Reseña - Campagno La Revolución Urbana en Aca Precolomb
Reseña - Campagno La Revolución Urbana en Aca Precolomb
Reseña - Campagno La Revolución Urbana en Aca Precolomb
estatal sólo son posibles allí donde la lógica del parentesco dibuja un espacio social,
habilitando espacios intersticiales en donde la norma moral de la reciprocidad no se
halla presente. Los intersticios del parentesco son locus propicios para la construc-
ción de tramas basadas en la coacción, para el tejido de una relación estatal, es decir,
entre no-parientes. Habida cuenta de la diversidad de situaciones históricas y la
variabilidad de las condiciones en las que el Estado se hizo presente, Campagno pro-
pone pensar dos escenarios para tal alternativa. El primero correspondería a las rela-
ciones que pueden ser establecidas entre dos o más comunidades aldeanas situadas
en áreas geográficas relativamente distantes, en las que cada trama parental se ubica
territorialmente separada de las otras. Este tipo de interacciones puede involucrar
prácticas de intercambio o prácticas de conflicto, siendo esta última, en el registro
de la guerra de conquista y la institucionalización permanente del lazo vencedor-
vencido, la puerta por la cual ingresaría en la escena la práctica estatal. El otro esce-
nario se percibe a partir de los vínculos que tejen diferentes tramas parentales en un
mismo núcleo poblacional, y en este sentido, el fenómeno urbano brinda esta posi-
bilidad, puesto que en las ciudades se advierte la presencia de varias familias, hete-
rogéneas y desvinculadas entre sí. A fortiori, el fenómeno de la urbanización iría
construyendo un nuevo entramado de relaciones entre aquellas familias locales y los
individuos y grupos forasteros que arribaran, incorporándolos en la estructura social
bajo modalidades de subordinación o dependencia.
Las líneas que siguen en el escrito se dirigen a analizar la nueva situación del
parentesco en una sociedad estatal, puesto que uno no supone la eliminación del otro,
es decir, las diversas formas en que ambas lógicas se hallan en interfaz –la confor-
mación de las elites estatales, la adscripción de las agrupaciones campesinas a las for-
mas de trabajo, la expresión de las relaciones con el mundo sagrado y vinculación
con las divinidades, la jerarquías, entre otros– y las capacidades por las cuales el
Estado interviene, interfiere y se vuelve algo omnipresente e inescrutable en el teji-
do social, para finalizar con el tratamiento de la diversidad de formas que adopta la
estatalidad en estas sociedades, basándose en la distinción esbozada por el arqueólo-
go Bruce Trigger entre Estados territoriales –que supone al principio la coexistencia
de varios núcleos «proto-estatales» y la posterior fusión y subordinación de ellos bajo
la hegemonía de un solo núcleo (los casos de Egipto, Teotihuacan, Wari, Tiwanaku,
Monte Albán, parcialmente Moche)– y ciudades-estados –donde se afirmaría un
patrón policéntrico de núcleos (Mesopotamia, el ámbito maya, el valle del Indo)–.
A lo largo de El origen de los primeros Estados, Marcelo Campagno nos ha aden-
trado –conjugando los aportes de la historia social, la antropología y la arqueología,
con un rigor propio de quien maneja el tema y una prosa amena– en la experiencia
social que suscitó la emergencia de los espacios urbanos y de dispositivos estatales
que se condensaron en tramas culturales diferenciadas a lo largo del globo, que han
dejado huellas en las arenas del tiempo y del espacio, pero que han desaparecido
hace bastante y que hoy miramos con ojos científicos, como la alteridad a ser pen-
sada desde el hoy.
David Ch. WRIGHT CARR, Lectura del náhuatl. Fundamentos para la traducción de
los textos en náhuatl del periodo Novohispano Temprano. Instituto Nacional de
Lenguas Indígenas, México DF, 2007. 273 páginas.
