Confesionalismo Felipe II
Confesionalismo Felipe II
Confesionalismo Felipe II
a) Contexto religioso.
El 8 de septiembre de 1559, Felipe II regresaba a Valladolid, donde residía la Corte, del viaje
que iniciara cinco años antes con motivo de celebrar su matrimonio con María Tudor, dándole
tiempo a asitir al segundo de los autos de fe, realizados por el tribunal de la Inquisición de dicha
ciudad contra los luteranos aquel mismo año La situación religiosa que había dejado en aquellos
territorios no era nada tranquilizante. Durante el quinquenio que permaneció en el norte de Europa,
repartiendo su tiempo de estancia entre Flandes e Inglaterra, había observado con admiración que las
corrientes religiosas reformadas avanzaban cada día más a pesar de los esfuerzos por reprimirlas.
En 1555, Felipe II había pasado a Flandes recibiendo de manos de su padre las coronas de los
diferentes reinos que le dejaba en herencia. Dos años después, llamaba a Carranza -que se encontraba
en Londres ocupado en la coversión de los ingleses- para que estuviera junto a él y le pusiera al día
de la situación religiosa de Flandes. Durante el tiempo que el flamante monarca estuvo ausente de
Bruselas, ocupado en la guerra contra Francia, Carranza se percató del grave problema religioso que
existía en Flandes. El decano de la universidad de Lovaina, Ruardo Tapper, le había informado de las
corrientes heréticas que, desde hacía pocos años, habían surgido en dicha universidad aprovechando
su ausencia por estar ocupado en el concilio de Trento y el flojo castigo que se les había impuesto a
sus seguidores. Asimismo, le comunicó el ininterrumpido comercio de libros heréticos que traían
desde Alemania y la conexión que existía con los herejes descubiertos en Sevilla por aquellas fechas.
Ante tan alarmante situación, Felipe II, una vez acabada la guerra contra Francia, ordenó que se
hicieran mayores diligencias para descubrir toda la trama. Dado que su vuelta a Castilla era
inminente, dejó a fieles peones que le informaran puntualmente de la evolución religiosa de estos
territorios Pero por si todo ello fuera poco, unos meses antes de su partida, llegaron a sus oídos
rumores de la heterodoxia del Catecismo que había publicado (en 1557) fray Bartolomé Carranza su
gran amigo, a quien él había elegido como arzobispo de Toledo, asicomo del surgimiento de focos
luteranos en Sevilla y Valladolid
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Una vez en la península, a finales del mismo año (1559), convocaba Cortes, que se reunieron
al año siguiente en Toledo, donde además de recibir a su nueva esposa (Isabel de Valois), se juraba
como heredero al príncipe Carlos, y se acordaban las primeras medidas contra los moriscos de
Granada. Acabadas éstas y "juzgando incapaz la habitación de Toledo", estableció su Corte, de
manera permanente, en la villa de Madrid y desde ella comenzó a gobernar de acuerdo con todas las
ideas e inquietudes que había traído de Europa.
b) Concepto de 'confesionalización'.
Hasta no hace muchos años, los historiadores encerraban dentro del término 'reforma' los
clásicos hechos de ruptura de la cristiandad, surgimiento de Lutero, lucha de la conciencia, etc. Por
lo que se refiere a la política religiosa de la Monarquía Hispana (Contrarreforma) no resulta raro
encontrar en libros de texto, relativamente recientes, términos como los de "catolicismo nacional" u
otros semejantes. No obstante, en la actualidad, los historiadores alemanes han replanteado el
significado de estos términos referidos a su historia, proponiendo nuevos temas que en apariencia
poco tienen que ver con el concepto tradicional de 'reforma', tales como la construción del "estado" o
la estructuración, que resultó, de la sociedad. Estos historiadores han sostenido que la evolución de la
reforma y de la contra-reforma no fueron muy distintas, para ello han comparado fenómenos
históricos de ambos movimientos, demostrando que, estructuralmente, se desarrollaron y
contribuyeron de manera similar a la transformación de la Europa Central de la edad Moderna.
