Oriental
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Jean Bottéro
En: Bottéro, Jean, et Al., Introducción al antiguo Oriente; de Sumer a la Biblia, Barcelona, Grijalbo-Mondadori, 1996,
págs. 106-125.
Lo mismo que los imperativos y los ritos del comer y el beber, el amor y la sexualidad que la gobierna están inscritos en
nuestra naturaleza profunda y original. Cada cultura les ha reservado un lugar privilegiado, presentándolos a su manera.
Ahora bien, al igual que desconocemos cómo era la cocina de nuestros antepasados prehistóricos, nunca sabremos
cómo hacían, y sobre todo cómo valoraban el amor. Las imágenes que nos han dejado son ambiguas y difíciles de
interpretar. Sólo una documentación escrita podría proporcionarnos un conocimiento detallado y sin ambages.
Junto con el antiguo Egipto, la antigua Mesopotamia fue el primer país que conoció y utilizó la escritura, de la que nos ha
dejado, entre 3000 a.C. y principios de nuestra era, un enorme montón de muestras: cerca de medio millón de tablillas,
que abarcan todos los «géneros literarios», desde las cuentas más prolijas y puntillosas hasta creaciones de una
fantasía desenfrenada. Sería sorprendente que en esta enorme maraña, en la que los asiriólogos llevan hurgando un
siglo, no halláramos, entre otros tesoros, material para hacernos una idea de la vida sexual y amorosa de los
antiquísimos habitantes de un país donde, a caballo entre el IV y el IÍI milenio, nació la primera gran civilización
realmente merecedora de este nombre: compleja y refinada en todos los aspectos de la vida.
Aunque los mesopotámicos desconocían muchos de nuestros «tabúes» acerca del sexo y su uso, en cambio, a
diferencia de nuestros contemporáneos, no eran muy amigos de contar sus preocupaciones, capacidades y proezas en
este terreno, al menos por escrito. Les parecían demasiado naturales como para que valiera la pena disertar sobre ellas.
Por lo demás, incluso en la parte más personalizada de su literatura (su correspondencia) parece como si tuvieran un
extraño pudor respecto a sus sentimientos más íntimos: no encontramos en ella ninguna declaración de amor, ni
siquiera un desahogo o una muestra de ternura. Estos sentimientos sólo aparecen en contadas ocasiones, sugeridos
más que expresados. Como en esa carta en la que la reina de Mari, hacia 1780 a.C., le desea a su esposo que está en
campaña que regrese lo antes posible a su hogar, «tranquilo y satisfecho», y le dice que se ponga las prendas de lana
que le ha hecho y le envía por el mismo correo. O en ese billete desesperado de una joven que, en la misma época, le
anuncia a su marido la muerte, a los siete meses de embarazo, del niño que llevaba «en su vientre», y su propio miedo a
morir, de enfermedad o de pena, abandonada por todos y lejos de su esposo, a quien ansía volver a ver pronto.
Así pues, aunque de su herencia literaria no cabe esperar muchos descubrimientos sobre las experiencias, dichas y
dramas personales deparados por el amor -sentimiento, pasión o simple diversión-, hay material suficiente para que
podamos vislumbrar cómo lo entendían estos viejos antepasados nuestros, cómo lo practicaban, y muchos de los
placeres y penas que aportaba a sus vidas. Además, como imaginaron a sus dioses semejantes a ellos, pero en grado
superlativo, muchas de las obras que tienen como protagonistas a estos altos personajes nos informan igual de bien, o
mejor, que si se tratara de simples mortales. Más adelante veremos algunos ejemplos significativos.
En Mesopotamia, lo mismo que en nuestras sociedades, los impulsos y las capacidades amorosas fueron canalizados
tradicionalmente por la presión colectiva para preservar lo que se consideraba la célula del cuerpo social, la familia, y
asegurar su continuidad. La vocación innata de todo hombre y de toda mujer, su «destino» , como se decía (haciéndolo
depender de una voluntad propia de los dioses), era el matrimonio. Y se consideraban marginados, destinados a una
vida lánguida y desdichada, «el joven que permanece solitario [...] por no haber tomado mujer, ni criado hijos, y la joven
[que no ha sido] ni desflorada, ni preñada, [a la que] ningún marido ha soltado el broche de su vestido y separado la
ropa, [para] estrecharla entre sus brazos y hacerle probar el placer, [hasta que] sus pechos se hincharan de leche [y] se
convirtiera en madre».