como hace con las posposiciones y sufijos locativos, rechazando algunas nominacio-
nes «clásicas» de los frailes gramáticos, oponiéndose a la denominación de «sufijo
relacional» de Andrews, y remedando a Siméon, Garibay, Sullivan, Campbell y
Karttunen en el resto, pero con tendencia a mantener cierto hispanismo gramatical
como ocurre cuando usa categoría léxica de «adjetivo» sin correspondencia en
náhuatl. Eso no quita para que tome opciones lingüísticas en el otro sentido, como
ocurre al hablar de los pseudosufijos de actitud, caso en el que sí creemos que la
denominación como sufijos diminutivos, aumentativos, honoríficos, etc. sería más
clara para el traductor. Sobre este elemento se ofrecen cuadros sintéticos y comen-
tarios tanto en el texto como en notas a pie de página que bien podrían constituir un
apartado ex profeso sobre sus implicaciones para la comprensión y traducción, máxi-
me cuando se advierte que ni los autores citados (Karttunen y Campbell) tienen clara
esta cuestión de la semántica de estos sufijos. Así, por ejemplo, esclarecer si -tzinco
indica «un asentamiento nuevo» (-tzīnco) o «un lugar reverenciado» (-tzinco) es algo
tan ímprobo como estéril (pp. 102-105). En eso, la discusión planteada no se enfo-
ca debidamente a la traductología o lexicografía, sino a la codicología y la lingüís-
tica, por lo que puede ser muy erudita pero no sirve de nada al traductor y se vuel-
ve accesoria. Se echa en falta una explicación de la significatividad y sentido de
estas formas en textos complejos –más en la línea de lo recomendado por autores
como G. Steiner o P. Ricoeur–, lo que habría sido de más ayuda y aclaración.
En cuanto a la traducción de textos, escoge como tales, metáforas recogidas en el
Códice Florentino y glosas del Mapa de Huamantla y del Códice de Huichapan. Sin
desmerecer las lecciones que se desprenden de su conocimiento como especialista
en códices y la exposición de su método, no son precisamente el tipo de texto que el
traductor novato debe enfrentar o con el que tenga una mayor dificultad el experi-
mentado. Si se ha primado un motivo en la elección, ése es el de lograr cierta efica-
cia didáctica con el uso de pequeños textos (casi diríamos que sólo se traducen en
ocasiones palabras), sin entrar en cuestiones más complejas como la traducción de
relatos (lugar donde se puede entender mejor todo el tema de la consecución tempo-
ral del verbo o la importancia de la pragmática, por ejemplo). En todo caso, traducir
idioms es algo bastante complicado para tratar de un inicio, aunque el abordaje de
las paradigmáticas metáforas del Códice Florentino permiten ver adecuadamente la
exposición de su método de triangulación analítica-comparativa de tres pasos (aná-
lisis morfológico del texto en L1–recopilación y análisis de traducciones modernas
del texto a la L2–revisión de glosas y traducciones coetáneas en una L3); que es el
que todos hemos desarrollado al abordar textos recogidos por Sahagún1. Respecto a
las glosas es interesante el apoyo en otras glosas en lenguas amerindias como el
ñhañhu o el apoyo en los glifos pictográficos.
Su reflexión sobre el arte de traducir se revela complejo y sólo se logra una comu-
nicación de experiencias, pues deja en manos del lector el comprender las implica-
ciones teóricas de los criterios empleados. Por ejemplo, no se llega al nivel de la tra-
ducción comprensiva, caso llamativo en el ejemplo del antropónimo Quauhxilotl (p.
1
Cf. Miguel Figueroa-Saavedra, «Sustantivos mútilos y su traducción en el Códice Florentino». Revista
Española de Antropología Americana 30: 191-220. 2000.
Miguel FIGUEROA-SAAVEDRA
Universidad Veracruzana Intercultural
Efemérides sobre el destino final del ser humano en la muerte hay muchas, todas
ellas resumibles en que nacemos y vivimos para morir; por más que suene a tópico,
no hay nada como mirar a la muerte para entender la vida. Quizás por ello los siste-
mas de creencias terminan generalmente girando en torno a la muerte y lo que habrá
más allá de ella, reglando así nuestras acciones en esta vida e incluso nuestra mane-
ra de morir. Por este motivo las etnografías de la muerte hablan más de vivos que de
muertos, más de reproducción sociocultural que de extinción, y por lo mismo el
estudio de la muerte se sitúa entre los temas clásicos de la antropología –sujeto a
paradigmas y a modas, sí, pero siempre recurrente–.
