Los Amos Del Valle - Tomo 1 Francisco Herrera Luque
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Francisco Herrera Luque
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Título original: Los Amos del Valle
Francisco Herrera Luque, 1979.
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LIBRO I
Don Juan Manuel de Blanco y Palacios se
bambolea
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PRIMERA PARTE
Mantuano de Ocho Cuarteles
1. ¡Veinte somos los Amos del Valle!
«…Veinte somos los Amos del Valle: Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera… —va
musitando en su silla de mano de cuatro esclavos, damasco y seda— …Gedler, de la
Madriz, Toro, Tovar y Lovera…».
«Plaza y Vegas llegaron tarde; al igual que Ribas y Aristeguieta. Cien años es
poco o nada para las glorias del Valle. Caracas es Covadonga, Esparta, Isla de
Francia, Alba Longa … Matriz de sangre y de pueblo que en el filo de su espada
hicieron mis siete abuelos…».
Viene crecido el Anauco, el rio de los bucares. El agua sube, los hombres bajan.
Hasta el ombligo van sumergidos:
—¡Qué frío tengo!
—¡Calla la boca, negro ladino!
«Berroterán y Mijares a fuer de cacao han puesto coronas en sus cuarteles.
¡Marqués del Valle de Santiago! Pero cien veces más hermoso es el de Conde de la
Ensenada que me otorgará el Rey por proezas viejas y por cien mil reales».
La silla dorada va navegando. Los portadores color de buzos cruzan el rio color
de fango.
—¡Miguelito, dile a los negros que anden con más cuidado!, adentro se está
anegando.
La silla emerge, la silla trepa por el barranco.
—Voy a echar el bofe si el amo sigue engordando.
—Calla la jeta, negro mandinga, y mira el suelo que vas pisando.
—Al principio fue Caracas. De cerro a cerro, de Tacagua al Abra. Luego los
Valles del Tuy y los de Aragua: hornabeques Hondos que guardan la ciudadela.
«Nuestras son las tierras de la mar al Orinoco, de Guanare al río Uchire. Nuestro
es el Cabildo. Nuestro es el cacao. Nuestros son los negros. Nuestros son los blancos.
Somos los dueños. Somos los amos. Dueño es el que tiene. Amo el que retiene,
acrecienta y tala. Amo es buril, piedra y mecenas; masa, cocinero y boca. Somos el
paisaje y el pintor. El sol que alumbra y la cosa iluminada. Somos la vendimia, el
tabernero y el borracho. Somos el padre eterno. Somos el hijo. Somos los hacedores
de un mundo y también sus dueños. ¡Veinte somos los Amos del Valle…!».
—¡Ay, carajo, se me clavó una piedra en la pata!
—Bien hecho, jecho, esclavo del descampado.
«Ponte, Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera —prosigue en su vitrina andante—.
Ibarra, Ascanio, de la Madriz, Toro, Tovar y Lovera…».
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—Miguelito, tengo una fuerte puntá.
—Eso es viento atracao. Échatelo de lado.
«Somos como la hallaca: encrucijada de cien historias distintas: el guiso
hispánico, la masa aborigen, la mano esclava, el azúcar del índigo, la aceituna de
Judea…».
—¡Fo, caraj!, estás podrido.
Ya la tarde estaba avanzada. El Ávila recogió la luz del campo para tenderla en
sus cimas.
«Los recuerdos son sueños sin esperanza; caminos sin retorno: agua, fuertes
desvaídos, se va diciendo con sus ojos saltones, acuosos y azules, fijos sobre la calle
de casucas despeinadas, enyerbada, sin empedrar, que luego del Catuche agoniza
polvorienta buscando el Camino Real».
«Hace treinta y dos años era la misma tarde: la montaña encendida, la calle sucia,
la alcabala llena de frutas y arrieros».
Con un pañuelo bordado sopla y resopla su inmensa nariz de corneta rota en la
punta.
«Estaba tan azul el cielo que daba miedo mirarlo. ¡Corre, Juan Manuel! —me
gritó Juan Vicente Bolívar—, en San Bernardino han matado a tu padre».
«Dos balazos tenía en la frente y ocho en un flanco, echado como un fardo sobre
el burro de la infamia. En aquel entonces tenía mi propio pelo y enteros todos mis
dientes…».
—¡Dios guarde a Su Señoría y que le dé muchos años!
—¡Jalabolas el sargento!
—Que te calles, Matacán.
Llegando a la Candelaria, la iglesia de los isleños, hecha con hortalizas y leche
aguada de vaca, Don Juan Manuel se quitó el tricornio. Su bastón de mando golpeó
tres veces el suelo.
—¡Abajo negros! Con las dos rodillas, o es que no ven que está rezando mi amo.
Don Juan Manuel se santigua. El Santísimo sobre el Altar. La paz del Ángelus.
Arrodillados los cuatro negros. A hombros la silla de mano.
«Gracias, Señor de los Ejércitos» —musita el mantuano, de barriga recogida y
con los brazos cruzados.
—Dime una cosa, Miguelito: ¿es verdad que cuando los Amos rezan, llaman a
Cristo primo y se los llevan al cielo en palanquines de plata?
—¡Qué te calles la jeta, Sebastián!
Gracias, Señor de los Ejércitos, por haber dado muerte a la Compañía
Guipuzcoana, enemigos de mi bolsa y de mi gente, asesina de mi padre. ¡Bestia feral
de Vizcaya!
—¡Apiádate de mi, Señora de los Descalzos!
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—Que te pongas derecho, Juan, si no quieres un chuchazo.
Se acerca un cura y saluda:
—En mucho aprecio y estima tenemos vuestra bondad. Teníais razón Excelencia:
aquellos ángeles desnudos afrentaban el pudor.
La charla sigue y prosigue. El cura es maestro en Teología del Seminario Mayor.
Don Juan Manuel es faculto en materia celestial. Sale a relucir Bizancio. Los
arcángeles que caben sentados, perfilados y de pie en el ojo de una aguja.
Don Juan Manuel muestra su contento asomado a la ventanilla. El cura limpia una
gota de fango restregando el balandrán.
—Dime una cosa, Miguelito, ¿qué tanto es lo que paparrean a costa de mis
rodillas?
—¡Calla negro, que ya mi amo averigua si es paloma o cucaracha lo que tiene el
querubín!
—¡Sigamos camino!
—¡Arriba y arriba!
La silla cruje. Los negros bufan. Los negros pujan. La silla sube. Rompe un
quejido y se tambalea.
—¡Dios de los Ejércitos! ¿Qué pasa ahora? ¿Están borrachos los negros?
—No es nada, Su Señoría. Se desinfló Sebastián.
La silla, traspuesto el rio de las Guanábanas, avanza alegre y ligera por el piso
empedrado de la Calle Mayor. Charlatana y distinta sube y baja la gente. Mantuanas
de negros pañolones, esclavos de torso desnudo y calzones cortos, cuarteronas de
largas sayas blancas; españoles de la Península: mestizos de garras, arriba de mulas
finas; sobre burritos cargueros; en caballos andaluces: a pie, con botas, en alpargatas,
descalzos, arriba y abajo de las sillas de mano. Blancos, morenos, pardos, amarillo
cobrizo, verde loro. Catedral cabildonea un repique. Musita salvas el cañón viejo.
Cuatro cohetes rayan el azul del aire. Clamorean los campanarios. Mañana es víspera
de Santiago. Patrono de la ciudad.
En la esquina del Cujizal baja la guardia armada. Tropa a caballo, charanga y
fusileros. Saluda el oficial. Don Juan Manuel con dos dedos toca el tricornio:
«Lejos os he de ver. Ya todo toca a su fin. La culpa la tuvo el Rey por cortar el
cambural. Matica ’e café le dimos a su fulana igualdad haciendo pardos a los negros
y blanca a la pardedad. No se iguala al caballo con el burro ni a cabo con general.
Machete no es arma noble, ni torta ’e cazabe es pan».
—¡Cuidado con ese perro que tiene los ojos puyúos y la boca babeante!
—¡Sale perro, muerde a Miguelito y déjanos ya!
La silla avanza entre bamboleos. La gente detiene el paso para ver al Regidor
Decano con su gran tricornio y sus ojos azules.
«Su Sacra, Cesárea e Imperial Majestad, por pasarse de vivo, se dio con las
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espuelas. Dios protege al inocente y enceguece al perdedor. Por fregar al de Inglaterra
apoyó a los insurgentes, que por las ultimas cuentas ya están sobre Nueva York.»[1]
—Miguelito, ¿es verdad que a esa esquina la llaman la de La Marrón porque ahí
dizque vivía una parda muy buenamoza que fue manceba del Gran Amo del Valle?
—¡Ay, mi madre, me mordió el perro!
Si el uno le daba el tute, el otro, en la cabeza de un clavo baila trompo al revés. Si
el Rey de España le mete al ajedrez, el Hannover juega chapa, tresillo y ajiley. Si en
Pensacola y en las Bahamas volcáronse escuadrones españoles de vistosos uniformes
y relucientes cañones, en Chuspa, disfrazados de curas irlandeses, cual sierpes
paradisíacas sonsacadores de Adán, nos llegaron los ingleses para hablarnos de
oscurantismo, paraísos perdidos, esclavos y libertad. «Emancipaos, amigos nuestros.
Además de machos, estáis apoyados. España agoniza. No hay país que resista el
amancebamiento del enciclopedismo con la Inquisición. Pobre no da limosna. Alzaos
en armas: Inglaterra os brinda apoyo».
—Pobrecito Miguelito, lleva la pierna sangrante.
—Eso le pasa por arrastrao y refistolero.
Jorge Washington, el día en que lo conocí en Filadelfia y tuvo a bien regalarme
esta plancha de mármol para mis estragadas encías, me lo dijo muy claro: «Esas
liberalidades son pan para hoy y hambre para mañana. En lo que acabe con el de
Inglaterra se volverá contra nosotros: somos mal ejemplo para sus colonias. Y en
cuanto a ustedes, os ajustará las cureñas de tal forma, que los cepos os parecerán
gorgueras y alhajas».
Ya la suerte está echada. Esta noche he de dar mi respuesta al comisionado del
Congreso de Estados Unidos y a Francisco de Miranda. Lo que son las cosas de la
vida. ¿Quién me iba a decir que a la vuelta de los años estaría yo parlamentando
contra el Rey con el hijo de aquel isleño parejero que usaba bastón de mando? El Rey
de España frunció el rabo al enterarse de los tejemanejes de los ingleses
calentándonos la oreja. ¡Barajo, tercio y parada! afirman que dijo en su Palacio de
Oriente. «La masa no está para bollo y el chocolate es caliente. Dadle caramelos de
anís a mis cruzados mantuanos. Acabad con la Guipuzcoana, con las Gracias al
Sacar; que los pardos no se casen; vended en cómodas cuotas títulos de marqueses y
condes a los grandes cacaos; haced caballeros de Carlos III a todo aquel que meta
bulla. Decidle a los mantuanos que los amo; que tienen lugar de honor en mi regio
corazón. Dadles caldo de sustancia mientras acabo con el inglés».
«Llegaron tarde sus carantoñas. Por meterse a brujo cayó en el berenjenal.
Además de los ingleses y los de Curazao, sus mismos aliados, los estadounidenses
nos ofrecen por debajo de cuerda, fuerza y apoyo para emanciparnos, porque los
inglesitos del norte son más vivos que un tuqueque y saben desde el principio quiénes
son y adonde van».
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Calle empinada. Vaivén de Corpus. Caja dorada. Patas de araña. Don Juan
Manuel de Blanco y Palacios se bambolea en su silla de mano de cuatro esclavos,
damasco y seda.
—¡Al fin llegamos!
—¡Cuánto pesa un gran cacao!
—¡Me duele el brazo, el entrepierna y los pies!
—¡Llevo el hombro dormido!
—¡Tengo hambre, tengo sed!
La tarde se adentró en la noche. En la esquina de Las Madrices, la casa de Don
Juan Manuel se asoma a las dos calles con la cuadra abierta.
—¡Ahí viene el amo! —alerta una voz.
Veinte esclavos, diez antorchas, salen corriendo a su encuentro.
La llaman la Casa del Pez que Escupe el Agua por una fuente coronada por un
pez de piedra que entre chorros y silbatos agoreros, opina, protesta y canta.[2]
Es la más grande y suntuosa de la ciudad, enmarcada, aún, dentro de los linderos
que le asignó a Don Francisco Guerrero, Diego de Lozada, conquistador y fundador
de Caracas.
Retumba el ancho portón claveteado, de frente a la Calle Real. Arriba, el escudo
de armas de los Torre Pando de la Vega con su torre chata y sus gloriosos cuernos de
oro.
La silla gira, la silla avanza, apuntando hacia el zaguán. La gente se arremolina en
la calle para ver al Pez de la fuente encantada.
Don Juan Manuel endereza su corpachón y hace más protuberante el belfo que
tanto parecido le daba con el Príncipe de Asturias. El Pez, de chorro erecto, lo saluda.
«Veinte somos los Amos del Valle: Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera; de la
Madriz, Toro, Tovar y Lovera…».
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El espejo que trajo de España refleja entero su corpachón. El jubón le queda justo.
Amoratado recoge el vientre mientras lo van fajando. Ríe la negra.
—Pareces una misma hallaca mal amarrada.
«Estoy convertido en un viejo chorrocloco, listo para el arrastre, como dice esta
negra falta de respeto. Hay que ver esta panza. Mírame las venillas que surcan mi
nariz y mi cara, como si fuera un borracho consuetudinario. La calva me llega a las
nalgas. A Dios gracias que se usa peluca. ¡Carrizo, me salió otra verruga! Ya no tengo
los ojos claros limpios de antes. Los parpados están descarnados. Y la córnea la cubre
este manto de nata. ¡Mírame las piernas!: son dos palillos que no dejan caminar y
menos hacer de jinete de un caballo brioso. Tengo una gordura de piñata y una
tristeza de viejo enfermo. En cambio Juan Vicente Bolívar, dos años mayor que yo,
parece un mismo muchacho».
—Mi amo —anuncia una voz sigilosa y apostada—, acaba de llegar Don Juan
Vicente Bolívar.
A pasos cortos salió al encuentro del amigo de metra y zaranda. A los cincuenta y
seis años tiene el cutis terso y la mirada brillante.
—Conchita te manda a pedir que la disculpes, pero está de lo más embromada.
¡Tú sabes!
Tras Juan Vicente, entre capas negras y rostros cetrinos, cual alguaciles de corrida
mayor, precedidos por vacas madrinas, altas, gordas, perfumadas, hicieron su entrada
los marqueses de Mijares y los Condes de Tovar.
«Llegó la conspiración».
¿Y Mister Sam? —preguntó Bolívar a los Gran-Cacaos.
Qué temeridad —musitó a Juan Vicente— el que haya invitado para esta noche al
Comisionado de Estados Unidos y al Capitán General.
—Tranquilízate chico, el tal Sam es una lanza en un cuarto oscuro. Nadie va a
sospechar nada y menos el Gobernador. Al fin y al cabo, ¿no son aliados España y los
Estados Unidos? Él trae, una buena coartada, la de pedir mayor protección a los
corsarios norteamericanos al refugiarse en nuestros puertos.
Un esclavo de librea alerta los invitados:
—¡Ahí viene el Gobernador!
—Buenas y santas noches —saludó Don Manolo González. Capitán General de
Venezuela. Hombre regordete y afable, de mediana estatura, que hacia gala de su
llaneza y originalidad.
Flanqueando a su esposa, una mujer gorda y corriente, estaba un hombre alto,
flaco, viejo y nervudo, de barba vertical y blanca, con ojos de mesías.
—El amigo de Sam se vino con nosotros —aclaró Don Manolo—. Charlábamos
de negocios en casa y nos vinimos juntos.
—¿Te fijas que el tío Sam sabe dónde vive el diablo?
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Luego de un aperitivo pasaron al comedor.
—Linda casa tenéis, amigo mío —celebró el Gobernador haciendo girar sus ojos
por el amplio patio.
El comedor a lo largo era tan ancho como el patio, con su enorme mesa de caoba
y sus paredes tapizadas por platos grandes de porcelana con los doce escudos de la
familia grabados al fuego.
—Deliciosa sopa, amigo mío. ¿Cuál es su nombre?
—De ajoporro, Excelencia. Es una sopa muy casera, pero me imaginé que habría
de ser de vuestro agrado.
Tras la sopa sirvieron unos huevos fríos cubiertos por una salsa amarillenta.
—Olé por esto —clamó el Gobernador—. Jamás en mi vida había comido nada
más exquisito.
—Es salsa de mayonesa, Excelencia —añadió dichoso Don Juan Manuel—. Es un
secreto casero que trajo de la Isla de la Tortuga mi bisabuelo Rodrigo Blanco, cautivo
por tres años de los célebres piratas.
—¿Y cómo anda vuestro artilugio? —inquirió Juan Vicente aludiendo al globo
que días antes voló sobre Caracas con Don Manolo dentro.
Rio con ganas el Capitán General. Ya conocía las duras críticas de que anduviese
cual un papagayo haciendo payasadas por los aires. Así como les parecía absurda su
afición por el teatro, hasta el punto de haber erigido un coliseo de tabla y coleta en un
solar del Conde de la Granja, donde hacía de empresario, director y libretista.
—El próximo domingo voy a presentar La vida es sueño —respondió a Bolívar
pasando por alto su pregunta y la mirada de inteligencia que cruzaba con el Marqués
de Mijares.
El Comisionado de los Estados Unidos elogia la suculencia del pastel de
polvorosa. Don Manolo insiste:
—Estoy muy entusiasmado con mi teatro. Tan sólo me hacen falta artistas.
Vosotros deberíais ayudarme. ¿Por qué no ensayamos, Don Juan Manuel?
Displicente el Regidor tamborilea sobre la mesa:
—No, Excelencia, ello seria menos que imposible. Jamás un mantuano accedería
a tanto.
—¡Mantuanos, mantuanos! —golpeó con la voz sin inmutarse—. Desde que
llegué hace tres meses no oigo sino hablar de mantuanos y por más que me estrujo la
mollera, no logro entenderlo. ¿Me queréis hacer comprender, mi noble amigo, de una
vez por todas, qué significa en verdad un mantuano?
Don Juan Manuel lo vio a los ojos con aquella mirada profunda. Los puso sobre
el mantel, sorbió el vino de su copa. Finalmente dijo con aquel vozarrón de cura
mosquetero:
—Es difícil de explicar, Excelencia. No somos ricos ni somos pobres, no somos
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blancos ni somos indios. Somos tan sólo mantuanos.
Que somos nobles desde la Conquista; que sí y que no. Que sólo nuestras mujeres
pueden usar mantos: eso apenas es atributo que no aprehende la esencia. En Caracas
están nuestras casas y nuestras tumbas que guardan y esperan. En Caracas nacemos y
hemos de morir. En Caracas nos bautizan, nos confirma el Arzobispo, recibimos la
Eucaristía y desposamos a nuestras mujeres. Fuera de las dieciséis manzanas que
rodean la Plaza Mayor, no hay casa ni familia mantuana.
Juan Vicente con pupila puntiforme escudriña a su amigo Don Juan Manuel:
«Parece un halcón dormido. De muchacho cantaba y reía como cualquiera: brincaba a
las negras en los caminos y jadeaba con ellas en las laderas».
—Los mantuanos —prosigue Don Juan Manuel— no tienen casa frente a la plaza
del pueblo. Los amos del señorío vivimos en las haciendas, hijas de la encomienda,
nietas del risco feudal. Los ingenios son torres del homenaje. La soledad y el
descampado, fosos profundos de poder y silencio. En los pueblos transitamos por las
calles, ejercemos justicia por fuero, acudimos a misa los domingos, llevamos el palio
en las procesiones, presidimos los duelos. Rompemos cañas en las fiestas patronales
y algunos hasta se llevan a sus haciendas a las mozas guapas mientras dure la
cosecha. En los pueblos hacemos cuanto nos venga en gana, menos pernoctar: la
noche iguala.
«Antes bebía y se emborrachaba como un hijodalgo, —sigue diciendo Juan
Vicente—. Pero desde que mataron a su padre nunca más pudo echarse un trago.
Enloquecía de súbito, volvíase criminal. Desde entonces fue como una copa astillada,
privada del claro acento de los cristales buenos. Nunca mas blasfemó ni volvió a
escuchar sus malas tendencias, que tan buena son para regocijar el alma. Nunca más
se encabronó, y cuando las mozas garridas y brinconas como la Matea se le sacudía
cual serpentinas de tres colores, las veía de reojo, cual tigre a un saco de mamones».
—Caracas —dijo Don Juan Manuel— es la fuente de su existencia; en ella y
solamente en ella deben transcurrir los actos fundamentales de su vida, con excepción
del nacer y del morir; que pueden sorprendernos en cualquier parte. Aun así, de ser
posible, hacemos lo indecible para que ello suceda en Santiago. Si una mantuana
grávida en un pueblo lejano siente aproximarse el parto, se tiende en su propia cama
y a pulso de sangre, como hace el moribundo, desde una hamaca toma el camino de
Caracas. ¿Comprende ahora, Vuestra Excelencia, lo que es el ser un mantuano? No es
fácil explicarlo. Para entender a un mantuano no queda más camino que nacer
mantuano.
¿Y de dónde les viene el nombre? —Preguntó Don Manolo —. ¿Es acaso de
Mantua, la noble ciudad del Mincio?
—No, Excelencia, apócope atropellado de negros bozales reverenciales: manto,
ama; mantuama, mantuanas, mantuanos. Dueños de la Mujer del Manto: Toison del
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Ávila: Orden de la Charretera que inventó el Guayre; pendón excelso de los Amos
del Valle.
Mijares, Tovar y Bolívar inclinaron las cabezas: «Sólo sus mujeres, y nadie más
que ellas, cubrirán sus cabellos de mantos negros. En Catedral, en la nao del medio,
sobre alfombras de Persia, cercadas por siete esclavas. Soberbias. Altivas, cual torres
enlutadas de seda y percal».
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más que el rostro no siempre expresa los contenidos del alma. Pero lo que es
innegable —añadió acto seguido— es el enorme parecido que guarda vuestro abuelo
con el Emperador. Parece su mellizo. ¿Qué casualidad, no? —dijo volviéndose hacia
los presentes.
—No es casualidad —respondió Don Juan Manuel reventando de orgullo. Y ya
iba a proseguir, cuando un ruido sordo y metálico contra el entablado lo hizo darse
vuelta.
—¡La cimitarra del Cautivo! —exclamó con unción, corriendo a recoger un
alfanje caído de su panoplia—. Este noble paladín, conquistador de Caracas —aclaró
— es la raíz de mi estirpe. A los sesenta años, cual un nuevo Moisés, andaba por
estos andurriales guerreando y difundiendo la fe de Cristo entre aquellos salvajes que
poblaban el Valle. Dicen las crónicas y lo recoge la conseja, que en su tiempo no
hubo hombre de mayor parsimonia y recto proceder.[6] Este aposento fue su primitiva
vivienda. Lo eran en Caracas todos los salones de las ocho manzanas que circundan
la Plaza Mayor.
¡Vaya, vaya! —dijo el Gobernador.
—Aquí el Cautivo pernoctaba y hasta combatía cuando los indios se saltaban la
muralla…
—¿Muralla?, ¿muralla? No sabía yo de su existencia. No aparece en las crónicas
ni en aquel primer plano de Don Juan de Pimentel…
El mantuano sonrió displicente:
—La fachada de esta casa, la que mira al naciente, en su tiempo fue lienzo de la
muralla que cercaba a la ciudad…
—¡Vaya, vaya! —dijo el Gobernador.
—En esta alcoba está presente, se siente y vibra el alma de Francisco Guerrero,
fundador de la ciudad.[7] Cuando mi ánimo desfallece me sumerjo en ella mirando
hacia su alfanje que llamaba La Cantaora, y evoco su presencia. Cual un milagro, mi
alma se llena de sosiego, pues al parecer tal fue su sino. Era tierno, morigerado y
comprensivo, no sólo para sus compañeros, sino para con los desgraciados indios.
Fue algo así como un Fray Bartolomé de las Casas. En edad avanzada casó con Doña
María Manrique de Lara, que como seguramente sabéis, viene por línea directa de
Rodrigo Díaz de Vivar. Mi ascendencia llega hasta Bermudo III. Mis abuelos y
antepasados son Grandes en España, conquistadores, capitanes generales y virreyes.
Descendiendo por línea directa de Garci González de Silva. Y a diferencia de algunos
grandes cacaos —dijo mirando de soslayo al de Tovar— no tengo gota de moro o de
judío, como es el caso de la mitad de España. ¡Cuán importante es tener un linaje
limpio y heroico! —añadió ufano—. Por algo Dios hizo a unos hombres amos y a
otros esclavos. Por eso me llena de santa indignación cuando pardos evidentes, con el
negro y el zambo tras la oreja, se emparejan y blanquean por las Gracias al Sacar…
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A las doce en punto se marchó el Gobernador. Apenas cruzó el zaguán. Juan
Vicente apremió a Sam y a sus amigos: —Vamos a lo nuestro.
Camino del despacho de Don Juan Manuel, dijo a éste: Creo que te ha de gustar la
carta.
En su escritorio de dos aguas y ante la mirada atenta de los cuatro hombres,
examina con detención la propuesta que por el intermedio de Sam envían sus tres
amigos al General Francisco de Miranda, criollo de pura cepa y héroe de la lucha que
en el Norte se libra contra los ingleses.
Don Juan Manuel cepillea placentero con su índice el borde de su plancha de
mármol: «No es ninguna cacaíta lo que responden los tres mantuanos al general
caraqueño asintiendo a su propuesta de ponerse al frente de la Insurrección que se
urde contra España».
«Hasta hace dos meses, en que retornó de la Península —se dice Juan Vicente—
nadie hubiese podido hablarle a Juan Manuel de emancipación. Junto con el Marqués
del Valle, era el más empecinado defensor de la causa del Rey. Pero desde que le
exigieran, hará cosa de quince días, otros cien mil reales para hacer efectivo su titulo
de Conde de la Ensenada, so pretexto de podar algunas ramas torcidas de su
mantuano ancestro, montó en cólera y clamó a gritos contra la venal corrupción
borbónica, mandando al diablo su lealtad, cual hice yo cuando me negaron el
marquesado de Cocorote por la oscura historia que se achaca a mi abuela Josefa
Marín de Narvaez».
Todos miraron atentos el rostro de Don Juan Manuel. Es muy importante para la
causa de la Independencia contar con su aprobación. Es el mantuano más poderoso,
rico y respetado de toda la Provincia. Leyó la carta una y otra vez. Luego de mirar a
Tovar, a Mijares y a Juan Vicente, tras breve vacilación estampó su rúbrica.
—A partir de este momento —afirmó con voz profundamente perturbada— soy
reo de alta traición.
—Es el Rey de España —respondióle Bolívar al calar su congoja— quien nos ha
traicionado al relegarnos de Provincia a Colonia.
—Es cierto lo que dice el Señor de Bolívar —intervino con énfasis el
Comisionado de Estados Unidos, inmerso hasta entonces en una apacible inmovilidad
—. Es clara la intención de Carlos III de arrebataros vuestra fortuna y privilegios
como factores de poder. La acción expoliadora iniciada por la Guipuzcoana hace
cincuenta años, ha de proseguir. Otras compañías mil veces más voraces la habrán de
sustituir. Los pardos serán equiparados en derechos a vosotros, como hace poco
hiciera con los canarios. Diez mil campesinos andaluces, según nuestros informes, se
aprestan a venir hacia acá para sustituiros en la ducción de vuestra tierra. El Rey de
España, al igual que Jorge III de Inglaterra, detesta a los blancos de América, aparte
de que Carlos III de España cree y afirma —comentó con significativa inflexión de
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intriga— que sólo sois españoles a medias. Mestizos, quiero decir…
—¿Mestizos nosotros? —rugió Don Juan Manuel—. ¡Qué se habrá creído el muy
cretino! —y sacudido de apoplética indignación, desgranó su verbo contra España, el
Rey y los Borbones, ofreciéndose en bolsa y vida a luchar por la Independencia de
Caracas.
El Comisionado de Estados Unidos sonrió complacido ante sus palabras:
—Nuestro apoyo —dijo antes de marcharse— no habrá de reducirse a una lejana
solidaridad sentimental. Bastarán los veteranos que caben en una fragata de guerra,
con el General Miranda al frente, para que con vuestra ayuda derroquemos al
gobierno español.
«¿Con vuestra ayuda? —Rumia Don Juan Manuel luego de marcharse los
invitados, al pie de una columna, con los ojos resbalando sobre el Pez—.
¿Derrocaremos? ¿No hubiese sido mejor decir: Os ayudaremos a derrocar? ¡Ay. Dios!
qué de cosas dicen las palabras que se escuchan en tercera intención. No me gusta
Sam. No me gusta Miranda. Y menos el Rey. ¿Qué será de nosotros? ¿Qué habrá de
suceder cuando nos declaremos en rebeldía contra el Rey?».
«La desolación, la muerte y la guerra —respondióle adentro el Marqués del Valle
—. Vosotros seréis los culpables, por vuestra codicia y vanidad, de los cientos de
males que estarán por venir. Perderéis el chivo y el mecate, la apostura, la prestancia
y hasta el modo de caminar».
El Pez que Escupe el Agua elevó el chorro tres veces por encima del techo,
entonando su silbido de pillete. Acontecimientos fáusticos para la familia o para la
Provincia estaban por venir.
Don Juan Manuel ronroneó esbozando una sonrisa:
—A ti no hay quien te entienda: primero te pasas la semana, al igual que mi
abuelo, agorerando malas nuevas, para que ahora las hagas buenas.
Una carcajada rompió a sus espaldas. Era Don Feliciano enmarcado en su retrato
dorado.
«Ahora si es verdad que la pusimos de oro: partiendo un confite el pez y mi
abuelo».
Los duendes se detestaban mutuamente. En vida del Gran Mantuano, el Pez no
perdía oportunidad de hacerle mota: mojándolo de cabeza a pies, o siseándolo burlón
como calientacama de callejuela.
El viejo Palacios, a su vez, lo hostigaba inclemente: sea acusándole de pagano y
endemoniado, con el objeto de recabar la intervención del Santo Oficio, o
difundiendo difamatorias consejas, tildándolo de lambisca, marica o intrigante.
Muerto Don Feliciano,[8] prosiguieron las hostilidades entre el Pez y el retrato
embrujado a todo lo largo de los últimos treinta y siete años, llegando al extremo de
que si uno se expresaba, el otro guardaba enconado silencio y hasta por dos semanas.
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Para expresar, como le dijera el Pez a Juana la Poncha en sueños, que si ambos eran
genios tutelares de la familia Blanco, había profundas diferencias de rango y ancestro
entre ellos como para estar vaticinando al alimón:
«Yo soy hijo del Rey Arturo y de una ondina, en tanto que Don Feliciano es hijo
de un subteniente chulo que huyó a Venezuela[9] perseguido por la Inquisición por sus
nefandas relaciones con un vampiro circuncisor que asoló a una puebla de Vizcaya».
Sólo en caso de insólitos acontecimientos el Pez y Don Feliciano cuidábanse de
expresarse conjuntamente. Tal fue el caso, hace dos años, cuando el Rey decidió
acabar de una vez por todas con la Compañía Guipuzcoana.[10] En el momento
mismo en que Carlos III firmaba el Real Edicto en Aranjuez, el Pez y Don Feliciano
al unísono expresaron el júbilo que seis meses más tarde compartirían los mantuanos.
Igual sucedió años atrás, cuando Su Majestad le echó un parao a la parejería creciente
de los pardos al prohibirles el matrimonio con gente blanca. Don Feliciano hasta
cantó la primera estrofa de Favola in Música y el Pez, cual remedo de los pasos que
ha de dar un zambo para llegar a blanco, varió cinco veces el color del chorro y lo
elevó como hoy, por encima del techo y sesgándolo en espiral.
Ambos lloraron, y con acento luctuoso, la instauración de la Compañía
Guipuzcoana[11] y la formación de la Gran Capitanía General de Venezuela, que
tantos males trajo desde un principio.[12]
«Algo muy serio va a suceder en estos días para que los dos se pongan de acuerdo
con sus morisquetas y sus presagios. Lo que no entiendo es por qué a veces son
augurios de vida y otros de muerte. ¿Qué será. Dios mió, lo que va a suceder?».
Sin pensar más se dirigió a su habitación.
Juana la Poncha espera en el patio que su amo y señor haga sus necesidades. Don
Juan Manuel desde la bacinilla que llama la del Rey de Nápoles, contempla con
expresión abstraída la lámpara votiva que alumbra a una estatuilla negra de la Virgen
de la Soledad. Es la efigie que veneraba su antepasado, el Cautivo.
¡Ya! —gritó con voz agria.
Juana la Poncha, tapada la nariz, vació la bacinilla en la calle por una de las
ventanas del gran salón.
—No te preocupes, mijito —respondió a las protestas del amo—. Ahí mismo se
caga el sereno.
De dormilona y gorro de dormir, más que viejo parece una anciana mustia y
vacía, engrifonado de cuajo. Luego de cerrar las puertas que daban hacia el patio y de
correr los pesados cortinajes que la guarnecían, se subió a la cama en baldaquino que
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cien años atrás hiciera tallar su abuelo Don Jorge Blanco y Mijares.
La plancha de mármol que le regaló Jorge Washington le sonríe desde su vaso de
agua perfumada. La luz del velatorio parpadea contra el dosel. Un rostro de mujer
zigzaguea. «Es hermosa, sin duda. Tiene facciones finas y el perfil antiguo. Buenas
las maneras. La piel azafranada, lisa, suave y caliente. Luego de un año y medio de
viudez me hizo reír de nuevo. Ya todo estaba listo para que fuese mi esposa. Luego
averigüé la verdad. Hice con ella lo que tenía que hacer. Me dio mucha lástima, pero
no me quedó más camino que enviarle mi decisión a Cumaná. A estas horas estará
más que enterada. Ansío conocer su respuesta. Hoy o mañana habrá de llegar. ¿Qué
estará pensando la pobre? Llorara, sin duda. Pero tarde o temprano se le habrá de
pasar. Es joven además de guapa y rica. Lástima que lleve en sus venas tarjo del
Senegal».
Resuena triste el silbato del Pez en medio de la noche. Un calosfrío lo sacudió.
Corre las cortinillas del lecho. Mete la cabeza bajo su almohada y entre conjuros y
oraciones se dispone a dormir. La vela termina por extinguirse y el cuarto verde se
torna negro en toda su extensión.
La noche estaba fría, a pesar de ser julio y de no haber llovido como era lo
habitual. La luna y el silencio enseñoreaban el amplio caserón. Sombras tenues y de
mudables formas vagaban por los corredores. En el oratorio, entre la alcoba y el Gran
Salón una voz débil en forma de vieja reza arrodillada. En el Salón de los Retratos
una silueta de mujer, se perfila en la alfombra. En la fuente se baña desnuda una
zamba. Un gato de ojos rojos, cola de alambre, tira de Fernando Ascanio para que vea
a la hembra. En el cuarto de arriba un español de pelo rojizo y perfil engrifonado
tienta entre malos sueños a la hija de Don Juan Manuel. El pez agorera. Solloza Don
Feliciano. Canta la pavita. Aúlla el perro. Llora una gata.
«Están los diablos sueltos».
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respondieron.
El Ávila se perfilaba sobre un cielo plata.
«Estoy en Caracas —susurró confuso y emocionado— ¿pero, donde estoy?».
Un samán que sobrepasaba tres veces el muro le dio la respuesta.
—Pero si este es el samán de mi casa. ¡Estoy en mi casa! ¿Qué se hizo lo demás?
Un caballo blanco pastaba amarrado al tronco. Tras de si una cerca de tunas y
paloapique limitaba el solar vecino. Don Juan Manuel se levantó titiritando de frío.
«Allá está la ceiba de los Gedler. Esta es la manzana de mi casa». Con el paloapique
apenas los cuatro solares hacen una extensa plaza entre la muralla. Una acequia
rumorosa cruza en diagonal el patio donde antes estuvo o está su vivienda. En la
esquina de arriba, al final de la rampa donde vocearon santo y seña, se eleva una
garita.
Un hombre fuma. Ya vuelven los centinelas. ¡Ave María Purísima! ¡Sin pecado
concebida! Un perro ladra furioso al lado de la cocina:
—¡Quieto Amigo! —ordenó una voz. El perro no cesó de gruñir. Alguien rasgaba
un cuatro en la habitación del fondo. Una voz aguardentosa cantaba:
Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.
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con una mujer y otro hace tintinear cadenas. Un alarido agónico baja con un cuerpo
desde la muralla.
—¡Los indios, los indios! —alerta una voz.
Gritos y luces llenaron el cuadrilátero. Una corneta restalló más allá de la ceiba.
Resonó un disparo y afuera los tamboriles. Una flecha encendida cayó a los pies de
Don Juan Manuel.
—¡A las armas, que los indios atacan! ¡Toquen a generala!
Una campana doblaba a rebato. El entarimado frente al samán se llenó de gente.
A ratos se oían disparos. Caían las maldiciones, las flechas encendidas y las voces de
mando.
—¡Me cago en San Pedro! —bramó una voz dentro—. ¡Ya estos malditos indios
ni folgar dejan!
Violenta se abrió la puerta. Don Juan Manuel desorbitado se adosó a la pared. Un
hombre descomunal trajeado a la turca salió por ella. De piernas abiertas y manos en
jarra miró hacia el muro:
—¡Maldito mil veces sea el cacique Tamanaco!. ¡Ea, Julián! —gritó hacia la
puerta—. ¿Qué es lo que te pasa que tanto tardas para quitarte el cerrojo? ¡Tráeme ya
a La Cantaora y el mosquetón de combate!
Un negro joven y musculoso apareció al reclamo. Don Juan Manuel dio un
traspiés. El hombre del turbante se volvió en redondo.
—¿Quién sois? —inquirió amenazante agitando un inmenso alfanje.
La luna le daba en la cara. Don Juan Manuel lo miró con terror. Era un hombre
viejo de expresión temible.
—¿Qué quién sois, os pregunto? —insistió mascullante tirándole el primer tajo.
Intentó huir, volvió a tropezar, cayó al suelo.
El viejo del turbante levantó su espada:
—¡Reza a Cristo o a Mahoma, que hasta aquí llegaste, garbancero!
La campana de la esquina seguía tocando a generala. Don Juan Manuel esperaba
el golpe. La campana continuaba repiqueteando. El tañir subió de punto. Parecían
diez campanas. Rezó a Cristo y a Mahoma. Las campanas batíanse desenfrenadas.
¡Acabad ya de una vez! —gimotea en la penumbra de su lecho en baldaquino—.
Catedral clamoreaba en la esquina. Restallaban los cohetes. Musitaba el cañón viejo.
La charanga de la guardia principal pasó por su casa y siguió calle abajo.
—¡Qué pesadilla! —se dijo aliviado fijando los ojos en el dosel donde un hilo de
oro dibujaba las armas de su familia.
Callaron las campanas. Guardó silencio el cañón. La charanga se extinguió en la
lejanía. Y uno que otro cohete siguió cantando las glorias de Santiago el Mayor.
Afuera se oía el rumor de la fuente, el canto de las paraulatas y los cristofué y el
susurro de las esclavas barrenderas.
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«¡Qué varilla! Mañana he de presidir el Tedeum. ¿Quién me habrá mandado a ser
Regidor Decano?» —y volvió la cara a la almohada para descabezar el último sueño.
Ya se sumergía en tibias imágenes, cuando una extraña sensación lo sacó de su
letargo: algo, alguien estaba allí: en su habitación, al lado de su cama.
El Pez que Escupe el Agua dejó salir su pito de advertencia, su pito agorero, su
pito ululante. Don Juan Manuel se dio vuelta panza arriba.
Era el ser, la cosa, el ente tantas veces esperado, deseado, temido.
Lo sentía a su lado, al alcance de su mano, tras las cortinillas de su lecho en
baldaquino o agazapado en cuclillas, desnuda o vestida, lista a saltar entre la cómoda
y el armario.
Abocinó su mano sobre la oreja grande y velluda. Giró los ojos en extrema
mirada hacia el flanco temido. Intentó oír el entrechocar de sus dientes crispados, la
voz de su aliento, algún suspiro, el chupeteo succionante y húmedo de sus pies
desnudos. Pero ninguna señal perceptible delataba su presencia.
Pitó de nuevo el Pez. La borla de su gorro de dormir se agitó temblorosa.
Entrecruzó sus manos sobre el vientre prominente. Encogió las piernas presto para la
huida.
Don Juan Manuel sintió que el ser o la cosa se erguía en el rincón y se le acercaba
a paso lento. Desdentado murmuró una plegaria. La cosa gelatinosa no se detuvo. No
la veía, no la escuchaba, pero la sentía en plenitud: la sabía malvada, sonriente con el
rostro totalmente al descubierto, siniestra, burlona, maligna.
—¡Niki molevá santa! —gritó con fuerzas.
El conjuro que le enseñó su aya la contuvo.
¡Sana, tanga, bulé! —añadió en seguida—. Sintió que se volvió de espaldas.
Ruidos y voces se escucharon en el patio. Era su hija Doñana y su yerno, el
Conde de la Granja.
—¿Y mi padre? —preguntóle a Juana la Poncha.
—Guá, durmiendo como una misma tragavenados.
—Vamos a despertarlo, ya es casi mediodía.
Don Juan Manuel al sentirlos venir acrecentó sus bríos. Echó a un lado las
frazadas; de un salto se sentó en la cama, sacó las piernas fuera y de un tirón corrió
las cortinillas. Allí estaba ella, la mujer del manto. Gorda, ampulosa y de espaldas.
Un mareo fuerte lo derribó sin sentido.
Don Juan Manuel oyó entre brumas el sollozo de su hija. Su yerno lo reanimaba
con voz recia y palmaditas en las mejillas.
—Si, yo lo sabía —gemía Juana la Poncha—. Yo tenía el pálpito de que algo muy
malo le iba a suceder.
Don Juan Manuel abrió un ojo. Tres voces lo interpelaron.
—¿Cómo te sientes? ¿Qué te pasó? ¿Qué sentiste?
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Sonriendo a medias musitó con voz calma y desasistida:
—No fue nada de particular. Me dio de pronto un vahído.
Han debido ser las caraotas con chicharrón que comí al acostarme.
Juana la Poncha gorjeó cristalina:
—Cuas, cuas. ¡Bien que te lo previne. Las tronadoras no son cosa buena para
cenar y menos para la gente vieja!
Vacilante se envolvió en el batín de casa, calzó sus babuchas de gamuza y a paso
lento salió hacia el corredor postrero, sentándose en una butaca de cuero con patas de
león y alto espaldar coronado.
Luego de calzarse la plancha, de recogerse el pelo en moño de corte que con
manos suaves le peinó Doñana, el anciano aterrorizado, minutos antes, se volvió un
viejo triste de mirada perdida, fija en la mujer del manto; el trasgo secular que
anuncia la muerte a los de su casa.
La historia era callada y antigua, según oyese referir de niño en su casa y siéndole
ratificada luego por el Rey de Armas de Su Majestad. Todo comenzó con Carlos V y
uno de los nobles de apellido White que lo acompañó desde los Países Bajos, donde
siempre había vivido, hasta España, donde hubo de ascender al Trono de Castilla a
causa de la locura que afectaba a su madre, la Reina Juana.
—Su Majestad Imperial —contaba el Rey de Armas— era de genio vivo y alegre
temperamento. Disfrutaba a sus anchas de la vida, y en particular del comer y del
beber, que hacía en exceso. Llegando a la extravagancia —para espanto de su
preceptor el Cardenal Cisneros— de desayunarse con cerveza a las primeras horas del
día. El Emperador, sin embargo, era asaltado cada cierto tiempo de una acedía que al
echarlo en una postración delirante, poblada de imágenes apocalípticas, hacían de él,
adalid de la cristiandad, un pobre poseso. Eran eclosiones del crepitar melancólico —
según decían los físicos— que desde hacia siglos fustigaba a su familia.
Cuando el morbo se apoderaba de Su Graciosa Majestad, poniendo en grave
peligro el buen juicio del Rey de España y Emperador de las Indias, tan sólo había
una fórmula para conjurar el mal: una mujer. ¡Pero no creáis que era una mujer
cualquiera! que si eso hubiese sido el meollo del asunto no hubiese habido problema,
con las ricas y livianas hembras que merodean alrededor de un trono. Aquella fémina
había de ser alguien muy especial. Singularmente elegida. Por un ente no menos
excepcional: la Dama Blanca de los Habsburgo. El fantasma tutelar de la Real
familia, que como seguramente sabéis, se corporaliza a la vista de todos en forma de
vaporosa doncella cuando la muerte ronda a algunos de sus miembros. Lo que en
España ignorábamos era que la célebre Dama Blanca, además de ser heraldo de la
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muerte, tuviese pujos de celestina, pues era ella quien susurrara al Emperador en
trance de agonía el nombre de la doncella que, al calmarle sus ardores del cuerpo,
ponía paz en los contubernios de su alma. Decía el de Alba, que era una ballesta para
lanzar juicios temerarios, que todo aquello no era más que una patraña urdida por el
Águila Bicéfala para satisfacer, sin afrenta a sus vasallos, sus reales y aceptables
cachondeces.
