Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Los Amos Del Valle - Tomo 1 Francisco Herrera Luque

Está en la página 1de 824

A

través de la saga de los antepasados de Don Juan Manuel, el autor


describe cómo fue el establecimiento de Caracas como centro del poder
desde el cual se ha regido el destino de Venezuela, el control del gobierno de
la provincia por parte de las veinte familias de la oligarquía mantuana
mediante la astucia, la intriga, la pretensión de supuestos ascendientes de
nobleza y una particularmente despiadada manera de entender el poder,
destacando el comercio del cacao y las tensiones sociales de la Venezuela
colonial como unas de las principales causas de la independencia. La historia
es desarrollada dando saltos, a veces abruptos, en espacio y tiempo, en el
que se alterna el relato de las desventuras del personaje principal con la de
sus antepasados, entremezclándose personajes ficticios e históricos; muchos
de los personajes de la novela conocen o interactúan con celebridades
históricas como la reina Isabel I de Inglaterra, Francis Drake, Felipe II, Carlos
II el Hechizado, Fernando VI o Carlos III, además de otras personalidades.
Por tanto el contexto en la que se desenvuelven los personajes de la novela
es amplia, abarcando más de dos siglos de historia de la conquista,
colonización y gobierno bajo el Imperio español de la Provincia de Caracas,
lugar donde se desarrolla la mayor parte del relato. Muchos aspectos de la
historia colonial, como la piratería en el Caribe, el importante papel e
influencia que ejerció la Compañía Guipuzcoana y la Inquisición, el comercio
del cacao, el mestizaje y el orden social colonial son tratados con gran
detalle y colorido. En la novela, Herrera Luque incluso cuestiona algunas
ideas históricas acerca de la fundación de Caracas, el origen del nombre de
la ciudad y del país…

www.lectulandia.com - Página 2
Francisco Herrera Luque

LOS AMOS DEL VALLE


ePUB v1.2
Oiligriv 26.04.2013

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Los Amos del Valle
Francisco Herrera Luque, 1979.

Editor Oiligriv (v1.2)


ePub base v2.1

www.lectulandia.com - Página 4
LIBRO I
Don Juan Manuel de Blanco y Palacios se
bambolea

www.lectulandia.com - Página 5
PRIMERA PARTE
Mantuano de Ocho Cuarteles
1. ¡Veinte somos los Amos del Valle!

«…Veinte somos los Amos del Valle: Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera… —va
musitando en su silla de mano de cuatro esclavos, damasco y seda— …Gedler, de la
Madriz, Toro, Tovar y Lovera…».
«Plaza y Vegas llegaron tarde; al igual que Ribas y Aristeguieta. Cien años es
poco o nada para las glorias del Valle. Caracas es Covadonga, Esparta, Isla de
Francia, Alba Longa … Matriz de sangre y de pueblo que en el filo de su espada
hicieron mis siete abuelos…».
Viene crecido el Anauco, el rio de los bucares. El agua sube, los hombres bajan.
Hasta el ombligo van sumergidos:
—¡Qué frío tengo!
—¡Calla la boca, negro ladino!
«Berroterán y Mijares a fuer de cacao han puesto coronas en sus cuarteles.
¡Marqués del Valle de Santiago! Pero cien ve​ces más hermoso es el de Conde de la
Ensenada que me otorgará el Rey por proezas viejas y por cien mil reales».
La silla dorada va navegando. Los portadores color de buzos cruzan el rio color
de fango.
—¡Miguelito, dile a los negros que anden con más cuidado!, adentro se está
anegando.
La silla emerge, la silla trepa por el barranco.
—Voy a echar el bofe si el amo sigue engordando.
—Calla la jeta, negro mandinga, y mira el suelo que vas pisando.
—Al principio fue Caracas. De cerro a cerro, de Tacagua al Abra. Luego los
Valles del Tuy y los de Aragua: hornabeques Hondos que guardan la ciudadela.
«Nuestras son las tierras de la mar al Orinoco, de Guanare al río Uchire. Nuestro
es el Cabildo. Nuestro es el cacao. Nuestros son los negros. Nuestros son los blancos.
Somos los dueños. Somos los amos. Dueño es el que tiene. Amo el que retiene,
acrecienta y tala. Amo es buril, piedra y mecenas; masa, cocinero y boca. Somos el
paisaje y el pintor. El sol que alumbra y la cosa iluminada. Somos la vendimia, el
tabernero y el borracho. Somos el padre eterno. Somos el hijo. Somos los hacedores
de un mundo y también sus dueños. ¡Veinte somos los Amos del Valle…!».
—¡Ay, carajo, se me clavó una piedra en la pata!
—Bien hecho, jecho, esclavo del descampado.
«Ponte, Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera —prosigue en su vitrina andante—.
Ibarra, Ascanio, de la Madriz, Toro, Tovar y Lovera…».

www.lectulandia.com - Página 6
—Miguelito, tengo una fuerte puntá.
—Eso es viento atracao. Échatelo de lado.
«Somos como la hallaca: encrucijada de cien historias distintas: el guiso
hispánico, la masa aborigen, la mano esclava, el azúcar del índigo, la aceituna de
Judea…».
—¡Fo, caraj!, estás podrido.
Ya la tarde estaba avanzada. El Ávila recogió la luz del campo para tenderla en
sus cimas.
«Los recuerdos son sueños sin esperanza; caminos sin retorno: agua, fuertes
desvaídos, se va diciendo con sus ojos saltones, acuosos y azules, fijos sobre la calle
de casucas despeina​das, enyerbada, sin empedrar, que luego del Catuche agoniza
polvorienta buscando el Camino Real».
«Hace treinta y dos años era la misma tarde: la montaña encendida, la calle sucia,
la alcabala llena de frutas y arrieros».
Con un pañuelo bordado sopla y resopla su inmensa nariz de corneta rota en la
punta.
«Estaba tan azul el cielo que daba miedo mirarlo. ¡Corre, Juan Manuel! —me
gritó Juan Vicente Bolívar—, en San Bernardino han matado a tu padre».
«Dos balazos tenía en la frente y ocho en un flanco, echado como un fardo sobre
el burro de la infamia. En aquel entonces tenía mi propio pelo y enteros todos mis
dientes…».
—¡Dios guarde a Su Señoría y que le dé muchos años!
—¡Jalabolas el sargento!
—Que te calles, Matacán.
Llegando a la Candelaria, la iglesia de los isleños, hecha con hortalizas y leche
aguada de vaca, Don Juan Manuel se quitó el tricornio. Su bastón de mando golpeó
tres veces el suelo.
—¡Abajo negros! Con las dos rodillas, o es que no ven que está rezando mi amo.
Don Juan Manuel se santigua. El Santísimo sobre el Altar. La paz del Ángelus.
Arrodillados los cuatro negros. A hombros la silla de mano.
«Gracias, Señor de los Ejércitos» —musita el mantuano, de barriga recogida y
con los brazos cruzados.
—Dime una cosa, Miguelito: ¿es verdad que cuando los Amos rezan, llaman a
Cristo primo y se los llevan al cielo en palanquines de plata?
—¡Qué te calles la jeta, Sebastián!
Gracias, Señor de los Ejércitos, por haber dado muerte a la Compañía
Guipuzcoana, enemigos de mi bolsa y de mi gente, asesina de mi padre. ¡Bestia feral
de Vizcaya!
—¡Apiádate de mi, Señora de los Descalzos!

www.lectulandia.com - Página 7
—Que te pongas derecho, Juan, si no quieres un chuchazo.
Se acerca un cura y saluda:
—En mucho aprecio y estima tenemos vuestra bondad. Teníais razón Excelencia:
aquellos ángeles desnudos afrentaban el pudor.
La charla sigue y prosigue. El cura es maestro en Teología del Seminario Mayor.
Don Juan Manuel es faculto en materia celestial. Sale a relucir Bizancio. Los
arcángeles que caben sentados, perfilados y de pie en el ojo de una aguja.
Don Juan Manuel muestra su contento asomado a la ventanilla. El cura limpia una
gota de fango restregando el balandrán.
—Dime una cosa, Miguelito, ¿qué tanto es lo que paparrean a costa de mis
rodillas?
—¡Calla negro, que ya mi amo averigua si es paloma o cucaracha lo que tiene el
querubín!
—¡Sigamos camino!
—¡Arriba y arriba!
La silla cruje. Los negros bufan. Los negros pujan. La silla sube. Rompe un
quejido y se tambalea.
—¡Dios de los Ejércitos! ¿Qué pasa ahora? ¿Están borrachos los negros?
—No es nada, Su Señoría. Se desinfló Sebastián.
La silla, traspuesto el rio de las Guanábanas, avanza alegre y ligera por el piso
empedrado de la Calle Mayor. Charlatana y distinta sube y baja la gente. Mantuanas
de negros pañolones, esclavos de torso desnudo y calzones cortos, cuarteronas de
largas sayas blancas; españoles de la Península: mestizos de garras, arriba de mulas
finas; sobre burritos cargueros; en caballos anda​luces: a pie, con botas, en alpargatas,
descalzos, arriba y abajo de las sillas de mano. Blancos, morenos, pardos, amarillo
cobrizo, verde loro. Catedral cabildonea un repique. Musita salvas el cañón viejo.
Cuatro cohetes rayan el azul del aire. Clamorean los campanarios. Mañana es víspera
de Santiago. Patrono de la ciudad.
En la esquina del Cujizal baja la guardia armada. Tropa a caballo, charanga y
fusileros. Saluda el oficial. Don Juan Manuel con dos dedos toca el tricornio:
«Lejos os he de ver. Ya todo toca a su fin. La culpa la tuvo el Rey por cortar el
cambural. Matica ’e café le dimos a su fulana igualdad haciendo pardos a los negros
y blanca a la pardedad. No se iguala al caballo con el burro ni a cabo con general.
Machete no es arma noble, ni torta ’e cazabe es pan».
—¡Cuidado con ese perro que tiene los ojos puyúos y la boca babeante!
—¡Sale perro, muerde a Miguelito y déjanos ya!
La silla avanza entre bamboleos. La gente detiene el paso para ver al Regidor
Decano con su gran tricornio y sus ojos azules.
«Su Sacra, Cesárea e Imperial Majestad, por pasarse de vivo, se dio con las

www.lectulandia.com - Página 8
espuelas. Dios protege al inocente y enceguece al perdedor. Por fregar al de Inglaterra
apoyó a los insurgentes, que por las ultimas cuentas ya están sobre Nueva York.»[1]
—Miguelito, ¿es verdad que a esa esquina la llaman la de La Marrón porque ahí
dizque vivía una parda muy buenamoza que fue manceba del Gran Amo del Valle?
—¡Ay, mi madre, me mordió el perro!
Si el uno le daba el tute, el otro, en la cabeza de un clavo baila trompo al revés. Si
el Rey de España le mete al ajedrez, el Hannover juega chapa, tresillo y ajiley. Si en
Pensacola y en las Bahamas volcáronse escuadrones españoles de vistosos uniformes
y relucientes cañones, en Chuspa, disfrazados de curas irlandeses, cual sierpes
paradisíacas sonsacadores de Adán, nos llegaron los ingleses para hablarnos de
oscurantismo, paraísos perdidos, esclavos y libertad. «Emancipaos, amigos nuestros.
Además de machos, estáis apoyados. España agoniza. No hay país que resista el
amancebamiento del enciclopedismo con la Inquisición. Pobre no da limosna. Alzaos
en armas: Inglaterra os brinda apoyo».
—Pobrecito Miguelito, lleva la pierna sangrante.
—Eso le pasa por arrastrao y refistolero.
Jorge Washington, el día en que lo conocí en Filadelfia y tuvo a bien regalarme
esta plancha de mármol para mis estragadas encías, me lo dijo muy claro: «Esas
liberalidades son pan para hoy y hambre para mañana. En lo que acabe con el de
Inglaterra se volverá contra nosotros: somos mal ejemplo para sus colonias. Y en
cuanto a ustedes, os ajustará las cureñas de tal forma, que los cepos os parecerán
gorgueras y alhajas».
Ya la suerte está echada. Esta noche he de dar mi respuesta al comisionado del
Congreso de Estados Unidos y a Francisco de Miranda. Lo que son las cosas de la
vida. ¿Quién me iba a decir que a la vuelta de los años estaría yo parlamentando
contra el Rey con el hijo de aquel isleño parejero que usaba bastón de mando? El Rey
de España frunció el rabo al enterarse de los tejemanejes de los ingleses
calentándonos la oreja. ¡Barajo, tercio y parada! afirman que dijo en su Palacio de
Oriente. «La masa no está para bollo y el chocolate es caliente. Dadle caramelos de
anís a mis cruzados mantuanos. Acabad con la Guipuzcoana, con las Gracias al
Sacar; que los pardos no se casen; vended en cómodas cuotas títulos de marqueses y
condes a los grandes cacaos; haced caballeros de Carlos III a todo aquel que meta
bulla. Decidle a los mantuanos que los amo; que tienen lugar de honor en mi regio
corazón. Dadles caldo de sustancia mientras acabo con el inglés».
«Llegaron tarde sus carantoñas. Por meterse a brujo cayó en el berenjenal.
Además de los ingleses y los de Curazao, sus mismos aliados, los estadounidenses
nos ofrecen por debajo de cuerda, fuerza y apoyo para emanciparnos, porque los
inglesitos del norte son más vivos que un tuqueque y saben desde el principio quiénes
son y adonde van».

www.lectulandia.com - Página 9
Calle empinada. Vaivén de Corpus. Caja dorada. Patas de araña. Don Juan
Manuel de Blanco y Palacios se bambolea en su silla de mano de cuatro esclavos,
damasco y seda.
—¡Al fin llegamos!
—¡Cuánto pesa un gran cacao!
—¡Me duele el brazo, el entrepierna y los pies!
—¡Llevo el hombro dormido!
—¡Tengo hambre, tengo sed!
La tarde se adentró en la noche. En la esquina de Las Madrices, la casa de Don
Juan Manuel se asoma a las dos calles con la cuadra abierta.
—¡Ahí viene el amo! —alerta una voz.
Veinte esclavos, diez antorchas, salen corriendo a su encuentro.
La llaman la Casa del Pez que Escupe el Agua por una fuente coronada por un
pez de piedra que entre chorros y silbatos agoreros, opina, protesta y canta.[2]
Es la más grande y suntuosa de la ciudad, enmarcada, aún, dentro de los linderos
que le asignó a Don Francisco Guerrero, Diego de Lozada, conquistador y fundador
de Caracas.
Retumba el ancho portón claveteado, de frente a la Calle Real. Arriba, el escudo
de armas de los Torre Pando de la Vega con su torre chata y sus gloriosos cuernos de
oro.
La silla gira, la silla avanza, apuntando hacia el zaguán. La gente se arremolina en
la calle para ver al Pez de la fuente encantada.
Don Juan Manuel endereza su corpachón y hace más protuberante el belfo que
tanto parecido le daba con el Príncipe de Asturias. El Pez, de chorro erecto, lo saluda.
«Veinte somos los Amos del Valle: Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera; de la
Madriz, Toro, Tovar y Lovera…».

2. El ser del mantuano

Patio cuadrado con la fuente en medio. Corredores de columnas panzudas. Sillas


frailunas. Techos altos.
—Date prisa, papá —dice Doñana, una moza regordeta—. Falta media hora para
que lleguen los invitados.
—Y hoy viene el Gobernador, recuerda su yerno, el joven Conde de la Granja.
Don Juan Manuel, ojos cerrados, besa a su hija.
—Apúrate, mijito —ordena una negra flaca llamada Juana la Poncha, aya y dueña
de Doñana.[3]
Don Juan Manuel cruza el patio y entra a su alcoba. Un lecho en baldaquino
centra la habitación desmesuradamente espaciosa.

www.lectulandia.com - Página 10
El espejo que trajo de España refleja entero su corpachón. El jubón le queda justo.
Amoratado recoge el vientre mientras lo van fajando. Ríe la negra.
—Pareces una misma hallaca mal amarrada.
«Estoy convertido en un viejo chorrocloco, listo para el arrastre, como dice esta
negra falta de respeto. Hay que ver esta panza. Mírame las venillas que surcan mi
nariz y mi cara, como si fuera un borracho consuetudinario. La calva me llega a las
nalgas. A Dios gracias que se usa peluca. ¡Carrizo, me salió otra verruga! Ya no tengo
los ojos claros limpios de antes. Los parpados están descarnados. Y la córnea la cubre
este manto de nata. ¡Mírame las piernas!: son dos palillos que no dejan caminar y
menos hacer de jinete de un caballo brioso. Tengo una gordura de piñata y una
tristeza de viejo enfermo. En cambio Juan Vicente Bolívar, dos años mayor que yo,
parece un mismo muchacho».
—Mi amo —anuncia una voz sigilosa y apostada—, acaba de llegar Don Juan
Vicente Bolívar.
A pasos cortos salió al encuentro del amigo de metra y zaranda. A los cincuenta y
seis años tiene el cutis terso y la mira​da brillante.
—Conchita te manda a pedir que la disculpes, pero está de lo más embromada.
¡Tú sabes!
Tras Juan Vicente, entre capas negras y rostros cetrinos, cual alguaciles de corrida
mayor, precedidos por vacas madrinas, al​tas, gordas, perfumadas, hicieron su entrada
los marqueses de Mijares y los Condes de Tovar.
«Llegó la conspiración».
¿Y Mister Sam? —preguntó Bolívar a los Gran-Cacaos.
Qué temeridad —musitó a Juan Vicente— el que haya invitado para esta noche al
Comisionado de Estados Unidos y al Capitán General.
—Tranquilízate chico, el tal Sam es una lanza en un cuarto oscuro. Nadie va a
sospechar nada y menos el Gobernador. Al fin y al cabo, ¿no son aliados España y los
Estados Unidos? Él trae, una buena coartada, la de pedir mayor protección a los
corsarios norteamericanos al refugiarse en nuestros puertos.
Un esclavo de librea alerta los invitados:
—¡Ahí viene el Gobernador!
—Buenas y santas noches —saludó Don Manolo González. Capitán General de
Venezuela. Hombre regordete y afable, de mediana estatura, que hacia gala de su
llaneza y originalidad.
Flanqueando a su esposa, una mujer gorda y corriente, estaba un hombre alto,
flaco, viejo y nervudo, de barba vertical y blanca, con ojos de mesías.
—El amigo de Sam se vino con nosotros —aclaró Don Manolo—. Charlábamos
de negocios en casa y nos vinimos juntos.
—¿Te fijas que el tío Sam sabe dónde vive el diablo?

www.lectulandia.com - Página 11
Luego de un aperitivo pasaron al comedor.
—Linda casa tenéis, amigo mío —celebró el Gobernador haciendo girar sus ojos
por el amplio patio.
El comedor a lo largo era tan ancho como el patio, con su enorme mesa de caoba
y sus paredes tapizadas por platos grandes de porcelana con los doce escudos de la
familia grabados al fuego.
—Deliciosa sopa, amigo mío. ¿Cuál es su nombre?
—De ajoporro, Excelencia. Es una sopa muy casera, pero me imaginé que habría
de ser de vuestro agrado.
Tras la sopa sirvieron unos huevos fríos cubiertos por una salsa amarillenta.
—Olé por esto —clamó el Gobernador—. Jamás en mi vida había comido nada
más exquisito.
—Es salsa de mayonesa, Excelencia —añadió dichoso Don Juan Manuel—. Es un
secreto casero que trajo de la Isla de la Tortuga mi bisabuelo Rodrigo Blanco, cautivo
por tres años de los célebres piratas.
—¿Y cómo anda vuestro artilugio? —inquirió Juan Vicente aludiendo al globo
que días antes voló sobre Caracas con Don Manolo dentro.
Rio con ganas el Capitán General. Ya conocía las duras críticas de que anduviese
cual un papagayo haciendo payasadas por los aires. Así como les parecía absurda su
afición por el teatro, hasta el punto de haber erigido un coliseo de tabla y coleta en un
solar del Conde de la Granja, donde hacía de empresario, director y libretista.
—El próximo domingo voy a presentar La vida es sueño —respondió a Bolívar
pasando por alto su pregunta y la mirada de inteligencia que cruzaba con el Marqués
de Mijares.
El Comisionado de los Estados Unidos elogia la suculencia del pastel de
polvorosa. Don Manolo insiste:
—Estoy muy entusiasmado con mi teatro. Tan sólo me hacen falta artistas.
Vosotros deberíais ayudarme. ¿Por qué no ensayamos, Don Juan Manuel?
Displicente el Regidor tamborilea sobre la mesa:
—No, Excelencia, ello seria menos que imposible. Jamás un mantuano accedería
a tanto.
—¡Mantuanos, mantuanos! —golpeó con la voz sin inmutarse—. Desde que
llegué hace tres meses no oigo sino hablar de mantuanos y por más que me estrujo la
mollera, no logro entenderlo. ¿Me queréis hacer comprender, mi noble amigo, de una
vez por todas, qué significa en verdad un mantuano?
Don Juan Manuel lo vio a los ojos con aquella mirada profunda. Los puso sobre
el mantel, sorbió el vino de su copa. Final​mente dijo con aquel vozarrón de cura
mosquetero:
—Es difícil de explicar, Excelencia. No somos ricos ni somos pobres, no somos

www.lectulandia.com - Página 12
blancos ni somos indios. Somos tan sólo mantuanos.
Que somos nobles desde la Conquista; que sí y que no. Que sólo nuestras mujeres
pueden usar mantos: eso apenas es atributo que no aprehende la esencia. En Caracas
están nuestras casas y nuestras tumbas que guardan y esperan. En Caracas nacemos y
hemos de morir. En Caracas nos bautizan, nos confirma el Arzobispo, recibimos la
Eucaristía y desposamos a nuestras mujeres. Fuera de las dieciséis manzanas que
rodean la Plaza Mayor, no hay casa ni familia mantuana.
Juan Vicente con pupila puntiforme escudriña a su amigo Don Juan Manuel:
«Parece un halcón dormido. De muchacho cantaba y reía como cualquiera: brincaba a
las negras en los caminos y jadeaba con ellas en las laderas».
—Los mantuanos —prosigue Don Juan Manuel— no tienen casa frente a la plaza
del pueblo. Los amos del señorío vivimos en las haciendas, hijas de la encomienda,
nietas del risco feudal. Los ingenios son torres del homenaje. La soledad y el
descampado, fosos profundos de poder y silencio. En los pueblos transitamos por las
calles, ejercemos justicia por fuero, acudimos a misa los domingos, llevamos el palio
en las procesiones, presidimos los duelos. Rompemos cañas en las fiestas patronales
y algunos hasta se llevan a sus haciendas a las mozas guapas mientras dure la
cosecha. En los pueblos hacemos cuanto nos venga en gana, menos pernoctar: la
noche iguala.
«Antes bebía y se emborrachaba como un hijodalgo, —sigue diciendo Juan
Vicente—. Pero desde que mataron a su padre nunca más pudo echarse un trago.
Enloquecía de súbito, volvíase criminal. Desde entonces fue como una copa astillada,
privada del claro acento de los cristales buenos. Nunca mas blasfemó ni volvió a
escuchar sus malas tendencias, que tan buena son para regocijar el alma. Nunca más
se encabronó, y cuando las mozas garridas y brinconas como la Matea se le sacudía
cual serpentinas de tres colores, las veía de reojo, cual tigre a un saco de mamones».
—Caracas —dijo Don Juan Manuel— es la fuente de su existencia; en ella y
solamente en ella deben transcurrir los actos fundamentales de su vida, con excepción
del nacer y del morir; que pueden sorprendernos en cualquier parte. Aun así, de ser
posible, hacemos lo indecible para que ello suceda en Santiago. Si una mantuana
grávida en un pueblo lejano siente aproximarse el parto, se tiende en su propia cama
y a pulso de sangre, como hace el moribundo, desde una hamaca toma el camino de
Caracas. ¿Comprende ahora, Vuestra Excelencia, lo que es el ser un mantuano? No es
fácil explicarlo. Para entender a un mantuano no queda más camino que nacer
mantuano.
¿Y de dónde les viene el nombre? —Preguntó Don Manolo —. ¿Es acaso de
Mantua, la noble ciudad del Mincio?
—No, Excelencia, apócope atropellado de negros bozales reverenciales: manto,
ama; mantuama, mantuanas, mantuanos. Dueños de la Mujer del Manto: Toison del

www.lectulandia.com - Página 13
Ávila: Orden de la Charretera que inventó el Guayre; pendón excelso de los Amos
del Valle.
Mijares, Tovar y Bolívar inclinaron las cabezas: «Sólo sus mujeres, y nadie más
que ellas, cubrirán sus cabellos de mantos negros. En Catedral, en la nao del medio,
sobre alfombras de Persia, cercadas por siete esclavas. Soberbias. Altivas, cual torres
enlutadas de seda y percal».

3. Don Feliciano y el Pez

Levantados los manteles, deambularon vacilantes, enlazados, susurrantes, hacia el


Gran Salón. El Pez, al paso pitó agorero, recogió el chorro y lo puso en umbrella.
En medio de los retratos, en lugar de honor, destacaba el óleo de Don Feliciano
Palacios y Sojo, su abuelo, el otro duende que dominaba la casa: condenado por el
artista, un brujo formidable, a morisquetear por toda la eternidad a causa de una
trastada que le hiciera su intemperante modelo. Poner la boca en hociquillo, guiñar
los ojos y sacar la lengua, eran sus señas más asiduas, aparte tirar trompetillas,
mostrar higas o descolgarse de su percha profiriendo tacos o carcajadas, según lo
atosigara la ira o el júbilo, como hiciera el día en que su nieta Concepción contrajese
nupcias con Juan Vicente Bolívar y Ponte, a quien detestaba.[4]
—Grande hombre fue mi abuelo —dice al Gobernador—, lo llamaban el Gran
Mantuano. Hasta los sesenta y siete años se mantuvo activo, vigilante y enhiesto.
Haciendo vibrar la Provincia con sus desmanes y arbitrariedades; pero a pesar de lo
gruñón y mal hablado, era bueno como la hallaquita y tierno como la cuajada.
—¡Vamos! —exclamó Don Manolo mirando hacia el cuadro de un hombre joven,
de gran mentón, labios gruesos, boca entreabierta y cara alargada. Con una expresión
de difícil discernimiento entre la insulsez profunda y la abstracción concentrada de
los grandes filósofos—. Ya veo que tenéis aquí un retrato de nuestro Emperador
Carlos V. ¡Vaya que era feo el Águila Bicéfala! ¡Mi​rad que cara de idiota la que tenía
el más grande de nuestros reyes!
Por Dios, Manolo —protestó su mujer— que de no ser los señores de confianza,
mal nos encontraríamos dentro de poco para el yantar.
—Pero hija —le respondió el Gobernador— lo que es verdad no es cuento.
Mírame esta cara de cretino, empero que para decir verdad, el pintor exageró a más
no poder; parece obra de algún enemigo. ¿Era francés el artista?
El mantuano entre orgulloso y confuso, puso en su boca su media sonrisa:
—No es el Emperador Carlos V; es mi abuelo paterno, Don Jorge Blanco y
Mijares, uno de los espíritus más lúcidos de su época, a cuya gestión se debe la
fundación de nuestra Universidad.[5]
¡Vaya, vaya! —Respondió Don Manolo sin turbarse, aquí se demuestra una vez

www.lectulandia.com - Página 14
más que el rostro no siempre expresa los contenidos del alma. Pero lo que es
innegable —añadió acto se​guido— es el enorme parecido que guarda vuestro abuelo
con el Emperador. Parece su mellizo. ¿Qué casualidad, no? —dijo volviéndose hacia
los presentes.
—No es casualidad —respondió Don Juan Manuel reventando de orgullo. Y ya
iba a proseguir, cuando un ruido sordo y metálico contra el entablado lo hizo darse
vuelta.
—¡La cimitarra del Cautivo! —exclamó con unción, corriendo a recoger un
alfanje caído de su panoplia—. Este noble paladín, conquistador de Caracas —aclaró
— es la raíz de mi estirpe. A los sesenta años, cual un nuevo Moisés, andaba por
estos andurriales guerreando y difundiendo la fe de Cristo entre aquellos salvajes que
poblaban el Valle. Dicen las crónicas y lo recoge la conseja, que en su tiempo no
hubo hombre de mayor parsimonia y recto proceder.[6] Este aposento fue su primitiva
vivienda. Lo eran en Caracas todos los salones de las ocho manzanas que circundan
la Plaza Mayor.
¡Vaya, vaya! —dijo el Gobernador.
—Aquí el Cautivo pernoctaba y hasta combatía cuando los indios se saltaban la
muralla…
—¿Muralla?, ¿muralla? No sabía yo de su existencia. No aparece en las crónicas
ni en aquel primer plano de Don Juan de Pimentel…
El mantuano sonrió displicente:
—La fachada de esta casa, la que mira al naciente, en su tiempo fue lienzo de la
muralla que cercaba a la ciudad…
—¡Vaya, vaya! —dijo el Gobernador.
—En esta alcoba está presente, se siente y vibra el alma de Francisco Guerrero,
fundador de la ciudad.[7] Cuando mi ánimo desfallece me sumerjo en ella mirando
hacia su alfanje que llamaba La Cantaora, y evoco su presencia. Cual un milagro, mi
alma se llena de sosiego, pues al parecer tal fue su sino. Era tierno, morigerado y
comprensivo, no sólo para sus compañeros, sino para con los desgraciados indios.
Fue algo así como un Fray Bartolomé de las Casas. En edad avanzada casó con Doña
María Manrique de Lara, que como seguramente sabéis, viene por línea directa de
Rodrigo Díaz de Vivar. Mi ascendencia llega hasta Bermudo III. Mis abuelos y
antepasados son Grandes en España, conquistadores, capitanes generales y virreyes.
Descendiendo por línea directa de Garci González de Silva. Y a diferencia de algunos
grandes cacaos —dijo mirando de soslayo al de Tovar— no tengo gota de moro o de
judío, como es el caso de la mitad de España. ¡Cuán importante es tener un li​naje
limpio y heroico! —añadió ufano—. Por algo Dios hizo a unos hombres amos y a
otros esclavos. Por eso me llena de santa indignación cuando pardos evidentes, con el
negro y el zambo tras la oreja, se emparejan y blanquean por las Gracias al Sacar…

www.lectulandia.com - Página 15
A las doce en punto se marchó el Gobernador. Apenas cruzó el zaguán. Juan
Vicente apremió a Sam y a sus amigos: —Vamos a lo nuestro.
Camino del despacho de Don Juan Manuel, dijo a éste: Creo que te ha de gustar la
carta.
En su escritorio de dos aguas y ante la mirada atenta de los cuatro hombres,
examina con detención la propuesta que por el intermedio de Sam envían sus tres
amigos al General Francisco de Miranda, criollo de pura cepa y héroe de la lucha que
en el Norte se libra contra los ingleses.
Don Juan Manuel cepillea placentero con su índice el borde de su plancha de
mármol: «No es ninguna cacaíta lo que responden los tres mantuanos al general
caraqueño asintiendo a su propuesta de ponerse al frente de la Insurrección que se
urde contra España».
«Hasta hace dos meses, en que retornó de la Península —se dice Juan Vicente—
nadie hubiese podido hablarle a Juan Manuel de emancipación. Junto con el Marqués
del Valle, era el más empecinado defensor de la causa del Rey. Pero desde que le
exigieran, hará cosa de quince días, otros cien mil reales para hacer efectivo su titulo
de Conde de la Ensenada, so pretexto de podar algunas ramas torcidas de su
mantuano ancestro, montó en cólera y clamó a gritos contra la venal corrupción
borbónica, mandando al diablo su lealtad, cual hice yo cuando me negaron el
marquesado de Cocorote por la oscura historia que se achaca a mi abuela Josefa
Marín de Narvaez».
Todos miraron atentos el rostro de Don Juan Manuel. Es muy importante para la
causa de la Independencia contar con su aprobación. Es el mantuano más poderoso,
rico y respetado de toda la Provincia. Leyó la carta una y otra vez. Luego de mirar a
Tovar, a Mijares y a Juan Vicente, tras breve vacilación estampó su rúbrica.
—A partir de este momento —afirmó con voz profundamente perturbada— soy
reo de alta traición.
—Es el Rey de España —respondióle Bolívar al calar su congoja— quien nos ha
traicionado al relegarnos de Provincia a Colonia.
—Es cierto lo que dice el Señor de Bolívar —intervino con énfasis el
Comisionado de Estados Unidos, inmerso hasta entonces en una apacible inmovilidad
—. Es clara la intención de Carlos III de arrebataros vuestra fortuna y privilegios
como factores de poder. La acción expoliadora iniciada por la Guipuzcoana hace
cincuenta años, ha de proseguir. Otras compañías mil veces más voraces la habrán de
sustituir. Los pardos serán equiparados en derechos a vosotros, como hace poco
hiciera con los canarios. Diez mil campesinos andaluces, según nuestros informes, se
aprestan a venir hacia acá para sustituiros en la ducción de vuestra tierra. El Rey de
España, al igual que Jorge III de Inglaterra, detesta a los blancos de América, aparte
de que Carlos III de España cree y afirma —comentó con significativa inflexión de

www.lectulandia.com - Página 16
in​triga— que sólo sois españoles a medias. Mestizos, quiero decir…
—¿Mestizos nosotros? —rugió Don Juan Manuel—. ¡Qué se habrá creído el muy
cretino! —y sacudido de apoplética indignación, desgranó su verbo contra España, el
Rey y los Borbones, ofreciéndose en bolsa y vida a luchar por la Independencia de
Caracas.
El Comisionado de Estados Unidos sonrió complacido ante sus palabras:
—Nuestro apoyo —dijo antes de marcharse— no habrá de reducirse a una lejana
solidaridad sentimental. Bastarán los veteranos que caben en una fragata de guerra,
con el General Mi​randa al frente, para que con vuestra ayuda derroquemos al
gobierno español.
«¿Con vuestra ayuda? —Rumia Don Juan Manuel luego de marcharse los
invitados, al pie de una columna, con los ojos resbalando sobre el Pez—.
¿Derrocaremos? ¿No hubiese sido mejor decir: Os ayudaremos a derrocar? ¡Ay. Dios!
qué de cosas dicen las palabras que se escuchan en tercera intención. No me gusta
Sam. No me gusta Miranda. Y menos el Rey. ¿Qué será de nosotros? ¿Qué habrá de
suceder cuando nos declaremos en rebeldía contra el Rey?».
«La desolación, la muerte y la guerra —respondióle adentro el Marqués del Valle
—. Vosotros seréis los culpables, por vuestra codicia y vanidad, de los cientos de
males que estarán por venir. Perderéis el chivo y el mecate, la apostura, la prestancia
y hasta el modo de caminar».
El Pez que Escupe el Agua elevó el chorro tres veces por encima del techo,
entonando su silbido de pillete. Acontecimientos fáusticos para la familia o para la
Provincia estaban por venir.
Don Juan Manuel ronroneó esbozando una sonrisa:
—A ti no hay quien te entienda: primero te pasas la semana, al igual que mi
abuelo, agorerando malas nuevas, para que ahora las hagas buenas.
Una carcajada rompió a sus espaldas. Era Don Feliciano enmarcado en su retrato
dorado.
«Ahora si es verdad que la pusimos de oro: partiendo un confite el pez y mi
abuelo».
Los duendes se detestaban mutuamente. En vida del Gran Mantuano, el Pez no
perdía oportunidad de hacerle mota: mojándolo de cabeza a pies, o siseándolo burlón
como calientacama de callejuela.
El viejo Palacios, a su vez, lo hostigaba inclemente: sea acusándole de pagano y
endemoniado, con el objeto de recabar la intervención del Santo Oficio, o
difundiendo difamatorias consejas, tildándolo de lambisca, marica o intrigante.
Muerto Don Feliciano,[8] prosiguieron las hostilidades entre el Pez y el retrato
embrujado a todo lo largo de los últimos treinta y siete años, llegando al extremo de
que si uno se expresaba, el otro guardaba enconado silencio y hasta por dos semanas.

www.lectulandia.com - Página 17
Para expresar, como le dijera el Pez a Juana la Poncha en sueños, que si ambos eran
genios tutelares de la familia Blanco, había profundas diferencias de rango y ancestro
entre ellos como para estar vaticinando al alimón:
«Yo soy hijo del Rey Arturo y de una ondina, en tanto que Don Feliciano es hijo
de un subteniente chulo que huyó a Venezuela[9] perseguido por la Inquisición por sus
nefandas relaciones con un vampiro circuncisor que asoló a una puebla de Vizcaya».
Sólo en caso de insólitos acontecimientos el Pez y Don Feliciano cuidábanse de
expresarse conjuntamente. Tal fue el caso, hace dos años, cuando el Rey decidió
acabar de una vez por todas con la Compañía Guipuzcoana.[10] En el momento
mismo en que Carlos III firmaba el Real Edicto en Aranjuez, el Pez y Don Feliciano
al unísono expresaron el júbilo que seis meses más tarde compartirían los mantuanos.
Igual sucedió años atrás, cuando Su Majestad le echó un parao a la parejería creciente
de los pardos al prohibirles el matrimonio con gente blanca. Don Feliciano hasta
cantó la primera estrofa de Favola in Música y el Pez, cual remedo de los pasos que
ha de dar un zambo para llegar a blanco, varió cinco veces el color del chorro y lo
elevó como hoy, por encima del techo y sesgándolo en espiral.
Ambos lloraron, y con acento luctuoso, la instauración de la Compañía
Guipuzcoana[11] y la formación de la Gran Capitanía General de Venezuela, que
tantos males trajo desde un principio.[12]
«Algo muy serio va a suceder en estos días para que los dos se pongan de acuerdo
con sus morisquetas y sus presagios. Lo que no entiendo es por qué a veces son
augurios de vida y otros de muerte. ¿Qué será. Dios mió, lo que va a suceder?».
Sin pensar más se dirigió a su habitación.

4. ¡Sana, tanga y bulé!

Juana la Poncha espera en el patio que su amo y señor haga sus necesidades. Don
Juan Manuel desde la bacinilla que llama la del Rey de Nápoles, contempla con
expresión abstraída la lámpara votiva que alumbra a una estatuilla negra de la Virgen
de la Soledad. Es la efigie que veneraba su antepasado, el Cautivo.
¡Ya! —gritó con voz agria.
Juana la Poncha, tapada la nariz, vació la bacinilla en la calle por una de las
ventanas del gran salón.
—No te preocupes, mijito —respondió a las protestas del amo—. Ahí mismo se
caga el sereno.
De dormilona y gorro de dormir, más que viejo parece una anciana mustia y
vacía, engrifonado de cuajo. Luego de cerrar las puertas que daban hacia el patio y de
correr los pesados cortinajes que la guarnecían, se subió a la cama en baldaquino que

www.lectulandia.com - Página 18
cien años atrás hiciera tallar su abuelo Don Jorge Blanco y Mijares.
La plancha de mármol que le regaló Jorge Washington le sonríe desde su vaso de
agua perfumada. La luz del velatorio parpadea contra el dosel. Un rostro de mujer
zigzaguea. «Es hermosa, sin duda. Tiene facciones finas y el perfil antiguo. Buenas
las maneras. La piel azafranada, lisa, suave y caliente. Luego de un año y medio de
viudez me hizo reír de nuevo. Ya todo estaba listo para que fuese mi esposa. Luego
averigüé la verdad. Hice con ella lo que tenía que hacer. Me dio mucha lástima, pero
no me quedó más camino que enviarle mi decisión a Cumaná. A estas horas estará
más que enterada. Ansío conocer su respuesta. Hoy o mañana habrá de llegar. ¿Qué
estará pensando la pobre? Llorara, sin duda. Pero tarde o temprano se le habrá de
pasar. Es joven además de guapa y rica. Lástima que lleve en sus venas tarjo del
Senegal».
Resuena triste el silbato del Pez en medio de la noche. Un calosfrío lo sacudió.
Corre las cortinillas del lecho. Mete la cabeza bajo su almohada y entre conjuros y
oraciones se dispone a dormir. La vela termina por extinguirse y el cuarto verde se
torna negro en toda su extensión.
La noche estaba fría, a pesar de ser julio y de no haber llovido como era lo
habitual. La luna y el silencio enseñoreaban el amplio caserón. Sombras tenues y de
mudables formas vagaban por los corredores. En el oratorio, entre la alcoba y el Gran
Salón una voz débil en forma de vieja reza arrodillada. En el Salón de los Retratos
una silueta de mujer, se perfila en la alfombra. En la fuente se baña desnuda una
zamba. Un gato de ojos rojos, cola de alambre, tira de Fernando Ascanio para que vea
a la hembra. En el cuarto de arriba un español de pelo rojizo y perfil engrifonado
tienta entre malos sueños a la hija de Don Juan Manuel. El pez agorera. Solloza Don
Feliciano. Canta la pavita. Aúlla el perro. Llora una gata.
«Están los diablos sueltos».

El frío arrecia como si estuviera al descampado. Tienta la cobija. No está en las


canillas, ni a sus pies, ni a los lados. La cama se ha hecho más larga, más ancha, dura
como el piso. «Esto no es mi cama».
Está sobre el suelo frío: entre piedras y yerbajos, de cara al descampado. La luna
brilla, arriba.
¿Qué varilla es ésta? —dijo tocándose el gorro de dormir—. Un recinto cercado
del tamaño de la Plaza Mayor distinguió al primer golpe de vista. A su derecha y a
treinta pasos, se extendía una casa de ancho portón. Al fondo, frente a sí, un muro
alto. Dos hombres caminaban marciales por una rampa de techos sobre galpones
cerrados, flanqueados por un fogón y una cuadra de caballos en la esquina. El muro
cubría hasta el pecho a los centinelas. Uno era negro y el otro indio; de plumas y
taparrabo, que al llegar al final del entarimado gritó sus contraseñas en el mismo
instante que el negro lo hacía en lontananza. Dos voces reciamente castellanas le

www.lectulandia.com - Página 19
respondieron.
El Ávila se perfilaba sobre un cielo plata.
«Estoy en Caracas —susurró confuso y emocionado— ¿pero, donde estoy?».
Un samán que sobrepasaba tres veces el muro le dio la respuesta.
—Pero si este es el samán de mi casa. ¡Estoy en mi casa! ¿Qué se hizo lo demás?
Un caballo blanco pastaba amarrado al tronco. Tras de si una cerca de tunas y
paloapique limitaba el solar vecino. Don Juan Manuel se levantó titiritando de frío.
«Allá está la ceiba de los Gedler. Esta es la manzana de mi casa». Con el paloapique
apenas los cuatro solares hacen una extensa plaza entre la muralla. Una acequia
rumorosa cruza en diagonal el patio donde antes estuvo o está su vivienda. En la
esquina de arriba, al final de la rampa donde vocearon santo y seña, se eleva una
garita.
Un hombre fuma. Ya vuelven los centinelas. ¡Ave María Purísima! ¡Sin pecado
concebida! Un perro ladra furioso al lado de la cocina:
—¡Quieto Amigo! —ordenó una voz. El perro no cesó de gruñir. Alguien rasgaba
un cuatro en la habitación del fondo. Una voz aguardentosa cantaba:

Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.

Se acercó con paso vacilante. Una piedra le hincó un calcañar. La voz


aguardentosa voceando la misma copla. La alcoba grande, no tenía ventanas. Dos
huecos del tamaño de un puño y a ras del techo de paja, hacían de respiraderos. Una
luz muy tenue se filtraba por ellos. El hombre de voz ebria dejó de cantar y soltó la
risa. Una mujer de extraño acento gritó colérica: ¡Malo, malo que eres!
Se escuchó un gruñido. Otra voz juvenil salió por el bahareque.
—¡No le pegues, amo! ¡Deja quieta a Acarantair!
Volvió a estallar la carcajada. Un golpe seco abocinó a un Quejido. Era el hombre
joven quien lloraba.
—Eso te pasa por entrometido, negro asqueroso.
—¡Malo, malo que eres!
—¡Calla ya, india lanuda y dámele contento al cuerpo!
—¡Déjame, malo, malo que eres!
Risas, gritos, tintineos entre el bahareque. Don Juan Manuel su camisón de
dormir y con la mano en la oreja, se adentra por los murmullos. El perro ladra y ladra
sin cesar. En el entarimado, indios y negros continúan su ronda. Brilla la luna sobre el
samán. En la garita una voz castiza salmodia santo y señas. Adentro alguien retoza

www.lectulandia.com - Página 20
con una mujer y otro hace tintinear cadenas. Un alarido agónico baja con un cuerpo
desde la muralla.
—¡Los indios, los indios! —alerta una voz.
Gritos y luces llenaron el cuadrilátero. Una corneta restalló más allá de la ceiba.
Resonó un disparo y afuera los tamboriles. Una flecha encendida cayó a los pies de
Don Juan Manuel.
—¡A las armas, que los indios atacan! ¡Toquen a generala!
Una campana doblaba a rebato. El entarimado frente al samán se llenó de gente.
A ratos se oían disparos. Caían las maldiciones, las flechas encendidas y las voces de
mando.
—¡Me cago en San Pedro! —bramó una voz dentro—. ¡Ya estos malditos indios
ni folgar dejan!
Violenta se abrió la puerta. Don Juan Manuel desorbitado se adosó a la pared. Un
hombre descomunal trajeado a la turca salió por ella. De piernas abiertas y manos en
jarra miró hacia el muro:
—¡Maldito mil veces sea el cacique Tamanaco!. ¡Ea, Julián! —gritó hacia la
puerta—. ¿Qué es lo que te pasa que tanto tardas para quitarte el cerrojo? ¡Tráeme ya
a La Cantaora y el mosquetón de combate!
Un negro joven y musculoso apareció al reclamo. Don Juan Manuel dio un
traspiés. El hombre del turbante se volvió en redondo.
—¿Quién sois? —inquirió amenazante agitando un inmenso alfanje.
La luna le daba en la cara. Don Juan Manuel lo miró con terror. Era un hombre
viejo de expresión temible.
—¿Qué quién sois, os pregunto? —insistió mascullante tirándole el primer tajo.
Intentó huir, volvió a tropezar, cayó al suelo.
El viejo del turbante levantó su espada:
—¡Reza a Cristo o a Mahoma, que hasta aquí llegaste, garbancero!
La campana de la esquina seguía tocando a generala. Don Juan Manuel esperaba
el golpe. La campana continuaba repiqueteando. El tañir subió de punto. Parecían
diez campanas. Rezó a Cristo y a Mahoma. Las campanas batíanse desenfrenadas.
¡Acabad ya de una vez! —gimotea en la penumbra de su lecho en baldaquino—.
Catedral clamoreaba en la esquina. Restallaban los cohetes. Musitaba el cañón viejo.
La charanga de la guardia principal pasó por su casa y siguió calle abajo.
—¡Qué pesadilla! —se dijo aliviado fijando los ojos en el dosel donde un hilo de
oro dibujaba las armas de su familia.
Callaron las campanas. Guardó silencio el cañón. La charanga se extinguió en la
lejanía. Y uno que otro cohete siguió cantando las glorias de Santiago el Mayor.
Afuera se oía el rumor de la fuente, el canto de las paraulatas y los cristofué y el
susurro de las esclavas barrenderas.

www.lectulandia.com - Página 21
«¡Qué varilla! Mañana he de presidir el Tedeum. ¿Quién me habrá mandado a ser
Regidor Decano?» —y volvió la cara a la almohada para descabezar el último sueño.
Ya se sumergía en tibias imágenes, cuando una extraña sensación lo sacó de su
letargo: algo, alguien estaba allí: en su habitación, al lado de su cama.
El Pez que Escupe el Agua dejó salir su pito de advertencia, su pito agorero, su
pito ululante. Don Juan Manuel se dio vuelta panza arriba.
Era el ser, la cosa, el ente tantas veces esperado, deseado, temido.
Lo sentía a su lado, al alcance de su mano, tras las cortinillas de su lecho en
baldaquino o agazapado en cuclillas, desnuda o vestida, lista a saltar entre la cómoda
y el armario.
Abocinó su mano sobre la oreja grande y velluda. Giró los ojos en extrema
mirada hacia el flanco temido. Intentó oír el entrechocar de sus dientes crispados, la
voz de su aliento, algún suspiro, el chupeteo succionante y húmedo de sus pies
desnudos. Pero ninguna señal perceptible delataba su presencia.
Pitó de nuevo el Pez. La borla de su gorro de dormir se agitó temblorosa.
Entrecruzó sus manos sobre el vientre prominente. Encogió las piernas presto para la
huida.
Don Juan Manuel sintió que el ser o la cosa se erguía en el rincón y se le acercaba
a paso lento. Desdentado murmuró una plegaria. La cosa gelatinosa no se detuvo. No
la veía, no la escuchaba, pero la sentía en plenitud: la sabía malvada, sonriente con el
rostro totalmente al descubierto, siniestra, burlona, maligna.
—¡Niki molevá santa! —gritó con fuerzas.
El conjuro que le enseñó su aya la contuvo.
¡Sana, tanga, bulé! —añadió en seguida—. Sintió que se volvió de espaldas.
Ruidos y voces se escucharon en el patio. Era su hija Doñana y su yerno, el
Conde de la Granja.
—¿Y mi padre? —preguntóle a Juana la Poncha.
—Guá, durmiendo como una misma tragavenados.
—Vamos a despertarlo, ya es casi mediodía.
Don Juan Manuel al sentirlos venir acrecentó sus bríos. Echó a un lado las
frazadas; de un salto se sentó en la cama, sacó las piernas fuera y de un tirón corrió
las cortinillas. Allí estaba ella, la mujer del manto. Gorda, ampulosa y de espaldas.
Un mareo fuerte lo derribó sin sentido.
Don Juan Manuel oyó entre brumas el sollozo de su hija. Su yerno lo reanimaba
con voz recia y palmaditas en las mejillas.
—Si, yo lo sabía —gemía Juana la Poncha—. Yo tenía el pálpito de que algo muy
malo le iba a suceder.
Don Juan Manuel abrió un ojo. Tres voces lo interpelaron.
—¿Cómo te sientes? ¿Qué te pasó? ¿Qué sentiste?

www.lectulandia.com - Página 22
Sonriendo a medias musitó con voz calma y desasistida:
—No fue nada de particular. Me dio de pronto un vahído.
Han debido ser las caraotas con chicharrón que comí al acostarme.
Juana la Poncha gorjeó cristalina:
—Cuas, cuas. ¡Bien que te lo previne. Las tronadoras no son cosa buena para
cenar y menos para la gente vieja!
Vacilante se envolvió en el batín de casa, calzó sus babuchas de gamuza y a paso
lento salió hacia el corredor postrero, sentándose en una butaca de cuero con patas de
león y alto espaldar coronado.
Luego de calzarse la plancha, de recogerse el pelo en moño de corte que con
manos suaves le peinó Doñana, el anciano aterro​rizado, minutos antes, se volvió un
viejo triste de mirada perdida, fija en la mujer del manto; el trasgo secular que
anuncia la muerte a los de su casa.

5. La Dama Blanca y los cuernos de oro

La historia era callada y antigua, según oyese referir de niño en su casa y siéndole
ratificada luego por el Rey de Armas de Su Majestad. Todo comenzó con Carlos V y
uno de los nobles de apellido White que lo acompañó desde los Países Bajos, donde
siempre había vivido, hasta España, donde hubo de ascender al Trono de Castilla a
causa de la locura que afectaba a su madre, la Reina Juana.
—Su Majestad Imperial —contaba el Rey de Armas— era de genio vivo y alegre
temperamento. Disfrutaba a sus anchas de la vida, y en particular del comer y del
beber, que hacía en exceso. Llegando a la extravagancia —para espanto de su
preceptor el Cardenal Cisneros— de desayunarse con cerveza a las primeras horas del
día. El Emperador, sin embargo, era asaltado cada cierto tiempo de una acedía que al
echarlo en una postración delirante, poblada de imágenes apocalípticas, hacían de él,
adalid de la cristiandad, un pobre poseso. Eran eclosiones del crepitar melancólico —
según decían los físicos— que desde hacia siglos fustigaba a su familia.
Cuando el morbo se apoderaba de Su Graciosa Majestad, poniendo en grave
peligro el buen juicio del Rey de España y Emperador de las Indias, tan sólo había
una fórmula para conjurar el mal: una mujer. ¡Pero no creáis que era una mujer
cualquiera! que si eso hubiese sido el meollo del asunto no hubiese habido problema,
con las ricas y livianas hembras que merodean alrededor de un trono. Aquella fémina
había de ser alguien muy especial. Singularmente elegida. Por un ente no menos
excepcional: la Dama Blanca de los Habsburgo. El fantasma tutelar de la Real
familia, que como seguramente sabéis, se corporaliza a la vista de todos en forma de
vaporosa doncella cuando la muerte ronda a algunos de sus miembros. Lo que en
España ignorábamos era que la célebre Dama Blanca, además de ser heraldo de la

www.lectulandia.com - Página 23
muerte, tuviese pujos de celestina, pues era ella quien susurrara al Emperador en
trance de agonía el nombre de la doncella que, al calmarle sus ardores del cuerpo,
ponía paz en los contubernios de su alma. Decía el de Alba, que era una ballesta para
lanzar juicios temerarios, que todo aquello no era más que una patraña urdida por el
Águila Bicéfala para satisfacer, sin afrenta a sus vasallos, sus reales y aceptables
cachondeces.
Una noche en el Alcázar, como tantas otras, la corte se veía ansiosa en el ir y
venir de los doctores. Su Majestad era acechado por la muerte. Ya todos desesperaban
y más el Señor de White, por saber de una vez por todas el nombre de la agraciada,
cuan​do el Gran Chambelán, rodeado de ujieres, se le plantó por delante: «Vuestra
digna esposa ha sido la señalada» —le comunicó con su voz grave de funcionario
responsable.
Súbitamente mejoró el Águila Bicéfala. Hasta el punto de que a la medianoche
comió, bebió y danzó con Adriana Van Gheeraert, que tal era su nombre, hasta el
mismo momento en que despuntó el alba.
Su Majestad pasó radiante el día siguiente, vital, atento, alegre; despachando los
múltiples y complejos problemas de su vasto imperio.
Pero al caer las primeras sombras del anochecer, ¡ay!, volvió la desazón y su
desquiciante cortejo.
El Gran Chambelán hubo de salir a medianoche a buscar a la milagrosa Adriana.
Ante su sola presencia el Monarca de un salto se puso en pie y luego de soltar una
carcajada pidió vino de Borgoña y un jabalí dorado para el yantar.
Por cuatro meses la enfermedad siguió idéntico curso: sol lúcido durante el día,
véspero demencial y aurora jubilosa de medianoche al llegar junto con los músicos de
cámara la bella Adriana.
El Señor de White desesperaba de la situación y más aún cuando los físicos le
prohibieron acercarse a su mujer hasta tanto no se hubiesen equilibrado los humores
encontrados que hacían delirar a su egregio paciente. Adusto puso el ceño el fiero
caballero. Pero pronto habría de distenderlo: Su Majestad, en premio a sus servicios,
además de hacerlo Conde de Torre Pando de la Vega, le daba por feudo y señorío las
tierras de un mal va​sallo.
Luego de meses de agudo sufrimiento, el Emperador recuperó el sosiego. Los de
White un día, llorando a lágrima viva se despidieron de Su Majestad Católica, quien
autorizó al nuevo Conde para que añadiese dos cuernos de oro a la cimera de su
escudo, siempre y cuando castellanizara a Blanco el White flamenco de su apellido.
Tal es el origen de vuestro nombre que tantas glorias y penas ha traído a España
como a las Indias.
Adriana parió un niño, que si para los efectos era hijo del Señor de Torre Pando,
para nadie fue un secreto que su sangre procedía de aquel risco donde sólo se posan

www.lectulandia.com - Página 24
las Águilas Bicéfalas.
Don Juan Manuel reventó de orgullo cuando terminó de hablar el Rey de Armas.
De una vez por todas comprendía el por qué la muerte entre los de su familia era
siempre advertida por un fantasma en forma de mujer, sin que pudiese entender ¿por
qué el trasgo, antes de tener la grácil figura de la célebre dama, era gorda, rechoncha
y vieja y sin más atributo de grandeza que el negro pañolón de las mantuanas? ¿Sería
por la misma razón que en Venezuela menguan los toros de lidia, los caballos de paso
y las instituciones? Sin duda alguna que este país es cosa seria.

6. El largo nombre

«Cuan variable es el signo de los nuevos tiempos» —pensó Don Juan Manuel
desde su silla del corredor postrero—, mientras Don Feliciano y el Pez continuaban
peloteándose sus signos de muerte y vida.
«Hace menos de dos años yo amaba al Rey, y más cuando llegó la noticia a lomo
de nao de que nos devolvía el libre comercio que hacia más de cincuenta años nos
arrebató su padre Felipe V.»[13]

Alcaldes y Regidores estallaron en júbilo impropio a sus altos cargos.


Su cuñado Martín Eugenio de Herrera y Rada tiró su sombrero al aire y corrió
hacia la calle gritando:
¡Qué ya la Compañía está muerta! ¡Qué somos libres de nuevo!
Los cohetes estallaron en los ciento cuarenta y dos rincones del valle. Repicaron
las campanas sin orden del Arzobispo. Restallaron por las calles los tambores y
furrucos.
—¡Gracias Señor, te damos, por haber quitado el velo que enturbia la Real mirada
y el claro entendimiento del Rey, Nuestro Señor! —rezaban los Amos del Valle en el
Tedeum de las cuatro castas.
—¡Gracias, padre de todo lo existente! —zumbaron, como abejorras cluecas, las
cien mantuanas echadas.
—¡Gracias! —cantaban las negras alfombreras, pasmando los ojos entre espirales
de incienso y luces de candelabros.
—¡Gracias! —dijeron, sin convicción, los oficiales del Rey y los españoles de
afuera.
—¡Gracias! —musitaban a la misma hora y sin saber por qué los negros en San
Mauricio.
—¡Gracias! —murmuraron, vacíos y con la mirada alerta, los pardos en
Altagracia.
—¿Gracias de qué? —preguntó a su vecino un isleño de La Candelaria, mientras

www.lectulandia.com - Página 25
el Valle se sacudía con salvas de artillería y martillar de campanas.
—¡Gracias! —se volvió a decir Don Juan Manuel con sus ojos natosos en su silla
del corredor postrero.
Juana la Poncha le ofrece un plato. Es hervido de carne gorda.
—¡Tómatelo! —le ordenó plantándosele por delante.
—¡No quiero y déjame en paz!
—¡Qué te lo tomes! —insistió dominante.
Ya se le encrespaba el ceño, cuando los gritos de una negra joven restallaron por
el patio. Era Hipólita, la esclava de confianza de los Bolívar.
—¡Don Juan Manuel, tráigote noticias buenas! Mi ama acaba de parir a un
muchacho: Simón Antonio de la Santísima Trinidad se ha de llamar. Yo soy el aya y
tú eres su padrino de confirmación.

7. Acarantair

Desde la misma silla, con los ojos en lontananza. Don Juan Manuel deja pasar las
horas. Todavía le tiembla el cuerpo por lo que vio esta mañana: cuando se ve a la
mujer del manto nunca es para nada bueno.
«Sé que muy pronto voy a morir. Me lo ha dicho ella. Me lo ha dicho el Pez. Me
lo ha advertido mi abuelo Don Feliciano. La muerte viene cuando no se quiere vivir.
¿Qué hago yo en este mundo? ¿Qué puedo esperar? Mi última esperanza de seguir
viviendo se la llevó Carmen días atrás. En mala hora me perdió mi orgullo. ¿Pero,
qué otra cosa podía hacer? Hoy estoy de nuevo sumergido en la soledad y el silencio.
Ya no pienso en mañana sino en el ayer».
Aferrado a su silla del corredor postrero Don Juan Manuel vio acrecentarse las
sombras y menguar el día. Dar paso a la tarde, avanzar la noche, encender las
lámparas en cuartos y corredores. Escuchó imperturbable el paso de las horas en
Catedral, hasta las nueve campanadas con que las ánimas inician su marcha. Cerróse
con estrépito el portón claveteado.
«Los recuerdos —volvió a decirse posando aquella mirada mustia en la fuente del
Pez— son sueños sin esperanza: caminos sin retorno; claridad crepuscular. Ya mi
mundo se ha muerto. Ya su mundo se ha ido. Ya llega el momento de partir. Los que
se aterran e inclinan ante el tiempo nuevo, arrastran la vida, que es cien veces morir».
¿Qué viejo digno puede aprender el nuevo lenguaje? ¿Hacer de tardío escolar luego
de haber sido maestro?
«Ya no somos los mismos, los Amos del Valle. Ya no somos iguales. Siento y
presiento que una hendidura se ha abierto en la historia y por ella sangra mi alma».
Del brazo de Juana la Poncha, caminó hacia su alcoba, quitose la plancha del
Gran General, montóse en el trono del Rey de Nápoles, entró y salió la esclava. Una

www.lectulandia.com - Página 26
airada protesta v un indignado golpetear sacudió la ventana. Subió a su lecho en
baldaquino. Retornó la negra. Cerró puertas, cortinajes v coronillas.
—La bendición, mi amo, que duermas bien y sueñes con los tres angelitos.
Parpadea la lámpara votiva. Desde el vaso de agua sonríen los dientes de Jorge
Washington.
Sus ojos saltones, azules, acuosos, siguen recorriendo en el dosel el hilo de oro
con las armas de su familia. Llueve en el patio, truena en el Valle, escandecen las
centellas, barbotea la fuente del Pez que Escupe el Agua.
Raya un laúd. Raya de nuevo. Crepita el agua sobre el tejado. Ruge la acequia.
Aúlla Amigo. Zigzaguean los relámpagos de Tacagua al Abra. En el Gran Salón de
los Retratos alguien ríe, raya el laúd y entona un canto:

Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.

Tiene la barba blanca y el torso joven; la dentadura completa, blanca y carnicera;


la tez seca, quebradiza y transparente.
—¡Puá! —exclama con voz de cañón viejo al trasegar el con​tenido de una totuma
—. ¡Qué asco de brebaje este mal aguar​diente que los indios llaman chicha!
Arrecia la tempestad. Tres chorros de agua rompen el techo de palma, enfangan el
piso de tierra.
—¡Jolines! ¡Qué manera de llover!
Un negro joven y una mujer duermen sobre el piso; ella sobre un cuero de vaca;
él sobre la tierra apisonada. Argollas de hierro al tobillo los sujetan a una partesana
enterrada hasta el emboque. «Ni el hada Morgana, mi enemiga, se escaparía de tan
ingenioso cepo» —se ha dicho el Cautivo.
Arriba de un taburete está la Virgen de la Soledad. Un velón grande de cebo le
saca lustres. Desnudo sobre la hamaca escudriña al negro y a la india joven. Se la
robó hace seis meses al mismísimo Guaicaipuro.
«Francisco Infante y yo, acompañados de sesenta hombres, llegamos a la
madriguera del bestia. Cuando dimos fuego al bohío que le hizo buscar la muerte,
entre llamas, cual la Venus de Sandro, salió Acarantair llorando y tosiendo».
Sus ojos de un azul intenso abullonados por unas cejas gruesas, hirsutas y
blancas, se encienden de ganas al ver la comba cobriza de la india desnuda.
«Que la primera vez, cuando deshice su doncellez, hube de violentarla, que por
las otras, por más que chille y arañe, lo hace por gusto, como todas las indias. Más
por sus hembras que por sus culebrinas, hemos podido domeñar al Nuevo Mundo.

www.lectulandia.com - Página 27
Jamás en mi larga vida hallé en parte alguna un hombre más divorciado de su
hembra. Si ellas son ardorosas y complacientes como marmitas, ellos encuentran más
gusto en matar cristianos que cabalgar sobre sus mujeres. A semejanza del demonio,
afirman los entendidos, tienen el semen tan frio como el agua de la montaña».
El negro se incorporó violento: una gotera nueva le mojaba el brazo.
El Cautivo soltó la risa al verlo saltar. Era hijo de Miguel, el esclavo, rey de las
selvas de Buria. Luego de ejecutarlo con Obispo, Reina y corte, se repartieron los
sobrevivientes.[14] Julián, como lo apodaron, que andaba por los catorce años, tocó en
suerte al Cautivo. Tenía la extraña cualidad de ser despierto y sumiso. Lo hizo paje y
ordenanza. Siete años de vida en común y dos durmiendo en el mismo cuarto no
borraban su cautela.
«Salvo que sea un hi de puta —se argüía al contravenirse— debe desear con ardor
darme muerte con sus manos, luego de haberme visto empalar al bellaco de su
padre».
Al descampado y con el sol afuera, el Cautivo no temía a los indios; pero en las
noches, y en especial cuando se hundía en la borrachera, el miedo de no ver a la
muerte llegar, era cosa que lo importunaba o lo volvía insomne, o le daba pesadillas
de locura.
«Los indios —se decía— cual esos gatos monteses que abundan en este Valle, son
hábiles trepadores. A pesar de las murallas y de los centinelas, se deslizan como
culebros sobre los tejados, hienden cual termitas el bahareque para lanzar cerbatanas
ponzoñosas sobre el que duerme, o saltan dentro para hacer de su cuerpo un acerico.
Temo a Julián; pero más a los indios cuando se dan la mano mi borrachera y la
oscuridad. Fijado a la parte sana, atravesado en el zaguán, Julián no puede
alcanzarme. Como el hijo de la selva que es, duerme con un ojo entreabierto, y clama,
vocifera y grita ante el peligro. Gracias a este ardid duermo sin sueños luciferales en
las noches, que como ésta, sacude la tempestad».
El Cautivo sin perder de vista a la mujer, llevó otro sorbo a la boca.
—¡Brr! —escupió al tragarla.
Recorre el cuerpo de Acarantair. Pinceladas de ganas lo tornan joven. La caribe
tiene cuerpo de laúd: el cuello y las piernas largas. El pelo renegrido le llega a la
cintura. La tez es de un moreno claro, que de no haber sido por esos ojillos oblicuos y
el arco alado de su nariz, se la hubiese tomado por canaria, andaluza o morisca. Tenia
la frente alta; la nariz recta y delgada; los labios finos. Era silenciosa y altiva;
ensimismada, triste y ausente. Poco hablaba, jamás reía, nunca miraba. Al Cautivo lo
ten​taba y encendía de fulgores. Acarantair no ocultaba su ira y repulsión cada vez que
la requería. Siempre era igual: gritos, forcejeos, arañazos al principio; luego convulsa
y mendicante entrega que la hacia gemir gloriosa camino de la cumbre, de donde
retornaba recrecida en su odio, maldiciendo en su media lengua mientras el Cautivo

www.lectulandia.com - Página 28
se carcajeaba en su ira.
Afuera y arriba el aguacero subía de esplendor. Julián volvió a dormirse.
Acarantair miraba la pared con ojos entreabiertos los saltos que la vela daba a la
sombra del Cautivo. A la entrada de la noche quiso tomarla, pero esta vez no insistió.
Había sido dura la faena, aparte sentirse viejo. Sesenta años cumplió a poco de
fundarse Santiago. Ya era tiempo que aquella india lanuda se le prodigase sin tanto
esfuerzo o lucha, que si para alguna vez daba sus gustitos, no era bueno a diario ni
luego de cuatro meses.
Más de una vez intentó amansarla acariciándole la cabeza. Era igual o peor. Rugía
cual leona de Libia, enseñando los dientes.
Un rayo de sorna saltó en sus pupilas. Se inclinó sobre la hamaca y tiró de su
pelo. Acarantair permaneció impasible. Nuevas goteras perforaron el techo. Julián
volvió a saltar. Volvieron a reír sus ojos. Sobre la espalda de la india vertió lo que
restaba de la totuma.
De un salto se puso en pie, tintineando sus cadenas; firmes los senos pequeños:
—¡Malo, malo que eres!
La mano golosa buscó el pezón:
—¡Hija de la grandísima…! —exclamó. Acarantair le había clavado sus dientes.
Fustigó el látigo en el aire.
—¡No, amo, no! —Suplicó Julián con voz adolorida—. ¡No le pegues a
Acarantair!
Cayó un vergajazo sobre Julián, restalló dentro la carcajada y la generala afuera.
—¡Los indios, los indios!

8. Caracas era una bruja caníbal

—Acabo de toparme con un trasgo —dijo el Cautivo con voz de miedo a sus
compañeros al agazaparse a su lado en la muralla—. Un viejo horrible, de ojos
saltones, acuosos, azules. Lo encontré acechándome detrás de mi casa. Creyendo que
era un espía de los caciques lo perseguí por el patio hasta alcanzarlo. Ya me disponía
a degollarlo, cuando desapareció entre mis piernas. ¿Qué os parece el caso, maese?
Una flecha sobre el turbante cortó el diálogo.
—¡Jolines, si no me agacho me mata!
La luna salió tras el nubarrón de lluvia que se alejaba. Más de quinientos indios
desnudos y embijados cargaban sobre la muralla.
—¡Mierda! —gruñó el Cautivo al fallarle el arcabuz—. Se ha mojado la mecha.
Estos armatostes no sirven para nada cuando cae la lluvia. Julián, dame acá la
ballesta.
—¡Viva, ensarté a dos con una!

www.lectulandia.com - Página 29
Breve fue la escaramuza. Los pocos indios que lograron saltarse el muro fueron
muertos con armas blancas. A escasas horas del alba la tropa siguió despierta sentada
en círculo, de cara a las hogueras.
—Ya los hi de putas —dijo el Cautivo en su solar a dos de los soldados que
acompañaron al hijo del Gobernador— se han dado cuenta de que los arcabuces con
la lluvia son más inútiles que un golilla en un campo de batalla.
El Cautivo miró despectivo al hijo de Ponce de León, merodeando a pocos pasos,
y por cuya causa su amigo y capitán. Don Diego de Lozada, había tenido tan mal
final y Santiago se encontraba desguarnecida en un país con más de cien mil indios
aguerridos que no cesaban de incursionar contra ella y reducida su población, por
obra de la intriga, a sesenta vecinos españoles, doscientos indios tocuyanos y seis
docenas de negros esclavos, entre los que había unas quince mujeres.
—De no haber sido por mi excelso Capitán Don Diego de Lozada —prosiguió el
Cautivo elevando la voz al darse cuenta de la proximidad de Ponce de León— a estas
horas ni sus amigos ni sus sayones estarían contando el cuento. Pero así es Caracas
—dijo con solapada resignación— no en vano fue una bruja caníbal quien le dio el
nombre.
—¿Cómo decís, Don Francisco? —preguntó entre curioso y burlón el aludido—.
Contadme tan curiosa historia: ya que hasta ahora tenia por noticia que el nombre de
la Provincia le venia por una hierba en forma de bledo que llaman Caracas.
—¡Estáis más errado que yegua vieja! —bramó el Cautivo Todo es mentira,
invento o invención de Juan de Gallas, quien como poeta falsea la verdad. Yo fui
quien le puso el nombre, y sin proponérmelo, a este sitio donde se ha plantado
Santiago de León, mucho antes de que Francisco Fajardo se decidiera a establecerse
en este Valle que llamó de San Francisco y que no es santo adecuado para invocar en
casos de guerra. Con mi sirviente turco Gal-Al-Vis abandonamos el campamento de
Fajardo a orillas del mar y ascendimos esa montaña que los indios llamaban
Guaraira-Repano y el truhán de Gabriel de Ávila le usurpó el nombre para ponerle el
suyo. De aquello, nueve años ha.
Sentado a la turca, el Cautivo desgrana su historia entre soldados, indios y negros
en doble círculo, que lo escuchan con atención. Un español llamado Villapando,
desdentado, perfil de pájaro y modales ambiguos, le susurra a uno de los de Ponce de
León, metiéndole la boca entre la oreja:
—No le hagáis caso a ese viejo loco. Fue prisionero de los turcos por veintitrés
años. Durante su cautiverio adoptó la fe de Mahoma, ganó la confianza del Gran Visir
y la simpatía del mismo Sultán con sus truhanerías. Logró ascensos y honores
combatiendo a los cristianos, hasta que un día, aburrido, decidió fugarse y dedicarse a
la piratería. Con otros veinte cristianos le robó un barco al Sultán y por mucho tiempo
fue perro del mar por los lados de Caledonia. Hasta que una galera papal, al

www.lectulandia.com - Página 30
capturarlo, lo llevo a Roma.
El Cautivo, luego de chupar largamente su pipa, continuó:
—Gal-Al-Vis y yo, luego de mucho andar, llegamos a este mismo sitio, donde
más tarde se fundaría Caracas. Una columnilla de humo en dirección a la montaña
tentó nuestra curiosidad. Cautos y sigilosos avanzamos en esa dirección. A poco de
andar llegamos a un rancho que, más que vivienda, era un sitio para guarecerse de la
intemperie. Tan sólo cuatro horcones lo sostenían, con algunas ramas a modo de
techo. A un lado de la vivienda ardía una hoguera donde se asaba un pedazo de carne
que exhalaba un olor apetitoso. Gal-Al-Vis, que tenía mejores ojos que yo y que a
pesar de mis admoniciones no había perdido la manía de expresarse en turco, dijo en
voz baja al apercibir a una mujer de piel muy oscura, casi negra:
—¡Mirad, amo! una caracas —siendo de advertir que la tal expresión en búlgaro
o turco se le parece o significa mujer de cara negra.
La mujer de rostro realmente negro, musitaba o cantaba cosas con sabor a brujería
y sortilegio sobre el asado, mientras lo aderezaba con un líquido que llevaba en la
totuma.
En dos saltos caímos sobre ella. Y aunque rabió y masculló de furia, luego de
maniatarla y propinarle dos trompicones, ter​minó por quedarse quieta. Hambrientos y
fatigados como estábamos, disponíamos a yantar el asado de tan apetitosa apariencia,
cuando un grito de Gal-Al-Vis me impidió llevarme a la boca una lonja cocinada en
su punto.
—¡Mirad, amo, mirad! —gritó con voz de espanto.
Me cagué en Dios y en los doce Apóstoles ante lo que vieron mis ojos. Lo que en
un primer momento tomamos por algún animalillo apetitoso, era el tronco
desarticulado de un crio.
—¡Recórcholis, Don Francisco! —exclamó el hijo del Gobernador—. ¡Qué es
miedo lo que contáis!
Villapando se acercó aún más al joven soldado y prosiguió, dirigiéndole rápidas
miradas al Cautivo:
—Tan pronto Su Santidad supo de oídas la historia del Cautivo, quiso conocerle
antes de que se lo entregaran al cadalso de San Ángelo, que lo esperaba gozoso y
justiciero. El muy pillo, que es astuto como el que más, además de zalamero y
comediante, tan pronto le caló a Su Santidad su bondad, cayó de rodillas
implorándole perdón por sus pecados y derramando lágrimas de sentido o de falso
arrepentimiento. El Supremo Pontífice que lo encontró a imagen y semejanza del
Moisés de Miguel Ángel, le otorgó su absolución, imponiéndole tan sólo como
penitencia —después de tantos crímenes— que hasta el fin de sus días vistiese como
turco. Pensó ingenuamente Su Santidad, que ante lo insólito de su vestimenta, viviría
mil veces la vergüenza de haber rene​gado de la fe de Cristo al tener que explicarle a

www.lectulandia.com - Página 31
los curiosos la razón de sus atavíos. Ni el propio Papa de Roma con toda su in​-
falibilidad, pudo imaginarse quién era el Cautivo. En primer lugar, encontraba tan
cómodos y aireados los trajes de turco, que estaba dispuesto a seguir trajeado de tal
forma empero no encontrase plaza en ningún ejército. Y en cuanto a dar concienzudas
explicaciones a los impertinentes sobre su tormentoso pasado, era desconocerlo. A los
pocos días de vivir entre cristianos, luego de desnarizar a cuatro y de arrancarle la
nalga a un quinto, ya nadie más lo importunó.
El Cautivo echó un escupitajo y observando el creciente interés del hijo del
Gobernador, siguió diciendo:
—Apenas caí en cuenta de aquel desvarío hecho por la bruja de la cara negra,
exclamé: ¡Maldita!, a tiempo que le descargaba mi cimitarra de plano sobre su
cadera.
Caracas, como decidimos llamarle desde entonces y hasta ahora, lanzó un gemido
agudo y se contorsionó de dolor. Cavilamos sobre el castigo que pensábamos infligir
a esta arpía, cuan​do ocho indios de mala catadura salieron de la maleza encabeza​dos
por una mujer, que al ver los restos del niño corrió hacia ellos irrumpiendo en el
llanto más lastimero que jamás haya escuchado. Cuando recogió a su hijo los indios
que la acompañaban envolvieron amenazantes a Caracas, haciendo caso omiso de
nuestra presencia y del hecho de que la bruja era nuestra prisionera. Y como bien
sabéis por experiencia que ante bárbaros la mejor palabra es miedo, apresté el
arcabuz y antes de que tomaran venganza sin mi permiso, lo descargué sobre el
vientre de Caracas, saliéndosele las asaduras por un tremendo boquete.
—No sólo es andaluz —continuó Villapando diciéndole al sol​dado bisoño— es
también andaluzado; mentiroso como nadie; dice ser de Baeza y llevar en sus venas
sangre de reyes moros. Llegó a Venezuela en la expedición de Spira. Junto con él
venían Alonso Andrea de Ledesma, Alonso Díaz Moreno, Francisco Infante. Luego
de numerosas andanzas y expediciones buscando el Dorado, recaló en la Margarita
semanas antes de que lo hiciera el célebre Tirano Aguirre, con quien hiciera intimidad
en un viaje que desde Coro lo llevó al Cuzco. Saltando de sitio en sitio y de reino en
reino, volvió al Tocuyo y conoció a Diego de Lozada. Por esos extraños designios
que tiene el Señor, un par de tíos como aquellos, que eran cara y cruz de la existencia,
se profesaron sólida amistad, convirtiéndose el Cautivo en su lugarteniente y brazo
ejecutor de tantas maldades. Por eso intenta la defensa de tan feral malhechor
arrojando sombras sobre la recta justicia de nuestro amado Gobernador.
La voz del Cautivo volvió a elevarse:
—Caracas se contorsionó de dolor. Los indios sorprendidos huyeron a cien pasos
y se quedaron viéndonos con ojos de espanto. Impuesta mi autoridad a lo bravío, ¡qué
tal debe hacerse siempre entre salvajes! les hice seña de que se acercaran. Caracas
agonizaba con el vientre y los ojos abiertos. Como la brujería se pena con el fuego,

www.lectulandia.com - Página 32
con la ayuda de Gal-Al-Vis la tomé en vilo y todavía viva la eché sobre la hoguera.
Los indios rieron con grandes señales de contentamiento y buscaron leña para avivar
el fuego. El cuerpo de Caracas se consumió lentamente. Los ocho salvajes, con la
madre al frente, comenzaron por comerse al crio. Y luego de acabar con él, la
emprendieron con Caracas hasta dejarle el puro carapacho.
Sacudidos de asco llegamos al campamento de Fajardo. El mestizo conquistador
lloró de rabia delante de toda su tropa al enterarse de lo sucedido.
—Por eso es que debemos acabar con esa mala hierba —indicó a guisa de
sentencia—. ¡Todo cuanto huela a Caracas y a su gente hay que arrancarla hasta la
raíz!
Juan de Gallas, que escuchaba a medias, cuando oyó hablar de la mala hierba
pensó, como el tonto que siempre ha sido, que era una planta a la cual Fajardo se
refería. Como él era hombre de letras y nosotros ignaros soldados, dio por noticia y
con ligereza la especie tan difundida de que de un monte o yerbajo que nadie ha visto
le viene el nombre de Caracas. Todo es mentira y bobaliconería de Juan de Gallas.
Pero al parecer, así se escribe la historia. Igualmente falsa es la versión que
circula sobre el nombre de Venezuela o «pequeña Venecia». Borracho o loco tendría
que estar Don Américo Vespucio para llamar pequeña Venecia a aquel hato flotante
que formaban sobre el lago de Coquivacoa los palafitos. El sufijo «uela» implica
desdén en castellano y en leonés.
Se habla de mujerzuela, callejuela o habichuela. Se le utiliza para llamar lo que
mal anda, lo torcido y lo mal hecho.

9. A pujo de sangre

La ingratitud —comentó el Cautivo ante su atenta audiencia— parece ser el signo


del Valle. A menos de dos meses de haberse partido Don Diego de Lozada, mi
excelso Capitán, ya nadie habla de él. Son pocos los que rememoran los apuros de
aquellos primeros tiempos, que de no haber mediado el faculto ingenio de mi glorioso
capitán, no estaríamos aquí contando el cuento. Y pensar que hasta yo mismo lo
zaherí al obligarnos a tomar con celo y diligencia numerosas precauciones que hasta
ahora nos han preservado de la muerte, empero no creo que por mucho tiempo, si en
vez de hombres de pelo en pecho nos continúan enviando mocosos barbilampiños,
hasta antier apenas destetados.
El joven Ponce de León sin darse por aludido lo animo a proseguir.
Don Francisco Guerrero escupió una vez más; exhaló una bocanada de humo y
con voz ausente rememoró.
En abril, días antes de comenzar las lluvias, llegamos a este Valle que llamaban
de San Francisco.[15] Los indios nos atacaron cual alimañas, apenas nos aguaita​ron.

www.lectulandia.com - Página 33
Era cosa de risa el verlos aún después de muertos rechinar los dientes y tirarse pedos
al vernos pasar.
En tres meses no cesaron de hostigar. Las noches las pasábamos en vela. Como
diablos los hi de putas no dejaban de hacer sonar tambores y guaruras, escupiendo
por doquier saetazos, lanzas y cerbatanas.
Don Diego, y en eso nos parecíamos, creía en la mala sombra, en los sitios
malditos y en los lugares donde las estrellas se ven torcidas. De ahí que no le
pluguiese el lar de su campamento, que fuera el mismo sitio donde Fajardo dos años
antes intentara, con tan mal destino, conquistar y poblar.
La vez primera que recorrimos el Valle hacia el naciente, seguimos el curso de esa
agua caudal llamada Guayre.
Aquella mañana la sierra estaba despejada, la tierra húmeda y los pajonales
bonitos. Luego de recorrer los siete mares, puedo afirmar sin mentir, que era la
mañana más hermosa que en mi vida hubiese visto. Traspuestas dos leguas, otra agua
caudal y tormentosa llamada Caroata nos salió al paso. Delimitando al otro lado, una
explanada no más ancha de mil quinientas varas, cercada a su vez al extremo opuesto
por el Catuche, o rio de las Guanábanas. ¡Qué no sé a que le viene el nombre, porque
no he visto una en mi putana vida!
—¡Allí he de fundar mi ciudad! —Dictaminó mi excelso Capitán—. Que con tres
ríos sobran los fosos.
Apenas cruzamos el río, Don Diego de Lozada sin bajarse del caballo, nos ordenó
que procediéramos a levantar el muro del cuartel principal. Todo el día lo pasamos
cargando piedras, aserrando árboles y mezclando argamasa con la arena del río, entre
la que abundaban pepitas de oro. En la tarde, el parapeto nos llegaba al cuello. Menos
mal que Dios no escuchó mis blasfemias. Esa misma noche más de mil quinientos
indios, cual cigarrones de regreso al panal, cayeron sobre nosotros.
Al día siguiente y a la misma hora, tal era la flojedad de ánimos que nos dejó la
refriega, habíamos levantado el muro del cuartel, techándole y aspillando hasta la
mitad. Sin permitirnos resuello ordenó Don Diego:
—Levantad un muro aquí —y señaló los solares que ahora ocupan el Cabildo y la
Ermita, que como veis, hacen calle con él cuartel —. Hay que aprovechar el sol
mientras dure.
Y con él a la cabeza, emprendimos la faena. Antes de la noche ya la habíamos
terminado. Exhaustos y orgullosos contemplábamos nuestra proeza, cuando el muy
pillo volvió a ordenar:
—¡Vengan ahora las puertas!
Santiago Giral y Simón Díaz que eran carpinteros y tenían dos días labrando dos
portales, los enclavaron a cada extremo de la calle.
—Ahora guardad en ella los ovejos y jumentos, que corral ha de ser la primera

www.lectulandia.com - Página 34
calle de la ciudad.
A la semana, en terminando de techar los solares de enfrente y que por un tiempo
fueron cuartel de los indios portadores del Tocuyo, más de diez mil salvajes cargaron
sobre el cuartelillo con su calle corral, que de no haber existido, nos hubiesen robado
y flechado todo el ganado que llevábamos con nosotros.
A la noche siguiente y a la luz de una hoguera, Don Diego nos señaló el mapa de
la ciudad que pensaba fundar. Santiago habría de tener veinticuatro manzanas en dos
circuitos alrededor de la Plaza Mayor. Como yo le expresara extrañeza al ver en el
mapa dieciséis calles abiertas a los cuatro vientos en una tierra poblada por más de
cien mil indios bravos, respondió sin amoscarse: «¡Tate, tate, Don Francisco, que ni
soy mémo ni me chupo el dedo! Esto sólo será luego de imponer la paz a estos
salvajes que nos hostigan. Entre tanto, Santiago será apenas esto» —y señaló la plaza
y el primer circuito de manzanas que ahora vosotros, los recién llegados, tenéis
ocasión de ver. Luego de marcar los sitios públicos, nos asignó a los que habíamos de
ser los primeros vecinos el solar donde deberíamos erigir nuestras casas. Yo, al igual
que todos estos desarrapados, nunca había tenido casa propia. Celebrábamos ya el
sentirnos riquillos, cuan​do el impenitente Don Diego volvió a escaldarnos:
—Antes de hablar de viviendas, mis amigos —nos advirtió— habremos de
levantar un muro alrededor de la ciudad.
Todos nos miramos con caras destempladas, que se tornaron fieras al añadir:
«Bueno, mis amigos. Manos a la obra, ya que es mi mayor deseo fundar la ciudad
para el día de Santiago Apóstol».
—¡Para el 25 de julio! —clamaron todos.
Cercar mil doscientos pies para esa fecha, si estábamos a comienzos de mayo, era
menos que imposible.
Cuando terminó de hablar varias higas a su espalda lo, acribillaron.
En la primera semana el cerco nos llegaba a la rodilla; a la segunda, ya alcanzaba
el ombligo; a la tercera, nos cubría hasta la tetilla. Al mes iba sobre nuestras cabezas.
Abrumados por la fatiga el muro ascendía con nuestras esperanzas de que
fundaríamos la ciudad apenas lo terminásemos; haríamos nuestras casas y nos
echaríamos a descansar. Pero lo que si era menos que imposible es que estuviese lista
para el 25 de julio, como quería el Capitán Fundador. A primeros del mes nos faltaba
poco menos de la mitad. Agotadas las piedras de la ex​planada, habíamos de buscarlas
con graves riesgos para nuestras vidas, pues los indios no cesaban de flechar cada vez
más lejos.
Hube de decirle una noche al Capitán Fundador:
—Por grande que sea nuestro deseo y esfuerzo de complace​ros, a menos que San
Juan agache el dedo, nos será imposible acabar la muralla para el día del Santo
Patrono de las Españas.

www.lectulandia.com - Página 35
Lozada frunció el ceño y por primera vez lo vi abatido. Díjele yo a guisa de
consuelo:
—¿Y por qué no la fundáis el 25 de julio? Total, que ya la muralla está alta… Con
darle los tres tajos de rigor al rollo…
¡Válgame el cielo ante la cara de asco que me puso! Se me olvidó que era gallego
y yo andaluz.
—No cuento los pollos antes de nacer, Don Francisco —me respondió
encabronado—. Mientras Santiago no tenga murallas para asegurar su defensa, es
tonto y de mal agüero bautizarla antes de que sea parida por la tierra y por nuestra
voluntad. Acordaos de Fajardo, mi predecesor: que por fundar pueblos sin hacer los
muros, de su hato de San Francisco no quedan ni las piedras.
—Yo lo que sí creo —propuso con acento grave y convincente— es exigirle a los
indios de la vecindad que se muestran pacíficos, un tributo de trabajo. En vuestra
opinión, —preguntóme— ¿quiénes son los indios del Valle más laboriosos y de
mayor docilidad?
—Pues, en cuanto a laboriosos —le respondí— ninguno, que todos son más
perezosos que gitanos. Pero si Su Excelencia quiere saber cuáles son los más
pendejos, pues son los tarmas, en mi opinión, aparte que sus mujeres son guapas
como ninfas.
—Entonces —agregó el Capitán Fundador con aquella apacibilidad tan suya—
invitémosles a establecerse con nosotros.
De acuerdo a sus instrucciones y acompañado por veinte guerreros y unos
cuarenta indios, recorrí las siete aldeas tarmas, repartiendo entre la indiada famélica,
a fin de hacernos de su buena fe, carne de ovejo y barricas de aguardiente.
—Todo está muy bien —le observé yo a mi excelso Capitán luego de mi piadosa
romería—; lo que no entiendo es cómo habremos de hacer para que estos gandules
abandonen campos y sus ocios para venirse a Santiago a hacer de alarifes. Por no
trabajar escapamos de España los que servimos bajo vuestro mando.
Lozada sonrió con aquella faz de chivato tan suya:
—Venid conmigo, os tengo una sorpresa.
Lo seguí hasta el galpón hecho de prisa tras los solares del Cabildo y del
Ayuntamiento, donde pensaba alojar a los tarmas. La tarde estaba muy avanzada.
Lozada dio tres golpes largos y dos fuertes. Alguien quitó la tranca y nos dio paso
franco:
Entrad, Don Francisco —me invitó con cierta reticencia.
Dentro reinaba la penumbra. Distinguí mucha gente silenciosa y hedionda.
Alguien trajo una antorcha.
—¡Me cachi en la ma! —grité, creyendo ser victima de una mala visión. Cien
mariches, tatuados y armados nos veían con rostros de culebros. La carcajada de

www.lectulandia.com - Página 36
Lozada y el reconocer a Sancho Pelao disfrazado de mariche, pusieron paz en mi
alma y me pararon el trote.
El aludido, un hombre moreno, cetrino, fornido y de mediana estatura, al oír su
nombre dirigió al Cautivo una larga mirada de reproche.
—Esa noche —prosiguió— los falsos mariches, capitaneados por ese onagro
risoso que allí veis, cayeron sobre un poblado tarma dando muerte al mayor número
de gentes. Al día siguiente aparecieron frente a Caracas los sobrevivientes
implorándonos que los protegiésemos de los mariches. Tres días más tarde los falsos
mariches atacaron y destruyeron un segundo poblado. Al igual que la primera vez,
pero en número de dos mil, los tarmas se presentaron para hacer de Caracas
guarimba. Lozada una vez más accedió, exigiéndoles como justa compensación, el
que trabajasen en la muralla.
A menos de una semana los tarmas se preguntaban conmigo ante el rigor del
trabajo, si no sería mejor enfrentarse a los mariches. Comenzaron a desertar. La obra
progresaba lentamente.
Un fuerte temblor de tierra agrietó el muro en varias partes y un lienzo de más de
trescientos pies se vino abajo en el lado sur. Lozada montó en cólera:
—¡Empero revienten, el muro ha de estar listo para el día de Santiago Apóstol!
Los negros, que odiaban a los indios, comenzaron el canto de los látigos. Unos se
resistieron y fueron muertos de inmediato. Otros, que huyeron, fueron cazados con
perros bravos. Para evitar más fugas se guardó como rehenes en sitio aparte a las
mujeres y a los niños.
Esa mañana los siete caciques de los siete poblados se enfrentaron al Fundador:
—Nos habéis engañado. Fuisteis vosotros y no los mariches quienes provocaron y
sembraron el terror entre los nuestros, con el propósito de esclavizarnos. Ellos nada
han tenido que ver en esto, como nos lo han hecho saber. Somos varios los que ya
hemos reconocido a aquel mal hombre que va allá —y señalaron a Sancho Pelao.
Lozada, que ya se lo esperaba, hizo a su guardia la señal convenida. Los siete
caciques fueron empalados a siete pasos de la muralla que mira hacia el Guayre.
Los tarmas morían de a veinte y a treinta por día. A los negligentes se les azotaba
y a los que se les veía arrestos levantiscos se les ahorcaba sin fórmula de juicio.
A pesar del trabajo de los nuevos esclavos, a una semana de Santiago la muralla
estaba entre finita y pintona, aparte que de los cuatrocientos ochenta y cinco hombres
aptos para el trabajo habían desaparecido y muerto trescientos doce.
—Necesitamos entonces nuevos tarmas —afirmó Lozada—. Por desgracia, tan
sólo los guacas que llevan potra, nadie cree en nuestros buenos propósitos.
Esa noche Sancho Pelao y sus hombres salieron en dirección al pueblo guaca que
estaba por las Adjuntas. Hasta la madrugada, Lozada y yo los esperamos conversando
y fumando. Al primer canto del pájaro los vimos llegar. A la luz del cerco de

www.lectulandia.com - Página 37
antorchas se los veía fatigados. Algo metálico brilló en la noche.
—¡El imbécil de Sancho Pelao —clamó el Capitán— se llevó la espada! ¿Qué
necesidad tenía el muy tabernario de ponerse en evidencia?
Uno de los soldados amigos del zamboyo, al escucharnos salió a su encuentro a
fin de advertirle, seguramente, nuestra indignación. Llegaba hasta el, cuando
súbitamente tuve una sospecha: el de la espada era más alto y delgado que Sancho
Pelao: tampoco tenía ese caminar de loro sabanero característico del hombrecillo. No
había terminado de barruntar cuando el de la espada ¡Guay!, lo degolló de un sablazo.
Una lluvia de flechas se nos vino encima. Cerramos justo el portal cuando la
avanzada de falsos tocuyos, que eran meros indios teques con Guaicaipuro al frente,
casi nos alcanzaban.
Guaicaipuro liberó a los tarmas. Sancho Pelao refirió cuan​do apareció maltrecho
al día siguiente, que el gran cacique teque les cayó por sorpresa apenas cruzaron el
río; a todos los demás los hicieron pupa.
Ante lo sucedido nos dejamos de subterfugios y a sangre y a fuego, como debe
hacerse, reclutamos esclavos por miles y el 29 de julio, luego de finiquitar su muralla,
rodeado de su ejército, le dio los tres tajos de rigor al rollo y declaró por pregón que
era el día de Santiago, el de Pedro y Pablo, aquel momento en que fundaba la ciudad.
Al día siguiente, en medio de la resaca del jubileo de la víspera, Lozada, nos
obligó a construir muros escalonados de a ocho por lado alrededor de la muralla. Al
acabar de hacer, los hizo cubrir de tablones. «Arriba —dijo— van los centinelas y las
tropas de línea, abajo la sentina de los hombres y de las mujeres, la cocina y la cuadra
para vuestras bestias». En cada ángulo de la ciudadela edificó garitas que desde aquí
podéis ver. Terminada la muralla, cuartos, rampas y escalerillas, iniciamos la
construcción de nuestras casas, siempre dentro del orden y simetría de nuestro
Capitán, quien señaló alto, anchura y todas las medidas pertinentes con el fin de que
al adosarse hicieran de cada manzana una casa fuerte para resistir en el caso de que
los indios, como varias veces lo han intentado, derrumben la puerta de la ciudad. Para
aumentar las precauciones hicimos túneles bajo tierra, de una manzana a la otra. El
zaguán, según mi excelso Capitán, debe tener dos puertas: la del portón y la del
entreportón, la muerte lo mismo viene de la calle que de vuestro propio solar.
En menos de seis meses terminamos las casas. La dicha, sin embargo, nunca es
completa: hasta tanto no reduzcamos a los rebeldes, los que recibimos en gracia los
primeros solares hemos de compartirlos con gente ajena, no siempre de nuestro
agrado. El Cautivo miró hacia la casa de su vecino, un viejo beato, con quien
compartía el zaguán.
Una acequia rumorosa de aguas cristalinas atravesaba el solar en diagonal, para
desembocar en el Catuche, que pasaba hondo y rugiente por el barrancón. Gorjearon
los pájaros sobre el samán.

www.lectulandia.com - Página 38
—Amanece —señaló el Cautivo tras un bostezo.

Por Petare sale el sol. Por Petare sube a la montaña. Canta el turpial sobre el
samán. Brilla el sol sobre la muralla, sobre la casa, sobre las tejas, sobre el patio
enlosado, sobre la fuente del Pez, sobre la puerta de Don Juan Manuel de Blanco y
Palacios.

10. ¡Cuán grandes somos!

A las cinco en punto de la tarde se abrió el zaguán claveteado. Don Juan Manuel
de Blanco y Palacios, jubón azul y casaca blanca, va de visita.
—Arriba y arriba.
—No tan rápido, Miguelito.
¡Veinte somos los Amos del Valle: Bolívar, Palacios, Blanco y Herrera…!
¡Juan, Sebastián, Alicusio y Matacán!
El Rey nos posterga. El Rey nos rebaja. Independencia es traición al Rey. Traidor
y más que traidor en mi cara me dijeron. ¡Hasta la quinta generación traidora tu
descendencia! A Juan Francisco frente a la Candelaria, demoliéronle su casa hasta los
cimientos, echándole sal en la tierra y aborreciendo su nombre en tarja abominable.
A Túpac Amaru, tres años ha, le hicieron, vivo y ante sus hijos, lo que quiso hacer
en el cadáver de mi padre el Gobernador. Desnudo lo llevaron a la Plaza Mayor.
Cuatro potros salvajes tiraron de sus pies y de sus manos, hasta que sobrevino el
desprendimiento. Lo descuartizaron. Su cabeza, frita en aceite y puesta en jaula de
fierro, colgáronla a las puertas de la ciudad.
Más tiemblo que me vean desnudo y con esta barrigota que al mismo suplicio. De
freírme en aceite ¿será con mi plancha o con la boca vacía? Yo soy un hombre leal. A
la corona debo mil favores. De no haber sido por Su Majestad ya no existiría. El
ingrato olvida el debe, recuerda siempre el haber. ¡Haciendo yo pactos con Francisco
de Miranda! ¡El hijo del tendero y de Panchita Rodríguez! Dos meses atrás no lo
hubiese sospechado. ¡Yo, un amo del Valle, de quien a quien con el carricito ése! Por
mis venas corre la sangre de Adriana y de su egregio amante. Llevo a Isabel y a
Fernando, a Juana la reina loca y a Felipe, el Rey Hermoso. Subiendo ramas llego a
Pelayo. Bajando el tronco refluyo historia.
—Juan,
—Sebastián,
—Alicusio,
—Matacán.
Desde Juan Francisco, los Borbones apretaron la enjalma. Carlos III, déspota
centralizador. «Los enemigos de mis enemigos son mis amigos» —decía el Rey—.

www.lectulandia.com - Página 39
Igualemos a pardos y canarios con los criollos. Ayudemos a los inglesitos del Norte
en su guerra contra Inglaterra. Compremos sus excedencias. Impediremos con
Francia el colapso norteamericano. Que sus barcos ven​dan sus mercancías en mis
puertos de América. ¿Qué hay una real pragmática donde se prohíbe comerciar, bajo
pena de muer​te, con los extranjeros? Olvídela, señor Ministro, que entre dos males se
escoge el menor. La pujanza de Inglaterra es mil veces peor que violar la ley.

—Los comerciantes norteamericanos se niegan a comerciar con nosotros los


mantuanos, señor Gobernador.
—Dicen que sois mala paga.
—Otras cosas nos han dicho, señor Gobernador.
—¿Cómo cuál, señor de Bolívar?
—Que las autoridades españolas se los han prohibido. Dicen que vosotros tenéis
miedo de que acrecentemos nuestra fortuna y prosigamos su ejemplo.
—Rumores simplemente, señor de Bolívar. El Rey en España es fiscal y
centralizador.
—Golpeó a la nobleza provinciana en sus fueros, bienes y privilegios.
—Bah, señor de Bolívar.
—Sebastián Francisco de Miranda, el canario comerciante en linos, fue nombrado
coronel de la Milicia Canaria, que con sus reales formó. Va contra nuestros
privilegios.
—Vamos, señor de Blanco y Palacios, ello es nimiedad ante los beneficios
pingües, lo cual significa doblar el fuego en el momento en que Inglaterra acecha.
—Sebastián Francisco de Miranda luego de jubilarse sigue usando el uniforme y
bastón de coronel. Nos quejaremos al Rey.
Mantuanos, caeos de nalgas y para atrás: Su Majestad Carlos III no sólo apoya al
de Miranda en el uso del bastón. En ​real arrebato nos iguala de un plumazo, a
nosotros, los descendientes de los leones de Castilla, con los burdos hijos de las
Canarias.
—Esto es intolerable.
—¡A la guerra debemos ir!
—¡Eso no es nada con lo que está por venir; los pardos hocicudos, de pelo
encrespado, tarde o temprano serán nuestros iguales!
—Deliras, Juan Vicente.
—Muerto cargando basura habréis de ver.
Juan Vicente sabia más que perro’e ciego y sirviente de cura. Mulatos y
cuarterones compraron el titulo de Don. Entraron a la iglesia. Se hicieron doctores en
la Universidad. Y ahora hasta pretenden entrar al ejército para el logro del titulo de
oficial. Quien tenga cuatro centavos es blanco por Real autoridad.
Creo que llegó la hora de soltar el mecate. ¡Mantuanos, ya no somos aguiluchos

www.lectulandia.com - Página 40
del Águila Real! Levantemos vuelo hacia la eternidad. Sigamos el ejemplo de los
inglesitos del Norte.
—Eso traerá guerra.
—¿Y qué? España ahora no puede contraatacar.
—Mantuanos, cáiganse de nalgas y para atrás una vez mas. El Rey no nos odia.
El Rey nos ama. Fijaos en esto. Quitaos la cerilla de los oídos. Escuchad atentos. ¡En
lo sucesivo queda prohibido el matrimonio de blancos con gente de color!
—¡Pero qué maravilla! ¡Pellízcame Mijares, a ver si sueño!
¡Tovar, méteme una patada! —repite Juan Manuel—. No puede ser verdad tanta
belleza. Ha muerto el relajo. La merienda de negros toca a su fin.
Alegría de tísicos no más. Al año vino lo de la Gran Capitanía. Juntos en el
mismo plato con los de Maracaibo, Guayana, Margarita y Cumaná. No hay peor cuña
que la del mismo palo, pensó el Rey y no erró por cuatro e insufribles años. Los
nobles de Maracaibo, en cuanto a bizarría se refiere, eran peores que quinterones
ricos con derecho a gobernar. Ya desesperábamos, cuando a propuesta mía los
hicimos mantuanos por apertura. ¡Santo remedio! Al igualarnos se hicieron aliados y
lo que Su Majestad creyó jugada perfecta fue: Jaque al Rey.
La silla de mano retorna a la casa.
Qué desagradable se pone Juan Vicente cuando bebe. Apenas le pregunté por qué
mi ahijado había salido color de longaniza, se puso como un fusuco gritándole a
Felicianito, su suegro:
—Es el nudo de mi abuela, la de Marín, quien se asoma. ¡¿De qué os extrañáis?!
Los conquistadores no trajeron mujeres, y como no eran maricos, hembras tuvieron
que haber. La huella indígena no es oprobio, como creéis vosotros, sino timbre de
orgullo, al igual que las cicatrices que llevan los viejos guerreros. Sólo los que poseen
—gritó desaforado y cetrino— son poseídos. La pureza de la sangre española en
Indias denuncia el ancestro de las Águilas Chulas, de los que llegaron tarde, luego de
callar las culebrinas.
—No hay nobleza —le espetó a Felicianito con los ojos vidriosos— que no tenga
su matriz en la guerra, con excepción hecha de las que hacen las putas. En Indias, la
gloria emerge de la conquista, el tiempo de las hazañas. Quien no tiene de indios
tampoco tiene de conquistadores. Pelo rubio y tez de leche no es señal de linaje, sino
de hambreados fugitivos que vinieron a medrar las sobras de los leones.
—¿Es que tus abuelos no habían llegado —preguntóme con chulería — cuando
los míos azotaban la tierra con cinturones de bronce?
—Pero chico —díjele—. Cálmate ya, no es para tanto.
Siguió finito:
—Ya se acabó el tiempo en que los náufragos se hacían sacerdotes. Somos una
casta fraguada que no se arrodilla ante los extraños. Ya nos importa un pito el

www.lectulandia.com - Página 41
bastardo de Carlos V, los duques del Infantado o la sangre de los Alba. Somos los
dueños de un mundo que hicimos con nuestras manos. ¡Basta ya de seguir con la
manía de mejorar la casta con la sangre de ultramar! ¡Basta ya de sangre nueva!
¡Basta ya de españoles! Al igual que el día en que los antepasados dijeron: basta de
indios, basta de negros. Que los ocho cuarteles de los hijos de mis nietos sean los
mismos nombres que hoy retozan en el patio; que los Bolívar sean abuelos de los
Tovar, de los Blanco, de los Mijares y de los Lovera. Que se casen mil veces entre sí.
La cría enseña la bon​dad de recrear la sangre. ¡Qué mi nieto preñe a mi nieta, mi
cuña​do a mi sobrina y mi hermano a mi hija! ¡Qué los mantuanos tengan ojos y color
de mantuanos! Que no se diga que esto es Bolívar y aquello Rebolledo. De la
diferencia nace el caos. De la igualdad el poder y la gloria.
Estaba verde, color de ataque y enloquecido en su discurrir.
—La sangre nueva perturba la fragua. Mueve lo que quieto ha de quedar.
Revuelve lo decantado en la masa del pastel que alcanzaba su consistencia. Por
siglos, cual sacos, se apilaron los ingredientes. Hasta que un día el Gran Cocinero del
Universo los echó en la olla dándoles vuelta con su gran cucharón de sueños: «Tanto
de blanco, tanto de indio y dos cabezas de negro para hacer un noble caraqueño».
«¡Qué mal rato he pasado! En lo que se echa cuatro palos le sale el brollo de la
Marín. ¿Qué necesidad tenía de decirnos a Felicianito y a mí, que los Palacios no eran
nadie comparados con los Bolívar? Qué desagrado tan grande. ¡Y pensar que mañana
vamos a pasarnos el día entero bebe que te bebe, tomándonos los miaítos de mi
ahijado Simón! Tengo ganas de no ir. Yo no bebo y ésos son una cuerda de borrachos
que no paran hasta que los sacan en parihuela; aparte que Juan Vicente, Mijares,
Tovar y Ribas ya me tienen harto hablando siempre de la Independencia y de
Miranda. Yo no sé quién me mandó a mí de brejetero a meterme en tal enredo».
A las nueve de la noche volvió a cerrarse el portal. Don Juan Manuel seguido de
Juana la Poncha, entra a su alcoba. La bacinilla del Rey de Nápoles. ¡Qué no la tires
por la ventana, mujer de Dios!
Ríe la luna sobre el samán. Ríe la plancha. Parpadea la vela.
«Juan Vicente cuando bebe es una varilla —se va diciendo dormido—. Nobleza
es posesión de tierra que dio la hazaña, generación tras generación y por luengo
tiempo. Más temple exige mantener, enriquecer y acrecentar la heredad que legó el
abuelo, que ponerse en ella en un arrebato de ventura y coraje. Fueron muchos los
que en un sacudón se hicieron ricos y alcanzaron la fama. Excepcionales los que
mantienen la gloria y el patrimonio a través de los siglos. ¡Qué grandes somos!
¡Cuánto nos queremos!».

11. Borracho venía el palanquín

www.lectulandia.com - Página 42
Juana la Poncha desde el cuarto alto se metía al Ávila en sus pupilas. Un anillo de
luz rodea al picacho. La noche avanza.
Cuánto ha tardado mi amo. Ya está oscuro y entuavia no ha llegado. A mi no me
gusta nada el soponcio que le dio trasantier y menos el encurruñamiento con el señor
de Bolívar. Yo no sé de dónde les viene tanta amistad. Tan serio que es mi amo y tan
guachafitoso que es Don Juan Vicente. ¡Pobrecita la niña Concepción! No le rindo las
ganancias con un hombre tan faldero. Razón tuvo Don Feliciano cuando al saber que
se casaban se saltó del retrato y rompió la marquetería.
Un estruendo sintió en el portón. Juana la Poncha, con ojos de incrédula
alucinada, miró hacia el zaguán. La silla de manos venia dando tumbos. En el
corredor dio un bandazo contra un pilar y estalló la cristalería. Los negros reían,
cantaban, danzaban, con el palanquín a cuestas.
Cuatro somos los negros del Valle: Juan, Sebastián, Alicusio y Matacán, taran,
tan, tan.
—¿Y esto qué es? —chilló indignada.
—Que estamos de fiesta, mi tía —respondió Matacán.
—¿Y el amo?
—Adentro va. Carga una pea divina.
—¡Veinte somos los Amos del Valle! —farfulló Don Juan Manuel al salir por la
portezuela con la voz estropajosa, los ojos bizcos, el rostro encendido.
Al sujetarlo, la negra se puso blanca: su Amo y Señor, paradigma de virtudes,
Regidor Perpetuo y Decano, tenía un fuerte tufo a caña brava. En los treinta años que
tenía de uso de razón, viviendo a su lado, nunca lo había visto tan rascado, ni
paloteado, ni con la chispeante alegría de los primeros tragos, que rara vez se
excedían de dos copas de jerez.
—¡Mí amo no bebe y basta ya! —gritó a los portadores—. Si está mareado y
lleno de vómitos no es por borracho, sino por envenenado. Con lo delicado que es del
estómago y lo cochina que es la negra Hipólita para cocinar.
A las dos horas y de puntillas, Juana la Poncha entró a la al​coba. Con expresión
beatifica a la luz de la vela, dormía Don Juan Manuel. El camisón de dormir, más allá
del ombligo, le sacó un sonrojo. Con los ojos cubiertos y la mano a tientas bajó la
dormilona.
Don Juan Manuel entreabrió los párpados.
—¡Carmen! —exclamó con expresión desgarrada.
«¿Con que ésta es la razón? Y yo que creía que se le había pasado la dentera», …
tenia el cuello largo y los ojos cordobeses.
—¡Ah vaina!
—… Traía en su rostro el encanto de las contradicciones.
—¡Repíteme, papá!

www.lectulandia.com - Página 43
…Era adorable, bella y sabrosa.
—Umj.
—… Casta como una paloma torcaz, pero encendía mis turgencias con el mismo
arrebato que en mi juventud lo hacia la Matea desnuda.
¡Guá! ¡Mírenlo pues!
—En sus ojos brillaba un sol antiguo… tenia el cuello largo la tez morena y
limpia de las andaluzas.
—Si oh, chico, muerde aquí…
—Era bella, joven, atrayente, plena de gracia y donaire, pero me engañaba. A mí,
a Don Juan Manuel de Blanco y Palacios, Conde de La Ensenada por gracia del Rey
Nuestro Señor y de cien mil reales.
Con una expresión que no era la suya, Don Juan Manuel se sentó en la cama:
—Juan Vicente nos reunió esta tarde en su cuadra junto al rio. Y no me tomé dos
jerez, sino veinte… ¿Oíste?
—¡Ave María!
—Y dos copas de leche de burra y medía botella de ron y un ponsigué que
trajeron de Cumaná, tres mondongos de pata y dieciséis empanadas… A mitad de la
palazón se formó la gurrizapa. Berroterán se puso de lo más pesado.
—Vosotros sois unos irresponsables —nos dijo—. Estáis tentando al demonio al
intentar seguir el ejemplo de los Estados Unidos de Norteamérica. Eso de la
Independencia es un disparate.
—Venderemos mejor el cacao —recordó Tovar.
—Meteremos a los pardos en cintura —añadió el Marqués de Mijares—.
Recuperaremos nuestros privilegios.
—En cintura es que nos van a meter a todos, so pistolas —intervino Agre
Berroterán, el Marqués del Valle—. ¿O es que no os habéis dado cuenta de que hay
un blanco por cada veinte pardos, mulatos y negros?
Pedro de Vegas y Mendoza gritaba:
—¿Y para qué somos los Amos del Valle? ¿Cuándo hemos peleado acaso con
ventaja numérica? Yo me basto para cien hombres.
—¡Bravo! —apoyó Marcos Ribas y Betancourt.
—Berroterán tiene razón —terció mi cuñado Martín Eugenio—. Jamás el esclavo
ha dejado de aniquilar al amo cuando alguien le rompe sus cadenas.
—Y España es la cadena que los sujeta —cargó de nuevo Berroterán—. ¿O es que
acaso no habéis caído en cuenta?
—No sigas hablando pendejadas, Berroterán —rezongó Juan Vicente—. ¿Quién
ha mantenido el orden en esta Provincia? ¿El Rey o nosotros? ¿Quién derrotó a los
ingleses en 1743? ¿Las tropas españolas o los Amos del Valle? De no haber sido por
Don Martín Esteban, el padre de Juan Manuel, Puerto Cabello hubiese caído en

www.lectulandia.com - Página 44
manos del Almirante Knowles mientras el Gobernador Zuloaga se rascaba la barriga.
—Vosotros sois unos ignorantes de tomo y lomo —argüia colérico Berroterán—,
Si supierais historia no daríais pasos tan temerarios. Decía Maquiavelo…
—Me importa un carajo lo que dice Maquiavelo —interrumpió Bolívar.
—Supongo que otro tanto te pasará con la historia de tu abuela, la Marín de
Narvaez.
—¿Qué pasa con mi abuela?
—Mide tus palabras Berroterán —zumbó Marcos Ribas.
Berroterán estaba hecho una cuaima:
—Si tú hubieses medido tus pasos al casarte con la nieta Salucita, no tendrías a tu
hijo José Félix con el pelo chicharrón ni le hubieras puesto un hijo a María Soledad
Aristeguieta, el bachaquito ese que hacen pasar por hijo de una comadrona y que
llaman Manuel Piar.
—Juan Félix de Aristeguieta saltó sobre Berroterán tomándole por el cuello:
—No te permito que hables así, grandísimo canalla.
De un empellón el Marqués del Valle lo tiró al suelo. Echan​do candela por esos
ojos nos gritó:
—Por eso es que os queréis independizar: ¡Mestizos traidores! Todos vosotros
sois mestizos. Tú, Juan Manuel, eres un mestizo. Averíguate quién es tu abuela,
Marqués del Toro. Todos sois una porquería… por eso hacéis tan bien el papel de
traidores. Pero hasta aquí os trajo el río. Ahora mismo voy con el cuento al
Gobernador…
Los Amos del Valle con el rostro descompuesto avanzan sobre Domingo
Berroterán.
—No, no. ¡Quédaos quietos, mis amigos! ¡Chercheaba nada más!

Don Juan Manuel desde su cama no pudo ver lo que sucedió luego. El sueño lo
avienta hacia otros parajes. En una nube verde María Jimena, su mujer, teje
escarpines azules.
Escuchándolos, a un lado, está un ángel fornido, de aspecto repelente, de grandes
alas de un blanco sucio, con la catadura de un cabo de guerra de la Guipuzcoana.
—Es que hubiese sido una hecatombe que yo, Don Juan Manuel de Blanco y
Palacios, Conde de La Ensenada, mantuano de ocho cuarteles y Regidor Perpetuo, me
hubiese casado con Carmen. ¿No os parece, señor querubín?
—¡Señor Arcángel!
María Jimena sin dejar de tejer, con el labio fruncido apuntó a la izquierda:
—Ahí te llegó visita: Martín Eugenio, mi hermano.
Dos manos fuertes lo sacudieron. No era sueño ni pesadilla. Era Martín Eugenio
de Herrera y Rada.
—¡Despierta, asesino!

www.lectulandia.com - Página 45
Adormilado y confuso se le enfrentó:
—¿Y esto qué significa? ¿Es qué te has vuelto loco?
—Loco es que te vas a volver tú. ¡Grandísimo desgraciado! Observa tu obra.
—¡No! —clamaba exasperado Don Juan Manuel, ahogado en su propio llanto—.
¡Dime que todo es falso, hermano mío! ¡Despiértame ya de este mal sueño!

12. La hoguera que daba frío

Hora tras hora, con los ojos agobiados de espanto, estuvo con la cabeza inmersa
en aquella cosa terrible que guardaba el cofre.
—¡Dios mío! —gemía trémulo—. ¡Esto no es posible! —decía sacudiéndolo con
la mano—. Voy a enloquecer.
Catedral y el sereno cantaron a dúo las dos de la mañana. Un ruido sordo se
arrastraba en el salón de los retratos. Tomó el pistolón y avanzó en puntillas por el
oratorio. En una esquina de la sala estaban levantadas las tablas del piso. Una luz
intensa venía de abajo.
—«La trampa del Cautivo» —dijo con emoción—. Y yo que la creía conseja.
¿Pero quién estará ahí con tanta luz encendida?
Una escalerilla de doce escalones se metía en la trampa. Don Juan Manuel se
asomo con aprensión. Finalmente se decidió. Metió la pistola en su gorro de dormir
sujetándolo con las encías, y bajó con dificultad los travesaños. La extraña luz era
sorprendente: procedía de unas copas cerradas que parecían arder pero no tenían
llamas. El túnel estaba tan claro como si fuera pleno día. Caminó un largo trecho. El
túnel se abría en un espacio más amplio con anaqueles de mármol: del suelo al techo
lleno de huesos. ¡Era el cementerio! Quiso huir. Las copas incandescentes se
apagaron. Sobrecogido de espanto se aferró a un anaquel. Una luz muy tenue venia
de arriba. Trepó sobre las tumbas. Una losa de mármol cerraba el paso. Empujó con
ambas manos. Al tercer intento logró desplazarla. Bufeando salió a la superficie.
¡Ay! —dijo un cura al verle, desmayándose sin sentido.
Estaba en la Catedral. En la Sacristía. Arriba de la tumba que eligió el Cautivo
para sus descendientes: «Hasta que el polvo de los huesos no deje cerrar la tapa».
Enloquecido corrió hacia la nao. En el baptisterio escuchó voces. Se ocultó tras
un pilar. Alguien rezaba el Credo. Era una voz grave, profunda, sonora. La voz de
Juan Félix de Aristeguieta. ¿Qué hacía a esta hora y con la iglesia vacía? Adosado al
muro se deslizó hacia el sitio de donde procedía la voz. Era un bautizo. Veinte
personas iban de la pila al enrejado. Juan Vicente Bolívar y su prima Conchita
estaban a la diestra de Juan Félix. La negra Hipólita entregó un niño a uno de los
presentes. ¡Es su ahijado Simón Antonio!
Una sombra se interpone entre Juan Félix y el niño. ¡Es la mujer del manto! Está

www.lectulandia.com - Página 46
de frente. Con la cara echada sobre el recién nacido, cual si quisiera morderlo. Nadie,
salvo él, parece percatarse de su presencia. Sin poderse contener grita: «¡Sana, tanga,
bulé!» y avanza decidido hacia el fantasma. El trasgo ante el conjuro apenas mueve la
cabeza. La mujer del manto se yergue lentamente. Juan Manuel aterrorizado se queda
pegado al suelo. ¡Le va a mostrar el rostro! ¡Voy a morir! ¡Sana, tanga, bulé! —
vuelve a gritar; pero el trasgo no huye ni se desvanece. Ya lo alcanza, ya lo ve. Tiene
la cara de frente. Un sudor gélido lo cubre. Pero no hay ojos, ni nariz, ni boca. No hay
rasgos ni imagen dentro del óvalo que circunda el manto. Hay tan sólo una negrura
profunda que ciega. Una oquedad que succiona. Sintió levitar su cuerpo. Se deslizó
hacia aquel túnel de carne. Dentro de él todo era frío, silencioso, como una boca de
gata.
Al fondo brillaba una luz: tenue y puntiforme. Crecía a ramalazos a medida que
se aproximaba. Era una hoguera descomunal, con brazos, cabezas y piernas, cuando
estuvo junto a ella. Antes de calentar, un frio intenso lo estremeció como si estuviera
ex​puesto al viento y al descampado.
De la hoguera saltó una silla de mano llevada por cuatro esclavos.
—Cuatro somos los negros del Valle —recitaban a coro—: Juan, Sebastián.
Alicusio y Matacán. Tarán, tan, tan —y echaron a correr por el camino.
A su paso se incendiaban las haciendas, se derrumbaban las casas, las torres de
los ingenios se derretían; las sementeras se quemaban; y la tierra se llenaba de un
asfixiante olor a caramelo. Luego de correr desenfrenados, retornaban hacia la
hoguera y raudos prosiguieron trotando en dirección contraria, diciéndole a Juan
Manuel a medida que pasaban:
—Yo soy la destrucción y la guerra —gritó, con la voz de su padre, Alicusio.
—Y yo —exclamó, con su propia voz, Matacán —la confusión y el desvarió.
—Yo soy el hambre —voceó, con el sonsonete de su abuelo, Sebastián.
—Y yo —exclamó Juan— la desolación y la desesperanza. Soy el pasado. Soy el
presente. Soy el futuro. ¿Oíste, Don Juan Manuel? —y soltó una carcajada que le
recordó a su padrino.
A la cuarta vuelta detuvieron su alocada carrera a una braza de Don Juan Manuel,
cuando ya lo atropellaban.
Se alinearon el uno junto al otro. Y luego de examinarlo con ojos entre
admirativos y burlones, prorrumpieron en coro con voz acompasada, atiplada y
burlona, al tiempo que movían sus cabezas de derecha a izquierda con suave
cadencia:
—Gracias, señor de los mantuanos, por haber soltado nuestras amarras y habernos
devuelto la libertad.
Un grito de guerra saltó de las llamas. Era Francisco Rodríguez del Toro. De un
salto subió al palanquín sucio, desgarrado y sin techo, que más que silla de mano

www.lectulandia.com - Página 47
parecía una parihuela.
—¡Llegó la hora de que seamos libres! —proclama el Marqués—. ¡Si no
podemos ser los dueños, seremos los amos! ¡Fuera el Rey, abajo España!
Los negros del Valle montaron en cólera.
—¡Sal de ahí, pendejo! ¡No estamos hechos para cargar bolsas como tú!
Y dándole vuelta al través, lo echaron al suelo.
—¡Somos la libertad y ya no tendremos dueño!
Juan Manuel sintió un murmullo en procesión a sus espaldas.
—Somos los antepasados —le dijo un viejo hirsuto de luenga barba.
—Yo soy la abuela —le susurró una hembra de bella estampa.
—Y yo soy la madre.
—Y él es mi abuelo —dijo apuntando a un viejo de barbas azules con cara de
zafio.
—Yo fundé la estirpe —afirmó brutal el viejo— y me cagué en tu linaje.
Una hermosa mujer tomó de la mano a Juan Manuel y le dijo con melindres:
—Yo soy tu nieta, la que mentarán Eugenia, y este mulato fino es mi hombre. Se
llama Andrés Machado y fundará una familia oscura de gran prosapia.[16]
—Éste es mi hijo y éste es mí nieto y aquél, José Ramón, mi biznieto. Todos
gobernarán. Igual que tú y tus abuelos. Desde que el Valle es Valle.
La tierra perdió súbitamente su consistencia de alfombra: hizo dura y lisa como
piedra sepulcral. Las casas crecían y crecían como kalula: alcanzaron y sobrepasaron
diez veces la Catedral. Se volvieron también piedra los caminos y por ellos corrían
raudos unos escarabajos grandes con gente adentro, forrados de hierro, que bebían
con fruición un líquido hediondo y negro. En los cielos aparecieron pájaros de plata,
tan grandes como goletas. Pero los cuatro negros corrían, corrían.
—Venezolanos —dijo un hombre gordo con acento plácido arriba del palanquín.
—Conciudadano —gritó un hombre flaco.
—Compañeros —dijo un hombre gordo.
—Camaradas —voceó un cuarto.
—Cangaceiros —llamó un quinto.
Uno tras otro montaron sobre el palanquín. Y todos cuantos los rodeaban, y en
especial los que llevaban peluca y las damas de manto largo, danzaban y aplaudían en
derredor, ungiéndolos con el líquido viscoso de los escarabajos, hasta que los negros
cansados los tiraban al suelo.
Apenas caían los que antes cantaban y bailaban con tanto donaire y alegría,
dejaban de hacerlo para volcarse sobre él en un tornado de dientes, uñas e injurias,
hasta que lo volvían ceniza y agua. El palanquín de los negros del Valle corría
entonces de nuevo, para terror de todos, hasta que algún otro trepaba al carro y volvía
a gritar:

www.lectulandia.com - Página 48
—¡Yo soy el amo! ¡Yo soy el orden!
Volvía entonces el coro de mujeres de grandes mantos y nuevamente cantaba:
—Somos las dueñas del palanquín dorado.
—Somos sus amas y sus esclavas. ¡Qué viva el primo! ¡Qué viva la prima!
—¡Somos la blandura marcial de la raza! ¡El vinculo conductor de la estirpe!
—Somos el cambio de siempre que se torna en nada.
Una negra esplendorosa, mutante de edad y aspecto minuto a minuto, saludó a
Juan Manuel y a Eugenia:
—Buenas, buenas —saludó sonriente.
—¡Hola, Rosalía! —respondió cariñosa.
—¿Qué hubo, mijita? —se adentró la negra, que en seis minutos alcanzó setenta
años—. ¿Qué hay de nuevo por estos limbos del Monguibel?
Alborozada la muchacha se apretó contra el mantuano:
—Te presento a mi abuelo, Don Juan Manuel de Blanco y Palacios, que viene
entrando de muerto…
—¿Familia de Rodrigo? —preguntó con desenfado.
—Soy su biznieto —aclaró seco y cortante.
—Entonces —comentó Rosalía adoptando la edad y el aspecto de cimbreante
moza—, tú eres tataranieto de Rosalba, mi biznieta…
—¿Cómo decís, insolente?
—¡Ay, chico! —observó la negra sin amedrentarse—. Tú no sabes de la misa ni la
mitad. A mí en una época —prosiguió tomando el aspecto de una seductora mujer—
me llamaban la hembra más esplendente de las Siete Ciudades y tuve mucho que ver
con tu chozno.
La guapísima negra, con igual celeridad, tomó la forma de una anciana de ojos
brillantes:
—Fue recién fundadita Caracas cuando me cogieron a lazo, más allá del mar.
Entre Macondo y Birongo, tierra caliente del Congo. Pero siéntate, mijito, que el
cuento es largo y con esta hoguera tan fría te me puedes resfriar.

www.lectulandia.com - Página 49
SEGUNDA PARTE
El Cautivo, conquistador y fundador de Caracas
13. Juanito Pata de Palo

Andaba quien esto paparrea por la razonidad —dijo Rosalía transformándose en


una niña— cuando vine a dar a esta parte del mundo que enmientan el Nuevo.
Apiñados como boquerones en salmuera llegamos entre la undumbre en las sentinas
de Juanito Pata de Palo, enmentado cazador negral.
El viaje lo hice con las negras Petra y Felicia, que con dos años de avanzada, ya
estaban en edad de merecer. A vuelta de los albores llegamos al Puerto a recoger unas
arrobas de carne cecinada, tabaco y chocolate que en su último viaje Juanico en​cargó
a los vecinos.
Érase voluntad del de la Pata de Palo trocar el ajovo castillan por cincuenta
negrades, que en aquel entonces no se conseguían.
Moros y cristianos, salvo el asnudo del Gobernador, apodado «Ojo de Plata»,
entendían y placíales este maridaje de la guerra con el comercio, como siempre ha
sido y será. Pero «Ojo de Plata»[17]era tan arlóte y entorpado que creía que hay una
raya muy limpia entre lo bueno y lo malo: por eso prohibió a los vecinos merodear,
bajo pena de vida, tocando a generala cuando apercibió a Juanito con su batel y el
fardajeo con tantos peroles buenos.
¿Qué es lo que dice? preguntó Juan Manuel airado.
—Quedóse afollado y cordoso el Juanico —prosiguió Rosalía cuando encontró a
Borburata sin gente, empero encontrar en la posada de los vecinos todo cuanto les
había dado por encargo. Y aunque apañarse hubiese podido el bastimento, no cometió
la erransa de falsar a su honor y saldó sus acrecidas, como el hombre ahuncoso que
decía ser.
—Partir no he de la Borburata —juróse el anglo— sin facerme las albas negras y
saldar mis acreencias.
A semejanza de un abacero, y en medio de aquel solazo de tabardillo que había en
aquel mal poblamiento, ansina pregonó:
—A Alberto Espinosa, el de los Monteros, mi frade —dijo con chupa— debo
trescientos pesos que troco con tres negrales de Guinea. —Para que no tomasen
cachachá, fardearlos hubo.
—En prueba de amiganza —decía al final— déjote una churumbela.
Y colgó al cuello de uno de ellos el recibo explicativo.
Y así procedió con cada uno de los vecinos con quienes tenia encargos y
acreencias, añadiéndoles algún dicho coral, pues de tal guisa era su naturaleza.
—Al gasajoso componedor Augusto Orihuela, dos negros y un libro bueno:

www.lectulandia.com - Página 50
Amadis de Gaula. Al lindo Juan Liscano, La Utopía de Tomás Moro. Al marcus
Simón Díaz, el Gaitero, un volumen del Mingo Revulgo para contrubar buenas
controvaduras.
Al mentar a Julián el de las Mendozas, el que habría de ser mi primer amo, cató a
Petra y a Felicia, y como al apercibir​las con el dedo yo soltase el quejo, luego de
tirarme por las ñefas por no hacerme retrecha, escribió con juglería, mientras yo
rezaba entre paladares al luciferal babalú:
—Al marfil Julián el de las Mendozas, dos negras buenas para el folgár y también
para la cocina. Y de ñapa una negrada linda de nome Rosalía.
Ansina llegué a estas tierras del Nuevo Mundo.
Estalló Don Juan Manuel:
—¡Callad, por Dios, negra latinada, o hablad en cristiano! ¿Qué clase de
jeringonza es ésta?
—¡Perdonad, Don Juan Manuel! —respondió Rosalía abandonando su forma para
trocarse en mujer de mediana edad—, pero cuando me torno niña me expreso en el
castellano que nos enseñó Juanico en la travesía y que para nada sirve por ser más
viejo y desasistido que el cipote.
—Mi primer amo, Julián el de las Mendoza, era suave, caritativo y generoso. Con
una sola obsesión: la de redimir a indios y esclavos del paganismo y de imponerles la
fe de Cristo.
Con palabras de no entender y sentidas por buenas, nos libró de las amarras y nos
invitó a seguirle al rancho que tenía por casa a pocas varas del mar. Era un hombre de
mediana edad y ungido por tal santidad y parsimonia, que cuando lo escuchábamos
hablarnos por primera vez de su Dios y de su Divina Madre, ya que era la mar de
pacato, beato y rezandero, nos persuadió a tomar partido por sus creencias. Al igual
que Don Julián era su mujer, Doña Ana de Chávez. Gorda, madura y reilona. Había
sido hermana lega en el convento de Santa Teresa del Ávila, de quien recibió de sus
propios labios benignas creencias y sabias enseñanzas. Lo que explica la razón del
por qué una esclava negra como yo, y lo digo sin presumir, se exprese como una
gentil dama de corte.
Dos largos y felices años pasé en la Borburata, al lado del bueno de Don Julián y
de su mujer. Doña Ana de Chávez. Más que esclavas parecíamos hijas de familia
Petra, Felicia y yo.
Aquella tarde llegó Don Diego de Lozada acompañado por un ejército de ciento
cincuenta españoles y de ochocientos indios cristianizados. Iban a conquistar el país
de Los Caracas, del que se decía en aquel tiempo que sus ríos estaban llenos de
pepitas de oro.
Entre aquellos soldados venia Don Francisco Guerrero, el Cautivo. Yo estaba
sentada con Doña Ana y las dos negras en la puerta del rancho la primera vez que lo

www.lectulandia.com - Página 51
vi. Cruzaba hacia la playa seguido por todos los perros de Borburata ladrándole sin
cesar, alarmados por su atuendo.
Don Julián el de las Mendoza, mi amo, se fue con el ejército de Lozada, a pesar
de los ruegos de Doña Ana y de su escasa disposición para la guerra. Un día, luego de
ocho meses de haberse partido, una piragua trajo una carta. Después de muchas
dificultades, tropiezos y lucha armada con los indios —escribía Don Julián— Don
Diego de Lozada se salió con la suya. Y fundó en medio de tres ríos a Santiago de
León de los Caracas.
«Por los momentos —continuaba— no es más que un pequeño cuartelillo con una
plaza en el centro, pues los indios son muy aguerridos y levantiscos, pero tengo fe de
que en fecha muy próxima sí alcanzará la pacificación, pues si hay algunos indios
aviesos y de mala índole, como teques y mariches, otros, como los que me han dado
en encomienda en el Valle de las Guayabas a orillas del rio Mamo, son de
cristianísimas disposiciones».
Con la piragua llegó una balandra de guerra de Santo Domingo. La marinería bajó
a tierra a proveerse de carne, frutas y agua fresca. Al día siguiente, hacia el naciente,
se vio avanzar una gran balsa provista de una vela grande de lona. En ella venia el
Cautivo.
—Venimos en busca de pólvora y de municiones —dijo a mi ama, entregándole
una carta de Don Julián, donde le decía que la paz del Valle había sido lograda con tal
plenitud, que en una semana tomaría posesión de su encomienda de Mamo.
«Mis vasallos —refería— me han rogado trasladarme con la mayor urgencia al
Valle de las Guayabas, donde ya me tienen albergue, pues rabian de dicha por
conocer la palabra de Cristo».
«Por ello te pido que aproveches el viaje de nuestro querido amigo, Don
Francisco Guerrero, para que te vengas de in​mediato junto con nuestras negras, Petra,
Felicia y Rosalía. Te ama. Julián».
Esa noche fue de algaraza en el puerto. La tripulación de la balandra, con más de
quince días a sol y agua, bebió y comió a discreción en una salerosa jarana que
armaron en la plaza. El Cautivo, luego de emborracharse, cantó y bailó la jota, el
fandanguillo y la soleá.
Al amanecer se dio la alarma. Al amparo de la noche manos extrañas, luego de
asesinar al vigía de la balandra, robáronle tres culebrinas de bronce, aparte de hacerle
un gran boquete a la nao en la línea de flotación, que de no haberse reparado de
inmediato, como se tuvo por uso, la hubiese echado a pique.
Pronto se supo el nombre de los culpables: los doce indios tocuyanos que trajeron
a pulso la balsa del Cautivo.
—¡Perros malditos! —le oí clamar indignado—. Los despellejaré vivos si llegan a
caer en mis manos. Está visto que no se puede confiar en estos salvajes.

www.lectulandia.com - Página 52
A bordo de la nao de guerra, diez días más tarde, el Cautivo, Doña Ana de
Chávez, el negro Julián, Felicia, Petra y yo, tomamos rumbo hacia Mamo, donde nos
debería esperar Don Julián el de las Mendoza en su nueva encomienda.
—Lo que yo quisiera saber —comentaba el Cautivo al Capitán— es qué habrán
de hacer esos malditos con esas culebrinas, cuando ni pólvora ni balas tenemos
nosotros.
—Es mi caso, pero al revés —respondió el Capitán. ¿Qué hago yo con tanta
pólvora y balas sin cañones para disparar?
—Pues vendérnoslas a nosotros. Nos haréis un gran favor y os ganaréis unos
cuartos.
—Trato hecho —aprobó el Capitán cuando la ensenada a donde nos dirigíamos
apareció a babor.
La balandra muy velera, rauda recorrió el trecho que nos separaba de la costa. Un
grupo numeroso de hombres de guerra, entre los que había más de cincuenta caballos,
se aglomeraba en la playa.
—¿Qué pasará? —díjose alarmado el Cautivo.
—Ese es Julián —observó mi ama con su proverbial mansedumbre—. No tiene
remedio su carácter festivo. No acaba de llegar y ya encendió el sarao.
Malas nuevas nos esperaban: Don Alonso Andrea de Ledesma, ejemplo y pro del
caballero cristiano dijo al Cautivo de quien era su mejor amigo:
—Don Julián el de las Mendoza fue asesinado por los indios de su encomienda.
Al principio los muy bellacos lo recibieron entre palmas y vítores. Anoche, a
solicitud de los caciques de los alrededores preparó un gran sermón. Todos estaban
sentados en el suelo menos uno llamado Popuere, que hacia de acólito o de
monaguillo. Don Julián hablaba. Los indios comenzaron a reírse. Popuere por detrás
le hacía befas. Amoscado el pobre, volvióse en el momento preciso en que el cacique
quebraba esa piedra que allí veis sobre su cabeza.
—¡Joder! —exclamó el Cautivo.
—No contentos con esto, le cortaron los genitales y se los metieron en la boca.
La pobre Doña Ana de Chávez cayó redonda en la arena.

14. Estaba limpita y recién fundada

A la mañana siguiente, muy de madrugada, tomamos el camino o el sendero que


de un sitio llamado Arrecife, habría de conducir​nos a Santiago de León.
Doña Ana, privada de riquezas, nos ofreció en venta al Cautivo. Luego de
examinarnos cual si fuésemos mulas, le dio trescientos sesenta pesos con la condición
de que continuase en nosotras sus enseñanzas y en una india de su preferencia a quien
mentaban Acarantair.

www.lectulandia.com - Página 53
A eso de las cuatro de la tarde llegamos al Valle, reventando por los lados del
Calvario. Cuadradita, limpita y avizorada, perfilaba la puebla contra la montaña, que
en aquel tiempo llenóme de pavor por su descomunal altura y aquel verde jubilar.
Una corneta resonó a modo de saludo. Y uno de los nuestros por cortesía le respondió
de tal guisa.
Había mucho hombre y pocas mujeres para tan poco espacio. Apenas traspusimos
el portal, la gente se echó a la calle con objeto de recabar noticias sobre lo sucedido a
Don Julián.
Entre los que vinieron a saludar al Cautivo estaban los indios que se robaron las
culebrinas. Sorprendióme que antes de montar en cólera y despellejarlos vivos,
repartió unas monedas entre ellos, cual si continuasen siendo amigos.
La casa del Cautivo me pareció un verdadero palacio, viniendo de la Borburata,
con sus paredes de adobe y sus techos altos. La tarde estaba avanzada cuando
cruzamos el zaguán y llegamos al patio, en ese entonces muy enyerbado y lleno de
culebros y garrapatas.
A la derecha, al entrar, estaban los cuartos de los hombres y de las mujeres y la
cocina, donde algunas indias, unas viejas y feas y otras guapas, preparaban la cena.
Nueve negros que en cuclillas se contaban cosas entre si, al ver a Petra y a Felicia, se
insuflaron de incandescencias, al igual que otro que hacia de centinela, muy
descarado, que comenzó a hacernos señales indecentes. El Cautivo disparó su
pistolón contra él.
—¿Qué es lo que se te ha perdido, hijo de perra leprosa? —le gritó al pobre
hombre, que no paró de correr hasta que llegó a la otra garita.
A diferencia de los negros brejeteros, tres indios humildes fumaban tabacos en
silencio. No levantaron la cabeza siquiera para vernos.
Algo extraño tras de mi me obligó a volverme.
Petra y Felicia sintieron igual fuerza. Una india muy hermosa, de pelo largo y
saya blanca, avanzaba por el patio, dulce, ausente y posesiva. Era Acarantair, que en
Caribe significa «la de la dulce boca» y que tanto habría de ver en nuestras vidas.
Para aquel entonces era la concubina preferida del Amo, que muchas tenia el muy
truhán, entre la casa y las tierras que le dieron por encomienda.
El Cautivo al verla pasar a su lado sin percatarse de su presencia, la riñó: «¿Es así
como recibes a tu amo y señor, india lanuda?».
Sin muestra de enojo ni alegría, prosiguió su camino hacia el sitio donde el negro
Julián desensillaba a Bravío. Con palabras que no entendí, pero de resonancia alegre,
acarició al caballo, que sí pareció entenderle por el doble pifiar de su respuesta. El
Cautivo, bronco, corrió tras ella, la tomó por el pelo y entre ayes y blasfemias la
guardó en su casa, trancándose a puerta cerrada.
Apenas desapareció, los negros se acercaron:

www.lectulandia.com - Página 54
—¿No queréis hacer con nosotros lo que hacen ahora el Amo y Acarantair?
Felicia y Petra, contentas al parecer de que jóvenes tan guapos les buscaran
fiestas, comenzaron a reírse cual gafas insulsas que no eran, y a darse golpes entre sí.
En medio de tal jacaranda de hembras cercadas por aquellos mozos guapos y ladinos,
restalló entre un látigo la voz del Cautivo.
—¡Joder! ¡Hijos de la gran puta! ¿Qué es eso de estar tentando a mis negras?
¡Orden y disciplina en mis propiedades! —rugía departiendo latigazos—. ¡Os las
folgaréis —gritó amenazante— cuando yo lo determine! Y no para daros gusto, sino
para acrecentar mi cría. ¡Oídlo bien, bellacos!
Y volviéndose hacia Julián le ordenó:
—¡Guarda de una vez a estos cabrones en la sentina!
La noche avanza. Seguidos por los tres indios, los nueve negros entraron en la
sentina. Julián luego de poner una tranca en el travesaño, pasó la llave de un inmenso
cerrojo.
A Petra, Felicia y a mí, nos encerraron con las indias.
Nuestro proverbial olor a cují era perfume de Arabia al lado del olor que expelían
las indias viejas.
Doce indias eran muy jóvenes y guapas y en particular una de ojos rasgados y
piernas altas, en medio de la preñez, que por sus propias palabras nos enteramos que
se llamaba Marta; de haber sido, hasta que llegó Acarantair, la preferida del Cautivo y
de ser suyo el hijo que llevaba en las entrañas.
—En mi tiempo —nos dijo sin aprensión— el amo nos folgaba a todas; pero
desde que llegó Acarantair vivimos padeciendo, porque al igual que el perro del
hortelano, ni folga, ni deja folgar. ¡Ah cosa rica!, ¿no os parece, chicas? —Petra y
Felicia, que por ser hijas de reyes, al igual que yo, tenían en alto aprecio su doncellez,
que luego Doña Ana robusteció con sus enseñan​zas, reaccionaron confusas ante las
salaces palabras de Marta.
Al poco rato la noche se hizo cerrada y un tremendo aguacero comenzó a caer.
En el cuarto de los hombres oí de pronto un zaperoco; risas, carcajadas,
lamentos… ¡pónganmelo así! —dijo alguien en bantú.

15. Estrangulo y curo gangrenas

Levantó el sol sobre los montes donde termina el Valle. El samán desgaja sobre el
patio pájaros cantores, zamuros de la hermandad, guacamayas estridentes. Bravío
pasta entre yerbajos. Don Alonso Andrea de Ledesma se incorpora somnoliento de la
garita donde hizo guardia y mira hacia el Valle cubierto por la neblina.
Abajo, en los cuatro solares, la gente todavía duerme. Su casa, vecina a la de
Guerrero, no tiene la suerte de su acequia rumorosa y cristalina. Ni el frondoso samán

www.lectulandia.com - Página 55
donde el Cautivo hizo empotrar un altozano en forma de balsa donde sube en las
tardes para otear el paraje y espiar al vecino: su cohabiente Don Francisco de la
Madriz, un viejo conquistador, noble y austero, a quien detesta con rigurosa
pendencia por tener que compartir, por un tiempo, el solar que le adjudicó Lozada
para erigir su morada. A diferencia de los otros españoles, puso cerca de cardón y
paloapique al menguado espacio que le cedió para sus expansiones, negándose en
redondo a que su caballo compartiese nocturnidades con Bravío pues no quería, como
protestó a Lozada, «que ese mal mostrenco enseñe malas mañas al mió».
—Si es vuestra voluntad que así lo sea —respondió a Lozada— prefiero que pase
la noche al descampado.
No transigió el Fundador. Bravío tuvo por cuadra el samán y el Cautivo en
venganza se las ingenió para sacar de quicio a su piadoso, faculto y sosegado vecino,
que al decir de Ledesma era «de los pocos hombres de pro que había en aquella
puebla, donde todo vicio tenía su asiento y toda maldad su quehacer».
Dé la Madriz, al igual que Ledesma, era pacato y sermoneador:
—Estáis distorsionando con vuestro ejemplo —proclamaba recriminando a sus
compañeros— el sentido de la familia. No podemos tomar para goce de nuestros
sentidos la hembra que no puede elegir. Los serrallos que habéis erigido con vuestra
lujuria se harán costumbre en esta tierra y digna de encomio al paso de los años con
amargor creciente sus frutos.
El Cautivo por respuesta a sus monsergas se construyó una alberca a tres pasos de
la cerca, donde se bañaba desnudo rodea​do de siervas y esclavas, entre imprecaciones
soeces, lascivos intentos y palabras de germanía que sumían al púdico caballero en
atónito suspenso y en especial cuando las hermosas zagalejas hacían la ronda de la
maroma cantando a voz en cuello las obscenas coplas del Mingo Revulgo:

Ah, Mingo Revulgo, Mingo.


¡Ah, Mingo Revulgo, ahao!
¿Qué es du sayo de blao?
¿Non lo vistes en domingo?

Además de impedirle el uso de la cocina, «ya que para los potingues que hace
bien le sobran los horcones de un pastor», le cortaba el agua a su antojo, obturando la
canaleta que salía de la alberca.
Al de la Madriz placíale reunirse en las tardes con tres o cuatro amigos a discurrir
sobre política, que era su manía, o sobre cosas santas, que era su vicio. El Cautivo
desde su altozano y auxiliado con un catalejo, entraba a saco en la conversación,
haciendo sarcásticos comentarios que llevaban al de la Madriz a nivel de locura.
Semanas atrás, exasperado y descompuesto, le gritó sacudiéndole el puño:

www.lectulandia.com - Página 56
—¡Cómo se ve que no eres más que un arrenegado, perro circunciso!
El Cautivo se dio por ofendido y hasta el día de ayer, a pesar de las súplicas y
amenazas del Capitán General, cerró el paso del agua.
Dos zamuros disputaban enrabiados por las tripas de un gato muerto.
«Están como Don Francisco y el Cautivo —se dijo para si Ledesma—. Se
empeña en hacer de Lucifer, cuando tiene más de San Jorge. ¿Cuál es su
empecinamiento por hacerse odiar?, que para su fortuna nunca lo alcanza de un todo,
empero sus barrabasadas y su expresión entre sañuda y airada que sólo troca en risa
cuando ella va preñada de sarcasmo. Pocas han sido las ocasiones en que le he
apercibido un gesto de compasión, un destello de locura, una ventisca de amabilidad,
una sonrisa afable. Afirma tener por verdad inquebrantable el que los hombres
confunden la bondad con la blandura, la alegría con lo ingenuo y la afabilidad con la
tontera. ¿Será ello la causa de su perfil jupiterino de barbas airadas pronto a
desbordarse en imprecaciones lacerantes, cual fierro vivo? De él no he recibido sino
bondades, si bien es cierto que como se dice por aquí, al parecer tengo la pepa del
zamuro, al igual que el Capitán Fundador, el único humano a quien no afrenta, no
zahiere ni calumnia. De no haber sido por Don Francisco Guerrero, quizás a estas
horas estaría de cara al Creador…».
La luz de la mañana se salta las murallas para alumbrar el patio. Se esfuman los
zamuros y los yerbajos. Caen las casas y el paloapique. Caracas es un cerco de piedra
con un cuartel y una manzana tapiada, centrada por el rollo de la justicia, a quien el
Capitán Don Diego tres días ha la declaró fundada. Diez españoles de a caballo, con
Ledesma y el Cautivo al frente, vienen de incursionar los campos que se extienden
más allá del Anauco. En fila india los soldados cruzan su cauce. Adelante va el
Cautivo; rezagado y postrero Ledesma.
Flechas y gritos salieron de pronto entre los bejucos. Más de cien salvajes
restallaban muerte. Ledesma no había llegado a la orilla. El enjambre cobrizo se le
vino encima. Una lanza se clavó en el muslo y diez sobre su caballo. Encabritado lo
lanzó al suelo y con el pecho ensangrentado corrió hacia el piquete de tropa que a
todo meter huía. Un indio grande y membrudo dijo en su media lengua:
—Morir aquí no has: lo harás tras de las colinas.
Entre risas y voceríos lo tomaron en vilo y se lo peloteaban por el camino, cual
jugando a la sardina.
Retornaron los zamuros, las casas, la alberca, la figura coja de Ledesma, que
arriba de la muralla prosigue su remembranza de lo que sucediera dos años atrás:
Ya me resignaba a ser devorado por aquellos salvajes, cuando al grito de «Non
fuyades, cobardes» apareció el Cautivo, quien arriba de Bravío, lanza baja en la
izquierda y cimita​rra en la derecha, cargaba sobre los malandrines. Los cien indios,
que menos no eran, le enfrentaron sus macanas. En la primera arremetida dejó diez

www.lectulandia.com - Página 57
fuera de combate. Los gandules ante tamaños destrozos, corrieron como gamos,
perseguidos por el Cautivo por más de cien varas. Luego de darle resuello al caballo,
torno grupas, picó espuelas y curveando el cuerpo sobre la bestia, al grito de «¡Hala,
nene!» me tomó en vilo y huimos a todo meter hasta llegar a las puertas de la ciudad.
La herida se me emponzoñó. Una fiebre de fuego me consumía. Alguien a mi
lado veló toda la noche, cambiándome las compresas frías entre luengos suspiros
compasivos. Atónito me quedé al descubrir a la luz de la mañana, que había sido el
Cautivo el samaritano de tan buenos y compasivos intentos. Roncaba Don Francisco
en un rincón del aposento, cuando entre el sueño febril apareció Don Diego de
Lozada.
—Malo está esto —dijo a sus hombres luego de catarme la pierna. Y creyéndome
dormido añadió conmovido—: esto es gangrena.
Tras de él, y al poco rato, aparecieron Sancho Pelao, que decía ser físico de la
escuela salernitana y ducho en medicinas, Villapando, yerbatero y estrellero y a quien
el Cautivo odiaba, como hasta ahora, a más no poder. Cuatro soldados de los más
robustos del campamento venían para sujetarme. Uno traía una sierra, otro un cordón
y el tercero una botella.
Sancho Pelao me espetó sin preámbulos y sin el menor acento conmiserativo:
—Vengo a amputaros la pierna por orden del Capitán General. Y es inútil que
hagáis resistencia —añadió al apercibirme un destello de rebeldía — pues lo hemos
de hacer con vuestro con sentimiento o sin él.
—¡Fuera de aquí, mentecatos! —gritó irguiéndose inesperadamente el Cautivo —
que para cojo o lisiado no le salvé la vida.
Físicos y soldados huyeron en tropel ante sus bramidos.
Tan pronto nos quedamos solos dijome con acento de mago encantador:
—Intentaré poneros la contra de la gangrena. Algo de medicina aprendí entre
turcos, aparte matar hombres y desfacer doncelleces.
A una indicación suya, Tomasillo, el negro medicinal, quien además de sodomita
como decía el Cautivo, tenia mañas para curar, le trajo un mortero, polvos y yerbas
que comenzó a macerar, a tiempo que recitaba una extraña jeringonza con trasuntos
de oración y cosas de misterio. Yo, al catarle ese airecillo demencial que a veces se le
plantaba, le inquirí con algo de miedo:
—¿Y si no resulta vuestra pócima, qué pensáis hacer?
—Os pasaré al otro mundo limpiamente —me respondió sin variar el tono —. De
no prestaros este encantamiento que aprendí en Constantinopla, os quedan apenas dos
senderos: arrastrar la vida entre atroces sufrimientos o poneros en manos de Sancho
Pelao para que haga de vos un mendigo. No estoy dispuesto ni a lo uno ni a lo otro.
Vuestra vida es cosa de mi propiedad. La gané limpiamente en brava pelea. Y como
cosa mía que sois, os prefiero muerto que choreto.

www.lectulandia.com - Página 58
Tomasillo que no salía de su asombro, cubrió su boca con femenil gracia. El
Cautivo sonrió apacible, y con tierna expresión intentó consolarme:
—Pero no desesperéis, maese. Entre los infieles aprendí, además de estos
encantamientos que nunca han sido mi fuerte, el arte de estrangular con pericia. Más
de cien musulmanes por encargo propio y ajeno, monté en la barca de Caronte sin el
menor sufrimiento y a la mayor brevedad. Era ya tal mi fama y reputación, que en los
últimos tiempos cinco príncipes, dos visires y un bajá que habían recibido el pañuelo
de seda negro del sultán y que significa «Estrangúlate por tus propios medios o lo
haré yo ante la Mezquita», se pusieron en mis manos.
El Cautivo suspendió su relato para meterse en la boca tal cantidad de yerbas
limpias y maceradas, que parecía uno de esos chicos de carrillos inflados que en los
mapas antiguos simbolizan los vientos. Masticó el bolo sin dejar de mirarme, ni yo a
él, ya que su aspecto y palabras lo hacían espantable. De rodilla y con un cuchillo
cocinero, me tasajeó la pierna sin prevenirme. A pesar de los hondos surcos no sentí
dolor alguno. Bruscamente quebró la cerviz y clavando sus dientes en mi pierna, me
arrancó un trozo de carne que ya estaba azul y podrida. Tampoco sentí dolor alguno.
Luego de escupir el asqueroso bocado y de gargarear con ron cocuy, volvió a
atragantarse de yerbas y a morder. Así hizo hasta por tres veces. A la cuarta
dentellada tuve el más terrible dolor que jamás en mi vida volveré a sentir.
—¿Os duele, maese? —preguntó regocijado poniéndose en pie, entonces estáis
salvado.
Apenas dijo estas palabras arqueó ruidosamente, dejando salir un vómito largo y
espeso.
En la misma tarde bajó la fiebre. A los quince días habían cicatrizado las heridas.
Antes de un mes, con mucha cojera, caminaba.
—Pensándolo bien —me dijo esa tarde— he resuelto devolveros la libertad, no
servís para mayor cosa y es ruin el beneficio que podéis aportarnos con vuestro
trabajo. Haced pues, lo que os venga en gana. Sois libres de nuevo.

16. ¿Quién mató a Timoteo?

—Ah, buen viejo Don Francisco —dijose Ledesma viendo con afecto hacia la
casa de su amigo. La voz del cañón retumbaba hasta el patio:
—¡A levantaros, perezosos!
Julián de un salto se puso en pie. Acarantair prosiguió echa​da sobre el cuero de
vaca.
—¡Toma! —dijo al negro entregándole las llaves del cerrojo.
—Vamos, vamos, barragana —gruñó sobre Acarantair metiéndole en el flanco su
babucha forrada en cuero—. Despierta ya. Es hora de hacer ese horrible mazacote

www.lectulandia.com - Página 59
que llamáis arepas.
Abrió los ojos con ira. Y se le acrecentó el furor al verle la cara al Cautivo.
Apenas se cubrió con el sayo, salió al patio dan​do voces. La yerba estaba mojada. La
acequia rugiente. Bravío relincho al verlo. A gritos reclamó a Acarantair.
Somnolienta, legañosa y desnuda, se asomó al patio.
—¡Eh, niña! —protestó—. ¡Qué hay que taparse el culo para andar entre
cristianos! Cúbrete con la saya y despierta a las de tu casta.
Seguido por ella y Julián, llegó al repartimiento de las mujeres.
—¡Abre ya!
Una bocanada de cuerpos sucios salió de adentro. Dos cer​dos pasaron entre sus
piernas. Diez galanas cacarearon. Echadas en el suelo y sin cobertor, Petra, Felicia,
Rosalía y las indias.
Tres de ellas eran arrugadas, canijas, transparentes.
La voz de Rosalía saludó cantarina:
—¡Salud, mi amo!
—¡Salud, carboncillo! —distendió el gesto fiero—. En vez de negra pareces un
hada pintada de azul.
Arrepentido volvió a la carga:
—Y vosotras, brujas —clamó dirigiéndose a las ancianas— a despertaros, que el
hambre es mucha y la pitanza abunda. ¡Freídme una docena de huevos y media libra
de tocino!
Las viejas, con pereza ritual, caminaron hacia la cocina, encendieron el fogón con
sus hocicos sumidos. Marta, la del vientre lleno, rastreaba huevos en el galpón. Las
otras barrían y las que eran desabridas como pitahayas descascaraban y trituraban en
rítmico bamboleo el maíz sobre el pilón.
Acarantair arrebujada en su manta, las miraba barrer con sus escobas de palma.
Cayó la tranca de los hombres. De una patada el Cautivo abrió la puerta. Un vaho
más grueso que el de las mujeres, lo hizo escupir. Nueve negros sentados, con
argollas en los pies, lo miraban apacibles.
—¡De pie! hijos de puta, que entra el amo.
Con excepción de un indio, todos de un salto se irguieron.
—¡Eh, tu! Grandísimo cabrón, ¡despierta! El indio siguió inmóvil boca abajo.
Trepidante de rabia le pinchó una nalga con la tizona. No hizo el menor movimiento.
Lo dio vueltas. Tenía la cara amoratada y la lengua afuera.
Trasudó fría la cólera:
—¿Quién lo hizo?
Los once hombres guardaron silencio.
—¿Quién mató a Timoteo? —preguntó de nuevo.
Tintinearon miedosos los grillos. Nueve negros resbalándose sobre sus cadenas,

www.lectulandia.com - Página 60
volvieron a sentarse. Los dos indios recostados a la pared miraban al suelo.
—¿Qué quién de vosotros lo hizo? ¡Decídmelo de una vez! No me hagáis rabiar.
Por tercera vez quedó sin respuesta.
—¡¿Fuisteis vosotros?! ¿No es verdad? —inquirió a los negros con ojos
enrojecidos.
—¡Tú! —dijo dirigiéndose a uno de los indios—. ¿Quién de estos negros mató a
Timoteo?
El aludido sumió aún más la cabeza y no respondió.
—¡Qué me digas quién mató a Timoteo! —estalló bronco—. Fueron los negros,
¿verdad?
—Yo no sé, mi amo —alegó vacilante—. Yo estaba dormido.
—Dime tú —exigió al otro indio— ¿quién carajo mató a Timoteo?
Ante el silencio, la cólera que lo abrumaba lo torno cárdeno.
—¡Ah, con que no queréis hablar! Pues os vais a arrepentir. Aquí estaréis sin
comida hasta que me digáis el nombre del homiciano. ¡Tranca ya, Julián!
Un brazo cobrizo se atravesó al cerrar.
—No amo, no, —gimoteaba desesperado—. No me dejes con los negros. ¡Yo te
diré todo! ¡Detente! No nos dejes con ellos. ¡Yo te diré!
El otro indio sumó su voz.
—No nos dejes con ellos, amo. ¡Abranos! ¡Todo lo contaremos!
—Cuando os lo pregunte de nuevo, grandísimos cabrones. ¡Pasa la tranca, Julián!

17. ¡Santiago y Cierra España!

Arriba de su caballo por el zaguán de su casa, sale a la calle el Cautivo. Resbala


Bravío.
—¡Joder! —clama—. Esta vereda es un chiquero y eso que la mientan la Calle
Mayor.
Camino de la Ermita de San Sebastián se va diciendo:
Esos fueron esos malditos negros que mataron a los indios. Nunca he visto mayor
odio entre dos castas que la que se profe​san estos malditos cabrones. No hay un mes
en que un negro no mate a un indio. No es que me importe mucho lo que pueda
pasarle a esos mugrientos enanos hediondos y llenos de piojos; pero luego viene el
cura García, o el mismo Don Alonso a invocar las Leyes de Indias, amenazando con
llevarme a los tribuna​les por maltrato a estos nuevos súbditos de Su Majestad, que
todavía no atino a saber a quién carajo se le ocurrió tildarlos de humanos. Si a muerte
de indios se redujese el asunto no me importaría, pero los indios por vengarse, cada
vez que pueden, los flechan y cada negro no baja de ciento veinte pesos. Tengo que
acabar con esta sangría, so riesgo de caer en la miseria. Tan pronto retorne les voy a

www.lectulandia.com - Página 61
dar una paliza, así el Ayuntamiento me obligue a venderlos, como sucediera con el
negro Tomasillo a quien arranqué apenas la mano en un arrebato de intemperancia.
¡Qué buen negro era el muy bribón! Trabajador como un esclavo persa; ducho en
medicinas como nadie. Y todo por culpa del fementido de Villapando, que llevó la
voz cantante en el Cabildo y hasta le suministró los reales para que comprase su
libertad. ¡Sodomita había de ser! De dónde acá un negro puede reunir los cien pesos
en que se fijó su precio, de no ser por alguien como Villapando que se los presta o
regala…
Aparte… —continuó, rememorando su diálogo con Ledesma un año antes— ¿a
cuenta de qué un pobre diablo como Villapando va a estar regalándole nada a nadie?
Tales liberalidades entre hombres sueltan serias sospechas de mariconería.
—Maese, por Dios —protestó Ledesma—. ¡Bien sabéis que tal vicio es cosa
extraña entre españoles!
—¡Qué estáis más errado que perro saltado!
¿Es que acaso no sabéis que por culpa de la sodomía entró el Reino en erupción
cuando Doña Isabel La Católica subió al trono, tal fue su empeño en perseguirlos?
Los maricones, maese, apoyaban a su sobrina, la Beltraneja, por los nombres y
privilegios que su padre Don Enrique el Impotente dejó caer sobre ellos.
—El Impotente —prosiguió el Cautivo— además de sus fallas naturales, era un
maricón de rompe y rasga que transformó la Corte de San Fernando en el recaladero
de todos los putos de Castilla y de la morería. Su hermana. Doña Isabel, muerto el
Impotente, se alzó contra su sobrina, que no era tal sino hija adulterina de su cuñada y
de Beltrán de la Cueva. Los maricones brindaron su apoyo a la Beltraneja y Doña
Isabel los persiguió con ardor. Al descubrirse las Indias pasaron a milla​res y empero
andar disimulados con arrebatos de varón, si hurgáis a fondo, encontraréis que entre
esos bizarros soldados de rostro fiero hay por lo menos veinticinco lambeculos de
Urano. ¿O es que no habéis oído los depravados cuentos de las expediciones de los
Bélzares?
Felipe de Hutten, con quien vine a estas tierras, tuvo que castigar con la hoguera
los horrendos crímenes contra natura que encontró en su ejército. El tal Villapando,
precisamente, es uno de esos mozos. Y os puedo decir sin apremio de falso
testimonio, que yo mismo estaba cuando pasó aquel galeón con rumbo a la Margarita,
de donde lo tiraron como un fardo al grito de: «Ahí les dejamos eso. Pero tened
cuidado porque es un gran marica y si no le hemos tirado al agua es porque sabemos
a buena ho que entre vosotros encontrará contento». Pasado el sofoco que nos dejó el
marino y de haberle disparado sin suerte nuestros arcabuces, atendimos al hi de puta,
que con rostro contrito estaba a punto de llorar. Nos dijo que era médico herbolario,
que a mi me sonó como a brujo y empero no ser hombre de chismes y comadreos,
como os consta, el tiempo me probó que no era ociosa la advertencia de los marinos.

www.lectulandia.com - Página 62
Villapando, además de maricón perdido, es nigromante, mercader y herbolario.
¿Conocéis algún otro caso que reúna en un solo hombre tanta infamia? Nadie me
quita de la testa que es capaz de cualquier bajeza con tal de ponerse en la fortuna, que
persigue con tanto afán y codicia. ¿Habéis visto la naturalidad y destemplanza con
que anda entre indios? Me cuentan que se ha hecho amigo íntimo del Cacique
Guaicamacuto, sabiendo que es enemigo jurado de los españoles.

La Calle Principal estaba atestada de vecinos. Unos comerciaban o platicaban en


los tenderetes del mercado, que alrededor del rollo de la justicia se aglomeraban en
pequeños cuadros simétricos, como le gustaban al Fundador, donde se vendían frutos,
fritangas o animales de cacería entre una abigarrada multitud de soldados, negros e
indios cobrizos.
Bravío marchaba a paso lento por la calleja llena de gente, ovejas y puercos, en
dirección a la ermita. Una cimbreante india de las que a veces venían de putería de las
aldeas vecinas, dio un sesgo a sus cavilaciones.
—¡Adiós, guapísima! —le musitó con su ceceante acento—. ¡Qué quiero verte en
mi alberca refrescar tus carnes…!
La india sonrió. El Cautivo se atusó la barba y abrió la boca con lascivo intento.
Pero la zagala no le sonreía a él, sino a Francisco Infante.
«Ese Infante sí que es un tío con suerte —se dijo al proseguir su camino—. Pocos
años le faltan para alcanzar mi edad y parece un crio… ¡Claro! —añadió con rencor
— joven tiene que mantenerse Infante, como todo aquel que no se gasta. Además de
avariento en lo terrenal, es mezquino cual nadie en asuntos del corazón».
Abatido de pronto por una ventisca de tristeza, añadió:
«¡Ay, que falta me hace una mujer de mi tierra! Las indias y las negras apaciguan
el cuerpo, pero entenebrecen el alma».
Y pensó en Soledad con expresión ausente, la mocita que por darle calabazas lo
llevó a la guerra.
«Muchas mujeres hay en mi vida, blancas y negras. Putas y turcas. Indias y
barraganas y hasta una monja de claustro. Pero nunca tuve tiempo para sentar cabeza,
montar casa. Encontrar una mujer para quererla de veras y sembrarle un hijo. Catorce
bastardos dicen que tengo entre estas indias piojosas. Y la verdad vaya alante: más de
uno se me parece. Pero no siento por ellos no digo yo el menor amor, cuando los veo
siento una extraña repulsa donde se dan la mano la antipatía con la tristeza. ¿Cómo es
posible que ese mochuelo triste, ese mestizo amarillo lleve mi propia sangre, como lo
proclama en culpa sus girones de pelo amarillo o mis ojos color de cielo? ¿Puedo
llamar hijos a los seres que por un momento de cachondez engendré con sus madres,
que son poco menos que bestias? Folgar con una india es como folgar con una mula,
como fuerza es confesar que lo he hecho en momentos premiosos. ¿Cómo voy a ser
yo padre de un vástago por una revolcada que me haya echado con una de estas

www.lectulandia.com - Página 63
indias andrajosas, herejes y bestiales, por buenos culos y tetas que tengan?».
Bravío se detuvo al lado de la Ermita. Doce soldados de cara a la montaña
montaban guardia en hemiciclo a veinte varas de la puerta, mientras otros en igual
número, se aburrían con las armas a punto en dos bancos del cuartel.
El Cautivo amarró su bestia y caminó hacia los soldados. Alonso Andrea de
Ledesma estaba ese día al frente del pelotón. Con ojos alertas atisbaba el
descampado. Había rumor entre la indiada —refirió al Cautivo— que ese día la gente
de Tamanaco intentaría una nueva incursión contra la ciudad.
—Si no son ellos mismos —respondió el Cautivo— los que fraguan alguna
bellacada. Por mí ya los hubiese desmochado a todos cual siega de campo ajeno.
—El combatir a quien nos hostiga —respondió Ledesma— no persigue su
aniquilación. Aspira sólo a invalidar su fuerza destructiva.
—¡Bah! —respondió con gesto aburrido—. Estáis más perdido que el Almirante
Colón y más apendejecido que Juan de la Cosa. Poneos a hacerle carantoñas a un
tigre o a una de esas serpientes monstruosas que hemos visto mugir como vacas en
los meandros del rio, a ver si lográis hacerle cantar maitines o termináis devorado por
ellos. De igual naturaleza son estos indios piojosos, manfloritas, ladrones e
incestuosos. Yo Don Diego, jamás hubiese permitido que se instalaran a doscientas
varas de la ciudad esas rancherías de donde van y vienen a nuestras casas como
sirvientes en plan de cristianizar.
Luego de dar un vistazo al campo, exhaló un gruñido por despedida y a paso
firme se dirigió a la Ermita para orar o charlar con el único ser divino con el cual,
según decía, mantenía trato y comunicación: La Virgen de la Soledad.
Al entrar a la capilla una voz atiplada reclamó su atención:
—¡Salud, bravío Capitán!
Cegado por la penumbra no reconoció a su odiado Villapando, el herbolario,
quien con expresión intrusa y manos entrejuntas le sonreía. Era un hombre de
mediana estatura, medio grosero, a mitad de la vida, calvicie intensa, nariz torcida,
boca sin dientes, mirada astuta, sonrisa de tendero.
El Cautivo lo miró con airado desdén.
—¡Qué te den por el culo, maricón! —le dijo al paso. Y a gran​des zancadas, sin
quitarse el turbante, haciendo sonar sus espuelas contra el piso, atravesó la Iglesia y
sin mirar a los que rezaban, se arrodilló ante un pilar frente al Altar Mayor.
Sin darse cuenta que tras de él rezaba su vecino Don Francisco, de la Madriz, cual
si estuviese en la Mezquita, quebró por seis veces su cabeza sobre el suelo llevando
las palmas arriba.
«Si aquí hubiese autoridad —gruñó el de la Madriz— a este bellaco no se le
ocurriría afrentarnos con sus zalemas de apostasía».
El Cautivo creyéndose a salvo de los otros oídos, inició su diálogo con la madre

www.lectulandia.com - Página 64
de Dios:
—Virgen de la Soledad, Madrecita mía, que no tienes altar ni tampoco efigie en
esta iglesia de palmas, por presente te he de dar tu más bella imagen para ese
Convento de San Francisco que pronto se ha de empezar si me quitas de encima esta
penita pena que me está sacudiendo el alma. ¡Me hace falta una mujer. Virgen de la
Soledad! Una mujer de veras, que alivie mis asperezas. Una mujer que me haga bullir
de entusiasmo. Una mujer que espante mi tristeza. ¡Dame esa mujer, Madrecita mía!
Pórtate bien, paisanita y te acordarás del Cautivo, que si alguna vez abjuró de la fe de
Cristo no fue por mudable, ni por presumido, sino por salvar la pelleja. Yo sé que aún
me guardas ojeriza por mis truhanerías cuando serví a Solimán y maté cristianos en el
sitio de Viena. Perdóname Madrecita de mi alma. Perdóname Virgen de la Soledad.
Pero búscame una mujer…
Don Francisco de la Madriz sacudido de equívocos, interferido por viejos
resentimientos, crédulo de que el Cautivo era capaz de las más abominables acciones,
volcó estrepitoso la ira que lo constreñía:
—¡Sólo eso nos faltaba, pagano, hereje, marrano, mal nacido! El que os atreváis a
poner a la Virgen en trotes de andorra.
El Cautivo por primera vez en su vida empalideció y se quedó sin habla. Una
profunda congoja por donde asomaba el llanto le congeló el rostro.
«Cómo es posible —se dijo lastimero— que Don Francisco de la Madriz, un
hombre faculto y de buen sentido, por más que no le placiera, le pudiera cruzar por la
mente que a él, a Francisco Guerrero, el Cautivo, se le ocurriese algo tan espantable,
una barbaridad semejante».
Roja la faz, balbuceante el habla, conturbada la expresión, miró a su vecino y a
los presentes con ojos irisados de protesta.
—¡Perdonad, Don Francisco! —dijo con un inusitado acento donde se
entremezclaba la vergüenza, la confusión y la desdicha—. ¡Perdonad, amigos! —dijo
al corro hostil de curiosos—. Yo he sido malo, truhan y fementido, pero no hasta tal
punto. —Antes de darse vuelta dejó caer con profundo abatimiento—: ¡Me habéis
entendido mal!
Vacilante, cabizbajo y vencido, caminó hacia la calle. Pero al llegar a la puerta
reapareció violento su ser natural, que por primera vez lo había abandonado y retornó
recrecido:
—¿Pero, cómo se les puede ocurrir a estos hijos de puta —ex​clamó vociferante—
que yo, el Cautivo, sea capaz de meter a mi Madrecita en tamañas bellaquerías? ¡Es
que lo mato…! ¡Es que mato al maldito vejete! ya se volvía para sacarlo a rastras,
cuando Villapando le salió al paso con expresión suplicante y enternecida:
—Esperaba que terminarais vuestras oraciones para daros mis excusas sobre un
mal entendido que me ha privado de vuestro afecto y consideración…

www.lectulandia.com - Página 65
La ira empitonada que lo carcomía cambió de rumbo ante el yerbatero, quien
seguía balbuceando, ceceante y salivoso, excusas y lisonjas con su boca vacía.
—¡Coño! —rugió el Cautivo descargándole un puñetazo en la cara. Una columna
impidió que Villapando rodase por el suelo.
Estupefacto y con la cara sangrante lo miraba. Sus manos de tenazas lo
aprehendieron por el hombro y lo elevaron a una cuarta del suelo.
—¡Qué no me dirijáis la palabra mientras viva, viejo astro​so! —le gritaba
sacudiéndolo como un guiñapo, mientras le enseñaba, como un tigre hambriento, su
dentadura firme, blanca y reluciente—. ¿O es que no tenéis vergüenza?
Luego de zarandearle a sus anchas lo bajó a tierra dándole un puntapié por el
trasero. Villapando cayó de bruces a mitad de la calle, en medio de la risa y sorpresa
de la muchedumbre que ya se formaba.
El herbolario con la expresión compungida, echado en el suelo, se acariciaba aún
sin comprender, el rostro sangrante. Sancho Pelao, con quien había hecho amistad, se
acercó solícito seguido de Tomasillo:
—¡Viejo abusador! —murmuró Sancho Pelao limpiándole con un trapo la sangre
que fluía de sus narices. Tomasillo remilgoso consolaba a Villapando con palabras
dulces y toques de magia.
Retumbó la carcajada del Cautivo:
—¡Dios los cría y ellos se juntan! ¡Palmo con palmo, burro con burro, marica con
marica! Y esto os sucederá, maldito sodomita, cada vez que me salgáis al paso.
En medio de risillas y risotadas montó a su caballo de un salto.
—¿Pero, qué ha sucedido, maese? —inquirió ansioso Ledesma, quien al ver el
tumulto frente a la iglesia se vino trotando.
—Pues nada hombre —le respondió con profundo acento de asco—. ¡Qué se
quedaron cortos los que mal hablaban de esta sabandija!
Villapando, Sancho Pelao y Tomasillo al calarle las torvas miradas y gestos que
les dirigía, presintiendo lo peor corrieron hacia la iglesia en el momento mismo en
que el Cautivo taconeando los ijares de Bravío, se lanzaba contra ellos, alfanje
desenvainado, al grito de: «¡Santiago y cierra España y muerte a los maricones!».
Titiritando de terror lograron ponerse a salvo cuando ya Bravío los alcanzaba.
Llorosos y atemorizados se arrodillaron ante el Padre Baltasar, que al cubrirlos con
sus manos se sintió convertido en un nuevo Santo Domingo de Guzmán. El Cautivo,
que detestaba al cura, aprovechó para mofarse:
—¡Mirad, mirad, la gallina del balandrán!
Luego de proferir injurias y amenazas contra los fugitivos y el capellán,
flanqueado por Ledesma bajó hacia la Plaza Mayor.
El sosegado caballero le dijo de soslayo entre paternal y sorprendido:
—Perdonad que os regañe, maese, pero la verdad es que todos los días estáis más

www.lectulandia.com - Página 66
loco. ¿No os da vergüenza que un tarajallo como vos se conduzca como un crio?
El Cautivo se volvió entre burlón y atónito. Vio hacia la plaza rebosante de gente
y parándose sobre los estribos, gritó estentóreo:
—¡Santiago y cierra España! ¡Mueran los maricones!
Y picando espuelas galopó hasta su casa con alarde y algazara.

18. La Poza del Cautivo

Apenas cruzó el portal algo extraño se apercibió. Julián con un trasfondo de


hembras ansiosas, golpeaba fuerte la puerta de la sentina.
—¿Qué diantres sucede?
—Cuando vuestra merced salió a la calle hubo adentro una gran algarabía. Luego
fue todo silencio. Ahora nadie responde.
De alfanje y pistolón se adentró en el cuarto. Sobre el cadáver del indio Timoteo
estaban sus compañeros: uno con la cabeza rota y el otro con la lengua afuera. Los
negros sudorosos y temblando miraban al suelo.
—¡Malas pécoras! —clamó desaforado batiendo la Cantaora—. ¡Hijos de perro y
monja! ¡Bastardos! ¡Bellacos! Ahora de una vez por todas vais a responder, o de lo
contrario, por más que me arruine, los mataré a todos. Dime tú, engendro del Averno
—preguntó a un negro flaco— ¿quién mató a mis indios?
El interpelado lo vio con terror.
—Por última vez, carroña de Lucifer, dime quién es el homiciano si no quieres
hacerle compañía.
El esclavo se empeñó en callar. Un golpe limpio de alfanje cercenó su mudez.
Gritaron los negros. Uno alto, fuerte y musculoso observó con voz reposada:
—No busques más. El homiciano fue ese. El que acabas de matar.
Con un ojo entreabierto y el otro cerrado, lo caló hondo.
Éste es el capataz, éste es el asesino —se dijo—. El odia a los indios. Se solaza en
sus muertes. Plácele hacerlos sufrir. Este pérfido caraota fue quien mató a Timoteo y
obligó a los otros a que se cargaran a Pedro y a Sebastián.
Un pistoletazo en la cara del negro puso fin a sus reflexiones. Ulularon de nuevo
los esclavos.
—El fue quien los mato —dijo un bemba bantú.
—Con sus propias manos —añadió un mandinga.
—A traición y por retruque.
—Yo no hice nada.
—Ni yo tampoco.
—No nos mates amo. Te queremos.
—Como el hijo al pae.

www.lectulandia.com - Página 67
—No nos hagas mal.
—¡Ay! —lloriquearon al unísono las siete voces. El Cautivo escupió sobre ellos.
—¡Puá! ¡Asquerosos esclavos! ¡Mierda de Dios! ¡Mal nacidos!
De un empellón salió al patio.
Acarantair suave y amorosa lo sacó de su ensimismamiento. El Cautivo no pudo
reprimir su sorpresa ante la hembra siempre áspera y rechazante, con aquella sonrisa
nueva. Por primera vez le ofrecía una totuma de aguardiente.
—El hombre mozo que vive en ti —susurró secándole el sudor de la frente— se
asoma entre tus barbas, y un rayo de ganas me ilumina al verte rabiar de muerte. Qué
guapo te ves, mi señor, cuando te monta la ira. Ya no necesito cadenas para dormir
contigo.
El Cautivo la vio con torcido regocijo. Un tierno rebullicio lo alumbró fugaz.
—¡Anda, mi niña! —la incitó con requiebros—. ¡Ándate al cuarto, para que tú de
campana y yo de badajo, cantemos Gloria!
Ya el hoyo de los muertos era profundo cuando reapareció el Cautivo. El sol
calentaba. La alberca con sus rumores de agua fresca iba corriendo abajo. Se quitó
turbante y babuchas, sumergiéndose en la poza con bramidos de chigüire.
—¡A ver, mujer! —indicó a una de las indias—. ¡Tráeme un trago de aguardiente!
Acarantair, a la vuelta, le arrebató la totuma.
—Toma, mi señor —ofreciósela con amoroso embeleso y se sentó a su lado a
verlo chapotear.
Una sonrisa azul apareció en aquellos ojos siempre nublados de rabia. Estalló su
canción:

Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.

—Mi amo —dijo Julián—. Ya los muertos están enterrados.


El Cautivo volvió a su adustez y ponderó despectivo a los siete esclavos que le
restaban.
Eran altos, de buen parecer y fornidos.
«Son mejores que bestias para el trabajo. Lástima de haber​los matado. Tres
buenas onzas pagué por ellos. Y todo por tres indios que no valen lo que cuesta una
gallina. ¡Casta maldita la de estas perezosas sabandijas, cobardes como liebres,
traicioneros como serpientes, flacos, mal hechos, tristes y lampiños! ¡Cuán distintas
son sus hembras…! Altas y espigadas como pal​meras; suaves y sumisas para la mano
que las sepa pulsear. No son celosas, ni envidiosas. Juntas con un solo hombre

www.lectulandia.com - Página 68
conviven hasta cien. Y se entregan con el mismo gusto tanto al viejo como al joven».
Tres indias guapas con guayucos lo miraban arriba de sus escobas. Rieron los ojos
del Cautivo.
Entre agudos parloteos se metieron en la poza. Los siete esclavos golosos
contemplaban la escena. A la tercera totuma se dijo el Cautivo mirando hacia ellos:
Hoy perdí dos esclavos. Gran sangramiento para mi bolsa. Debo reponerlos. Hijo
de esclavo es esclavo, manque la madre sea libre. India preñada de negro pare zambo.
Pare es​clavo.
Preguntó a una de las mozas:
—¿Quieres folgar, india bonita?
—Desde luego, mi señor.
—Escoge tú, hija mía. Dale gusto a tus antojos. ¿Cuál de esos chicos te gusta?
Tienes todo el permiso que quieras para folgar a tus anchas.
La india vio a los siete mozos.
—Con Julián, mi señor.
El Cautivo, faz de paternidad, demandó a su mayordomo:
—¿Te gusta esta india?
—Sin duda alguna, señor.
—Pues hazla tuya hasta que se le llene el vientre. Os quiero coger cría.
Siete parejas salieron de sus preguntas.
—Eso si —señaló cuando ya partían—. Haced todo con orden y parsimonia, pues
de lo contrario se ha de quejar el vecino.
—¡Maldito circunciso! —ronroneó Don Francisco de la Madrid tras la barda de
paloapique.
Canto el Cautivo:

Abenámar, Abenámar,
moro de la morería,
el día que tu naciste,
grandes señales había,
Estaba la mar calma,
la luna estaba crecida,
Moro que en tal signo nace,
no debe decir mentira.

19. ¡Loada sea la trampa!

www.lectulandia.com - Página 69
—A dos años de haber llegado al Valle —dijo Lozada al Cautivo— no hemos
hallado ni la paz ni el oro. Estos indios son lo más fieros e indomables que en mi
larga vida he conocido.
—Más que fieros, y con el perdón de vuesa merced, son protervos, gavilleros e hi
de putas.
—Muerto Guaicaipuro se alzó en la jefatura el Tamanaco, el caciquito de los
mariches, que no cesa de hostigar.
Los ojos de Lozada apuntan sorprendidos hacia el naciente. Alguien, traspuesto el
Catuche, galopa hacia Santiago entre pajonales.
—¿Quién es ese loco que anda solo y por territorio enemigo?
—Por el mal jinetear no puede ser otro que Don Alonso Andrea de Ledesma.
Nadie monta peor en todas las Indias.
El flaco caballero trotó hasta ellos.
—¡Indios, indios! —voceó sin aliento—. ¡Más de diez mil, por lo menos, avanzan
en son de guerra con Tamanaco al frente!
Un tiro de arcabuz a sus espaldas los hizo volverse. La gente se aglomeraba en la
muralla opuesta.
—¡Indios, indios, vienen muchos indios! —alertó una voz en el momento en que
una polvareda tomaba cuerpo más allá del Anauco.
Seguido por el Cautivo, Lozada reconoció la situación: mare​jadas de guerreros
empenachados convergían hacia la ciudad. Era la tercera intentona que las tribus
coaligadas del Valle y de la serranía, hacían por tomarla.
Los ciento cincuenta españoles y los ochocientos indios auxiliares, además de los
esclavos negros, ocuparon su sitio en la muralla. Los indios que venían por el norte
en número no menor de dos mil, cargaron entre alaridos de guerra, pitos, fotutos y
maracas. Ochenta soldados españoles convergieron hacia la par​te amenazada.
Los indios tocuyanos en la rampa de abajo pasaban a los arcabuceros un arma tras
otra, que en número de tres, guardaba cada soldado. A la primera descarga rodaron
por el suelo más de treinta:
—¡A mejorar la puntería, so bellacos! —protestó el Cautivo.
A la segunda fue mayor la cosecha. A la tercera se batían en retirada y no pararon
hasta alcanzar la quebrada que a trescientos pasos de la puerta principal sesgaba hacia
el Catuche.
—¡Non fuyades!, cobardes —se mofó el Cautivo.
A lo largo de tres días unos veinte mil indios cargaron en sucesivas oleadas, que
se volvían sangre al estrellarse contra la ciudad, erizada de fusileros.
Al cuarto día las huestes de Tamanaco abandonaron el sitio.
Al siguiente, teques y quiriquires siguieron su ejemplo. A la semana tan sólo la
gente de Guaicamacuto, atrincherada a lo largo de la quebrada norte, se mantenía a la

www.lectulandia.com - Página 70
espera.
—Ya esto se acabó —comentó Lozada—. Vámonos ya a almorzar… Don
Francisco.
Un clamor inusitado de maracas y silbatos de aire saltó de la quebrada.
—¡Voto al diablo! —clamó el Cautivo—. ¿Qué es aquello, señor Capitán?
Uno, dos, tres espantajos de paja del doble alto de un hombre danzaban al ritmo
de flautines y calabazas.
—¡Me cago en el Gran Turco! ¿Y éstos quiénes son?
Cuatro nuevas figuras emergieron de la hondonada.
—¿Están de cachondeo los salvajes?
—Son altos piaches, maese —explicó Ledesma.
Tres docenas de mujeres muy jóvenes echaron a correr hacia los españoles,
engalanadas con guirnaldas de flores y llevando cada una dos sandias.
—Al parecer quieren tregua —sentenció Lozada—. No disparéis, dejad que se
acerquen.
Las muchachas depositaron sus ofrendas al pie del portal y se retiraron entre risas
y alegres carreras.
Los siete danzantes avanzaban lentamente batiendo sus porras.
—Mirad cuántas sandías nos han dejado por presente, señor Capitán —señaló
Villapando—. ¿Quéréis que baje a buscarlas?
—Como te muevas de donde estás, so marica —le alertó el Cautivo— te
descerrajo el pistolón.
A diez varas del muro estaban los piaches cuando salió de la barranca una
parihuela larga llevada al hombro por veinte hombres. En medio y con todas sus
plumas iba al cacique.
—¡Preparad! —ordenó el Cautivo.
—¡Dejad, Don Francisco! —observó Lozada— el tío tiene la pinta de un
parlamentador.
—Umj —gruñó el viejo—. Venid conmigo, maese —dijo a Ledesma.
Seguido de su camarada bajó de la muralla. Los danzantes se agitaban con
frenesí. Tremolaban con habilidad sus garrotes, des​cargando fuertes golpes contra el
suelo. Lozada los contempla absorto desde la aspillera. El cacique de la parihuela ya
los alcanza.
—Guapo el mozo —susurra Villapando a Sancho Pelao.
Los piaches súbitamente descargaron las masas sobre las sandías. Un nubarrón de
insectos voló de las frutas rotas.
—¿Y esto qué es. Dios mío? —gritó Lozada con alarma.
—¡Avispas, avispas!
Millares de avispas rojas cubrieron muralla y puerta. Los soldados enceguecidos

www.lectulandia.com - Página 71
las sacudían de sus barbas, ojos y manos. La parihuela del cacique se hizo escalera.
Una sierpe de brujos y portadores trepó por ella. Los españoles, emponzoñados por
las avispas y atónitos por la audacia, se replegaron. Los invasores bajaron la rampa.
Se abrió el portal. La avanzada de un ejército de dos mil hombres que botó la
quebrada, irrumpió por la calle sorpresivamente batiendo sus macanas. Ocho
arcabuces dispararon por los boquetes de la puerta sur y otros veinticuatro por las
paredes aspilladas del cuartel, la ermita y el Ayuntamiento. Hubo tantas bajas como
tiros salieron. Los indios, como sucedía siempre, ante lo inesperado se batieron
atropelladamente en retirada. Se abrió el portal. Las tres culebrinas que robó el
Cautivo escupieron muerte con sus bocas de cobre. Jamás en el Valle se las había
escuchado. El sendero de cuerpos rotos, muertos, cobrizos, llegó hasta la quebrada.
—¡Santiago y cierra España! —ordenó atrás el Cautivo precediendo a una
columna.
La carga de caballería deshizo finalmente sus cuadros.
—Menos mal que me olí la trastada —dijo a Lozada el Cautivo— y tomé mis
precauciones.
—¿Y esas culebrinas, Don Francisco? —preguntó el Fundador intrigado y severo.
—Esa es una trastada mía que me habréis de perdonar.
A consecuencia de las avispas murieron dos de los caballos y una docena de
soldados sufrieron aguda hinchazón.
—Lo que acaba de suceder —comentó Lozada a sus hombres reunidos en la Plaza
— está pronto a repetirse. La puerta es el sitio más vulnerable. Ante una acometida
como la que, a Dios gracias, vencimos, no hay puerta que resista. De ahí mi intención
de hacer de cada manzana de casas una pequeña fortaleza donde sus vecinos puedan
resistir en caso de que la indiada irrumpa en la puebla. Debemos construir también
ocho túneles bajo tierra para asegurarnos la comunicación de manzana a manzana.
Extremando precauciones ordenó que las casas unidas en pareja por los zaguanes,
se comunicaran con las otras por portezuelas interiores y bajas. Uno de los túneles se
abría en el aposento del Cautivo.
La vida prosiguió azarosa. La cosecha de maíz a punto de maduras, fue talada en
una noche por manos hostiles.
—¡Qué menos mal que sembramos suficiente en nuestros solares y cerca de las
murallas! —recordó el Cautivo— pues de hambre hubiese sido la saciedad. No se
puede contar con los indios de la Encomienda, que me corto las criadillas si no fueron
ellos mismos los autores de tanta fechoría.
Los rebaños de ovejos que trajeron de El Tocuyo proveían de carne y de leche a
los conquistadores, empero los temores de Lozada de que el engullir de su gente era
mayor que el parir de los ovejos.
Los conquistadores abarrotaron sus sentinas con indios encomenderos, a quienes

www.lectulandia.com - Página 72
hacían trabajar bajo la mirada atenta de los esclavos.
En el departamento de las mujeres dormían con las negras, diez o doce indias
bonitas, para gusto y solaz de los conquistadores.
—¡Esto es el Paraíso de Mahoma! —protestaba indignado Don Alonso Andrea de
Ledesma.
—Vamos, Don Alonso —le reconvenía el Cautivo— dejad a esos pobres
cristianos en paz. ¿O es que creéis que esto es vida? Encerrados en esta pocilga.
Asediados constantemente por estos salvajes; temerosos de que en cualquier
momento hagan de sus tripas puchero.
La docilidad de Acarantair se tradujo en un apaciguamiento del Cautivo, sin que
ello mejorase su trato hacia la «india la​nuda» como la llamaba.
Las lecciones de la viuda de Julián el de las Mendoza, daban sus frutos.
Acarantair y Rosalía progresaban día por día en sus conocimientos de castellano.
—Están dotadas de claro ingenio —decía la Mendoza.
El Cautivo sembraba de muecas su aire despectivo.
—¡Por el Profeta! —clamaba— ¡dejaos de fábulas, que negro e indio, si
entienden, basta!
La negrita Rosalía era el único ser a quien el Cautivo sonreía con trasuntos de
ternura. La llamaba carboncillo o gnomo de Granada. La niña y Acarantair se
tomaron mutuo afecto. Pasaban el día juntas hablando, charlando, riendo con
estridencias que indignaban al viejo soldado y en especial cuando dormía la siesta
sobre la balsa del samán.
Esa noche, luego de cenar, el Cautivo subió a la muralla para cubrir su guardia del
Ángelus al alba. Petra, Felicia y Rosalía quedaron con Acarantair. Luego de dar
largas zancadas por el entarimado, tomó asiento en el banquillo de la garita en el
momento en que las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer. Con el tabaco entre
los dientes mira abstraído los pasos de centinela del negro Julián.
Bueno que ha resultado el muchacho. De ser generoso, debería darle la libertad.
Pero como no lo soy, esclavo se ha de quedar.
La noche prosiguió oscura y lluviosa. Desde la garita otea la explanada. Cuatro
hachones con brea, más allá de la muralla, chisporrotean entre el agua y la noche.
Una pavita canta. Se dio vueltas con el rostro tenso:
«¿Una pavita cantando en el suelo y con este aguacero? Miii…».
Las cuatro voces de los centinelas restallaron.
—¡Ave María Purísima!
Un indio del Tocuyo y el negro Julián ya alcanzan la garita. Indio y negro dan
media vuelta. Siguen la ronda en sentido opuesto.
—¡Garita dos, sin novedad!
—Los santo y seña —van respondiendo en los tres extremos de la ciudad. Un

www.lectulandia.com - Página 73
alarido hacia el sur salta y rebota.
El Cautivo se incorpora.
—¡Corre a ver qué pasa! —ordena a Julián.
Va y viene el negro por la rampa.
—¡Mataron de un flechazo al centinela!
—¡Joder! —trinó el Cautivo echando a correr seguido de su esclavo, hacia el sitio
del suceso, donde se aglomeraba la gente. El centinela tocuyano intentó seguirlos. Sin
volverse le gritó cual si lo hubiese visto:
—Vuelve a tu sitio, bellaco.
—Sss —sisearon abajo.
El indio con su adarga sacó el cuello sobre el parapeto.
—¿Alto, quién va?
Diez flechas le respondieron. Tres le atravesaron el cuello.
Tras las flechas diez palos cruzados por travesaños se apoyaron Contra el muro y
por él fueron saltando hasta trescientos indios.
El Cautivo alcanzó a verlos a la altura de su casa. Presto bajo la escalerilla. A
fuertes puñetazos logró que Don Francisco de la Madriz abriese el portón. Un tropel
de guerreros desnudos bajaba ya los escalones. Fuertes golpazos daban contra la
puerta al otro lado del zaguán.
—La situación es de cuidado —afirmó el de la Madriz abriendo y cerrando el
postillo—. Adentro está lleno de indios y en la calle nos esperan.
—La trampa, presto —sugirió el Cautivo en el momento en que por la portezuela
entraban a su casa los otros vecinos.
Los indios de la calle y del corral seguían golpeando con fuerza. Acarantair,
precedida de Rosalía y seguida de las negras, traspusieron la trampa y llegaron a la
casa de Ledesma en la otra calle donde terminaba el túnel.
—¡Daos prisa, por Baco! —gritaba el Cautivo a sus compa​ñeros que no se
movían con la celeridad requerida.
A mitad del túnel se arrastraban de rodillas el Cautivo y los vecinos:
—Son ellos los que se han hecho fuertes dentro de las manzanas. Nos salió el tiro
por la culata.
Un ruido seco les advirtió de que la puerta del entreportón se había venido abajo.
—Julián, ¿dónde estás? —preguntó con ansiedad.
—Aquí vengo, amo.
Otro estallar de maderas y un griterío, les señaló que ya los indios estaban en la
alcoba, sobre la trampa. Un alarido al otro extremo del túnel dio fuerza a los que
reptaban a huir más de prisa. Tan sólo el esclavo de la Madriz, el último en salir, fue
asesinado.
—¡Loada sea la trampa! —dijo el Cautivo con unción mística en la alcoba de

www.lectulandia.com - Página 74
Ledesma en el momento de cerrarla—. Que el Profeta proteja a Don Diego de
Lozada. De no haber sido por este túnel, hubiésemos perdido la vida. Loado sea el
Señor y la Virgen de la Soledad —añadió de inmediato al calar el mal efecto que
había producido su invocación a Mahoma.
Reagrupados los españoles, retomaron la manzana perdida.
—Es extraño —observó Ledesma—. Pareciera que todo el ataque se hubiese
reconcentrado sobre vuestra casa. Llegaron hasta ocupar la calle. ¿Cuál seria el
propósito?
El Cautivo puso expresión cavilosa:
—Es de las pocas cosas que acertáis, maese. ¿Por qué tanto alarde de fuerza
contra mi casa?
Acarantair, al escucharlos, concedió un brillo especial a sus pupilas y acarició a
Rosalía, llorosa y temblorosa por lo que acababa de suceder.

20. Curumo y Tamanaco

Al día siguiente dijo Lozada a su oficialidad:


—Ya habéis visto cómo la audacia y temeridad de estos salvajes aumenta día por
día. Es necesario hacer un escarmiento.
Un rumor afirmativo siguió a sus palabras.
—Dejad eso por mi cuenta —propuso el Cautivo.
—Os doy carta blanca —respondió el Fundador.
La noche estaba oscura. El Cautivo y sesenta soldados se descolgaron por la
muralla del naciente y a rastras alcanzaron El Catuche.
—Quedaos aquí sin hacer el menor ruido —ordenó— que entre Julián y yo
tenemos que despejar el camino. ¡Anda ya, desabono!
El mozo llevó la mano a su boca e imitó con singular perfección el canto de la
pavita. El reclamo quedó sin respuesta.
—No hay moros en la costa. Caminemos un poco más allá.
Al cuarto chiflido se oyó, a la altura de un guanábano, el canto de la avecilla.
—Ahí está un vista —susurró el Cautivo— sigue silbando.
Entre pitos y reclamos, Julián alcanzó al mariche. Un grito sordo profirió al
clavarlo con su puñal. El Cautivo chifló al grueso de sus hombres la señal convenida.
Sigilosos montaron el rio hasta llegar al vado por donde de fijo sabían lo cruzaban los
mariches.
Apostados en la penumbra los españoles los vieron llegar. Eran más de cincuenta.
En la creencia de su impunidad charlaban y reían. Uno que portaba fuego encendió
una hoguera. Sobre travesaños asaron una lapa y tres patos. A una orden del viejo, los
españoles, de espadas desenvainadas, irrumpieron en metálico círculo:

www.lectulandia.com - Página 75
—¡Rendíos! —conminó el indio que hacia de lengua—. No os queremos mal.
Atónitos se dieron por vencidos sin ofrecer resistencia. Maniatados los llevaron a
la ciudad.
—¿Quién de vosotros es el cacique? —les preguntó el Cautivo.
Como no obtuviese respuesta. La Cantaora cercenó la primera cabeza. Por tres
veces repitió la pregunta y por tres veces cantó el alfanje.
—Agarrad a ese —indicó a sus hombres señalando a un indio gordo— y metedle
los pies en la hoguera.
El indio se debatió en el tormento. Un joven guerrero dijo al lengua:
—¡Basta! Yo soy el cacique de todos ellos. ¿Qué quieres de mí?
Por cuatro días resistió los más terribles suplicios sin referir la ubicación de sus
aldeas, los sistemas de señales que utilizaban o las jerarquías existentes entre ellos.
Tenía tres hijos, el menor, un chico de tres años, era su preferido. Como en ese día
muriese un indito de la misma edad, el Cautivo, luego de hacer que lo asaran se lo
presentó al cacique:
—Ese es tu hijo. O hablas y me dices lo que quiero saber, o igual suerte correrán
los otros dos.
Con el informe del joven guerrero los españoles golpeaban certeros contra la
feroz tribu, dividida en numerosas aldeas y cacicazgos.
A los tres meses justos, quinientos indios mariches, cargados de presentes y al
frente de veinticuatro caciques, se presentaron ante la puerta principal.
—Venimos dispuestos a serviros —voceó a nombre de todos uno de los caciques
—. Queremos tu paz —terminó el cacique mirando a Lozada.
—¿Os dais cuenta mis amigos, que con salvajes no valen razones y que sólo el
fuego y la muerte los hace entender?
—¿Por qué habéis venido sin vuestras mujeres? —preguntó el Cautivo—. ¿Dónde
están vuestros hijos?
—Esperábamos vuestra respuesta —respondió el cacique.
Lozada luego de reflexionar aceptó la oferta. Los veinticuatro caciques quedarían
como rehenes, distribuyéndolos entre los vecinos más principales. Dormirían en la
cuadra; los otros quinientos se albergarían en los cobertizos que habían de construir a
un cuarto de legua al norte.
Los caciques durante el día hacían de caporales de sus hombres, que como
sirvientes cuidaban las bestias, pulían las armas, sembraban y regaban las huertas.
Al Cautivo le tocó en suerte un cacique silencioso llamado Chaima, de triste y
alelada expresión. Tenía tan sólo un defecto para él, su intimidad con Curumo, otro
de los caciques, que además de apestar a mil chinches de monte, entraba a su casa sin
pedir permiso, apartándolo de sus oficios y visteando a Acarantair con intención
ensoberbecida. Era fuerte, sombrío, altivo y mal encarado. El Cautivo lo detestaba, no

www.lectulandia.com - Página 76
perdiendo oportunidad para reñirlo o echarle en cara el hedor que producía su cuerpo.
Curumo lo miraba retador. Se le crispaba el puño sobre la espada y le hormigueaba el
pie bajo la babucha para sacarlo a patadas, pero una promesa hecha a Lozada lo
contenía. Según Lozada, por un extraño pálpito que tenia, tarde o temprano Curumo
los llevaría a Tamanaco.
—Su admiración por el cacique es grande y empero decir que lo conoció una vez
de niño, algo me dice que guarda y conserva su amistad. Aguantaos, Don Francisco,
por bien de todos.
Los indios del Valle de los Caracas se quedaron en paz. Deja​ron de flechar a los
vecinos y no volvieron a incursionar alrededor de la ciudad en las noches sin luna.
Tamanaco era el único que con su gente seguía en pie de guerra. Semanas atrás, a
Juan Giral, luego de asesinarlo, le cortaron los genitales, los ojos y la lengua. Su
cadáver, o lo que quedaba de él lo pusieron al través en su montura. Diego de Lozada
ofreció cuantiosas recompensas al que entregase vivo o muerto a Tamanaco.
Aquella noche en el cuartel, Curumo, a instancias de Lozada, habla de Tamanaco:
—Es como un rayo de luz que sabes que está ahí, pero no lo puedes agarrar. Es
como la serpiente coral —añadió con sonrisa ausente — de apariencia hermosa, pero
temible como la boa.
—Yo, Vuestra Excelencia, no le haría caso a este mentecato que huele peor que
una letrina mozárabe y encima parece sodomita, llamando hermoso al peor hi de puta
que hay por estos con​tornos.
—Es como el río y la noche que ampara pero también mata. Afirman que tiene
mil formas. A veces es puma, otras, colibrí. Algunas, flor de mayo.
—Ahora si que la pusimos de oro —clamó en voz alta—. Total, que el mentado
Tamanaco es el padre de las siete estrellas. ¡Anda a bañarte, so hediondo!
Curumo lo miró con rabia y se retiró amenazante.
Esa noche las huestes de Tamanaco cargaron sobre la aldehuela. Hirieron a más
de veinte mariches, mataron a siete y raptaron a cuatro.
—¿Veis? —señaló Lozada—. Vuestros temores son infundados. Esa pobre gente
es tan enemiga de Tamanaco como nosotros.
A una semana del segundo aniversario de haberse fundado la ciudad, Lozada
preguntó al Cautivo:
—¿No creéis que sea la gran oportunidad de hacer vida en común con nuestros
encomendados? Se han mostrado solícitos, amables, colaboradores…
—Escuchadme bien, Excelencia —respondió, atropellado—. Yo no confió en
estos malditos indios. Si Tamanaco quiere hacer​los pupa, enhorabuena. Quinientos
indios dentro son un peligro. Dejadlos fuera.
Lozada se inclinó ante las razones del Cautivo: los indios continuarían en sus
ranchos y los caciques en sus cuadras. Como contrapropuesta de cautela, Lozada

www.lectulandia.com - Página 77
ordenó que la fiesta de Santiago fuese celebrada a medio rabo, o a media luz.
Las libaciones por órdenes expresas del Capitán Fundador, habrían de terminar a
la hora quinta.
—No es el caso de que los indios —explicó a la tropa — os sorprendan
borrachos.
Terminada la fiesta, el Cautivo a paso ebrio llegó a su casa. Trepó al altozano del
samán y se echó de cara al cielo a dormir la siesta.
Al despertar brillaban las estrellas. Abajo un coro de voces cuchicheaban.
Hablaban en mariche. Algo entendía. La voz de Curumo dominaba. A la medianoche
cada uno daría muerte a su amo, someterían a los de la puerta principal, entrando de
inmediato los mil guerreros que afuera acechaban.
—¡Maldito Curumo! —musitó estremecido: pero tal fue su énfasis que crujió el
tablón.
—¿Quién está ahí? —preguntó Curumo.
«El hediondo treparía por el árbol con el hacha que Lozada en mala hora le
regaló».
Salvo sus botas, no llevaba otra arma. Don Francisco de la Madriz a la luz de una
vela leía en el corredor.
—¡Eh, Don Francisco! —le gritó poniéndose en pie—. ¡Corred presto a casa, que
aquí los indios me quieren matar!
De la Madriz, harto de sus burlas, hizo un aspaviento despectivo y siguió leyendo.
El olor a chinche de monte ascendía entre crujidos. El Cautivo retorció la escalerilla.
Un golpe sordo pego contra el piso.
Amigo, un descomunal mastín que le regalaran días antes, ladraba enfurecido.
—¡Eh, Don Francisco! —gritó apremioso— que no es chercha, venid a mi presto,
o me harán mierda estos bellacos.
Los indios, trepados unos sobre otros, se aprestaban a subir al samán.
El perro rompió su cadena y saltó sobre Chaima. Don Fran​cisco de la Madriz,
percatado al fin de la situación, a través de la cerca disparó su arcabuz. El solar se
pobló de disparos. El cuadrilátero se cubrió de hombres armados. Con excepción de
Curumo, que logró huir, los veintitrés caciques restantes fueron hechos prisioneros.
—Cayeron como tortolos —rió, jubiloso, el Cautivo.
A Chaima, a quien Amigo le arrancó una nalga, fue el prime​ro a quien sometieron
a suplicio.
El hombre se tornaba estrábico y sudoroso cada vez que le metían el pie en la
hoguera.
—Os diré todo y dejadme de una vez… Fue Tamanaco quien ideo la añagaza.
—¿Dónde hemos de encontrar a Tamanaco?
Chaima vio a Lozada y al Cautivo.

www.lectulandia.com - Página 78
—Tamanaco no es otro que Curumo…
Enrojeció el Cautivo.
—¡Curumo! ¡Me cago en San Blas! Haber tenido al alcance de mi mano al hi de
puta y haberlo dejado escapar.
—De poco le servirá —observó Lozada farfullante de ira—. Nunca más ha de
hacer mofa a mis barbas. Atroz será el escarmiento.
Y había tal convicción en su arresto, que hasta el mismo Cautivo lo miró
sorprendido.

21. La Cruz de sangre

Chaima enverdeció de miedo cuando los sayones con caperuzas de locos, a falta
de las del verdugo, cayeron sobre él, y en sillita de la reina lo llevaron a la primera
estaca que hasta veintitrés y en forma de cruz, sembró en la Plaza el Capitán
Fundador.
Un alarido desgarró la tarde cuando el palo afilado le entró por el recto y reventó
sus entrañas. Ante el silencio expectante de la muchedumbre los sayones fueron
empalando uno a uno a los veintidós restantes caciques.[18]
Lozada explicó lo de la cruz de carne.
—No quiero ser menos que los españoles de Santo Domingo, que ahorcaban a los
indios en grupos de a trece, en honor a Jesús y sus doce apóstoles, aparte que además
de ser cristiano, amo la simetría.
Los empalados, por horas, se mantuvieron vivos, hieráticos, estatuarios. Al menor
movimiento se adentraba la estaca sacando lustres de muerte.
El negro Julián, tras el Cautivo, tenía la expresión atormenta​da, enloquecida.
La imagen de su padre empalado, se le recrecía.
—Pláceme, Excelencia —susurraba el Cautivo a Lozada— que hayáis elegido el
empalamiento para el suplicio. No hay nada más aleccionador ni que deje más huella
en el recuerdo de un pueblo que hacer de los malandrines angelitos de tortas de
novias, que empero ser de uso generalizado en Indias, lo alcancé a ver por primera
vez en un pueblo del Danubio al cual el Sultán ordenó exterminar con escarmiento.
Julián al escucharlo lo vio con estupor, rabia y locura.
A las tres horas de haberse iniciado el empalamiento, cuatro caciques estaban
muertos y diecisiete agonizaban. A las cuatro horas los muertos excedían a los
sobrevivientes. Los indígenas, algunos negros y los ciento cincuenta españoles
observaban la escena con expresión demudada.
Una vieja andrajosa con voz aguda apareció de pronto entre los empalados. Era
Anacoquiña, poderosa hechicera.
—Que la maldición de los Dioses —dijo en castellano— caiga sobre vosotros y

www.lectulandia.com - Página 79
sobre vuestros hijos, hasta el final de los tiempos. Malditos este día y este pueblo
nacido del dolor de los míos.
Nubes negras que desde hacía horas amenazaban con un chubasco, vaciaron su
carga de agua entre truenos y centellas. Un rayo incendió el techo de la Ermita.
—¡Jolines! —exclamo el Cautivo—. ¡Fuerza que tiene la bruja!
Otro rayo cayó en la casa de Lozada. La muchedumbre aterrorizada miró al
Fundador y a la bruja. Sin amedrentarse ordenó:
—¡Agarradla ya y echadla viva a la hoguera!
Atada de pies y manos cayó en la pira. Súbitamente arreció el aguacero. Un tercer
rayo y luego otro, con sorpresa de presagio incineraron a dos de los caciques ya
agonizantes. Huyó la gente por las cuatro calles. Se apagó la hoguera. Una mujer
joven, oculta en el desconcierto, corrió hacia la bruja y la desató. Apenas unas leves
quemaduras tenia en las manos.
—Huye, madre…
Anacoquiña, antes de escapar, miró largo a Acarantair.

Dentro de la alcoba y a puertas cerradas yacen para dormir el Cautivo, la india y


Julián.
La tempestad prosigue bronca sobre el poblado. El Cautivo se mece en la hamaca.
Un velón de iglesia saca sombras al bahareque.
Un relámpago y un trueno profundo y roncante precedió a otro temblor de tierra.
La vela cayó al suelo. Todo quedó a oscuras. Acarantair dejó salir palabras extrañas
que sonaban a conjuros.
—¡Voto a Dios! —protestó el Cautivo—. ¡Maldita bruja! —Y se quedó dormido.
Acarantair se acercó a Julián.
—Espera —dijo el negro— quiero que esta noche sea como antes.
Se puso en pie, tiró con fuerza de la partesana hasta que al fin la sacó entera.
Amenazante se acercó a la hamaca.
—¿Qué vas a hacer?
—Matarlo ya de una vez. ¡Estoy harto!
Levantó el escudo. Un relámpago reventó en la cara del Cautivo: estaba plácido y
sonreído.
—¡No puedo! —gimió Julián—, lo odio y lo quiero.
Y sin hacer caso de Acarantair enterró de nuevo la partesana y sollozó hasta el
alba.

22. La Chacona y el alma inmortal

La encendida repulsa que provocó el suplicio en buena parte de la tropa,

www.lectulandia.com - Página 80
amaneció al día siguiente en todo su fulgor.
—Lo sucedido —le espetó Ledesma al Cautivo— es un hecho impropio de
hombres buenos y cristianos. Reniego de vuestra amistad.
—Pero, Don Alonso…
—¡Idos al diablo, feral sayón inclemente!
El padre Baltasar García, el Capellán del ejército, acaudillaba a los descontentos.
Al tercer día llegó, procedente de la costa, Francisco Infante, primer alcalde de la
ciudad y antagonista de Lozada. Era un hombre moreno, de piel curtida, natural de
Tole​do, bizarro y valiente. Lo que Infante celebraba, provocaba re​pulsa en el
Fundador. Lozada lo aventajaba en rango y en sentido de autoridad. Pero Infante era
ducho, hasta la maestría, en hacerse querer: amigo de chascarrillos y hábil para la
intriga.
El suplicio dé los mariches era mucho más de lo que necesitaba Infante para
enfrentársele de una vez a Lozada y arrebatarle el mando.
Esa misma mañana en el Ayuntamiento y en connivencia con el cura García y con
un soldado de apellido Giral, protestó abiertamente por lo que él llamó crimen sin
perdón.
Sancho Pelao vehemente daba violentas señales de aprobación, dándole codazos a
Villapando para que hiciere otro tanto.
Lozada, hosco y de pie, lo escuchó discurrir.
—Erráis, señor mió —responde el Cautivo— al llamar homicianos a los que
matamos a esos bellacos. Para merecer tal apelativo es menester que lo que se mata
tenga alma inmortal. ¡Y los indios no la tienen!
—¡Callad, impío! —acusó la voz ofuscada del Capellán—, ya los papas desde
hace más de medio siglo se han pronunciado; los indios si tienen alma y mil veces
más limpia de la que guardáis vos.
Tronó el Cautivo:
—¡Callad vos, mal cura y guardaos de enojarme, que no soy una de esas
churrianas y pelanduscas con quienes bailáis la Chacona hasta el amanecer!
—¡Joder! —dejó escapar el cura entre la carcajada general. Era notoria su
conducta disoluta.
Lívido comenzó a balbucear. El Cautivo cantó la primera estrofa de la Chacona:
Ni monja tan religiosa. Los presentes prosiguieron a coro entre risas, rechiflas y
silbidos:

Que en oyendo aqueste son,


no deje sus santas horas.

El Cautivo batía palmas, contorsionándose con remedos de chulería:

www.lectulandia.com - Página 81
El Obispo que los vido,
mandóle a cantar dos coplas,
apenas cantaron una,
el Obispo se alborota.
Levantó luego el roquete,
y bailó más de una hora,
alborotando salas y escobas.
Y todas las cosas contentas,
bailaron cinco o seis horas.

