Derrida - Sobre Un Tono Apocalíptico Aparecido Recientemente en Filosofía
Derrida - Sobre Un Tono Apocalíptico Aparecido Recientemente en Filosofía
Derrida - Sobre Un Tono Apocalíptico Aparecido Recientemente en Filosofía
ADOPTADO RECIENTEMENTE EN
FILOSOFÍA
Jacques Derrida
Traducción de Ana María Palos, Siglo XXI, México, 1994.
Los Setenta nos legaron una traducción de la palabra gala. Se la traduce como el
Apocalipsis. En griego, apokalupsis traduciría palabras derivadas del verbo hebreo gala.
Me refiero aquí, aun careciendo de autorización, a las indicaciones de André Chouraqui
sobre las que volveré más adelante. Pero debo prevenirles desde ahora: los casos o los
enigmas de traducción de los que me propongo hablar y en los que me embrollaré por
razones aún más graves que mi incompetencia, creo que no tienen solución.
Ése será mi tema. Más que un tema, una tarea (Aufgabe des Übersetzers, acertada
designación de Benjamin) que no podré llevar a cabo.
Jean Ricardou me pidió el otro día, cuando hablábamos sobre la traducción, que me
extendiera algo más sobre lo que yo había esbozado acerca de una gracia concedida más
allá del trabajo, gracias al trabajo pero sin él. Hablaba yo en aquella ocasión de un don
que “hay” (es gibt) pero que sobre todo no hay que merecer, a fin de cuentas, en la
responsabilidad. Hay que traducir y no hay que traducir. Pienso en el double bind de
Yaveh cuando, junto con el nombre de su elección, junto con su nombre podríamos decir,
Babel, él da a traducir y a no traducir. Y nadie, desde entonces, ha podido sustraerse a
esa doble postulación.
Apokalupto fue sin duda un buen término para gala. Apokalupto: yo descubro, yo
desvelo, yo revelo la cosa que puede ser una parte del cuerpo, la cabeza o los ojos, una
parte secreta, el sexo o cualquier cosa oculta, un secreto, lo que hay que disimular, una
cosa que no se muestra ni se dice, que se significa tal vez pero no puede o no debe ser
entregada directamente a la evidencia. Apokekalummenoi logoi: ésas son palabras
indecentes. Se trata pues del secreto y de los pudenda.
La lengua griega se muestra aquí hospitalaria al gala hebreo. Como recuerda André
Chouraqui en su breve Liminaire pour l’Apocalypse de Juan, del que recientemente
propuso una nueva traducción, el término gala aparece más de cien veces en la Biblia
hebraica. Y en efecto parece decir el apokalupsis, el descubrimiento, el desvelamiento, el
velo alzado sobre la cosa: en primer lugar, podría decirse, el sexo del hombre o de la
mujer, pero también los ojos o las orejas. Chouraqui precisa que “se descubre la oreja de
alguno levantándole los cabellos o el velo que la cubre para susurrarle un secreto, una
palabra tan oculta como el sexo de una persona. Yaveh puede ser el agente de ese
descubrimiento. El brazo o la gloria de Yaveh pueden también descubrirse en la mirada o
en la oreja del hombre. En ninguna parte la palabra apocalypse, concluye el traductor
refiriéndose aquí tanto al griego como al hebreo, posee el sentido que ha acabado por
tener en francés y en otras lenguas: catástrofe temible. Así, el Apocalipsis es
esencialmente una contemplación (hazon) [y de hecho Chouraqui traduce lo que nosotros
acostumbramos llamar el Apocalipsis de Juan por Contemplación de Yohanan] o una
inspiración (nebua) visible, un descubrimiento de Yaveh y, aquí, de Yeshua el Mesías.”
Tal vez hubiera sido preciso, y durante un instante lo consideré, extraer o señalar
todos los sentidos que se acumulan en torno a ese gala hebreo, ante las columnas y los
colosos de Grecia, ante la galáctica bajo todas las vías lácteas, las milky ways cuya
constelación me fascinara hace poco. Curiosamente habríamos reencontrado significados
como aquellos de piedra, de rodillos de piedra, de cilindros, de rollos de pergamino y de
libros, de rollos que envuelven o guarnecen, pero sobre todo, y ahí está lo que yo retengo
por el momento, la idea de desnudamiento, de desvelamiento precisamente apocalíptico,
de descubrimiento que deja ver aquello que hasta ese momento permanecía envuelto,
retirado, reservado, por ejemplo el cuerpo cuando se retiran las vestiduras o el glande
cuando en la circuncisión se elimina el prepucio. Y lo que parece ser lo más notable en
todos los ejemplos bíblicos que he podido encontrar y que debo renunciar a exponer aquí,
es que el gesto de desnudar o de hacer ver, el movimiento apocalíptico, es aquí más
grave, a veces más culpable y más peligroso que aquello que sigue y a lo que puede dar
lugar, por ejemplo el acoplamiento. Así, cuando en el Génesis (IX, 21) Noé se embriaga
y se desnuda en su tienda, Cam ve el sexo de su padre; y sus dos hermanos, a quienes les
informa, vienen a cubrir a Noé volviéndose de espaldas para no ver su sexo. El
desvelamiento no es todavía ahí el momento más culpable de un acoplamiento. Pero
cuando Yaveh, hablando a Moisés, declara cierto número de prohibiciones sexuales,
ciertamente parece que la falta recae esencialmente en el desvelamiento que permite ver.
Así, en el Levítico (XX, 11, 17): “El hombre que yace con la mujer de su padre / ha
descubierto el sexo de su padre. / Ambos han de ser muertos / [...] Si alguno tomare a su
hermana, / hija de su padre o hija de su madre, / y viere su sexo, / y ella viere su sexo: / es
un incesto.” Pero la gravedad terrorífica y sagrada de este descubrimiento apocalíptico no
es menor, bien entendido, cuando se trata del brazo de Yaveh, de su gloria o de las orejas
que se abren a su revelación. Y el descubrimiento no sólo abre paso a la visión o a la
contemplación, no sólo da a ver sino también a oír.
Para permitirles resonar por sí mismos, he elegido hablaros más bien de un tono
apocalíptico adoptado recientemente en filosofía. Sin duda he querido así imitar a tenor
de la cita, pero también transformar el género, y después parodiar, desviar, deformar el
título bien conocido de un opúsculo tal vez menos bien conocido de Kant, Von einem
neuerdings erhobenen Vornehmen Ton in der Philosophie (1796). Traducción
consagrada: D’un ton grand seigneur adopté naguère en philosophie. (L. Guillermit,
Vrin, 1975). ¿Qué le sucede a un título cuando se le hace sufrir tratamiento, cuando
empieza así a identificarse con la categoría de un género, en este caso de un género que
viene a burlarse de quienes se dan un género?
Pero también me he dejado seducir por otra cosa. La atención al tono, que no es
solamente el estilo, me parece bastante rara. Es poco lo que se ha estudiado el tono por sí
mismo, suponiendo que tal cosa sea posible y que se haya hecho alguna vez. Los signos
distintivos de un tono son difíciles de aislar, si es que existen en toda puridad, lo cual yo
dudo, sobre todo en un discurso escrito. ¿Qué es lo que marca un tono, un cambio o una
ruptura de tono? ¿Cómo reconocer una diferencia tonal en el interior de un mismo
corpus? ¿En qué rasgos fiarse para analizar, en qué señalización que no sea ni estilística,
ni retórica, ni evidentemente temática o semántica? La extrema dificultad de esta
cuestión, o más bien de esta tarea, se acusa también cuando se trata de filosofía. El sueño
o el ideal del discurso filosófico, de la alocución filosófica y del escrito encargado de
representarla, ¿no consiste acaso en hacer inaudible la diferencia tonal, y con ella todo un
deseo, un efecto o una escena que trabajan el concepto a redropelo? La neutralidad o al
menos la serenidad imperturbable que debe acompañar la relación con lo verdadero y lo
universal, debe garantizarlas también el discurso filosófico mediante lo que llamamos la
neutralidad del tono. En consecuencia, ¿será posible escuchar o detectar el tono de un
filósofo o más bien -pues esta precisión es importante- del que se dice o se pretende
filósofo?