Una noche en el Alcázar, como tantas otras, la corte se veía ansiosa en el ir y
venir de los doctores. Su Majestad era acechado por la muerte. Ya todos desesperaban
y más el Señor de White, por saber de una vez por todas el nombre de la agraciada,
cuando el Gran Chambelán, rodeado de ujieres, se le plantó por delante: «Vuestra
digna esposa ha sido la señalada» —le comunicó con su voz grave de funcionario
responsable.
Súbitamente mejoró el Águila Bicéfala. Hasta el punto de que a la medianoche
comió, bebió y danzó con Adriana Van Gheeraert, que tal era su nombre, hasta el
mismo momento en que despuntó el alba.
Su Majestad pasó radiante el día siguiente, vital, atento, alegre; despachando los
múltiples y complejos problemas de su vasto imperio.
Pero al caer las primeras sombras del anochecer, ¡ay!, volvió la desazón y su
desquiciante cortejo.
El Gran Chambelán hubo de salir a medianoche a buscar a la milagrosa Adriana.
Ante su sola presencia el Monarca de un salto se puso en pie y luego de soltar una
carcajada pidió vino de Borgoña y un jabalí dorado para el yantar.
Por cuatro meses la enfermedad siguió idéntico curso: sol lúcido durante el día,
véspero demencial y aurora jubilosa de medianoche al llegar junto con los músicos de
cámara la bella Adriana.
El Señor de White desesperaba de la situación y más aún cuando los físicos le
prohibieron acercarse a su mujer hasta tanto no se hubiesen equilibrado los humores
encontrados que hacían delirar a su egregio paciente. Adusto puso el ceño el fiero
caballero. Pero pronto habría de distenderlo: Su Majestad, en premio a sus servicios,
además de hacerlo Conde de Torre Pando de la Vega, le daba por feudo y señorío las
tierras de un mal vasallo.
Luego de meses de agudo sufrimiento, el Emperador recuperó el sosiego. Los de
White un día, llorando a lágrima viva se despidieron de Su Majestad Católica, quien
autorizó al nuevo Conde para que añadiese dos cuernos de oro a la cimera de su
escudo, siempre y cuando castellanizara a Blanco el White flamenco de su apellido.
Tal es el origen de vuestro nombre que tantas glorias y penas ha traído a España
como a las Indias.
Adriana parió un niño, que si para los efectos era hijo del Señor de Torre Pando,
para nadie fue un secreto que su sangre procedía de aquel risco donde sólo se posan
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las Águilas Bicéfalas.
Don Juan Manuel reventó de orgullo cuando terminó de hablar el Rey de Armas.
De una vez por todas comprendía el por qué la muerte entre los de su familia era
siempre advertida por un fantasma en forma de mujer, sin que pudiese entender ¿por
qué el trasgo, antes de tener la grácil figura de la célebre dama, era gorda, rechoncha
y vieja y sin más atributo de grandeza que el negro pañolón de las mantuanas? ¿Sería
por la misma razón que en Venezuela menguan los toros de lidia, los caballos de paso
y las instituciones? Sin duda alguna que este país es cosa seria.
6. El largo nombre
«Cuan variable es el signo de los nuevos tiempos» —pensó Don Juan Manuel
desde su silla del corredor postrero—, mientras Don Feliciano y el Pez continuaban
peloteándose sus signos de muerte y vida.
«Hace menos de dos años yo amaba al Rey, y más cuando llegó la noticia a lomo
de nao de que nos devolvía el libre comercio que hacia más de cincuenta años nos
arrebató su padre Felipe V.»[13]
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el Valle se sacudía con salvas de artillería y martillar de campanas.
—¡Gracias! —se volvió a decir Don Juan Manuel con sus ojos natosos en su silla
del corredor postrero.
Juana la Poncha le ofrece un plato. Es hervido de carne gorda.
—¡Tómatelo! —le ordenó plantándosele por delante.
—¡No quiero y déjame en paz!
—¡Qué te lo tomes! —insistió dominante.
Ya se le encrespaba el ceño, cuando los gritos de una negra joven restallaron por
el patio. Era Hipólita, la esclava de confianza de los Bolívar.
—¡Don Juan Manuel, tráigote noticias buenas! Mi ama acaba de parir a un
muchacho: Simón Antonio de la Santísima Trinidad se ha de llamar. Yo soy el aya y
tú eres su padrino de confirmación.
7. Acarantair
Desde la misma silla, con los ojos en lontananza. Don Juan Manuel deja pasar las
horas. Todavía le tiembla el cuerpo por lo que vio esta mañana: cuando se ve a la
mujer del manto nunca es para nada bueno.
«Sé que muy pronto voy a morir. Me lo ha dicho ella. Me lo ha dicho el Pez. Me
lo ha advertido mi abuelo Don Feliciano. La muerte viene cuando no se quiere vivir.
¿Qué hago yo en este mundo? ¿Qué puedo esperar? Mi última esperanza de seguir
viviendo se la llevó Carmen días atrás. En mala hora me perdió mi orgullo. ¿Pero,
qué otra cosa podía hacer? Hoy estoy de nuevo sumergido en la soledad y el silencio.
Ya no pienso en mañana sino en el ayer».
Aferrado a su silla del corredor postrero Don Juan Manuel vio acrecentarse las
sombras y menguar el día. Dar paso a la tarde, avanzar la noche, encender las
lámparas en cuartos y corredores. Escuchó imperturbable el paso de las horas en
Catedral, hasta las nueve campanadas con que las ánimas inician su marcha. Cerróse
con estrépito el portón claveteado.
«Los recuerdos —volvió a decirse posando aquella mirada mustia en la fuente del
Pez— son sueños sin esperanza: caminos sin retorno; claridad crepuscular. Ya mi
mundo se ha muerto. Ya su mundo se ha ido. Ya llega el momento de partir. Los que
se aterran e inclinan ante el tiempo nuevo, arrastran la vida, que es cien veces morir».
¿Qué viejo digno puede aprender el nuevo lenguaje? ¿Hacer de tardío escolar luego
de haber sido maestro?
«Ya no somos los mismos, los Amos del Valle. Ya no somos iguales. Siento y
presiento que una hendidura se ha abierto en la historia y por ella sangra mi alma».
Del brazo de Juana la Poncha, caminó hacia su alcoba, quitose la plancha del
Gran General, montóse en el trono del Rey de Nápoles, entró y salió la esclava. Una
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airada protesta v un indignado golpetear sacudió la ventana. Subió a su lecho en
baldaquino. Retornó la negra. Cerró puertas, cortinajes v coronillas.
—La bendición, mi amo, que duermas bien y sueñes con los tres angelitos.
Parpadea la lámpara votiva. Desde el vaso de agua sonríen los dientes de Jorge
Washington.
Sus ojos saltones, azules, acuosos, siguen recorriendo en el dosel el hilo de oro
con las armas de su familia. Llueve en el patio, truena en el Valle, escandecen las
centellas, barbotea la fuente del Pez que Escupe el Agua.
Raya un laúd. Raya de nuevo. Crepita el agua sobre el tejado. Ruge la acequia.
Aúlla Amigo. Zigzaguean los relámpagos de Tacagua al Abra. En el Gran Salón de
los Retratos alguien ríe, raya el laúd y entona un canto:
Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.
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Jamás en mi larga vida hallé en parte alguna un hombre más divorciado de su
hembra. Si ellas son ardorosas y complacientes como marmitas, ellos encuentran más
gusto en matar cristianos que cabalgar sobre sus mujeres. A semejanza del demonio,
afirman los entendidos, tienen el semen tan frio como el agua de la montaña».
El negro se incorporó violento: una gotera nueva le mojaba el brazo.
El Cautivo soltó la risa al verlo saltar. Era hijo de Miguel, el esclavo, rey de las
selvas de Buria. Luego de ejecutarlo con Obispo, Reina y corte, se repartieron los
sobrevivientes.[14] Julián, como lo apodaron, que andaba por los catorce años, tocó en
suerte al Cautivo. Tenía la extraña cualidad de ser despierto y sumiso. Lo hizo paje y
ordenanza. Siete años de vida en común y dos durmiendo en el mismo cuarto no
borraban su cautela.
«Salvo que sea un hi de puta —se argüía al contravenirse— debe desear con ardor
darme muerte con sus manos, luego de haberme visto empalar al bellaco de su
padre».
Al descampado y con el sol afuera, el Cautivo no temía a los indios; pero en las
noches, y en especial cuando se hundía en la borrachera, el miedo de no ver a la
muerte llegar, era cosa que lo importunaba o lo volvía insomne, o le daba pesadillas
de locura.
«Los indios —se decía— cual esos gatos monteses que abundan en este Valle, son
hábiles trepadores. A pesar de las murallas y de los centinelas, se deslizan como
culebros sobre los tejados, hienden cual termitas el bahareque para lanzar cerbatanas
ponzoñosas sobre el que duerme, o saltan dentro para hacer de su cuerpo un acerico.
Temo a Julián; pero más a los indios cuando se dan la mano mi borrachera y la
oscuridad. Fijado a la parte sana, atravesado en el zaguán, Julián no puede
alcanzarme. Como el hijo de la selva que es, duerme con un ojo entreabierto, y clama,
vocifera y grita ante el peligro. Gracias a este ardid duermo sin sueños luciferales en
las noches, que como ésta, sacude la tempestad».
El Cautivo sin perder de vista a la mujer, llevó otro sorbo a la boca.
—¡Brr! —escupió al tragarla.
Recorre el cuerpo de Acarantair. Pinceladas de ganas lo tornan joven. La caribe
tiene cuerpo de laúd: el cuello y las piernas largas. El pelo renegrido le llega a la
cintura. La tez es de un moreno claro, que de no haber sido por esos ojillos oblicuos y
el arco alado de su nariz, se la hubiese tomado por canaria, andaluza o morisca. Tenia
la frente alta; la nariz recta y delgada; los labios finos. Era silenciosa y altiva;
ensimismada, triste y ausente. Poco hablaba, jamás reía, nunca miraba. Al Cautivo lo
tentaba y encendía de fulgores. Acarantair no ocultaba su ira y repulsión cada vez que
la requería. Siempre era igual: gritos, forcejeos, arañazos al principio; luego convulsa
y mendicante entrega que la hacia gemir gloriosa camino de la cumbre, de donde
retornaba recrecida en su odio, maldiciendo en su media lengua mientras el Cautivo
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se carcajeaba en su ira.
Afuera y arriba el aguacero subía de esplendor. Julián volvió a dormirse.
Acarantair miraba la pared con ojos entreabiertos los saltos que la vela daba a la
sombra del Cautivo. A la entrada de la noche quiso tomarla, pero esta vez no insistió.
Había sido dura la faena, aparte sentirse viejo. Sesenta años cumplió a poco de
fundarse Santiago. Ya era tiempo que aquella india lanuda se le prodigase sin tanto
esfuerzo o lucha, que si para alguna vez daba sus gustitos, no era bueno a diario ni
luego de cuatro meses.
Más de una vez intentó amansarla acariciándole la cabeza. Era igual o peor. Rugía
cual leona de Libia, enseñando los dientes.
Un rayo de sorna saltó en sus pupilas. Se inclinó sobre la hamaca y tiró de su
pelo. Acarantair permaneció impasible. Nuevas goteras perforaron el techo. Julián
volvió a saltar. Volvieron a reír sus ojos. Sobre la espalda de la india vertió lo que
restaba de la totuma.
De un salto se puso en pie, tintineando sus cadenas; firmes los senos pequeños:
—¡Malo, malo que eres!
La mano golosa buscó el pezón:
—¡Hija de la grandísima…! —exclamó. Acarantair le había clavado sus dientes.
Fustigó el látigo en el aire.
—¡No, amo, no! —Suplicó Julián con voz adolorida—. ¡No le pegues a
Acarantair!
Cayó un vergajazo sobre Julián, restalló dentro la carcajada y la generala afuera.
—¡Los indios, los indios!
—Acabo de toparme con un trasgo —dijo el Cautivo con voz de miedo a sus
compañeros al agazaparse a su lado en la muralla—. Un viejo horrible, de ojos
saltones, acuosos, azules. Lo encontré acechándome detrás de mi casa. Creyendo que
era un espía de los caciques lo perseguí por el patio hasta alcanzarlo. Ya me disponía
a degollarlo, cuando desapareció entre mis piernas. ¿Qué os parece el caso, maese?
Una flecha sobre el turbante cortó el diálogo.
—¡Jolines, si no me agacho me mata!
La luna salió tras el nubarrón de lluvia que se alejaba. Más de quinientos indios
desnudos y embijados cargaban sobre la muralla.
—¡Mierda! —gruñó el Cautivo al fallarle el arcabuz—. Se ha mojado la mecha.
Estos armatostes no sirven para nada cuando cae la lluvia. Julián, dame acá la
ballesta.
—¡Viva, ensarté a dos con una!
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Breve fue la escaramuza. Los pocos indios que lograron saltarse el muro fueron
muertos con armas blancas. A escasas horas del alba la tropa siguió despierta sentada
en círculo, de cara a las hogueras.
—Ya los hi de putas —dijo el Cautivo en su solar a dos de los soldados que
acompañaron al hijo del Gobernador— se han dado cuenta de que los arcabuces con
la lluvia son más inútiles que un golilla en un campo de batalla.
El Cautivo miró despectivo al hijo de Ponce de León, merodeando a pocos pasos,
y por cuya causa su amigo y capitán. Don Diego de Lozada, había tenido tan mal
final y Santiago se encontraba desguarnecida en un país con más de cien mil indios
aguerridos que no cesaban de incursionar contra ella y reducida su población, por
obra de la intriga, a sesenta vecinos españoles, doscientos indios tocuyanos y seis
docenas de negros esclavos, entre los que había unas quince mujeres.
—De no haber sido por mi excelso Capitán Don Diego de Lozada —prosiguió el
Cautivo elevando la voz al darse cuenta de la proximidad de Ponce de León— a estas
horas ni sus amigos ni sus sayones estarían contando el cuento. Pero así es Caracas
—dijo con solapada resignación— no en vano fue una bruja caníbal quien le dio el
nombre.
—¿Cómo decís, Don Francisco? —preguntó entre curioso y burlón el aludido—.
Contadme tan curiosa historia: ya que hasta ahora tenia por noticia que el nombre de
la Provincia le venia por una hierba en forma de bledo que llaman Caracas.
—¡Estáis más errado que yegua vieja! —bramó el Cautivo Todo es mentira,
invento o invención de Juan de Gallas, quien como poeta falsea la verdad. Yo fui
quien le puso el nombre, y sin proponérmelo, a este sitio donde se ha plantado
Santiago de León, mucho antes de que Francisco Fajardo se decidiera a establecerse
en este Valle que llamó de San Francisco y que no es santo adecuado para invocar en
casos de guerra. Con mi sirviente turco Gal-Al-Vis abandonamos el campamento de
Fajardo a orillas del mar y ascendimos esa montaña que los indios llamaban
Guaraira-Repano y el truhán de Gabriel de Ávila le usurpó el nombre para ponerle el
suyo. De aquello, nueve años ha.
Sentado a la turca, el Cautivo desgrana su historia entre soldados, indios y negros
en doble círculo, que lo escuchan con atención. Un español llamado Villapando,
desdentado, perfil de pájaro y modales ambiguos, le susurra a uno de los de Ponce de
León, metiéndole la boca entre la oreja:
—No le hagáis caso a ese viejo loco. Fue prisionero de los turcos por veintitrés
años. Durante su cautiverio adoptó la fe de Mahoma, ganó la confianza del Gran Visir
y la simpatía del mismo Sultán con sus truhanerías. Logró ascensos y honores
combatiendo a los cristianos, hasta que un día, aburrido, decidió fugarse y dedicarse a
la piratería. Con otros veinte cristianos le robó un barco al Sultán y por mucho tiempo
fue perro del mar por los lados de Caledonia. Hasta que una galera papal, al
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capturarlo, lo llevo a Roma.
El Cautivo, luego de chupar largamente su pipa, continuó:
—Gal-Al-Vis y yo, luego de mucho andar, llegamos a este mismo sitio, donde
más tarde se fundaría Caracas. Una columnilla de humo en dirección a la montaña
tentó nuestra curiosidad. Cautos y sigilosos avanzamos en esa dirección. A poco de
andar llegamos a un rancho que, más que vivienda, era un sitio para guarecerse de la
intemperie. Tan sólo cuatro horcones lo sostenían, con algunas ramas a modo de
techo. A un lado de la vivienda ardía una hoguera donde se asaba un pedazo de carne
que exhalaba un olor apetitoso. Gal-Al-Vis, que tenía mejores ojos que yo y que a
pesar de mis admoniciones no había perdido la manía de expresarse en turco, dijo en
voz baja al apercibir a una mujer de piel muy oscura, casi negra:
—¡Mirad, amo! una caracas —siendo de advertir que la tal expresión en búlgaro
o turco se le parece o significa mujer de cara negra.
La mujer de rostro realmente negro, musitaba o cantaba cosas con sabor a brujería
y sortilegio sobre el asado, mientras lo aderezaba con un líquido que llevaba en la
totuma.
En dos saltos caímos sobre ella. Y aunque rabió y masculló de furia, luego de
maniatarla y propinarle dos trompicones, terminó por quedarse quieta. Hambrientos y
fatigados como estábamos, disponíamos a yantar el asado de tan apetitosa apariencia,
cuando un grito de Gal-Al-Vis me impidió llevarme a la boca una lonja cocinada en
su punto.
—¡Mirad, amo, mirad! —gritó con voz de espanto.
Me cagué en Dios y en los doce Apóstoles ante lo que vieron mis ojos. Lo que en
un primer momento tomamos por algún animalillo apetitoso, era el tronco
desarticulado de un crio.
—¡Recórcholis, Don Francisco! —exclamó el hijo del Gobernador—. ¡Qué es
miedo lo que contáis!
Villapando se acercó aún más al joven soldado y prosiguió, dirigiéndole rápidas
miradas al Cautivo:
—Tan pronto Su Santidad supo de oídas la historia del Cautivo, quiso conocerle
antes de que se lo entregaran al cadalso de San Ángelo, que lo esperaba gozoso y
justiciero. El muy pillo, que es astuto como el que más, además de zalamero y
comediante, tan pronto le caló a Su Santidad su bondad, cayó de rodillas
implorándole perdón por sus pecados y derramando lágrimas de sentido o de falso
arrepentimiento. El Supremo Pontífice que lo encontró a imagen y semejanza del
Moisés de Miguel Ángel, le otorgó su absolución, imponiéndole tan sólo como
penitencia —después de tantos crímenes— que hasta el fin de sus días vistiese como
turco. Pensó ingenuamente Su Santidad, que ante lo insólito de su vestimenta, viviría
mil veces la vergüenza de haber renegado de la fe de Cristo al tener que explicarle a
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los curiosos la razón de sus atavíos. Ni el propio Papa de Roma con toda su in-
falibilidad, pudo imaginarse quién era el Cautivo. En primer lugar, encontraba tan
cómodos y aireados los trajes de turco, que estaba dispuesto a seguir trajeado de tal
forma empero no encontrase plaza en ningún ejército. Y en cuanto a dar concienzudas
explicaciones a los impertinentes sobre su tormentoso pasado, era desconocerlo. A los
pocos días de vivir entre cristianos, luego de desnarizar a cuatro y de arrancarle la
nalga a un quinto, ya nadie más lo importunó.
El Cautivo echó un escupitajo y observando el creciente interés del hijo del
Gobernador, siguió diciendo:
—Apenas caí en cuenta de aquel desvarío hecho por la bruja de la cara negra,
exclamé: ¡Maldita!, a tiempo que le descargaba mi cimitarra de plano sobre su
cadera.
Caracas, como decidimos llamarle desde entonces y hasta ahora, lanzó un gemido
agudo y se contorsionó de dolor. Cavilamos sobre el castigo que pensábamos infligir
a esta arpía, cuando ocho indios de mala catadura salieron de la maleza encabezados
por una mujer, que al ver los restos del niño corrió hacia ellos irrumpiendo en el
llanto más lastimero que jamás haya escuchado. Cuando recogió a su hijo los indios
que la acompañaban envolvieron amenazantes a Caracas, haciendo caso omiso de
nuestra presencia y del hecho de que la bruja era nuestra prisionera. Y como bien
sabéis por experiencia que ante bárbaros la mejor palabra es miedo, apresté el
arcabuz y antes de que tomaran venganza sin mi permiso, lo descargué sobre el
vientre de Caracas, saliéndosele las asaduras por un tremendo boquete.
—No sólo es andaluz —continuó Villapando diciéndole al soldado bisoño— es
también andaluzado; mentiroso como nadie; dice ser de Baeza y llevar en sus venas
sangre de reyes moros. Llegó a Venezuela en la expedición de Spira. Junto con él
venían Alonso Andrea de Ledesma, Alonso Díaz Moreno, Francisco Infante. Luego
de numerosas andanzas y expediciones buscando el Dorado, recaló en la Margarita
semanas antes de que lo hiciera el célebre Tirano Aguirre, con quien hiciera intimidad
en un viaje que desde Coro lo llevó al Cuzco. Saltando de sitio en sitio y de reino en
reino, volvió al Tocuyo y conoció a Diego de Lozada. Por esos extraños designios
que tiene el Señor, un par de tíos como aquellos, que eran cara y cruz de la existencia,
se profesaron sólida amistad, convirtiéndose el Cautivo en su lugarteniente y brazo
ejecutor de tantas maldades. Por eso intenta la defensa de tan feral malhechor
arrojando sombras sobre la recta justicia de nuestro amado Gobernador.
La voz del Cautivo volvió a elevarse:
—Caracas se contorsionó de dolor. Los indios sorprendidos huyeron a cien pasos
y se quedaron viéndonos con ojos de espanto. Impuesta mi autoridad a lo bravío, ¡qué
tal debe hacerse siempre entre salvajes! les hice seña de que se acercaran. Caracas
agonizaba con el vientre y los ojos abiertos. Como la brujería se pena con el fuego,
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con la ayuda de Gal-Al-Vis la tomé en vilo y todavía viva la eché sobre la hoguera.
Los indios rieron con grandes señales de contentamiento y buscaron leña para avivar
el fuego. El cuerpo de Caracas se consumió lentamente. Los ocho salvajes, con la
madre al frente, comenzaron por comerse al crio. Y luego de acabar con él, la
emprendieron con Caracas hasta dejarle el puro carapacho.
Sacudidos de asco llegamos al campamento de Fajardo. El mestizo conquistador
lloró de rabia delante de toda su tropa al enterarse de lo sucedido.
—Por eso es que debemos acabar con esa mala hierba —indicó a guisa de
sentencia—. ¡Todo cuanto huela a Caracas y a su gente hay que arrancarla hasta la
raíz!
Juan de Gallas, que escuchaba a medias, cuando oyó hablar de la mala hierba
pensó, como el tonto que siempre ha sido, que era una planta a la cual Fajardo se
refería. Como él era hombre de letras y nosotros ignaros soldados, dio por noticia y
con ligereza la especie tan difundida de que de un monte o yerbajo que nadie ha visto
le viene el nombre de Caracas. Todo es mentira y bobaliconería de Juan de Gallas.
Pero al parecer, así se escribe la historia. Igualmente falsa es la versión que
circula sobre el nombre de Venezuela o «pequeña Venecia». Borracho o loco tendría
que estar Don Américo Vespucio para llamar pequeña Venecia a aquel hato flotante
que formaban sobre el lago de Coquivacoa los palafitos. El sufijo «uela» implica
desdén en castellano y en leonés.
Se habla de mujerzuela, callejuela o habichuela. Se le utiliza para llamar lo que
mal anda, lo torcido y lo mal hecho.
9. A pujo de sangre
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Era cosa de risa el verlos aún después de muertos rechinar los dientes y tirarse pedos
al vernos pasar.
En tres meses no cesaron de hostigar. Las noches las pasábamos en vela. Como
diablos los hi de putas no dejaban de hacer sonar tambores y guaruras, escupiendo
por doquier saetazos, lanzas y cerbatanas.
Don Diego, y en eso nos parecíamos, creía en la mala sombra, en los sitios
malditos y en los lugares donde las estrellas se ven torcidas. De ahí que no le
pluguiese el lar de su campamento, que fuera el mismo sitio donde Fajardo dos años
antes intentara, con tan mal destino, conquistar y poblar.
La vez primera que recorrimos el Valle hacia el naciente, seguimos el curso de esa
agua caudal llamada Guayre.
Aquella mañana la sierra estaba despejada, la tierra húmeda y los pajonales
bonitos. Luego de recorrer los siete mares, puedo afirmar sin mentir, que era la
mañana más hermosa que en mi vida hubiese visto. Traspuestas dos leguas, otra agua
caudal y tormentosa llamada Caroata nos salió al paso. Delimitando al otro lado, una
explanada no más ancha de mil quinientas varas, cercada a su vez al extremo opuesto
por el Catuche, o rio de las Guanábanas. ¡Qué no sé a que le viene el nombre, porque
no he visto una en mi putana vida!
—¡Allí he de fundar mi ciudad! —Dictaminó mi excelso Capitán—. Que con tres
ríos sobran los fosos.
Apenas cruzamos el río, Don Diego de Lozada sin bajarse del caballo, nos ordenó
que procediéramos a levantar el muro del cuartel principal. Todo el día lo pasamos
cargando piedras, aserrando árboles y mezclando argamasa con la arena del río, entre
la que abundaban pepitas de oro. En la tarde, el parapeto nos llegaba al cuello. Menos
mal que Dios no escuchó mis blasfemias. Esa misma noche más de mil quinientos
indios, cual cigarrones de regreso al panal, cayeron sobre nosotros.
Al día siguiente y a la misma hora, tal era la flojedad de ánimos que nos dejó la
refriega, habíamos levantado el muro del cuartel, techándole y aspillando hasta la
mitad. Sin permitirnos resuello ordenó Don Diego:
—Levantad un muro aquí —y señaló los solares que ahora ocupan el Cabildo y la
Ermita, que como veis, hacen calle con él cuartel —. Hay que aprovechar el sol
mientras dure.
Y con él a la cabeza, emprendimos la faena. Antes de la noche ya la habíamos
terminado. Exhaustos y orgullosos contemplábamos nuestra proeza, cuando el muy
pillo volvió a ordenar:
—¡Vengan ahora las puertas!
Santiago Giral y Simón Díaz que eran carpinteros y tenían dos días labrando dos
portales, los enclavaron a cada extremo de la calle.
—Ahora guardad en ella los ovejos y jumentos, que corral ha de ser la primera
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calle de la ciudad.
A la semana, en terminando de techar los solares de enfrente y que por un tiempo
fueron cuartel de los indios portadores del Tocuyo, más de diez mil salvajes cargaron
sobre el cuartelillo con su calle corral, que de no haber existido, nos hubiesen robado
y flechado todo el ganado que llevábamos con nosotros.
A la noche siguiente y a la luz de una hoguera, Don Diego nos señaló el mapa de
la ciudad que pensaba fundar. Santiago habría de tener veinticuatro manzanas en dos
circuitos alrededor de la Plaza Mayor. Como yo le expresara extrañeza al ver en el
mapa dieciséis calles abiertas a los cuatro vientos en una tierra poblada por más de
cien mil indios bravos, respondió sin amoscarse: «¡Tate, tate, Don Francisco, que ni
soy mémo ni me chupo el dedo! Esto sólo será luego de imponer la paz a estos
salvajes que nos hostigan. Entre tanto, Santiago será apenas esto» —y señaló la plaza
y el primer circuito de manzanas que ahora vosotros, los recién llegados, tenéis
ocasión de ver. Luego de marcar los sitios públicos, nos asignó a los que habíamos de
ser los primeros vecinos el solar donde deberíamos erigir nuestras casas. Yo, al igual
que todos estos desarrapados, nunca había tenido casa propia. Celebrábamos ya el
sentirnos riquillos, cuando el impenitente Don Diego volvió a escaldarnos:
—Antes de hablar de viviendas, mis amigos —nos advirtió— habremos de
levantar un muro alrededor de la ciudad.
Todos nos miramos con caras destempladas, que se tornaron fieras al añadir:
«Bueno, mis amigos. Manos a la obra, ya que es mi mayor deseo fundar la ciudad
para el día de Santiago Apóstol».
—¡Para el 25 de julio! —clamaron todos.
Cercar mil doscientos pies para esa fecha, si estábamos a comienzos de mayo, era
menos que imposible.
Cuando terminó de hablar varias higas a su espalda lo, acribillaron.
En la primera semana el cerco nos llegaba a la rodilla; a la segunda, ya alcanzaba
el ombligo; a la tercera, nos cubría hasta la tetilla. Al mes iba sobre nuestras cabezas.
Abrumados por la fatiga el muro ascendía con nuestras esperanzas de que
fundaríamos la ciudad apenas lo terminásemos; haríamos nuestras casas y nos
echaríamos a descansar. Pero lo que si era menos que imposible es que estuviese lista
para el 25 de julio, como quería el Capitán Fundador. A primeros del mes nos faltaba
poco menos de la mitad. Agotadas las piedras de la explanada, habíamos de buscarlas
con graves riesgos para nuestras vidas, pues los indios no cesaban de flechar cada vez
más lejos.
Hube de decirle una noche al Capitán Fundador:
—Por grande que sea nuestro deseo y esfuerzo de complaceros, a menos que San
Juan agache el dedo, nos será imposible acabar la muralla para el día del Santo
Patrono de las Españas.
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Lozada frunció el ceño y por primera vez lo vi abatido. Díjele yo a guisa de
consuelo:
—¿Y por qué no la fundáis el 25 de julio? Total, que ya la muralla está alta… Con
darle los tres tajos de rigor al rollo…
¡Válgame el cielo ante la cara de asco que me puso! Se me olvidó que era gallego
y yo andaluz.
—No cuento los pollos antes de nacer, Don Francisco —me respondió
encabronado—. Mientras Santiago no tenga murallas para asegurar su defensa, es
tonto y de mal agüero bautizarla antes de que sea parida por la tierra y por nuestra
voluntad. Acordaos de Fajardo, mi predecesor: que por fundar pueblos sin hacer los
muros, de su hato de San Francisco no quedan ni las piedras.
—Yo lo que sí creo —propuso con acento grave y convincente— es exigirle a los
indios de la vecindad que se muestran pacíficos, un tributo de trabajo. En vuestra
opinión, —preguntóme— ¿quiénes son los indios del Valle más laboriosos y de
mayor docilidad?
—Pues, en cuanto a laboriosos —le respondí— ninguno, que todos son más
perezosos que gitanos. Pero si Su Excelencia quiere saber cuáles son los más
pendejos, pues son los tarmas, en mi opinión, aparte que sus mujeres son guapas
como ninfas.
—Entonces —agregó el Capitán Fundador con aquella apacibilidad tan suya—
invitémosles a establecerse con nosotros.
De acuerdo a sus instrucciones y acompañado por veinte guerreros y unos
cuarenta indios, recorrí las siete aldeas tarmas, repartiendo entre la indiada famélica,
a fin de hacernos de su buena fe, carne de ovejo y barricas de aguardiente.
—Todo está muy bien —le observé yo a mi excelso Capitán luego de mi piadosa
romería—; lo que no entiendo es cómo habremos de hacer para que estos gandules
abandonen campos y sus ocios para venirse a Santiago a hacer de alarifes. Por no
trabajar escapamos de España los que servimos bajo vuestro mando.
Lozada sonrió con aquella faz de chivato tan suya:
—Venid conmigo, os tengo una sorpresa.
Lo seguí hasta el galpón hecho de prisa tras los solares del Cabildo y del
Ayuntamiento, donde pensaba alojar a los tarmas. La tarde estaba muy avanzada.
Lozada dio tres golpes largos y dos fuertes. Alguien quitó la tranca y nos dio paso
franco:
Entrad, Don Francisco —me invitó con cierta reticencia.
Dentro reinaba la penumbra. Distinguí mucha gente silenciosa y hedionda.
Alguien trajo una antorcha.
—¡Me cachi en la ma! —grité, creyendo ser victima de una mala visión. Cien
mariches, tatuados y armados nos veían con rostros de culebros. La carcajada de
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Lozada y el reconocer a Sancho Pelao disfrazado de mariche, pusieron paz en mi
alma y me pararon el trote.
El aludido, un hombre moreno, cetrino, fornido y de mediana estatura, al oír su
nombre dirigió al Cautivo una larga mirada de reproche.
—Esa noche —prosiguió— los falsos mariches, capitaneados por ese onagro
risoso que allí veis, cayeron sobre un poblado tarma dando muerte al mayor número
de gentes. Al día siguiente aparecieron frente a Caracas los sobrevivientes
implorándonos que los protegiésemos de los mariches. Tres días más tarde los falsos
mariches atacaron y destruyeron un segundo poblado. Al igual que la primera vez,
pero en número de dos mil, los tarmas se presentaron para hacer de Caracas
guarimba. Lozada una vez más accedió, exigiéndoles como justa compensación, el
que trabajasen en la muralla.
A menos de una semana los tarmas se preguntaban conmigo ante el rigor del
trabajo, si no sería mejor enfrentarse a los mariches. Comenzaron a desertar. La obra
progresaba lentamente.
Un fuerte temblor de tierra agrietó el muro en varias partes y un lienzo de más de
trescientos pies se vino abajo en el lado sur. Lozada montó en cólera:
—¡Empero revienten, el muro ha de estar listo para el día de Santiago Apóstol!
Los negros, que odiaban a los indios, comenzaron el canto de los látigos. Unos se
resistieron y fueron muertos de inmediato. Otros, que huyeron, fueron cazados con
perros bravos. Para evitar más fugas se guardó como rehenes en sitio aparte a las
mujeres y a los niños.
Esa mañana los siete caciques de los siete poblados se enfrentaron al Fundador:
—Nos habéis engañado. Fuisteis vosotros y no los mariches quienes provocaron y
sembraron el terror entre los nuestros, con el propósito de esclavizarnos. Ellos nada
han tenido que ver en esto, como nos lo han hecho saber. Somos varios los que ya
hemos reconocido a aquel mal hombre que va allá —y señalaron a Sancho Pelao.
Lozada, que ya se lo esperaba, hizo a su guardia la señal convenida. Los siete
caciques fueron empalados a siete pasos de la muralla que mira hacia el Guayre.
Los tarmas morían de a veinte y a treinta por día. A los negligentes se les azotaba
y a los que se les veía arrestos levantiscos se les ahorcaba sin fórmula de juicio.
A pesar del trabajo de los nuevos esclavos, a una semana de Santiago la muralla
estaba entre finita y pintona, aparte que de los cuatrocientos ochenta y cinco hombres
aptos para el trabajo habían desaparecido y muerto trescientos doce.
—Necesitamos entonces nuevos tarmas —afirmó Lozada—. Por desgracia, tan
sólo los guacas que llevan potra, nadie cree en nuestros buenos propósitos.
Esa noche Sancho Pelao y sus hombres salieron en dirección al pueblo guaca que
estaba por las Adjuntas. Hasta la madrugada, Lozada y yo los esperamos conversando
y fumando. Al primer canto del pájaro los vimos llegar. A la luz del cerco de
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antorchas se los veía fatigados. Algo metálico brilló en la noche.
—¡El imbécil de Sancho Pelao —clamó el Capitán— se llevó la espada! ¿Qué
necesidad tenía el muy tabernario de ponerse en evidencia?
Uno de los soldados amigos del zamboyo, al escucharnos salió a su encuentro a
fin de advertirle, seguramente, nuestra indignación. Llegaba hasta el, cuando
súbitamente tuve una sospecha: el de la espada era más alto y delgado que Sancho
Pelao: tampoco tenía ese caminar de loro sabanero característico del hombrecillo. No
había terminado de barruntar cuando el de la espada ¡Guay!, lo degolló de un sablazo.
Una lluvia de flechas se nos vino encima. Cerramos justo el portal cuando la
avanzada de falsos tocuyos, que eran meros indios teques con Guaicaipuro al frente,
casi nos alcanzaban.
Guaicaipuro liberó a los tarmas. Sancho Pelao refirió cuando apareció maltrecho
al día siguiente, que el gran cacique teque les cayó por sorpresa apenas cruzaron el
río; a todos los demás los hicieron pupa.
Ante lo sucedido nos dejamos de subterfugios y a sangre y a fuego, como debe
hacerse, reclutamos esclavos por miles y el 29 de julio, luego de finiquitar su muralla,
rodeado de su ejército, le dio los tres tajos de rigor al rollo y declaró por pregón que
era el día de Santiago, el de Pedro y Pablo, aquel momento en que fundaba la ciudad.
Al día siguiente, en medio de la resaca del jubileo de la víspera, Lozada, nos
obligó a construir muros escalonados de a ocho por lado alrededor de la muralla. Al
acabar de hacer, los hizo cubrir de tablones. «Arriba —dijo— van los centinelas y las
tropas de línea, abajo la sentina de los hombres y de las mujeres, la cocina y la cuadra
para vuestras bestias». En cada ángulo de la ciudadela edificó garitas que desde aquí
podéis ver. Terminada la muralla, cuartos, rampas y escalerillas, iniciamos la
construcción de nuestras casas, siempre dentro del orden y simetría de nuestro
Capitán, quien señaló alto, anchura y todas las medidas pertinentes con el fin de que
al adosarse hicieran de cada manzana una casa fuerte para resistir en el caso de que
los indios, como varias veces lo han intentado, derrumben la puerta de la ciudad. Para
aumentar las precauciones hicimos túneles bajo tierra, de una manzana a la otra. El
zaguán, según mi excelso Capitán, debe tener dos puertas: la del portón y la del
entreportón, la muerte lo mismo viene de la calle que de vuestro propio solar.
En menos de seis meses terminamos las casas. La dicha, sin embargo, nunca es
completa: hasta tanto no reduzcamos a los rebeldes, los que recibimos en gracia los
primeros solares hemos de compartirlos con gente ajena, no siempre de nuestro
agrado. El Cautivo miró hacia la casa de su vecino, un viejo beato, con quien
compartía el zaguán.
Una acequia rumorosa de aguas cristalinas atravesaba el solar en diagonal, para
desembocar en el Catuche, que pasaba hondo y rugiente por el barrancón. Gorjearon
los pájaros sobre el samán.
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—Amanece —señaló el Cautivo tras un bostezo.
Por Petare sale el sol. Por Petare sube a la montaña. Canta el turpial sobre el
samán. Brilla el sol sobre la muralla, sobre la casa, sobre las tejas, sobre el patio
enlosado, sobre la fuente del Pez, sobre la puerta de Don Juan Manuel de Blanco y
Palacios.
A las cinco en punto de la tarde se abrió el zaguán claveteado. Don Juan Manuel
de Blanco y Palacios, jubón azul y casaca blanca, va de visita.
—Arriba y arriba.
—No tan rápido, Miguelito.
¡Veinte somos los Amos del Valle: Bolívar, Palacios, Blanco y Herrera…!
¡Juan, Sebastián, Alicusio y Matacán!
El Rey nos posterga. El Rey nos rebaja. Independencia es traición al Rey. Traidor
y más que traidor en mi cara me dijeron. ¡Hasta la quinta generación traidora tu
descendencia! A Juan Francisco frente a la Candelaria, demoliéronle su casa hasta los
cimientos, echándole sal en la tierra y aborreciendo su nombre en tarja abominable.
A Túpac Amaru, tres años ha, le hicieron, vivo y ante sus hijos, lo que quiso hacer
en el cadáver de mi padre el Gobernador. Desnudo lo llevaron a la Plaza Mayor.
Cuatro potros salvajes tiraron de sus pies y de sus manos, hasta que sobrevino el
desprendimiento. Lo descuartizaron. Su cabeza, frita en aceite y puesta en jaula de
fierro, colgáronla a las puertas de la ciudad.
Más tiemblo que me vean desnudo y con esta barrigota que al mismo suplicio. De
freírme en aceite ¿será con mi plancha o con la boca vacía? Yo soy un hombre leal. A
la corona debo mil favores. De no haber sido por Su Majestad ya no existiría. El
ingrato olvida el debe, recuerda siempre el haber. ¡Haciendo yo pactos con Francisco
de Miranda! ¡El hijo del tendero y de Panchita Rodríguez! Dos meses atrás no lo
hubiese sospechado. ¡Yo, un amo del Valle, de quien a quien con el carricito ése! Por
mis venas corre la sangre de Adriana y de su egregio amante. Llevo a Isabel y a
Fernando, a Juana la reina loca y a Felipe, el Rey Hermoso. Subiendo ramas llego a
Pelayo. Bajando el tronco refluyo historia.
—Juan,
—Sebastián,
—Alicusio,
—Matacán.
Desde Juan Francisco, los Borbones apretaron la enjalma. Carlos III, déspota
centralizador. «Los enemigos de mis enemigos son mis amigos» —decía el Rey—.
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Igualemos a pardos y canarios con los criollos. Ayudemos a los inglesitos del Norte
en su guerra contra Inglaterra. Compremos sus excedencias. Impediremos con
Francia el colapso norteamericano. Que sus barcos vendan sus mercancías en mis
puertos de América. ¿Qué hay una real pragmática donde se prohíbe comerciar, bajo
pena de muerte, con los extranjeros? Olvídela, señor Ministro, que entre dos males se
escoge el menor. La pujanza de Inglaterra es mil veces peor que violar la ley.
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del Águila Real! Levantemos vuelo hacia la eternidad. Sigamos el ejemplo de los
inglesitos del Norte.
—Eso traerá guerra.
—¿Y qué? España ahora no puede contraatacar.
—Mantuanos, cáiganse de nalgas y para atrás una vez mas. El Rey no nos odia.
El Rey nos ama. Fijaos en esto. Quitaos la cerilla de los oídos. Escuchad atentos. ¡En
lo sucesivo queda prohibido el matrimonio de blancos con gente de color!
—¡Pero qué maravilla! ¡Pellízcame Mijares, a ver si sueño!
¡Tovar, méteme una patada! —repite Juan Manuel—. No puede ser verdad tanta
belleza. Ha muerto el relajo. La merienda de negros toca a su fin.
Alegría de tísicos no más. Al año vino lo de la Gran Capitanía. Juntos en el
mismo plato con los de Maracaibo, Guayana, Margarita y Cumaná. No hay peor cuña
que la del mismo palo, pensó el Rey y no erró por cuatro e insufribles años. Los
nobles de Maracaibo, en cuanto a bizarría se refiere, eran peores que quinterones
ricos con derecho a gobernar. Ya desesperábamos, cuando a propuesta mía los
hicimos mantuanos por apertura. ¡Santo remedio! Al igualarnos se hicieron aliados y
lo que Su Majestad creyó jugada perfecta fue: Jaque al Rey.
La silla de mano retorna a la casa.
Qué desagradable se pone Juan Vicente cuando bebe. Apenas le pregunté por qué
mi ahijado había salido color de longaniza, se puso como un fusuco gritándole a
Felicianito, su suegro:
—Es el nudo de mi abuela, la de Marín, quien se asoma. ¡¿De qué os extrañáis?!
Los conquistadores no trajeron mujeres, y como no eran maricos, hembras tuvieron
que haber. La huella indígena no es oprobio, como creéis vosotros, sino timbre de
orgullo, al igual que las cicatrices que llevan los viejos guerreros. Sólo los que poseen
—gritó desaforado y cetrino— son poseídos. La pureza de la sangre española en
Indias denuncia el ancestro de las Águilas Chulas, de los que llegaron tarde, luego de
callar las culebrinas.
—No hay nobleza —le espetó a Felicianito con los ojos vidriosos— que no tenga
su matriz en la guerra, con excepción hecha de las que hacen las putas. En Indias, la
gloria emerge de la conquista, el tiempo de las hazañas. Quien no tiene de indios
tampoco tiene de conquistadores. Pelo rubio y tez de leche no es señal de linaje, sino
de hambreados fugitivos que vinieron a medrar las sobras de los leones.
—¿Es que tus abuelos no habían llegado —preguntóme con chulería — cuando
los míos azotaban la tierra con cinturones de bronce?
—Pero chico —díjele—. Cálmate ya, no es para tanto.
Siguió finito:
—Ya se acabó el tiempo en que los náufragos se hacían sacerdotes. Somos una
casta fraguada que no se arrodilla ante los extraños. Ya nos importa un pito el
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bastardo de Carlos V, los duques del Infantado o la sangre de los Alba. Somos los
dueños de un mundo que hicimos con nuestras manos. ¡Basta ya de seguir con la
manía de mejorar la casta con la sangre de ultramar! ¡Basta ya de sangre nueva!
¡Basta ya de españoles! Al igual que el día en que los antepasados dijeron: basta de
indios, basta de negros. Que los ocho cuarteles de los hijos de mis nietos sean los
mismos nombres que hoy retozan en el patio; que los Bolívar sean abuelos de los
Tovar, de los Blanco, de los Mijares y de los Lovera. Que se casen mil veces entre sí.
