidieran sobre el porvenir alemán, los asesores del Departamento de Estado
Robert Zoellick y Dennis Ross apostaron por crear un marco estable de
negociación sobre el futuro de Alemania en el que participaran la RDA y la
RFA, así como las cuatro potencias de ocupación. De esta forma surgía, en la
primavera de 1990 y a propuesta del secretario de Estado norteamericano
James Baker, la llamada «Conferencia 2+4».
El escenario de la Conferencia suponía otorgar a los dos Estados alemanes
una capacidad negociadora relevante junto a las cuatro potencias ocupantes;
máxime cuando tanto las relaciones interalemanas tras salir Krenz del poder
como las conversaciones entre Moscú, Washington y Bonn eran fluidas y, en
el fondo, demostraban coincidencia de pareceres en el proceso hacia la
unidad. También París y, con más reticencias, Londres seguían el curso de los
acontecimientos a la búsqueda de influir en dicho proceso para asegurar sus
intereses en la nueva Europa.
Junto a la cuestión fronteriza, que en febrero de 1990 parecía ya encauzada,
y a las aspiraciones francesas y comunitarias de profundizar en el ámbito
económico y monetario de la integración —de igual manera, en vías de
acuerdo—, el mayor obstáculo se encontraba en la relación futura de
Alemania con la OTAN. Indudablemente, si no variaba la doctrina militar de
la Alianza acomodándose a los tiempos de distensión, resultaba impensable
alcanzar un acuerdo con la Unión Soviética. La URSS buscaba por todos los
medios romper con la imagen de debilidad a los ojos tanto de sus ciudadanos
como del resto de Europa, y la ocasión era propicia. Desde el inicio de los
preparativos hasta el desarrollo de las sesiones, los representantes soviéticos
dejaron clara su oposición a que una posible Alemania unificada perteneciera
a la OTAN. Por su parte, las declaraciones de Kohl, reflejadas en el
comunicado conjunto con el presidente norteamericano en su visita a
Washington a mediados de mayo de 1990, solo concebían el país dentro de
las estructuras de la Alianza, obviando una solución particular para los
territorios orientales.
La aparente firmeza del Kremlin contrastaba, sin embargo, con la creciente
precariedad de su situación socioeconómica. El fracaso de los distintos planes
reformistas debilitaba la confianza en las instituciones del Estado, provocaba
una creciente contestación nacionalista en las repúblicas federadas y
empequeñecía la figura de Gorbachov, cada vez más censurada dentro del
país, incluso entre sus colaboradores. La debilidad no podía ocultarse y el
Gobierno de Kohl iba a jugar sus cartas contando con ella, favorecido por la
euforia de los cambios existente en toda Europa del Este, incluida, por
supuesto, la RDA.
Como vamos a ver a continuación, a finales de mayo de 1990 el presidente
Bush detectó un cierto cambio de actitud en el Kremlin respecto al bloque
militar al que deseaban pertenecer los alemanes204. Esta percepción se vería
confirmada unos meses más tarde, en verano, tras la visita de Gorbachov a
Kohl en Bonn. La cordialidad entre los mandatarios fue patente tanto en los
actos públicos como en el encuentro privado. La declaración conjunta no
podía ser más esperanzadora: respeto a la legalidad internacional y a la libre
determinación de los pueblos para afrontar su futuro. En enero de 1991 Kohl
devolvería la visita a Gorbachov para reiterar los argumentos favorables a la
unificación alemana atendiendo a los inexorables cambios en el panorama
europeo e internacional, además de ofrecerle garantías en el fortalecimiento
de relaciones económicas y comerciales, así como en el ámbito de la
seguridad. Se trataba de que una serie de modificaciones en la doctrina
militar de la OTAN permitiera dar confianza y seguridad a la URSS,
facilitando para el caso alemán un instrumento específico en materias de
armamento y número de tropas. De igual forma, también había que
contemplar el futuro de las fuerzas soviéticas establecidas en la República
Democrática.
Las propuestas fueron variadas, ajustándose a unas posiciones que, a su
vez, trataban de adaptarse en función de la flexibilidad exigida a los actores
políticos. La reducción de efectivos alemanes podría lograrse dentro del plan
general de aminorar las fuerzas convencionales de la OTAN en Europa. Por
otro lado, el Gobierno federal cedería ante la pretensión de Moscú de limitar
al máximo la presencia de tropas en los Länder orientales, siempre que los
soviéticos asumieran el control defensivo de la Alianza sobre todo el país
mientras aceptaran una salida escalonada de las tropas soviéticas desplegadas
en la RDA a lo largo de un periodo de tiempo que habría que fijar.
Ciertamente, las declaraciones y conversaciones demostraban la voluntad
inequívoca de avanzar hacia acuerdos razonables para todas las partes, pero el
grado e intensidad de aquellas para llegar a un punto final dependían en
última instancia de las decisiones de las superpotencias y, en las traumáticas
circunstancias que atravesaba la URSS, a nadie se le escapaba la capacidad
de presión norteamericana. Como es lógico, ni Londres ni París reconocían su
papel vicario de Washington, pero acabaron teniendo que aceptar los
postulados del plan pergeñado por James Baker, secretario de Estado
norteamericano, cuyo objetivo era cerrar el marco del 2+4 para avanzar con
rapidez hacia la unificación de Alemania. El plan recogía las exigencias
soviéticas sobre el reconocimiento de las fronteras de Alemania, la salida
progresiva de sus tropas y la renuncia de la OTAN a enviar fuerzas a los
Länder orientales; establecía, además, ayudas económicas alemanas en apoyo
de las reformas emprendidas por Gorbachov en la URSS y para compensar
los gastos de retirada de las tropas. Igualmente, quedaba contemplado el
inicio de negociaciones para el desarme, tanto en el terreno de las fuerzas
convencionales como en el de las nucleares de corto alcance.
Con el plan, el Gobierno norteamericano ofrecía al Viejo Continente y al
mundo entero una imagen de hegemonía, convertido en el principal actor del
futuro acuerdo en tanto en cuanto, por un lado, garantizaba las principales
exigencias de una Unión Soviética en franco declive y, por otro, trazaba el
campo de juego dentro del cual la nueva Europa desarrollaría sus políticas de
seguridad. Con todo, el proyecto norteamericano se había trazado con la
suficiente habilidad como para no humillar al Kremlin, satisfacer las
demandas de sus aliados occidentales y asumir algunos de los presupuestos
de la política exterior de Genscher. La máxima concreción de estos se
encuentra en un discurso pronunciado por el ministro en Bonn a finales de
junio de 1990: en la línea (ya tradicional en él) trazada desde la formulación
del Plan Genscher, abogaba por la reducción paulatina pero drástica del
armamento en Europa central en favor de un marco de seguridad común y
más pacífico para todo el continente205.
En definitiva, en el epicentro del conflicto entre las estrategias soviéticas y
norteamericanas estaba la OTAN. Para alcanzar un acuerdo definitivo sobre
Alemania, asegurando un futuro de mayor entendimiento y menor recurso a
la amenaza bélica, la Alianza demandaba un cambio interno, una adecuación
de su naturaleza al mundo pos Guerra Fría que se anunciaba. Bush venía
insistiendo en reducir la presencia norteamericana en suelo europeo sin
perjuicio de la seguridad global, pero contando con la nueva situación
derivada de las profundas alteraciones producidas en el equilibrio de poder
continental. Esto explicaba la importancia de introducir en la OTAN cambios
a favor de una imagen más disuasoria pero menos amenazadora, dada la
atmósfera de entendimiento ahora existente entre las dos superpotencias.
Moscú debería ser consciente de que el mantenimiento de la Alianza, cuya
capacidad militar estaría bajo mayor control gracias a los tratados firmados
—o por firmar— con Washington, no supondría un desafío ni a la integridad
ni a la seguridad de la URSS. Por el contrario, la consolidación de una
vertiente más política frente a la estrictamente militar inclinaría la balanza
hacia la colaboración con Moscú en la búsqueda de una Europa y un mundo
más seguros. La intención de Bush era, por tanto, extender la idea de una
alianza defensiva más sustentada en los valores democráticos compartidos
por todos los miembros que en la dimensión militar de un grupo de Estados
cuyo objetivo fuera combatir por las armas a sus enemigos.

Los retos de la seguridad europea después de mayo de 1990


El 18 de mayo de 1990, el día de la firma del Tratado Interestatal de Unión
Monetaria, Económica y Social, James Baker mantuvo una agridulce
entrevista con Mijaíl Gorbachov. La posición de este respecto a la entrada de
una Alemania unida en la OTAN y la creación de una institución europea de
seguridad en sustitución de las alianzas militares continuaba inamovible,
aunque fue algo más receptivo a los ofrecimientos del secretario de Estado
norteamericano. Estos consistían en ampliar la proposición de Kohl: limitar el
número de efectivos del Ejército alemán, prohibir el desarrollo de armas
nucleares en el territorio unificado, iniciar negociaciones sobre armas
nucleares tácticas, establecer un periodo de transición para la retirada de las
fuerzas del Ejército soviético, realizar cambios internos en la OTAN y
presentar garantías sobre el respeto a los intereses económicos soviéticos
durante el proceso de unificación206. La oferta quedó en el aire a la espera de
que Gorbachov se pronunciase.
Durante la cumbre celebrada a finales de mayo de 1990 en Washington, las
conversaciones entre ambos líderes fueron muy fluidas y el ambiente, en
general, relajado, aun cuando Gorbachov no parecía dispuesto a variar su
criterio. Sin embargo, ante una pregunta directa de su anfitrión, George Bush,
el soviético declaró su respeto absoluto a los principios del Acta Final de
Helsinki, lo cual llevaba implícito dejar a la voluntad de los alemanes elegir
su futuro, sus socios y, también, sus alianzas militares. La afirmación generó
malestar en parte del equipo de asesores de Gorbachov, entre ellos, Valentin
Falin, el experimentado diplomático jefe del Departamento de Relaciones
Internacionales del Comité Central del PCUS.
Realmente, aunque reiterar el compromiso con Helsinki pareciera nimio,
aquella confirmación tenía grandes implicaciones en tales circunstancias y
supuso un paso importante hasta la reunión de Kohl con Gorbachov que se
celebraría en el Cáucaso en julio. Poco antes de dicho encuentro, el 25 de
junio, «el Gobierno alemán aceptó pagar 1.250 millones de marcos para
costear el mantenimiento de las tropas soviéticas en la segunda mitad de
1990. Es más: a los soldados y a quienes de ellos dependieran se les
permitiría cambiar los ahorros que tuvieran en la RDA al mismo tipo con que
esta comerciaba con la URSS»207.
Tampoco el Gobierno de De Mazière le ponía las cosas fáciles a Kohl. En
varias ocasiones durante aquellos meses se declaró partidario de firmar
cuanto antes el tratado fronterizo con Polonia, alentando así la posición de
Mazowiecki frente a los intereses del canciller de posponerlo hasta después
de la unificación; asimismo, persistieron sus críticas contra la OTAN
ampliada y a favor de una zona desmilitarizada en Centroeuropa. Estas ideas
reforzaban la propuesta de Gorbachov de crear una estructura paneuropea de
seguridad, por muy evanescente que fuera.
Por otra parte, las rápidas transformaciones políticas sucedidas en Hungría
y Polonia, así como la convocatoria de elecciones libres en la RDA para el 18
de marzo de 1990, habían terminado por convencer a Gorbachov de que la
actual estructura del Pacto de Varsovia no tenía sentido. Por ello, la cumbre
prevista para el 7 de junio tenía todos los condicionantes necesarios para
resultar muy atractiva en comparación con el decurso anodino y
burocratizado de citas anteriores. La reunión, desarrollada en Moscú —y a la
que acudirían dos altos funcionarios de la RFA como parte de la delegación
de la República Democrática—, debía abordar las profundas
transformaciones que tendrían que llevarse a cabo después de la desaparición
de la Doctrina de Soberanía Limitada así como el clima de entendimiento con
países considerados enemigos hasta hacía poco. El objetivo de estos cambios
sería, como explicitaron las conclusiones de la cumbre, transformar el pacto
militar en un tratado entre «Estados iguales y soberanos, basados en
principios democráticos, que cooperen de forma constructiva con la
OTAN»208. La decisión final fue propiciar una profunda reforma de la
organización; una reforma que, con el tiempo, debería conducir a la
disolución del Pacto como institución de carácter militar para transformarse
en un tratado entre iguales, con una colaboración abierta entre los socios y
entre estos y la OTAN.
Días después, el 12 de junio, y tras un viaje a Canadá y Estados Unidos,
Gorbachov expuso ante el Soviet Supremo la posibilidad de que la
edificación de la nueva Alemania se cimentara en dos pilares, en una suerte
de pertenencia como país asociado tanto a la Alianza como al Pacto durante
la inevitable fase de transición. Además, animó a la OTAN a que modificara
su doctrina de seguridad en la cumbre de Londres, prevista para el mes
siguiente. La propuesta respecto a Alemania fue tachada de carente de
realismo por Bonn, máxime cuando unos días antes Genscher y
Shervardnadze, reunidos en la histórica Brest-Litovsk, habían coincidido en
que una solución para la Alemania unida podía ser la firma de un eventual
tratado de no agresión entre las dos alianzas militares.
En aquellas mismas fechas de principios de junio de 1990, la cumbre del
Consejo del Atlántico Norte celebrada en la localidad escocesa de Turnberry
incidía en este espíritu de concordia y acercamiento entre el Este y el Oeste,
posibilitando, incluso, una colaboración con el Pacto de Varsovia en pro de la
estabilidad y la paz en el Viejo Continente209. De forma inmediata, a primeros
de julio la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Alianza, celebrada
en Londres, debía poner las bases para una profunda remodelación de
objetivos y funcionamiento capaz de afrontar los retos de futuro sobre los
cuales, como hemos visto, venían opinando los mandatarios europeos y
estadounidenses. No era menor el interés suscitado en Moscú y en las
capitales de la Europa del Este por la grave situación en que se hallaba el
Pacto de Varsovia, al igual que el resto de las organizaciones comunistas de
carácter supranacional. La «Declaración de Londres sobre una Alianza del
Atlántico Norte renovada» respondía a la perseverante voluntad
norteamericana de reducir las fuerzas en suelo europeo, tanto nucleares como
convencionales, sin renunciar a su papel de garante de la seguridad de sus
aliados. Al reconocer la desaparición de una «amenaza monolítica, masiva y
potencialmente inmediata», ya no era necesaria la presencia de grandes
contingentes en Centroeuropa, sino la capacidad de intervenir ante un riesgo
menos lineal, más complejo y de naturaleza distinta de la Guerra Fría210. Por
ello, la utilización de armas nucleares solo se produciría como último recurso,
además de acordar la reducción del armamento y los efectivos desplegados en
suelo europeo.
El documento final también hacía alusión a cómo estos cambios obedecían
a los avances producidos en el camino de la unidad alemana y sus
beneficiosas consecuencias para superar la división de Europa. En este
sentido, resultaban muy relevantes los párrafos dedicados a la Conferencia
sobre Seguridad y Cooperación en Europa, cuya próxima cumbre tendría
lugar en París como el «foro de diálogo político» con mayor proyección en la
Europa unida211. En el comunicado de prensa se aludía a la OTAN como «la
alianza defensiva más exitosa de la historia» y a la presencia de Alemania
como «un factor indispensable de estabilidad».
El triunfo fue reconocido por todas las partes salvo por el Reino Unido,
para quien las modificaciones de la doctrina militar podían acarrear el inicio
de una desnuclearización en Europa. El desacuerdo de Margaret Thatcher
llegó hasta el punto de advertir a sus socios sobre su posible negativa a firmar
la declaración final; el desdén con que fue recibida esta amenaza evidenciaba
el progresivo distanciamiento y aislamiento del Ejecutivo británico212.
Una nueva actitud de Gorbachov, más dispuesto ahora a aceptar la unidad
alemana dentro de la OTAN, apareció en el horizonte. Obedecía en parte a su
inquebrantable idea de tender puentes entre el Este y el Oeste a favor de la
Casa Común pero, obviamente, requería algunas compensaciones materiales
en aquellos meses tan complicados para la gestión de los asuntos internos. Su
imagen dentro de la URSS quedaría aún más dañada si aparecía ante la
opinión pública como un líder débil, manejado por las potencias occidentales.
La aceleración de los acontecimientos en Alemania y la deriva de los
Gobiernos de transición en Europa del Este, dando la espalda a la idea de
Gorbachov de que el socialismo realmente existente era reformable desde
dentro, precipitó el fin del Pacto de Varsovia. El 1 de julio de 1991 la URSS,
Bulgaria, Hungría, Checoslovaquia, Polonia y Rumanía (la RDA lo había
abandonado en septiembre de 1990) firmaron en Praga el «Protocolo para la
finalización del Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua»,
adelantándose así a la cumbre prevista para el año siguiente. Fue Václav
Havel, presidente checo y antiguo disidente, el que sentenció «hoy ha dejado
de existir el Pacto de Varsovia» entre los aplausos de los mandatarios —
excepción hecha de Guennadi Yanáyev, vicepresidente de la URSS y futuro
golpista—. Gorbachov se había negado a acudir; no estaba de acuerdo con
enterrar el Pacto de aquella manera. Ello no obstante, había sido unos meses
antes, el 25 de febrero, cuando el comité político consultivo, reunido en
Budapest, había decidido desmantelar los órganos y estructuras militares el
31 de marzo, gesto que había constituido la auténtica acta de defunción de la
alianza defensiva de la Europa comunista.
Al día siguiente, el 2 de julio, abría sus sesiones el congreso del Partido
Comunista de la Unión Soviética. La frágil posición de Gorbachov quedó
patente desde el inicio, aunque logró mantenerse como secretario general. La
crítica de los sectores ortodoxos —favorables a la recuperación de una
política en clave de Guerra Fría—, por un lado, y la deserción de reformistas
como Boris Yeltsin, que pasó a la oposición, por otro, no le auguraban un
buen futuro213.
El canciller federal, que durante mucho tiempo le había despreciado por
entender que su talla política no se correspondía con las exigencias del cargo,
había cambiado su percepción, al menos en el último año y medio. Tanto en
las declaraciones públicas como, sobre todo, en los encuentros entre ambos,
la empatía era evidente. Además, Kohl era consciente del trascendental
cambio operado en la política soviética en relación con la cuestión alemana,
posible, en gran medida, gracias a Gorbachov. Las difíciles circunstancias en
que se desarrollaba el mandato de este exigían también notables dosis de
generosidad para eliminar cualquier atisbo de duda en el Kremlin respecto a
la emergencia de una Alemania hostil y enfrentada a los intereses soviéticos.
Por ese motivo, Kohl supo, una vez más, jugar muy bien sus cartas. Los
meses de verano sirvieron a la diplomacia germano-occidental para
convencer a sus socios de la importancia de conceder a la URSS ayudas de
carácter económico con el fin de acallar, en lo posible, la oleada de protestas
contra las reformas de Gorbachov, apostando así por la estabilidad del
Ejecutivo soviético: no solo servirían para reforzar la posición del líder ruso,
sino que tendrían consecuencias muy positivas para el Gobierno alemán, al
que el Kremlin veía como un apoyo europeo de gran peso. Así quedó de
manifiesto en el viaje girado por Kohl en julio de 1990: su entrevista con
Gorbachov, celebrada el día 15 en Moscú, marcó el fin de la ambigüedad
soviética ante la cuestión alemana: el Kremlin dio el visto bueno a la unidad
de los dos Estados y confirmó que aceptaba la nueva Alemania como parte de
la OTAN. Sin duda, fue una de las cumbres con mayor trascendencia para el
futuro de Alemania y de Europa.
El canciller propuso firmar un tratado bilateral de altos vuelos para reforzar
las relaciones de todo tipo e insistió en las ayudas crediticias que estaba
dispuesto a librar y que ascendían a 5.000 millones de marcos. De igual
forma, reiteró el plan de ayuda para la repatriación de las fuerzas soviéticas
instaladas en la República Democrática y la reducción de los efectivos del
Ejército federal, buscando el aval de Gorbachov para la permanencia del
nuevo Estado en la OTAN. El mandatario soviético le confirmó que aceptaba
la soberanía plena de Alemania, aunque volvió a rechazar que las estructuras
militares de la OTAN alcanzaran los territorios de la RDA. Aun así, dejó
abierto un resquicio que terminaría por convertirse en una puerta: si la labor
del intérprete había sido correcta, y ante la insistencia de Kohl para que
matizase la respuesta de su homólogo, Gorbachov afirmó que la ampliación
de la OTAN a los Länder de la República Democrática no tendría lugar hasta
la retirada completa de las tropas soviéticas, prevista para dentro de unos tres
o cuatro años.
Por tanto, el éxito de la estrategia desarrollada por Kohl fue completo, sin
fisuras: difícilmente pudo contener la alegría en la declaración que hizo con
Gorbachov el 16 de julio en la ciudad caucásica de Shelesnovodsk, adonde
habían llegado desde Moscú:
La unificación de Alemania abarca a la República Federal, a la República
Democrática y a Berlín. Cuando la unificación se lleve a cabo las cuatro potencias
quedarán completamente desligadas de sus responsabilidades […]. Mientras sigan
estacionadas tropas soviéticas en el antiguo territorio de la RDA, las estructuras de la
OTAN no se extenderán a esa parte de Alemania214.

Las concesiones a la URSS constituían un capítulo menor; incluso, aunque


fueran difundidas como una imposición, en realidad tampoco eran
condiciones exclusivas de la negociación. Las autoridades de Bonn pondrían
en marcha un plan para reducir el Ejército conjunto a 370.000 efectivos y
mantendrían la renuncia expresa a la posesión y fabricación de armas
químicas, biológicas y nucleares.
Las televisiones mostraron imágenes de los dos líderes y sus acompañantes
con gestos relajados y ropa informal mientras los comentaristas simplificaban
el contenido de la rueda de prensa subrayando la noticia de que Alemania
podría formar parte de la OTAN. Las reacciones, bien de inquietud, bien de
entusiasmo, no se hicieron esperar en las cancillerías comunitarias y en
Washington, aunque todas fueron cautelosas hasta recibir noticias directas de
Kohl. En cambio, los responsables de las principales instituciones de la
URSS y del Pacto de Varsovia, ajenas, en su inmensa mayoría, a lo
negociado, fueron muy críticos y se alejaron todavía más de la deriva política
del presidente de la URSS215.
Por su parte, Bonn comprometía una cuantiosa suma de marcos con el
objetivo de correr con los gastos de repatriación de los cerca de 350.000
efectivos militares, más sus familias, instalados en aquel momento en
territorio de la RDA. Quedaba, además, pendiente de firma un amplio
acuerdo entre los dos países, base de una cooperación en temas diversos y de
indudable interés para ambos —sobre todo, para los soviéticos— tales como
la tecnología, el comercio y la seguridad.
Hacía tiempo que Estados Unidos había dado su consentimiento a una
negociación cuyos resultados favorecían de igual manera a la hegemonía de
Washington en tanto en cuanto solo la debilidad intrínseca del Régimen
soviético posibilitaba la reunificación alemana. En cambio, desde París y
Londres la visión no era tan positiva. El equipo de Kohl había alcanzado
acuerdos sin consultar a los Gobiernos de estas dos potencias ocupantes,
favorecido por la ola general de optimismo ante la inminencia del fin del
enfrentamiento de bloques y por la simpatía de la sociedad europea hacia el
proyecto unitario. Franceses y británicos habían ido a remolque de las graves
decisiones tomadas a lo largo de los últimos meses y temían, además, que la
buena sintonía entre Bonn y Moscú generase un fortalecimiento desmesurado
de la proyección internacional de Alemania, de su peso en Europa y en el
mundo.
Queda fuera de toda duda el éxito del tándem Kohl-Genscher para
convencer a Gorbachov de que la mejor opción para el futuro de la Alemania
unida pasaba por su anclaje en las Comunidades Europeas y su integración en
la OTAN dentro de una atmósfera de entendimiento y colaboración de todo
tipo con la Unión Soviética. A continuación, tras las grandes decisiones
políticas llegó la hora de los expertos y los técnicos. Kohl conocía
perfectamente las dificultades con las que se iba a encontrar, sobre todo las
económicas, comenzando por el coste de la repatriación de las fuerzas
soviéticas, pero después de lo que había conseguido cualquier obstáculo
podía considerarse menor. El verano serviría para ajustar las medidas
necesarias y acelerar todo lo posible el proceso de integración, más aún
cuando la invasión iraquí de Kuwait a comienzos de agosto desplazó el
interés norteamericano y europeo hacia esa parte del mundo. De igual modo,
los acuerdos alcanzados peligraban ante la inestabilidad creciente en la
URSS, donde se multiplicaban los conflictos nacionalistas, empeoraba el
nivel de vida y los sectores comunistas más recalcitrantes, por un lado, y los
grupos reformistas, por otro, aislaban paulatinamente a Gorbachov.
Aunque teóricamente de vacaciones, Kohl no perdió el tiempo. A lo largo
del verano aseguró a Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea, que
Alemania correría con los gastos de la reunificación, sin menoscabo de su
compromiso de transferir recursos a Bruselas, lo cual tranquilizó a sus socios
comunitarios. A pesar de la locomotora económica del país, los inmensos
gastos (hasta entonces solo estimativos) afectarían a los bolsillos de los
alemanes occidentales. Por ello Kohl pretendía convocar, antes de que se
enfriara la euforia por la unidad, unas elecciones generales en toda Alemania;
De Mazière le aseguró el apoyo parlamentario a su plan. Las elecciones
previstas para diciembre en la RFA podrían convertirse en las primeras con el
país unificado, pero los plazos corrían: las negociaciones 2+4 tendrían que
concluir en breve para dar paso, en octubre, al ansiado final: el nacimiento de
una nueva República.
El 17 de julio la Conferencia resolvía en París las principales cuestiones
abiertas tras el encuentro de Kohl y Gorbachov en el Cáucaso: Alemania
recuperaba su soberanía plena, quedaba fijada y reconocida por todas las
partes la frontera Oder-Neisse, las tropas soviéticas abandonarían el territorio
alemán en un plazo de tres a cuatro años y se reducía el número de efectivos
del nuevo Ejército, tal como hemos señalado con anterioridad.
Quedaba por resolver el tema de la compensación económica a la URSS
por la salida de sus tropas. Hohl salió vencedor de las desavenencias con el
ministro de finanzas, Theo Waigel, miembro de la CSU bávara, respecto al
monto que se podía ofrecer. En la conversación telefónica que mantuvo con
Gorbachov el 10 de septiembre el canciller alemán, no sin complicaciones
por las exigencias de su interlocutor, elevó la cantidad desde los 4.000 o
5.000 millones de marcos previstos en un primer momento a 11.000 o 12.000
millones más una línea de crédito sin intereses de 3.000 millones216. El
Tratado 2+4 ya se podía firmar.
Dos días después, el 12 de septiembre, se firmaba el llamado «Tratado
sobre el Acuerdo Definitivo con respecto a Alemania», cuya entrada en vigor
tendría lugar el 3 de octubre217. Al día siguiente, el 13 de septiembre, la
URSS y Alemania suscribieron el Tratado de Amistad y Colaboración que
sellaba el nuevo marco de relaciones entre los dos países ahora reconciliados.
El artículo 1.3 era taxativo: «La Alemania unida no tiene reivindicación
territorial alguna contra otros Estados, ni formulará ninguna en el futuro».
Respecto a la participación en alianzas, el artículo 6 recogía que «el derecho
de la Alemania unida de pertenecer a alianzas, con todos los derechos y
responsabilidades que de ello se derivan, no queda afectado por el presente
tratado».
La rápida vía hacia la unidad ensayada tras la caída del Muro había
avanzado en medio de una Europa convulsa. Frente a la fortaleza económica
y política ofrecida por los países occidentales y la solidez institucional de las
Comunidades, la Europa sovietizada había comenzado una transición hacia
fórmulas democráticas en un proceso también rápido y traumático, como
vamos a resumir a continuación. El resultado de todos los cambios que
estaban fraguándose generaba altas dosis de inestabilidad unidas a la delicada
situación interna de la Unión Soviética, envuelta en una profunda crisis en
todos los ámbitos cuya consecuencia más directa era la creciente falta de
legitimidad. La seguridad del continente, por tanto, parecía peligrar, sometida
a la aceleración de las transformaciones operadas en las relaciones entre
bloques, anuncio del final del orden internacional surgido de las cenizas de la
Segunda Guerra Mundial. El marco para garantizar la estabilidad debía
ajustarse a la realidad cambiante del momento con el fin de paliar las
previsibles y nocivas repercusiones de la precariedad de los sistemas
comunistas, incluida la URSS. Se imponía, pues, un modelo de seguridad que
superase el existente durante el enfrentamiento de bloques, que sirviera para
encontrar nuevas recetas basadas en la cooperación reforzada. En este
sentido, la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa era un
instrumento que, institucionalizado, podría resultar de gran utilidad. Así lo
entendían el Gobierno de Kohl y, en general, los países comunitarios y
Estados Unidos. Igualmente, el grupo de Estados socialistas encabezados por
la Unión Soviética también apostó por revitalizar la CSCE hasta convertirla
en una organización de carácter permanente. Fue James Baker quien, al
elogiar la labor desplegada desde hacía años por la Conferencia, propuso dar
este paso218.
Entre el 19 y el 21 de noviembre de 1990 la capital francesa reunió a una
amplia representación de jefes de Estado o de Gobierno participantes en la
CSCE. Estuvieron presentes altos mandatarios de Alemania, Austria, Bélgica,
Bulgaria, Canadá, República Federativa Checa y Eslovaca, Chipre,
Dinamarca, España, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Grecia, Hungría,
Irlanda, Islandia, Italia —que además, representaba en aquel momento a la
Comunidad Europea— Liechtenstein, Luxemburgo, Malta, Mónaco,
Noruega, Países Bajos, Polonia, Portugal, Reino Unido, Rumanía, San
Marino, la Santa Sede, Suecia, Suiza, Turquía, la URSS y Yugoslavia. El
fatigoso listado es necesario para hacernos idea de la trascendencia que la
nueva Europa surgida del fin de la Guerra Fría, acompañada por los países de
Norteamérica, otorgaba a una cumbre de la que se esperaba que ofreciera
garantías sobre la seguridad en el futuro inmediato. En los intensos debates
desarrollados para aprobar un documento final que satisficiera a todos los
participantes, Alemania no se apartó de la línea de trabajo de sus socios
comunitarios, impulsando la idea de establecer algún tipo de organización
sólida, llamada a continuar la labor de la CSCE pero con una estructura
permanente con el fin de ganar operatividad.
El resultado fue magnífico. La Carta de París para una Nueva Europa219
comenzaba con una declaración contundente: «La era de la confrontación y la
división en Europa ha terminado». A partir de este presupuesto, los diez
principios del Acta Final estaban orientados al compromiso entre todos los
firmantes de defender la democracia, la libertad económica y la justicia
social. Respecto a Alemania, los firmantes se congratulaban de que «el
pueblo alemán se haya unido para formar un solo estado conforme a los
principios de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa y en
pleno acuerdo con sus vecinos». La unidad nacional, recuperada tras el
Tratado sobre el Acuerdo Definitivo con respecto a Alemania, constituía un
hito fundamental para la estabilidad de la nueva Europa, se definía como
«una importante contribución a un orden de paz, justo y duradero, para una
Europa unida y democrática, consciente de su responsabilidad en cuanto a
estabilidad, paz y cooperación».
De esta forma, la Carta de París situó el proceso de unidad de Alemania,
como cierre de la oprobiosa Guerra Fría, en el núcleo de la renovación y
mejora de las relaciones interestatales en Europa. El fin de la cuestión
alemana tenía lugar dentro de un proceso, en buena medida espoleado por la
propia vía unitaria, conducente a un mejor entendimiento entre todos, base
necesaria para la paz y la seguridad, y la unificación de Alemania había
contribuido a este clima de diálogo y mayor comprensión mutua. Para
encauzar las inquietudes y las políticas derivadas de este nuevo clima de
armonía nacía la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa
(OSCE). La Carta fundaba en Viena un Secretariado y un Centro de
Prevención de Conflictos, así como, en Varsovia, una Oficina para las
Instituciones Democráticas y los Derechos Humanos. Habría regularmente
reuniones de los ministros de Exteriores; poco después, en 1992, iba a
establecerse un Secretariado General. En definitiva, la influencia de la
diplomacia alemana quedó patente en la naturaleza de la organización, de
base multilateral, para alentar un nuevo sistema de seguridad en la Europa
pos Guerra Fría.
Después de meses de discusiones y propuestas variopintas respecto a cómo
integrar la nueva Alemania dentro de las estructuras defensivas de la Guerra
Fría, el vertiginoso proceso de disolución del orden internacional heredado de
1945 dio una solución drástica, no ya a la cuestión alemana, sino al futuro del
continente. Es más: los países que se sacudían de encima los viejos regímenes
comunistas decidían avanzar por la senda del acercamiento hacia el que hasta
hacía poco había sido su enemigo irreconciliable: la OTAN. A la petición de
las capitales centro-orientales respondieron los jefes de Estado o de Gobierno
de la Alianza reunidos en Roma los días 7 y 8 de noviembre de 1991
declarándose a favor de institucionalizar la colaboración con aquellos países
en materia de seguridad. Ya en una cumbre desarrollada el mes anterior en
Cracovia los dirigentes de Polonia, Hungría y Checoslovaquia habían pedido
firmar con la Alianza tratados para asegurar sus fronteras tras la debacle de la
Unión Soviética. En Roma los aliados aprobaron la conversión de la OTAN
en una organización «garante de la seguridad en toda Europa».
Lejos, pues, de pasar a la historia, la OTAN actualizó su concepto
estratégico, que aunaba la defensa colectiva con el diálogo político. El marco
de colaboración establecido entre la Alianza y los antiguos países comunistas
fue el Consejo de Cooperación del Atlántico Norte, creado en julio de 1992.
La caída del Muro desencadenó un proceso de transformaciones radicales que
alteraron profundamente el sistema de seguridad y de defensa europeas, un
proceso cuyas consecuencias aún pueden percibirse hoy en día.