Y si se nos hiciera esa promesa, ¿no nos aprestaríamos a descubrir todos los rasgos
que en un corpus no son aún o no son ya filosóficos, todas las desviaciones lamentables
con relación a la norma atonal de la alocución filosófica?
La expresión de Kant se reviste también del tono que él da, para los efectos que
busca, a su énfasis polémico o satírico. Es una crítica social y sus premisas tienen un
carácter propiamente político. Pero si bien hace irrisión del tono que anuncia la muerte de
toda filosofía, no es el tono en sí mismo el objeto de su burla. Más allá del tono mismo
¿qué es lo que hay? ¿Es acaso algo más que una distinción, una diferencia tonal que
remite, tan sólo como figura, a un código social, a hábitos de grupo o de casta, a
conductas de clase, mediante un gran número de conexiones que no tienen nada que ver
con la altura de la voz o del timbre? Aunque, como acabo de sugerir, la diferencia tonal
no llegue a ser esencialmente filosófica, para Kant no es el hecho de que haya un tono,
una marca tonal, lo que anuncia por sí solo la muerte de toda filosofía. Tal tono es una
cierta inflexión socialmente codificada para decir tal o cual cosa determinada. La altura
del tono que él abruma con sus sarcasmos está siempre a una altura metafórica. Esas
gentes hablan alto, estos altoparlantes alzan la voz pero lo que dicen lo es sólo
figuradamente o por referencia a signos sociales. Kant no hace jamás abstracción del
contenido. No obstante, el hecho está lejos de ser insignificante: la primera vez que un
filósofo se pone a hablar del tono de otros que se dicen filósofos, cuando inaugura este
tema y lo nombra desde su título mismo, es para asustarse o indignarse ante la muerte de
la filosofía. Él lleva a juicio a aquellos que, por el tono que adoptan y los aires que se dan
en el momento de decir ciertas cosas, ponen a la filosofía en peligro de muerte y dicen a
la filosofía o a los filósofos la inminencia de su fin. La inminencia no importa menos que
el fin. El fin está próximo, parecen decir, lo cual no excluye que ya haya tenido lugar, un
poco como en el Apocalipsis de Juan la inminencia del fin o del juicio final no excluye
un cierto “estás muerto”, “¡velad!”, en donde el dictado sigue de cerca a la alusión a una
“segunda muerte” que no esperará el vencedor.
Los que hablan en ese tono, Kant está seguro de que esperan algún beneficio, y esto
es lo que me interesa en primer lugar.
Los mistagogos fabrican una escena, esto es lo que interesa a Kant. ¿Pero en qué
momento los mistagogos entran en escena y, en ocasiones, en trance? ¿En qué momento
empiezan a hacerse los misteriosos?
Así pues fue preciso que el vínculo que liga el nombre de filosofía a su significado
se relajara para que el título filosófico quedara regularmente disponible como un simple
ornamento, un decorado, un aderezo o una vestimenta de gala (Ausschmückung), un
significante usurpado y tratado como disfraz intelectual por ésos a los que Kant llama no
obstante pensadores, y pensadores que se consideran a sí mismos fuera de lo común.
Esas gentes se sitúan fuera de lo común pero tienen en común lo siguiente: se dicen
en relación inmediata e intuitiva con el misterio. Y quieren atraer, seducir, conducir hacia
el misterio y por el misterio. Mystagogein es exactamente eso: conducir, iniciar en el
misterio; ésa es la función del mistagogo o del sacerdote iniciador. Esta función agógica
de conductor de hombres, de duce, de Führer, de leader, lo pone por encima de la
multitud a la que manipula por intermedio de un pequeño número de adeptos agrupados
en una secta o lenguaje críptico, una banda, una camarilla o un pequeño partido con sus
prácticas ritualizadas. Los mistagogos pretenden detentar como en privado el privilegio
de un misterioso secreto (Geheimnis es la palabra que reaparece más a menudo). La
revelación o el descubrimiento del secreto se lo reservan ellos, ellos lo preservan
celosamente. Los celos son aquí un rasgo mayor. No lo transmiten jamás a otros en el
lenguaje corriente, sólo por iniciación o por inspiración. El mistagogo es philosophus per
initiationem o per inspirationem. Kant contempla toda una lista diferencial y una
tipología histórica de esos mistagogos; pero reconoce en todos ellos un rasgo común:
jamás dejan de verse ellos mismos como señores (sich für Vornehme halten), seres de
élite, sujetos distinguidos, superiores y aparte dentro de la sociedad. De donde se sigue
una serie de oposiciones de valores que me conformo con señalar de pasada: miran desde
arriba el trabajo, el concepto, la escolaridad, creen tener acceso a aquello que se otorga
sin esfuerzo, graciosamente, por la intuición o el genio, fuera de la escuela. Son
partidarios de la intuición intelectual, y es toda la sistemática kantiana la que podríamos
reconocer, lo cual no haré, en ese libelo. La oposición jerarquizada del don frente al
trabajo, de la intuición frente al concepto, del modo genial frente al modo escolar
(geniemüssig/schulmüssig) es homóloga a la oposición entre una aristocracia y una
democracia, eventualmente entre una oligarquía demagógica y una auténtica democracia
racional. Amos y esclavos: el gran-señor accede de un salto y por el sentimiento a lo que
le es inmediatamente dado; el pueblo trabaja, elabora, concibe.
Y ahí nos aproximamos al problema más agudo del tono. Kant no la emprende
contra los verdaderos aristócratas, contra las personas verdaderamente “vornehme”,
contra la distinción auténtica, sino solamente contra aquellos que se presentan o
pretenden ser personas distinguidas, contra los aires altaneros de esos pretenciosos que
elevan la voz, contra los que alzan el tono en filosofía. Kant no incrimina la elevación del
tono gran-señor cuando es justa, natural o legítima. Pone la mira en la subida de tono
cuando un advenedizo se la permite dándose aires y enarbolando signos usurpados de
pertenencia social. La sátira versa pues sobre la mímica y no sobre el tono mismo, puesto
que un tono puede ser imitado, fingido, maquillado. Me atrevería incluso a decir
sintetizado.
¿Pero qué supone la ficción del tono? ¿Hasta dónde puede llegar? Aquí voy a forzar
y acelerar un poco la interpretación más allá de un comentario. Un tono puede ser
tomado, y tomado al otro. Para cambiar de voz o imitar la entonación del otro, se debe
poder confundir o inducir una confusión entre dos voces, dos voces del otro y,
necesariamente, del otro en uno mismo. ¿Cómo discernir las voces del otro en uno? En
vez de entrar directamente en este inmenso problema, regreso al texto kantiano y a una
figura que parece pertenecer a la retórica corriente y a las metáforas llamadas usuales. Se
trata de la distinción entre la voz de la razón y la voz del oráculo (tal vez aquí haré eco,
sin estar seguro de responderla, a la interrogación, a la exhortación o a la demanda que
me dirigía el otro día Jean-Luc Nancy). Kant es indulgente con las personas
elevadamente situadas que se consagran a la filosofía, aun cuando lo hagan mal,
multipliquen las faltas contra la Escuela y crean acceder a las cimas de la metafísica. Esas
personas poseen cierto mérito, han condescendido a mezclarse con los otros y en filosofar
“en un pie de igualdad civil” (burgués, bürgerliche). En revancha, los filósofos de
profesión son imperdonables cuando juegan al gran señor y adoptan aires de grandeza. Su
crimen es propiamente político, nace de una especie de policía. Más adelante Kant
hablará de la “policía en el reino de las ciencias” (die Polizei im Reich der Commented [I1]: Kant defiende entonces el terreno de la razón
burguesa (emparentada con el positivismo? –al menos sí con la
Wissenschaften). Ésta deberá dedicarse a reprimir -simbólicamente- no sólo a los pretensión de que todos los desacuerdos se pueden resolver a través
individuos que se confieren indebidamente el título de filósofos y se apoderan y se de la razón), al grado de plantear incluso la necesidad de una policía
de la ciencia.
