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Margaret Starbird - La Diosa en Los Evangelios

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La

conocida investigadora Margaret Starbird nos ofrece en este apasionante


libro nuevas revelaciones sobre uno de los secretos mejor guardados de la
Iglesia católica: el matrimonio sagrado.
Mediante una investigación profunda, la autora realiza un análisis detallado
de los aspectos femeninos de Dios, silenciados por la jerarquía eclesiástica a
pesar de que aparecen en los evangelios apócrifos y gnósticos, que proponen
interpretaciones y rituales diferentes de los oficializados en el año 325. Jesús
no murió en la cruz y María Magdalena fue su esposa y la continuadora de su
obra evangelizadora, como se desprende de un apasionante evangelio
apócrifo, el Evangelio de María Magdalena.
Margaret Starbird comenzó su investigación sobre María Magdalena
queriendo desmentir las tesis sobre su posible descendencia, pero tuvo que
cambiar de opinión al estudiar la documentación y los restos arqueológicos.
Con este libro Starbird recupera una parte importante de las raíces del
cristianismo que hasta ahora se habían ignorado devolviéndole a María
Magdalena el lugar que le corresponde en la religión cristiana.

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Margaret Starbird

La diosa en los evangelios


ePub r1.0
Titivillus 20.02.2020

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Título original: The Goddess in the Gospels. Reclaiming the Sacred Feminine
Margaret Starbird, 2000
Traducción: Alejandra Devoto

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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LA DIOSA EN LOS EVANGELIOS
Margaret Starbird

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A mis padres,
Charles Frederick Leonard, hijo,
y Margery Beukema Leonard,
que se casaron en un jardín
y cuya unión bendijo tantas vidas.

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AGRADECIMIENTOS

Desde la publicación de mi primer libro, los amigos de esa obra me han


alentado para que narrara la historia de mi búsqueda personal de la feminidad
perdida en la cristiandad. Al principio, no tenía idea de que la encontraría en
el corazón de los Evangelios, que tanto me gustan. Sin embargo, ha estado allí
desde siempre.
Quisiera agradecer a todas las personas que se han puesto en contacto
conmigo después de leer The Woman with the Alabaster Jar. Su respuesta a
mi trabajo, tan abrumadoramente positiva, me ha alentado a poner por escrito
la historia de mi búsqueda.
Mi marido y nuestros hijos han sido una fuente constante de apoyo y
estímulo durante todos los años que duró mi viaje. Como mi primer
compromiso era alimentar al hambriento y vestir al desnudo bajo mi propio
techo, ellos me han ayudado a mantener los pies en la realidad, viviendo el
momento. También me han ayudado a separar el grano de la paja en mi
búsqueda de la verdad. Forman parte de mi camino espiritual, que por
momentos ha sido una empresa difícil. Estoy en deuda con ellos y les doy las
gracias porque han enriquecido mi vida de tantas maneras.
Los miembros de la comunidad Emmanuel me alimentaron y apoyaron
con sus plegarias y sus observaciones a lo largo del camino. Este libro no se
hubiera escrito sin su ayuda. Sobre todo quiero expresar mi gratitud a Mary
Beben, que lidió con las revelaciones que recibimos y que pasó incontables
horas corrigiendo el material que se incluye en este volumen. Sus profundos
conocimientos y sus sugerencias han sido muy valiosos para dar forma a mi
trabajo, y su amistad ha sido una bendición para mi vida y para mi viaje
espiritual.
Los editores de Bear and Company me han ayudado muchísimo a preparar
este manuscrito. Barbara Hand Clow me ofreció aliento y valiosas

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sugerencias que me sirvieron para sondear las profundidades de mi propia
narración, y Barbara Doem Drew y Gerry Clow se han mostrado incansables
para pulir y rectificar el producto final. También quiero agradecer a Richard
Freeman Alian de JBL Statues por la estatuilla de Magdalena que sirvió para
inspirar el diseño de la portada, y a Sara Honeycutt-Steele por la imagen
radiante de Magdalena que ilustra la portada del libro.
He tenido la suerte de contar con el apoyo de todos aquellos que han
compartido mi camino, tanto mis compañeros de peregrinación, ya sean
familiares o amigos, como las personas que han asistido a mis talleres y
conferencias en Estados Unidos y en Europa. Su entusiasmo por mi
convicción de que Magdalena y Cristo eran el arquetipo de la Novia y el
Novio en la mitología cristiana me ha proporcionado un profundo manantial
del cual he extraído un apoyo constante en mi esfuerzo por reclamar a La
Diosa en los Evangelios.

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PRÓLOGO

Esta historia es más extraña que si fuera inventada. Es la historia de un viaje


espiritual sorprendente, de los años que dediqué a la búsqueda del grial
perdido de las leyendas europeas, hasta que finalmente me di cuenta de que
en realidad no estaba buscando un objeto sino a una mujer, la Novia perdida
de Jesús.
Los amigos de The Woman with the Alabaster Jar me han pedido que
publique la historia de mi búsqueda del matrimonio sagrado que hubo una vez
en el corazón mismo de la cristiandad, de cómo tropecé con un error tan
terrible en los cimientos de la Iglesia como el menosprecio y el repudio de lo
femenino, y porqué, después de tantos años de ser una hija conservadora y
muy ortodoxa de la Iglesia Católica, ahora entono un canto nuevo. Ofrezco
este libro en respuesta a su solicitud. A veces el camino ha sido oscuro,
incluso aterrador en ocasiones, y a menudo con bases poco firmes. Pero al
final estoy en condiciones de poner por escrito la historia de mi búsqueda,
porque es importante que sobreviva la versión oculta de la historia cristiana.
Al principio, no quería ni oír hablar del matrimonio de Jesús porque la
idea se oponía demasiado a todo lo que me habían enseñado. Me resistía a
examinar las pruebas y después me resistía a hablar del tema. Pero ya no
tengo ese temor. Debido a la forma en que se ha desarrollado la historia, paso
a paso, con la ayuda de unas sincronicidades increíbles, ahora estoy
convencida de que toda la realidad está entretejida, formando un tapiz
fabuloso de hilos de seda, unidos mediante nudos diminutos por detrás de la
tela.
Yo diría que los detalles de la búsqueda del grial estaban cuidadosamente
interconectados en mi subconsciente. Muchos de los recuerdos favoritos de
mi niñez han desempeñado un papel importante, iluminando zonas oscuras de
mi mente como la luz de las velas en la noche. Lirios azules y ciudadelas de

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piedra, amados cuentos de hadas, títulos de cuentos, símbolos y juegos de
palabras se convirtieron en vehículos para desplegar el mito, ayudándolo a
llegar hasta mi conciencia. Fue como si de vez en cuando se me permitiera
echar un vistazo a todo el tapiz bordado de frente, en lugar de verlo sólo por
el revés, donde se entrecruzan los hilos multicolores, de aquí para allá, en una
red intrincada pero sin sentido.
Inseparablemente unida a mi búsqueda del Grial está la historia de
Emmanuel, una comunidad carismática constituida en 1974 y consagrada por
un sacerdote católico en una liturgia especial, en mayo de 1979, con el objeto
de interceder en favor de la purificación y la sanación de la Iglesia Católica y
su sacerdocio. Los vehículos concretos de las revelaciones proféticas que
recibimos fueron variados: oportunos pasajes de las Escrituras, locuciones, y
a menudo coincidencias asombrosas. Hubo una época en la que de la
iluminación repentina se ocupaba Hermes, el guardián de los cruces de los
caminos y mensajero de los dioses. Los cristianos atribuyen las coincidencias
significativas al Espíritu Santo, que tradicionalmente guía, ilumina y conforta
a los peregrinos en su viaje por la vida.
Esta intrincada «creación de interconexiones» constituye uno de los
papeles tradicionales del «paráclito», palabra de origen griego que significa
«compañero de viaje». Mientras se honra a Dios Padre y Creador como
principio trascendental, se lo representa en su trono de gloria en algún lugar y
se lo pinta en el inolvidable techo de la Capilla Sixtina, en el Vaticano, el
Espíritu Santo es el aspecto «femenino» inmanente de la divinidad, que
siempre nos guía desde el interior. Es a la vez tejedora y maestra, la santa
sabiduría en persona. A lo largo de los años, han guiado mis pasos extraños
«coincidencias», abrumadoras a veces, que me han hecho profundizar en la
verdad que guardan tanto las células de mi propio cuerpo como los
polvorientos volúmenes de las bibliotecas.
Otra fuente de revelación significativa para mí fue el antiguo canon de
geometría sagrada y un sistema numérico conocido como «guematría», en el
cual las letras del alfabeto se usaban como números, cargados de significado
simbólico[1]. Este sistema fue muy practicado tanto por autores hebreos como
griegos y alcanzó una particular popularidad durante el período helenístico,
cuando se escribieron los Evangelios. Después de leer el libro de Michael
Drosnin, The Bible Code[2], que muestra los increíbles códigos hallados en la
Torá del judaísmo, no me extrañaría que también hubiera códigos en el Nuevo
Testamento. La guematría era una dimensión oculta de la iluminación para
aquellos que poseían la clave. Los autores del Nuevo Testamento sabían que

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las Escrituras hebreas tenían un código y, aunque no supieran descifrarlas,
decidieron cifrar también sus propios textos sagrados de la nueva alianza.
En la búsqueda del histórico Jesús de Nazaret, algunos estudiosos de las
Escrituras han restado importancia a la enorme influencia que tuvieron la
cultura helenística y la filosofía clásica durante los primeros siglos del
cristianismo. Jesús fue un maestro judío carismático, pero una parte
considerable de los textos del Nuevo Testamento estaban escritos en griego y
su interpretación mejora considerablemente mediante la forma griega clásica
de la guematría. He recibido una iluminación profunda de los números
codificados dentro del Nuevo Testamento, y la interacción de estas fuentes
tan diversas me ha proporcionado una profusión de información sorprendente,
de tesoros ocultos. En los apéndices 1 al 3 de este volumen se incluyen
explicaciones específicas sobre la guematría del Nuevo Testamento.
Me parece importante compartir ahora parte de este material profético,
recogido de miles de fuentes a lo largo de los años, ya que se relaciona
directamente con la restauración de la figura de la Novia a la historia cristiana
y, al mismo tiempo, a cada uno de nosotros y también a nuestro mundo.
Jesús nació en el judaísmo y vino para que se «cumpliera la ley», pero
desde el principio la comunidad cristiana ha dado numerosas interpretaciones,
a veces incompatibles, de la vida y las palabras del Maestro. Espero que
aquellos que lean mi revisión de la historia cristiana que incluye a la esposa
de Jesús la analicen sin prejuicios, que examinen con cuidado esta posibilidad
y la escuchen con honestidad. En mi libro anterior, The Woman with the
Alabaster Jar, presenté abundantes pruebas circunstanciales de la existencia
de la Novia perdida de Jesús: aquélla María cuyo epíteto era «la Magdalena»,
la hermana de Marta y Lázaro de Betania. El presente libro describe mi
búsqueda personal de la Amada olvidada y proporciona pruebas directas de
este hieros gamous (matrimonio sagrado) en el núcleo de la historia cristiana.
Un enigma fundamental que encontré durante mi búsqueda (tal vez el más
extraño de todos) fue la imagen recurrente de la Virgen Negra. Esta imagen
femenina arquetípica aparece constantemente en sueños, en el arte, la historia
y en casi cuatrocientos santuarios de todo el mundo, de los cuales más o
menos la mitad están situados en el sur de Francia, justamente en la región
donde proliferaron las leyendas sobre la vida y el ministerio de María
Magdalena. Casi sin excepción, se entiende que estas imágenes oscuras
representan a la madre de Jesús, con el Niño Dios en la falda.
En 1978, cuando se publicaron en todo el mundo las fotografías del icono
de Nuestra Señora de Czestochowa, por la cual el papa Juan Pablo II tiene una

