Que Significa Vivir Una Vida Espiritual Plenamente Encarnada PDF
Que Significa Vivir Una Vida Espiritual Plenamente Encarnada PDF
Que Significa Vivir Una Vida Espiritual Plenamente Encarnada PDF
[1]
Por Jorge N. Ferrer[2]
California Institute of Integral Studies
San Francisco, CA, USA
Traducción: Isabel F. Hearn (revisada y autorizada por Jorge Ferrer)
Presentación: Sinesio Madrona
Conocí a Jorge Ferrer (catalán afincado en EE.UU.) hace unos diez años en un congreso
de psicología transpersonal que tuvo lugar en Barcelona. Leí su libro Revisioning
transpersonal theory: A participatory vision of human spirituality, traducido al
castellano como Espiritualidad creativa. Una visión participativa de lo transpersonal
(Ed. Kairós) y quedé fascinado con su propuesta espiritual: “Un océano con muchas
orillas”, al que se llega por muchos caminos diferentes. Lo mejor que he leído hasta
ahora sobre espiritualidad. Gracias a una sincronicidad reciente he entrado en
contacto con él de nuevo y me ha mandado este artículo que os presento y que me
parece de lo mejor que se ha escrito sobre espiritualidad para una orientación
gestáltica, que parte del cuerpo y lo hace base del desarrollo de toda realidad. Espero
que quedéis tan entusiasmados como lo estoy yo. La traducción del artículo que ha
hecho Isabel F. Hearn ha sido revisada y autorizada por Jorge Ferrer.
Este ensayo revisa qué significa una espiritualidad encarnada –basada en la integración
de todas las facultades humanas incluyendo cuerpo y sexualidad– y la contrasta con la
espiritualidad desencarnada –basada en la disociación y/o sublimación– prevalente en
la historia religiosa humana. Pasa a describir qué significa aproximarse al cuerpo como
socio viviente con quien co‐crear la vida espiritual propia, y delinea diez rasgos de una
espiritualidad plenamente encarnada. El artículo concluye con algunas reflexiones
sobre el pasado, presente y futuro potencial de la espiritualidad encarnada.
Porque en él la totalidad plena de la divinidad vive corporalmente. (Colosenses 2:9)
La espiritualidad encarnada es un concepto de moda en los círculos espirituales
contemporáneos. Sin embargo este concepto no ha sido analizado de manera rigurosa.
¿Qué queremos decir realmente cuando hablamos de una espiritualidad ‘encarnada’?
¿Se conceptúa al cuerpo de manera específica cuando se está usando esta expresión?
A nivel práctico ¿qué distingue una espiritualidad ‘encarnada’ de otra ‘desencarnada’?
¿Cuales son las implicaciones concretas, cara a la práctica espiritual y objetivos
espirituales, e incluso en nuestra aproximación al hecho mismo de la liberación
espiritual, si nos tomamos en serio estar encarnados?
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Antes de intentar responder a estas preguntas se imponen dos precisiones. Primero, a
pesar de que las reflexiones que siguen buscan capturar rasgos esenciales de un ethos
espiritual moderno y emergente en Occidente, bajo ningún concepto pretendo yo que
esto vaya a representar el pensamiento de todo autor o enseñante espiritual que hoy
día utilice el término ‘espiritualidad encarnada’. Presumiblemente resultará obvio que
algunos autores se centrarán en, o aceptarán, sólo algunos de estos rasgos, y que la
enumeración que sigue refleja sólo mi propio punto de vista, con su perspectiva única
y sus consecuentes limitaciones. Segundo, este ensayo se propone la tarea de una
‘hermenéutica creativa e interreligiosa’ que con libertad –y reconozco que hasta con
impetuosidad– teje juntas hebras de diferentes tradiciones religiosas y hasta incluso
propone alguna revisión a la luz de la comprensión espiritual contemporánea. Aunque
este modo de hacer aún hoy día se considera anatema en los círculos académicos más
ortodoxos, estoy convencido de que sólo a través de una fusión crítica de los
horizontes espirituales globales pasados y presentes vamos a poder empezar a tejer un
tapiz fidedigno de lo que es la espiritualidad encarnada contemporánea.
¿Qué es la espiritualidad encarnada?
De alguna manera, la expresión ‘espiritualidad encarnada’ puede considerarse, con
razón, como reiterativa e incluso hasta quizás vacía. Después de todo ¿no está toda
espiritualidad humana siempre ‘encarnada’ en tanto que necesariamente tiene lugar
en, y a través de, hombres y mujeres encarnados? Los proponentes de una
espiritualidad encarnada, no obstante, nos dicen que importantes vías espirituales del
pasado y del presente están ‘desencarnadas’ ¿pero qué quiere decir ‘desencarnadas’
en este contexto?
A la luz de nuestra historia espiritual sugiero que ‘desencarnado’ no denota que el
cuerpo y sus energías vitales/primarias hayan sido ignorados en la práctica espiritual –
definitivamente no lo han sido– sino que más bien fueron considerados fuentes no
legítimas o no fiables, por derecho propio, a la hora de experimentar vislumbres
espirituales. En otras palabras, el cuerpo y el instinto no han sido, en general,
considerados capaces de colaborar en términos de igualdad con el corazón, la mente y
la consciencia a la hora de lograr la liberación y la realización espirituales. Lo que es
más, muchas tradiciones y escuelas religiosas consideraron que el cuerpo, y el mundo
primario, (y algunos aspectos del corazón, en lo que se refiere a ciertas pasiones) se
constituían de hecho en obstáculos al florecimiento espiritual –un punto de vista que a
menudo llevaba a la represión, regulación, o transformación de estos mundos, y su
puesta al servicio de más ‘altos’ objetivos de la consciencia espiritual. Es así que la
espiritualidad desencarnada a menudo cristalizaba en una vida espiritual desde el
‘chakra[3] del corazón hacia arriba’, basada preeminentemente en un acceso mental
y/o emocional a la consciencia trascendente, que tendía a perder de vista las fuentes
espirituales inmanentes en el cuerpo, la naturaleza, y la materia.