Otra carcajada sucedió al último estribillo. El Cautivo con aspavientos de bufón,


se inclinó ante el público.
—¡Maldito! —jijeó el Capellán—. Cómo se ve que eres dos veces renegado y que
lo mismo rezas a Cristo que a Mahoma. ¡Maldito circunciso!
Francisco Infante retomó la palabra:
—Se ha cometido una iniquidad sin precedentes contra esa pobre gente. ¡Exijo
justicia en nombre del Rey!
Un silencio temeroso sacudió al vocerío. Saltó el Cautivo:
—¿Y por qué no la pidió Vuesa Merced cuando acuchillasteis a mujeres y niños
con vuestras propias manos cuando tomamos el poblado de Guaicaipuro?
Francisco Infante llevó la mano a su espada y chilló des​compuesto.
—¡Guardias! —ordenó Lozada—. ¡Prended a Don Francisco Infante! No se tira
de espada en el Ayuntamiento.
Tan pronto salió su rival, dijo apacible:
—Es bueno y menester, señores, evitar estos pleitos y disensiones entre
hermanos. Por reinar entre nosotros la unión, y la anarquía entre indios, hemos
podido domeñar a cientos de miles, siendo apenas un puñado. Me permito recordaros
—dijo cambiando de acento— que si alguna virtud tenemos los castellanos es la de
llamar al pan, pan y al vino, vino.
Los indios, tengan alma o carezcan de ella, son nuestros peores enemigos y
encima bestias que comen carne humana, desposan a sus hijas y practican la sodomía.
No estamos en Cas​tilla. Aquí no hay trigo. Apenas maíz. Las serpientes son del
grueso de un muslo. Fuera de este Valle la calor agobia. Los ríos son turbios y
hierven al mediodía. Indias bubosas y negras de cuero fuerte son nuestras hembras.
Tenemos hambre de nuestras madres, mujeres y hermanas. No hallamos el oro y la
noche de nuestras vidas se viene encima. ¿Podemos ser como antes? ¿Debemos
adaptamos a las mentecateces de los tinterillos y escribanos que allá en Sevilla dictan
leyes entre refrigerios, o hacer a nuestra medida el mundo que conquistamos con
nuestras manos?

www.lectulandia.com - Página 82
Solo una cosa réstame decir: olvidaos de leyes. España queda muy lejos y más
distante aun los que en la Corte escriben, intrigan y rezan. Si queremos de una vez
por todas hacer nuestra esta tierra, que cada uno a su entender haga lo que le parezca
si ha de mantenerse vivo. No seré yo quien lleve cuenta de los indios mal heridos. Si
queréis enseñorear este Valle, dos consejos doy: ¡Matad a sus hombres y preñad a sus
hembras!
Al oscurecer, el centinela dio la voz de alarma: Francisco Infante, el cura García y
Santiago Giral, luego de sorprender a los guardias de la puerta, huyeron a caballo
hacia el Oeste.

23. La loma de los Teques

En medio de la noche, Infante y sus compañeros cruzan la loma de los teques,


asiento de la belicosa tribu. Aspiran llegar hasta El Tocuyo, donde harán formal
denuncia ante el Gobernador, de los veintitrés empalados.
A menos de un cuarto de legua, entre ráfagas de bruma fría, brillan las hogueras
del poblacho. Es lúgubre el canto de los piaches. La niebla borra luceros. Bajan los
caballos. A tientas bordean el precipicio.
—No podemos seguir —observa Infante—. No se ve nada.
Una algarabía estalla en la aldea. Hachones encendidos hienden la noche.
—Nos han descubierto —advierte el cura.
—¡Perdóname Guaicaipuro! —implora con unción Infante.
Una luz se enciende cien brazas adelante. Quien la empuña los invita a seguirlo.
Absortos los tres caballeros caminan con​fiados tras el extraño guía. El vocerío
indígena se perdió en la montaña. Por más de tres horas, llevados por la luz,
caminaron cerro abajo prendidos a las riendas de sus caballos. Al clarear el alba, ya
casi llegan al Valle del Miedo. Infante monta sobre su bestia e intenta alcanzar a su
salvador. La luz se fue por los aires. Era un pato de fuego quien los había guiado.
—Fue realmente Guaicaipuro —dijo— quien nos salvó de la muerte. ¡Dios lo
tenga en su gloria! —y luego de rezar descendieron al Valle que los separaba de
Valencia.
—¡Animo, caballeros! —gritó a sus acompañantes.
Pero cien indios que salieron de los mogotes con sus gritos incendiaron la
mañana.
Diecisiete salvajes quedaron fuera de combate en la primera embestida. Otra
oleada volvió sobre ellos. Infante miró a un indio de gran plumaje.
—¡Matemos a ése! —dijo al cura y a Giral—. ¡Es el cacique!
Taconearon los ijares, avanzaron hacia el jefe con plumas de papagayo. Un baño
de sangre los salpicó a los tres.

www.lectulandia.com - Página 83
24. ¡Perdóname, Señor!

Las palabras de Lozada y el triste final de Infante y de sus dos compañeros


insuflaron a los conquistadores razones para proseguir su labor de «sementales
exterminadores», como los llamaba Ledesma.
Gabriel de Ávila, además de darle su nombre al cerro, sembró su simiente en más
de treinta indias y apoyaba a Lozada en sus despropósitos:
—Procuremos, compañeros, que de nuestros propios huevos salga una nueva
casta que sustituya a la vieja. Fornicar, maeses, a cuanta india os parezca buena, y a la
que no os guste tanto, dadla por pitanza al negro. Complementemos con las tizonas
de la entrepierna lo que hicieran las de Toledo.
Los indios, luego del empalamiento, antes de reaccionar vengativos, se
sometieron a los españoles con aire sumiso y obediente.
—¿Veis —comentaba el Cautivo a Ledesma— que estos salvajes no entienden sin
escarmiento? Con ellos no hay más razón que la fuerza.
—¡Maese, por Dios! —protestaba el caballero—. Si por lo menos esas cosas me
las dijerais a mí, me conformaría, pero hay que ver el daño que hacen esas palabras
en los corazones jóvenes.
—¡Ah, si! —gruñó Guerrero—. ¿Me vais a echar la culpa a mí de tanta matanza?
¡Eso es lo último que me faltaba!
Tan solo los mariches y su temible cacique, Tamanaco, siguieron en pie de guerra.
El Cautivo recibió las tierras prometidas al sur del cacique Chacao. De los
trescientos indios varones que le tocaron en encomienda, apenas quedaban cincuenta
vivos cuatro meses más tarde. Los que no sufrieron malos tratos, huyeron hacia la
montaña.
Ese día sacó cuentas: «Es demasiado lo que comen, para lo que trabajan. Hay que
salir de ellos. Óyeme bien. Julián…».

La luna lleva los cuernos largos. Julián, como hace todas las noches cuando
pernocta en la hacienda, da cuatro golpes a la puerta del repartimiento donde
duermen los indios de la encomienda.
—Descuide jefe —responde alguien dentro— estamos sin no​vedad.
El negro se aleja agitando las llaves del granero. Un indio señuelo simula
golpearlo. Los indios ya advertidos, gritan por las hendijas:
—¡Ya está! ¡Ya le dio! Ahí viene el mariche con las llaves.
Tras los matorrales veinte españoles con arcabuces a punto observan en silencio.
—¿Veis como mis temores no eran infundados? —les dice el Cautivo.
—¡Cuán traidores son estos indios! —comenta a su lado Diego de Henares,

www.lectulandia.com - Página 84
ingeniero de la ciudad.
Salieron los indios. Apuntaron los arcabuces. Ladraron los mastines. El Cautivo
en su primer disparo derribó al anzuelo La primera andanada hizo diez muertos. Los
sabuesos, con Amigo al frente, corrieron tras los fugitivos. Más de veinte se
acobardaron y volvieron. Las espadas desenvainadas tiñeron de purpura los sacos de
henequén.
Al alba, sucio de sangre y de fango llegó a Caracas. Un negro zalamero salió a su
encuentro.
—Enhorabuena, amo, Acarantair, tu mujer, acaba de parir a una niña.
Lanzó un gruñido y sin ver a la madre ni a la hija, se echó a dormir.
Al día siguiente Acarantair intentó mostrársela. La rechazó áspero.
—Y búscate otro sitio para pasar la noche. Yo no duermo con críos ni con mujeres
recién paridas.
Acarantair y su hija pasaron al repartimiento de las esclavas.

El Cautivo mira hacia el patio por el que pasea Acarantair con la recién nacida.
Hace calor. Se quita el caftán y turbante para me​terse en la alberca, sacudido de un
raro regocijo. Canta a ple​no pulmón.
Acarantair dice a sus espaldas:
—Miradla, señor, es vuestro vivo retrato. Tiene el pelo color de oro y la tez
rosada y los ojos vuestros: azules y brillantes como el cielo.
Francisco Guerrero se volvió para ver por primera vez a la niña. Un bullir
acongojado le saltó dentro.
No tenia ni sombras de la casta odiada. Era española castellana y andaluza de
cabeza a pies. Se parece a mi hermana. ¡Es realmente mi hija!
Pensó en Baeza, Sevilla, Andalucía.
Cuarenta y cinco años de soledad. Medio siglo sin saber de aquello que se llama
hogar; sin alguien cerca de mí que lleve mi sangre. Siempre rodeado de hombres de
avería, de amigos circunstanciales, de barraganas, de negras, indias y mulatas.
Sus ojos la escudriñaron. Sus pensamientos en tropel hicieron alto cuando la niña
le mostró las encías. Abrió la boca, dilató los ojos, la alejó de si. Un palpitar de gloria
lo sacudía. Una carcajada torrencial brotó de su boca. Desnudo salió de la alberca con
la niña en brazos. El Cautivo reía. El Cautivo volaba besos a su hija. Súbitamente
cantó con voz nueva y distinta:

Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.

www.lectulandia.com - Página 85
Los sirvientes y los esclavos se aglomeraban para verlo llegar. Cual rey bíblico
ante su pueblo, clamó en la cocina:
—¡Esta es mi hija! ¡Esta es mi sangre! ¡Esta es mi vida!
—¡Enhorabuena, señor!
La negrita Rosalía de puntillas le interpeló, argentina:
—¿Y cómo la llamaréis, mi señor?
Confusión y sorpresa expresó su rostro:
¿Qué cómo la llamaré?
Sus ojos azules se tornaron oscuros. Adentro susurraron un nombre: el mismo de
sus plegarias, el mismo de su existencia.
«¡Soledad!» —se dijo.
—¡Soledad! —dijo en voz alta—. Como la virgen de mis angustias y como la
mala sombra que no me deja desde que fui tras la fortuna.
Arrepentido de la confesión, lanzo la niña al aire para atajarla en su vuelo.
—¡Soledad! ¡Soledad! —gritaba y reía—. Has llegado para que yo no me sienta
solo. ¡Soledad, como mi Virgen andaluza! ¡Soledad, como la mocica de Baeza!
De pronto miró hacia Julián y sus siete negros que lo veían embobados:
—¿Y qué hacéis ahí, esclavos asnudos? ¡Corred! ¡Id, llamad a casa de todos los
vecinos a participarles la nueva! Decidles que corran presto a mi casa, donde habrá
buen vino y lechón para celebrar el nacimiento de Soledad. ¡Invitad al nuevo cura!
¡Esperad! Llevadle antes dos doblones de oro para que me dé la indulgencia por mis
blasfemias. Llamad a Don Diego. Abrid las barricas. Matad las gallinas y también el
pavo. Que vengan músicos y tamborileros. Llamad a los pobres y dadles de comer,
ropa y limosna. Tirad a la calle esos sacos de maíz para que los hambrientos
compartan mi alegría.
—Soledad, ¡mi Soledad! —volvió a gritar lanzándola de nuevo al aire—. Por ti
me ha vuelto la vida cuando ya no la necesitaba. ¡Gracias, Virgen de la Soledad!
¡Gracias, Señora! —y dirigiéndose a los esclavos les dijo con ojos de lágrimas:
—¡Quiero que sepáis que desde este mismo instante sois libres! ¡Qué podéis
hacer con vuestras vidas lo que os plazca! Y mi corazón no quiere cadenas ni
esclavos.
Con la faz estremecida cayó de hinojos y elevando los brazos al cielo gritó, recio
y sollozante:
—¡Perdóname, Señor!

25. ¡Adiós, mi Capitán!

Apoyado sobre la muralla el Cautivo rememora con Ledesma, semanas más tarde,
el nacimiento de Soledad.

www.lectulandia.com - Página 86
—Y de los siete esclavos que tenía, salvo Julián que era hijo de reyes, y Lupecio,
que era un hijo de puta, los otros decidieron quedarse conmigo, con lo cual os pruebo
no ser tan cruel mal​hechor como decis vos.
—¿Y por qué se fue Julián, que se veía tan apañado a vos?
—Oh, maese, no sabéis cuánto lo he aquejado. Nunca imaginé cuánto amaba al
muchacho. Pero apenas le ofrecí su libertad dijome que deseaba ir al sitio donde
murió su padre y a otro cercano llamado Sorte, donde tiene su aposento una diosa
llamada María la Onza, de quien es su siervo y deudor. Prometióme que antes de un
año retornaría.
—¡Gente viene! —alerta el centinela.
Una cabalgata por el camino de Valencia galopa hacia el Caroata. Un clarín
saludante salió de la polvareda. Curiosos los vecinos treparon a los parapetos.
—¿Quién será? —preguntó Ledesma.
—De fierro vienen cubiertos —observó—. Es gente de mucho tronío. Su riqueza
la proclama. Avisad presto a Don Diego de Lozada.
—Soy Pedro Ponce de León —aclaró una voz juvenil al subir la visera.
—¡El hijo del Gobernador! —clamaron todos. Y lo dejaron entrar seguido de su
cortejo.
Seis iban cara al descubierto. Los otros cinco de completa armadura y visera baja.
Un corneta tocó atención. La gente se aglomeró en la plaza. Lozada, a medio vestir,
corrió hacia el grupo. El hijo del Gobernador que lo vio venir, no lo esperó para
vocear el mensaje.
—Sepan todos cuantos me escuchan, que por orden del Capitán General de la
Provincia, Pedro Ponce de León, mi padre y señor natural, el Capitán Diego de
Lozada, desde este mismo instante queda destituido de sus funciones: por abuso de
autori​dad y por sus innumerables tropelías. Hasta tanto no se decida lo contrario, toda
la autoridad política y militar de estas provincias quedará bajo mi mando.
Los soldados se miraron entre sí sin creerlo.
—¡Me cago en San Bonifacio! —expresó el Cautivo.
—Tomando en cuenta los innegables méritos del Capitán Diego de Lozada —
prosiguió Ponce de León—, el Gobernador de la Provincia, en acto de clemencia, no
dicta medidas de prisión ni de embargo contra Don Diego de Lozada. Pero deberá
partir antes de dos días al momento de este veredicto hacia la ciudad del Tocuyo,
asiento de su morada, donde permanecerá confina​do hasta el día de su muerte. Se
delega en el Capitán Francisco Infante, desde este mismo instante, el poder para que
las órdenes del Gobernador sean cumplidas.
—¿Infante? —preguntó la multitud.
La sorpresa subió de punto cuando tras una visera apareció el rostro del alcalde
que todos daban por muerto.

www.lectulandia.com - Página 87
—¡Joder! —bramó el Cautivo—. Todo esto es obra de este descastado
murmurador.
Antes de despuntar el sol Lozada marchaba hacia su destierro. Noventa españoles
de los ciento cincuenta que había, en prueba de solidaridad, abandonaron Santiago de
retorno hacia El Tocuyo. Con ellos van la mitad de los indios tocuyo. Caracas ha
quedado desguarnecida. Tan sólo restan sesenta vecinos: los que habrán de poblarla y
otros ciento cincuenta indios, que con uso de la fuerza lograron retener.
Al llegar a la adjunta de los dos ríos se despidieron los que se iban de los que
restaban. Uno a uno Lozada abrazó a sus compañeros.
El Cautivo de rodillas, dijo con los ojos rojos, luego de besarle la mano:
—¡Adiós, mi Capitán! ¡Me honro de haberos servido!
—Adiós, Don Francisco —respondió el Fundador con la voz turbada—. Caracas
nació con la señal de los que no agradecen. Razón teníais cuando decíais que de una
bruja caníbal tomó su nombre.[19]

26. El cerco de Caracas

Antes de una semana, tal como lo suponían, Tamanaco recrudeció los ataques.
Partidas de doscientos y trescientos guerreros y en los momentos más inesperados,
cargaban contra Caracas. Era peligroso salir de extramuros en grupos menores de
diez. En las noches se veía a los mariches a un tiro de arcabuz cantando y bailando
alrededor de las hogueras.
Las noches se hicieron largas y tenebrosas. Destemplados silbidos, lúgubres
carcajadas y aullidos interminables hacían rugir a los perros y cavilar con miedo a los
cristianos.

A poco de dormirse aquella noche, un terrón desprendido del techo despertó al


Cautivo. Acarantair con pupilas brillantes oyó cantar la pavita.
«¡Tamanaco!» —pensó. Un choque de sentires encontrados le apagó la mirada.
Ya sobre el Cautivo volvía el sueño en marea, cuando un arañar sobre el tejado le
abrió los ojos.
—¡Maldito animal!
Un hueco se abrió en el techo. Un rayo de luna cayó en el cuarto.
—¡Jolines! —exclamó. Su mano buscó la ballesta y le montó el cuadrillo. Con el
arma a punto simuló roncar, atento al en​tramado del techo. La rendija abruptamente
se transformó en agujero. Apareció una cerbatana. De un sacudón se echó a un lado.
Un dardo se clavó en tierra. Descargó la ballesta. Quejidos y carreras sobre el techo.
Gritos, campanas y cornetas en la calle. Tocaban a generala. ¡Los indios entre
antorchas avanzan sobre Caracas!

www.lectulandia.com - Página 88
Acarantair, seguida de Rosalía, Petra y Felicia y con Soledad en sus brazos, corrió
hacia la plaza. El Cautivo, por la escalerilla que había al final de su calle, subió a la
muralla.
—Yo sabia —dijo— que esto iba a suceder tan pronto se fuera Don Diego. Pero
al Gobernador le importa un bledo la suerte de nosotros para imponernos al joyante y
relamido del hijo suyo, que aparte sonarse los mocos no sirve ni para un mandado. Y
todo por el chismoso y abellacado de Francisco Infante.
El golpe seco de una flecha sobre el parapeto y un clamor de guaruras atronó el
Valle.
—¡Jolines! ¡Se armó la marimorena!
La charanga indígena redobló sus tintes marciales. Más allá del Anauco brillaron
unas antorchas que a fuer de muchas re​medan un incendio en la sabana.
De la ola de fuego salpican en elipse flechas encendidas.
¡Por Baco y su madre la Diablesa! Acometen por miles.
Al otro lado del Caroata y del Guayre se encendieron fuegos y un estruendo
avasallador sacudió el Valle. La línea de fuego tras del Anauco arremetió de pronto
deshaciéndose en antorchas hasta que llegó al Catuche. El terraplén entre los dos ríos
brillaba en toda su extensión.
El Cautivo tomó un catalejo y atisbo el campo. Indios empenachados, entre
gritería, se daban palmadas entre sí.
—¡Jolines! Sínodo de caciques tenemos. ¿Pero, por qué tan a la vista y con tanta
bulla?
Los apuntó con el catalejo que también robó al dueño de las culebrinas.
«Hay niños, vienen mujeres, hay mucho mozalbete con plumas y pocos guerreros.
¡Qué extraño!».
Preso de la sospecha recorrió la rampa a todo lo largo.
—Por aquí no embestirán —pensó mirando hacia el Guayre.
En el flanco que daba hacia el Caroata sucedía lo mismo: multitudes rugientes
que a la luz del catalejo se transformaban en mujeres y niños.
Sólo hacia el norte reinaba la calma. Apenas seis hogueras dispersas se veían
hacia la montaña. Rió el Cautivo:
—Estos indios como que creen que nosotros, al igual que ellos, podemos ser
cazados a lazo. Por aquí habrán de atacar.
El Cautivo acompañado de Ledesma, Pedro Alonso Galeas y veinte de a caballo,
traspuso sigiloso la puerta de la ciudad. El ejército indio concentrado al norte y
adormilado, no los vio llegar.
Al grito de ¡Santiago y cierra España! cargaron sobre los guerreros. Confusos y
dando voces los indios se batieron en fuga. El Cautivo y su gente, a galope tendido,
retornaron a la ciudad.

www.lectulandia.com - Página 89
—Aquí esto. Allá aquello —mandaba a la tropa apenas llegó—. Mezclad bien la
paja. Empapadla bien. Ahora esperemos el asalto de los guarros.
Un vocerío creciente bajó del norte. Por las antorchas y los gritos no bajaban de
cinco mil. En medio y en claro alarde, venían los caciques. Los españoles ansiosos
apuntaban con toda su armería.
—¡Fuego! —ordenó Infante.
Caen diez, quince; pero avanzan cinco mil.
—¡Abrid la puerta! —volvió a Ordenar. Las tres culebrinas descargaron encima
de la columna. Mil muertes causó el destrozo, pero eran cinco mil. Se reagruparon y
volvieron a la carga.
—¡Cómo han aprendido los hi de putas! —comentó con sorprendente calma—.
Saben que las culebrinas están vacías y que no hay tiempo para cargar.
A puertas abiertas y manos en jarra los vio venirse.
—¡Cerrad la puerta, por Dios! —gritaron los españoles.
Una luz azulada en dos canales corrió hacia afuera. A cien varas del portal, indios
y luces se encontraron. Estallaron los barriles de pólvora enterrados momentos antes.
Por los gritos y las antorchas ya los indios no llegaban a tres mil.
Al mediodía y en mayor número, volvieron al ataque y por el mismo flanco. Una
vez más los rechazaron con grandes pérdidas. Por tres días y tres noches los indios se
quedaron en paz. A la cuarta noche cargaron por todos los frentes. A pesar de que la
batalla fue ardua y por el lado sur se saltaron la muralla, Santiago se mantuvo
incólume.
Al séptimo día los españoles comenzaron a desfallecer. La pólvora escaseaba.
—Menos mal que la previsión española —dijo el joven Ponce de León— nos ha
hecho almacenar alimentos por un año. Y de agua no hemos de carecer con tantas
acequias que cruzan la puebla.
El Cautivo, a sus palabras, miró hacia un canal y empalideció:
—¡Ea, a llenar los odres de prisa! ¡Nos han dejado sin agua!
El arroyuelo estaba a la mitad de su caudal. En la tarde ya sólo quedaba fango.
Esa noche los indios no hicieron algazara. Bailaron y cantaron borrachos hasta el
amanecer, contentándose con lanzar dar​dos y flechas con trasfondo de guaruras.
Comentó caviloso el Cautivo:
—El agua para nosotros alcanzará por diez días. Para los caballos, no llegará a
dos. ¿Qué hacemos?
—Pues matarlos de una vez y darnos un hartazgo con ellos —propuso Sancho
Pelao.
Rugió el guerrero echándosele encima con su alfanje.
Con la ayuda de Ledesma el capitán de los falsos mariches logró escapar de la
furia del Cautivo, quien, demudado y confuso, dijo con voz turbada luego de

www.lectulandia.com - Página 90
sosegarse:
—Primero muero con él que separarme de Bravío.
Murieron los primeros caballos.
—Hagamos una salida para dar de beber a las bestias —propuso el Cautivo con
voz sombría— de lo contrario, morirán mañana.
Desde la garita noroeste atalayea hacia el Caroata; los indios se han concentrado
en la línea del río inmediata a la puerta. Otro tanto observa en dirección al Catuche.
—Umj —dice—. Tal como me lo había barruntado. No son tan bestias los muy
taifas.
—Explicaos, Don Francisco —exigió Ledesma—. ¿Qué ven vuestros ojos que no
atinan a ver los míos?
—De ser culebro os hubiese clavado la ponzoña, maese. Claras son sus
intenciones. De salir los caballos, con la sed que tienen se meterán de cabeza al rio
que les quede más cerca, que como podéis ver son los más densos en indios armados.
—Razón tenéis, Don Francisco —dejó salir con tono de pesadumbre—. ¿Qué
hacer?
—Algo se me ocurre. ¡Ya veréis!

Una algarabía estalló hacia El Catuche cuando una inmensa cometa hecha de seda
y verada liviana remontó los cielos llevada por la fuerte brisa que soplaba hacia el
Este. Los indios, con ardor de caza, corrieron tras ella lanzándole armas y flechas. Al
poco rato la casi totalidad de los sitiadores corrían tras la come​ta con forma de
papagayo.
Entre tanto, la mitad de los corceles, de a cuatro en fondo, provistos de orejeras y
con sus jinetes arriba, esperaban en la calle que daba hacia el portal.
—Ahora —ordenó el Cautivo al frente del escuadrón.
Treinta indios ayudados por todos, aplicaron a los caballos bozales empapados de
yerbabuena y aguardiente. Algunos se encabritaron.
—Aguantad lo más posible —gritó el Cautivo—. Es indispensable para que no
huelan el agua.
Bravío corcoveaba y relinchaba.
—¡Santiago y cierra España! ¡A la carga!
Treinta caballos irrumpieron por el portal, sesgaron dos veces a la izquierda y
entre latigazos, voces y espuelas cabalgaron hacia el Guayre donde nadie los
esperaba.
La indiada al darse cuenta corrió hacia ellos por los dos lados. El tiempo de ir y
volver, aumentado por la sorpresa, era riesgo calculado. No así el sesgo violento que
a trescientas varas hicieron los caballos hacia el Caroata acuciados por la sed. Más
pudo el rio que el bozal perfumado. Con fruición y estrépito sorbieron el agua. Los
indios ya venían sobre ellos. El Cautivo vio con ansiedad. Los corceles seguían

www.lectulandia.com - Página 91
aferrados al río. Los sitiadores ya estaban a menos de cincuenta varas.
—¡Vamos ya! —gritó a Bravío tirando de sus riendas; pero inmóvil se quedó
entre las aguas con el cuello abajo.
Una lluvia de flechas cayó sobre las armaduras.
—¡Arre ya, bestia del demonio! —gritaron cuatro soldados que al igual que
Bravío y los treinta caballos se adherían al Caroata.
—¡Jolines!, que esto si no me lo esperaba.
Más de trescientos indios por la orilla opuesta se les pusieron de frente agitando
sus macanas. Los caballos, a pesar de las espuelas, seguían bebiendo. Otra andanada
de flechas cayó sobre los jinetes.
A Sebastián Díaz de Alfaro una le dio en la ingle. Juan de Guevara fue herido en
la pierna.
—¡Santiago, haz un milagro! —rogó el Cautivo, y como Bravío no obedeciese,
añadió tronante—; ¡Qué si te abstienes se lo pido a Mahoma!
El caballo de Francisco Infante se encabritó ante un espuelazo y lo echó al río. El
peso de la armadura lo puso a punto de ahogarse. Cuatro indios se abalanzaron sobre
él enarbolando macanas. Ledesma que los vio venir, crispó la cara con miedo. El que
venía al frente era Curumo, o Tamanaco. Apuntó al cacique. Con un tiro de arcabuz
lo puso corriente abajo.
Los caballos seguían sin moverse. Los indios centuplicaban su número lanzando
flechas y jabalinas. Los más osados cruzaban el rio tratando de golpearlos con sus
macanas. Temeridad y temerarios aumentaban minuto a minuto. Los caballos se
hicieron piedras del rio.
—¡Santiago, no te hagas de rogar! ¡Esto ya no es juego!
Una corneta trepidó tras la colina. Una polvareda con estruendo de balas y
caballos al galope, cargó sobre el Caroata.
—¡Jolines! ¡Qué hace milagros Santiago!
Ochenta hombres a caballo que nadie los vio venir, cayeron sobre la indiada y a
mandobles y a tiros los pusieron en fuga.
—¿Y éstos, quiénes son? ¿Y de dónde vienen? —se preguntaban los sitiados con
voz y expresión de asombro.
El jefe del destacamento, un hombre guapo y moreno, de unos veinticinco años,
fue el primero en alcanzar la orilla opuesta. Francisco Guerrero salió a su encuentro y
lo abrazó.
—Sois el Cid de las tierras nuevas —saludó clamante—. ¡Dios os bendiga! ¿A
quién debemos el honor?
—Yo soy Garci González de Silva. Venimos de Valencia. Tan pronto supimos que
los indios os tenían sitiados, nos pro​pusimos auxiliaros.[20]
—¡Gracias, Señor! —expresó el Cautivo. Y por primera vez en muchos años

www.lectulandia.com - Página 92
sintió viva y exuberante simpatía por alguien.

27. ¿Dónde están mis verrugas?

—Y ansina, por obra de Garci González —dijo Rosalía a Don Juan Manuel— se
salvó Caracas de las huestes del gran mariche.
—¡Dios de los Ejércitos! —exclamó el mantuano ante los ne​gros del Valle que
pasan raudos con el palanquín a cuestas y dan​do voces de insurrección y muerte.
Sacudido de un estremecimiento los vio alejarse prendido del brazo de Eugenia.
La hoguera que exhala frío le va calando los huesos, chisporreteando a sus espaldas.
Rosalía prosigue con sus historias. La voz de pronto se apaga, se desvanece. Mueve
los labios, pero todo es silencio en su boca. Retorna el palanquín de los negros del
Valle seguidos de una muchedumbre: pero no hay estrépito, ni algarabía, ni aquel
trepidar de guerra. Rosalía se torna transparente. Luego se esfuma. El brazo de
Eugenia se hace inexistente. Eugenia no está a su lado. La hoguera se achica, se
apaga, se desvanece. Nada distingue a su alrededor. Una luz de un amarillo desvaído
lo cubre todo. La explanada ha quedado solitaria, absorbida por el silencio. Don Juan
Manuel se pone en pie. Siente aligerado el cuerpo cual si tuviese veinte años. No hay
sarmientos en sus manos ni verrugas en el cuello. La luz amarillenta y desvaída
parece el sol de España en una mañana de invierno. Avanza por la explanada. Una
callejuela mal empedrada le sale al paso. Alguien grita:
—¡Aquí está la chicha del Negro Simón!
Una carreta sube. Otra carreta baja. La calle se puebla de estridencias. Mulatas
hermosas, demasiado hermosas para vivir tantas en la misma calle, se asoman a los
balcones.
—Adiós, Juan Manuel —saluda una morena reilona y batiente—. ¿Quieres que
recojamos juntos los pasos perdidos?
Juan Manuel con ambos puños se estruja los ojos ante el gentío y la estridencia.
Está en el Silencio. En la calle de La Amargura. En pleno barrio de la putería. En la
fuente de Muñoz. Sigue levitando de juventud. La panza se le ha hecho nada. Echa de
menos su bastón de mando. Del cinturón cuelga su espadín de Noble Aventurero.
Lleva el pelo suelto, sin peluquín de corte. Es liso y abundante.
—Tú si que tienes bolas —dice de pronto una voz—. Seguro que te quedaste
dormido.
Es Juan Vicente Bolívar, su compañero de juerga.
—Es que ese aguardiente que da a beber la Matea es una porquería. A mi una vez
me pasó igual.
—¡Dame una chicha! —pide al Negro Simón.
Cuatro caballos corren al paso. Juan Manuel de un salto trepa a una ventana. El

www.lectulandia.com - Página 93
oficial que los lleva suelta una risotada.
La gente hace corrillos en las esquinas. Caballos a galope salpican fango.
Juan Manuel alelado se asoma a una charca. Incrédulo se palpa el rostro. La
papada consular ha dado paso a un cuello firme. No hay arrugas ni surcos que crucen
su tez.
—¡Necesito un espejo…!
—¡Pero, Juan Manuel…! mejor te vas a casa y te das un baño. Si tu madre
supiera donde estaba metido su muchachito…
—Pero, Juan Vicente, ¿qué edad tenemos? —pregunta con arrebato.
—¡Ah, vaina! —responde Bolívar—. ¿Tú como que estás loco? Tú veintiuno y yo
veintitrés.
Juan Manuel mira al sol. Mira la calle. Mira los rostros. Está en Caracas. En el
Silencio.
—Con la borrachera que cargas —comenta Juan Vicente— no me has dejado
contarte que Juan Francisco de León, Teniente de Justicia de Panaquire, se alzó
contra la Guipuzcoana y al frente de seis mil hombres avanza sobre Caracas.[21] Le ha
exigido al Gobernador Castellanos que expulse a los vascos.
—¡Viva Juan Francisco de León! —jubileo un mulato en la esquina.
—… ¡Qué viva! —coreó un vocerío.
—¿No te parece un milagro que al fin vayamos a salir de estos malditos vascos?
Juan Manuel con la expresión atormentada no entiende, ni atiende lo que dice su
amigo.
—¿Pero, dónde están los escarabajos y el palanquín loco? ¿Dónde está mi bastón
de mando, mis arrugas, mi barriga y mi peluca de Regidor Decano? Necesito un
espejo, Juan Vicente. Quiero ver mi cara…

www.lectulandia.com - Página 94
TERCERA PARTE
Los Amos del Valle y el galeón de las boinas
28. ¡Barco a la vista!

Por la ruta de Barlovento, pasado el mediodía, Juan Francisco de León llegó al


Valle de Santiago. El isleño vio a sus huestes y un trepidar de cavilaciones lo puso
alerta. Al salir de Panaquire era apenas un hombre arrecho. Un hombre bragao, a
quien nadie le faltaba el respeto. En aquel momento pensaba plantársele por delante a
Don Iñigo, el jefe de los vascos, para reclamarle de hombre a hombre su destitución.
Pero la gente de Panaquire, que además de brejetera lo quería, le dijo por voz de
todos:
—¿Usted sabe como es la cosa? ¡Qué su merced no va a ir solo! Pa’trances como
éste es que están los amigos.
Una nube de polvo anunciaba su presencia en diez leguas a la redonda y si
alguien preguntaba: «¿Qué es lo que pasa?» diez voces respondían:
—Juan Francisco de León que se alzó contra la Compañía.
A su paso se vaciaban las aldeas, los caseríos y las haciendas de la montaña. Al
entrar al abra seiscientos hombres lo se​guían. Nadie había visto hasta entonces tanto
hombrerío junto dando gritos de muerte. A nadie, y menos a Juan Francisco, sin
embargo, se le ocurrió que aquella turbamulta tomara color de revuelta.
En el bosquecillo de mamones colgó su hamaca y comenzó a cavilar.
Si al salir del pueblo tenía una intención, con aquel gentío la cosa era distinta.
Hablaría con el Gobernador Castellanos y sin faltarle al respeto ni al comedimiento,
le pediría a nombre del pueblo que expulsara a las sanguijuelas que desde hace veinte
años sangraban a la Provincia. ¿Lo escucharía? ¡Qué duda cabe! De niño en
Garachico, el Capitán General de Canarias mandó al patíbulo a un mal alcalde a
causa de una poblada. Sin pensarlo más llamó al cura y al pulpero, sus mejores vales,
y los mandó por adelantados.
—¡Id prestos a ver al Gobernador y llevadle este mensaje…!
A las seis horas el pulpero regresó cejijunto y sofocado.
—El Gobernador ordena y manda, so pena de vida, que retornes lo andado.
—¿Y el cura?
—Se quedó con el Obispo. Caracas es un hervidero. Unos te aplauden. Otros te
chiflan. El Gobernador convoca milicias. Ruedan cañones.
«Ah, vaina —se dijo—. Esto es mucho barco para un solo marinero. Hace falta
alguien con más experiencia y reciedumbre, como mi amigo y compadre Martín
Esteban de Blanco y Blanco, el Gran Amo del Valle. Hombre bragao y sin miedo, con
clara voz de corneta y un arrebato de mando».

www.lectulandia.com - Página 95
Sin consultarle a nadie, «tropa no delibera», escribió al Gran Amo del Valle:
«Yo, Juan Francisco de León, por gracia de las montañas y por salirme del forro,
te nombro General en Jefe de mis seis mil montoneros.»
Caracas se volvió corrillos en calles, plazas y aceras.
—A cada cochino, por vasco que sea, le llega su sábado.
—Juan Francisco es un macho completo.
—¿Lo irán a nombrar Gobernador?
—Seguro que si. Castellanos es un malandrín y Juan Francisco es un león.
Don Feliciano Palacios y Sojo al oírlos discurrir, sonrió displicente. A los sesenta
y cinco años, a pesar de sus mejillas en​jutas mantenía el fulgor de sus ojos. El cuerpo
ágil. La peluca borbónica le daba sombra y figura juvenil. Tenía el rostro adusto y
avinagrado. Hablaba siempre en tono seco, gruñón y fustigan​te. Vivía a dos leguas
hacia el naciente en la Estancia de Tamanaco, en el mismo sitio donde siglo y medio
atrás fuese ejecuta​do el gran cacique mariche. Era una de las más hermosas casas de
la región, rodeada de corredores y asentada entre jardines, arboledas y cañaverales.
Los días de Ayuntamiento se venia a caballo a Caracas para almorzar con María
Juana, su hija, casa​da con Martín Esteban de Blanco y Blanco, el Gran Amo del
Valle.
Con el paso lento y la mirada ausente, rumia con rabia:
«Antes de la llegada de los vascos éramos dueños y señores del Valle, sin
instancias ni maestros que nos enmendaran la plana».
Un mulato claro, abstraído en un pasquín, en sentido opuesto viene por la misma
acera.
—¡Carajo! —le espeta arrebatado—. ¡Mire por donde camina!
El hombre lo mira con estupor. Don Feliciano intenta pegarle un bastonazo.
—¡Quíteseme del medio, negro parejero y falta de respeto!
Huye el muchacho. Indignado se va diciendo:
«Cuándo se le hubiese ocurrido a semejante bicho en otros tiempos andar
burriciego por la acera. Los vascos los ensoberbecieron para bajearnos en nuestra
fortaleza. Desde entonces los pardos están imposibles. Si no le ponemos reparo a
esto, va a llegar el momento en que seamos nosotros los que cedamos la acera y
rindamos acatamiento. Antes de que llegaran los vascos, y ya van diecinueve años,
todo era orden, respeto y prosperidad. Vendíamos el cacao a los holandeses al precio
que nos diera la gana. Los reales ya no cabían en los arcones. Los gobernadores lo
eran de nombre: pues si decían ñe se los devolvíamos al Rey en una hallaca de
cadenas».
Don Feliciano cruza la Plaza Mayor. Por la calle de arriba pasan Juan Vicente
Bolívar y su nieto Juan Manuel.
—¿De dónde vendrán los carricitos a esta hora y tan bien finchados?

www.lectulandia.com - Página 96
El castillito de la Cumbre, cuando ya avistaba la Casa del Pez, disparó una salva.
Respondió el San Carlos.
«¡Barco a la vista! —pensó el mantuano con las pupilas con​traídas—. ¡Igual que
aquella vez…!».

29. El telégrafo de los cañones

Era día de feria y tenia cuarenta años. Gallarda y juvenil era su apariencia, tal
como lo captó tres años atrás el pintor del retrato embrujado.[22]
Del brazo de su segunda mujer recorre cejijunto los tenderetes. La gente lo saluda
entre afable y reverencial. Es alcalde de primera elección y todos conocen su vertical
intemperancia.
Una bella chica con un niño en brazos se le aproxima. Es María Juana su hija, con
su nieto Juan Manuel. Distiende el rostro adusto. Fulguran sus ojos de alegría, sus
brazos se extienden.
—¿Cómo está ese correporelsuelo? —pregunta al niño arrebatándoselo a la
madre. Más que su primer nieto es «su primer hijo varón». La difunta María Josefa
Lovera Otáñez, tan sólo parió a María Juana en catorce años de matrimonio.
Don Feliciano le hace mimos y arrumacos al chiquillo: lo lanza al aire, lo sienta
sobre su hombro, lo pone a horcajadas sobre su cuello.
El castillo de la Cumbre lanzó una salva. Todos los rostros se volvieron al cerro.
«¿Barco a la vista?». Cinco cañonazos de breve pausa se sucedieron. Ya no fueron los
rostros sino el cuerpo entero los que vieron al Ávila. Algo más que un simple barco
anunciaba el telégrafo de los cañones. Don Feliciano pasó el chiquillo a su madre.
Los cañones volvieron a tronar. No había ninguna duda. Catedral lanzó al vuelo sus
campanas. El cañón grande del San Carlos rugió bronco y fatigado.
—¡El nuevo Gobernador! —clamó la gente entre campanas, cohetes y disparos de
artillería.
—¡Por fin! —afirmó Don Feliciano—. Vamos a ver qué pasa ahora.
El Gobierno de la Provincia desde hacía dos años estaba en sus manos. De
acuerdo a un privilegio que otorgara a Caracas Felipe II los regidores destituyeron al
gobernador Carrillo Andrade.[23] El Gobernador temeroso se asiló desde entonces en
el Convento de la Merced. Luego de tanto tiempo Su Majestad no se ha pronunciado
sobre el particular. Algo se temen Don Feliciano y los Regidores. No es de buen
agüero el silencio, ni edificante la historia de los Capitanes Generales en los últimos
treinta y siete años. De los ocho que han regido la Provincia, tan sólo dos, Berroterán
y Rojas, terminaron su mandato sin contratiempos. Cinco fueron destituidos y
enviados al Rey bajo grilletes, cual rufianes o delincuentes. «Bertodano, el suegro de
Juan José Vegas, se salvó de chiripa por haber cogido su cachachá al año de haber

www.lectulandia.com - Página 97
llegado».
—¡Qué vaina! —profirió Don Feliciano—. Tener que coger cerro ahora para
recibir al Gobernador.
—Es lo menos que puedes hacer —le respondió su mujer—, y deja ya de decir
vulgaridades, que mañana he de comulgar.

Un hombre joven cabalga al lado de Don Feliciano por el camino que va a La


Guayra. Es alto, perfilado, moreno oscuro, de talla alta, cimbreante, cejijunto y
aguerrido. Es Martín Esteban de Blanco y Blanco, su yerno.
Los cañones de los Castillitos, como hacen cada hora, reinician su retahíla de
advertencias.
—¿Qué tal será el nuevo Capitán General? —pregunta el joven.
—Igual que todos los demás debería ser: un lambucio pretencioso que vendrá a
cortar lana. Mi retrato embrujado, sin embargo, lleva tres días llorando. Algo me dice
que esta vez el Gobernador no saldrá trasquilado. Los gobernadores están cada vez
más llenos de avilantez, cálculo y mano dura. Ya tu padre, Don Jorge Blanco y
Mijares, lo preveía:
—Ustedes están comiendo cuentos de que Su Majestad va a permitir esta
mamadera de gallo —nos decía a los jóvenes de la época— donde los principales de
Caracas sigan haciendo lo que les da la perra gana. Felipe V no es un Habsburgo, sino
un Borbón y nieto de Luis XIV, como si fuese poco. Al igual que su abuelo es
fiscalizador, centralista e interventor y más ahora que está limpio por la Guerra de
Sucesión. El cacao es riqueza y sus reales arcas están vacías.
¡Qué verga era tu padre! —proclamó Don Feliciano.
Cruzan los caballos frente a una casa grande, mitad pulpería, mitad posada, que
entre nieblas y anticipando al castillete de La Cumbre, colorea el lóbrego paraje. Sin
detener el paso Don Feliciano echa una mirada hacia adentro. Un zambo de pelo
rojizo se ocultó tras un pilar.
—¡Carajo! —exclamó al verle.
—¿Qué fue? —inquirió su yerno.
—Nada de particular —comentó silenciando el motivo de su sorpresa.
Un hombre fuerte de mediana edad se asomó al camino tan pronto siguieron de
largo. Sus ojos azules y el mechón rojizo hacían contraste con sus facciones toscas y
su tez morena. Era Ño Cacaseno, apoderado general de los bienes de Martín Esteban
hasta tres años atrás. Ño Cacaseno, como reconocía Don Feliciano, era un hombre
sereno y trabajador, a quien el padre de Martín Esteban, Don Jorge Blanco y Mijares,
distinguió siempre con su amistad y confianza.

30. Ño Cacaseno y Don Feliciano

www.lectulandia.com - Página 98
Tenía sin embargo un defecto, que para Martín Esteban resultó imperdonable:
sisear un saco de cacao por cada diez, lo que sumado a la invencible antipatía que
sentía por el zambo a causa de un chisme que le metió a su padre, desencadenó la
tragedia.

Un cuarto de legua más allá. Ño Cacaseno, arriba de un burro y en dirección a


Caracas, rememora el día: Martín Esteban y María Juana pasaban sus primeros días
de matrimonio en la hacienda. Ño Cacaseno gozaba de gran prestigio y predicamento
en Ocumare de la Costa.
Ese domingo llegó más temprano a la plaza, frente a la cual tenía casa de cuatro
ventanas. Adusto y solemne oía las cuitas mercantiles del cura, las místicas del
barbero, las penas del bodegón. Vista al suelo, mano en la barbilla, asentía, dudaba,
inquiría con ojos y cuello en calculado intento. Conocía los secretos del prestigio.
Distancia y discreción, sus lemas. Opiniones frontales, nunca. Errores y
equivocaciones, jamás. Atento, servicial y eficaz con todos; confianza y chacota con
nadie. Y ya hasta había gente que lo titulaba de Don. La placita frente a la Iglesia de
Ocumare era su tribuna, su coto, dominio y posesión. Tan pronto llegaba lo cercaban
los notables. Si el asunto era de poca monta se le exponía el caso. Con difícil
expresión de in​diferencia atenta escuchaba, dando su parecer luego de un largo
cavilar entre circunloquios, ambigüedades y muletillas del refrán, que siempre
aparejaban por parte de su público los mismos comentarios: «Ah, hombre pa’ faculto
es Ño Cacaseno». «Es que se pierde de vista». «Yo no sé qué hace en este pueblo».
Los problemas de mayor envergadura los trataba a solas con el interesado, dando
dos o tres vueltas bajo los almendrones, mientras los otros seguían con envidia al
beneficiario del paseíllo. «¿Qué le estará diciendo Ño Cacaseno?». «Y yo con tantas
cosas por preguntarle».
Eran pasadas las cinco cuando por la calle del cerro reventó en la plaza Martín
Esteban de Blanco y Blanco.
Ágil y tenso saltó del caballo. Con aire decidido y la expresión torcida avanzó
hacia el grupo. Sacudía una verga en la mano.
Todos lo vieron con aprensión. Ño Cacaseno empalideció. Caminaba hacia él con
la mirada encendida.
—¡Ladrón! —gritó descargándole un vergajazo.
Ño Cacaseno dio un traspiés y cayó al suelo.
—¡Robándome mi cacao, miserable!
El látigo caía una y otra vez sobre el viejo, que para sorpresa de todos, además de
rehuir la pelea suplicaba y gimoteaba.
—¡Perdón, perdón! ¡Déjame explicarte!
—Un carajo es lo que me vas a explicar —le respondió luego de propinarle una

www.lectulandia.com - Página 99
patada en medio del pecho—. ¡Zambo bachaco, hijo’e pirata!
Ño Cacaseno quedó solo en la plaza. Todos se escurrieron confusos.
En la madrugada, sin despedirse de su mujer y de sus dos hijos, remontó la
montaña con una muda de ropa, un talego de monedas y su escopeta.
«No hay jefe ni mentor que soporte una azotaina —se dijo— y menos que le
espeten el sobrenombre que amargó por mucho tiempo su vida».
Por tres años erró por los pueblos cacaoteros de Barlovento, hasta esa mañana,
que por encargo de Juan Francisco de León, a quien servía en Panaquire, llegó hasta
La Guayra para arreglar en su nombre algunos asuntos.
«Qué hombre tan malo es Martín Esteban de Blanco y Blanco —se dijo
sacudiendo el recuerdo cuando los campanarios de la ciudad se echaron de nuevo al
vuelo—. No parece ni prójimo de Don Jorge Blanco y Mijares. ¡Qué hombre aquel!
¡Cuán gran​des eran su bondad y sabiduría!».
Y con los ojos crispados sesgó su pensamiento hacia Caracas, a la que regresaba
por primera vez después de tanto tiempo.

«Pobre Ño Cacaseno» —se dijo Don Feliciano al otro lado de la montaña con el
mar rutilando en lontananza—. ¿Qué habrá hecho en todo este tiempo? Ya lo
dábamos por muerto. ¿A qué habrá vuelto? No me gusta nada que se haya escondido
al vernos pasar. ¿Traerá algún plan contra Martín Esteban? Bien merecido lo tendría.
Eso no se le hace a nadie y menos a un Fiel servidor de sus padres y abuelos. Hay
quien dice que Martín Esteban es más malo que su abuelo, el Águila Dragante, pero
eso no es verdad. No hay mejor amigo que él, ni alma más generosa que la suya.
Prueba de ello es la cantidad de pueblo que tiene y el amor que le profesan sus
esclavos. No hay siervos mejor trata​dos en toda la Provincia; así como no hay
esclavitud que haya sufrido con más rigor sus inclemencias cuando monta en cólera,
como fue la escabechina que organizó hace cuatro años contra sus negros cimarrones.
La traición lo transforma y lo enloquece. Nadie que lo vea por primera vez puede
imaginarse al verlo tan apacible, cordial y penoso, que pueda ser el tigre enjaulado
que es en el fondo. No en vano nació con dientes. «Vino a este mundo a morder» —
dijo la bruja Yocama, que fue la comadrona que lo trajo al mundo. Fue en el mismo
año en que murió mi padre y enloqueció Eugenio de Ponte y Hoyos, el Gobernador.
[24] Lo llamaban el Bello Eugenio y era la mar de enamoradizo y cucarachón. Dicen

que fue una vaina que le echó Yocama en el choco​late por encargo de una vieja
birrionda que quiso cobrar afrentas. A la pobre vieja la llevaron a Cartagena a las
cárceles de la Inquisición. «Murió el mismo año en que me casé»[25]
El día en que me casé —exclamó añorante el Gran Mantuano en el momento en
que un paují voló hacia un matorral— Juan de Aristeguieta y el cura se opusieron de
frente. El uno por cuña​do y tutor de María Josefa y el otro por entrépito.
—Tienes la leche en los labios.

www.lectulandia.com - Página 100


—En los labios nada más no —le respondí retrechero.
A los dieciocho años era largo y lleno de pepas como un guayabo. Eran las seis de
la tarde. El cura cerraba la iglesia. Ayudado por los Madriz y uno de mis negros, le
dimos un empujón, so pretexto de que traíamos un moribundo en la camilla, donde
iba María Josefa vestida de novia.
Al cura no le quedó más camino que casarnos. Los Aristeguieta se inclinaron ante
los hechos consumados y en medio de un tropel de amigos tomamos el camino de la
Estancia. Estábamos en plena fiesta cuando a la medianoche se presentaron José Juan
Blanco y Mijares, el hermano de mi padrino, que estaba de Obispo Interino, y el
Gobernador, Don Fernando Rojas, con cincuenta soldados coraza. “Sacrílego, impío,
endemoniado —me gritó José Juan—. ¿Cómo te atreves a forzar un sacramento con
las armas? ¡Este matrimonio no es válido!».
—Pues no sé cómo vas a hacer para impedir —contesté altanero— que se
consume. Si la iglesia nos niega su bendición, de ella será la culpa de que vivamos en
concubinato.
Juan de Bolívar y Villegas que había venido con ellos, arrechísimo se me vino
encima. Ya casi me alcanzaba, cuando la voz del Gobernador lo detuvo:
—Pues yo si sé cómo impedir este matrimonio: encerrándoos de por vida en una
mazmorra, ¡mocoso insolente! Así no habrá matrimonio consumado ni pecado
mortal. Y juro por ésta —añadió esgrimiendo un crucifijo— que mientras yo sea
Gobernador de esta Provincia, Feliciano Palacios no ha de ponerle un dedo encima a
esta infeliz.
Mamá soltó el llanto. Varias señoras se desmayaron. Unos suplicaron. Hasta el
mismo Juan de Bolívar intercedió a mi favor. Después de mucho rogar, Don
Fernando Rojas, y esto se lo debo a Jorge Blanco, accedió a que María Josefa y yo
continuásemos unidos en matrimonio, siempre y cuando por cuatro años, los mismos
que le faltaban para terminar su mandato, viviésemos bajo el mismo techo y como
dos hermanos. Él lo había jurado y palabra de Gobernador hay que cumplirla. José
Juan, para fuñirme más, me impuso voto de castidad. ¡Qué cuatro años aquellos!
Madre fue la primera aliada de aquella iniquidad: dormía a tranca cerrada con María
Josefa, haciéndola custodiar día y noche por una tropilla de cuatro negros forzudos y
cuatro viejas rezanderas. Una vez que me salté la guardia para darle un beso, ardió la
tremolina. José Juan y todos sus curas llegaron a Tamanaco con casullas y demás
artilugios. Luego de exorcizar hasta la letrina, me amonestó delante de todos los
siervos, haciéndoles ver a las hembras que cualquier complacencia para conmigo se
acompañaría de excomunión. Disfraza​do de capuchino intenté salirme con la mía en
una casa de mujeres malas. Se formó el zaperoco. De no haber sido por Juan de
Bolívar que de un tarascazo me desarmó, hubiese corrido la sangre. Nunca le perdoné
aquella segunda afrenta.

www.lectulandia.com - Página 101


31. ¡Zambo, bachaco, hijo’e pirata!

Los cañones desde La Guayra a la Cumbre recitan, como lo hacen cada hora, su
retahila de cañonazos. Martín Esteban, silencioso al lado de su suegro, se yergue en
su montura a la vista del último trecho tras el cual se asoma el puerto.
—A mi lo que me preocupa de verdad —dijo Don Feliciano son esos fulanos
vascos que vienen con el nuevo Gobernador para arreglar el asunto del cultivo y
exportación del cacao.
—¿Yo no sé por qué te preocupas? A mi me parece bueno que le vendamos el
cacao a la Compañía, empero nos paguen un poco menos que en Veracruz. Nos
quitamos de encima el flete y nos aseguramos cada seis meses comunicación directa
con España.
—Umj —gruñó Don Feliciano—. Yo no veo las cosas tan buenas como tú.
Cuando hay dos centavos de por medio no creo en las buenas intenciones de nadie.
¿A cuenta de qué una compañía tan importante y poderosa como la Guipuzcoana,
donde el Rey es propietario de la mitad de las acciones, va a meterse aquí? Todo eso
está muy relacionado con la política seguida por los gobernadores desde que el cacao
se puso de moda, y en especial desde 1701, en que Felipe V que es borbón y francés,
subió al trono de España. Mientras fuimos la última provincia del Imperio aquí no
venía nadie, salvo prófugos de la justicia y del Santo Oficio.
La gran flota que anualmente salía de España —prosiguió Don Feliciano— en
dirección a México ni nos destapaba y eso que pasaba a todo lo largo de nuestras
costas. Éramos demasiado poca cosa como para gastar pólvora en zamuros. De vaina
mandaban un falucho para que dejase en Margarita pasajeros y correspondencia. En
Cartagena, en cambio, sí se paraba y se tomaba su tiempo; lo mismo que en La
Habana, Santo Domingo y Puerto Rico cuando iba de vuelta. A nosotros que nos
partiese un rayo, pues era muy poco o nada lo que aportábamos a las reales arcas.
¿De dónde crees tú que nos vienen tantos privilegios? Entre otros el derecho
exclusivo de destituir a los gobernadores, que con excepción de Yucatán, es exclusivo
de Caracas en todo el Imperio Español.
—¿De dónde?
—De la soledad y el abandono en que nos tenían. Abandona​dos a nuestra propia
suerte; luchando a muerte contra los pira​tas sin más auxilio que nuestros propios
hígados, lo menos que podía hacer el Rey era dejarnos hacer lo que nos diese la gana
para que conservásemos para España esta parte del mundo, codiciada por ingleses,
franchutes y holandeses. De no haber sido por nosotros, Venezuela hubiese seguido el
mismo destino de «Las Islas Estériles» como llamaron a todas esas islitas que hacen
arco desde Puerto Rico a Trinidad. Ahora están en manos de los enemigos de España.
Hasta la muerte de Henry Morgan, el Rey de los Piratas,[26]aquí no se hizo sino

www.lectulandia.com - Página 102


pelear. No hubo año en que los corsarios, filibusteros y bucaneros no atacaran
nuestros puertos y ciudades. Cuando yo estaba muchacho, las cargadoras para
meternos miedo nos decían: ¡Quédate quieto, que voy a llamar a Morgan! Ese tercio
era más malo que caratoso birriondo, aparte de audaz y organizado. En Maracaibo
hizo horrores y no hablemos de la vez que por no poder tomar La Guayra arrasó
todos los pueblos de la costa desde La Guayra hasta Coro. Desollaba vivos a los
prisioneros, quemaba las iglesias y hacía violar por las tropas a todas las mujeres que
cayesen en sus manos. Tomó a Panamá poniendo por delante a unas monjas que había
capturado en las cercanías. Los españoles no se atrevieron a disparar…

Ño Cacaseno en Sanchórquiz va contando las salvas con el pensamiento fijo de


nuevo en Martín Esteban. No hay odio en sus ojos, sino tristeza. Por culpa de aquel
muchacho a quien vio nacer, su pequeño mundo se vino abajo. La mujercita que tenía
se largó con un zambo de Curazao, cargando con sus tres muchachos. Aquella
hacienda de Ocumare, donde vino al mundo, era el principio y el fin de todo lo
existente. El cura del pueblo, un español borracho a quien ayudaba por su ingenio y
apacibilidad. Le decía: «Qué lástima que los pardos no puedan ser sacerdotes. Tienes
madera para llegar a Obispo».
El párroco luego de verlo puso los ojos en lontananza echándose un trago:
—Tu historia es larga, torcida y repetitiva: Yo fui íntimo amigo de tu abuelo.
Alma generosa que me tendió la mano cuando yo llegué por primera vez a este
pueblo en 1656. Era un zambo descomunal, igual que tú, con los mismos ojos verdes
y un mechón de pelo rojizo, que, como el tuyo, tenia singular historia. Los
holandeses, más que ahora, mantenían muy vivo comercio con la gente de esta parte.
A pesar de que a mi nunca me habían gustado los herejes, en esas soledades y como
además eran obsequiosos y no se metían conmigo, me importaba un rábano. Había
uno llamado Henrique, un gordito pelo rojizo, simpático y reilón, que a cada rato
desembarcaba con sus hombres a proveer se de carne y de frutas frescas. A diferencia
de los otros, no le importaba el cacao. Siempre había sospechado que el tal Henri​que
era un adelantado de los holandeses y que tarde o temprano se cogerían estas tierras
tan próximas a Curazao. Cada vez que lo veía llegar con aquel hombrerío, sucios,
hediondos, cachondos como verracos, pensaba que en cualquier momento daría el
grito de posesión. Iguales sospechas tenia tu abuelo. Pero como Henrique pagaba en
oro contante y sonante y sin regatear, nos tenían muy sin cuidado sus visitas y que sus
hombres borrachos violentasen a una que otra mujercita o ensartaran a alguien con
sus espadas, ya que eso pasa en todos los puertos del mundo.
Aquella noche estábamos tu abuelo y yo, conversa que te conversa en el corredor
de su haciendita, a mitad de camino entre el pueblo y el desembarcadero, cuando tu
madre, que asaba una carne, a la entrada, nos advirtió:
—Ahí viene un hombrerío.

www.lectulandia.com - Página 103


Decir esto y oírse el estruendo de un batallón en marcha, fue lo mismo. Las risas
y sus pachotadas subían como creciente. Tu abuelo salió a la carretera.
—Es Henrique —me observó— y viene con un ejército.
Yo, que tenía unos retortijones de estómago me escurrí tras unos mogotes. Tu
abuelo saludó campechano:
—Bueno pues —saludó extendiéndole el brazo—. ¿Cómo que se acabó la
guachafita y te vienes a coger definitivamente Ocumare para el Rey de Holanda?
Henrique por respuesta le descargó un puñetazo en medio de la cara.
—Es cierto que se acabó la farsa. Pero no es para tomar posesión de esta inmunda
ranchería, sino para quemarla hasta los cimientos. No somos súbditos del Rey de
Holanda, sino de Su Majestad Británica. Yo soy el capitán Henry Morgan…
Y sin añadir más, ordenó:
—Colgadlo a la puerta de su casa y los que quieran que hagan uso de la chica.
El célebre pirata, terror del Caribe, venia indignado por no haber podido tomar La
Guayra, a la cual asedió por tres días.[27] Para vengarse incendió y destruyó la mayor
parte de los pueblos y de haciendas que encontró a su paso. Del tiro estuve estítico
por una semana al ver cómo violentaban a tu pobre madre uno tras otro aquellos
forajidos.
Tan pronto siguieron hacia el pueblo salí de mi escondrijo, la tomé en vilo y a
cuestas la llevé al monte tupido, donde traté de calmarla.
Tu ama y su marido se apiadaron de ella y la recogieron en la hacienda. Al poco
tiempo naciste tú. Tu madre murió en el parto. Al mes nos dimos cuenta de que tenías
los ojos verdes y el pelo rojo. Fue en ese momento que me enteré por tu ama, que a la
madre de tu abuelo, una mujer a quien mentaban la Pelo e Yodo, la concibieron de
igual manera cuando los piratas de Preston saquearon a Caracas.[28] Por eso te llaman
¡Zambo bachaco, hijo’e Pirata!

32. Don Iñigo Aguerrevere

—Antes de que el cacao se pusiera de moda —afirmó Don Feliciano— la vida en


Venezuela era dura y difícil. Los gobernadores que aquí mandaban eran unos pobres
diablos que dispuestos a pasarlo lo mejor posible, no se metían en vainas, dejando
que los principales hicieran y deshicieran a su antojo. Los que no entraron por el aro,
o fueron destituidos o murieron de extrañas maneras. Pero eso fue in ilo tempore. En
lo que el cacao comenzó a darnos buenos dividendos ya empezaron a vernos distinto
y a tratar de entrepitearnos los negocios. Desde 1693 los gobernadores que aquí han
venido, podrán tener todos los defectos que se quiera, pero de bolsas no tienen ni un
pelo. Todos, sin excepción, han pretendido meternos en cintura. Con habilidad o a la
fuerza, hasta ahora hemos trasquilado a los que vinieron por lana, pero mucho me

www.lectulandia.com - Página 104


temo que de tanto ir la cántara al pozo, terminará por romperse. Dígame aquel loco de
Cañas y Merino.[29] ¿Te acuerdas de él?
—Once años tenia, pero todavía recuerdo el zaperoco.
«Y pensar —se dijo Don Feliciano— que yo fui quien con más entusiasmo le di
la bienvenida, pues él terminaba el mandato de Don Fernando Rojas y aquel maldito
voto de castidad».
—Al principio —dijo en voz alta— Cañas y Merino me cayo simpático, a pesar
de su aspecto vulgar y desenfadado. Antes de seis meses nadie dudaba que el Rey,
para jodernos, nos había enviado a un monstruo con algo de galeote, mucho de
berebere y más de cabrón. Se emborrachaba en público. Andaba rodeado de putas y
de coños de madre de la peor calaña. Cogía a la fuerza parditas y criollitas de
modestos recursos. Hacía lo que le salía del forro, cagándose en la gente decente
hasta más no poder. Por tres años hicimos lo posible por aguantarlo. Hasta que aquel
martes de carnaval colmó nuestra paciencia.
Salvo Bertodano, los gobernadores que lo sucedieron fue​ron a cual peor. Con
Marcos Betancourt y Castro[30]perdimos la autonomía, quedando desde entonces bajo
la tutela de la Nueva Granada. Diego Portales y Meneses fue la cagada que no ha
puesto Paula. Y por último Lope Carrillo de Andrade, asilado y destituido por
prohibirnos usar sombrillas rojas.[31] ¡Hay que ver las bolas que se necesitan para
prohibirnos una costumbre!
Martín Esteban y Don Feliciano llegaron al último recodo tras el cual estaba La
Guayra.
—¡Caray! —exclamaron al contemplar dos barcos de gran calado escoltando al
más gigantesco galeón que jamás hubiesen contemplado.[32]

En el puerto una multitud se abigarraba en el muelle. Hombres jóvenes, fuertes y


rudos se entremezclaban con mujeres, niños y marinería. La gente del puerto se
agolpaba por verlos, los botes repletos de cajas, caballos y armería echaban su carga
sobre el muelle.
Gritaban y gesticulaban en español, papiamento y vasco. Y no eran cuatro gatos,
como se creía, sino que pasaban de sete​cientos.
Don Feliciano seguido de Martín Esteban, los observa desdeñoso:
—¿Qué jeringonza habla esta gente?
Arrechedera, el otro alcalde, salió a su encuentro.
—¡Menos mal que llegasteis, ya comenzaba a desesperar!
«Ay, tú» —susurró el mantuano por lo bajo mofándose de los modales del
alcalde.
Del San Ignacio de Loyola, nombre del buque insignia, se desprendió una chalupa
de pendones. El vigía disparó a buen espacio los veintiún cañonazos.

www.lectulandia.com - Página 105


—¡El nuevo Gobernador! —comentó el otro alcalde.
La chalupa tocó tierra. Los dos alcaldes salieron al encuentro del nuevo Capitán
General.
Era un hombre gordo, fornido y sonriente. Con él venia una mujer y tres
chiquillos. Don Feliciano y Arrechedera hincaron la rodilla en tierra. El hombre,
presto, les echó una mano para impedir la reverencia.
—Que estoy ansioso de veros de nuevo con vuestras sombrillas rojas.
Don Feliciano y Martín Esteban lo vieron con simpatía. García de la Torre se
prodigó entre la concurrencia. Don Feliciano dijo a su yerno:
—Una de dos. O este Gobernador es un terciazo o es un coño de madre de la peor
calaña. No hay pele.
Los vascos en doble fila esperaban turno para saludar a los mantuanos.
—Tengo el gusto de presentaros —observó el Gobernador— a Don Iñigo
Aguerrevere, el Factor Principal.
Un hombre moreno rojizo, de barba negra que la navaja no lograba velar, estrechó
la mano de Don Feliciano con una grande y callosa.
—Bienvenido a mi tierra —añadió Martín Esteban al saludarle.
El vasco adusto, lo miró a los ojos y siguió de largo. Martín Esteban sorprendido
por la hosquedad, lo miró confuso. Don Feliciano, rabioso por el desplante, lo siguió
retador.
—¿Quién será este mentecato? —preguntó en alta voz.
—Don José Donato Austria —prosiguió el Gobernador.
Otro hombre robusto como un leñador y de manos igualmente ásperas, que secó
antes en el pantalón, las estrechó contra las de suegro y yerno con la misma hostilidad
del anterior.
—¡Simpáticos los muchachos! —comentó Don Feliciano con la boca torcida.
Uno tras otro fueron saludando:
—Istúriz —dijo uno.
—Olavarría —anunció el cuarto—; Elizondo —observó el quinto—; Ochoa —
afirmó el sexto—, y Arcaya y Ustáriz los siguientes.
La larga lista de nombres tan ásperos como los modales de los que llegaban puso
iracundo a Don Feliciano.
—Echeverría. Lecumberri, Iturbe, Aguirre, Arria.
—La sequedad de estos carajos no es la simple cortedad del campesino. Es
petulancia de conquistadores. Esa misma cara tenían los oficiales de Betancourt y
Castro, de Portales y Meneses y Carrillo Andrade.
—Urbaneja, Uzcátegui, Unda, Irigoyen —continuaron retumbantes las voces
guturales—. Veitia, Uzcanga, Echenagucia, Iragorri, Amengual, Berroeta, Urreiztieta,
Landaeta, Urdaneta, Irueta…

www.lectulandia.com - Página 106


—¡Estos son los tetas! —apuntó jubiloso el mantuano.
Uno de los vascos lo miró con rabia y escupió al suelo. Don Feliciano llevó la
mano a su espada. Martín Esteban lo contuvo. El nuevo Gobernador le echó el brazo
cordial.
En la aduana, mientras toman un refrigerio, dice el otro Alcalde a Don Feliciano y
a su yerno:
—Quiero rogaros que acojáis en vuestras casas por algunos días a Don Iñigo
Aguerrevere y a José Donato Austria, los factores principales de la Compañía.
Don Feliciano sin inmutarse por la presencia de los aludidos, respondió bronco:
—No puedo. Estoy recién casado.
—En mi casa —dijo de inmediato Martín Esteban— hay cuartos de sobra. Están a
vuestra disposición.
Don Feliciano saltó y lo miró sorprendido.
—Gracias, señor mío —respondieron Don Iñigo y su segundo.
—¡Hay que ver que tú eres bien pendejo! —murmuró Don Feliciano apenas se
alejaron los otros—. ¿Cómo vas a meter enemigos en tu casa?

Cuando Don Iñigo y sus acompañantes entraron a la casa, el Pez que Escupe el
Agua puso el chorro a media asta y dejó salir su pito ululante.
A la media hora de conversar con sus invitados, Martín Esteban tuvo la sensación
de que entre aquellos hombres y él había una distancia densa, extraña, que no se
podía ignorar, rasgar, vencer o aproximar. Por primera vez en sus veintisiete años
sintió una inquietud sin causa, un presentimiento sin contenido, una rabia y un temor
descoloridos, un deseo impostergable de sacar​los a patadas. Para mayor desasosiego
una ignota timidez le impedía sobreponerse a sus antipáticos huéspedes y a su
desconcertante sequedad. María Juana, durante la cena, inútilmente intentó quebrar
las distancias. A Don Iñigo y al señor de Austria no les interesaba en absoluto la
historia personal y familiar de los Blanco y de los Palacios. De la misma forma que se
mostraron reacios a informar sobre filiación, propósitos y naturaleza. Sólo les
interesaba el cacao.
—Tenéis cuatro millones quinientos mil árboles en producción. Mil árboles
producen treinta fanegas. La cosecha, por con​siguiente, es de ciento treinta y cinco
mil. Habéis declarado apenas sesenta y un mil ciento veintitrés. ¿Qué se ha hecho el
resto?
—Los negros… —balbuceó Martín Esteban— no se consiguen.
Sonrió Don Iñigo:
—Cada negro produce diez fanegas.
—Hasta en eso hay discrepancias. Oficialmente han entrado a Venezuela mil
setecientos noventa y dos negros en los últimos quince años, cuando no hay menos de
veinte mil cimarrones. Nadie ignora que los cosecheros además de meterlos en

www.lectulandia.com - Página 107


grandes cantidades, obtienen pingües dividendos revendiéndolos a México.
Saltó Martín Esteban. Don Iñigo prosiguió imperturbable:
—Cada negro cuesta doscientos pesos comprado a los ingleses; ciento veinte a los
portugueses y se venden entre trescientos veinte y trescientos cincuenta en México.
Un barco carga siete mil fanegas. El consumo interno de cacao es de doce mil
fanegas. Hay notables diferencias entre las fanegas cultivadas y las exportadas
legalmente a México, España y Canarias.
Un golpe de rubor lo sacudió:
—Son chismes de gente ociosa.
—Pues no creo —advirtió el otro sin amainar el tono— que yerren los que
afirman que por cada diez fanegas que producís, nueve por lo menos, van a parar a
manos de los holandeses. ¡Esto, como podéis imaginar, no puede continuar!
Y había tal imperiosidad en su mirada y denuncia, que Martín Esteban, ya sin
poderse contener respondió echando la silla atrás:
—¿Qué insinuáis, señor mió?
Don Iñigo imperturbable volvió la cara a su compañero. Luego de cruzar unas
palabras en vasco, dejó caer con otro acento:
—Bella casa tenéis…
Martín Esteban crepitante de ira, metió la cabeza en el plato. María Juana,
ansiosa, sorteó a los niños preguntas sobre su nombre, edad y lo que harían de oficio
cuando fueran grandes…
Un olor nauseabundo envolvía a los vascos. Luego de aquel largo camino y a
pesar de la invitación de María Juana, no cambiaron de trajes ni lavaron sus manos,
permaneciendo en mangas de camisa, «cual si mi casa —según pensaba el mantuano
— fuese un bodegón caminero». Ya llevaba a su boca la primera cucha​rada de sopa,
cuando Don Iñigo se puso en pie con señales de alarma:
—¡No hemos rezado…!
Con el señor de Austria, las dos mujeres y los cinco niños cruzadas las palmas,
Don Iñigo oró largo rato con la actitud remilgosa de un cura. Martín Esteban ajeno a
la costumbre, siguió sentado contemplándolos con displicencia.
Tomaron la sopa cara al plato y en ruidosas aspiraciones. Un hosco silencio
dominaba la mesa. María Juana sin darse por vencida, trató de arrancarle una sonrisa
a los niños haciéndoles morisquetas. Pero al igual que sus madres, se mantuvieron
silenciosos y esquivos.
El criollo y Don Iñigo continuaban su diálogo monosilábico, bronco y reticente.
La sirvienta ofreció al Factor una arepa humeante.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó con alarma al contacto quemante.
—¡Qué no es del diablo, señor mío! —protestó Martín Esteban—. Es pan bendito
y tan preciado en estos reinos, que nos sentiríamos muy desgraciados de hacernos

www.lectulandia.com - Página 108


falta.
Por primera vez se mostró conciliador:
—Perdonad, caballero —dijo Don Iñigo— no quise ofenderos Tan sólo me
sorprendí ante este curioso alimento.
Luego de probarla la apartó a un lado sin ocultar su desgano.
A la cena siguiente Don Iñigo informó a Martín Esteban con sonrisa de saurio:
—Ya compré casa. Mañana a primera hora, con vuestra venia, procederemos a
mudarnos. Es una gran mansión —añadió—. Dos cuadras al norte de la Catedral. La
compré por dos mil pesos.
—¡Dos mil pesos! —clamó Martín Esteban mostrando su complacencia.
—Así es, señor mío —respondió el vasco molesto por la acusación de pelma que
llevaba la exclamación.
—¿En dinero contante y sonante? —insistió con incrédulo regocijo.
—En buenos escudos castellanos.
—Pues, por esa cantidad os hubiera vendido el Obispo la Catedral, y yo, esta casa
con todos sus bienes y enseres.
Don Iñigo balanceó juguetón su roja cabeza. Sin mudar la voz propuso con ojos
burlones:
—¡Trato hecho! Os la compro y no por esa cantidad, sino por el doble, que bien
lo vale. Os hablo en serio.
Martín Esteban se atragantó dirigiendo a su interlocutor una mirada diferente.
—Bueno, señor de Blanco. ¿Qué decís a mi propuesta? Os compro vuestra casa.
Se encogieron sus labios en maltrecha cólera:
—No todo tiene precio, señor Factor de la Guipuzcoana.
Don Iñigo rió gutural y sacudiente. De codos sobre la mesa y con un apacible
tinte clerical cambió de tema para agradecer la hospitalidad recibida en la Casa del
Pez que Escupe el Agua:
—Sólo hay una cosa que no me ha gustado de vosotros… —añadió con
inflexiones dubitativas.
María Juana y Martín Esteban se inclinaron con sobresalto sobre la mesa.
«¿Qué irá a decir ahora este carrizo?».
Haciendo un gran esfuerzo Don Iñigo terminó por decir: …el que no oréis antes
de comer.
Martín Esteban soltó el resuello.
—Si no es mucho pediros, os rogaría que en lo sucesivo lo hiciérais, en beneficio
de vuestras almas. ¿Me lo prometéis, mi señora? —solicitó casi tierno a María Juana.
—Os lo prometo —contestó alelada.
—Pero también vosotros —intervino Martín Esteban con la mirada brillante—
tenéis que prometernos algo en cambio para que hagamos tablas…

www.lectulandia.com - Página 109


Con expresión benévola Don Iñigo dio señales de asentimiento.
—Que cuando vengáis a mi casa, además de comer, os lavéis las manos y os
pongáis la casaca antes de sentaros a la mesa.
«¿Qué clase de plaga nos ha caído?» —cavilaba Martín Esteban luego de la cena.
La propuesta de Don Iñigo de comprarle su casa lo tenía fuera de si.
Si este hombre es capaz de hacerme vacilar a mi el hombre más rico del Valle,
¿qué les sucederá a los demás? Con razón lloraba el retrato embrujado y el Pez no ha
cesado de ulular.

33. Ofensiva vascongada

A los tres meses la gran casona que compraron los vascos vivienda y almacén, era
solo factoría. Don Iñigo y el señor de Austria habitaban en grandes mansiones con
esclavos y servidumbre.
Treinta casas compró la Compañía para los empleados de mayor rango. Antes de
acabar el año cada vascuence tenía vivienda propia e individual, que compraban en
efectivo y sin regatear. Se estimaba en más de medio millón la inversión que hiciera
la Guipuzcoana al llegar.
Criollos y mantuanos celebraban los negocios que a costa de los vascos los habían
enriquecido.
—¿Quién nos iba a decir —proclamaba el señor Berroterán que los vascos, con
esas caras de tenderos al acecho, nos iban a resultar estos corderitos?
—Yo les vendí mi casa por mil pesos —festejaba uno de los Ascanio—. A mucho
valer no llega a quinientos.
—Y yo —añadía otro—, seis negros por el cuádruple de lo que costaron el año
pasado.
¡Qué tontos son los vascos! —decía el coro.
Don Iñigo y el de Austria, enterados de los comentarios que sobre ellos
circulaban, se reían con expresión caprina.
—Dentro de un tiempo veremos quién es el indio y quien es el herrero.
Los criollos, en posesión por primera vez de tanto dinero, comenzaron a gastar a
manos llenas. Las abacerías fueron arrasadas en diez leguas a la redonda. Cuando los
vascos abrieron sus almacenes al público, cayeron con avidez sobre la mercadería.
—Aquello es la locura —refería María Juana.
De maravillas eran realmente las cosas que ofrecía en venta la Compañía: pistolas
con cachas de marfil, tizonas toledanas, sillas de montar, cristalería de Bohemia,
alfombras persas, sabanas de hilo, cuadros de Su Majestad, candelabros de plata,
muebles tallados. En menos de una quincena quedaron vacíos los almacenes.
Uno de los Teta tranquilizó a los rezagados:

www.lectulandia.com - Página 110


—Antes de dos meses arribará el otro galeón tan lleno de buenas mercaderías
como las que trajo el primero.
Cada seis meses arribará a Venezuela un galeón, repletas sus bodegas con los
mejores útiles y manufacturas de la Península. En lo sucesivo no tendréis carestía de
buenos vinos, de mejores aceites, de fino trigo, de hinchonas aceitunas, alcaparras,
turrones y harina.
—¡Loado sea el Rey! —decían los vecinos chasqueando sus lenguas con gula.
—Y a su retorno, como si fuese poco, nuestros barcos transportarán vuestro cacao
a España sin que tengan que utilizar de intermediarios a los comerciantes de
Veracruz.
Llegó el galeón anunciado. La mercadería se esfumó en una semana. Don Iñigo y
el de Austria sacan cuentas sonreídos; al año todo valía veinte veces más.
—¿Pero, qué importa? —se consolaban los criollos—. Para eso tenemos bastante
plata.
—Las cuartas quintas partes del dinero invertido en casas y esclavos retornó a
nuestras arcas. Ahora son más pobres que antes —observó—. Dilapidaron el dinero y
los productos de primera necesidad subieron tres veces su valor. De aquí en adelante
los criollos habrán de vendernos el cacao a precio de gallina flaca. Sin disparar un
tiro, como podéis ver, nos hemos apoderado de esta levantisca Provincia. «Su
Majestad está servida».
Ño Cacaseno, para sorpresa de Martín Esteban y alarma de Don Feliciano, fue
contratado por Don Iñigo como contable.
—¡Nos jodimos! —exclamó el mantuano—. Ño Cacaseno es el hombre que
mejor conoce nuestras marramucias con los holandeses.
Don Iñigo escribe con atención los informes del zambo. Le gusta el hombre, es
preciso al hablar y conocedor de la situación. Señala fechas de arribo, sitio y
condiciones. Nombres de los agentes.
Don Iñigo y Austria sorben golosos lo que cuenta el antiguo administrador de los
Blanco. Luego de dos meses el Factor de la Guipuzcoana dice a su ayudante:
—¡Manos a la obra!
La fiscalización de Don Iñigo entorpece el contrabando. La exportación oficial
sube de cincuenta mil a ochenta mil fanegas. El precio baja de ciento sesenta reales a
la mitad, exactamente. En España —según Don Feliciano— se venden ese mismo
año a trescientos sesenta reales la fanega. El salario de un obrero en la península es de
ocho reales y un estudiante de clase media vive holgadamente con trescientos sesenta
reales al mes.
—El cacao es oro en rama. Los dos primeros retornos —aña​de indignado el
mantuano— le han producido a la Compañía una ganancia de setecientos treinta y
ocho mil pesos, mientras a nosotros se nos pone a nivel de ruina.

www.lectulandia.com - Página 111


Las nuevas medidas producen grave alteración en los clientes tradicionales de
Veracruz, Cartagena y Santo Domingo. Hay quiebras en uno y otro lado. Don Iñigo
luego de mucho insistir, deja cuarenta y seis mil fanegas libres de exportación; pero
los venezolanos sólo podrán importar mercadería de España. Se fija en seiscientos
mil pesos la cifra tope que Venezuela puede comprar. Los precios de la Compañía son
diez veces superiores a lo justo y cuarenta a la de ingleses y mexicanos.
Los vascongados compraron haciendas a todo lo largo de la Provincia. Don
Feliciano indignado vio de pronto surgir como vecino suyo a un Landaeta y
marcharse un Rojas, quien los tenía en propiedad desde la conquista.
—Un vasco de apellido Uzcátegui —señalaba el mantuano a sus amigos en tono
patético— se hizo de los títulos de buena parte de Cojedes.
En los Valles del Tuy; los Lecumberri, Echenegucia y Echeverría, Uzcanga,
Ugueto y Veitia, luego de tomar tierras, se dedi​caron a la ganadería y al cultivo en
gran escala del añil. Uno de apellido Elizondo, natural de San Sebastián, compró a
bajo precio la gran hacienda de Caraballeda, con casa, molino y tra​piche. Los
Iribarren, los Olavarría y los Zagarzazú se han hecho dueños de Valencia. Los Arria,
de grandes haciendas cacaoteras alrededor de Borburata. Un señor Arcaya es ya de
los principales de Coro. Los Urbaneja y los Berrizbeitia son los toros que más mean
en Cumaná. Los Iragorri y los Unda se marcharon a Trujillo y en Caracas se quedaron
los peores para nosotros, o los más listos, como ese maldito Don Iñigo y su secuaz
Austria, Uztáriz e Irigoyen. Pedro Urrutia es dueño de diez abacerías y sube y baja
los precios a su antojo.
Urreiztieta se ha alzado con las fábricas públicas y privadas. Urdaneta tomó a
Maracaibo. José Ochoa es el mejor cirujano.
—En cambio —hizo ver el viejo a sus contertulios en medio de la plaza—.
¿Dónde está nuestra gente? ¿Qué será de nosotros?
Y como el círculo fuese creciendo, el viejo mantuano siempre tribuno, prosiguió:
—¿Qué ha sido en cambio de los Poleo, de los Castro, Paúl y de los Bertodano?
¿Por qué Juan Rivero está arruinado y mise​rable cuando sus antepasados y él hicieron
este Valle? ¿Por qué el Padre García con toda su sapiencia anda con la sotana rota y
nadie lo toma en cuenta? En cambio, Aguirre e Iturbe, porque tienen las barrigas y las
bolsas llenas, son motivo de admiración por parte del clero.
—¡Muy bien, Don Feliciano! —exclamó una voz—. ¡Así se habla! —apoyó otra.
—¡Échele bolas! —propuso un mulato.
—¡Qué desde que llegaron los vascos estamos en la mala!
Ño Cacaseno recostado de una caoba a pocos pasos, los es​cuchaba discurrir con
los ojos sobre el suelo.
Carvallo y Báez, dos canarios de la Candelaria, se añadieron al grupo. Don
Feliciano al percatarse prosiguió dirigiéndose a ellos:

www.lectulandia.com - Página 112


—¿Qué ha sido de los laboriosos isleños? ¿Es que acaso han alcanzado la riqueza
que han acumulado los vascos en dos años, cuando ellos tienen un siglo en el Valle?
¿Dónde están los Sanabría, todo inteligencia y honestidad? ¿Dónde están los Bello y
los Monteverde, los Carvallo y los Bermúdez? ¿Es qué son menos hombres, menos
trabajadores y honrados que esos malditos vascos?
Una salva de aplausos recibieron sus palabras. Cada quien protestaba por su lado
dando mueras a los vascos. Martín Esteban, aprovechando una pausa, añadió por lo
bajo:
—Mejor nos vamos. Estás a punto de provocar una revuelta.
Al lado de su yerno, Don Feliciano se iba diciendo:
«Qué importa lo que en última instancia sucederá a los criollos, a los blancos de
orilla y a los isleños. A mí, ¿qué carajo me importa lo que les pase a los De las Casas,
a los López y a los Filardo? A mi lo que me importa es lo que le pasará a mi gente. A
mi los que me importan son los Palacios, los Blanco, los Herrera, los de la Madriz,
los Toro, los Bolívar y los Ascanio. Me importa lo que les pase a ellos. Me importa
mi propia vida y mi propia muerte. Me importa el destino de nosotros, los Amos del
Valle».

34. El Real edicto y la perra gana

A los dos años de haber llegado los vascos, el poder de la Compañía era total y el
malestar profundo. Su voracidad se hizo insufrible. García de la Torre, el Gobernador,
advirtió al Rey de las graves consecuencias políticas que pudieran derivarse de tales
hechos. En Yaracuy, una insurrección contra la Compañía capitaneada por el zambo
Andresote. García de la Torre salió en persecución y desmanteló sus huestes. Los
vascos, sin embargo, lo acusaron de lenidad y de estar en complicidad con los
mantuanos. En febrero de 1732 llegó a Venezuela el enviado especial, Martín
Lardizábal, con orden de destituirlo y procesarlo. Enterado a tiempo, García de la
Torre se asiló en el Convento de San Francisco. Lardizábal asumió ese mismo día la
jefatura del Gobierno.[33]
—Ahora sí es verdad que nos fuñimos —comentó Don Feliciano— Don Iñigo se
quitó la careta y sacó definitivamente las uñas. De aquí en adelante serán los factores
de la Compañía los que manden por la calle del medio, a menos que nos pongamos
los calzones y nos vayamos de frente. Ahora sí creo que esta vaina se acabó. Llegó el
momento de separarnos de España. El Rey es francés —prosiguió el mantuano—. La
misma España es ya parte de Francia. Sus provincias de ultramar han dejado de serlo.
Hoy son simples colonias que nutren la codicia de un Borbón parásito.
Martín de Lardizábal envió al Rey un informe donde se enaltecen los logros de la
Compañía. Según él eran muchos los vicios de los naturales del país, y en particular

www.lectulandia.com - Página 113


de su clase noble: «gente tan levantisca y renegada como el depuesto García de la
Torre, hereje y contrabandista».
Al año de haber llegado Lardizábal el cacao cayó de ciento cuarenta y cuatro
reales la fanega a ciento treinta y seis.
—¡Veinticuatro reales menos que el año en que llegaron los vascos! —exclamó
Don Feliciano.
A mediados de año la Compañía intenta llevar los precios a 120 reales. El cacao,
sin embargo, continúa teniendo demanda creciente en el mercado internacional. La
Compañía reparte entre sus socios utilidades del 20%. Los cosecheros venezolanos se
niegan a venderle a la Compañía más de trece mil ciento ochenta y siete fanegas de
las cincuenta y cuatro mil ciento ochenta y cuatro que oficialmente declaran. España
queda sin cacao. Lardizábal establece que sólo podrán venderse libremente
veinticinco mil fanegas. La Compañía Guipuzcoana cuenta ya con dieciocho naves
para hacer efectivo el monopolio e impedir el contrabando. Escasea la harina. Los
ingleses, con quienes los españoles están extrañamente en paz, ofrecen harina a mitad
de precio y pagan el cacao a dieciséis pesos la fanega. Venden negros a doscientos
pesos la pieza. Lardizábal prohíbe venderles cacao a los ingleses. En España se vende
la fanega a trescientos veinte reales, en Venezuela a ciento veinte.
—Son unos pulperos, unos bandoleros estos vascos —gritan los cosecheros.
Para colmo estalla una epidemia de viruelas. El año de 1734 sorprende al antiguo
Gobernador en su presidio asilo de San Francisco. Los españoles conquistan a
Nápoles. Felipe V impone a su hijo Carlos como Rey del país conquistado. García de
la Torre languidece al lado de su mujer y de sus tres hijos. Continúa la escasez de
harina. El barco inglés Príncipe Charles trueca 92 negros por mil ciento quince
fanegas. El precio del cacao, luego de mucho discutir, se estabiliza en dieciséis pesos
o ciento treinta y seis reales. En España vale entre ochenta y cien pesos. Lardizábal y
los vascos gobernaban sin freno y a su antojo.
Ño Cacaseno se encumbra. Luego del señor de Austria y a pesar de su casta, para
los efectos prácticos es el segundo en mando de la organización. Don Iñigo no da un
paso sin escucharlo. Los pequeños negocios que hace con unos y otros, lo enriquecen.
Ya tiene casa propia, un almacén y siete esclavos. Casa con Begoña, una sirvienta
prima hermana de la mujer de Don Iñigo. Le nace un hijo a quien bautizan Juan de
Dios.
Ño Cacaseno continúa siendo silencioso, sabio y prudente. Hasta Lardizábal, el
nuevo Gobernador, lo toma en cuenta.
En 1735, para sorpresa de todos, Felipe V declaró inocente a García de la Torre,
ordenando que embarcara con honores hacia España. García de la Torre acusaría a los
guipuzcoanos. Su vida corría grave peligro, como lo señaló Martín Esteban.
—Nadie está exento —decía Lardizábal a Don Iñigo— de encontrarse con un

www.lectulandia.com - Página 114


bandolero en el camino. —El Factor no respondió a las insinuaciones del
Gobernador, limitándose a tomar su labio inferior entre el pulgar y el Índice mientras
miraba al infinito.
El día en que García de la Torre salió a la calle lo esperaban los Amos del Valle
para escoltarlo hasta el barco. Los veinte hombres armados que apostó el Gobernador
en un recodo del camino, se limitaron a verlos pasar.
Con lágrimas en los ojos García de la Torre vio al Ávila en lontananza:
—Adiós, Venezuela, grande y bello país. Adiós, mis señores del Valle.
Lardizábal al enterarse dice a Don Iñigo en su despacho:
—Lo sucedido hoy confirma la amenaza de Don Feliciano semanas atrás, cuando
traté de impedirle que trocase negros por cacao a los ingleses.
—Oídme de una vez —dìjome el viejo—, nosotros somos los dueños, la
conciencia y la voluntad de la Provincia y no aceptamos por ningún respecto que
hombres como vos, con o sin la autoridad del Rey, nos amedrente con sutiles o
frontales amena​zas. Salvo al poder de Dios, no tememos a nadie. Nos la jugamos
siempre hasta el fondo, sin parar mientes en utilidades o consecuencias. A los de mi
estirpe no nos dieron enseñanzas para vivir, sino para morir como buenos hijodalgos
y castellanos que somos.
De modo que andad bien derecho, señor Gobernador, si queréis evitaros
problemas.
—¡Cuán atrevido! —rugió el Factor.
—Tened paciencia, Excelencia —prosiguió Lardizábal—. Sólo espero la ocasión
propicia para ajustarles las cureñas. Si a ellos les enseñaron a morir, mi padre, que era
un campesino zafio, también me explicó que no era bueno buscar camorra hasta tanto
no cesase la de perder.
Don Iñigo lo miró con ojos apaciguados de explicación.
Lardizábal se congració con los mantuanos y se alejó de los vascos. Asistía a las
tertulias de Don Feliciano, a los almuerzos o a las peleas de gallo de los vecinos muy
principales. En los constantes litigios entre la Guipuzcoana y los criollos era palpable
su parcialidad hacia los segundos.
—Nos equivocamos de medio a medio con Lardizábal —decía Martín Esteban—.
Es realmente un terciazo y no puede ver a los vascos ni en pintura.
—¡Umj! —gruñó Don Feliciano—. No cantéis victoria toda​vía. A mi me sigue
pareciendo tan gran carajo como al principio. Si echó la partida para atrás es por algo.
—La lengua de Feliciano no tiene remedio —opinó Diego Tovar y Galindo, su
compañero de infancia—. Tú le pusiste el ojo al pobre Lardizábal desde que pisó
tierra…
—Y con razón. ¿Te parece poca cosa lo que le hizo al bueno de García la Torre?
—¡Ese era un bolsa! —observó Julián Ibarra.

www.lectulandia.com - Página 115


—Bolsa porque perdió. Ustedes, los Ibarra son todos igualitos.
Miguel Berroterán, Francisco Nicolás Mijares y Félix Antonio Ascanio
estuvieron de acuerdo que Lardizábal era diferente de un año a esta parte y que Don
Feliciano exageraba.
—La política es cosa muy complicada —expresó José Antonio Plaza—. Es un tira
y encoge: todo se mide al final.
—Sigan creyendo en pájaros preñados —respondió Don Feliciano— y van a ver
cómo los entierran en urna blanca. Ese Lardizábal es un coño de madre y ya verán
como el tiempo me dará la razón.
Los vascos ya detestaban a Lardizábal. Esa mañana Don Iñigo le reclama
indignado que haya permitido a Martín Esteban de Blanco y Blanco trocar a los
ingleses noventa negros por mil ciento cincuenta fanegas de cacao.
—Cada vez sois más blando con los mantuanos. Ya estoy harto de vuestras
promesas y marrullerías. ¿Os olvidáis que el cargo de Gobernador se lo debéis a la
Compañía?
El telégrafo de bombardas de los Castillitos comenzó a balbucear.
—¡El San Ignacio de Loyola! —dijo Don Iñigo emocionado.
—Es posible —añadió Lardizábal sobándose las manos— que pronto os tenga
buenas nuevas.
A la mañana siguiente los ujieres convocaron a Alcaldes y Regidores con carácter
de urgencia.
—El señor Gobernador —según decían— tiene noticias muy importantes que
comunicar.
A la hora señalada. Alcaldes y Regidores, sentados alrededor de la gran mesa de
caoba del Ayuntamiento, esperan con impaciencia a Lardizábal.
Pasada la hora fijada, en el momento en que Don Feliciano protestaba enfurecido,
apareció el Teniente de Justicia. Luego de excusar a Lardizábal por repentina
enfermedad, comenzó a leer la Real Disposición.
A la primera página los rostros de los capitulares se colorearon de sorpresa e
incredulidad, y de rabioso estallido antes de llegar al final.
—Pero esto es una iniquidad —vociferó Don Feliciano.
—¡Es que esto es un absurdo! —gritó destemplado Juan Manuel Herrera,
mientras Mijares, Rodríguez del Toro, Ibarra, Ve​gas y Plaza decían con el mismo
acento:
—Esa carta es falsa.
—Es una triquiñuela de los vascos y de su secuaz el Gobernador.
—Pero ¿qué se piensa el Rey?
—Vayamos ahora mismo a ver ese bellaco.
A grandes zancadas recorrieron la calle. Iban ofuscados. La mirada tenebrosa.

www.lectulandia.com - Página 116


Acariciaban crispados el puño de las espadas. Un zambo que fungía de mayordomo
intentó detenerlos. Don Feliciano lo tiró a un lado de un empellón y avanzó decidido.
De una patada abrió las puertas de la alcoba. Lardizábal con el rostro verde de los
grandes males, los miró tembloroso.
Don Feliciano estruja con furia el Real Decreto donde Felipe V revocaba el
privilegio de los Alcaldes de Caracas de gobernar por ausencia temporal del
Gobernador y de destituirlo cuan​do lo tuviesen a bien.
—¡Esto es vuestra obra, grandísimo bribón! —le espetó el mantuano.
Lardizábal daba saltitos en su lecho.
—Calmaos, mis queridos amigos. Nada he tenido que ver con este asunto. Yo soy
el primer sorprendido. Estoy tan espantado como vosotros. He pasado la noche en
vela. Por eso no me atreví a daros la cara. ¡Es tan terrible la noticia!
—Primero nos arrebatan la autonomía —lo interrumpió Herrera— y ahora un
privilegio que conquistaron nuestros antepasados por derecho de sus heridas y
sufrimientos ¡¿Qué es lo que se cree Su Graciosa Majestad?! ¡Qué estamos
dispuestos a que por su codicia se nos degrade a Factoría para que nos exploten unos
miserables que ni españoles son!
Lardizábal simuló encresparse:
—Vamos, señor mío, que no podéis expresaros de tales for​mas de Su Majestad
sin que me vea…
—Callos la boca, so mequetrefe —lo increpó Don Feliciano— pues al igual que
el Rey, no sois más que un hipócrita, traidor y ladino.
—Don Feliciano —protestó acongojado Lardizábal— por Dios os pido que os
reportéis…
—Me reporto un carajo. Quiero que sepáis de una vez por todas lo que os he
repetido hasta la saciedad: si somos leales súbditos de Su Majestad, es por un estricto
sentido del deber y no por miedo a sus débiles garras. Apenas doscientos hombres os
obedecen: los que trajisteis de España. En cambio, a nosotros, a una simple señal
podemos levantar en menos de un día un ejército de ocho mil hombres, que además
de colgaros junto con todos los vascongados, nos permitiría, si nos diese la perra
gana, declarar nuestra provincia libre para siempre de España, ¿entendisteis de una
vez, so bellaco?
Acababa de comprender en aquel instante su desatino de abogar ante el Monarca
para que revocase el privilegio de los alcaldes. Tenía miedo de seguir el mismo
destino de la docena de gobernadores destituidos por los Amos del Valle. Ahora, por
obra de su imprudencia, estaba a punto de iniciarse, con su asesinato, la
emancipación de España. Martín Esteban que hasta entonces permanecía en silencio,
propuso fuera de sí:
—¡Matemos a este canalla de una vez por todas y acabemos con este cuchillito de

www.lectulandia.com - Página 117


palo que nos tiene montado el Rey!
Lardizábal juró, lloró, arguyó, proclamando su inocencia y había tal convicción
en sus palabras, que Don Feliciano y su grupo luego de una larga pausa, dieron media
vuelta, salieron a la calle y se dispersaron en silencio.
—La suerte está echada —dijo Martín Esteban de Blanco a su suegro—. O
corremos o nos encaramamos. Independencia de España o esclavitud para siempre.
Tal como lo previo mi padre.
—¡Ah! —exclamó Don Feliciano—, es que mí padrino Don Jorge Blanco y
Mijares era lo más vergatario que había en estos reinos. ¡Qué gran hombre fue tu
padre!

35. La maña y el corcoveo

Lardizábal acongojado informa a Don Iñigo de su enfrentamiento con los


mantuanos.
—La fidelidad al Monarca de esta gente no es tan fuerte como suponía. Hemos de
proceder con astucia si queremos salir adelante. Lo que afirma Don Feliciano
Palacios sobre nuestra impotencia militar es cierto. Aparte de contar con el apoyo de
los holandeses de Curazao, atisbando el momento de que se emancipen para caerles
encima. Lo que antes parecía un absurdo hoy lo veo como una realidad amenazante.
En varias oportunidades me hablaron de independizarse. Creo, Excelencia, que
debemos bajar la guardia hasta tanto seamos más fuertes. Dos grandes armas
poseemos: el dinero de la Compañía y la legitimidad que nos asiste.
Don Iñigo se mesó la barbilla y miró en dirección hacia el escritorio de Ño
Cacaseno.
—Los mantuanos no son tan poderosos como ellos cuentan —le había dicho el
antiguo administrador de Martín Esteban—. A causa de su despotismo son odiados
con saña y más aún desde que llegaron vuesas mercedes. La gente ya no quiere
aguantar más. Saben que sus desafueros no se estilan en parte alguna y menos que los
autorice el Rey.
Don Iñigo recogiendo las palabras del zambo, miró a Lardizábal:
—Erráis Gobernador, al pensar que los mantuanos puedan levantar ejércitos y
desobedecer al Rey. De ponernos de acuerdo sobre ciertos usos, veréis cómo todo el
poder que les resta se les vendrá abajo.
Comencemos por halagar a los pardos. Al igual que los canarios y los blancos de
orilla, son sus enemigos; pero más enconados y numerosos. Levantémoslos de su
postración. Metamos dinero en sus faltriqueras. Ocultémosles nuestro menos​precio.
¡Qué la justicia los proteja, sea del mantuano o no, la razón! Ganaos —observó con
expresión desdeñosa—, ya que tenéis tanta facilidad para ello, la simpatía de la gente

www.lectulandia.com - Página 118


del estado del llano. Deteneos alguna vez en sus casas. Apagad vuestra sed en los
ventorrillos del mercado. Dejaos calar por su verborrea. Inclinemos al Obispo a
nuestro favor, con razones y con la misma largueza de nuestra bolsa que os favorece a
vos. Ganémonos la confianza, el interés y el afecto de los Tenientes de Justicia de
cada pueblo cacaotero. Démosle al principio una buena mesada, que pienso sacar del
mismo cacao que compro, envileciendo los precios; instruyámoslos debidamente para
que tengan en cada hacienda un chivato y veréis que antes del término de vuestro
gobierno tendremos el control absoluto de la Provincia.
No Cacaseno, que los escuchaba, sonrió escéptico y prosiguió escribiendo.

Los Tenientes de Justicia y los clérigos, tal como lo pensó Don Iñigo, al recibir
emolumentos de la Compañía, se convirtieron en sus agentes. El Gobernador recorría
diariamente los ventorrillos del mercado y asistía a las fiestas y tertulias de los
pardos, simulando aprecio y simpatía. Los vascos, aleccionados por el Factor, se
excedían hasta donde se lo permitía su naturaleza, en afabilidad y cortesía. Eran los
mejores clientes de pulperos y tenderos, pagando puntuales y sin chistar, y sus
esclavos recibían con mar​cada ostentación excelente trato. Su moralidad, digna de
encomio. En siete años los tribunales no conocieron un solo caso de violación de
alguna moza de la clase media, como era usual con los mantuanos. «No hay nada que
más hostigue al pobre contra el rico —sermoneaba Don Iñigo— que éste le birle sus
mujeres».
Los vascos, a pesar de su riqueza creciente, de sus extensas plantaciones, de sus
hatos ganaderos y de sus confortables casas, jamás se jactaban de ello. Sus mujeres
vestían telas baratas y no vacilaban en descender al mismo nivel de sus sirvientas y
esclavas, cocinando, barriendo o fregando. Altos empleados de la Compañía, para
irrisión de los mantuanos, arrastraban carretillas por las calles, o hacían de alarifes en
sus casas, dando por explicación que «el trabajo no deshonra a nadie». Con Don
Iñigo a la cabeza, desechaban privilegios. Jamás se los vio en palanquines de mano ni
discutieron con los mantuanos su derecho exclusivo a que sus mujeres se cubrieran
con mantos en la nave central, de Catedral.
Ño Cacaseno al escuchar a Don Iñigo en su inventario continuaba sonriendo.
Luego de un año Don Iñigo observó con preocupación que no era mucho el
progreso alcanzado por su gente en el camino del liderazgo y la popularidad. Los
mantuanos, a pesar de todas sus arbitrariedades, escándalos y atropellos, continuaban
siendo los Amos del Valle, ante quienes, la gente, con franqueza o en​gaño, con odio o
sin él, continuaban prosternándose como en los primeros tiempos. Si la gente de Don
Iñigo quisieron ponerlos en evidencia con su amañada conducta —como denunciaba
Don Feliciano—, no sólo fracasaron en su empeño, sino que el mismo pueblo se
hacía eco de las burlas y denuestos que los mantuanos les dedicaban en reciprocidad:
—¿Pero quién ha dicho que son hijodalgos? —comentaba Martín Esteban en San

www.lectulandia.com - Página 119


Jacinto a un grupo de pardos, señalando a uno de los Echeverría que hacía de alarife
—. Esos son peones de cura y nada más que peones. ¿Qué hombre macho se va a
conformar con una sola mujer, y encima fea?
Envalentonados por la friega que le dieron a Lardizábal, los mantuanos
continuaron comerciando impunemente con los holandeses, declarando con
ostensible falacia sólo un décimo de sus cosechas. Las ochenta mil fanegas de cacao
que, por efecto de la sorpresa, Don Iñigo logró arrancarles en 1731, se transformaron
en menos de la mitad en los años siguientes; y a pesar de los precios ruinosos que
impuso, hasta el punto de haber llegado a ciento dieciséis reales, los cosecheros no
acusaban mengua de su riqueza; los holandeses les compraban a trescientos reales la
fanega.
Era inútil que la flotilla de la Guipuzcoana recorriese incesantemente la costa
desde Boca de Uchire hasta Puerto Cabello a la caza de un barco holandés. No
obstante continúan atracando y cargando sacos en las numerosas ensenadas de las
haciendas cacaoteras, como se sabia de cierto.
El correo del humo —como lo explicó Ño Cacaseno a Don Iñigo— advertía a los
plantadores los rumbos de la flotilla.
—Yo no entiendo qué pasa —gruñía Don Iñigo exasperado por el fracaso de su
plan.
—Yo si que lo sé —respondió Ño Cacaseno.
Los vascos —aseveró Ño Cacaseno— son muy diferentes a nosotros. El
caraqueño, rico o pobre, mantuano o pardo, criollo o negro, tiene una forma muy
peculiar de ser que choca con la naturaleza de vuestro pueblo. A un pardo le puede
indignar que Martín Esteban de Blanco y Blanco le robe a la hija y se la ponga de
querida en la esquina; pero como él, a su vez, hace otro tanto cada vez que puede; sus
desvaríos, antes que repulsa, provocan envidia, que como bien sabéis es disfraz de lo
que se admira. No hay nada más bien parecido a su pueblo que un mantuano. No en
vano lo formó él. Si el mantuano es hembrero y peleador, no lo es menos el zambo o
el mestizo. Si el mantuano se hace justicia con sus propias manos mofándose de los
tontos que acuden a los tribunales, otro tanto hace el carpintero, el alarife y el
pulpero. El mantuano es brutal, déspota, jactancioso y presumido. ¿Lo es menos el
pueblo? ¡Hasta los mismos negros y esclavos se ponen cutupertos a la primera
ocasión y echan la casa por la ventana para obsequiar a un amigo, empero paguen su
gentileza con tres semanas de hambre! El orden, la disciplina, la meticulosidad, no es
propio de caraqueños. Por eso, y perdonadme, no os pueden ver a vosotros con
simpatía.
El venezolano, humilde o noble, se liga por la palabra, la amistad y el
compromiso y ya podrá Su Excelencia pagar fortunas a los Tenientes de Justicia para
que denuncien a los contrabandistas, que no lo harán si los delincuentes son amigos

www.lectulandia.com - Página 120


suyos o conocidos.
El venezolano no considera virtud el ir a misa, ni pecado emborracharse montado
sobre un caballo, como hace el señor de Tovar o cualquiera de los Madriz. Y prefiere
mil veces que los insulten de frente, como lo hace Don Feliciano, que el encubierto
menosprecio que destilan vuesas mercedes. Los pueblos tienen sus ídolos, y los
mantuanos, a pesar de todas sus maldades y loqueras, siguen siendo los santos a
quienes les reza el pueblo. Difícil será, Excelencia, anularlos oponiendo simplemente
vuestra virtud a sus vicios o gratificando a vuestros presuntos espías. Recibirán muy
sonreídos vuestras gratificaciones, fabularán de lo lindo, pero en cuanto a denunciar,
olvidaos de eso.
Don Iñigo le dirigió una mirada profunda:
—Decidme entonces, Ño Cacaseno, ¿qué debo hacer?
—Si Su Señoría me lo permite —respondió susurrante— yo tengo la maña para
poner fin al corcoveo.
Don Iñigo lo miró entre curioso y escéptico.
—Sólo el dinero, y en buena proporción —añadió reposado Ño Cacaseno— será
capaz de desbancarlos. La recompensa ofrecida hasta ahora a los Tenientes de Justicia
es una miseria. Nadie por cuatro centavos va a correr el riesgo de tan tremendo odio.
En cambio —arguyó con voz distinta— si la recompensa fuese más jugosa, digamos
un quinto de la mercancía que se decomisa, otro gallo cantaría. Hay que ver lo que
carga un galeón y cuánto vale. Ante pingües beneficios es posible que la celebrada
fidelidad se vuelva nada.
Brillaron los ojillos del Factor:
—Tenéis razón, amigo mío. Elaborad un plan y llevadlo a cabo.

36. ¡Por traidor y mal vasallo!

Esa misma tarde Ño Cacaseno embarcó hacia Puerto Cabello. Comenzó por
desmantelar el correo del humo: pagándole a los que lo manejaban sumas veinte
veces superiores a las que recibían de los hacendados.
Señales imperceptibles darían noticias exactas sobre los con​trabandistas. En cada
pueblo, hacienda o caserío procuró un cómplice.
Al tercer día de haber salido de La Guayra desembarcó en un lugar solitario de la
hacienda de su antiguo amo. Sigiloso se acercó a la casa Grande. Basilio, un negro
joven y ahijado suyo, se sacaba las niguas frente al mar. Al verlo cayó de rodillas.
Luego de besarle las manos escuchó atento sus propuestas.
—Tan pronto veas a un barco holandés corres hasta Ocumare, pones al tanto al
cabo de guerra y envías estas señales por el correo del humo. Sí le ponemos la mano
al contrabando de Martín Esteban, yo me ganaré unos reales y tú, la libertad.

www.lectulandia.com - Página 121


Morris, el holandés, era un gordo sonriente de barba rubia y pipa de arcilla. Hace
más de catorce años recalaba en Cata desde Curazao.
—Yo no sé qué esperáis vosotros para emanciparos de una vez de la tutela de
España —solía decirle a Martín Esteban—. Tenéis todo a vuestro favor: poder militar,
riqueza propia y una España sin flota, aparte la simpatía de mi país y el apoyo que
fuese menester.
Martín Esteban se mofaba de sus propuestas.
—Si, oh, chico, muerde aquí. Tú, como que crees que nosotros somos cogíos a
lazo y que por saltar de la sartén vamos a brincar a la candela. Por un lado nos
estamos independizando y por el otro nos ponen la mano ustedes.
Morris soltaba indefectiblemente la risa.
Esclavos y marinos acarrean a bordo del navío de Morris, en medio de la bahía,
los sacos de cacao amontonados sobre la arena. Recostado de una roca mira atento y
con ojos plácidos la maniobra. A sus pies, en un saco, los doblones de la cosecha. El
mayordomo de Martín Esteban le dice preocupado:
—Qué raro que el Amo no haya llegado todavía.
El holandés responde entre una bocanada de humo:
—Es la primera vez que está ausente en todo el tiempo que llevamos de negociar.
—Pero no se preocupe vuesa merced, ya debe estar en camino.
—Sólo que no lo puedo esperar. Tan pronto terminen de car​gar zarparé para
Curazao. Ahí te dejo el valor de las fanegas. Se las estoy pagando a trescientos reales.
—¿Y sabe vuesa merced a cuánto la están pagando los vascos? ¡A ciento dieciséis
reales! Se necesita ser bien vagabundo para… ¡Adiós, caraj! ¿Y eso qué es?
Abruptamente tras el cerro apareció uno de los navíos de la Guipuzcoana.
—¡Daos preso en nombre del Rey! —rugió una voz a sus espaldas.
Ño Leandro, el cabo de guerra de Ocumare, rodeado de veinte hombres con
escopetas, lo apuntaba con su pistola. Tras de él, entre medroso y contento, estaba
Basilio, el negrito esclavo ahi​jado de Ño Cacaseno.
—Los cogimos mansitos —comentó burlón el muchacho.
El mayordomo rugió y de un manotón intentó atraparle. Un cañonazo lo hizo
darse vuelta. El navío de guerra bloqueaba ya la bahía. Una andanada cortó el
trinquete y el palo mayor del barco holandés. Alguien a bordo agitó una bandera
blanca.
El Capitán, un vasco llamado Juan Bernardo Arismendi, bajó a tierra mientras sus
hombres abordaban el barco contrabandista.
—Os podéis felicitar por vuestra acción —dijo a Ño Leandro echando mano al
saco de doblones—. Además de haberos conducido como un fiel vasallo de Su
Majestad, os habéis transformado en un hombre rico: un quinto de lo decomisado os
pertenece.

www.lectulandia.com - Página 122


Ño Leandro rió jubiloso.
—Y yo —dijo Basilio saltando de alegría— me he ganado mi libertad. Así me lo
prometió mi padrino Ño Cacaseno.
—¡Coño’e mae! —le gritó el mayordomo echándosele encima con un puñal.
Basilio volvió a saltar. El mayordomo dio un traspiés. Diez hombres lo apuntaron.
Maniatado lo echaron a un bote junto con Morris.
—Más le valiera al negro ese no haber nacido que haber traicionado al amo —
bramaba boca abajo el mayordomo.
Al poco rato un balanceo desusado le hizo saber que se hallaban mar adentro.

Martín Esteban se quedó atónito con la noticia. A grandes zancadas se dirigió a la


Plaza Mayor. En la esquina norte-caroata, estaba la cárcel pública con sus calabozos
abiertos hacia la calzada.
—Mi hermano —exclamó adolorido el mantuano al ver a su amigo tras la reja—.
Pero no te preocupes, que nada malo te ha de pasar.
—Fue el negrito Basilio el que te vendió —dijo, tras de Morris, el mayordomo.
Refulgieron de odio los ojos de Martín Esteban.
—¡Cuartos lo he de hacer!
—Lo hicieron rico y libre como premio a su traición.
—Nada temas —dijo a Morris pasando por alto las opiniones del mayordomo—.
Ahora mismo voy a hablar con el Gobernador. Mañana a más tardar estarás libre.
Aparte de ser íntimo amigo mío, le gusta dejarse engrasar. Con unos cuantos
doblones yo arreglo esto.
Llegó el día del juicio. En la sala de audiencia, Martín Esteban y el resto de los
mantuanos, clientes y amigos de Morris parlotean y chistean entre sí.
—¿Qué te dijo el malandrín de Lardizábal? —preguntó Don Feliciano.
—Que la cosa no era fácil porque Don Iñigo estaba empeñado en que se aplique
la ley con toda su energía; pero que iba a hacer todo lo que fuese posible…
—Yo a ese carajo no le creo ni el Credo.
—Silencio en la sala —ordenó el ujier—. Su Excelencia Don Martín de
Lardizábal, Capitán General y Gobernador de la Provincia de Venezuela va a dictar
sentencia sobre el caso del súbdito holandés Morris Capriles, incurso en el delito de
con​trabando.
Todos los ojos se volvieron hacia la puerta.
Un ¡oh! de estupor ronroneó en la sala. Lardizábal de capucha negra hacia
innecesario el enunciado de la sentencia.
Lo llevaron al patíbulo entre un piquete de alabarderos y siete frailes mercedarios.
Los curas pedían limosnas en su nombre. Morris, sin entenderlos, caminaba
sonriente, escoltado por Martín Esteban.
El patíbulo en el extremo norte de la Plaza Mayor, era sencillo y criminal: dos

www.lectulandia.com - Página 123


travesaños en ele invertida, una soga y un taburete que el verdugo quitaba de una
patada. Era un negro de prontuario homicida. Estaba borracho.
—Toma —le ofreció un trago de aguardiente. Morris aceptó el convite y bebió
largamente.
De acuerdo al ritual se hincó de rodillas, las manos en plegaria:
—Perdóname hermano por la muerte que la ley y no yo, te voy a dar.
Con la ayuda del verdugo trepó al banquillo. Dieciséis ala​barderos y ocho
tambores hacían cerca al patíbulo. Un joven oficial los comandaba. Los mantuanos y
el pueblo silencioso se aglomeraban tras la tropa. Los frailes proseguían cadentes el
sonsonete. Martín Esteban, lívido y cetrino, miraba a su amigo. Catedral repicaba a
muerte. El Ávila estaba sombrío. A una orden del oficial el pregón leyó la sentencia:
«Luego de ser ejecutado —decía— el cadáver será llevado a la horca que hay a la
entrada del camino de La Guayra, donde quedará expuesto para escarmiento de
aquellos que quieran seguir su ejemplo».
Arriba brilló la espada. Redoblaron los tambores. El negro aferrado al taburete lo
miraba atento. Bajó la espada. Cayeron los redobles. Cayó el banquillo. El pesado
cuerpo se columpió en el vacío. El rostro se amorató. Los ojos saltábanse de las
órbitas. Se convulsionaba con furia bajo la soga. Chirreaban las vigas. La bragueta y
el trasero se mojaron de orina y excremento. Rió la gente. Rió el verdugo. Enloquecía
Martín Esteban. Morris sacó la lengua una cuarta. Danzaba en el aire. Era un patíbulo
de muerte lenta: estrangulaba sin quebrar la cerviz.
Para aminorar la pena, el verdugo trepaba al travesaño de arriba y deslizándose
por la soga, burla burlando, a cabritos o de pie sobre los hombros del ajusticiado,
buscaba el descoyunta miento. Pero el negro estaba más borracho que nunca ese día.
Dos veces intentó trepar por la viga y dos veces resbaló, entre carcajadas. Morris,
entre tanto, se convulsionaba en azulosa agonía.
Martín Esteban de un empellón apartó a los guardias, sacó su espada y en medio
del estupor de todos se la clavó a su amigo a mitad del corazón.
Un silencio pasmoso se esparció por la plaza. El oficial echó mano de su espada.
Los soldados bajaron sus picas. Don Feliciano desenvainó el sable. Veinte mantuanos
vestidos de negro lo rodearon. El oficial sacó cuentas y soltó la espada.
—Grave cosa habéis hecho, noble señor. No está en vuestras manos hacer de
verdugo, por grande que sea vuestra voluntad para aliviar a un amigo.
Martín Esteban sin alzar la cara ordenó a sus esclavos:
—¡Bajad el cuerpo y llevadle al carro!
—No, por Dios —gritó el oficial—. El cadáver del holandés deberá ser expuesto
a la entrada del camino. Es la ley.
—Me cago en la ley —respondió mirándole esta vez de frente—. Aquí mando yo
y el que no lo crea, que me lo diga ahora mismo.

www.lectulandia.com - Página 124


El Capitán sorprendido apenas dijo:
—Me obligaréis a utilizar la fuerza.
—Intentadlo y veréis correr la sangre, comenzando por la vuestra.
Los Amos del Valle con Don Feliciano al frente, rodearon a Martín Esteban entre
capas negras y espadas desnudas.
Morris fue bajado del cadalso. En medio de la plaza cuatro viejas lavaron su
cadáver. Martín Esteban en sus propios brazos lo llevó a un carromato forrado de
terciopelo rojo, oloroso a yerbas y a verduras frescas. El cortejo se puso en marcha.
Veinte mantuanos cabizbajos y vestidos de negro lo escoltaron por la Calle Mayor en
franca marcha hacia el este, y no pararon hasta llegar a la entrada de la Hacienda de
Valle Abajo. Una fosa esperaba, rodeada de campesinos y esclavos.
De rodillas sobre el polvo, luego de haberlo enterrado, los veinte mantuanos
vestidos de negro, con Don Feliciano al frente y su yerno a un costado, rezaron largo
y tendido por su amigo de Curazao.
Una semana más tarde, el mismo carretón entró trepidante en el patio de la Casa
Grande. Venía sin terciopelo, atiborrado y quejumbroso por tantos sacos pesados. En
tres saltos Martín Esteban alcanzó al caporal.
—¿Lo trajeron?
—Si, mi amo —respondió el hombre—. Abajo viene.
Al escuchar la respuesta profirió un grito salvaje. De un salto subió al carro.
Hurgó con exasperación. Al fondo apareció el rostro aterrorizado del negrito Basilio.

A las primeras luces del día siguiente los viajeros que venían por el Camino Real,
vieron con estupor que a la entrada de la Hacienda de Valle Abajo, encima de la
tumba del holandés, había un patíbulo y del patíbulo colgaba un negro y del negro un
cartel que decía:
Por traidor y mal vasallo.

37. Cuando las charcas se agitan

Sacramento Bejarano, un zambo claro de treinta y siete años, se persignó ante el


cadáver del negro Basilio.
—¡Maldito sea Martín Esteban de Blanco y Blanco! ¡Asesino, criminal,
violentador de mujeres honradas!
«Él fue el culpable de la muerte de mi hermano y de aquel pobre hombre a quien
le quitó la mujer, para que de mano en mano diese a parar a las mías. ¿Es que no le
bastan a estos desgraciados exprimirnos el jugo? Las buenas hembras, como los
caballos finos y las casas grandes, son para los blancos. ¡Maldita sea!».
Era un hombre feo y mal encarado, hijo de un carpintero y de una isleña que

www.lectulandia.com - Página 125


quedó en la calle cuando a su padre lo ejecutaron por tirarle una puñalada al Conde
de San Javier.
La gente se aglomeraba alrededor del ahorcado. Propuso Sacramento:
—Bajemos a ese pobre infeliz y démosle cristiana sepultura.
—Atrévete no más —dijo de soslayo un caporal— para que le hagas compañía.
Sacramento lo miró rabioso. Clavó las espuelas y no paró de cabalgar hasta que
llegó a Caracas y contó a Ño Cacaseno lo que había sucedido.
Lardizábal montó en cólera cuando Don Iñigo y el zambo le refirieron la suerte de
Basilio.
Conturbado por el asesinato de su ahijado, Ño Cacaseno decía en tono ajeno a su
natural mansedumbre:
—Lo que ha hecho Martín Esteban de Blanco y Blanco merece enérgico castigo.
—Es grave afrenta a la autoridad del Gobernador —afirmó aún más indignado
Don Iñigo—. ¡Hacedlo prender de inmediato!
Lardizábal lo vio con aprensión y lo invitó a un desayuno. De sólo pensar en la
cara de Martín Esteban, le daba hipo.
«Son gentes de armas tomar. Acostumbrados a hacerse justicia con su propia
mano. ¿Qué podía hacer él ante aquellos vándalos ensoberbecidos que desde siempre
le tuvieron ojeriza?».
Invocando el poderío de los Amos del Valle trató de apaciguar a Don Iñigo.
Estalló el vasco:
—De quedarse sin sanción tamaño desafuero, sería aceptar que son los mantuanos
y no los representantes de Su Majestad los que gobiernan la Provincia.
El Gobernador lo vio con ansiedad.
—¡Decidíos de una vez, hombre de Dios! —exclamó el Factor—. Contad
conmigo y con todos mis hombres. ¡Hay que arrestar de inmediato a Don Martín
Esteban y seguirle juicio! ¡De lo contrario vos y nosotros estamos perdidos! Está en
juego la salud de la Provincia. Hay que hacer un escarmiento. ¡Arrestadlo de una vez!
Lardizábal se aferró a sus temores.
—Destruirán la ciudad. Nos asesinarán a todos.
Don Iñigo lo miró con aquellos ojillos grises.
—De no proceder en consecuencia, os acusaré de lenidad y cobardía ante el Rey.
Perderéis los mil doblones que recibís y seréis destituido.
—¡Tenéis razón, tenéis razón! —respondió acobardado el Gobernador—. Estoy
de acuerdo con vos sobre la necesidad de hacer un escarmiento. Apenas rumio la
mejor vía a seguir.
Luego de dar grandes pasos de un sitio a otro en actitud re​concentrada, preguntó:
—¿Qué os parece si arrestamos por un mes al señor de Blanco y Blanco?
—¡¿Un mes?! —clamó Don Iñigo batiendo su nariz de águila de presa—. ¿Un

www.lectulandia.com - Página 126


mes de arresto por matar a un hombre? ¡Vaya, señor Gobernador, que me estáis
resultando más blandengue de lo que pensaba!
Lardizábal arguyó ante la mirada ausente de No Cacaseno. Luego de mucho
regatear accedió el vasco a que Martín Esteban fuese encarcelado por dos meses.
Apenas aceptó la propuesta, Lardizábal añadió tragando grueso:
—Cumplirá dos meses de arresto… en su Hacienda de Valle Abajo…
—¿En su domicilio? ¡Bah! —vociferó amoratado de rabia—. Ya veo que sois más
que un babieca. Indigno de gobernar esta provincia, la peor del reino. Ya sabréis de
mí.
Y violento como entró, buscó la calle.
Lardizábal hizo una inspiración profunda tan pronto se marchó el factor y dictó a
su secretario la orden de arresto.
Las copias de su mandato fueron expuestas a las puertas de la Casa de Gobierno,
del Ayuntamiento y de la Catedral, mientras a golpe de tambor lo anunciaban por
calles y plazas.
Martín Esteban, ajeno a lo que sucedía, yacía en su hamaca del corral cuando sus
amigos irrumpieron en tropel para darle la noticia.
—Ordenó tu arresto.
—Por dos meses.
—Y todo por haber matado a un negro.
—¡Esto es único!
—No hay antecedentes.
—¡No lo permitiremos!
—Atenta contra nuestros fueros.
—¡Iremos al Cabildo!
—¡Destituiremos al Gobernador…!
—Escribiremos al Rey.
—¡Somos los Amos del Valle de Caracas!
—Don José, mi tío —dijo el de Tovar— te manda a decir que está contigo por
más que no esté presente: los sabañones lo están matando.
—¿Cuándo no es pascua en diciembre? —apuntó desdeñoso Don Feliciano—. Pa’
sacar el rabo en los momentos de apuro no hay nadie mejor pintado que Don José
Oviedo y Baños.
Y ya iba a proseguir cuando pasos de guerra se asomaron al patio. Era el joven
oficial que dirigió la ejecución. Venía solo.
—¿Don Martín Esteban de Blanco y Blanco?
Lo miró con burlona simpatía: era un mozo valiente, muy ufano de su rango.
—¡Tomad! —dijo entregándole un papelote encerado—: En nombre de Su
Majestad, daos preso.

www.lectulandia.com - Página 127


Martín Esteban se quedó inmóvil. Su sonrisa burlona cambió en desdeñoso gesto.
La orden de arresto cayó a los pies del oficial:
—Decidle al hi de puta del Gobernador —bramó descompuesto— que se limpie
el trasero con este encerado…
—¡Señor! —protestó el oficial—. ¿Cómo osáis? ¡El Rey…!
—Y decidle lo mismo a Su Graciosa Majestad…
El mozo dio un paso atrás y desenvainó la espada. Ocho manos lo derribaron de
cara al suelo. Pateaba y maldecía. Martín Esteban volvió a reír ante la ocurrencia.
—Desnudadlo —ordenó a sus esclavos, mirando hacia un gran caldero de melaza
donde al pie, cuatro negras desplumaban gallinas, añadió—: Embarradlo de melaza y
cubridlo de plumas.
Desnudo y emplumado, entre la risa y la chacota de la gente fue lanzado a la
calle. Martín Esteban ignoró con jactancia y reto la orden del Gobernador. En franco
alarde recorría la ciudad. Al tercer día en un sarao se topó de frente con el
Gobernador. A la mañana siguiente, Lardizábal se marcho de gira por la Provincia.
Hasta aquel día le rieron el desplante. Pero al salir a la calle esa tarde, una extraña
rabia sintió en la gente: ojos color de furia se le enfrentaron, caras esquivas lo
repelieron. A sus espaldas alguien gritó: ¡Asesino!
Don Feliciano, a cuadra y media le dio la noticia:
—Se suicidó el Emplumado, el joven oficial. Fue demasiado para un militar —
añadió con un dejo de reproche—. La ciudad está indignada. Se te fue la mano.
Suegro y yerno siguieron calle abajo.
Las caras esquivas se tornaron más hoscas. Nuevas voces y voces nuevas hicieron
sentir una bronca resaca de protestas.
En los corrillos de la plaza se protestaba.
—Que eso no lo hace ni un grande de España —bramaba Don Iñigo—. Si eso
llegara a suceder en España, el pueblo se alzaría en armas y a falta de gobierno se
tomaría la justicia con su propia mano.
—Esto es una iniquidad que no puede quedar impune —clamaba, en Candelaria.
Sacramento Bejarano.
—Justo es lo que dices —dijo Ño Cacaseno—. Sólo Dios puede disponer de la
vida de los hombres.
Don José de Oviedo y Baños, ve con aprensión la multitud. Tiene sesenta y seis
años y fama de prudente.
¿Qué os parece la barbaridad que ha cometido ese vándalo de Martín Esteban de
Blanco y Blanco? —pregunta el señor de Austria.
Don José hace un gesto ambiguo. En ese momento uno de sus sobrinos, le grita a
voz en cuello:
—¡Qué hombre tan bolsa, y que pegarse un tiro! ¿No te parece?

www.lectulandia.com - Página 128


Sus pupilas se dilatan de angustia. Él no está hecho para el conflicto. No está en
su ser el decidir. Nunca discute. Lo perturba tomar partido. Y la vida en esta
Provincia, desde que llegó en el 86, lo obliga continuamente a decidirse.
Un oficial español insultó al sobrino. Allí mismo se liaron a pescozadas.
—¡Violencia, violencia y más violencia es la ley del Valle! —medita Oviedo y
Baños, mientras a paso lento huye de la Plaza Mayor.
La muchedumbre se agitaba minuto a minuto. Gritos, pitos, vivas, mueras,
restallaban.
Un tumulto y una asamblea de vecinos nació en la plaza, sin padres ni
comadronas.
—¡Basta ya de injurias! —clamó Don José Donato Austria.
—¡Pongamos freno al abuso! —voceó Sacramento Bejarano.
—¡Venguemos al digno oficial! —propuso Ño Cacaseno.
—¡De acuerdo! —se sumó otra voz—. ¿Quién le va a hacer justicia a esa pobre
madre que en España espera? Hagamos algo, señores. Contengamos el alud del
despotismo mantuano.
—Realmente que son tremendos estos mantuanos —señalo un canario recién
llegado llamado Sebastián Francisco de Mi​randa.
—Que estas cosas, ni en África las vi —apuntó un soldado de ​los llegados con
Lardizábal.
—Otro tanto digo yo —observó un zambo próspero.
Los mueras contra Martín Esteban de Blanco y Blanco y los mantuanos,
proseguían su ascenso. La gente blanca y notable llevaba la voz cantante. La ira se
extendió al pueblo. El odio oculto afloró. De manantial se transformó en torrente; de
torrente en rio impetuoso. Creció, rugió y desbordó la Plaza Mayor y corrió calle
abajo hasta reventar frente a la casa de Martín Esteban con voces de muerte.
El mantuano se sobresaltó ante el tumulto que afuera malde​cía su nombre y el de
su madre, con subrayados de injuria. Látigo en mano cruzó el zaguán. La turbamulta
ante su presencia apagó sus forcejeos. Martín Esteban los miró con asco.
—¿Se puede saber qué carajo es lo que les pasa a ustedes? ¡Negros de mierda!
Ya varios se daban vuelta ante la voz y el chasquear del látigo, cuando un hombre
se abrió paso descargándole un garrotazo que lo hizo trastabillar.
Al verlo en el suelo la turba regresó y se encrespó de nuevo. Ya lo aplastaba,
cuando entre voces y tiros apareció la Guardia Principal.
Los Amos del Valle confluyen hacia la Casa del Pez que Escupe el Agua. El
pueblo seguía arremolinado en la plaza, escuchando protestas, gritos y arengas.
Matando caballos llegó Don Feliciano.
—Algo extraño —dijo con voz temblorosa— ha sucedido en la gente.
—Turbas multicolores recorren las calles pidiendo justicia —señaló el Marqués

www.lectulandia.com - Página 129


del Valle.
—Nos chiflan y amenazan al vernos —dijo Juan de Vegas—. Nunca hasta ahora
cosa igual había sucedido.
—A Diego Ribas —informó Manuel Gedler al entrar— un zambo le dio una
trompada.
—Mi tío, el Oidor —señaló el de Tovar— recomienda prudencia.
El Pez dejó salir un pito agorero y puso el chorro a media asta.
—Yo creo —dijo Don Feliciano— que la masa no está para bollos y que por esta
vez debemos pasar agachaditos. El pueblo desde hace tiempo viene cambiando por
obra de estos malditos vascos. Pardos, canarios y españoles, hacen frente común en
contra nuestra. Con lo sucedido se ha roto el precario equilibrio político que
manteníamos. Por eso Martín Esteban, mi vale —añadió suavemente recriminativo—
me parece que no te queda más camino que acatar la orden de arresto en tu domicilio.
—Yo creo lo mismo —apoyó la voz del coro.
—Total, dos meses pasan volando.
—Ya te diste tu gusto.
—Don Feliciano tiene razón, el pueblo está muy cambiado.
El Pez por segunda vez emitió su pito agorero y quejumbro​so. Martín Esteban
empalideció ante la propuesta. Vio a sus parientes y amigos y con dolida voz dijo:
—Sea lo que ustedes quieran.
Sin decir palabra, tambaleante de ausencia, se dirigió a la cuadra. Montó en su
caballo y acompañado por dos de sus hombres, tomó el camino del este.
Tan pronto salió de la casa, Don Feliciano y los Amos del Valle, arriba de sus
caballos fueron hacia la Plaza. El pueblo arremolinado lanzaba gritos.
—¡Pueblo de Caracas! —enunció estentóreo Don Feliciano—. Los hombres
notables de este Valle no permanecemos impasibles ante tus demandas de justicia. Ya
hemos ordenado a Don Martín Esteban de Blanco y Blanco que se marche al lugar de
confina​miento que le ordenó el Gobernador Lardizábal. Y que el muy cobarde no se
atrevió a hacer efectivo por él mismo. Mi hijo, con razón o sin ella, marcha en estos
momentos hacia su cautiverio. Y no por orden del Gobernador, ¡oídlo bien!, sino por
de​cisión nuestra.
Un largo silencio siguió a sus palabras. Alzado el mentón, recto y soberbio, el
Gran Mantuano cruzó la Plaza seguido de sus compañeros.
Ya alcanzaba la Catedral cuando una voz en agonía saltó en saeta:
—¿De quién es la justicia?
—Del Rey, nuestro Señor —respondió la plaza con retumbares de ensayo.
—Esta noche —dijo Don Feliciano luego de darse vuelta— se ha muerto un
tiempo del que nace otro para mostrarnos los dientes.

www.lectulandia.com - Página 130


38. ¿Oyes reír los tambores?

Martín Esteban al llegar al portal de su hacienda, asaltado de confusos impulsos,


siguió de largo, para sorpresa de sus caporales. Cabizbajo, encorvado y vencido, llegó
a Los Dos Caminos. Cruzó Tócome en franca marcha hacia Barlovento. Lo alcanzó la
noche alboreada por la luna. Cruzó quebradas, bajó y subió montañas. Siempre con la
cabeza inclinada. La luz del amanecer brilló en lontananza.
A media mañana lo bajaron de su bestia y la cambiaron por otra. Sobre bestias
nuevas, una tras otra, alcanzó el mar. Triste e inmóvil el gesto.
Subió a un «Tres Puños». Por todo un día navegó el barquichuelo bajo un sol
abrasador. En Cabo Codera no alzó la vista para ver el relámpago y la nube negra que
se le venia encima.
El chaparrón estalló. Las olas crecían. El «Tres Puños» crujía, se anegaba. Subía
y bajaba en trances de zozobrar; pero Martín Esteban continuó cabizbajo aunque sus
hombres rezaran, el Caribe lo calara y rugiera la borrasca.
La tormenta quedó atrás. Salió el sol, de nuevo quemante. La corriente arrastraba
el falucho hacia el oeste como un rio desbocado. Los pueblos se sucedían. Chuspa,
Naiguatá. La Guayra, Maiquetía. El hambre y la sed apretaban a sus hombres. Pero él
seguía inmóvil, cabizbajo, sin comer, beber ni ordenar. Cayó una tarde. Cayó otra
noche. Salió una luna. Apareció la mañana y no cesaba de navegar. A mediodía
llegaron a Cata. Con un ademán ordenó poner proa hacia la Bahía claveteada de
cocales. Quebrado, cansado y vacilante, recorrió los veinte pasos que iban al corredor
de la Casa Grande y sin quitarse el traje se echó en la hamaca.
Al tercer día despertó. A la semana ya hablaba. Al noveno día se movía. Al
décimo cabalgaba, gritaba e injuriaba.
Envió recados a su mujer para que se viniera en seguida.
A la semana llegó María Juana con Juan Manuel y sus hijas.
Lardizábal, por obra de Don Iñigo, fue destituido discretamente por el Rey a los
diez meses de aquellos sucesos. Llegó el nuevo Gobernador Gabriel de Zuloaga.[34]
Sus amigos le informaron por carta que era vasco, como la Compañía, y hombre de
autoridad. A diferencia de Lardizábal, se mostró imparcial en los antagonismos que
tenían los plantadores y los vascos, pero fiscalista y centralizador como hasta
entonces no lo había sido ningún Gobernador. Para sacar alimentos y aguardiente de
la ciudad, era necesaria una licencia. A las nueve de la noche los pobladores estaban
en la obligación de recogerse en casa. Quedaba prohibido el porte de armas. Los
cirujanos deberían informar a las autoridades sobre cualquier herido que atendiesen.
Se prohibían las peleas de gallo y caída la noche nadie se pararía en las esquinas, so
pretexto de conversación.
—¡Carajo con el hombre! —dijo Martín Esteban desde Ocumare.
Al año justo de llegar Zuloaga murió Don José Oviedo y Baños, el viejo Oidor.[35]

www.lectulandia.com - Página 131


—¡Asesino de mi padre! —sólo dijo cuando Miguel de Aristeguieta le escribió la
noticia.
El cacao llegó al Ínfimo nivel de ochenta y ocho reales. La situación de los
cosecheros es desesperada. Las redes de Don Iñigo dificultan el contrabando. Ese año
se declaran setenta mil fanegas. El extinguido virreinato de Santa Fe, al cual pasó a
formar parte la Provincia de Caracas o Venezuela en 1717, se restablece
nuevamente[36] para indignación de los venezolanos, celosos de su autonomía. Junto
con Caracas son anexadas las provincias de Cumaná, Maracaibo, Guayana y
Margarita. Para sorpresa de todos, Zuloaga es el primero en oponerse a la medida. De
inmediato escribe largos memoriales al Rey pidiéndole la segregación de Venezuela.
El Almirante Vernón, con una flota de seis buques, ataca a La Guayra y sitia a
Puerto Cabello.[37] El Castellano de la fortaleza recaba auxilio.
—Refiéranle de mi parte —manda por respuesta— que aprenda a defenderse
solo.
Tan pronto se marchó el mensajero sintió un extraño escozor Al cuarto día no
pudo contenerse y con sesenta hombres armados tomó el camino de Puerto Cabello.
Desde la serranía alcanzó a ver la flota cuando ya se batía en retirada. Inglaterra le
había declarado la guerra a España —le observó un arriero—. Martín Esteban con
mirada indiferente miró hacia el mar por un largo rato, y haciendo un gesto
despectivo retornó a su hacienda. El cacao bajó a setenta y dos reales. La Compañía
se abroga el monopolio de esclavos. El Rey declara definitivamente a les
guipuzcoanos bajo su protección.
El Almirante Vernón, una vez más, con una flota de veintidós mil hombres,
compuesta de cincuenta navíos de guerra y ciento treinta naves auxiliares, pone sitio
inútilmente a Cartagena. De paso hacia su objetivo, cañonea a La Guayra y Puerto
Cabello.[38] Zuloaga ante los hechos, escribe al Rey y obtiene seis regimientos
peninsulares para las guarniciones de Puerto Cabello y La Guayra.
¿Contra los ingleses o contra nosotros?
Al año siguiente el Rey segrega a Venezuela del Virreinato de Santa Fe.[39] El
prestigio de Zuloaga aumenta. Hasta el punto, caso único en la historia de la
Provincia, que es ratificado como Gobernador para el quinquenio 1742-1747.
—Ahora sí nos fregamos de verdad —comenta Don Feliciano—. Zuloaga es la
horma de nuestros zapatos.
El Gobernador, que al principio se mostró imparcial, en su segundo período es
abiertamente simpatizante de los vascos.
Los mantuanos favorecen un levantamiento contra la Guipuzcoana en San Felipe.
Martín Esteban se negó a participar. «Yo no me meto en vainas. Allá ustedes,
acomódense como puedan. ¿Qué yo era un déspota criminal? Vean ahora los
resultados».

www.lectulandia.com - Página 132


El poder de los Amos del Valle se desmorona. Martín Esteban en su agria soledad
se alegra y lo proclama jubiloso.

Seis años han transcurrido desde que se marchó de Caracas. Además de Juan
Manuel, que ya tiene catorce años, diez niñas ha tenido María Juana.
Juan Manuel es un chico de hermosa prestancia. Rubio, oji-azul y sombrío.
Martín Esteban lo quiere con ternura, por más que sea su opuesto: tímido, piadoso y
solitario. Su mayor placer, además de charlar con el cura de Ocumare, es la caza. ¡Y
tiene una puntería que le da a un doblón a diez brazas!
Sus amigos de Caracas continuábanle escribiendo, pero él no les respondía. Era
grande su resentimiento. Mandó a decir a los que anunciaban visita, que se guardaran
de hacerlo.
Los seis años en la hacienda, antes que dañarlo, le habían conferido más robustez
y lozanía. Habían quedado atrás las parrandas y la bebedera de aguardiente a las que
era tan asiduo en Caracas. María Juana, su mujer, por lo contrario, desmejoraba mes
tras mes desde que llegaron a Ocumare.
Se observaba cejijunta, nerviosa, irascible.
Miguel de Aristeguieta, uno de sus mejores amigos, llegó inesperadamente. Traía
las noticias de que las viruelas asolaban a Puerto Cabello[40]y que la fanega de cacao
había caído al ínfimo nivel de nueve pesos.
—¡Basta ya de este enmojigatamiento! ¡Es hora de que regreses y te dejes de
tantas tonterías! Piensa en los muchachos. Estas haciendo a Juan Manuel un lanudo y
a las niñitas unas campesinas y sobre todo, veo muy mal de los nervios a María
Juana.
Fue el primer toque de alerta. A su mujer la mordisqueaba la melancolía. Fue
replegándose paulatinamente. Apenas hablaba. No ocultaba su pesadumbre, y pasaba
las horas, inmóvil con la mirada vacía contemplando el mar.
Una noche despertó alarmado. María Juana gemía demencial.
—¡Corre, corre! —decía—. ¡Allá afuera están matando a una vieja!
Sobresaltado corrió hacia la playa. Sólo el silencio lo esperaba. Preguntóse con
voz ansiosa si María Juana había sido victima de una pesadilla o era el espectro de su
abuela.
Día tras día se hizo más extraña y ausente. Tomó aversión por las negras bonitas.
—Putas y requeteputas es lo que son. Y tú te las llevas al rio. No me lo niegues
Martín Esteban. Y con tus propias manos las desnudas. Y catas sus cuerpos. Y te
revuelcas con ellas.
Tres noches más tarde María Juana lo volvió a despertar.
—¿Oyes reír los tambores?
Martín Esteban se estremeció al verla sentada en la cama auscultando el oleaje.
—¡Óyelos cómo se ríen! —musitó espantada—, ¡óyelos cómo se burlan!

www.lectulandia.com - Página 133


¡Escúchalos bailar! ¡Anda! ¡Corre! ¡Pídeles que se vayan, que no los quiero ya!

Después de aquella noche María Juana fue diferente. Lo decía el tono de su voz,
el brillo de sus ojos, la expresión del rostro. Algo pavoroso e inasible la envolvía.
Para acallar sus ce​los prohibió el paso por su casa, bajo pena de azote, de las negras
bonitas.

39. Seiscientos hombres lo seguían

Juan Francisco de León, el teniente de Panaquire, de paso hacia Ocumare atracó


esa tarde en las playas de Cata.
El isleño le refiere los últimos sucesos de la Compañía Guipuzcoana. El cacao
sigue por el suelo. El contrabando con los holandeses es menos que imposible.
—Si esto sigue así, lo mejor será vender todo.
Un soldado a caballo irrumpe por el camino.
Los ingleses sitian a La Guayra. Son diecinueve buques. Desde hace tres días se
pelea. Los nuestros los han derrotado, pero según dice el telégrafo del humo, vienen
hacia Puerto Cabello. El coronel Don Julián de las Casas, Castellano de la Fortaleza,
recaba vuestro auxilio.
El Castellano de Puerto Cabello, un vasco por el cual sentía viva antipatía, los
recibió con entusiasmo. A Martín Esteban, por su rango y pericia, le dio tropas y
lugar de honor. Entre los voluntarios estaba Sebastián de Miranda, aquel comerciante
canario que en Caracas vendía telas en la Plaza Mayor.
Al día siguiente aparecieron los ingleses. Luego de seis horas de bombardeo,
desembarcaron al ritmo de sus gaitas escocesas y de bayoneta calada. Treparon hasta
la cumbre y tomaron el castillete que dominaba la bahía.[41].
De la montaña y del mar caían por miles las balas sobre el castillo. Al segundo
día de asedio quedaron privados de agua y alimentos.
Los invasores saquean la ciudad. Se ensañan en particular contra los bienes de la
Compañía Guipuzcoana. Al tercer día levantaron el sitio. A la media tarde ya ha
embarcado el grueso del ejército. Sólo resta la pequeña guarnición que ocupó el
Castillo de La Cumbre.
Martín Esteban vislumbra la oportunidad:
—Dadme cien hombres —propone a Las Casas— para hacerle morder el polvo al
inglés.
—¡Sea! —respondió con desgano—. Pero han de ser voluntarios quienes os
acompañen en tan temeraria empresa.
Más de trescientos hombres respondieron al reclamo. Entre ellos Juan Francisco
de León y el canario Sebastián Francisco de Miranda.

www.lectulandia.com - Página 134


Martín Esteban y sus huestes salieron en dirección al cerro. A mitad del camino
toparon con los ingleses. Sorprendidos y entre grandes bajas se replegaron hasta
cuartelillo.
El fuego salía graneado de las almenas. «De no tomar la fortaleza de inmediato —
pensó Martín Esteban— enviarán una columna de rescate». Oteó hacia el castillo:
—Necesito cuatro hombres para que pongan cuatro petardos en la puerta de la
fortaleza.
Cuatro caballos con cuatro barriles y cuatro jinetes, se alinean frente al grueso de
la tropa. El cuchillo en la boca y los pies amarrados. Afirma el mantuano:
—¡Ya!
Cuatro tizones sobre los ijares dieron paso a la carrera. Tres de los jinetes fueron
muertos a diez varas del objetivo. Un rubio alto llegó vivo al portal. El barril cayó
justo en la puerta del castillo. Los otros caballos, enloquecidos prosiguieron en línea
recta su carrera.
—¡Fuego! —rugió Martín Esteban.
Los cuatro caballos y el hombre vivo cayeron muertos frente al portal.
Una lluvia de estopas llameantes cayó sobre aquel amasijo de caballos y hombres
sangrantes. La explosión derribó, con la puerta, parte de la muralla. En un halo de
humo avanzó Martín Esteban seguido de su gente.
Ordenados, disparaban los ingleses. Veinte hombres cayeron a la primera
descarga. Una bala hirió en el muslo a Martín Esteban. Cargaron los sitiados a la
bayoneta. Un escocés levantó su claymore sobre Martín Esteban, herido en el suelo.
Un golpe de sable lo degolló. Don Sebastián Francisco de Miranda era su salvador.
Luego de arriar el pabellón inglés y de ultimar a los prisioneros, Martín Esteban
dijo al canario:
—Gracias, amigo Miranda, nunca olvidaré que a vos os debo la vida.
A bordo de una balandra y colgado de un chinchorro, con la pierna entablillada
llegó a la hacienda.
Diez días más tarde pudo caminar. A pesar de su hazaña volvió la melancolía. Un
deseo impostergable de estar en Caracas lo estremecía. Unas ganas tremendas de
encontrarse de nuevo entre los suyos lo poseía y una mezcla a partes iguales de
resentimiento y añoranza le hacía pensar en sus amigos, en sus parientes, en los
Amos del Valle.
Pero el recuerdo de la afrenta cerraba la hendija que daba al Valle.
Ya la tarde rodaba hacia el crepúsculo. Sofocado llegó a la Casa Grande. Don
Feliciano y sus cinco mejores amigos lo esperaban:
—Te vinimos a buscar —dijo el Gran Mantuano—. ¡Ya basta, hombre de Dios!
Martín Esteban sin reponerse de la sorpresa veía a su suegro.
—Pero Feliciano —añadió el Marqués de Mijares—, dale de una vez la noticia,

www.lectulandia.com - Página 135


que para eso hemos venido.
—Pues nada, hombre —dijo el viejo abriendo los brazos—, los caraqueños, que
son locos, te han elegido alcalde.

A seis años de aquel día, una balandra traspone hacia La Guayra, la


desembocadura del Mamo. En la proa, con la mirada en lontananza, va Martín
Esteban de Blanco y Blanco. Sigue siendo un hombre fuerte y decidido. Recia y
elástica es su figura. Sus ojos negros y oblicuos brillan vigilantes. Su piel se ha vuelto
oscura. En la línea de su boca repta un bigote negro que cae a pico, ordenando las
comisuras.
El 1 de enero fue elegido alcalde por tercera vez. Su última elección fue hace dos
años, cuando la esclavitud de Yare se in​surreccionó contra sus amos, dando muerte a
varios de sus amigos.[42]Los agentes de la Guipuzcoana estimulaban el carácter
levantisco de los negros contra los mantuanos, haciéndoles ver en aquella ocasión que
Su Majestad había abolido la esclavitud. A sangre y fuego sofocaron la rebelión.
—Era preciso —dijo Martín Esteban a los vecinos—. Es el precio a pagar por
mantener el orden.
Don Iñigo y sus agentes no cesaban de hostigar a los mantuanos. El cacao había
llegado a la ruinosa cifra de ocho rea​les. Al fijar precios por debajo de doce pesos y
medio, que era el costo de la producción, los plantadores caminaban
indefectiblemente hacía la ruina.
«Desposeídos de su riqueza —había escrito Don Iñigo al Rey—, privados de sus
privilegios y desmitificados ante la población, los Amos del Valle, pesadilla de
monarcas, dejarían de serlo».
Los más poderosos «se apretaron el cinturón» en espera de tiempos mejores. La
casi totalidad de los pequeños y media​nos cosecheros, se vieron obligados a vender
sus fincas al precio que les ofreciera la Compañía.
Para acelerar la indefensión de los criollos, Don Iñigo logró del Rey que fuese él,
y no la junta de vecinos de cada pueblo, quien eligiese los tenientes de justicia y los
cabos de guerra.
La intención se hizo sentir de inmediato, hostigándolos, irrespetando viejos
patriarcas, poniendo trabas de toda índole y en especial favoreciendo el carácter
levantisco de los esclavos.
La fuga de éstos no era seguida de sanciones ni de persecuciones. Los fugitivos se
exhibían bajo los carteles de reclamo. Pueblos de cimarrones florecían
progresivamente y con toda impunidad a todo lo largo de la Costa Maya. Días antes
de la recolección del cacao los esclavos de un fundo, aleccionados por los justicia,
cortaban los frutos pintones.
Hace tres días en Cata, más de doscientos árboles amanecieron con los frutos
cortados. Martín Esteban sorprendió in fraganti a dos de sus esclavos. Descubiertos,

www.lectulandia.com - Página 136


huyeron al pueblo vecino. Le dijeron que se mostraban por las calles sin ningún
temor. Sin más compañía que un látigo y un trabuco, los persiguió hasta Ocumare. Al
verlo llegar corrieron a la comisaría y Martín Esteban entró tras ellos. El cabo de
guerra, rodeado de cuatro espalderos armados, le dijo al verlo:
—Estos hombres quedan bajo mi protección. Usted ha quebrantado la ley al
maltratarlos.
Enrojeció, maldijo, intentó agredirlo. Cuatro pistolas lo hicieron desistir entre
bufidos.
«Ahora si es verdad que llegó la hora de jugárnosla completa» —se decía
navegando hacia La Guayra.
Hasta entonces la Compañía, temerosa de sus desmanes, no lo había
obstaculizado. En sus haciendas reinaba el antiguo orden. Lo sucedido era clara señal
de guerra en puertas. Tan pronto llegase a Caracas, solo o acompañado, le pondría
reparos al asunto…
Al pisar tierra en La Guayra le llamó la atención un inusitado trajinar de soldados;
un ir y venir de la gente:
—¿Qué sucede? —preguntó a un comerciante amigo suyo.
—Juan Francisco de León —respondió el hombre— se alzó contra la Compañía y
avanza sobre Caracas con un ejército. Hace horas que llegó a Tócome y exige al
Gobernador que expulse a Don Iñigo y a todos sus vascos.
—¡Urpia Dolores! —profirió al escuchar la nueva. De un salto montó al caballo y
a galope tendido buscó el camino que por las nubes iba a Caracas.

40. El zorro de mis gallinas

Caracas, ante la rebelión de Juan Francisco, vive un momento de espera incierta.


Las mujeres se agolpan en las puertas y ven​tanas que dan a la Calle Mayor. Juan
Francisco de León y sus seis mil hombres están acampados en San Bernardino.
Castellanos, el Gobernador, ha erigido barricadas. Soldados y alabarderos miran
vigilantes hacia el Naciente. Los caraqueños saltándose prohibiciones hacen largos
rodeos para saludar al isleño.
Piquetes de hombres en marcha bajan hacia el Anauco. El trepidar de un cañón
ensordece a los vecinos. Jinetes de variada pinta cabalgan a borbotones. Hombres
furtivos con paquetes bajo el brazo se van despacio hacia el campamento.

En la casa, María Juana rodeada de sus hijas y de la esclavitud, ordena el


bastimento que piensa enviar a Juan Francisco de León.
De todas las casas, de todos los ranchos, de las iglesias, conventos y pulperías,
salen carros, carromatos, paquetes, sacos y bolsas llenas de comida. Para ese tronco

www.lectulandia.com - Página 137


de macho que al fin se alzó contra la Compañía.
El cañón vuelve a subir con una cola de fusileros. Juan Fran​cisco ha ordenado que
despejen la Calle Mayor. Arremeterá de una vez contra la ciudad. Castellanos,
temeroso, complace al jefe insurgente.
En la casa de Ño Cacaseno hacen concilio Don Iñigo, el Obispo y el Gobernador.
Castellanos, atropellado, vacilante y contradictorio, expresa sus opiniones. El
Obispo Abadiano, moreno y rollizo, no oculta en sus ojillos el desdén que le produce.
—¿Y si queman la ciudad? —pregunta Castellanos—. ¿Y si nos descuartizan? —
añadió sin pausa—. ¿Y si injurian a Su Eminencia?
Ño Cacaseno y Don Iñigo escuchan aburridos el sonar de sus ocurrencias.
—¿Y si violan a las mujeres vascas?
Ño Cacaseno se sobresalta.
Don Iñigo se mesa la barba roja al pensar en su mujer. «Nadie en su sano juicio
sería capaz de violarla». Castellanos troca su ansiedad.
—Pero nada podrán hacer contra nosotros —enuncia en tono de arenga.
El Obispo, con una mirada, lo moteja de imbécil.
—Les haré morder el polvo cual conejos. ¡A Juan Francisco lo colgaré del
horcón!
—No os inquietéis demasiado, señor Gobernador —dice con su voz pausada Ño
Cacaseno—. Bien conozco a Juan Francisco y lo que tiene de temerario lo tiene de
inconsistente. Dadle tiempo. Envolvedlo con vuestra labia. Mandadle incluso un
presente. Veréis que antes de tres días cambiará de parecer.
—Pero Don Cacaseno —salta ante la propuesta—. ¿Cómo puedo hacer yo tal
cosa? ¿Mi honor? ¿Mi titulo?
Gorjea una risilla burlona el Obispo.
A pesar de sus ochenta años, Ño Cacaseno, quien alcanzó el titulo de Don,
mantiene clara su mente y vigoroso el cuerpo. A raíz del sistema que ideó contra el
contrabando, es él pardo más rico de toda la Provincia. De Begoña, la prima sirvienta
de Don Iñigo, tuvo tres hijos: dos chicas y Juan de Dios, el primogénito. Su mayor
orgullo, tanto por su apostura como por la sólida y esclarecida inteligencia. A los diez
años era tan entendido en asuntos comerciales, históricos y humanos, que un día llegó
a decirse: «Algún día será el verdadero emancipador de los vencidos».
—Yo creo, al igual que Don Cacaseno —dijo Don Iñigo—, que Juan Francisco no
es de temer. Entre sonrisas y promesas, a la postre quedará inerme.
El Obispo, atragantándose con un picatoste, sonrió afirmativo.
Tintinea un candelabro ante otro cañón que retorna. Ño Ca​caseno abre el postigo:
—Un gentío va bajando.
Un oficial de caballería entra a la sala. Sus hombres —refiere al Gobernador
Castellanos— detuvieron hace unos instantes a uno de los secuaces de Juan Francisco

www.lectulandia.com - Página 138


de León.
—Llevaba este mensaje —dice el hombre— para Martín Esteban de Blanco y
Blanco.
El Gobernador lee la misiva. Empalidece.
—Juan Francisco —dice a los otros con alarma— propone el Gran Amo del Valle
ponerse al frente de la revuelta.
—¡Recórcholis! —prorrumpe Don Iñigo—. Ahora esto si que es distinto.
—Realmente —añadió Ño Cacaseno con expresión perturbada—. La situación es
de cuidado.
—El señor de Blanco —observó Don Iñigo— empero arrastrar viejos odios,
acrecentó su prestigio. Se le teme, respeta y admira.
—Hasta el punto, como habrán observado vuesas mercedes —añadió el
Gobernador— que para nada lo importuno.
—No necesitáis recordárnoslo —apuntó burlón el Obispo.
Los cuatro hombres miran al suelo, sombríos y silenciosos. El oficial espera
instrucciones. Una gozosa malignidad se aposenta en Castellanos.
—Para cazar al zorro —dice— es necesario una gallina…
Don Iñigo y Ño Cacaseno lo miran con extrañeza. El Obispo tuerce el gesto, —…
y la gallina —prosigue— está en nuestras manos —añadió mostrando la carta de Juan
Francisco—. El señor de Blanco y Blanco no podrá resistirse al reclamo, y
entonces… saldremos a su encuentro en el sitio y lugar más conveniente. Con
semejantes pruebas encima no me negarán vuesas mercedes que cualquier medida se
justifica. Este bendito papelillo nos permitirá liquidar de una vez por todas al único
mantuano con arrestos de jefe.
Estalló la carcajada del Obispo:
—¡Vaya que le sonó la flauta…!

41. Fa de majo, Manolín

Un isleño de alpargatas y traje sucio entró a la casa del Pez que Escupe el Agua y
entregó a Juan Manuel el mensaje que Juan Francisco enviaba a su padre.
Al enterarse del contenido brillaron sus ojos de regocijo. —Gracias, amigo —dijo
al falso mensajero.
El Pez ululó desfalleciente.
«Déjame irme a la chita callando —se dijo Juan Manuel— sin que madre lo
huela».
Acompañado de Juan Vicente Bolívar tomó el camino de La Guayra, donde
encontraría a su padre, como le había avisado.
Los ojillos renegridos del Gran Amo del Valle desde la cumbre de la montaña ven

www.lectulandia.com - Página 139


ascender a los dos muchachos.
Martín Esteban lee el mensaje del isleño insurrecto.
Hosco interpela a Juan Manuel y a Bolívar. Con alegría y precisión le van
respondiendo. Relee el mensaje. Mira una vez más hacia el campamento. Entre
humaredas hay un presentir de gentes.
—Regresemos a la venta mientras pienso. Allí estaremos mejor.
Al lado del castillo y entre la niebla, el Gran Amo del Valle mordisquea un pernil.
Luego de los postres dijo a los muchachos:
—Para no levantar sospechas dormiré la siesta aquí. Ustedes se me regresan ahora
mismo y van derechito a hablar con Juan Francisco y le dicen que a las ocho en punto
de la noche estaré en su campamento. Después que le hayan dado mi recado te vas a
casa de Don Feliciano, tu abuelo, y le echas el cuento. Y que le mande a Juan
Francisco todas las armas y machetes que consiga. Llegaré a Caracas poco antes de
las seis de la tarde. ¡Váyanse con cuidado y que Dios me los bendiga!
Juan Manuel, con los ojos del padre prendidos en la espalda, emprendió el retorno
hacia Caracas. El frío era intenso alrededor de la venta. La niebla perenne que la
envolvía, estaba esa tarde de una densidad cegadora. Árboles vetustos, grandes lianas,
helechos como palmeras, yerba húmeda, trinar de pájaros en lamento, le daban un
aire sombrío. La tierra se ha puesto blanda, el fango empuja, el precipicio clama.
—¡Ah, vaina! —exclama de pronto Juan Vicente—, me vine sin tabaco. Sigue tú,
que yo te alcanzo más abajo.
Juan Manuel prosigue solo la marcha. La niebla se hace aún más espesa. Jamás ha
visto una neblina como aquella. No se ve a más de una vara. El camino se adivina
entre la barranca y el muro de la montaña. La neblina se hace chubasco. Tercia el
capote. Más allá está la cueva que talló en la montaña un buscador de tesoros. Es
larga, ancha y profunda, con forma de doble ele invertida.
Alguna vez encontraron una onza y hace dos meses a un arriero asesinado. Pero
hace frío. La niebla cala, la niebla ciega. Juan Vicente tarda. Un leve resplandor sale
al camino. Amarra el caballo de un palo seco que hay a la entrada y bajando la cabeza
se metió dentro. «Ya lo verá Juan Vicente».
El calor y las voces vienen de adentro.
—E ansina González de Silva, gallardo e reputado general, salvó a Caracas de los
indios que la acoraban. Mi amo, el Cautivo, hizole su frade e amigo.
Juan Manuel se sintió atropellado al encontrarse junto a la hoguera con Eugenia,
su nieta, y Rosalía.
—¡Fa de Majo, Manolin! —saludó la esclava adoptando la forma de una mozuela
—. ¿Fase agua? Llevas la fedegosa mojada. Toma la fasaleja y retrépate a mi lado.

www.lectulandia.com - Página 140


CUARTA PARTE
Ultima historia del capitán poblador
42. Garci González, de Silva

Veintitrés años tenía Garci González de Silva.


—Hace tres días —observó a los de Santiago— tuvimos noticia de los apuros en
que os hallabais.
—Y a tiempo justo llegasteis —respondió el Cautivo con una insólita sonrisa de
bonhomía.
Era un hombre apuesto, de mediana estatura, barba y pelo negro, tez blanca y ojos
risueños, francos, sin rescoldo de doblez, falacia o enojo. Era natural de Badajoz.
Llegó ese mismo año a Valencia en la expedición de su tío Pedro Malaver de Silva.
Hubo enfrentamientos entre tío y sobrino. El mozo, seguido por ochenta de
caballería, decidió labrarse destino por su cuenta.
Garci González llevaba puesta una capa amarilla y negra, con plumas del mismo
color sobre el yelmo.
—Os parecéis —le señaló el Cautivo— a ese pájaro del Valle, el conoto amarillo
y negro, de agudo y melodioso trino.
Por él quedó enterado del triste final de Diego de Lozada:
—El día antes de salir en vuestro auxilio llegó la noticia a Valencia que había
muerto de pena.[43]Al parecer nunca se recuperó de la melancolía que le asaltó al salir
de Caracas.
—¡Pobre! —clamó el Cautivo y sesgó el rostro contrariado.
La paz sucedió a la cabalgata. Maltrechos por la guerra, el hambre y las
disensiones internas, los sitiadores levantaron campo y se dispersaron en desorden.
—No basta que se vayan —comentó el joven extremeño.
—Tenéis razón, Don Gonzalito —dijo el Cautivo, como decidió llamarlo—. No
hay que dejar ni uno solo para muestrario.
—No digo tal, Don Francisco —respondió el mozo con sonrisa amable—. Digo
más bien que luego de vencerlos, ganárnoslos a nuestro favor haciéndoles ver los
beneficios de la paz.
El Cautivo sin borrar de sus ojos la simpatía, lo miró escéptico. Garci González
era alegre y bonachón. Charlaba y chanceaba con los soldados. Expresaba con
regocijo su admiración por las ricas hembras realengas y hacía reír a carcajadas hasta
al mismo Cautivo cuando al pulsear el laúd desgranaba coplas del romancero.
Juan Fernández de León, uno de los conquistadores y vecino norte del Cautivo, lo
alojó en su morada.
Al día siguiente fue de visita a casa del Cautivo, quien lo recibió con aquella

www.lectulandia.com - Página 141


extraña cordialidad, que al igual que a Ledesma, tenía intrigados a los vecinos.
Dos taburetes y un barril a modo de mesa hizo traer para agasajarlo.
—¡Traedme el cocuy viejo! —ordenó— que hoy mi casa se honra con tan bravo
paladín.
Sentados junto a la poza, trasegan el licor de maguey que el Emperador Carlos V
se hacía llevar expresamente, por considerarlo de gran exquisitez.
—¿Y que tal os trata Juan Fernández? Es un viejo marrajo; pero de lo menos
malo que hay entre esta caterva de andrajosos. Soy el padrino de su mujer. Es guapa,
como habéis visto. Apenas entramos al Valle la capturamos bañándose sola y desnuda
en esta acequia. Juan Fernández que es un rijoso se deslumbró al verla, y entre los
gritos de la zagala, la tumbó en la yerba y a la fuerza la hizo suya. Apenas se levantó,
«no sé qué tiene la india entre las piernas», me dijo súbito y con expresión ausente.
—¡Quiero casarme con ella, de inmediato!
Llegó el cura. Antes de unirlos en matrimonio había que cristianizarla.
—¿Qué nombre se os ocurre, Don Francisco?
—Pues viéndolo bien —le dije— creo que por la forma que la conocisteis no hay
nombre que mejor le cuadre que Violante.
Y Violante se quedó mi ahijada.
La conversación por un largo rato prosiguió entre tragos y risas en medio de los
mutuos escarceos. De pronto preguntó el extremeño:
—Decidme, amigo mío, ¿qué tanto significa la palabra tercio o vale que a
hurtadillas me endilgan?
—Suerte tenéis, mi noble amigo —contestó el viejo—. Vale y terciazo son dos
palabras que rara vez pueden aplicarse al mismo ser.
Al llegar yo a estas tierras hacia 1535, la palabra «tercio» ya la escuchaba mentar.
Un tinterillo muy sabido que vivía en el Tocuyo diome por noticia que la palabreja se
refería a los tercios de Flandes, pues entre tanto tunante desastrado y pillo que viene a
las Indias, ellos que son tan belitre como cualquiera, al lado de los otros lucían como
samaritana en burdel. De ahí que cuando aparece entre nosotros alguien que no sea
feral, falaz o abellacado se le llama tercio o terciazo. Vale, en cambio, es el curruña,
el cómplice, o el secuaz. Tiene el calor cariñoso de la camaradería. De los que sufren
juntos por largo tiempo sin que el uno le pregunte al otro de dónde vienes y a dónde
vas. Os debéis sentir orgulloso Don Gonzalito, de que os reclamen a dúo como tercio
y vale. Es tanto como si el truhán que os mienta caballero os diga también hermano,
encubridor de mis faltas, palo y amparo de mi desazón.
Acarantair salió de la cocina y avanzó hacia el Cautivo. Garci González se
sobresaltó al verla.
Acarantair devolvió la mirada y la clavó al suelo. Gonzalito por largo rato la caló
de soslayo.

www.lectulandia.com - Página 142


Fuertes ladridos restallaron dentro. Era Amigo, el mastín poderoso que arrancó
una nalga a Chaima.
—¡Se soltó Amigo…! —gritó alguien.
El perrazo irrumpió en el patio y a grandes saltos y con expresión temible corrió
hacia ellos.
El Cautivo alarmado se puso en pie para cubrir a su huésped.
¡Cuidado, Don Gonzalito! ¡Ese perro es una fiera!
Amigo, sin embargo, apenas olfateó a González de Silva, sacudió el rabo y dejó
de ladrar.
Apremioso, el Cautivo se palpó el cinturón buscando su pistola. Amigo, silencioso
y tenso, avanzaba hacia su huésped. Para sorpresa suya lamió las manos del joven
guerrero, que sonriente lo acariciaba.
—¡Vos sois, sin duda, el hombre de los milagros! —comentó el viejo aún sin
creerlo.
—Es el mastín más hermoso que he visto en mi vida.
—Pues vuestro es. Os lo regalo ahora mismo. Me siento doblemente dichoso de
entregároslo por presente y librarme de él.
—¡Gracias, Don Francisco! Es el mejor regalo que jamás haya recibido. ¡Me
gusta Caracas para vivir! —añadió súbito sacudiendo su parla ceceante—. Aquí me
quedaré, si es que vosotros lo permitís.
—No sólo os lo permitimos —respondió el Cautivo con su vozarrón—. Os lo
ordenamos, imponemos y obligamos.
Los sirvientes aplaudieron las palabras del amo. Acarantair oculto en la mano una
sonrisa y con ojos radiantes se marcho en dirección al samán.
La imagen de Acarantair se quedó en sus pupilas. Gracias al paloapique y a la
vecindad intentaba verla cuantas veces pudiese al día, so pretexto de charlar con el
Cautivo, por quien sentía un progresivo y desbordante afecto.
«Mal hago en desearle a su hembra, pero quién detiene al viento cuando sopla».
Acarantair, sin embargo, lo rehuía. Entre dientes y siempre con la mirada baja,
respondía a sus alegres saludos y frontales requiebros, corriendo hacia la casa apenas
lo veía llegar. Pero apenas Gonzalito se desentendía de ella engarzándose con el
Cautivo en animada charla, reaparecía en el patio y sus ojos habitualmente inmersos
en la indiferencia, fulguraban golosamente atormentados midiéndole el perfil.
La gente de Caracas, desasistida de hombres de guerra, incitaron a Garci
González y a sus hombres a que se avecindasen entre ellos. A los ochenta se les
otorgaron solares extramuros.
Y como las tierras del Valle ya tenían dueños, se les dio por suyas las libres y
realengas que lo rodeaban, feraces en grado sumo y asiento de tribus lidiosas,
pugnaces en su batallar.

www.lectulandia.com - Página 143


—Eso es lo que se llama caridad con uñas —susurró el Cautivo a Ledesma
cuando el Teniente Gobernador les hizo a los de Valencia la propuesta—. ¡Nunca
hasta ahora me había topado con el caso de que el donar enriqueciera! ¿No os parece,
maese? Ledesma, para su desconcierto, dejó caer cansino:
—Bien decís, maese, que nunca hasta la fecha lo habíais visto como para que a
nuestros años lo llegarais a ver. Jamás el águila joven compartió su presa con el
águila caduca. De la excepción, sin embargo, se hace la regla.

43. Amaconeque

Los indios no cesaban de hostigar a Caracas. A propuesta de Garci González y en


previsión de que no volviera a suceder de quedarse sin agua, se erigió una torre de
avanzada o reducto en el mismo sitio donde los caballos de la sed se pegaron al rio.
Treinta hombres y una culebrina avizoraban la ciudad y el río.
La hazaña que ya hizo bienquisto a Garci González, prosiguió en su bondad y
apego a la jerarquía, granjeándose el afecto y admiración, tanto de la soldadesca
como de los viejos capitanes, a quienes nunca disputó su jefatura por más que muchas
de las acciones bélicas que se emprendieron con éxito se debieran a su genio y
conducción.
En enero, Garci González a la cabeza de ochenta hombres de caballería y un
ejército de indios amigos, salió en busca de Paramaconi, el gran cacique toropaima.
Luego de una serie de escaramuzas el cacique fue vencido y hecho prisionero por el
mismo Garci González en un combate cuerpo a cuerpo. Apaciguado el cacique, lo
hizo traer al real mientras cenaba: lo liberó de sus amarras y lo invitó a compartir el
pan y el vino.[44]Paramaconi hizo un gesto de duda al probarlo, luego chasqueó la
lengua.
—Bueno, bueno… —dijo en castellano—. Más, más…
A la segunda copa Paramaconi reía y Garci González también. Entre voces
propias y ajenas surgió la paz.
—Vete con tu gente. Eres libre —dijo de pronto Garci González, y entre otras
cosas le regaló una barrica de vino amontillado.
El indio lo vio con extraños ojos.
—No habrá más guerra entre nosotros —comentó—. Soy tu amigo y esto es
bueno.
Paramaconi, para sorpresa de los españoles ya escalmados por tantas traiciones,
cumplió su palabra. Venia frecuentemente a Caracas alojándose incluso en el mismo
aposento de Garci González. Al Cautivo todo aquello le parecía una temeridad.
«Tarde o temprano os ha de degollar» —decía consternado—. Sólo hay una clase de
indios buenos: los que no han nacido y los muertos bien sepelidos.

www.lectulandia.com - Página 144


Yerran los cálculos del Conquistador. Paramaconi se conduce como ha prometido
y los toropaimas se deciden por la paz.
Garci González esa tarde saca puntas a su experiencia en el corro de vecinos que
platican en la plaza.
—Más puede la bondad y la tolerancia para ganarse el favor de los vencidos.
Los viejos lo escuchan sin contradecirlo. Esperan que el tiempo persuada al gran
Gonzalito de lo contrario. Francisco Infante no puede, sin embargo, contenerse
cuando Garci González propone utilizar la misma táctica con Tamanaco.
«Tan sólo el miedo y la muerte conquista y retiene. En esta tierra sólo habrá paz
cuando tengamos la cabeza del mariche».
El poderoso jefe indio ha soliviantado a las diez tribus de su nación y a todas las
vecinas. Hostiliza y ataca a la ciudad. Su prestigio es casi divino. Los españoles lo
consideran un ser diabólico: lo han visto al mismo tiempo dentro de la iglesia y a dos
leguas. Decían los indios que se transforma en puma y murciélago. Que era
invencible: que sus enemigos caían muertos ante su mirada. Que el fin de Caracas era
inminente.
El Cautivo, a pesar de la inquina que profesa a Infante, afirma que sólo el fuego
ataja al fuego.
Tras sus palabras todos expresan su parecer. Desde Francisco Calderón, el nuevo
Teniente Gobernador, hasta el cometa, todos son partidarios de métodos cruentos. Tan
solo Ledesma y de la Madriz apoyan a Garci González en sus ideas de rescatar con
amor lo que el odio llevó lejos.

Acarantair, bajo la mirada del Cautivo, se interna en la penumbra del corral hacia
la casa de Garci González. Lleva una pócima para los retortijones que aquejan al
mastín. Según la india, obra de venenos. El viejo guerrero la ve perderse en las
sombras con una nueva expresión. Un ignoto sentimiento de ternura siente hacia ella
y muy profundo hacia Soledad, su hija, a quien acuna entre sus brazos desde la silla
del corredor.
Sobre las murallas los dos centinelas recorren la rampa. Al llegar al medio vocean
«sin novedad» y siguen su ronda hacia las garitas.
Apenas se dieron la espalda dos manos morenas se posaron sobre el muro.
Acarantair hace beber la amarga pócima al mastín. Garci González la ayuda y
observa. Sus deseos son ya incontenibles. Al ponerse en pie intenta besarla.
—Quieto, Don Gonzalito, no seas mal amigo —le susurra con suave acento de
súplica.
Y sin decir más tomó el camino de retorno.
Un brazo fuerte inmovilizó a Acarantair al llegar al lindero.
—¡Tamanaco! —exclamó sobresaltada.
—Vine a buscarte de una vez —dijo imperioso.

www.lectulandia.com - Página 145


Acarantair, con la cadencia nasal y triste de las indias del Valle, dijo al cacique:
—No puedo. Ya tengo dueño y además una hija, a quien amo aún más que a ti.
—Vete ya —le ordenó Tamanaco, con amarga congoja en su acento—, aprenderé
a vivir en tu ausencia.
Lacrimosa y a paso corto Acarantair retornó hasta la silla del Cautivo.
—Menos mal que al fin llegaste. Soledad me ha cagado de punta a punta.

Acarantair, a golpes de cuchara sobre la olla de cobre, llama a cenar. Petra, Felicia
y el Cautivo tomaron sus sitios en el largo mesón. Un negro, en cuclillas en un
rincón, metía la mano en la escudilla.
—¡Rosalía…! —llamó la india.
¡Rosalíaaa! —volvió a clamar al no recibir respuesta.
El Cautivo, ensimismado en la sopa de ajo, emergió con el rostro tallado de
presentimientos:
—¿Dónde se habrá metido esa negrilla de los mil diablos? ¡Anda a buscarla! —
dijo al negro.
Inquieto el gesto, movedizos los ojos, dijo el negro a la vuelta:
—Don Garci González y Don Fernández de León la vieron jugando con Amigo
poco después de que Acarantair le diese su pócima. Pero no la hallo por parte alguna.
El Cautivo echó la silla atrás y corrió hacia el patio.
—¡Rosalía! —rugió en la noche. La negrita seguía sin aparecer.
Se tocó a generala. Se encendieron hachones. Se inquirió por doquier. Se registró
casa por casa, pues ya había dejado de ser niña y abundaban los truhanes en la puebla
campamento. Garci González sacó a Amigo al descampado, luego de hacerle oler un
pedazo de trapo de los que usaba la niña. Apenas vaciló en olfatear su ropa. Huellas
de pies descalzos y una pluma caída no daban lugar a dudas: había sido raptada por
los indios.
—¿La querrán para esposa de algún cacique? —preguntó el Cautivo acongojado
—. ¡Mira que es guapa la negrilla!
Villapando el herbolario observó vacilante:
—Los caribes, noble señor, aborrecen tener hijos en mujeres de otras castas, lo
que quiere decir que la preparan para comér​sela.
—¡Calla de una vez, carirraído! ¡Pipa! —clamó enfurecido. Sin poderse contener
le tiró un mandoble partiendo en dos el arbolillo del que se recostaba.
La noche fue de cavilaciones:
—Mi pobre gnomo de Granada —se lamentaba el viejo.
«Tamanaco, Tamanaco —se decía para sí Acarantair—. Al no irme con él se llevó
a la chiquilla».
Garci González a la mañana siguiente desayuna solo con arepa y carne frita. Los
yerbajos del patio estaban húmedos por la garúa de la noche anterior.

www.lectulandia.com - Página 146


Amigo, atado a la cerca del paloapique yace dormido. Garci González, cejijunto,
también piensa en la negrilla. No quiere imaginarse lo que aquellos demonios estarán
haciendo con su cuerpo antes de echarla al caldero.
Una sombra se desprendió del techo. Alarmado echó mano de su tizona.
—No temas —dijo un indio alto, cuadrado, de aspecto bronco— vengo armado y
a ofrecerte la paz.
A pesar de sus palabras Garci González lo miró con cautela. Exhalaba odio y
autoridad.
—Siéntate —lo invitó sin dejar de medirlo.
Amigo ladraba furioso.
—Soy Amaconeque, gran cacique mariche.
Garci González guardó el recelo. Amaconeque era el mayor adversario de
Tamanaco.
—Perdona que haya venido así ante tu persona.
El mastín enloquecido tiraba de la cadena.
—Que te calles, perro maldito.
—Fue Tamanaco quien os robó a la negrilla Rosalía —prosiguió con los ojos
puestos sobre el perro—. Luego de desposarla por cuarenta noches la descuartizarán
viva para condumio de la tribu.
—¡Qué horror! —exclamó Garci González.
—Yo te puedo ayudar a rescatarla…
El perro rugía con el cuello enrojecido.
—¿Qué pides por ayudarme a recuperarla?
—Sólo que hagamos las paces y deje de correr sangre… Tendrás que venir solo.
Te espero dentro de un rato en el bucare grande.
Voces, ladridos y estruendo. Amigo rompió la cadena.
—Ponte a salvo —jijeó Garci González.
Amigo corría amenazante hacia Amaconeque. De un salto trepó a la rampa en el
momento justo que cerró sus fauces tras el tobillo.
El caporal que estaba de centinela, al verlo, se le vino encima esgrimiendo su
alabarda.
—¡Tú! —chilló al reconocer al falso Amaconeque, quien al esquivar el cuerpo y
tirar del palo lo echó el vacío.
Al rumor de la refriega los españoles sacudieron el sueño. Al pie de la muralla un
soldado orinaba al lado de su caballo. Por el tablado corría la tropa. El soldado miró
confuso hacia arriba. La alabarda del negro se le metió en el pecho. Antes de saltar y
huir en su caballo gritó estentóreo:
—¡Yo soy Tamanaco!
La gente corrió hacia González de Silva.

www.lectulandia.com - Página 147


—De buena os habéis librado Don Gonzalito —comentó el Cautivo con un dejo
de reproche—. Con estos bellacos es peligroso jugar.
—Os pensaba asesinar al menor descuido —metió baza Sancho Pelao.
—De no haber sido por Amigo —dijo Garci González— se hubiese salido con la
suya.
—Pobre Rosalía —dijo con acento quebrado el Cautivo.
—Debemos ir en su rescate —propuso Villapando.
—Pero quién sabe donde mora el canalla —añadió Sancho Pelao.
—Su pueblo queda a legua y media del Guayre, mirando hacia la montaña.
—Eso es tan solo la fachada. Duermen sobre ceibas, sama​nes y mijaos.
El bohío de Tamanaco es un sitio encantado en la fragosa montaña.
«Yo daré con Tamanaco y Rosalía» —se dijo Garci González.

44. Pelo a pelo, diente a diente

Los tamboriles se baten con furia. Un coro de voces niñas salpica entre los
mijaos. Rosalía desnuda asiste inmóvil a los pases y ungüentos que tres viejas ponen
sobre su cuerpo:
—Para que no engendres cuando te haya tocado la cola del mato real.
—Para que se te encienda el deseo.
—Para que lo hagas gozar.
—Vendrá a ti en forma de onza o de serpiente coral. Sentirás la muerte y el deleite
al mismo tiempo. Serás feliz y mo​rirás.
Rosalía mira a las viejas. Afuera la tribu danza y se emborracha al son de flautas
y tamboriles.
Un rugido rasga la noche.
—¡Tamanaco! —dijo una de las brujas. Y huyó del rancho seguida de las otras.
—Grr —resonó encima el rugido. Por la puerta entreabierta vio avanzar un tigre.
—Grr —gruñó en la puerta una mano de hombre al apartar las cortinillas. Era
Tamanaco cubierto por una piel de tigre.
—Grrr —bramó de nuevo lanzándole un zarpazo con la garra muerta.
—¡Ayy! —gimoteó la niña.
—En forma de tigre te he de poseer.
—¡Ay, ay! dejadme quieta, señor Tamanaco.
El indio de un salto la mordió en el tobillo.
—¡Ay, ay!
Los tamboriles subían de punto. Afuera danzaban. Rosalía lloraba.
Una descarga cerrada calló la grita.
—¡Santiago y cierra España! —escupió una voz entre ayes y quejidos.

www.lectulandia.com - Página 148


Tamanaco rápido apartó los palos del bahareque y huyó por la espesura.
—No os queremos hacer mal —proclamaba afuera el Capitán español Pedro
Alonso Galeas—. Deponed las armas y nada malo os pasará.
El Cautivo y Garci González corrieron hacia la niña cuando llorosa los reclamó.
—Por allí se fue Tamanaco.
—Pues, tras él iremos —respondió con redoblado acento el extremeño.
A una orden suya trajeron a Amigo. Y a otra señal un indio Tocuyo le entregó una
tabla que le hizo oler al perro. Amigo erizó el lomo y ladró con furia. Olfateó el aire.
Bajó el hocico. Rastreando el suelo a los pocos instantes, sin vacilar entró en el
monte.
Garci González y diez soldados se fueron tras él. A medida que se adentraban en
la selva, se hacía más rugiente. Al llegar a un samán miró hacia arriba y rugió con
rabia hacia el follaje dando grandes saltos.
—¡Daos preso, Tamanaco! —voceó Garci González mirando hacia el árbol—.
¡Rendíos y seré magnánimo!
Un silencio de grillos le respondió.
Sobre el fuego, entre dos ramas, se dibujó la figura maciza del gran cacique
mariche.
—Está bien —respondió Tamanaco—, llevaos al perro y me entregaré prisionero,
siempre y cuando prometas darme el mismo trato que disteis a Paramaconi.
—¡Contad con mi palabra que así será! —respondió Garci González.
Garci González para hallar a Tamanaco, entrenó a Amigo por tres días, haciéndole
oler el asiento del taburete donde se sentase aquella mañana.
Un clamor de rabia y estupor salió de quinientos labios al ver al indio atado de
manos entre sus guardianes.
El poblado del gran cacique mariche estaba centrado curiosamente por un
redondel alto en forma de anfiteatro. En sus estrados cabían sentados y con holgura
doscientas personas.
A la mañana siguiente Tamanaco, con un dogal al cuello, fue conducido al medio
del coso, mientras Pedro Alonso Galeas, Garci González, el Cautivo y otros cuatro
españoles lo miraban desde lo alto, sentados en fila. Dijo Galeas:
—Somos el jurado. Este tribunal —prosiguió solemne— os encuentra culpable de
tantos crímenes, que se os condena a ser ahorcado. Lo que ha de ejecutarse pasada la
media tarde. ¡Es justicia del Rey, Nuestro Señor!
El cacique por unos segundos no movió un músculo de su cara ni desinfló su
altivez:
—¡Me habéis engañado! —gritó a Garci González—. Prometísteme la suerte de
Paramaconi y ahora me dais la muerte. ¡Sois un mentiroso!
Una oleada de rubor sacudió al guerrero. Quebrada la voz respondió:

www.lectulandia.com - Página 149


—En verdad os prometí la suerte de Paramaconi cuando erais mi prisionero; pero
por encima de mi están las leyes del reino. Son ellas y no yo quienes os condenan.
¡Perdonadme si por ligereza al prometer os llevo a la muerte!
El Cautivo que estaba a su lado tiró de su greguesco y murmuró algo a su oído.
Una expresión confusa coloreó el rostro del extremeño. Parecía rechazar y aceptar,
temer y desear. Finalmente dio señales de asentimiento. El Cautivo cuchicheando se
dirigió a los otros. Galeas al escucharlo soltó una carcajada. Ledesma, agrio, sacudió
las manos con aspavientos de indignada protesta. Los otros cuatro rieron al igual que
Galeas y vieron a Tamanaco con ojos burlones. El indio abajo los miraba en sus
cotilleos.
—¡Decídselo vos! —ordenó Galeas a Garci González.
Su captor lo vio conmiserativo:
—Tamanaco —dijo el extremeño— el jurado quiere ser magnánimo con vos al
daros una oportunidad de salvar la vida y a mí de cumplir la palabra que os empeñé
de que tendréis la misma suerte de Paramaconi. Nuestra amistad surgió luego de
luchar contra él cuerpo a cuerpo. Vuestro caso es diferente al de él. ¡Sois un criminal!
Sólo salvaréis la vida en caso de salir vencedor de esa lucha que os propongo: pelo a
pelo, cuerpo a cuerpo, diente a diente.
Iluminó el rostro con jactanciosa alegría. «No hay un solo hombre en veinte
leguas a la redonda que lo aventaje en fortaleza y habilidad para el combate. Ni
siquiera Garci González de Silva».
—¡Acepto el reto! —terminó por responder.
Desde las primeras horas de la tarde llegaron caciques y principales de la gran
nación mariche. Nadie podía creer que el invencible Tamanaco hubiese sido
derrotado y cautivo en su propia aldea.
La gente de su tribu se preguntaba:
—¿Y por qué no se convierte en oruga o en murciélago o en colibrí? ¿Por qué no
toma la forma de culebra de agua, re​vienta sus amarras, y estrangula a sus enemigos?
—Yo una vez lo vi convertirse en tigre y de un zarpazo matar a cuatro españoles.
—Y a mí, cuando era doncella se me apareció vestido de cocuyo y me sembró un
hijo.
—¿Por qué no vence y mata a sus enemigos?
—Sólo Tamanaco sabe lo que debe hacer y cómo lo debe hacer —decían los
piaches—. Sus poderes son grandes. A su madre la preñó el terremoto y a su
bautismo acudieron el rayo y el huracán.

En el momento justo en que la media tarde perdió su primer brillo, dos tambores
convocaban para la pelea. Tamanaco, libre de amarras, se veía soberbio. Miraba con
altivez hacia el graderio. En el sitio de honor Pedro Alonso Galeas. En los puestos
restantes, españoles y caciques muy importantes.

www.lectulandia.com - Página 150


El Cautivo, de árbitro, hacía señales de asco al mostrarle su lugar al otro extremo
de la portezuela.
Un toque de alerta señaló al indio que su adversario se aproximaba. Contrajo
músculos y pupilas. Manos y brazos se volvieron garras. Sus ojos sangrantes se
clavaron temibles en la puerta.
Un ruido escuchó tras de ella. De un empellón dos soldados la abrieron.
Un ser vivo y poderoso que no era Garci González salió al coso. La cara de
Tamanaco se coloreó de pánico. Trató de huir. Corrió hacia el estrado. Intentó trepar.
Pero fue inútil: Amigo de una dentellada lo aprisionó por la pantorrilla y lo tiró al
suelo. De otro mordisco le cercenó la garganta. Y no paró de tirar hasta arrancarla del
cuello.

La cabeza de Tamanaco clavada en una pica, entró a Caracas llevada por el propio
Garci González de Silva.[45]
Los vecinos mostraban su regocijo ante el despojo. Acarantair se negó a verlo. El
Cautivo, extrañado, le increpó su actitud. Acarantair fulgurante la mirada como en los
primeros tiempos, le dijo sibilante, fuera de si:
—¡Respetad mi silencio!
Desde la fundación de Caracas la ciudad no presentaba un aspecto más animado.
Y en el centro de la Plaza Mayor, con música de flautas y tamborileros,
conquistadores y viejos bebieron hasta la embriaguez mientras cada quien, para
regocijo de sus compañeros, entonaba alguna cantadilla de su pueblo y otros, como el
Cautivo, bailaron la jota y el fandango intercalando cuartetas del romancero:

Con la victoria de los moros,


van la vuelta de Granada,
a grandes voces decían:
Ya la victoria es cobrada.

Gritos y voces airadas en el patio despertaron al Cautivo. En la indecisa luz de la


madrugada salió a ver. Una docena de soldados se aglomeraban alrededor del
paloapique. La luz de una tea iluminaba la faz de Garci González. Estaba lloroso y
alterado el extremeño.
—¡Joder! —bramó el Cautivo.
Sobre uno de los palos de la cerca estaba clavada la cabeza de Amigo. Treinta
puñaladas traía el mastín encima.

45. «Gonzalo, Don Gonzalito…»

www.lectulandia.com - Página 151


—Astroso fue el morir del desastrado Tamanaco —decía Rosalía a Don Juan
Manuel—. Diome hasta pena que el famado Cabildo de la albergada mariche tornase
su fado por el de un desleído farón. Los indios bajaron el cogote y se fincaron de
hinojos. Cayeron los parapetos que tapiaban las ocho calles y la ciudad se abrió al
descampado.
Las dieciséis manzanas, como las pensara el Capitán Don Diego, se dieron flor y
se poblaron de casas. La gente de Garci González conquistó y posesionó las tierras
que en escalera bajaban de la Fila Mariche hasta Barlovento, acometiendo luego al
territorio Teque. La arrechísima tribu tornóse ferástica cual lapa vieja. Les dieron
tenteallá. Don Gonzalito tomó fama de diablo ajeno y siendo su capa igual a la del
conoto pluma amarilla, comenzó a decirse, y yo la primera, que pájaro y caballero
eran la misma cosa. Y que tal haría para mejor atisbar a sus enemigos y acecear a las
mujeres, que dábansele sin par pues además de guapo y donoso era, al igual que mi
amo, rijoso y mujeriego. Las indias ansina camanduleaban al verlo volar:

Gonzalo, Don Gonzalito,


Conoto pluma amarilla,
ven acá,
que soy tu amiga.

Desde entonces así mientan al pájaro de marras, al igual que matacaballos a la


avispa que mató corceles en otrora ocasión.
Mi amo el Cautivo, a vuelta de seis años se volvió calmo. Apenas reñía a
Acarantair, dándole toda la menguada que podía brotar de su genio arisco. La india
estallaba de guapeza. De no haber sido mujer de tan bravo hombre, se la hubiesen
birlado en un santiamén, pues todos, comenzando por Don Gonzalito, la aguaitaban
como can a cecina.
Era la india más fermosa que jamás yo viera. Pero ella sólo vivía para el Cautivo
y su hija Soledad. ¡Ay!, Don Juan Manuel, cuán guapa era. Placíale hacer largas
cabalgatas hacia la montaña montada sobre Bravío. Se bañaba en las quebradas y
pozas que bajaban de la Sierra.
Entre rocales y helechos Acarantair se baña en la poza fría. Bracea sin ruido con
el agua de antifaz. Van por el agua sus ojos negros. Turpiales, calandrias y cristofué
cantan en el follaje. Bravío pasta yerbajos. ¡El conoto pluma amarilla! Acarantair
sonríe.
El agua hasta la cintura le deja al descubierto los senos pequeños.

Gonzalo, Don Gonzalito,

www.lectulandia.com - Página 152


Conoto pluma amarilla,
ven acá,
que soy tu amiga.

El gonzalito luego de verla, con pico largo voló hasta la roca grande donde
Acarantair puso a resguardo su traje. Al emerger frente al peñasco, dos botas de
guerra estaban sobre el huípil: era Don Gonzalito. Sin decir palabra subió a la roca, lo
miró a los ojos y se echó sobre la hierba.
Hasta el mediodía, Bravío relinchó aburrido. Los pájaros hicieron siesta y sobre el
huípil de fino lienzo siguieron las botas de guerra.
Por seis meses, días tras día, se encontraron en la poza de los grandes helechos.
—¿Me amáis, Acarantair?
Nada respondió, quebrando guijarros contra el agua. Se puso de pie. Saltó sobre
Bravío y tomando la ruta del Anauco bordeó su curso al galope en dirección a
Caracas.

46. Cuando llegaron las Rojas

Caracas, de bullente y amenazador cuartel, a vuelta de seis años es una próspera


aldea de dos mil habitantes, donde ciento cincuenta españoles son el centro de un
mundo de siete colores. Indios amarillentos deambulan cubiertos apenas por
taparrabos. Los negros, escasos, destacaban por la alegría de sus parlas estridentes.
Niños mestizos y mulatos y uno que otro zambo correteaban por las calles tiradas a
cordel. La iglesia mayor, de palma y bahareque, se yergue limpia frente al mercado.
El Cautivo, con Soledad de la mano y Acarantair a un lado, llega a la Plaza
Mayor. La surcan y cuadriculan tiendas y tenderetes. Los vendedores a gritos y por
señas muestran sus mercancías.
—¡Carne de váquiro, maíz del bueno, vinos de Cádiz! —Vo​cean en los tenderetes
—. ¡Percales de Panamá! quesos de Ledesma, piedras de bezoar para el mal de ojo;
también sirve para la pava negra y el mal de amores.
—¿Cuánto cuesta la carne de iguana? —pregunta Acarantair con su voz menuda.
—¡Eso era lo que me faltaba en mi puerca vida! —rezongó el Cautivo—. ¡Qué
me pusiera a hacer mercado una india lanuda!
Una cabalgata irrumpe por la calle que mira hacia el Caroata. Son tres mujeres y
un hombre.
—¡Jolines! —celebró el Cautivo—. Si es nada menos que Alonso Díaz Moreno,
fundador de Valencia.
Al reconocerlo todos corrieron apresurados a su encuentro. Ya tenía anunciada su
intención de avecindarse en Caracas con Doña Ana, su mujer, y sus dos cuñadas. Las

www.lectulandia.com - Página 153


tres mujeres montan a la jineta. Altivas las composturas, bellísimos los rostros, finos
los trajes. El Cautivo al verlas sonreír con jactancia remilgona, afirma retumbante:
—Son el vivo retrato de su madre, Doña Ana de Rojas, la hembra más garnida y
hermosa que pariera la Margarita.
Los hombres embobados cercaron a las mujeres con tal apremio, que al Cautivo
le recordó el aire de revuelta que precede al asalto de los almacenes reales cuando el
hambre aprieta.
… —¡Dios me ampare! —exclamó Francisco Infante mirando hacia la más joven
—. ¡Me la comería a mordiscos sin manteles ni guarderías!
—¡Pero esto no es una mujer! —comentó emocionado Garci González de Silva
—. Esto es una aparición o un artilugio de Satanás. ¡Por una mujer así saqueo a
Valencia y despueblo a Margarita!
Una raya horizontal dibujó Acarantair con sus labios.
Alonso Díaz Moreno apenas miró al Cautivo, desmontó de su bestia para
abrazarlo.
—¡Vaya que al fin os hayáis decidido a vivir entre nosotros! —dijo con acento
festivo pegándole con disimulo un fuerte puntapié en el tobillo a Sebastián de
Arteaga por sus lascivos intentos.
—¡En mala hora! —gruñó Fernández de León— se le ha reunido a Díaz Moreno
contar tomines en la casa del pobre. —Y dirigió una mirada a Violante, que si en
otros tiempos encontró hermosa, ante tal contrafuerte la sintió desabrida y basta como
la arepa ante el trigo—. Ya se me había olvidado que, además de vinos y aceite, en
España se tallaban tales hembras.
Pedro Alonso Galeas, perturbado por la visión de las Rojas, le dio una paliza a su
mujer por encontrarla más fea que un siete​cueros. Sancho del Villar y Juan de Gámez
se dieron de bofetadas por Doña Francisquita. Y Simón Díaz, el Gaitero, recorrió la
ciudad tocando un caramillo mientras voceaba las coplas más licenciosas del Mingo
Revulgo.
—Igual fue su madre —dijo el Cautivo a un grupo de amigos luego que Díaz
Moreno y las Rojas siguieron de largo—. Si el Tirano Aguirre no la ahorca, no llega a
la Borburata. ¡Qué mujerón aquel! ¡Qué donaire! ¡Qué modo de ver! Era todo un
peligro por su agaranca y encantos. Cuando andaba por esas calles de Dios, si hacía
sol y la tierra reverberaba, nos daba frio. Si reía y enseñaba aquella boca entre
pulposa y mojada, sentíamos impulsos caníbales hacia ella, y homicidas contra el
vejete de su esposo. Los gobernadores se miaban en su presencia; los contrabandistas
olvidaban sus alijos y hasta un pirata francés que llegó con ánimos de saqueo, luego
de verla, terminó descargando en la playa las botijas de vino que había saqueado en
Cumaná, para poner fiesta.
A mi amigo Don Lope de Aguirre, mal llamado el Tirano, pretendió seducirlo

www.lectulandia.com - Página 154


para bajearlo, como hizo con el francés. Lo invitó a un almuerzo de sopa de
guacucos, chucho asado y tori​tos rellenos, susurrándole al oído a cada rato y con
singular cadencia: mi Tiranillo. A Don Lope, a quien ninguna mujer le había
enseñado el colmillo porque era más feo que Sancho Pelao, los requiebros lo pusieron
receloso. Cuando entre melindres y con sus propias manos puso en su plato un
pescado, la miró de reojo. Sin que ella se diese cuenta lo echó a un perro. El perro
murió entre aullidos lastimeros. ¡Más vale que no! Nunca vi tan fiero a Aguirre.
La tomó por el cabello y luego de cubrirla de bofetadas ordenó:
—¡Llevadla de inmediato a la fortaleza y cargadla de prisiones!
Doña Ana empalideció.
—Si me han de matar, bravo Capitán —propúsole confiada en sus encantos— que
no me pongan prisiones, me enloquece el escozor —y dirigió una mirada al vasco que
decía: «Vente nene y salgamos de esto».
Pero el caudillo de los marañones, a quien en materia de desconfianza e hi de
putez ni yo lo he aventajado, respondió:
—¡Hala ya! No perdamos tiempo, que la ahorquen de una vez.
Al subir al cadalso Doña Ana susurró:
—Un último favor os pido, Gran Señor de los Marañones: que me sujeten bien las
piernas con cuerdas. No quiero faltar al pudor cuando las pataletas de la ahorcadura
develen pantorrillas y encajes.
La tía estaba de comérsela viva. ¡Anda! —dije ante el requiebro.
Un rayo de gana y de burla percaté en los ojos de Aguirre. Y cuando ya creía que
la iba a enviar del patíbulo a la hamaca, ordenó sombrío:
—¡Amarradle bien los pies antes de izarla! ¡Pero colgadla ya! ¡Por vida de Dios!
Con un cuarto de lengua se despidió de nosotros.
El Tirano, arrepentido quizás de no haber tomado lo suyo antes de ahorcarla, con
los ojos color candela le arrancó el arca​buz a Pedro Alonso de Galeas, que en aquel
entonces era su esbirro, y lo descargó sobre la difunta, obligando a todos a que
hiciéramos otro tanto, hasta que el cuerpo le quedó hecho un guiñapo.
—¿Y vos disparasteis, maese? —preguntó Sancho Pelao.
—¡Ah, no! ¿Me iba a negar? Mirad que sois babieca y calandroso.

47. Los callos de Acarantair

Al año de haberse establecido Díaz Moreno en Caracas, luego de siete años de


espera incierta, buena parte de los vecinos labraban la tierra. Otros no desmayaron y
continuaron buscando el oro que alguna vez les dijeron que abundaba en el país de
los Caracas. Según los indios, las pepitas de oro que arrastraban las quebradas eran
tan crecidas como un garbanzo pequeño. Hallazgos ocasionales les dieron fuerza para

www.lectulandia.com - Página 155


aferrarse a la esperanza. Hora tras hora, día tras día, se los veía infatigables, desnudos
o a medio vestir, metidos hasta la cintura en las frías aguas que rajaban de la
montaña.
—¡Qué más os vale ciruelos! —se mofaba el Cautivo—, estar jachados sobre el
surco que seguir cual tritones con el culo en el agua. ¡Monotes! ¡Zoquetes!
¡Tolondros!
Ése diciembre murieron de pulmonía cuatro buscadores de oro. Fue el final. Para
el nuevo año se resignaron, bajo protesta, a ser vaqueros y hortelanos.

Luego que Francisco Infante regresó de pacificar los Valles del Tuy,[46]el de
Santiago parecía un campo de Castilla con sus cuadros de hortalizas, garbanzos,
cebada, habas y cebollas. Alonso Andrea de Ledesma se dedicó a la ganadería. Sus
vaqueras pronto dieron buena leche y mejores quesos a los caraqueños.
El clima frío fue bueno para los ovejos, que se reprodujeron con celeridad por los
altos que fueran del cacique Gamboa. Los vecinos de la Borburata, por miedo a los
piratas, se mudaron a la ciudad con su ganado y esclavos. El trigo se cubrió de mieses
doradas. Era la primera cosecha que se le tomaba al Valle. Andrés Marín Granizo,
fundador de Trujillo, se avecindó en Caracas con su mujer, quien decía al ver los
trigales a punto:
—Me siento como en Castilla. Sólo me faltan el cuco y el ruiseñor.
Los campos de Garci González se llenaron de maíz, cebada y garbanzos con
tamaño de aceitunas. La carne era tan barata que una arroba valía siete tomines y dos
lomos completos un tomín apenas.
Un aire de derrota envolvía, sin embargo, a los conquistadores por más que
comieran y folgaran de lo lindo.
«La mayor parte de los pobladores de este Valle —rumiaba el Cautivo— somos
cansados guerreros que en la proximidad de los sesenta años nos empeñamos en creer
que la Tierra de Promisión estaba en el Valle de los Caracas».
Para estar —dijeme en aquella ocasión— de brazos cruzados en este pueblo
dormido esperando a que nos llegue la muerte tan callando mientras las gallinas
ponen, jugarme he de una vez por todas el todo a todo con la vida. Si salimos con
bien, como parecen prometerlo estas piedras y estos guijarros, lo demás será coser y
bordar. Llenas de oro las alforjas, me largaré a España. Comprarme he un palacete en
Sevilla, casarme he con una andaluza de piel amarfilada. Caballos como Bravío, no
me​nos de diez. Me llamarán Don Francisco. ¡Ay, primavera sevillana! ¡Ay, despertar
con la Torre del Oro encandilándome los ojos! Que me veo en la Semana Mayor
quemando herejes y cantándole saetas a mi Virgencita de la Soledad. Por ver de
nuevo a Sevilla y morir en ella me vine con Lozada al país de Los Caracas. ¡Grande
ha sido el fiasco! Aparte encorvar mi figura nada diferente a lo que tenía en El
Tocuyo aportó en arras. Al alba, cabalgata y requisa por los fundos. A la hora décima

www.lectulandia.com - Página 156


regreso a casa y desayuno, con siesta en silla que es preludio de muerte. A mediodía
paseo corto por la Plaza Mayor, intercambio breve de chismes para no agotarlos.
Larga siesta luego de almorzar hasta que se enfrié el sol. Y a esa hora, entre doce o
veinte soldados viejos, sentarme en la Plaza a oír los mismos cuentos, las mismas
cuitas, los mismos recuerdos. Amargo despertó el Cautivo. Los callos a la andaluza
que con acierto cocinaba Acarantair, le dieron malos sueños. Se vio mozo en su
tierra, con el alma llena y la vida afuera. Echó un vistazo al aposento: ¿Para este final
he arriesgado la paz a lo largo de mi vida? De mayor provecho me hubiese sido
seguir de bandido en Sierra Morena.
—¡Joder! —gritó al cubrirse con el sayo. Y a paso de oso saltó a la calle.
El cielo y la montaña vibran de transparencia. Sancho Pelao que, de «soldado
huilón» como lo proclama el Cautivo se ha vuelto mal físico y peor maestro de
castellano, ha tomado un aire grave y un decir faculto que de sólo verlo desquicia.
—La verdadera riqueza —declamaba esa tarde en la plaza, es la tierra cultivada.
Sancho Pelao sonríe condescendiente: canta las excelencias del Valle; exalta la
bondad del clima, la abundante caza, la fecundidad de las vegas.
—Pues a mí —bramó el Cautivo— no me consuela la tierra. Por huir de vacas y
saltamontes hice de mi vida este saco de gatos.
Sancho Pelao asumiendo el aire comprensivo que se había tallado, dejó caer:
—Pero, Don Francisco, ved esa montaña. Ved su colorido, su verdor, el color del
cielo que la envuelve. Ved esos ríos, estas tierras, este clima maravilloso donde
siempre es primavera. Ved la cromía de las flores y escuchad el trino de tantas aves
canoras. ¿Dónde habréis de encontrar en el mundo un pueblo y un valle más hermoso
que éste?
El Cautivo dirigió una mirada turbulenta:
—Tiene razón el maestrillo. Casi llego a creer que debemos darnos con una
piedra en la boca de no haber terminado en galeras, como era nuestro destino.
Una sonrisa sin sombra salió del grupo. Algunos miraron hacia la Sierra en su
último sopor y evocaron otras montañas: más pequeñas, menos verdes, cubiertas de
nieve, salpicadas de pinares, con pueblos blancos, cigüeñas y campanarios.
—¡Coño! —exclamó uno de los soldados sacudidos en remembranzas.
—¡Coño! —salmodiaron cuatro voces con los ojos ausentes—. Antes de caer el
sol, el grupo se dispersó a paso lento. «Pa​reciera —se dijo el Cautivo al verlos andar
— que hubiesen comido los callos de Acarantair».

48. ¡Dame tres cosas a cambio!

La negrita Rosalía con los ojos ausentes siguió diciéndole a Don Juan Manuel:
—Yo quería a Acarantair, la india color de fragua. Acarantair era jarifa, maja y

www.lectulandia.com - Página 157


bonita y desgranaba cuentos con melindres de hada. El Cautivo terminó pringoso y
almibarado por ella. Por más que el Cautivo fuese cerril y garbancero, yo sabía que su
vista lo ponía pringoso y almibaroso, lo alegraba como el pájaro al día cuando
despunta el alba. Y amóla aún más en la medida que Soledad crecía y en la cabeza de
Acarantair calaban y florecían las ideas de Castilla.
Acarantair, a su modo, amaba al Cautivo, pero no tanto como yo lo plugiese.
Rosalía alcanzó bruscamente la forma de una mujer de mediana edad.

Esa mañana mi amo recibíale en el comedor la visita de Don Agustín de Ancona,


que era más fastidioso que un corrimiento: entraba con el sol y se iba con la luna. El
Cautivo que no lo aguantaba, se levantó tres veces para aliviar el vientre. Y tres veces
retornó con los ojos del desencanto al verlo apoltronado, dispuesto a proseguir su
cuento.
A la segunda salida me apuntó con voz premiosa:
—¡Pon la escoba detrás de la puerta! ¡Rézale a Santa Eulalia! ¡Haz la brujería que
se te antoje, con tal de que se vaya el mentecato!
A la tercera apiteaba enloquecido:
—Dile al caporal que haga que dos de mis negros se agarren a puñaladas.
Al retornar rió jubiloso al ver la vaqueta vacía. Pero el señor de Ancona no se
había largado; junto a la acequia narraba a Acarantair la historia de los Siete Infantes
de Lara.
—¡Coño! —estalló—. ¡Nos restan por el tema más de dos horas de rollo!
El señor de Ancona al verlo reaparecer, retornó a su lado disertando sin parar
sobre el por qué habría fallado San Mauricio, un santo tan milagroso, en la lucha
contra las langostas. Aparte habérsele quemado la ermita que le hicieran unos
vecinos.
—Es que es un santo muy pendejo —tronó el Cautivo—. Ni apagar el incendio de
su casa puede.
—¡Por Dios, Don Francisco! —protestó el viejo soldado. Soledad dio un traspiés
al borde de la alberca.
—¡Joder! —estalló el Cautivo—. Tened más cuidado india del demonio, que si
algo le pasa a mi hija te empalo.
Los ojos de Acarantair destellaron en cólera imperceptible. Sinuosa se acercó
mientras Soledad, para desvarío del Cautivo, hacía maromas al borde de la alberca.
Traía el rostro radiante, la mirada llena y la boca entreabierta. Vestía una larga
saya blanca que se desvanecía en amplias mangas de mariposa. Llevaba en el pelo
una flor de mayo y un cordón rojo alrededor de la cintura.
El Cautivo corrió hacia su hija. De un empellón derribó a la india cubriéndola de
injurias. Don Agustín de Ancona azarado se retiró musitando excusas. Apenas se
hubo marchado soltó a reír:

www.lectulandia.com - Página 158


—¡Perdóname! —le dijo amoroso a Acarantair—, pero este viejo del carajo me
traía loco con su cháchara. Me puse fuera de sí al pensar que Soledad se pudiese
ahogar.
—A Soledad —respondió con esa voz tan suya, clara y cristalina— nunca le
sucederá nada malo en la acequia, ni en los ríos, ni en el mar. Ella es hija de las
aguas, como lo son —dijo mirando hacia el cerro— todos los de mi casta nacidos en
este Valle. ¿Qué te recuerda la montaña? ¡Mírala bien!
Mi amo hizo una trompa.
—¿No se te parece, mi señor, a una inmensa ola a punto de reventar? Pues así fue
en un tiempo. Antes la montaña no estaba ahí, que su nombre significa la ola que
vino de lejos. Antes todo era plano, como el patio de tu casa. Antes los hombres del
Valle se asomaban al mar. Pero un día la mar, que era nuestra diosa, se encabronó —
como tú dices—, la tierra fue sacudida. Los ríos rugieron por los cañaverales. Un
trueno largo y seguido se oyó a lo lejos. El ruido crecía. Era una ola, la más grande y
alta que ojos hubiesen visto. Tanto, que alcanzó a las gaviotas. Mi gente se hincó de
hinojos y fue tan fuerte su llanto, que apagaron el trepidar del agua. La diosa se
apiadó y en el momento en que la ola coronábase de espuma para reventar, el agua ya
encorvada se cuajó en tierra y monte. Guaraira-Repano es la mar hecha tierra.
Observa que, como ella, cambia de colores según los caprichos del sol y del viento.
—¡Babiecadas! —respondió el amo.
—Que no son babiecadas. Son muchas las cosas que tienen sentido y que
vosotros ignoráis. ¿Sabes acaso, mi señor —prosiguió Acarantair bajo la mirada
atenta de la negrita Rosalía— qué son estas flores que llevo en mi pelo y que vosotros
habéis bautizado con el nombre de Flor de Mayo? Son doncellas a quien la diosa
ocultó para guardar sus vergüenzas. ¿Sabes acaso, que las tunas son guerreros
muertos antes del combate que acechan la hora de la venganza?
—Tú estás peor que la loca que vive en Tacagua —gruñó el Cautivo—. ¡Niña,
que desvarías!… ¡Estás para tomar eléboro!
—¡Qué no estoy loca, mi señor! ¿Creerías lo que te he contado si te revelo dónde
está la mina de oro de Fajardo y que tú y los otros buscan hasta la exasperación?
—¿Qué quieres decir?
—Yo sé dónde queda.
—Dime entonces…
Acarantair agitó sus mangas de mariposa.
—Es menester que antes me des tres cosas a cambio.
—¿Cuáles?
—Que me llenes dos botas largas de caballero con el primer oro que saques de la
mina.
—Concedido —respondió el viejo—. ¿Cuál es la segunda?

www.lectulandia.com - Página 159


—Que me regales tu caballo.
—¿A Bravío? —preguntó consternado—. Pero si Bravío es como un hijo o un
hermano mío. Dime de una vez la tercera, que por el camino que vas veo que tus
intenciones son dejarme en la calle.
—Que me permitas transformarme en Flor de Mayo.
—¿Cómo? —respingó—. ¿No digo yo que desvarías? Por mi puedes convertirte
en rana si me dices dónde está la mina de los cuartos.
—¿No te importa?
—¡Qué coño me importa! Dime ya donde se encuentra.
—En el camino de Baruta —respondió entristecida.