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devoción especial, me quedé atónita, porque no se ajustaba al estereotipo de
la hermosa madona que yo conocía a raíz de mis estudios sobre el arte
religioso medieval. No tenía ni la más remota idea del simbolismo
multifacético de la mujer negra, por qué era negra, por qué parecía
perturbada, ni por qué el icono tenía cicatrices en la mejilla derecha. He
tardado años en descubrir la historia y con ella el significado que tiene para
mi propia vida y para el paradigma cristiano.
En 1997 anunciaron que el papa Juan Pablo II se estaba planteando la
posibilidad de dar a la Virgen María, la madre de Dios, el nombre de «co-
redentora» con Cristo, aunque esta posibilidad generó fuerte oposición en
muchos ambientes. A lo largo de los siglos, los católicos habíamos aprendido
a creer a ciegas que todo lo que nos enseñaban en las clases de catecismo era
toda la verdad y nada más que la verdad. La Iglesia Católica siempre
consideró que el hecho de que la Virgen María aceptara su papel fue un
requisito para la encamación de Jesús: su disponibilidad a ser la madre de
Jesús precedió a su papel de Salvador. Ella era la «puerta» o el «portal»
humano, es decir el medio, para la encamación de Cristo, pero jamás su igual.
Cuentan que destacados teólogos se pusieron de acuerdo para oponerse a que
el papa dictara ex cátedra esta nueva doctrina, partiendo de la base de que en
las Escrituras no existen pruebas suficientes que demuestren esta
interpretación exaltada del papel de María y de la consternación expresa de la
comunidad ecuménica.
Hace tiempo que la tradición honra a la madre de Jesús por su papel
humano, sin llegar jamás a considerarla igual a Cristo. Pero en los Evangelios
canónicos de la fe cristiana, la madre de Jesús no era su complemento íntimo,
ni tampoco la figura prominente en las tradiciones gnósticas, que fueron
suprimidas, redescubiertas en 1945 en la biblioteca copta de Nag Hammadi[3].
Estos libros significativos fueron escondidos en jarras, en el desierto egipcio,
por una secta gnóstica, alrededor del año 400 de la era cristiana, como
consecuencia de las persecuciones de la iglesia cristiana durante el imperio
romano. Se conservaron en el vientre oscuro de la tierra hasta después de
acabada la Segunda Guerra Mundial, cuando un campesino beduino las
descubrió por casualidad.
En estos textos gnósticos suprimidos, la que se nombra como compañera
constante y consorte de Cristo no es su Santa Madre, sino María Magdalena, a
quien se llama su koinonos[4] palabra griega con connotaciones conyugales.
En los primeros días de la Iglesia, su Amada era esta «otra María». Tal vez
ahora haya que plantearse realmente la cuestión de una verdadera unión:

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¿quién era la «primera dama» para los primeros cristianos? ¿Y qué ocurrió
con su versión de la historia?
Es hora de decidir si puede haber una alternativa previa a la saga cristiana
que resuene con verdad e inspiración y que vuelva a abrir nuestra mente y
nuestro corazón a la nueva palabra de Dios que busca habitar entre nosotros.
Esta versión «reclamada» incluiría lo femenino, descuidado y olvidado hasta
ahora, liberándonos por fin de largos siglos de tradiciones orientadas hacia lo
masculino y de la asfixiante hegemonía de los sacerdotes célibes, para los
cuales la mayor virtud ha resultado ser siempre la obediencia, antes que el
amor. La aparente misoginia del cristianismo no se manifiesta en la Iglesia
desde sus comienzos ni aparece jamás en las enseñanzas de Jesús. Mi
intención es restaurar el paradigma de la unión sagrada que en una época
estuvo en el centro mismo del mensaje cristiano.
Puede que la historia de mi búsqueda de las capas de la verdad y el
sentido del Santo Grial ayude a otros a abrazar la conclusión que me ha
parecido inevitable: que la sagrada unión de Jesús con su Novia constituyó en
una época la piedra angular de la cristiandad. Fue precisamente esta piedra
angular, la impronta del matrimonio sagrado, lo que rechazaron los
constructores posteriores, produciendo un error desastroso para la doctrina
cristiana que ha torcido la civilización occidental durante casi dos milenios.
Al reclamar a la Novia perdida, la Diosa en los Evangelios, pretendemos
restaurar un trozo precioso de nuestra propia psique: lo sagrado femenino, que
se nos ha negado durante tanto tiempo.

Nota: Después de la publicación de mi libro anterior, The Woman with the Alabaster Jar,
he descubierto que algunas palabras importantes que allí aparecían a menudo se pueden
escribir de otra forma que se asemeja más al original griego. Como los códigos bíblicos del
Nuevo Testamento que tanto me iluminaron en mi búsqueda partían de los textos griegos
originales, en esta obra prefiero utilizar hieros gamous en lugar de hieros gamos. La prueba
definitiva de la íntima asociación de Magdalena con Jesús ha permanecido oculta durante casi
dos milenios en la guematría de estas palabras.
De conformidad con mi deseo de reclamar lo femenino que el cristianismo ha descuidado,
escribo con mayúscula Novia para referirme al arquetipo, e Iglesia, como su manifestación
comunitaria, la comunidad de creyentes cristianos. He puesto en mayúscula Templo para
referirme al centro de la vida religiosa y cívica de la comunidad judía. Al hablar de ciertas
doctrinas establecidas por los patriarcas, he tratado de «soltarme», y las he escrito en
minúscula, como por ejemplo «sucesión apostólica».
A fin de facilitar la comprensión de esta obra por el público en general, he escrito en
lengua vernácula y he escogido las formas de expresión más tradicionales, para que las
entiendan sin dificultad las personas de todas las edades y niveles culturales. El mensaje que
encierran estas páginas es para la gente. Por el mismo motivo, y para no repetir determinadas
frases, de vez en cuando me he referido a la Biblia hebrea como el Antiguo Testamento y a
las Escrituras griegas como el Nuevo Testamento, junto con las demás variantes ampliamente

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reconocidas. En ocasiones he empleado el pronombre masculino para hablar de Dios, aunque
soy muy consciente de que hay que imaginar la divinidad como una pareja de amantes. Estoy
convencida de que «Dios» tiene la misma actitud que una abuela cariñosa, a la que no le
importa cómo la llamen… ¡basta con que la llamen!

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A NUESTRA SEÑORA

Te hemos conocido
con mil rostros,
tu gracia se nos ha aparecido
en los sitios más insólitos.
Te hemos visto
en obras de arte,
en gotas de rocío,
y en las alas de una libélula,
opalescente, finísima,
y tan fuerte como puede serlo algo frágil.

Tu corazón late
a través del universo,
constante y fiel,
haciendo florecer las flores,
alumbrando ciervos y
empollando gansarones;
tejido y pezuña,
urdimbre y trama
de tu sutil tapiz.

Espejo de la divinidad,
bendices la creación
que se encama en tu vientre.

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Fuente de nuestra vida, estás viva.

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CAPÍTULO I

PEREGRINACIÓN POR LA PROVENZA


Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras.
(Lc19, 40)

N
udosas trepadoras antiguas, portadoras de fragantes racimos de
glicinas que se ramifican a lo largo de la calle estrecha. Los
peregrinos han subido durante siglos por este camino sinuoso hasta
la iglesia de la abadía de Santa Magdalena en Vézelay, a menudo de rodillas,
en señal de penitencia y súplica. La basílica románica es imponente, con una
inmensa torre cuadrada que ocupa el ángulo anterior derecho. Sobre la
arenisca tostada de la entrada, un bajo relieve muestra a Moisés quitándose
los zapatos, un recordatorio visual a los peregrinos que llegan a este sitio:
«Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra
sagrada». (Éx. 3,5).
Resistí el impulso de quitarme los zapatos, aunque los peregrinos
medievales lo hicieran al entrar en la iglesia, cuyas viejas piedras
reverberaban todavía con las notas del coro que cantaba las vísperas,
invitándome a entrar. Inspiré profundamente, saboreando el momento y el
aire suave y dulce de la campiña francesa en primavera.
Era el 18 de mayo de 1996 y estaba peregrinando por los lugares sagrados
de María Magdalena en los santuarios de la Virgen Negra en Francia,
sintiendo que tenía que pellizcarme para confirmar la realidad del momento.
Era la primera vez en más de treinta años que pisaba Francia, y me disponía a
entrar en uno de los primeros y principales santuarios de María Magdalena en
Europa, un lugar de peregrinación destacado desde el siglo XII: la basílica de
Vézelay.
Volví a alzar la vista para mirar a Moisés, que me recordaba que estaba en
tierra sagrada, y penetré en la basílica, girando hacia la izquierda, en dirección
a la inmensa puerta abierta que era la entrada original de la iglesia. Tallado en
el tímpano del siglo XII, encima de la puerta central, había un majestuoso

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Cristo sentado, rodeado de figuras de santos. Observando con mayor atención
el arco tallado, me quedé admirada contemplando la imponente figura. Estaba
atónita. Los dos brazos del Cristo entronizado en el tímpano estaban
extendidos, bendiciendo pero, increíblemente, ¡le faltaba la mano izquierda!
La basílica de Santa Magdalena se comenzó a construir en 1096, en esta
pintoresca aldea situada en el corazón geográfico de Francia. En esa época tan
temprana, Vézelay era el cuarto lugar de peregrinación cristiana más popular,
lo cual demuestra la enorme importancia de María Magdalena en ese
entonces, a partir de las leyendas de que ella y su familia habían huido a la
Galia como refugiados, incluso antes de que se escribieran los Evangelios. En
1146, cincuenta años después de colocar la piedra angular, san Bernardo de
Claraval lanzó la segunda cruzada desde los escalones de esta iglesia notable,
llamando a las armas a sus compatriotas para emprender la liberación de
Jerusalén.
El tímpano situado sobre la entrada de Santa Magdalena fue profanado en
el transcurso de alguna de las numerosas guerras que asolaron Francia durante
siglos, probablemente por algún revolucionario del siglo XVIII, pero lo
importante no es la fecha en que se produjo la mutilación de Jesucristo. El
impacto del arco profanado reside en el hecho de que en este destacado
santuario de María Magdalena en Europa falte precisamente la mano
izquierda de Cristo.
Sabiendo que en el lenguaje simbólico medieval la mano izquierda se
identifica con lo femenino (como en heráldica, donde la mitad izquierda del
escudo portaba el escudo de armas de la línea materna), me pareció
misteriosamente profético que en esta basílica consagrada a María Magdalena
(¡de los centenares de iglesias que hay en Francia!). Cristo estuviera mutilado
justamente de esta forma, con la mano izquierda cortada a la altura de la
muñeca, como si quisiera demostrar de forma irrevocable que no está
completo sin ella. Jesús aseguró en una ocasión a los fariseos que, si sus
discípulos callaran, las piedras gritarían. Yo diría que en Vézelay las piedras
son bastante elocuentes.
Un altar especial dedicado a Magdalena ocupa un amplio nicho en el lado
derecho de la basílica, donde numerosas lámparas votivas permanecen en vela
frente a ella. Allí se alza serena, vestida con gracia, los largos cabellos
flotando bajo el velo, los brazos extendidos y las manos unidas, sujetando el
cáliz ligeramente inclinado sobre la parte inferior del cuerpo. Es un cáliz lo
que estrecha contra su cuerpo, en lugar del tradicional frasco de alabastro. En
Vézelay, Magdalena sujeta el Santo Grial en una pose que evoca a una madre

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acariciando a su hijo no nacido. Tiene una sonrisa enigmática y es la
encamación misma de la ternura y la gracia.
Este día de mi peregrinación a Vézelay, quise quedarme delante de la
estatua de la Magdalena, complaciéndome en su amable presencia y
reflexionando sobre su papel como encamación de la «Hagia Sophia», la
«Santa Sabiduría» de los griegos. Era el arquetipo de la hermana-novia y la
amada de Jesús, la imagen de Él «reflejada» en lo femenino. Su dulce sonrisa
cautivó mi corazón, quise conocerla mejor, pasar más tiempo en su presencia.
Pero el programa de nuestra peregrinación para esa tarde me obligó a
continuar el viaje, así que al final tuve que separarme de la encantadora
estatua de Magdalena acunando el Grial y bajé por una escalera corta y
estrecha que conducía a la cripta, excavada en los cimientos rocosos de la
basílica. Las velas votivas creaban sombras vacilantes sobre el techo bajo,
entre los arcos de la cripta, donde se conservaban las reliquias de María
Magdalena en una réplica rectangular de cristal del arca de la alianza. Cerca
había un florero con rosas carmesí, rojo para la mujer apasionada que, al
menos para las primeras generaciones de cristianos, encarnaba a la ekklesia, la
Iglesia en griego, la Novia a la que Cristo amó tanto que dio su vida por ella.
Ellos sabían que María Magdalena era la forma humana de la arquetípica
Amada de Cristo.
Ese día, el 18 de mayo de 1996, cumpleaños del papa, me arrodillé en la
cripta de Santa Magdalena para rezar por el papa Juan Pablo II y por los
patriarcas de la Iglesia Católica. «¿Sabrán ellos que al Cristo tallado en el
tímpano del santuario de María Magdalena en Vézelay le falta la mano
izquierda? —me pregunté—. ¿Habrán comprendido el significado profundo
de semejante profanación? ¿Se darán cuenta de que la desfiguración del
Cristo de Vézelay repite la pérdida de la Amada y el consiguiente descuido y
devaluación de la mujer y de todos los hijos a lo largo de casi dos milenios de
cristiandad? Y si lo supieran, ¿les importaría?». Estos pensamientos me
rondaban mientras rezaba por la jerarquía de la Iglesia Católica y sobre todo
por el papa, el día de su cumpleaños, captando la significativa coincidencia de
mi peregrinación a Santa Magdalena ese día en particular.
Es un hecho muy conocido que se produjo un eclipse de sol el día en que
nació el papa Juan Pablo II, el 18 de mayo de 1920. Esta coincidencia trae
implícita una poderosa profecía. Un «eclipse de sol» es una manera incorrecta
de llamar al acontecimiento que se produce en el cielo cuando el sol está
«escondido», en cierto modo. Sin embargo, en realidad el sol no se pierde en
el cielo durante el eclipse, sino que sigue estando en el sitio que le