La cría enseña la bondad de recrear la sangre. ¡Qué mi nieto preñe a mi nieta, mi
cuñado a mi sobrina y mi hermano a mi hija! ¡Qué los mantuanos tengan ojos y color
de mantuanos! Que no se diga que esto es Bolívar y aquello Rebolledo. De la
diferencia nace el caos. De la igualdad el poder y la gloria.
Estaba verde, color de ataque y enloquecido en su discurrir.
—La sangre nueva perturba la fragua. Mueve lo que quieto ha de quedar.
Revuelve lo decantado en la masa del pastel que alcanzaba su consistencia. Por
siglos, cual sacos, se apilaron los ingredientes. Hasta que un día el Gran Cocinero del
Universo los echó en la olla dándoles vuelta con su gran cucharón de sueños: «Tanto
de blanco, tanto de indio y dos cabezas de negro para hacer un noble caraqueño».
«¡Qué mal rato he pasado! En lo que se echa cuatro palos le sale el brollo de la
Marín. ¿Qué necesidad tenía de decirnos a Felicianito y a mí, que los Palacios no eran
nadie comparados con los Bolívar? Qué desagrado tan grande. ¡Y pensar que mañana
vamos a pasarnos el día entero bebe que te bebe, tomándonos los miaítos de mi
ahijado Simón! Tengo ganas de no ir. Yo no bebo y ésos son una cuerda de borrachos
que no paran hasta que los sacan en parihuela; aparte que Juan Vicente, Mijares,
Tovar y Ribas ya me tienen harto hablando siempre de la Independencia y de
Miranda. Yo no sé quién me mandó a mí de brejetero a meterme en tal enredo».
A las nueve de la noche volvió a cerrarse el portal. Don Juan Manuel seguido de
Juana la Poncha, entra a su alcoba. La bacinilla del Rey de Nápoles. ¡Qué no la tires
por la ventana, mujer de Dios!
Ríe la luna sobre el samán. Ríe la plancha. Parpadea la vela.
«Juan Vicente cuando bebe es una varilla —se va diciendo dormido—. Nobleza
es posesión de tierra que dio la hazaña, generación tras generación y por luengo
tiempo. Más temple exige mantener, enriquecer y acrecentar la heredad que legó el
abuelo, que ponerse en ella en un arrebato de ventura y coraje. Fueron muchos los
que en un sacudón se hicieron ricos y alcanzaron la fama. Excepcionales los que
mantienen la gloria y el patrimonio a través de los siglos. ¡Qué grandes somos!
¡Cuánto nos queremos!».
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Juana la Poncha desde el cuarto alto se metía al Ávila en sus pupilas. Un anillo de
luz rodea al picacho. La noche avanza.
Cuánto ha tardado mi amo. Ya está oscuro y entuavia no ha llegado. A mi no me
gusta nada el soponcio que le dio trasantier y menos el encurruñamiento con el señor
de Bolívar. Yo no sé de dónde les viene tanta amistad. Tan serio que es mi amo y tan
guachafitoso que es Don Juan Vicente. ¡Pobrecita la niña Concepción! No le rindo las
ganancias con un hombre tan faldero. Razón tuvo Don Feliciano cuando al saber que
se casaban se saltó del retrato y rompió la marquetería.
Un estruendo sintió en el portón. Juana la Poncha, con ojos de incrédula
alucinada, miró hacia el zaguán. La silla de manos venia dando tumbos. En el
corredor dio un bandazo contra un pilar y estalló la cristalería. Los negros reían,
cantaban, danzaban, con el palanquín a cuestas.
Cuatro somos los negros del Valle: Juan, Sebastián, Alicusio y Matacán, taran,
tan, tan.
—¿Y esto qué es? —chilló indignada.
—Que estamos de fiesta, mi tía —respondió Matacán.
—¿Y el amo?
—Adentro va. Carga una pea divina.
—¡Veinte somos los Amos del Valle! —farfulló Don Juan Manuel al salir por la
portezuela con la voz estropajosa, los ojos bizcos, el rostro encendido.
Al sujetarlo, la negra se puso blanca: su Amo y Señor, paradigma de virtudes,
Regidor Perpetuo y Decano, tenía un fuerte tufo a caña brava. En los treinta años que
tenía de uso de razón, viviendo a su lado, nunca lo había visto tan rascado, ni
paloteado, ni con la chispeante alegría de los primeros tragos, que rara vez se
excedían de dos copas de jerez.
—¡Mí amo no bebe y basta ya! —gritó a los portadores—. Si está mareado y
lleno de vómitos no es por borracho, sino por envenenado. Con lo delicado que es del
estómago y lo cochina que es la negra Hipólita para cocinar.
A las dos horas y de puntillas, Juana la Poncha entró a la alcoba. Con expresión
beatifica a la luz de la vela, dormía Don Juan Manuel. El camisón de dormir, más allá
del ombligo, le sacó un sonrojo. Con los ojos cubiertos y la mano a tientas bajó la
dormilona.
Don Juan Manuel entreabrió los párpados.
—¡Carmen! —exclamó con expresión desgarrada.
«¿Con que ésta es la razón? Y yo que creía que se le había pasado la dentera», …
tenia el cuello largo y los ojos cordobeses.
—¡Ah vaina!
—… Traía en su rostro el encanto de las contradicciones.
—¡Repíteme, papá!
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…Era adorable, bella y sabrosa.
—Umj.
—… Casta como una paloma torcaz, pero encendía mis turgencias con el mismo
arrebato que en mi juventud lo hacia la Matea desnuda.
¡Guá! ¡Mírenlo pues!
—En sus ojos brillaba un sol antiguo… tenia el cuello largo la tez morena y
limpia de las andaluzas.
—Si oh, chico, muerde aquí…
—Era bella, joven, atrayente, plena de gracia y donaire, pero me engañaba. A mí,
a Don Juan Manuel de Blanco y Palacios, Conde de La Ensenada por gracia del Rey
Nuestro Señor y de cien mil reales.
Con una expresión que no era la suya, Don Juan Manuel se sentó en la cama:
—Juan Vicente nos reunió esta tarde en su cuadra junto al rio. Y no me tomé dos
jerez, sino veinte… ¿Oíste?
—¡Ave María!
—Y dos copas de leche de burra y medía botella de ron y un ponsigué que
trajeron de Cumaná, tres mondongos de pata y dieciséis empanadas… A mitad de la
palazón se formó la gurrizapa. Berroterán se puso de lo más pesado.
—Vosotros sois unos irresponsables —nos dijo—. Estáis tentando al demonio al
intentar seguir el ejemplo de los Estados Unidos de Norteamérica. Eso de la
Independencia es un disparate.
—Venderemos mejor el cacao —recordó Tovar.
—Meteremos a los pardos en cintura —añadió el Marqués de Mijares—.
Recuperaremos nuestros privilegios.
—En cintura es que nos van a meter a todos, so pistolas —intervino Agre
Berroterán, el Marqués del Valle—. ¿O es que no os habéis dado cuenta de que hay
un blanco por cada veinte pardos, mulatos y negros?
Pedro de Vegas y Mendoza gritaba:
—¿Y para qué somos los Amos del Valle? ¿Cuándo hemos peleado acaso con
ventaja numérica? Yo me basto para cien hombres.
—¡Bravo! —apoyó Marcos Ribas y Betancourt.
—Berroterán tiene razón —terció mi cuñado Martín Eugenio—. Jamás el esclavo
ha dejado de aniquilar al amo cuando alguien le rompe sus cadenas.
—Y España es la cadena que los sujeta —cargó de nuevo Berroterán—. ¿O es que
acaso no habéis caído en cuenta?
—No sigas hablando pendejadas, Berroterán —rezongó Juan Vicente—. ¿Quién
ha mantenido el orden en esta Provincia? ¿El Rey o nosotros? ¿Quién derrotó a los
ingleses en 1743? ¿Las tropas españolas o los Amos del Valle? De no haber sido por
Don Martín Esteban, el padre de Juan Manuel, Puerto Cabello hubiese caído en
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manos del Almirante Knowles mientras el Gobernador Zuloaga se rascaba la barriga.
—Vosotros sois unos ignorantes de tomo y lomo —argüia colérico Berroterán—,
Si supierais historia no daríais pasos tan temerarios. Decía Maquiavelo…
—Me importa un carajo lo que dice Maquiavelo —interrumpió Bolívar.
—Supongo que otro tanto te pasará con la historia de tu abuela, la Marín de
Narvaez.
—¿Qué pasa con mi abuela?
—Mide tus palabras Berroterán —zumbó Marcos Ribas.
Berroterán estaba hecho una cuaima:
—Si tú hubieses medido tus pasos al casarte con la nieta Salucita, no tendrías a tu
hijo José Félix con el pelo chicharrón ni le hubieras puesto un hijo a María Soledad
Aristeguieta, el bachaquito ese que hacen pasar por hijo de una comadrona y que
llaman Manuel Piar.
—Juan Félix de Aristeguieta saltó sobre Berroterán tomándole por el cuello:
—No te permito que hables así, grandísimo canalla.
De un empellón el Marqués del Valle lo tiró al suelo. Echando candela por esos
ojos nos gritó:
—Por eso es que os queréis independizar: ¡Mestizos traidores! Todos vosotros
sois mestizos. Tú, Juan Manuel, eres un mestizo. Averíguate quién es tu abuela,
Marqués del Toro. Todos sois una porquería… por eso hacéis tan bien el papel de
traidores. Pero hasta aquí os trajo el río. Ahora mismo voy con el cuento al
Gobernador…
Los Amos del Valle con el rostro descompuesto avanzan sobre Domingo
Berroterán.
—No, no. ¡Quédaos quietos, mis amigos! ¡Chercheaba nada más!
Don Juan Manuel desde su cama no pudo ver lo que sucedió luego. El sueño lo
avienta hacia otros parajes. En una nube verde María Jimena, su mujer, teje
escarpines azules.
Escuchándolos, a un lado, está un ángel fornido, de aspecto repelente, de grandes
alas de un blanco sucio, con la catadura de un cabo de guerra de la Guipuzcoana.
—Es que hubiese sido una hecatombe que yo, Don Juan Manuel de Blanco y
Palacios, Conde de La Ensenada, mantuano de ocho cuarteles y Regidor Perpetuo, me
hubiese casado con Carmen. ¿No os parece, señor querubín?
—¡Señor Arcángel!
María Jimena sin dejar de tejer, con el labio fruncido apuntó a la izquierda:
—Ahí te llegó visita: Martín Eugenio, mi hermano.
Dos manos fuertes lo sacudieron. No era sueño ni pesadilla. Era Martín Eugenio
de Herrera y Rada.
—¡Despierta, asesino!
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Adormilado y confuso se le enfrentó:
—¿Y esto qué significa? ¿Es qué te has vuelto loco?
—Loco es que te vas a volver tú. ¡Grandísimo desgraciado! Observa tu obra.
—¡No! —clamaba exasperado Don Juan Manuel, ahogado en su propio llanto—.
¡Dime que todo es falso, hermano mío! ¡Despiértame ya de este mal sueño!
Hora tras hora, con los ojos agobiados de espanto, estuvo con la cabeza inmersa
en aquella cosa terrible que guardaba el cofre.
—¡Dios mío! —gemía trémulo—. ¡Esto no es posible! —decía sacudiéndolo con
la mano—. Voy a enloquecer.
Catedral y el sereno cantaron a dúo las dos de la mañana. Un ruido sordo se
arrastraba en el salón de los retratos. Tomó el pistolón y avanzó en puntillas por el
oratorio. En una esquina de la sala estaban levantadas las tablas del piso. Una luz
intensa venía de abajo.
—«La trampa del Cautivo» —dijo con emoción—. Y yo que la creía conseja.
¿Pero quién estará ahí con tanta luz encendida?
Una escalerilla de doce escalones se metía en la trampa. Don Juan Manuel se
asomo con aprensión. Finalmente se decidió. Metió la pistola en su gorro de dormir
sujetándolo con las encías, y bajó con dificultad los travesaños. La extraña luz era
sorprendente: procedía de unas copas cerradas que parecían arder pero no tenían
llamas. El túnel estaba tan claro como si fuera pleno día. Caminó un largo trecho. El
túnel se abría en un espacio más amplio con anaqueles de mármol: del suelo al techo
lleno de huesos. ¡Era el cementerio! Quiso huir. Las copas incandescentes se
apagaron. Sobrecogido de espanto se aferró a un anaquel. Una luz muy tenue venia
de arriba. Trepó sobre las tumbas. Una losa de mármol cerraba el paso. Empujó con
ambas manos. Al tercer intento logró desplazarla. Bufeando salió a la superficie.
¡Ay! —dijo un cura al verle, desmayándose sin sentido.
Estaba en la Catedral. En la Sacristía. Arriba de la tumba que eligió el Cautivo
para sus descendientes: «Hasta que el polvo de los huesos no deje cerrar la tapa».
Enloquecido corrió hacia la nao. En el baptisterio escuchó voces. Se ocultó tras
un pilar. Alguien rezaba el Credo. Era una voz grave, profunda, sonora. La voz de
Juan Félix de Aristeguieta. ¿Qué hacía a esta hora y con la iglesia vacía? Adosado al
muro se deslizó hacia el sitio de donde procedía la voz. Era un bautizo. Veinte
personas iban de la pila al enrejado. Juan Vicente Bolívar y su prima Conchita
estaban a la diestra de Juan Félix. La negra Hipólita entregó un niño a uno de los
presentes. ¡Es su ahijado Simón Antonio!
Una sombra se interpone entre Juan Félix y el niño. ¡Es la mujer del manto! Está
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de frente. Con la cara echada sobre el recién nacido, cual si quisiera morderlo. Nadie,
salvo él, parece percatarse de su presencia. Sin poderse contener grita: «¡Sana, tanga,
bulé!» y avanza decidido hacia el fantasma. El trasgo ante el conjuro apenas mueve la
cabeza. La mujer del manto se yergue lentamente. Juan Manuel aterrorizado se queda
pegado al suelo. ¡Le va a mostrar el rostro! ¡Voy a morir! ¡Sana, tanga, bulé! —
vuelve a gritar; pero el trasgo no huye ni se desvanece. Ya lo alcanza, ya lo ve. Tiene
la cara de frente. Un sudor gélido lo cubre. Pero no hay ojos, ni nariz, ni boca. No hay
rasgos ni imagen dentro del óvalo que circunda el manto. Hay tan sólo una negrura
profunda que ciega. Una oquedad que succiona. Sintió levitar su cuerpo. Se deslizó
hacia aquel túnel de carne. Dentro de él todo era frío, silencioso, como una boca de
gata.
Al fondo brillaba una luz: tenue y puntiforme. Crecía a ramalazos a medida que
se aproximaba. Era una hoguera descomunal, con brazos, cabezas y piernas, cuando
estuvo junto a ella. Antes de calentar, un frio intenso lo estremeció como si estuviera
expuesto al viento y al descampado.
De la hoguera saltó una silla de mano llevada por cuatro esclavos.
—Cuatro somos los negros del Valle —recitaban a coro—: Juan, Sebastián.
Alicusio y Matacán. Tarán, tan, tan —y echaron a correr por el camino.
A su paso se incendiaban las haciendas, se derrumbaban las casas, las torres de
los ingenios se derretían; las sementeras se quemaban; y la tierra se llenaba de un
asfixiante olor a caramelo. Luego de correr desenfrenados, retornaban hacia la
hoguera y raudos prosiguieron trotando en dirección contraria, diciéndole a Juan
Manuel a medida que pasaban:
—Yo soy la destrucción y la guerra —gritó, con la voz de su padre, Alicusio.
—Y yo —exclamó, con su propia voz, Matacán —la confusión y el desvarió.
—Yo soy el hambre —voceó, con el sonsonete de su abuelo, Sebastián.
—Y yo —exclamó Juan— la desolación y la desesperanza. Soy el pasado. Soy el
presente. Soy el futuro. ¿Oíste, Don Juan Manuel? —y soltó una carcajada que le
recordó a su padrino.
A la cuarta vuelta detuvieron su alocada carrera a una braza de Don Juan Manuel,
cuando ya lo atropellaban.
Se alinearon el uno junto al otro. Y luego de examinarlo con ojos entre
admirativos y burlones, prorrumpieron en coro con voz acompasada, atiplada y
burlona, al tiempo que movían sus cabezas de derecha a izquierda con suave
cadencia:
—Gracias, señor de los mantuanos, por haber soltado nuestras amarras y habernos
devuelto la libertad.
Un grito de guerra saltó de las llamas. Era Francisco Rodríguez del Toro. De un
salto subió al palanquín sucio, desgarrado y sin techo, que más que silla de mano
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parecía una parihuela.
—¡Llegó la hora de que seamos libres! —proclama el Marqués—. ¡Si no
podemos ser los dueños, seremos los amos! ¡Fuera el Rey, abajo España!
Los negros del Valle montaron en cólera.
—¡Sal de ahí, pendejo! ¡No estamos hechos para cargar bolsas como tú!
Y dándole vuelta al través, lo echaron al suelo.
—¡Somos la libertad y ya no tendremos dueño!
Juan Manuel sintió un murmullo en procesión a sus espaldas.
—Somos los antepasados —le dijo un viejo hirsuto de luenga barba.
—Yo soy la abuela —le susurró una hembra de bella estampa.
—Y yo soy la madre.
—Y él es mi abuelo —dijo apuntando a un viejo de barbas azules con cara de
zafio.
—Yo fundé la estirpe —afirmó brutal el viejo— y me cagué en tu linaje.
Una hermosa mujer tomó de la mano a Juan Manuel y le dijo con melindres:
—Yo soy tu nieta, la que mentarán Eugenia, y este mulato fino es mi hombre. Se
llama Andrés Machado y fundará una familia oscura de gran prosapia.[16]
—Éste es mi hijo y éste es mí nieto y aquél, José Ramón, mi biznieto. Todos
gobernarán. Igual que tú y tus abuelos. Desde que el Valle es Valle.
La tierra perdió súbitamente su consistencia de alfombra: hizo dura y lisa como
piedra sepulcral. Las casas crecían y crecían como kalula: alcanzaron y sobrepasaron
diez veces la Catedral. Se volvieron también piedra los caminos y por ellos corrían
raudos unos escarabajos grandes con gente adentro, forrados de hierro, que bebían
con fruición un líquido hediondo y negro. En los cielos aparecieron pájaros de plata,
tan grandes como goletas. Pero los cuatro negros corrían, corrían.
—Venezolanos —dijo un hombre gordo con acento plácido arriba del palanquín.
—Conciudadano —gritó un hombre flaco.
—Compañeros —dijo un hombre gordo.
—Camaradas —voceó un cuarto.
—Cangaceiros —llamó un quinto.
Uno tras otro montaron sobre el palanquín. Y todos cuantos los rodeaban, y en
especial los que llevaban peluca y las damas de manto largo, danzaban y aplaudían en
derredor, ungiéndolos con el líquido viscoso de los escarabajos, hasta que los negros
cansados los tiraban al suelo.
Apenas caían los que antes cantaban y bailaban con tanto donaire y alegría,
dejaban de hacerlo para volcarse sobre él en un tornado de dientes, uñas e injurias,
hasta que lo volvían ceniza y agua. El palanquín de los negros del Valle corría
entonces de nuevo, para terror de todos, hasta que algún otro trepaba al carro y volvía
a gritar:
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—¡Yo soy el amo! ¡Yo soy el orden!
Volvía entonces el coro de mujeres de grandes mantos y nuevamente cantaba:
—Somos las dueñas del palanquín dorado.
—Somos sus amas y sus esclavas. ¡Qué viva el primo! ¡Qué viva la prima!
—¡Somos la blandura marcial de la raza! ¡El vinculo conductor de la estirpe!
—Somos el cambio de siempre que se torna en nada.
Una negra esplendorosa, mutante de edad y aspecto minuto a minuto, saludó a
Juan Manuel y a Eugenia:
—Buenas, buenas —saludó sonriente.
—¡Hola, Rosalía! —respondió cariñosa.
—¿Qué hubo, mijita? —se adentró la negra, que en seis minutos alcanzó setenta
años—. ¿Qué hay de nuevo por estos limbos del Monguibel?
Alborozada la muchacha se apretó contra el mantuano:
—Te presento a mi abuelo, Don Juan Manuel de Blanco y Palacios, que viene
entrando de muerto…
—¿Familia de Rodrigo? —preguntó con desenfado.
—Soy su biznieto —aclaró seco y cortante.
—Entonces —comentó Rosalía adoptando la edad y el aspecto de cimbreante
moza—, tú eres tataranieto de Rosalba, mi biznieta…
—¿Cómo decís, insolente?
—¡Ay, chico! —observó la negra sin amedrentarse—. Tú no sabes de la misa ni la
mitad. A mí en una época —prosiguió tomando el aspecto de una seductora mujer—
me llamaban la hembra más esplendente de las Siete Ciudades y tuve mucho que ver
con tu chozno.
La guapísima negra, con igual celeridad, tomó la forma de una anciana de ojos
brillantes:
—Fue recién fundadita Caracas cuando me cogieron a lazo, más allá del mar.
Entre Macondo y Birongo, tierra caliente del Congo. Pero siéntate, mijito, que el
cuento es largo y con esta hoguera tan fría te me puedes resfriar.
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SEGUNDA PARTE
El Cautivo, conquistador y fundador de Caracas
13. Juanito Pata de Palo
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Amadis de Gaula. Al lindo Juan Liscano, La Utopía de Tomás Moro. Al marcus
Simón Díaz, el Gaitero, un volumen del Mingo Revulgo para contrubar buenas
controvaduras.
Al mentar a Julián el de las Mendozas, el que habría de ser mi primer amo, cató a
Petra y a Felicia, y como al apercibirlas con el dedo yo soltase el quejo, luego de
tirarme por las ñefas por no hacerme retrecha, escribió con juglería, mientras yo
rezaba entre paladares al luciferal babalú:
—Al marfil Julián el de las Mendozas, dos negras buenas para el folgár y también
para la cocina. Y de ñapa una negrada linda de nome Rosalía.
Ansina llegué a estas tierras del Nuevo Mundo.
Estalló Don Juan Manuel:
—¡Callad, por Dios, negra latinada, o hablad en cristiano! ¿Qué clase de
jeringonza es ésta?
—¡Perdonad, Don Juan Manuel! —respondió Rosalía abandonando su forma para
trocarse en mujer de mediana edad—, pero cuando me torno niña me expreso en el
castellano que nos enseñó Juanico en la travesía y que para nada sirve por ser más
viejo y desasistido que el cipote.
—Mi primer amo, Julián el de las Mendoza, era suave, caritativo y generoso. Con
una sola obsesión: la de redimir a indios y esclavos del paganismo y de imponerles la
fe de Cristo.
Con palabras de no entender y sentidas por buenas, nos libró de las amarras y nos
invitó a seguirle al rancho que tenía por casa a pocas varas del mar. Era un hombre de
mediana edad y ungido por tal santidad y parsimonia, que cuando lo escuchábamos
hablarnos por primera vez de su Dios y de su Divina Madre, ya que era la mar de
pacato, beato y rezandero, nos persuadió a tomar partido por sus creencias. Al igual
que Don Julián era su mujer, Doña Ana de Chávez. Gorda, madura y reilona. Había
sido hermana lega en el convento de Santa Teresa del Ávila, de quien recibió de sus
propios labios benignas creencias y sabias enseñanzas. Lo que explica la razón del
por qué una esclava negra como yo, y lo digo sin presumir, se exprese como una
gentil dama de corte.
Dos largos y felices años pasé en la Borburata, al lado del bueno de Don Julián y
de su mujer. Doña Ana de Chávez. Más que esclavas parecíamos hijas de familia
Petra, Felicia y yo.
Aquella tarde llegó Don Diego de Lozada acompañado por un ejército de ciento
cincuenta españoles y de ochocientos indios cristianizados. Iban a conquistar el país
de Los Caracas, del que se decía en aquel tiempo que sus ríos estaban llenos de
pepitas de oro.
Entre aquellos soldados venia Don Francisco Guerrero, el Cautivo. Yo estaba
sentada con Doña Ana y las dos negras en la puerta del rancho la primera vez que lo
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vi. Cruzaba hacia la playa seguido por todos los perros de Borburata ladrándole sin
cesar, alarmados por su atuendo.
Don Julián el de las Mendoza, mi amo, se fue con el ejército de Lozada, a pesar
de los ruegos de Doña Ana y de su escasa disposición para la guerra. Un día, luego de
ocho meses de haberse partido, una piragua trajo una carta. Después de muchas
dificultades, tropiezos y lucha armada con los indios —escribía Don Julián— Don
Diego de Lozada se salió con la suya. Y fundó en medio de tres ríos a Santiago de
León de los Caracas.
«Por los momentos —continuaba— no es más que un pequeño cuartelillo con una
plaza en el centro, pues los indios son muy aguerridos y levantiscos, pero tengo fe de
que en fecha muy próxima sí alcanzará la pacificación, pues si hay algunos indios
aviesos y de mala índole, como teques y mariches, otros, como los que me han dado
en encomienda en el Valle de las Guayabas a orillas del rio Mamo, son de
cristianísimas disposiciones».
Con la piragua llegó una balandra de guerra de Santo Domingo. La marinería bajó
a tierra a proveerse de carne, frutas y agua fresca. Al día siguiente, hacia el naciente,
se vio avanzar una gran balsa provista de una vela grande de lona. En ella venia el
Cautivo.
—Venimos en busca de pólvora y de municiones —dijo a mi ama, entregándole
una carta de Don Julián, donde le decía que la paz del Valle había sido lograda con tal
plenitud, que en una semana tomaría posesión de su encomienda de Mamo.
«Mis vasallos —refería— me han rogado trasladarme con la mayor urgencia al
Valle de las Guayabas, donde ya me tienen albergue, pues rabian de dicha por
conocer la palabra de Cristo».
«Por ello te pido que aproveches el viaje de nuestro querido amigo, Don
Francisco Guerrero, para que te vengas de inmediato junto con nuestras negras, Petra,
Felicia y Rosalía. Te ama. Julián».
Esa noche fue de algaraza en el puerto. La tripulación de la balandra, con más de
quince días a sol y agua, bebió y comió a discreción en una salerosa jarana que
armaron en la plaza. El Cautivo, luego de emborracharse, cantó y bailó la jota, el
fandanguillo y la soleá.
Al amanecer se dio la alarma. Al amparo de la noche manos extrañas, luego de
asesinar al vigía de la balandra, robáronle tres culebrinas de bronce, aparte de hacerle
un gran boquete a la nao en la línea de flotación, que de no haberse reparado de
inmediato, como se tuvo por uso, la hubiese echado a pique.
Pronto se supo el nombre de los culpables: los doce indios tocuyanos que trajeron
a pulso la balsa del Cautivo.
—¡Perros malditos! —le oí clamar indignado—. Los despellejaré vivos si llegan a
caer en mis manos. Está visto que no se puede confiar en estos salvajes.
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A bordo de la nao de guerra, diez días más tarde, el Cautivo, Doña Ana de
Chávez, el negro Julián, Felicia, Petra y yo, tomamos rumbo hacia Mamo, donde nos
debería esperar Don Julián el de las Mendoza en su nueva encomienda.
—Lo que yo quisiera saber —comentaba el Cautivo al Capitán— es qué habrán
de hacer esos malditos con esas culebrinas, cuando ni pólvora ni balas tenemos
nosotros.
—Es mi caso, pero al revés —respondió el Capitán. ¿Qué hago yo con tanta
pólvora y balas sin cañones para disparar?
—Pues vendérnoslas a nosotros. Nos haréis un gran favor y os ganaréis unos
cuartos.
—Trato hecho —aprobó el Capitán cuando la ensenada a donde nos dirigíamos
apareció a babor.
La balandra muy velera, rauda recorrió el trecho que nos separaba de la costa. Un
grupo numeroso de hombres de guerra, entre los que había más de cincuenta caballos,
se aglomeraba en la playa.
—¿Qué pasará? —díjose alarmado el Cautivo.
—Ese es Julián —observó mi ama con su proverbial mansedumbre—. No tiene
remedio su carácter festivo. No acaba de llegar y ya encendió el sarao.
Malas nuevas nos esperaban: Don Alonso Andrea de Ledesma, ejemplo y pro del
caballero cristiano dijo al Cautivo de quien era su mejor amigo:
—Don Julián el de las Mendoza fue asesinado por los indios de su encomienda.
Al principio los muy bellacos lo recibieron entre palmas y vítores. Anoche, a
solicitud de los caciques de los alrededores preparó un gran sermón. Todos estaban
sentados en el suelo menos uno llamado Popuere, que hacia de acólito o de
monaguillo. Don Julián hablaba. Los indios comenzaron a reírse. Popuere por detrás
le hacía befas. Amoscado el pobre, volvióse en el momento preciso en que el cacique
quebraba esa piedra que allí veis sobre su cabeza.
—¡Joder! —exclamó el Cautivo.
—No contentos con esto, le cortaron los genitales y se los metieron en la boca.
La pobre Doña Ana de Chávez cayó redonda en la arena.
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A eso de las cuatro de la tarde llegamos al Valle, reventando por los lados del
Calvario. Cuadradita, limpita y avizorada, perfilaba la puebla contra la montaña, que
en aquel tiempo llenóme de pavor por su descomunal altura y aquel verde jubilar.
Una corneta resonó a modo de saludo. Y uno de los nuestros por cortesía le respondió
de tal guisa.
Había mucho hombre y pocas mujeres para tan poco espacio. Apenas traspusimos
el portal, la gente se echó a la calle con objeto de recabar noticias sobre lo sucedido a
Don Julián.
Entre los que vinieron a saludar al Cautivo estaban los indios que se robaron las
culebrinas. Sorprendióme que antes de montar en cólera y despellejarlos vivos,
repartió unas monedas entre ellos, cual si continuasen siendo amigos.
La casa del Cautivo me pareció un verdadero palacio, viniendo de la Borburata,
con sus paredes de adobe y sus techos altos. La tarde estaba avanzada cuando
cruzamos el zaguán y llegamos al patio, en ese entonces muy enyerbado y lleno de
culebros y garrapatas.
A la derecha, al entrar, estaban los cuartos de los hombres y de las mujeres y la
cocina, donde algunas indias, unas viejas y feas y otras guapas, preparaban la cena.
Nueve negros que en cuclillas se contaban cosas entre si, al ver a Petra y a Felicia, se
insuflaron de incandescencias, al igual que otro que hacia de centinela, muy
descarado, que comenzó a hacernos señales indecentes. El Cautivo disparó su
pistolón contra él.
—¿Qué es lo que se te ha perdido, hijo de perra leprosa? —le gritó al pobre
hombre, que no paró de correr hasta que llegó a la otra garita.
A diferencia de los negros brejeteros, tres indios humildes fumaban tabacos en
silencio. No levantaron la cabeza siquiera para vernos.
Algo extraño tras de mi me obligó a volverme.
Petra y Felicia sintieron igual fuerza. Una india muy hermosa, de pelo largo y
saya blanca, avanzaba por el patio, dulce, ausente y posesiva. Era Acarantair, que en
Caribe significa «la de la dulce boca» y que tanto habría de ver en nuestras vidas.
Para aquel entonces era la concubina preferida del Amo, que muchas tenia el muy
truhán, entre la casa y las tierras que le dieron por encomienda.
El Cautivo al verla pasar a su lado sin percatarse de su presencia, la riñó: «¿Es así
como recibes a tu amo y señor, india lanuda?».
Sin muestra de enojo ni alegría, prosiguió su camino hacia el sitio donde el negro
Julián desensillaba a Bravío. Con palabras que no entendí, pero de resonancia alegre,
acarició al caballo, que sí pareció entenderle por el doble pifiar de su respuesta. El
Cautivo, bronco, corrió tras ella, la tomó por el pelo y entre ayes y blasfemias la
guardó en su casa, trancándose a puerta cerrada.
Apenas desapareció, los negros se acercaron:
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—¿No queréis hacer con nosotros lo que hacen ahora el Amo y Acarantair?
Felicia y Petra, contentas al parecer de que jóvenes tan guapos les buscaran
fiestas, comenzaron a reírse cual gafas insulsas que no eran, y a darse golpes entre sí.
En medio de tal jacaranda de hembras cercadas por aquellos mozos guapos y ladinos,
restalló entre un látigo la voz del Cautivo.
—¡Joder! ¡Hijos de la gran puta! ¿Qué es eso de estar tentando a mis negras?
¡Orden y disciplina en mis propiedades! —rugía departiendo latigazos—. ¡Os las
folgaréis —gritó amenazante— cuando yo lo determine! Y no para daros gusto, sino
para acrecentar mi cría. ¡Oídlo bien, bellacos!
Y volviéndose hacia Julián le ordenó:
—¡Guarda de una vez a estos cabrones en la sentina!
La noche avanza. Seguidos por los tres indios, los nueve negros entraron en la
sentina. Julián luego de poner una tranca en el travesaño, pasó la llave de un inmenso
cerrojo.
A Petra, Felicia y a mí, nos encerraron con las indias.
Nuestro proverbial olor a cují era perfume de Arabia al lado del olor que expelían
las indias viejas.
Doce indias eran muy jóvenes y guapas y en particular una de ojos rasgados y
piernas altas, en medio de la preñez, que por sus propias palabras nos enteramos que
se llamaba Marta; de haber sido, hasta que llegó Acarantair, la preferida del Cautivo y
de ser suyo el hijo que llevaba en las entrañas.
—En mi tiempo —nos dijo sin aprensión— el amo nos folgaba a todas; pero
desde que llegó Acarantair vivimos padeciendo, porque al igual que el perro del
hortelano, ni folga, ni deja folgar. ¡Ah cosa rica!, ¿no os parece, chicas? —Petra y
Felicia, que por ser hijas de reyes, al igual que yo, tenían en alto aprecio su doncellez,
que luego Doña Ana robusteció con sus enseñanzas, reaccionaron confusas ante las
salaces palabras de Marta.
Al poco rato la noche se hizo cerrada y un tremendo aguacero comenzó a caer.
En el cuarto de los hombres oí de pronto un zaperoco; risas, carcajadas,
lamentos… ¡pónganmelo así! —dijo alguien en bantú.
Levantó el sol sobre los montes donde termina el Valle. El samán desgaja sobre el
patio pájaros cantores, zamuros de la hermandad, guacamayas estridentes. Bravío
pasta entre yerbajos. Don Alonso Andrea de Ledesma se incorpora somnoliento de la
garita donde hizo guardia y mira hacia el Valle cubierto por la neblina.
Abajo, en los cuatro solares, la gente todavía duerme. Su casa, vecina a la de
Guerrero, no tiene la suerte de su acequia rumorosa y cristalina. Ni el frondoso samán
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donde el Cautivo hizo empotrar un altozano en forma de balsa donde sube en las
tardes para otear el paraje y espiar al vecino: su cohabiente Don Francisco de la
Madriz, un viejo conquistador, noble y austero, a quien detesta con rigurosa
pendencia por tener que compartir, por un tiempo, el solar que le adjudicó Lozada
para erigir su morada. A diferencia de los otros españoles, puso cerca de cardón y
paloapique al menguado espacio que le cedió para sus expansiones, negándose en
redondo a que su caballo compartiese nocturnidades con Bravío pues no quería, como
protestó a Lozada, «que ese mal mostrenco enseñe malas mañas al mió».
—Si es vuestra voluntad que así lo sea —respondió a Lozada— prefiero que pase
la noche al descampado.
No transigió el Fundador. Bravío tuvo por cuadra el samán y el Cautivo en
venganza se las ingenió para sacar de quicio a su piadoso, faculto y sosegado vecino,
que al decir de Ledesma era «de los pocos hombres de pro que había en aquella
puebla, donde todo vicio tenía su asiento y toda maldad su quehacer».
Dé la Madriz, al igual que Ledesma, era pacato y sermoneador:
—Estáis distorsionando con vuestro ejemplo —proclamaba recriminando a sus
compañeros— el sentido de la familia. No podemos tomar para goce de nuestros
sentidos la hembra que no puede elegir. Los serrallos que habéis erigido con vuestra
lujuria se harán costumbre en esta tierra y digna de encomio al paso de los años con
amargor creciente sus frutos.
El Cautivo por respuesta a sus monsergas se construyó una alberca a tres pasos de
la cerca, donde se bañaba desnudo rodeado de siervas y esclavas, entre imprecaciones
soeces, lascivos intentos y palabras de germanía que sumían al púdico caballero en
atónito suspenso y en especial cuando las hermosas zagalejas hacían la ronda de la
maroma cantando a voz en cuello las obscenas coplas del Mingo Revulgo:
Además de impedirle el uso de la cocina, «ya que para los potingues que hace
bien le sobran los horcones de un pastor», le cortaba el agua a su antojo, obturando la
canaleta que salía de la alberca.
Al de la Madriz placíale reunirse en las tardes con tres o cuatro amigos a discurrir
sobre política, que era su manía, o sobre cosas santas, que era su vicio. El Cautivo
desde su altozano y auxiliado con un catalejo, entraba a saco en la conversación,
haciendo sarcásticos comentarios que llevaban al de la Madriz a nivel de locura.
Semanas atrás, exasperado y descompuesto, le gritó sacudiéndole el puño:
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—¡Cómo se ve que no eres más que un arrenegado, perro circunciso!
El Cautivo se dio por ofendido y hasta el día de ayer, a pesar de las súplicas y
amenazas del Capitán General, cerró el paso del agua.
Dos zamuros disputaban enrabiados por las tripas de un gato muerto.
«Están como Don Francisco y el Cautivo —se dijo para si Ledesma—. Se
empeña en hacer de Lucifer, cuando tiene más de San Jorge. ¿Cuál es su
empecinamiento por hacerse odiar?, que para su fortuna nunca lo alcanza de un todo,
empero sus barrabasadas y su expresión entre sañuda y airada que sólo troca en risa
cuando ella va preñada de sarcasmo. Pocas han sido las ocasiones en que le he
apercibido un gesto de compasión, un destello de locura, una ventisca de amabilidad,
una sonrisa afable. Afirma tener por verdad inquebrantable el que los hombres
confunden la bondad con la blandura, la alegría con lo ingenuo y la afabilidad con la
tontera. ¿Será ello la causa de su perfil jupiterino de barbas airadas pronto a
desbordarse en imprecaciones lacerantes, cual fierro vivo? De él no he recibido sino
bondades, si bien es cierto que como se dice por aquí, al parecer tengo la pepa del
zamuro, al igual que el Capitán Fundador, el único humano a quien no afrenta, no
zahiere ni calumnia. De no haber sido por Don Francisco Guerrero, quizás a estas
horas estaría de cara al Creador…».
La luz de la mañana se salta las murallas para alumbrar el patio. Se esfuman los
zamuros y los yerbajos. Caen las casas y el paloapique. Caracas es un cerco de piedra
con un cuartel y una manzana tapiada, centrada por el rollo de la justicia, a quien el
Capitán Don Diego tres días ha la declaró fundada. Diez españoles de a caballo, con
Ledesma y el Cautivo al frente, vienen de incursionar los campos que se extienden
más allá del Anauco. En fila india los soldados cruzan su cauce. Adelante va el
Cautivo; rezagado y postrero Ledesma.
Flechas y gritos salieron de pronto entre los bejucos. Más de cien salvajes
restallaban muerte. Ledesma no había llegado a la orilla. El enjambre cobrizo se le
vino encima. Una lanza se clavó en el muslo y diez sobre su caballo. Encabritado lo
lanzó al suelo y con el pecho ensangrentado corrió hacia el piquete de tropa que a
todo meter huía. Un indio grande y membrudo dijo en su media lengua:
—Morir aquí no has: lo harás tras de las colinas.
Entre risas y voceríos lo tomaron en vilo y se lo peloteaban por el camino, cual
jugando a la sardina.
Retornaron los zamuros, las casas, la alberca, la figura coja de Ledesma, que
arriba de la muralla prosigue su remembranza de lo que sucediera dos años atrás:
Ya me resignaba a ser devorado por aquellos salvajes, cuando al grito de «Non
fuyades, cobardes» apareció el Cautivo, quien arriba de Bravío, lanza baja en la
izquierda y cimitarra en la derecha, cargaba sobre los malandrines. Los cien indios,
que menos no eran, le enfrentaron sus macanas. En la primera arremetida dejó diez
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fuera de combate. Los gandules ante tamaños destrozos, corrieron como gamos,
perseguidos por el Cautivo por más de cien varas. Luego de darle resuello al caballo,
torno grupas, picó espuelas y curveando el cuerpo sobre la bestia, al grito de «¡Hala,
nene!» me tomó en vilo y huimos a todo meter hasta llegar a las puertas de la ciudad.
La herida se me emponzoñó. Una fiebre de fuego me consumía. Alguien a mi
lado veló toda la noche, cambiándome las compresas frías entre luengos suspiros
compasivos. Atónito me quedé al descubrir a la luz de la mañana, que había sido el
Cautivo el samaritano de tan buenos y compasivos intentos. Roncaba Don Francisco
en un rincón del aposento, cuando entre el sueño febril apareció Don Diego de
Lozada.
—Malo está esto —dijo a sus hombres luego de catarme la pierna. Y creyéndome
dormido añadió conmovido—: esto es gangrena.
Tras de él, y al poco rato, aparecieron Sancho Pelao, que decía ser físico de la
escuela salernitana y ducho en medicinas, Villapando, yerbatero y estrellero y a quien
el Cautivo odiaba, como hasta ahora, a más no poder. Cuatro soldados de los más
robustos del campamento venían para sujetarme. Uno traía una sierra, otro un cordón
y el tercero una botella.
Sancho Pelao me espetó sin preámbulos y sin el menor acento conmiserativo:
—Vengo a amputaros la pierna por orden del Capitán General. Y es inútil que
hagáis resistencia —añadió al apercibirme un destello de rebeldía — pues lo hemos
de hacer con vuestro con sentimiento o sin él.
—¡Fuera de aquí, mentecatos! —gritó irguiéndose inesperadamente el Cautivo —
que para cojo o lisiado no le salvé la vida.
Físicos y soldados huyeron en tropel ante sus bramidos.
Tan pronto nos quedamos solos dijome con acento de mago encantador:
—Intentaré poneros la contra de la gangrena. Algo de medicina aprendí entre
turcos, aparte matar hombres y desfacer doncelleces.
A una indicación suya, Tomasillo, el negro medicinal, quien además de sodomita
como decía el Cautivo, tenia mañas para curar, le trajo un mortero, polvos y yerbas
que comenzó a macerar, a tiempo que recitaba una extraña jeringonza con trasuntos
de oración y cosas de misterio. Yo, al catarle ese airecillo demencial que a veces se le
plantaba, le inquirí con algo de miedo:
—¿Y si no resulta vuestra pócima, qué pensáis hacer?
—Os pasaré al otro mundo limpiamente —me respondió sin variar el tono —. De
no prestaros este encantamiento que aprendí en Constantinopla, os quedan apenas dos
senderos: arrastrar la vida entre atroces sufrimientos o poneros en manos de Sancho
Pelao para que haga de vos un mendigo. No estoy dispuesto ni a lo uno ni a lo otro.
Vuestra vida es cosa de mi propiedad. La gané limpiamente en brava pelea. Y como
cosa mía que sois, os prefiero muerto que choreto.
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Tomasillo que no salía de su asombro, cubrió su boca con femenil gracia. El
Cautivo sonrió apacible, y con tierna expresión intentó consolarme:
—Pero no desesperéis, maese. Entre los infieles aprendí, además de estos
encantamientos que nunca han sido mi fuerte, el arte de estrangular con pericia. Más
de cien musulmanes por encargo propio y ajeno, monté en la barca de Caronte sin el
menor sufrimiento y a la mayor brevedad. Era ya tal mi fama y reputación, que en los
últimos tiempos cinco príncipes, dos visires y un bajá que habían recibido el pañuelo
de seda negro del sultán y que significa «Estrangúlate por tus propios medios o lo
haré yo ante la Mezquita», se pusieron en mis manos.
El Cautivo suspendió su relato para meterse en la boca tal cantidad de yerbas
limpias y maceradas, que parecía uno de esos chicos de carrillos inflados que en los
mapas antiguos simbolizan los vientos. Masticó el bolo sin dejar de mirarme, ni yo a
él, ya que su aspecto y palabras lo hacían espantable. De rodilla y con un cuchillo
cocinero, me tasajeó la pierna sin prevenirme. A pesar de los hondos surcos no sentí
dolor alguno. Bruscamente quebró la cerviz y clavando sus dientes en mi pierna, me
arrancó un trozo de carne que ya estaba azul y podrida. Tampoco sentí dolor alguno.
Luego de escupir el asqueroso bocado y de gargarear con ron cocuy, volvió a
atragantarse de yerbas y a morder. Así hizo hasta por tres veces. A la cuarta
dentellada tuve el más terrible dolor que jamás en mi vida volveré a sentir.
—¿Os duele, maese? —preguntó regocijado poniéndose en pie, entonces estáis
salvado.
Apenas dijo estas palabras arqueó ruidosamente, dejando salir un vómito largo y
espeso.
En la misma tarde bajó la fiebre. A los quince días habían cicatrizado las heridas.
Antes de un mes, con mucha cojera, caminaba.