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2008; Romero & Albareda, 2001). No es sólo que no sean un obstáculo, sino que desde
este punto de vista, la participación del cuerpo y sus energías primarias es crucial, ya
sea para una transformación espiritual completa, como también para la exploración
creativa de formas expandidas de liberación espiritual. La consagración de toda la
persona lleva naturalmente a cultivar una espiritualidad ‘con todos los chakras’ que
busca lograr que todos los atributos humanos sean permeables a la presencia tanto
inmanente como trascendente de las energías del Espíritu. Esto no significa que una
espiritualidad encarnada sea indiferente a la necesidad de emancipar el cuerpo y el
instinto de posibles tendencias alienadoras; más bien significa que todas las
dimensiones humanas, –no sólo la somática y la primaria– se reconocen como capaces
no sólo de posible alienación, sino igualmente capaces también de participar
libremente en el desenvolvimiento del Misterio de la vida aquí sobre la tierra.
Además de las espiritualidades que taxativamente devalúan al cuerpo y al mundo, hay
orientaciones espirituales desencarnadas que con mayor sutilidad ven la vida espiritual
como emergiendo exclusivamente de la interacción entre nuestra experiencia presente
inmediata y fuentes trascendentes de conciencia (cf. Heron, 1998). En este contexto la
práctica espiritual se dirige bien a acceder a tales supra‐realidades (vías ‘ascendentes’
como el clásico misticismo neoplatónico) bien a atraer tales energías espirituales aquí
abajo a la tierra para transfigurar las naturalezas humana y del mundo (vías
‘descendentes’ como el yoga integral de Sri Aurobindo). El fallo de estas concepciones
‘monopolares’ reside en que ignoran la existencia de un segundo polo espiritual –la
vida espiritual inmanente–, la cual, como elaboraré más abajo, está íntimamente
conectada al mundo vital, y almacena los poderes más generativos del Espíritu. Pasar
por alto esta fuente espiritual lleva a los practicantes –incluso a aquellos que se
ocupan de la transformación corporal– a desestimar el significado del mundo vital a la
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hora de lograr una espiritualidad creativa, así como les lleva a buscar una
trascendencia o sublimación de su energía sexual. Una espiritualidad encarnada plena,
sugiero, emerge del interjuego creativo entre ambas energías espirituales
trascendente e inmanente en el seno de individuos completos, que abrazan la
completitud de la experiencia humana a la vez que permanecen firmemente
enraizados en lo corporal y lo terreno.
Sin duda alguna las actitudes religiosas hacia lo corporal han sido profundamente
ambivalentes, considerando al cuerpo como fuente de apegos, pecaminosidad, y
desviación por un lado, y como lugar de revelación espiritual, y divinización, por el
otro. Nuestra historia religiosa incorpora tendencias ubicables a lo largo de un
continuo que va desde prácticas y objetivos desencarnados, hasta encarnados.
Ejemplos de tendencias desencarnadas incluirían el ascetismo bramánico, el jainismo,
el budismo, el cristianismo monástico, el taoísmo temprano y el sufismo temprano
(Bhagat, 1976; Wimbush & Valantasi, 1995); las visiones hindúes del cuerpo como
irreal (mithya) y el mundo como ilusión (maya) (Nelson, 1998); la consideración en el
vedanta advaita de la ‘liberación extracorpórea’ (videhamukti) que se logra sólo
después de la muerte como ‘superior’ a la ‘liberación en vida’ (jivanmukti) que está
inexorablemente manchada por el karma corporal (Fort, 1998); las descripciones
budistas tempranas del cuerpo como repugnante fuente de sufrimiento, o del nirvana
como extinción de los sentidos y deseos corporales, y del ‘nirvana final’ (parinirvana)
como algo que se logra sólo después de la muerte (Collins, 1998); la visión cristiana de
la carne como fuente de maldad y del cuerpo resucitado como asexual (Bynum, 1995);
el ‘aislamiento’ (kaivalya) de la pura consciencia con respecto a cuerpo y mundo en el
yoga samkhya (Larson, 1969); la transmutación tántrica de la energía sexual para lograr
la unión con lo divino en el saivismo cachemiro (Mishra, 1993) o para alinearse con el
flujo creativo del tao en el autodesarrollo taoísta (Yasuo, 1993); la obsesión de la
cábala safed por la pecaminosidad de la masturbación y de las poluciones nocturnas
(Biale, 1992); o el repudio luriánico del cuerpo como algo que “impide al hombre
[lograr] la perfección de su alma” (citado en Fine, 1992, pág. 131); la consideración
islámica del más‐allá (al‐akhira) como inconmensurablemente más valioso que el
mundo físico (al‐dunya) (Winter, 1995); y la aseveración del vedanta visistadvaita de
que la liberación completa implica el cese total de la encarnación (Skoog, 1996).
Igualmente, ejemplos de tendencias encarnadas incluyen la visión en el zoroastrismo
del cuerpo como parte de la naturaleza última del ser humano (A. Williams, 1997); las
descripciones bíblicas del ser humano hecho “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis;
Jónsson, 1988); la afirmación tántrica de que el deseo sensual y su despertar son no‐
duales (Faure, 1998); el énfasis cristiano temprano sobre la encarnación (“y el mundo
se hizo carne”; Barnhart, 2008); el objetivo de lograr “ser buda en este mismísimo
cuerpo” (sokushin jobutsu) del budismo shingon (Kasulis, 1990); el disfrute religioso
judío de todas las necesidades y apetitos corporales durante el sabbath (Westheimer
& Mark, 1995); el abrazo radical de la sensualidad en la poesía de Rumi o Hafez (Barks,
2002; Pourafzal & Montgomery, 1998); la visión taoísta del cuerpo como contenedor
simbólico de los secretos del universo entero (Saso, 1997); la conexión somática con
las fuentes inmanentes espirituales en muchas espiritualidades indígenas (ej. Lawlor,
1991); la insistencia del soto zen de que es preciso que la mente se rinda ante el
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cuerpo para alcanzar la iluminación (Yasuo, 1987); el dicho esotérico islámico de los
imanes shiitas “nuestro espíritu es nuestro cuerpo y nuestro cuerpo es nuestro
espíritu” (arwahuna ajsaduna wa ajsaduna arwahuna; Galian, 2003); y la secular
defensa judeo‐cristiana del compromiso y justicia sociales para transformar
espiritualmente al mundo (p.ej. Forest, 1993; Heschel, 1996), entre otros muchos.