Alemania y las transiciones democráticas en los países de Europa del


Este

Como indicábamos anteriormente, el difícil proceso de transición iniciado


en los países sovietizados influía poderosamente en la inestabilidad de la
región y, en general, en la seguridad de toda Europa. Los síntomas de
agotamiento de sus economías extensivas, los desequilibrios estructurales
entre los sectores productivos, las disfunciones organizativas y la excesiva
dependencia respecto de la Unión Soviética en los intercambios comerciales,
rasgos generalizados y comunes a las denominadas «democracias populares»,
se habían traducido en unos sistemas productivos estancados —o incluso en
franco retroceso— así como en niveles reales de vida muy bajos, máxime en
comparación con Europa occidental. Estos hechos habían alimentado un
malestar social creciente, de ahí que cuando el sometimiento a las políticas
marcadas por la URSS comenzó a relajarse después de la llegada de
Gorbachov a la Secretaría General del PCUS y, sobre todo, después de que el
líder soviético proclamara la libertad de decisión de sus aliados, la situación
cambió drásticamente. De este modo, tras el final de la Doctrina de Soberanía
Limitada, las democracias populares no decidieron mantenerse dentro del
sistema de influencia soviética —como pensaba Gorbachov— sino romper
vínculos e iniciar una nueva etapa en sus respectivas historias nacionales220.
En Polonia, durante la segunda mitad de los años ochenta terminaron
malográndose todos los proyectos de las autoridades comunistas para librar al
país de la crisis. De modo especial destacó la derrota del Gobierno Messner
en el referéndum sobre «democratización de las instituciones políticas y la
reforma económica», celebrado en noviembre de 1987. Ante la evolución de
los acontecimientos, los dirigentes se vieron obligados a entrar en contacto
con los líderes del sindicato Solidaridad; juntos pusieron en marcha, en
febrero de 1989, un equipo de negociación permanente, la conocida «Mesa
Redonda». Una vez admitió el Partido Obrero Unificado Polaco el fin de su
monopolio del poder, en abril fue posible cerrar los acuerdos de la Mesa, que
contaban con las siguientes cláusulas: la legalización de Solidaridad, el
reconocimiento de la libertad religiosa y de los medios de comunicación, la
reforma del sistema educativo, la restauración del Senado como cámara alta y
la instauración del pluripartidismo a través de un proceso dirigido en un
primer momento por el Gobierno. La oposición aceptó las reglas del juego
con la seguridad de que los resultados electorales harían fracasar los planes
del Gobierno, tal como se constató en los comicios semilibres de junio de
1989: los candidatos alcanzaron todos los escaños reservados a la oposición
en el Sejm (el 35 por ciento) y 99 de los 100 escaños posibles en el Senado.
Al perder el POUP la mayoría parlamentaria, el presidente de la República, el
general Jaruzelski, encargó la formación del Gobierno a Tadeusz
Mazowiecki, de Solidaridad, de tal modo que en septiembre quedaba
constituido el nuevo Gobierno polaco, de mayoría no comunista.
Los dos grandes objetivos del Ejecutivo de Mazowiecki fueron: impulsar el
cambio institucional partiendo de una nueva Constitución y terminar con la
crisis económica crónica que padecía Polonia, con una deuda desorbitada y
una inflación del 1.000 por cien. En relación con este último punto, el
Gobierno puso en marcha en enero de 1990 un plan económico para acabar
con los desequilibrios en el aparato productivo y reducir drásticamente la
inflación. Aunque esto se consiguió, el aumento del desempleo, la
disminución de los salarios reales y la caída de la producción industrial
fueron las consecuencias más negativas del proceso.
Especial relevancia tuvo, en diciembre de 1990, la elección de Lech Walesa
como presidente de la República, que nombró primer ministro a Jan Krzystof
Bielecki, economista y miembro del Congreso Liberal Democrático. Sin
abandonar el plan de ajuste con el fin de reordenar la economía, el nuevo
gabinete decidió actuar con mayor decisión a la hora de privatizar los sectores
económicos (en 1992 el privado representaba el 40 por ciento del PNB), pero
dicho plan implicaba un gran coste social que repercutiría, ineludiblemente,
en un aumento del paro y en la pérdida de poder adquisitivo de la mayor parte
de la población. La respuesta se dejó sentir en la calle y sirvió de acicate a la
oposición excomunista en el Parlamento para criticar las medidas del
Gobierno.
Al mismo tiempo, la transformación de las estructuras políticas también
resultó mucho más compleja y laboriosa de lo esperado, motivo por el cual
las primeras elecciones totalmente libres tuvieron que posponerse hasta
octubre de 1991, cuando las instituciones estuvieron preparadas para
garantizar unos comicios plenamente democráticos. Caracterizados estos por
la dispersión de voto y la enorme división del mapa político, el triunfo fue
para la Unión Democrática (12,14 por ciento de los votos); en segundo lugar
quedaron los excomunistas de la Alianza de la Izquierda Democrática (11,64
por ciento). En esta situación, el nuevo Ejecutivo minoritario del primer
ministro Olszewski encontró muchas dificultades para aplicar su programa de
reformas: en febrero de 1992, sin renunciar al control estricto de la política
monetaria, el Gobierno procedía a cancelar los aspectos más radicales del
Plan de Ajuste de la Economía. Aun así, con las dificultades propias de un
cambio de Régimen, la transición democrática iniciaba su andadura en
Polonia.
En Checoslovaquia, el fracaso de la reforma económica dirigida por el
equipo de Gustav Husak llevó al sistema del socialismo real a un callejón sin
salida: el primer secretario del Partido Comunista fue apartado del cargo y la
organización perdió el control de la sociedad. Sin embargo, los nuevos
responsables no fueron capaces de recomponer la crítica situación que
atravesaba el país. La disidencia logró unificar sus fuerzas y fundó, en
noviembre de 1989 en Praga, el Foro Cívico, con Václav Havel al frente; al
mismo tiempo, los grupos opositores eslovacos crearon Público contra
Violencia.
El primer éxito de la oposición fue obligar al Gobierno a entablar
negociaciones conjuntas con el objetivo de romper con el pasado y avanzar
hacia el Estado de derecho. Con el país agitado socialmente y en el contexto
de una Europa centro-oriental que comenzaba a transformarse, el Politburó
dimitió y a finales de noviembre el partido perdió el control omnímodo del
poder. El 11 de diciembre se formó un nuevo Gobierno de «unidad nacional»,
de mayoría no comunista, apoyado por el Foro Cívico y presidido por el
reformista Marian Calfa; a continuación, el 29 de diciembre, Havel fue
nombrado por la Asamblea Federal presidente interino de la República hasta
la celebración de elecciones libres. Celebradas estas en junio de 1990, el Foro
Cívico y Público contra Violencia lograron la mayoría absoluta en la
Asamblea, que confirmó a Havel y a Calfa en los puestos de presidente de la
República y primer ministro, respectivamente.
El camino de la transición estaba expedito y los nuevos dirigentes debían
afrontar importantes problemas en todos los ámbitos de la vida pública. Para
evitar el previsible enconamiento de las tensiones nacionalistas, el Gobierno
reiteró en numerosas declaraciones su voluntad de fortalecer el carácter
federal del nuevo Estado, que tomó el nombre de República Federativa Checa
y Eslovaca. Sin embargo, los sectores independentistas eslovacos no tardaron
en radicalizar sus posiciones, avanzando así en una deriva que pronto
conduciría a la ruptura. Por otra parte, en la primavera de 1990 se sentaron las
bases de una economía de mercado que pondría fin a décadas de
planificación centralizada. Al empezar el año nuevo entró en vigor un plan de
estabilización que contemplaba, entre otros muchos aspectos, la
convertibilidad de la moneda y la liberalización de los precios, así como la
privatización a gran escala de los sectores productivos. No obstante, como
antes avanzábamos, la consolidación del Estado de derecho no pudo evitar la
quiebra de la unidad nacional: el 1 de enero de 1993 Eslovaquia alcanzó la
independencia.
En Hungría, en el otoño de 1988, los comunistas menos ortodoxos habían
logrado hacerse con el poder dentro del Politburó para, de inmediato, hacer
pública su intención de crear un Estado constitucional moderno. Con el
objetivo de profundizar en esta línea de actuación, en el invierno del año
siguiente, una vez que el Partido Socialista Obrero Húngaro renunciara a su
posición privilegiada al frente del Estado, quedó regulado el pluripartidismo.
En octubre Hungría se convirtió en «Estado democrático de derecho, donde
los valores de la democracia burguesa y del socialismo democrático se
reconocen por igual». Ese mismo mes se disolvió el Partido Único: de sus
cenizas surgiría el Partido Socialista Húngaro, de carácter reformista, que
tanta importancia revestiría en los años siguientes. El afán innovador alcanzó
también a la economía, donde comenzó a aplicarse un plan de austeridad que
supuso la privatización de empresas estatales.
Con el propósito de alcanzar la plena normalidad política, las nuevas
autoridades aceptaron negociar con la oposición al Régimen: de las reuniones
de la Mesa Redonda salió el acuerdo de convocar elecciones libres en la
primavera de 1990. En aquellos comicios, celebrados el 25 de marzo y el 8 de
abril, resultó vencedor el Foro Democrático Húngaro (MDF), que obtuvo 164
escaños de los 386 posibles, seguido de la Alianza de Demócratas Libres, con
92 escaños. Una vez constituida la nueva cámara, esta otorgó su confianza al
Gobierno presidido por Josef Antall, dirigente del MDF, y nombró a Árpád
Göncz, de la Alianza, para el cargo de presidente de la República. Como en
los casos de los países ya descritos, la gran tarea por delante de Gobierno y
oposición consistió en transformar política y económicamente al país con el
menor coste social posible, con la mirada puesta en la futura integración en la
Unión Europea. Para ello el Ejecutivo se esforzó por reducir a límites
soportables la deuda externa, mejorar los niveles de producción y
productividad y frenar la tasa de desempleo mientras procedía a democratizar
las vetustas instituciones comunistas.
Fue en Rumanía, ante la intransigencia de la familia Ceaucescu, donde los
acontecimientos de 1989 adquirieron tintes más sombríos. Las protestas
contra los abusos de las autoridades en general y de la policía secreta del
Régimen en particular, producidas en diciembre de 1989 en Timisoara y
Bucarest, llevaron al Gobierno a decretar el Estado de excepción en todo el
territorio nacional. La represión gubernamental no produjo los efectos
esperados y Rumanía entró en una situación de vacío de poder (el matrimonio
Ceaucescu, capturado al intentar escapar, fue ejecutado el día 25), que
aprovechó la primera oposición formada para lanzar un comunicado a todo el
país en el cual se confirmaba una revolución pacífica tras la caída del
dictador: el país era libre y el destino de los rumanos estaba en sus propias
manos. El control del Estado pasó rápidamente a manos del Frente de
Salvación Nacional, un movimiento político controlado por comunistas
contestatarios con Ion Iliescu como cabeza visible, el cual, al parecer, se
había formado meses antes bajo los auspicios de Moscú con el objetivo de
dar un golpe de Estado contra Ceaucescu. Las autoridades del Frente
pusieron en marcha la reforma necesaria para terminar con la legalidad del
Régimen comunista y facilitar la transición política y económica por medio
de la convocatoria de elecciones libres.
En mayo de 1990 tuvieron lugar las elecciones generales a la Gran
Asamblea Nacional, (Cámara de Diputados y Senado), así como las
presidenciales. En las primeras, sin que pueda hablarse de fraude, el triunfo
correspondió al Frente, con mayoría absoluta en ambas cámaras; en las
segundas salió elegido Iliescu con el 86 por ciento de los votos. En junio
inició su andadura el nuevo Gobierno, presidido por Petre Roman. A partir de
este momento, la oposición, sin amedrentarse ante la actitud poco tolerante de
los nuevos responsables de la vida pública, se coordinó para fundar, en
noviembre de 1990, la Alianza Cívica para consolidar en Rumanía el Estado
de derecho, y trece meses después se aprobó en referéndum una nueva
Constitución democrática que consagraba un Régimen parlamentario
bicameral de tipo presidencialista. Con todo, el empeño más urgente consistió
en transformar las estructuras económicas del país para así paliar la
lamentable situación de la mayor parte de la población e incentivar un
desarrollo estable. Con el fin de facilitar las inversiones extranjeras, la
reforma bancaria y fiscal y la liberalización de los precios, en julio de 1990 y
agosto de 1991 el Parlamento aprobó leyes sobre reactivación y privatización
de los sectores productivos, así como la Ley de Reforma Agraria en febrero
de 1991.
En Bulgaria, el fracaso de las reformas emprendidas por Tódor Jivkov
siguiendo la estela de la perestroika de Gorbachov, así como el deterioro de la
actividad económica, hicieron posible el cambio de dirigentes en el Partido y
el Estado, con el comunista reformista Nikolai Mladenov como hombre
fuerte del Régimen. Al mismo tiempo, comenzó a hacerse presente una
primera oposición cuyo objetivo fundamental era la defensa de los derechos
humanos. El impulso de la sociedad civil obligó a las nuevas autoridades del
país a plantearse seriamente la transformación de las estructuras políticas,
económicas y sociales. De este modo, el Gobierno reformó el Código Penal,
aprobó una amnistía para los delitos políticos y anunció la celebración de
elecciones libres para 1990. Asimismo, el Partido Comunista renunció a
ejercer el monopolio del poder y, en abril, después de la celebración del
decimocuarto congreso, de marcado carácter renovador, asumió el nombre de
«Partido Socialista», que obtendría la mayoría absoluta en las elecciones de
junio de 1990, seguido a gran distancia por la Unión de Fuerzas
Democráticas.
La convergencia de criterios entre la mayoría parlamentaria y la oposición
hizo a Mladenov renunciar a todos sus cargos, y la nueva Asamblea Nacional
nombró a Jelin Jelev, disidente comunista y dirigente de la Unión, presidente
de la República. A finales de 1990 tomó posesión un Gobierno tecnocrático y
de coalición con la misión de poner en marcha un plan de ajuste y
reestructuración de la economía y convocar nuevas elecciones para alcanzar
la plena normalidad política en el país, todo ello de acuerdo con la
Constitución aprobada en julio de 1991, que hacía de Bulgaria un Estado de
derecho. Así, pues, en octubre la Unión logró la victoria sobre el Partido
Socialista por un estrecho margen de votos; para culminar el proceso de
reformas en curso, la cámara recién elegida, con la excepción de los
diputados excomunistas, otorgó su confianza a un nuevo Gobierno de
coalición.
Un caso particularmente conflictivo sería el de Yugoslavia. Ante el
deterioro manifiesto de la situación desde la década de los ochenta, la
Federación, desarticulada socialmente y fragmentada en lo nacional, comenzó
a deslizarse por la senda de la desintegración. El vacío de poder existente y
las pretensiones expansionistas de Serbia alentaron la secesión de las antiguas
repúblicas yugoslavas: Eslovenia y Croacia se declararon independientes en
junio de 1991, seguidas de Macedonia en septiembre de ese mismo año y, por
último, de Bosnia-Herzegovina en marzo de 1992. Por su parte, Serbia y
Montenegro constituyeron en abril de 1992 una nueva unidad nacional
denominada «Federación Yugoslava». La guerra trastocaría completamente el
ya de por sí complicado mosaico balcánico.
Más allá de los vaivenes de la política, la trascendencia de la sociedad civil
como motor del proceso de crisis y descomposición del sistema de
dominación soviética en el este de Europa ha sido puesta de manifiesto por
muchos autores. Sin duda alguna, la efervescencia de movimientos de
protesta aparecidos a lo largo de 1989 en todos estos países y ampliamente
difundidos por los medios de comunicación en Occidente podría cegarnos
respecto a su fuerza y efectividad. Sin embargo, si reflexionamos sobre la
cronología de los acontecimientos podemos concluir que la crisis del sistema
comunista no fue provocada por la irrupción de estos grupos, sino que la
sociedad civil cobró importancia una vez dio comienzo el proceso de
descomposición de un sistema cuyos fundamentos económicos estaban
profundamente erosionados y que se mostró incapaz de reaccionar ante los
cambios que acontecían en el panorama internacional. Antes de la caída de
los regímenes comunistas —y exceptuado el caso de Polonia—, el único
movimiento verdaderamente contestatario estaba constituido por la
disidencia, un término bastante escurridizo que comprendía, sobre todo, a
intelectuales que por lo general no compartían las inquietudes del ciudadano
medio; muchos de ellos, incluso, continuaron afirmando su fe izquierdista
para proponer una reforma que en ningún caso suponía una alternativa liberal
y capitalista.
También se ha hablado mucho de la importancia de la Iglesia como
institución crítica con el poder establecido y refugio para los grupos
disidentes. Una vez más, el caso de Polonia es particular si consideramos que
allí la Iglesia católica ha sido secularmente el punto de apoyo de la sociedad a
lo largo de su traumática historia, y no únicamente durante las décadas de
dominación comunista. Desde los primeros años ochenta, la Iglesia no solo
alentó sino también acogió y defendió el movimiento Solidaridad en su lucha
contra el Partido Obrero Unificado Polaco, asumiendo así un papel político
en el proceso de recuperación de las libertades en Polonia; un papel que
pronto supieron reconocer y valorar los polacos, católicos en su mayoría. En
el caso de la RDA, la Iglesia protestante desempeñó una función clave
durante los años ochenta, con un impacto mucho mayor en la segunda mitad
de dicha década a pesar de mantenerse, todavía entonces, el estricto control
de la Stasi.
La debilidad de la disidencia y, en general, de los movimientos de
oposición coadyuvó a que durante los procesos de transición a la democracia
la sociedad civil se mostrase endeble y desarticulada hasta los meses previos
a la caída del Muro. Las pruebas son muchas y muy evidentes: valgan, por
citar solo algunas, la escasa entidad de los partidos políticos recién creados, a
menudo abocados a someterse a la influencia de algunos dirigentes fuertes,
muchos de ellos provenientes de los antiguos partidos comunistas
hegemónicos; la inoperancia de las organizaciones sindicales —en parte
rechazadas por la sociedad por haber servido de correas de transmisión de los
intereses de la cúpula del Partido, sordas a las necesidades de los trabajadores
—; las enormes dificultades para construir un tejido empresarial digno de tal
nombre, causantes de prácticas corruptas en la privatización de los bienes
públicos, y, finalmente, el ínfimo papel desempeñado por las organizaciones
no gubernamentales y otras de representación intermedia de la población.
Visto lo anterior, el panorama de la sociedad en el este de Europa durante
los años de transición no era nada halagüeño; a falta de adiestramiento en
prácticas democráticas, obedecía a las pautas establecidas durante décadas
por un Régimen autoritario y coercitivo. De haber existido entonces una
auténtica sociedad civil capaz de influir en el final del sistema, hubiera sido
posible efectuar dentro de los grupos de oposición un aprendizaje
democrático y la influencia de este se hubiera dejado notar en las
transiciones. Antes bien, sucedió todo lo contrario: si nos referimos a las
organizaciones sindicales más activas, su capacidad de respuesta ante la
pérdida de nivel de vida en los primeros momentos del cambio estuvo
relacionada con el control que continuaban ejerciendo algunos líderes
comunistas. Los enfrentamientos de mineros rumanos con las fuerzas del
orden público que incidieron terminantemente en la dimisión de Petre Roman
como primer ministro en 1991 mostraron la fuerza de los sectores contrarios
a las transformaciones que se presumían para el país. Algo parecido había
sucedido en Bulgaria el año anterior; en Hungría o en Polonia, sin embargo,
la falta de autoridad moral de los sindicatos evitó tal tipo de manifestaciones.
Respecto a los partidos, los problemas derivados del control hegemónico
ejercido por las organizaciones comunistas a lo largo de periodos tan
dilatados de tiempo, además de la escasa tradición democrática previa a la
sovietización, constituyeron grandes obstáculos a la hora de implantar
partidos programáticamente coherentes, democráticos en su funcionamiento
interno y con capacidad real de generar expectativas entre la población, ya
que esta se mostraba reacia a formar parte de organizaciones cuya memoria
las asimilaba a las estructuras dependientes de los partidos comunistas.
Por tanto, debemos reconsiderar el papel desempeñado por la sociedad civil
en la caída de los regímenes comunistas y en el inicio de las transiciones con
el fin de otorgarle una importancia solo relativa en el desenlace final de
aquellos procesos. Insistimos, pues, en que únicamente al final del proceso,
ya fuera en las movilizaciones cotidianas y constantes en los últimos meses
de la RDA o en las manifestaciones esporádicas y desorganizadas de
Bucarest justo antes de la caída de Ceaucescu, la población anónima tuvo una
influencia relevante tanto a la hora de presionar a los Gobiernos que,
inclinados a un pragmatismo cada vez mayor, comenzaban a consensuar el
cambio (Polonia), como a la de precipitar la caída final de la dictadura
(Rumanía). Eso sí, en todos los casos el agotamiento del sistema de
dominación era palmario. Al carecer las instituciones estatales de legitimidad
popular y, por tanto, de defensores entre la población, la crisis provocó el
derrumbe de los regímenes en un plazo de tiempo extraordinariamente breve.
Aunque en algunos lugares como Rumanía o Bulgaria no se hubieran
percibido conflictos sociales de gran intensidad, huelgas masivas ni
multitudinarias manifestaciones de descontento (de acuerdo con los más
severos dispositivos de represión desplegados por las instancias de Seguridad
del Estado), el deterioro de la eficacia del sistema para asignar recursos y
satisfacer necesidades había deslegitimado por completo a los regímenes
comunistas. El resultado era previsible, pero incierto, y es aquí donde cabe la
definición de legitimidad de Juan José Linz para, por defecto, aplicarla a
aquella situación límite de 1989: «La legitimidad es la creencia de que, a
pesar de insuficiencias y fracasos, las instituciones políticas existentes son
mejores que otras alternativas que pudieran establecerse y pueden por tanto
demandar obediencia»221. Ahí radica la clave: la población no se había
movilizado de forma masiva, pero tampoco defendía los supuestos logros del
socialismo.
Muy relacionada con la cuestión de la legitimidad del sistema establecido,
una de las posibles explicaciones para la rápida caída de los regímenes y para
la simultaneidad de los procesos radica en una consideración generalizada
entre la población según la cual los sistemas de dominación comunista eran
exógenos, provocados en su origen y dirigidos desde su instauración por
intereses ajenos a los nacionales. Eran dictaduras soviéticas, extranjeras, y al
producirse el «colapso del centro» —según la expresión de Ralf Dahrendorf
— dejaron de ostentar legitimidad interna. Al respecto, el final de la Doctrina
de Soberanía Limitada, proclamada por Gorbachov antes de la desintegración
de la URSS, desempeñó un papel de enorme trascendencia en la caída en
cascada de los regímenes de partido único y precedió necesariamente a las
mesas redondas fijadas por la dirección comunista y la oposición para
alcanzar consensos sobre, por ejemplo, el futuro de Polonia o de Hungría una
vez recuperada la soberanía nacional. En estos dos últimos países y en la
propia Unión Soviética las transformaciones operadas a partir de cambios de
criterio en la actuación política siguieron el dictado de los Comités Centrales
de los respectivos partidos únicos. Tal como muestran las declaraciones y
escritos de Gorbachov entre 1985 y 1989, fueron las elites dirigentes quienes
—antes que por la presión de grupos opositores, por la presión internacional
y por ser conscientes de la gravedad de la situación económica y política—
introdujeron elementos de cambio cuyo objetivo era regenerar el propio
sistema222.
La sorpresa ante los acontecimientos que se estaban desencadenando en
Europa centro-oriental durante la segunda mitad de los años ochenta fue
general no solo entre la población europea, sino también entre los estudiosos
del mundo comunista. La singularidad de los hechos obligó a los científicos
sociales a formular nuevos modelos de investigación e interpretación de lo
que había ocurrido en los países del Este desde 1945. Si seguimos la
argumentación de Leslie Holmes223, en todos aquellos países se produjo,
desde el inicio de la desintegración del sistema, una secuencia parecida: una
crisis en la gerontocracia que controlaba el sistema, con la destitución de los
dirigentes históricos —Kadar, Honecker, Ceauscescu—; otra crisis
simultánea que afectó a los respectivos partidos comunistas, cada vez más
rechazados por la población; y, en tercer lugar, la aceptación del
pluripartidismo y la consiguiente legalización de las fuerzas opositoras. Todo
ello condujo a la celebración de elecciones libres y, como consecuencia del
cambio de legitimidad y de las variaciones legales, los diferentes Estados
fueron aprobando constituciones nuevas o reformando en lo sustancial las
antiguas de tal forma que se generalizaron los derechos civiles.
Identificado acríticamente con los valores de libertad, tolerancia y respeto
mutuo, aunque no exento de cierta visión estereotipada, el modelo cultural
occidental ganó predicamento entre las elites de la transición en su frenética
marcha hacia la Unión Europea, panacea de todos los males. La búsqueda de
este paraíso perdido impulsó a los Gobiernos a introducir cambios rápidos y,
en ciertas ocasiones, bruscos, para sustituir los fundamentos del retórico
igualitarismo comunista, el internacionalismo proletario, la solidaridad entre
los pueblos humillados y el largo etcétera de tópicos de las dictaduras
soviéticas por un discurso de referentes sociales occidentales, difícilmente
alcanzables en breve plazo de tiempo. Este retraso generó no pocas
frustraciones y reacciones adversas en aquella parte de la población para la
que la transición no había satisfecho las expectativas creadas. En efecto, si la
justicia social debía ser compatible con el funcionamiento de la lógica de
mercado, la protección a los sectores menos favorecidos tenía que convertirse
en elemento destacado de los programas de los partidos políticos implicados
en la transición; sin embargo, la dificultad de edificar un sistema genuino de
seguridad social poscomunista resultó un duro escollo en la legitimación de
los nuevos sistemas.
Algunas transformaciones socioeconómicas operadas en Europa del Este
fueron realmente vertiginosas, como el paso de un patrón de consumo
caracterizado por la uniformidad de los productos y su relativa escasez a un
crecimiento extraordinario de la oferta en contraste con los bajos salarios y el
aumento del paro. Los desempleados se convirtieron en un fenómeno
novedoso; de ser inexistentes en las estadísticas oficiales de los países
comunistas pasaron a formar un nutrido grupo social cuya válvula de escape
terminó siendo la emigración hacia Europa occidental, en especial a
Alemania.
Por su parte, el Gobierno alemán apoyaría desde un principio la transición a
la democracia en los países de la Europa del Este así como su integración en
el espacio comunitario europeo, entendida esta como el mejor camino para
salvaguardar la seguridad en la región y extender y fortalecer los intereses
económicos y comerciales. En cierto modo, se trataría de la continuación
natural de la Ostpolitik, si bien en un contexto diferente. El propio presidente
alemán, Roman Herzog, pronunciaría en marzo de 1995 un discurso donde
exponía los principales intereses alemanes, entre ellos —además de la
protección de las conquistas sociales del Estado del Bienestar—, la mejora de
los mecanismos democráticos, la apuesta decidida por la integración europea
y la estabilidad en el este de Europa, una de las prioridades de la acción
exterior germana224. A este interés material se uniría el hecho, no menos
importante para la percepción alemana del proceso integrador,
De que la generación de posguerra creció con la idea de que sobre sus espaldas pesaba
una parte sustancial de la responsabilidad moral del destino de Mitteleuropa después
de 1945. Por ello no debe sorprender que durante la era Kohl el compromiso alemán
de acercamiento entre los países de la Europa escindida fuera de mayor intensidad que
el de cualquier otro miembro de la Unión225.

Además, la influencia económica alemana en la zona iba a crecer


ostensiblemente en los años siguientes a la caída del comunismo. Si nos
centramos tan solo en el periodo 1993-1995, el comercio exterior alemán con
los países del centro y este de Europa se incrementaría en más del 30 por
ciento. En la última de estas fechas las exportaciones germanas a dicha área
excederían, incluso, a las norteamericanas por un pequeño margen, mientras
las importaciones lo harían de forma sustancial.
En efecto, los miembros de la Unión Europea iban a participar de muy
distintos modos en el comercio con los países del Este. El desequilibrio se
haría tan palmario que en 1995 prácticamente la mitad de todas las
exportaciones de la Unión tendrían su origen en Alemania, mientras que Gran
Bretaña, con toda su importancia en los mercados mundiales, no llegaría al
5,5 por ciento. Es evidente, por todo ello, que los países del Este iban a estar
mucho más interesados en potenciar el comercio con la Unión Europea que
en mantener los tradicionales intercambios entre sí, como evidente sería la
indiscutible primacía alemana en la región. A mediados de la década de los
noventa Alemania se convertiría en el socio comercial comunitario más
importante de Polonia, Hungría, República Checa, Eslovenia, Letonia,
Lituania, Rumanía y Bulgaria; el segundo para Eslovaquia (después de la
República Checa) y el tercero para Estonia (después de Finlandia y Suecia);
con ello este país no solo habría afirmado su posición en el Hinterland
tradicional de influencia centroeuropea, sino que se había extendido con
fuerza a los países Bálticos y a los Balcanes.
En realidad, tampoco es novedoso el capítulo comercial e inversor. La
política de apoyar la ampliación al Este por motivos económicos tendría sus
antecedentes en las décadas previas, cuando la República Federal de
Alemania había sido el socio más importante del Consejo de Ayuda
Económica Mutua. Esto ha hecho afirmar a Andrei S. Markovits y Simon
Reich, después de un detallado análisis de la influencia alemana en el Este,
que «es extremadamente difícil encontrar una categoría de comercio en la
cual la República Federal no haya constituido la presencia occidental de
mayor peso en el este de Europa»226.
194 SAROTTE, Mary Elise, 1989. The Struggle to Create…, op. cit., pp. 157-159.
195 LION BUSTILLO, Javier, La Comunidad Europea y la unificación alemana, op. cit., pp. 236-237.
196 PARLAMENTO EUROPEO, «Resolución sobre los resultados de la reunión especial del Consejo
Europeo de Dublín», 17 de mayo de 1990. Doc. B3-1041/90, pp. 173-175. Cit. en LION BUSTILLO,
Javier, La Comunidad Europea y la unificación alemana, op. cit., p. 244.
197 Conclusiones de la presidencia. Consejo Europeo. Dublín, 25 y 26 de junio de 1990;
https://consilium.europa.eu/media/20559/1990_junio_-_dublin_es.pdf (consultado el 25 de abril de
2018).
198 BAUN, Michael J., An Imperfect Union. The Maastricht Treaty and the New Politics of European
Integration, Boulder,Westview Press, 1996, pp. 48-52; LION BUSTILLO, Javier, La Comunidad Europea
y la unificación alemana, op. cit., pp. 274-275.
199 Conclusiones de la presidencia. Consejo Europeo. Roma, 27-28 de octubre de 1990.
SN30412190; www.consilium.europa.eu/media/20550/1990_octubre_-_roma.es_.pdf (consultado el 28
de abril de 2018).
200 NICHOLLS, Anthony J., The Bonn Republic: West German Democracy, 1945-1990, Harlow,
Longman, 1997, p. 298.
201 Conclusiones de la presidencia. Consejo Europeo. Roma, 14 y 15 de diciembre de 1990.
SN424/1/90: www.consilium.europa.eu/media/20533/1990_diciembre_-_roma_es_part_i.pdf
(consultado el 28 de abril de 2018).
202 ZELIKOW, Philip y RICE, Condoleeza, Germany Unified and Europe Transformed: A Study in
Statecraft, Cambridge, Massachussetts, Harvard University Press, 1995, pp. 174-175.
203 Cit. en SAROTTE, Mary Elise, 1989. The Struggle to Create…, op. cit., p. 113.
204 LION BUSTILLO, Javier, La reunificación alemana y la seguridad europea, Alzira, La Xara, 2008,
p. 87.
205 Puede encontrarse el texto de este discurso en Europa-Archiv, n.º 15 (1990), pp. 473-478.
206 SAROTTE, Mary Elise, 1989. The Struggle to Create…, op. cit., p. 164.
207 Ibid., p. 170.
208 Cit. en CARACUEL RAYA, María Ángeles, Los cambios de la OTAN tras la Guerra Fría, Madrid,
Tecnos, 2004, p. 57.
209 «Reunión ministerial del CAN en Turnberry, 7 y 8 de junio de 1990», Revista de la OTAN, n.º 3
(junio 1990), p. 29.
210 SÁNCHEZ PEREYRA, Antonio, Geopolítica de la expansión…, op. cit., p. 39.
211 Declaration on a Transformed North Atlantic Alliance. Issued by the Heads of State and
Government participating in the Meeting of the North Atlantic Council (The London Conference»), 5-6
de julio de 1990; «https://www.nato.int/cps/en/natohq/official_texts_23693.htm (consultado el 22 de
enero de 2018).
212 LION BUSTILLO, Javier, La reunificación alemana y la seguridad europea, op. cit., p. 97.
213 STENT, Angela, Russia and Germany Reborn: Unification, the Soviet Collapse, and the New
Europe, Princeton, Princeton University Press, 1999, pp. 123-134.
214 Cit. en MASER, Werner, Helmut Kohl, el reunificador, Madrid, Espasa-Calpe, 1991, p. 352.
215 STENT, Angela, Russia and Germany Reborn…, op. cit., p. 235.
216 SAROTTE, Mary Elise, 1989. The Struggle to Create…, op. cit., pp. 192-193.
217 El texto se encuentra en Revista de Derecho Político, 40 (1995), pp. 231-239.
218 PÉREZ BUSTAMANTE, Rogelio, «OSCE, desarme y seguridad en Europa (1945-2004): perspectiva
histórica e institucional», en TORRE, Servando de la (ed.), La Organización de Seguridad y Cooperación
en Europa. Misiones y dimensiones de la OSCE, Madrid, Dykinson, 2006, p. 22.
219 https://www.osce.org/es/mc/39521?download=true (consultado el 24 de enero de 2018).
220 FEJTÖ, François y KOLESZA-MIETKOWSKI, Ewa, La fin des démocraties populaires. Les chemins du
post-communisme, París, Seuil, 1992; OKEY, Robin, The demise of Communist East Europe. 1985 in
Context, Londres, Arnold, 2004; MCDERMOTT, Kevin y Stibbe, MATTHEW (eds.), Revolution and
Resistance in Eastern Europe: Challenges to Communist Rule, Oxford, Berg, 2006. Para una visión
más detallada de las transiciones en Europa del Este, véase MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo y PÉREZ
SÁNCHEZ, Guillermo, La Europa del Este, de 1945 a nuestros días, Madrid, Síntesis, 1995.
221 LINZ, Juan José, «Legitimacy of Democracy and the Socioeconomic System», en DOGAN, Mattei
(ed.), Comparing Pluralist Democracies, op. cit., p. 65.
222 HYDE-PRICE, Adrian G. V., «Democratization in Eastern Europe: the External Dimension», en
PRIDHAM, Geoffrey y VANHANEN, Tatu (dirs.), Democratization in Eastern Europe, Londres, Routledge,
pp. 220-252.
223 HOLMES, Leslie, Post-Communism. An Introduction, Cambridge, Polity, 1997.
224 HERZOG, Roman, «Die Grundkoordinaten deutscher Aussenpolitik: Gekürzte Fassung einer Rede
vor der Gesellschaft für Auswärtige Politik am 11. März 1995», Internationale Politik, n.º 4/1995, pp.
3-11.
225 TROUILLE, Jean-Marc, «France, Germany and the Eastwards Expansion of the EU: towards a
Common Ostpolitik», en INGHAM, Hilary e INGHAM, Mike (eds.), EU Expansion to the East. Prospects
and Problems, Cheltenham, Edward Elgar, 2002, p. 56.
226 MARKOVITS, Andrei S. y REICH, Simon, The German Predicament: Memory and Power in the New
Europe, Ithaca (Nueva York), Cornell University Press, 1997, p. 172.
9. ALEMANIA RECUPERA LA UNIDAD