Para no incurrir en la contradicción de estar defendiendo unos ideales religiosos que no eran
compartidos plenamente por Roma, como sucediera con Paulo IV y, asimismo, para mantener
alejados sus reinos de toda ideología herética o heterodoxa que levantase algún movimiento social,
Felipe II inició una amplia reforma: Desde el punto de vista ideológico y religioso, la monarquía se
esforzó por imponer un intransigente sistema de ideas y creencias a toda la sociedad, utilizando el
Santo Oficio como institución que sancionaba a los transgresores. Ello provocó duros
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Para llevar a cabo ambas reformas, el Rey Prudente contó con un equipo de servidores que
tomaron la defensa del regalismo monárquico con más celo y entusiasmo que el propio rey siendo el
coordinador de todos ellos el Cardenal Diego de Espinosa.
La reforma confesionalista que impuso Felipe II tras su vuelta a la península, requería una
administración centralizada y eficaz. Para ello era necesario un gobierno personal cuyas órdenes
fuesen ejecutadas con rapidez. Esta intención llevó a designar a Diego de Espinosa, "hombre nuevo",
como presidente del consejo de Castilla, saltándose los cauces ordinarios del nombramiento. La
forma de despachar con el rey resultaba completamente nueva incluso para los de la Cámara, como
testimonia la breve y tajante misiva que Espinosa envió a Francisco de Menchaca, del consejo y
cámara real, el 13 de agosto de 1566: "La orden que otras veces se a tenido en lo de las consultas que
v. m. dice yo no la sé; mas sé la que su magestad me manda que tenga y ésta se guardará, y en lo que
yo pudiere seruir a v. m., ya sabe que se a de hacer". Semejante manera de gobierno era propia de las
Monarquías confesionalistas de la época.
"Deue V. Sª. Illma, teniendo la salud que yo le deseo, procurar de hallarse la primera
ora de las del qº en él hasta quel consejo se aparta a ver pleitos porque allí se
tractan todas las cosas de la gouernación destos Reynos a que V. Sª., con su
prudencia y esperiencia, tanto podrá ayudar, y enq (sic) con gran breuedad
comprehenderá V. Sª. la horden y despacho del consejo, deue V. Sª. procurar
de yr tanbién algunas tardes.
La ley del ordenamiento manda que los del consejo se guarden de los decires
ymportará mucho que V. Sª. nos mande abstener de pláticas extraordinarias
que suelen ocupar mucho y porque para aprouechar el tiempo aprouechará
mucho tanbién el número de las personas, será cossa sustancial que V. Sª. dé
orden como los que son del consejo de la cámara o de la guerra o de la
hacienda o cruzada vaya al qº los días y oras que solían yr y al menos a las
mañanas en ninguna manera ni para ningún negocio salgan fuera rrepartiendo
los otros extraordinarios negocios por las tareas de la semana y aun si fuere
posible por las tardes que no ay consejo Real, que son Martes, Jueves y
Sábados, porque ymportaría ansímismo que las otras tardes en que se
despachan muy muchos negocios se hallassen presentes, pues, se halla el
presidente y la ordenança que todos los del qº lo estén y ellos no muestran
particular exemción por donde no la guarden".
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Para ello, se debían reglamentar las actividades de cada organismo en sus respectivos libros-
registro, designando con claridad cada una de las funciones que se le encomendaban a los distintos
oficiales, al mismo tiempo que vigilaban su cumplimiento. Ello daría por resultado un gobierno ágil
y ejecutivo. Finalmente, se debía hacer justicia rápida y bien, para lo que era necesario elegir muy
cuidadosamente quién la debía impartir
Esta manera de gobernar caracterizó la primera mitad del reinado de Felipe II, que ha pasado a
la historia como ejemplo de autoritarismo, centralización y eficacia, de lo cual ya fueron conscientes
los mismos coetáneos. Una subordinación y obediencia tan completas, como las que exigía Espinosa,
no podían ser cumplidas de buena gana por la nobleza, sino por los letrados, lo que constituyó una de
las características fundamentales del período: el gobierno de los letrados; pero también una de las
causas fundamentales de la decadencia del omnipotente prelado: la oposición de la nobleza.