Realizar un examen de las numerosas variables históricas y contextuales que subyacen
en la tendencia a una espiritualidad desencarnada excede el ámbito de este ensayo,
pero sí me gustaría mencionar una posible causa subyacente (ver Ferrer, Albareda &
Romero, 2004; Romero & Albareda, 2001). La inhibición frecuente de las dimensiones
primarias de la persona –somática, instintiva, sexual, y ciertos aspectos emocionales–
puede haber sido necesaria en ciertas encrucijadas históricas para permitir la
emergencia y maduración de los valores del corazón y la consciencia humana. Más
específicamente, esta inhibición ha podido ser esencial para evitar la reabsorción de
una autoconsciencia emergente, y sus valores concomitantes, todavía débiles ante la
presencia más poderosa que tuvieron en las colectividades humanas de antaño los
impulsos energéticos instintivos. En el contexto de la praxis religiosa esto se puede
conectar a la consideración ampliamente extendida de que ciertas cualidades humanas
son más ‘correctas’ espiritualmente, o más beneficiosas, que otras; por ejemplo
ecuanimidad frente a pasiones intensas, trascendencia frente a encarnación sensual,
castidad o un ejercicio estrictamente regulado de la sexualidad frente a exploración
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sensual sin objetivos concretos, etcétera. Lo que puede caracterizar a nuestro
momento presente, sin embargo, sería la posibilidad de reconectar todos estos
potenciales humanos de una manera integrada. En otras palabras, habiendo ya
desarrollado una consciencia auto‐reflexiva y las sutiles dimensiones del corazón,
podría haber llegado el momento de reapropiarse de, e integrar, las dimensiones más
primarias e instintuales de la naturaleza humana al objeto de lograr una vida espiritual
plenamente encarnada. Vamos a explorar ahora la específica comprensión del cuerpo
humano implícita en la concepción de una espiritualidad encarnada.
El Cuerpo Viviente
La espiritualidad encarnada contempla al cuerpo como un sujeto, como el hogar de un
ser humano completo, como fuente de vislumbres espirituales, como microcosmos del
universo y del Misterio, y como pieza clave para una transformación espiritual
duradera.
El cuerpo como sujeto: Ver al cuerpo como sujeto significa aproximarse a él como un
mundo viviente, con toda su interioridad y profundidad, sus necesidades y sus deseos,
sus luces y sus sombras, su sabiduría y sus oscuridades. Las alegrías y tristezas
corporales, sus relajaciones y tensionamientos, sus anhelos y repulsiones son algunos
de los medios por los que nos habla nuestro cuerpo. En cualquiera de los casos el
cuerpo no es un “Eso” que se pueda reificar para usarlo como medio para lograr
objetivos, o incluso éxtasis espirituales, de la mente consciente. Es un “Tú”, un socio
íntimo con quien las otras dimensiones humanas pueden colaborar para alcanzar
formas de sabiduría liberadora siempre creciente.
El cuerpo como hogar de un ser humano completo: En esta realidad física en la que
vivimos, el cuerpo es nuestra casa, una ubicación de libertad que nos permite andar
nuestro propio camino, tanto simbólica como literalmente. Una vez que superamos
por completo la dualidad entre materia y Espíritu, no se puede ver ya al cuerpo como
‘prisión del alma’ ni incluso como ‘templo del Espíritu’. El misterio de la encarnación
nunca aludió a la ‘entrada’ del Espíritu en el cuerpo, sino a que ‘llegó a hacerse’ carne:
“Al principio fue el Verbo, y el Verbo era Dios, .... y el Verbo se hizo carne” [Juan 1:1,
14]. ¿Sería entonces quizás más adecuado apreciar nuestros cuerpos como
transmutación del Espíritu en una forma encarnada, al menos durante nuestra
existencia física? A través de la encarnación actual de innumerables criaturas, la vida
puede estar apuntando a una unión última de humanidad y divinidad en el cuerpo.
Quizás paradójicamente una encarnación plena pueda conllevar una muerte pacífica y
enriquecedora: entonces podríamos despedirnos de esta existencia material con un
sentido profundo de haber cumplido uno de los propósitos más esenciales del haber
nacido en este mundo.
El cuerpo como fuente de vislumbres espirituales: el cuerpo es una revelación divina
que puede ofrecer comprensión, discriminación, y sabiduría espiritual. Primero, el
cuerpo es el útero para la concepción y gestación de todo saber genuinamente
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espiritual. Las sensaciones corporales, por ejemplo, son los bloques cimentadores de la
transformación encarnada de las energías creativas del Espíritu a través de cada vida
humana. Si descartamos bloqueos o disociaciones graves, esta energía creativa se
transforma somáticamente en impulsos, emociones, sentimientos, pensamientos,
vislumbres, visiones, y en última instancia, revelaciones contemplativas. Como
reputadamente dijo el Buda: “Todo lo que surge en la mente empieza fluyendo como
sensación en el cuerpo.” (Goenka, 1998, p. 26).
Más aún, al escuchar al cuerpo en profundidad nos damos cuenta de que las
sensaciones físicas y los impulsos pueden también ser fuentes genuinas de vislumbres
espirituales (ver Ferrer, Romero & Albareda, 2005; Osterhold, Husserl & Nicol, 2007).