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corresponde, pero entra en una conjunción visible con su hermana-novia, la
Luna. Un eclipse es un símbolo celeste, por efímero que sea, del «matrimonio
sagrado». «¿El papa polaco comprenderá la tremenda importancia que tiene
este símbolo de la asociación íntima de las energías masculinas y femeninas,
del hieros gamous celestial? —me pregunté—. Puede que esta conjunción de
cuerpos celestes el día de su nacimiento le ayude a intuir la necesidad de
restaurar lo femenino a un sitio de honor en el paradigma cristiano», especulé.
Dicen que en el siglo XII, un monje irlandés de nombre Malaquías
O’Morgair, obispo de Connor, escribió una profecía, que ahora es famosa,
que aplicaba un epíteto en verso a cada uno de los papas que se elegirían en
los siglos siguientes. En ese momento había ciento doce versos, cada uno de
los cuales se aplicaba a un pontificado futuro y, en retrospectiva, todos han
sido de una precisión increíble.
El verso de la profecía de san Malaquías que corresponde al pontificado
de Juan Pablo II es «de laboris solis» que, traducido del latín, significa
«relacionado con el eclipse de sol». Este epíteto profético ha sido objeto de un
intenso escrutinio en el transcurso de los últimos veinte años, provocando
especulaciones y debates en diversos sectores. Estoy convencida de que los
versos se refieren a dar mayor importancia al aspecto femenino de lo sagrado
hasta lograr una auténtica unión con lo masculino, simbolizado en la
conjunción de la luna con el sol, que se ha producido durante los años de
pontificado de este papa.
Porque justamente al papa Juan Pablo II le debemos la reciente explosión
de interés por la Virgen Negra ya que, a causa de su devoción por Nuestra
Señora de Czestochowa, ha llamado la atención de los medios de
comunicación hacia su imagen, que sin duda representa a la Virgen María con
el Niño Dios en la falda. En los numerosos iconos que se encuentran en todo
el mundo, esta Virgen recuerda a la «triple diosa» neolítica, lo sagrado
femenino.
De rodillas en la cripta de Vézelay, recordé otra cosa: en el antiguo Cantar
de los Cantares hebreo, que se incluye en las Escrituras, no es la madre la que
aparece oscura, «morena», quemada por el sol por trabajar en las viñas de sus
hermanos sino que es, de forma muy explícita, la novia. Y en esas mismas
Escrituras hebreas no se abraza a la Santa Sabiduría como una madre
arquetípica sino, una vez más, como una Novia. La compañera arquetípica del
sacrificado novio/rey del mito de Oriente Medio se identifica casi siempre
como su hermana-novia.

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Las representaciones que hacían los primeros cristianos de la Virgen con
el Niño se parecían a las imágenes mucho más antiguas de la diosa egipcia
Isis, la hermana-novia de Osiris, con el niño sagrado Horus, el dios de la luz,
en sus rodillas. La poesía ritual correspondiente al culto de Isis y Osiris se
asemeja al Cantar de los Cantares, en algunos lugares palabra por palabra[5].
En el mundo antiguo, tanto las diosas de la Luna como las de la Tierra solían
ser de color oscuro para representar el principio femenino en yuxtaposición
con lo solar/masculino, en un dualismo habitual en las civilizaciones
mediterráneas primitivas. Numerosas diosas se representaban negras, como
Inanna, Isis, Cibeles y Artemisa, por nombrar sólo unas cuantas.
Para los primeros cristianos, la diosa en los evangelios era María
Magdalena, cuyo epíteto quería decir «elevada» o «atalaya/fortaleza». Como
demuestran los códigos numéricos del Nuevo Testamento, la honraban como
la compañera de Cristo, hecho que examinaremos en detalle en posteriores
capítulos. Estos códigos numéricos o guematría han estado ocultos en los
textos griegos de las Escrituras canónicas desde que se escribieron los
Evangelios, pero hasta hace poco no les hicieron caso ni los exégetas ni los
estudiosos del Nuevo Testamento.
Por ejemplo, en un viaje que hice a la Feria del Libro de las Montañas
Rocosas en Denver, en 1994, conocí a un erudito que había formado parte del
Seminario de Jesús, el grupo de estudiosos de las Escrituras que había votado
si las palabras de Jesús que se citan en los Evangelios canónicos realmente
fueron pronunciadas por él. Le pregunté si habían tenido en cuenta la
guematría de las frases en cuestión y me respondió que sabían que existía la
guematría pero que no habían sabido cómo interpretarla, así que decidieron
no tenerla en cuenta. Me quedé atónita. El grupo de expertos contaba con un
medio significativo para interpretar las Escrituras desde la perspectiva de los
autores originales y había decidido no prestarle atención.
Después de alcanzar su punto culminante en el siglo XII, la importancia
única de la Magdalena en Europa occidental se fue degradando poco a poco a
partir de mediados del siglo XIII, una fecha que coincide con la cruzada
albigense contra los cátaros y los partidarios de la «iglesia del amor». Ya me
he referido ampliamente a este tema en The Woman with the Alabaster Jar[6].
El auge de la inquisición en el siglo XIII tuvo una virulencia especial en el sur
de Francia como respuesta a diversas versiones del cristianismo orientadas
hacia los Evangelios, unas sectas heréticas populares que ponían en grave
peligro la hegemonía de la Iglesia de Roma. Con la colaboración del rey de
Francia, el papa organizó una cruzada contra los herejes albigenses, una

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guerra sangrienta y devastadora que duró una generación, barrió poblaciones
enteras y destruyó el florecimiento cultural de esta región conocida como el
Languedoc.
Durante la misma época, algunos epítetos hermosos e importantes que en
una época correspondieron a María Magdalena pasaron a aplicarse a la Virgen
María, y las iglesias construidas bajo la advocación de «Nuestra Señora»
hacían ostensible honor a la madre de Jesús como portadora destacada del
arquetipo femenino, «la única de todo su sexo[7]». Proliferaron las estatuas y
efigies de la Virgen, casi siempre con el niño en la falda, que recordaban las
estatuas egipcias de Isis con Horus. Después de mediados del siglo XIII, la
«voz de la Novia» se silenció efectivamente, aunque se dice que los albañiles
europeos conservaron la fe verdadera e incorporaron sus símbolos en las
piedras mismas de sus catedrales góticas.
Durante años había oído estos rumores persistentes y me había planteado
su sentido. Curiosa por saber si sería capaz de descifrar el secreto de las
piedras, regresaba a Europa a recorrer los lugares sagrados que hacía más de
treinta años que no visitaba, desde que acabé la licenciatura, en el verano de
1963.
«¿Cómo sería esta fe verdadera, grabada en piedra? —me preguntaba
mientras dejaba Santa Magdalena ese día, bajando la colina bajo la llovizna
—. ¿Qué sabrían los albañiles medievales que nosotros hemos olvidado?».
Seguí planteándome las mismas dudas mientras proseguía con mi
peregrinación por los famosos santuarios de la Virgen María, como
Rocamadour, Clermont-Ferran, Montserrat, Lourdes y Chartres, y visitaba
lugares donde se honra a María Magdalena, como Vézelay, Marsella y Les-
Saintes-Maries-de-la-Mer. Quería conocer la verdad oculta en sus piedras.

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CAPÍTULO II

ATADO EN LA TIERRA
A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra
quedará atado en los cielos. (Mt 16, 19)

H
abía transcurrido una semana desde mi visita a la basílica de Santa
Magdalena en Vézelay. Después escalé el empinado camino que
conduce a la cima coronada por la fortaleza cátara de Montsegur, y
estuve en el mar con los gitanos en Les-Saintes-Maries-de-la-Mer, celebrando
la llegada de las «tres Marías» y sus amigos desde Jerusalén, portando el
Santo Grial. Y acompañé a la colorida multitud que desfiló por las calles tras
la estatua de santa Sara, «la egipcia», escoltada por gitanos disfrazados, a
lomos de caballos blancos, mientras todos gritábamos al unísono: ¡Vive les
Saintes Maries, vive Sainte Sarah!
El itinerario de la peregrinación me había conducido, el día de
Pentecostés, a la iglesia de la abadía de Santa Victoria, en una plaza elevada
situada sobre el puerto, en la parte vieja de Marsella. Era un día perfecto, el
azul del Mediterráneo brillaba bajo el azul del cielo, mientras las barcas
multicolores danzaban bajo el sol en la dársena, allá abajo.
Antes de entrar en el imponente edificio, permanecí largo rato en silencio,
admirada, delante de la iglesia, construida sobre una abadía del siglo VI que
albergaba a una comunidad tanto de monjes como de monjas. Todavía
conserva unas catacumbas de gran antigüedad, donde se celebraba el legado
de Lázaro y Magdalena, que llevaron la buena nueva a la Galia. Enmarcan la
puerta de la iglesia dos inmensas torres cuadradas, que recuerdan más a una
ciudadela que a una iglesia.
Sonreí para mis adentros al observar el parecido entre la fachada de San
Víctor y la insignia del castillo del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de
Estados Unidos, donde mi marido había servido durante treinta años, y su
padre antes que él. La tradición militar se extiende en nuestras dos familias
durante generaciones. En la sala de estar tenemos un estandarte rojo con un

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castillo blanco, que nos recuerda la distinguida carrera de mi marido como
oficial del Cuerpo de Ingenieros. He pasado toda mi vida de casada bajo su
égida.
Por un momento, me detuve a reflexionar sobre el largo viaje que me
había llevado hasta allí: durante mi infancia como hija de un oficial con
cuatro hermanos varones, pasando de puesto en puesto según las órdenes que
recibía mi padre, y durante los tres años maravillosos que pasamos en
Alemania, a mediados de mi adolescencia, me había enamorado de la historia
medieval y después me gradué en literatura comparada, con historia como
asignatura secundaria y concentrándome en estudios medievales: literatura
medieval, filosofía medieval y arte medieval.
En 1963 regresé a Alemania con una beca Fulbright para estudiantes y
continué mis estudios en la Christian Albrechts Universität de Kiel. Al año
siguiente, a mi regreso a Maryland, di ciases de alemán y terminé el
doctorado. Entonces me puse a estudiar lengua alemana y lingüística, pero
nunca acabé, porque en 1968 preferí casarme con Ted, que acababa de
regresar de Vietnam y pensaba realizar sus estudios de posgrado en Carolina
del Norte. Los años siguientes fueron un viaje largo, a menudo agotador, ya
que la carrera militar de mi marido como oficial del ejército exigía frecuentes
traslados con nuestra creciente familia de cinco hijos.
Inmersa en mis recuerdos, en la plaza frente a San Víctor, reflexioné sobre
mi educación católica y sobre mi inesperado despertar a las teorías erróneas
del cristianismo en relación con lo femenino. Pensé en mi apasionada
búsqueda del sentido del Grial y de la Virgen Negra que me había conducido
hasta esta abadía, bañada por la luz brillante del sol, esa mañana de
Pentecostés. Había seguido un camino increíble hasta llegar a ese momento.
¿Qué otras revelaciones me esperarían todavía en mi viaje?
Ya había visto que San Víctor no era única entre las iglesias situadas a lo
largo de la costa mediterránea de Francia. A lo largo de mi semana de
peregrinación por la Provenza, descubrí que muchas de las iglesias más
antiguas de Francia no tienen los tradicionales chapiteles en punta. En
realidad, lo habitual es que se parezcan más a un fuerte que a una iglesia.
Tienen unos muros inmensos para proteger a las personas de los ataques de
los piratas y los moros que asolaban las zonas costeras.
Al ver estas murallas antiguas me vienen a la memoria las palabras del
himno de Martín Lutero: «Nuestro Dios es una poderosa fortaleza, un baluarte
que no falla jamás». La Iglesia de Nuestra Señora del Mar, en Les-Saintes-
Maries-de-la-Mer es otra iglesia-fortaleza, construida para dar seguridad.