adornan con el tono granseñor en filosofía, sino también a los que se agrupan en torno a
aquéllos; pues esta altanería con la que se instalan en las cimas de la metafísica, esta
arrogancia indiscreta es contagiosa, da lugar a agregaciones, a congregaciones y a
capillas. Podría relacionarse este sueño de una policía del saber con el proyecto de
tribunal universitario presentado en El conflicto de las facultades. Estaba destinado a
arbitrar los conflictos entre la facultad provisionalmente inferior, la facultad de filosofía,
y las facultades llamadas superiores porque representan el poder de las que ellas son el
instrumento oficial (la teología, el derecho y la medicina). Este tribunal es también un
parlamento del saber, y la filosofía, que tiene derecho de fiscalización sobre todo aquello
que toca a la verdad de las proposiciones teóricas (constativas) pero que no tiene ningún
poder para dar órdenes, ocupa la banca de la izquierda; y en los conflictos que conciernen
a la razón práctica no posee autoridad sino para tratar de cuestiones formales; las otras,
las más graves para la existencia, corresponden a las facultades superiores, singularmente
a la teología. En la requisitoria que nos ocupa, no se perdona a los filósofos de profesión
cuando adoptan un tono granseñor, porque alzando así el tono se ponen por encima de sus
colegas o cofrades (Zunftgenossen), los lesionan en su derecho inalienable a la libertad y
a la igualdad en todo lo que toca a la simple razón. Y lo hacen precisamente, aquí es
adonde yo quería llegar, pervirtiendo la voz de la razón, mezclando las dos voces del otro
en nosotros, la voz de la razón y la voz del oráculo. Esas gentes creen inútil el trabajo en
filosofía: bastaría con “prestar oídos al oráculo dentro de uno mismo” (nur das Orakel in
sich selbst anhören -ésas son las primeras palabras de Kant).
Verstimmung der Köpfe zur Schwärmerei, Guillermit traduce eso como “delirio de
cabezas que se exaltan” y tiene razón. El tono gran-señor se permite un salto mortale,
ésta es también la expresión de Kant, un salto desde los conceptos a lo impensable o a lo
irepresentable, una anticipación oscura del secreto misterioso venido del más allá. Ese
salto hacia la inminencia de una visión sin concepto, esta impaciencia vuelta hacia el
secreto más críptico libera una sobreabundancia poético-metafórica. Sin duda hay en esta
sobreabundancia una afinidad apocalíptica, pero Kant no pronuncia jamás la palabra
Verstimmung por razones que entre-veremos en un instante. Verstimmen, que Guillermit
traduce no sin razón por delirar, es ante todo desafinar, cuando se habla de un
instrumento de cuerda y también, por ejemplo, de una voz. Eso se dice corrientemente de
un piano. Menos estrictamente eso significa descomponer, estropear, trastornar. Uno
delira cuando tiene la cabeza trastornada. La Verstimmung puede llegar a estropear una
Stimmung: el pathos o el humor, que en ese caso se vuelve malo. La Verstimmung de la
que hablamos aquí es sin duda un desorden social y un trastorno, una desafinación de las
cuerdas y de las voces en la cabeza. El tono salta y se alza cuando la voz del oráculo os
toma aparte, os habla en un código privado y os murmura secretos descubriéndoos la
oreja, confundiendo, cubriendo o parasitando la voz de la razón que habla igualmente en
cada uno y se dirige a todos en el mismo lenguaje. La voz de la razón, dice Kant, die
Stimme der Vernunft, habla a cada uno sin equívoco (deutlich) y da acceso a un
conocimiento científico. Pero es esencialmente para dar órdenes y para prescribir. Pues si
tenemos tiempo para reconstituir toda la necesidad interna y propiamente kantiana de esta
indicación, habría que llegar hasta la extrema finura de la objeción hecha a los
mistagogos. Ellos no solamente confunden la voz del oráculo con la de la razón.
Tampoco distinguen entre la razón pura especulativa y la razón pura práctica, ellos creen
conocer aquello que es solamente pensable y acceder por el solo sentimiento a las leyes
universales de la razón práctica. Hay pues una voz de la razón práctica que no describe
nada, que no dice nada de descriptible; ella dicta, prescribe, ordena. Kant la nombra
también en latín: dictamen rationis. Aunque ella da lugar a la autonomía, la ley que dicta
es tan poco flexible, tan poco sumisa a la interpretación libre como si proviniera de
alguien totalmente otro en mí. Es una “voz de bronce”, dice Kant. Resuena en todo
hombre pues todo hombre tiene en sí la idea del deber y resuena muy fuerte, golpea de
forma bastante percutiente y repercutiente, incluso llega a tronar; pues el hombre tiembla
(zittert) al escuchar esta voz de bronce que, desde lo alto de su majestad, le ordena
sacrificar sus pulsiones, resistir a las seducciones, renunciar a sus deseos. Y la voz no me
promete nada a cambio, no me garantiza ninguna compensación. Es sublime en eso,
ordena, manda, demanda, exige sin dar nada a cambio, truena dentro de mí hasta hacerme
temblar, plantea así las más grandes cuestiones y el mayor asombro (Erstaunen). He aquí
el verdadero misterio; Kant lo llama también Geheimnis, pero ése no es ya el misterio de
los mistagogos. Es el misterio a la vez doméstico, íntimo y trascendente, el Geheimnis de
la razón práctica, de la sublimidad de la ley y de la voz moral. Los mistagogos
desconocen ese Geheimnis, lo confunden con un misterio de visión y de contacto, cuando
en realidad la ley moral no se deja jamás ver o tocar. En ese sentido, el Geheimnis de la
ley moral va más acorde con la esencia de la voz que se oye pero no se toca ni se ve,
pareciendo escapar así a toda intuición externa. Pero en su trascendencia misma, la voz
moral está más próxima, y por lo tanto es más autoafectiva, más autónoma. La ley moral
es sin duda más auditiva, más audible que el oráculo mistagógico todavía contaminado de
sentimiento, de iluminación o de visión intuitiva, de contacto y de tacto místico (ein
mystischer Takt, dice Kant). El tono gran-señor desentona porque es extraño a la esencia
de la voz.
¿Por qué he sentido yo el deseo, en ese momento de mi lectura sobre un tono gran-
señor, de archivar este trabajo en el dossier, si me lo permiten, de La tarjeta postal? ¿O
de colocarlo en eso que se conoce allí como dossier, entre la palabra y la cosa, la palabra
dossier atiborrada con todos esos dos [do, dorso, espalda] cuya nota y la sílaba puntúan
los Envois en cada página, en el dos [espalda] de Sócrates y en el dos [dorso] de la tarjeta
postal, de todas las palabras en do y del dossier [respaldo] del sillón, de la pared entre
Platón y Sócrates cuando éste parece escribir bajo el dictado de aquél? No es sólo a causa
de la mezcla o del cambio de tonos (Wechsel der Töne) por lo que en ese libro hube de
integrar un tema y una manera. No es tampoco a causa de la palabra y de la cosa
“apocalipsis”, que regresan regularmente en él con la obsesión numerológica y la
insistencia de la cifra 7 que ritma también el Apocalipsis de Juan; el signatario de los
Envois se burla de lo que llama “mi apocalipsis de tarjeta postal”, nuestro “pequeña
apocalipsis de biblioteca”. No es tampoco una sátira de la filosofía académica. No; en ese
punto de mi lectura sobre “un tono gran-señor”, lo que yo he sentido deseos de meter en
el dossier de La tarjeta postal es el trabajo que Platón da a Kant, el enorme trabajo que
Kant se toma por Platón, la retórica infatigable para distinguir entre el buen Platón y el
malo, el verdadero y el falso, entre sus escritos auténticos y sus escritos más o menos
fiables o apócrifos.