Este matrimonio, por lo general monógamo, se celebraba muy pronto, concertado por los padres de los futuros esposos
desde la infancia de estos últimos o a veces incluso antes de su nacimiento, aunque se esperaba a que la esposa fuera
núbil para reunirlos. Entonces ella dejaba a su familia para «ser introducida en la casa paterna de su esposo» , donde
vivía hasta la muerte, a menos que fuera estéril a incapaz de cumplir su función esencial: en este caso, el marido podía
repudiarla. Nada explica mejor hasta qué punto la vocación y la unión matrimonial estaban «sometidas» a la formación
de una familia, a la procreación, a la educación de los hijos y a la supervivencia de la comunidad.
Pero esta institución no bastaba para agotar, por así decirlo, todas las posibilidades amorosas, como se advierte, para
empezar, por la facultad otorgada al hombre, de acuerdo con sus fantasías y sus posibilidades económicas, de tener en
su casa una o varias «segundas esposas» o concubinas. Pero se advierte sobre todo por los numerosos « accidentes de
viaje», aventuras o dramas conyugales citados aquí y allá en los manuales de casuística de la jurisprudencia erró-
neamente denominados «códigos de leyes», en los textos de procedimientos judiciales y en los tratados adivinatorios,
cuyos presagios hablan en realidad de situaciones vividas. En ellos aparecen hombres que abordan a las mujeres «en
plena calle» para seducirlas o violarlas, o se acuestan con ellas en secreto, sean casadas o solteras, corriendo el riesgo
de ser sorprendidos por el marido, el padre o testigos molestos. Aparecen también mujeres que van de picos pardos y
dan que hablar, otras a las que se considera «fáciles» , otras que engañan a sus maridos, descaradamente o a
escondidas, mediante los buenos oficios de amigas complacientes o alcahuetas, otras que abandonan su hogar «hasta
ocho veces» o que se hacen prostitutas, y otras, por último, que se libran de sus maridos con intrigas y denuncias, o
asesinándolos por encargo o personalmente...
Cuando se descubrían estas faltas, los jueces las castigaban severamente, incluso con la pena de muerte. Las de los
hombres en la medida en que suponían un grave perjuicio para terceros, y las de las mujeres porque podían socavar
seriamente la cohesión de la familia, aunque se cometieran en secreto. Además, en un país de arraigada cultura
patriarcal, el hombre era, de pleno derecho, dueño absoluto de su mujer, al igual que de sus sirvientes, su ganado y sus
bienes. Al parecer, esta posición de principio, común a los semitas antiguos y modernos, estaba bastante atenuada en
Mesopotamia, no sólo por una concepción más liberal de la condición femenina -quizá heredada de la influencia arcaica
de los sumerios-, sino también por el hecho de que entonces como en todas las épocas, y en ese país como en todas
partes, nadie logró impedir que las mujeres se salieran con la suya y, a la chita callando, manejaran a los hombres.
Ni siquiera los dioses se libraban de estas desventuras. En un mito sumerio, el dios Enlil espía a la diosa Ninfl, se lanza
sobre ella, la viola y la deja embarazada, y los otros dioses, indignados por esta fechoría, terminan expulsándole; sin
embargo, eso no le impide hacerlo de nuevo. Inanna, hija del dios An, es violada por el jardinero de su padre, según otro
mito sumerio, mientras que en su traducción al acadio es ella la que le provoca desvergonzadamente, en términos muy
claros, y ante su resistencia lo convierte en rana. En la famosa Epopeya de Gilgamesh, en lengua acadia, la misma
diosa se ofrece con la misma falta de pudor al héroe que vuelve triunfante de su expedición al Bosque de los Cedros,
pero él, que no quiere caer en las garras de esa desvergonzada, le echa en cara la lista de los numerosos amantes a los
que ella ha abandonado y maltratado después de aprovecharse de ellos.