En algunas escuelas zen, por ejemplo, las acciones corporales constituyen una prueba
crucial de realización espiritual y se ven como la verificación última de una súbita
iluminación o satori (Faure, 1993). La relevancia epistemológica de la encarnación en
cuestiones espirituales también ha sido apasionadamente establecida por Nikos
Kazantzakis (1965):
“En mí incluso el problema más metafísico toma la forma de un cuerpo físico cálido
que huele a mar, tierra, y sudor humano. El Verbo, para tocarme, debe transformarse
en cálida carne. Sólo entonces entiendo –cuando puedo ver, oler, tocar.” (p. 43)
Puede que incluso más importante, el cuerpo es la dimensión humana que puede
revelar el sentido último de la vida encarnada. Al ser él mismo una entidad física, el
cuerpo atesora en sus profundidades la respuesta al misterio de la existencia material.
La respuesta del cuerpo a este enigma no viene dada bajo la forma de una visión
metafísica o una Teoría del Todo grandilocuentes, sino que queda garantizada por
medio de estados del ser por cuya gracia la vida tiene, de manera natural y profunda,
un sentido. En otras palabras, el sentido de la vida no es algo que se discierna y
conozca intelectualmente por medio de la mente, sino algo sentido en las
profundidades de nuestra carne.
El cuerpo como microcosmos del universo y del Misterio: Prácticamente todas las
tradiciones espirituales sostienen que hay una resonancia profunda entre el ser
humano, el cosmos, y el Misterio. Esta visión queda plasmada en el dictado esotérico
“como es arriba, es abajo” (Faivre, 1994); en las comprensiones platónica, taoísta,
islámica, cabalista y tántrica de la “persona como microcosmos del macrocosmos”
(p.ej. ver Chittick, 1994; Faure, 1998; Overzee, 1992; Saso, 1997; Shokek, 2001;
Wayman, 1982); y en el punto de vista bíblico de que el ser humano está hecho “a
imagen y semejanza de Dios” (imago Dei) (Jónsson, 1988). Para los baul de Bengala,
entender el cuerpo humano como microcosmos del universo (bhanda/brahmanda)
implica la creencia de que la divinidad reside físicamente en el cuerpo humano
(McDaniel, 1992); el pensador jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1968) lo expresó de
este modo: “Mi materia no es una parte del universo que yo posea en su totalidad; es
la totalidad del universo que yo poseo parcialmente” (p.12).
Todas estas percepciones delinean una imagen del cuerpo humano como espejo y
contenedor de la estructura más íntima tanto del universo entero como del principio
creativo último. En una serie de tradiciones esta correspondencia estructural entre el
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cuerpo humano y el Misterio ha dado forma a prácticas místicas en las que rituales y
actos corporales se ha considerado que afectan a las mismísimas dinámicas de lo
Divino –planteamientos que quizás hayan sido descritos con la mayor claridad en el
misticismo teúrgico cabalista (Lancaster, 2008). Aún así, esto no quiere decir que el
cuerpo haya de ser valorado únicamente porque representa o porque pueda afectar a
realidades más ‘amplias’ o ‘altas’. Esta perspectiva mantiene sutilmente el dualismo
entre cuerpo material y Espíritu. La espiritualidad encarnada reconoce al cuerpo
humano como el pináculo de la manifestación creativa del Espíritu y, por tanto,
imbuido de sentido espiritual intrínseco.
El cuerpo como pieza clave para una transformación espiritual duradera: El cuerpo es
un filtro mediante el cual los seres humanos pueden purificar tendencias energéticas
contaminadas, heredadas tanto biográfica como colectivamente. Dado que la
naturaleza del cuerpo es más densa que los mundos emocional, mental y consciente,
los cambios que suceden en él son de naturaleza más duradera y permanente. En otras
palabras, una transformación psicoespiritual duradera necesita estar enraizada en una
transformación somática (ver Ferrer, 2003). La transformación integrada de los
mundos somáticos/energéticos de una persona cortocircuita la tendencia de hábitos
energéticos preteridos a volver, creando así cimientos sólidos para una transformación
espiritual completa y permanente.
Rasgos de una espiritualidad encarnada
A la luz de esta comprensión amplificada del cuerpo humano, ofrezco a su
consideración diez rasgos de una espiritualidad encarnada:
1. Tendencia a integrar: Una espiritualidad encarnada es integrativa en la medida en
T
que busca propiciar la participación armónica de todos los atributos humanos en la vía
espiritual sin tensiones ni disociaciones. A pesar de que redujera la importancia
espiritual de la sexualidad y el mundo vital, Sri Aurobindo (2001) estaba en lo cierto
cuando dijo que una liberación de la consciencia dentro de la consciencia no debería
confundirse con una transformación integral que involucra la alineación espiritual de
todas las dimensiones humanas (pp. 942 y siguientes). Este reconocimiento sugiere la
necesidad de expandir el tradicional voto bodhisattva del budismo mahayana –es
decir, renunciar a una liberación completa hasta que el último de los seres sintientes la
haya logrado– para incorporar un ‘voto integral bodhisattva’ por el cual la mente
consciente renuncia a una liberación completa hasta que el cuerpo y el mundo
primario la hayan logrado también (Ferrer, 2007). Dado que para la mayoría de los
individuos su mente consciente es el asiento de su sentido de la identidad, una
exclusiva liberación de la consciencia puede ser engañosa, hasta el punto en que
podemos creer que somos por completo libres mientras que, de hecho, hay
dimensiones esenciales de nosotros mismos que están infradesarrolladas, alienadas, o
apegadas. No hace falta decir que la asunción de un voto integral bodhisattva en modo
alguno significa retornar a las aspiraciones espirituales individualistas del primer
budismo, en tanto en cuanto lleva consigo un compromiso con la liberación integral de
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todo ser sintiente, no sólo de sus mentes conscientes o de sus señas de identidad
convencionales.