Para no incurrir en la contradicción de estar defendiendo unos ideales religiosos que no eran
compartidos plenamente por Roma y, asimismo, para mantener alejados sus reinos de toda ideología
herética o heterodoxa que levantase algún movimiento social, Felipe II inició una amplia reforma
religiosa cuyo denominador común lo constituyó la pugna contra el Papado por conseguir un mayor
control e independencia en cuestiones religiosas dentro de sus reinos. Tal reforma se abordó en
cuatro líneas:
3. La definición de una ideología ortodoxa para lo cual era necesario la reforma de los centros
intelectuales que la producían y un control de la misma a través de los Catálogos de libros
prohibidos.
4. La reforma y control social a través de la catequesis y enseñanza religiosa con especial
dedicación a la población rural y a los moriscos.
En suma, se trataba de una verdadera "revolución" religiosa lo que pretendía realizar Felipe
II. Y ello fue tan importante que no solo iba a caracterizar su reinado y su propia personalidad en la
Historia, sino que la ejecución de tales medidas impusieron un halo de catolicismo y religiosidad a la
Monarquía Hispana que su evolución posterior la ha distiguido del resto de las Monarquías europeas
en el transcurso del tiempo. Ahora bien, si los dos últimos puntos podía realizarlos el monarca a
través de sus mandatos en sus reinos, no sucedía lo mismo con los dos primeros, para los que
necesitaba el beneplácito de Roma. La situación se complicaba mucho más toda vez que Felipe II
pretendía que el catolicismo romano coincidiera plenamente con los objetivos e intereses de su
política, por lo que Roma lo acusaba de "también le quitávamos el poder en lo del reformar, y que en
todo queríamos ser sus censores".
Para llevar a cabo todas estas reformas, el Rey Prudente contó con un equipo de servidores
que tomaron la defensa del regalismo monárquico frente a Roma con más celo y entusiasmo que el
propio rey, siendo el coordinador de todos ellos el Cardenal Espinosa y junto a él, Velasco y
Fresneda.
A partir de las Cortes de Toledo de 1560, recién vuelto a la península de su estancia por
Europa, Felipe II organizó no solamente la administración, sino también las instituciones religiosas
de su Monarquía. Por eso, después de haber intentado varias veces que el Pontífice "tuviesse por bien
de mandar que se reformassen todas las casas de frayles y monjas claustrales en estos nuestros reynos
de Castilla y Nauarra, Aragón, Valencia y Cataluña y en todos los otros reynos subjectos y adjacentes
a las españas de las órdenes de sanct Agustín y sanct Francisco y sancto Domingo y de todas
qualesquier otras órdenes asy de frayles como de monjas, agora sean monacales o mendicantes", el
monarca ordenaba taxativamente a su embajador en Roma, Francisco de Vargas, por carta fechada en
la ciudad imperial el 13 de marzo de 1561, que procurase de la Santa Sede un breve para la reforma.
El despacho real urgía la necesidad de la reforma en todas las órdenes al mismo tiempo que
expresaba la profunda preocupación de la Corte por la situación religiosa de la época. No obstante,
para llevar a cabo la reforma, Felipe II había formado una Junta de doctos que le asesoraban en la
materia y que venía actuando, al menos, desde 1562. Tal Junta estaba compuesta por Fray Bernardo
de Fresneda, obispo de Cuenca y confesor del Rey; Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla e
Inquisidor General; el doctor Velasco, del Consejo de Castilla y de la Cámara Real; ejerciendo de
secretario Francisco de Eraso. Sin duda los personajes más influyentes en esta época eran Fresneda y
Velasco, dado que los otros dos cayeron pronto en desgracia, siendo sustituídos.
Uno de los principales problemas para la reforma de las órdenes religiosas -a juicio de la
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Corte de Madrid- lo constituía el hecho de que sus superiores fueran extranjeros y que estos
residieran fuera de los territorios que componían la Monarquía Hispana; por ello, se exigía que la
ejecución de la reforma debería ser confiada en cada provincia religiosa a dos vicarios generales o
provinciales de los observantes de Castilla. Poco tiempo después se solicitaba que los generales de
las órdenes fueran naturales de estos reinos, pues los generales foráneos no sabían adaptarse a la
observancia de los conventos hispanos. Tal solicitud, presentada cuando se reanudaba el Concilio de
Trento, no fue del agrado de Roma.