Es decir, sus Cartas. Kant quiere al mismo tiempo acusar y excusar a Platón de esta
catástrofe continua que ha pervertido a la filosofía, la relación estricta entre el nombre y
la cosa “filosofía”, para llegar a esta Verstimmung detonante. Del delirio en filosofía, él
quiere acusarle y excusarle, diríase en el mismo movimiento de una doble postulación.
Double bind también aquí de la filiación: Platón es el padre del delirio, de toda exaltación
en filosofía (der Vater aller Schwärmerei mit der Philosophie) pero sin que sea culpa
suya (ohne seine Schuld). Y es que hay que dividir a Platón, hay que distinguir entre el
Académico y el autor supuesto de las Cartas, el enseñante y el remitente. “Así Platón el
Académico fue, sin que sea culpa suya (puesto que él no hacía de sus intuiciones
intelectuales más que un uso regresivo, para explicar la posibilidad de un crecimiento
sintético a priori, y no un uso progresivo para extender este conocimiento gracias a esta
idea que se deja leer (lesbare) en el entendimiento divino [el Platón inocente, ése es el
padre de Kant, ése es también el de la tarjeta postal que reproduce un retrato de Kant,
pero no es ése el padre del delirio]), el padre de toda exaltación en filosofía. Más no
estoy en absoluto dispuesto a confundir a ese Platón con el de las Cartas (Plato den
Briefsteller) que acaban de traducir al alemán.”
Y se trata una vez más del velo y de la castración. Hace ocho años, en este mismo
lugar, hablé de velo y de castración, de intérpretes, de hermenéutica y de hermética. He
olvidado mi paraguas es un enunciado a la vez hermético y totalmente abierto, tan
secreto y superficial como el apocalipsis de tarjeta postal que anuncia y contra el cual
protege. Y en otra parte, en Glas y en Economimesis, señalé la intriga de cierto velo de
Isis en torno al cual Kant y Hegel se afanaron más de una vez. Me voy a exponer a
reanudar los hilos de esta intriga y el tratamiento de la castración con referencia a Isis.
Del velo de Isis y de la castración, Kant no dice nada que los relacione visiblemente
uno al otro dentro del mismo argumento demostrativo. Observo solamente una especie de
continuidad trópíca, pero la transferencia trópica, la metafóríca y la analógica, ése es
justamente nuestro problema. Los mistagogos de la modernidad, según Kant, no nos
dicen simplemente qué ven, tocan o sienten. Ellos presienten, ellos anticipan, ellos se
aproximan, ellos husmean, son los hombres de la inminencia y del rastro. Por ejemplo,
dicen que presienten el sol y citan a Platón. Dicen que toda filosofía de los hombres
puede mostrar o designar la aurora, pero que el sol, solamente es posible presentirlo. Kant
ironiza sobre ese presentimiento del sol y multiplica los sarcasmos. Esos nuevos
platónicos no nos dan el sentimiento o el presentimiento (Gefühl, Ahnung) más que de
un sol de teatro (Theatersonne), una lámpara en suma. Y luego esas gentes abusan de las
metáforas, de las expresiones figuradas (bildlichen Ausdrücken) para sensibilizarnos,
para hacernos presensibles a ese presentimiento.
Veamos este ejemplo en el que Kant cita a sus adversarios: “aproximarse tanto a la
sabiduría divina que se pueda percibir el temblor de su vestidura” [su susurro (Rauschen)
más que su roce como dice la traducción]. Y también: “Ya que no puede levantar el velo
de Isis, al menos puede hacerlo tan delgado (so dünne) que sea posible bajo él (unter
ihm) presentir a la diosa.” Levantar el velo de Isis es aquí aufheben (da er den Schleier
der Isis nicht aufheben kann) y aún es posible vagar, entre el gala de esta Aufhebung y
ese descubrimiento apocalíptico.
Kant lanza su tiro: delgado [el velo] hasta qué punto, pregunta; porque eso no nos lo
han dicho. Probablemente no lo bastante delgado, todavía demasiado espeso para que
podamos hacer lo que gustemos con el fantasma (Gespenst) detrás del velo o del manto.
Pues de otra manera, si el velo fuese absolutamente delgado y transparente, eso sería una
visión, un ver (sehen),y, señala Kant ironizando despiadadamente, eso ha de ser evitado
(vermieden). Sobre todo no hay que ver, sólo presentir debajo del velo. Entonces nuestros
mistagogos se aprovechan del fantasma y del velo y remplazan las evidencias y las
pruebas con “analogías”, con “probabilidades”(Analogieen, Wahrscheinlichkeiten); son
palabras suyas, Kant las cita y nos pone de testigos: ya lo veis, no son verdaderos
filósofos, recurren a esquemas poéticos. Todo eso no es sino literatura. Actualmente
conocemos bien esta escena y, entre otras cosas, es sobre esta escenificación sobre la que
deseo atraer vuestra atención. No para tomar partido, me guardaré mucho de ello, entre la
metáfora y el concepto, entre la mistagogia literaria y la verdadera filosofía, sino ante
todo para reconocer la vieja solidaridad de esos antagonistas o protagonistas.
La castración o no del logos en tanto que ratio, he ahí una forma central de este
debate en torno de la metafísica. Es también un combate acerca de lo poético (entre
poesía y filosofía), acerca de la muerte o del futuro de la filosofía. Se trata del mismo
envite. Kant no lo duda en absoluto, los nuevos predicadores tienen necesidad de
pervertir a la filosofía contaminándola de poesía para darse aires de importancia, ocupar
mediante simulacros y mímica el lugar de los grandes y usurpar así un poder de esencia
simbólica.
Pero la estrategia es más retorcida aún, y de ambas partes. Los mistagogos, los
analogistas y los anagogistas juegan también ellos la carta de Aristóteles. Y es en ese
momento del juego cuando se apuesta por los fines y el fin de la filosofía. El desvelo
sobre la muerte o el fin de la filosofía, el velatorio junto al cadaver de la filosofía no es
una historia antigua solamente porque se remonte a Kant; ya entonces se decía que si la
filosofía estaba acabada, eso no era consecuencia de la limitación kantiana o de los
términos puestos al imperio de la metafísica, sino que era así “desde hacía ya dos mil
años”. Es desde hace ya dos mil años que se terminó con la filosofía, decía un discípulo
de Schlosser, un verdadero conde, ése sí, el conde Leopold Stolberg, puesto que “el
Estagirita hizo tantas conquistas para la ciencia que no dejó a sus sucesores sino muy
pocas cosas notables de las que pudieran ponerse al acecho”.
Naturalmente, al mismo tiempo que se bate así, Kant declara que no ama la guerra.
Como en El conflicto de las facultades (donde distingue además entre la guerra natural y
el conflicto arbitrado por una ley), acaba por proponer al adversario castrador una especie
de concordato, un trato, un tratado de paz o un contrato; en breve, la solución de un
conflicto que no es una antinomia. Como seguramente habéis previsto, ese contrato me
importa más que toda la estrategia combinatoria, el juego y el cambio de lugares. ¿Qué es
lo que puede unir en profundidad a los dos equipos adversarios y procurarles un terreno
neutro de reconciliación para hablar seguidamente juntos en el tono que conviene? O,
dicho de otra manera, ¿qué es lo que excluyen juntos como lo inadmisible mismo? ¿Qué
es lo inadmisible?
