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La Fe

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La fe, don de Dios y compromiso del hombre

Dentro del campo específico de la fe teologal, podemos abordar la cuestión del origen de la fe del
creyente, a través de dos condiciones básicas. Por ser acto plenamente humano, la fe mantiene necesariamente
una relación con la libertad del hombre, pero al mismo tiempo, la fe no es un puro acto humano, porque no se
trata de asentir o adherirse a una verdad o a un testigo creados, sino a la verdad de Dios atestiguada en Cristo.

En el origen de la fe se hallan presentes, pues, la decisión del hombre por la fe y el don gratuito de Dios
que permite acceder a ella. Decisión humana —a la que sigue una disposición para el compromiso—, y gracia de
Dios son requisitos necesarios para la fe. Sin el don de Dios, la fe sería pura elección humana de algo creado. Sin
la cooperación del hombre, la fe no pasaría de ser una imposición o sólo una gracia, lo cual privaría a la fe del
carácter humano, en el sentido de que la libertad no intervendría en el acceso a la fe. Todo ello muestra el
carácter único de la fe, que es punto de encuentro de la acción de Dios que llega gratuitamente al hombre, y de la
respuesta libre de éste a la gracia.

Ahora abordaremos la cuestión en cuatro etapas o momentos:

1. Propiedades del acto de fe


Mediante el acto de fe, que es asentimiento y adhesión a Dios quien se revela en Cristo, se accede a la fe
que supone para la existencia una situación y un estado que conforman una vida: la situación, el estado y
la vida de creyente, de cristiano. La fe, como acto y como vida, se caracteriza por algunas propiedades
fundamentales. Éstas acompañan siempre a la fe del adulto. Si en algún caso la fe se viera privada de una
de ellas, sufriría alguna mengua en su autenticidad como fe, e incluso podría desaparecer tal como fe para
convertirse en una realidad distinta. Estas son:
 La fe es sobrenatural
Esto significa que la respuesta de la fe es siempre y necesariamente gracia y don de Dios,
realidad divina. Después de la enseñanza del Concilio de Trento, el Concilio Vaticano I declaró
expresamente que a fe es una virtud sobrenatural. Del mismo modo, el Concilio Vaticano II
afirma que para creer “es necesaria la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios internos
del Espíritu Santo, que mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da a
todos suavidad en el asentir y creer a la verdad”.
 La fe es libre
Por el lado humano, esta propiedad es la causa de la fe. Esto es algo claramente implicado en la
invitación de Jesús a creer en Él, así como en el lamento por su rechazo (Mt 23, 37) o en la
censura por no haberle aceptado (Mc 16, 16; 1 Jn 3, 23). El Concilio de Trento enseñó que la
libertad humana, aunque debilitada, no desapareció por el pecado. Hay la suficiente libertad para
que el hombre coopere con la gracia que inclina al hombre a creer en Cristo y el hombre puede
resistir a la enseñanza porque no es meramente pasivo. En el último concilio, la libertad interior
de la respuesta de la fe es afirmada en la Constitución Dei Verbum (n. 5). Además, el concilio ha
desarrollado el aspecto de la libertad social y política respecto a la fe, de forma que nadie puede
ser obligado a creer.
La raíz antropológica de la libertad de la fe está en la oscuridad que acompaña a la percepción del
objeto de fe. La revelación de Dios es el trasfondo del que emergen razones para creer, pero
nunca es plenamente revelación, nunca nos da todas las razones que llevarían infaliblemente a la
fe, hasta el punto de que está se convirtiera en una adhesión y asentimiento necesarios.
 La fe es oscura
La oscuridad acompaña necesariamente a todo conocimiento que depende del conocimiento de
otro: tanto al “creer que” como al “creer a” y al “creer en”. Como en definitiva se trata de