2. Realización a través del cuerpo: Aunque sus prácticas reales y los resultados de las
mismas no están nada claras en la literatura disponible, la secta hindú de los baul de
Bengala acuñaron el término kaya sadhana para referirse a una ‘realización a través
del cuerpo’ (McDaniel, 1992). La espiritualidad encarnada explora desarrollos posibles
de los kaya sadhanas en nuestro mundo contemporáneo. Con la excepción notable de
ciertas técnicas tántricas, las formas tradicionales de meditación se practican de
manera individual y sin interacción corporal con otros practicantes. La moderna
espiritualidad encarnada rescata la significación espiritual no sólo del cuerpo sino del
contacto físico. Debido a su emergencia secuencial en el desarrollo humano –del soma
al instinto, al corazón, a la mente– cada dimensión crece enraizada en las anteriores,
constituyéndose el cuerpo por tanto en la puerta natural a los niveles más profundos
del resto de dimensiones humanas. Así la práctica de un contacto físico meditativo en
un contexto relacional consciente y aspirante a la espiritualidad puede conllevar
profundos poderes de transformación (ver Ferrer, 2003).
Con el fin de propiciar una genuina práctica encarnada es esencial hacer contacto con
el cuerpo, discernir su estado actual y sus necesidades, y crear espacios para que el
cuerpo engendre sus propias prácticas y talentos –que diseñe su propio yoga, como si
dijéramos. Cuando el cuerpo se hace permeable a energías espirituales tanto
inmanentes como trascendentes, puede encontrar sus propios ritmos, hábitos,
posturas, movimientos y rituales carismáticos. De manera interesante, algunos textos
indios antiguos detallan cómo las posturas del yoga (asanas) al principio emergieron
espontáneamente desde dentro del cuerpo y fueron guiadas por el libre flujo de su
energía vital (prana) (Sovatsky, 1994). Hay una energía espiritual creativa que reside en
el seno del cuerpo –un dinamismo vital inteligente que espera emerger para orquestar
nuestro desenvolvimiento como seres humanos completos.
3. Despertar del cuerpo: La permeabilidad del cuerpo a energías espirituales
inmanentes y trascendentes lleva a su despertar gradual. En contraste con las técnicas
de meditación que se centran en la toma de conciencia del cuerpo, este despertar
puede articularse con más precisión en términos de ‘capacidad corporal’. En su
capacidad corporal el organismo psicosomático se pone alerta calmadamente, sin la
intencionalidad propia de la mente consciente. La capacidad corporal reintegra al ser
humano una potencia somática perdida que está presente en panteras, tigres, y otros
‘gatos grandes’ de la jungla, los cuales pueden mantener un nivel extraordinario de
alerta sin esfuerzo intencional. Un posible horizonte ampliado de esta capacidad
corporal fue descrita por Madre, la consorte espiritual de Sri Aurobindo, en términos
del despertar consciente de las mismísimas células del organismo (Satprem, 1982).
4. Resacralización de la sexualidad y del placer sensual: Así como nuestra mente y
consciencia constituyen un puente natural para darnos cuenta de la trascendencia,
nuestro cuerpo y sus energías primarias constituyen un puente natural hacia una vida
espiritual inmanente. La vida inmanente es una prima materia espiritual –es decir,
energía espiritual en estado de transformación, aún no actualizada, saturada de
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potenciales y posibilidades, y una fuente de genuina creatividad e innovación a todos
los niveles. La sexualidad y el mundo vital son terreno primigenio para la organización
y el desarrollo creativo de las energías del Espíritu inmanente en la realidad humana
(Albareda & Romero, 1998; Romero & Albareda, 2001). Por ello es tan importante que
la sexualidad sea vivida como territorio sagrado, libre de miedos, conflictos, o
imposiciones artificiales dictadas por nuestra mente, cultura o ideología espiritual.
Cuando el mundo vital se reconecta a la vida espiritual inmanente, los instintos
primarios pueden colaborar espontáneamente en nuestro desarrollo psicoespiritual en
un despliegue que no necesita sublimarlos o trascenderlos.
Debido a su cautivador influjo sobre la consciencia humana y la personalidad egóica, se
ha considerado el placer sensual con sospecha –incluso se lo ha demonizado como
inherentemente pecaminoso– en la mayoría de las tradiciones espirituales. En un
contexto que aspira a una espiritualidad encarnada, sin embargo, resulta esencial para
rescatar de manera no‐narcisista la dignidad y la significación espiritual del placer
físico. De la misma manera que el dolor ‘contrae’ al cuerpo, el placer lo ‘relaja’,
haciéndolo más poroso al flujo y presencia de energías espirituales tanto inmanentes
como trascendentes. Bajo esta luz la formidable fuerza magnética del impulso sexual
puede verse como un atractor de la consciencia hacia la materia que facilita tanto su
encarnadura y su enraizamiento en el mundo, como el desarrollo de un proceso de
encarnación que transforma tanto al individuo como al mundo (Romero & Albareda,
2001). Más allá, el reconocimiento de la importancia espiritual del placer físico cura
con naturalidad la dicotomía histórica entre el amor sensual (eros) y el amor espiritual
(agape) y esta integración propicia la emergencia del amor humano genuino –un amor
incondicional que está simultáneamente encarnado y es espiritual (para una discusión
sobre las implicaciones de tal integración en las relaciones íntimas, ver Ferrer, 2007).
5. La urgencia creativa: En El Mito del Eterno Retorno Mircea Eliade (1971 ed. 1982 tr.
2000) muestra de manera contundente cómo la naturaleza de muchas prácticas y
rituales religiosos consiste en ‘re‐presentar’, por ejemplo intentos de replicar actos y
eventos cosmogónicos. Si expandimos esta narración podríamos decir que la mayoría
de las religiones son ‘reproductivas’ porque sus prácticas no sólo buscan representar
ritualmente sucesos míticos, sino replicar la iluminación de sus fundadores (p.ej. el
despertar de Buda) o adquirir el estado de salvación o liberación que se describe en
textos pretendidamente revelados (p.ej. el moksa para los vedas). Aunque hay
abundantes desacuerdos en el desarrollo histórico de las prácticas e ideas religiosas
sobre la naturaleza exacta de tales estados y cuales sean los métodos más eficaces
para lograrlos –todo lo cual ha supuesto naturalmente ricos despliegues creativos
dentro de cada tradición– la indagación espiritual estaba regulada (y presumiblemente
constreñida) por tales objetivos predefinidos inequívocamente (Ferrer & Sherman,
2008b).