49. La mina de Fajardo

En un paraje tortuoso, a mitad de un cerro y cubierto por la maleza, estaba la


mina de Fajardo. Se entraba por una abertura que apenas permitía el paso de un
hombre agachado, para abrirse en amplia galería. Diez esqueletos diseminados le
salieron al paso.
Un rayo de luz daba sobre un pedazo de roca iridiscente:
—¡Jolines! —clamó jubiloso—. ¡Es oro del verdadero!
«¿Cómo hacer para explotar este oro?» —se preguntó luego de haberse sosegado
—. De confesar mi hallazgo al Ayuntamiento tendré que pagar el quinto real; aparte
que en cualquier momento se engavillan cuatro o cinco forajidos y me dejan sin mina
y sin vida. Lo mejor será proceder con cautela. Necesito diez indios para que caven,
dos negros para que los vigilen y un socio para que se turne conmigo. Ya me las
arreglaré con Francisco Calderón, el Teniente de Gobernador, que a estas horas debe
estar descabezando indios en Tácata.[47]Don Alonso Andrea de Ledesma fue el
elegido a cambio del quinto que habría de pagar al Rey. Por cinco días a la semana
guardaría la mina, correspondiéndole a él los otros dos. Para evitar suspicacias
instalaron al pie del cerro vaqueras y porquerizas. Diez indios, bajo engaño y de uno
a uno en fondo, fueron conducidos a la cueva. Dos negros a quienes prometió libertad
y riqueza luego de un año, los aherrojaron a una cadena, obligándolos a látigo a cavar
la tierra.
A los seis meses, luego de llenarle las botas a Acarantair, habían sacado oro por
un valor de diez mil castellanos. Los indios morían de gripa rápidamente.
La mina siguió inagotable. Ledesma y el Cautivo tuvieron que urdir toda clase de
mentiras para explicar su rápida y descomunal fortuna; pero como se mostraban
generosos con los vecinos, nadie puso mayor empeño en averiguar de dónde
procedía.
Al año, uno de los caporales pidió al Cautivo la libertad y el dinero prometido.

www.lectulandia.com - Página 160


—Claro que si, hijo mío. Bien merecido que te lo tienes. Llena ya aquella mochila
con todo el oro que puedas, que con ella el Rey hasta blanco te habrá de hacer. Pero
guarda bien tu lengua porque si hablas me arruinas. Llévate también como premio a
tus servicios el caballo zaino que tanto te gusta y retornemos juntos a Caracas, que
cae la noche.
—Véis, querido hijo —dijo el Cautivo al caporal antes de sa​lir— como soy un
hombre que cumple su palabra. Sólo un año de trabajo y al fin la libertad y fortuna.
Dentro de una semana te tocará a ti.
Al llegar al río el negro bajó de su bestia y tiró de los dos caballos por las bridas
para cruzar el vado. El Cautivo susurró con alarma:
—¿Escuchaste?
—¿Qué, mi amo?
—¡Mira allá!
Un sablazo lo dejó sin cabeza.

50. Los hijos de la encomienda

Acompañado de Ledesma el Cautivo llegó a su feudo de Valle Abajo. Sólo


mujeres y niños pululan en el rancherío. Las indias viejas majan. Cerdos y gallinas
corretean. Las indias mozas buscan la cara al amo. Un caporal negro ríe con tres
mozuelas.
—¡Eh, Car’e Diablo! —fustiga al paso— menos cháchara y siémbrales tu
simiente.
Un chiquillo de unos cuatro años con el pelo rubio y los ojos azules orina con
reto. Sigue orinando cuando el Cautivo lo mira.
—¿Y de dónde le vendrá el pelo y los ojos al indito ése? —pregunta, cuando el
muchacho moja con el chorro a otro.
—¡Vamos, hombre! ¡Qué pregunta! —respondió Ledesma, con acento enfurecido
—. Pues de vuestros mismos huevos, por más que se llame Diego García ¿De dónde
creéis que le vengan los ojos azules y la intención torcida? Es vuestro hijo y todavía
no entiendo cómo permitís que vuestra sangre crezca entre esclavos y siervos. Ese
niño es hijo de la india Marta, que bastante gusto os prodigó, para que ahora le
abandonéis al hijo. Y yo soy el padrino.
—¡Marta, Marta! —exclamó el Cautivo entre añorante y esforzado—. Ah, si,
ahora recuerdo. Fue recién entrado en el Valle que la tomé para mí en aquella entrada
que le hicimos a los Mariches. Muy buena hembra, por cierto. ¿Qué ha sido de ella?
—Se murió a los dos meses de parir al muchacho —respondió un caporal—.
Cuando tú la mandaste para acá se puso a fornicar como una loca.
—¡Fornicando sin haber dado a luz a un hijo mió! ¡Maldita pingona! ¡Coima,

www.lectulandia.com - Página 161


maturranga! ¡Bagasa!
Mirando al muchacho sentenció:
—¡Qué me lo acomoden para llevármelo a casa. Lo mismo que al otro que viene
allá, que por la pinta tiene toda la traza de ser fruta de mi semilla!
—Acertado estáis, maese —observó Don Alonso— ese es Gonzalo, hijo vuestro
con aquella india clara llamada Beatriz que capturamos en la loma de Los Teques.
—¿Estás bien seguro que antes que yo —preguntó al mayordomo— ningún
español le había metido mano a la madre?
—Eso lo sabes tú mejor que yo.
El Cautivo intentó atropellarlo con el caballo.
A partir de ese día, Diego y Gonzalo vivieron en la casa del Cautivo, e inscritos
por tal razón en el libro de blancos.
—¿Os los inscribo como hijos vuestros…? —preguntó el sacristán.
—¡Guardaos de hacerlo! El hecho de haber yacido con sus madres, como a lo
mejor lo hice con la vuestra, no los hace hijos míos necesariamente.
Soledad se acercó a su padre. El Cautivo la acarició largamente y la cubrió de
besos.
A los cinco años parecía española. Salvo el color ligeramente azafranado y una
leve oblicuidad en sus ojos azules, era blanca de cabeza a pies y así lo proclamaban
indios y vecinos. Nunca hasta entonces, como él mismo lo decía, había sentido tanta
ternura por alguien. Al despertar corría a su alcoba a contemplarla y acariciándole el
pelo con embeleso, apenas cruzaba el portal, cantaba:
—¡Soledad, mi Soledad! ¿Dónde está la señora de mi heredad?
El amplio solar de antes, lleno de yerbajos, lo fraccionó en tres patios y un corral.
En el primer patio al que llamó el principal, centrado por un pozo, desembocaban los
cuartos. La primera vivienda, donde al comienzo aherraba al suelo a Julián y a
Acarantair, siguió siendo la suya, haciendo sala la de Francisco de la Madriz, ya
mudado al solar de enfrente.
El segundo patio lo sembró de granados y empotró una fuente en la pared
coronada con una cabeza de león. A pesar de las advertencias de Acarantair, lo llenó
de flores de mayo y sembró una tuna en el único pequeño espacio donde daba el sol.
—Así tendré prisionero al guerrero antes del combate y a tus doncellas violadas.
—Eso traerá desgracia, mi señor. No traigas a tu casa el espíritu de los míos. Eso
es pavoso.
Por más que la gente tuviese a los chiquillos como sus hijos, se indignaba con el
solo hecho de que alguien aludiese al parentesco.
—¡Qué coño voy a saber yo —respondía a Ledesma por recriminarle su actitud—
si son hijos míos o de cualquiera otro! ¡Con lo putas que son estas indias!
Una tarde, borracho, encontró a Diego y a Gonzalo jugando con Soledad:

www.lectulandia.com - Página 162


—¡Quítenme a esos mocosos del lado de mi hija!
Acarantair protestó.
—¡Y tú, a callar, so bellaca! —le gritó el Cautivo—. Soledad no es india, por más
que me la hayas parido. Soledad es doncella muy principal y sólo entre sus iguales ha
de crecer, jugar y encontrar marido. Nada tiene que ver con esos mestizos asquerosos
que en mala hora Don Alonso me metió en la cabeza que eran hijos míos. ¡So pena de
vida que no me pasen del segundo patio! Mi hija no habrá de jugar ni con criados ni
con esclavos. ¿Entendiste de una vez, india lanuda?

51. ¡No te la lleves!

Seis habitaciones perpendiculares a la suya erigió hasta el patio de los geranios.


La habitación grande que seguía al oratorio se llamó Galería, destinándose para
guardar cereales, armas y forraje. Al lado dormía su hija y en el contiguo, Acarantair.
Cerrando el patio edificó un amplio comedor con capacidad para dieciocho
comensales.
Perpendicular a la cuadra levantó un muro hasta un patio centrado por el samán,
aislándose las antiguas sentinas de los esclavos. Atrás se extendía el espacioso corral
donde pastaban vacas, carneros y correteaban puercos y aves de corral.
En las tardes subíase al mirador instalado en la ceiba, pulseando el laúd mientras
cantaba coplas del Mingo Revulgo a las que intercalaba su canción preferida:

Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.

La riqueza y la importancia del Cautivo modificaron sus hábitos. Ya rara vez


blasfemaba, no andaba en cueros, ni se permitía liviandades con las mujeres de su
casa. Adoptó un aire solemne, simuló interesarse por las cosas piadosas y hasta donó
al cura una crecida suma para la edificación de la Iglesia Mayor que se proyectaba.
Reservó sepulcro en la Sacristía para él y para los suyos: «Hasta que el polvo de los
huesos no deje cerrar la tapa».
A los pocos días Gonzalo fue victima de una diarrea que le produjo la muerte.
Acarantair señaló el cactus y las flores de mayo.
—Te lo dije, mi señor, son los míos que se vengan.
—¡Bah! india lanuda. Ocúpate de aprender las cosas que te enseña el señor cura y
déjate de brujerías que han de llevarte a la hoguera. Estás igual que Julián. ¿Y a
propósito, dónde estará metido el abellacado? Prometióme regresar antes de un año.

www.lectulandia.com - Página 163


Las tres hermanas Rojas acompañadas por Alonso Díaz Mo​reno visitaban con
asiduidad la casa. Acarantair desaparecía ante sus presencias. Las tildaba de
jactanciosas, presumidas y hablachentas. Doña Ana Díaz Moreno tenía arranques de
generala. El Cautivo ante ella se volvía entrecortado, balbuciente y envarado.
—Pero, por Dios Don Francisco —decía la mujerona en una ocasión—, que estas
sillas tan buenas para el comedor quedan de lo peor en la sala.
—Pero Don Francisco —señalaba en otra—. ¿Cómo es posible que Soledad ande
con ese vestido propio de una inclusera? Ahora mismo le voy a hacer una docena de
trajes—. Que no se dice como nié, vida mía —decía a Soledad—. Borra de tu boca la
palabra cónchale y esa que dijiste primero: que es algo horrible. ¡Tenemos que
enseñarle buenos modales, Don Francisco!
—En vuestras manos pongo el encargo, señora mía —respondió el Cautivo con
sonrisa blanda.
Acarantair al escucharlo tras de la puerta puso los ojos sombríos y se retiró al
corral.
—¿Por qué lloras? —preguntó Rosalía.
—Porque llegó la hora que estaba por venir.
Dos horas tenía Acarantair en el altozano del samán cuando un grito del Cautivo
la sacó de su ensimismamiento:
—¡Soledad! —gritaba el viejo guerrero con voz atormentada.
A saltos bajó Acarantair.
—Se cayó entre las timas del patio —explicó el Cautivo—. Llamad presto a
Sancho Pelao, el físico —gritaba a sus hombres—, al inútil de Villapando y al señor
cura.
Físico y herbolario trataron inútilmente de extraer las espinas.
Sancho Pelao dijo:
—Las espinas acicateadas por los humores huyen hacia el corazón y traerán la
muerte con ello.
—¡Fuera de aquí, ave de mal agüero! —gritó rugiente—. Falaz y petulante
bellaco que ocultáis tu ignorancia con palabras extra​ñas que embaucan cretinos, pero
no a mí.
—Pero, señor…
—Fuera he dicho, mulato de sarraceno y de bruja judía —volvió a gritar
enarbolando La Cantaora a tiempo que le tiraba tajos—. Cara de aceituna griega.
¡Faz de forro de urna! ¡Sacerdote de los imbéciles! ¡Hi de puta! ¡Fementido!
¡Descastado!
—Pero ¿qué pasa, por Dios, Don Francisco? —preguntó en ese momento Doña
Ana de Rojas entrando a la casa seguida de sus hermanas.
—¡Qué se me muere Soledad! —respondió con un sollozo.

www.lectulandia.com - Página 164


—Vamos, Don Francisco, que no será nada de particular. Dejadme verla.
Acarantair de rodillas levantó la mirada cuando las tres mujeres entraron.
—¡Fuera de aquí! —gritó con inusitada ira. Las Rojas sorprendidas
permanecieron inmóviles.
¡Fuera de aquí! —repitió amenazante.
—Pero… ¿Esto qué significa, Don Francisco? —balbuceó Doña Ana recuperando
su aplomo.
—Que os vayáis piazos de brujas —gritó una voz infantil enarbolando una
escoba. Era Dieguito, el hijo del Cautivo y la encomienda.
Las Rojas salieron en tropel.
—Pero Doña Ana… Doña Beatriz… Doña Francisquita —suplicó el Cautivo—,
no os vayáis.
—Mientras tengáis a esa india como concubina —dijo Doña Ana— nos
guardaremos bien de poner los pies en esta casa.
—No me dejéis solo con mi hija enferma.
—Solo no estás —dijo a sus espaldas Acarantair—, me tienes a mi—. Y tomando
por el brazo al viejo soldado lo condujo suavemente a la habitación donde Diego con
su escoba seguía montando guardia, mientras Rosalía, Petra y Felicia, echadas en el
suelo, rezaban en su lengua.

En la noche ardía en fiebre. Francisco Guerrero pasó en vela al lado de su hija.


Cada grito le hincaba el costillar. Una sombra de pavor nublaba su mirada. Cambiaba
compresas húmedas y susurraba palabras tiernas:

Doñana no está aquí.


Ella está en su vergel.

La niña ya no reía y se convulsionaba.


Durante toda la noche y la mañana siguiente la fiebre continuó. A mediodía
Soledad permaneció inerte y sin habla. Francisco Guerrero la sacudió con angustia.
La niña estaba sumergida en un sopor profundo.
—¡Virgen de la Soledad! —gritó arrodillado y enloquecido—. ¡No te la lleves!
Por segunda vez sus esclavos lo vieron llorar. En la tarde del día siguiente tenia
tan mal aspecto que el cura le dio los óleos.
Con ojos desorbitados, arrancado el turbante y arrodillado en el patio, gritó a los
cielos:
—Si has de llevártela, Virgen de la Soledad, llévame con ella que no quiero
verme solo de nuevo.
El cura lo consolaba con palabras de ocasión. Una india vieja y harapienta lo

www.lectulandia.com - Página 165


sorprendió:
—¡Vida de Dios! —gritó el cura—. ¿Qué hace en casa de cristianos la bruja
Anacoquiña?
—Es la única que puede sanar a tu hija —dijo Acarantair—. Contra esa
enfermedad no valen pócimas ni físicos, sino ensalmos. Soledad está poseída de los
malos espíritus.
El Cautivo dijo a la bruja:
—Haz lo que quieras, pero sálvame a mi hija. Te haré rica, te daré oro, vacas y
cerdos.
—Dejadme sola con ella —respondió la anciana— y encended una hoguera en su
habitación, es todo cuanto pido.
Luego que encendieron la hoguera la puerta de Soledad se cerró tras la bruja. Un
olor fuerte y penetrante salió de la habi​tación. Extraños cantos se sucedieron. Una
voz llamó:
—¡Acarantair!
La india entró y salió de la habitación.
—Tienes tú mismo —dijo al Cautivo— que arrancar hasta la raíz y quemar la
tuna y las flores de mayo.
Desgarró con rencor el cardonal y las orquídeas. Soledad apenas mejoró.
Dijo Anacoquiña:
—Los dioses quieren más sacrificios.
—Pedro, Lucas y Juan —ordenó— haced una poza profunda de tres varas en el
patio de los granados. Luego que se abrió el hueco y era negra su hondura, dijo
señalando a un negrito bantú:
—¡Ea, sujetad a ése!
Con sus propias manos lo echó en el hueco.
—Era necesario para la salud de mi hija —dijo a sus hombres cuando la última
paletada acalló los gritos.

La fiebre bajó al instante. Soledad se puso en pie, comió con apetito y dijo a su
padre tomándole por la mano y llevándolo al patio:
—Juguemos al caballito.
El viejo lloroso y sin creerlo, cayó de rodillas.

52. El retorno de Julián

Jadeaba haciendo de caballo y reía la niña cuando una voz dijo:


—¡Salud, mi amo!
Era Julián, su paje y escudero negro.

www.lectulandia.com - Página 166


—¡Hombre de Dios! —exclamó con alegría—. ¿De dónde diablos has salido?, ¿o
cuál es el ángel que te ha traído? Contigo llega una nueva luz a mi casa.
El Cautivo con Soledad en brazos y seguido de Acarantair, precedió al negro
Julián hacia su habitación, mientras con alegría decía:
—Qué bueno que te vengas a vivir conmigo. Te hice un cuarto que ya lo quisiera
para sí el Gran Sultán de Turquía. Aparte de tenerte el camino para que seas rico. —Y
bajando la voz añadió—: Hemos dado con la mina de Fajardo.
Beatriz de Rojas, la hermana de Doña Ana y el gran Gonzalito, entablaron
amores. Todas las tardes se les veía de gran plática en uno de los cuatro ventanales de
la casa que Díaz Moreno compró frente a la Plaza Mayor. Francisco Infante, dos
balcones más allá, le hacía la corte a Doña Francisquita.
«Menuda trinidad la que han formado las Rojas» —se decía el Cautivo—. No
tienen ojo las niñas para echarle el lazo a los tres hombres más poderosos de la
Provincia. Si Doña Ana de Rojas, su madre, saliese de la tumba, repetiría lo que
tantas veces dijo: «La belleza de una mujer es más posesiva que una flota de galeones
con cien culebrinas por banda».
Y pensando en el marido de Doña Ana, le dijo al aire:
«No te puedes quejar, viejo cabrón. Ya tus tristes cachos son cornucopias de
abundancia».

Acarantair y Garci González de Silva continuaron viéndose en la poza de los


grandes helechos sin que la mujer le arrostrase sus amoríos.
Ese día estaba apesadumbrada. Apenas le dirigió la palabra, correspondiendo a su
fogaje con inmóvil frialdad. Sentada sobre la roca, miraba abstraída el agua. Más que
acongojada estaba ausente y más que ello, extraña, distinta.
—¿Pero, qué te pasa, mujer? —preguntó acariciándole el largo pelo que caía
sobre sus hombros.
—Debo irme —fue todo cuanto dijo, luego de una mañana de silencio.
Garci González la vio con extrañeza. Ya para partir, arriba de Bravío, miró su
rostro con expresión revuelta.
—¿Sabes una cosa? Yo fui quien dio de puñaladas a Amigo y le corté la cabeza.
Guaicaipuro, como hasta ahora habíais creído, no era mi padre: era el hombre con
quien me iba a desposar. Mi padre era Tamanaco.
El Cautivo despertó con el alba rijoso. Se levantó del chinchorro y se fue en busca
de Acarantair. Frunció el ceño: el lecho estaba vacío. Algo estaba sobre la cama. Un
calofrío lo sacudió al tomarlo: era una corona de flores de mayo.
—¡Acarantair! —llamó—. ¿Dónde diablos estás metida?
La voz del silencio redondeó sus temores. A la luz de la mañana dijo lloroso:
—Cumpliste tu promesa de convertirte en Flor de Mayo.

www.lectulandia.com - Página 167


53. El rijoso vaivén de las negras

—Despabiléme yo —evocó Rosalía— cuando lo oí rebuscando a Acarantair. El


amo, con todo lo escamado y juzgamundos que era, echó en saco roto aquello de que
la mujer moza siempre prefiere al lindo, por ñoño que sea el uno y sabihondo el otro.
El amo, por semejanza que hubiese con los sabios de Sion, no podía medirse con
Julián, pues si era zamacuco y lerdo como una tapia, también lucía jarifo como la
efigie del diablo a quien San Miguel pisa en la Ermita. Según trisconeaban las indias
que lo folgaron por orden del amo, daba tanto contento al cuerpo que cualquiera
echaba al olvido su simpleza ante la presencia de su divina gracia.
Cuando caí en cuenta del mal momento, lloré compungida. Dábame pena la
tristeza del amo. Eso siempre le pasa a los hombres carnales e intemperantes. Tarde o
temprano el corazón les crece, se les tapan los huevos y no miran claro.
Ese día salí de mi catre más temprano que nunca. Desayunaba en el comedor.
—La bendición, mi amo —saludé cariñosa.
Respondióme con un bramido.
—¡Amo, amo! —interrumpió con voz de alarma el caporal—. No está tu caballo
Bravío. Ni tampoco Acarantair…
—Ni Julián tampoco está… —añadió remiso.
Sin dejar de aguaitar la arepa que iba a engullir, respondió:
—Se la di por presente y holganza a Julián. Ya estaba harto de esa india piojosa.
Encueráronse anoche por mi mandato. Fuéronse en la madrugada.
Y como para alardear de lo real de su acierto, gritóle a la negra Petra, que pasó a
su vera meneando las nalgas:
—Oye, tú, métete en la alberca. Lávate bien con estropajo y sal con aceite para
sacarte la mugre. Pero bien lavada, no hay cosa que me reviente más que ese olor
tuyo a sábila y comino.
—¡Ay, qué bueno, mi amo! —dijo la quitamotas—. Ya voy y vengo —y a saltitos,
desnuda se metió en la poza.
Según se infiere, Petra le dio tantos gustos y embelecos con sus labios de
Nefertitis y su cuerpo de faraona, que el amo exclamó cuando salió de la cama:
—¡Jolines! que negra nace aprendida.
A la noche siguiente afusiló a la Felicia, que era tan sabia en secretos como
Anacoquiña, la lobera.
En la tarde el Cautivo narraba a boca partida: «Que estaba harto de la india y
decidido por las negras».
—No hay nada mejor en el orbe, Don Alonso —decíale a Ledesma—. ¡Qué
concierto de movimientos y sensaciones! ¡Qué calor el de su cuerpo! ¡Qué fuego el
que despide el horno donde se cuece la vida! Es de degustarlo, maese. ¿Habéis catado

www.lectulandia.com - Página 168


alguna vez el rijoso vaivén de las negras?
Don Alonso bajó la cabeza entre confuso y corripo.
—De gustarme, me placen —respondió remilgoso— pero no están hechas para
mis años, porque gozan más que los hombres, cuando les da el embeleco aprisionan
más duro que las mismas boas. Yo conocí en Coro a un viejecillo lascivo, natural de
Cádiz, a quien una negra joven le deslizó una vértebra cuando le cruzó las piernas
sobre la espalda en esa suerte de maroma que las naturales de esos reinos llaman «la
rabo’e mono».
A los pocos días de la fuga de Acarantair, Soledad arribó a los seis años.
—¿Dónde está mi mamá? —preguntó al Cautivo.
—Acarantair no es tu madre —le respondió—. Tu madre era una gran señora de
piel muy blanca, ojos de cielo y cabellos de oro y que se fue a las regiones a donde tú
fuiste por un momento y a donde volverás cuando seas muy vieja. Acarantair se fue
con ella, que era su sirvienta. ¡Olvídala! ¡Déjala partir, que ya no volverá!
Petra al escuchar tan cruel relente, la tomó entre sus brazos:
—Eso es candonga, Soledad. Ella volverá algún día en un sueño de corceles
albos. Entre tanto Felicia y yo te cuidaremos como si fuéramos tu misma mae.
—Así es, mi niña —dijo la negrade.
—Llamemos a Diego y juguemos a gárgaro malojo.
La mesticia desde entonces aposentó en sus ojos, a pesar de los esfuerzos de
Felicia y Petra por devolverle el contento. Las pobres no tenían ni pizca de aquel raro
encanto de Acarantair, que a mi se me hace como esas hadas que hay por las Europas,
que entre pisa poquito y pico de oro bajean a los hombres con la bendición de su
compañía.
Felicia salióle mula al amo y Petra parióle un mulato grandote, el desgraciado ese
que mientan Gualterio Mendoza, que es el garulla más vulgacho y taifa nacido en esta
tierra.
Las hermanas Rojas, y más que todas Doña Ana de Díaz Moreno, tomáronse para
si al Cautivo igual que si fuese un huérfano o padre desmaridado por la muerte.
Mostrábanse amables, cariñosas y lambeculos. So pretexto de su amor a Soledad,
entraron a saco en su casa y en su vida, hasta meterlo por un solo callejón. Era de
irrumpir en moco aguaitar a aquel fragoso home que había sido mi dueño, de
chambelán de las hermanas Rojas. Mi amo, a su vez, se mataba por complacerlas. Les
regalaba. Adivinábales el pensamiento. Disimulaba su naturaleza fullera. Mentía cual
concejal.
Como en una ocasión apercibiera que Doña Ana frunciera el gesto por la
presencia de la negra Felicia, a quien todos sabían su barragana, la sacó de su morada
y junto con Petra les puso casa aparte: «Ya que no era digno ni honorable —díjome—
que su hija Soledad creciese al lado de sus concubinas».

www.lectulandia.com - Página 169


Díjeme: «Mal te veo, picaflor», pues cuando los hombres dejan de ser ellos, para
tratar de parecerse a otros, se mueren o mal terminan.
De todo aquello nos vino mucho mal a todos: al amo, que en paz descanse, a
Diego, su hijo, a Soledad y a mi. Por eso es que de solo mentar a las Rojas me da la
puntada, pues fueron tres mujeres que con sus pretensiones hicieron a la gente del
Valle, de tan feliz como era, desdichada y vergonzosa de si misma.
Antes que ellas llegaran éramos una sola familia. Al año de haber arribado, el
pueblo se dividía en dos bandos: el de los ricos y el de los pobres: los de linaje y los
plebeyos. Antes, todas las casas eran iguales: cuadradas, polvorientas y cercadas por
murallas toscas. Los patios eran de tierra. Los techos de bahareque y palma. Las
gallinas y los cerdos correteaban por doquier; pero como no las había mejores, nadie
se percataba de su mengua e indigencia. Con las Rojas las cosas cambiaron
demasiado y de la noche a la mañana. Era de oír a Doña Ana, que era la capataz,
sermoneando y ordenando, que para eso era una tigra bachillera: «Las gallinas en los
corrales o en los pucheros y las negras a la cocina. Tráiganse muebles de la
Margarita. Lámparas frailunas de Santo Domingo. Alfombras de Orán, de La
Cartagena. Quitad el paloapique, que además de tosco no es bueno para barda, pues
por ella se asoma el vecino. Este mantón se lo compramos a un mercader de Panamá,
de la nave que venía de China. Es de Manila y es un primor. ¿No os parece, niñas?
¡Qué hay que ponerle cese a estas costumbres de campamento donde la gente entra y
sale de la casa y hasta se mete en mi alcoba como perro por su casa! ¡Nada de puertas
abiertas! ¡Quién nos quiere ver ha de anunciarse! Como se hace en la Corte y en la
Margarita. De la confianza viene el abuso y la tropelía y yo soy hidalga de casa
noble, para estar de quien a quien con esas indias piojosas, disfrazadas de señoras».
Con tales decires y aquel poleo, Doña Ana sembró en Santiago la diferencia, la
tristeza y la confusión.
—Que no andéis así, desastrada —decíale uno a su mujer—. ¿Qué diría si te viese
Doña Ana de Rojas Gómez de Ampuero de Díaz Moreno?, ¿o es que no fe fijas cómo
lleva el pelo, recogido y haciendo moño?
—¡Pero mujer de Dios! —protestaba otro—. ¿Cómo se te ocurre acudir a misa
con el delantal encima? ¡Ay!, es que india no aprende.
—¡Muéranse, muéranse! —clamaba una moza rubia de Caraballeda—. Me han
invitado al bautizo de Francisco, el mozo, el hijo de Don Infante y de Doña Paquita
Rojas Gómez de Ampuero de Infante. ¿Pero, qué traje me he de poner, San Sebastián
bendito? El tafetán está más mareado que mi marido y el de percal es indigente.
—No llore, mi india —decía alguno— porque me la hayan negreado de la fiesta
del amigo. India es india y blanca es blanca, en el mundo hay diferencias y no hay
maneras de saltarse la cerca, como en buena hora nos lo han venido a recordar las tres
hermanitas Rojas. Para algo Dios les puso esas caras de diosas y las faltriqueras

www.lectulandia.com - Página 170


llenas a sus maridos.

Cuando el amo sacó a Petra y Felicia por consideración a Doña Beatriz, malos
vahos lo envolvieron cual humo de brujería. Una tarde en que lo vi echado en su
cama con los ojos puestos en el techo, me le acerqué roncera y melindrosa:
—Yo no sé, Don Francisco, ¿para qué saliste de brejetero a sacar de tu casa a tus
negras que te querían tanto? ¿Quién calentará ahora tu cama? ¿Quién te dará
contento? ¿Qué le pasará a tu alma? El hombre sin mujer es como la mata sin agua;
es como el río sin cauce o las penas sin lágrimas. ¿Quién te aliviará el reumatismo?
Dime, señor, dime amo.
Cabrillearon los ojos de chirigota y de ganas los dientes largos. Sentía ya sobre mí
su mano en garra, cuando díjome en un leco:
—Calla rabisalsera y anda a bañarte, que apestas a sábila. La única vez que lo vi
dar rienda suelta a su vera naturaleza fue cuando Doña Ana Rojas le vino con la cuita
de que Diego, su hijo, tenía a monta a las mujeres de su casa. Apenas salió la
marisabidilla disparó su risa, que la tenía festiva y muy bien timbrada y díjome poleo:
—De tal palo tal astilla. A la edad suya yo era el chulo más requerido en los
burdeles de Málaga. ¡A quien Dios se lo da, San Pedro se lo bendiga!
Mi amo quería a Diego; pero a su manera. Nunca le dirigía la palabra salvo para
reñirlo o enviarlo a monguibel. Diego en esa época era más carirraído que su mismo
Taita y tanto le daba que lo tildasen de tripas verdes o que lo coronasen de flores. Era
un chico guapo, de menguada talla, alegre y travieso cual un colibrí. Del Cautivo
heredó el pelo rubio y los ojos azules. De su madre el color amarillo oro, el pelo lacio
y los ojos chinos, la nariz respingona y la cachondez del taita, empero su corta edad
dábale frutos entre las abundosas hembras que en la villa pululaban.

54. La hembra más esplendente de las siete ciudades

Don Juan de Pimentel, el Nuevo Gobernador de la Provincia —prosiguió


diciéndole Rosalía a Don Juan Manuel—, era un guapo home la mar emperifollado,
de buen porte, talento y gesto, según me hiede se afusiló a Doña Ana de Rojas y se
engolosinó de tal manera con sus encantos que hizo de su puebla cabeza de Provincia
en desmedro de Coro.
La tarde en que Pimentel visitó a mi amo para rendirle pleitesía, me estuvo
ojeando con sucia intención cual hacían todos los homes de Santiago. Es muy feo y
desasistido loarse a sí mismo, pero en aquel entonces me llamaban «la Hembra más
Esplendente de las siete Ciudades».
La sangre nilòtica que corre por mis venas me daba galana apariencia. Tenia
facciones de diosa helena según decían o de princesa egipciaca. Mi ñefa era delgada y

www.lectulandia.com - Página 171


fina, los ojos grandes y sombreados y un cuello largo donde enrollar mis alhajas.
Empero mis requiebros de gata en celo y melindres de corte​sana, el Cautivo ni se
dignaba a mirarme, como lo hacían todos y en especial Don Gonzalito.
—Qué necesidad tengo yo de hacer uso de Rosalía —oile decir—. El día que la
monte no habrá de ser la nodriza de mi hija, pues Soledad no habrá de vivir entre
calientacamas, rabisas y maturrangas.
A los veinte años era virgen y pura como una vestal. Mi amo, a falta de lo que yo
quería, donábame las mejores telas, los más caros perfumes y el trato más
distinguido, teniendo para cuidado de mi persona dos negritas de adentro.
Doña Ana de Chávez, hasta su muerte, continuó acicalándome con sus
enseñanzas. Aprendí con ella a pulsar el laúd, y cuando el amo dormía la siesta en la
hamaca que daba al patio, yo le cantaba viejos romances como aquello tan lindo:

Mariana en un castillo.
juega con el moro Galván.

Tan pronto abría el ojo allí estaba yo con una taza de chocolate. Cuando le
molestaba el reumatismo, lo friccionaba y masajeaba en claro propósito de incendiar
sus sentidos. Hasta una tarde en que lo pilló el diablo y se salió de la cama y me saltó
encima.
—¡Ay, mi amo! —díjele plena de contento— cómo has tardado para coger lo
tuyo. —Y me quedé a su lado haciéndole cariño hasta que se quedó dormido.
El Cautivo floreció con mis caricias y le vi retornar la misma mirada que tenía en
los tiempos de Acarantair. Pero, fiel a su promesa, púsome casa aparte.
El mismo año en que vino la epidemia de viruelas le parí una niña. A pesar de lo
que dijo el cura, la bauticé con el pagano nombre de Bienvenida.
En seguida me nació el varón y como el Cautivo simpatizaba con Pablo el
Ermitaño, cuya ermita la terminaron para el año de las viruelas, lo bauticé con tal
nombre.[48]
El vecindario, a pesar de mi casta, me tomó gran estima. La gente era buena y yo
la mujer del Cautivo. Todas las noches venia a visitarme y platicaba conmigo hasta
que la noche se tornaba cerrada y fría.
En aquel entonces, como ahora, había mucho loco en Caracas entre los blancos
muy principales y los de orilla, como mentaban a los españoles que por pobrecía
erigieron sus moradas en las riberas del rio.
El hijo de Esteban Martín, el soldado caníbal, a guisa de ejemplo fue poseso de
ánima de su taita, dándole mordiscos a los cristianos. Una vez dentelló a su suegra a
cuenta de lubicón, como decía ser, por haber venido al mundo el mismo día que lo

www.lectulandia.com - Página 172


hizo el Señor. Sancho Pelao que era entendido en estos males, daba por explicación:
—El pobre no sabe que la causa de sus males radica en la oposición que en su
horóscopo le hace la luna a sagitario.
Juan de Angulo quedó loco desde aquel luctuoso día que vistió de bufón para
empalar indios. Al principio tomamos a guasa que anduviese tocado con aquel gorro
verde sacudiendo campanillas; pero cuando empezó a proclamar la honestidad de los
concejales, nadie puso en duda que era esclavo de la América.
Juan de Henares decía contener en su cuerpo una moza de partido. Todas las
tardes, reventándose de gordo, se asomaba al balcón con una flor en la oreja:
—Pasen vuesas mercedes —gritaba a los paseantes con voz de perendenga—,
para que disfruten del sabroso cuerpo de la Gonzala.
Antonio Rodríguez se la pasa parado en una esquina hacién​dose aguas mayores y
menores con la boca abierta y la mirada fija.
—Jamás en mi vida —decía el Cautivo en un corrillo— he visto tanto ámente
junto con los que se han aposentado en este Valle de Santiago. ¿A qué se deberá tanta
vesania?
Villapando que lo escuchaba aventuró una explicación procesando a las estrellas.
—Mirad que vosotros los físicos podéis ser bellacos —respondió indignado—,
venir ahora a echarle a los astros la culpa cuando todos nosotros, desde que salimos
de España desbarrábamos de lo lindo. Buena parte de mis compañeros eran lunáticos,
vesánicos o estaban poseídos por Furias. ¡Quién si no un loco es capaz de montarse
en esas cáscaras de nueces que llaman galeones para atravesar el Proceloso y hacer de
la sangre un cauce que nos empuja sin sentido!
Sancho Pelao era vivaz, sabio y entendido en su profesión de físico.
Sus clientes preferidos eran siempre mozas garridas, casadas con hombres viejos,
como era mi caso.
Cuando le narré la extraña murria que me embargaba, algo así como tener hambre
sin apetito, o hueco en la tripa que nunca se llena, comenzó la cura untándome en los
pezones una tintura morada que frotaba con furia. Al cuarto de hora de tanta friega
terminé por verlo más guapo que a Gonzalito, pese a ser feo cual morrocoy sin
concha.
Un día que le hablé al Cautivo de las excelencias y contentos de la medicina
griega, ¡inocente de mi!, estalló cual bombarda. Tizona en mano corrió hasta su casa,
sorprendiéndolo en una cura sencilla.
—¡Hiena de la lujuria! ¡Mocero, crápula! —gritó rabioso descargando sobre sus
nalgas el plano de su espada.
Luego del incidente renunció a la medicina, dedicándose al comercio y a la
política, más de acuerdo con sus facultades e ingenio.

www.lectulandia.com - Página 173


55. El hombre de las bolas al hombro

—¡Qué distinto al Miás, el tercero y único hombre que para mi dicha y desdicha
pasó por mi vida! Llegó sobre un madero a las playas de Guaicamacuto, donde
naufragó su buque.
Además de hermoso y bien geniado, era la mar de saborío. Los españoles al saber
que era anglo le pusieron dos grilletes en los tobillos, de los que pendía, con cadenas,
a dos bolas de cañón, que lo obligaba a echárselas al hombro si quería andar. En gesto
de soberana crueldad, los del Ayuntamiento, que eran sus dueños, lo tenían de
mandadero.
A pesar de todo, se granjeó el cariño de toda la ciudad, entrando y saliendo de las
casas más principales donde le daban gratis todas las comidas, ropas y frazadas, y
cuidado si algo más.
Su única incomodidad era la de tener que dormir al descampado. Al caer la tarde
lo empotraban al rollo de la justicia sin más protección que una frazada, por más que
lloviese a cántaros. Salvo Villapando, que no cesaba de hostigarlo, todos aceptaban su
explicación de que él no era más que un marino sin suerte. Dijo al Cautivo que la
razón de tanta inquina por parte del herbolario, era por no haber accedido a sus
nefandas propuestas. Desde entonces mi amo asumió su protección y defensa,
invitándole hasta dos veces a la semana para que almorzase en casa.
Fue mi amo quien le puso el apodo de «El Hombre de las Bolas al Hombro»,
quedando desde entonces como máxima de lo que debe hacer un hombre cuando le
muerde el dolor y la adversidad.
Una vez le dijo el Miás a mi amo, con esa sonrisa que tenia turulatas a todo el
mujerío de Caracas.
—¿Cuándo me quitan estos fierros, Don Francisco? Llevo dos años demostrando
que soy un hombre de bien y todavía me tienen preso. Quisiera vivir entre vosotros
con más confianza y libertad.
—Yo jamás he estado preso —comentó Don Alonso Andrea de Ledesma— pero
siento una gran compasión por ese mozo. Es un hombre de inteligencia clara y de
conversación chispeante, aparte que se le siente por encima de sus andrajos que es
todo un caballero. Debemos hacer algo por liberarlo.
—No será fácil —respondió el Cautivo—. Sancho Pelao y Villapando no hacen
sino atizar la inquina de la gente contra este pobre hombre, rumorando que esparce
ideas herejes. El odio de Villapando ha llegado a tal extremo, que hace tres noches
sus esclavos lo bañaron con ocho baldes de agua helada. No hay nada peor que
desairar a un nefandario. Ojalá que alguna de estas noches no amanezca cosido a
puñaladas.

En casa de Rosalía, el Miás y el Cautivo hablan del nuevo Gobernador Don Luis

www.lectulandia.com - Página 174


de Rojas[49] con cuya hija se ha puesto de amores Juan de Pimentel.
La chicha blanca refresca los gaznates. Ruido de ollas. Olor a comida. Diego
García con aire desenvuelto, entra y saluda.
—Tengo hambre —dice—; voy a la cocina a pellizcar.
En la cocina un caldero cae con estrépito. Un rumor apagado de lucha se escucha
tras la mampara. Un empellón y ruido de ollas y de jofainas.
—¿Qué vaina es esa? —pregunta el Cautivo.
A grandes zancadas avanza. Sus ojos descarnados se dilatan: Diego y Rosalía
forcejean. La lúbrica expresión del muchacho no deja lugar a dudas. Escoba en mano
arremetió contra Diego.
—¡Canalla, garrulla, chusma!
Dando aullidos Diego corrió hacia la calle.
—No, mi amo, no —dijo sofocada Rosalía—. No es lo que tú piensas. Estábamos
jugando. No pienses mal, Dieguito es como un hijo.
—¿Hijo? No seas pendeja. Yo no creo en santos.
La negra dio a comer a los dos hombres cochino asado y caraotas con arepas. El
Cautivo cejijunto, comió en silencio. El Miás le dirigía a Rosalía miradas de
inteligencia que retornaba entre aspavientos y sonrisillas.
Ese inglés se las sabe todas —se va diciendo—. Con sus bolas al hombro es capaz
de rasparse a la misma Anacoquiña. Qué cosa tan seria son los hombres, changó
querido. Una les da una uña del pie y si pueden llegan al entrepierna. Qué
contrariedad tan grande cuando a una la empieza a bajear un tipo como el Miás, de
solo vernos enciende la leña verde.
Aquel mediodía mientras siesteaba el Cautivo, se presentó el Miás con sus bolas
al hombro:
—Rosalía, estoy loco de amor por ti —dijo.
Rió con ganas la negra y continuó fregando. Las bolas del cañón cayeron sobre el
piso. Rosalía dio un salto y el Miás otro. Al enredarse cayó boca abajo. Las risas y los
golpes despertaron al Cautivo. Indignado por tanto ruido, insultó a la negra y se
marchó a la calle seguido por el Miás.
Rosalía pasó tres días echándolo de menos. Cuando se lo topó en el mercado le
dijo al paso:
—La próxima vez que vayas por casa no pienso correr…

56. ¡Yo no soy tu padre, maldito mestizo!

Desde aquel día, ¡qué pocos faltaban para su muerte!, mi amo se la pasaba contra
Diego más arrecho que un culebro.
—¡Incestuoso, degenerado, vulgacho, gerifalte, desmotado! —le gritó una vez

www.lectulandia.com - Página 175


que pasó por mi casa, con los ojos ardidos del basilisco—. ¿Es que acaso no sabes
que la mujer del padre le queda vedada al hijo? Indio tenías que ser. ¡Sólo te falta ser
sodomítico y caníbal para ser igual a tu madre y al taifa que la preñó!
Diego bajó los ojos y giró calle abajo.
—¡Jesús, amo! —le dije en reproche— que es tu hijo a quien maldices.
El Cautivo hizo un gesto triste y se echó en la cama.
Hasta su muerte, y que por eso la hubo, jamás lo perdonó.

Aquel malhadado día, Diego y Soledad jugaban en derredor de la horca con otros
muchachos del vecindario, cuando apareció de pronto el Cautivo con la barba y los
ojos encendidos:
—Que te he dicho que no quiero verte jugar con esta cálifa de mestizos
mugrientos.
Ante la grita, los muchachos se batieron en fuga y el Cautivo, de la mano de su
hija, bajó por la Calle Mayor. Frente a la casa de Doña Ana de Rojas parecía más
calmado.
—Vida —le dijo deteniéndose ante el zaguán—, tú eres blanca y española por los
cuatro costados y habrás de casar con gente de tu casta y rango.
—Si, padre —respondió remilgosa la chica—. Yo no quería venir. Pero Diego me
hizo fuerza.
—¿Y quién es Diego —rugió en la calle— para obligarte a nada? ¡Deja que lo
tenga en mis manos para darle una solfa! ¡Indio atrevido!
El muchacho, que los seguía sigiloso a pocos pasos, salió corriendo al escucharlo.
—¡Bravo, bravo! —dijo de pronto, batiendo palmas. Doña Ana de Rojas.
—Bien decías, Don Francisco y os aplaudo la idea de que sembréis esas ideas en
la cabeza de mi chicuela preferida. Es cierto lo que dice tu padre, Soledad. Ya eres
una mujercita y habrás de escoger mejor tus amistades. Y sobre todo hija, nada de
mestizos mugrientos.
El Cautivo, confundido por la súbita aparición, se quedó sin habla.
—Y a propósito, Don Francisco —prosiguió la de Rojas, cambiando de acento—
iba a enviaros recado de que de mañana en ocho mi hija se estrena de mujer, ya que
cumple trece años.
—Esa fiesta fue el principio del fin —refirió años después Soledad a Rosalía—.
Padre salió de ella hecho una fiera por los menosprecios que me hicieran y así estuvo
el día siguiente en que salió para la mina.
Yo, como siempre, estaba en la caballeriza para despedirle y recibir sus palabras
de bendición. A pesar de la iracundia que lo embargaba, me cogió cargada y luego de
darme un beso en el cachete, me dijo:
—Adiós, mi hija. Dios te bendiga y te mantenga buena. Apenas se montó en la
bestia volvió a indignarse.

www.lectulandia.com - Página 176


—Ándate ya, pasmarote, —le dijo a un esclavo—. ¿Qué esperas para abrir la
puerta?
En ese mal momento apareció Diego. Sin darse cuenta de la calentera que invadía
a nuestro padre, le preguntó con su cara de yonofui:
—Hola, Don Francisco. ¿Vais hacia la mina?
Padre lo vio hecho una furia, pero nada dijo. El otro, en vez de quedarse quieto,
siguió:
—Llevadme, Don Francisco, con vos. ¡Os prometo ser bueno!
Padre estalló:
—¡Dejadme quieto, imbécil! ¿No veis que estoy encabronado?
A Diego se le salió la palabra prohibida:
—Lo sé, Padre…
¡Qué te cuento, mijita! Aquello fue como si estuviéramos en misa. Se puso como
un pavo, encarnado e hinchado. Un silencio de sacrilegio siguió a las palabras de
Diego. Sentía que me iba a desmayar. Diego, verde, se mordió la mano. Padre con la
cara más fea que antes ni nunca jamás le viera, lo miró con ojos colorados:
—Yo no soy tu padre, maldito mestizo bastardo. ¿Cómo te atreves?
Y en un arrebato le pegó en la cara con las riendas. Alelado, lo vio alejarse al
galope con ojos de sueño. Yo lo ayudé a levantarse. Caminó tres pasos hacia adentro.
Echó un pujido y cayó largo a largo. Fue la primera vez que le dio la alferecía. Más
de una hora estuvo sin sentido. No reconocía ni escuchaba. Todo el día, hasta que
llegó la tarde, estuvo inmerso en el piélago de la amencia diciendo tonterías.
—¿Por qué no me quieres, Padre? —decía, en su delirio el pobre—. Yo sí te
quiero Cautivo y si de india nací, llevo tu sangre bravía.
Hablaba en versos. Ahí fue donde descubrí que mucho tenía Diego de juglar.
Dicen que es malo y es bueno, pues los que llevan un juglar dentro son cual pájaros,
que menguan y se tornan mustios cuando no pueden cantar.

57. ¡Cuán hijo de puta soy!

Francisco Guerrero, el Cautivo, aquella noche en la mina tiene la mirada sombría.


Afuera ruge la tempestad. Los relámpagos sacan destellos azules a su barba espesa.
Los negros acurrucados al fondo, tiritan de frío. Solo, sentado en un tronco, mira fijo
hacia una hoguera, donde gorgotea una marmita.
—¡Diego! —susurra—. ¿Qué te hice? ¡Pobre hijo mío! —exclama en el momento
en que una centella retumba en la galería. Los negros aterrorizados murmuran
conjuros.
Macho, hombre y valiente como él solo —prosigue el Cautivo—. Un mes antes
de que intentara folgarse a Rosalía resume orgullo por él. Conversaba con el Gran

www.lectulandia.com - Página 177


Gonzalito cuando salió con su sobrina en dirección al rio.
—Vamos a cazar palomas —diome por respuesta.
En el recuerdo se oscurecen los ojos azules.
Más de una hora llevaban platicando, cuando un vocerío en la calle y un
estruendo en el portón los sobresaltó. Era la sobrina de Garci González:
—¡Los indios! ¡Mataron a Diego! —gritó al entrar—. Estábamos velando a una
pava grande —refirió entrecortada por el llanto—. Del monte salieron cuatro indios.
Burlones y atrevidos. Diego díjome: ¡Corre! Se le vinieron encima. Disparó y creo
que mató a uno.
—¡Vamos! —gritó el Cautivo.
Lo hallaron sudoroso. A sus pies un indio muerto y uno herido.
—Los otros dos —dijo jadeante apuntando con el machete —huyeron al
escucharlos.
Apenas se marchó Don Gonzalito con su sobrina, el Cautivo dijo a su hijo
mirando al herido:
—¡Mátalo ya!
Tembloroso y compasivo levantó el machete.
—¡No, así no! —protestó el Cautivo—. Seria demasiado bueno para él. Hazlo
partes. Primero, una mano. Luego la otra. Un brazo. La pierna. Esa oreja. Finalmente
el pescuezo. Que aprendan de una vez por todas, la ley del amo.
—¡Has aprendido a matar! —le dijo con orgullo al hijo en el camino de vuelta—.
¡Eres todo un hombre! ¡Dios te bendiga!
—¡Enhorabuena, Dieguito! —le dijo Francisco Maldonado haciéndose eco de la
noticia.
—¿Y que mataste a diez indios con tu propia mano? —le preguntó entornando los
ojos la hija de Juan de Gámez—. ¡Qué valiente eres!
—Es que hijo de tigre sale pintado —le dijo al paso la mujer de Simón Giraldo—.
¡Ya eres todo un macho!
Y así decían todos —siguió evocando— hasta que apareció Juan de Pimentel, que
fungía de Gobernador.
—Ya supe lo sucedido —exclamó. Haciendo un esfuerzo añadió—: ¡Eso está
muy mal hecho!
—¿Cómo decís, señor Gobernador?
—Os digo y repito que está muy mal hecho eso de poner a este niño a
descuartizar a cuatro indios.
La sangre se me agolpaba en las sienes. Demudado intentó proseguir. Lo corté en
seco:
—Aquí, señor mío, no hay más ley que la voluntad de los conquistadores del
Valle. Esta tierra es nuestra y haremos de ella cuanto nos venga en gana. ¡Entendedlo

www.lectulandia.com - Página 178


de una vez, señor Gobernador, y olvidaos del Rey, que anda muy lejos!
En la mina y a la luz del fuego, cavila y lamenta. Esa noche llueve como jamás ha
visto llover. La tierra se ha sacudido tres veces.
Llueve con rabia. En medio de un compás estable, los chorrerones suben en
redoblantes.
—¡Jolines! ¡Qué modo de llover!
Otro temblor de tierra saca terrones al techo. Los mineros cautivos chillan y
sollozan.
—¡A callar, malditos!
Oraciones en lengua extraña musitan labios morados.
—¡Herejes, apóstatas, impíos!
Entre plegarias restallan sus latigazos.
Arrecia la tempestad. Retorna a la hoguera. Cruje un leño. En una chispa se le
viene Diego. Un sacudón de amargura lo conmueve. Sintió congoja por la ternura que
hace poco le mendigaba.
—¡Diego, hijo mió! —gritó destemplado—. ¿Por qué te hice mal con tanta saña?
Los esclavos al escuchar tan extrañas palabras, acrecentaron su desconcierto.
—¡Cuán hijo de puta soy!, ¡y que hacerle tamaña maldad al pobre niño! Injuriarlo
delante de todos y negarle mi paternidad, cuando hace todo lo que está a su alcance
para merecerlo. ¡Hay que ver lo macho que ha sido! Y yo tratándolo de bastardo.
¡Cuán malo soy!
Sus voces y sollozos restallaban en la mina.
La sorpresa y el terror de sus esclavos subían de punto. La tempestad continuaba
sin cesar. Rayos, truenos y centellas se suceden con breves intervalos.
Sus ojos enrojecidos siguen prendidos a Diego.
—… ¡Cuán bellaco soy! ¿Cómo es posible que la vanidad y la locura me hayan
obnubilado hasta el punto de negar mi sangre? ¡Ay, ay, ay! —clamó bronco—.
Maldita sea Doña Ana de Rojas. Sembradora del mal. Disociadora de mi ternura.
Dime Virgen de la Soledad, ¡Madrecita y Patrona mía!, ¿por qué no iluminaste mi
entendimiento?
Resplandecían de asombro las escleróticas amarillas de los encadenados.
«Cuando el amo se pone así —lo sabían de cierto— luego de moquear a despecho
de su bolsa, se carga a cuatro».
«Fue esa maldita fiesta de ayer la que me sacó de quicio. Encabronóme la
concurrencia. Salvo los cuñados de Doña Ana y otros cuatro, mis compañeros, los
que conmigo conquistaron este Valle, brillaban por su ausencia; en tanto que patios y
corredores estaban repletos de españoles nuevos venidos de ultramar».
No estaban Diego de Henares ni Martín Alfonso. Eran muy poca cosa para las
hermanas Rojas. Sus mujeres, según decía, olían todavía a flores. Estaba en cambio

www.lectulandia.com - Página 179


Diego Vásquez de Escobedo, ese grandísimo vividor y mentiroso como un titiritero.
No estaba Alonso Andrea de Ledesma, por haberse casado con la india Catalina. Pero
en cambio se pavoneaba por él Tomás de Aguirre, un vasco mal encarado, hediondo a
aguardiente y a noches de aquelarre. No había uno solo de los bravíos compañeros de
Garci González, pero sí estaban jaquetones Onofre Carrasquer y Blas de Correa y
Benavides, las águilas que llegaron tarde.
Eché de menos a Pedro Alonso Galeas. Hace quince años era un viejo mozo con
su barba cerrada y sus ojos cansinos. En ese entonces la india Inés, con su piel y sus
modales de cervatillo, era una monada, aunque después la venada se hiciera cabra: las
tetas se le cayeron; las encías se le estragaron. Los hijos de Galeas, al igual que mi
Diego, se desdeñaban por estar a mitad de camino, entre el pueblo de sus madres y el
nuestro. No pudimos amarlos porque traían en sus rostros al indio que torturamos.
¡Qué cara nos ha salido la lujuria! ¡En mala hora fue Marta! ¡En mala hora
Beatriz! En mala hora Felicia, Petra y Rosalía. ¡En mala hora Acarantair!
Rabioso merodeaba de grupo en grupo. La ira se me subía a medida que los
escuchaba. Para ellos la conquista nunca existió. No la mencionaban. El Nuevo
Mundo, según ellos, ahora es cuando despertaba.
—«Somos los llamados» —dijo de pronto Escobilla—. «Hemos de hacer…» —
opinó otro—. «Cristianizaremos la tierra…» —afirmó el de Vera—. «De no haber
sido por nosotros…» —intentó insistir Escobilla.
—Qué coño de haber sido por nosotros —le espeté rabioso—. ¿Dónde estabais
cuando Guaicaipuro hacía sonar su guarura y al Valle lo cubría el miedo? ¿Dónde
estábais. Escobilla, bufón de palacio en ruinas, cuando mis compañeros y yo nos
pasábamos la noche en vela sacudiéndonos la indiada? ¿Qué hacías tú, Blas Correa,
cuando a lomo de sangre sembrábamos Patria y trazábamos calles? ¿Qué sabes tú del
lanzazo que me dieron los mariches o de los desvelos de Gabriel del Ávila para
poseer la montaña? ¿Quiénes sois vosotros para que veáis con menosprecio a
nuestros hijos?
Luego de haberles dicho aquello me sentí avergonzado. Los injuriados al pensar
que chocheaba, se justificaron ofre​ciéndome paz y armonía.
Avergonzado y medio borracho, como estaba, me dejé envolver, hasta terminar
por sentirme a gusto, pues, todos ellos tenían el sabor refrescante de las cosas idas.
Cuando Don Paco, que era andaluz, desgranaba un chascarrillo me acercaba y fundía
con ellos en un solo ser, como si yo también fuera otro espa​ñol; como si volviera a
ser joven, como si deambulara otra vez por los muelles de Sevilla o en los Percheles
de Málaga. La marea brusca de añoranza borró entre tragos mi condición de indiano
que nunca debí olvidar. De pronto volví a sentirme entre aquellos mozos, español,
andaluz, castellano, blanco, cristiano y caballero.
Al salir a la calle con Soledad de la mano se me había ido el recelo. Y alabé al

www.lectulandia.com - Página 180


cielo por haber enviado a todos esos españoles que, aventureros o no, buenos o
malos, rufianes o caballeros, venían a tallar lo que nosotros, los vecinos
conquistadores, ya no podíamos hacer: que era tener hijos y nietos españoles.
¡Mi mundo es Andalucía, Castilla, Baeza! No esta porquería de indios piojosos y
horribles —me dije—. Y viendo hacia Soledad, al pensar en los nietos que de ella
vendrían, grité borracho como estaba: ¡Vengan, vengan, forajidos de las tierras viejas!
¡Vengan prestos a borrar la huella que en mi carne dejó la india! ¡Liberadme, bravos
rufianes de Andalucía, de la marca de Tamanaco, mezclad su sangre con la mía
ladrones de Burgos, putas de Cuenca y de Extremadura. Borrad en mis nietos la color
cobriza, los ojos blandos y hendidos y pelo enmantillado como pañolón de viudad!
¡Haced que vuestra lujuria deshaga la mía!
Tambaleante y feliz marchaba por la calle hasta el momento mismo de
preguntarle a Soledad:
—¿Y cómo te trataron los mozos en la fiesta? ¿Cuántas conquistas hiciste?
El rubor atenazó a la pobre, bajó los ojos y apenas me dijo:
—Nadie me habló. Me fastidié mucho y un caballero preguntó a otro: ¿Quién es
la indita?
—¿Indita tú? —rugí indignado.
No serás india, hija mía —me prometí— porque pareces blanca.
Y, borracho como estaba, me llegué hasta la iglesia y hablé con el cura. Cuando
salimos Soledad ya no era hija de Acarantair, sino de Doña Isabel Manrique, «quien
la parió al morir». Cuando le enseñé a Don Alonso Andrea de Ledesma la nueva
partida de bautismo, y éste me riñó por falsario, díjele:
—En pueblo nuevo nadie tiene memoria. Dentro de algunos años vendrán los
buscadores de entuerto. Cuando ellos lleguen nadie se acordará de que a Soledad la
parió una india llamada Acarantair.
—¿Y por qué no hacéis otro tanto con vuestro hijo Diego?
—Porque es y parece indio.
¡Qué barbaridad! Por ese parecer nunca fui padre. ¡Pobre hijo mío! Más te
hubiera valido seguir en la encomienda que venir a mi casa a vivir como bastardo.
Los mestizos, empero ser hijos de conquistadores, verán siempre el baile desde
afuera. ¿Seria por eso que yo, viejo buscador de glorias, jamás me atreví a quererte?
Una ansiedad trepidante sacude al Cautivo. Lleva sus manos a la cabeza,
desorbitado grita a la montaña:
—¡Cuán malo soy! ¡Cuán hijo de puta! Yo, el bastardo, el hijo de puta del pueblo,
el que nunca supo, porque ni mi propia madre lo sabía, quién era mi padre, echándole
lodo y miseria a un pobre infeliz que concebí en el escarnio. Yo, que no he hecho sino
huir de la infamia de mi origen; que en mi odio al mundo hasta profesé de turco y
vendí mi alma al diablo, maltratando a mi hijo, a quien he querido como tal y del que

www.lectulandia.com - Página 181


siento orgullo que lleve mi sangre. ¿Es que estás loco, Francisco Guerrero? Que ni
Francisco me llamo, ni Guerrero es mi apellido, pues en mi deseo de huir, hasta me
cambié el nombre y dije que había nacido en Baeza, cuando nací en los Percheles de
Málaga. Los burdeles más infames de Andalucía fueron mi escuela y el arte de
mentir, de robar y de matar, lo único aprendido. Yo no soy Francisco Guerrero.
¡Sépanlo todos! Yo soy Diego Vásquez. Y soy realmente un hijo de puta. Porque puta
fue mi madre y como tal me he comportado a lo largo de mi vida…
Los negros acurrucados gemían temerosos de aquella confesión.
—¡Diego García! —clamó en la cueva viendo a sus hombres, sea público y
notorio, es mi hijo muy querido y si no lo había querido reconocer fue por la envidia
que sentía por su dicha. Dolíame que a sus años tuviese lo que la vida se negó a
darme. Mañana a primera hora, ¡oídlo bien! que por ello seréis libres, apenas salga de
esta cueva, lo juro, he de ir a Caracas a proclamar a los cuatro vientos que Diego
García es mi hijo.
Y cayendo de hinojos como un mahometano, exclamó, como siempre decía
cuando le asaltaba la culpa: ¡Perdóname, Señor!
La tierra volvió a temblar. Al comienzo en lento tamborilear. Luego fue un
trepidar profundo y sonoro.
—¡Ay, ay, ay! —gritaron los negros encadenados al ver al techo escupir terrones.
—¡Ay, ay! —volvieron a gemir—. ¡Suéltanos, señor!
Un torrente de piedras bajaba del seno hondo de la montaña. Una roca grande
aplastó el cráneo de un esclavo.
El Cautivo intentó huir. Ya alcanzaba la entrada, cuando una oleada de tierra
amarilla lo sepultó con sus negros.

www.lectulandia.com - Página 182


QUINTA PARTE
Bastardo, mestizo y encomendero
58. Los caribes y el recuerdo del Cautivo

A la mañana siguiente cuando Diego García escoltando a Don Alonso llegó a la


mina, se encontró que el cerro se había deslizado y no quedaba ni huella de la cueva
donde su padre encontró la fortuna.
Dos lágrimas cruzaron las mejillas de Alonso Andrea de Ledesma.
—Ha muerto tu padre, Francisco Guerrero, el Cautivo. Paz a sus restos y que el
Señor se apiade de sus yerros.

En presencia de vecinos muy principales y del Notario Pedro Lovera Otáñez, Don
Alonso Andrea de Ledesma leyó el testamento del Cautivo:
Y a Diego García —decía una manda final— lego el fundo de la Veguita con
todos los negros varones que para el momento de mi muerte haya en la casa. Así
mismo déjole mi hacienda de Camuri junto al mar…
Don Alonso interrumpió la lectura y mirando a Diego afirmó:
—Y tú, según dice aquí, debes marcharte de esta casa antes de diez días.
—Pero, si Diego es un niño —protestó Rosalía—. ¿Se puede saber qué va a hacer
solo entre esos matorrales?
—A los catorce años —respondió severo Ledesma— el niño es hombre. Puede
engendrar, puede matar. A los trece se coronan los reyes y a los catorce se casan.
¿Qué diferencia hay? ¡Qué se largue!
Seguido de veinte esclavos Diego García, luego de besar a su hermana, tomó el
camino de la Veguita, una pequeña finca in​mersa en el fundo de Garci González de
Silva.
Aquella tarde, luego de merendar, el gran Gonzalito y Diego caminan por la
hacienda.
Por los senderos, silenciosos y cabizbajos, cruzan los indios.
—¡Quién los ve y quién los viera! —observa el conquistador—. Descuídate y te
asan en barbacoa. Son traidores y disimulados como nadie, malagradecidos y crueles.
Con ellos no va aquello de pagar bien con bien o favor con favor se paga. Es inútil
pretender ganar su afecto con clemencia y dádivas. Para estos malditos indios la
piedad no es virtud, sino muestra de cobardía. Has de tratarlos con dureza si quieres
sacarles algún provecho.
Un galope en la distancia avanzó hacia ellos. Jadeante el jinete echó pie en tierra:
—Valencia está sitiada por los caribes —dijo dirigiéndose a Garci González—.
Os rogamos que acudáis en su defensa o sucumbirá en pocos días.

www.lectulandia.com - Página 183


El gran Gonzalito reúne hombres y armas. Resuenan las cajas de guerra. Sesenta
hombres a caballo y trescientos indios se dan cita en el terraplén frente a su casa.
—Hemos de salir en la madrugada —comenta a un grupo de soldados.
Diego, atento, lo sigue en su quehacer. Apenas queda solo le dice:
—Llevadme con vos.
Garci González lo mira socarrón.
—¿Tú? Pero si eres un mocoso. Todavía no me explico qué haces solo en este
monte.
—Sé hacer la guerra, señor —replica con vehemencia—. Ya mi padre, como bien
lo sabéis, me enseñó a matar. Sé manejar la espada, la lanza y el arcabuz. Os serviré
de escudero. ¡Haré de cometa, tambor o de pinche! ¡Pero, por Dios Don Gonzalito,
llevadme con vos, que a este paso se van a acabar las guerras!
Los caribes fueron derrotados[50]y Diego combatió con fiereza. En la plaza,
cercados de rencor, yacían postrados y en silencio un centenar de heridos.
—Por donde quiera que haya caminos —sentenció Garci González— hemos de
empalar a estos malvados.
Entre crispaduras los cien prisioneros fueron sembrados en cincuenta leguas a la
redonda.
Garci González a raíz de una celada que le tendieron sus encomendados, los
quiriquíres del Tuy, donde milagrosamente salió con vida con su cuñado Francisco
Infante, tornó para siempre su temple inclinado al perdón por fiera e implacable saña
contra los indígenas, persuadido, al igual que los otros, de que sólo el fuego y la
sangre eran capaces de mantenerlos a raya.
Caracas recibió el gran Gonzalito entre arcos floridos y nutridas ovaciones.
—¡Igual que aquella vez! —se dijo Diego al recordar el día en que retornó de
vencer a los cumanagotos. Vivía el Cautivo entonces.
El Ayuntamiento en lucida ceremonia le otorgó el título de Regidor Perpetuo. El
Cautivo preguntó a Ledesma al salir de la calle:
—¡Decidme, maese! ¿Por qué será que los hombres como yo, hagan lo que
hagan, digan lo que digan, nunca logramos ni el más mísero respeto de nuestros
semejantes, ni el menor reconocimiento a nuestro esfuerzo?
Ledesma detuvo el paso y lo miró a los ojos:
—Porque sois locos. Los hombres sólo honran a quienes se les parecen.
—Tenéis razón, maese —añadió con fugaz desconsuelo.
—Pero los hombres a quienes los pueblos no olvidan son precisamente a los locos
como yo, pues los hacemos vivir con luz diferente. Y dándole una palmada le espetó
soltando la risa: «Haced alguna vez alguna locura y veréis como os recordará la
historia hasta haceros cabalgar en un caballo de piedra».
Alguien siseó en las sombras.

www.lectulandia.com - Página 184


—¡Eh, Don Francisco!
Diego y los dos viejos se volvieron hacia el rollo de la justicia: era el Miás, el
esclavo blanco del Ayuntamiento.
—¡Señor! —exclamó suplicante—. Esta mañana atracó un barco negrero. Es mi
gran oportunidad para evadirme. ¡Ayu​dadme Don Francisco y os seré eterno deudor!
¡Igual a vos, Don Alonso! ¡Te lo pido, Dieguito!
El Cautivo arqueó hosco las cejas.
—Acordaos, mi gran señor, de que vos, que siempre endul​zaste mi cautiverio,
también fuisteis prisionero de los turcos. Nadie mejor que vos para saber cuánto
duele el cautiverio. No hay placer, ni afecto, ni amistad que supla a la patria y a la
libertad perdida. Os ruego a nombre de todos los santos que me ayudéis a huir en ese
barco. Por vuestros hijos que tanto quiero —suplicó el Miás con voz llorosa—.
¡Ayudadme!
El Cautivo lo miraba entre mohíno y acre con ojos enrojecidos.
—¡Sea! —expresó luego de reflexionar—. Esta misma noche serás libre y
mañana a primera hora estarás a bordo. Imploraré a todos los diablos que naufragues
tan pronto te alejes de Tierra Firme.
Y sin decir más ni escuchar las palabras del Miás, prosiguió hacia su casa.
Ledesma le caló el perfil y rió por primera vez con estruendo:
—¡Sois un gran hombre, maese! —le dijo echándole el brazo sobre el hombro—.
Me siento orgulloso de vos.
—¡No! —saltó el Cautivo con acento adolorido—. No soy más que un loco. ¡No
lo olvidéis! Los hombres a quienes se honra no hacen locuras como ésta. Los
hombres sensatos jamás liberan, siempre encadenan.
—Entonces, maese —respondió Ledesma con palabra sorpresivamente arrebatada
— yo también quiero ser loco. ¡Os ayudaré a liberar al Miás!
Y abrazados como juerguistas los dos viejos se fueron saltando por las calles,
cantando a pleno pulmón:

Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.

Después del toque de ánimas el Cautivo y Don Alonso, seguidos de Diego, se


acercaron al rollo, donde simularon animada plática con el Miás, mientras Ledesma
con lima y aceite rompía la cadena.
Tan pronto cedió, Diego y Ledesma, acompañados del prisionero, salieron de la

www.lectulandia.com - Página 185


plaza. El Cautivo en el sitio del inglés y cubierto con su cobija, daba cuenta de su
presencia cada vez que el sereno lo rondaba.
Antes del amanecer tiró a un lado las frazadas y atravesó soñoliento la Plaza.
—¡Qué noche tan tranquila! —lo saludó el sereno—. Ni los perros ladraron, ni oí
el corcoveo de la Mula Maniá.
El Miás a bordo de la nave, disfrazado de fraile, se volvió hacia el mozo con
lágrimas en los ojos.
—El corazón me dice que nos volveremos a ver. Tendréis mi eterno
agradecimiento.
Ledesma en el muelle musita a Diego recordando las últimas palabras del inglés:
—Todos los que se van tienen el mismo palpito. Es el contraveneno contra la
nada y el olvido.
—¿De qué veneno habláis, Don Alonso? —inquirió una voz cascada a sus
espaldas.
Diego y Ledesma se dieron vuelta. Era Villapando el herbolario, quien se había
establecido en Caraballeda de mercader y transportista con los mercaderes de la
Margarita.
—¡Pero cómo has crecido, pillín! —díjole a Diego abandonando el tono reticente
anterior.
—Qué extraño —prosiguió— encontraros a ambos por esta villa y cuando el sol
apenas comienza a vislumbrar. Grandes ries​gos habéis debido correr, sin duda, para
recorrer tan peligroso camino con la noche encima. ¿Se puede saber quién era el
santo padre a quien con tanto cariño acabáis de embarcar?
El tono inquisitivo de Villapando no daba lugar a dudas de que sospechaba. Era
además Regidor de Caraballeda. El rostro de Ledesma se ensombreció ante las
preguntas.
—Todo os será respondido en su oportunidad —replicó el viejo— antes, sin
embargo, quiero que me deis algo de beber.
—De mil amores, Don Alonso —añadió Villapando aún más reticente— pero
antes voy a subir al navío para conocer a tan misterioso fraile.
El barco negrero ya bajaba las velas dispuesto a zarpar. Villapando miró en
derredor suyo buscando un corchete.
—Yo mismo os llevaré a bordo, señor de Villapando —propuso Diego echando al
mar una pequeña canoa.
El herbolario luego de mirarle con sorpresa y simpatía, accedió:
—Pongámonos en tus manos, pillín.
El negrero levantaba ya el ancla.
—¡Eh, los del barco! —voceaba Villapando cuando Diego hizo adrede un brusco
movimiento que volcó la piragua.

www.lectulandia.com - Página 186


—Mal habéis hecho —le dijo luego de nadar una braza— al ayudar a escapar a un
malhechor como el Miás, a quien las estrellas señalan como el destructor de la
ciudad. Causante, Don Alonso, de vuestra muerte y de la mía. No diré una palabra de
lo sucedido; pero en lo sucesivo aspiro a que vosotros, y en particular el Cautivo, se
dejen de hostigarme y hacer mofa de mi vida.
—¡Prometido! —afirmó Don Alonso, mientras tomaba el carato de parcha que les
obsequiaba Tomasillo, el negro medicinal, a quien el Cautivo le amputó la mano en
uno de sus arrebatos.

59. Las Águilas Chulas

El año en que Sebastián Díaz de Alfaro fundó a San Sebastián de los Reyes,
[51]Caracas era una ciudad pujante, con más de doscientos vecinos españoles, dos mil

indios tributarios y centenares de negros. Las ciudades de El Tocuyo, Barquisimeto,


Trujillo, Borburata y Valencia, se despoblaron ante el reclamo de la ciudad capital,
engalanada de un clima fresco y de la presencia del Gobernador.
—Con razón decía el Cautivo —comentaba Ledesma— que Caracas, cual bruja
caníbal, devora lo que se pone a su alcance. A diecisiete años de nacida ya se ha
tragado a las villas que juntaron su esfuerzo para hacerla nacer.
Una línea de barcos de pequeño calado entre Caraballeda y Margarita dio salida a
los productos agrícolas y pecuarios que daba con abundancia el Valle. La harina de
trigo es de gran demanda en Cartagena y Santo Domingo.
La prosperidad se hizo presente. Las calles que rodeaban la Plaza Mayor fueron
empedradas; embaldosados los pisos de tie​rra; encaladas las paredes. Sus habitantes
tuvieron buenos trajes y mejores corceles.
Diego a los quince años parecía un mozo de más edad. Era fuerte y adusto; cruel
con sus encomendados y sagaz en los negocios. A fin de ahorrarse el acarreo de sus
mercancías a través del tortuoso camino que a través de la montaña llegaba hasta el
puerto, trasladó a Camuri sus queseras y tenerías que le daban pingües dividendos al
venderlos en Margarita.
Soledad, su hermana, sin ser ninguna beldad, por la inmensa riqueza que le dejó
el Cautivo, era la chica más codiciada del vecindario. La mina nunca más se volvió a
encontrar. Ejércitos de zapadores, con Diego a la cabeza, cavaron inútilmente en el
cerro deslizado. Semanalmente Diego visitaba a su hermana. Doña Ana de Rojas se
había erigido en la segunda madre de Soledad. Diego y Doña Ana se detestaban. La
mujer de Alonso Díaz de Moreno no hacía el menor esfuerzo por disimular su
antipatía. Diego la miraba con cara avinagrada al oírla discernir sobre su tema
preferido: la conveniencia de que las chicas principales matrimoniasen con españoles
y no con los mugrientos mestizos que por un desfogue de sus padres pululaban por

www.lectulandia.com - Página 187


doquier.
Soledad la amaba. Y para indignación de Diego, abría la boca y asumía una
actitud reverencial cada vez que la opulenta mujer dejaba salir su torrente de
palabras, admoniciones y consejas.
La negra Rosalía era del mismo parecer:
—Esa bicha es mala y lo que es peor, que con tantas marrullerías me está
bajeando a Soledad. ¿No la vienes notando medio jediondita de un tiempo a esta
parte?
Diego que ya lo había percibido tuvo un sacudón. «Soledad no era la misma». Si
nada traslucía en sus actos, sentía que a diario se alejaba de su lado por obra de Doña
Ana y de sus dos hermanas, erigidas en árbitros de la vida de Santiago de León.
Se hablaba de la «Tribu de las Tres Hermanas», o de la «Corte de las Rojas». En
su casa se reunía lo mejor de la ciudad «o lo que ellas creían que lo era», como
manifestaba acre el viejo Alonso Andrea de Ledesma, a quien segregaron por su
medianía financiera y por estar casado con la india Catalina García.
Para las Rojas, la sal de la tierra eran los diez o doce conquistadores a cuyas
manos vino a parar la fortuna del Valle, y los españoles que ocasionalmente se
aposentaban en la ciudad, como fue el caso de Agustín de Herrera y Juan de Mijares
y Solórzano.

La tarde en que Diego los conoció, azotaba una tempestad ante Camuri, donde
naufragó el barco que los traía. Luego de socorrerlos los llevó a su casa donde les
brindó protección y auxilio. Agustín de Herrera y Rojas era un mozo rubio rechoncho
y jactancioso que se decía hijo del señor de Canarias. Juan de Mijares y Solórzano era
su contrapartida: alto, moreno y silencioso. A Diego no le simpatizaron. A pesar de su
generosidad y brindarles cobijo por tres días, eran desdeñosos y altivos y en
particular Mijares, con aquel respingado de la nariz como si todo le oliese mal.
Desde el primer momento se confesaron gente de noble linaje, lo que sin duda
debería ser cierto por la clamorosa acogida que les prodigaron las Rojas y el resto de
los vecinos muy principales. Juan Fernández de León los alojó en su casa y si a Diego
a duras penas saludaban al principio, a los pocos meses giraban el rostro o cruzaban
de calle al verlo venir.
—¿Qué se habrán creído estos comecatres? —gritó Diego enfurecido un día que
el de Mijares le negó el saludo en el mo​mento en que entraba a la casa de Doña Ana
de Rojas.
A Diego le escocia el trato diferencial que las Rojas y su corte prodigaban a los
extraños y a los hijos de los conquistadores.
—Es que les basta verles la oreja blanca al más desarrapado —refería igualmente
indignada Rosalía— para que se escarran​chen y abran de piernas ante el primer
perulero, en cambio a los de casa los tratan como apestados. ¿Cuándo en tu vida has

www.lectulandia.com - Página 188


pisado tú la casa de las hermanitas Rojas? Ni la misma mujer de Garci González de
Silva, que ha sido para ti como un segundo taita, te ha sentado en su mesa. ¿Es o no
verdad? En cambio tú ves al par de españolitos esos dándose la gran vidorra con lo
que la bellaca de Doña Ana de Rojas llama el cogollito de la ciudad.
Ya Juan Fernández de León, que encima de estar podrido en plata, no puede ver
ni en pintura a su único hijo varón, le entregó a Mijares y Herrera la administración
de todos sus bienes y me han contado que piensa casar a sus dos hijas con unos tíos
como ellos.
—Los españoles que llegaron tarde —clamaba el viejo Ledesma— borrarán
nuestros nombres de la historia del Valle. Sólo a través de nuestras hijas proseguirá
nuestra sangre, pues las Águilas Chulas harán añicos la simiente macha. Ay, Rosalía
—añadía el viejo con un lamento—. A veces pienso que todo ello nos viene por
castigo. Con nuestra descendencia acontece lo mismo que acaeció con los padres y
hermanos de nuestras mujeres, que los abandonaron para venirse con nosotros, como
lo siguen haciendo. Por esa vía, dentro de muy poco no habrá indios en esta tierra.
Hemos separado la hembra de su casar. Por algún tiempo acaricié la idea de que esta
nueva casta que un día formamos, seguiría a través de los siglos, como sucedió entre
sabinas y romanos. Ahora veo con dolor que la hembra del Valle será siempre del
más fuerte.
—Tenéis razón, Don Alonso —respondió la negra—. «Con la misma vara que
mides…» la hembra del Valle es la vengadora de Dios. En tus hijas florecerá la
venganza de los tíos y hermanos despojados. Las águilas chulas andarán en el
plumaje roto de los aguiluchos que por la violencia engendrasteis.
—¡Ay, Rosalía! ¡No me digas tal, que el corazón me arde! ¿Y qué pudiéramos
hacer para contener tanto mal?
—No hay remedio, Don Alonso. La hembra siempre será del más bello, del más
macho, del más fuerte. ¿Tú crees que yo hubiese cambiado al Cautivo, con todo lo
viejo que era, por un macho joven de la raza de color, como hizo Acarantair?
¡Nunca!, ¡jamás! Para mi el esclavo, el siervo y el vencido, por guapo, joven y dulce
que pudiera ser, no me embelesaba. En cambio el conquistador, el hombre dominador
dueño de vida y haciendas, no tiene cara, no tiene edad, no tiene cuerpo. Es su fuerza
y poder el que me azucara y pringa y me pone bajita como perra sin dueño, en trance
de fornicar.
—Pero eso —exclamó Ledesma con voz trémula— tan sólo te sucederá a ti.
—Nos sucede a todas las hembras de esta tierra.
—No sucede así en España…
—España no es Indias. En tierra de conquista la moneda que corre es la del
conquistador.
—¿Y siempre será así?

www.lectulandia.com - Página 189


—Que yo sepa nunca varió el fruto el árbol germinado.
—¡Ay de mis hijos! —volvió a quejarse el viejo—. ¿Desapa​recerán entonces de
esta tierra que conquistamos para ellos?
—No, por Dios —protestó Rosalía—. Tan sólo por muchos siglos se sumergirán
en el olvido.
—¿De dónde sabes tantas cosas, oh, negra agorera, eres aca​so santiguadora y
jorguina?
—De ver las bestias en sus corrales y de poner las manos en mi corazón.

60. Sancho Pelao

«Tres hombres me rondan» —se dijo Rosalía—. Uno es guapo y pobre. El otro
hermoso y rico como el sol. Feo y de medianos recursos el tercero. El pobre me ha de
secar; el sol me ha de quemar. Quedarme he, que para una negra es bastante, con el
que sin causarme penas tampoco me dará alegrías. Mañana habré de darle la
respuesta; pronto será la boda; pero he de pen​sar en Diego García y en la mala cara
que ha de poner al decirle a nombre de mi futuro. Me frunzo, tuerzo y desmayo. De
imaginárselo, al igual que Soledad, su hermana, sin duda lo matarían. Pero la carne
me escuece, mi faltriquera está limpia y no quiero ser cantonera.
—¡Eh, Don Gonzalito! —llamó Rosalía al ver pasar a Garci González.
—¿Qué os pasa fermosa ninfa de ébano? —le susurró Garci González
consternándola con gracejo.
—Siete gracias os quiero hacer…
—Y por qué tan poco, numen sagrado de la especiería.
—Porque siete es el número sagrado.
—¿Podéis decirme hija de los faraones, hembra esplendente no digo yo de las
siete ciudades, sino de los siete mares, en qué consiste el presente que tenéis en mente
donarme?
—Ay, chico, no vas a saber tú —rompió la negra a reír—. A la hora del burro te
espero en la poza de los grandes helechos.
Garci González no ocultó la sorpresa.
—Si —reafirmó ante la duda—. En el mismo sitio donde te folgabas a mi ama
Acarantair.
—Calla, mal hablada.
—Callar he y tú también. Mañana me he de casar y antes de darme por entera y
para siempre al sacrificio, quiero probar de una vez por todas el divino topocho del
que tanto se ufanan las hembras vocingleras que lo han probado.
—¡Muérete con lo que ha sucedido! —dijo Soledad a Diego apenas lo vio—.
¡Rosalía casó con Sancho Pelao!

www.lectulandia.com - Página 190


—¿Con forro de urna? —preguntó en un alarido.
Rabiando y llorando corrió a la casa de Sancho Pelao. Rosalía desgranó sus
razones: hambre, necesidad, protección, un hombre…
Luego de tres meses de matrimonio Diego cambió de parecer. Sancho Pelao no
era la boñiga presuntuosa ni el mal hombre que decía el Cautivo. Era evidente la
ternura que sentía por Rosalía y su deseo de conquistar el afecto del muchacho
cubriéndolo de atenciones, lisonjas y obsequios, «juntándose —como decía Rosalía—
la sarna con la comezón», pues si Sancho Pelao era ducho en prodigar adulancias,
Diego necesitaba de ellas como el borracho del vino.
—Es increíble que a tu edad —le decía esa tarde— un hombre tenga tanta
facundia y valor. Las estrellas me dicen que harás proezas donde el gran Gonzalito
será enano al lado tuyo.
Diego se regodeaba en su silla mientras Rosalía escéptica mostraba su
desencanto. Por la vía de las estrellas Sancho Pelao se ganó su confianza. Diego no
daba un paso sin consultar su parecer.
—¡De verdad! —le dijo a Rosalía meses después— que la gente no se conoce
sino después de tratarla. ¡Qué buen tercio es Sancho Pelao! y yo con la ojeriza que le
tenía.
—Ni tan bozal, ni tan ladino, corazón —comentó la negra corriendo hacia la jaula
donde piaba un pajarillo.
Pero Diego abstraído en la propuesta que traía no le hizo mayor caso. Desde hace
tiempo acariciaba la idea de importar para revender en Caracas las mercancías que a
su paso por Margarita trocaban marinos y corsarios por víveres frescos, cacao y
tabaco. La harina de trigo de Caracas tenía gran demanda en Cartagena y en Santo
Domingo, al igual que los bizcochos, riendas para caballos y sillas de montar.
En sus haciendas prefirió siempre la cría de ganado y las vaqueras de donde
sacaba carne y queso salado de gran predicamento entre los navegantes lícitos o
marginales que en una u otra dirección cruzaban el Atlántico. Los corsarios pagaban
en oro contante y sonante o permutaban, si era gusto del comprador, objetos
suntuarios o de otra naturaleza que paulatinamente fueron depreciados por los
habitantes de la isla en la medida que se abarrotaba el mercado. La producción
agrícola y pecuaria de Margarita resultó insuficiente para cubrir las demandas
crecientes de las naos que recalaban en sus costas en busca de víveres. Los quesos y
carnes salados que Diego vendía a un marino de la isla y que a su vez éste revendía,
tenían tal demanda que le pagaban por adelantado. Ante estos hechos, además de
hacerse pagar mejor sus productos, con el dinero procedente de sus ventas, compró a
los pobladores del Valle, y entre ellos a Ledesma, buena parte de su ganado, con lo
que sus ingresos aumentaron considerablemente. La apatía de los de Caracas por
trasponer los linderos del beneficio corría paralelo al de los de Margarita por revender

www.lectulandia.com - Página 191


el sobrante de mercaderías que a bajo precio ofrecían los piratas.
—¿Quién se va a meter en eso? —se reía Ledesma—. A mi me basta y me sobra
con el trigo que les vendo a los de Santo Domingo. ¿Para qué quiero más dinero y
preocupaciones?
Y como le viese a Diego brillar los ojos, añadió sentencioso: «La codicia rompe
el saco, Dieguito».
—¡Ay! —le escuchó decir a Doña Ana de Rojas— aquí en Caracas no se
consigue un traje decente, ni un espejo, ni una buena silla de montar.
Los útiles de trabajo eran viejos y anticuados, al igual que las armas. Vino y
aceites se encontraban con dificultad. La pólvora misma al igual que las municiones,
se agotaban de pronto, haciéndose necesario que el Cabildo fletase una nao para ir a
Margarita en la espera de algún navío, ya que los isleños ni siquiera almacenaban el
sobrante para futuras ventas.
Diego se dijo: Si yo importase los útiles y víveres que ofrecen corsarios me haría
de unos cuartos que a su vez me permitirían mejorar y aumentar la producción de
quesos y carnes salados, que por lo que me cuenta el marino, es inagotable en su
demanda. El negocio es redondo y clarito. Lo único malo es el miedo que le tengo al
mar, por más que Sancho Pelao le hubiese dicho que en la línea de su destino «había
una larga y sorprendente ruta». ¿Y si Sancho Pelao se asociara a la empresa? —se
preguntó—. Está en la mayor pobreza, a pesar de su habilidad en múltiples cosas. Yo
aportaría el capital y él su trabajo, distribuyéndonos los beneficios a partes iguales.
Esa misma noche le hizo la propuesta. Sancho Pelao lloró de emoción. Rosalía rió
a carcajadas. Como Diego, a pesar de mestizo, presumía de hidalgo y no era cosa de
ensuciar su rango con la innoble profesión del mercader, Sancho para todos los
efectos aparecería como el propietario de la empresa. Fiel a sus recuerdos el antiguo
capitán de falsos mariches y físico de Salerno, propuso llamar La Salernitana al
futuro almacén.
A partir de ese instante Diego y Sancho Pelao fueron socios de la misma empresa.

61. Caballero y mercader

Abrieron casa frente a la Plaza Mayor. Sancho Pelao cada dos semanas iba a
Margarita, donde vendía los célebres quesos y carnes saladas de Diego García,
trayendo a la vuelta los mejores vinos, telas y aceites que vendían con pingües
beneficios. Como la demanda comercial en uno y otro lado aumentaba vertiginosa,
abrieron un almacén en Margarita y ampliaron el que tenían en Caracas.
—Lo malo de todo esto —comentó Ledesma al verle su jocundia— es que
legalmente Sancho Pelao es el verdadero dueño. ¿No te da miedo que te salga
mariscante?

www.lectulandia.com - Página 192


—¿Robarme a mí? —respondió con jactancia—. Todavía no ha nacido el hombre
que me haga trampas. Sancho Pelao, ade​más de ser mi amigo, es el marido de
Rosalía.
Aquella tarde se presentó más temprano que de costumbre en la casa de Sancho
Pelao. Rosalía acababa de parir a su primer hijo con Sancho Pelao y a quien
bautizaron Anselmo. Bienvenida y Pablo, los hijos del Cautivo, tenían como dos
años, y la anterior pobreza de los Pelao había dado paso a una holganza suntuaria que
Doña Ana de Rojas, por lo que alcanzó a ver por la ventana, calificaba como del más
pésimo gusto.
—Si tú le perdieras el miedo al mar —decía Sancho Pelao— nos hiciéramos ricos
en un santiamén al duplicar nuestros ingresos.
Diego, como siempre, rechazaba molesto y sonriente la propuesta.
—¡Barajo! No quiero morir ahogado ni comido por tiburones.
—De eso no morirás —sentenció grave—. He leído tu vida en las estrellas y hay
un extraño enigma: no morirás ni en la tierra ni en el mar.
—¿Dónde habré de morir, entonces?
—En el aire… —contestó Sancho irisadas las pupilas—. Has de morir en el
aire…
Luego de mofarse a sus anchas, Diego apuntó:
—Déjate de pendejadas y atiende el negocio que se me ha ocurrido, y que si no
me equivoco nos conducirá a la verdadera riqueza: vamos a comprar todos los burros
de Caracas y sus alrededores.
Sancho Pelao rompió burlón la risa.
—¿Desvarías, Dieguito? ¿Qué haremos con tanto burro?
—Más claro no canta un gallo —respondió el muchacho—. Déjame explicarte.
Los socios se compraron cien burros para acarrear sus mercancías del puerto de
Caraballeda a Caracas. Como no era de tener ociosa a tan nutrida flota entre viajes y
viajes, La Salernitana ofrecía sus servicios a los comerciantes y particulares para el
transporte de personas y mercaderías.
—Si somos los dueños de todos los burros no les quedará más camino que aceptar
los precios que a nosotros nos dé la gana.
—¡Con razón has de morir en el aire! —voceó jubiloso Sancho Pelao—. Eres un
halcón, un neblí, un gavilán colorao. Las aves de presa mueren entre las nubes.
Visto el éxito de la negociación compraron otros quinientos burros. Luego
envenenaron los ajenos.
Tres meses más tarde Diego y su socio cuadruplicaron el valor del flete. A los seis
meses lo habían decuplicado.
—Ahora lo que nos falta es tener nuestros propios barcos. Quién quita que con el
tiempo monopolicemos el transporte a la Margarita.

www.lectulandia.com - Página 193


—¿Y qué hacemos con Villapando? —preguntó Sancho.
El antiguo estrellero a quien el Cautivo detestaba, era el naviero preferido de
Diego por la velocidad de sus veleros que representaban mayor seguridad contra los
ataques de los caribes de Granada, dedicados de un tiempo a esta parte a interceptar
la ruta entre Margarita y Tierra Firme.
A Diego le simpatizaba Villapando, a pesar de sus modales afeminados, por su
facundia en vastos campos, entre otros el de la magia negra. Siempre acertaba en sus
pronósticos:
—Envía de inmediato cien arrobas de queso. Las van a vender al llegar; lo he
leído en el tarot.
Al arribar se encontraban que los esperaba una flota.
—Retened toda vuestra existencia en vinos, que valdrá el doble dentro de un mes.
Como por arte de magia se cumplían sus augurios.
Su casa en Caraballeda era la mejor del poblado: enclavada al pie del cerro, en
terreno alto desde el cual se atalayaba la bahía en toda su extensión. Villapando
cultivaba flores y pájaros, prueba inequívoca, según los vecinos, de ser fileno y
acaponado, sospechas que se pusieron en evidencia cuando se llevó a vivir con él a
Tomasillo, el negro medicinal.
El antiguo esclavo del Cautivo, a pesar de sus amaneramientos y rostro de
carininfo, no sólo no era marica, como lo proclamaba su padre, sino que era un
mismo gallo con negra o india que se le pusiera a tiro. De una hija del cacique
Guaicamacuto tuvo una agraciada zambita llamada Higinia, que era la alegría de los
dos viejos. A los cinco años era vivaz y movediza como una cerbatana. Villapando y
Tomasillo todas las tardes, llevando a la niña prendida de sus manos, bajaban al
muelle.
Higinia tenía predilección por Diego, quien le repetía los cuentos de hadas
escuchados a Rosalía y Acarantair. Diego amaba a los niños, e Higinia le recordaba a
Soledad.
Tan pronto llegaba a casa de Villapando la niña corría hacia él, obligándole a
referirle alguno de sus cuentos.
—Esta chiquilla ha sido nuestra bendición —sonreía el herbolario—. La he
nombrado heredera universal cuando llegue el momento de entregarle mi alma al
Creador.
—¡Jesús, dueño mío! —protestaba Tomasillo—. Que no lo digáis ni en juego.
Una sombra se asomó al corredor. Era un indio con una gran cesta de mimbre
colgada a su espalda. Los dos viejos se incorporaron. Tomasillo tomó al indio del
brazo y se lo llevó por el sendero que conducía a un palomar tan ancho y grande
como la misma casa.
El indio de las palomas, como lo había observado Diego, venía todos los meses

www.lectulandia.com - Página 194


para venderle a Villapando veinte o treinta ejemplares.
—Yo no comprendo —advirtió Diego— para que compras más palomas cuando
tienes más de mil en tu palomar.
—Por una razón, pillin. Así como no hay nada que me guste más que comerme
una de estas avecillas como las que prepara Tomasillo al estofado, se me partiría el
corazón de matar las que han nacido en casa. Las quiero como si fueran hijas de mi
carne, no lo puedo remediar. Si tú vieras cuánto deleite siento al verías partir todas
juntas en la mañana y regresar al atardecer buchonas y plañideras.
La primera vez que Villapando le enseñó el palomar, Diego comentó:
—¿Y eso no es pavoso?
El herbolario hizo un aspaviento risueño:
—¡Qué va a ser pavoso, niño! Lo que es pavoso es la mala fe de la gente, como la
que tiene tu amigo Lázaro Vásquez, que en vez de estar pendiente de lo que hacen los
otros debería ponerle más cuidado a su mujer. Además —añadió susurrante y
rozándole con sus labios la oreja—, te voy a vender un secreto, que si me traicionas
te mato. Estas palomas que tengo de este lado, como quien no quiere la cosa, no creas
tú que son palomas cualquieras. ¡Son palomas mensajeras! Unas tienen su nido aquí y
las otras en Margarita. De modo que mi socio allá y yo aquí, sabemos en menos de un
día los vaivenes comerciales. Por eso es que te he podido dar tan buenos consejos.
Las palomas mensajeras me dan ventaja sobre mis competidores, de cuatro días, por
lo menos. ¿Qué te parece tu viejo sabio, pillin? —y tomándole con sus dedos por la
mejilla se la sacudió cariñosamente.

62. La rica hembra

Camino de la casa de Lázaro Vásquez, donde pernoctaba en Caraballeda, Diego


se decía: «De verdad que este viejo marico para saber vainas no hay quien le dé la
vuelta, se las sabe todas. Con razón ha hecho tanta plata».
—¡Ay, Dieguito! —se mofaba Lázaro Vásquez, el viejo conquistador, para
regocijo de los presentes, cuando le habló del palomar de Villapando—. Te veo
matándole a Villapando las lombrices a cabezazos. Sigue así y vas a ver cómo en
cualquier momento te ensartan.
—Déjenmelo quieto —exclamó con arrumacos maternales Leonor, la mujer de
Lázaro, una bella margariteña de la familia de Fajardo, bronceada y escultural, madre
de Lázaro, compañero de Diego.
Sus facciones españolas y sus ojos almendrados le concedían un aire garrido que
buscaba y concitaba tentaciones. La gente murmuraba abiertamente que Leonor le
ponía cuernos a Lázaro, ya septuagenario y con la fabla distraída.
La mujer era convulsivamente cariñosa con Diego, besándolo y acariciándolo

www.lectulandia.com - Página 195


bajo cualquier pretexto con ardor de hembra, que encubría con dichos maternales. El
muchacho, a pesar de los deseos que le inspiraba, se abstenía y hasta rehuía de sus
acechanzas. Leonor viajaba frecuentemente a Margarita, so pretexto de visitar a sus
padres. «Desquitándose con sus paisanos —como señalaba Villapando— del hambre
eterna a que la tenía condenada su marido».
—Tú tienes que ir a Margarita —le musitaba a Diego insistente—. Vámonos un
día juntos —le propuso sin tapujos en otra ocasión— para que gocemos un realero.
Diego aferrado a su idea de tener sus propios barcos, dijo a Sancho Pelao aquella
mañana antes de partir hacia Caraballeda:
—¿Qué te parece si comenzamos con una balandra pequeña? Si nos va bien nos
metemos de frente a transportistas navieros y tumbamos a Villapando.
Sancho Pelao sonrió enigmático y lo acompañó hasta la puerta.
—¿Qué quieres que te traiga?
—¡Tráete a Leonor Vásquez! —respondió entre carcajadas.
Por el camino de recuas se va diciendo:
«Lo que es esta vez no perdono a Leonor. Ojos que no ven corazón que no siente.
Ni el viejo ni Lazarito se tienen por qué enterar. A la primera madrugada, como
hemos hecho tantas veces, nos metemos en la mar y allá entre la espuma y lo oscuro
me la paso por el filo».
Apenas entró a la casa Lázaro, el viejo, le escaldó las ganas:
—Hace diez días Leonor se embarcó para Margarita. Su madre está muy enferma.
Luego de la siesta y con el sol atemperado, Diego con los dos Vásquez se sentó
en la playa. Discurrían sobre la mar y el viento. Una balandra muy marinera les pasó
por delante.
—Esa es de Villapando —indicó Lázaro—. El marica está haciendo la plata
burreá.
Diego evoca entre los espirales azulados de su largo tabaco la cara y el cuerpo de
Leonor.
«Soy hasta capaz de embarcarme».
Un tumulto con Villapando al frente avanzó por la playa.
—Malas nuevas os traemos Don Lázaro —dijo Villapando con rostro severo y
cabeza descubierta.
—¿Qué le sucedió a mi madre? —preguntó, con terror, Lázaro, el joven, preso de
una sospecha.
—Fue capturada por los caribes —dejó caer Villapando—. Y quiera Dios que esté
viva, pues toda la tripulación fue asesinada. No hallamos su cadáver; pero no tiene
nada de particular que haya caído al mar, como fue el caso de dos marinos y una
mujer que encontramos muertos en las playas de Cubagua.

www.lectulandia.com - Página 196


63. Tú no tienes modales

Los caribes de la Isla de Granada a escasas millas de Margarita, luego de lo


sucedido a la mujer de Vásquez, capturaron otros barcos de los que iban de la isla a
Caraballeda.
Diego García, a pesar del peligro, seguía fijo a su idea de tener un barco propio.
Sancho Pelao se mostraba cauteloso.
—Pero si este es el momento —argüía Diego— de comprar barcos a precio de
gallina flaca. ¿Tú crees que el gobierno va a permitir que unos indios piojosos
continúen con esta guachafita? Mira —le decía cada vez más afirmativo— en lo que
pase el primer buque español los acaba a cañonazos y todo vuelve a ser como antes.
Diego convenció a Sancho Pelao de que aprovecharan los miedos de un
navegante para comprar a bajo precio un bajel ligero.
Villapando al verlo frunció el ceño:
—No me llames entrometido ni creas tampoco que estoy respirando por la herida
por el flete que puedas retirarme. Bien sabes que me sobra carga. Pero si es temerario
que en esa cáscara de nuez a la que alcanza una piragua caribe en un santiamén, te
atrevas a cruzar los mares.
Caribes y cumanagotos exacerbaron sus depredaciones. Otras cuatro
embarcaciones de pequeño y mediano calado cayeron en sus manos. Mataron a los
hombres y raptáronse a mujeres y niños. El negocio, sin embargo, prosiguió en auge.
Diego se mostraba jubiloso por las utilidades.
—Si, sí, zoquete —replicaba Sancho— como no eres tú el que se expone te
importa un comino.
Diego, risueño, le respondió:
—Fíjate en el realero que ya hemos sacado en cuatro viajes. Si seguimos así,
dentro de dos meses tendremos suficiente para comprarnos otro falucho y más ahora
que los están botando.
La audacia de los caribes era alarmante. A una de las goletas de Villapando cinco
piraguas lograron alcanzarla.
—De no haber llevado armas de fuego mis rajabroqueles, la hubiesen capturado.
¿Te fijas, muchachito? —le dijo a Diego con consternación—. El terrible peligro en
que pones al pobre Sancho Pelao. No hago sino rezar por él para que no se tope con
el infortunio.
Una semana más tarde una goleta de tonelaje pesado se esfumó de la ruta. A pesar
de las admoniciones de Villapando y de los temores de su socio, Diego compró una
segunda nave.
—Es cuestión de buena leche —le argumentaba a Villapando—. ¿Cuántas
embarcaciones cruzan el mar y cuántas se pierden? No es mayor de una veinteava
parte de las capturas. El mismo peligro que ofrecen los bandoleros y los negros

www.lectulandia.com - Página 197


cimarrones cuando vas por un camino. Lo que sí debiéramos hacer —observó con
aire cómplice— es sacarle puntas al miedo y subir el flete. Nadie nos podrá acusar de
aprovechadores.
—Ah, pillin. ¡Siempre se sale con la suya!
—Desde mañana mismo —ordenó a Tomasillo— los precios subirán diez veces:
la guerra es la dicha del mercader.
A los seis meses, Diego y su socio ya eran propietarios de cinco barcos.

Diego García procedente de su hacienda llega esa tarde a la Plaza Mayor. Bajo un
naranjillo charlan un grupo de los españoles que llegaron tarde. Agustín de Herrera
lleva la voz cantante.
Diego los mira con aprensión: las Águilas Chulas a fuer de matrimonio con las
hijas de los ricos se están cogiendo el coroto. Herrera y un vasco llamado Tomás de
Aguirre cortejan a las hijas de Fernández de León.
—Debemos ser los españoles —proclama Herrera— los amos de esta tierra que
fue conquistada para España y no para las tribus bravías, de quien descienden estos
mestizos que son sus dueños.
Francisco Rodríguez del Toro apoya entusiasta.
—Pues si de tal guisa piensa vuesa merced —dijo Diego García, juguetón y
emergiendo de pronto— debería intentarlo de hecho y no hablar tanta bolsería.
Herrera esgrimió su espada. Con tres golpes de sable Diego dejó su mano vacía.
—¿Alguien más desea discutir conmigo el derecho que tenemos los nacidos en
esta tierra a que continúe siendo nuestra?
Como nadie le respondiese soltó con desprecio:
—En verdad que son muchos los malagradecidos que en la vida he llegado a
conocer. Hasta ahora me habían hecho creer que la ingratitud era vicio de esclavos.
Ahora veo que no hay diferencia entre los siervos y los que dejan su tierra para anidar
en un mundo ajeno.
Y dando media vuelta encaminó sus pasos hacia la casa de su hermana, donde
dormía la siesta cada vez que llegaba a Caracas.
Un hombre charlaba con Soledad al pie del balcón. Su rostro encrespó al ver que
era Juan de Mijares y Solórzano.
Soledad agitó las manos apenas lo vio. Mijares giró la cabeza y la volvió a su sitio
al reconocerlo.
—Buenos días —saludó Diego mirándole el perfil y rastreando las palabras con
claro acento de reto. Mijares respondió con un gruñido.
—¡Oiga mi amigo! —le espetó reclamante—. ¿Usted como que es sordo? El
hombre no aminoró el desdén.
—Bueno, guapa —se despidió— otro día hablaremos mejor.
Y sin decir más dio media vuelta y se alejó hacia la plaza.

www.lectulandia.com - Página 198


—Yo no sé qué es lo que se estarán imaginando estos pendejos —profirió Diego
en voz alta.
—¡Jesús, Diego! —protestó Soledad—. Tú no tienes modales.
La voz chillona de Doña Ana de Rojas lo despertó de la siesta.
—Diego García —voceaba indignada— ha ofendido gravemente a Don Agustín
de Herrera, a Juan de Mijares y Solórzano, a Francisco Rodríguez del Toro y a otros
tres nobles caballeros. Se hace indispensable, hija mía, que le pares el trote a ese
desver​gonzado. Va a arruinar tu reputación.
Soledad le advirtió con señas que Diego estaba en la habitación contigua.
—Mejor aún si me escucha —gritó sin arredrarse—. Aparte que no es correcto
que entre a tu casa como perro por su casa y duerma en ella como si fuera tu padre o
tu hermano. Acuérdate que no es más que un bastardo, un indio a quien tu padre
recogió, sin ser su hijo, por la pura caridad.
Sintió que las manos se le volvían plomo y que un desmadejamiento lo
embargaba. Pálido salió al corredor. Con los ojos orlados dijo a su hermana:
—Descuida Soledad, nunca más pisaré tu casa.
—Pero Diego… —balbuceó la muchacha tratando de retenerle.
—No le digas nada ahora —dijo Doña Ana simulando parsimonia— está como
un fusuco, deja que se calme.

64. «Niño en cuna…»

Diego García tomó el camino hacia Caraballeda. Mañana haría su primer viaje en
barco. Sancho Pelao, ante las embestidas de los caribes, amenazó con liquidar la
sociedad de no compartir el riesgo. En lo sucesivo un viaje le correspondería.
Lleno de zozobra abordó la nave. Una tempestad casi los hace naufragar llegando
a la Villa del Espíritu Santo.
«Jamás había visto la mar tan negra y tan fea —le escribió a su socio—. Con
decirte que es tanto el miedo que he sentido que creo que no podré retomar».
Por dos meses permaneció en Margarita.
Una hermosa pelandusca de quien se prendó al verla logró vencer su pánico al
proponerle que la acompañase en la travesía.
El viaje de retorno fue plácido y gratificante.
La barca atracó en el muelle. Diego se sorprendió con angustia al ver sobre el
tablado a Rosalía. A través de las palomas de Villapando había dado aviso a su socio
de su próxima llegada.
¿Qué pasará? —se preguntó con ansiedad.
—Malas noticias —dijo mustia Rosalía.
—Soledad, tu hermana —añadió Sancho Pelao—, se casó con el españolito Juan

www.lectulandia.com - Página 199


de Mijares y Solórzano.
Por segunda vez su cuerpo trepidó sacudido por un ataque de alferecía.
Soledad se deshizo en llanto. Argüyó excusas.
—Juan quiso hacerlo el día de su santo. No era su intención lastimarte.
¡Perdóname Diego! ¡Perdóname, hermanito!
—Está bien —terminó por decir. Era mucho lo que amaba a su hermana. A
instancias de Soledad, Juan de Mijares y Diego se dieron un abrazo y terminaron
cenando los tres.
—Para dar borrón y cuenta nueva —dijo Diego— os voy a preparar una ternera
en vuestro honor el próximo domingo en la Veguita. Os quedaréis a dormir allá.
El primero en llegar fue Garci González de Silva. Venía sin Doña Beatriz. «La
pobre tiene un fuerte dolor de cabeza». El segundo fue Don Alonso Andrea de
Ledesma. Tras él aparecie​ron Rosalía y Sancho Pelao.
—Soledad y su marido no pueden venir —balbuceó—. Tienen una fiebre muy
alta.
Diego permaneció imperturbable.
—Yo lo sabía. Tan sólo quería verlo con mis propios ojos.

La tenacidad y clara visión de Diego García acrecentó su fortuna de tal forma que
Doña Ana de Rojas llegó hasta a invitarlo a la fiesta que organizó para el día de su
santo. Diego hizo que vistieran de señora el pavo más hermoso que había en su finca.
Y luego de colgarle un grueso collar de oro se lo hizo llegar en medio de la fiesta. La
chuscada, antes que indignación, como lo quería Diego, fue motivo de risas y alegres
comentarios.
—Ese hermano tuyo —dijo risueña Doña Ana— tiene una gracia que deja atrás al
más pintao de los andaluces. ¡Qué tanto lo quiero!
Diego continuó reacio a los intentos de aproximación de las hermanas Rojas y de
las águilas chulas.
—Ahora que soy rico —decía a Rosalía— encuentran que no soy tan indio. Si
ellos tienen mala memoria, yo la tengo reque​tebién.
Aquella madrugada en que se disponía a embarcarse por segunda vez para
Margarita sintió que alguien en la penumbra del alba lo llamaba. Era Don Agustín de
Herrera, su implacable detractor. Traía la expresión compungida y confusa:
—Recurro a vuestra caridad porque sé que sois un hombre de corazón y me
encuentro en un mal trance. Me avisaron ayer que un hermano mío se encuentra
moribundo en la Margarita, donde su barco tocó hace dos semanas. Os ruego que me
llevéis en vuestra barca y olvidéis mis ofensas.
—Vuestra es mi barca, señor mío. Subid a ella.
El favor y la travesía rompieron la distancia. Agustín de Herrera se volvió su
defensor y apologista.

www.lectulandia.com - Página 200


Una tarde recibió un llamado de Soledad:
—Quiero que me perdones y otro tanto te pide mi marido.
Juan de Mijares que permanecía oculto, emergió de la habitación vecina. Diego
con frialdad aceptó el abrazo. Soledad lloró de emoción.
—Estoy embarazada —dijo—. ¿No se me ve? Tengo tres meses.
Diego por primera vez la vio con ternura y la besó en la mejilla.
—¡Qué Dios te bendiga!
—Pero tengo mucho miedo —añadió su hermana con voz modosa. Juan mañana
se va a Margarita y tengo miedo de quedarme sola. Tanto él como yo te rogamos que
te mudes a casa para que me acompañes.
Un tibio vaivén sintió Diego y esta vez sí abrazó con franqueza a su cuñado Juan
de Mijares.
La primera noche que Diego durmió en la vieja casona luego de tres años de
haberla abandonado, sus sueños fueron tumultuosos, llenos de zozobra y alegría. El
Cautivo se le apareció en la cuadra en el momento de la partida. Montaba el mismo
caballo. Soledad recién vestidita y remilgosa esperaba la bendición. El, como aquella
vez, se acercó en su potro.
—¿Me llevas a la mina, padre mío?
El Cautivo no se puso bronco ni arrebató la rienda entre maldiciones. Emparejó
su caballo al alazán de Diego y tomándolo en vilo lo sentó en su silla cantando a
pleno pulmón, mientras cabalgaba por la Calle Mayor:

Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.

Diego despertó al amanecer. Rosalía sentada en su cama le acariciaba la cabeza.


—¿Por qué llorabas?
—Soñaba con mi padre…
—¿Y qué te dijo?
—¡Perdóname, hijo mío!

65. Pájaro de mar

Al rayar el alba, en el momento en que Diego tomaba el camino de su hacienda,


llegaba Rosalía. Mijares y Solórzano, según se le escapó a su hermana, se fue a la
Margarita con el propósito de montar un negocio parecido al suyo. Diego iluminó sus

www.lectulandia.com - Página 201


ojos con malignidad y rió para sus adentros: «Como si fuera tan fácil».
Cambios sustanciales se habían provocado en el carácter de Soledad en poco
tiempo. La encontraba remilgosa, ceremonial, echada para atrás. La atmósfera de la
casa años atrás, que con todas las restricciones del Cautivo echó siempre de menos en
su soledad, no era la misma. A diferencia de entonces, que se desbordaba interesada y
comunicativa por todo cuanto él decía, Soledad ahora permanecía abstraída y
silenciosa cuando al regreso de la hacienda le contaba sus peripecias del día.
Tres veces bostezó en su presencia aquella tarde en que conversaba con Rosalía y
dando un pretexto cualquiera se alejó hacia la cocina.
—¿A ti no te parece —susurró a la negra— que Soledad se ha puesto muy
pretenciosa?
Rosalía sonrió a medias:
—¡Ay, mijito! Si yo te contara. ¿Tú no te has fijado que Sancho Pelao ya ni porta
por aquí?
—De verdad, ¿qué le pasó?
—Tú sabes como es él de carirraído. Pues en lo que vio que estabas viviendo aquí
se puso con una visitadera, creyendo que por el solo hecho de ser tu socio ya lo
emparejaba. Como yo conozco a Soledad más que doblón liso, le vi en la cara su
acrimonia cuando Sancho aquel día adelantó la visita nada más que para que lo
sentaran a almorzar. Soledad lo vio y con esa frialdad de botella que a veces tiene, le
dijo seca: «Siéntese, Pelao». El, sin darse cuenta de la carota de la otra, que apenas
levantaba los ojos del plato mientras hablaba, llegó un momento que la trató de
Soledad, tú. ¿Qué crees que hizo la muchachita? Como si fuera la misma Doña Ana
de Rojas lo vio a los ojos y le dijo descompuesta: «Pelao, le ruego que me trate de
Doña Soledad». Levantóse de la mesa y nos dijo: «Me van a perdonar, pero me siento
un poco indispuesta». Fue tal el bochorno que le entró a Sancho que sin terminar de
almorzar, verde como esa mata, cogió su cachachá y salió corriendo.
Soledad, para su desgracia y la nuestra —añadió la negra no vive sino pendiente
de la corte de las Rojas y de lo que dijo menganito y fulanito, y como el marido es
noble, no habla sino de escudos, linajes y abolengos. A ti porque te quiere no ha
dicho nada; pero óyela detrás de la puerta cuando a mediodía vienen las Rojas a
visitarla. Quien la oyese sin conocerla creería que es hija de reyes. Es una lástima,
pero esos maizales se perdieron. Ayer no más Doña Ana de Rojas le recriminaba la
locura de haberte traído a la casa para que la acompañaras, cuando ella lo hubiese
hecho de mil amores. Aparte —dijo Rosalía bajando la voz— que la negrita Juliana
se puso a contarle que la otra noche te le metiste al cuarto. Soledad está hecha una
cuaima contra ti.
—Y sigo estando —afirmó Soledad saliendo inesperadamente de la sala con
expresión acerada—. Lo que acaba de contar Rosalía es la pura verdad. En todo este

www.lectulandia.com - Página 202


tiempo han pasado demasiadas cosas y la verdad Diego, que empero ser hijos del
mismo padre, somos muy diferentes. No quiero enfados contigo. Lo de la negri​ta
Juliana me tiene muy contrariada.
Diego no la dejó proseguir:
—Será mejor entonces que me vaya a mi casa. Estoy seguro que Doña Ana de
Rojas será mejor compañera que yo mientras dure la ausencia de tu marido.
Soledad, de pie, no dijo palabra alguna.
Diego García media hora más tarde recogió sus alforjas y por segunda vez salió
contrito de la casa del Cautivo.
Al llegar a la esquina de Catedral un corrillo de hombres sombríos y cabizbajos
murmuraban entre si. La campana de la iglesia comenzó a doblar a muerte:
—¿Qué sucede? —preguntó a Agustín de Herrera.
—Sir Francis Drake, el terrible corsario inglés, acaba de saquear a Santo
Domingo de Guzmán. Los muertos son innumerables. El poderío español se
tambalea. Acaba de traer la noticia un velero que logró saltarse el bloqueo.
—¡Qué broma! —exclamó Diego—. ¿Pero, qué es aquello? —dijo de pronto al
ver a Villapando seguido de Tomasillo en traje de luto arriba de dos buenas mulas.
—Ay, Diego, malas noticias te traigo y más aciagas son para Soledad, tu hermana.
La balandra donde venia su noble esposo Juan de Mijares y Solórzano fue capturada
por los caribes. Encontraron su cadáver asaeteado de heridas y totalmente podrido
muy cerca del castillo.

66. ¡Sálvame de los piratas!

La muerte de su cuñado fue lo que decidió a Diego de una vez por todas a
comprarse una goleta veloz y de pesado tonelaje que lo pusiera a salvo de los caribes.
—Me llevo estas dos mochilitas de oro —le dijo a Villapando la víspera de su
partida—. ¿Crees que con esto alcanzará?
—¡Niño! —exclamó el herbolario—. Con eso te puedes comprar la nao capitana
del almirante de Castilla.
Diego abrazó a Villapando. El herbolario lo vio con tristeza.
—Espera —dijo— te voy a dar unas gotas para el mareo y un fusil de rueda que
compré hace poco.
Al despedirlo contuvo un sollozo.
«¿Quién me iba a decir —pensó Diego—, que entre Villapando y yo floreciese
tan buena amistad?».
Luego de consolar al viejo y a Tomasillo y preguntarle a Higinia qué deseaba
como regalo, Diego salió de la casa del herbolario dirigiéndose al muelle.

www.lectulandia.com - Página 203


La nave avanzaba lentamente por la corriente encontrada. Un galeón apareció
súbitamente.
—Mirá, cuñao —le dijo uno de los marinos—. Ahí va el inglés, le conozco el
casco y los meneos.
Diego contrajo el ceño. Frente a sí tenía a Sir Francis Drake, el terror de los
mares. De él se contaban cosas espantosas, al igual que de su socio, John Hawkins,
Juanito Pata de Palo. Dicen que desuella vivos a los prisioneros y que la fiereza de
uno de sus corsarios era sólo comparable a la de diez tercios españoles. El navío
pirata ligero enfiló proa hacia el «Tres Puños». A trescientas brazas a babor estaba la
Isla de Cubagua. El galeón a menos de un cuarto de milla, se les venía encima. Diego
y sus hombres, atónitos, lo veían acercarse.
—Nos quiere volcar por la pura maldad —observó uno de los marinos.
—¡Virgen de la Soledad! —imploró Diego—. ¡Sálvame de los piratas!
Un golpe de viento sucedió a la invocación. El galeón detúvose de pronto y el
«Tres Puños» raudo huyó hacia la isla. Un cañonazo cortó el aire: una bala cayó a
veinte brazas y una segunda llegó a salpicarlo. Pero ya el barco de Diego se oculta
tras un farallón. El navío desistió de su presa y siguió hacia el Oeste.
Anclaron en Cubagua.
—Es mejor que pasemos la noche aquí —observó el capitán— porqué ya está
oscureciendo. Saldremos en la madrugada con la fresca.
—¡Bolas! —exclamó Diego—. Yo no duermo aquí ni de vaina. He oído decir que
aquí salen los diez mil espantos.
—Como queráis —respondió resignado el marino—. Todavía nos quedan dos
horas con luz. Antes de ese tiempo bordearemos a la Margarita.
La nave izó anclas e hinchó velas, deslizándose suavemente sobre el borde
septentrional de Cubagua. Tras dos rocas gigantescas saltó un grito:
—¡Ana Karina Rote!
Cuatro piraguas caribes, veloces como toninas, los rodearon de frente y de lado.
Los marinos no ofrecieron resistencia. Diego los observó con aprensión cuando
abordaron la nave. Eran altos, musculosos y con facciones casi femeninas, a pesar de
su expresión feroz.
El que parecía el jefe dijo unas palabras señalando a Diego y a dos marinos. Los
maniataron de pies y manos y a pulso los echaron como fardos en las piraguas. Luego
comenzaron a hur​gar entre la mercancía. El que daba órdenes mostró a Diego, con
júbilo pueril, la mochila de oro con la que pensaba comprar la goleta ligera.
De la balandra salió en alarido la voz del negro Felipillo.
—Caribe no come negro —dijo un indio en castellano—. Negro cobarde: hace
mal barriga.
Otros dos gritos se sucedieron. Afirmó la misma voz:

www.lectulandia.com - Página 204


—Muy viejos, pellejo duro…
Remaron rauda y acompasadamente toda la noche en sorprendente estabilidad.
«Ahora comprendo cómo llegan hasta Cuba. Son los verdaderos piratas del
Caribe».
El indio ladino que hablara antes, se arrellanó en la popa. Era un joven musculoso
y de facciones agraciadas.
—Mi nombre es Anakoko. ¡Toma, come! —dijo cordial, entregándole un pedazo
grande de su propio queso.
—¿A dónde vamos?
—A nuestro reino. Lo que vosotros llamáis la Isla de Granada.
Arrullado por el vaivén de la piragua se fue deslizando en un sueño profundo.
Sobresaltado despertó. Despuntaba la mañana. El caribe que no remaba le dijo
jovial haciendo brillar sus dientes:
—Ya llegamos. He aquí nuestro reino.
Una playa arenosa rodeada de montañas altas y abundante vegetación, se abrió a
sus ojos. Una flota de veintinueve galeones se balanceaba en el seno de una
anchurosa bahía.
—¿Y éstos, quiénes son? —preguntó Diego sorprendido.
—Son nuestros amigos corsarios. Se aprovisionan de alimentos y nos venden lo
que necesitamos. El barco grande es de Drake, el de al lado es de John Hawkins, o
Juanito Pata de Palo.[52]

67. Los caribes de Granada

El pueblo en masa salió a recibirlos. Hombres y mujeres andaban en cueros. Las


mujeres eran hermosas y bien formadas. De facciones finas y perfiladas como
españolas, y de tez tan oscura, que hubiesen pasado por negras de no tener el pelo
lacio y cre​cido.
El poblado era muy grande, con amplios y altos bohíos de bahareque y palma,
que, escalonados, bajaban de la montaña al mar.
No menos de doscientas piraguas se alineaban en la playa. Entre burlas y gritos
desfilaron los cautivos. Anakoko, altivo y a grandes pasos, atravesó el pueblo
llevando a Diego con un cordel que le amarró al cuello. Luego de recorrer un largo
trecho de playa solitaria llegaron a unos cocales. Tres hombres blancos, recostados a
los troncos y en actitud indolente, los vieron llegar. Estaban atados por una cadena,
del pie derecho a unos aros de hierro incrustados en los árboles. Estaban desnudos y
con la piel curtida por el sol.
—Original cárcel esta —dijo Diego a su captor.
—Soy tu dueño —respondió Anakoko.

www.lectulandia.com - Página 205


Apenas se detuvo llegó un indio con arreos de herrero. De un tirón tomó por el
pie a Diego y sin tomar en cuenta sus gritos, remachó el anillo. Tan pronto hubo
acabado, a golpes de cincel liberó a dos de los prisioneros. Sin mayor emoción, luego
de mirar a Diego, se alejaron renqueando.
Anakoko luego de ver largamente a Diego y de sonreírle con simpatía, se fue
hacia el pueblo seguido por el herrero.
Al instante aparecieron tres muchachos portando vasijas con agua, licor y pescado
crudo. Uno de ellos se dirigió a Diego, y como no entendiese, se desbordó en gestos y
palabras de colérico acento.
—¡Qué os desvistáis por completo! —dijo a sus espaldas el prisionero que
restaba.
Era un mozo regordete y rubio, de plácido aspecto.
—Soy Antonio Sandoval —añadió acto seguido—. Subteniente de La Asunción.
Fui capturado por los caribes en la playa de Manzanillo. Soy de Sevilla y tengo veinte
años.
Diego obsesionado por lo que escuchó a Anakoko sobre la suculencia de su
esclavo, preguntó arrebatado:
—¿Cuándo cree vuesa merced que me habrán de comer?
Sonrió el subteniente de La Asunción:
—Tranquilizaos, mi querido amigo —dijo reticente—. Los que aquí vienen no
son para ser comidos. La alacena y despensa de la isla está al frente. En esos cocales
que allí veis.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Diego preso de una sospecha.
Toño, con meneos y expresión femenil, sonrió pudoroso. Bajó los ojos y con el
índice comenzó a dibujar sobre la arena.
—Yo no sé si estáis enterado de que estos feroces guerreros, ahí donde los veis,
no distinguen fácilmente hombre de mujer cuando se trata de darle gusto al cuerpo, y
lo mismo puede servirles una moza, como un muchacho guapo como vos.
—¿Cómo decís? —prorrumpió—. ¿Quéréis decir que…?
—¡Exactamente! —añadió Toño con una sonrisa.
—¡Prefiero que me coman vivo!
—Tomadlo con calma. Tenéis todavía un mes por delante. En ese tiempo —
añadió con expresión ambigua— y con este sol, ¡ay!, uno termina por ver las cosas
distintas.
—¡Explicaos!
—Pues, por lo que he visto —y dibujó un corazón en la arena— me parece que el
cacique Anakoko está pringoso por vos…
Una tempestad de movimientos se apoderó de Diego.
—Calmaos, hombre —observó Toño—. De no haber sido por el amor, no

www.lectulandia.com - Página 206


estaríais en Guanacoco y los cocineros se estarían dando mañas para el banquete de
esta noche, como será el destino de vuestros compañeros.
Diego dejó salir un alarido:
—¿Se comerán a Chucho y a José María esta noche? ¡Pero es horrible!
—Veis entonces —añadió el otro en tono apaciguador— que no es tan malo
vuestro destino según se mire…
—Pero es que yo soy un macho completo… —dijo desinflado.
—Nadie lo pone en duda, pero tratad de escucharme para que entréis en razones:
Anakoko, como os decía, se prendó de vos y está tan enamorado como lo puede estar
en España un fiero guerrero de una doncella…
—¡Noo! —voceó Diego con desesperación.
—Calmaos, —prosiguió Toño— y dejadme explicaros. ¡A lo mejor os queda
alguna esperanza! Anakoko no os va a obligar esta misma noche, ni tampoco mañana.
Durante un mes os cortejará, al igual que entre cristianos hace un novio decente.
Vendrá a visitaros una o dos veces al día. Os traerá regalos. Os dirá dulces palabras.
Tratará de despertar en vos los mismos sentimientos que él siente. Si al cabo de ese
plazo accedéis a sus deseos, os pondrán en libertad y os integraréis a la vida de la
tribu, como acabáis de ver hicieron esos mozos franceses capturados hace
exactamente dos meses, y novios ya de dos caciques muy principales.
—¿Y si me niego?
—Os matarán en forma atroz: despellejándoos en vivo, inflingiéndoos los más
espantosos sufrimientos; sin merecer siquiera el honor de ser comido por la tribu, ya
que se consideraría muy grave afrenta el haber dado calabazas a un cacique tan
principal como Anakoko.
Diego, con la mirada en lontananza, caviló por más de un minuto.
—¿Y vos, cuánto tiempo lleváis prisionero?
—Pues, pasado mañana —respondió— he de cumplir los tres meses…
—¿De modo que…?
Diego, sin comer ni beber y rígido, vio caer el día. Toño intentó varias veces
reiniciar la conversación.
—Sé que no queréis oír mi voz ni hablar de todo aquello, pero como soy cristiano
quiero deciros: si no estáis de acuerdo con vuestro destino, dentro de un mes, yo
mismo os sacaré de apuros.
Diego, ante aquellas palabras depuso el agrio gesto.
—¿Creéis que podéis ayudarme a escapar?
—Os lo aseguro; si me prometéis no reaccionar violentamente contra los
requiebros de Anakoko, pues ello pudiera ser fatal. Dadle esperanzas. Eso debilitará
su vigilancia. Estaréis solo todo el tiempo. Este es un coto cerrado, igual que un
harén. Nadie puede acercarse a vos ni pasar por la playa.

www.lectulandia.com - Página 207


El sol en ese momento desapareció en el horizonte. Una algarabía estalló al otro
lado de la bahía.
—¡Pobres infelices! —exclamó Toño santiguándose—. Los están descuartizando
vivos.
Tambores y guaruras restallaban por la playa.
—Ahora se emborracharán hasta el alba.
Las sombras cayeron sobre la playa y los cocales. La danza de los caribes
continuaba. Vieron venir una figura por la arena.
—Ahí viene Amparino —dijo Toño.
—¿Quién? —preguntó Diego.
—Mi novio —respondió el subteniente de La Asunción.
Pasada la medianoche permanecía insomne. La luna alcanzaba su cenit,
iluminando la ensenada y los navíos. Un objeto largo se deslizaba suavemente.
Diego, que desde hacía ratos lo veía avanzar, supuso al principio que era un árbol a la
deriva. Luego de un sacudón pensó en un pez grande. Cuando salió del agua vio que
era una mujer.
—¡Ey, Diego! —dijo la sombra con voz asordinada— soy yo…
Desnuda y reptando llegó hasta él. Un rayo de luna le dio en la cara.
—Soy Leonor. Leonor Vásquez.
La mujer gimoteando lo abrazó con vehemencia.
—¡Mi muchachito! ¿Qué te han hecho? ¡Dios mío! —decía mientras lo acariciaba
—. Supe por el pobre Chucho, a quien se lo comieron vivo, que estabas entre los
prisioneros. Pensé que estarías aquí.
Hablaba atropelladamente, en forma ininteligible. Dijo que estaba de mujer de un
cacique. Que aunque la creyese loca, estaba feliz con su nuevo marido, y con el tipo
de vida que llevaba. Que ella no pensaba regresar nunca más a Caraballeda y que si la
venían a rescatar huiría con los caribes.
—Pero ése no es tu caso, mi vida. Tú eres un machito, y antes prefiero verte
muerto, que vayas a terminar de puto de esos salvajes. Hay que hacer un plan para
que tú huyas. Pero antes que se me olvide, tengo algo horrible que decirte: ¿Tú sabes
quién es el responsable de tantas victimas y naufragios? Pues nada menos que, el
desgraciado de Villapando. Me lo dijo mi hombre. Él es quien maneja las palomas
mensajeras. Villapando, cada vez que sale un buque de Caraballeda hacia Margarita,
manda una paloma señalando hora y fecha de salida y tonelaje. Por eso es que a sus
buques no les pasa nada. ¡A ese bicho hay que matarlo! A mí, sin proponérselo, me
hizo feliz liberándome del mojón de Lázaro; pero cuando pienso en la cantidad de
gente muerta, amigos de una, me entra mucho coraje y me dan ganas de parar en la
primera oportunidad para denunciarlo. Tú tienes que salvarte, antes que huir. No
solamente por ti, sino por los que faltan, por los que fueron, por los que vendrán.

www.lectulandia.com - Página 208


¡Pero, qué buen mozo te has puesto! Nunca te había visto así. ¿Qué hacemos los dos
desnudos bajos estos cocales? ¡Ay, Dieguito, ven!
Al día siguiente y ya avanzada la tarde, Toño, que conversaba animadamente con
Diego, se puso en pie bruscamente y dijo, señalando hacia dos hombres que
avanzaban por la playa:
—Bueno, amigo mío. Llegó la hora de despedirme. Ahí viene mi novio. Rezad
por mí y que Dios os acompañe.
Y diciendo esto se puso las guirnaldas de flores que Amparino le envió en la
mañana y abrió los brazos para recibirlo.
En la última hora del atardecer llegó Anakoko. El guerrero no ocultaba su
turbación. Luego de sentarse a su lado, dijo, tras grande esfuerzo:
—¡Hermosa que está la tarde…!
—¡De verdad! Está muy bonita, a pesar de este plaguero.
—¡Pero más bello sois vos! —le espetó cadencial, ladeando bruscamente el perfil
y mirándole a los ojos con ardor. Diego recordó a una noviecita remilgosa que había
tenido en La Vega: cerró pudoroso los ojos y jugando con la arena como le vio hacer
a Toño, respondió:
—Gracias por el cumplido.
—No es cumplido, ¡hermoso! Es la verdad. Nunca he visto unos ojos más bellos
y una piel tan digna de ser acariciada. ¿Me permitís?
Anakoko intentó abrazarlo.
Diego con una varita y un golpe bajo se lo impidió.
—¡Deja la vaina, indio! Vamos poco a poco pa’que no te atores.
Anakoko exclamó:
—¿Entonces me amáis?… Decídmelo de nuevo y me haréis el hombre más feliz
de la tierra.
Ah, buena lava —se dijo Diego—. ¿Qué hago yo con este nonatero birriondo?
La advertencia de Toño lo hizo más precavido.
—¡Ten calma y ya verás… ya verás! Por los momentos vamos a dejar la pepera y
hablemos de otras cosas.
Ya era noche avanzada cuando se marchó Anakoko, y Diego en el cocal, fue
envuelto por la pesadumbre que lo arrulló con sueño agitado. La mujer de Lázaro
Vásquez lo besaba, pero el cuerpo frío y mojado de Leonor le reveló que no soñaba.
Luego de secarse y de mojarse el uno al otro, comenzó a decirle con su palabra
premiosa.
—Ya te tengo todo arreglado. Drake está loco por mi y quiere llevarme con él.
Vengo de su camarote, pero naiboa. No dejo a mi indio. Me prometió sacarte mañana
de aquí en el momento de zarpar. Aquí te manda esta lima para que rompas la cadena.
De aquel barco te van a poner una linterna encarnada en la popa. Nada lo más rápido

www.lectulandia.com - Página 209


que puedas. Los ingleses te salvarán. ¿No te parece rico? Pero no te olvides de
Villapando, que es un desgraciado. ¡Ay, chico, pero que frío tengo! ¿Por qué no me
calientas otro poquito? ¡Ay, qué sabroso!
Día y noche limó Diego el fierro. Al oscurecer le restaba un grueso trozo. Con
ansiedad prosiguió en sus propósitos. Al oír la charanga de la flota aumentó su
desesperación. Limó con ligereza.
—¿Qué os sucede amor mío? —preguntó de pronto la voz de Anakoko—. ¿Por
qué os dais con tanta fuerza? Son pulgas de arena —añadió— y hacéis mal en
rascaros con tal saña. Dejadme ver vuestra pierna.
—¡No es nada, coño! —respondió áspero—. Me masajeaba la pierna, la tengo
dormida.
Anakoko con ardor desbocado saltó sobre el muchacho. Diego intentó oponerse.
El caribe lo aventajaba en corpulencia, vigor y estatura. Diego rugía. Anakoko
jadeaba, mientras en la nao capitana estallaba la señal de partida.
Luego de marcharse el indio, lloró en silencio, aserrando la cadena con tristeza y
lentitud.
Cometas y tambores retumbaron en la flota. Una charanga de gaitas aturdió la
bahía. De cada uno de los barcos dispararon tres salvas. Los caribes sonaban sus
guaruras agitando lanzas y antorchas. Las velas de los bajeles se inflaron opulentas.
Las anclas centelleantes emergieron del mar.
Diego gimió bronco.
El galeón de Juanito Pata de Palo fue el primero en salir por la angosta boca de la
ensenada. Uno tras otro salían los barcos. Un bote se desprendió de la nao de Drake y
bogó presuroso hacia los cocales. Un hombre saltó a tierra. Diego desconcertado lo
vio acercarse.
—¿Es que ya no me conoces? —dijo la sombra—. ¡Cuán pronto me has olvidado!
Ya Diego adivinaba, cuando la luna le dio en la cara. Era el Miás, «El Hombre de
las Bolas al Hombro», el esclavo blanco del Ayuntamiento.

68. Larga y sorprendente rota

La flota con sus velámenes blancos batidos por la luna parecía una ronda de
almas en pena.
—Yo soy un oficial de Su Majestad Británica —explicó el Miás— y esta es la
flota de Sir Francis Drake. Salimos de Plymouth hace dos meses y andamos de corso
por el Caribe. Soy el Capitán de esta nave.
—Nunca pensé que fueras pirata —observó Diego.
El Miás conturbó la expresión:
—No somos piratas, sino corsarios. Soldados al servicio de nuestro reino, no

www.lectulandia.com - Página 210


ladrones. El quinto del botín pertenece a Su Majestad. Es una profesión muy noble. A
nosotros nos amparan las leyes de guerra. A los piratas no. Tan pronto los toman
prisioneros son ejecutados. Los españoles en los últimos tiempos no hacen diferencia
entre pirata y corsario y nos cuelgan igualmente. Casta maldita esta de los españoles.
¿No te parece, Diego?
Un respingo se le plantó en la cara. Muchas veces refirió al Miás su antipatía por
los peninsulares. Pero ahora, al oírla en boca extraña, sintió un molesto escozor.
—Estamos reclamando nuestro derecho a participar en la riqueza del Nuevo
Mundo —prosiguió el corsario—. No hay ninguna cláusula en el testamento de Adán
donde diga, como hizo el papa español Alejandro VI, que las Indias deberían
dividirse entre España y Portugal. Cuando se agotan las argucias y argumentaciones
diplomáticas queda abierto el camino de las armas. ¿Estás de acuerdo?
Diego veía con extrañeza al Miás. Parecía otra persona. Si hace tres años era un
hombre corriente, sano y reilón, ahora era igual a esos curas españoles llenos de
fuego y vehemencia.
—Vosotros los criollos tenéis que ayudarnos a imponer el protestantismo, que es
la verdadera fe, en estas tierras nuevas. Los españoles son ignorantes, déspotas,
fanáticos. Sólo tienen por propósito sacaros vuestra riqueza a cambio de nada. Con
nosotros seria diferente.
Diego se sorprendió de lo que decía el Miás. Jamás había sufrido un trato más
rudo y desdeñoso que el recibido en aquellos tres días que llevaba entre ingleses. Si
los españoles desdeñaban a los mestizos, sólo se percibía en entre líneas o en algún
momento de suprema cólera. Nunca en aquel tono brutal, cual si fuera un animal
pestilente.
—Y a propósito, Miás, ¿cómo haré yo para llegar a mi tierra?
El corsario le dirigió una mirada conmiserativa:
—Eso lo veo difícil, querido amigo. Ya has vivido entre nosotros. Sería peligroso
devolverte al campo contrario.
Diego lo miró consternado.
—No veo otra salida que seáis uno de los nuestros. Te gusta la guerra y tienes
buena disposición para ella. Sir Francis Drake, a quien hablé de ti, ve con simpatía
que te enroles bajo nuestras banderas. Hombres de tu condición son buenos para
penetrar la tierra que se ha de conquistar.
Diego sintió azotarlo el rubor.
«¿Cómo se imagina este desgraciado que yo puedo guerrear contra los míos?».
Luego de un largo silencio pensó:
«Los españoles nos hacen sentir indios y españoles los ingleses. ¡Qué destino el
de los mestizos!».
El corsario siguió desgranando propuestas.

www.lectulandia.com - Página 211


—Trabajando para nosotros serás Gobernador de Caracas y no un olvidado
hacendado, como por más que hagas será tu destino.
Ante la propuesta simuló entusiasmo. Ya aparecería la oportunidad.
Una fragosa tempestad los obligó a guarecerse en el abandonado pueblo de La
Borburata. Diego miró hacia las montañas. Detrás de ellas estaba Valencia. Los
corsarios, alrededor de las hogueras, comieron, bebieron y charlaron.
Drake y Juanito Pata de Palo hacían grupo aparte con siete oficiales.
El Miás les presentó a Diego. Juanito Pata de Palo, el pirata que vendió a Rosalía
a Julián el de las Mendoza, rió al identificarlo:
—¿Tú eres el hijo del Cautivo, el viejo tunante? Buenos amigos éramos y mucho
que comercié con él. Era un tío con gracia. —Y en un rapto cordial le tendió una
botella.
Drake era un hombre silencioso, de aspecto imponente. Sin modulación en la voz
dijo a Diego:
—Me he enterado de que deseáis enrolaros en nuestro ejército para servir
lealmente a Su Majestad Británica. ¿Qué os hace desertar de los vuestros y renegar de
sus leyes, principios y creencias?
—El odio, señor —respondió sin vacilar—. Los españoles desprecian y explotan
a los mestizos y por lo que tengo visto, me entiendo mejor con los ingleses.
Drake dirigió una mirada de inteligencia a Hawkins: «¿Veis como tengo razón?
Esta es la vía para domeñar el Imperio Español».
Diego se fue a dormir a una de las casas de la abandonada puebla. Mientras rugía
la tempestad amasaba sus planes de fuga. Esperaría a que todos durmiesen. Correría
entonces a través de las montañas.
Los dos hombres que compartían el rancho se durmieron bajo las mantas. Diego,
atento a la primera clarinada del gallo, simuló dormir. Una clarinada de bronce lo
despertó de madrugada. El Miás, con voz alegre gritaba a su lado:
—¡En pie, perezoso!
—¡Maldición! —clamó Diego al darse cuenta de que un sueño profundo lo había
traicionado.
—Hasta este mismo momento —le dijo sonriente el Miás— dudaba de tu
sinceridad. Tuve miedo de que al amparo de la noche pretendieses escapar. Esos dos
que ves allá —dijo señalando a dos corsarios— tenían instrucciones de cazarte como
un pollo.
La flota se puso en marcha hacia el Oeste. A la mañana siguiente Diego divisó
hacia el Norte una isla larga y plana coronada por un castillo.
—¡Es Curazao! —apuntó el Miás.
Fortaleza y flota cruzaron disparos. Las naves inglesas continuaron su derrotero
hacia el poniente.

www.lectulandia.com - Página 212


Cuatro días más tarde cayeron sobre Río Hacha. El saqueo fue tan cuantioso,
como la matanza. Diego aparentó combatir. Sólo tiró a matar cuando un coracero
español se le vino encima.
De Río Hacha siguieron a Cartagena. La plaza opuso pugnaz resistencia. Por siete
días y siete noches rugió el cañón. Los ingleses abrieron brechas en las murallas y
entraron a saco. El gobierno, con buena parte de los tesoros, huyó a tierra. Drake
impuso un tributo de cien mil ducados.[53]Diego García y el Miás fueron enviados
como parlamentarios.
El Gobernador se tornó apoplético al ver a Diego:
—Exijo como primera condición para negociar —gritó soberbio— que me quiten
de la vista a este mestizo asqueroso, cobarde y traidor, como todos los de su casta.
De Cartagena fueron a Portobello en Panamá; de Portobello a La Florida.
Portobello resistió. San Agustín fue fácil presa para los corsarios. Desde la injuria de
Cartagena peleaba con valentía y arrojo. Después de San Agustín el mismo Drake lo
felicitó, trasladándolo a su nave con el cargo de Tercer Ordenanza. Drake era un
hombre férreo y metódico. Frecuentemente interrogaba a Diego sobre su provincia,
apuntando cuidadosamente sus respuestas en un libro.
La flota desde hacia más de una semana navegaba sin ver tierra. Un frío terrible
aumentaba de un día a otro. Las aguas "perdieron su color y se tornaron oscuras como
tinta. Una niebla espesa, densa e impenetrable rodeó la nave por todo un día.
—¿A dónde vamos, señor capitán? —se atrevió a preguntar lleno de angustia.
—A Inglaterra —respondió Drake—. A ver a la Reina.

Diego y el Miás pasean por los jardines de la Torre de Londres. Sir Francis Drake
y John Hawkins celebran consejo con Su Majestad Isabel I.
—Al parecer —le observó el Miás— urden algo importante contra España.
Envarado en un traje de corte, el muchacho lo escucha a medias.
A lo mejor —prosigue el corsario—. Su Majestad te interrogará en persona. Es
una mujer excepcional, lo mismo hace una tarta de nueces para chuparse los dedos,
que planifica una batalla.
Él criollo y el inglés se detienen ante una fuente coronada por un pez de piedra
que deja fluir el agua.
—Dicen que está encantada.
—A bicho bien feo —se burla Diego.
El pez gorjeó trepidante y lanzó sobre el criollo un chorro negro pestilencial.
Un coro de risas sucedió al baño. Diego trataba de limpiar el traje profiriendo
injurias y maldiciones. Seis caballeros acicalados lujosamente, entre los que estaban
Drake y Juanito Pata de Palo, pasaron a su lado escoltando a una mujer de mediana
edad, fea y pelirroja. Vio a Diego burlona y dejó suelta una risa cantarina.
Sorprendido la siguió con los ojos. Una mano en garra lo tiró hacia abajo:

www.lectulandia.com - Página 213


—¡De rodillas, imbécil! ¡Es la Reina Isabel de Inglaterra!
El pez varió de nuevo el caudal del chorro y lo volvió a empapar emitiendo un
sonido parecido a un rebuzno.
—Lo llama burro —exclamó la Reina, ahogada por la risa.
Diego, estuporoso, la vio alejarse seguida por su cortejo. El fango del sendero la
hizo vacilar. Uno de los compañeros que la acompañaba tendió su capa sobre el
lodazal:
—Pasad ahora, mi Reina y Señora.
—Ese caballero es Sir Walter Raleigh —susurró el Miás.

Bajo el comando de John Hawkins o Juanito Pata de Palo y teniendo por segundo
al almirante Drake, la flota inglesa salió de Plymouth dispuesta a enfrentarse con la
poderosa armada que Felipe II lanzaba contra Inglaterra.
Diego García se embarcó en un falucho ligero.
La tempestad aniquiló la flota a la que el Rey de España llamó «Armada
Invencible».[54]Hasta las mismas costas de Vizcaya, los ingleses dieron caza a los
sobrevivientes, donde cruzaron fuego con las fortificaciones de la costa.
Una andanada recibió el barco de Diego. Ante los ojos asombrados y doloridos
del Miás, en obra de minutos se fue a pique.
En el momento de oscurecer, Diego alcanzó un madero. Hasta la mañana, guiado
por las luces del puerto, luchó por acercarse a la playa. Al amanecer y exhausto, tocó
tierra. Un grupo de marinos y de campesinos lo rodearon amenazantes.
—¡Soy español! —dijo antes de desmayarse.

Ante el Alcalde de Onarra, como se llamaba el pueblo, contó sus peripecias. Sin
decir palabra el funcionario lo llevó hasta un castillo erguido sobre un acantilado,
donde lo bajaron a las mazmorras.
El Conde de Dabois, gobernador del castillo, lo interpeló de nuevo. «Que no
hable con nadie el prisionero» —ordenó al salir.
Al día siguiente lo montaron en un coche enrejado. Luego de saltar varías horas
por caminos polvorientos, Diego sintió bajo el suelo los adoquines de una ciudad. Del
coche lo llevaron a otra mazmorra y de ella a un lujoso salón. Un hombre grueso y
moreno lo vio por encima de sus antiparras.
—De rodillas, so borrico —le dijo el Conde de Dabois que lo acompañaba—.
Estáis ante el Capitán General de Bilbao.
El Capitán General, al igual que el Alcalde y el Conde, ordenó que lo guardasen
totalmente incomunicado.
Una semana pasó Diego García en los calabozos de Bilbao. Esa mañana lo
sacaron de las mazmorras y lo montaron en el mismo coche que lo trajo de Onarra.
Pero esta vez dieciséis hombres de a caballo, entre los que se veía cabalgar al Conde

www.lectulandia.com - Página 214


de Da​bois y al Alcalde de Onarra, lo acompañaban. Por más de ocho días y sin dejar
de cabalgar, pues tan pronto llegaban a las cuadras desenganchaban los caballos y
ponían otros de relevo, Diego recorrió España. Finalmente llegaron a un edificio
inmenso y lo encerraron no en una lóbrega prisión, como había sucedido hasta
entonces, sino en una habitación que, aunque bien guardada por rejas, llaves y
soldados, tenia aspecto confortable. A la mañana siguiente un caballero ataviado
lujosamente y que se identificó como el Conde de Torre Pando de la Vega,
gentilhombre de la copa del Rey, lo invitó afablemente a que le narrase su aventura. A
cada palabra suya el Conde dirigía rápidas miradas a los legajos que traía en sus
manos, sonriendo cordial a cada afirmación o negación suya.
—Pobre chico —dijo finalmente luego de escucharlo por tres horas—. Ya puedes
salir y pasearte por el Palacio libremente, pero acuérdate de no hablar con nadie.
Espérame en este mismo sitio pasada la hora de la siesta.
A la hora convenida, el Conde de Torre Pando vino en su busca. Cabalgaron
alrededor de un cuarto de hora hasta un punto de la sierra que se divisaba enfrente.
Cinco mosqueteros y diez alabarderos montaban guardia a la entrada de un sendero.
Torre Pando bajó de su montura.
—Ven —invitó a Diego.
Avanzando por un sendero polvoriento caminaron unos cuantos pasos.
—Vamos a consultar a un viejo muy sabio a quien has de contarle todo cuanto me
has dicho. Hazte de cuenta de que te confiesas con Dios.
—Allí está el viejo —dijo señalando hacia una roca—. Acércate a él.
Diego se aproximó lentamente al anciano que estaba sentado en la oquedad de un
peñasco. Ensimismado contemplaba el panorama. Era un hombre magro de carnes,
con la cabeza cubierta por un gorro cónico como un bonete, vestido de negro, con un
gran crucifijo al cuello y el pie derecho vendado apoyado en un taburete guarnecido
por un cojín. Una honda expresión de tristeza traía en la cara.
Por más de tres horas Diego refirió sus aventuras. El hombre sin variar la
expresión y con los ojos en lontananza, pidió detalles sobre los navíos de guerra; el
sistema de aprovisionamiento; su parecer sobre la Reina Isabel.
Luego de escucharlo y siempre de perfil, dijo suavemente:
—Bien, ya puedes marcharte.
A la mañana siguiente el Conde de Torre Pando de la Vega le comunicó:
—Bien, chaval. Te has conducido como un héroe. Si te marchas ahora mismo a
Sevilla alcanzarás a tiempo la Gran Flota que dentro de una semana partirá hacia
Indias. Aquí tienes, como premio a tus sacrificios, esta joya y estos dinerillos.
Y diciendo esto puso en sus manos una esmeralda engastada en un anillo y cien
doblones de oro.
—¡Ah! —dijo Torre Pando cuando arriba de su bestia se disponía a partir—. Se

www.lectulandia.com - Página 215


me escapó decirte que el buen anciano con quien hablaste ayer es Su Majestad Felipe
II, Rey de España por la gracia de Dios, y Emperador de las Indias.

69. ¡Esta es mi justicia!

Cuando el patache de la flota que hacia la Carrera de Indias lo dejó en Margarita,


Diego no sabía por dónde comenzar, luego de aquel agitado peregrinar de tres años.
Nadie le hubiese creído que además de conocer a Isabel, la Reina Virgen, hubiese
charlado por más de dos horas en el trono de piedra con el Rey de las Españas.
Armado por la experiencia de que lo llamasen embustero, como le sucediera a bordo,
silenció lo sucedido. Obsesionado por la imagen de Villapando embarcó hacia
Caraballeda.
Al tercer día, vislumbró, entre cocales y con la montaña al fondo, su amado
Camurí.
La gente reaccionó con sorpresa y júbilo al verlo llegar.
—¿De dónde has salido? Te dábamos por muerto.
—Ahora no tengo tiempo para explicaciones. Dadme un caballo y dos de vosotros
venid conmigo.
Por el camino se enteró de que Caraballeda se había despoblado el mismo año de
su partida a causa de las graves disensiones surgidas entre el Gobernador Don Luis de
Rojas y los Regidores del Puerto, quienes se oponían, como quería el de Rojas, a
deponer su fuero de elegir ellos mismos a sus alcaldes.[55]Antes que ceder prefirieron
marcharse a Caracas. Don Luis de Rojas armó camorras a diestra y siniestra. Intentó
violar a Doña Ana de Rojas. Un pesquisador llegado de Santo Domingo, a comienzos
de año, lo depuso haciéndolo comparecer ante la Real Audiencia. El nuevo
Gobernador Don Diego de Osorio, según le van contando, es un hombre enérgico.
Haciéndose eco de la necesidad de un puerto para Caracas ha fundado cerca de
Tacagua, en un sitio pegado a la montaña, una nueva ciudad-fortaleza: La Guayra.[56]
En Caraballeda sólo restan diez vecinos y entre ellos Villapando, a pesar de tener
sus almacenes en el nuevo puerto.
«¡Claro! —se dice Diego— lo retiene la querencia de sus palomas mensajeras».
La tropilla llegó a La Guaira. Villapando en el muelle conversa con tres frailes
frotándose las manos y con aire sumiso.
De un puñetazo lo derribó.
Andrés Machado y otros vecinos, creyéndolo víctima de un acceso de locura,
lograron someterlo. Cuando refirió, con voz entrecortada, los crímenes del herbolario,
la tropa de línea tuvo que hacer valla para que no lo colgaran.
Maniatado sobre un burro y acompañado de buena escolta, Villapando llegó a
Caracas. Andrés Machado y sus hombres, a sugerencia de Diego, retornaron a

www.lectulandia.com - Página 216


Caraballeda para registrar minuciosamente la casa del palomar. En una hendija de su
escri​torio encontraron la pequeña cápsula donde las palomas mensa​jeras
transportaban sus mensajes: adentro había un papel que en letra muy menuda
advertía:
Miércoles llegan palomas.
Machado frunció el ceño.
«Hoy es miércoles. Quien trae las palomas de relevo está por llegar».
—Esperémoslo —propuso a sus hombres y con la mirada atenta escudriñó los
caminos.
En Caracas, Diego formuló su denuncia ante Diego de Osorio, el nuevo
Gobernador. La gente se agolpaba en la sala capitular. Sancho Pelao se acercó a
Diego y luego de estrecharlo entre sus brazos se retiró a un rincón. Diego lo observa
con tristeza:
«En su cara no hay alegría por mi retorno, sino contrariedad».
Pero Villapando, a pesar de sus magulladuras reclama atención:
—¿Con qué derecho se me difama y maltrata de esta manera? ¿Dónde están las
pruebas? ¿Qué vale más, la palabra de este mocoso disoluto y fantaseador, contra una
vida consagrada al servicio del prójimo y a la existencia honrada? El que tenga
palomas mensajeras para mejorar mi información, ¿es acaso un delito?
Lazarito Vásquez interrumpe el alegato al entrar apresurado en el lugar del juicio.
Cruza el salón con recios pasos y entrega al Gobernador el mensaje encontrado en el
escritorio de Villapando.
—Y bien, señor de Villapando —pregunta el mandatario— ¿qué decís a esto?
Villapando miró con desdén la cápsula y el mensaje.
—No digo nada. ¿Qué puedo decir? ¿Puede vuesa merced o alguno de los
presentes sacar alguna conclusión sobre lo que dice este mensaje de mi socio? Yo, en
cambio, sí puedo probar —silbó amenazante— que el pretendido naufragio de Diego
García es absolutamente falso y que barco y mercaderías fueron vendidas en Puerto
Rico con el sólo fm de robar a su socio, el honorable comerciante Sancho Pelao.
El marido de Rosalía empalideció, bajando los ojos con turbación. Una ráfaga
hostil ventisqueando hacia Diego se apoderó de los presentes.
—Todo esto no es más que una añagaza para perderme —redondeó Villapando—.
Para arruinarme y excluirme de la competencia naviera…
—Concedamos un receso hasta las cinco de la tarde —propuso Diego de Osorio
— y vayamos todos a almorzar, que son las doce pasadas. Eso si, al acusado y al
acusador me los encerráis bajo llave y en celdas diferentes, mientras se decide qué
hacer con ellos.
Ya el Gobernador dictaba sentencia cuando Andrés Machado y Simón Bolívar, el
Mozo entraron en la sala capitular.

www.lectulandia.com - Página 217


—Lo agarramos —dijo señalando a un indio maniatado— en el momento en que
entraba a la casa de Villapando con esta cesta de palomas. A media legua y entre el
monte cuarenta caribes dormían. Ninguno escapó con vida. Ved, Excelencia.
Y diciendo esto volcó sobre el suelo el contenido de un saco: cinco cabezas
sangrantes retumbaron sordas al chocar contra el piso.
—El indio ha confesado —añadió Simón Bolívar— que Villapando era su
cómplice.
Villapando fue condenado a muerte para el día siguiente, sin apelación ni retardo
en la sentencia. Apenas salió del Cabildo, Diego se dirigió a casa de su hermana. En
cuatro años Soledad se había transformado en opulenta matrona que lloró al verle y lo
abrazó con cariño. Se enteró de que Doña Ana de Rojas murió de parto el año de
haberse partido.
—¿No me digas? —preguntó sin ocultar su alborozo.
Un niño de cuatro años interrumpió. Era Hernán de Mijares y Solórzano, el hijo
de Soledad.
—De haber estado aquí hubieses sido el padrino —dijo.
Esa noche durmió en casa de su hermana.
A la primera hora salió hacia la Plaza Mayor, donde había de celebrarse la
ejecución.
El Gobernador presidía el acto. Villapando subió al patíbulo. Antes de cubrirle la
cara afirmó solemne:
—Declaro bajo juramento y en el momento de morir, que todo de cuanto se me
acusa es una infamia.
Redoblaron los tambores. El verdugo, de una patada, quitó el banquillo. El cuerpo
se balanceó en el aire. Se amorató el rostro preso de convulsiones. Cuando ya lo
tenían por muerto se rompió la curtida soga. Villapando cayó al suelo.
Los vecinos, temerosos, se persignaron. ¿Desaprobaba el cielo la ejecución de un
justo?
El Gobernador, impulsado por antiguas creencias, sentenció:
—El reo no será ejecutado; pero sus bienes serán confiscados y no podrá entrar a
ciudades, pueblos y villas de cristianos mientras viva, so pena de muerte. ¡Esta es mi
justicia!

Esa misma noche Diego se fue de visita a casa de Rosalía y de Sancho Pelao.
—¡Dieguito! —aulló la negra de alegría al verlo llegar.
En cuatro años la hembra más esplendente de las siete ciudades se había
marchitado. Tenía la faz cenicienta, la mirada opaca, el cuerpo seco y la dentadura
estragada.
«¡Carajo! —se dijo Diego—. ¡De verdad que hay palomas que matan!».
—Pero estás igualita —observó compasivo—. No te pasan los años por encima.

www.lectulandia.com - Página 218


—No seas calandro Dieguito —respondió con paz y alegría— ya ni los presos me
requieren. Estoy hecha un cuajo. Tú en cambio sí que estás hecho un mariscante de
corazones. Desde esta mañana deambulo en tu búsqueda, pero supuse bien al
barruntar que vendrías esta noche.
—¿Quién está ahí? —preguntó desde el cuarto Sancho Pelao.
—Es Dieguito —respondió Rosalía.
Tras la pregunta apareció descalzo y sin camisa. En aquella apariencia cordial
había un trasfondo de reserva.
Entre una botella de ron, sentados el uno frente al otro, iniciaron un mutuo
escarceo de anticipo. En diez minutos Sancho Pelao intercaló prolongadas y
sufrientes pausas. Diego García calándole su embarazo y ahíto de incertidumbre no le
daba pie a que avanzara con sus preguntas. A la cuarta pausa Sancho Pelao arguyó
luego de carraspear largamente:
—Malas nuevas, por desgracia, tengo. Estamos arruinados. Con la pérdida del
oro, del barco y del cargamento con que pensábamos pagar la hipoteca, todo se
volvió sal y agua.
—¿Cómo que arruinados? —saltó Diego acusador—. ¿Y este almacén repleto de
peroles de quién es? ¿Y esta casa? ¿Y los arreos de burro que encontré por el camino,
no son acaso tan tuyos como míos? ¿Y las cuentas por cobrar? Cuando me fui hace
cuatro años eran diez mil pesos.
Sancho Pelao sudaba copiosamente.
—No te engañes, una cosa es lo aparente y otra la realidad. Los libros dicen…
—Qué libros ni qué carajo, Sancho Pelao… las propiedades están a la vista y no
le debemos a nadie. Lo que se perdió en mi viaje fueron las utilidades o el trabajo de
algunos meses. Lo demás está intacto.
—La culpa fue tuya —dijo encrespándose—. Además, cuentan que no hubo tal
naufragio…
—¿Cómo dices, gran carajo? ¿Me vas a llamar ladrón, cuando tú eres el único
ladrón que hay aquí?
Sancho Pelao intentó asir un machete. De un empellón Diego lo derribó.
—¡Dejad el jollín, muchachos! —gritaba llorosa Rosalía—. Hazlo por mí,
Dieguito. Vete ya, piensa en mis críos.
Diego se incorporó, miró confuso en derredor y salió de la casa.
—No hay un solo papel —dijo el notario Lovera Otáñez, otro español llegado
tarde— que demuestre tus derechos sobre la mitad de los bienes.
—¿De modo que me han robado como un mismo pendejo?
—Pues, eso creo, Dieguito —dio por respuesta con grave acento—. Y lo peor es
que no hay nada que hacer. Además no se te olvide —prosiguió vacilante— que
Pelao es español… y tú…

www.lectulandia.com - Página 219


—¿Yo qué?
—Bueno, tú eres mitad español…
—¿Y qué pasa con eso?
—Mira hijo —le observó— yo era amigo de tu padre y empero ser español estoy
más ligado a ti que a mis compatriotas. Yo no pienso como ellos; pero a la hora de la
verdad hacen frente común contra los criollos y sobre todo si es rico, como es tu caso.
Cuando los forasteros llegan a un país con el único objeto de hacer dinero y aún con
mejores intenciones, se unen en extraña solidaridad contra los nativos. Si hace
algunos años los enemigos de los españoles eran los indios, ahora son ustedes, los
mestizos, y en especial cuando son dueños de la tierra.
—Lo malo no es tanto la pérdida del dinero —concluyó Garci González luego de
enterarse— como el papel de tonto en que te pone. Te tomarán la huerta por potrero.
—Y pensar —bramó Diego— que yo mismo lo hice rico.
—Tienes derecho a volverlo a donde lo encontraste. Es ley de caballería. Cuando
la justicia falla por obra de tinterillos, es de hombres hacerse justicia con su propia
mano. Anda, que yo te ayudo y por la calle del medio. Comencemos por los burros.
¿Dónde están? Supongo que en los corrales del norte una mitad y la otra mitad en
Caraballeda. ¿No es así? Llévate diez de mis hombres para que seas bien servido.
Hazle el mayor daño posible y, encima, que todo el mundo sepa que es obra tuya,
sin que hallen pruebas para enjuiciarte. Así proceden los machos: con abuso y
escarnio.
A la fuerza y con gran alarde se apoderó de trescientos burros. Pedro Lovera
Otáñez sonrió:
—Te felicito. Has obrado como todo un hombre. Lo malo es la ley. Esos burros
son de Sancho Pelao. Así figuran en los papeles de su almacén, junto con otros títulos
de propiedad que nunca revisaste. Acudirá ante el Gobernador. Te seguirá juicio.
En altas horas de la madrugada ardió el almacén. El fuego consumió hasta el
último corte de tela. Estallaron todos los frascos.
—Es que pobre no le gana a rico sino halando escardilla —ronroneó Rosalía—.
Yo no sé cómo a este mameluco se le ocurre meterse con Diego García. ¡Zote!
¡Tolondro! ¡Ciruelo!
Sancho Pelao preso de una profunda congoja cayó muerto en la calle vomitando
sangre.
—¡Esta es mi justicia! —dijo a Rosalía, repitiendo las palabras del Gobernador.

70. A veinte años de fundada apenas quedaban diez

Cuando Diego le habló a Garci González de rehacer su antiguo negocio, frunció


el ceño y respondió bronco.

www.lectulandia.com - Página 220


—Eso no es faena de caballeros. Quien ha impuesto su voluntad por las armas no
puede luego regatear tras el mostrador. No nació el corcel de guerra para tirar del
carromato, ni el águila caza moscas. Si quieres acrecentar tu hacienda, sigue mi
ejemplo: ¡Ven conmigo!
Luego de cabalgar hasta El Reducto, principio y fin de su encomienda, dijo a
Diego mostrándole al amplio valle que se extendía al suroeste.
—¿Crees justo tú que los señores del Cabildo otorguen a extraños estas tierras
que hice mías a fuer de sangre y de cojones?
Diego, que conocía la decisión del Ayuntamiento de dar tierras de labranza a los
colonos que a diario venían de las otras ciudades, dio señales de asentimiento.
—¿Te parece bien —prosiguió— que en tierras de mi propiedad —y señaló la
explanada que desde El Reducto hasta el Guayre— se hayan construido calles y casas
hasta el punto de que media ciudad se ha hecho a mis expensas?
—Tenéis razón, Don Gonzalito ¿Qué pensáis hacer?
—Pues, recuperar lo mío. Yo tengo títulos de propiedad donde Su Majestad me
otorga estas tierras. La guerra está abierta. Si me ayudas te recompensaré con creces.
Verás que más puede el hombre con una lanza en la mano que con la vara del
mercader.
En el Ayuntamiento, Garci González, acompañado por Diego, mostró títulos,
exigió justicia y miró con fiereza a los capitulares.
El Gobernador y los Regidores, remisos y balbucientes, terminaron por apoyarlo
en sus demandas.
Andrés Sánchez, un viejo soldado, soltó con aspereza:
—El trabajo de los que hicieron florecer esas tierras baldías vale más que todos
los edictos que pueda dictar el Emperador.
Sus palabras remozaron conciencias. Tras breve vacilación, los capitulares
volvieron al punto anterior.
A los dos días Andrés Sánchez apareció ahogado en el río.
A la semana, el Cabildo, a una nueva instancia de Don Gonzalito, dictaminó que
era el legítimo dueño de las tierras en litigio.
—¿Te das cuenta —apuntó a Diego— que en estas tierras de poco vale el
derecho? La razón es del que grite, del que tenga más fuerza.
Garci González, entre títulos y tizonas, enseñoreó el Valle desde Caricuao hasta
El Reducto.
Ledesma, ante el último despojo de Garci González, comenta indignado a Diego:
—Los héroes deberían morir al final de su gesta. Mucho debe Caracas a Don
Gonzalito, pero el bien a la patria no debería pagar réditos. Si el paladín no declina su
espada, se hace tirano: de dador de vidas y esperanzas se hace usurero; de agente del
progreso en padre del malestar. ¡Mal haces en secundarlo!

www.lectulandia.com - Página 221


—Don Gonzalito se ha conducido siempre como un padre y le debo lealtad.
—Tu primer deber —rugió el viejo— es con todos. La sumisión incondicional al
caudillo es crimen en tiempos de paz.
—Os respeto, Don Alonso, pero creo que, con los míos, con o sin razón.
La ciudad nueva crecida en los predios de Garci González se angostó de terror al
oírlo clamar:
—Sepan todos cuantos me escuchan que esta tierra es mía.
—No me digáis, señor —se atrevió a musitarle uno de sus antiguos soldados—
que el Cid de las tierras nuevas renuncia a la leyenda.
Por cuatro días fue roído por el insomnio. Las tierras y las casas valían poca cosa.
Él era el Caudillo. El héroe invicto. El padrino de todo un pueblo. Aquella tarde nadie
lo abucheó ni hubo grito de protesta a su paso por las calles, pero sintió en el aire el
vaho dulzón de los héroes muertos. Un dolor agudo súbitamente lo atenazó.
—Óiganme todos —gritó, encabritando el caballo—. Yo, Gar​ci González de
Silva, dueño y señor de estas tierras que ocupáis sin razón ni derecho, algo tengo que
deciros.
Una poblada silenciosa hizo un anillo de angustia.
—Estas tierras donde habéis levantado vuestras moradas, son mías; pero como
soy hombre de corazón os las donaré en propiedad y no por imposición de nadie, sino
porque me da la perra gana.
—¡Viva Garci González de Silva! —retumbó la muchedumbre dándose abrazos y
palmadas entre sí y vitoreándolo como en sus tiempos de gesta.
Tres niños cantaron:

Gonzalo, Don Gonzalito,


Conoto Pluma Amarilla.

—Algo, sin embargo, me habréis de pagar.


Una oleada de terror ensombreció los rostros.
—Me daréis —añadió de inmediato— cuatro castellanos de oro por las casas
grandes y uno por las chicas.
Ante la pérdida, que daban por cierta, resultaba insignificante el tributo. Retornó
el júbilo.
Apenas cruzaron el río, Don Gonzalito le dijo a Diego:
—No está mal que después de sacar vítores por un don que ya estaba perdido,
meta en mi bolsa cuatrocientos castellanos de oro. Aprende de mí bellaquillo y
andarás bien por el mundo.
Cuando Rosalía refirió emocionada a Ledesma lo sucedido, estalló de nuevo
indignado:

www.lectulandia.com - Página 222


—¡Cuán memos son los pueblos y cuán truhan se ha vuelto Garci González!
Encima de opresor, valido de engañifas se hace amar cual si fuese el mismo héroe de
los tiempos idos.
La voracidad de Garci González por rehabilitar títulos tras​puso el Valle, el Litoral
Central y las tierras del Tuy, donde también era encomendero. Prosiguió por Aragua
y por la vía de los Mariches siguió a Caucagua y bajó a Barlovento.
—Esta tierra es mía y vos sois un usurpador —iba diciendo al paso.
Títulos y espalderos consagraban la posesión. Una tercera parte de la Provincia
era propiedad de Garci González de Silva.
«Pero no tengo esclavos ni gente para explotarlas —se iba diciendo—. Antes de
un año volverán a ser selva y boscaje. Necesito doscientos esclavos y los treinta mil
pesos para comprarlos».
—Ya verás —le dijo a Diego— cómo me salgo con la mía. Llámame a Santa
Cruz, a quien le quité la hacienda de Caucagua.
El hombre, además de haber conquistado el Valle, era trabajador, recio y
sentimental.
—¿Cuánto crees que vale tu antigua finca?
Por presumir abultó una cifra.
—¿Y qué tal si te la vendo por la mitad?
—Me placería, pero no tengo dinero.
—El dinero es lo de menos, buscaremos una fórmula. Sólo me interesa que la
dicha retorne a ti. Dame ahora mismo la mitad. El resto lo pagarás con la mitad de la
cosecha.
—No tendría con qué vivir.
—Págame con trabajo. Antes de diez años la hacienda volverá a ser tuya y santas
paces.
José Santa Cruz aceptó el trato a sabiendas de que se había convertido en esclavo
libre y eterno deudor del Gran Gonzalito.
A cinco años de este «tira y encoge», como opinaba Rosalía, Garci González de
Silva, además de ser el mayor terrateniente de la Provincia, colmó sus arcas de oro y
todavía las tenía a medio llenar cuando compró ciento cincuenta negros para explotar
sus tierras. A Diego, su brazo ejecutor, le dio por recompensa todas las fincas y
potreros que en el Litoral se extendían de Camurí a Cabo Codera.
Su ejemplo cundió entre los grandes encomenderos. Francisco Infante rehabilitó
para sí todas las tierras del cacique Baruta y buena parte de la antigua encomienda de
Ledesma. Otros, como hizo Juan Francisco de León antes de fundar Guanare,
falsificaron papelotes, rodaron bardas, acequias y ríos.
Cuando la plaga de gusanos arrasó ese año con los sembradíos[57]ya había muy
pocos ricos inmensamente ricos, como los Mijares y Solórzano y Agustín de Herrera,

www.lectulandia.com - Página 223


y muchos pobres de solemnidad.
—¿Quién hubiera imaginado hace veinte años —quejábase un soldado a otro—,
cuando todos teníamos tierras, indios y casa en igualdad de extensión y número, que
unos pedirían limosna y otros terminarían ahítos?
—Y no es eso lo peor, maese, sino que haya sido gente que no tuvo ni arte ni
parte en la conquista del Valle, como ese An​drés Marín y Tomás Ponte, que a vuestra
derecha ríen, los que holgan a costa de nuestros sudores.
—La riqueza busca al rico —gimió el soldado— en tanto que la alegría nunca
dura en la casa del pobre. Os apuesto, maese, que nacisteis pobre y carpanta fue
vuestra compañera.
El otro no respondió, con la mirada fija en Diego García y en Ledesma que en ese
momento pasaban en dirección a la Plaza Mayor, donde un grupo de españoles
nuevos charlaban bajo un frondoso naranjillo.
Simón Bolívar, el Viejo, y su hijo, el Mozo, dos águilas chulas, escuchan con
sonrisa de atenta complacencia a Agustín de Herrera. A su lado Tomás de Aguirre,
Rodríguez Santos, Onofre Carrasquer, tres españoles que llegaron tarde.
—… Pues aquí tenéis —pregonaba Herrera— al primer hombre que navegó en un
barco hecho en estas tierras hacia España. Y os advierto —añadió con redomada
jactancia— hecho y diseñado por este servidor.
Ledesma y Diego, luego de verlos con antipatía, siguieron de largo.
La proeza de Herrera recuerda su larga y sorprendente rota:
—¿Qué habrá sido del Miás?
—¡Gracioso y pícaro que era el anglo! Nunca llegué a pensar que fuese realmente
un pirata, y a propósito, ¿qué se habrá hecho el muy traidor de Villapando? Hace siete
años de aquello, y de él no se ha vuelto a saber.
—Alguien me dijo que merodeaba por la costa; luego de la colgadura quedó
lisiado.
A la puerta del cabildo un mendigo harapiento los interrumpió:
—Hace dos días —farfallea— que en casa no hay para el yantar.
—¡Juan de Angulo! —grita Ledesma al reconocer a su compañero de armas—.
¿Pero, a qué extremos has llegado?
El mendigo lo vio con ojos vacíos y se alejó sin respuestas.
—¿Crees tú que éste sea el final de un bravo soldado? Un hombre que recibió en
encomienda las mejores tierras del Valle. Esa ha sido la historia de la inmensa
mayoría de los que a partes iguales conquistamos esta tierra. ¿Cuál es la causa de
tanta desventura? ¿Por qué de los sesenta que una vez fuimos, apenas Francisco
Infante, Díaz Moreno y Don Gonzalito son dueños del bien común?
—El pez grande se come al chico. Hablando en criollo, sangre de pendejos es
morcilla de vivos.

www.lectulandia.com - Página 224


Un nuevo mendigo de hermosa barba blanca y ojos azules volvió a salirles al
paso. Para sorpresa de Diego, Ledesma puso sobre la mano un doblón de oro.
—Ahora comprendo, Don Alonso, por qué vais camino a la miseria. Ni un pirata
es tan manirroto.
—¿No te diste cuenta, infeliz, quién era el pordiosero?
Como Diego vacilase le espetó conmovido:
—Es Don Luis de Rojas, diez años atrás Gobernador de Caracas. En este Valle —
añadió lloroso— más que en ninguna parte, todo puede suceder y nada es predecible.
Las tierras de Diego García eran ricas en cacao silvestre y en ensenadas que,
como la de Chuspa, servían para comerciar con contrabandistas y piratas. A los
veintiséis años seguía siendo vivaz y laborioso, alegre y emprendedor.
A pesar de su menguada estatura es un hombre guapo, que tiene cabeza abajo a
todo el mujerío de la ciudad, y en especial a María Josefa, la hija de Ledesma.
Además de ella, dos hijos ha tenido el viejo guerrero: Catalina, la mayor, de amores y
compromisos con el notario Pedro Lovera Otáñez, y Alonso, un chico mustio y
atontado, cercano a los doce años.
«María Josefa va por mal camino —se dice Diego—. Es demasiado rabo caliente
y le gusta más un hombre que maíz a gallipavo».
El otro día la sorprendió en una agarradera con Gualterio Mendoza su medio
hermano, el hijo del Cautivo y de la negra Petra. A él le saca fiesta, brincona y
provocativa. Sabe que no tiene más que alargar la mano para ponerse en ella. Pero de
pensar en la injuria que infería a Don Alonso, tan celoso de su honra, se le huyen las
ganas. Quiere demasiado al viejo y Ledesma a él. Aparte de sobrarle mujeres de los
siete colores y dé lo más principal. A los veintiséis años de un fornicar impenitente,
múltiple y lascivo, siente un apetito nuevo: el de la dulce compañía. En dos
oportunidades se ha encariñado con dos hembras de baja ralea: una esclava y una
zamba, y ha tenido mucho miedo. Por más que no lo confiesa, aspira a blanquear su
sangre y que la madre de sus hijos sea del mejor linaje. Ello hasta entonces no ha sido
posible. Algo perturba su deseo de elegir esposa entre las hijas de los Amos del Valle.
Algo que no termina del todo de entender, por más que se lo sospecha. Las chicas
linajudas, al igual que las pardas y negras, se le dan pintonas entre la hojarasca de los
corrales a medianoche, o en las pozas de la montaña, y lo rehuyen en la plaza y en la
iglesia. Siempre decían lo mismo: «Las Rojas te odian y bien sabes que padre ve por
los ojos de ellas».

71. ¡Sangre sucia, vendo nueva!

Diego García, al igual que todos los años, para San Juan, se ha ido al pueblo de
Chuspa, una pequeña aldea nacida dentro de sus tierras, donde los portugueses

www.lectulandia.com - Página 225


truecan cacao por esclavos de Angola. Hace calor esa tarde. En una hamaca de
moriche intenta siestear en medio de la plaza entre un uvero y un mamón. El cabo de
guerra parlotea con alguien diez pasos más allá.
Diego cavila con regusto de amargura lo que le sucediera meses atrás con Beatriz
Díaz de Rojas, una de las hijas de la difunta Doña Ana. La chica, al igual que buena
parte de las hijas de los muy principales, accedió a sus requiebros, siempre y cuando
no fuesen públicos, pero apenas intentaba una vinculación más franca, se le evadía,
en impuesto rechazo. Beatriz se mostró más valiente que las otras, platicando
abiertamente desde su balcón, hasta que el mismo Alonso Díaz Moreno sin ocultar su
enojo, cortó la relación con gestos y palabras destempladas. Hace días casó con
Simón de Bolívar, el Mozo, llegado ese mismo año con su padre y sin un costal
donde caerse muerto.
Ya le había sucedido otro tanto con la hija de Díaz de Alfaro y la de Francisco
Maldonado. A las pocas semanas de llegar a Venezuela se enamoró de Carmen de la
Madriz, la hija de Don Francisco, el vecino de su padre. Al comienzo todo parecía
marchar sobre ruedas, hasta que un día el viejo le dijo con voz recia y un trasfondo de
pena: «Te quiero como un hijo; te he visto crecer; eres un hombre trabajador, rico y
honrado, pero no puede ser…».
Seis nuevos intentos terminaron en idéntico rechazo, por más que entre las
sombras y arriba de las hojarascas las chicas demostrasen su pasión por Diego:
—Es mi padre quien no te quiere —le refirió la hija de Villegas—. Dice que eres
licencioso y que tu fortuna no es comparable con la suya. Dicen además que eres
cruel, borracho y pendenciero. Quienes más te tiran son las hermanas Rojas.
Al principio no le dio mayor importancia al asunto. Mujeres realengas y
complacientes era lo que sobraba en el Valle, aún dentro de las doncellas muy
principales que, a espaldas de sus padres, esperaban a la medianoche a que Diego se
saltase la tapia. Pero con el tiempo llegó a cansarse. Ya quería para mujer y madre de
sus hijos a una chica con igual prestancia a la de Soledad, su hermana.
—Hasta dónde puede llegar el rencor de las Rojas —comentó Diego a Don
Alonso—. Me ha indispuesto con toda la gente principal hasta el punto de negarme
sus hijas. ¿Qué habrá dicho de mí la arpía? Si es por plata, empero no ser rico, tengo
mucho más que el tal Simón de Bolívar, el marido de Beatriz, y que Onofre
Carrasquer, el esposo de Ana.
El viejo lo miró con tristeza:
—No te engañes, hijo. La razón es muy otra. Pobres de solemnidad son la mayor
parte de los españoles a quienes las Rojas celebran y si en verdad es difícil que
alguien te exceda en disipación no hacen menos ni González de Silva ni buena parte
de los españoles y de los criollos.
—¿Entonces a qué se debe esta muralla de cal y canto… ?

www.lectulandia.com - Página 226


—A tu doble condición de bastardo y mestizo —dejó caer e viejo soldado—.
Luego que un hombre hace dineros, su primer afán es ennoblecerse y en Indias la
casta aborigen es lastre para la gloria. Tu sangre, para los que así piensan, no
blanquea sino ensucia. Por eso cuando llegaron las Águilas Chulas vendiendo sangre
los recibieron entre palmas y vítores.
—Pero Soledad, mi hermana, es tan india como yo… —arguyó Diego, aún sin
creerlo.
—Hay una diferencia, hijo. Ella, para su fortuna, parece blanca y a través del
matrimonio con el difunto Mijares, robusteció en tu sobrino la estirpe hispana. En
cambio tú, por la ausencia de mujeres españolas, no tendrás posibilidad alguna de
hacer lo mismo. De esta coyuntura entre nuestros hijos y nuestras hijas veo con terror
la escisión de la familia y la fuente de muchos males. Muchos de mis antiguos
compañeros, obsesionados por el blanqueamiento, han hecho de sus yernos, en
desmedro de sus hijos, sus herederos y continuadores. Fijate en el caso de Juan
Fernández de León: ha entregado su fortuna en manos de Herrera y de Tomás de
Aguirre, poniendo siempre de lado a su hijo varón. Al igual que él están procediendo
todos. El padre siempre ha preferido a la hija y cuando el hijo no sirve traslada sus
amores y ambiciones al nieto.
Las palabras de Ledesma inquietaron a Diego al expresarle lo que temía y no se
quería decir. Las Águilas Chulas y los viejos conquistadores, comenzando por Garci
González de Silva, hacían una misma macolla. Lo que a él no se le otorgaba lo
alcanzaba cualquier español al llegar, como era el caso de Pedro de Montemayor, un
españolito pretencioso no mayor de dieciséis años llegado a Caracas la semana
pasada, a quien Don Gonzalito alojó en su casa de Caracas sin conocerlo de nada. En
cambio a él, su socio en tantas empresas, ni siquiera lo invitó al bautizo de su hijo.

72. Aquel acompasado bogar de cuatrocientos remos

Diego miró hacia el uvero. Cantaba un gonzalito:


«Gonzalo, Don Gonzalito» —comenzaba a decirse cuando un rumor de voces a
su espalda lo intrigó:
—¡Un náufrago, un náufrago! —dijo una voz—. Un náufrago, Ño Domingo.
Un hombre gordo apoyado en diez manos avanzaba por la plaza. Diego de reojo
lo vio venir.
—Una gran tragedia, señor mío —dijo el hombre con voz atiplada al cabo de
guerra.
Ya se incorporaba del chinchorro cuando al reconocer a Toño, su compañero de
cautiverio en Granada, se detuvo:
—Fue anoche —explicaba Toño entre sofocos femeninos— que nos estrellamos

www.lectulandia.com - Página 227


contra unos acantilados a escasas leguas de aquí. Desde que salió el sol —prosiguió
el novio de Amaparino— no he hecho sino caminar; creo que soy el único que salvó
la vida. Estoy muerto, no puedo con los pies.
Afable el cabo lo invitó a sentarse:
—Tranquilizaos, hombre de Dios, y contadme lo sucedido. ¿De dónde venia el
barco?
—De Santo Domingo, señor mío. Mi nombre es Fernando Álvarez y soy oficial
de Su Católica Majestad.
Diego se incorporó violento:
—¡Mientes, grandísimo marico! ¿Qué desgracias tramas contra este pueblo, que
vienes como lobo con la piel de cordero?
Como la gente lo viese de hito en hito sin entender, Diego gritó:
—Quitadle la camisa para que veáis quién es.
Un tirón dejó al descubierto una marca de hierro.
—Es un espía de los caribes de Granada y se llama Toño. Atadlo de pies y de
manos y llevadlo a casa. Dejadme hablar a solas con él.
Toño se deshizo en llanto.
—Tened piedad de mí. Recordad que una vez os hice bien. Soy un pobre
desdichado y no he hecho más que sufrir. Dadme la oportunidad de serviros y de
volver a la civilización.
—Tranquilizaos, Toño —le respondió Diego, con expresión conmovida—. Yo
tampoco olvido. Os prometo no haceros daño, siempre y cuando me contéis todo lo
que tramáis.
—¿Me lo juráis?
Accedió, con la expresión bondadosa y los ojos fríos.
—Esta noche —refirió más animoso— una flotilla caribe con más de diez
piraguas, ocultas a unas tres leguas de aquí, recorrerá la costa hasta Macuto en busca
de cautivos. Cinco tipos, al igual que yo, han ido a cinco pueblos simulando ser
náufragos. Debemos encender una hoguera a la orilla del mar por cada cincuenta
hombres capaces de combatir. Por cada hoguera vendrá una piragua de cuarenta
guerreros.
—¿Quiénes son vuestros compañeros?
—Dos son los franceses que conocisteis al llegar, dos españoles y una mujer de
Caraballeda llamada Leonor.
—¿Leonor? —gritó Diego.
—Odia a los españoles con frenesí. Luego de diez años es una vieja horrible, más
feroz que cualquier caribe. ¿Veis esta marca que tengo en el hombro? Fue un
mordisco que me hizo hace meses. Yo creo que está loca y el repudio que le hizo el
cacique después de perder sus encantos, la ha transformado en una paria que vive de

www.lectulandia.com - Página 228


la caridad de la gente.
—¡Amigos! —anunció Diego al pueblo—. Los caribes caerán sobre Chuspa esta
noche. Almacenad en la plaza todas las armas que podáis reunir y llamad a todos los
hombres mayores de doce años. Y vos —dijo dirigiéndose al cabo de guerra— enviad
recado de ayuda a todas las haciendas de los contornos.
De inmediato envió mensajes a los pueblos amenazados. Apenas había treinta y
ocho hombres capaces de empuñar las armas y todo el arsenal se reducía a once
escopetas, sesenta machetes, lanzas, dardos y puñales en cantidad.
Menguado caudal —pensó Diego— para enfrentarse a cuarenta caribes, fuertes,
ágiles y entrenados.
—¿Cuántos de ustedes son buenos flecheros?
Cinco voces respondieron.
—Total —comenzó— tenemos dieciséis tiros para una primera descarga y quizá
tiempo para una segunda.
—Pero ahí tenemos cohetes —observó el cabo de guerra.
Yo creo que si aguajeamos un poco los caribes saldrán corriendo al creer que
somos más.
—¡La pegaste, negro! —celebró Diego—. Es la salida. Te voy a nombrar Alférez
Real de Chuspa. Esto es lo que vamos a hacer…
Cayó la noche y se encendió la hoguera convenida entre Toño y los caribes. El
mar estaba apacible y las caras descompuestas. La luna menguante con cuernos de
agua irisaba la ensenada. Toño en la playa, sentado junto a la hoguera. A diez pasos,
tras un montículo, se atrincheraba Diego con diez hombres de escopeta y cinco
flecheros.
—Apunten bien y cuando los tengan encima.

El pueblo en silencio miraba hacia la bahía. La fogata crepitaba iluminando a


Toño.
—Se está portando de lo más bien el marico —comentó el cabo de guerra—. Está
de lo más quietecito.
Dentro del oleaje se escuchó un tenue golpe acompasado que se repitió y mantuvo
aproximándose.
—¡Ahí vienen! —alertó alguien, con miedo ante el acompasado bogar de
cuatrocientos remos.
La sombra de la flotilla caribe se asomó a la bahía y siguió de largo hacia el
Oeste. Una piragua se vino en línea recta hacia la playa.
Cuarenta guerreros desnudos saltaron en silencio. Apenas se clavó en tierra, el
que parecía el jefe caminó hacia Toño y le habló en su lengua. Toño rígido, guardó
silencio. El guerrero montó en cólera. Impetuoso y amenazante avanzó hacia él. Un
grito de terror profirió al verlo. Toño estaba empalado junto a la hoguera. Una

www.lectulandia.com - Página 229


descarga derribó al cacique y a siete de sus hombres. Estallaron los cohetes. La gente
de Chuspa, entre gritos y batir de ollas, sacudieron la noche. Los guerreros
sorprendidos corrieron a la piragua. El jefe herido, desde el suelo los increpó.
Rugieron de nuevo los fusiles y silbaron las flechas. Esta vez cayeron nueve sobre la
arena.
—¡Ahora! —ordenó Diego. Y los guerreros de Chuspa cargaron con sus
machetes.
A pesar de los gritos del cacique, los caribes se batieron en fuga, remando ya sin
compás en busca de mar afuera.
Entre antorchas, fusiles a punto y refulgir de machetes, Diego recorrió el campo.
Diecisiete caribes yacían en el suelo. Nueve estaban muertos, ocho sangrando, a
medio sentar, sin proferir un quejido. Diego se acercó al jefe herido. Al verle la cara
un tornado de ideas confusas lo levantó en vilo.
—¡Anakoko! —alcanzó a proferir antes de ser alcanzado por la epilepsia.
Luego de la victoria vino la fiesta. Tambores y fulías repicaron en la playa. Los
negros bailaban. El aguardiente se desbordaba. Veinte lechones se doraban al fuego.

Si San Juan lo tiene,


San Juan te lo da…

Los viejos y los niños continuaban disparando cohetes.


—¡Qué viva el General Diego García! —voceó una voz.
—¡Qué viva! —respondió el pueblo.
Diego apenas sonrió, abstraído en la conversación que en voz baja mantenía con
Anakoko y que de haber sido escuchada por alguien, mal hubiese dejado su hombría.
—Pero qué hermosos ojos tenéis, Anakoko. ¡Qué linda figura la vuestra! Vuestra
piel es como porcelana. ¿Me amáis, Anakoko?
Relampagueaban los ojos del indio, preso de un hondo dolor.
—Respóndeme de una vez, amado mió, o voy a creer que alguien me ha
sustituido en vuestro corazón.
Pero Anakoko estaba impedido de hablar. Una estaca afilada que se abría en su
tráquea lo obligaba a guardar silencio.

73. La muerte siempre sopla del mar

Diego emprendió el largo camino de retorno luego de empalar junto a Anakoko a


los ocho sobrevivientes.
En Panecillo, a dos leguas al Este, los caribes capturaron a siete negros y robaron
toda la existencia en aguardiente. En La Sabana, un pueblo cercado de acantilados y

www.lectulandia.com - Página 230


que los negreros usaban como degredo, los caribes hicieron gran matanza sin tomar
cautivos.
De allí embarcó hacia Naiguatá, donde lo esperaba su caballo.
Salvo un amplio bohío frente al mar, el poblado había sido arrasado.
Dijo el cabo de guerra:
—No mataron a nadie porque la Señora en sueños los vio venir.
—¿Y quién es la Señora?
—La Señora —respondieron con naturalidad—, la que vive en la Casa Grande.
—¿Vino alguien a pedirles auxilio diciendo que había naufragado?
—Si vino, pero la Señora dijo: «¿Por qué eres tan torcido, mal hombre, que vas
precediendo la muerte?» y dirigiéndose a nosotros dijo: «Amarradlo bien y ponedlo a
buen recaudo, que en ello os va la vida».
—¿Y dónde está ese hombre?
—Se lo acaban de llevar preso los soldados y un oficial jovencito que vino a
buscarlo desde La Guaira.
Diego se adentra en el bohío de la Señora. Apenas entró, cegado por la penumbra,
una voz dijo:
—Entrad, Diego.
Una india al comienzo de su vejez lo miraba serena. A su lado, en un taburete,
tallaba un palo con su cuchillo un negro fuerte.
—¡Es mi marido! —explicó la Señora.
Apenas lo vio levantando la mano con displicencia.
Antes de seguir camino, a invitación de la Señora, se echó en la hamaca a reponer
sus fatigas. Un llanto de mujer o de niña lo sorprendió:
—¡Me forzó! —decía una voz infantil—. Me llevó al río y me obligó.
—¡Lo voy a matar! —rugió el negro.
—Guarda tu ira —dijo la india a su hombre con sosegado acento—. Anda niña —
ordenó suave a su hija—. Deja de gemir y métete al mar.
El hombre barboteaba amenazas.
—Es inútil que hagas nada —le decía apacible la Señora—. Nadie escapa a su
destino. Ello había de suceder. Y de este encuentro —prosiguió sin emoción— parirá
un hijo tan lleno de violencia que la matará al nacer.
—Perdonad, Señora —intervino Diego—. Estoy indignado. Quiero ayudaros.
¿Quién es el canalla que ha violentado a vuestra hija?
—¿Qué importa quién sea, si el padre de todos es la violencia? Somos hijos de la
violencia. Tú eres hijo de la violencia y de ella vienes manchado.
—Es un oficial español muy jovencito —intervino el negro rabioso—. De
mediana talla, bien parecido y con los ojos verdes y claros como el agua revuelta.
En el momento de partir hacia La Guaira la Señora le susurró sibilina:

www.lectulandia.com - Página 231


—Hasta ahora has tenido suerte y por mucho tiempo ha de ser tu compañera, pero
no olvides que lo que se gana al principio se paga al final.
Diego cavila mientras cabalga.
—¿Dónde he visto a la Señora? ¿Dónde he escuchado su voz? Al negro también
lo he visto. ¿Quiénes son, quiénes son?
Llegando a Caraballeda vino el recuerdo lleno:
—¡Acarantair! —se dijo preso de la emoción. La Señora era aquella india. La
mujer del Cautivo. Y el negro era Julián.
—¡Dios! —se dijo ante la asociación y ante la devastación que reinaba en el
antiguo pueblo.
—Quemaron el pueblo de punta a punta —le informó Andrés Machado—.
Afortunadamente recibimos tu aviso y cogimos el monte.
—¿Vino algún espía echándoselas de náufrago, como os advertía?
—Ninguno; pero vino una vieja de aspecto horrible que quiso matar a la nieta de
Lázaro Vásquez. Como una misma caníbal y con los ojos encendidos, corrió hacia la
criatura y de un sólo mordisco le arrancó una nalga. A la salida del camino te la
encontrarás colgada del árbol.
Diego se persignó ante el cadáver: la loca mordedora era Leonor Vásquez.
A Macuto no llegó el mensajero. El poblado fue sorprendido. Se llevaron diez
cautivos y mataron a quince, señaló el cacique centenario bajo el uvero donde hacia
justicia.
—¿Vino un forastero recabando vuestra ayuda?
—Así fue —respondió con extrañeza el indio— se dijo náufrago, pero se
desapareció tal como vino. Pienso que lo capturarían los caribes.
Un remolino de palomas reclamó la atención de Diego:
—¿Criáis palomas ahora?
—Son de Villapando, que vive entre nosotros desde que lo expulsasteis de
Caracas.
—¡Es un mal hombre!
—Callaos —ordenó el indio—. Villapando es mi amigo; ésta es mi casa y si no os
gusta, marchaos de una vez.
—Cuán engañador es el carajo —se dijo al salir del pueblo—. Se ha metido en el
bolso nada menos que a Guaicamacuto.
—¡Diego! —llamó una mujer a su espalda.
Una zamba agraciada corría hacia él. La muchacha sudorosa y sofocada lo tomó
por la pierna. Tenía hermosos los ojos y relucientes los dientes.
—¿Quién eres? —preguntó bullicioso. Sonrió la muchacha y con voz de remedo
le respondió:
—¡Cuéntame un cuento…!

www.lectulandia.com - Página 232


—¡Higinia! —clamó con alegría al reconocer a la chiquilla hija del negro
medicinal—. Pero si estás hecha una mujer. ¿Quién iba a decir que la carricita aquella
iba a terminar siendo tan buenamoza?
Tomasillo, su padre, refirió Higinia, murió de fiebres dos meses atrás. Villapando
estaba baldado de las dos piernas y en la mayor miseria.
La hembra y el tiempo borraron la ternura.
—¡Vente conmigo a Caracas!
—No puedo —respondió ensombrecida por la propuesta—. He de cuidar a mi
padre Villapando.
Desde un peñasco del río cuando se mete al mar, Higinia lo sigue en su cabalgar
hasta la punta que cierra la ensenada de Macuto. En sus ojos negrísimos hay duda,
cavilación y tristeza. Seis velámenes aparecen en el horizonte. Desde el peñasco,
mordisqueando uvas playeras, hora tras hora los ve crecer. Una paloma se desprende
de la flota. En linea recta vuela hasta la casa de Villapando.

74. El pirata llegó a Macuto

Címbalos y tamboriles restallan en el poblado de Guaicamacuto.


—Llegó tu amigo el inglés —dice el cacique entrando al rancho de Villapando.
—Ya lo sabía —responde el herbolario acariciando la paloma—. ¡Por fin llegó la
hora de la venganza! —continúa el anciano—. Es Sir Francis Drake.
Se aparejan en la bahía los seis galeones. Los corsarios alcanzan la playa a nado.
Las armas y municiones van en los botes. En una chalupa grande y de pie, viene un
hombre con pinta de jefe.
Un hombre alto, grueso, rubio y de mediana edad, saltó a tierra.
—Recibimos vuestro mensaje —dijo a modo de saludo, en castellano,
sacudiéndose la barba rojiza.
—Gran honor para nos —añadió Villapando— tener entre nosotros a Sir Francis
Drake, caballero de la Reina, vencedor de la Invencible y terror de los Siete Mares.
—Sir Francis Drake —respondió el hombre— murió hace poco combatiendo a
los indios de Darien. Yo soy el Capitán Amyas Preston, corsario de Inglaterra. Me
encontraba a la sazón en Granada cuando llegó vuestro mensaje de que la ciudad
estaba desguarnecida.
Así es, noble señor. Don Diego de Osorio, Gobernador de la Provincia, ha salido
con el grueso del ejército a recorrer las ciudades de su gobernación. En Caracas
apenas quedan los más viejos y los más jóvenes. Nada temen, confiados que el nuevo
camino de la marina hace inexpugnable a Santiago, y lo sería, en efecto, de no existir
el antiguo camino de El Pavero. El Gobernador lo hizo destruir, pero este servidor,
con la ayuda de Guaicamacuto y de sus hombres, ha mantenido abierta la trocha, que

www.lectulandia.com - Página 233


si al ojo inexperto pasa inadvertida, por ella y con nuestro auxilio, podréis caer
fácilmente sobre Caracas. Los escasos defensores que restaban en la ciudad a estas
horas emprenderán el camino de la marina, confiados de impediros el paso.
Rió batiente el pirata:
—¿Qué esperáis de recompensa por tan gran servicio?
—Pues lo que vuesa merced tenga a bien concederme.
—Tendréis que venir con nosotros —afirmó.
—¿Y cómo hago yo, noble señor, baldado de mis piernas?
—Iréis en una hamaca llevada por mis hombres.
Y viendo hacia Higinia añadió:
—Y para que no me hagáis traición os acompañará vuestra hija.
—¡Dios me guarde de tal! Higinia no es mi hija, noble señor. Empero es cual si lo
fuese.
Preston la siguió mirando: «Era fresca y dura como una fruta pintona». Los días
de mar angostan el resuello y ella tenía los dientes blancos y parejos.
De a dos en fondo el ejército de Preston ascendió por el camino, que se hacía
abrupto apenas se angostaba el río Macuto. Higinia marchaba al lado del pirata, quien
a ratos, entre galano y pícaro, la requebraba. Una enorme roca bloqueaba el paso.
—Eso no es nada —señaló Villapando—. Abajo está suelto. Cuatro hombres que
hagan fuerza hacia la izquierda y el paso quedará expedito.
¿A quién se parece Preston? —pensó Villapando. Familiar era su expresión—.
¿Qué clase de hombre será? ¿Se habrá amotinado contra Drake?
Sus hombres, para ser el almirante de tan poderosa flota, lo trataban con inusitada
confianza.
—Amyas, Amyas —lo llamaban.
Higinia se mostraba inquieta. El inglés mostraba intenciones.
Al primer alto del camino le dijo a Higinia:
—¿Quéréis decirme, querida niña, qué clase de plantas son aquellas que veo
abajo?
—Son aguacates, señor Capitán.
—¡Quisiera verlas de cerca! Venid conmigo.
Temerosa bajó la cuesta. El contramaestre y seis de sus hombres acompañaban a
Preston.
Apenas se apartaron del campamento el pirata la requirió de amores. Higinia se
negó llorosa. A una señal fue dominada por los soldados.
Luego de hacerla suya dijo a sus hombres:
—Divertíos con ella, pero no os rezaguéis demasiado.
—Vuestra hija se torció un tobillo —dijo a Villapando—. Dos de mis hombres la
llevarán de vuelta al poblado.

www.lectulandia.com - Página 234


75. Con banderas enlutadas y tambores a sordina

A mediodía en punto, en el momento en que Preston llegaba a la cumbre, Diego


García entró a Caracas relatando atropellada​mente las fechorías de los caribes desde
Chuspa a Macuto.
Don Alonso Andrea de Ledesma sin parar mientes a las noticias de Diego,
comenzó a desgranar lacrimoso sus problemas.
—Gracias a Dios que llegaste. Necesito tu ayuda. Si no se me hace justicia voy a
terminar como Don Luis de Rojas. Francisco Infante, no contento con arrebatarme
mis fincas de Barata, ahora quiere quitarme la finquita que tengo por los lados de
Chuao. Todos los días sus hombres ruedan la cerca. Me matan las vacas y me injurian
de la peor manera.
Un cañonazo del Castillo de la Cumbre cortó su palabra.
—¡Piratas! —gritó la multitud a la tercera descarga sucesiva de seis tiros cortos.
—¡Piratas!
Capitulares y alguaciles salieron en tropel a la calle. Tañeron las campanas.
Clamó la generala.
Los vecinos aptos para empuñar las armas confluían hacia la Plaza Mayor.
Veinte españoles, doscientos hombres y cincuenta negros, con Garci González de
Silva al frente, remontaron la serranía.
Alonso Andrea de Ledesma, baldado por la edad y el reumatismo, se quedó en
casa.
—Drake ha desembarcado en Macuto —comentó Garci González a Diego. En
este instante deben estar asediando a La Guaira por tierra. Llegaremos a buen tiempo
para auxiliarlos.
—¿Pero, qué sucedió con los valientes guerreros de Guaicamacuto? —preguntó,
apareciendo de pronto, Pedro de Montemayor, un joven oficial de estilada figura,
hermosas facciones y con los ojos verdes y claros como el agua revuelta.
Diego saltó:
—¿Vos fuisteis el que hoy pusisteis en prisión al pirata que trajeron de Naiguatá?
Apenas le respondió con jactancia afirmativa, estalló violento:
—Pues con vuestra venia, Don Gonzalito, os diré que éste es un hijo de puta.
Violó esta mañana a una niña.

Hernán Mijares, el hijo de Soledad, desde el picacho de Galipán, con la ciudad a


su espalda, mira hacia el mar. Ya los cañones le han advertido la presencia de los
piratas. Un brillo metálico abajo, salta entre los pajonales. Más brillo, hombres en fila
india suben la cuesta.
—¡Los piratas! —exclamó temeroso, al reconocer al ejército de Preston.

www.lectulandia.com - Página 235


—¡Los piratas vienen bajando por El Pavero! —iba gritando apenas llegó a
Caracas—. ¡Sálvese quien pueda!
Las campanas con alarma comenzaron a tañir. Los pobladores que aún quedaban
huyeron precipitadamente de la ciudad hacia las haciendas vecinas. Soledad, luego de
meterle una solfa a su hijo, huyó hacia Valle Abajo.
Enterado de la estratagema del pirata, Garci González dice a sus hombres.
—Los envolveremos. Nos apostaremos a la entrada de los dos caminos y les
impediremos la retirada. Necesitamos refuerzos. Será necesario que alguien vaya a
Margarita.
—Yo me ofrezco —observó Diego—. Tengo un «Tres Puños» muy veloz anclado
en la rada.
Acompañado por Agustín de Herrera y dos españoles, puso proa hacia la Isla.

Preston y sus hombres a la media tarde llegaron a la explanada de Cotiza, al norte


de la ciudad.
—Hermoso Valle —dijo Preston a Villapando.
—Y muy rico en dinero y mujeres bellas —respondía el aludido sobándose las
manos y mostrando su boca vacía.
—Preciosa ha sido vuestra información y acertado el camino. ¿Por qué odiáis
tanto a vuestra gente? —preguntó cambiando de acento y ceño—. ¿Qué os han
hecho?
—Mucho me han hecho —respondió sorprendido y vacilante.
—¿Tanto como para traicionarlos y ponerlos a merced de sus enemigos?
Villapando no dándose por aludido, añadió con forzado júbilo:
—Hemos desconcertado a los defensores con nuestro ardid…
—No me gustan los ardides, ni las traiciones, ni los traidores —respondió
fustigante el pirata—. Mil veces hubiese preferido conquistar esta ciudad a sangre y
fuego que tomarla sin ninguna resistencia. Yo soy un corsario, un león que ruge, no
una hiena apestosa como vos. ¡Asqueroso traidor!
Villapando, demudado, lo miró con asombrado terror.
—Amyas, Amyas —llamó el contramaestre.
—Amyas, Amyas —volvió a llamar un pirata de barba roja.
Una ocurrencia atroz sacudió a Villapando.
—Amyas, Amyas —lo venían llamando.
—¡Amyas, Amyas! —dijo en voz alta, persiguiendo un ignoto acento.
Preston, con ojos crueles, lo miró de frente. Un estupor lo tiró contra la hamaca.
Ya había visto esos ojos. Al igual que esa voz grave y chillona. Preston lo seguía
mirando. Entre las comisuras había un hilillo de burla. Finalmente comprendió
Villapando:
—¡Vos sois el Miás! —dijo a Preston sin creerlo—. Amyas, Miás…

www.lectulandia.com - Página 236


—El Hombre de las Bolas al Hombro —añadió el pirata con gozosa reticencia—.
El mismo a quien hacíais bañar en agua he​lada.
—Dios me ampare —exclamó Villapando con la voz trémula.
Un grito distrajo al corsario.
—Mirad, Amyas —gritó uno de sus hombres— lo que allá viene.
Con el sol de frente y en una nube de polvo avanzaba solitario un caballero sobre
corcel de guerra, bardado a la antigua, con armadura borgoñona, lanza enhiesta,
adarga vacarí y espada al cinto.
—¿Quién será este caballero andante que a tanto se atreve?
Caballo y caballero en son de guerra se detuvieron a cien varas del ejército pirata.
Una voz fuerte y castiza saltó por la cimera:
—Oídme bien, Sir Francis Drake, Terror de los Siete Mares…
Preston miró al hombre con sorpresa y simpatía.
—Por obra de ese miserable traidor que tenéis a vuestro lado, habéis encontrado a
Santiago desguarnecida. Pero no habréis de tomarla sin encontrar resistencia. Aquí
estoy yo frente a tus mesnadas para salvar la honra de mi gente.
—Oídme bien, noble caballero —voceó el pirata—. Admiro vuestro valor y ya
con vuestra presencia habéis salvado el honor de Caracas. Marchaos en paz y
dejadnos libre el camino de la guerra.
—No haré tal, por vida de Dios.
—Vuestro sacrificio es inútil.
—No hay sacrificio inútil cuando se afirma un derecho.
—Dejadme parlamentar con vos. Veréis que llegaremos a honroso arreglo.
—No hay parlamento posible entre un caballero, como soy, y un perro de mar,
como sois vos. —Y al grito de «Santiago y cierra España» cargó lanza en ristre.
—¡Guay! de quien le haga mal —ordenó Preston en el momento en que Ledesma
ensartaba a uno de los piratas.
—Dominadlo sin hacerle daño alguno —insistió enérgico.
Pero el viejo guerrero atacaba sin tregua: a un corsario cercenó un brazo, y a otros
seis que intentaban sujetarle el caballo por las bridas, atacó con su espada. Dos
hombres cayeron mal heridos.
—¡Basta ya! —gritó Preston—. Disparadle de una vez. Él mismo lo quiso así.
Una descarga de arcabuces dio de lleno contra la armadura. El caballero se
desplomó de la bestia.
Preston corrió hacia él.
—¡Quitadle el yelmo, quiero conocer a este verdadero León de Castilla!
Una barba blanca y un rostro anciano quedaron al descubierto. En la agonía unos
ojos azules lo vieron sonrientes.
—¡El Miás! —exclamó el moribundo.

www.lectulandia.com - Página 237


—Mi caro amigo —clamó sollozante el pirata al reconocer a Don Alonso Andrea
de Ledesma—. Os he matado, cuando os debía la libertad y la vida.
Amyas Preston, el corsario que había soñado tomar Caracas a sangre y a fuego o
desfilar entre la alegre charanga de su tropa, hizo su entrada llevando el cadáver de
Alonso Andrea de Ledesma a hombro de sus capitanes, con los sombreros en la mano
y al paso triste de los tambores a sordina.
Luego que cayó la última paletada de tierra sobre Alonso Andrea de Ledesma,
Preston clavó con sus propias manos una cruz sobre la tumba y dijo:
—«De un perro de mar al último caballero andante».
Villapando con los brazos cruzados y una expresión beatífica, intentaba ocultar la
confusión que lo embargaba. Preston lo vio con desprecio.
—Hasta tanto estemos en Caracas —le dijo— montaréis guardia junto a su
tumba. Ese será vuestro castigo.
—Sí, Excelencia —dijo Villapando y respiró aliviado.
Al tercer día, luego de incendiar a Caracas, los piratas retornaron al mar y los
vecinos, con Garci González al frente, entraron a la ciudad que ya la humareda la
señalaba como destruida. Su capa amarilla y negra la bate el viento. Un soldado viejo
rasga un laúd al paso de su montura. Un gonzalito saluda a la cabalgata. El soldado
adulón ríe con dentadura estragada:

Gonzalo, Don Gonzalito,


Conoto pluma amarilla.
Ven acá,
que soy tu amigo.

La tropa llega a la Plaza Mayor. Un hombre está amarrado al rollo de la justicia.


Está podrido. Tiene la cara verde. Zumban moscas azules. Garci González se
sobrepone al asco y cubre su faz con su capa color de pájaro. Es Villapando. Un
cordel le aprieta el cuello. La lengua amoratada se salta afuera. A sus pies está la
tumba de Alonso Andrea de Ledesma.
La ciudad desfiló llorosa por el sepulcro de Ledesma. Francisco Infante se opuso
a que el centro de la Plaza Mayor fuese su tumba.
—Ni un Capitán General merece tanto honor.
—Don Alonso Andrea de Ledesma —intervino Garci González cuando ya los
regidores asentían— es más que alcalde; es padre y fundador de la ciudad. Ejemplo
eterno de la bizarría del pueblo que acrecentará su sangre al paso de los siglos.
Cuando llegue el día de levantar estatuas al héroe epónimo que algún día erigirá
Caracas, lo hará sobre su osamenta y hasta es posible que lleve su sangre en las
venas. ¡Bajo el rollo de la justicia! debe ser el sitio donde repose su cuerpo. ¡Honra a

www.lectulandia.com - Página 238


su nombre! —gritó Don Gonzalito—. Rindámosle honores de Gobernador.
Redoblaron los tambores, descargaron los cañones. Repicaron las campanas.
Juan Manuel embelesado seguía el funeral. Gotas de lluvia mojaron su cara. El
sol resplandecía.
—¡Qué extraña lluvia! —dijo a Rosalía—. Sólo parece caer para mí.
La negra comenzó a reír. Con el timbre y tono de Juan Vicente Bolívar.
—¡Levántate desgraciado, que se nos hace tarde!
Juan Manuel despertó en la cueva. Juan Vicente mojado por la garúa paramera, le
escurría los brazos encima. Confuso se incorporó:
—¡¿Y Garci González?! ¿Y la negra Rosalía?
—¿Quién? ¡Mira vale, despabílate de una vez! ¿Se puede saber con quién
soñabas?
Juan Manuel miró en derredor. Estaba en la cueva. Afuera, la luz mortecina de
una tarde con neblina. Adentro sombras. No había rastros de la hoguera que daba frío.

www.lectulandia.com - Página 239


LIBRO II
Don Feliciano y el sol de los araguatos

www.lectulandia.com - Página 240


SEXTA PARTE
Sangre arriba
76. El Águila Pasmada y los dos Palacios

—No sé lo que me está sucediendo últimamente —dice Juan Manuel a Juan


Vicente Bolívar, luego de trasponer la niebla—. Tengo unos sueños tan claros que me
parece estarlos viviendo. Vi clarito el entierro de Alonso Andrea de Ledesma.
—¿De quién?
Ya iba a responderle cuando el canto de un gonzalito le advirtió que no lo hiciera.
Caracas, desde la sierra, destaca entre el verdor de las vegas y los tres ríos que la
confinan a la primera explanada.
—Don Martín Esteban te mandó a decir —afirmó Juan Vicente— que no le vayas
a decir nada al novio de tu hermana, porque es muy boca floja y puede echar todo a
perder. ¡Qué guáramo el de tu viejo! Yo creo que de este tiro salimos de una vez por
todas de los vascos.
A las cuatro de la tarde llegaron a la alcabala de la Puerta de Caracas. Un piquete
de guardias registraba a los viajantes. Luego de mirarlos agrios y recelosos los
dejaron pasar.
—Mejor nos vamos por Maracapana —observó Juan Vicente— para no levantar
más sospechas.
Bordeando la falda del cerro cabalgaron hacía el naciente. A la hora vislumbraron
entre mijaos la estancia de Don Feliciano Palacios.
—¿Tú crees que mi abuelo se sumará al movimiento?
Juan Vicente hizo un gesto indiferente.
—En principio, no creo; pero cuando sepa que tu padre acaudillará la revuelta, no
le quedará más camino que apoyarlo. Sangre es sangre.
Don Feliciano con los ojos puestos hacia los mismos árboles, escuchó a la
distancia una nueva retahíla de los cañones.
—¿Qué se traerán con su comadreo? ¿En qué irá a parar este lío de Juan
Francisco de León?
Un sollozo en la sala le hizo volverse: era su retrato embrujado el que gimoteaba.
—¿Y a ti, qué es lo que te pasa ahora? —gruñó al ver el óleo cruzado de lágrimas
—. Es por Juan Francisco de León, ¿no es verdad? Yo pienso lo mismo que tú. Eso es
una aventura, y más que eso, una tronco de loquera que no puede terminar bien. Pero
¿qué vaina es ésa? —exclamó al ver que el retrato le hacia una mofa.
Por el camino galopan dos caballos. Don Feliciano achica los ojos: es su nieto
Juan Manuel y Juan Vicente Bolívar, heredero de la ojeriza que profesó a su padre,
Juan de Bolívar y Villegas.

www.lectulandia.com - Página 241


—Tráigote un mensaje de mi padre —dijo, apenas desmontó de la bestia—. Se va
a poner al frente de la insurrección de Juan Francisco de León. Alrededor de las seis
entrará en Caracas.
—¿Pero Martín Esteban está loco?
—Son ochocientos hombres, abuelo.
—Ni que fueran diez mil, muchacho del carrizo. ¿O es que tú no te das cuenta de
que eso es traición al Rey? Castellanos podrá ser todo lo mierda que quieran, pero es
el representante de Su Majestad. Este zaperoco está condenado al fracaso. Se necesita
estar deschavetado para suponer que con esa cuerda de pata en el suelo van a obligar
a la Compañía.
Juan Vicente plantó en su cara un agudo desdén que incendió de esquivos
fulgores los ojos del abuelo.
—Mi retrato —prosiguió el mantuano mal conteniendo su indignación— no ha
hecho sino llorar y el pez que hay en tu casa lleva días ululando. Y esta mañana en tu
casa, me empapó de cabeza a pies.
Estalló la risa de Juan Vicente. Don Feliciano, encrespado, lo miró con odio. Una
risilla socarrona salió del retrato.
—Contra la voluntad del Rey —afirmó con insólita convicción— no hay quien
pueda. Por eso nadie va a acompañar a Martín Esteban en esta empresa.
—Porque son unos cobardes —dejó salir Bolívar.
—¿Cobarde yo? —estalló Don Feliciano preso de gran excitación, y corrió hacia
la chimenea en busca del atizador.
—¡Corre! —gritó Juan Manuel al percatarse de las intenciones de su abuelo,
quien, rubicundo de ira regresaba enarbolando un hierro.
Los muchachos huyeron por el camino.
—¡Nieto de la Marín tenias que ser, piazo’e carrizo! —gritó a Juan Vicente.
Sofocado se derrumbó en la silla de cuero.
«Esta familia Bolívar no ha hecho sino echarme vainas: comenzando por el padre
y terminando por el carajito éste, falta de respeto. Los Bolívar no son gente de orden.
Siempre han hecho lo que les sale del forro; les importan un comino los principios
estatuidos, el valor de las costumbres, el peso de las tradiciones. ¡Hay que ver cuando
Juan de Bolívar y Villegas se casó con la zamba aquella que parió a este muchacho!
Ya estoy sordo y todavía me retumba el escándalo que se armó. Estábamos
celebrando el santo a uno de los Tovar, cuando en eso se apareció la mujer de Jorge
Blanco aparentando sofoco, ya que era la mar de frasquitera y se las quería dar de
taquititaqui, cuando era tan percusia como la otra».