Así pues, ¿cuál es el contrato? ¿Qué condiciones pone Kant a quienes, como él,
declaran su preocupación por decir la verdad, por revelar sin emascular el logos? Puesto
que convienen en ello de común acuerdo, ése es el lugar del consenso en donde pueden
reunirse y estar juntos, su sinagoga. Kant les pide en primer lugar que se libren de la
diosa velada ante la cual ambos tienen tendencia a arrodillarse. Les pide que no sigan
personificando la ley moral ni la voz que la encarna. La ley que habla en nosotros, les
dice a los mistagogos, no deberíamos seguir personificándola, sobre todo no bajo la
forma “estética”, sensible y bella, de esta Isis velada. Tal sería la condición para entender
la ley moral misma, la incondicionada, y para entendernos. Dicho de otra manera, y he
aquí un motivo decisivo para el pensamiento de la ley o de la ética en la actualidad, Kant
llama a poner la ley por encima y más allá, no de la persona, sino de la personificación y
del cuerpo, así como de la voz sensible que habla en nosotros, la singular que nos habla
en privado, la voz que podría decirse en su lenguaje “patológico” por oposición a la voz
de la razón. La ley por encima del cuerpo, de ese cuerpo que se encuentra representado
aquí por una diosa velada. Aunque no queráis conceder significación alguna o
“significancia” al hecho de que lo que se encuentra aquí excluido por el concordato sea
justamente el cuerpo de una Isis velada, principo universal de la feminidad, asesina de
Osiris de quien más tarde encuentra todos los pedazos a excepción del falo; aunque
penséis también que hay ahí una personificación demasiado analógica o metafórica,
concededme al menos esto: la tregua propuesta entre los dos defensores declarados de un
logos no emasculado supone alguna exclusión. Ella supone algo inadmisible. Hay un
tercero excluido y eso me bastará.
¿Me bastará en vista de qué? Antes de replantear esta cuestión, voy a leer la
propuesta de paz o de alianza dirigida por Kant a sus adversarios de entonces, pero tal
vez a sus cómplices de siempre:
Pero, ¿para qué sirve todo ese conflicto entre dos partidos que
comparten en el fondo la misma buena intención: hacer a los hombres sabios
y honestos? Es un ruido para nada, un desacuerdo basado en un
malentendido que requiere menos reconciliación que explicación recíproca
para concluir un acuerdo, haciendo para el futuro la concordia aún más
profunda.
La diosa velada ante la cual los de uno y otro lado nos ponemos de
rodillas, es la ley moral dentro de nosotros mismos en su majestad
invulnerable. Ciertamente percibimos su voz e incluso escuchamos muy bien
sus mandamientos, pero al escucharla dudamos si proviene del hombre, si
proviene de la omnipotencia de su propia razón, o si emana de algún otro ser
cuya naturaleza le es desconocida, y que le habla según su propia razón. En
el fondo, quizá haríamos mejor en prescindir enteramente de esta
investigación, ya que ella es simplemente especulativa y lo que nos incumbe
(objetivamente) hacer sigue siendo lo mismo, lo basemos en uno u otro
principio; la única diferencia es que el procedimiento didáctico de relacionar
según un método lógico la ley moral en nosotros mismos a conceptos
diferentes es sólo propiamente filosófico, mientras que el procedimiento que
consiste en personificar esa ley y en hacer de la razón que manda
moralmente una Isis velada (aun cuando no le atribuyamos más propiedades
que las que le descubre el primer método) es una manera estética de
representar (eine ästhetische Vorstellungsart) exactamente el mismo objeto;
manera en la que sin duda está permitido confiar, desde el momento en que
se comenzó por devolver los principios a su estado puro, para dar vida a esta
idea gracias a una presentación (Darstellung) sensible, aunque sea solamente
analógica, sin dejar por ello de correr siempre el riesgo de caer en una visión
exaltada, que es la muerte de toda filosofía.
Entre los numerosos rasgos que caracterizan un escrito de tipo apocalíptico,
aislemos provisionalmente la predicción y la predicación escatológica, el acto de decir,
predecir o predicar el fin, el límite extremo, la inminencia de lo último. ¿No puede
decirse entonces que todas las partes firmantes de semejante concordato son sujetos de
discursos escatológicos? Teniendo en cuenta otros contextos, esta situación es sin duda
más vieja que la revolución copernicana, y los numerosos prototipos de discurso
apocalíptico durante ese intervalo histórico bastarían para demostrarlo. Pero si Kant
denuncia a quienes proclaman que desde hace ya dos mil años se acabó con la filosofía,
él mismo por su parte, al marcar un límite (a saber el fin de cierto tipo de metafísica),
libera otra oleada de discursos escatológicos en filosofía. Su progresismo, su fe en el
futuro de cierta filosofía, incluso de otra metafísica, no es contradictorio con esta
proclamación de los fines y del fin.
¿Es que la voz no es siempre la del último hombre? ¿La voz o la lengua misma? ¿El
canto o el acento dentro de la lengua misma? Hölderlin cierra su segunda versión de
Patmos, el poema que lleva por título el nombre de la isla apocalíptica, la de Juan,
invocando el poema de la lengua alemana (Dem folgt deutscher Gesang). De este poema,
Heidegger cita a menudo los primeros versos “Nah ist / Und schwer zu fassen der Gott. /
Wo aber Gefahr ist, wächst / das Rettende auch” [“Cercano y difícil de asir es el Dios.
Pero donde se halla el peligro crece también aquello que salva”.] Y si Heidegger piensa el
Überwindung de la metafísica o de la ontoteología, y de la escatología que le es
inseparable, es en nombre de otra escatología. Repetidas veces dice del pensamiento -
aquí distinto de la filosofía- que es esencialmente “escatológico”. Es su palabra.
¿Es que la voz de la lengua, pregunto yo, no es siempre la del último hombre? Al
renunciar a leer con vosotros El último hombre de Blanchot, recuerdo, ya que acabo de
hablar de la voz y de Edipo, este fragmento del Libro del filósofo. Nietzsche, bajo el
título Edipo, hace hablar consigo mismo, en un soliloquio absoluto, al último filósofo que
es también el último hombre. Él habla con su voz, se entretiene y entretiene lo que le
queda de vida con el fantasma de su voz, y él se llama, él se llama Edipo: “El último
filósofo, así es como yo me nombro, pues yo soy el último hombre. Nadie me habla sino
yo solo y mi voz me llega como la de un moribundo. Contigo, voz amada, contigo, último
soplo del recuerdo de toda felicidad humana, déjame aún este comercio de una hora sola;
gracias a ti engaño a mi soledad y penetro en la mentira de una multiplicidad y de un
amor, pues repugna a mi corazón creer que el amor ha muerto, no soporta el
estremecimiento de la más solitaria de las soledades y me obliga a hablar como si yo
fuera dos [...].”
Hace falta claridad, decía ayer Philippe Lacoue-Labarthe. Sí. Pero existe la luz y
existen las luces, el día y también la locura del día. “El fin comienza”, se lee en La folie
du jour. Sin referirse siquiera a los apocalipsis de tipo zoroastriano, de los que ha habido
más de uno, se sabe que toda escatología apocalíptica se afirma en nombre de la luz, del
vidente y de la visión, y de una luz de la luz, de una luz más luminosa que todas las luces
que ella hace posibles. El apocalipsis de Juan que domina toda la apocalíptica occidental
se ilumina a la luz de El, de Elohim:
La noche ya no existe,
Adonai Elohim los ilumina y ellos reinan por los siglos de los siglos. (XXII,
5).