Sin embargo, al escribir sobre la muerte se olvida con frecuencia la necesidad de
contextualizarla dentro de las estructuras sociales, así como la de situar al muerto en
el lugar que le corresponde –y no pienso en un juicio moral de su alma, sino en su
posición dentro del sistema social en el que vivó y en el que, de un modo u otro,
seguirá viviendo–. Por eso hablar de los muertos otros es más fácil que hablar de los
muertos propios, porque aquéllos no dejan de ser distintos y distantes de los nues-
tros, sobre los que sin embargo nos cuesta mucho pronunciarnos. Y es que será que
tienen razón Juan Antonio Flores Martos y Luisa Abad González, coordinadores de
esta obra, al señalar en su presentación («Con la muerte en la cabeza: notas antropo-
lógicas sobre muertes americanas», págs. 11-29) que el antropólogo no siente a esos
muertos otros, adoptando frente a ellos una postura fría y desprovista de emociones
desde la cual aspira a alcanzar un mayor rigor analítico. Por eso el principal valor de
Etnografías de la muerte y las culturas en América Latina es el de ofrecer un con-
junto de veinticuatro ensayos que aún dialogando con la muerte hablan de culturas
vivas, acercándose desde una enriquecedora diversidad de puntos de vista no sólo a
una buena muestra de los grupos amerindios que pueblan el continente, sino también
a sociedades mestizas y afroamericanas insertas en contextos urbanos. Una obra plu-
ral movida por el aliento renovado de una antropología de la muerte, como ellos
apuntan tentativamente, «experiencialista», desde la cual generar un intercambio de
emociones entre el investigador y su objeto de observación.
Sin perder de vista este posicionamiento, y tomando la palabra a sus coordinado-
res, el volumen está organizado en tres grandes bloques que sin embargo se presen-
tan sin división formal alguna. En primer lugar, un conjunto de siete ensayos antro-
pológicos sobre la concepción de la muerte desde la reproducción social en el
mundo hispánico, en las sociedades amerindias de Mesoamérica, los Andes y las
Tierras Bajas Sudamericanas, y en los cultos de posesión y la religiosidad popular
afrobrasileña. Así, Stanley Brandes aporta, desde «Visiones mexicanas de la muer-
te» (págs. 31-51), un análisis desmitificador de muchos de los tópicos que se pro-
yectan de modo unánime sobre lo mexicanos y su idea de la muerte en tono burles-
co y festivo, desmenuzando más bien los imaginarios colectivos sobre los cuales se
asientan dichos estereotipos nacionales. Compartiendo esta tarea crítica, Manuel
Gutiérrez Estévez hace lo propio en «Muertes a la española. Una arqueología de sen-
timientos tópicos» (págs. 53-74), un denso análisis del imaginario de la muerte en
España desde los procesos de enculturación, con énfasis en la literatura oral y la teo-
ría del pensamiento filosófico. Por su parte, el análisis que María Carbajo Isla hace
de la muerte en España en «Muertes malas. Ejecuciones en el siglo XVIII» (págs.
75-98) adopta un punto de vista microhistórico, centrado en la gestión burocrática y
judicial de la muerte y la ritualización de la pena capital en el Madrid dieciochesco,
con algunos apuntes traídos desde los territorios coloniales americanos.
Combinando etnografía y contundente crítica teórica, Mark Münzel reflexiona en
«Individuos tristes y teorías que no mueren: entre una muerte indígena que cambia
y una etnofisiología que no vive» (págs. 99-111) acerca de cómo los antropólogos
occidentales se han aproximado tradicionalmente a la muerte en las sociedades indí-
genas de las Tierras Bajas Sudamericanas, y en concreto de los aché paraguayos y
sus vecinos tupí-guaraníes o amazónicos. El ensayo de Mario Humberto Ruz, «La
comunidad atemporal. De vivos y difuntos en el mundo maya» (págs. 113-154),
ofrece una deliciosa síntesis de las creencias que los diferentes grupos mayas de
México, Guatemala, Belice y Honduras mantienen respecto de los difuntos y acerca
de la estrecha interacción que vivos y muertos mantienen en la constitución de la
comunidad; un nosotros atemporal que habita en espacios permeables, y que ha
sobrevivido a las profundas transformaciones socioculturales que estas gentes han
experimentado en los últimos tiempos. Por su parte, Xavier Albó repasa en «Muerte
andina, la otra vertiente de la vida» (págs. 137-154) los rasgos fundamentales de la
conceptualización de los muertos en las sociedades andinas actuales, básicamente
desde las prácticas rituales funerarias, pero también desde una profunda reflexión de
la muerte como necesaria simiente de vida y armonía comunitaria. Combinando la
reflexión antropológica con la experiencia etnográfica, cierra este bloque «La muer-
te, los muertos y los vivos en la religiosidad popular brasileña» (págs. 155-164),
Revista Española de Antropología Americana 245
2009, vol. 39, núm. 1, 237-259
Reseñas
donde Fernando Giobellina Brumana aborda las relaciones entre muertos y vivos
dentro del espiritismo kardecista, el pentecostalismo, la umbanda y el candomblé
imperantes en la religiosidad popular afrobrasileña, desde donde la muerte resulta
entendida como un rito de paso para la domesticación de la vida.