Como contraste, la espiritualidad encarnada busca co‐crear novedosas comprensiones,
prácticas y estados expandidos de libertad espiritual, interactuando con las fuentes
inmanentes y trascendentes del Espíritu. El poder creativo de la espiritualidad
encarnada está en conexión con su naturaleza integradora. Mientras que a través de
nuestra mente y consciencia tendemos a acceder a energías espirituales sutiles que ya
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han actuado en la historia y que muestran formas y dinámicas más fijas (p. ej.
determinados motivos cosmogónicos, configuraciones arquetípicas, visiones y estados
místicos, etc.), es la conexión con nuestro mundo vital / primario lo que nos da acceso
al poder generativo de la vida espiritual inmanente. De manera más simple, cuanto
más participen activamente todas las dimensiones humanas en la consecución del
conocimiento espiritual, más creativa será la vida espiritual.
Aunque claramente hay muchas variables en juego, la conexión entre las energías
primarias / vitales y la innovación espiritual puede que ayude a explicar, primero, por
qué la espiritualidad y el misticismo humanos han sido de manera importante
‘conservadores’; esto es, que los místicos heréticos son la excepción a la regla, y la
mayoría de los místicos se adherían firmemente a las doctrinas aceptadas y a los textos
canónicos (ver p.ej. Katz, 1983); y segundo, por qué muchas tradiciones espirituales
regulaban estrictamente los comportamientos sexuales y a menudo reprimían o
incluso proscribían la exploración creativa del deseo sensual (ver p.ej. Cohen, 1994;
Faure, 1998; Feuerstein, 1998; Weiser‐Hanks, 2000). No estoy proponiendo que las
tradiciones religiosas regulaban o restringían la actividad sexual intencionalmente para
obstaculizar la creatividad espiritual con el objetivo de mantener el statu quo de sus
doctrinas. En mi lectura de los hechos, toda la evidencia apunta a otros factores
sociales, culturales, morales y doctrinales (ver p.ej. Brown, 1988; Parrinder, 1980). Lo
que estoy sugiriendo, por contraste, es que la regulación social y moral de la
sexualidad puede haber tenido un impacto inesperadamente debilitante sobre la
creatividad espiritual humana a través de las tradiciones durante siglos. Aunque esta
inhibición pueda haber sido en ocasiones necesaria en el pasado, hoy en día un
número incremental de individuos podrían estar preparados para desarrollar un
compromiso más creativo en sus vidas espirituales.
6. Visiones espirituales enraizadas: Como hemos visto, la mayor parte de las
tradiciones espirituales postulan la existencia de un isomorfismo entre el ser humano,
el cosmos, y el Misterio. De esta correspondencia se sigue que cuantas más
dimensiones de la persona estén activamente involucradas en el estudio del Misterio –
o de sus fenómenos asociados– más completo será su conocimiento al respecto. Esta
‘completitud’ no debe ser entendida cuantitativamente sino más bien en un sentido
cualitativo. En otras palabras, cuantas más dimensiones humanas participen
creativamente en el conocimiento espiritual, mayor será la congruencia dinámica
entre la aproximación investigadora y el fenómeno estudiado, y mayor será el
enraizamiento, coherencia o sintonía de nuestro conocimiento en el desenvolvimiento
constante del Misterio (Ferrer, 2002, 2008).
En este sentido es posible que muchas de las visiones espirituales pasadas y presentes
sean, hasta cierto punto, el producto de maneras de conocer disociadas –maneras que
emergen predominantemente al acceder a ciertas formas de consciencia trascendental
pero con desconexión de fuentes espirituales más inmanentes. Por ejemplo, las
visiones espirituales que mantienen cómo cuerpo y mundo son en última instancia
ilusorios (o más bajos, o impuros, u obstáculos para una liberación espiritual) podrían,
discutiblemente, derivar de estados del ser en los cuales el sentido del sí mismo se
identifica principal o exclusivamente con las energías sutiles de la consciencia,
11
desenraizándose del cuerpo y de la vida espiritual inmanente. Desde esta posición
existencial es comprensible y quizás inevitable que tanto cuerpo como mundo se vean
como irreales o defectuosos. Esta constatación es consistente con la visión en la saiva
cachemira de que la naturaleza ilusoria del mundo es propia de un nivel intermedio de
percepción espiritual (suddhavidya‐tattva), tras la cual el mundo comienza a
discernirse como una extensión real del Señor Siva (Mishra, 1993). Efectivamente,
cuando nuestros mundos somático y vital reciben invitación a participar en nuestras
vidas espirituales, haciendo que nuestro sentido de identidad sea permeable no sólo a
la consciencia trascendental sino a las energías espirituales inmanentes, entonces el
cuerpo y el mundo se tornan en realidades espiritualmente significativas, que se
reconocen como cruciales para la fructificación espiritual tanto humana como cósmica
(Ferrer, 2002; Ferrer & Sherman, 2008b).