A pesar de la negativa del Pontífice, el monarca no se dió por vencido y, como si no se fiara de
lo que se estaba acordando en Trento sobre la materia, envió otro memorial, fechado en Monzón el
15 de noviembre de 1563, donde se encontraba por haber reunido Cortes, a su nuevo embajador en
Roma, don Luis de Requesens. Según este nuevo memorial, ya no hacía falta que el Pontifice
nombrase vicarios general, como se solicitaba en la Instrucción de 13 de marzo de 1561, en lugar de
esto, se pedía una "comisión general para reformación de todas las órdenes, así monacales como
mendicantes, no reformadas". No obstante, el monarca de ningún modo quería dejar el
nombramiento de la Comisión a Roma, por ello añadía: "que venga remitido a mí el nombramiento
de las personas que hubieren de hacer esta reformación ... y que vengan por ejecutores della, ..., los
cuatro arzobispos donde se ha de hazer la reformación, a saber, el de Zaragoza, Tarragona, Valencia
y Santiago y el obispo de Cuenca". Estas dignidades eclesiásticas se servirían de frailes observantes
para realizar la reforma.
El cambio tan radical de la vida regular que se proponía llevar a cabo el monarca, se desprende
del contenido del memorial que acompañaba a la instrucción del propio rey. En este alegato se pedía
que el breve que debía extender el Papa concediera autorización para deponer de su cargo a cualquier
prelado de los claustrales que se resistiese a la introducción de la observancia en sus conventos. Para
extirpar radicalmente la vida claustral, el breve debía de prohibir, bajo pena de excomunión, la
admisión de nuevas candidatas a los monasterios claustrales. Los muchos monasterios pequeños
deberían se reorganizados y agrupados en dos o tres de suficiente capacidad. Los bienes de los
monasterios claustrales se aplicarían e incorporarían a los de la observancia.
La Corte de Madrid perseguía, por tanto, un breve particular para la reforma de los regulares
en España, prescindiendo así de lo que se estaba acordando en el Concilio de Trento sobre la materia.
La rapidez con que el Concilio aprobó el decreto sobre la reforma de los regulares no satisfizo a los
miembros hispanos del Concilio ni al propio Felipe II, que lo consideraron más un saneamiento de
costumbres, ajustándolas a las leyes de cada orden, más que una reforma. No obstante, las
pretensiones del monarca no se llevaron a cabo y ello, no tanto por oposición del Pontífice, según
comentaba Luis de Requesens a Felipe II, cuanto por la mediación del cardenal Borromeo, pues el
punto básico de la reforma propuesta por el Rey Católico, a saber, la reducción total de los
claustrales a la observancia, no había sido aprobado en el Concilio de Trento.
ásperas relaciones se mantuvieron durante ocho meses, hasta que en agosto fue revocado el
embajador español. El último día del mes de agosto salía de Roma por orden del rey, revocado de ser
embajador cerca de Pío IV, pero no de la Sede Apostólica. En el informe que dejaba al cardenal
Pacheco, su sucesor ante el Papa, acusaba particularmente a los cardenales Borromeo y Simonetta,
protectores de los franciscanos, de haberse opuesto a la instancia real. Y es que el Pontífice había
cometido el negocio a una comisión de seis u ocho cardenales, que se resistía a aceptar la propuesta
de Felipe II. Aquellos insistían en que los decretos de Trento fuesen ejecutados rigurosamente,
quejándose al mismo tiempo de que el rey aún no los hubiera promulgado en sus reinos .
Con todo, el proyecto real no había cambiado. Desde Madrid se insistía en la reducción total
de los claustrales a la observancia, como había sido expuesto en el despacho de 15 de noviembre de
1563. En caso de que Pío IV no se dejase convencer, el rey ordenaba al cardenal Pacheco que
amenazase al Papa diciendo que si no proveía tal deseo, desterraría y expulsaría de todos los reinos
de su monarquía a los religiosos que viviesen indignamente. La enérgica carta del monarca bastó
para mover al cardenal Pacheco a "dar gran furia en este negocio". Antes de presentar la instancia al
Papa, Pacheco se entrevistó con Borromeo, quien contestó con calma alegando que la reunión de
cardenales no había ordenado más de lo establecido en Trento y que "se esperava a ver qué fructo
hazían los cánones que en esta materia hablavan".