El segundo bloque de esta obra lo constituye un conjunto de diez trabajos etno-
gráficos que encaran los universos de la muerte en contextos amerindios, afrocari-
beños, mestizos, urbanos y de frontera, no sólo desde posiciones originales y atrevi-
das, sino en ocasiones pioneras en esa llamada Antropología de la Muerte; un rico
testimonio emocional e intelectual sobre diferentes dimensiones de la muerte y los
muertos en escenarios y problemáticas latinoamericanos tan dispares como aproxi-
madas. A través del análisis de mitos y cantos, Óscar Calavia Sáez cuestiona en
«Viajeros, extraños y extraviados: los yaminawa y sus muertos» (págs. 165-181) la
creencia generalizada de que la muerte sea un concepto universal, partiendo para
ello de su experiencia entre los yaminawa y otros grupos amazónicos, que carecen
de un concepto desde el cual poder considerarla, y para quienes los muertos siguen
coexistiendo junto a los vivos como otra especie de humanidad. Gerardo Fernández
Juárez trata en «Un difunto en el altar: los ‘niños difuntos’ y su relevancia ceremo-
nial en los Andes» (págs. 183-208) sobre el «Niño Compadrito», singular figura del
santoral cuzqueño y pieza clave en la integración de las muertes infantiles en la lógi-
ca sociocultural y las prácticas rituales andinas. Cambiando radicalmente de tema,
Elsa Blair aborda en «La teatralización del exceso. Un análisis de las muertes vio-
lentas en Colombia» (págs. 209-233) los conceptos de «cultura de la muerte» y «cul-
tura de la violencia» en ese contexto colombiano donde la las muertes violentas
imprimen cierto carácter a la sociedad y la política nacionales. Sobre estos mismos
conceptos reflexiona Francisco Ferrándiz en «Juventud en el respirador.
Supervivencia y muerte en los barrios venezolanos» (págs. 235-251) al describir la
presión social que la muerte violenta ejerce en la construcción de las identidades
juveniles en esa Venezuela de los barrios marginales, donde la «cultura de la muer-
te» está asociada a políticas de criminalización y estigmatización. Guillermo Alonso
Meneses analiza en «La muerte de migrantes clandestinos en la frontera México-
Estados Unidos y su tratamiento periodístico» (págs. 253-271) el impacto que la
muerte trágica de la inmigración ilegal que trata de cruzar la frontera entre México
y Estados Unidos produce en los medios de comunicación; muertos anónimos e invi-
sibles para los gobiernos de ambos países y a los cuales parece que sólo desde la
prensa escrita se les intenta otorgar cierta dignidad humana. Juan Antonio Flores
Martos presenta en «La Santísima Muerte en Veracruz, México: vidas descarnadas
y prácticas encarnadas» (págs. 273-304) el culto mexicano de la Santa Muerte en el
contexto social de unos escenarios urbanos donde la precariedad y la inseguridad
hacen que la muerte está permanentemente presente; un trabajo pionero que analiza
la capacidad de transformación de un culto tremendamente individualista, sincrético
y versátil que empieza a expandirse internacionalmente. A partir de un estudio de
caso, Javier García Bresó aborda en «Los símbolos del miedo y la paz: la muerte en
Monimbó, Nicaragua» (págs. 305-332) la influencia que la hechicería y las supers-
ticiones ejercen sobre la concepción local de una muerte naturalizada y asumida que
juega un importante papel en el reforzamiento de los lazos sociales comunitarios.
Partiendo del análisis cultural de los cementerios de comunidades indígenas del alti-
plano oriental de Guatemala, Julián López García resuelve en «Los nuevos cemen-
terios en la región maya-chortí de Guatemala. Representaciones saturadas y diálogo
interétnico» (págs. 333-355) cómo estos grupos están experimentando profundos
cambios éticos y estéticos que llevan a la tentativa de considerar los camposantos
como nuevos escenarios de condensación del sentido de la sociedad. Desde una
perspectiva filosófica, Yanet Segovia trata en «Hay que estar ahí. No hay que tener-
le miedo a la muerte. (El antropólogo en el espacio de la experiencia)» (págs. 357-
367) sobre la cuestión de la falta de diálogo entre diferentes actitudes culturales ante
la muerte, discutiendo los pros y los contras de que las ciencias sociales se identifi-
quen emocionalmente con su objeto de estudio. Volviendo sobre la temática de las
muertes violentas, en este caso en Nicaragua, Mª Ángeles Beltrán Núñez reflexiona
en «La Muerte como elemento desestabilizador de la cohesión social en el Caribe
nicaragüense» (págs. 369-383) sobre cómo la «muerte natural» puede llegar incluso
a hacerse incomprensible en una sociedad azotada por la crisis socioeconómica y
vital, los desastres naturales y la guerra.