El camino de la unión económica, monetaria y social

Después de los satisfactorios resultados, para los intereses de Bonn, de las


elecciones de marzo en la RDA, el canciller Kohl hubo de retomar la promesa
que había hecho en febrero de avanzar hacia la unión económica, monetaria y
social. El impacto de la rotunda victoria disipó, hasta hacerlas prácticamente
desaparecer, las reticencias de los dirigentes europeos respecto a una
unificación rápida. Las declaraciones realizadas por estos se canalizaron
hacia el cumplimiento de determinados requisitos relacionados con la
seguridad y el anclaje del proceso dentro de la Europa comunitaria. No era
nada nuevo, como tampoco lo fue el hecho de que la voz discrepante de
Margaret Thatcher continuara clamando en el desierto sobre las repercusiones
negativas del previsible fortalecimiento alemán: su mayor preocupación
residía ahora en mantener a la nueva Alemania dentro de la OTAN. Respecto
a la unión monetaria, el Gobierno británico mostró sus recelos ante la
influencia que tendría sobre la estabilidad del Sistema Monetario Europeo. La
primera ministra lo utilizó como subterfugio para posponer una decisión
acerca de la entrada del Reino Unido en dicho sistema: para valorar esa
posibilidad habría que esperar a la conclusión del proceso de unidad alemana.
Por su parte, y mientras la economía germano-oriental empeoraba sus
expectativas día a día, el plan de Kohl de apostar decididamente por una
unión económica y monetaria había sido recibido con alborozo por buena
parte de la población del Este y, sin lugar a dudas, había tenido una influencia
importante en la victoria de la CDU. Se daban todas las circunstancias
favorables para poner en marcha una negociación que se presumía rápida,
como así fue. La apertura de fronteras entre ambos Estados estaba creando
serios problemas añadidos a la RDA. Los profesionales mejor formados en su
territorio obtenían puestos de trabajo con salarios mucho más elevados en el
Oeste, lo que generaba un flujo de emigrantes que amenazaba con dejar a la
intemperie sectores clave del país.
El objetivo del canciller fue erigir en el Este el sistema de mercado del
Oeste. No cabían fórmulas alternativas ni experimentos poco fundados, pues
se trataba de que el reemplazo del obsoleto sistema económico condujera lo
antes posible a la equiparación de las condiciones y del nivel de vida.
Además del marco occidental y de la normativa económica, el Gobierno
federal trasladaría la legislación social para no dejar al albur a una población
sometida a los estragos de la crisis.
Verdaderamente, el reto era complicado. Si Kohl había repetido hasta la
saciedad que la unificación no sería gravosa para el ciudadano occidental, con
el mismo énfasis se había pronunciado a la hora de asegurar una mejora del
nivel de vida de los germano-orientales. Al respecto, una prueba de fuego
para el canciller era acertar en el tipo de cambio que se estableciera entre las
dos monedas para evitar una inflación excesiva. Se barajaron varias
posibilidades y, finalmente, se impuso la decisión más favorable para los
habitantes del Este, a pesar de las admoniciones contrarias del Bundesbank227.
El tipo de cambio de un marco occidental por uno oriental les sería
beneficioso, pues revalorizaba los ahorros de quienes no habían dispuesto de
una amplia oferta de productos en la RDA y ahora podrían gastar parte de lo
acumulado. Sin embargo, iría en detrimento de las industrias orientales, poco
productivas. El encarecimiento de los salarios provocaría, inevitablemente,
un aumento del desempleo y el cierre de los centros que fueran incapaces de
afrontar la competencia, a la espera de inversiones que modernizaran los
sistemas.
El Gobierno de la RDA presionaba para lograr este cambio de 1 a 1, a lo
que Kohl era receptivo pensando en una solución drástica: la saneada
situación económica de la República Federal facilitaría la financiación de la
unidad. El Gobierno acudiría a la deuda pública para dicha financiación, la
cual, a su vez, atraería a inversores en el Este. Todo ello conduciría al
crecimiento de la economía y a la absorción de la masa de parados generada
por la crisis de la vieja industria del país comunista228.
Por su parte, las instituciones europeas seguían muy de cerca el proceso
unitario en marcha, puesto que la decisión de Bonn repercutiría en toda
Europa. A través del Comité Bangemann, la Comisión elaboró una
comunicación que remitió al Consejo a finales de abril de 1990. La rapidez
con que se sucedían los hechos aconsejaba una toma de posición clara229.
Según el documento, el artículo 23 de la Ley Fundamental simplificaría la
entrada de la RDA en las Comunidades en tanto en cuanto al traspasar el
ordenamiento jurídico occidental al Este la negociación atendería solo al
tiempo necesario para ajustar los cambios, evitando el largo proceso de
discusión entre Bruselas y un Estado independiente.
Si, finalmente, la unidad tenía lugar al amparo de dicho artículo 23, la
Comisión estimaba que la integración podría producirse en tres fases. En un
primer momento tendría que darse la unión económica, monetaria y social
que culminaría con la unidad política de los dos Estados alemanes. Durante
este periodo el Gobierno alemán llevaría a cabo el programa de reformas en
profundidad para adecuar las estructuras económicas y políticas de la antigua
RDA a las exigencias comunitarias, desde asegurar la libertad de empresa a
garantizar la seguridad social, por poner tan solo dos ejemplos.
A los ojos de la Comisión, esta fase resultaría determinante para el futuro,
de ahí la importancia de que todos los actores implicados fueran conscientes
de su alta responsabilidad: era el momento de transformar la vieja e ineficaz
economía colectivizada en un sistema de mercado.
En la segunda etapa definida por Bruselas, propiamente de transición, los
acuerdos internacionales asumidos hasta entonces por las Comunidades
tendrían vigor en los Länder orientales, que deberían adaptarse también a esta
normativa al tratarse de un territorio comunitario como cualquier otro. De
igual manera, correspondería al Gobierno federal responder conforme a la
legislación comunitaria a los compromisos exteriores adquiridos por la
extinta RDA.
El documento reconocía la dificultad para aplicar con rapidez algunas
políticas comunitarias, por ejemplo, las relacionadas con el medioambiente,
teniendo en cuenta los desastres ecológicos provocados por las decisiones
irresponsables de las antiguas autoridades que comenzaban a descubrirse.
En última instancia, la tercera fase supondría la integración definitiva, con
la conclusión de los periodos transitorios de las medidas excepcionales.
Como hemos visto anteriormente, el Consejo Europeo de Dublín de abril
de 1990 dio el visto bueno al contenido fundamental del texto del Tratado; es
más, el encuentro sirvió para aquietar las conciencias más críticas al asegurar
Kohl que no costearía el proceso reunificador acudiendo a la emisión de
deuda externa con el apoyo de Bruselas. La vía quedaba expedita para la
aprobación del Tratado. Además, la Comisión había logrado convencer a los
socios y a la mayoría del Parlamento Europeo de que la incorporación de la
República Democrática al espacio comunitario debía ser tratada como un
caso singular: sería una incorporación de facto, pero no de iure.
A partir de la entrada en vigor, el régimen jurídico de la RDA, su propio
Gobierno, pivotaría en torno al sistema económico y financiero de la
República Federal. El primer párrafo del protocolo despejaba cualquier duda:
«La legislación de la República Democrática Alemana será modelada sobre
los principios de un orden liberal, democrático, federal y social gobernado
por el Estado de derecho y guiado por el régimen legal de la Comunidad
Europea». Muchos economistas pensaban que el hundimiento de la economía
planificada y la necesaria —y, por otra parte, inevitable— transición a la
economía de mercado debían pasar por introducir el Deutsche Mark como
primera condición para avanzar hacia estructuras económicas sólidas y, por
tanto, hacia la unidad efectiva, y no se equivocaron.
El preámbulo dejaba claro cómo el contenido del Tratado constituía un
primer momento en el camino hacia la unidad de los Estados alemanes, un
proceso que se llevaría a cabo según el artículo 23 de la Ley Fundamental. A
continuación, establecía el Deutsche Mark como moneda oficial de la RDA,
así como los tipos de cambio que indicaremos a continuación. El Banco
Federal Alemán pasaba a ser el responsable de la política monetaria, con lo
cual la RDA perdía una parte sustancial de su soberanía: la relacionada con el
ámbito financiero.
La economía social de mercado era el fundamento de la unión económica
y, en consecuencia, la propiedad privada y la libre circulación de capital,
trabajo, bienes y servicios serían respetadas como principios articuladores del
sistema. Quedaban eliminadas las subvenciones. Todo el sistema impositivo
y presupuestario de la República Democrática habría de adaptarse al de la
República Federal y de forma inmediata entraría en vigor la unión aduanera
entre las Comunidades Europeas y la RDA. El texto disponía la aprobación
de nuevas reglas de funcionamiento para la agencia privatizadora —de la que
luego hablaremos— con el fin de acelerar y también de controlar mejor el
proceso en el intento de atajar cualquier indicio de corrupción.
Respecto a las cuestiones sociales que, lógicamente, preocupaban mucho a
la población, todo el sistema de seguridad social vigente en la RFA, desde el
derecho a pensiones, accidentes, etc., iría incorporándose de manera paulatina
en el Este para evitar perjuicios a los sectores más vulnerables. De igual
forma, la legislación sobre protección medioambiental pasaría a regir en
dichos territorios.
Así, pues, el 18 de mayo de 1990 los Gobiernos de la RDA y la RFA
firmaron el Tratado Interestatal de Unión Económica, Monetaria y Social,
cuya entrada en vigor quedaba fijada para el 1 de julio. La ceremonia oficial
tuvo como sede el Gobelin Hall del palacio Schaumburg, de Bonn. En el
acto, De Mazière destacó el inicio de un camino hacia una economía social de
mercado con respeto por el medioambiente; Kohl expresó su entusiasmo por
el nacimiento de una Alemania libre y unida. Ciertamente, el texto constituía
un documento verdaderamente fundacional de la nueva Alemania, un paso
definitivo hacia la unidad, ante la cual, a esas alturas, era ya muy difícil
adoptar una postura contraria. Por la vía de los hechos, si bien tras arduas
negociaciones, como hemos visto, el camino parecía allanado. Gracias a él se
produciría la unión económica y monetaria entre ambos Estados dentro del
proceso de transformación de la economía planificada a la economía social de
mercado230. De igual forma, todo el territorio germano-oriental pasaría a
formar parte del ámbito económico de las Comunidades.
Sin duda alguna, la unión monetaria cambió la vida de los alemanes
orientales y las fronteras interestatales se abrieron al eliminarse el control de
pasaportes. Al comenzar las vacaciones de verano la noticia fue celebrada
con entusiasmo por la población. Muchos municipios organizaron fiestas y
conciertos. Se había dado un paso trascendental para la reunificación rápida
de los dos Estados. El consumo desaforado fue una primera, casi instintiva,
reacción de miles de germano-orientales. Después de décadas de vida en
blanco y negro, los escaparates multicolores de las tiendas del Oeste atrajeron
la mirada de una población privada de ciertas comodidades, acostumbrada a
una cotidianidad sin apenas variaciones231.
Con muy poca nostalgia, los ciudadanos del Este dijeron adiós a los billetes
que los habían acompañado en su tránsito por la RDA, en donde se
mezclaban las efigies de teólogos reformadores, poetas y, sobre todo, líderes
socialistas: Thomas Müntzer en los de 5 marcos, Clara Zetkin en los de 10,
Goethe en los de 20 y Engels y Marx en los de 50 y 100, respectivamente.
Respecto al tipo de cambio, una cuestión trascendental para millones de
ciudadanos del Este, el Tratado adoptó el modelo de un marco oriental por
uno occidental para los sueldos, pensiones, contratos y buena parte de los
ahorros. Para el resto de operaciones funcionaría el 2 a 1 (la cobertura social
y el régimen laboral también se aplicaron en el Este). El Bundesbank definiría
desde este momento la política económica de ambos Estados, de forma
autónoma respecto del Gobierno, como hasta entonces ocurría en la RFA. La
decisión había sido fundamentalmente política: se habían levantado muchas
voces autorizadas en contra del tipo de cambio establecido, porque elevaría la
inflación y afectaría a las inversiones extranjeras. Era evidente que, después
de las promesas que les había hecho, Kohl no podía dejar a los ciudadanos
del Este sin ahorros ni reducir estos a un valor testimonial, máxime teniendo
en cuenta el previsible aumento del desempleo.
El Tratado estipulaba un «Fondo para la Unidad Alemana» de 115.000
millones de marcos para el quinquenio 1990-1994, recursos que provenían,
sobre todo, de una reducción de diferentes partidas así como de la emisión de
bonos de los Gobiernos federal y de los Länder. Así fue como se
sobrepusieron las decisiones políticas a las cautelosas advertencias del
Bundesbank, pues el Gobierno federal apostó por inyectar capital a centros y
sectores en crisis y terminaría generando un gasto público mayor del previsto.
El conglomerado de empresas propiedad de la RDA se transfirió a una
agencia estatal (Treuhandanstalt) con el fin de proceder a su venta una vez
saneadas. El 29 de junio el Gobierno de la RDA nombró a Detlev Karsten
Rohwedder, presidente del grupo de ingeniería de la RFA Hoescht, máximo
responsable de esta agencia, que había sido creada por Hans Modrow el 1 de
marzo anterior. Trece meses después sería asesinado en un atentado de la
facción del Ejército Rojo y ocuparía su cargo Birgit Breuel, que a su vez
había sido ministra de Finanzas del estado de Baja Sajonia. En enero de 1992
los trabajadores de las empresas controladas por la agencia habían pasado de
4 millones en 1990 a 1,6: 455.000 se habían jubilado, 640.000 habían
cambiado de trabajo y 336.000 habían ido al paro232.
Una vez firmado por los Gobiernos, el Tratado requería la aprobación
parlamentaria. Como ya hemos dicho, a lo largo de la negociación Los
Verdes y el PDS habían mostrado su oposición, aduciendo argumentos
similares sobre la explotación capitalista mediante la hegemonía del Deutsche
Mark. Los socialdemócratas se mantuvieron ambiguos, al menos en el Oeste.
Finalmente, la Volkskammer ratificaría el Tratado con el apoyo del SPD —
aun cuando hubo discusiones encendidas en el debate de aprobación—,
mientras en la RFA Lafontaine adoptaba una postura singular: la ejecutiva del
partido solicitó a Kohl una participación mayor en la toma de decisiones
sobre el desarrollo del Tratado y mayores garantías sobre, por ejemplo, el
respeto al medioambiente. El canciller mostró su voluntad de dialogar sobre
todos los asuntos mientras el socialdemócrata Lafontaine, en el colmo del
absurdo y pensando en Kohl más como futuro rival en las elecciones, propuso
dar la aprobación al Tratado en el Bundesrat, donde tenía mayoría, y
oponerse en el Bundestag. Finalmente, la ejecutiva del SPD terminó
calificando el Tratado de «inevitable y necesario», y sus diputados votaron en
consecuencia. Así pues, el 21 de junio la Volkskammer lo aprobó por 302
votos a favor frente a 82 en contra y el Bundestag hizo lo propio por 445
frente a 60233.
Quedaba ahora, pues, por resolver la difícil cuestión sobre cómo legislar la
reunificación. En efecto, la entrada en vigor del Tratado el 1 de julio fue
comúnmente interpretada como el inicio del anunciado fin de la RDA como
Estado. Las voces discrepantes eran, en aquel entonces, mínimas entre una
población germano-oriental dispuesta a beneficiarse de la prosperidad del
Oeste. El deseo del momento por continuar avanzando, ahora hacia la unidad
política, hizo volver la mirada sobre el texto constitucional de la RFA.
El artículo 23 de la Ley Fundamental afirmaba que sus disposiciones se
aplicarían a «otras partes de Alemania» desde el mismo momento en que
estos territorios se incorporaran a la República Federal. Fue precisamente este
artículo el aplicado en 1959 cuando se produjo la integración del Sarre. Sin
duda, teniendo en cuenta la respuesta popular tras las elecciones del 18 de
marzo del 90, fue el más requerido por la población: extender el modelo
germano-occidental al Este, donde agonizaba el sistema socialista.
En cambio, el artículo 146 conllevaba un proceso largo en tanto en cuanto
declaraba: «Esta Ley Fundamental dejará de estar en vigor el día en que entre
en vigor una Constitución adoptada por la decisión libre del pueblo alemán».
Al abrir un proceso constituyente, sus defensores preveían una participación
amplia en el debate, lo cual implicaría mayor sosiego y reflexión sobre las
consecuencias de la unidad, permitiendo recoger aquellos aspectos positivos
de la RDA que con un procedimiento rápido quedarían completamente
suprimidos en favor de la primacía occidental. Un nuevo texto constitucional
—argüían también sus auspiciadores— permitiría introducir elementos
novedosos, fruto de la evolución de los tiempos que, lógicamente, décadas
antes carecían de sentido. Por ejemplo, cuestiones relevantes como la
preservación del medioambiente, los nuevos derechos sociales o, incluso, el
envío de tropas fuera del país podían ser objeto de consideración. De igual
manera, el espinoso problema de las fronteras quedaría solucionado. Como la
Constitución habría de ser refrendada por el pueblo alemán en su conjunto,
los límites territoriales fijados excluirían reivindicaciones pendientes.
Los socialdemócratas y buena parte de las antiguas asociaciones de
oposición en el Este pugnaron por defender la aplicación del 146 como una
forma de otorgar mayor legitimidad al proceso. La nueva Constitución se
elaboraría en un contexto radicalmente diferente al de 1949 y podría
incorporar elementos muy reivindicados por la izquierda, además de que
servirían para preservar ciertos principios inspirados en el Régimen germano-
oriental adaptados a la nueva realidad, caso del multiculturalismo, la
aplicación de la democracia directa para algunos asuntos o la igualdad de
género.
Lógicamente, la elaboración de un nuevo texto constitucional exigiría un
tiempo que la población no estaba dispuesta a esperar. El canciller Kohl
entendió en seguida cómo el mandato popular apostaba por la actuación
conforme al artículo 23 y se apresuró a convertirse en su máximo defensor.
El SPD se mostró mucho más tibio, empeñado en mantener abierta la vía del
146, por lo que muchos ciudadanos perdieron la confianza en él, como la
perdieron también en los disidentes que, tras haber luchado tanto contra la
dictadura del SED, temían ahora que la absorción por la República Federal
acabara con los rasgos distintivos de un Estado (el de la RDA) que todavía
aspiraban a reformar. Tanto los socialdemócratas como los disidentes
aparecieron, pues, cada vez más distanciados de la voluntad de los alemanes:
un mes antes de las elecciones del 18 de marzo las encuestas de opinión
mostraban cómo un 90 por ciento de los occidentales y un 84 por ciento de
los orientales estaban de acuerdo en que la Ley Fundamental fuera la norma
constitucional de la nueva Alemania unificada234.
La alternativa del artículo 23 implicaba, por tanto, el triunfo rotundo de las
tesis de Kohl: la República Federal de Alemania no se extinguiría para dar
paso, junto a los territorios del Este, a una entidad estatal nueva: era la RDA
la que desaparecía mientras la República de Bonn ampliaba su extensión
incorporando aquellos territorios. Esta fórmula implicaba pocas
modificaciones, no alteraba los compromisos de seguridad ni las políticas
exterior, europea o económica del Estado. Era obvio que la Ley Fundamental
habría de modificarse en puntos concretos pero, como decimos, sin grandes
cambios. En buena medida, el debate había quedado zanjado antes, tras las
elecciones de marzo a la Volkskammer, en la cual ni siquiera se llegó a
discutir, por carecer ya de sentido, el llamado «Proyecto del Grupo de
Trabajo “Nueva Constitución de la RDA” de la Mesa Redonda para una
Constitución de la República Democrática Alemana»235. Con el fracaso de
esta iniciativa se hacía evidente, por otro lado, cómo los movimientos
cívicos, de cuya relevancia para acabar con la dictadura del SED nadie podría
dudar, quedaban marginados por la aceleración de los acontecimientos. La
unidad política aparecía en el horizonte como el siguiente paso del proceso.
En efecto, pocos días después de la entrada en vigor de la Unión
Económica, Monetaria y Social, negociadores de ambos Estados iniciaron los
contactos en Berlín Este para firmar lo antes posible un tratado de
unificación. Los temas para el debate eran múltiples y presentaban muchas
aristas, pero desde el primer momento la voluntad política de llegar con
rapidez a un acuerdo se impuso sobre las cuestiones técnicas, que
encontrarían repuesta concreta sin enturbiar ni desviar el objetivo central de
la unidad. Asuntos como la aplicación de la legislación comunitaria a los
nuevos Länder, la transformación del sistema educativo o la adaptación de la
ley del aborto —por poner ejemplos dispares— mostraban la variedad y
complejidad de los temas discutidos. A pesar de todo, se cumplió el
calendario previsto. Los meses de verano fueron intensos para las partes y las
rondas de trabajo concluyeron a finales de agosto.
Lo sustancial del documento establecía la forma y el procedimiento según
los cuales el territorio de la RDA incorporaría las normas legislativas
occidentales y, por tanto, también comunitarias. Ya el día 22 de julio la
Volkskammer aprobó una ley según la cual variaba la administración
territorial del Estado al reinstalarse los cinco Länder suprimidos en 1952
(Mecklemburgo-Antepomerania, Sajonia, Sajonia-Anhalt, Brandeburgo y
Turingia), que mantendrían los límites de posguerra. El principio federal
eliminaba el centralismo característico de la época socialista.
Mientras tanto, los grandes desafíos y la disparidad de criterios existente
dentro del gabinete provocaron entre finales de julio y finales de agosto la
salida de los liberales y, poco después, de los socialdemócratas. El modo de
afrontar la crisis económica y los plazos para la firma del Tratado de unidad
acabaron con la precaria estabilidad del Gobierno de De Mazière. También se
convirtió en caballo de batalla una cuestión tan sensible como la ley electoral.
Para las elecciones de diciembre del 90 el SPD y los liberales de ambas partes
pretendían extender a toda Alemania el sistema vigente en la República
Federal, mientras la CDU, el PDS y los cristianos sociales del Este preferían
mantener sistemas diferenciados. A pesar de los desacuerdos, la presión
popular y la mirada internacional, unidas a la postura adoptada finalmente por
el SPD y el FDP en el Oeste, influyeron en la decisión que la Volkskammer
tomó el 23 de agosto, con consecuencias de gran calado para la conclusión
del proceso: el 3 de octubre de 1990 la Ley Fundamental de Bonn tendría
validez como norma suprema para el territorio de la RDA. De los 363
diputados presentes 294 votaron a favor; 62, en contra y 7 se abstuvieron.
No había sido nada fácil; de hecho, el tren había estado a punto de
descarrilar cuando el 20 de agosto el SPD se retiró de los altos puestos de
responsabilidad tanto en los ministerios como en las secretarías de Estado. La
salida definitiva de la coalición gubernamental parecía dejar a De Maziére sin
el apoyo de los dos tercios de la cámara necesarios para sacar adelante el
Tratado.

El Tratado de Unificación y las primeras elecciones de la Alemania


unificada

Las elecciones de marzo a la Volkskammer habían certificado lo que


pensaba la inmensa mayoría de la sociedad germano-oriental: la RDA tenía
los días contados. La catástrofe económica, agravada por la disolución del
Consejo de Ayuda Económica Mutua, acrecentaba la inquietud de la
población, necesitada urgentemente de esperanza. La tesitura exigía
respuestas claras, sin la ambivalencia de los mensajes lanzados por algunos
líderes del SPD o de los antiguos movimientos cívicos.
Los negociadores de Bonn y Berlín Este se guiaron desde un primer
momento por el pragmatismo. Por parte del Gobierno federal el principal
interlocutor fue Wolfgang Schäuble, ministro del Interior y fiel seguidor de
las ideas de Kohl. Según Schäuble, no había razones de peso para modificar
la Ley Fundamental, como repitió durante aquellos meses en distintos foros.
Por su parte, el Gobierno de la RDA optó por Günther Krause, secretario de
Estado, para llevar las riendas de un proceso que su jefe de filas, Lothar de
Mazière, prefería que se desarrollase más lentamente. Ambas delegaciones
intercambiaron los primeros documentos base del Tratado a finales de mayo.
Pretendían llegar a redactar un texto final atento a tantos puntos delicados,
con un preámbulo y una serie de artículos específicos, con el fin de que las
posiciones más detalladas fueran recogidas en los apéndices. Así sería
suficiente, teniendo en cuenta la continuidad de la Ley Fundamental, sobre la
que todos estaban de acuerdo.
La primera reunión tuvo lugar el 6 de julio, pocos días después de que
entrase en vigor el Tratado de Unión Económica. Fue una puesta en común
de suma importancia para fijar un calendario realista y establecer las
cuestiones principales que debían abordarse; entre ellas, concretar la
legislación transitoria para los asuntos sociales, determinar cómo y en qué
medida la RFA asumía las obligaciones internacionales suscritas por la RDA,
definir la forma de aplicar las leyes comunitarias y acordar el reparto
presupuestario entre los estados federados.
La segunda ronda de negociaciones se celebró a comienzos de agosto. En
ella se puso de manifiesto la buena voluntad de las partes y se alcanzó el
acuerdo sobre la transferencia a los Länder del Este de la mayor parte de las
normas referidas a ámbitos como trabajo y justicia. También se introdujo en
el preámbulo de la Ley Fundamental un parágrafo para reconocer las
diferencias legales que se producirían durante la transición.
Los mayores obstáculos aparecieron a finales de agosto, a lo largo del
tercer y último encuentro negociador. Cuestiones como la indemnización a
las víctimas del Régimen del SED, las medidas específicas para la
reconversión a la economía de mercado y la onerosa regeneración
medioambiental provocarían un coste muy elevado, lo cual explica la
vaguedad con la que aparecerían reflejados en el Tratado236.
Una cuestión especialmente sensible enturbió las semanas previas a la
firma: la Ley del Aborto. Regulado de manera mucho más abierta en la RDA
(podía interrumpirse el embarazo durante los primeros tres meses), en la
legislación occidental se dejaba en manos del médico la decisión por motivos
psicológicos, socioeconómicos o de peligro para la madre. Ante las
posiciones encontradas entre las diferentes fuerzas políticas y el duro debate
provocado en la sociedad, se decidió posponer la solución hasta después de la
unificación, cuando el Parlamento discutiera y aprobara una ley para todo el
país.
Otro gran tema pendiente fue el de las restituciones de propiedades
privadas nacionalizadas por el Gobierno de la RDA. Los socialdemócratas se
inclinaban por establecer compensaciones para los antiguos propietarios de
tierras, inmuebles o negocios con el fin de evitar perjuicios a ciudadanos de
la República Democrática que, en función de la legislación propia del Estado,
habían sido beneficiarios durante el largo periodo de la dictadura. Por otro
lado, en muchas ocasiones era muy difícil probar los derechos de propiedad,
lo cual conduciría a procesos judiciales dilatados en el tiempo, como así fue.
No obstante, finalmente se impuso el criterio defendido por la CDU y el
FDP: devolución de lo requisado desde el nacimiento de la RDA en octubre
de 1949. No menos sensible era la cuestión de la depuración de
responsabilidades, que trataremos más delante de forma pormenorizada.
Por fin, el 31 de agosto se rubricaba en el Kronprinzenpalast de Berlín el
Tratado de Unificación de la República Federal de Alemania y la República
Democrática Alemana bajo la atenta, y desmayada, mirada de Wolfgang
Schäuble y Günther Krause, verdaderos muñidores del proceso y del
resultado final. Las últimas negociaciones habían servido para aclarar temas
pendientes e introducir matizaciones provenientes de los partidos de
oposición, muy en especial del SPD. Así, las coberturas sociales, el camino
para solicitar la devolución de propiedades confiscadas durante la época
comunista o las competencias de los nuevos estados federados habían
recibido un tratamiento consensuado. Aunque Los Verdes habían sido muy
críticos y continuaban manifestando su desacuerdo en muchos aspectos, fue
el PDS, heredero del SED, la formación que había quedado voluntariamente
al margen; ello no obstante, hubo de aceptar el nuevo escenario político
donde a partir de ahora tendría que actuar. El Tratado (Deutsch-Deutscher
Vertrag) estaba compuesto por un preámbulo, cuarenta y cinco artículos más
tres apéndices y un protocolo con aclaraciones.
Frente a la vieja legislación comunista, el documento establecía un sistema
democrático de carácter liberal y abierto. Aquellos aspectos más
controvertidos se dejaban para el debate y aprobación una vez unificado el
país mientras recogía los periodos transitorios, sobre los cuales habían
pugnado los interlocutores del Este, hasta producirse la convergencia. Había
un hecho incontestable: el Tratado extendía los principios, valores y
legislación occidentales a la antigua RDA. La unidad alemana se producía
bajo el modelo de la RFA.
Para Berlín, la capital hasta hacía poco escindida por el Muro, el Tratado
contenía un elemento muy especial: volvía a recuperar su condición de
capital de Alemania. Meses después, en junio de 1991, el Bundestag decidiría
que la capital fuera también la sede del Gobierno y del propio Parlamento.
El 20 de septiembre de 1990 el Einigungsvertrag era aprobado por una
amplia mayoría de la Volkskammer (229 votos a favor, 80 en contra y 1
abstención) y el mismo día por el Bundestag (442 a favor, 47 en contra y 3
abstenciones)237. En el caso de la RDA los diputados disconformes eran del
PDS y de Bündnis’90/Los Verdes. En el Bundestag, a Los Verdes se sumaron
varios diputados democristianos que se oponían a reconocer la frontera del
Oder-Neisse. El Bundesrat lo ratificó al día siguiente y el 24 lo sancionó el
presidente federal, Richard von Weizsäcker. El 3 de octubre entró en vigor, y
con ello los antiguos territorios de la República Democrática Alemana se
convirtieron en estados federados de la nueva República Federal de
Alemania.
El preámbulo mencionaba la continuidad histórica y el vínculo con la
integración europea:
Conscientes de la continuidad de la historia alemana y recordando la especial
responsabilidad por el desarrollo democrático de Alemania, derivada de dicha historia,
obligada por el respeto de los derechos humanos, en el empeño de contribuir a través
de la unificación alemana a la unidad de Europa y a la creación de un orden pacífico
en Europa, en la que las fronteras no separen y que garantice a todos los pueblos de
Europa una convivencia sobre la base de la confianza […].