aceptar el testimonio de alguien que merece crédito, la fe es oscura porque el que cree no ha
visto. En este sentido, todo acto de fe es oscuro.
Esta oscuridad está estrechamente relacionada con la libertad que acompaña al asentimiento y
caracteriza a la forma propia de certeza que corresponde a la fe. Tiene dos formas:
o La fe es oscura porque la verdad de su objeto no puede ser alcanzada ni por evidencia ni
por demostración.
o La fe es oscura además porque una vez alcanzado el objeto de fe, éste excede
completamente la capacidad de la mente humana.
La fe cristiana es oscura en ambos sentidos: la verdad revelada le supera absolutamente tanto para
acceder a ella como para desentrañar su misterio. Una idea pascualina interesante para entender
mejor esta propiedad es la frase “en la fe hay suficiente luz para el que quiera ver, vea, y
suficiente oscuridad para el que no quiera ver no vea”. Ya que la fe no puede ser pura claridad
—desaparecía como fe— ni pura oscuridad —no sería humana— corresponde al hombre
decidirse, abriéndose a aceptar la gracia de la fe, o rechazándola y quedarse encerrado en sí
mismo. Por esto, Ratzinger dice: “Únicamente superando ese espacio (de las cosas físicas, de lo
tangible) y abandonándolo puede alcanzar la certeza propia de las realidades del espíritu.
Llamamos fe a ese camino que consiste en un superar y un abandonar.”
La fe es libre
Por el lado humano, esta propiedad es la causa de la fe. Esto es algo claramente implicado en la
invitación de Jesús a creer en Él, así como en el lamento por su rechazo (Mt 23, 37) o en la
censura por no haberle aceptado (Mc 16, 16; 1 Jn 3, 23). El Concilio de Trento enseñó que la
libertad humana, aunque debilitada, no desapareció por el pecado. Hay la suficiente libertad para
que el hombre coopere con la gracia que inclina al hombre a creer en Cristo y el hombre puede
resistir a la enseñanza porque no es meramente pasivo. En el último concilio, la libertad interior
de la respuesta de la fe es afirmada en la Constitución Dei Verbum (n. 5). Además, el concilio ha
desarrollado el aspecto de la libertad social y política respecto a la fe, de forma que nadie puede
ser obligado a creer.
La raíz antropológica de la libertad de la fe está en la oscuridad que acompaña a la percepción del
objeto de fe. La revelación de Dios es el trasfondo del que emergen razones para creer, pero
nunca es plenamente revelación, nunca nos da todas las razones que llevarían infaliblemente a la
fe, hasta el punto de que está se convirtiera en una adhesión y asentimiento necesarios.
 La fe es cierta
Oscuridad y certeza son dos polos llamados a encontrarse y a equilibrarse en la relación
específica de la fe. En la certeza de la fe no solo la inteligencia, sino la persona se ve
comprometida. Solamente se accede a la certeza que corresponde a la fe cuando tiene lugar el
acto de creer. Se trata de la certeza propia de la fe que constituye una forma específica de
certeza. Su fundamento es la autoridad infalible de Dios a quien le es ajena la posibilidad de errar
o de engañar. Por su fundamento en Dios mismo, la certeza de la fe es —así comenta Tomás de
Aquino— superior a la certeza del propio conocimiento. La verdad inmutable de Dios y la luz de
la revelación son objetivamente un fundamento más sólido que el que pueda tener cualquier
certeza humana. En el plano personal, la certeza de la fe va ligada a la relación personal con
Cristo: “La fe es cierta no porque implica la evidencia de una cosa vista, sino porque es la
adhesión a una persona que ve”.
Al que cree, no le cabe la menor duda —si hubiera desaparecía la fe— de la verdad de lo que
cree. Las “dudas” que se plantean al creyente no constituyen un estado de duda en tanto no
afecten la certeza del creer. Como afirmaba Newman: “Diez mil dificultades no hacen una sola
duda”. En el itinerario de la fe, las “dudas” pueden desempeñar un impulso para la misma fe, en