7. Naturaleza intramundana: Nacimos en la tierra. Yo creo apasionadamente que esto
no es irrelevante, no es un error, ni el producto de un delirante juego cósmico cuyo fin
último sea que trascendamos nuestro problema de estar encarnados. Quizá, como nos
dicen algunas tradiciones, podríamos habernos encarnado en planos o niveles más
sutiles de realidad, pero el hecho de que lo hiciéramos aquí ha de ser significativo si es
que vamos a comprometernos con nuestras vidas de manera plena y genuina, dotada
de sentido. Sin duda alguna, en ciertas encrucijadas de nuestro camino espiritual
habremos de ir más allá de nuestra existencia corporal con el fin de acceder a
dimensiones esenciales de nuestra identidad (especialmente cuando
condicionamientos interiores o exteriores hacen que sea difícil o imposible que
conectemos con tales dimensiones en nuestra vida cotidiana) (Romero & Albareda,
2001). Dicho esto, hacer que esta táctica se constituya en modus operandi espiritual
permanente fácilmente trae consigo disociaciones en la vida espiritual propia, con el
resultado de desvitalización corporal, desarrollo emocional o interpersonal coartado, o
falta de discriminación en torno al comportamiento sexual –como ilustran los
repetidos escándalos sexuales en torno a conocidos maestros de la espiritualidad
contemporánea Occidental y Oriental (ver p.ej. Storr, 1996; Forsthoefel & Humes,
2005; Feuerstein, 2006).
Si vivimos en una casa cerrada y oscura, es natural que periódicamente nos sintamos
impelidos a abandonar nuestra casa en busca de la nutritiva calidez y luminosidad
solar. Pero una espiritualidad encarnada nos invita a abrir las puertas y ventanas de
nuestro cuerpo para que siempre nos sintamos completos, cálidos, y nutridos en
nuestra casa, incluso cuando a veces queramos celebrar el esplendor de la luz exterior.
La diferencia crucial reside en que nuestra excursión vendrá motivada no por déficit o
hambre, sino por una meta‐necesidad de celebrar, co‐crear, y adorar el Misterio
creativo último. Es aquí, en nuestra casa –la tierra y el cuerpo– que podemos
desarrollarnos plenamente como seres humanos completos, sin tener que
‘escaparnos’ a ningún sitio para encontrar nuestra identidad esencial o sentirnos
enteros.
No es preciso mantener creencias espirituales para reconocer el milagro de Gaia (i.e. la
Tierra como organismo viviente). Imaginen que viajan a través del cosmos, y después
de eones de espacios exteriores oscuros y fríos, encuentran a Gaia, el planeta azul, con
12
sus junglas feraces y sus cielos llenos de luz, su cálida tierra y sus aguas límpidas, y el
asombro inextricable de su vida consciente encarnada. A no ser que se esté abierto a la
realidad de otros universos físicos alternativos, Gaia es el único lugar en el cosmos
conocido donde coexisten materia y consciencia, las cuales pueden lograr una gradual
integración a través de la participación de los seres humanos. La incapacidad de
percibir a Gaia como paraíso es simplemente resultado de nuestra condición colectiva
de seres sólo a medias encarnados.
8. Resacralización de la naturaleza: Cuando sentimos al cuerpo como hogar nuestro,
también podemos recuperar el mundo natural como nuestra tierra madre. Este
‘enraizamiento doble’ en nuestro cuerpo y la tierra no sólo cura radicalmente el
extrañamiento entre identidad moderna y naturaleza, sino que también supera la
alienación espiritual –a menudo manifestada como ‘ansiedad difusa’– intrínseca a la
prevalente condición humana de encarnación ralentizada o incompleta. En otras
palabras, una vez reconocido el mundo físico como real, y una vez en contacto con la
vida espiritual inmanente, todo ser humano completo discierne que la naturaleza es
una encarnación orgánica del Misterio. Percibir nuestro entorno natural como el
cuerpo del Espíritu ofrece recursos naturales para una vida espiritual enraizada
ecológicamente.
9. Compromiso social: Un ser humano completo reconoce que, de manera
fundamental, somos nuestras relaciones con el mundo humano y no‐humano; este
reconocimiento está vinculado inevitablemente con un compromiso para la
transformación social. Sin duda alguna este compromiso puede tomar diferentes
formas, desde una acción política y social directa y activa (p.ej. mediante servicio
social, una crítica política enraizada en lo espiritual, o activismo medioambiental) hasta
tipos más sutiles de activismo social como la oración a distancia, y meditaciones o
rituales colectivos. Aunque todavía hay mucho que aprender acerca de la efectividad
del activismo sutil, así como sobre el poder de la consciencia humana para afectar
directamente los asuntos humanos, dada nuestra crisis global actual una espiritualidad
encarnada no puede mantenerse divorciada del compromiso por una transformación
social, política y ecológica –tome ésta la forma que tome.
10. Integración de materia y consciencia: La espiritualidad desencarnada a menudo se
basa en un intento de trascender, regular o transformar la realidad encarnada desde el
punto de vista más ‘elevado’ de la consciencia y sus valores. La dimensión experiencial
de la materia como una expresión inmanente del Espíritu se ignora en general. Esta
miopía lleva a la creencia –consciente o inconsciente– de que todo lo relacionado con
la materia no mantiene relación con el Misterio. Esta creencia, a su vez, confirma que
la materia y el Espíritu son dos dimensiones antagónicas. Entonces surge la necesidad
de abandonar o condicionar la dimensión material con el fin de fortificar la espiritual.
El primer paso para salir de este impasse pasa por redescubrir el Misterio en su
manifestación inmanente; es decir, cesar de considerar, y de tratar acordemente, a la
materia y al cuerpo como algo no solo extraño al Misterio sino que nos distancia de la
dimensión espiritual de la vida. La espiritualidad encarnada busca una integración
progresiva de materia y consciencia, lo que en última instancia puede llevarnos a un
estado que denominaríamos de ‘materia consciente’ (Ferrer, Albareda & Romero,
13
2004). Una posibilidad fascinante que tiene cabida en estas consideraciones sería la de
que una más plena integración de las energías espirituales inmanente y trascendente
en la existencia encarnada conllevara una longevidad extraordinaria u otras formas
metanormales de funcionamiento descritas por las tradiciones místicas del mundo (ver
p.ej. Murphy, 1993).