—¡Muéranse, agárrense y prívense con la noticia que les traigo! —gritó—. Juan
de Bolívar y Villegas se casa con la Marín de Narvaez.[58]
—¿Cómo? —preguntaron todos con voz de alarma.

www.lectulandia.com - Página 242


—¡Pero eso no es posible! —gritó estridente el joven Feliciano Palacios y Sojo.
—Me lo acaba de decir el mismo Juan de Bolívar —respondió la mujer—. Estaba
metiendo sus peroles en la casa de la negrita en San Jacinto.
—Pero esto es fin de mundo… —dejó salir el Marqués de Mijares—. A mí me
había llegado el rumor, pero creía que era mamadera de gallo.
—Pero es que Juan se ha vuelto loco —apuntó otro.
—Esto —añadió el Marqués del Toro— es un disparate.

La historia es negra y subida: Petronila Ponte y Jaspe Montenegro de Marín de


Narvaez a pesar de sus largos y sonoros apellidos y de ser dueña de la mayor fortuna
de la Provincia, es zamba. Mezcla abominable de negro e indio, a quien la sangre
gallega de su padre, blanco y rubio como un serafín, no pudo acallar las voces
serviles que su madre arrastraba: Josefa Marín de Narvaez, la misteriosa heredera, la
raíz de todas las murmuraciones desde que vino al mundo.[59]Y la fuente de
innumerables procesos judiciales.
Francisco Marín de Narvaez, un rico minero, hijo de uno de los primeros vecinos
de la ciudad, además de ser célibe, y proverbial su castidad, al fallecer dejó como
heredera de todos sus bienes a una hija natural, a quien nadie había oído mentar.
Según el testamento, Josefa Marín de Narvaez, chica de cuatro años de edad, la
hubo en «doncella muy principal, que murió al parirla y que por respeto a su memoria
me abstengo de pronunciar su nombre». El mismo documento designaba a Pedro
Jaspe, apoderado y tutor de la pretendida hija, hasta tanto alcanzase la mayoría de
edad o contrajese matrimonio. El documento fue considerado apócrifo por los
hermanos de Marín, a quien velaban en su muerte desde hacía tiempo.
—Josefa no es hija de nuestro hermano —murmuraban, gritaban y argüían en los
tribunales—. Es hija, tenemos pruebas, de una negra esclava llamada Josefa, a quien
le dieron la libertad y cien reales con tal de que urdiera la engañifa. Todo esto no es
más que una añagaza para robarnos la herencia de nuestro querido hermano.
Por años duró el litigio. Finalmente triunfó Don Pedro Jaspe, y la niña quedó con
su fortuna bajo su tutela y la de su hermana y cuñado, Doña María y Pedro de
Andrade. Los Marín de Narvaez no cesaron, hasta que se les extinguió la voz, de
acusar a Josefa y a su progenie de mulatos, zambos y renegridos, como en efecto lo
son. De ahí que, a pesar de su fortuna, los tuviésemos a raya. Pero al casarse con Juan
de Bolívar y Villegas, rico y noble mantuano, las cosas cambian: o nos la chupamos o
le enseñamos a los dos que el cambur verde mancha.

—¿Qué podemos hacer con un hombre tan testarudo como Juan? —preguntó, con
voz de asombro, uno de los Tovar.
—En verdad que es lamentable lo sucedido —añadió a pesar de su prudencia Don
Juan Xerez de Aristeguieta, un vasco regordete, casado con una prima de Juan de

www.lectulandia.com - Página 243


Bolívar.
—Lo que es a mi casa no volverá a entrar —sentenció indignada una matrona.
—Yo digo otro tanto —observó Obelmejía, otro de los amos del Valle.
—Yo igual —respondió el coro, y por él se asomaron diecisiete voces.
Sólo un hombre guardaba reconcentrado silencio: Jorge Blanco y Mijares. Un
gigante viejo, huesudo y desmacelado. Frisaba los sesenta años. Tenía los ojos indios
y la tez castellana: roja y levemente amoratada. Su gran quijada, herencia de los
Habsburgo, prolongaba su cara. Por lo general, era de expresión apacible y de modos
bondadosos. Pero aquella tarde estaba cejijunto, molesto, irritado.
Las críticas contra Bolívar se enriscaban. Feliciano clamaba vehemente por la
intervención de la justicia militar y la aplicación inmisericorde de las leyes de casta.
—¿Cómo es posible que Juan de Bolívar y Villegas, hijo de Luis de Bolívar, nieto
de Antonio de Bolívar y bisnieto de Simón de Bolívar el Mozo, por cuyas venas corre
la sangre inmortal de Alonso Díaz Moreno, de un Lorenzo Martínez de Villegas o de
Juan de Guevara, quebrante las prohibiciones tutelares tentando la voz impura de la
lujuria?
—¡Nadie debe asistir a ese matrimonio! —seguía el mozo—. Debemos hacerle
sentir que todavía hay leyes y costumbres que respetar.
—Muy bien dicho —exclamó Mijares y Solórzano, y con él, coros de lenguas
chasqueantes.
—Hay que prohibirle a Petronila Marín de Narvaez que se ponga el manto de
nuestras abuelas.
—Y que sus restos y los de sus hijos reposen al lado de sus antepasados.
—¡No seáis crueles, por Dios! —estalló Jorge Blanco quebrando, para sorpresa
de todos, su proverbial parsimonia—. ¿Qué les ha hecho a ustedes esa pobre
muchacha? —Y sin decir más se puso en pie y a grandes pasos se marchó a la calle.
Estaba húmeda la calzada y enfangadas las esquinas por el aguacero del atardecer.
Del Ávila bajaba una ventisca fría. Cerró su capa y se dirigió a Catedral, donde todas
las tardes, antes del Ángelus, rezaba ante la tumba de sus antepasados. Todavía va
sacudido de indignación por lo que sus parientes piensan hacerle a su amigo Juan de
Bolívar y Villegas. La actitud asumida por su propia mujer le revienta:
Con razón se dice que los últimos en vestirse son los más implacables con los que
andan desnudos. ¿Sabrán acaso quiénes fueron sus padres y abuelos en quienes
fundamentan tanto mito y pretensión? ¿Tendrán noticias de sus tristes hazañas?
¿Estarán enterados de la realidad de sus ascendientes?
Si ellos supieran lo que el Señor en sus designios infinitos me hizo conocer y
guardar cual mudo albacea. Si ellos estuviesen al tanto de lo que yo sé, menor sería
su presunción y mayor su caridad. Por desgracia, por voto que me impuso el Obispo,
deberé callar mientras viva. Cumplo mi juramento. Empero no estoy obligado a

www.lectulandia.com - Página 244


hacerlo después de muerto. Por eso escribo mi Historia Secreta de Caracas. Son ya
más de mil páginas. El hallazgo y la revelación que implica se ha de provocar por
lógica consecuencia de una ley natural. Mis descendientes, por poderosos y ricos que
sean, algún día dejarán de ser los Amos del Valle. Hombres de otra estirpe y
procedencia los habrán de sustituir. Ni las familias reales se evaden de este destino.
Todo camina hacia su destrucción. Algún día serán vencidos. Caerá sobre ellos la
ruina. Abandonarán esta morada. Hay una clausula en mi testamento que obliga,
generación tras generación a que mi escritorio se haga trizas muy minuciosamente y
se quemen sus astillas frente al Pez que Escupe el Agua, el día en que mi familia
abandone esta casa.
Creerán que estoy chiflado, pero de esta forma, y cuando el dolor de la derrota los
haya fraguado, al encontrarse con el cajón secreto de mi escritorio pondré
inesperadamente dos tesoros: el de la verdad, donde sólo se recrea la dicha, y el de la
riqueza material. La Historia Secreta y el sitio justo donde está sepultado el tesoro
más colosal que ojos humanos hayan visto jamás en esta tierra.
Cuando el último de mis herederos beba las heces de la amargura que escancian
los vencidos; cuando llegue el día de abandonar su casa solariega; cuando se vea solo,
abandonado por sus amigos, humillado por todos. En el momento en que gima,
constreñido por la desesperanza, dos correctivos habré de darle: la verdadera historia
de su casta y la fortuna. Armado el brazo y limpio el corazón, será capaz, entonces,
de acometer la empresa de liberar a este pueblo de la mentira que lo agobia.
Ensimismado en sus cálculos entró a Catedral y siguió de largo hasta la sacristía
donde reposaban sus antepasados.
Cuatro lápidas sepulcrales configuraban el panteón familiar. Dice una inscripción:
Aquí debería yacer, pero no lo hace, Don Francisco Guerrero, llamado el Cautivo
(1507-1582).
Tres varas a la izquierda está la tumba de su mejor amigo, José Palacios Zárate, el
padre de Feliciano:
Miranda del Ebro 1646 y Caracas 1703.
«Aquel día bajé a La Guayra».

Rompe el sol radiante en la tenebrosa sacristía. Silban iguanas entre las tumbas.
Vuela un paují del altar. Estridencia de pájaros llena el recinto. El camino erizado de
cactus con el Caribe espejando abajo lo sofoca. Abre su capa. Hace veinte años todo
era distinto, menos él.
«Estaba a medio hacer el camino de la marina. Caracas tenía ocho mil habitantes.
La mitad de hoy. El cacao iniciaba su apogeo. Más de once naves al año ya iban de
La Guaira a Veracruz. Con los Mijares teníamos una flotilla. Ese fue el año en que
William Penn fundó su colonia de ingleses y llegó de Gobernador Diego de Meló y
Maldonado».

www.lectulandia.com - Página 245


—¿Qué hubo? —saluda un sacerdote, quien viene de oficiar la adoración del
Santísimo.
Humea un incensario en las manos del monaguillo. Una voluta celeste trepa por la
débil luz que filtran los vitrales. Poblados de embeleso lo siguen hasta el techo. Sobre
el cerro pelado, cinco leguas al Este, asciende una columna negra.
—¡Franceses! —se dice con aprensión, a horcajadas de una mula de alquiler.
El humo se hace blanco. Tres bocanadas en espiral manchan de alarma el azul
marino. «Toda una flota… En la bahía del Olonés».
Habla el correo del humo. Su propio invento contra los piratas. Conventículos de
guardaseñales se suceden de Cabo Codera a Puerto Cabello. En menos de seis horas
Caracas sabe lo que sucede a cincuenta leguas.
En la bestia llena de mataduras baja a La Guaira. Va trajeado con un terciopelo
negro y raído. A los treinta y cinco años es el vivo retrato de Carlos V con la mirada
soñadora de un pastor de ovejas. Sonríe ante el canto aflautínado de un turpial.
«¡Cuán grande es Dios!» —dice al celebrar plumaje y trinos.
Al pasar un recodo se asoma el puerto, un castillo y la bahía. Cien varas abajo,
por el camino empedrado, está la alcabala. Un estornudo lo golpea. «¡Ah, broma, ya
me dio la pituita!». Vuelve a estornudar: una, tres, quince veces. Los ojos llorosos.
Moquea, sopla y resopla el pañuelo. Una iguana se vuelve roja al cruzar el sendero.
Abajo centellea el mar. Mediodía, cardona​les y un sol punzante.
—Allá viene Don Jorge Blanco y Mijares —dice a su oficial un cabo de guerra.
—Buenos días, mi general —saluda al capitán de guardia.
—Buenos días se los dé Dios, Don Jorge. ¿Qué novedades hay por Caracas y en
qué le podemos servir?
—Novedad, ninguna. Y si me puede hacer un favor, deme un vasito de agua para
tomar mi poción contra las lombrices.
Rozando el suelo con sus largas piernas se aleja por la calzada.
—Quien viera a Don Jorge Blanco por primera vez —dice el oficial— juraría que
es un pendejo de tomo y lomo, con esa bocota abierta y esa cara de güele flores. Yo
no sé por qué carajo lo llaman el Águila Pasmada, porque así como se le ve con sus
caminares de pisapoquito, tan educadito, tan fino, tan humilde, es requete jodido
cuando le da la gana.
La mula casquillea por las calles del puerto. Ya alcanza la calle principal. Frente
al malecón está la posada y taberna de la Tuerta Núñez. Es calurosa y llena de ruido;
pero con buenas camas y comida sana. Se almuerza en la fonda. Todas las mesas
están ocupadas: se come, se bebe, se fuma, se ríe.
En una mesuca un joven solitario toma cerveza. Tiene un aire retraído y
melancólico. Los ojos verdes y el pelo rubio que contrastan con la tez oscura, entre
cobre y oro.

www.lectulandia.com - Página 246


Corto y afable, Jorge pregunta:
—¿Os incomoda si me siento a vuestro lado?
—¡De ningún modo, señor mío! —responde severo y espontáneo—. Sentaos, por
Dios. Ya comenzaba a aburrirme.
Jorge agradece con una sonrisa. Pide a palmadas un vaso de agua con azúcar.
—¿Cuándo llegasteis? —pregunta al hombre.
—A mediodía de antes de antier.
Por romper el frió inquiere con una sonrisa:
—¿Sois vasco?
—¡Dios me libre! Castellano y de los viejos. Mi nombre es José Palacios, capitán
de cañones y natural de Miranda del Ebro. Tengo muchas lacras encima, pero la de
ser vasco, ¡nunca![60]
—Me he quedado varado en este puerto —le dijo luego de entrar en confianza—.
El Capitán del navío, quien me tenía ojeriza, aprovechando que me quedé dormido
con una maritornes de mantilla y abanico, ¡las mujeres han sido siempre mi
perdición!, zarpó sin mí, dejándome por capital la ropa que llevo puesta.
Simpatizó Jorge con José Palacios:
—¡Dios proveerá, amigo mío! En Venezuela un capitán de cañones siempre
encuentra destino. Los piratas nos tienen fritos, aparte de ser en lo personal amigo del
Gobernador.
—Pues yo he sido rehén nada menos que del célebre Grammont —observó con
jactancia displicente el artillero.
—¿Del feroz pirata que hace dos años tomó a La Guayra?
—Del mismo que viste y calza. Es un tío con cojones…
Jorge se sonrojó ante la expresión; José prosiguió atemperando el estilo ante la
reacción de su nuevo amigo con aspecto de alguacilillo:
—… Era gentilhombre de la corte de Luis XIV de Francia. Corsario a su servicio
con lugar y asiento en la corte; hasta que un día descubrió que su madama le ponía
cuernos con uno de los gachí del Rey Sol. Encabronado, ¡qué digo!, enfadado, montó
en cólera y ensartó a su ofensor, quien era a su vez favorito del Rey de Francia.
Huyendo a todo meter abandonó su papel de corsario y ahora es pirata por la calle del
medio.
—¡Qué interesante! —respondió Jorge—. Aquí ha saqueado Maracaibo, Gibraltar
y Trujillo[61]y ahora La Guayra.
—¡Odia a las mujeres adúlteras! —añadió el artillero—. Respirando por la herida
es el santo vengador de los cornudos. Es implacable con las mujeres alebrestadas.
—¡Con razón —añadió Jorge— hizo en La Guaira tamaño desaguisado!
Y refirió a Palacios la historia de una tragedia.
José Palacios salió de España el mismo año de la muerte de Su Majestad Felipe

www.lectulandia.com - Página 247


IV.[62]
—Tenía dieciocho años en ese entonces, los mismos que llevo como alma en pena
por el Caribe. Como artillero he servido en todas las plazas. En Puerto Rico viví por
mucho tiempo. Hasta el mismo año en que ejecutaron a todos los prisioneros
franceses.[63]Mi mal han sido las faldas —dijo; pero al observar una vez más el
desconcierto de su compañero, añadió una justificación en mengua.
—Las mujeres son la causa de todos los males que existen sobre la tierra —
sentenció Jorge, que hasta los treinta y cinco años se mantenía casto—. Lo que una
mujer puede hacer, ni el mismo demonio lo adivina.
—Me lo vais a decir a mi —contestó Palacios, mientras dirigía encendidas
miradas a una morena que, en el lugar de «Las Ventas», donde pararon para un
refrigerio, lo requebraba con el juego del abanico.
Poniéndose en pie, invitó a su amigo a proseguir el camino hacia Caracas.
—Os quedaréis en casa todo el tiempo que sea menester —le observó Jorge—.
Sobran habitaciones y en ella sólo vivimos mi madre y yo.
A las cinco en punto de la tarde, Jorge, seguido de José Palacios traspuso el portal
del viejo caserón.
El Pez al ver al artillero lo siseó burlón. Una montaña de carne cerrada en negro
avanzaba por el medio del patio. Era una mujer de mediana edad, de estatura
desmesurada y de una gordura proporcional. Jamás en su vida había visto a un ser de
volumen tan colosal. Caminaba a pasos lentos, impedida de andar, tal era el grosor de
sus caderas, abdomen y muslos. Su cuello estaba envuelto por una gruesa gorguera de
grasa y en su rostro repleto, sanguíneo, donde brillaban dos ojillos aplastados por los
párpados hinchados, destacaban dos largos y gruesos mostachos pintados de verde.
—¡Cáspita! —exclamó al verla abrazar a Jorge—. ¡Qué mujer tan fea!
—¡Mi muchachito, mi vida! —clamaba la mujerona con voz ronca y enternecida.
—Madre —dijo señalando al artillero— te presento a un buen amigo, José
Palacios.
—Ana María Mijares de Solórzano de Blanco y de la Torre… —comenzó a decir,
pero al verle el rostro, empalideció. Sus ojos se dilataron. Y de no haber sido por
Jorge, quien la sujetó, hubiese caído al suelo.
Conducida del brazo de su hijo tomó asiento en el banco arcón del corredor
lateral. Desapareció la lividez. Miró con simpatía al recién llegado y esbozando una
sonrisa señaló con voz suave y varonil:
—Disculpad, caballero, por lo sucedido. Pero os parecéis tanto a una persona a
quien quise mucho, ya fenecida, que al veros me pareció que era él, que había
regresado de la tumba. Pero estáis en vuestra casa y honrados nos sentiremos todos de
que compartáis con nosotros nuestras vidas y costumbres.
El almuerzo opíparo y vario transcurrió en amena charla. José Palacios degustó

www.lectulandia.com - Página 248


con deleitación la sopa de apio, los niños envueltos y el pabellón con baranda, más
tres clases de torta: guanábana, burrera y burrundanga.
La vivacidad, simpatía e inteligencia de Ana María era tan excepcional como su
gordura.
Ana María reía de las observaciones de José, aparentando escuchar todo cuanto
comentaba, mientras se decía: «Es su misma risa, su misma nariz, su mismo pelo.
Ambos tienen la misma talla. Sólo que éste ríe con los ojos y aquel no reía jamás…».
Luego de comer se derrumbó en la cama de huéspedes dispuesto a dormir una
larga siesta.
—¡Despertaos, José! —dijo Jorge con tono amable.
Abrió con pereza un ojo.
—Son pasadas las cinco y os han venido a saludar tres grandes amigos míos que
están ansiosos de conoceros.
Luego de desperezarse y de vestirse con lentitud, salió de su habitación.
En el gran salón tres voces castizas se arrebataban la palabra. Una estridente y
gruesa dominaba a las otras. Era la de Don Pedro de Jaspe, Oficial Mayor de la
Inquisición. Disentía sobre la estrategia seguida con los piratas en el momento en que
José Palacios cruzó el umbral.
—Tengo el gusto de presentaros a mi buen… —comenzó a decir Jorge, pero Don
Pedro de Jaspe y Montenegro, con el terror pintado en el rostro, apenas pudo decir:
«¿Tú?» y se desmayó.
—Dejadme solo con él —propuso José a los presentes—. Se recuperará en un
santiamén. Confiad en mi y cerrad la puerta.
Por un cuarto de hora largo se escuchó apenas un murmullo ininteligible. Saltó
una carcajada.
Sofocado de risa José abrió la puerta. Don Pedro de Jaspe echado en el suelo y
con los ojos llenos de lágrimas, sacudía el abdomen.
—¡Esto es la monda! —gritaba sin parar de reír.
—Pero decidnos de una vez —adujo Jorge, confuso y sonriente— de qué os reís
con tantas ganas para nosotros también disfrutar.
Jaspe y José ante sus palabras redoblaron las carcajadas.
—Lamento no poder deciros, mi querido amigo, la causa de tanta guasa. José y yo
acabamos de hacer voto de silenciar lo que nos sucediera hace ya muchos años y que
por culpa de un mal entendido casi muero de temor al verlo.
—Para celebrar este encuentro —propuso el cuñado de Jaspe en el momento de
despedirse— os invito mañana a un gran almuerzo en mi casa.
—El mundo es un pañuelo —comentó Palacios a Jorge—. ¿Quién me iba a decir
que después de dieciocho años de zarandear por el mundo me iba a encontrar de
nuevo con Pedro de Jaspe y Montenegro?

www.lectulandia.com - Página 249


—Buenas y santas —saludó entre las risas un sacerdote de aspecto diferente.
—Pepe —añadió Jorge—. Tengo el gusto de presentarte a mi hermano José Juan.
—Mucho gusto, amigo mío —respondió el hombre que, como explicó Jorge, era
canónigo de Catedral, aparte de ser virtuoso del órgano.
Era un hombre de unos cuarenta años, alto, fornido y blan​co; de facciones
regulares, rostro sereno y plácidos ojos azules donde convergían sin contradicciones
una reflexiva y concentrada atención con desapasionado interés por los hechos y las
personas.
Durante la conversación, y cambiando de tema, dijo a su hermano:
—Es necesario que le cambien el traje a la Virgen de la Soledad: la van a dejar en
cuero las polillas.
—¡Jesús, José Juan! —protestó Jorge, santiguándose—. ¡Qué forma de referirse a
la madre de Dios! De no ser por el balandrán nadie te tomaría por sacerdote.
Soltó el cura la risa y luego de hacerle a José tres preguntas de respuesta precisa,
le observó con naturalidad:
—Bueno, mi amigo, queda usted en su casa. Y ahora me perdona, porque voy a
saludar a la vieja.
Y diciendo esto se alejó por el patio, casa adentro.
—Es mi único hermano —añadió Jorge con voz de excusa—, hombre bueno y
caritativo, pero de una piedad tan heterodoxa que aún no me explico cómo no le ha
echado mano el Santo Ofi​cio. ¿Será porque yo soy el Oficial Mayor de la Inquisición
en Venezuela?
José, al escucharlo, iluminó sus ojos de agudo temor.
Al día siguiente camino del almuerzo, Jorge refirió la historia de Josefa Marín de
Narvaez, la misteriosa heredera de quien Jaspe era tutor y los Ponte Andrade sus
guardianes.
—Es una de las mayores fortunas de la Provincia. Suyas son las minas de Aroa y
la mitad de las tierras que riega el Yaracuy.
La magnificencia de la casa impresionó a José Palacios. La fortuna de la niña
guardada saltaba a la vista.
Josefa llegó a la sala. Encorvada y vacilante saludó a Jorge y a José. Su mirada y
estatura eran la de una mujer hecha. En una explosión de tres colores, que sin lograr
la armonía, reunía cierto encanto. Tenía la tez morena oscura de las mulatas claras; el
ojo oblicuo, pequeño y convergente de las indias; la nariz fina del español, al igual
que sus labios, a los cuales el negro tiñó de púrpura, además de las encías. Los
dientes eran sorprendente blancos, bellamente formados. Los ojos: negros, brillantes,
melancólicos en el descuido. Era de talle alto y cimbreante. Los pechos se
sospechaban bien formados tras la blusa que dejaba al descubierto un cuello largo.
«Pues no está mal la chiquilla para tener tan grande fortuna», —se dijo el

www.lectulandia.com - Página 250


artillero.
Durante el almuerzo Josefa no dijo palabra. Apenas levantó la vista del plato para
mirar a José, mientras Don Pedro de Jaspe hablaba sin parar.

José Palacios la sintió viva y presente las pocas veces que el tutor le cedió la
palabra. Lo escuchaba atenta y golosa.
«Gusta de mí la chiquilla —se dijo al salir—. Y empero ser blanca, negra e india
a partes iguales, es dueña de una fortuna que a los treinta y seis años no hace jamás
un capitán de artillería».
Quince años de andar errático le demostraban que salvo disparar cañones y
seducir mujeres, carecía de otras facultades para la fortuna.
José Palacios en su lecho continuó cavilando: nunca había sido rico y ansiaba
serlo; no tanto por el lujo y el oropel suntuario, que le importaba un bledo, como por
ser la fuente nutriente del ocio excelso. Amaba el tiempo sobrancero que se disponía
entre copas y amigos sin propósito definido; cabalgar sin intención; dormir siesta
larga y tendida; ganar o perder a los naipes; acostarse y levantarse tarde; y sobre todo,
no tener dueño ni amo que le ladre ni rezongue.
La voz de su padre, un viejo hidalgo de Miranda del Ebro, se le vino encima:
—Un buen braguetazo es el camino más firme para un tipo guapo como tú,
carente de la recia condición de los hombres de pelea, perezoso y lascivo como un
gato, ignaro como un sacristán y con la rebeldía del pájaro que nació libre. Ponle
precio a tus criadillas, Pepe, que cuando se las tiene grandes y no sirven para mayores
empresas, alcanzan para otros logros cuando las sopla e infla un viento de chulería. El
casarse por amor es derro​che en todo hombre o mujer a quien Dios dio tan solo por
menguado capital su belleza y figura. ¡Fíjate en mí! Por hacer caso a los sentidos me
casé con tu madre, que si hoy es una birria y sin un ochavo, aunque era tan pobre
como hoy, tenía los pechos grandes y el perfil divino. La belleza se esfuma y la
fortuna no vino. ¿Por qué no me casaría yo con la viuda del abacero cuando yo era en
el pueblo el más gallardo y de mejor apostura? ¡Qué si era vieja, desdentada y con
arrugas en los labios, eso lo hubiese arreglado con una manta sobre la cara! Que hay
algo peor que fornicar con asco: la vejez sin fortuna. ¡Cásate Pepe, con una mujer
rica. No hay más porvenir en tu futuro!

77. El Vampiro circuncisor y las voces viejas

La lluvia tamborilea sobre el tejado. Un perro aúlla en la esquina. La pavita


entona su canto. Jorge Blanco en su lecho se persigna.
Al otro extremo del patio José Palacios cruza las manos sobre su almohada y mira
hacia el patio.

www.lectulandia.com - Página 251


Fue hace dieciocho años. Era casi un crio. El coronel nos dijo:
—Chicos, nos han encomendado un trabajo para babiecas, hemos de trasladarnos
a Onarra, donde, al parecer, se ha presentado una epidemia de cuentos de vieja donde
todos dicen que hay un espíritu diabólico que mata y chupa la sangre de sus víctimas.
—Luego de cuatro crímenes —decía el coronel— apareció asesinada y en
descampado la joven esposa del Conde. Y a pesar de que uno de los guardas
descubrió a uno de los sirvientes tratando de entrar subrepticiamente con el traje
manchado de sangre, el cura del lugar insiste en que el asesino es un extraño diablo,
que según parece necesita chupar la sangre de sus víctimas, como yo el clarete.
¡Pamplinas! —exclamó—. Pero arreglad vuestros bártulos y preparaos, nenes, a
nombre de la superioridad, a tomaros unas lindas vacaciones junto al mar. Conozco el
sitio y es precioso.
A comienzos de otoño llegamos a la puebla y al castillo.
Dos ojos rojos lo miran desde el armario. El Pez que Escupe el Agua ulula con
miedo.
Esa misma noche conocí a Pedro de Jaspe y Montenegro, delegado por el Santo
Oficio. Unos decían que el vampiro era un hombre negro y oloroso a azufre; en tanto
que otros lo describían como una mujer, tapado el rostro con un antifaz y envuelta en
una gran capa negra que al abrir revelaba un desnudo y esplendente cuerpo para
poner cachondo a San Antonio.
Jaspe nos hizo una relación muy detallada de los sucesos. La condesa apareció
con el cuerpo cosido a puñaladas a pocos pasos de la cabaña de un pastor, a quien se
halló también muerto y desangrado.
Según refería el cura, los hechos comenzaron a desarrollarse seis meses atrás,
cuando a un joven palafrenero se le presentó el vampiro en su cobertizo en forma de
agraciada hembra. El chico, ante la aparición, perdió el sentido. Cuando volvió en sí,
¡sorpréndase vuesas mercedes con lo que vais a escuchar!, el monstruo lo había
descapullado, ya que era doncel, bebiéndole con fruición su sangre. Recuperándose
del primer desmayo entró en el segundo al sentirlo sorbiéndole, cual un gato, sus
partes más nobles. De no haberse llevado a su cobertizo una imagen de Santa
Genoveva, quién sabe lo que le hubiese sucedido.
—La siguiente víctima —prosiguió el cura luego de acallar nuestras risas— fue la
doncella preferida de la hija del Conde, una guapa moza llamada Tomasa, atacada y
violada por el espectro sobre una losa del Camposanto, por donde pasó luego del
Ángelus arrastrando una vaca. Por una semana ardió de fiebres hasta que finalmente,
exhausta, terminó por entregar su alma al Creador.
Hasta la medianoche el cura nos fue enterando, de las hazañas, peripecias y
características del espectro. Jaspe y Montenegro no perdía oportunidad de meter baza,
ufano de lucir sus conocimientos.

www.lectulandia.com - Página 252


Tan pronto nos quedamos solos, nuestro Coronel, que ya se había empinado la
jarra, dijo:
—Yo no creo ni una palabra de todo cuanto hemos oído. No creo en vampiros ni
en niños muertos. Por lo que barrunto aquí hay dos problemas: un belitre vestido de
vampiro y una puta disfrazada de señora.
José Palacios sin conciliar el sueño, sonríe ante el recuerdo. La lluvia se troca en
aguacero. Relámpagos y truenos se suceden, la pavita canta. El Pez de piedra por
segunda vez lanza su silbato de advertencia.
Una sombra de mujer con un candil en la mano cruza furtivamente el patio en
dirección a la alcoba del artillero. Los ojos rojos sobre el armario se hacen grandes y
fulgurantes. Canta un gallo. Se apagan los ojos rojos. Avanza el candil.

A José Palacios le dieron por guardia un inmenso portal. Por el escudo de armas y
el salón con chimenea al otro lado del corre​dor, supuso que era la habitación del
castellano.
Un buen fuego crepitaba en la chimenea. Dos mullidos silletones lo tentaron.
Juntó sillas y colchones y se sumergió en ellos.
Vagaban sus ojos abstraídos por un ventanal, cuando a la derecha vio el retrato de
una mujer en el que no había reparado. Un leño la alumbró al estallar. Era una
hembra de excepcional belleza.
«¡Joder! ¡Mirad que es guapa la tía!».
Era joven; rubia, de ojos verdes y rasgados, con una expresión entre golosa y
picara que reafirmaba su boca roja, carnosa y húmeda. Estaba sentada en una gran
silla de damasco azul con un gato de Angora de un negro rutilante sobre el regazo.
Retrato de la Condesa Ana. Año de 1663, decía abajo en un letrero en bronce.
«Es del año pasado», —se dijo—. ¿Será la esposa o la hija del Conde? Dicen que
la condesa muerta era tan guapa como la viva.
Cerró los ojos en cansino cavilar para quedarse dormido.
Despertó con sobresalto. Una mano le acariciaba el pelo. De un salto se tiró fuera
esgrimiendo la pistola. Una mujer de larga capa le sonreía. Era la mujer del cuadro. A
sus pies, el gato negro de Angora.
—¡Cálmate, nene! —dijo burlona y desenfadada.
«¡El vampiro! —díjole una voz—. Chupa, descapulla y mata».
Rió de nuevo la aparecida. Sin dejar de apuntarla buscó el crucifijo.
—¡Toma! —le dijo sin variar de expresión al entregárselo.
—¡Vade retro, Satanás! —gritó con voz temblorosa.
—¡Vamos, Pepillo! —dijo—. No me hagas creer que te has creído las patrañas
que urdió el cura para mejorar su cocido. Hace rato que os escucho desde un mirador
que da a la cocina. Son una sarta de mentecatos y que como bien lo dijo tu coronel,
están confundiendo a un asesino con un vampiro y a una puta con un fantasma. El

www.lectulandia.com - Página 253


asesino es el sirviente que huyó a Francia. La puta soy yo. Ven conmigo a mi
habitación y verás cómo te lo pruebo.
Discernía con gracia y salero la condesita. Ante su naturalidad y los tragos de
Armagnac recuperó el sosiego.
La Condesa Ana era el ser más alegremente desfachatado y procaz que jamás
hubiese visto. A la sexta copa le había narrado con lujo de detalles tan insólitos
acontecimientos, y ya no tuvo la menor duda de tener ante sí a la más loca, pimpante
y descomunal cortesana que jamás hubiese visto.
—Mi padre propuso a Su Majestad Felipe IV, para marcharse a Indias, que yo
fuese camarera de su hija María Teresa, quien debería casar con el Rey de Francia en
1660. Tan pronto llegué a París, mi Reina y Señora, que además de enana y de
atiborrarse de chocolate, gustaba hacer de casamentera y en especial cuando su astral
consorte nos metía el ojo, me casó con el conde de Villiers: un hombre viejo y
gastado, que a falta de sanas turgencias me enseñó a hacer el amor con los cinco
sentidos, que si es bueno para enfermos, a los sanos abre bien el apetito.
Al poco tiempo ya me las ingeniaba para que las sabrosas cremas y hojaldres que
me enseñó, sazonaran otras carnes. Elegía mis amantes entre los desconocidos que
encontraba: bajo un puente o en el césped de los parques calmaba los ardores que,
para su deshonor, encendió mi marido.
Todo marchó sobre ruedas hasta que murió el muy pelma y hube de venirme a
este pueblo donde todo se ha vuelto un lio por lo imbéciles y supersticiosos que son
estos palurdos. La primera vez que intenté folgarme al chico ese que mientan el de
los Percebes, el muy lerdo, en vez de darse gustos salió a hablar tonterías sobre
demonios, trasgos y otras bellaquerías.
Todo esto del vampiro —siguió ella— no ha sido más que una serie de malos
entendidos y de casualidades que, al sumarse, han hecho un alud. A Tomasa, mi
doncella, se le emponzoñaron las heridas que yo le recomendé se hiciera en el cuello
para echarle la culpa al vampiro de lo que le hiciera Manolo, el sacristán. La muy
bestia, en vez de hacerse las hendiduras en el cuello con algún cuchillo limpio, lo
hizo con unos clavos sucios.
—¿Y cómo explicáis —preguntó Pepe— el asesinato del joven pastor, el de
vuestra madrastra y el de los dos esposos que venían de Francia?
La condesita borracha de un todo, soltó una carcajada.
—El tal pastor, que era más cachondo que Su Majestad Fe​lipe IV, se folgaba
desde sus ovejas hasta a la mujer de mi padre, que era una pelandusca sevillana que
lo engañó haciéndose pasar por la mujer que no era. El pretendido sirviente que
contrató a instancias suyas, era su chulo, como yo misma lo constaté espiando por los
agujeros. Cansada de él, se buscó al pastorcillo. El chulo los descubrió y los mató a
ambos. Al pobre vampiro lo han hecho bucoemisario de cuanta truhanería acontezca

www.lectulandia.com - Página 254


en la puebla.
Por tercera vez la condesita le caló el pensamiento:
—Yo sé que a ti te extraña que una mujer como yo descienda a contarle a un
hombre como tú historias tan bien guardadas. ¿Quieres que te diga una cosa? Estoy
harta de la razón y he aprendido a vivir de corazonadas. Tan pronto te vi, sentí que tú
eres el hombre que debe ser mi marido. Serás dueño y señor de este castillo y de
todos mis feudos y señoríos.
—¡Viva mi padre! —gritó José—. Siempre me dijo que sólo a punta de cara
labraría mi fortuna.
La condesita vio a Pepe con pupila estrecha. De un tirón se arrancó la capa. Con
los ojos encandilados avanzó posesivo. Escurrió el cuerpo:
—Oh, no, mon cher ami, no me vais a tomar a saco como si yo fuera una zurrupia
cualquiera. Acuérdate que soy la gran sacerdotisa de los cinco sentidos: y el que más
placer proporciona es el gusto succionador que se achaca a los vampiros. Si queréis
tarta, haced cual los recién nacidos.
Pasada la medianoche y a lo largo de dos semanas, Pepe Palacios, la condesita y
el gato se encerraban en la alcoba. Al término de ese tiempo José había superado sus
prejuicios, salvo la indecorosa posición de arrodillarse al pie de la cama y de
uniforme completo.
El terror y la vigilancia en los últimos días se había recrudecido en el pueblo y en
el castillo. Más de cinco personas decían haber visto al espectro.
Esa noche, al igual que las anteriores, Pepe, de casco, hacha y pistola, iniciaba la
sesión. Algo viscoso y metálico bañó su boca. Un estruendo en ese instante salió de la
alcoba. La puerta de cedro se vino abajo. Diez soldados, con el Conde y Don Pedro
de Jaspe, entraron de espadas desenvainadas. Pepe, alarmado, se puso en pie. Los
hombres armados, para su sorpresa, antes de avanzar retrocedían aterrorizados.
—¡Él es el vampiro! —gritó tembloroso Pedro de Jaspe—. ¡Miradle la boca y las
barbas tintas en sangre!
—¡El vampiro, el vampiro! —clamaron todos huyendo atropellados hacia los
rincones.
Haciendo gorgoritos y rechinando dientes se abrió paso hasta el camino. Y no
paró de correr hasta que llegó a Puerto Pasajes, en el momento justo en que un barco
partía hacía América.

—¿Cuál será mi destino en esta Provincia? —se pregunta desde su cama.


Abre y cierra los ojos mientras escucha llover.
«Qué de imponderables tiene la existencia», —se decía mientras la pavita volvía a
entonar su canto de mal agüero, el Pez ululaba su canto y la sombra de mujer con el
candil apagado, agazapada tras la pared que daba al patio, escuchaba atenta su
respiración, que al fin tomó el ritmo pausado de los que sueñan. La mujer encendió

www.lectulandia.com - Página 255


de nuevo el candil en la lámpara votiva que había en la habitación vecina y se acercó
sigilosa a los pies de la cama donde José Palacios parecía dormir. El halo de luz le dio
en la cara.
«Es él», —se dijo.
José Palacios entreabrió los ojos, sorprendido. Una mujer de cara muy bella y
pálida lo observaba. Atemorizada soltó el candil sobre la cama y huyó por los cuartos
en larga sucesión. Corrió tras ella. Apenas recorrió dos habitaciones. Era una
impertinencia andar de noche en casa ajena tras una desconocida mujer. Felicitándose
por su suerte, se durmió enseguida.
La bella del candil no apareció para el desayuno.
«Es probable que todavía duerma. Las criollas de Venezuela deben ser como las
de Puerto Rico y La Habana, que para guardar su belleza despiertan tarde».
A la hora del almuerzo se sentó a la mesa con Jorge y su madre. Ana María sabía
y entendía de todo: de cacao, barcos, legislación, teología y Miranda del Ebro.
Escuchaba con atención y miraba con suma simpatía a Pepe. Jorge Blanco, a pesar de
su cara de idiota y de las simplezas que se le escapaban, era sabihondo y penetrante
en las opiniones.
La bella del candil tampoco apareció.
«¿Será que los venezolanos son tan celosos como los moros? Por la prestancia,
belleza y blancura del rostro, quizás algo achinado, como lo tienen en Venezuela
todos, no podía ser de casta servil, sino doncella muy principal. ¿Quién es esa bella
mujer? ¿Dónde está? ¿Por qué se oculta?».
Sin poder contener la curiosidad se confió a Jorge.
—¿Joven, blanca, achinada? —preguntó asombrado—. En mi casa no vive esa
mujer. Ni jamás ha vivido. Tú viste anoche un espanto —añadió pálido—. Yo nunca
la he visto. Pero hay gente que se la ha topado. Es la india Acarantair. Hace un siglo
vivió en esta casa. Su alcoba era la tuya.
Al echarse en cama dijo a las sombras: «Ven a visitarme Acarantair».

Al otro extremo del patio las hendijas de una puerta filtraban luz hacia afuera en
un tenue resplandor. Adentro, dos candelabros de cinco luces iluminaban un espejo
veneciano. La dama del candil, blanca y achinada, se contemplaba.
—¿Por qué Dios no me hizo así? —dijo la voz de Ana María al quitarse la
máscara de marfil de la China que le encargó Rodrigo como presente de amor.
Luego de guardarla en el rincón más profundo de su arcón y de echarse en su
cama con los ojos del pensamiento puestos en José Palacios, volvió a decirse:
—Es igual a él. Tiene su mismo porte. Su misma talla, color de pelo, ojos y
apostura. ¿Por qué, Dios mío —dijo al cielo—, me envías, después de vieja, una vez
más este cáliz de amargura que tanto me lo recuerda?
La primera vez que escuchó hablar de él lo amó con hondura, a pesar de ser diez

www.lectulandia.com - Página 256


apenas los años que tenía. Estaba sentada aquella tarde con su abuela Soledad en el
corredor de adelante sosteniéndole en sus manos el ovillo de lana con que tejía. Entró
de pronto la negra Rosalía, acompañada de Pablo, el hijo que tuvo con el Cautivo y
que ya andaba por los sesenta años.

—Nadie imaginó, ni yo misma —decía Rosalía— que Diego García, bizarro y


mujeriego, llegase a ser tan buen padre y enmaridado.
Su abuela con los ojos tristes la seguía.
—Once hijos hubo en Caridad, su mujer. Con ellos pasaba todo el tiempo.
Yantaba, rocheleaba y se iba de cetrería. Sobre ellos se volcaba como las aguas
tormentosas cuando encuentran su cauce. Si antes de hallar pecunia blandía esa
insatisfacción esquiva de los que al final se sienten birlados, de rico-home fue pior.
Sus hijos lo consolaban, como él mismo lo pregonaba, de todas las injusticias de que
fue victima desde el mismo momento en que la india Marta lo parió.
—Los morbos de los muchachos lo ponían chiquito. El sólo pensar que Gabriela
pudiera matrimoniar y partiera de su lado, lo amenciaba. Cuando Garci, el mayor, ¿te
acuerdas?, estuvo de muerte con la colerina, las furias lo poseyeron. Una vez hube de
decirle:
—Si sigues así, los perderás de veras. Desertar te han por hastío. No los dejaba ni
para hacer aguas mayores. Si cabalgaban, cavilaba estremecido de que pudieran caer.
Si salían de casa pensaba en las sierpes y en los indios sin cristianizar. ¡Pobrecico! —
exclamó Rosalía secándose una lágrima—. No fueron en vano sus temores. Eran
apenas anuncios de lo que estaba por venir. ¿Te acuerdas cómo hinchó su rostro y
volvióse un carcamal luego que la fatalidad destrozó su ánima? Demasiado tiempo
duró. Otro cualquiera hubiera acabado antes. No fue mingonería su llanto por la pava
cínica que se le guindó en aquellos últimos cinco años del sollozante devenir.
Soledad vio de frente hacia la negra.
—Dicen que se la pasaba montado en su hamaca, toma que toma, botella tras
botella.
—Yo así lo aguaité muchas veces. Pero ¿cómo se le quita el opio al que en dolor
muere? Lo menos que podía hacer era caerse a palos hasta que, derrengado y loco,
Dios nuestro Señor resta​ñase sus heridas en la pócima divina de la inconsciencia. Lo
veo clarito como si fuese ayer en su hacienda de La Vega.

www.lectulandia.com - Página 257


SÉPTIMA PARTE
Diego García, el Viejo
78. Diego García, el viejo

El Valle, que viene derecho con el Guayre en medio, hace un recodo al sur de la
ciudad. En el sitio donde recoge las aguas del Caroata. Allí comienza La Vega, la
encomienda que fuera de Garci González de Silva. Verdegueante de caña, salpicada
de vaqueras, corrales e ingenios. Desborda el cerro que lo limita al Norte; sube la
falda fría hasta la cima de los vientos salitrosos, para deslizarse por la vertiente
caliente y roja que llega al mar.
En medio de los plantíos, a cuadro está la Casa Grande, con sus tres recintos de
techos altos y corredores propios, enlazados por jardines abiertos y viejas pérgolas
llenas de flores.
Ya la vasta heredad no es de sus primeros dueños. Es toda entera de Diego
García, viejo, borracho y jugador.
El sol de la primera mañana le da en la cara. Alguien lleva cantares de ordeño.
—Buen día tenga su merced —dice la sombra—. Anoche mu​rió Don Simón de
Bolívar, el Joven.[64]
«En tal día como hoy —se dice— murió también Don Alonso, el viejo bizarro.
Fue el año de los grandes muertos. Murió también el Drake, asado y comido por los
indios del Darien.[65]¡La vida es muerte! El 98 murió el Rey. Y el 600 Piña de
Ludueña, el Gobernador, con el que otrora también lo fuera, Don Luis de Rojas. A
Piña lo envenenaron y a Rojas lo mataron de hambre y tristeza. Daba pena su
caminar, mendigando para mayor gloria de Dios. ¡Jodidita que eres, Caracas! —
clama en voz alta—. ¡Jodidita de verdad!, como lo son las malas hembras con el
macho que las gobierna y manda».
A Suárez del Castillo, el V Gobernador, también lo envenenaron.[66]A Juan de
Tribiño lo hicieron salir a escape por andar entrepiteando y a Gil de la Sierpe se lo
mandamos al Rey embusacado en cadenas.[67]Once gobernadores ha tenido Santiago
de León. Cinco los tomamos por feria: dos envenenados, uno de limosnero, uno
destituido y preso, y otro fugado. Y los que salvaron el temporal: Pimentel, Girón y
Berrío, fueron tres bolsas de marca mayor. Los vapuleamos a nuestro antojo. Sólo
tres y nada más que tres, lucieron las bolas rayadas: Osorio, Alquiza y Don Juan de
Meneses y Padilla, Marqués de Marianella, el que trajo en su barco mi desgracia.[68]
Diego García se inclina sobre la hamaca rastreando una botella. Con mano
temblorosa la escancia y besa. Un perrillo sin casta sacude el rabo.
—Brr —gruñe y escupe viendo al faldero.
—¿Por qué será, Montemayor, que el aguardiente, al revés de la vida, es tan malo

www.lectulandia.com - Página 258


al principio y tan bueno al final?
El sol despeja la bruma de los cañaverales y le amarillea el rostro cuero amarillo,
desdentado, con el pelo ralo. Abogatada lleva la faz. Descarnados los ojos y llenos de
nata. Saco burdo, su cuerpo: amplio, cuadrado, irregular. Enlaciados los brazos, secas
las piernas. El abdomen protuberante empuja a la camisa sucia. Las piernas apenas lo
sostienen. Sólo camina, desde hace tres años en que anidó en la hamaca, para
alcanzar el mogote donde vacía el vientre.
Diego García desde que conoció la desgracia, no para de beber ni de jugar.
El día en que murió Don Alonso yo no estaba a su lado para verlo muerto. Iba
camino de la Margarita. Bogando en el «Tres Puños» para encontrar auxilio. El Miás
ya la había saqueado, al igual que Cumaná.
¿Quién me iba a decir que el Hombre de las Bolas al Hombro destruiría a Don
Alonso y a mi ciudad? No erró Villapando en sus augurios. De la Margarita fuimos a
Tierra Firme. La tempestad nos empujó a Rancho Bordones. Doce buques con el
Jabalí Rojo estaban anclados. Eran ingleses y tarde para huir. Nos echaron mano.
Eran los barcos de Preston y de Sir Walter Raleigh en cita ya convenida.[69]
El Miás me dio un abrazo cariñoso y sorprendido. Pero me dejó al garete cuando
le dijo al caballero de la Reina a voz en cuello y delante de mis compañeros, que yo
había servido bajo el Drake. Lo que nunca quise mentar en Caracas por miedo a ser
embustero.
Apenas se fueron, Herrera y Bolívar me agarraron a trompadas. Amarrado llegué
a Cumaná. La gente quería matarme a piedra y a gargajazos. Me condenaron a la
horca. Pedí seis meses de gracia. Para terminar el plazo, de chiripa llegó la carta del
Rey Felipe en respuesta a la que envié junto con su esmeralda. El buen Rey ordenaba
mi libertad. En premio a mi padecer, dábame el titulo de Alférez Mayor, ¡qué pal caso
fue como si no lo hubiese hecho! ¡Para el caso que le hicieron! La Real Orden, según
reglamentos, así me dijeron, habría de ir por la vía de Caracas al Gobernador. ¡Jamás
por la de Cumaná! ¡Pobre de mí que lo creí por principio! ¡Trácala de farsantes y
embusteros! No querían darme el cargo y nada más. Pasaron seis meses y tres años
también. Se murió el Rey, mi amigo.[70]Nunca llegó el papel. Hace poco me soplaron
que vecinos muy principales, con Herrera a la cabeza, escribieron al Consejo de
Indias denostando de mí, hablando de mi casta y de ser de condición aviesa.
Empina de nuevo la botella.
¡Bueno es el tercer trago! Así se ha manejado todo en Caracas. Son pocos, muy
pocos, los que imponen su voluntad, pero tienen muchos brazos y ojos. Nadie, salvo
ellos, tienen derecho a nada. Al que se les para de frente lo vuelven zareta. Son
buenos para el chisme y en el demoler. Contra el rumor nadie puede. Como el viento:
es nada y es todo. No se ve, pero se siente. Lenguas engavilladas rasgan más que cien
puñales. Alguien me habló de un animal que mientan hidra, con diez cabezas y un

www.lectulandia.com - Página 259


sólo estómago. Así es la gente del Ayuntamiento. Son como una rosca que entraba lo
que es ajeno. Ajeno es lo que soy yo. ¡Ajeno para ellos y para los demás! Bastardo y
media sangre. ¿Alférez Real? ¡Ja! Bolsa de mi, que lo llegué a soñar. ¿Hacer otra
solicitud? ¿Escribirle de otra vuelta al nuevo Rey? ¡Qué poco me conocéis, Agustín
de Herrera! ¡Vete muy largo al carajo! Está bien que me creas pendejo. Pero cuando
pasas la raya ofendes mi pundonor de hidalgo nuevo.
Desde entonces los caté y los vi venir. Los españoles que llegaron tarde, o las
Águilas Chulas, como también los llaman, querían cogerse el coroto sin dejar un
ñinga a los criollos. De no haber tenido yo este par de bolas que Dios me ha dado y la
protección de Don Gonzalito, me hubieran vuelto añicos, como hicieron con los que
de muchachos jugaron chapa conmigo en la Plaza Mayor.
¡Ay, coño! ¡Qué mierda es la vida! Montemayor, Brr, me regañó este palo. Pon
atención. Voy a decirlo en teatro, como hace el cómico Adriano el León: ¡Decidme
ya! ¡Oh pajarracos extraños! ¿Dónde están los aguiluchos de mi Caracas salvaje…?
Ja, ja, qué bueno seria gritarles así en el mismo Ayuntamiento. Pero tampoco hay que
cargarle la mano a los españoles. De haber sido nosotros una sola persona, unida y
cabal como lo son todos ellos, se hubiesen pasmado en sus intenciones: pero el criollo
tiene tanta mengua de sí, que desprecia a sus iguales. Los primeros en echarnos leña
son nuestros propios hermanos, prosternados ante los extraños. ¡Claro está, que el
mal es de nación! Desde que cogimos el habla, nuestros propios padres cagáronse en
nuestras almas. El Cautivo no me amaba. Igual sentían sus compañeros con los
varones de vientres indios. Con las hembras fueron distintos y la mar de cariñosos.
Tanto que el patrimonio del hijo fue a parar a la faltriquera del yerno. Mi padre lo
gritaba borracho:
—¡Qué no quiero seguir viviendo en el alma y cuerpo de estos malditos indios!
¡Quiero hijos y nietos españoles! ¡Coño!
De España no vienen sino chulos. Para blanquear la casta, como querían, sólo
servían las hijas. Como se lo dio a entender en gestos desaforados a Don Francisco de
la Madriz cuando le habló de casar a Soledad con su hijo Lorenzo. Montóse en ira
cual mapanare. Como en ese momento llegase de visita el español Domingo de Vera,
salió a su encuentro saltando como un bufón, gritando con chulería:
—¡Venid, prestas palomas de Castilla! a deshacer la huella que mi lujuria ha
andado.
Al desprecio de los taitas vino por añadidura la mala cuña de nuestras hermanas,
que como todas las hembras, tienen por estampa al padre. Tan pronto llegaron a la
edad en que pica la perolita, en vez de buscar hacia nosotros, sus compañeros, como
es costumbre en todo pueblo, nos desdeñaron, mientras se escarranchaban y dejaban
ensartar por los extraños. Desde entonces viven en contubernio la sarna con la
comezón.

www.lectulandia.com - Página 260


Por eso me rapté a Caridad apenas me frunció el hocico. Al principio no creí que
fuera verdad tanta belleza, pues ya era mucho el desprecio que arrastraba en la
remonta. Sin pedirle permiso a Don Francisco, su padre, la monté en mi caballo y me
la traje a casa. Luego de haberla herrado, aperada y reluciente la llevé a San
Francisco, donde el cura nos echó la bendición. Don Francisco la hubiese preferido
muerta antes que casada conmigo, pues además de indio también me restregaba el
que fuera borracho, putañero y jugador.
Diego se columpia en la hamaca, orina y ríe.
«¡Cuán felices fuimos por tantos años! Pero estaba escrito, como dijo Acarantair,
que lo ganado al principio se paga al final. ¡Caro he pagado mis años de gloria! Avaro
ha sido quien cobra los réditos por las mujeres que tuve; por las hazañas que cuajé
pintonas; por esa maldita fortuna que me dio el azar».
Ya el sol fustigaba a las chicharras. Los cañaverales cantan zafra al son de
machetes sudorosos. Un charco grande de orines bajo la hamaca. Vacía la botella de
aguardiente. Saltan los vidrios por los escalones. Diego ríe. Montemayor ladra. Un
grito estalla.
—¡Pero hombre de Dios!, ¿hasta cuándo vas a seguir bebiendo? —Es Caridad, su
mujer. Nada resta de la que veintiún años atrás herró en la iglesia para sembrarle un
hijo: pelo encanecido, boca desdentada, expresión amarga, ojos diminutos, plomizos,
duros, sin brillo.
Diego la mira. Gangoso susurra piropos. Airada le suelta su asco. ¡Borracho!
¡Sinvergüenza! ¡Sucio!, le va diciendo mientras sacude las chancletas camino de la
cocina.
Con la resolana ida y la fresca entrada, llegaron por su requisa diaria del ajiley, su
cuñado Francisco de la Madriz y Gualterio Mendoza, el hijo del Cautivo y de la negra
Petra, su medio hermano.
Era un mulato oscuro, hablachento y vocinglero. En su boca —como afirmaba
Rosalía— hasta el Credo sonaba a insolencia. Ni en Salamanca lo hubiesen pulido
nunca. Jamás vi a un ser mas consustanciado con natural plebeyez. Negro, grande y
morado cual topocho; salaz y sucio como un negrero; metido cual almorrana. De sólo
verlo me daba grima. Si habla con esa bocota grande, llena de saliva, me da dentera;
náuseas si ríe; furor si me llama negra y furores homicidas si atina a llamarme tía.
Natura lo hizo negro, y la vida, de encargo, lo hizo salaz, feo y torcido. ¿Qué se iba a
imaginar el bueno de Don Alonso que María Josefa, su sultanita, terminase casada
con Gualterio Mendoza? ¿Y que Francisca, la póstuma, que en paz descanse, estirase
la pata en plena juventud, a los pocos años de casarse con Pedro de Montemayor?
Apenas enterramos a don Alonso, Catalina, su otra hija, que ya le tenía el ojo
puesto al Lovera Otáñez, notario y Águila Chula, fijó esponsales. No había terminado
el año y ya su único hijo varón y sus hermanas se encontraron en la calle, robados por

www.lectulandia.com - Página 261


Otáñez. La buena de Soledad, que era madrina de Francisca, se los llevó a casa. Poco
después, María Josefa, que era rabo caliente y de peor gusto, se fugó con el
desgraciado de Gualterio, bastardeando de esta forma su noble alcurnia. Y el pobre
Alonso, además de paupérrimo, no tuvo mejor tino para deshacer las albas negras,
que matrimoniar con mi hija Bienvenida, que por más que descanse en paz, en vida
fue puta cual gallina. A los dos años de haberle parido a Petrolina, que por el camino
que va, pregona aquello de que quien lo hereda no lo hurta, se fue con el carirraído de
Pedro de Montemayor, que con todo lo mal bicho, fue lindo y lucífera, cual lo fuese
el gran Gonzalito. Al pobre Alonso, transido de vergüenza, nunca más se le aguaitó.
Dicen que murió de pena. El caso es que las águilas chulas comer hubieron a los hijos
de los leones, ayudadas por sus hermanas, cual ojeadoras, trinchantes.

Gualterio y Paquito de la Madriz, con Diego a la mesa, barajearon tentadores los


naipes. Caridad los vio con odio rebullente. Francisco, su hermano, tenia las
facciones bien puestas; pero era tan soso y entorpecido, que más parecía un ladrón de
cadáveres con aquel sucio corazón al descubierto. Era blanco, perezoso y desgarbado;
además de flojo, descreído y timorato. Se casó con Susana, la hija mayor de
Gualterio, a pesar de su origen, nada más que por seguir bajo su sombra. Refiriéndose
a Diego, decía Gualterio:
—Hay que avisparse con sus reales antes de que lo haga otro.
—Bien lo dice el dicho —respondió su yerno con una carcajada—: «El camino
del pendejo huele a melón».
Caridad montó en cólera al saberlo.
—Es que a Francisco —le respondió Rosalía— los hados, luego de hacerlo con
moco y saliva, le tuvieron asco.
—¡Piazos de malagradecidos! —les gritó a los pocos pasos Caridad—. Lo poco
que tienen se lo deben a mi marido, para que le vengan a robar con sus cartas
marcadas y señales convenidas.
Gualterio, al oírla, volvió a reír con aquel trasfondo de regurgitar de pozo.
—Bueno, mi vale —preguntó a Diego— ¿jugamos carga la burra o puta, demonio
y rey?

—¡Ah, hombre para tenerle yo tirria que ese Gualterio Mendoza!


—Ansina es, Rosalía —responde Soledad mientras Ana María, agazapada tras la
puerta, hace brillar de curiosidad sus ojos de miel.
—¿Quién hubiese podido decir —observó la negra— que en menos de cinco años
aquel hombrazo bizarro y gallardo, como lo era Diego García, se volviera cera y
pabilo de la noche a la mañana?
—Ansina fue, mujer de Dios. Nunca habré de olvidar aquella tarde en La Vega.
Fue en el año 25. Don Gonzalito cumplía sus ochenta años y vino a visitarlo el

www.lectulandia.com - Página 262


Marqués de Marianella, el Gobernador…
—Ahí comenzó su desgracia…
—Ansina fue. Junto con el Gobernador venía él.
—¡Maldecida sea su sombra!
—¡Maldito el sol que lo alumbra!
Se acantonan las voces de las dos viejas; se achican las pu​pilas; transmontan los
años; vuelven a La Vega:

Guirnaldas floridas adornan la entrada. En el terraplén frente a la casa se asan


cuatro terneras. Cuatro negros baten tambores. Siete esclavos danzan. ¡Viva Don
Gonzalito!, proclama sobre una arcada una leyenda de flores. Invitados van llegando
en largas romerías cargados de presentes.
Adentro, en el salón, el Salvador de Caracas platica vivaz y ceceante, al igual que
en los primeros tiempos, desde una gran silla adamasquinada. Tiene la barba y las
cejas blancas; la figura larga y magra; rico el traje.
Catorce sillas en su derredor hacen coso a sus palabras. En primera y segunda
fila, sobre sus propios pies, se escalonan los mirones. Diego García, a tres sillas, lo
contempla. Habla de Balduino Henríquez, el mal pirata holandés que asaltó a Puerto
Rico.[71]Entra Soledad Guerrero apoyada en su hijo Hernán de Mijares y Solórzano.
De rodillas besa la mano de Don Gonzalito. A falta de asientos, Diego cede su silla.
Soledad se ha vuelto gorda, rechoncha y vieja. Las mismas venillas que tenia el
Cautivo cruzan su nariz de papa. Es opulenta, rojiza y de ojos azules. Por la cuenca
hendida se asoma Acarantair.
Garci González la toma de la mano.
—¡No sabes cuánto te agradezco, hija, que hayas venido! Tengo el presentimiento
de que este ha de ser mi último cumpleaños.
—Jesús, Don Gonzalito, cállese vuesa merced a la boca y no diga disparates.
A diferencia de su hermana, Diego es un hombre entero, con todos los dientes; sin
una cana; sin una arruga. El sol ha vuelto muy oscura su faz. Los ojos azules
brillantes saltan de un rostro a otro.
A la derecha de Garci González está sentada Úrsula Díaz de Alfaro, la segunda
mujer de Pedro de Montemayor. Don Gonza​lito explica a quien celebra su prolongada
gallardía, el haber encontrado la fuente de Ponce de León.
Pedro de Montemayor —piensa Diego— es quien parece haberse topado con la
fuente de la juventud. Diez años apenas le llevo y bien pudiera pasar por hijo mío.
¿Quién hubiese pensado que luego de aquella solfa que le metí por haber violentado a
la hija de Acarantair, terminaríamos siendo curruñas. Lástima que de aquel encuentro
naciera el forajido de Ño Miguel, que empero ser mi amigo es más malo que tuerto
patuleco?
Pedro de Montemayor es hombre de juicio, buen amigo, generoso y cordial. Nada

www.lectulandia.com - Página 263


presuntuoso: a los veintiún años ya era Teniente de Gobernador de Piña de Ludueña,
[72]como lo siguió siendo con Suárez del Castillo.[73]Pedro es hombre de extraño sino.

Lo mismo se le dan las cosas más raras, como le pasan los chascos más increíbles. Si
por casi diez años fue el hombre de confianza de los gobernadores, ya más viejo,
probada su buhonomía y honradez, porque nunca abusó del poder ni se enriqueció a
su costa, Don Sancho de Alquiza, el mejor Gobernador que ha tenido la Provincia,
[74]le cogió tirria apenas llegó, sometiéndole a toda clase de vejaciones sin que Pedro

dijese ni ñé, a pesar de ser hombre también valiente y bragao. De haber sido el
segundo de mando con dos gobernadores, fue relegado al triste cargo de
vicecastellano de la Fortaleza de La Guaira, que era 1o mismo que tenerlo preso. Ya
para terminar el mandato, Don Pedro nos dio la gran sorpresa al casarse con
Francisca Ledesma, la hija de Don Alonso, quien además de fea y pobre era
antipática y entorpecida cual recaudador de impuestos.
Pedro de Montemayor, los cinco días que pasaba en Caracas, se hospedaba en la
casa de Soledad, sin que a ella ni a nadie se le ocurriera, ni por casualidad, que un
hombre tan buenmozo pudiese enamorarse de aquel cuajo. No lo supimos hasta el
mismo día en que se nos presentó acompañado del cura para decirnos: «Francisca y
yo acabamos de casamos», dando por excusa que a él le disgustaban los preparativos
y el boato.
Trece años duró casada. Un día amaneció muerta y fría, lo que sin duda para
Pedro fue una gran fortuna. A los seis meses casó con Úrsula Díaz de Alfaro, hija y
nieta de los dos conquistadores. A mí no me cae nada la tal Úrsula, por bella que sea.
Me parece de muy mal corazón. Porque eso y no otra cosa es quien le pide a un
padre, como lo hizo, que se lleve a su única hija a otra parte, dizque porque las
mujeres mientras más quieren a un hombre, peores madrastras son. Soledad se puso
enfurecida al saberlo, y como era la madrina de la hija de Francisca, se la llevó a su
casa con la complacencia de Pedro. Soledad desde entonces le ha cogido una rabia tal
que no lo puede ver ni en pintura. Sobre todo, como bien dice, si encima de echarla,
se trae a vivir a la casa a su cuñada Melchora, de la misma edad que su hija.
Montemayor es un hombre apuesto, que en lugar de salir pareciera entrar en el
estío. Tiene gracia y salero. Suelta puyas y picardas que hacen reír a los presentes.
Garci González suelta requiebros a la bella Úrsula. Melchora Díaz de Alfaro, tan
hermosa como su hermana, no oculta el aburrimiento que le produce Diego González
de Silva, el hijo del gran Gonzalito, que inútilmente la corteja. Diego lo detesta por
tonto y presumido. Le prodiga a él, que lo vio nacer, un trato despectivo. Diego
continúa observando a la hermosa Melchora y a Care´Chivo, como apodaban al hijo
del gran Gonzalito por aquella barbilla y la frente alta.
A los dieciocho años, a pesar de sus encantos y de innumerables pretendientes,
Melchora permanece soltera. Apenas cambia su expresión taciturna cuando Care

www.lectulandia.com - Página 264


´Chivo le suelta una de esas chuscadas suyas, pesadas y sin gracia, que a Don
Gonzalito exasperan.
No parece ni prójimo de sus bien parecidos padres —rumia Diego, gozoso de
verlo errar—. Es pelirrojo, narigudo, gordo en zonas, flaco en otras. El rostro picado
de viruelas. Los dientes estragados. El aliento apestoso y una barbilla larga. Lo
llaman también Petare, que en dialecto mariche significa «Aguacerito Blanco» o
lluvia fina y pertinaz que exaspera sin ruido.
La conversación salta, cruza y se esparce. Garci, el hijo ma​yor de Diego García,
un chico de catorce años, vivaz, alto y en​trometido, mete baza para indignación de su
padre, quien ya le ha metido dos patadas. Luego de Gabriela es el mayor y repre​senta
más edad que los catorce años que tiene.
Alguien alerta:
—¡Ahí viene el Gobernador!
En tropel sale la gente. En una nube de polvo cabalga hacia La Vega Don Juan de
Meneses y Padilla, Marqués de Marianella.
Es un hombre de mediana edad, fuerte y enérgico. Un nutrido cortejo lo
acompaña. Entre ellos vienen Francisco Herrera y Pacheco y su hermano Juan de
Ascencio. Ambos traen el indio tallado a pico: la tez cetrina, los ojos oblicuos, las
pestañas de burro, la nariz arcada y en volandilla.
«Tantas pendejadas que hablaba Agustín de Herrera sobre los mestizos para
terminar casándose con la hija de la india Violante».
En el cortejo viene un joven no mayor de veinticinco años, que hasta entonces
nadie había visto en la Provincia.
Las mujeres se sobresaltaron ante su presencia. Era un hombre guapo, de belleza
glacial. Tenia la cara larga y acaballada; la nariz grande, de ave de presa; los ojos
azules, firmes, duros, sombríos, sin rescoldo de calor humano; el labio inferior
grande, pulposo y sangrante; la tez blanca, marmórea, casi enfermiza, y el pelo rubio
encendido, girando al rojo.
Melchora trocó su aire aburrido apenas lo vio, para sonreírle receptiva.
Dijo llamarse Rodrigo Blanco, natural de Madrid y soldado de oficio. Era parco
en palabras y movimientos; salvo una expresión de leve indiferencia irritada, su
rostro apenas variaba ante las preguntas de Melchora o del gran Gonzalito. Su verbo
era arrebatado y su acento castizo y gutural.
El Gobernador Meneses y Padilla habla de las tropelías de los jirajaras y de la
expedición que prepara contra ellos:
—Por eso, mis amigos, os pido que suméis esfuerzos conmigo para aniquilar a
estos salvajes.
—Bravo, señor Gobernador —exclamó Garci González—. Lo malo es que a mis
años no pueda auxiliaros personalmente. Pero os ofrezco, además de mis hijos, diez

www.lectulandia.com - Página 265


hombres de guerra y cien indios de servicio para que os acompañen.
—Yo digo otro tanto —observó Diego García—. A pesar de no ser rico ni tener
hijos para la guerra…
—Sí que lo tienes —lo interrumpió Garci—. Aquí tienes uno. Yo quiero ir.
La gente rió. Don Gonzalito batió palmas. Diego, con expresión rabiosa, miró a
su hijo y prosiguió:
—… Os ofrezco, como os iba diciendo, cinco hombres de guerra y veinte indios
de pelea.
Garci volvió a la carga.
—Padre, yo quiero ir.
—¡Qué estás muy chico!
—Tengo la edad suficiente.
Garci González vino en su ayuda.
—A la edad de mi ahijado fuiste conmigo a la guerra y que yo crea, no te ha ido
tan mal. ¡Déjalo ir!
—A los catorce años —dijo el Gobernador— así como el hombre toma mujer,
debe ir a la guerra…
Padre e hijo se miraron a los ojos. El chico sonrió con picar​día. Diego, amoscado,
bajó los ojos. Dos semanas atrás le había gritado: «¿Y qué es lo que te pasa a ti que
miras a las hembras como gallina que mira sal? ¡Vaya y me coge inmediatamente a la
zambita aquella, pues no quiero hijos maricos!».
El ejército en campaña salió hacia Valencia.[75]Garci se fue con él. Diego García,
de hinojos, gritó a los cielos al verlo partir:
—¡Señor y Dios mío! ¡Quítame todo lo que se le puede quitar a un hombre!
¡Quítame la vida! ¡Quítame la honra! ¡Llévate mi fortuna, mis haciendas, mis
caballos y mis negros! ¡Qué mi casa se caiga a pedazos! ¡Qué yo pierda el aliento!
¡Quítame la fuerza para trabajar! ¡Para luchar! ¡Para tumbar y montar a una mujer!
¡Pero no me quites un hijo!

79. ¡Ay, Madre, cómo me duele España!

Traspuesta Valencia, la tropa se adentra por tierra enemiga. Van ciento cincuenta
españoles, ochocientos indios, doscientos negros y mulatos libres.
Rodrigo Blanco cabalga entre Pedro de Montemayor y Francisco Herrera.
Adelante va el Gobernador. En sus flancos los hijos de Garcí González de Silva.
Pedro de Montemayor pregunta al apuesto oficial que acaba de llegar de España:
—¿Qué hace el hijo del señor Torre Pando de la Vega en la más pobre Provincia
del Imperio? ¿Se puede saber de quién huís?
Rodrigo Blanco se sobresalta:

www.lectulandia.com - Página 266


—De lo mismo que vos, Don Pedro de Montemayor —añade con una sonrisa que
destila amargura.
Puso el otro cetrina la tez.
—No me digáis —respondió no menos sorprendido— que todavía en la corte
recuerdan mi historia.
—Mi padre intercedió por vos. ¿Os habéis olvidado?
—Jamás lo olvidaré y quiero pagaros lo que a vuestro padre debo. ¿Pero qué edad
teníais para que os acordéis de aquello?
—Nacido no había aún. Voy con el siglo. Pero más sonado que auto de fe fue
vuestra historia.
—¿Puedo contar con vuestra discreción?
—Vuestra es. Soy caballero. Yo era Guardia de Corps de Felipe IV, el Rey
Cachondo —le fue diciendo Rodrigo Blanco—. Me topé con faldas y la Santa
Inquisición. Además de las mujeres, tenía yo otro vicio: el de esgrimir con pericia los
naipes y los dados marcados. Hasta aquel maldito día, ¡ay, no quiero acordarme!, en
que, luego de haberle birlado cien ducados de oro, además de la mujer a un Grande,
el hombre, ante una mala frase y una peor carta, percibió de golpe los dos agravios.
Inyectó el rostro ya rubicundo, hasta el sepia. Se irguió en su asiento, y lector asiduo
de Calderón, gritóme en comedia:
—¡Traidor! ¡Ladrón de mi honra y de dinero! ¡Qué con sangre se paga esto! ¡Os
reto a duelo!
Dio media vuelta y salió bufeando del casino de los oficiales. Yo, sin reponerme
del estupor, dejé escapar: ¡Jara!, que es mierda en turco. Apenas lo dije, se derrumbó
muerto.
Esa misma noche salí hacia Sevilla en correo expreso de Su Majestad. Bajaba yo
de la Nao Capitana de la Gran Flota que se disponía a zarpar hacia Indias, cuando me
salió al paso la mujer del muerto.
—¡Huyamos, amor! Mi tío, el Gran Inquisidor, ha dado orden de echarte mano
por brujo.
—¿Brujo yo? ¿Y en qué fundamenta tal juicio el muy cabrón?
—En lo inesperado de la muerte de mi marido, luego que pronunciasteis el
sortilegio.
—¡Qué es mierda en turco! —grité yo.
—No lo creen, amor, así como tildan de hechicerías el loco tormento que siento
por vos. Vuestro apellido es converso. De judaizante se os acusa, al igual que de
hechicero y nigromante. ¡Moriréis en la hoguera! Huyamos, vida. Tomemos uno de
estos barcos. Aquí traje mis alhajas y doscientos ducados. ¡Huyamos amor!
Acusarme de hechicero era una buena cara para ocultar con ella las putas de una
familia. Me vi entre caperuzas y yo de vela y coroza. ¡Tuve miedo al sambenito! La

www.lectulandia.com - Página 267


flota soltaba amarras. El capitán era bastardo de mi padre. Como la mujer no valía
gran cosa, luego de golpearla, la guardé en una fonda cerca de la Casa de
Contratación. Tomé su consejo, sus alhajas y el barco. Luego de tres meses de
navegar avistamos Margarita. La flota, desdeñosa, soltaba apenas un falucho con el
correo de la Provincia, siguiendo rauda hacia Cartagena, Panamá y Veracruz. Tenia
en mente ocultarme en México. Jamás en Tierra Firme. Pero el bastardo de mi padre
me recordó que tanto en México como en Lima me toparía de frente con el Santo
Oficio, por darse en ellos la mano la riqueza con las antiguas herejías.
—Abundan los soplones —dijome—, los alguaciles y los esbirros. En la
paupérrima Venezuela estarás al amparo de ese riesgo. Además —añadió— la
pobreza de la tal Provincia es muy relativa. La tierra da buen cacao, tabacos y cueros.
Margarita, cuyas costas veis ahí, es rica en perlas. La gente española es tan escasa
que se trata de marqueses a los desnarizados de Castilla. Los venezolanos son
generosos y festivos, y, como sus ancestros, guardan crímenes. Tienen por costumbre
no inquirir sobre el pasado de nadie. Aparte que sus mujeres —añadió salivoso— son
bellas como diosas.
Los ojos azules de Rodrigo se le volvieron grises. Santo Oficio. Cucurucho de
candela. Mar de los Sargazos. Playas de Cádiz. Marínería. Caballería. Aldeanos que
van. ¡Miradle que pinta llevan con sus trajes negros! Yo soy el señor de la Torre
Pando. Hijo de Duque soy. ¿Qué hago yo en el entrepuente? ¿Por qué huyo? ¿De
quién huyo? El navío es una isla que avanza. Vive del viento y del agua. Yo, del
fuego y la tierra. Praderas azules. Carabelas. Mascarones de proa. Terra incógnita.
Calmas chicas que asan los huevos. Ventas. Negros. Torre del homenaje. Vientos
alisios. Rey, Reina, Alabarderos. Hay cacao, tabaco y cuero. Las mujeres son como
diosas. ¡Qué coño me importa la riqueza si soy rico! ¡Qué coño me importa el
Arcipreste para ir a fornicar tan lejos! ¡Maldita la mala hora! ¡Maldita la mala puta!
¡Maldito el Cardenal primado! ¡Ay, Madre, cómo me duele España!
Un horizonte de barcas y de palmeras guarda a la Margarita. María Guevara.
Mozas garridas y taberneras. Fabla canta​da de guaiqueries. Indias cobrizas: saben a
limón y a canela. Gorras de marinos. Barricas de contrabando. Barco de tierra
anclado entre las palmeras. Porlamar, ciudad de vicios pesqueros. Encrucijada
espumante de todas las rutas: negreros del Senegal, corsarios franceses, piratas
ingleses, sedas de Ceylán, putas de Puerto Rico.
Las noches eran largas, demasiado largas para ver sin sueño a la fortaleza desde
una hamaca, en un rancho de bahareque. Rodrigo suda. Rodrigo sueña. Rodrigo
piensa.
El mar de Porlamar está triste esa noche. La brisa lo dejó solo y se fue a Tierra
Firme. El aire apesta a pescado. La luna es como el sol de Túnez. Las palmeras altas
y desmaceladas son arpias con paperas. Llevan las tetas como bufandas. Huele a

www.lectulandia.com - Página 268


tambores y a buzos. La noche estalla de gritos diur​nos.
—¡Vendo un negro por ciento diez! ¡No lo conseguiréis me​jor! Sano, fuerte y de
Guinea. ¡Me lo trajeron ayer!
España me mordió dentro. Venezuela me rozó el labio. Mujeres cobrizas en
taparrabos. Loros. Negros esclavos. Mujeres en mantillas bordadas. Sol que entibia.
Verde claro. Sol que quema, verde oscuro. Sopa de guacuco; sopa de ajos. Hervido de
pescado, cabrito al horno. Alabardas; lanzas guaiqueries. Tambores, guitarras. ¡Oye
cuñao! ¡Decidme hombre! Arenas y car​donales; campos de trigo; azucenas y
amapolas. Vino de barrica, ron antillano. Perlas en conchas. Perla en diadema. Casas
de palma. Palacios, alfombras, ujieres. Paso de los Reyes. Sol que quema, ¡sol que
ruge! Sol de otoño. Hojas secas. Escarcha. Nieve. ¡Ay, Madre, cómo me duele
España!
De Margarita partí en un falucho con un marino hablador. Al fin reventó la costa.
Al fondo de una ensenada, entre cocales, había un pueblecillo.
—Ahí fue donde Diego García empaló a los caribes —dijo el marino.
—Eso es Naiguatá. Allí atracaremos. Tengo el hambre sorocha. Ño Miguel es
dueño y señor de los hervidos.
Era zambo de arrogancia hocicona. Era una conjunción de historias distintas: piel
de morcilla, ojos verdes, barba hendida, pelo chícharo, nariz de pera negra, bemba
colorá. Ojillos oblicuos, barba rala. Alto, fornido. Cuerpo de reciario. Panza de
aduanero. Su casa, la mejor casa del pueblo: de bahareque y palma, con cúpula
espaciosa que se abría hacia el mar.
—Yo soy Ño Miguel y todas estas tierras son mías —díjome al verme—. Yo soy
un hombre con plata. Aquí no hay otra voluntad más que la mía. Se lo digo para
evitar entuertos y malos entendidos.
Desde que lo vi nos odiamos.
—Tendrá que respetar a las mujeres, que, como las tierras, son también mías. Los
españoles son muy alzados. Creen que es de ellos la honra de los demás. Mi padre es
Pedro de Montemayor, ¡qué todos los días maldigo el día que se aprovechó de mi
madre! ¡Ella murió al parirme! Era hija de negro y de india, ¡pero no vayas tú a creer
que era una zamba cualquiera! Su taita era hijo del negro Miguel y fue la Princesa
Acarantair quien la echó al mundo. De la familia de Guaicaipuro y que en su primer
encueramiento parió a Doña Soledad Guerrero de Mijares y Solórzano, que
cualquiera que la escucha mentar cree que es una gran cosota. No te vayas a dejá
cogé por sorpresa. Medios indios o cuartos de indios son todos esos vecinos de
Caracas que se las dan de culitos malos. No creas que ninguna es blanca, por más que
tengan los ricitos de oro.
Una muchacha tipo español cruzó el corredor.
Ño Miguel lo apuntó con el hocico:

www.lectulandia.com - Página 269


—O haz como yo. Me la hice traer de España en una ola. El barco que la traía
naufragó allí mismo. Hay que mejorar la casta, porque zambo nace sin honra, por
plata que tenga y pise grande. ¡Ven acá, María la O! Enséñale las tetas al señor; para
que vea que son rosaditas como piquito de paloma.
—No, por Dios, señor mió. ¡Dejadla en paz! ¡Dejadla en paz!
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Quiero que seas testigo de que la madre era blanca
cuando mis hijos se topen contigo. Nadie la había tocado cuando la saqué del mar. Y
como el zambo no es feo, se arrejuntó conmigo.
Le temblaba la cara a la niña y la espada a mí.
—Ay, Ño Miguel. Me da pena.
—¡Qué le enseñes las tetas al señor…!
—¡Basta ya! —le grité yo—. ¡No la abochornéis más!
—¡Adiós carajo! —dijo con timbre reticente y largo, que tornó amenazador—. A
mí nadie me manda callar, ¡español de mierda!
Machete y sable. Planazo en la mano. Espada al cuello.
—Aprenderéis a respetar, so bellaco.
—Pero si todo era aguaje, bulla y zaperoco, pa’ que gozaran los negros. Todo era
juego. ¿Quién pensó en faltarle los respetos a Su Señoría?
La barca siguió de largo. Llegamos al puerto. El marino hablador cantó sus
glorias. Yo sus miserias.
—Ahí mismito está La Guaira. ¡Vela bien! ¡Mira qué bonita! ¡Mira qué lindo el
tajamar! ¡Mira la montaña arriba, mírame la mar abajo!
El Ávila sale del agua. La Guaira es una rosa negra que el cerro desgaja. Es lindo
el puerto cuando se llega al mar. Es lindo el cielo. Linda el agua. Linda la fortaleza.
Sabrosa el agua. Buena la mulata. Rico el mercado. Pintaditas y bonitas las calles.
Sim​patiquísima la gente. Llano y sencillo el Gobernador. ¡Entrada del ancho mundo!
¡Guacamaya de los puertos! ¡Tiro en Puerto Caribe! ¡Babilonia en do menor!
¡Mírame como sube el camino! ¡Es un pájaro de piedra o una serpiente con plumas!
¡Mírame qué cielo Rodrigo! ¡Mírame qué verdor! ¡Mírame la montaña arriba!
¡Mírame la montaña abajo! ¡Huéleme esa brisa! ¡Pa’ tentar un colmenar! ¿O la habías
catado tú tan güelerosa a flores? ¡Mira la bandera! ¡España! ¡Alcázar de los Reyes!
¡Calles podridas, ratas sin albañales! ¡Sierra de Gredos! ¡Carrera de San Gerónimo!
¡Mesa de mis padres! ¡Negros hediondos, sol y calor! ¡Selva aborigen! ¡Araña verde!
¡Muerte que acecha! ¡Brisa podrida y soledad! ¡Horrible el cielo! ¡Horrible el agua!
¡De pacotilla la fortaleza! ¡Caliente el agua! ¡Culona y desdentada la mulata! ¡Pobre
el mercado! ¡Para mendigos las calles! ¡Vulgar y simple la gente! ¡Mentecato el
Gobernador! ¿Qué se creería el muy borrico? ¡Pórtico del infierno! ¡Lacra del mar!
¡Sórdido caserío! ¡Hija bastarda de la montaña y del agua! ¡Buba descolorida color de
ombligo! ¡Maldito el Cardenal Primado y la Santa Inquisición! ¡Maldita esta tierra

www.lectulandia.com - Página 270


negra! ¡Ay, Madre, cómo me duele España!
Cien vueltas daba el camino enrollado en espiral. En la cumbre sentí el frío de las
tierras calientes. Me salió al paso un castillo de niños, de niebla frágil y venta
diminuta. El ventero no era gordo, sino flaco y cetrino, comía pan con cebollas. Un
caminante con trazas de caballero y ojos de indio me hizo una pregunta rastreándome
la respuesta:
—Fría que está la tarde. Yo me llamo Francisco Herrera. Si no os incomodo
cabalgaremos juntos.
Herrera ¡coño!, estaba preñado de explicaciones.
—El camino lo hizo Don Sancho y murieron tantos indios que inventaron la
hallaca. ¿Nunca habéis comido la hallaca?
—No, por Dios —respondí.
—La probaréis, ciertamente. Tiene la suculencia del hambre. En aquel tiempo la
comida era poca y los muertos muchos. Don Sancho pidió sus sobras a los vecinos
para hacer mazacote con el maíz. Donaron las sobras descompuestas que desechaban
los cerdos. Fueron más los indios muertos por el potingue que los acallados por las
culebrinas. Sucedió para Pascuas. El Obispo, severo, impuso por penitencia a los
caraqueños que comieran en diciembre lo que tantas muertes hizo: sobras y picadillos
mezclados con maíz y guarnecidos en hojas de plátano, hasta que Caracas fuese
Caracas. Somos andaluces y avispados. Escamoteamos las penas. Hicimos el
mazacote con los mejores picadillos y vinos dulces de sacristía. ¡Vivos que somos los
caraqueños! ¡No hay quien nos dé lo vuelto! Lo veréis en el bajo pueblo, Don
Rodrigo Blanco, señor de la Torre Pando.
—¡Torre Pando de la Vega, mi torre del homenaje! ¡Qué de grandes vengo y a
grandes he de volver!
—Pero tenéis que probar la hallaca, ya veréis, ya veréis.
—¡Oh, padre, mi gran Señor!
—Tiene aceitunas, pasas, vinos, pavo y tocino…
¿Quién te llevará la espada cuando te toquen a muerte? ¿Quién ocupará tu sitio el
día del funeral? ¡Ay, dueño de Torre Pando. Padre y señor natural!
—Pero son muy pesadas y nadie puede comerse más de tres.
¡Ay, mis campos de Castilla, con sus mares de trigo y el canto del ruiseñor!
—¡Vedla, Don Rodrigo! ¡Ahí está Caracas la gentil: la eterna enamorada de la
montaña por donde bajamos! Mirad los techos rojos y el vuelo de las palomas.
¡Ay, Madre, que ya el dolor me desgarra! ¡Ay, Madre, cómo me duele España!
¡Ay, Madre, no puedo ya…!
—Ya llegamos Don Rodrigo. Esa es la Iglesia Mayor. Esta, la Plaza de Armas. Os
alojaréis en mi casa. No podéis privarme de tan empingorotado honor. Este es mi
padre. Esta es mi madre. Este, Juan Fernández y Pacheco, mi hermano mayor.

www.lectulandia.com - Página 271


En Caracas los sapos cantan en los oratorios; los zancudos son gatos que arañan;
Francisco es un parlanchín. Su voz me atormenta.
—Caracas es una ciudad preciosa, con sus calles tiradas a cordel y sus casas
anchas y con solera. La gente afable, ¡qué de Sevilla nos viene el galgo y el señorío!
Mirad qué caras. Mirad qué casa. La Iglesia, de las mejores del mundo. El clima de
primavera. De primavera, que le ha jurado guerra al verano. La diversión, mucha y
variada. El vecindario ordenado y complaciente. Las indias son jícaras de cobre. Es
España en el Valle.
¿España en el Valle? ¡Esta es una España nacida entre ranchos! Con casas
achatadas y pisos de tierra. Andaluces lentos y espesos como canarios. ¡Qué de allí
vienen! Las mujeres pequeñas y rechonchas como polluelos. Las españolas no
existen. Indias apenas disfrazadas de pastoras. La comida, abominable. La arepa,
insulsa. La hallaca, horrible. El verano eterno. Lo de la Iglesia, demencial. Ni en
Murcia hay algo más feo. El fornicar, como el yantar, sin ganas. Sucio. Sin
consistencia. Las jícaras de cobre son desdentadas y apestan a montes agrios. El
aburrimiento de catecismo; los vecinos torpes e ignaros.
¡Duque de Osuna! ¡Señor de Párma! ¡La Princesita! Verbenas de San Isidro.
Churros calientes con chocolate. Noche de guardia. Casino de los oficiales.
Candelabros y tapetes verdes. La gracia de Pepe. El donaire de Juan. El fino estilo del
gran copero. Los consejos de mi padre. ¡Ay, Madre, cómo me duele España! ¡Maldita
sea la mala puta, el naipe, la mala hora y el Cardenal!

Rodrigo Blanco y Francisco Herrera charlan a la luz de una hoguera. Garci, el


hijo de Diego, duerme en el suelo con su corneta. Rodrigo, lívido y con la mirada
extraviada, se persignó en silencio. La mujer, de espaldas, danzó en la hoguera.
—¿Qué os pasa?
—Nada —respondió—. Fue apenas un mareo.
¿Habrá muerto mi padre? Estaba ya anciano cuando partí. ¿Será mi madre? ¿Seré
yo mismo? ¿Moriré en combate? ¡Oh, Dios mío! ¡Cuánta desesperación flanquea mi
alma!
Entre timbales y cornetas llegamos al Valle de los jirajaras. Desenvainaron las
espadas y prepararon las mechas. El hijo de Diego García traía cara de miedo. Desde
hace dos horas resuenan las guaruras. Al borde de un bosquecillo los caballos pifan.
Los perros de guerra gruñen a la maleza y se meten dentro. Los aullidos sucedieron a
los ladridos. Luego de un chubasco de flechas y de dardos emponzoñados, diez
rodeleros se derrumbaron. La tropa apresuró el paso entre la garganta rocosa. En la
explanada estaban diez mil indios enfurecidos, agitando sus macanas. El bosque
quedó atrás, abrió sus fauces y escupió indios desnudos, pintados, con lanzas,
gritando. Los de la retaguardia dejaron de serlo. ¡A la carga! —ordenó el Gobernador
—. ¡Santiago y cierra España! Los caballos sembraron muerte. Herrera y yo cortamos

www.lectulandia.com - Página 272


manos, abrimos cabezas, punzamos corazones. Francisco cargó sobre diez indios.
¡Estaba formidable! y los indios, ruines.
Un jirajara que lo vio avanzar se quedó inmóvil. ¡Francisco estaba soberbio!
Agitó su espada. El jirajara inmóvil lo dejó venir. Vi al indio en canal, desde la
cabeza al tronco. Francisco estaba que lo alcanzaba. El indio de rodillas ¡qué estaba
abierto en canal!, levantó una lanza española, ¡qué hijos de puta son!, y con la punta
en tierra dejó que Francisco y su caballo se clavaran en ella.

80. El hombre que nació parao

Rodrigo Blanco, arriba del castillo de La Guaira, rememora lo sucedido mirando


al mar.
La victoria fue de Santiago. En el campo quedaron siete mil muertos. Cincuenta
tenían la cara color humo. Los otros, color tierra. Francisco alcanzó a decirme:
«Llevadle este Guaicaipuro Apóstol a Juan Ascencio, mi hermano». ¡Ay, madre, cuán
triste fui en el Valle del Jirajara! También se murió Garci. Vivo lo quería su padre.
Por la espada de Garci y una carta de Rodrigo, Diego quedó enterado de la suerte
de su hijo. De buen bebedor que era, se vol​vió triste borracho.
La fortuna sucedió a la desgracia: fue el criollo más rico del Valle. La Vega y sus
inmensas posesiones, por razones que nadie logró entender, dieron a parar en sus
manos. No por ello dejó de beber ni de jugar.
Juega naipes, juega dados, juega gallos, donde para una mosca sobre dos gotas de
miel. Apuesta sobre la edad y el sexo del primer caminante. Siempre pierde; siempre
bebe. Gualterio Mendoza y su yerno, el de la Madriz, le han visto la oreja blanca. El
arca llegó a vaciarse.
—Ya no te alcanzan las rentas —le dijo aquella noche el hijo administrador.
—¡Vende entonces algo! ¡Vende las vacas! ¡Vende los negros! ¡Vende un potrero
o una hacienda! ¡Vende algo y rápido, que necesito plata!
—Te compro a Sebastiana —dijo a sus espaldas Pablo Guerrero, su mayordomo y
también su medio hermano, por ser hijo del Cautivo. Era tan oscuro como Rosalía, su
madre. Fino, serio y perfilado. A los cuarenta y siete años era fuerte, membrudo y
meticuloso.
Aquí tienes cuatro doblones de oro. Me quiero casar con ella.
—¿Te has vuelto loco, Pablo Guerrero? ¿Casarte tú, hombre libre, el hijo del
Cautivo, mi medio hermano, con una esclava? Si brincar la quieres, por mí no te
pares. Siempre y cuando me dejes los hijos de esclavos.
—Eso es lo que no quiero —protestó el mulato—. Libres serán mis hijos donde
quiera que los paran. Aparte —terminó por decir con el sombrero en la mano— que
yo quiero a Sebastiana.

www.lectulandia.com - Página 273


Los esclavos lo querían, pues si era de pocas palabras, su actitud hablaba por él.
Sebastiana era una negrita linda nacida en la hacienda y a quien la mujer de Garci
González, desde que tuvo uso de razón, preparó para doncella. De no haber sido por
el cuero negro, hubiese parecido niña remilgosa antes que esclava de adentro.
—Bueno —dijo Diego devolviéndole el dinero—. Si así la quieres, te la regalo.
¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Cómo te imaginas que yo te la fuera a vender?
—Es que te vi tan necesitado —intentó decir, pero Diego en un rapto de
indignación lo dejó sin habla.
En qué extremos he caido —se dijo al quedarse solo—. Has​ta Pablo Guerrero me
falta el respeto. Pero hasta aquí llegamos. Ya le voy a poner fin a esta varilla. Yo sé
donde hay real en bru​to. No sé por qué he esperado tanto.
—¡Pablo! —gritó.
—¿Señor? —respondió el mulato, que iba a cincuenta pasos bullente de alegría.
—Prepárate dos caballos. Voy a salir de abajo.
—¿A dónde vamos?
—¿Cuándo carajo ni tú ni nadie me ha preguntado para dónde voy? ¡Haga lo que
le digo y rápido!
—Llévame contigo —dijo Nicolás, el hijo menor, que ya andaba por los diez
años.
Seguido de Pablo Guerrero y con Nicolás encima de su caballo, tomó el camino
hacia Las Minas, como se da por llamar el sitio donde desapareció el Cautivo.
La inmovilidad y el alcohol lo han debilitado. Varias veces ha detenido su marcha
vencido por la fatiga. Nicolás es una cerbatana por lo avispado. Vivo y conversador
como él solo. Cuando le pidió que lo llevase con él, se acordó de su padre y tuvo una
ocurrencia: «A lo mejor encuentro la mina y me muero. Él, en cambio, está en edad
de recordar».
Por más de veinte años buscó inútilmente. Nunca encontró el menor rastro de
aquella piedra en forma de puño con el índice hacia el poniente que señalaba la
entrada de la mina. La vertiente se cubrió de árboles y de arbustos que fueron
arrancados por sucesivas trepidaciones y aguaceros. Hace dos semanas se sacudió
con fuerza la tierra. Alguien dijo que los temblores escupen lo que otros engulleron.
Un presentimiento de jugador lo llevaba al tomar la vereda, que a ras del camino se
internaba a la montaña. Allí está el jabillo donde su padre descansaba antes de subir a
la mina.
—¡Carajo! —gritó al llegar al árbol: en el cerro de enfrente estaba la roca en
forma de mano, con su dedo índice apuntando hacia el naciente. Allí estaba la mina
de Fajardo, la mina del Cautivo.
—¡Por fin te encontré! —dijo con lágrimas en los ojos y poniéndose de pie sobre
el caballo gritó, para sorpresa de Pablo y la risa de Nicolás—: ¡Yo soy un hombre que

www.lectulandia.com - Página 274


nació parao! ¡Más sortario que una chiva negra!
Sosegado en su emoción, luego de cuchichearle a Nicolás su hijo, regresó a La
Vega. La esperanza de retomar a la mina lo apartó del aguardiente e intentó
devolverle a sus piernas, mediante largas caminatas, el vigor perdido. Entre tanto
Gualterio y Paquito lo continuaron sangrando con sus partidas de naipes. Una vez
más quedaron vacías las arcas. Diego vio a Pablo:
—Empréstame los doscientos pesos que me ofreciste el otro día y verás cómo te
devuelvo cuatro mil.
Menos de un mes duraron los doscientos pesos. Sus hijos se negaron en redondo a
suministrarle dinero alguno.
—No te preocupes —le observó grave Gualterio mientras le guiñaba un ojo a su
yerno—, cuando venga la cosecha, si algo nos debes, ya nos lo pagarás…
Diego, abstraído, se mece en su hamaca mirando al techo.
Una sombra, más que un hombre, se arrodilla frente a él: es un indio desconocido.
—¿Quién eres? ¿De dónde sales? —preguntó con violencia y desconfianza.
—Soy uno de tus indios de Mamo —dijo el hombre—. Vengo a decirte dos cosas:
una a nombre de los indios que te quieren bien, y otra por cuestión propia.
—Habla —dijo Diego—. ¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que se te ofrece?
—La primera cosa que vengo a decirte es que los españoles, sin tu permiso,
pusieron un cuartelillo en tus tierras.
Diego rugió.
—¿Un cuartelillo en mis posesiones de Mamo? ¿Y quién fue ese desgraciado que
a tanto se ha atrevido?
—No sé, mi amo. Son diez soldados y un oficial. Se emborrachan y maltratan a
las indias.
—¡Ah, no! —gritó tartajeante—. Lo que es a esa vaina le pongo reparo ahora
mismo.
El indio, untuoso, apuntó satisfecho:
—En esa confianza a tu valor y generosidad los indios, por mi boca, te piden
auxilio. Pero tengo algo más que decirte y que llenará tu alma de contento.
—¿Cuál es esa otra noticia, indio ladino?
El indio ojeó a su alrededor:
—Aquí no quiero decírtela. Pueden oírnos. Vámonos bajo aquel cují y te lo
contaré todo.
Vacilante, lo siguió hasta el árbol. El indio metió la mano en el morral. Diego se
sobresaltó. Pero ante un lingote de oro le re​gresó la calma.
—¿Y esto, de dónde lo sacaste?
—Mira, más —añadió con regocijo y le mostró diez doblones de oro con la efigie
de Carlos V. Diego batió palmas.

www.lectulandia.com - Página 275


—Mi nombre es Onofre —dijo el indio— y es un regalo de tu siervo a su señor.
La codicia disipó su embriaguez y lo retornó suspicaz.
—Dime ¿a qué viene tanta generosidad? Explícame qué guarandinga es ésta.
—Cálmate, señor —dijo Onofre—. Escúchame y verás cómo disipo tu
desconfianza. Habrás notado que no soy un indio de los que estás acostumbrado a
ver. Hablo bien el castellano y con la ayuda de Dios y del cura de La Guaira, pronto
aprenderé a leer. Quiero ser libre y tener dinero. Yo sé —exclamó súbitamente—
dónde hay doscientos ladrillos como ése y dos sacos de doblones.
—¿Y por qué no te los has cogido, entonces?
—Por una razón: el día en que los españoles me encuentren tanto oro, me lo han
de quitar junto con la vida. En cambio, si tú me los donas ante la autoridad, como me
ha recomendado el señor cura, nadie me los habrá de quitar. Seré rico y casaré con
una blanca que es la sobrina del cura.
—Ah, ya comprendo tanta caridad del párroco. ¿Y cuánto quieres que yo te dé a
ti?
—La mitad, señor.
—¿La mitad? ¿Tú estás loco? ¿Quién ha visto indio con tanta plata? Si acaso dos
quintos te daré, que es el doble de lo que le toca al Rey. No se te olvide que el tesoro
está en mi propiedad. Cualquier a que lo encontrase tendría que dejarme a mi, si es
hon​rado, tres quintos, por lo menos.
—Está bien, mi señor —respondió resignado—. Me quedo con un quinto si me
regalas un caballo bueno con todos sus aperos y un buen mosquete.
Diego disimuló pensar:
—De acuerdo —le respondió—. Tuyos son. Ahora cuéntame, ¿cómo viniste tú a
enterarte de todo esto?
—Mi bisabuelo fue de los hombres que acompañaron a García de Paredes.
Cuando el Capitán español tocó en Catia la Mar fue buscando diez mulas cargadas de
oro que a buen recaudo dejó Narvaez. Buscándolas pasaron por tus tierras de Mamo,
donde al fin las hallaron. Los indios bravos amenazaban por todas partes. Las
guaruras se oían encima. Tuvieron miedo y decidieron esconder el tesoro. Lo
metieron en una cueva chiquita, cerca de la playa, que se disimula muy bien con una
piedra. Un hombre fuerte, como yo, puede sacarla y volverla a cerrar. Luego que
guardaron su dinero —prosiguió Onofre— la indiada cayó sobre ellos y los mataron a
todos, menos a mi abuelo que logró escapar.[76]Años más tarde volvió a la tribu que
luego sería tu encomienda. Casó con una mujer del lugar y se quedó en ella. Mi
padre, que murió de viejo hace poco, nunca hizo mención de lo sucedido sino
momentos antes de entregarle su alma al Creador, ya que era de la misma opinión que
yo, que los españoles cuan​do supieran el cuento, además del dinero, le quitarían la
vida. Pero yo, que conozco tu nobleza de corazón de oídas, decidí jugarme esta

www.lectulandia.com - Página 276


parada de ponerme en tus manos.
—Muy bien dicho y muy bien pensado —respondió Diego—. ¿Qué hemos de
hacer entonces?
—Debemos salir muy en la madrugada como si fuéramos para Caracas, para no
despertar sospechas. Luego nos volvemos sobre el camino y cogemos este mismo
cerro.
Diego observó:
—Se necesitarán ocho mulas, por lo menos.
—No, y perdona que te lleve la contraria. Pero todo lo tengo sopesado. Tantos
animales despertarían sospechas. Bastará una mula y doce sacos vacíos. Cuando
lleguemos allá, tú y yo llenamos los sacos de oro y los cosemos. Luego llamamos a
tus indios de Mamo y tú les ordenas que se los echen al hombro, sin dar más
explicaciones. Y como quien no quiere la cosa, nos vamos hasta La Guaira, donde
harás pública declaración de tu riqueza.
—¡Oye indio! —exclamó Diego— ¡qué bien faculto que eres! Realmente
mereces ser rico. —Y llamando a Pablo Guerrero, el hijo de Rosalía, le dio
instrucciones precisas para salir en la madrugada.
—Si preguntan por mí, le dices a la familia que fui a Caracas a hacer un negocio
y que regreso en dos días.
El mayordomo sintió miedo del indio y mirándolo de soslayo intentó decir algo,
pero Diego enfurecido le gritó:
—Cállate la jeta y haz lo que te digo.
Al alba Diego y Onofre remontaron las montañas.
En el alto del León, donde se confunde la niebla y el viento salitroso, un hombre a
caballo subía por el sendero.
—Ocultémonos —dijo Onofre.
—¿Y por qué? —respondió Diego—. Además —añadió arrugando los ojos— es
Ño Miguel, el nieto de Acarantair.
—¡Guá! ¿Y ese milagro? —exclamó por saludo al tenerlo por delante.
El señor de Naiguatá, el de la boca hocicona, luego de ver a Onofre con recelo,
rió vocinglero.
—Con razón dicen que un buen encuentro vale más que una llegada. Traía por
encomienda hablar contigo sobre esas tierras que tú y yo tenemos vecinas por los
lados de Camurí. ¿Cuánto pides por ellas?
—No las vendo —respondió destemplado.
Aguda desazón se asomó al rostro de Ño Miguel:
—Pídeme lo que quieras, que para eso tengo plata.
Diego, luego de echarse un trago, miró al zambo con simpatía:
—Si hubieras llegado ayer te la hubiese vendido por nada; pero ahora soy rico.

www.lectulandia.com - Página 277


Onofre hizo muecas angustiosas.
—… es que me dejas sin agua, chico —añadió al recoger la seña—. En esa tierra
nace el rio y está la cascada que riega mis tierras. ¿Y si me desvías el curso?
El zambo se incorporó:
—Te lo juro, taita, por lo más sagrado —dijo vehemente— que eso nunca ha de
suceder. Te doy por la cascada solamente y las cien varas que la rodean, mil pesos.
—¡Mil pesos! —exclamó sorprendido—. ¿Y qué es lo que tiene ese salto de agua
para que me des por ella lo que vale una hacienda?
Ño Miguel quebró la cabeza.
—Desde hace un año —fue diciendo con voz enlentecida— tengo una pava
negra. Primero fue María la O, mi mujer. ¿Yo no sé si te acuerdas de ella? Una
españolita que me trajo Dios en una ola, con los pechos rosados y paraitos como
picos de paloma.
—Ah, si —asintió Diego ya impaciente.
—Pues se me murió de calenturas dejándome una hija, Flor, que ya anda por los
diez años. Es requetebonita. ¡Dios me la guarde!, y tan faculta para aguaitar lo que
está por venir como mi abuela Acarantair.
Cuando ya me reponía de la falta de María la O, se me murió la abuela, que,
como bien sabes, fue mi verdadera madre, pues la que me parió murió reventada al
echarme al mundo. ¡Qué hasta en eso nací deslechado! La razón que me lleva a
pedirte que me vendas la cascada —prosiguió Ño Miguel— es que en la cueva que
hay detrás y que esconde el agua, tengo enterrada a mi abuela Acarantair, como ella
misma lo dispuso. Cuando su cara y su cuerpo se tomaron morados por las viruelas,
yo fui el único que no le tuve asco —añadió ahogando un sollozo—. El mismo día de
su muerte me dijo que la montara en un burro y que la llevase monte adentro. Cuando
llegamos a la cascada me dijo: «Llévame allí y cuando no respire, quema mi cuerpo.
Luego de un mes vuelve a visitarme». Asi lo hice y mírame lo que pasó.
Ño Miguel se puso en pie y trajo del caballo una cesta de mimbre donde además
de un gonzalito estaba una flor de mayo con la forma y el color de la túnica de
mariposa blanca que calaba Acarantair camino de la poza de los grandes helechos.
Diego, sacudido de emoción por el relato y por aquella flor nunca vista, dijo al zambo
con voz quebrada y húmeda:
—Ahora sí, es verdad que me convenciste, mi vale. Tuya es la cascada y las
tierras que la rodean. ¡Te las regalo! Todo sea por Acarantair, quien llenó mi niñez de
sueños, y de advertencias mi mocedad.
—Dios te lo pague, Diego García. Seré para ti y para los tu​yos tu eterno deudor.
Y el zambo, aunque es más malo que la sarna con los que le hacen mal, sabe ser
agradecido. Ahora, si quieres, echamos a andar. ¿Tienes algún reparo a que los
acompañe?

www.lectulandia.com - Página 278


El indio Onofre volvió a hacer señas; pero Diego afirmó:
—No veo ningún, inconveniente. ¡Vayámonos ya!
Con el atardecer llegaron al mar. Ño Miguel le repitió sus palabras de eterno
agradecimiento a Diego y luego de mirar con asco al indio, tomó rumbo hacia La
Guaira y Naiguatá.
—A donde tenemos que ir es hacia allá —observó Onofre—. Queda muy cerca
del rio Mamo. Pero caminemos en dirección contraria para despistar a ese zambo
presumido.
A más de media hora de camino, en el instante que el sol desaparecía en la
hendija del horizonte, Onofre dijo:
—¡Desmonta! ¡Hemos llegado!
—¿Dónde es? —preguntó Diego al apearse.
No obtuvo respuesta. Un fuerte golpe en la nuca lo derribó sin sentido.
Al volver en si estaba amarrado al tronco de un uvero. Onofre, pintarrajeada la
cara, desnudo el cuerpo y con el pelo embi​jado, atizaba una hoguera.
—¿Sabes quién soy? —le espetó con la mirada llameante, rechinando los dientes
—. ¡Soy el hijo de Anakoko, el gran cacique que empalaste en Chuspa!
Diego sintió un calofrío ante la revelación. Onofre prosiguió:
—Desde niño he vivido sólo para este momento. ¡Perro asqueroso! Cuando la
luna llegue arriba llegará una piragua para llevarte a Granada, donde expiarás el
haber dado muerte en forma impía al hombre más grande nacido de mujer caribe. Las
vie​jas de mi tribu te arrancarán el pellejo con las uñas. Mis hijos te sacarán los ojos.
En tus entrañas echaremos alimañas. Morirás tras sufrimientos atroces, mientras
repican tambores llaman​do a Anakoko.
—Pero, Onofre… —intentó decir.
—No me llamo Onofre, so imbécil, sino Makoko. Yo tenia apenas un año cuando
diste muerte a mi padre. Por diez años he estudiado el castellano y por tres viví en tu
encomienda, con el único propósito de atraerte a esta celada.
La luna remonta su cuesta. La noche es calma y calurosa. El batir de las olas
apenas se siente. Grillos, sapos y culebras a su espalda, inician su concierto, mientras
jejenes y pulgas de arena acribillan a Diego. El indio desnudo mira a la hoguera y al
mar. Diego lo observa desde el uvero.
«Algún día tenía que terminar —se dice resignado—. Lo que nunca pensé es que
lo hiciera entre suplicios del cuerpo, luego de sufrir peores tratos que perro’e ciego».
La tristeza, llegado un momento, se torna alegría. «Es tanto y seguido lo que he
vivido en la mala, que a veces me pregunto si a Dios le gusta jugar pelota con los
hombres. Al morir Garci, mi hijo, no creía que el Señor o el Diablo me hicieran sufrir
más. Apenas era el comienzo de este mal final. Las tragedias comenzaron a
desenvolverse al poco tiempo de morir el gran Gonzalito.[77]¡Fue el año en que aquel

www.lectulandia.com - Página 279


barco negrero trajo las viruelas de Angola!».

81. Historia de la Casa Grande

A la muerte de su padre y heredar los churupos, Care´Chivo, luego de tanto darle,


casó con Melchora Díaz de Alfaro, la cuñada de Pedro de Montemayor. No era
necesario ser brujo para darse cuenta de que Melchora se casó na’ más que por los
reales y por complacer al cuñado, que tenia negocios con el hijo del gran Gonzalito.
A los seis meses, Úrsula, la segunda mujer de Pedro, murió de repente, dijeron
que por haber comido cambur con leche antes de darse un baño.
Care´Chivo, compadecido del cuñado de su esposa, lo albergó en su casa. Pedro
estaba más triste que gallo capado. Todos los vecinos lo acompañamos en el
novenario. Aquella noche, aprovechando que Care´Chivo se fue a acostar, me quedé
con Pedro y Melchora háblate que te habla en el corredor. Cantando el primer gallo
cogí el camino dé casa. No había andado mucho trecho cuando de pronto me acordé
de una carta que Montemayor me había dado para Soledad, mi hermana. La casa
estaba oscura. Vi una luz en el cuarto de Pedro. Por no molestarlo, no fuera cosa de
que se hubiese dormido, avancé en puntillas. ¡Vál​game el cielo! Pedro de
Montemayor y Melchora, hechos una melcocha, se besaban y apurruñaban en un
rincón.
Del tiro no pude dormir. La cabeza no hizo sino darme vueltas. Pedro de
Montemayor era un coño de su madre de cuerpo entero. ¿Usted sabe lo que significa
estarse tirando a su cuñada, que encima de haber criado en su casa es la mujer de su
socio, protector y amigo, por más que éste sea el mojón de Care´Chivo? Recordé lo
de la madre de Ño Miguel; el extraño matrimonio con Francisca, la hija de Ledesma;
la arrechera macha que cogió Don Sancho de Alquiza al saberlo; lo que le contó a
Soledad, mi hermana, Don Pedro de Mijares y Solórzano, su cuñado y Sargento
Mayor de Don Sancho; la falta de corazón de botar a su hija María Isabel.
La verdad que era mucha la vaina que tenía encima Pedro de Montemayor y que
yo no quería ver.
Apenas salió el sol cogí camino para Caracas; nada más que por jalarle la lengua
a Soledad. Estaba seguro que muchas cosas sabía de Pedro de Montemayor.
—Al parecer, Pedro —me dijo luego de dar más vueltas que un quebrado— tuvo
que ver con el asesinato de uno de los secretarios de Don Juan de Austria, de apellido
Escobedo. Disfrazado de mujer, e instigado por Antonio Pérez, secretario de Su
Majestad Felipe II, atrajo a una celada al tipo, donde lo mataron a puñaladas. El Rey
y su hijo, el Príncipe de Asturias, montaron en cólera por ser el muerto persona de su
afecto y estima. Mijares nunca supo cómo logró escapar ni cómo vino a parar aquí.
«La verdadera razón del matrimonio de Pedro con Francisca —continuó Soledad

www.lectulandia.com - Página 280


— fue porque Don Alonso Andrea de Ledesma iba a ser declarado Conde de la
Cumbre y Pedro iba a ser llevado prisionero a España apenas terminase su mandato.
[78]Aparte el feo asunto de Escobedo había fuertes sospechas de que él era el asesino

de los dos gobernadores. Su Majestad, como bien lo calculó el muy canalla, por no
agraviar la memoria de quien pretendía honrar, echó atrás la orden de presidio y
también el titulo a que, por las glorías de su padre, se hacían acreedores sus
descendientes. ¿Entiendes ahora la tirria que le tengo? Pero no vayas a decir una
palabra de esto, porque se entera mi cuñado Pedro de Mijares y Solórzano, que me lo
contó en medio del mayor secreto, y me excomulga».
A mí, que nunca he pecado de estrépito —prosiguió recordando Diego—, me dio
la curiosidad y me puse a averiguar. Na​die mejor que Pablo Guerrero, mi medio
hermano, que estaba de mayordomo en La Vega, para ponerme en los palitos. Al
tercer día, porque es muy puntilloso, me dijo:
—Luego que se duerme Care´Chivo, Doña Melchora en puntillas se va al cuarto
de Don Pedro, con quien yace hasta el alba. Care´Chivo duerme tan profundo que
cuando se le toca sigue durmiendo. Todas las noches bebe una tizana amarga, que por
consejo de Don Pedro, le da el ama para las lombrices.
El boticario a quien le llevé unas gotas del vaso sobrante, me dijo:
—Yo no sé que es esto. A lo mejor es hashis o marihuana.
Meneses y Padilla, el Gobernador, con quien tenía sólida amistad y algunos
negocios, luego de mucho pensarlo me contó la historia completa.
—Pedro de Montemayor —dijo— fue condenado a muerte cuando sirvió de
carnada a los asesinos en Madrid. Dada la importancia de su familia y de los ruegos
que ante el Rey hizo el señor de Torre Pando, Su Majestad logró que se le cambiase
la pena capital por treinta y cinco años y diez días de servicio en Venezuela.
«Eso fue a finales de 1594. Este mismo año concluye su condena. Yo, al igual que
mis predecesores, hemos recibido órdenes expresas de mantenerlo vigilado y de
informar regularmente sobre sus pasos».
Allí fue donde se me ocurrió que Pedro de Montemayor había envenenado a
Francisca Ledesma para casarse con Úrsula, por quien enloquecía, y luego a ésta para
quedarse con Melchora, su cuñada, la mujer de Care´Chivo. Ambas tenían los labios
morados y murieron sin causa aparente y en plena juventud. Pedro era un
envenenador. ¿Dónde ocultaría el pomo de los venenos? —me pregunté—.
Necesariamente lo guarda en su casa —me dije.
Aprovechando que Montemayor estaría durmiendo a pierna suelta en La Vega,
entré en su casa.
Decidido a todo, subí las escaleras y me fui al cuarto matrimonial. Ya me iba,
harto de tanto buscar, cuando uno de los negros de la difunta Francisca me dijo
apareciendo de pronto:

www.lectulandia.com - Página 281


—No busques más, amo.
Rodó la cama y levantó una tabla floja del piso y sacó un pomo azul.
—Pon una gota sobre un pedazo de carne y dáselo a un perro para que veas cómo
al momento estira la pata.
—Doña Melchora —me contó el negro— estaba encuerada con Don Pedro desde
hacía más de tres años. Más de una vez los encontré enrollados mientras Doña Úrsula
dormía. Una vez oí tras la puerta decirle Doña Melchora a Don Pedro, cuando éste le
decía que se casara de una vez con Don Diego González de Silva:
—Tú bien sabes que yo sólo te quiero a ti —dijo la condenada.
—Tienes que casarte —le respondió Don Pedro, bravo—. Te prometo que tendrás
que aguantarlo por muy poco tiempo. Ya tengo el medio que resolverá para siempre
nuestro problema.
Me quedé claro ante lo sucedido. Mientras pensaba en lo que debía hacer, me
avisaron que una peste extraña estaba acabando con mi ganado en Barlovento. Estuve
ausente de Caracas por seis semanas. Cuando regresé, Pedro de Montemayor seguía
viviendo en casa de Care´Chivo.
Al día siguiente de haber llegado se desató una tormenta. Desde el comedor veía
llover. Un caballo galopó entre la lluvia.
—¿Quién será con este aguacero? —me pregunté.
Era uno de los esclavos de Care´Chivo.
—¡Corra, Don Diego! —me gritó por la ventana—. ¡Mi amo se ahogó en el rio!
Pedro de Montemayor, con gran aflicción, me contó lo sucedido: «Estábamos
cruzando el río en el momento en que bajó la crecida; yo me pude agarrar de unas
raíces, pero al pobre lo arrastró la corriente río abajo y lo golpeó contra las piedras».
Care´Chivo yacía muerto en la sala, entre el llanto de Melchora y de sus esclavos.
Tenía una profunda herida en la frente.
Observé al muerto con cuidado.
«A éste lo metieron al río después. Piedra de río no da tan fuerte. Este es otro
muerto de Don Pedrito».
Por todo el tiempo que duró el novenario cavilé sobre mi vida. Era un hombre
acomodado, pero no rico, a pesar de todo cuanto había luchado. Los hombres
importantes del Valle, comenzando por mi hermana, tan bastarda y mestiza como yo,
me desdeñaban. Diez hijos tenía en quince años de matrimonio. Y empero había sido
feliz, ya me preocupaba lo que iba a ser del destino de ellos cuando llegase mi
muerte.
Si con esa posición, que ya muchos encopetados linajudos envidiarían, se
permitían despreciarme por mestizo, ¿qué sería de mis hijos, tan mestizos como yo,
cuando se encontrasen dueños de la miseria que les tocaría en suerte? De pensar en
las hijas de Ledesma, casada una con un mulato como Gualterio, se me hacia un

www.lectulandia.com - Página 282


ovillo en el corazón. Ya tenía sesenta años y mi barba rala de indio se había
encanecido. Estaba cansado de luchar y de sufrir y si lo que había alcanzado con mi
esfuerzo antes me parecía mucho, ahora, en comparación con lo que tenían otros que
no habían hecho ni un décimo de su esfuerzo, todo me parecía una miseria.
Un día hablando con Soledad, mi hermana, me preguntó bruscamente:
—¿Es verdad que mi hijo Hernán y que se la pasa metido en tu casa?
—Sí, es verdad —respondí atando una sospecha—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Nada, nada —respondió Soledad—. Tan sólo quería saber.
En aquel instante le apercibí que no veía con buenos ojos un noviazgo entre su
hijo y Gabriela.
Hernán era un hombre, que frisando los cuarenta, era guapo y bien plantado.
Soledad con su pregunta me dio el primer pita​zo: Hernán estaba bregando a Gabriela,
mi hija. Mi mayor amor, mi vida, mi locura. Y la pobre estaba enamorada de Hernán
como una perrita. Por eso, y a pesar de que a mí no me gus​taba la gente fizna y
menos mi sobrino por la mano izquierda, echón y bogatero como él solo, lo dejé
hacer.
Tres meses llevaba Hernán de visitar a Gabriela. Esa noche al pasar por su cuarto
escuché forcejeos y gritos ahogados. Entré violento. Gabriela colgada al techo por
una cuerda; pataleaba morada, ya casi muerta. La tomé en vilo y corté la cabuya. Al
recuperarse me refirió que Hernán, luego de quitarle la honra, rompió con ella.
Soledad no veía con buenos ojos aquel noviazgo y él no podía darle ese disgusto.
Una nube de sangre me quitó la vista. «¡Con mi honra nadie juega!» —me dije.
Ya era medianoche cuando llegué a Caracas. Apaleé el portón de Soledad, con gran
escándalo de los vecinos. Hecho una cuaima llegué hasta su habitación. No quería
recibirme.
—¡O tu hijo se casa con Gabriela, o lo mataré!
Sentada en su cama y con aquel gorro bordado de dormir me respondió soberbia:
—Mátalo si quieres. Lo prefiero muerto antes que casado con Gabriela.
No pude aguantarme. Por el camino fue que caí en cuenta de que le había pegado.
Esa noche estuve cavilando sobre la mejor forma de darle salida a mi cólera. La ira
más espantosa me roñia. Sesenta años de vejaciones y de pobrezas eran ya bastante,
como para que viniese a aguantar que Soledad viniese a desdeñar a mi hija, a mi
Gabriela, luz de mis ojos, razón única para seguir viviendo. ¿Qué tiene más que yo?
Una voz clara me dijo adentro: plata, mucha plata, demasiada plata. Tanta plata que
ante sus crisoles el indio se bate en fuga. ¿Plata? —me dije respondiendo a su voz—.
¿Y cómo hago yo?, bordeando la vejez, para encontrar esa fortuna de la que me
hablas, si no pude ceñirla en mocedad cuando todo era ardor y alegría. El gato viejo
—díjome la voz del demonio ¡qué me hablaba—, caza distinto al gato joven.
Melchora Díaz de Alfaro, la mujer de Pedro de Montemayor y su cómplice, tiene la

www.lectulandia.com - Página 283


plata que buscas. Anda allá. Vé y pídesela.
En lo que rayó el día me fui a ver a Melchora y me le planté por delante.
—Quiero que sepas —le dije sin perder tiempo— que estoy enterado de todo.
Luego le referí detalle de lo que yo sabia del asesinato de su hermana y de Care
´Chivo.
—¿Qué quieres? —me dijo con odio feroz.
—La Hacienda La Vega —le respondí presto.
—¿Estás loco? Prefiero la muerte a la miseria. ¡Anda ya y denúnciame!
—Si no te estoy diciendo que me la regales. Sólo te pido que me la vendas.
—¿Cuánto das?
—Dos mil pesos.
—¡Ladrón miserable!
—Entonces voy a tener que ir con mi cuento al Gobernador.
Melchora empalideció.
—¡No, por Dios! Accedo.
La última vez que hablé con Melchora me gritó:
—¡Qué se te mueran los hijos uno a uno y de mala manera y que si alguna semilla
queda de ellos, que prosiga lo maldecido generación tras generación!
Todo el mundo celebraba mi buena suerte y yo acallaba mi cobardía. De la noche
a la mañana fui el hombre más rico de la Provincia. Pero Gabriela, mi hija, seguía tan
triste como al principio. Fue inútil que sobre ella volcase mi riqueza y le comprara los
trajes más finos, las joyas más delicadas, los mejores caballos. Persistía la tristeza y
sus ojos cantaban desamparo.
—¿Pero, qué le pasa a mi muchachita? —le preguntaba mimoso.
Apenas sonreía cuando yo la besaba y la jamaqueaba y hacía teatro vivo para
arrancarle sonrisas.
Al tercer mes de estar deambulando como alma en pena, me dijo:
—¡Quiero ser monja!
—Pero ¿por qué, mijita?
—Es mi decisión. Si no me complaces he de ahorcarme.
Al verla partir hacia Santo Domingo sentí que algo muy grande se rompía en mí.
En menos de medio año fueron y llegaron cartas con el sello de Santo Domingo
de Guzmán. Gabriela murió de consunción tisica.
Bebía sin parar, desde que abría el ojo hasta que me derroca​ba el sueño. Total,
¿para qué vivir?
La vida me supo a mierda desde entonces y dije a quien me quisiera oír todo lo
que pensaba.
—Pero me van a venir con esos cuentos a mí —le grité a Juan de Herrera y
Pacheco, hablándome de un culito malo—. Yo me acosté con su abuela y puedo

www.lectulandia.com - Página 284


decirles que era tan india que cuando la vi desnuda en Granada, no atiné a saber si era
racional o caribe. Y si es por el lado de la abuela del padre, era una tronco de negra
que se sacó Andrés Machado en una rifa en Caraballeda. Aquí no había española ni
para un remedio y las pocas que pasaron de largo eran reputas, viejas y feas,
comenzando por Doña Ana de Rojas. A otra oreja con ese chisme. A mí no me halen
la lengua. Por eso le he dejado todo escrito a mis hijos, para que no se olviden. Todos
vosotros estáis creyendo que la historia comienza ahora. La historia es vieja. Yo soy
parte de esa historia y no quiero desaparecer con ella.
Francisca Infante de Rojas se cayó de culo y le dio un soponcio cuando le dijeron
lo que yo había dicho. Beatriz González de Silva clamó por el Dios de la Venganza. Y
Soledad, como lo temía, abjuró su parentesco:
Hijos y nietos, sobrinos y yernos hicieron un coro en contra mía.
—Es un bastardo —decían, peloteándose entre ellos las maldiciones—. Un mal
indio. Borracho. Criminal. Un ladrón. Loco. ¡Qué mal rayo lo parta! ¡Qué muera sin
confesión! ¡Qué muera en mala hora! ¡Qué el agua se le convierta en sal y la sal en
agua! ¡Qué no se le pudra el cuerpo luego de haberlo enterrado! ¡Qué mala puñalá le
den! ¡Qué vaya a Jerusalén! ¡Qué se muera de rodillas! ¡Qué se extirpe su semilla!
¡Qué su padre lo retome al vientre! ¡Qué el día se le haga noche, el agua fuego y el
fuego agua, la hija nieta, la muerte vida, el sueño insomnio!

—¡Ja, ja! —exclamó Diego, de pronto, para sorpresa del indio Onofre que seguía
atisbando el mar.

Un día llegó la muerte anunciándose y llevándose gente. La viruela cayó sobre la


Provincia.[79]La mortandad fue espantosa. Los indios casi desaparecieron. En Caracas
moría mucha gente del común y de los principales. Entre ellos Hernán de Mijares, el
único hijo de Soledad, y María Isabel Montemayor, la hija de Pedro y Francisca
Ledesma, con quien terminó casándose. Lo sentí por Soledad. Sola, como su nombre,
volvió a quedarse con tres recién nacidas: María Soledad, Elvira y Ana María.
Al mes de la muerte de Hernán, Pablo Guerrero me dijo con voz de zozobra:
—¿Tú sabes a quién he visto penando de tu cuarto al comedor? Pues nada menos
que a Doña Melchora, la mujer de Care´Chivo, la dueña de La Vega.
—¿Melchora? —pregunté extrañado—. Hay que ver que tú eres bruto pa’lante.
¿Cómo va a penar, si está vivita y coleando?
—Tú dirás misa, pero de que la vi, la vi, con estos ojos que la tierra se ha de
comer.
Tuve miedo. Desde hacía tiempo presentía a Melchora. Díjome la negra Rosalía:
—Para que alguien pene en vida mucho tiene que ser el odio o el amor que sienta
por quien lo ha visto. ¿Qué le hiciste a Mel​chora? ¡Anda, vagabundo, dímelo de una
vez!

www.lectulandia.com - Página 285


Por tres veces la alcancé a ver. A la segunda dijome Rosalía:
—¡Haz caridad!
Bendije la casa. Traje a una bruja. Cancelé deuda a siete pisatarios. Le regalé
Bellavista a Gualterio y una pulpería y una pesa de carne a Pablo Guerrero.
Melchora, sin embargo, se volvió a aparecer.
—Eso está malo, muy malo —decía Rosalía—. ¿Qué querrá Melchora de ti?
¿Qué mal le hiciste, con intención o sin ella? ¡Piensa, niño, piensa y trata de recordar!
Melchora, como luego supe, no penaba en vida. El dia en que la vi por primera
vez fue el mismo en que se volvió papilla al caerse de la Giralda. La vez última en
que me espantó no tenía cara de rabia, sino de burla.
—¡Ay! —dijo Rosalía al saberlo—. Por algo muy malo se ríe la rabisa.
A caballo llegó el reclamo.
—¡Balduino Henríquez ataca La Guaira! De trece años pa’ arriba todos a pelear.
Felipe, mi hijo tercero, sin pedirme per​miso se fue a la guerra para no volver.

82. Seis, seis y seis

—Despierta, viejo cicatero —gritó el indio— que ahí vienen los míos.
Una piragua hiende las aguas en suave bogar.
—¡Voto al diablo! —exclamó Diego atalayando la espuma.
Un golpe seco y un vocerío precedió al salto. Cuarenta guerreros desnudos
crepitaron sobre la arena.
—¡Allí lo tenéis! —celebró Makoko.
Los caribes palmearon y rieron al verlo. A paso de loro avanzaron hacia el uvero.
Desorbitado los vio venir.
—¡Me jodí! —se dijo—. ¡Virgen de la Soledad, mete tu mano!
Una descarga cerrada salió de la maleza, y al grito de: «¡Santiago y cierra
España!» veinte soldados cargaron con​tra los indios. Apenas diez lograron escapar.
Los otros pelearon, rugieron, se ensangrentaron hasta morir, y entre ellos el hijo de
Anakoko.
Ño Miguel, para sorpresa de Diego, apareció tras los soldados.
—¿Estás bien, taita? —le preguntó al cortarle las cuerdas que lo ataban—. Menos
mal que le hice caso a la mala ocurrencia que tuve al verte con el indio.
Un oficial, de fuerte acento castizo y gutural, se le plantó por delante:
—¿Estáis bien, señor de García?
Diego se conturbó al reconocerlo:
—¿Fuisteis vos el buen cristiano que enterró a mi hijo Garci y me envió su
espada? ¿Sois Don Rodrigo Blanco de la Torre Pando?
—El mismo, para serviros…

www.lectulandia.com - Página 286


—¡Loado sea el Señor! —y sacudido de emoción fue vapuleado por un ataque de
alferecía.
Entre dos pasos Ño Miguel y el Capitán contaron la historia.
—No me gustó el tal Onofre desde que lo vi. Era muy grande y bien plantado
para ser indio de tu encomienda.
Desde el alba sentí inquietud. Iba yo preocupado de verte en compañía del indio
ese, cuando a poco de andar me encontré con éste y sus soldados.
—En luna menguante los caribes atacan. Con mi zozobra a cuestas di rienda
suelta a mi corcel: zahorí de la muerte. Al atardecer llegamos al cuartelillo de Mamo.
Descansábamos. Llegó éste. Refirió sospechas. Nos pusimos en marcha. Vimos la
hoguera. Hicimos recodo. El indio os insultaba. Disparamos. Lo demás está a la vista.
—¡Adiós, Diego García! —dijo Ño Miguel—. ¡Qué Dios pague tu caridad y
síguete cuidando! —dijo mirando de soslayo al capitán—. Algo me dice que hay
bichos píores que los caribes.
Rodrigo Blanco, de perfil, escupió displicente.
El día en que Rodrigo Blanco llegó a Caracas procedente de La Guaira, Diego fue
a darle la bienvenida.
—Mi querido Rodrigo, y perdóname que te trate de tú. Eres más que un hijo. De
no ser por ti, a estas horas seria cagajón caribe. Tienes que venirte a casa; mi mujer y
los hijos están chingos por conocerte.
Siempre frío e imperturbable, aceptó la invitación. Emprendieron ambos el
camino hacia La Vega. Diego hablaba sin parar. Con su parla lenta y dispersa, obra
del alcohol y la chochera. Rodrigo tenía foscas las pupilas, tenso el rostro, apretados
los labios, nervioso el gesto, seca la respuesta, aburrido el talante:
«Qué insoportables son estos criollos de cháchara disonante. Su parla va sin
concierto: como el rio que entra al llano. Me llama padre, me llama hijo, me llama
hermano. Y es vecino principal de la muy principal Santiago. ¡Ay, Madre, cómo me
duele España!».
La vista de la casa y la inmensa propiedad que enseñoreaba le dio fuerzas para
soportar por una semana aquel hálito oloroso a familia y a simplezas de campesino.
Esa misma tarde conoció a Gualterio y a Paquito de la Madriz y los vio jugar. A la
tercera mano ya los tenía medidos. Pidió cartas, pero Gualterio al ver el escudo que
puso sobre la mesa, le observó displicente:
—Guarda tus reales, capitán, que en pelea de burros no se meten los pollinos.
Enrojeció hasta la raíz del pelo.
—Son unos ladrones miserables —le dijo de inmediato Caridad, que en una
esquina llegó a escucharlos—. Y lo peor es que no hay poder divino que logre apartar
a Diego de esos desgraciados. Lo tienen de sopa.
—Descuidad, señora mía —añade con los ojos rojos—. Yo habré de poner fin a

www.lectulandia.com - Página 287


vuestros males.
Esa misma tarde al terminar la partida, Rodrigo dijo a Gualterio y a su yerno:
—En lo sucesivo os abstendréis de jugar a cartas y a naipes con Diego García, o
habréis de entenderos conmigo. ¡Sois un par de fulleros y malagradecidos!
—Pero… —intentó decir Gualterio. Los ojos rabiosos de Rodrigo lo silenciaron.
—Está bien, pues —añadió antes de irse—. Donde manda capitán…
Gualterio y su yerno se ausentaron por tres días de La Vega.
—¿Qué le habrá pasado a esos desgraciados? —preguntó esa tarde.
—Susanita, la hija de Paquito —respondió Caridad— se está muriendo. Me lo
acaban de decir. Ahora mismo voy para allá.
—¡Qué buena vaina! —respondió Diego—. Y yo sin jugar.
Dos días después regresaron Paquito y su suegro.
—¡Se salvó la muchacha! Está como una rosa.
—¿Echamos entonces una partida?
Los dos hombres miraron a Rodrigo:
—Por la salud de la niña hicimos una promesa a la Virgen —añadió Gualterio—.
No volveremos a jugar hasta que el cura nos dé licencia.
—¡Qué buena vaina! —volvió a exclamar desde su chinchorro, y apenas se
marcharon comentó a Rodrigo:
—Ahora sí es verdad que me fuñí. El juego era de las pocas cosas que me
divertían.
—Juguemos entonces, Don Diego —le respondió el Capitán—. Pero no a vuestra
manera ni a la de vuestros amigos. El jue​go lo hizo Dios para divertimiento, no para
luchar a muerte en trágico devenir de ida. Si os place jugar, Juguemos. Pero a la
menguada. Que la suma perdida no exceda un día de mi sol​dada…
Por los días que le quedaban en La Vega, Rodrigo, todas las tardes, rodeado por
Gualterio, Paquito y su mujer, que los veían golosos, jugaba con Diego hasta que se
ocultaba el sol.
Diego ganaba, Rodrigo perdía.
—¡Vaya que me volvió la leche!
—En cambio yo, de amores soy requerido —afirmaba Rodrigo con los ojos
puestos sobre Susana, la rica hembra de Paquito de la Madríz.
—¡Tas de buena, Diego García! —celebraba Gualterio con su voz cavernosa.
—Hay una mujer —apuntaba Paquito sin percatarse de miradas encontradas—
que llora por Rodrigo Blanco.
—Que si fuera la que pienso —dijo Rodrigo— poco seria perder mi caballo y mi
tizona y toda la paga del mes.
A la décima tarde Diego ya se aburría.
«No es lapa ni guacharaca lo que tienta al cazador. Ya estoy harto de este juego de

www.lectulandia.com - Página 288


viejitas aburridas. El jugador ama, busca y necesita el peligro. Le encanta la cresta de
la ola. Salvarse justo en el momento en que nos traga el abismo. Esto, Rodrigo
Blanco, no es juego ni es nada. Hace falta pimienta y emoción. Esta vaina es un
fastidio».
—Te apuesto —dijo en arrebato— tu paga de un año contra la Vega Chica.
Diego y Rodrigo prosiguieron jugando. Caridad cavila pesarosa: «Sólo lo malo se
pega». Está contagiado del mismo mal que mi marido.
Rodrigo Blanco se volvió jugador. Aceptaba y proponía su​mas gruesas que le
hacían temblar. Una ventaja llevaba a Gual​terio y a Paquito, a juicio de Caridad: lo
mismo ganaba que perdía, lo que hablaba a favor de su honradez. Al término del mes
en que habría de dar fin a su estancia entre los García, de la Vega Chica apenas
quedaba la cuadra de caballos y dos potreros.
—Si Rodrigo continúa jugando —señaló el hijo mayor ya aliviado en sus temores
— va perder desde las botas hasta el modo de caminar.
Luego de otro mes de ausencia Rodrigo Blanco llegó a La Vega, para júbilo de los
García, quienes tomaron sentido afecto por aquel joven silencioso y triste a quien su
padre debía la vida.
Lo acompañaba esta vez un zambo joven, de fuerte talla, ojos verdes, pelo pasudo
surcado por una punta de cabellos rojos, que a Diego sacudió el recuerdo.
—¿Tú quién eres?
—Ñaragato, pa’ servirle, Don Diego, ¿o ya no se acuerda de mi?
«El hijo de la Pelo’e Yodo» —se dijo sin responder—. El nieto de Higinia, la
zambita de Macuto, la hija de Tomasillo el negro medicinal. Tirada y sangrante
apareció luego que los hombres de Preston la violaron. Perdió la razón. Una tarde del
96 la encontré andrajosa camino de el Guayre. Una turba la seguía. A pesar de la
locura y de los andrajos, seguía siendo hermosa. Traía una chiquilla en brazos. Por el
mechón rojo era hija de pirata. Quise llevarla a casa. Se opuso. Tres hombres tiraban
de ella. Al fin se la llevaron al rio. Higinia amaneció muerta. Tenía un hueco en el
corazón. La niña recién nacida, la Pelo e Yodo, como la llamé desde entonces,
gimoteaba encima. Rosalía compasiva la crió con sus hijos. A los catorce años era
una hembra de facciones extrañas y rabo caliente. Al año parió de Anselmo Pelao, el
hijo de Rosalía, el gran carajito de Ramoncito, que por el camino que va tiene cara de
ser más coño e mae que el padre y el abuelo, manque simpático y entrador como
nadie. No había pasado la cuarentena de haberlo parido cuando abandonó al hijo de
Rosalía y se puso a putear. En una de esas le pusieron a Ñaragato, pocos meses
después se largó con un cabrón de El Tocuyo llamado Jorge Gómez, de quien tengo
entendido tuvo varios hijos. Antes de marcharse embojotó a Ñaragato, como le puse
luego por nombre, y, quizás por cariño de loca hacia Rosalía, se lo echó en el zaguán.
La pobre negra, con mi ayuda y a pesar de las protestas de su hijo Anselmo,

www.lectulandia.com - Página 289


despechado por el peo que le tiró la Pelo’e Yodo, crió al muchacho, a quien le puse
así por llorar como un gato y ser más áspero que el cardón que así mientan.
Anselmo, al igual que su padre Sancho Pelao, era de alma mezquina. Lo odió
desde que lo oyó maullar. Le menta​ba la madre. Lo cuereaba. Lo chismeaba. Lo
empuntaba con Ramoncito, su hermano, a pesar de lo bien que se entendían.
—Hijo de puta, mala persona es —decía el muy desgraciado—. No hay pele. Ni
tiene engañifa el dicho.
No erró, sin embargo Anselmo. Desde chiquitico se le vio a Ñaragato todo lo
tronco de verga que iba a ser: ladrón, embustero, peleón y abusador de su fuerza y
estatura. A los once años, cuando Anselmo lo botó de la casa, parecía tener quince.
Esa tarde venía entrando yo de visita a casa de Rosalía cuando Anselmo, que le
encantaba gritar, salió a mi encuentro como una loca mostrando un saco de viaje.
—¡Mírame lo que le encontré a este condenado debajo de la cama!
Por un papel que tenía dentro nos enteramos que el bojote era nada menos que de
Don Juan de Tribiño, el Gobernador de Caracas.[80]
Me chorrié: por menos de eso habíase colgado a más de cuatro. Ñaragato dio por
explicación que había sido el propio Gobernador quien le dijo cuando pasó por su
casa, ya entrada la noche: «Te doy un peso si calladito a la boca y como quien no
quiere la cosa, me llevas este macuto hasta la puerta de Caracas y me esperas allí».
—Cansado de esperar me traje el coroto.
Anselmo y yo no le creímos ni una palabra.
—¡Ladrón, sinvergüenza, carne de horca! —gritaba Anselmo—. ¡Hijo de puta
tenias que ser!
Ñaragato, que ya no podía con la inquina, se puso como un tigre, cogió un
machete y al grito de «más puta será la negra que te parió», se le vino encima.
Encorajinado porque Ñaragato llamase puta a Rosalía, le metí una trompada que
le rompió los dientes de alante.
Desde aquel día nunca más lo había visto. Luego supe que vivía en La Guaira,
donde era chulo y espaldero, matón a sueldo.
Lo más divertido fue que Ñaragato no dijo embuste. El Gobernador Juan de
Tribiño esa misma noche desapareció de Caracas sin dejar rastro.[81]
El año pasado se supo que estaba vivito y coleando en Sevilla; según decía,
abandonó tan precipitadamente a Caracas porque los vecinos principales pensaban
matarle por cosas de contrabando.
Rodrigo Blanco explicó a Diego que desde hacía meses tenia a Ñaragato en
calidad de espaldero. Le sorprendió su valor un día que lo vio enfrentarse a tres
hombres, armado apenas de un garrote.
—A mí me ha resultado leal y cumplidor.
—¡Ten cuidado, Rodrigo! —sentenció Diego—, porque ese muchacho nació

www.lectulandia.com - Página 290


torcido.
Ñaragato sentado tras el muro torció el ceño ante sus palabras. Odiaba a Diego
García con igual saña que a Anselmo Pelao, muerto de lepra hace ya cuatro años. Lo
odiaba a muerte por haberle puesto por apodo Ñaragato y dejarlo para siempre sin los
dientes de adelante.

Hace seis horas que vienen jugando dado corrido entre Diego y Rodrigo Blanco.
—¡Voy con cien vacas!
—¡Voy con diez negros!
—¡Juego el trapiche!
—¡Van dos potreros!
—¡La mina de cal!
—¡Cien caballos cerreros!
Diego, borracho, trastabillea a medio arrodillar o echado en el suelo. Los dados
cambian de mano. Ruedan por la cobija. Diego se excita, maldice, canta. Dos veces
gana; dos veces pierde. Sopla los dados; los agita largamente.
—¡Te apuesto el Valle de las Guayabas contra la Vega Chica!. ¡Vale! —responde
el de Blanco.
Tira Diego: Dos cinco y un cuatro.
Tira Rodrigo: Dos tres y un cuatro.
—¡Viva! ¡Ha vuelto la Vega mía!
Rodrigo Blanco hace extraños pases para jugar.
—¡Vamos por la revancha! —propone Rodrigo Blanco—. ¡Cien castellanos de
oro por la Vega Chica!
—¡Vale!
—¡Cuatro, cinco y seis! Te fuñiste, Rodrigón. Vamos a ver si puedes mejorar ese
tiro.
Rodrigo sacude los brazos para tirar.
—¡Jara! —grita. Ruedan las piezas sobre la cobija.
—¡Seis, seis y seis!
—¡Carajo, chico, te volvió la leche! Voy con todo el ganado.
—¡Padre! —protestó Alberto, su hijo.
—¡Cállese a la boca!
—¡Seis, seis y seis!
—¡Me fregaste, Rodrigo!
—¡La esclavitud!
—¡Seis, seis y seis!
—¡El molino nuevo!
—¡Seis, seis y seis!
—¡Quitando la Vega Chica, todo lo que tienes contra todo lo que tengo!

www.lectulandia.com - Página 291


—¡Vale!
—¡Padre, por Dios!
—¡Cállese a la jeta!
—Tiro yo tres, cinco, seis.
—Tira tú: seis, seis, seis.
Alberto, su hijo, no pudo contenerse y arrebatándole los dados a Rodrigo, luego
de tirarlos tres veces le gritó enardecido:
—¡Fullero, ladrón tramposo! —al comprobar que marcaron siempre seis.
Rodrigo se incorporó amenazante. Gualterio y Paquito de la Madriz contenían a
duras penas al hijo de Diego García.
—En tu casa no —dijo, desde el suelo, Diego— y con las manos, nunca.
—Será a pistola y a muerte en la sabana de Maracapana, mañana a mediodía.
Y sin decir más desapareció en la noche seguido de Ñaragato.

Diego García arriba de una carreta mira al campo y a Rodrigo. Arrebatado lleva el
perfil, hoscos los ojos, sangrante el labio. La camisa bordada orla siniestra el rostro.
—Es que a Alberto se le fue la mano —cuenta a un grupo Gualterio Mendoza—.
No había necesidad de ser tan grosero.
—¿Pero es verdad que jugaba con dados falsos? —preguntó alguno.
—Puras habladurías, no más —respondió Paquito de la Madriz.
—Es que la mala leche que le ha caído encima a Diego —añadió Gualterio— no
se la quita ni con las cien misas a San Geró​nimo. Jugó, perdió y se jodió. No hay por
qué estar buscándole más puntas al asunto.
—¡Cállate a la boca, piazo e malagradecido! —le interrumpió Pablo Guerrero al
pasar a su lado del brazo de Sebastiana y su madre Rosalía—. De no haber sido por
Diego García, estarías pasando hambre.
Gualterio lo miró entre desdeñoso y acobardado y tomando por el codo a su hija
Susana, se alejó diez pasos seguido por su yerno Francisco de la Madriz.
Alberto fue el primero en disparar. La bala hizo una raya en el hombro.
—¡Ahí, mi gallo! —proclamó Diego—. ¡En todo el Valle no hay mejor tirador
que Alberto García!
Rodrigo levantó la pistola. Una sombra de temor nubló su vista. Alberto, sin
amedrentarse, soplaba el arma. Levantó la cara. Los ojos azules de Rodrigo lo
apuntaban profundos. Sonó un disparo.
Una estrella de sangre brotó en la frente. Un ¡Oh! de estupor recorrió el campo.
Diego García se frotó los ojos. Llegó a reírse.
—¡Ay, hijos, qué mala borrachera tengo! Despertadme ya, que ella es peor que la
muerte.
—No sueñas, por desgracia, hermano —dijo Pablo Guerrero—. Te lo han matado.
—¡No! —exclamó con la voz más estentórea que jamás se hubiese escuchado en

www.lectulandia.com - Página 292


el Valle.
—¡No! —volvió a gritar como uñ clarín de guerra, corriendo a su hijo cuando
apenas caminaba.
Se echó sobre él. Tomó su cabeza. La apretó con ternura, con rabia, con arrebato
confundido:
—¡Deja la tontería hijo, no te hagas el muerto! ¡Despierta ya! ¡Dime que estás
vivo! ¡Anda, chico!

Una tristeza sin habla le cerró el ánimo. Sin levantarse del chinchorro, con la
mirada vacía, bebiendo sin parar, pasó el día y los otros tres. Nadie pudo llenar sus
pupilas. La hamaca: empapada de orín y sucia de excrementos humanos. Caridad y
sus hijos rezaban. Por quinta vez tanteó el suelo tras la botella.
—Deja de beber, por Dios. ¿Es que no te basta que por tu vicio hayan asesinado a
mi hermano?
Por primera vez en cinco días llenó de presencia sus pupilas. Giró la cabeza hacia
Baltasar y lo miró con ojos distintos. Fue apenas un momento. Luego se derrumbó
con la mirada fija.
Al clarear el alba lo encontraron ahorcado de un tablón en el techo.

www.lectulandia.com - Página 293


OCTAVA PARTE
Sangre abajo
83. Don Juan Manuel y los cuatro pontones

—¡Qué desgraciada vida la de Diego, mi hermano! —clama Soledad en su silla


del corredor primero.
—El aguardiente lo mató —comenta Rosalía.
—Lo maté yo con mi actitud desastrada.
Ana María tras la puerta, se alarma del tono clamoroso de su abuela.
—¡Jesús, mujer! —le dice Rosalía— no disparates. ¿Qué culpa vas a tener tú?
Dios lo tenía dispuesto.
—¡No! —volvió a decir—. Yo le mostré a todos que tenía la oreja blanca. Yo fui
la culpable de todos los males que lo acongojaron. Yo precipité el alud. La ofensa
extraña no cimbra. Antes de ello, templa el ánima. La injuria de nuestras toldas, el
desprecio, la traición de un hermano, lo ha dicho el padre Sobremonte, si llevan al
hombre al caos; cuando no es posible morder a quien nos daña hemos de mordernos a
nosotros mismos.
—Dijo un sabio turco, que no recuerdo —respondió Rosalía— que si el suicida es
un asesino que ama a su víctima, la melancolía es hija del odio que no se suelta. A
semejanza del mastín hambriento, puede matar al amo.
—Diego —prosiguió Soledad— se quedó claro y sin vista ante mi ofensa. Al
negarle mi aprecio; al restarle mi apoyo, los que vacilaban para dañarlo, se creyeron
con licencia, si de tal guisa procedía su hermana.
—Sólo es culpable la primera piedra…
—Luego de mí —gimoteó Soledad— lo asaeteó Juan de Herrera y las gentes muy
principales. Ya al final, antes de que llegara Rodrigo Blanco, villanos cual Gualterio y
su cuñado, que le debían tanto y lo tomaron por feria. ¡Cuán fementidos y aduladores
fueron!
—Es necio quien con alhajas pretende ganar amores. El hombre digno rehuye el
compromiso que lo hace esclavo. En la fami​lia del león sólo el gato toma leche.
—Pero el que le dio la puntilla —apuntó Soledad— fue el Águila Dragante.
—Ah, eso sí que es verdad. Rodrigo Blanco fue el verdugo que se cuelga a los
pies del ahorcado, la piedra última que da en la frente, el ladrón de la última moneda.

Los ojos de cochinillo de Ana María se angostan en la penumbra. Lleva su mano


al mentón y acaricia la barba y el bigote pintados de verde. La voz de su abuela y la
de Rosalía refluyen evocativas, claras y nítidas. ¡Tan presentes!, que se las oye en la
alcoba, al igual que cuarenta años atrás. Esa fue la primera vez que escuchó hablar de

www.lectulandia.com - Página 294


Rodrigo Blanco, el Águila Dragante, «el hombre con garras y pico de grifo, que si
laceró mi alma y la cubrió de heridas, me dio a conocer, como una saeta, el bullicio
del alma plena».
La luna clara, redonda y llena. La «Dama de Noche» apesta. «Mañana la he de
cortar». Ana María se revuelca y suda. Micifuz, sobre el tejado, requiebra a una gata
joven. Un maullido de rabia sucede a un chorro de agua. El Pez de piedra lo ha
escaldado desde abajo.
«Dama de Noche» apesta. El Pez pone corriente fría. Con silbato de jardinero va
regando los geranios.
Las dos viejas retornaron mascullantes a su oído. Eran vividas, sonoras y
punzantes. Rosalía tenía el timbre claro, el desenfado de las esclavas y la parla de
oro. Me enseñó a leer en un viejo libro de letras grandes. Al hablar daba paso a Santa
Teresa y a gorjeos de sentina. Eran Las Moradas y un viejo dios del Dahomey. Decía
«pardiez» y «babalú». Palabras del Congo entreveradas de castellano. Rosalía era un
mundo injerto que pasmó sin frutos. Amalgama de dos mundos que no alcanzó la
fragua. Mi abuela era su anverso: llana, simple, compacta. Su maestra fue la
ignorancia. Su acervo, un mundo a cuadros. Rosalía era sabia y cambiante en el decir.
Su vida, como lo decía ella misma, fue siempre lisa y torcida, cual pelo de mulato.
Tenia el sabor y aroma de encrucijadas. Fragancia insospechada de vinos mareados.
Abuela era la madraza ibera: recta, vertical, impenetrable. Negación de gradaciones.
¡Esto es bueno y esto es malo! Aquel es mí amigo y este es mi enemigo. No hay
criminales a medias, sino inocentes y culpables. Las mujeres deben amar a los
hombres con quienes se casan. ¿Qué cuento es ése de casarse con el que se ama? Mi
abuela nunca entendió lo tornadizo del ser. Para ella todo era claro y estable. ¡Estos
son mis derechos! Aquellos mis deberes. Ejercía el amor y el odio con divorcio del
corazón y la mano.
Rosalía y mi abuela, águila y cruz, se amaban tanto entre sí como yo a ellas. De la
negra tomé su gusto por el saber y el decir de los poetas. No sé dónde ni cuándo
sembró en mí la inquietud. Pero Soledad Guerrero, mi abuela, era más fuerte que ella.
A mitad de la vida la venció en mi y aposentó mi alma.
José Palacios, el Capitán artillero sobrepone su perfil. ¡Es Rodrigo redivivo! —
clama en la noche—. Tiene sus mismos ojos, su misma nariz, su mismo donaire
arrebatado. ¿Para qué me permites, Dios mío, que, a mi edad, un sacudón de sofocos
haga sangrar mis entrañas? ¿Por qué me haces deambular como una pelandusca
cualquiera con un candil en la mano? ¿Por qué he de cubrirme el rostro? ¿Por qué,
Señor y Dios mío, no me dejaste seguir siendo pimpante, rosada, galana? ¡Ay, Dios!
Cuán duro es tu brazo cuando haces fea a la mujer que nació hermosa y cambias por
desabrimiento lo que antes fuera pasión y ganas.
Un sollozo la ahogó al comprender:

www.lectulandia.com - Página 295


¡Ay, Dios, cuán malas son las noches largas!, enmarañan lo que estaba suelto para
soltar lo anudado. Yo labré mi desventura. Lo acabo de discernir. José Palacios, su
sombra mellizal, me lo ha hecho comprender después de treinta y cinco años.
Aquella tarde, oculta en el oratorio, escuché hablar por primera vez del vuelo
soberbio y tentador del Águila Dragante.
Lo amé desde que lo vi aquella tarde junto al rio, montado en caballo negro,
irisado el pelo, azules los ojos. ¡Bello tenia el porte! ¡Cuán sangrantes eran sus
labios! ¡De acero sus garras! En aquel tiempo mi tez era limpia y sonrosada. Gordita
pero galana. Los chicos me daban vuelta, no tenia bigotes ni esta gordura de vaca. No
vivía entre amarguras ni amaba las soledades. Era pimpante, bonita y fondona. Mis
amigas me querían. Mis amigos me adoraban. Yo no tenía esta chiva ni esta forma de
aguacate. Ello fue brujería de aquella negra endiablada. Hube de hacerla azotar por
folgarse con Rodrigo. Hace treinta años no era la bruja Cumbamba, comedora de
niños sin bautizar. Era grácil esclava. Me percaté al verla sobre el potro del tormento.

Restalla el látigo sobre la negra. Veinte esclavos la contemplan. Ana María, su


ama, es joven, redonda y bella. Restalla el látigo. Canta el caporal.

Una por la luna.


Dos por Dios.
Tres por Andrés.

Bocas amoratas de labios sinuosos van quedando en la espalda.

Seis por el Rey.


Siete por el machete.
Ocho por el bizcocho.

La esclava se retuerce y gime. Seis zamuros la contemplan. Los esclavos ríen.


Ana María come con fruición sus uñas.

Doce por el que tose.


Trece por el que crece.

Sigiloso, un niño se acerca. ¿Quién llora? ¿Quién ríe? ¿Quién canta? Un muro de
espaldas le impide ver. Sigiloso se da vueltas. Mira a la negra de frente. Tiene los
ojos rojos. Jorge grita. Clama su madre:
—¡Muchacho del cipote!

www.lectulandia.com - Página 296


—Fue tal el miedo de aquellos fulgurantes ojos que me desmayé del tiro —dice
Jorge Blanco a Feliciano—. En ese entonces tenia cuatro años y a setenta y tres años
de aquello aún tengo pesadillas y me tiembla el cuerpo de sólo recordarlo.
—Yo no creo en brujas —comenta su ahijado.
Jorge Blanco se ha puesto anciano. Hasta dos meses atrás, en que se soltó el moño
de regidor decano, a los setenta y siete años tenía la misma cara de viejo vivaz que de
joven tuvo. Feliciano Palacios está en la flor de la edad.
Un estornudo roba la palabra a Jorge. Otro le sucede.
—Ya me dio la pituita.
El viejo regidor tose, estornuda, moquea y esgarra. Una sombra se dibuja en la
puerta que mira hacia el zaguán.
—¡Mira lo que te traigo!
Es Martín Esteban, su hijo, con un libro en la mano.
Historia de la Provincia de Venezuela de Don José Oviedo y Baños. Año de 1723
—dice el rubro—. Jorge con ojos de duda lo mira, palpa y hojea. El joven señala:
—Salió de la imprenta el año pasado. Me lo acaban de regalar.
Tomó y sopesó el libro de Oviedo y Baños.
—La historia es para un pueblo lo que la memoria para el hombre: fuente de
experiencia, fundamento del legislar, comprensión del presente, atalaya del futuro.
Por ello ha de ser veraz y valiente y justo quien la escriba.

—Nunca me olvidaré de la arrechera macha que cogió tu abuelo —dice don


Feliciano a Juan Manuel— cuando se enteró del contenido de aquella historia.
«¡Farsante, falaz, truhán!», clamaba en medio del patio. Todos nos sorprendimos pues
era de lo más tranquilo, ponderado y justo. Con decirles que llegó a decir que Oviedo
y Baños no era más que un lambeculo.
Un tumulto para frente a la Casa del Pez que Escupe el Agua. Don Feliciano
seguido de Juan Manuel y de Juan Vicente Bolívar se asoman al zaguán:
—¡Viva Juan Francisco de León y abajo la Compañía Guipuzcoana! —grita uno
de los Tovar agitando una bandera.
Don Feliciano comenta despectivo:
—Yo no sé para qué armarán tanto bochinche. En lo que le echen cuatro tiros a
Juan Francisco para la cola. Yo lo conozco más que medio liso. ¿Y a todas éstas —
preguntó intempestivo— dónde anda metido tu padre?
—A mediodía mandó a decir que llegaría. Estaba en Ocumare. Ya no tarda en
llegar.
Turbas de muchachos pasan dando mueras a los vascos. Un piquete de la guardia
principal corre tras ellos. Don Feliciano gruñe. Juan Vicente y Juan Manuel aplauden
a los que protestan.

www.lectulandia.com - Página 297


—Veo todo aquello tan nítido y luminoso como si fuera hoy —exclama Don Juan
Manuel de Blanco y Palacios desde su silla del corredor postrero.
—Tienes mejor color —dice a su lado Doñana, su hija.
—¿Te traigo otra taza de caldo? —inquiere, solícita, Juana la Poncha.
—Mejor te cae un brandy —sugiere su yerno, el Conde de la Granja.
Don Juan Manuel mira hacia la fuente. El Pez con el chorro en umbrela agorera
malos sueños.
El día en que murió mi padre no cesó de pitar lastimero. Luego que se me perdió
de vista por la Calle Mayor no volví a casa. El Pez entonaba un silbido nunca oído
hasta entonces. Toda la servidumbre, de rodillas, le decía cosas en lengua extraña.
«Gran Supiri —decía la madre de Juana la Poncha— protégelo de todo mal». Mi
madre, en la sala, rezaba con mis hermanas los álete rosarios. Cayó la noche. Cesó de
pronto el zaperoco que había en la calle. Los pasos de Juan Vicente se escucharon en
el portón:
—¡Mataron a tu padre! —me dijo al entrar.
A saltos llegué a la cuadra y, montando en pelo, a galope tendido crucé la ciudad
hasta que llegué a San Bernardino.
Sus pupilas se achican. Se aclara la nata que cubre su córnea. Se pueblan de
pestañas los párpados vacíos. Se funde la grasa que envuelve su cuello. Desaparecen
los sarmientos. Tiene su dentadura entera y las piernas ágiles.

Un círculo de soldados y una multitud que pugnaba para mirar, rodeaba al


muerto. A empujones se abrió paso. Con el cuerpo al través, atado sobre un burro,
estaba el cadáver de Martín Esteban de Blanco y Blanco, el Gran Amo del Valle.
A la luz de una hoguera contó los balazos. Por tres credos lloró entre el burro y el
flanco sangrante. Castellanos, el Gobernador, desde un sillín de campaña lo
escuchaba sollozar. De pronto se irguió. Las alabardas cabecearon atentas y
alarmadas, se echaron atrás cuando les mostró su cara al darse vuelta. La tenía
manchada de sangre, el pelo encendido, la expresar, revuelta. Oteaba a la multitud,
husmeaba un rastro. Castellanos lo vio venir: de un salto lo derribó y lo aprehendió
por el cuello.
La tropa se puso en marcha. Adelante iba un pregón:
Téngase a Don Martín Esteban de Blanco y Blanco como reo de alta traición…
Mañana, a las diez en punto, cuatro potros salvajes, en la rosa de los vientos, tirarán
de sus miembros hasta el desprendimiento…
Castellanos, lector de historias antiguas, soñó siempre en medrosa vida de
mariscal sin guerras, entrar a Roma con un rey; encadenado.
Juan Manuel, manos atadas, dogal al cuello, va tras el burro funerario. Un
sargento de risa maligna cuida que la bestia y su prisionero vayan al paso. El látigo

www.lectulandia.com - Página 298


cae, con aquella sucia risa cascada, sobre el burro y sobre el muerto, entre el rugir de
Juan Manuel.
Al llegar a la alcabala, Castellanos alisó sus mostachos Acomodó su gorguera,
caló el sombrero. Había vencido al enemigo de todo un pueblo. Al déspota feral. Al
fornicador y violador de mujeres ajenas. De lágrimas y sangre salpicó su destino. Y
él, Francisco Castellanos, lo había derrotado. «Soy el héroe. Soy el campeón. Soy
adalid. ¿Pero qué os pasa caraqueños, que no batís palmas a mi paso? ¿Do están las
ovaciones? ¿Por qué os tornáis adustos y no respondéis con risas a las volutas de mi
sombrero? ¿Por qué me torcéis el gesto? ¿Por qué cerráis las ventanas? ¿Qué os pasa
santiagueños? ¿Qué son esas flores que aquellas mujeres riegan? ¿Por qué lloráis,
cuando es tiempo de alborozo?».
—¡Viva Martín Esteban de Blanco y Blanco! —rompió una voz.
—¡Viva Caracas!
—¡Viva mi patria! ¡Abajo vascos y españoles!
«Ventisca de tornado siento. ¡Cuánta gente se ha reunido en la Plaza Mayor! No
me gusta lo que veo».
—Los de a caballo —ordenó— que abran paso. Los coraza que hagan sendero.
Castellanos avanzó hasta el patíbulo. Desde su estrado hablaría a la multitud.
Voces airadas salpicaron su ruta. Risas burlonas escuchó a sus espaldas. Los soldados
en barda miraron a la derecha y terminaron por soltar la risa. Llegó al patíbulo y la
gente reía. Subió las gradas en un estallido de carcajadas. Vio hacia la multitud y la
charca de cabezas negras que antes gruñía, era un tajamar de bocas, dientes y encías
que reía desacompa​sada y subversiva.
—¿Qué sucede? ¿A qué viene tanta guasa?
No hubo necesidad de que respondiesen. El arriero sayón volaba por encima de la
multitud, que se lo peloteaba y lanzaba al aire cual si fuese un balón.
—Poned coto de inmediato al relajo —ordenó a un oficial.
—Oídnos primero —dijo abajo una voz.
Castellanos tuvo una expresión de asombro. Don Feliciano Palacios y Sojo y los
Amos del Valle lo miraban con rabia, con trajes color de luto y espadas
desenvainadas.
—Los alcaldes y regidores de Caracas —prosiguió el Gran Mantuano— en uso de
nuestros fueros os destituimos por asesino, canalla y bribón.
Castellanos, a pesar del miedo, tuvo un arresto:
—Tal fuero fue derogado en 1736…
—Aquí los fueros los derogamos nosotros. ¡Bajad de una vez y daos preso, si no
queréis que yo mismo suba a buscaros y os cuelgue del patíbulo, grandísimo
sinvergüenza!
Atado de pies y manos y arriba del mismo burro de la infamia, el Gobernador

www.lectulandia.com - Página 299


Castellanos, seguido de fuerte escolta, tomó a esa misma hora el camino de La
Guaira.
Desde la torre de la Catedral una sombra le dijo a otra:
—¡Qué esto no se ha de quedar así, empero me cueste la salvación de mi alma!
Era el Obispo Abadiano bullente de santa rabia.
Minutos antes del Ángelus salió el entierro a la calle en un ataúd de tal eslora, que
antes que urna parecía falucho de marinero rico. En carreta de siete bueyes lo trajeron
de Valle Abajo. En él se enterró a su padre y a su abuelo, el Águila Dragante. Era de
la más fina caoba, y estaba guarnecido en plata. Veinte hombres se requerían para
sacarlo en hombros.
Clamoreó una corneta apenas cruzó el zaguán. Catedral doblaba a muerte, San
Mauricio y Las Mercedes y todas las campanas del Valle, desde la Vega a Petare, del
cuartel al río, de cerro a cerro. Los cañones retumban tristes salvas de muerte y la
gente se decía en los poblados lejanos: «Se ha muerto el Gran Amo del Valle, Señor
de los Cuatro Frentes». Jamás en los ciento ochenta y dos años de su historia, Caracas
había tenido una manifestación de duelo semejante. De todos los lugares
circunvecinos, en romería, a pie, a caballo, acudió la gente: labriegos sucios de fresas
bajaron de Galipán y los Teques; matronas enlutadas salieron de sus haciendas en un
escuadrón de nietos. En procesión y rezando llegaron los mercedarios; descalzos y sin
rezar los isleños de Guarenas; en cien caballos de luto los hacendados de Cagua.
El féretro, a hombro de los Amos del Valle, avanza en la calle cual una barca sin
viento. Catedral, grave y sonora, sigue doblando a muerte.
—Si será hijo de puta el Obispo —clama Don Feliciano mirando hacia el
campanario.
—Luego arreglaremos cuenta —dice Don Miguel de Aristeguieta.
Los Amos del Valle miran con rabia hacia Catedral y luego, al alcanzar su torre,
siguieron a paso lento hasta Principal, don​de, con cadencia inmóvil, se dieron vuelta
al revés, apuntando en tiro recto hacia la Iglesia Mayor con su bocaza abierta erizada
de cirios y sacristanes. Luego de cruzar la Plaza enlentecidos y bamboleantes,
subieron las siete gradas donde comenzaba el atrio. Un silencio de diez mil voces
hacía coro al vaivén. Una voz castiza con acento y fuerza de las Siete Palabras,
estalló en la torre. El Obispo Abadiano clamó, apoyado en el barandal:
—¡Deteneos, insensatos! ¡Qué aquí no hay lugar para traidores, ni tierra para
ellos en los camposantos!
Los Amos del Valle, con el pueblo a su espalda y el muerto encima, escuchaban
sin oír lo que gritaba el Obispo. Es que era de pesadilla o locura que, al Gran Amo
del Valle, aquel hijo de puta engualdrapado en púrpura le negase sepultura en la cripta
del Cautivo, ya llena de polvos blancos.
Cerróse retumbante el ancho portón. Refulgieron los ojos de Don Feliciano. La

www.lectulandia.com - Página 300


muchedumbre, como el juego de agua que precede al mar de leva, se retiró diez varas
y al grito de Don Feliciano: ¡A la carga!, se abalanzaron sobre el ataúd, al cual los
portadores, luego de balancear a pulso corrieron con él lanzándolo como ariete sobre
el ancho portal, que se derrumbó en un resquemor de astillas. El Obispo corrió hacía
el púlpito. Don Feliciano, espada en mano, subió la escalerilla, mientras le gritaba
fuera de si:
—¡Venid acá, mal cura! ¡Mal hijo de mala madre! Ven a rezar por mi hijo o te
acuchillaré la cara. ¡Y haz que lloren tus campanas en doble repique a muerto, como
le toca a un mantuano!
—Es que el hijo de la grandísima puta, además de sus otras infamias, quería
arrebatarnos el privilegio del doble repique que nos corresponde a los nobles de la
Provincia. ¡Qué gran carajo era el maldito Abadiano! —le dice Don Feliciano a Juan
Manuel, que en el día de ayer y luego de cinco años, regresó de España.
El muchacho comienza a perder su aire juvenil y el Gran Mantuano a los setenta y
siete años, aunque se mantiene enhiesto para tantos años, ya no tiene el vigor de
aquellos tiempos en que destituyó al Gobernador y gobernó la Provincia hasta que
llegó el nuevo Gobernador Felipe Ricardos, dispuesto a imponer el orden y a someter
definitivamente a los mantuanos.
—El cacao está a 32 reales…
—¡A ocho pesos! —exclamó asombrado Juan Manuel—. ¡Si en España no baja
de cuarenta pesos!
—Pero si los holandeses de Curazao nos pagan la fanega entre veinticuatro y
treinta y dos reales. ¿Tú has visto robo más descarado? Es que nos quieren llevar a la
ruina. Ahora el Rey les concedió el monopolio de la trata de esclavos quitándoselo a
los ingleses, que daban tan buenos precios. Los agentes de la Real Compañía Inglesa,
de quienes me hice muy amigo, me dijeron antes de marcharse que hasta cuándo
íbamos a estar aguantando vainas, que por qué no nos independizábamos y salíamos
de eso, que ellos nos ayudaban.
—¡Abuelo! —exclamó Juan Manuel ruborizado por sus palabras—. Ni por juego
digas esas cosas.
—Mira, mijito —le respondió el viejo de mal talante—. Tú vendrás pepeado por
el Rey; pero una cosa es allá y otra es aquí. A esta vaina no hay quien la aguante. Este
Ricardos es el peor tirano que ha conocido la Provincia en toda su historia. No hay
atropello que no haya cometido. Menos mal que éste es su último año de gobierno.
—Hay que tener paciencia —añadió conciliador Juan Manuel—, no hay mal que
dure cien años. El Rey Fernando VI es bien intencionado. Ya nos devolvió la
autonomía que su padre nos arrebató en 1717. El nuevo Gobernador sera distinto.
—¡¿Distinto?! ¡Qué bolas tienes tú! En política española no sucede nada que no
esté debidamente calculado en todos sus efectos. Cuando yo estaba de tu edad

www.lectulandia.com - Página 301


pensaba igual que tú y creía que aquella sarta de gobernadores, problema que hubo de
derrocarse desde 1693 hasta que llegaron estos malditos vascos era pura mala leche.
Era obra del cacao y de las ganas que tenia el Rey de ponerle la mano.
—No sigáis creyendo —nos decía a los muchachos de la época Jorge Blanco y
Mijares, tu abuelo, cuando destituimos a Cañas y Merino en 1714— que vamos a
seguir haciendo en esta provincia lo que nos dé la gana.
—No os hagáis ilusiones —decía Jorge Blanco a un grupo de jóvenes mantuanos,
entre los que se encontraba Feliciano—, que los reyes van a permitir en el futuro que
nosotros quitemos y pongamos gobernadores a nuestro antojo por el privilegio que
nos confirió Felipe II, llevado por el deseo de compensar nuestra pobreza y
aislamiento. Con Cañas y Merino los alcaldes de Caracas han destituido, sin contar
los cinco que murieron en circunstancias misteriosas, a seis gobernadores, más Juan
de Tribiño que huyó por temor a ser asesinado y Quero Figueroa que desapareció sin
dejar rastros.
¿No os parece una barbaridad que de los treinta y un gobernadores que ha tenido
Caracas en ciento treinta y ocho años, trece hayan terminado de malas maneras? Uno
por cada tres es demasiado. Y si atendemos a los últimos veintidós años, la cosa se
pone peor, pues de los seis que hemos tenido, cuatro han sido destituidos por los
alcaldes. Yo todavía no entiendo por qué Su Majestad no nos ha apretado las cureñas
todavía. ¡Achis! —estornudó Jorge Blanco—. ¡Achís! —volvió a estornudar—.
¡Achís! —repitió una, tres, quince veces. Ya tenía el rostro amoratado cuando se
marchó a su alcoba seguido por su mujer y por su hijo Martín Esteban, que ya andaba
por los once años.
—Ya me dio la pituita. Alcánzame el frasco aquél —dijo a su hijo.
Echó el líquido en un pañuelo y lo olfateó largamente. Los estornudos se
espaciaron sin desaparecer de un todo. Exhausto y mirando hacia el techo, se dijo:
«Cuando yo estaba muchacho mi madre me ponía un emplasto que me cortaba la
pituita en un momento. Se lo dio la negra tortuguera, la que ahora dicen que es la
Bruja Cumbamba».
Viejas imágenes cabrilean sobre el cielo raso. Aparece el corral de su casa. Él era
ñaco y canijo. El corro de esclavos. La negra en el potro. Cantaban a dúo el látigo y el
caporal.

¡Diecisiete de rechupete!
¡Dieciocho por el topocho!

Ana María continúa comiéndose con fruición las uñas. Los latigazos los siente
adentro. «Pobre mujer. Se me fue la mano. ¡Basta ya, Simeón!». «Y pensar que yo le
tuve lástima a esa perra diabla. Bruja malvada, puta y hechicera. Ella fue quien mató

www.lectulandia.com - Página 302


a la cocinera y le chupó la sangre. Al igual que al pobre Juan de Ascanio. ¡Qué cosa
tan horrible fue aquello! Su tumba la encontraron vacía».
Y ya son varios los que la han visto merodear por el Cementerio de los
Canónigos. Yo le tengo pavor a esa mujer. Me parece que en cualquier momento me
hace algún daño. Otros la han visto cabalgar sobre una escoba. Y ya son varios los
muchachos muertos sin bautizar debido a su maldad. Y pensar que fue Rodrigo quien
la trajo a Venezuela. Yo, de pandorga, lo que es la inocencia, en un principio creí que
era realmente por su comida; cuando supe la verdad me iba muriendo. ¿Rodrigo sería
tan malo como pareció ser? Yo, por mucho tiempo, me resistí a creerlo. Al fin y al
cabo es el padre de mis hijos. Mi abuela y la negra Rosalía lo odiaban con saña
particular. Nunca se me olvidará la vez aquella en que las dos viejas hablaban en el
corredor de adelante y yo las escuchaba escondida tras la puerta del oratorio.

—¡Maldito sea Rodrigo Blanco! —dijo con rabia la negra Rosalía.


—¡Maldito sea! —le respondió Soledad Guerrero mirando hacia el pozo que
construyó su padre, el Cautivo, en medio del patio.
Ana María se alarmó por la voz descompuesta de su abuela y abrió tres dedos la
hendija por la que se asomaba.
Soledad Guerrero, a los sesenta y nueve años, es una vieja gorda, rechoncha, de
piernas vacilantes, nariz de papa cruzada por venillas en medio de una cara fofa, de
boca desdentada y mirada triste.
Cruje la puerta tras la que Ana María espía. Soledad la alcanza a ver. La toma por
una oreja y la sacude. La chica llora y suplica.
—¡Váyase inmediatamente para la cocina y aprenda de una vez a obedecer!
¡Carrizo con la muchacha ésta, que se ha puesto tan voluntariosa! —protesta
retornando a su silla.
Las dos viejas continúan charlando sobre Diego García y el Águila Dragante:
—Ayer se cumplieron ocho años de la muerte de Diego y hoy es el aniversario de
Baltasar. Me parece ver a la pobre Caridad rodeada de sus muchachitos sentada en
esa misma silla donde tú estás. La pobre estaba decidida a vender la hacienda.
—Desde que Diego la compró —decía la pobre— no nos han venido sino
desgracias.

84. ¡Juicio de Dios!

—Primero fue Gabriela —enumeró Caridad, la viuda de Diego García—, luego


Garci peleando contra los jirajaras; enseguida Felipe; después Alberto y ayer Diego.
Se inclinó hacia adelante y rompió a llorar. Soledad y Rosalía derramaban
palabras de consuelo:

www.lectulandia.com - Página 303


—¡Qué desgracia tan grande, Dios mío! —clamaba Soledad mesándose el pelo.
—¡Maldito sea ese mal hombre! —voceaba enfurecida Rosalía—. «Y ojalá las
cosas se queden ahí —se dijo ensombrecida de presentimientos—. Hace poco un
pájaro cayó muerto del aire sobre las tres hijas de Caridad que estaban jugando pico
pico. Y a Caridad de repente le vi en la cara pintada la muerte. A Diego García
alguien le echó una maldición muy grande».
—Pero tranquilízate, mujer —le observó a Caridad— que con tanto lloro no vas a
remediar nada. Todavía te quedan seis hijos: tres varones y tres hembras.
Rayó un laúd en la sala. Rosalía estremeció el rostro. Sólo ella escuchó muy tenue
la voz del Cautivo cantando la primera estrofa de su canción preferida y tenida por
ella como augurio de maldad, tragedia o muerte.
«¡Barajo, viejo —le habló con su pensamiento—, líbranos de todo mal!».
Tres aldabonazos fuertes restallaron contra el portón. Los cascos de un caballo se
escucharon en el zaguán.
—¿Quién podrá ser, que se atreve a tanto? —preguntó Soledad enfurruñada.
Ño Ñaragato a caballo le dio la respuesta. El espaldero de Rodrigo Blanco, con
aquel mechón rojo que parecía un cuerno, aquella boca burlona donde relucían sus
dos colmillos, parece al mismo diablo. Llevaba un saco atravesado sobre la montura.
Luego de mirarlas de hito en hito, tiró el saco al suelo:
—Ahí les dejo eso —y dando vuelta al caballo les dijo antes de salir—. Ya venia
muerto cuando entró a La Vega erizado de puñales.
—¡Baltasar! —clamó la madre llena de presentimientos. Dentro del saco estaba el
cadáver del cuarto de sus hijos. Un balazo tenía en la frente y otro en el pecho.
Baltasar, enloquecido por la muerte de Diego, su padre, decidió vengarlo. Esa
madrugada, a falta de una pistola tomó un machete y se metió en el cinto cuatro
puñales. Mataría a Rodrigo Blanco mientras dormía. Ño Ñaragato en la hamaca de su
amo, lo vio venir. Amartilló las dos pistolas y cuando el mu​chacho asomó la cara con
el machete arriba, disparó a quemarropa.
Rodrigo Blanco, aunque excusó a su guardaespaldas, lamentó amargamente el
incidente:
—Llévale ahora mismo ese pobre niño a su madre.
Caridad, luego de enterrar a su hijo, le dijo a Pablo Guerrero, su mayordomo:
—Vende la hacienda por lo que te den —y seguida de sus hijos y esclavos tomó el
camino del mar, en dirección a su hacienda de Camurí.
La casa frente al mar estaba rodeaba de corredores, y un bosque de cocoteros en
derredor, junto con la brisa que siempre soplaba, la tenía envuelta en apacible frescor.
Caridad veía con tristeza a sus hijos. Las tres niñas de trece y catorce años se
asomaban a la mujer. Juan de Dios, el sexto de sus hijos, cumplía ese día catorce
años.

www.lectulandia.com - Página 304


—Vamos a tener que pasarlo por debajo de la mesa —le dijo al muchacho— por
consideración a tu padre.
Nicolás, el menor, el hijo preferido de Diego, era un chico vivaracho que, a los
diez años, sorprendía a su madre por sus opiniones y sugerencias, como fue cuando la
consoló de la pobreza que lamentaba:
—No te preocupes, mamá. Yo sé donde está la mina de oro del Cautivo. Padre me
la enseñó antes de morirse.
Nicolás era gran cazador. A diario se presentaba a la casa con pavas y
guacharacas y en la luna menguante se iba con uno de los esclavos a cazar lapas río
arriba.
A lo largo de tres meses no hubo comprador para La Veguita, la primera y última
propiedad que tuvo Diego García. Nadie quería de vecino a Rodrigo Blanco.
Pablo Guerrero, aburrido en las gradas del corredor, mira hacia el camino.
—Parece mentira que Diego haya muerto.
La negrita Sebastiana da de mamar a su primer hijo. Por el sendero enmontado se
perfilan Gualterio Mendoza y su yerno Francisco de la Madríz.
—Vengo a sacarlos de abajo —saludó vocinglero el mulato—. Compro a Caridad
la hacienda.
Pablo lo miró de arriba abajo:
—¿Se puede saber de dónde acá tienes tú tantos reales? Pues que yo sepa, aparte
lo que le robaste a Diego junto con el coño e mae éste, no tienes donde caerte muerto.
Sin modificar su jactanciosa hilaridad, prosiguió:
—Eso es asunto mío. Si les interesa les ofrezco dos mil pesos, moneda sobre
moneda.
Pablo, transfigurado de odio, se incorporó de un salto dirigiéndose al interior de la
casa.
—¡Corran! —apenas pudo gritar su mujer.
Mascullando amenazas y empuñando una escopeta retornó Pablo. De no haber
sido por el empellón que le metió Sebastiana, allí mismo hubiese quedado muerto
Gualterio Mendoza, quien a todo meter huía por el camino.
La viuda de Diego García, sin embargo, al enterarse de lo sucedido accedió a la
propuesta de Gualterio, quien celebró la compra con una fiesta a todo trapo. Dos
meses más tarde apareció el verdadero comprador: Rodrigo Blanco. Y la hacienda La
Vega, la que fundara Garci González de Silva cincuenta años atrás, volvió a ser una
sola y grande encomienda.

Acantilada sube la montaña entre el mar y el Valle. Lleva un mechón en el cuerno


izquierdo la luna menguante.
—Sangre lleva la luna —afirma Rodrigo Blanco.
—¡Ay!, qué rara está la luna —dice Caridad García desde su casa en la playa.

www.lectulandia.com - Página 305


«Soy un criminal —se dice Rodrigo Blanco—. Sangre y muerte es lo que llevo.
Soy la tragedia infinita. Ya esta hacienda no la quiero. Dados con plomo la hicieron.
¡El pobre Diego García! Viejo, borracho, mestizo y caraqueño. En mi alma no habrá
perdón. Soy ingrato y carnicero».
Su voz nasal y succionante se va por las veredas de Camuri Grande.
—Vengan niños, a rezar por el eterno descanso de vuestro padre. ¿Dónde está
Nicolás, que no lo veo?
—Caza lapas junto al río.
—¡Qué muchachito éste! No ha hecho la Eucaristía y no piensa sino en matar.
Un plantío de caña en la noche tiene la simetría y el silencio de las ciudades
muertas. «Así estaba la luna cuando salvé a Diego García».
Nicolás sube la cuesta con el indio baquiano. Rodrigo ronca su casa seguido del
mayoral.
—En lo que asomen la trompa, ¡zuaz!, tiras a matar.
«Soy un asesino, soy un criminal».
Con la escopeta a punto Nicolás mira hacia el agua. Sus tristes ojos otean la masa
oscura del cañaveral. En la Casa Grande. Caridad y sus hermanos desgranan
plegarias. Por el mar avanza una piragua.
«Mañana he de ir ante el Gobernador. Confesaré quién soy».
Y de cómo me persiguen los perros de Dios. Prefiero la hoguera al frío del
corazón.
—Padre nuestro, que estás en los cielos…
—¡Fíjate, Nicolás!, allá está saliendo una.
La luna chucuta ríela igual de triste en La Vega y en Camuri.
Rodrigo Blanco y Ño Ñaragato rondan por el camino: Nicolás García sigue
apuntando al agua. Caridad desgrana letanías.

El mar ruge a cien pasos. Cuarenta hombres desnudos saltan de la piragua.


«Mañana he de poner fin a tan larga desventura. Fin he de poner al mal. Caridad y
sus hijos a esta casa volverán».
Una lapa asoma el hocico. Glu, glu —la vuelve a ocultar—. ¡Apunta bien,
Nicolás!
—¡Ay, ay, ay! —gritan en la Casa Grande. Llamas altas suben hasta los cocoteros
—. ¡Auxilio, auxilio, los indios nos matan!
—¡Es mi madre! ¡Son mis hermanas! ¡Corramos, indio!
—¡Párate ahí, Nicolás!
Corre corriente abajo. Arde la Casa Grande. La voz de su madre clama. Gritan sus
hermanitas. Juan de Dios, su hermano, chilla. Nicolás corre con la escopeta en la
mano.
—¡Párate ahí, Nicolás!

www.lectulandia.com - Página 306


—¡Están matando a mi madre, están matando a mi madre!
La noche está iluminada por un fuego de pavesas. Sombras desnudas, con plumas
en la cabeza, persiguen a otras por el corredor.
Nicolás pisa en falso; pega la cabeza contra una rama. La noche y el árbol lo
cubren desvanecido. El indio lapero no lo ve caer; el impulso lo estrella contra cinco
guerreros empenachados, de feroces miradas.
—¡Ñaragato!
—Dime, señor.
—Mañana a las diez iremos a ver al Gobernador.
—Como tú mandes, señor.
La piragua se llevó a las tres niñas. Caridad, su hijo y el indio cazador fueron
muertos por los caribes. Ño Miguel y sus hombres rescataron a Nicolás. La Casa
Grande todavía humeaba. El hijo menor de Diego García tenía los ojos de tigrillo
enfermo. No hablaba, no entendía, estuporoso, alelado. ¡Qué vaina, se volvió loco el
carajito! Corre Juan a La Guaira y cuenta lo sucedido.
A las diez de la mañana, seguido de Ñaragato, Rodrigo de la Torre Pando se fue al
despacho del Gobernador.
—Soy un reo del Santo Oficio.
—Odio a los perros de Dios. Mi padre murió en la hoguera por falsa acusación.
—Pero di muerte al hijo tercero de Diego García, señor Gobernador.
—En limpio duelo de honor.
—Maté a Baltasar, el que sigue.
—Legitima defensa. Entró a vuestra casa como ladrón nocturno y el alma asesina.
—Arruiné a Diego García y lo impulsé al suicidio.
—Nadie conoce los designios del Señor.
—Pero escuchadme, señor Gobernador…
—Nada, hombre, nada… Sois inocente de toda imputación.
—¡Qué el Santo Oficio me persigue!
—Me importa un bledo lo que opinen los perros de Dios.
Clamor de espuelas por el despacho. Oficial de impecable uniforme pide la venia.
Vienen con él un sargento sudoroso y un peón mugriento de Ño Miguel:
—Los caribes asaltaron anoche a Camurí: dieron muerte a Caridad García y a
Juan de Dios su hijo, raptándose luego a las tres chiquillas. Nicolás, el menor, salvó
la vida por milagro de Dios.
Color de mármol puso la faz Rodrigo y de asombro el Gobernador. Clavó un
mohín de duda y otro de resignación. Finalmente dijo con jubilosa sentencia:
—¿Os dais cuenta una vez más, mi caro y apreciado amigo, que el Señor una vez
más ha vuelto a expresar su voluntad de que seáis vos quien disfrute de la fortuna de
Diego García?

www.lectulandia.com - Página 307


¡Es juicio de Dios! —añadió cayendo de hinojos.

85. ¡Señor de Torre Pando de la Vega!

Salvo Pedro Mijares de Solórzano, su hijo Francisco y Antonio de Bolívar y


Rojas, el patriciado dio la razón a Rodrigo excusán​dolo de toda culpa.
Juan Ascencio de Herrera y Pacheco, en memoria del hermano muerto en Nirgua,
asumió su defensa si alguna duda cabía. Pedro Lovera Otáñez, el hijo de Catalina
Ledesma, hombre de guerra, crecido en el resquemor contra Diego, clamó en la
Plaza:
—Él mismo se lo buscó por borracho y pendenciero. Rodrigo Blanco no hizo más
que defenderse y si no, pregúntenle a Gualterio Mendoza y a Paquito de la Madriz,
que estaban ahí cuando su hijo lo cubrió de improperios.
—Nunca me gustó Diego García —dijo otro—. Como todo mestizo, era vicioso y
torcido.
Los presentes dieron ruidosas señales de aprobación. Gualterio y Paquito, en
segunda fila, ratificaron lo que afirmaba Lovera Otáñez.
—Mira que la gente puede ser miserable con el vencido —bramó Soledad
Guerrero al serle dados los comentarios.
—Los indios de esta tierra —le respondió Rosalía— odiaron siempre a los viejos
y a los tullidos. Y no podrás olvidar que todos vosotros arrastráis a chorros esa sangre
en las venas.
Rodrigo Blanco se dedicó con ardor a la explotación del inmenso fundo.
Gualterio con su chocarrería y dichos salaces le espantaba las ventiscas de mala
conciencia que lo abrumaban:
—Diego García era más malo que la sarna. No había mujer en este fundo que
respetara y por quítame estas pajas se raspa​ba al más pintado. ¿Te acuerdas, Paquito,
del tiro que le descerrajó al indio que vino a traerle la noticia de que habían muerto de
viruelas Hernán Mijares y su mujer María Isabel de Montemayor?
—Si que me acuerdo —respondía vacilante el hermano de Caridad, sin parar
mientes que Rodrigo requebraba a Susana, su rica hembra—. ¿Cómo me voy a
olvidar? Aquello fue propio de un malvado.
—Más que malvado —apuntaló Gualterio— Diego García era un abyecto
criminal.
«Mire que Gualterio puede ser malagradecido —dijo para sí María Josefa, su
mujer, mientras bordaba—, de no haber sido por Diego, quien se le paró de frente a
mi cuñado Lovera Otáñez que se alzó con el patrimonio de mi padre, a estas horas no
tendríamos la finquita que luego Diego acrecentó generoso, empero haberme cobrado
antes y después —se dijo con picara añoranza—. ¿Será por eso la ojeriza que en el

www.lectulandia.com - Página 308


fondo Gualterio siempre le tuvo? Es tan canalla, tan cobarde y tan sucio, que no
resultaría raro».
La inmensa fortuna que cayó sobre Rodrigo Blanco aunada a su estrecha amistad
con el Gobernador, le aseguraron el respeto y aprecio de toda la ciudad. No había
fiesta, sarao, ternera, donde no se le invitase, ni festividad, salvo las religiosas, donde
no ocupase sitio de honor. Fray López de Agurto, el Obispo, y su secretario, el Padre
Sobremonte, hicieron causa común con Bolívar y los dos Mijares, detractores
implacables del joven oficial, que por sus malas artes, como voceaban, concito la
muerte y desgracia de Diego García y de su familia.
—¿Es que acaso vuestras conciencias están encallecidas? —clamaba el Obispo en
un sermón dominical aludiendo a Rodrigo Blanco que lo miraba con expresión
impenetrable desde algún rincón de la iglesia—. Un criminal —proseguía el Obispo
— puede evadir la acción de la justicia por lenidad y complacencia de gobernantes
que no merecen serlo. Por el uso y abuso de vendidos testigos. Por las mañas y
trampas que siempre tiene la ley. Pero de lo que nunca podrá evadirse es del
desprecio público, que tiene mil formas de expresión entre los pueblos honestos y que
entre vosotros no se practica. ¿Cómo es posible que honorables vecinos sienten a su
mesa a notorios ladrones y asesinos? ¿Qué les permitan alternar con sus hijas, sólo
porque aquel sea adinerado? ¿Cómo es posible que se le rinda acatamiento, se le
prodiguen zalemas y lisonjas, como estoy harto de verlos, cuando en el mejor de los
casos el torcerle la cara con desprecio es lo que se impone? ¡Mal os veo, caraqueños!
—clamaba el sacerdote—. Si no hacéis la justicia que un mal gobernador se niega a
hacer.
Núñez Meleán, que oía el sermón desde su gran silla de Gobernador, se puso en
pie bruscamente y luego de ver a López de Agurto con indignada fijeza, dio media
vuelta y abandono la iglesia. Tomás de Aguirre y los dos hermanos Vásquez,
igualmente enfurecidos, salieron tras él. Rodrigo Blanco permaneció imperturbable
hasta que el Obispo terminó de hablar y acabó la misa.
En el atrio, con el Gobernador al frente, los vecinos se hacían lenguas de la
insolencia del sacerdote, prometiéndose que en lo sucesivo oirían misa en San
Francisco.
Rodrigo, cabizbajo, siguió de largo sin detenerse ante las palabras de aliento,
echando piernas de inmediato al caballo que le ofrecía Ño Ñaragato.
Rodrigo iba tan abatido que apenas los vio con dolorosa expresión e hincando los
tacones en los ijares de su bestia, galopó temerario como alma que lleva el diablo por
las calles atestadas de gente hasta alcanzar el Camino Real.
Ñaragato lo seguía con dificultad. El caballo corría raudo con los flancos
destrozados por las espuelas y el látigo. Con la mirada sangrante, Rodrigo galopaba
hacia La Vega. Salta un carro. Sesga con violencia la bestia a punto de estrellarse

www.lectulandia.com - Página 309


contra un muro. La gente se persigna al verlo pasar. Ñaragato se queda atrás. A media
legua, en un vómito de sangre, reventó el caballo.
—No te mataste por obra de Dios —le dijo Ñaragato al alcanzarlo.
«Lástima que así no fuese —se dijo dentro—. El tormento me devora».
Ni el juicio de Dios del Gobernador, ni la cálida recepción del vecindario, ni los
ungüentos palabreros de Gualterio, ni su inmensa riqueza acallan las voces que lo
atormentan. La imagen de Diego lo ronda y baila. Las noches son largas. La desazón
continúa.
Es inútil que trabaje de sol a sol; que cabalgue hasta caer exhausto. Apenas lo
calma la palabrería de Gualterio y la presencia de su hija Susana, la mujer de Paquito
de la Madriz.
—Soledad Guerrero —dice esa noche Gualterio— luego de tanto disgusto con
Diego, su hermano, se hizo entregar a Nicolás, el único hijo que le queda vivo, y lo
tiene viviendo en su casa.
—¡Pobre chico! —dijo ensombreciendo sus ojos azules—. ¿Qué podré hacer por
él? Me gustaría ayudarle.
—¡No jóse!, Rodrigo, no parecen cosas tuyas ni de un hombre con experiencia.
¿Le vas a dar garrote al loco? Deja a ese muchacho quieto y que se las arregle como
pueda.
Es ya pasada la medianoche. Rodrigo está terriblemente sombrío. Gualterio no
quiso dejarlo solo. «Pasaremos contigo la noche. María Josefa te preparará un
guarapo de lechuga que es bueno para el dormir. Paquito y yo nos quedaremos
velando. Ya te puedes acostar, Ñaragato, le dijo al zambo que en un escalón
aguardaba, con arrebatos de propietario».
—Yo me acuesto cuando me salga del forro —respondió batiendo su mechón
rojo.
Rodrigo se echó en su cama; la misma de Beatriz Días de Rojas, de Melchora
Díaz de Alfaro de González de Silva, de Caridad García de la Madriz. Era una cama
sin hembra, bullente de malos recuerdos, preñada de angustia y culpa. El corazón
palpitaba desbocado, un cintillo de locura le comprimía las sienes; el sofoco incierto
de la angustia le angostaba el aire. «¡Cuán malo soy! ¡Cuán malo he sido! ¡Razón
tenía el Obispo! La desdicha anda conmigo. Siembro la muerte a mi paso. Justo es mi
castigo Necesario mi tormento».
A la luz de la vela el cordón vacío de una hamaca sembró ocurrencias. Trepó a la
silla. Miró el cordón.
—¿Qué haces, hombre de Dios? —le susurró a su lado Susana con una expresión
alarmada de entrega.
Al cabo del primer gallo dijo Susana a Rodrigo:
—Debo irme; Francisco despierta en la madrugada.

www.lectulandia.com - Página 310


A pesar de Fray Agurto, oyó misa en la Iglesia Mayor. El Obispo repitió su misma
filípica. Rodrigo, inmóvil, lo escuchaba con ambigua atención. El cura, al fustigarle,
le daba una extraña paz.
Liviano y sonriente sale al atrio. Santiago y Domingo Liendo, dos hermanos de
casta noble recién llegados a Santiago, lo saludan untuosos. Pedro Lovera Otáñez, el
hijo del notario, habla de la expedición que organiza contra los piratas establecidos en
La Tortuga, un islote a diez leguas de la costa venezolana.
—Representa un serio peligro —afirma—. Están erigiendo fortaleza y son más de
cien los hombres que la ocupan.
Pablo Guerrero, indolente y recostado de la puerta, mira al grupo con desgano.
Un chico vestido de monaguillo sale de la iglesia y con las manos entre las mangas
camina con la cabeza baja hacia el corrillo.
—¡Nicolás! —se dice, fustigado por un presentimiento.
—Mucho me placería señor de Blanco —prosigue Lovera Otáñez— que me
acompañarais, como hombre bizarro de gran experiencia, en esta operación punitiva.
—De mil amores, Don Pedro —responde Rodrigo.
Nicolás ya llega a su espalda. De la manga saca un puñal.
Brilla la hoja. Pablo Guerrero de un manotazo lo desarma. Bulle el cotarro.
—Lo pensaba asesinar.
—Heredó la mala índole de Diego García.
—Diez años apenas y ya quiere matar.
—Hacedlo preso alguaciles.
—Quien le ponga un dedo encima —ruge Pablo Guerrero— habrá de vérselas
conmigo.
—Y conmigo —dice Fray Agurto que aparece inesperadamente seguido por el
padre Sobremonte.
—Dejad al chico quieto —observa Rodrigo Blanco.
—De ninguna manera —responde Paquito de la Madriz rebosante de energía—.
Es mi sobrino, pero su mala acción debe tener correctivo.
Rodrigo toma el camino de su casa mientras los otros discuten sobre lo que hay
que hacer con el hijo de Diego García.
En la hacienda, Gualterio con su boca color de pozo, dice a Rodrigo:
—Ese carajito fue siempre muy enfurruñado. Cuídate de él si llega a hombre.
Al atardecer llegó Paquito:
—El Gobernador y el Cabildo tomaron la decisión de alejar a Nicolás, el hijo de
Diego García, por los ocho años que le faltan para cumplir la mayoría de edad. Se lo
van a entregar bajo custodia al Padre Carlos Gil, párroco de Valencia, hombre santo y
sabio, según el decir del Obispo. Es duro separar al muchacho de Soledad Guerrero
que ya lo había adoptado como si fuese su nieto. La pobre está desesperada. Pero

www.lectulandia.com - Página 311


como le dijo el Gobernador, y cosa extraña, apoyó el Obispo, es demasiada tentación
y perturbación para el niño toparse a diario con el hombre que odia… Ocho años de
sabias ideas pondrán bardas a su venganza. ¿Y quién quita que un tifus lo saque de en
medio? ¡Con lo deslecha​da que es esa gente!
—Es que este Rodrigo —regurgitó Gualterio— tiene más suerte que una chiva
negra.
No movió un músculo de su faz. Sus ojos azules siguieron sombríos.
—Si te sientes mal —propuso paternal Gualterio— nos quedaremos contigo a
pasar la noche. ¿No es verdad, Paquito?
—Yo, esta noche no puedo: tengo que arreglar unas cuentas pendientes. Pero
Susana, mi mujer, sí se puede quedar.
—No es necesario. Mañana en la madrugada debo estar en La Guaira. Voy en la
expedición de Lovera Otáñez contra los piratas. ¡Ensilla las bestias Ñaragato!
Camino del puerto, Ñaragato, con Rodrigo en la esquina, se detuvo ante el portal
de la iglesia donde yacía adormilado un mendigo ciego. Enronqueciendo la voz dijo
al hombre a tiempo que ponía en sus manos dos pesos y un voluminoso paquete:
—Quiero que me haga un favor muy grande: entréguele este paquete muy
temprano a Pablo Guerrero. Si cumple su misión mañana vengo y le daré otros dos
pesos.
—Así se hará, hijo mío. ¡Dios te lo pague!
Con letra de Rodrigo decía el paquete:

Para Don Carlos Gil, Cura Párroco de Valencia.


Utilizad estos dineros —señalaba una carta adentro— para la buena pro de
Nicolás García. Al cabo de cada año recibiréis la misma suma. Estoy en deuda con
Diego García.

A la caída del sol la flotilla de Lovera Otáñez, compuesta de cuarenta españoles y


ciento diez indios flecheros, avistaron en lontananza los palos mayores de dos urcas
holandesas. La isla plana y salitrosa no se distinguía.
Entrada la noche y guiados por las fogatas, desembarcaron por el otro extremo,
donde los piratas, entre cantos y carcajadas, holgábanse con carnes y vinos.
Lovera Otáñez dio un traspiés. De inmediato se le hincho el tobillo. Sin pérdida
de tiempo dijo a Rodrigo:
—Haceos cargo de la acción. Dejadme a mí con tres indios y dos soldados.
Sigilosos y en arco avanzaron los treinta y siete españoles con sus arcabuces a
punto y los cien indios flecheros. Los holandeses cantaban a coro una canción vieja.
Una andanada de veinte arcabuces y una lluvia de flechas abatió a quince.
Sorprendidos se rindieron a discreción. Los heridos que aún sobrevivían fueron
ultimados en la playa. Rodrigo en persona, como nunca había hecho en su larga

www.lectulandia.com - Página 312


experiencia guerrera, clavó su espada en cinco holandeses. Un extraño placer lo
embargó al hendir la carne viva. Al ver saltar la sangre. Al escuchar los ayes y gritos
de los vencidos.
A propuesta de Rodrigo, diez de los piratas fueron colgados de los palos de
mesana. Al ver las pataletas de los ahorcados, nuevamente sintió el extraño regocijo.
Con sus urcas y sus ahorcados atracaron en La Guaira entre las ovaciones de la
muchedumbre.[82]
—«Gonzalo, don Gonzalito» —cantó una voz y entre dos truenos le sonrió la
montaña.
Luego de su proeza de La Tortuga, Rodrigo Blanco acrecentó aún más su
prestigio y ascendiente. La gente se desvivía por atenderlo. Lisonjas y honores lo
envolvían. El ardor que lo asediaba no lo abandonaba, sin embargo, en ningún
momento. Gualterio lo aburría. Paquito lo exasperaba. Tan sólo Susana, a quien hizo
suya por tres veces más, lo calmaba a medias. Pero Susana, poseída de reproches, se
fue negando. Aquella tarde en la hacienda, mientras Gualterio y Paquito jugaban a los
dados en el corredor, tiraba de ella tras la puerta para llevarla a su alcoba. La mujer se
resistía:
—Piensa en mi reputación. En la de mi hija. Si la gente llegara a enterarse…
Entre gruñidos y pataletas la hizo suya en la alfombra, mientras a tres varas y con
la puerta abierta el padre y el marido jugaban: «Puta, Demonio y Rey».
—¡Basta ya! —clamó enfurecida Susana apenas se puso en pie, estremeciéndose
cual gallina pisada—. No quiero nada más contigo.
Rugiente de furia salió al corredor para tomar el camino de su casa.
Rodrigo no renunció a la presa. Susana no volvió a La Vega y no se apartaba ni
un momento de María Josefa, su madre.
El acecharla fue su obsesión y divertimiento. Un día la vio alejarse por la cañada.
Sigiloso se fue tras ella. La mujer, una vez más, se negó. Hizo fuerzas y la tiró al
suelo. Susana gritaba, pateaba, gemía. No pudo contenerse: descargó el puño. Susana,
sangrante, hacía resistencia. A manotazos le arrancó el vestido y la azotó hasta dejarla
exhausta. A cada golpe se le incendiaba un placer. Entre ayes y sangre la hizo suya.
El dolor de Susana le procuraba más placer que el grito de los heridos.
Desnuda y cruzada de cardenales llegó a la casa.
—¡¿Pero, qué te pasa, hija?! —preguntó María Josefa.
Susana dio por razones que un forajido abusó de ella entre los cañaverales.
—Estoy harto de decirte —dijo Paquito, sin dejar la copa— que no andes sola por
los cañaverales.
María Josefa no pudo contenerse:
—Valiente bola de apio que eres. En vez de salir a buscar al hombre que te ha
deshonrado. ¡Sal inmediatamente de mi casa, que no quiero volverte a ver!

www.lectulandia.com - Página 313


Rodrigo Blanco, al enterarse de que Paquito había quedado sin casa, le ofreció
por donación la pequeña finca que fue de Juan de Ancona. Susana siguió negándose.
En la negativa, Rodrigo se sacudió de encanto.
La guerra contra los piratas prosiguió de frente. Rodrigo no perdía oportunidad de
alistarse y de encabezar las expediciones Buscaba la muerte, pero en vez de ella
encontró gloria y placer al hundir su espada sobre el cuerpo vivo.
Rodrigo Blanco recorre en una piragua toda la costa de los Caracas desde Cabo
Codera hasta Arrecife, que, con Chuspa, son los dos puntos vulnerables del Litoral
Central.
En Naiguatá, donde desembarcó para tomar su montura, encuentra que a su
caballo le quitaron las herraduras.
—¿Quién sería capaz de tanta bellaquería?
Ño Miguel, recostado con indolencia de un almendrón y hurgándose los dientes
con un palillo, le da la respuesta.
—¡Maldito zambo! —profiere indignado.
Ño Miguel da media vuelta y suelta una carcajada.
A mitad de camino la mar enriscada desde hace horas, se torna violenta. Un barco
de mediano tonelaje es arrastrado contra la costa de Macuto.
—¡Va a embarrancar! —se dice con alarma.
La nao se estrella, hombres y marinos saltan a tierra. El barco se hunde. Un
hombre mozo llora desacompasado bajo el gran uvero de Guaicamacuto. Rodrigo
compasivo lo interpela. Se llama Juan de Ascanio y Viera, natural de Canarias y
comerciante en vinos.
—Estoy arruinado —dice— todo mi patrimonio lo metí en este barco y en las
barricas de vino que abarrotan las bodegas y que pretendía vender a todo lo largo de
Tierra Firme.
Rodrigo siente simpatía por el mozo. Guarda gran parecido con su hermano
Guillermo.
—Consolaos, hombre, que a vuestra edad no hay mal que no tenga remedio.
Cesa el viento huracanado. Brilla el sol. La mar se calma. Un tiburón salta dos
brazas por encima del agua. Un pez vela hace otro tanto. Por primera vez oye el canto
de una tonina mostrando sus tetas al aire.
—¡Cuán extraño es esto! —dice Rodrigo asomándose al mar.
Una gran mancha color de sangría alrededor del barco hundido hacía pista a
cientos de peces enloquecidos, que saltaban juguetones persiguiéndose entre sí.
Sin poderse contener rió a carcajadas como jamás en su vida le había sucedido.
—Vuestro vino ha emborrachado a peces y tiburones.
A partir de aquel momento nació una profunda amistad entre Rodrigo y el joven
canario, a quien ofreció hospitalidad y dinero mientras rehacía su fortuna.

www.lectulandia.com - Página 314


Juan de Ascanio, además de hábil comerciante que le ayudó a ordenar sus
finanzas, era buen guerrero. Lo acompañó en tres expediciones contra los piratas y
contra los holandeses que en un golpe de sorpresa tomaron Curazao.[83]Ese mismo
año casó con la hija de Blas y Correa y Benavides, español de origen y Águila Chula
en su tiempo.
Charlaban los dos amigos bajo la mirada impertinente de Ñaragato y el abotagado
silencio de Gualterio y Paquito, cuando un caballo al galope los sorprendió:

—Su Excelencia, el Gobernador —dijo a Rodrigo el mensajero— reclama de


inmediato vuestra presencia.
Escoltado de Ñaragato y de sus tres amigos entre al despacho del Capitán
General. Un aire contrito lo agobiaba. Dos alguaciles, nunca hasta entonces vistos, lo
miraban amenazantes.
—Malas nuevas os tengo, Don Rodrigo —dijo el Gobernador—. En nombre del
Santo Oficio —interrumpió uno de ellos— daos preso.
Un sacudón de júbilo hizo reír a Rodrigo:
«Cucurucho de Candela. Sambenito. Cilicio. Corozo. Se os acusa de haber dado
muerte a un Grande con a del demonio».
Potro del tormento. Flagelación. Castrarme han.
—Sois culpable, asimismo, de haber exterminado con las mismas artes a la
familia de Diego García.
«Seis, seis y seis»…
El Gobernador no ocultaba su turbación. Ñaragato, homicida, medía a los
inquisidores. Para su sorpresa, Rodrigo entregó su espada al hombre y ofreció sus
manos cruzadas.
Antes de partir, entre cuatro alabarderos, dijo a Ñaragato «En tanto dure mi
ausencia, tú, Gualterio y Paquito se harán cargo de mis bienes. Te mudarás a La Vega
Chica y Gualterio a La Vega Grande. Si no retorno en cinco años y la justicia no
dispone lo contrario, seréis mis herederos. Sois testigo. Gobernador. Eres testigo Juan
de Ascanio».
A los diez días la nave atracó en Santo Domingo. Desde el puente, Rodrigo
observa la maniobra. Por el muelle avanzan cua​tro soldados y un teniente. Sus ojos
fulguran respuestas:
«Ya se acercan. ¿Don Rodrigo Blanco? Soy yo mismo. ¡Daos preso! ¡Asesino y
nigromante! Quiebran mi espada. Atanme de manos. ¡Ese es Rodrigo Blanco, el
brujo! dice a mi paso la gente. ¡A la hoguera con él! Retorno a España sobre la paja
hedionda de la sentina. Con grilletes en los pies. ¡Echadlo sobre el potro! Quiebran
mis huesos. Estállame la cadera. Fáltame el aire. ¡Decidnos de una vez, Rodrigo
Blanco!: ¿Cuál es vuestro pacto con Satán? Con una pequeña palabra derribasteis a
un Grande, de un pistoletazo a un pequeño. Decídnoslo de una vez y calmaréis

www.lectulandia.com - Página 315


vuestros dolores. Arriba de un burro, vestido de San Benito, cabalgo hacia la
hoguera».
Con los ojos tiesos ve subir al oficial.
—¿Don Rodrigo Blanco de la Torre Pando?
—Yo soy.
—Seguidme presto.
Con las manos sueltas va por las calles.
—¿Qué tal el viaje?
«¿Qué le pasa a este sayón?».
—Allá está la fortaleza. La hizo Diego Colón.
Anchos muros, guardas, cañones, cadenas.
«Ya empieza el suplicio».
—Por aquí, Don Rodrigo Blanco de la Torre Pando.
«Atrás me espera el terrible Inquisidor».
—Bienvenido, amigo mío —dice un hombre guapo y sonriente—. Soy Ruy Díaz
de Fuenmayor, General de Galeras.
«Y a mí qué. ¿Dónde están los perros de Dios? Echadme las cadenas ya de una
vez».
—Vuestra fama ha cruzado el mar. Lo de Curazao: Loor Excelso. Sois
Agamenón, Aquiles y Ulises. ¡Me precio de conoceros! Tan pronto supe de vuestro
arribo envié por vos. Os propongo una empresa…
—Soy reo del Santo Oficio.
—¡Bah! —respondió el General—. Eso lo arreglaremos luego que me
acompañéis a expedicionar contra los piratas de La Tortuga. Los ingleses al mando
del Capitán Hilton tomaron la isla y erigieron fortaleza. Necesito hombres como vos.
No estamos para perder tiempo con las mentecateces que se les ocurren a los de la
Santa Hermandad.
—Pero…
—Nada, hombre. Ya lo tengo hablado con el Gobernador, la Real Audiencia y la
misma Inquisición. Iremos primero a La Tortuga. Si salís con vida le veréis luego el
rostro a los bastardos de Torquemada.