Existe la luz, existen las luces, las luces de la razón o del logos, que, a pesar de todo,
no son otra cosa. Y es en nombre de una Aufklärung que Kant, por ejemplo, emprende la
tarea de desmitificar el tono gran-señor. En la actualidad nosotros no podemos no heredar
esas Luces, no podemos y no debemos -es una ley y un destino- renunciar al Aufklärung,
o dicho de otra manera a lo que se impone como el deseo enigmático de la vigilancia, de
la vigilia lúcida, de la elucidación, de la crítica y de la verdad, pero de una verdad que al
mismo tiempo guarda en ella un deseo apocalíptico, esta vez como deseo de claridad y de
revelación, para desmitificar o, si lo preferís, para deconstruir el discurso apocalíptico
mismo y con él todo lo que especula sobre la visión, la inminencia del fin, la teofanía, la
parusía, el juicio final. Así pues, cada vez nos preguntamos inflexiblemente adónde
quieren llegar, y con qué fines, quienes declaran el fin de esto o de aquello, del hombre o
del sujeto, de la conciencia, de la historia, del Occidente o de la literatura, y de las
últimas novedades del progreso mismo cuya idea no se ha manejado nunca tan mal por la
derecha y por la izquierda. ¿Qué efectos buscan producir esos gentiles profetas o esos
elocuentes visionarios? ¿En vista de qué beneficio inmediato o aplazado? ¿Qué es lo que
hacen, qué hacemos nosotros diciendo eso? ¿Por qué seducir o someter, intimidar o hacer
disfrutar? Esos efectos y esos beneficios pueden ser referidos a una especulación
individual o colectiva, consciente o inconsciente. Pueden analizarse en términos de
dominio libidinal o político, con todas las conexiones diferenciales y por lo tanto con
todas las paradojas económicas que sobredeterminan la idea de poder o de dominio y a
veces los arrastran al abismo. El análisis lúcido de esos intereses o de esos cálculos debe
movilizar un gran número y una gran diversidad de dispositivos interpretativos
actualmente disponibles. Debe y puede hacerlo, pues nuestra época estaría más bien
superarmada a este respecto; y una deconstrucción, si no se interrumpe, no se da nunca
sin embargo sin un segundo trabajo sobre el sistema que empalma este superarmamento
consigo mismo, que articula, como se dice, el psicoanálisis al marxismo o a algún
nietzscheísmo, a los recursos de la lingüística, de la retórica o de la pragmática, a la teoría
de los speech acts, y al pensamiento heideggeriano sobre la historia de la metafísica, o
sobre la esencia de la ciencia o de la técnica. Semejante desmitificación debe plegarse a
la más fina diversidad de las astucias apocalípticas. El interés o el cálculo puede estar
muy disimulado bajo el deseo de luz, bien escondido (eukalyptus, como se dice del árbol
cuyo limbo calicinal permanece cerrado después de la floración), bien oculto bajo el
deseo confesado de revelación. Y un disimulo puede ocultar otro. Lo más grave, pues no
tiene fin, lo más fascinante concierne a esto: el tema del discurso escatológico puede
tener interés en renunciar a su interés, puede renunciar a todo para poneros su muerte en
vuestros brazos y haceros heredar por adelantado su cadáver, es decir su alma, esperando
llegar así a sus fines por el fin, a seduciros sobre el terreno prometiendo guardar vuestra
guardia en su ausencia.
Una vez tomada esta precaución, cedamos a la tentación de imaginar, por el breve
tiempo de una ficción, esta escena fundamental. Imaginemos que existe un tono
apocalíptico, una unidad del tono apocalíptico, y que el tono apocalíptico no sea el efecto
de un desvarío generalizado, de una Verstimmung que multiplique las voces y haga saltar
los tonos, abriendo cada palabra a la obsesión del otro en una politonalidad inmanejable,
con injertos, intrusiones, parasitismos. La Verstimmung generalizada es la posibilidad
para el otro tono, o para el tono de otro, de llegar en cualquier momento a interrumpir una
música familiar (como supongo que ocurre corrientemente en el análisis, pero también en
otras partes, cuando, de repente, un tono venido de quién sabe dónde corta la palabra, si
así puede decirse, a aquel que tranquilamente parecía determinar (bestimmen) la voz y
asegurar así la unidad de destinación, la identidad perteneciente a algún destinatario o
destinador). La Verstimmung, si en lo sucesivo llamamos así a la desviación, el cambio
de tono o como si dijéramos el cambio de humor, es el desorden o el delirio de la
destinación (Bestimmung) pero también la posibilidad de cualquier emisión. La unidad
del tono, si la hubiera, sería ciertamente la seguridad de la destinación pero también la
muerte, otro apocalipsis. Imaginemos pues que existe un tono apocalíptico y una escena
fundamental. Entonces, quien adopta el tono apocalíptico viene a deciros o a decirse
alguna cosa. ¿Pero el qué? Yo digo “quien adopta”, “alguien adopta”, por no decir “el
que” o “la que”, “los que” o “las que...”, y me refiero al tono que uno debe poder
distinguir en todo contenido discursivo articulado. Lo que quiere decir el tono no es
forzosamente lo que dice el discurso, y uno puede siempre contradecir, negar, hacer
derivar o desencaminar al otro.
El fin comienza, significa el tono apocalíptico. ¿Pero con qué fines lo significa?
Naturalmente quiere atraer, hacer venir, hacer llegar a él, seducir para conducir hasta él,
bien sea en el lugar donde se escucha la primera vibración del tono, llamémosle como se
quiera, sujeto, persona, sexo, deseo (pienso sobre todo en una vibración diferencial pura,
sin sostén, insostenible). Ése es el fin en seguida, es inminente, significa el tono. Yo lo
veo, yo lo sé, yo te lo digo, ahora tú ya lo sabes, ven. Todos vamos a morir, vamos a
desaparecer, y esta sentencia de muerte no puede sino juzgarnos, vamos a morir, tú y yo,
también los otros, los goyím, los gentiles y todos los demás, todos aquellos que no
comparten con nosotros ese secreto, que no lo saben. Es como si ya estuvieran muertos. Commented [I4]: Ojo
Estamos solos en el mundo, yo soy el único que te puede revelar la verdad o el destino,
yo te la digo, yo te la doy, ven, seamos un instante, nosotros que no sabemos aún que
somos, un instante antes del fin los únicos sobrevivientes, los únicos que velan, eso será
mucha más fuerte. Seremos una secta, formaremos una especie, un sexo o un género, una
raza (Geschlecht) para nosotros solos, nos daremos un nombre (eso es un poco la escena
babeliana de la que podríamos hablar, pero hay también una Babel en el Apocalipsis de
Juan que nos haría pensar, no del lado de la confusión de las lenguas o de los tonos, sino
del de la prostitución, suponiendo que sea posible distinguir la diferencia. Babel la grande
es la madre de las putas: “Ven. Yo te mostraré el juicio de la gran ramera”, XVII, 1).
Ellos duermen, nosotros velamos.
Ese discurso, o más bien ese tono que yo traduzco en discurso, ese tono de la vigilia
en el momento del fin, que es también el de la velada funeraria, del Wake, repercute o
cita siempre de cierta manera el Apocalipsis de Juan o al menos la escena fundamental
que ya programa el escrito juanense. Así, por ejemplo:
y estas muerto.
Yo vendré: la venida está siempre por venir. El Adón [Señor], nombrado como el
aleph y el tav, el alfa y el omega, es el que ha sido, el que es y el que viene, no el que será
sino el que viene, el que es el presente de un por-venir. Yo vengo quiere decir: yo voy a
venir, estoy por-venir en la inminencia de un “yo voy a venir”, “estoy viniendo”, “estoy a
punto de venir”. “El que viene” (o erkhomenos) se traduce aquí en latín por venturus est.