cuanto llevan a reafirmarla, a comprenderla mejor y a orar.
Finalmente, la certeza de la fe se ve también confirmada por la práctica cristiana. Algo se
comprende mejor cuando se practica: en el caso de la fe, el ejercicio de la caridad aporta una
mayor coherencia y sentido a lo creído. Y de la caridad vivida en obediencia a la fe brota una
convicción y certeza más profunda de la misma Fe. Tomás resume la cuestión afirmando que la
certeza de la fe procede, no del dominio del conocimiento, sino del campo del afecto.
2. Motivo y motivos de la fe
La fe en Jesucristo depende de motivos (tema relacionado a la certeza y libertad de la fe). Éstos son todos
aquellos que de hecho encaminan a los hombres hacia la fe y actúan como fundamentos de la fe que se
tiene. Para llegar de hecho a la fe es necesario que los motivos que conducen a la entrega confiada a Dios
dejen el lugar a un único motivo que es Dios mismo y su autoridad. Estamos ante un caso único de la fe,
la fe teologal, en la que todo está fundado si es Dios quien habla; y al revés, si no es Dios quien habla,
nada de esa fe está fundado. Estos motivos complementarios pueden ser realidades como un ambiente
social favorable a la práctica de la fe, el ejemplo de personas singulares, la percepción del sentido que la
fe da a la vida, etc., que pueden actuar como fuerzas que impulsan hacia la fe o ayudan a mantenerse en
ella. A su vez, las situaciones contrarias pueden actuar como obstáculos para creer. Con todo, únicamente
el motivo que es Dios mismo puede soportar un acto de fe, en cuanto entrega incondicional del hombre,
que, al creer, supera los límites psicológicos e históricos de su ser. Por eso, la “peregrinación de la fe”,
que es ya una realidad en Abraham y que plasma la vida de los grandes creyentes, hasta culminar en
María, consiste en que la fe se haga cada vez más teologal y así pueda mantenerse íntegra en cualquier
circunstancia, también si los motivos pierden su eficacia o incluso si se ven sustituidos por motivos
contrarios. Por esto, la certeza de la fe que se apoya radicalmente sobre la bondad y fidelidad de Dios es
un tipo único de certeza. Psicológicamente, esa certeza se experimenta como el resultado de un salto.
La teología católica defiende que el “salto de la fe” no la separa a ésta del conocimiento, porque el
hombre debe poder justificar de algún modo ante su propia razón su decisión irrevocable de creer. Pero al
final es necesario que el hombre se decida por “apoyarse en Dios”, que decida fundar si existencia sobre
Dios mismo, renunciando a vivir de la confianza en sí mismo. La fe es, entonces, una decisión absoluta
que empeña irrevocablemente la libertad del hombre en su destino inmortal. Se convierte así en una
aventura: la aventura de la fe.
3. Gracia y libertad en el acto de fe
La explicación de la fe como acto humano —inteligente y libre— y don gratuito de Dios pasa por los tres
pasos siguientes:
o El acto de fe es un acto plenamente humano porque es inteligente y libre. Ahora bien, la
racionalidad y la libertad del acto de fe se deben reconducir a la unidad fundamental originaria
del hombre. Ésta admite ser analizada por el pensamiento reflejo, pero no puede ser
descompuesta y separada en parte si no se quiere destruir al hombre.
o El hombre ha recibido la gracia de la llamada a la comunión con Dios, la cual se realiza en el
encuentro que tiene lugar en la fe. La realización de esa vocación y el acceso al encuentro con
Cristo tienen lugar en la historia, en el libre juego del acontecer histórico y de la
autodeterminación de su ser.
o En el itinerario hacia la fe, la llamada originaria del hombre al encuentro confiado con Dios —su
ser-para-la-fe—, necesita recibir la acción concreta de la gracia que actúa directamente
moviéndole al hombre al acto de fe, al reconocimiento y a la confesión de Jesucristo.