—Pensándolo bien —me dijo esa tarde— he resuelto devolveros la libertad, no
servís para mayor cosa y es ruin el beneficio que podéis aportarnos con vuestro
trabajo. Haced pues, lo que os venga en gana. Sois libres de nuevo.
—Ah, buen viejo Don Francisco —dijose Ledesma viendo con afecto hacia la
casa de su amigo. La voz del cañón retumbaba hasta el patio:
—¡A levantaros, perezosos!
Julián de un salto se puso en pie. Acarantair prosiguió echada sobre el cuero de
vaca.
—¡Toma! —dijo al negro entregándole las llaves del cerrojo.
—Vamos, vamos, barragana —gruñó sobre Acarantair metiéndole en el flanco su
babucha forrada en cuero—. Despierta ya. Es hora de hacer ese horrible mazacote
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que llamáis arepas.
Abrió los ojos con ira. Y se le acrecentó el furor al verle la cara al Cautivo.
Apenas se cubrió con el sayo, salió al patio dando voces. La yerba estaba mojada. La
acequia rugiente. Bravío relincho al verlo. A gritos reclamó a Acarantair.
Somnolienta, legañosa y desnuda, se asomó al patio.
—¡Eh, niña! —protestó—. ¡Qué hay que taparse el culo para andar entre
cristianos! Cúbrete con la saya y despierta a las de tu casta.
Seguido por ella y Julián, llegó al repartimiento de las mujeres.
—¡Abre ya!
Una bocanada de cuerpos sucios salió de adentro. Dos cerdos pasaron entre sus
piernas. Diez galanas cacarearon. Echadas en el suelo y sin cobertor, Petra, Felicia,
Rosalía y las indias.
Tres de ellas eran arrugadas, canijas, transparentes.
La voz de Rosalía saludó cantarina:
—¡Salud, mi amo!
—¡Salud, carboncillo! —distendió el gesto fiero—. En vez de negra pareces un
hada pintada de azul.
Arrepentido volvió a la carga:
—Y vosotras, brujas —clamó dirigiéndose a las ancianas— a despertaros, que el
hambre es mucha y la pitanza abunda. ¡Freídme una docena de huevos y media libra
de tocino!
Las viejas, con pereza ritual, caminaron hacia la cocina, encendieron el fogón con
sus hocicos sumidos. Marta, la del vientre lleno, rastreaba huevos en el galpón. Las
otras barrían y las que eran desabridas como pitahayas descascaraban y trituraban en
rítmico bamboleo el maíz sobre el pilón.
Acarantair arrebujada en su manta, las miraba barrer con sus escobas de palma.
Cayó la tranca de los hombres. De una patada el Cautivo abrió la puerta. Un vaho
más grueso que el de las mujeres, lo hizo escupir. Nueve negros sentados, con
argollas en los pies, lo miraban apacibles.
—¡De pie! hijos de puta, que entra el amo.
Con excepción de un indio, todos de un salto se irguieron.
—¡Eh, tu! Grandísimo cabrón, ¡despierta! El indio siguió inmóvil boca abajo.
Trepidante de rabia le pinchó una nalga con la tizona. No hizo el menor movimiento.
Lo dio vueltas. Tenía la cara amoratada y la lengua afuera.
Trasudó fría la cólera:
—¿Quién lo hizo?
Los once hombres guardaron silencio.
—¿Quién mató a Timoteo? —preguntó de nuevo.
Tintinearon miedosos los grillos. Nueve negros resbalándose sobre sus cadenas,
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volvieron a sentarse. Los dos indios recostados a la pared miraban al suelo.
—¿Qué quién de vosotros lo hizo? ¡Decídmelo de una vez! No me hagáis rabiar.
Por tercera vez quedó sin respuesta.
—¡¿Fuisteis vosotros?! ¿No es verdad? —inquirió a los negros con ojos
enrojecidos.
—¡Tú! —dijo dirigiéndose a uno de los indios—. ¿Quién de estos negros mató a
Timoteo?
El aludido sumió aún más la cabeza y no respondió.
—¡Qué me digas quién mató a Timoteo! —estalló bronco—. Fueron los negros,
¿verdad?
—Yo no sé, mi amo —alegó vacilante—. Yo estaba dormido.
—Dime tú —exigió al otro indio— ¿quién carajo mató a Timoteo?
Ante el silencio, la cólera que lo abrumaba lo torno cárdeno.
—¡Ah, con que no queréis hablar! Pues os vais a arrepentir. Aquí estaréis sin
comida hasta que me digáis el nombre del homiciano. ¡Tranca ya, Julián!
Un brazo cobrizo se atravesó al cerrar.
—No amo, no, —gimoteaba desesperado—. No me dejes con los negros. ¡Yo te
diré todo! ¡Detente! No nos dejes con ellos. ¡Yo te diré!
El otro indio sumó su voz.
—No nos dejes con ellos, amo. ¡Abranos! ¡Todo lo contaremos!
—Cuando os lo pregunte de nuevo, grandísimos cabrones. ¡Pasa la tranca, Julián!
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dar una paliza, así el Ayuntamiento me obligue a venderlos, como sucediera con el
negro Tomasillo a quien arranqué apenas la mano en un arrebato de intemperancia.
¡Qué buen negro era el muy bribón! Trabajador como un esclavo persa; ducho en
medicinas como nadie. Y todo por culpa del fementido de Villapando, que llevó la
voz cantante en el Cabildo y hasta le suministró los reales para que comprase su
libertad. ¡Sodomita había de ser! De dónde acá un negro puede reunir los cien pesos
en que se fijó su precio, de no ser por alguien como Villapando que se los presta o
regala…
Aparte… —continuó, rememorando su diálogo con Ledesma un año antes— ¿a
cuenta de qué un pobre diablo como Villapando va a estar regalándole nada a nadie?
Tales liberalidades entre hombres sueltan serias sospechas de mariconería.
—Maese, por Dios —protestó Ledesma—. ¡Bien sabéis que tal vicio es cosa
extraña entre españoles!
—¡Qué estáis más errado que perro saltado!
¿Es que acaso no sabéis que por culpa de la sodomía entró el Reino en erupción
cuando Doña Isabel La Católica subió al trono, tal fue su empeño en perseguirlos?
Los maricones, maese, apoyaban a su sobrina, la Beltraneja, por los nombres y
privilegios que su padre Don Enrique el Impotente dejó caer sobre ellos.
—El Impotente —prosiguió el Cautivo— además de sus fallas naturales, era un
maricón de rompe y rasga que transformó la Corte de San Fernando en el recaladero
de todos los putos de Castilla y de la morería. Su hermana. Doña Isabel, muerto el
Impotente, se alzó contra su sobrina, que no era tal sino hija adulterina de su cuñada y
de Beltrán de la Cueva. Los maricones brindaron su apoyo a la Beltraneja y Doña
Isabel los persiguió con ardor. Al descubrirse las Indias pasaron a millares y empero
andar disimulados con arrebatos de varón, si hurgáis a fondo, encontraréis que entre
esos bizarros soldados de rostro fiero hay por lo menos veinticinco lambeculos de
Urano. ¿O es que no habéis oído los depravados cuentos de las expediciones de los
Bélzares?
Felipe de Hutten, con quien vine a estas tierras, tuvo que castigar con la hoguera
los horrendos crímenes contra natura que encontró en su ejército. El tal Villapando,
precisamente, es uno de esos mozos. Y os puedo decir sin apremio de falso
testimonio, que yo mismo estaba cuando pasó aquel galeón con rumbo a la Margarita,
de donde lo tiraron como un fardo al grito de: «Ahí les dejamos eso. Pero tened
cuidado porque es un gran marica y si no le hemos tirado al agua es porque sabemos
a buena ho que entre vosotros encontrará contento». Pasado el sofoco que nos dejó el
marino y de haberle disparado sin suerte nuestros arcabuces, atendimos al hi de puta,
que con rostro contrito estaba a punto de llorar. Nos dijo que era médico herbolario,
que a mi me sonó como a brujo y empero no ser hombre de chismes y comadreos,
como os consta, el tiempo me probó que no era ociosa la advertencia de los marinos.
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Villapando, además de maricón perdido, es nigromante, mercader y herbolario.
¿Conocéis algún otro caso que reúna en un solo hombre tanta infamia? Nadie me
quita de la testa que es capaz de cualquier bajeza con tal de ponerse en la fortuna, que
persigue con tanto afán y codicia. ¿Habéis visto la naturalidad y destemplanza con
que anda entre indios? Me cuentan que se ha hecho amigo íntimo del Cacique
Guaicamacuto, sabiendo que es enemigo jurado de los españoles.
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indias andrajosas, herejes y bestiales, por buenos culos y tetas que tengan?».
Bravío se detuvo al lado de la Ermita. Doce soldados de cara a la montaña
montaban guardia en hemiciclo a veinte varas de la puerta, mientras otros en igual
número, se aburrían con las armas a punto en dos bancos del cuartel.
El Cautivo amarró su bestia y caminó hacia los soldados. Alonso Andrea de
Ledesma estaba ese día al frente del pelotón. Con ojos alertas atisbaba el
descampado. Había rumor entre la indiada —refirió al Cautivo— que ese día la gente
de Tamanaco intentaría una nueva incursión contra la ciudad.
—Si no son ellos mismos —respondió el Cautivo— los que fraguan alguna
bellacada. Por mí ya los hubiese desmochado a todos cual siega de campo ajeno.
—El combatir a quien nos hostiga —respondió Ledesma— no persigue su
aniquilación. Aspira sólo a invalidar su fuerza destructiva.
—¡Bah! —respondió con gesto aburrido—. Estáis más perdido que el Almirante
Colón y más apendejecido que Juan de la Cosa. Poneos a hacerle carantoñas a un
tigre o a una de esas serpientes monstruosas que hemos visto mugir como vacas en
los meandros del rio, a ver si lográis hacerle cantar maitines o termináis devorado por
ellos. De igual naturaleza son estos indios piojosos, manfloritas, ladrones e
incestuosos. Yo Don Diego, jamás hubiese permitido que se instalaran a doscientas
varas de la ciudad esas rancherías de donde van y vienen a nuestras casas como
sirvientes en plan de cristianizar.
Luego de dar un vistazo al campo, exhaló un gruñido por despedida y a paso
firme se dirigió a la Ermita para orar o charlar con el único ser divino con el cual,
según decía, mantenía trato y comunicación: La Virgen de la Soledad.
Al entrar a la capilla una voz atiplada reclamó su atención:
—¡Salud, bravío Capitán!
Cegado por la penumbra no reconoció a su odiado Villapando, el herbolario,
quien con expresión intrusa y manos entrejuntas le sonreía. Era un hombre de
mediana estatura, medio grosero, a mitad de la vida, calvicie intensa, nariz torcida,
boca sin dientes, mirada astuta, sonrisa de tendero.
El Cautivo lo miró con airado desdén.
—¡Qué te den por el culo, maricón! —le dijo al paso. Y a grandes zancadas, sin
quitarse el turbante, haciendo sonar sus espuelas contra el piso, atravesó la Iglesia y
sin mirar a los que rezaban, se arrodilló ante un pilar frente al Altar Mayor.
Sin darse cuenta que tras de él rezaba su vecino Don Francisco, de la Madriz, cual
si estuviese en la Mezquita, quebró por seis veces su cabeza sobre el suelo llevando
las palmas arriba.
«Si aquí hubiese autoridad —gruñó el de la Madriz— a este bellaco no se le
ocurriría afrentarnos con sus zalemas de apostasía».
El Cautivo creyéndose a salvo de los otros oídos, inició su diálogo con la madre
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de Dios:
—Virgen de la Soledad, Madrecita mía, que no tienes altar ni tampoco efigie en
esta iglesia de palmas, por presente te he de dar tu más bella imagen para ese
Convento de San Francisco que pronto se ha de empezar si me quitas de encima esta
penita pena que me está sacudiendo el alma. ¡Me hace falta una mujer. Virgen de la
Soledad! Una mujer de veras, que alivie mis asperezas. Una mujer que me haga bullir
de entusiasmo. Una mujer que espante mi tristeza. ¡Dame esa mujer, Madrecita mía!
Pórtate bien, paisanita y te acordarás del Cautivo, que si alguna vez abjuró de la fe de
Cristo no fue por mudable, ni por presumido, sino por salvar la pelleja. Yo sé que aún
me guardas ojeriza por mis truhanerías cuando serví a Solimán y maté cristianos en el
sitio de Viena. Perdóname Madrecita de mi alma. Perdóname Virgen de la Soledad.
Pero búscame una mujer…
Don Francisco de la Madriz sacudido de equívocos, interferido por viejos
resentimientos, crédulo de que el Cautivo era capaz de las más abominables acciones,
volcó estrepitoso la ira que lo constreñía:
—¡Sólo eso nos faltaba, pagano, hereje, marrano, mal nacido! El que os atreváis a
poner a la Virgen en trotes de andorra.
El Cautivo por primera vez en su vida empalideció y se quedó sin habla. Una
profunda congoja por donde asomaba el llanto le congeló el rostro.
«Cómo es posible —se dijo lastimero— que Don Francisco de la Madriz, un
hombre faculto y de buen sentido, por más que no le placiera, le pudiera cruzar por la
mente que a él, a Francisco Guerrero, el Cautivo, se le ocurriese algo tan espantable,
una barbaridad semejante».
Roja la faz, balbuceante el habla, conturbada la expresión, miró a su vecino y a
los presentes con ojos irisados de protesta.
—¡Perdonad, Don Francisco! —dijo con un inusitado acento donde se
entremezclaba la vergüenza, la confusión y la desdicha—. ¡Perdonad, amigos! —dijo
al corro hostil de curiosos—. Yo he sido malo, truhan y fementido, pero no hasta tal
punto. —Antes de darse vuelta dejó caer con profundo abatimiento—: ¡Me habéis
entendido mal!
Vacilante, cabizbajo y vencido, caminó hacia la calle. Pero al llegar a la puerta
reapareció violento su ser natural, que por primera vez lo había abandonado y retornó
recrecido:
—¿Pero, cómo se les puede ocurrir a estos hijos de puta —exclamó vociferante—
que yo, el Cautivo, sea capaz de meter a mi Madrecita en tamañas bellaquerías? ¡Es
que lo mato…! ¡Es que mato al maldito vejete! ya se volvía para sacarlo a rastras,
cuando Villapando le salió al paso con expresión suplicante y enternecida:
—Esperaba que terminarais vuestras oraciones para daros mis excusas sobre un
mal entendido que me ha privado de vuestro afecto y consideración…
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La ira empitonada que lo carcomía cambió de rumbo ante el yerbatero, quien
seguía balbuceando, ceceante y salivoso, excusas y lisonjas con su boca vacía.
—¡Coño! —rugió el Cautivo descargándole un puñetazo en la cara. Una columna
impidió que Villapando rodase por el suelo.
Estupefacto y con la cara sangrante lo miraba. Sus manos de tenazas lo
aprehendieron por el hombro y lo elevaron a una cuarta del suelo.
—¡Qué no me dirijáis la palabra mientras viva, viejo astroso! —le gritaba
sacudiéndolo como un guiñapo, mientras le enseñaba, como un tigre hambriento, su
dentadura firme, blanca y reluciente—. ¿O es que no tenéis vergüenza?
Luego de zarandearle a sus anchas lo bajó a tierra dándole un puntapié por el
trasero. Villapando cayó de bruces a mitad de la calle, en medio de la risa y sorpresa
de la muchedumbre que ya se formaba.
El herbolario con la expresión compungida, echado en el suelo, se acariciaba aún
sin comprender, el rostro sangrante. Sancho Pelao, con quien había hecho amistad, se
acercó solícito seguido de Tomasillo:
—¡Viejo abusador! —murmuró Sancho Pelao limpiándole con un trapo la sangre
que fluía de sus narices. Tomasillo remilgoso consolaba a Villapando con palabras
dulces y toques de magia.
Retumbó la carcajada del Cautivo:
—¡Dios los cría y ellos se juntan! ¡Palmo con palmo, burro con burro, marica con
marica! Y esto os sucederá, maldito sodomita, cada vez que me salgáis al paso.
En medio de risillas y risotadas montó a su caballo de un salto.
—¿Pero, qué ha sucedido, maese? —inquirió ansioso Ledesma, quien al ver el
tumulto frente a la iglesia se vino trotando.
—Pues nada hombre —le respondió con profundo acento de asco—. ¡Qué se
quedaron cortos los que mal hablaban de esta sabandija!
Villapando, Sancho Pelao y Tomasillo al calarle las torvas miradas y gestos que
les dirigía, presintiendo lo peor corrieron hacia la iglesia en el momento mismo en
que el Cautivo taconeando los ijares de Bravío, se lanzaba contra ellos, alfanje
desenvainado, al grito de: «¡Santiago y cierra España y muerte a los maricones!».
Titiritando de terror lograron ponerse a salvo cuando ya Bravío los alcanzaba.
Llorosos y atemorizados se arrodillaron ante el Padre Baltasar, que al cubrirlos con
sus manos se sintió convertido en un nuevo Santo Domingo de Guzmán. El Cautivo,
que detestaba al cura, aprovechó para mofarse:
—¡Mirad, mirad, la gallina del balandrán!
Luego de proferir injurias y amenazas contra los fugitivos y el capellán,
flanqueado por Ledesma bajó hacia la Plaza Mayor.
El sosegado caballero le dijo de soslayo entre paternal y sorprendido:
—Perdonad que os regañe, maese, pero la verdad es que todos los días estáis más
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loco. ¿No os da vergüenza que un tarajallo como vos se conduzca como un crio?
El Cautivo se volvió entre burlón y atónito. Vio hacia la plaza rebosante de gente
y parándose sobre los estribos, gritó estentóreo:
—¡Santiago y cierra España! ¡Mueran los maricones!
Y picando espuelas galopó hasta su casa con alarde y algazara.
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—No nos hagas mal.
—¡Ay! —lloriquearon al unísono las siete voces. El Cautivo escupió sobre ellos.
—¡Puá! ¡Asquerosos esclavos! ¡Mierda de Dios! ¡Mal nacidos!
De un empellón salió al patio.
Acarantair suave y amorosa lo sacó de su ensimismamiento. El Cautivo no pudo
reprimir su sorpresa ante la hembra siempre áspera y rechazante, con aquella sonrisa
nueva. Por primera vez le ofrecía una totuma de aguardiente.
—El hombre mozo que vive en ti —susurró secándole el sudor de la frente— se
asoma entre tus barbas, y un rayo de ganas me ilumina al verte rabiar de muerte. Qué
guapo te ves, mi señor, cuando te monta la ira. Ya no necesito cadenas para dormir
contigo.
El Cautivo la vio con torcido regocijo. Un tierno rebullicio lo alumbró fugaz.
—¡Anda, mi niña! —la incitó con requiebros—. ¡Ándate al cuarto, para que tú de
campana y yo de badajo, cantemos Gloria!
Ya el hoyo de los muertos era profundo cuando reapareció el Cautivo. El sol
calentaba. La alberca con sus rumores de agua fresca iba corriendo abajo. Se quitó
turbante y babuchas, sumergiéndose en la poza con bramidos de chigüire.
—¡A ver, mujer! —indicó a una de las indias—. ¡Tráeme un trago de aguardiente!
Acarantair, a la vuelta, le arrebató la totuma.
—Toma, mi señor —ofreciósela con amoroso embeleso y se sentó a su lado a
verlo chapotear.
Una sonrisa azul apareció en aquellos ojos siempre nublados de rabia. Estalló su
canción:
Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.
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conviven hasta cien. Y se entregan con el mismo gusto tanto al viejo como al joven».
Tres indias guapas con guayucos lo miraban arriba de sus escobas. Rieron los ojos
del Cautivo.
Entre agudos parloteos se metieron en la poza. Los siete esclavos golosos
contemplaban la escena. A la tercera totuma se dijo el Cautivo mirando hacia ellos:
Hoy perdí dos esclavos. Gran sangramiento para mi bolsa. Debo reponerlos. Hijo
de esclavo es esclavo, manque la madre sea libre. India preñada de negro pare zambo.
Pare esclavo.
Preguntó a una de las mozas:
—¿Quieres folgar, india bonita?
—Desde luego, mi señor.
—Escoge tú, hija mía. Dale gusto a tus antojos. ¿Cuál de esos chicos te gusta?
Tienes todo el permiso que quieras para folgar a tus anchas.
La india vio a los siete mozos.
—Con Julián, mi señor.
El Cautivo, faz de paternidad, demandó a su mayordomo:
—¿Te gusta esta india?
—Sin duda alguna, señor.
—Pues hazla tuya hasta que se le llene el vientre. Os quiero coger cría.
Siete parejas salieron de sus preguntas.
—Eso si —señaló cuando ya partían—. Haced todo con orden y parsimonia, pues
de lo contrario se ha de quejar el vecino.
—¡Maldito circunciso! —ronroneó Don Francisco de la Madrid tras la barda de
paloapique.
Canto el Cautivo:
Abenámar, Abenámar,
moro de la morería,
el día que tu naciste,
grandes señales había,
Estaba la mar calma,
la luna estaba crecida,
Moro que en tal signo nace,
no debe decir mentira.
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—A dos años de haber llegado al Valle —dijo Lozada al Cautivo— no hemos
hallado ni la paz ni el oro. Estos indios son lo más fieros e indomables que en mi
larga vida he conocido.
—Más que fieros, y con el perdón de vuesa merced, son protervos, gavilleros e hi
de putas.
—Muerto Guaicaipuro se alzó en la jefatura el Tamanaco, el caciquito de los
mariches, que no cesa de hostigar.
Los ojos de Lozada apuntan sorprendidos hacia el naciente. Alguien, traspuesto el
Catuche, galopa hacia Santiago entre pajonales.
—¿Quién es ese loco que anda solo y por territorio enemigo?
—Por el mal jinetear no puede ser otro que Don Alonso Andrea de Ledesma.
Nadie monta peor en todas las Indias.
El flaco caballero trotó hasta ellos.
—¡Indios, indios! —voceó sin aliento—. ¡Más de diez mil, por lo menos, avanzan
en son de guerra con Tamanaco al frente!
Un tiro de arcabuz a sus espaldas los hizo volverse. La gente se aglomeraba en la
muralla opuesta.
—¡Indios, indios, vienen muchos indios! —alertó una voz en el momento en que
una polvareda tomaba cuerpo más allá del Anauco.
Seguido por el Cautivo, Lozada reconoció la situación: marejadas de guerreros
empenachados convergían hacia la ciudad. Era la tercera intentona que las tribus
coaligadas del Valle y de la serranía, hacían por tomarla.
Los ciento cincuenta españoles y los ochocientos indios auxiliares, además de los
esclavos negros, ocuparon su sitio en la muralla. Los indios que venían por el norte
en número no menor de dos mil, cargaron entre alaridos de guerra, pitos, fotutos y
maracas. Ochenta soldados españoles convergieron hacia la parte amenazada.
Los indios tocuyanos en la rampa de abajo pasaban a los arcabuceros un arma tras
otra, que en número de tres, guardaba cada soldado. A la primera descarga rodaron
por el suelo más de treinta:
—¡A mejorar la puntería, so bellacos! —protestó el Cautivo.
A la segunda fue mayor la cosecha. A la tercera se batían en retirada y no pararon
hasta alcanzar la quebrada que a trescientos pasos de la puerta principal sesgaba hacia
el Catuche.
—¡Non fuyades!, cobardes —se mofó el Cautivo.
A lo largo de tres días unos veinte mil indios cargaron en sucesivas oleadas, que
se volvían sangre al estrellarse contra la ciudad, erizada de fusileros.
Al cuarto día las huestes de Tamanaco abandonaron el sitio.
Al siguiente, teques y quiriquires siguieron su ejemplo. A la semana tan sólo la
gente de Guaicamacuto, atrincherada a lo largo de la quebrada norte, se mantenía a la
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espera.
—Ya esto se acabó —comentó Lozada—. Vámonos ya a almorzar… Don
Francisco.
Un clamor inusitado de maracas y silbatos de aire saltó de la quebrada.
—¡Voto al diablo! —clamó el Cautivo—. ¿Qué es aquello, señor Capitán?
Uno, dos, tres espantajos de paja del doble alto de un hombre danzaban al ritmo
de flautines y calabazas.
—¡Me cago en el Gran Turco! ¿Y éstos quiénes son?
Cuatro nuevas figuras emergieron de la hondonada.
—¿Están de cachondeo los salvajes?
—Son altos piaches, maese —explicó Ledesma.
Tres docenas de mujeres muy jóvenes echaron a correr hacia los españoles,
engalanadas con guirnaldas de flores y llevando cada una dos sandias.
—Al parecer quieren tregua —sentenció Lozada—. No disparéis, dejad que se
acerquen.
Las muchachas depositaron sus ofrendas al pie del portal y se retiraron entre risas
y alegres carreras.
Los siete danzantes avanzaban lentamente batiendo sus porras.
—Mirad cuántas sandías nos han dejado por presente, señor Capitán —señaló
Villapando—. ¿Quéréis que baje a buscarlas?
—Como te muevas de donde estás, so marica —le alertó el Cautivo— te
descerrajo el pistolón.
A diez varas del muro estaban los piaches cuando salió de la barranca una
parihuela larga llevada al hombro por veinte hombres. En medio y con todas sus
plumas iba al cacique.
—¡Preparad! —ordenó el Cautivo.
—¡Dejad, Don Francisco! —observó Lozada— el tío tiene la pinta de un
parlamentador.
—Umj —gruñó el viejo—. Venid conmigo, maese —dijo a Ledesma.
Seguido de su camarada bajó de la muralla. Los danzantes se agitaban con
frenesí. Tremolaban con habilidad sus garrotes, descargando fuertes golpes contra el
suelo. Lozada los contempla absorto desde la aspillera. El cacique de la parihuela ya
los alcanza.
—Guapo el mozo —susurra Villapando a Sancho Pelao.
Los piaches súbitamente descargaron las masas sobre las sandías. Un nubarrón de
insectos voló de las frutas rotas.
—¿Y esto qué es. Dios mío? —gritó Lozada con alarma.
—¡Avispas, avispas!
Millares de avispas rojas cubrieron muralla y puerta. Los soldados enceguecidos
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las sacudían de sus barbas, ojos y manos. La parihuela del cacique se hizo escalera.
Una sierpe de brujos y portadores trepó por ella. Los españoles, emponzoñados por
las avispas y atónitos por la audacia, se replegaron. Los invasores bajaron la rampa.
Se abrió el portal. La avanzada de un ejército de dos mil hombres que botó la
quebrada, irrumpió por la calle sorpresivamente batiendo sus macanas. Ocho
arcabuces dispararon por los boquetes de la puerta sur y otros veinticuatro por las
paredes aspilladas del cuartel, la ermita y el Ayuntamiento. Hubo tantas bajas como
tiros salieron. Los indios, como sucedía siempre, ante lo inesperado se batieron
atropelladamente en retirada. Se abrió el portal. Las tres culebrinas que robó el
Cautivo escupieron muerte con sus bocas de cobre. Jamás en el Valle se las había
escuchado. El sendero de cuerpos rotos, muertos, cobrizos, llegó hasta la quebrada.
—¡Santiago y cierra España! —ordenó atrás el Cautivo precediendo a una
columna.
La carga de caballería deshizo finalmente sus cuadros.
—Menos mal que me olí la trastada —dijo a Lozada el Cautivo— y tomé mis
precauciones.
—¿Y esas culebrinas, Don Francisco? —preguntó el Fundador intrigado y severo.
—Esa es una trastada mía que me habréis de perdonar.
A consecuencia de las avispas murieron dos de los caballos y una docena de
soldados sufrieron aguda hinchazón.
—Lo que acaba de suceder —comentó Lozada a sus hombres reunidos en la Plaza
— está pronto a repetirse. La puerta es el sitio más vulnerable. Ante una acometida
como la que, a Dios gracias, vencimos, no hay puerta que resista. De ahí mi intención
de hacer de cada manzana de casas una pequeña fortaleza donde sus vecinos puedan
resistir en caso de que la indiada irrumpa en la puebla. Debemos construir también
ocho túneles bajo tierra para asegurarnos la comunicación de manzana a manzana.
Extremando precauciones ordenó que las casas unidas en pareja por los zaguanes,
se comunicaran con las otras por portezuelas interiores y bajas. Uno de los túneles se
abría en el aposento del Cautivo.
La vida prosiguió azarosa. La cosecha de maíz a punto de maduras, fue talada en
una noche por manos hostiles.
—¡Qué menos mal que sembramos suficiente en nuestros solares y cerca de las
murallas! —recordó el Cautivo— pues de hambre hubiese sido la saciedad. No se
puede contar con los indios de la Encomienda, que me corto las criadillas si no fueron
ellos mismos los autores de tanta fechoría.
Los rebaños de ovejos que trajeron de El Tocuyo proveían de carne y de leche a
los conquistadores, empero los temores de Lozada de que el engullir de su gente era
mayor que el parir de los ovejos.
Los conquistadores abarrotaron sus sentinas con indios encomenderos, a quienes
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hacían trabajar bajo la mirada atenta de los esclavos.
En el departamento de las mujeres dormían con las negras, diez o doce indias
bonitas, para gusto y solaz de los conquistadores.
—¡Esto es el Paraíso de Mahoma! —protestaba indignado Don Alonso Andrea de
Ledesma.
—Vamos, Don Alonso —le reconvenía el Cautivo— dejad a esos pobres
cristianos en paz. ¿O es que creéis que esto es vida? Encerrados en esta pocilga.
Asediados constantemente por estos salvajes; temerosos de que en cualquier
momento hagan de sus tripas puchero.
La docilidad de Acarantair se tradujo en un apaciguamiento del Cautivo, sin que
ello mejorase su trato hacia la «india lanuda» como la llamaba.
Las lecciones de la viuda de Julián el de las Mendoza, daban sus frutos.
Acarantair y Rosalía progresaban día por día en sus conocimientos de castellano.
—Están dotadas de claro ingenio —decía la Mendoza.
El Cautivo sembraba de muecas su aire despectivo.
—¡Por el Profeta! —clamaba— ¡dejaos de fábulas, que negro e indio, si
entienden, basta!
La negrita Rosalía era el único ser a quien el Cautivo sonreía con trasuntos de
ternura. La llamaba carboncillo o gnomo de Granada. La niña y Acarantair se
tomaron mutuo afecto. Pasaban el día juntas hablando, charlando, riendo con
estridencias que indignaban al viejo soldado y en especial cuando dormía la siesta
sobre la balsa del samán.
Esa noche, luego de cenar, el Cautivo subió a la muralla para cubrir su guardia del
Ángelus al alba. Petra, Felicia y Rosalía quedaron con Acarantair. Luego de dar
largas zancadas por el entarimado, tomó asiento en el banquillo de la garita en el
momento en que las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer. Con el tabaco entre
los dientes mira abstraído los pasos de centinela del negro Julián.
Bueno que ha resultado el muchacho. De ser generoso, debería darle la libertad.
Pero como no lo soy, esclavo se ha de quedar.
La noche prosiguió oscura y lluviosa. Desde la garita otea la explanada. Cuatro
hachones con brea, más allá de la muralla, chisporrotean entre el agua y la noche.
Una pavita canta. Se dio vueltas con el rostro tenso:
«¿Una pavita cantando en el suelo y con este aguacero? Miii…».
Las cuatro voces de los centinelas restallaron.
—¡Ave María Purísima!
Un indio del Tocuyo y el negro Julián ya alcanzan la garita. Indio y negro dan
media vuelta. Siguen la ronda en sentido opuesto.
—¡Garita dos, sin novedad!
—Los santo y seña —van respondiendo en los tres extremos de la ciudad. Un
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alarido hacia el sur salta y rebota.
El Cautivo se incorpora.
—¡Corre a ver qué pasa! —ordena a Julián.
Va y viene el negro por la rampa.
—¡Mataron de un flechazo al centinela!
—¡Joder! —trinó el Cautivo echando a correr seguido de su esclavo, hacia el sitio
del suceso, donde se aglomeraba la gente. El centinela tocuyano intentó seguirlos. Sin
volverse le gritó cual si lo hubiese visto:
—Vuelve a tu sitio, bellaco.
—Sss —sisearon abajo.
El indio con su adarga sacó el cuello sobre el parapeto.
—¿Alto, quién va?
Diez flechas le respondieron. Tres le atravesaron el cuello.
Tras las flechas diez palos cruzados por travesaños se apoyaron Contra el muro y
por él fueron saltando hasta trescientos indios.
El Cautivo alcanzó a verlos a la altura de su casa. Presto bajo la escalerilla. A
fuertes puñetazos logró que Don Francisco de la Madriz abriese el portón. Un tropel
de guerreros desnudos bajaba ya los escalones. Fuertes golpazos daban contra la
puerta al otro lado del zaguán.
—La situación es de cuidado —afirmó el de la Madriz abriendo y cerrando el
postillo—. Adentro está lleno de indios y en la calle nos esperan.
—La trampa, presto —sugirió el Cautivo en el momento en que por la portezuela
entraban a su casa los otros vecinos.
Los indios de la calle y del corral seguían golpeando con fuerza. Acarantair,
precedida de Rosalía y seguida de las negras, traspusieron la trampa y llegaron a la
casa de Ledesma en la otra calle donde terminaba el túnel.
—¡Daos prisa, por Baco! —gritaba el Cautivo a sus compañeros que no se
movían con la celeridad requerida.
A mitad del túnel se arrastraban de rodillas el Cautivo y los vecinos:
—Son ellos los que se han hecho fuertes dentro de las manzanas. Nos salió el tiro
por la culata.
Un ruido seco les advirtió de que la puerta del entreportón se había venido abajo.
—Julián, ¿dónde estás? —preguntó con ansiedad.
—Aquí vengo, amo.
Otro estallar de maderas y un griterío, les señaló que ya los indios estaban en la
alcoba, sobre la trampa. Un alarido al otro extremo del túnel dio fuerza a los que
reptaban a huir más de prisa. Tan sólo el esclavo de la Madriz, el último en salir, fue
asesinado.
—¡Loada sea la trampa! —dijo el Cautivo con unción mística en la alcoba de
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Ledesma en el momento de cerrarla—. Que el Profeta proteja a Don Diego de
Lozada. De no haber sido por este túnel, hubiésemos perdido la vida. Loado sea el
Señor y la Virgen de la Soledad —añadió de inmediato al calar el mal efecto que
había producido su invocación a Mahoma.
Reagrupados los españoles, retomaron la manzana perdida.
—Es extraño —observó Ledesma—. Pareciera que todo el ataque se hubiese
reconcentrado sobre vuestra casa. Llegaron hasta ocupar la calle. ¿Cuál seria el
propósito?
El Cautivo puso expresión cavilosa:
—Es de las pocas cosas que acertáis, maese. ¿Por qué tanto alarde de fuerza
contra mi casa?
Acarantair, al escucharlos, concedió un brillo especial a sus pupilas y acarició a
Rosalía, llorosa y temblorosa por lo que acababa de suceder.
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—¡Rendíos! —conminó el indio que hacia de lengua—. No os queremos mal.
Atónitos se dieron por vencidos sin ofrecer resistencia. Maniatados los llevaron a
la ciudad.
—¿Quién de vosotros es el cacique? —les preguntó el Cautivo.
Como no obtuviese respuesta. La Cantaora cercenó la primera cabeza. Por tres
veces repitió la pregunta y por tres veces cantó el alfanje.
—Agarrad a ese —indicó a sus hombres señalando a un indio gordo— y metedle
los pies en la hoguera.
El indio se debatió en el tormento. Un joven guerrero dijo al lengua:
—¡Basta! Yo soy el cacique de todos ellos. ¿Qué quieres de mí?
Por cuatro días resistió los más terribles suplicios sin referir la ubicación de sus
aldeas, los sistemas de señales que utilizaban o las jerarquías existentes entre ellos.
Tenía tres hijos, el menor, un chico de tres años, era su preferido. Como en ese día
muriese un indito de la misma edad, el Cautivo, luego de hacer que lo asaran se lo
presentó al cacique:
—Ese es tu hijo. O hablas y me dices lo que quiero saber, o igual suerte correrán
los otros dos.
Con el informe del joven guerrero los españoles golpeaban certeros contra la
feroz tribu, dividida en numerosas aldeas y cacicazgos.
A los tres meses justos, quinientos indios mariches, cargados de presentes y al
frente de veinticuatro caciques, se presentaron ante la puerta principal.
—Venimos dispuestos a serviros —voceó a nombre de todos uno de los caciques
—. Queremos tu paz —terminó el cacique mirando a Lozada.
—¿Os dais cuenta mis amigos, que con salvajes no valen razones y que sólo el
fuego y la muerte los hace entender?
—¿Por qué habéis venido sin vuestras mujeres? —preguntó el Cautivo—. ¿Dónde
están vuestros hijos?
—Esperábamos vuestra respuesta —respondió el cacique.
Lozada luego de reflexionar aceptó la oferta. Los veinticuatro caciques quedarían
como rehenes, distribuyéndolos entre los vecinos más principales. Dormirían en la
cuadra; los otros quinientos se albergarían en los cobertizos que habían de construir a
un cuarto de legua al norte.
Los caciques durante el día hacían de caporales de sus hombres, que como
sirvientes cuidaban las bestias, pulían las armas, sembraban y regaban las huertas.
Al Cautivo le tocó en suerte un cacique silencioso llamado Chaima, de triste y
alelada expresión. Tenía tan sólo un defecto para él, su intimidad con Curumo, otro
de los caciques, que además de apestar a mil chinches de monte, entraba a su casa sin
pedir permiso, apartándolo de sus oficios y visteando a Acarantair con intención
ensoberbecida. Era fuerte, sombrío, altivo y mal encarado. El Cautivo lo detestaba, no
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perdiendo oportunidad para reñirlo o echarle en cara el hedor que producía su cuerpo.
Curumo lo miraba retador. Se le crispaba el puño sobre la espada y le hormigueaba el
pie bajo la babucha para sacarlo a patadas, pero una promesa hecha a Lozada lo
contenía. Según Lozada, por un extraño pálpito que tenia, tarde o temprano Curumo
los llevaría a Tamanaco.
—Su admiración por el cacique es grande y empero decir que lo conoció una vez
de niño, algo me dice que guarda y conserva su amistad. Aguantaos, Don Francisco,
por bien de todos.
Los indios del Valle de los Caracas se quedaron en paz. Dejaron de flechar a los
vecinos y no volvieron a incursionar alrededor de la ciudad en las noches sin luna.
Tamanaco era el único que con su gente seguía en pie de guerra. Semanas atrás, a
Juan Giral, luego de asesinarlo, le cortaron los genitales, los ojos y la lengua. Su
cadáver, o lo que quedaba de él lo pusieron al través en su montura. Diego de Lozada
ofreció cuantiosas recompensas al que entregase vivo o muerto a Tamanaco.
Aquella noche en el cuartel, Curumo, a instancias de Lozada, habla de Tamanaco:
—Es como un rayo de luz que sabes que está ahí, pero no lo puedes agarrar. Es
como la serpiente coral —añadió con sonrisa ausente — de apariencia hermosa, pero
temible como la boa.
—Yo, Vuestra Excelencia, no le haría caso a este mentecato que huele peor que
una letrina mozárabe y encima parece sodomita, llamando hermoso al peor hi de puta
que hay por estos contornos.
—Es como el río y la noche que ampara pero también mata. Afirman que tiene
mil formas. A veces es puma, otras, colibrí. Algunas, flor de mayo.
—Ahora si que la pusimos de oro —clamó en voz alta—. Total, que el mentado
Tamanaco es el padre de las siete estrellas. ¡Anda a bañarte, so hediondo!
Curumo lo miró con rabia y se retiró amenazante.
Esa noche las huestes de Tamanaco cargaron sobre la aldehuela. Hirieron a más
de veinte mariches, mataron a siete y raptaron a cuatro.
—¿Veis? —señaló Lozada—. Vuestros temores son infundados. Esa pobre gente
es tan enemiga de Tamanaco como nosotros.
A una semana del segundo aniversario de haberse fundado la ciudad, Lozada
preguntó al Cautivo:
—¿No creéis que sea la gran oportunidad de hacer vida en común con nuestros
encomendados? Se han mostrado solícitos, amables, colaboradores…
—Escuchadme bien, Excelencia —respondió, atropellado—. Yo no confió en
estos malditos indios. Si Tamanaco quiere hacerlos pupa, enhorabuena. Quinientos
indios dentro son un peligro. Dejadlos fuera.
Lozada se inclinó ante las razones del Cautivo: los indios continuarían en sus
ranchos y los caciques en sus cuadras. Como contrapropuesta de cautela, Lozada
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ordenó que la fiesta de Santiago fuese celebrada a medio rabo, o a media luz.
Las libaciones por órdenes expresas del Capitán Fundador, habrían de terminar a
la hora quinta.
—No es el caso de que los indios —explicó a la tropa — os sorprendan
borrachos.
Terminada la fiesta, el Cautivo a paso ebrio llegó a su casa. Trepó al altozano del
samán y se echó de cara al cielo a dormir la siesta.
Al despertar brillaban las estrellas. Abajo un coro de voces cuchicheaban.
Hablaban en mariche. Algo entendía. La voz de Curumo dominaba. A la medianoche
cada uno daría muerte a su amo, someterían a los de la puerta principal, entrando de
inmediato los mil guerreros que afuera acechaban.
—¡Maldito Curumo! —musitó estremecido: pero tal fue su énfasis que crujió el
tablón.
—¿Quién está ahí? —preguntó Curumo.
«El hediondo treparía por el árbol con el hacha que Lozada en mala hora le
regaló».
Salvo sus botas, no llevaba otra arma. Don Francisco de la Madriz a la luz de una
vela leía en el corredor.
—¡Eh, Don Francisco! —le gritó poniéndose en pie—. ¡Corred presto a casa, que
aquí los indios me quieren matar!
De la Madriz, harto de sus burlas, hizo un aspaviento despectivo y siguió leyendo.
El olor a chinche de monte ascendía entre crujidos. El Cautivo retorció la escalerilla.
Un golpe sordo pego contra el piso.
Amigo, un descomunal mastín que le regalaran días antes, ladraba enfurecido.
—¡Eh, Don Francisco! —gritó apremioso— que no es chercha, venid a mi presto,
o me harán mierda estos bellacos.
Los indios, trepados unos sobre otros, se aprestaban a subir al samán.
El perro rompió su cadena y saltó sobre Chaima. Don Francisco de la Madriz,
percatado al fin de la situación, a través de la cerca disparó su arcabuz. El solar se
pobló de disparos. El cuadrilátero se cubrió de hombres armados. Con excepción de
Curumo, que logró huir, los veintitrés caciques restantes fueron hechos prisioneros.
—Cayeron como tortolos —rió, jubiloso, el Cautivo.
A Chaima, a quien Amigo le arrancó una nalga, fue el primero a quien sometieron
a suplicio.
El hombre se tornaba estrábico y sudoroso cada vez que le metían el pie en la
hoguera.
—Os diré todo y dejadme de una vez… Fue Tamanaco quien ideo la añagaza.
—¿Dónde hemos de encontrar a Tamanaco?
Chaima vio a Lozada y al Cautivo.
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—Tamanaco no es otro que Curumo…
Enrojeció el Cautivo.
—¡Curumo! ¡Me cago en San Blas! Haber tenido al alcance de mi mano al hi de
puta y haberlo dejado escapar.
—De poco le servirá —observó Lozada farfullante de ira—. Nunca más ha de
hacer mofa a mis barbas. Atroz será el escarmiento.
Y había tal convicción en su arresto, que hasta el mismo Cautivo lo miró
sorprendido.
Chaima enverdeció de miedo cuando los sayones con caperuzas de locos, a falta
de las del verdugo, cayeron sobre él, y en sillita de la reina lo llevaron a la primera
estaca que hasta veintitrés y en forma de cruz, sembró en la Plaza el Capitán
Fundador.
Un alarido desgarró la tarde cuando el palo afilado le entró por el recto y reventó
sus entrañas. Ante el silencio expectante de la muchedumbre los sayones fueron
empalando uno a uno a los veintidós restantes caciques.[18]
Lozada explicó lo de la cruz de carne.
—No quiero ser menos que los españoles de Santo Domingo, que ahorcaban a los
indios en grupos de a trece, en honor a Jesús y sus doce apóstoles, aparte que además
de ser cristiano, amo la simetría.
Los empalados, por horas, se mantuvieron vivos, hieráticos, estatuarios. Al menor
movimiento se adentraba la estaca sacando lustres de muerte.
El negro Julián, tras el Cautivo, tenía la expresión atormentada, enloquecida.
La imagen de su padre empalado, se le recrecía.
—Pláceme, Excelencia —susurraba el Cautivo a Lozada— que hayáis elegido el
empalamiento para el suplicio. No hay nada más aleccionador ni que deje más huella
en el recuerdo de un pueblo que hacer de los malandrines angelitos de tortas de
novias, que empero ser de uso generalizado en Indias, lo alcancé a ver por primera
vez en un pueblo del Danubio al cual el Sultán ordenó exterminar con escarmiento.
Julián al escucharlo lo vio con estupor, rabia y locura.