Unas palabras finales
Concluyo este ensayo con algunas reflexiones sobre el pasado, presente, y futuro
potencial de la espiritualidad encarnada. Primero, como sugiere cualquier estudio
biográfico por somero que sea de las figuras espirituales y místicos de una pluralidad
de tradiciones, la historia espiritual de la humanidad se puede considerar, en parte, la
historia de las alegrías y las penas de la disociación humana. Desde los éxtasis místicos
inducidos por el ascetismo, hasta las realizaciones monistas denegadoras de lo
mundano, y desde las sublimaciones sexuales ampliadoras del sentimiento del
corazón, hasta los esfuerzos morales (y los fracasos) de los maestros espirituales
antiguos y modernos, la espiritualidad humana siempre se ha caracterizado por un
impulso irrefrenable hacia la liberación de la consciencia, lo cual demasiado a menudo
ha tenido lugar al coste de un infradesarrollo, una subordinación, o un control de
atributos humanos esenciales como el cuerpo o la sexualidad. La presente exposición
no busca cuestionar las espiritualidades del pasado, las cuales en ocasiones –pero no
siempre– han sido perfectamente legítimas y quizá incluso necesarias en su época y
contexto particulares, sino meramente poner de manifiesto cuán raro es hallar en el
devenir de la historia una espiritualidad encarnada o integrativa en su plenitud.
Segundo, en este ensayo he explorado cómo puede emerger, hoy día, una vida
espiritual más encarnada a partir de nuestro compromiso participativo tanto con la
energía de la consciencia como con las energías sensuales del cuerpo. En última
instancia, la espiritualidad encarnada busca catalizar la emergencia de seres humanos
completos –seres que manteniéndose enraizados en sus cuerpos, en la tierra, y en una
vida espiritual inmanente, han hecho todos sus atributos permeables a las energías
espirituales trascendentes; y cooperan solidariamente con otros en la transformación
espiritual del ser, de la comunidad, y del mundo (cf. Romero & Albareda, 2001). En
suma, un ser humano completo está firmemente enraizado en el Espíritu‐Interior,
totalmente abierto al Espíritu‐de‐Más‐Allá, y en comunión transformadora con el
Espíritu‐Intermedio.
Por último, una espiritualidad encarnada puede tener acceso a muchas revelaciones
espiritualmente significativas sobre uno mismo y el mundo, algunas de las cuales han
sido descritas por las tradiciones contemplativas del mundo, otras cuya cualidad
novedosa puede requerir el desarrollo de un compromiso más creativo. En este
contexto, la emergencia de una espiritualidad encarnada en Occidente puede verse
como una exploración moderna de la ‘praxis espiritual de la encarnación’ en el sentido
de que busca la transformación creativa de la persona encarnada y del mundo, la
espiritualización de la materia y el enraizamiento sensual del Espíritu, y a la postre, la
unión de cielo y tierra. Quién sabe, quizás a medida que los seres humanos
gradualmente vamos encarnando las energías espirituales tanto trascendentes como
14
inmanentes –una encarnación doble, por así decir– podamos darnos cuenta de que es
aquí, en este plano de realidad física concreta, donde tiene lugar la vanguardia de lo
transformativo espiritual y de la evolución. Entonces el planeta tierra podría devenir
gradualmente en un cielo encarnado, quizás un lugar único en el cosmos donde los
seres puedan aprender a expresar, y a recibir, amor encarnado, en todas sus formas.
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Acerca del autor
Jorge N. Ferrer, doctor, dirige el Departamento de Psicología Oriental y Occidental en
el California Institute of Integral Studies [Instituto Californiano de Estudios Integrales],
San Francisco, donde ejerce docencia en el área de estudios transpersonales,
misticismo comparativo, investigaciones sobre espiritualidad encarnada, y perspectivas
espirituales de la sexualidad y la relacionalidad. Es el autor de Revisioning
transpersonal theory: a participatory vision of human spirituality (SUNY Press, 2002)
[traducido al castellano como Espiritualidad creativa: Una visión participativa de lo
transpersonal (Kairos, 2003)] y co‐editor de The participatory turn: spirituality,
mysticism, religious studies (SUNY Press, 2008) [traducido al castellano como El giro
participativo: espiritualidad, misticismo, y el estudio de las religiones (Kairos, 2011)].
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Notas
[1] Ferrer, J. N. (2008a). What Does It Mean to Live a Fully Embodied Spiritual Life?
International Journal of Transpersonal Studies 27, 1‐11. Una versión resumida de este
ensayo fue originalmente publicada en 2006 con el título “Embodied Spirituality, Now
and Then” (Espiritualidad encarnada, ahora y entonces) en Tikkun: Culture, Spirituality,
Politics (Mayo/Junio), 41‐45, 53‐64.
[2] Aprovecho la ocasión de esta publicación en castellano para dar crédito a Ramón V.
Albareda, cuyas innovadoras ideas sobre la espiritualidad encarnada impregnan este
ensayo, incluso cuando no siempre haya sido posible referenciarlas bibliográficamente.
[3] Los chakras (o cakras), cuyo número varía según las diferentes tradiciones, son los
centros energéticos sutiles del cuerpo viviente, que acumulan y canalizan la fuerza vital
(pranasakti) del individuo. La tradición tántrica india identifica seis de estos centros,
localizados respectivamente en la base de la columna (muladhara), el área sexual
pélvica (svadhisthana), el plexo solar (manipura), el corazón (anahata), la garganta
(visuddha), y en el centro entre las cejas o ‘tercer ojo’ (ajna) (Basu, 1986). Aunque
muchas prácticas religiosas tenían en consideración a todos estos centros, la tendencia
mayoritaria ha sido transmutar las expresiones primarias de la fuerza vital –conectadas
a los chakras inferiores– hacia las cualidades sutiles y éxtasis del corazón y de la
consciencia –conectados a los chakras más elevados. Si aceptamos la narración india
de cómo la fuerza vital primordial (sakti) es femenina, y cómo la conciencia (shiva) es
masculina, entonces la práctica tántrica tradicional puede verse como una especie de
‘patriarcado internalizado’ en el cual las energías femeninas se utilizan al servicio de
los objetivos y expresividad masculinos
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