—Y pensar que todo esto —dice Fuenmayor a la vista de La Tortuga— se hubiera


podido evitar, si al frente de la Gobernación hubiese estado un tío menos borrico que
aquél. Los bucaneros que hoy veis convertidos en los más feroces bandidos, eran
hasta hace poco pacíficos cazadores. Vivían de vender a los navegantes carne
ahumada o carne al bucán. Al borrico se le metió en la mollera que los bucaneros
eran socios de los piratas, organizando por ello una expedición de exterminio. Llenos
de odio se re​fugiaron en ese islote infranqueable.[84]Desde aquel entonces los rudos
cazadores y mejores cocineros se trocaron en los mas peligrosos bandidos del mar.

www.lectulandia.com - Página 316


—¡Fuego!
Noventa cañones reventaron contra la isla.
—¡Santiago y cierra España!
Arriba de una chalupa donde se bate el pendón real, Rodrigo y el General de
Galeras avanzan hacia La Tortuga.
El General de Galeras tomó la isla. Rodrigo Blanco dio muer​te al Capitán Hilton.
Desmantelada la fortaleza, los españoles regresaron a Santo Domingo.[85]

El Presidente de la Audiencia, sentado entre el Oficial Mayor del Santo Oficio, y


Ruy Díaz de Fuenmayor, dicta sentencia:
—Desde hace más de dos años sabíamos de vos y de vuestra inocencia en los
crímenes que se os imputan. Así como también de vuestra heroicidad en la defensa de
Venezuela contra los piratas. Habéis cometido, sin embargo, un delito: negaros a
comparecer ante la Santa Inquisición cuando ella os reclamaba. Por eso impusimos
como penitencia el que acompañarais a Don Ruy de Fuenmayor en su expedición a
La Tortuga. De salir con vida, como Dios lo ha querido, os devolvemos la libertad.
¡Es juicio de Dios!
Rodrigo tembló al escuchar por segunda vez la sentencia.
E1 anhelo postergado borró el efecto:
—¿Puedo, entonces, regresar a España? —pregunto, sin creerlo.
—Cuando os plazca, mi querido amigo —respondió Fuenmayor por todos—. Y si
no os disgusta mi compañía, podéis hacer el viaje conmigo en la Gran Flota que
pronto arribará. Su Majestad Felipe IV recaba mi persona ante su augusta presencia.
Rodrigo Blanco y su nuevo amigo el General de Galeras embarcaron hacia
España. Luego de treinta días avistaron las costas de Cádiz.
Bailotearon sus ojos. ¡Ay, Madre, cuánto la quiero! Mírame ese castillo. Mira la
moza que pasa con sus requiebros. Verdeguea el olivar. Vinos generosos. Jarana y
jazmín. Lloran las guitarras. Me besa el aire. ¡Ay, Madre, ya soy feliz!
—Te veré mañana con mis padres —dijo al pisar Madrid—. Juntos habremos de
almorzar.
Primavera del oso. Frío de Gredos. Mata a un hombre. No apaga un candil.
Dadme un churro, buen hombre. Adiós guapa, ¿de quién son las esmeraldas? Sonoro
caracolea mi corcel. ¡Allá está mi casa! ¡Allá está mi padre! Madre, no te
desvanezcas con la sorpresa. Abierto el portal. Pancrasio, el viejo mayordomo,
morirse ha. Venid a ver el milagro. El señorito Rodrigo retorna. Avisad al Conde.
Decídselo de a poco a la condesa.
A caballo cruza el portón.
—¡Alto!, ¿quién sois? —ordena y pregunta un hombre armado.
—Soy el señor de la Torre Pando.
—Guardaos, loco, de tentar mi ira.

www.lectulandia.com - Página 317


—Que soy Rodrigo Blanco, el hijo del señor de Torre Pando. Llamadme a
Pancrasio y dejadme pasar.
Dos mozos aprehenden el caballo por las riendas. El primero lo apunta con su
mosquete. Se asoma el mayordomo.
—Pancrasio, viejo querido.
El hombre apenas lo mira.
—¡Dejadme pasar, bellacos!
De un sacudón derriba a los dos hombres. Sonó un disparo.
—¡Aprehendedlo! —grita el portero.
Una docena de sirvientes cayeron sobre él. A golpes de po​rras derribaron el
caballo.
Pregunta una voz:
—¿Qué diablos pasa? —Es Guillermo, su hermano.
—¡Guillermo! —llamó.
—¿Qué dice?
—Que es vuestro hermano.
—¡Echadlo a la calle y si se resiste dadle una azotaina!
Entre dos luces se encontró en la calzada.
Vuestro padre —le informó el párroco— murió al mes de haberos partido. A
menos de un año se dio por cierta vuestra muerte en un naufragio. Vuestra madre
murió de pena. Teniéndoos además de penado por el Santo Oficio, Su Majestad, que
empero no reír dice chuscadas, dictó sentencia: «A falta del mal Rodrigo, el buen
Guillermo será señor de Torre Pando».
Con excepción del cura, nadie más dio fe de su identidad.
A la semana, un capitán, seguido de cuatro corchetes, lo puso a elegir entre el
resplandeciente sol del Caribe o los calabozos del Palacio Real.
—Triste destino del que a la vida llega marcado —dice a la Sierra desde el puente
del navío. Los huérfanos de la fortuna lo son de hermanos. Volver he y tomaré
venganza. Dinero falta para armar la mano del asesino, asordinar la conciencia del
juez y hallar amigos…
—¡Amigo mío! —estalla a su lado una voz.
Es Ruy de Fuenmayor, el General de Galeras.
—¡Ruy!, ¿qué haces aquí?
—Más respeto y cortesanía cagaleches —le dice con ojos y boca de alegría—.
Soy el nuevo Capitán General de Venezuela.[86]
El 28 de octubre llegaron a Caracas. En el muelle de La Guayra esperaban al
nuevo Gobernador las autoridades y el vecindario muy principal. Expresiones de
sorpresa apenas teñidas de júbilo, abrazos tensos o un decidor ¿guá?, salpicaron a
Rodrigo al verlo. Nunca sospechó tanto frío por parte de sus festinantes amigos. Un

www.lectulandia.com - Página 318


aire de repulsa, sin concretarse en tormenta, le dio en la cara.
—¡Rodrigo! —clamó una voz—. ¿De dónde saliste?
Era su amigo Juan de Ascanio, el vinatero, quien a punta de gritos y abrazos
sacudíale el letargo de la triste bienvenida.
—Ya te hacia hecho cenizas. Las noticias que llegaron fueron terribles. Se te
decía preso, torturado y hecho chicharrón en la Plaza Mayor de Madrid.
Sin despedirse de Ruy, Rodrigo, acompañado por Juan de Ascanio, tomó el
camino de la montaña.
Hace diez años vine también de Madrid. Vivía Francisco Herrera, mi buen amigo
del alma. Hablaba cual un perdido. Era fría la mañana. ¡Ay, Madre, cómo me duele
España!
—Te han echado lengua que da gusto —le señala Juan de As​canio—. Apenas te
diste la espalda te hicieron trizas. Si antes la razón te dieron, de pronto te la quitaron.
De brujo, ladrón y asesino te calificaron.
Se tornaron sucios sus ojos vencidos:
—¿Y mi hacienda? ¿Cómo se han portado Gualterio y Paquito de la Madriz?
—¡Ay, hermano mío! No quiero acicatear más tu ira y tu de​cepción; pero si tal ha
sido la conducta de los vecinos muy principales, ¿qué puedes pedirle a un negro hijo
de puta como Gualterio, o al borracho de su yerno? La última vez que estuve por allá,
hará cuestión de dos meses, La Vega no era ni sombra de aquella hermosa finca que
dejaste. El monte se ha metido hasta el fogón. Buena parte de los sembradíos de caña
se perdieron en un incendio y no fueron resembrados. Gualterio y Paquito prefirieron
repartilo entre veinte conuqueros. Aquello es un rastrojo espantable lleno de ranchos,
cerdos y maizales. Tus hermosos muebles están perdidos. Las puertas rotas, las
alfombras raídas y me imagino que tus bodegas vacías, ya que no había semana desde
que te marchaste, que Gualterio no pusiese la gran fiesta con asistencia, como ya te
imaginarás, del más bajo perraje y gente de su condición. Previendo la confiscación
de tus propiedades, como se venía rumoreando, y en base a que tú antes de irte los
hiciste tus herederos, la casi totalidad de los muebles que valían la pena los
trasladaron a sus casas.
Se volvieron claros sus ojos azules y miró con fulgor el camino.
—¿Y Ñaragato?
—Para que tú veas como son las cosas: ha sido el único que te ha sido
consecuente. Desde que Gualterio y Paquito comenzaron con el relajo se les plantó de
frente y amenazó con matarlos cuando llegaron los conuqueros. Yo no sé cómo
hicieron, pero, validos de influencia, lograron una orden del alcalde para que anulase
tu decisión de que compartiese con ellos la administración, obligándosele a desalojar
la finca.
—¿Dónde se encuentra ahora?

www.lectulandia.com - Página 319


—Vive en una mancebía, traspuesto el Caroata, donde hace el triple papel de
chulo, matón y rufián.
—Quiero verlo apenas lleguemos a Caracas. Llévame allá.
A mediodía en punto cruzaron el zaguán del burdel. Ñaragato al sentirlos entrar
gritó áspero desde el catre donde descansaba.
—Pa’ fuera, a esta hora no hay servicio, las niñitas están dur… ¡Amo! —clamó
con arrebatado acento al reconocer a Rodrigo—. ¡Amo! —volvió a decir arrasado en
lágrimas—. ¡Amo mío! Déjame tocarte, déjame verte, no quiero creer que sueño.
—Vine a buscarte —dijo Rodrigo ocultando su afecto.
—¡Ñaragato! —dijo una vieja gorda que irrumpió en el patio—. ¿No te he dicho
que antes de las cinco de la tarde no se reciben clientes?
—Váyase usted a la mierda, cabrona del carajo. Me voy ahora mismo. Ha llegado
mi jefe.

Gualterio empalideció y farfulló salivoso cuando uno de los peones le advirtió


que Rodrigo Blanco venía por el camino seguido de Ñaragato.
—Ahora sí que la pusimos de oro —dijo pesaroso a Paquito, que estaba a su lado.
—¿Y cómo vamos a hacer con los muebles? —pregunto se yerno vaciando el
último trago de una botella.
—Pues, la verdad: los guardamos en casa porque se decía que iban a confiscar
todo.
—¿Y con los cincuenta negros que les vendimos a los holandeses?
—Le decimos que fue la peste.
—¿Y con las rentas que nos jugamos?
—Que nos robaron unos bandoleros. Hay respuesta para todo.
—¿Y con las vacas y los caballos que metimos en los corrales? ¿Y qué hacemos
con Ñaragato? ¿Y con los medianeros a quienes les entregamos la tierra? ¿Y con los
plantíos perdidos? ¿Y con la caña que nos bebimos?
—¡Ay, Paquito, cállate por Dios y quédate quieto, que Dios proveerá!
—¿No será mejor que llame a Susana? —preguntó tembloroso—. Ella lo sabe
amansar.
Estalló el asco en la cara de Gualterio. María Josefa, su mujer, le había referido lo
que Susana le reveló el día de la golpiza.
—¡Si serás cabrón, maldito borracho! —masculló rabioso en el momento que
escuchó el galopar de dos caballos.
El miedo de su yerno se le metió dentro.
—No es mala idea llamar a Susana. Envíale recado enseguida.
«Ánimo, soldado del Rey», —se dijo cuando vio aparecer a Rodrigo y a Ñaragato
al fondo de la explanada.
—Pero ¿qué es esto, Dios mío? —clamó aparentando enloquecida sorpresa—.

www.lectulandia.com - Página 320


¿Pero eres tú, Rodrigo Blanco? ¿No me engañan mis ojos? ¿Es cierta o ilusión tanta
belleza? —Y sin esperar respuesta lo abrazó con fuerza derramando copioso llanto.
Rodrigo, imperturbable, no varió ante Gualterio y Paquito su adustez de siempre;
ni se mostró sorprendido por los campos perdidos ni por el saqueo de su casa. Sin
decir palabra se desgonzó en una de las pocas sillas de vaqueta que aún existían y
cerró los ojos con una expresión de cansancio. Ñaragato, para mayor sorpresa de
Gualterio y de su yerno, salvo llamarlos por tres veces coños e maes, no excedió la
manifestación del odio que les profesaba, y llegó hasta a entrecruzar con ellos
monosílabos y frases cortas, lo que fue considerado de buen augurio por Paquito.
Por más de una hora estuvo Rodrigo con los ojos cerrados recostado en la silla de
cuero.
«Está más viejo», —se decía Gualterio, que no lo perdía de vista velándole el
sopor o el sueño.
«Tiene pinta de enfermo —rumiaba a su vez Paquito—. No tiene cara de arrecho.
Lo veo triste y malenconioso. ¡Mejor así! ¡Carrizo con la condenada Susana, que no
termina de llegar!».
—¡Par de gálfaros! —gruñía en un rincón Ñaragato atisbandoles la expresión con
menosprecio y asco.
Susana y su madre María Josefa al fin llegaron. Rodrigo abrió los ojos ante el
parloteo. La bella hembra se volvió mustia en dos años de ausencia.
Apenas cruzaron saludos, Gualterio dijo a Rodrigo:
—Has encontrado la casa hecha un desastre. Pero…
Rodrigo lo contuvo con un gesto:
—Otro día hablaremos de eso… Ahora estoy muy cansado.
Susana, entre amable y seca, dijo a Rodrigo:
—Vamos a acomodarte la cama. Debes estar muerto.
—Muerto estoy —le respondió reticente.
—Bueno, Don Rodrigo Blanco de la Torre Pando —añadió con gracejo Gualterio
—, queda usted en su palacio y nosotros, vuestros fieles servidores, retirarnos vamos
a nuestros humildes aposentos. Susana y María Josefa se quedarán contigo para lo
que sea menester.
Apenas se marcharon llamó Rodrigo a Susana, que hablaba con su madre en el
corredor.
Vacilante entró la mujer. Rodrigo, desde la cama, le ordenó sin mirarla:
—¡Desnúdate!
Con dolida resignación, se quedó en cueros. Rodrigo retrepado en la almohada, la
vio con atención. Si en el rostro claudicaba su belleza, su cuerpo desnudo de hembra
triste seguía siendo imponente. Por diez veces pensó en ella a lo largo de estos años.
—¡Qué vieja y fea te has puesto! —soltó de pronto—. ¡Ya no me gustas! ¡Vístete

www.lectulandia.com - Página 321


otra vez y lárgate!
Por más de quince días el señor de La Vega no dio muestras de su presencia. Dos
visitas breves hizo a Gualterio y otras dos a Francisco de la Madriz. Los conuqueros
venidos de tierra adentro y que apenas sabían de él, lo recibieron con hostilidad.
—¿Para cuándo está jojoto ese maíz? —preguntó a uno de los medianeros.
—Para dentro de dos semanas —respondió sin volverse.
—¿Y cuánto le paga al amo?
—Pues, la mitad, ¿pero usted quién es para estar con esa preguntadera?
—Pronto lo sabrá.
Un humo sofocante y fuego sobre el tejado lo despertó del pe​tate. A la luz del
fuego entreverada con la del amanecer, el conuquero vio a cincuenta esclavos,
machete en mano, talándole el maizal.
—Condenados —gritó el hombre echándose sobre el primer ne​gro blandiendo un
machete. Un tiro de pistola lo dejó seco. Al clarear el día veinte ranchos humeaban en
La Vega y los maizales y los cerdos, quebrados y muertos.
Arriba de su caballo y con el rostro fiero, Rodrigo dijo a los conuqueros:
—Ahí tienen comida mientras me limpian toda esa porquería y resiembran la
caña.
Por una semana trabajaron de sol a sol bajo la mirada vigilante de Ñaragato y de
diez hombres armados. En la noche los guardaban en la sentina de los negros bozales.
Al terminar, uno de los campesinos, un hombre de hablar ceceante, se atrevió a
preguntarle:
—¿Y qué hacemos ahora?
—Pues si quieren tener conuco, por mi no hay cuidado. Sólo que lo van a hacer
donde a mi me dé la gana. —Y sin decir más les señaló un tupido bosque al comienzo
de la montaña.
Su intimidad con Ruy Díaz de Fuenmayor y el hecho de haber retornado a su
propiedad le devolvieron la prestancia y respetabilidad de que disfrutara antes. El
recuerdo de su hermano era su mejor incentivo:
Tesoros he de acumular para volver a tomar lo mío. Oro, oro es lo que quiero. Oro
en cantidad y en el menor tiempo.
Indios y esclavos trabajaban desde el sol al alba entre el látigo de Rodrigo,
Ñaragato y diez zambos capataces. Antes de un año no quedaba vivo un solo indio de
su encomienda. La sarrapia, el cacao, el tabaco y la caña, entre tanto producían
buenos réditos. En su ensenada del Limón comerciaba con los mismos piratas y
contrabandistas que por orden de Fuenmayor salía alguna vez a perseguir.
—Me importa un bledo quien lo compre. Me van a hablar de deberes, cuando
nadie tuvo consideración con mis derechos. Oro es lo que quiero para regresar a
España y derrocar a mi hermano.

www.lectulandia.com - Página 322


Y fustigaba el látigo sobre las espaldas cobrizas y negras. Se desmayaban los
hombres derrengados. Su codicia no tuvo limites. Todas las fincas que limitan con su
propiedad fueron engullidas: rodaba cercas, robaba el ganado, falsificaba mulos,
hacía préstamos usurarios incendiando los plantíos de su deudor antes de recoger la
cosecha. A los dos años de haber llegado de España era el dueño más poderoso en
tierra, haberes y esclavos en toda la Provincia.
A todos sorprendió, y más que a nadie a Gualterio y a Paquito, que aquel hombre
feroz y despiadado que regreso de España no tomase represalias contra aquel par de
granujas —como los llamaba la negra Rosalía— que, aparte saquearte el patrimonio,
difamaron su nombre cuando lo dieron por perdido.
Ni siquiera Susana se explicaba aquella extraña actitud. Luego de aquella escena
el día de su llegada, nunca más volvió a acercarse a la mujer, quien, en los dos años
siguientes, terminó por desmantelar lo poco que ya restaba de su belleza.
Dos veces a la semana visita a Paquito y tres a Gualterio, sin que en ningún
momento haga alusión a lo sucedido. Silencioso, como siempre, oye al uno y al otro
discurrir mientras por su mente pasan juntos más recuerdos y añoranzas.
Dulce María, la hija segunda de Gualterio, es una chiquilla alerta que a diario se
hace mujer. Los senos ya abultan bajo la camisa y sus ojos de cerbatana proclaman
donde vive el diablo.
Aquella tarde, María Josefa mal contiene una expresión de terror: Rodrigo miró
con gula a su hija, ¡y se decían ya tantas cosas del señor de La Vega!
Su fama de hombre duro y cruel en cincuenta leguas a la redonda iba pareja a la
de rijoso y violento. No había mujer medianamente guapa en su vasta encomienda
que no conociese el fierre del amo. Y si todas se le hubiesen prodigado gustosas, ya
que era guapo y bien formado en la proximidad de los cuarenta, al parecer, a Rodrigo
Blanco sólo el dolor de las mujeres era lo que le tentaba. De látigo en mano entraba
en la sentina donde estaba la esclava que lo había tentado. Y allí, entre los ayes de la
victima y los ojos desorbitados de sus compañeras, procedía a tomarla luego de
rasgarle las carnes.
Con las zambas y las indias libres hacía otro tanto. Se agazapaba entre los
cañaverales y a la fuerza tomaba lo que de buena gana se le hubiera otorgado. Dos
chiquillas de la edad de Dulce María aparecieron estranguladas y violadas. Y María
Josefa, al igual que todos, supuso con terror que era obra de la vesanía que parecía
poseer al señor de La Vega. De ahí su terror de que hubiese puesto los ojos en su hija
y que Dulce María, como era evidente, los hubiese puesto en él. Gualterio, su marido,
al parecer, no reparaba en el peligro y en especial desde que Rodrigo Blanco le
planteó por tercera vez los perjuicios que le ocasionaban sus vacas cuando cruzaban
sus tierras para beber en el río.
—Ello me está causando grandes daños —le dijo esa tarde—. Se meten por

www.lectulandia.com - Página 323


doquier, malográndome mis plantaciones de tabaco y hortalizas.
Se ensombreció el rostro del mulato:
—¿Y qué se podrá hacer?
—Pues yo no veo más salida —le respondió presto— que me vendas tu ganado.
Soltó la risa Gualterio:
—¿Pero y qué hago yo con mis vaqueras y queseras? No se te olvide de que de
eso es que vivo yo.
—Y yo de mis siembras.
—No puedo complacerte, Rodrigo.
—Ni yo tampoco, Gualterio.
Un tiro de escopeta seguido de otros dos sintió Gualterio cerca del lindero con
Rodrigo Blanco. Tres vacas heridas de muerte agonizan al otro lado, mientras
Ñaragato, con sus diez zambos, se hacía pasar una escopeta.
—Recoge tus vacas —le gritó retador— si no quieres que esta noche invitemos a
toda Caracas a una gran ternera.
Otro animal cruzó el lindero. Un tiro en el testuz lo derribó panza arriba.
Gualterio corrió hacia Ñaragato.
—Está bien, mi vale —gritó exasperado—. Me rindo. No las sigas matando que
ahora mismo voy a vendérselas a tu amo.
Para su sorpresa, Rodrigo lo recibió sonriente y le pagó sin chistar la abultada
cifra que exigía:
—¿Echamos una mano de ajiley?
Gualterio lo vio con aprensión.
Hasta pasadas las nueve de la noche, como en los primeros tiempos, jugaron y
bebieron con alegría. Rodrigo perdió doscientos pesos. Tambaleante y esperanzado,
Gualterio tomó el camino de vuelta.
Me dedicaré al contrabando, como él mismo me ha dicho. Los holandeses pagan
bien el tabaco y el que se da en mi tierra es de aroma muy fino.
Ya vislumbraba la luz del corredor de su casa cuando una voz dijo entre sombras:
—La bolsa o la vida.
Tres enmascarados con tres fusiles lo apuntaban.
Dijo, llorando, a María Josefa:
—Estoy arruinado.
En un callejón de cañaverales, Ño Ñaragato y dos de sus zambos se quitaron las
capuchas.
—Aquí tienen los cien pesos prometidos —y con paso recio llegó hasta La Vega
entregando a Rodrigo Blanco la bolsa de doblones.
—Me he quedado sin un centavo —gimoteó Gualterio.
Con aire comprensivo respondió Rodrigo:

www.lectulandia.com - Página 324


—¿Y para qué son los amigos? Yo te presto lo que sea necesario y hacemos una
hipoteca sobre tu finca. Con esta inversión —y señaló cifras— la arroba de tabaco te
la compran los holandeses por cien veces su valor. Me pagas y encima quedas
sobrancero.
—Gracias, hermano mío. Yo no sé qué seria de mí sin tu ayuda.
Una peste equina arrasó con las aras de Francisco de la Madriz, dejándolo en la
miseria.
—No te preocupes, que para esos malos trances estoy yo. Aquí tienes dos mil
pesos y hagamos una hipoteca sobre tu casa. ¡Ah!, a propósito, ahí te traigo un regalo.
¡Ñaragato —llamó— bájate las dos barricas de cocuy que me mandaron de El
Tocuyo! Brillaron los ojos de Paquito:
—¡Esta es la mejor bebida!
—Pues si te gusta te mando todo el que tú quieras.
Rodrigo, de acuerdo a su costumbre, siguió visitando asiduamente a yerno y
suegro, distanciados recientemente entre si porque Gualterio en una borrachera le
echó en cara a Paquito lo que sucediera entre Susana y Rodrigo.
Paquito montó en cólera:
—Tú te la pasas fisgoneando lo que hacen los demás. ¿Por que no le pones reparo
a Dulce María con Rodrigo Blanco que en cualquier momento se la echa al pico si es
que no lo ha hecho ya?
Una plaga de gusanos arrasó con el tabaco.
—Ahora si es verdad que nos fuñimos. ¿Con qué le pago a Rodrigo?
Desde aquel día permitió que Dulce María anduviese realenga. Al poco tiempo le
advirtieron que todas las tardes entraba a La Vega.
—¡Loado sea el Señor! ¡Se salvó la hipoteca!
A los dos meses, sin embargo, un alguacil le hizo oficial participación de que su
deuda había sido ejecutada. Sus bienes por consiguiente eran ya propiedad de
Rodrigo Blanco, su acreedor. Exasperado gritó a su hija:
—Ni como puta sirves, hija desnaturalizada, que permites que el hombre de quien
eres barragana arruine a tu padre.
La chica, sin arredrarse, le espetó violenta:
—¡Cállate a la boca, mojón de mierda! —y sin decir más se encaminó a la casa de
su cuñado Paquito, quien, ebrio y encantado le brindó su apoyo y hospitalidad.
Gualterio se lamentaba amargamente con María Josefa, su mujer, cuando entró
Ñaragato, seguido de sus zambos.
—¡Recoge tus peroles de una vez y lárgate ya!
Atragantado por la arepa con que se desayunaba, dijo con expresión incrédula:
—Pero Ñaragato, ¿tú como que estás loco?
—¿Loco? —respondió zumbón— pa cogé lo que me toca. Tienes hasta mediodía

www.lectulandia.com - Página 325


y si no, atente a las consecuencias.
Apenas salió el espaldero, María Josefa se llevó la mano al corazón. Entre lívida
y balbuceante dijo:
—Bien merecido lo tienes por malagradecido.
A la hora estaba muerta.
Entre cuatro cirios sobre la mesa del comedor velan a María Josefa. Media
docena de vecinos acompañan a Gualterio. A cien varas, bajo un araguaney florecido
cavó la tumba. «Siempre quiso a esa mata». Susana, su hija, lo ve sin afecto. Dulce
María y Paquito se negaron a acudir.
—Dijeron —refirió Susana— que el muerto al hoyo y el vivo ai bollo, y que ellos
no se iban a exponer a tener un disgusto con Rodrigo Blanco nada más que por
complacerte.
Un tropel de caballos inquietó a los presentes. Era de nuevo Ño Ñaragato y sus
espalderos. Sin parar mientes a lo que sucedía le espetó chirriante a Gualterio:
—¿Y todavía sigues aquí grandísimo carajo? ¿No te di de plazo hasta mediodía?
Enloquecido y suplicante balbuceó, sacudiendo las manos:
—Pero Ñaragato, mi hermano, ¿es que no te has dado cuenta de que se ha muerto
María Josefa y que la estamos velando?
—Bueno, ¡y a mi qué! Lo que quiero es que te largues ahora mismo.
—Déjame por lo menos enterrarla.
—¿Enterrarla? —gritó sorprendido— ¡pero hay que ver que tú si que tienes
bolas! ¿Cómo te imaginas tú que el amo va a consentir que en sus propiedades le
entierren muertos ajenos? Agarra a la difunta y te la llevas a hora mismo para otra
parte.
Un murmullo de protesta salió de los seis vecinos:
—¡No seas canalla, Ñaragato! —le espetó Susana enfurecida.
Un puñetazo le dio en la cara. Dos dientes saltaron:
—Cállese la boca grandísima puta y váyase para su casa si no quiere que el amo
la eche ahora mismo junto con la otra puta de su hermana y el borracho de su marido.
Ausente y sangrante tomó el camino.
—Y todos, ustedes —gritó a los presentes— es mejor que se larguen ahora mismo
si no quieren vainas.
Bronco lloraba Gualterio:
—¿Pero qué he hecho yo, por Dios, Ñaragato?
—¿Tú? —respondió izando el asco—. ¿Te parece poco haber venido al mundo?
Agarra a tu piazo e muerta de una vez si no quieres que la tasajee y se la eche a los
perros.
Corría la gente. Con el cadáver sobre sus hombros y a paso tambaleante se fue
por el sendero buscando los límites de la encomienda que a tres leguas terminaba en

www.lectulandia.com - Página 326


la propia ciudad. Nadie quiso prestarle un burro. Nadie le ofreció su mano. Luego de
seis horas llegó al Caroata. Con pala ajena cavó de nuevo la tumba. Loco, cantaba,
reía y lloraba. El Padre Sobremonte, secretario del Obispo, que acudió alarmado ante
el reclamo de la gente, gritó airado:
—Hasta las tumbas de sus muertos se las quitaron. ¡Malditos sean los que hacen
miserable al hombre! ¡Malditos los que lo humillan y lo escarnecen de tal forma!
¡Maldito mil veces sea Rodrigo Blanco! ¡Es un grifo dragón! ¡Es un Águila
Dragante!

www.lectulandia.com - Página 327


NOVENA PARTE
El Águila Dragante
86. Rosalba, la del carato de parcha

—Es un perro sucio —clama Soledad Guerrero al enterarse de la tragedia de


Gualterio Mendoza.
—¡Agranujado, gazafante, rajabroqueles! —gruñe, desde su cama, la negra
Rosalía, enferma desde hace días de mal de fiebres.
Ochenta años tiene la negra, arrugada cual uvapasa, pero con la mirada brillante y
la facundia intacta. Desde hace años vive con su nieta Petronila y su marido Felipe
Bejarano, un isleño feo y viejo; y el mejor ebanista de Caracas.
Ana María, la nieta de Soledad, mordisquea unos coquitos. A los diez años es una
linda niña, regordeta y despierta. Atenta, sigue el diálogo de las dos viejas.
—¡Maldito mil veces sea el Águila Dragante! —continúa Soledad—, loco
perdido anda el pobre Gualterio.
No lo podía ver ni en imagen, pero con todo me da mucha lástima. Lo que me
parece un horror es la falta de vergüenza de sus dos hijas.
—Dulce María es una perendenga… bien sabes que además de feral es pringosa y
crápula cual un conejo.
—¡Qué el yantar lo hinche! —la interrumpió Soledad—. ¡Qué folgar no pueda!
—Ay, ay, ay —gorjeó entre risas Rosalía—. ¡Mira que tú si tienes cosas! ¿Te
imaginas al Águila Dragante sin folgar, con lo que le place al muy mocero? Las
mujeres se desbarran por catarlo. Otrora hube de reñir a Petronila, mi nieta, por
carirraída. La muy tusona deciale a una amiga suya, a quien tengo por la zurrona más
calientacama de Santiago, que si a ella el Águila Dragante le decía ñe, ella le decía
ya. ¿Tú sabes lo que significa una palabra como ésa en boca de una mujer casada y
con tres hijos? Si tal le acontece, ¿qué no le ha de suceder a las demás?
Un rictus de desprecio dibujó Soledad. Detestaba a Petronila por zafrísca, parejera
y zafada.
Se casó con el pobre Bejarano, según sabía de fuente cierta, por tener el recado
hecho y no precisamente del ebanista.
La aludida irrumpió en la habitación. Era morena oscura, ojos azules y facciones
gruesas.
—¡Muéranse, muéranse las dos! —dijo, presa de regocijada excitación—. ¿A qué
no saben quién está ahí hablando con Bejarano? Pues nada menos que Rodrigo
Blanco, el Águila Dragante.
Soledad empalideció. Rosalía tuvo un acceso de tos.
—¡Ana María! —ordenó la vieja—. ¡Vayámonos inmediatamente!

www.lectulandia.com - Página 328


—¡Ay, niña, deja la zoqueteada! —protestó Rosalía—. ¿Por qué te vas a ir?
Déjalo allí adelante, que pronto habrá de partir. Ya Rosalba te va a traer el guarapo de
canela que le pediste hace rato. ¿Nos vas a despreciar?
Apenas pronunció el nombre entró al aposento Rosalba, su nieta: una bellísima
morena con la gracia y sensualidad espuman​te de su madre. Agraciadas facciones,
finas las maneras. Traía en sus manos una taza humeante.
—Buenas tardes, misia Soledad. Buenas tardes, Ana María. ¡Qué linda estás!
Talle alto, piel morena, brazos torneados, ojos azules. La expresión en regocijo.
La risa afuera, tendida y sacudida. Reía con los ojos, con labios, dientes y encías; con
el cuello largo. Era hembra sólo atenta a su sentir; franca, punaría, feliz.
A Soledad tampoco le gustaba Rosalba.
—De casta le viene el galgo —dijo una vez la misma Rosalía—. Puta la madre,
puta la hija. La mala historia de las mujeres de mi casa. ¡Bienvenida, mi hija, fornicó
a la ciudad! ¡Petronila, mi nieta, lleva siempre la guardia baja! Rosalba, mi biznieta,
es la yegua del celo eterno, alberca fresca, escarcela abierta. Mujer botín hecha para
el hombre fuerte.
Ana María vio a Rosalba con expectación: la seducían sus movimientos, aquella
voz cantarína, su alegre desenfado.
La voz de Felipe Bejarano se vino desde la sala, donde tenía el taller, saltando
hasta el patio.
—¡Rosalba!, tráele a su Señoría un carato de parcha.
—¡Ah, lava! —protestó la muchacha—. No la dejan a una ni a sol ni a sombra.
Soledad, exasperada por la presencia del enemigo de su casa, dejó la taza a un
lado y arrebatada salió en busca de la calle.
Rodrigo Blanco, de espaldas, charlaba en el patio con Bejarano. Ana María sintió
las manos de su abuela volverse garras. Impetuosa, cabeza baja, avanzó hacia el
zaguán. Ana María miró al hombre. Le pareció guapo, demasiado guapo. Rodrigo
Blanco al verle en la cara pintada la sorpresa, le guiñó un ojo con picarda.
Felipe Bejarano, confuso, balbuceaba apremioso:
—Pero sentaos, por favor, señor de Blanco.
Alguien saludó en la puerta. Rodrigo Blanco abrió las garras. De jarra y vaso en
la mano, Rosalba lo miraba.
La husmeó goloso: caló sus labios gruesos y oscuros, los ojos azules enmarcados
por cejas y pestañas tan negras como el pelo, que, suelto, caía sobre los hombros. La
muchacha cimbreó el talle alto. Sonrió, abierta y receptiva.
—¿Y esta joya, maestro? ¿Dónde la teníais guardada? ¿Es también obra vuestra?
—Es mi hija —respondió seco el carpintero.
—Para serviros, señor —añadió coqueta Rosalba.
Rodrigo midió la brecha que había en sus ojos. Preguntó con intención

www.lectulandia.com - Página 329


descuidada:
—¿Y qué hacéis, Rosalba?
—Trabajo en casa. Ayudo a mi madre en la cocina…
—Bueno, niña —interrumpió el isleño—. ¡Basta ya de cháchara y regresa a tus
quehaceres…!
Rosalba se volvió al marcharse. Rodrigo, alelado, la siguió goloso.
—Bueno, maestro, me parece que el trabajo está quedando muy bien. Mañana o
pasado vuelvo por aquí…
Volvió al día siguiente y los sucesivos. Rosalba, sin embargo, no vino a su
encuentro. Si pedía un refrigerio, como tomó por pretexto, era Petronila quien se lo
traía.
El isleño terminó su trabajo una semana antes de lo prometido. Rodrigo encargó
otros muebles. Bejarano rechazó el pedido: tenia otros compromisos. Siguió
rondando la casa. Rosalba ausente; Bejarano hosco; Petronila sonreída.
—¿Y Rosalba? —le preguntó al paso en un susurro.
Petronila cruzó, cómplice, el índice sobre la boca:
—Yo sabia que eso era lo que buscabas, sinvergüenzón. Su padre la guarda en el
cuarto de atrás. La enviará a Canarias para trancarla en un convento. Hay que hacer
algo. Bejarano es más celoso que un moro. Dice preferirla monja…
Los pasos del isleño tocaron a generala.
—Bejarano os odia —siguió apresurada—. ¡Tened cuidado! Es un brujo
poderoso. Conoce la magia negra. Cada vez que os ve llegar se mete en su cuarto. Os
tiene en efigie bien cruzado de alfileres. Mi hija os quiere con locura. Está
desesperada por su destino. ¡Haced algo, por vida de Dios!
Esa misma tarde, Juan de Herrera, Oficial Mayor de la Santa Inquisición, con un
piquete de guardias se fue a la casa de Felipe Bejarano. Le encontraron una calavera,
dos pájaros disecados y un muñeco claveteado.
Brujo y objetos fueron a parar por dos semanas a la cárcel pública. Una fragata
luego los llevó a Cartagena de Indias, Tribunal de la Inquisición.
Rosalba secó el llanto y se dio por entero a Rodrigo. Rosalía cayó en doloroso
trance apenas lo apercibió: «Rosalba, mi muchachita, calor de mi aliento, ¡moza de
Rodrigo Blanco! No lo puedo resistir».
Y se mudó a casa de Soledad, al cuarto viejo de Acarantair.
Ruperto, su hermano, mozo fortachón y pendenciero, reclamó a Petronila, su
madre, lo que en la calle se murmuraba.
—¿Y qué quieres que haga? Tu padre se va a podrir en la cárcel, si no lo queman
por brejetero. ¿Quién va a sostener esta casa? ¿Tú por casualidad?
Ruperto, que amaba las guitarras, se quedó sin respuesta.
Además de Ruperto, Rosalba tenía otra hermana: Altagracia. Morena ocre, de

www.lectulandia.com - Página 330


grandes ojos, salpicada de barros y espinillas. Era silenciosa, discreta y apacible.
Ñaragato, el espaldero, le puso el ojo y se quedó con ella.
Petronila, viuda del Santo Oficio, se soltó el moño, recibiendo en su cuarto al
pulpero de la esquina. Ruperto Bejarano, al ver entrar y salir a tres hombres de su
casa, angostó la mirada pulseando su guitarra desde el único balcón que se asomaba a
la calle. Rodrigo, indignado por el contubernio, se llevó a la chica a una casa pequeña
de su propiedad de la nueva barriada que crecía desde hacia dos años entre el Caroata
y el cerro del Calvario.
Era lugar convergente del alegre vivir. Florecían las tabernas, los tugurios y
ensenadas, en donde anclaron todos los vagos y mal entretenidos de la Provincia. Era
un antro bullicioso que competía en fama con los que tenían en La Habana y Puerto
Rico.
Los sacerdotes alertaron y cargaron desde sus púlpitos contra la horrible lacra que
mancillaba la ciudad. «Entre esa mala gente que vive más allá del Caroata —la
tomaron por decir— hay cristianos viejos que tratan a sus propias hijas como si
fueran mujeres».
—¡Están tentando la cólera divina!
Entre las mozas de partido que llegaron al barrio había una granadina menuda,
chispeante, que por sus sofocos y su salero la llamaban Antoñita la Fantástica. Ejercía
con tal arte su oficio, que salvo el momento de recabar honorarios, nada recordaba en
ella a las calientacamas hasta entonces conocidas en Santiago de León. No era
presumida, ni tampoco accesible. Recorría los lupanares más sórdidos con
naturalidad. Bebía y se emborrachaba con donaire. Su hablar era recatado. Placíale
hablar de honor, pundonor y rango, cual si estuviese entre mantuanas y en la Plaza
Mayor. Ramoncito Pelao, llamado el Susurrante, el hijo de Anselmo, era su chulo.
«Con razón dicen —le echaba en cara la negra Rosalía— que la cabra siempre tira al
monte; hijo de la Pelo’e Yodo tenias que ser, grandísimo carirraído».
—Pero abuela —respondía indefectiblemente Ramoncito—, ¿de qué voy a
comer?
Antoñita, vecina de Rosalba, se hizo su amiga. Rodrigo Blanco desde que la vio
la requirió en su oficio. Por consideración a su amiga, Antoñita sesgó el perfil airada,
hasta que un día ante la insistencia hubo de decirle:
—¡Ay, Don Rodrigo, que no tenéis consideración con la amistad! Venid pues a
casa y probémonos el uno al otro.
—No está mal tu hombre —contó esa tarde a Rosalba—. Prueba el mío, por más
que sea primo tuyo.
Rabió Rodrigo al saberlo.
«De volver a esta casa la volveré cuartos».
Rosalba al año parió una niña. La bautizaron Juana Francisca. El padre lo celebró

www.lectulandia.com - Página 331


jubiloso. Al despedirse esa tarde sintió que, luego de mucho, la tristeza se le iba.
Apenas salió, Antoñita y Ramoncito, el Susurrante entraron con caras
destempladas:
—Abuela se está muriendo.
Sacudida y presurosa, con Juana Francisca en brazos, se fue en busca de su
abuela. Sigilosa entró al cuarto. Lloraron la vieja y la moza. Gorgoreó Juana
Francisca. Rió Rosalía al verla.
—Vente a vivir conmigo —dijo Rosalba—. Rodrigo es de oro. No es como tú
crees. De no ser por ti, seria muy feliz.
Una llama de alegría brilló en sus ojos. Rosalba insistió, suplicó, gimoteó. La
negra al borde de la cama y con la cabeza baja, la escuchaba:
—Está bien, mi amor —dijo al final—. Me voy contigo. ¿Pero, qué hago con
Soledad? Le voy a dar un disgusto muy grande…
—Por mí puedes irte cuando quieras —dijo Soledad al aparecer sorpresivamente
—. Yo, con gente sinvergüenza no quiero nada.
De rostro gris y paso vacilante, Rosalía salió de la habitación del brazo de
Rosalba.
—Perdóname Soledad —dijo antes de marcharse—, pero los pobres no elegimos
nuestro destino.
Soledad sin verla la dejó partir.
De la mano de su nieta Ana María, con quien entró al cuarto, caminó hacia la
cocina:
—¿Por qué lloras, abuela? —preguntó la niña—. ¿Por qué llora Rosalía? ¿Qué le
pasa a Rosalba? ¿Quién es esa niñita?
Soledad vio conmiserativa a su nieta:
—Estás muy chica todavía; pero recuerda para el día que seas mujer, que no hay
mayor desventura que odio y amor se topen en el mismo ser.
—¡Ama! —dijo una esclava atajándole el paso—. Ya llegó el Padre Sobremonte.
—Ah, sí —dijo la vieja con expresión contrariada y salió a recibir a su confesor,
quien por muerte del Obispo,[87]de quien fue su secretario, estaba de Obispo Interino.

87. ¿No sabes quién soy?

Platos van, platos vienen. El cura es buen diente. Pimentón relle​no; gallineta al
vino blanco; arroz con leche.
Soledad, ausente, simula interesarse por su plática sobre los enemigos de España.
—El Caribe está amenazado. Los holandeses se han apoderado de Saba y de San
Martín. Los franceses han puesto un gobernador en la isla bucanera de La Tortuga.
[88]Atribuye a los filibusteros la baja del cacao. De doscientos nueve reales que valía

www.lectulandia.com - Página 332


la fanega en 1628, ha caído este año a noventa y seis.
Otra moza, casi una niña, comparte la mesa. Es Elvira, la segunda de sus nietas.
La hermana de Ana María. María Soledad, la mayor, casó hace dos meses con
Francisco Bolívar. Viven en su encomienda de Guacara. No le gusta el marido de su
nieta. «Es demasiado violento, impulsivo, y María Soledad es coqueta y casquivana.
Elvira sacó la nariz ganchuda de su abuela Francisca Ledesma y los ojos de mi hijo.
Ana María a los once años promete ser una beldad. Su discernimiento es tan claro
que el padre Sobremonte es partidario de hacerla monja. Tarde o temprano terminará
de abadesa».
Soledad y el cura comentan entre acres pinceladas el matrimonio de Jacinta
Vázquez de Rojas con Ruy, el General de Galeras.
—Estoy deseoso de que llegue de una vez el nuevo Obispo —dice Sobremonte—
para que me releve de esta amarga lucha contra este bandido y su cómplice Rodrigo
Blanco.
Una sombra llena el umbral. Es un hombre joven, pequeño, menguado, feúcho.
Soledad frunce el ceño rechazante, alarmada, confusa.
—¡Muchacho! —exclamó la vieja al reconocer finalmente a Nicolás, el hijo de
Diego García.
—¡Tía! —respondió el recién llegado cubriéndola de besos y amapuches.
Dieciocho años tiene Nicolás. Es aindiado y cetrino. De ojos vivaces y trajeado
con pobreza antigua. Plácida es su expresión, recatadas sus maneras. Humilde su
continente. Nada recuerda en él al niño airado que intentó apuñalear, diez años atrás,
a Rodrigo Blanco.
Soledad quiso que el muchacho fuese su huésped, disponiendo para albergarlo la
habitación que de niño ocupó su padre frente al patio de los granados.
Su presencia en la ciudad causó revuelo. ¿Qué irá a pasar cuando se encuentre
con el Águila Dragante?
Pero no, la placidez de Nicolás era auténtica y hasta excesiva, lamentó el padre
Sobremonte.
Ño Miguel, el señor de Naiguatá, a la semana, se presentó de visita.
—En lo que supe que habías llegado cogí mi caballo para darte un abrazo. Es que
tu padre para mí fue una cosa muy grande.
Nicolás miró al zambo con simpatía. Estaba viejo y abatido. Ya Soledad le había
referido la tragedia que lo abatía. Flor, su hija, la luz de sus ojos, desapareció hace
cuatro años sin dejar ni rastro.
—Ella misma me lo había advertido —añadió Ño Miguel—, sin darme cuenta
que había heredado los poderes de mi abuela Acarantair. Contaba que al bañarse en el
pozo veía en el fondo a un hombre con cara de diablo que le soplaba: «Soy el espíritu
de las aguas, vente conmigo».

www.lectulandia.com - Página 333


Súbitamente abandonó su aire abatido:
—¿Y qué piensas hacer con el perro de Rodrigo Blanco? —le dijo fiero—. Ya
tienes edad para vengar a tu padre. Vine no más a decirte que cuentes conmigo para
lo que sea menester. En cualquier noche de éstas…
—¡Ño Miguel! —gritó Soledad irrumpiendo tras la puerta—. ¿Qué cuestión es
esa de estarle metiendo cosas malas a este niño?
—Pero…
—Cállese a la boca, so fresco y lárguese inmediatamente de esta casa.
—Pero Doña Soledad…
—Pa’ fuera he dicho…
Al salir a la calle Ño Miguel tomó el camino que por Chacao llegaba a Naiguatá.
En la esquina de abajo cruzaban hacia el cerro Rodrigo y Ño Ñaragato.
—Allá va Ño Miguel, el zambo de Naiguatá —comenta el espaldero.
Rodrigo apenas lo mira. Viejos y nuevos recuerdos se balancean en la montura.
¡Voy con todo lo que tengo contra todo lo que tienes!
¡Seis, seis, seis!
¡Muere perro traidor!
¡Ay Madre, me duele España!
¡Seis, seis, seis!
A paso calmo llegaron a La Vega. Frente a un rancho de cuatro horcones, en
medio del camino, juega una niña con un gato. Tiene un mechón rojo; apenas camina;
tira del animal entre balbuceos. Ñaragato la mira con irritada indiferencia. Los ojos se
le incendian. No es un gato el animal de la niña. Es un cachorro de cunaguaro.
—¡Cuidado! —grita.
Una india sale del rancho.
—¡Mira, piazo e mujer —le increpa— el tigre que está con la niña!
—No hay cuidado —respondió con apacibilidad—. Esa muchacha es bruja. Los
pájaros hablan con ella y las fieras del monte no le hacen daño. Ella es tu hija. ¿Lo
has olvidado? Y haces mal en no recoger tu sangre. Ella murió hace dos lunas…
—Cállate a la jeta, india del cipote y quítame esa muchacha del medio si no
quieres que me la lleve por delante.
El caballo dio un relincho antes de encabritarse tirando al suelo a Ñaragato. Rió
gutural Rodrigo Blanco.
La niña desde el suelo los estaba mirando con ojos de gato.
Amo y espaldero prosiguen su marcha.
—¿Cómo es eso, Ñaragato, de que es tu hija?
—No sé si te acuerdas del cuento que te echara de la hija de Ño Miguel. Yo fui el
espíritu de las aguas. Era igualita a la madre, a la que mentaban María la O, aunque
tuviese el pelo largo y las pestañas de burro. Cuando se la robé a Ño Miguel la

www.lectulandia.com - Página 334


escondí en una cueva que hay allá arriba en el cerro y me busqué a la piazo e india
ésa para que me la cuidara. Hasta hoy, que me volví a encontrar con la niñita, no
sabía más de ella. Ahora, que de ahí a que vaya a ser hija mía, ¡hay rato largo! Si uno
fuera a llamar hijo a cuanto bicho uno le haya jurungado a la madre, no cabrían en la
hacienda. Hijos para mi serán los que me dé Altagracia, mi mujer, cuando me case
por la iglesia.
Rodrigo Blanco sonrió a media boca y a saltos de colibrí pensó en Juana
Francisca, su hija, y en Rosalba: seis meses tenía de haber nacido y un fuego nuevo lo
reconfortaba entre cálidos murmullos y una luz resolana. Rosalba al verla lo colmaba
de ardor, furor y ganas, para dar paso luego a una regocijada mansedumbre. Su
crueldad se batió en fuga. Siervos y esclavos lo comentaban con el torso erguido y
preguntas perspicaces. El látigo apenas zumbaba. De un tiempo a esta parte nadie
había muerto por malos tratos.
La negra Rosalía achacaba el milagro a San Marcos de León, domador del cielo
que amansa al dragón.
La llegada del hijo de Diego García la conturbó grandemente. Intentó verle; pero
terminó enviándole con Rosalba las memorias que Diego, en el camino del duelo, le
confiara para hacerle entrega al mejor de sus hijos.
Rosalba de vuelta dijo a su abuela:
—Nicolás García se casa con Elvira, la nieta de Soledad…
—¡Alabado sea Dios! —exclamó la negra juntando palmas—. ¡Qué sean muy
felices los dos!
Elvira y Nicolás, con reciproco acento, se amaron y reconfortaron desde el primer
momento. Soledad, gozosa, otorgó mano y hacienda.
—Como yo creo —sentenció aquel día— que cada quien debe estar en su casa y
Dios en la de todos, les voy a hacer una en la antigua sentina de los esclavos. Así
estaremos juntos y no revueltos.
Cantaron carpinteros y alarifes. Un nuevo muro: de la sala al samán cruzó el patio
de Soledad. Cuatro cuartos de ventanas hacia adentro se construyeron. Al igual que
ancho despacho, salón y portal propio asomado a la calle del naciente. Era casa sin
cocina, sin cuadra y sin comedor. Era deseo de Soledad que la vida de los recién
casados girase en derredor de su mesa.
Nicolás y Elvira se dedicaron a ser felices con entusiasmo y empeño. Ella era
suave. Nicolás tierno y diligente. Impúdicos exhibían su dicha, lo que les valía toda
suerte de comentarios.
Los recién casados lejos de abroquelarse en la casa chica, como temió Soledad,
hacían las tres comidas, merendaban, rezaban, platicaban y recibían visitas en la vieja
casona. Nicolás resultó un buen narrador. Ana María disfrutaba como nadie de sus
cuentos e historias. Soledad, con ojos henchidos de goce, se decía que Nicolás era el

www.lectulandia.com - Página 335


premio póstumo que el Señor le otorgaba al final de sus largos años de silencio y
soledad.
Tan sólo la presencia de Rodrigo Blanco perturbaba a Nicolás. Tuvo que meterse
en cama, poseído de un malestar delirante, la vez que se lo topó en la calle.
A los tres meses Elvira salió en estado.
—Yo quiero una niña —decía Ana María en la tertulia de la noche.
—Y yo quiero un varón —opinaba Soledad—. ¡Dios y hombre, mijita! Las
mujeres no sirven sino para crear problemas.
En sus pupilas desvaídas trepidó una inquietud. María Soledad, su nieta, según lo
había sabido, se bañaba desnuda en el río de la hacienda y andaba a caballo por el
monte, cual marimacha, entre el peonaje. «Mujer joven y bonita es joya o pertenencia
que no puede andar realenga».
Para apaciguarse concentró su atención sobre el vientre hen​chido de su otra nieta.
—Me voy a acostar —dijo Nicolás con voz de sueño—. Mañana he de madrugar.
Voy para Barata con Francisco Marín.
Soledad arrebató la faz:
—¿Y qué vas a hacer tú a ese sitio maldito?
—Voy a ver unas tierras de pastoreo.
Bordeando el Guayre los dos mozos cabalgan hacia el Este. Marín de Narvaez,
hijo y nieto de los primeros pobladores del Valle, es feo, larguirucho y cetrino, de
ojos vivaces, acongojado por la pobreza, como la gran mayoría, y obsedido de
castidad. Comparte y excede las creencias de Nicolás, de que la lujuria desbordada
del Valle es la causante de muchos males presentes y por venir. Francisco Marín
quiere ser rico.
—Un viejo soldado —le dice a Nicolás— me enseñó las señas que lleva una mina
de oro.
—¿Cuáles? —pregunta el hijo de Diego García con avisada displicencia.
—Alrededor crece una hierba muy fina que se aguaita apenas y la tierra huele a
mastranto y orín.
La imagen de su padre, borracho y cansado, se le vino encima: «Allí está la mina.
¡Fíjate bien! De eso depende que seas pobre o seas rico».
—Yo creo saber —dijo a Marín de pronto— dónde está la mina del Cautivo.
—¿Cómo? —preguntó el otro con encendida avilantez—. ¡Vamos allí!
Treparon hasta la roca del puño acusador. Con expresión escéptica Marín observó
el suelo, arrancó yerbas. Luego de estrujarlas y de olerías detenidamente, dijo con
desgano:
—Aquí no hay oro ni para un dije.
Cruzaban el Anauco en el camino de vuelta. Pablo Guerrero galopa hacia ellos.
—¡Apúrate! Tu mujer está pariendo.

www.lectulandia.com - Página 336


Barriga alta. Contracciones intensas. Comadrona sombría:
—Esto viene mal. Llamad al cura.
Elvira murió en la tarde y Nicolás fue aventado por la desesperanza.
«¿Es que la muerte no cesa? —se dijo aquella noche entre sueños—. ¿Es que no
habrá paz para mí? ¿Por qué, Dios mío, los canallas, los ladrones, asesinos y
mentirosos pasan por el mundo sin que los abata tu ira? ¿Por qué los humildes, los
sufridos, los desposeídos de gracia hacen de la dicha excepción?».
Y en el recuerdo de su mujer y de su hijo, en el de sus padres y sus nueve
hermanos, ululó en la noche. Una presencia extraña le hizo abrir los ojos. Un viejo
soldado de barba blanca y ojos azules lo miraba conmovido.
—¿Quién sois vos? —le interpeló con miedo.
—Yo soy el Cautivo, la causa de la muerte y del olvido.
Nicolás, Soledad y Ana María, cercados por el dolor de la ausencia, rezaban,
comían y charlaban hasta que la noche se adentraba. Nicolás volvió a ocupar la
alcoba que fuera de su padre. Y a menos de un mes volvió a sonreír. Su afecto y
admiración por Ana María, su pequeña cuñada, iban en aumento.
«Lástima que no tenga dos años más —llegó a pensar—. A lo mejor algún día
será».
En marzo llegó el nuevo Obispo, Fray Mauro de Tovar. Era un hombre de unos
treinta y cinco años. Alto y robusto como un coracero, rubicundo, imperativo y
apoplético. Tenía cuello y modales de toro, inquisitivo y mandón. A los alcaldes y
regidores que fueron a presentarle sus cumplimientos, los miró hosco, restregando la
mano con asco cada vez que besábanle el anillo.
—¿Con que éstos son los mandamás de la Provincia? —preguntó al padre
Sobremonte a diez pasos de los capitulares, que ya comentaban la falta de cortesanía
del nuevo Obispo.
Tres jóvenes lo acompañaban.
—Mis sobrinos, Manuel Felipe, Orduño y Martín de Tovar —dijo al padre
Sobremonte, a quien de una mirada ratificó como secretario—. ¡Pero qué calor la que
hace en este país! ¿Cuál será mi pecado para merecer tal expiación? —clamaba a voz
en cuello—. Decidme padre Sobremonte, ¿y por qué son tan altas y verdes las
montañas? ¡Ay, qué mal huele en este puerto! ¿Y dónde está el Gobernador que no
sale a mi encuentro?
—Allí viene, Su Eminencia —se apresuró a decir el secretario—. Lo acompaña
Don Rodrigo Blanco de la Torre Pando, acusado y perdonado por el Santo Oficio.
Hombre feral y malvado. Son tal para cual el Gobernador y el Águila Dragante, que
así lo mientan.
Ruy de Fuenmayor y Rodrigo, de rodillas besaron el anillo. Fray Mauro, sin dejar
de restregar su mano dijo al General de Galeras:

www.lectulandia.com - Página 337


—Ya echaba de menos vuestra presencia. No quise imaginarme que las
disensiones entre vuestra excelencia y mi augusto antecesor, muerto por vos a punta
de disgustos, habría yo de heredarlas.
Ruy de Fuenmayor frunció el ceño. Fray Mauro prosiguió:
—Conmigo, os participo, no tendréis problemas, si andáis derecho y como lo
manda Dios…
—¿Y si tuerzo el camino? —respondió retador.
—¡Ah! —respondió el purpurado sin cambiar la modulación—, entonces
conoceréis el fierro del combate. Por las malas soy una mezcla de San Pedro y del
Gran Inquisidor.
—Extraño lenguaje el de Su Eminencia, para ser Obispo —soltó Rodrigo.
—Y adecuado el vuestro —respondió en un sesgo de sonrisa amarga—. Vuestro
apellido es converso y según me cuentan fuisteis perseguido por el Santo Oficio.
Empalideció Rodrigo. Vio con ira a Fray Mauro y sin contenerse dio media
vuelta, alejándose por el muelle.
—¡Señor de Blanco! —tronó el Obispo.
El Águila Dragante siguió sin volverse.
—¡Guardias! —llamó Fray Mauro— ¡detened a ese hombre!
Saltó Fuenmayor:
—¡Guardaos de dar esas órdenes por el bien de ambos. Yo soy el Gobernador y
vos el Obispo!
Enrojeció indignado.
—Me debéis acatamiento.
—En cosas de religión.
—Y en lo terrenal.
—Erráis, Obispo.
—Veremos quién puede más.
—Lo veremos.
Y Fuenmayor, al igual que Rodrigo, lo dejó con la palabra en la boca.
—La guerra empieza —dijo sombrío a Sobremonte—. Veamos cuáles son
nuestras huestes.
Soledad y Nicolás García cerraron filas al lado del Obispo al enterarse del
enfrentamiento que tuvo con el Águila Dragante, junto con una vieja muy rica
llamada Maripérez. Dos veces a la semana se reunían en conciliábulo entre tortas y
pasteles.
En caballo encrespado llegó la noticia. Francisco de Bolívar al sorprender en
adulterio a María Soledad, luego de amarrarla junto al mulato con quien la encontró
fornicando, los cubrió de flechas hasta darles muerte. Para hacerlo más martirizado
cubrió con sus dardos sus cuerpos. Sólo al final apuntó al corazón.

www.lectulandia.com - Página 338


Francisco de Bolívar quedó sin sanción alguna. El doble homicidio había sido
hecho en defensa de su honor —sentenció Fuenmayor.
—¿Y el volverlos un acerico —clamó el Obispo desde el púlpito— es venganza
castellana o mala saña criminal?
Una pena honda tiraba de Soledad. En el corredor y con las manos cruzadas mira
fijamente la efigie de San Jorge. Nicolás y Ana María, en silencio, contemplan su
expresión desgarrada.
—¡Ay, Dios mío! —dijo de pronto Soledad con voz tenebrante—. Si viviera mi
padre, mi hijo, o hubiese un hombre en mi casa…
Nicolás García, con el rostro color de yerba y los ojos encendidos, hizo un hueco
en el suelo.
Es el día de Santiago. Los cohetes saludan al apóstol. Los vecinos parlotean frente
a Catedral. Rodrigo hace corro con tres españoles nuevos. Nicolás García,
transfigurado el rostro, se llega hasta él.
—¿Sois Don Rodrigo Blanco?
La gente se repliega. El Águila Dragante no pierde el perfil.
—Si ya lo sabéis, ¿para qué preguntáis tanto?
Resonó el pistolón. Rodrigo se llevó la mano al vientre y cayó derribado.
No murió a causa del disparo. A los dos meses ya caminaba. Nicolás fue llevado a
juicio. Salvo contadas excepciones, los ve​cinos principales pedían la horca para
Nicolás.
Ruy Díaz dictó sentencia:
—¡Nicolás García de la Madriz! —clamó en el Cabildo— queda condenado a la
pena de exilio por quince años.
—¡Esto es una iniquidad! —voceó desde el púlpito Fray Mauro hecho un
energúmeno—. Condenar al exilio a un niño que apenas rasguñó al malvado que
aniquiló a su familia, y todo porque el uno es secuaz de quien nos rige. El que mal
gobierna siembra el mal entre sus gobernados.
Soledad Guerrero, al conocer la sentencia, despojada de su natural comedido,
corrió al encuentro de Fuenmayor.
—¡Qué mala puñalá te den…! —le gritó chirriante y enloquecida— y estando en
pecado mortal, en un callejón oscuro y sin poderte confesar.
—Vamos, Doña Soledad —la contuvo Fray Mauro apareciendo de súbito—.
Venid conmigo, que Dios hará justicia a los que la escarnecen en su nombre.
Llegó el día de abandonar la cárcel para marcharse al exilio. A la puerta lo
esperaba, además de Soledad, Fray Mauro y sus tres sobrinos.
De rodillas recibió su bendición. Nicolás García, con ojos llorosos, se despedía de
los pocos amigos que fueron a despedirlo. Un sacerdote anciano, con traje raído y
paso vacilante, apareció de pronto.

www.lectulandia.com - Página 339


—¡Padre Gil! —exclamó Nicolás al abrazar al cura de Valencia, su preceptor.
—Me enteré ayer de lo sucedido y vine a despedirme. Te traje esto. Son
doscientos ducados de oro, que de algo te servirán. Olvidaste mis enseñanzas —le
apuntó en tono suavemente recriminativo—. Olvidemos ahora el pasado y
enfrentémonos al futuro. Natura y nartura te han dotado de claro juicio, mejor genio y
mayor entendimiento. Durante esos nueve años he metido en tu cabeza todo cuanto
yo he sabido del hombre, de la gramática, de las matemáticas y de la teología. Y a
riesgo de ser inmodesto, en beneficio de ti mismo me veo obligado a decirte que
alguna vez fui rector de Salamanca. Sólo que yo era fiel servidor y admirador de Fray
Luis de León, cuyas sabias enseñanzas, si no las he errado, creo haberlas sembrado en
tu mollera. Estás calificado por tu genio y conocimiento para ser uno de los hombres
más valiosos en nuestra lengua. Esta carta que te entrego —y le presentó un grueso
papel— será para mi hermano, que actualmente es rector de la Universidad Pontificia
de México. Él te abrirá todas las puertas, siempre y cuando no le repitas a él ni a
nadie lo que te he enseñado sobre el sentido y el valor del hombre. Las ideas de
Erasmo, que hicieron la desdicha de mi sabio maestro, me aventaron también a este
apartado lugar de las Indias, donde he de morir, si Dios lo quiere.
Desde la cumbre lanzó una mirada larga y hambrienta al Valle, absorbió la torre
para llevársela en sus pupilas. El camino que entre plantíos y chaguaramos huía hacia
Barlovento. El azul de las montañas; el rojo de los techos, el fulgor del sol contra los
cuatro ríos. Caracas huele a vaquera, a flores, a miel. Sus campanas hablan,
murmuran, protestan. Aquella es Catedral. Esa es San Mauricio. San Pablo el
Ermitaño resuena bronca.
—¡Vamos! —le dijo con suavidad un soldado viejo color de pólvora con el rostro
cruzado de verdes cicatrices—. Si se hace tarde nos agarra la neblina.
Con triste talante vio por última vez al Valle.
—¡Adiós mi Caracas! Yo que siempre te quise. ¿Por qué nunca me has querido?
—No es ella quien no te quiere —le dijo de soslayo y compasivo el soldado color
de pólvora—. Los pueblos son de sus amos. Cuando nació tu padre, el Valle era del
pueblo entero. En ese entonces todos eran Amos del Valle. En el día de su muerte
apenas quedaban veinte. Caracas te ha sido aciaga porque sin saberlo ya no eres amo,
ni tampoco dueño. Como no lo soy yo, a quien nadie inquieto con este antifaz de
fuego.
—¿Quién eres, hombre sufrido?
—Soy el hijo de Ledesma, a quien los Amos del Valle robaron hasta el
recuerdo…

88. San Bernabé y Fray Mauro

www.lectulandia.com - Página 340


Fray Mauro, en solemne procesión, baja por la barriada del vicio, donde vive
Rosalba con su abuela. Las calles son estrechas, tor​cidas y malolientes. El empedrado
a medio hacer, enfangado y con desperdicios. Mujeres de todos los colores y
borrachos en todos los tonos colman el sitio de continuo estrépito.
El Obispo aspersa el hisopo entre gruñidos:
—Arrepentíos malditos. ¡Oremos! ¡Gente indecente e impía! ¡Oremos!
El busto de Rosalba lo tienta.
—¡Acudid a mí ante cualquier duda! —clamorea viéndola fijo a los ojos.
La procesión cruza en la esquina.
Una voz de tinte ebrio canta a la retaguardia:

Qué triste está la ciudad.


Perdida ya de su fe.
Qué destruida será, el día de San Bernabé.
¡Quién viviere lo verá!

—Otra vez Ropasanta —comenta acongojada Rosalba—. Desde esta mañana no


ha hecho otra cosa que cantar la misma tonadilla. Esta fastidiosísimo. Es por lo
menos la sexta vez que se la oigo.
—Los amentes —sentenció Rosalía— son iluminados por Dios. ¿Quién sabe cuál
es su augurio?
—¡Qué hombre tan pavoroso! —dijo Antoñita, la Fantástica, quien con una
petaca y un guapo alférez tenía toda la pinta de irse de viaje…
Vengo a despedirme —añadió—. Me voy para La Guayra unos días. Llegó un
galeón de Cartagena.
Rosalía tensó el arco de la boca:
—Te vas a asar con el calor que hace.
—Bueno, Ña Rosalía —respondió natural— para el tiempo que voy a pasar
vestida. —Y batiendo sus petacas se fue con el alférez camino del Puerto.
—¡Y pensar que mi nieto Ramoncito anda con esa perdida!
Un canto salió del fondo:

Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.

—¡Ave María Purísima! —gritó presa de pánico.

www.lectulandia.com - Página 341


—Pero ¿qué te pasa mama-abuela?
—El Cautivo, mijita. ¡El Cautivo cantando! ¡Dios nos coja confesadas!

Rodrigo Blanco, gemelo del siglo, a los cuarenta y un años es un hombre


enhiesto, guapo y vibrante. Tormentosos los ojos vagan por el patio de La Vega.
Lleva a su hija en brazos. Dos años tiene Juana Francisca y es movediza y
despierta. Un mal movimiento lastima sus heridas.
«Muchacho loco el tal Nicolás García, pero bragao y ma​cho».
—La calor es de muerte —dice a un lado Petronila—. Son las ocho de la mañana
y las chicharras cantan como si fuera mediodía.
Rodrigo suda. Un negro que pasa lleva la espalda mojada. Juana Francisca
regurgita un buche ácido.
—El bochorno me la ha enfermado. Fíjate Rodrigo, hasta los pájaros se han ido.
¿A dónde se habrán marchado los condenados?
Rodrigo la mira y remira: «Mulata y zafrisca. Alcahueta de alma. Puta de nación.
Barragana de aliento. Pervertida y maligna. Fornica como loca. El negro Pío la
consuela en la hacienda. En Caracas, el pulpero de la esquina. ¡Quién tuviera una
manchega para ama de leches! ¡No quieren venir! Petronila ama a Juana Francisca, y
más puta que ella son las indias y las negras que la rodean. Rosalba se quedó en
Caracas. En su casita del Caroata. Con Rosalía, su abuela. Venera el recuerdo de
Diego García. Mete el ojo en el fogón al verme llegar. ¡Quiero a Rosalba! ¡Me gusta!
¡Me enerva! ¡Me cansa! Ella es la hembra, la rueda que no para, el hambre que no
acaba. Era virgen al tomarla. A la semana conocía los cien caminos. No se entrega de
una vez. Tienta con falsas huidas. Dice que no. Dice que si. ¡Qué me dejes, Rodrigo!
Araña con sus pezuñas largas».
—¡Qué calor hace! —dice en voz alta—. Los pájaros no cantan. ¿Dónde están?
—No hay ninguno en la casa —le responde Petronila—. Tampoco los hay afuera.
No los hay en el aire. Los perros aúllan.
Los perros siguen aullando. Los esclavos se encogen medrosos. Luces violetas
cruzaron anoche el Valle. Rodrigo Blanco se sobrecoge. De sombrero cordobés y en
traje campero de hombre, Adriana le está bailando en el aire.
La tierra onduló a sus pies. Una pared medianera se vino abajo. Se mecían los
pilares. Los tejados se rodaban. Un gran puño golpeaba abajo. Saltaban las sillas, los
pucheros, los escaparates. La tierra rugía. Un gran animal se abría paso.
—¡Terremoto! ¡Terremoto! —gritó un clamor entre ruinas.
—¡Mi hija, mi hija! —gimió Rodrigo.
Con Juana Francisca apareció Petronila.
—¡Rosalba! —gritó amarfilado.
Reventando caballos llegó a Caracas. Un mareo de estupor lo envolvió al ver el
barrio de Rosalba a ras de suelo, cual si nunca hubiese existido. Un amasijo de

www.lectulandia.com - Página 342


piedras y tejas rotas era todo cuanto quedaba. Un profundo silencio envolvía al barrio
muerto. No se escuchaba ni un grito ni un llamado, ni un sollozo ni un lamento. Sólo
había un horrible silencio. Un silencio sobrecogedor, mucho más terrible, más
estridente que los mil cañones que una vez escuchó disparar en Flandes.
Rosalba estaba muerta entre las ruinas de su casa, abrazada al cadáver de la negra
Rosalía.
Con el cuerpo frío entre sus manos se sentó a contemplarla. Acercó su cara para
besarla y rompió en sollozos.
Una voz bronca y castiza exclamó a sus espaldas:
—Ese es vuestro castigo. Lo tenéis más que merecido por corrompido y malvado.
Era Fray Mauro de Tovar con ocho soldados, espadas desenvainadas.
La ciudad quedó destruida. La Catedral se vino abajo. Entre los muertos estaba
Maripérez, quien ya había donado todos sus bienes a la Iglesia.
Al día siguiente, los vecinos, apesadumbrados, comentaban lo sucedido en la
Plaza Mayor.
Desde el Palacio Episcopal cuatro cornetas reclaman atención. En el umbral se
dibujaba la maciza figura de Fray Mauro de Tovar. Una recua de siete burros
arrastraba el Obispo.
A horcajadas de las bestias cuatro hombres y tres mujeres, totalmente desnudos.
Fray Mauro los fustiga con un látigo. Doña Jimena Ponte lleva un letrero:
Por fornicar con su hermano —proclamaba—. Ninguno de los hijos que tiene es
de su marido.
Arriba de los otros burros los ancianos padres de los Navarro.
Por permitir la inmundicia.
Fray Mauro proclamó estentóreo lo que decían los letreros:
—Por crímenes como éstos el Señor nos abatió con su cólera. ¡He aquí a los
culpables del terremoto!
—Di un salto hacia atrás —refería días después a Soledad— ba​rruntándome que
apenas soltase tamaña acusación una pedrea lapidaria a los culpables. Pero no. ¡Oh,
pueblo de pecadores! Los presentes, antes de lanzar piedras, comenzaron a reírse de
lo feas que tenía las nalgas la señora Ponte o de lo bien puestas que las tenía Doña
Jimena. Con deciros que el mulato Ramoncito, el Susurrante, afirmó entre la risa de
todos, que de haber tenido una hermana así, hubiese hecho lo mismo.
En la calle se rumoreaba —según le informó Pablo Guerrero a Soledad— que
todo aquello no era más que una burda infamia de Fray Mauro, despechado porque
Doña Jimena no accedió a sus requiebros pues tenía sus líos con Ruy de Fuenmayor.
El Capitán General se presentó indignado espada en mano, llamando a Fray Mauro
loco calumniador.
—¡Qué espanto! —expresó Soledad—. Mire que la gente puede ser mal hablada,

www.lectulandia.com - Página 343


y que acusar al pobre Fray Mauro de mujerero, cuando es todo un santo varón.
«¡Santo! —dijo para sí Pablo—, será como San Lucas. Nunca había visto un cura
más birriondo».
El incidente con Doña Jimena puso al rojo vivo el ya incandescente odio de Fray
Mauro contra el General de Galeras.
A una semana del sismo se hizo cabildo abierto, para discutirse lo que habría de
hacerse en el futuro con la devastada ciudad.
En una esquina de la gran mesa: Ruy de Fuenmayor; al otro extremo Fray Mauro;
en medio, los capitulares; alrededor el pueblo y las dos guardias armadas: la del
Obispo y la del Gobernador.
Fuenmayor, luego de una larga exposición, propone refundarla en los predios del
cacique Chacao. Fray Mauro estalla:
—A nadie, sino a un descastado, se le puede ocurrir una barbaridad semejante.
Los capitulares, sorprendidos, se ponen en pie. El Gobernador cárdeno, descarga:
—Más descastado será Su Ilustrisima y la mala madre que lo parió.
—¡Ira de Dios! —rugió el padre Sobremonte arrebatándole la pica a un soldado.
Carga sobre Fuenmayor. Un sablazo le partió el arma. El General de Galeras lo toma
por el cuello.
—¡A él! —ordena Fray Mauro a sus hombres.
Un muro de sables cantó refriega. El Obispo y sus huestes se baten en retirada.
Estalla la guerra del balandrán. Fray Mauro y los clérigos en los púlpitos baten
sus lenguas como bombardas.
—¡Águila Dragante! —vocea patético el Obispo—, ave de presa que siembra
muerte, ruina y desgracias por donde pasa. Ved el caso del pobre Gualterio Mendoza,
convertido en loco mendigante luego de prostituir a su hija.
—¡Bravo! —claman fieros Pablo Guerrero y Ño Miguel. El zambo se ha venido
desde Naiguatá para sumar esfuerzos.
Arrestos y palizas ordena el Gobernador. Maldiciones, excomuniones y raptos el
Obispo. Paquito de la Madriz y Dulce María su cuñada, son privados de la Eucaristía.
Ño Ñaragato salva milagrosamente la vida en una emboscada. A la siguiente noche,
los esbirros de Fray Mauro entran por sorpresa a la casa del Susurrante y de Antoñita
la Fantástica, quien luego del terremoto abjuró su oficio y casó con su rufián.
Fray Mauro en su alcoba regatea con Antoñita el número de azotes que deberían
propinársele a su marido:
—Que sean diez, Su Ilustrisima.
Rió Fray Mauro con Antoñita, mientras Ramoncito en el patio recibía la cueriza.
A la mañana siguiente Antoñita gozosa comenta a su marido, saliendo del Palacio
del Obispo, que éste le ha prometido hacerla regenta de la Cofradía de Santa Rosalía
de Palermo:

www.lectulandia.com - Página 344


—¿Qué te parece el honor?
—Todo depende de lo que afloje el cura —responde el Susu​rrante, que a diario
lamenta el arrepentimiento de Antoñita.
Fray Mauro acusa a los suegros del Gobernador, a los Vásquez de Rojas, de
herejes y conversos. «Gente capaz de bailar con indecencia arriba del mismo Altar
Mayor».
Fuenmayor hace apalear a Pablo Guerrero.
El padre Sobremonte organiza una poblada capitaneada por Ño Miguel para
apoderarse de Fuenmayor. Heridas y cabezas rotas de parte y parte. Fuenmayor
amenaza al Obispo de no poner coto a sus desafueros de llegar a los últimos
extremos. Fray Mauro, al parecer, reflexiona: desde hace más de tres semanas sus
partidarios y él dejan de hostigar.
Esa tarde los suegros de Fuenmayor entran a Catedral, como hacen todas las
tardes, a rezar ante la tumba de sus antepasados. Fray Mauro al verlos susurra algo al
padre Sobremonte.
Los mónacos, con discreción, piden a los feligreses que abandonen sigilosos el
templo. La pareja absorta en sus oraciones cae en cuenta de que se han quedado solos
en la iglesia vacía cuando se cierran con estrépito las puertas del portal mayor.
Ladridos de perros grandes retumban en las bóvedas. Vásquez de Rojas se incorpora
al comprender: son los mastines de Fray Mauro que por la sacristía avanzan contra
ellos. Presto y a empellones sube a su mujer al altar. Cuando terminó de trepar, uno
de los perros abría sus fauces sobre el tobillo. Enfurecidos, a grandes saltos, intentan
alcanzarlos. El viejo lanza velas, candelabros y el mismo misal. Llega el perrero y se
lleva los mastines. Vásquez de Rojas abraza a su guapetona mujer, llorosa, temblona
y desconsolada. Súbitamente se abren las puertas de la iglesia. La gente, atraída por el
escándalo que se escucha afuera, entra en tropel. Caras hoscas se tallan al verlos
abrazados sobre el altar. Días antes Fray Mauro alertó a los buenos cristianos de la
existencia en Caracas de muchos marranos que hacen profanaciones y celebran misas
negras.
—¡Sacrilegio! —gritó Fray Mauro, destemplado, señalándolos con el índice—.
¿Qué hacéis, impía pareja, pateando el Tabernáculo con vuestros lascivos meneos?
Fuenmayor rescató a sus suegros cuando ya los soldados de Fray Mauro los
aprehendían. Estalla de nuevo la guerra. El Obispo se atrinchera en el Palacio
Episcopal. El General de Galeras al otro extremo de la Plaza y rodeado por sus
tropas, se apresta a tomar por asalto el refugio del Obispo.
—¡Adelante! —dice a sus hombres, que con arcabuces a punto y en doble fila
avanzan decididos por la Plaza Mayor.
De palacio salen cánticos y rezos mientras esperan la orden de Fray Mauro para
disparar.

www.lectulandia.com - Página 345


Un mensajero a caballo irrumpe en la Plaza.
—Los piratas —dice— avanzan sobre La Guayra.
Fuenmayor y Rodrigo otean la flota de William Jackson, de la cual están
avisados, que con más de mil hombres merodea por el Caribe.[89]
—La situación es grave, no contamos con más de doscientos hombres de pelea.
Un clamor de hierros escuchan a sus espaldas. Un guerrero descomunal, de yelmo
y coraza, camina hacia ellos, seguido por un centenar de hombres.
—¡Fray Mauro! —exclama sorprendido Fuenmayor.
El sacerdote con sus ojillos de cerdo le dice desdeñoso:
—¡Os salvasteis de chiripa! Vengo a defender con vos la causa de España.
Fray Mauro se batió con bravura. Jackson se retiró con grandes pérdidas.
Fuenmayor emocionado intenta una reconciliación:
—Yo no perdono, Gobernador —respondió despectivo Fray Mauro—. Pasado el
peligro las cosas retornan donde habíamos quedado.

89. Los piratas de La Tortuga

Esa mañana Ruy Díaz de Fuenmayor se le apareció en La Vega agitando un papel


de muchos sellos y lacres.
—El Gobernador de Santo Domingo —dijo a Rodrigo— te ruega que lo
acompañes a otra expedición contra La Tortuga. Tu experiencia es inapreciable.
Grande ha de ser el botín. Cuba y Jamaica también darán su aporte. ¿Qué me dices?
En el puente de la nao capitana Rodrigo mira los farallones a pico que rodean la
isla de los piratas. Sobre un castillo flota la flor de Lis. En otro torreón, el jabalí rojo
de los Hermanos de la Costa. Desde 1640 el Caballero Lavasseur, a nombre del Rey
de Francia, ocupa la isla. La fortificó y llegó con los filibusteros a un extraño pacto:
en tanto le paguen el quinto real, además de gozar de su protección, quedan en
libertad para seguir viviendo de acuerdo a sus leyes y costumbres.
Al lado de Rodrigo hay un hombre alto, gordo y panzudo.
Se llama Don Sebastián de Urquijo, cubano de origen y rico plantador.
—Este Lavasseur —dice— es un ser extraño, no sólo vive como príncipe entre
esta maldita turbamulta de mendigos, sino que les impone su autoridad vestido de
pisaverde: usa pelucas y jubones de seda en medio del calor del Caribe y cena con
gran ceremonial cortesano de criados de librea y música de cámara. Es uno de los
mejores ingenieros de Francia. Y ha construido esa fortaleza que, como veis, además
de ser inexpugnable, adentro es uno de los más hermosos palacios renacentistas. Es
tan zorro que la hizo cercando el manantial del único rio de la isla. Su cámara de
torturas es una de las más completas del mundo. Su hé​roe por antonomasia es Luis
XI, de quien copió la idea de guardar a sus enemigos en jaulas de hierro donde no

www.lectulandia.com - Página 346


puede estirarse un hombre en ninguna posición. ¿Veis aquella torre norte? Allí
construyó una troja de la cual penden como bananos, además de exóticas plantas,
racimos de ahorcados.
Proclama el muy canalla que su mayor placer es pasearse bajo la sombra de sus
víctimas. Llama jardín de los ensueños a tan espeluznante recinto.
Desembarcan los españoles.[90]Los piratas oponen resistencia. Rodrigo Blanco y
Don Sebastián de Urquijo, al frente de un pelotón, desembocan en una plazuela ciega,
cercada de tabernas y de una iglesia con torreón.
En la acera de enfrente se aglomeran sacos de henequén y barricas de vino.
—¡Olé! —apuntó Don Sebastián— aquí le rezan a Dios en me​dio de la jarana.
Disparos seriados muy a la izquierda revelaban el extravío.
—Subamos a la torre para atalayar el campo.
Rampa estrecha de seis vueltas los sube en espiral. A media legua: la fortaleza y
el mar. Abajo los soldados desfondan las barricas y con alborozo beben, se bañan y
mueren en vino, cuando una descarga cerrada, procedente de la iglesia, cae sobre
ellos Cincuenta piratas emboscados hasta entonces salen del templo profiriendo gritos
de muerte.
—¡Voto al diablo! —dice el de Urquijo—. Pasamos junto a ellos y no los vimos.
Rodrigo no lo escucha. Ojos y oídos van por la rampa. Un disparo y dos gritos de
agonía.
—Ya venían por nosotros. Por los momentos no volverán, salvo que sean
suicidas.
Abajo, la pelea sigue. Los españoles tras las barricadas disparan sobre los piratas
que, a rastras, se aproximan. Por la calleja vienen refuerzos. Más allá, por encima de
los tejados, la lucha prosigue. Los filibusteros toman la ofensiva. Los españoles bajan
hacia el mar. Don Sebastián de Urquijo charla entre tanto:
—Nací en La Habana, pero de ascendencia totalmente española en tres
generaciones. Detesto, como vos, este terrible proliferar de mestizos. Soy dueño del
mejor ingenio de Cuba. Hace un año los piratas matáronme a un hermano. Juré
vengarme. Por eso me tenéis aquí, a pesar de mi fortuna y de estar recién casado con
la mujer más guapa de Cuba. La pobre se volvió nada apenas le dije que me iba a la
guerra. Díjele yo: «Amor mío, el odio es superior al amor».
Un balazo le arrebató el sombrero.
—Mi mujer es una chiquilla —siguió verbigerante luego de una pausa—. No
puede vivir sin mí. De las mejores familias de La Habana. Que yo para casarme tenía
que ser con una mujer de solera. Para divertirme, las otras. De gente importante viene
mi arraigo. Por mis venas va la sangre de Diego Velásquez, primer Gobernador de
Cuba. Hernán Cortés estuvo babeado por una sobrina suya, pero como suponéis, le
dimos con la puerta en las narices. ¿Quién podría imaginarse que de aquel pobre

www.lectulandia.com - Página 347


hidalgo saliese un marqués?
Los piratas que reptan se yerguen contra las barricas, maldiciendo en cinco
lenguas. La lucha cuerpo a cuerpo. La sangre y el vino suman barro. Cuatro soldados
se rinden. De cara a la pared los amarran. Los piratas se echan al suelo. Displicentes
otean hacia Rodrigo y su amigo.
La fortaleza de Lavasseur granea fuego grueso y certero. El palo mayor de la nao
capitana se derrumba sobre el puente. Los cañones de la flota callan. El silencio se
arrastra. Don Sebastián y Rodrigo con la cara huida, interrogan al aire. Tres
cañonazos seguidos de una pausa responden.
—¡Retirada! y nosotros sitiados —clama el cubano—. Llegó la hora de vender
caras nuestras vidas. ¿Estáis presto a morir por Dios y por España?
Rodrigo muestra sus dientes largos:
—Lavasseur es caballero. Pagaremos rescate y aquí no ha pasado nada.
Los encerraron en amplia alcoba de mullidas camas, alfombras persas y cortinas
de brocado. Una escena de caza de Poussin centraba una pared.
Saliendo la luna trajeron la cena cuatro esclavos y en bandejas de plata: un gran
pescado y dos faisanes trufados. De oro macizo los cubiertos; de Venecia el mantel;
de Bohemia el cristal; de Borgoña el vino.
—¡Huhmm! —exclama con deleite—. Borgoña y mareado, buen cuerpo y añejo.
Lavasseur es sin duda un caballero.
Al tercer día los invitó a su mesa. Era un cortesano de Luis XIII: acicalado,
perfumado y lleno de encajes. Zapatos altos. Barba y pelo rizado. Tenía afectado el
gesto y vacilante el habla. En su mano derecha un pañuelo de encajes que movía con
donaire. Hablaba con soltura el español y con preciosismo el francés. Era chispeante
y amable. Placíale el arte y la literatura, prefería a Góngora antes que a Cervantes.
Plácele Fray Luis de León y celebra a Quevedo más que a Rabelais.
A su diestra una mulata enjoyada acariciaba a Rodrigo que, excitado por el vino,
dejó fluir por sus ojos una deseosa florescencia.
—Sí os gusta —dijo el pirata al sorprenderlo— haré que os la enjaecen para esta
noche. Aquí ninguna mujer es de nadie —añadió al calarle un desconcierto—.
Pueden yacer con quien les plazca sin que nadie las importune con celos necios. En
La Tortuga lo único que está vedado, ¡y os sorprenderéis! es la violencia y máxime si
ella es por causa de una mujer. Si alguien saca un cuchillo por razón tan necia es
ejecutado en el acto.
—No os decía yo —refunfuñó Urquijo— que todos estos franchutes son unos
cabrones.
Lavasseur prosiguió:
—La razón de tanta liberalidad obedece a una necesidad política. Cuando la
mujer escasea en una nación, como es el caso de las colonias fundadas por los

www.lectulandia.com - Página 348


ingleses en el Norte, su prestancia aumenta y es ella quien, con sus vicios, a la postre
conforma al hombre. Libre y realenga es de todos y no es de nadie; nunca es señora,
dueña ni ama. ¡Aquí ninguna mujer es de nadie!
Luego de cenar, Lavasseur los invitó a conocer la fortaleza. Su estructura y
apariencia era medieval. Adentro era un palacio renacentista, de mármoles rosados
con amplias arcadas y ventanales abiertos al borde de unos acantilados a trescientos
pies de un mar rugiente. Al otro extremo, en medio de un jardín de tupi​do follaje,
estaba una alberca, que por singular disposición de hachones y de espejos, iluminaba
como si fuera pleno día.
Seis mujeres de cuatro colores chapoteaban entre risas.
—¡Esto es el Paraíso! —celebró Rodrigo—. Nadie pudiese imaginarse que nos
encontramos en la isla del Caribe. Esto parece algún lugar de Campania, de la Roma
de Tiberio…
—El hombre es el único animal —responde el pirata— que hace jardines y
también desiertos.
—No parece ésta la casa de un guerrero —observó bronco Don Sebastián.
—A Marte nada le impide andar de pico pardo con Dionisio y Afrodita, o sois vos
de los que creéis que el valor del hombre debe ser como el del jabalí, hirsuto y
maloliente.
Una semana más tarde Lavasseur volvió a invitarlos. Sentadas a la mesa estaban
las seis bañistas y el Almirante William.
Jackson, el almirante inglés contra quien luchó Rodrigo el año anterior cuando
puso sitio a La Guayra.
Era un hombre jovial y franco, que expuso sin empachos sus opiniones: los
españoles han hecho inexpugnables a Veracruz y Cartagena, al igual que Cuba,
Jamaica, Puerto Rico y Santo Domingo. Cada vez se nos hace más difícil caer sobre
los galeones bien protegidos y armados. De ahí que hayamos cambiado de táctica
atacando ciudades antes de andar por la inmensidad del Caribe como lobos
hambrientos atisbando azarosos el paso de las víctimas.
—Las ciudades —interrumpió Lavasseur— son barcos anclados.
—Lo que no entiendo —alegó Rodrigo— es la razón de vuestro empeño en tomar
poblachos como La Guayra y Puerto Cabello, que no suplen con un saqueo lo que
gastáis en municiones.
—Vos mismo os dais respuesta: la meseta central donde está Caracas es
inexpugnable. Bastan muy pocos hombres en las pocas abras que dan acceso, para
mantener a raya un poderoso ejército. ¿Qué ha de suceder el día que logremos vencer
esa resistencia y en vez de españoles seamos nosotros los que defendamos los pasos?
Vuestra hermosa provincia pasará a ser rico botín ingles. España no tiene flota, como
os lo demuestra su incapacidad para rescatar a Curazao en poder de los holandeses,

www.lectulandia.com - Página 349


hace nueve años ya.[91]
—La era del oro y de la plata —intervino Lavasseur— ha dejado de ser.
—Acertáis, Gobernador: la verdadera riqueza es la tierra, donas, además de la
ganadería y cultivos naturales, puede darse, y con buen clima: tabaco, cacao y
diversas especies de gran cotización en el mercado. La pequeña Barbados enriquece
nuestro erario. Venezuela, cien veces mayor que ella, servirá algún día para alojar
miles de ingleses. ¿Comprendéis ahora, amigo mío, nuestra insistencia por
establecernos en Tierra Firme?
—El vino os ha vuelto indiscreto… —intentó decir Lavasseur.
—No hay secretos —alegó Jackson— cuando la realidad salta a la vista.
—Habláis de Caracas con tal exactitud —observó Rodrigo— cual si hubieseis
vivido en ella.
—No hay tal —añade sonreído el Almirante—. Por mucho tiempo fui segundo
oficial del Capitán Amyas Preston.
—¿El que saqueó a Caracas?
—El mismo, exactamente.
—¿Qué sucedió con su vida? En Caracas es fuente de eterno enigma entre los
viejos.
—Se asocia en sus empresas con Sir Walter Raleigh y corrió su misma suerte: fue
decapitado junto con él en la Torre de Londres.[92]

90. Salú y la salsa de mayonesa

Luego de una sopa fría, que repugnó a Don Sebastián, al igual que los entremeses,
trajeron un inmenso pescado. En una fuente primorosamente labrada, un esclavo
ofreció a Rodrigo una salsa amarilla de gruesa consistencia.
—¡Umm! —gruñó Don Sebastián—. ¡Cuán apetitoso se ve!
—Es mayonesa —aclaró Lavasseur.
—Parece mantequilla.
—Tal fue su origen. La amante de Richelieu, que como toda suiza vive y gira
alrededor de las excrecencias lácteas, lo amenazó con abandonarle cuando sitiaba a
Mahón, de no suministrár​sele la mantequilla, agotada en el campamento por el uso
excesivo que hicieron de ella los cortesanos para heridas y placeres amato​rios. El
Cardenal conminó al cocinero a encontrar de inmediato un sustituto para engañar a su
amante. Viejas fórmulas, antiguos ritos, alquimia y magia parieron la salsa que ante
vos tenéis y que en honor a la ciudad sitiada bautizaron mayonesa. La fórmula de la
salsa, al igual que la cura de los escrófulas y las profecías de Nostradamus, era
secreto real, hasta que el pobre Pierre —y señaló hacia un hombre que a golpes de ojo
dirigía a los sirvientes— arribó el año pasado a esta isla en busca del jabalí dorado.

www.lectulandia.com - Página 350


Pierre, para su desgracia, me dio a probar la divina salsa. Al igual que el Rey,
quedé subyugado. Pedí la fórmula a Pierre. Se negó, empecinado. Le ofrecí fortuna.
Siguió en sus trece.
Lavasseur bebió un trago de vino y añadió enturbiando la voz:
—Finalmente hube de aplicarle tormento. Probad, amigos míos, la salsa inmortal.
—¡Umm! —exclamaron, con deleite, Jackson y Rodrigo—. Es realmente una
delicia.
—Oh, qué genio de los ingenios es la negra Salú —prorrumpió altisonante el
pirata al probarla a su vez—. La salsa de hoy es una proeza digna de grabarse en
bronce. La salsa de mayonesa, he de advertiros —añadió con unción— se fragua
mejor si la hace una mujer. Y en forma superlativa si es hembra enamorada de su
señor y éste desvela por ella, como es nuestro caso. Muero de ganas de folgarme a
Salú, que es la mujer más hermosa tallada en negro que haya conocido. Pero me
abstengo como el turco ante el vino, por miedo a romper el hechizo. Os voy a
presentar a Salú —dijo en un rapto—. ¡Bien que lo merece!
Rodrigo al verla casi se irguió de su asiento: era una negra alta, cimbreante,
cuello alto, de talla juncal, mirada viva y facciones preciosas. Algo, a partes iguales,
tenía de cervatillo, pájaro de garra y pantera somnolienta. Sus ojos, conscientes de su
esplendor, sonreían amables.
—Es la única mujer —proclamó Lavasseur con sorna, mientras Salú de rodillas
besaba sus manos— que guardo con celo de berebere. Tres eunucos no la
desamparan. Duerme bajo siete llaves en la torre oeste, y por si fuera poco, le hice
poner cinturón de castidad, copia fiel del que nuestro Rey Luis el Monje hizo poner a
Leonor de Aquitania.

91. Los Hermanos de la Costa

La Tortuga era una sociedad de compleja y variada estructura. Una lengua


llamada papiamento se impuso paulatinamente en la Isla. Era una extraña jerga que
tenía mucho de español, más de portugués, poco de francés y algo de flamenco.
Piratas y corsarios de diversas banderas recalaban a juerguear y a emborracharse,
hasta agotar el último escudo. Había una taberna por cada seis casas y mujeres libres
que vivían en comunidad, sin que fuesen mancebas. Urquijo no terminaba de
entender la diferencia.
¡Vamos monsieur! —le espetó a Lavasseur—. Están dispuestas a folgar, cobran
por ello, viven juntas en casas que visitan hombres, con quienes danzan, se
emborrachan y juegan. Si no son putas, decidme por Dios ¿qué son?
—No hay ricos ni mendigos entre los Hermanos de la Costa —apuntaba el
francés otro día que paseaba por el pueblo—. Los reglamentos de la sociedad velan

www.lectulandia.com - Página 351


para que sus socios no caigan en la miseria, sea por vejez, enfermedad o
mutilaciones. Nadie, salvo los jóvenes de quince años que deseen ingresar a cofradía,
es subalterno de nadie. Por tres años han de servir como esclavos y aprender la
disciplina.
Lavasseur les designó como sirviente a un muchacho pelirrojo, despierto y
sonriente. Su patrono había muerto meses antes en un asalto a Maracaibo. Era de
genio expansivo.
—Nací en Bristol en 1631 —dijo a Rodrigo en un chapurriado español—. A los
seis años me raptaron de mi hogar para llevarme a Barbados, donde trabajé como
esclavo blanco en las plantaciones de caña. A los once años logré fugarme y vine a
parar a La Tortuga. Dentro de un año dejaré de ser sirviente para ser pirata mayor.
Entretanto os serviré con gusto. Mi nombre es Henry Morgan.
Lavasseur y Rodrigo prosiguen su ronda por el poblado:
—La traición y la deslealtad —dice— son para los Hermanos de la Costa los
mayores crímenes. Son capaces de ir al mismo infierno para castigar a un traidor. Los
he visto organizar costosas expediciones con el único propósito de ejecutar a un
desertor o a un delator de los muchos que tienen en el Caribe.
—¿Cómo es eso —preguntó intrigado— de que tienen cómplices fuera de la Isla?
¿Qué clase de gente son?
—Son naturales del país, que por codicia están dispuestos a informar sobre el
movimiento de los galeones de guerra y del oro y la plata. Tienen múltiples códigos y
señales para comunicarse. El heliógrafo y las palomas mensajeras.
«¡Voto al diablo! —se dijo Rodrigo—. Con razón la creencia tan divulgada entre
la gente del Caribe de que los palomares concitan la mala suerte».
—Los filibusteros —prosiguió Lavasseur— no menosprecian ni a negros, ni a
indios, ni a mulatos, y los tratan de hermanos, lo que explica el gran predicamento y
numerosos aliados que tienen entre la gente humilde.

92. Vendida en pública almoneda

La amistad entre Rodrigo y el caballero Lavasseur creció firme. Seguido del


joven Morgan recorría incesantemente la isla, donde abundaba la cacería de los
pécarí, que hicieron la desgracia de Pierre, el cocinero. Urquijo detestaba al pelirrojo,
a quien tildaba de charlatán y entrometido. Los días de luna llena, y entre gran
ceremonial, Salú servía la divina salsa. A Rodrigo, Salú se le fue haciendo obsesión.
La negra, al adivinarlo, lo miraba de soslayo con sonrisa cubierta. Jackson, el
Almirante, le comentó con sorna:
—Sí os place puedo brindaros un abrelatas.
A la semana, el Almirante zarpó hacia el Sur. A las seis semanas regresó a la isla

www.lectulandia.com - Página 352


luego de saquear a Maracaibo. Un mes más tarde volvió a partir con más barcos,
hombres y municiones. Una piragua trajo la noticia: Jackson, a nombre de Inglaterra,
se había apoderado de Jamaica.[93]
Al año, camino hacia Inglaterra, recaló en La Tortuga. Había evacuado a Jamaica.
—En la isla abierta con tan pocos hombres, la posición es insostenible. En cambio
—añadió reticente— si algún día llegara a ponerle la mano a Santiago de León… otra
seria nuestra suerte, Don Rodrigo.
Ya mordían los primeros meses del 45 y no llegaban los treinta mil ducados del
rescate, a pesar de las repetidas misivas enviadas a Ruy de Fuenmayor.
—Ya he enviado recado a los míos —afirmó Urquijo ante Lavasseur— para que
me envíen a la mayor brevedad los cuarenta mil ducados que debéis al caballero
Lavasseur.
—Me ofendéis, señor de Urquijo —saltó el Gobernador—; el rescate y el quinto
es parte de mi oficio y a ellos me ajusto, pero a la hora de conceder mercedes no sois
vos quien ha de enmendarme la plana. Si antes de tres meses no ha llegado el rescate
de Don Rodrigo, será libre por cuenta mía. Estoy seguro de que al llegar a su tierra
habrá de cumplir sus pactos de caballero.
En la decimoctava luna en que probaron mayonesa salió a relucir por cuenta de
Rodrigo —lo que no había hecho hasta entonces— sus pleitos y disensiones junto
con Ruy de Fuenmayor contra Fray Mauro de Tovar, el terrible Obispo, refiriéndole,
achispado por un excelente coñac, el caso de Doña Jimena y de Ramoncito el
Susurrante y la salerosa Antoñita. Lavasseur por primera vez lo miró cejijunto.
—¿Sabéis por casualidad que vuestro amigo ya no es el Gobernador de Caracas?
Desde febrero del pasado año gobierna Don Marcos Gedler y Calatayud. Ahora
comprendo —añadió enigmático— por qué no ha llegado vuestro rescate—. Escribid
de nuevo a vuestro amigo. Estoy seguro de que esta vez la carta llegará a su destino.
Antes de seis semanas llegó carta de Fuenmayor y la suma pedida:
… gracias a Paquito de la Madriz —decía en algún lugar de su carta— a quien un
mensajero de los piratas le hizo entrega de tu misiva, terminamos de saber de ti. Con
el sigilo que recomiendas te envío el dinero. Espero verte pronto. Tu amigo, Ruy.
¿«Conque Paquito de la Madriz? —rumió iracundo Rodrigo—. Yo no me trago el
cuento que le echó a Ruy. Con lo hi de puta que es le sale pintado ser el confidente de
los piratas».
Una estrepitosa duda sucedió a la sospecha:
¿«Quién es el otro confidente de los piratas que no hizo llegar mis seis cartas a
Ruy de Fuenmayor, el encargado de mis bienes? Es alguien que me detesta
innecesariamente. ¿Pero quién podrá ser»?
Enumeró en su mente los presuntos culpables, pero eran tantos que se extravió en
un delta de hipótesis. Lavasseur se negó en redondo a dar el menor indicio de sus

www.lectulandia.com - Página 353


cómplices en Caracas.
—Al igual que los médicos y los curas, guardamos bien el secreto profesional. Es
inútil, no insistáis.
—Pensad siempre —le aconsejó, igualmente reticente, Henry, el pelirrojo— en
quien menos podáis sospechar.
—Te daré cien doblones de oro si me dices su nombre.
—Lo desconozco, y de saberlo, no os lo diría por todo el oro del mundo.
Días antes de marcharse Rodrigo, cenaba con el caballero La​vasseur. Deploraba
esa noche, según acababa de enterarse, la muerte de Francisco Quevedo.[94]Sirven
unos mariscos con la celebrada mayonesa de Salú. Apenas llevó a sus labios el primer
bocado, Lavasseur, demudado, echó la silla hacia atrás:
—¡Traedme de inmediato a Salú! —bramó fuera de sí.
Apenas apareció, Lavasseur, hecho un poseso, la apuntó con el dedo:
—¡Salú, je suis cocú, esta salsa es una mierda!
—¡No, mon dieu —solloza la negra—. Mon signeur je te aime toujours!
—¡Mientes, bellaca! Le has entregado tu doncellez a alguien, privándome para
siempre de mi mayor ventura. Serás vendida —sentenció patético— en pública
almoneda en los mercados de San Cristóbal.
—¡No, no! —gritó desgarrada—. ¡Antes prefiero vivir en tus mazmorras!
¡Compasión, monseñor!
A una señal la sacaron a empellones.
Rodrigo, aquietada la iracundia, dijo a Lavasseur:
—Ya que pensáis venderla, os la compro. Para mí sigue siendo la mejor cocinera
que he conocido. Si no os importa quisiera llevármela a Venezuela.
Lavasseur con la cabeza entre las manos vio con afecto a su huésped:
—Señor de Blanco, nadie mejor que vos para guardar la joya deteriorada. ¡Os la
regalo en prenda de amistad!

93. El Pez que escupe el agua

—Os voy a entregar a Salú ahora mismo —dijo al levantarse de la mesa—.


Vayamos al torreón de los eunucos.
Al final de un sendero estrecho se llega a una torre, emplazada en una colina de
espaciosa vista. Una plazuela centrada por una fuente con un pez de piedra.
—Traedme a Salú —ordenó a los espadones.
—He aquí a tu nuevo dueño —dijo a la negra—, y vosotros —espetó a los
eunucos— preparaos a bien morir.
Al volverse, se detuvo ante la fuente, puso el pie en el brocal y miró a la luna con
ojos de agonía. Rodrigo a su lado contemplaba al gargólido, absorto en el chorro de

www.lectulandia.com - Página 354


agua fresca y bullente:
—Hermosa fuente, Excelencia.
El Pez, ante sus palabras, lanzó el chorro hacia arriba, a tiempo que emitía un
silbido melodioso. Lavasseur y Morgan, el peli​rrojo, que los escoltaba, rieron a
carcajadas:
—Le habéis gustado al Pez, Don Rodrigo. ¡Ved cómo os saluda!
Para su mayor sorpresa el gargólido cambió el chorro vertical por una garúa fina.
—¡Fijaos! —observó con regocijo el pirata— está en el colmo de la emoción. De
no haberle caído en gracia os habría hecho una trastada.
El Pez por segunda vez elevó el chorro tres varas y lo sesgó en espiral.
—Eso quiere decir que os admira mucho. La última vez que se lo vi hacer, fue
con el almirante Jackson. Es un pez muy cortesano. Tan pronto se rumora que alguien
es, o puede llegar a ser muy importante, comienza con esas señales de efusividad. Me
lo regaló Su Graciosa Majestad, el Rey de Francia, por no poderlo soportar. Jacobo de
Inglaterra se desprendió de él donándoselo con engaño a Enrique IV de Francia, al
comprobar que un duende lo animaba. Cuenta la historia que este pescado que aquí
veis, es el Príncipe Piscis, hijo del Rey Arturo y de una ondina a quien el Gran Merlín
hechizó, harto de sus diabluras.
A causa de alguna extraña afección, o por tener, seguramente, apéndice de
sirénido, según se rumoraba, el chico, empero ser mudo, era la mar de vivaz, burlón y
entrometido. Tenía que vivir en una bañera en forma de copa alta, ubicada en la
misma sala del trono, justo frente a la célebre mesa redonda donde Arturo se reunía
con sus paladines. El Príncipe Piscis, asomado en su copa, seguía con atención las
discusiones del Rey, su padre, con sus consejeros, mostrando entre chiflidos y juegos
de agua su protesta o burla cuando alguno de ellos desbarraba o mostraba talento
lisonjero. Detestaba particularmente al Caballero Galaoor, el del Santo Grial, por
torpe y obcecado. Merlín era su víctima preferida, hasta el punto de que, antes de un
mes, su prestigio de viejo mago estaba por el suelo. El Rey, a pesar de las quejas de
sus caballeros, negábase en redondo a trasladar a Piscis a otra parte, ya que sus mofas
y travesuras le servían para contener a sus consejeros en discursos excesivamente
largos o que dijesen falacias o cosas banales. Una noche murió el Rey Arturo; llegó
para Merlín la hora de la venganza; tan pronto se reunió el Consejo de la Corona y
Piscis le mojó la barba, el mago con uña clamante díjole:
—¡Vuélvete piedra y fuente y recupera tu forma primaria luego de cuarenta días y
cuarenta noches de vivir entre grandes, sin oír tonterías, lisonjas y falacias!
Merlín, que al parecer no conocía a los hombres, condenó al pobre Piscis para
toda la eternidad: lleva ya once siglos y medio en ese estado.
—¡Qué maravilla! —expresó Rodrigo, embobado.
—Pues a mí —observó Lavasseur— me tiene harto. Nunca me ha gustado: me

www.lectulandia.com - Página 355


parecen cosas del demonio.
El chorro le dio de lleno en la cara.
—¡Maldito! —chilló Lavasseur—. Ahora mismo te haré demoler. ¡Henry! —
ordenó—. ¡Ve en busca de dos maceras para que de una vez por todas salgamos de
este esperpento!
El Pez encogió el chorro y ululó lastimero.
—¡Por favor! —suplicó Rodrigo— no lo destruyáis, os lo compro ahora mismo y
por la suma que os plazca.
Lavasseur se dio vueltas:
—Vamos. Don Rodrigo —respondió amoscado—. Qué mal me conocéis Yo seré
pirata, pero comerciante, nunca. Os lo regalo de mil amores, pero no lastiméis mi
pundonor.

94. La sangre del Senegal

Rodrigo, Salú y Don Sebastián de Urquijo, llevados por los piratas,


desembarcaron a mediodía de camino de La Habana. Al mediodía siguiente llegaron
al ingenio de Urquijo. No había mentido. Su casa era magnificente y demasiado
hermosa su mujer. Una chica muy joven quien al verlo se colgó llorando a su cuello
entre ruidosos aspavientos del hacendado.
—¡Cálmate nena! No es para tanto. Te presento a Don Rodrigo de Blanco,
gentilhombre español radicado en Caracas.
La mujer lo vio a los ojos…
—Me llamo Dolores —dijo.
La mujer de Urquijo, a pesar de su juventud, era lúcida, alegre y acertada en el
juicio, con un trasfondo de fogosa sensibilidad soñadora que declaraba a gritos —
aunque lo encubriera— el aburrimiento que le producía su marido. Don Sebastián le
daba el mismo trato condescendiente que otorgaba a los tres chiquillos de su primera
mujer, despertándole mofa e hilaridad sus opiniones.
Salú, la bella esclava que por Rodrigo Blanco perdió sus facultades para hacer
mayonesa, decía en su español chapurreado:
—Don Sebastián ta punt de perdé a su mujé. Más pesá que ca​ñón vié. Cogé mujé
pa ti, que está contí cual mantequí tempo e caló.
Dolores, como afirmaba la esclava, tecleaba sin compromiso notas
imperceptibles. Día a día, hora por hora, progresaron los escarceos, hasta que a la
orilla de un sendero la poseyó con furia.
Por todo el tiempo que le restó en el ingenio, Rodrigo amó a Dolores con pasión
desbocada: en las casas vacías; entre los cañaverales y en la misma capilla una tarde
que el deseo apremiaba y la ventisca de un huracán ponía cadenas al descampado.

www.lectulandia.com - Página 356


Faltando una semana para embarcar, Dolores dijo a Rodrigo:
—Estoy embarazada y por mis cuentas es hijo tuyo. De ser varón llevará por
segundo nombre el de Rodrigo: Sebastián Rodrigo de Urquijo.
A tres días de navegar, Salú le hizo saber que su vientre había recibido, con igual
beneplácito, su simiente:
—¡Mientes, bellaca! —estalló Rodrigo—. Tú no puedes parir un hijo mío. Antes
te tiro al mar que permitir que la sangre de un emperador se bastardee con la tuya.
De no haber pasado el capitán hubiese cumplido su amenaza. Salú contó una
mentira nueva, donde había un irlandés que la tomó y retomó entre aquel día que la
hizo suya y la noche un mes atrás que volvió sobre ella.
Tres semanas duró la travesía. El 29 de julio de 1645 llegaron a La Guayra.
A tres años de haber partido no encontró mayores cambios. Ruy de Fuenmayor
advertido de su arribo a La Guayra salió a su encuentro.
—¿Y ésta? —preguntó mirando goloso a Salú.
—La mejor cocinera del mundo —respondió seco.
—Por lo menos tiene cara de sancochar bien los huevos.
Al cruzar el Caroata apareció a su vista el campo de ruinas donde antes quedase el
barrio de Rosalba. Lo impresionó la soledad y el silencio.
—La gente —dijo Ruy— le ha tomado aprensión al sitio. Los curas les han hecho
ver que, como Sodoma, es vivo ejemplo de la cólera divina. Y la verdad es que aqui
ni los pájaros cantan. El silencio que lo envuelve es tan grande y sobrecogedor que
así llaman ahora lo que años atrás fuese lugar de ruido y alegría.
—Desde que te marchaste —prosiguió el general de galeras— las cosas han
cambiado demasiado. Fray Mauro se ha fortalecido a más no poder y en particular
desde que le hice entrega de la Gobernación a Marcos Gedler y Calatayud[95]quien, a
pesar de ser un vale corrido y de odiar al Obispo, nada puede hacer ante el poder del
maldito cura empeñado en hacerme la vida imposible. No pierde oportunidad desde el
púlpito o en los Cabildos abiertos para emplazarme como prevaricador, tirano y
alcahuete de todas las malas acciones que se han ejecutado en la Provincia. Soledad
Guerrero, que después de ti es la más rica en tierras, esclavos y propiedades le brinda
apoyo incondicional.
Juan de Herrera y Pacheco, que en una época fue tan buen amigo nuestro, se ha
pasado con armas y bagajes al campo de Fray Mauro, al igual que Lorenzo Martínez
de Villegas y Antonio Pacheco.
—¿Y a que se debe tan brusco cambio?
—Al muy desgraciado, que les ha metido en la cabeza a los criollos ricos que
nosotros los españoles los despreciamos y que tan solo aspiramos a quitarles su
riqueza.
—No yerra el maldito —respondió gutural—. No hay cosa que mas deteste que

www.lectulandia.com - Página 357


estos ensoberbecidos criollos dándoselas de hijosdalgos.
Tan pronto pisó su feudo miró satisfecho los campos bien labrados, los recuadros
de caña dulce, el ganado gordo, los ingenios humeantes.
—Todo eso es obra de Ñaragato —le apuntó Fuenmayor— que podría ser todo lo
criminal que se quiera pero que te es fiel a ti como un perro de casta. Con decirte que
se me ofreció para meterle una puñalada a Fray Mauro para que no me siguiera
fregando.
A mitad de camino salió a su encuentro Paquito de la Madriz quien luego de mirar
a Salú dijo con sorna a Rodrigo:
—¿Y cómo vas a hacer ahora con dos frentes abiertos? Allá debe estar la Dulce
María que se revienta de buena, escarranchada esperándote.
En el corredor de la hacienda lo esperaban Petronila y Juana Francisca.
—Mi amor, mi vida —clamó Rodrigo alzando a la niña en vilo. Seis años
cumplidos tenía y era hermosa y limpia como Rosalba, su madre. Sin hacer caso de
las zalemas de Petronila, ni del resto de los vecinos que acudieron a saludarle se fue
de la mano con su hija paseando por los jardines, disfrutando con goce espléndido de
sus palabras y reflexiones. Era una chica vivaz, alegre y preguntona.
Cuando volvió de retorno se encontró con Dulce María, esplendida y fresca como
sábana de olán. Haciendo caso omiso de los presentes la llevó a su alcoba, mientras
Petronila, suspicaz de lo que Salú pudiera ser para Rodrigo, se esmeró en atenderla,
ubicándola en una buena habitación muy cercana a su amo.
—Aquí todos somos muy unidos. Es una misma familia. No hay ni blancos, ni
negros. Déjame presentarte a mi hijo Ruperto.
Ruperto Bejarano, ya traspuesta la veintena, era un moreno bien parecido, alegre
y jactancioso, y a quien Rodrigo de siempre había detestado. Servía de sargento a
solicitud del mismo Rodrigo en la guarnición de La Guayra.
—Gusto de conocerte, preciosa mujer —dijo a Salú, quien sin dejar de sonreír lo
miró con indiferencia.
Luego de larga siesta, Rodrigo salió a recibir a los felicitadores y cumplimenteros
seguido por Dulce María, quien, sin mostrarse posesiva, hizo un sesgo para charlar
con Salú, convertida en centro de atención de todos.
Juan de Ascanio, radiante hasta el paroxismo, le dijo a Rodrigo a los pocos
minutos de haberlo saludado:
—Te doy mil pesos por esa negra. Si no me la vendes soy capaz de robártela con
uso de la fuerza.
En el salón también lo esperaban los hermanos Santiago y Domingo Liendo ya
bien ubicados en la vida del Valle por sus matrimonios con criollas ricas. Otro tanto
había hecho el capitán español Bartolomé Rivilla Puerta. Alonso Rodríguez Santos,
de español sin fortuna se había labrado una gran posición tanto por sus ejecutorias

www.lectulandia.com - Página 358


guerreras como por la vía conyugal. Dos caras nuevas estaban con sus amigos. Juan
de Ascanio hizo las presentaciones: Diego Gedler, el sobrino del Gobernador, ya
casado con la hija de Rivilla Puerta, y el Capitán Diego Fernández de Araujo, un
bizarro soldado, alto, fuerte y gritón. Paquito de La Madriz, totalmente ebrio, intentó
meter baza en la tertulia. A una señal de Rodrigo, Ño Ñaragato lo llamó aparte y le
pidió amenazante que se largara.
Rodrigo, desde los primeros escarceos con las águilas chulas, como los seguían
llamando los criollos, percibió un aire de derrota. Ya no había en sus palabras y
gestos aquella agresiva altivez.
Uno a uno y en diversas tonalidades le fueron confirmando lo que ya Ruy de
Fuenmayor le había advertido. Por obra de Fray Mauro los hasta entonces apocados
criollos cerraron filas y si en la generación de sus padres y abuelos el yerno desplazó
al hijo en la posesión de sus privilegios y riqueza ahora la línea del varón se imponía
sobre la hembra. La totalidad de los presentes, salvo Fernández de Araujo que
permanecía soltero, habían matrimoniado con criollas de familias principales
comenzando por el mismo Ruy. De modo que sus desdeñosas palabras contra los
hidalgo, no solo no encontraron resonancia sino apasionados defensores que por obra
de sus hijos se habían enraizado de tal forma al país y a su gente que hasta
reaccionaban con acritud cuando algún español como Fernández de Araujo, se
permitía expresiones desdeñosas.
—¿De modo que los mestizos os han metido las cabras en el corral? —preguntó
al grupo entre sonriente y punzante—. ¡Cómo se ve que no podéis vivir sin mí! Pues
desde ahora mismo emprendamos la lucha para recuperar el tiempo perdido.
—¡Bravo! —exclamó Fernández de Araujo batiendo las palmas, pero con
excepción de complacientes sonrisas no encontró palabras de apoyo entre los
españoles.
Rodrigo, paulatinamente, se fue encolerizando:
—Yo no me explico —clama irritado— que gente como voso​tros, de preclaro
linaje, libres de moros y judíos, vengan a em​puercar vuestra estirpe casándoos con
una criolla, con esa sangre india y negra que les corre a raudales.
Un bronco rugido de protesta se oyó en la sala. Proseguía sin arredrarse:
—Yo no he de casarme con ninguna nativa de esta tierra. No hay mujer en ella
que me sirva a mí.
—¡Exageras, hombre! —protestó Juan de Ascanio, el vinatero—. Aquí, como en
Canarias, hay de todo: españoles puros y gente de otra nación y color.
Rodrigo afirmó silbante sin hacer concesiones a las caras descompuestas:
—Aquí no hay una sola criolla libre de la sangre maldita.
Diego Gedler, sobrino del nuevo Gobernador y casado con una criolla dijo:
—Con la venia de Vuesa Merced, a quien estoy conociendo y admiro muy de

www.lectulandia.com - Página 359


veras, soy de la misma opinión de Juan. En el año que tengo en Caracas, además de
mi mujer, flor de España traída a estas tierras, hay innumerables chicas que en nada
se diferencian de una gran dama española.
—¡Decidme presto, do está ese portento! —expresó burlón— para matrimoniar
con ella al momento.
—Pues ahí tenéis el caso de Ana María Mijares de Solórzano, criolla de pura
cepa, descendiente directa de los conquistadores. Además de ser guapa a más no
poder, es un portento. Habla con perfección el castellano; tiene la agilidad de una
andaluza y encima es blanca de cabeza a pies.
Un murmullo de aprobación salió de los presentes.
Rodrigo, alterado, restalló rabioso.
—No puede ser blanca. Su abuela es mestiza.
—¡No digáis tonterías, Rodrigo! —intervino, malhumorado, Ruy de Fuenmayor
—. Doña Soledad Guerrero es hija de padre y madre españoles, al igual que su
marido.
Al día siguiente se dio un recorrido por la ciudad. Antoñita la Fantástica había
montado un negocio de artículos religiosos con la ayuda de Fray Mauro. Rodrigo
soltó la carcajada al verla vestida de hermana lega, sin que para nada hubiese variado
el aspecto de dama confusa que exhibía en sus tiempos de ramera.
—¡Ay, qué susto me habéis metido, Don Rodrigo Blanco! Ayer me enteré de que
habíais regresado.
—Y ¿por qué te has disfrazado de tal guisa? ¿Es que acaso quieres refrendar la
sentencia «de joven, puta y de vieja, beata?».
—¡Ay, Don Rodrigo, guardaos bien de decir tales cosas! ¿Sabéis que hace dos
meses tuve un hijo a quien puse Adalberto?
—¿Hijo de Ramoncito, el Susurrante?
—Por supuesto, Don Rodrigo, o ¿por quién me tomáis? Desde que decidí
apartarme de la buena vida, fuera de mi marido no hay otro hombre para mi, salvo el
que me impuso Fray Mauro como penitencia.
—¿Cómo es eso? ¿Quién es el feliz hombre que dándose gusto os da expiación?
—Pues el mismo Fray Mauro. Al percatarse del disgusto que me produjo su
enorme vientre y descomunal peso, me dijo: «Toda penitencia debe implicar la
práctica de algo que nos disguste. Folgarás dos veces a la semana conmigo». Y así ha
sido. Soy muy acatada en la ciudad, gracias a su apoyo y el negocio anda tan bien que
ya tenemos casa propia y cuatro esclavos.
—¿Y si yo te propusiera el que hicieras penitencia?
—¡Ay, por Dios Don Rodrigo, que sois el demonio! Pero venid por aquí, una
caridad se le hace a cualquiera.

www.lectulandia.com - Página 360


95. ¡Ay, Soledad!

Llega Rodrigo a las riberas del Guayre: los vecinos hacen feria en la pradera. Ana
María Mijares pasa prendida del brazo de dos amigas. Tiene hermosa la faz, bellos
los ojos, repolludo el cuerpo. Alguien grita:
—¡Cuidado, se soltó un toro!
Un toro empitonado embiste contra Ana María. Rodrigo acicatea el caballo y la
toma en vilo cuando ya la agarra.
—¿Quién sois, valiente caballero? —pregunta arrobada al verle a su salvador,
guapo el perfil, viril el gesto.
—Rodrigo Blanco, para serviros. ¿Y vos?
—Juana Rivilla —mintió, alelada, al darse cuenta de quien tenía por delante.
Sorprendido por el atractivo de la chica la escoltó calle arriba. Cuando llegó a su
casa ya iba cautivado por su tronío y lucidez.
—Me despido, valiente caballero. Aquí vivo yo. —Y a cuatro saltos huyó por el
zaguán.
Rodrigo gritó arrebatado:
—¡Decidme cuando os puedo ver! ¿Tenéis novio? ¡Os amo! ¡Os amo desde que
os vi! ¡No os vayáis! ¡Esperadme!
—Esa chica que tanto te ha impresionado —dijo a sus espaldas y con sorna Juan
de Ascanio— es Ana María Mijares de Solórzano, la nieta de Soledad Guerrero.
—¡Joder! Esto es lo que se llama nacer desaborío.
Y rabioso caminó lo andado, con perfil y garras de grifo.
Desde España ninguna mujer había despertado en él la sensación de compañía
que sintió con la nieta de Soledad Guerrero.
Con la mirada desvaída y el corazón gozoso tomó camino hacia la hacienda.
La imagen de Ana María se le vino encima: era rosada, gordezuela, dulcemente
charlatana. Al abrir los ojos, vio, malhumorado, hacia la mulata Petronila.
Es también abuela de mi hija. Tiene el cabello negro y pajudo Juana Francisca.
Casta fuerte que no se extingue. Sangre arriba de la negra que preñó el Cautivo y en
Rosalba se asomaba Rosalía.
¡Es morena mi hija! Tiene su misma nariz, sus mismos dientes. Dientes blancos,
muy blancos. ¡Dientes de caníbal! ¿Es blanca Juana Francisca? De quinterón y
blanco, tente en el aire. Negro que aún puede retornar. Mi hija es un tente en el aire.
¿Y si hallo un nieto salto atrás?
—¡Juana Francisca! ¡Ven acá! ¡Muéstrame las encías!
«Son rosadas».
—¡Pon la mano así! Di conmigo: casarme he con un español, de padre y madre
española, blancos como la leche, con el pelo de oro. ¡Petronila, eres mi testigo!
Rosalba, Rosalba, alba, la de las pezuñas largas. ¡Qué buenas uñas tienes! ¡Qué

www.lectulandia.com - Página 361


buena bemba, mi zamba!
No ha habido nada más hermoso que aquella que fue mi hembra. Indias y negras.
Arena del rio. Gritos y sangre. «No, mi amo. Mira que nos ven». No hay misterio ni
encantamiento. Son como las frutas. Se toman en rama. Con la mano. En las
quebradas. En las almohadas. ¡Ay, Castilla! ¡Qué me deshonráis, señor! ¡Ay, Caracas!
¡Vente pa’cá, mi amo! ¡Vamos a retosá! Soy doncella. ¡Campesina pero honesta! ¡Ay,
Castilla! ¿Cómo te llamas? Raro que seas virgen. ¡Ay, Caracas! ¡Ay, princesas de mi
tierra! ¡Ay, mucamas rezanderas! ¡Ay mis negras reventonas! ¡Ay, mis zambas
revoltosas y mis mulatas en flor!
—¡Mujer de Dios! —gritó Soledad a su nieta—. ¿Dónde estabas metida? ¿Qué
fue lo que te pasó con un toro que me han contado?
Lloró la abuela con lágrimas muertas.
—¿Y cómo dices que se llama?
—Juan de Salas —respondió, sin titubear.
A las dos horas ya sabía quién era el hombre del caballo negro.
—¡Más te hubiese valido estar muerta que deberle la vida a ese desgraciado!
—Es que yo no entiendo —respondió Ana María— ¿por qué he de odiar a ese
señor?, por más que yo quiera a Nicolás García como si fuera mi hermano. Fue
Nicolás quien trató de matarlo… él no le hizo nada.
—¿Es que acaso ignoras, desventurada, que le exterminó a su familia? ¿Qué
Diego, su padre, era mi hermano y muy querido?
—El señor de Blanco no tuvo la culpa —repicó la moza—. Todo fue obra de la
fatalidad. Fueron los García los que comenzaron el pleito y el otro que no es
mocho…
Soledad, jadeante, silbó de rabia:
—¡Cuándo se derrama la sangre de los tuyos no se averigua de quién es la culpa,
sino quién lo hizo! ¿Entendiste? ¡La sangre es la sangre!
—No heredo odios.
—No tendrás amores.
Trató de argüir. El furor se agolpaba en los ojos de su abuela.
—¡Cállese a la boca, insolente! ¡Aprenda a respetar! ¡Váyase ahora mismo y se
tranca en su cuarto hasta que yo la llame!
Al pie del balcón, a la tarde siguiente, Rodrigo dice:
—El hijo de Diego me insultó, vino el duelo, luego lo otro.
—No requiero explicaciones. No las exijo. No estoy hecha para rencores. Os debo
la vida.
Soledad miró a su cara: tenía ese arrebol de vida que lleva la simiente.
¡Virgen de la Soledad, Madre y Señora nuestra! ¡Aparta de su camino a ese
sembrador de muertes! ¡Haz que el contraste no la tiente! ¡Qué su cara se le vuelva

www.lectulandia.com - Página 362


olvido; las ganas, nada; y el fuego frío!
Rodrigo Blanco continuó cabalgando por su calle a la hora del pretendiente. Y por
primera vez, para su mismo pasmo, no vio a la hembra, empero tener la cara
sonrosada y el labio en gajo.
Soledad Guerrero llamó a funeral:
—¡Prefiero verte mil veces muerta!
Sus palabras fueron puñales. A la noche siguiente estaba de agonía.
Cinco días y cinco noches duró el tránsito. Ya expiraba cuando Rodrigo, a
empellones, llegó a la alcoba y sin importarle la vieja, se puso a llorar con ella.
Soledad, con Rodrigo de frente, miró a la Virgen quemada:
«¡Hágase tu voluntad, Reina y Señora! Toma mi vida, déjala a ella».
Sin decir palabra tomó de la mano al hombre y la puso en la frente de su nieta.
Abrió los ojos. Y en medio de la fiebre apareció la sonrisa.
—Si así lo quieres —dijo Soledad— cásate con Rodrigo Blanco.
Bajó la fiebre. Murió la muerte. El primer día de luz la pidió de novia. Desde
aquel momento fue noche cerrada para Soledad.
«Mi hermano se revolverá en su tumba. Nicolás me habrá de odiar. Elvira en el
limbo llorará de frío. Haré irrisión a Diego por otra vez, entregándole mi nieta al
causarle de su infortunio. Luego de haberle negado mi hijo para su Gabriela».
Arrebujada en su cama se envolvió en un llanto silencioso. Con los ojos abiertos
vio llegar la hora del lechuzo y del gato; la del gallo primero; y después la del turpial.
Cuando se encendió la mañana, había terminado de leer su vida.
Soledad no logró liberarse de la zozobra y de la culpa. Su última añagaza, de que
Juana Francisca, la hija de Rosalba, viviera en casa aparte, quedó sin efecto.
—Descuidad, que así será. Mi hija pasará a vivir en casa aparte con Petronila, su
abuela.
El día del compromiso trasladó a la vieja casona, donde había de vivir, la fuente
del Pez que Escupe el Agua.
Ana María despertó sobresaltada: una voz aguardentosa cantaba en el patio.
A la mañana siguiente una de las esclavas con más de cien años dijo:
—¡Ay, niña Ana María! Anoche pasaron cosas muy raras. Primero oí como un
llanto de mujer hacia los lados del patio, y pensando que eras tú me vine quedito a
ver qué te pasaba. ¡Cuál sería mi sorpresa! ¡Válgame Dios!, cuando veo paradita
junto a esa fuente que trajeron ayer a una india con corona de flores que lloraba
haciendo aspavientos. Pero eso no es nada, cuando ya comenzaba a apaciguar mi
miedo, oigo nada menos que al Cautivo. ¿Qué será lo que pasa? ¿Será que los
muertos no están contentos?
Asaltada por un presentimiento entró a la alcoba de su abuela. Muerta, perfilada y
fría estaba Soledad Guerrero.

www.lectulandia.com - Página 363


96. Es Rodrigo redivivo

Ana María desde su cama la revive y siente:


A mi abuela, la gran abuela del Valle, la mató mi marido.
La dama de Noche apesta. Llora el Pez. Canta el lechuzo. La lluvia vuelve.
José Palacios, al otro extremo del patio, despierta con sobresalto: dos ojos rojos lo
están mirando de frente. El temor se esfuma. Los ojos ríen. Los ojos llaman.
Embelesado se pone en pie y los va siguiendo hasta el patio. En la fuente, entre aquel
barbotear del agua, lo llama una negra linda.
—¡Señor José! —dice una voz entre el gorjeo de turpiales— vente ya a
desayunar.
A dos semanas de estar en Caracas, José Palacios caló con pena que había pasado
el tiempo de las Águilas Chulas. Sólo una luz lo alumbraba: Josefa Marín de
Narvaez.
A la segunda vez de visitarla, Josefa sacudió el cuerpo y entornó los ojos. A la
cuarta vez sacudió los ojos y entornó el cuerpo. Cejijunto se tornó Don Pedro Jaspe
ante la petición de mano:
—Pasado mañana os diré lo que a buen juicio discierna, entre tanto, dejadme
pensar.
Apenas salió Palacios, buscó a la niña a pasos de centinela:
—¿Con que coqueteando con el primer desconocido que viene a casa?
—¿Qué pasa, por Dios, Pedriño? —gimió Doña María de Ponte Andrade, su
hermana, la guardiana, seguida de su marido.
—¡Vete ya a tu habitación! —largó el tutor a Josefa— y reza por tus pecados.
Al verla alejarse comentó en alta voz:
—Yo no sé qué se habrá creído esta negrilla mentecata. Eligiendo maridos para
nuestra ruina. El que se haya prendado de José Palacios es un augurio de lo que está
por suceder. Y cuando llegue ese día —añadió con voz asombrosa— una pobreza
honesta, que es peor que la miseria, nos cubrirá a los tres.
Don Pedro y José Palacios celebran entrevista. Habla el gallego de los intríngulis
jurídicos que rodean a Josefa, del vampiro de Onarra…
—Todo esto pudiera salir a relucir si los tíos de Josefa nos meten pleito. Por eso
os propongo que por todo un año, en que Josefa cumplirá los catorce, la veáis sólo en
casa y dentro de la mayor discreción.
José Palacios, como Capitán de Artillería, permanecía en La Guayra tres días a la
semana. Los domingos visitaba a la chica en conversación cruzada con los Ponte y
Don Pedro en medio. Josefa se restringía a mirarlo centelleante. José comenzó a
aburrirse, y como la morena del abanico cristalizó sus promesas, sus estadas en el
puerto llegaron a prolongarse por quince días y más; atento y contento al arribo y

www.lectulandia.com - Página 364


salida de barcos, granjeándose la amistad de los oficiales, respirando en las bodegas
con fruición el airecillo que todavía quedaba de España.
Cuando subía a Caracas, a ruego de Jorge y Ana María, se hospedaba en la casa
del Pez que Escupe el Agua. Madre e hijo disfrutaban gozosos de su presencia: el uno
por alegría chispeante y Ana María por su singular parecido con el Rodrigo Blanco
que ella hubiese querido: risueño, querendón, generoso, y sobre todo: casto.
Los días que pasaba en Caracas se la veía activa, dichosa y lisonjera. Con sus
propias manos le confeccionaba todos los platos y platillos de la cocina criolla.
—Pero Doña Ana María, —protestaba Pepe— ¡qué ya no puedo más!
Al igual que él —se decía complacida— le encantaba el «Cabello de Ángel» y las
«migas» para el desayuno.
—Pero qué parecido es ese muchacho Palacios a Rodrigo, tu marido —le observó
la viuda de Juan de Ascanio.
Ana María sintió un extraño rubor. Y esa noche, por más de una hora, contempló
el espejo por las hendijas de la máscara china. Durante las noches, Jorge, Ana María
y José Palacios departían hasta altas horas. Pepe narraba sus experiencias de
navegante y artillero. Jorge y Ana María de la vida social y política de la Provincia.
José, con singular simpatía y su carácter ingenioso, franco y receptivo, se ganó al
tiempo el afecto de la ciudad, y como también era insinuante, seductor y temerario, a
los cuatro meses de haber llegado a Venezuela tres blancas y cuatro morenas lo
abanicaban. Ana María tuvo un soponcio el día que José Juan su hijo, la enteró con
naturalidad.
Se desmadejó, vomitó y cayó en cama por tres días, presa de recuerdos
embozados.
Hasta en eso —dijo pellizcándose el bigote— había de parecérsele.
Los ojos risueños de José se le tornaron duros al evocarlos. Su nariz era la misma.
Tenía el mismo talle. Y a lomo de recuerdos volvió a La Vega en su noche de bodas.

97. Las hembras del Cari-cari

Rodrigo desnudó saltó sobre ella.


—¿Y esto que significa, Rodrigo Blanco?
Una expresión de confuso embobamiento lo puso alerta:
—¿Vuestra abuela no os dijo, por casualidad, qué hacían un hombre y una mujer
en noches como ésta?
—¡No, por Dios!
—Pues ahora mismo lo vais a saber.
Y de un manotazo le arrancó el camisón. Entre alaridos Ana María huyó por el
largo corredor. A grandes zancos casi la alcanzó al final del pasillo, donde acesante

www.lectulandia.com - Página 365


hizo del oratorio guarimba. Rodrigo vocifera, clama y golpea. Empuña una hacha.
Saltan astillas. Se abre un boquete. Esclavos y mayordomos acuden en tropel:
«¿Dónde está el enemigo?». Rompieron las carcajadas al verlo armado y desnudo.
Maldiciendo regresó a la alcoba.
Al amanecer retornó el deseo, se acabó la rabia. A través del boquete la vio
dormida en el suelo.
—¡Pendeja, y más que pendeja! —gritó, y como ya alboreaba fue tras Dulce
María, su linda barragana.
La noticia ya lo precedía:
—¿Anoche y que anduviste tumbando puertas? —le pregunto Paquito de la
Madriz.
Rodrigo estalló iridiscente:
—¡O me pagas lo que me debes o te largas y me dejas la casa! ¡Borracho
indecente!
Sin inmutarse añadió:
—No se ponga bravo, mi jefe y véngase a desayunar, que las arepas están
calienticas y las caraotas refritas.
A los 52 años Paquito era un anciano. El aguardiente, y más aún luego que
Rodrigo lo arruinó, le fue angostando la vida. Al igual que Diego García, vive con
una botella sobre una hamaca. Rodrigo le cercenó vegas, praderas y plantíos. Sólo
resta el caserón y una hipoteca vencida.
Susana, su mujer, no parecía, a la vuelta de los años, ni próji​ma de aquella
ampulosa hembra que llevó a su marido a retar sus prejuicios y a él a perseguirla.
Flaca, sucia y desencajada, es un espantajo de sí misma. Susanita, su hija, en cambio,
es clara, bullente, saltarina. Pizpireta se insinúa a Rodrigo. El Águila Dragante se
repliega ante el odio que le profesa Susana. Por culpa suya Gualterio Mendoza, su
padre, es un loco que mendiga.
«Sería ya demasiado. Es su hija. Dulce María es su tía. Es demasiado, es
demasiado. De hacerla mía, Susana me mataría. No así su padre: borracho, cabrón y
traidor».
«Por quedarme en esta casa —ha dicho Paquito— soy capaz de cualquier cosa»…
Luego de las arepas se echó en la hamaca de Francisco, y con Dulce en ella se
durmió hasta bien entrada la mañana. Sin despedirse tomó el camino de la casa.
—¡Adiós, corazón! —saltó una voz del granero—. ¿Vas a seguir tumbando
puertas?
Rodrigo se volvió curioso. Era Susanita.
—Conmigo no tendrías ninguna necesidad… —añadió entornando los ojos en dos
requiebros.
Desfogado por Susanita perdonó a Ana María en casto dejo. Pero al llegar la

www.lectulandia.com - Página 366


noche sacudió las alas, apretó las garras, voló hacia su presa. Ana María, por segunda
vez, corrió y lloriqueó por la casa.
Entre espumarajos de rabia y a medio vestir, a pesar de estar la noche cerrada, se
fue en busca de Susanita.
Con regocijo lo recibió Paquito:
—Acuéstate en la cama de matrimonio, que Susana y yo nos acomodaremos en
cualquier sitio. A las cuatro de la mañana cogeremos camino hacia Caracas y no
volveremos hasta mañana. Susanita y Dulce María se quedarán contigo para cuidarte.
¡Descuida, chico!
Apenas se acostó y apagó la vela, Susanita le susurró: «¡Hola, vagabundón!» y sin
decir más se metió en la cama. Al rato, la voz de Dulce María cortó sofocos:
—¿Y a mí no me van a dejar ni un piazito?
Tía y sobrina desfogaron a dúo sus frustraciones.
Francisco de la Madriz ya no disimulaba al verlo llegar. Seguía echado en el
chinchorro, acariciando y besando a su botella. Susana se marchó un día para
siempre. Francisco, indiferente a todo, exhibía una afable insipidez.
—¿Y por qué no te largas de una vez y nos dejas quietos a todos? —le espetó
Rodrigo con asco—. ¡Borracho asqueroso! ¡Espía de los piratas!
Desapareció de su faz la sonrisa. Vio a Susanita y a su cuñada con ojos de
sorpresa.
—Múdate para la Veguita —siguió fustigante— y déjanos de una vez. Allá te
mandaré tu aguardiente y lo que necesites, con tal de no verte.
Francisco de la Madriz dejó de tambalearse. Por primera vez en muchos años sus
ojos brillaron vivaces. Con paso firme se alejó por el camino hacia la primera finca
que tuvo Diego García.
Alguien gritó en hora temprana con voz crujiente y destemplada:
—Vengan a ver cómo los muertos se vengan.
Rodrigo y las dos mujeres despertaron con sobresalto. A medio vestir salieron al
corredor.
—¡Es mi padre!
—¡Es mi abuelo!
Gualterio Mendoza, de barba sucia, en harapos, pies hinchados, los miraba sin
verlos.
—Vengan, vengan, para que vean cómo los muertos se vengan y el que a soga
mata a soga muere.
Guiados por Gualterio llegaron a La Veguita. El cadáver de Francisco de la
Madriz se balanceaba de la misma viga donde se ahorcó Diego García.
A la semana, los recién casados decidieron regresar a Caracas. Ana María seguía
virgen y Rodrigo sombrío.

www.lectulandia.com - Página 367


Tomados de la mano la víspera del retorno, se fueron por el campo. Luego de
mucho andar llegaron a una hacienda vieja y abandonada.
—Ay, mira qué raro —exclamó la muchacha señalando tres almohadas limpias,
relucientes y nuevas en medio del patio. Cuatro argollas oxidadas y empotradas en el
suelo las rodeaban. Rodrigo le apuntó, con ternura:
—Es una cruz de San Andrés. Se usa para dominar a los esclavos. Les amarran
las piernas y manos de esas argollas, y como puedes ver, quedan escarranchados. Hay
algunos hombres malucos, como yo, que las usan para violentar a las mujeres que se
les niegan…
—¡Dios…! —comenzó a decir Ana María, pero no pudo continuar. De un golpe
en la nuca la derribó sin sentido…
A los dos meses no superaba el dolor y el asco de la relación conyugal. «Esto es
un verdadero suplicio» —le decía a su confesor.
Rodrigo la buscaba impetuoso, llevándolo al paroxismo sus ayes e imprecaciones.
Las noches para Ana María fueron de aguda congoja, hasta el día en que salió en
estado. Rodrigo, al igual que muchos hombres, según decían sus amigas, suspendió
sus relaciones al saberlo. «Ocho meses de tregua tendré por lo menos» —se dijo Ana
María esperanzada. Rodrigo Blanco la amaba. Hasta bien adentrada la noche charlaba
animadamente con ella. Ella discurría con gracia y precisión sobre los más variados
temas. Rodrigo la escuchaba embelesado, pero a medida que estiraba su abstinencia
tornábase más irritable.
Al tercer mes bullía incandescente. El Pez, con un leve chorrillo, le mojó el
entrepiernas.
—¡Tienes razón! ¡Estoy que ardo!
Sin pensarlo más corrió hacia la hacienda.
Dulce María y Susanita lo recibieron entre palmas y cantos. Por tres días y tres
noches colmó hasta la hartura sus apetitos de náufrago.
De pronto reapareció un viejo asco por aquellas mujeres salaces y promiscuas,
cual dos cerdas: comiendo, cagándose y revolcándose con la pitanza que engullían.
Arrepentido, volvió a Caracas. El Pez puso nimbo de agua. Ana María, remilgosa,
lloró entre sus brazos.
Salú, la negra tortuguera relegada a la cocina, parió una niña. Para sorpresa de
todos era tan blanca como cualquier hijo de españoles, aparte de tener los ojos azules.
Ana María le impuso un nombre cristiano, pero ella se empeñó en llamarla Salucita.
—Fue bucaner de la Tortú, monseigneur —dijo a Rodrigo—. Pero es tan iguá que
tú, que tien rabit mism luná de sang. Saluci​ta ce ta filie.
Rabiaron sus ojos. Cayó el filo de la mano sobre la boca. La negra, sangrante,
inclinó la cabeza.
—Que la envíen al corral —ordenó al mayordomo— para que friegue y lave. La

www.lectulandia.com - Página 368


comida que hace es un verdadero asco.
Antes de un mes Rodrigo Blanco volvió a visitar la Hacienda. Esta vez el llanto
de Ana María, salpicado de chismes, fue incontenible. Rodrigo arguyó y mintió.
Tan pronto venga la zafra haré que Dulce María y Susanita se muden a otra parte
para que se le quite la manía.
Ana María entró en el quinto mes. Rodrigo duerme solo en la habitación contigua.
No alcanza el sueño. Hace más de cuarenta días que estuvo en La Vega. El fogaje lo
agobia. Las dos mujeres embargan el retablo de sus imágenes.
El calor es vaporoso y húmedo. Esa noche hasta los mosquitos están en celo. Una
gata en el tejado vocea indecencias. Piensa en la negra Salú. Mejor su cuerpo que su
salsa de mayonesa. Los moscos continúan su danza. Una fiebre pernada lo hace
sudar. ¿Y si fuera a su cuarto? ¡Es una audacia! Todos se darían cuenta. El Pez silba
su señal de advertencia. Rodrigo siente y presiente. Los ojos grandes y rojos lo miran.
El Pez ulula tenebrante. Rodrigo sigue los ojos rojos: se asoma al patio. La luna no
deja sombras. El Pez inerte se despeña en cascada. Bajo el chorro se baña una mujer.
Mojada y desnuda se incorpora. Ante la luna, llama a Rodrigo, le dice ¡ven! El frente
se hace perfil; la cabeza es limpia, la nariz recta; el cuello largo, los senos firmes y
combados; el vientre sumergido; el trasero justo, las piernas largas.
El Pez guarda silencio. No silba; no sacude el chorro. Está vacío. La mujer de
perfil retorna al frente. En cuclillas se agazapa bajo el chorro. Tentado y lleno de
asombro avanza hacia ella. Un destello rojizo llevan sus ojos.
—Qué guapo estás mi am —dijo antes de besarlo en la boca.
Rodrigo despertó en un estruendo de pájaros.
«¡Qué vivida pesadilla la que he tenido anoche! Los ojos rojos me dieron calma».
Salió al patio, el Pez en vez del tenue silbato y del imperceptible sesgo de su
chorro, quedó inmutable. Rodrigo fue derecho a la cocina. En un rincón y en traje
andrajoso, Salú cortaba unas rodajas de plátano. La cocinera mayor ordenaba áspera
y fustigante. Sobre un cuero de vaca chasqueaba Salucita.
Miró de soslayo a la negra.
—¡Quiero comer mayonesa! —ordenó a la cocinera.
—¿Y qué es eso, señor Rodrigo? —preguntó con buen acento tuyero.
—Si no sabes lo que es eso sal de ahí para que Salú ocupe tu puesto. De ahora en
adelante ella dará las órdenes y tú las obedecerás.
Apenas salió, dijo la cocinera:
—A punta e cuca si me ganas; pero vamos a vé hasta cuando. Deja que yo le eche
el cuento a la niña Ana María.

98. Gordura y embrujos

www.lectulandia.com - Página 369


En diciembre nació el primogénito.
—¡El próximo Marqués de Torre Pando! —proclamó replantándose al pleito que
iba a montarle a su hermano.
A los cuarenta días justos volvió sobre Ana María. Gritos desgarradores, pitos,
befas, soponcios, carcajadas. El Pez restañaba un caramillo.
Sesenta días duró el suplicio. Esa mañana, entre orgullosa y consolada, anunció:
—Estoy de nuevo preñada.
Rodrigo volvió a La Vega y por dos veces se le apareció el gato tentándolo a que
se bañara con luna entreverada.
Nació el hijo segundo: era pequeño, enclenque y amarillo. «Parece indio», rumió,
pero no dijo nada.
Ana María, de fondona, quedóse en gorda. Del interés hacia ella, Rodrigo pasó a
la indiferencia; de ella al hastío; hasta que retornó a su estado natural de hosca y
explosiva irritación.
El tercer embarazo de Ana María duplicó el caudal de sus carnes. El vientre
alcanzó proporciones alarmantes. El rostro se tornó abotagado, los ojos diminutos, las
manos se le hincharon. Se tomó irascible, violenta y malhumorada.
A la tercera vez descubrió que no eran sueños los baños de Salú bajo la fuente
entunada. Rodrigo hizo más frecuentes y prolongados sus viajes a La Vega. So
pretexto de la sazón de Salú y de su estómago, la llevaba consigo, enriqueciendo con
su presencia, el amor comunal que mantenía con Susana y Dulce María.
La negra nunca fue doncella, como supuso Lavasseur. Conocía todos los secretos
de una lascivia a cielo descubierto, aprendida desde la misma Francia, donde el
Duque de Borbón la tuvo para su placer, hasta los lupanares del África mahometana.
Tía y sobrina fueron entrenadas por Salú para refinados y extraños contubernios.
Rodrigo hacía el amor con Kalí, la Medusa o la diosa de las cien caras. Luego habló a
las asombradas mujeres del Kamasutra y de los mil suspiros del amor galano.
Esa noche en La Vega, con Rodrigo vestido de gallo, Salú dictaba sus
instrucciones para un nuevo juego que llamaba «La veleta y los puntos cardinales»,
cuando Ñaragato, luego de soltar la risa al ver a su amo con tal extraño atuendo, le
comunicó que su mujer a causa de una caída, estaba a punto de malparir.
Ana María tuvo dos gemelas, a quienes bautizaron con los nombres de Matilde y
Yolanda. A pesar de ser blancas, gordas y de buen tamaño, Rodrigo las vio con
indiferencia. A los tres días, para congoja de su mujer, se regresó a la hacienda,
acuciado por saber lo que Salú llamaba «La sortija vaya y venga».
Lo inapreciable de la esclava tortuguera, según Rodrigo, eran sus facultades para
devolverle entre humos de tabaco y nauseabundos brebajes, un vigor tan duradero y
gozoso que la quinta cuesta, llamada por los chuscos la de Fray Mauro, la alcanzaba
animoso y sin cansancios.

www.lectulandia.com - Página 370


Ana María, a los tres meses del parto, carecía ya de todo atractivo: la gordura
descomunal y la hinchazón de sus facciones persistieron. Rodrigo no hizo el menor
intento de aproximársele. Desconsolada se miró al espejo.
La cocinera, percatada de su tristeza, le susurró:
—Esa es la negra Salú quien lo tiene embrujao. ¿Tú no te fijas que desde que ella
está cocinando está de lo más cambiao?
Y como Ana María guiñase el ojo del entendimiento, le refirió todo cuanto se
rumoraba sobre La Vega.
Tres días llevaba Rodrigo en Barlovento. Reventando caballos llegó Ñaragato:
—A Salú el ama mandó a que la metieran en el potro y le dieron veinte latigazos.
La espalda se le llagó y le cayeron gusanos.
Ana María desinfló su ira al verla salir de la sentina. Traía la boca entreabierta,
los labios tumefactos, el cuerpo sucio, hediondo y roto.
—¡Está hecha un cuajo! —gritó la cocinera al verla renquear.
Si a Rodrigo esta mujer le dio contento —rumió Ana María— nunca más se lo
volverá a hacer.
¡Fo, mujer, vete de aquí! —protestó la cocinera—. ¡Vete pal corral!
Desvariaban los ojos de Salú. Flaqueaban sus piernas. Apoyándose en la pared
del corral se fue desmayando.
Un rugido estalló en la cocina. Los esclavos, rostro nazareno, se echaron a
temblar. Era Rodrigo, convulso el rostro, látigo en mano.
—Méteme a ese zarandajo en el cepo —gritó a Ñaragato señalando al
mayordomo. Con sus propias manos Rodrigo le arrancó la camisa. Surco sobre surco
trazaba el látigo.

¡Una por la puta que te parió!


¡Dos por la imbécil que te lo ordenó!
¡Tres por la india Soledad!
¡Cuatro por Acarantair que la echó al mundo!

Al llegar al número cuarenta el hombre estaba muerto y Rodrigo desfalleciente.


A Salú la llevaron a la hacienda en un carro. Dulce María y Susana velaron por
ella. Al mes se esfumó la tristeza. Luego de un año había recuperado su esplendor y
brillaban sus ojos en la oscuridad, los mismos y los últimos que vio en su vida la
cocinera. Nadie logró atinar con el nombre del animal que de aquella manera le había
destrozado el cuello.

99. Los embrujos de Ana María

www.lectulandia.com - Página 371


En su alcoba y a la luz de una vela, Salú sonríe con toda su dentadura: mira a un
muñeco hecho con yeso y sebo de buey que re​cuerda a Ana María.
Tiene además su pelo y está amasado con sus recortes de uña, saliva y sangre
menstrual.
—Un poquit aqui y un poquit allá —murmura añadiendo al muñeco más grasa en
el vientre y las piernas—. Ahora bigot en bembit —y clavó un pelo en la hendija que
hacia de labio superior.
En menos de un año engordó ochenta libras. Sus brazos parecían muslos: sus
piernas, troncos. Salvo los divanes, no había asiento para ella. Cuatro caras cabían en
su rostro. De su cuello bajaban siete papadas. Mientras le llegaban los zapatos que
encargó a México, hubo de andar descalza. Una dormilona suya secándose al viento,
parecía un mantel de cuarenta comensales. Sus ojos azules se eclipsaron en un
horizonte de manteca. Su voz adquirió timbre retumbante de hombre altanero. Y sus
labios y el mentón se cubrieron de tantos pelos largos y feos, que a su lado, como
decía Juan de Ascanio, parecía lampiño un mosquetero.
Rodrigo Blanco, para su mayor comodidad, instaló a las tres mujeres en la casa
que tras el convento de San Francisco compró para su hija Juana Francisca. Ana
María al saberlo rompió a llorar con vagidos trepidantes. Lloraba con amargura, con
odio, con desesperanza. No porque su marido tuviese tres queridas, sino por lo gorda
y fea que se había puesto.
De la ira mal contenida, Rodrigo pasó al odio frontal y sin cortapisas. Con
bramidos le respondía. Mofábase y motejaba todo cuando hacia o afirmaba.
Aquella tarde en que Ana María, quien no había dejado de tenerle afecto a Fray
Mauro, comentó del bien que le había hecho a Antoñita, al hacerla regente de la
Cofradía de Palermo, estalló:
—Mira que tú puedes ser bien necia: sigue siendo tan puta co​mo lo era antes y es
la barragana del cabrón ese.
—¡Rodrigo! —protestó—. ¡Guarda tus insolencias!
—¡Vete a la mierda, piazo e cochina! —Y a zancadas salió a la calle en busca de
la casa de su hija.
Crepitaba de odio y de indignación contra Ana María; contra la vida; contra el
maldito país. Un perro frente a la casa de Juana Francisca, por no apartarse a tiempo,
recibió una patada. Al pisar el zaguán escuchó la voz de Ruperto Bejarano, el
hermano de Rosalba, el hijo de Petronila.
—¿Qué hubo valezón…?, ¿qué es de tu vida? —lo saludó desde el asiento,
rodeado por Petronila, su hija y las tres mujeres.
Sin percatarse de su ira prosiguió sonriente:
—¿Sabes que decapitaron al Rey de Inglaterra?[96]
—¡Sácamelo ahora mismo para la calle…! —ordenó a Ñaragato, centelleante.

www.lectulandia.com - Página 372


A empujones y a patadas salió de la casa.
—¡Y la próxima vez que lo encuentre aquí —proclamó— lo mato! ¡Negro
asqueroso!
El odio de Petronila afloró retumbante:
—Ya basta de que nos escarnezcas llamándonos negros y gente asquerosa. Al fin
y al cabo Juana Francisca, tu hija, lleva su misma sangre. Y para que no me quede
nada en el buche, ahora mismo te voy a cantar por todas las verdades que no sa​bes,
manque yo salga con las patas pa’lante. ¿Tú crees que los hijos que has tenido con tu
mujer están libres de tacha?, pues es bueno que sepas que Doña Soledad Guerrero era
hija del Cauti​vo y de una india bruja llamada Acarantair y que después se le fue con
un negro llamado Julián, el abuelo de Ño Miguel, el zambo de Naiguatá.
—¿Cómo dices, mal hablada? —tronó Rodrigo con ademán de golpearla.
Rodrigo, envuelto en su capa, cavila, rabia y camina en dirección al río.
¿Es cierto lo que dijo Ño Miguel? ¿Son indios entonces los gajos de mi ancestro?
Los hijos para los padres, consuelo son de sus desventuras. Y esperanza de sueños
frustros. Desde mi abuelo Don Cornelio, los Blanco hemos sido nobles, siempre bajo
pro​testa, por aquello de la sangre hebrea. José Juan, rubio, blanco, de tipo ibero, con
mi fortuna regresaría a España a continuar mi lucha; pero, con esto mueren todos mis
sueños. ¡Gotas de sangre mozárabe descastan al visigodo! ¿José Juan, mi hijo, no
podrá ser marqués? Dificultades tuvo en su tiempo mi abuelo Cornelio. El White de
su apellido olía a marrano. Hasta el mismo Rey Fernando, el Católico, padeció
repulsas por ser hijo de una Henríquez. ¿Qué será del linaje cuando se enteren que
sus hijos son biznietos de mestizas, tataranietos de piojosas salvajes comedoras de
carne humana? ¡Ay, Dios!

Los franceses, una vez más, pusieron sitio a La Guayra,[97]Rodrigo, como otras
veces, acudió con los vecinos a la defensa del puerto. Fray Mauro, de yelmo y coraza,
luchó con denuedo al lado de Rodrigo y Fuenmayor. El nuevo Capitán General, Pedro
León Villasmil, gobernador desde 1649, se derrumbó súbitamente muerto cuando
aparece la flota en el horizonte. Se habla de envenenamiento. Tiene los labios
amoratados y estaba tras la pista de los confidentes que los piratas tenían en Caracas.
Una granada estalló a diez pasos del Obispo.
Los piratas son rechazados y como comienza la zafra, Rodrigo se traslada a la
hacienda con Ana María y sus cuatro hijos.
Ana María, a pesar de la hostilidad implacable de Rodrigo, no renunciaba a la
reconquista. Su efigie, su imagen, su voz, se le hicieron una obsesión.
De su gordura y aspecto fue tejiendo una manía. Rodrigo no cesaba de hostigarla.
Aquel día en que la sorprendió mirándose al espejo, dejó caer:
—Ya te puedes ganar la vida en un circo. Te pareces a un mandarín chino que
conocí en Madrid. Estás hecha una cochina.

www.lectulandia.com - Página 373


Una voz negra le dijo al encontrarla sollozando:
—Consulta, ama, a la Pastorcita. Es buena para muchos males. Quita puntadas y
atrae al macho arisco. Te pondrá flaquita y te quitará el bigote. Verás regresar al amo
más birriondo que conejo blanco.
Acompañada por la negra esa misma tarde tomó el camino del cerro, jadeante y
esperanzada.
Era magra y cetrina la Pastorcita. Cara y cuerpo de niña. Brillaban sus ojos con
fulgor posesivo. Vivía con siete cabras en el viejo molino.
—Todo tiene sentido —le dijo enigmática—. No en vano has venido a verme.
Dale a tu hombre estas semillas molidas en vino. Tú, estrújate estas hojas en el
bigote. Iré a tu casa en el término de siete días.
Rodrigo holgaba en su hamaca cuando entró la Pastorcita seguida de sus siete
cabras.
Estalló la voz hombruna de Ana María.
—¡Vete ya, mentirosa, farsante, bruja, hechicera…! ¡Vete o te echaré los perros!
Luego de siete días de ungüentos, semillas y herbajos, salvo mancharle el bigote
de verde, no se operó el milagro.
Rodrigo curioso, la miró al salir:
—¡Eh, tú!, ¿qué te ha pasado con mi mujer?
—Nada, señor —respondió con un sesgo extraño. Y sin decir más se alejó por el
camino.
La imagen de la mozuela se le hizo extrañamente impositiva. Sintió deseos de
poseerla con maltratos y aporreos.
La halló entre sus cabras, tirada en el suelo.
—Te vi venir —díjole al verle— y hace tiempo te espero.
—¿Qué sabes tú, ¡zamba de los infiernos! para qué te quiero?
—Me llaman la Pastorcita. Conozco el mañana y lo que ha de ser. Manché el
bigote de tu fea mujer y tu cabeza con ganas ha​cia mí.
—¿Cómo dices, so birria?
Desde la hamaca Rodrigo piensa. Cayó sobre ella. La desfloró de un sopetón. Le
pegó hasta sangrarla. Antes que llorar clamaba:
—¡Así, así, así ha de ser nuestro hijo! Nacido de tu ira y de la mía. Pega más.
Hazme daño. De la violencia vengo y a la violencia voy. Soy hija de Flor y de
Ñaragato. Biznieta de Acarantair. Doncella milagrosa, ¡gracias a ti!, bruja grande y
verdadera ahora soy. Algún día he de pagarte con creces retornando tu san​gre
recrecida.

100. La casa de las tres mujeres

www.lectulandia.com - Página 374


Las relaciones con Ana María, so pretexto de haber consultado a la adivina, se
agriaron y sin disimulo.
Al mes de llegar Diego Quero, el nuevo Gobernador,[98]montó casa aparte a
Susanita y Dulce María en la última esquina por donde, entre callejuelas, se asomaba
el camino de la marina. Con objeto de no escandalizar regaló a su fiel Ñaragato, ya
casado con Altagracia, la casa vecina, entrando al gineceo por una puerta intermedia.
Los caminantes, sofocados de calor o pretextándolo, solían importunar a las dos
mujeres implorando agua para ellos y sus bestias, lo que daba lugar a pláticas
indignantes. Por consejo de Ñaragato construyó una pila doble: una para los hombres
y otra para las bestias, llamándose desde entonces la esquina de las Dos Pilitas, o de
las Dos Puticas.
Nadie sospechaba que aquellas mozas de aspecto tan recatado integraban la
trinidad del vicio con aquella esclava llamada Salú.
Susanita, sin embargo, y a diferencia de las otras dos, se fue atenazando por una
constrictiva sensación de culpa.
Un día en que Rodrigo se marchó a Ocumare, ya sin contenerse, se fue a la iglesia
de las Mercedes y confesó al cura lo que sucedía en la casa de las Dos Pilitas.
—¡Perversa, pagana, endemoniada! —estalló bronco—. ¿Cómo es posible que
estas cosas sucedan en nuestra ciudad? No he de darte la absolución hasta tanto no
consulte al Señor Obispo Fray Mauro de Tovar.
Fray Mauro escuchó el relato con rostro adusto y ojos de gula:
—¡Tan grande es vuestro pecado —sentenció— que ni yo mis​mo creo que pueda
absolveros! Debo irme de inmediato a tu casa para hacer una inspección.
Cayeron ásperas las primeras palabras y conciliadoras las últimas: «He de
visitaros algunas noches, para que hablando y orando desandemos lo andado».
La noche estaba tibia. Rodrigo ausente. La casa iluminada. Dulce María pulseaba
la guitarra; Salú batía las maracas; Fray Mauro, a cara pegada, bailaba con Susanita.
Rodrigo Blanco apareció súbitamente:
—¡Fuera de aquí, cura abusador, hipócrita y mal pastor!
Fray Mauro enmudeció. Intentó explicaciones. Rodrigo amenazaba.
—¡Guardas, a mí! —Ñaragato y dos hombres le salieron al paso. Se armó la
tremolina. Obispo y espalderos tuvieron que huir.
Al día siguiente la ciudad cotilleaba el escándalo de las Dos Pilitas. Fray Mauro
sorprendido en falta, se erigió fiscal.
—Un poderoso principal de esta ciudad —voceaba desde el púlpito— que no es
español, sino marrano, judaizante y flamenco, vive en concubinato, no con una mujer,
sino tres, una de las cuales es negra, bruja, francesa y hugonota.
Un cuerpo pesado de mujer se desvaneció en la iglesia. Era Ana María.
Por ojeriza al Obispo y envidia a Rodrigo, se desestimaron las denuncias:

www.lectulandia.com - Página 375


—No hay hombre que resista eso —decía el señor de Ibarra, que con la misma
edad de Rodrigo limitaba sus escarceos a los primeros jueves.
—Ni un verraco —opinaba Diego Gedler— aguanta esa dieta.
—Es que ese cura es muy mala lengua —observaba Juan de Ascanio—. Si Dulce
María Mendoza es su querida, como todo el mundo sabe, se necesita tener una mente
podrida para pensar que también lo sean Susanita, su sobrina, y la negrita francesa.
¡Qué calumnia y qué barbaridad!
Fray Mauro no desistió en sus ataques, batiendo su lengua contra aquel mal
cristiano que hacía uso de tres mujeres cual si fuese una.
Al filo de la medianoche salió el Obispo de la casa de Antoñita. Ño Ñaragato
descargó su puñal sobre la espalda purpurada. Quebró el arma contra la coraza que
ocultaba el balandrán. Voces, gritos, espadas. Fray Mauro pidió auxilio. Se
encendieron luces.
Rodrigo dijo a su espaldero:
—Deberás ocultarte por un tiempo de las rabias del Obispo. Vete ya con
Altagracia a mi hacienda de Ocumare del mar.
Charlaba con sus tres mujeres cuando irrumpió en la casa Ruy Díaz de
Fuenmayor.
—Tráigote malas noticias. Tu amigo, el caballero Lavasseur, fue asesinado por su
yerno.[99]¿Cómo? —exclamaron al unísono Rodrigo y Salú.
—Pobrecit —dijo la negra.
—Es una lástima —añadió Rodrigo—. A él le debo esta joya y mi Pez que
Escupe el Agua.
Hasta pasada la medianoche se quedó el General de Galeras. Su asiduidad se
hacía ya impertinente. Más de una vez le caló miradas de inteligencia con Susanita.
Rodrigo mantuvo esa noche un bronco silencio. Privado de un asidero, Ruy se
despidió. Con desgano salió a la calle. Salú ya cerraba el portón, cuando un alarido
desgarrador saltó de la esquina.
Espada en mano corrió hacia el callejón. Fuenmayor agonizante tenía tres heridas
en la espalda.
—Se cumplió la maldición de Soledad —tuvo tiempo de decir.
Esa puñalada no era para él —dijo Dulce María.
—Era para ti —afirmó Susana.
—¡Fray Mauro! —batió el Águila Dragante—. Devuelve golpe por golpe.
—Cuida tu hija —dijo Salú, tenebrosa.

101. Sato y Juana Francisca.

Juana Francisca a los doce años era una morenita espigada, de negros ojos

www.lectulandia.com - Página 376


rutilantes, de boca y nariz muy fina. Pero tenía la faz sombría. Rodrigo, a pesar de su
poder e influencia, inútilmente trató de imponerla. Ocasionalmente la invitaban a
piñatas y a meriendas. A vuelta de cada fiesta, Juana Francisca volvía
indefectiblemente llorando.
—Me dijeron negra. Me dijeron bastarda. Me dijeron fea…
Rugía de indignación. Su verdadera hija, su única hija era Juana Francisca y no
los hijos de Ana María, por quienes sentía una progresiva indiferencia y destemplada
aversión.
—Yo, mi vale —respondió Juan de Ascanio— te complazco en todo, como creo
habértelo probado a lo largo de la vida; pero no mando en el corazón de mi mujer ni
de mis hijos. Si les impongo a Juana Francisca no les queda más camino que
obedecer, pero ¿cómo haces tú para impedir que un muchacho le diga a otro lo que se
le ocurra, y en particular si es la madre quien los puya? Ana María, tu mujer, se ha
dedicado a convencerlas de que es una abominación que los hijos naturales sean
iguales a los legítimos.
Esa tarde Juana Francisca baja, alegre y saltarina, por la Calle Mayor. Hay gente
aglomerada frente a la Casa del Pez que Escupe el Agua.
Jorge Blanco, el hijo segundo de Rodrigo y Ana María, celebraba con una piñata
su quinto cumpleaños. El chiquillerío principal retozaba en el patio. Barra de curiosos
seguía la fiesta por las ventanas. Ana María solícita, hacíales plisar tizanas y
pastelillos. A codazos, Juana Francisca alcanzó primera fila. Sonrió: los niños
jugaban a la gallina ciega. Sus padres de zócalo los seguían entre risas. Rodrigo
charla con Juan de Ascanio. Ana María conversa animadamente con dos matronas.
—¡Eh, padre! —grita la chica.
Rodrigo no la escucha. Ana María la alcanzó a ver. Corre agitada hacia la
ventana.
—¿Cómo te atreves, insolente? —grita a voz en cuello y enrojecida de la ira—.
¡Sal de aquí inmediatamente!
Antoñita en la barra, toma de la mano a la niña. Cabizbaja y con la mirada
perdida Juana Francisca camina hasta su casa.
Antoñita explica a Petronila lo sucedido. La chiquilla se va hacia adentro. La
abuela presa de presentimientos corrió a la cocina. Juana Francisca, luego de
persignarse, ya alcanzaba su garganta con un cuchillo.
—¡Eh, Don Rodrigo! —llamó Antoñita por la ventana—. ¡Venid presto conmigo!
Ya la fiesta terminaba cuando Rodrigo Blanco retornó a su casa.
Sin bajarse del caballo, enloquecido el rostro, echó la bestia sobre Ana María, la
agarró por sus crinejas y entre gritos salvajes la arrastró hasta la porqueriza del corral.
Sato, un puerco grande traído para semental, desesperado por no cumplir su oficio,
luego de husmear, lascivo, a la mujerona, se volvió, gruñón a su esquina. Rió Rodrigo

www.lectulandia.com - Página 377


desde su caballo:
—Eres tan gorda y tan fea que ni a Sato, el verraco, tientas.

102. Los súcubos de Jorge Blanco.

«Desde entonces odio la carne de cerdo —se dice Ana María echada en cama por
el disgusto que le ocasionó el enterarse de la disipada vida de José Palacios».
Siete mujeres lo abanican —se dijo con ansiedad— y hay una novia que espera.
No le rindo las ganancias a la pobre Josefa Marín de Narvaez con semejante bandido.
Todos los hombres son igualitos. Yo me había hecho a la ilusión de que fuera dife​-
rente; pero es exacto a Rodrigo. ¡Ay, todavía siento el olor de la cochinera!
Pasos y voces de hombre se acercaron por el patio.
—¡Bendición, mamá! —saludó Jorge sonreído y amoroso desde el umbral—.
¿Cómo te vas sintiendo?
—¡Fatal, fatal! ¡He vomitado hasta el nepe!
Jorge sin dejar de sonreír dijo a su madre:
—Aquí te traigo una sorpresa. ¡Pasa, José!
Ana María tuvo otro acceso de náuseas al ver a José Palacios.
—En lo que supo que estabas enferma —añadió el hijo— se esmachetó por verte.
—¡Buenas y santas! —saludó el artillero—. ¿Qué es lo que le sucede a la dama
más guapa y de mayor tronío de Santiago de León?
Brillaron sus ojos de alegría. Entre los chascarrillos de José y la presencia de su
hijo, se le fue el malestar, al punto que a la media hora mordisqueaba una docena de
buñuelos.
—A menos de que me pongáis de patitas en la calle —dijo José—, venia con la
intención de quedarme con vosotros una semana.
—¡Qué bueno, qué bueno! —celebró Ana María, quien, recuperada, ordenaba
para la cena un estofado de conejo.
Estaban en la sobremesa cuando llegó un mensaje del castellano de La Guayra
reclamando a José con urgencia. «Un poderoso galeón estaba a punto de arribar».
También le advertía que una nutrida escuadra francesa merodeaba las costas de
Venezuela.[100]
Al alba salió hacia el puerto, con la casa oscura y en silencio. El Pez lo siseó al
salir, emitiendo un sonido de resignada sentencia.
Era el barco de mayor calado jamás visto en los años que llevaba en Indias. El
Capitán, a quien no conocía de nada, tan pronto subió al puente lo saludó cordial:
—Cuánto gusto, Capitán Palacios. Precisamente uno de los motivos que me han
llevado a recalar en La Guayra en mi viaje de retorno a España, es imponeros de algo
que os concierne. Venid conmigo —observó afable.

www.lectulandia.com - Página 378


Bajaron a la sentina, abarrotada de sacos y de mercancías. En la popa y ante una
puerta, dos alabarderos montaban guardia.
—Pasad, Don José —dijo el Capitán.
Tres caperuzas puntiagudas lo miraban malignas.
—A nombre de la Santa Inquisición, daos preso.
—Decidnos ya de una vez —dijo el encapuchado del medio— cuál es vuestra
parte y complicidad en el embrujo que afecta a nuestro Rey, Su Majestad Carlos II de
España. Habladnos de vuestras abominables relaciones con Ana de Villiers, Condesa
de Dabois, ¡el Vampiro de Onarra! ¡Vamos, hombre, hablad de una vez!
Por más de dos horas respondió al interrogatorio. Sus dos acompañantes,
igualmente cubiertos, anotaban sin decir palabra todo cuanto decía.
El Inquisidor batió campanillas. Volvieron los guardias.
—Llevaos al prisionero. Guardadlo bajo cadenas.
Apenas se lo llevaron cayeron las caperuzas.
—¡Qué calor hace en La Guayra! —exclamó un hombre anguloso de rostro
ceniciento.
—Tiene razón su paternidad —respondió Don Pedro Jaspe, mientras Jorge
Blanco, demudado, abanicábase con la caperuza.
—Buen trabajo habéis realizado, mis amigos —observó el Inquisidor— José
Palacios, como bien lo escribís en vuestro informe, es sin duda alguna, uno de los
más perniciosos y encarnizados enemigos de la fe.
Jaspe sonrió con satisfacción. Jorge Blanco acrecentó su aire contrito. «Es cruel
este dilema en que nos coloca la vida entre el amor y el deber».
José Palacios se persignó echado sobre el heno de su calabozo al sentir los
balanceos del galeón buscando la mar abierta.
Jorge Blanco y Don Pedro Jaspe a la altura del primer castillo, lo vieron alejarse
con sonrisas distintas.
—¡El pobre! —exclamó Jorge.
—Realmente era un chico simpático —observó Don Pedro—. Pero con esas galas
suele vestirse el demonio. Creyó engañarme cuando me refirió aquella patraña el día
que nos encontramos en vuestra casa. Esa misma noche comencé la redacción del
largo informe que envié al Santo Oficio. Felicitémonos, Don Jorge. Nos hemos
librado de un escorpión.
—Mi corazón habla de su inocencia. Ojalá nunca se entere de mi participación en
este enojoso asunto. Un ruego muy grande os quiero hacer. Digamos una mentira
piadosa sobre lo sucedido. Para mi madre seria un golpe mortal. Digamos, por
ejemplo, que tuvo que marcharse súbitamente a España reclamado por la
superioridad.
—Estoy de acuerdo con vos. No hay necesidad alguna de sembrar la desazón

www.lectulandia.com - Página 379


entre los inocentes a quienes envolvió con sus artimañas.
Ana María lloró desconsolada al enterarla Jorge de la intempestiva partida de
José.
—¡Y tan maluco y malagradecido! —sollozaba haciendo caso omiso de las
justificaciones de su hijo.
Con la casa a oscuras Jorge mira desde una silla del corredor, hacia el chorro
desmadejado del Pez que canturrea en la fuente.
«Pobrecito José. ¿Quién sabe cuál será su destino? Siento que la culpa me abruma
al consentir que fuese maltratado sin hacerle una advertencia siquiera». ¿Pero, qué es
aquello?
Dos puntos rojos y un cuerpo agazapado bajo el chorro lo sorprendieron. Se puso
en pie. Quien estaba bajo el chorro se irguió a la vez. Jorge avanzó. Una silueta de
mujer, de frente como estaba, se tornó de perfil: senos erectos, vientre cóncavo,
piernas largas, perfil griego.
Al día siguiente Jorge dijo a su hermano, luego de cenar:
—Anoche fui víctima de un súcubo. Estaba yo sentado en esta misma silla…
José Juan lo mira entre fraternal y desdeñoso.
—… me apretó entre sus brazos, desnuda como estaba… y en medio del sueño
derramé mi simiente.
—¡Ay, Jorgito! —respondió el sacerdote—. ¡Qué súcubo ni qué niño muerto!
Falta de mujer y nada más. Si tuvieras una buena hembra, como hace ya mucho
tiempo deberías tener, no andarías con esos sueños ni con tantas pendejadas.
—¡Jesús, José Juan! No parecen cosas tuyas ni de un canónigo tus opiniones y
consejos.
—Pero, bueno chico. ¿Y qué quieres que te diga? Ya tienes treinta y seis años: o
te casas o te buscas una barragana, o haces lo que Onán en sueños.
—¡José Juan! —clamó indignado—. ¡No te lo permito!
El cura disparó una carcajada:
—¡Ah, no, pendejo! ¿Y no es eso lo que estás haciendo dormido? Eso es lo que se
llama «Bula para hacer puñetas».
—Es increíble —dijo— que te niegues a admitir, como lo afirman importantes
padres de la Iglesia, que los demonios femeni​nos o súcubos al amparo de la noche y
en la profundidad del sueño llevan a los hombres castos a quebrar sus votos.
José Juan hizo un aspaviento despectivo. Jorge, ya sin contenerse, se levantó
bruscamente dejándolo solo en el corredor.
El pobre Jorge —pensó— fue el pagapeos de las desventuras de mamá con mi
padre. Si por ella hubiese sido, nos habría capado y emasculado. Desde que abrimos
los ojos al mundo nos llenó la cabeza de horror contra la lujuria. Hay que ver el lío
que armó cuando encontró a Jorge encaramado sobre la negrita Sinforosa. Desde

www.lectulandia.com - Página 380


entonces se le escabulló todo deseo. Yo me salvé de chiripa. ¿Me salvé? —se
pregunta con temor—. Yo también aquella vez me sentí sucio. Tanto que me zampé
de cabeza en el seminario. ¡Qué bella era! ¡Pero cuán asquerosa y malvada!
Melancólico y ausente contempla en silencio la fuente del Pez que Escupe el
Agua. Las campanas llaman al Ángelus.
Las imágenes van y refluyen:
En esa silla estaba mi madre y junto a la fuente estaba mi pa​dre. Estaba bravo por
un enfrentamiento que tuvo ese día con el Gobernador Roble Villafañe.[101]Jorge y yo
jugábamos. Mamá nos regañaba por el zaperoco.
—¡Callaos, por Dios! —grita Rodrigo Blanco.

103. La voz del padre.

La voz de su padre resuena clara en su mente. En vez de limonero había un


naranjo en aquel recuadro del patio.
Rodrigo Blanco, cejijunto, cavila. Regresó ayer del matrimonio de Juana
Francisca. Las fiestas duraron una semana. Asistieron todos sus amigos.
Luego que atentó contra su vida, decidió seguir el consejo de Juan de Ascanio.
—¡Sácala de aquí, llévatela fuera de Caracas. Regálale una buena finca, que está
pronta a matrimoniar. Imponle un novio. Un español sin fortuna, de los tantos que
andan por ahí y que no van a andar con remilgos sobre su origen!
Las palabras del vinatero y la presencia en Ocumare de Ñaragato y Altagracia, su
mujer, lo decidieron. Juana Francisca reci​biría como dote y herencia tres haciendas de
cacao con todos sus esclavos y enseres. Se iría con su abuela Petronila a vivir a
Ocumare de la Costa.
Él mismo la llevó en un falucho y la entregó bajo custodia a su fiel Ñaragato.
Cada dos o tres meses la visitaba.
—Los seres humanos —le decía con insistencia— no valen la pena y menos los
siervos y los esclavos. No quieras a tu abuela, que es una bandida y una mala mujer.
En lo que encuentres un hombre bueno deshazte de ella. Traicionó a tu abuelo para
venderme a tu madre. No quieras a nadie más que a tus hijos. No te confíes. Y cásate
con un español. ¿Te acuerdas que me lo juraste un día? Ñaragato no es más que un
sirviente. Altagracia, empero ser hermana de tu madre, no es tu tía.
No tengas compasión con nadie. Nadie la tuvo contigo. La gente es una
asquerosidad y más todo aquel que tenga de negro y de indio. Distancia con todos.
Familiaridad con nadie. Tú eres la dueña y señora de estas tierras. Puedes disponer de
la vida de tus siervos. Azotarlos y matarlos cada vez que te falten el respeto. Sobre
todo, hija: nada de amoríos ni de amistades con la gente de estos contornos. Y si te
has de casar algún día, ha de ser con un español. Con un español, no se te olvide. No

www.lectulandia.com - Página 381


quiero pardos, ni mestizos entre mis nietos. ¿Entendiste, vida?
Estas criollas ensucian sangre. Ved los hijos de Ruy de Fuenmayor con los ojos
oblicuos y la cara color de apio. Cuatro años se cumplen hoy de su asesinato. Fue
obra sin duda del maldito Fray Mauro.
Ulula el Pez ante el recuerdo del amo.
Murió al instante, desangrado y claveteado. Fray Mauro se tornó más fuerte y
arrebatado. A los tres meses llegó el nuevo Gobernador Don Diego Quero y Figueroa.
[102]Era un hombre blando que creía en la justicia. Apenas llegó abrió una

averiguación exhaustiva sobre el asesinato. Rodrigo Blanco, Juan de Ascanio y el


resto de los Hermanos de Tierra Firme, como terminaron por autodenominarse las
Águilas Chulas, lo envolvieron con su apoyo y afabilidad, señalando y dando pruebas
de que había sido el terrible Obispo quien armó el brazo asesino.
Quero, aquella tarde lo hizo comparecer a su presencia.
—He venido solamente —dijo al entrar— a echaros en cara vuestra insolencia.
¿Cómo es posible que me hayáis citado a vuestro despacho antes que acudir
humildemente a mi Palacio?
El Gobernador, sin perder la compostura, señaló las jerarquías. Estalló la risa del
prelado:
—Vamos, hombre, despertaos de una vez y bajaos de esa nube si queréis evitaros
contratiempos.
—Tranquilizaos, Excelencia —le decían los Hermanos de Tierra Firme—. Fray
Mauro está de capa caída. Sigamos con su expediente. ¡A ver, escribano, tomad
debida nota! A Don Ruy asesinó; a Doña Jimena vejó; a Ramón, el Susurrante, le
hizo dar de golpes mientras forzaba a su mujer, la honesta Doña Antoñita. Calumnió
y difamó a los Vásquez de Rojas. Mantiene tratos ilícitos con los holandeses. Tortura,
roba y mata. Hay quien dice que por obra suya murió hace dos años el antiguo
Gobernador Marcos Gedler y Calatayud, con quien tenia enconadas rencillas.
—¿Tanto así, señores?
—No mentimos, Excelencia, aquí tenéis las pruebas. Fray Mauro es un ente del
infierno.
—No os preocupéis, caballeros. De este punto me habré de ocupar. Para algo soy
amigo personal de Su Majestad Felipe IV.
—Pero habréis de tener cuidado, Excelencia. Fray Mauro tiene espías en todos los
rincones.
—Descuidad, amigos, que el hacer bien las cosas es mi especialidad, y para llevar
el mensaje tengo a Fray Toribio.
El fraile mensajero fue capturado por el camino. Lo sacaron de un saco en
presencia del Obispo.
—¿Conque correveidile del muy cabrón?

www.lectulandia.com - Página 382


—Perdonad, Su Ilustrísima, no imaginé nunca su contenido.
—Guardadlo en los sótanos hasta que se haga lo debido.
Para diciembre el Gobernador prometió donar a la iglesia de Ocumare una
campana de cobre que se funde en Corocote. Fue la ultima vez que se supo de él.
Nadie pudo dar noticias de su paradero. Se recordó el caso del Gobernador Juan de
Tribiño, a quien le aconteció otro tanto treinta años atrás. El 26 de diciembre de 1653
los Alcaldes de Caracas se hicieron cargo de la Gobernación. Fray Mauro subió de
peso en esos días y su rostro rubicundo brillaba de tersura:
—Yo no sé qué se habrán creído estos tontos —decía al Padre Sobremonte—.
Cuando ellos vienen yo ya he ido.
En junio llegó el nuevo Gobernador Martín de Roble Villafañe, caballero de
Santiago y vecino de ciudad de México. Era un hombre de mediana edad, sereno y
certero en la palabra y la acción, y tenía algo en común con Fray Mauro: su estrecha
amistad con el Duque de Albuquerque, Virrey de México.
—Pues os envía sus salutaciones muy especiales, Su Eminencia —dice a Fray
Mauro— esperando que antes de Pascuas tenga el inmenso placer de daros un fuerte
abrazo.
Como tuviese un gesto de extrañeza, añadió:
—Os traigo una gran noticia. A solicitud del Virrey habéis sido trasladado al
Obispado de Chiapas.
—¡Me cachi en la ma! —gritó ante la nueva.
Alcaldes, regidores, vecinos muy principales, clero secular y regular, la tropa de
línea, esperaban a Fray Mauro para darle la despedida. Seco y sombrío va el Obispo.
Apenas detiene el paso al ver el callejón de honor de las alabardas. Al fondo espera
un bote. En la rada se mece un navío. Luego de catorce años parece imposible que
vaya a marcharse. Todos los ojos miran su nuca de Miura. Bruscamente hace un
ademán. Corre hacia el muelle. El cortejo hace otro tanto. De un salto, sin despedirse,
se mete al esquife. Ante la sorpresa de quienes lo escuchan, se quita las sandalias y
batiéndolas contra el muelle dijo:
—¡De ustedes no quiero ni la tierrita!
Desde el puente y con los ojos llorosos escuchó las salvas en su honor mirando
hacia la montaña:
«Cuántos sueños perdidos. Aquí dejo mi juventud y lo que más he querido: mis
tres sobrinos».
Luego de una larga travesía llegó a Veracruz. Una delegación de notables de parte
del Duque de Albuquerque lo esperaba para conducirlo.
Un hombre joven, flaco, pequeño y cetrino, luego de besarle el anillo lo vio con
emoción:
—Soy Nicolás García de la Madriz, el hijo de Diego García, el sobrino de

www.lectulandia.com - Página 383


Soledad Guerrero.
—¡Hijo mío! —gritó Fray Mauro estrechándolo en un abrazo contra su fornido
corpachón.
Durante las cuatro jornadas de camino caló con simpatía la naturaleza de Nicolás.
Era uno de los secretarios del Virrey. Según pudo averiguar por otras voces, era uno
de los jóvenes más virtuosos y facultos de la Nueva España.
—Ojalá nunca regreses a Venezuela —le dijo en la última jornada—, el ralo nivel
de los principales, ignaros como bestias, e indomesticables para otra tarea que no sea
la guerra, son barreras infranqueables a los hombres que, como tú y como yo,
aspiramos a una mayor elevación espiritual.
Nicolás, enterado de los desaguisados del Obispo, lo vio con sorpresa.
—Bueno —preguntó con una sonrisa picara— ¿y qué tal son las mujeres en la
Nueva España?
El joven secretario sonrojó las mejillas. Luego de la muerte de Elvira y de la
influencia ascética recibida en el seminario, no había mujeres en su vida.
—Todas son buenas y virtuosas —respondió.
—Umj —gruñó Fray Mauro—. «Parece un ratoncillo de sa​cristía».
A la semana de marcharse a Chiapas, el Virrey hizo compa​recer a Nicolás:
—Fray Mauro me ha hablado excelencias de vos, virtudes que por otra parte he
tenido ocasión de comprobar en los años que tenéis conmigo. En premio a vuestros
servicios propon​go que os trasladéis a Veracruz. Allí seréis mi teniente de justicia.
Aparte merecerlo ampliamente, os conviene: Veracruz es la an​tesala de Venezuela.

104. Nicolás García y el largo brazo de Jamaica.

El puerto fortaleza tenía el mismo cielo y olor que La Guayra. La gente era
confianzuda y cálida como en su tierra. Todos los meses atracaban barcos
procedentes de Venezuela.
Fijó residencia en una pensión de la calle de la Sierpe. Era una casa grande de
balcón volado, asomado al mar. El mismo día de su llegada conoció a Alexander
Slagueter, un austríaco de unos treinta años, cartógrafo de profesión, que hacía por
cuenta de una casa florentina un estudio del Golfo de México.
Estaba borracho esa tarde, asomado al balcón.
—¡Hola! —saludó al verlo.
Desde aquel instante la amistad se hizo y creció entre ellos firme y entusiasta, a
pesar de los caracteres encontrados.
Alexander era un ser extraño que combinaba con pericia la juerga con la
cosmografía, las matemáticas con el burdel, la his​toria con la camorra y las teorías
políticas con las garrafas de ron. Era, además, un gran espadachín, de espíritu

www.lectulandia.com - Página 384


pendenciero y festivo, en particular cuando estaba ebrio. Los dos hombres, en muy
poco tiempo, hicieron grande y profunda amistad.
Nicolás, una vez que Alexander le enseñó un retrato de su hermana, exclamó
perturbado:
—Dichoso tú, que por lo menos tienes hermanos… —y entre lágrimas y congojas
contó la historia de su familia y el rapto de sus tres hermanas por los caribes. Al
terminar, Alexander moqueaba con más bríos que Nicolás.
—Yo te ayudaré a encontrarlas —dijo con voz recia—. Te lo juro. He de recorrer
el Caribe por mucho tiempo. Algo me dice que daré con ellas; pero bebamos, amigo
mío, hasta caer borrachos. Las penas deben ahogarse en aguardiente o en mu​jeres.
Alexander era pesimista sobre el futuro de España. El Impe​rio entra en el ocaso
de su poderío; no sólo en Europa pierde te​rreno, sino en sus posesiones en Ultramar.
Los piratas, corsarios y filibusteros que infectan estas aguas, bloquean las comunica​-
ciones. Veracruz, Cartagena, Portobello y La Habana, plazas inexpugnables hasta
ahora, pronto dejarán de serlo. «En vues​tra Provincia, La Guayra y Maracaibo han
sido saqueadas varias veces».
La Isla de La Tortuga, al año siguiente del ataque de los es​pañoles, volvió a ser
ocupada por los piratas y para acabar, hace apenas seis meses Guillermo Penn, como
bien sabéis, con una flota de 57 navíos y más de diez mil hombres, se apoderó de
Jamaica.[103]Oliverio Cromwell considera la toma de la isla como el inicio de una
cruzada santa contra la España papal. Jamaica hoy día es una pieza inexpugnable y
Guillermo Penn, el brazo fuerte del Rey de Inglaterra en las Antillas. En sus astilleros
se hacen buques; en sus ciudades sus hombres se entrenan; de sus puertos zarpan
barcos para golpear las ciudades españolas y las rutas marítimas que las unen.
¿Quieres que te diga una cosa? Yo soy uno de los ingenieros navales más
importantes. Si Penn sabe de mis andanzas por estos predios, me haría matar, o por lo
menos raptar. A veces me domina un miedo extraño. Por eso bebo hasta caer
exhausto. Si algún día algo me llegara a suceder, envíale a mi madre estas
pertenencias.
—¡Callad, por Dios, Alexander! Dejad de estar invocando malos agüeros.
—Yo que te lo digo, Nicolás García. No está lejos el día en que desapareceré de
repente.
Y para robustecer su afirmación, se echó un trago y lanzó un sollozo.
—La alianza de tu país con el mío —le dijo— en otra ocasión será la ruina de
Austria. La decadencia de los Habsburgos españoles, entenebrecidos por curas y
supersticiosos, deshace a España. Los españoles de aquí y de allá son todos iguales:
seres dominados por la gana, el sentimiento y el pundonor, que les impide juzgar con
la objetividad y acierto que se necesita en estos tiempos. Tú no pareces español —
dijo de pronto—. Me recuerdas a los filósofos de mi tierra. Eres lúcido, ponderado y

www.lectulandia.com - Página 385


faculto. Por eso te quiero y lamento la suerte que te espera. Los hombres como tú no
suelen ser queridos entre españoles. Tú tienes virtudes que tu gente no aprecia, por
estar muy por encima de ellos. A nadie se le perdona ser diferente, aunque sea por
superior entendimiento. Nadie te comprenderá en tu tierra. Vente conmigo a
Florencia: los sabios no tienen suerte en la aldea.
Los dos hombres charlaban desde un balcón volado que daba hacia una callejuela
alumbrada frente a la casa por un fanal. Un siseo salió de la acera de enfrente.
Alexander y Nicolás apoyados al barandal, vieron a un hombre gordo que silbaba de
manera muy peculiar. El austríaco respondió con igual tono.
—Vuelvo —dijo a Nicolás con el rostro turbado. Bajó a la calle y se perdió entre
las sombras.
Fue la última vez que vio a su amigo Alexander. ¿Fue obra de Penn, como lo
temía? Las autoridades inventariaron sus pertenencias. Dentro del cofre estaban todos
sus trajes.
—Estoy seguro de que a vuestro amigo —dijo un alguacil— le ha sucedido
alguna desgracia. Veracruz es una ciudad muy peligrosa.
«¿Veracruz —se preguntó— o el largo brazo del Gobernador de Jamaica?».
Tres meses más tarde, el Virrey de México lo hizo llamar con urgencia.
—El Gobernador de Cuba, mi deudo y amigo, me pide un hombre de confianza
para secretario y fiel ejecutor. Vos sois mi candidato. ¿Qué os parece la propuesta?
Aquella mañana de abril tomó en Veracruz la fragata que habría de conducirlo a
su nuevo destino.
La nao desde hacía días se deslizaba serena por el Caribe.
El pasaje era numeroso y de calidad. Entre ellos destacaba una pareja absurda: un
hombre entrado en años, gordo, alto y panzón y una bellísima mujer de ojos
chispeantes y donoso talle.
Él era un rico plantador cubano, según lo pregonaba a cada rato vocinglero y
soberbio. Nicolás buscó la compañía de la pareja, no tanto por la mujer como por la
importancia de su esposo, que a su vez se mostró afable al enterarse de que era el
nuevo Secretario del Gobernador.
Al saber su origen dijo:
—Hace ya más de catorce años conocí a un gran señor oriundo de allá: juntos
hicimos guerra a los piratas de La Tortuga y fuimos cautivos por tres años. ¿Te
acuerdas, Dolores?
—Me acuerdo, Sebastián —respondió la aludida con indiferencia, mirando hacia
un joven pelirrojo que desde hacía rato la acicateaba con la mirada.
—¿Cómo es que se llamaba?
—Rodrigo Blanco de la Torre Pando —afirmó Dolores, la esposa de Sebastián de
Urquijo.

www.lectulandia.com - Página 386


Nicolás se desvaneció. El pelirrojo que oteaba a Dolores, solicito se acercó al
grupo.
Para disgusto de don Sebastián, luego de recuperarse Nicolás, el desconocido se
sentó en la mesa. El intruso no excedía los veinticinco años. Era austríaco, regordete
y bien parecido. La nacionalidad sacó a flote el nombre de Alexander.
—¡Es mi jefe! —exclamó jubiloso el pelirrojo.
Su alegría se desbordó al identificar a Nicolás.
—¡No me digáis que vos sois don Nicolás García de la Madriz! ¡Cuántas veces
mi patrono os citó y recordó en mi presencia! Tuvo que salir tan precipitadamente y
con tanta cautela de Veracruz, que no le quedó más camino que partir sin despedirse.
—¡Cuán grande noticia me dais! —expresó Nicolás García con radiante alegría
—. ¡Loado sea el Señor! ¡Y yo que lo daba por muerto!
—Pues, lo veréis en La Habana, donde me espera para proseguir nuestras
exploraciones por el Caribe.
El pelirrojo hablaba con torpeza el castellano, lo que no era impedimento para
que hablase continuamente mientras dirigía arreboladas miradas a Dolores Urquijo.
Pasaba de un tema a otro sin orden ni concierto. Habló de la situación en el
Caribe, repitiendo lo que decía Alexander sobre la situación harto peligrosa para
España desde que Guillermo Penn conquistó Jamaica. Toda la isla es una fortaleza.
La Tortuga fue abandonada por los filibusteros que ahora operan en Jamaica. Ama el
dulce de guayaba que hacen en Cuba. El cacao está por el suelo. Los maridos celosos
no deberían existir. Alexander nos quiere mucho. No hace otra cosa que recordaros.
Una vez me contó vuestra trágica historia. Y con el mismo desenfado con que trató
otros temas, le espetó a Nicolás delante de los Urquijo:
—Qué horrible tragedia la de vuestra familia, a quien un mal hombre y los caribes
exterminaron.
El mozo, para indignación de Urquijo, continuó cortejando a la bella Dolores,
quien, sin decir palabra, mucho prometía con los ojos y el juego del abanico.
La fragata avanzaba con buen tiempo. A los quince días de haber zarpado el vigía
gritó:
—¡Tierra a la vista!
En tropel corrieron a proa. En lontananza se divisaba la punta occidental de Cuba.
Don Sebastián mostrando parsimonia se quedó en el entrepuente. Dolores resbaló.
El mozo la tomó por el brazo. Ella sonrió.
—¡Gracias, guapo! —dijo con una sonrisa que rompió el nuevo grito del vigía:
—¡Piratas a estribor!
El mozo esgrimió un catalejo.
—Estamos perdidos —observó con voz bronca—. Son dos poderosas naves de
guerra, ligeras y armadas de popa a proa. Son corsarios ingleses de Guillermo Penn.

www.lectulandia.com - Página 387


¡Ved el jabalí de su bandera sobre el campo rojo!
Nicolás recordó, con aprensión, lo que decía Alexander del poderoso Almirante
de Jamaica.
—¡Toda resistencia es inútil! —dijo el pelirrojo—. Confiemos en que acepten un
rescate.
—¿Creéis que si pagamos un rescate nos dejarán en libertad? —preguntó don
Sebastián.
—Seguro —respondió el joven cosmógrafo con voz abatida—. Es norma de los
corsarios.
—Entonces podemos quedamos tranquilos.
—Vos lo podréis hacer, don Sebastián —añadió con voz quebrada—, pero no es
ése mi caso. Yo no soy más que un pobre empleado. A mí me echarán al mar para que
sea pasto de los tiburones.
Nicolás lo vio con ansiedad. Dolores empalideció:
—No, por Dios —gritó desgarrada—. Mi marido os pagará el rescate.
Don Sebastián guardó silencio.
—¿No es así, Sebastián?
—Ni es nada mío ni tengo tanto dinero para rescatarle la vida a extraños. Allá él
con su suerte.
Y dando media vuelta se alejó hacia estribor para ver el barco que se les echaba
encima.
El ayudante de Alexander dio rienda suelta a su desolación, mesándose la barba
con adoloridas voces. Dolores, haciendo caso omiso de su marido, se le colgó del
brazo derramando consuelo.
—No os preocupéis, amigo mío —dijo de pronto Nicolás—. Empero no soy
hombre rico, pagaré por vos.
Los dos navíos ya alcanzaban la fragata. Una bala levantó una ola a cien varas. El
capitán arrió la bandera y esperó el abordaje.
Saltaron garfios y hombres de espantable aspecto: de sables desnudos y mirada
cruenta. El que parecía conducirlos, un hombre de barba negra y pata de palo, miró
con desprecio la cara del pasaje. El pelirrojo, para desconcierto de Nicolás, emitió un
silbido que ya había escuchado. El de la pata de palo al mirarlo, avanzó hacia él. Fue
en ese momento en que recordó con estupor que su nuevo amigo tenia la misma
contextura del hombre que aquella noche en Veracruz se llevó a Alexander.
—A vuestra orden, capitán —dijo al joven pelirrojo el de la pata de palo—. La
nave está rendida.
Luego de colgarse el sable y el sombrero de capitán, el falso cosmógrafo dijo a
Nicolás y a los Urquijo con una sonrisa nueva:
—Soy Henry Morgan, capitán de ese barco y lugarteniente de Guillermo Penn. El

www.lectulandia.com - Página 388


Almirante —dijo a Nicolás— no es otro que vuestro amigo, Alexander.
Días más tarde Penn y Nicolás se abrazaron en Jamaica.
—Perdóname la trastada que te hice, pero no tuve más camino que desaparecer
con sigilo. En aquel tiempo estudiaba los luga​res vulnerables de Veracruz para hacer
realidad algún día que México y tu país sean pronto una nueva Jamaica.
A las pocas palabras puso la mano sobre el hombro de Nicolás y viéndole a los
ojos dijo:
—¡Tus hermanas viven!
—¡No puede ser!
—Hay algo malo, sin embargo —añadió ensombreciendo el rostro—. Las
muchachas en ese entonces eran cautivas de Granada. En un ataque a la isla que le
hicieron los de Guadalupe con la ayuda de los franceses, cayeron sobre la ciudadela y
a sangre y a fuego acabaron con el pueblo y con cuanto caribe cayese en sus manos.
[104]El cacique principal, llamado Bicoco, se enamoró de las tres y las llevó a su

harén. Cuando quieras, alguno de mis buques te podrá llevar. Y como me llamo
Guillermo Penn, por las buenas o por las malas nos traeremos a tus hermanas.
Quince días más tarde y bajo el comando de Henry Morgan, en un galeón de
sesenta cañones, partió hacia Guadalupe.
Henry, quien se trajo consigo a Dolores luego de echar por la borda al de Urquijo,
vibraba de amor y alegría.
—Soy el primero en darme cuenta de vuestra pena —dijo a Nicolás—. Yo
también fui raptado en Bristol.
Era un hombre impulsivo y vivaz, que inspiraba confianza a sus hombres, al
mismo tiempo que temor y respeto. De la misma forma que era capaz del máximo
desprendimiento, lo era también para la crueldad.
Al tercer día de navegación ahorcó a uno de los marinos por haberlo hallado
fumando en la bodega.
—Ya estaba lo suficientemente advertido —respondió a Nicolás y a Dolores, que
intercedieron por él—. No sería ni el primero ni el último buque que ha estallado en
un incendio como consecuencia del funesto vicio. Luego que se establece un
reglamento no queda más camino que cumplirlo, aparte de que yo, no hay nada que
odie más que el engaño y la mentira. Prefiero el látigo y la injuria antes que la
traición. La deslealtad me enloquece.
Es un hombre feroz —pensó Nicolás— pero llegará muy lejos. Tiene la
consistencia de los hombres que guía, y persigue sus mismos objetivos.
—Sé que os repugna mi dureza —dijo afable a Nicolás— pero me permito
señalaros, mi querido amigo, que es muy diferente el tipo de vínculos que une a los
hombres de paz, que a los hombres de guerra. Entre nosotros la menor infidelidad
significa muerte del grupo. Por eso nuestras lealtades están por encima de la razón y

www.lectulandia.com - Página 389


de la justicia. Nos basta saber que aquél es mi amigo y éste mi enemigo y basta. Y
eso no lo olvidéis jamás, don Nicolás García. Henry Morgan, el pirata, puede
acompañaros hasta el fin del mundo, como hago ahora, de la misma forma que puede
perseguiros hasta el infierno si lo traicionáis. ¡No me traicionéis nunca, don Nicolás!
—Tranquilizaos, Henry, por Dios, que ni tengo intenciones, ni medios, ni
necesidad.
Después de quince días de navegación avistaron Guadalupe. A la vista del
poblado donde estaban sus hermanas, Nicolás fue presa de vértigo. Veinte piraguas
batiendo palmas y haciendo sonar flautines de bienvenida, rodearon la nave.
Acompañado por diez marinos bajó a tierra. El espía que los ingleses tenían en la
isla dijo a Morgan:
—Allá en la loma vive Bicoco. No es fácil ni a indios ni a blancos acercarse a sus
casas. Pero mañana que es día de mercado bajarán todas sus mujeres a la playa.
Junto con dos marinos se apostó a la orilla del camino, simulando tirar al arco.
Era tanta la mala puntería que los caminantes se detenían para chasquearlos.
Cambiaron las flechas por los dados. Los caminantes, salvo mirar de reojo, seguían
de largo.
Ya con el sol afuera comenzaron a bajar las mujeres y esclavas de Bicoco con sus
cestas vacías. Salvo las partes pudendas que cubrían con un delgado taparrabo, todas
iban en cueros. Las había con esbozos de senos, hasta viejas con pechos caídos hasta
el ombligo. Otras eran jóvenes y cimbreantes. Venían en parejas o totalmente solas.
Hablando con estrépito o silenciosas y tristes.
Ya Nicolás desesperaba cuando vio perfilarse en la loma a sus tres hermanas. De
púberes que eran cuando las dejó de ver, dieciséis años atrás, se habían trocado en
tres robustas mujeres. Como el resto de las indias, venían desnudas.
Pasaron de largo sin dar muestras de haberle reconocido.
Nicolás, sin denotar prisa, caminó tras ellas un rato, sobrepasándolas luego. Al
pasar susurró:
—Soy vuestro hermano, Nicolás García. Vengo por vosotras.
Una de ellas respondió súbito:
—Dentro de dos horas alguien irá por ti.
Pasada la hora convenida se acercó un mozo de unos quince años con plumaje de
cacique y ojos azules.
—Yo soy Domingo Marcelino, tu sobrino —le dijo en buen castellano—. Mi
madre y sus hermanas te esperan.
Y sin decir más se abrió paso entre la muchedumbre y lo guio hacia la casa de
Bicoco.
Tras una empalizada se levantaba un bohío, alto como una iglesia y de un
diámetro de más de sesenta pies.

www.lectulandia.com - Página 390


—¡Ven! —le ordenó secamente, señalando una pequeña abertura.
Adentro reinaba la penumbra. Tardó en darse cuenta que se hallaba en medio de
un circulo humano con más de veinte personas. Frente a él, sentado, un indio fuerte y
membrudo sonreía benévolo. Era Bicoco. A su derecha estaba su hermanita Marcela.
A su izquierda Juana y Lolita.
—Bienvenido, hermano —dijo el cacique—. Siéntate. Tú y yo tenemos de qué
hablar.
Sus hermanas lo veían sin mirarlo. Marcelino se sentó al lado de Marcela. Nicolás
miró a derecha e izquierda del cacique. Robustos mocetones que decrecían en edad
hasta llegar a niños, iban de Bicoco a la entrada.
—Esta es tu familia y la nuestra —dijo plácido el cacique—. Todos son tus
sobrinos, mis hijos y mis nietos. Dime ahora, hermano mío, ¿qué quieres? Te escucho
atento.
El galeón salió lentamente de la rada de Bass Terre. Nicolás, meditabundo, dirigía
su última mirada a la loma de Bicoco donde quedaban sus hermanas por propia y
libre decisión. Morgan puso en sus manos un vaso grande lleno de aguardiente.
—Tomad, amigo, matad vuestras penas, que lo que hay en el corazón de una
mujer, ni el mismo Jehová lo sabe.
Dolores, a su lado, le dio un beso en la mejilla y le pasó el brazo por encima del
hombro. Nicolás, sin contenerse, lloró amargamente.
Morgan, luego de asolar los pueblos y ciudades que encontró desguarnecidas al
norte de Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba, ancló a medianoche en una bahía.
Antes de abordar al bote que habría de llevarlo a la playa le dijo con voz
quebrada:
—Esperad hasta que se haga de día. Si seguís por ella hacia el naciente, en menos
de tres horas llegaréis a La Habana. ¡Adiós, amigo mío!
Dolores a su vez lo besó entre sollozos.
—Visitad a mis hijos, por ruego de Dios.
Al poco rato, con las velas desplegadas y la luna llena, la nao se deslizó mar
afuera.
Abstraído en su rota, Nicolás miraba las velas. Un chapotear a su izquierda,
seguido de un gemido, lo sorprendió. Sobre la arena estaba una mujer.
—¡Dolores, por Dios! —exclamó sin creerlo—. ¿Qué te ha pasado?
Extenuada por el esfuerzo y la risa, dijo:
—Me escapé del pirata. Me regreso contigo a La Habana. Es un bruto sin
modales. ¡Ya estaba harta!
Nicolás dio un vistazo hacia el mar. Apenas distinguía el velamen. A pesar de la
escasa visibilidad percibió por un destello que el barco giraba hacia la derecha.
—Henry acaba de descubrir tu fuga y vuelve sobre nosotros. Tratará de salirnos al

www.lectulandia.com - Página 391


paso antes de llegar a La Habana. Caminemos hasta que nos agote el cansancio. El no
cuenta sino con el tiempo que le resta al alba.
A la media hora de marcha sobre la arena y a la vista de unas rocas dispuestas
como dólmenes, Dolores dijo, desfalleciente:
—Quedémonos aquí. No puedo más.
Bajo una roca se guarecieron. La arena estaba seca y la noche cálida. Se tumbaron
el uno junto al otro. Nicolás sintió su cuerpo tibio.
Nicolás despertó con los primeros rayos del sol y el graznido de las gaviotas.
Dolores, a su lado, estaba desnuda y dormida. A los treinta y dos años cumplidos cató
por segunda vez el cuerpo de una mujer.
Antes de tres meses Nicolás se granjeó en La Habana fama de hombre sabio, justo
y valiente. El Gobernador le brindó su amistad. Dolores, en medio de su luto
convencional, lo continuó viendo a hurtadillas. Jamás se había sentido tan dichoso.
Pero al término de unos meses la bella Dolores lo puso de lado al entablar amoríos
con un joven y bien parecido habanero:
—Sé que me habréis de odiar, pero éste es mi primo y todo debe quedarse en
casa. Mujeres no te han de faltar. Ven a verme como siempre. Te quiero mucho y no
quiero perderte de mi lado.
Arrastró su pena hasta que apareció Paloma, y con ella la fuente de nuevos males
y desazones.
Desde El Morro de La Habana, Nicolás mira al sol:
«Es mediodía. Hace calor. De no ser por los alisios esto sería un horno».
Rodrigo Blanco entra a la bahía de su hija Juana Francisca. El sol de mediodía
restalla contra la arena y los cocoteros. Es mediodía. La tierra arde. «De no ser por
los alisios esto seria insoportable».
«Dentro de dos meses termina mi tiempo de exilio. Catorce años han transcurrido.
La vida me ha tratado mal, a pesar de los ascensos y honores. Nunca el amor se me
ha dado. Lo de Paloma ha sido un duro golpe. La soledad me muerde. Impulsos tengo
de regresar a Venezuela. Quisiera ver a Ana María. Me han dicho que es un monstruo
de gorda. Hoy le he de escribir. Avisaré mi llegada. ¿Y Rodrigo Blanco? ¡El asesino
de mi padre, el destructor de mi familia! Ya lo he perdonado».
Dentro de dos meses he de casar a Juana Francisca. Catorce años han transcurrido
de la muerte de Rosalba, su madre, el día de San Bernabé. La vida me ha tratado mal,
a pesar de las mujeres que se me han prodigado. Nunca he alcanzado la paz. La
soledad me lacera. Ganas me dan de retornar a España. Odio a Ana María. Es un
hipopótamo. ¿Qué será de Nicolás García? Ana María lo ama. Destruí a su familia.
De pensar en los dados y en Camuri me siento malo. Quisiera ayudar al pobre chico.
Don Nicolás, no os quiero mortificar innecesariamente, pero la gente a causa del
plantón y mofa que os hizo la tal mujeruca, hacen burla de vuestra desdicha, hasta

www.lectulandia.com - Página 392


decir que la paloma no está hecha para vos.
Rodríguez del Toro, el novio de Juana Francisca, frisa ya los cuarenta. Es gordo,
ignaro y simplón. Pero es blanco de la cabeza a los pies. Canario, pero español.
Conocí a su padre y a su madre cuando la gran flota atracó en Tenerife. Él era un
viejo hidalgo. Ella rubia como el sol.
Raya la pluma de ganso el duro papel del juzgado:
Querida Ana María:
Pronto he de retornar…
Salta la voz de Juana Francisca a espaldas de Rodrigo Blanco.
—Querido padre, estás empapado en sudor.

Juana Francisca, tal como lo quiso, era altiva, desdeñosa, inaccesible al afecto.
Detestaba a su abuela. La hacía pasar por aya. Fue tal el disgusto de Petronila al
saberlo, que se mudó a casa de Altagracia, su hija, y Ño Ñaragato.
Pasaron los días, y lejos de lo que creía, Juana Francisca no hizo nada por
excusarse ni reclamarla. La casa de Ñaragato cerca del muelle de Ocumare, era pobre
y destartalada. Su yerno compartía el mismo odio que Rodrigo sentía por ella.
Fruncía la boca al verla y sus zalamerías robustecían la agriura de su talante.
—Mire ña Petronila —le gritó una tarde que añoraba La Casa Grande desde el
mugriento chinchorro—, ¿a usted no le da vergüenza que mientras su hija se revienta
de tanto fregar esté usted echada en esa hamaca como una reina? No sea floja y
sinvergüenza y levántese de ay.
Petronila se dijo:
«Para aguantar las groserías de este maldito zambo que vive con mi hija, mejor
me quedo con las impertinencias de Juana Francisca. Además, ¿quién quita que le
haga falta?».
Y sin despedirse de Altagracia ni del espaldero de Rodrigo Blanco, tomó el
camino de la Hacienda.
Juana Francisca estaba en la cocina instruyendo a sus esclavas cuando apareció
Petronila.
—Bueno —dijo en tono conciliador—, aquí me tienes a otra vuelta. Por ser yo
demasiado buena he decidido perdonarte. Pero te advierto —añadió elevando el tono
con ademán posesivo— que a la próxima que me hagas me largo de una vez por
todas y nunca más me volverás a ver.
Juana Francisca, de cara larga y ojos vacíos, extendió la mano hacia la puerta:
—Por mí puedes volverte por donde viniste, y si quieres, ahora mismo.
La vieja, todo rubor, bajó la cabeza y se encerró en su alcoba.
La hostilidad de Juana Francisca contra su abuela creció día tras día. La hacía
comer en la cocina; fregar sus cacharros; tender su cama. Dio órdenes a la esclavitud
para que no obedecieran sus órdenes. Hacía burla e irrisión de ella y excitaba a la

www.lectulandia.com - Página 393


servidumbre a que hicieran otro tanto.
Petronila angostaba su alma. Pero al pensar en Ñaragato se consolaba.
En vísperas de la boda Juana Francisca se enfrentó a Petronila, el mismo día en
que arribó Rodrigo Blanco.
—Mi padre y yo hemos resuelto que te marches de esta casa. Tu presencia no sólo
es innecesaria, sino inconveniente. Eres muy vulgar y chabacana. Te pasaremos diez
pesos mensuales, siempre y cuando te quedes en casa de Altagracia y no molestes.
Chispearon de cólera sus ojos. Depuso su actitud mustia y vencida:
—Sois tal para cual —exclamó chirriante—. Para ustedes no existe ni el cariño ni
el agradecimiento. Sois unas mierdas. Me habéis utilizado y explotado. Me habéis
hecho sufrir como una perra, para que después de toda una vida de sacrificio me
echen. No me extraña lo que me proponéis. Ya me lo esperaba. No quieren que
Petronila, la abuela de la novia, les eche a perder la fiesta porque es negra. Dios
castiga sin palo mandador. Ojalá, mijita, no te suceda algún día lo mismo. Pero ya te
pasará, como me pasó a mí. Dios me castigó cuando engañé al pobre de Bejarano
haciéndole creer que Rosalba era hija suya. Como te castigo yo ahora, Rodrigo
Blanco, al decirte que Rosalba, mi hija, el ser que tú has querido más en la vida, la
mujer por quien tú suspiras en todo instante, no es hija de aquel pobre pendejo que
entre tú y yo mandamos a la hoguera.
—¡Calla, maldita!
—¡Calla no! —replicó Petronila—. Escucha el resto… ¿Tú sabes realmente quién
es el padre de Rosalba, Alba? ¿No sabes? ¿No te imaginas? Pues nada menos que
Diego García… el hombre a quien destruiste… el fantasma que no te deja dormir.
Cuando te acostabas con mi hija te estabas acostando sobre la carne de Diego García.
¿No te parece gracioso?
Rodrigo, sin contenerse, golpeó a la vieja. Petronila trastabilló y al caer al suelo
golpeó la cabeza contra el piso. Al darle con el pie se dieron cuenta que había muerto.
—¡Maldición! —exclamó mirando en derredor—. Alcánzame esa manta.
Luego de envolverla con ella, se la echó al hombro.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó aterrorizada Juana Francisca.
—Echarla al mar. A ella le gustaba bañarse en las tardes. A cualquiera le puede
dar un sincope.
El sol al ocultarse era demasiado rojo. Juana Francisca tuvo un estremecimiento.
La oscuridad era total cuando el cadáver de Petronila flotaba en la bahía.
—Menos mal que murió. Con lo mala que era esta mujer, mañana lo hubiese
sabido todo el pueblo.
—¿Quién era Diego García?
—No te importe. No tiene nada de particular. Bástete saber que lo que esta mala
mujer dijo, sólo lo sabemos tú y yo y nadie más.

www.lectulandia.com - Página 394


Dos ojitos brillantes tras un uvero los siguieron en sus quehaceres. Era un negrito
llamado Domingo, el hijo de la cocinera.

105. ¡Ay, Madre!

Rodrigo Blanco está particularmente enojado y añorante aquella tarde.