La negociación del breve parecía no tener fin; sin embargo, en la reunión que mantuvo el Papa,
con el cardenal Borromeo y el embajador español, cardenal Pacheco, ceelebrada en julio de 1565, Pío
IV se determinó a prescindir de la opinión de los cardenales y a tomar una decisión personal: "Yo
quiero remitir este negocio -dijo- al legado que va en España para que, comunicándolo con Su
Magestad, haga lo que le pareciere: o reformación o reducción a la observancia o extinción". Con el
traslado del asunto a Madrid, quedaba sustraído de la influencia de los cardenales y sujeto a la
intervención de Felipe II.
Durante el último año del pontificado de Pío IV la tirantez entre Madrid y Roma se había
intensificado cada vez más A ello contribuyó, no solo los problemas de jurisdicción y reforma de
órdenes religiosas, sino también la intromisión del Consejo Real en la celebración de los concilios
provinciales ordenada por Felipe II en julio de 1565. Por lo que la elección de Pío V, el 7 de nero de
1566, llenó de alegría la Corte hispana dadas las aspiraciones y manifestaciones sinceras que había
hecho antes de ser elegido.
Inmediatamente, Luis de Requesens fue enviado, de nuevo, a Roma con el fin de conseguir los
deseos del rey. Ya en la primera entrevista que el nuevo embajador mantuvo con el Pontífice, éste le
prometió conceder el breve de reforma que tanto ansiaba Felipe II; sin embargo, las negociaciones
fueron harto dificultosas. Por fin, el dos de diciembre de 1566, el Pontífice extendía el breve Maxime
cuperemus en el que se encargaba la reforma a los ordinarios, pero éstos debían de servirse del
provincial de los franciscanos observantes en cuya provincia hubiera conventos y de otro religioso
observante para someter a los frailes conventuales a la observancia. En este breve no se hablaba de la
reformas de las monjas, según Requesens, por olvido del secretario Papal, por lo que diez días
después (12 de diciembre de 1566) se despachaba otro breve (Cum gravissimis de causis) sobre el
tema.
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Dos meses después de que Felipe II hiciera todas esta peticiones a su embajador en Roma, Pío
V extendía una serie de breves titulados, In prioribus, en los que se daba facultad a los obispos y
provinciales para subdelegar, procurando así agilizar la reforma; también disponía en cuanto a las
reforma de las órdenes que no tenían observantes. Remataba esta colección legislativa el breve
Superioribus mensibus (fechado en Roma el 16 de abril de 1567), "auténtico código de la reforma
española", cuyos puntos principales eran:
Con estas normas concedidas por Pío V, la reforma hispana aparecía acreditada y canonizada,
al menos, por lo que se refiere a la exclusividad de la Observancia como única reforma legítima de
vida religiosa dentro de cada institución. A partir de ahora el esfuerzo de Felipe II se centró en
aplicarla en los territorios de su Monarquía. Era tarea que esperaba al Consejo Real y a la Junta
creada específicamente para ello.
La segunda vía que Felipe II debía abordar para fundamentar su política era procurar que la
Iglesia Católica definiese su doctrina, lo que equivalía a terminar el concilio de Trento, y
posteriormente implantar los acuerdos en sus reinos. Ejecutar ambos planes requería un arduo
trabajo.
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En segundo lugar, era necesario atraerse a la poderosa monarquía francesa que, si por una
parte era católica, por otra recelaba del poder de la monarquía hispana, aliándose o transigiendo las
actividades de los enemigos de Roma. Felipe II siempre tuvo en cuenta esta actitud y en la paz de
Cateau-Cambresis (abril de 1559), ambas monarquías ya admitieron un artículo sobre la celebración
del concilio. Sin embargo, cuando llegó el tiempo de la convocatoria, se pusieron claramente de
manifiesto los verdaderos intereses políticos galicanos, muy alejados de los del Rey Católico, que
pretendían reunir un concilio solo de su Monarquía, lo que podía producir la separación religiosa de
Francia de la Santa Sede, por lo que Pío IV envío al obispo de Viterbo, Sebastián Gualterio, como
nuevo nuncio a París con la misión de estorbar la reunión del clero francés y declarar que el Papa
quería la celebración de un concilio general.