Fiel al espíritu general de la obra, su tercer bloque lo componen seis ensayos de
tipo testimonial que aspiran a una aplicación práctica del trabajo etnográfico en pos
de la modificación de algunas de las situaciones dramáticas que acosan a las socie-
dades latinoamericanas. Así, desde ellos se enriquece el análisis plural de la muerte
en América Latina no sólo desde las experiencias de antropólogos y sociólogos, sino
dando también voz a indigenistas, médicos y personal sanitario y a profesionales de
la cooperación y el desarrollo. Médico y antropólogo, Roberto Campos Navarro
repasa en «¡Quinto para mi claverita! Vivencias de un médico mexicano sobre la
muerte» (págs. 385-404) aquellas experiencias con la muerte que han marcado su
trayectoria personal, reflexionando sobre ese doble juego que el médico debe poner
en práctica para proteger sus sentimientos frente a esa muerte que, a veces, le gana
la partida en el ejercicio de su profesión. También desde una perspectiva médica,
Ineke Dibbits analiza duramente en «Cuando la mortalidad es el pretexto para la
indignidad» (págs. 405-425) las políticas sanitarias bolivianas por reducir las altas
tasas de mortalidad materna durante el parto, reflexionando a partir de historias de
pacientes sobre los resultados ambiguos de las prácticas de salud intercultural en
Bolivia. A partir de su experiencia como trabajadora para el Instituto Nacional
Indigenista, Mª Teresa Valdivia Dounce presenta en «Morir en la sierra» (págs. 427-
451) un recorrido por su experiencia con la muerte en México, y en particular con la
muerte repentina y muchas veces violenta en la sierra de Sonora y el territorio gua-
ríjio, analizando la escritura sobre la muerte como mecanismo para sobrevivir al
dolor y para no olvidar. Desde su posición de médico «de provincia», Jorge E.
Molina Peñaranda recapitula en «Encuentros y desencuentros con la muerte en esce-
narios rurales y urbanos del Altiplano Aymará» (págs. 453-458) su experiencia –ínti-
ma y personal– con la muerte entre las poblaciones del altiplano boliviano y la ciu-
dad de El Alto, reflexionando especialmente sobre la desconfianza de los pacientes
en los profesionales sanitarios y la falta de entendimiento entre ellos. En una línea
similar, como médico en un pequeño hospital sito en territorio maya-chortí de
Guatemala, Carlos Arriola Monasterio relata en «Reacciones ante la muerte. Una
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Reseñas
perspectiva indígena Chortí y médica» (págs. 459-470) su experiencia con las muer-
tes indígenas desde el análisis de las reacciones de quienes han de enfrentarse a la
muerte de un familiar; un texto realmente emotivo que reflexiona asimismo sobre la
falta de «formación humana» que reciben aquellos médicos que han de enfrentarse
día a día con la dura realidad del campo.
Como colofón de este libro, desde «América Latina: un ejemplo de sociedad y
pueblos resilentes. (Últimas voluntades)» (págs. 471-486) Luisa Abad González
rinde un homenaje a todos aquellos que en Latinoamérica han muerto a consecuen-
cia de las catástrofes naturales, la violencia política, la represión y la discriminación
social, ética y de género, trazando para ello un recorrido por distintas memorias trau-
máticas de Perú, Colombia, Chile, Guatemala y Argentina.
En fin, veinticuatro ensayos reunidos en Etnografías de la muerte y las culturas
en América Latina que convierten a esta obra, insisto en ello, en un volumen de refe-
rencia dentro de los estudios antropológicos sobre ese tema tan simple y a la vez
complejo que es la Muerte, y cuya lectura resultará sin duda edificante no sólo a los
especialistas sino a cualquiera interesado en la lucha por la vida de las sociedades
latinoamericanas. Dado que morir morimos todos –antes o después, de mejor o peor
muerte–, nada de particular tendrían esas muertes otras presentadas en este libro, de
no ser porque el tono con que los diferentes autores que participan en él se aproxi-
man a la muerte inmortaliza a quienes ya están muertos y testimonia la lucha por la
vida y la supervivencia de las culturas latinoamericanas. Ésta es la apuesta funda-
mental de esta obra y su principal valor.
recién citada de Róna-Tas, con la diferencia de que este último es muy útil una vez
se inserta en el contexto para el que ha sido escrito con independencia del título,
mientras que el libro de JHH, tal y como se intentará exponer a continuación, difí-
cilmente puede ser utilizado con algún fin (positivo).