—¡Cuán desgraciado soy! —dice en voz alta con el pie sobre el brocal de la
fuente.
Ana María, desde una silla del corredor, teje y observa. José Juan y Jorge
corretean por el patio. Yolanda y Matilde juegan muñecas.
Hace una semana fue la boda de Juana Francisca. Rodrigo Blanco invitó a los
Amos del Valle a la gran fiesta que había de celebrarse en Ocumare. Ana María fue
abatida por el insomnio antes y después. Todo lo concerniente a la hija de Rosalba la
llenaba de furor. Casi podía hasta tragarse el harén de las tres mujeres y el que
Rodrigo hiciera lo que le viniera en ganas con Salú, Dulce María y Susanita. Pero de
sólo pensar en Juana Francisca se le hacía un nudo en la garganta. Sentía
estremecerse dé impulsos homicianos. Juana Francisca era símbolo viviente de todas
sus penas, de todas sus derrotas como hembra, mujer y criolla. Esa misma tarde le
vinieron con el cuento de que su marido proclamaba con orgullo que había hecho un
gran matrimonio al casarse con Francisco Rodríguez del Toro. «Conocí a sus padres,
viejo hidalgo de estampa antigua, y ella, rubia como el alba. Nieto rubio al fin tendré.
A la corte he de auparlos. Pondré pleito a mi hermano. Conde de Torre Pando mi
nieto habrá de ser».
Ana María calaba con odio su espalda:
«Que me humille, que me deteste, que no me ame, lo acepto y hasta me
prosterno; pero que desdeñe a mis hijos, engendrados dentro de la legitimidad, me
enloquece».
Las palabras chismosas de lo que Rodrigo dijo que iba a hacer con los hijos de
Juana Francisca sembraron en su alma un odio de puñaladas. Su abuelo, Pedro de
Montemayor, según se encargó de echarle en cara Rodrigo, había sido un criminal
que murió decapitado por haber asesinado a su última mujer, Melchora Díaz de
Alfaro. A veces sentía que el alma atormentada del uxoricida que mató a su abuela,
vivía con ella. Varias veces tuvo que azotarse en la soledad de su alcoba para poner
fui al deleite que le provocaba el imaginarse que con sus propias manos estrangulaba
a Juana Francisca. En los últimos días, y a raíz de la boda, sus impulsos criminales, a
pesar de la pasión que le inspiraba, se habían volcado contra su marido. Su espalda
era toda una tentación para clavar en ella siete puñales. Su boca sangrante un reclamo
poderoso para que sorbiera en caldo unas gotas de estricnina. Odiaba y amaba, a
muerte y a vida a Rodrigo Blanco.

www.lectulandia.com - Página 395


Rodrigo Blanco, ajeno al sentir de su mujer, a pesar de los pitos agoreros del Pez,
cavilaba ausente apoyado el pie en el brocal de la fuente.
«Hace treinta años —se dice— llegué a Venezuela. Suponía que por breve
tiempo. Luego regresaría a España. Al principio pensé hacerlo sin dinero; luego con
algo de dinero; finalmente con mucho dinero. Soy uno de los hombres más ricos del
país y me quedé para siempre en Santiago. Al llegar era un guapo mozo de
veinticinco años. Ahora tengo cincuenta y seis. Hasta hace poco me mantenía lozano.
De un tiempo a esta parte los años dejan huella. La nariz me ha crecido: se ha hecho
más grande y caída hacia adelante; las arrugas surcan mi rostro; los ojos perdieron su
brillo. El desengaño me aplasta. La última colonia de España tomó posesión de mí.
Casado con una vieja gorda a quien sembré cuatro mestizos».
Jorge corretea a su alrededor. Rodrigo lo sigue con expresión atormentada.
«Este es el más indio de todos; lo dice el pelo lacio, los ojos oblicuos y el color
cetrino de la piel. Desnudo y con plumas, en nada se diferencia de los indiecillos que
pululan por el mercado. ¡He bastardeado mi sangre»!
De pronto exclama en voz alta mirando a Jorge:
—¡Maldito indio!
Y volviéndose iracundo hacia Ana María le grita enardecido, con ojos llameantes:
—¡Maldito sea tu hijo y mil veces maldita tu abuela que metió en mi sangre la
maldición de la casta india!
Ana María transfigurada por el odio se puso en pie, corrió hacia un arcón y se le
vino encima esgrimiendo un largo puñal.
—¡Guarda la lengua, Rodrigo y no injuries! —clamaba poseída de un odio
sorprendente y feral que a Rodrigo impuso—. Que seas mal marido, te lo perdono,
que seas un mal hombre, te lo soporto. ¡Pero que humilles a tus hijos es pecado que
no consiento! ¡Anda, ya! Lárgate de una vez para siempre de esta casa, que es muy
mía; si no quieres que yo misma te deje sin vida.
El Águila Dragante quedó atónito ante el espantable odio que por primera vez vio
en los ojos de su mujer.
—Pero antes de que te vayas —rugía ante el terror de sus hijos— déjame decirte
una cosa que te he silenciado. No es bueno alegrarse del mal ajeno, pero ya no
aguanto más. Tú estás muy ufano del matrimonio de Juana Francisca; de que se haya
casado con un español. Crees que ella te engendrará hijos blancos dignos de tu estirpe
y no los míos que llevan sangre india. Es probable que lleven sangre india; pero negra
jamás. ¡Óyelo bien!
Rodrigo tuvo un gesto de repulsión y asombro.
—Escucha lo que sabe todo el mundo y se ríen a tus espaldas. Lo que pasa es que
nadie se atreve a decírtelo. Ese yerno tuyo es más embustero que Juana Francisca,
que ya es bastante decir. El no nació en Canarias, como te ha dicho, sino aquí en

www.lectulandia.com - Página 396


Venezuela. Es hijo, en efecto, de su padre, hidalgo canario y busca fortuna, que
después de mucho merodear terminó casándose con la Mordida. ¿Tú sabes quién era
la Mordida? Trata de que no se te olvide. Era una cuarto e zamba de lo más cutuperta.
Su padre, Lazarito Vásquez, era hijo de un español y de una loca mestiza llamada
Leonor, que terminó amancebada con los caribes. Y por parte de su madre, la abuela
de la Mordida era una esclava que se sacó Andrés Machado en una rifa en
Caraballeda. De modo que te felicito chico —le soltó burlona—. Ahora sí podrás
reclamar para tus nietos, aunque sean bastardos y mulatos, el título de Conde de Torre
Pando de La Vega.
Rodrigo Blanco, entre incrédulo e iracundo, ahogándose de angustia salió a la
calle. Ana María envuelta entre maldiciones corrió tras él, mientras Jorge y José Juan
pegados a sus faldas, lloraban desconsolados.
La noche estaba sin luna, fresca y estrellada. Rodrigo cerró su capa y avanzó por
el empedrado, en ronda cerrada a la manzana. Un fanal brillaba en Las Madrices, un
hachón en la esquina de Juan y Gabriel Ibarra. Las voces de sus amigos saltaban
hacia la calle. Pensó entrar y saludarlos. Pero las palabras de Ana María eran
criminales. Sesgó a la izquierda. La calle estaba oscura y enfangada. El frío intenso.
Cruzó hacia la plaza. Volvió de nuevo a Las Madrices. Pasó ante su casa. Siguió de
largo. Iría a ver a sus tres mujeres. El hachón de los Ibarra se batía al viento. La
oscuridad apenas lo dejaba ver. Una sombra se vino tras él. Una silueta de hombre se
dibujó en la esquina. Era una figura menuda en traje y sombrero cordobés. Sólo
cuando la tuvo encima se dio cuenta de que era una mujer.
—Es ella —apenas dijo al darse cuenta de quién era.
El fantasma que en su casa avisa, comenzó a darse vueltas.
—Me va a enseñar la cara —se dijo con espanto.
La sombra sigilosa que se arrastra tras él, ya lo alcanza. La mujer del cuerpo
grácil y sombrero de campo se dio vueltas completa.
—¡Ana María! —apenas dijo cuando sintió en su espalda caerle siete puñales.
—¡Ay, Madre!, ¿por qué me matan?

106. La última historia de José Palacios.

—Cuán grande fue mi dolor —exclama Ana María desde su cama— cuando a la
luz de una antorcha vi a Rodrigo con la espalda sangrante cribado a puñaladas.
Ante el vómito que se le viene encima se incorpora y grita:
—¡Mujer de miércoles, la bacinilla!
Mugidos y arqueos. Estruendo de comida ácida. Aspersión de aguas perfumadas.
«Acabo de echar el nepe». Limpia la baba y el bigote verde. Pálida y sudorosa se
desploma.

www.lectulandia.com - Página 397


Jorge, su hijo, inesperadamente entra a la alcoba.
—¡Mijito, me estoy muriendo con esta indigestión!
Jorge ignora el malestar de su madre y con amplia sonrisa le dice señalando hacia
la puerta:
—¡Mira quién viene aquí!
Ana. María contrae las pupilas. Se retrepa entre las almohadas.
—¡José Palacios! —exclamó sin creerlo—. ¿Cuándo llegaste?
Antes que José Palacios llegó la nota del Gran Inquisidor participándole a Jorge la
inocencia del reo y la necesidad impostergable de influir sobre él para que ponga
freno a su incontinencia, raíz de todos sus males y erranzas.
Con el alma henchida de alegría salió al encuentro de su amigo, quien le dio a él
las mismas justificaciones que Jorge le había inventado:
—Órdenes de la superioridad. Bien sabéis como son las cosas entre militares. He
sido nombrado capitán del puerto y segundo en mando de la fortaleza. ¿Qué te
parece?
—De maravilla, y en especial para madre, que te ama tanto.
La presencia de José Palacios sacudió el malestar de Ana María, quien al
momento se levantó de la cama e impartió órdenes para celebrar esa misma tarde el
retorno del capitán de cañones.
Esa tarde fue de fiesta en la Casa del Pez que Escupe el Agua. Los vecinos muy
principales acudieron contentos a saludar al recién llegado, luego de una intempestiva
ausencia de ocho meses.
—¡Órdenes de la superioridad! —repetía—. Pero ahora me tendréis con vosotros
hasta que la Pelona me lleve. Nunca más pienso dejaros. Estoy enamorado de
Venezuela.
El Pez pitó con estridencias burlonas.
—¡Pero qué amarillo y flaco viene José! —comentó Isabel María Gedler, la
hermosa mujer de Santiago Liendo—, no le fue nada bien en su viaje por las Españas.
Ana María miró con burla a sus ojos:
—Déjate de pistoladas, Isabel María, que está de lo más buen mozo. Ya quisiera
Santiago, tu marido, parecérsele. Y a propósito, ¿qué le pasa? Tiene un color de
higadillo de lo más feo.
—¡Hola guapas! —las interrumpió José seguido por el marido de Isabel María
Gedler, quien le espetó sin preámbulos:
—Estamos de plácemes. Este año exportamos veintitrés mil cuatrocientas setenta
fanegas de cacao. ¿Y sabes a cómo nos las pagaron? ¡A cuatrocientos treinta reales!
Es la cotización más alta hasta ahora.
—¡Vamos para ricos! —añadió el señor de Herrera sumándose al grupo—.
¿Quién nos iba a decir que el chocolate iba a ser oro negro?

www.lectulandia.com - Página 398


—Creo que os están robando —añadió José sonreído—. ¿Saben cuánto cuesta
una taza de chocolate en cualquier ventorrillo de Madrid?, pues medio real.
—¡Medio real! —respondió el coro por la voz de Ana María—. ¡Pero si es eso lo
que cuesta aquí media libra, que da alrededor de treinta tazas!
—Y eso no es nada —prosiguió el artillero—. ¡Fuera de España el precio del
cacao es cuatro o cinco veces mayor! Los comerciantes se están haciendo ricos
revendiéndolo a Francia. Es tan caro, que sólo los muy acomodados lo toman puro.
Lo habitual es mezclar una parte de aquí con tres de Guayaquil.
Al día siguiente, muy de mañana, el artillero fue a saludar a Don Pedro Jaspe.
—Ya ha trascurrido el año del que me hablasteis —le dijo al tutor de la rica
heredera—. ¿Creéis que ya me podéis conceder la mano de Josefa?
Con el rostro sombrío y mesándose la perilla respondió afirmativamente. Pero
apenas se hubo marchado José, tocó a generala.
—¡Ha regresado Palacios! —gritó a los Ponte y Andrade en medio de gran
excitación—. ¡Y viene por la negrilla…! Es nuestra ruina.
Por más de diez minutos permanecieron en silencio con aire condolido. Don
Pedro, súbitamente, inclinó su pesado corpachón hacia adelante:
—¡Ya sé lo que debemos hacer! Que vuestro hijo Pedro, mi amado sobrino, se
case con ella.
—A Pedro le enferma Josefa —respondió su hermana, mustia de sorpresa—. La
encuentra fea, desabrida y tonta.
—Pues yo no sé dónde ese cretino va a encontrar mejor oportunidad para hacer
carrera. Con lo ignaro y perezoso que es. Si no le gusta la Josefa, que le dé cuatro
palos y santas paces, para salvarnos de la miseria. Es bien poco el sacrificio ante tan
grave peligro.
Recuperando su aplomo ordenó convincente.
—Llamadlo de inmediato para yo hablarle. ¡Veréis cómo lo persuado!
—Pero tío, es que no me provoca nada —dijo el mozo al oír la propuesta—. ¡Me
da asco! ¡No lo podré hacer!
Don Pedro Jaspe se tragó la ira. Y adoptando un aire jovial hizo saltar dos
doblones en el aire.
—Si haces lo que te digo —le apuntó con voz bien modulada y fingida— no
serán dos, sino cientos de miles. Tuyos serán los mejores caballos de la Provincia;
poseerás las mujeres que quie​ras; vestirás trajes de primera, irás por el mundo…
Pedriño lo miraba entre codicioso y sorprendido. Mas, de pronto volvió a ponerse
grave.
—Pero es que no puedo. Es como si me pidieses que me folgara a Doña Ana
María de Blanco. No puedo. No me sale. No embandero.
Don Pedro lo examinó en un arrebato imperioso, que trocó de inmediato en

www.lectulandia.com - Página 399


paternal apacibilidad.
—¡Qué ya te compondré yo con una receta simple! Dos huevos de tortuga en un
vaso de oporto, ¡no hay quien lo resista! ¿De dónde crees que a mis años tenga yo
tanta fortaleza?
Luego de dos horas de mucho argüir, Pedriño seguía en sus trece. Don Pedro
poniendo a un lado su forzada dignidad, se puso en pie con el rostro adusto.
—Pues bien —escupió rugiente—, si ese es tu deseo, te echaré ahora mismo a la
calle junto con tus padres. Si eres tan mono con tu paloma, búscate un palomar a
gusto, pero sin cagarte en el mío. ¡Hala ya! ¡Todos afuera!
Doña María rompió a llorar y su marido buscó cuerda y taburete para colgarse en
el mamón del patio.
Pedriño se rindió a discreción. Hasta la medianoche, entre una botella de oporto y
un saco de huevos del milagroso quelonio, Don Pedro veló sus armas. Al tañir de la
medianoche Pedríño, con la faz arrebolada, entró en la habitación.

Dos cuadras más abajo, José desde su cama escucha el tañir de las campanas.
Piensa en Josefa. En sus próximos esponsales y en las cárceles de la Inquisición.
El Gran Inquisidor, luego de interpelarlo sobre sus relaciones con la Condesa Ana
de Villiers, señora feudal de Onarra y de formularle enigmáticas preguntas, refirió la
verdadera historia de la condesita. La que por mucho tiempo tuvo por una alegre
desvergonzada, era el peor asesino del que tuviesen noticias los anales del reino. Al
igual que su bisabuela, la princesa Batorí, mantenía pactos con el demonio y placíale
sorber la sangre de sus víctimas.
Por más de veinte años continuó sus prácticas nefandas sin despertar la menor
sospecha, a pesar de ser más de cien los mancebos y doncellas circuncidados y
desfloradas, y veinte los homicidios que se vio obligada a perpetrar para resguardar
su identidad.
—Una mañana —refería el Inquisidor— su doncella principal apareció muerta al
pie del balcón y con señas inequívocas de haber sido violada.
Sus servidores horripilados corrieron a su alcoba a darle cuenta de lo sucedido. La
encontraron estuporosa, llena de sangre su cuerpo y su cama y los brocados de la
alcoba.
—Un murciélago —dijo tartajeante al recuperar el habla— había entrado por la
ventana, transformándose luego en un hombre negro. A una señal la dejó paralizada.
Echó la chica sobre la cama —contaba la muy mendaz—. Y luego de saciar sus
apetitos clavóle en la garganta sus filosos dientes. Y chupó de ella hasta dejarla
exangüe. Luego de estrellarla balcón abajo, gritóme antes de remontar el vuelo:
¡Pronto volveré por vos!
El incidente de la mucama llegó a oídos de Su Majestad. De inmediato la hizo
comparecer a su presencia. Recatada y remilgosa, la muy zorra narró a nuestro Rey la

www.lectulandia.com - Página 400


extraña historia que os he contado. Apenas salió, dijome el Emperador:
—Ella es el Vampiro de Vizcaya. Hacedla vigilar. Es demasiado joven para tener
tanta edad. Y la sangría con piña dilata sus pupilas.
Perspicaz fue Don Carlos. La condesita, en el camino de vuelta a su Señorío,
conoció en una venta cerca de Madrid a un gentilhombre de Canarias que viajaba en
compañía de su hijo, un mozalbete de catorce años de singular apostura, quien tentó
la voluptuosidad de la condesita hasta la incandescencia. Esa misma noche al canto
del gallo, sin poderse contener, se le apareció en la alcoba.
—Soy el Vampiro de Onarra —le dijo—. Si te dejas hacer, nada malo te pasará.
Si opones resistencia, te degollaré ahora mismo.
El Bello Eugenio, como lo llamaban, creyó morir del susto al sentirla.
En medio del banquete aparecimos nosotros y le echamos mano.
Su Majestad, cubierto el rostro con una caperuza, asistió al interrogatorio. La
condesita, desnuda en el potro del tormento, parecía ungida de poderes sobrenaturales
que le permitían, además de descubrir la identidad del Rey, soportar entre carcajadas
y lúbricas convulsiones, las vueltas que a la rueda daban los sayones. Ya brazos y
piernas parecían saltársele y continuaba, riéndose, lanzando injurias y blasfemias:
—Ven conmigo, Rey chalán, para chuparte los sentidos. Yo soy quien te ha
robado la potencia y la simiente, y quien te produce tus ataques de alferecía con un
macerado de sesos de cementerio y criadillas de ahorcado. Tu madre, Mariana de
Austria, te envenena lentamente, ¡y tu mujer te cornea! ¡Rey bufo, feo y cabrón!
Su Majestad se desmayó largo a largo. Al volver en sí su buen juicio desvariaba.
Al tercer día de prisiones, la condesita, al igual que los borrachos privados de vino,
comenzó a dar señales de impaciencia; y de franca desesperación a la semana,
obligándose a confesarnos que el beber sangre, por más que fuese de carnero, era
para ella imperiosa necesidad. Quitándole y dándole sangre logramos sacarle su
negro historial. Vos, y es lo que deseamos nos expliquéis, sois para ella de particular
significación, lo que explica por qué hayamos enviado a buscaros al más poderoso
barco de nuestra flota: ¿Quéréis explicarnos de una vez cuáles son vuestras alianzas
con Ana de Villiers?
—Pues lo que os dije, Su Paternidad —respondió el artillero.
Contrajo su rostro con dura expresión ascética y mirándolo con aquellos ojos
hundidos y sin brillo, con voz conmovidamente amenazante dijo:
—¡Llevadlo entonces a donde debe ir!
Luego de bajarlo, atado de manos y con los ojos cubiertos, por más de cien
escalones, lo llevaron a un calabozo, donde lo empotraron por las manos a unas
argollas enclavadas a un muro. Antes de marcharse, entre un tintinear de llaves y
golpes de hierro, le arrancaron la venda. Frente a él, y entre dos antorchas, estaba un
prisionero, igualmente esposado a la pared, con la cabeza sumida en el pecho, al

www.lectulandia.com - Página 401


parecer desmayado o dormido. Enceguecido no apercibió, sino luego de un rato, que
era una mujer. Una fornida moza, que encima de guapa, estaba desnuda. Rió José
para sus adentros.
«El muy cabrón de Su Paternidad me está aplicando la misma receta del borracho
y del vampiro y la verdad sea dicha, que luego de cuatro meses de tan ardiente verano
soy capaz de inventarme cualquier cuento con tal de beberme esa pimpina. ¡Vaya que
tiene hermosos los senos! ¡Fresca la tez, firmes las carnes, los brazos mórbidos!
¿Cómo será de cara»?
—¡Eh, tú, guapa argollada, despierta ya para conocerte!
Rezongó entre sueños la mujer. Era rubia. A mucho andar frisaba los veinticinco
años y a pesar de los verdugones, estaba de rechupete.
—¡Vamos, chavala, que aquí tienes un amigo que desea conocerte!
La prisionera irguió su cabeza.
—¡Nooo! —gritó horripilado al ver que tenia frente a sí a Ana, condesa de
Villiers, señora de Onarra, con la misma cara y el mismo cuerpo de veinte años atrás.
—Hola, chaval —le respondió con su misma soma de siempre, sin dar señales de
sorpresa por su presencia—. Suerte que tuviste en aquel entonces pues mi deseo era
chuparte esa sangrilla que debe correr por tus venas. De no haber llegado los guardas
aquella noche, no estarías vivo para contar el cuento. Sabias demasiado. Pero hasta
aquí llegaste. Ahora mismo voy a darme un viejo gusto postergado.
Y sin dejar de mirarlo con aquellos penetrantes ojos azules, torció su mano
derecha sobre la argolla y la dejó libre; hizo otro tanto con la izquierda, avanzó hacia
él con las manos en garra, los dientes golosos y la mirada chispeante.
José se desvaneció cuando la condesita lo mordió en el cuello.
Al volver en si se encontró frente al Gran Inquisidor y sus oficiales.
—Ahora sí estamos convencidos de vuestra inocencia —dejó salir con voz
metálica y benévola—. De haber sido cómplice de tan abominable criatura, o de ser
de su naturaleza, como también sospechamos, nada de esto habría sucedido. Sois
culpable, sin embargo, de una lujuria sin par y estáis manchado de sus contactos
nefandos. Sois libre; pero debéis expiar vuestros pecados.
A José Palacios, absuelto definitivamente por el Santo Oficio, se le impuso como
penitencia, además de vivir en Venezuela, emparedar viva a la condesita, al igual que
hicieron en Hungría con su antepasada la Batorí. En el momento de engarzar la
última piedra, lo vio con mirada espantable.
—Abre los ojos, maldito, y recuérdame bien, que algún día volverás a verme. Ese
día, encomiéndate a Dios o al Diablo.
Hace cuatro meses de todo aquello y no logra olvidar ni aquellas palabras ni
aquellos ojos. El Pez que Escupe el Agua chifló en la noche. En la oscuridad de su
alcoba sintió una extra​ña presencia. Al pie de su cama lo miraba largo.

www.lectulandia.com - Página 402


El gato de los ojos rojos se irguió sin miedo y lo guió al patio. En la fuente vacía
bañábase una mujer guapa, azambeada, de pelo largo:
—Yo me llamo Dorotea —díjole con voz suave que se arras​traba— y tú eres José
Palacios…
Y como hacía calor, prendido de las manos de la mujer se metió en el agua.
Despertó a la mañana en confuso sobresalto. El sueño con la dama de agua fue
tan vivido que terminó refiriéndoselo a Jorge Blanco.
—¿Quién? ¿Cómo dijiste que se llamaba? —preguntó con el estupor pintado en el
rostro.
José Palacios repitió el nombre.
—Uuuuuu —graznó Jorge antes de ser preso del ataque de alferecía.
Al mes de haberse tomado Pedriño los huevos de tortuga, fijó sus esponsales con
Josefa Marín de Narvaez.[105]Los Marín de Narvaez, tíos de la chica, intentaron
oponerse al matrimonio. Se hicieron reparos morales y jurídicos. Pero Don Pedro
Jaspe con el rostro de consternación y alegría en el alma, acalló la resistencia del juez
cuando dijo:
—Ya no hay nada que hacer. A pesar de mi vigilancia y cuidado, el pillo de mi
sobrino se cargó a la Josefa y tiene el cachete hinchado.

«Qué palo e chasco fue aquello para José —piensa Jorge mientras remonta
Tamanaco apoyado en Feliciano Palacios, su ahijado y el único hijo de su mejor
amigo. La mamadera de gallo que le montamos fue de órdago. Hay que ver lo que
significa que un gafo como Pedriño tumbase al macho más sabrosón de toda la
Provincia. Hay quien dice que todo fueron marramucias de Jaspe y Montenegro, que
en paz descanse,[106]pero con las mujeres uno nunca sabe».
A los setenta y siete años Jorge Blanco, salvo algunas canas y arrugas, es el
mismo joven envejecido de treinta y ocho años atrás. Su benevolencia de sabio
desengañado se oculta tras un manto de pueril ingenuidad atento al canto de los
pájaros, a los colores del Ávila y, a la sazón, de los frutos de injerto:
—¿Qué tal te ha salido esa combinación de naranja cajera con california? —
pregunta a Feliciano mientras estruja en sus manos y huele la floración.
—Una verdadera porquería —responde el interpelado con su habitual acritud.
Jorge mira a su ahijado con aquella expresión suya entre burlona e imperturbable.
Tiene la misma edad de su padre, el año en que lo conoció. Y a diferencia de José
Palacios, que hacía hembra a un palo de escoba, es monógamo, pacato y retraído en
cosas de mujeres.
—¡El voto de castidad que me impuso el desgraciado de José Juan me secó las
cabeceras! —respondió esa tarde a Jorge, al exaltarle su morigeración.
—¡Jesús, Feliciano! —protestó—. ¿Se te olvida que José Juan es un sacerdote?
Viejo y joven continúan su paseo camino del cerro, bordean​do la quebrada de

www.lectulandia.com - Página 403


Pajaritos, que hinchada y rugiente cruza la vega de los palos altos. Un frondoso
samán les sale al paso. Jorge resuella corto, cara amoratada dice desfalleciente:
—Sentémonos a descansar un rato bajo la mata de Tamanaco.
Vestido de terciopelo negro y gastado, apoyó su cabeza sobre el árbol donde siglo
y medio atrás Garci González hizo preso al cacique mariche. A menos de media legua
está la Casa Grande de los Palacios, conocida como la Estancia Tamanaco.
—Recién casado José, tu padre, con Isabel María —prosiguió, dirigiendo hacia el
follaje una mirada circular— nos íbamos hasta el pie del cerro y regresábamos
fresquecitos. ¡Ay!, ¿pero cuántos años han pasado de aquel entonces? Tú naciste en…
—1689 —respondió Feliciano—. Hace treinta y cinco años…
—Imagínate. Y yo queriendo hacer maromas como si fuera un muchacho.
La tarde viene avanzada. Girones de vientos fríos bajan del Ávila. Feliciano y
Jorge intercambian opiniones sobre la posibilidad de cultivar café, que se da muy
bueno en La Martinica. Jorge adormilado siguió pensando en su amigo.
Al poco tiempo casó con aquella prima suya a quien su padre dejó algunos reales.
Bizqueaba, era cojitranca y definitivamente fea. Al enviudar, tres años más tarde,
casó con Isabel María Gedler, a quien Santiago Liendo dejó al morir, además de su
belleza intacta, esta fecunda vega. ¡Qué gran hombre fue José Palacios y cuán extraño
y torcido su final! Todo comenzó el día aquel en que Juan de Aristeguieta, que en paz
descanse, casó con mi prima Ana Lovera Otañez.[107]
Aristeguieta era vasco de nacimiento y capitán de caballos coraza. Hombre de
casa noble, como se le veía en sus modales y en su abanico de contraseñas. Llegó a
Venezuela con el Gobernador Ponte y Hoyos, con quien hizo la travesía de Santo
Domingo a Venezuela.[108]El matrimonio era un fiestón. Echaron la casa por la
ventana. Aristeguieta estaba alegre y comunicativo como hasta entonces nunca lo
había visto. Yo hasta creía que estaba paloteado.
—Mis amigos —dijo de pronto reclamándonos la atención—. Esta noche tan
memorable para mí os tengo reservada una gran sorpresa. Venid conmigo.
Chingos de curiosidad, lo seguimos hasta la sala de la casa.
—Excmo. Señor Gobernador, querida esposa, hermanos, primos, parientes y
amigos que nos acompañáis en esta noche memorable —dijo con voz de pregón
mientras agarraba con la mano derecha un pedazo de tela que al parecer cubría un
cuadro— tengo la inmensa dicha de presentaros a mi adorada madre. —Y diciendo
esto quitó la tela.
Para sorpresa de todos nosotros apareció el retrato de una bellísima rubia con un
gato de Angora acurrucado en el regazo.
Al ¡Oh! admirativo sucedieron dos ¡Ay! de terror: Ponte y Hoyos, el Gobernador,
y José Palacios, con la faz descompuesta y atropellando gente corrieron hacia la calle
y no pararon de hacerlo hasta llegar a San Francisco, donde se guarecieron

www.lectulandia.com - Página 404


temblorosos.
Inútiles fueron los ruegos de sacerdotes, médicos y amigos; ambos se negaban a
abandonar la Iglesia, donde pasaron la noche de rodillas murmurando plegarias con
faz mustia y voz estremecida.
Por más de tres meses los visité en su delirio. La mujer del cuadro era Ana,
Condesa de Villiers, señora Feudal de Onarra, la condesita que hechizó al Rey. Ponte
y Hoyos era el Bello Eugenio, el chico de la venta. Ni uno ni otro recuperaron la
razón. José Palacios murió el mismo día en que el Cabildo destituyó por demente al
Gobernador.[109]
Meses antes de su muerte,[110]Aristeguieta terminó por confesarme el misterio del
retrato.
—Era el ahijado de la condesita y crecí en su vera tal como si fuese su hijo. Al día
siguiente que le echaron mano llegué de la guerra. Al enterarme de las imputaciones
creí enloquecer. Decidí ocultar en América mis sinsabores. En el momento de partir
quise ver por última vez su hermoso retrato. En un impulso rasgué la tela, la doblé en
cuatro y la metí en el morral. Vagué por todos los puertos del Caribe, hasta que un día
llegué a Caracas. Me gustó el paisaje. Simpaticé con vosotros. Apareció Ana. Me
sentí a gusto con ella. Envejecía. Lo demás lo comprendéis. Intenté haceros ver lo
ilustre de mi linaje. Quise hacer una gracia y salióme una morisqueta.

107. ¡Qué me ensillen a Corre Largo!

Jorge Blanco estornuda, sopla y moquea bajo el samán de Tamanaco.


¡Cuán compleja es la vida! ¡Qué de factores insospechados influyen en la vida de
un hombre antes de nacer! De no haber sido por la condesita y por aquella historia
con el hijo del Rey, ni el chocolate nos enriquece, ni enloquece el Gobernador, ni
hubiesen sobrevenido la serie de acontecimientos que venimos padeciendo.
Me aterroriza la importancia que los principales de un pueblo tienen sobre la vida
de muchos hombres, de familias enteras y del destino de una misma nación. Y en
especial cuando entre gobernantes y gobernados, dirigentes y dirigidos, existe la
distancia inconmensurable que hay en Venezuela; pues aparte de dirigir, son
formativos como el maestro al escolar y el padre al hijo. En España y en las Europas
el pata en el suelo será más pobre o miserable, ignaro y hambriento que el grande,
pero ante el honor, el deber y la familia se le parecen. Y ¡guay! del señor y del mismo
Rey que se atreva a quebrantar las leyes establecidas, la moral y las costumbres. El
pueblo se pondrá en armas para defender lo que han torcido, pues leyes y costumbres
son anteriores a sus propios reyes. Entre nosotros, por lo contrario, ¿quién forma al
pueblo?, ¿quién da sus normas sobre lo malo y lo bueno, lo admisible y lo prohibido?
¿Quién dice al siervo y al esclavo lo que debe hacer? ¿Cuál es la imagen y el

www.lectulandia.com - Página 405


arquetipo hacia el que propende? Si en los pueblos de buena estatura el ejemplo del
mandamás incita a la imitación, entre nosotros es licitud, tácita autorización,
conducta a seguir.
El sol empalidece y una densa bruma baja del cerro.
«Los hombres —prosiguió en sus cavilaciones— son tanto más responsables e
imputables cuanto más alta sea su jerarquía. Hay decisiones de reyes, de Capitanes
Generales, de ductos prelados, generadoras de males espantosos y duraderos. Son
muchos los que entre nosotros hablan de independizarnos. Un paso de esa naturaleza
es cosa seria. Cuando se modifica una parte se altera el todo. Romper con España es
nacer de nuevo. Puede ser para bien; puede ser para mal. ¿Y si nos sale choreta la
cosa? Hay que pesar y sopesar la proyección de una cosa tan seria. Y eso es
precisamente lo que no quieren hacer. Cegados por sus pequeños problemas no ven
más allá de sus narices. Creen que el solo hecho de existir problemas más o menos
graves, es suficiente para alterar un orden jurídico y moral de dos siglos».
Otro estornudo sacude a Jorge.
—Ya me agarró la pituita. ¡Vámonos ya! —dice, poniéndose en pie—, que se
hace de noche y no quiero encontrarme con el alma de Tamanaco.
—¿Es verdad que tú y mi padre —pregunta Feliciano— lo vieron echado una vez
bajo esta mata con cara de gente y cuerpo de perro?
—Esas eran varillas de tu padre —rió con voz cascada—. En los últimos tiempos
no hallaba qué inventar.

—¡Qué gran hombre era mi padrino Jorge Blanco y Mijares! —se dice Don
Feliciano al recostarse en el samán de Tamanaco mientras los cañones por encima de
los mijaos siguen hablando de los vascos y del isleño insurrecto.
Aquel día fue la última vez que vino a Tamanaco. Una semana más tarde moría el
pobre viejo. Fue el mismo día en que pusimos preso por segunda vez a Portales y
Meneses, el mal Gobernador.[111]
A los sesenta años, el verbigerante y ágil alcalde de otros tiempos, sin abandonar
sus estallidos de intemperancia que hace rato hicieron huir a Juan Manuel, su nieto, y
a Juan Vicente Bolívar, ha perdido fulgor. Se le observa en sus ojos, antes brillantes,
ahora cruzados de vuelos sombríos; en sus mejillas, más enjutas; en su boca, cada vez
más estrecha y oblicua.
Varios hijos ha tenido de su segunda mujer, María Isabel Gil de Arratia; pero
María Juana, la hija que le dejara la difunta Ma​ría Josefa, sigue ocupando lugar
preferente en su corazón.
Semiechado levanta el vuelo de sus ojos hacia el samán:
¿Quién me iba a decir que Martín Esteban, el hijo de Jorge, que en ese entonces
andaba por los veintiún años, se iba a casar con mi María Juana, una carrizita que
todavía jugaba muñecas? ¿Y que de ellos nacería ese carajo falta de respeto de Juan

www.lectulandia.com - Página 406


Manuel, a quien tanto quiero?
Un sobresalto lo sacudió al evocar a su nieto, a quien minutos antes expulsó de su
casa amenazándolo con el atizador.
«¿Habrá arribado a su casa? ¿Habrán llegado con bien? ¿No se me habrá ido la
mano? ¡Ay, Dios mío, ahora sí que me dio la vaina! No he debido dejarlos ir así.
¿Qué pensará Martín Esteban cuando le echen el cuento? Estoy cagado con lo que le
pueda pasar acaudillando esa revuelta. Los campurusos esos, en lo que oigan los
primeros tiros, paran la cola y lo dejan ensartado. Aquí el único que va a pagar el pato
es Martín Esteban».
Los cañones de los Castillitos llegan apagados hasta el samán donde descansa el
viejo.
En la Casa del Pez las salvas retumban claras y sonoras.
—¿Se puede saber dónde estabas metido tú, muchacho del cipote? —grita María
Juana a Juan Manuel apenas entran a la casa.
El muchacho desgrana excusas.
—Y a todas éstas, ¿por dónde andará tu padre? ¡Qué falta de consideración tan
grande! Dejarla a una sola con este rebullicio.
El cañón viejo del San Carlos dispara una salva. María Juana da un respingo. En
lo alto de un cerro un caballo corcovea ante el disparo.
—¡Ay, soo! —le grita el Gran Amo del Valle.
A las cuatro de la tarde un sol anaranjado anegaba el Valle. Martín Esteban de
Blanco y Blanco, arriba de su caballo, atalayea el campo. Media milla más abajo está
la Puerta de Caracas. A ritmo de quebrada el camino se precipita zigzagueante. A diez
vueltas está la horca. Un tonto se balancea mientras bailan los zamuros. Prosiguen los
cañones en su triste tronar. Una cometa hace darle vueltas. Bajando por Sanchórquiz
vienen los coraceros. Subiendo con la tarde espléndida vienen campesinos, burros y
arrieros.
En el momento justo en que las campanas tocaban el Ángelus entró en la Casa del
Pez, quien lo saludó estrepitoso y marcial.
Veinte esclavos y diez hijas salieron a su encuentro. Juan Manuel dio a su padre el
recado de su abuelo. Arrugó el entrecejo. Encandiló las pupilas:
—¡Qué me ensillen a Corre Largo con sus arneses de guerra!
—No te vayas papaíto —sollozaron las niñas.
Ajeno al llanto clama por su espada, peto y pistolas. Prosigue el gimoteo.
—Cerrad el pico, tontuelas —les dijo con estudiada jactancia—. Si no pudieron
conmigo los ingleses, ¿cómo pretendéis vosotras que Don Iñigo y sus vascos puedan
vencer al Gran Amo del Valle?
—¿Tú sabes cómo es la cosa? —irrumpió María Juana, su mujer—. ¡Qué a mi no
me vas a engañar! ¡Tú no vas para ninguna guerra! Tú vas a verte con alguna mujer

www.lectulandia.com - Página 407


esta noche. ¡Dime la verdad, Martín Esteban! ¡No me lo niegues!
Siete surcos cruzaron su frente. Tenia los mismos ojos de aquella noche que hizo
reír los tambores.
—¿Dónde está mi casco de guerra?
—¡Aquí lo tienes mi padre!
Con pasos recios y calado el yelmo, se fue a la cuadra.
—¡Padre, padre, no nos dejes! —clamaron en ronda.
—¡Sinvergüenza, embustero, vagabundo, mujerero! —gritó disonante María
Juana.
Sus ojos resbalaron sobre ella. Y una insólita fatiga lo fustigó al escucharla.
Al cruzar el portal paró la bestia en dos patas y voló dos besos en señal de partida.
Con el caballo al paso se fue cabalgando por la Calle Mayor.
Juan Manuel, en medio de la calle con los ojos húmedos y la mirada errante, lo
vio esfumarse en la tarde.

www.lectulandia.com - Página 408


LIBRO III
Camino de Monguibel

www.lectulandia.com - Página 409


DÉCIMA PARTE
Ana María y las Águilas pasmadas
108. El primer viaje de Juan Manuel

«Fue la última vez que vi a mi padre» —se dice el mantuano echado hacia atrás
en la silla de cuero de alto espaldar. Más de seis horas lleva sentado en el corredor
postrero.
Juana la Poncha, la esclava aya, la esclava ama, lo ronda con angustia. En los
muchos años que tiene de verlo, nunca lo ha visto tan confuso y absorto.
—¡Ay, mijita! —le dice en la cocina a Doñana— no me gusta nada la cara de tu
taita. Tiene color de despedida: está blanco como un sudario.
—Acabo de ver a la mujer del manto —dice la hija de Don Juan Manuel—.
Estaba de espalda y fue por un momento.
—¡Ay, mi amor! —clamó la negra—. Muerte segura acecha. Anoche los esclavos
de afuera oyeron junto al aguacate pulsear un laúd. El Pescado de piedra lleva días
con silbos de llanto y el retrato de Don Feliciano llora, se queja y gimotea.
La tarde avanza. El amarillo reverberante que asolaba la luz del patio toma el
color de un limón desvaído. Un cristofué baja a la fuente. En el platillo de arriba va
mojando el plumaje a ritmo de las campanas que va clamoreando el Ángelus.
Don Juan Manuel rememora con ojos enrojecidos:
«Hay días donde muere un mundo y nace otro. Así sucedió con aquel en que Juan
Francisco levantó sus banderas de protesta».
Luego del entierro del Gran Amo del Valle, los alcaldes y regidores, con Don
Feliciano al frente, impusieron su voluntad en la Provincia. El Obispo Abadiano
abandonó la ciudad seguido de los vascos y se hizo fuerte en Puerto Cabello. Julián
de las Casas, el castellano de la fortaleza, y Pedro Lander, el Teniente Gobernador de
San Sebastián de los Reyes, negaron su obediencia a los alcaldes. Juan Bernardo
Arismendi, con su fragata Aurora, bloqueó la rada de La Guayra.
—Tarde o temprano —mandó a decir el Obispo— llegará la mano del Rey. Verán
entonces los traidores, cómo hasta los buitres despreciarán su carroña.
Ño Cacaseno, desatendiendo consejos, se negó a huir. —¿Para qué? —respondió
a quienes lo urgían—. Lo que ha de venir nadie lo puede evitar. Aparte que estoy
muy viejo para andar a salto de mata.
A una semana de la muerte del Gran Amo del Valle llamó a su hijo Juan de Dios,
un chico vivaz de buena estatura: —Pronto he de partir —le dijo con voz ronca, llena
de alertas—. Cuida bien a tu madre y a tus hermanitas. Y sobre todo, hijo: ni una
palabra de venganza, ni un solo gesto de amargura para los que mal me hicieran. En
la vida de un país en marcha, los odios entre los hombres deben desaparecer con

www.lectulandia.com - Página 410


ellos. Mis verdugos han sido tan victimas como yo de un destino inclemente. Pero si
es bueno, por bien de todos, que escuches lo que te voy a contar sobre la Historia del
Valle.
Luego de recordarle en apretada síntesis lo que le había referido en los últimos
años, le dijo, señalando un cofre:
—Es tuyo. Pero cuidado con él. Al igual que la caja de Pan​dora, guarda dentro la
locura y el saber. Como el eléboro, lo mismo puede ser veneno poderoso que pócima
bendita para recuperar el sosiego. Pongo en tus manos, hijo mío, La Historia Secreta
de Caracas, como la han venido escribiendo, desde sus orígenes, hombres de pro, de
limpio corazón y claro juicio. Léela con detención cuando alcances la mayoría de
edad. Cuando te llegue la hora de morir, como es mi caso, entrégasela a un hombre
justo.
Se terció la capa y salió a la noche. Un disparo retumbó en el zaguán. Un boquete
de sangre se asomaba por el vientre.
—¡Padre! —exclamó el muchacho al verlo.

El 2 de noviembre llegó Don Julián de Arriaga, el nuevo Gobernador. Traía 1 500


hombres de pelea y un escuadrón de caballería. De la Gobernación de Cumaná arribó
el capitán Antonio de Sucre con su guarnición para reprimir a los facciosos. Los
vascos y el Obispo retomaron envalentonados. Pero el nuevo Capitán General dio
razón a los criollos, condenando a los vascos y decretando amnistía.
Don Iñigo tuvo un ataque bilioso al saberlo.
—Ya verá este mentecato —le decía al señor de Austria— cómo he de salirme
con la mía. Voy a dictar una misiva demoledora para el Presidente del Consejo de
Indias.
—Con vuestra venia, Excelencia —observó Austria—. Arriaga no es García de la
Torre ni Lardizábal; es hombre de gran prestigio en la Corte; de irreprochable
conducta, donde no caben…
—¿Y quién os ha dicho que la única forma de quitar a un hombre del paso sea el
descrédito?
Don Julián de Arriaga rigió los intereses de la gobernación recta y justamente. El
Obispo Abadiano, para complacencia de los mantuanos, fue trasladado a otra
diócesis, y el cacao, aunque sufrió una reducción de dos reales en los ya ruinosos
setenta y dos pesos que determinó la insurrección, era sólo cosa transitoria, según
decía el Gobernador, y que prometía resolver tan pronto Su Majestad quedase
debidamente enterado.
Los mantuanos, ante la promesa, redujeron el tráfico con los holandeses. Por boca
de Don Feliciano le hicieron saber a Arriaga que para el año de 1750 y el siguiente, la
cosecha no bajaría de cincuenta mil fanegas, lo que hacía contraste con las veintiún
mil declaradas en 1749.

www.lectulandia.com - Página 411


—¡Bravo! —celebró el Gobernador mientras Don Iñigo a dos pasos sonreía para
sus adentros.
A los dos meses sobrevino el estupor: los vascos fijaron en cincuenta y dos reales
la fanega.
—¡Pero esto es la ruina, señor Gobernador! —protestó Don Feliciano—. Bien
sabéis que por debajo de ochenta y ocho reales el cacao es pérdida.
—Tranquilizaos, mis amigos —respondía benévolo y solemne—, bien sabéis que
las cosas en Palacio andan despacio. Para la próxima recabación ya veréis que los
precios alcanzan el manjar de los dioses.
Entusiasmado por aquellas palabras, Don Feliciano reanudó los trabajos del
puente sobre el Catuche, que en un momento de entusiasmo ofreció como presente
suyo a la ciudad. El puente, el primero de Caracas, luego de caerse tres veces, lo tenía
al borde de la quiebra.
A los tres meses Don Iñigo participó con voz quejumbrosa a los cosecheros, que
el cacao venezolano, de cincuenta y dos reales había caído a cuarenta y ocho.
Prosiguió el descenso del fruto. De cuarenta y ocho reales cayó a cuarenta y cinco
y a cuarenta.
Entre enero y julio llegó a treinta y seis y a treinta reales.[112]
—Y pensar —rugió el Marqués de Mijares— que en Europa se vende por encima
de cuatrocientos reales. Esto es una explotación inicua. El Rey nos quiere ver el
hueso y nosotros como unos mismos tontos pensando en pájaros preñados. Yo estoy
quebrado. Estoy en trámites para vender mi flota. Yo creo, mis amigos, que hay que
hacer algo…
Y ese algo al que aludía Mijares era de tan clara gravedad, que sólo produjo un
reconcentrado rumiar silencioso entre los presentes.
—A mí los holandeses me han dicho que cuando nos decidamos… —observó
vacilante el señor de Tovar.
—Otro tanto me han dicho los ingleses —dejó caer el de Ibarra.
—A mí los franceses…
—¿Qué esperamos, pues?
El telégrafo de los cañones se puso en marcha. Atentos se tomaron rígidos. Veinte
voces a coro comenzaron a descifrar:
—Barco a la vista.
—¡Galeón de guerra!
—¡Es español!
—¡Gran personaje y de alto coturno!
Una retahíla de salvas con pausas inusitadas de singular significación elevó a
gritos y con sorpresa al acompasado conteo.
—¿Un nuevo Gobernador?

www.lectulandia.com - Página 412


Dos años apenas tenía Arriaga al frente de la Provincia.
—El que le hayan adelantado y sin aviso el sustituto en tres años, es de mal
agüero tanto para él como para nosotros —sentenció Don Feliciano—. ¡Mantuanos
—clamó— pegad el rabo contra el taburete, lo que viene es piojillo con burrundanga!
Al frente de doscientos soldados veteranos desembarcó en La Guayra Don Felipe
Ricardos, el nuevo e inesperado Gobernador. Era un hombre viejo, rojizo, de
ademanes bruscos.
Arriaga, confuso, se adelantó para presentarle sus saludos seguido de los
regidores.
«¿De qué me habrá acusado este maldito Don Iñigo?», —se decía mientras salía a
su encuentro.
—¡Enhorabuena, señor Almirante! —se apresuró a decirle Ricardos antes de
estrechar su mano—. Vengo a sustituiros con toda prisa porque nuestra Sacra,
Católica y Cesárea Majestad os ha elegido miembro del Consejo de Indias y exige
vuestra presencia de inmediato.
Arriaga arreboló su faz ante una distinción tan notable. Las personas que lo
rodeaban lo abrazaron con entusiasmo.
—¿Os dais cuenta, mi querido amigo —le susurró Don Iñigo al señor de Austria
— que cuando trabajar por la caída de un es​torbo no es posible, bien puede trabajarse
por su ascenso?
Ricardos era un hombre de pelea e incondicional de los vascos, desatando la
persecución contra los criollos desde ese mismo día en que tomó posesión de su
cargo. A Don Feliciano le dio por cárcel la casa del Pez. A Juan Manuel lo expulsó
del ejército. Metió a la cárcel a muchos y a Juan Francisco le demolieron su casa,
esparciendo, en luctuosa ceremonia, sal entre los cimientos.
El cacao llegó al nivel más ínfimo de cotización en toda su historia. La trata con
los holandeses volvió a restablecerse, so riesgo de ruina y con gran peligro, Ricardos,
además de un hombre de acción, era hombre de palabra suelta, injuriosa y certera. En
medio de la plaza y a voz en cuello tildó de miserable y traidor y condenó a Martín
Esteban de Blanco y Blanco. Al día siguiente el cura de Catedral, para congraciarse
con él, repitió sus palabras:
«Traidor y más que traidor. Y traidora su descendencia».
Juan Manuel que lo escuchaba, se irguió súbitamente ante sus palabras. Las
matronas se santiguaron. Los canónigos se inclinaron en sus sillas del coro al verlo
avanzar. Manos amigas trataron inútilmente, de retenerlo. Sus botas retumbaban
amenazantes. Violácea tenía la tez. Llameantes los ojos. Cuando su mano alcanzaba
el púlpito, una mano en garra lo aprehendió por el brazo.
—¿A dónde vais, insensato? —preguntó Ricardos plantándo​sele por delante.
—¡A callar a ese bellaco!

www.lectulandia.com - Página 413


A una orden de Ricardos cuatro soldados lo sacaron a la calle a rastras.
La palabra traidor hubo de oírla de nuevo. Primero fue un español y relucieron las
espadas. Sacramento Bejarano, enemigo de su padre, se lo escupió con asco. Trató de
vengar la afrenta y tres mazos lo golpearon. ¡Abajo el traidor! —dijo un tercero—.
¡Traidor y mil veces traidor! —fueron gritando a coro los que a Martín Esteban
lloraron.
—Voy a España a ver al Rey —dijo a su abuelo aquella mañana.
Don Feliciano lo miró con aprensión. María Juana, la madre, María Juana, su hija,
tenía la misma mirada el día que enloqueció para siempre.
Con una bolsa de castellanos de oro y cien fanegas de cacao tomó el barco que lo
dejó en Sevilla. El Rey estaba en Aranjuez. Matando caballos llegó al palacio de
Verano. El mayordomo de Palacio, un noble grande, gordo y panzudo, se rió batiente
al escucharle las pretensiones.
—¡Pero, mirad que sois atrevido! —le dijo con ojos fríos y ya sin reírse—. Un
pobre hidalgo de Provincia, y de la más desastrada, que pretende ver al Rey. ¡Es cosa
de risa! Grandes de España, Embajadores y príncipes de la sangre se contentan con
verlo pasar en lontananza a fin de no perturbarlo en su divino ocio, y tú, mequetrefe,
aspiras a que te escuche…
Intentó replicar.
—¡Anda! ¡Lárgate ya! —respondió el mayordomo con la mano extendida— y no
me hagas perder mi tiempo. ¡Atontado! ¡Locuelo! ¡Inútil! Mirad que estos indianos
tienen cada cosa…
Al salir al campo lo llamó el bosque. Por más de dos horas caminó entre pinares,
atento a sus recuerdos y al salto de las liebres. Cuando quiso regresar cayó en cuenta
que se había extraviado. El silencio crepuscular y la soledad lo abrumaron. Sentado
en un árbol caído sollozó sin contención.
—¡Ay, Dios mió! —gritó a los pinares—. ¿Hasta cuándo me abandonas?
—¿Por qué lloras, niño mío? —dijo una voz a sus espaldas.
Juan Manuel alegró el rostro al ver a un hombre. Pero volvió la angustia al verle
la cara. La traía arrebatada; con los ojos y guiños de María Juana.
«Un loco en medio del bosque. Sólo eso me faltaba».
—Yo también vengo acá —dijo el demente— para llorar mis penas. Al igual que
tú, soy extraviado. ¡Hay que tener cuidado! —susurró con voz de desvarío—. Tan
pronto cae el sol este paraje se puebla de elfos, brujas y aparecidos. Y la condesita de
Villiers busca sangre prepucial para darse vida.
—¡Dios mío! —gimió Juan Manuel—. Ayúdame pronto o soy yo el que va a
enloquecer.
—¿Por qué lloras, he dicho? —preguntó, autoritario, sentándose a su lado y
rascándose la nariz con una uña larga.

www.lectulandia.com - Página 414


—Vine en busca de justicia. Mi padre ha sido declarado traidor en mi lejana
Provincia de Caracas. Todo es falso de cabeza a pies. Vine a ver al Rey. Pero me han
dicho que está ocupado.
—El Rey no puede escucharte, está más loco que el Cardenal de Toledo. Pero si
te place, cuéntamelo a mí. Yo se lo haré llegar en el pico de los pavos reales.
Juan Manuel no pudo evitar un contrariado mohín.
—¿Es que acaso no sabías que los pavos reales son abogados de la desgracia?
Cuando tengas tristeza cuéntaselo a ellos; pero sólo cuando estén echados. Al
esponjarse pierden la caridad. Yo soy un pavo real transmutado en loco. ¿Tienes
caramelo, chico?
Una barrena de chocolate sacó de su alforja.
—Umj, qué rico es.
—Son de mi tierra. De mi hacienda de Chuao.
—¡Chuao, Chuao, Carabao! de la noche del traspiés. Ay, que gracia la que tú
tienes. Pero, ahora cuéntame tu tragedia, que a lo mejor es gala de brujería, como
suelen ser la mayoría de las pesadillas de los hombres mozos.
Juan Manuel, por decir algo, desgranó su historia. El loco, abstraído en el vuelo
de una mariposa, no lo escuchaba.
—Mala cosa, chico —añadió aburrido— pero dame otro chocolate. ¡Están
buenísimos! ¡Chuao, Chuao, Carabao!
Perros de presa y hombres de hierro se perfilaron de pronto en el claro de la
floresta. Juan Manuel, temeroso, llevó su mano al cinto. Cuatro caballeros espada
dorada y grandes sombreros emplumados, corrían hacia ellos.
—¡Majestad! —dijo el más viejo cayendo de rodillas—, hace ya más de una hora
que os buscamos.
—Y me habéis encontrado —dijo Fernando VI, Rey de España y Emperador de
las Indias—. Me he divertido mucho con Juan Manuel. Quiero que se le haga justicia
desde este mismo momento, pues es palabra de Rey. ¡Don Álvaro! —ordenó
dirigiéndose a un cortesano de barba blanca—. Que la memoria de Don Martín
Esteban de Blanco y Blanco sea rehabilitada y cesen de llamarlo traidor, so riesgo de
concitar mi Real enojo; que al Capitán General de Venezuela que hizo esta infamia lo
hagan cuartos.
—Está ya muerto, Señor.
—Pues que lo saquen de su tumba y lo soplen al aire.
—Otro, sí —dijo el Monarca—. Que a Juan Manuel lo nombren Regidor
Perpetuo de Caracas con sede en Madrid, donde formará parte de mi Real Guardia.
¿Te fijas, hijo? —le apunto antes de marcharse— que no hay nada mejor que llorar
las penas ante los pavos reales. Chuao, Chuao, Carabao en la noche del traspiés —y
rodeado de cortesanos se fue gritando con su locura.

www.lectulandia.com - Página 415


«Su Majestad Fernando VI, loco y todo, era un terciazo. Para pasmo y envidia de
la corte, ya no quiso desprenderse de mi. Me hizo Guardia de Corps por haber
recuperado el juicio la misma tarde en que me conoció en el bosque. Cada dos o tres
años se creía de cristal y disparataba. Se me atribuyó la cura, lo que me ungió con
fama de doctor maravilloso que traspuso las fronteras».
El Rey de España hizo comparecer a Juan Manuel a su sala de juegos:
—Es necesario, chaval —le dijo sin apartar los ojos de una zaranda— que te
vayas a Nápoles.
—¿A Nápoles? —preguntó con sorpresa.
—¡Al Rey no se le interpela, imbécil! ¿O es que quieres que te haga azotar? Mi
hermano Carlos, a quien mi padre hizo Rey de Nápoles, se ha enterado de que mi
chico venezolano es bueno para ahuyentar la locura, rogándome en esta carta que te
envíe allá para que hagas hablar a sus dos hijos Felipe y Ferdinando. Felipe, el mayor,
es bobo de nacimiento, Carlos, el segundo, es tonto de capirote, y Fernando, el
tercero, se quedó mudo después de un susto. Vé, ¡por Dios! a ver lo que puedas hacer.
Y ojalá salgas bien librado; porque mi hermano aunque no delira escotero, tiene días
donde es poseído por las furias. Si no los curas te hará pedazos. Y de lograrlo te hará
para siempre su prisionero en el Castillo del Ovo. Toma: entrégale esta misiva donde
le advierto que de no estar de vuelta antes de que las nieves lleguen a Segovia, le haré
guerra sin tomar en cuenta los fulanos pactos de familia y demás bellaquerías que
tienen a España sumergida en el fastidio. ¡Chuao, Chuao, Carabao! En la noche del
traspiés.
Y dando un salto se colgó de una lámpara de cristal de Bohemia a tiempo que le
gritaba:
—Vete ya, chaval y que Dios te bendiga.
Llegó a Nápoles una mañana de abril. La hermosura de la bahía y del Castillo de
Ovo contrastaban con las callejuelas tortuosas atestadas de gente vociferante y
sonriente.
Un tumulto se escuchó al fondo de la calle: un coche tirado por ocho caballos
avanzaba trepidante por la estrecha avenida.
—¡Il Re! ¡Il Re! —gritaron cien voces con timbres de asombro y miedo.
Los que pudieron se treparon a los balcones, se adhirieron a as paredes y se
apretujaron en los zaguanes. Un oficial a caballo precediendo al coche real, pasaba
raudo. Seis coraceros lo seguían. Un caballo quebró las patas y derribó al jinete. Juan
Manuel intentó socorrerlo, pero ya era tarde. El coche real sin aminorar la marcha,
avanzaba hacia el soldado desvanecido. Un rostro moreno agitanado, cara huesuda y
nariz descomunal, gritaba al cochero asomado a la ventanilla:
—Más de prisa, Anselmi. ¡Más de prisa!
La Carroza Real, para estupor de Juan Manuel, dejó dos surcos de sangre en el

www.lectulandia.com - Página 416


cuerpo del jinete.
—¡Maladeto! —gritaron diez voces ante cuatro puños alzados.
—¡Crimínale! —exclamó a su lado un frutero—. Rey loco y maldito. Siempre
hace lo mismo. Su mayor diversión después de las cacerías es atropellar a los
viandantes.
Acababa de conocer a Su Majestad Carlos de Nápoles.[113]Con sus ojos
renegridos y astutos miró a Juan Manuel:
—¿Conque indiano, no? —preguntó agrio.
—Sí, Su Majestad —respondió temblando y de rodillas—. Soy de la Provincia de
Venezuela. Estoy aquí por Real mandato de vuestro hermano, para serviros.
—Espero lo alcances. De lo contrario, mal lo has de pasar. Con el mayor de mis
hijos, Felipe Pascual, no me hago ilusión; es el vivo retrato de su abuelo materno;
pero con Ferdinando —exclamó iluminando el rostro con una expresión enternecida
— la cosa es diferente. Hasta aquel desdichado día en que encontró desnuda a su tía,
que es más fea que el abate Albernoni, era un chico vivaz, un vero re Lazarone, como
llaman a los alegres truhanes a la gente de Nápoles.
Un fulgor melancólico nubló la mirada real. Pero sólo por un segundo. Sus
pupilas retomaron de inmediato su fulgor anterior que, como decían sus enemigos,
era efecto a partes iguales de la luz enciclopedista y de los fuegos de la Inquisición.
Juan Manuel, temblando, llegó a su alcoba: una habitación grande, aireada y
ruidosa, que se abría a un gran patio donde jugaban y gritaban con gran algazara
niños, criadas y soldados. Las puertas hacia el patio carecían de cerradura y las
habitaciones contiguas se sucedían sin puertas en largo corredor. Luego de la
entrevista con el Rey y de haber probado los spaguetti a la napolitana, sintió un
profundo cansancio. Con desaliento intentó dormir, pero el estruendo del patio se lo
impedía.
Tres chiquillos cruzan de un cuarto a otro persiguiéndose entre gritos:
—¿Qué varilla es ésta? —grita indignado.
Ya comienza a dormitarse cuando los mismos chiquillos cruzan en dirección
opuesta con igual escándalo.
Mete la cabeza bajo la almohada. Sofocos amorosos entre un soldado y una criada
lo sacuden vociferante.
—¿Pero es que en este castillo del diablo no hay vida privada? —les grita
persiguiendo a la pareja, espada en mano.
La rondalla en el patio continúa. Gritos, voces, carcajadas, canciones.
Ya se adormilaba, cuando alguien le sopla encima:
—¡Uuu!
—Ay, carajo —gritó al verse encima una imagen monstruosa.
Tras la máscara de carnaval reía un chico, que huyó a todo meter ante sus

www.lectulandia.com - Página 417


aspavientos.
Decidido a descabezar una siesta, con gran esfuerzo bloqueó las puertas sin hojas
con dos pesados muebles. Luego del acarreo, fuertes cólicos lo sorprendieron. No
había bacinilla alguna en la habitación. La situación no admitía demoras. Echó mano
de la gran sopera donde le trajeron los espaguetis. En el momento culminante alguien
lo tocó por el hombro. Era el chiquillo de la máscara, quien además de señalarlo con
el dedo, se reía.
Con la faz descompuesta por el odio se volvió en redondo:
—¡Fuera! —le gritó con voz tonante.
Pero el chico, imperturbable, seguía mofándose.
Enloquecido clavó sobre el niño la sopera bacinilla.
—¡Déjame!, ¡déjame! —rogaba el niño, pero fuera de si se la estrujaba sobre la
cabeza.
—¡Déjame ya, déjame ya y te prometo ser bueno!
Luego que el chico salió dando voces, al silencio sucedió un estruendo de gente
en armas.
—¡Abrid, por Dios, Don Juan Manuel y no os hagáis rogar! —golpeó a su puerta
un puño de hierro—. Soy el conde Núñez —añadió una voz metálica y bronca.
El conde Núñez era el gentilhombre de cámara de Su Majestad que fue a recibirle
al muelle. Un español hosco y altivo de aspecto ñero. El chico era sin duda su hijo.
«¡Ay, Dios mío! —se dijo contrito—. Me llegó la hora. ¿Mandarán mi cadáver a
Caracas?».
Juan Manuel luego de persignarse abrió la puerta. Su Majestad Carlos de
Nápoles, abrazado al chiquillo, lo miraba con la más jovial y afectuosa sonrisa.
—Gracias, chaval —le dijo el Rey— gracias a ti mi hijo habla.
—Miracolo, miracolo —clamaron las mil voces que de rodillas rodeaban al Rey.
—Díselo tú mismo, Ferdinando —le dijo al chiquillo empuercado Carlos de
Nápoles.
—Gracias, Don Juan Manuel, por haberme devuelto el habla —y avanzando hacia
él con la cara llena de mierda, depositó sobre las mejillas del caraqueño un tierno
beso infantil.
Carlos de Nápoles, al descubrir las habilidades cinegéticas de Juan Manuel, hizo
de él uno de sus acompañantes en las cacerías. Luego de varias semanas tenía al Rey
por un hombre de mucho ingenio, muy sabedor de todo y trabajador como un
bachaco. A pesar de lo que murmuraba el Superior de los Jesuítas, al tildarlo de
«simplón y grueso de entendimiento».
Es incansable —escribía a Don Feliciano—. Ordenado como él solo. Todo lo
tiene calculado y planificado desde que amanece Dios hasta que acaba el día. Es
medio mamadorcito de gallo, pero tan mandón como papá. Pero es también muy

www.lectulandia.com - Página 418


sencillo y Ma​nóte. Usa tanto el mismo traje que hasta huele mal. No es mujeriego. Le
indignan los amores ilícitos y las vagabunderías. El mala lengua del Superior de los
Jesuítas que no lo quiere, afirma que ello es otra prueba de que no es hijo de Su
Majestad Felipe V sino del Abate Alberoni.
Es muy católico —proseguía en su carta— creyente y cumplidor de su religión.
Eso es lo que más me gusta de él; pero sus enemigos dicen por debajo de cuerda, que
es fanático, supersticioso e inquisitorial.
Admira mucho a esos escritores franceses que llaman los enciclopedistas, y que a
mi no me gustan ni un poquito, porque niegan a Dios y en vez de Rey quieren
República. ¿No te parece un disparate muy grande? Aquí todo el mundo dice que
Don Carlos tarde o temprano será Rey de España, pues Su Majestad Fernando VI está
más loco que una tara chiquita. Los napolitanos me dicen que nosotros (los criollos)
pongamos las barbas en remojo, pues cuando nos toque vamos a saber lo que es
bueno. Su Majestad tiene por modelo al Rey de Prusia y a otros monarcas que llaman
«Déspotas Ilustrados».
El día en que salió de Nápoles le dijo el Rey:
—Bueno, Juanico, si necesitáis alguna vez de mi, no tienes sino hacérmelo saber.
Pero los que gobiernan —se dijo Don Juan Manuel al recordar— tienen memoria
de tucusitos para los favores y de elefante para los agravios.
Por cinco veces vi llegar la nieve, despuntar la primavera y corretear al Rey por
los Campos del Moro. Mi madre murió al tercer año de haberme partido. Nunca
recuperó la razón.
Se fue consumiendo flaquita y parada —escribía mi abuelo— igual que una vela
del alma. Se creía la noche y se ponía fúrica cuando la luna salía sin su permiso. Ya al
final teníamos que meterle a la fuerza la comida en la boca; pero después se trabó de
tal forma que ya no hubo manera y se murió de hambre. Cásate hijo con una
española. Hay que renovar la sangre mantuana, que está gastada y emponzoñada. Ya
en cada casa principal tienen el cuarto del loco, como se tiene la sala, el comedor y el
baño. A tu prima Teresa Antonia le dio la tocoquera de nuevo antier. La tienen
amarrada y le echan un balde de agua helada cada dos horas, como mandó el físico.
El hijo de Fernando Antonio se degolló ante un espejo la semana anterior y los tres
mayores de Brígida son tan bobos como su padre. Yo no sé porqué hay tanto loco
entre los mantuanos. ¿Será el clima?
Es el clima, sin duda —se dice Don Juan Manuel—. Las estaciones cada tres
meses templaban el ánima. Los villanos parecían mantuanos, señores los burgueses,
principales los caballeros y reyes los príncipes. Todos los venezolanos, uno por uno,
desde mi abuelo hasta el último de los esclavos, deberían venir a Espa​ña para que se
dieran cuenta de lo que somos y de lo que deberíamos ser. ¡No somos nada! ¡No
somos nadie! —se decía una y otra vez.

www.lectulandia.com - Página 419


—No es el clima ni es la casta —le dijo un jesuíta— lo que hace diferente a
Venezuela de España. Entre nosotros no hay esclavos sino hombres libres y siervos,
que ni remotamente pueden compararse en el nivel de degradación al que los habéis
sometido vosotros. El esclavo, al igual que aquel que teme, se hace disimulado y ruin.
Vosotros no os dais cuenta del odio que os envuelve. Yo como sacerdote, sí que lo
conozco bien.
Julián de Arriaga, el buen Gobernador que sustituyó a Castellanos y que con tan
buena intención laborara por los criollos contra la Compañía Guipuzcoana, fue
nombrado Ministro de Marina e Indias.[114]Sin dificultad reconoció a Juan Manuel el
día que fue a Palacio, prometiéndole luego de abrazarle efusivo, haré ver su
influencia para que el despótico Ricardos cesara en su cargo:
—España no puede concebirse sin el Nuevo Mundo…
Con una sonrisa, Juan Manuel lo introdujo a la cámara regia.
En lo sucesivo, sin variar su afabilidad, se detenía a echar una parrafada con Juan
Manuel cada vez que lo encontraba de guardián, solicitando con amoroso empeño
noticias sobre Caracas:
—Estudio —le susurró aquella mañana— un proyecto para devolverle a los
venezolanos el libre comercio y al Ayuntamiento su fuero de gobernar en ausencia
del Gobernador, pero guardaos bien de repetirlo. A pesar de la receptividad que tiene
hacia el proyecto Su Majestad, son demasiados los intereses creados que pueden
malograrlo todo.
Don Julián de Arriaga fue, sin embargo, la excepción, en relación del resto de la
gente. Era rechazado en un amplio espectro de afrentas: desde la voz gruesa con su
carretón de injurias, hasta las miradas frías, más dolorosas que un estilete al rojo vivo.
Eran terribles los rostros impávidos de los nobles de Palacio que lo oían sin
escuchar; que no preguntaban; respondiéndole concisos y evasivos, temerosos de
vincularse a un diálogo. Luego de cinco años de esfuerzo por granjearse la amistad de
todos, llegó a ser amigo de velorio que no se invita a la boda de la hermana. Cuando
arribaba al salón de los oficiales las conversaciones caían. Si metía baza, respondía el
silencio. Al final ya no hablaba, ni reía. Era un hombre solo, entre uniformes sin vida.
Si años atrás las cartas de su abuelo con su prolijo rollo de chismes sobre la gente de
Caracas parecíanle aburridas, ahora echaba de menos sus calles estrechas, las
arboledas umbrías de las haciendas, el tono de paraulata de las negras, el túmulo
sepulcral de la montaña, el tinte marino de los cielos, el verde llameante de las aguas
del mar, la risa burlona de la gente, la arepa y el casabe, la hallaca y el Cabildo, los
entierros y los nacimientos de su gente; el matrimonio de José Antonio con
Mercedes. La prima Susana, mi tío Don Juan. La historia de mi valle. La Cruz del
Fundador. Su espada. Su rodela. Su hazaña que corre de boca en boca. Mis indios.
Mis negros. Mi mar. Mi suelo.

www.lectulandia.com - Página 420


La puntilla terminó por dársela la hija de un noble, a quien cortejaba:
—Pero es que no puede ser, Juanillo —le decía ceceante— se opone mi padre.
Dice que no somos iguales. Y que te hará azotar si te ve de nuevo rondar la casa.
«Ya es hora de partir —se dijo aquel día—. Debo irme con los míos. Yo soy un
mantuano y no un mendigo. Mi nobleza es sangre verdadera vertida en el combate».
Juan Manuel obtuvo la Real Dispensa para ausentarse. Fernando VI con los ojos
tristes, la mano en la mejilla, la peluca empolvada, le dijo el dia de la partida:
—Bien, chaval, te echaré de menos. Dicen que el partir es el morir. Ya no
habremos de vernos más. Para que te acuerdes de tu amigo, el de los chocolates, te
voy a conceder tres gracias: la una, la que te di primero cuando te conocí en el
bosque: serás Regidor Perpetuo; la otra es, siempre y cuando estén a punto tus
pruebas de limpieza de sangre, que he de nombrarte Conde de la Ensenada, en
memoria de la heroica defensa que hizo tu padre de Puerto Cabello. Y la otra sorpresa
que te tengo ya no es para ti, sino para tu pueblo.
—¡Ea! —le dijo a uno de los secretarios que en lugar discreto hacía presencia
durante la entrevista—. Llamadme a Don Julián de Arriaga, el Ministro de Marína e
Indias, que al lado espera. ¡Y que se traiga los papelotes!
—¡Señor! —dijo el secretario de vuelta, demudado el rostro, precipitado el gesto
—. Don Julián de Arriaga acaba de morir en la antesala. Está yerto y frío.[115]
¿Sería obra de la casualidad o del veneno? —se dice Don Juan Manuel a
veintisiete años de lo sucedido—. Don Fernando, ante lo inesperado del hecho, fue
preso, una vez más, de la locura. El Secretario del Consejo de la Corona no supo o no
quiso darme noticias sobre los proyectos que sobre Venezuela adelantaban el Rey y
sus ministros. Y como yo insistiera, me conminó a marcharme lo más pronto de
España.
Tres años más le quedaban de vida al Rey de los pavos reales. Al parecer nunca
más recuperó del todo la razón. De lo que me dijo Arriaga nunca más se volvió a
saber. A la muerte de Fernando VI lo sustituyó su hermano y mi buen amigo, Don
Carlos de Nápoles.[116]

109. Nicolás García y la Historia asesina

Volaba al viento su capa amarilla y negra. «Gonzalo, Don Gonzalito, era seis
veces su abuelo y doce veces su nieto».
Arriba de su caballo atalayea por donde corre el Anauco, aquél, el bardón de
bucares. Curiosa lo ve la gente con sus atuendos de muerte.
—¿A dónde va tan garnido, Martín Esteban de Blanco y Blanco, señor de las
cuatro puertas?
Sus ojos de larga y estrecha hendija no estaban mirando a nadie, fijos sobre su

www.lectulandia.com - Página 421


padre: «El Príncipe y el alud. Infiernos de primera clase. Eres responsable, eres
imputable: ¡Oh, gran Amo del Valle! Tus actos no mueren sobre el vacío. Tu palabra
no se extingue. Al igual que tu injusticia, ligereza, intemperancia. Tu obra buena o
mala, recrecida, acicalada, pinturera y desbocada seguirá clamando. Cuida tus actos
Martín Esteban: son semillas de sombra larga. ¡Cuán grande y noble era mi padre!
Hace menos de una semana retomó sus palabras. Mi primo, el de Tovar, trájome el
segundo tomo de la Historia de su tío Oviedo y Baños. A doce años después de su
muerte[117]dejó instrucciones precisas para que ella fuese publicada. Arrepentido
quizás por la muerte de mi padre. ¡Oh, maldita historia asesina!».
Aquella mañana en que el Oidor entró a su despacho, mi padre viejo, siempre
pretérito, se regodeaba dichoso. Gracias a su gestión, el Seminario Mayor de Santa
Rosa quedaba facultado para conceder títulos académicos.[118]Me leía el discurso de
apertura. Entró Don José de Oviedo de Baños, el historiador con un abultado paquete
de legajos bajo el brazo.

—Buenos días Excelencia. Aquí os traigo la obra terminada. Este es el primer


volumen; el segundo lo lee Nicolás de Herrera y Ascanio. Os ruego que me deis
vuestra opinión. ¡Tanto os debo! ¡Inapreciable la información suministrada!
Dos días más tarde lo hizo llamar. Nunca fue tan severo:
—Habéis omitido buena parte de los hechos que os di a conocer. Inducís a error al
jerarquizar las ideas. Al referiros a la Conquista habláis al paso de las iniquidades
dentro de un amplio contexto de apología. El lector desprevenido quedará bajo la
impresión de que aquellos desafueros no fueron más que pequeños inconvenientes
dentro de una magna empresa. ¡Aquello, el atropello más vil que recoja crónica
alguna! Y seguirán siendo el origen de buena parte de los males que nos agobian a
menos que hombres como vos os deis a la tarea de sacar a flote la verdad.
—Tan sólo he pretendido evitarle a muchos de nuestros amigos el rubor de saber
las fechorías de sus antepasados.
—Entonces no escribáis historia. Ella no se ha hecho para halagar vanidades y
menos para ocultar crímenes. La historia debe expresar lo sucedido, para que las
generaciones venideras tomen experiencia y prevengan sus errores. Si vos hubieseis
seguido los pasos del padre de Las Casas y de Aguado, corregiríais la vanidad
creciente de alguna gente que toman de los conquistadores el sustento mítico de una
infamia que destruirá la paz y armonía de estos reinos. Pues son precisamente ellos,
esos asesinos salvajes, esos locos atormentados y lujuriosos, el primer eslabón de una
cadena que termina en el mantuano.
El Oidor perturbado llevó la mano a su boca. Padre indignado proseguía:
—¿De dónde tomó su hijo, el encomendero, que el valor lo justifica todo? ¿No
fue acaso del conquistador? ¿De dónde viene La idea de que la hombría es cuestión
de tener muchas hembras. De donde procede ese fatuo orgullo de sentirse

www.lectulandia.com - Página 422


superhombres? ¿No es acaso del conquistador, elevado en su autoestima haga el
Olimpo? ¿Quiénes eran nuestros padres? ¿No eran acaso la hez de España, los
indeseables de Castilla, los ladrones, vagos, perseguidos de la justicia? ¿De dónde
creéis que procede nuestra lasitud moral ante el robo, ante el peculado, el tráfico de
influencias, la impunidad de los culpables, la mala forma del mal hogar? Pues de
ellos mismos, que a la hora de hacer un mundo lo hicieron a su medida. Eso es lo que
ignoran sus descendientes, de ahí la trascendencia de que hombres como vos, que
escribís, que sois respetados y que conocéis a fondo la verdad, la proclamen a los
cuatro vientos, empero os escarnezcan las lenguas y la vida se os torne suplicio. El
encontrar la verdad y tener el valor de expresarlo es el primer deber de los que
escriben. Es una obra evangelizadora que en mi opinión no habéis cumplido. Asi me
lo enseñó a hacer Nicolás García de la Madriz, el hombre santo del Valle, con sus
sabias palabras y persuasivo acento.
«Yo tenía diez años —se le va el recuerdo— cuando llegó a Caracas, a los ocho
días de la muerte de mi padre. Nunca olvidaré aquella mañana luminosa. José Juan,
mi hermano, y yo jugábamos frente a la plazuela donde se construía la iglesia de
Altagracia cuando lo vimos pasar. La ciudad estaba engalanada: el nuevo gobernador,
Andrés Vera Moscoso, que arribó por Maracaibo, había enviado mensaje de que
llegaría a La Guayra en dos días.[119]Todo era curiosidad y entusiasmo».
Nicolás García venía montado en limpio alazán, y su mujer en yegua blanca,
subida a la mujeriega. Era magro de cuerpo, pequeño de estatura y rostro fruncido.
Pelo ralo, entrecano, tapado de un bonete de marta. Nariz larga, labios finos, arrugas
muchas. De primera impresión parecía viejo. Pero sus ojos, entre sardónicos y alegres
develaban a un joven de mucha edad.
Melchorana, su esposa, daba lugar a visajes y equívocos. Al sólo verla parecía
hermosa, espléndida, reclamante. Tenía impreso en su rostro los rasgos nuevos que
las indias daban: nariz recta, hendida y aflautada, hecha para aquellos ojillos
rasgados, pequeños y verdes; esos pómulos angulosos en vuelo de arbotantes y
aquellos labios sorpresivamente coloreados de sepia para ser tan finos y
acorazonados. Al reír mostraba garganta, dientes y encías. Con aquellos dientes
grandes, parejos y blancos y un pelo negrísimo largo y suelto que tentaba a asirla a
quien la viese. Un indio al verla, estalló cristalino:
—¡May, qué tía!
Lo que dio nombre a la puebla que dieciocho años más tarde se fundaría junto al
mar.[120]
—¡Señor! —clamó un anciano golpeando el bastón fuerte contra el piso—. ¿Para
qué haces cilicios tan apretados, tortura de los mortales?
Se balanceaba airosa en la bestia, mirando sin temor ni desenfado.
—¿Quiénes son?

www.lectulandia.com - Página 423


—¿Quién es él? Tiene prestancia de Oidor.
—¿Será un enviado del Rey?
—Tiene la sonrisa gafa de los jueces malos.
—O de los que hacen de su oficio bondad.
Nicolás reía de lo que oía a su paso.
Radiante estaba el cielo y la montaña. Limpio y mojado el adoquin de la calzada.
Casas pintureras de fachada azul, amarillo y naranja se columpian por la cuesta. Entre
los ventanales de par en par salta hacia afuera el alegre piar de los pájaros de jaula y
las voces de mando de las matronas.
—¡Caracas! ¡Mi Caracas! ¡Cuán bella eres! —clamó sorbiendo el aire—. ¡Quince
años dejé de verte y nunca pude olvidarte!
Ya cerca de la iglesia de la Merced, un moreno fino, acicalado y femenil, corrió
hacia ellos dando saltitos:
—¡Bienvenidos, noble señor! Permitidme presentarme y daros mi bienvenida. Yo
soy Adalberto Peláez. El hijo de Ramoncito y de Antoñita. Seguramente conocisteis a
mis padres. Mi madre murió el año pasado de vómito negro.[121]Soy sacristán y me
llaman el Adelantado de los Rumores, por ser el primero en saberlos.
Preso de excitación dijo con arrebato:
—Voy a dar la noticia. Corro y vuelo. ¡Qué la tengan buenas vuesas mercedes! —
Y sin decir más trotó calle abajo juntas las manos y los codos altos.
En la iglesia de la Merced, ventorrillos de flores y frutas animaban la plazuela.
—¡Bienvenido, Nicolás García! —dijo una voz. Otras cuatro la siguieron entre
apretones de mano.
A la medida que avanzaba hacia la Plaza Mayor aumentaban las salutaciones. En
la esquina de los Mijares hubo de bajarse del caballo. Tanta era la gente que quería
abrazarlo. A pie, y llevando por la brida el caballo de su mujer, recorrió entre
palmadas, besos y bendiciones, el trecho que le faltaba para llegar a casa.
—¡Nicolás! —gritó una voz. El llamado y la presencia lo conmocionaron. Era
Pablo Guerrero, el hijo de Rosalía, el fiel mayordomo de su padre. El mulato, con
expresión conmovida, avanzó con los brazos abiertos. A los setenta y cinco años
estaba entero. Por él supo lo del Águila Dragante:
—Lo mataron hace ocho días. A puñaladas y en un callejón. Ya puedes vivir en
paz. ¡Dios hizo justicia!
Nicolás empalideció.
—No le guardo rencor —dijo—. ¡El Señor lo haya perdonado!
Melchorana lo vio con dulzura. La Virgen había escuchado sus ruegos. .«Recrea a
Dios y reconcilia al hombre con el hombre. Yo soy el eterno espectador. No haré
razón del odio».
Dura fue la lucha para arrancarse el rencor. Catorce años de reflexiones, consejos

www.lectulandia.com - Página 424


y ayunos diluyeron la tensión vengativa. Al embarcarse hacia Venezuela lo hizo sin
temor. Pero ante el Ávila todas sus creencias se desmoronaron: su odio reapareció
duro y clamante.
Armado con un rosario y echado sobre cubierta, pidió a Dios que lo aplacara,
mientras crecía la montaña.
Pablo Guerrero vio de soslayo a Melchorana.
—Es de La Habana —le observó Nicolás.
Tres mujeres que salían de San Mauricio detuvieron el paso. Una de ellas le llamó
la atención.
—¡Susanita! —exclamó, al reconocer a su prima.
Pero ya iba calle arriba seguida de Salú y Dulce María.
—Son las tres mujeres de Rodrigo Blanco —comentó el hijo de la negra Rosalía
—. Ese hombre no tiene perdón de Dios. ¿Sabes que me volví a casar? —añadió sin
pausa—. Todo el mundo, comenzando por la niña Ana María, pensaron que era un
disparate, pero a mi edad creo que vale la pena arriesgarse.
Nicolás lo vio con afecto. Le recordaba a su padre.
Luego de la muerte de la negrita Sebastiana, el año pasado, el mulato casó con
una hermosa esclava berberisca que compró en Santo Domingo.
—Siempre y cuando la quieras —le respondió Nicolás—. ¿Qué importa lo que
digan?
—Es lo mismo que dice Cupertino, mi hijo. Estoy muy contento del muchacho —
expresó sonreído irguiendo el cuello—. Es más serio que un cura, trabajador como un
bachaco y con una vista de lince para los negocios que a mí, que no soy ciego, me
lleva cien varas de ventaja.
Pareja, bestias y arrieros se detuvieron frente al caserón de don Francisco de la
Madriz. Nicolás miró hacia la fachada de la casa de enfrente. La examinó con
nostalgia. La llamaban ahora la casa del Pez que Escupe el Agua.
La mansión de su abuelo estaba destartalada. Los techos rotos, el patio
enmontado, la basura por doquier. Los peones comenzaban el arreo del equipaje.
Nicolás dio un paso atrás al identificar a Ana María entre el bigote verde y las arrobas
de grasa. Sofocos, llantos y besos. Se abrazaban los dos cuñados. Melchorana
alegremente escrutadora los mira.
—¡Me parece un sueño! —musitó Ana María con su vozarrón de mando.
—¡Quince años! —comentó Nicolás preñado de remembranzas.
Cuatro chiquillos de mirada alerta la rodeaban.
—Éstos son mis hijos: José Juan, Jorge, Yolanda y Matilde.
Sonrió a los muchachos. Volvió la cara a su mujer:
—Ana María y Melchorana —enunció con voz grave—, conoceos de una vez.
Ésta es mi mujer.

www.lectulandia.com - Página 425


—¿Tu mujer? —preguntó Ana María con un trasfondo recriminativo—. Pero qué
alegría me das. ¡Ven, hija, dame un beso y un abrazo!
Por el zaguán se fue asomando la gente. Los arrieros continuaban bajando el
equipaje. Ana María miraba hacia la vivienda con manifiesto desagrado.
—¡Ay, mijita! Ustedes no se pueden quedar aquí. Esta casa está en el suelo.
Ahora mismo se me mudan a la casa que te regaló abuelita. Además —añadió
tomando por el brazo a Nicolás entre saltitos y aspavientos—, volveremos a estar
todos juntos sin estar revueltos.
La casita de Elvira fue del gusto de Melchorana, salvo el nombre que Ana María
le daba y la ausencia de cocina y comedor.
—¿Y para qué, esta niña? —protestó la mujerona—. En tiempos de Elvira ellos
hacían en casa las tres comidas y la merienda. ¿Qué necesidad tienen ustedes de estar
gastando plata cuando aquí lo que sobra es comida?
Ana María y sus hijos, a pesar de las sentencias de la abuelita, entraban y salían
por la puerta de Soledad hasta diecisiete veces al día. Ana María, según la justificaba
Nicolás, «no lo hace por mal sino por atenta».
—Esta niña —le preguntó durante el almuerzo—. ¿Tú como qué estás floja del
estómago? Vi tu bacinilla esta mañana. Te voy a dar unas hierbas que son de lo más
buenas.
Y sin esperar su respuesta pasó al tema de Rodrigo Blanco y sus tres mujeres.
Melchorana, siempre abstraída en hacer bolillos con las migas de pan, se retrepó en la
silla y escuchó con atención al oír mencionar al Águila Dragante.
—Son unas perdidas. Aquello era un harén. Fray Mauro de Tovar tuvo que meter
la mano. Yo no sé de qué van a vivir ahora que se murió Rodrigo.
Su mirada se hundió en la boca peluda de Ana María. ¿Cómo sería el Águila
Dragante? ¿Cómo serán Susanita, Dulce María y la negra tortuguera?
—Es guapa la mujer de Nicolás García —dice Dulce María al otro extremo de la
ciudad.
—Si que lo es —añade Salú.
Susanita, taciturna, guarda silencio. Desde que vio a su primo algo le viene
asaeteando el alma:
«Me siento sucia, me siento mala. Menos que puta soy. Tercera parte de tres.
Brazo, boca y vagina de la viuda del harén».
El Águila Dragante las dejó al descubierto. Y el pulpero no da crédito. La casa
ajena. El hambre propia.
—¿Qué hacer, Dios mío?
—Busquemos otro que nos sostenga.
—¿Y quién —pregunta Salú— habrá de andar con las tres?
—Yo no sé, pero hay que encontrar la arepa.

www.lectulandia.com - Página 426


—Ni bordar sabemos.
—Mi cocina es mala.
—Pero la tuya es buena.
—Mejor tener la cara y el corp que gan de trabajá.
—¡Calla la boca, Salú!
—Vende tu boca, Susan.
—¡Calla, esclava!
—¿Me va a vendé?
—Buena la idea que me has dado.
—Vendamos a Salú y caminemos la cuadra.
—Allá viene el brejetero de Ruperto Bejarano, déjame escurrirme para que no
tenga miedo.
—¿Será verdad tanta belleza? ¿Y desde cuándo llevas pinturas y ese perfume de
aguacate?
—Deja la zoquetada y respóndeme de una vez: ¿Cuánto me vas a dar?
—Llevo cuatro monedas.
—No es mucho, pero en agarrando manque sea fallo.
—¿Cuándo empezaste?
—Ahora mismo, tú eres el primero. Mañana pondremos el farol rojo que obliga el
Ayuntamiento.
Ruperto Bejarano corrió a la plaza.
—Muchachos, muchachos, Susanita y Dulce se metieron a putas. Yo soy el
primero.
Clamor de revuelta por La Pastora. Treinta y seis hombres armados siguen a
Ruperto.
—Con todos no. Cuatro por noche y a doblón por cabeza y por un ratico; dos el
rato largo; tres onzas finas la noche entera. Cojan su turno y no se empujen.
Ya los hombres no vienen en tropel. Acuden solos y a caballo. «Cuesta medio
cofre pernoctar con una —regatea Ruperto metido a rufián— y el tesoro del Inca si
son las dos».
—Ruperto, vaya a abrir, que allí debe estar el señor de Ascanio.
—A las siete viene Mijares.
—Eso es con Dulce María. Cóbrale antes con tu tajada aparte.
—Ruperto, sí es el negrito Cupertino, el hijo de Pablo Guerrero, dile que Susana
está ocupada hasta mañana a las diez. Me parece que le da a Susana por el mero sitio
por donde le gusta.
Un viejo sucio con la nariz comida y la expresión demente, se asoma al zaguán:
—¡Denme de comer, piazos de putas!
—Gualterio Mendoza, vete de aquí.

www.lectulandia.com - Página 427


—¡Más modales, Ruperto, es mi padre y es su abuelo!
—Una limosnita, por amor de Dios. Piazos de putas.
—Vete, padre.
—Dadme de comer.
—Vete, abuelo.
—Vete, padre. Ruperto, dale un doblón, o mejor diez, pero que se vaya a comer a
otra parte.
—¿Diez doblones a loco en noche oscura? Te lo van a acuchillá.
—¡Ansina sería mejor!
—¡Jesús, niña, qué barbaridad!
—Váyase, maestro. Siga su camino.
—No me toques, Ruperto Bejarano. Si en tu casa las mujeres son putas desde tu
abuela, en la mía apenas comienzan. ¡Qué no me empuje, carajo!
—Por fin se fue, loqueando calle abajo.
—Pobrecito abuelo. Pobrecito padre. Me parte el alma. ¡Me da pena! Va en
andrajos. ¡Démosle bastante plata! Llámalo, Ruperto.
—Déjalo, mujer, ya es mucho lo que lleva y ronda la muerte en puñales.
—Acuérdate de don Ruy. Hace cuatro años apenas y en la misma callejuela.
—Mejor que fuera. Loco y leproso no debe vivir.
—¡Jesús, Susana, calla la boca!, que mi padre alguna vez fue distinto.
—También el mío y de una viga se ahorcó.
—Leche de brujas tomamos en la cuna.
—¡Ay, mi madre!
—¿Qué fue eso? Es la voz de Gualterio. Es la voz de mi padre. ¡Corre, Susana!
—Me muero, mis hijas. Me desangro podrido en mi lepra…
—Uno no debe alegrarse con los males ajenos —le decía Pablo Guerrero a
Nicolás en el salón de su casa—, pero el que a hierro mata no muere a sombrerazos.
Así tenía que terminar Gualterio. Malo e ingrato como gato. Sucio y enconado como
un nacío.
Melchorana irrumpió en la sala engalanada. Nicolás se echó nada adelante.
—Nos vas a tener que perdonar, Pablo, pero hemos anunciado visita y no quiero
llegar tarde.
Manuel Felipe Tovar heredó de su tío la animadversión por Rodrigo Blanco.
—Afortunadamente el dragón está muerto, pero la misma actitud prosigue por
parte de algunos españoles que persisten en creer que esto es tierra realenga y los
hijos y los nietos de los conquistadores son buenas bestias para ensillar.
Nicolás García lo vio con ojillos penetrantes. No era el lenguaje de un español.
—Debéis tener especial cuidado —prosiguió— con los hermanos Ibarra, un par
de sevillanos sin escrúpulos que vinieron a hacer la América. Gente codiciosa.

www.lectulandia.com - Página 428


Dispuesta a todo. Ausentes de principios y de santo temor a Dios. Su primer objetivo
es echarle el lazo a las hijas de los principales, como hizo uno al casarse con la
feúcha de Antonia Herrera. La mayor parte de las fortunas están cayendo en manos
de las Águilas Chulas.
El de Tovar se volvió a Melchorana:
—¿Y cómo os va en Caracas? ¿Qué tal os parece la gran Ana María?
Nicolás vio a su mujer y pensó en el enfrentamiento inevitable: eran alfa y omega,
bachaco y chivo en lo grande y en lo chico, en lo anímico y en lo corporal.
A las dos semanas se asomaban los mohines, las risillas burlonas, los gestos
ásperos, las bocas torcidas, las murmuraciones de parte y parte.
«Nunca he debido aceptar —se dice Nicolás— mudarme a casa de Elvira, ¿pero
acaso había otra alternativa?».
Sus haciendas estaban abandonadas. Escasa la esclavitud. De no haber sido por el
sueldo de Regidor, apenas sobreviviría.
«Y pensar que mi padre fue el hombre más rico del Valle».
La imagen de Diego García se le vino encima. Escuchó sus palabras al mostrarle
la mina que se tragó al Cautivo. Y recordó a Francisco Marín de Narvaez, el
compañero que se preciaba de oler las tierras con oro.
—¿Qué ha sido de la vida de Francisco Marín? —preguntó de pronto.
—¿Francisco Marín de Narvaez? —respondió el de Tovar—. Es el hombre más
poderoso en tierras y en oro de toda la provincia. Descubrió vetas auríferas y cobre en
tierra de los jirajaras. Pagó sesenta mil pesos luego de descubrirlas para asegurar sus
derechos.
—¡Sesenta mil pesos! —expresó chirriante Nicolás—. ¿Y se puede saber de
dónde sacó esa fortuna?
—Eso es lo que todos se preguntan. Hay quien dice que se encontró el tesoro de
Rodríguez Suárez.
«¿Rodríguez Suárez o el Cautivo?, se dijo con amargura».
Melchorana y Nicolás merodean por la Plaza Mayor. Santeros y veleros exhiben
la mercadería en las gradas de Catedral.
Melchorana, del brazo de su marido, observa codiciosa. La voz de Pablo Guerrero
los sorprende. Lo acompaña un muchacho de veinte años, fino, encogido y de tez
negra. Es Cupertino, su hijo.
—Tengo que hablar contigo —dice con voz premiosa.
Los tres hombres hacen aparte a escasos pasos de Melchorana, quien entretanto
hurga y palpa telas y frutas.
—Cupertino —afirma con asombrosa entonación— se ha sacado a la Susanita del
burdel. Está viviendo con ella.
Frunce el ceño Nicolás:

www.lectulandia.com - Página 429


—Vivir en concubinato es pecado mortal.
—¿Qué nos aconsejas tú?
—Que se case de inmediato.
Pablo Guerrero ríe con los dientes enteros.
—Yo sabía que ibas a estar de acuerdo conmigo. No hay mujeres más fieles que
las putas redimidas.
Nicolás mira hacia su mujer y va por ella.
—¿Cuánto vale el cirio grande?
—Dos reales, doña Melchorana.
—¿Con que doña Melchorana? —dice atrás una voz burlona—. Mira que uno
tiene que vivir para ver cosas.
—¡Jesús! —exclama al identificar a Ruperto Bejarano, el hermano de Rosalba.
—¡Ruperto, qué gusto de encontrarte! —apunta en medio Nicolás, tragándose el
malestar de su presencia—. Te estaba buscando para ofrecerte el cargo de alguacil
prometido.
Cargados de frutas llegaron a casa. Ana María bordaba en el corredor.
Melchorana hizo un respingo, su mayor disgusto.
—Siéntense los dos —mandó como siempre—. Mi marido, con buenas o con
malas artes —prosiguió sin preámbulos—, quitó a tu padre La Vega. Desde que
murió tengo un cargo de conciencia. Necesito devolverte lo arrebatado.
Nicolás la vio con estupor.
—Pero como no puedo devolverte La Vega por ser patrimonio de mis hijos,
compensaré la injusticia traspasándote mi hacienda de La Urbina.
Luego de una débil resistencia aceptó la propuesta.
—Eso sí —retumbó clamorosa—. Mientras yo respire han de vivir en esta casa. Y
para que no me jueguen sucio, hablaré con el legista para que tú la usufructes sin
tenerla en propiedad hasta el día de mi muerte. ¿Qué os parece?
Ante aquella oferta erizada de cautelas, Nicolás y su mujer soltaron la risa. Ana
María ahogó un sollozo:
—Es que me espanta la soledad. Tu retorno me ha vuelto a los tiempos en que
vivía mi abuela.
—Hoy ha sido un día de suerte —dijo a Melchorana al acostarse—. Amanecimos
apretados y terminamos con holgura.
Alguien golpeó la ventana de la sala.
—¿Quién será a esta hora?
Disgustado cruzó el patio y abrió el postillo. No había nadie.
—¿Quién será el ocioso? —se preguntó irritado mirando a lo largo de la calle.
En la esquina saltó un silbido.
—¡Dios Santo! —exclamó al reconocerlo. Temeroso regresó a la cama luego de

www.lectulandia.com - Página 430


asegurar puertas y cerraduras.
Todo el año fue de guerra. Las vías comerciales fueron bloqueadas. Los ingleses
atacaron a La Guayra. En julio, con la llegada del nuevo Gobernador Vera Moscoso,
apareció la peste. De los ocho mil habitantes que tenia la ciudad, pereció la cuarta
parte.[122]
Ana María encendió zahumerios. Llenó las dos casas de bosta de vaca.
—¡Fo! —gritó Melchorana.
—¡Déjate de pistoladas, esta niña, y ten presente que entre dos males se escoge el
menor! Para la peste no hay mejor protección que el cagajón de ganado.
Esa mañana se fingió enferma para no verle el bigote verde. Fue inútil:
—Aquí te traigo tu comida, esta niña. A ver, abra la boca.
«¡Coño! —se dijo mirando hacia la cuchara—. Esta gorda del carajo me va a
matar. Ya no respeta ni puertas cerradas. Entra al cuarto como río en conuco y
empero estar una encarnada y soplona de tanto ajetreo, se nos sienta en la cama para
contarnos los chismes del mercado».
Melchorana terminó por ausentarse de las tertulias de Ana María. Su ausencia no
sólo la dejó sin cuidado, parecía celebrarla.
—¿Por qué no te das una vuelta, esta niña? —le dijo aquella tarde—. Esto que
estamos hablando es muy enrevesado para ti.
Con el rostro arrebatado, los ojos fulgurantes y orlados de lágrimas, se dirigió a
su casa y se derrumbó en su cama.
«La gorda peluda me ha robado a mi marido. ¡A mí! A la más rica hembra del
Caribe. A quien mi padre, temeroso de mi hermosura rodeaba de hombres armados y
de viejas mudas».
La voz de Ana María vino a atormentarla:
—Ay, mijita. Nadie puede sospechar cuánto frío esparcen en derredor suyo los
sabios y los santos: unos viven para sus ideas; los otros para sus obras. Son de todos y
no son de nadie. Ten conciencia de su responsabilidad. No te resientas cuando la
soledad te muerda. Hombres como Nicolás no viven para una mujer. Viven para un
pueblo y para la misión que el Señor les ha confiado.
—Puede que sea un santo —ya se había repuesto—, pero cuando me di a él lo
creía para mí sola. Tuve miedo de los hombres como mi padre, con diez mujeres a la
vez. Sangre lloró mi difunta madre por su culpa. Por eso lo busqué feo y jipato. Lo
que jamas pude imaginarme es que las ideas, y no las mujeres, se robaran a mi
hombre.
Ana María no sólo siguió en sus trece, sino que desbordó súbitamente su
hostilidad hacia Melchorana. Un día le hizo saber para su estupor, «que debería
anunciar sus visitas» y no entrar simplemente por la puerta interior que unía las dos
casas.

www.lectulandia.com - Página 431


—¿Y se puede saber por qué ella no hace otro tanto? —Ella y sus hijos entran y
salen de mi casa cuando les da la gana.
Nicolás intentó argüir.
—Yo creía que me había casado con un hombre —lo interrumpió rabiosa— y
ahora veo que no eres más que un pendejo, Si me vuelve a entrar por otra puerta que
no sea la de la calle, le voy a echar aceite hirviendo. Y si no te gusta, me lo dices de
una vez para mandarle recado a mi padre.

110. Dramas grises de gente parda

Nicolás García, al igual que el resto de los regidores y alcaldes, esperaba aquella
mañana la visita del Gobernador.
A dos años de haber llegado y tomado posesión de su cargo de regidor perpetuo,
se ha indispuesto con la mayor parte de sus colegas y notables de la ciudad por la
forma en que los principales tratan la cosa pública y por el relajo de las costumbres,
arrastre de la conquista, donde cada encomendero, aparte de su mujer legítima tiene
dos o tres barraganas, apartando todas las hembras de sus feudos, a su entera
disposición.
Las palabras de Nicolás, además de fustigar a los culpables, despertaban
conciencias adormiladas. «Hay algo más contagioso que el vicio —comentaba a
Melchorana y a Ana María—, la virtud en una sociedad corrompida».
Un hombre de clase media mató a un principal por deshonrar a su hija. «Lo hice
en defensa de mi honor», proclamó con orgullo.
Tuvo la inmensa satisfacción de subir al patíbulo acompañado por Nicolás García.
Siguió golpeando como un profeta: en el Cabildo, en la Plaza del Mercado y en las
tertulias que los jueves organizó en la Casa del Pez. Acudían hombres de la casta
inferior, como Pablo Guerrero, Cupertino, su hijo, Ruperto Bejarano y Adalberto, el
Adelantado de los Rumores, quienes con veneración escuchaban sus palabras,
devorando con fruición las golosinas que Ana María preparaba con sus propias
manos.
—Las naciones, como los cuerpos, no toleran la inmundicia —sermoneaba—. Y
no lo pueden aceptar porque atenta contra su propia existencia. No desconfiéis de los
resultados de nuestra cruzada —proclamaba con pasión—. No hagáis caso de los
agoreros cobardes que nos gritan sabihondos, que así como fue, siempre será.
—Sigue creyendo en pendejadas —le dijo esa noche el viejo onírico— y verás
cómo te han de coronar de espinas. Este pueblo, remedio no ha de tener. Mala era la
tierra, peor la semilla y peor la cuña que yo mismo ayudé a ponerle para aumentar su
torcedura. No hagas caso de ese negraje que te visita, hambriento de comida y de
importancia. ¿Sabes tú lo que significa codearse de quien a quien con Don Nicolás

www.lectulandia.com - Página 432


García de la Madriz, Regidor Perpetuo y nieto mío? No vienen a oír tus palabras, sino
a comer los dulces de Ana María y a darse lija, so bellaco. El que se reúne con
pendejos, como es tu caso, se hunde: los pendejos tiran hacia abajo.
La siembra de los valores que se había propuesto Nicolás García, a pesar de la
enconada adversidad que desencadenaba en los principales, fue calando entre la gente
pobre pero honrada.
Susanita de la Madriz, la mujer de Cupertino, para sorpresa de todos se convirtió
en esposa ejemplar.
—¿Te das cuenta, mujer de Dios? —decía Nicolás a Ana María— que no hay
hombre malo y que la gracia del Señor es infinita. ¿No te da gusto ver a una perdida,
como era Susana, transformada en una mujer ejemplar? ¿Qué era Ruperto Bejarano
hasta que yo lo agarrara por mi cuenta y lo pusiese a trabajar en el Ayuntamiento?
¿No era acaso una bala perdida, un alcahuete y un rufián?
—Tienes razón, hermano mío. Me has convencido finalmente de todo el bien que
se puede obtener con la caridad y cuánto mal conlleva la soberbia.
«Dios metió su santa mano —se decía Ana María— me qui​tó de encima a mi
marido y me envió a Nicolás, que alguna vez será beatificado como el Hombre Santo
del Valle».
—¿Te das cuenta —prosiguió emocionado— cómo Bárbara, la esclava sarracena
a quien todo el mundo, comenzando por ti, tildaron de prostituta agazapada, ha hecho
feliz a Pablo Guerrero?
—¡Ahí si es verdad que no te acompaño! —protestó Ana María—. La morita ésa
no me gusta nada. Estoy segura que tarde o temprano le va a poner la gran caramera
al pobre Pablo.
—Yo pienso lo mismo que Ana María —intervino Melchorana desde la silla
donde permanecía en silencio.
Las palabras de su mujer lo sobresaltaron. Ya Ruperto Bejarano le había
susurrado la forma indecorosa que tenía Bárbara de insinuarse. «¡Ay, Don Nicolás, yo
no doy medio por esos quinchonchos!» —le comentó Adalberto.
Nicolás se oponía al proverbio de la cabra y el monte.
—El hombre, por su divina raíz —respondió al fatalismo de Ana María—, es
impredecible en su destino y así como la historia no permite vaticinar con exactitud
de un pueblo, el pasado de un hombre nada dice sobre su futuro. La pobre Bárbara
tiene hábitos de esclava. La seducción es el arma preferida del desvalido para
alcanzar la gracia de su señor. Lo que tú llamas coquetería no es más que el deseo de
hacerse perdonar. No pienses mal, ayú​dala a salir adelante.
Esa tarde, después de la tertulia, Ruperto Bejarano le hizo una confidencia para
recabar su ayuda: estaba enamorado de la hija de Pablo Guerrero y el viejo no lo
podía ver ni en pintura.

www.lectulandia.com - Página 433


—¡Qué no y que no! —gritó Pablo apenas Nicolás y su hijo Cupertino abogaron
por Ruperto—. Antes prefiero verla muerta que casada con ese vagabundo.
—Pero viejo, si consentiste a que yo me casara con una mujer de la vida, como
era Susanita, no veo por qué le vas a negar el derecho a reformarse al pobre hombre.
—Porque una cosa es la mujer y otra el hombre. La putez tiene remedio. No así la
bolsería y la cabronería. Y si es verdad que no hay compañera más fiel que una puta
arrepentida, no hay nada más peligroso que el hombre crecido en la sinvergüenzura.
Pasos y voces se escucharon precipitadamente en el zaguán:
—Corra, corra, Don Nicolás —gritó un muchacho. Era Jorge Blanco, el hijo de
Ana María—. ¡Doña Melchorana está pariendo!
La lividez bañó su rostro. ¡Elvira! dijo, y en el recuerdo de su primera mujer
corrió hacia la calle.
Los gemidos se oían en el zaguán. Melchorana sudorosa se contorneaba. Ana
María secaba su frente.
Pablo Guerrero también se llenó de angustia: ¿Y si se le muere Melchorana? ¡Ay,
Dios mío, mete tu mano, porque con lo deslechado que es este muchacho, a lo mejor
le sucede otra desgracia!
Un hombre flaco, narigudo y oliváceo irrumpe en la casa.
—¡No puede ser! —exclama confuso Nicolás al reconocerlo—. Es el mismo
Francisco Marín de Narvaez.
—¡Francisco!
—¡Nicolás!
Llanto de recién nacido. La puerta se abre.
—¡Una niña, hermano mió! —grita Ana María.
—¡Alabado sea el Señor!
Un pingajo de carne morena chilla y berrea. Nicolás apenas la mira. Sus ojos son
para Melchorana. Exhausta sonríe.
—Eres padre, Nicolás García —le grita Francisco Marín dándole palmadas.
Apenas se recuperó de la emoción, Nicolás dijo a su viejo amigo de mocedad:
—¿De dónde sales?
—Llegué hoy de Santo Domingo. En la puerta de Caracas me dijeron que tu
mujer paría.
Nicolás rió, desenvuelto.
—¡Dame un abrazo Francisco, que la buena suerte me has traído! ¡Serás el
padrino!
—Así es —gritó a su lado Ana María—. Y yo, la madrina.
—¡Loado sea el Señor! —le dice transfigurado Pablo Guerrero a Melchorana.
—Gracias, Ño Pablo.
—¿Qué quiere que le regale a la niña?

www.lectulandia.com - Página 434


Melchorana lo mira picara.
—No, Ño Pablo, usted no puede regalarme lo que yo quiero. Es algo muy caro.
El mulato como lanza, tuerce el bigote:
—Pida no más y será complacida.
—Deje que Secundina se case con Ruperto…
Se torna ceniciento:
—¡Me pegaron por mampuesto! —exclamó resignado—. Pero soy un hombre de
palabra. ¡Sea!
Entre los berridos de Claudia, Pablo Guerrero concedió a Ruperto la mano de su
hija.
Francisco Marín de Narvaez repitió la historia que ya sabía sobre el origen de su
fortuna.
—Soy muy rico, pero muy desdichado.
Francisco Marín tenía la misma castidad maniática de su juventud. Ninguno de
sus empleados podía tener una querida y mucho menos engendrar bastardos, pues era
despedido inmediatamente. Puso a disposición un fondo para que los esclavos
pertenecientes a dos amos diferentes y enamorados entre sí, fuesen comprados por la
mitad de su valor, con su aporte, por alguno de los propietarios. Si los amos se
negaban, hacía presión sobre miembros del Cabildo e invocando viejas leyes les
suministraba el dinero para que los negros alcanzasen su manumisión.
—Yo creo, al igual que Nicolás —pregonaba en las tertulias de Ana María— que
el mal de este país es la disolución de las costumbres. Me preocupa el relajo
imperante. El hogar es la piedra sillar de una sociedad.
Ana María que ya le tenia afecto desde su niñez, desbocó su admiración, hasta el
punto de que Nicolás se sintió desplazado. Melchorana fue ganada también a su favor
por el rico minero.
La soledad, sin embargo, era la herida por la que sangraba su compañero.
Cuando Nicolás regresó a Caracas, procedente de Valencia, Francisco fue su
mejor amigo. Su ascetismo era sospechoso, aunque barros y espinillas delataban
contradicciones. Al casarse con Elvira siempre estuvo con ellos. Días después del
trágico parto donde murió Elvira, Marín se le apareció a Nicolás envuelto por la
desesperación. Había violado a una niña de diez años, ahijada de su madre y criada en
casa.
«La virtud obsesiva oculta un vicio», —decía el sabio Padre Carlos Gil, su
preceptor: «Dime de qué blasonas y te diré quién eres». Aquella manía de pureza en
un chico de dieciocho años era sospechosa de un drama. Muchos ascetas lo son por
miedo a la mujer. Las niñas son mujeres indefensas. Un violador de niñas es un
monstruo cobarde. Nicolás recordaba con exactitud las palabras del Padre Gil a raíz
de un caso parecido ocurrido en Valencia. A instancias suyas, Francisco se trasladó a

www.lectulandia.com - Página 435


la casa de su preceptor, donde pasó una larga temporada. De allí vino sosegado en su
castidad racional.
A instancias de Melchorana y con el beneplácito de Nicolás y Ana María,
Francisco Marín se mudó a la casita, enriqueciendo con su presencia la tertulia de
Ana María y acortando la distensión existente entre las dos mujeres. Aquella tarde
comentaban que Pablo Guerrero continuaba viendo con malos ojos a Ruperto
Bejarano.
—A usted la hago responsable —le dijo a Bárbara, su nueva mujer— de lo que a
mi hija suceda. No me la desampare ni un momento y cuando salga a pasear con el
sinvergüenza ése, se la cose al vestido. ¿Me entiende?
La hermosa sarracena de los ojos almendrados asentía resignada. Las
instrucciones de Pablo Guerrero fueron cumplidas. Bárbara con pupila distraída los
acompañaba martes y domingos hasta la orilla del río.
A pesar de todas las precauciones, el matrimonio de Ruperto y Secundina hubo de
celebrarse con tanta prisa, que si hubieren esperado unos días —como opinó el
Adelantado de los Rumores— los retallones hubiesen servido para el bautizo.
Fue un matrimonio muy celebrado, a donde concurrió lo mejor de la ciudad.
La riqueza y hombría de bien de Pablo, le flanquearon distancias.
Nicolás llevó la novia al altar y Ruperto se prendió del brazo de Ana María, que
en traje de gala —según murmuró Adalberto— parecía un galeón desmantelado
arrastrando el palo mayor. José Juan, el mayor de los hijos de Ana María y que tenía
nueve años, sostenía la cola con su hermanita Matilde, que ya alcanzaba la edad de la
razón. Jorge, el segundo, feúcho, flaco y amarillento, portaba las arras.
—Este es un matrimonio burrundanga —le observaba Adalberto a Susanita y a
Gabriel Ibarra en medio de la fiesta—. Aquí hay de todo: desde Don Manuel Felipe
de Tovar y su parada mujer, hasta Ño Miguel, el señor de Naiguatá. Es como si
hubiesen revuelto paella con dulce de lechosa.
—No seas tan necio y deslenguado, Adalberto —irrumpió, acre, Nicolás—.
¿Dónde está tu caridad cristiana? ¿O es que pretendes alcanzar gracia —dijo mirando
a Ibarra— destrozando a tus iguales?
—Los Ibarra eran gente extraña —decía Adalberto.
Al parecer los dos hermanos tenían en Sevilla, de donde eran originarios, una casa
de lenocinio donde la gran diversión eran dos osos, macho y hembra, a quienes
disfrazaban de hombre y mujer y ponían a hacer cositas una vez por semana y delante
de todo el mundo. A la osa la vestían de morado con un sombrero ancho, y al oso de
piquero. Al toque de los clarines el oso se le echaba encima quitándole la trapería
hasta dejarla en pelo, para regocijo de los presentes. Todo iba muy bien hasta una
tarde que el Cardenal de Sevilla, de procesión, se topó con la bestia. Al verlo entre
clarines vestido como su hembra, se puso tan loco que de no haber sido por cuatro

www.lectulandia.com - Página 436


generales quién sabe lo que le hubiese pasado a Su Ilustrísima. Según me cuentan,
tienen precio a sus cabezas.
Nicolás García nunca dio crédito a la aventura que narraba Adalberto. Tan sólo
sabía su dedicación al contrabando de negros: se los hacían traer por portugueses a
una finca por Carenero, lo que estaba severamente sancionado por la ley, y luego de
enseñarles a chapucear español los metían con los sacos de cacao que iban a Veracruz
y los vendían por el triple o el cuádruple de lo que les habían costado, lo cual era un
delito aún mayor. De pobres de solemnidad cuando llegaron a Venezuela, eran ya
acaudalados. Como tenían pinta, salero y aires de señorío, antes de alcanzar la
riqueza ya se codeaban y revolcaban con lo mejor.
Gabriel Ibarra, a diferencia de su hermano Juan, era guapo y bien plantado, de
ojos verdes soñadores y displicentes, que tenían entontecidas a buena parte de las
mujeres de la ciudad. Nicolás García fijó su mirada sobre el grupo.
Susanita, luego de un año de matrimonio con el hijo de Pablo, había engrosado un
poco, y sin dejar de ser espectacularmente guapa, algo tenía de sazón pasada, de
marchitez incipiente, de planta que se quiebra ante la sequía. Es evidente —se dijo
Ni​colás— que se aburre a más no poder con el negrito Cupertino.
Las miradas de Susana dirigidas al de Ibarra no son de oferta y tienta, sino de
hembra a su dueño. Está enamorada, lo dicen sus ojos; lo canta su risa; su forma de
caminar cuando sabe que la mira. En cambio tuerce la boca cuando Cupertino la
requiere. No entiende lo que su marido le dice. Siempre dice ¡Ah! a sus preguntas y
se le escurre la alegría al acercársele.
«¡Ay, Dios! —se dijo Nicolás— ojalá sean falsas mis ocurrencias y temores. ¿Qué
sería del pobre Cupertino y de Pablo Guerrero, tan celoso de su dignidad, si lo que
temo está sucediendo, o llegará a suceder?».
«Puta no alcanza componenda» —le dijo esa noche el Cautivo—. ¿Se puede
saber, oh, nieto mió, cuántas putas en tu pobre y menguada vida has conocido para
que te las des de sabihondo sobre cosas tan profundas? La vida de puta es como la del
campamento para el guerrero cuando lo es de veras. ¿Has estado, por casualidad,
alguna noche en un burdel como esos que conocí yo en Chipre, en Roma y en Santo
Domingo? Eso es vida, hijo. ¿Cómo le vas a pedir tú a una mujer como Susanita que
se vaya a conformar con la aburrida existencia del negrito Cupertino? No seas iluso,
hijo mío: que de seguir así te habrán de empalar. La putez no es miseria —como dice
Don Alonso— es cachondez excelsa, luz breve pero intensa que consuela a las
mujeres por siglos de silencio.
Adalberto, pestañeando, sacudiendo más que nunca sus manos de empapelador,
trajo la noticia farfullante:
—Bárbara, la mujer de Pablo Guerrero, se fugó anoche con Gabriel de Ibarra.
Esta mañana los vieron remontando la Fila de Mariches.

www.lectulandia.com - Página 437


—¡Ay, Dios! —exclamó Nicolás—. Y yo que había concentrado mis temores
sobre la pobre Susanita…
—Está escrito —le respondió bronco y de perfil Pablo Guerrero al irlo a consolar
— que los pobres y los negros no pueden ni deben tener mujer bonita, pues ellas son
propiedad y botín, como lo es el caballo, el barco y la hacienda.
Semanas más tarde, Susanita siguió los pasos de Bárbara: se marchó con un
español avecindado en Nirgua. Fue demasiado para Pablo Guerrero. Cuando su hijo
Cupertino, arrasado por el llanto, le dio la noticia, se dio vueltas hacia la pared y dijo
con voz débil y compasiva:
—¡Perdóname hijo, por el mal consejo!
Y se murió lentamente sin gritos ni aspavientos.
«¿Qué te dije? —preguntó el Cautivo montado sobre Bravío—, los hilos de
nuestras vidas ya están tendidos antes de que echemos el primer vagido. Es inútil
intentar siquiera cambiarles el rumbo».
No lo escuches, Nicolás —señaló Ledesma—. La fatalidad es la cobardía de los
bizarros. Siempre hay una primera mañana. Lucha hijo mío y sal al encuentro de los
Preston. De no haber sido por mí, Caracas hubiese quedado sin gloria. No hay muerte
ni sacrificio que a nombre de la virtud no siembre vida y esparza dicha.
La deserción de Susanita y Bárbara, más la muerte de Pablo Guerrero, demolió el
prestigio de Nicolás. En Caracas —como le refirió con tristeza a Francisco Marín—
la derrota de una idea, por justa que ella sea, condena al escarnio y al olvido.
—¿Y qué les parece lo que pasó en el Convento de Nicolás García? —comentaba
entre chascarrillos Juan de Ascanio en la tertulia de la Plaza Mayor—. Se le fugaron
dos monjas y se le murió el capellán. ¡Ah!, hombre bien pendejo el tal Nicolás
García, tratando de ponerle silla de montar a los tigres de esta tierra.
Los asistentes a las tertulias de los jueves se redujeron considerablemente. Al mes
ya sólo asistían Ana María, Ruperto y su mujer, y el Adelantado de los Rumores.
Cupertino se marchó a La Guayra con su hijo Agapito, instalando su hogar en el viejo
almacén frente al mar.
Nicolás intentó proseguir su lucha; pero la gente lo rehuía: disolvía grupos,
provocaba silencios y risillas a medio hacer. Hasta la misma Ana María se resentía de
la batalla perdida. Francisco Marín, aquella noche en el corredor, mientras
Melchorana tejía en silencio, veía las losas del suelo entre abstraído y desengañado.
La noche ha caído. Un olor a fritanga salta de la cocina. Nicolás cabizbajo los
observa de soslayo. La sensación de fracaso lo constriñe.
El mal final de Pablo Guerrero y de Cupertino lo aguijoneaba como una muela
partida.
—¿Cuánto falta para cenar?
—Pues, quién sabe —responde seca Melchorana sin levantar la vista.

www.lectulandia.com - Página 438


Tenso se levanta de su asiento, infladas sus mejillas de tristeza.
—Voy a dar una vuelta, en un ratico vengo.
La mujer, hosca, lo deja marchar. Ella es también expresión del juicio de Dios y
del pensar caribe.
Por la calle oscura llegó hasta el solar donde se construía la iglesia de Altagracia.
Al pie de un fanal fumaba un hombre.
—Buenas noches —saludó sin identificar a la silueta.
—Buenas os la dé Dios.
Nicolás tuvo un sobresalto. Ya huía, cuando ante un sesgo reconoció a uno de los
guardias florentinos del Gobernador Antes Vera Moscoso.[123]Luego de cenar,
Francisco Marín dijo a su amigo:
—Demos un paseo; debo decirte algo. Me regreso con mis peroles y para siempre
a España. En este país no se puede vivir. Todo es una guachafita y un relajo. Lo
sucedido a los Guerrero me tiene destrozado. En los diez años que pasé fuera aprendí
muchas cosas diferentes. La gente de allá no es como la de aquí. Sigue privando la
ley del más fuerte, la justicia es una entelequia. La degradación y envilecimiento de
la población es una masa poderosa y monolítica que ya está consubstanciada con su
ser. Pretender cambiarlo es inútil. Todo el que lo intente será devorado. El mejor
maestro de primeras letras no es el catedrático magnifico. Nunca te habrán de
entender. Serás sacrificado inútilmente. Se hará de tu fracaso escarmiento. Por los
momentos se ríen a tus espaldas. Pronto lo harán de frente. La vida se te hará
imposible. Esto no es país para ti. Vende todo. Vente con tu familia a vivir conmigo a
España. Nada te hará falta. Aquí perderás tu tiempo. No florece la rosa en el pantano.
Arguyó en contra de lo que decía Francisco Marín de Narvaez; intentó
persuadirlo hablándole de deber y sacrificio. Fue inútil, una semana más tarde tomó
una fragata que a través de La Habana lo llevara a España:
«Nunca más volveré a este maldito país», —le dijo en el muelle.
—Adiós para siempre, Nicolás. Que Dios te bendiga y proteja.
La partida de su amigo aumentó la desesperanza. Aquella mañana que con el
resto del Cabildo espera al Gobernador, carga contra la inmoralidad de las
costumbres, apenas el mandatario comunica a los presentes el matrimonio de la
Infanta María Teresa con el Rey de Francia.[124].
Los capitulares lo escucharon en silencio y con aire escéptico. Al terminar, el
Regidor Decano con aire aburrido preguntó si alguien quería la palabra. Como nadie
la reclamó, se dio por concluida la sesión. Nicolás abatido quedó en su silla curul.
Capitulares y vecinos chisteaban en corrillos a pocos pasos.
—No sé hasta cuándo Nicolás García —opinaba Juan de Ascanio altisonante—
va a continuar hablando maricadas. Cuando se tiene esa cara de lechuzo nadie tiene
derecho a hablar de mujeres ni de inmoralidades. No tiene mérito la austeridad en los

www.lectulandia.com - Página 439


pobres. Si Nicolás García hubiese sido un hombre guapo, yo hubiese sido su primer
discípulo, pero con esa cara y ese cuerpo, que le dé gracias a Dios, como dice mi
esclava Salú, que con tan poco pipí haga tanto pupú. Que cuide mejor a la tal
Melchorana es lo que debe hacer, pues le queda más grande que palio a cabo de
guerra.
Alcanzó a oírlo. Cabizbajo, se preguntaba, camino de su casa:
«¿Cuánta verdad hay en su acusación? Con excepción de Melchorana, sólo tres
mujeres, y con mal final, encontró en su vida. Y no por falta de ardor, pues como
llegaba hasta a quejarse su mujer, era bullente, quemante y vivo. Su fracaso amoroso
—como lo campaneaba el vinatero— era su físico: feo, canijo, narigudo, de mal
color. ¿Si yo hubiese sido hermoso, hubiese sido diferente?».
«No es tanto lo mal hecho que eres —le comentó el Cautivo esa noche— como tu
modo de conducirte. Hablas muchas tonterías. ¿A quién, sino a ti, se le ocurre
hablarle a una hembra de la vida de los santos, del arte militar o de las Leyes de
Indias? Eres temático como un maestrillo. Lento y sin gracia en tu razonar. A las
mujeres hay que sorprender. Si tienes la belleza de Picio, revístete de maldad. Un feo
tenebroso se hace atractivo. Fíjate en los sátiros de la Hélade. Nadie tiene más éxito
con las ninfas que esos viejos ventrudos calvos, con patas de cabra, borrachos como
cubas refiriendo cuentos llenos de licencia. ¡Eres una birria, Nicolás García! ¡Birria
de cuerpo y alma! ¿O es que te has olvidado de lo que te sucedió en La Habana con
Paloma…? Buena que te la hizo».

111. Paloma y los condes de Dabois

Paloma era blanca, de mediana estatura. Con el pelo negrísimo de las andaluzas;
la boca carnosa y los ojos grandes. Felipillo, su sirviente, tuvo una bronca e hirió a un
corchete. Paloma, acompañada de su madre, dama de noble porte, acudió ante él
intercediendo por el fámulo. Le sonrió con intención. Luego de tres requiebros y una
súplica dio orden de encarcelarlo. A la semana estaban de amores. A la siguiente
fueron sorprendidos por la madre jugando a recién casados. Hubo gritos y promesas.
Se habló de honor y reparaciones. Nicolás, engolosinado, fijó esponsales. Diez mil
pesos, sus ahorros de trece años, entregó a su suegra para casa y ajuar. Al tercer día,
en visita de novio formal, se quedó patitieso. Según los vecinos, Paloma, su madre y
Felipillo se embarcaron en la madrugada hacia el Viejo Mundo.
«Entre los que hablamos castellano —díjole esa noche el Cautivo antes de
despertar— no hay mayor desventura que el ser cornudo. Es falta de vigor y exceso
de tontería: dos males inconmensurables para una nación que tuvo por comadrona la
guerra. Astucia y fuerza son los dos brazos del guerrero. Aquél a quien engañe una
mujer, es menospreciable como un manco. Y más cuando pretenda, como es tu caso,

www.lectulandia.com - Página 440


decirnos a los que hicimos a España y a las Indias, esto es bueno y aquello es malo.
¡Anda a que te den por el culo, Nicolás García!».
Dentro de cuatro semanas prescribía su exilio. A los cuatro días de aquello,
haciéndosele insoportable la chacota de los habaneros, tomó una fragata que iba a La
Guayra y se encontró con Melchorana.
¿Y si Melchorana me dejase de amar? —se dijo de pronto con los ojos puestos en
el vacío—. Tiene razón Juan de Ascanio. Ella es demasiado guapa. Cada vez la siento
y presiento más distante y tensa. No hay alegría en su rostro. Son muchas las veces
que la muerde el hastío. Somos una pareja dispareja. Y mi fortuna tan exigua que no
suplo con ella mi falta de apostura, ni esta juventud, que al igual que en los pueblos
serranos, vive en el eterno otoño.
Cinco salvas de corta causa disparó el Cañón de la Cumbre. Por tres veces se
repitieron. La gente detuvo el paso. Resonaron las campanas. El cañón viejo tronó
por veintiuna vez.
«El nuevo Gobernador —se dijo Nicolás— está avistado. ¿Qué suerte o destino
traerá en sus alforjas?».
En doble fila y con expresión atenta, Regidores y Alcaldes ven el esquife
embanderado que del galeón boga hacia el muelle.
Don Pedro Porres, Conde de Dabois y Gobernador de Caracas, pisa tierra.
—¡Presenten armas! —grita el Alférez Mayor.
Es un hombre viejo, alto y pletórico, de expresión serena. Entre los dos alcaldes,
seguido por su esposa, damas y regidores, avanza el Capitán General entre un
callejón de alabardas.
Nicolás, abstraído con Ruperto Bejarano en animada plática, lo alcanza a ver
cuando lo tiene encima. Confuso se arrodilla.
—¡Señor! —dijo a modo de excusa tomando su mano entre las suyas para llevarla
a los labios.
—¡Levantaos, por Dios, amigo mío! —dijo cordial—. Os presento a mi esposa, la
Condesa de Dabois.
Sin salir del atolondramiento, cegado por el sol, tomó para besar las manos de la
Condesa. Saltó brusco apenas tocó aquellos dedos menudos y enjoyados: era Paloma.
—¡Ay! —dijo la novia habanera al desvanecerse.
El Gobernador fuera de si, trataba de reanimarla.
—Llevémosla a la sombra —propuso Nicolás—. Dejadla a solas conmigo, que
entiendo de esas cosas.
Le frotó las sienes con un paño húmedo y oloroso. Apenas abrió los ojos le
susurró impositivo:
—Por vida de Dios, seguid echada y oíd bien lo que os voy a, decir. Veo —añadió
fustigante— que no traéis la menor buena intención para con ese pobre viejo. La

www.lectulandia.com - Página 441


presencia de Felipillo en vuestro cortejo lo dice todo —añadió mirando al falso
sirviente—. Voy a dar orden de que arresten de inmediato a vuestro chulo. Su
prontuario es tan largo y feo como para llevarlo a la horca.
—No, por Dios —suplicó Paloma—. Haré lo que queráis. Pero no le hagáis daño
a Felipillo.
—Ordenadle entonces que retorne en este mismo barco a donde quiera. Y de vos
no quiero ni el recuerdo.
A los pocos días de encargarse del Gobierno, Caracas fue tomada por la fiebre
amarilla, con un saldo de dos mil muertos. El Conde de Dabóis se granjeó el afecto
de los caraqueños por su bondad y diligencia. Tras la epidemia vinieron las viruelas,
sucedidas del vómito negro.
Se extinguía la terrible enfermedad, cuando una invasión de langostas vino para
sumar el hambre al duelo.
Dabois, sin embargo, logró acrecentar día tras día el aprecio y la admiración de
sus gobernados, preguntándose todos cómo un hombre de su fortuna y rango hubiese
aceptado ser Gobernador de Caracas. Hizo traer provisiones de La Habana y Santo
Domingo de sus propios peculios para calmar el hambre que asolaba a la Provincia.
Al año siguiente los piratas pusieron sitio a La Guayra. A pesar de sus años, Porres y
Toledo defendió con valor y denuedo la fortaleza.
Paloma, para alegría de Nicolás, quien terminó perdonándola, se transformó en
digna esposa: atendiendo a los que sufrían, ayudando a los menesterosos y
manteniendo una conducta intachable que atrajo por igual la amistad y simpatía de
Ana María y Melchorana, hasta el punto de arriar en beneficio de su presencia la
hostilidad que a diario arreciaba entre ellas. Reían por igual Ana María y Melchorana
del gracejo andaluz de Paloma, quien hizo pía y remilgosa a la mujer de Nicolás y
picaresca a su recia contrincante: la bigotuda varona.
Paloma, para mayor regocijo y sorpresa de Nicolás, se convirtió en abanderada de
la lucha contra las malas costumbres.
—Estoy de acuerdo —decía esa tarde en la tertulia del Pez— en la necesidad de
acabar con los vicios y las malas costumbres que afean la ciudad.
—Ver para creer —se decía Nicolás—. ¡Grandes son los designios del Señor!
El Conde de Dabois salió de Caracas con lucido cortejo en gira por los pueblos de
su gobernación. A instancias de Melchorana y con regateo de su vecina, Paloma se
hospedaría en su casa mientras durase la ausencia de su marido.
Las dos mujeres charlaban y reían el día entero. «Parece que la alegría de antes
hubiese retornado a mi mujer —se dijo Nicolás—. Hasta el arribo de Paloma,
Melchorana estaba harta. ¡Cuán complejos son los caminos del Señor! —volvió a
decirse—. Jamás pude imaginarme que una malvada, como lo era, encima de hacerse
virtuosa, me devolvería la dicha que ella misma, aviesa y torcidamente, me robó».

www.lectulandia.com - Página 442


A la tercera noche de ser su huésped, Nicolás sintió con angustia rebullírsele
viejas pasiones en mitad de la noche. Paloma, luego de dos años, lo había visto
durante la cena con ojos diferentes. Algo tenían de miedo, deseo y espera incierta.
—«Hala, ya —le dijo de pronto el Cautivo en medio de la penumbra—. ¿Qué
esperas, so babieca? ¿Qué venga a metérsete en la cama? ¿No ves que está chiflada
por ti?».
Caviló entre las sombras. Melchorana dormía. Tres habitaciones más allá estaba
Paloma. La luna estaba llena. Hacía calor. La Dama de Noche apestaba como nunca.
Sigiloso se sentó al borde de la cama. Miró de nuevo hacia su mujer: tenía el sueño
profundo.
Vacilante avanzó entre los cuartos. Largo rato estuvo parado en el umbral.
Palpitaba el corazón. Recordó a Cuba y el caraco​leante jadear de la bella andaluza.
Hizo un esfuerzo y en un impulso se precipitó dentro. La cama estaba vacía.
Confuso y amedrentado se preguntaba, cuando una voz dijo a sus espaldas:
—¿Qué me quieres, Nicolás, que vienes a mi alcoba como ladrón nocturno?
Paloma sentada en el poyo de la ventana, tenia un rosario en la mano.
—Te quiero a ti, bien lo sabes.
—Ya es muy tarde —dijo incorporándose—. Tú mismo lo quisiste así. Ya no soy
la horizontal que conociste. Soy una mujer decente que vive arrepentida.
—Pero…
—No destruyas ahora lo que en mí sembraste. Vuelve a tu cuarto y déjame seguir
rezando.
Sobrecogido por la vergüenza, Nicolás retornó a su alcoba.
Melchorana se agitaba inquieta. Un rayo de luna le daba en la cara. Melchorana
se movía. Melchorana se agitaba. Su cuerpo reptaba. Sus labios se abrían. Palabras
entrecortadas deslizaba. Unas eran de protesta, otras de goce: ¡Déjame! ¡Qué no
quiero! Nicolás la sacudió. Melchorana despertó con expresión turbada.
—Un viejo horrible vestido de turco, abusaba de mi.
—¡Maldito seas! —gritó al Cautivo—. ¡Vete a Jerusalem por tierra!
Luego de la noche frustrada, abrió sin reservas su corazón a Paloma. La
pelandusca que conoció en La Habana, por cada día que pasaba se perfilaba como
una casta y pundonorosa mujer.
Ana María disfrutaba como nadie de sus gracias y picardías, obligándola a hacer
el almuerzo en su casa, decidida a disfrutar de su compañía todo el tiempo de
ausencia del Gobernador. Los hijos de Ana María, José Juan y Jorge, reían como ella
de las ocurrencias de la andaluza y en particular José Juan, robusto y bien parecido
mocetón, «que por los vientos que soplan, como decía Paloma con su ceceo, cuando
llegue a grande habrá de volverse huracán, arrancando de su tiesto a todas las mozas
de la Provincia». El muchacho la miraba con bullicioso desenfado, en tanto que Jorge

www.lectulandia.com - Página 443


la veía a hurtadillas, cegado por las ganas y la timidez.
—¿Y qué le vamos a hacer a Micifuz? —preguntó Paloma acariciándole el pelo
—. ¿No tienes novia, Jorgillo?
—¡Dios lo ampare, Paloma! —protestó Ana María— ¡qué no está para esas
cosas!
—¿Qué no está? —respondió burlona—. En días pasados lo vi echándole unas
miradas a esa mulatilla tan guapa que tienes de doncella, que si hubiese sido esperma,
la derrite. ¡Qué fuego, hija de mi alma, el que desprendían sus ojos!
—Déjate de cherchas, mujer. Son unos niños virtuosos que mantienen incólume
su preciosa castidad.
Un alarido en la casa del Pez que Escupe el Agua saltó la pared medianera,
despertando a Nicolás en medio de la siesta.
—¡Horror! ¡Espanto! ¡Abominación de Satanás! —gritaba Ana María.
A medio vestir y esgrimiendo su pistola, salió al patio del samán. Ana María
hipeaba echada en su cama. Jorge en un rincón miraba el suelo con expresión
aterrorizada.
—¿Pero, qué es lo que pasa?
—Sorprendí al muy canalla revolcándose con la mulatica en el cuarto de los
santos. ¡Dios me ha vuelto a castigar! ¡Es Rodrigo Blanco, su padre redivivo! ¡Es el
Águila Dragante quien retorna! ¡Pronto mi casa será un burdel! No habrá negra y
mulata en mis haciendas que no conozcan el fierro del amo. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué para
tener un hijo así, prefiero muerto!
Jorge, paralizado y tembloroso, dijo: ¡Uuuuuuu! y cayó al suelo derribado por un
ataque de alferecía.
Tres días estuvo inconsciente repitiendo las palabras de su madre. Ana María, ni
por eso, quebró su severidad, obligándolo a usar cilicio por tres días y ayuno y
comunión diaria por otros cuarenta.
—Es demasiado —protestó Nicolás, quien le dedicaba una hora diaria de
monsergas a objeto de hacerle ver el crimen que significa que el Amo haga uso de sus
siervas.
—Nada es demasiado —le respondieron Melchorana y la esposa del Gobernador
— para expulsar de esta casa al demonio de la lujuria.
—Es una lástima que la pobre Ana María siembre tanto mal en sus hijos y en
especial en José Juan, un muchacho tan guapo que parece un dios pagano. ¿Te has
fijado cuál mira el muy descarado?
—Con ése no hay cuidado de que Ana María se salga con la suya. Que yo sepa,
ya se ha raspado a todas las negritas del vecindario. Y tú, ten cuidado, porque en los
ojos se le ve que ya no aguanta caerte encima.
—Jesús, mujer. ¡Qué es un niño! Apenas tiene 15 años.

www.lectulandia.com - Página 444


—¡Niño!, ¿y tiene un pipisote así?
Con las campanas de medianoche Paloma despertó con sensación de angustia.
Dos ojos rojos la miraban desde el suelo. Absorta en la cola del gato, atravesó la casa
de Nicolás, salió por la puerta de Soledad y entró a la casona de Ana María.
En la Fuente del Pez alguien se bañaba bajo la luna.
—¿Tú? —le dijo al despertar en medio del agua.
—Si —le respondió besándola de nuevo.
Ana María y Nicolás, como hacen todas las tardes, platican sobre lo divino y lo
humano en el Gran Salón de los Retratos, mientras mordisquean golfios, buñuelos,
coquito, cachapas y queso de mano. José Juan con aire contrito entra al salón y sin
preámbulos les espeta:
—He decidido abrazar el sacerdocio…
—¡Pero niño…!
—Estoy asqueado de este mundo pecador; quiero apartarme de él y dedicarme a
la oración.
Semanas más tarde ingresó al convento de los capuchinos.
—¡Qué varilla! —se dijo Ana María al verlo partir— yo a quien quería de cura
era a Jorge y éste para remonta y cría. Pero ¿quién entiende los secretos designios del
Señor?

—Amigos míos —dijo el Gobernador a los vecinos principales—. Os tengo una


gran noticia.
—¿Qué será? —preguntó el coro.
—Que al Rey de Francia —prosiguió con expresión demencial— le gusta el
chocolate.
—¿Y qué hay con esto? —preguntaron a su vez Francisco Mijares, Juan de
Ascanio, padre e hijo, Agustín de Herrera y Luis de Bolívar.
—Que si en el mundo se hace lo que dicte Francia y en Francia lo que diga el
Rey, es de suponer que el chocolate se pondrá de moda y que por esta vía la fortuna
caerá a raudales sobre vuesas mercedes. Fue nuestra Infanta María Teresa —continuó
Porres y Toledo— la que al casarse con Luis XIV hace tres años[125]introdujo en la
corte de Francia el chocolate.
—¿Será por eso —preguntó Lovera Otáñez— que de un tiempo a esta parte los
holandeses han comenzado a comprarnos el cacao antes de la cosecha?
—Por eso mismo, amigo mío. Observad que ya estáis exportando casi 10 000
fanegas a 80 reales. Pero eso no es nada ante la verdadera sorpresa que os tengo.
Hace más de diez meses envié a la corte de Francia diez fanegas del cacao de Chuao,
donde vuesas mercedes y en particular los Blanco Mijares tienen tan excelentes
plantaciones. La persona a quien iba dirigido mi presente está muy cerca del Rey Sol,
quien por su intermedio probó el delicioso brebaje. Su Majestad estalló de deleite

www.lectulandia.com - Página 445


apenas aquel chocolate rozó sus labios, declarando, por decreto, que el cacao de
Venezuela, y en especial el de Chuao, es el mejor del mundo. Vedlo por vosotros
mismos a través de estas cartas:

Y Su Cristianísima Majestad —decía una letra de mujer— quedó tan a gusto con
el chocolate que tuvisteis a bien mandarme, que ordenó de inmediato a Racine, uno
de los mejores poetas de la Corte, que lo celebrase en versos…
Y Su Católica Majestad—decía una cursiva masculina— os ordena por mi
intermedio, que le enviéis quinientas fanegas del cacao de Chuao, con objeto de
hacerlo llegar como presente al Rey de Francia…

—¡Viva Chuao y la Reina María Teresa! —gritó Agustín de Herrera.


—¡Viva! —clamaron todos.
—¡Seremos ricos de aquí en adelante! ¡La fortuna se volcará sobre nosotros! ¡La
dicha nos sonríe! —afirmó patético Santiago Liendo.
—No lo deis por cierto, querido amigo —observó socarrón Nicolás García—. La
dicha no siempre se acrecienta con la fortuna. Debemos prepararnos espiritualmente
para ser ricos.
—Bah —observó Juan de Ascanio, el Viejo—, tú siempre con tus pavosidades.
¿Cuándo has visto tú a un rico triste?
El último año del mandato de Porres y Toledo[126]se tradujo, como bien lo había
supuesto, en grandes ingresos para la Provincia, aunque oficialmente las 10 000
fanegas de los años anteriores se redujesen a menos de 1 500. Los holandeses de
Curazao en vez de 80 reales, lo pagaban a 240.
—La codicia rompe el saco —dijo Nicolás a los municipales—. Por lerdos que
sean el Rey y el Gobernador, no se van a comer el trazo de que en el momento en que
la demanda de nuestro cacao aumenta, la producción se reduce en 4/5 partes.
—Bah —volvió a replicarle Juan de Ascanio con el apoyo de los Ibarra y de los
Liendo.
—No, mis amigos —replicó Nicolás—, no creáis que de aquí en adelante haréis
lo que a vosotros os venga en ganas. Poderoso caballero es don dinero y si tras él va
el ladrón, no muy lejos sigue sus pasos el juez y el alguacil.
Ese año se fundó el Seminario con teología, filosofía y gramática. Nicolás García
fue elegido por unanimidad, Catedrático de Filosofía, y José Juan, ya con un año de
claustro, sorbió sus enseñanzas con el oído sediento.
A propuesta de Nicolás, el Cabildo en pleno, lo que no había sucedido jamás,
dirigió una solicitud al Rey pidiéndole que prolongase por otros periodos el mandato
de Porres y Toledo.
En octubre, para desdicha de todos, llegó una carta de la única hija del Conde de
Dabois en su primer matrimonio: había quedado viuda recientemente, contaba los

www.lectulandia.com - Página 446


días que faltaban para el retorno de su padre y de su amantísima esposa Paloma, a
quien estaba ansiosa por conocer.
Una semana antes de la partida, el Conde de Dabois fue de casa en casa
despidiéndose de sus amigos.
Ana María rodeada de sus hijos, lloró amargamente al despedirlos. Jorge, a los
diecisiete años, seguía tan feúcho y tímido como siempre. José Juan, de seminarista,
le besó la mano a Paloma con los ojos bajos. Matilde, ya de novia con uno de los
hijos de Manuel Felipe Tovar, le hizo una genuflexión de corte.
Nicolás García al despedirse, la vio a los ojos y le dijo sentidamente:
—Gracias por haberme enseñado algo.
Paloma bajó los ojos y siguió de largo. Al pasar junto a la fuente, el Pez comenzó
a pitar con furia ululante. Y se sacudió con tal vigor, que de no haber estado sujeto a
la base hubiese saltado como un róbalo.
Todos se estremecieron y se persignaron al verlo teñir el chorro de rojo escarlata.

112. Pide cacao, el Rey

El 20 de diciembre Garci González de León, Gobernador de Provincia llamó a los


capitulares con urgencia: tenía algo grave que comunicarles. Con aire contrito les
informó que Don Manuel de Porres y Toledo, Conde de Dabois, había muerto víctima
de una tragedia. Al mes de haber llegado a su castillo de Onarra, su gentil esposa, la
inolvidable Paloma, había sido cruelmente asesinada de veinte puñaladas,
apareciendo su cuerpo al descampado. El Conde, no pudiendo resistir tan cruel
sufrimiento, entregó su alma al Creador tres meses después de tan desventurado
suceso. González de León mostró a los presentes la carta que el Cabildo de Caracas
enviaba en participación mortuoria a la hija y heredera del finado: Ana, Condesa de
Villiers. Otra carta reabierta por González de León, hablaba de un terrible vampiro
aparecido en los predios del antiguo Gobernador de Caracas.
—Desde el Conde de Dabois —referíale esa tarde Jorge Blanco a Don Feliciano
Palacios— comenzó la era del cacao que hoy nos tiene en tal difícil situación.
El cacao puso a nuestra provincia a valer; pero como en todo, a una ventaja
sobrevino una dificultad, una presencia a una ausencia, un mal a un bien.
El chocolate hizo de Caracas, una de las provincias más prósperas del Imperio.
De seis mil y pico de fanegas que exportábamos en tiempos del Gobernador Porres y
Toledo, habíamos duplicado la cifra hacia 1678, año en que viajé por primera vez a
España. Nuestros ingresos, por concepto de exportar cacao a México, eran de 4 000
000 de reales. Nuestras modestas casas se refaccionaron con lujo. Se trajeron finos
muebles de España y numerosos artesanos se trasladaron a nuestro país en busca de
fortuna. En esos años terminamos de empedrar las calles del cen​tro; fundamos el

www.lectulandia.com - Página 447


Seminario Tridentino; se construyó el Cuartel San Carlos y se dotó a La Guayra y al
camino de los Castillitos de las defensas requeridas.
En sociedad con el marqués de Mijares, mi familia llegó a tener hasta once barcos
para llevar el cacao a Veracruz y también a Curazao, por debajo de cuerda.
El enriquecimiento de los vecinos muy principales, pobres como ratas, aunado a
la omnipotencia que por comodidad permitieron los reyes, hizo de ellos unos
ensoberbecidos y arbitrarios, como no se dieron nunca en España durante el
medioevo. La autoridad de los gobernadores no contaba para nada. Los Veinte Amos
del Valle eran pequeños reyezuelos que hacían en toda la Provincia lo que les daba la
perra gana, aparte ser soberbios y desconsiderados. Sus siervos eran menos que
animales.
Al igual que en los primeros tiempos de la conquista, disponían de las mujeres
ajenas, cual si fuesen cosa propia. De aquel hacer y deshacer hijos vino una orgía
multicolor, que si las leyes de Indias trataron erróneamente de acuartelar, los Amos
del Valle llevados de una extraña soberbia llevaron a los extremos más increíbles.
Ello fue debido, a mi entender, a las humillaciones que por más de un siglo les
hicieron las águilas chulas.
Con el auge del cacao y de nuestra riqueza dos males se produjeron: el
incremento de los ataques piratas en un principio y un enfrentamiento severo con la
corona, como lo que estamos padeciendo en estos días con el Gobernador Portales y
Meneses.[127]El año de la muerte de Su Majestad Felipe IV[128]los franceses tomaron
a Maracaibo y Gibraltar. Desde entonces nos cogieron de piñata. Al año siguiente y el
que sigue, los de La Tortuga y el olonés, cayeron nuevamente sobre la ciudad del
Lago, que en ese entonces era parte de la Provincia de Venezuela. Cuando una
delegación del Cabildo viajó a la corte a fin de solicitar mayor protección,
respondieron que nos las arreglásemos como pudiésemos. Finalmente, y luego de
mucho rogar, accedieron a enviarnos tres pesados galeones, La Flota de Barlovento,
siempre y cuando la costeásemos de nuestro peculio.
En el 68, Henry Morgan, luego de poner sitio a La Guayra, tomó a Puerto
Cabello. Hizo otro tanto con Trujillo. A finales de 1670 la Sociedad Filibustera
reorganizada por Morgan era tan poderosa que llegó a saquear a Panamá, la
inexpugnable. A causa de los piratas vivíamos en la zozobra. Y como la necesidad
tiene cara de hereje, terminamos por aprender a defendernos, lo que ha dado lugar a
esa pericia militar, que si todos encomian, yo veo como raíz de muchos y largos
males.
El cacao venezolano hacia los tiempos en que se construía el Cuartel San
Marcos[129]comenzó a sufrir una seria competencia por parte del guayaquileño, que si
era de muy inferior calidad, era mucho más barato.
Un año antes de fundarse Maiquetía,[130]habíamos obtenido del Rey el privilegio

www.lectulandia.com - Página 448


de monopolizar la importación mexicana de cacao. Tanto el Virrey como los
comerciantes hicieron caso omiso de la real prohibición y continuaron en su ruinoso
tráfico con Guayaquil.
En 1678 la situación financiera era para nosotros tan irregular que, por orden del
Cabildo, varios principales viajamos a España para presentar nuestras quejas al Rey.

Jorge Blanco, Herrera y Mijares fueron recibidos al día siguiente de llegar a


Madrid por el padre Reluz, confesor del Rey, hombre de aguda inteligencia y
proporcional simpatía.
—Descuidad, amigos —respondió con aire apacible tan pronto quedó enterado
del problema—. El cacao venezolano, y en particular el de Chuao, no sólo es el
preferido de Su Majestad, sino del mismo Rey Luis XIV, hasta el punto que son más
de cuatro los mensajeros especiales enviados a nuestro Rey suplicándole le envíe
algunos sacos del precioso fruto que el Señor ha querido se den en vuestras
propiedades.
Y levantando la humeante taza del aromático brebaje, añadió:
—Mañana mismo informaré a Su Majestad y a Su Consejero, Don Juan de
Austria, que como bien sabéis es hijo bastardo del finado Rey Felipe IV.
Sin ocultar la antipatía que sentía por el bastardo, añadió:
—Es un tipo de cuidado y muy afrancesado.
Luego de tomar otro sorbo de chocolate, dijo con timbre de acierto:
—Y para ir sobre seguro hablaré también con Don Diego de Baños y Sotomayor,
predicador de Su Majestad y canónigo de Cuenca.
Diego Baños y Sotomayor dijo a Jorge luego de un largo coloquio:
—Nunca hasta la fecha había conocido a un hombre nativo de las Indias que a
vuestra edad tuviese de ellas ideas tan claras y precisas. No os auguramos éxito, sin
embargo, mi querido amigo. Vuestra mayor dificultad serán vuestros compatriotas y
las personas con los que habréis de compartir la ducción. Estáis demasiado lejos de lo
que para ellos es el problema y la solución. No os entenderán nunca.
—Ya lo he sufrido, al igual que mi padre espiritual, Don Nicolás García de la
Madriz —respondió Jorge entre cohibido y jubiloso por el halago.
—No creáis que aquí las cosas son muy diferentes. Los que conducen a España, y
entre ellos Don Juan de Austria, no están a la altura del momento histórico. El país se
sumerge en la decadencia. El Rey de Francia, en la práctica, lo es de España. La
corrupción administrativa, la sed de lucro y la ignorancia jaquetona y suficiente nos
llevará indefectiblemente a la ruina. El Imperio toca a su fin.
Fray Antonio Reluz advirtió que faltaba poco para ser recibidos en audiencia por
el joven Rey Carlos II.[131]Jorge sentía gran admiración por el Monarca y su férreo
ascetismo.
—Hay gobernantes —decía Jorge camino de la audiencia— que ante la vista de

www.lectulandia.com - Página 449


una mujer hermosa son capaces de llegar a los extremos más increíbles. De ahí la
importancia que insospe​chadamente adquieren en política los trotaconventos.
Fray Antonio Reluz y Don Diego Baños estallaron de risa.
—¿Qué os pasa? —preguntó amoscado—. ¿De qué os reís?
—Nuestra Sacra y Cesárea Majestad —dijo Fray Antonio Reluz— por obra del
Maligno, dista mucho de ser quien os imagináis. Nació enfermo y malenconioso. Su
inteligencia no es mayor que la de un niño. Sufre de alferecía y sus compañeros son
enanos y frailes de los más torpes que existen. Por más que tenga diecisiete años bien
cumplidos, es Rey en apariencia. Su madre, Doña Mariana de Austria y Don Juan de
Austria, su medio hermano, son los que a partes iguales y en eterna disputa,
gobiernan. El problema de España, antes que la castidad del Rey, es por el contrario
su ausencia de apetitos. De lo que se infiere que a menos que medie un milagro, la
Casa de Austria quedará acéfala y subirá al trono Luis XIV de Francia que, por
esposo de su hermana María Teresa, es su más próximo heredero. Veréis ahora la
pesadumbre que tenemos todos.
—La reina madre —señaló el canónigo— anhela casar a nuestro Rey con una
princesa austríaca; en tanto que Don Juan de Austria quiere que sea con María Luisa
de Orléans, sobrina del Rey de Francia y disoluta como ella sola. Tenemos noticias de
que el Rey Sol le hizo coser el virgo luego de hacerla folgar a sus anchas y verificar
que es tan estéril como una mula para engendrar hijos.
—¡Callad, por Dios, que ya llegamos! —exclamó Fray Antonio Reluz a pocos
pasos de un espacioso salón abarrotado de cortesanos.
Jorge, asombrado del lujo de la estancia y del atuendo de la gente, mira y remira
incansable de un lado a otro. En las sillas de enfrente, Herrera y Mijares, no menos
asombrados, le expresan su asombro con ojos y dedos.
Más de dos horas llevan de espera. «La puntualidad es la cortesía de los reyes» —
le recuerda el canónigo ante una leve señal de impaciencia por el crecido número de
personas que esperan audiencia, pavoneándose entre lujosos trajes y con gentil
prestancia.
La puerta que da al vestíbulo se abre bruscamente. Un caballero ricamente
ataviado sale por ella. A su paso todos se ponen de pie y se inclinan con reverencia.
—¡Es el Duque de Alba! —susurra Fray Reluz—. Varias veces Grande de
España. Mi candidato a Rey por españolazo y por machazo.
Una mujer de un rubio rutilante, suntuosamente trajeada, entra al salón en sentido
contrario. Los ojos del Duque se iluminan de alegría. Haciendo caso omiso de los
presentes le estampó un ruidoso beso en la mejilla.
—¿Pero mujer, de dónde sales?
—Llegué hace dos días de Francia —respondió cristalina.
—Es la Condesa Ana de Villiers, señora Feudal de Onarra, dama de compañía en

www.lectulandia.com - Página 450


un tiempo de la Princesa María Teresa, Reina de Francia. Su padre fue Gobernador de
Venezuela, Don Pedro Porres y Toledo…
—¿El Conde de Dabois? —exclamó Jorge, casi sin creerlo.
Fue muy querido en Caracas, al igual que su esposa Paloma. Trágico fin el de la
condesa… ¿Sabíais algo sobre lo sucedido?
—Esa es una tía de marras —añadió Fray Reluz sin responderle—. Espía del Rey
de Francia y manceba del Bastardo, que la envió en delegación a Francia hace pocos
meses con objeto de ultimar los detalles del matrimonio con la pérfida María Luisa.
La condesita luego de cambiar zalemas con el de Alba, entró sin vacilar al
despacho de Don Juan de Austria.
—Dime ahora, ¿cómo está nuestro hijo Juanico? —pregunta el Bastardo a la
condesita.
—Hecho todo un hombre. Lástima que no pueda llamarlo hijo, ni llevar tu
nombre ni el mío.
El rostro de Don Juan se torna levemente sombrío.

Fue hace veinte años. Venia de Francia de ultimar el matrimonio de su hermana


con Luis XIV. A su paso por Onarra decidió alojarse en el Castillo del Conde de
Dabois. Ana, que en ese entonces era una chiquilla, se enamoró de él perdidamente.
De aquel impetuoso encuentro salió embarazada sin que pudieran matrimoniar por
razones de estado. El Conde de Dabois, viudo en aquel entonces, amaba con efusión a
su única hija. Don Juan asomó la posibilidad de que la condesita acompañase a
Francia a la futura Reina María Teresa como dama de honor. En medio de la charla y
del chocolate salió a relucir la remota e ignorada Venezuela. Por su pobreza era difícil
encontrar hombres de valía para gobernarla.
—Y el caso es —observó el Bastardo— que por razones tácticas es indispensable
ordenar a tal Provincia, a la cual holandeses e ingleses ambicionan por su importancia
estratégica. Si Venezuela cae en manos de otra potencia, la seguridad de España en el
Caribe está amenazada.
—Pues yo os hago una propuesta concreta, señor Don Juan —dijo súbitamente el
conde—. Si mi hija es aceptada como dama de compañía de la Infanta, estoy decidido
a ser el Capitán General que Su Majestad quiere para esa Provincia.
—¡Señor! —respondió sorprendido Don Juan—. Un hombre de vuestra
importancia, Gentilhombre de la Copa del Rey, Caballero de Santiago, Conde de
Dabois, Señor de Onarra…
—Vizconde de Booyo —prosiguió sonriendo el conde arreba​tándole la palabra—.
Señor de Villanueva, Conde de la Torre, Marqués de Temeroso…
—Que aceptéis en ser Gobernador y Capitán General de la más pobre Provincia
del Imperio… es el más grande tributo de amor que súbdito alguno le haya ofrecido a
mi real padre.

www.lectulandia.com - Página 451


A las tres semanas llegó la respuesta de Felipe IV. Don Pedro debería embarcarse
de inmediato para Venezuela y Ana a la corte.
A comienzos de marzo[132]padre e hija se despidieron a las puertas del Palacio
Real. A mediados de mes, el conde de Dabois llegó a Cádiz para embarcar. En la
misma fonda donde se alojó, conoció a Paloma en su nuevo papel de «rica viuda
inconsolable de paso hacia sus posesiones de Jerez de la Frontera». El Conde otoñal
sucumbió a sus encantos, ofreciéndole, en un arrebato hacerla Gobernadora de
Venezuela.
La condesita se las vio negras para ocultar su embarazo en la corte. A los seis
meses solicitó dispensa para trasladarse a Onarra. Con la ayuda de su aya, una recia
vasca, casada con un marino de apellido Aristeguieta, parió un varón, a quien se hizo
pasar por hijo del aya y de su marido. Fue desquiciante para la condesita separarse de
su hijo.
La vida disipada que llevó en Francia, la doble pena que arrastraba por la pérdida
del hijo y de Don Juan, sus excesos amatorios y alcohólicos, redondearon la locura
sensata que la rondaba y que estalló depredatoria y fustigante apenas retornó a Onarra
y vio de nuevo a su hijo. Los Aristeguieta se negaron en redondo a que Juanico, salvo
uno que otro día, se fuese a vivir al castillo con su madrina, como lo reclamaba la
condesita. Harta ya de tenerlo a cuenta gotas, decidió, valida de un bebedizo, salir de
los enojosos padres adoptivos. Como madrina amorosa que era, y huérfano el niño, se
lo llevó de una vez consigo dándole trato de madre con el rango y educación que
había de merecer.
Don Juan de Austria pregunta:
—¿Y qué hace Juanico?
—Lleva dos años de subteniente en la frontera. A ver si haces valer tus artes y lo
trasladas a la Corte, y en especial ahora que pienso instalarme en ella junto con
nuestra amada María Luisa.
—El pobre Juanico… —comentó el bastardo.
Antes de marcharse dijo Ana:
—A propósito, Su Majestad Luis XIV te ruega le envíes a la mayor brevedad
cacao de Chuao. Se desvive por él. ¿Te acuerdas que fui yo quien se lo di a probar
cuando mi padre gobernaba en Venezuela?
—¡Qué casualidad! —exclamó Don Juan de Austria—. Afuera, precisamente,
espera una delegación de Caracas, entre los que está el dueño de las famosas
plantaciones.
Y como ya se marchaba gritó al ujier:
—¡Qué pasen de inmediato Don Jorge Blanco y Mijares y sus acompañantes!
Jorge y sus compañeros iban presos de viva emoción camino del salón del trono.
Pero mayor impresión sintieron cuando Car​los II, Rey de España y Emperador de las

www.lectulandia.com - Página 452


Indias apareció de pronto al abrirse el inmenso portal. Los caraqueños antes de
arrodillarse, dieron un paso atrás, abatidos por la sorpresa.
¡Su Cesárea, Católica, e Imperial Majestad! más que enteco y canijo, era un
enano monstruoso. Tenia el cráneo puntiagudo; la quijada prominente; entreabierta la
boca por no encajar las dos filas de su dentadura. La mirada privada de luz. La voz
chillona e infantil.
Luego de las presentaciones y actos de acatamiento, Jorge, a nombre del Cabildo,
expuso el problema que aquejaba a su provincia con motivo del cacao guayaquileño.
El Rey, mientras hablaba, lo miraba con aire ausente. De pronto se enderezó en el
trono. Se inclinó hacia adelante. Puso la mirada rígida. Abrió la boca.
—¡Le va a dar, le va a dar! —gritó desconsolada una mujer alta y gorda, la
Condesa de Terranova, aya del Rey.
Jorge Blanco saltándose la etiqueta, de un salto hizo oler a Su Majestad un frasco
de olor rancio que usaba para cortar los ataques de epilepsia. Carlos II dio un
respingo. Movió de nuevo los ojos. Retornó el color a la cara. Y con él una sonrisa.
—¡Cuán maravillosa es esa pócima que tienes contigo! —le observó risueño a
Jorge, disolviéndose de inmediato las caras agrias que lo envolvían por haber tocado
a Su Majestad.
Jorge dio cuenta al Rey de padecer su mismo mal. Simpatizaron, intercambiando
impresiones por largo rato sobre la enfermedad que aquejaba al súbdito y al Monarca.
El mal en común dio buenos frutos:
Un decreto del Virrey de México, que afectaba con grave arancel al cacao
venezolano, fue derogado; se ratificó el monopolio de Venezuela en la importación
cacaotera de México y por último, para desgravar a los caraqueños de la gran flota de
Barlovento: Mérida y Maracaibo pasaron a ser jurisdicción de la Nueva Granada.[133]
—¡Bravo, bravo! —clamaron Herrera y Mijares—. Salimos de los maracuchos y
de los andinos de un solo lepe. ¡Viva Carlos II! ¡Viva la alferecía!
Jorge permaneció en Madrid hasta el matrimonio de Carlos II con la princesa
María Luisa de Orléans,[134]intimando su amistad con Fray Reluz y el canónigo de
Cuenca.
La nueva reina de España estaba pronta a entrar en Madrid. Meses atrás se hacían
los preparativos. En la Plaza Mayor se erigían tribunas. Se haría un auto de fe el
mismo día de su arribo a la capital: diecinueve herejes serían quemados vivos en
honor del Rey y de su real consorte.
Súbitamente Don Juan de Austria, en la flor de la vida, como cantaban los ciegos,
amaneció muerto. El rumor atribuyó al veneno y a la reina madre la muerte del
bastardo, con objeto de recuperar el poder que se había llevado el matrimonio con la
sobrina de Luis XIV.
—El trono se le aleja de nuevo al Rey de los franceses —comentaba Fray

www.lectulandia.com - Página 453


Antonio a Jorge—, ¿pero por cuánto tiempo? Lo que prende en una ribera suele darse
en la otra. Los venenos están a la orden del día y no creo que el Rey Sol tenga la
paciencia suficiente para esperar que a Carlos II lo llame a su presencia el Creador.
—Pero ¿estáis seguro de que Don Juan fue envenenado? —preguntó Jorge con
alarma—. ¿No tomaba acaso su triaca o sus polvos de unicornio, como los preconiza
el doctor Laguna?
—Ay, mi querido Jorge. Las vías del veneno son tan infinitas que básteme deciros
que son innumerables los muertos egregios que fueron envenenados por el aliento de
bellas doncellas a quienes desde niñas alimentaron con sales de aconio. Si a esto
añadís la brujería, que está tomando posesión del mundo, y la corte de brujos y
hechiceros que siempre han tenido a mano los reyes de Francia, no me hago ningún
tipo de ilusión sobre el destino de mi patria y de mi rey. Mucho nos critican los
extraños el poder del Santo Oficio. De no haber sido por él, es muy probable que
España ya no existiera, pues todas las potencias infernales se han coaligado contra
ella.
Jorge contuvo una expresión temerosa. Lo que afirmaba el sacerdote coincidía
con una carta de Ana María, su madre, donde le refería cosas espantables sucedidas
en Caracas, que hablaban de la participación del demonio y de poderosas brujas.
María Luisa de Orléans tenía los ojos grandes y rasgados, la boca carnosa, el
cuello alto y largas las crinejas. Se veía hermosa en su palco de la Plaza Mayor, el día
de la quema de los herejes. Ana, Condesa de Villiers y señora de Onarra, cubría sus
espaldas. Jorge, absorto, la contemplaba.
—No creo que dure mucho en la corte —musitó Fray Antonio—. A su Majestad
no le gusta del todo y a la Terranova le da piquiña de sólo verla. Ojalá Su Majestad
recupere su potencia sexual con esta quema. Es cosa buena para los príncipes
víctimas de un hechizo.
En vísperas de retornar a Venezuela, Don Diego de Baños y Sotomayor, el
predicador real, llamó a Jorge:
—Dos propuestas os tengo de parte de Su Majestad y una noticia por parte mía,
que estoy seguro será de vuestro agrado. Por Real Mandato se os confiere el cargo de
Regidor Perpetuo de la Ciudad de Caracas para que veléis por la integridad política
de la provincia. Por la otra, seréis Oficial Mayor del Santo Oficio para que defendáis
la fe, como los nuevos tiempos lo exigen.
Jorge, boquiabierto, sonrió agradecido.
—Y en lo que a mi respecta, me place deciros que he sido designado Obispo de
Santa Marta.[135]

¿Quién hubiese pensado? —se dice Jorge luego de sobreponerse al enfado que le
produjo la lectura de La Historia de Oviedo Baños— que este mozuelo con
pretensiones de historiador seria sobrino de tan grande y querido amigo, a quien Dios

www.lectulandia.com - Página 454


me dio la dicha de verlo llegar cuatro años más tarde, como Obispo de Venezuela. En
1689 murió la reina María Luisa, y dicen que envenenada. El pobre Carlos II casó
con una princesa alemana que le salió tan estéril y casquivana como la otra y
finalmente en 1700 murió el último de los Habsburgo. Luis XIV se salió con la suya
al coronar rey de España a su nieto Felipe V. El nuevo Rey, desde que se arrellanó en
el trono de San Fernando, no ha hecho sino promover conflictos. Trata de reducirnos
de provincia a colonia, con todo lo que de injurioso y dañino presupone para hombres
como nosotros, que nos hemos sentido siempre españoles de alma, cuerpo y corazón.
De continuar esta política expoliadora y desdeñosa, dentro de muy poco nos vamos a
encontrar en un peligroso enfrentamiento que puede dar al traste con la dominación
española en esta parte de América.

«Mi padre previo todo esto» —se dice Martín Esteban arriba de Corre Largo
cuando alcanza a ver la casa de La Marrón.
—¡Qué viva el General Martín Esteban de Blanco y Blanco! —grita un criollo del
estado llano—. ¡Abajo los vascos!
El Gran Amo del Valle sesga el perfil y sacude la mano izquierda sin apartar su
recuerdo.
«Ya lleva veinticuatro años de muerto y empero no ser partidario de rebeliones,
solía decirle a los españoles que de no tener más cuidado, graves problemas habrían
de darle cara en el futuro. Pues así no se trata a los descendientes de los que por
España hicieron suyas estas tierras».
Más allá del Anauco se elevan banderas de humo. Los cañoncitos continúan su
perorata con el cañón viejo. La gente detiene el paso y mira desconcertada. «¿Qué va
a pasar?» —preguntan en silencio bocas y ojos.
Tras un postigo entreabierto Ño Cacaseno lo ve pasar.
—¡Ahí va el hombre! —dice a sus contertulios.
—¡No se los decía yo! —exclama jubiloso el Gobernador Castellanos—. Cayó
mansito el zorro de mis gallinas.
Martín Esteban prosigue calle abajo. Juan Manuel Herrera le sale al paso.
—Pero ¿tú como que estás loco? ¿A dónde vas armado hasta los dientes?
El Gran Amo del Valle le dirige una sonrisa. Sabe que, al igual que Jorge Blanco,
no es partidario de las soluciones violentas.
—Por ahí —responde evasivo y burlón—, voy a dar un paseíto.
—¡Cuidado si te vas a meter con ese isleño alzado! Eso es una locura.
Una mujer gruesa con un chico de unos diez años, se asomaba a una de las
ventanas de la gran casa de la esquina.
«¡Genoveva! —se dijo—. ¿Cuántos años han pasado sin vernos, a pesar de ser
casi vecinos? Genoveva, Antonia, Mojón de a Ocho, la negra Salustia. ¡Qué de gente!
¡Qué de caras! Van y vienen los recuerdos. Y pensar que todo comenzó por aquella

www.lectulandia.com - Página 455


pendejada de echarme al pico a la madre de Genoveva. Mi padre fue víctima de gran
turbación al saberlo. A partir de ese instante la dicha desapareció de su vida para
siempre, llevándolo a la tumba a los pocos meses».

—¡Ay, Dios! —gemía Jorge Blanco aquella mañana en que Ño Cacaseno lo


enteró de que su hijo andaba de picos pardos con aquellas zambas desfachatadas.
Siempre tuve miedo a las mujeres. Desde aquella vez que aconteció lo que pasó
con la mulatica primorosa, como la llamaba Paloma, renuncié por amor a mi madre o
por miedo a ella a toda manifestación de lujuria. Aquel miedo irracional encontró
sustento y doctrina en Don Nicolás y si las últimas razones tienen sus raíces en el
miedo o en el deseo, cuando la fuerza de la gana encuentra la palabra suficiente para
hacernos creer que lo abismal y deleznable es obra de la elevación espiritual donde se
juntan la picazón con las ganas de rascarse.
Don Nicolás era un místico, un ascético de gran poder persuasivo que canalizó y
reforzó el morboso espanto que me producían las hembras.
Don Nicolás, sin duda, era un hombre extraño, lleno de recovecos y complejos
secretos que para su fortuna quedarán en el olvido. Y al saberlos con la luz del
entendimiento me sentí más libre de las cadenas que con mi madre me impuso, pero a
la hora de actuar estaba tan aprisionado como al principio.
Un arrendajo canta en el patio del samán. La alcoba que alguna vez fuese la
matrimonial de Nicolás y Melchorana es parte del inmenso despacho del Regidor
Decano.
Con la barbilla entre las manos se deja ir en lontananza. Dieciocho años tenía
cuando llegó a Caracas la noticia trágica de la muerte de Paloma, y de su marido el
Conde, meses después. A Nicolás le afectó mucho la noticia. Nunca hasta entonces lo
había visto llorar. Recuerdo que por muchos días se la pasó como perro sin dueño
dando largos paseos alrededor de la ciudad.

113. Domingo Marcelino y el insólito funeral

Ya el sol se apaga cuando Nicolás García desciende la cuesta del Calvario donde
le gusta subirse todas las tardes a ver el véspero caer sobre la ciudad.
Caviloso piensa en las últimas noticias sobre el saqueo que una vez más los
piratas han hecho de Maracaibo y Gibraltar.[136]
Son infatigables los enemigos de España, —se decía mirando hacia la ciudad.
—Psst —sisearon a su espalda. Nicolás se volvió en guardia. Un hombre de unos
treinta años, tez cobriza, ojos verdes y buen plantaje, lo miraba sonriente.
—¿Es que ya no reconocéis a los viejos amigos? —preguntó reticente y
confianzudo.

www.lectulandia.com - Página 456


El rostro le era familiar. Había visto esos ojos en otra parte. Eran los de alguien
muy conocido. ¿Quién era?
—Soy vuestro sobrino, Domingo Marcelino —dijo al fin el desconocido—, el
hijo de Bicoco y Marcela, vuestra hermana.
—¡Muchacho! —exclamó Nicolás preso de un vértigo.
—A los dos años de haberos partido vos de La Guadalupe —dijo el inesperado
sobrino, luego de ascender nuevamente la cuesta del Calvario— murió mi padre. Uno
de mis hermanos, habido en una india caribe, se negó a reconocerme como heredero.
Mi madre, tías, hermanos y sobrinos, fueron asesinados. Escapé a través de las
montañas. Al otro extremo de la isla fondeaba un corsario al servicio de vuestro
amigo Guillermo Penn. Por seis años he vivido en Jamaica bajo su protección. Desde
siempre mi madre y mis tías me educaron en la fe cristiana y en​señáronme el
castellano.
Durante estos años —dijo de pronto cambiando al tuteo— completé mi
formación; soy marino y contador. Sólo quiero vivir cristianamente en la patria de
mis padres y de mis abuelos. ¿Me ayudarás?
—Tú serás —dijo Nicolás, luego de cavilar en silencio— el hijo del capitán
español Domingo Rodríguez y de mi hermana Marcela, a quien rescató cuando los
caribes la conducían a Guadalupe. Detesto mentir, pero de no dar con una coartada te
hallarás en dificultades. Ser hijo de un cacique caribe no es ningún blasón. De modo
que olvídate de la Guadalupe. El extraño acento que encierra tu lengua será debido a
tu largo cautiverio en Jamaica. Dime ahora, ¿y cómo llegaste a Venezuela?
—Me escapé del corsario inglés que tomaba agua, anoche, cerca de Los Caracas.
—Diremos que llegaste en el barco que trajo la correspondencia y que acaba de
zarpar.
La llegada del hijo de Marcela fue recibida con alegría.
Melchorana, emocionada, corrió a casa de Ana María a darle la noticia. Al
instante se presentó sacudiente y gozosa con sus cuatro hijos. Jorge, quien tenia
dieciocho años, corrió a casa de los principales a darles la buena nueva. Ruperto
Bejarano se presentó acompañado de Secundina. Adalberto «el Adelantado de los
Rumores», de asomarse y darle un vistazo al sobrino, corrió por las calles como una
lagartija, voceando la noticia de portón en portón. A la hora de haber llegado, la casa
estaba de bote en bote.
Domingo Marcelino causó buena impresión a los caraqueños. Era vivaz,
chispeante y bien enterado. A raíz de la fundación de Port Royal en Jamaica —dijo—
se había despoblado La Tortuga.[137]El cacao se vende en Europa a razón de
cuatrocientos reales la fanega.
—¡Cuatrocientos reales! —exclamó sorprendido el coro—. ¿Y por que nosotros
lo vendemos a 160?

www.lectulandia.com - Página 457


El hijo de Bicoco en medio de la charla sintió agudo escozor en la frente.
Melchorana lo miraba centelleante.
Los visitantes continuaban llegando. Luis de Bolívar, chispeado y alegre, voceó el
nacimiento de su hijo. Se llamaría Juan: Juan de Bolívar y Villegas.[138]
Ana María, quien compartía con Melchorana la anfitrionía de pronto empalideció:
Juan de Ascanio, acompañado de su mujer, acababa de entrar seguido por Salú, la
negra tortuguera…
—Te la traje —dijo la de Ascanio— para que te eche una mano en esta baraúnda
que te ha caído de repente.
—Buena falta que me hace —agradeció Melchorana dirigiéndole una sonrisa
bondadosa a la que todavía seguía siendo una hermosa esclava.
A los cuarenta años conservaba galana la figura, duras las carnes y la sonrisa
blanca.
—Yo no me explico cómo la gafa ésta —ronroneó Ana María— no se da cuenta
de que el sinvergüenza de Juan de Ascanio la tiene de cocihembra.
—Amita lind —dijo Salú dirigiéndose a Melchorana—. ¿Quiré tú te hag un
brebaje sabró pa’ gent tan importan?
—Ay, sí, Salú. ¿Y cuándo es que me vas a leer la suerte?
—Ya ta leí. Suert tú cambiá ahora mism —y sin decir más se alejó hacia la
cocina.
Salú, auxiliada por cuatro esclavos, distribuía entre los invitados los vasos de un
extraño licor.
—¡Ay, Salú! ¡Pero qué rico es esto! —exclamó Melchorana al probarlo—. ¿Y
cómo se llama?
—Amor sabró —respondió la esclava mirando con plena intención a Domingo
Marcelino que estaba a su lado—. E mi regal por tan boní y sabros sobrin.
Melchorana y Domingo Marcelino rieron de las palabras de Salú y por tercera vez
se cruzaron las miradas.
A la medianoche Domingo Marcelino despertó con un sentimiento de espanto.
Dos ojos rojos lo miraban desde el suelo. Embelesado se incorporó del lecho. El gato
salió al patio. Domingo Marcelino siguió tras él. Atravesó el segundo patio, llegó
hasta la puerta que separaba la casa de Ana María de la de Nicolás García.
Traspusieron el portal. El gato de los ojos rojos, seguido por Domingo Marcelino,
cruzó el largo caserón de Ana María. Domingo Marcelino siguió tras él. Al llegar a la
Fuente el gato dio un salto al medio de la pileta. La negra espectral se perfiló en la
noche. Domingo Marcelino corrió hacia ella y se dejó acariciar.
En medio del forcejeo el gato que se hizo negra se le volvió Melchorana.
En el desayuno la observó silenciosa. El gato de los ojos ro​jos la llevó también a
la fuente y le hizo cumplida entrega de Domingo Marcelino.

www.lectulandia.com - Página 458


Con excepción de un velero, Domingo Marcelino se negó a aceptar otros bienes
patrimoniales. En menos de un año se granjeó el aprecio y confianza de los
principales. Se encontraba de paso en Maracaibo cuando Henry Morgan puso sitio y
saqueó a la ciudad.[139]Su valor y abnegación fueron comentados tanto por el
Teniente Gobernador como por todos los vecinos. Al año siguiente cuando los
temibles piratas Miguel el Vasco y el Olonés vuelven a saquear la ciudad, goza de
tanto prestigio que es nombrado Regidor.
Como su fortuna crece y las visitas de gato continúanse repitiendo, se mudó a la
esquina de enfrente, casándose al poco tiempo con una criolla muy principal.
Melchorana, luego del matrimonio de Domingo Marcelino, volvió a la agriura.
Semanas enteras pasaba sin trasponer la puerta de Soledad. Apenas salía a la calle.
Nicolás la veía con aprensión. Tan sólo una persona parecía divertirla: Adalberto, el
Adelantado de los Rumores, que con el tiempo se metió a la misma Ana María en una
manga.
—Nadie como él para hacer los tequeños —decía la gruesa mujer—. Es de verlo
de delantal y pañuelo en la cabeza retozando en la cocina con las mujeres de servicio.
Es deliciosamente frívolo y delicado cual esgrimista para zaherir. Remeda a la gente
que es un portento. Y como Rey de Armas, se conoce al dedillo el origen de toda la
ciudad. Lástima que sea tan afeminado. ¿Tú crees que le gustan los hombres?
—Según San Andrés, todo el que tiene cara de bestia lo es.
—Pero si es tan buen mozo: alto, espigado, bonitos los ojos y las facciones finas.
De no ser por el pelo medio malo, nadie pensaría que es un cuarterón de negro. Es
pulido, educado y se viste bien.
Risas y gritos avanzan hacia el patio. En falsa huida, Adalberto corre hacia el
zaguán, perseguido por Melchorana y Yolanda, la hija de Ana María.
—¡Te agarré! —dijo Yolanda tocándole la espalda.
—Está bien, ahora me toca a mí —dijo desfalleciente el Adelantado.
Y ante la sonrisa benevolente de Ana María siguieron jugando gárgaro malojo.
—Y tan sano que es el dichoso Adalberto. Velo jugando con Yolanda como un
muchacho de su misma edad.
—Además que con Adalberto, Yolanda no corre ningún peligro. Los maricones
son muy útiles para distraer a las mujeres.
Ana María pensó en su hija: gorda e insípida como una auyama sin sazonar. Ni el
español más desastrado ha sido capaz de decirle ni por ahí te pudras.
El mismo día en que un velero trajo la noticia de que los ingleses habían saqueado
una vez más a Maracaibo,[140]Nicolás con el aire abatido se presentó a la casa. El Pez
al verle el rostro adusto y macilento, mugió como toro. Traía la mirada brillante y
confusa; los ademanes nerviosos y esquinados. Ana María apenas lo vio, preguntó
perspicaz:

www.lectulandia.com - Página 459


—¿Pero, qué te pasa, hombre de Dios? ¿Cómo que has visto al diablo?
—Hubiese sido mil veces preferible —dejó escapar derrumbándose en una
poltrona.
—¿Pero qué pasa?
Nicolás tragó grueso; finalmente dijo con voz quejumbrosa:
—Yolanda, tu hija, ha sido seducida.
Silbó incrédulo el Pez.
—¿Estás cuerdo o desvarías, Nicolás García? ¿Quién se ha podido atrever a
tanto?
—Adalberto —añadió con voz grave.
—¿El maricón?
—El mismo que viste y calza.
—¿Cuándo, cómo y dónde?
—Mientras jugaban escondidos. Me lo acaba de contar Melchorana.
—Haré matar al canalla y ella irá a un convento.
—No será posible. Está preñada. No hay más camino que el matrimonio.
A la mañana siguiente, rodeada de todos sus hijos, de Nicolás y Melchorana, Ana
María se enfrentó con su hija vestida de novia.
—Desde hoy has muerto para nosotros —le espetó con rostro de juez impío—.
No volverás nunca más a esta casa, ni tu marido, ni tus hijos, ni tus nietos. Por
herencia de tu padre te corresponden cuatro fincas en los llanos de Guarenas, dos
casas en Caracas, siete en La Guayra y cincuenta y seis esclavos. Si tu marido es un
hombre de veras, trabajador y honrado, que no lo creo, acrecentará tu riqueza. Si es
un vago y mal hombre, como lo ha demostrado, antes de dos años pedirá limosna.
Ahora vete ya, mala hija.
En la puerta de la casa la esperaba Adalberto. A pie, solos y contritos, se
encaminaron a la iglesia de Altagracia, la iglesia de los pardos.
Yolanda Blanco y Adalberto Vivían en La Guayra, en una hermosa casa frente a
la iglesia. Y «el maricón», como lo llamaba indefectiblemente Ana María, si
provocaba mofas a sus espaldas por sus amaneramientos y atiplamiento de la voz, era
muy considerado por los vecinos, por su posición y fortuna y por el gusto a fiestas,
las que era muy dado a celebrar.
El 5 de mayo Yolanda parió su primer hijo. Adalberto quiso celebrar el bautizo.
Nicolás, a pesar de la indignación de Ana María, bajó al puerto acompañado de
Jorge Blanco.
Al llegar a la casa de Adalberto, entraron con paso decidido por el zaguán.
Adalberto charlaba animadamente en el fondo del patio con un zambo descomunal de
unos sesenta años, acompañado de una pardita insignificante, todavía joven.
Nicolás, al verlo, se dio vuelta hacia la calle.

www.lectulandia.com - Página 460


Comentó el zambo en alta voz:
—Pero si no era necesario que Nicolás García saliese como alma que lleva el
diablo. Yo me sé dar mi puesto y ya me estaba yendo.
—Yo soy Ñaragato —dijo con simpatía a Jorge, echándole espontáneo el brazo—.
Y ésta es mi hija, Altagracita. Bueno, ya me voy, porque como dice el dicho, es
preferible faltar que sobrar. Mucho gusto, mijito. Si algún día me necesitas allá en
Ocumare, me tienes a la orden para lo que se te ofrezca.
Y sin decir más salió a la calle.
Ño Ñaragato, como explicó Adalberto, vino especialmente de Ocumare a traerle
un regalo al recién nacido.
—¿Y qué quieres tú que yo hiciera? —le espetó Nicolás a Jorge cuando le
recriminó su actitud—. ¿Se te olvida que ese canalla era el brazo ejecutor de tu padre
y asesino de mi hermano Baltasar, y lo tiró como un fardo en casa de Soledad
Guerrero? ¡Demasiado hice con salirme!
A la caída de la tarde comenzaron a llegar los invitados de Caracas y de los
alrededores.
Los primeros en llegar fueron los padrinos, Ruperto Bejarano y su mujer. Venía el
mulato muy emperifollado. Secundina seguía siendo tan silenciosa y discreta como
antes, haciendo lo indecible por pasar inadvertida.
—Cupertino, mi cuñado, te manda a decir que lo disculpes por no venir, pero se
siente muy mal. Por supuesto que eso es mentira. No se le pasa el guayabo de la
Susanita. Le manda al ahijado este regalo.
Un propio de Ño Miguel entró precipitado a la casa. El seña de Naiguatá,
moribundo desde hace una semana, entro a agonía.
—¡Qué varilla! —dijo Adalberto—. Ojalá que no se vaya a morir el mismo día y
nos eche a perder la fiesta. Ño Miguel ya tiene meses muriéndose con la tisis. Es una
lástima, porque Ño Miguel es mi mejor cliente.
Nicolás García no terminaba de entender, aunque lo sospechaba, en qué consistía
el negocio de Adalberto y que tan pingues beneficios aportaba. Con toda su pereza y
negligencia había triplicado el patrimonio que Ana María le tiró al paso.
Adalberto, además de un almacén para guardar cacao frente al puerto, tenia dos
barcos de cabotaje. En su tienda, abastecida de las mejores sedas, licores y armerías
inglesas, holandesas francesas, estaba la prueba más palpable de que Adalberto
comerciaba con los holandeses de Curazao. Y una vez que le compró a Melchorana
un traje recamado en oro, unas manchas que aparecieron al soltarle el ruedo lo llenó
de preguntas.
Los festejos fueron programados para una semana y Adalberto, como una
mariposa loca, iba de un sitio a otro colmando de atenciones a sus invitados, en tanto
que la hija de Ana María, modosa y esquiva, apenas se hacía presente. Domingo

www.lectulandia.com - Página 461


Marcelino llegó alegre, como siempre, al segundo día de los festejos Luego del
matrimonio de Domingo Marcelino con Juana Vásquez, Nicolás observó con pesar
una inexplicable frialdad en su sobrino. Melchorana, quien le tenía ojeriza,
comentaba:
—Por eso te mira como gallina a guaratara. En cambio con Ana María y sus hijos,
que sí tienen que darle, es una melcocha.
Ya son tres las veces que ha estado de visita allá en las dos últimas semanas y ha
sido incapaz de tocarnos el portón.
Melchorana —se dice— ha exacerbado en los últimos tiempos su amargura. Se ha
vuelto irritable, rebelde y áspera. Es excepcional el día en que lo pasa alegre y es de
hacer una raya en la pared cuando lo besa por iniciativa propia. Vive abstraída y con
el ceño adusto, grita al servicio y a sus hijos por motivos nimios y ante cualquiera
observación reacciona airada.
A José Juan Blanco, el hijo mayor de Ana María, lo odia con saña. El hecho de
que se haya metido a pichón de cura no amaina sus invectivas contra el mozuelo, a
quien tilda de desvergonzado e irrespetuoso.
¿Qué le estará sucediendo a mi mujer?, se pregunta Nicolás.
Domingo Marcelino abrazó con calor y afecto a su tío.
Eso es extraño —se quedó pensando—. Sé que me quiere. ¿Por qué me rehuye?
Es falso lo que dice Melchorana sobre su codicia. ¿Por qué entonces la visita a ella y
me desdeña a mí? ¿Por qué prefiere la compañía de Jorge, que es un muchacho, a la
mía?
—Don Nicolás —dijo Adalberto tocándole por el hombro—, ahí en la puerta está
otro recadero de Ño Miguel. Le suplica que vaya a verlo antes de templar el cacho.
Acompañado de Jorge y guiados por el peón, salieron rumbo hacia Naiguatá, tres
leguas al naciente por la orilla del mar.
Al entrar en la aldea, por el llanto y las plegarias se enteraron que el señor de los
Hervidos acababa de expirar.
Ño Miguel, de muerto, acentuaba aún más su rostro tétrico. A pesar de que sus
tierras, ganados y sembradíos, al igual que su esclavitud, eran extensos y numerosos,
el nieto de Acarantair prosiguió viviendo en la misma casa grande de bahareque y
palma.
Nicolás García, por razones que no se explicaba Jorge y que extrañaban
igualmente a su madre, no ocultaba la viva repulsión que tenía por el zambo, a pesar
de todo cuanto había hecho por él, por Soledad Guerrero y por su familia. ¿No se
cayó a puñaladas con Ño Ñaragato por lo que le hizo a su hermano Baltasar? ¿No fue
el propio Ño Miguel? como le refería Ana María, su madre, quien me trajo con don
Juan del Corro la imagen de la Virgen de la Soledad que hoy se venera en San
Francisco en la capilla que ordenó mi antepasado el Cautivo.

www.lectulandia.com - Página 462


Esa noche fue de gran tempestad. Y como tantas veces ha sucedido, un barco que
venía de España, al chocar contra las rocas de Naiguatá, se fue a pique en un instante.
Una corriente profunda arrastró al barco mar adentro. De él no quedó ni un pedazo de
palo para un remedio. En eso vieron salir del fondo del mar, como si tuviera un
resorte, una caja grande y dentro de ella, sequita y sin un rasguño, la imagen de la
Soledad[141]encargada por el Cautivo.
No sé por qué Nicolás, que no odia a nadie, le tiene tanta tirria. Nunca me lo ha
dicho, pero yo se lo adivino en los ojos cada vez que mientan su presencia.
Don Juan de Corro, Teniente de Justicia, lo enteró de su última voluntad.
—Os ha dejado como heredero universal de todos sus bienes.
—Pero ¿y sus hijas…? —intentó argüir Nicolás.
—Nada de eso habló —respondió el justicia—, aparte que Ño Miguel, que yo
sepa, jamás se casó.
Velaban al muerto entre pocillos de ron, tazas y chocolate. Naiguatá estaba en
silencio. El pueblo en corrillos estatuarios evocaba al ausente.
—Nunca pude imaginar —susurró Jorge— que lo quisieran tanto.
Algo lo impulsa a volverse hacia su derecha. Una mujer, tapado el rostro, mira
con ojos fijos el ataúd. «Son los ojos de…», comenzó a decirse cuando cae el manto
dejando al descubierto el rostro de Melchorana. Ya iba a vocear su nombre cuando un
golpe seco de cañón hacia el oeste reclamó su atención. Cuatro golpes se sucedieron.
—¿Oíste?
—¿Oyeron?
Todos los presentes se incorporaron y corrieron hacia el mar. Los golpetazos en el
horizonte se repetían sin orden ni pausa.
—Ésos son cañonazos —dijo una voz—. Están peleando en La Guayra.
Al amparo de la noche sin luna, Henry Morgan atacó a La Guayra.
—Adalberto murió en el asalto y se dio por muerto a vuestro sobrino Domingo
Marcelino —informaron a Nicolás llegando a La Guayra.
Tres días duró el asedio.[142]Abundaron los muertos de parte y parte. Dando un
vadeo por el cerro llegaron al puerto. Los ingleses echaron sus muertos al agua y los
tiburones se hartaron con ellos.
—A las cuatro de la mañana —refirió Ruperto— estaba la fiesta en todo su
apogeo. Adalberto me pidió que lo acompañase junto con Domingo Marcelino, a
buscar en su barco unas cajas de ginebra. Ellos subieron primero. Oí decir ¡Ay,
carajo! y voces de pelea. Paticas pa’ qué te quiero, me dije y comencé a nadar como
un loco. Eran los hombres de Morgan metidos en el barco. De Adalberto sólo se
encontró de medio cuerpo para abajo. Se le identificó por la esclavita que colgaba del
pie izquierdo. A Domingo Marcelino se lo han debido comer los tiburones.
—Hemos perdido tres amigos —dijo Nicolás a Melchorana cuando salió a su

www.lectulandia.com - Página 463


encuentro—. Adalberto, Domingo Marcelino y Ño Miguel.
Melchorana lloró, para sorpresa de Ana María y Jorge, con sorpresiva congoja.
Sólo Nicolás García supo por qué lloraba con tanta amargura su mujer.
Domingo Marcelino no murió en el combate de La Guayra, como se supuso al
principio. Su final fue aún más atroz: en el desembarcadero de Ocumare de la Costa,
al cual el pirata saqueó como a casi todas las aldeas y caseríos que iban hasta Puerto
Cabello, se encontró su cadáver horriblemente mutilado y con la cara quemada.
Llevaba prendido al cuello un cartón: Por traidor a Henry Morgan.

114. Oh, Cristo de la agonía

Los cañones en cadena comenzaron a tronar. Las campanas se echaron al vuelo.


—¡Arriba y arriba, que viva, que viva! —gritaban por la calle los chicuelos. En la
Plaza Mayor el cohetero del Ayuntamiento hizo estallar sus cargas.
—¡Por fin! —dijo en voz alta Nicolás García.
Cuarenta y siete años sin que un barco viniese de España. Medio siglo entre
sombras. El sol se ha asomado siempre por tras corrales en esta apartada provincia:
de Veracruz, La Habana y Cartagena nos llega en triste rebote su calor.
Barquichuelos, tres puños, míseras balandras costaneras que llevan y traen negros y
mercaderías es nuestro único contacto con la España nutricia e imperial. Hasta tanto
no salió de Caracas en 1641, no pudo darse cuenta del aislamiento de Venezuela. En
la misma Cartagena se sorprendió de lo que era una ciudad bullente, en Veracruz y
México cayó cegado por el esplendor del Virreinato. En él sí había una luz y un color
distintos al de su país natal. La gran flota descargaba dos veces al año en Veracruz.
Españoles con décadas en la ciudad virreinal, decían que no era mucha, salvo la
indiada, la diferencia entre México y la Península. «Pues mire que hay diferencia
entre Venezuela y esto» —se dijo la primera vez Nicolás García. Su primer
encontronazo fue con el idioma. Por más de cinco años se esforzó por hablar
correctamente el castellano, limpiando de su léxico viejas palabras de uso corriente
en Caracas, como chinga, jojoto y echarse un palito y que eran tenidas en México por
insolencias. «¿Cómo vendría a ponerse de moda en Venezuela —se preguntaba una
noche— una palabra tan fea como chinga, que significa prostituta?», cuando don
Alonso Andrea de Ledesma le salió al paso en el sueño: “Ése fue el Cautivo… Mire
que yo se lo dije: No hagáis tal, don Francisco, que no contento con viciar las
costumbres os empeñáis en llenar de lacras nuestro idioma.
El aislamiento de Venezuela ha traído graves consecuencias al desarrollo de este
pueblo, pues si México, al igual que Venezuela, fue conquistada por los desnarizados
de Castilla, las oleadas sucesivas de buenos funcionarios y mejores colonos fueron
limpiando paulatinamente lo que de malo hubiesen dejado nuestros primeros padres.

www.lectulandia.com - Página 464


En cambio en nosotros, al igual que la fruta que se aparta del sol, los vicios primeros
quedaron tan iguales como en los tiempos del Cautivo.
A la caída de la tarde comenzaron a llegar, procedentes de La Guayra, los
primeros viajeros.
—¡Mira quién viene ahí! —gritó Melchorana.
Un anciano demacrado, amarillento y privado totalmente de pelo, avanzó hacia el
grupo con los brazos abiertos:
—¡Francisco Marín de Narvaez!
—¡El mismo que viste y calza!
—Doce años de ausencia. ¡Cuánto has cambiado!
Dos hombres de mediana edad lo acompañaban, junto con una mujer y un chico
de unos doce años.
—Don Pedro Jaspe y Montenegro, caballero de Galicia y mi apoderado general
—enunció el de Narvaez—. Su cuñado don Pedro Ponte Andrade y su mujer doña
María. Y este pillo se llama Pedriño. Pedro Ponte Andrade Jaspe y Montenegro.
—Vengo antes de morir a ver mi patria por postrera vez —le observa Marín.
Marín y sus acompañantes, a instancias de Ana María, se alojan en la Casa del
Pez. Luego de cruzar palabras y trasegar refrigerios, Marín pregunta:
—¿Y cómo está Claudia, mi ahijada? Debe estar hecha una mujer. ¿Cuántos años
lleva?
—Nació en el cincuenta y siete. Ya anda en los trece años.
—Está en edad de matrimoniar.
—Pues mira que no. Su madre era un año mayor que Claudia cuando la conocí, y
sí que era una mujer espléndida; pero tu ahijada me heredó a mí en lo de
achichaguaita. Parece que tuviera diez años. Es muy niña, aunque despabilada como
ella sola.
Apenas la hubo mencionado la chica apareció por el patio. Marín luego de
abrazarla y bendecirla puso en sus manos un collar de esmeraldas que sacó de su
bolso.
—Pero bueno, Francisco —protestó Nicolás—, si así eres con todos tus ahijados
vas a terminar pidiendo limosna.
—Con todos no —respondió grave el aludido—, y tú bien sabes el porqué.
Estoy muy enfermo —le dijo antes de cenar—. Siento que la vida se me escapa y
estoy en deuda contigo. Mi viaje a Venezuela tiene por único objeto el arreglar viejas
cuentas que tengo pendientes. Dentro de un rato quiero hablarte a solas y en presencia
de don Pedro Jaspe y Montenegro.
Y como puedes ver —añadió Marín de Narvaez refiriéndose a un documento que
leía Nicolás—, de acuerdo a la cláusula séptima, mi ahijada no podrá enajenar ni
gravar, ni tú tampoco, la mitad de los bienes que pasarán totalmente a su patrimonio

www.lectulandia.com - Página 465


luego de tu muerte. Hasta tanto no contraiga nupcias o alcance la mayoría de edad, tú
usufructuarás la totalidad de la renta.
Marín legaba a Claudia propiedades por un valor de cien mil pesos.
—¿Pero tú estás loco, Francisco? —exclamó Nicolás con los ojos llenos de
lágrimas.
—No quiero que pases estrecheces, como estoy enterado. Aparte de que yo no
tengo hijos. Y prefiero hacerlo en vida que después de muerto; pues con la cantidad
de hermanos y sobrinos que me están velando, son capaces de anular mi testamento.

115. Traía la muerte en el alma.

Francisco Marín de Narvaez compensó en parte la honda tristeza que dejó en


Nicolás García la muerte de su sobrino Domingo Marcelino. Esa tarde hablaban de
Morgan, quien al igual que el pirata francés Grammont, continuaba asolando los
puertos y ciudades de Tierra Firme.
—El cacao se está perdiendo —afirma Nicolás— y ahora que se está cotizando a
doscientos reales.
—El dinero es lo de menos —añadió con displicencia Marín—. Fíjate en mi caso.
¿De qué sirve mi fortuna? Ni familia tengo. La cambiaría gustoso por tener la mitad
de tu dicha. Cuatro hijos y una buena mujer, como Melchorana, valen más que todas
mis posesiones en Aroa.

A ocho años de aquel día Nicolás piensa con la mirada fija en un Cristo de la
Agonía:
Francisco Marín traía la muerte consigo. Al año murió mi Claudia, a
consecuencia de aquella extraña enfermedad que cogió en Camurí. Se tornó triste,
silenciosa y pálida. Perdió el apetito, la aquejaron los vómitos, se le inflamó el
vientre. Melchorana, testaruda como siempre, volvió a la hacienda cuando me fui a
Maracaibo, que estaba asediada por Morgan.[143]
Francisco Marín me dio la noticia al desembarcar. Melchorana por varios días
perdió la razón. La tomó con el pobre Francisco Marín. Decía que era el diablo y que
se le aparecía con cachos y cuernos. ¡Tan bueno que era! Lloró, como si fuera suya, la
pérdida de mi hija. Al poco tiempo se marchó a Espa​ña, para morir cuatro años
después. Dejó toda su fortuna a una misteriosa hija, Josefa Marín de Narvaez, de
quien nunca habló. A veces pienso que a lo mejor tienen razón los hermanos de
Francisco cuando dicen que todo eso es una mentira urdida por Jaspe y Montenegro
para apoderarse de la gran fortuna.
Julia se me casó, y nada menos que con Sebastián de Urquijo, el hijo de Dolores,
el mismo día en que murió el Gobernador Dávila Girón.[144]El muchacho me llegó

www.lectulandia.com - Página 466


con una carta de su madre: «Nicolás —decíame—, mándame con Sebastián, mi hijo,
lo mejor que tú tengas». Lo recibí con alegría. Lo despedí con tristeza. Se llevó a mi
hija. Nunca más volveré a verla.
Clara Rosa, la menor y última de sus hijas, entró, cimbreante y risueña, al
despacho.
—Algo tengo que decirte, padre.
Nicolás García tuvo un presentimiento.
—El muchacho que me da vueltas quiere hablar contigo para pedirte mi mano.
Y abrumada por repentina vergüenza, ya de rodillas, sumergió la cabeza entre sus
piernas.
Nicolás, en silencio, acarició la cabeza de su hija y miró hacia el Cristo. Con los
ojos vencidos dijo, entre paladares:
—Señor Jesucristo, Dios y Padre, hasta cuándo he de beber el amargo cáliz de la
soledad. Diez hermanos tuve y sin ellos y sin mis padres me quedé en el mundo
haciendo la Eucaristía. Un año apenas duró mi dicha cuando me arrebataste a Elvira.
Por catorce años erré por el mundo y las dos únicas mujeres que logré conquistar con
los menguados encantos que me concediste, para una fui necesidad, señuelo y
pasatiempo y para la otra: caja abierta que al ladrón tienta. Señor Jesucristo, Dios y
Padre verdadero, ya no tengo amigos, ni nunca los he tenido. Paredes de cal y canto
levanté entre sus risas y las mías. No amo lo que a ellos tienta, ni ellos quieren lo que
yo estimo. Al igual que mi padre, al sentirme solo, quise hacer de mi casa templo,
ágora y mercado y llenarlo con hijos de mi carne y simiente. Por eso quise una
familia numerosa. Pero cual araguaney, perdía las hojas luego de florecer.
Dagoberto, mi único hijo varón, es mi cara o mi cruz. Vitupera lo que yo amo y
defiendo. Lo que él admira a mí me provoca repulsión y hastío. Si yo me prosterno, él
se ríe. Si me habla, no le entiendo. Hago vigilia cuando él duerme. Lloro cuando bate
palmas. No hay mayor desventura que no corresponder a quien nos ama. Sus ofrendas
me irritan. Todo cuanto habla y dice llena mi cuerpo y alma de escozor. Nunca estoy
más solo que cuando mi hijo me acompaña. ¡Y ahora, Señor, te me llevas a Clara!
Nunca fue bella como Julia. La hiciste fea y desasistida, pero le diste con creces
su calor y ternura. Al comienzo sentí lástima por ella y por mí mismo. Cuando la
viruela picó su rostro, desgarré mi corazón al verla llorar de pena. Cuando los años
pasaron y los mozos seguían de largo sin detenerse a su vera, sufrí con ella; pero
cuando me percaté de que la soledad era mi destino y pena, ¡perdóname, Señor!, me
alegré por ello; me contenté de su fealdad y sus viruelas. Era el único ser que además
de amarme, me restaba con vida, era capaz de disipar ese terebrante vacío que me
mata lentamente. Ya me acostumbraba a la idea de que a la mitad del estío con su
inclemente reverberar de árbol sin frutos, me diese el calor que a ella le sobraba para
espantarme el frío.

www.lectulandia.com - Página 467


¡Oh Cristo de la Agonía!, me has devuelto a las tinieblas y al desamparo. Tenías
razón en castigarme quitándome a Claudia, pero por tu Divina Madre, apiádate de mí.
Tómame ya de la mano y llévame de una vez ante tu divina presencia.
Nicolás miró a su hija. ¿Quién sino un cazafortuna —se dijo— sería capaz de
amar a mi rapaza con tantos años que le sobran y virtudes que le faltan? Pero ¿qué
importa si así lo fuese?, si al fin encontró la dicha que sólo el amor concede. Dios
ciega a quien quiere perder y también a sus elegidos. ¿Por qué mi Claudia no ha de
pertenecer a los bienaventurados a quien Dios concede la gracia infinita de la
ignorancia absoluta? ¿Qué importa si no la ama? Ella no habrá de saberlo.

116. Nunca saldrás de Ocumare

—Bien padre —reclamó Clara, ruborizada, levantando la cabeza.— Ya te he


contado. ¿Qué me dices a todo esto?
Sonrió Nicolás:
—Basta que tú lo quieras. ¿Cuándo quiere hablar conmigo?
—Lo mas pronto posible —exclamó Clara—. ¿Qué te parece mañana en la tarde?
Más de cinco años tenía Nicolás de conocer al novio de Clara Rosa. Lo sabía
estudiante de leyes. Sabía que era hijo de canarios y de apellido Rodríguez del Toro,
pero sólo hasta ese momento cayó en cuenta de que era el hijo de Juana Francisca, el
nieto de Rodrigo Blanco. Tenía impresas en blando, sus mismas facciones, su mismo
continente.

Para Juana Francisca la vida de casada transcurrió dentro de una languidez


sofocante. Su marido, Francisco Rodríguez del Toro, lejos de lo que ella creía, era un
campesino sin ambiciones. Su mayor placer era jugar a los gallos y a las bolas
criollas en la plaza del pueblo y seducir a las esclavas. Sintió vacía su existencia.
Pasaba las veladas indoctrinando a sus hijos Bernardo y Fermín sobre las cosas de
la lejana Caracas; del traje y costumbres de la gente; de la cortesanía, de la
importancia del abolengo.
—¡Gran Señor Principal! —decía al referirse a Rodrigo, su padre—, a causa de su
segunda mujer, Ana María Mijares de Solórzano, perdí la mitad de la fortuna que me
legó al morir. Algún día, hijos míos, volveréis a Caracas a ocupar vuestro sitio dentro
de los vecinos principales, como os corresponde por linaje y sucesión.
Rodríguez del Toro al escucharla solía reír.
«¿Hasta cuándo dirá embustes Juana Francisca?, se decía soltando una risilla
burlona».
Bernardo, a diferencia de su hermano, era altivo y presumido. Sin que Juana
Francisca tuviera que recordárselo, andaba siempre como un figurín: zapatos con

www.lectulandia.com - Página 468


hebillas, buenos trajes y hasta casaca, con aquel calorón, lo que concitaba las burlas
del isleño. Al igual que su madre soñaba con Caracas. A pesar de la corta edad que
tenía la vez que acompañó a su padre, guardó fiel memoria de todo cuanto vio,
relatándole a Juana Francisca a su regreso, y con todo detalle, desde el traje de los
hombres hasta el ancho de las calles y la suntuosidad de las iglesias.
Juana Francisca sentía por su hijo el mismo embeleso que sintió por su padre. Al
cumplir los quince años y entrenado por el cura de Ocumare de todo cuanto le podían
enseñar, se enfrentó a su marido:
—Creo que ha llegado la hora de que Bernardo vaya a Caracas al colegio de
Santa Rosa. No quiero que se quede borrico entre estos andurriales.
—Pero mujer ¿qué necesidad tiene ese niño de ir a aprender tonterías?, cuando lo
que sabe le basta y le sobra para manejar esta hacienda, que es su único capital.
—Nada, nada —respondió enérgica Juana Francisca—. Bernardo irá a la capital a
recibir la mejor educación.
El saber que dentro de unos pocos años, su hijo, despierto y ambicioso, habría de
labrarse una gran posición que ella respaldaría con todos sus bienes, consoló el
amargor de la ausencia. Cuando llegase ese momento se marcharía para siempre de
Ocumare. ¡Y allá su marido y el bestia de Fermín, quienes al parecer disfrutaban más
con los hervidos de pescado y revolcarse con las negras que con la verdadera vida
que ella tuvo que dejar atrás por culpa de Ana María!
Cada dos o tres semanas, Bernardo le hacía llegar a su madre, a través de largas
cartas, sus vivencias e impresiones sobre la ciudad.
—… Me he hecho muy amigo de Juan Mijares y Monasterios y de Gabriel
Lovera Otáñez, que son de mi misma edad. El primero tiene 15 años y el segundo
16…
Juana Francisca saltaba emocionada, remitiéndole a la vuelta gruesas sumas de
dinero:
Para que invites a tus amigos —escribía—. No escatimes gastos si se trata de
reunirte con gente principal. Obsequia, invita, sé cumplido, generoso. Es la forma
adecuada para que te abras paso dentro del patriciado.
Ayer conocí —decía otra carta— a una chica de apellido Bolívar y a Juan de
Ascanio y Benavides, quien me ha presentado un montón de gente, entre ellos a su
padre, quien dijo haber sido muy amigo de mi abuelo.
Al regresar a la hacienda por Navidad, Juana Francisca lo sintió frío y distante.
No ocultaba su menosprecio. Al padre un día le recriminó, acre, su forma de comer.
El viejo isleño volcó la mesa con platos y cristalería.
—¡Yo como, hablo y camino como me sale del forro de las bolas! ¡No sea bolsa!
Las cartas de Bernardo en lo sucesivo desde aquel día de Reyes en que regresó a
Caracas hasta que retornó en julio, se redujeron a tres, llenas de súplicas y vacías de

www.lectulandia.com - Página 469


amor.
Juana Francisca tuvo miedo al percibirle la profunda indiferencia que sentía hacia
ella y el atroz aburrimiento que le producía el paisaje.
Al despedirlo aquella mañana tuvo la sensación de que se iba para siempre.
—Yo lo vi venir —apuntó su marido— pero como a ti nadie te puede decir nada
me quedé callado. Cualquiera sabe que todo aquel que levante a su hijo dos escalones
más arriba está renunciando a él.
Nicolás García, luego de recuperarse del sobresalto que le ocasionó el nombre de
Rodríguez del Toro, le dijo al mozo:
—Perdonadme, pero una necesidad natural me obliga a abandonaros por un
instante.
Sacudido por la angustia caminó hasta el corral. Con él iban Diego García y
Rodrigo Blanco. Lo vio llegar a su casa. Engañar a su padre. Revivió su muerte en el
aire, la de su madre y hermanos. Escuchó el llanto de Soledad, el de Rosalía, el de Ño
Miguel.
—¡No! —se dijo—. No puedo consentir. Sufrirá mi hija —volvió súbito en
espiral—. La haré desgraciada —dijo mordiéndose el labio—. Ya nadie se acuerda de
lo sucedido. Al odio, afortunadamente, se lo lleva el viento. Nuestros hijos heredarán
nuestros amores, jamás nuestros odios. ¡Perdona a tus enemigos, Nicolás García! —
susurró el cura de Valencia—. ¿Dónde está tu fortaleza y tu pretendida piedad?
Con paso firme llegó a la sala.
—Está muy bien, mi querido amigo. Os acepto como yerno. ¿Tenéis algo que
decirme?
Bernardo vaciló por un instante. Estuvo a punto de decir toda la verdad, pero optó
por decir:
—No, señor.
—Muy bien —respondió seco—. Mañana a las cinco de la tarde vendréis aquí
para que en familia, y luego de haber hablado con mi mujer y mis hijos, nos
reunamos para daros la bienvenida.
A la hora señalada, Dagoberto y Melchorana, sentados con Clara Rosa y su padre,
esperaban en traje de gala a Bernardo Rodríguez del Toro. A los pocos minutos llegó
Jorge Blanco, quien afable le dio un abrazo.
Tras de Jorge llegó José Juan, quien luego de decirle breves palabras se enfrascó
con Nicolás en un intrincado problema de Teología. Bernardo permanecía en silencio
como Clara Rosa, y la bella Melchorana, su madre, lo calaba con manifiesta antipatía.
Dagoberto, de aspecto aindiado y brutal, lo miraba con somnolencia. Los sirvientes
brindaron chocolate y picatostes. Cuando Bernardo llevó a la boca el primer bocado
apareció Ana María Mijares de Blanco, enfundada en negro y con gran paño​lón de
gala. Bernardo se estremeció ante la imponente mujerona, cubierta la barba y el bozo

www.lectulandia.com - Página 470


de pelos verdosos.
—Mucho gusto caballero —dijo. Y luego de verlo de reojo cayó sobre un trozo
grande de torta.
A medida que masticaba Ana María fijaba su atención sobre el pretendiente. De
pronto dejó de comer, irguió el cuello y contrajo las pupilas.
—¿Cómo me dijisteis que os llamabais? —estalló adivinando.
Una ira tenebrante restalló al entender.
—¿El hijo de Juana Francisca?
—Si, señora.
La taza de chocolate se hizo trizas. Ana María de pie y con la mirada brillante le
espetó a Clara:
—Pues quiero que sepas que si llegas a casarte con semejante mequetrefe, que no
es más que el hijo y el nieto de una perdida, olvídate de mi.
Un silencio de tortas y de postres sucedió a su partida. Clara, llorando, corrió
hacia las habitaciones. Melchorana y Jorge azorados, se escurrieron hacia la calle.
—Bueno, Don Nicolás —exclamó Bernardo, resignado— ya sabe quién soy y de
dónde vengo. Supongo que ahora no me querrá de marido de su hija.
Nicolás García sonrió. Con la mirada ausente, y entrelazadas las manos, díjole:
—Si mi hija te sigue queriendo, como yo creo, no veo que exista ningún
inconveniente para que ustedes se casen.
Bernardo Rodríguez del Toro lo miró al rostro: Con razón lo llaman —se dijo—
el Hombre santo del Valle.
La última carta que recibió Juana Francisca de su hijo, fue para participar su
matrimonio con Clara de la Madriz el 28 de enero de 1676.
—Si será mal hijo el muy canalla —gruñó su padre—. Nos lo dice después de
celebrado.
Juana Francisca no respondió palabra alguna. Fulguraron sus ojos con odio
indefinido. Maldijo su destino. Maldijo su origen y maldijo la vida en el momento
mismo en que constató que después de 22 años un nuevo hijo palpitaba.
Dos meses antes del parto murió Rodríguez del Toro, a consecuencia de unas
calenturas cogidas en los manglares de Puerto Cabello. El 17 de septiembre de 1676
Juana Francisca, en la soledad de su hacienda y prendida al brazo de su hijo Fermín,
parió a una robusta niña de pelo rubio y ojos azules, a quien bautizó Catalina, la santa
que fuese pintada por Philipo teniendo por modelo a la bella Adriana.
Juana Francisca vio hacia la cuna.
—Nunca saldrás de Ocumare —dijo con voz sombría, y sin poderse contener,
sollozó con amargura.