EL AMOR «LIBRE»
Esta situación explica que, junto al amor «sometido» a las necesidades de la sociedad, hubiera lugar para el llamado
amor «libre», practicado libremente por cada cual para su propio placer. Con el fin de que no perjudicara a nadie, corría
a cargo de «especialistas», que ejercían lo que hoy llamaríamos prostitución. Dados los gustos y las costumbres de la
época y el país, según los cuales el amor no era necesariamente heterosexual, estos empleados del amor «libre» eran
de ambos sexos. Pero a diferencia de lo que ocurre entre nosotros, es muy probable que su oficio tuviera un carácter
religioso. No sólo participaban como tales en ceremonias litúrgicas, sobre todo en ciertos santuarios, sino que se les
había atribuido como patrona y modelo a la diosa llamada Inanna en sumerio a Ishtar en acadio, la más destacada del
panteón, en el cual tenía el título de «hieródula»: prostituta sobrenatural. Ya hemos visto algunas de las licencias que
este papel le permitía...
A juzgar por las múltiples denominaciones que conocemos de ellos, pero que, en su mayor parte, no nos dicen gran
cosa, los prostitutos y las prostitutas se agrupaban en distintas categorías y corporaciones, sin que podamos saber
cuáles eran las diferencias y especializaciones. Una de ellas, de acuerdo con su designación («ishtarianas») estaba
vinculada más directamente a la persona de Ishtar; otra («consagradas») estaba en contacto más directo con e mundo
religioso. Entre los hombres, algunos debían de ser no sólo homosexuales, sino también travestidos. Incluso los había
-¡no hay nada nuevo bajo el sol!- con nombre de mujer, y si hemos de creer a un asombroso texto oracular, podían
hacer el papel de esposas, y hasta de parturientas...
Al parecer, estos oficiantes del amor «libre» eran numerosos, sobre todo en algunos templos. El bueno de Herodoto (1,
199) se equivocó al respecto: sorprendido al ver a tantas personas que subastaban sus servicios, creyó que se trataba
de «todas las mujeres de país» , obligadas por «una vergonzosa costumbre» a prostituirse por lo menos «una vez en la
vida»... Les trataban como a seres marginales, relegándolos a la frontera del espacio socializado de la ciudades, en la
zona de las murallas, y parece que no gozaban de protección contra los malos tratos, las vejaciones y el desprecio Un
mito en sumerio nos sugiere el motivo: todos ellos habían «malogrado su destino» específico; las mujeres, el de tener un
solo marido para darle hijos, y los hombres, el de desempeñar el papel masculino en el amor.
Este desprecio por las personas al servicio del «amor libre» no impedía que este último, como actividad humana, fuera
muy estimado y se considerase una prerrogativa esencial de lo que hoy llamaríamos la cultura refinada. Otro mito en
sumerio nos lo explica sin ambages, y tenemos la prueba de ello en la historia de Enkidi el futuro amigo y camarada de
Gilgamesh, al principio de la Epopeya que lleva el nombre de este héroe. Nacido y criado en la estepa, con las fieras por
única compañía, este salvaje, este «bello animal», descubre el amor verdadero -no un amor bestial, sin con una
auténtica mujer, experta y lasciva- gracias a una prostituta que le han enviado para seducirle.
«Ella dejó caer su faja / y descubrió su vulva, para que él pudiera gozar de ella. / Atrevidamente, ella le besó en la boca
("le tomó el aliento") / y arrojó su ropa. / Entonces él se tendió sobre ella, / ella le enseñó, a ese salvaje, / lo que puede
hacer una mujer, / mientras con sus caricias él la engatusaba» / (Tabl.1, columna IV, 16 ss.)
Después de «siete días y siete noches» de abrazos, él está completamente subyugado por esta hechicera y dispuesto a
seguirla a cualquier parte. Entonces ella consigue que deje su estepa natal y a sus camaradas animales, que por otra
parte ahora le rehuyen, y le lleva a la ciudad, donde, gracias a ella, Gilgamesh «se hace un hombre, un hombre cabal,
culto y civilizado». El amor «libre» le ha sacado de la naturaleza y le ha introducido en la cultura. ¿Acaso hay una forma
mejor de resaltar hasta qué punto se estimaba uno de los privilegios de la civilización refinada, esa posibilidad de ejercer
libre y plenamente con la ayuda de «expertos» nuestras capacidades amorosas innatas?