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Muchas de las iglesias más antiguas tienen una sola torre cuadrada, a menudo
provista de una campana, que se tocaba en señal de alarma y también para
convocar a los fieles a la misa dominical.
Sabía por mis investigaciones sobre los comienzos del cristianismo que el
epíteto de Magdalena deriva de «Magdala», palabra hebrea que significa
«atalaya» o «fortaleza». Ella fue el modelo original de la Iglesia, la
comunidad que Cristo amó como su Novia eterna. Su nombre y su presencia
parecen estar empotrados en los muros mismos de las iglesias francesas. Y
ahora me encontraba allí, visitando la costa mediterránea, recorriendo los
mismos lugares por donde había andado ella, siguiendo sus pasos. Para mí, la
Provenza es tierra santa.
Todas las campanas de Marsella repicaban cuando entré en la iglesia de
San Víctor y me encontré cara a cara con Notre Dame de la Confession, una
de las vírgenes negras más famosas de Francia. Para celebrar el cumpleaños
oficial de la cristiandad por Pentecostés, habían extraído la efigie negra
rutilante de su nicho habitual en la cripta. Iba vestida de verde, símbolo de la
esperanza y la fertilidad, y tenía a su hijo en brazos. Para mi sorpresa, lucía un
gran broche de plata con forma de flor de lis, el emblema de los reyes
merovingios de Francia, que reinaron del siglo V al VII, la dinastía real de la
cual se rumorea que desciende de la unión de Cristo con María Magdalena[8].
Este símbolo se identifica habitualmente con Francia. Sin duda Nuestra
Señora era francesa. Y además sonreía.
Ahora me encontraba delante de su semblante radiante, recordando
detalles del notable festival que se celebra el 2 de febrero, la Candelaria,
cuando los hombres con antorchas sacan la estatua de su nicho habitual en la
cripta y la pasean por las calles de Marsella. Se preparan unas galletitas con
forma de barco, llamadas navettes, para festejar la llegada de los primeros
cristianos, en esta festividad de la Virgen Negra, un día sagrado que coincide
con Imbolc y con la fiesta de la Santa Brígida celta, festivales que estimulan
la Tierra y festejan la llegada de la primavera. Estas galletitas, de algo más de
diez centímetros de largo, tienen una hendidura en el medio que constituye el
interior de la barca, en forma de «vejiga de pez», una forma que hace tiempo
se identifica con la fertilidad de la diosa Tierra. Las navettes también
recuerdan la «barca de Isis», en la cual la desolada diosa navegó a costas
distantes en busca de su esposo mutilado, Osiris, y es posible que en una
época se prepararan en su honor, ya que también ella se honraba,
históricamente, en la región de la Galia romana. Me di cuenta de que los
mitos de Isis y María Magdalena tienen mucho en común. Las dos eran

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viudas y ambas tuvieron un hijo después de la muerte de su Novio
sacrificado.
Durante mis viajes por Europa me resultó particularmente fascinante
observar cómo los mitos, leyendas, rituales e incluso los edificios cristianos se
han superpuesto sobre los pertenecientes a los habitantes precristianos de la
región, como ocurre en el caso de estos ritos de la Virgen Negra que se siguen
practicando en Marsella.
Sin embargo ese día no era una festividad de Nuestra Señora, sino que la
Iglesia universal celebraba el descenso de las lenguas de fuego sobre los
apóstoles, en el primer Pentecostés, como símbolo de que se les infundía el
Espíritu Santo que los animó a comenzar a predicar el Evangelio a todas las
naciones. Era el cumpleaños de la Iglesia oficial. Después, según cuenta la
leyenda, Magdalena y Lázaro, y su hermana Marta, llevaron la Buena Nueva
a la Galia, a esta misma ciudad.
Descendí por una escalera ancha impresionante y entré en la cripta, cuyas
paredes estaban cubiertas por las catacumbas de los primeros cristianos. Di la
vuelta a una esquina y me detuve de pronto, sorprendida ante una escena en
relieve, tallada en la pared de piedra que tenía delante. Al fondo, Cristo
colgado en la cruz, flanqueado por los dos ladrones crucificados con él. En
primer plano, Magdalena de rodillas, notoriamente trastornada, con el largo
cabello suelto, abrazada a una gran roca. El efecto era sorprendente porque,
debido al tamaño y la forma redondeada de la roca, ¡parecía embarazada de
nueve meses!
«A lo mejor es otro ejemplo de esas “piedras elocuentes” que tratan de
decirnos algo», pensé, contemplando incrédula la escena labrada en el muro.
Es probable que se trate de un relieve del siglo XVI o XVII, pero se encuentra
en la cripta de una de las iglesias cristianas más antiguas de Francia, una
cripta que contiene catacumbas de una comunidad cristiana primitiva. Se
supone que en las catacumbas se celebraba el culto de los devotos de Lázaro y
Magdalena que vivían en la ciudad donde dicen que los santos se refugiaron
de las persecuciones que tenían lugar en Jerusalén, probablemente las mismas
a las que Saulo/Pablo se refería en los Hechos de los Apóstoles, en el Nuevo
Testamento. Todo parece indicar que aquí vivieron el resto de su vida.
Mientras examinaba la «roca» en brazos de María Magdalena, recordé el
«Grial» del «Perceval» del poeta alemán del siglo XIII Wolfram von
Eschenbach, donde recibe el nombre de lapis exillis. «¿Esta talla sería una
referencia indirecta a la “piedra en el exilio”?», me pregunté.

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Evidentemente, lo que sujeta Magdalena no es la «piedra de Pedro». Ella
es la «portadora» de una tradición totalmente diferente, un cristianismo
alternativo, basado en los Evangelios. Puede que la roca que sujeta represente
a la otra iglesia, la iglesia en el exilio, la Iglesia del Santo Grial[9]. Según la
leyenda, Magdalena era el recipiente del sangraal, la familia real de Israel,
del rey David y de Cristo. Se la considera antecesora de la familia real de
Francia a través de los merovingios.
Esta increíble talla en relieve de Magdalena está situada a pocos metros
del santuario de la Virgen Negra, Notre Dame de la Confession, honrada por
haber traído los Evangelios a Francia. «¿Cuál de las dos Marías habrá llevado
realmente los Evangelios a Francia? —me pregunté—. ¿Tal vez las dos?».
Según la leyenda, a Francia llegaron las «tres Marías», lo cual nos recuerda a
la triple diosa del mundo antiguo y a las tres Marías que se mencionan en un
texto gnóstico, el Evangelio de Felipe, descubierto en la biblioteca de Nag
Hammadi, que habla de las constantes acompañantes de Cristo: «Su madre y
su hermana y su compañera, las tres eran Marías[10]».
Entusiasmada con el mensaje de las piedras que confirmaba mi
convicción de que Magdalena había sido la madre de un hijo de Jesús, subí las
escaleras para asistir a la misa del domingo de Pentecostés con la
congregación francesa reunida. Me atrajeron las palabras de la lectura del
Evangelio: «… lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos».
Lo que habían atado en la tierra, quedaría atado. Era cierto. «Atar» era
una palabra apropiada. Los antiguos tabúes sobre las mujeres desfilaron por el
prado de mi mente, junto con sentimientos de represión, de inferioridad, de
falta de poder, de quedar relegada a tareas de poca importancia, de estar
amordazada. Había crecido junto a cuatro hermanos varones, en una familia
en la que el servicio al ejército era una tradición respetada. Recuerdo cómo
lloré hasta quedarme dormida el día que descubrí que las mujeres no
podíamos ir a West Point. Había manifestado mi deseo de continuar la
tradición familiar y apuntarme a la academia y mis hermanos se rieron de mí.
Me fui corriendo a mi habitación, bañada en lágrimas.
Otros recuerdos acudieron en tropel a mi conciencia. Recordé cuando vi la
película Heidi, una famosa noche de 1968 en la que tuvo prioridad sobre el
final de un partido de fútbol televisado a todo el país, y cómo sentí la
desolación de esa niña a la que nadie quería, ni su tía, ni su abuelo ni, sobre
todo, los entusiastas telespectadores del partido de fútbol que después
presentaron enérgicas quejas a la cadena de televisión. Recordé el horror que
me produjo la primera vez que leí algo sobre Enrique VIII de Inglaterra y las

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esposas de las que se divorció o a las que mandó cortar la cabeza porque eran
estériles o porque le habían dado una hija, y pensé en las mujeres que, a lo
largo de los siglos, han perdido perdón a sus maridos por no haberles dado un
hijo varón.
Pensé en todos los pañales, los platos y las tazas de váter que había
lavado, en todos los actos a los que había tenido que asistir como esposa de
militar, y después pensé en la estadística ampliamente difundida según la cual
dos terceras partes de las horas trabajadas en todo el mundo corresponden a
mujeres, que obtienen un diez por ciento de la remuneración. Todavía sentada
en el banco de San Víctor, recordé la expresión en el rostro de mi hijita, entre
triste y sorprendida, cuando en 1980 me preguntó si las mujeres podían jugar
al fútbol en los Juegos Olímpicos y le contesté que no. Por lo menos eso ha
cambiado mientras tanto.
Ahora me asfixiaba el resentimiento acumulado ante el orden establecido
que no reconocía ni agradecía las aportaciones de las mujeres, ni siquiera sus
opiniones, y ante todas las veces en que me dijeron que mis puntos de vista
eran ilógicos o irrelevantes.
Las palabras de la lectura del Evangelio me rondaban la cabeza: «atado en
la tierra, atado en los cielos». Pensé en las mujeres que conocía, las hijas,
esposas y madres del mundo occidental. Los poderosos estereotipos sexuales
del orden establecido no habían hecho que nos ataran los pies, como era
costumbre en China, donde las madres tradicionalmente eran las encargadas
de vendar los pies de sus hijitas para evitar que se volvieran tan fuertes como
para permitirles huir de los hombres que pretendían dominarlas.
La leyenda del emperador cuya mujer había tratado de escapar corriendo
había provocado siglos de sufrimientos inenarrables para las niñas chinas,
cuyos pies eran vendados con fuerza desde la cuna para evitar que crecieran,
aplastando y destrozando los huesillos que trataban de manifestar la impronta
de su herencia. Durante siglos, innumerables hijas chinas se durmieron
llorando mientras sus madres, bien educadas y condicionadas por la cultura,
cerraban los oídos y endurecían el corazón ante el doloroso lamento de sus
hijitas. Los viajeros occidentales a China tacharon esta práctica de cruel e
inhumana.
Me di cuenta de que los patriarcas de la cristiandad no habían atado
nuestros pies con vendajes de tela. Su misoginia no era tan evidente como la
de los chinos. No nos habían atado los pies, o al menos no lo habían hecho
literalmente. En cambio, nos habían atado la mente y, con ella, el corazón, las
esperanzas y la vida. Sus doctrinas habían distorsionado dos milenios de