117. La manga vacía

www.lectulandia.com - Página 471


Bernardo Rodríguez del Toro tenía el don de ganar amigos. A pesar de estar
privado de gracia y brillantez y de ser tremendamente aburrido.
—De esta madera —dijo una vez Nicolás García a José Juan que se mofaba—
están hechos los grandes mercaderes, buena parte de los altos dignatarios y algunos
ministros. El haber logrado que Dagoberto, mi hijo —señalaba burlón—, se haya
interesado en él, es toda una proeza.
El esquivo hijo de Nicolás miró a su padre imperturbable.
Bernardo vestía impecablemente. Era madrugador y laborioso. Sabía escuchar en
silencio. Hablaba sólo para asentir, sin preocuparle las contradicciones. Tenía genio y
afición por los negocios.
En menos de tres meses no sólo se hizo perdonar por Ana María, sino que hasta
logró que le preparase con sus propias manos un dulce de bienmesabe.
—¡Alea jacta es! —exclamó con regocijo Nicolás al ver entrar a un esclavo con el
postre de la paz. Y más aún cuando tras él aparecieron Jorge y José Juan para hacer la
sobremesa.
Los hijos mayores de Ana María, con un año de diferencia, ya alcanzaban la
treintena. José Juan, canónigo de Catedral, era guapo, bien plantado y mundano.
Jorge era un gigante desmacelado, de quijada prominente, a quien los caraqueños por
contraste con su lujurioso padre, llamaban el Águila Pasmada. Su repulsión por lo
erótico llegaba al extremo de celebrar el ingenio de Carlos II por haber dicho: «Daría
de puñaladas a quien me propusiese una amante».
La actitud de Jorge no correspondía, sin embargo, a su temperamento, como bien
lo demostraban sus constantes galanteos oníricos, donde se le aparecían bellísimas
súcubas que si llenaban su alma de terror y culpa al despertar, le suministraban
envidiables noches de goce —que como afirmaba burlón su hermano— ya las
hubiera querido para preservar su voto de castidad.
—Si derramas tu simiente y con una buena hembra, no andarías con tanta
pendejada. Búscate ya una mujer y deja esa soñadera.
—Mientras madre viva no me he de casar.
—Búscate entonces un cuero…
—¡Descastado, degenerado! ¿Cómo te atreves tú, mal cura, a incitarme a pecado?
Te salva tu doble condición de ser mi hermano mayor y sacerdote para no hacerte
tragar esas palabras.
De la misma opinión era Nicolás García, que Jorge a su edad debía tomar mujer
para casarse. No te angusties por tus sueños. No hay nada de diabólico en ellos.
La actitud de Nicolás García cambió sustancialmente cuando Jorge, que no
cesaba de referir con angustia sus encuentros con las súcubas, le habló de un gato con
los ojos rojos y de una mujer con figura de Arcángel Concupiscente que se bañaba en
la fuente.

www.lectulandia.com - Página 472


¡Ah, caraj! —se dijo para sus adentros rascándose la cabeza— esto sí es serio. Se
le está apareciendo el mismo demonio en forma de súcubo que se me aparecía a mí.
En esta casa hay íncu​bos y súcubos. Yo me los quité de encima usando un sortilegio
africano, que si lo sabe el Obispo me echa a la hoguera. Desgraciadamente no está en
manos practicarlo. Debo hacer algo.
José Juan y Jorge acrecentaron su afabilidad con Bernardo Rodríguez del Toro.
Clara Rosa y Nicolás no ocultaban su dicha al verlos llegar, como lo hicieron esa
tarde cuando servían los postres. Melchorana, por el contrario, aguzaba día por día su
hostilidad hacia los dos hermanos. Tan pronto llegaron metió los ojos en el plato con
expresión agria. Ausente quedó mientras los cuatro hombres y su hija mantenían
animada conversación.
Ana María con acongojada expresión irrumpió en el comedor:
—¡Acaba de morir Juan de Ascanio y Viera![145]
—¡Ay! —dijo Nicolás llevándose las manos al estómago.
—¿Qué fue? —preguntaron todos, con alarma, al verlo empalidecer.
—No es nada de particular —respondió forzando la risa—. Hace días que estoy
de chorrito.
Y sin decir más corrió hacia el corral.
—¿No será mejor que vayan a ver que le pasó a Nicolás? —pidió Ana María.
Estaba desmayado sobre la letrina. Melchorana al verlo gritó enloquecida. Entre
todos lo llevaron a su cama. Lo friccionaron con alcohol. Le hicieron beber vino de
consagrar.
—Es que tengo una diarrea terrible desde hace más de una semana —refirió al
recuperarse—. Ya le consulté al protomédico, pero no da con el mal.
Melchorana proseguía dando gritos. Ana María sin poderse contener le gritó
roncante:
—¡Basta, mujer! ¡Deja la necedad!
Bernardo y Clara se la llevaron entre mimos y arrumacos.
—Creo que voy a morir —dijo sosegadamente Nicolás.
—¡Jesús, niño! —protestó Ana María viéndolo con ojos de consternación.
Tenía los ojos hundidos, el rostro amarillo y la nariz perfilada.
La diarrea prosiguió sin interrupción por ocho días. Era ya un esqueleto de piel
muerta.
—Quiero confesarme —dijo— pero con José Juan.
Ana María tuvo un sobresalto. Era la primera vez que Nicolás se confesaba con su
hijo. ¿Sería por ser la última?
Más de dos horas conversó Nicolás con el cura. José Juan vivamente turbado,
salió llorando a lágrima viva de la alcoba.
Ana María y Jorge se precipitaron dentro:

www.lectulandia.com - Página 473


—¿Cómo te sientes?
—Mucho más aliviado luego de confesarme y de recibir los Santos Óleos. Luego
de mi muerte —dijo dirigiéndose a Jorge— José Juan te va a contar algunas cosas por
mandato mío. Espero me perdones. Por aquí te tengo un regalo. Abre esa gaveta y
tráeme un paquete lacrado.
Jorge obedeció.
—Son las memorias de Diego García, mi padre. Están muy mal escritas, pero
tienen el valor de la verdad. Junto con ellas hay algunos apuntes míos que a lo mejor
te serán de alguna utilidad. Poco o nada digo de las terribles experiencias que me tocó
vivir. Hay cosas que el papel no aguanta. Todo eso te lo contará José Juan a un mes
de mi muerte.
Lagrimearon los ojos de Jorge.
—No es para tanto, hombre —le observó Nicolás, jovial— que para morir
nacemos. Además —añadió de pronto con voz alegre— a lo mejor no me muero,
como estaba temiendo, porque luego de oleado tengo un apetito de fiera. Seria capaz
de comerme un mondongo.
—¿Pero tú como que estás loco? —protestó Ana María—. A lo más un caldo de
pollo que yo misma te voy a hacer.
Luego de tomar el potaje de Ana María, la mirada de Nicolás volvió a brillar.
—Me siento mejor —dijo y se sentó en la cama para echar una parrafada con
Jorge. Dagoberto, el hosco hijo de Nicolás, desde una gran hamaca moriche seguía
silencioso la conversación.
Eran pasadas las once de la noche. Entre albores y recuerdos de duerme vela,
Nicolás parecía dormir. Jorge en puntillas salió de la habitación. Domingo Marcelino
en el recuerdo lo miraba sonriente. «Pobre —se dijo—. Cuán cruel fue Henry Morgan
con él. ¿Cuál seria su delito? ¿Traicionarlo? Celoso hasta la ferocidad es monstruo de
su amor propio. Genio del mal. Ahora caballero y Teniente de Gobernador de
Jamaica.[146]El cacao mantiene su precio. Pero por causa de exportar nueve mil
fanegas no llegaremos a tres mil. Y ahora que nos hemos propuesto obras de
envergadura como la caja de agua y el nuevo cuartel.»[147]
Era pasada la medianoche. Jorge Blanco leía en la biblioteca las memorias de
Diego García. El Pez ululó en la noche. Jorge lo miró por encima de sus quevedos. El
gargólido repitió su pito de advertencia. Indiferente al reclamo prosiguió su lectura.
El Pez elevó el tono y lo mantuvo en creciente.
—¡Carrizo con el pescado! ¿Se puede saber —gritó— qué es lo que te pasa?
Una pluma de agua apuntó hacia la casa vecina.
—No estoy para adivinanzas, chico. ¡Habla claro!
Voces y carreras se escucharon al otro lado del muro. Esta vez el Pez pitó
trepidante.

www.lectulandia.com - Página 474


—¡Jorge, Jorge! —gritaba Dagoberto al otro lado—. ¡Corre, que se muere mi
padre!
A medio vestir entró a la casa de Nicolás. En el zaguán chocó con un
desconocido.
En la habitación: Nicolás García, perfilado y marmóreo, estaba muerto.
Clara Rosa y Bernardo unieron su llanto al de Ana María. Vecinos y esclavos
comenzaban a entrar. Bernardo Rodríguez del Toro fue el primero en darse cuenta:
alguien había mutilado la mano derecha de Nicolás García.

118. La súcuba catirruana

Un arrendajo trinaba melodioso desde el samán del patio aquella mañana en que
Ño Cacaseno le daría el disgusto de advertirle que su hijo andaba con la madre de
Genoveva. Una luz anaranjada apenas se filtraba en el despacho de Jorge Blanco. A
más de cuarenta años de la muerte de Nicolás García, evoca nítida​mente la imagen de
su muerte. Absorto, piensa y recuerda sobre su escritorio, mientras canta el pajarillo.
Una luz de acción iluminó sus ojos. Sacó totalmente la gaveta superior derecha, dio
vueltas a un disimulado travesaño y apareció una abertura abarrotada de legajos,
cuadernos y documentos. Era su Historia Secreta de Caracas.
Repasa por un rato su letra puntiaguda y limpia. Finalmente se decide: moja la
pluma de ganso en el tintero y a grandes le​tras que luego subraya, escribe: De la
terrible muerte que aconteciera a Don Nicolás García de la Madriz en el año 1676 y
de los dolorosos sucesos que por esta causa se sucedieron.
Él arrendajo suprimió el canto. La luz anaranjada se apagó entre candelabros.
Cantó un lechuzo sobre el árbol viejo. Una vela a punto de consumirse, sirvió de base
de otra. Su mano punteada de sarmientos escribía sin parar, intercalando suspiros y
tenues quejidos. A la quinta vela de cebo tañeron las campanas de la misa del alba.
Tenía la mano agarrotada por el esfuerzo.
La mirada fatigada. El cuerpo inclinado y exhausto.
¡Por fin! —se dijo— pude escribir tan doloroso capítulo. A cincuenta y cinco
años, los mismos que datan de la muerte de Don Nicolás, pudo narrar todo cuanto le
refirió José Juan, paralizado por la fuerza de la revelación.
¿Qué haría José de Oviedo y Baños —se preguntó de pronto— ante esta terrible
historia? Si con lo que le tocó escribir fue capaz de adulterarla.
Oviedo y Baños es quizás el único ser a quien Jorge Blanco menosprecia y
hostiliza sin posibilidad de componendas, y en especial desde que leyó el bodrio que
confeccionó con los voluminosos informes que tanto él como Nicolás de Herrera y
Ascanio le suministraron por escrito y de viva voz.
—El único pecado que no perdono en un hombre —le decía a Feliciano Palacios

www.lectulandia.com - Página 475


— es la cobardía, la inconsistencia y la hipocresía logrera y ventajista, como es el
caso de este niño Oviedo.
Don Feliciano, por ser la tercera vez en menos de dos meses que Jorge se
expresaba tan despectivamente de Oviedo y Baños, no dejó de preguntarse: ¿Qué
habrá de todo esto? Es cierto que Oviedo no es santo de su devoción, con aquella cara
de sacristán asustadizo, untuoso y jalabolas. Es verdad que casó con Doña Pancha,
más fea que una batata, nada más que para emparentar con los Tovar; es verdad que
es más fastidioso que sordo en velorio; pero de ahí a que Jorge Blanco, que no habla
mal de nadie, ni permite que en su presencia alguien le dé a la lengua contra el
prójimo, no se le pueda nombrar al Oidor sin descar​garle como si le hubiese robado
unos reales, es cosa rara.
—No tienes por qué asombrarte —le respondió el Águila Pasmada—. Hay ciertas
actividades en la vida, como la de maestro, cura e historiador, que no admiten
ninguna componenda ante la verdad. Un político, y es su derecho, puede mentir. Un
comerciante y así lo sabe la gente, casi siempre engaña. El esclavo y el siervo están
consustanciados con el disimulo y la falacia: de ello depende la sobrevivencia. Un
hombre común y corriente, como tú y como yo, no estamos obligados a decir la
verdad. Pero —un historiador, que a la postre será la memoria de un pueblo, no puede
mentir. Y se miente, como es su caso, cuando se omite la verdad. De ahí mi encono
contra ese mequetrefe.
Feliciano, pretextando una diligencia, se marchó tras aquellas palabras. Jorge,
manos cruzadas sobre el escritorio, siguió atado a la imagen de Oviedo y Baños.
¡Qué distinto a su tío, mi buen amigo y excelente Obispo, Don Diego de Baños y
Sotomayor!
Restalla el estornudo. Sopla el pañuelo. Lagrimean sus ojos. Aparece el Obispo.
A pesar de aquella cara agitanada, de aquel bigotillo de seductor arrabalero y de
su inmensa nariz de hombre tomado por los sentidos, Don Diego de Baños y
Sotomayor además de virtuoso, lúcido y pío, era sincero, valiente y honesto con su
grey.
—¿Quién nos iba a decir? —retumbó en su mente la voz recia y castiza del
antiguo confesor de Carlos II— que yo terminaría de Obispo de Venezuela.[148]
La Casa del Pez que Escupe el Agua se ha engalanado ese día en que Don Diego
accedió a merendar en casa de Ana María y de sus dos hijos, Jorge y José Juan.
Desde hace dos días Ana María prepara tortas, dulces y confites. El Pez dibuja
nimbos de agua y la servidumbre se ha calado sus mejores vestimentas.
—Hoy cumplo nueve años dé haber llegado a Venezuela —dice el Obispo al
corro de mantuanos que lo rodea, y como si tuviese dudas pregunta a su sobrino, el
joven Oviedo y Baños—: ¿No es así, José?
—Así es, Su Eminencia —responde presto y humilde—. Llegasteis exactamente

www.lectulandia.com - Página 476


el 12 de agosto de 1686.
—¡Qué memoria, Dios mío! —exclama Ana María.
—Gracias, mi ilustre señora —respondió el secretario y sobrino del Obispo, que a
los veintidós años había alcanzado singular significación en la vida de la Provincia,
gracias a su espíritu servicial y a las funciones que en él delegaba su ilustre tío.
—De gran meneo ha sido vuestro obispado —observa José Palacios.
—En efecto, así lo ha sido —responde el Obispo sonriendo a medias.
La crisis económica se ha agudizado a causa del cacao de Guayaquil. Los piratas
continúan haciendo de las suyas. Las viruelas y el vómito prieto que en el 87, junto
con la fiebre amarilla, hicieron tantos estragos, han vuelto a presentarse una vez más.
[149]Ya son varios los muertos.

El año pasado el Gobernador de Venezuela, Jiménez de Enciso, a solicitud de los


Amos del Valle fue destituido por su sustituto el juez pesquisador Diego Bravo de
Anaya, que si se descuida seguirá el mismo camino de su antecesor.
Los criollos son incorregibles —le ha escrito varias veces al Rey—, de una parte
protestan ante su graciosa Majestad por el daño que les produce el cacao del sur,
exigiendo en compensación fueros y privilegios como no los tiene en el Imperio
cabildo alguno, ni nobles muy encumbrados. Por la otra contrabandean abiertamente
con los herejes de Curazao, vendiéndoles el precioso fruto a precio de oro.
Baños repite a los mantuanos lo escrito al Rey en tono entre zumbón y afectuoso:
—Sois unos tramposos sin remedio.
—Tramposos no, Su Eminencia, avispados no más —le observa José Juan antes
de engullir un pedazo de majarete.
—La verdad sea dicha —interviene Ana María— que las cosas se están poniendo
cada vez peores para ganarse la vida.
—Y ahora el Código Negro —agregó José Palacios.
José Palacios se refería al reglamento impuesto por Luis XIV[150]mediante el cual
se regulaba el trato dado a los esclavos en sus colonias.
—Dígame eso de que no se le puede dar más de veinte latigazos a un negro —
protestaba otro, de apellido Liendo.
—Y si matas a uno, o lo mutilas, te siguen juicio —añade José Juan, socarrón.
—Hay que darles bien de comer, en dos platos, vestirlos adecuadamente —zumba
Ana María—; en vez de esclavos vamos a tener señoritos.
—Si a punta de látigo y pistolón no quieren trabajar, imagínense ahora —brama
uno de los Gedler—. Se pudrirá el cacao en las matas.
—¡Esto es la ruina! —dijeron todos—. ¡Esto ya no se puede aguantar!
—Hace seis años —protesta ya enfurecido Francisco Carlos de Herrera y Ascanio
— suprimieron el régimen de encomienda. A mí se me fueron todos los indios que
tenía en Guacara y ahora vienen a acuñarnos el Código Negro. ¿Quién va a trabajar la

www.lectulandia.com - Página 477


tierra?
—Es el progreso, amigo mío —responde apacible el Obispo.
—¡Qué progreso, ni que ocho cuartos! —ruge otro de los plantadores—. A mí lo
que me importa es que respeten mi trabajo.
—¿Tu trabajo o el de los demás? —le respondió sibilino Jorge Blanco.
Enfurecido el emplazado, luego de echarle en cara a Jorge que no era más que un
badulaque al servicio de la corona, se marchó a la calle, besando apenas la mano del
Obispo.
Jorge, desde que llegó de España con su cargo de Regidor, venía indisponiéndose
paulatinamente con los Amos del Valle, reacios a variar sus modos y costumbres de
explotación.
—Si creen que desde allí y sin mover un dedo —dice otro de los plantadores—
van a hacer con nosotros lo que les venga en ganas, están pelados.
Baños y Sotomayor ve con aprensión al que habla y un sordo temor lo conmueve.
El resentimiento de la clase noble contra el Rey de España va en aumento. Lo de la
Encomienda y el Código Negro los tiene fuera de sí. Al igual que las intromisiones de
los gobernadores en el contrabando y en sus fueros feudales.
Los mantuanos —escribió hace poco a Carlos II— dueños de vidas y haciendas, y
al margen de las leyes del reino por fueros y privilegios que se les otorgaron en otros
tiempos en compensación al desamparo y aislamiento, mantienen dichos fueros, no
obstante ser la situación distinta. Venden la casi totalidad de su cacao a los
holandeses, privando a España de tan precioso fruto y a las rentas reales de crecidas
cifras. Aparte de dar paso a la herejía de Lutero. El Marqués de Casal, vuestro
anterior gobernador, intentó poner coto al desafuero. Intrigas y sobornos lo hicieron
pasar por culpable, y en vez de apoyo fue destituido. Venezuela, tal es la soberbia,
poder y riqueza de unas veinte familias, que antes que colonia de Vuestra Majestad,
parece un reino vecino codiciado por Holanda. De no tomarse las medidas
pertinentes, esta Provincia pronto ha de pasar, sin disparar un tiro, a los holandeses,
quienes por el momento se limitan a estimularlos brindándoles apoyo militar y
financiero para que se emancipen de España, y ahora que la paz Ryzwick[151]señala la
mengua de nuestro poderío militar. La destitución del noble y responsable Diego
Jiménez de Enciso, repito, es obra de los mantuanos. Por obstaculizarlos en sus
torvos y desleales comercios. Ya las mismas fuerzas e intrigas se ciernen sobre Don
Diego Bravo de Anaya, su sucesor, por seguir los pasos del que ingenuamente
destituyó. Los mantuanos, a causa de la permanente vigilancia de su territorio, por
otra parte, contra piratas e ingleses, son avezados guerreros con legiones y bandas
propias. El auge del militarismo será causa de muchos males.
Otras dos personas acompañan al Obispo esa tarde en que visita a Jorge Blanco y
Mijares: su sobrino Don José de Oviedo y Baños, un mozo de unos veintidós años, y

www.lectulandia.com - Página 478


el Capitán José Antonio Plaza, transferido a Venezuela cuatro años atrás, por estar
comprometido con el Conde de Rabenac para que la Guarnición de Fuenterrabía,
partidaria de los derechos sucesorales del Rey de Francia, entrase en España por estar
opuesto al matrimonio del ya moribundo. Carlos II con la princesa alemana Ana
María de Neuburgo. Plaza es un hombre enérgico. Oviedo es cauteloso, prudente y
comedido.
La dramática situación que vive España como consecuencia de la terrible lucha
sucesora que se avecina, ocupa la conversación.
—Si España pasa a ser coto de Luis XIV —observa acre José Juan para mayor
inquietud del Obispo— cesan nuestros compromisos con la Corona.
El Obispo, que es antifrancés, es sacudido por la angustia. El final de la Casa de
Austria es inminente. La ascensión al trono de España de un hijo o un nieto de Luis
XIV luce forzada.
Los criollos, dueños del poder y de la riqueza, quieren emanciparse. La
oportunidad la pintan calva. ¿Qué hacer, Dios mío, ante estos vientos encontrados?
Apenas se hubo marchado el Obispo, sus temores tomaron la forma presentida:
—Tan pronto se muere el Rey —dijo Bernardo Rodríguez del Toro— nos
declaramos libres e independientes y nos ponemos bajo la protección de Holanda.
—¡Jamás! —gritó fuera de sí y para sorpresa de todos Jorge Blanco—. Nunca
consentiré la tutela de los herejes y mientras viva, guardaré fidelidad al Rey de
España, sea quien sea.
Palabras fuertes cruzaron los presentes con Jorge. Cuando se marchan, José Juan,
su hermano, vio con dolor que Jorge había sido execrado por el grupo por disentir de
sus intereses e ideas.
Cerca de medianoche, y aún conmocionado por la discusión, Jorge se dirigió a su
alcoba del cuarto alto. Una enorme cama de baldaquino que hizo tallar en Madrid,
centra la espaciosa habitación, flanqueada por cuatro largos pasillos cubiertos de
trinitarias. Al llegar al final de la escalera sintió rasgar dos veces la cuerda de un laúd.
Miró hacia el samán del Cautivo. La noche estaba oscura, se persignó y fatigado
como estaba, se echó en la cama.
Apenas apagó la vela aparecieron en duermevela la terna de los tres súcubos que
le ofrecía el gato infernal. Una catirruana de pechos firmes, ojos azules y boca grande
era su preferida. La llamaba el Arcángel Concupiscente. Regodeándose en ella se
sumergió en un sueño corporalizado. De pronto despertó. El laúd era un torrente
melodioso. Sintió un chistido al pie de la cama. El gato de los ojos rojos lo está
mirando. Esta vez no le hace señas para que baje al patio. Se yergue en dos patas.
Crece hasta alcanzar la estatura y forma de una mujer. Era la súcuba catirruana.

119. Yo soy tu cuelga, mi amo

www.lectulandia.com - Página 479


Despertó con amargo sabor, como sucedía cada vez que el demonio le arrancaba
su simiente. Se flageló la espalda; se amarró el cilicio hasta sangrar y adolorido y
culpable se dirigió a la Plaza Mayor, donde había de celebrarse esa mañana un
Cabildo Abierto.
El Gobernador y el pueblo, en derredor, siguen con atención sus palabras.
—No es posible —clamaba dirigiéndose a los capitulares— que en vez de ser
apóstoles de la virtud, seáis, por lo contrario, agentes del vicio, mercaderes de todo
tráfico, mal ejemplo y caminos de abyección.
—¡Bravo! —clamaron inesperadamente las barras.
—No es posible que además de comerciar con todo seáis los dueños de la casi
totalidad de las tierras, amos del Cabildo y aves cluecas de torcidas leyes.
Ño Cacaseno, el joven mayordomo de Juana Francisca, que hacia su primer viaje
a Caracas, aplaude emocionado.
—No es posible —prosiguió, aludiendo a una joven pareja que prefirió el suicidio
antes de consentir que uno de los presentes ejerciese un invocado derecho a pernada
— que también dispongáis de la honra de vuestros siervos, hasta el punto de haber
dado lugar a tan espantable tragedia.
El Gobernador Bravo de Anaya dio claras señales de asentimiento en medio de
otra cerrada salva de aplausos que incomodó a los capitulares. Éstos, inclinados sobre
la mesa, veían a Jorge con redoblada hostilidad, haciéndose señas entre sí de que el
Águila Pasmada había perdido su juicio.
—Sí —clamó con redoblada energía al captar las señales—. Es fácil acusarme de
loco. La difamación ha sido siempre la fórmula más socorrida para aniquilar a los que
arremetemos contra los intereses creados. Yo vivo de acuerdo a mi tiempo y a mis
circunstancias. Jamás he seducido a ninguna mujer ajena y mucho menos —prosiguió
elevando la voz mirando hacia Gedler— he asesinado a un esclavo por el terrible
delito de haber interrumpido mi siesta.
Interjecciones violentas estallaron entre los regidores y extraños murmullos en la
muchedumbre.
—¡Mentís como un bellaco! —saltó rabioso el aludido.
—¡Reportaos, señor de Gedler! —ordenó el Gobernador.
—¿Sabéis, por casualidad —prosiguió Jorge—, gente que me escucha, cuál fue el
castigo que se le impuso a tan feroz criminal? ¡Qué pagase el precio del esclavo!
¡Cuál si fuese una bestia!
Nuevos gritos y amenazas sacudieron la plaza.
—¡Decidme, pueblo! —proseguía patético Jorge—. ¡Decidme, Gobernador! ¿En
qué país cristiano ocurren semejantes cosas?
Bravo de Anaya asintió con la cabeza.
—¿Es que acaso esto sucede en España? ¡Os pregunto, Gobernador! Decídnoslo,

www.lectulandia.com - Página 480


Excelencia.
—De ninguna manera —afirmó rotundo Bravo de Anaya mirando a los regidores
con ceño amenazador.
—¿Quién es el loco entonces, el que mata impunemente a un hombre contra todas
las leyes humanas y divinas, o los que velamos porque ellas se cumplan?
Una marejada de aplausos, vivas y rechiflas sucedió a sus palabras. Los
capitulares adustos y sombríos miraban con odio su elevada y mal hecha figura.
—¡Vámonos pal carajo! —ordenó alguien. Y entre un chirriar de sillas se
pusieron de pie.
—¿A dónde van vuesas mercedes con tanta prisa y malestar? —les soltó Jorge
con fingido aniñamiento—. ¿Es que acaso no tenéis mejores razones que oponer a las
mías?
Entre confusos y esponjados de rabia lo miraban tiritando en su inmovilidad.
—¿Os dais cuenta, gente buena que me escucha —prosiguió con voz suave de
amplios registros— que en este Valle todo esto de Cabildo y leyes del Reino no es
más que una pantomima donde sólo impera la ley de la fuerza, la que imponen los
Amos del Valle?
—¡De los cuales formáis parte! —le espetó un Ascanio, brotada la dentadura y
con el puño amenazante.
—Afortunadamente lo soy —respondió mostrando en una media sonrisa sus
escasos dientes—. Afortunadamente tengo tanto o más poder y riqueza que todos
vosotros juntos. De lo contrario no estaría aquí; ni mis palabras resonarían en este
sitio. —Y cambiando de tono exclamó enfático:
—Yo sí soy un Amo del Valle, pero con la conciencia plena de cuáles son mis
deberes. Y el primero de todos es hacer luz en el entendimiento de esta gente y no
aprovecharme de su ignorancia para explotarlos miserablemente, como hacéis
vosotros.
Los regidores, fijos al suelo, eran molinos de aspas coléricos.
—… Vosotros —clamaba Jorge destemplado— no habéis formado a ese pueblo
de acuerdo a las normas cristianas que conocéis de sobra. Por lo contrario, disteis
rienda suelta y acrecentasteis las tendencias bárbaras que entre ellos existían.
Vosotros —clamó a todo pulmón— no formasteis a ese pueblo bárbaro. Dejasteis —
prosiguió con melancolía— que ese pueblo bárbaro os formara a vosotros.
Bramaron al unísono los emplazados y a otra voz, con precisión miliciana, dieron
media vuelta y batiendo sus capas negras buscaron la calle.
Tronó la voz del Gobernador.
—Señores regidores y alcaldes. Volved a vuestros sitios ahora mismo y haced
Cabildo. Don Jorge Blanco todavía habla.
Los munícipes sin volverse, detuvieron el paso. Inmóviles y de espaldas quedaron

www.lectulandia.com - Página 481


ante el reclamo. Súbitamente se dieron vueltas. Torvos, decididos y airados,
avanzaron hasta el Gobernador.
—No tenéis derecho a ordenarnos nada —le espetaron sibilantes—. El Cabildo es
quien, por lo contrario, os puede ordenar a vos.
Un visaje temeroso cruzó los ojos del Gobernador. Sobrepuesto a sus dudas
respondió, bronco y retador:
—Sé que no tengo derecho a imponeros nada. Pero vosotros tampoco tenéis
derecho a quebrantar las leyes del Reino.
—¡Callad, Gobernador! —gritó el Regidor Decano—, o por la ceniza de mis
padres os…
Bravo de Anaya fuera de sí lo atajó echando mano al pomo de su espada.
—¡Guardas, prended a estos hombres!
Ante una señal del Regidor los vacilantes alabarderos se detuvieron en seco.
—El que va a ser preso y destituido ahora mismo, sois vos, señor Bravo de
Anaya: por arremeter contra la soberanía del Ayuntamiento, irrespetar gravemente a
sus miembros e incitar al pueblo a la rebelión.[152]
Por una semana incoaron el expediente que enviarían al Rey junto con el
Gobernador.
—Pasado mañana —comunicó a Jorge el señor de Bolívar— nos reuniremos en
Cabildo Abierto para oficializar la destitución.
—Te avisamos con tiempo, a objeto de que tengas tiempo de escribir tu voto
razonado.
—¿Tenéis miedo de mi protesta?
—¿Miedo nosotros, Jorge Blanco? ¿Es que acaso te olvidas quiénes somos, de
dónde venimos y hacia dónde vamos? ¡Vamos, hombre!
Voces airadas y de timbre apacible se encendieron apenas se quedó solo.
La cristianización de América —decía una de timbre agudo— más que su misma
conquista fue proeza de unos pocos dentro de multitudes bárbaras que conspiraban
continuamente para echar marcha atrás.
El hombre ante el peligro extremo —asentía otra— se afirma inclemente.
Con palabras y buenas razones no se les mete por el aro —añadía una—. ¿O es
que se te ha olvidado, Águila Pasmada, el caso de Julián el de las Mendoza,
personificación eterna de lo que sucede en estas tierras a los que no tienen tabaco en
la vejiga?
Nuestra soberbia nació del escarnio. Las Águilas Chulas, por el sólo hecho de ser
españoles venían a despojarnos de lo que nuestros padres y abuelos hicieron por
España.
Por más de cien años —y a pesar de los indios, de los ingleses y de los piratas—
el Rey se olvidó de nosotros. Ahora somos ricos. Ahora que el chocolate se ha

www.lectulandia.com - Página 482


convertido en oro ¿nos van a enviar rectores que además de esquilmamos nos digan
cómo debemos hacer con el mundo que hicimos con nuestras manos?
Con tu actitud —seguía la voz tercera— has comprometido gravemente nuestra
autonomía. Has abierto brecha al Rey para entrar a saco en la Provincia.
«Caballo de Troya».
«Don Julián».
«¡Judas!».
«Malinche, macho».
«¿Es que acaso en tu casa no te enseñaron que los trapos sucios se lavan en casa y
que con los tuyos, con o sin razón?».
«¡Cobarde, miserable, resentido! ¡Nos echas en cara frente a nuestros enemigos,
que son los tuyos, los pecados que por güevón y por cobarde no te atreves a cometer!
Gozaste una bola, en tu vanidad insatisfecha».
Mientras las campanas doblaban a muerte, uno a uno los Amos del Valle fueron
estampando su firma en el Cabildo Abierto, donde se consagraba la destitución de
Bravo de Anaya.[153]
—¡Don Jorge Blanco y Mijares! —enunció el Regidor Decano.
Al otro extremo de la mesa Jorge se puso en pie.
—¡Qué el señor de Blanco y Mijares! —volvió a decir solemnemente— exprese
clara y libremente todo cuanto tenga que decir sobre la destitución que este Cabildo
ha hecho del señor Bravo de Anaya por abuso de autoridad y grave afrenta al
Ayuntamiento.
Ño Cacaseno tomó por el brazo a Rubén Pelao:
—Ahora viene lo bueno.
Una apesadumbrada resignación signaba el rostro de regidores y alcaldes. «No
era nimiedad destituir en dos años a dos gobernadores, y más si el Regidor Perpetuo
impuesto por Su Majestad salva su voto y protesta de aquella decisión». El privilegio
del Cabildo para destituir a los Gobernadores tocaba a su fin.
Jorge se detuvo ante el Regidor Decano. Miró a sus colegas y al pueblo. Su voz
trepidó en el silencio.
—Luego de reflexionar por dos semanas, he llegado a la conclusión de que el
Gobernador Diego Bravo de Anaya debe ser destituido.
Y ante el estupor de todos firmó acta y expediente, dio media vuelta y se marchó
a su casa.
Ya los pájaros cantaban y Jorge dormía. Se sobresaltó. Un cuerpo oloroso a sábila
se sentó en la cama y una voz cantarína le dijo: ¡Feliz cumpleaños! ¡Soy tu cuelga, mi
amo!
Una deslumbrante mulata de facciones perfectas y sonrisa blanca lo miraba.
—¿De dónde saliste tú? —preguntó con asombro.

www.lectulandia.com - Página 483


—Mi nombre es Salustia. Fíjate lo que tengo aquí —dijo señalando un cartel que
llevaba al cuello.
«A Jorge Blanco en el día de su onomástico. Sus hermanos del Ayuntamiento».
La actitud asumida por Jorge en el caso de Bravo de Anaya lo reconcilió
definitivamente con sus colegas y parientes. La es​clava cuelga era una expresión del
nuevo afecto que había entre Jorge Blanco y los Amos del Valle.
Tras la puerta apareció Ana María, sacudiente de alborozo y esgrimiendo unas
botas nuevas.
—¡Feliz cumpleaños, mí amor!
Luego de besarlo y amapucharlo le ronroneó:
—¿Y qué te parece Salustia? Me dijo José Palacios que entre todos hicieron una
vaca para regalártela. Dice el artillero que es la mejor cocinera que hay en estos
reinos. Si tú vieras las arepas rellenas que me hizo para el desayuno. ¿Dónde
aprendiste a cocinar tan sabroso, mijita?
Salustia todas las mañanas llevaba el chocolate a Jorge, des​pertándolo con la
misma cadencia y sentada en su cama. Desde su llegada, los súcubos tenían el cuerpo
y la cara de la mulata.
Aquella mañana soñaba que Salustia lo acariciaba con pericia en un cujizal. De
pronto descubrió que no soñaba. Salustia realmente acariciaba el turpial, que entre
sus manos cantaba.
Sus ojos brillaban de lascivos intentos; pero bruscamente se sentó en la cama.
Con el rostro endurecido rugió martilleante:
—¿Y esto qué significa, esclava atrevida? ¿Cómo te atreves a mancillar mi
cuerpo?
Salustia cambió la sonrisa en llanto.
—Te he de sepultar —bramaba el vejete sacudiéndole el índice— en un lugar
recóndito, para que allí des rienda suelta a tus asquerosidades.
De rodillas gimoteaba la mujer con el rostro lleno de lágrimas.
—¡Perdóname, mi amito! Pero no es mía la culpa, sino de la gente del
Ayuntamiento. Mi anterior dueño fue quien me metió en el vicio. Antes de traerme a
tu casa me dijo que si lograba pasarte por el filo me compraría de nuevo para darme
la libertad y casarme yo con Rubén Pelao, que es el hombre que me da vueltas. Como
yo pusiera reparos, pues según dice el cura, después de él, del amo y del marido, toda
fornicación es adulterio, me amenazó con venderme al señor de Ibarra, que le huele la
boca a perro viejo.
—¡Canallas! —exclamó airado—. Querían privarme de la autoridad moral que les
escuece. Ponerme mordaza de hembra en la boca; convertirme de águila en
cachicamo para que no le dijese al morrocoy conchudo; pegarme su lepra para que no
volviese a hablar del degrado. ¡Oh, malditos truhanes!

www.lectulandia.com - Página 484


De pronto detuvo el paso. Se arrancó de un manotón el gorro de dormir y
clavando sobre la esclava aquella mirada que a veces se hacía profunda e
impresionante, agregó con acritud de gran señor generoso:
—Te daré una recompensa por haberme revelado la añagaza que los muy truhanes
urdían contra mí. Serás libre y así podrás casarte con tu novio.
Una sonrisa enmeló su rostro.
—Ay, gracias, mi amo —respondió tintineante sacudiendo el hermoso cuerpo
macizo.
Jorge la volvió a mirar. En aquel cuerpo de calientes recodos se empollaba un
turpial de canto limpio y sonoro, de alegre revo​lotear.
Salustia al captarle el arco tenso de sus comisuras y el fulgor aposentado en sus
ojos, le dijo con voz fingidamente humilde y soberbiamente retadora:
—Pero si es tu gusto, yo me quedo calladita a la boca y no digo nada.
De un tirón se arrancó la dormilona.
—¡Véngase pa’cá, mi negra moruna!
Y cerrando con violencia la puerta, cabalgó sobre la hembra bien hecha, caliente
y revolcadora.
—Se salieron con la suya los malandrines del Ayuntamiento —exclamó
penitencial mientras la negra se vestía.
Volvió a poseerlo la ira. Con empaques de austera resistencia sentenció
fustigante:
—Y ya sabes, si dices algo, te venderé al primer extranjero que pase por La
Guayra.
—Descuida, mi amo —añadió melosa y convencida— de esta boca no saldrá ni
pío.
Ya para marcharse le susurró por la puerta entreabierta, luego de guiñarle un ojo y
de hacerle trompitas:
—¿Sabes una cosa?… eres muy rico, mi amo.
Por más de un mes Salustia llevó el chocolate a Jorge entre el canto estridente del
turpial. A las dos semanas de este cacaoteo, descubrió con espanto que era la hija de
Salucita y Makandal, la nieta de Salú y de su propio padre, el Águila Dragante. De
una parte era su sobrina, como lo era Rubén Pelao, su novio, el hijo de su hermana
Yolanda y del infortunado Adelantado de los Rumores.
Qué horrible contubernio es este país. Por obra de feria de balanos y vaginas
donde se entra y se sale sin bardas ni cortapisas, los amos cohabitan con esclavas que
lo mismo pueden ser sus sobrinas, hermanas o tías. En uno de estos deslices
cualquiera se fornica a su abuela. Esto no puede seguir así: es una mezcla de Babel
con Sodoma, Gomorra, Pompeya y Cafarnaúm.
Aquella mañana dijo Salustia a Jorge con voz quejumbrosa:

www.lectulandia.com - Página 485


—¿Sabes una cosa, mi amo? Me has preñado.
—¿Cómo? —gritó el Regidor sacudido de sorpresa y pánico.
Una ventisca helada lo sacudió al darle detalles. «La lengua es castigo del cuerpo.
Toda una vida clamando contra los que explotan sexualmente a sus siervas, para que
ahora y después de viejo, me encuentre en trance de ser padre de un hijo natural de
una esclava, que encima de ser mi sobrina ha de casarse con el hijo de mi hermana».
¡Menudo pastel el que has armado, Jorge Blanco!
Todo el día lo pasó con el cilicio puesto, purgado y entregado a la oración,
descubriendo para su sorpresa, que no era el afán de justicia y el recto proceder lo que
más lo perturbaba, sino su imagen de casto y ejemplar varón puesto en pico de
zamuro por un arrebato nocturno.
Luego de un día de intensa reflexión, encontró una respuesta a sus inquietudes:
—Te daré cien doblones y la libertad —dijo a Salustia— si te casas con Rubén
Pelao y le echas el muerto a él.
Para su descanso la negra aceptó la propuesta:
—¡Qué Dios te lo pague, mi amo! ¡Dios te lo pague! Ten por seguro que así se
hará, y el hijo que llevo dentro no le hará mal a tu honra. Será hijo de Rubén y nadie
lo sabrá. Descuida, mijo. ¡Dios te bendiga!
Aquella mañana Jorge y Salustia cacaotean en el cuarto alto. Fuertes golpazos
cayeron contra la puerta. El pánico lo lancinó. Era la voz de su madre:
—¡Jorge!, ¡ábreme la puerta inmediatamente! —rugía Ana María.
«¡Trágame tierra! ¡Muérete madre!» —farfulló con los ojos extraviados.
Ana María pegaba y clamaba:
—¡Jorge, que me abras! ¡No disimules! ¡Yo sé que tienes adentro a la bandida esa
de la Salustia!
Una nueva andanada de golpes sacudió a sus palabras. Exasperado mordía las
sábanas.
—¡Qué me abras! —ordenó la mujerona— o voy a tumbar la puerta. .
Un golpe sordo chocó contra el maderamen. Un grito ahogado se sucedió. Algo
pesado cayó sobre el piso. Luego fue todo silencio.
Jorge corrió hacia la puerta. Ana María, su madre, estaba desmayada, amoratada
y yerta.

www.lectulandia.com - Página 486


UNDECIMA PARTE
El Gran Amo del Valle y la historia sepultada
120. Cañas y Merino y el pecado de Thamar.

La culpa mordió a Jorge Blanco.


—¡Soy un matricida! —clamaba lloroso.
—Ni tan calvo ni con dos pelucas —respondía indefectiblemente su hermano José
Juan—. No hay incendio sin candela, ni huérfano con mamá.
Resbalaban las palabras del canónigo en su desconsuelo.
A Salustia la echó de su lado casándola con Rubén Pelao.
La antigua esclava parió una niña a quien bautizaron Teresona.
—Esto sí me parece cobarde y malvado —le espetó José Juan al enterarse—, si
los pecados de la carne tienen perdón a los ojos de Dios, no así los del engaño. Has
debido de asumir tu responsabilidad y no echarle el muerto a otro. Pero en fin —se
dijo desinflándose— a lo hecho pecho. Vela hipócritamente por su hija y trata de
aliviar sus males.
Salustia, por intermedio de José Juan, recibía una crecida suma para cubrir las
necesidades de Teresona, quien a los catorce años era una garrida moza que tenía de
cabeza a todo el hombrerío de la ciudad y que al decir de José Juan era una mezcla a
partes iguales de la bíblica Salomé con la caraqueñísima Pelo e Yodo.
Jorge una vez más sucumbió a la desesperación al enterarse de la suerte de su
hija:
—¡Mírame el mal camino que ha cogido! —gimoteaba esa tarde al canónigo—.
¡Yo soy el responsable! ¡Yo soy el culpable!
—No seas gafo —respondíale su hermano—. Teresona ha tenido padre y madre.
Y si Rubén, nuestro sobrino, es una bala perdida y la negra Salustia es como Dios la
ha hecho, la culpa no puede ser tuya.
Dando traspiés Teresona parió a un hijo sin que se supiese a ciencia cierta el
nombre del padre. Como era oscuro y hediondo, en alusión a sus posibles
progenitores, lo apodaron Mojón de a Ocho.
Teresona a pesar de esa gracia insulsa terminó de manceba del despótico y
depravado Gobernador Cañas y Merino:[154]Borracho, putañero e irreverente; a quien
su Majestad según se decía envió a los mantuanos como afrenta y expiación. Se
mofaba de los más caros valores; sus amigos y confidentes eran la hez de la ciudad;
se embriaga en público y andaba a cielo descubierto con las prostitutas más ruines del
Silencio. Era arbitrario y enloquecido: por razones que nadie logró explicarse mandó
a talar todos los árboles de la ciudad. Era natural de África por lo que se le llamaba el
Africano. Comerciaba y especulaba con todo.

www.lectulandia.com - Página 487


Rubén Pelao, de vago contumaz, gracias a su hija Teresona pasó a ser factor de
poder en la administración del Africano y hábil negociador de la Guerra de Sucesión,
que por el trono de España se libraba tanto en España como en el Caribe.[155]
La Provincia, a causa de las interferencias en la navegación, estaba en ruina. En
1712, después de cinco años llegó el primer barco procedente de España. El cacao
bajó de ciento cincuenta y seis a cincuenta reales la fanega. Los artículos de primera
necesidad como el aceite, el vino y la harina desaparecieron del mercado. Rubén,
como persona interpuesta del Gobernador, contrabandeaba con los holandeses:
vendiéndoles de una parte la codiciada nuez y revendiendo a precios exorbitantes los
artículos en carestía.
El aislamiento proseguía: La Provincia al igual que todo el imperio estaba en
bancarrota. No había dinero para pagarle a las milicias. La deuda interna de la Caja
Real llega al medio millón. Salvo la que exhiben el gobernador y sus corifeos, caras
largas se ven por doquier.
Entre los áulicos de Cañas hay un mozo moreno bien plantado, natural de
Cumaná, de nombre Francisco de las Mariñas El cumanés ronda a María Liendo
Gedler, media hermana de Feliciano Palacios. María se postra por el capitán. Los
Liendo, Gedler y Palacios ven con malos ojos el noviazgo no sólo por ser esbirro del
Africano, sino también por su color un tanto arrosquetado. Uno de los Gedler, luego
de un viaje a Oriente, dice a su madre y hermanos, preso de grave excitación, que
Francisco Esteban de las Mariñas es hijo de aquella mulata llamada Salucita. A la
madre de Feliciano le da un soponcio. El muchacho masculla amenazas. El consejo
de familia prohíbe los amoríos. Feliciano en persona, espada en mano, se encarga de
«amenazarlo de muerte» si cruza frente a la finca.
El de las Mariñas se queja ante Teresona, su sobrina. Déjenlo de mi cuenta —
responde el Gobernador— ya lo arreglaré a mi manera.
Ríen sus testaferros. Cañas es un tipo impredecible en sus diabluras. Buena que la
hizo por irrespetarle los vecinos a Teresona. Ningún gobernador hasta la fecha se ha
exhibido con su querida en lugar tan exclusivo como el Paseo de Ronda en la Plaza
Mayor. Los mantuanos injuriados, al verlo llegar, responden a sus saludos con dientes
apretados y en sesgo insolente abandonan la plaza.
Al domingo siguiente escasea la concurrencia. A la tercera semana no hay un solo
mantuano en la Plaza de Armas. El Africano al captar el desaire comenta a sus
conmilitones:
¿Con que así es la cosa? ¡Pues ya van a ver!
Al domingo siguiente, para estupefacción de la ciudad, organiza en la Plaza de
Armas carreras de gatos. Y al otro, un extraño juego donde jinetes al galope
degüellan, al paso, gallos enterrados hasta el cuello. El público celebra a carcajadas
las ocurrencias de aquel gobernador que por primera vez hace irrisión de los

www.lectulandia.com - Página 488


mantuanos.
Un domingo, los Amos del Valle ven con horror al verdugo de la ciudad, de
bastón y peluca entrar a Catedral, acompañado por su barragana, una zamba gorda,
tocada de gran manto. A bastonazos son expulsados del templo. Cañas, rodeado de
Teresona y sus áulicos, ríe a carcajadas en la cera de enfrente.
Feliciano Palacios, amenazante, se les viene encima.
—Yo, vos —lo ataja antes de que hable—, trataría al verdugo con más cortesanía.
Nunca se sabe…
—¿Se sabe qué? —respondió silbante y, privado de voz por la ira que lo
embargaba, se retiró calle abajo seguido por Jorge Blanco mascullando amenazas—:
¡Maldito sea este piazo de loco!
—No creas en la locura de quien gobierna. La arbitrariedad que a veces parece
amencia suele ser el ardid del tirano que comienza. ¡Ojo con las loqueras de Cañas!
Presiento que de aquí en adelante sus diabluras irán en aumento. Cuando un
gobernante ultraja a la familia, fundamento del estado, como hace este canalla, es
capaz de llegar al peor de los excesos.
Tal como lo predijo Jorge Blanco los escándalos y borracheras del Africano eran
cuentos de no parar. La hez de la ciudad eran sus doce apóstoles. Sus orgías llegaron
a tales extremos que los disolutos mantuanos se hicieron pacatos.
¿Quién nos iba a decir que el mejor corrector de la disipación caraqueña iba a ser
el belitre de Francisco Cañas y Merino?
Feliciano Palacios pasaba en Turmero los carnavales. Su medio hermano Santiago
Liendo, rostro demudado, voz entorpecida le dio la noticia:
—Francisco Mariñas, el mulato que cortejaba a María se presentó ayer en
Tamanaco, acompañado de Cañas y Merino y un piquete de tropas y, haciendo caso
omiso del llanto de nuestra madre, se la llevaron para Caracas…
—¡Maldito sea! —estalló Feliciano.
—Ayer mismo se casaron…
—¡Carajo!
—Teresona y el gobernador fueron los padrinos…
—Hijo de la grandísima…
—Están viviendo en casa de Cañas y Merino.
A la media tarde del día siguiente llegaron a Caracas. La ciudad aquel martes de
Carnaval estaba perturbada y ansiosa. Turbas armadas marchaban hacia la Plaza
Mayor.
—¡Abajo el Africano!
—¡Muera Cañas y Merino!
—¿Pero qué es lo que pasa?
—Cañas y Merino hará dos horas jugando carnaval agarró a una muchachita que

www.lectulandia.com - Página 489


lo mojó de azulillo y borracho como estaba la robó en vilo ante sus padres y a la
orilla del río la violentó.
—¡Coño!
—La ciudad está que arde.
A punta de cañón lo obligaron a rendirse. Jorge Blanco y Feliciano, espada en
mano, lo hicieron prisionero. En un rincón del patio, María abrazaba a su marido.
—No lo mates —suplicó a su hermano, quien se les vino encima con expresión
enloquecida—. No lo mates que yo lo quiero.
Feliciano, luego de cavilar por medio minuto, dejó caer:
—Tienen dos horas para largarse de Caracas. Luego de ese plazo no respondo por
la vida de este perro canalla.
Cañas y Merino fue remitido prisionero a España junto con un largo expediente.
El Africano fue condenado a muerte, salvándose de la última pena por la amnistía que
dio el Rey por el nacimiento del Príncipe de Asturias.[156]
Francisco de las Mariñas y María Liendo se establecieron en Cumaná. Y Rubén
Pelao murió al poco tiempo dejando a la familia en la mayor miseria. A los tres meses
de la destitución del Gobernador, Teresona parió a una niña a quien bautizaron
Genoveva.
Jorge Blanco volvió a sollozar:
—Fíjate en las consecuencias de mi pecado. Mi hija se ha llenado de escándalo y
da mal ejemplo a la ciudad. ¿Cuántas mujeres al verla triunfante y sin sanción han
seguido y seguirán su ejemplo?
—¡Ay, Jorgito, por Dios! —respondía José Juan—. ¿Te vas a echar el muerto
encima, cuando esta ciudad pecadora es así desde que llegó al Valle Don Diego de
Lozada? Si acaso quieres un chivo expiatorio búscate al Cautivo, autor principal de
este relajo.
La negra Salustia en su abuelazgo conservaba el cuerpo, la cara y los dientes de la
rica hembra de veinte años atrás. Jorge, que tenia años sin verla, se inflamó de tal
forma aquel día que la topó en el mercado, que estuvo tres días de cilicio amarrado,
entregado a la oración. Teresona, luego de haber sido mujer de un Gobernador, no
volvió a las andadas, en el sentido, como ella misma decía, «de ser la pila de agua
bendita a quien tercio que pasa le mete el dedo». Con buen tino y discreción
administró sus encantos teniendo siempre un hombre para proveer las necesidades y
otro para diversión, hablando continuamente de sus pasados tiempos de grandeza en
que Don Francisco Cañas, padre de mi hija y Gobernador…
Ño Cacaseno, administrador de Jorge Blanco y que era uno de los hombres de
Salustia, lo tenía al tanto de todo cuanto sucedía en aquella casa del vicio, como la
llamaba el Águila Pasmada.
—Teresona es tan necia —refería Ño Cacaseno— que ella jura y perjura que

www.lectulandia.com - Página 490


nadie se da cuenta de sus amoríos. Ya José de Jesús…
—¿Quién?
—Con el perdón de Su Excelencia, Mojón de a Ocho, que ya anda por los
dieciséis años, comienza a hacerme preguntas sobre las irregularidades que nota en su
casa. Me da lástima el pobre muchacho, porque además de ser lúcido y de buen
corazón, es mi ahijado.
Jorge, luego de conocer al hijo de Teresona y de quedarse gratamente sorprendido
de sus especiales talentos, al grito de: «quien lo hereda no lo hurta», lo hizo auxiliar y
recadero en su despacho. En menos de seis meses Mojón de a Ocho conocía al
dedillo todos los asuntos del escritorio, teniendo a su vez particular afición por la
historia.
Embelesado escuchaba los relatos de Jorge sobre los tiempos idos.
—El muchacho de verdad que es una joya —comentó a Cacaseno—. ¡Qué
lástima que por su origen no pueda seguir estudiando!, y más ahora que tenemos la
Universidad.
—Eso mismo me decía el cura de Ocumare cuando yo estaba muchacho. ¡Qué
cosa tan seria es no nacer blanco! ¿Ah, Don Jorge?
Jorge Blanco vio a su administrador con una larga mirada de confusión y
vergüenza:
—Tienes razón, hijo; pero algún día eso dejará de ser. Dios hizo a todos los
hombres iguales.
Esa noche lo fustigó el insomnio al pensar la triste suerte que por su culpa
esperaba a su nieto.
—A mí no me gusta meterme en la vida de nadie —dijo ese día Cacaseno— y
mucho menos estar de lengua larga y chismoso, pero por el cariño que le tengo debo
decirle que a Martín Esteban no le conviene para nada esa mujer con quien está
metido ahora.
Jorge, ya curado de las aventuras de su hijo, preguntó al paso, hojeando un
infolio.
—¿Qué mujer?
—Teresona, la hija de Salustia…
Pero no pudo terminar. Un ataque epiléptico tiró a Jorge fuera del escritorio.
Martín Esteban descabezaba una siesta en el cuarto de arriba cuando entró Jorge
Blanco, con la boca sangrante, los ojos enrojecidos y la expresión demente:
«Incestuoso, canalla. Has incurrido en el pecado abominable» —gritaba destemplado.
—¿Pero qué es lo que pasa? Explícate.
Jorge sin dejar de amenazarlo decía:
—Te has acostado con tu hermana… Teresona no es hija de Rubén Pelao como la
gente cree, sino de éste que está aquí —clamaba golpeándose el pecho con

www.lectulandia.com - Página 491


desesperación—. Aquí mismo fue concebida. Dios castiga con mano dura mis
desvaríos.
Martín Esteban aterrorizado seguía sin entender. Jorge entre gritos, aspavientos y
lloriqueos logró enterarlo del origen de Teresona.
Embotado por la sorpresa, Martín Esteban dejó escapar con aliento de excusa:
—¿Y cómo iba yo a saber? ¡Ni que fuera adivino!
Por segunda vez en su vida Jorge golpeó la boca de su hijo:
—¿Y la voz del instinto, es que acaso no existe? ¿No te dabas cuenta, canalla, que
esa mujer era tu hermana?
Pasado el primer sofoco y amainado en su turbación preguntó:
—Y a todas éstas, ¿se puede saber qué hacía la negra Salustia? Cómo es posible
que esa mujer infame no te haya prevenido que al tocar a Teresona incurrías en el
pecado de Thamar, ¡en el pecado abominable! Tienes razón: tuya no es tanto la culpa
como de ese maldito engendro de negras infernales; pero ahora es cuando me va a oír.
Precipitadamente bajó a la cuadra, montó en su palanquín dorado y ordenó proa
hacia la esquina de Bárcena, cerca del Guayre, donde vivía Salustia.
La barriada se alborotó al verlo pasar. No era cualquier cosa que Don Jorge
Blanco anduviese por esos lares. La misma Salustia sacudida por el rumor, intentó
salir a la calle. En el zaguán se encontró a Jorge Blanco.
—¡Mi amo! ¡Mi amito bello! —exclamó zalamera—. ¿Pero a qué debo tanta
gloria en este purgatorio?
—Vengo por algo muy serio —respondió más confuso que adusto.
Salustia le respondió alegre y sin arredrarse:
—Pero no será tan malo lo que me vas a decir para que tengas esa carota. ¡Pero
cómo no! ¡Pasa, mi amito, pasa! Tú sabes que yo no estoy sino para servirte. Vente
por aquí. Vamos a meternos en mi cuarto, la única pieza que en esta casa tiene tranca.
Jorge dirigió una mirada temerosa a la casuca llevado de la mano de Salustia.
En la habitación no había más mobiliario que una cama.
—Ven, siéntate conmigo. Aquí mismo. No tengas miedo: la sábana está limpia.
Un fuerte olor a hembra y a polvos baratos exhalaba el lecho.
—Bueno, amito querido —preguntó enseñándole aquella dentadura—. ¿En qué te
puedo servir? ¿Qué es lo que te pasa?, empero ya barruntarme cuál es la pulga que te
trasnocha.
—Si entonces lo sabes —estalló indignado— ¿cómo es posible que hayas
permitido que Teresona, mi hija, lleve vida marital con su hermano?
—¡Ay, mi amito! —rió estrepitosa—, permíteme reírme de verdad, de verdad —
decía, tocándose el vientre con las manos—. Tú mereces entierro en urna blanca.
Una nueva salva de carcajadas la dejó sin habla:
—¡Teresona no es tu hija! —le dijo buscando con la boca su barbilla—; la

www.lectulandia.com - Página 492


necesidad me obligó a meterte un embuste. Yo tenia un mes de preñada de Rubén
cuando aquella mañana te llevé el chocolate.
Una oleada de rubor golpeó a Jorge. Brillaron sus ojos de sorpresa; giraron hacia
la alegría; finalmente resplandecieron de júbilo.
—¡No me digas! —gritó jubiloso—. Jamás una mentira me ha hecho tanto bien.
¡Dios te bendiga, embustera! ¡Me has quitado un gran peso de encima! Déjame darte
un beso.
Y acercó casto su cara a la mejilla, pero Salustia dio un sesgo y le dio un beso
largo en su boca dormida. Un cataclismo sintió entre sus brocados, gorgueras y
cinturones. Apremiado de impulsos desgarró sus vestiduras y saltó sobre la negra
como aquella primera mañana.
Al tomarlo en vilo, los portadores sintieron con extrañeza que Jorge Blanco
pesaba más.
De ahí en adelante el palanquín cruzaba a diario la barriada.
La insólita aventura fue recibida con simpatía hasta por su misma esposa, herida
en su amor propio de que su marido no tuviese otras mujeres. La distancia cordial que
había entre Jorge y sus iguales, desapareció al saberse lo sucedido. Hombres de
cualquier nivel o casta lo saludaban con cariño y hasta No Cacaseno llegó a decirle,
contraviniendo su respetuoso modo de ser:
—Lo felicito, por haberse soltado el moño. A la vida hay que tomarle el lado
bueno. Ya le estoy reclutando las mejores negritas de la hacienda, para que se dé sus
gustos.
A Salustia comenzaron a llamarla con respeto y agradecimiento, la Libertadora
del Dragón.
Aquel día luego de su visita a Salustia, entre el balanceo de sus ideas y de la silla
de mano, sintió el vértigo de una extraña congoja:
Yo, espejo de virtudes, ¿metido a brejetero después de viejo? Por donde pecas
pagas, dice el adagio. Haciendo el ridículo y sembrando el mal ejemplo niego mi
obra. Si mi madre me viese por un huequito desde el cielo, creería estar en el
purgatorio al verme revolcar como un puerco con la bandida de Salustia.
Su pensamiento evoca los negros días que sucedieron a la muerte de Ana María.
Me amarré el cilicio por un mes; estuve a pan y a agua durante cuarenta días y me
juré no tocar a mujer alguna mientras viviese. Hasta tal punto llegó mi propósito y
fuerza de voluntad, que ni las mismas súcubas imberinas que son las más cachondas y
desfachatadas del tercer circulo, volviéronse a presentar, por más que José Juan dijese
que no era por obra de mi voluntad sino por falta de ganas de las diablesas. Ya que
según el muy desgraciado estaba más repulsivo que el vómito astral.
Por seis largos años me dediqué, tal como lo preconizan las disciplinas de San
Ignacio, a la oración, al comercio y a la política.

www.lectulandia.com - Página 493


En el 99, ante la baja del cacao, propúseme hacer un inventario de todos los
fundos cacaoteros existentes en el Litoral Central, desde Chuspa hasta Ocumare.

Rápido avanza el esquife hacia el Oeste. La montaña a su izquierda, sin dejar una
ceja de tierra, cae sobre el mar acantilada y colosal. Las olas rugen y se estrellan
contra aquel muro que se eleva por encima de cinco mil pies. Sus ojos se detienen
ante el trecho de las solfataras. Un poco más allá está la piedra de los indios. Una
monumental roca cruzada de pictogramas que puede verse desde el mar. Los indios
aquí no tenían escritura —se ha dicho siempre— y los que yo conozco nunca ríen,
como hacen éstos. Señal de piratas más bien parece. ¿Qué habrá tras de todo?
El mar en esta parte es de un azul revuelto. La impetuosidad de la corriente es la
de un río en declive. A ratos, pequeñas ensenadas salpicadas de cocoteros talla el mar
en la masa compacta de la montaña. Realmente somos inexpugnables.
Su pensamiento salta hacia el nuevo Gobernador, Don Eugenio de Ponte y Hoyos.
[157]
Tenía todo dispuesto para partir cuando el correo de los Castillitos dio cuenta de
su inmediato arribo a La Guayra.

Regidores y alcaldes bajaron al puerto a presentarle acatamiento. Ponte y Hoyos


es un hombre de unos treinta años, de rara belleza varonil. Alto, membrudo, de
facciones bien formadas. Jorge le cala su naturaleza: «Éste es un tío tomado por los
sentidos —se dice—, por la forma en que observa, saluda y sonríe».
Resulta, sin embargo, un hombre afable, cordial y llano; aparte de ser de una de
las mejores familias de Canarias. Francisco Carlos de Herrera y Ascanio, quien dice
ser su pariente, lo toma bajo su protección. Qué problema el que tenemos para alojar
a Eugenio —comenta a Jorge—. Las refacciones y mejoras que se ordenaron hacer a
la casa de las Gradillas la tienen en el suelo y en mi casa, con esa muchachera, no
tengo dónde meterlo.
—Pues la mía está a tu orden. Yo me voy pasado mañana. Por tres o cuatro meses
estaré ausente.
Con Ponte y Hoyos viene un hombre de aspecto plácido, buenas facciones y algo
regordete:
—Es Don Juan de Aristeguieta —dice el Gobernador al presentarlo—,
gentilhombre del país vasco y capitán de caballos coraza. Nos conocimos en Santo
Domingo y hemos hecho buenas migas.
Acompañado de Herrera, José Palacios, Jorge Blanco y Juan de Aristeguieta, el
Gobernador hizo su entrada en la vieja mansión. El Pez puso el chorro alto, erecto y
sostenido, y dejó salir los primeros compases de la marcha real.

Balanceándose en el palanquín revisa los precios del cacao en los últimos seis

www.lectulandia.com - Página 494


años. La exportación a México, Canarias y España se mantiene oficialmente en 13
000 fanegas. Los fiscales de la Real Hacienda estiman, con sólidas razones, en cinco
veces más la verdadera producción, que venden a los holandeses.
Cerca de la Venta, la neblina se hizo espesa y una corriente fría lo sacudió. Corrió
las cortinillas en el momento en que una hermosa mujer que avanzaba en sentido
contrario arriba de una mula de alquilar, miró con admiración hacia el palanquín
dorado.

El falucho ha ido tan de prisa que a las cuatro de la tarde divisó la punta de tierra
tras la cual se ocultaba Ocumare. A menos de una milla del farallón observó a su
izquierda una bahía profunda de aguas plácidas con un trasfondo de selva gruesa, a
escasa distancia de una playa de arenas muy blancas, sembrada de cocoteros, en
medio de los cuales sobresalía una hermosa casa de corredores y techos rojos.
No obstante ser la tercera vez que recorría el paraje, nunca hasta entonces había
reparado en tan exuberante hacienda y ensenada.
—¿Cómo se llama esa finca y de quién es? —preguntó al práctico.
—La llaman Cata y es de Doña Juana Francisca Rodríguez del Toro.
Mi hermana —se dijo Jorge sobresaltado—, la hija de mi padre y la bella
Rosalba.
—Pon proa hacia allá —ordenó al marino—. Pero guárdate de referir mi nombre.
Para los efectos me llamaré Nicolás González y soy comerciante en cacao. ¿Estamos
claros?
—No tenga cuidado Don Jorge, que así será.
La embarcación cruzó la resguardada ensenada. La gente se aglomeró en la playa
al verlo llegar.

121. El arcángel concupiscente.

Tan pronto puso pie en tierra, un hombre blanco y sonriente le tendió la mano.
—Fermín Toro, para servirle. Esta es su casa. Pase adelante. Precedido por su
sobrino atravesó la playa y llegó a la Casa Grande, a doscientas varas del mar. Al
fondo y entre dos guacamayas, una mujer de mediana edad, rostro avinagrado, pelo
negro recogido en moño, tejía sentada en una mecedora. Jorge se sintió vivamente
emocionado al ver a su hermana luego de cuarenta y cinco años. Era de gran parecido
con Matilde, aunque más morena.
Al sentirlo entrar levantó la vista y lo miró con serena cortesía, que trocó glacial
al detallarle su aspecto aindiado, la pobre vestimenta y aquel nombre que tan poco
decía. Luego de los primeros escarceos, al saberlo comerciante en cacao, lo invitó a
almorzar. Y al percibir más adelante sus buenas relaciones con la gente de Caracas, le

www.lectulandia.com - Página 495


ofreció entusiasta su hospitalidad.
Juana Francisca, adusto el rostro, severo el continente, escucha a Jorge sobre la
plaga de escobilla que amenaza al cacao. Su rostro se vuelve de pronto hacia el mar.
Fulguran sus ojos y ante la sorpresa de Jorge pega un leco a una mujer que avanza
hacia la casa.
—Pero niña. ¿Hasta cuándo te voy a decir que no te bañes de mediodía porque te
pones negra? Ven acá inmediatamente para ponerte los polvos de arroz.
Jorge se irguió temeroso al ver y reconocer a la mujer. Aquella morena
aceitunada, de hermoso pelo rubio, sin lisuras ni ondulaciones indeseables; con
aquellos ojos azules bordeados por cejas y pestañas oscuras y esa nariz tallada a pico
sobre una boca grande donde no había huido el negro, era el Arcángel Concupiscente;
su súcubo preferido, el que prendido a los ojos del gato le hacía derramar su simiente.
—¡Vade retro, Satanás! —masculló al verla, volviéndole la calma al percatarse
que a pesar de su hermosura, nada de diabólica tenía la hija de Juana Francisca, su
hermana, un tanto vulgarota en su malhumorada expresión, en el timbre estridente de
su voz y en aquel traje más que sencillo, pobre y descuidado. Con aire fatigado y
actitud de reto dirigió una mirada de fastidio a su madre, mirando al trasluz a Jorge.
—Esta es mi hija Catalina —señaló Juana Francisca— pero todos la llaman Cata.
Jorge sonrió cortés:
—Tanto gusto —expresó con una sonrisa; pero Cata no se dignó mirarlo y
descalza como estaba, abandonó el corredor en dirección a sus habitaciones.
No es la súcuba infernal —se dijo Jorge—, pero cuánto se le parece.
Y por primera vez en muchos años sintió deseos incontenibles por la presencia de
aquella mujer.
—¿Es casada? —preguntó a Juana Francisca.
—Es soltera —respondió seca su hermana—. Y si sigue así —añadió fustigante—
se va a quedar para vestir santos. Ya cumplió los veintitrés años.
—Es extraño que una chica tan bella no se haya casado. Pretendientes, seguro, no
le habrán faltado.
—Os juro que así ha sido —respondió vehemente—. Sólo que a ella y a mi no
nos han gustado. La gente de por aquí no son iguales a uno. Son pardos de bajo
origen o bastardos de vecinos principales que ocultan en estos lugares vergonzosos
orígenes. No soy partidaria de que nadie se case con gente inferior. Hay que tirar
hacia arriba. ¿No os parece, señor González?
A pesar de su afán de atraerse la simpatía de Juana Francisca, respondió suave:
—No estoy de acuerdo con vos. El mejoramiento del ser, o eso que llamáis tirar
hacia arriba, debe ser perfección del alma. No atesoramiento de glorias mundanas.
Juana Francisca le dirigió una mirada profunda y sintió miedo.
¿No será este vejete un pesquisidor del Santo Oficio que ju​runga mi loca y fugaz

www.lectulandia.com - Página 496


conversión al protestantismo?

Cata hasta hace meses fue novia de un capitán bátavo que impuso como primera
condición para su matrimonio, el que la chica se convirtiese al protestantismo. Juana
Francisca, que ya se veía viviendo en Curazao, y seducida por la noble prestancia de
su yerno, no sólo accedió a su propuesta, sino que ella misma abrazó la fe de Lutero.
Fugaz fue, sin embargo, su conversión. El holandés luego de rendir a Cata le expresó
su propósito de llevársela a Holanda: su padre acababa de morir y él era heredero de
un gran título. Entre sus planes, Juana Francisca no contaba para nada.
Lo que es a mí —se dijo al enterarse de los planes del holandés— no me vuelven
a echar otra vaina. Pendeja que fuera si permitiera que este maldito gordinflón me
quitase a mi hija. Cómo se ve que no me conoce. Pero ya va a ver lo que cuesta
meterse conmigo.
A la mañana siguiente un falucho procedente de Curazao trajo una carta del novio
de Cata. Juana Francisca la interceptó. Al enterarse de su contenido se llenó de
zozobra. El contrabandista le participaba que dentro de una semana a más tardar y
luego de arreglar algunos asuntos en la isla, arribaría a Cata con el propósito de
contraer matrimonio, zarpando a la mayor brevedad hacia Holanda. «Lo siento por
Doña Juana Francisca» —decía en alguna parte.
—¡Canalla! —gruñó la hija bastarda de Rodrigo Blanco, estrujando el papel con
furia.
—¡Cata… Catica! —llamó súbitamente con su acento más tierno y la más
maternal de las sonrisas—. Te tengo un regalo. Quiero que te vayas dos meses a casa
de tu hermano Bernardo en Caracas.
La muchacha lo vio con sorpresa: jamás le había permitido ir más allá de
Ocumare.
Entusiasmada por la idea zarpó al día siguiente hacia La Guayra con una
mochilita de oro, sus mejores trajes y una carta de presentación para su hermano.
En la fecha prevista arribó el holandés mostrando aguda extrañeza por la ausencia
de Cata. Juana Francisca con expresión compungida le refirió:
—A nombre de ella tengo algo muy grave que comunicaros.
Con la expresión del que hace un gran esfuerzo, dijo:
—Si luego de lo que os voy a decir estáis dispuesto a casaros con ella, santas
paces. De lo contrario marchaos en paz, que a sus años las decepciones cicatrizan. No
somos tan blancas como parecemos. Mi madre era negra y mi padre español, soy
mulata, por consiguiente.
El holandés se enderezó en la silla, enrojecido el rostro, la mirada entre confusa y
radiante.
—¡Pero…! —intentó decir.
—Esperad, por Dios; no he terminado. Lo peor es lo que sigue. Cata no es

www.lectulandia.com - Página 497


doncella. Dos años atrás tuvo de un caporal con quien se amancebó una niña negra.
—Y ante los ojos desorbitados del marino, trajo una rolliza negrita que pidió en
préstamo a la cocinera.
—¡Ved la hija de Cata!
El holandés dio media vuelta y se perdió en el horizonte.
El sol brillaba sobre la bahía. El resplandor no le permitió percatarse de la
sorpresa que pendía del barandal. Esa misma tarde envió un propio a Caracas donde
le participaba a su hija que el holandés naufragó frente a las costas de Coro.

La sospecha de que Jorge Blanco fuese un enviado de la Inquisición tomó cuerpo


al escucharlo hablar con soltura y propiedad de temas místicos y de los que nos
apartan de la verdadera religión.
Trémula por la ocurrencia corrió hacia Cata:
—¡Muérete! El hombre que tenemos ahí es un Oficial del Santo Oficio. Distráelo
mientras boto en el pantano esas biblias protestantes. Y dile a la cocinera que cuelgue
los santos otra vez en los cuartos. ¡Ah, y que cambie el queso relleno, que es comida
de herejes, por pescado frito!
Cata, siguiendo las instrucciones de su madre y sin ocultar enfado y aburrimiento,
salió al corredor. Jorge, sacudido de un entusiasmo como hasta entonces no le había
provocado ninguna mujer, hablaba ininterrumpidamente tratando de interesarla. Pero
Cata no lo escuchaba: por la línea del mar su pensamiento levantó vuelo hacia
Caracas, de donde soplaba su pena.
Jorge se sintió a gusto entre su hermana y sus dos hijos; a pesar del incómodo
envaramiento de Juana Francisca; de la brutal simpleza de Fermín y del aire cruzado
de tedio y hostilidad de su Arcángel Concupiscente.
Quién la viera, parece que no quebrase un plato y es Mesalina cuando a la
medianoche me llama a la fuente.
Fue necesario un gran esfuerzo de abstracción, para convencerse de que la mujer
que tenía por delante, por más que tuviese la misma cara, la misma voz y el mismo
cuerpo, nada tenía que ver con el Arcángel Concupiscente.
Todo esto es obra del demonio —se dijo por primera vez sin miedo— y me
importa un rábano si esto es engañifa del Maligno o de quien sea. ¡Cuán guapa es!
¡Cuán apetitosa!
Y su embeleso subió de punto cuando la indiferente Cata se mostró
inusitadamente atenta apenas habló de la gente de Caracas y de Santiago Liendo, uno
de los Amos del Valle.
Hasta las once de la noche estuvieron platicando en el corredor. Jorge, de acuerdo
a sus hábitos, solicitó venia para retirarse a sus habitaciones en el momento en que un
hombre salía de las sombras y avanzaba hacia el corredor.
Al echarse en la cama, Jorge pensó en la hermosa Cata. Su fantasía corrió por

www.lectulandia.com - Página 498


todos los caminos:
—No —se dijo con desesperanza y una sonrisa— seria una locura.
Entre sueños volvió a él, desnuda y cimbreante. Jorge la acarició y la tomó por
dos veces; hecho insólito —como se dijo al despertar— aun para mozos fortachones
por corporalizadas que sean las súcubas, ardientes y tentadoras.
Si yo fuera más joven —se decía al borde de la cama mientras calzaba sus botas
—, pero todo esto es menos que imposible. —Luego de una pausa añadió—: Si ella
lo quisiera, yo seria el hombre más feliz de la tierra. Ahora comprendo por qué los
humanos venden su alma al diablo.
Luego de asearse en la jofaina y de vestirse con su ajado traje, abrió las puertas
que daban al corredor. El sol brillaba sobre la bahía. El resplandor no le permitió
percatarse de la sorpresa que lo esperaba pendida del barandal.
—Buen día, señor González —saludó risueña Cata—. ¿Qué tal os trató la noche?
Jorge se sobresaltó ante la actitud provocativa de la mujer y la pregunta preñada
de reticencia.
—¿Quéréis que demos una vuelta antes del desayuno? A las arepas les falta un
poquito.
Jorge seguía inmóvil, envuelto por el estupor. Sin esperar respuesta la muchacha
lo tomó de la mano y entre alegres carcajadas lo obligó a correr hasta el mar.
¿Milagro o engañifa de Satán? —se preguntaba con inquietud— cuando de manos
trenzadas llegaron a la playa. Cata chapoteaba con el agua hasta el tobillo. Jorge,
embelesado, proseguía mirándola. De un salto Cata se metió entre las olas y salió de
ellas con el traje empapado. De pronto lo salpicó con la mano. Jorge hizo un
aspaviento de falsa huida. Viva risa reventó en su cara y Jorge, con sonrisa nueva y
chorreando el traje, sintió por primera vez la dicha plena.
A las nueve de la mañana con el hambre ardiendo y desbocado retornaron a paso
lento a enfrentarse el desayuno. Juana Francisca los miró aproximarse con el rostro
destemplado y los ojos ardidos:
A Cata —se dijo con amargor— ya no hay fuerza que la retenga en esta hacienda.
Primero fue el holandés. Si averigua mi estratagema me mata. Ahora el viejo del
carrizo éste, a quien está decidida a embaucar con tal de largarse a Caracas. Y hace
diez años, él. Aquel canalla que traicionó mi confianza. Era un hombre de mediana
edad, guapo y bien plantado. Español y marino. Sentí por él más entusiasmo que la
misma Cata. Recordába​me a Francisco y también a mi padre. Tenía su misma edad y
encima gracioso y ocurrente como no había dos. Díjome que era oficial en La
Guayra. Cada dos meses venía por una semana. Cata estaba babeada por él. Habló de
matrimonio y también de venirse a vivir con nosotras. Sentíame dichosa. Aquella
noche desperté entre presentimientos. Fuime al cuarto de mi hija, no estaba en su
lecho. ¡Ay, Dios mío! pensé lo peor. Los encontré cerca del río. Estuve a punto de

www.lectulandia.com - Página 499


salirles adelante. Pero me contuve: a lo mejor no era conveniente. ¿Y si se disgustaba,
y no se casaba? Lo mejor es quedarse callada. Me volví y no dije nada. Al día
siguiente el muy canalla se embarcó para La Guayra. Esa misma tarde supe quién era:
estaba casado en Caracas y tenía un hijo. La pobre Cata se iba volviendo loca cuando
supo la verdad. Yo le mandé a decir al sinvergüenza que si lo volvía a ver lo iba a
matar yo misma. ¡Ah, hombre para yo odiar con toda mi alma!
Cata y Jorge, tomados de la mano, hicieron crujir los escalones de madera. Juana
Francisca con cara de lechuzo macho, respondió a los saludos con un gruñido.
Durante el día y en la velada de la noche prosiguieron con sus retozos. Juana
Francisca no abandonó su hosquedad, respondiendo con monosílabos a las afectuosas
preguntas de Jorge, o mostrando ceñuda la expresión. Jorge, radiante, no se amilanó
Y esa noche, como la anterior, conversó hasta la madrugada con los Rodríguez del
Toro. Al acostarse dijo de rodillas a la Virgen de la Soledad:
—¡Gracias, Madre mía!, prosigue con el milagro.
Y esa noche perdonó a los que fornicaban; comprendió lo insensato del sexto y
del noveno mandamiento, justificó a los seductores de oficio; a los ladrones de honra;
y a su padre, Rodrigo Blanco.
Una semana llevaba ya en la hacienda. Aquella mañana, al igual que todos los
días, Cata lo esperaba en el corredor. Con voz suave propuso lo de siempre:
—Vamos a caminar antes del desayuno.
Tomados de la mano llegaron al acantilado donde termina la playa y baja el río.
Jorge respira y ríe distinto.
—¡Qué lástima que sea tan viejo! —deja escapar.
—¿Tú como que estás loco? —salta la muchacha—. ¿Quién dice viejo? Estás en
la flor de la edad. Yo te prefiero a cualquier jovenzuelo. Tienes sabiduría y gracia. Y
eso para mí vale mucho más que la juventud.
Jorge gritó preso de emoción:
—¡Repíteme eso! ¡Vuélvemelo a decir! ¿No te burlas de mí?
Cata recreó su afirmación.
—¿Quieres decir que no me encuentras tan viejo para ti?
—¡Claro que no! —respondió sin apartarle su mirada azul.
—¿Consentirías entonces en ser mi esposa?
—¿Y por qué no? Nada me haría más feliz.
Juana Francisca, hosca, los vio venir.
—Tengo una doble sorpresa que daros —dijo Jorge, con radiante sonrisa.
Desde la mecedora lo vio con odio manifiesto.
—Ante todo debo deciros que mi verdadero nombre es…
—¡Jorge Blanco! —lo interrumpió con expresión descompuesta.

www.lectulandia.com - Página 500


122. Yo te amo, Satanás.

Fue Cata la hermosa amazona con quien Jorge topó en el camino de Los
Castillitos y en quien no reparó, abstraído en papeles y apuntes. Cata por el contrario,
admiró la magnificencia del personaje, que a cortinas cerradas iba en su silla de
mano. Nunca pudo imaginarse desde Ocumare que existieran tales lujos. Extasiada en
el cortejo:
—¿Quién es ese personaje? —preguntó al palafrenero.
—Don Jorge Blanco y Mijares, el mantuano más rico de toda la Provincia, el
Amo más poderoso del Valle.
Tan pronto llegó a Caracas se dirigió a casa de Bernardo, su hermano. Mala cara
puso al verla el yerno de Nicolás García, y más aún al observar sus modales.
Es un ser salvaje —dijo rabioso para sí— mal vestida, estridente y chillona.
El mundo del cual había huido veintitrés años atrás, volvió de pronto para
recordarle a los demás un origen que a fuerza de sacrificios había logrado que
olvidasen. Clara Rosa, quien al parecer había heredado la bondad de Nicolás, la
acogió entre ruidosas palabras de afecto.
¡Qué vaina! —volvió a decirse Bernardo— y dio instrucciones a su mujer para
que engalanara a Cata lo mejor posible para la recepción que esa noche daba Su
Excelencia Eugenio de Ponte y Hoyos, el nuevo Gobernador de Caracas.
—Ésta es la Casa del Pez que Escupe el Agua —le dijo Clara a su cuñada ya para
entrar—. Es la mejor casa de Caracas. Se la prestó Jorge Blanco, el dueño, que está
de viaje, al Gobernador.
—¡Jorge Blanco! —estalló Cata al toparse por segunda vez con el nombre del de
la silla de mano.
Los numerosos invitados, con expresión de asombro, se extasiaban en su
hermosura. Don Eugenio de Ponte y Hoyos, haciendo caso omiso de las
formalidades, se aproximó galano.
—¡Cuán bella sois, linda mujer! ¿Cuál es vuestro nombre? ¡Decídmelo presto,
que soy el Gobernador!
Y entre chusco y seductor se la llevó a la mitad del patio, desgranando piropos y
miradas encendidas.
El Pez, que lo escuchaba, sesgó el chorro y dejó escapar un chasquido besante.
Cata y Ponte y Hoyos se volvieron sorprendidos.
—Dicen que está embrujado —observó el Gobernador.
El Pez cortó el chorro y emitió otro sonido.
—Cu-cú; cu-cú; cu-cú.
Una voz que a Cata le pareció fantasmal, musitó tras ellos:
—El muy truhán a mí me hizo otro tanto. ¿Qué destino en común tendrá Su
Excelencia conmigo?

www.lectulandia.com - Página 501


Era el español que, haciéndose pasar por viudo, la sedujo en su hacienda.
—¡Cata! —dijo el hombre al reconocerla.
—¡José Palacios! —exclamó a su vez la chica sosegándose de inmediato al ver
que el otoñal José de hacía poco había entrado en un franco y despiadado invierno.
Cantando los gallos se fueron los últimos invitados.
Eugenio de Ponte y Hoyos, embriagado y exhausto, se echó en cama. Sintió un
siseo. Dos ojos rojos lo miraban desde el suelo. Un gato negro salió hacia el patio. El
bello Eugenio salió tras él. Entreverada por los rayos de la luna, Cata desnuda se
bañaba en la fuente.
—¡Qué sueño tan agradable tuve anoche! —dijo a su ordenanza apenas despertó
—. Ojalá sea un augurio.
Inútilmente intentó visitarla. Bernardo Rodríguez del Toro, su hermano, lo miró
de frente excusándola por estar indispuesta.
José Palacios dijo a la muchacha:
—Mira muchachita, ten cuidado con el Gobernador. Ese no es más que un
cucarachón. Aquí sobran mozos guapos, dispuestos a casarse contigo. Eso sí, son
gente difícil como nadie, pero en modo alguno inaccesible; todo depende de cómo les
entres. Si aceptas mi amistad te ayudo.
Cata vio a José Palacios sonriente.
—Trato hecho.
Esa noche volvieron los ojos rojos a la alcoba del Gobernador.
En vez de Cata era una negra de figura escultural.
—¿Qué le darán de comer a uno en esta casa? —se preguntó Ponte y Hoyos.
Al séptimo día el gato lo llevó hasta una mujer de rasgos achinados.
José Juan, el canónigo, se alarmó cuando el Bello Eugenio le refirió lo sucedido
en sueños. Eran las mismas mujeres que desvelaban a su hermano. Para no alarmar al
Gobernador, aprovechando una de sus salidas, sacudió el hisopo con agua bendita por
toda la casa vaciando un frasco sobre la fuente. El Pez dejó salir un suspiro de alivio.
Juan de Liendo: rico, viudo y sin hijos se prendó de Cata. Por siete días sucesivos
platicó con ella con creciente entusiasmo al pie del balcón. Cata, para quien el
holandés nunca significó nada, se abrió jubilosa ante su enamorado.
—Ya todo el mundo os da de novios —le comentó su cuñada Clara Rosa,
heredera de la bondad de su padre Nicolás García.
—No cuentes los pollos antes de salir —le observó Bernardo.
No erró el hermano de Cata en sus augurios: Las viejas historias que siempre
vuelven pasmaron súbitamente lo que ya entraba en sazón. A Juan de Liendo lo
tupieron de chismes. Le hablaron de Juana Francisca, de Rosalba, del Silencio, de
Bejarano y de la negra llamada Rosalía. Clara Rosa fue la primera en percatarse de
las manifestaciones de aquel desdén que habría de estallar en pública afrenta cuando

www.lectulandia.com - Página 502


una vieja, tocada de chochera y soberbia como un pendón le espetó ácida al de
Liendo al presentarle a Cata.
—¿Catalina? ¿La hija de Juana Francisca? ¿Aquella bastarda de Rodrigo Blanco
que puse en su puesto por parejera?
Demudada, huyó del atrio y apuntalando el llanto llegó a su casa.
Por aquellas palabras y por las que añadió su hermano quedó enterada del drama
que envolvía a su madre y a ella por razones de origen.
—¿De modo que yo no soy igual a ellos y que no podré casarme con Juan de
Liendo porque mi abuela era mulata?
Esa tarde el de Liendo llegó con señalado retraso y traía el rostro sombrío. La
visita fue breve, entrecortada de pausas y de largos silencios. Finalmente dejó caer:
—Lo siento mucho, no puede ser.
Aferrada a los barrotes con ojos de estupor, lo siguió hasta la esquina. Salvo el
caballerizo que le ensilló la bestia, nadie la vio partir. A galope tendido y con la tarde
avanzada tomó el camino de La Guayra.
A bordo del velero piensa, cavila y compara. Ya trasudaba hastío antes de conocer
a Caracas. Pero sin ser dichosa nunca se sintió infeliz. Hasta ahora no se había
percatado de que la finca de sus padres era monte, arena y mar, y Ocumare un mísero
pueblo, de casas torcidas y gente a medio vestir. Desde el momento mismo en que vio
a Caracas desde Sanchorquiz supo de cierto que no podía retornar al pueblo ni a la
hacienda. Se las ingeniaría a como diera lugar, se decía con los ojos sobre una pareja
de toninas, para quedarse en la capital. Seduciría a un mantuano: joven, bonito o feo,
¡qué más da! Cuando vio a Juan de Liendo, más que maduro y sin mayores encantos
se dio por bien servida y se encontró segura de llevarlo al altar. Lo que has​ta aquel
momento ignoraba era su ubicación en aquel inmenso amosaicado mundo de
diferencias. Se sintió ultrajada, vencida, incapacitada para siempre para continuar
viviendo al lado de Juana Francisca, su madre y de su hermano Fermín.
He de volver. Reconquistaré a Caracas. Me he de casar con un principal y si no,
prefiero ser barragana del Gobernador. Si es necesario me dedicaré a la vida airada.
Iré al Silencio a negociar mi cuerpo. Prefiero ser puta en Caracas que gran señora del
matorral.
Escarnecida, degradada se sentía a bordo de aquella goleta que la conducía a
Ocumare, sentada sobre fardos de henequén, al lado de un caporal negro y de una
mulata desvergonzada que a voz en cuello respondía a los requiebros del timonel, un
zambo con cara de diablo que a ratos se volvía mostrando su boca sucia llena de
zalamerías plebeyas.
¡Maldita sea la pobreza! ¡Maldito sea el saber! ¡Maldito el buen recuerdo!
¡Maldito el retomar!
El timonel y la mulata en sus escarceos llegaban a lo salaz. Cata indignada dijo

www.lectulandia.com - Página 503


fuerte para sí:
Le vendería mi alma al diablo con tal de casarme con un mantuano, vivir en
Caracas…
—No hace falta tanto —dijo súbitamente el zambo con cara de diablo mirándola a
los ojos—, bastaría que fueses mi mujer.
—¡Jesús! —gritó Cata.
El sosiego le retornó al responder la mulata:
—¡Qué va, oh, negro pretencioso, zapatea pa’otro lado, que ya yo tengo marido!
Tres días apenas tenía Cata en la hacienda cuando llegó Jor​ge Blanco con su falso
nombre. Ño Cacaseno, el mayordomo de la hacienda, fue el hombre que salió de las
sombras aquella primera noche en que Jorge se despidió de la familia para irse a
dormir.
El zambo que venía de Ocumare irrumpió sin saludar preguntando con
naturalidad:
—¡Guá! ¿Y qué hace aquí Don Jorge Blanco?
—¿Jorge cuál? —preguntó Juana Francisca, estridente.
—Pues Don Jorge Blanco —repitió Ño Cacaseno sorprendido de la angustia que
sacudió a su ama— Don Jorge Blanco y Mijares —aclaró—, el Águila Pasmada, el
mantuano más rico y poderoso que hay en Caracas. El hombre que mejor habla en
este mundo.
Juana Francisca, impresionada por la revelación, chispeaba los ojos y sacudía las
manos, preguntando chirriante:
—¿Pero tú estás seguro Cacaseno de lo que estás diciendo? Mira que si no es
verdad, te mando a pegar como el otro día.
—¿Pero cómo no lo voy a estar Doña Juana Francisca? —respondió calmoso el
zambo—. Si lo he visto las tres veces que he ido a Caracas. Para mí ese hombre es el
hombre más grande que ha nacido en esta tierra.
Una puntada cordial sintió Juana Francisca, se puso lívida y perdió el sentido.
Entre Cacaseno y Cata la llevaron al lecho.
—¡Mi hermano! ¡Mi hermano aquí! ¿Qué busca entre nosotros? —exclamó
apenas volvió en sí.
—¿Entonces —se dijo Cata con los ojos puestos en el marino de la cara de diablo
— si eras Satanás? No es muy buenmozo mi tío, pero en agarrando aunque sea fallo.
Acepto tu propuesta.

123. No había viento para bogar.

Juana Francisca luego de echarle en cara a Jorge su verdadera identidad le dijo


con aspereza:

www.lectulandia.com - Página 504


—No os da vergüenza haberos acercado con tanto engaño para seducir a vuestra
sobrina, a quien encima dobláis la edad.
Jorge, ruborizado, decía atropellado entre convulsos gestos:
—Pero es que yo amo profundamente a Cata. Si me dais tu consentimiento me
caso ahora mismo con ella. Además —observó al ver que su ira amainaba— el hecho
de que sea mi sobrina no tiene nada de malo. Su Majestad Carlos II es hijo de tío y
sobrina.
—¡Y vaya la porquería que salió! —expresó Juana Francisca retomando su ira—.
La Iglesia pone obstáculos a esos matrimonios.
—Eso se arregla con una dispensa eclesiástica —respondió Jorge premioso—.
Nuestro hermano José Juan es secretario del Obispo. ¡Veréis que no habrá obstáculos!
Juana Francisca lo miró con odio recrecido. Era el hijo de Ana María, el ser que
más odiaba en el mundo aun después de muerta.
—Id primero a consultarle —respondió dándose tiempo para maniobrar.
Jorge sonrió jubiloso al suponer que la condición era una aceptación tácita, y,
engolosinado por la apertura preguntó:
—¿Os vendréis a vivir conmigo?
Pero su hermana más áspera que nunca dejó caer:
—De aquí no salgo sino para el cementerio.
Por primera vez José Juan, el canónigo, se mostró caviloso por las cuitas de su
hermano.
—Si bien es cierto que la Iglesia otorga esas dispensas —dijo— tiene sus reparos.
No son matrimonios bien vistos por el Señor. Decía uno de mis maestros que más de
un teólogo se opone a ellos, por concitar sobre los cónyuges y su progenie la sombra
del Demonio. Pero si es tu felicidad, la gestiono de inmediato.
Matilde, su hermana, cuando lo supo, se opuso violenta:
—¡Estás loco! ¿Cómo te vas a casar con una mujer que además de ser tu sobrina
carnal está bastardeada doblemente por mulata y por ilegitima y que además su madre
y su abuela fueron la cruz en vida de mamá? Si te casas con ella hazte cargo de que
has muerto. ¡Viejo lascivo! ¡Qué ya ni pelos ni dientes te quedan!
Con la sola presencia de Juana Francisca y su hijo Fermín, el matrimonio se
efectuó a primera hora en la iglesia de Ocumare. Luego de la ceremonia embarcaron
hacia La Guayra. En el puerto los esperaba José Juan, quien miró con simpatía a su
sobrina y cuñada. Escoltada y vestida de novia Cata entró a Caracas sobre una mula
blanca. Esa noche hubo fiesta en la casa del Pez que Escupe el Agua. La casa de
Jorge Blanco rebosaba de invitados que hacían chuscos comentarios en relación con
aquel matrimonio desigual.
A la medianoche quedó la casa vacía. Jorge, prendido del brazo de su esposa,
cruzó el patio hacia la alcoba nupcial.

www.lectulandia.com - Página 505


El pez pitó un requiebro a Cata y puso el chorro en forma de lanza doblada, que
enfureció a Jorge al captarle la intención.
Cata rió a carcajadas cuando Jorge, con su aspecto esmirriado, acrecentado por el
camisón y el gorro de dormir, entró a la alcoba. Las burlas apagaron en Jorge su
ardor. Dándose tiempo a ver si retomaba el viento que inflara el fláccido velamen,
propuso:
—Recemos el rosario, como hacen los buenos cristianos, antes de consumar el
matrimonio.
Cata lo miró con extrañeza. De rodillas al pie de la cama, iniciaron un rosario. El
Águila Pasmada, perturbado por la frialdad aposentada en él hizo un esfuerzo por
concentrarse en imágenes estimulantes, imaginándose a Cata en forma de súcubo. La
imagen se le escapaba. La frialdad proseguía. Al comienzo de las letanías constató
con angustia que la turgencia seguía ausente. Ya para terminar evocó a Salustia. Oyó
clara su voz. Sintió su olor a sábila y a comino. Volvió a besarlo. Ante la
remembranza se inflaron las velas.
—¡Ven! —dijo a Cata. El viento que sopla es para zarpar… El Pez tocó a
zafarrancho. Ya subía el ancla, cuando Ana María, nítida, le gritó dentro: ¡No
fornicarás! A tiempo que un fuerte empellón sacudía la puerta que miraba al patio.
Pistola en mano, salió del cuarto. Vio tan sólo el Pez. Subió de nuevo a la cama.
Apagó el candelabro. Intentó proseguir. Fue inútil: estaba cual nave caída en el Mar
de los Sargazos.
La besó en el cuello y en la boca: pero la sintió inerte. La frialdad proseguía. Una
ventisca de pánico lo entumecía.
¡Ayúdame, Virgen de la Soledad! —exclamó mental​mente—; pero al comprender
que la granadina no tenía acceso a estos milagros, se recriminó duramente por necio y
blasfemo.
Hacía calor. Cata y él sudaban. Una vez más se levantó y abrió la puerta. La luna
llena iluminó a la mujer del manto. Aterrorizado, se persignó.
Cata se desesperaba ante los fallidos intentos. Los besos de Jorge le despertaban
náuseas. Luego de más de dos horas de inútil retozo propuso:
—Dejémoslo para mañana, que estás cansado.
Jorge, insomne al lado de su mujer rumia su derrota. El sueño le viene a oleadas.
Ya duerme. Una sensación a sus pies le hace abrir los ojos. Una mujer de cara muy
blanca y ojos achinados lo mira al pie de la cama.
—¡Acarantair! —dice con asombro. Intenta alcanzarla. La mujer se esfuma.
Una mujer llora, una mujer gime, un hombre la riñe en el patio. El Pez pita. El
Pez clama. Las voces crecen. Se hacen audibles:
—¡India tenía que ser! ¡La hija de una perdida!
Son Rodrigo Blanco y Ana María los que disputan.

www.lectulandia.com - Página 506


—¡Dios mió, apiádate de mí! —clama en medio de la noche.
Un bullicio de cuatro mujeres se escuchó en seguida.
—¡Dios mío! —volvió a decir— ¿cuál es mi pecado?
A las primeras luces del alba logró dormirse.
A las dos semanas de matrimonio seguía impedido de amar. El ardor genésico
parecía habérsele huido para siempre. Consultó a físicos, brujos y estrelleros: sin
ningún acierto para sus males.
Aquella jornada, pasada la medianoche, Cata dormía. Jorge insomne,
desesperaba. El Pez que Escupe el Agua sonó su pito de advertencia. Jorge sintió un
reclamo a su derecha. Era el gato de los ojos rojos. En medio del patio cuatro mujeres
tomadas de la mano danzaban, alrededor de la fuente. Una de ellas era Cata; la otra
era ella.
Una voz de hombre gritó en medio de la pileta.
¡Qué pesadilla! —se dijo al despertar en medio del patio—. Temblando de frío
volvió a la alcoba. Cata se quejaba. La luna daba en su cara. Sumida en profundo
sueño, se agitaba en trasunto de goce infinito.
Al despertar refirió, extenuada, pero refulgente, que dos hombres durante la
noche, uno joven y otro viejo, la hicieron suya luego de luchar entre ellos. Eran
españoles —dijo— y los dos me daban miedo.
¡Íncubos! —se dijo—, mi mujer es asediada por demonios masculinos.
La fama de una vieja zamba llamada Yocama lo llevó a recabar su ayuda.
—Eres victima de un hechizo muy grande —le dijo, viendo a una hoguera que
ardía en su cobertizo—. Has concitado la ira de los dioses al desposar a tu sobrina.
¿No sabes acaso que el verdadero padre de una mujer es el tío y no el hombre que
empreña?
Y, atenta al humo de la hoguera donde iba echando hojas y ramas, añadió con voz
profunda:
—Dos de tus antepasados han tomado tu lugar. Te han robado el fuego y hacen
uso de derechos que sólo a ti corresponden.
La bruja añadió:
—Llévame esta noche a tu casa. Guárdame en tu habitación y te diré lo que
sucede.
En cuclillas, Yocama esperó inmóvil. A la medianoche el Pez emitió su
advertencia. La cama comenzó a crujir. La bruja encendió un sahumerio y dijo
palabras fuertes. Alguien saltó del lecho y corrió descalzo hacia el patio.
Una voz aguardentosa cantaba:
Niño en cuna…
—Míralo donde está —dijo Yocama señalando al vacío—. ¡Ése es uno! El otro se
mete por el albañal, donde tiene su guarida.

www.lectulandia.com - Página 507


El Pez enfurecido escupía en todas las direcciones. Yocama dijo:
—El espíritu de ese viejo malvado, cubierto de sangre, lucha con el del pescado.
Entre ambos lo hemos destruido.
Con voz tenebrante salmodiaba conjuros.
—¡Jolines! —dijo una voz. Y un chorro rojizo saltó de la boca del Pez.
—Ya ha vuelto a su tiempo. Era un espíritu diabólico que te había robado la
hombría junto con el otro, el que se oculta en el albañal.
Recitando oraciones hizo una pequeña fogata sobre el desaguadero. Una voz
disminuida salió del sumidero:
¡Ay, Madre!, ¿por qué me matan? ¡Ay, Madre!, ¿por qué me muero?
—Ya puedes estar tranquilo —dijo Yocama a Jorge al amanecer—. Tu casa ha
quedado limpia de sombras. Y tu hombría ha retornado.
El Pez irguió el chorro y luego de hacer sonar el caramillo, dibujó una lanza recta,
vertical y enhiesta.

124. Pócimas y conjuros de parto.

Cata se sintió dichosa en su nuevo estado. No daba un paso sin montarse arriba de
la silla de mano y si iba a Catedral, su alfombra la más grande, su manto el más
suntuoso y del más fino encaje, alto y grueso y llamativo hasta el punto que José
Juan, le observó zumbón: «Sigue así y te va a dar una apoplejía». Al principio vestía
tan mal como hablaba. Bernardo, su hermano, corrigió lo primero; Jorge con
apacibilidad, lo segundo.
—¡Qué mujer tan vulgar y tan de medio pelo! —murmuraba Isabel María Gedler,
coreada por Matilde Blanco de Tovar a quien José Juan se vio obligado a recordarle
que era la mujer de su hermano. Amanda Rojas, una vecina con afanes de ascenso
organizó un sarao en honor de la pareja. Sin excepción, estuvieron presentes todos los
Amos del Valle. El Gobernador Ponte y Hoyos, el Bello Eugenio, apenas la vio, la
rondó ronroneante cual un palomo al igual que José Antonio Plaza, el joven capitán
partidario de Luis XIV que se decía: «Esto es pan comido». El Obispo Diego de
Baños y Sotomayor, presintiendo el peligro llamó aparte al Bello Eugenio
reteniéndolo con él toda la noche so pretexto de los graves cambios políticos que se
avecinaban ante la inminente muerte de Carlos II[158]
En medio de la fiesta y con aire remilgoso entraron Josefa Marín de Narvaez y
Pedriño de Ponte Andrade. Los mantuanos los saludaron con frialdad. Cata simpatizó
con la rica heredera, intercambiando sonrisas y preguntas. La mujer de Juan de
Ascanio el joven, la tomó por un brazo:
—No te juntes con esa mujer. Está muy mal vista.
Desde la barra, Salustia y Rubén Pelao acompañados de Ño Cacaseno contemplan

www.lectulandia.com - Página 508


la fiesta:
—¿No será demasiado camisón pa Petra? —pregunta el marido de Salustia
refiriéndose a Jorge y a su joven mujer.
El zambo, que simpatiza con Jorge, lo riñe por deslenguado.
—Pero qué falta de modales, los de la tal Cata —cotillean en un rincón las
esposas de los Madriz.
—Y mírame la trompa de negro que se gasta —apunta la de Mijares.
—¡Quién lo hereda no lo hurta! —sentencia la de Herrera—. Es nieta de Rosalba,
una mulata muy buenamoza que vivía por los lados del Catuche.
Cata era impermeable a las críticas. Era la negación, como se decía su marido, de
la suspicacia y de la susceptibilidad. Para ella, «todo el mundo era un encanto». No
había ninguna mujer principal, que a los pocos meses «no fuese su íntima del alma»,
visitándolas con asiduidad, no importándole si era o no retribuida. Sus metidas de
patas, sus arrebatos de recién enriquecida, eran tema predilecto en los mentideros. La
gente, sin embargo, por respeto y cariño hacia Jorge Blanco, terminó por aceptarla,
echando en el olvido que hasta hacía poco trasbucaba consonantes y decía cónfiro
cada vez que se impresionaba.
Don Eugenio de Ponte y Hoyos prosiguió asediando a Cata. Temerosa se guardó
en la casa. Fue inútil, el Gobernador se hizo amigo de Jorge y lo visitaba a diario.
A los tres meses Cata declaró su embarazo. Según las cuentas salió preñada en las
primeras semanas. El Gobernador postergó el ataque para las aguas lustrales.
—Mujeres es lo que me sobra —dijo jactancioso a Don Juan de Aristeguieta, su
compañero de viaje.
El día del parto el vecindario se aglomeró en la sala. Jorge caminaba en el patio a
grandes zancadas, en medio de un silencio ansioso. El Pez tiró una trompetilla. La
comadrona, con expresión descompuesta, salió del cuarto dirigiéndose a Jorge.
—¡Ved por vos mismo!
Entre sus manos traía un niño de cabeza descomunal. Estaba muerto.
En medio del llanto que asaltó a Jorge una voz grave le susurró con gran aliento
de ajo:
—Ése no era hijo tuyo. Es hijo del diablo.
Era Yocama la hechicera.
Luego de dos abortos, Cata salió de nuevo en estado. El médico recomendó
reposo de abadesa. Por nueve largos meses Jorge y Catalina vivieron alrededor de una
cama. Nació el crio. Era normal de aspecto. Pero berreaba sin fuerza, además de lento
y adormilado. Murió al sexto mes.
El vientre de Cata se sacudió una vez más de vida y fue coronado por otro aborto.
Jorge, obsecado, consultó a Yocama.
—La cura es ardua y difícil. Necesito la ayuda de mi hijo, que es milagrero para

www.lectulandia.com - Página 509


con las mujeres mulas. Mi trabajo vale lo de siempre, pero él cobra dos pesos por día.
Catalina, por quinta vez, dio señales de preñez. En vísperas del parto escribió a
Juana Francisca para que se viniera a Caracas.
Para su sorpresa, Juana Francisca aceptó la invitación.
Jorge Blanco bajó a La Guayra. Adusta y bronca, apenas lo saludó. Bernardo, su
hijo, intentó besarla, lo apartó de un empellón.
—No quiero besos tuyos, ¡mal hijo! —y dándole órdenes a Ño Cacaseno, a quien
trajo consigo, subió a la silla de mano del Regidor Decano para recorrer el camino
que no veía desde su mocedad.
El mismo día de su llegada Cata tuvo la primera contracción de parto.
En la habitación, Yocama y su hijo Ño Ramón se movían de un sitio a otro, bajo
la mirada silenciosa de Juana Francisca. En el patio, Jorge, José Juan y Ño Cacaseno,
fumaban y zanqueaban. El Pez elevó el chorro y lo sesgó en espiral a tiempo que
dejaba escapar su pito festivo.
Un fuerte vagido salió del cuarto. Yocama puso en sus manos un robusto varón.
Cata y Juana Francisca sonreían.
—¡Qué gran hombre será! —dijo la Bruja—. Por algo vino al mundo con dientes.
—Pero también ha de morder —susurró su hijo Ño Ramón.
Un fuerte golpe se sintió en el suelo. La tierra comenzó a temblar.
—¡Terremoto, terremoto! —gritaba la gente.
Juana Francisca con su nieto en brazos corrió hacia el patio.
El sismo no llegó a catástrofe. Salvo algunas casuchas que se cayeron y unas
paredes que se agrietaron, no hubo muertos que lamentar.[159]
Juana Francisca, a raíz del nacimiento de Martín Esteban, como bautizaron al
recién nacido, sufrió un cambio inimaginable. Tal era la alegría y ternura que la
envolvían. Casi no permitía Cata tocase a su hijo. Ella era quien cambiaba los
pañales. Ella quien lo arrullaba. Ella la que más gozosa y sonriente asistía al
amamantamiento.
A Yocama le regaló dos doblones de oro para que la acompañase por cuarenta
días para alejar los maleficios que rondaban la casa. Esa noche, para sorpresa de
Jorge, le dio un beso en la mejilla:
—Dios te bendiga hermano. Me has hecho feliz.
Esa tarde, una semana después, llegó a presentar sus parabienes el Gobernador.
Un vistazo fue suficiente a Juana Francisca para darse cuenta de que el Hermoso
rondaba a su hija, por más que hablara de la Guerra de Sucesión que se desarrollaba
en España a causa de la ascensión al trono de Felipe V, el nieto de Luis XIV.[160]
—La navegación con España y las otras colonias está de tal manera interceptada
por los aliados —decía el Gobernador— que he tenido que poner en libertad a un reo
para que capitanee un barco hasta Martinica para que traiga harina y municiones.

www.lectulandia.com - Página 510


Pensar que en 1701 doce buques llegaron a La Guayra. Las reales arcas están vacías.
No hay vino en Caracas.
Al día siguiente, Ponte y Hoyos volvió de visita y, aunque habló de que se estaba
vendiendo la harina a cuarenta reales, no dejó de echarle miradas entendidas a Cata.
A la tercera visita Juana Francisca dijo a Yocama: «¡Ayúdame!» y puso en sus manos
diez onzas de oro.
—Aquí tienes —dijo la bruja a la noche siguiente, entregándole un frasco con un
liquido que olía fuerte—. Diez gotas son suficientes para que no pueda. Treinta para
que pierda la razón y no la recupere. De hacerse lo mismo en tres días seguidos,
morirá en los tres siguientes.
Juana Francisca se negó en adelante a recibir las innumerables visitas que acudían
a la casona. Tan pronto se acercaba la hora del chocolate se retiraba al comedor con
Martín Esteban, arrullándolo con ternura. A veces —cuando ya oscurecía— se iba al
oratorio, al lado del gran Salón de los Retratos para escuchar el discurrir de los
principales.
Esa tarde la voz de José Palacios la sobresaltó.
—¡Es él! —se dijo—. ¡El desgraciado maldito!
El rencor la arrastró en avalancha hasta la sala. Sus ojos sombríos se clavaron en
el artillero. Jorge Blanco la vio con aprensión: nunca hasta entonces la vio tan
terrible.

125. La danza de Juana Francisca.

A veintiún años todavía recuerdo aquella mirada. A los pocos días José Palacios
fue poseído, junto con el Gobernador, de aquella locura luego de ver el retrato de la
condesita. Se dijo que Ponte y Hoyos había sido hechizado por Yocama, siguiendo
instrucciones de una dama de alto coturno, despechada por el Bello Eugenio. La
pobre vieja fue llevada a Cartagena, y, al parecer, la echaron viva a la hoguera. El
pobre Ño Ramón, su hijo, de tan buen partero que era, se dedicó al aguardiente desde
entonces; por ahí anda hecho un verdadero pordiosero. Yo sí creo en las Brujas. Y
para muestras me sobra Cumbamba. ¡Ah, cosa bien fea aquella! Pero a mí nadie me
quita de la cabeza que en la muerte y locura de José y de Ponte y Hoyos, Juana
Francisca metió la mano. Era mala pa’lante. Yo, al principio, me negaba a dar crédito
a lo que decía la gente de Ocumare y el mismo Ño Cacaseno, cuando me tomó afecto
y cariño. Pero cuando vi aquella pobre niña con la cara quemada por el aceite
hirviente que le echó Juana Francisca en uno de sus arrebatos, ya no lo puse en duda.
Ella y Fermín, su hijo, eran los amos más déspotas y malvados de toda la región. Yo,
por la pura necesidad, me veía obligado a tratarla y los quince días que al año
teníamos que pasarnos con ella para la fiesta de San Juan, eran un verdadero suplicio

www.lectulandia.com - Página 511


y en especial al ver la influencia y ascendiente que paulatinamente iba tomando sobre
mi hijo, a quien, sin duda alguna, amaba entrañablemente. Juana Francisca siempre
me detestó, quizás por recordarle a mi madre, a quien odió y no sin razón, con saña y
profundidad. Su venganza, aparte de corresponder a su sentir, era contradecir en mi
hijo todas mis creencias y enseñanzas:
—¡Hágase temer, mijo! —le oí decir varias veces— que en este mundo de nada
valen buenas razones ni palabras piadosas. Palo con el que se meta con usted y con el
que no se meta, tam​bién; porque así la gente escarmienta.
Como desde su más temprana edad derrochaba sobre Martín Esteban cariños,
lisonjas y regalos, el muchacho no veía sino por los ojos de su abuela. ¡Cuán
interesados son los niños! Apenas caminaba y ya le había regalado un burrito. A los
diez años le hizo entrega de una escopeta que mandó a buscar especialmente a
Curazao:
—Para que aprenda a matar desde chiquito.
—Llévatelo por ahí —me contaron que le dijo a su hijo Fermín— y enséñale a
pelear y a disparar, porque si me sale igual de pendejo que el padre, estamos listos.
El bárbaro de Fermín, que por quítame estas pajas desollaba vivo a un negro, fue
el mentor de Martín Esteban, enseñándole todas sus malas costumbres en los tres
meses al año que pasaba en Cata. A los catorce años era un tarajallo bizarro,
aguerrido y temerario, tal como lo quiso su abuela y con absoluta aversión por libros
y estudios, como lo deseaba yo. No obstante, siempre me quiso y respetó
sobremanera, y yo en el fondo, a pesar de disgustarme el tipo que la herencia y la
abuela habían formado, me sentía orgulloso de que fuera así, hasta el día en que
vinieron con el cuento de que por instrucciones de su tío y con plena complacencia de
su abuela, azotaba en el cepo a los esclavos que se portaban mal. Fue la primera y
única vez que le metí a alguien una trompada:
—¡Carrizo! —le grité delante de todo el mundo—. ¿Quién te ha enseñado a ser
tan malo? Vaya a curarle las heridas a ese pobre hombre y le pide perdón. Cuando
supe en esa misma época que llevado por Fermín había iniciado su vida sexual, fue
tal la desazón que me entró que me volvió la epilepsia que tenía años sin darme.
Esa tarde paseando con Cacaseno, hombre piadoso y bueno, que todavía no me
explico cómo pasó tantos años con Juana Francisca y Fermín, se atrevió a decirme lo
que le refirió un negro octogenario muerto. Según decía el negro, Juana Francisca y
un hombre que estaba con ella mataron en una discusión a Petronila, su abuela, y la
echaron al mar para hacer creer que se había ahogado.
El negro para ese entonces era un muchachito y los vio hacer todo aquello tras
una mata de uva de playas.
Por eso es que pienso que Juana Francisca tuvo mucho que ver con la extraña
muerte de José Palacios y la locura del Gobernador, por más retrato de la condesita

www.lectulandia.com - Página 512


que yo haya visto y todo cuanto dijo la Inquisición sobre la bruja Yocama.

—Jorge Blanco no quería a Juana Francisca, la abuela de Martín Esteban —le


refiere Don Feliciano Palacios y Sojo a su segunda mujer, María Isabel Gil de
Arratia, quien borda en el corredor de la Estancia Tamanaco mientras el Gran
Mantuano ve de soslayo a su nieto Juan Manuel, abatido por la melancolía a causa
del reciente asesinato de su padre por orden de la Guipuzcoana.
Juana Francisca y su hijo Fermín —añade elevando la voz tratando de interesar a
Juan Manuel— eran más que fregaos con sus esclavos. Con razón pasó todo aquello
y lo que vino después. En ese entonces —dijo con nostalgia al recordar a su primera
mujer— María Josefa y yo estábamos muy tristes por la muerte de Juan de
Aristeguieta,[161]que fue para ella y para mí como un padre.
Jorge, que como todos los años se iba para Cata con Martín Esteban y su mujer,
nos invitó a que los acompañáse​mos para que los vientos del mar y los tambores de
San Juan se llevaran nuestra tristeza. Íbamos de lo más divertidos hábla​te que te
habla, cuando al entrar en Cata vimos humeando la Casa Grande y un gentío en la
playa. En lo que tocamos tierra, Ño Cacaseno nos gritó lloroso:
—Anoche se alzaron los negros y mataron a Doña Juana Francisca, al niño
Fermín y a sus dos muchachos.
Cata, como todos, corrió hacia unos bultos cubiertos con unas sábanas, alrededor
de los cuales rezaban varias mujeres.
—No los vea, misia Cata —dijo Ño Cacaseno agarrándola—, los descuartizaron
vivos…
Martín Esteban, mientras Cata forcejeaba con los que trata​bamos de agarrarla, se
escurrió entre la gente y destapó los cadáveres.
Un grito pegó al verla hecha pedazos. La cabeza estaba por un lado y piernas y
brazos por otro. A Fermín, su hijo y sus dos nietos, también los habían macheteado.
Uno de los negros que paró la cola al ver lo que pasaba, contó lo que sucedió:
—Estábamos todos reunidos tocando tambor, cuando látigo en mano se presentó
Don Fermín repartiendo cuero y mentadas de madre por estar bebiendo aguardiente.
Yo no sé quién lo hizo, pero de repente vi a Don Fermín, descabezado, dando tumbos.
«Llegó la hora de la venganza —dijo Care’Lapo—. Ya nos fregamos por matar al
amo; así que vamos a darnos gusto y acabar con todos ellos». Borrachos como
estaban se fueron a la casa: agarraron a Doña Juana Francisca y a los dos muchachos,
y a trancazo limpio los sacaron a la playa. Doña Juana Francisca, ni dominada perdió
la soberbia. No dejaba de insultarnos, hasta que Care’Lapo, alzado en jefe, le dijo:
—Cállate piazo e vieja, si no quieres que te mate a tus nietos delante de ti.
Esas palabras parecieron amansarla, pero Care’Lapo, como el resto de los negros
que estaban borrachos, gritó de pronto a los que bailaban:
—Quítense de ahí, macheteros recogecabos, que va a bailar Doña Juana

www.lectulandia.com - Página 513


Francisca.
El ama les echó un bollo.
—¡Ah!, ¿no vas a bailar? Pues mira lo que le voy a hacer a tu nieto si no meneas
el rabo, —y levantó el machete hacia uno de los muchachos. Doña Juana Francisca
pegó un grito y dijo que haría lo que quisieran y bailó con la cara más triste que yo
jamás haya visto.
—Más rápido —gritaba Care’Lapo, que estaba como loco—. Desnúdenla —dijo.
Y sus esclavas de adentro con toda maldad le arrancaron la ropa hasta dejarla en
cueros.
Y así la hicieron bailar por más de dos horas. Tumbada por la fatiga se desplomó.
—¡Ah!, ¡ya te cansaste! —le gritó Care’Lapo dándole una patada—. Y en tan
poco tiempo, cuando nos hacías trabajar de sol a sol sin que pudiéramos dar un
pujido. Tráiganme acá al carajito ese, a ver si se despierta. Y encima de ella le cortó
la cabeza a Fermincito. Cuando Doña Juana Francisca sintió encima la sangre de su
nieto, levantó la cabeza y nos maldijo a todos. Care’Lapo de un solo golpe le tumbó
la cabeza. Después nos dijo:
—Bueno, muchachos, se acabó la fiesta y ahora que cada uno le dé su machetazo
a la vieja y a los otros, para que estemos todos comprometidos.
Ese fue el momento en que yo paré la cola y no dejé de correr hasta que llegué a
Ocumare.
—Aquello fue espantoso —dijo Don Feliciano—. Nunca había visto algo igual en
la Provincia.
Juan Manuel con la expresión descompuesta por el relato de su abuelo, corrió
hacia el patio, donde vomitó entre grandes arcadas.
Y a vómitos le supo la boca al recordar desde su silla del corredor postrero, la
muerte de su bisabuela.
¡Qué destino de dolor y muerte el de los míos! —se dice entre las miradas de
soslayo de Juana la Poncha, quien escoba en mano lo vigilaba.
Los ojos saltones, acuosos, azules de Don Juan Manuel miran hacia el infinito. El
Pez moja a la negra.
—¡Deja la cosa, piazo e bicho!
Don Juan Manuel, ausente, sigue moliendo:
¡Cuán pocos son los días de gloria! Los más son días de pena. Los unos preceden
o suceden a los otros, separados apenas por efímeros intervalos de hastío. No hay paz
para los principales de la tierra. No hay sosiego en los días del príncipe; ni en los del
Gobernador; ni en los del Rey, ni siquiera en un mantuano. Mi vida es el sobresalto.
El combate, la victoria, la derrota, la honda pena, la dicha hinchada.
Los recuerdos son cuadros con luz distinta: a veces confusos, a veces nítidos,
refulgentes, llameantes. Cuando les viene en ganas, como demonios ante conjuros,

www.lectulandia.com - Página 514


acuden al llamarlos, pero la más de las veces escapan, se escurren, huyen, se
distorsionan. Cuando el hombre proyecta poco y recuerda mucho, la vida es angosta.
Los viejos soñamos, evocamos. Vivimos en el ayer. ¡No hay futuro! ¡No hay
presente! Somos hijos de nuestra era. No hay remedio. Cada tiempo tiene su lenguaje.
El mío lo tuvo y lo entendía cabal. Pero hace años que he dejado de entender y no
quiero. ¡No me da la perra gana de aprender la lengua nue​va! Es de hombres banales
y sin consistencia intentarlo apenas. Hasta hace dos años vivió mi tiempo. Fue un
tiempo largo, de penas y de regocijos, de luchas y revueltas… ¡Mi abuelo, Don
Feliciano! ¡Mi padre Martín Esteban! ¡Maldita mil veces sea la Compañía
Guipuzcoana! Por eso odio el tiempo nuevo y a sus escarceos de síntesis. No puedo
admitir, ¡no me sale!, ¡no lo quiero!, que un López Méndez o un De Las Casas, o un
Aguerrevere parta confite con los míos. Fueron ochenta años de rencor.
Luchamos a muerte contra ellos y ellos contra nosotros.
Será indispensable un arreglo, dicen los sabiluchos, hacer mantuanos a los
tenderos, como seis años atrás se hiciera con los de Cumaná. ¡Absurda gente
comedora de gofios y de endiablados pasteles! De ver a un Urbaneja y a un Sucre se
me revuelve el alma. Mañana serán los canarios arrellanados en Catedral, y si vivo
largo, veré de quien a quien a los pardos bembones, trompicudos, con el pelo malo.
La política es el equilibrio del poder. Hay que hacer concesiones. ¡Yo no hago
concesiones! ¡Hay que morir con su tiempo!
El Pez trazó dos señales admirativas y emitió su sonido besante.
Don Juan Manuel dijo al pescado:
—Los Guipuzcoanos mataron a mi padre y lo cubrieron de oprobio. Hace apenas
dos años los derrotamos. ¿Te acuerdas? ¡Victoria pírrica! Dejaron de ser para que
realmente fueran. Hoy son nuestros aliados contra el Rey. ¿Quién lo hubiese
pensado? Hasta dos años atrás eran la raíz de mi encono; destruirlos, la razón de mi
existencia.
¡Qué día aquel en que murió la Guipuzcoana![162]Todavía el Ángel Negro no
había llegado a mi casa.
El Pez puso el chorro a media asta y gorjeó un tenue y fugaz lamento cual el
canto de un muezmín.
Ella era buena, blanca, rubia. Es verdad que tenía la circunferencia en zaranda de
los animales azules. ¡Pero yo la amaba! ¡Qué caraj! Yo la creía eterna y se murió al
parir a Fernandito. Juana la Poncha ya me lo había anunciado. La vio volar en sueños
llevada entre cintas por querubines azules.
—Querubines en cinta —decía la negra— es muerte en vida, o vida en muerte,
que es el nacer.
¡Juana la Poncha! Negra agorera. Lengua bendita.
Su muerte me algodonó el sentido. Volvióme la tristeza que conociera antes. Pero

www.lectulandia.com - Página 515


más fuerte y espesa, con el sabor amargo de la desesperanza. El alma se me ovillaba
cuando al caer la tarde oía las campanadas. María Jimena, mi gorda, ¿dónde estás,
que estoy perdido?
Estos dos años han volado confusos, atropellantes; cabalgando los días sobre los
meses en trepidar desbocado.
—Búscate otra mujer —me recomendaba hasta mi cuñado Martín Eugenio—.
Pero yo ignoré su consejo, fiel a la creencia de que el galanteo lacera el prestigio. Y
calmé el hambre que me devoraba en el buen yantar y en mejores libros. Al poco
tiempo tenía la gordura escuálida de las piñatas y cegado por mi propia tinta, como el
calamar.
—Cuando Fernando, mi yerno, me pidió la mano de Ana Clemencia comprendí a
Aguirre, el Tirano y el mito de Urano. Me consideré en el derecho de comerme viva a
mi hija y a su novio. Llegó la boda. Abundaron los presentes. Sobraron los agasajos.
¡Cuán hermosos estaban! Ella vestida de blanco y él, como Oficial de Lanceros. Los
vi partir escondido en la cochera. La noche parió a la noche. La soledad a las
tinieblas. El ángel Negro esa noche revoloteó sobre mi cama.
—¡Baja ya! —decía yo—. Llévame contigo. ¡Ven! ¡Ven ya! No tengo miedo.
Pero el ángel se negó a complacerme y para acrecentar más tarde mi pena le cedió mi
cuerpo al Ángel Blanco. ¡Qué maldita sea la hora en que se me apareció para retardar
mi huida!
Todos, desde Doñana, mi hija, a Juana la Poncha, tenían la manía que me fuera de
viaje por el mundo para dispersar mi pena. ¿Por qué no vas a España? —díjome mi
cuñado Martín Eugenio.
—De verdad, mi amo —observó la agorera—. Con el verde del camino na más se
te alegra la pepa del ojo.
El que me dio la puntilla fue el mismo Gobernador Don Luis Unzaga y Amezaga,
[163]que en esos días se regresaba a España por la ruta más larga y negra que haya

conocido.

126. El país de la locura.

—Vámonos juntos, mi noble amigo —propuso el Gobernador a Juan Manuel—.


Partiremos dentro de ocho días en la fragata Albatros que toca en La Habana, donde
tengo que arreglar un asuntillo con el Gobernador Cajigal y luego seguimos viaje
hacia España. Tenéis que daros oportunidad de que la suerte os sonría. Dejad de
rumiar tristezas y marchemos juntos por la vida.
—¡De verdad, viejo! —apoyó su hija Doñana.
—Haz caso aunque sea una sola vez en tu vida —le dijo en su tono zumbón el
Conde de la Granja, su yerno.

www.lectulandia.com - Página 516


—Ancha chico, no pienses más y decídete ya —observa Juana la Poncha.
Relumbraron los ojos de Juan Manuel y su boca se abrió por primera vez en una
sonrisa.
—¡Está bien! —respondió, poniéndose de pie—. Me habéis convencido. ¡Manos
a la obra! ¡Qué me traigan tres baúles y tú —dijo señalando a su hija— me acomodas
la ropa!
—Un consejo, amigo mío —dijo vacilante el Gobernador—. ¡Regalad todos esos
trapos que usáis a gente de pocos recursos! Lamento deciros que vos, como la mayor
parte de vuestros amigos, usáis ropa pasada de moda desde hace quince años.
La decisión arrió de su cara la melancolía. Ya sólo faltaban dos días para zarpar.
Esa tarde tiene audiencia con el Obispo Martí para despedirse. Frente al espejo se
mira la cara y la gorguera. Es un anciano. No hay un solo diente en su boca.
—¡Ay, ay, ay! —gimoteó en el patio Juana la Poncha.
Alarmado por el llanto salió a su encuentro.
—Pero ¿qué te pasa, mujer de Dios?
—Se acaba de morir Don Miguel de Aristeguieta.[164]
Presto y a medio vestir corrió a la casa enlutada.
—Marcos Ribas y Betancourt —le refirió su prima, la mujer de Miguel—
valiéndose de la confianza que existía entre nosotros, perdió a tu ahijada María
Soledad. Está embarazada. El pobre Miguel, al saberlo esta mañana, cayó fulminado.
Volvió en si para recibir la absolución. Antes de morir ordenó a Juan Félix que la
recluyeran de por vida en un convento.

La fragata con buen viento salió de La Guayra. Juan Manuel y el Capitán General
charlan en la cubierta. Unzaga y Amezaga era un hombre de mediana edad, cordial y
campechano, que antes de venir a Venezuela había sido Gobernador de la Luisiana.
Ganó la confianza y amistad de los mantuanos al oponerse a los abusos de la
Compañía Guipuzcoana.
Con los ojos en el Caribe le dice a Juan Manuel:
—Veo con terror esa política monopolista y bárbara que estamos empleando en
América.
Juan Manuel hizo leve señal de asentimiento y pensó en los recientes sucesos de
la Nueva Granada, donde los comuneros de El Socorro se insurreccionaron contra los
crecientes e insufribles impuestos. José Antonio Galán, el cabecilla, fue alevosamen​te
ejecutado por el Virrey Flores, luego de haber declarado amnistía general,
provocando indignación en todas las Indias.[165]Meses antes en el Perú, Túpac Amaru
fue descuartizado.
—Es excesivo el rigor que se viene ejerciendo. Ved el ejemplo de las colonias
inglesas de Norteamérica. Primero fue protesta por el asunto del té; luego vino la
represión cruenta. A menos de ocho años Jorge III está a punto de perder el más rico

www.lectulandia.com - Página 517


flo​rón de su imperio. Y a propósito —añadió Unzaga— creo que ha sido un error
favorecer la insurrección de las colonias inglesas contra la Metrópoli. Los reyes de
Francia y España están escu​piendo hacia arriba. ¿No os parece, Don Juan Manuel?
—Todo cuanto contribuya a debilitar a Inglaterra es beneficioso para nosotros —
respondió seco.
—Hace pocas semanas —siguió Unzaga— recibí carta de mi gran amigo el
Marqués de la Avenida, donde me hacia ver que tarde o temprano este pigmeo que
hicimos nacer será colosal y artero enemigo. No han terminado aún de independizarse
y a pesar de ser sus aliados, otean hacia nuestras colonias. Algunos de sus más
esclarecidos pensadores afirman que América sólo debe ser para los americanos.
La noche misma de llegar a La Habana, el Gobernador de Cuba los invitó a cenar.
Era nativo de la isla, hijo de un alto funcionario y de madre cubana.
—Tengo sangre caraqueña —dijo Cajigal a Juan Manuel al primer instante de
conocerse—. Mi madre, Dolores de Urquijo, era nieta de Julia García de la Madriz,
hija de Nicolás García, quien a su vez casó con Sebastián de Urquijo, mi bisabuelo.
Soy primo en tercer grado del Marqués del Toro.
—Pues entonces somos parientes —añadió Juan Manuel con sincero alborozo.
Unzaga y Cajigal intercambiaron informaciones y opiniones sobre la guerra de
Independencia Norteamericana.
—Los ingleses —decía el capitán general de Cuba—, están prácticamente listos.
Washington los tiene cercados. Sólo retienen a Nueva York. En abril nuestra flota
tomó a Las Bahamas.[166]Es cuestión de darles la puntilla. Por cierto, Luis —le
observó Cajigal a Unzaga—, os tengo una sorpresa: deberéis ser vos, como antiguo
Gobernador de Luisiana y conocedor del país vecino, quien so pretexto de enviarle
algún recado a Washington, caléis sus intenciones sobre el Imperio Español.
Unzaga se sobresaltó ante la propuesta.
—Es una orden, Luis —le observó Cajigal—. Procede del mismo Ministerio de
Guerra en Madrid. Para eso precisamente os esperaba. Y se os dieron instrucciones de
venir a La Habana. Os servirá de excelente engañifa entregarle las joyas que las
damas cubanas han donado a la Independencia Norteamericana. Ya nuestro
Embajador Rendón en Filadelfia está avisado de vuestro próximo arribo.
Una joven pareja irrumpió en el salón. El Gobernador de Cuba hizo las
presentaciones.
Un hombre joven, moreno y muy apuesto llegó tras la pareja. Sus ojos fulguraron
de extraño brillo al enunciarse el nombre de Don Juan Manuel.
—Francisco de Miranda —dijo seco al estrechar su mano.
Juan Manuel palideció. Tenía frente a sí al hijo de Sebastián Francisco de
Miranda, el tendero canario que quiso ser coronel.
—Y este mozo que aquí veis —añadió jubiloso Cajigal—, además de ser

www.lectulandia.com - Página 518


caraqueño y mi ayudante de campo, es uno de los héroes de Pensácola y de Las
Bahamas.
Hace dieciséis años —rumia Don Juan Manuel— el Gobernador nombró Coronel
de las Milicias de isleños al padre de este niño. Fue un duro golpe. En el 69 pidió de
baja, pero continuó usando bastón de mando. Le montamos pleito. Lo amenazamos
con encarcelarlo. Ganó y perdió Don Sebastián. Del tiro se le quitaron las parejerías.
Se trancó en su casa. Nunca más volvió a salir. El carrizito éste que en aquel entonces
tenía veinte años, marchó a España dizque para defender al Rey de nosotros los
mantuanos.
La cena transcurrió en animada conversación. Francisco de Miranda hizo gala,
para sorpresa y malestar de Juan Manuel, de una vasta cultura. Habló de la Guerra de
Marruecos y de las costumbres de los moros.
Discurría con gracia y soltura, intercalando, para exasperación de Juan Manuel,
frases en francés y citas de clásicos latinos.
Ha tenido suerte en medio de todo —se decía el mantuano—; la última noticia
que tuvimos de este petulante fue cuando se le prohibió la entrada a la Academia
Militar en Madrid, como tenía la pretensión de hacer. De no haber sido por el informe
que enviásemos los del Ayuntamiento, se hubiese salido con la suya. El viejo
Miranda, dispuesto a que su hijo tuviese rango a como lugar, pagó ochenta y cinco
mil reales por un piche rango de capitán. ¡El pobre!
Luego de cenar, Miranda deleitó a los presentes tocando a la flauta con un
insospechado virtuosismo. La cara del joven caraqueño tenía una grave y ausente
expresión. Cajigal aplaudía con entusiasmo. Conoció a Miranda en Málaga luego que
el regimiento de la Princesa regresó de combatir al Rey de Marruecos. O’Rail, jefe de
la guarnición, le había tomado ojeriza al venezolano, acusándolo de haberse
apropiado de algunos dineros. Estaba a punto de ser encarcelado cuando Cajigal, al
sustituir a O’Rail, se dio cuenta de que Miranda, al igual que él, era víctima de una
confabulación y del menosprecio que los españoles sentían hacia los criollos. Desde
entonces se estableció entre los dos hombres un sólido y mutuo afecto.
Al año, Cajigal fue designado Gobernador de Cuba. Y en junio de 1780, Miranda
llegó a La Habana en el Ejército Expedicionario de cuarenta navíos y diez mil
hombres que España enviaba para apoyar la insurrección norteamericana. Cajigal,
para pasmo y envidia de sus compañeros, lo hizo su primer ayudante.
Miranda era un hombre de extraño sino: o se le odiaba al topar con él, o se
sucumbía subyugado por su personalidad. Su vida, por este hado contradictorio,
estaba lleno de cimas y de honduras. Siete semanas atrás regresó de Luisiana cargado
de cadenas, acusado por el Gobernador Gálvez, hermano del Ministro de la guerra, de
suministrar información militar indistintamente a ingleses y norteamericanos.
Solicitábase de Cajigal remitirlo a España para ser juzgado por alta traición. Su

www.lectulandia.com - Página 519


delito, como lo estableció Cajigal, fue no mencionar al Gobernador Gálvez en el parte
enviado a Madrid sobre la Toma de Las Bahamas. Cajigal, a despecho de lo que
pudiera suceder, lo mantuvo en su cargo.
Luego de algunas semanas, Juan Manuel y Unzaga prosiguieron viaje hacia los
Estados Unidos.
—No sé si la Independencia Norteamericana será para bien o para mal —decía en
el entrepuente el antiguo Gobernador de Caracas—. Son gente pujante, valiente,
trabajadora y honrada. Son de una escrupulosidad enfermiza, lo que hace de ellos una
combinación terrible. Menosprecian a los ingleses y de manera soberana a la gente de
casta latina. Las tropas francesas y españolas han sido tratadas con desdén.
—¡No es cierto! —interrumpió alguien con acento jovial.
—¡Señor de Miranda! —exclamó Unzaga al darse vueltas—, ¿pero, de dónde
habéis salido? ¿Cuándo abordasteis la nave? ¿Por qué nos ocultasteis que seríais
nuestro compañero de viaje?
—Fue decidido a última hora. Os escoltaré a Filadelfia por orden del Gobernador
Cajigal.
El tema del entrepuente siguió en el comedor. Miranda disentía de Unzaga sobre
el menosprecio que los americanos sentían por franceses y españoles.
—He sido objeto por parte de ellos de múltiples distinciones que Venezuela me ha
negado. Desdén por parte de los ingleses sí lo hay —prosiguió Miranda—, pero no lo
es a causa de vuestro físico ni por vuestro origen, es por vuestras actitudes y
creencias, que con el debido respeto del señor Gobernador, sí son despreciables.
—¡Señor de Miranda! —saltó Unzaga.
Miranda atemperó una excusa y prosiguió fustigante.
—Españoles y criollos se enorgullecen, a diferencia de los anglosajones, de lo
que les viene por añadidura y no de lo que hacen por propio esfuerzo. Todos sus
valores y jerarquías las hacen girar alrededor de su ancestro, segmentando a los seres
humanos en una infinidad de cuadros y recuadros, que miran con recelo, odio y
desprecio al vecino, por miedo a que de su contacto surja el desmedro de ellos
mismos por contaminación o rechazo. En España e Hispanoamérica los hombres
viven atentos a las diferencias que entre ellos existen, los norteamericanos otean
perspicaces lo que tienen en común.
—Habláis como un francmasón —espetó agrio Juan Manuel.
Miranda sonrió con despectiva incredulidad. El mantuano había acertado. Muchos
éxitos, encumbramientos y honores los debía al credo hermético.
—Cuando yo abandoné a Venezuela [167]—siguió Miranda— luego de ver
humillar a mi padre, dentro de la linea del pensamiento en que se desarrolló mi vida,
aspiraba a vengarme de vosotros. Era mi propósito rehabilitar los títulos de nobleza
de los que hablaba mi padre a través del dinero y de mis propias hazañas. Hace once

www.lectulandia.com - Página 520


años quería y creía ser más noble que todos vosotros. Aspiraba estrujaros en la cara
mi resentimiento. Soñaba que algún día vos, Don Juan Manuel, me guardaríais la
consideración que negasteis a mi padre, a pesar de haberle salvado la vida al vuestro
en Puerto Cabello.
Don Juan Manuel ante el reclamo quebró la cabeza.
—… Pero cuando llegué a España y descubrí, cual revelación divina, que para los
peninsulares no había diferencia entre vos, un mantuano caraqueño y yo, el hijo del
tendero isleño y de una castiza llamada Panchita Rodríguez, ya que el menosprecio
nos arropaba a todos, cambié de objetivos. Para los españoles, mi querido amigo, es
tan ocioso averiguar las diferencias entre un criollo de estirpe noble y uno del estado
llano, como pudiésemos sentir nosotros respecto de un quinterón o a un calpamulato.
Para ellos todo criollo es despreciable. Da lo mismo que sea blanco por todas sus
ramas, que pintado de indio o de negro. Nacer fuera de la Península nos descasta.
—¡Señor de Miranda! —volvió a clamar el Gobernador—. ¡Me parece que
exageráis indebidamente! Prueba de ello es que nuestro común amigo Cajigal es
Gobernador de Cuba, a pesar de ser criollo habanero.
—Una golondrina no hace verano, y la próxima vez que tengáis ocasión de hablar
con él, preguntadle con más detenimiento sobre lo que ha tenido que sufrir a pesar de
ser hijo de un Virrey de México. Este régimen discriminativo fundamentado en el
origen y no en la virtud, es lo que robará a España el favor de los americanos. El
desprecio engendra más odio que el despotismo y la explotación. Sólo os puedo decir,
para que tengáis una plácida noche, que aquel joven de veintiún años que salió de
Caracas y que juró ser un buen soldado del Rey para defenderlo de la codicia y
ambición de los mantuanos, ya no os odia Don Juan Manuel. Por lo contrario: ha
comprendido que nuestros destinos son complementarios y que necesitamos tanto el
uno como del otro.
—¡Bravo! —batió palmas con angustiosa euforia el Capitán General fingiendo no
entender la amenaza contenida en aquella propuesta larvada.
Desembarcaron en Charleston y cabalgaron hacia Filadelfia, capital de la Unión y
sede del Congreso.
Los días en que Miranda y Don Juan Manuel vivieron en estrecha convivencia
exacerbaron la hostilidad del mantuano hacia el joven oficial. Ambos eran alfa y
omega. No sólo por genio o temperamento, sino por sus actitudes ante los problemas
axiales de la existencia.
A Miranda placíale discurrir con Unzaga sobre arte, literatura y lenguas muertas y
Juan Manuel, al ser excluido, sumíase en una cólera envidiosa. A Miranda le
disgustaban los temas religiosos. Se reía cuando Juan Manuel hablaba de los poderes,
virtudes y limitaciones del santoral.
Ni siquiera en agricultura coincidían. El joven oficial no era partidario de los

www.lectulandia.com - Página 521


grandes cultivos como el cacao y la caña de azúcar, «pues salvo los tiempos de
cosecha y zafra, son muchos meses de poca actividad y extremada negligencia».
Debemos volver —afirmaba vehemente— a la industria de cueros, a la salazón del
pescado, a la destilación de aguardientes, a la industria del tabaco, a todo cuanto
signifique trabajo diario y regular. El cacao no significa nada en este sentido.
¿Pero este niño está loco? —estalló para sus adentros—. Su sorpresa subió de
punto al darse cuenta de que Unzaga era de la misma opinión que Miranda.
Lejos de lo que pregonaba el joven caraqueño, Juan Manuel encontró hostiles y
muy poco corteses a los norteamericanos. Viéndome obligado —como escribió a su
hija esa misma noche— a cargar mi valija en un parador, antes de llegar a Filadelfia.
Tuve que ir yo mismo con el plato a la cocina para que me echaran la comida,
compartiendo la mesa con desastrados desconocidos que empujaban con el dedo y
hablaban con la boca llena.
—¡Pero esto es abominable! —restallaba airado al día siguiente—. Nunca había
visto que un caballero hiciese de sirviente y que todos los hombres actúen al mismo
tiempo como lacayos y señores.
—Esa es la igualdad americana de la que os hablaba —observó Miranda.
—Pues reniego de ella. Este relajo no puede ser ejemplo edifi​cante para nadie.
En Filadelfia su impresión fue diferente. El Embajador de España, Rendón, los
alojó en su casa. Nunca hasta entonces conoció en el Nuevo Mundo nada más
hermoso. Criados negros y de librea rehicieron sus esperanzas de que algo bueno
pudiera salir de aquel pueblo que luchaba por su Independencia. «Hay acentuadas
diferencias —decía en otra epístola— entre los vecinos muy principales, a quienes
llaman gentleman y el hombre común, sumamente patán y altanero. No tienen
modales. Son como pardos de ojos azules y pelo amarillo».
Su animadversión contra Miranda se desbocó al percatarse del interés, respeto y
acatamiento que le expresaban desde el Embajador español hasta los numerosos
gentleman que los visitaron, a objeto de testimoniarle su admiración por lo de
Pensacola.
¡Cuán locos están! —se decía— para tenerlo por héroe. Yo no sé qué le verán.
Pero, en fin… la locura parece ser la matriz de este país.
—Vuestras ideas, como las de vuestra estirpe —le soltó Miranda— son
deliciosamente elementales. Todo cuanto no comprendéis, todo cuanto os sorprende
porque introduzca variantes a vuestros inmutables esquemas, en vez de fustigar
vuestra curiosidad, antes de encender la llama de vuestra imaginación y de poner en
marcha el maravilloso molino de las ideas, las rechazáis de antemano con el epígrafe
de loco y locura al pensador y a la idea. ¡Haced un esfuerzo, Don Juan Manuel, y
tratad de entender! No rechacéis al mundo que cambia y muy de prisa. Abrid bien los
ojos. Estáis asistiendo al acontecimiento más importante de la Humanidad desde el

www.lectulandia.com - Página 522


Descubrimiento de América: la Revolución Norteamericana de Independencia, y
tenéis la pretensión insólita de llamar locos a sus protagonistas. ¿No se os ha
ocurrido, por casualidad, que ellos no están locos y que vosotros sí estáis dormidos?
Al cuarto día de haber llegado a Filadelfia, Jorge Washington invitó a Unzaga y a
sus acompañantes a una cena formal en su casa.
La entrevista con Washington hizo variar a Juan Manuel de opinión. Era un
caballero de la antigua escuela: sereno, severo, amable, pero distante, reposado y
comedido.
Washington, para su alegría, observó a Miranda con aire entre aburrido y ausente,
limitándose a responderle con frases cortas o monosílabos. Con Juan Manuel fue
sustancialmente diferente. A pesar de las dificultades del idioma, mostróse
entusiasmado y afable al saber que era plantador de algodón y criador de caballos.
—No veo el día —le dijo el General norteamericano— que termine esta guerra
para poder retomar a mi estancia en Virginia.
Para sorpresa y desagrado de Unzaga y del Embajador de España, Washington y
Juan Manuel se enfrascaron en una animada conversación sobre ganado, esclavos y
plagas agrícolas. Al margen de aquel diálogo cerrado figuraban dos secretarios de
estado. Unzaga incitaba al Embajador a cortar aquella insospechada plática que
estaba arruinando el objetivo del largo viaje. Para su desesperación, el General
norteamericano invitó a Juan Manuel a una caminata por el jardín.
Seguidos tan sólo del intérprete, se adentraron por un sendero bordeado de
azaleas y jazmines.
A falta de caza mayor, norteamericanos y españoles tantearon entre ellos las
mutuas intenciones. Unzaga declaraba la simpatía de España hacia la revolución
norteamericana. Miranda musitó a un abogado sentado a su derecha:
—Esta gente no expresa el sentimiento que anima a los venezolanos. Al igual que
vosotros, queremos ser independientes de España y regir nuestros destinos según
propia conciencia y albedrío.
El abogado lo miró atento. Luego de algunos escarceos dijo a los otros:
—El señor de Miranda y yo daremos también una vuelta.
Y tomándolo por el brazo lo llevó por el mismo sendero por el cual Washington y
Juan Manuel ya retornaban.
Miranda escuchaba atento lo que insinuaba con sorprendente franqueza el joven
abogado.
—En política no hay agradecimiento, sino conveniencias —decía—. Hoy España
y Francia nos ayudan a derrocar a Inglaterra; pero tan pronto recuperen la hegemonía
perdida, volverán sobre nosotros y con más ímpetu y odio que el que hasta la fecha
hayan podido tener con Inglaterra o cualquier otra monarquía. Es ley de vida. Nuestra
libertad republicana está amenazada mientras en el resto del mundo existan

www.lectulandia.com - Página 523


monarquías absolutas. De ahí que veamos con interés que el Imperio Español sea
sustituido por una o varias repúblicas.
—Es absurdo —saltó la voz de Washington tras un seto— que un hombre
relativamente joven, como vos, ande mostrando al mundo los estragos que los años
han dejado en sus encías. Debéis poneros esto.
Tras las palabras apareció el General norteamericano llevando sobre la palma de
su mano una plancha de mármol de blancos dientes. Sin inmutarse por Miranda y el
secretario que los veían asombrados, prosiguió:
—Ved cuán fácil es ponérsela y quitársela.
Y llevándosela a su boca, devolvió a su rostro la madurez que su boca anciana ya
no permitía.
—Mañana mismo os enviaré a mi dentista para que os tome la medida.
Devolveros la juventud será el recuerdo que os dejará Jorge Washington.

127. Ornis Ibérico y la nueva sonrisa.

Juan Manuel luego de un corto aprendizaje, aprendió a quitarse y a ponerse su


dentadura postiza, hasta comer con ella cualquier tipo de alimentos, salvo un tipo de
chocolate norteamericano parecido a la melcocha.
Esa noche, vísperas de su partida hacia España, se vio el rostro en el espejo de su
habitación. Subió el belfo y vio con orgullo su nueva dentadura. Días antes era un
viejo chuchumeco. Ahora, gracias al artefacto, era un hombre maduro que metía el
gatazo. Antes de abandonar la alcoba para bajar al comedor, soltó la cuarta carcajada
de su vida, finchó su casaca y a paso de triunfador bajó radiante las escaleras. En el
rellano retozaba la voz de Miranda con la del Embajador. Una, apocada y vacilante, la
otra, airada.
—Pero si lo sabíais, ¿cómo es posible que os lo hayáis guardado exponiéndome a
este bochornoso papel?
—Perdonad, señor Embajador —seguía Miranda— pero la necesidad tiene cara
de hereje. En política, como en el amor, todas las armas son válidas.
Gritó destemplado Rendón:
—¡Largaos inmediatamente de mi casa!
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Don Juan Manuel alarmado.
—Ved con vuestros propios ojos —dijo Rendón entregándole un oficio con los
sellos de España: era una circular del Ministro de guerra a todos los Embajadores de
España, donde les comunicaba que el oficial Francisco de Miranda era reo de alta
traición por haberle entregado secretos militares a Inglaterra. Había sido condenado a
diez años de presidio en Ceuta. Deberían hacerse las diligencias pertinentes para
hacerle deportar de inmediato a España.

www.lectulandia.com - Página 524


La Fragata, luego de un mes de travesía, atracó en Gijón. Un frescor de dicha
sacudió a Juan Manuel. Era la España de sus veinte años. Luego de descansar tres
días en una buena posada, tomaron camino hacia Oviedo. Junto con ellos, a modo de
espaldero y guía, venía un hombre corpulento de pelo rojizo, alegre y decidor. Tenia
buen plantaje y se hacía pagar con buenos culines de sidra y queso de Cabrales sus
dotes de trovero. Era ovetense, hidalgo de gotera y avezado cazador.
El paisaje se ondula, crece y se enrisca entre los caballos. La montaña se puebla
de abetos, hayas y pinos negros, mientras los carboneros, herrerillos y mitos
encienden el bosque con sus gorjeos. De pronto un canto estridente calla los otros:
—Tchac, tchac, tchac, toc, toc.
Juan Manuel se sobresalta: es el mismo sonido que por dos veces ya le ha
escuchado al Pez que Escupe el Agua, aunque ate​nuado. Recuerda el reclamo del
perdiz macho, aunque más bronco, pausado y breve.
—Tchac, tchac, tchac, toc, toc —repite el pájaro en aquel paraje que llaman el
vado del pastor. Al comienzo semeja el chasquear de la lengua, al final, el ruido que
provoca una botella de sidra al destapar.
—Toc, toc, toc.
El arriero baja de su cabalgadura. Echa mano al fusil.
—Venid, Excelencias —dice a Unzaga y a Juan Manuel—. Veréis algo
sorprendente.
Luego de atar las bestias echó a andar con cautela. Juan Manuel con recelo palpó
su pistola. El canto estridente proseguía.
—Tchac, tchac, tchac, toc, toc, toc.
—¡Allá está!
Un pájaro del tamaño de un pavo grande o de un paují, cantaba tan absorto sobre
un risco, que no hizo la menor señal de temor al acercársele los tres hombres. El
trovador levantó el fusil.
—Tchac, tchac, tchac, toc, toc, toc.
Sonó el disparo. Quebró el canto. El hermoso animal se derrumbó muerto. El
arriero alborozado corrió hacia él.
—¡Es el urogallo! —dijo con voz de triunfo—. Cuando entona su canto de amor,
al igual que muchos hombres, no ve llegar al enemigo.
Según explicó Unzaga, el urogallo u Ornis Ibérico, es un animal legendario. A
pesar de ser fiero tiene la peculiaridad que cuando entra en celo y canta, cubre el ojo
con una membrana nictitante, haciéndose en ese momento tan vulnerable que,
enemigos mortales que en circunstancias normales lo rehuyen, le dan muerte.
Tan pronto pisaron las primeras calles de Oviedo, voces varias gritaron al
trovador:
—¡José!

www.lectulandia.com - Página 525


—¡Pepe!
—¡Tomás!
—¡Señor Boves!
—Te ha nacido un hijo esta mañana a las seis.[168]
Rápido, bullicioso y festivo, el trovador, luego de despedirse de Juan Manuel y de
Unzaga, galopó por la calle mostrando a la gente con orgullo lo que había cazado en
el vado del pastor.

128. Reinaba Carlos III, su amigo de mocedad.

A cuatro semanas de camino llegaron a Madrid. La vista del Palacio Real desbocó
sus recuerdos. Reinaba Carlos III, su amigo de mocedad.[169]
La primavera estallaba en Madrid. El lujo y esplendor que aprisionaron sus
pupilas de mozo, había crecido.
Esa misma tarde se fue a Palacio con una carta para el Rey. Además de solicitarle
audiencia, le agradecía haber escuchado sus quejas contra la Guipuzcoana.
El mayordomo lo miró tan desdeñoso como el gordo panzudo de treinta y dos
años atrás.
A los seis meses aún no había recibido respuesta. Entre tanto veía con angustia
esfumarse sus caudales. El dinero que llevó en cacao y que supuso una fortuna,
apenas le permitía alquilar un modesto piso en la Calle de la Montera y tener un buen
rocín, al que añadió dos trajes nuevos.
El lujo y el esplendor campeaban fastuosos.
El día que pagó por su asiento de palco en el Teatro Real lo que costaba en
Caracas una fiesta a todo trapo, exclamó: ¡Qué pobres somos! y su desazón estalló al
ver el lujo y magnificencia de la concurrencia, engalanada de diademas, pieles de
marta y uniformes de gala.
—¡Cuán tontos somos! —volvió a decirse—. Damos tantas ínfulas cuando no
somos nadie. Un mantuano caraqueño es para esta gente lo que para nosotros es un
rico de Curiepe.
Unzaga y Amezaga, a pesar de su pregonada amistad, se pintó de colores luego de
invitarlo a almorzar en una fonda de molesto aspecto.
Juan Manuel se sorprendió gratamente al comprobar su extraordinario parecido
con el Príncipe de Asturias, el que seguramente algún día llegaría a reinar con el
nombre de Carlos IV. Era celebre el príncipe Carlos por su sosera y por los cuernos
que desvergonzadamente le montaba su mujer, la Princesa María Luisa de Parma, con
un mozalbete bien plantado llamado Godoy[170]
¿Y éste —se preguntó con enojo— será algún día el Rey que nos ha de gobernar?
¡Cuánto han cambiado los reyes de mi mocedad!

www.lectulandia.com - Página 526


Desesperanzado de ser recibido en audiencia, exhaustos sus caudales y
decepcionado de lo visto en Madrid, decidió regresar a Venezuela.
Ya para marcharse quiso darse el gusto de alquilarse todo un palco en el Teatro
Real. Esa noche presentan El Tartufo. Se moraba que asistiría Su Majestad. Lo daría
por visto, aunque se de lejos.
Se caló uno de sus trajes nuevos, engarzándose los puños de camisa con aquellos
brillantes que le regaló su abuelo y que, con todo el lujo que había en la corte,
despertaba la admiración y envidia de todos cuantos los veían.
Para su mayor realce, por más que el teatro le quedaba a escasas calles, alquiló
carroza de cochero y postillón, dispuesto a darse un banquete de luz, colorido y
vanidad.
El vestíbulo hormigueaba de hombres enjoyados y ricamente vestidos. Algunos
de los presentes se dignaron mirarlo, y más que a el, a sus piochas. Inquieto y
satisfecho jugaba con sus guantes, atento a los rostros que continuaban entrando. De
pronto dos guardias que no lo perdían de vista desde que llegó, se le acercaron entre
corteses e inquisitivos.
—Perdonad, caballero —dijo el más joven con suave acento— pero no hemos
podido sustraemos a la curiosidad de saber vuestro nombre, tal es vuestra prestancia.
—Sobre todo —añadió el otro ya un tanto fustigante en su hablar—. ¡Qué
hermosas joyas las que lleváis! Deben costar una fortuna. ¿O no?
—¿Sois de provincia, señor mió? —preguntó de nuevo el jo​ven— ¿o debo daros
un titulo en especial?
—Soy venezolano —y ya iba a añadir: «Y pronto Conde de la Ensenada», cuando
los guardias borraron bruscamente su amable expresión anterior.
—Entonces, caballero —dijo el viejo con voz profunda y dura— debéis quitaros
tales aderezos o cerraros la capa, por lo menos. Los coloniales, como debéis saber, no
pueden exhibir joyas ni artículos suntuarios.
Juan Manuel levantó la cabeza, lo miró confuso, arreboló la faz, estalló iracundo:
—¡Tened en cuenta, señores míos, que soy un noble venezolano!
Los guardias sin perder la mesura, le hicieron ver que la orden también rezaba
para los nobles indianos.
Sin importarle ya la gente que hacía corrillos en derredor, gritó cárdeno por
contener el llanto:
—Soy caballero de Carlos III, Conde de la Ensenada, mantuano caraqueño y
noble del Imperio. ¿Cómo os atrevéis a tanto?
Risas, risillas y comentarios sucedieron al enunciado.
Al percatarse de las burlas, dejó caer sus mejillas; enderezó la figura y se echó
hacia atrás; su rostro prematuramente envejecido se coloreó de un rubor casi infartal
y aquellos ojos de mirada profunda y párpados rojizos, se hundieron en la tristeza y

www.lectulandia.com - Página 527


en el estupor. Bruscamente se dio media vuelta y con el alma raída, a grandes
zancadas se fue a la calle, malconteniendo sollozos y maldiciones.
¿Esto es el premio a nuestra fidelidad y sacrificio? ¡Razón tenía Miranda!
¡Hagamos la independencia de Venezuela y seamos nosotros de una vez los amos!
A la mañana siguiente despertó temprano para disponer su retorno a Venezuela.
Cruzaba el zaguán, cuando los guardias de la noche anterior le salieron al paso.
—¿Ahora qué queréis? —preguntó retador.
El más joven y de peor catadura respondió sombrío.
—Debéis acompañarnos…
Afuera esperaba una carroza de cuatro caballos.
—Su Majestad, al enterarse de lo que había sucedido anoche, montó en cólera y
nos mandó por vos —dijo el viejo, que con el otro, eran los encargados de velar por
la seguridad personal de Su Majestad—. No sabíamos, señor Conde, que su Sacra,
Real y Católica Majestad, os tuviese en tal alta estima. ¡Perdonadnos!
Tras un escritorio de malaquita, con su gran nariz de ave de y aquellos ojos
negros retintos, estaba Carlos III, Rey de España.
—Hola, Juanico. ¡Qué viejos estamos! —gritó el Rey a modo de saludo.
Juan Manuel, preso de emoción, no pudo contenerse, soltando el llanto tan pronto
dobló las rodillas para besar las manos del Rey.
—Levántate, hombre, que no es para tanto —díjole el Rey, ya transformado en un
saco de huesos y piel, que al igual que el cuero nuevo, lucía duro, negro y sin brillo.
—Pero cómo te has puesto de viejo y panzón. Ya no te queda ni rastro de aquel
guapo mozo que conocí hace muchos años y que curó a mi hijo. ¿Sabes —dijo el Rey
— que Ferdinando, aquel chico a quien coronaste de mierda es ahora Rey en
Nápoles? Lo llaman il Re Lazarone, o el Rey truhán, ¡Oh chaval, qué de buenos
recuerdos los que tú me traes!
Carlos III, tomando de la mano a Juan Manuel, quien temblaba de emoción, lo
llevó hasta el cuadro de una mujer, que sin ser del todo hermosa, porque se le huía el
mentón, resultaba inmensamente atractiva. Llevaba nimbo de santa en la cabeza, una
espada en su diestra y todo su traje recamado en oro. De un collar de perlas de cinco
vueltas pendía una amatista del tamaño de una aceituna. En medio de su placidez se
presentían extraños poderes de paz y alegría.
—¿Sabes quién es ella?
Juan Manuel leyó la placa de oro donde se señalaba que era Santa Catalina,
pintada por un tal Philipo. Y ya iba a responder, cuando el Rey se apresuró a decirle
con un sorprendente dejo entre pícaro y misterioso:
—Es la bella Adriana. El gran amor de Carlos V. La última doncella taumatúrgica
que quitó al Águila Bicéfala sus arrebatos malenconiosos. La raíz del gran árbol de
los Torre Pando de la Vega.

www.lectulandia.com - Página 528


Su Majestad Carlos III charló de política por otros quince minutos con Don Juan
Manuel, y a pesar de que antes de partir le dijo a guisa de promesa y de despedida:
«Tan pronto me envíes los cien mil reales serás Conde de la Ensenada», en todo su
Imperio el Rey de España no tenía un súbdito más amoroso y leal que Don Juan
Manuel de Blanco y Palacios de la Torre Pando, Gedler, Guerrero, Mijares de
Solórzano y Rodríguez del Toro.

129. Va cabalgando con sus recuerdos.

El silbato del Pez quebró en dos pedazos la imagen de Carlos III, Su Majestad el
Rey, y Don Carlos de Nápoles, su amigo de juventud, «barón de merda», el del loco
cabalgar, con su mismo traje sucio y raído con aquel olor nauseabundo de cosa
podrida y caballos sudorosos.
En aquel entonces yo era el viajero prematuro de las venganzas tenebrosas, no el
viejo de la desilusión histórica. Fernando VI, su hermano, el que guardaba secretos en
el pico de los pavosreales, curvó con su inquietud de bondadoso esplendor, mi odio
voraz y prepotente contra los que macularon el nombre de mi padre entre
murmuraciones cobardes, tarjas de infamia y maldiciones episcopales.
Martín Esteban de Blanco y Blanco cabalgaba por sus pupilas arriba de Corre
Largo.
Baila su caballo sobre el empedrado. La montaña desgreñada por el sol se
asomaba al Valle.
Había agitación en la soldadesca; alegría plebeya entre los mantuanos; salvaje
galopar de los mensajeros; fúnebre algazara de los pardos; deambular esquivo de
mendigos siniestros.
La oreja de Juan Manuel, larga, descomunal y velluda, ausculta en la tarde los
ruidos oblicuos: el trote de los machos; los pasos trémulos; el ensayo de los sapos
antes de dar comienzo al concierto vesperal. Rastreaba la asordinada hilaridad de los
sirvientes y el alerta lejano de los milicianos. Barboteaba la fuente. Plañía su madre
en imagen: «Desventurado, putañero, que marchas hacia el combate. Siete malas
mujeres te esperan, con siete manos de siete puñales, en siete taburetes cojos con
patas de cabra. ¡Tú no vas para ninguna guerra, Martín Esteban de Blanco y Blanco,
vas a revolcarte con hembras, quién sabe de qué pelambre!».
Flamearon sus recuerdos. Se restregó los ojos. Pareció recordar:
La Calle Mayor se deslizaba entre la gente. Desde el campamento de Juan
Francisco de León lanzan cohetes. Piquetes de tropas corren presurosas. Martín
Esteban de Blanco y Blanco, su padre, va en busca de la revuelta. La gente, con
distintos ojos, le cala su perfil de presa. Adusto y absorto marcha el caudillo hacia sus
huestes. La imagen de Jorge Blanco, su padre, lleva encima: piensa en su muerte; en

www.lectulandia.com - Página 529


Salustia, Teresona y en aquella historia asesina.
Hasta que estiró la pata odié al viejo Oidor. Mauro de Tovar, mi primo, me trajo el
II tomo de aquella historia. Oviedo y Baños ordenaba publicarla a diez años de su
muerte.
—Es recio y bravo lo que aquí dice mi tío.
Solté la risa ante sus temores. Quedé espantado de verlo. Mi abuelo, el Águila
Dragante, era el diablo suelto. De ser cierto lo que afirmaba, era como para darle la
razón a los vascos. Si el primer tomo mató a mi padre, el segundo hubiese acabado
con nuestra casta.
—No, mi vale —le respondí— esto no puede ser publicado.
Y sin pedirle permiso eché en la hoguera la historia de Venezuela.
El caballo de Martín Esteban caracolea frente a la casa de Genoveva, la hija de
Teresona, honorable y rica viuda de Fidel Guerrero. Ya apunta a matrona. Sentada en
el poyo de su ventana está con su hijo Alirio, un chico de catorce años a quien llaman
«Cuarto e zambo». La mujer mira sin mueca, gusto ni disgusto en su gesto.
—¡Qué viva Don Martín Esteban! —vocea el chico.
Sigue su marcha y sacude el brazo con fingida indiferencia.
El Marqués del Valle sujeta el caballo por las riendas:
—¿Pero tú estás loco? ¿No me vayas a decir que te vas a meter en este lio?
Martín Esteban lo mira. Algo responde. Prosigue calle abajo. En la esquina se
arremolinan sombreros de paja y negros pañolo​nes de ojos fijos.
Una mujer todavía hermosa se asoma entre paños y rostros pardos. Brillan los
ojos de sorpresa y remembranza:
Más de diez años sin verla.
—¡Viva el Rey de España y sus leales vasallos! —escupe rabioso el hombre que
la acompaña.
Corre Largo, sin variar el paso, cloquea hacia el Anauco.
Primero Genoveva. Ahora ella. ¿Recojo acaso los pasos perdidos?
Todo comenzó por Teresona o por «Mojón de a Ocho», se dijo errático con los
ojos vacíos, husmeando el aire lleno de presagios ineluctables.

130. Mojón de a Ocho.

«Mojón de a Ocho», el hijo de Teresona, archivero y secretario de Jorge Blanco,


mereció en vida su aprecio y cariño por su gozoso afecto hacia viejos papelotes
cruzados por aquella ininterrumpida y enrevesada caligrafía del XVII.
Luego de morir su padre, Martín Esteban lo dejó en los es​tantes, donde parecía
dichoso, mitad hombre, mitad polilla, aspirando el polvo de los expedientes.
Desde el incidente de su padre con Salustia dejó de ver a Teresona, hasta aquella

www.lectulandia.com - Página 530


noche en que malherido en una emboscada, cerúleo y sangrante, llegó a su casa. Entre
Salustia y Mojón de a Ocho lo llevaron a la habitación. Con el médico que ordenó
reposo por quince días, llegó Fray Nectario, prior de los Capuchinos y agazapado
amante de Teresona.
—Donde hubo conuco siempre se encuentran batatas —comentó Teresona entre
risas cuando al tercer día, a pesar de sus heridas, de un manotazo volvió a las
andadas.
Pasados los cuarenta años seguía siendo la buena hembra de diez años atrás: dura,
tersa, cálida y reptante, con aquella singular capacidad succionante de sus oquedades
a las que se prendía gozoso quien las penetrara, cual si adentro viviese un inmenso
cangrejo.
Cada quince días y cuando Mojón de a Ocho se iba de viaje, Martín Esteban
pasaba la noche con ella entre risas y sofocos, mientras Genoveva, su segunda hija,
dormía. Era una morena clara de hermoso rostro y bien contorneado cuerpo. Y a
pesar de las propuestas y tentaciones que a diario le prodigaban, manteníase
incólume, consciente de que la hija de un Gobernador, aunque fuese por el lado
izquierdo, debería casarse con un hombre noble, rico y bueno.
En medio de la noche despertaron sobresaltados ante los fuertes golpazos que
daban en el portón. Teresona se asomó por el postigo. Era Fray Nectario, de capa y
chambergo. «Dios nos coja confesados».
—¡Abre, ramera!, para darte tu merecido —rugía el cura—. Sé que tienes adentro
a un hombre.
—No es como tú piensas, mi amor —respondió barrenando una coartada—. Ya te
voy a abrir, mi tucusito encantado.
—¡Rápido! —suplicó imperiosa a Martín Esteban— métete en la cama con
Genoveva. Ese cura es cosa seria y de este tiro lo va a saber María Juana, tu mujer, y
Caracas entera.
—¿Y Genoveva? —la interpeló sorprendido—, ¿qué va a decir?
—Dile que son órdenes mías, pero apúrate…
Fray Nectario entró a la casa salmodiando injurias que se trocaron en plácidos
comentarios al ver a Genoveva abrazada a Martín Esteban.
—¡Pues mira la picaruela! —expresó con benigna paternidad—. ¿Quién lo
hubiera creído? ¿Por qué no me habías dicho nada, mujer de Dios? ¡He podido
matarte!
A las cinco de la mañana, entre gallos y lecheros, retumbó de nuevo el portón.
Llovía a chuzos. Las dos parejas se irguieron alarmadas.
—¡Ábreme, mamá…! —llamaba afuera Mojón de a Ocho.
—¡José de Jesús! —clamó Teresona—. ¿Qué hacemos Dios mío? Si nos
encuentra en este relajo nos matará a todos. Ese muchacho es una fiera.

www.lectulandia.com - Página 531


Los golpes proseguían. La angustia aumentaba. El aguacero arreciaba.
—¡Ya está! —dijo Teresona a Fray Nectario—. Tú y Martín Esteban se meten en
la cama de José de Jesús: se tuvieron que quedar a dormir porque los cogió el agua.
¡Apúrense, apúrense!
—¡Qué palo de agua, caraj! —dijo al entrar.
Era un zambo alto, feo, grande y corpulento. De mirada sal​tona y apacible de
pescado y fabla cantarína. A los veinticuatro años permanecía soltero y enamorado.
Sacudió las alpargatas contra el piso.
—¡Chito, niño! —protestó su madre—. No hagas bulla, que allí tengo durmiendo
a Fray Nectario y a Martín Esteban, que estaban de visita aquí y los cogió el
aguacero.
—¡Adiós, carrizo! —gorjeó bullanguero al verlos—. ¿Y por qué están desnudos?
Dígame si los llegase a ver la gente. Van a decir que son del otro lado.
Estaba muerto de hambre y venía alegre.
—Ese Martín Esteban sí que es loco. El barco por el que me mandó a La Guayra
no viene sino hasta la próxima semana. Pero no hay mal que por bien no venga. La
Antonia, la muchacha de quien te hablé hace ya tiempo, aceptó por fin venirse a
Caracas a vivir conmigo. Me voy a comprar una cama grande.
—¡Eso si que no, mi amigo! —bramó Teresona—. Esta es una casa de orden y de
respeto. ¿Qué cuento es ése de que se va a traer a vivir en casa de su madre y
hermana a una percusia? Porque eso y no otra cosa es la mujer que habla de irse a
vivir con un hombre sin estar casada.
—Antonia es una muchacha humilde, pero honrada… —dijo cabizbajo.
—Pues si se la quiere traer, móntele casa aparte, que bastante plata que gana.
Pídasela a su jefe.
Fray Nectario y Martín Esteban fingieron despertar.
—La bendición, Monseñor —saludó untuoso Mojón de a Ocho al ver al cura en
el corredor.
—Dios te bendiga, hijo. ¿Qué buenas traes?
—Pues parece que encontré a mi media naranja, y si Martín Esteban me echa una
mano, me la traeré enseguida.
—¿Qué guarandinga es la que te pasa? —preguntó el mantuano confuso y
adormilado.
José de Jesús repitió su esperanza.
—Está bien —sentenció—. Cuenta con diez pesos al mes.
—¡Urpia, Dolores! ¡Qué tronco de jefe tengo! Eso es nacer parado.
—Para aumentar tu dicha —añadió Fray Nectario— te pondré sueldo de cinco
pesos para que ordenes el archivo del convento. No te puedes quejar de tu suerte,
rapaz.

www.lectulandia.com - Página 532


—¡Dios se los pague! ¡Gracias, Monseñor! ¡Gracias, Martín Esteban! Ahorita
mismo me la voy a buscar, ya tengo visteada una casita en el Silencio.
A partir de aquella noche Martín Esteban se quedó con Genoveva y Fray Nectario
se afirmó posesivo en Teresona.
A diferencia de su madre, Genoveva era retraída, esquinada y silenciosa. Los ojos
y el pelo retinto eran los de su padre, el Afri​cano; la nariz y los labios gruesos, legado
de Teresona, y el talle, el cuello largo y la figura maciza, fiel copia de Salustia, su
abuela. Su talante oscilaba entre la placidez y lo taciturno. Rara vez reía, siempre
seria, nunca agria. Pasaba las horas jugando con un pequeño gato barcino o
arreglando su vestuario.
Martín Esteban a los pocos meses se aburría, no obstante in​cendiársele el deseo
de sólo verla. Más a gusto se sentía charlando con Teresona que con Genoveva,
incomprensible en su silencio su continente grave, indiferente o ausente. Martín
Esteban se fue alejando, atraído por una rubia de la vecindad, cayendo muy de tarde
en tarde por la casa de Teresona.
—Tengo que hablar contigo, mi corazón de patilla —le dijo ese día tras cálidos
ademanes—. El caso es que hay un muchacho muy bueno llamado Fidel Guerrero,
que está loquito por Genoveva y quiere casar con ella. Es el hijo de Amanda Rojas y
de Agapito Guerrero. Son gente acomodada y seria. Como yo te conozco como si te
hubiera parido y eres como el picaflor, un día aquí y un día allá… te iba a pedir que la
dejaras quieta, para que se me case la muchacha.
Fidel Guerrero era un mocetón de talla descomunal, facciones gruesas, tez clara y
pelo entre pasudo y rubio, que gozaba de gran predicación en la población por su
generosidad, ricos caudales, genio alegre y emprendedor. Heredó de su padre, el hijo
de Cupertino y Susanita, una abultada fortuna que con su perspicacia y laboriosidad
triplicó, luego que su madre la puso a nivel de quiebra.
Luego de la muerte por tristeza de Pablo Guerrero por la doble fuga de Bárbara,
su mujer, y de su nuera Susanita, Cupertino, su hijo, lacerado por la afrenta, se mudó
a La Guayra, donde acrecentó su fortuna comprando y vendiendo cacao con tal tino y
acierto, que en menos de diez años fue el comerciante más próspero del Litoral.
Salvo ir a misa, lo que hacia al alba, hasta aquel día en que Jorge Blanco regresó
de España, no salió a la calle más de una docena de veces. La mayor parte del tiempo,
arrellanado en un ancho sillón, veía con ojos mustios desde el balconcete de su casa
el quehacer de la bahía, interrumpiendo su cavilar sólo para responder alguna
consulta sobre sus asuntos.

Jorge Blanco al visitar a Cupertino apenas desembarcó, se sorprendió luego de


dos años de ausencia, de encontrarlo rejuvenecido, alegre y entusiasta, bien trajeado,
mejor afeitado, comunicativo y locuaz:
—Te he de confesar la razón de mi alegría —le dijo esa misma noche que

www.lectulandia.com - Página 533


pernoctó en su casa—. Después de tantos años Dios ha querido que Susanita y yo nos
volvamos a encontrar. Dentro de tres o cuatro días nos volveremos a unir como
marido y mujer.
—¿Cómo es eso? —preguntó sorprendido.
—Todavía no te puedo decir, mi viejo; porque se me empava el asunto. Pero muy
pronto lo sabrás.
Era pasada la una de la madrugada cuando Jorge despertó sobresaltado: la gente
gritaba, la campana de la iglesia tocaba rebato. El hijo de Cupertino entró violento en
su habitación:
—Huyamos, Don Jorge, los piratas han tomado la fortaleza.
Jorge se vistió a toda prisa y salió a la calle uniéndose al tropel de gente que huía
fuera de la ciudad. El filibustero Grammont, el mismo que saqueó a Trujillo y odiaba
a las mujeres adúlteras, había tomado, sin que nadie pudiera entenderlo, la
inexpugnable fortaleza. Sus barcos bloqueaban la rada, en tanto que el Castillo
profusamente iluminado, daba cuenta que La Guayra por primera vez había sido
tomada por una fuerza extranjera.[171]

A la mañana siguiente, luego de saquear la ciudad, Grammont y sus hombres se


retiraron. Jorge, acompañado del alcalde, se dirigió a la fortaleza. El castellano de La
Guayra se encontraba ausente. Siete soldados por hacer resistencia fueron
acuchillados. El resto de la guarnición estaba encerrada en los calabozos.
—¡Corra, señor Alcalde! —dijo con voz de alarma un sargento—, venga para que
vea. Mataron a la mujer del castellano.
En la alcoba principal del castillo estaba el cadáver de una mujer de mediana edad
limpiamente degollada.
—¡Pobre Doña Susanita! —exclamó el Alcalde.
Jorge Blanco se quedó estuporoso al darse cuenta de que aquella mujer era la
Susanita que tanto dio de qué hablar y que le recordaba su niñez.
Sin recuperarse de su sorpresa el Alcalde de La Guayra añadió aún más inquieto:
¡Mirad, Don Jorge!
La boca de un pasadizo que disimulaba un altar de madera descendía en escalera
pasada la puerta falsa. Escalones más aba​jo estaba el cadáver de Cupertino cosido a
puñaladas. La otra boca del pasadizo comenzaba tras otro altar, de una pequeña
capilla al pie del cerro.
—¡Por aquí se metieron los piratas! ¿Pero cómo harían para enterarse de que
existía, cuando yo mismo lo ignoraba? Ello es secreto que pasa de castellano a
castellano.
—Doña Susanita —explicó el alcalde— llegó con el nuevo castellano dos meses
atrás.
Jorge hizo composición de lugar.

www.lectulandia.com - Página 534


Se ve que buscó a Cupertino y se reconciliaron: lo que explica su extraña alegría.
Por el pasaje secreto que en algún momento de indiscreción el oficial reveló a
Susanita, Cupertino se encontraba con su mujer. Alguien los vio. Avisaron a
Grammont. Desembarcaron sigilosamente. Se pusieron a cazar a Cupertino; lo
mataron y después a la pobre Susanita.
El hijo de Cupertino casó con una vecina suya, mujer poco agraciada y de su
misma edad, perteneciente a las viejas familias caraqueñas y que a causa del
empobrecimiento de su hacienda, vivía con su madre en La Guayra, so pretexto de
que le hacía bien para el asma.
Los negocios del hijo de Cupertino continuaron en ascenso. Al morir a causa de la
fiebre amarilla que trajo un barco procedente de las Antillas francesas,[172] era el
pardo más rico de toda la Provincia.

Fidel ya trasponía los cuarenta años cuando decidió casarse con Genoveva. Su
madre montó en cólera. La madre de Fidel, de noble ancestro, descendida de rango
por dos generaciones de pobreza, cayó fulminada por la apoplejía al conocer la
decisión de su hijo de casarse con Genoveva. En esos días, Pedro Miguel de Herrera
y Mesones vencido por el atractivo de Marína de las Mamas Liendo, la hija del
esbirro de Cañas y Merino y de la hermana de Feliciano, casó con la nieta de
Salucita, sacudiendo de escándalo a la ciudad y de altivo resentimiento a los
ensoberbecidos mantuanos, quienes para expresar su protesta por aquel exabrupto
ordenaron solemne funeral por el hermano muerto.
—Mi caso no es menor —clamaba la madre de Fidel momentos antes del ataque
— que el de los pobres Herrera. Tanto sacrificio para que mi hijo venga a casarse con
la nieta de Salucita y de la Bruja Cumbamba.
Los Bejarano, íntimos amigos y parientes de Fidel, al igual que Ño Cacaseno,
mostraron sus reservas por la bella hija de Teresona, quien dio claros signos de estar
enamorada de aquel zambo, feo, grandote y reilón.

Martín Esteban que ya estaba al corriente de esos escarceos de amores entre el


nieto de Cupertino Guerrero y Genoveva, dio su consentimiento con la fría
naturalidad del inapetente.
—Está bien —dijo con falsa resignación—. Todo sea por la felicidad de
Genoveva. ¿Pero, cómo van a hacer con aquello? Fidel es capaz de devolverla cuando
se entere de lo que le falta.
Teresona sonrió suficiente:
—No te preocupes, mi amor. Que en esta casa se corta, se cose y se forran
caireles.
Cuatro meses más tarde, Genoveva, vestida de blanco y llevada al altar por
Martín Esteban, casó en la Iglesia de las Mercedes con Fidel Guerrero.

www.lectulandia.com - Página 535


José de Jesús daba tumbos en medio de la fiesta envuelto por una ebriedad
llorosa, porque Teresona le prohibió traer a su mujer.
—Mi hermano —dijo a Martín Esteban tomándolo por el brazo—. Tú que has
sido para con este negro más que un padre, quiero pedirte un favor muy grande, que
metas la mano con la vieja para que me trate a la Antonia. Es mi mujer y yo la quiero.
Y eructó bronco con ojos adormecidos.
—¡Cásate! —respondió el otro con aburrida sequedad.
—No es igual a mí —tartajeó dando un traspiés—. Además era de otro cuando
me la saqué.
—Si por eso fuera —añadió— nadie se casaría.
Mojón de a Ocho sin soltarlo proseguía:
—Quiero que la conozcas. Es un primor. No sale ni a la esquina. Es trabajadora y
conocedora de su oficio como ella sola.
Y como si fuera poco, linda y bella como la reina de las nieves.
Martín Esteban se desprendió de su mano y con un mal gesto se apartó de su lado.

El Gobernador Lardizábal ha decidido anoche, en vista de que los plantadores


continúan vendiéndole el cacao a los holandeses, que ellos están obligados, so pena
de confiscación, a venderle a la Compañía Guipuzcoana 30 000 fanegas. A México
sólo podrán venderle 21 000 fanegas y 4000 a Canarias. Prohíbe terminantemente
hacer negocios con los ingleses.[173] Martín Esteban monta en cólera. Ha encargado
veinte negros a los británicos y piensa pagarles en cacao. Los vascos fijan el precio
de la fanega a 15 pesos; los ingleses lo pagan a cuarenta. En España vale ochenta.
—¡Ladrones, miserables! —clama el mantuano—. Con eso vive un mes un
estudiante en España. ¿Y qué le pasará a Mojón de a Ocho que no termina de llegar?
Sólo él entiende estos papeles.
Apremiado de decisiones, Martín Esteban entró aquella mañana por primera vez
en la casa de Mojón de a Ocho, en el Silencio.
—¿Quién? —preguntó una mujer de voz airada—. Espérese un momentico y no
me vaya a tumbar la puerta.
El mantuano dio un respingo al verla. Tenía la cara fina, tez blanca, boca
sangrante, mirada, severa, crinejas negras. Bajo el burdo traje, bullía la hembra
amplia y sudorosa.
—Buenas —saludó seductor.
—¿Quién es usted? —se sacudió cautelosa y retadora.
—¿Yo? —díjole burlón—. Yo soy el amo.
—¿Qué amo?
—El amo de tu marido.
—Mi marido no tiene amo, piazo e fresco.
Mojón de a Ocho apareció entre los gritos de su mujer.

www.lectulandia.com - Página 536


—¡Guá, y ese milagro! Pasa adelante. Esta es Antonia.
La muchacha no aminoró su antipatía. Martín Esteban a todo lo largo de la visita
la escudriñó con ganas. Antonia prosiguió distante y malhumorada.
Boquita arrecha, rabito cariñoso, —se decía viéndola de reojo.
—Esa mujer tuya sí es arrecha —comentó al salir—, ¿de dónde le viene el tipo
tan fino?
—¿Tú no oíste hablar de una novicia que a principios de siglo se la raptó aquel
gobernador loco llamado Ponte y Hoyos? Esa es la madre de Antonia.
No es posible que este hembrón —se continuó diciendo horas más tarde— pueda
estar encuerada con un tipo tan feo y tan pendejo como Mojón de a Ocho.
El resto del día no pudo borrar su imagen fornicante.
Al día siguiente volvió de visita. Su secretario estaba dichoso por la distinción y
animoso hablaba sin parar, mientras Martín Esteban avizoraba a su mujer.
—Ese pae tuyo —le decía mientras tomaba un trago de fruta de burra— sí que era
un hombre de talento. Las cosas de Don Jorge merecerían ser publicadas. Qué don de
apreciación. Qué pureza y claridad para consignar los hechos. Ahí sí hay material
para escribir la verdadera historia de la Provincia, y no el conjunto de falsedades de
Oviedo y Baños.
—¡Cuéntame qué has averiguado! —lo estimulaba sin acento, mirando el busto
de la muchacha.
José de Jesús desgranaba sus hallazgos. Su entusiasmo aquella mañana tenía, sin
embargo, una explicación que silenciaba. Hurgando entre anaqueles se encontró con
un plano del escritorio de Jorge Blanco, que daba cuenta del compartimiento secreto.
Sintió una aguda desazón ante el sobre lacrado que decía: «Para abrir cien años
después de mi muerte». Dentro estaba el mapa que señalaba el sitio donde se
encontraba el tesoro mayor que ojos humanos hubiesen visto en Venezuela.
Mojón de a Ocho sin parar mientes al aburrimiento del mantuano, seguía
hablando de la historia del Valle y de los tesoros que guardaban los papeles y
archivos de Jorge Blanco.

«Eso fue lo que lo perdió» —se dijo Martín Esteban en el momento en que cuatro
mozalbetes gritaban:
—¡Abajo los vascos! ¡Viva Juan Francisco de León!
¡Qué hembra tun espléndida y particular era la Antonia!
—¡Viva Venezuela! ¡Mueran los españoles!
¡Qué cutis, aroma y color!
Corre Largo cruza el puente sobre el Catuche.
¡Su boca era de pomagas!
Corre Largo brioso se mete al agua. El río tira fuerte hacia abajo. Resopla y puja
la bestia. Pierde el piso. Martín Esteban clava con maña la espuela. «¡Arre, arre!». Es

www.lectulandia.com - Página 537


inútil. Por diez varas caballo y jinete navegan al paso.
Otro empellón lo regresa a la misma orilla. ¡Qué vaina! —se dice, sentado sobre
aquella roca donde en sus últimas tardes solía sentarse Jorge Blanco, su padre—.
Hace veinticinco años el río estaba igual de crecido, pero en aquel entonces tenía las
piernas fuertes, y poderosas las manos.
—No te vayas a meter en el río —dijo su padre—. ¿No ves la fuerza que trae?
Martín Esteban sonrió y con su bestia se metió al agua.
—¡Muchacho del carrizo! —gritaba angustiado—. Regrésate, que te vas a ahogar.
Entre voces y latigazos Martín Esteban cruzó el rio y gritó a su padre juguetón:
—¡No hay rio que me pare ni mujer que se resista!
Y parando la bestia en dos patas, a modo de despedida se fue al trote por el
camino.
Ah, muchacho éste —dice Jorge desde su asiento viendo alejarse al hijo—. Sano
y voluntarioso como él solo. Arrojado y déspota como no hay dos. He derrochado los
años tratando de que fuese diferente. Narture no borra lo que siembra nature. Mejor
así. Este mundo no es para justos ni predicadores. Todos son malvados, comenzando
por los que se venden como ejemplares.
Sus ojos se hicieron fijos; estrechóse la pupila apuntando hacia el recuerdo de
aquella noche en que alguien cortó una mano al cadáver de Nicolás García, el
Hombre Santo del Valle.

131. Los reaparecidos.

—¡Lo asesinaron! —clamó Jorge al ver la manga vacía y el miembro amputado.


—¡Lo asesinaron! —clamaron con estupor los presentes. Encendiendo la noche
con sus gritos de alarma.
—No —dijo el canónigo José Juan luego de examinar el muñón—, cortaron la
mano después de muerto. En caso contrario hubiese sangrado profusamente. ¿Pero,
quién ha podido atreverse a tanto? —se preguntó súbitamente, indignado—. ¿Quién
ha podido hacer esta asquerosa profanación y con qué propósito?
Jorge tuvo una asociación:
—¡El desconocido! —exclamó refiriéndose al hombre extraño con quien topó al
entrar.
Alguaciles, corchetes, vecinos y esclavos batieron los caminos en busca del
forastero; pero nadie dio testimonio de haberlo visto.
Melchorana una vez más fue abatida por la locura. Su excitación fue tal, que hubo
que encadenarla en el cuarto del loco y bañarla repetidas veces con agua helada.
La ciudad entera despertó ante la noticia. Fue tanta la gente que acudió a la casa
del muerto, que desbordó hacia la vivienda de Ana María, llenando el patio del samán

www.lectulandia.com - Página 538


y el de la cocina. Dagoberto, el hijo de Nicolás García, por más de dos horas estuvo
como enloquecido sin hablar ni entender lo que se le decía. Era terrible la expresión
de espanto que había en sus ojos. De pronto, tomó a Jorge por el brazo y
arrastrándolo hasta la Casa del Pez que Escupe el Agua, le dijo con acento
entenebrecido:
—Ven ahora mismo, tengo que hablar contigo.
Apenas llegaron al despacho de Jorge, cerró las puertas tras de sí; pasó la
cerradura y con mirada extraviada dijo amenazante, empuñando un pistolón:
—No me pidas explicaciones. Dame todo el dinero que guardas en el arcón.
—Pero, Dagoberto… —intentó replicar.
—No estoy para perder el tiempo. Obedéceme de una vez o date por muerto.
Y era tal la convicción que había en sus palabras y gestos, que Jorge accedió a sus
deseos. Mientras abría el arcón y le entregaba el dinero, Dagoberto atropellado contó
un cuento de locura.
Con cien doblones, Dagoberto y su caballo se perdieron en la madrugada.
Por más que Jorge silenció lo sucedido, el extraño aspecto de Dagoberto y su
intempestiva desaparición, pusieron a circular la versión de que Dagoberto
enloquecido cortó la mano a su padre.
La locura —dijo alguien que se las daba de sabiondo— está llena de simbolismo.
La mano del padre encarna la autoridad que detesta el hijo. Al amputarla creyó
romper sus cadenas.
—La vida de Nicolás García —le dijo grave José Juan en un aparte— guardaba
secretos insondables. Al referírmelos en secreto de confesión, me han sumido en tal
confusión que, al igual que Melchorana y Dagoberto, estoy al borde de la locura.
Cuando haya transcurrido un mes, según me lo exigió Don Nicolás, te referiré lo que
me reveló en secreto de confesión.
Uno de los esclavos viejos dijo a su vez a Jorge con gran sigilo:
—En el momento en que el niño Dagoberto pegaba lecos, yo venia pasando por el
patio. Doña Melchorana corrió hacia el corral. El niño Dagoberto la perseguía.
Curioso me asomé por la ventana. Don Nicolás estaba rígido en su cama. En eso veo
salir a un hombre, que yo nunca había visto, del cuarto de enfrente. Tenía cara de
maluco. Miró con rabia a Don Nicolás y después de escupirle la cara, de un sablazo le
arrancó la mano.
La descripción del esclavo correspondía a la del extraño forastero con quien
tropezó en el zaguán.
—¿Quién podrá ser ese hombre? ¿Y por qué tanta saña?
Faltando una hora para el entierro, el Teniente de Justicia comunicó a Jorge y a
José Juan, que lo único extraño que se había averiguado fue lo que contó un loco que
vivía por los alrededores de Arrecife. Según el demente, un barco grande pasó la

www.lectulandia.com - Página 539


noche en aquel sitio; pero ya no estaba ahí cuando despertó, un poco antes de que
saliese el sol.
A las diez de la noche regresaron de enterrar a Nicolás García. Bernardo
Rodríguez del Toro y Clara Rosa se trasladaron a a Casa del Pez que Escupe el Agua,
dada la cantidad de gente que afluía a darles el pésame. Ana María flanqueada de
amigas, gimoteaba en su alcoba.
—¡Ay, qué falta me vas a hacer, mi Nicolás! ¡Mi Hombre Santo del Valle!
El Pez chifló burlón y del cuarto del loco remontó el grito de Melchorana.
—¡Échenle un balde de agua! y tráiganle a la gente torta de chocolate.
Una voz desgarrada se escuchó en el zaguán.
—¿Lo mató? ¿Lo mató? —preguntaba atormentado un hombre de traje
harapiento.
—¡Domingo Marcelino! —exclamó José Juan sin creerlo.
Luego de sosegarse y ante el estupor de los presentes, refirió acesante:
—Todo este tiempo he estado prisionero de Morgan. El cadáver quemado y
ahorcado que apareció en Ocumare era el de Adalberto… Era espía de Morgan…
Informaba a los de Jamaica sobre los embarques de plata por Maracaibo o cuando las
milicias dejaban desguarnecidas las poblaciones. Era el aguantador de todos los
trapos y mercaderías, al igual que su madre, Antoñita la Fantástica.
—¡Canalla! —exclamó el coro.
—Trabajé como esclavo en las plantaciones de caña de Jamaica por todo este
tiempo. Logré engañarlo. Dije que conocía el camino del Pavero.
—¿Cómo es Morgan? —preguntó Jorge.
—Ese fue el hombre con quien me topé anoche —balbuceó al oír la descripción.
Los bienes de Adalberto fueron confiscados por orden del Gobernador García
Girón; sus restos fueron sacados de su tumba y echados en el estercolero.
A su viuda, la hermana de Jorge, se le permitió conservar una modesta casa en
Maiquetía. Y a su hijo Rubén, un muchacho moreno y guapo, se le negó
definitivamente el estado de blanco solicitado por su padre.
Domingo Marcelino se reintegró a la vida de la ciudad, pero ya no era el mismo:
se lo veía apesadumbrado, silencioso, atemorizado. Luego de dos semanas de largas
caminatas con Jorge, terminó por referirle la historia que contó a Nicolás García.
El desasosiego se le acrecentaba. Aquella tarde a orillas del Anauco una flauta lo
puso fuera de sí.
—¡Huyamos! —gritó y echó a correr enardecido.
A tranca pasada lo encontró Jorge.
—Morgan me persigue —refirió tembloroso y con la mirada extraviada—. Los
piratas me van a matar.
—Pero quédate quieto, chico. Esas son ideas tuyas. Es necesario que te repongas.

www.lectulandia.com - Página 540


—No, Jorge. No desvarío. Morgan me persigue. Morgan me quiere matar.
—¡Ay, chico! No seas pretencioso. ¿A cuenta de qué un hombre con tanto que
hacer va a estar pendiente de ti? ¡Deja la zoquetada! Si sigues así vamos a tener que
meterte en el cuarto del loco. Así empezó Melchorana.
A la semana fue preso de nueva excitación.
—Necesito hablar contigo de una vez por todas y contarte toda la verdad —dijo a
Jorge—. ¡Mi vida corre peligro! Acabo de ver a Coxon.
—¿A quién?
—El lugarteniente de Morgan… venía disfrazado de capuchino, pero yo lo
reconocí por la forma en que renqueaba.
Jorge rompió a reír.
—Ahora sí es verdad que la pusimos de oro. Ese es Fray Mauricio, un franciscano
español llegado hace dos meses y que estaba para San Sebastián. ¡Tranquilízate, mi
vale! Te voy a dar un guarapo de yantén.
—Óyeme bien, Jorge Blanco —afirmó con inusitado énfasis—. No estoy loco ni
digo tonterías. Mi vida y la tuya corren peligro, al igual que la de mis hijos y la de
todos los habitantes de esta ciudad. Ni siquiera mi tío, que en paz descanse, llegó a
saber quién soy, qué he sido y cuáles han sido mis vínculos y relaciones con Henry
Morgan, el Rey de los Piratas.
Fue Henry Morgan —prosiguió luego de calmarse— quien me libró de los
caribes insurrectos que acaudillaba mi hermano. Lo hizo en retribución a la vez que
con mis flecheros lo ayudé a sofocar un motín de su marinería en Guadalupe.
Jorge Blanco caló en sus ojos una expresión zahorí.
—Desde entonces hasta que llegué a Venezuela, fui, junto con Coxon, su hombre
de confianza en su largo y sangriento trajinar por el Caribe.
Caviloso, Jorge se echó hacia atrás.
—Morgan odiaba con saña increíble a mi tío Nicolás. Al parecer le robó una bella
mujer llamada Dolores de Urquijo. Morgan es increíblemente rencoroso. Al que lo
esclavizó en Barbados cuando lo raptaron de niño en Inglaterra, lo buscó por todo el
Atlántico hasta que lo encontró en una abandonada colonia in​glesa llamada
Pensilvania.
Don Nicolás —como refería— fue para él la esperanza y la más negra decepción.
«Era —decía— el hombre justo que hasta los más encanallecidos criminales
buscamos como prueba de nuestra errada conducta». Morgan adoraba a mi tío
Nicolás.
—Jamás había conocido a un hombre más bueno y generoso —me dijo una vez
llorando—. Lo amé como a un padre y a un hermano.
El poder envanece a los hombres —añadió Domingo Marcelino—. Luego de
cuatro años Henry ya no era el mismo de los años mozos. Se tornó bestial, aun para

www.lectulandia.com - Página 541


sus más íntimos allegados. «He decidido vengarme de Nicolás García» —me dijo
aquella mañana— y tú has de ser quien lo mate. Era tan feroz su aspecto, que no me
atreví a contradecirle. “Allá te pondrás de acuerdo con Adalberto Pelao, que es gente
de mi confianza. Luego de cumplir tu misión, te llevará sano y salvo a Curazao,
donde podrás reembarcarte para Jamaica.
Luego de ganarme la confianza de los vecinos y del mismo Adalberto, lo
amenacé con denunciarlo si continuaba en sus tratos con Morgan. El mulato sin
abandonar el contrabando, se guardó de seguir mis instrucciones. Cuando caímos
prisioneros inventé que había sido Adalberto el que me amenazó con denunciarme.
Por eso Morgan se ensañó con él. En la creencia de que así podía ser más útil a sus
torcidos propósitos, decidió ponerle mi traje a Adalberto.
Domingo Marcelino luego de tomarse un trago y de echar dos bocanadas de humo
a su tabaco barinés, prosiguió:
—El problema no terminaba ahí. Hay algo más. Luego del ataque a Ocumare
seguimos hasta Maracaibo saqueando de punta a punta. Aquello era una miseria ante
lo que nos esperaba en Panamá: el tesoro procedente del Perú. Doscientos burros
cargaron hasta el Caribe veinte millones de libras, a que asciende la tal fortuna.
Morgan había asociado a su empresa a otros dos buques jamaiquinos. Cuando
llegamos a la playa, luego de tan duro trajinar por la selva, hizo bajar de su buque
diez barricas de aguardiente para celebrar. Allí, sobre la arena, mientras todos se
emborrachaban, repartió el botín en tres partes.
En la madrugada los hombres de Morgan, aleccionados para que simularan
ebriedad, cargaron con todo, haciendo estallar las santabárbaras de los otros navíos.
Envanecido y alegre se dirigió a Jamaica. A la vista de Port Royal una urca que
era parte de su escuadra, nos salió al paso. «España e Inglaterra —díjole el capitán—
acaban de firmar la paz[174] y también tu ejecución por lo que hiciste en Panamá. Es
necesario que huyas». Morgan no lo dudó ni un momento. Puso proa hacia el Sur
pidiéndole al capitán de la urquilita que lo acompañase para poner a buen recaudo tan
inmensa fortuna.
Luego de mucho navegar llegamos a un islote salitroso y plano, llamado también
La Tortuga, al noreste de Cabo Codera, muy cerca de las costas de Venezuela. Allá
Henry nos dijo: es difícil guardar el secreto de tan inmensa fortuna entre quinientos
hombres. Por eso os pido que hasta tanto no negocie con el Gobernador de Jamaica,
solamente la tripulación de la urca me acompañe al sitio donde pienso enterrar el
tesoro.
A la mañana siguiente, luego de decirles a los del galeón: «Dentro de ocho días
me esperaréis en la ensenada de Chichiriviche en el Golfo Triste», embarcamos en
dirección al Norte. A poco de navegar vi en lontananza la serranía de Caracas.
Una urca apareció en el horizonte:

www.lectulandia.com - Página 542


—Mira —le dije yo con voz de alarma—. Allá está un barco.
—¡Calla, so imbécil! —me dijo por lo bajo— ¡esa es la isla!
La isleta daba la impresión de un barco de tres palos a velas desplegadas.
Atracamos en una ensenada que miraba hacia el Norte. Desembarcamos los
ciento ochenta sacos repletos de joyas y de doblones. Morgan se dirigió con sus
hombres a una gruta disimulada por el follaje.
—Aquí es el sitio donde hemos de guardar el tesoro —observó—. Luego
volaremos la entrada con dos barriles de pólvora.
Descansábamos de tanto ajetreo cuando Henry sorpresivamente me dijo:
—Llévame al barco. Necesito consultar unos planos.
Luego de meter en el barco seis barricas de agua, carne en conserva y abundantes
galletas, aparte de una vela e instrumentos de navegar, Henry me dijo:
—Nos largamos en el bote. Dejaremos a estos bribones abandonados en esta isla
para que se mueran de sed.
Prendió dos mechas cortas a la santabárbara. Los piratas al ver que nos
alejábamos, comprendieron lo que pretendíamos. Más de diez se echaron al agua.
Una terrible explosión se sucedió de inmediato.
—¡Bravo! —exclamó Henry—. Ahora el tesoro más grande del mundo es tuyo y
mío. Nos iremos a Inglaterra. No habrá en el mundo nadie más poderoso que
nosotros. Brindemos, amigo mío —dijo, y me pasó un cuñete de ron mientras los
alisios nos llevaban hacia el Oeste.
Morgan condujo el bote hasta el río Tocuyo, donde nos esperaba el navío.
Cual verdaderos cómicos referimos haber naufragado en el Farallón Centinela. La
marinería nos veía con desconfianza y en particular Coxon, que me odiaba desde La
Guayra, porque en la guirizapa, de un sablazo le amputé cuatro dedos.
Llevábamos tres horas navegando cuando a un llamado de Morgan que me
trasmitió Coxon, entré a su camarote.
—¿Qué sucede? —preguntó malhumorado.
—Soy yo quien desea hablar con vosotros dos —dijo Coxon amenazante mientras
afuera se oía la flauta del otro pirata.
—No creo ni una palabra de lo que me habéis contado sobre el naufragio y el
tesoro.
Morgan saltó del lecho amenazante. Coxon sin amedrentarse por su aspecto,
prosiguió fustigante:
—El que está afuera —advirtió calmo—. Ése que toca la flauta, tiene órdenes de
gritar a todos lo que pensamos, de no ponernos de acuerdo. Nos conocemos
demasiado bien, Henry.
Y si a otros puedes engañar, no es ése mi caso. Dime de una vez dónde enterraste
el tesoro de Panamá, o se lo he de contar todo a la tripulación.

www.lectulandia.com - Página 543


El de la flauta seguía tocando con redoblada energía.
Morgan soltó a reír y refirió con todo detalle lo sucedido. La crueldad del relato
convenció a Coxon.
Frente a Jamaica y en una noche de tempestad —dijo Domingo Marcelino tras
gran esfuerzo— Henry, Coxon, el de la flauta y yo, pusimos mecha a la santabárbara
y a pulso de remo llegamos a Port Royal.
—Así nadie pondrá en duda —dijo Henry— que el tesoro de Panamá se hundió
frente a Jamaica en una noche de tempestad.
El Gobernador nos hizo prisioneros. De allí nos enviaron a Inglaterra bajo
cadenas. Dos años estuvimos encerrados en la torre de Londres. Finalmente Carlos II
de Inglaterra no sólo perdonó a Henry, sino que lo hizo caballero y Teniente
Gobernador de Jamaica.[175] Este es el mapa de la isla y del sitio exacto —dijo
mostrándole un plano.
Jorge Blanco, escéptico, oía el relato.
—Lo que debes hacer —dijo mirándole con severidad— es confesarte y ahora
mismo, para que te acuestes temprano. Vamos a Catedral. Ya están para cerrar, pero a
lo mejor está todavía José Juan, mi hermano.
—Ay, chico —protestó José Juan— estás más fastidioso que el caraj. ¿Se puede
saber por qué no espera Domingo Marcelino hasta mañana? Ya van a dar las seis.
Vamos a cerrar la iglesia y ya está oscuro.
Dio a entender con una seña que Domingo Marcelino deliraba.
Precedido de un monaguillo cruzó la iglesia en penumbra. Al fondo un hombre se
confesaba. Poco tuvo que esperar. El penitente se levantó para arrodillarse a pocos
pasos del confesionario.
—Acúsome, padre —dijo Domingo Marcelino. Una flauta sonó en la iglesia. Al
pie del capuchino le faltaban cuatro dedos.
Jorge y José Juan lo encontraron colgando de una lámpara.

132. Secreto de confesión.

Jorge Blanco se persigna ante el recuerdo. Las aguas del Anauco, por donde se
fue su hijo, rielan ante el sol del atardecer.
Al mes de la muerte de Nicolás García, y ya enterrado el desdichado Domingo
Marcelino, José Juan le refirió lo que el Hombre Santo del Valle le dijese en secreto
de confesión.
—Cuando Don Nicolás al retorno de su exilio atracó en La Guayra —decía José
Juan— se dio cuenta de que odiaba a nuestro padre tan fuerte como al principio.
Angustiado, decidió darse un tiempo antes de regresar a Caracas. Con ese propósito
se dirigió a su hacienda de Camurí. Cruzando Naiguatá se encontró a Ño Miguel.

www.lectulandia.com - Página 544


—¡Muchacho! —gritó el zambo—. ¡Cómo has crecido, empero seguir tan
achichaguaíto como siempre!
Al poco rato se acercó una hija de Ño Miguel, muy guapa, de nombre Dorotea. La
muchacha le dirigió a Nicolás la tercera mirada llena de intención que recibió en su
vida.
—Esta es mi hija —le señaló el zambo— y de una blanca, blanca.
Ño Miguel dio un golpe en la mesa y sacudió el cuerpo cuando Nicolás le habló
de sus propósitos de pasarse unos días en Camurí.
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no! La casa está en ruinas, la hacienda enmontada y
además espantan. Llégate hasta allá de paseo, pero te quedas conmigo unos días. Te
das tus baños de mar y comes completo. Estás muy jipato.
A la vista e intención de Dorotea, aceptó la oferta.
Aquella noche al echarse en la hamaca del amplio corredor, una tempestad que
desde la tarde amenazaba, estalló en todo su esplendor. Ño Miguel y cinco de sus
hombres, con las hamacas en hilera, dormían a su lado. Rayos y centellas surcaban el
cielo. El aguacero caía bronco e interminable.
A la medianoche una voz medianera dijo al zambo:
—Un barco se acerca, jefe.
—¡Chito! No estamos solos.
Nicolás, despierto, se puso alerta. Los hombres sigilosos salieron hacia la playa.
Nicolás a la luz de los relámpagos los siguió desde su hamaca. Una hoguera grande
encendieron en la playa. Una linterna de igual color brilló en el mar.
El barco, guiado por las luces, avanzaba; pero no hacia el fondeadero. Iba derecho
contra la punta erizada de peñascos, ¿Lo estarían haciendo adrede? Cauteloso avanzó
entre la maleza.
Entre gritos de júbilo de Ño Miguel y sus hombres, el barco se estrelló contra las
rocas. Desde el barco seis cuerpos se lanzaron al agua.
—No los maten sino pisando tierra —gritó el zambo—. Se nos llena esto de
tiburones y nos empuercan la maniobra.
Los nadadores fueron degollados por las mismas manos que simulaban
auxiliarlos. El barco se hundió entre dos relámpagos.
—Mejor así —exclamó Ño Miguel—. Mañana con la luz del día veremos lo que
nos queda.
Nicolás corrió hacia la hamaca y simuló dormir.
—¡Naufragio, naufragio! —lo sacudió Ño Miguel.
—¿Qué pasa? —preguntó Nicolás aparentando sorpresa.
—Un barco encalló en la punta y se ahogaron todos.
Sintió impulsos de huir, pero una voz profunda lo retuvo. Así pasaron cuatro días.
Dorotea, la hija de Ño Miguel, se hacía cada vez más insinuante. Cabalgaban y se

www.lectulandia.com - Página 545


bañaban juntos en la ensenada. El camisón mojado la desnudaba. Se encendieron
como nunca sus deseos.
Al salir del agua aquella mañana, un mulato vestido de sargento se le plantó:
—¿Y esta vaina, qué significa?
Dorotea confusa guardó silencio. Nicolás comprendió que tenía delante a Ruperto
Bejarano, el hombre que le daba vueltas a la muchacha.
—Lo que sucede —estalló inesperadamente la voz de Ño Miguel— es que usted
se me va ahora mismo y muy largo al carajo.
—Pero…
—¡Cállese, so pendejo! que si algo hubo entre mi hija y usted, ya está terminado.
Yo no quiero más negros en mi familia.
Tan pronto desapareció, Ño Miguel dijo:
—Es que hay que mejorar la casta. ¿No te parece? Después que he visto y he
sufrido en carne propia la tronco e vaina que es ser negro en este país, casi le
agradezco al capitán Pedro de Montemayor la violentada en una pasadita que le echó
a mi madre. De no haber sido así, no tendría estos ojos verdes que me dan categoría,
ni Dorotea, como el resto de mis hijas, tendrían ese aspecto de mujeres principales
que les reforcé escogiéndoles como madres a españolas por los cuatro costados.
Zambo no es pendejo y siempre tira pa’arriba, para que venga el mulato éste a
echarme a perder el blanqueamiento.
Dorotea a pesar de su sensualidad desbordante y de su ignara condición, discurría
con lógica y sentía voracidad por el conocimiento. Disfrutaba a plenitud de la ciencia
de Nicolás y asimilaba con prontitud sus enseñanzas y revelaciones.
—Ay, chico, qué divino es saber todo lo que tú sabes. ¿Qué será de mí cuando tú
te vayas?
—Vente entonces conmigo —dijo con el alma en cuclillas.
—¿Lo dices en serio? Mira que he descubierto que ya no podría vivir sin ti.
Liego el día en que Nicolás y Dorotea se dieron el primer beso. Fue un beso lleno
y goloso de parte y parte. Y así sucedió día tras día, hasta que en un arenal cercano
Nicolás se folgo a la hija de Ño Miguel.
—Tengo que hablar con usted —le espetó esa mañana Ño Miguel.
Nicolás se estremeció por la expresión y el trato distanciador. Alerta y temeroso
lo siguió hasta las rocas del naufragio.
¿Nos habrá descubierto? ¿Me irá a matar? Ño Miguel es muy celoso de la honra
de sus hembras.
—Siéntate —le ordenó jugando con el machete.
La dura mirada de antes se tornó bondadosa.
—¿A ti no te da pena de que el hombre que acabó con tu familia ande todavía
vivo? Hay muchas cosas en este mundo que sólo la sangre lava. ¿O es que tú llevas

www.lectulandia.com - Página 546


agua en las venas? Yo estuve en el entierro de Diego García, con quien me unió
siempre una gran amistad. Nunca olvidaré aquella tragedia con tu mamá llorando y
tus hermanitos como conejos asustados. Para que luego los volvieran picadillo por
culpa de ese carajo. Yo siempre me consolaba, y conmigo mucha gente, diciendo y
diciéndome: quédense quietos que ese muerto tiene dueño. Y tarde o temprano
Nicolás García le hará justicia a su padre. Por eso, cuando te vi llegar, sentí un
alegrón muy grande. Pensé que venías a pedirme ayuda que estaba dispuesto a darte
para que vengaras a quien tanto mal hizo a tu familia. Pero en vez de encontrarme
con aquel carajito macho que conocí hace ya más de veinticinco años, te hallo
convertido en un mismo güelepeo. Si llegas a Caracas y no matas a Rodrigo Blanco,
te vas a tener que regresar por donde viniste, pues en la misma calle te van a jurungar.
—No —respondió con un bramido—. Yo quiero matar a Rodrigo Blanco.
Ayúdeme Ño Miguel y le estaré agradecido.
—Eso era lo que me esperaba —expresó con alegría el zambo—. No podía ser de
otra manera el hijo de Diego García.
A las primeras horas del anochecer llegaron a los restos de la muralla norte que en
1642 dejó a medio hacer el Ayuntamiento. De una busaca Ño Miguel sacó dos
sayales de capuchinos. Nicolás ansioso contemplaba a su ciudad luego de quince años
de ausencia. En menos de diez minutos llegaron a la casa del Pez. El zaguán estaba
abierto. En el corredor de adelante, a pesar de su gordura, reconoció a Ana María.
Rodrigo Blanco agitaba la mano y daba grandes voces. Finalmente salió a la calle.
Nicolás se sintió paralizado cuando su silueta apareció en el portal. Lo siguieron dos
cuadras hacia arriba. La noche estaba en tinieblas.
—Tú lo llamas. Yo le doy.
—Señor de Blanco…
El Águila Dragante detuvo el paso. Cayeron las puñaladas.
—¿Te fijas qué fácil es matar a un hombre?
Nicolás sumido en la confusión, apenas escuchó la pregunta. El zambo prosiguió:
—Pues eso mismo te hubiese pasado a ti si te hubieses negado a matarlo.
Nicolás lo miró sorprendido.
—¿O es que tú te imaginas que yo soy cogío a lazo? ¿Tú crees que yo no sé que
viste todo cuanto le hicimos al barco que encalló entre las piedras? Te hiciste el
dormido cuando te me acerqué; pero uno de mis hombres te vio agachado detrás de
un matorral. Antes de rasparte te di una oportunidad. Al matar a Rodrigo Blanco
estamos mano a mano. Si me denuncias yo can​to y sanseacabó. Hoy eres tan asesino
como yo. Por eso te salvaste de chiripa.
La noche en que retomaron a Naiguatá, Dorotea lo despertó, entre los ronquidos
de su padre, para perderse en los arenales.
Al canto del turpial Dorotea le musitó entre besos y suspiros:

www.lectulandia.com - Página 547


—Regresemos, que mi padre despierta temprano.
Ño Miguel tras los uveros los espiaba con expresión inmutable. Cuando hablaron
de regresar corrió hacia la casa y se metió en el chinchorro. Traía una expresión
burlona, alegre, casi jubilosa.
Las entrevistas nocturnas entre Nicolás y Dorotea duraron casi una semana. En el
séptimo día, de trabuco en mano, los interrumpió Ño Miguel:
—¿Así pagas, desgraciado, lo que he hecho por ti?
—¡Perdón, Ño Miguel! —gritó estremecido—. Yo no he querido ofenderlo ni
aprovecharme de la oportunidad. Yo amo a Dorotea y pienso casarme con ella.
El zambo acentuó su hosquedad. Cuando ya parecía disparar, dejó caer:
—Está bien. Te perdono la vida si te casas con ella. Pero tiene que ser ahora
mismo. Yo no espero. De lo contrario, te mato. Vámonos para La Guayra y usted,
percusia —dijo a su hija— acomode sus corotos. Llegó la hora de que sea señora.
Bajo la mirada triste de Ño Miguel los casó el cura de La Guayra. Por obra de
cuatro ducados Dorotea vino a ser totalmente blanca, nativa de Coro; hija de un
capitán español, ya difunto, y de Doña María Teresa, su mujer, quien murió al parirla.
—Y ya saben —sentenció el zambo—. De aquí en adelante Dorotea se llamará
Melchorana. Y olvídense de mí. Yo no existo. Flaco favor le haría a la esposa de un
noble caraqueño proclamar que soy su padre. Un padre zambo seria la ruina de
ustedes y de los muchachos que tengan. Acuérdese hija, que usted es hija de
españoles por los cuatro costados y si tiene nariz de negra, eso pasa en las mejores
familias.