Introducciones a la lingüística esquimal-aleuta escasean. Entre todos los textos
que podrían suplir dicha carencia quizás el más relevante sea el de Miyaoka (1978),
que JHH no cita en su elenco bibliográfico. Sin embargo, su utilidad queda cercena-
da desde el principio al estar redactado en japonés. Además, el texto se concentra en
la rama esquimal, de la que el propio Miyaoka es una eminencia mundial, sobre todo
en lo referente a la subrama yupik. La lengua aleuta sólo se menciona en varias oca-
siones, sin análisis de mayor trascendencia. Lo cierto es que los artículos indispen-
sables de Bergsland sobre la relación (genética) entre la rama esquimal y la lengua
aleuta (i.e. 1986, 1989) no habían sido todavía publicados, aunque ya existían algo
más que anotaciones de valor en otros trabajos, i.e. Bergsland (1951, 1958) o Marsch
y Swadesh (1951). La reticencia de Miyaoka a profundizar en el material aleuta es
una postura típica en la lingüística esquimal (aleuta) que sólo ha cambiado tras el
colosal trabajo de Knut Bergsland. Un detalle historiográfico que JHH no explica,
como otras muchísimas cuestiones de índole elemental sobre filología esquimalaleu-
ta, es que la relación entre las lenguas esquimales y la aleuta, aunque considerada
realmente obvia desde el principio (el primer tratamiento comparativo, muy rudi-
mentario, se debe al capitán James Cook, allá por 1784), no fue reconocida como tal
por la Bureau of American Ethnology (Smithsonian Institution) en 1885. Pese a que
Albert Gallatin (1836), Ferdinand von Wrangell (1839) o Robert Gordon Latham
(1845) aceptaron el análisis de Cook, muchas autoridades ignoraban el detalle de la
relación genética entre estas lenguas, y aparentemente sólo fue aceptada –más bien
reconocida– tras la insistencia de Albert Samuel Gatschet (1886) por incluir el aleu-
ta en la bibliografía especializada que aquel mismo organismo estaba confeccionan-
do sobre las lenguas esquimales. Para las referencias exactas, así como otros deta-
lles, véase Foster (1996: 70-74) y Goddard (1996b: 301). A falta de manuales espe-
cializados, el interesado en lingüística/filología esquimalaleuta normalmente ha
recurrido a la lectura conjunta de Woodbury (1984) y Krauss (1973, 1979), quizás
con el complemento de Goddard (1996a) y Mithun (1996) y p.ej. la extraordinaria
gramática de Jacobson (1995), de fácil acceso y muy pedagógica.
Tal y como se ha dejado entrever en el párrafo anterior, el tono general del texto
de JHH está totalmente alejado del concepto de introducción, más si cabe aplicado a
las lenguas esquimalesaleutas. De hecho, tras la lectura del prólogo (pp. 5-6), el índi-
ce general (pp. 7-10), las abreviaturas y símbolos (pp. 11-12) y la introducción (pp.
13-28), el interesado no sabrá prácticamente nada sobre estas lenguas, al margen de
información general y (muy) superficial. El objetivo de un texto introductorio debe
ser precisamente concretar los datos generales y transmitir al lector la seguridad de
que dicha información ahora está completa y no necesita de consultas adicionales.
Sobre todo hay que asegurarse de que el lector realmente comprenderá el conoci-
miento que se le está transmitiendo. Tal y como afirmó Richard Feynman, es nece-
sario saber lo que se sabe. Así, ningún lector será capaz de descubrir que en 1819 (y
no 1818, como afirma FHH, cfr. Woodbury 1984: 62, Bergsland 1997a: 7, 20012:
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Reseñas
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2007 Comparative Wakashan Dictionary. Münich: Lincom Europe.
considerados los «dueños» de los manantiales y los ríos. La parte central del análi-
sis de los textos es la relación entre la gente y la vida acuática, especialmente los
seres míticos que se encargan de proteger esa vida. La relación entre hombres y dio-
ses se basa en el principio de reciprocidad, norma esencial de las relaciones sociales
al interior de la comunidad.
El libro concluye subrayando que la identidad nahua se articula principalmente a
nivel comunal, a través de principios socio-políticos y religiosos que exigen la coo-
peración en la reproducción del sistema de autoridad y de los cultivos tradicionales.