Huelga decir que, por lo que sabemos, el ejercicio de esta prerrogativa no estaba limitado por ninguna prohibición
explícita, ni por ninguna inhibición más o menos consciente. Hacer el amor era una actividad natural, ennoblecida
culturalmente en la misma medida que el comer, exaltado por la cocina. No había motivos para sentirse inferior,
menoscabado o culpable ante los dioses al practicarlo de la manera que fuese, siempre que al hacerlo (como es de rigor
en una sociedad tan organizada) no se perjudicara a terceros o se infringiera alguna de las normas que regulaban la
vida diaria. Por ejemplo, en unos días determinados (el 6 del mes de Tashrit -septiembre-octubre-, por citar uno), se
desaconsejaba o prohibía hacer el amor, no sabemos por qué. Otro ejemplo: parece que algunas mujeres estaban, de
alguna manera, «reservadas» a los dioses, totalmente o en parte, y era una falta grave acostarse con las primeras o
dejar embarazadas a las segundas. Aparte de estas prohibiciones, la práctica del amor no planteaba ningún problema
«de conciencia» , y los propios dioses estaban dispuestos a contribuir a su éxito, si se lo pedían con los ritos adecuados.
EL AMOR-SENTIMIENTO
Esto ya sobrepasa el simple erotismo y nos introduce en el ámbito del amor-sentimiento. A este respecto, los
documentos «técnicos» de las tablillas 103 y 104 no nos dicen gran cosa. Es en la literatura propiamente dicha, y sobre
todo en la poesía, donde podemos encontrar algunos ecos de los suspiros, de los arrebatos, del fuego, de la dulzura, de
la ternura, y a veces de las tormentas y el furor que reflejan el apego visceral «al otro», la irresistible necesidad que se
tiene de él: el verdadero amor del corazón, que desde luego puede despertar el erotismo y apoderarse de él, pero en
realidad no lo necesita para existir y, de cualquier forma, lo anima y lo convierte en algo noble y a la altura del hombre.
Hay pocos poemas y cantos de amor «profanos» en lo que nos ha llegado de la literatura mesopotámica. Pero la única
obra que poseemos, de unas 150 líneas, de las que se conservan las dos terceras partes, es muy notable. Compuesta
hacia 1750 a.C. en un acadio arcaico y sumamente conciso, con un vocabulario particular y a menudo oscuro, llena de
rasgos que, después de 38 siglos, nos resultan incomprensibles, está dividida en «estrofas» cortas, que constituyen los
elementos de un diálogo entre dos amantes. Por lo menos queda claro que todo sucede sólo en el plano de los
sentimientos y el corazón: ¡no hay la más mínima alusión al sexo, el menor erotismo! El tema es sencillo: la amante
sospecha que su amado siente debilidad por otra. Se queja de ello, expresa su amor, que florece naturalmente con unos
celos tiernos y vehementes a la vez. Pero se muestra convencida de reconquistar al infiel con su lealtad. Veamos, a
través de las estrofas, cómo se expresa:
«Te seré fiel, / pongo por testigo a Ishtar-la-Soberana: / mi amor prevalecerá, / y se quedará confundida esa mala lengua
[su rival]. / ¡A partir de ahora me pego a ti / y compensaré lo amor con el mío! [...]
«¡No, ella no lo quiere! / ¡Que Ishtar-la-Soberana la confunda / y que pierda, como yo, el sueño, / y se pase las noches
desquiciada y agobiada! [...]
«¡Sí! ¡Besaré a mi querido: / le daré besos / y no dejaré de comérmelo con los ojos! ¡Así venceré a mi rival; / así
recuperaré a mi bien amado! [...]
» ¡Porque es lo hechizo lo que busco, / es de lo amor mi sed!»
Frente a estas declaraciones conmovedoras y ardientes, el amante no hace un papel muy digno. Como todos los
hombres en estos casos -¡y como se ve, desde la noche de los tiempos!-, se limita a las negativas malhumoradas, que
no desaniman a su interlocutora:
«¡No digas nada! / ¡Basta de palabrería! / ¡No hay que hablar para no decir nada! / ¡No, yo no lo miento! / ¡En verdad, es
atesorar viento, / esperar seriedad de una mujer! [...]