133. La historia silenciada de doña Melchorana.

Melchorana o Dorotea, que si en un principio amó a Nicolás —siguió diciéndose


Jorge Blanco— al paso de los años terminó por aburrirse de él. Comenzó por detestar
su forma de vivir, tan parecida a un monje. Luego lo odió de frente, y más que a él a
mi madre. La sensación de ser excluida la regresó de nuevo a la soledad. Aunque
carnalmente Don Nicolás la buscaba, según me dijo en su locura, en nada se
diferenciaba de los hombres que había conocido, y que eran muchos, a pesar de la
extremada vigilancia de Ño Miguel, quien luego de la desaparición de su hija Flor,
vivía obsedido de que a Melchorana le pasara otro tanto. Estaba recién fundado el
Convento de las Concepciones. Las monjas estaban escasas de dinero. Ño Miguel
propuso a la abadesa entregarle una fortuna, siempre y cuando recibieran a su hija en
el convento. Melchorana era de clara inteligencia y muy receptiva a los problemas del
alma. A pesar de sus facultades, en consonancia con su apariencia retraída, era
también de recia condición carnal, muy apegada a los sentidos e inflamable como
hierba reseca. Desde muy temprana edad recorrió todos los goces que se pueden

www.lectulandia.com - Página 548


conocer en un convento y que luego de casada habría de proseguir con Paloma y la
negra Salú. Pero quien la corrompió fue su confesor: un franciscano joven,
singularmente parecido a Nicolás García.
Entre el Convento de las Concepciones y el Convento de San Francisco hay un
túnel, reliquia de los tiempos de Lozada, donde más de un cura y una monja se han
entregado a amores sacrílegos.
Llevada de la mano del curita penetró los secretos del túnel. La madre superiora
la sorprendió en falta y sin decir más llamó a Ño Miguel para devolverle a su hija, a
quien calificó de tórpida incorregible. A menos de una semana de haber llegado a
Naiguatá y a pesar de todas las precauciones de Ño Miguel, Ruperto Bejarano la hizo
su mujer antes de hacerla su novia, una noche en que la chica llorosa, se sofocaba. Ño
Miguel sacó cuentas: Ruperto era mulato, pendenciero, vividor; pero al fin y al cabo
un hombre. Era mejor que su hija casase con él a que se fuera a perder, como lo
auguraba su cálida naturaleza. Ya se resignaba cuando inesperadamente apareció
Nicolás García.
Melchorana, sincera y limpiamente, amó a su marido por mucho tiempo. En algún
momento de lucidez me refirió en el cuarto del loco que lo que echaba de menos en
todos los hombres, hasta que apareció Don Nicolás, era la falta de ternura. Todos
cuantos se le acercaban iban cegados por la lujuria. Sólo veían la hembra.
Y si en verdad ella también buscaba al macho, un hondo rencor la tomaba en vilo
al verle el rostro al hombre luego de verlo saciado e indiferente. Con Nicolás todo fue
diferente. Era cariñoso antes y después. Le hablaba de cosas elevadas. Le refería
cuentos. La acariciaba y mimaba como si fuera una chiquilla.
Cuando Nicolás, absorto por la política y otros intereses, comenzó a alejarse de
ella, sintió derrumbársele el mundo. Al principio sintió miedo de su alejamiento;
luego reaccionó con celos: finalmente dejó de quererlo. La frialdad sustituyó a la
angustia y el odio a la indiferencia. Una vez más había sido engañada. Ella se había
ido tras él para disfrutar de esa palabra llena de gracia y de esa ternura que
desbordaba en Naiguatá. Pero Nicolás, según ella decía, nunca más volvió a ser como
era antes. Sólo en presencia de Ana María, tu madre, a quien odio, dejaba fluir su
verbo.
Tras la sensación de abandono se le recreció la lujuria adormilada. Una tarde en
La Urbina vio al mayordomo de su marido con pereza y ganas desde el chinchorro.
Nicolás no volvería hasta el día siguiente.
El mismo muchacho, un mulato fino, fue quien me contó, a raíz de la
investigación que como Inquisidor hice, de aquellas horribles cosas que vinieron
luego.
Melchorana echada en el chinchorro mientras mordisqueaba un níspero, lo miraba
tentadora. Él, confuso y enardecido, no hallaba qué partido tomar. Luego de tirarle un

www.lectulandia.com - Página 549


beso se salió de la hamaca, lo agarró por un brazo y lo arrastró hasta el cuarto.
Después del mayordomo vino mi hermano José Juan, que por eso se metió a cura,
y tras él, Ruperto Bejarano y Adalberto, que no era tan maricón como parecía, y hasta
la misma Paloma, que al igual que Melchorana, rendía culto a la Venus Tríbada.
Ella, por vengarse de mi madre, se las ingenió para que Adalberto sedujese a
Yolanda, mi hermana.
Qué mejor venganza que la hija de la gran mantuana les saliese preñada por el
Adelantado de los Rumores, pardo por tres partes e hijo de una perdida por otras dos.
Todavía tiemblo cuando la recuerdo en el cuarto del loco, hediondo a ratón mojado,
echármelo en cara como un escupitajo. Aquel día también me reveló ese terrible
secreto responsable de tantas noches de insomnio.
Una de las primeras personas sobre quien Melchorana lanzó sus tentáculos —
prosigue Jorge Blanco— fue sobre Don Pedro Jaspe y Montenegro, aquel viejo
fanfarrón apoderado de Francisco Marín de Narvaez. Con objeto de tener más
libertad ideó una temporada de dos semanas en Camuri.
Aprovechándose de la oscuridad de la noche y del sueño profundo de su marido,
Melchorana hacía de las suyas, y máxime cuando a los tres días Don Nicolás hubo de
trasladarse a Maracaibo reclamado por el Gobernador. Francisco Marín, para dicha de
Melchorana, se iba de paseo después del desayuno junto con Claudia, su ahijada.
Esa tarde, Melchorana descubrió que Claudia regresó cojeando y bañada en
sangre. Francisco Marín dio por explicación el haberse caído sobre un palo que la
había desgarrado por dentro. No le fue difícil descubrir la verdad: la abominable
inclinación del minero por las niñas retornó inesperadamente, cayendo sobre su hija.
Enloquecida, intentó asesinarlo. Entre Don Pedro y los Ponte Andrade la dominaron.
Marín ofreció a su ahijada toda su fortuna. La nombraría su heredera universal apenas
llegasen a Caracas. La propuesta fue sedativa. Juntos, como si no hubiesen roto un
plato, regresaron a la ciudad.
Claudia, sin embargo, quedó preñada de aquel encuentro. La muchachita
comenzó a sentirse mal desde el primer momento. Accesos de vómito la
desmejoraron mucho. Entre Doña María de Ponte Andrade y Melchorana se las
ingeniaron para ocultarle lo sucedido al pobre Don Nicolás. Meses antes del parto se
trasladaron con Claudia a Camurí, con objeto de ocultar el vientre que a diario
aumentaba. Mi madre, siempre desconfiada, algo se barruntó, como luego habría de
contármelo.
Faltando quince días para el alumbramiento, Nicolás, una vez más, tuvo que
acompañar al Gobernador. Francisco Marín y Pedro Ponte se trasladaron a la
hacienda. Vino el día del parto. La pobre Claudia con caderas de niña, luego de parir
una hembrita, murió de inmediato a consecuencia de una hemorragia.
Melchorana en esa época tenía treinta años, y aunque había engrosado un poco,

www.lectulandia.com - Página 550


mantenía y mejoraba, para algunos gustos, sus atractivos de recia hembra. Al llegar a
la treintena exacerbó sus necesidades desbordando la discreción, hasta el punto de ser
sorprendida por mi madre una noche en que hacía entrar por la cochera,
subrepticiamente, a Lucas Lovera Otáñez. Lloró desconsolada al sentirse descubierta.
Dio explicaciones, se arrodilló. Finalmente dijo: «Si dices algo, me enveneno». Mi
madre sobresaltada por la amenaza y pensando en Don Nicolás, respondió:
Muy bien, no diré una palabra, aunque para serte franco no creo en lo que dices.
«Perro que come manteca…».
Se entristecen los ojos de Jorge Blanco punteados de honda repulsión. Tiembla de
sólo decirse lo que desde hace años rumia en silencio:
Melchorana fue la asesina de Don Nicolás. A pesar de que ya me lo había contado
Dagoberto, su hijo, aquella noche de locura, me negué a creerlo por mucho tiempo.
Pero fue la misma Melchorana en su delirio de loca, quien me refirió cómo había
sucedido.

Dagoberto se estremeció cuando su madre entró en la habitación de Don Nicolás.


El entretejido y la magnitud del chinchorro le permitía verla sin ser visto.
—La faz de mi madre —contaba Dagoberto— era una mezcla de maldad y
locura. Luego de ver con odio al viejo, se entresacó del cuello un collar donde pendía
un pomo, lo vertió en un vaso y lo despertó. Mi padre tomó las gotas y volvió a
dormirse. Mientras ella lo miraba en extraña contemplación. Por largo rato estuvo a
su lado. Cambió de pronto la respiración del viejo. Comenzó a roncar como si se
estuviera ahogando. Ella soltó una carcajada al oírle la agonía. Al comprender, de un
salto la agarré por el cuello.
—Dame lo que tienes ahí.

El pomo, como pude verificar por palabras de Melchorana, contenía arsénico.


—No se te olvide, pendejo —me gritó en el cuarto del loco— que yo también soy
nieta de Pedro Montemayor, el que envenenó a tres mujeres. A ti y a tu madre ya los
tenia en salsa. —Y soltó una espantable carcajada.
Jorge pasa la mano por su frente, perlada de sudores. Para desgracia de todos,
Melchorana recuperó la salud y fue tan mala como antes.

—Ella no está loca —le dijo Salú a Clara Rosa—, está poseída por un loa
maligno que la hace delirá. Déjame a mí.
Melchorana luego de todo un mes en que Salú vivió y durmió con ella, volvió a la
razón. Aunque no era la misma, ya que arrastraba una indiferencia desdeñosa y
arrebatada, era tan sensata como antes y misteriosamente rejuvenecida.
Aunque no disparataba, su laconismo, su aire indiferente y distraído, le dieron a
Jorge la sensación de que algo malo y diabólico escondía Melchorana.

www.lectulandia.com - Página 551


Salú dijo que para completar su obra deberían marcharse ambas, por lo menos un
año, a la orilla del mar.
Acompañadas de cinco esclavos jóvenes y bien plantados, tomaron el camino de
Camurí.
Aquello no era más que un pretexto para entregarse a desenfrenadas orgías.
Ruperto Bejarano que las conocía bien, se les apareció una noche sorprendiéndolas en
pleno relajo. Puso precio a su silencio: se quedaría en la hacienda unos días
compartiendo el favor de las dos mujeres.
Ya llevaba tres días en eso cuando esa tarde dijo mirando hacia el mar.
—Llegó mi barco.
—¿Cuál barco? —preguntó Melchorana.
—El que me trae los barriles de aceite que encargué a Trinidad.
Sorprendida vio hacia el vacío horizonte. Ya iba a expresar su sorpresa, cuando
Salú frente a ella llevó el índice a sus labios.
—Me voy corriendo —dijo Ruperto incorporándose violentamente de la hamaca
donde estaba acostado—. Si no me apuro no llego.
Trepó en su bestia y salió al galope hacia La Guayra.
En la tarde trajeron la noticia:
—Llegó como loco señalando un barco que nadie veía. Y sin que pudiéramos
hacer nada, se metió en el agua y nadó mar adentro hasta que lo agarró el remolino.

Hasta ese punto alcanzaba la brujería de Salú —se dijo Jorge Blanco—. En esos
tiempos fue mi viaje a España. El día que bajamos al puerto para tomar el barco,
estaba anclada en la rada la nao de Bocagrande, el negrero.
—Ved esta maravilla de negra haitiana —voceaba con su palabrería y gracia
inolvidable—. Virgen y sana como la parió su madre. ¿Cuánto dan por ella?
—Doscientos pesos.
—Doscientos diez.
—¿Quién dijo más? ¿Quién dijo más? —preguntaba con su vozarrón a la multitud
el pirata genovés. Y como no hubiese más respuesta, sentenció:
—Otorgada al señor.
En eso vi llegar a Salú y a Melchorana, que realmente estaba de lo más
buenamoza. A pesar de lo caído del catre que siempre he sido y más en esa época, me
di cuenta de que Melchorana veía realmente con gula a un negro joven muy hermoso
que, como luego averigüé, era un gran sacerdote vudú llamado Pedré.
Melchorana compró al negro y se lo llevó a Camurí con propósitos evidentes de
licencia. Los negritos orgiásticos, ante el nuevo semental, rieron sardónicos. Cual era
de suponer de esclavos que ya eran amos de su dueña. Encima de perezosos y
ladrones, eran irreverentes hasta la avilantez, palmeándole las nalgas o arremetiendo
voluptuosos cuando se les antojaba. Melchorana temblaba de sólo pensar que alguien

www.lectulandia.com - Página 552


llegase de visita, como a los tres meses la mandó anunciar Clara Rosa, su hija.
Iría a Camurí, con Bernardo, su marido y con José Juan, mi hermano, con motivo
de la semana mayor. Era la oportunidad que atisbaban los negros para salirse con la
suya. Se encontraba esa tarde Melchorana en pleno relajo con Pedré, cuando uno de
los cinco esclavos por boca de todos, pidió la libertad, so riesgo de soltar la lengua.
Encrespada de furor iba a responder, cuando a una señal de Pedré simuló acceder
a la extorsión.
El mismo día en que llegaron los temporadistas murió súbitamente el negrito
vocero, a quien enterraron a un lado del camino. Fue el mismo José Juan quien me
contó lo que sucedió aquella noche:
—Estábamos dormidos, cuando en la madrugada escuchamos unos lecos
desgarradores en el galpón de los esclavos. Prestos, Bernardo y yo cogimos las
escopetas y corrimos hacia allá. Apenas vimos la sombra de un hombre que se metió
en el monte. Tres de los cuatro negritos estaban ya muertos de los machetazos que les
dieron. El cuarto, antes de morir, nos contó que había sido el negrito enterrado esa
misma tarde el autor del desastre. «¡Zombie!» —nos dijo antes de expirar.
Pedré, como pude establecer luego, era un poderoso hunga o sacerdote vudú.
Entre él y Salú, que era una mambo sacerdotisa de la diabólica religión,
transformaron en zombie al negrito para que diese muerte al resto de sus compañeros.
Hasta ahí llegaban los poderes de Salú.
Melchorana enloqueció de pasión por Pedré. Pero el hun​ga la rehuía. La
encontraba vieja para él, además de haberse enamorado de Salucita, la hija que mi
padre puso en Salú durante su cautiverio de La Tortuga.
Salucita era una espléndida mujer: de un blanco cetrino, ojos azules, altiva y
orgullosa como nadie. Hasta los treinta y dos años, y parecía tener veinte, negábase a
casarse con ningún esclavo y tampoco aceptaba las propuestas tanto de Juan Ascanio
el Viejo, mientras vivía, como de Juan el Mozo, de que les diese contento a cambio
de su libertad. Salucita, apoyada en las mujeres de los dos Ascanio y en las hijas del
Viejo, se había labrado tales defensas y alianzas que, con todo el despotismo del uno
y del otro, logró mantenerse incólume. Como al mismo tiempo era refinada y de
gentil prestancia, de no saberse que Salú era su madre, nadie hubiese pensado que era
mulata. Nunca fue santo de mi devoción la tal Salucita. Odiaba a moros y cristianos y
en especial a Salú, a quien trataba mal de palabras y obras. A mí me detestaba.
Rehuyéndome insolente el acatamiento, consciente de que era su hermano. A José
Juan era al único de la familia con quien mejor se llevaba. «Yo no voy a seguir el
ejemplo de mi madre» —le dijo una vez—, no seré esposa de ningún hombre, a
menos que él sea blanco, rico y haya yo alcanzado mi libertad.
Juan de Ascanio el Joven, que tenia más de diecisiete años asediándola, se negaba
en redondo a manumitirla, salvo que accediese a sus deseos.

www.lectulandia.com - Página 553


—¿Pero, cómo quieres Usiá —le respondía con aquella pedantería tan suya— que
yo sea su mujer, cuando mi madre ha yacido con vuesa merced al igual que con
vuestro padre?
—¡Guá!, ¿y qué tiene eso de particular? —respondía el muy sinvergüenza.
—Que eso es una abominación, aparte de que yo quiero llegar virgen al
matrimonio.
—Pues te van a salir telas de araña en la corota —decía el muy vulgarote— a
menos que te cases con un esclavo.
—¡Eso, jamás! —respondía furiosa.
—Entonces, fúñete —le contestaba Juan.
Para pasmo y sorpresa de la misma Salú, dotada para ver mejor que nadie lo que
estaba por venir, Salucita se enamoró de Pedré apenas lo vio.
Antes de un mes, para consternación de Juan de Ascanio y Melchorana, se
fugaron Pedré y Salucita.
Melchorana ofreció a los pesquisas quinientos pesos si traían muerta a Salucita y
mil si le agarraban vivo al hunga.
Juan de Ascanio hizo la misma propuesta, pero en sentido inverso. Esa misma
tarde Melchorana cayó enferma. La fiebre quemante que la envolvía la hacía delirar.
A la mañana siguiente la encontraron muerta. Su cuerpo tenía un extraño color de
carne sancochada.

134. Salucita y la bruja Cambamba.

A Salucita y a Pedré los hallaron semanas más tarde por los alrededores de
Curiepe. Como Melchorana había muerto, no les quedó más camino que preferir la
oferta de Ascanio. Al negro lo asesinaron y a Salucita se la devolvieron a su legítimo
amo, quien para compensar su viudez se excedió más que nunca en sus amabilidades
y lisonjas.
A los ocho meses Salucita parió una niña negra, a quien llamaron Salustia, la que
habría de ser luego mi hermoso regalo del Ayuntamiento.
—No me gusta —bramó Salucita al ver a su hija.
—Sucia, mala madre —le gritó con rabia Salú—. Tu hija es nieta del gran
Makandal: lleva sangre de reyes y hungas.
—Reyes que no cuentan; de haber sido yo más blanca estaría con Dios Padre.
—Ingrata —díjole Salú—. Cuán pronto olvidas al hombre amado.
—Yo no lo amé. Yo no quiero nada con los negros. Estaba bajo el influjo de su
brujería; mi padre era blanco. Odio que seas mi madre.
Salú enloquecida le gritaba:
—¡Malditos sean los mulatos! Odian siempre a su madre. En mala hora me preñó

www.lectulandia.com - Página 554


el blanco.
—Y yo bendigo el día —se sacudió como serpentina—, y buscaré un blanco para
huir de la sentina. Y para comenzar, me daré toda por entero a mi amo Juan de
Ascanio.
Juan de Ascanio liberó a Salucita y le montó casa por los lados del Mamey. Salú
al verla salir se le enfrentó al paso con Salustia en sus brazos.
—¡Qué se quede contigo! —le respondió áspera—. ¡Es negra como tú! ¡Qué siga
siendo esclava! ¡Quiero hijos blancos; quiero ser blanca como mi padre! ¡Quiero
olvidarme de que fui esclava!
Y como Salú arguyese suplicante, le escupió:
—¡Te odio con toda mi alma, bruja del demonio!
A menos de un mes Salucita se le fugó a Juan con un marino. Ascanio le dio la
noticia a Salú entre latigazos.
—¡Maldita sea la puta de tu hija!
La negra trató de huir. Dio un resbalón en la cocina y un caldero de aceite
hirviendo se le vino encima y le quemó la cara.
Por varias semanas se debatió entre la muerte y la vida. Cuando se recuperó,
horribles cicatrices tenía su rostro. El hueso del pómulo derecho, al igual que el de la
frente, los tenía al descubierto. Su nariz era un colgajo. Los ojos rojos y descarnados.
Por meses se sumergió en una tristeza inmóvil. Juan de Ascanio para ocultar la
repulsión y el asco que daba, la obligó a cubrirse con un capuchón.

El día de San Juan, como todos los años, el mismo grupo de mantuanos fue en
tropel a la casa de Juan de Ascanio para celebrar su santo patrono.
Ascanio estaba ese día de particular buen humor y era un surtidor de puyas y
picardías. La conversación quedó centrada por la locura de Juan Sosa, quien decía en
medio de disparates que había visto salir a medianoche del cementerio de los
canónigos, a una horrible mujer con la cara carcomida por la muerte. Todos rieron
con excepción del viejo Lucas Lovera Otáñez:
—No es cosa de reírse, yo también la vi: hará cosa de dos meses.
Juan de Ascanio tuvo una ocurrencia:
—¡Salú! —clamó—. ¡Ven acá!
La negra con su caperuza se dibujó en la puerta del comedor.
—Quítate la caperuza para que te vean los amigos.
Entre gruñidos se echó hacia atrás, negándose a obedecer.
Ascanio montó en cólera y de un manotazo le arrancó el capuchón.
Un grito de terror y de asco salió de los comensales. Lovera Otáñez se desmayó.
Juan de Mijares vomitó el mondongo.
Luego de aquella escena, Salú cayó en el estupor. Su nieta Salustia, luego de
quince años, era tan bella como Salucita, quien, como se supo luego, se casó en

www.lectulandia.com - Página 555


Cumaná con un viejo español de apellido Mariñas.
La muchacha acariciaba tierna a su abuela.
—Lavasseurr —susurraba Salú— Makandal, Salucita, Masisi. Mambo. Hunga.
A la semana se le fue la tristeza que la hacía delirar. Silenciosa y esquinada
continuó de cocinera, siempre cubierta por su caperuza.
Aquella tarde, la casa estaba envuelta por el silencio de la siesta. Desde la cocina
Salú sintió una risa de mujer en el cuarto de arriba. Sigilosa se deslizó hacia la
habitación. Juan de Ascanio respiraba grueso en un decir de palabras entrecortadas.
La hem​bra que estaba con él algo le musitaba. ¿Con cuál de las esclavas se
revolcaba?
En puntillas bajó las escaleras y se apostó en el cuarto del loco, mirador forzoso
de los que bajaban.
A la hora de estar en acecho sintió abrirse la puerta del cuarto de arriba. Unos
pasos desnudos bajaban las escaleras.
—¡Maldit! —gritó al descubrir que era Salustia, su nieta.
¡Caro lo has de pagar! —dijo en su lengua—. ¡Loas del Dahomey, acudid a mí!
A los tres días murió Juan de Ascanio. Un extraño y terrible ardor devoró sus
intestinos. La noche en que lo enterraron, Salú, con ligereza increíble, caminó sobre
las tejas rojas y quebradizas de siete techos y por las ramas de un cotoperix de la casa
parroquial, atravesando patios entró en la Catedral buscando ansiosa la tumba de su
amo. Apenas la encontró encendió seis velas en derredor; con unas ramas hizo una
pequeña hoguera que esparció un olor acre. Luego se desnudó totalmente y batió con
rabia el capuchón.
—¡Ranger, Rada, Dahomey! ¡Vení zombie! —clamó con voz grave, balanceando
su cuerpo en forma acompasada. Por más de diez minutos continuó cantando y
bailando sobre la tumba. Se detuvo. Echó más ramas a la hoguera y pronunció el
mismo conjuro, mirando fijamente con aquellos ojos descarnados la losa sepulcral.
Con voz de impaciencia repitió el sortilegio. Una de las velas, luego de titilar, se
apagó. Salú sonrió entre sus cicatrices. Otra vela se apagó enseguida. Resonó lúgubre
y cascada su risa en la Catedral.
—¡Vení, veni, Juan de Ascan!
La tercera vela, al igual que las otras, parpadea antes de extinguirse. La negra
voceaba con alegría:
—¡Veni, veni, Juan de Ascan! ¡Veni a tu am! ¡Vení zombie! ¡Veni voudú!
Súbitamente danzó con furia alrededor de la tumba. Ya sólo ardía una vela. Una
voz de hombre gritó con rabia a su espalda:
—¡Ago, Caprelata, Mambo!
Salú se dio vuelta. Era un negrito haitiano, esclavo del párroco, quien gritaba. Lo
acompañaban Jorge Blanco y seis soldados del Santo Oficio.

www.lectulandia.com - Página 556


—¡Mazanga, Ago, Bruja! —volvió a gritarle el haitiano rabioso, agitando las
manos.
Amarrada se la llevaron.
—¡Bruja maldita! —dijo el negrito a Jorge—. Yo sabía que esta noche vendría a
transformarlo en zombie.
El proceso de Salú fue conducido por el propio Jorge.
La negra fue llevada a la sala de torturas del palacio Episcopal. El Obispo con
seis canónigos y rodeados de cruces, la esperaban.
Sin caperuza parecía un cadáver escapado de su tumba, con aquella espantable
cara llena de cicatrices y esos ojos descamados brillando como carbunclos. Tan
pronto vio al negro haitiano, gritó silbante:
—Masisi, hij de puerc.
Según declaró el muchacho, Salú era una poderosa mambo. Esa noche le estaba
haciendo un ranger a Juan de Ascanio.
Entre los negros traídos del África había muchos petit fey. Él los había visto
escaparse de las casas a medianoche y acudir al Service para invocar a los loas
bailando el yanvalú.
—¡Qué la echen al potro! —ordenó Jorge.
—No me hagas mal, Jorgit. Yo te vo a contá.
Y ante el pasmo de todos refirió cuanto había hecho y dejado de hacer.
Jorge Blanco, con los ojos desorbitados, la escuchaba.
Apenas terminó su exposición lanzó un grito como un graznido y se derrumbó,
muerta.
Su cadáver fue sepultado al pie del cerro. Al quinto día su tumba apareció abierta.
Salvo el negrito haitiano, quien decía a gritos que Salú erraría por los caminos en
busca de niños, todos lo atribuyeron a las bestias salvajes que abundaban en el
bosque. A los pocos días cayó en una postración profunda, negándose a comer y a
beber. Antes de morir refirió a Jorge: ¡Cumbamba es su nombre, no Salú! Ella no es
mujer de carne y hueso. Ella es loa y tiene mil años. Noventa años dura su tránsito de
mujer a vieja. Por noventa años vivirá como bruja en su escoba. A su término volverá
como la bella mujer que conoció tu padre en La Tortuga.

«Ya nadie recuerda el nombre de Salú —se dice Jorge al releer por centésima vez
el capítulo sobre Nicolás y Melchorana—. Todos hablan de la Bruja Cumbamba,
azote de los niños sin bautizar y de las mujeres adúlteras. Son innumerables quienes
la han visto volar sobre su escoba de palma, y en los últimos treinta años, que yo
sepa, son más de diez las personas que aseveran haberse encontrado cerca del
Cementerio de los Canónigos a una mujer de muy gentil prestancia y seductores
meneos, cubierta con una caperuza. Todos imaginaron que era una mujer con dueño,
que para darse gustos ocultaba su identidad. Pero al llegar al lecho del río, a donde

www.lectulandia.com - Página 557


los requiere e invita, los hace morir del susto al quitarse la careta. La han visto
también cerca del gran mamey. ¿Qué habrá de cierto en lo que dijo el negrito? De no
mentir, Salú volverá a este mundo cuando ya yo no esté en él. El próximo mes he de
cumplir setenta y ocho años. ¡Qué de cosas he visto! Dentro de pocos días veré hecho
realidad uno de mis más caros anhelos: inauguraremos solemnemente la Universidad
de Caracas.»[176]
Son las siete de la mañana. Sobre el escritorio están, uno encima de otro, los mil
legajos de su crónica terrible, como a veces llama a su Historia Secreta de Caracas.
¿Quién habrá de encontrársela algún día? ¿Quién habrá de leerla? Jorge Blanco se
deleita al suponer. En los últimos tiempos se ha propuesto dejarla debidamente
ordenada, corriendo aquí, borrando allí, rectificando el estilo. Su caligrafía ha variado
enormemente en los diversos periodos de tiempo que lleva escribiéndola. A las cinco
de la mañana, hora en que se pone en pie, trabaja arduamente hasta las ocho y media,
en que la oculta, no vaya a ser cosa que Mojón de a Ocho, como lo llaman, llegue
más temprano y se dé cuenta.
La curiosidad es su defecto primordial. Hay que estar ojo e garza para que no
meta el ojo donde no debe. Me espanta el sólo pensar que sospeche que esta historia
existe. Por eso le he prohibido entrar a mi despacho antes de las nueve.

135. La Historia asesina.

En el patio de la Ceiba el loro real dice «Ave María» y por la calle empedrada
pasa un carretón.
—¡Hambre tengo! —se dice en alta voz.
—La bendición padrino —saluda Mojón de a Ocho.
Jorge no tiene tiempo de reñirlo por llegar a deshora.
Tras su saludo entró Ño Cacaseno, sombrero en la mano. —¡Mire la sorpresa que
le tengo! —añadió Mojón de a Ocho dando un vistazo al voluminoso bulto que
hacían los legajos secretos sobre el escritorio.
Jorge sonrió ante la presencia de su administrador.
—Ni que me hubieras adivinado el pensamiento. Pensaba embarcarme para Cata
pasado mañana.
Amo y mayordomo, junto a la puerta, cruzan saludos e informaciones. Sobre el
escritorio, La Historia Secreta de Caracas. Mojón de a Ocho curioso se acerca al
mueble.
—¡Cónfiro! —dice al leer el título.
Jorge Blanco alcanza a verlo. Mojón de a Ocho disimula. —Anda a la cocina —
grita Jorge con inusitada aspereza— y dile que nos preparen desayuno a Cacaseno y a
mí.

www.lectulandia.com - Página 558


Estaba seguro de que José de Jesús se había dado cuenta. Se deshizo de Cacaseno
con un pretexto, apresurándose a guardar los legajos en el compartimiento secreto.
A los dos días Jorge y Ño Cacaseno embarcaron hacia Cata.
—Tengo el presentimiento de que es la última vez que vuelvo —dijo a su
administrador—. Por eso quiero darle la libertad a esta gente —y le dio una lista con
el nombre de quince esclavos.
Camino de retorno, Ño Cacaseno lo observa aún más caviloso.
Desde que anda en líos con la negra Salustia ha cambiado de expresión. Al
principio se veía radiante y francamente rejuve​necido; de cuatro semanas a esta parte,
violentas depresiones lo transforman en un anciano melancólico y a veces colérico,
cosa muy rara en él.
La producción cacaotera está en su mejor momento. Ese año se han exportado
veintitrés mil fanegas. El nuevo Gobernador Portales y Meneses ha entrado en
colisión frontal con los mantuanos, quienes lo han destituido ya varias veces con el
apoyo del Virrey de Nueva Granada, siendo restablecido en su cargo otro número de
veces por el Obispo Escalona, quien dice tener instrucciones del propio Rey. La
situación ha llegado a extremos de usarse la violencia de parte y parte, hasta casi
parecerse aquello a una guerra civil. El Rey, por otra parte, ratifica el privilegio de los
alcaldes de gobernar en ausencia del Gobernador. Jorge revisa sus apuntes: «Hay
cuatro millones quinientos mil árboles de cacao que producen sesenta y un mil ciento
veintitrés fanegas. Exportamos dieciséis mil a España. El resto va a parar a los
holandeses».
Portales y Meneses, apenas llegó en diciembre del año pasado,[177] trató de
meternos en cintura, al igual que Marcos Betancourt y Castro, a quien por entrépito
también destituyeron los alcaldes en 1720.
—Mil árboles —observa Portales a los cosecheros— producen entre veinticinco y
treinta fanegas. Un negro produce diez fanegas. Vuesas mercedes no tienen menos de
cien mil negros.
Don Feliciano que está entre los presentes, se mofa de la cifra.
El Gobernador le señala que hay veinte mil negros cimarrones y que el cincuenta
por ciento del tabaco de Valencia va a parar a Curazao.
—La culpa es de la Metrópoli —responde Don Feliciano— por el abandono en
que nos tienen. Hace poco llegó el primer barco de España luego de cinco años. ¿Qué
quiere Su Excelencia que hagamos con el cacao, el palo de Brasil, el cuero y el
azúcar?
—Mil mulas vendisteis el año pasado a los holandeses.
—Bien enterado está Su Excelencia —respondió el mantuano— pero nuestra no
es la culpa si los extranjeros vienen a nuestra propia puerta a comprarnos, y a buen
precio, lo que España no atiende.

www.lectulandia.com - Página 559


Sin inmutarse, Portales y Meneses responde:
—El comerciar sin licencia con los extranjeros se condena con la pena de muerte.
—Si tal hicieseis, dejaríais al país despoblado.
—Conmigo no habrá chercha, haré cumplir la ley con rigor.
Al año se produjo la primera crisis: el Gobernador fue a parar a la cárcel.[178]
Pero no es la álgida situación política lo que tiene caviloso y sombrío a Jorge
Blanco: es la actitud asumida por Martín Esteban, su hijo, a raíz de haberse echado él
de barragana a la negra Salustia. A diferencia de todos, que se alegraban de su
ablandamiento, Martín Esteban se mostraba indignado, siendo ya varios los
encuentros que tuvo con sus amigos al hacerle alegres comentarios sobre el vuelo
majestuoso del Águila Pasmada. Rehuía el trato con su padre. Semanas enteras se las
pasaba en la hacienda, y de toparse con él, lo saludaba entre dientes.
—Bueno, ¿se puede saber qué es lo que pasa conmigo? —le preguntó simulando
jovialidad—. ¿Es que no puedo tener una querida como la tienen todos? ¿Es que no
puedo ser como tú, que eres un bandido de siete suelas?
—¡No! —respondió con voz de rencor—. Tú eres el único ejemplo del Valle. La
única conciencia que todavía quedaba en este mar de inmundicias en que vivimos
sumergidos; el único ser que nos hacia sentir culpables a todos. El hombre a quien si
algunos simulaban menospreciar, en el fondo admiraban profundamente, porque
como tú mismo decías, basta un solo justo para que la Humanidad no pierda la
esperanza. Tú, al claudicar, has hecho cien veces más daño que todo el mal ejemplo
que los señores del Valle han sembrado en doscientos años. Me siento avergonzado
de ti, papá. Tú eras mi norte, mi guía, mi orgullo y mi ejemplo. Ya no eres nada y me
has hecho perder la fe en los hombres.
Un ataque epiléptico sucedió a sus palabras. Jorge Blanco se convulsionó
interminable. Se mordió la lengua, se orinó y defecó en presencia de su hijo.
Por más de tres días, privado de la razón, tan sólo musitaba:
—¡Perdóname hijo! ¡Perdóname hijo! ¡Perdóname hijo!
Cuando volvió en si, la pátina de alegre desenfado con que lo acicaló Salustia, se
le había marchado. Una honda tristeza, por el contrario, revelaban sus ojos azules.
Marchaba cabizbajo. Se hizo parco al hablar. Nunca más volvió a ver a Salustia y
volvió a ser más viejo, más triste, más desastrado.
Martín Esteban volvió a verlo con orgullo, aunque comprendió que su padre
caminaba indefectiblemente hacia la muerte.
Todo el año fue de refriega entre el Gobernador Portales, preso desde el año antes
por orden del Virrey de la Nueva Granada y los capitulares.
El 14 de mayo el Obispo Escalona libera a Portales[179] Hay choque armado entre
la gente del Gobernador y los mantuanos. No obstante, el 11 de septiembre, en
solemne ceremonia se inaugura la Universidad de Caracas. Jorge dice el discurso de

www.lectulandia.com - Página 560


orden.
Martín Esteban, su hijo, le guarda una sorpresa.

Esa tarde le llevé el libro de Oviedo y Baños acabado de llegar de España.[180]


Sonrió con satisfacción y se encerró con él en su despacho.
Estaba en el cuarto de arriba cuando oí sus gritos. Bajé a toda prisa. Padre en
medio del patio y con el libro de Oviedo y Baños en la mano, le decía a mi madre,
que trataba de calmarlo:
—Es que todo es mentira. Oviedo y Baños es un falaz. Un adulante del
mantuanaje. Nada de lo que aquí dice es verdad. Y encima plagia a Ulloa.
Tenia el rostro violáceo y daba grandes golpes contra el libro entreabierto,
sacudido por un pasaje.
—Tranquilízate, mi amor —le decía consternada mi madre— mira que te va a dar
el ataq…
No pudo terminar la frase. Mi padre dejó salir el espantoso grito que precedía a
sus ataques de alferecía. Pero en vez de las convulsiones cayó fulminado de
apoplejía.
Un mes más tarde moría de pena mí madre.

www.lectulandia.com - Página 561


DUODÉCIMA PARTE
¡Conoce ya la verdadera historia!
136. La Paz conquistada.

Dos guacamayas retozan en el samán del Cautivo. Mojón de a Ocho, desde el


escritorio que fuera de Jorge Blanco, hace un gesto airado ante la estridencia:
—¡Carrizo, con esas bichas! ¡Cállense a la boca escandalosas, que no me dejan
trabajar!
Cifras de exportación de cacao, de tasas, de fletes, revisa el hijo de Teresona,
quien a la muerte de su patrono siguió de secretario y administrador de Martín
Esteban.
La tirantez de relaciones entre la Compañía Guipuzcoana y los grandes cacaos lo
hace cavilar:
Ese Don Iñigo Aguerrevere se las sabe todas y por el camino que va les meterá
las cabras en el corral a Martín Esteban y a todos los mantuanos, y más ahora, que
tiene trabajando con él a Ño Cacaseno.
Al remover un anaquel caen al suelo una serie de legajos ocultos en una hendija
de doble fondo. Brillan sus ojos por un instante, al creer que es aquella Historia
Secreta de Caracas.
¿Dónde la habrá escondido Don Jorge? Daría lo que no tengo por ponerme en
esos papeles.
En compensación al desengaño extiende sobre el escritorio el mapa del tesoro de
Morgan que Domingo Marcelino dibujó a su patrono.
¡Veinte millones de libras esterlinas! ¿Cuánto será eso en doblones? ¡Yo creo que
eso no vale toda la Provincia con haciendas, negros e iglesias!
…éste es un dinero maldito —dice la carta que lo acompaña— amasado con la
sangre y el dolor de miles de inocentes y con las de sus mismos asesinos. Salvo en
casos de extrema necesidad, y aun con ella, no se deberá hacer uso de esa inmensa
fortuna. Y si dado el caso de que alguien se decidiese a tomarla, para que el demonio
no lo atormente, deberá entregarle las cuatro quintas partes de ese dinero mal habido
a Nuestra Santa Madre Iglesia.
Más adelante decía la letra de Jorge:
—Si alguien de mi sangre se encontrase por casualidad este plano, es mi consejo
que se abstenga, pues sólo maldiciones concitará en contra suya.
—¡Zape! —exclamó Mojón de a Ocho. Y en un arranque la volvió a su sitio.
Desde la muerte de Jorge Blanco, ocho años atrás, acuciado por la curiosidad,
revisó el despacho minuciosamente, a la caza de la Historia Secreta de Caracas. Más
de una vez fue sorprendido por Martín Esteban golpeando las paredes y las tablas del

www.lectulandia.com - Página 562


piso.
Hay que ver que este zambo es bien pendejo —se dijo hace dos días—. Buscando
maricadas con ese hembrón que tiene por mujer.
A pesar de sus mañas y halagos, Antonia lo rechazó firme. Sus tácticas de
seductor, los halagos y premios a su marido no lograban vencer la frontal antipatía
que no le ocultaba.
Antonia salió en estado. Martín Esteban lo supo aquella tarde.
—Te tenemos una sorpresa —le dijo Mojón de a Ocho, meses después de
comunicárselo, y apretujándose contra ella—: ¿Se lo decimos, pichoncito? —le
preguntó con voz tierna.
—Guá, ¡díceselo de una vez! —gruñó con su aspereza de siempre.
—Hemos decidido —dijo al mantuano con mirada húmeda— hacerte padrino de
nuestro hijo.
Luego de abrazar a su secretario y de darle a su mujer un beso en la mejilla largo
y caliente, dijo:
—Pues, secreto por secreto. Esta misma noche les iba a proponer que se mudaran
a la Casa Grande de Valle Abajo, a donde yo no voy casi nunca. Pueden tomar el
cuarto grande que era de mamá.
Rompió alegre la carcajada de José de Jesús.
—Realmente es una tronco de propuesta. ¿No te parece, mi amor? Tú te imaginas
lo que vamos a gozar en ese caserón dándonos lija, en vez de seguir metidos en esta
pocilga. A los pocos días se mudaron a la hacienda. Mojón de a Ocho dichoso con
esclavos y servicios a sus órdenes en el amplio caserón.
Martín Esteban sin precipitarse prosiguió el asedio. Al nacer su ahijado, a quien
bautizaron Numa Pompilio, regaló un caballo a Mojón de a Ocho, y del vestuario de
su madre diez trajes a Antonia, quien comenzó a variar su antipatía. Martín Esteban
los visitaba hasta dos veces por semana, compartiendo cena y tertulia.
Antonia, para su sorpresa y entusiasmo, le sonrió tres veces aquella tarde. En los
postres, al buscar sus ojos, le sostuvo la mirada concitante y decidida.
Mojón de a Ocho salió hacia la cocina. Aprovechando su ausencia dio un
manotón a la mujer. De un salto sacó el cuerpo:
—¡Quédese quieto, compadre! —susurró sin rabia—. ¡Respete el Sacramento!
Insistió con pausas y palabras suficientes. Al tercer manotón se le plantó decidida:
—Si me sigue molestando se lo voy a decir a José de Jesús.
—Es que ya no puedo más, mijitá —se excusó balbuceante.
La mujer distendió cantarína su enfado y dijo apaciguadora:
—¿Usted no sabe que José de Jesús es su amigo y lo quiere mucho?
—Pero yo te quiero más…
—Caprichos suyos na’más.

www.lectulandia.com - Página 563


A la semana de un frustro forcejear, le gritó destemplado:
—¡Mira que te puedo obligar…!
—¡Será muerta! —respondió sofocada de rabia.
Fuera de sí dio media vuelta y a galope tendido salió de la hacienda, para sorpresa
de José de Jesús que estaba en el patio.
—¿Qué pasó? —preguntó al ver el aspecto arrebatado de su mujer—. ¿Es que
acaso Martín Esteban se ha metido contigo?
—Ni lo quiera Dios. ¿De dónde has sacado semejante zoquetada? ¿O es que tú
crees que yo no me sé dar mi puesto?
En todo un mes Martín Esteban no volvió a Valle Abajo. El día del Carmen se
presentó inesperadamente y con mal gesto dijo a Mojón de a Ocho:
—Necesito que vayas a Cata y a Chuao inmediatamente. Necesito saber lo más
pronto posible cuántas fanegas va a dar la próxima cosecha.
Caía la tarde. Antonia en su habitación contaba las sábanas y manteles que le
entregaba la esclava lavandera, cuando el casquilleo de un caballo en el patio le
enarcó las cejas con alarma. Decidida salió al corredor. Era Martín Estaban quien
llegaba.
—¿Qué quiere usted? —gritó con el rostro encendido—. Mi marido no está…
—Ya vas a ver lo que quiero —le dio por respuesta saltando del caballo.
Recogiendo las enaguas huyó hacia adentro. Martín Esteban batiendo espuelas
corría tras ella. Al llegar a la cocina se le enfrentó con un cuchillo largo.
—¡Tóqueme y verá!, so fresco.
El rubor y la indignación la hacían espontánea y fresca. Martín Esteban goloso la
medía como esgrimista. Ya iba a saltarle encima, pero una voz le cortó el vuelo:
—¡Buenas y santas!
Era su tío, el canónigo José Juan.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó con estupor.
—¡Guá! —respondió con mansedumbre— aprovechando la invitación que me
hizo Antonia para pasarme unos días con ella. ¿Te molesta? —y le dirigió un larga
mirada de reproche.

Aquel domingo José de Jesús y Antonia fueron de visita a casa de Genoveva y


Fidel Guerrero, donde vivía Teresona, quien tranquilizada por los años y la gordura,
tomó aires de gran señorona.
Teresona detestaba a la mujer de su hijo.
—Yo no me explico —referíale a Fidel momentos antes de que llegase la pareja
— para qué el pistola ése, con tan buen porte y porvenir, se haya venido a casar con
la mujercita ésa. ¡Deber darse con una piedra en la boca de estar viviendo en la Casa
Grande de Valle Abajo! Ése fue un lujo que ni yo misma alcancé a darme siendo la
mujer de un Gobernador.

www.lectulandia.com - Página 564


Estalló la risa de Fidel, cautivado por las afirmaciones confusas y chocarreras de
su enfática suegra.
Antonia —pensaba Genoveva con ojos impenetrables, cavilando sobre la suerte
de su hermano, a quien quería entrañablemente— le queda grande a José de Jesús.
Ella es la hembra, mujer vegetal para ser triturada indefectiblemente por el rumiar
bovino de algún toro salvaje.
Mi hermano es el burro que se saltó el orden jerárquico. Para que Antonia hubiese
llegado a aceptar con resignación y paz ser su mujer, hubiese sido necesario toparse
primero y no después con el mismo toro salvaje que clavó en mi sus pitones.
Teresona seguía en su diatriba contra Antonia, cuando la inconfundible voz de
Mojón de a Ocho se oyó en el zaguán.
—¡Menos mal que llegaron! —exclamó Teresona a modo de saludo—. Si no nos
apuramos vamos a llegar tarde a la Adoración del Santísimo. ¿Se puede saber que les
pasó?
Antonia dio por excusa que la casita del Silencio donde pernoctaban todos los
domingos estaba hecha un desastre.
Al frente de sus hijos, yerno y nuera, Teresona, ampulosa, se dirigió a Altagracia,
la iglesia de los pardos. Luego de la ceremonia y a propuesta suya, decidieron darse
una vuelta por la Plaza Mayor, «donde a esta hora deben estar los mantuanos de gran
palique». Sus ojos se iluminaron de gozo al ver en un corro a Juan de Herrera y
Mesones, el hermano de su nuevo primo Pedro Miguel.
Juan Manuel de Herrera y Mesones rechaza enfurecido un chascarillo de Don
Paco Vera Ibargoyen, donde le preguntaba si era cierto que en lo sucesivo al lado de
los calderos de su escudo iría la escoba de la bruja Cumbamba.
—El próximo que me venga con mamaderas de gallo de esa naturaleza, tendrá
que entendérselas con mi espada.
El nieto de Juan de Ascanio, a quien Salú intentó transformar en zombie, hizo
causa común con Herrera:
—Eso no se hace, tiene razón Jua…
—Bueno, dejen la pendejada y hablemos de otra cosa —observó Don Feliciano,
festejando aún el chiste del señor de Vera.
—¡Hola, parientico! —dijo una voz de mujer.
Herrera y sus compañeros se quedaron atónitos ante la plácida sonrisa de la
oronda Teresona.
—¿Cómo está el primo Pedro Miguel? —prosiguió, sin darse cuenta del rostro
color de ladrillo que puso de pronto el señor de Herrera.
—¿Cómo se atreve, negra parejera? —escupió vociferante, sacudido por la rabia.
Teresona balbuceante intentó argüir. Y el otro cada vez más enardecido le sopló
agitando el bastón:

www.lectulandia.com - Página 565


—¡Quíteseme ahora mismo de en medio si no quiere que la desnude a palos!
—¡Date tu puesto, negra de mierda! —le gritó a su vez el de Ascanio rechinando
dientes y encías.
Desconcertada por primera vez en su vida, corrió demudada haciendo pucheros
hacia sus hijos.
—¿Qué te pasa vieja? —preguntó Fidel suspicaz al verla conturbada.
—Que esos desgraciados —exclamó sollozando— me dijeron negra de mierda.
—¿Ah, sí? —gritó con rabia su yerno— pues ahora es que van a saber que el
cambur verde mancha.
Con la cara crispada les gritó desafiante:
—¿Quién de ustedes insultó a mi suegra?
—Yo fui ¿y qué fue? —respondió el de Ascanio blandiendo un látigo— y
quíteseme de adelante si no quiere que lo fuetee.
Fidel palpó su puñal de caza.
—Atrévase pa’que vea, grandísimo zipote, que hasta hoy cuenta el cuento.
Ascanio avanzó amenazante. Martín Esteban, que apareció de improviso, se le
plantó por delante.
—Quédate quieto, Ascanio —gritó enérgico— y tú, Fidel, sigue tu camino.
Los dos hombres paralizados se siguieron midiendo. Martín Esteban repitió su
propuesta. Ascanio bajó la mano, Fidel a paso lento, sin dejar de mirarlo, se unió a
los suyos. Antonia dirigió una mirada desdeñosa a su marido.
Al llegar a la próxima esquina José de Jesús dijo a su cuñado en tono conciliador:
—Es que tú eres muy volado, Fidel. Yo no sé para qué te pones a provocar a los
blancos.
Fidel, por segunda vez en diez minutos, en los años que llevaba de conocerlo su
mujer, se encrespó con expresión asesina.
—A usted cuñado, lo que le hacen falta son bolas. Le están insultando a su madre
y viene a recomendarme paciencia.
—A mi no me grite, carrizo.
—Le grito cuantas veces me dé la gana.
Un puñetazo de Fidel cayó sobre la boca de Mojón de a Ocho. Teresona y
Genoveva gritaron como guacharacas.
Los cuñados se revolcaban por el suelo propinándose trompicones. Antonia
sonreída los veía hacer.
Llegaron los alguaciles. Fidel y José de Jesús, por alterar el orden público,
pasaron al resguardo. Martín Esteban logró que los pusieran en libertad. Antonia
volvió a sonreírse desdeñosa y miró diferente al amo de su marido.
José de Jesús, Antonia y Martín Esteban caminaron calle arriba. José de Jesús
seguía en sus trece de que Fidel era muy violento y falta de respeto: ¿qué necesidad

www.lectulandia.com - Página 566


tenía de agraviar al señor de Ascanio, como si fuera su igual? ¿No te parece, Martín
Esteban? El mantuano no respondió.
—Es que mamá es muy habladora —prosiguió diciendo—, estoy cansado de
decirle que se dé su puesto, pero a cuenta de que conoció a los mantuanos chiquiticos
se permite demasiadas confianzas. ¿Qué necesidad tenía de andar provocando al
señor de Herrera? ¡Ahí tienen los resultados! Es que para frasquitera no hay quien le
dé lo vuelto.
Al igual que todos los domingos, pernoctaron esa noche en la casa del Silencio.
José de Jesús, en el corredor, continúo justificando su conducta y condenando la de
Fidel. Antonia con la mirada fija en el suelo, lo escucha sin el menor gesto.
Un perro aulló en la calle y otro en la casa de al lado. Antonia se persignó y miró
hacia el techo. Un ruido como el de un ave pesada se sintió entre las tejas. Un
graznido casi humano restalló como una carcajada.
—¡Cumbamba! —exclamó Antonia aterrorizada—. Venga mañana por sal —le
gritó.
Un nuevo graznido seguido de un pesado aletear, se oyó por los tejados.
José de Jesús pausado y jovial apuntó a Antonia:
—Estás perdida de zoqueta, mujer. Y que creyendo en brujas.
Antonia lo miró con profundo desdén. Con la boca torcida y llena de asco dijo a
su hombre:
—¡Zoquete, gafo, cobarde eres tú! —añadiendo luego de una breve pausa que no
entibió el insulto—. Esa fue la bruja quien vino a reclamarte la falta de pantalones.
No tuvo tiempo de responder. Unos pasos se oyeron en el zaguán. Era Fidel
Guerrero.
—Se acaba de morir Teresona, tu madre —dijo sin aliento—. Fue de repente.
José de Jesús nunca se enteró lo sucedido años atrás entre Martín Esteban y su
mujer. Y aunque le extrañó el brusco alejamiento de su patrono en sus asiduas visitas
a Valle Arriba —como se lo señaló la misma Antonia— él no adelantó ninguna
sospecha.
—¿Y cómo va a venir, mujer de Dios, con esa cara enfurruñada que le pones
como si fuera el mismo diablo?
—Es que no me cae. Es muy pretencioso, déspota y encima se cree bonito.
—No me vayas a decir —exclamó José de Jesús soltando una risa burlona— que
te ha estado atacando. Ya lo quisieras tú para un día de fiesta, india pretenciosa. Pero
si te ve como gallina mira a sal. Ay, chica —añadió entre compasivo y recriminativo
— piensa mejor en lo que dices, porque vas a parar en loca. ¿Cómo le imaginas que
él se va a molestar en verte? Si tú vieras el mujerío que tiene.
Y como le viera la cara compungida, arrepentido de su dureza, se paró de su silla
para hacerle un arrumaco. Antonia le gritó destemplada:

www.lectulandia.com - Página 567


—Déjame… —y casi sollozando corrió hacia su habitación.
El 20 de julio de 1734, a los ochenta y siete años, murió el canónigo José Juan, el
tío de Martín Esteban. Su muerte fue muy lamentada por toda la ciudad y
particularmente por Antonia y José de Jesús, que mucho le debían a su bondad. Pero
con la muerte de su tío se derrumbó el muro de cal y canto que a instancias de
Antonia erigió el sacerdote.
El día del entierro, el viejo deseo apenas postergado, volvió a inundar a Martín
Esteban y llegó a su nivel cuando terminó el novenario. No evitó verla de frente
aguijoneado por apremios lacinantes y obsesivos. Antonia, para su sorpresa, lo
miraba a ratos. Y aunque no había complemento a sus apremios, si tenía, como
también lo observó Genoveva, ese azoramiento de niña turbada por los requiebros de
algún muchacho.
El mismo día que terminó el novenario se regreso con los Pelao a Valle Arriba.
Antonia ya era diferente. Martín Esteban tan pronto la sintió en sazón le dijo a Mojón
de a Ocho:
—Es necesario que vayamos preparando almacenes pan ocultar el cacao: porque
con esa maldita orden que dio Lardizabal el año pasado de que sólo podemos vender
libremente el cacao luego de cubrir las 30000 fanegas de la Compañía, estamos fritos.
Por eso quiero que vayas a Cata y como «el Príncipe Charles» está vendiendo negros
a razón de doce fanegas el negro, te me compras diez pagaderos en Ocumare y así
aprovechas de embarcarte con ellos.
Esa misma tarde Mojón de a Ocho, luego de abrazar a Martín Esteban y de besar
a su mujer y a su hijo, salió de Valle Abajo camino del mar.
Apenas estuvo a solas con Antonia, le saltó encima. Y aunque se sintió excitada,
se opuso a Martín Esteban con los mismos remilgos y forcejeos. Ansioso de
domeñarla, de un golpe en la cara la tiró al suelo.
Desvanecida y en la primera mitad de su inconsciencia, la violentó a su gusto. La
muchacha lloró al darse cuenta de lo sucedido.
—Para que veas que conmigo nadie puede —le dijo ya de pie subiéndose los
calzones.
—¡Maldito sea! —le espetó la muchacha— se lo diré a mi marido.
—Ten cuidado con lo que haces —le respondió Martín Esteban— porque va a
haber un muerto y yo soy más macho que el pendejo de Mojón de a Ocho.
Como el mantuano le captase un relámpago distinto en sus ojos, añadió:
—Si te me sigues resistiendo te lo mando a matar, o lo mato yo. A ver qué vas a
hacer de aquí en adelante.
—Deja quieto a ese infeliz —observó Antonia sin timbre de aflicción—. Haré lo
que tú quieras, pero no le hagas mal. Él no tiene la culpa.
Cuando la tomó del suelo para llevarla a su cama, Antonia se dejó llevar. Al final

www.lectulandia.com - Página 568


bufaba. Cuando se durmió sobre el pecho desnudo de Martín Esteban tenía en su faz
las huellas inequívocas de la paz conquistada.

137. Un cofre en la arena.

Mojón de a Ocho vio caer la tarde en Cata desde su chinchorro. Un negro puso a
su lado un cofre de cobre macizo, oxidado por el salitre.
—¿Y esto qué es, hombre de Dios?
—Párese ay, compañero —le respondió el viejo en tono de propuesta—. Primero
vamos a hacer negocios. ¿Cuánto me das por esto?
José de Jesús hizo un gesto desabrido.
—No, oh, negro, eso no vale ni tres reales. ¿Quién te va a comprar ese perol?
—Yo sé que no vale nada y hasta con los tres reales que mientas me conformo,
pero tengo el palpito, por más que yo no sepa leer, que algún valor deben tener los
papeles que están dentro. Los hijos míos se lo encontraron hace meses al pie de
aquella mata de coco mientras hacían huecos buscando cangrejos.
José de Jesús se incorporó sacudido por un presentimiento. Dentro del cofre había
una bolsa de cuero embetunada con más de mil cuartillas con la inconfundible letra
de Don Jorge Blanco. Era la tantas veces buscada Historia Secreta de Caracas. Los
folios restantes, a duras penas descifrables, parecían decir: A mis hijos, para que
conozcan la verdadera historia de lo que pasó en Santiago de León desde que yo vine
al mundo en mayo de 1569, hasta este maldito año de 1626 en que murió mi hija
Gabriela. Por Diego García, hijo bastardo de Francisco Guerrero (a) el Cautivo.

Mojón de a Ocho sin cuidarse ya del viejo que lo miraba sonriente, comenzó a
leer:

Oh, mortal y buen cristiano —decía a guisa de prólogo— el Señor ha querido


que a través de este hallazgo te revele las horribles cosas que mis ojos vieron por mi
y por segundas personas desde que se fundó Caracas hasta este año de gracia de
1724, en que presiento la muerte.

José de Jesús devoraba los folios.

Buena parte de las cosas que aquí se cuentan las escuché directamente de mi
madre Doña Ana María Mijares, quien se las oyó relatar a su vez y repetidas veces a

www.lectulandia.com - Página 569


Doña Soledad Guerrero de Mijares, su abuela, hija de Don Francisco Guerrero, el
Cautivo, poblador y conquistador de Caracas. Refería así mismo mi santa madre,
que otra de sus fuentes de información fue una negra llamada Rosalía, quien fue
concubina de Don Francisco Guerrero y estos memoriales de agravios que el padre
de Don Nicolás García, Diego García, escribió para sus hijos. Aunque su contenido
es menos terrible de lo que por desgracia yo tuve que contemplar, es de observar al
lector desprevenido que aunque son ciertas la mayoría de las cosas allí anotadas, se
siente una ausencia total de ponderación y mesura, aparte de una pésima caligrafía
que debe ser la de Don Diego, ya que según me contó su hijo, a duras penas sabía
leer. Es un relato vivo de lo que vio suceder en los primeros tiempos de la
colonización y de la discutible razón que tienen para enorgullecerse de sus
antepasados los que hoy llamamos mantuanos, mal que en mi opinión está
desbordando en soberbia y será la causa de muchos males.
Siempre he creído en la fuerza poderosa de la verdad para remediar los males
que la ignorancia, más que la maldad, hace florecer en el corazón humano. Pero la
verdad es un arma peligrosa, pues al igual que el fierro que amputa el miembro que
se gangrena, también mata y abruma de congoja a quien hace lo mismo con mala
intención y sin ninguna necesidad.
Como podrás ver, oh, afortunado o desdichado mortal a quien Dios puso en mi
camino para que yo le transmitiese estos secretos que celosamente hemos guardado
tres hombres por más de un siglo, son secretos terribles, que en buenas manos, como
pido a Dios que sean las tuyas, servirían para remediar y poner coto a la soberbia de
algunos y a la innecesaria vergüenza de otros, que son la mayoría de los hombres
que moran en esta tierra, pero que en poder de hombres de mal corazón pueden
hacer tanto mal como las siete pestes y antes de esclarecer el entendimiento de los
hombres, que es el fundamento de la virtud, aumentarán la confusión y el odio que
por desgracia veo crecer a diario en nuestra gente.
Te emplazo, oh, cristiano, a que cumplas con tu deber y guarda y administra los
contenidos de esta caja, como si fuese el tesoro más precioso que jamás hombre
alguno haya tenido.
Si en lo que te quedase de vida no tuvieses necesidad alguna de hacer uso de sus
contenidos, antes de irte a la tumba, ya que siempre sabemos cuándo llega el morir,
con los secretos que sabes, pon a buen recaudo estos conocimientos, procurando
siempre que sea un hombre bueno y esclarecido de ingenio para que continúe esta
historia de los años tristes que han de venir.
Que Dios te bendiga, oh, cristiano.

Jorge de Blanco y Mijares.


Regidor Perpetuo de la Ciudad de Caracas.

www.lectulandia.com - Página 570


22 de mayo de 1724.

Hasta la medianoche leyó José de Jesús.


De modo que Doña Melchorana, la abuela de tanto gran cacao, además de tener
su cuarto e zambo como yo, era una vagabunda incestuosa y asesina… Quién lo
hubiera creído —se dijo soltando una carcajada— cuando ve a sus nietos con el rabo
tan apretado que no les cabe un palillo.
Con razón —añade al leer la historia del Cautivo y del Águila Dragante— Martín
Esteban salió más malo que Mandria y más puyón que Pinga Amarilla.
Guá, mírenme esto —comentó en voz alta—. Doña Soledad Guerrero era hija de
la misma india que es abuela Ño Miguel, el padre de Doña Melchorana.
Al terminar de leer, pasada la medianoche, José de Jesús tuvo la sensación
miedosa de tener consigo el mismo tesoro de Morgan. Metió la bolsa de cuero bajo su
colchón y sin conciliar el sueño esperó en la cama y con los ojos abiertos las escasas
horas que faltaban para el amanecer. Tan pronto despuntó el sol, ordenó al práctico
poner proa hacia La Guayra.
En el puerto, Fidel Guerrero, Sacramento Bejarano y su hermano, lo esperaban
con aire compungido.
—La Antonia está viviendo abiertamente con Martín Esteban —le espetó su
cuñado.
José de Jesús empalideció hasta dejar los labios exangües:
—¡Eso es embuste! —gritó enloquecido—. ¡Eso no puede ser verdad! ¡Ésas son
maldades de la gente! Martín Esteban es incapaz.
Uno de los Bejarano dejó caer:
—Desgraciadamente es verdad lo que dice Fidel. Preferimos decírtelo nosotros
antes que otro te lo fuera a decir con mala intención.
José de Jesús lloró largo rato.
—Es que el pobre no tiene derecho a mujer bonita —observó Sacramento con
amarga resignación—. Para tener una mujer como Antonia hay que ser muy rico,
hermano, de lo contrario, como dice el dicho, hasta que uno no llega a viejo…
Una nube de dolor y de ira lo cercaba.
—Yo lo vi venir —observó con voz grave Fidel Guerrero.
Y Genoveva, tu hermana, también, desde que Martín Esteban comenzó con esos
encurruñamientos contigo. Es viejo y sabido que rico no quiere a pobre y si va a tu
casa, algo te va a sacar.
En la casa que tenia Fidel en La Guayra desde los tiempos de su abuelo
Cupertino, los tres amigos consuelan a Mojón de a Ocho con palabras y botella y
media de ron.
—¡Qué inocente he sido! —grita de pronto ebrio—. Nunca debí fiarme de su cara
de mosquita muerta. Con razón se vino tan fácil conmigo: ya tenía el recado hecho.

www.lectulandia.com - Página 571


—Toda mujer bella —insistió Sacramento— es una maldición para su padre y su
marido. Es como vivir desarmado al lado de un cofre de morocotas.
Las palabras de su amigo estallaron sugerentes.
—¡Muchachos! —dijo con la mirada traslúcida—. Yo sé cómo hacernos
inmensamente ricos.
Los tres se miraron consternados. «Se volvió loco» —pensó Fidel.
—Yo sé dónde hay un entierro muy grande —añadió balbu​ceante—. Tan grande
que vale más que toda esta Provincia.
Los tres hombres volvieron a mirarse.
—¡Mira Chucho! —propuso Sacramento—, sería bueno que te acostaras un
ratico, pues con todo lo sucedido ya no es bueno que sigas bebiendo.
—Es verdad, vale —añadió su hermano— estás muy cansado con tanto ajetreo y
tantas vainas.
—¡No sean pendejos! —exclamó José de Jesús al captarles la sospecha—. No
estoy desvariando. Yo sé dónde está enterrado el tesoro de Morgan. ¡Óiganme bien!
lo que les voy a contar…
A riesgo de todo entró a la Casa y rescató la bolsa embetunada donde guardaban
la Historia Secreta de Caracas y el mapa de Morgan. Con paso recio y seguido por
sus tres amigos, fue en busca de Ño Cacaseno.
Ño Cacaseno —se dijo— es el hombre que además de darme la ayuda que
necesito, sabrá hacer buen uso de estos papeles en el caso de que algo llegara a
sucederme.
El zambo se sorprendió al verlo. Ya los rumores callejeros lo habían informado.
José de Jesús se encerró con él en su despacho. A pesar de los papeles no le fue
fácil entender. A la media hora se borró de los ojos del viejo la expresión escéptica
para dar paso a la sorpresa.
—Grave compromiso hijo, el que depositas en mis manos —dijo Ño Cacaseno al
leer las veinte primeras páginas y hojear el fascículo—. Y si es tu voluntad, yo te
prometo hacer debido uso de esto, y que pierda mi alma si miento, en el supuesto
caso de que sucumbieses, como tanto temo.
Fue el mismo Ño Cacaseno quien puso en relación a José de Jesús con unos
marinos vascos que tenían un barco pequeño entre todos y que fletaban bajo contrato
a la compañía.
—Son gente honesta a carta cabal. Ofrézcanle a ellos, como se hace en estos
casos, la quinta parte de lo que encuentren, ya que eso los interesará más. También
van a necesitar unos cuantos pesos para herramientas y bastimento y como me
imagino que debes estar limpio de a puya, aquí tienes —y puso en manos de José de
Jesús una bolsita llena de doblones.
Cuando el hombre hizo un gesto de protesta, le observó alegre y zumbón:

www.lectulandia.com - Página 572


—Me lo devolverás con un interés del cien por ciento. Ahora te voy a llamar al
capitán vasco que está en la esquina. Habla con él. No le digas nada de lo que se trata
hasta que esté mar afuera. No es porque tengas nada que temer de ellos, pero se les
podría ir la lengua y de pronto te encuentras que alguien te robo la parada.
El vasco que hacia de capitán era un hombre de mediana edad, fuerte, moreno y
de aspecto hosco.
Ño Cacaseno le explicó en presencia de José de Jesús, que él iba con otras tres
personas en una misión secreta de la Compañía, que le sería revelada en alta mar.
El vasco hizo una señal de asentimiento.
—¡Cómo usted ordene, Don Cacaseno. Estamos para servirle!
—Y sobre todo —añadió el zambo— obedézcanle en todo. Como si fuera yo
mismo. ¿Me entendió?
—Sí, señor Don Cacaseno. Usted bien me conoce, tanto a mí como a mis
hombres.
—Por último —dijo— no se sorprenda de las instrucciones que va a recibir del
señor.
—Descuide usted. Cuidaremos de Don José de Jesús.
Sacramento Bejarano se negó en redondo a participar en la expedición. «Bolas,
real de muerto es pavoso» —y los dejó partir relleno de presentimientos.
—¡No hay duda de que naufragaron! —le dijo a Sacramento Bejarano con voz
grave Ño Cacaseno seis meses más tarde—. ¡Son tantas las tempestades que asolan el
Caribe!
Antonia y Martín Esteban sintiéronse aliviados con la noticia. Genoveva lloró
amargamente la muerte de Fidel Guerrero, su marido, quien además de una gran
fortuna le dejó un chico rollizo a quien apodaron Alirio. Una noche, Sacramento
despertó sobresaltado. Mojón de a Ocho se transformaba en esqueleto. De su cuello
pendía una bolsa de cuero. Tras él hay una cueva que se abre y se cierra como una
boca. Los tres amigos corren ansiosos por una playa de arenas blancas. Los marinos
vascos los persiguen. El barquichuelo en que los vio zarpar navega hacia el mar. La
playa se aleja. Hay un crujido abajo. El barco se hunde. Los hombres nadan. Tienen
cara de miedo. Tienen cara de hambre. Tienen cara de gaviotas. Las gaviotas les
picotean los ojos. Sacramento llora al despertar.
Luego que se dio por muerto a José de Jesús, María Juana a quien hasta entonces
no había alcanzado el rumor, le hizo una escena terrible a Martín Esteban al enterarse
de la presencia de Antonia. Para guardar las apariencias, la mudó nuevamente al
casuchín anterior, donde la visitaba de tarde en tarde.
Luego de parirle una hija llamada Martíniana, se le angostó la pasión.
Un día Gabriel de Ibarra le pidió permiso para quedarse con ella.
—Por mí no se pare primo; es mejor que todo quede en familia. Déjeme eso por

www.lectulandia.com - Página 573


mi cuenta, que yo mismo hablaré con ella.
Sollozó de rabia:
—¿Pero tú crees que yo soy un perol o una mula para traspasarme a tu antojo?
—No te sulfures, mijita. Lo tuyo y lo mío hace tiempo se acabó. Te mandaré tu
renta mientras viva y le dejaré algo a Mar​tiniana; pero si me parece que pienses en tu
futuro. Gabriel es un buen tercio, amplio y generoso.
Antonia bajó los ojos y soltó una lágrima. Esa misma tarde y con los grandes
aspavientos que preceden y suceden al cambio de amo, todos se enteraron que
Antonia pasaba a manos del señor de Ibarra, por inteligencia de ellos y voluntad de
Martín Esteban. Antonia cambió al toro de lidia por el buey, y a éste por el burrito
carguero. A la muerte de Ibarra apareció Sacramento Bejarano. Como era pardo y sin
fortuna, Antonia le exigió matrimonio.
El destino de los pobres —se dijo Sacramento— es comernos las sobras de los
señores.

138. Carmen Cervériz.

A mi padre se le fue la mano con la mujer del prójimo —se dijo Don Juan Manuel
mientras Doñana, su hija, y Juana la Poncha, simulaban examinar el piojillo que le
había caído al limonero—. Nunca podré olvidar aquella tarde. Estaba muchacho y
recién llegado de España. Paseaba con Juan Vicente por el Silencio. Las callejuelas
estrechas, la gente mucha. La bulla enorme. A duras penas avanzaban los caballos.
Titilan los ojos acuosos de Don Juan Manuel y se quedan límpidos y claros como
el cielo de julio.
Vocinglera rueda la grita por el barrio alegre del mal vivir. Mujeres de todas las
castas, pintarrajeadas, se agolpan en los balcones, en los zaguanes, desgranando
ofertas y cuchu​fletas.
—¡Ay, que catirito tan bello! —zumba una mulata flaca al ver a Juan Manuel.
Juan Manuel la ve con indiferencia, al igual que al mujerío que lo sisea y lo llama
a gritos.
Una chica de piel mate y facciones finas lo salpica con sus meneos.
Sus ojos se iluminan. Saluda galano.
La chica, que es del oficio, para sorpresa, luego de verlo con odio, desapareció en
el zaguán.
—Ten cuidado —le observó Juan Vicente—. Esa es Martíniana, tu hermana.
—¿Mi hermana? —preguntó chirriante—. ¿Mi hermana de puta? ¿La hija de
Antonia y mi padre? —insistió aun sin creerlo.
—La misma, chico. Al igual que la hija que tuvo de Gabriel Ibarra. Antonia
murió hace dos años y Sacramento Bejarano poco después, agobiado por la misma

www.lectulandia.com - Página 574


tisis.
La desdicha de los Pelao prosiguió igual que siempre, generación tras generación.
Numa Pompilio, el hijo de Mojón de a Ocho y Antonia, quiso repetir el mismo cuento
de Juan de Dios Roscio con la hija de Tovar: se sacó a la hija de Juan José Vegas y la
depositó, con el propósito de casarse, en una finquita que tenía por los lados de
Ocumare. Allí mismo y antes de que llegara el cura, se presentó Juan José, y
haciendo caso omiso de los ayes de su hija, le descerrajó a Numa Pompilio la cabeza
a tiros.
El recado, por desgracia, ya estaba hecho. A los nueve meses justos parió en parto
gemelo a Carlos Vicente y a la morocha Blanca, quien se casó con el zambo Palomo,
[181] ese pulpero retrechero de la esquina de Angelitos.

Yo, por eso —se dijo con particular énfasis Don Juan Manuel— he sido muy
responsable al sembrar mi simiente. Fuera de mis hijos legítimos nadie puede
avergonzarme por un mal encar​go; ni elegí mujer que no fuera la adecuada y eso que
me sobraron para casarme en este viaje nupcial que hice a España, acompañado de
Unzaga y Amezaga. Mujeres blancas, pero de modesto origen, se me brindaron en la
fonda. Han podido ser mis esposas guapas y honestas. ¡Pero qué va! De sólo verles
los me erizaba de pensar en la mamadera de gallo que me iban a montar en Caracas.
Por eso aquella tarde sin colores ni arreboles en que me embarqué en dirección a
Santo Domingo, donde haría trasbordo, iba con el propósito de cortarme la coleta en
materia de amoríos para dedicarme sólo a la política y al cuidado de mis nietos.
¿Quién sabía las sorpresas que el destino me deparaba?
De olas y espumas se llenan sus ojos.

La fragata se aleja de las costas de Cádiz. Don Juan Manuel se descubre y dice a
la tierra en lontananza:
—¡Adiós, España, ya nunca más he de volver. He venido a ti a recoger mis pasos
perdidos!
La nao se adentra por un mar encrespado, bajo la luz mortecina de un sol de
invierno. Don Juan Manuel mira hacia el infinito. Una ola lo salpica. Cierra su capa;
sujeta el tricornio.
¡Cuán milagrosa fue la actitud que a último momento Su Majestad asumió para
conmigo! Mi orgullo herido estaba a punto de lanzarme en brazos de los que piensan
que llegó la hora de independizarnos. La rabieta que cogí aquella noche en el Teatro
Real me tenía decidido. Esa misma noche escribí a Miranda para que contase
conmigo. En la mañana, sin embargo, me desperté lleno de angustia ante mi decisión.
No por lo que pudiera pasarme a mí, sino que el efecto que tendría sobre cientos de
miles de personas. ¿Era lo mejor o lo peor tratar de seguir el ejemplo de los inglesitos
del norte? Nuestros actos no repercuten en el vacío. Todo hombre es responsable de
su tiempo y máxime los que como yo, somos los dueños y los amos de un mundo.

www.lectulandia.com - Página 575


¿Qué era lo más conveniente para mi gente? —me preguntaba—. Pues al fin y al
cabo gente son esa cuerda de zambos, negros y mulatos, que si existen fue por la
actitud irresponsable de nuestros antepasados que se pusieron a folgar cuanta india o
negra se les pusiera a tiro, sin prever las consecuencias de su libertinaje. Si los
fundadores de Caracas hubiesen sido como el Cautivo, digno de encomio por su
morigeración, éste sería un país ordenado, como lo es Estados Unidos, donde todo el
mundo es casado y cada quien anda con su pareja: blanco con blanco y negro con
negro. El mestizaje va ligado necesariamente a la bastardía. Venezuela, a causa del
mal uso que hicieron de la mujer, es un mundo a cuadros, impedido de la coherencia.
Por eso no pude menos de felicitar a Su Majestad por prohibir el matrimonio entre
blancos y gente de color.
Su Majestad con muy buenas intenciones me preguntó: ¿Y qué hacemos, Juanico,
con esa pardedad que son dos quintos de la población de Venezuela? Esa gente se ha
superado, se ha enriquecido, aspiran y se conducen como buenos vasallos. ¿No te
parece que haría yo mal de excluirlos de privilegios ganados con sus esfuerzos?
—¿Su Majestad ha visto alguna vez a un indio? —le di por respuesta. Me mató el
pájaro en la mano:
—Salvo tú —dijome guasón— que no eres tan mal chico, la verdad que a ningún
otro.
Indio o negro no es igual a uno. Eso y amaestrar a un chigüire es lo mismo. Es
cuestión de sangre. Son gentes sin dominio sobre los sentidos. Bástales la menor
provocación para infla​marse. Son petulantes y sin caridad; soberbios e infames,
torcidos, aviesos y embusteros, adulantes hasta la abyección con el que está arriba:
despóticos, crueles e indiferentes con el vencido. La amistad, el afecto, los
sentimientos nobles, no florecen entre ellos. No da flores olorosas el cujizal. Salvo
San Martín, que según dicen cagóse en el Altar Mayor, no hay santo negro.
No hay pedante más pedante que un pardo cuando tiene algún destello de ingenio.
Ahí está el caso de Juan Germán Roscio. Mi abuelo Don Feliciano decía: «Negro que
estudia se amariquea». Eso es una verdad tan grande como un templo. Y estoy
cansado de verlo. Por eso soy uno de los abanderados para que no entren a la
universidad, a la iglesia ni al ejército. Que si ellos no tienen la culpa, como dice mi
cuñado, es verdad. Los tigres no son responsables de sus modales y se les echa plomo
sin contemplaciones. A mí me gusta hablar claro. Acceder a que los pardos se nos
igualen, como quiere el Rey de España para mantenemos a raya, es una insensatez.
Separarnos de España, como lo desean los Amos del Valle, una locura. Lo lógico es
hacerle ver a Su Majestad, ¿pero, quién discute con el Rey?, que nosotros nos
portaremos bien siempre y cuando nos dejen vender el cacao a quien nos dé la gana,
como nos permitió hace dos años, y que mantenga a los pardos en su sitio, como al
parecer se convenció en 1776. Si Su Majestad ha cedido ¿por qué no hemos de hacer

www.lectulandia.com - Página 576


nosotros lo propio? En lo que llegue a Caracas voy a tomar con empeño, la misión de
convencer a mis pa​rientes y más ahora que soy Conde de la Ensenada, noble del
Imperio y personaje muy principal.
El agua se agitaba paulatinamente; cada vez eran mayores las ondulaciones del
mar; la brisa salpicaba su cara; el frío arreciaba; la campana de a bordo reclamó a los
pasajeros. Dos perso​nas, además de él, compartían con sus oficiales la mesa del
capitán: un hombre de mediana edad, elegantemente trajeado y español de origen y
una hermosa mujer, de tez mate, ojos y pelo muy negro, facciones clásicas, cuello
alto, manos pequeñas y enjoyadas, ricamente vestida, frisando los veinticinco años.
El hombre se identificó como Don Juan Cervériz, natural de Madrid, pero
residente en Cumaná desde hacía más de treinta años en que llegó al país como
agente de La Guipuzcoana.
—Pero ya me dejé de eso, mi querido amigo —añadió con picardía, enterado,
quizá, de la vida de Don Juan Manuel.
Carmen, la bella mujer que lo acompañaba, era su hija, viuda hacía tres años.
—Me la traje a España, a donde no venía desde mis moceda​des, tanto por echarle
un último vistazo al terruño, como para ver si a ésta se le pasaba la tristeza y alegraba
el ojo con el verde del camino.
La muchacha hizo un mohín; a lo que añadió el padre con llaneza:
—Pero erré en mis propósitos. Se me quedó fiambre la mer​cancía. Pensaba
encontrarle un novio en la Península; pero al parecer no halló a nadie que le dijese
por ahí te pudras.
—¡Jesús, papá! —protestó, arrebolando sus mejillas buscando en los ojos de Juan
Manuel comprensión a las palabras del padre.
El mantuano la miró con simpatía y más aún cuando le dijo con voz clara de
acento castizo y melodioso:
—¡Disculpad, señor Conde, pero padre es de aquellos que dicen lo que piensan a
diferencia de vos que pensáis lo que decís!
Juan Manuel, se sacudió. Era la primera vez que alguien le llamaba Conde.
Carmen prosiguió:
—Tenemos un pariente en común: Don Martín Eugenio de Herrera y Rada,
vuestro cuñado.
Don Juan Manuel, ya entusiasmado por el interés denotado por la mujer y por su
vieja experiencia de hombre ganchoso que cala en unos ojos cuando mira realmente
una mujer poniéndose un rostro de seductor hace tiempo olvidado dijole:
—Pero ¿no sois española?
—No —respondió evidentemente satisfecha por el error—. Soy nacida en
Cumaná. ¿No os parece un horror?
—Pero vuestro acento es de los más puros que he escuchado; por un momento

www.lectulandia.com - Página 577


pensé, a pesar de lo que dijo el señor Cervériz, que érais de Valladolid.
—El hecho de vivir en Indias —apuntó remilgosa— no implica que olvidemos el
castellano.
Don Juan Manuel se enderezó en la silla y se puso en guardia, pues apenas se
descuidaba hablaba un cerrado caraqueño al igual que su abuelo.
—Tenéis razón, señora mía. No hay nada peor que los vicios que sobre nuestra
lengua cunden por estos pueblos del Caribe.
Luego que levantaron los manteles, la conversación prosi​guió en el entrepuente.
Don Juan Cervériz, como se encargaron padre e hija de re​cordárselo, era uno de
los hombres más ricos de la Provincia de Cumaná y se sentía tan a gusto en aquella
ciudad que ni por todo el oro del mundo sería capaz de abandonarla.
Ante la afirmación de su padre, Carmen torció despectiva las comisuras.
—A ella, en cambio —señaló Cervériz— no le gusta para nada.
—Es que es muy aburrido —añadió con un dejo infantil—, no hay nada que
hacer, aparte de que la gente, señor Conde, no tiene clase ni señorío.
El mantuano entusiasmado le propuso con palabra encen​dida:
—Decidme por Dios, Juan Manuel o Juanico, si lo preferís, como me llama el
Rey.
Sorprendido ante aquella jactancia, tan ajena a su carácter y modo de ser, se
mostró confuso. Cuando Carmen lo vio por ter​cera vez a los ojos con aquella mirada
reclamante y accedió a llamarlo Juanico, sacudiéndose el abanico a pesar del frío que
hacía en cubierta, comprendió en menos de una hora que se ha​bía enamorado
irremisiblemente de Carmen, teniendo a su vez la certeza de ser correspondido. Dos
mujeres en su vida encarnaban por separado su ideal de mujer: aquella hija del Conde
de Tordesillas que lo mandó a paseo y la Matea, «la horizontal ale​gre cual serpentina
de tres colores». La condesita era todo do​naire, perfección, vuelo majestuoso dentro
de una belleza fría convencional. La Matea era el ardor desbocado: frenética, salaz,
incendiaria. De sólo pasar frente al zaguán de su casa en la calle de la amargura se
ponía a vibrar.
Carmen reunía en ella sola las cualidades de ambas. Su sor​presa fue en aumento
minuto a minuto al descubrir que además de encarnar las dos caras de su ideal, tenía
las virtudes domés​ticas de su María Jimena, su gorda linajuda, ignara y apacible,
madre del sosiego, concubina de paz y retiro, aya, dueña y ama de leche de sus hijos
y también de él. Era piadosa como una Car​melita: de misa y comunión diaria. «Lo
que despeja definitiva​mente —como se dijo— cualquiera duda que pueda tenerse
sobre una mujer». Cuando esa misma noche lo invitó a que los acompañase a rezar el
rosario en familia en su camarote vibraba entusiasmo y cuando añadió que la Virgen
de la Soledad era patrona de su familia no pudo contenerse y tomándola de a mano le
dijo conturbado:

www.lectulandia.com - Página 578


—Esto parece un milagro más de mi madrecita granadina. Ya se arrepentía de lo
dicho cuando Carmen le respondió apretándole levemente la mano:
—Otro tanto pienso yo.
Don Juan Cervériz, que simulaba otear la noche tenebrosa a través del ojo de
buey, se volvió en el momento en que Don Juan Manuel sonriente y juvenil proponía:
—Este encuentro debemos celebrarlo en grande. Os invito a mi camarote para
celebrar con sidra champañizada de la mejor de Villaviciosa nuestra amistad.
Cervériz contrajo las comisuras desdeñoso:
—¡Qué cuento de sidra champañizada, bebamos verdadera de la verde Francia!
—y abriendo un armario esgrimió con alegría una botella de Dom Perignon.
A la tercera botella de aquella sidra francesa que nunca había probado, era tal su
euforia y confianza que a la quinta vez que Don Juan se asomó por la claraboya dijo a
Carmen arrebatado:
—Te amo, mujer.
Carmen por respuesta hundió la cabeza entre conmovida y taciturna y, luego de
una larga pausa que denotaba reflexión antes que rechazo le dijo, grave y al mismo
tiempo afable.
—Ya es más de medianoche, Juanico.
Un día antes de arribar a Tenerife, donde el barco hacía esca​la, ya eran novios sin
la inteligencia formal del padre.
Casta cual paloma —como se decía Don Juan Manuel— no se permitía siquiera la
licencia del beso que desde hacía más de una semana le mendigaba.
Carmen se conocía al dedillo a la gente de Caracas y sus complejos vínculos de
parentesco. Era pariente de los Liendo, de los Herrera y de los Ribas, sin que pudiera
desentrañar, para exasperación de Juan Manuel, ducho en la materia, los nexos
parentales que la unían con los Amos del Valle.
—La que se sabía todo eso, era mamá, que en paz descanse. A mí se me olvidó
por completo y como mi padre es de los que cree que la historia comienza con uno
mismo, ni sabe ni le inte​resa.
—Ni falta que hiciera, preciosa mía. Basta verte para reco​nocer en tus facciones
las huellas indelebles del mantuanaje.
—¿Te parece, Juanico? —preguntó denotando extraordinaria complacencia—.
Por eso es que a mi me gusta la gente de Caracas, siempre tan pendiente de la
tradición, las costumbres y la familia. En cambio, en Cumaná, empero tener lo suyo e
historias de bizarro entronque, la gente tiende a menguar la importancia de los
hechos, quizá por la influencia que el mar tiene en el relajo de las costumbres. Por
consejo mío, y luego de mucho insistirle, mi padre llevó con nosotros en este viaje a
mi único hermano, un chaval de diez años, que me consoló del hijo que no tuve en
otros nueve de matrimonio. Lo dejamos en el Colegio de los Jesuitas de Madrid. Mi

www.lectulandia.com - Página 579


mayor temor era que libre y de su cuenta se contagiase de la plebeyez que reina en
Cumaná. Ahora, por más que llore mi corazón, me siento más tranquila, al pen​sar que
será un hombre formal.[182]
Don Juan Manuel descubrió, para su tranquilidad, que el as​pecto de marisabidilla
de Carmen, era pura fachada. Salvo su dicción, su léxico y conocimientos no
excedían los suyos como llegó a temer. Las preocupaciones de Carmen giraban en
derredor de la etiqueta, y en el conocimiento profundo de saber quién es quien en
Caracas.
—Siempre tuve por anhelo —le confesó en una ocasión— casa​rme con un
hombre como tú: aristócrata de verdad, fino, educado y respetado por todos. Por eso
luego de enviudar desistí de contraer segundas nupcias. Todos los hombres que había
conocido antes que a ti, los que no fallaban de un píe lo hacían del otro. Aparte que
cuando una tiene mucha plata no está al tanto de saber si es por una o por los reales.
Juan Manuel frunció el ceño ante la ordinariez que, en su padre, estallaba a diario
con todos los ribetes del recién enri​quecido.
Días antes de llegar a Santo Domingo, Carmen y Juan Ma​nuel formalizaron el
noviazgo.
—Eso es asunto de vosotros —le respondió el señor Cervériz con su
espontaneidad de siempre, cuando Juan Manuel en traje de gala, y cruzada la banda
de caballero de Carlos III pidió la mano de su hija—. A mí, en lo personal, me parece
que sois una pareja dispareja. No tanto lo viejo que sois para ella como lo gastado que
se os ve. Pero no tengáis temor alguno por ello: no es la carne lo que desvela a mi
hija sino las plumas y los pavos reales.
En Santo Domingo se alojaron en una hostería llamada ex​trañamente La del
Laurel y el Lobo. A pesar del aire lóbrego de los aposentos, del calor reinante y de las
nubes de moscas, la comida a juicio tanto de Don Juan Manuel como del señor Cer​-
vériz era digna del mejor cocinero de París.
—Este conejo al Borgoña es el mejor que alguna vez haya comido en mi vida —
comunicó al dueño de la posada—. Dadle de mi parte este doblón de oro al cocinero.
—Cocinera, gran señor —corrigió gozoso el hombre con una inclinación—; si no
os incomoda demasiado, acompañadme a la cocina.
Carmen arrugó la nariz despectiva al ver a su padre alejarse.
—¿Tú te fijas? —comentó enojada—. Ésas son las cosas que me chocan de papá.
¿Tú crees propio de un gran señor andar en​trometiéndose en cosas de servicio? Yo te
apuesto que tú eres incapaz de estas cosas. ¿No es verdad, amor mío?
Juan Manuel asintió y tomándola de la mano depositó un beso.
En La Guayra, mientras hacían espera por los trámites adua​neros, Juan Manuel
reparó en una negra de excepcional belleza, erguida y sonriente junto al equipaje.
Carmen la vio a su vez y con rabia preguntó a su padre:

www.lectulandia.com - Página 580


—¿Y esa negra? ¿Se puede saber qué hace parada ahí como un soldado?
—¿Se acuerdan de la cocinera de Santo Domingo, la del conejo al vino vivo…?
—balbuceó con evidente turbación…— pues es ella. Se la compré al posadero por
mil pesos. ¿Verdad que vale la pena?
—¡Falta de pena es lo que te hace falta a ti, sinvergüenza! ¡Mii! —le apuntó
insospechadamente a su padre haciéndole la hija preferida de Don Feliciano.
Carmen intentó ocultar los efectos de su arrebato sobándose el brazo simulando
un calambre. Dirigiéndose a la negra la re​clamó con la mano:
—¿Y tú, cómo te llamas?
Sonrió la esclava mostrando una dentadura perfecta. En sus ojos fulguraron
fugaces dos puntos rojizos:
—María Salú, me llaman mi ama. Otros me llaman simple​mente Salú.
Luego de pernoctar en La Guayra, Salú fue enviada al día siguiente con la casi
totalidad del equipaje en una de las balan​dras del señor Cervériz de las que hacían el
cabotaje entre los dos puertos. Esa misma mañana padre e hija, acompañados de Juan
Manuel, remontaron la sierra en camino hacia Caracas.
El señor Cervériz amaneció con rostro de quebranto y gran​des ojeras.
—Anoche me pasó algo de lo más raro. Todavía no sé si fue verdad, sueño o
pesadilla. Estaba ya para dormirme o estaba dormido cuando de repente sentí una
presencia en el cuarto. Un gran gato con unos ojos tamaña así me veía a los pies de la
cama. Lo seguí sin poderlo impedir hasta la pila del patio y allí… pero no os cuento
lo demás porque vais a creer que des​varío…
Salvo a Doñana y Juana la Poncha, Carmen causó buena im​presión al mantuanaje
por su beldad y elegancia y aquella exqui​sita simpatía. Martín Eugenio de Herrera, su
cuñado, donde se alojaron los Cervériz dio fe de la vieja amistad y parentesco de su
familia con la madre de Carmen.
—Que yo sepa —respondió a las inquisiciones de Don Juan Manuel— la madre
de esta niña fue una santa mujer que murió de hematuria. Y si me preguntas mi
parecer sobre ella te diré que sois tal para cual: vanidosillos, hedionditos y pendientes
de pendejadas. El viejo Cervériz tiene la plata burreá, es dueño de la mi​tad de
Cumaná, buena parte de Trinidad y de la mitad de Mar​garita. Aparte ser sirvientero
como él solo, es muy buena per​sona.
El día en que Carmen y su padre entraron a la casa, el Pez, para su indignación,
les hizo una cuchufleta y Don Feliciano luego de proferir una palabrota se descolgó
de su percha.
Carmen asistió aquel domingo a Catedral sentada en su alfombra al lado de
Doñana, quien sin traslucir sus sentimientos, fue fríamente amable. Juana la Poncha,
en el recuerdo de su ama, consideró la presencia de la bella cumanesa una
profanación, como se lo escuchó decir Don Juan Manuel a voz en cuello al servicio

www.lectulandia.com - Página 581


en el momento en que enseñaba a padre e hija su despacho frente al patio del samán.
Presto corrió a reprenderla. No por ello se amilanó:
—Y si no te gustó —le respondió encarándosele— méteme en el cepo o ponme
en venta; pero lo que soy yo no le hago caranto​ñas a ninguna mujer que venga a
ocupar el lugar de mi ama Doña María Jimena que en paz descanse —y diciendo esto
rompió a llorar con desesperación.
Dos semanas más tarde los Cervériz se embarcaron hacia Cumaná en el entendido
de que la boda habría de celebrarse en Caracas dentro de tres meses.
—Pasaremos la luna de miel en Cata —señaló Juan Manuel— al igual que mis
padres y abuelos. Verás como te va a gustar.
Luego de despedirlos en el muelle se embarcó en dirección a la hermosa hacienda
ocumareña.

139. Mantuanos por apertura: ¡Jaque al Rey!

En la tarde del mismo día llegó a Cata. Más de cuatro años tenía sin ir a la finca.
Apenas llegó sintió un aire levantisco. Los negros agachaban menos el lomo; se
sonreían en su presencia; no salu​daban como era debido, algunos hasta tardaron en
arrodillarse.
—Todo esto es obra de José Leonardo —le susurró un negro viejo refiriéndose a
un calpamulato que hacía de caporal—. Es el macho de tu hacienda y de los
alrededores. Si no le pones cuida​do aquí va a pasar lo de tu bisabuela Juana
Francisca.
José Leonardo era un zambo alto, fuerte y sombrío que salu​daba entre dientes.
Esa mañana Juan Manuel no pudo contenerse y le reclamó imperioso su desenfado.
El caporal de espaldas se encogió de hombros y siguió su camino entre una sonrísilla
cóm​plice del peonaje.
—¡Carrizo! —gritó Juan Manuel— párese ahí que a mí no se me responde de esa
manera.
Sin ocultar su desdén le dijo el zambo:
—Pues va a tener que acostumbrarse Su Merced. Nuevos tiempos soplan y
resoplan.
Juan Manuel empuñó su pistola.
—Métanlo en el cepo —ordenó.
Los esclavos vacilaron. Repitió la orden tembloroso y con la faz encendida. Nadie
hasta entonces lo había visto tan enar​decido.
Luego de hacerle dar cuarenta latigazos, el doble de lo seña​lado por la ley,
sentenció:
—Y ahí me lo dejan, a sol y agua.

www.lectulandia.com - Página 582


El castigo de José Leonardo sacudió la hacienda y sus alre​dedores. Era hombre
bragao y de mucha fama.
Un vecino principal de Coro, de apellido Chirinos que odiaba a los mantuanos de
Caracas, se presentó en Cata al tercer día, acompañado del Teniente de Justicia, para
hacer valer la ley que le permitía comprar a un esclavo su libertad, en caso de mal​-
trato.
Valorado José Leonardo en ciento veinte pesos, el señor de Chirinos, luego de
entregarle la suma estipulada, concedió al esclavo su libertad.
José Leonardo, en agradecimiento, adoptó el apellido de su benefactor,
embarcándose con él hacia Coro.
—Y díganle a Don Juan Manuel de Blanco y Palacios —dicen que dijo— que
algún día sabrá lo que significa azotar a José Leonardo Chirinos.[183]
Cuando Juan Manuel refirió a sus amigos lo sucedido, Mar​cos Ribas le observó:
—Ay, vale. Como se ve que estás en las nubes. ¿Te acuerdas del zambo Borraja,
[184] aquel negro jetudo y buscador de camorra? Pues una noche en que lo encontré

forzando a la cargadora de mi hijo José Félix, me tiró un tarascón con un puñal, que
si no me esquivo me mata. Puse la queja ante el Gobernador y ahí lo tie​nen, viviendo
tranquilazo en Tucupido. Es que ya nadie respeta ni a la familia. Esto es un relajo.
—Pero los que están peores son los isleños —decía Pedro de Vegas y Mendoza
—. Venía yo por San Francisco el otro día, cuando al llegar al Convento un par de
cagaleches isleños, por​que más de dieciséis años no tenían, me impedían el paso,
con​versa que te conversa en medio de la acera. Esperé un rato, pero como seguían tan
campantes les grité:
—Carajo, ¡quítenseme del medio o les caigo a bastonazos!. ¡Atrévase para que
vea! —me gritó uno que llaman Rósete—. Le di un verazo… pero el muchacho era
guapo de verdad, ver​dad. Con decirte que sin levantar una mano para atacarme, ni
tampoco para defenderse, aguantó los otros tres golpes. Cegado por la calentera le
metí un cuarto por la cabeza y cayó sin sen​tido. Me dio lástima; lo recogí y lo llevé a
mi casa para que lo curasen, junto con el otro muchachito llamado Chepino Gonzá​lez.
Tenían un mes el par de carajitos de haber llegado y andaban del tumbo al tambo, sin
oficio ni beneficio. Como necesito gua​pos para mis haciendas, a uno lo mandé para
mi hacienda de «La Culebra» en Cúa y a el otro para «El Palmar» en Ocumare.[185]
—Yo no sé si te acuerdas de Andrés Machado[186]] —intervino su yerno Femando
Ascanio—, aquel viejo patuleco que tiene aña​les con la familia y que es más
hembrero que Juan Vicente Bolí​var. ¿Pues, qué crees tú que hizo? Ya vas a ver. Hace
como dos meses llegó a La Guayra un portugués con unos diez negros y negras para
la venta. Me llamó la atención una negra, por lo bonita y estirada, y me la compré.
Juan Manuel conociendo los apetitos ancilares de su yerno, le dirigió una mirada
de reproche. Femando Ascanio, azarado, prosiguió:

www.lectulandia.com - Página 583


—Para hacerte el cuento corto, básteme decirte que la negra aquella, lo que tenia
de bonita lo tenia también de… brava. Era una onza para tirar mordiscos, lo que
explicaba que hubiese lle​gado a doncella traspuesta ya la edad de merecer. Yo no sé
cómo hizo el tal Andrés Machado. Hay quien dice que se aprovechó dos noches que
por orden suya estaba amarrada, para brincarle encima y arrebatarle lo que guardaba
no sé para quién. El caso es que cuando ofreció comprármela, aunque traía medio
cachete desprendido de un mordisco, la negra estaba mansita y tranquila. Yo, por
puro principio de autoridad, me negué a vendérsela, regañándolo por haber hecho uso
de una esclava de mi propiedad. «Pues mire, niño Fernando —me respondió— a
usted le parecerán chocheras, pero le participo que estoy dispuesto a quedarme con
esa mujer y al costo que sea…».
—¡Carrizo! —exclamó Juan Manuel—. ¿Y tú que hiciste?
—Pues bajé la guardia —respondió el Conde de la Granja—. Yo lo quiero mucho
y me dio lástima verlo tan enamorado. Se la regalé junto con una pulpería que tengo
por los lados de San Sebastián.
—Fuiste sabio y generoso, hijo mío —observó complacido el mantuano—.
Estamos en tiempos que mono no carga su hijo y no hay nada peor que viejo
enamorado —y pensó en la Car​men, que dentro de poco sería su esposa.
El Pez volvió a imitar el canto del Urogallo:
—Tchac, tchac, tchac, toc, toc, toc.
Tan pronto se marcharon sus amigos, Juan Manuel quedó cavilando:
…La política es el equilibrio del poder. Si para vencer a tu enemigo has de aliarte
con el asesino de tu padre, debes hacerlo, como dice Ibarra, que se las da de
sabihondo. Pero este jueguito a que nos tiene sometidos, Su Majestad desde hace
veintitrés años, va para largo.
Luego de hacerle toda clase de concesiones a los pardos para neutralizamos, al
darse cuenta de nuestra inconformidad y temeroso de que siguiéramos el ejemplo de
los norteamericanos, nos dio un caldo de sustancia al dictar la Real Pragmática que
prohibía los matrimonios mixtos.
Apenas volvíamos a respirar cuando nos pegó aquel tran​cazo al fundar la Gran
Capitanía General de Venezuela, con objeto de volvernos zareta lanzando contra
nosotros los caraque​ños a las oligarquías de otros países o regiones que nos habían
anexado. Bien sabía Su Majestad que el patriciado de Cumaná no se iba a quedar
quieto cuando lo pusieran bajo nuestra tute​la, como también sabía que nosotros no
íbamos a compartir con ellos el gobierno.
No habían pasado seis meses cuando ya estaban agitando a los pardos en contra
nuestra y en el propio patio. Ibarra, que siempre ha sido muy listo o muy liso, fue el
de la idea:
—Como decía Maquiavelo —nos observó— la mano que no puedes cortar,

www.lectulandia.com - Página 584


bésala.
Si los provincianos nos hostigan porque se sienten recha​zados, sumémoslos a
nuestra cuenta y hagámosles ver que los consideramos nuestros iguales. ¡Santo
remedio! Se apaciguaron sus afanes reivindicativos; rompieron con los pardos y nos
apo​yaron en todo. Visto el éxito del método, hicimos extensiva la apertura a algunos
criollos, a uno que otro vasco y hasta a is​leños como los Sanabria.
Uno de los Sosa, al casarse con una de las Vegas, se vol​vió tan recalcitrante, que a
su lado Mijares parecía un enciclo​pedista. A Isidoro López Méndez, casado con una
de las Aristeguíeta, lo ascendimos a primo. Y así sucedió con Paúl, Castro, Eraso, de
las Casas, Francia y Clemente.
Hasta Urdaneta, un vasco a quien la fortuna hecha de prisa no borró sus malos
hábitos, fue aceptado a plenitud y su hermosa casa fue visitada por la nobleza.
Un sobrino de Don Íñigo Aguerrevere, el odiado Factor, llegó a partir confites
con la mantuanía.
Ya los principales de Cumaná, como los Bermúdez de Castro, los Sucre, Guillen,
Silva, Berrizbeitia, Urbaneja, se les trataba con aprecio, aceptándoseles sus
invitaciones a almorzar, a pesar de aquellos abominables pasteles de morrocoy y de
aque​lla mala manía de llamar a todo el mundo mi amor.
Los Otero de Barcelona, al igual que los Planchan y los Maíz del mismo pueblo,
dejaron de molestar al ser engullidos por las tertulias, al igual que los Austria,
Pocaterra, Michelena e Iribarren de Valencia.
Los Arcaya de Coro, a pesar de haber mediatizado su sangre, fueron tratados con
deferencia, al igual que los Anzola, los Salom, Escovar y Gabaldón de los pueblos de
tierra adentro. En menos de dos años desapareció la pugnacidad que sentó con toda la
mala intención Carlos III al fundar la Gran Capitanía General de Venezuela. Los
Veinte Amos del Valle, empero se​guían siendo veinte, los llevamos a sesenta. Los
otros cuarenta se sintieron dichosos de sólo creer que lo eran.
Con esta política de apertura hemos sumado aliados sin mengua de nuestro poder.
Ninguna costumbre extraña ha flore​cido entre nosotros. Son ellos los que nos imitan.
En sus respec​tivos pueblos han impuesto el uso exclusivo del manto para sus
mujeres. Y hasta comienzan a llamarse mantuanas. Mira que tiene gracia ver a un
Picón o a un Arismendi dárselas de mantuano.
Por obra de esa política de apertura salimos tan fortaleci​dos que el Rey para
apaciguarnos acabó con la Guipuzcoana.
Carlos III con la Gran Capitanía se comió una torre y nosotros, con nuestros
mantuanos por apertura, le dimos, sin más ni menos, un jaque al Rey.

140. Martín Esteban ya llega a la hoguera de la bruja vasca.

www.lectulandia.com - Página 585


—¡Cuán largo ha sido este real ajedrez!, desde aquel malhadado día en que
llegaron los vascos. Mi padre, junto con Juan Francisco de León, le dieron el primer
jaque aquella tarde en abril en que arriba de Corre Largo se marchó fiero hacia el
combate. Por un rato lo seguí lloroso, a todo lo largo de la Calle Mayor. Entre la
gente desapareció su capa amarilla y oro y su yelmo emplumado, que empero no
usarse, sentábale dé lo mejor.

Vuela el manto de nata de sus ojos saltones, acuosos, azules. Huye la panza. Se
borran los sarmientos.
El Gran Amo del Valle lleva en las pupilas la imagen de Ge​noveva, la mujer de
Fidel Guerrero, el que nunca regresó, al igual que Mojón de a Ocho y el hermano de
Sacramento Bejarano. ¡Pobres! ¿Pero quién los manda a pendejear? Genoveva a los
veintitrés años, rica, viuda y guapa, era un botín. Abrumada por la muerte de Fidel, se
dedicó por entero a su hijo Alirio.

Genoveva desde el patio de su casona ve entrar a su hijo, a quien ya apodaban


Cuarto’e Zambo. Viene sin los papagayos que él mismo hace y vende a dos centavos.
—Los vendí todos —proclama alegre.
—Muchacho, si sigues así vas a terminar como los Sosa.
A dos años de la muerte de Fidel se le ha extinguido la pena. El picor del luto es
insoportable. Sus lágrimas y la imagen del marido, tan presente y dolorosa hasta hace
poco, ya no acude al evocarla. La risa, por el contrario, brota, se asoma y sacude, a
pesar de su empeño en sujetarla.
—Es natural, hija mía, que así suceda —le dijo su padre con​fesor—, tienes el
deber de volver a ser feliz. Búscate otro hombre y cásate. Si te place puedo ir a tu
casa y hacemos en las noches unos ejercicios piadosos.
Genoveva desde esa misma tarde cambió de confesor. Lo que más la atormentaba
desde los comienzos de su viudez, eran los sueños eróticos, que castamente, como le
observó el cura, tenía con su marido. Despertaba bañada en fluidos y lágrimas. Se
per​signaba ahogando en plegarias sus emociones. Pasado un año los sueños cálidos
se hicieron quemantes, vividos y corporalizados, y a diferencia de los primeros,
estaban llenos de pecado, pues eran desconocidos de rostro agraciado quienes la
hacían gemir. Un día apareció Martín Esteban. Se lo topó al salir de misa. Él trató de
acercársele. Temerosa corrió hacia la casa. Desde en​tonces el Gran Amo del Valle fue
dueño y señor de los sueños y obsesión quemante durante el día.

Martín Esteban de cara al río recuerda a la Genoveva de su juventud:


—Era caliente, penosa y sabrosa. Desde el principio hasta el fin siempre decía no.
Pero apenas se le ponía un dedo encima, era como chamiza con viento en medio del

www.lectulandia.com - Página 586


pajonal.
Una noche de julio, calurosa y húmeda en que a la luz de una vela hacía chocar su
insomnio contra el cielo raso, se le apareció Martín Esteban en la habitación. Sin
articular palabra llevó su dedo a la boca en señal de sigilo, apagó la vela y se subió a
la cama, sin que Genoveva pudiera darse cuenta ni de qué manera sucedió.
Pasado el fulgor de la primera escena y esfumada la confu​sión, sus primeras
palabras fueron para preguntarle:
—Dime una cosa, ¿se puede saber por dónde entraste tú?
—Por el techo. Ayer compré la casa de al lado.
Por muchas noches Martín Esteban escaló la pared, durmien​do con Genoveva
hasta el alba.
Una noche la voz espantada de Alirio, su hijo, la sobresaltó. El niño golpeaba con
furia la puerta:
—Mamá, mamá, la bruja Cumbamba está en mi cuarto.
Genoveva a medio vestir despertó a Martín Esteban para que saliera de la casa y
tomando a Alirio en sus brazos, se lo llevó a su habitación, cubriéndolo de besos,
caricias y palabras tiernas.
—Déjate de zoquetadas, mi amor, las brujas no existen. Esos son cuentos de las
esclavas. Vamos mijo, duérmase otra vez.
Y acariciando al crío entonó una dulce canción, pensando con un dejo de temor
en Cumbamba, la bruja que aterrorizó su infancia y que al decir de la gente era la
negra Salú, la abuela de Salustia y que chupaba sangre de los niños a través de una
caperuza negra.
Un cuerpo pesado cayó sobre el tejado. Su temor aumentó al recordar que
Cumbamba buscaba a los niños de las mujeres infieles. Un graznido o la risa de una
vieja salió del techo. Geno​veva, presa de terror, voceó el exorcismo:
—¡Venga mañana por sal y deje en paz a los cristianos!
Un ave pesada levantó el vuelo. Revuelta en sus temores murmuró una oración y
se durmió junto a su hijo.
—Mi ama —le dijo con voz de alarma al día siguiente la co​cinera—. Tú sabes
que anoche anduvo Cumbamba volando de techo en techo. Uno de los esclavos del
Conde de Tovar la vio encima de su escoba, volando sobre tu casa. Yo no sé qué ven​-
dría a buscar aquí esa diabla, con tanta vagabunda que anda suelta por ahí, a menos
que haya una por el vecindario jugán​dole sucio al marido. ¿A ti no te da miedo?
Genoveva se atragantó y vio con temor a la esclava.
Genoveva, como todas las noches, acompañó a Martín Esteban hasta el patio y lo
vio trepar el muro. Luego que desapareció se quedó absorta mirando la pared batida
por la luna. Un siseo a sus espaldas la hizo volverse. Una mujer de faldón blanco y
con una capucha negra, la miraba con los ojos enrojecidos.

www.lectulandia.com - Página 587


—¡Cumbamba! —exclamó antes de caer desvanecida.
—¿Cumbamba? —exclamó una voz airada—. Puta y requeteputa es lo que tú
eres. —Y quitándose la capucha que ocultó en un jarrón, comenzó a dar voces
llamando con voz de alarma a la servidumbre.
Era la cocinera de Genoveva, aya en otros tiempos de Fidel Guerrero, su difunto
marido.
Desde aquella noche, hasta ese día doce años más tarde, en que lo vio cabalgando
por la Calle Mayor en claro alarde de re​beldía, Genoveva nunca más volvió a ver a
Martín Esteban. Hizo votos de castidad perpetua ante el Obispo y se dedicó con
fervor a rezar y a hacer caridad entre los pobres del barrio, a quienes una vez a la
semana distribuía dinero, ropa y comida. Era tal la generosidad de Genoveva, a quien
apodaron «La Marrón» aludiendo a su condición de parda, que los pobres del barrio y
con ellos toda la ciudad, comenzaron a llamar con tal nombre la esquina de su casa.
Por primera vez en muchos años, luego que pasó Martín Es​teban, Genoveva
sintió deslizarse el sosiego y la paz que había logrado alcanzar. Y por más de una
hora la espalda y el bigote del hombre sobre su recio caballo, no la abandonó.
Cuando llegó la hora de cerrar las ventanas, se dijo mirando hacia la calle:
Algo le queda de hermoso. Qué guapo era con aquellos mo​dales de tigre joven y
esos ojos atizonados como el carbón.
—Vámonos ya, mijito —le dijo a su hijo, que abría nuevamen​te las ventanas para
ver el paso al galope de una cuadrilla de lanceros que parecían huir de Juan Francisco
de León y su gente.

Martín Esteban terminaba de fumar su segundo tabaco. La luna emergió por la


otra orilla. El Anauco había bajado su caudal.
—Me queda el tiempo justo —se dijo, pensando en Juan Fran​cisco de León y su
gente, que lo esperaban a media legua más allá para que los condujese a la victoria.
—Vamos, Corre Largo —le dijo al caballo montándolo de un salto.
Ya se disponía a cruzar el Anauco, cuando una voz de mujer dijo a sus espaldas.
—¿Me ayudas a cruzar el río, gentil y fermoso caballero?
Martín Esteban se sorprendió de la presencia y aún más de la hermosura de
aquella desconocida que salió de las sombras. La miró con fijeza con la dudosa luz de
ia luna que comienza.
Morena de duras carnes, rostro a punto y aspecto desenfa​dado. Extraño que hasta
entonces no la hubiese visto. Con la mujer en la grupa atravesó el Anauco. El agua le
alcanzaba hasta las piernas.
—¿Cómo te llamas?
—La Susanita me mientan.
—¿Dónde vives?
—Aquí en el río —y sin decir más, se deslizó en el agua y se fue corriente abajo.

www.lectulandia.com - Página 588


No se sobreponía de la sorpresa, cuando una carcajada reso​nó en el samán que se
metía en el rio.
Una mujer de capuchón lo miraba con ojos encendidos.
—No le hagas caso a Cumbamba, la de los niños sin bautizar, y hazme caso a mí.
—Yo soy Melchorana, la asesina.
Una cochina gorda corrió tras un gato.
—No te preocupes —le observó Melchorana—, esta es la no​che de las mujeres.
Si te vienes conmigo gusticos dulces te habré de dar.
Martín Esteban vio a la mujer. La noche estaba avanzada. Cerca se veían las luces
del campamento de Juan Francisco de León. A cien varas ardían unos leños alrededor
de una tolda.
Una mujer vieja iba de un lado a otro.
—Quédate conmigo —insistió Melchorana— y no te habrás de arrepentir.
Melchorana tomó a Corre Largo por las bridas. Se acercó a la hoguera donde una
vieja de pañolón removía una marmita. Martín Esteban se sobresaltó: la vieja de
espaldas tenía el manto…
La vieja se dio vueltas y mostró su cara. Martín Esteban echó mano a su pistola:
era Don Iñigo Aguerrevere.
—¿Se puede saber qué diantres hacéis disfrazado de vieja a estas horas y en
descampado?
Don Íñigo soltó una larga carcajada y se elevó por los aires.
—¡Dios! —comenzó a decir Martín Esteban, pero no dijo más: una descarga
cerrada de diez fusiles le acribilló la cara y el cuerpo. Sacramento Bejarano avanzó
hasta el cuerpo muerto de Martín Esteban y dándole vueltas con el pie, lo examinó
con regocijo a la luz de una antorcha. Dos heridas tenía en la cara y siete en el
cuerpo.
—¡Tú! —le dijo a uno de sus hombres— corre presto a la casa de Ño Cacaseno
donde esperan Don Íñigo y el Gobernador, y le dices que Don Martín Esteban de
Blanco y Blanco, el Gran Amo del Valle, ha muerto.
Y luego de verle la cara largamente, le echó un escupitajo.
A partir de aquel instante todo fue diferente. Nadie hasta enton​ces había dado
muerte a un Amo del Valle.
Sus ojos azules, saltones, acuosos se cubren de nata y ne​blina.
¡Puerta de Caracas! El ahorcado sempiterno. Zamuros y alguaciles del Santo
Oficio. Retornaba de España. Llevaba pues​to el uniforme de guardia de corps del Rey
que guardaba sus secretos en el pico de los pavos reales. España e Inglaterra una vez
más estaban en guerra. La fiebre amarilla asolaba a La Guayra.[187] Mi abuelo Don
Feliciano me esperaba en la alcabala. Estaba flaco, envejecido, demacrado. Profundas
arrugas cruza​ban su rostro y el pelo era de una blancura quebradiza.

www.lectulandia.com - Página 589


—¡Hijo de mi alma! —exclamó Don Feliciano al abrazarlo—. Pero qué gordo
estás. ¿De dónde sacaste ese traje? Pareces un guacamayo marico. O te quitas esas
plumas o te van a jurungar. ¡Qué te cuento! Estoy que no me cabe una parapara. A
Don Iñi​go un toro en Ocumare lo volvió sareta en un callejón sin salida. Di orden de
que me compraran al toro a precio de sarrapia y me lo hice traer desde el Tuy bajo
palio entre cometas y tamborile​ros. Y en Valle Abajo le organicé un potrero donde
además de comerse los mejores pastos y caramelos, se raspaba a las más Lindas
vaquillas. Lástima que Vengador, como le puse por nom​bre, murió antier, víctima de
una apoplejía. ¡Eso sí! Lo enterré con honores de cristiano al lado de Morris, el
contrabandista amigo de tu padre.
—Este país está muy revuelto —prosiguió calle abajo—. Las cosas están mil
veces peor que cuando las dejaste. Nos compran el cacao a ocho pesos. Y en España
lo venden a treinta y dos.
—El Rey me hizo Conde de la Ensenada y el de Nápoles me permitió poner una
bacinilla dorada sobre un campo de plata en el cuartel izquierdo de mi escudo.
—Pero eso es una mierda.
—Lo mismo he pensado. De todas maneras me regaló una de plata martillada.
En cinco años la ciudad ha crecido. Veintidós mil habitantes hacen de Caracas
una de las ciudades más populosas de Indias. Santa Fe de Bogotá no llega a veinte
mil y Cartagena apenas llega a seis millares.
El camino real que baja desde la Puerta de Caracas hasta el centro de la ciudad, se
ha ido poblando a trechos por grupos de casas. Caras nuevas le salen al paso. Juan
Manuel sintió en el aire un aspaviento parejero.
Un grupo de soldados españoles pasó sin saludar. Igual suce​dió con otro de
isleños y algunos vascos.
—¿Cómo que ha venido gente nueva?
—¡Ay, hijo! De qué calaña. ¡Un hatajo de zafios!
A la altura de la iglesia de la Merced un zambo de apariencia próspera tomó el
caballo por las riendas.
—No me diga, Don Feli, que este hombrazo que viene con usted es nada menos
que Juan Manuel. ¡Qué gusto de verte, mijo!
Sin arredrarse por el talante altivo del muchacho, pegó fuerte sobre la bota.
Juan Manuel, cejas al vuelo, lo miró interrogante. Apenas siguieron de largo
preguntó a su abuelo.
—¿Quién es ese zambo tan metido?
—¡Cállate la boca, muchacho del carrizo! Ese es Alirio Guerrero, el hijo de la
Marrón, llamado también Cuarto e’ Zambo y ha hecho más plata que nadie. Con
decirte que hasta yo le debo.
En la esquina de Principal un moreno de limpias y armonio​sas facciones vestido

www.lectulandia.com - Página 590


como un petimetre, saluda a Don Feliciano, quien respondió con displicencia.
—Ese es Juan de Dios Roscio, el hijo de Ño Cacaseno, quien le dejó, al igual que
a sus hermanas, una verdadera fortuna. Yo no lo puedo ver ni en pintura, aunque tiene
más ingenio que el carajo y llegará lejos. Está recién graduado de abogado y ya nos
tiene jodidos. Los pardos y los canarios lo tienen como a un Dios y hasta los mismos
vascos que creen que solamente ellos son la Verga de Triana, reconocen que el coñito
de madre ése, tiene facultades.
Antes de llegar a la casa fueron al Convento de San Francis​co, donde reposaban
los restos de María Juana.
Al salir, un hombre de modos cordiales y untuosos repitió las mismas palabras de
salutación de Cuarto’e Zambo.
Era Sebastián Francisco de Miranda, el canario que vendía lienzos en las arcadas
de la Plaza Mayor que construyó Felipe Ricardos, el odiado Gobernador.
—Ese es el canario —afirmó Don Feliciano— más parejero que hay en el Valle.
A pesar de todos los feos y aspavientos que se le hacen, sigue finito, como si no fuera
con él.
Ay, mijito —volvió a exclamar Don Feliciano con aire ape​sadumbrado—. Tú no
te haces una idea de cómo han cambiado las cosas desde que te fuiste a España. Los
de la Guipuzcoana y el Rey nos han apretado las enjalmas hasta sacarnos el nepe. La
lucha, ardua y extensa. Demasiada gente en contra. De un lado los pardos; del otro
isleños, vascos, blancos de orilla y españoles de arriba, de abajo y del medio.
Felipe Ricardos, el Gobernador, nos ha visto el hueso. Me​nos mal que ya está
para largarse. Este puente —dijo refiriéndose a uno nuevo y largo que cruzaba la
honda quebrada de La Pas​tora— lo hizo él. Es más malo que patizambo, empecinado
como un ruedapelotas y bravo cual gallito puertorriqueño. Nos tiene a monte, con el
cacao por el suelo y los pardos alzados.
Si esto sigue así, vamos a tener que cojernos el coroto de una vez y separarnos de
España. ¡Bueno es cilantro…! ¿No crees tú?
Juan Manuel dirigió al viejo una mirada de reproche:
—¡Por Dios, abuelo, quien no te conociera diría que estás chocho!
Y pensando en Chuao, Chuao, Carabao, añadió con gra​vedad:
—Mi lealtad al Rey es inquebrantable. No se te olvide que soy Conde de la
Ensenada.
—Ahora sí es verdad que la cagamos —respondió Don Feli​ciano indignado y
taconeando la bestia apremió el paso.
La Casa del Pez que Escupe el Agua se asomó a sus ojos en la otra esquina.
Tremoló de alegría. ¡Cuántas veces había soñado con aquel instante! El cielo estaba
sin nubes. El Ávila restallaba de verdor.
—¿Y el Pez, cómo anda?

www.lectulandia.com - Página 591


Don Feliciano vaciló, esquivo:
—Igual que siempre.
Negros y siervos corrieron a su encuentro cuando lo vieron llegar. Tres de sus
diez hermanas lo cubrieron de amapuches y besos. Felicia, su aya, le mostró una
negrita de mirada brillante llamada Juana la Poncha. El Pez, para su sorpresa, no
modificó el chorro ni emitió silbato alguno.
—¿Y a éste qué le pasa?
—Déjame explicarte —balbuceó Don Feliciano—. Tú sabes cómo es ese
condenado de falta de respeto. Siempre me ha teni​do ojeriza. No podía entrar a la
casa sin mojarme o chistarme como si yo fuese una putica. Luego de traerme el
retrato embru​jado se puso peor y aumentó el berrinche. Yo no sé si tú sabes lo mal
que ando yo de la vejiga. A cada rato tengo que miar. Pues el muy desgraciado no
hacía sino hacerme así… zzzz. Con decirte que una vez me oriné delante del Obispo
¡Qué pena tan grande! Apenas se fue mandé que le taparan la boca con argamasa.
Juan Manuel rió a carcajadas. Con la ayuda de un esclavo procedió él mismo a
quitar el tapón que obturaba su boca.
Antes de festejar su liberación, el Pez guardó silencio, dejan​do fluir el agua en un
chorro grueso y desmadejado, de franco aspecto melancólico.
Sorbía la sopa cuando lo oyó agorerar.
—¿Te fijas lo desgraciado y malagradecido que es? —estalló Don Feliciano—.
Saludarte con el toque de pava el día de tu arribo.
Al día siguiente fijó el pensamiento en el condado prometido por el Rey y
amaneció reuniendo pruebas que demostrasen no tener en su ascendencia moros,
judíos, negros, indios o gente de mala ralea.
—Cada vez que te salga un nudo —le recomendó burlón Don Feliciano—, dale al
cura un castellano de oro.
Toda una semana pasó en los archivos eclesiásticos. Luego de mucho hurgar
encontró que, salvo Doña Bienvenida de Guerrero, la abuela de su bisabuela, Doña
Rosa Alba de Bejarano y Ledesma, primera mujer de Rodrigo Blanco, sus
ascendientes eran de linaje muy principal y de pura casta española.
—Esto de Doña Bienvenida puede traeros sinsabores —dijo el cura con gravedad
—. Aparte el ambiguo título de: «Doncella muy principal», nada más se dice sobre
sus padres y proce​dencia. Tampoco aparece en el «Libro de Blancos».
Enrojeció Juan Manuel:
—Pero tranquilizaos, mi noble amigo, el que inventa la ley hace también la
trampa. Yo no vería mal —añadió con ojos y manos de picardía— si enmendamos un
error que puede costaros el título con una mentirijilla que al fin y al cabo no es tal, ya
que estamos llamando blancos a quienes sin duda lo eran.
Juan Manuel aprobó la propuesta con un golpe de mentón.

www.lectulandia.com - Página 592


—¿Cuál de estos apellidos —preguntó el párroco con modales de tendero,
mostrándole una lista de diez nombres— os gusta para hacerlos padres de vuestra
ilustre ascendiente? Aquí tenéis a Juan Fernández de León, ascendiente de los Bolívar
y de los Herrera, o a Don Alonso Andrea de Ledesma, ilustre abuelo de los Lovera
Otáñez. Pedro Alonso de Galeas, a pesar de haber sido esbirro del Tirano Aguirre,
con el tiempo llegó a ser muy respetado. Puedo haceros descender de Francisco
Infante, de su tocayo el de Maldonado, del mismo Garci González por la lí​nea de
Orihuela. De Alonso Díaz Moreno y de su mujer Doña Ana de Rojas de Gómez y
Ampuero. Tuvieron muchos hijos. Perfectamente vuestra noble abuela puede ser hija
de tan noble conquistador. ¿Qué os parece si os la adjudico como antepasa​da? —
inquirió sonriendo.
—Me parece bien… —dijo Juan Manuel tras breve vacilación.
—Alonso Díaz Moreno y su primera mujer, Doña Ana de Rojas —prosiguió el
cura— son el «sácame de apuros» de los genealogistas. Tuvieron tantos hijos, que
Doña Ana, con quién casó niña, al parecer nunca conoció el menstruo.
Cuando el párroco le entregó el acta correspondiente a Bien​venida, la hija de
Rosalía y el Cautivo, Juan Manuel puso sobre la mesa el castellano de oro, señalado
por su abuelo para encon​trar los ascendientes perdidos.
—Son cuatro, Su Señoría —le observó el cura—. Alonso Díaz Moreno es persona
de gran renombre; y de las ocho hijas que tenia, con la que os acabo de dar, me quedo
sin existencias.
Don Juan Manuel contempla ufano el diagrama que ha con​feccionado con las
actas de nacimiento.
—¿Quién en Venezuela —observa a su abuelo— puede darse esta lija de seguir a
todos sus ascendientes hasta que arrancan de España en los doscientos veinticinco
años que tiene la ciudad? Descendiendo por todas las ramas, además del Cautivo, de
Alon​so Díaz Moreno, de Francisco Maldonado y del ínclito Alonso Andrea de
Ledesma. Y si es por el lado tuyo: por seis generacio​nes bravos capitanes iberos,
comenzando por tu padre, reafirman la sangre de Germana Rojas, la hija de Díaz
Moreno. ¡Qué dis​tinto del árbol genealógico de Juan Vicente Bolívar! Míralo aquí.
Don Feliciano examinó el diagrama y dijo a Juan Manuel:
—Los hijos de mis hijas, mis nietos son. Los de mis nueras, sépalo Dios.

141. El bastón de Miranda.

A la semana de haber llegado, Juan Manuel se percató con alar​ma de la tensión


existente entre los Amos del Valle y el Gobier​no español, que por boca de Ricardos
no cesaba de hostigarlos.
La fiebre amarilla hacía estragos. Don Feliciano llegó tem​prano aquella mañana.

www.lectulandia.com - Página 593


«Ya se me han muerto seis peones con la maldita peste».
Ululó el Pez.
—Cállate carrizo.
Volvió a ulular.
—Que te cal…
Un fuerte mareo lo tiró al suelo.
—¡Abuelo! —exclamó Juan Manuel alarmado—. Pero si estás prendido en fiebre.
El 30 de julio murió Don Feliciano.[188]
—Julio, julio tenia que ser —comentó Juan Manuel—, siempre pesando sobre
nosotros la maldición de Anacoquiña.
Al año siguiente se marchó para siempre el Gobernador Ricardos. Jamás en toda
la historia del Valle un gobernante se atrevió a tanto.
Don Felipe Estenoz, el sustituto, era todo un terciazo, a quien se le vio desde el
principio su ánimo conciliador.[189]
Pero aquello fue flor de un día. Poco le quedaba de vida a Don Fernando VI
asediado por aquella locura delirante. En 1759 subió al trono de España su hermano
Carlos de Nápoles.[190]
La tendencia muy marcada de los Borbones de meternos en cintura, con Carlos
III, déspota ilustrado, absolutista por tem​peramento y fiscalizador por necesidad se
vino de frente. En España desarticuló a la nobleza provinciana. Y en el Nuevo Mundo
hizo lo mismo. Jamás hasta entonces un Virrey o un Ca​pitán General había tenido
mayores poderes y fuerza de deci​sión. Lo peor del caso fue que los que aquí
mandaron lo supie​ron hacer con tan buenas maneras y guantes de seda, que hasta yo
mismo llegué a creer que los gobernadores eran buenos y los de la Guipuzcoana
malos. Eran cara y cruz de una misma moneda.
Los gobernadores que sucedieron a Estenoz, de acuerdo a las instrucciones de
Carlos III, prosiguieron la militarización. Por Real Decreto se creó la Escuela Militar
de Venezuela.[191] Se establecieron las milicias regladas. Seis años más tarde Don
José Solano López fundó,[192] con exclusividad para nosotros, la Mili​cia de los
Nobles Aventureros. ¡Cuán ufano me sentía al estrenar el uniforme que se adoptó por
diseño mío! pero cuánta hipo​cresía y ruindad encerraba aquel mal hombre. Aquel
mismo día me enteré por el ujier a sueldo, lo que decía a Felipe Francia a nuestras
espaldas:
—Los mantuanos son fáciles de manejar. Son vanidosos y necios como niños
mimados. Basta complacerlos en sus peque​ñas tonterías, como hago yo, para que se
pueda entrar a saco en su bolsa, como hacéis vos.
Cumplid con vuestro oficio, Factor, que yo cumpliré el mio. Nuestra misión se
complementa, empero la pantomima de hacer ver que somos poderes enfrentados. El
Rey nos ha confia​do por misión desmantelar esta especie de reino, que como en

www.lectulandia.com - Página 594


ninguna otra Provincia de su Imperio, se ha formado por obra de una política errónea.
Nuestros aliados son pardos y canarios. Hagámoslos valer.
Su primera maldad fue la de nombrar a Don Sebastián Francisco de Miranda
Coronel de las milicias de isleños. Equi​parar privilegios es desposeer a quien los
tiene. Por eso monta​mos en cólera. Ya vería el maldito gobernador lo que significaba
afrentarnos. Escribimos a la Real Audiencia y ni se molestaron en contestar. Yo fui el
de la idea. Se me encendió la luz en la mollera. Escribiría al Rey. A Don Carlos III. A
mi amigo de mocedad. ¿Por qué no se me había ocurrido antes?
—Quédense quietos —les decía yo a los más exaltados—. Su Majestad y yo
somos íntimos, y no de ahora, sino desde hace más de veinte años. En Nápoles
cazábamos juntos. Él me llama Juanico, de lo más cariñoso. ¡Qué papelón!
Dos años más tarde llegó la respuesta: Su Majestad Car​los III amenazaba, bajo
pena de prisión y pérdida de los privilegios, a quien injuriase a Don Sebastián
Francisco de Miranda en su de​recho, reafirmado por su Real Voluntad, a usar bastón
y uniforme y de disfrutar todos sus privilegios de capitán activo.
Aquello, sin embargo, no era nada ante lo que venía ad​junto: El Rey, nuestro
señor, nos igualó por decreto en aquella misma correspondencia, a nosotros, los
Amos del Valle, con los canarios.[193] Me caí de para atrás como burro derrengado.

142. Las gracias al sacar.

—Y eso no es nada —comentó Juan Vicente apenas nos repusimos—. Luego


vendrán los pardos.
Y lo que parecía un exabrupto, por obra de la locura de Carlos III, se hizo
posibilidad amenazante. ¡Quinterones y hasta cuarterones se trajearon como gente
blanca! Y blancos de buena familia y antiguo linaje comenzaron a casarse con
guapísimas pardas forradas en plata. En vísperas del terremoto de Santa Úr​sula[194]
me casé con María Jimena de Herrera y Rada, la hija de Juan Manuel de Herrera y
Mesones robusteciendo de esta forma la nobleza de mi estirpe tan importante para mi
Condado de la Ensenada. Los Herrera son del más rancio abolengo a pesar de que
Don Agustín, el fundador del apellido, fue maldito por su padre por incestuoso,
dedicándose a la piratería y al tráfico ne​grero en los primeros tiempos. Todavía no me
explico cómo Pe​dro Miguel Herrera, el hermano de Juan Manuel, casó con Mari​na de
las Mariñas, la nieta de Salucita. ¡Aquello fue el horror! La familia lo execró y murió
de mengua. La sangre de Salucita tiene fuerza y empuje. El año de marcharme a
España, Petronila Herrera y Mariñas la hija de Pedro Miguel, casó con Marcos Ribas
y Betancourt.[195] Por eso José Félix, es un bachaco de pelo ensortijado.[196] ¡Qué
varilla!
—Esto es el colmo —me quejaba aquella noche en la tertulia de la plaza de

www.lectulandia.com - Página 595


aquellos matrimonios desiguales—, cuando llegó la noticia: El Almirante inglés
Brydges, con una flota de 230 barcos y con 20000 hombres, había tomado La
Habana. Aquello fue consternación general. Pero nos olvidamos de ella al saber que
momentos antes, Juan de Dios, el hijo de Ño Cacaseno, se había sacado a Margarita
Manuela, la hija de Diego Tovar y huido con ella a la hacienda que tenía en el Pao.
Margarita Manuela parió al año siguiente al zambo peleón de Juan Germán.[197]
que a los veinte años nos quiere ver el hueso, a pesar de todo cuanto hicimos para que
no fuese admitido en la Universidad como estudiante de derecho. La pobre Margarita
Manuela ¡ay!, murió en el puerperio.
Los Tovar no sólo le suspendieron el trato, sino que le pagaron mil pesos al cura
para hacerla aparecer en el registro como muerta soltera. Cuando Juan de Dios
pretendió reclamar la herencia de su hijo, le enseñaron la partida. Los mil pesos
invertidos, además de cumplir venganza, produjeron rédito.
El mismo año en que casó Juan Vicente Bolívar con mi prima Concepción
Palacios y Blanco,[198] Cuarto e Zambo Guerrero con la ayuda de su cuñado Juan de
Dios y de la plata que tenia, adquirió el estado de blanco, a pesar de tener la nariz pa​-
puda y moradas bemba y encías. Betulia, su mujer, la hermana de Juan de Dios, era
una morenita clara muy agraciada, de muy hermosas facciones, que robustecía con
aquel aire de gran señora que mostraba insolente. Andaba siempre de punta en blanco
y con la nariz respingada.
Desde hacía un año, Cuarto e Zambo asociado con Se​bastián Francisco de
Miranda, había iniciado un lucrativo nego​cio, con la insólita anuencia de las
autoridades españolas. Com​praba y vendía a los ingleses de Norteamérica
instrumentos de labranza, armas blancas y negras y utensilios de cocina, reven​-
diéndoles el ron, el cacao y el azúcar que nos compraba a precio de gallina flaca.
Alguien recordó al Gobernador la ley que prohibía bajo pena de muerte comerciar
con los extranjeros. ¿Por qué los nor​teamericanos entran a saco en nuestros puertos?
—Las colonias inglesas de Norteamérica —respondió el Gobernador— además
de ser una potencia de esta parte del mun​do, gracias a su industria, aspiran a
independizarse de Inglaterra. Jorge III, su Rey, con el objeto de impedirlo, los golpea
en el bolsillo. El año pasado redujo a la mitad la importación inglesa de manufactura
americana. Como a su vez la metrópoli tiene el monopolio de la exportación, los
pobres inglesitos del norte van camino de la quiebra, con lo cual perderían su poder y
España un aliado. Si nosotros, en cambio, absorbemos esa manufactura, que por otra
parte no fabricamos, impedimos el colapso. ¿Com​prendéis ahora la razón de estos
tejemanejes?
Vegas, que era el más pesetero de nosotros, intentó hacer​le la competencia a
Cuarto’ e Zambo y a su socio el viejo Sebas​tián Francisco de Miranda. Para su
sorpresa, los norteamerica​nos no lo aceptaron como cliente, a pesar de las pingües

www.lectulandia.com - Página 596


ventajas que ofrecía. Respuestas similares encontraron Ribas y Aristeguieta.
—Los inglesitos del Norte, como buenos burgueses —ex​plicó el Gobernador
entre carcajadas—, desconfían de vosotros los aristócratas. Dicen que a cuenta de que
os creéis una gran cosota, sois tardíos para pagar y apresurados en el préstamo; en
tanto que los plebeyos, como Alirio Guerrero, se desviven por ser cumplidos…
—Esa no es la verdadera razón —saltó Juan Vicente—. Es​paña nos da la misma
medicina de Jorge III: golpearnos en la bolsa a tiempo que se enriquece la casta que
nos adversa.
Aquel día en la plaza, Cuarto’e Zambo nos sorprendió con sus gritos:
—Los inglesitos del Norte se rebelaron contra Ingla​terra.[199] Aquello es una
matachina que no la para nadie. Están en plena guerra civil. Me lo acaba de contar el
capitán Thurbull que llegó a La Guayra.
A causa de la guerra los navíos norteamericanos dedicados al corso y bloqueados
por la armada inglesa, cesaron su comuni​cación con Venezuela. La carestía de
herramientas era tal, que fierros viejos, oxidados y casi inservibles, se pagaban por
veinte veces su valor.
Cuarto ’e Zambo se sobaba las manos con satisfacción a medida que se hacía
sentir el encarecimiento.
—Ya vas a ver, mi negra —le decía a Betulia, su mujer— como de este tiro todos
los mantuanos juntos van a resultar unos pelaos al lado mío.
La hermana de Juan de Dios dirigió una mirada a la lime​ra de machetes, picos,
palas, linternas, clavos, bisagras que ocul​taba su esposo en aquel lugar secreto de su
almacén.
—¿Qué vas a esperar para vender todos esos cachivaches?
—Sólo espero una respuesta —rió Cuarto e’ Zambo.
La respuesta se la trajo a la semana siguiente Sebastián Francisco de Miranda, su
socio.
—Nuestro amigo, el capitán Thurbull recogerá y llevará, bajo bandera inglesa, las
mercancías al puerto danés de Sant Thomas. Ya tenemos asegurado el
reaprovisionamiento sin nin​gún riesgo. ¡Podemos vender!
Los cachivaches de los que hablaba Betulia, salieron a la calle para alegría de
Cuarto ’e Zambo, encarecidas en un mil por ciento.

Antes de un año la fortuna ya abultada de los dos socios, era inconmensurable.


Cuarto e Zambo cubrió a su mujer de joyas, a las que era muy afecta y que realzaban
su prestancia de «ne​grita fina», como susurraban las mantuanas, o de espléndida
mujer criolla, como la calificaban con toda justicia desde el últi​mo pata en el suelo
hasta el Capitán General. Si la fortuna que recibió de su padre, Fidel Guerrero, y que
acrecentó con aquella pupila para los negocios y trasmitida generación tras
generación desde los tiempos de su tatarabuelo Pablo Guerrero, le permitió aceitar el

www.lectulandia.com - Página 597


fiero rechazo de los mantuanos hacia los hombres de color, la nueva riqueza que
entraba a raudales y crecía mes tras mes, facilitó a Cuarto e Zambo, Don Alirio, como
ahora se le llamaba, labrarse con su mujer una posición respetable hasta el punto que
a Betulia, su mujer, nadie le arrugó el ojo cuando aquella mañana, y todas las que
siguieron, se dio su gusto de oír misa en Catedral echada como mantuana, tocada y
cercada de pañolón de encaje y doncellas esclavas. Su marido compró, por
intermedio del Gobernador, a quien pagó una buena tajada, se​gún decían las malas
lenguas, el cargo de Regidor Perpetuo, no sin antes obtener del Rey para él y su
cuñado, Juan de Dios Roscio, «el estado de blanco» que lo equiparaba en privile​gios
y derechos a los propios Amos del Valle. Al poco tiempo Juan de Dios fue nombrado
teniente de justicia. Desde los pri​meros días de su gestión comenzaron a blanquearse
los pardos por obra de unos doblones y Juan de Dios y Cuarto e Zambo, para pasmo e
indignación de Juan Manuel, elevaron ante el Rey «sus pruebas de limpieza de
sangre» para optar más adelante, cual confesó Betulia a sus amigas, a un título
nobiliario. «¿Quién quita si se nos da?» —observó segura y petulante la hermosa
mujer.
—¡Pruebas de limpieza de sangre el hijo de un zambo tumusúo como Ño
Cacaseno! —gritaba Don Juan Manuel en la tertulia— ¡cuándo yo lo recuerdo más
negro que una morcilla y con el pelo rojo encrespado como el bachaco que era! Ya
esto ha llegado al escarnio.
Al día siguiente colgó de la puerta del Ayuntamiento un árbol genealógico con
una leyenda:

Limpieza de sangre de Roscio, Guerrero y otros pardos.

Cuarto e Zambo soltó la carcajada al ver el afrentoso es​quema:


—Todo esto puede que sea verdad; lo único malo —dijo echándole una rápida
mirada a Juan Manuel, a quien sabía autor del hecho— es que aquí falta gente, como
la mulata Bien​venida, hermana de mi tatarabuelo y antepasada muy ilustre de mucho
gran cacao con títulos de nobleza.
Don Juan Manuel, rojo a más no poder, parecía hasta tal punto perturbado, que
Cuarto e Zambo pensó que de colgar en la puerta aquella acta de nacimiento de Doña
Bienvenida que a precio de oro adquirió su extinto suegro del cura que vendía
antepasados, el viejo mantuano hubiese llegado al homicidio. En el papelote se decía
que en el día tal le fue presentada al cura una niña mulata, hija natural de la liberta
Rosalía y del Capitán Don Francisco Guerrero.
El cerco y hostigamiento de los mantuanos por obra del Rey, prosiguió en
ascenso. Los españoles de ultramar y en especial los oficiales de la corona, eran cada
vez más soberbios y entre otros, un teniente a quien llamaron el Siete Cueros, por ser
des​cendiente de Dulce María, la inventora de los tres platicos, y que terminó

www.lectulandia.com - Página 598


casándose con la otra hermana de Cuarto e Zambo. Los vascos, atentos a lo mercantil,
continuaron sangrando la eco​nomía. Y los pardos, amparados por las autoridades, a
dia​rio eran menos por el proceso de blanqueamiento que a fuerza de doblones les
permitía variar de estado. Los vascos llegados en los últimos tiempos estaban
enfermos de enciclopedismo, como lo señalaba airado Don Juan Manuel, de ahí que
los par​dos encontrasen en ellos asidero ideológico a sus afanes pa​rejeros.
Mijares trajo la nueva que escandalizó a los Amos del Valle:
Se estudia un proyecto que llaman el de «Las Gracias al Sa​car», por el cual todo
pardo que no se exceda en negrura, se convierte en blanco al pagar cierta cantidad.
Esa misma tarde, a instancias de Don Juan Manuel y a pesar del fracaso con
Miranda, se escribió un largo memorial al Rey donde se le decía:
Sólo la disolución y el caos pueden esperarse de una gente que teniendo por
origen la esclavitud, ven hacia África como el lugar de sus orígenes.
El Rey, en términos categóricos, desmintió infundios, recri​minando acre al
Cabildo por el tono y estilo de la misiva.
Los pardos, a pesar de la real afirmación, prosiguieron comprando el estado de
blancos a cambio de unos doblones. La genealogía que presentaban connotados
nietos de mulatos, eran suficientes para optar por el estado de blancos.
—El Rey nos debilita, como hace el picador con el toro bravo —decía el coro
aquella tarde en casa de Juan Manuel—. ¿Qué será de nosotros si las cosas siguen
como van? Aceptemos las propuestas que nos hacen ingleses y holandeses.
Declaremos de una vez la Independencia, como acaban de hacer los norteameri​canos.
[200] Esto no da para más.

Se enviaron comisiones en todas direcciones. Salvo Juan Ma​nuel y el Marqués


del Valle, todos eran partidarios de la emanci​pación.
Las negociaciones para la insurgencia progresaban. El Gobernador
inopinadamente convocó a Los Amos del Valle. Te​nía algo importante que
comunicarles.
Recelosos y en guardia acudieron al Ayuntamiento, teme​rosos de haber sido
descubiertos en sus tratos con los extran​jeros. Pero no. El Gobernador sonriente no
dio señales de in​quietud.
—Os tengo nuevas —dijo mostrando una Real Cédula.
Los rostros se tornaron sombríos y los cuerpos tensos: ¿Qué nueva andanada nos
irá a disparar Carlos III?
El Gobernador leyó la Real Cédula. Los mantuanos creyeron soñar ante lo que
escuchaban.
—¡No era posible que todo aquello fuese cierto!
—¡No era posible tanta belleza!
—¡Pellízcame Mijares! —dijo el de Ascanio—. Que todo esto me parece mentira.

www.lectulandia.com - Página 599


Su Majestad, según leyó el Gobernador, prohibía terminan​temente el matrimonio
entre blancos y gente de color. Se ponía fin de esta manera al creciente y amenazante
igualitarismo.
—¡Bravo! —respondieron criollos, españoles, vascos y ca​narios.
—¿Cómo? —preguntaron sorprendidos quinterones, cuartero​nes, mulatos y
zambos.
—¡Bien hecho! —dijeron los negros.
—¿No ven? —exclamaba Juan Manuel, siempre fiel a la real causa—. El Rey es
nuestro padre y tan sólo nos castigaba y fre​naba en nuestra rebelión; pero yo sabía
que no nos podía aban​donar de esa manera. Utilizó a los pardos como látigo, sin
hacer de ellos garrote.
—¡Viva el Rey! —gritó el Marqués del Toro.
—¡Qué viva! —gritaron todos.
Juan Vicente Bolívar rechazó la explicación de Juan Manuel.
—No lo hizo porque haya cambiado de parecer. Postergó apenas la ocasión para
mejor meternos en el ajo. Tuvo miedo a nuestro disgusto y a la mengua de su poder
militar a causa de la guerra con Inglaterra.
A partir de ese instante la Real Orden tomó vigencia plena. Innumerables
matrimonios de criollos con quinterones de aspecto casi blanco, se deshicieron ante el
altar, con regocijo y tragedia para unos y otros.
Aquel domingo Cuarto e Zambo y Betulia se dirigen a Ca​tedral. El hijo de
Genoveva se sorprende al ver tantas mujeres sin sus hombres, arremolinadas en el
atrio. Su cuñado Juan de Dios, camino de San Francisco, pasa a su lado. Cuarto e’
Zambo lo invita a una parrafada. Falta un cuarto de hora para el oficio. Betulia sigue
de largo hacia el templo. Las mujeres del atrio, ca​pitaneadas por María Juana Gedler,
solterona y bigotuda, le hacen una muralla de rabia.
—Con permiso —dice sin amilanarse mirando de frente a la mujerona.
—¿Y se puede saber a dónde piensas ir tú, piazo e negra pa​rejera?
Sin decir palabra la mira a los ojos. Un odio renegrido encon​tró en el fondo.
—¿Es que tu marido, el zambo ese zaporrabudo, no te ha di​cho que de aquí en
adelante se acabó la guachafita? ¿Y qué no puedes venir aquí tongoneándote como la
gran señorona que no eres?
—¡Déjeme pasar! —soltó violenta.
La Gedler le metió un empellón. Betulia masculló amena​zas. La Gedler la
abofeteó. Betulia, ya fuera de sí, arremetió contra ella. Una mano la sujetó por el
traje. Al tirar de éste se desgarra. Entre risas quedó en enaguas. Juan de Dios, lívido,
corre en auxilio de su hermana.
Tartajeante se enfrenta a la Gedler y a sus huestes. Cuarto e’ Zambo cubre a su
mujer con la capa, y ambos calle abajo se van llorando.

www.lectulandia.com - Página 600


—¿Y vosotras os atrevéis a llamaros mujeres de la nobleza? —grita Juan de Dios
enarbolando el bastón—. Os conducís peor que verduleras. ¿Es que acaso no tenéis
caridad cristiana?
Una voz de hombre saltó a sus espaldas.
—¡Cállate a la boca, negro petulante!
Era Ascanio.
Roscio se volvió. Ascanio avanzaba amenazante.
—Yo decía…
—Tú mejor no dices nada —y de un manotazo le arrancó el bastón, que luego de
quebrar por el medio en reto de enfrenta​miento, echó a sus pies.
Demudado por la sorpresa y la afrenta, Juan de Dios cayó en el estupor.
Tartajeaba intentando hablar. Con los ojos desorbi​tados, confusos, llenos de congoja
infantil, miró al de Ascanio. Pueril y asustadiza la expresión: la boca abierta; sin bríos
ni dirección el índice acusador.
Una carcajada múltiple lo hizo reaccionar. Miró en derredor: la gente se burlaba.
Miró a Juan de Ascanio: soberbio y retador. Vio a Juan Manuel y recordó a su padre.
Vio a su bastón quebra​do y sintió vergüenza honda, derrota infinita, honda y justifica​-
da injuria. En un rapto quebró las rodillas, y al igual que un niño a quien rompen en
la plaza el juguete caro, tomó los dos trozos y cruzándolos en cruz sobre el pecho,
con la mirada ausente, la boca entreabierta y el pelo encrespado, salió del atrio a
lentos pasos de penitente.
—¡El coño de tu madre! —gritó Martín Eugenio de Herrera y Rada, y de no haber
sido por Juan Manuel y Juan Vicente, el muchacho se hubiera liado a golpes con su
primo. Martín Euge​nio, el cuñado de Juan Manuel, por obra de los enciclopedistas y
de su tío Pedro Miguel, odiaba lo que amaban sus parientes. Juan de Dios Roscio,
aparte de ser su maestro, era su amigo. Apenas se deshizo de las manos y voces que
lo calmaban, corrió tras él, quien ya llegaba a la Marrón.
Ya lo alcanzaba, cuando el hijo de Ño Cacaseno detuvo de pronto el paso, y se
aferró a una ventana. Un dolor profundo le desgarraba el pecho. Dejó escapar los
restos del bastón. Martín de Herrera lo sujetó. Apoyado en él llegó a su casa con la
muerte a rastras.
—Ayúdame a escribir una carta, mientras muero —dijo a su amigo desde la cama.
Apenas terminó de dictar estaba muerto.
Martín Eugenio, luego de llorar a su amigo, miró hacia el cofre de bronce que por
legado y mandato le dejó Juan de Dios Roscio.

143. No somos iguales.

«A mi me dio mucha lástima Juan de Dios —prosiguió rememo​rando Don Juan

www.lectulandia.com - Página 601


Manuel—, fue demasiada la humillación y escar​nio para un hombre instruido y
respetado. Al de Ascanio se le fue la mano. La gente como Juan de Dios, desde
entonces aprie​ta con más fuerza el puño. Cuarto e’ Zambo, su cuñado, del tiro
renunció al cargo de regidor y dejó de tratarme. Su único objeti​vo, según me han
dicho, es ser el hombre más rico de la Provin​cia, pues según él —y no le falta razón
— es lo único que le permi​te a un pardo hacerse respetar. Yo veo las cosas muy
malas. El odio y la animadversión crecen. Razón tenia mi abuelo Don Feli​ciano,
cuando decía hace ya más de veinte años, que todo esto no era más que el principio
del fin. Hace más de cincuenta años que esta Provincia es un agudo combatir. De una
parte el Rey tratando de ensillarnos; de la otra nosotros, afanosos de volver a ser
libres. Es un juego aburrido y complicado. Unas veces es Su Majestad quien nos pone
en aprietos; las más de las veces somos nosotros quienes lo ponemos a pedir cacao.
Hemos sido hábiles, no lo puedo negar. Ya la última jugada es la Independencia. Me
preocupa el odio entre los pardos».
—Toc, toc, toc —barboteó el Pez.
¿En qué parará todo esto?
—Toc, toc, toc —volvió a responder.
¿Quién será el hombre que ha de acaudillar a este pardaje lleno de rencor y
sediento de sangre?
—Toc, toc, toc —respondió en claro chasquear de lengua.
Siempre he sido enemigo de independizarnos de España, pero cada vez me
convenzo más de que Juan Vicente y Mijares tienen razón.
Hace poco vino a vernos un representante del Rey de In​glaterra. Era un hombre
mal encarado y tan arrogante y despec​tivo que a su lado un Factor de la Guipuzcoana
parecía un terciazo. Usaba un lenguaje asqueroso, frío y preciso, de mercader:
—¿Qué ofrecéis a cambio de la ayuda que solicitáis? ¿Qué posibilidades nos
ofrecéis de que Inglaterra instale sus factorías en Venezuela? ¿En cuánto tiempo nos
pagarían las armas que os suministraremos? ¿Cuál será el interés? ¿Y si fracasan, qué
ga​rantía nos presentan para salvaguardar nuestras inversiones?
Nos propuso cediésemos La Margarita o La Trinidad. Del tiro saltó la espada del
Cautivo. Lo mandamos a paseo.

—¡Qué está servido! —gritaba aquella mañana Juana la Poncha.


Juan Manuel ante el reclamo se irguió en la silla y pasó al comedor. Martín
Eugenio, su cuñado, almorzaba con él. El mantuano hablaba con entusiasmo de
Carmen, su novia, y de su próximo matrimonio a celebrarse antes de un mes. El
hermano de María Jimena sonrió para sí. Ayer tarde recibió carta de un amigo
cumanés:

www.lectulandia.com - Página 602


La que está imposible de pretenciosa e insoportable es Carmen Cervériz, desde
que se va a casar con ese viejo barrigón. Aquí se ha echado una cantidad de
enemigos al quitarse la care​ta. Nos llamó pueblerinos, aristócratas de quinta
categoría, gam​berros y otras lindezas, proclamando en casa de los Sucre, que
afortunadamente se largaba de Cumaná para irse a Caracas, donde sería la esposa
del mantuano más mantuano del mantuanaje. Desde entonces la llaman «La
Mantuanita». Aconséjala bien cuando esté con ustedes. El mal de esa niña siempre
ha sido la soberbia. En eso es igualita a la madre y a la bisabuela, que a sesenta
años de su muerte la gente vieja no olvida. Yo com​padezco al pobre Juan Manuel si
está creyendo que lo quiere. A ella lo único que le interesa de él es el oropel
suntuario donde brille. Eso de ser condesa la tiene chiflada. Por eso se le suicidó el
marido hace años, harto de tantas humillaciones. Antes de despedirme: el viejo
Cervériz se trajo una esclava de rechupete, que si no se la está pasando por el filo,
hago voto de castidad. Es un hembrón de espanto y brinco que aquí nos tiene a todos
de cabeza. Abrazos.

Luis Manuel.

Ante su inminente matrimonio, Don Juan Manuel rebajó de peso. Hizo


modificaciones en la vieja casona. Trazó corredores laterales. Compró muebles. En el
salón de los retratos colgó, al lado de su abuelo, una vera copia del retrato de Santa
Ca​talina.
No ocultaba su alegría. Hablaba todo el tiempo de Carmen y de sus encantos. Un
día, sin embargo, percibió un hondo y signi​ficativo silencio al referirse a ella. Días
más tarde, Doñana, al mencionarla, tuvo un fugaz gesto desdeñoso. Una de sus
primas, por tres veces, varió con rudeza el tema. Su hija otro día fue más enérgica en
su gesto de rechazo.
—¿Qué te pasa, hija? —preguntó tomándola por el brazo—. ¿Es que no te gusta
mi novia?
—¡No! —respondió redonda asomando un timbre de aflicción.
Femando Ascanio, su marido, apareció en ese instante. Do​ñana sollozaba. Corrió
hacia él.
—¿Se puede saber qué carrizo es lo que sucede? —gritó Juan Manuel fuera de sí
—. ¿Por qué no les gusta Carmen?
Fernando Ascanio bajó los ojos sin responder. Juan Manuel repitió su pregunta.
Luego de muchos circunloquios el mozo dijo:
—Pues, al parecer, y esto es desgraciadamente cierto, la familia de Carmen, a
pesar de su importancia y buena presencia, no está a la altura de la nuestra… Es nieta

www.lectulandia.com - Página 603


de Salucita.
—¡No! —exclamó el mantuano derrumbándose en una silla, en medio de las
carcajadas de Don Feliciano, el toque de queda del Pez y el resonar de la Cantaora en
su panoplia.
Don Juan Manuel hizo leer a su yerno la carta de ruptura que envió a Carmen.
—Te felicito —dijo Femando Ascanio, luego de enterarse—. Eso era lo que
tenias que hacer: mandarla al diablo. Y lo que más me gusta —añadió— es esta frase
donde para terminar le dices: «…y sobre todo, señora mía, no somos iguales…».
Cómo se irá a poner de caliente esa negra tan parejera.
Juan Manuel pasó el día pesaroso y sin apetito. A mediodía vino a visitarlo Martín
Eugenio.
—¿Y a ti qué te importa que fuese o no nieta de Salucita? —le señaló
recriminativo—. Al fin y al cabo era una mujer guapa, seria y con dinero, que hubiese
sido para ti una excelente compa​ñera. Yo no sé qué es lo que tú te estás creyendo.
Sería bueno, mi vale, que te vayas bajando de esa nube.
—Pero, Martín Eugenio —protestó Juan Manuel— ¿es que se te olvida quién era
Salucita, la hija de Salú, la mismísima bruja Cumbamba?
Violenta y fugaz vino la imagen de la cocinera que el señor de Cervériz se llevó a
Cumaná. Sobreponiéndose a sus ideas pro​siguió:
—¿Cómo crees tú que yo un Blanco y Palacios descendiente de reyes y ahora en
trance de ser Conde de la Ensenada por obra…?
—De cien mil reales… —le espetó su cuñado.
Bramó Don Juan Manuel:
—¡No es por los cien mil reales, carrizo! Es por mi abolengo. Por la pureza de mi
sangre. Por el derecho casi divino que tengo a gobernador. Ahí tienes el caso de Juan
Vicente Bolívar y los Vegas. No han conseguido ni una pinche baronía a pesar de la
platada que han mandado…
—Es que ya eso es demasiado —respondió sardónico Martín Eugenio…—.
Bueno, vale —dijo poniéndose en pie—. Me voy por​que tengo que hacer una
diligencia antes de irme a beber los miaítos del hijo de Juan Vicente. Nos
encontramos allá.
—Yo no voy.
—¿Pero cómo no vas a ir? ¿Simón no es acaso tu ahijado?
—Por más que lo sea. Me has puesto de malhumor y ya estoy harto que Juan
Vicente, Mijares y Tovar sigan con la guachafita de que hay que independizarse.
—Pero ¿tú no estabas de acuerdo? Hace cuatro días firmaste la carta a Miranda.
—Eso fue un mal momento. Ahora mismo me voy a retractar. Míster Sam no se
ha marchado todavía.
—Me parece bien.

www.lectulandia.com - Página 604


—Además chico, yo soy Conde de la Ensenada. No se te ol​vide que soy amigo
del Rey. Y que le debo fidelidad.
Apenas se hubo marchado Martín Eugenio de Herrera y Ra​da recibió un llamado
urgente de Don Manolo González, el aeronáutico gobernador.
—¡Qué fastidio! —se dijo Don Juan Manuel—. ¿Cuál será la nueva locura de
Don Manolo con su teatro? Ayer volvió a proponerme un papel en El Alcalde de
Zalamea.
Peluquín de corte. Tricornio. Bastón de mando. Juan, Se​bastián, Alicusio y
Matacán esperan junto al palanquín. Pita el Pez admirativo al verlo salir del cuarto
verde.
—Mi amo —dice Miguelito, el mayordomo, a su espalda—. Mira lo que te
manda tu novia.
Ulula el Pez. Don Feliciano se descuelga de su percha. Se vuelve Don Juan
Manuel. María Salú, la cocinera de Cervériz le sonríe insinuante:
—Mi ama me mandó por delante. Te traigo esta carta:

Mi querido Juan Manuel:


Cuento los días que faltan para que sea tu esposa…

No ha recibido la carta de rompimiento. ¡Qué varilla!


—¿Cuándo saliste tú de Cumaná?
—Hará dos semanas.
—Juana la Poncha, hazte cargo de esta negra buena mientras pienso qué hacer
con ella.
Sube el palanquín. Arriba y arriba, Don Juan Manuel de Blanco y Palacios se
bambolea.
—Algo muy enojoso debo deciros, Don Juan Manuel —le observa apacible el
Gobernador luego de un prolongado escarceo sobre teatro y cacao. El mantuano,
preso de un presentimiento, lo ve muy hondo a los ojos.
—Se trata de vuestro título de Conde de la Ensenada. Acabo de recibir una
correspondencia del Rey de Armas de Su Ma​jestad…
—¿Y qué hay con eso? —preguntó ansioso.
—Existen dificultades para concederos el título…
¡Carmen y Salucita! Ya me lo sospechaba…
—Me imagino cuáles son los reparos —respondió dueño de si mismo—. Fui
sorprendido en mi buena fe, pero hará cuestión de quince días puse fin a tan enojoso
asunto.
Don Manolo lo miró entre confuso y sonriente:
—Perdonad, Don Juan Manuel; pero me temo que andáis por los caminos de
Ubeda. El Rey de Armas —dijo tragando grueso— objeta vuestra limpieza de sangre.

www.lectulandia.com - Página 605


—¡Mi limpieza de sangre! —rugió tornando cárdeno el rostro—. ¿Pero es que ese
mequetrefe ha perdido el seso? No hay sangre más pura en todo el imperio que la
mía.
—No lo pongo en duda, mi querido amigo —añadió Don Ma​nolo apaciguador—,
pero bien sabéis que al mejor cazador… y que hay genealogías que por cada fruta
tienen su puta…
—¡Excelencia! —protestó rugiente.
—El caso es que al parecer hay en vuestro árbol de ancestro algunas ramas
torcidas…
—¡Falso! —exclamó fuera de si con las pupilas sangrantes.
—Aquí se dice que vuestra abuela Bienvenida era hija de esclava.
—¡Abominación de Satanás! ¡Calumnia impía!
—Y que no hubo una Manrique de Lara sino una india llama​da Acarantair.
Don Juan Manuel se sintió desvanecer. Don Manolo Gon​zález hubo de hacerle
beber a toda prisa un vaso de aguardiente, tal era el color marmóreo de su tez y sus
labios exangües.
—Pero tranquilizaos, ni noble amigo —añadió el Gobernador apenas se
sobrepuso—. No todo es malo. Todavía hay posibili​dades de que seáis Conde de la
Ensenada. Me dice el Rey de Armas que por especial disposición de su Majestad
Carlos III de acatar ciertos requisitos se os pase por alto las indeseables que como
caimanas acechan vuestra estirpe.
—¿Y cuáles son esos requisitos?
—Que enviéis otros cien mil reales.
Una oleada de rubor tiñó la lividez anterior:
—¡Al diablo el Rey! ¡Al diablo vos! ¡Al diablo España!
—Pero Don Juan Manuel —balbuceó el Gobernador corrien​do tras él—. Esperad,
amigo mío. No os enfadéis.
—Ya es muy tarde. En un instante me habéis hecho compren​der lo que no logré
en cincuenta años.
Y dirigiéndose a Miguelito, el caporal le ordenó con voz recia:
—A la casa de Don Juan Vicente Bolívar y Ponte.

144.¡Abajo el Rey! ¡Abajo España!

Parranda de hombres a mediodía a la sombra aparaguada de un cotoperiz. El


Guayre al fondo precedido por cuadros de hortali​zas. En circulo cerrado los Amos del
Valle. A veinte pasos humea una ternera. La negra Hipólita siempre sonriente ofrece
tequeños a los invitados.
—Están como te gustan —dice confianzuda a Don Juan Ma​nuel quien para

www.lectulandia.com - Página 606


sorpresa de todos se ha tomado ya cuatro copas de leche de burra, una de torco y un
julepe. Juan Vicente Bolívar, en camisa, se ríe al mirarle el rostro encarnado y la
mirada dis​tinta:
—¿Qué le pasará a Juan Manuel?
Se habla de independencia. Salvo José Miguel Berroterán VI Marqués del Valle
quien habla de graves peligros. La mayoría son partidarios de seguir el ejemplo de los
Estados Unidos de Norteamérica.
—España es un país debilitado en estos momentos, mi querido marquesito —le
respondió entre grave y zumbón Juan Vicente—. ¿Para cuándo lo vamos a dejar? No
tiene flota ni ejército que oponernos.
—Yo no hablo de ejércitos españoles —contestó con vehemen​cia Berroterán—.
Yo hablo de los cientos de miles de pardos y negros que nos odian a muerte y que se
volverán contra nosotros.
—Venderemos mejor el cacao —observó Ibarra.
—Meteremos a los negros en cintura —dijo Felicianito Pa​lacios.
—Sí, oh, chico, muerde aquí —espetó acre Berroterán—. ¿Tú como que no sales
a la calle? ¿Es que no te has dado cuenta que el pardaje ya no aguanta más? Miren —
exclamó callando a todos—. El día en que a nosotros se nos ocurra separarnos de
España, vamos a ver con felicidad el día en que llegue una flota a poner el orden,
porque el peo que se va armar será de Padre y Señor mío. Y si el Rey no logra
recuperar estas tierras para su corona, tan sólo el caos, la guerra civil, la anarquía y
hasta la sustitución de nosotros mismos por un zambo alzado, será la resultante por
muchos siglos.
—¡Ay, que casualidad! —observó uno de los Gedler—. Ano​che soñé que un tipo
como Cuarto e Zambo entraba triunfante a Caracas.
—Déjate de necedades Diego —le espetó Juan Manuel, quien entre ansioso y
ebrio metió baza por primera vez—. Yo, igual que tú, era el más recalcitrante opositor
para independizarnos. Luego de estar en España y conocer al Rey, pienso todo lo con​-
trario: con ellos no tenemos ningún porvenir. Ni españoles de segunda nos
consideran.
Don Juan Manuel cayéndose, levantó su copa y con voz au​téntica de borracho,
gritó:
—¡Brindo por la Independencia de Venezuela! ¡Abajo el Rey! ¡Abajo España!
Una salva de aplausos se sucedió. Fernando Ascanio, hasta ese instante
silencioso, intervino:
—Yo me temo que nos estamos metiendo en una vaina muy sería. Y si nos
equivocamos arruinaremos al país, a nuestros hijos y a nuestros nietos. Yo creo, al
igual que Berroterán, que tan sólo el prestigio del Rey nos permite mantener el
equilibrio político que cada vez se hace más precario.

www.lectulandia.com - Página 607


Pedro Vegas y Mendoza le arrebató la palabra.
—Yo no sé quién les ha metido a ustedes tanto miedo a los negros. Negro no le
gana a blanco sino halando escardilla. Yo sólo me basto para cien. Encima de ser
cobardes, no tienen expe​riencia en el manejo de las armas. En cambio nosotros
tenemos doscientos años luchando contra indios y piratas.
—Ustedes los Vegas —observó zumbón Gabriel Remigio de Ibarra— apenas
tienen sesentiocho años en el Valle. De modo que deja la echonería…
Pedro, ignorando la acotación, prosiguió:
—Aparte de que yo no veo por qué han de odiarnos. Yo no sé de dónde sacan una
idea tan peregrina. Mis negros me quieren y en lo personal tengo muy buenas
relaciones con todos los pardos.
Francisco Mijares soltó una risilla burlona.
—Sigue asi y te van a enterrar en urna blanca.
Diego Plaza insistió con voz enfática:
—Aunque en modo alguno soy partidario de separarnos de España y considero
delito de alta traición el sólo hecho de insi​nuarlo, estoy en desacuerdo con la política
de la corona de favo​recer a los hombres de color, pues son menos que mierda. ¿Qué
les parece si mandamos representantes ante el mismo Rey para que les hagamos ver
los errores de su actitud?
—¡Ay, vale! —observó Marcos Ribas—. ¿Hasta cuándo va​mos a esperar?
Juan Manuel sintió que una fuerza desconocida lo succiona​ba y tiraba hacia
arriba. Veía con dificultad. Sus ojos convergían sin fuerza hacia la nariz. Un mareo
poderoso lo sacudía.
Juan Vicente Bolívar gritó de pronto:
—Bueno, bueno, mis amigos y parientes, como veo que la suerte está echada, os
voy a dar una noticia: el General Fran​cisco de Miranda, venezolano, héroe de la
Independencia Norteamericana, nos ofrece su ayuda y hasta un ejército, para emanci​-
parnos de España. He aquí su última carta.
—¡Un momento, señores! —gritó indignado el Marqués del Valle de Santiago—.
Lo que Juan Vicente dice y ustedes aprue​ban, es traición al Rey, y no estoy dispuesto
a seguir escuchán​dolos.
—¡Cobarde!
—¡Traidor!
—¡Miserable!

Juan Manuel ebrio en su palanquín de mano, se bambolea con sus gorgueras, con
sus creencias, con sus ideas. Las voces de sus amigos estallan como fruto de habillo:
—¡Llegó el momento!
—¡Luego será imposible!
—Vendrá la guerra. Los esclavos matan siempre a sus dueños.

www.lectulandia.com - Página 608


—Los pardos tienen la fuerza de la mayoría. A nosotros nos ampara el poder del
Rey. Desconocer su autoridad es quedarnos sin Dios ni Santa María. Cualquier
sargento español los lanzará en nuestra contra.
—¡Venderemos mejor el cacao! Seremos más ricos. Más fuer​tes. Les quitaremos
a los pardos su parejería. A bastonazos o a sablazos, que lo mismo da.
—¡Vendrá la guerra y la muerte!
—¡Traidor!
—¡Miserable!
—¡Cobarde!
En la cama prosiguen las voces.
—Desaparecerá la civilización cristiana.
—Toc, toc, toc —responde el Pez.
—Los nuevos amos del país impondrán como leyes sus bárba​ras creencias.
—Si ellas existen, somos los responsables.
Un chiflido largo soltó el pescado.
—No se puede hacer un país con amos y esclavos. Fumamos sobre un barril de
pólvora. El odio es infinito. El mestizaje, mul​ticolor y acuartelado.
—Tchac, tchac, tchac, toc, toc, toc.
—España cavó su tumba al dictar las leyes de casta. —Tchac, tchac, tchac, toc,
toc, toc.
El gato de los ojos rojos lo mira, lo mira, lo mira.

145. La Historia Secreta de Caracas.

Juan Manuel con la boca seca despertó sobresaltado en la penumbra de su


habitación: le había visto el rostro a la mu​jer del manto; había caminado entre las
tumbas de sus antepa​sados; había estado con ellos a todo lo largo de la historia del
Valle.
—¡Dios! —exclamó— ¡qué pesadilla!
—Toc, toc, toc, tchac, tchac, tchac —cantó el Pez.
No era ninguna pesadilla. Ahí estaba, al pie de la cama, el cofre de los secretos
que le trajo Martín Eugenio, su cuñado. Adentro, en la misma bolsa embetunada La
Historia Secreta de Caracas de su abuelo Jorge Blanco y Mijares, y el segundo tomo
de La Historia de Venezuela de Oviedo y Baños que copiara Nicolás Herrera y
Ascanio cuando se la prestó para que le diera su parecer. Herrera y Ascanio era tío
abuelo de Martín Eugenio, su cuñado. La copia y la nota de introducción era de 1721,
el año de su muerte. La historia del Cautivo, del que tanto se enor​gullecía, era
oprobiosa. Esclarecedora y trágica la narración de Diego García. Espantable la
crónica de Ño Cacaseno.

www.lectulandia.com - Página 609


En la oscuridad miró fijamente a la lámpara votiva.
—Anoche, ya para cerrar el portón, se le presentó Martín Eugenio sacudiéndolo
indignado: «Despierta, viejo canalla».
Entre dormido y despierto intentó valerse, pero su cuñado lo derribó cual si le
hubiese dado un mazazo al entregarle una carta fechada en Cumaná:
—Lee, para que conozcas tu horrendo crimen.
Carmen Cervériz —contaba quien escribía— no pudiendo resistir la humillación
de verse rechazada por Juan Manuel al tildarla de parda, agarró la pistola de su padre
y se descerrajó un tiro en la boca.
—¿Te has dado cuenta —le dijo agrio luego de leerla— lo que has hecho con tu
estúpido orgullo y tus aires de gran señor, que no sé de dónde los tomas? ¿Hasta
cuándo los que piensan como tú continuarán sembrando desgracias en base a castas y
a mi​tos que nunca fueron? Toma —le dijo abriendo el cofre—. Ahí tienes la
verdadera historia. ¡Conócela ya! Y vamos a ver si so​brevives.
Por más de dos horas Juan Manuel permaneció sumido en el estupor por la
muerte de Carmen, con los ojos puestos en el hilo de oro de las armas de su familia.
La voz de Martín Eugenio le fustigó dentro:
—Lee el cofre de los secretos. Es bueno que conozcas ya, de una vez, la
verdadera historia.
Ño Cacaseno, continuador de la historia de Jorge Blanco, le reveló de pronto el
enigma de la Isla de los Esqueletos, la única sombra de pesar que le salió al paso en
aquel viaje donde conoció a Carmen.

Ya se avistaba entre brumas el Ávila, cuando un viento huraca​nado arrastró la


nave hacia el Norte. La tarde se oscureció de pronto. Una isla en forma de barco
apareció a babor. La tempes​tad estaba a punto de estallar. El capitán guareció el barco
en la ensenada. La nave se estremeció como si fuera a romper las ama​rras. En la
mañana brillaba el sol entre aguas claras y transpa​rentes.
—¿Cómo se llama esta isla? —preguntó Juan Manuel.
—La Isla de los Esqueletos —respondió el Capitán—. Es una isla maldita. Está
llena de huesos por todas partes. Los marinos le tienen miedo. Al parecer hubo una
matazón entre dos grupos de náufragos. En medio de la ensenada hay un
barquichuelo hun​dido y otro grande a la salida. Los veréis al zarpar.
Juan Manuel bajó solo a la playa. Nadie quiso acompa​ñarlo.
Veinte esqueletos yacían uno junto a otro a la orilla del mar. Otros nueve estaban
dispersos a todo lo largo de la playa y había uno aparte y solitario, sentado al pie de
una roca grande.
Intrigado se acercó hasta él. Parecía esperarlo: con la cabe​za erecta, atentas las
cuencas vacías.
Al cuello llevaba una bolsa de cuero. Sobre la piedra lisa, tallada a cuchillo, había

www.lectulandia.com - Página 610


una inscripción:

Yo soy Mojón de a Ocho. Voy a morir de hambre y de sed. Los vascos trataron de
huir. Tras esta roca está el tesoro de Morgan.

Martín Eugenio, su cuñado, entregó a Juan Manuel la carta que Juan de Dios
Roscio le dictase en el momento de morir.
—Me hizo prometer que no te la entregaría antes de cinco años. Su propósito,
según me dijo, no era vengarse, sino hacerte conocer la verdad, pues como él mismo
decía: «De la ignorancia nace la soberbia…».
A cada pliego que Juan Manuel leía fueron acentuándose los surcos de su cara. Al
terminar su lectura, era un anciano amari​llento.

Caracas 19 de marzo de 1776

Mi respetado Don Juan Manuel:

Teniendo la sensación de que voy a morir, os quiero contar la historia que me


refirió mi padre momentos antes de que un siervo de vuestro padre lo hiriera de
muerte.
Es una historia, sin duda, desagradable. Pero como os adju​dico acidez y más de
bondad, estoy seguro que sacaréis de ella algún provecho, para mejor trato y
gobierno de los humildes.
Por más de tres horas mi padre se debatió en la agonía. Cuando le dije que su
agresor era un esclavo de Don Martín Esteban, tan solo dijo:
—Así tenia que ser, Martín Esteban vino al mundo por arte del demonio y como
diablo también había de morir.
—La niña Cata, vuestra abuela —refería mi padre— consultó a una bruja de
mucha fama llamada Yocama. Al día siguiente la bruja se presentó con un saco de
yerbas y un hombre de mediana edad. Era su hijo Ño Ramón, quien años después,
borracho, con​tó a Ño Cacaseno, mi padre, una extraña historia. La bruja y que le
dijo a Don Jorge: que cerrara todas las puertas y ventanas para que nadie los
importunara en su trabajo, dando a Doña Cata un guarapo que al tomarlo la dejó
como si estuviera muer​ta, por un largo rato.
—Que nadie y menos tú, entre a su cuarto mientras dure el ensalmo —dijo
Yocama a vuestro abuelo.
Yocama ordenó a Don Jorge rezar en el oratorio, «con los ojos cubiertos y sin
pensar en otra cosa que en el rostro de Dios».
Aprovechando el candor de Don Jorge y del sueño profundo de vuestra abuela.
Ño Ramón se aprovechó de Doña Cata, y así lo repitió por ocho días, en que la dejó

www.lectulandia.com - Página 611


preñada.
Yocama a su vez le refirió a su hijo que Rodrigo Blanco era su padre. Fue él
quien se lo sembró luego de haberla violentado. En ese entonces me llamaba «La
Pastorcita». He cumplido mi promesa: devolverle su sangre recrecida.
¿Veis ahora, Don Juan Manuel, que no tenéis razón alguna para enorgulleceros
ni avergonzaros de vuestro ancestro, que es el mismo mío, al igual que todos aquellos
que no sean puros españoles, puros indios o puros negros y que como bien sabéis,
entre todos juntos no hacen una cuarta parte de la gente que ha​bita en esta
Provincia? Todos somos hermanos. Todos llevamos la misma sangre. Unos más
claros que otros y algunos más oscuros. Yocama, vuestra bisabuela, al igual que Ño
Ñaragato, el abuelo de mi padre, eran descendientes muy directos de una pros​tituta
llamada la Pelo e Yodo, que como todo el mundo sabe, fue engendrada por obra de
la violencia cuando los piratas de Amyas Preston violaron a una zambita en Macuto.
—¿Yo nieto de la Pelo e Yodo? —clamó Don Juan Manuel.
Sois descendiente de Rodrigo Blanco y también de Carlos V, pero no a través de
Jorge Blanco, sino del humilde Ño Ramón; de la misma forma que descendéis del
Cautivo, el gran y esfor​zado conquistador, al igual que todos en este Valle, por la
línea de la esclava Rosalía, mi sexta abuela también.
¿Comprendéis ahora, Don Juan Manuel, la verdad de todas las cosas y lo
absurdo que resulta empeñarse en buscar lo que diferencia a los hombres de esta
tierra, que a la postre y a lo largo, tienen el mismo origen?
P. D. Para una mejor comprensión, os adjunto un árbol genea​lógico de vuestra
verdadera ascendencia.
Juan de Dios Roscio

146. Yo te bautizo Simón José Antonio de la Santísima Trinidad.

Don Juan Manuel tambaleante salió al patio. Juana la Poncha con voz de asombro
que pretendió hacer de guasa, le dijo:
—¿Y a ti qué es lo que te ha pasao, que tienes esa cara de hicaco? Anda a lavarte
y a vestirte, que el bautizo es para las diez de la mañana y vas a llegar tarde.
Don Juan Manuel desencajado sube a la silla de mano.
—A Catedral —ordena a los portadores.
Cerró las cortinillas y recostó la cabeza en el espaldar.
—Por lo que pesa —afirmó Matacán— ya no es un Amo del Valle.
—Dios mió —clama—. Cuán grande es mi pecado y cuán horrible mi culpa.
Cuán amargo el saber.
La silla avanza; los negros bufan; los negros sudan. Don Juan Manuel de Blanco

www.lectulandia.com - Página 612


y Palacios se bambolea con sus gorgueras de fino encaje, con sus creencias, con sus
ideas.
—Cuánto daño hizo mi padre. Cuánto mal hizo el Águila Dragante. Soy nieto de
Ño Ramón, bisnieto de Yocama, la he​chicera.
Juan Félix rezaba el Credo. Los Amos del Valle en cuatro filas, van de la pila al
enrejado. Los incensarios hacen una niebla densa. La silla de mano se bambolea.
—Calla negro ladino y mira el suelo que vas pisando.
Sexto nieto de Rosalía. Oh, Conde de la Ensenada.
Afuera estruendo de mercachifles y mujeres de placer.
—Aquí está la chicha del negro Simón.
—Los tres platicos, el baño e’ la vela, la sortija vaya y venga. Cama y hembra por
tres reales.
—Adiós Juan Manuel. Soy la Matea y ya me echas al olvido, guapo y donoso.
—¿Dónde estamos? ¿Dónde estoy? —chilla tirando la corti​nilla.
Recorre el último trozo de la calle de La Amargura en el Silencio.
—Estos negros del carrizo —se revuelve enfurecido—. ¿A dónde creen que
quiero ir?
Una algodonada sensación ingrávida lo toma en vilo. Una niebla espesa
entenebrece y ahúma. La silla de mano va por los aires. Alcanza las ventanas.
Traspone el techo. Juan Manuel con ojos de estupor saca la cabeza afuera. El primer
portador que va a la derecha y adelante no es Matacán. Lleva capa y som​brero.
—Padre —exclama con terror.
Martín Esteban le ordena silencio.
Juan Manuel mira hacia atrás.
—Abuelo —Don Feliciano va en el lugar de Alicusio. Tampo​co le responde.
Triste y apesadumbrado lleva el rostro.
—Padre y abuelo. ¿A dónde me lleváis? —gimió Juan Manuel.
Don Feliciano con ojos ausentes no parecía escucharlo. Mar​tin Esteban con su
capa amarilla y negra avanzaba en el aire.
De un salto corrió hacia la otra ventanilla. María Juana, su madre, con las crinejas
sueltas, está por el negro Juan.
—Madre, mamá. ¿A dónde me lleváis? ¿Qué será de mi?
—A Monguibel, do has de ir —respondió atrás Rosalía, que en ese momento tenía
el aspecto de una hembra de mucha edad.
—Por qué has torvado la catadura, sombroso. Te has puesto muy trasijado por
trametido: trufador de varonas. Vamos a un siesto en el Tártaro, al país de las tierras
negras, do impera el tempero, sosegado de vagar. Al vesperado vervezones te han de
yantar con venternía. Sepelido serás. Torna a tu culpa veyo e reza entre paladares e
deja ya queitas, quejas y quejumbres.

www.lectulandia.com - Página 613


Grande pelaza has inferido a moros e cristianos con tu lucífero e migudencias e tu
fullia mendicatore de natura. Pronto yacerás en foyo de monumento en el amortido
fosalario. Malfadado. Maleito. Fol.
Juan Manuel la veía lacrimoso. Ya era la hembra más esplen​dente de las siete
ciudades.
—Tirte fuera. Quítate de ahí —le ordenó con ira—. Y guárdate dentro que no es
tiempo para conturbar, ni para desfacer las al​bas negras. Mal varragan.
Juan Manuel a hombro de los suyos, se deslizó por parajes privados de color y de
señales audibles.
Una luz tenue se hizo más fuerte y redonda, como un sol de invierno. Sintió el
palanquín chocar contra el suelo. Al silencio siguió un ruido ensordecedor. Rosalía
abrió la portezuela.
—Bienvenido al Tártaro, Juan Manuel. Al que los pedantes llaman el Limbo, o el
sueño sin despertar. Aquí todo es una guarandinga: el pasado es mañana, el futuro es
ayer. Aquí todo espa​cio y todo tiempo tiene cabida. Pero cuidado, amor —dijo la
negra tomándole por el brazo— que allí vienen.
Hasta los mismos esclavos tuvieron miedo de los negros del Valle y de sus
excesos.
—Esto no puede seguir —dijo el coro de los mantuanos.
—Tenéis razón —aprobaron los siervos—. Tomad nuestras cadenas y
aherrojadlos con nosotros, que los negros del Valle son el principio de todo mal.
—No seáis cretinos —gritó Jorge Blanco a los que así hablaban—. ¿No os dais
cuenta que en ellos está la fuerza nueva que despunta? ¿Qué apenas agoten su juvenil
carrera trajinarán plácidos por la paz?
Ni dueños ni esclavos hicieron coro a sus palabras necias. A este palanquín loco
no lo mete en cintura sino un hombre recio y bragao.
Tras un apamate apareció un pardo de pelo rubio encrespa​do. Eugenia,
alborozada, dijo a Juan Manuel:
—Guá, mírame quien viene ahí; nada menos que el Catire Páez.
Una multitud abigarrada con hombres y mujeres de todas las castas llevaba al
mentado Páez sobre sus hombros y sus manos, peloteándoselo de un lugar a otro,
hasta subirlo a la silla de mano con el techo aserrado, de donde lo echaron al volcarlo
con estrépito.
Arriba de la silla, montado el uno sobre el otro, con rostros y voces de ebrios,
tocados con unos peluquines y otros con tricornios con el pecho al descubierto y con
sayas de señoras, iban sus portadores: Juan, Sebastián, Alicusio y Matacán.
—Aquí es, aquí es —les gritaba la gente borracha y desenfadada al verlos pasar.
—Véngase para acá, mi blanca —voceaba Alicusio a una sobrina de Don Juan
Manuel, que para pasmo del mantuano abría los brazos en un intento desvergonzado

www.lectulandia.com - Página 614


de treparse al palanquín.
—Cuatro son los negros del Valle —gritaban los portadores. Cien voces decían
con ellos:
—Juan.
—Sebastián.
—Alicusio.
—Matacán.
Juan disparaba sobre la multitud. Alicusio tiraba serpentinas que provocaban
incendios. Sebastián, de pie sobre el carro, se orinaba sobre la gente, que con
voracidad estiraban la lengua, abrían la boca para sorber el divino miamo que parecía
tocarlos de centellas, pues apenas bebían, enloquecían bailando como cabros,
dándose puñaladas entre ellos. Matacán era el único que mantenía una apariencia
digna.
La gente de pronto dejó de cantar y de reír: eran ya demasiados los enloquecidos
y los degollados.
—Yo soy la libertad —gritó de pronto con voz propia la silla de mano
transformándose en un blanco corcel.
—Soy el caballo de la Panoplia. No hay jinete que me encarame.
Un mestizo hosco zarandeó una soga y lo enlazó por el cuello. De un salto se
montó a horcajadas sobre él y lo montó en pelo.
El caballo de la Panoplia corcoveó, saltó, se paró en dos patas, trató de sacudirse,
pero fue inútil: no pudo deshacerse de su jinete.
—Yo soy el orden nuevo y me llamo Tadeo —dijo el hombre.
De entre las sombras salieron en tropel no menos de cuatrocientas personas
ricamente trajeadas y de rostros finos, que aplaudían y bailaban alrededor del rubio
domador.
—Que viva el general.
—Que viva el orden.
—Somos primos por la rama materna.
—Y el Monagas es muy antiguo; de los tiempos de Garci González.
—Y ésos, ¿quiénes son? —preguntó con sorpresa Juan Manuel a Eugenia.
—Los Veinte Amos del Valle.
—¿Y por qué son cuatrocientos?
—Ah, yo que sé —añadió displicente—. Pero espérate un momentico, que he de
dar mis saludos al General.
Y el caballo de blanco y brillante que era, se volvió ocre, triste, macilento y más
que un potro joven, como lo era, a los pocos minutos de haberlo domado el zambo,
parecía un jamelgo.
—¿Y esta vaina qué es? —se preguntó Juan Manuel.

www.lectulandia.com - Página 615


Pero una voz a sus espaldas reclamó su atención: un zambo viejo le dijo
mirándole a los ojos:
—Yo soy Ño Ramón, tu abuelo, Juan Manuel. Le sembré el vientre a Doña Cata
en un sueño profundo. Dame una limosnita, por amor de Dios.
—Yo soy Yocama, su madre, tu abuela, la que quemar hubieron en Cartagena por
haber tenido un delantal de culebras.
—Yo la Pelo e Yodo. De piratas y negros vengo y a mantuanos voy.
Una pareja ricamente vestida venía por el medio del camino. Él era un hombre de
mediana edad; ella, una agraciada joven que esgrimía a modo de bastón una espada
tan larga como la que lleva la reina de las barajas.
Eran Carlos V y la bella Adriana.
—Su Católica, Sacra, Cesárea y Real Majestad —exclamó Juan Manuel cayendo
de hinojos.
—Cuaj, cuaj, cuaj, —estalló a sus espaldas Rosalía—. Y a mí, a cuenta de negra
no me vas a decir ni ñé. Tan abuelo es tuyo como lo soy yo.
Un alarido salió tras la hoguera. Juan Manuel desgarrado vio avanzar a su padre,
tambaleante como ebrio.
—Ay de mí —clamaba lastimero el Gran Amo del Valle—. Como el Rey de la
tragedia antigua, llevé a mi lecho a la madre y a la hija. Al igual que él, merezco
tremendo castigo.
Y en un impulso se sacó los ojos con el cuchillo de caza.
—Padre —gimoteaba Juan Manuel—. ¿Qué has hecho, por Dios Santo?
Pero el Gran Amo del Valle, a pesar de tener la cara sangrante, gritó jubiloso al
caballo loco: «Toma» —y le dio a comer los guiñapos que llenaban sus cuencas,
ahora vacías.
—Qué masto. Qué macho —aplaudía alborozada la negra Rosalía, cambiando a
relampagazos su edad y aspecto—. Me finco de hinojos. Me abro de piernas. Me
escarrancho. Estoy engrilla​da y gradosa. Lo fornicaría. Que home lindo, luciferal e
mardil.
El caballo loco devoró con deleite los ojos y pifió de alegría.
De un sacudón botó al jinete y volvió a ser la silla de los negros del Valle.
—Venid, hermanos —gritaban—. Que ha vuelto la libertad. Que ya no hay más
amos que nos opriman.
Juan.
Sebastián.
Alicusio y.
Matacán.
Y los cuatro negros corrieron arriba de la multitud por los cuatro caminos, y la
tierra y los plantíos se cubrieron de fuego.

www.lectulandia.com - Página 616


Las casas y los plantíos ardían en todos los contornos. Esclavos de mirada roja
hacían rodar cabezas.
—Toc, toc, toc —cantaba el Urogallo.
Un hombre rubio con ojos de gato y cara de perro hambriento, entra a la casa de
Juan Manuel; en sus brazos va Doñana, vieja, gorda y desgonzada, como una paloma
muerta.
—Toc, toc, toc —dice el hombre.
—Ana, Doñana, mi muchachita —grita el mantuano desgarrador—. ¿Por qué vas
muerta?
—Tú lo quisiste así —le grita Matacán—. ¿De qué te quejas? Atiende ahora a lo
que muy pronto ha de ser.
Un ejército andrajoso avanza amenazador esgrimiendo sus machetes.
Una doble fila de hombres armados los esperan apuntándolos con sus fusiles.
Llevan casacas de ricos paños y peluquines azules.
—Fuego —ordena una voz.
Caen cientos, pero las descargas sucesivas no logran contenerlos.
—Toc, toc, toc.
Una voz de generala grita a la tropa de línea:
—Llegó la hora de usarlas.
Los batallones empelucados se abren en abanico. Mujeres desnudas de grandes
mantos avanzan contra los desarrapados.
—Urpia, Dolores, se alzó un limpio —grita Alicusio al ver a Eugenia. Lo que ha
podido ser batalla campal, terminó en saraos y contradanzas.
—Al fin la síntesis —observó desde el charcal Jorge Blanco—. En el amor y la
guerra se emparejan las cargas.
La voz matriarcal de Doñana se impuso al bullicio:
—Niñas, niñas, acordaos que sólo a los jefes os debéis. Nada al peonaje.
Las hordas se replegaron:
—Lo siento, chico, pero es mamabuela la que habla.
Y los negros y mulatos de segundo rango dejaron de bailar e hicieron barra al
General y a los Veinte Amos del Valle.
Una voz saltó entre los desarrapados.
—¿Y esto qué es? Tenemos hambre.
Pero el General Sebastián, ya de peluca y fustán con uniforme entorchado,
respondió airado:
—A callar, lambucio. A su trabajo cada quien. Negros pare​jeros. Yo soy el orden.
¿No ven que monto al caballo loco?
El caballo de la panoplia trotó a buen paso por un tiempo largo, hasta que la tierra
volvió a incendiarse. De los árboles pendían racimos de ahorcados. Los ríos bajaban

www.lectulandia.com - Página 617


llenos de sangre: erizados de machete.
—Toc, toc, toc —cantaba el Urogallo desde un peñasco.
Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.

Veintitrés indios desnudos cruzados por estacas de la gargan​ta al intestino,


bailaban en derredor del Cautivo pulseando un laúd:
—Dadnos la muerte, señor —decían entre gemidos—. Acaba ya nuestro suplicio.
—No puedo hacer tal. Soy católico y simétrico y todo esto es obra de mi excelso
capitán.
—¡Date cuenta, gran señor, que por cada estaca abonada con nuestra sangre y
estiércol nacerán árboles y bosques de fuego!
—Toc, toc, toc.
—No soy personaje histórico —respondió el Cautivo.
—Eso no lo sabe nadie sino hasta el final —musitó Jorge Blanco a su lado,
empeñado en desecar un pantano con un tobo pequeño.
—Me importa un bledo el futuro.
—De ahí nuestro padecer.
—¿Y qué haces tú, sácate que te saca agua con esos tobitos?
—Desecamos el pantano.
—¿Con ese tobito? —preguntó el Cautivo soltando la risa—. La verdad es que
estáis más chiflados que el tío aquel a quien llama Rosalía el niño Simón: se necesita
estar chalado para estar arando en el mar.
Jorge Blanco sin hacerle caso volvió a su rutina, y reabrió el cántaro que le
pasaba a Nicolás García, que a su vez le entre​gaba a Alonso Andrea de Ledesma
mientras recitaban coro sin estribillo: «Si no es por vosotros ni para vosotros, será
para ellos y para ellos que algún día será».
Un hombre de blancura marmórea gemía con gran aflicción:
—¡Ay, Madre, cómo me duele España! ¡Ay, Madre cómo me duele la tierra
nueva! ¡Rosalba alba! ¡La de las pezuñas largas! ¡Ay, mis mulatas en flor!
Pero un coro estridente distrajo su atención:
—¡Vendrá la muerte, la guerra y la destrucción! ¡No seáis insensatos!
—Toc, toc, toc —cantó estridente el Urogallo.
Exhausto y trepidante retornó el caballo loco:
—No puedo más —exclamó con desaliento—. Ya necesito un jinete.
Un hombre parecido a San Pablo saltó de la hoguera.
—Yo soy el orden nuevo —gritó tirándole de las riendas y clavándole hasta
sangrar sus espuelas de plata en los ijares.

www.lectulandia.com - Página 618


El caballo volvió a tornarse triste mientras el nuevo jinete agitaba un oriflama
amarillo.
—Soy tu pariente Don Juan Manuel y Antoñito Guzmán me han de llamar.
—Y con los míos con o sin razón —respondió detrás, Jorge Blanco.
La hoguera que daba frío se volvió de pronto una esquelética torre de plata, de
cuatro patas apenas. Arriba, súbitamente, saltó en chorro un líquido hediondo y
negro. Hombres rubios que hablaban en holandés y en lengua bárbara corrieron en
tropel hacia las torres para beber y bañarse en él y se hacían más jóvenes, más fuertes
y más hermosos mientras más bebían y chapoteaban en aquella inmunda charca.
—La Fuente de Ponce de León —exclamó Don Juan Manuel. La Fuente de la
Eterna Juventud. Esta no me la pierdo.
Pero cuando ya se desvestía para sumergirse observó que la charca milagrosa no
tenía el mismo efecto para los criollos ni para el negraje. Luego que bebían y se
bañaban no sólo quedaban tan jipatos como antes, sino que enflaquecían y fueron
muchos los que se ahogaron con la cara embetunada.
El caballo loco, de nuevo sin jinete, corrió brioso hacia la poza.
—Seré más fuerte. Seré más bello. Seré más libre cuando me hay a bañado en el
agua negra —decía caracoleando de alborozo.
Pero cuando llegó a la torre, mil hombres boca abajo colgados por los testículos
lo detuvieron. No tuvo tiempo de saber qué sucedía. Los hombres rubios que
hablaban inglés corrieron hacia él y con la ayuda de algunos criollos de buen plantaje
le dieron caza, dobláronle las patas, lo azotaron, lo ensillaron y le pusieron frenos
hasta que le reventaron las encías. Era un pobre jamelgo lleno de mataduras cuando
entre todos le pusieron por jinete a un hombre gordo de guantes que decía a cada rato:
—Ajá. ¿Y ajá cómo están los amigos?
Don Juan Manuel sintió un calor constrictivo. Un mareo fuerte lo envolvía. El
aire se le vuelve agrio. Una garra sin mano lo estrangula. Una viga sin cuerpo lo
comprime. Un cuchillo sin mango le atraviesa el corazón.
Cata y Doña Ana de Rojas que hacían corrillo, fueron las más entusiastas en
aplaudir al hombre que decía Ajá.
—¡Qué carácter! ¡Qué bien monta! ¡Al fin y al cabo es de nuestra sangre!
—¡Qué viva mi primo! ¡Qué viva mi prima! —y las mujeres desnudas, quitadas
ya de sus mantos, hicieron rueda al nuevo amo del caballo loco al son de la tonadilla:

—Somos la blandura marcial de la casta.


—Somos el pantano de las bellas formas.
—Somos las uñas que acarician y castran.
—Somos las nietas de nuestras abuelas.
—Somos las abuelas de nuestras nietas.
—Somos Eugenia y las Hermanas Rojas.

www.lectulandia.com - Página 619


—Somos las dueñas de los que ganen.
—Somos el botín que engulle a quien nos halla.
—Somos el orden secular que no da saltos.
—Somos el cambio que no llega a nada.

En medio del estruendo, entre los cantos y los gritos de las caballerizas de la
bestia loca, Juan Manuel antes de entrar a Monguibel oyó la voz de Juan Félix de
Aristeguieta:
—Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: Simón
José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios.[201]

México 1975 — Caracas 1978 publicado en Madrid en 1723.

www.lectulandia.com - Página 620


Francisco José Herrera Luque (Caracas, 14 de diciembre de 1927 — Caracas, 15 de
abril de 1991). Médico-psiquiatra, novelista, ensayista y diplomático venezolano.
Entre sus obras destacan: Boves, el Urogallo (1972), Los Amos del Valle (1979) y La
Luna de Fausto (1983). Hijo de Francisco Herrera Guerrero y María Luisa Luque
Carvallo. En 1956 se casó con María Margarita Terán Austria de cuya unión nacieron
cinco hijos. Estudió en la Universidad Central de Venezuela (UCV) y luego en la
Universidad de Salamanca (1952) graduándose de médico. En Madrid se especializa
en psiquiatría y produce diversos trabajos científicos. Su tesis de doctorado origina la
obra Los viajeros de Indias (1961), que trata sobre las cargas psicopáticas que sobre
la sociedad venezolana dejaron los conquistadores españoles. Su inquietud por
conocer los orígenes de las personalidades de los habitantes de Hispanoamérica lo
llevó al estudio de la herencia y la genética.
Fundó la cátedra de psiquiatría de la UCV de la cual llegó a ser profesor titular y
fue embajador de Venezuela en México a mediados de la década de los setenta. Como
escritor y autor de novelas, su obra histórica está basada en la investigación veraz y
documentada. Sus últimos libros: Los Cuatro reyes de la baraja, Bolívar en vivo,
1998 y El Vuelo del Alcatraz, son publicaciones póstumas. Durante los años finales
de su vida y después de su muerte sus obras adquirieron gran renombre,
convirtiéndolo en uno de los escritores más vendidos de Venezuela.Su éxito fue
combinar el sentido mitológico venezolano con los hechos reales de la historia, llenó
el molde de la realidad con las fabulaciones colectivas del venezolano. Indagó más
allá de la historia oficial de Venezuela y creó una narrativa paralela a ella. Combinó

www.lectulandia.com - Página 621


su faceta científica con la literaria, nunca descuidó el estudio de los orígenes de lo
venezolano, que en su tesis se develaba estudiando las personalidades de los primeros
habitantes de la colonia. Francisco Herrera Luque falleció en Caracas el 15 de abril
de 1991, a causa de un ataque al corazón. En 1992 se crea la Fundación Francisco
Herrera Luque para mantener el legado de este escritor venezolano.

www.lectulandia.com - Página 622


Notas

www.lectulandia.com - Página 623


[1]1783 <<

www.lectulandia.com - Página 624


[2]El Pez que escupe el Agua aparece en la obra del mismo nombre (1875-1931) y

en Boves el Urogallo (1791-1814). <<

www.lectulandia.com - Página 625


[3]Doñana, Juana la Poncha y el Conde de la Granja son personajes principales

de Boves el Urogallo. <<

www.lectulandia.com - Página 626


[4]El retrato embrujado de Don Feliciano aparece también en la obra En la Casa

del pez que escupe el agua. <<

www.lectulandia.com - Página 627


[5]1725. <<

www.lectulandia.com - Página 628


[6]1567 <<

www.lectulandia.com - Página 629


[7]1567. <<

www.lectulandia.com - Página 630


[8]1756 <<

www.lectulandia.com - Página 631


[9]1682 <<

www.lectulandia.com - Página 632


[10]1781 <<

www.lectulandia.com - Página 633


[11]1728 <<

www.lectulandia.com - Página 634


[12]1777 <<

www.lectulandia.com - Página 635


[13]1728 <<

www.lectulandia.com - Página 636


[14]1553 <<

www.lectulandia.com - Página 637


[15]1567 <<

www.lectulandia.com - Página 638


[16]Personajes de Boves, el Urogallo <<

www.lectulandia.com - Página 639


[17]1566. <<

www.lectulandia.com - Página 640


[18]1569 <<

www.lectulandia.com - Página 641


[19]1569 <<

www.lectulandia.com - Página 642


[20]1570 <<

www.lectulandia.com - Página 643


[21]9 de abril de 1749 <<

www.lectulandia.com - Página 644


[22]1727 <<

www.lectulandia.com - Página 645


[23]1728 — 1730. <<

www.lectulandia.com - Página 646


[24]1703 <<

www.lectulandia.com - Página 647


[25]1707 <<

www.lectulandia.com - Página 648


[26]1693 <<

www.lectulandia.com - Página 649


[27]1668 <<

www.lectulandia.com - Página 650


[28]1595 <<

www.lectulandia.com - Página 651


[29]1711 — 1714 <<

www.lectulandia.com - Página 652


[30]1717 <<

www.lectulandia.com - Página 653


[31]1728 -1730 <<

www.lectulandia.com - Página 654


[32]1730 <<

www.lectulandia.com - Página 655


[33]1732 <<

www.lectulandia.com - Página 656


[34]1737 — 1747 <<

www.lectulandia.com - Página 657


[35]1737 <<

www.lectulandia.com - Página 658


[36]1737 <<

www.lectulandia.com - Página 659


[37]1739 <<

www.lectulandia.com - Página 660


[38]1740 <<

www.lectulandia.com - Página 661


[39]1742 <<

www.lectulandia.com - Página 662


[40]1742 <<

www.lectulandia.com - Página 663


[41]1743 <<

www.lectulandia.com - Página 664


[42]1747 <<

www.lectulandia.com - Página 665


[43]1569. <<

www.lectulandia.com - Página 666


[44]1571 <<

www.lectulandia.com - Página 667


[45]1573 <<

www.lectulandia.com - Página 668


[46]1574 <<

www.lectulandia.com - Página 669


[47]1574 <<

www.lectulandia.com - Página 670


[48]1582 <<

www.lectulandia.com - Página 671


[49]1582 <<

www.lectulandia.com - Página 672


[501582 <<

www.lectulandia.com - Página 673


[51]1584 <<

www.lectulandia.com - Página 674


[52]1586 <<

www.lectulandia.com - Página 675


[53]1586 <<

www.lectulandia.com - Página 676


[54]1588 <<

www.lectulandia.com - Página 677


[55]1586 <<

www.lectulandia.com - Página 678


[56]1589 <<

www.lectulandia.com - Página 679


[57]1594 <<

www.lectulandia.com - Página 680


[58]1711 <<

www.lectulandia.com - Página 681


[59]1669 <<

www.lectulandia.com - Página 682


[60]1682 <<

www.lectulandia.com - Página 683


[61]1665; 1668, 1669 <<

www.lectulandia.com - Página 684


[62]1665. <<

www.lectulandia.com - Página 685


[63]1673 <<

www.lectulandia.com - Página 686


[64]1630 <<

www.lectulandia.com - Página 687


[65]1595 <<

www.lectulandia.com - Página 688


[66]1603 <<

www.lectulandia.com - Página 689


[67]1623 <<

www.lectulandia.com - Página 690


[68]1630 <<

www.lectulandia.com - Página 691


[69]1595 <<

www.lectulandia.com - Página 692


[70]Felipe II (t 1598). <<

www.lectulandia.com - Página 693


[71]1625 <<

www.lectulandia.com - Página 694


[72]1596 — 1600 <<

www.lectulandia.com - Página 695


[73]1602 <<

www.lectulandia.com - Página 696


[74]1606 — 1611 <<

www.lectulandia.com - Página 697


[75]1625 <<

www.lectulandia.com - Página 698


[76]1555 <<

www.lectulandia.com - Página 699


[77]1626 <<

www.lectulandia.com - Página 700


[78]1611 <<

www.lectulandia.com - Página 701


[79]1629 <<

www.lectulandia.com - Página 702


[80]1623 <<

www.lectulandia.com - Página 703


[81]1623 <<

www.lectulandia.com - Página 704


[82]1631 <<

www.lectulandia.com - Página 705


[83]1634 <<

www.lectulandia.com - Página 706


[84]1630 <<

www.lectulandia.com - Página 707


[85]1638 <<

www.lectulandia.com - Página 708


[86]1638 — 1644 <<

www.lectulandia.com - Página 709


[87]Fray López Agurto <<

www.lectulandia.com - Página 710


[88]1640 <<

www.lectulandia.com - Página 711


[89]1642 <<

www.lectulandia.com - Página 712


[90]1642 <<

www.lectulandia.com - Página 713


[91]1634 <<

www.lectulandia.com - Página 714


[92]1617 <<

www.lectulandia.com - Página 715


[93]1644 <<

www.lectulandia.com - Página 716


[94]1645 <<

www.lectulandia.com - Página 717


[95]1644 — 1648 <<

www.lectulandia.com - Página 718


[96]1649 <<

www.lectulandia.com - Página 719


[97]1651 <<

www.lectulandia.com - Página 720


[98]1652 <<

www.lectulandia.com - Página 721


[99]1652 <<

www.lectulandia.com - Página 722


[100]1683 <<

www.lectulandia.com - Página 723


[101]1654 — 1656 <<

www.lectulandia.com - Página 724


[102]1652 — 1653 <<

www.lectulandia.com - Página 725


[103]17 de mayo de 1655 <<

www.lectulandia.com - Página 726


[104]1634 <<

www.lectulandia.com - Página 727


[105]1686 <<

www.lectulandia.com - Página 728


[106]1691 <<

www.lectulandia.com - Página 729


[107]1703 <<

www.lectulandia.com - Página 730


[108]1699 <<

www.lectulandia.com - Página 731


[109]1703 <<

www.lectulandia.com - Página 732


[110]1717 <<

www.lectulandia.com - Página 733


[111]1725 <<

www.lectulandia.com - Página 734


[112]1751 <<

www.lectulandia.com - Página 735


[113]Futuro Carlos III de España (1759 — 1788) <<

www.lectulandia.com - Página 736


[114]1754 <<

www.lectulandia.com - Página 737


[115]1756 <<

www.lectulandia.com - Página 738


[116]1759. <<

www.lectulandia.com - Página 739


[117]1637 <<

www.lectulandia.com - Página 740


[118]1721 <<

www.lectulandia.com - Página 741


[119]1656 <<

www.lectulandia.com - Página 742


[120]1674 <<

www.lectulandia.com - Página 743


[121]1655 <<

www.lectulandia.com - Página 744


[122]1657 <<

www.lectulandia.com - Página 745


[123]1657 — 1658 <<

www.lectulandia.com - Página 746


[124]1660 <<

www.lectulandia.com - Página 747


[125]1660 <<

www.lectulandia.com - Página 748


[126]1664 <<

www.lectulandia.com - Página 749


[127]1723 <<

www.lectulandia.com - Página 750


[128]1665 <<

www.lectulandia.com - Página 751


[129]1676 <<

www.lectulandia.com - Página 752


[130]1674 <<

www.lectulandia.com - Página 753


[131]1665 — 1700 <<

www.lectulandia.com - Página 754


[132]1658 <<

www.lectulandia.com - Página 755


[133]1678 <<

www.lectulandia.com - Página 756


[134]1680 <<

www.lectulandia.com - Página 757


[135]1680 <<

www.lectulandia.com - Página 758


[136]1665 <<

www.lectulandia.com - Página 759


[137]1665 <<

www.lectulandia.com - Página 760


[138]1665 <<

www.lectulandia.com - Página 761


[139]1666 <<

www.lectulandia.com - Página 762


[140]1667 <<

www.lectulandia.com - Página 763


[141]1653 <<

www.lectulandia.com - Página 764


[142]1668 <<

www.lectulandia.com - Página 765


[143]1669 <<

www.lectulandia.com - Página 766


[144]1674 <<

www.lectulandia.com - Página 767


[145]1678 <<

www.lectulandia.com - Página 768


[146]1674 <<

www.lectulandia.com - Página 769


[147]1678 <<

www.lectulandia.com - Página 770


[148]1686 — 1704 <<

www.lectulandia.com - Página 771


[149]1693 <<

www.lectulandia.com - Página 772


[150]1685 <<

www.lectulandia.com - Página 773


[151]1693 <<

www.lectulandia.com - Página 774


[152]1693 <<

www.lectulandia.com - Página 775


[153]1693 <<

www.lectulandia.com - Página 776


[154]1711 — 1714 <<

www.lectulandia.com - Página 777


[155]1701 — 1713 <<

www.lectulandia.com - Página 778


[156]1714 <<

www.lectulandia.com - Página 779


[157]1699 <<

www.lectulandia.com - Página 780


[158]1700 <<

www.lectulandia.com - Página 781


[159]1703 <<

www.lectulandia.com - Página 782


[160]1701 — 1713 <<

www.lectulandia.com - Página 783


[161]1717 <<

www.lectulandia.com - Página 784


[162]1781 <<

www.lectulandia.com - Página 785


[163]1777 — 1782 <<

www.lectulandia.com - Página 786


[164]1782 <<

www.lectulandia.com - Página 787


[165]1780 <<

www.lectulandia.com - Página 788


[166]1782 <<

www.lectulandia.com - Página 789


[167]1771 <<

www.lectulandia.com - Página 790


[168]José Tomás Boves, feroz caudillo realista (1782 — 1814) <<

www.lectulandia.com - Página 791


[169]1759 — 1788 <<

www.lectulandia.com - Página 792


[170]Hermano de su futuro amante Manuel Godoy <<

www.lectulandia.com - Página 793


[171]1680 <<

www.lectulandia.com - Página 794


[172]1694 <<

www.lectulandia.com - Página 795


[173]1733 <<

www.lectulandia.com - Página 796


[174]1670 <<

www.lectulandia.com - Página 797


[175]1674 <<

www.lectulandia.com - Página 798


[176]1725 <<

www.lectulandia.com - Página 799


[177]1723 <<

www.lectulandia.com - Página 800


[178]11 de diciembre de 1721 <<

www.lectulandia.com - Página 801


[179]1725 <<

www.lectulandia.com - Página 802


[180]Publicado en Madrid en 1723 <<

www.lectulandia.com - Página 803


[181]Lugarteniente de Domingo Monteverde, el capitán español que, en 1812, en

nombre del Rey, invade Venezuela por Coro, dando fin a la Primera República
(julio de 1812). El zambo Palomo se caracterizará, durante la dominación de
Monteverde, por su odio a la clase patricia, sometiendola a toda clase de
vejaciones. <<

www.lectulandia.com - Página 804


[182]Durante la Revolución de la Independencia, el capitán español Cervériz, a

quien seguramente alude el autor, fue uno de los más feroces e implacables jefes
realistas. (Nota del Editor1) <<

www.lectulandia.com - Página 805


[183]José Leonardo Chirinos, en 1797, capitanearía una sangrienta insurrección

de los esclavos de Coro. <<

www.lectulandia.com - Página 806


[184]El zambo Borraja asesinará en Tucupido (1814) a José Felix Ribas. <<

www.lectulandia.com - Página 807


[185]Feroces caudillos de la causa realista. Rosete asesinará a don Pedro de Vegas

y Mendoza en 1814 <<

www.lectulandia.com - Página 808


[186]Padre de Andrés Machado, que serálugarteniente de Boves y asesino del

Conde de la Granja en 1814. <<

www.lectulandia.com - Página 809


[187]1756 <<

www.lectulandia.com - Página 810


[188]1756 <<

www.lectulandia.com - Página 811


[189]1757 — 1763 <<

www.lectulandia.com - Página 812


[190]Carlos III <<

www.lectulandia.com - Página 813


[191]1760 <<

www.lectulandia.com - Página 814


[192]1763 — 1771 <<

www.lectulandia.com - Página 815


[193]1771 <<

www.lectulandia.com - Página 816


[194]1764 <<

www.lectulandia.com - Página 817


[195]1751 <<

www.lectulandia.com - Página 818


[196]1775 — 1814. Héroe de la Independencia Nacional <<

www.lectulandia.com - Página 819


[197]Juan Germán Roscio, héroe de la Independencia Nacional y abogado
defensor de José Tomás Boves <<

www.lectulandia.com - Página 820


[198]1773 <<

www.lectulandia.com - Página 821


[199]1775 <<

www.lectulandia.com - Página 822


[200]1776 <<

www.lectulandia.com - Página 823


[201]28 de julio de 1783 <<

www.lectulandia.com - Página 824

También podría gustarte