Es Jesús el que dice “¡velad!”, pero sería preciso, quizá más allá o antes de una
narratología, desarrollar un minucioso análisis de la voz narrativa en el Apocalipsis. Me
sirvo de la expresión “voz narrativa” para dístinguirla, como hace Blanchot, de la voz
narradora, la del sujeto identificable, la del narrador o destinador determinable en un
relato. Por otra parte creo que todos los “vengo” que resuenan en los relatos y no-relatos
de Blanchot resuenan también, están en consonancia con un cierto “vengo” (erkhou,
veni) del Apocalipsis de Juan. Es Jesús el que dice “Vela...YO vendré sobre ti”, pero es
Juan el que habla citando a Jesús, o más bien el que escribe, el que parece transcribir lo
que dice contando que cita a Jesús en el momento en que éste le dicta lo que debe
escribir, lo que él hace en el presente y que nosotros leemos, en las siete comunidades, en
las siete iglesias de Asia. Jesús es citado como aquel que dicta sin escribir él mismo y
dice “escribe, grapson”. Pero antes incluso de que Juan lo escriba, diciendo ahora que él
escribe, él oye como un dictado la gran voz de Jesús
que Elohim le da
a su siervo Yohanan.
sí, el tiempo está cerca, o gar kairos engus, tempus enim prope est. [I,
2-3]
Pero hay ahí un pliegue apocalíptico. No solamente un pliegue como pliego, como
envío, un pliegue que induce a un cambio tonal y a una inmediata duplicidad tonal en
toda voz apocalíptica. No solamente un pliegue en el significante “apocalíptico” que
designa a veces el contenido del relato o del anuncio (a saber las catástrofes y los
cataclismos del fin del mundo, los trastornos, los truenos y los temblores de tierra, el
fuego, la sangre, la montaña en llamas y el mar ensangrentado, las plagas, el humo, el
azufre, la quemadura, la multiplicidad de las lenguas y de los reyes, la bestia, los brujos,
Satán, la gran ramera del Apocalipsis, etc., a veces el anuncio mismo y no ya lo
anunciado, el discurso revelador del futuro o incluso del fin del mundo, más que lo que él
dice, la verdad de la revelación más que la verdad revelada.)
Pero pienso en otro pliegue, en el cual estamos nosotros también, el día de hoy: todo
lo que actualmente puede inspirar un deseo desmistificador con respecto al tono
apocalíptico, a saber un deseo de luz, de vigilancia lúcida, de vigilia elucidadora o de
verdad, todo eso se encuentra ya en el trayecto y yo diría en transferencia de apocalipsis,
es ya una cita o un recitado de Juan o de lo que ya programaban los envíos de Juan,
cuando por ejemplo escribe, para un mensajero, bajo el dictado de la gran voz venida de
detrás de su espalda y que se extiende como un shophar, como un cuerno de carnero:
Él dice esto:
tu resistencia:
Y los envíos se multiplican, los mensajeros vienen, hasta el séptimo, después del
cual
El templo de Elohim se abre al cielo.
y en su cabeza una corona de doce estrellas.” (11, 19-12,1.) Commented [I6]: Fátima!
Ése fue por último, lo acabo de decir, el caso de los Envois en donde se multiplican
las alusiones al Apocalipsis y a su arritmosofía, donde todo especula sobre las cifras y
especialmente el siete, el “7 escrito”, los ángeles, “mi ángel”, los mensajeros y los
carteros, la predicción, el anuncio de la nueva, la “quemadura” holocáustica y todos los
fenómenos de Verstimmung, de cambio de tono, de mezcla de géneros, de
destinoerrancia, si así puede decirse, o de clandestinación, otros tantos signos de
filiación apocalíptica más o menos bastarda. Pero no es sobre esta red temática o tonal
sobre la que yo quería insistir para concluir. A falta de tiempo, me limitaré a la palabra, si
es que es una palabra, y al motivo “Ven” que ocupa otros textos escritos en el intervalo,
en particular Pas, Survivre y En ce moment même dans cet ouvrage me voici, tres textos
dedicados, puede decirse, a Blanchot y a Levinas. No tuve conciencia inmediatamente de
la resonancia citatoria de ese “ven”, o al menos de que su cita (pues es el drama de la
citacionalidad lo que me importaba al principio, su estructura repetitiva y el que, hasta en
un tono, debe poder repetirse, es decir, imitarse, e incluso “sintetizarse”) fue también una
referencia al Apocalipsis de Juan. No lo pensaba cuando escribí Pas, lo supe en el
momento de escribir los otros dos textos. Y lo señalé. “Ven”, erkhou, veni, este llamado
resuena en el corazón de la visión, en el “yo veo” que sigue el dictado de Cristo (a partir
de 4) cuando se dice:
Nadie puede,
Y cada vez que el Cordero rompe uno de los siete sellos, uno de los cuatro vivientes
dice “Ven”, y es la sucesión de los Caballeros del Apocalipsis. (En los Envois de La
tarjeta postal, uno u otro dice a menudo: ellos creerán que somos dos, o que yo soy uno
solo, o que somos tres, o que somos cuatro, y no es seguro que se equivoquen; pero todo
pasa como si la hipótesis no pudiera ir más allá de cuatro, ésa es en todo caso la ficción).
Más adelante, veo que dice en el Apocalipsis de Juan, en 17, que uno de los siete ángeles
de las siete copas dice: “¡Ven, yo te mostraré el juicio de la gran ramera.” Se trata de
Babel. Y en 21, “¡Ven!, yo te mostraré a la desposada, la esposa del Cordero.” Y sobre
todo en el fin de los fines, “Ven” se lanza o se repercute en un intercambio de llamadas y
respuestas, que precisamente ya no es un intercambio. Las voces, los lugares, los
trayectos del “Ven” atraviesan la pared de un canto, un volumen de ecos citacionales y
recitativos, como si eso comenzase por responder; y en esa travesía o esa transferencia las
voces hallan su espaciamiento, el espacio de su movimiento, pero lo anulan de un trazo,
no le dan ya tiempo.
Amén.
El evento de ese “Ven” precede y llama al evento. Sería aquello a partir de lo cual
hay un evento, el venir, el por-venir del evento, que no se puede pensar bajo la categoría
dada de evento. “Ven”, me ha parecido llamar al “lugar” (pero la palabra lugar resulta
aquí demasiado enigmática), digamos al lugar, al tiempo y al advenimiento de aquello
que en la apocalíptica en general no se deja ya contener simplemente por la filosofía, la
metafísica, la onto-escato-teología ni por todas las lecturas que ella ha propuesto sobre la
apocalíptica. Yo no puedo reconstituir lo que he intentado a este respecto en un medio de
resonancias, respuestas, citas remitidas, que remiten a textos de Blanchot, de Levinas, de
Heidegger, o de otros, como se podría arriesgar hoy con el último libro de Marguerite
Duras, L’homme assis dans le couloir. Lo que entonces intenté exponer a un análisis que
sería, entre otras cosas, una espectrografía del tono y del cambio de tono, no podía por
definición ponerse a la disposición o a la medida de la demostración filosófica,
pedagógica o docente. Primero porque “Ven”, al abrir la escena, no podía convertirse en
un objeto, un tema, una representación, y ni siquiera en una cita en el sentido corriente;
no podía subsumirse bajo una categoría, fuese ella la del venir o la del evento. Por igual
razón, se pliega difícilmente a la retórica exigida por la escena presente. Intento no
obstante extraerle, a riesgo de una deformación esencial, la función demostrativa en
términos de discurso filosófico.