A las tres horas de haberse iniciado el empalamiento, cuatro caciques estaban
muertos y diecisiete agonizaban. A las cuatro horas los muertos excedían a los
sobrevivientes. Los indígenas, algunos negros y los ciento cincuenta españoles
observaban la escena con expresión demudada.
Una vieja andrajosa con voz aguda apareció de pronto entre los empalados. Era
Anacoquiña, poderosa hechicera.
—Que la maldición de los Dioses —dijo en castellano— caiga sobre vosotros y
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sobre vuestros hijos, hasta el final de los tiempos. Malditos este día y este pueblo
nacido del dolor de los míos.
Nubes negras que desde hacía horas amenazaban con un chubasco, vaciaron su
carga de agua entre truenos y centellas. Un rayo incendió el techo de la Ermita.
—¡Jolines! —exclamo el Cautivo—. ¡Fuerza que tiene la bruja!
Otro rayo cayó en la casa de Lozada. La muchedumbre aterrorizada miró al
Fundador y a la bruja. Sin amedrentarse ordenó:
—¡Agarradla ya y echadla viva a la hoguera!
Atada de pies y manos cayó en la pira. Súbitamente arreció el aguacero. Un tercer
rayo y luego otro, con sorpresa de presagio incineraron a dos de los caciques ya
agonizantes. Huyó la gente por las cuatro calles. Se apagó la hoguera. Una mujer
joven, oculta en el desconcierto, corrió hacia la bruja y la desató. Apenas unas leves
quemaduras tenia en las manos.
—Huye, madre…
Anacoquiña, antes de escapar, miró largo a Acarantair.
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amaneció al día siguiente en todo su fulgor.
—Lo sucedido —le espetó Ledesma al Cautivo— es un hecho impropio de
hombres buenos y cristianos. Reniego de vuestra amistad.
—Pero, Don Alonso…
—¡Idos al diablo, feral sayón inclemente!
El padre Baltasar García, el Capellán del ejército, acaudillaba a los descontentos.
Al tercer día llegó, procedente de la costa, Francisco Infante, primer alcalde de la
ciudad y antagonista de Lozada. Era un hombre moreno, de piel curtida, natural de
Toledo, bizarro y valiente. Lo que Infante celebraba, provocaba repulsa en el
Fundador. Lozada lo aventajaba en rango y en sentido de autoridad. Pero Infante era
ducho, hasta la maestría, en hacerse querer: amigo de chascarrillos y hábil para la
intriga.
El suplicio dé los mariches era mucho más de lo que necesitaba Infante para
enfrentársele de una vez a Lozada y arrebatarle el mando.
Esa misma mañana en el Ayuntamiento y en connivencia con el cura García y con
un soldado de apellido Giral, protestó abiertamente por lo que él llamó crimen sin
perdón.
Sancho Pelao vehemente daba violentas señales de aprobación, dándole codazos a
Villapando para que hiciere otro tanto.
Lozada, hosco y de pie, lo escuchó discurrir.
—Erráis, señor mió —responde el Cautivo— al llamar homicianos a los que
matamos a esos bellacos. Para merecer tal apelativo es menester que lo que se mata
tenga alma inmortal. ¡Y los indios no la tienen!
—¡Callad, impío! —acusó la voz ofuscada del Capellán—, ya los papas desde
hace más de medio siglo se han pronunciado; los indios si tienen alma y mil veces
más limpia de la que guardáis vos.
Tronó el Cautivo:
—¡Callad vos, mal cura y guardaos de enojarme, que no soy una de esas
churrianas y pelanduscas con quienes bailáis la Chacona hasta el amanecer!
—¡Joder! —dejó escapar el cura entre la carcajada general. Era notoria su
conducta disoluta.
Lívido comenzó a balbucear. El Cautivo cantó la primera estrofa de la Chacona:
Ni monja tan religiosa. Los presentes prosiguieron a coro entre risas, rechiflas y
silbidos:
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El Obispo que los vido,
mandóle a cantar dos coplas,
apenas cantaron una,
el Obispo se alborota.
Levantó luego el roquete,
y bailó más de una hora,
alborotando salas y escobas.
Y todas las cosas contentas,
bailaron cinco o seis horas.
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Solo una cosa réstame decir: olvidaos de leyes. España queda muy lejos y más
distante aun los que en la Corte escriben, intrigan y rezan. Si queremos de una vez
por todas hacer nuestra esta tierra, que cada uno a su entender haga lo que le parezca
si ha de mantenerse vivo. No seré yo quien lleve cuenta de los indios mal heridos. Si
queréis enseñorear este Valle, dos consejos doy: ¡Matad a sus hombres y preñad a sus
hembras!
Al oscurecer, el centinela dio la voz de alarma: Francisco Infante, el cura García y
Santiago Giral, luego de sorprender a los guardias de la puerta, huyeron a caballo
hacia el Oeste.
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24. ¡Perdóname, Señor!
La luna lleva los cuernos largos. Julián, como hace todas las noches cuando
pernocta en la hacienda, da cuatro golpes a la puerta del repartimiento donde
duermen los indios de la encomienda.
—Descuide jefe —responde alguien dentro— estamos sin novedad.
El negro se aleja agitando las llaves del granero. Un indio señuelo simula
golpearlo. Los indios ya advertidos, gritan por las hendijas:
—¡Ya está! ¡Ya le dio! Ahí viene el mariche con las llaves.
Tras los matorrales veinte españoles con arcabuces a punto observan en silencio.
—¿Veis como mis temores no eran infundados? —les dice el Cautivo.
—¡Cuán traidores son estos indios! —comenta a su lado Diego de Henares,
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ingeniero de la ciudad.
Salieron los indios. Apuntaron los arcabuces. Ladraron los mastines. El Cautivo
en su primer disparo derribó al anzuelo La primera andanada hizo diez muertos. Los
sabuesos, con Amigo al frente, corrieron tras los fugitivos. Más de veinte se
acobardaron y volvieron. Las espadas desenvainadas tiñeron de purpura los sacos de
henequén.
Al alba, sucio de sangre y de fango llegó a Caracas. Un negro zalamero salió a su
encuentro.
—Enhorabuena, amo, Acarantair, tu mujer, acaba de parir a una niña.
Lanzó un gruñido y sin ver a la madre ni a la hija, se echó a dormir.
Al día siguiente Acarantair intentó mostrársela. La rechazó áspero.
—Y búscate otro sitio para pasar la noche. Yo no duermo con críos ni con mujeres
recién paridas.
Acarantair y su hija pasaron al repartimiento de las esclavas.
El Cautivo mira hacia el patio por el que pasea Acarantair con la recién nacida.
Hace calor. Se quita el caftán y turbante para meterse en la alberca, sacudido de un
raro regocijo. Canta a pleno pulmón.
Acarantair dice a sus espaldas:
—Miradla, señor, es vuestro vivo retrato. Tiene el pelo color de oro y la tez
rosada y los ojos vuestros: azules y brillantes como el cielo.
Francisco Guerrero se volvió para ver por primera vez a la niña. Un bullir
acongojado le saltó dentro.
No tenia ni sombras de la casta odiada. Era española castellana y andaluza de
cabeza a pies. Se parece a mi hermana. ¡Es realmente mi hija!
Pensó en Baeza, Sevilla, Andalucía.
Cuarenta y cinco años de soledad. Medio siglo sin saber de aquello que se llama
hogar; sin alguien cerca de mí que lleve mi sangre. Siempre rodeado de hombres de
avería, de amigos circunstanciales, de barraganas, de negras, indias y mulatas.
Sus ojos la escudriñaron. Sus pensamientos en tropel hicieron alto cuando la niña
le mostró las encías. Abrió la boca, dilató los ojos, la alejó de si. Un palpitar de gloria
lo sacudía. Una carcajada torrencial brotó de su boca. Desnudo salió de la alberca con
la niña en brazos. El Cautivo reía. El Cautivo volaba besos a su hija. Súbitamente
cantó con voz nueva y distinta:
Niño en cuna,
qué fortuna,
Qué fortuna,
niño en cuna.
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Los sirvientes y los esclavos se aglomeraban para verlo llegar. Cual rey bíblico
ante su pueblo, clamó en la cocina:
—¡Esta es mi hija! ¡Esta es mi sangre! ¡Esta es mi vida!
—¡Enhorabuena, señor!
La negrita Rosalía de puntillas le interpeló, argentina:
—¿Y cómo la llamaréis, mi señor?
Confusión y sorpresa expresó su rostro:
¿Qué cómo la llamaré?
Sus ojos azules se tornaron oscuros. Adentro susurraron un nombre: el mismo de
sus plegarias, el mismo de su existencia.
«¡Soledad!» —se dijo.
—¡Soledad! —dijo en voz alta—. Como la virgen de mis angustias y como la
mala sombra que no me deja desde que fui tras la fortuna.
Arrepentido de la confesión, lanzo la niña al aire para atajarla en su vuelo.
—¡Soledad! ¡Soledad! —gritaba y reía—. Has llegado para que yo no me sienta
solo. ¡Soledad, como mi Virgen andaluza! ¡Soledad, como la mocica de Baeza!
De pronto miró hacia Julián y sus siete negros que lo veían embobados:
—¿Y qué hacéis ahí, esclavos asnudos? ¡Corred! ¡Id, llamad a casa de todos los
vecinos a participarles la nueva! Decidles que corran presto a mi casa, donde habrá
buen vino y lechón para celebrar el nacimiento de Soledad. ¡Invitad al nuevo cura!
¡Esperad! Llevadle antes dos doblones de oro para que me dé la indulgencia por mis
blasfemias. Llamad a Don Diego. Abrid las barricas. Matad las gallinas y también el
pavo. Que vengan músicos y tamborileros. Llamad a los pobres y dadles de comer,
ropa y limosna. Tirad a la calle esos sacos de maíz para que los hambrientos
compartan mi alegría.
—Soledad, ¡mi Soledad! —volvió a gritar lanzándola de nuevo al aire—. Por ti
me ha vuelto la vida cuando ya no la necesitaba. ¡Gracias, Virgen de la Soledad!
¡Gracias, Señora! —y dirigiéndose a los esclavos les dijo con ojos de lágrimas:
—¡Quiero que sepáis que desde este mismo instante sois libres! ¡Qué podéis
hacer con vuestras vidas lo que os plazca! Y mi corazón no quiere cadenas ni
esclavos.
Con la faz estremecida cayó de hinojos y elevando los brazos al cielo gritó, recio
y sollozante:
—¡Perdóname, Señor!
Apoyado sobre la muralla el Cautivo rememora con Ledesma, semanas más tarde,
el nacimiento de Soledad.
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—Y de los siete esclavos que tenía, salvo Julián que era hijo de reyes, y Lupecio,
que era un hijo de puta, los otros decidieron quedarse conmigo, con lo cual os pruebo
no ser tan cruel malhechor como decis vos.
—¿Y por qué se fue Julián, que se veía tan apañado a vos?
—Oh, maese, no sabéis cuánto lo he aquejado. Nunca imaginé cuánto amaba al
muchacho. Pero apenas le ofrecí su libertad dijome que deseaba ir al sitio donde
murió su padre y a otro cercano llamado Sorte, donde tiene su aposento una diosa
llamada María la Onza, de quien es su siervo y deudor. Prometióme que antes de un
año retornaría.
—¡Gente viene! —alerta el centinela.
Una cabalgata por el camino de Valencia galopa hacia el Caroata. Un clarín
saludante salió de la polvareda. Curiosos los vecinos treparon a los parapetos.
—¿Quién será? —preguntó Ledesma.
—De fierro vienen cubiertos —observó—. Es gente de mucho tronío. Su riqueza
la proclama. Avisad presto a Don Diego de Lozada.
—Soy Pedro Ponce de León —aclaró una voz juvenil al subir la visera.
—¡El hijo del Gobernador! —clamaron todos. Y lo dejaron entrar seguido de su
cortejo.
Seis iban cara al descubierto. Los otros cinco de completa armadura y visera baja.
Un corneta tocó atención. La gente se aglomeró en la plaza. Lozada, a medio vestir,
corrió hacia el grupo. El hijo del Gobernador que lo vio venir, no lo esperó para
vocear el mensaje.
—Sepan todos cuantos me escuchan, que por orden del Capitán General de la
Provincia, Pedro Ponce de León, mi padre y señor natural, el Capitán Diego de
Lozada, desde este mismo instante queda destituido de sus funciones: por abuso de
autoridad y por sus innumerables tropelías. Hasta tanto no se decida lo contrario, toda
la autoridad política y militar de estas provincias quedará bajo mi mando.
Los soldados se miraron entre sí sin creerlo.
—¡Me cago en San Bonifacio! —expresó el Cautivo.
—Tomando en cuenta los innegables méritos del Capitán Diego de Lozada —
prosiguió Ponce de León—, el Gobernador de la Provincia, en acto de clemencia, no
dicta medidas de prisión ni de embargo contra Don Diego de Lozada. Pero deberá
partir antes de dos días al momento de este veredicto hacia la ciudad del Tocuyo,
asiento de su morada, donde permanecerá confinado hasta el día de su muerte. Se
delega en el Capitán Francisco Infante, desde este mismo instante, el poder para que
las órdenes del Gobernador sean cumplidas.
—¿Infante? —preguntó la multitud.
La sorpresa subió de punto cuando tras una visera apareció el rostro del alcalde
que todos daban por muerto.
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—¡Joder! —bramó el Cautivo—. Todo esto es obra de este descastado
murmurador.
Antes de despuntar el sol Lozada marchaba hacia su destierro. Noventa españoles
de los ciento cincuenta que había, en prueba de solidaridad, abandonaron Santiago de
retorno hacia El Tocuyo. Con ellos van la mitad de los indios tocuyo. Caracas ha
quedado desguarnecida. Tan sólo restan sesenta vecinos: los que habrán de poblarla y
otros ciento cincuenta indios, que con uso de la fuerza lograron retener.
Al llegar a la adjunta de los dos ríos se despidieron los que se iban de los que
restaban. Uno a uno Lozada abrazó a sus compañeros.
El Cautivo de rodillas, dijo con los ojos rojos, luego de besarle la mano:
—¡Adiós, mi Capitán! ¡Me honro de haberos servido!
—Adiós, Don Francisco —respondió el Fundador con la voz turbada—. Caracas
nació con la señal de los que no agradecen. Razón teníais cuando decíais que de una
bruja caníbal tomó su nombre.[19]
Antes de una semana, tal como lo suponían, Tamanaco recrudeció los ataques.
Partidas de doscientos y trescientos guerreros y en los momentos más inesperados,
cargaban contra Caracas. Era peligroso salir de extramuros en grupos menores de
diez. En las noches se veía a los mariches a un tiro de arcabuz cantando y bailando
alrededor de las hogueras.
Las noches se hicieron largas y tenebrosas. Destemplados silbidos, lúgubres
carcajadas y aullidos interminables hacían rugir a los perros y cavilar con miedo a los
cristianos.
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Acarantair, seguida de Rosalía, Petra y Felicia y con Soledad en sus brazos, corrió
hacia la plaza. El Cautivo, por la escalerilla que había al final de su calle, subió a la
muralla.
—Yo sabia —dijo— que esto iba a suceder tan pronto se fuera Don Diego. Pero
al Gobernador le importa un bledo la suerte de nosotros para imponernos al joyante y
relamido del hijo suyo, que aparte sonarse los mocos no sirve ni para un mandado. Y
todo por el chismoso y abellacado de Francisco Infante.
El golpe seco de una flecha sobre el parapeto y un clamor de guaruras atronó el
Valle.
—¡Jolines! ¡Se armó la marimorena!
La charanga indígena redobló sus tintes marciales. Más allá del Anauco brillaron
unas antorchas que a fuer de muchas remedan un incendio en la sabana.
De la ola de fuego salpican en elipse flechas encendidas.
¡Por Baco y su madre la Diablesa! Acometen por miles.
Al otro lado del Caroata y del Guayre se encendieron fuegos y un estruendo
avasallador sacudió el Valle. La línea de fuego tras del Anauco arremetió de pronto
deshaciéndose en antorchas hasta que llegó al Catuche. El terraplén entre los dos ríos
brillaba en toda su extensión.
El Cautivo tomó un catalejo y atisbo el campo. Indios empenachados, entre
gritería, se daban palmadas entre sí.
—¡Jolines! Sínodo de caciques tenemos. ¿Pero, por qué tan a la vista y con tanta
bulla?
Los apuntó con el catalejo que también robó al dueño de las culebrinas.
«Hay niños, vienen mujeres, hay mucho mozalbete con plumas y pocos guerreros.
¡Qué extraño!».
Preso de la sospecha recorrió la rampa a todo lo largo.
—Por aquí no embestirán —pensó mirando hacia el Guayre.
En el flanco que daba hacia el Caroata sucedía lo mismo: multitudes rugientes
que a la luz del catalejo se transformaban en mujeres y niños.
Sólo hacia el norte reinaba la calma. Apenas seis hogueras dispersas se veían
hacia la montaña. Rió el Cautivo:
—Estos indios como que creen que nosotros, al igual que ellos, podemos ser
cazados a lazo. Por aquí habrán de atacar.
El Cautivo acompañado de Ledesma, Pedro Alonso Galeas y veinte de a caballo,
traspuso sigiloso la puerta de la ciudad. El ejército indio concentrado al norte y
adormilado, no los vio llegar.
Al grito de ¡Santiago y cierra España! cargaron sobre los guerreros. Confusos y
dando voces los indios se batieron en fuga. El Cautivo y su gente, a galope tendido,
retornaron a la ciudad.
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—Aquí esto. Allá aquello —mandaba a la tropa apenas llegó—. Mezclad bien la
paja. Empapadla bien. Ahora esperemos el asalto de los guarros.
Un vocerío creciente bajó del norte. Por las antorchas y los gritos no bajaban de
cinco mil. En medio y en claro alarde, venían los caciques. Los españoles ansiosos
apuntaban con toda su armería.
—¡Fuego! —ordenó Infante.
Caen diez, quince; pero avanzan cinco mil.
—¡Abrid la puerta! —volvió a Ordenar. Las tres culebrinas descargaron encima
de la columna. Mil muertes causó el destrozo, pero eran cinco mil. Se reagruparon y
volvieron a la carga.
—¡Cómo han aprendido los hi de putas! —comentó con sorprendente calma—.
Saben que las culebrinas están vacías y que no hay tiempo para cargar.
A puertas abiertas y manos en jarra los vio venirse.
—¡Cerrad la puerta, por Dios! —gritaron los españoles.
Una luz azulada en dos canales corrió hacia afuera. A cien varas del portal, indios
y luces se encontraron. Estallaron los barriles de pólvora enterrados momentos antes.
Por los gritos y las antorchas ya los indios no llegaban a tres mil.
Al mediodía y en mayor número, volvieron al ataque y por el mismo flanco. Una
vez más los rechazaron con grandes pérdidas. Por tres días y tres noches los indios se
quedaron en paz. A la cuarta noche cargaron por todos los frentes. A pesar de que la
batalla fue ardua y por el lado sur se saltaron la muralla, Santiago se mantuvo
incólume.
Al séptimo día los españoles comenzaron a desfallecer. La pólvora escaseaba.
—Menos mal que la previsión española —dijo el joven Ponce de León— nos ha
hecho almacenar alimentos por un año. Y de agua no hemos de carecer con tantas
acequias que cruzan la puebla.
El Cautivo, a sus palabras, miró hacia un canal y empalideció:
—¡Ea, a llenar los odres de prisa! ¡Nos han dejado sin agua!
El arroyuelo estaba a la mitad de su caudal. En la tarde ya sólo quedaba fango.
Esa noche los indios no hicieron algazara. Bailaron y cantaron borrachos hasta el
amanecer, contentándose con lanzar dardos y flechas con trasfondo de guaruras.
Comentó caviloso el Cautivo:
—El agua para nosotros alcanzará por diez días. Para los caballos, no llegará a
dos. ¿Qué hacemos?
—Pues matarlos de una vez y darnos un hartazgo con ellos —propuso Sancho
Pelao.
Rugió el guerrero echándosele encima con su alfanje.
Con la ayuda de Ledesma el capitán de los falsos mariches logró escapar de la
furia del Cautivo, quien, demudado y confuso, dijo con voz turbada luego de
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sosegarse:
—Primero muero con él que separarme de Bravío.
Murieron los primeros caballos.
—Hagamos una salida para dar de beber a las bestias —propuso el Cautivo con
voz sombría— de lo contrario, morirán mañana.
Desde la garita noroeste atalayea hacia el Caroata; los indios se han concentrado
en la línea del río inmediata a la puerta. Otro tanto observa en dirección al Catuche.
—Umj —dice—. Tal como me lo había barruntado. No son tan bestias los muy
taifas.
—Explicaos, Don Francisco —exigió Ledesma—. ¿Qué ven vuestros ojos que no
atinan a ver los míos?
—De ser culebro os hubiese clavado la ponzoña, maese. Claras son sus
intenciones. De salir los caballos, con la sed que tienen se meterán de cabeza al rio
que les quede más cerca, que como podéis ver son los más densos en indios armados.
—Razón tenéis, Don Francisco —dejó salir con tono de pesadumbre—. ¿Qué
hacer?
—Algo se me ocurre. ¡Ya veréis!
Una algarabía estalló hacia El Catuche cuando una inmensa cometa hecha de seda
y verada liviana remontó los cielos llevada por la fuerte brisa que soplaba hacia el
Este. Los indios, con ardor de caza, corrieron tras ella lanzándole armas y flechas. Al
poco rato la casi totalidad de los sitiadores corrían tras la cometa con forma de
papagayo.
Entre tanto, la mitad de los corceles, de a cuatro en fondo, provistos de orejeras y
con sus jinetes arriba, esperaban en la calle que daba hacia el portal.
—Ahora —ordenó el Cautivo al frente del escuadrón.
Treinta indios ayudados por todos, aplicaron a los caballos bozales empapados de
yerbabuena y aguardiente. Algunos se encabritaron.
—Aguantad lo más posible —gritó el Cautivo—. Es indispensable para que no
huelan el agua.
Bravío corcoveaba y relinchaba.
—¡Santiago y cierra España! ¡A la carga!
Treinta caballos irrumpieron por el portal, sesgaron dos veces a la izquierda y
entre latigazos, voces y espuelas cabalgaron hacia el Guayre donde nadie los
esperaba.
La indiada al darse cuenta corrió hacia ellos por los dos lados. El tiempo de ir y
volver, aumentado por la sorpresa, era riesgo calculado. No así el sesgo violento que
a trescientas varas hicieron los caballos hacia el Caroata acuciados por la sed. Más
pudo el rio que el bozal perfumado. Con fruición y estrépito sorbieron el agua. Los
indios ya venían sobre ellos. El Cautivo vio con ansiedad. Los corceles seguían
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aferrados al río. Los sitiadores ya estaban a menos de cincuenta varas.
—¡Vamos ya! —gritó a Bravío tirando de sus riendas; pero inmóvil se quedó
entre las aguas con el cuello abajo.
Una lluvia de flechas cayó sobre las armaduras.
—¡Arre ya, bestia del demonio! —gritaron cuatro soldados que al igual que
Bravío y los treinta caballos se adherían al Caroata.
—¡Jolines!, que esto si no me lo esperaba.
Más de trescientos indios por la orilla opuesta se les pusieron de frente agitando
sus macanas. Los caballos, a pesar de las espuelas, seguían bebiendo. Otra andanada
de flechas cayó sobre los jinetes.
A Sebastián Díaz de Alfaro una le dio en la ingle. Juan de Guevara fue herido en
la pierna.
—¡Santiago, haz un milagro! —rogó el Cautivo, y como Bravío no obedeciese,
añadió tronante—; ¡Qué si te abstienes se lo pido a Mahoma!
El caballo de Francisco Infante se encabritó ante un espuelazo y lo echó al río. El
peso de la armadura lo puso a punto de ahogarse. Cuatro indios se abalanzaron sobre
él enarbolando macanas. Ledesma que los vio venir, crispó la cara con miedo. El que
venía al frente era Curumo, o Tamanaco. Apuntó al cacique. Con un tiro de arcabuz
lo puso corriente abajo.
Los caballos seguían sin moverse. Los indios centuplicaban su número lanzando
flechas y jabalinas. Los más osados cruzaban el rio tratando de golpearlos con sus
macanas. Temeridad y temerarios aumentaban minuto a minuto. Los caballos se
hicieron piedras del rio.
—¡Santiago, no te hagas de rogar! ¡Esto ya no es juego!
Una corneta trepidó tras la colina. Una polvareda con estruendo de balas y
caballos al galope, cargó sobre el Caroata.
—¡Jolines! ¡Qué hace milagros Santiago!
Ochenta hombres a caballo que nadie los vio venir, cayeron sobre la indiada y a
mandobles y a tiros los pusieron en fuga.
—¿Y éstos, quiénes son? ¿Y de dónde vienen? —se preguntaban los sitiados con
voz y expresión de asombro.
El jefe del destacamento, un hombre guapo y moreno, de unos veinticinco años,
fue el primero en alcanzar la orilla opuesta. Francisco Guerrero salió a su encuentro y
lo abrazó.
—Sois el Cid de las tierras nuevas —saludó clamante—. ¡Dios os bendiga! ¿A
quién debemos el honor?
—Yo soy Garci González de Silva. Venimos de Valencia. Tan pronto supimos que
los indios os tenían sitiados, nos propusimos auxiliaros.[20]
—¡Gracias, Señor! —expresó el Cautivo. Y por primera vez en muchos años
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sintió viva y exuberante simpatía por alguien.
—Y ansina, por obra de Garci González —dijo Rosalía a Don Juan Manuel— se
salvó Caracas de las huestes del gran mariche.
—¡Dios de los Ejércitos! —exclamó el mantuano ante los negros del Valle que
pasan raudos con el palanquín a cuestas y dando voces de insurrección y muerte.
Sacudido de un estremecimiento los vio alejarse prendido del brazo de Eugenia.
La hoguera que exhala frío le va calando los huesos, chisporreteando a sus espaldas.
Rosalía prosigue con sus historias. La voz de pronto se apaga, se desvanece. Mueve
los labios, pero todo es silencio en su boca. Retorna el palanquín de los negros del
Valle seguidos de una muchedumbre: pero no hay estrépito, ni algarabía, ni aquel
trepidar de guerra. Rosalía se torna transparente. Luego se esfuma. El brazo de
Eugenia se hace inexistente. Eugenia no está a su lado. La hoguera se achica, se
apaga, se desvanece. Nada distingue a su alrededor. Una luz de un amarillo desvaído
lo cubre todo. La explanada ha quedado solitaria, absorbida por el silencio. Don Juan
Manuel se pone en pie. Siente aligerado el cuerpo cual si tuviese veinte años. No hay
sarmientos en sus manos ni verrugas en el cuello. La luz amarillenta y desvaída
parece el sol de España en una mañana de invierno. Avanza por la explanada. Una
callejuela mal empedrada le sale al paso. Alguien grita:
—¡Aquí está la chicha del Negro Simón!
Una carreta sube. Otra carreta baja. La calle se puebla de estridencias. Mulatas
hermosas, demasiado hermosas para vivir tantas en la misma calle, se asoman a los
balcones.
—Adiós, Juan Manuel —saluda una morena reilona y batiente—. ¿Quieres que
recojamos juntos los pasos perdidos?
Juan Manuel con ambos puños se estruja los ojos ante el gentío y la estridencia.
Está en el Silencio. En la calle de La Amargura. En pleno barrio de la putería. En la
fuente de Muñoz. Sigue levitando de juventud. La panza se le ha hecho nada. Echa de
menos su bastón de mando. Del cinturón cuelga su espadín de Noble Aventurero.
Lleva el pelo suelto, sin peluquín de corte. Es liso y abundante.
—Tú si que tienes bolas —dice de pronto una voz—. Seguro que te quedaste
dormido.
Es Juan Vicente Bolívar, su compañero de juerga.
—Es que ese aguardiente que da a beber la Matea es una porquería. A mi una vez
me pasó igual.
—¡Dame una chicha! —pide al Negro Simón.
Cuatro caballos corren al paso. Juan Manuel de un salto trepa a una ventana. El
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oficial que los lleva suelta una risotada.
La gente hace corrillos en las esquinas. Caballos a galope salpican fango.
Juan Manuel alelado se asoma a una charca. Incrédulo se palpa el rostro. La
papada consular ha dado paso a un cuello firme. No hay arrugas ni surcos que crucen
su tez.
—¡Necesito un espejo…!
—¡Pero, Juan Manuel…! mejor te vas a casa y te das un baño. Si tu madre
supiera donde estaba metido su muchachito…
—Pero, Juan Vicente, ¿qué edad tenemos? —pregunta con arrebato.
—¡Ah, vaina! —responde Bolívar—. ¿Tú como que estás loco? Tú veintiuno y yo
veintitrés.
Juan Manuel mira al sol. Mira la calle. Mira los rostros. Está en Caracas. En el
Silencio.
—Con la borrachera que cargas —comenta Juan Vicente— no me has dejado
contarte que Juan Francisco de León, Teniente de Justicia de Panaquire, se alzó
contra la Guipuzcoana y al frente de seis mil hombres avanza sobre Caracas.[21] Le ha
exigido al Gobernador Castellanos que expulse a los vascos.
—¡Viva Juan Francisco de León! —jubileo un mulato en la esquina.
—… ¡Qué viva! —coreó un vocerío.
—¿No te parece un milagro que al fin vayamos a salir de estos malditos vascos?
Juan Manuel con la expresión atormentada no entiende, ni atiende lo que dice su
amigo.
—¿Pero, dónde están los escarabajos y el palanquín loco? ¿Dónde está mi bastón
de mando, mis arrugas, mi barriga y mi peluca de Regidor Decano? Necesito un
espejo, Juan Vicente. Quiero ver mi cara…
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TERCERA PARTE
Los Amos del Valle y el galeón de las boinas
28. ¡Barco a la vista!
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Sin consultarle a nadie, «tropa no delibera», escribió al Gran Amo del Valle:
«Yo, Juan Francisco de León, por gracia de las montañas y por salirme del forro,
te nombro General en Jefe de mis seis mil montoneros.»
Caracas se volvió corrillos en calles, plazas y aceras.
—A cada cochino, por vasco que sea, le llega su sábado.
—Juan Francisco es un macho completo.
—¿Lo irán a nombrar Gobernador?
—Seguro que si. Castellanos es un malandrín y Juan Francisco es un león.
Don Feliciano Palacios y Sojo al oírlos discurrir, sonrió displicente. A los sesenta
y cinco años, a pesar de sus mejillas enjutas mantenía el fulgor de sus ojos. El cuerpo
ágil. La peluca borbónica le daba sombra y figura juvenil. Tenía el rostro adusto y
avinagrado. Hablaba siempre en tono seco, gruñón y fustigante. Vivía a dos leguas
hacia el naciente en la Estancia de Tamanaco, en el mismo sitio donde siglo y medio
atrás fuese ejecutado el gran cacique mariche. Era una de las más hermosas casas de
la región, rodeada de corredores y asentada entre jardines, arboledas y cañaverales.
Los días de Ayuntamiento se venia a caballo a Caracas para almorzar con María
Juana, su hija, casada con Martín Esteban de Blanco y Blanco, el Gran Amo del
Valle.
Con el paso lento y la mirada ausente, rumia con rabia:
«Antes de la llegada de los vascos éramos dueños y señores del Valle, sin
instancias ni maestros que nos enmendaran la plana».
Un mulato claro, abstraído en un pasquín, en sentido opuesto viene por la misma
acera.
—¡Carajo! —le espeta arrebatado—. ¡Mire por donde camina!
El hombre lo mira con estupor. Don Feliciano intenta pegarle un bastonazo.
—¡Quíteseme del medio, negro parejero y falta de respeto!
Huye el muchacho. Indignado se va diciendo:
«Cuándo se le hubiese ocurrido a semejante bicho en otros tiempos andar
burriciego por la acera. Los vascos los ensoberbecieron para bajearnos en nuestra
fortaleza. Desde entonces los pardos están imposibles. Si no le ponemos reparo a
esto, va a llegar el momento en que seamos nosotros los que cedamos la acera y
rindamos acatamiento. Antes de que llegaran los vascos, y ya van diecinueve años,
todo era orden, respeto y prosperidad. Vendíamos el cacao a los holandeses al precio
que nos diera la gana. Los reales ya no cabían en los arcones. Los gobernadores lo
eran de nombre: pues si decían ñe se los devolvíamos al Rey en una hallaca de
cadenas».
Don Feliciano cruza la Plaza Mayor. Por la calle de arriba pasan Juan Vicente
Bolívar y su nieto Juan Manuel.
—¿De dónde vendrán los carricitos a esta hora y tan bien finchados?
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El castillito de la Cumbre, cuando ya avistaba la Casa del Pez, disparó una salva.
Respondió el San Carlos.
«¡Barco a la vista! —pensó el mantuano con las pupilas contraídas—. ¡Igual que
aquella vez…!».
Era día de feria y tenia cuarenta años. Gallarda y juvenil era su apariencia, tal
como lo captó tres años atrás el pintor del retrato embrujado.[22]
Del brazo de su segunda mujer recorre cejijunto los tenderetes. La gente lo saluda
entre afable y reverencial. Es alcalde de primera elección y todos conocen su vertical
intemperancia.
Una bella chica con un niño en brazos se le aproxima. Es María Juana su hija, con
su nieto Juan Manuel. Distiende el rostro adusto. Fulguran sus ojos de alegría, sus
brazos se extienden.
—¿Cómo está ese correporelsuelo? —pregunta al niño arrebatándoselo a la
madre. Más que su primer nieto es «su primer hijo varón». La difunta María Josefa
Lovera Otáñez, tan sólo parió a María Juana en catorce años de matrimonio.
Don Feliciano le hace mimos y arrumacos al chiquillo: lo lanza al aire, lo sienta
sobre su hombro, lo pone a horcajadas sobre su cuello.
El castillo de la Cumbre lanzó una salva. Todos los rostros se volvieron al cerro.
«¿Barco a la vista?». Cinco cañonazos de breve pausa se sucedieron. Ya no fueron los
rostros sino el cuerpo entero los que vieron al Ávila. Algo más que un simple barco
anunciaba el telégrafo de los cañones. Don Feliciano pasó el chiquillo a su madre.
Los cañones volvieron a tronar. No había ninguna duda. Catedral lanzó al vuelo sus
campanas. El cañón grande del San Carlos rugió bronco y fatigado.
—¡El nuevo Gobernador! —clamó la gente entre campanas, cohetes y disparos de
artillería.
—¡Por fin! —afirmó Don Feliciano—. Vamos a ver qué pasa ahora.
El Gobierno de la Provincia desde hacía dos años estaba en sus manos. De
acuerdo a un privilegio que otorgara a Caracas Felipe II los regidores destituyeron al
gobernador Carrillo Andrade.[23] El Gobernador temeroso se asiló desde entonces en
el Convento de la Merced. Luego de tanto tiempo Su Majestad no se ha pronunciado
sobre el particular. Algo se temen Don Feliciano y los Regidores. No es de buen
agüero el silencio, ni edificante la historia de los Capitanes Generales en los últimos
treinta y siete años. De los ocho que han regido la Provincia, tan sólo dos, Berroterán
y Rojas, terminaron su mandato sin contratiempos. Cinco fueron destituidos y
enviados al Rey bajo grilletes, cual rufianes o delincuentes. «Bertodano, el suegro de
Juan José Vegas, se salvó de chiripa por haber cogido su cachachá al año de haber
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llegado».
—¡Qué vaina! —profirió Don Feliciano—. Tener que coger cerro ahora para
recibir al Gobernador.
—Es lo menos que puedes hacer —le respondió su mujer—, y deja ya de decir
vulgaridades, que mañana he de comulgar.
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Tenía sin embargo un defecto, que para Martín Esteban resultó imperdonable:
sisear un saco de cacao por cada diez, lo que sumado a la invencible antipatía que
sentía por el zambo a causa de un chisme que le metió a su padre, desencadenó la
tragedia.
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patada en medio del pecho—. ¡Zambo bachaco, hijo’e pirata!
Ño Cacaseno quedó solo en la plaza. Todos se escurrieron confusos.
En la madrugada, sin despedirse de su mujer y de sus dos hijos, remontó la
montaña con una muda de ropa, un talego de monedas y su escopeta.
«No hay jefe ni mentor que soporte una azotaina —se dijo— y menos que le
espeten el sobrenombre que amargó por mucho tiempo su vida».
Por tres años erró por los pueblos cacaoteros de Barlovento, hasta esa mañana,
que por encargo de Juan Francisco de León, a quien servía en Panaquire, llegó hasta
La Guayra para arreglar en su nombre algunos asuntos.
«Qué hombre tan malo es Martín Esteban de Blanco y Blanco —se dijo
sacudiendo el recuerdo cuando los campanarios de la ciudad se echaron de nuevo al
vuelo—. No parece ni prójimo de Don Jorge Blanco y Mijares. ¡Qué hombre aquel!
¡Cuán grandes eran su bondad y sabiduría!».
Y con los ojos crispados sesgó su pensamiento hacia Caracas, a la que regresaba
por primera vez después de tanto tiempo.
«Pobre Ño Cacaseno» —se dijo Don Feliciano al otro lado de la montaña con el
mar rutilando en lontananza—. ¿Qué habrá hecho en todo este tiempo? Ya lo
dábamos por muerto. ¿A qué habrá vuelto? No me gusta nada que se haya escondido
al vernos pasar. ¿Traerá algún plan contra Martín Esteban? Bien merecido lo tendría.
Eso no se le hace a nadie y menos a un Fiel servidor de sus padres y abuelos. Hay
quien dice que Martín Esteban es más malo que su abuelo, el Águila Dragante, pero
eso no es verdad. No hay mejor amigo que él, ni alma más generosa que la suya.
Prueba de ello es la cantidad de pueblo que tiene y el amor que le profesan sus
esclavos. No hay siervos mejor tratados en toda la Provincia; así como no hay
esclavitud que haya sufrido con más rigor sus inclemencias cuando monta en cólera,
como fue la escabechina que organizó hace cuatro años contra sus negros cimarrones.
La traición lo transforma y lo enloquece. Nadie que lo vea por primera vez puede
imaginarse al verlo tan apacible, cordial y penoso, que pueda ser el tigre enjaulado
que es en el fondo. No en vano nació con dientes. «Vino a este mundo a morder» —
dijo la bruja Yocama, que fue la comadrona que lo trajo al mundo. Fue en el mismo
año en que murió mi padre y enloqueció Eugenio de Ponte y Hoyos, el Gobernador.
[24] Lo llamaban el Bello Eugenio y era la mar de enamoradizo y cucarachón. Dicen
que fue una vaina que le echó Yocama en el chocolate por encargo de una vieja
birrionda que quiso cobrar afrentas. A la pobre vieja la llevaron a Cartagena a las
cárceles de la Inquisición. «Murió el mismo año en que me casé»[25]
El día en que me casé —exclamó añorante el Gran Mantuano en el momento en
que un paují voló hacia un matorral— Juan de Aristeguieta y el cura se opusieron de
frente. El uno por cuñado y tutor de María Josefa y el otro por entrépito.
—Tienes la leche en los labios.
Los cañones desde La Guayra a la Cumbre recitan, como lo hacen cada hora, su
retahila de cañonazos. Martín Esteban, silencioso al lado de su suegro, se yergue en
su montura a la vista del último trecho tras el cual se asoma el puerto.
—A mi lo que me preocupa de verdad —dijo Don Feliciano son esos fulanos
vascos que vienen con el nuevo Gobernador para arreglar el asunto del cultivo y
exportación del cacao.
—¿Yo no sé por qué te preocupas? A mi me parece bueno que le vendamos el
cacao a la Compañía, empero nos paguen un poco menos que en Veracruz. Nos
quitamos de encima el flete y nos aseguramos cada seis meses comunicación directa
con España.
—Umj —gruñó Don Feliciano—. Yo no veo las cosas tan buenas como tú.
Cuando hay dos centavos de por medio no creo en las buenas intenciones de nadie.
¿A cuenta de qué una compañía tan importante y poderosa como la Guipuzcoana,
donde el Rey es propietario de la mitad de las acciones, va a meterse aquí? Todo eso
está muy relacionado con la política seguida por los gobernadores desde que el cacao
se puso de moda, y en especial desde 1701, en que Felipe V que es borbón y francés,
subió al trono de España. Mientras fuimos la última provincia del Imperio aquí no
venía nadie, salvo prófugos de la justicia y del Santo Oficio.
La gran flota que anualmente salía de España —prosiguió Don Feliciano— en
dirección a México ni nos destapaba y eso que pasaba a todo lo largo de nuestras
costas. Éramos demasiado poca cosa como para gastar pólvora en zamuros. De vaina
mandaban un falucho para que dejase en Margarita pasajeros y correspondencia. En
Cartagena, en cambio, sí se paraba y se tomaba su tiempo; lo mismo que en La
Habana, Santo Domingo y Puerto Rico cuando iba de vuelta. A nosotros que nos
partiese un rayo, pues era muy poco o nada lo que aportábamos a las reales arcas.
¿De dónde crees tú que nos vienen tantos privilegios? Entre otros el derecho
exclusivo de destituir a los gobernadores, que con excepción de Yucatán, es exclusivo
de Caracas en todo el Imperio Español.
—¿De dónde?
—De la soledad y el abandono en que nos tenían. Abandonados a nuestra propia
suerte; luchando a muerte contra los piratas sin más auxilio que nuestros propios
hígados, lo menos que podía hacer el Rey era dejarnos hacer lo que nos diese la gana
para que conservásemos para España esta parte del mundo, codiciada por ingleses,
franchutes y holandeses. De no haber sido por nosotros, Venezuela hubiese seguido el
mismo destino de «Las Islas Estériles» como llamaron a todas esas islitas que hacen
arco desde Puerto Rico a Trinidad. Ahora están en manos de los enemigos de España.
Hasta la muerte de Henry Morgan, el Rey de los Piratas,[26]aquí no se hizo sino
Cuando Don Iñigo y sus acompañantes entraron a la casa, el Pez que Escupe el
Agua puso el chorro a media asta y dejó salir su pito ululante.
A la media hora de conversar con sus invitados, Martín Esteban tuvo la sensación
de que entre aquellos hombres y él había una distancia densa, extraña, que no se
podía ignorar, rasgar, vencer o aproximar. Por primera vez en sus veintisiete años
sintió una inquietud sin causa, un presentimiento sin contenido, una rabia y un temor
descoloridos, un deseo impostergable de sacarlos a patadas. Para mayor desasosiego
una ignota timidez le impedía sobreponerse a sus antipáticos huéspedes y a su
desconcertante sequedad. María Juana, durante la cena, inútilmente intentó quebrar
las distancias. A Don Iñigo y al señor de Austria no les interesaba en absoluto la
historia personal y familiar de los Blanco y de los Palacios. De la misma forma que se
mostraron reacios a informar sobre filiación, propósitos y naturaleza. Sólo les
interesaba el cacao.
—Tenéis cuatro millones quinientos mil árboles en producción. Mil árboles
producen treinta fanegas. La cosecha, por consiguiente, es de ciento treinta y cinco
mil. Habéis declarado apenas sesenta y un mil ciento veintitrés. ¿Qué se ha hecho el
resto?
—Los negros… —balbuceó Martín Esteban— no se consiguen.
Sonrió Don Iñigo:
—Cada negro produce diez fanegas.
—Hasta en eso hay discrepancias. Oficialmente han entrado a Venezuela mil
setecientos noventa y dos negros en los últimos quince años, cuando no hay menos de
veinte mil cimarrones. Nadie ignora que los cosecheros además de meterlos en
A los tres meses la gran casona que compraron los vascos vivienda y almacén, era
solo factoría. Don Iñigo y el señor de Austria habitaban en grandes mansiones con
esclavos y servidumbre.
Treinta casas compró la Compañía para los empleados de mayor rango. Antes de
acabar el año cada vascuence tenía vivienda propia e individual, que compraban en
efectivo y sin regatear. Se estimaba en más de medio millón la inversión que hiciera
la Guipuzcoana al llegar.
Criollos y mantuanos celebraban los negocios que a costa de los vascos los habían
enriquecido.
—¿Quién nos iba a decir —proclamaba el señor Berroterán que los vascos, con
esas caras de tenderos al acecho, nos iban a resultar estos corderitos?
—Yo les vendí mi casa por mil pesos —festejaba uno de los Ascanio—. A mucho
valer no llega a quinientos.
—Y yo —añadía otro—, seis negros por el cuádruple de lo que costaron el año
pasado.
¡Qué tontos son los vascos! —decía el coro.
Don Iñigo y el de Austria, enterados de los comentarios que sobre ellos
circulaban, se reían con expresión caprina.
—Dentro de un tiempo veremos quién es el indio y quien es el herrero.
Los criollos, en posesión por primera vez de tanto dinero, comenzaron a gastar a
manos llenas. Las abacerías fueron arrasadas en diez leguas a la redonda. Cuando los
vascos abrieron sus almacenes al público, cayeron con avidez sobre la mercadería.
—Aquello es la locura —refería María Juana.