Para evitar las suspicacias generadas por la frontera Oder-Neisse, el


preámbulo también marcaba el reconocimiento de los límites y de la
soberanía nacional de los Estados europeos.
De acuerdo con este espíritu de concordia, unos meses después, el 16 de
enero de 1992, los Gobiernos de Bonn y Varsovia firmarían el Tratado de
Buena Vecindad, que otorgaba carta de naturaleza a los derechos políticos y
culturales de sus minorías en el otro país: casi un cuarto de millón de
alemanes en Polonia y medio millón de polacos en Alemania.
Un día después de la desaparición oficial de la RDA se constituyó
formalmente en Berlín el primer Parlamento conjunto. En efecto, el día 4 de
octubre el Reichstag berlinés presenció otro hito histórico en su larga y
accidentada trayectoria al acoger a los 663 diputados, de los cuales 144
provenían de la extinta Cámara Popular. Pocos cometidos tendrían los
representantes del pueblo alemán más allá de la relevante función simbólica,
pues unas semanas más tarde, el 2 de diciembre, tendrían lugar las primeras
elecciones legislativas para toda la Alemania unificada.
Como nuevos ministros sin cartera provenientes del antiguo Gobierno de la
RDA se sumaron al gabinete cinco: tres de la CDU (Lothar de Mazière,
Günther Krause y Sabine Bergmann-Pohl), un liberal (Rainer Ortleb) y un
socialcristiano (Hansjoachim Walther). Kohl y su nuevo equipo reiteraron en
aquellos primeros días del mes la importancia de la fecha del 3 de octubre
para todos los alemanes después de años de ruptura. Sin excesos retóricos
nacionalistas, sobre los que estaban muy prevenidos, el discurso no solo de
los líderes cristianodemócratas y liberales, sino también de importantes
sectores del SPD, coincidió en celebrar el día de la unidad como una jornada
satisfactoria a la vez que llena de retos para el futuro. Las críticas continuaron
desde las filas de Los Verdes, el PDS y grupos procedentes de los
movimientos cívicos de Alemania del Este. Los más extremistas calificaron
de catastrófica la unidad, cuyas repercusiones negativas, insistían, pronto
podrían apreciarse en el coste social del proceso.
Los primeros días de octubre habían contemplado la desaparición de los
símbolos del Estado germano-oriental. La bandera negra, roja y amarilla con
el martillo y el compás pasó a los desvanes de los edificios oficiales y a las
viviendas de los primeros nostálgicos. A pesar de algunos agoreros, el inicio
de la particular transición iba a resultar tan pacífico y ordenado como su
desarrollo posterior. No hubo manifestaciones violentas en contra de lo
ocurrido ni provocaciones a personas o grupos. Se había instalado en la
población tanto occidental como oriental una sensación de conformismo u
optimismo ante el futuro. Era el momento de que comenzaran poco a poco a
cumplirse las promesas realizadas.
El 3 de octubre, en un acto solemne en la sala de la Filarmónica de Berlín,
el presidente federal Richard von Weizsäcker agradecía el apoyo
internacional, desde la Unión Soviética hasta las Comunidades Europeas y
Estados Unidos, así como a los movimientos cívicos tanto de la antigua RDA
como de los países del Este por haberse mantenido firmes en su lucha por la
libertad y los derechos humanos:
«Nosotros somos el pueblo»: esas cuatro palabras, grandes y sencillas, hicieron
tambalearse y caer a todo un sistema. En esas palabras se encarnaba la voluntad
popular de tomar las riendas de la comunidad, de la res publica. En este sentido, la
revolución pacífica alemana fue verdaderamente republicana. El hecho de que
triunfara después de casi sesenta años de represión la hace más asombrosa y digna de
crédito.

Los alemanes eran considerados socios respetables, cumplidores de sus


compromisos; por tanto, era la hora de proseguir el trabajo iniciado para que
la unificación fortaleciera la democracia y la cooperación en Europa, para
extender la paz. La fiesta popular con Berlín como centro transcurrió sin
incidentes, exceptuados algunos pequeños enfrentamientos entre anarquistas
y la policía.
Tras la fiesta de la unidad vendría la cita con las urnas para dar legitimidad
al proceso. El 2 de diciembre era la fecha convenida para celebrar las
primeras elecciones generales en la Alemania unificada (con 357.386 km2 y
cerca de 80 millones de habitantes constituía el tercer país por extensión y el
más poblado del Viejo Continente). La decisión la habían tomado en mayo
los comisionados de ambas cámaras parlamentarias; posteriormente, en
agosto, los negociadores aprobaron una ley electoral para toda Alemania que,
en realidad, extendía la norma de la RFA al resto de territorios.
El nuevo Parlamento contaría con 656 diputados. Como parecía lógico
considerando la evolución de los últimos tiempos, las formaciones políticas
occidentales se fusionaron con sus homólogos del Este sin alterar los
principios fundamentales de sus programas. Para la CDU, fusionada a
comienzos de mes, la defensa de la economía social de mercado y su resuelta
defensa de la profundización y ampliación de las Comunidades seguirían
siendo sus señas de identidad.
La campaña se centró en presentar a Kohl como artífice de la unidad: el
que mejor había percibido la posibilidad de alcanzarla y quien había actuado
en consecuencia, con firme criterio, sin importarle las críticas de sus
adversarios. Para los estrategas del partido, la presencia del canciller en actos
públicos, en foros de distinta naturaleza, en los medios de comunicación, era
un valor añadido; representaba el éxito de la unificación rápida. El eslogan de
la CDU «Sí a Alemania, sí al futuro» centró el discurso del partido en un
horizonte halagüeño, sin costes adicionales para la población. Respecto a la
CSU, aun cuando hizo sus maniobras de aproximación a partidos minoritarios
de derecha en la zona oriental, supo preservar su fuerza en Baviera y
mantener así su influencia en el Gobierno —en Bonn y, luego, en Berlín—
incluso después de fallecer en 1998 su carismático líder, Franz Joseph
Strauss, cuyo puesto pasó a ocupar otro personaje importante durante
aquellos años: Theo Waigel, ministro federal de Hacienda.
El 27 de septiembre se había aprobado de manera oficial la unión entre los
SPD de ambas zonas; a su frente estaría Hans-Jochen Vogel, si bien como
candidato a canciller el partido mantuvo a su vicepresidente y primer ministro
del Sarre, Oskar Lafontaine. Las fuertes discrepancias emergidas en el
congreso celebrado en diciembre de 1989 no habían, sin embargo, alterado
las bases de su programa, en el cual, junto a la línea socialdemócrata, se había
acentuado la preocupación por el medioambiente y por ampliar las políticas
sociales. Precisamente en la vertiente ecológica y social insistió en su
discurso de campaña Lafontaine, incidiendo en las falsedades en las que,
según él, había incurrido Kohl para estimular la vía rápida hacia la
unificación. El dirigente del SPD no había aprendido la lección y en algunas
ocasiones su mensaje, pretendidamente libre de los principios nacionalistas,
llegó a resultar excéntrico a los ojos de muchos de los militantes. El atractivo
de Lafontaine para los sectores de población joven y contestataria en el Oeste
no caló en el Este, donde muchos no le perdonaban sus constantes recelos
ante la unificación e incluso lo consideraban un político un tanto frívolo.
Por su parte, los liberales del FDP, también fusionados con su partido
hermano y con otros pequeños grupos de ideología similar, acudían con la
carta de presentación de Genscher, aunque su mensaje quedaba diluido dentro
de la omnipresencia cristianodemócrata. Tampoco las elecciones para la
Volkskammer, ni las regionales ni municipales del Este, celebradas semanas
antes y cuyos resultados habían sido magros, les hacían concebir grandes
esperanzas.
En efecto, antes de la cita de diciembre, el 14 de octubre, se celebraron
elecciones en los cinco nuevos Länder federados. Los candidatos presentados
eran poco conocidos y la campaña se desarrolló en clave económica, siempre
sometida al discurso del bien supremo de la unidad lanzado por los
cristianodemócratas, así como al catastrófico futuro augurado por Lafontaine,
a la cabeza de los críticos del SPD. No hubo novedades, solo la insistencia en
los problemas de paro, en la previsible falta de crecimiento económico, en las
perspectivas de desigualdad; todo ello frente al optimismo recalcitrante
ejemplificado por Kohl.
La participación (68,7 por ciento) fue importante, aunque sin alcanzar los
porcentajes de otras citas con las urnas. La CDU volvió a arrasar en Sajonia,
con casi un 54 por ciento de los votos frente al 19 por ciento del SPD y el
10,2 por ciento del PDS. En Turingia los cristianodemócratas obtuvieron un
respaldo del 45,4 por ciento, seguidos del SPD con un 22,8 por ciento. En
Sajonia-Anhalt gobernarían en coalición la CDU, con casi el 39 por ciento de
los sufragios, y los liberales del FDP, con el 13,5 por ciento; el SPD solo
alcanzó el 25 por ciento. También venció la CDU en Mecklemburgo-
Antepomerania, con un 38,3 por ciento, y el segundo lugar fue para el SPD,
con el 27 por ciento. Tan solo Brandeburgo se resistió al partido del canciller:
los socialdemócratas llegaron al 38,3 por ciento y la CDU, al 29,4 por ciento.
Aquí los socialistas acabarían formando Gobierno con los liberales del FDP.
Las expectativas de que los poscomunistas del PDS alcanzaran buenos
resultados se vinieron abajo mientras se desvanecía lo que quedaba de los
movimientos cívicos.
A la vista de estas cifras, ningún experto dudaba de una amplia victoria
para la CDU en diciembre, como tampoco lo hacía la inmensa mayoría de la
población. A un mes de la cita electoral el porcentaje de encuestados que
asumían el triunfo de la actual coalición de Gobierno ascendía al 90 por
ciento, un porcentaje verdaderamente inusitado238.
Con todo, ¿cuáles eran las preocupaciones fundamentales de los
ciudadanos una vez pasada la euforia por la reunificación? Sin duda, el tema
estrella era la economía, el coste de la unidad y la manera en que iba a afectar
a los alemanes, sobre todo, a los occidentales. El canciller Kohl, como hemos
indicado, había venido insistiendo en que la recuperación de la unidad no
tendría impacto en los bolsillos de la población. No habría subida de
impuestos y las inversiones que se presumía que llegaran al Este contribuirían
a regenerar a medio plazo la estructura productiva de los nuevos Länder. En
los medios de comunicación circularon informes, previsiones, datos
estadísticos de toda índole, desde los más optimistas hasta los que auguraban
un futuro negro, la mayoría apoyados en análisis económicos y financieros de
prestigiosas firmas y universidades. A tenor de los resultados electorales, la
población confió más en las palabras del canciller que en quienes en sus
artículos veían a Alemania poco menos que precipitándose por un abismo.
La ecología fue otra cuestión candente durante la campaña. Todos los días
llegaban noticias de nuevos desastres medioambientales perpetrados por la
dejadez de los responsables políticos de la RDA. La manera de afrontar con
rapidez la toma de medidas drásticas para revertir el proceso de degradación
preocupó mucho a una población —en especial, la occidental— muy
sensibilizada con estos temas desde hacía décadas.
Para los nuevos ciudadanos de la República el mayor interés residía en el
bienestar, en la mejora de sus condiciones de vida. El paraíso prometido tras
la reunificación debía empezar a concretarse a través de la legislación social,
las ayudas, la reconversión de los puestos de trabajo: había llegado la hora de
la realidad y quienes habían confiado en el mensaje del canciller Kohl
esperaban cosechar los frutos.
Con una elevada participación (en torno al 78 por ciento), la votación no
deparó muchas sorpresas, salvo la ausencia de Los Verdes en la cámara,
sumidos como estaban en una profunda crisis interna y después de haber
desarrollado una campaña poco o nada realista, basada en acerbas críticas a la
unificación. La CDU/CSU casi alcanzó el 44 por ciento, lo cual, unido al 11
por ciento cosechado por su más que previsible socio, el FDP, aseguraba un
Gobierno estable. Rozando el 34 por ciento de los sufragios, los
socialdemócratas obtuvieron los peores resultados desde 1959. Desde luego,
el reiterativo mensaje lanzado por Lafontaine sobre lo inapropiado de haber
utilizado el artículo 23 y las gravosas consecuencias económicas del proceso
había carecido de acogida favorable; de igual forma, ni siquiera la campaña
había logrado acallar voces históricas de su partido claramente distanciadas
de sus tesis, como las de los dos últimos cancilleres federales del SPD, Willy
Brandt y Helmut Schmidt. Los comunistas reconvertidos del PDS —con un
2,4 por ciento en el conjunto de Alemania, pero un 11 por ciento en los
Länder orientales— entraron en el Bundestag gracias a que en dicha zona no
se aplicó la cláusula del 5 por ciento. La extrema derecha, ejemplificada en
Los Republicanos, no accedió a la cámara al conseguir poco más del 2 por
ciento de los votos en toda Alemania. Había temor ante los resultados de esta
formación después de las buenas cifras alcanzadas en el Parlamento de Berlín
occidental, un territorio tradicionalmente abonado a la izquierda y en donde
habían logrado el 7 por ciento de los sufragios en enero de 1989. El voto de
protesta se difuminó o se inclinó hacia otras alternativas.
En algunos estados el voto a la CDU/CSU había sido arrollador: en Baviera
estuvo a punto de alcanzar el 60 por ciento y en Sajonia, el 50 por ciento,
mientras en Baden-Württemberg y en Renania-Palatinado subió al 46,5 por
ciento y al 45,6 por ciento, respectivamente. El mensaje de la CDU había
calado entre los más variados sectores sociales, extendiéndose desde las
zonas ricas de los Länder occidentales hasta las más empobrecidas regiones y
ciudades del Este239.
El reparto de escaños quedó de la siguiente forma: la coalición CDU/CSU
ocupó 319; el SPD, 239; los liberales del FDP llegaron a los 79, y a 17 el
PDS. La coalición Bündnis’90/Los Verdes, que solo había presentado
candidaturas en el Este, obtuvo 8. Los Verdes occidentales, radicalmente
contrarios a la unificación, se quedaron sin representación parlamentaria,
hecho insólito en las últimas décadas y que reflejaba el castigo de los
ciudadanos a este partido por su completa falta de compromiso con la
realidad. Indudablemente, si, como para muchos analistas, estas elecciones
habían sido el verdadero plebiscito sobre la unificación, esta había quedado
plenamente legitimada. Helmut Kohl pasaba a la historia como «el canciller
de la unidad», según había vaticinado Der Spiegel el 12 de marzo de 1990 si
todo sucedía como parecía que iba a suceder240.
El nuevo Parlamento quedó oficialmente constituido el 20 de diciembre en
el edificio del Reichstag y el 16 de enero de 1991 el reelegido canciller
federal Helmut Kohl presentaba su Gobierno, tres de cuyos miembros
provenían de la antigua Alemania del Este: los cristianodemócratas Günther
Krause en Tráfico y Angela Merkel en Mujer y Juventud, y el liberal Rainer
Ortleb en Educación y Ciencia. Días después Kohl expuso las líneas maestras
de su acción de Gobierno. El primer gran objetivo era lograr lo antes posible
una auténtica unidad en todos los ámbitos de la esfera pública con el fin de
asegurar un nivel de vida digno para todos los ciudadanos. En segundo
término, recordando sus compromisos con Bruselas, Kohl abogaba por
edificar una Europa pacífica, próspera, dentro de la cual Alemania fuera un
motor de la integración. Por último, insistió en trabajar por la seguridad y la
paz en el mundo fomentando los derechos humanos y los valores
democráticos.
Por lo que al primero de estos objetivos se refiere, Kohl emprendió el
camino hacia la consolidación de la economía de mercado en el Este
mediante la puesta en marcha de un amplio programa que no variaba sino que
profundizaba en las líneas de actuación previas, tales como las ayudas para
mejorar las infraestructuras, los incentivos a la inversión, etc. No obstante, en
este caso, su atención se fijaba más en las pequeñas y medianas empresas,
que corrían el riesgo de quedar desatendidas frente a las grandes
corporaciones, en proceso de privatización a través de la Treuhandanstalt.
La oposición de izquierda en el Parlamento encabezada por el SPD
planteaba la necesidad de establecer nuevos impuestos e, incluso, la creación
de un ministerio específico para la reconstrucción económica del Este, pero el
Gobierno de Kohl se mantuvo firme en su defensa de una unificación que se
costease fundamentalmente tanto con los beneficios generados por la venta
de las propiedades industriales, inmobiliarias y agrícolas del Estado de la
RDA —ahora en vías de enajenación— como con los que provocarían las
inversiones productivas en esta zona del país. Había que contar, sin embargo,
con el impacto negativo que una economía colapsada iba a producir en las
cuentas generales de la RFA, así como con la repercusión en el desempleo.
De hecho, en 1990, la producción industrial del Este cayó casi un 54 por
ciento y a finales de año el paro rondaba el 33 por ciento241.
La situación que reflejan estos datos afectaba a la marcha de la economía
alemana en su conjunto. La unificación fue tan rápida en efectuarse como en
proyectar su sombra sobre la inflación (del 3 al 4,8 por ciento entre 1990 y
1992), sobre la pérdida de dinamismo y la frustración de una población que
solo había reparado en la imagen de una Alemania potente, motor de Europa,
sin pararse a pensar siquiera superficialmente en el tiempo requerido para
equilibrar las condiciones de todo tipo entre el Este y el Oeste. A mediados
de 1992 un magro 36 por ciento de los alemanes occidentales expresaba una
opinión favorable a la unificación242.
227 KREILE, Michael, «The Political Economy of the New Germany», en STARES, Paul (ed.), The New
Germany and the New Europe, Washington D. C., The Brookings Institution, 1992, pp. 68-71.
228 MARSCH, David, Germany and Europe. The Crisis of Unity, Londres, Mandarin, 1994, pp. 84-85.
229 La Comunidad y la unificación alemana. Comunicación de la Comisión en vista de la reunión
especial del Consejo Europeo de Dublín de 28 de abril de 1990. Bruselas, 20 de abril de 1990;
https://learneurope.eu/files/4153/ 7518/4396/La_Ce_y_la_reunificacin_alemana_pdf (consultado el 19
de junio de 2018).
230 HASSE, Rolf, «German-German Monetary Union: Main Options, Costs and Repercussions», en
GHAUSSY, A. Ghanie y SCHÄFER, Wolf (eds.), The Economics of German Unification, Londres,
Routledge, 1993, p. 35.
231 Las reacciones de todo tipo al cambio de vida tras el Tratado pueden encontrarse en HUMANN,

Klaus (Ed.), Wir sind das Geld. Wie die Westdeutschen die DDR auskaufen, Reinbeck, Rowohlt, 1990.
232 CHILDS, David, Fall of the GDR, op. cit., p. 142.
233 JARAUSCH, Konrad J., The Rush to German Unity, op. cit., pp. 147-148.
234 GÖRTERMAKER, Manfred, Unifying Germany, 1989-1990, Nueva York, St. Martin’s Press, 1994, p.
200.
235 Véase PREUSS, Ulrich K. y ULLMANN, Wolfgang (eds.), Eine Verfassung für Deutschland:
Manifest, Text, Plädoyers, Munich, Hauser, 1991.
236 JARAUSCH, Konrad H., The Rush to German Unity, op. cit., pp. 171-172.
237 El texto del Tratado puede encontrarse en https://www.gesetze-im-
internet.de/einigvtr/EinigVtr.pdf (consultado el 9 de septiembre de 2018).
238 SEMETKO, Holli A. y SCHOENBACH, Klaus, Germany’s «Unity Elections». Votes and the Media,
Creskill (Nueva Jersey), Hampton Press, 1994, p. 3.
239 GIBOWSKI, Wolfgang y KAASE, Max, «Auf dem Weg zum politischen Alltag», Aus Politik und
Zeitgeschichte, n.º 11/12 (1991), pp. 3-7.
240 MASER, Werner, Helmut Kohl…, op. cit., p. 254.
241 DORNBUSCH, Rudiger y HOLGER, Rolf, «East German Economic Reconstruction», en BLANCHARD,
Olivier; FROOT, Kenneth y SACHS, Jeffrey (eds.), The Transition in Eastern Europe, Chicago, Chicago
University Press, 1994, p. 161.
242 ANDERSON, Jeffrey, German Unification and the Union of Europe, Cambridge, Cambridge
University Press, 1999, p. 40.
10. LAS CONSECUENCIAS INMEDIATAS DE LA
REUNIFICACIÓN

El coste económico

Desde la caída del Muro Helmut Kohl había insistido hasta la saciedad en
que la reunificación no tendría coste alguno para los ciudadanos de la RFA,
convencido como estaba de que la situación general de los territorios del Este
no era tan desoladora como luego mostrarían los datos contrastados. Pronto
hubo de retractarse. Tan solo unos meses después de los fastos por la unidad,
introdujo una tasa «solidaria» del 7,5 por ciento en el impuesto sobre la renta,
en principio para un año: volvió a establecerse en 1995 y estuvo en vigor
hasta 2002. De hecho, el Tratado de Unificación preveía hasta 1994 un plazo
de tiempo durante el cual los Länder orientales participarían de forma
excepcional en el reparto federal con la finalidad de equilibrar la estructura
económica de ambas zonas. Obtendrían así una parte proporcionalmente
mayor de los impuestos totales, además de los recursos del Fondo de Unidad
Alemana, que sumaron los 100.000 millones de marcos entre 1991 y 1994.
Además, el Gobierno federal sufragaría una parte notable del gasto por
acondicionamiento o edificación de escuelas, hospitales, tendido ferroviario,
etcétera. A finales de 1994 un exultante Kohl declaraba respecto a los nuevos
Länder: «Una tercera parte de las autopistas, más de la mitad de las carreteras
federales y tres mil kilómetros de ferrocarril han sido modernizados y
ampliados […]. Entre 1990 y 1994 cerca de 800.000 millones de marcos han
sido transferidos a los nuevos Estados federados, 500.000 de ellos con cargo
a fondos públicos»243.
Tan ingente esfuerzo perjudicó, incluso, a una economía de la solidez de la
alemana. Después de un crecimiento cero en los seis últimos meses de 1992,
en 1993 se quedó en un -1,2 por ciento. El Gobierno aceptó las medidas
propuestas por el Bundesbank y elevó los tipos de interés para fortalecer la
moneda. El sistema se resintió hasta el punto de que en aquellos últimos
meses de 1992 la lira italiana y la libra esterlina abandonaron la disciplina
monetaria europea, lo cual puso en evidencia la hegemonía del motor
económico alemán dentro de la UE.
Cualquier índice que se utilizara mostraba las abruptas diferencias
existentes entre los dos Estados ahora unificados: como ejemplo
suficientemente elocuente, bastaba con citar la productividad: en la ex RDA
no llegaba a la tercera parte de la occidental. Las carreteras exigían, en su
conjunto, una reforma estructural; el 11 por ciento de los bloques de pisos,
tan característicos del paisaje urbano, no reunían las condiciones mínimas de
habitabilidad según los criterios germano-occidentales y solo el 25 por ciento
de las unidades familiares disponían de teléfono244.
El Gobierno de Kohl tenía las manos atadas por la insistente promesa,
durante los meses previos, de que la reunificación no iba a repercutir en los
bolsillos de los ciudadanos de la RFA. Sin embargo, en marzo de 1991 hubo
de diseñar un programa de «recuperación en el Este» que implicaba la citada
subida del 7,5 por ciento del impuesto sobre la renta. Al tomar conciencia de
que la situación en los territorios orientales era más grave de lo esperado, el
volumen de transferencia financiera a los nuevos estados federados tuvo que
multiplicarse hasta 150.000 millones anuales de marcos en los años
siguientes. El sector primario y las industrias básicas continuaron perdiendo
peso y, aunque la construcción y los servicios comenzaron a recuperarse, a la
altura de 1993 fue necesaria una inyección de capital, que se plasmaría en el
llamado «Pacto de Solidaridad» para rescatar al Este.
Aun cuando el esfuerzo económico dentro del presupuesto federal aumentó
para lograr cuanto antes un equilibrio entre los Länder antiguos y los nuevos,
lo cierto es que más de las tres cuartas partes de las inyecciones financieras
en los años noventa tuvieron que dedicarse a pagar los gastos derivados del
Estado del Bienestar (educación, sanidad, jubilaciones…) y de ello se
resintieron las inversiones productivas. A tenor de la calamitosa situación
heredada en el Este, no cabía otra opción que no fuera la de atender en primer
lugar las necesidades de la población para ir acercando niveles de vida tan
dispares.
En esta coyuntura excepcional, el canciller Kohl propuso el citado Pacto de
Solidaridad, aunque la idea había sido del presidente Von Weizsäcker, con el
objetivo de continuar ayudando económicamente a los cinco Länder
orientales después de que en 1995 concluyeran los Fondos para la Unidad.
Tanto las fuerzas políticas parlamentarias como todos los estados federados
aprobaron el pacto para invertir en la modernización de las estructuras
económicas y sociales, evitando el crecimiento de las diferencias entre una y
otra parte del país.
La estructura del empleo en la ex RDA empeoraba las salidas laborales de
la población. La fuerza laboral dedicada al sector primario se acercaba
todavía al 11 por ciento, en unas condiciones muy alejadas de la extensa
mecanización de la agricultura y la ganadería en el Oeste. De igual forma, la
industria, en general anticuada y con baja productividad, ocupaba al 47 por
ciento de la población activa, una cifra hipertrofiada en comparación con el
41 por ciento del Oeste, de alta cualificación y con factorías punteras en
Europa y en el mundo. En cambio, el sector servicios (en torno al 42,2 por
ciento) era mucho más reducido y sus características respondían,
lógicamente, a los principios de un Estado socialista, de modo que la
distribución laboral en el interior del sector era muy distinta de la equivalente
en la parte occidental, donde los servicios privados bancarios, de seguros,
sanitarios, etc. acaparaban un porcentaje muy notable de los trabajadores.
Uno de los retos más importantes era la gestión de las extensas propiedades
del Estado —especialmente, las industriales— en la antigua RDA. La
industria no era competitiva ni satisfacía los índices de calidad exigidos: la
solución fue privatizar lo más rápidamente posible. Ya en marzo de 1990,
antes de producirse de iure la reunificación, el Gobierno de Modrow había
traspasado el conjunto de las propiedades a la Treuhandanstalt, la agencia
encargada (según el artículo 25 del Tratado de Unión Económica) de
«estructurar y privatizar» las empresas de la RDA. Ahora, una vez
consumada la unidad, el Gobierno federal pasó a controlar la agencia con el
objetivo de transferir estas propiedades a titulares tanto alemanes como
extranjeros. En junio de 1991 se vendieron más de 2.500 empresas y, tres
años después, la Treuhandanstalt fue clausurada tras enajenar un total
aproximado de 15.000. A lo largo de aquel año se vendieron sociedades tan
señeras como Interflug (la compañía aérea de bandera) y la automovilística
Trabant.
La actividad de la agencia fue muy criticada, por un lado, debido a la
denominada «política de regadera» desarrollada por sus directivos: en
algunas ocasiones, las ayudas recibidas por las empresas para sanearlas antes
de la venta se repartieron sin hacer una estimación rigurosa de su viabilidad,
con el consiguiente despilfarro de recursos; en otras, se compraron por un
precio simbólico y, después de trasladar al personal más cualificado y
reutilizar lo más aprovechable de su maquinaria o infraestructuras, se
cerraron.
En resumen, la transformación de las estructuras económicas de los Länder
orientales precisó, tras caer el Muro, de una inmensa aportación tanto
financiera como de recursos humanos especializados cuya cuantía hubiera
supuesto la quiebra de cualquier otro país que la hubiera intentado. En 1997
los cálculos más rigurosos hablan de que la parte occidental del país había
gastado más de un billón (1012) de marcos en la oriental.
Uno de los grandes desafíos que hubo de afrontar el Gobierno federal fue el
penoso estado del medioambiente en los Länder orientales. Si la RDA había
sido una referencia en el campo socialista por sus teóricas iniciativas a favor
de regenerar áreas del planeta devastadas por un capitalismo sin escrúpulos,
las décadas de crecimiento extensivo de un tejido industrial sin auténticas
medidas de protección del entorno habían provocado verdaderos desastres
ecológicos. Un solo dato era lo suficientemente elocuente para valorar las
proporciones del desastre: solo el 3 por ciento de los cursos fluviales llevaban
agua potable. El abuso descontrolado de herbicidas y otros productos
químicos afectaba a la calidad de la tierra y la polución del aire sobrepasaba
con creces cualquier límite aceptable dentro, por ejemplo, del marco
comunitario europeo. La polución atmosférica cuatriplicaba la media de las
Comunidades y casi el 60 por ciento de los vertidos industriales se
eliminaban sin ningún tipo de control, mientras las centrales nucleares
carecían de medidas de seguridad adecuadas. Por todo ello, el Gobierno
clausuró la mayoría de las instalaciones245.
Resultaba contradictorio cómo, dentro de la estrategia propagandística del
bloque socialista, institutos de investigación de la extinta RDA habían
dedicado sus esfuerzos a censurar con acritud los desastres ecológicos
provocados por el capitalismo a lo largo y ancho del mundo mientras los
destrozos medioambientales en su país eran, en muchos casos, irreversibles.
Algunos ejemplos eran dramáticos: la fauna piscícola del Elba no era apta
para el consumo por la alta contaminación de las aguas. En cuanto a la
explotación del lignito a cielo abierto, había provocado una destrucción
sistemática de miles de hectáreas por la erosión y el abandono de ingentes
depósitos de residuos.
Ante la gravedad de la situación, y teniendo en cuento el riesgo para la
salud pública, el Gobierno encontró en esta materia el apoyo de la oposición
parlamentaria para extender lo antes posible los estándares de calidad
occidentales. Las inversiones empresariales habrían de tener presente la
exigente legislación en vigor a la hora de entrar en el territorio del Este. El
problema estribaba en cómo actuar con las factorías en funcionamiento, la
inmensa mayoría de las cuales eran altamente contaminantes y obsoletas,
pero cuyo cierre inmediato provocaría un insostenible aumento del
desempleo y un desplome todavía mayor de la estructura productiva. Esto
explica que, por presión del Gobierno federal y salvo en algunas áreas
concretas, la CEE aceptase periodos de transición de hasta seis años para
lograr la completa adecuación a los requisitos estipulados por la política
europea.
Nada más producirse la unificación, el Ministerio de Medioambiente de la
República Federal libró 5.000 millones de marcos para emprender las
mejoras, plasmadas en el Programa de Acción para la Reconstrucción
Ecológica, para cuyo desarrollo se irían sumando más recursos. Las
estimaciones más fiables del coste de este amplio programa de limpieza de
los nuevos Länder hablan de hasta 600.000 millones de marcos entre 1990 y
1992246.
El nuevo juego político