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civilización occidental, evitando que la libertad, la justicia y la igualdad del
mensaje de los Evangelios se aplicaran por igual a las mujeres y a los
hombres, impidiendo que se honrara el principio femenino en armonía con el
masculino. La ira y el resentimiento se alzaron como la bilis en mi interior y
me dejaron un sabor amargo en la boca.
En el fondo esperaba sentir un cierto espanto ante los derroteros que
estaban tomando mis pensamientos. No era la típica meditación de
Pentecostés. Debería avergonzarme de albergar semejantes pensamientos.
Pero fui recalcitrante. Me di cuenta de que los años de investigación sobre lo
femenino y de compartir mis impresiones con otras mujeres me habían hecho
tomar conciencia de las cuestiones relacionadas con el sexo y el poder. Era
consciente de que la vergüenza era un peso depositado sobre las mujeres
como colectivo, una culpa que se nos atribuía, pero no por algún pecado que
hubiéramos cometido personalmente. La historia comenzó en el Jardín del
Edén, según la versión bíblica del Génesis, cuando Eva le dio la manzana a
Adán, y no ha acabado todavía. Ay de aquellos que abrigaran algún
pensamiento considerado divergente de las doctrinas que nos han enseñado
con tanto esmero, doctrinas como la del «pecado original», promulgada por
los patriarcas de la estructura del poder, «los guardianes de los muros».
La herejía no tiene nada que ver con que algo sea cierto, sino que sólo es
cuestión de que coincida con las enseñanzas «ortodoxas» de los «padres», ya
sea verdadero o falso. Pedro y sus sacerdotes (según su propia interpretación
de sus propios escritos sagrados) recibieron la autoridad y el poder absolutos
para determinar qué pensamientos eran aceptables para Dios y cuáles no. Un
católico que se atreva a adoptar una posición diferente de la del magisterio (la
autoridad para enseñar que tiene la Iglesia Católica) pone en peligro su
salvación y sufrirá el castigo eterno. Al menos esto es lo que nos han
enseñado.
Conozco muy bien el estigma de la herejía. A veces me han acusado de
ella por creer que Jesucristo estaba casado, una convicción basada en el
material que investigué para mi libro The Woman with the Alabaster Jar. El
libro produjo una conmoción cuando se publicó en 1993. Varios de mis
amigos católicos más convencidos me escribieron, expresándome su
consternación ante lo que consideraban una apostasía por mi parte. Hasta mi
propio padre se entristeció, preocupado porque hubiera «desperdiciado» el
libro.
Ya me he dado cuenta de que ser una hereje resulta sumamente incómodo,
algo muy grave sin duda. A veces, cuando doy una charla, alguien del público

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se burla de mi teoría porque diverge tanto de los dos mil años de la línea
trazada por las iglesias cristianas reconocidas. Un ministro cristiano telefoneó
al presentador de un programa de radio al que me habían invitado para
informarme, a mí y a todos los oyentes que sintonizaban el programa, de que
iría al infierno por enseñar semejante herejía. Muchas personas, incluso
algunos amigos míos, todavía tienen miedo de plantearse las pruebas
contundentes del matrimonio de Jesús que se publican en mi libro, por temor
a que los corrompa de alguna manera, temerosos de que pongan en peligro su
fe.
Pero la verdad no nos corrompe. Y una fe que no parte de la verdad, es
errónea. En el siglo I, entre los primeros cristianos, no era una herejía creer
que Jesús estaba casado[11]. Para el judaísmo de esa época, el matrimonio se
consideraba el único estado natural para un hombre adulto. De acuerdo con
los preceptos de la ley judía y la práctica derivada de la Torá, los jóvenes se
casaban antes de cumplir los veinte años. Sólo en generaciones posteriores se
le imputó a Jesús el celibato, que quedó implícito en la doctrina cristiana con
su tradición de sacerdotes célibes (algo que no fue obligatorio hasta 1139). En
tiempos de Jesús, en el contexto del judaísmo histórico, el mero hecho de
sugerir su celibato se hubiese considerado herético. Los judíos no le hubieran
seguido por la calle. Sin embargo, se dice que los apóstoles respetaban la
legislación judía en todos sus detalles. Y el propio Jesús afirmaba que no
había venido a destruir la ley sino a cumplirla…
Miré a mi alrededor y recordé dónde me encontraba, arrodillada en medio
de una congregación católica, y a medida que proseguía en francés la liturgia
de Pentecostés, mis pensamientos volvieron a vagar, esta vez hacia los
problemas de la Iglesia Católica, la destacada institución de la civilización
occidental durante dos milenios. Dos mil años de hegemonía masculina
habían dejado a la «barca de Pedro» (una metáfora común para referirse a la
Iglesia institucional fundada sobre la primacía del apóstol Pedro) hundida en
alta mar, incapaz de llegar a un puerto seguro, en vísperas del tercer milenio.
Me recuerda al gran barco llamado Titanic, con el costado abierto por el filo
de un iceberg, una noche de mediados de abril de 1912, cuando la Luna
ocultó su rostro. El destino del famoso transatlántico fue consecuencia directa
del envanecimiento, del orgullo, incluso de la arrogancia, por parte de los que
construyeron y gobernaron la embarcación, sin tener en cuenta el peligro de
los mares helados. El destino del Titanic es una metáfora interesante de la
sociedad occidental y las instituciones de su «orden establecido», incluida la
Iglesia.

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Los escándalos sexuales que han sacudido a la Iglesia Católica en los
últimos años, y las fantásticas coartadas y desmentidas que los acompañaron,
han surgido directamente de las tradiciones que evolucionaron a partir de la
preferencia por una jerarquía exclusivamente masculina y un sacerdocio
célibe. La hipocresía feroz y descarada y la irresponsabilidad son manifiestas.
El modelo jerárquico de dominación está en graves problemas, y se los
merece. Por decirlo sencillamente, repitiendo las palabras de los profetas
hebreos, los líderes se han estado apacentando a sí mismos, en lugar de
apacentar el rebaño. Los altares están corruptos y las personas también. Lo
que era verdad en las palabras de los profetas del Antiguo Testamento que
castigaban a los líderes descarriados de Israel, sigue siendo verdad ahora: la
corrupción de los sacerdotes y los gobernantes desorienta y destruye el rebaño
(Os 4, 4).
Pero mi aversión hacia el abusivo doble rasero alcanza un nivel más
profundo todavía. Al adorar una imagen exclusivamente masculina de Dios
(un «Dios de poder y grandeza», glorificado en las liturgias y los credos de las
tres principales religiones del mundo), nuestras instituciones se han
atrincherado en un sistema de valores orientado hacia el poder que de vez en
cuando inclina la cabeza hacia su contrapartida femenina, sobre todo si es
joven y bella, pero no la honra. La sabiduría de lo femenino, el inconsciente,
el cuerpo, la tierra, se han «mantenido atados» por nuestras instituciones y
costumbres actuales. Y ni siquiera somos conscientes de hasta qué punto es
así. El sutil equilibrio de las energías contrarias se ha perdido hace milenios,
agravado en este siglo por sus descubrimientos tecnológicos y la inmediatez
de las comunicaciones.
«¿En qué tipo de mundo viviríamos ahora si los fundadores del
cristianismo hubieran reconocido que la unión sagrada de los masculino y lo
femenino, de la Novia y el Novio, estuvo en una época en el corazón del
mensaje cristiano y representaba la relación íntima de Jesús con María
Magdalena? —me planteé, mientras la misa de Pentecostés se seguía
desarrollando en francés a mi alrededor—. ¿Qué hubiera hecho por nosotros
el mandala de la unión que existía en el cristianismo original, si no lo
hubiesen destruido en la cuna de la nueva religión? ¿Qué consecuencias han
tenido para nuestra psique, a lo largo de los siglos, los modelos de la “madre
virgen” y el “hijo célibe”?».
Durante dos milenios, estas doctrinas nos han privado de un modelo para
relacionamos entre nosotros como compañeros reales e iguales, de «carne y
hueso». No nos han enseñado a honrar nuestro cuerpo como recipiente

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sagrado de la vida, y este descuido de nuestro propio cuerpo se ha extendido
también a nuestro planeta, a nuestra querida madre «recipiente». ¡Qué
diferente hubiese sido nuestra experiencia si hubiésemos entendido la unión
sexual como algo sagrado! Estoy convencida de que un modelo de Novia y
Novio, unidos por una mutua intimidad y un servicio cariñoso, hubiera hecho
de nosotros una sociedad diferente, una comunidad más integrada y completa,
y estoy convencida de que recuperar el modelo perdido de unión sagrada para
el cristianismo nos puede ayudar a curarnos ahora. Para reclamar este
paradigma perdido de unidad y armonía, primero tenemos que recuperar a la
Novia perdida de la historia cristiana, a la Diosa en los Evangelios, y
devolverla al lugar que le corresponde junto a Jesús. A lo mejor tendríamos
que representarlos cogidos de las manos.
Mi amor por Cristo me hizo volver a recorrer la historia del Evangelio en
busca de su Novia perdida. Tras años de investigación, estaba convencida de
que el celibato de Jesús era una doctrina falsa y que había que revisar la
interpretación del Nuevo Testamento para que incluyera a su esposa. Me
preguntaba quién sería esa esposa y por qué no se la mencionaba en los
Evangelios. ¿Qué le habría sucedido?
Según las Escritura, el Mesías, el Ungido, hará que los ciegos vean y que
los paralíticos puedan andar, consolará a los tristes y proclamará la libertad de
los cautivos, liberará a los prisioneros y proclamará el día del favor de Dios.
Estas acciones mesiánicas, profetizadas por Isaías, se reconocen en las
acciones y los milagros de Jesús en los Evangelios. No se menciona nada
relacionado con ataduras en los cielos o en la tierra. El Dios de las Escrituras
hebreas no quería que su pueblo estuviera atado a ninguna servidumbre; por
el contrario, lo rescató de la esclavitud en Egipto y lo llevó a su casa desde el
exilio en Babilonia.
Basándose en los textos del Nuevo Testamento, los cristianos enseguida
sostienen que Jesús fue el Mesías prometido de Israel, en cumplimiento de las
antiguas profecías de las Escrituras, pero casi todos olvidan mencionar a la
mujer que lo ungió, a la mujer con el frasco de alabastro que se inclinó ante
él, vertió su fragante ungüento sobre su cabeza, lavó los pies con sus lágrimas
y los secó con mechones de su propio cabello. Y eso que la palabra hebrea
messiah literalmente significa «el ungido». Aunque los detalles varíen un
poco, en los Evangelios canónicos de la fe cristiana sólo se menciona una
unción de Jesús, cuando lo ungió una mujer en un banquete, en Betania.
En mis investigaciones he podido comprobar que, en los ritos antiguos del
Próximo Oriente, era la novia del rey la que lo ungía. Juntos representaban la

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divinidad en una asociación cuya finalidad era conservar la vida: el hieros
gamous. La nueva interpretación que hice de la escena de la unción de los
Evangelios que se menciona en The Woman with the Alabaster Jar aporta una
nueva luz a la peligrosa fractura de la doctrina cristiana y le proporciona un
modelo de unión para que transforme la cristiandad, en el umbral del tercer
milenio que se aproxima.
La unción de Jesús en los Evangelios es una representación de los ritos del
culto de la fertilidad vigentes en Oriente Medio en la antigüedad. Al verter el
precioso ungüento de nardo sobre la cabeza de Jesús, la mujer que, según la
tradición, se identifica como «la Magdalena» («la grande»), realizó un acto
idéntico al rito matrimonial del hieros gamous, el rito de la unción del
Novio/Rey elegido por parte de la representante real de la Gran Diosa.
Jesús reconoció y aceptó el rito por sí mismo, en el contexto de su papel
de rey sacrificado: «Se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la
sepultura» (Marcos 14, 8b). Los que conocían el relato evangélico de la
unción durante la fiesta en Betania sin duda hubieran reconocido el rito como
la unción ceremonial del Rey sagrado, al igual que hubieran reconocido a la
protagonista, «la mujer del frasco de alabastro», que acudió al sepulcro del
jardín al tercer día para terminar de embalsamar el cuerpo para el entierro y
para llorar a su Novio torturado, pero encontró una tumba vacía.
Las partes más importantes de esta historia, que figura en los cuatro
Evangelios cristianos, recuerdan los mitos que se festejan en los cultos
paganos de la fertilidad en Oriente Medio, como los de Tammuz, Dumuzi y
Adonis. En los rituales paganos en torno a los mitos antiguos, la diosa (la
hermana/novia) va a la tumba del jardín para llorar la muerte de su novio y se
alegra al ver que ha resucitado. «El amor es más poderoso que la muerte» es
la conmovedora promesa del Cantar de los Cantares y la poesía amorosa
similar de Oriente Medio, que celebran estos ritos antiguos del matrimonio
sagrado.
Durante varios años, mi investigación me condujo a examinar esta historia
desde muchos ángulos. En la Edad Media, los más difundidos y populares de
los llamados autos sacramentales eran los que representaban la unción y las
escenas de reconocimiento de la novia y el novio en el jardín, cuando faltaban
pocos días para la Pascua. Proliferaban en Europa las obras de arte que
ilustraban el noli me tangere («no te aferres a mí»), basadas en el pasaje del
Evangelio de san Juan cuando María Magdalena encuentra al Cristo
resucitado en el jardín y lo abraza en éxtasis, y Él le dice que no se aferre a
él[12].