De maravillas eran realmente las cosas que ofrecía en venta la Compañía: pistolas
con cachas de marfil, tizonas toledanas, sillas de montar, cristalería de Bohemia,
alfombras persas, sabanas de hilo, cuadros de Su Majestad, candelabros de plata,
muebles tallados. En menos de una quincena quedaron vacíos los almacenes.
Uno de los Teta tranquilizó a los rezagados:
A los dos años de haber llegado los vascos, el poder de la Compañía era total y el
malestar profundo. Su voracidad se hizo insufrible. García de la Torre, el Gobernador,
advirtió al Rey de las graves consecuencias políticas que pudieran derivarse de tales
hechos. En Yaracuy, una insurrección contra la Compañía capitaneada por el zambo
Andresote. García de la Torre salió en persecución y desmanteló sus huestes. Los
vascos, sin embargo, lo acusaron de lenidad y de estar en complicidad con los
mantuanos. En febrero de 1732 llegó a Venezuela el enviado especial, Martín
Lardizábal, con orden de destituirlo y procesarlo. Enterado a tiempo, García de la
Torre se asiló en el Convento de San Francisco. Lardizábal asumió ese mismo día la
jefatura del Gobierno.[33]
—Ahora sí es verdad que nos fuñimos —comentó Don Feliciano— Don Iñigo se
quitó la careta y sacó definitivamente las uñas. De aquí en adelante serán los factores
de la Compañía los que manden por la calle del medio, a menos que nos pongamos
los calzones y nos vayamos de frente. Ahora sí creo que esta vaina se acabó. Llegó el
momento de separarnos de España. El Rey es francés —prosiguió el mantuano—. La
misma España es ya parte de Francia. Sus provincias de ultramar han dejado de serlo.
Hoy son simples colonias que nutren la codicia de un Borbón parásito.
Martín de Lardizábal envió al Rey un informe donde se enaltecen los logros de la
Compañía. Según él eran muchos los vicios de los naturales del país, y en particular
Los Tenientes de Justicia y los clérigos, tal como lo pensó Don Iñigo, al recibir
emolumentos de la Compañía, se convirtieron en sus agentes. El Gobernador recorría
diariamente los ventorrillos del mercado y asistía a las fiestas y tertulias de los
pardos, simulando aprecio y simpatía. Los vascos, aleccionados por el Factor, se
excedían hasta donde se lo permitía su naturaleza, en afabilidad y cortesía. Eran los
mejores clientes de pulperos y tenderos, pagando puntuales y sin chistar, y sus
esclavos recibían con marcada ostentación excelente trato. Su moralidad, digna de
encomio. En siete años los tribunales no conocieron un solo caso de violación de
alguna moza de la clase media, como era usual con los mantuanos. «No hay nada que
más hostigue al pobre contra el rico —sermoneaba Don Iñigo— que éste le birle sus
mujeres».
Los vascos, a pesar de su riqueza creciente, de sus extensas plantaciones, de sus
hatos ganaderos y de sus confortables casas, jamás se jactaban de ello. Sus mujeres
vestían telas baratas y no vacilaban en descender al mismo nivel de sus sirvientas y
esclavas, cocinando, barriendo o fregando. Altos empleados de la Compañía, para
irrisión de los mantuanos, arrastraban carretillas por las calles, o hacían de alarifes en
sus casas, dando por explicación que «el trabajo no deshonra a nadie». Con Don
Iñigo a la cabeza, desechaban privilegios. Jamás se los vio en palanquines de mano ni
discutieron con los mantuanos su derecho exclusivo a que sus mujeres se cubrieran
con mantos en la nave central, de Catedral.
Ño Cacaseno al escuchar a Don Iñigo en su inventario continuaba sonriendo.
Luego de un año Don Iñigo observó con preocupación que no era mucho el
progreso alcanzado por su gente en el camino del liderazgo y la popularidad. Los
mantuanos, a pesar de todas sus arbitrariedades, escándalos y atropellos, continuaban
siendo los Amos del Valle, ante quienes, la gente, con franqueza o engaño, con odio o
sin él, continuaban prosternándose como en los primeros tiempos. Si la gente de Don
Iñigo quisieron ponerlos en evidencia con su amañada conducta —como denunciaba
Don Feliciano—, no sólo fracasaron en su empeño, sino que el mismo pueblo se
hacía eco de las burlas y denuestos que los mantuanos les dedicaban en reciprocidad:
—¿Pero quién ha dicho que son hijodalgos? —comentaba Martín Esteban en San
Esa misma tarde Ño Cacaseno embarcó hacia Puerto Cabello. Comenzó por
desmantelar el correo del humo: pagándole a los que lo manejaban sumas veinte
veces superiores a las que recibían de los hacendados.
Señales imperceptibles darían noticias exactas sobre los contrabandistas. En cada
pueblo, hacienda o caserío procuró un cómplice.
Al tercer día de haber salido de La Guayra desembarcó en un lugar solitario de la
hacienda de su antiguo amo. Sigiloso se acercó a la casa Grande. Basilio, un negro
joven y ahijado suyo, se sacaba las niguas frente al mar. Al verlo cayó de rodillas.
Luego de besarle las manos escuchó atento sus propuestas.
—Tan pronto veas a un barco holandés corres hasta Ocumare, pones al tanto al
cabo de guerra y envías estas señales por el correo del humo. Sí le ponemos la mano
al contrabando de Martín Esteban, yo me ganaré unos reales y tú, la libertad.
A las primeras luces del día siguiente los viajeros que venían por el Camino Real,
vieron con estupor que a la entrada de la Hacienda de Valle Abajo, encima de la
tumba del holandés, había un patíbulo y del patíbulo colgaba un negro y del negro un
cartel que decía:
Por traidor y mal vasallo.
Seis años han transcurrido desde que se marchó de Caracas. Además de Juan
Manuel, que ya tiene catorce años, diez niñas ha tenido María Juana.
Juan Manuel es un chico de hermosa prestancia. Rubio, oji-azul y sombrío.
Martín Esteban lo quiere con ternura, por más que sea su opuesto: tímido, piadoso y
solitario. Su mayor placer, además de charlar con el cura de Ocumare, es la caza. ¡Y
tiene una puntería que le da a un doblón a diez brazas!
Sus amigos de Caracas continuábanle escribiendo, pero él no les respondía. Era
grande su resentimiento. Mandó a decir a los que anunciaban visita, que se guardaran
de hacerlo.
Los seis años en la hacienda, antes que dañarlo, le habían conferido más robustez
y lozanía. Habían quedado atrás las parrandas y la bebedera de aguardiente a las que
era tan asiduo en Caracas. María Juana, su mujer, por lo contrario, desmejoraba mes
tras mes desde que llegaron a Ocumare.
Se observaba cejijunta, nerviosa, irascible.
Miguel de Aristeguieta, uno de sus mejores amigos, llegó inesperadamente. Traía
las noticias de que las viruelas asolaban a Puerto Cabello[40]y que la fanega de cacao
había caído al ínfimo nivel de nueve pesos.
—¡Basta ya de este enmojigatamiento! ¡Es hora de que regreses y te dejes de
tantas tonterías! Piensa en los muchachos. Estas haciendo a Juan Manuel un lanudo y
a las niñitas unas campesinas y sobre todo, veo muy mal de los nervios a María
Juana.
Fue el primer toque de alerta. A su mujer la mordisqueaba la melancolía. Fue
replegándose paulatinamente. Apenas hablaba. No ocultaba su pesadumbre, y pasaba
las horas, inmóvil con la mirada vacía contemplando el mar.
Una noche despertó alarmado. María Juana gemía demencial.
—¡Corre, corre! —decía—. ¡Allá afuera están matando a una vieja!
Sobresaltado corrió hacia la playa. Sólo el silencio lo esperaba. Preguntóse con
voz ansiosa si María Juana había sido victima de una pesadilla o era el espectro de su
abuela.
Día tras día se hizo más extraña y ausente. Tomó aversión por las negras bonitas.
—Putas y requeteputas es lo que son. Y tú te las llevas al rio. No me lo niegues
Martín Esteban. Y con tus propias manos las desnudas. Y catas sus cuerpos. Y te
revuelcas con ellas.
Tres noches más tarde María Juana lo volvió a despertar.
—¿Oyes reír los tambores?
Martín Esteban se estremeció al verla sentada en la cama auscultando el oleaje.
—¡Óyelos cómo se ríen! —musitó espantada—, ¡óyelos cómo se burlan!
Después de aquella noche María Juana fue diferente. Lo decía el tono de su voz,
el brillo de sus ojos, la expresión del rostro. Algo pavoroso e inasible la envolvía.
Para acallar sus celos prohibió el paso por su casa, bajo pena de azote, de las negras
bonitas.
Un isleño de alpargatas y traje sucio entró a la casa del Pez que Escupe el Agua y
entregó a Juan Manuel el mensaje que Juan Francisco enviaba a su padre.
Al enterarse del contenido brillaron sus ojos de regocijo. —Gracias, amigo —dijo
al falso mensajero.
El Pez ululó desfalleciente.
«Déjame irme a la chita callando —se dijo Juan Manuel— sin que madre lo
huela».
Acompañado de Juan Vicente Bolívar tomó el camino de La Guayra, donde
encontraría a su padre, como le había avisado.
Los ojillos renegridos del Gran Amo del Valle desde la cumbre de la montaña ven
43. Amaconeque
Acarantair, bajo la mirada del Cautivo, se interna en la penumbra del corral hacia
la casa de Garci González. Lleva una pócima para los retortijones que aquejan al
mastín. Según la india, obra de venenos. El viejo guerrero la ve perderse en las
sombras con una nueva expresión. Un ignoto sentimiento de ternura siente hacia ella
y muy profundo hacia Soledad, su hija, a quien acuna entre sus brazos desde la silla
del corredor.
Sobre las murallas los dos centinelas recorren la rampa. Al llegar al medio vocean
«sin novedad» y siguen su ronda hacia las garitas.
Apenas se dieron la espalda dos manos morenas se posaron sobre el muro.
Acarantair hace beber la amarga pócima al mastín. Garci González la ayuda y
observa. Sus deseos son ya incontenibles. Al ponerse en pie intenta besarla.
—Quieto, Don Gonzalito, no seas mal amigo —le susurra con suave acento de
súplica.
Y sin decir más tomó el camino de retorno.
Un brazo fuerte inmovilizó a Acarantair al llegar al lindero.
—¡Tamanaco! —exclamó sobresaltada.
—Vine a buscarte de una vez —dijo imperioso.
Acarantair, a golpes de cuchara sobre la olla de cobre, llama a cenar. Petra, Felicia
y el Cautivo tomaron sus sitios en el largo mesón. Un negro, en cuclillas en un
rincón, metía la mano en la escudilla.
—¡Rosalía…! —llamó la india.
¡Rosalíaaa! —volvió a clamar al no recibir respuesta.
El Cautivo, ensimismado en la sopa de ajo, emergió con el rostro tallado de
presentimientos:
—¿Dónde se habrá metido esa negrilla de los mil diablos? ¡Anda a buscarla! —
dijo al negro.
Inquieto el gesto, movedizos los ojos, dijo el negro a la vuelta:
—Don Garci González y Don Fernández de León la vieron jugando con Amigo
poco después de que Acarantair le diese su pócima. Pero no la hallo por parte alguna.
El Cautivo echó la silla atrás y corrió hacia el patio.
—¡Rosalía! —rugió en la noche. La negrita seguía sin aparecer.
Se tocó a generala. Se encendieron hachones. Se inquirió por doquier. Se registró
casa por casa, pues ya había dejado de ser niña y abundaban los truhanes en la puebla
campamento. Garci González sacó a Amigo al descampado, luego de hacerle oler un
pedazo de trapo de los que usaba la niña. Apenas vaciló en olfatear su ropa. Huellas
de pies descalzos y una pluma caída no daban lugar a dudas: había sido raptada por
los indios.
—¿La querrán para esposa de algún cacique? —preguntó el Cautivo acongojado
—. ¡Mira que es guapa la negrilla!
Villapando el herbolario observó vacilante:
—Los caribes, noble señor, aborrecen tener hijos en mujeres de otras castas, lo
que quiere decir que la preparan para comérsela.
—¡Calla de una vez, carirraído! ¡Pipa! —clamó enfurecido. Sin poderse contener
le tiró un mandoble partiendo en dos el arbolillo del que se recostaba.
La noche fue de cavilaciones:
—Mi pobre gnomo de Granada —se lamentaba el viejo.
«Tamanaco, Tamanaco —se decía para sí Acarantair—. Al no irme con él se llevó
a la chiquilla».
Garci González a la mañana siguiente desayuna solo con arepa y carne frita. Los
yerbajos del patio estaban húmedos por la garúa de la noche anterior.
Los tamboriles se baten con furia. Un coro de voces niñas salpica entre los
mijaos. Rosalía desnuda asiste inmóvil a los pases y ungüentos que tres viejas ponen
sobre su cuerpo:
—Para que no engendres cuando te haya tocado la cola del mato real.
—Para que se te encienda el deseo.
—Para que lo hagas gozar.
—Vendrá a ti en forma de onza o de serpiente coral. Sentirás la muerte y el deleite
al mismo tiempo. Serás feliz y morirás.
Rosalía mira a las viejas. Afuera la tribu danza y se emborracha al son de flautas
y tamboriles.
Un rugido rasga la noche.
—¡Tamanaco! —dijo una de las brujas. Y huyó del rancho seguida de las otras.
—Grr —resonó encima el rugido. Por la puerta entreabierta vio avanzar un tigre.
—Grr —gruñó en la puerta una mano de hombre al apartar las cortinillas. Era
Tamanaco cubierto por una piel de tigre.
—Grrr —bramó de nuevo lanzándole un zarpazo con la garra muerta.
—¡Ayy! —gimoteó la niña.
—En forma de tigre te he de poseer.
—¡Ay, ay! dejadme quieta, señor Tamanaco.
El indio de un salto la mordió en el tobillo.
—¡Ay, ay!
Los tamboriles subían de punto. Afuera danzaban. Rosalía lloraba.
Una descarga cerrada calló la grita.
—¡Santiago y cierra España! —escupió una voz entre ayes y quejidos.
En el momento justo en que la media tarde perdió su primer brillo, dos tambores
convocaban para la pelea. Tamanaco, libre de amarras, se veía soberbio. Miraba con
altivez hacia el graderio. En el sitio de honor Pedro Alonso Galeas. En los puestos
restantes, españoles y caciques muy importantes.
La cabeza de Tamanaco clavada en una pica, entró a Caracas llevada por el propio
Garci González de Silva.[45]
Los vecinos mostraban su regocijo ante el despojo. Acarantair se negó a verlo. El
Cautivo, extrañado, le increpó su actitud. Acarantair fulgurante la mirada como en los
primeros tiempos, le dijo sibilante, fuera de si:
—¡Respetad mi silencio!
Desde la fundación de Caracas la ciudad no presentaba un aspecto más animado.
Y en el centro de la Plaza Mayor, con música de flautas y tamborileros,
conquistadores y viejos bebieron hasta la embriaguez mientras cada quien, para
regocijo de sus compañeros, entonaba alguna cantadilla de su pueblo y otros, como el
Cautivo, bailaron la jota y el fandango intercalando cuartetas del romancero:
El gonzalito luego de verla, con pico largo voló hasta la roca grande donde
Acarantair puso a resguardo su traje. Al emerger frente al peñasco, dos botas de
guerra estaban sobre el huípil: era Don Gonzalito. Sin decir palabra subió a la roca, lo
miró a los ojos y se echó sobre la hierba.
Hasta el mediodía, Bravío relinchó aburrido. Los pájaros hicieron siesta y sobre el
huípil de fino lienzo siguieron las botas de guerra.
Por seis meses, días tras día, se encontraron en la poza de los grandes helechos.
—¿Me amáis, Acarantair?
Nada respondió, quebrando guijarros contra el agua. Se puso de pie. Saltó sobre
Bravío y tomando la ruta del Anauco bordeó su curso al galope en dirección a
Caracas.
Luego que Francisco Infante regresó de pacificar los Valles del Tuy,[46]el de
Santiago parecía un campo de Castilla con sus cuadros de hortalizas, garbanzos,
cebada, habas y cebollas. Alonso Andrea de Ledesma se dedicó a la ganadería. Sus
vaqueras pronto dieron buena leche y mejores quesos a los caraqueños.
El clima frío fue bueno para los ovejos, que se reprodujeron con celeridad por los
altos que fueran del cacique Gamboa. Los vecinos de la Borburata, por miedo a los
piratas, se mudaron a la ciudad con su ganado y esclavos. El trigo se cubrió de mieses
doradas. Era la primera cosecha que se le tomaba al Valle. Andrés Marín Granizo,
fundador de Trujillo, se avecindó en Caracas con su mujer, quien decía al ver los
trigales a punto:
—Me siento como en Castilla. Sólo me faltan el cuco y el ruiseñor.
Los campos de Garci González se llenaron de maíz, cebada y garbanzos con
tamaño de aceitunas. La carne era tan barata que una arroba valía siete tomines y dos
lomos completos un tomín apenas.
Un aire de derrota envolvía, sin embargo, a los conquistadores por más que
comieran y folgaran de lo lindo.
«La mayor parte de los pobladores de este Valle —rumiaba el Cautivo— somos
cansados guerreros que en la proximidad de los sesenta años nos empeñamos en creer
que la Tierra de Promisión estaba en el Valle de los Caracas».
Para estar —dijeme en aquella ocasión— de brazos cruzados en este pueblo
dormido esperando a que nos llegue la muerte tan callando mientras las gallinas
ponen, jugarme he de una vez por todas el todo a todo con la vida. Si salimos con
bien, como parecen prometerlo estas piedras y estos guijarros, lo demás será coser y
bordar. Llenas de oro las alforjas, me largaré a España. Comprarme he un palacete en
Sevilla, casarme he con una andaluza de piel amarfilada. Caballos como Bravío, no
menos de diez. Me llamarán Don Francisco. ¡Ay, primavera sevillana! ¡Ay, despertar
con la Torre del Oro encandilándome los ojos! Que me veo en la Semana Mayor
quemando herejes y cantándole saetas a mi Virgencita de la Soledad. Por ver de
nuevo a Sevilla y morir en ella me vine con Lozada al país de Los Caracas. ¡Grande
ha sido el fiasco! Aparte encorvar mi figura nada diferente a lo que tenía en El
Tocuyo aportó en arras. Al alba, cabalgata y requisa por los fundos. A la hora décima
La negrita Rosalía con los ojos ausentes siguió diciéndole a Don Juan Manuel:
—Yo quería a Acarantair, la india color de fragua. Acarantair era jarifa, maja y
Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.
La fiebre bajó al instante. Soledad se puso en pie, comió con apetito y dijo a su
padre tomándole por la mano y llevándolo al patio:
—Juguemos al caballito.
El viejo lloroso y sin creerlo, cayó de rodillas.
Cuando el amo sacó a Petra y Felicia por consideración a Doña Beatriz, malos
vahos lo envolvieron cual humo de brujería. Una tarde en que lo vi echado en su
cama con los ojos puestos en el techo, me le acerqué roncera y melindrosa:
—Yo no sé, Don Francisco, ¿para qué saliste de brejetero a sacar de tu casa a tus
negras que te querían tanto? ¿Quién calentará ahora tu cama? ¿Quién te dará
contento? ¿Qué le pasará a tu alma? El hombre sin mujer es como la mata sin agua;
es como el río sin cauce o las penas sin lágrimas. ¿Quién te aliviará el reumatismo?
Dime, señor, dime amo.
Cabrillearon los ojos de chirigota y de ganas los dientes largos. Sentía ya sobre mí
su mano en garra, cuando díjome en un leco:
—Calla rabisalsera y anda a bañarte, que apestas a sábila. La única vez que lo vi
dar rienda suelta a su vera naturaleza fue cuando Doña Ana Rojas le vino con la cuita
de que Diego, su hijo, tenía a monta a las mujeres de su casa. Apenas salió la
marisabidilla disparó su risa, que la tenía festiva y muy bien timbrada y díjome poleo:
—De tal palo tal astilla. A la edad suya yo era el chulo más requerido en los
burdeles de Málaga. ¡A quien Dios se lo da, San Pedro se lo bendiga!
Mi amo quería a Diego; pero a su manera. Nunca le dirigía la palabra salvo para
reñirlo o enviarlo a monguibel. Diego en esa época era más carirraído que su mismo
Taita y tanto le daba que lo tildasen de tripas verdes o que lo coronasen de flores. Era
un chico guapo, de menguada talla, alegre y travieso cual un colibrí. Del Cautivo
heredó el pelo rubio y los ojos azules. De su madre el color amarillo oro, el pelo lacio
y los ojos chinos, la nariz respingona y la cachondez del taita, empero su corta edad
dábale frutos entre las abundosas hembras que en la villa pululaban.
Mariana en un castillo.
juega con el moro Galván.
Tan pronto abría el ojo allí estaba yo con una taza de chocolate. Cuando le
molestaba el reumatismo, lo friccionaba y masajeaba en claro propósito de incendiar
sus sentidos. Hasta una tarde en que lo pilló el diablo y se salió de la cama y me saltó
encima.
—¡Ay, mi amo! —díjele plena de contento— cómo has tardado para coger lo
tuyo. —Y me quedé a su lado haciéndole cariño hasta que se quedó dormido.
El Cautivo floreció con mis caricias y le vi retornar la misma mirada que tenía en
los tiempos de Acarantair. Pero, fiel a su promesa, púsome casa aparte.
El mismo año en que vino la epidemia de viruelas le parí una niña. A pesar de lo
que dijo el cura, la bauticé con el pagano nombre de Bienvenida.
En seguida me nació el varón y como el Cautivo simpatizaba con Pablo el
Ermitaño, cuya ermita la terminaron para el año de las viruelas, lo bauticé con tal
nombre.[48]
El vecindario, a pesar de mi casta, me tomó gran estima. La gente era buena y yo
la mujer del Cautivo. Todas las noches venia a visitarme y platicaba conmigo hasta
que la noche se tornaba cerrada y fría.
En aquel entonces, como ahora, había mucho loco en Caracas entre los blancos
muy principales y los de orilla, como mentaban a los españoles que por pobrecía
erigieron sus moradas en las riberas del rio.
El hijo de Esteban Martín, el soldado caníbal, a guisa de ejemplo fue poseso de
ánima de su taita, dándole mordiscos a los cristianos. Una vez dentelló a su suegra a
cuenta de lubicón, como decía ser, por haber venido al mundo el mismo día que lo
—¡Qué distinto al Miás, el tercero y único hombre que para mi dicha y desdicha
pasó por mi vida! Llegó sobre un madero a las playas de Guaicamacuto, donde
naufragó su buque.
Además de hermoso y bien geniado, era la mar de saborío. Los españoles al saber
que era anglo le pusieron dos grilletes en los tobillos, de los que pendía, con cadenas,
a dos bolas de cañón, que lo obligaba a echárselas al hombro si quería andar. En gesto
de soberana crueldad, los del Ayuntamiento, que eran sus dueños, lo tenían de
mandadero.
A pesar de todo, se granjeó el cariño de toda la ciudad, entrando y saliendo de las
casas más principales donde le daban gratis todas las comidas, ropas y frazadas, y
cuidado si algo más.
Su única incomodidad era la de tener que dormir al descampado. Al caer la tarde
lo empotraban al rollo de la justicia sin más protección que una frazada, por más que
lloviese a cántaros. Salvo Villapando, que no cesaba de hostigarlo, todos aceptaban su
explicación de que él no era más que un marino sin suerte. Dijo al Cautivo que la
razón de tanta inquina por parte del herbolario, era por no haber accedido a sus
nefandas propuestas. Desde entonces mi amo asumió su protección y defensa,
invitándole hasta dos veces a la semana para que almorzase en casa.
Fue mi amo quien le puso el apodo de «El Hombre de las Bolas al Hombro»,
quedando desde entonces como máxima de lo que debe hacer un hombre cuando le
muerde el dolor y la adversidad.
Una vez le dijo el Miás a mi amo, con esa sonrisa que tenia turulatas a todo el
mujerío de Caracas.
—¿Cuándo me quitan estos fierros, Don Francisco? Llevo dos años demostrando
que soy un hombre de bien y todavía me tienen preso. Quisiera vivir entre vosotros
con más confianza y libertad.
—Yo jamás he estado preso —comentó Don Alonso Andrea de Ledesma— pero
siento una gran compasión por ese mozo. Es un hombre de inteligencia clara y de
conversación chispeante, aparte que se le siente por encima de sus andrajos que es
todo un caballero. Debemos hacer algo por liberarlo.
—No será fácil —respondió el Cautivo—. Sancho Pelao y Villapando no hacen
sino atizar la inquina de la gente contra este pobre hombre, rumorando que esparce
ideas herejes. El odio de Villapando ha llegado a tal extremo, que hace tres noches
sus esclavos lo bañaron con ocho baldes de agua helada. No hay nada peor que
desairar a un nefandario. Ojalá que alguna de estas noches no amanezca cosido a
puñaladas.
En casa de Rosalía, el Miás y el Cautivo hablan del nuevo Gobernador Don Luis
Desde aquel día, ¡qué pocos faltaban para su muerte!, mi amo se la pasaba contra
Diego más arrecho que un culebro.
—¡Incestuoso, degenerado, vulgacho, gerifalte, desmotado! —le gritó una vez
Aquel malhadado día, Diego y Soledad jugaban en derredor de la horca con otros
muchachos del vecindario, cuando apareció de pronto el Cautivo con la barba y los
ojos encendidos:
—Que te he dicho que no quiero verte jugar con esta cálifa de mestizos
mugrientos.
Ante la grita, los muchachos se batieron en fuga y el Cautivo, de la mano de su
hija, bajó por la Calle Mayor. Frente a la casa de Doña Ana de Rojas parecía más
calmado.
—Vida —le dijo deteniéndose ante el zaguán—, tú eres blanca y española por los
cuatro costados y habrás de casar con gente de tu casta y rango.
—Si, padre —respondió remilgosa la chica—. Yo no quería venir. Pero Diego me
hizo fuerza.
—¿Y quién es Diego —rugió en la calle— para obligarte a nada? ¡Deja que lo
tenga en mis manos para darle una solfa! ¡Indio atrevido!
El muchacho, que los seguía sigiloso a pocos pasos, salió corriendo al escucharlo.
—¡Bravo, bravo! —dijo de pronto, batiendo palmas. Doña Ana de Rojas.
—Bien decías, Don Francisco y os aplaudo la idea de que sembréis esas ideas en
la cabeza de mi chicuela preferida. Es cierto lo que dice tu padre, Soledad. Ya eres
una mujercita y habrás de escoger mejor tus amistades. Y sobre todo hija, nada de
mestizos mugrientos.
El Cautivo, confundido por la súbita aparición, se quedó sin habla.
—Y a propósito, Don Francisco —prosiguió la de Rojas, cambiando de acento—
iba a enviaros recado de que de mañana en ocho mi hija se estrena de mujer, ya que
cumple trece años.
—Esa fiesta fue el principio del fin —refirió años después Soledad a Rosalía—.
Padre salió de ella hecho una fiera por los menosprecios que me hicieran y así estuvo
el día siguiente en que salió para la mina.
Yo, como siempre, estaba en la caballeriza para despedirle y recibir sus palabras
de bendición. A pesar de la iracundia que lo embargaba, me cogió cargada y luego de
darme un beso en el cachete, me dijo:
—Adiós, mi hija. Dios te bendiga y te mantenga buena. Apenas se montó en la
bestia volvió a indignarse.
En presencia de vecinos muy principales y del Notario Pedro Lovera Otáñez, Don
Alonso Andrea de Ledesma leyó el testamento del Cautivo:
Y a Diego García —decía una manda final— lego el fundo de la Veguita con
todos los negros varones que para el momento de mi muerte haya en la casa. Así
mismo déjole mi hacienda de Camuri junto al mar…
Don Alonso interrumpió la lectura y mirando a Diego afirmó:
—Y tú, según dice aquí, debes marcharte de esta casa antes de diez días.
—Pero, si Diego es un niño —protestó Rosalía—. ¿Se puede saber qué va a hacer
solo entre esos matorrales?
—A los catorce años —respondió severo Ledesma— el niño es hombre. Puede
engendrar, puede matar. A los trece se coronan los reyes y a los catorce se casan.
¿Qué diferencia hay? ¡Qué se largue!
Seguido de veinte esclavos Diego García, luego de besar a su hermana, tomó el
camino de la Veguita, una pequeña finca inmersa en el fundo de Garci González de
Silva.
Aquella tarde, luego de merendar, el gran Gonzalito y Diego caminan por la
hacienda.
Por los senderos, silenciosos y cabizbajos, cruzan los indios.
—¡Quién los ve y quién los viera! —observa el conquistador—. Descuídate y te
asan en barbacoa. Son traidores y disimulados como nadie, malagradecidos y crueles.
Con ellos no va aquello de pagar bien con bien o favor con favor se paga. Es inútil
pretender ganar su afecto con clemencia y dádivas. Para estos malditos indios la
piedad no es virtud, sino muestra de cobardía. Has de tratarlos con dureza si quieres
sacarles algún provecho.
Un galope en la distancia avanzó hacia ellos. Jadeante el jinete echó pie en tierra:
—Valencia está sitiada por los caribes —dijo dirigiéndose a Garci González—.
Os rogamos que acudáis en su defensa o sucumbirá en pocos días.
Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.
El año en que Sebastián Díaz de Alfaro fundó a San Sebastián de los Reyes,
[51]Caracas era una ciudad pujante, con más de doscientos vecinos españoles, dos mil
La tarde en que Diego los conoció, azotaba una tempestad ante Camuri, donde
naufragó el barco que los traía. Luego de socorrerlos los llevó a su casa donde les
brindó protección y auxilio. Agustín de Herrera y Rojas era un mozo rubio rechoncho
y jactancioso que se decía hijo del señor de Canarias. Juan de Mijares y Solórzano era
su contrapartida: alto, moreno y silencioso. A Diego no le simpatizaron. A pesar de su
generosidad y brindarles cobijo por tres días, eran desdeñosos y altivos y en
particular Mijares, con aquel respingado de la nariz como si todo le oliese mal.
Desde el primer momento se confesaron gente de noble linaje, lo que sin duda
debería ser cierto por la clamorosa acogida que les prodigaron las Rojas y el resto de
los vecinos muy principales. Juan Fernández de León los alojó en su casa y si a Diego
a duras penas saludaban al principio, a los pocos meses giraban el rostro o cruzaban
de calle al verlo venir.
—¿Qué se habrán creído estos comecatres? —gritó Diego enfurecido un día que
el de Mijares le negó el saludo en el momento en que entraba a la casa de Doña Ana
de Rojas.
A Diego le escocia el trato diferencial que las Rojas y su corte prodigaban a los
extraños y a los hijos de los conquistadores.
—Es que les basta verles la oreja blanca al más desarrapado —refería igualmente
indignada Rosalía— para que se escarranchen y abran de piernas ante el primer
perulero, en cambio a los de casa los tratan como apestados. ¿Cuándo en tu vida has
«Tres hombres me rondan» —se dijo Rosalía—. Uno es guapo y pobre. El otro
hermoso y rico como el sol. Feo y de medianos recursos el tercero. El pobre me ha de
secar; el sol me ha de quemar. Quedarme he, que para una negra es bastante, con el
que sin causarme penas tampoco me dará alegrías. Mañana habré de darle la
respuesta; pronto será la boda; pero he de pensar en Diego García y en la mala cara
que ha de poner al decirle a nombre de mi futuro. Me frunzo, tuerzo y desmayo. De
imaginárselo, al igual que Soledad, su hermana, sin duda lo matarían. Pero la carne
me escuece, mi faltriquera está limpia y no quiero ser cantonera.
—¡Eh, Don Gonzalito! —llamó Rosalía al ver pasar a Garci González.
—¿Qué os pasa fermosa ninfa de ébano? —le susurró Garci González
consternándola con gracejo.
—Siete gracias os quiero hacer…
—Y por qué tan poco, numen sagrado de la especiería.
—Porque siete es el número sagrado.
—¿Podéis decirme hija de los faraones, hembra esplendente no digo yo de las
siete ciudades, sino de los siete mares, en qué consiste el presente que tenéis en mente
donarme?
—Ay, chico, no vas a saber tú —rompió la negra a reír—. A la hora del burro te
espero en la poza de los grandes helechos.
Garci González no ocultó la sorpresa.
—Si —reafirmó ante la duda—. En el mismo sitio donde te folgabas a mi ama
Acarantair.
—Calla, mal hablada.
—Callar he y tú también. Mañana me he de casar y antes de darme por entera y
para siempre al sacrificio, quiero probar de una vez por todas el divino topocho del
que tanto se ufanan las hembras vocingleras que lo han probado.
—¡Muérete con lo que ha sucedido! —dijo Soledad a Diego apenas lo vio—.
¡Rosalía casó con Sancho Pelao!
Abrieron casa frente a la Plaza Mayor. Sancho Pelao cada dos semanas iba a
Margarita, donde vendía los célebres quesos y carnes saladas de Diego García,
trayendo a la vuelta los mejores vinos, telas y aceites que vendían con pingües
beneficios. Como la demanda comercial en uno y otro lado aumentaba vertiginosa,
abrieron un almacén en Margarita y ampliaron el que tenían en Caracas.
—Lo malo de todo esto —comentó Ledesma al verle su jocundia— es que
legalmente Sancho Pelao es el verdadero dueño. ¿No te da miedo que te salga
mariscante?
Diego García procedente de su hacienda llega esa tarde a la Plaza Mayor. Bajo un
naranjillo charlan un grupo de los españoles que llegaron tarde. Agustín de Herrera
lleva la voz cantante.
Diego los mira con aprensión: las Águilas Chulas a fuer de matrimonio con las
hijas de los ricos se están cogiendo el coroto. Herrera y un vasco llamado Tomás de
Aguirre cortejan a las hijas de Fernández de León.
—Debemos ser los españoles —proclama Herrera— los amos de esta tierra que
fue conquistada para España y no para las tribus bravías, de quien descienden estos
mestizos que son sus dueños.
Francisco Rodríguez del Toro apoya entusiasta.
—Pues si de tal guisa piensa vuesa merced —dijo Diego García, juguetón y
emergiendo de pronto— debería intentarlo de hecho y no hablar tanta bolsería.
Herrera esgrimió su espada. Con tres golpes de sable Diego dejó su mano vacía.
—¿Alguien más desea discutir conmigo el derecho que tenemos los nacidos en
esta tierra a que continúe siendo nuestra?
Como nadie le respondiese soltó con desprecio:
—En verdad que son muchos los malagradecidos que en la vida he llegado a
conocer. Hasta ahora me habían hecho creer que la ingratitud era vicio de esclavos.
Ahora veo que no hay diferencia entre los siervos y los que dejan su tierra para anidar
en un mundo ajeno.
Y dando media vuelta encaminó sus pasos hacia la casa de su hermana, donde
dormía la siesta cada vez que llegaba a Caracas.
Un hombre charlaba con Soledad al pie del balcón. Su rostro encrespó al ver que
era Juan de Mijares y Solórzano.
Soledad agitó las manos apenas lo vio. Mijares giró la cabeza y la volvió a su sitio
al reconocerlo.
—Buenos días —saludó Diego mirándole el perfil y rastreando las palabras con
claro acento de reto. Mijares respondió con un gruñido.
—¡Oiga mi amigo! —le espetó reclamante—. ¿Usted como que es sordo? El
hombre no aminoró el desdén.
—Bueno, guapa —se despidió— otro día hablaremos mejor.
Y sin decir más dio media vuelta y se alejó hacia la plaza.
Diego García tomó el camino hacia Caraballeda. Mañana haría su primer viaje en
barco. Sancho Pelao, ante las embestidas de los caribes, amenazó con liquidar la
sociedad de no compartir el riesgo. En lo sucesivo un viaje le correspondería.
Lleno de zozobra abordó la nave. Una tempestad casi los hace naufragar llegando
a la Villa del Espíritu Santo.
«Jamás había visto la mar tan negra y tan fea —le escribió a su socio—. Con
decirte que es tanto el miedo que he sentido que creo que no podré retomar».
Por dos meses permaneció en Margarita.
Una hermosa pelandusca de quien se prendó al verla logró vencer su pánico al
proponerle que la acompañase en la travesía.
El viaje de retorno fue plácido y gratificante.
La barca atracó en el muelle. Diego se sorprendió con angustia al ver sobre el
tablado a Rosalía. A través de las palomas de Villapando había dado aviso a su socio
de su próxima llegada.
¿Qué pasará? —se preguntó con ansiedad.
—Malas noticias —dijo mustia Rosalía.
—Soledad, tu hermana —añadió Sancho Pelao—, se casó con el españolito Juan
La tenacidad y clara visión de Diego García acrecentó su fortuna de tal forma que
Doña Ana de Rojas llegó hasta a invitarlo a la fiesta que organizó para el día de su
santo. Diego hizo que vistieran de señora el pavo más hermoso que había en su finca.
Y luego de colgarle un grueso collar de oro se lo hizo llegar en medio de la fiesta. La
chuscada, antes que indignación, como lo quería Diego, fue motivo de risas y alegres
comentarios.
—Ese hermano tuyo —dijo risueña Doña Ana— tiene una gracia que deja atrás al
más pintao de los andaluces. ¡Qué tanto lo quiero!
Diego continuó reacio a los intentos de aproximación de las hermanas Rojas y de
las águilas chulas.
—Ahora que soy rico —decía a Rosalía— encuentran que no soy tan indio. Si
ellos tienen mala memoria, yo la tengo requetebién.
Aquella madrugada en que se disponía a embarcarse por segunda vez para
Margarita sintió que alguien en la penumbra del alba lo llamaba. Era Don Agustín de
Herrera, su implacable detractor. Traía la expresión compungida y confusa:
—Recurro a vuestra caridad porque sé que sois un hombre de corazón y me
encuentro en un mal trance. Me avisaron ayer que un hermano mío se encuentra
moribundo en la Margarita, donde su barco tocó hace dos semanas. Os ruego que me
llevéis en vuestra barca y olvidéis mis ofensas.
—Vuestra es mi barca, señor mío. Subid a ella.
El favor y la travesía rompieron la distancia. Agustín de Herrera se volvió su
defensor y apologista.
Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.
La muerte de su cuñado fue lo que decidió a Diego de una vez por todas a
comprarse una goleta veloz y de pesado tonelaje que lo pusiera a salvo de los caribes.
—Me llevo estas dos mochilitas de oro —le dijo a Villapando la víspera de su
partida—. ¿Crees que con esto alcanzará?
—¡Niño! —exclamó el herbolario—. Con eso te puedes comprar la nao capitana
del almirante de Castilla.
Diego abrazó a Villapando. El herbolario lo vio con tristeza.
—Espera —dijo— te voy a dar unas gotas para el mareo y un fusil de rueda que
compré hace poco.
Al despedirlo contuvo un sollozo.
«¿Quién me iba a decir —pensó Diego—, que entre Villapando y yo floreciese
tan buena amistad?».
Luego de consolar al viejo y a Tomasillo y preguntarle a Higinia qué deseaba
como regalo, Diego salió de la casa del herbolario dirigiéndose al muelle.
La flota con sus velámenes blancos batidos por la luna parecía una ronda de
almas en pena.
—Yo soy un oficial de Su Majestad Británica —explicó el Miás— y esta es la
flota de Sir Francis Drake. Salimos de Plymouth hace dos meses y andamos de corso
por el Caribe. Soy el Capitán de esta nave.
—Nunca pensé que fueras pirata —observó Diego.
El Miás conturbó la expresión:
—No somos piratas, sino corsarios. Soldados al servicio de nuestro reino, no
Diego y el Miás pasean por los jardines de la Torre de Londres. Sir Francis Drake
y John Hawkins celebran consejo con Su Majestad Isabel I.
—Al parecer —le observó el Miás— urden algo importante contra España.
Envarado en un traje de corte, el muchacho lo escucha a medias.
A lo mejor —prosigue el corsario—. Su Majestad te interrogará en persona. Es
una mujer excepcional, lo mismo hace una tarta de nueces para chuparse los dedos,
que planifica una batalla.
Él criollo y el inglés se detienen ante una fuente coronada por un pez de piedra
que deja fluir el agua.
—Dicen que está encantada.
—A bicho bien feo —se burla Diego.
El pez gorjeó trepidante y lanzó sobre el criollo un chorro negro pestilencial.
Un coro de risas sucedió al baño. Diego trataba de limpiar el traje profiriendo
injurias y maldiciones. Seis caballeros acicalados lujosamente, entre los que estaban
Drake y Juanito Pata de Palo, pasaron a su lado escoltando a una mujer de mediana
edad, fea y pelirroja. Vio a Diego burlona y dejó suelta una risa cantarina.
Sorprendido la siguió con los ojos. Una mano en garra lo tiró hacia abajo:
Bajo el comando de John Hawkins o Juanito Pata de Palo y teniendo por segundo
al almirante Drake, la flota inglesa salió de Plymouth dispuesta a enfrentarse con la
poderosa armada que Felipe II lanzaba contra Inglaterra.
Diego García se embarcó en un falucho ligero.
La tempestad aniquiló la flota a la que el Rey de España llamó «Armada
Invencible».[54]Hasta las mismas costas de Vizcaya, los ingleses dieron caza a los
sobrevivientes, donde cruzaron fuego con las fortificaciones de la costa.
Una andanada recibió el barco de Diego. Ante los ojos asombrados y doloridos
del Miás, en obra de minutos se fue a pique.
En el momento de oscurecer, Diego alcanzó un madero. Hasta la mañana, guiado
por las luces del puerto, luchó por acercarse a la playa. Al amanecer y exhausto, tocó
tierra. Un grupo de marinos y de campesinos lo rodearon amenazantes.
—¡Soy español! —dijo antes de desmayarse.
Ante el Alcalde de Onarra, como se llamaba el pueblo, contó sus peripecias. Sin
decir palabra el funcionario lo llevó hasta un castillo erguido sobre un acantilado,
donde lo bajaron a las mazmorras.
El Conde de Dabois, gobernador del castillo, lo interpeló de nuevo. «Que no
hable con nadie el prisionero» —ordenó al salir.
Al día siguiente lo montaron en un coche enrejado. Luego de saltar varías horas
por caminos polvorientos, Diego sintió bajo el suelo los adoquines de una ciudad. Del
coche lo llevaron a otra mazmorra y de ella a un lujoso salón. Un hombre grueso y
moreno lo vio por encima de sus antiparras.
—De rodillas, so borrico —le dijo el Conde de Dabois que lo acompañaba—.
Estáis ante el Capitán General de Bilbao.
El Capitán General, al igual que el Alcalde y el Conde, ordenó que lo guardasen
totalmente incomunicado.
Una semana pasó Diego García en los calabozos de Bilbao. Esa mañana lo
sacaron de las mazmorras y lo montaron en el mismo coche que lo trajo de Onarra.
Pero esta vez dieciséis hombres de a caballo, entre los que se veía cabalgar al Conde
Esa misma noche Diego se fue de visita a casa de Rosalía y de Sancho Pelao.
—¡Dieguito! —aulló la negra de alegría al verlo llegar.
En cuatro años la hembra más esplendente de las siete ciudades se había
marchitado. Tenía la faz cenicienta, la mirada opaca, el cuerpo seco y la dentadura
estragada.
«¡Carajo! —se dijo Diego—. ¡De verdad que hay palomas que matan!».
—Pero estás igualita —observó compasivo—. No te pasan los años por encima.
Diego García, al igual que todos los años, para San Juan, se ha ido al pueblo de
Chuspa, una pequeña aldea nacida dentro de sus tierras, donde los portugueses
—¡Muéranse, agárrense y prívense con la noticia que les traigo! —gritó—. Juan
de Bolívar y Villegas se casa con la Marín de Narvaez.[58]
—¿Cómo? —preguntaron todos con voz de alarma.
—¿Qué podemos hacer con un hombre tan testarudo como Juan? —preguntó, con
voz de asombro, uno de los Tovar.
—En verdad que es lamentable lo sucedido —añadió a pesar de su prudencia Don
Juan Xerez de Aristeguieta, un vasco regordete, casado con una prima de Juan de
Rompe el sol radiante en la tenebrosa sacristía. Silban iguanas entre las tumbas.
Vuela un paují del altar. Estridencia de pájaros llena el recinto. El camino erizado de
cactus con el Caribe espejando abajo lo sofoca. Abre su capa. Hace veinte años todo
era distinto, menos él.
«Estaba a medio hacer el camino de la marina. Caracas tenía ocho mil habitantes.
La mitad de hoy. El cacao iniciaba su apogeo. Más de once naves al año ya iban de
La Guaira a Veracruz. Con los Mijares teníamos una flotilla. Ese fue el año en que
William Penn fundó su colonia de ingleses y llegó de Gobernador Diego de Meló y
Maldonado».
José Palacios la sintió viva y presente las pocas veces que el tutor le cedió la
palabra. Lo escuchaba atenta y golosa.
«Gusta de mí la chiquilla —se dijo al salir—. Y empero ser blanca, negra e india
a partes iguales, es dueña de una fortuna que a los treinta y seis años no hace jamás
un capitán de artillería».