Como hemos visto, el sistema de partidos de la República Federal se


trasladó prácticamente invariado a los territorios orientales, exceptuada la
incorporación del PDS, que introdujo una alteración en el panorama de la
izquierda pero, en principio, no generó conmoción en el SPD, llamado a ser
su rival más destacado en esa franja ideológica.
La transformación del panorama existente desde el nacimiento de la RFA
había sucedido a principios de la década de los ochenta con la entrada en el
Parlamento federal de Los Verdes en 1983. La primacía, dentro de la
organización ecologista, de una línea de actuación favorable a la integración
en la vida política, colaborando en las actividades parlamentarias e, incluso,
participando de Gobiernos de coalición en algunos Länder, redundó en su
fortalecimiento, en general, a costa de los socialdemócratas. En cualquier
caso, la nueva realidad posterior a la unificación evidenció la progresiva
pérdida de músculo electoral de las dos formaciones clásicas, aunque en
Alemania, frente a lo ocurrido en aquellas fechas o en las inmediatamente
posteriores en países como Francia o Italia, la estructura de partidos resistió:
entre 1980 y 1994 los votos de la CDU/CSU y el SPD se redujeron del 87,4
por ciento al 78 por ciento247.
Aquellos sectores caracterizados por su pesimismo ante la evolución
alemana, con un acendrado espíritu crítico con el sistema capitalista global
(un espectro de voto parecido al de Los Verdes en el Oeste), fueron un campo
abonado para la aceptación de propuestas izquierdistas como las contenidas
en el programa del partido para las convocatorias electorales de 1994. Por
otro lado, la izquierda alemana atravesaba una profunda crisis de identidad
después de la caída del Muro, la desaparición de la Unión Soviética y el
aparente triunfo del capitalismo. El SPD, convertido en una máquina
electoral, había tratado de adaptarse lo mejor posible a la nueva realidad
potenciando su vertiente reformista, bien edulcorada, para mantener sus
clientelas tradicionales dentro de un obrerismo perfectamente integrado en el
sistema capitalista248. Los Verdes habían caído víctimas de una
intelectualidad urbana, bien educada y mejor pagada, formada políticamente
en la revolución de 1968, y que no podía ocultar su decadencia249. Esta
amalgama posmoderna de posiciones vagas e indefinidas atravesaba el eje
articulador de ambos partidos; no era una muestra de pluralidad, sino de
ausencia absoluta de la coherencia y seguridad con las que históricamente la
izquierda alemana había asumido la misión de mejorar la sociedad sobre la
que actuaba250.
Al respecto, más que por su capacidad de ofrecer un mensaje socialista
renovado que movilizase sectores hasta entonces poco interesados en política
o de cosechar apoyos entre los votantes de la izquierda ya establecida en
Alemania, fue el contexto donde actuó el PDS el factor más importante a la
hora de obtener rentabilidad electoral en los primeros años de su vida: el
recuerdo nostálgico de la RDA y el voto de protesta por la pérdida de
confianza en las expectativas de la unificación.
La posunificación no se sustrajo a la tendencia general percibida en Europa
occidental de alejamiento progresivo de los partidos, de pérdida de confianza
en los líderes. Los casos de corrupción y las expectativas no cumplidas
pasaron factura y así se reflejó en la pérdida de militancia en las
organizaciones y en la volatilidad del voto, en este caso, mucho mayor en los
grandes partidos251. No obstante, la CDU continuó concitando las mayores
esperanzas del electorado, como pudo comprobarse en las elecciones de
1994, el primer gran test político tras la unidad. Resultaba interesante
constatar que las diferencias eran considerables dentro de su base social, más
vinculadas a las clases medias profesionales en el Oeste y a los trabajadores
menos cualificados en el Este. Las vacilaciones respecto a la reunificación y
el hecho de competir con el PDS y Los Verdes pasaron factura a los
socialdemócratas. En el Este su militancia era muy reducida y contaba con
los problemas derivados de poner en marcha una organización
completamente nueva, al no haber existido, ni siquiera de forma subsidiaria,
durante la dictadura comunista.
El año 1994, en el que se preveían nada menos que diecinueve
convocatorias electorales, supuso un momento óptimo para comprobar si
había desaparecido el apoyo ciudadano a la CDU y su política a favor de la
unificación252. Los analistas vaticinaban una caída importante del voto a los
cristianodemócratas a causa, fundamentalmente, del elevado coste del
proceso, muy superior al previsto en un principio por el Gobierno y cuyas
repercusiones en la vida cotidiana del alemán occidental se dejaban sentir en
forma de reducción del gasto social, mayor desempleo y aumento de las
cargas impositivas.
A pesar de la costosa reunificación y de los problemas de corrupción que
habían salpicado a la CDU a lo largo de 1993 (incluso, hubo de dimitir el
ministro de Economía Jürgen Möllemann), en el congreso de su partido
celebrado en febrero el canciller había logrado reforzar su posición. Además,
en 1994 el paro descendió en doscientas mil personas y el crecimiento
económico volvió a ser ostensible, incluso en los Länder orientales. El 23 de
mayo Roman Herzog, también cristianodemócrata, tomaba las riendas de la
presidencia de la República en sustitución de Von Weizsäcker.
¿Cómo iban a influir todos estos acontecimientos en la intención de voto?
Los resultados de las distintas elecciones demostraron la validez solo relativa
de las encuestas previas, puesto que todavía una buena parte de la población
otorgó su confianza al partido del canciller Kohl.
Por ejemplo, las elecciones del 12 de junio al Parlamento Europeo dieron la
victoria a la coalición CDU/CSU con el 38,8 por ciento de los votos, casi un
7 por ciento más que el SPD. Los Verdes lograron salir de su crisis interna
con el 10 por ciento de los sufragios y gracias a ello volvieron a enviar
representantes a Europa. En cambio, ni el FDP ni el PDS ni la extrema
derecha de Los Republicanos franquearon el umbral del 5 por ciento
necesario para ganar algún diputado253.
De todo aquel elenco de citas electorales, las legislativas de ámbito federal
celebradas el 16 de octubre fueron las más importantes para el caso que nos
ocupa. La CDU/CSU obtuvo el 41,55 por ciento de los votos, que se tradujo
en 244 escaños para la formación cristianodemócrata (veinticinco menos que
en las elecciones de 1990) y cincuenta para los socialcristianos bávaros, uno
menos que hacía cuatro años. El SPD optó por un mensaje moderado y
europeísta, muy del gusto de Rudolf Scharping, que había accedido a su
presidencia en junio de 1993, cuando era ministro-presidente de Renania-
Palatinado. Los resultados fueron algo mejores que en la convocatoria
anterior, aunque solo consiguió trece escaños más, con un 36,4 por ciento de
los sufragios. Las luchas intestinas continuaban minando el partido: a finales
de 1995, después de varios años de confrontación, el tenaz Oskar Lafontaine
lograría convertirse en su máximo dirigente. Por su parte, los liberales
perdieron cuatro puntos (del 11 por ciento al 6,9 por ciento de los votos),
mientras Los Verdes recuperaron una parte ostensible del electorado perdido
al pasar de 1,7 a 3,4 millones de apoyos (del 3,8 por ciento al 7,3 por ciento).
El temor a que la extrema derecha entrara en el Bundestag se disipó al
comprobar que Los Republicanos no llegaban ni al 1 por ciento del respaldo
popular254.
Especialmente importante fue esta convocatoria para el PDS, pues aunque
algunos analistas aseguraban que iba a suponer su desaparición, pasaría del
2,4 al 4,4 por ciento. En estas circunstancias, la campaña electoral de 1994
fue difícil para el sucesor del antiguo SED, criticado con dureza por los
principales partidos, especialmente por la CDU, que lo denominaba
«mutualidad de seguros para los antiguos empleados de la Stasi», ya que el
90 por ciento de los 128.000 militantes de la organización había pertenecido
al SED. André Brie hizo gala de una enorme habilidad para utilizar los
recursos y las técnicas publicitarias más avanzadas, propias de la sociedad de
consumo masificado de la que tanto renegaba el partido. El cartel que
mostraba a una pareja de jóvenes besándose, imagen bajo la que podía leerse
«La primera vez, PDS», causó, como otros, un gran impacto que fue recogido
y amplificado por los medios de comunicación.
La incertidumbre ante la situación económica, interpretada como un freno a
la promoción y a la igualdad social en todo el territorio federal, fue
capitalizada por el PDS a partir de su fortalecimiento electoral en 1994. Sin
olvidar sus apelaciones al verdadero socialismo, apuntaló su carácter
representativo de los intereses y la identidad germano-orientales, aplastados
por la anexión al Oeste.
En efecto, una cuestión era la percepción de los votantes al identificar la
defensa de los intereses de los alemanes del Este con el PDS, y otra muy
distinta era la plasmación concreta de esa percepción en los programas del
partido. Fue en el «Manifiesto de Ingolstadt», defendido por Gysi como
propuesta de acción para el año electoral de 1994255, en donde se propuso la
creación de una tercera cámara parlamentaria para representar los intereses
del Este alemán. El programa electoral de aquel año incluiría referencias
específicas a las necesidades compartidas por los Ossies dentro de la
República Federal: consideraba completamente injusta la «anexión» y
denunciaba cómo el proceso privatizador había desmantelado la
infraestructura industrial, consecuencias de lo cual habían sido el paro, la
pérdida de poder adquisitivo y de nivel de vida; en definitiva, la exclusión
social.
Ante el estupor de muchos, el PDS fue el partido más votado en las
elecciones federales de 1994 en ciudades tan importantes como Rostock,
Halle o Schwerin, mientras la CDU perdió votos en cuatro de los cinco
Länder orientales, así como en todo Berlín. A sus aliados liberales del FDP
les fue mucho peor al lograr solo una cuarta parte de los votos obtenidos en
las elecciones anteriores.
Teniendo en cuenta los resultados conseguidos en las elecciones al
Bundestag de 1994, el crecimiento del número de votos del PDS en los
Länder orientales fue considerable. En Berlín Este cosechó un 34,7 por ciento
de sufragios; en Brandeburgo, el 19,3 por ciento y en Mecklemburgo-
Antepomerania, un 23,6 por ciento. Tampoco le fue mal en Sajonia (16,7 por
ciento), Turingia (17,1 por ciento) y Sajonia-Anhalt (18 por ciento)256. Estos
resultados marcaron un hito en la evolución del partido poscomunista. Los
apoyos en el ámbito regional circunscrito a los Länder orientales eran un
hecho manifiesto. A pesar de los intentos por extender su mensaje en la parte
occidental de Alemania, el PDS solo alcanzó el 1 por ciento frente a
prácticamente el 20 por ciento del voto en los cinco estados orientales y
Berlín Este.

La depuración de responsabilidades

Una cuestión que de forma inmediata saltó a la discusión pública fue la


depuración de responsabilidades de quienes habían ostentado cargos
relacionados con la represión en la administración del Partido-Estado. De
igual manera, las nuevas autoridades debían afrontar la reconversión de
cientos de miles de funcionarios cuyos cometidos habían desaparecido con el
Estado al que servían. Según algunos sectores sociales, el mero hecho de
haber trabajado para un Régimen de naturaleza no democrática los invalidaba
para continuar en la Administración de la refundada República Federal;
incluso, en algunos círculos conservadores del país llegó a pesar la idea de
una suerte de desnazificación para comunistas, pero terminó por no llevarse a
cabo.
Donde las autoridades fueron más expeditivas fue en los casos de
colaboración con la Stasi, por la flagrante conculcación de los derechos
humanos, así como con quienes habían participado en el asesinato de las
personas que pretendían huir cruzando el Muro. Además de Erich Honecker,
su sucesor Krenz y otros miembros del Comité Central fueron condenados a
mediados de los años noventa por su responsabilidad política en las muertes
de aquellos fugitivos. En el verano de 1993 había unos mil setecientos casos
abiertos de dirigentes comunistas acusados de delitos criminales.
En los meses finales de existencia de la RDA, la Volkskammer encomendó
a Joachim Gauck, un pastor protestante muy conocido por su labor en la
oposición democrática, la misión de custodiar los archivos de la Stasi. Con la
entrada en vigor del Tratado de Unificación, Gauck —que con el tiempo
llegaría a ser presidente de la República Federal— siguió en el cargo como
«representante especial del Gobierno federal para los documentos de la Stasi»
y en él permanecería hasta el año 2000. El objetivo de esta autoridad consistía
en gestionar, preservar e investigar sobre el ingente volumen de
documentación proveniente de la Seguridad del Estado.
La población esperaba impaciente la apertura de dichos archivos. La
decisión definitiva había sido postergada porque las autoridades dudaban de
que una documentación de este tipo, basada en cómo un Estado sin
escrúpulos intervenía en la vida privada de sus ciudadanos, no era el mejor
medio para la reconciliación. De hecho, las relaciones entre parientes,
amigos, compañeros de trabajo, vecinos, etc. podían quebrar aún más los
precarios lazos de solidaridad interalemana existentes tras la unificación. En
el verano de 1990 la cuestión estaba en el ojo del huracán del debate público.
Para evitar un uso desproporcionado del material que atentara contra la
privacidad y alimentara el sentimiento de venganza, Bonn propuso controlar
hasta después de la unificación el acceso a los documentos. Los cerca de
ciento ochenta kilómetros lineales de ficheros eran todo un reto para la
convivencia futura. A finales de agosto la Volkskammer aprobó una ley sobre
la utilización de los documentos con la voluntad expresa de que en breve
pasaran a los archivos de Coblenza. Unos días más tarde, el 4 de septiembre,
algunos miembros de los movimientos cívicos ocuparon la antigua sede del
Ministerio de Seguridad del Estado para reivindicar el derecho a consultar los
papeles257: a partir del 1 de enero de 1992 cualquier ciudadano pudo leer los
informes relacionados con su persona258.
Los cálculos más exactos estiman en unos seis millones los ciudadanos
tanto de la RFA como de la RDA espiados por el aparato del Estado
germano-oriental259. El ingente volumen de documentación sorprende menos
al considerar que en la RDA trabajaban directamente para la Stasi unas
ochenta mil personas, unidas al millón de colaboradores. Cuando se trataba
de funcionarios, abogados, profesores y tantas otras ocupaciones que exigían
una relación cotidiana con la Administración, raro era el caso en que dicha
persona no apareciera reflejada en alguno de los papeles, lo cual, en
principio, tampoco quería decir mucho. Por otra parte, la fiabilidad de los
informes, por su propia naturaleza, quedaba en entredicho, cuando no se
trataba de intoxicaciones flagrantes, tal y como sucedió con demasiada
frecuencia.
La situación creada por la apertura de los archivos generó una atmósfera
enrarecida en donde los medios de comunicación iniciaron una suerte de
inquisición permanente sobre cualquiera —en especial, sobre quienes
comenzaban a asumir responsabilidades políticas en el proceso de transición
— de modo que su presencia en algún expediente era interpretada como
estrecha colaboración con lo más oscuro del Régimen comunista. En
definitiva, en aquellos momentos resultaba fácil atribuir a miles de
ciudadanos responsabilidades en la elaboración de los siniestros planes de la
Stasi, por muy circunstancial que hubiera sido su trato con esta. La persona
encargada de coordinar los trabajos sobre todo este material, Joachim Gauck,
alertó desde el principio sobre el inicio de una presumible caza de brujas
contra la que había que adoptar una solución. Teniendo en cuenta sus fines, el
celo perseguidor de la policía secreta había sido modélico. El cantante Wolf
Biermann, internacionalmente conocido, había abandonado la RDA en 1976,
obligado por el Gobierno. Su expediente constaba de unas treinta mil páginas
y en él aparecían los nombres e información proporcionada por unas cuantas
personas que daban cuenta hasta «de las observaciones más nimias sobre mi
vida amorosa»260.
La apertura de los expedientes provocó una sensación de vértigo entre la
población al comprobarse la magnitud de la degradación moral alentada por
el SED: decenas de miles de personas informaban sobre sus familiares,
amigos, compañeros de trabajo; nadie, por escasa que fuera su influencia
social, parecía haber quedado libre de los tentáculos del espionaje
patrocinado por la Stasi. La convulsión social fue a más cuando los papeles
comenzaron a delatar a algunos de los más sobresalientes actores de la
transición democrática en la antigua RDA. En diciembre de 1990, el líder
cristianodemócrata Lothar de Mazière dimitió de todos sus puestos de
responsabilidad después de probarse su colaboración con la policía secreta.
En marzo del mismo año había dimitido por el mismo motivo Wolfgang
Schnur, el presidente de Despertar Democrático. Informante de la Stasi desde
1965, había ejercido de abogado para la Federación de Iglesias Evangélicas
de la RDA y desde mediados de los ochenta había sido uno de los enlaces
más importantes entre esta y el Estado comunista. Un caso que generó gran
escándalo fue el de la activista pro derechos humanos Vera Wollenberger:
muy conocida y respetada, su marido había Estado redactando informes sobre
ella durante muchos años261. Como hemos visto, también en marzo de 1990,
cuando estalló el asunto Schnur, el presidente del SPD en la RDA, Ibrahim
Böhme, hubo de dimitir de sus responsabilidades y abandonar la política tras
quedar patente su vinculación a la Stasi262.
La sospecha sobre el espionaje masivo a favor de la Stasi también se
extendió hacia la RFA y provocó algunas reacciones peculiares. En junio de
1990 el Gobierno federal ordenó la destrucción de un kilómetro de
documentos de la Seguridad del Estado germano-oriental con información
sobre dirigentes políticos de la RFA y reconoció no haber revisado sus
contenidos263.
Caso particular en esta polémica fue la forma de abordarse en el PDS, el
partido heredero del SED. La relación de los militantes del PDS con la Stasi
fue desde estos primeros momentos una cuestión recurrente y constante en el
discurso del resto de partidos alemanes, sobre todo de la CDU, para
deslegitimar al PDS ante la población. Es cierto que la temida Policía de
Seguridad del Estado contaba con agentes en todos los sectores sociales,
incluida la disidencia, lo cual no eximía de su responsabilidad a los miembros
del PDS pero, en cualquier caso, sería una responsabilidad compartida con las
figuras prominentes de las demás organizaciones políticas cuya vinculación
al aparato represivo de la República Democrática quedaría demostrada
durante los primeros años de la reunificación. Los ejemplos de Böhme y De
Maizière hablan por sí solos.
Con todo, el verdadero problema para el PDS sería que una parte
importante de la sociedad, alimentada por las sucesivas campañas de
desprestigio orquestadas por la CDU, identificaba en esencia al PDS con la
Stasi y la represión, mácula imposible de limpiar por el momento. El partido
poscomunista tuvo que afrontar pronto el problema, consciente de que era un
eslabón débil en su organización y blanco fácil del ataque de sus rivales
políticos. En el congreso de junio de 1991 se acordó pedir responsabilidades
a cualquier militante que hubiera tenido relación con la policía secreta así
como la dimisión inmediata en el caso de que formaran parte de algún órgano
representativo del partido. Las críticas de los afiliados fueron de tal
envergadura que en junio de 1993 hubo que cambiar de tono: solo se exigiría
la dimisión de la persona implicada si hubiera perdido la confianza del
órgano que representara264.
Recogida en el preámbulo del programa, la afirmación de que «no tenemos
respuesta para numerosas cuestiones concernientes a nuestra propia historia»
no ha variado desde entonces. La ausencia de respuestas claras no presuponía
la aceptación de las constantes críticas lanzadas contra el sistema político y
económico de la RDA. Según Gregor Gysi, los grandes partidos alemanes
trataban de «criminalizar» la historia de la RDA al reducirla a una historia de
represiones; de ahí la permanente lucha de los órganos del PDS por rechazar
categóricamente la expresión «Estado sin derecho» aplicada al Régimen
comunista germano-oriental, como venía siendo aplicada al Tercer Reich.
La necesidad de afrontar la relación con el pasado no se hizo esperar. Ya en
el congreso extraordinario de diciembre de 1989 Michael Schumann había
abogado por analizar la historia del SED con detenimiento, sin ambages ni
censura, para aclarar desde un principio cuál iba a ser la posición oficial de la
nueva organización respecto al partido nodriza265. Sin duda, era demasiado
pronto. Una crítica radical al SED no hubiera sido tolerada por una parte
sustancial de los delegados, que desarrollaban su labor dentro del Estado
socialista y para quienes ese análisis detenido hubiera supuesto poner en
entredicho su propia trayectoria vital. Gysi y Modrow se conformaron con
pedir en sus alocuciones perdón por los posibles abusos cometidos por el
Partido en el pasado. Respecto al espinoso tema de la Stasi, Gysi apenas lo
trató salvo para recordar que no todos sus miembros debían ser sin más
condenados.

La cuestión del nacionalismo

La reunificación intensificó el debate sobre el nacionalismo en la esfera


pública266. La pertenencia a una nación alemana, incluso la existencia de un
cierto «sentimiento de comunidad», había sido negada por los ideólogos del
SED ya que «los sentimientos de los trabajadores en factorías de su
propiedad son radicalmente diferentes de los sentimientos de los propietarios
capitalistas de bancos y fábricas de la República Federal»267. En cambio, el
sentimiento de pertenencia a la RDA, el vínculo sentimental de sus
ciudadanos con el Estado, se mantuvo durante parte del proceso de crisis
terminal; las manifestaciones de Leipzig a lo largo de septiembre y octubre de
1989 fueron muy explícitas al respecto al clamar por la permanencia de la
población en el país para impulsar la reforma radical del sistema.
Este sentimiento de pertenencia a la clase trabajadora como eje articulador
del discurso del SED se vino abajo después de los acontecimientos de 1989 y
1990. La caída del Muro y la conciencia generalizada de la inviabilidad de un
Estado socialista facilitaron el desarrollo de una conciencia de unidad
alemana, siempre latente y activada en aquellos momentos. También aquí
Leipzig nos sirve de paradigma con el cambio de eslogan entre los
manifestantes del mes de diciembre: «Somos un pueblo» en lugar de «Somos
el pueblo». De hecho, la etnificación de la política desde la caída del Muro
hasta las últimas elecciones en la RDA fue una tendencia constatable. El
componente nacional se fue haciendo hegemónico dentro del discurso
político: la unidad nacional era la mejor opción posible, por lo que terminó
marginando a todas las demás268.
Aunque extendida en ambos Estados, la voluntad de unión quedó más
patente entre los alemanes del Este, los cuales, tras décadas de sometimiento
a un Régimen despótico, revitalizaron los lazos familiares, albergaron
expectativas de mejora y recuperaron una idea de nación donde, superando
las ideas de solidaridad e igualdad proporcionadas por la RDA, se valoraba
más la seguridad y la estabilidad que, en principio, les proporcionaría su
ciudadanía occidental. Considerando los acontecimientos que de forma
simultánea se sucedían en los países de Europa centro-oriental, así como la
propia descomposición de la URSS, los germano-orientales sentían que la
acogida en uno de los territorios más desarrollados del mundo era la mejor
protección ante la incertidumbre que los rodeaba. El pujante nacionalismo
estaba relacionado con las posibilidades reales de mejora a corto plazo y no
con un patriotismo exacerbado de naturaleza sentimental.
De este modo, las autoridades germano-occidentales cubrieron el vacío que
dejaba la desaparición de la RDA con una identificación nacional basada en
intereses materiales: el progreso y la mejora socioeconómica como meta muy
por encima del orgullo de la germanidad. La euforia por la rápida unificación
no logró disipar las dudas sobre la aceptación de una comunidad nacional
única. Más allá de las distancias del «Muro mental» (Mauer im Kopf),
también se puso de manifiesto la importancia de diferentes modelos de
comportamiento y la sensación de extrañamiento entre alemanes del Este y
del Oeste269.
En efecto, preocupados por las diferencias entre Ossies y Wessies, los
medios de comunicación discutieron por extenso los problemas derivados de
la reconstrucción de una identidad alemana conjunta; tema estelar fue la
colaboración con la Stasi de figuras literarias destacadas como Christa Wolf,
Sascha Anderson o Heiner Müller para erosionar su autoridad moral. Aunque
la cuestión de una identidad germano-oriental separada fue objeto de debate,
la naturaleza normativa de la identidad germano-occidental, fundamentada en
el compromiso con el sistema democrático, se daba a menudo por supuesta,
ya que parecía que era la meta obligada en la carrera de los ciudadanos del
Este por la asimilación.
La integración social fue, por tanto, muy precaria. La convivencia cotidiana
no pudo superar en poco tiempo los cuarenta años de escisión, apenas
matizados por un sentimiento de unidad histórica y cultural o por los lazos de
parentesco. La rápida absorción de la República Democrática por la Federal
provocó un encuentro brusco entre dos comunidades con memorias de vida,
con biografías y vivencias muy diferentes. Además, tampoco contribuyeron a
resolver la quiebra social y cultural algunas consecuencias directas del
proceso unificador, de modo particular, los costes políticos derivados de esa
asimilación forzosa de la población del Este a los patrones de vida
occidentales y la consiguiente desaparición de los rasgos característicos de
aquella sociedad, acuñados durante décadas. Nos referimos al proceso
conocido como «colonización interna»270.
La unidad recobrada puso de manifiesto una evidencia: la falacia de una
República Democrática mucho más avanzada económica y socialmente que
el resto de los países sovietizados en Europa. El socialismo de Estado solo
había servido para mantener en el poder a unas elites que a lo largo de los
cuarenta años de existencia habían cooptado para fortalecer un Régimen
despótico. El anticomunismo como reacción a las décadas de dictadura se
trasladó al discurso público y al sentimiento de millones de alemanes del
Este, como lo hizo en el resto de las Repúblicas centro-orientales que
caminaban hacia la democracia en aquel mismo momento; un sentimiento
anticomunista que contrastaba con una cierta nostalgia de lo que fue
cotidiano bajo el Régimen de la República Democrática.
La unificación rápida supuso un trauma para las generaciones de mayor
edad, cuya forma de vida, pautas de comportamiento e, incluso, valores se
vieron drásticamente apartados y sustituidos por otros como el consumo y la
competitividad —a veces desmedida— erigidos sobre el principio del
individualismo. Las estrecheces económicas, el crecimiento del paro, la falta
de perspectivas para una parte de los ciudadanos cuya vida profesional en la
Administración del antiguo Estado o en las fábricas y granjas colectivas
estaba llamada a concluir, en muchos casos de forma abrupta, aumentaron la
experiencia conocida como Ostalgie271. La sensación de orfandad,
desprotección y extrañamiento de la nueva realidad favoreció esa nostalgia,
en la mayor parte de los casos no de un sistema político ni de una ideología
—porque no tuvo su reflejo en las urnas—, sino de una manera de vivir, en
buena parte reconstruida por la imaginación ante la quiebra de una identidad
personal y también colectiva.
Atento a las secuelas que la unificación había dejado en la sociedad de la
antigua RDA, el Partido del Socialismo Democrático las recogió hasta
convertirlas en clave de su estrategia política, manifestando, tanto en sus
declaraciones programáticas como en los discursos de sus líderes, un
profundo rechazo a la forma en que se había llevado a cabo el proceso. Las
enormes expectativas puestas en el crecimiento económico y en las mejoras
sociales habían sido defraudadas; los índices de paro continuaban su marcha
ascendente y ahí estaba el PDS para canalizar la frustración de amplios
sectores de la población del Este. El creciente recelo hacia la hegemonía de
las formas de vida occidentales demostraba que las distinciones entre Ossies
y Wessies no eran meros recursos retóricos utilizados para contar chistes
sobre uno y otro tipo de alemanes, sino que respondían a talantes diferentes y
al hecho de que una parte de la población estaba sometida por la otra parte,
que era la «kohlonizadora».
En efecto, la recuperación de la libertad personal, el contacto con el
«paraíso occidental», con el aumento espectacular de las posibilidades de
consumo y la apertura a nuevas realidades, había facilitado el camino a la
CDU, considerada el gran apoyo a la unificación rápida, para gobernar en los
nuevos territorios. Así, al menos hasta 1992, un sentimiento generalizado de
entusiasmo había embargado a la población del Este y se había traducido
tanto en los magros resultados del PDS como en la ostensible reducción de su
militancia en comparación con la del SED. Sin embargo, ya durante 1993 y
1994 la integración alemana comenzó a resentirse de la traumática
implantación de la economía de mercado en los Länder orientales. Por
ejemplo, una encuesta realizada entre 1991 y 1992 arrojaba un significativo
dato: el 75 por ciento de la fuerza laboral en el Este dejó o cambió su puesto
de trabajo, en muchos de los casos a uno de inferior categoría272.
La centralización del poder —primero en Bonn y luego en Berlín— se
convirtió en un elemento decisivo al provocar disensiones respecto a cómo se
efectuaba y, en consecuencia, respecto al deseo de tener una voz propia y
diferenciada. Había fracasado, por tanto, el intento de dotar de unidad
inmediata al país. En la vida pública de la Alemania unificada desapareció
toda evocación a la República Democrática y, de este modo, los alemanes del
Este se vieron privados, de un golpe, de la historia del país en el que habían
vivido desde 1949. Tan solo quedaron, perdidas en el maremágnum, algunas
referencias anecdóticas, como los famosos Ampelmänner en los semáforos de
Berlín Este273.
Aun cuando los poscomunistas del PDS alentaron la Ostalgie, presente en
los años inmediatamente posteriores a la unificación por la frustración de
algunos sectores de la población del Este que no veían cumplidas las
promesas gubernamentales, pesaron más en ella las críticas de académicos e
intelectuales que la influencia real de aquellos en los ciudadanos. La lucha
contra el fascismo y el internacionalismo socialista, pilares del sentimiento de
pertenencia nacional en la RDA, se habían difuminado después de haber
servido de argamasa del consenso social en el «Estado socialista de los
obreros y los campesinos». No existió la posibilidad de edificar una identidad
nacional diferenciada, con rasgos propios añadidos a los impuestos por su
pertenencia al ámbito soviético.

Literatura e historia en la reunificación

En noviembre de 1976 el cantautor germano-oriental Wolf Biermann no


pudo regresar a su país después de una serie de conciertos en el territorio de
la RFA. Aunque siempre dentro de un pensamiento de izquierda
anticapitalista, sus sátiras al poder de la República Democrática, a las
contradicciones entre el discurso y la práctica del Régimen, molestaban
sobremanera a los dirigentes del SED, que optaron en aquella fecha por
retirarle su carta de ciudadanía para impedirle el retorno. Biermann era muy
conocido y valorado en las dos partes de Alemania y su caso fue muy
publicitado por los medios de comunicación, lo cual generó en el mundo
intelectual un sentimiento de rechazo a la acción emprendida por las
autoridades.
La expatriación forzosa de Biermann supuso un auténtico golpe para
literatos y artistas germano-orientales cuyas ideas, en general favorables al
socialismo, chocaban sin embargo con la cerrazón del Partido-Estado a
cualquier crítica interna. Durante la década de los ochenta la preocupación
por la amenaza nuclear y el desarme tendió a unificar el interés de los
escritores de ambos Estados. Estos temas, junto a la defensa del
medioambiente, aparecían en las obras de creadores que habían abandonado
la RDA después de lo ocurrido con Biermann, como Reiner Kunze y Erich
Loest.
El caso de Erich Loest es particular. Nacido en 1926 cerca de Chemnitz, de
joven se había afiliado al SED para enseguida trabajar de periodista y
publicar su primera novela. Pronto hubo de enfrentarse a la censura y a la
cárcel, donde permaneció entre 1957 y 1964 por la naturaleza antisocialista
de sus escritos. A finales de los setenta consiguió un permiso para trasladarse
a la RFA y no regresaría a la parte oriental hasta abril de 1990.
Las traumáticas experiencias de su vida marcaron su producción, máxime
cuando tuvo acceso a las más de trescientas páginas que ocupaba su
expediente en la Stasi, relativo a los años comprendidos entre 1975 y 1982274.
La vigilancia de la Stasi sobre su persona quedó reflejada en La Stasi fue mi
Eckermann o Mi vida con la chinche275, un original ejercicio literario en el
que Loest publica partes de los informes y documentación de la Stasi
ofreciéndonos la imagen que los Servicios de Seguridad del Estado habían
construido de él. El resultado es devastador: muestra hasta dónde puede
llegar la obsesión por la vigilancia y el espionaje en un Estado totalitario,
pervirtiendo voluntades para alcanzar el objetivo del control absoluto. El
libro recoge tanto conversaciones en su casa, transcritas literalmente, como el
registro sistemático de la vivienda o copias de sus cartas. Por supuesto, la
miseria moral queda patente cuando confirma cómo compañeros de trabajo,
vecinos e incluso amigos habían colaborado con la Stasi proporcionando
información sobre su vida.
Con la caída del Muro comenzó a proliferar un tipo de literatura, la llamada
«literatura del cambio» o Wendeliteratur, relacionada con las
transformaciones provocadas por la unificación en un sentido muy amplio.
Serían autores del Este quienes con mayor dedicación trabajaran estos temas;
para ellos, generacionalmente, el fin de la escisión entre las dos Alemanias y
la incorporación a la República Federal alteraron profundamente su forma de
vida, y así lo reflejaron en sus escritos. Ingo Schulze y Thomas Brussig son al
respecto paradigmáticos. Nacido en 1965 en Berlín Este, e hijo, por tanto, de
la era Honecker, Brussig juega con los recuerdos de su infancia y juventud en
la RDA, describiendo con espíritu crítico y gran pulso literario la cotidianidad
y la capacidad de adaptación de los individuos. En 1995 publicó Héroes
como nosotros276, un enorme éxito editorial con múltiples traducciones cuyo
eje central era la caída del Muro. Irónico, sarcástico a veces, el narrador es
Klaus Uhltzsch, un personaje oportunista y con un punto de ridículo que,
primero, se hace colaborador de la Stasi y aspira a hacer carrera en la policía
secreta y, después, se convierte en un héroe al lograr convencer a los guardias
de la Bornholmer Strasse para que abran la frontera la noche del 9 de
noviembre. Sátira social y un gran conocimiento de la realidad germano-
oriental convergen en esta novela, considerada una de las principales
manifestaciones de la «literatura del cambio»277.
Por su parte, la producción de Ingo Schulze, nacido en Dresde en 1962,
retrata el ambiente social y político durante y después de la caída del Muro.
Sus excelentes dotes de observación quedan patentes en el análisis minucioso
de la realidad que conoció, le contaron y leyó, aunque otorgue una relevancia
especial a la libertad imaginativa. Publicada en 2005, Vidas nuevas278
constituye un fresco impagable de cómo se vivió en la RDA en los meses que
siguieron al colapso del Muro. No sitúa la acción en Berlín, sino en
Altenburg, una pequeña localidad del Este, a unos cuarenta kilómetros al sur
de Leipzig, plasmando de forma magistral el clima de incertidumbre e
inseguridad que se respiraba en Alemania oriental en torno a los años 1989 y
1990, un periodo marcado por las rupturas y los cambios en el que todo se
antojaba posible, incluso nuevas concepciones de la existencia opuestas
diametralmente a las hasta entonces vigentes279.
En los jóvenes autores del Este el proceso de reunificación resultó ser uno
de los acontecimientos más trascendentales no ya para la evolución de lo que
había sido su país, sino para sus trayectorias personales; de ahí la impronta
que dejó en sus obras, mucho más que en las de los autores occidentales. En
contrapartida, la mayoría de estos autores quedó al margen de las polémicas
suscitadas entre algunos miembros de la generación anterior a causa de su
mayor o menor implicación en la RDA: a Christa Wolf, por ejemplo, se le
achacó falta de sinceridad después de publicar Lo que queda280. En el revuelo
suscitado en aquella primavera de 1990 por su publicación, muchos críticos
calificaron la obra de oportunista al mostrarse en ella el temor de una
escritora a ser espiada y detenida por las fuerzas de Seguridad del Estado,
angustia que la hace cambiar de temperamento. Incapaz de enfrentarse al
sistema, acaba por ser consciente de que el miedo habita en su persona sin
posibilidad de salir del encierro que la autocensura le genera. Los periódicos
Die Zeit y Frankfurter Allgemeine Zeitung denunciaron que Wolf quería
aparecer ante los ciudadanos de la nueva Alemania como víctima del
Régimen represor de la RDA cuando ella, militante del SED, premiada por
sus obras y defensora hasta los últimos momentos de preservar la República
Democrática, había sido favorecida por aquel. En su apoyo desde posiciones
de izquierda salieron, entre otros, Günter Grass y Stefan Heym,
argumentando tanto la calidad de la novela como la moral intachable de su
autora.
Lo relevante a nuestros efectos es cómo una discusión intelectual, propia de
las secciones culturales, traspasó con rapidez el interés por la literatura para
trasladarse a las primeras páginas y, desde allí, provocar no solo interrogantes
sobre la colaboración en distintos niveles con el Régimen totalitario, sino
también las comparaciones con la época nacionalsocialista. La carga política
era inevitable. Si antes de la caída del Muro figuras como Wolf (que
permanecían en la RDA y mostraban con el ejercicio de su profesión un
cierto talante crítico con el Régimen) aparecían sobrevaloradas en Occidente
al margen del valor de su narrativa, al deteriorarse su imagen pública los
méritos de su obra parecían sufrir quebranto. Wolf tardaría seis años en
publicar una nueva novela, Medea281, una reinterpretación del mito clásico.
A partir de estas diatribas, los autores entraron de lleno en la relación de
algunos de ellos con la Stasi, caso de Wolfgang Hilbig en Yo282, donde cuenta
la historia del escritor M. W., colaborador de la policía secreta con el
seudónimo de «Cambert». La pérdida de la identidad individual, diluida entre
las varias personalidades que parece asumir, transcurre a lo largo de los años
posteriores a la caída del Muro283.
En cuanto a los escritores occidentales, quien más alzó la voz en contra de
las consecuencias de la reunificación fue, con toda seguridad, Günter Grass.
Todavía el 18 de diciembre de 1989 pontificaba desde la tribuna del
Congreso del SPD en Berlín sobre la vigencia y futuro de la República
Democrática. La unificación, escribiría más tarde, solo serviría para
perjudicar a Alemania y a toda Europa. También alertaba sobre el
autoritarismo del nuevo poder, obsesionado por eliminar los valores del
socialismo: la unificación de 1990 pretendía ser la cara amable del
hipernacionalismo, del imperialismo, de los componentes más negativos de la
historia reciente alemana. Esta crítica a la unidad alcanzada se refleja en Es
cuento largo284. Publicado en 1995, consiguió un enorme éxito de ventas y
generó una encendida polémica. Además de augurar que la «insensata»
unificación conduciría a la decepción, al final del «cuento de hadas»285, faltó
en ella un juicio siquiera levemente crítico con el Régimen del SED, alguna
opinión o comentario que reflejara cierta empatía con los ciudadanos que
sufrieron la cotidianidad de un sistema de naturaleza represiva. Marcel Reich-
Ranicki, escritor y crítico literario que había sobrevivido al Holocausto, sacó
la fusta de la indignación para espetar al autor de El tambor de hojalata:
Mi querido Günter Grass: no pretendo discutir con usted sobre sus opiniones políticas,
que, discúlpeme, no siempre puedo tomar del todo en serio. No me corresponde a mí
el darle lecciones sobre la RDA. Pero tengo el derecho de mostrarme sorprendido.
Sabe usted tan bien como yo que el Régimen del SED causó la infelicidad de millones
de personas, robándoles varios años de su vida, como, por ejemplo, a nuestros colegas
Walter Kempowski y Erich Loest. Sabe usted mejor que yo cómo fue oprimida la
literatura de ese país. Sabe usted perfectamente que la RDA fue un Estado terrible,
que no hay nada que embellecer. Y, sin embargo, en su novela no hay rastro de odio ni
de indignación. Debo reconocer que no puedo comprenderlo; me deja sin aliento286.