Por todo esto, el Concilio de Orange habla de una “iluminación e inspiración del Espíritu, que da a todos
suavidad en el consentir y creer a la verdad”1. Esta enseñanza es recogida y explicitada en los concilios de
Trento, Vaticano I y II. Todas estas enseñanzas bíblicas y magisteriales expresan que la iniciativa es de Dios,
quien primero obra e invita a creer. La respuesta del hombre es libre, pero va injertada en la iniciativa de Dios, y
está ya como comenzada en la atracción de la gracia.

1 La Sagrada Escritura atestigua esta acción de Dios sobre personas particulares a las que mueve hacia la fe,
y sirve de varios modos para expresarla. Es, en todo caso, acción interior de Dios sobre el alma. Dios
“revela” a los pequeños (Mt 11, 25), a Pedro (Mt 16, 17): “abre el corazón” de Lidia (Hch 16, 14); hace
brillar la luz en los corazones (2 Cor 4, 6); su acción es “unción” (2 Cor 1, 21-22), “atracción” (Jn 6, 44-45),
“testimonio” (1 Jn 5, 6).
4. La fe, inicio de la deificación
Es doctrina del Concilio de Trento, reiterada por el Vaticano I, que la fe es el comienzo de la salvación
del hombre. Es decir, la salvación traída por Jesucristo comienza a ser efectiva para el hombre a través
del acto de aceptación y de entrega propios de la fe. Esta salvación consiste en la transformación interior
que convierte al hombre de pecador en justo, dándole la gracia que asemeja a Jesucristo y haciéndole
entrar en la vida íntima de Dios. La justificación y deificación no tiene lugar sólo por la fe sino que son
necesarias también las obras de la fe con las que el hombre coopera a su salvación. La fe desempeña, sin
embargo, una función única que es la de abrir el espíritu a la acción de Dios a través de la entrega de la
misma fe y de la comunión con Dios que de ese modo comienza a tener lugar.
 Dimensión cristológica y escatológica.
La fe en Dios revelado comienza siendo fe en Cristo. Esta fe es, además, don del Espíritu: sólo
en el Espíritu se puede confesar que “Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (1 Co 12, 3). La
adhesión a la persona de Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, y constituido por Dios Señor
y Cristo en la potencia del Espíritu Santo es lo propio de creer en el Nuevo Testamento (cfr. Ef 2,
1; 2 Pe 1, 4)” (DV 2). Respuesta a la revelación mediante la fe e inicio de la deificación son
dos aspectos de una única realidad. Al acoger la gracia de la fe, el hombre responde afirmando no
solamente una verdad del intelecto, sino la realidad del misterio de Dios revelado en Cristo,
misterio en el que el creyente se introduce “por el Espíritu”, y del cual vive.
Es necesario volver a insistir en la dimensión escatológica de la fe. La fe es el comienzo de la
deificación, pero sólo el comienzo. Tiende a la realidad que se manifestará sin velos y que se
adueñará del hombre, en lugar de que el hombre se adueñe de ella. Mientras el hombre vive de fe,
no tiene ciudad permanente, sino que espera la patria celeste, donde está Cristo (Fil 3, 20). Esto
no quiere decir que la tensión escatológica de la fe implique que estos dos polos (fe y visión) sean
la única realidad. Si así fuera, la historia vendría a ser algo irrelevante o residual, como un simple
añadido entre paréntesis. La fe está llamada precisamente a dirigir la historia hacia su objetivo
escatológico haciendo que el señorío de Dios se realice en ella. De este modo, la fe que incluye
siempre y necesariamente un aspecto de confianza, necesita poner en ejercicio la esperanza (otra
virtud teologal), como fuerza que actúa y modifica la historia en la línea del reinado de Dios.
También en este sentido, el creyente es un hombre de esperanza, porque espera no sólo
transformar la historia con la fuerza de la fe, sino también verse él mismo transformado.
 Fe y contemplación
La contemplación es siempre actividad de la fe, y de la fe recibe las dos propiedades que la dan
un aspecto paradójico. La fe es luz, pero una luz especial. En cuanto respuesta a la revelación del
misterio de Dios, la luz de la fe incluye la caridad (otra virtud teologal) que proviene de la
revelación y la oscuridad que caracteriza al misterio. De modo semejante, la contemplación va
acompañada también de claridad y oscuridad, pero con una diferencia, porque la relación se
invierte. La contemplación implica claridad por su relación directa con el misterio, y en cambio
para ella la claridad de la revelación se torna oscuridad, porque percibe la inadecuación de la
palabra adecuada para expresar lo increado. La idea de “tiniebla luminosa” en la que contempla
a Dios, de la que trata Gregorio de Nisa, expresa magistralmente la naturaleza de la
contemplación.
La contemplación da origen a un tipo específico de experiencia, la experiencia mística, que se
diferencia de la común experiencia de la fe en que no se da necesariamente en todos los
creyentes, sino que es resultado de una gracia específica. Aunque también la experiencia mística
se debe plasmar sobre el modelo de la experiencia de fe, ya que aun cuando actúen dones y
carismas de Dios, el sujeto no está aún en la escatología.
La relación con el Dios vivo, Dios Amor, que se establece mediante la fe, tiene una manifestación
precisa e insustituible en la oración que “pertenece a la existencia cristiana como un momento
especial de la misma”. La oración como diálogo del alma con Dios se basa sobre la experiencia
de nuestra dependencia de Dios y de su gracia en Cristo, sobre el reconocimiento de la limitación
y pecado, y la disponibilidad absoluta e incondicionada para aceptar el don absoluto de Dios.

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