«¡Más que tú, yo recuerdo / tus antiguas astucias! / Pero ahora ya hemos despertado [de nuestro sueño] / ¡Sin embargo,
yo no siento en mi corazón / la menor ternura por ella [la rival de marras]! [...]
«No creas lo que lo repiten: / que ya no seas la única a mis ojos. / ¡Pero, si quieres saber la verdad, / tu amor ahora
sólo es para mí / un trastorno y una molestia! [...]»
Sin embargo, vencido por la fidelidad, la discreción y la ternura de su enamorada, al final vuelve con ella, como ella
esperaba:
«¡Sí! ¡Tú eres la única que cuenta! / ¡Tu rostro es tan bello como siempre! / Es como antes, / cuando me estrechaba
contra ti / y tú reposabas lo cabeza sobre mí. / ¡Ya sólo lo llamaré "encantadora", / y "sensata" será lo único título para
mí! / ¡Que Ishtar sea testigo: / a partir de ahora lo rival será nuestra enemiga!»
Se trata, repito, de un documento único, y tiene un interés especial que se dedique a exaltar el amor puro y
desinteresado de una mujer, a la vez que arroja algunas sombras sobre el amor del hombre a quien ama. En un
catálogo de finales del II milenio antes de nuestra era tenemos la prueba de que se escribieron y difundieron muchos
otros poemas o cantos de amor parecidos -pero, desde luego, no todos con el mismo sentido-, aunque el azar no los ha
conservado o los arqueólogos aún no los han exhumado. En este catálogo se reúnen por su «título» (sus primeras
palabras) cerca de 400, de los que nos ha llegado la cuarta parte. Son unos títulos muy elocuentes. Veamos algunos de
ellos, que forman un hermoso cuadro de los sentimientos amorosos:
«¡Vete, sueño! ¡Deseo estrechar entre mis brazos a mi querido!»
«¡Cuando me hablas, me ensanchas el corazón a más no poder!»
« ¡Ah! Cuando te guiñe el ojo derecho...»
«¡Aquí me tienes, enamorada de tus encantos!»
«No he pegado ojo en toda la noche. / ¡Sí, he estado toda la noche en vela, querido!»
« ¡Qué suerte! ¡El día sólo me ha traído buenas noticias!»
«Una que no se puede medir conmigo se empeña en suplantarme...»
«¡Es para esta noche! ¡Para esta tarde!»
«¡Qué encantadora, qué bella es!»
«¡Ella busca el hermoso Jardín del placer que le vas a dar!»
«¡Así que eres tú, mi cielo, el que prefiere mis encantos!»
«¡Mi pajarilla! ¡Mi tórtola! ¡Gimes como un lamentador!»
«¡Es él, el jardinero del Jardín del amor!»
«¡El corazón de esta muchacha la lleva a divertirse!»
«¡Desde que he dormido pegada a mi querido!...»
Además de estos cantos y canciones de afecto, dicha y pasión, para use de los muchachos y las muchachas en época
de amoríos y amores, el mismo catálogo incluye otros que introducen un toque de devoción en el sector de la poesía
amorosa:
« ¡Regocíjate, Nuestra Señora! ¡Da gritos de alegría!»
«¡Oh, la más sabia entre las sabias, tú que lo preocupas por los humanos!»
« La más temible entre los dioses ¡soy yo!»
«¡Quiero cantar al Rey-divino muy-fuerte, al Rey omnipotente!»
«¿Quién ha de ser mi Reina sino tú, Ishtar?»
La gran mayoría de los poemas y cantos de amor que han llegado hasta nosotros giran en tomo a la diosa que era a la
vez Protectora y Modelo sobrenatural del « amor libre»: Inanna/Ishtar.
EL CANTAR DE LOS CANTARES [A partir de la traducción del hebreo de Jean Bottéro. (N. del E.)]
