La Fe
La Fe
La Fe
Dentro del campo específico de la fe teologal, podemos abordar la cuestión del origen de la fe del
creyente, a través de dos condiciones básicas. Por ser acto plenamente humano, la fe mantiene necesariamente
una relación con la libertad del hombre, pero al mismo tiempo, la fe no es un puro acto humano, porque no se
trata de asentir o adherirse a una verdad o a un testigo creados, sino a la verdad de Dios atestiguada en Cristo.
En el origen de la fe se hallan presentes, pues, la decisión del hombre por la fe y el don gratuito de Dios
que permite acceder a ella. Decisión humana —a la que sigue una disposición para el compromiso—, y gracia de
Dios son requisitos necesarios para la fe. Sin el don de Dios, la fe sería pura elección humana de algo creado. Sin
la cooperación del hombre, la fe no pasaría de ser una imposición o sólo una gracia, lo cual privaría a la fe del
carácter humano, en el sentido de que la libertad no intervendría en el acceso a la fe. Todo ello muestra el
carácter único de la fe, que es punto de encuentro de la acción de Dios que llega gratuitamente al hombre, y de la
respuesta libre de éste a la gracia.
Por todo esto, el Concilio de Orange habla de una “iluminación e inspiración del Espíritu, que da a todos
suavidad en el consentir y creer a la verdad”1. Esta enseñanza es recogida y explicitada en los concilios de
Trento, Vaticano I y II. Todas estas enseñanzas bíblicas y magisteriales expresan que la iniciativa es de Dios,
quien primero obra e invita a creer. La respuesta del hombre es libre, pero va injertada en la iniciativa de Dios, y
está ya como comenzada en la atracción de la gracia.
1 La Sagrada Escritura atestigua esta acción de Dios sobre personas particulares a las que mueve hacia la fe,
y sirve de varios modos para expresarla. Es, en todo caso, acción interior de Dios sobre el alma. Dios
“revela” a los pequeños (Mt 11, 25), a Pedro (Mt 16, 17): “abre el corazón” de Lidia (Hch 16, 14); hace
brillar la luz en los corazones (2 Cor 4, 6); su acción es “unción” (2 Cor 1, 21-22), “atracción” (Jn 6, 44-45),
“testimonio” (1 Jn 5, 6).
4. La fe, inicio de la deificación
Es doctrina del Concilio de Trento, reiterada por el Vaticano I, que la fe es el comienzo de la salvación
del hombre. Es decir, la salvación traída por Jesucristo comienza a ser efectiva para el hombre a través
del acto de aceptación y de entrega propios de la fe. Esta salvación consiste en la transformación interior
que convierte al hombre de pecador en justo, dándole la gracia que asemeja a Jesucristo y haciéndole
entrar en la vida íntima de Dios. La justificación y deificación no tiene lugar sólo por la fe sino que son
necesarias también las obras de la fe con las que el hombre coopera a su salvación. La fe desempeña, sin
embargo, una función única que es la de abrir el espíritu a la acción de Dios a través de la entrega de la
misma fe y de la comunión con Dios que de ese modo comienza a tener lugar.
Dimensión cristológica y escatológica.
La fe en Dios revelado comienza siendo fe en Cristo. Esta fe es, además, don del Espíritu: sólo
en el Espíritu se puede confesar que “Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (1 Co 12, 3). La
adhesión a la persona de Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, y constituido por Dios Señor
y Cristo en la potencia del Espíritu Santo es lo propio de creer en el Nuevo Testamento (cfr. Ef 2,
1; 2 Pe 1, 4)” (DV 2). Respuesta a la revelación mediante la fe e inicio de la deificación son
dos aspectos de una única realidad. Al acoger la gracia de la fe, el hombre responde afirmando no
solamente una verdad del intelecto, sino la realidad del misterio de Dios revelado en Cristo,
misterio en el que el creyente se introduce “por el Espíritu”, y del cual vive.
Es necesario volver a insistir en la dimensión escatológica de la fe. La fe es el comienzo de la
deificación, pero sólo el comienzo. Tiende a la realidad que se manifestará sin velos y que se
adueñará del hombre, en lugar de que el hombre se adueñe de ella. Mientras el hombre vive de fe,
no tiene ciudad permanente, sino que espera la patria celeste, donde está Cristo (Fil 3, 20). Esto
no quiere decir que la tensión escatológica de la fe implique que estos dos polos (fe y visión) sean
la única realidad. Si así fuera, la historia vendría a ser algo irrelevante o residual, como un simple
añadido entre paréntesis. La fe está llamada precisamente a dirigir la historia hacia su objetivo
escatológico haciendo que el señorío de Dios se realice en ella. De este modo, la fe que incluye
siempre y necesariamente un aspecto de confianza, necesita poner en ejercicio la esperanza (otra
virtud teologal), como fuerza que actúa y modifica la historia en la línea del reinado de Dios.
También en este sentido, el creyente es un hombre de esperanza, porque espera no sólo
transformar la historia con la fuerza de la fe, sino también verse él mismo transformado.
Fe y contemplación
La contemplación es siempre actividad de la fe, y de la fe recibe las dos propiedades que la dan
un aspecto paradójico. La fe es luz, pero una luz especial. En cuanto respuesta a la revelación del
misterio de Dios, la luz de la fe incluye la caridad (otra virtud teologal) que proviene de la
revelación y la oscuridad que caracteriza al misterio. De modo semejante, la contemplación va
acompañada también de claridad y oscuridad, pero con una diferencia, porque la relación se
invierte. La contemplación implica claridad por su relación directa con el misterio, y en cambio
para ella la claridad de la revelación se torna oscuridad, porque percibe la inadecuación de la
palabra adecuada para expresar lo increado. La idea de “tiniebla luminosa” en la que contempla
a Dios, de la que trata Gregorio de Nisa, expresa magistralmente la naturaleza de la
contemplación.
La contemplación da origen a un tipo específico de experiencia, la experiencia mística, que se
diferencia de la común experiencia de la fe en que no se da necesariamente en todos los
creyentes, sino que es resultado de una gracia específica. Aunque también la experiencia mística
se debe plasmar sobre el modelo de la experiencia de fe, ya que aun cuando actúen dones y
carismas de Dios, el sujeto no está aún en la escatología.
La relación con el Dios vivo, Dios Amor, que se establece mediante la fe, tiene una manifestación
precisa e insustituible en la oración que “pertenece a la existencia cristiana como un momento
especial de la misma”. La oración como diálogo del alma con Dios se basa sobre la experiencia
de nuestra dependencia de Dios y de su gracia en Cristo, sobre el reconocimiento de la limitación
y pecado, y la disponibilidad absoluta e incondicionada para aceptar el don absoluto de Dios.