El contradictor más destacado de Grass fue Martin Walser, que abogó en


distintos foros por llevar a cabo el proceso unitario a través de la vía rápida.
Con La mañana de un escritor287 incidía en el protagonismo del pueblo
alemán en la sucesión de acontecimientos, en la voluntad expresada en la
calle y en las urnas por aunar ambas sociedades dentro de un único Estado
democrático, defensor de los derechos y las libertades.
Resulta interesante constatar el hecho de que los escritores germano-
occidentales apenas consideraran la caída del Muro como un recurso literario
para contar historias relacionadas con sus consecuencias. No hay, en este
caso, narrativas que sirvan para reconstruir e interpretar los acontecimientos
desde una perspectiva individual, vivida.
El escepticismo —cuando no el rechazo— ante muchos de los efectos de la
unificación constituye un sentimiento bastante generalizado entre los autores
de Alemania occidental. Un ejemplo paradigmático es el de Peter Schneider,
nacido en Lübeck en 1940 y muchas de cuyas obras están ambientadas en
Berlín, la ciudad más indicada para abordar estos temas. En la producción de
Schneider es constante la presencia del Muro y de un pesimismo ante la
posibilidad de que su desaparición sirva para suturar las heridas abiertas. La
unidad política es tan solo superficial; la separación real permanecerá entre
las generaciones de alemanes de uno y otro lado: el muro mental será muy
difícil de superar. Las premoniciones de este autor sobre la irreparable
escisión de los alemanes ya existían en sus trabajos previos a noviembre de
1989. Por ejemplo, la trama de El saltador del Muro288 gira en torno a
historias de vida que «tematizan literariamente la desintegración de la
personalidad que ha traído consigo la situación esquizofrénica que caracteriza
las relaciones intraalemanas»289.
Es probable que Günter Grass haya sido la personalidad literaria más crítica
con la unificación. Ya lo había sido previamente al abrazar la causa de una
suerte de Estado confederal en lugar de la solución que finalmente se alcanzó,
y continuó siéndolo hasta que falleció en 2015. La actitud del premio príncipe
de Asturias de las letras en 1999 se fundamentaba en el recelo que le
inspiraba una Alemania extensa territorialmente, bajo un único Gobierno y
con un gran potencial económico. La evocación de un pasado no tan lejano le
hacía pensar en un país más temido que respetado, a pesar de su anclaje en la
Europa comunitaria. Según su interpretación, el concepto y el desarrollo
histórico de la unificación habían supuesto siempre una debacle de
calamitosas consecuencias para los propios alemanes y para el resto de
europeos. Sin concesiones, Grass identificaba la unidad recobrada con lo más
oscuro del pasado alemán; en su lugar abogaba por la «nación cultural», esto
es, una Alemania rica en expresiones culturales cuyos vínculos hunden las
raíces en la larga tradición literaria y artística. Nada que ver, pues, con la
«nación política», concepto del que renegaba por su potencial peligrosidad.
Una vez pasado el 3 de octubre de 1990, Grass mantuvo sus posiciones y
llegó a radicalizar las diatribas contra el proceso emprendido y sus artífices,
de modo particular contra los políticos de la CDU. El autoritarismo, el afán
por convertirse en una gran potencia, la obsesión por el lucro y los beneficios
económicos rápidos constituían el auténtico sentido de una unificación solo
teórica; en la práctica, el nuevo Estado sería incapaz de acabar con la división
e, incluso, levantaría más muros mentales y materiales entre los alemanes290.
La reflexión sobre la historia reciente no fue ajena a los cambios
producidos en torno a la caída del Muro y la reunificación. La República
Democrática Alemana había justificado su existencia por la lucha antifascista,
de tal manera que la íntima conexión entre el pasado histórico fascista y la
realidad capitalista e imperialista de la República Federal había excluido a la
RDA de la responsabilidad de tener vínculos con el nazismo. El ciudadano
germano-oriental, el hombre nuevo socialista, logró imponerse al legado
militarista —que ahora representaba a la perfección la RFA— para ofrecer
una alternativa de progreso en comunión con el resto del mundo comunista.
Según el discurso oficial, pues, la RDA reflejó la victoria contra el fascismo
en una continuidad histórica cuya meta sería también el triunfo sobre el
capitalismo representado por los territorios al Oeste de sus fronteras.
La caída del Muro y las perspectivas de unificación alentaron los augurios
provenientes de la izquierda sobre el peligro de una renacionalización cuyo
final fuera el establecimiento de una suerte de «Cuarto Reich», exabrupto
matizado por quienes abogaban por la permanencia de los dos Estados. Uno
de sus más destacados mentores fue Günter Grass, para quien Auschwitz
dictaba la imposibilidad de crear un Estado unitario, un Estado nacional. Sin
embargo, muchos otros pensaban que precisamente un Estado tan
descentralizado e incardinado en la Comunidad Europea como lo era la RFA
constituía una oportunidad para cifrar el principio de libertad en el de unidad,
sin contradicciones ni ambigüedades. Todos los ciudadanos podían
aprovechar el nuevo marco jurídico para desarrollar sus potencialidades. El
peso de la historia en el contexto de la unidad alcanzó la vida parlamentaria al
crearse en el Bundestag, en la primavera de 1992, una comisión de
investigación denominada «Superación de la historia y consecuencias de la
dictadura del SED en Alemania», en donde el rigor en la búsqueda de la
verdad histórica se combinó con la manipulación política291.
La reunificación volvió a dar alas a la conocida Historikerstreit, surgida en
la RFA en los años ochenta después de las aceradas críticas de Jürgen
Habermas a un grupo de historiadores sobresalientes tales como Ernst Nolte,
Andreas Hillgruber y Hermann Lübbe, según los cuales el nacionalsocialismo
era equivalente al estalinismo, como la figura de Hitler a la de Stalin. De ser
así, Auschwitz era equiparable a los gulags soviéticos, y ese punto de
referencia insustituible para evitar repeticiones del pasado y consagrar a
Alemania como Estado defensor de la paz desaparecería, quedaría
minimizado o diluido dentro de cualquier otra política dirigida a conculcar
los derechos humanos. En definitiva, para Habermas, como también para
historiadores de la talla de Hans Mommsen, semejante perspectiva trataría de
relativizar el peso del nazismo en la historia alemana comparándolo con otros
fenómenos de su tiempo. De esta manera, la contextualización del nazismo
limitaría su naturaleza singular; más aún: en la extensión del estalinismo a la
República Democrática se identificaba el desarrollo histórico del país con lo
peor del totalitarismo nazi. Por el contrario, Habermas sostuvo que
Auschwitz debía seguir siendo el punto de partida del «patriotismo
constitucional» del Estado, un patriotismo fundamentado en el resurgir no de
la conciencia nacional sino de la solidaridad entre alemanes, siempre dentro
del marco europeo292.
Con la recuperación de la polémica, que fue trasladada profusamente a los
medios de comunicación y en la que intervinieron, además de científicos
sociales, muchos políticos, los sectores conservadores, partidarios de la vía
rápida hacia la unidad, extendieron la condena moral del nazismo al
comunismo germano-oriental y, de ahí, a la izquierda en general. Esta habría
actuado alentando y justificando el Régimen de opresión hasta que las
circunstancias —debacle económica, fortalecimiento de la oposición,
cambios en el panorama internacional— convirtieron en insostenible su
posición.
Por lo que a esta perspectiva se refiere, y aun considerando la coerción y la
sistemática represión ejercidas por la dictadura del SED, consideramos que la
historia de la República Democrática no puede reducirse a un mero «Estado
sin derecho» (Unrechtsstaat)293, y menos aún al Tercer Reich.
243 Cit. en DÍEZ ESPINOSA, José Ramón y MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo, Historia contemporánea de
Alemania (1945-1995), op. cit., p. 275.
244 JANUÉ I MIRET, Marició, La nova Alemanya…, op. cit., p. 207.
245 CIMADEVILLA GARCÍA, Eva, «Problemas medioambientales en la reunificación alemana»,
Cuadernos del Este, n.º 4 (1991), p. 85.
246 Ibid., p. 89.
247 JANUÉ I MIRET, Marició, La nova Alemanya…, op. cit., p. 236.
248 Sobre la evolución del SPD en este aspecto, véase RODER, Knut, Social Democracy and Labour
Market Policy: Developments in Britain and Germany, Londres, Routledge, 2003, pp. 77-95.
249 TALSHIR, Gayil, The Political Ideology of Green Parties: from the Politics of Nature to Redefining
the Nature of Politics, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2002, pp. 91-96.
250 SCHULL, Tad, Redefining Red and Green Ideology and Strategy in European Political Ecology,
Albany, State University of New York Press, 1999, pp. 42-51.
251 ARZHEIMER, Kai y FALTER, Jürgen W., «Annährung durch Wandel? Das Wahlverhalten bei der
Bundestagswahl 1998 in Ost-West Perspektive», Aus Politik und Zeitgeschichte, n.º 52 (1998), pp. 33-
43.
252 Para un análisis pormenorizado de este año electoral, véase ROBERTS, Geoffrey K. (ed.),
Superwahljahr. The German Elections in 1994, Londres, Routledge, 2013.
253 DÍEZ ESPINOSA, José Ramón y MARTÍN DE LA GUARDIA, Ricardo, Historia contemporánea de
Alemania (1945-1995), op. cit., p. 278.
254 Estos datos se encuentran en https://www.bundeswahlleiter.de/ (consultado el 3 de agosto de
2018).
255 Ingolstädter Manifest, Wir-mitten in Europa, Plädoyer für einen neuen Gesellschaftsvertrag,
Berlín, O. J., 1994, p. 8.
256 http://www.bundeswahlleiten.de/ (consultado el 10 de septiembre de 2018).
257 JANUÉ I MIRET, Marició, La nova Alemanya…, op. cit., p. 185.
258 BÖGEHOLZ, Hartwig, Wendepunkte – Die Chronik der Republik. Der Weg der Deutschen in Ost
und West, Hamburgo, Rohwolt, 1999, p. 720.
259 GAUCK, Joachim, Die Stasi-Akten. Das Umheimliche Erbe der DDR, Hamburgo, Rowohlt, 1991,

p. 11.
260 MARTÍ FONT, J. M., El día que acabó el siglo xx. La caída del Muro de Berlín, Barcelona,
Anagrama, 1999, p. 109.
261 BURNETT, Simon, Ghost Strasse: Germany’s East Trapped between Past and Present, Montreal,
Black Rose Books, 2007, pp. 161-171.
262 Sobre este caso concreto véase BAUMANN, Christiane, Manfred «Ibrahim» Böhme, Das Prinzip
Verrat, Berlín, Lukas Verlag, 2015.
263 O’DOCHARTAIGH, Pól, Germany since 1945, op. cit., p. 231.
264 El texto se encuentra en MOREAU, Patrick, LANG, Jürgen P. y NEU, Viola, Was will die PDS?,
Francfort del Meno, Ullstein Verlag, 1994, pp. 134-137.
265 SCHUMANN, Michael, «Zur Krise in der Gesellschaft un zu ihren Ursachen, zu Verantwortung der
SED», en BEHREND, Manfred y MAIER, Helmut (Eds.), Der schwere Weg…, op. cit., pp.72-74.
266 JARAUSCH, Konrad H., «Normalisierung oder Re-nationalisierung? Zur Umdeutung der deutschen
Vergangenheit», en Geschichte und Gesellschaft, 1995/4, pp. 571-584.
267 Cit. en GARTON ASH , Timothy, In Europe’s Name: Germany and the Divided Continent, Nueva
York, Random House, 1993, pp. 104-105.
268 VIEJO VIÑAS, Raimundo, «Transición a la democracia y “etnificación de la política”: los partidos

políticos y la unificación de Alemania», en Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió


Ceriol, n.º 28/29 (1999), pp. 105-108.
269 Véase FRITZE, Lothar, «Irrationen im deutsch-deutschen Vereinigungsprozess», Aus Politik und
Zeitgeschichte, n.º 27 (1995), pp. 3-9.
270 Véase DÜMCKE, Wolfgang y VILMAR, Fritz (Eds.), Kolonialisierung der DDR. Kritische Analysen
und Alternativen des Einigungsprozesses, Münster, Agenda Zeitlupe, 1999, pp. 125-190.
271 Véase TROEBST, Stefan y BRUNNBAUER, Ulf, Zwischen Amnesie und Nostalgie. Die Erinnerung an
den Komunismus in Südosteuropa, Colonia, Böhlau, 2007.
272 Cit. en RÜSCHEMEYER, Marilyn y WOLCHIK, Sharon L., «The Return of Left-Orientated Parties in

Eastern Germany and the Czech Republic and their Social Policies», en COOK, Linda J.; ORENSTEIN,
Mitchell A. y RÜSCHEMEYER, Marilyn (eds.), Left Parties and Social Policy in Postcommunist Europe,
Boulder (Colorado), Westview Press, 1999, p. 111.
273 LEVER, Paul, Berlin Rules. Europe and the German Way, Londres, I. B. Tauris, 2017, p. 107.
274 BORRERO, Víctor M., «Erich Loest», en MALDONADO ALEMÁN , Manuel (coord.), La narrativa de la
unificación alemana. Autores y obras, Berna, Peter Lang, 2009, p. 216.
275 LOEST, Erich, Die Stasi war mein Eckermann oder: Mein Leben mit der Wanze, Göttingen, Steidl,
1991.
276 BRUSSIG, Thomas, Helden wie wir, Berlín, Volk & Welt, 1995.
277 HOLLMER, Holmer, «The Next Generation. Thomas Brussig erzählt Erich Honeckers DDR», en
ARNOLD, Heinz Ludwig (ed.), DDR-Literatur der neunziger Jahre, n.º extra, Text und Kritik, 2000, pp.
80-81.
278 SCHULZE, Ingo, Neue Leben, Berlín, Berlin Verlag, 2005.
279 BLANCO, Margarita, «Ingo Schulze», en MALDONADO ALEMÁN , Manuel (coord.), La narrativa de la
unificación alemana. Autores y obras, op. cit., p. 286.
280 WOLF, Christa, Was bleibt, Berlín, Aufbau, 1990.
281 WOLF, Christa, Medea. Stimmen, Munich, Luchterhand, 1996.
282 HILBIG, Wolfgang, Ich, Francfort del Meno, Fischer, 1993.
283 BAUMGART, Reinhard, «Quasi-Stasi. Zu dem Roman Ich», en WITTSTOCK, Uwe (ed.), Wolfgang
Hilbig. Materialen zu Leben und Werk, Francfort del Meno, Fischer, 1994, pp. 216-221.
284 GRASS, Günter, Ein weites Feld, Göttingen, Steidl, 1995.
285 GOEPPER, Sibylle, «Ein weites Feld et la canonisation par le champ littéraire. Étude d’une oeuvre
dans son contexte polémique», Études Germaniques, n.º 62, vol 3 (2007), pp. 667-680.
286 Cit. en CIFRE WIBROW, Patricia, «Controversias literarias», en MALDONADO ALEMÁN , Manuel
(coord.), La narrativa de la unificación alemana, Berna, Peter Lang, 2006, pp. 89-90.
287 WALSER, Martin, Vormittag eines Schriftstellers, Francfort del Meno, Suhrkamp Verlag, 1990.
288 SCHNEIDER, Peter, Der Mauerspringer, Darmstadt, Luchterhand, 1982.
289 HERNÁNDEZ, Isabel, «Antecedentes», en MALDONADO ALEMÁN, Manuel (coord.), La narrativa de la
unificación alemana, op. cit., p. 70.
290 Las intervenciones públicas, discursos y textos varios sobre esta cuestión pueden encontrarse en
GRASS, Günter, Artículos y opiniones, Barcelona, Debolsillo, 2003.
291 WOLFRUM, Edgar, «Historia y memoria en Alemania, 1949-2009», Historia del Presente, n.º 13, 1
(2009), p. 89.
292 PIPER, Ernst Reinhard (ed.), Historikerstreit. Die Dokumentation der Kontroverse um die
Einzigartigskeit der Nationalsozialistischen Judenvernichtung, Munich, Pieper, 1987, p. 71.
293 DENNIS, Mike, «Constructing East-Germany: Interpretations of GDR History since Unification»,
en DENNIS, Mike y KOLINSKY, Eva (eds.), United and Divided. Germany since 1990, Nueva York,
Berghahn Books, 2004, pp. 17-35.
11. EUROPA DESPUÉS DEL MURO

La caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989 marcó el comienzo


de una nueva era en Europa. Entre aquella fecha y los inicios de 1992 los
sistemas comunistas desaparecieron en el Este y el desmoronamiento de la
Unión Soviética, la reunificación de Alemania y la firma del Tratado de la
Unión Europea constituyeron una sucesión de hechos trascendentales para
configurar un espacio europeo radicalmente distinto del característico de la
Guerra Fría. Había que redefinir papeles en el nuevo marco continental, entre
ellos, la posición que ocuparía Alemania y la seguridad continental, la
diversidad y el elevado número de países que aspiraban a formar parte cuanto
antes de la Unión, la conflictiva realidad de los Balcanes con el inicio del fin
de Yugoslavia, las relaciones con la Federación Rusa: en definitiva, toda una
serie de cuestiones cuya evolución influiría en la forma en que se iba a
construir la Europa posterior al Muro.
La unidad alemana representó un estímulo para redefinir el sistema de
seguridad en el Viejo Continente ante los cambios que dicha unidad y la
disolución del mundo soviético —ejemplificado, en este caso concreto, por el
final del Pacto de Varsovia— abrían en el horizonte europeo e internacional.
Estrechamente enraizada en las instituciones comunitarias, la reunificación
resolvió la sempiterna cuestión alemana eliminando cualquier amenaza a la
estabilidad en la zona.
Por supuesto, la presencia norteamericana en Europa continuó haciéndose
notar durante el inicio de aquella pos Guerra Fría. El presidente Bush
desempeñó un papel muy importante en los comienzos de la transición a la
democracia en el Este; a través del G-7 impulsó un plan de ayuda
administrada por la CEE, asegurándose así la gratitud de quienes hasta hacía
muy poco habían sido sus enemigos irreconciliables. De igual modo, con
talante abierto, avalaría el programa reformista de Boris Yeltsin en la
convulsa Federación Rusa heredera de la URSS, una vez que esta
desapareciera del mapa de los Estados en diciembre de 1991.
Una vez unificada Alemania, Bruselas hubo de afrontar una nueva y
masiva ampliación. La incertidumbre ante el futuro inmediato golpeó a las
capitales de los países y a las sedes comunitarias debido a las insistentes
peticiones de ayuda por parte de los Gobiernos de transición en el Este. Era
evidente que estos volvían la mirada hacia la Europa comunitaria con la
voluntad expresa de integrarse lo antes posible en su espacio. Ya en 1990 se
puso en marcha el Programa PHARE para estimular la reconstrucción
económica de los antiguos países socialistas y, a pesar de algunas reticencias,
la Cumbre de Copenhague de junio de 1993 y el Consejo Europeo de Essen
de diciembre del año siguiente avalaron las expectativas de ampliar la Unión
hacia el Este, poniendo en funcionamiento los instrumentos de preadhesión.
La apuesta era, ciertamente, arriesgada a causa de las febles economías —
sobre todo, de su abultado sector primario— y de los niveles de vida, muy
por debajo de los comunitarios, por lo que la repercusión del proceso de
adhesión podía hacer naufragar la arquitectura institucional del momento.
La democratización debía conllevar la aceptación del amplio catálogo de
derechos y libertades fundamentales exigidos por los criterios de
Copenhague, pero, además, Bruselas había de acomodar la citada arquitectura
comunitaria a la llegada de un número tan elevado de miembros sin provocar
un colapso como podía ocasionarlo la deplorable situación de las economías
sovietizadas, ya que, más allá de la base material, el comunismo había
dinamitado las formas capitalistas de producción y la mentalidad de trabajo
vinculada a ellas. Décadas de ausencia de libertades en todos los ámbitos
dificultaban los procesos de transición en marcha; de ahí las enormes
dificultades psicológicas y sociales —por encima, incluso, de las económicas
— que se afrontaron para consolidar las instituciones democráticas en aquel
ámbito continental, y de ahí, también, la problemática marcha del proceso de
integración de estos países en la Unión, a causa de las exigencias establecidas
en 1993 para lograr la incorporación plena. Los citados criterios de
Copenhague los obligaban a consolidarse, a ser Estados de derecho, garantes
de las libertades y con economías abiertas e instituciones democráticas lo
suficientemente sólidas como para aplicar de forma correcta el acervo
comunitario.
Desde 1989 distintos programas de ayuda habían alentado los cambios
políticos y económicos en la Europa del Este, algunos de los cuales fueron
especialmente activos, como el citado PHARE (Polonia-Hungría: Ayuda a la
Reconstrucción Económica), pronto ampliado al resto de países del Este, y el
BERD (Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo). Sin duda, un
avance sobresaliente en el robustecimiento de los lazos comunitarios con las
antiguas capitales comunistas vino de la mano de la firma, entre 1991 y 1992,
de los denominados «Acuerdos Especiales de Asociación» con,
respectivamente, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria y Rumanía.
La presentación de las candidaturas oficiales para la adhesión se demoró
poco en el tiempo: el primero en solicitarlo fue el Gobierno húngaro en
marzo de 1994, al que imitaron los restantes entre 1995 y 1996. El inicio de
negociaciones entre Bruselas y los candidatos tuvo lugar en marzo de 1998,
abriéndose un periodo en el que las instituciones comunitarias fueron amplias
de miras y valoraron los enormes esfuerzos emprendidos por estos países
considerando sus precarias condiciones de partida.
Mientras tanto, los primeros años de la década verían una nueva ampliación
del espacio comunitario, un hecho trascendental ante los retos abiertos por la
crisis del modelo soviético. La ampliación al Sur, con la incorporación en
1986 de España y Portugal, se equilibró con la llegada a la Unión de una serie
de países con alta renta per cápita: en junio de 1994, después de una rápida
fase negociadora, Austria, Suecia y Finlandia firmaron sus tratados de
adhesión. Sus desarrolladas economías y sus largas y experimentadas
trayectorias en cooperación internacional serían muy útiles para la Europa
que comenzaba a forjarse para entonces.
Algunos de los retos asumidos por esta nueva Europa resultaron
especialmente traumáticos. La desastrosa gestión del conflicto yugoslavo
entre 1991 y 1999 evidenció no solo la ausencia de una estrategia europea
conjunta, sino una inacción clamorosa que trasladó a Washington la
capacidad decisoria a la hora de enfrentarse con la situación de guerra. Este
acontecimiento mostró en toda su crudeza la debilidad del Viejo Continente y
que las discrepancias de criterio ante desafíos tan relevantes como el
desarrollo de una guerra en su propio suelo paralizaban toda voluntad de
reacción.
En efecto, Estados Unidos resultó un actor primordial en la resolución de la
crisis de los Balcanes. El modelo de transición en el Este, por lo general
pacífico y pactado, se quebró por completo en el caso yugoslavo hasta el
punto de desencadenar un conflicto armado. En junio de 1991 Eslovenia y
Croacia declaraban la independencia; en septiembre las seguía Macedonia y,
al año siguiente, en marzo de 1992, Bosnia-Herzegovina. Por su parte, al mes
siguiente Serbia y Montenegro pactaban el nacimiento de la Federación
Yugoslava. Las armas, no obstante, ya habían empezado a sonar: las fuerzas
militares de la antigua República, ahora controladas por Slobodan Milosevic
desde Belgrado, intervinieron con el objetivo de derrotar al secesionismo. En
distinta medida según los escenarios, la guerra afectó a todo el antiguo
espacio yugoslavo. El optimismo por el final pacífico de la Guerra Fría en
Europa rompía pronto su tendencia ante un conflicto sangriento que, en
ocasiones, recordaba lo peor de la condición humana: la limpieza étnica, el
empleo sistemático de la eliminación de todo aquel considerado ajeno a la
comunidad nacional ideal, evocaba en suelo europeo la barbarie de la
Segunda Guerra Mundial.
Los dirigentes europeos fueron incapaces de poner coto a las hostilidades.
Para Yugoslavia el tiempo nuevo se escribía con palabras viejas. Los últimos
coletazos del siglo XX vinieron de la mano de la fragmentación, el
nacionalismo exacerbado y el dogmatismo ideológico; una mezcla letal. En
gran medida, Yugoslavia significó el final, demasiado temprano, de las
expectativas puestas en un mundo más estable, donde por fin la seguridad
colectiva pudiera estar garantizada por la ONU.
Los despachos de Bruselas fracasaron en alcanzar una política conjunta de
mínimos respecto a qué hacer. Fue Washington quien, como otras veces en la
historia, hubo de intervenir directamente para acabar con la guerra. Con el
demócrata Bill Clinton en la Casa Blanca desde enero de 1993, el Gobierno
norteamericano auspició la Asociación para la Paz a comienzos del año
siguiente como plataforma de cooperación entre la OTAN y los países del
Este, bombardeó posiciones serbias y el 21 de noviembre de 1995 se apuntó
un tanto de enorme trascendencia al propiciar en Dayton un acuerdo de paz
entre serbios, croatas y bosnios. La vieja Europa volvía a parecer, después de
este flagrante fracaso, más vieja.
Por otro lado, el final de la Guerra Fría, de la política de bloques, manifestó
cómo la fuerza de la economía mantenía una traducción directa en la
influencia internacional. El occidente de Europa había vivido muy
confortablemente gracias a que los elevados presupuestos militares
norteamericanos habían servido de paraguas protector; ahora, con la pérdida
de protagonismo del continente en las relaciones globales, una vez
desaparecida la Unión Soviética, los países de la Unión comenzaban la
década de los noventa con una fuerza militar muy reducida mientras la
Administración norteamericana daba muestras de su hartazgo por la falta de
mayor colaboración económica en esta materia. Además, la Federación Rusa,
una vez superados los años más dramáticos tras el final de la URSS, recuperó
el empuje militar presionando en las zonas de frontera con la nueva Europa
ampliada tanto en términos de la UE como de la OTAN, tras entrar en ambas
organizaciones, a finales de la década, los antiguos países sovietizados del
Este y del Báltico. Así recordaba el Kremlin a los Gobiernos europeos que no
renunciaría a desempeñar un papel tradicional de influencia en la «zona gris»
—esto es, en territorios como Ucrania, Bielorrusia y Moldavia, muy
inestables en aquellos momentos— ni tampoco en aquellos otros países que
ahora habían orientado sus políticas hacia la Unión Europea.
En el interior de Rusia, los años del presidente Yeltsin no fueron, ni mucho
menos, tan positivos como se esperaba que lo fueran. Las expectativas de la
población habían sido muy elevadas desde que el mediático líder se pusiera al
frente de los opositores al golpe de Estado que en agosto de 1991 intentó
derribar a Mijaíl Gorbachov. La rápida y descontrolada política privatizadora
del inmenso sector público benefició principalmente a algunos pequeños
grupos, encumbrados ahora en el poder — los llamados «oligarcas»—
mientras las desigualdades económicas se iban haciendo todavía más
escandalosas. Tampoco las instituciones políticas fueron un dechado de
democratización, en buena parte debido a una corrupción bastante
generalizada. Además de todo ello, las tensiones nacionalistas, en parte
teñidas de fundamentalismo islámico, alcanzaron su punto culminante en la
guerra de Chechenia de 1994; aunque las armas se acallaron en el verano de
1996 y las elecciones celebradas en enero del año siguiente volvieron a dar la
victoria a Yeltsin, su política no consiguió la pacificación completa del
territorio. El agravamiento de la crisis económica en 1998 y los problemas de
salud del mandatario condujeron a este a ceder el puesto a Vladímir Putin, su
delfín y primer ministro.
En definitiva, en 1989 se extinguía el orden bipolar en Europa,
difuminándose hasta desaparecer la implacable lógica de dominación y
dependencia impuesta por las superpotencias tras 1945. La estabilidad del
mosaico europeo dentro de la tensión entre bloques había sido posible gracias
al mantenimiento de la presión de estas sobre sus áreas de influencia, una
presión que se quebró con la profunda crisis a la que se vio sometida la URSS
a mediados de los ochenta. En 1989 Europa, escindida artificialmente
después de haber sido campo de batalla, transformaba de raíz su fisonomía
política, económica y militar.
Por lo que se refiere a la forma en que todos estos procesos afectaron a la
población de nuestro continente, los cambios sociales en la Europa
comunitaria no fueron sustanciales, aunque en aquellos primeros años
noventa aparecieron algunas tendencias, consolidadas años más tarde, tales
como la ampliación del concepto tradicional de la familia y el aumento de los
flujos migratorios, no solo de los países excomunistas, sino de todo el mundo.
En efecto, lo sucedido en noviembre de 1989 abrió las puertas a que cientos
de miles de ciudadanos de los antiguos países sovietizados buscaran mejorar
sus situaciones personales en el «paraíso comunitario» sin esperar a que las
políticas reformistas en sus respectivos países rindieran el debido fruto
cumpliendo sus expectativas. La libre circulación en Europa, establecida por
el espacio Schengen, y las modernas infraestructuras de comunicación
facilitaron estos movimientos.
El desplome del Muro obligó tanto a Gobiernos como a intelectuales y, en
general, a muchos ciudadanos a volverse a plantear preguntas que habían sido
un tanto soslayadas, como los fundamentos culturales de Europa y los
principios sobre los cuales debería continuar construyéndose la sociedad civil
una vez que el liberalismo en un sentido amplio se enseñoreaba del Viejo
Continente y las bases político-ideológicas de la izquierda real, las
referencias de la alternativa comunista, se venían abajo tal como lo había
hecho la URSS. Sin embargo, el fracaso comunista no conllevó la
desaparición de las ideologías, algo que auguraban quienes percibían una
inminente expansión del liberalismo. De hecho, algunos de los antiguos
líderes de las democracias populares y de las Repúblicas surgidas de la
disolución de la Unión Soviética abrazaron con fe renovada el nacionalismo
como sustituto efectivo de la vieja idea revolucionaria, convirtiéndose en los
máximos defensores de las fronteras y las tradiciones.
La caída del Muro de Berlín, el final de la Unión Soviética y la
desintegración de Yugoslavia clausuraron definitivamente la Guerra Fría en
Europa. Resultaba evidente que el estrepitoso fiasco del modelo comunista
ensayado durante décadas en su suelo preludiaba un tiempo nuevo.
CONCLUSIONES