Sean cuales sean los problemas que plantea a los exégetas y teólogos la presencia en la recopilación bíblica,
esencialmente religiosa, de una obra tan profana como el Cantar de los cantares, en la que no aparece nunca
el nombre ni la persona de Dios y casi no encontramos otra cosa que el amor, o el erotismo, citamos aquí
algunos pasajes, precisamente para ilustrar la expresión literaria de este amor y este erotismo en Israel, un
poco antes de nuestra era. Casi todo el texto se compone de monólogos o de diálogos entre una joven y su
amado, a quien en ocasiones llama «Rey»; a veces se dirige también a sus jóvenes compañeras, y hay
momentos en que el tono general recuerda los cantos amorosos de Mesopotamia.
La amada. - (I, 2) Bésame en la boca: / tus caricias son mucho mejores que el vino, /
(3) mejores que tus olores exhalados. / Tu persona es un perfume fragante: /
(4) las doncellas están locas por ti. / ¡Llévame contigo, corramos! / El Rey me ha introducido en su alcoba: /
¡retocemos, gocemos de ti, / prefiramos al vino tus caricias! ¡Ah, con razón se enamoran de ti!
(5) Tengo la tez morena y hermosa, muchachas de Jerusalén, / como las tiendas de los beduinos, / como los
estandartes de los árabes [...].
La amada, (II, 3) Como el manzano entre los árboles del vergel, / así es mi amado entre los [otros] hombres. /
Me gusta sentarme a su sombra / y su fruto es una delicia para mi paladar.
(4) Me metió en una bodega / donde la bandera, enarbolada, es «amor>. /
(5) Dadme fuerzas con pasteles-de-uva, / y vigor con manzanas, / porque desfallezco de amor: su mano
izquierda me sostiene la cabeza / y la derecha me ciñe [...] /
(8) ¡Es el ruido [de los pasos] de mi amado! Aquí está, ya llega, / salta los montes / y salva de un brinco las
colinas:/
(9) mi amado es como una gacela / o como un cervatillo. / Mirad: se ha parado detrás de nuestra tapia / y
atisba por la ventana, espía por la celosía. /
(10) Se dirige a mí y me dice: / « ¡Levántate, amada mía! / ¡Ven, hermosa mía!, /
(11) porque ha pasado el invierno, / la lluvia ha cesado y se ha ido. /
(12) En el suelo brotan las flores; / ha llegado el tiempo de la poda / y se puede oír el arrullo de la tórtola. /
(13) Las higueras echan sus higos-flores, / la viña en flor despide su perfume. / ¡Levántate, amada mía! /
¡Ven, hermosa mía! /
(14) Desde lo hueco de la peña, paloma mía, / desde lo escondrijo del barranco, / déjame ver lo rostro, /
déjame oír lo voz, / lo voz [tan] dulce, / lo rostro [tan] hermoso».
El amado. - (IV, 1) ¡Qué hermosa eres, mi amada, / qué hermosa eres! / Tras el velo, tus ojos parecen
palomas, / lo pelo es un rebaño de cabras / bajando por las laderas de Gile'ad. /
(2) Tus dientes son un rebaño de ovejas-para-esquilar / cuando salen del baño: / todas parecen gemelas / y
ninguna está despojada. /
(3) Tus labios son una cinta escarlata / y lo boca es encantadora. / Tras el velo, tus mejillas / son dos mitades
de granada. /
(4) Tu cuello parece la torre de David, / construida en vertiente [?]. / Mil escudos penden de ella, / todos los
escudos de los valientes. /
(5) Tus pechos son como dos cervatillos, / gemelos de una gacela, / paciendo entre azucenas. /
(6) Antes de la primera brisa del día / y de que se vaya la noche / iré a ver[te], [mi] monte de mirra, [mi]
colina de incienso. /
(7) ¡Amada mía, coda eres hermosa, / sin el menor defecto!