Lo colectividad es la protagonista en las narraciones, por encima de los héroes par-
ticulares. De manera que la reproducción de los relatos promueve y reafirma valo-
res como la integración comunal y el respeto a las instituciones. Señala que algunos
elemento de la identidad nahua tienen profundas raíces mesoamericanas, otros son
adaptadas a las condiciones actuales, pero ambos casos permiten múltiples interpre-
taciones. Esta polisemia otorga cierta libertan en los narradores, dando lugar a la
integración de nuevos elementos y a la redefinición de la identidad comunitaria.
Es preciso mencionar que las argumentaciones están bien documentadas y cuen-
tan con una bibliografía amplia y actualizada. Los relatos registrados aparecen exce-
lentemente trascritos en lengua nahuatl y acompañados por sus correspondientes tra-
ducciones al inglés. El análisis textual es detallado y abunda en información acerca
del contexto cultural nahua para su comprensión. Asimismo, proporciona novedosos
datos etnográficos que resultarán de gran interés para los investigadores dedicados
al estudio de la cultura nahua y las mitologías americanas. Sin duda, la obra de
Anuschka van ‘t Hooft representa un interesante aporte a los estudios de la literatu-
ra oral y del pensamiento de los grupos amerindios en la actualidad.
médicos que se dan la espalda, los médicos se convierten muchas veces en eso que
Fernández Juárez llama irónicamente «kharisiris de mandil blanco». Por simple ana-
logía directa, ¿por qué si no iban a estar tan interesados en sacar sangre a sus pacien-
tes y en hurgar las interioridades de sus cuerpos? Se abre así una frontera entre mun-
dos reales e imaginados por donde el kharisiri campa a sus anchas en constante
mutación para no ser descubierto, algo que en última instancia no hace sino apelar a
una búsqueda de sentido a esas contradictorias situaciones de cambio sociocultural
que acosan a las comunidades del altiplano.
Así, el propósito de esta obra bien podría enunciarse desde el intento por resolver
la lógica desde la cual se recomponen las imágenes del kharisiri entre los aymaras
de Bolivia, aunque al presentarlo de modo tan simple lo cierto es que no estaría
haciendo sino un flaco favor a este libro y a su autor. Y es que el valor fundamental
de Kharisisris en acción radica en el esfuerzo hecho por Fernández Juárez a la hora
de situar a este personaje fabuloso en la posición que verdaderamente ocupa dentro
de los imaginarios andinos. Mucho se ha escrito los sobre degolladores, chupasan-
gres y sacamantecas del altiplano peruano y boliviano. Mucho se ha discutido acer-
ca de su posible origen precolombino o español. Se podría decir que prácticamente
no hay etnógrafo andinista que no haya recogido en sus trabajos episodios más o
menos anecdóticos protagonizados por una de las múltiples encarnaciones de este
personaje –y me incluyo en la lista el primero–. Mucho se ha reflexionado sobre los
porqués de su reaparición especialmente cruel y sanguinaria en tiempos de crisis o
de cambio cultural profundo Sin embargo, este libro suponen casi con toda seguri-
dad la primera monografía sobre el kharisiri, la primera que lo pone frente a frente
no sólo con sus análogos peruanos, sino también con el sacamantecas hispano, com-
poniendo así una detallista etnografía comparada que aclara ciertos matices del per-
sonaje y desmonta algunos tópicos sobre él, y que analiza de manera puntillosa su
asimilación a las actividades llevadas a cabo por los médicos en los hospitales.
Por pos de esta meta, la obra está dividida en tres partes claramente diferenciadas:
un primer capítulo dedicado a los sacamantecas ibéricos (páginas 15-68), un segun-
do, el más extenso, centrado en el estudio del kharisiri aymara (páginas 71-181), y
un tercero dedicado a deslindar las relaciones existentes entre el kharisiri y los pro-
fesionales de la salud (páginas 183-251).
Es frecuente identificar a los sacamantecas ibéricos con el caso real de Juan Díaz
de Garayo, que atemorizó a las gentes Vitoria durante el último tercio del siglo XIX,
completando el semblante del personaje con detalles escabrosos sacados de la histo-
ria criminal decimonónica. Sin embargo, a la hora de encarar la figura y trascenden-
cia de estos personajes Fernández Juárez despliega un amplio conocimiento históri-
co y antropológico de la figura del sacamantecas en los imaginarios populares penin-
sulares, rastreando su presencia hasta el Siglo de Oro español. Como constante liga-
da a este personaje, la concepción del cuerpo humano en tanto que generador de pro-
ductos farmacológicos, así como procedentes del mundo de la hechicería y la medi-
cina, incluyendo aquí numerosas referencias de prensa local y de rumores sobre cri-
minales y personajes afuerinos de tipo antisocial identificados con el sacamantecas.