Vienes de más allá del ser, eso viene de más allá del ser y llama más allá del ser,
introduciéndose tal vez en el lugar donde el Ereignis -que ya no se puede traducir por
evento- y el Enteignis despliegan el movimiento de adecuación. Si “Ven” no intenta
conducir, si es sin duda an-agógico, siempre es posible reconducirlo más arriba que él,
anagógicamente, hacia la violencia conductiva, hacia la ducción autoritaria. Este riesgo es
ineluctable, amenaza al tono como su doble. E incluso en la confesión de quien pretende
seducir: diciendo con cierto tono “yo estoy a punto de seducirte”, yo no suspendo, yo
puedo incluso aumentar el poder seductor. Puede ser que a Heidegger no le gustase esta
conjugación o esta declinación aparentemente personales del venir. Pero no son
personales, subjetivas o egológicas. “Ven” puede no venir de una voz o al menos con un
tono que signifique “yo”, un uno o una en mi “determinación”, en mi Bestimmung:
vocación destinada a mí. “Ven” no se dirige a una entidad determinable por adelantado.
Es una deriva inderivable a partir de la identidad de una determinación. “Ven” es
solamente derivable, absolutamente derivable, solamente del otro, de nada que sea un
origen o una identidad verificable, decidible, presentable, apropiable, de nada que no sea
ya derivable y arribable sin ribera.
Pero entonces, ¿qué es lo que hace aquel que os dice: yo os lo digo, yo he venido a
decíroslo, no hay, jamás ha habido, no habrá apocalipsis, “el apocalipsis decepcionado”?
Existe el apocalipsis sin apocalipsis.
Pero, ¿qué lectura, qué historia de la lectura, qué filología, qué competencia
hermenéutica autoriza a decir que eso mismo, esta catástrofe del apocalipsis no es la que
describe, en su movimiento y en su trayecto mismo, en su rastro, tal o cual escrito
apocalíptico, por ejemplo el de Patmos que entonces estaría abocado a salir de sí mismo
en este vagabundeo aleatorio?
De ese libro escrito, como recordáis, “por dentro y por fuera”, se dice al final: no lo
selles, “no selles las palabras de inspiración de este libro...”.
No selles, es decir no cierres; pero también no firmes.
El fin se acerca, ahora ya no hay tiempo de decir la verdad sobre el apocalipsis. Pero
qué haces tú, insistiréis aún, con qué fines quieres venir cuando vienes a decirnos, aquí y
ahora, vamos, venid, el apocalipsis, esto se ha acabado, te lo digo yo, aquí llega.
Traducción del griego, claro está, pero en condiciones que debo precisar aquí, por una
parte porque se tratará de ello en el curso de la discusión, y porque se trata de lo que
podría llamarse la apropiación del apocalipsis: que es también el tema de esta
exposición. El muy singular intento de Chouraqui consiste en suma, para el Apocalipsis
de Juan como para el Nuevo Testamento en general, en reconstituir un nuevo original
hebreo, sobre la base del texto griego de que disponemos, y en hacer como si aquél
tradujese ese texto original fantasma del que se supone que, lingüística y culturalmente,
ya ha debido dejarse traducir, dicho sea en un sentido ampliamente metafórico, en la
versión griega llamada original. “La traducción que yo publico, enriquecida por la
aportación de las versiones tradicionales, tiene como vocación buscar bajo el texto griego
su contexto histórico y su sustrato semítico. Semejante enfoque es hoy día posible...” Tal
enfoque pasa, según Chouraqui, por una “retroversión aramea o hebraica” del texto
griego tenido como “filtro”. Las traducciones históricas del Nuevo Testamento en arameo
o en hebreo habrían representado aquí un papel indispensable, pero solamente mediador.
“...Aunque el texto se expresa en griego y, por lo que respecta a Jesús, se basa en un
arameo o un hebreo (mishnaico, rabínico o qoumránico) cuyos rastros han desaparecido,
el pensamiento de los Evangelistas y de los Apóstoles tiene como últimos términos de
referencias la palabra de Yaveh, es decir, para todos ellos, la Biblia. Es ella la que
reencontramos analizando el texto griego aunque previamente haya que pasarlo por un
filtro arameo o por el de la traducción de los Setenta. [...] A partir del texto griego,
conociendo las técnicas de traducción del hebreo al griego, y las resonancias hebraicas de
la Koiné, he tratado en cada palabra, en cada versículo, de tocar el fondo semántico para
en seguida retornar al griego que era necesario reencontrar, enriquecido por una sustancia
nueva, antes de pasar al francés.” Tal es el proyecto, recomendado por una doble
autoridad, evocando en cada ocasión la “casi unanimidad de los exegetas” o “la gran
corriente ecuménica”, el “ecumenismo de las fuentes”. Por múltiples razones, no discutiré
directamente la autoridad de estas autoridades. Pero tratándose de lengua, de texto, de
acontecimientos y de destino, etc., las cuestiones que propondré hoy no hubieran podido
exponerse si el fundamento de tales autoridades debiera mantenerse protegido en lo
indiscutible. Consecuencia secundaria de esta precaución: no es como a una traducción
autorizada como volveré frecuentemente a la de André Chouraqui.
La tarjeta postal. De Freud a Lacan y más allá, libro de Derrida aparecido en París en
1980 y parcialmente traducido y editado por Siglo XXI en 1986 con ese título. [E.]
Obviamente, Derrida. Aunque al comienzo de los Envois el autor dice, en primera
persona, que los remitentes (aunque nunca aparece firma alguna) son varios: “nous
sommes sans doute plusieurs”, son, todos ellos, uno.
En Envois, larga primera parte de La carte postale (Aubier-Flammarion, París, 1980, pp.
5-273), Derrida teje comentarios -en forma de cartas enviadas a una amante- acerca de
una ilustración encontrada en un libro del siglo XIII (Prognostica Socratis basilei. A
fortune telling book, Biblioteca Bodleiana, Universidad de Oxford), en la que se
representa a Platón dictándole aparentemente a Sócrates, y a éste disponiéndose a
escribir. El grabado da motivo a Derrida para muy diversas y dilatadas interpretaciones.
Al hilo de ellas, Derrida juega con las palabras “dossier” (archivo de cartas, pero también
respaldo de sillón -el que separa, pared, a Sócrates sentado de Platón a sus espaldas),
“dos” (precisamente espalda de Sócrates, y dorso de la tarjeta postal -el grabado en
cuestión es vendido por la Bodleian Library como tarjeta postal-) y “do” (nota de la
escala musical, bibliográficamente referida al Wechsel der Töne de Hölderlin, y al “tono
gran-señor” criticado por Kant). [T.]
Lo que está en juego es obvio que puede ser muy grave, sobre todo en un texto
escatológico o apocalíptico. Chouraqui ha asumido claramente su responsabilidad de
traductor, y aquí no podemos sino dejársela: la libertad más constante que me he tomado
con el texto griego concieme a los tiempos de los verbos. Ya lo señaló Joüon: “La
atención prestada al sustrato arameo es particularmente útil para evitar la traducción
demasiado mecánica de los tiempos griegos.” El verbo griego concibe el tiempo sobre
todo en función de un pasado, un presente y un futuro; el hebreo o el arameo, por el
contrario, en lugar de precisar el tiempo de una acción, describe su estado según dos
modos: el acabado y el inacabado. Como bien lo ha visto Pedersen, el verbo hebreo es,
por esencia, intemporal, es decir omnitemporal. Yo he intentado, entre dos nociones del
tiempo irreductibles la una a la otra, recurrir lo más a menudo posible al presente, que en
el uso del francés contemporáneo es un tiempo muy dúctil, muy amplio, muy evocador,
bien sea en su empleo normal, bien bajo la forma de presente histórico o de presente
profético.” (Une nouvelle traduction du Nouveau Testament, Prefacio a Un pacte neuf,
p. 13).