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En la traducción latina, el verbo griego que quiere decir «aferrarse a» se
cambió al sentido de «tocar», cambiando de este modo el sentido del pasaje.
En las traducciones medievales latinas de este versículo, Jesús decía «no me
toques», una reprimenda mucho más dura que la que pretende el original
griego. La frecuente repetición de este pasaje en el arte medieval demuestra la
fascinación por el tema de la novia abandonada, a la que alguna vez se
reconoció como representante de la gran diosa de los mitos antiguos.
Durante mis años de investigación sobre el misterio del Grial, aprendí
mucho acerca de la fe de los primeros cristianos. Para los contemporáneos
judíos de Jesús, la identidad correcta del «Novio» (el «Mesías davídico»)
hubiese sido «fiel hijo» o «fiel servidor» de Yahveh. A Jesús lo llamaban el
«cordero» que fue conducido al sacrificio. Era «el vástago» de la apreciada
vid de Israel, «el cetro» de la raíz de David. En el Nuevo Testamento se lo
reconoce como el león de Judá y el hijo de David. También lo llamaron hijo
del hombre, profeta, sacerdote, pastor, rey y Mesías[13].
Si la unción fue realmente el rito del matrimonio de Jesús, y María de
Betania su esposa, esto afecta de forma radical importantes creencias
tradicionales del cristianismo. En este caso, Jesús deja de ser la deidad célibe
sobre la que tanto insiste una tradición cristiana muy posterior. La «herejía»
reside en esta doctrina implícita posteriormente de su celibato, en vez del
modelo original de matrimonio sagrado.
Esta nueva versión de la historia no desmerece la unicidad de Jesús, pero
requiere una revisión del punto de vista ortodoxo tradicional. Añade una
dimensión de Jesús de carne y hueso que se le ha negado durante demasiado
tiempo. Esta versión de la historia cristiana nos presenta a un judío muy
humano, cuyo linaje pertenece a la dinastía real del rey David, y a su muy
humana esposa judía, ambos consagrados juntos en el matrimonio como una
sola carne, el «nuevo Adán», la «nueva Eva[14]».
Los primeros exégetas de las escrituras cristianas también reconocieron a
María Magdalena como la representación de la Santa Sabiduría y la Novia del
Cantar compuesto por Salomón[15]. En la letanía gnóstica de «La mente
perfecta fulminante», un texto descubierto entre los códices de Nag
Hammadi, en Egipto[16], vemos que a la sabiduría divina la llaman «la
honrada y la desdeñada, la prostituta y la santa», imágenes que se sintetizan
en las primeras tradiciones en torno a María Magdalena. Las letanías y las
aretalogías de Isis, junto con pasajes de la bibliografía de la sabiduría judía,
muy similares a los de «La mente perfecta fulminante», recuerdan mucho el
papel de Magdalena en el Nuevo Testamento. Los primeros cristianos

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comprendieron su papel arquetípico como encarnación de la «Santa
Sabiduría»: así como Cristo encamaba lo divino como Novio eterno, la sophia
se consideraba la encamación de la gloria de Dios, el espejo de la sabiduría
divina. La «Shekinah», la divina consorte de Yahveh, tenía una posición
similar entre los místicos judíos. Y entre las primeras generaciones de
cristianos, María Magdalena ocupaba este papel de «hermana/novia» de
Cristo.
La diosa griega que se asocia con la constelación Virgo era la diosa de la
fertilidad, Deméter. El interés popular por las constelaciones del Zodíaco y la
precesión de los equinoccios motivó la presentación, por parte de los
patriarcas del Imperio Romano helenizado, de un hieros gamous para la
conciencia cristiana emergente, a partir de la situación de la constelación
Virgo, en el eje de Piscis[17]. Juntos, Virgo y Piscis se alineaban como
«compañeros» para gobernar la nueva era que nacía en el momento exacto de
la historia en que se formulaba la religión cristiana.
En las décadas posteriores a la crucifixión de Jesús, tal vez porque su
novia verdadera se perdió en la historia, los atributos de «Virgo», la diosa
compañera de Jesús, se asignaron exclusivamente a la Virgen María, y así
aparecieron las doctrinas de su elevado estado y su virginidad perpetua que se
formularon oficialmente en los concilios que celebró la Iglesia en los años
451, 553 y 649[18]. Inherente a las doctrinas consagradas del nacimiento
virginal fue la negación de que Jesús tuviera hermanos, lo cual contradice las
numerosas referencias a sus hermanos y hermanas que aparecen en las
Escrituras, pasajes en los que se usa la palabra griega adelphi, que quiere
decir «del mismo vientre».
Como consecuencia de las doctrinas que ensalzaban la condición de la
Virgen María, María Magdalena (al igual que el prototipo de la novia que
aparece en el Cantar de los Cantares) fue despojada de su manto de honor. No
obstante, como veremos en los capítulos finales del libro, los epítetos de
Magdalena y su exclusiva guematría, los códigos numéricos del Nuevo
Testamento que derivan del antiguo canon de geometría sagrada, indican
claramente que al principio la consideraban la verdadera compañera de Cristo.
Es posible que, al menos al comienzo, se ocultara deliberadamente el
papel único de María Magdalena, porque la verdad resultaba demasiado
peligrosa para ella y para sus hijos, que podrían haber sufrido daños por su
relación con Jesús. En siglos posteriores, este papel se interpretó mal, se
degradó, no se comprendió y, en último término, se negó por completo en la
historia cristiana. Hay que examinar la importancia que tuvo para la

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comunidad original de los cristianos a la luz de la versión evangélica de la
unción en el banquete en Betania.
Cada paso que daba por la Provenza en mi peregrinación confirmaba mi
creciente convicción de que la encarnación de lo sagrado femenino en María
Magdalena es un gran don para la Iglesia, que se le ha negado durante
demasiado tiempo. Y con cada paso me convencía más del papel que tenía
que jugar yo en el esfuerzo por devolver la Diosa a la cristiandad.
Al liberar a Magdalena de sus ataduras y al entronizarla con Cristo en un
modelo celestial de unión íntima, devolveremos un equilibrio curador «así en
la tierra como en el cielo». Y al devolver esta bendición de la unión, cada
individuo podrá reclamar una parte preciosa de la naturaleza humana. Nos
enseñaremos mutuamente a honrar el cuerpo con su profunda sabiduría
intuitiva y al planeta Tierra como fuente de vida. Aprenderemos a volver a
reírnos, a apreciar la belleza, a honrar y a apreciar los atributos femeninos
como la dulzura y la afinidad, los valores femeninos como la intuición y la
inspiración, y los papeles femeninos como la nutrición, al mismo tiempo y en
armonía con los valores masculinos vigentes.
La leyenda del Santo Grial promete que, cuando se encuentre el recipiente
sagrado, el páramo se curará. El viaje espiritual que realicé durante estos años
me ha convencido de que el Grial perdido es un símbolo del aspecto femenino
de la divinidad, encarnado en la Novia perdida (y en cada uno de nosotros).
Ha estado ausente durante mucho tiempo, y la hemos echado de menos, en mi
propia vida orientada hacia el «sol/hijo» y en el mundo. Al devolver a
Magdalena a su lugar de honor original, reclamamos lo femenino, tan
devaluado en todos los niveles: en nuestro corazón, en nuestro hogar, en toda
nuestra civilización.

Se apagaron las notas del último himno y la multitud de fieles comenzó a


dispersarse. Volví a bajar a la cripta para mirar por última vez a María
Magdalena aferrada a la roca. En la misma cripta, a pocos metros de la
imagen de Magdalena en el muro, una familia joven celebraba el bautismo de
su hijita, vestida de encaje blanco. Se me hizo un nudo en la garganta al
pensar en ese bebé que, según creo, nació después de la crucifixión y que
nunca llegó a ver la sonrisa cariñosa de su padre: la hija de Magdalena. Igual
que las piedras de Vézelay, las de San Víctor hablan a gritos.

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CAPÍTULO III

LA NOVIA OSCURA
Negra soy, pero hermosa […] No os fijéis en que estoy morena: es que el sol
me ha quemado. (Ct 1, 6)

H
asta que no escalé las ruinas rocosas de las fortalezas cátaras del sur
de Francia, no me di cuenta de mi relación con el Temple. No me
extraña que las piedras de las ciudadelas, bañadas por el sol, me
resultaran tan familiares. Formaban parte de mi propio mito personal. Nací en
West Point, un nido de águilas en lo alto de la orilla oeste del río Hudson,
unos ochenta kilómetros al norte de la ciudad de Nueva York. Es una
fortaleza amurallada, una ciudadela labrada en la roca ígnea. Vista desde el
río, la silueta granítica resulta tan formidable como la de cualquier prototipo
medieval.
Desde las elevadas almenas de la fortaleza medieval de Peyrepertuse,
recordé las generaciones de hombres de mi familia que dedicaron su vida a
servir a las fuerzas armadas de los Estados Unidos, protegiendo los valores
democráticos de igualdad, libertad y justicia para todos, valores que se nutren
en los Evangelios cristianos, y de pronto me sentí profundamente conectada
con las familias de los templarios y los cruzados del Languedoc medieval.
Esta sensación me sorprendió. Puede que, en cierta forma, yo participara de
su mito y estuviera vinculada de algún modo con estas familias francesas,
custodias del secreto del Grial.
Vinieron a mi memoria los recuerdos de mi juventud, cuando escalaba las
rocas y recorría los bosques en torno a West Point, junto con los recuerdos de
mediados de los años setenta, cuando mi marido estuvo destinado allí y
enseñamos a nuestros hijos las viejas fortalezas y los reductos de las colinas.
En el verano de 1974, cuando las órdenes militares de Ted lo asignaron a
dar cursos de ingeniería en la academia militar, trasladamos a la familia desde
Fort Leavenworth, en Kansas, a West Point. Fue como «volver a casa», ya
que ambos nacimos cuando nuestros padres eran profesores de la academia.

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Nuestros antepasados militares habían sido muy amigos durante tres
generaciones y nuestros padres compitieron en el equipo olímpico de Estados
Unidos como pentatletas militares en los Juegos que se celebraron en Berlín
en 1936. Mis padres conservan una fotografía en la que aparecemos Ted y yo
construyendo juntos un castillo de arena en una playa de Hawai, cuando
éramos niños.
Recorrimos con el coche las calles familiares de la academia sobre el
Hudson, recordando escenas de nuestra juventud y nuestro noviazgo, cuando
Ted era cadete. Todo nos resultaba familiar: los muros de granito gris de los
edificios de la academia y los espléndidos robles antiguos, el campo de
desfiles dominado por la inmensa torre cuadrada de la capilla de los cadetes,
en la colina, donde en 1916 se casaron mis abuelos maternos.
Mi abuelo materno, Herman Beukema, fue profesor de ciencias sociales
en la academia militar durante más de veinte años, y yo pasé muchos veranos
con ellos, en la casa de tres pisos que tenían en Washington Road, la «calle de
los profesores», con una vista fantástica sobre el río Hudson, en dirección a
Newburgh. Me acordé de los lirios barbados que mi abuelo holandés
cultivaba en profusión en el jardín, y el viejo sauce llorón que crecía junto al
patio de lajas, cerca del muro de piedra que en esa época pasaba por el fondo
del jardín. Solía trepar al muro y sentarme encima, con los pies colgando.
El patio sombreado era mi lugar favorito cuando era pequeña, sin duda un
terreno sagrado, porque allí se casaron mis padres. Me contaron la historia
muchas veces, e incluso vi algunas filmaciones de vídeo de la boda más
romántica que tuvo lugar en un jardín. Solía pasarme horas sentada en las
lajas del jardín de mis abuelos, donde había ocurrido este hecho que parecía
tomado de un cuento de hadas. Mi abuelo escoltó a mi madre por el camino
que hay en el centro del jardín, hasta los tres enrejados con rosales, mientras
mi padre pasaba bajo la parra que había a la derecha del jardín, para llegar al
patio que quedaba en el extremo opuesto. Había estado lloviznando todo el
día, pero el sol surgió de entre las nubes justo a tiempo para la boda. Siempre
supe que había un arco iris, aunque nadie me lo dijo nunca.
Cinco años después, llegué como recién nacida a la casa propia de mi
padre, de ladrillo rojo, situada en lo alto de la colina, cerca de la capilla
católica, a menos de una manzana de la casa de mis abuelos. El pastor, el
padre Moore, vivía en la rectoría y era vecino nuestro. Me bautizó en la
capilla el 4 de octubre de 1942. No supe hasta años después, cuando por
casualidad encontré mi fe de bautismo, que fui bautizada el día de san
Francisco de Asís, mi santo favorito. Se rumorea que su madre, provenzal, era

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cátara y que ejerció una influencia profunda sobre su personal espiritualidad.
Yo sé que él influyó en la mía.
Fui el tercer hijo que tuvo mi madre en cuatro años, de modo que mi
abuela, en un gesto espontáneo de generosidad, envió a su cocinera, Rosa,
colina arriba para que ayudara a mi madre con las laboriosas tareas
domésticas. La suave y morena Rosa, con su permanente olor a lavanda, me
abrazaba y me acunaba cuando era pequeñita, cada vez que mi madre estaba
demasiado atareada.
Rosa no tenía hijos, de modo que volcó gran parte de su amor y sus
atenciones en mis hermanos y en mí durante esos años que pasamos en West
Point y después, cada vez que íbamos a visitar a mis abuelos. Año tras año, la
encontrábamos en un rincón de su aromática cocina, preparando exquisitos
guisos, pan o magdalenas, mediante alguna alquimia secreta. Siempre nos
servía nata de verdad sobre la avena, cuando éramos pequeños. Era la imagen
misma de la generosidad… igual que la Virgen Negra.