A la hora de abordar la figura del kharisiri aymara el autor conjuga referentes
coloniales y etnografías actuales, para lo cual no sólo repasa la práctica totalidad de
Revista Española de Antropología Americana 257
2009, vol. 39, núm. 1, 237-259
Reseñas
la bibliografía existente al respecto, sino que muchas veces la somete a juicio bus-
cando por qué tal autor, en tales circunstancias, pudo haber recogido tales testimo-
nios. En este punto, Fernández Juárez desmenuza la interpretación habitual del kha-
risiri como un degollador al estilo del pishtaku peruano, remontándose aquí no sólo
a las fuentes coloniales y etnográficas, sino apelando también a iconografías de
época prehispánica. Así, después de considerar detalladamente el valor de la grasa y
la sangre dentro del concepto andino de persona, el autor considera las fechorías del
kharisiri a partir de distintas afecciones que, según las creencias tradicionales, pue-
den afectar a la esencia anímica del sujeto. En este sentido, uno de los dos valores
más importantes de esta obra es quizás el plantear de una vez por todas las diferen-
cias entre el kharisiri aymara, chupasangre y sacamantecas, y el pishtaku peruano,
degollador por antonomasia. El otro –quizás la primera vez que esto se hace de
modo riguroso y profundamente documentado en la etnografía andina–, resuelta ya
la idiosincrasia del kharisiri, la distinción entre las características especiales de éste,
el khari-khari y el lik’ichiri; si generalmente estos tres seres han sido considerados
como distintas encarnaciones de una misma alteridad fabulosa según procedencias,
Fernández Juárez demuestra que, por más que compartan aspectos comunes, cada
una de ellas posee su propia personalidad y temperamento.
Como aspecto a destacar en este capítulo, resulta además la reflexión política que
se establece sobre el personaje en contextos de violencia o de reacomodo sociocul-
tural, sometiendo así a crítica algunas interpretaciones que vinculan al kharisiri con
el Estado y con sus mecanismos de control por la vía del terror. Concluye este capí-
tulo comparando las figuras del sacamantecas y el kharisiri, resaltando sus puntos
en común, pero sobre todo desmontando algunos tópicos.
La última parte del libro puede ser tal vez la más novedosa, fruto de los muchos
años que Fernández Juárez ha dedicado al estudio de las prácticas de salud intercul-
tural en comunidades del altiplano, llamando la atención sobre la mala comunicación
y la desconfianza establecida entre médicos y pacientes, que en muchas ocasiones no
lleva sino a estigmatizar a los profesionales de la salud, que finalmente terminan
siendo identificados como estos personajes malignos del imaginario popular que
buscan sangre y grasa humanas para elaborar fármacos destinados a sanar a los ricos.
Con todo lo bueno dicho hasta aquí, hay dos aspectos de Kharisiris en acción
sobre los cuales no puedo dejar de incidir negativamente, aunque en realidad no sé
bien si culpar de ello al autor, a la editorial, o repartir mis críticas entre ambos a par-
tes iguales. En primer lugar, las notas a pie de página: 339 notas en total repartidas
al final de cada capítulo correspondiente. Notas que no constituyen meras referen-
cias bibliográficas o aclaraciones terminológicas, sino que en su gran mayoría inclu-
yen textos y testimonios etnográficos de gran interés que enriquecen notablemente
el texto, y que colocadas de este modo complican la lectura e invitan al lector a, las-
timosamente, prescindir de ellas. Estimo de igual manera que agrupar todas las foto-
grafías –de notable interés etnográfico, dicho sea de paso– en un apéndice al final
del texto, y sin hacer alusión a ellas a lo largo del mismo, priva al lector de una útil
herramienta de comprensión de la obra. Tal vez su intercalado puntual dentro de los
tres capítulos que componen este libro facilitaría a los lectores legos el entendimien-
to de las realidades etnográficas mencionadas. Y recalco lo de «lectores legos» por-
que me consta que éste ha sido un libro que ha tenido gran aceptación no sólo entre
especialistas de ambas orillas del Atlántico, sino también entre un amplio sector de
curiosos de esas que podríamos llamar «alteridades de lo fantástico», muchas veces
ajenos a la Antropología.
En resumen, simplemente quisiera concluir que con este trabajo Fernández Juárez
ha logrado un magnífico análisis del complejo y polifacético personaje del kharisiri
en el altiplano aymara boliviano, así como una detallada descripción de sus análo-
gos peruanos y españoles, que creo será difícil de superar. Un libro que atrapa desde
sus primeras páginas, y cuyo contenido invita a una reflexión y a un debate aún más
allá de los términos planteados por el autor.