Quince años de andar errático le demostraban que salvo disparar cañones y
seducir mujeres, carecía de otras facultades para la fortuna.
José Palacios en su lecho continuó cavilando: nunca había sido rico y ansiaba
serlo; no tanto por el lujo y el oropel suntuario, que le importaba un bledo, como por
ser la fuente nutriente del ocio excelso. Amaba el tiempo sobrancero que se disponía
entre copas y amigos sin propósito definido; cabalgar sin intención; dormir siesta
larga y tendida; ganar o perder a los naipes; acostarse y levantarse tarde; y sobre todo,
no tener dueño ni amo que le ladre ni rezongue.
La voz de su padre, un viejo hidalgo de Miranda del Ebro, se le vino encima:
—Un buen braguetazo es el camino más firme para un tipo guapo como tú,
carente de la recia condición de los hombres de pelea, perezoso y lascivo como un
gato, ignaro como un sacristán y con la rebeldía del pájaro que nació libre. Ponle
precio a tus criadillas, Pepe, que cuando se las tiene grandes y no sirven para mayores
empresas, alcanzan para otros logros cuando las sopla e infla un viento de chulería. El
casarse por amor es derroche en todo hombre o mujer a quien Dios dio tan solo por
menguado capital su belleza y figura. ¡Fíjate en mí! Por hacer caso a los sentidos me
casé con tu madre, que si hoy es una birria y sin un ochavo, aunque era tan pobre
como hoy, tenía los pechos grandes y el perfil divino. La belleza se esfuma y la
fortuna no vino. ¿Por qué no me casaría yo con la viuda del abacero cuando yo era en
el pueblo el más gallardo y de mejor apostura? ¡Qué si era vieja, desdentada y con
arrugas en los labios, eso lo hubiese arreglado con una manta sobre la cara! Que hay
algo peor que fornicar con asco: la vejez sin fortuna. ¡Cásate Pepe, con una mujer
rica. No hay más porvenir en tu futuro!
A José Palacios le dieron por guardia un inmenso portal. Por el escudo de armas y
el salón con chimenea al otro lado del corredor, supuso que era la habitación del
castellano.
Un buen fuego crepitaba en la chimenea. Dos mullidos silletones lo tentaron.
Juntó sillas y colchones y se sumergió en ellos.
Vagaban sus ojos abstraídos por un ventanal, cuando a la derecha vio el retrato de
una mujer en el que no había reparado. Un leño la alumbró al estallar. Era una
hembra de excepcional belleza.
«¡Joder! ¡Mirad que es guapa la tía!».
Era joven; rubia, de ojos verdes y rasgados, con una expresión entre golosa y
picara que reafirmaba su boca roja, carnosa y húmeda. Estaba sentada en una gran
silla de damasco azul con un gato de Angora de un negro rutilante sobre el regazo.
Retrato de la Condesa Ana. Año de 1663, decía abajo en un letrero en bronce.
«Es del año pasado», —se dijo—. ¿Será la esposa o la hija del Conde? Dicen que
la condesa muerta era tan guapa como la viva.
Cerró los ojos en cansino cavilar para quedarse dormido.
Despertó con sobresalto. Una mano le acariciaba el pelo. De un salto se tiró fuera
esgrimiendo la pistola. Una mujer de larga capa le sonreía. Era la mujer del cuadro. A
sus pies, el gato negro de Angora.
—¡Cálmate, nene! —dijo burlona y desenfadada.
«¡El vampiro! —díjole una voz—. Chupa, descapulla y mata».
Rió de nuevo la aparecida. Sin dejar de apuntarla buscó el crucifijo.
—¡Toma! —le dijo sin variar de expresión al entregárselo.
—¡Vade retro, Satanás! —gritó con voz temblorosa.
—¡Vamos, Pepillo! —dijo—. No me hagas creer que te has creído las patrañas
que urdió el cura para mejorar su cocido. Hace rato que os escucho desde un mirador
que da a la cocina. Son una sarta de mentecatos y que como bien lo dijo tu coronel,
están confundiendo a un asesino con un vampiro y a una puta con un fantasma. El
Al otro extremo del patio las hendijas de una puerta filtraban luz hacia afuera en
un tenue resplandor. Adentro, dos candelabros de cinco luces iluminaban un espejo
veneciano. La dama del candil, blanca y achinada, se contemplaba.
—¿Por qué Dios no me hizo así? —dijo la voz de Ana María al quitarse la
máscara de marfil de la China que le encargó Rodrigo como presente de amor.
Luego de guardarla en el rincón más profundo de su arcón y de echarse en su
cama con los ojos del pensamiento puestos en José Palacios, volvió a decirse:
—Es igual a él. Tiene su mismo porte. Su misma talla, color de pelo, ojos y
apostura. ¿Por qué, Dios mío —dijo al cielo—, me envías, después de vieja, una vez
más este cáliz de amargura que tanto me lo recuerda?
La primera vez que escuchó hablar de él lo amó con hondura, a pesar de ser diez
El Valle, que viene derecho con el Guayre en medio, hace un recodo al sur de la
ciudad. En el sitio donde recoge las aguas del Caroata. Allí comienza La Vega, la
encomienda que fuera de Garci González de Silva. Verdegueante de caña, salpicada
de vaqueras, corrales e ingenios. Desborda el cerro que lo limita al Norte; sube la
falda fría hasta la cima de los vientos salitrosos, para deslizarse por la vertiente
caliente y roja que llega al mar.
En medio de los plantíos, a cuadro está la Casa Grande, con sus tres recintos de
techos altos y corredores propios, enlazados por jardines abiertos y viejas pérgolas
llenas de flores.
Ya la vasta heredad no es de sus primeros dueños. Es toda entera de Diego
García, viejo, borracho y jugador.
El sol de la primera mañana le da en la cara. Alguien lleva cantares de ordeño.
—Buen día tenga su merced —dice la sombra—. Anoche murió Don Simón de
Bolívar, el Joven.[64]
«En tal día como hoy —se dice— murió también Don Alonso, el viejo bizarro.
Fue el año de los grandes muertos. Murió también el Drake, asado y comido por los
indios del Darien.[65]¡La vida es muerte! El 98 murió el Rey. Y el 600 Piña de
Ludueña, el Gobernador, con el que otrora también lo fuera, Don Luis de Rojas. A
Piña lo envenenaron y a Rojas lo mataron de hambre y tristeza. Daba pena su
caminar, mendigando para mayor gloria de Dios. ¡Jodidita que eres, Caracas! —
clama en voz alta—. ¡Jodidita de verdad!, como lo son las malas hembras con el
macho que las gobierna y manda».
A Suárez del Castillo, el V Gobernador, también lo envenenaron.[66]A Juan de
Tribiño lo hicieron salir a escape por andar entrepiteando y a Gil de la Sierpe se lo
mandamos al Rey embusacado en cadenas.[67]Once gobernadores ha tenido Santiago
de León. Cinco los tomamos por feria: dos envenenados, uno de limosnero, uno
destituido y preso, y otro fugado. Y los que salvaron el temporal: Pimentel, Girón y
Berrío, fueron tres bolsas de marca mayor. Los vapuleamos a nuestro antojo. Sólo
tres y nada más que tres, lucieron las bolas rayadas: Osorio, Alquiza y Don Juan de
Meneses y Padilla, Marqués de Marianella, el que trajo en su barco mi desgracia.[68]
Diego García se inclina sobre la hamaca rastreando una botella. Con mano
temblorosa la escancia y besa. Un perrillo sin casta sacude el rabo.
—Brr —gruñe y escupe viendo al faldero.
—¿Por qué será, Montemayor, que el aguardiente, al revés de la vida, es tan malo
Lo mismo se le dan las cosas más raras, como le pasan los chascos más increíbles. Si
por casi diez años fue el hombre de confianza de los gobernadores, ya más viejo,
probada su buhonomía y honradez, porque nunca abusó del poder ni se enriqueció a
su costa, Don Sancho de Alquiza, el mejor Gobernador que ha tenido la Provincia,
[74]le cogió tirria apenas llegó, sometiéndole a toda clase de vejaciones sin que Pedro
dijese ni ñé, a pesar de ser hombre también valiente y bragao. De haber sido el
segundo de mando con dos gobernadores, fue relegado al triste cargo de
vicecastellano de la Fortaleza de La Guaira, que era 1o mismo que tenerlo preso. Ya
para terminar el mandato, Don Pedro nos dio la gran sorpresa al casarse con
Francisca Ledesma, la hija de Don Alonso, quien además de fea y pobre era
antipática y entorpecida cual recaudador de impuestos.
Pedro de Montemayor, los cinco días que pasaba en Caracas, se hospedaba en la
casa de Soledad, sin que a ella ni a nadie se le ocurriera, ni por casualidad, que un
hombre tan buenmozo pudiese enamorarse de aquel cuajo. No lo supimos hasta el
mismo día en que se nos presentó acompañado del cura para decirnos: «Francisca y
yo acabamos de casamos», dando por excusa que a él le disgustaban los preparativos
y el boato.
Trece años duró casada. Un día amaneció muerta y fría, lo que sin duda para
Pedro fue una gran fortuna. A los seis meses casó con Úrsula Díaz de Alfaro, hija y
nieta de los dos conquistadores. A mí no me cae nada la tal Úrsula, por bella que sea.
Me parece de muy mal corazón. Porque eso y no otra cosa es quien le pide a un
padre, como lo hizo, que se lleve a su única hija a otra parte, dizque porque las
mujeres mientras más quieren a un hombre, peores madrastras son. Soledad se puso
enfurecida al saberlo, y como era la madrina de la hija de Francisca, se la llevó a su
casa con la complacencia de Pedro. Soledad desde entonces le ha cogido una rabia tal
que no lo puede ver ni en pintura. Sobre todo, como bien dice, si encima de echarla,
se trae a vivir a la casa a su cuñada Melchora, de la misma edad que su hija.
Montemayor es un hombre apuesto, que en lugar de salir pareciera entrar en el
estío. Tiene gracia y salero. Suelta puyas y picardas que hacen reír a los presentes.
Garci González suelta requiebros a la bella Úrsula. Melchora Díaz de Alfaro, tan
hermosa como su hermana, no oculta el aburrimiento que le produce Diego González
de Silva, el hijo del gran Gonzalito, que inútilmente la corteja. Diego lo detesta por
tonto y presumido. Le prodiga a él, que lo vio nacer, un trato despectivo. Diego
continúa observando a la hermosa Melchora y a Care´Chivo, como apodaban al hijo
del gran Gonzalito por aquella barbilla y la frente alta.
A los dieciocho años, a pesar de sus encantos y de innumerables pretendientes,
Melchora permanece soltera. Apenas cambia su expresión taciturna cuando Care
Traspuesta Valencia, la tropa se adentra por tierra enemiga. Van ciento cincuenta
españoles, ochocientos indios, doscientos negros y mulatos libres.
Rodrigo Blanco cabalga entre Pedro de Montemayor y Francisco Herrera.
Adelante va el Gobernador. En sus flancos los hijos de Garcí González de Silva.
Pedro de Montemayor pregunta al apuesto oficial que acaba de llegar de España:
—¿Qué hace el hijo del señor Torre Pando de la Vega en la más pobre Provincia
del Imperio? ¿Se puede saber de quién huís?
Rodrigo Blanco se sobresalta:
de los dos gobernadores. Su Majestad, como bien lo calculó el muy canalla, por no
agraviar la memoria de quien pretendía honrar, echó atrás la orden de presidio y
también el titulo a que, por las glorías de su padre, se hacían acreedores sus
descendientes. ¿Entiendes ahora la tirria que le tengo? Pero no vayas a decir una
palabra de esto, porque se entera mi cuñado Pedro de Mijares y Solórzano, que me lo
contó en medio del mayor secreto, y me excomulga».
A mí, que nunca he pecado de estrépito —prosiguió recordando Diego—, me dio
la curiosidad y me puse a averiguar. Nadie mejor que Pablo Guerrero, mi medio
hermano, que estaba de mayordomo en La Vega, para ponerme en los palitos. Al
tercer día, porque es muy puntilloso, me dijo:
—Luego que se duerme Care´Chivo, Doña Melchora en puntillas se va al cuarto
de Don Pedro, con quien yace hasta el alba. Care´Chivo duerme tan profundo que
cuando se le toca sigue durmiendo. Todas las noches bebe una tizana amarga, que por
consejo de Don Pedro, le da el ama para las lombrices.
El boticario a quien le llevé unas gotas del vaso sobrante, me dijo:
—Yo no sé que es esto. A lo mejor es hashis o marihuana.
Meneses y Padilla, el Gobernador, con quien tenía sólida amistad y algunos
negocios, luego de mucho pensarlo me contó la historia completa.
—Pedro de Montemayor —dijo— fue condenado a muerte cuando sirvió de
carnada a los asesinos en Madrid. Dada la importancia de su familia y de los ruegos
que ante el Rey hizo el señor de Torre Pando, Su Majestad logró que se le cambiase
la pena capital por treinta y cinco años y diez días de servicio en Venezuela.
«Eso fue a finales de 1594. Este mismo año concluye su condena. Yo, al igual que
mis predecesores, hemos recibido órdenes expresas de mantenerlo vigilado y de
informar regularmente sobre sus pasos».
Allí fue donde se me ocurrió que Pedro de Montemayor había envenenado a
Francisca Ledesma para casarse con Úrsula, por quien enloquecía, y luego a ésta para
quedarse con Melchora, su cuñada, la mujer de Care´Chivo. Ambas tenían los labios
morados y murieron sin causa aparente y en plena juventud. Pedro era un
envenenador. ¿Dónde ocultaría el pomo de los venenos? —me pregunté—.
Necesariamente lo guarda en su casa —me dije.
Aprovechando que Montemayor estaría durmiendo a pierna suelta en La Vega,
entré en su casa.
Decidido a todo, subí las escaleras y me fui al cuarto matrimonial. Ya me iba,
harto de tanto buscar, cuando uno de los negros de la difunta Francisca me dijo
apareciendo de pronto:
—¡Ja, ja! —exclamó Diego, de pronto, para sorpresa del indio Onofre que seguía
atisbando el mar.
—Despierta, viejo cicatero —gritó el indio— que ahí vienen los míos.
Una piragua hiende las aguas en suave bogar.
—¡Voto al diablo! —exclamó Diego atalayando la espuma.
Un golpe seco y un vocerío precedió al salto. Cuarenta guerreros desnudos
crepitaron sobre la arena.
—¡Allí lo tenéis! —celebró Makoko.
Los caribes palmearon y rieron al verlo. A paso de loro avanzaron hacia el uvero.
Desorbitado los vio venir.
—¡Me jodí! —se dijo—. ¡Virgen de la Soledad, mete tu mano!
Una descarga cerrada salió de la maleza, y al grito de: «¡Santiago y cierra
España!» veinte soldados cargaron contra los indios. Apenas diez lograron escapar.
Los otros pelearon, rugieron, se ensangrentaron hasta morir, y entre ellos el hijo de
Anakoko.
Ño Miguel, para sorpresa de Diego, apareció tras los soldados.
—¿Estás bien, taita? —le preguntó al cortarle las cuerdas que lo ataban—. Menos
mal que le hice caso a la mala ocurrencia que tuve al verte con el indio.
Un oficial, de fuerte acento castizo y gutural, se le plantó por delante:
—¿Estáis bien, señor de García?
Diego se conturbó al reconocerlo:
—¿Fuisteis vos el buen cristiano que enterró a mi hijo Garci y me envió su
espada? ¿Sois Don Rodrigo Blanco de la Torre Pando?
—El mismo, para serviros…
Hace seis horas que vienen jugando dado corrido entre Diego y Rodrigo Blanco.
—¡Voy con cien vacas!
—¡Voy con diez negros!
—¡Juego el trapiche!
—¡Van dos potreros!
—¡La mina de cal!
—¡Cien caballos cerreros!
Diego, borracho, trastabillea a medio arrodillar o echado en el suelo. Los dados
cambian de mano. Ruedan por la cobija. Diego se excita, maldice, canta. Dos veces
gana; dos veces pierde. Sopla los dados; los agita largamente.
—¡Te apuesto el Valle de las Guayabas contra la Vega Chica!. ¡Vale! —responde
el de Blanco.
Tira Diego: Dos cinco y un cuatro.
Tira Rodrigo: Dos tres y un cuatro.
—¡Viva! ¡Ha vuelto la Vega mía!
Rodrigo Blanco hace extraños pases para jugar.
—¡Vamos por la revancha! —propone Rodrigo Blanco—. ¡Cien castellanos de
oro por la Vega Chica!
—¡Vale!
—¡Cuatro, cinco y seis! Te fuñiste, Rodrigón. Vamos a ver si puedes mejorar ese
tiro.
Rodrigo sacude los brazos para tirar.
—¡Jara! —grita. Ruedan las piezas sobre la cobija.
—¡Seis, seis y seis!
—¡Carajo, chico, te volvió la leche! Voy con todo el ganado.
—¡Padre! —protestó Alberto, su hijo.
—¡Cállese a la boca!
—¡Seis, seis y seis!
—¡Me fregaste, Rodrigo!
—¡La esclavitud!
—¡Seis, seis y seis!
—¡El molino nuevo!
—¡Seis, seis y seis!
—¡Quitando la Vega Chica, todo lo que tienes contra todo lo que tengo!
Diego García arriba de una carreta mira al campo y a Rodrigo. Arrebatado lleva el
perfil, hoscos los ojos, sangrante el labio. La camisa bordada orla siniestra el rostro.
—Es que a Alberto se le fue la mano —cuenta a un grupo Gualterio Mendoza—.
No había necesidad de ser tan grosero.
—¿Pero es verdad que jugaba con dados falsos? —preguntó alguno.
—Puras habladurías, no más —respondió Paquito de la Madriz.
—Es que la mala leche que le ha caído encima a Diego —añadió Gualterio— no
se la quita ni con las cien misas a San Gerónimo. Jugó, perdió y se jodió. No hay por
qué estar buscándole más puntas al asunto.
—¡Cállate a la boca, piazo e malagradecido! —le interrumpió Pablo Guerrero al
pasar a su lado del brazo de Sebastiana y su madre Rosalía—. De no haber sido por
Diego García, estarías pasando hambre.
Gualterio lo miró entre desdeñoso y acobardado y tomando por el codo a su hija
Susana, se alejó diez pasos seguido por su yerno Francisco de la Madriz.
Alberto fue el primero en disparar. La bala hizo una raya en el hombro.
—¡Ahí, mi gallo! —proclamó Diego—. ¡En todo el Valle no hay mejor tirador
que Alberto García!
Rodrigo levantó la pistola. Una sombra de temor nubló su vista. Alberto, sin
amedrentarse, soplaba el arma. Levantó la cara. Los ojos azules de Rodrigo lo
apuntaban profundos. Sonó un disparo.
Una estrella de sangre brotó en la frente. Un ¡Oh! de estupor recorrió el campo.
Diego García se frotó los ojos. Llegó a reírse.
—¡Ay, hijos, qué mala borrachera tengo! Despertadme ya, que ella es peor que la
muerte.
—No sueñas, por desgracia, hermano —dijo Pablo Guerrero—. Te lo han matado.
—¡No! —exclamó con la voz más estentórea que jamás se hubiese escuchado en
Una tristeza sin habla le cerró el ánimo. Sin levantarse del chinchorro, con la
mirada vacía, bebiendo sin parar, pasó el día y los otros tres. Nadie pudo llenar sus
pupilas. La hamaca: empapada de orín y sucia de excrementos humanos. Caridad y
sus hijos rezaban. Por quinta vez tanteó el suelo tras la botella.
—Deja de beber, por Dios. ¿Es que no te basta que por tu vicio hayan asesinado a
mi hermano?
Por primera vez en cinco días llenó de presencia sus pupilas. Giró la cabeza hacia
Baltasar y lo miró con ojos distintos. Fue apenas un momento. Luego se derrumbó
con la mirada fija.
Al clarear el alba lo encontraron ahorcado de un tablón en el techo.
Sigiloso, un niño se acerca. ¿Quién llora? ¿Quién ríe? ¿Quién canta? Un muro de
espaldas le impide ver. Sigiloso se da vueltas. Mira a la negra de frente. Tiene los
ojos rojos. Jorge grita. Clama su madre:
—¡Muchacho del cipote!
¡Diecisiete de rechupete!
¡Dieciocho por el topocho!
Ana María continúa comiéndose con fruición las uñas. Los latigazos los siente
adentro. «Pobre mujer. Se me fue la mano. ¡Basta ya, Simeón!». «Y pensar que yo le
tuve lástima a esa perra diabla. Bruja malvada, puta y hechicera. Ella fue quien mató
Platos van, platos vienen. El cura es buen diente. Pimentón relleno; gallineta al
vino blanco; arroz con leche.
Soledad, ausente, simula interesarse por su plática sobre los enemigos de España.
—El Caribe está amenazado. Los holandeses se han apoderado de Saba y de San
Martín. Los franceses han puesto un gobernador en la isla bucanera de La Tortuga.
[88]Atribuye a los filibusteros la baja del cacao. De doscientos nueve reales que valía
Niño en cuna,
qué fortuna.
Qué fortuna,
niño en cuna.
Luego de una sopa fría, que repugnó a Don Sebastián, al igual que los entremeses,
trajeron un inmenso pescado. En una fuente primorosamente labrada, un esclavo
ofreció a Rodrigo una salsa amarilla de gruesa consistencia.
—¡Umm! —gruñó Don Sebastián—. ¡Cuán apetitoso se ve!
—Es mayonesa —aclaró Lavasseur.
—Parece mantequilla.
—Tal fue su origen. La amante de Richelieu, que como toda suiza vive y gira
alrededor de las excrecencias lácteas, lo amenazó con abandonarle cuando sitiaba a
Mahón, de no suministrársele la mantequilla, agotada en el campamento por el uso
excesivo que hicieron de ella los cortesanos para heridas y placeres amatorios. El
Cardenal conminó al cocinero a encontrar de inmediato un sustituto para engañar a su
amante. Viejas fórmulas, antiguos ritos, alquimia y magia parieron la salsa que ante
vos tenéis y que en honor a la ciudad sitiada bautizaron mayonesa. La fórmula de la
salsa, al igual que la cura de los escrófulas y las profecías de Nostradamus, era
secreto real, hasta que el pobre Pierre —y señaló hacia un hombre que a golpes de ojo
dirigía a los sirvientes— arribó el año pasado a esta isla en busca del jabalí dorado.
Llega Rodrigo a las riberas del Guayre: los vecinos hacen feria en la pradera. Ana
María Mijares pasa prendida del brazo de dos amigas. Tiene hermosa la faz, bellos
los ojos, repolludo el cuerpo. Alguien grita:
—¡Cuidado, se soltó un toro!
Un toro empitonado embiste contra Ana María. Rodrigo acicatea el caballo y la
toma en vilo cuando ya la agarra.
—¿Quién sois, valiente caballero? —pregunta arrobada al verle a su salvador,
guapo el perfil, viril el gesto.
—Rodrigo Blanco, para serviros. ¿Y vos?
—Juana Rivilla —mintió, alelada, al darse cuenta de quien tenía por delante.
Sorprendido por el atractivo de la chica la escoltó calle arriba. Cuando llegó a su
casa ya iba cautivado por su tronío y lucidez.
—Me despido, valiente caballero. Aquí vivo yo. —Y a cuatro saltos huyó por el
zaguán.
Rodrigo gritó arrebatado:
—¡Decidme cuando os puedo ver! ¿Tenéis novio? ¡Os amo! ¡Os amo desde que
os vi! ¡No os vayáis! ¡Esperadme!
—Esa chica que tanto te ha impresionado —dijo a sus espaldas y con sorna Juan
de Ascanio— es Ana María Mijares de Solórzano, la nieta de Soledad Guerrero.
—¡Joder! Esto es lo que se llama nacer desaborío.
Y rabioso caminó lo andado, con perfil y garras de grifo.
Desde España ninguna mujer había despertado en él la sensación de compañía
que sintió con la nieta de Soledad Guerrero.
Con la mirada desvaída y el corazón gozoso tomó camino hacia la hacienda.
La imagen de Ana María se le vino encima: era rosada, gordezuela, dulcemente
charlatana. Al abrir los ojos, vio, malhumorado, hacia la mulata Petronila.
Es también abuela de mi hija. Tiene el cabello negro y pajudo Juana Francisca.
Casta fuerte que no se extingue. Sangre arriba de la negra que preñó el Cautivo y en
Rosalba se asomaba Rosalía.
¡Es morena mi hija! Tiene su misma nariz, sus mismos dientes. Dientes blancos,
muy blancos. ¡Dientes de caníbal! ¿Es blanca Juana Francisca? De quinterón y
blanco, tente en el aire. Negro que aún puede retornar. Mi hija es un tente en el aire.
¿Y si hallo un nieto salto atrás?
—¡Juana Francisca! ¡Ven acá! ¡Muéstrame las encías!
«Son rosadas».
—¡Pon la mano así! Di conmigo: casarme he con un español, de padre y madre
española, blancos como la leche, con el pelo de oro. ¡Petronila, eres mi testigo!
Rosalba, Rosalba, alba, la de las pezuñas largas. ¡Qué buenas uñas tienes! ¡Qué
Los franceses, una vez más, pusieron sitio a La Guayra,[97]Rodrigo, como otras
veces, acudió con los vecinos a la defensa del puerto. Fray Mauro, de yelmo y coraza,
luchó con denuedo al lado de Rodrigo y Fuenmayor. El nuevo Capitán General, Pedro
León Villasmil, gobernador desde 1649, se derrumbó súbitamente muerto cuando
aparece la flota en el horizonte. Se habla de envenenamiento. Tiene los labios
amoratados y estaba tras la pista de los confidentes que los piratas tenían en Caracas.
Una granada estalló a diez pasos del Obispo.
Los piratas son rechazados y como comienza la zafra, Rodrigo se traslada a la
hacienda con Ana María y sus cuatro hijos.
Ana María, a pesar de la hostilidad implacable de Rodrigo, no renunciaba a la
reconquista. Su efigie, su imagen, su voz, se le hicieron una obsesión.
De su gordura y aspecto fue tejiendo una manía. Rodrigo no cesaba de hostigarla.
Aquel día en que la sorprendió mirándose al espejo, dejó caer:
—Ya te puedes ganar la vida en un circo. Te pareces a un mandarín chino que
conocí en Madrid. Estás hecha una cochina.
Juana Francisca a los doce años era una morenita espigada, de negros ojos
«Desde entonces odio la carne de cerdo —se dice Ana María echada en cama por
el disgusto que le ocasionó el enterarse de la disipada vida de José Palacios».
Siete mujeres lo abanican —se dijo con ansiedad— y hay una novia que espera.
No le rindo las ganancias a la pobre Josefa Marín de Narvaez con semejante bandido.
Todos los hombres son igualitos. Yo me había hecho a la ilusión de que fuera dife-
rente; pero es exacto a Rodrigo. ¡Ay, todavía siento el olor de la cochinera!
Pasos y voces de hombre se acercaron por el patio.
—¡Bendición, mamá! —saludó Jorge sonreído y amoroso desde el umbral—.
¿Cómo te vas sintiendo?
—¡Fatal, fatal! ¡He vomitado hasta el nepe!
Jorge sin dejar de sonreír dijo a su madre:
—Aquí te traigo una sorpresa. ¡Pasa, José!
Ana María tuvo otro acceso de náuseas al ver a José Palacios.
—En lo que supo que estabas enferma —añadió el hijo— se esmachetó por verte.
—¡Buenas y santas! —saludó el artillero—. ¿Qué es lo que le sucede a la dama
más guapa y de mayor tronío de Santiago de León?
Brillaron sus ojos de alegría. Entre los chascarrillos de José y la presencia de su
hijo, se le fue el malestar, al punto que a la media hora mordisqueaba una docena de
buñuelos.
—A menos de que me pongáis de patitas en la calle —dijo José—, venia con la
intención de quedarme con vosotros una semana.
—¡Qué bueno, qué bueno! —celebró Ana María, quien, recuperada, ordenaba
para la cena un estofado de conejo.
Estaban en la sobremesa cuando llegó un mensaje del castellano de La Guayra
reclamando a José con urgencia. «Un poderoso galeón estaba a punto de arribar».
También le advertía que una nutrida escuadra francesa merodeaba las costas de
Venezuela.[100]
Al alba salió hacia el puerto, con la casa oscura y en silencio. El Pez lo siseó al
salir, emitiendo un sonido de resignada sentencia.
Era el barco de mayor calado jamás visto en los años que llevaba en Indias. El
Capitán, a quien no conocía de nada, tan pronto subió al puente lo saludó cordial:
—Cuánto gusto, Capitán Palacios. Precisamente uno de los motivos que me han
llevado a recalar en La Guayra en mi viaje de retorno a España, es imponeros de algo
que os concierne. Venid conmigo —observó afable.
El puerto fortaleza tenía el mismo cielo y olor que La Guayra. La gente era
confianzuda y cálida como en su tierra. Todos los meses atracaban barcos
procedentes de Venezuela.
Fijó residencia en una pensión de la calle de la Sierpe. Era una casa grande de
balcón volado, asomado al mar. El mismo día de su llegada conoció a Alexander
Slagueter, un austríaco de unos treinta años, cartógrafo de profesión, que hacía por
cuenta de una casa florentina un estudio del Golfo de México.
Estaba borracho esa tarde, asomado al balcón.
—¡Hola! —saludó al verlo.
Desde aquel instante la amistad se hizo y creció entre ellos firme y entusiasta, a
pesar de los caracteres encontrados.
Alexander era un ser extraño que combinaba con pericia la juerga con la
cosmografía, las matemáticas con el burdel, la historia con la camorra y las teorías
políticas con las garrafas de ron. Era, además, un gran espadachín, de espíritu
harén. Cuando quieras, alguno de mis buques te podrá llevar. Y como me llamo
Guillermo Penn, por las buenas o por las malas nos traeremos a tus hermanas.
Quince días más tarde y bajo el comando de Henry Morgan, en un galeón de
sesenta cañones, partió hacia Guadalupe.
Henry, quien se trajo consigo a Dolores luego de echar por la borda al de Urquijo,
vibraba de amor y alegría.
—Soy el primero en darme cuenta de vuestra pena —dijo a Nicolás—. Yo
también fui raptado en Bristol.
Era un hombre impulsivo y vivaz, que inspiraba confianza a sus hombres, al
mismo tiempo que temor y respeto. De la misma forma que era capaz del máximo
desprendimiento, lo era también para la crueldad.
Al tercer día de navegación ahorcó a uno de los marinos por haberlo hallado
fumando en la bodega.
—Ya estaba lo suficientemente advertido —respondió a Nicolás y a Dolores, que
intercedieron por él—. No sería ni el primero ni el último buque que ha estallado en
un incendio como consecuencia del funesto vicio. Luego que se establece un
reglamento no queda más camino que cumplirlo, aparte de que yo, no hay nada que
odie más que el engaño y la mentira. Prefiero el látigo y la injuria antes que la
traición. La deslealtad me enloquece.
Es un hombre feroz —pensó Nicolás— pero llegará muy lejos. Tiene la
consistencia de los hombres que guía, y persigue sus mismos objetivos.
—Sé que os repugna mi dureza —dijo afable a Nicolás— pero me permito
señalaros, mi querido amigo, que es muy diferente el tipo de vínculos que une a los
hombres de paz, que a los hombres de guerra. Entre nosotros la menor infidelidad
significa muerte del grupo. Por eso nuestras lealtades están por encima de la razón y
Juana Francisca, tal como lo quiso, era altiva, desdeñosa, inaccesible al afecto.
Detestaba a su abuela. La hacía pasar por aya. Fue tal el disgusto de Petronila al
saberlo, que se mudó a casa de Altagracia, su hija, y Ño Ñaragato.
Pasaron los días, y lejos de lo que creía, Juana Francisca no hizo nada por
excusarse ni reclamarla. La casa de Ñaragato cerca del muelle de Ocumare, era pobre
y destartalada. Su yerno compartía el mismo odio que Rodrigo sentía por ella.
Fruncía la boca al verla y sus zalamerías robustecían la agriura de su talante.
—Mire ña Petronila —le gritó una tarde que añoraba La Casa Grande desde el
mugriento chinchorro—, ¿a usted no le da vergüenza que mientras su hija se revienta
de tanto fregar esté usted echada en esa hamaca como una reina? No sea floja y
sinvergüenza y levántese de ay.
Petronila se dijo:
«Para aguantar las groserías de este maldito zambo que vive con mi hija, mejor
me quedo con las impertinencias de Juana Francisca. Además, ¿quién quita que le
haga falta?».
Y sin despedirse de Altagracia ni del espaldero de Rodrigo Blanco, tomó el
camino de la Hacienda.
Juana Francisca estaba en la cocina instruyendo a sus esclavas cuando apareció
Petronila.
—Bueno —dijo en tono conciliador—, aquí me tienes a otra vuelta. Por ser yo
demasiado buena he decidido perdonarte. Pero te advierto —añadió elevando el tono
con ademán posesivo— que a la próxima que me hagas me largo de una vez por
todas y nunca más me volverás a ver.
Juana Francisca, de cara larga y ojos vacíos, extendió la mano hacia la puerta:
—Por mí puedes volverte por donde viniste, y si quieres, ahora mismo.
La vieja, todo rubor, bajó la cabeza y se encerró en su alcoba.
La hostilidad de Juana Francisca contra su abuela creció día tras día. La hacía
comer en la cocina; fregar sus cacharros; tender su cama. Dio órdenes a la esclavitud
para que no obedecieran sus órdenes. Hacía burla e irrisión de ella y excitaba a la
—Cuán grande fue mi dolor —exclama Ana María desde su cama— cuando a la
luz de una antorcha vi a Rodrigo con la espalda sangrante cribado a puñaladas.
Ante el vómito que se le viene encima se incorpora y grita:
—¡Mujer de miércoles, la bacinilla!
Mugidos y arqueos. Estruendo de comida ácida. Aspersión de aguas perfumadas.
«Acabo de echar el nepe». Limpia la baba y el bigote verde. Pálida y sudorosa se
desploma.
Dos cuadras más abajo, José desde su cama escucha el tañir de las campanas.
Piensa en Josefa. En sus próximos esponsales y en las cárceles de la Inquisición.
El Gran Inquisidor, luego de interpelarlo sobre sus relaciones con la Condesa Ana
de Villiers, señora feudal de Onarra y de formularle enigmáticas preguntas, refirió la
verdadera historia de la condesita. La que por mucho tiempo tuvo por una alegre
desvergonzada, era el peor asesino del que tuviesen noticias los anales del reino. Al
igual que su bisabuela, la princesa Batorí, mantenía pactos con el demonio y placíale
sorber la sangre de sus víctimas.
Por más de veinte años continuó sus prácticas nefandas sin despertar la menor
sospecha, a pesar de ser más de cien los mancebos y doncellas circuncidados y
desfloradas, y veinte los homicidios que se vio obligada a perpetrar para resguardar
su identidad.
—Una mañana —refería el Inquisidor— su doncella principal apareció muerta al
pie del balcón y con señas inequívocas de haber sido violada.
Sus servidores horripilados corrieron a su alcoba a darle cuenta de lo sucedido. La
encontraron estuporosa, llena de sangre su cuerpo y su cama y los brocados de la
alcoba.
—Un murciélago —dijo tartajeante al recuperar el habla— había entrado por la
ventana, transformándose luego en un hombre negro. A una señal la dejó paralizada.
Echó la chica sobre la cama —contaba la muy mendaz—. Y luego de saciar sus
apetitos clavóle en la garganta sus filosos dientes. Y chupó de ella hasta dejarla
exangüe. Luego de estrellarla balcón abajo, gritóme antes de remontar el vuelo:
¡Pronto volveré por vos!
El incidente de la mucama llegó a oídos de Su Majestad. De inmediato la hizo
comparecer a su presencia. Recatada y remilgosa, la muy zorra narró a nuestro Rey la
«Qué palo e chasco fue aquello para José —piensa Jorge mientras remonta
Tamanaco apoyado en Feliciano Palacios, su ahijado y el único hijo de su mejor
amigo. La mamadera de gallo que le montamos fue de órdago. Hay que ver lo que
significa que un gafo como Pedriño tumbase al macho más sabrosón de toda la
Provincia. Hay quien dice que todo fueron marramucias de Jaspe y Montenegro, que
en paz descanse,[106]pero con las mujeres uno nunca sabe».
A los setenta y siete años Jorge Blanco, salvo algunas canas y arrugas, es el
mismo joven envejecido de treinta y ocho años atrás. Su benevolencia de sabio
desengañado se oculta tras un manto de pueril ingenuidad atento al canto de los
pájaros, a los colores del Ávila y, a la sazón, de los frutos de injerto:
—¿Qué tal te ha salido esa combinación de naranja cajera con california? —
pregunta a Feliciano mientras estruja en sus manos y huele la floración.
—Una verdadera porquería —responde el interpelado con su habitual acritud.
Jorge mira a su ahijado con aquella expresión suya entre burlona e imperturbable.
Tiene la misma edad de su padre, el año en que lo conoció. Y a diferencia de José
Palacios, que hacía hembra a un palo de escoba, es monógamo, pacato y retraído en
cosas de mujeres.
—¡El voto de castidad que me impuso el desgraciado de José Juan me secó las
cabeceras! —respondió esa tarde a Jorge, al exaltarle su morigeración.
—¡Jesús, Feliciano! —protestó—. ¿Se te olvida que José Juan es un sacerdote?
Viejo y joven continúan su paseo camino del cerro, bordeando la quebrada de
—¡Qué gran hombre era mi padrino Jorge Blanco y Mijares! —se dice Don
Feliciano al recostarse en el samán de Tamanaco mientras los cañones por encima de
los mijaos siguen hablando de los vascos y del isleño insurrecto.
Aquel día fue la última vez que vino a Tamanaco. Una semana más tarde moría el
pobre viejo. Fue el mismo día en que pusimos preso por segunda vez a Portales y
Meneses, el mal Gobernador.[111]
A los sesenta años, el verbigerante y ágil alcalde de otros tiempos, sin abandonar
sus estallidos de intemperancia que hace rato hicieron huir a Juan Manuel, su nieto, y
a Juan Vicente Bolívar, ha perdido fulgor. Se le observa en sus ojos, antes brillantes,
ahora cruzados de vuelos sombríos; en sus mejillas, más enjutas; en su boca, cada vez
más estrecha y oblicua.
Varios hijos ha tenido de su segunda mujer, María Isabel Gil de Arratia; pero
María Juana, la hija que le dejara la difunta María Josefa, sigue ocupando lugar
preferente en su corazón.
Semiechado levanta el vuelo de sus ojos hacia el samán:
¿Quién me iba a decir que Martín Esteban, el hijo de Jorge, que en ese entonces
andaba por los veintiún años, se iba a casar con mi María Juana, una carrizita que
todavía jugaba muñecas? ¿Y que de ellos nacería ese carajo falta de respeto de Juan
«Fue la última vez que vi a mi padre» —se dice el mantuano echado hacia atrás
en la silla de cuero de alto espaldar. Más de seis horas lleva sentado en el corredor
postrero.
Juana la Poncha, la esclava aya, la esclava ama, lo ronda con angustia. En los
muchos años que tiene de verlo, nunca lo ha visto tan confuso y absorto.
—¡Ay, mijita! —le dice en la cocina a Doñana— no me gusta nada la cara de tu
taita. Tiene color de despedida: está blanco como un sudario.
—Acabo de ver a la mujer del manto —dice la hija de Don Juan Manuel—.
Estaba de espalda y fue por un momento.
—¡Ay, mi amor! —clamó la negra—. Muerte segura acecha. Anoche los esclavos
de afuera oyeron junto al aguacate pulsear un laúd. El Pescado de piedra lleva días
con silbos de llanto y el retrato de Don Feliciano llora, se queja y gimotea.
La tarde avanza. El amarillo reverberante que asolaba la luz del patio toma el
color de un limón desvaído. Un cristofué baja a la fuente. En el platillo de arriba va
mojando el plumaje a ritmo de las campanas que va clamoreando el Ángelus.
Don Juan Manuel rememora con ojos enrojecidos:
«Hay días donde muere un mundo y nace otro. Así sucedió con aquel en que Juan
Francisco levantó sus banderas de protesta».
Luego del entierro del Gran Amo del Valle, los alcaldes y regidores, con Don
Feliciano al frente, impusieron su voluntad en la Provincia. El Obispo Abadiano
abandonó la ciudad seguido de los vascos y se hizo fuerte en Puerto Cabello. Julián
de las Casas, el castellano de la fortaleza, y Pedro Lander, el Teniente Gobernador de
San Sebastián de los Reyes, negaron su obediencia a los alcaldes. Juan Bernardo
Arismendi, con su fragata Aurora, bloqueó la rada de La Guayra.
—Tarde o temprano —mandó a decir el Obispo— llegará la mano del Rey. Verán
entonces los traidores, cómo hasta los buitres despreciarán su carroña.
Ño Cacaseno, desatendiendo consejos, se negó a huir. —¿Para qué? —respondió
a quienes lo urgían—. Lo que ha de venir nadie lo puede evitar. Aparte que estoy
muy viejo para andar a salto de mata.
A una semana de la muerte del Gran Amo del Valle llamó a su hijo Juan de Dios,
un chico vivaz de buena estatura: —Pronto he de partir —le dijo con voz ronca, llena
de alertas—. Cuida bien a tu madre y a tus hermanitas. Y sobre todo, hijo: ni una
palabra de venganza, ni un solo gesto de amargura para los que mal me hicieran. En
la vida de un país en marcha, los odios entre los hombres deben desaparecer con
Volaba al viento su capa amarilla y negra. «Gonzalo, Don Gonzalito, era seis
veces su abuelo y doce veces su nieto».
Arriba de su caballo atalayea por donde corre el Anauco, aquél, el bardón de
bucares. Curiosa lo ve la gente con sus atuendos de muerte.
—¿A dónde va tan garnido, Martín Esteban de Blanco y Blanco, señor de las
cuatro puertas?
Sus ojos de larga y estrecha hendija no estaban mirando a nadie, fijos sobre su
Nicolás García, al igual que el resto de los regidores y alcaldes, esperaba aquella
mañana la visita del Gobernador.
A dos años de haber llegado y tomado posesión de su cargo de regidor perpetuo,
se ha indispuesto con la mayor parte de sus colegas y notables de la ciudad por la
forma en que los principales tratan la cosa pública y por el relajo de las costumbres,
arrastre de la conquista, donde cada encomendero, aparte de su mujer legítima tiene
dos o tres barraganas, apartando todas las hembras de sus feudos, a su entera
disposición.
Las palabras de Nicolás, además de fustigar a los culpables, despertaban
conciencias adormiladas. «Hay algo más contagioso que el vicio —comentaba a
Melchorana y a Ana María—, la virtud en una sociedad corrompida».
Un hombre de clase media mató a un principal por deshonrar a su hija. «Lo hice
en defensa de mi honor», proclamó con orgullo.
Tuvo la inmensa satisfacción de subir al patíbulo acompañado por Nicolás García.
Siguió golpeando como un profeta: en el Cabildo, en la Plaza del Mercado y en las
tertulias que los jueves organizó en la Casa del Pez. Acudían hombres de la casta
inferior, como Pablo Guerrero, Cupertino, su hijo, Ruperto Bejarano y Adalberto, el
Adelantado de los Rumores, quienes con veneración escuchaban sus palabras,
devorando con fruición las golosinas que Ana María preparaba con sus propias
manos.
—Las naciones, como los cuerpos, no toleran la inmundicia —sermoneaba—. Y
no lo pueden aceptar porque atenta contra su propia existencia. No desconfiéis de los
resultados de nuestra cruzada —proclamaba con pasión—. No hagáis caso de los
agoreros cobardes que nos gritan sabihondos, que así como fue, siempre será.
—Sigue creyendo en pendejadas —le dijo esa noche el viejo onírico— y verás
cómo te han de coronar de espinas. Este pueblo, remedio no ha de tener. Mala era la
tierra, peor la semilla y peor la cuña que yo mismo ayudé a ponerle para aumentar su
torcedura. No hagas caso de ese negraje que te visita, hambriento de comida y de
importancia. ¿Sabes tú lo que significa codearse de quien a quien con Don Nicolás
Paloma era blanca, de mediana estatura. Con el pelo negrísimo de las andaluzas;
la boca carnosa y los ojos grandes. Felipillo, su sirviente, tuvo una bronca e hirió a un
corchete. Paloma, acompañada de su madre, dama de noble porte, acudió ante él
intercediendo por el fámulo. Le sonrió con intención. Luego de tres requiebros y una
súplica dio orden de encarcelarlo. A la semana estaban de amores. A la siguiente
fueron sorprendidos por la madre jugando a recién casados. Hubo gritos y promesas.
Se habló de honor y reparaciones. Nicolás, engolosinado, fijó esponsales. Diez mil
pesos, sus ahorros de trece años, entregó a su suegra para casa y ajuar. Al tercer día,
en visita de novio formal, se quedó patitieso. Según los vecinos, Paloma, su madre y
Felipillo se embarcaron en la madrugada hacia el Viejo Mundo.