Por su parte, el Emperador (tío de Felipe II) mostraba una sorprendente postura ambigua con
el fin de no molestar a nadie. Mientras daba largas a Roma alegando que el concilio requería una
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mayor preparación, con lo que se ganaba a los protestantes, a Felipe II le escribía a través de su
embajador en Viena, el conde de Luna, todo lo contrario. De esta indecisión vino a sacarlo la nueva
postura que había adoptado la Corte de Francisco II, según la cual, prescindía de realizar su concilio
si el nuevo que iba a convocar el Pontífice no era considerado continuación del que se había
celebrado en Trento. Esta propuesta fue acogida con entusiasmo por Fernando I, que se atrevió a
proponerla a Madrid.
Felipe II, asesorado por una junta de teólogos, no podía admitir tal propuesta porque era
condescender con los luteranos, mientras que el papado tampoco podía aceptarlo pues era quitarle su
autoridad y volver a la inseguridad de tiempos pasados, pero tampoco podía consentir la postura
francesa de realizar un concilio "nacional".
En el inicio de las instrucciones se expresaba la importancia que tenía dicho concilio, pues,
"si pudiera ser -escribía el rey- y el estado de nuestros negocios diera a ello lugar, asistiéramos
personalmente en el dicho concilio". Tras aconsejar al embajador que mantuviese buenas relaciones
con el Pontífice y con los embajadores de los demás príncipes, se le señalaban todos y cada uno de
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Según la tradición, el orden de asiento que los representantes de los príncipes ocupaban en
los acontecimientos intermonárquicos era: el primer lugar correspondía a los embajadores imperiales,
el segundo a los del rey cristianísimo y en tercer lugar al rey católico. Dado que Carlos V había sido,
además de Emperador, rey de la monarquía hispana, rompió la tradición; pero al dejar el Imperio a su
hermano, la situación se restablecía, precediendo los embajadores franceses a los hispanos, lo que no
fue admitido por Felipe II que alegaba otros derechos.
En diciembre de 1563 concluía el concilio de Trento. Entre los numerosos cánones aprobados
en la sesión XXIV, se señalaba la obligación de celebrar un concilio cada tres años en todas las
provincias eclesiásticas con el fin de corregir los abusos, costumbres, etc. de los clérigos y fieles.
Para iniciar esta serie de concilios provinciales, el de Trento prescribió que durante el año siguiente,
el metropolitano de cada provincia eclesiástica, y en su defecto el más antiguo de los sufragáneos, lo
convocase.
Felipe II, que por cédula de 12 de julio de 1564 había aceptado los acuerdos del Concilio
tridentino en todos los territorios de su Monarquía, se dispuso a que se cumpliese también este
canon. Con tal fin, se entregaba al Consejo de Castilla, en enero de 1565, un formulario para que
discutiera la forma cómo se llevarían a cabo, al mismo tiempo que recibía los informes pedidos a tres
prelados sobre el asunto. El 10 de abril se dirigía a los prelados de sus Reinos invitándoles a realizar
tales concilios: los arzobispos de Santiago, Sevilla y Granada, el cardenal de Burgos, los opispos de
Oviedo y León que eran exentos y al obispo de Córdoba, que debía presidir el Concilio de Toledo
por hallarse preso el arzobispo Carranza en Roma.
Seguidamente, Felipe II nombró a sus representantes en los concilios provinciales -lo que
produjo gran disgusto en Roma, que veía en la actitud del rey una intromisión en su jurisdicción, y
ciertas tensiones en los cabildos- para que le informasen minuciosamente del desarrollo de los
mismos. Ello resulta lógico si se tiene en cuenta que la doctrina tridentina fue adaptada por el Rey
Prudente al contenido ideológico de su actuación política, tanto en Europa como en los Reinos
peninsulares, lo que produjo la adopción de una serie de medidas y transformaciones.