Durante la primavera de 1989 Vernon Walters, recientemente nombrado


embajador norteamericano en Bonn, había afirmado, sin ofrecer datos
concretos, que durante el periodo de su representación diplomática vería una
Alemania unificada. En contraste con lo que estaba sucediendo en Hungría,
Polonia y la Unión Soviética, el descontento social por las consecuencias del
deterioro económico en la vida diaria y la falta de voluntad de cambio por
parte de las autoridades despertaron la conciencia de muchos germano-
orientales hasta entonces alejados, por temor o por escaso convencimiento, de
las protestas callejeras alentadas por los primeros grupos de oposición. Sin
duda, la imponente manifestación en Leipzig del 9 de octubre, un mes exacto
antes de la caída del Muro, provocó un reguero de optimismo. A pesar del
control totalitario ejercido durante décadas sobre la población, una parte muy
amplia de esta salía del letargo impuesto por el Partido-Estado.
El 9 de octubre fue un éxito rotundo para los intereses de la oposición.
Había demostrado su capacidad de convocatoria en momentos muy difíciles,
logrando ofrecer una imagen pacífica pero firme. Los manifestantes dejaron
patente su firme apoyo a un cambio real en las estructuras de poder por la vía
del entendimiento. A pesar de contar con ingentes medios materiales y
humanos para reprimir la marcha, el SED no se atrevió a tanto. Los sectores
más ortodoxos de la cúpula del Partido estaban cada vez más aislados; una
acción violenta hubiera podido generar una auténtica masacre. El triunfo de la
concentración en Leipzig se evidenció unas jornadas más tarde: el día 18
Erich Honecker fue destituido de su cargo de secretario general de la
organización. La presión popular había hecho mella en la dura coraza del
«Estado socialista de los obreros y campesinos» y los siguientes lunes de
octubre fue aumentando el número de personas que salían a la calle en la
ciudad sajona: el 16 acudieron unas 120.000 y el 23, más de un cuarto de
millón.
El contexto internacional había variado mucho desde la primavera de 1985,
cuando Mijaíl Gorbachov fue designado secretario general del PCUS. La
gerontocracia que hasta ese momento había controlado los resortes del poder
se dio cuenta de que, ante la gravedad de los problemas económicos y la
pérdida de legitimidad en el interior y de prestigio en el resto del mundo, era
necesaria una renovación que comenzara con la llegada de un líder joven y
resolutivo. En muy poco tiempo las palabras perestroika y glasnost
aparecieron por doquier en periódicos, radios y televisiones, familiarizando a
la sociedad internacional con unos términos cuyo contenido estaba ligado a la
voluntad reformista en la economía y en la política, así como a la
transparencia que las nuevas autoridades pretendían dar a sus actuaciones
para contar desde el primer momento con el apoyo ciudadano.
El entierro de la Doctrina de Soberanía Limitada dejó en manos de sus
aliados en el este de Europa la capacidad de decidir sobre sus propios
asuntos, relativizando la influencia soviética. Algunos regímenes, como el
húngaro y el polaco, utilizaron de forma inmediata las posibilidades que se
les ofrecían para abrir procesos internos de cambio en las estructuras políticas
y económicas, iniciando, además, una aproximación a los países occidentales.
En cambio, en Rumanía, Bulgaria y la República Democrática Alemana la
reacción fue la contraria: trataron de preservar la naturaleza del sistema
comunista al margen del camino emprendido por la URSS. Es celebérrima la
contestación de Kurt Hager, ideólogo y miembro del Politburó del SED, a la
revista Stern en abril de 1987 en relación con la perestroika y la glásnost: «El
hecho de que tu vecino quiera decorar de nuevo su casa no implica que tú
debas hacer lo mismo»294.
Los líderes europeos no tardaron en simpatizar con Gorbachov. En
diciembre de 1984, antes, incluso, de llegar a la Secretaría General del PCUS,
mantuvo una entrevista con Margaret Thatcher, la cual, aunque poco
inclinada a las apreciaciones positivas sobre sus colegas, sacó una impresión
muy favorable. Lo mismo sucedió con Ronald Reagan, algo todavía más
llamativo, teniendo en cuenta su acendrado anticomunismo. Diez meses
después, en octubre de 1985, Gorbachov elegiría París como primer destino
de Europa occidental al que viajar como máximo dirigente soviético; también
el encuentro con Mitterrand se desarrolló en un clima de manifiesta
cordialidad y buena sintonía. Curiosamente, fue Kohl quien con menos
entusiasmo trató la figura de Gorbachov durante los primeros años. En la
CDU había sectores tradicionalmente opuestos a la Ostpolitik y, en el caso
del propio canciller, la férrea defensa de la OTAN y de la presencia de
misiles norteamericanos en suelo alemán era para él irrenunciable. Incluso, en
octubre de 1986 se atrevió a comparar a Gorbachov con Goebbels, algo de lo
que luego se arrepentiría295.
En efecto, durante los primeros años de su mandato, Gorbachov intensificó
las conversaciones y encuentros con mandatarios de Europa occidental, tanto
en el Gobierno como de la oposición; además de cuidar los contactos con
Estados Unidos, si bien en el primer año de la Administración Bush las
reticencias de este enfriaron la relación por un tiempo. Desde el principio el
soviético se interesó mucho por los aspectos de la integración europea,
precisamente cuando, en enero de 1985, acababa de llegar a la presidencia de
la Comisión el francés Jacques Delors: impulsor convencido del proceso, de
forma inmediata iba a propiciar avances tanto en la profundización
comunitaria (Schengen, Libro Blanco sobre el mercado interno, etc.) como en
la ampliación hacia el Sur, incluida la firma, en Maastricht en 1992, del
Tratado de la Unión Europea.
En el verano de 1989, conforme se agravaba la situación política de la
RDA, los fundamentos de la Ostpolitik empezaron a tambalearse. Con el fin
de preservar el statu quo, dentro del cual las posibilidades de mejorar y
fortalecer estos vínculos en todos los ámbitos irían acompañadas de cambios
paulatinos, la mayor fluidez de las relaciones interalemanas entró en una
nueva fase. El Gobierno federal debía afrontar el desafío que suponía el
creciente malestar social en la RDA, bien alimentándolo, bien adoptando una
posición más moderada, a la espera de la evolución de los acontecimientos.
En París, las autoridades habían hecho declaraciones en favor de los huidos
de territorio germano-oriental durante aquel verano, subrayando la defensa
del derecho a la libertad de tránsito y de residencia. Los lazos tanto políticos
como económicos e, incluso, militares entre la RFA y Francia eran
enormemente sólidos y el paraguas de la CEE había contribuido todavía más
a cerrar viejas heridas. Sin embargo, la aceleración de los sucesos en Europa
centro-oriental y la debilidad de la RDA preocupaban a François Mitterrand
en un sentido: aun cuando en aquellos meses de julio y agosto no imaginaba
la posibilidad de una reunificación, la capacidad de influencia de Bonn en los
asuntos continentales podía aumentar hasta oscurecer un tanto a París.
Siempre inquieto ante la perspectiva de que se rompiera el equilibrio entre las
grandes potencias europeas, Mitterrand se mantenía muy alerta también ante
el futuro inmediato.
En última instancia, si el curso de la historia viraba hacia una improbable
unidad, la Unión Soviética no lo permitiría. Por tanto, convenía preservar la
misma línea política respecto a la renacida «cuestión alemana»296. Sin
embargo, la caída del Muro y la salida de Honecker del poder dentro de una
crisis institucional sin aparente remedio cambiaron el terreno de juego. La
Alemania de Kohl cobró un inusitado protagonismo político mientras la
decadencia soviética desmentía que el Kremlin fuera a tomar una posición
más firme respecto a cómo encarar la crisis terminal del Estado germano-
oriental.
Por consiguiente, las buenas relaciones entre París y Bonn se pusieron a
prueba con el éxodo de ciudadanos de la RDA en aquel verano y el inicio del
fin del Régimen comunista. La Guerra Fría, en cuyo origen había estado la
división de Alemania y de Europa, comenzaba a resquebrajarse ante la
incapacidad de Moscú para resolver sus propios problemas y, menos aún,
canalizar las transformaciones, cada vez más radicales, que se observaban en
algunos de los países del Este. La República Federal de Alemania, nacida de
aquella coyuntura del enfrentamiento de bloques, había aparcado en la
práctica la siempre espinosa cuestión de su unidad con la otra zona, pero tras
los últimos acontecimientos, para asombro de muchos, resurgía de forma
inopinada. Mitterrand entendía que la tranquilidad que se había disfrutado en
Europa en los últimos años, la paz social y el crecimiento económico —frutos
de las bondades de la integración— peligraban si la reunificación alemana
volvía a ponerse sobre la mesa. Es más, como reconoció aquel verano, su país
no podía oponerse: solo las superpotencias tendrían capacidad de hacerlo297.
Esto explica su constante insistencia para que, de producirse, el proceso de
unidad de las dos Repúblicas alemanas se desarrollara fijando todavía más a
la República de Bonn en el marco comunitario.
El 3 de noviembre de 1989, después de una reunión entre Kohl y
Mitterrand, el presidente francés declaró ante los periodistas que, a tenor de la
rapidez con que se sucedían los hechos, la previsible reunificación debería
tratarse dentro de las negociaciones sobre la integración europea, lo cual
beneficiaría a todos y salvaría las dudas de Moscú al respecto, ya que la CEE
amortiguaría las posibles veleidades de Alemania. Fueron la Comisión y su
presidente quienes con más regocijo acogieron el nuevo panorama. Ya antes
de la caída del Muro Delors había mostrado sus deseos de que las grandes
manifestaciones cívicas en la República Democrática condujeran a una vía de
democratización efectiva del Régimen y de que la Comunidad trabajara para
solucionar la cuestión alemana con generosidad y altura de miras y,
finalmente, liberase a Europa de «las cadenas de Yalta»298. En la trama de los
discursos y alocuciones de aquellos meses de octubre y noviembre, el
presidente de la Comisión evitó recordar el peso de la historia para advertir
sobre una hegemonía alemana; por el contrario, si se producía el fin de la
Guerra Fría y la cuestión alemana entraba en vías de solución, la unidad del
país dentro de Europa no haría otra cosa que fortalecer el proceso de
integración, impulsando el necesario carácter federalista por el que venía
luchando Delors.
Para el Reino Unido la perspectiva de una Alemania unificada no resultaba
halagüeño. El final del orden de posguerra le supondría una pérdida de
influencia tanto en la Comunidad Europea como en el resto del mundo e,
incluso, podría aumentar la presión franco-alemana sobre Londres para que
aceptara la unión monetaria y se pudiera avanzar en las cuestiones de
seguridad conjunta. El temor a la pérdida del equilibrio europeo por el mayor
ascendiente alemán no era menor en Londres que en París. En cambio, es
posible que el Gobierno español fuera el más entusiasta de todos.
La caída del Muro desbarató las ideas preconcebidas en París, Londres y
Bruselas sobre una reunificación lenta y paulatina. Como bien expone Juan
Carlos Monedero, el Muro «golpeó con sus cascotes no solo a las cancillerías
occidentales, sino también a los científicos sociales, incluidos los expertos en
países del Este o de la República Democrática que, casi sin percibirlo,
perdían hasta su objeto de investigación»299. Fuera de Alemania, la caída del
Muro fue muy bien recibida tanto en las sedes de Gobierno como entre la
población de los países occidentales. Para Washington suponía el triunfo de
la Doctrina de Contención del Comunismo, actualizada durante los años de
Reagan y Bush. El final de la herida abierta en Berlín, en Alemania y en toda
Europa suponía una victoria moral y política de las democracias europeas
frente al sistema del socialismo realmente existente.
Otra cuestión era cómo abordar la consecuencia inmediata de lo ocurrido,
esto es, cómo afrontar la unificación de ambos Estados. En efecto, la idea
unitaria había sido avalada a lo largo del tiempo por multitud de
declaraciones de líderes políticos de los países occidentales, haciendo de ella
un recurso fácil cuando en el horizonte la viabilidad de que se produjera era
prácticamente nula. Ahora, con la desaparición del Muro, el discurso de lo
apropiado debía ajustarse a una realidad —la de la reunificación exprés— de
la que no participaban con tanto alborozo algunos de los mandatarios
europeos. Sin embargo, la positiva reacción en Washington y la
inevitabilidad del proceso —así lo consideró Mitterrand, uno de los menos
fervientes defensores de la idea— condujeron al apoyo general de los
Gobiernos aliados, que en esto siguieron la pauta marcada por la opinión
pública de sus respectivos países300.
Por si esto no fuera suficiente, la descomposición de la República
Democrática invalidaba la apuesta de Margaret Thatcher por democratizar el
Régimen y así ralentizar el proceso de acercamiento entre los dos Estados
alemanes. Tras asumir la presidencia comunitaria en el segundo semestre del
año, Francia optó por convocar, para el 19 de noviembre en París, una
cumbre extraordinaria de las Comunidades. Con ello pretendía hacer valer su
propuesta de profundizar en las políticas comunes implicando más a la
República Federal, así como aprobar instrumentos conjuntos de ayuda
material y de todo tipo a los países sovietizados de Europa que pugnaban por
iniciar procesos de transición. Para esto último contaba con el respaldo de
Margaret Thatcher, convertida en paladín de la ampliación al Este en tanto en
cuanto el mayor número de socios diluiría la posibilidad de lograr acuerdos
supranacionales, lo que reduciría la efectividad de la acción comunitaria a
mera cooperación política.
La sagacidad de Kohl se puso a prueba al aparecer ante sus socios como un
convencido europeísta, aquietando las aguas revueltas en Lisboa y Atenas,
cuyos Gobiernos temían en la estrategia comunitaria un giro hacia el Este en
detrimento de la llegada de fondos. Kohl aseguró que los recursos más
sustanciosos para ayudar a la RDA a superar la crisis saldrían del presupuesto
de la RFA; de este modo el canciller, además de limar asperezas con algunos
países menos desarrollados, obligaba a Modrow a tratar con él los asuntos
interalemanes, anulando la intención del jefe de Gobierno germano-oriental
de tener como interlocutor principal a Bruselas.
Respecto a la URSS, la reunión de Kohl y Gorbachov en el Cáucaso en
julio de 1990, que abrió las puertas a la firma de los tratados de unificación,
enterró la idea de la Casa Común Europea del líder soviético y, con ella, la
capacidad real de la URSS de influir decisivamente en el futuro inmediato del
Viejo Continente. La mejora paulatina de relaciones entre los dos bloques
(bajo la premisa de la coexistencia pacífica de dos modelos de organización
política, social y económica cuyo mayor entendimiento permitiría una
colaboración estrecha, a pesar de las diferencias, en un camino hacia la Casa
Común Europea) se vino abajo bruscamente cuando la República
Democrática fue absorbida por la República Federal. La crisis y
descomposición de los sistemas comunistas en el este de Europa dio lugar a
unas transiciones —más o menos traumáticas— hacia la democracia
pluripartidista y la economía de mercado, y no a una reforma de los
regímenes existentes. La extrema preocupación de Gorbachov por la
seguridad en Europa y por el equilibrio del potencial militar concluyó con la
desaparición del Pacto de Varsovia y el fortalecimiento y extensión de la
OTAN no solo a la Alemania unificada, sino a Europa del Este, lo cual
supuso un fracaso sin paliativos de la política de Gorbachov.
Poco podía hacer este en un contexto de disolución de la propia Unión
Soviética. Cuanto más valorada era en el exterior su apuesta decidida por la
paz y el entendimiento entre los pueblos, más caía su consideración dentro de
la URSS, donde la constante pérdida de influencia fuera de sus fronteras, la
incapacidad para dar una salida real y efectiva a la profunda crisis
socioeconómica, el robustecimiento de las fuerzas nacionalistas a lo largo de
todo el espacio soviético y el caos institucional conducían a una inevitable
desintegración de la superpotencia. En la memoria colectiva rusa muchos
achacan a Gorbachov el inicio de un proceso de decadencia continuado y
agravado por su sucesor, Boris Yeltsin. Al introducir drásticamente una
política económica cuyas consecuencias no redundaron en las mejoras
sociales sino en la consolidación de una elite, corrupta en demasiadas
ocasiones, Yeltsin generó un sistema económico inestable a la vez que
constreñía, aún más, la dimensión exterior del país permitiendo la expansión
de la OTAN a Checoslovaquia, Hungría y Polonia, perdiendo así terreno,
frente a Estados Unidos y Europa occidental, en el Cáucaso y hasta en
algunas repúblicas centroasiáticas que antes habían formado parte de la
URSS.
Tanto para muchos estudiosos como para una parte considerable de la
población, la caída del Muro y la descomposición del orden soviético en
Europa del Este hasta alcanzar a la propia URSS constituyeron el final lógico
de una época histórica iniciada en 1945. La solidez de la democracia liberal y
de la economía de mercado, el éxito del proceso de construcción europea, el
fin de las últimas dictaduras en Europa occidental y su progresiva
incorporación a dicho proceso, el abandono de la fuerza para dirimir los
conflictos surgidos entre los socios y aliados a favor de una seguridad
conjunta, las excelentes relaciones atlánticas, a pesar de inevitables
altibajos… en otras palabras: la superioridad moral del sistema liberal hizo
posible la victoria sobre regímenes comunistas sin que entrara en juego la
fuerza militar.
A los líderes comunistas chinos, en cambio, la intensa concatenación de
sucesos a lo largo de 1989 y 1990 los hizo reaccionar paralizando las ideas
sobre una reforma política a la vez que reacomodaban la agenda económica a
las exigencias de los nuevos tiempos, iniciando una suerte de liberalización
comercial férreamente controlada por el aparato del Estado. La «doctrina del
beneficio mutuo» inspiró la política exterior china con el objetivo de firmar
acuerdos de cooperación con países americanos, africanos y asiáticos,
poniendo de manifiesto su voluntad de ejercer, al menos de momento, un soft
power en sus relaciones internacionales.
Para buena parte de la sociedad rusa, sumida en una profunda crisis
económica y social, la disolución de la superpotencia conllevó la pérdida de
rumbo de la política exterior, sometida desde antes de la desaparición de la
URSS a la voluntad de los poderes occidentales, como muestra la expansión
de las Comunidades Europeas y de la OTAN hacia el Este. La incapacidad de
Gorbachov y su vergonzosa entrega a Washington y Bonn habían conducido
al desastre301.
Por lo que al gigante norteamericano se refiere, la caída del Muro de Berlín
había alimentado las expectativas del presidente Bush de dar un salto
definitivo a la hora de desempeñar un papel relevante en el escenario
internacional. Con un equipo que incluía, como hemos visto, algunos de los
mayores expertos en asuntos exteriores, Estados Unidos podía trazar a
grandes rasgos el orden global que se vislumbraba. Ya antes de la
desaparición de la URSS la Primera Guerra del Golfo mostró la capacidad de
iniciativa norteamericana frente a la fallida estrategia negociadora de
Gorbachov cuando intentó que Irak se retirase de Kuwait. Con la rápida
victoria Washington iba a reafirmar su hegemonía dentro del sistema
internacional y a fortalecer su posición ante sus aliados occidentales.
El 11 de septiembre de 1990 el presidente estadounidense George Bush
habló ante el Congreso norteamericano sobre la futura ordenación de las
relaciones internacionales, «más libre de la amenaza del terror, más vigorosa
en la realización de la justicia y más segura en la búsqueda de la paz; una era
en la que las naciones de todo el mundo, Este y Oeste, Norte y Sur, puedan
prosperar y vivir en armonía»302. Recordando el moralismo wilsoniano, el
presidente apeló a un «nuevo orden mundial» donde la primacía del derecho
y el respeto a la legalidad internacional terminasen por imponerse sobre los
ataques indiscriminados y el abuso de poder en los que había incurrido el
Régimen iraquí. En este contexto, lo inapropiado de justificar la guerra del
Golfo en términos de control estratégico de los recursos petrolíferos
contribuyó a orientar el discurso oficial de Washington hacia motivos de
índole humanitaria o de justicia internacional.
En efecto, la hiperpotencia tomó buena nota del éxito propagandístico de la
primera guerra de Irak. Aun cuando su capacidad militar le permitía batir por
sí sola a los ejércitos de Sadam Hussein y expulsarlos de Kuwait, la
legitimidad internacional lograda al encabezar una amplia coalición
demostraba a las autoridades norteamericanas la pertinencia de la vía
diplomática para lograr un apoyo multilateral a sus intervenciones en el
exterior. De hecho, a partir de entonces, en algunos de los conflictos de la
inmediata pos Guerra Fría la Casa Blanca optó por justificar su participación
a través de operaciones de «mantenimiento de la paz» e «intervención
humanitaria»303. Gracias a ello contaría con la ayuda de sus aliados
occidentales, tratando de diluir sus objetivos como potencia mundial dentro
del conglomerado más amplio de países defensores de la democracia.
La posición de preeminencia norteamericana, revestida de una voluntad de
distensión en los puntos calientes del planeta y, en especial, en Oriente
Medio, tendría su plasmación en el discurso pronunciado por Bush ante el
Congreso el 6 de marzo de 1991. Su exposición resultó muy clarificadora
respecto a la necesidad de detener el alarmante crecimiento del arsenal
armamentístico en aquella región y prometió empeñar sus esfuerzos en frenar
hasta desactivar por completo el secular enfrentamiento árabe-israelí. No
obstante, Bush tampoco olvidó, en los planes trazados para después del
conflicto de Irak, mantener una presencia militar más activa en los países del
Golfo.
Otros gestos de la superpotencia norteamericana parecían anunciar una
mayor voluntad de acercamiento a las preocupaciones de amplios sectores de
la población mundial. Entre el 3 y el 14 de junio de 1992 Río de Janeiro
albergó la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y
Desarrollo, conocida como «Cumbre de la Tierra», adonde acudieron más de
cien de jefes de Estado o de Gobierno y 6.500 delegados de 68 países. Por
primera vez en la historia un presidente de Estados Unidos y el líder de la
revolución cubana posaron juntos al lado de los demás mandatarios tras haber
escuchado sus intervenciones. La Cumbre de la Tierra había sido diseñada
para discutir sobre la preservación de la naturaleza y los límites del
crecimiento económico. Aunque fueron aprobados varios documentos, como
el Convenio sobre Diversidad Biológica y Cambio Climático, destacaron más
las diferencias de perspectiva entre los participantes, sobre todo entre Estados
Unidos, China y otros grandes productores mundiales, por un lado, y quienes
los acusaban directa o indirectamente de contribuir al deterioro del planeta,
por otro. Por si esto fuera poco, a solo unos kilómetros de la sede oficial del
encuentro, casi quince mil representantes de organizaciones no
gubernamentales se habían reunido en un «Foro Global» para llegar a unas
conclusiones muy distintas.
En definitiva, la unidad de Alemania traería consigo un desequilibrio de
fuerzas en Europa. Esta Alemania unificada, vencedora de una Guerra Fría
cuya primera manifestación había sido, precisamente, la escisión del antiguo
Reich, suscitaba temores respecto a su futura capacidad militar. Esto explica
que los actores protagonistas a finales de la década de los ochenta estuvieran
convencidos de que la Unión Soviética impediría su vinculación con la
OTAN, sin olvidar que las otras tres potencias ocupantes mantenían el
derecho a veto. La seguridad europea constituyó uno de los grandes retos
abiertos entonces. Con el Pacto de Varsovia profundamente criticado desde
dentro y con francas posibilidades de que se diluyera, la situación se tornaba
aún más complicada ante una perspectiva de hegemonía absoluta de la
OTAN. Era evidente, pues, la necesidad de plantear un sistema de seguridad
renovado en el que la OTAN desempeñara, además de los cometidos
tradicionales, otros en consonancia con los cambios que se venían
produciendo en el Viejo Continente. Si la URSS se cerraba en banda ante la
entrada de la nueva Alemania en la OTAN o, incluso, si reiteraba su petición
de disolverla y los miembros de la Alianza, encabezados por Estados Unidos,
no la concebían sin el Estado alemán, la vía de entendimiento quedaba
cegada. Tampoco era viable la neutralidad del nuevo país, una posibilidad
rechazada por el bloque occidental por considerarla un subterfugio para
facilitar el control soviético.
Las autoridades de Bonn lanzaron un mensaje que pretendía tranquilizar
pero que, en principio, no convencía ni a unos ni a otros. La posición asumida
por el canciller fue confirmar la negativa a fabricar y poseer armas nucleares,
químicas y bacteriológicas, apoyar el proceso de reducción de los arsenales
convencionales y nucleares y apostar por un cambio en la doctrina de la
OTAN, por dotarla de un tono más político que permitiera mantener un
diálogo permanente con la URSS en torno a la seguridad europea.
El desarme era un tema muy sensible para Francia y el Reino Unido
porque, dependiendo de cómo y en qué medida se materializara, la influencia
de estos países en el ámbito internacional quedaría mermada y aumentaría
aún más su dependencia de Estados Unidos. Finalmente, el Acuerdo 2+4 y la
progresiva debilidad de la URSS derivaron el problema hacia una solución de
máximos cuyo marco de seguridad pronto extendería su radio de acción hacia
las denominadas «democracias populares», quebrando así el viejo sistema de
enfrentamiento entre bloques.
La delimitación fronteriza estaba estrechamente relacionada con la
seguridad. Al respecto, como hemos visto, Kohl se había mostrado evasivo a
la hora de definir con claridad la posición de su Gobierno. Sobre la línea
Oder-Neisse había evitado pronunciarse de forma explícita hasta que las
perspectivas de una unidad rápida abiertas en los últimos meses de 1989
avivaron tanto la presión de sus socios comunitarios como de la Unión
Soviética y Estados Unidos. En las alocuciones públicas, en conversaciones
con los mandatarios de otros países, incluso en el Programa de los Diez
Puntos, sus intervenciones siguieron siendo ambiguas: aceptaba la integridad
territorial de los Estados, pero no concluía con una afirmación contundente
acerca de las fronteras orientales de Alemania. El peso de las asociaciones de
antiguos refugiados del Este en el apoyo electoral a los democristianos era
muy evidente y Kohl pospuso una declaración expresa, y mucho más, un
tratado, hasta después de alcanzada la reunificación.
En este caso, sí hubo entre los actores implicados unanimidad para
presionar al canciller. De todos ellos, Mitterrand fue el más vehemente a la
hora de exigirle que en el marco de las conversaciones 2+4 reconociera las
fronteras, aunque el tratado pudiera firmarse más tarde. Resultaba
fundamental como símbolo de reconciliación que tanto la RDA como la RFA
formalizaran una declaración al respecto. Es más: la coincidencia de
pareceres entre los aliados occidentales, la Unión Soviética y Polonia tenía
apoyos importantes dentro de la República Federal y en el propio Gobierno.
El ministro de Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, había sido muy claro
desde un primer momento, apremiando a Kohl e instando a los Parlamentos
de ambos Estados alemanes a que emitieran las correspondientes resoluciones
institucionales. El Bundestag lo hizo el 8 de marzo de 1990, pero Kohl no lo
secundó con una declaración similar.
El canciller soportó la presión hasta pasadas las elecciones a la
Volkskammer el 18 de ese mismo mes de marzo, como había sido su
intención inicial. Los excelentes resultados para la formación
cristianodemócrata le dejaban las manos libres para el control de la política
germano-oriental hacia la unidad y fue en este punto cuando afirmó ante su
grupo parlamentario que el mantenimiento de la frontera del Oder-Neisse era
una pieza clave en el proceso unificador. Finalmente, el 21 de junio de 1990,
el Bundestag y la Volkskammer adoptaron sendas resoluciones según las
cuales Alemania respetaría sus fronteras definitivas con la firma de un tratado
internacional.
Con la desaparición de la República Democrática Alemana el 3 de octubre
de 1990 y la integración inmediata de sus territorios en el espacio
comunitario terminó una etapa de aceleración histórica iniciada con la caída
del Muro de Berlín menos de un año antes. Las polémicas políticas, los
inagotables debates teóricos, los temores y las frustraciones de unos, las
esperanzas y el optimismo de otros, concluyeron aquel día. La reunificación
se había producido, finalmente, a través de una vía muy rápida, inimaginable
pocos meses antes para los actores implicados en el proceso y, además,
dentro del marco europeo, lo cual contribuiría a impulsar su propia
integración.
Con todo, el proceso generó una gran incertidumbre entre los socios
comunitarios. El colapso de la RDA en un proceso paralelo a la
descomposición del bloque socialista iniciaba la liquidación del orden de
Guerra Fría vigente desde el final de la Segunda Guerra Mundial y afectaba
de lleno a la propia construcción europea. Esta era fruto de un proceso de
integración regional nacida de los rescoldos de aquel conflicto bélico: había
tenido un desarrollo singular, pero siempre dentro del sistema internacional
que ahora se tambaleaba. Los temores a que un cambio brusco incidiera de
manera negativa en el bienestar logrado y paralizara o ralentizara la
integración flotaron sobre las capitales europeas y en Bruselas. Solo en Bonn
el giro de los acontecimientos se interpretó como la posibilidad real de
alcanzar la unidad de los dos Estados superando así el pesado lastre de la
escisión de posguerra.
La transformación operada en la política exterior soviética desde la llegada
de Gorbachov a la Secretaría General del PCUS, su defensa del fin de la
Doctrina de Soberanía Limitada y la propia debilidad económica de la
superpotencia impulsaron los cambios internos en los países del bloque,
dejando en evidencia a los líderes comunistas que, como en el caso de la
RDA, pretendían perpetuar su omnímodo poder. La disidencia salió a las
calles para reclamar políticas alternativas, cambios democratizadores, leyes
efectivas contra la corrupción. El signo de los tiempos iba en contra de las
gerontocracias que, enquistadas en las estructuras del Estado, continuaban
mirando atrás. En aquella atmósfera de descomposición de los viejos
regímenes sovietizados, la actitud de Helmut Kohl respecto a la URSS fue
muy inteligente. Conocedor de su vulnerabilidad, de la necesidad de
Gorbachov de obtener recursos para modernizar el país y evitar así una
creciente crítica social interna que terminara por apartarlo del poder, Kohl se
presentó ante el Kremlin como el hombre de mayor confianza de entre los
socios europeos, aquel capaz de ayudarlo económicamente además de servirle
de puente con los demás miembros de la Comunidad Europea.
Fueron, por otro lado, años en los que la seguridad y la paz constituían
componentes clave del escenario internacional y el Gobierno federal. Así,
Kohl, aunque firme en su posición de anclar a la posible Alemania unida en
la OTAN, jugó ante Moscú la baza de la cooperación permanente y reforzada,
del mantenimiento de unas Fuerzas Armadas reducidas en número y con un
arsenal controlado, de tal manera que el nuevo país no constituyera una
amenaza, sino todo lo contrario: un pilar de la estabilidad continental.
Por su parte, los restantes socios comunitarios, después de las primeras
dudas y temores, y ante la inevitabilidad del proceso, comprendieron que la
solución residía, precisamente, en la CEE. La reunificación debería
producirse dentro del marco de Bruselas, fortaleciéndose así la propia
Comunidad con una Alemania sobre la cual los mecanismos de vigilancia
serían efectivos. Es más: el proceso hacia la unidad debería servir de estímulo
para dar un salto cualitativo en la integración; las profundas transformaciones
de la realidad europea e internacional obligaban a una adaptación estratégica
al nuevo escenario y la respuesta ante el desafío de una unión monetaria y
política podía venir de la mano, entre otras cosas, de una mayor implicación
de la economía alemana.
En efecto, tanto la Declaración Solemne del Consejo Europeo de Stuttgart
de junio de 1983 como los acuerdos de 1986 constitutivos del Acta Única
Europea habían reactivado el proceso hacia la Unión Económica y Monetaria,
fundamentado en la coordinación y convergencia de las economías
nacionales. A continuación, el 27 de junio de 1988, el Consejo Europeo de
Hannover dio el visto bueno a la creación de un comité de expertos que
analizara las fases de su desarrollo. Bajo la dirección de Jacques Delors,
entonces presidente de la Comisión Europea, el equipo concluyó los trabajos
en abril de 1989, dos meses antes de que el Consejo Europeo de Madrid,
celebrado los días 14 y 16 de junio, decidiera convocar una conferencia
intergubernamental para fijar en el 1 de julio de 1990 el inicio de la primera
etapa de la UEM. Un año más tarde, el Consejo Europeo de Dublín
convocaba a su vez dos conferencias intergubernamentales que tendrían lugar
simultáneamente a partir de diciembre: una sobre la UEM y otra sobre la
Unión Política. El Consejo de Maastricht de 9 y 10 de diciembre de 1991
pondría fin a ambas.
De esta forma, el Tratado firmado por los Doce el 7 de febrero de 1992 en
la localidad holandesa de Maastricht abrió las puertas a un periodo
cualitativamente distinto de los previos al crear la Unión Europea y
proporcionar para ello un nuevo impulso al desarrollo socioeconómico, a la
coordinación de asuntos de justicia e interior, al establecimiento de una
política exterior de seguridad y defensa común y al fomento de los valores
comunes de una ciudadanía europea. Como escribió Dusan Sidjanski para la
ocasión, «cuarenta años de integración económica han abierto la vía a la
integración política»304.
Sin embargo, de cara a la consecución de estos objetivos, la unificación de
los dos Estados alemanes repercutió en la crisis de toda Europa. Ante el
ingente traspaso de recursos públicos (que en 1992 y 1993 constituyeron casi
los dos tercios del PIB de los nuevos Länder), debido en parte a la tibia
respuesta de los capitales privados, el crecimiento del déficit impulsó al
Bundesbank a incrementar los tipos de interés, política seguida en otros
países del continente. Obligada al enorme esfuerzo de absorber la deteriorada
economía de Alemania del Este, el déficit presupuestario golpeó a la
floreciente economía alemana, motor de la europea. Las tasas de desempleo
alcanzaron cifras desconocidas dentro del espacio comunitario (cuatro
millones de parados en Alemania) y, ante los problemas sociales generados
por los elevados índices de desempleo, los Gobiernos europeos se sintieron
tentados a romper la austeridad presupuestaria que requería la aplicación del
Tratado.
Unidas a estas complicaciones financieras, la pérdida de empuje de los
restantes países europeos por el fracaso de las mejoras previstas en la
economía de Japón y Estados Unidos, las dificultades para la aplicación del
Tratado de Maastricht después de la negativa danesa (expresada en el
referéndum de 2 de junio de 1992) y la precariedad del Sistema Monetario
Europeo auguraban momentos difíciles para lograr la tan ansiada Unión
Monetaria. A finales de julio, para poder mantenerse, el maltrecho Sistema
Monetario Europeo optó por extender la banda de fluctuación de sus
monedas, justamente lo contrario de lo que preveía el Tratado de Maastricht.
Pocos meses después, en septiembre, el Reino Unido e Italia abandonaban el
SME y Portugal, España e Irlanda procedían a devaluar sus respectivas
monedas. Con todo, los mercados financieros tendieron a normalizarse y los
gobiernos europeos asumieron que la moneda única continuaba siendo la
mejor opción, incluso si la crisis económica y los desajustes del SME
golpeaban, sin derribar, el proyecto de unión monetaria305.
La reunificación tuvo lugar dentro del proceso general de extinción del
orden internacional de Guerra Fría, durante el cual la nueva República
Federal de Alemania se convirtió en una potencia no solamente económica,
sino también política. El peso de sus ochenta millones de habitantes, unido a
su capacidad productiva, la transformó en un actor destacado en Europa y en
el resto del mundo. Ello no obstante, los ajustes internos efectuados para
asumir el coste económico fueron inevitables, y más todavía lo fueron los
sociales. Ciertamente, apenas hubo alteraciones en la forma de vida de los
ciudadanos del Oeste, pero sí en la de los germano-orientales, a quienes tan
difícil resultó el aprendizaje, sobre todo a los de mayor edad. Por tanto, la
integración de ambas sociedades no corrió paralela a la institucional.
La integración de la ex República Democrática supuso un elevado coste
socioeconómico: la espectacular bajada de los índices de producción y el
aumento del paro fueron las facetas más negativas del proceso de adaptación
de la economía socializada a la competencia del mercado. En primer lugar, el
aumento de la demanda de la población del Este se dirigió hacia productos
occidentales y se vio facilitado por la tasa de cambio establecida. El efecto
sobre la producción propia fue calamitoso: mientras los Länder occidentales
pudieron presentar elevados índices de crecimiento, los nuevos Estados
federados perdieron hasta un 40 por ciento de su capacidad económica. A
finales de 1990 el PIB de estos Länder había descendido en un 18,5 por
ciento306. El problemático paso de la economía planificada al capitalismo, la
Unión Monetaria y las privatizaciones tuvieron un enorme coste social que se
tradujo en la pérdida drástica de puestos de trabajo. Entre 1990 y 1994
desapareció una tercera parte de los empleos en los Länder orientales —de
9,6 a 6,3 millones de asalariados en esos cuatro años—; mientras, la tasa de
paro ascendió al 17 por ciento, en torno al doble de la existente en Alemania
occidental307.
Desempleo y unidad de mercado fueron inseparables en la percepción de
muchos alemanes, sobre todo mujeres y jóvenes; como resultado, en 1992 el
41 por ciento de los jóvenes germano-orientales apostaba por eliminar el
sistema capitalista y en 1993 un 43 por ciento pensaba que las condiciones de
vida para la juventud eran mejores en la República Democrática308. El
desempleo, la incertidumbre laboral y la pérdida de nivel adquisitivo
estuvieron siempre presentes en la conciencia de los germano-orientales, que
todavía se consideraban menos privilegiados que sus vecinos. Ciertamente,
las inversiones en infraestructura y regeneración del tejido industrial habían
mejorado las expectativas de vida, pero en los años noventa las diferencias
socioeconómicas no se solventaron ni tampoco pudo alcanzarse una
integración cultural: ni la mayor intensidad de los contactos entre alemanes
de uno y otro lado, ni los reencuentros familiares, ni la movilidad personal
lograron generalizar entre la población una conciencia unitaria.
El final del Muro y la reunificación coincidieron con un tiempo convulso
en algunas partes del planeta, y entre ellas, la propia Europa. Las guerras en
los Balcanes provocaron oleadas de emigrantes forzados por las
circunstancias, un hecho que puso a prueba la capacidad de acogida de
Alemania, sometida en esas fechas a la dura tarea de organizar el nuevo país
reunificado. La RFA había sido receptora de refugiados y, a pesar de las
dificultades, continuó siéndolo: desde 1945 hasta 1990 unos quince millones
de personas habían emigrado a la RFA, un hecho no comparable con ningún
otro país occidental en el mismo periodo de tiempo309. En 1990 la parte
occidental concentraba a unos cinco millones de extranjeros, en torno al 8 por
ciento de la población, a los que se unieron durante los primeros años de la
década unas 345.000 personas provenientes de Yugoslavia.
El número de peticiones de asilo fue en aumento mientras se vivían los
momentos más álgidos del proceso. En 1991 la RFA aceptó 255.000 y
450.000 al año siguiente. La procedencia era, fundamentalmente, de una
Europa del Este a la deriva, inmersa en procesos de transición que generaban
graves costes sociales y falta de perspectivas para el futuro.
Con el apoyo de las grandes formaciones políticas (CDU, CSU, SPD y
FDP), en julio de 1992 entró en vigor una ley sobre el derecho de asilo que
endurecía las condiciones previas, lo cual provocó un aumento de los ilegales
dentro del país. Inmigrantes y refugiados se convirtieron en un tema
recurrente en los foros públicos y en las campañas electorales, poniendo en el
centro del debate al multiculturalismo como política de Estado que comenzó
a cuestionarse en algunos sectores sociales, máxime con el aumento de los
casos de xenofobia.
En efecto, ese mismo año, en octubre, el Bundestag señaló que los
extranjeros formaban parte de la vida cotidiana del país como trabajadores
que aportaban y enriquecían los ámbitos sociales y culturales alemanes. La
declaración cobraba sentido si se tenía en cuenta el resurgimiento de
movimientos xenófobos relacionados con grupos neonazis causantes de
multitud de actos violentos, fundamentalmente racistas, a lo largo y ancho del
territorio unificado. Jóvenes desclasados formaban parte de este proceso de
reactivación de la extrema derecha con Los Republicanos y la Unión Popular
Alemana como máximos exponentes que, incluso, lograron obtener
representación en algunos Länder: Los primeros obtuvieron un 8,3 por cierto
en las elecciones de Hesse en marzo de 1993 y en abril del año anterior los
segundos, con un 6,3 por ciento, entraron en el Parlamento de Schleswig-
Holstein.
Este fenómeno presentaba la cara más oscura del exitoso proceso puesto en
marcha después de 1989. El aumento del paro y la pérdida de oportunidades
para determinados sectores de la población del Este relacionados con el
colapso económico en aquellos Länder favorecieron el rechazo al otro,
nutriendo de activistas las organizaciones de extrema derecha. Más relevante
que su escaso ascenso electoral fue el antes citado crecimiento de atentados
racistas, perpetrados, en ocasiones, por jóvenes marginales —skinheads—
poco organizados pero muy violentos. La juventud era, también, uno de sus
rasgos distintivos: en 1991 solo tres de cada cien detenidos por este tipo de
delitos eran mayores de treinta años310.
Por muchas y oscuras que sean las sombras proyectadas en el proceso
reunificador alemán (coste económico, dificultades para la integración Este-
Oeste y para la asimilación de inmigrantes, ajuste de cuentas con el pasado
inmediato), no bastan para desviar la atención del significado verdaderamente
histórico que supone su éxito. La caída del Muro de Berlín y el final de la
Guerra Fría abrieron las puertas a una nueva era. En este caldo de cultivo
favorable al cambio, el empeño político y el ingente esfuerzo económico
condujeron, bajo la sabia batuta de Helmut Kohl, a lo que hasta entonces
había parecido un imposible: la reunificación de Alemania.
294 Cit. en GÖRTERMAKER, Manfred, Unifying Germany…, op. cit., p. 49.
295 KOHL, Helmut, Erinnerungen 1982-1990, op. cit., pp. 450-451.
296 BOZO, Frédéric, «Mitterrand’s France, the End of the Cold War, and German Unification: a
Reappraisal», Cold War History, vol. 7 (2007), pp. 455-478.
297 LION BUSTILLO, Javier, La Comunidad Europea y la unificación alemana, op. cit., p. 116.
298 Discurso pronunciado por Jacques Delors en Bonn el 5 de octubre de 1989, en DELORS, Jacques,
El nuevo concierto europeo, Madrid, Acento, 1993, pp. 184-185.
299 MONEDERO, Juan Carlos, «El hechizo de la montaña mágica. El proceso de unificación alemana:
causas y consecuencias», en MONEDERO, Juan Carlos (comp.), El retorno a Europa…, op. cit., p. 95.
300 Sobre las reacciones, véase JAMES, Harold y STONE, Marla (eds.), When the Wall Came Down:
Reactions to German Unification, Londres, Routledge, 1992.
301 ZUBOK, Vladislav, A Failed Empire: the Soviet Union in the Cold War from Stalin to Gorbachev,
Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2007, pp. 303-335.
302 BUSH, George H. W., Toward a New World Order, U. S. Department of State Dispatch 1, 3 (17-9-
1990), p. 91. Para una interpretación de los hechos acontecidos entre 1989 y 1993, véase BUSH, George
H. W. y SCOWCROFT, Brent, A World Transformed, op. cit.
303 IGNATIEFF, Michael, El nuevo imperio americano. La reconstrucción nacional en Bosnia, Kosovo
y Afganistán, Barcelona, Paidós, 2003, p. 24.
304 SIDJANSKI, Dusan, El futuro federalista de Europa. De los orígenes de la Comunidad Europea a la
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305 ALONSO ZALDÍVAR, Carlos, Variaciones sobre un mundo en cambio, Madrid, Alianza, 1996, p.
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306 DÍEZ ESPINOSA, José Ramón, «Diez años de unidad alemana. Reconstrucción económica e
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307 Statistisches Bundesamt Deutschland, http//www.statisk-bund.de/presse (consultado el 18 de abril
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308 Jahresbericht 2000 des Bundesregierung zum Stand der deutschen Einheit, Berlín, 13 de octubre
de 1999, p. 107, en http//www.bundesregierung.de/frameset/index.jsp (Aufbau Ost) (consultado el 18
de abril de 2018).
309 JANUÉ I MIRET, Marició, La nova Alemanya…, op. cit., p. 289.
310 PANAJI, Panikos, «Radical Exclusionism in the New Germany», en LARRES, Klaus (ed.), Germany
since Unification: the Development of the Berlin Republic, Houndmills, Palgrave, 2001, p. 139.
EPÍLOGO. 1989-2019: EUROPA Y EL MUNDO,
TREINTA AÑOS DESPUÉS