«Entre los que hablamos castellano —díjole esa noche el Cautivo antes de
despertar— no hay mayor desventura que el ser cornudo. Es falta de vigor y exceso
de tontería: dos males inconmensurables para una nación que tuvo por comadrona la
guerra. Astucia y fuerza son los dos brazos del guerrero. Aquél a quien engañe una
mujer, es menospreciable como un manco. Y más cuando pretenda, como es tu caso,
Y Su Cristianísima Majestad —decía una letra de mujer— quedó tan a gusto con
el chocolate que tuvisteis a bien mandarme, que ordenó de inmediato a Racine, uno
de los mejores poetas de la Corte, que lo celebrase en versos…
Y Su Católica Majestad—decía una cursiva masculina— os ordena por mi
intermedio, que le enviéis quinientas fanegas del cacao de Chuao, con objeto de
hacerlo llegar como presente al Rey de Francia…
¿Quién hubiese pensado? —se dice Jorge luego de sobreponerse al enfado que le
produjo la lectura de La Historia de Oviedo Baños— que este mozuelo con
pretensiones de historiador seria sobrino de tan grande y querido amigo, a quien Dios
«Mi padre previo todo esto» —se dice Martín Esteban arriba de Corre Largo
cuando alcanza a ver la casa de La Marrón.
—¡Qué viva el General Martín Esteban de Blanco y Blanco! —grita un criollo del
estado llano—. ¡Abajo los vascos!
El Gran Amo del Valle sesga el perfil y sacude la mano izquierda sin apartar su
recuerdo.
«Ya lleva veinticuatro años de muerto y empero no ser partidario de rebeliones,
solía decirle a los españoles que de no tener más cuidado, graves problemas habrían
de darle cara en el futuro. Pues así no se trata a los descendientes de los que por
España hicieron suyas estas tierras».
Más allá del Anauco se elevan banderas de humo. Los cañoncitos continúan su
perorata con el cañón viejo. La gente detiene el paso y mira desconcertada. «¿Qué va
a pasar?» —preguntan en silencio bocas y ojos.
Tras un postigo entreabierto Ño Cacaseno lo ve pasar.
—¡Ahí va el hombre! —dice a sus contertulios.
—¡No se los decía yo! —exclama jubiloso el Gobernador Castellanos—. Cayó
mansito el zorro de mis gallinas.
Martín Esteban prosigue calle abajo. Juan Manuel Herrera le sale al paso.
—Pero ¿tú como que estás loco? ¿A dónde vas armado hasta los dientes?
El Gran Amo del Valle le dirige una sonrisa. Sabe que, al igual que Jorge Blanco,
no es partidario de las soluciones violentas.
—Por ahí —responde evasivo y burlón—, voy a dar un paseíto.
—¡Cuidado si te vas a meter con ese isleño alzado! Eso es una locura.
Una mujer gruesa con un chico de unos diez años, se asomaba a una de las
ventanas de la gran casa de la esquina.
«¡Genoveva! —se dijo—. ¿Cuántos años han pasado sin vernos, a pesar de ser
casi vecinos? Genoveva, Antonia, Mojón de a Ocho, la negra Salustia. ¡Qué de gente!
¡Qué de caras! Van y vienen los recuerdos. Y pensar que todo comenzó por aquella
Ya el sol se apaga cuando Nicolás García desciende la cuesta del Calvario donde
le gusta subirse todas las tardes a ver el véspero caer sobre la ciudad.
Caviloso piensa en las últimas noticias sobre el saqueo que una vez más los
piratas han hecho de Maracaibo y Gibraltar.[136]
Son infatigables los enemigos de España, —se decía mirando hacia la ciudad.
—Psst —sisearon a su espalda. Nicolás se volvió en guardia. Un hombre de unos
treinta años, tez cobriza, ojos verdes y buen plantaje, lo miraba sonriente.
—¿Es que ya no reconocéis a los viejos amigos? —preguntó reticente y
confianzudo.
A ocho años de aquel día Nicolás piensa con la mirada fija en un Cristo de la
Agonía:
Francisco Marín traía la muerte consigo. Al año murió mi Claudia, a
consecuencia de aquella extraña enfermedad que cogió en Camurí. Se tornó triste,
silenciosa y pálida. Perdió el apetito, la aquejaron los vómitos, se le inflamó el
vientre. Melchorana, testaruda como siempre, volvió a la hacienda cuando me fui a
Maracaibo, que estaba asediada por Morgan.[143]
Francisco Marín me dio la noticia al desembarcar. Melchorana por varios días
perdió la razón. La tomó con el pobre Francisco Marín. Decía que era el diablo y que
se le aparecía con cachos y cuernos. ¡Tan bueno que era! Lloró, como si fuera suya, la
pérdida de mi hija. Al poco tiempo se marchó a España, para morir cuatro años
después. Dejó toda su fortuna a una misteriosa hija, Josefa Marín de Narvaez, de
quien nunca habló. A veces pienso que a lo mejor tienen razón los hermanos de
Francisco cuando dicen que todo eso es una mentira urdida por Jaspe y Montenegro
para apoderarse de la gran fortuna.
Julia se me casó, y nada menos que con Sebastián de Urquijo, el hijo de Dolores,
el mismo día en que murió el Gobernador Dávila Girón.[144]El muchacho me llegó
Un arrendajo trinaba melodioso desde el samán del patio aquella mañana en que
Ño Cacaseno le daría el disgusto de advertirle que su hijo andaba con la madre de
Genoveva. Una luz anaranjada apenas se filtraba en el despacho de Jorge Blanco. A
más de cuarenta años de la muerte de Nicolás García, evoca nítidamente la imagen de
su muerte. Absorto, piensa y recuerda sobre su escritorio, mientras canta el pajarillo.
Una luz de acción iluminó sus ojos. Sacó totalmente la gaveta superior derecha, dio
vueltas a un disimulado travesaño y apareció una abertura abarrotada de legajos,
cuadernos y documentos. Era su Historia Secreta de Caracas.
Repasa por un rato su letra puntiaguda y limpia. Finalmente se decide: moja la
pluma de ganso en el tintero y a grandes letras que luego subraya, escribe: De la
terrible muerte que aconteciera a Don Nicolás García de la Madriz en el año 1676 y
de los dolorosos sucesos que por esta causa se sucedieron.
Él arrendajo suprimió el canto. La luz anaranjada se apagó entre candelabros.
Cantó un lechuzo sobre el árbol viejo. Una vela a punto de consumirse, sirvió de base
de otra. Su mano punteada de sarmientos escribía sin parar, intercalando suspiros y
tenues quejidos. A la quinta vela de cebo tañeron las campanas de la misa del alba.
Tenía la mano agarrotada por el esfuerzo.
La mirada fatigada. El cuerpo inclinado y exhausto.
¡Por fin! —se dijo— pude escribir tan doloroso capítulo. A cincuenta y cinco
años, los mismos que datan de la muerte de Don Nicolás, pudo narrar todo cuanto le
refirió José Juan, paralizado por la fuerza de la revelación.
¿Qué haría José de Oviedo y Baños —se preguntó de pronto— ante esta terrible
historia? Si con lo que le tocó escribir fue capaz de adulterarla.
Oviedo y Baños es quizás el único ser a quien Jorge Blanco menosprecia y
hostiliza sin posibilidad de componendas, y en especial desde que leyó el bodrio que
confeccionó con los voluminosos informes que tanto él como Nicolás de Herrera y
Ascanio le suministraron por escrito y de viva voz.
—El único pecado que no perdono en un hombre —le decía a Feliciano Palacios
Rápido avanza el esquife hacia el Oeste. La montaña a su izquierda, sin dejar una
ceja de tierra, cae sobre el mar acantilada y colosal. Las olas rugen y se estrellan
contra aquel muro que se eleva por encima de cinco mil pies. Sus ojos se detienen
ante el trecho de las solfataras. Un poco más allá está la piedra de los indios. Una
monumental roca cruzada de pictogramas que puede verse desde el mar. Los indios
aquí no tenían escritura —se ha dicho siempre— y los que yo conozco nunca ríen,
como hacen éstos. Señal de piratas más bien parece. ¿Qué habrá tras de todo?
El mar en esta parte es de un azul revuelto. La impetuosidad de la corriente es la
de un río en declive. A ratos, pequeñas ensenadas salpicadas de cocoteros talla el mar
en la masa compacta de la montaña. Realmente somos inexpugnables.
Su pensamiento salta hacia el nuevo Gobernador, Don Eugenio de Ponte y Hoyos.
[157]
Tenía todo dispuesto para partir cuando el correo de los Castillitos dio cuenta de
su inmediato arribo a La Guayra.
Balanceándose en el palanquín revisa los precios del cacao en los últimos seis
El falucho ha ido tan de prisa que a las cuatro de la tarde divisó la punta de tierra
tras la cual se ocultaba Ocumare. A menos de una milla del farallón observó a su
izquierda una bahía profunda de aguas plácidas con un trasfondo de selva gruesa, a
escasa distancia de una playa de arenas muy blancas, sembrada de cocoteros, en
medio de los cuales sobresalía una hermosa casa de corredores y techos rojos.
No obstante ser la tercera vez que recorría el paraje, nunca hasta entonces había
reparado en tan exuberante hacienda y ensenada.
—¿Cómo se llama esa finca y de quién es? —preguntó al práctico.
—La llaman Cata y es de Doña Juana Francisca Rodríguez del Toro.
Mi hermana —se dijo Jorge sobresaltado—, la hija de mi padre y la bella
Rosalba.
—Pon proa hacia allá —ordenó al marino—. Pero guárdate de referir mi nombre.
Para los efectos me llamaré Nicolás González y soy comerciante en cacao. ¿Estamos
claros?
—No tenga cuidado Don Jorge, que así será.
La embarcación cruzó la resguardada ensenada. La gente se aglomeró en la playa
al verlo llegar.
Tan pronto puso pie en tierra, un hombre blanco y sonriente le tendió la mano.
—Fermín Toro, para servirle. Esta es su casa. Pase adelante. Precedido por su
sobrino atravesó la playa y llegó a la Casa Grande, a doscientas varas del mar. Al
fondo y entre dos guacamayas, una mujer de mediana edad, rostro avinagrado, pelo
negro recogido en moño, tejía sentada en una mecedora. Jorge se sintió vivamente
emocionado al ver a su hermana luego de cuarenta y cinco años. Era de gran parecido
con Matilde, aunque más morena.
Al sentirlo entrar levantó la vista y lo miró con serena cortesía, que trocó glacial
al detallarle su aspecto aindiado, la pobre vestimenta y aquel nombre que tan poco
decía. Luego de los primeros escarceos, al saberlo comerciante en cacao, lo invitó a
almorzar. Y al percibir más adelante sus buenas relaciones con la gente de Caracas, le
Cata hasta hace meses fue novia de un capitán bátavo que impuso como primera
condición para su matrimonio, el que la chica se convirtiese al protestantismo. Juana
Francisca, que ya se veía viviendo en Curazao, y seducida por la noble prestancia de
su yerno, no sólo accedió a su propuesta, sino que ella misma abrazó la fe de Lutero.
Fugaz fue, sin embargo, su conversión. El holandés luego de rendir a Cata le expresó
su propósito de llevársela a Holanda: su padre acababa de morir y él era heredero de
un gran título. Entre sus planes, Juana Francisca no contaba para nada.
Lo que es a mí —se dijo al enterarse de los planes del holandés— no me vuelven
a echar otra vaina. Pendeja que fuera si permitiera que este maldito gordinflón me
quitase a mi hija. Cómo se ve que no me conoce. Pero ya va a ver lo que cuesta
meterse conmigo.
A la mañana siguiente un falucho procedente de Curazao trajo una carta del novio
de Cata. Juana Francisca la interceptó. Al enterarse de su contenido se llenó de
zozobra. El contrabandista le participaba que dentro de una semana a más tardar y
luego de arreglar algunos asuntos en la isla, arribaría a Cata con el propósito de
contraer matrimonio, zarpando a la mayor brevedad hacia Holanda. «Lo siento por
Doña Juana Francisca» —decía en alguna parte.
—¡Canalla! —gruñó la hija bastarda de Rodrigo Blanco, estrujando el papel con
furia.
—¡Cata… Catica! —llamó súbitamente con su acento más tierno y la más
maternal de las sonrisas—. Te tengo un regalo. Quiero que te vayas dos meses a casa
de tu hermano Bernardo en Caracas.
La muchacha lo vio con sorpresa: jamás le había permitido ir más allá de
Ocumare.
Entusiasmada por la idea zarpó al día siguiente hacia La Guayra con una
mochilita de oro, sus mejores trajes y una carta de presentación para su hermano.
En la fecha prevista arribó el holandés mostrando aguda extrañeza por la ausencia
de Cata. Juana Francisca con expresión compungida le refirió:
—A nombre de ella tengo algo muy grave que comunicaros.
Con la expresión del que hace un gran esfuerzo, dijo:
—Si luego de lo que os voy a decir estáis dispuesto a casaros con ella, santas
paces. De lo contrario marchaos en paz, que a sus años las decepciones cicatrizan. No
somos tan blancas como parecemos. Mi madre era negra y mi padre español, soy
mulata, por consiguiente.
El holandés se enderezó en la silla, enrojecido el rostro, la mirada entre confusa y
radiante.
—¡Pero…! —intentó decir.
—Esperad, por Dios; no he terminado. Lo peor es lo que sigue. Cata no es
Fue Cata la hermosa amazona con quien Jorge topó en el camino de Los
Castillitos y en quien no reparó, abstraído en papeles y apuntes. Cata por el contrario,
admiró la magnificencia del personaje, que a cortinas cerradas iba en su silla de
mano. Nunca pudo imaginarse desde Ocumare que existieran tales lujos. Extasiada en
el cortejo:
—¿Quién es ese personaje? —preguntó al palafrenero.
—Don Jorge Blanco y Mijares, el mantuano más rico de toda la Provincia, el
Amo más poderoso del Valle.
Tan pronto llegó a Caracas se dirigió a casa de Bernardo, su hermano. Mala cara
puso al verla el yerno de Nicolás García, y más aún al observar sus modales.
Es un ser salvaje —dijo rabioso para sí— mal vestida, estridente y chillona.
El mundo del cual había huido veintitrés años atrás, volvió de pronto para
recordarle a los demás un origen que a fuerza de sacrificios había logrado que
olvidasen. Clara Rosa, quien al parecer había heredado la bondad de Nicolás, la
acogió entre ruidosas palabras de afecto.
¡Qué vaina! —volvió a decirse Bernardo— y dio instrucciones a su mujer para
que engalanara a Cata lo mejor posible para la recepción que esa noche daba Su
Excelencia Eugenio de Ponte y Hoyos, el nuevo Gobernador de Caracas.
—Ésta es la Casa del Pez que Escupe el Agua —le dijo Clara a su cuñada ya para
entrar—. Es la mejor casa de Caracas. Se la prestó Jorge Blanco, el dueño, que está
de viaje, al Gobernador.
—¡Jorge Blanco! —estalló Cata al toparse por segunda vez con el nombre del de
la silla de mano.
Los numerosos invitados, con expresión de asombro, se extasiaban en su
hermosura. Don Eugenio de Ponte y Hoyos, haciendo caso omiso de las
formalidades, se aproximó galano.
—¡Cuán bella sois, linda mujer! ¿Cuál es vuestro nombre? ¡Decídmelo presto,
que soy el Gobernador!
Y entre chusco y seductor se la llevó a la mitad del patio, desgranando piropos y
miradas encendidas.
El Pez, que lo escuchaba, sesgó el chorro y dejó escapar un chasquido besante.
Cata y Ponte y Hoyos se volvieron sorprendidos.
—Dicen que está embrujado —observó el Gobernador.
El Pez cortó el chorro y emitió otro sonido.
—Cu-cú; cu-cú; cu-cú.
Una voz que a Cata le pareció fantasmal, musitó tras ellos:
—El muy truhán a mí me hizo otro tanto. ¿Qué destino en común tendrá Su
Excelencia conmigo?
Cata se sintió dichosa en su nuevo estado. No daba un paso sin montarse arriba de
la silla de mano y si iba a Catedral, su alfombra la más grande, su manto el más
suntuoso y del más fino encaje, alto y grueso y llamativo hasta el punto que José
Juan, le observó zumbón: «Sigue así y te va a dar una apoplejía». Al principio vestía
tan mal como hablaba. Bernardo, su hermano, corrigió lo primero; Jorge con
apacibilidad, lo segundo.
—¡Qué mujer tan vulgar y tan de medio pelo! —murmuraba Isabel María Gedler,
coreada por Matilde Blanco de Tovar a quien José Juan se vio obligado a recordarle
que era la mujer de su hermano. Amanda Rojas, una vecina con afanes de ascenso
organizó un sarao en honor de la pareja. Sin excepción, estuvieron presentes todos los
Amos del Valle. El Gobernador Ponte y Hoyos, el Bello Eugenio, apenas la vio, la
rondó ronroneante cual un palomo al igual que José Antonio Plaza, el joven capitán
partidario de Luis XIV que se decía: «Esto es pan comido». El Obispo Diego de
Baños y Sotomayor, presintiendo el peligro llamó aparte al Bello Eugenio
reteniéndolo con él toda la noche so pretexto de los graves cambios políticos que se
avecinaban ante la inminente muerte de Carlos II[158]
En medio de la fiesta y con aire remilgoso entraron Josefa Marín de Narvaez y
Pedriño de Ponte Andrade. Los mantuanos los saludaron con frialdad. Cata simpatizó
con la rica heredera, intercambiando sonrisas y preguntas. La mujer de Juan de
Ascanio el joven, la tomó por un brazo:
—No te juntes con esa mujer. Está muy mal vista.
Desde la barra, Salustia y Rubén Pelao acompañados de Ño Cacaseno contemplan
A veintiún años todavía recuerdo aquella mirada. A los pocos días José Palacios
fue poseído, junto con el Gobernador, de aquella locura luego de ver el retrato de la
condesita. Se dijo que Ponte y Hoyos había sido hechizado por Yocama, siguiendo
instrucciones de una dama de alto coturno, despechada por el Bello Eugenio. La
pobre vieja fue llevada a Cartagena, y, al parecer, la echaron viva a la hoguera. El
pobre Ño Ramón, su hijo, de tan buen partero que era, se dedicó al aguardiente desde
entonces; por ahí anda hecho un verdadero pordiosero. Yo sí creo en las Brujas. Y
para muestras me sobra Cumbamba. ¡Ah, cosa bien fea aquella! Pero a mí nadie me
quita de la cabeza que en la muerte y locura de José y de Ponte y Hoyos, Juana
Francisca metió la mano. Era mala pa’lante. Yo, al principio, me negaba a dar crédito
a lo que decía la gente de Ocumare y el mismo Ño Cacaseno, cuando me tomó afecto
y cariño. Pero cuando vi aquella pobre niña con la cara quemada por el aceite
hirviente que le echó Juana Francisca en uno de sus arrebatos, ya no lo puse en duda.
Ella y Fermín, su hijo, eran los amos más déspotas y malvados de toda la región. Yo,
por la pura necesidad, me veía obligado a tratarla y los quince días que al año
teníamos que pasarnos con ella para la fiesta de San Juan, eran un verdadero suplicio
conocido.
La fragata con buen viento salió de La Guayra. Juan Manuel y el Capitán General
charlan en la cubierta. Unzaga y Amezaga era un hombre de mediana edad, cordial y
campechano, que antes de venir a Venezuela había sido Gobernador de la Luisiana.
Ganó la confianza y amistad de los mantuanos al oponerse a los abusos de la
Compañía Guipuzcoana.
Con los ojos en el Caribe le dice a Juan Manuel:
—Veo con terror esa política monopolista y bárbara que estamos empleando en
América.
Juan Manuel hizo leve señal de asentimiento y pensó en los recientes sucesos de
la Nueva Granada, donde los comuneros de El Socorro se insurreccionaron contra los
crecientes e insufribles impuestos. José Antonio Galán, el cabecilla, fue alevosamente
ejecutado por el Virrey Flores, luego de haber declarado amnistía general,
provocando indignación en todas las Indias.[165]Meses antes en el Perú, Túpac Amaru
fue descuartizado.
—Es excesivo el rigor que se viene ejerciendo. Ved el ejemplo de las colonias
inglesas de Norteamérica. Primero fue protesta por el asunto del té; luego vino la
represión cruenta. A menos de ocho años Jorge III está a punto de perder el más rico
A cuatro semanas de camino llegaron a Madrid. La vista del Palacio Real desbocó
sus recuerdos. Reinaba Carlos III, su amigo de mocedad.[169]
La primavera estallaba en Madrid. El lujo y esplendor que aprisionaron sus
pupilas de mozo, había crecido.
Esa misma tarde se fue a Palacio con una carta para el Rey. Además de solicitarle
audiencia, le agradecía haber escuchado sus quejas contra la Guipuzcoana.
El mayordomo lo miró tan desdeñoso como el gordo panzudo de treinta y dos
años atrás.
A los seis meses aún no había recibido respuesta. Entre tanto veía con angustia
esfumarse sus caudales. El dinero que llevó en cacao y que supuso una fortuna,
apenas le permitía alquilar un modesto piso en la Calle de la Montera y tener un buen
rocín, al que añadió dos trajes nuevos.
El lujo y el esplendor campeaban fastuosos.
El día que pagó por su asiento de palco en el Teatro Real lo que costaba en
Caracas una fiesta a todo trapo, exclamó: ¡Qué pobres somos! y su desazón estalló al
ver el lujo y magnificencia de la concurrencia, engalanada de diademas, pieles de
marta y uniformes de gala.
—¡Cuán tontos somos! —volvió a decirse—. Damos tantas ínfulas cuando no
somos nadie. Un mantuano caraqueño es para esta gente lo que para nosotros es un
rico de Curiepe.
Unzaga y Amezaga, a pesar de su pregonada amistad, se pintó de colores luego de
invitarlo a almorzar en una fonda de molesto aspecto.
Juan Manuel se sorprendió gratamente al comprobar su extraordinario parecido
con el Príncipe de Asturias, el que seguramente algún día llegaría a reinar con el
nombre de Carlos IV. Era celebre el príncipe Carlos por su sosera y por los cuernos
que desvergonzadamente le montaba su mujer, la Princesa María Luisa de Parma, con
un mozalbete bien plantado llamado Godoy[170]
¿Y éste —se preguntó con enojo— será algún día el Rey que nos ha de gobernar?
¡Cuánto han cambiado los reyes de mi mocedad!
El silbato del Pez quebró en dos pedazos la imagen de Carlos III, Su Majestad el
Rey, y Don Carlos de Nápoles, su amigo de juventud, «barón de merda», el del loco
cabalgar, con su mismo traje sucio y raído con aquel olor nauseabundo de cosa
podrida y caballos sudorosos.
En aquel entonces yo era el viajero prematuro de las venganzas tenebrosas, no el
viejo de la desilusión histórica. Fernando VI, su hermano, el que guardaba secretos en
el pico de los pavosreales, curvó con su inquietud de bondadoso esplendor, mi odio
voraz y prepotente contra los que macularon el nombre de mi padre entre
murmuraciones cobardes, tarjas de infamia y maldiciones episcopales.
Martín Esteban de Blanco y Blanco cabalgaba por sus pupilas arriba de Corre
Largo.
Baila su caballo sobre el empedrado. La montaña desgreñada por el sol se
asomaba al Valle.
Había agitación en la soldadesca; alegría plebeya entre los mantuanos; salvaje
galopar de los mensajeros; fúnebre algazara de los pardos; deambular esquivo de
mendigos siniestros.
La oreja de Juan Manuel, larga, descomunal y velluda, ausculta en la tarde los
ruidos oblicuos: el trote de los machos; los pasos trémulos; el ensayo de los sapos
antes de dar comienzo al concierto vesperal. Rastreaba la asordinada hilaridad de los
sirvientes y el alerta lejano de los milicianos. Barboteaba la fuente. Plañía su madre
en imagen: «Desventurado, putañero, que marchas hacia el combate. Siete malas
mujeres te esperan, con siete manos de siete puñales, en siete taburetes cojos con
patas de cabra. ¡Tú no vas para ninguna guerra, Martín Esteban de Blanco y Blanco,
vas a revolcarte con hembras, quién sabe de qué pelambre!».
Flamearon sus recuerdos. Se restregó los ojos. Pareció recordar:
La Calle Mayor se deslizaba entre la gente. Desde el campamento de Juan
Francisco de León lanzan cohetes. Piquetes de tropas corren presurosas. Martín
Esteban de Blanco y Blanco, su padre, va en busca de la revuelta. La gente, con
distintos ojos, le cala su perfil de presa. Adusto y absorto marcha el caudillo hacia sus
huestes. La imagen de Jorge Blanco, su padre, lleva encima: piensa en su muerte; en
Fidel ya trasponía los cuarenta años cuando decidió casarse con Genoveva. Su
madre montó en cólera. La madre de Fidel, de noble ancestro, descendida de rango
por dos generaciones de pobreza, cayó fulminada por la apoplejía al conocer la
decisión de su hijo de casarse con Genoveva. En esos días, Pedro Miguel de Herrera
y Mesones vencido por el atractivo de Marína de las Mamas Liendo, la hija del
esbirro de Cañas y Merino y de la hermana de Feliciano, casó con la nieta de
Salucita, sacudiendo de escándalo a la ciudad y de altivo resentimiento a los
ensoberbecidos mantuanos, quienes para expresar su protesta por aquel exabrupto
ordenaron solemne funeral por el hermano muerto.
—Mi caso no es menor —clamaba la madre de Fidel momentos antes del ataque
— que el de los pobres Herrera. Tanto sacrificio para que mi hijo venga a casarse con
la nieta de Salucita y de la Bruja Cumbamba.
Los Bejarano, íntimos amigos y parientes de Fidel, al igual que Ño Cacaseno,
mostraron sus reservas por la bella hija de Teresona, quien dio claros signos de estar
enamorada de aquel zambo, feo, grandote y reilón.
«Eso fue lo que lo perdió» —se dijo Martín Esteban en el momento en que cuatro
mozalbetes gritaban:
—¡Abajo los vascos! ¡Viva Juan Francisco de León!
¡Qué hembra tun espléndida y particular era la Antonia!
—¡Viva Venezuela! ¡Mueran los españoles!
¡Qué cutis, aroma y color!
Corre Largo cruza el puente sobre el Catuche.
¡Su boca era de pomagas!
Corre Largo brioso se mete al agua. El río tira fuerte hacia abajo. Resopla y puja
la bestia. Pierde el piso. Martín Esteban clava con maña la espuela. «¡Arre, arre!». Es
Jorge Blanco se persigna ante el recuerdo. Las aguas del Anauco, por donde se
fue su hijo, rielan ante el sol del atardecer.
Al mes de la muerte de Nicolás García, y ya enterrado el desdichado Domingo
Marcelino, José Juan le refirió lo que el Hombre Santo del Valle le dijese en secreto
de confesión.
—Cuando Don Nicolás al retorno de su exilio atracó en La Guayra —decía José
Juan— se dio cuenta de que odiaba a nuestro padre tan fuerte como al principio.
Angustiado, decidió darse un tiempo antes de regresar a Caracas. Con ese propósito
se dirigió a su hacienda de Camurí. Cruzando Naiguatá se encontró a Ño Miguel.
—Ella no está loca —le dijo Salú a Clara Rosa—, está poseída por un loa
maligno que la hace delirá. Déjame a mí.
Melchorana luego de todo un mes en que Salú vivió y durmió con ella, volvió a la
razón. Aunque no era la misma, ya que arrastraba una indiferencia desdeñosa y
arrebatada, era tan sensata como antes y misteriosamente rejuvenecida.
Aunque no disparataba, su laconismo, su aire indiferente y distraído, le dieron a
Jorge la sensación de que algo malo y diabólico escondía Melchorana.
Hasta ese punto alcanzaba la brujería de Salú —se dijo Jorge Blanco—. En esos
tiempos fue mi viaje a España. El día que bajamos al puerto para tomar el barco,
estaba anclada en la rada la nao de Bocagrande, el negrero.
—Ved esta maravilla de negra haitiana —voceaba con su palabrería y gracia
inolvidable—. Virgen y sana como la parió su madre. ¿Cuánto dan por ella?
—Doscientos pesos.
—Doscientos diez.
—¿Quién dijo más? ¿Quién dijo más? —preguntaba con su vozarrón a la multitud
el pirata genovés. Y como no hubiese más respuesta, sentenció:
—Otorgada al señor.
En eso vi llegar a Salú y a Melchorana, que realmente estaba de lo más
buenamoza. A pesar de lo caído del catre que siempre he sido y más en esa época, me
di cuenta de que Melchorana veía realmente con gula a un negro joven muy hermoso
que, como luego averigüé, era un gran sacerdote vudú llamado Pedré.
Melchorana compró al negro y se lo llevó a Camurí con propósitos evidentes de
licencia. Los negritos orgiásticos, ante el nuevo semental, rieron sardónicos. Cual era
de suponer de esclavos que ya eran amos de su dueña. Encima de perezosos y
ladrones, eran irreverentes hasta la avilantez, palmeándole las nalgas o arremetiendo
voluptuosos cuando se les antojaba. Melchorana temblaba de sólo pensar que alguien
A Salucita y a Pedré los hallaron semanas más tarde por los alrededores de
Curiepe. Como Melchorana había muerto, no les quedó más camino que preferir la
oferta de Ascanio. Al negro lo asesinaron y a Salucita se la devolvieron a su legítimo
amo, quien para compensar su viudez se excedió más que nunca en sus amabilidades
y lisonjas.
A los ocho meses Salucita parió una niña negra, a quien llamaron Salustia, la que
habría de ser luego mi hermoso regalo del Ayuntamiento.
—No me gusta —bramó Salucita al ver a su hija.
—Sucia, mala madre —le gritó con rabia Salú—. Tu hija es nieta del gran
Makandal: lleva sangre de reyes y hungas.
—Reyes que no cuentan; de haber sido yo más blanca estaría con Dios Padre.
—Ingrata —díjole Salú—. Cuán pronto olvidas al hombre amado.
—Yo no lo amé. Yo no quiero nada con los negros. Estaba bajo el influjo de su
brujería; mi padre era blanco. Odio que seas mi madre.
Salú enloquecida le gritaba:
—¡Malditos sean los mulatos! Odian siempre a su madre. En mala hora me preñó
El día de San Juan, como todos los años, el mismo grupo de mantuanos fue en
tropel a la casa de Juan de Ascanio para celebrar su santo patrono.
Ascanio estaba ese día de particular buen humor y era un surtidor de puyas y
picardías. La conversación quedó centrada por la locura de Juan Sosa, quien decía en
medio de disparates que había visto salir a medianoche del cementerio de los
canónigos, a una horrible mujer con la cara carcomida por la muerte. Todos rieron
con excepción del viejo Lucas Lovera Otáñez:
—No es cosa de reírse, yo también la vi: hará cosa de dos meses.
Juan de Ascanio tuvo una ocurrencia:
—¡Salú! —clamó—. ¡Ven acá!
La negra con su caperuza se dibujó en la puerta del comedor.
—Quítate la caperuza para que te vean los amigos.
Entre gruñidos se echó hacia atrás, negándose a obedecer.
Ascanio montó en cólera y de un manotazo le arrancó el capuchón.
Un grito de terror y de asco salió de los comensales. Lovera Otáñez se desmayó.
Juan de Mijares vomitó el mondongo.
Luego de aquella escena, Salú cayó en el estupor. Su nieta Salustia, luego de
quince años, era tan bella como Salucita, quien, como se supo luego, se casó en
«Ya nadie recuerda el nombre de Salú —se dice Jorge al releer por centésima vez
el capítulo sobre Nicolás y Melchorana—. Todos hablan de la Bruja Cumbamba,
azote de los niños sin bautizar y de las mujeres adúlteras. Son innumerables quienes
la han visto volar sobre su escoba de palma, y en los últimos treinta años, que yo
sepa, son más de diez las personas que aseveran haberse encontrado cerca del
Cementerio de los Canónigos a una mujer de muy gentil prestancia y seductores
meneos, cubierta con una caperuza. Todos imaginaron que era una mujer con dueño,
que para darse gustos ocultaba su identidad. Pero al llegar al lecho del río, a donde
En el patio de la Ceiba el loro real dice «Ave María» y por la calle empedrada
pasa un carretón.
—¡Hambre tengo! —se dice en alta voz.
—La bendición padrino —saluda Mojón de a Ocho.
Jorge no tiene tiempo de reñirlo por llegar a deshora.
Tras su saludo entró Ño Cacaseno, sombrero en la mano. —¡Mire la sorpresa que
le tengo! —añadió Mojón de a Ocho dando un vistazo al voluminoso bulto que
hacían los legajos secretos sobre el escritorio.
Jorge sonrió ante la presencia de su administrador.
—Ni que me hubieras adivinado el pensamiento. Pensaba embarcarme para Cata
pasado mañana.
Amo y mayordomo, junto a la puerta, cruzan saludos e informaciones. Sobre el
escritorio, La Historia Secreta de Caracas. Mojón de a Ocho curioso se acerca al
mueble.
—¡Cónfiro! —dice al leer el título.
Jorge Blanco alcanza a verlo. Mojón de a Ocho disimula. —Anda a la cocina —
grita Jorge con inusitada aspereza— y dile que nos preparen desayuno a Cacaseno y a
mí.
Mojón de a Ocho vio caer la tarde en Cata desde su chinchorro. Un negro puso a
su lado un cofre de cobre macizo, oxidado por el salitre.
—¿Y esto qué es, hombre de Dios?
—Párese ay, compañero —le respondió el viejo en tono de propuesta—. Primero
vamos a hacer negocios. ¿Cuánto me das por esto?
José de Jesús hizo un gesto desabrido.
—No, oh, negro, eso no vale ni tres reales. ¿Quién te va a comprar ese perol?
—Yo sé que no vale nada y hasta con los tres reales que mientas me conformo,
pero tengo el palpito, por más que yo no sepa leer, que algún valor deben tener los
papeles que están dentro. Los hijos míos se lo encontraron hace meses al pie de
aquella mata de coco mientras hacían huecos buscando cangrejos.
José de Jesús se incorporó sacudido por un presentimiento. Dentro del cofre había
una bolsa de cuero embetunada con más de mil cuartillas con la inconfundible letra
de Don Jorge Blanco. Era la tantas veces buscada Historia Secreta de Caracas. Los
folios restantes, a duras penas descifrables, parecían decir: A mis hijos, para que
conozcan la verdadera historia de lo que pasó en Santiago de León desde que yo vine
al mundo en mayo de 1569, hasta este maldito año de 1626 en que murió mi hija
Gabriela. Por Diego García, hijo bastardo de Francisco Guerrero (a) el Cautivo.
Mojón de a Ocho sin cuidarse ya del viejo que lo miraba sonriente, comenzó a
leer:
Buena parte de las cosas que aquí se cuentan las escuché directamente de mi
madre Doña Ana María Mijares, quien se las oyó relatar a su vez y repetidas veces a
A mi padre se le fue la mano con la mujer del prójimo —se dijo Don Juan Manuel
mientras Doñana, su hija, y Juana la Poncha, simulaban examinar el piojillo que le
había caído al limonero—. Nunca podré olvidar aquella tarde. Estaba muchacho y
recién llegado de España. Paseaba con Juan Vicente por el Silencio. Las callejuelas
estrechas, la gente mucha. La bulla enorme. A duras penas avanzaban los caballos.
Titilan los ojos acuosos de Don Juan Manuel y se quedan límpidos y claros como
el cielo de julio.
Vocinglera rueda la grita por el barrio alegre del mal vivir. Mujeres de todas las
castas, pintarrajeadas, se agolpan en los balcones, en los zaguanes, desgranando
ofertas y cuchufletas.
—¡Ay, que catirito tan bello! —zumba una mulata flaca al ver a Juan Manuel.
Juan Manuel la ve con indiferencia, al igual que al mujerío que lo sisea y lo llama
a gritos.
Una chica de piel mate y facciones finas lo salpica con sus meneos.
Sus ojos se iluminan. Saluda galano.
La chica, que es del oficio, para sorpresa, luego de verlo con odio, desapareció en
el zaguán.
—Ten cuidado —le observó Juan Vicente—. Esa es Martíniana, tu hermana.
—¿Mi hermana? —preguntó chirriante—. ¿Mi hermana de puta? ¿La hija de
Antonia y mi padre? —insistió aun sin creerlo.
—La misma, chico. Al igual que la hija que tuvo de Gabriel Ibarra. Antonia
murió hace dos años y Sacramento Bejarano poco después, agobiado por la misma
Yo, por eso —se dijo con particular énfasis Don Juan Manuel— he sido muy
responsable al sembrar mi simiente. Fuera de mis hijos legítimos nadie puede
avergonzarme por un mal encargo; ni elegí mujer que no fuera la adecuada y eso que
me sobraron para casarme en este viaje nupcial que hice a España, acompañado de
Unzaga y Amezaga. Mujeres blancas, pero de modesto origen, se me brindaron en la
fonda. Han podido ser mis esposas guapas y honestas. ¡Pero qué va! De sólo verles
los me erizaba de pensar en la mamadera de gallo que me iban a montar en Caracas.
Por eso aquella tarde sin colores ni arreboles en que me embarqué en dirección a
Santo Domingo, donde haría trasbordo, iba con el propósito de cortarme la coleta en
materia de amoríos para dedicarme sólo a la política y al cuidado de mis nietos.
¿Quién sabía las sorpresas que el destino me deparaba?
De olas y espumas se llenan sus ojos.
La fragata se aleja de las costas de Cádiz. Don Juan Manuel se descubre y dice a
la tierra en lontananza:
—¡Adiós, España, ya nunca más he de volver. He venido a ti a recoger mis pasos
perdidos!
La nao se adentra por un mar encrespado, bajo la luz mortecina de un sol de
invierno. Don Juan Manuel mira hacia el infinito. Una ola lo salpica. Cierra su capa;
sujeta el tricornio.
¡Cuán milagrosa fue la actitud que a último momento Su Majestad asumió para
conmigo! Mi orgullo herido estaba a punto de lanzarme en brazos de los que piensan
que llegó la hora de independizarnos. La rabieta que cogí aquella noche en el Teatro
Real me tenía decidido. Esa misma noche escribí a Miranda para que contase
conmigo. En la mañana, sin embargo, me desperté lleno de angustia ante mi decisión.
No por lo que pudiera pasarme a mí, sino que el efecto que tendría sobre cientos de
miles de personas. ¿Era lo mejor o lo peor tratar de seguir el ejemplo de los inglesitos
del norte? Nuestros actos no repercuten en el vacío. Todo hombre es responsable de
su tiempo y máxime los que como yo, somos los dueños y los amos de un mundo.
En la tarde del mismo día llegó a Cata. Más de cuatro años tenía sin ir a la finca.
Apenas llegó sintió un aire levantisco. Los negros agachaban menos el lomo; se
sonreían en su presencia; no saludaban como era debido, algunos hasta tardaron en
arrodillarse.
—Todo esto es obra de José Leonardo —le susurró un negro viejo refiriéndose a
un calpamulato que hacía de caporal—. Es el macho de tu hacienda y de los
alrededores. Si no le pones cuidado aquí va a pasar lo de tu bisabuela Juana
Francisca.
José Leonardo era un zambo alto, fuerte y sombrío que saludaba entre dientes.
Esa mañana Juan Manuel no pudo contenerse y le reclamó imperioso su desenfado.
El caporal de espaldas se encogió de hombros y siguió su camino entre una sonrísilla
cómplice del peonaje.
—¡Carrizo! —gritó Juan Manuel— párese ahí que a mí no se me responde de esa
manera.
Sin ocultar su desdén le dijo el zambo:
—Pues va a tener que acostumbrarse Su Merced. Nuevos tiempos soplan y
resoplan.
Juan Manuel empuñó su pistola.
—Métanlo en el cepo —ordenó.
Los esclavos vacilaron. Repitió la orden tembloroso y con la faz encendida. Nadie
hasta entonces lo había visto tan enardecido.
Luego de hacerle dar cuarenta latigazos, el doble de lo señalado por la ley,
sentenció:
—Y ahí me lo dejan, a sol y agua.
forzando a la cargadora de mi hijo José Félix, me tiró un tarascón con un puñal, que
si no me esquivo me mata. Puse la queja ante el Gobernador y ahí lo tienen, viviendo
tranquilazo en Tucupido. Es que ya nadie respeta ni a la familia. Esto es un relajo.
—Pero los que están peores son los isleños —decía Pedro de Vegas y Mendoza
—. Venía yo por San Francisco el otro día, cuando al llegar al Convento un par de
cagaleches isleños, porque más de dieciséis años no tenían, me impedían el paso,
conversa que te conversa en medio de la acera. Esperé un rato, pero como seguían tan
campantes les grité:
—Carajo, ¡quítenseme del medio o les caigo a bastonazos!. ¡Atrévase para que
vea! —me gritó uno que llaman Rósete—. Le di un verazo… pero el muchacho era
guapo de verdad, verdad. Con decirte que sin levantar una mano para atacarme, ni
tampoco para defenderse, aguantó los otros tres golpes. Cegado por la calentera le
metí un cuarto por la cabeza y cayó sin sentido. Me dio lástima; lo recogí y lo llevé a
mi casa para que lo curasen, junto con el otro muchachito llamado Chepino González.
Tenían un mes el par de carajitos de haber llegado y andaban del tumbo al tambo, sin
oficio ni beneficio. Como necesito guapos para mis haciendas, a uno lo mandé para
mi hacienda de «La Culebra» en Cúa y a el otro para «El Palmar» en Ocumare.[185]
—Yo no sé si te acuerdas de Andrés Machado[186]] —intervino su yerno Femando
Ascanio—, aquel viejo patuleco que tiene añales con la familia y que es más
hembrero que Juan Vicente Bolívar. ¿Pues, qué crees tú que hizo? Ya vas a ver. Hace
como dos meses llegó a La Guayra un portugués con unos diez negros y negras para
la venta. Me llamó la atención una negra, por lo bonita y estirada, y me la compré.
Juan Manuel conociendo los apetitos ancilares de su yerno, le dirigió una mirada
de reproche. Femando Ascanio, azarado, prosiguió:
Vuela el manto de nata de sus ojos saltones, acuosos, azules. Huye la panza. Se
borran los sarmientos.
El Gran Amo del Valle lleva en las pupilas la imagen de Genoveva, la mujer de
Fidel Guerrero, el que nunca regresó, al igual que Mojón de a Ocho y el hermano de
Sacramento Bejarano. ¡Pobres! ¿Pero quién los manda a pendejear? Genoveva a los
veintitrés años, rica, viuda y guapa, era un botín. Abrumada por la muerte de Fidel, se
dedicó por entero a su hijo Alirio.
Luis Manuel.
Juan Manuel ebrio en su palanquín de mano, se bambolea con sus gorgueras, con
sus creencias, con sus ideas. Las voces de sus amigos estallan como fruto de habillo:
—¡Llegó el momento!
—¡Luego será imposible!
—Vendrá la guerra. Los esclavos matan siempre a sus dueños.
Yo soy Mojón de a Ocho. Voy a morir de hambre y de sed. Los vascos trataron de
huir. Tras esta roca está el tesoro de Morgan.
Martín Eugenio, su cuñado, entregó a Juan Manuel la carta que Juan de Dios
Roscio le dictase en el momento de morir.
—Me hizo prometer que no te la entregaría antes de cinco años. Su propósito,
según me dijo, no era vengarse, sino hacerte conocer la verdad, pues como él mismo
decía: «De la ignorancia nace la soberbia…».
A cada pliego que Juan Manuel leía fueron acentuándose los surcos de su cara. Al
terminar su lectura, era un anciano amarillento.
Don Juan Manuel tambaleante salió al patio. Juana la Poncha con voz de asombro
que pretendió hacer de guasa, le dijo:
—¿Y a ti qué es lo que te ha pasao, que tienes esa cara de hicaco? Anda a lavarte
y a vestirte, que el bautizo es para las diez de la mañana y vas a llegar tarde.
Don Juan Manuel desencajado sube a la silla de mano.
—A Catedral —ordena a los portadores.
Cerró las cortinillas y recostó la cabeza en el espaldar.
—Por lo que pesa —afirmó Matacán— ya no es un Amo del Valle.
—Dios mió —clama—. Cuán grande es mi pecado y cuán horrible mi culpa.
Cuán amargo el saber.
La silla avanza; los negros bufan; los negros sudan. Don Juan Manuel de Blanco
En medio del estruendo, entre los cantos y los gritos de las caballerizas de la
bestia loca, Juan Manuel antes de entrar a Monguibel oyó la voz de Juan Félix de
Aristeguieta:
—Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: Simón
José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios.[201]
nombre del Rey, invade Venezuela por Coro, dando fin a la Primera República
(julio de 1812). El zambo Palomo se caracterizará, durante la dominación de
Monteverde, por su odio a la clase patricia, sometiendola a toda clase de
vejaciones. <<
quien seguramente alude el autor, fue uno de los más feroces e implacables jefes
realistas. (Nota del Editor1) <<