La imagen de la Virgen Negra tuvo una importancia increíble en mi gradual


toma de conciencia del error fatal de las doctrinas del cristianismo. En 1977,
cuando estaba embarazada de mi cuarto hijo, una amiga me envió un
versículo del Cantar de los Cantares hebreo (el cantar compuesto por
Salomón) que hacía referencia a la morenez de la Novia, quemada por el sol
por trabajar en las viñas de sus hermanos.
Yo ya conocía el versículo, aunque nunca me había llamado la atención.
En la carta, mi amiga me decía que yo le recordaba a la novia morena, porque
estaba tan ocupada atendiendo a mi familia que no tenía tiempo para mí
misma. Me di cuenta de que tenía razón, pero no sólo en mi caso sino en el de
prácticamente todas las madres del planeta, y lo tomé como una metáfora
profunda de la situación de las mujeres en general, que trabajan en «las viñas
de sus hermanos».
La novia morena del Cantar de los Cantares es el prototipo bíblico de la
Virgen Negra que aparece en tantos santuarios europeos. Recuerdo la
dolorosa sorpresa que sentí poco después, ese mismo año, la primera vez que
vi la oscura imagen de Nuestra Señora de Czestochowa. Según la
interpretación tradicional de los teólogos, primero judíos y después cristianos,
la Amada morena del Cantar de los Cantares es una metáfora de la Novia
arquetípica, la ekklesia, la comunidad de fieles que esperan el contacto con el

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Novio eterno. Sin embargo, la Virgen de Czestochowa parecía dolorosamente
herida, llena de cicatrices, casi desalentada.
La historia de la Cenicienta nos brinda una versión secular del mismo
tema. Es la criada, quemada por satisfacer los caprichos de su malvada
madrastra y sus hermanastras. Ella también está morena, con la cara cubierta
de hollín procedente del hogar que cuida con tanto esmero. En la versión
alemana, recibe el nombre de «Aschenputl». En todas las versiones de la
historia de la Cenicienta, la morenez de la Novia simboliza el servicio
voluntario y la renuncia a uno mismo, que coinciden con el tema del Cantar.
Incluso en este estado degradado, morena por trabajar al Sol, la Novia del
Cantar de los Cantares es la elegida por el Novio, que la llama «amada»,
«paloma» y «hermanita». Los exégetas de las Escrituras también la reconocen
como la figura de la Sabiduría, la novia que Salomón prefirió sobre todas las
demás: el Espíritu Santo, o hagia sophia. Se la describe como una «fuente del
jardín» y un «jardín cerrado». Si observamos las referencias a la sabiduría en
las Escrituras, vemos que se personifica como una mujer que recorre las
calles, tratando de que la gente se interese por su mercancía, aunque pocos lo
hacen. No le hacen caso, la desdeñan y la desprecian, mientras la gente va en
pos del materialismo, el poder y el dominio.
En lugar de identificar la imagen de la Virgen Negra exclusivamente con
la madre de Jesús, para mí siempre ha sido la Novia morena de esta versión
hebrea del Cantar de los Cantares. Las tradiciones y las leyendas sobre la
hermosa Novia proliferaron durante los años de mi búsqueda y las recogí con
sumo cuidado. A medida que reunía las imágenes y las historias, empezó a
arraigar en mi alma una nueva semilla de amor y compasión por lo femenino
y por todas las criaturas femeninas sin dejar de lado, sin embargo, mi
constante respeto y mi amor por valores masculinos como la razón y el orden,
y por los hombres de mi vida, padre, hermanos, esposo e hijos, sino junto con
ellos.
Hace años, leí una novela romántica, un best-seller escrito por Thomas
Costain titulado The Black Rose. Cuando era adolescente, era mi libro
preferido y lo leía y lo releía, probablemente porque me encantaba que
acabara con el reencuentro, realmente inmaculado, del héroe con la heroína.
Por entonces, jamás había oído hablar de una virgen negra. Todas las estatuas
de la Virgen María que había visto hasta entonces eran blancas. Ni tampoco
asociaba de forma consciente a la heroína de la novela con la niñera de mi
infancia, Rosa. No sabía nada de psicología, ni de mitos personales, ni de las

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asociaciones inconscientes que a menudo nos sirven de guías, empujándonos
hacia delante por el camino de la tolerancia y la transformación.
No me di cuenta de que estaba predispuesta desde la niñez a que me
gustara esta novela porque toda mi vida me había gustado Rosa. Todavía
conservo el recuerdo de esa Rosa cálida y morena, de su fragante presencia
color café au lait, de los exóticos aros de oro que llevaba en las orejas. ¿Cómo
me iba a imaginar que tropezaría con esta historia romántica que me
impulsaría a embarcarme en la búsqueda de la «rosa negra», para descubrir
quién era realmente y por qué la llamaban «amada» y «hermana-novia»?
En la novela de Costain, la mujer apodada la «rosa negra» se llamaba
Miriam. La historia es una adaptación de una leyenda que cuentan sobre los
padres de Tomás Becket, el santo héroe inglés que fue asesinado por orden
del despiadado rey Enrique II Plantagenet. Decían que la madre de Becket era
una princesa oriunda de Oriente Medio, que fue separada de su esposo, un
cruzado inglés, y que lo buscó por todo el continente europeo.
La historia de Walter y Miriam narrada por Costain es similar y se
desarrolla en el siglo XIII; la heroína viaja desde China, primero llevando al
bebé en los brazos, después con el niño de la mano. Tarda varios años en
realizar un viaje tan difícil y peligroso como éste, pero de alguna manera
tanto ella como el niño logran sobrevivir a todas las dificultades y los
obstáculos que encuentran en su camino. Ella sólo sabe dos palabras en
inglés: «Walter» y «Londres». Y sin embargo lo encuentra. La hermosa y
morena Miriam está decidida a dar con su Walter. Está enferma y hambrienta,
casi delirando, cuando llega por fin a Inglaterra. Parece un milagro cuando al
final de la novela le dicen a Walter que hay una extranjera morena que vaga
por las calles de Londres invocando su nombre.
Compruebo con interés que la versión cinematográfica de The Black Rose
omite los detalles que ofrece Costain sobre el peligroso viaje de Miriam y en
cambio se concentra en la narración del retomo triunfal de Walter a Inglaterra,
cargado de objetos e historias de su viaje a Cathay, como si sólo su historia
tuviera interés o valor. En los años cincuenta, a los cineastas no les pareció
importante la historia dolorosa y desesperante de la mujer.
Sin embargo, la historia de Miriam presenta un notable parecido con la de
Magdalena: el viaje a través de los siglos ha sido largo y difícil, y el resultado
a menudo pende de un hilo. La historia de Cristo resucitado se ha contado una
y otra vez; en cambio, la historia de Magdalena ha sido ocultada. A pesar de
los obstáculos del camino, esta «otra María» ha tratado de reunirse con su
Amado durante los dos milenios transcurridos desde que se escribieron los

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Evangelios. Ya es hora de devolverle el lugar de honor que se merece, al lado
de Jesús.
Como tenía las antenas enfocadas hacia la imagen de la Novia «negra», he
recogido asociaciones procedentes de miles de fuentes. En el siglo XII, san
Bernardo de Claraval daba sermones sobre el Cantar de los Cantares y
llamaba a María de Betania, la hermana de Marta y de Lázaro, el prototipo de
la Novia, porque se sentaba a los pies de Jesús y escuchaba sus palabras y sus
gestos.
Con esta interpretación, san Bernardo repetía la opinión de Orígenes (a de
185-254) y otros eruditos cristianos primitivos que veían a María de Betania
bajo esta luz[19]. Para los primeros cristianos, era el modelo del alma
contemplativa. Era sencillo sentir empatía hacia ella porque, igual que ella,
los cristianos también reposan a los pies de Jesús, escuchando sus
instrucciones sobre los Evangelios y pasando tiempo con él, orando y
meditando.
Esta misma María sirve de modelo para las órdenes contemplativas de
monjas. Ella representa el encuentro personal directo del alma con su
«esposo» eterno, el Amado. Ella es el modelo de los místicos y de los
gnósticos, que «conocen» a Dios por medio de la tradición «húmeda» de la
experiencia directa, a través de la intuición y la inspiración, en lugar de
hacerlo mediante el adoctrinamiento de la tradición legalista, «seca», de la
Iglesia establecida, que incluye la memorización de sus normas y catecismos.
María Magdalena también fue amada, lo sé. Los primeros intérpretes de
las Escrituras cristianas la equiparaban además con la novia morena del
Cantar de los Cantares. Ella, junto con María de Betania, forman una
amalgama del arquetipo femenino en los escritos de los primeros exégetas de
los Evangelios[20]. En el arte occidental, Magdalena es la mujer del frasco de
alabastro que ungió a Jesús con el costoso nardo y secó las lágrimas de sus
pies con su propio cabello, y en el Evangelio según san Juan se identifica
concretamente a esta mujer como la hermana de Lázaro.
A mí, la mujer llamada Magdalena siempre me ha proporcionado el
ejemplo más intenso de amor a Dios de todas las Escrituras, el de amante. La
respuesta serena y segura de la Virgen María al mensaje del arcángel Gabriel
fue un ejemplo de sumisión total a la voluntad divina; en cambio, la otra
María era la apasionada. En el Evangelio según san Mateo se nos presenta a la
mujer que ungió a Jesús en el banquete como una pecadora a la cual, porque
había amado mucho, se le había perdonado mucho. ¿O sería que amaba tanto
porque se le había perdonado mucho?