El momento en que se cumplen treinta años de la caída del Muro coincide en


Europa con un periodo de incertidumbre por la incapacidad de dar respuesta a
desafíos provenientes de distintas cuestiones, muchas de ellas abiertas tras el
fin de la Guerra Fría, agravadas con el paso del tiempo y frente a las cuales
remedios como la improvisación, el simplismo o las recetas populistas
parecen ser los únicos que alzan la voz entre la confusión reinante.
Síntomas muy inquietantes pudieron detectarse ya en las elecciones al
Parlamento Europeo celebradas el 25 de mayo de 2014, que provocaron un
gran desasosiego en las elites políticas y económicas, mucho mayor que entre
la población, un tanto ajena a las consecuencias que podría provocar el
ascenso de los partidos euroescépticos y eurófobos. Aun cuando triunfaron
las formaciones mayoritarias (conservadores, liberales, socialistas), en países
como Francia y el Reino Unido las listas del Frente Nacional y del Partido
por la Independencia del Reino Unido fueron las más votadas en sus
respectivos países, poniendo así en evidencia la fuerza social de sus
propuestas extremistas. Además, por si la sensación de inestabilidad no fuera
suficientemente intensa, enseguida surgieron las discrepancias entre los
Veintiocho a la hora de nombrar a los presidentes de la Comisión y del
Parlamento. Todo ocurría cuando algunos de los retos a los que se enfrentaba
la Unión exigían medidas urgentes: cómo proseguir con el tratado comercial
con Estados Unidos, cómo afrontar las relaciones con la Federación Rusa,
cómo desarrollar políticas efectivas de integración mientras el
euroescepticismo creciente fundamentaba parte de su discurso en la lucha
contra la inmigración.
Entre noviembre de 1989, que abrió el proceso de descomposición del
modelo soviético en el Viejo Continente hasta conducir a la disolución de la
URSS en diciembre de 1991, y la salida a bolsa de Netscape en agosto de
1995 transcurrió un periodo de vertiginosa aceleración en las
transformaciones sufridas por las relaciones internacionales: la época en que
el concepto de globalización pasó a formar parte del acervo colectivo, un
concepto que ha ido cobrando creciente presencia hasta nuestros días. La
globalización ha hecho —y continúa haciéndolo— más interdependientes a
los actores estatales, a las economías, a las sociedades. Es algo que debería
beneficiar a todos, reduciendo la pobreza y generalizando el crecimiento
económico; sin embargo, la pobreza no parece disminuir en la medida
prevista por los defensores de la globalización mientras, en cambio, la
propagación de la delincuencia internacional organizada —desde el tráfico de
seres humanos hasta el terrorismo— continúa su marcha ascendente.
La Europa posterior a 1989 salió del insidioso marco de la Guerra Fría
esperanzada por el futuro inmediato. A pesar de los gravosos problemas
económicos, la reunificación alemana fue un hecho, las transiciones a la
democracia en el Este insuflaron aires de renovación y de vitalidad en el
proceso de integración, la Rusia de Yeltsin mostró su vertiente más
colaborativa e, incluso, la OTAN planteó un cambio de doctrina para
acomodarse a un mundo alejado del conflicto bipolar. El optimismo reinante
en los últimos años de la década de los ochenta y primeros noventa con la
esperanza de concebir unas relaciones internacionales más armónicas
prevalecería hasta las guerras de Irak, los atentados de las Torres Gemelas del
11 de septiembre de 2001 y la permanente amenaza del integrismo islámico.
Por supuesto, la pacificación de las relaciones no vendría de la mano de un
cambio en la condición humana, sino de un cierto consenso sobre cómo la
expansión y crecimiento de la economía abierta y la multiplicación de los
flujos inversores —consecuencias de la globalización— tenderían a limitar
los conflictos. Sobrepasando las fronteras nacionales, los intereses
económicos crearían redes o entramados en beneficio de todos. La impresión
de prosperidad que siguió al final de la Guerra Fría contribuyó a generar
expectativas sobre cómo los mercados harían más por la paz que los sistemas
de seguridad y defensa. Los ejemplos de la unidad alemana y de la entrada de
los países del Este en la Unión Europea eran ilustrativos: potencialmente
convulsos (con graves problemas económicos, de identidad nacional, de
minorías y fronterizos), su adhesión al proceso integrador eliminó muchos
focos de conflictividad. Es más, los países salidos de las guerras balcánicas
llegarían a ver en la integración europea el anhelado horizonte de paz.
Por tanto, mientras la caída del Muro abrió paso a un europeísmo entusiasta
y a la reivindicación del papel de la UE como actor global, las consecuencias
del descalabro financiero de 2008 han herido a la Unión en profundidad y en
todas sus vertientes, tanto como motor económico, con los problemas del
euro y del Bréxit, como en su búsqueda de una mayor proyección
internacional. Si ya en el caso de Yugoslavia se mostró incapaz de
consensuar una acción conjunta y coherente, en Libia y en Siria su fracaso es
todavía, si cabe, más estrepitoso.
Con el comienzo de siglo y hasta la actualidad, el multilateralismo
fundamentado en la colaboración entre países no ha gozado precisamente de
gran protagonismo. La sociedad internacional persevera en una estructura de
Estados, fortalecida, incluso, ahora que los procesos de integración regional y
subregional (sin olvidar el más exitoso de todos: la UE) se encuentran en fase
crítica. El caso europeo es paradigmático a causa de las graves disputas en las
que se debaten muchos de sus miembros sobre la recuperación de políticas
renacionalizadoras frente a la voluntad de mayor integración que
observábamos en los años en torno a la caída del Muro. Gran número de
ciudadanos olvidan la «ilusión de la cosmópolis», según la afortunada
expresión de Norbert Bilbeney: la certeza de formar parte de un mundo
global sin fronteras ha dejado paso al rearme ideológico y práctico del
Estado, el único que ofrece garantías para afrontar crisis con solvencia.
La Europa salida de la debacle económica de 2007-2008 muestra un
semblante descorazonador, menos dispuesto a garantizar y profundizar en las
políticas sociales y en la extensión de los derechos de ciudadanía que a
vigilar que los Estados miembro cumplan rigurosamente las condiciones
impuestas por la austeridad. Ante ello, la desconfianza y el ataque sistemático
y, a menudo, simplista a las instituciones de Bruselas, aun cuando tuvieran
una base real, han servido a populistas de uno y otro signo para legitimar su
discurso y ganar numerosas adhesiones. Si de algo está sirviendo esta deriva,
inimaginable unas décadas antes, cuando la euforia posterior a 1989 se
enseñoreaba del Viejo Continente, ha sido para estimular la preocupación
ciudadana por el funcionamiento comunitario, al menos para hacer más
conscientes a los ciudadanos de lo mucho que se juegan en lo que sea o vaya
a ser la Unión.
El Tratado de Lisboa, en vigor desde el 1 de diciembre de 2009,
identificaba a la Unión Europea como un «actor global», considerando su
peso económico y político en todo el mundo. Con el Tratado se cerraba un
periodo de dudas e incertidumbre sobre lo que la Unión había de ser en un
futuro próximo, apostando por una arquitectura institucional más sólida y
compacta. En efecto, la Comisión y el Consejo establecían con mucha mayor
claridad las materias objeto de su competencia con el fin de dirigir con más
firmeza el Gobierno de la Unión, al cual se añadía un Alto Representante para
asuntos exteriores y política de seguridad.
Hoy en día, sin embargo, esta vitola de «actor global» se acerca cada vez
más a una declaración de intenciones y no a una realidad activa ahora que
Estados Unidos, Rusia, China, Japón y otras potencias medias pugnan por
controlar espacios económicos y manifiestan su poderío militar —creciente
en algunos casos y en otros, muy consolidado— marginando a una Unión
Europea ensimismada en sus problemas y diferencias internas. Es más, si van
aumentando las discrepancias sobre problemas como la inmigración o la meta
hacia la que avanzar, la coincidencia es casi general cuando se habla del
declive de Europa, tal como revela meridianamente la crisis humanitaria en el
Mediterráneo. La UE como tal y sus Estados miembro en particular se han
mirado en el espejo sin poder reconocer el compromiso con los valores
humanos que aseguran salvaguardar desde su fundación.
El fin de la bipolaridad elevó a Estados Unidos a hiperpotencia, pronto
discutida por la emergencia o consolidación económica, militar y política de
los competidores ya citados. La multipolaridad, sin embargo, no ha sido la
conclusión de este proceso, un mundo en el que varios países convertidos en
focos de influencia internacional compitan pero también cooperen para
preservar un orden y un cierto equilibrio. Antes bien, parece imponerse una
falta de polaridad en la que los distintos Estados luchan por mantener sus
intereses propios, renacionalizando políticas y debilitando todavía más las
organizaciones de carácter global. No obstante, y considerando el poderío
norteamericano, la creciente intervención rusa en conflictos de otros países y
el peso que en las relaciones con Estados americanos y africanos está
adquiriendo China, algunos analistas entienden que la evolución del sistema
internacional camina hacia un modelo denominado Worldfalia, cimentado
tanto sobre la base de actores estatales como de las organizaciones
supranacionales, pero en el que las grandes empresas, las organizaciones no
gubernamentales, o algunos individuos particulares, etc. tienen un papel cada
vez más influyente, tanto que, sin eliminar el concepto de soberanía, lo
constriñen.
Por si esto no fuera suficiente, el gran aliado norteamericano sufrió el
zarpazo de la recesión de 2008 sabiendo que su endeudamiento y el
cansancio de los ciudadanos por el esfuerzo bélico realizado desde el
comienzo de la década habían de reconducir su política hacia los problemas
internos y restringir su presencia en el exterior. Fue muy significativo que el
presidente Obama entrase en conversaciones con el G-20, y no con el G-8,
para hacer frente a la crisis, síntoma de cierta debilidad de la potencia,
acuciada por la necesidad de contar con más voces con influencia en un
mundo en profunda transformación.
La crisis financiera de 2008 disipó las últimas expectativas puestas en un
orden internacional construido sobre el pilar de la democracia y la
supranacionalidad para evitar, en lo posible, las consecuencias más
perjudiciales de los conflictos, y ello a pesar de que aquel año concluyó con
la elección, el 4 de noviembre, de Barack Obama para la presidencia de
Estados Unidos. En el senador norteamericano habían visto no solo millones
de sus compatriotas, sino de ciudadanos de todo el mundo, la persona que
mejor podía, entonces, llevar la paz al escenario internacional. El presidente
organizó la retirada del Ejército estadounidense desplegado en Irak y
Afganistán a la vez que alcanzaba acuerdos con las partes involucradas en
estas guerras con el objetivo de promover un entendimiento duradero.
Tampoco faltó en su agenda una aproximación a los Gobiernos de Moscú y
Pekín para insuflar nuevos aires a unas relaciones estancadas: la firma del
Tratado SALT III con la Federación Rusa y la del Protocolo de Kioto fueron
síntomas inequívocos —y así lo consideró la opinión pública internacional—
de su esforzado empeño por promover la distensión y de su auténtica
preocupación medioambiental.
Con el inicio de la segunda década del siglo XXI se hace evidente que estos
proyectos han fracasado. El orden internacional ha cambiado su fisonomía
ante la creciente competencia de Rusia y China con Estados Unidos. La
política desplegada por el presidente Vladímir Putin apenas tiene que ver con
la de su predecesor, Boris Yeltsin, tras la disolución de la URSS. Putin
manifiesta una irrevocable ambición de devolver a su país la condición de
gran potencia presionando con gran éxito no solo sobre su área tradicional de
influencia, sino sobre todo el escenario mundial. Por ejemplo, la crisis
ucraniana iniciada en 2014 —y cuyo final no es previsible a corto plazo—
mostró cómo los escenarios inestables afectaban de lleno al espacio
postsoviético, y la anexión de Crimea a la Federación Rusa y el
levantamiento de las regiones más orientales contra Kiev, sostenido
militarmente por Moscú, pusieron en tela de juicio la capacidad del aparato
estatal ucraniano para controlar la situación en su territorio nacional. Más allá
de su glacis de seguridad, la resuelta intervención de Putin en la guerra de
Siria a partir de septiembre de 2016 sorprendió a norteamericanos y europeos
y ha mostrado el relevante papel que desempeña en el desarrollo de la
conflagración. Por otra parte, las profundas discrepancias entre el mandatario
ruso y los Gobiernos occidentales respecto a los conceptos de democracia,
defensa de los derechos humanos, libertad de información, etc. han llevado al
Kremlin a buscar en Pekín un aliado que, por añadidura, ha contribuido a
aliviar la tensión en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central.
La aspiración de China a ganar peso en las relaciones globales, consolidar
su fuerza como potencia internacional y acercar su renta per cápita a la de los
países más avanzados ha sido un hecho constatado desde principios de siglo,
con Hu Jintao, y más aún desde la llegada al poder, a finales de 2012, de Xi
Jinping. Durante estos últimos años su poderío económico ha llevado a este a
replantearse la inveterada posición aislacionista de su país promoviendo un
amplio programa armamentístico y acercando posiciones con la Federación
Rusa. Esta nueva estrategia ha provocado un enfrentamiento de intereses con
Washington tanto por la expansión militar, que podría amenazar la posición
norteamericana en el Pacífico, como por el exponencial desarrollo de los
intercambios comerciales de China no solo en la región, sino en todo el
mundo. Aun así, y dejando a un lado la estructura profundamente autoritaria
del aparato institucional, la compleja realidad social —esto es, las abismales
diferencias entre el ámbito urbano y rural, traducidas en la práctica miseria en
la que todavía viven millones de campesinos— puede poner en peligro el
ensayo modernizador del Partido Comunista.
También detrás de las denominadas «revoluciones árabes» de 2011 latían
profundas diferencias socioeconómicas, como pusieron en evidencia las
reivindicaciones de los movimientos e, incluso, el fracaso en la consolidación
de algunos Estados como Libia. En aquellos meses la comunicación
audiovisual tradicional se vio ampliamente superada por las nuevas
tecnologías, lo que permitió un contacto directo entre protagonistas de las
revueltas y personas de todo el mundo, multiplicando el impacto de lo que
ocurría en las calles. A pesar de los intentos de apagón informativo, los
Estados no pudieron frenar la avalancha de imágenes e informaciones
generadas por miles de ciudadanos anónimos de cualquier lugar del planeta.
Mientras los Gobiernos occidentales ofrecían su apoyo a los líderes egipcios
o tunecinos, cuyos regímenes adolecían de falta de libertades, en aquellas
sociedades venían gestándose, desde hacía décadas, movimientos de
oposición que irían cobrando fuerza hasta estallar en aquella fecha. Frente a
la simplista identificación de los países musulmanes con el integrismo
islámico, estos grupos difundían un discurso democratizador, favorable a
celebrar elecciones verdaderamente libres que dieran paso a constituciones y
Gobiernos verdaderamente democráticos. El fracaso de estos movimientos
volvió a quebrar la soñada esperanza de un planeta menos conflictivo.
En definitiva, la caída del Muro y los acontecimientos desencadenados en
los años inmediatamente posteriores albergaron la esperanza de generar un
orden más democrático y, en consecuencia, más pacífico; por el contrario, el
presente muestra cómo, en buena medida, tales expectativas se han visto
frustradas. Si a finales de 1989 se abrieron grandes desafíos a la sociedad
europea e internacional ante la sensación de vértigo producida por la
precipitada sucesión de acontecimientos, la actualidad, treinta años después,
presenta igual incertidumbre, pero en un contexto muy diferente. El gélido
clima de las relaciones con Estados Unidos y con Rusia, con reiterados
desencuentros e, incluso, amenazas, resulta poco alentador. La elección del
republicano Donald Trump para la Casa Blanca en noviembre de 2016 atizó
los temores que su polémica campaña electoral había suscitado. Que un
populista alcanzara la presidencia de Estados Unidos confirmaba los pésimos
augurios respecto a la extensión de esta particular forma de entender la
política. La profunda hostilidad del magnate hacia los emigrantes, de modo
especial, a los mejicanos —para los que ideaba la construcción de un muro de
separación entre ambos países que el Gobierno mejicano se encargaría de
sufragar— reactualizaba uno de los momentos más funestos de la Guerra
Fría. También inquietó a los mercados con sus ideas de renegociar el
TLCAN, así como las relaciones con otros ámbitos de integración
económica, además de criticar con saña a quienes defienden la existencia de
las nocivas repercusiones del cambio climático.
Por todo ello, los presidentes Putin y Trump, en opinión de muchos
expertos, ejemplifican el peor tipo de praxis que se podía esperar de las dos
potencias para aquietar las procelosas aguas de la política internacional.
Además, la buena salud del populismo, para muchos convincente en su
desaforada simpleza, las crisis medioambientales, el terrorismo global, los
movimientos migratorios incontrolados y la conculcación de los derechos
humanos en ciertas regiones del planeta son manifestaciones inquietantes de
una realidad mundial estimulante pero inestable, una realidad necesitada de
mayor integración y no del aislamiento o la fragmentación que tratan de
alimentar los fundamentalismos religiosos y los fanatismos nacionalistas.
Tampoco las relaciones con China son fluidas. Trump ha cumplido su
promesa electoral de sancionar al gigante por su política comercial. De
hecho, la Administración norteamericana ha activado aranceles a la mitad de
los productos importados de aquel país, lo cual, sin duda alguna, ha abierto
una guerra comercial cuyas consecuencias pueden ser muy negativas para
Estados Unidos en particular y para los mercados mundiales en general. Por
ello, durante 2018 la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine
Lagarde, ha reiterado sus críticas al proteccionismo y, de forma explícita, al
presidente Trump.
Volviendo a Europa y retomando lo que decíamos unas páginas atrás, a lo
largo y ancho del continente europeo la población manifiesta un cierto hastío
por las alternativas políticas tradicionales. Si la caída del Muro y el final de
los sistemas comunistas en el Este provocaron una readaptación del escenario
político alemán (con escasos cambios, ciertamente) y el surgimiento de un
confuso panorama en el este de Europa con la irrupción de un variopinto
elenco de partidos, desde finales de los años noventa las ofertas electorales
volvieron a un cauce mucho más homologable con el occidental. En cambio,
con claridad a partir de la crisis financiera mundial, un multiforme populismo
extiende sus tentáculos por el escenario europeo y norteamericano después de
haber recorrido América del Sur. Las rígidas políticas de austeridad y las
consecuencias de la deslocalización industrial, con el corolario del paro y la
indefensión de muchos ciudadanos, unidos a la amenaza psicológica que
supone la inmigración masiva, han allanado el camino a las fuerzas
populistas. La pérdida de confianza en la clase política, golpeada por casos de
corrupción en toda Europa, y el crecimiento sostenido de una burocracia
tanto estatal como comunitaria generalmente —y, sobre todo, la última—
bien pagada, aparentemente ajena a las necesidades de la calle, han sido
realidades que, aun cuando grotescamente deformadas, han calado en una
parte de la población europea y mundial. Así lo demuestran el reciente
ascenso de Jair Bolsonaro en Brasil o el colapso de la CSU en Baviera en las
elecciones del Land celebradas el 14 de octubre de 2018. Con el 37 por ciento
de los votos, la Unión Socialcristiana ha cosechado el peor resultado en seis
décadas, alejándose de sus tradicionales mayorías absolutas. Parecido
impacto ha tenido el hundimiento de los socialdemócratas del SPD, con
menos del 10 por ciento de los sufragios y superado, entre otros, por la
formación nacionalpopulista Alternativa para Alemania.
Los éxitos en las urnas y la presencia del populismo en el Parlamento y en
distintos niveles de decisión de las administraciones públicas tienden a
erosionar los valores liberal-democráticos de los sistemas en los que operan.
La deriva, por ejemplo, del Gobierno del húngaro Víktor Orbán, su
permanente tirantez con Bruselas, es una muestra de estos peligros en auge.
De igual forma, la Comisión advierte que la evolución de Polonia está
llevando al país a un horizonte poco esperanzador, que pone en riesgo la
separación de poderes, la independencia del judicial y la libertad de
información, acusaciones muy graves ante una situación que puede acabar
con el funcionamiento democrático del sistema.
Desde la perspectiva económica, las estimaciones de futuro para Europa
son poco optimistas. Si en 2010 Estados Unidos, Japón, Alemania y Francia,
cuatro países occidentales, se hallaban entre las cinco economías más
potentes del mundo —la quinta era China—, el afamado grupo de inversión y
valores Goldman Sachs prevé para 2050 que solo los norteamericanos y, por
supuesto, los chinos sigan figurando en el elenco, al que se incorporarán
India, Brasil y Rusia: el deslizamiento del poder geoeconómico hacia ámbitos
extraeuropeos con déficits democráticos es alarmante.
A finales del siglo XX, una vez consumada la desaparición de la Unión
Soviética y de la mayoría de los regímenes comunistas, la pérdida de fuerza
de las ideologías parecía alentar un pragmatismo político que favoreciera un
escenario global más pacífico. El siglo XXI lo ha desmentido: los mesianismos
religiosos en forma de islamismo y los políticos en forma de nacionalismo
gozan de buena salud e influyen decididamente en el mundo que nos toca
vivir. La caída del Muro, que auguraba una sociedad europea e internacional
más integrada y próspera, parece tornarse hoy en día más fragmentaria e
intolerante. El orden liberal internacional, fundamentado en una idea abierta,
multilateral, de las relaciones internacionales que se expresa en un entramado
normativo de carácter supranacional, parece desmoronarse. Nos
encaminamos, pues, hacia un nuevo orden/desorden, algo que, por otra parte,
ha sucedido en muchos otros momentos de la historia.
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