(8) Ven desde el Líbano, prometida [mía], / ven desde el Líbano a reunirte conmigo: / acércate desde las
crestas del Amaná, / desde las cumbres del Shanir y del Hermón, / cuevas de leones y cubiles de panteras. /
(9) Me vuelves loco, hermana mía, prometida [mía]: / me vuelves loco con una sola de tus miradas, / con una
sola «perla» de tu «collar>. /
(10) ¡Qué encantadoras son tus caricias, / hermana mía, prometida [mía], / y cuán mejores que el vino son tus
amores, / y los efluvios de tus perfumes, que todos los bálsamos! /
(11) Tus labios, prometida [mía], destilan néctar; / hay miel y leche bajo lo lengua, / y tus vestidos exhalan
[toda] la fragancia del Líbano. /
(12) Hermana mía, prometida [mía], eres jardín cerrado, / un jardín [bien] cercado, / una fuente sellada. /
(13) Los tiernos brotes [que son] tus [miembros] forman un jardín de granados / y de todos los olores más
exquisitos: /
(14) nardo y azafrán, / «caña-perfumada» y cinamomo, / y todos los arbustos de incienso, / y mirra, y zabira, /
con los bálsamos más exquisitos [... ].
El amado, - (VI, 4) ¡Eres bella como la ciudad de Tirsá, prometida [mía], / hermosa como Jerusalén! /
(5) ¡Aparta de mí tus ojos, / que me embrujan! / Tu pelo es un rebaño de cabras / bajando por las laderas de
Gile'ad. /
(6) Tus dientes son un rebaño de ovejas-para-esquilar / cuando salen del baño: / todas parecen gemelas / y
ninguna está despojada. /
(7) Tras el velo, tus mejillas / son dos medias granadas. /
(8) Sesenta son las esposas-reales, / y ochenta las concubinas, / además de doncellas sin número; /
(9) pero mi paloma, mi perfecta, es una sola: / una sola para su madre, / predilecta de su progenitora. / Al
verla, las doncellas la admiran, / las esposas-reales y las concubinas la alaban: /
(10) «¿Quién es esa l que asoma como el alba, / hermosa como la luna, /' brillante como el sol?> [...].
El amado.- (VII, 3) Tu ombligo es una copa redonda: / ¡que nunca le falte vino! / Tu vientre es un montón de
trigo / rodeado de azucenas. /
(4) Tus pechos son como dos cervatillos, / gemelos de una gacela.
(5) Tu cuello es una torre de marfil. / Tus ojos son los estanques de Jesbón, / junto a la
Puerta-de-Bat-Rabbim. / Tu nariz es la Torre del Líbano, / que vigila [hasta] Damasco. /
(6) Como el Monte Carmelo se yergue lo cabeza, / y tus trenzas son como la púrpura: / [hasta] un rey
quedaría prendado de tus rizos. %
(7) ¡Qué hermosa eres, qué bella, / amada mía, qué delicia! /
(8) Tu talle es como una palmera, / tus pechos los racimos: /
(9) treparé a [esta] palmera, [me] he dicho, / para coger sus dátiles. / Tus pechos serán [para mí] como
racimos, / y el aroma de lo boca, como el de las manzanas [...].
La amada. - (11) Pertenezco a mi amado / y su-deseo le lleva hasta mí. /
(12) Ven, amado mío, vamos al campo; / pasaremos la noche en la aldea /
(13) para dirigirnos a la viña al amanecer: / veremos cómo echa brotes, / y sus pámpanos crecen, / y los
granados florecen. / Allí lo concederé mis caricias, /
(14) con el perfume exhalado por las mandrágoras [...].
ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA
Sobre el amor
J. Bottéro, «L'amour libre et ses désavantages», en Mésopotamie. L'écriture, la raison et les dieux, Gallimard, París,
1987, pp. 224-240.
J. Bottéro, Homosexualité (el título está en alemán: Homosexualität, pero el artículo está en francés), pp. 459-468 del
tomo IV del Reallexikon der Assyriologie, De Gruyter, Berlín, 1972-1975.
En las pp. 221-223 del tomo III de la misma obra, R. Labat publica en alemán, con el título Geschlechtskrankheiten, un
artículo sobre las «Enfermedades venéreas» ; ibid., pp. 223-224.
Para los cantos de amor, cf. en especial S. N. Kramer, Le Manage sacré, Berg International, Parls, 1983.
Para los mitos de Ishtar y Dumuzi, cf. Lorsque les dieux faisaient l'homme. Mythologie mésopotamienne, Gallimard,
París, 1989.