El tercer paso que dió Felipe II fue definir la ideología que justificaba su actuación política y
a la que debían sujetarse todos sus súbditos. Este "programa político" ha sido calificado con
diferentes términos -no todos igual de precisos- por los historiadores posteriores. Así, se le conoce
como la "contrarreforma católica" en cuanto que, según gran número de historiadores, se trataba de
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implantar los acuerdos de Trento y defender el catolicismo en Europa con los ejércitos hispanos. No
obstante, como se ha explicado en capítulos anteriores, los acuerdos de Trento que se implantaron en
los reinos hispanos estuvieron mediatizados por los intereses del monarca, lo que ocasionó
numerosos enfrentamientos con Roma; por ello, otro grupo de historiadores claramente definido lo
ha denominado "catolicismo nacional", tratando de incidir en esa peculiaridad de la ideología
religiosa defendida por Felipe II, lo que presupone que dentro de la religión católica había
determinadas corrientes que, sin ser heréticas, eran consideradas heterodoxas porque no se
adecuaban plenamente con los intereses de la Monarquía.
La implantación de una ideología ortodoxa comenzó en primer lugar por la visita y reforma
de los estudios univeristarios. En 1564, era envíado Juan de Ovando como visitador a la universidad
de Alcalá. Ovando venía sirviendo a Fernando de Valdés como provisor del arzobispado de Sevilla
hasta esta fecha en que aceptó visitar la universidad Complutense, a pesar de la insistencia del
Inquisidor General para mantenerlo en la ciudad Hispalense.
La universidad de Alcalá se había constituído en uno de los centros académicos con una
tendencia religiosa interiorista (recogida) definida desde su fundación frente a la universidad de
Salamanca en donde se respiraba una espiritualidad más formalista e intelectual. Ello era debido a la
idea que tuvo su fundador, el cardenal Cisneros, de hacer una universidad semejante a la de París, no
solamente en la materia que constituía la facultad más importante de la universidad, la de teología,
en perjuicio de todas las demás y sobre todo el derecho; lo contrario que sucedía en Salamanca,
donde el estudio de ambos derechos (utroque iure) resultaba esencial, sino también en los modos de
explicarla, al introducir la vía nominalista. No resulta extraño, por tanto, que en torno a Alcalá
surgiera una espiritualidad interiorista, difícil de controlar por la autoridad correspondiente, que a
veces derivó en corrientes heréticas, como la de los alumbrados.
Finalmente, la ortodoxia era preciso vigilarla, al mismo tiempo que se definía de manera
negativa, a través de los Catálogos de libros prohibidos. Como sucediera con las reformas anteriores,
el monarca pretendía controlarla a través de una institución en la que pudiera influir, tal era la
Inquisición
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La reforma que llevaba a cabo el monarca no solo consistía en definir la ortodoxia, sino en
implantarla en la sociedad. Para ello, Este afán de reforma llevó, en primer lugar, a reestructurar la
distribución y límites de las diócesis que desde tiempos de Fernando III (en el siglo XIII) apenas si
habían experimentado variación. A partir de la segunda mitad del siglo XVI, la geografía eclesiástica
de la península experimentó una gran transformación: aumentó considerablemente el número de
obispados y se creó la nueva metrópoli de Burgos, pero, sin duda, fueron todavía más los proyectos
que no se realizaron a pesar de los esfuerzos del rey. Aunque en Roma pensaban que el
acrecentamiento del número de obispados obedecía a una maniobra de Felipe II para tener más votos
en los concilios universales, el esfuerzo principal iba dirigido a centralizar las diócesis en manos de
los obispos con el fin de catequizar el mundo rural. Evidentemente, ello suponía que los nuevos
prelados debían de conocer y estar comprometidos con la reforma religiosa que llevaba a cabo el
monarca; para lo cual nadie cumplía mejor tales requisitos que los prelados que habían asistido a
Trento, la mayor parte de ellos pasaron por el Consejo de Inquisición, o desempeñaron el cargo de
inquisidor en algún tribunal del Santo Oficio.
Pero si el control de las costas atlánticas era importante, no lo era menos seguir controlando
el Mediterráneo. Se había acabado la rebelión de los moriscos de Granada y aprovechando
la afinidad de intenciones con el Papa y la república de Venecia, Felipe II se decidió c
ombatir a los musulmanes por mar. Con motivo de ello se fundó un tribunal de la inquisición
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de la Mar