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En mi corazón hay un eco lejano del amor que esta otra María siente por
Jesús. El Cristo vivo que he encontrado en las Escrituras y en mi vida es el
único hombre que conozco que no soporta el doble rasero. Su amor es
incondicional y ha bendecido mi vida de forma inconmensurable.
Encuentro interesante que un tema tan conmovedor como el de los
amantes separados esté presente en la literatura de todo el mundo. En 1986 vi
la película Lady Halcón, una hermosa versión de la misma historia. En esta
película, que se desarrolla en la población medieval de Aquila, el malvado
obispo desea a la hermosa Isabeau, pero ella lo rechaza porque ama a
Navarre, el capitán de la guardia. Furioso, el despreciable prelado maldice a la
pareja y los condena a estar siempre juntos, y sin embargo separados por la
maldición vengativa del obispo, Navarre se convierte en lobo por la noche e
Isabeau, en halcón durante el día, de modo que jamás se encuentran como
seres humanos, porque cambian a su respectiva condición de animal al alba y
al anochecer. Finalmente, un viejo ermitaño averigua la única forma de
romper la maldición del obispo: los dos amantes deben permanecer juntos
delante del obispo durante un eclipse solar: ¡la conjunción celestial!
Esta película increíble es un himno visual al matrimonio sagrado. A la luz
de la profecía de san Malaquías sobre el actual papado, cuyo epíteto profético,
«de laboris solis», hace referencia a un eclipse solar, me parece que esta
hermosa película es muy profética del reencuentro sagrado que tiene lugar
durante nuestra generación.
Y la separación y posterior reencuentro de los amantes es la misma
historia conmovedora que aparece también en el Cantar de los Cantares. El
novio aparece fugazmente en la celosía y la novia alcanza a verlo, pero él
desaparece enseguida. Ella lo busca desesperadamente por toda la ciudad,
pero en vano.
Finalmente, los «guardianes de las murallas», los representantes oficiales
del orden establecido, se la encuentran vagando sola y abatida por las calles
de la ciudad y, como no pueden permitir que salga sola por la noche, la
golpean, le quitan la capa y la envían a su casa. Es evidente que estos
hombres, encargados de mantener el orden en la ciudad, suponen que es una
mujer de la calle, una prostituta, y no una novia. Ni siquiera le preguntan qué
le sucede.
Aunque parezca irónico, aquella «Miriam» que era la esposa de Jesús
sufrió un destino muy similar. En lugar de ayudarla a reunirse con su novio,
los «guardianes de las murallas», atrapados en la ola de ascetismo que se
extendió por el Imperio Romano en los primeros siglos del cristianismo, la

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despojaron de su título y de su condición, tachándola de prostituta. Durante
las generaciones siguientes, todas sus hermanas e hijas, las mujeres cristianas
del mundo entero, han estado sujetas a los dictados controladores de estos
mismos «guardianes» patriarcales bienintencionados: atar en la tierra, atar en
los cielos.
Tras la angustiosa separación, los amantes del Cantar de los Cantares se
reencuentran por fin en el jardín, en el huerto de los granados. La palabra de
origen persa «paraíso» quiere decir «jardín cercado», y en el Cantar de los
Cantares el novio la llama «mi hermana, mi novia» y habla de un «jardín
cercado». Su reencuentro en el huerto de los granados es como un paraíso. La
pareja arquetípica de novios de la historia cristiana ha soportado una dolorosa
separación durante casi dos milenios. Hasta que no se reúnan, no puede haber
jardín.
María Magdalena, como la «rosa negra» de la novela de Costain, ha
estado buscando a su amado durante casi veinte siglos de cristianismo. Narran
su historia los cuatro Evangelios canónicos: es la mujer del frasco de
alabastro, la de hermosos cabellos. Caminó de la mano de Jesús, como alma
gemela, pero también era una mujer de carne y hueso, amada por un Cristo
plenamente humano, que el patrimonio cristiano perdió trágicamente durante
el tumultuoso período posterior a la crucifixión.
Hemos sufrido indecibles penurias por no haber reconocido a la novia de
Jesús ni el modelo de unión que, según los escritos primitivos de la
comunidad cristiana, constituyó en una época el núcleo de la institución
religiosa sobre la cual se fundó la civilización occidental. Al principio, es
posible que su pérdida fuera accidental; puede que los amigos de Jesús se
esforzaran tanto por salvarle la vida que la ocultaron demasiado bien. Tengo
el compromiso de recuperar la imagen de la Novia perdida en todos los
niveles de la psique humana, de recuperar sus atributos de dulzura, belleza,
intuición e inspiración y de conservarlos en un puesto de honor, junto a los
valores que se consideran masculinos, como fuerza, orden y razón.
Al mismo tiempo, podemos revisar el concepto que tenemos de nuestro
cuerpo como recipiente sagrado de carne y hueso, en conjunción con nuestra
mente y nuestro espíritu. Podemos empezar a movernos en una nueva
integridad, con una nueva comprensión de que muchos atributos no son
exclusivamente masculinos o femeninos: la fuerza, el valor, la gracia y la
inteligencia no son exclusivos de ningún sexo sino atributos humanos que
comparte todo el género humano.

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Hay fuertes razones para este retorno de la Novia a la historia cristiana. La
investigación moderna sobre las prácticas sociales del judaísmo ratifica el
matrimonio de Jesús, al igual que el Nuevo Testamento[21]. La unión
biológica es actualmente, y siempre lo ha sido, un requisito fundamental para
la vida sobre el planeta. La sagrada unión de las energías masculinas y
femeninas se encuentra en todos los discípulos, la armonía y el equilibrio de
los opuestos rige la música, la biología, la gimnasia, la física, la arquitectura,
y todo lo que hay en medio. El dualismo de los siglos pasados ha sido
sustituido por un nuevo modelo de sociedad, la antigua impronta de la unión
sagrada, la ✡ de la danza cósmica.
A nivel simbólico, la Novia repudiada de Jesús es una versión terrenal de
las grandes reinas del cielo: las diosas Inanna, Isis, Cibeles y Venus, que se
reflejan en la imagen de la Virgen Negra. Esta imagen de la diosa venerada en
la antigüedad se reconoce por fin no sólo como la «Virgen María» sino como
el rostro femenino de Dios, la Santa Sabiduría, después de haber sido
despreciada, desdeñada, rechazada y atada durante más de dos mil años.
Cuando finalmente la amada Miriam recupere su lugar junto a Jesús, cuando
se produzca su sagrado reencuentro, el hieros gamous, se restablecerá un
antiguo modelo de unidad y asociación que tiene la capacidad de devolver el
equilibrio sobre la tierra. Juntos vendarán las heridas de los pequeños y
curarán a los afligidos, devolverán la vista a los ciegos y liberarán a los
prisioneros.

Antes de regresar a Estados Unidos, las mujeres de nuestro peregrinaje


pasamos nuestra última tarde en Francia recorriendo el laberinto de la catedral
de Chartres, siguiendo la espiral arcaica que hay en el suelo de piedra de
Notre Dame. Era el 30 de mayo de 1996, festividad de santa Juana de Arco.
Esa noche, mis compañeras de peregrinación y yo bailamos descalzas en la
iglesia en penumbras, con los arcos elevándose sobre nosotras en la sombra,
mientras el Sol poniente convertía los vitrales en joyas resplandecientes.
Habíamos recorrido el camino de los peregrinos medievales y les
habíamos seguido los pasos, y nos detuvimos a rezar en los principales
santuarios de la Virgen en Francia y en el sur de España; estas visitas me
habían llenado de una profunda paz y alegría, culminando años de
investigación en torno a la imagen morena de lo sagrado femenino, y
satisfaciendo mi ansia de ver sus muchas caras. Cuando escribí The Woman
with the Alabaster Jar, me di cuenta del trágico error del cristianismo, la

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negación de lo sagrado femenino, pero todavía no había encontrado por mí
misma el rostro femenino de la divinidad.
Han pasado varios años y mi experiencia de lo femenino se ha vuelto más
profunda de lo que creía posible. Ha sido un viaje extraordinario. En los
capítulos siguientes quiero retroceder hasta los primeros años de mi viaje por
la fe, a fin de narrar mi búsqueda para reclamar este otro rostro de la
divinidad. Porque no me cabe duda de que fue ella la que me condujo hacia el
misterio que rodea el Santo Grial y la Diosa en los Evangelios.

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CAPÍTULO IV

LA COMUNIDAD EMMANUEL
Te daré los tesoros ocultos y las riquezas escondidas. (Is 45, 3)

C
uando nombraron a mi marido para dar clases de ingeniería en la
academia militar y tuvimos que trasladar toda la familia a West
Point, en junio de 1974, me enteré de la existencia de un grupo muy
unido de católicos carismáticos que se reunía a menudo para rezar, cuyo culto
giraba en tomo al altar y la liturgia de la iglesia católica de la academia, la
capilla de la Santísima Trinidad. Los miembros del grupo se conocieron
durante un «seminario de vida espiritual», en octubre de 1973, un programa
de renovación carismática de una semana de duración. Su experiencia los
unió como amigos y los conmovió profundamente, proporcionándoles un
catalizador para una experiencia duradera de toma de conciencia. Al igual que
la mujer del frasco de alabastro, los miembros de la pequeña comunidad
pusieron conscientemente sus vidas a los pies de Cristo. Se llamaron
«Emmanuel», un nombre hebreo que significa «Dios con nosotros».
Ese verano, poco después de instalamos, empecé a participar en el
programa de educación religiosa y en actividades para mujeres en la parroquia
de la Santísima Trinidad y esto hizo que conociera a las mujeres que
pertenecían a la comunidad Emmanuel. Nos reuníamos para rezar y
reflexionábamos sobre las revelaciones que recibíamos acerca de la situación
de la Iglesia Católica; rezábamos juntas para pedir la purificación y la
curación de nuestra iglesia y el clero, y también por las necesidades
inmediatas de nuestra familia y nuestros amigos.
En la Primera Carta de san Pablo a los Corintios se describe una
comunidad cristiana y sus abundantes dones: a una persona se le concedió el
don de lenguas; a otra, el don de enseñar; a otra, el don de interpretar las
lenguas. La comunidad Emmanuel era similar. Compartíamos los pasajes que
encontrábamos en las Escrituras; a menudo abríamos la Biblia al azar y
leíamos la página que teníamos delante, tomándola como si Dios nos hablara

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directamente a nosotros en ese momento. También rezábamos para
comprender los acontecimientos que experimentábamos, buscando el sentido
que se escondía detrás de la realidad. Practicábamos la presencia de Dios en
cada detalle de nuestra vida, confiando en la orientación directa del Espíritu
Santo. Escuchábamos de buena fe la palabra de Dios y confiábamos de buena
fe en que lo que oíamos era verdaderamente la palabra de Dios.
A comienzos de 1973, un año antes de que yo los conociera, varios
miembros de la pequeña comunidad de oración sintieron la necesidad de
registrar las revelaciones y las inspiraciones que recibían a través de la
oración, ya sea mediante locuciones (palabras dichas al corazón) o pasajes
oportunos de las Escrituras. La sincronicidad (una coincidencia significativa)
jugó un papel importante en su gradual toma de conciencia, si bien en ese
momento ninguno de ellos conocía esta palabra. Aprendieron a buscarle
sentido a los símbolos y acontecimientos oportunos de sus vidas.
Una de las primeras enseñanzas registradas tenía que ver con la
«impronta» adecuada para construir el «cuerpo de Cristo», la totalidad de los
miembros de la Iglesia Católica como institución. Jan, uno de los primeros
miembros de Emmanuel, tenía una estatua de Jesús, llamada del «Sagrado
Corazón». Cuando se hizo añicos por accidente, ella quedó desolada. Su
marido la ayudó a recuperar todos los minúsculos fragmentos de la estatua y a
pegarlos, sólo porque Jan no soportaba la idea de desprenderse de ella.
Cuando acabaron de montar la estatua, faltaba una parte bastante considerable
pero no pudieron encontrarla. Había desaparecido misteriosamente una pieza
grande de la base sobre la cual se alzaba la figura de Cristo.
Al día siguiente, cuando le enseñaron la estatua rota a Mary Beben, otro
de los miembros fundadores del grupo, ella supo encontrar una enseñanza en
el misterio de la pieza desaparecida, relacionándolo con la impronta del
cuerpo de Cristo: faltaba una pieza en el modelo actual y, por lo tanto, faltaba
una pieza equivalente en cada ser humano. Mary no llegaba a entender del
todo el significado, pero siguió registrando la profecía que recibía en una
extensa locución, un proceso similar a la canalización. Se les pedía a ella y a
sus amigas que aprendieran todo lo que pudieran porque la Iglesia se iba a
hacer añicos y ellas tendrían que colaborar en la reconstrucción. Un nuevo
«cuerpo de Cristo» estaba tratando de nacer según la impronta verdadera,
pero antes había que romper la imagen antigua y esto iba a resultar muy
doloroso para toda la Iglesia. La pieza que le faltaba a la base y la verdadera
impronta que trataba de manifestarse eran un misterio que ni Mary ni ninguno
de sus amigos pudieron comprender al principio.

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La primera vez que me enseñaron esta profecía, a principios de 1975, no
supe qué pensar. Pero a medida que pasaron los años, el sentido profundo de
la estatua hecha añicos y la pieza importante que faltaba de la base del
cristianismo se ha vuelto más evidente. Ahora, a la luz de todo lo que he
aprendido sobre la Novia perdida del cristianismo, he comprendido que ella
es la pieza que falta, la que hay que encontrar y restaurar, para completar el
modelo de unión sagrada que alguna vez fue la esencia del cristianismo. Es
precisamente esta ausencia de lo femenino lo que provoca nuestro desamparo
y lo que hay que curar tan desesperadamente: ¡tanto arriba como abajo!
Otro tema recurrente que apareció en las primeras profecías que recibió la
comunidad Emmanuel era que la gente estaba sedienta y moría en el desierto
porque las corrientes del amor y la sabiduría de Dios están bloqueadas o muy
contaminadas. Entonces comenzamos a darnos cuenta de la profunda
enfermedad que había dentro de la Iglesia Católica y del dolor que provocaba
en el mundo entero. Pedimos poder discernir con claridad la causa de este
desamparo (¿qué había en el fondo?) y suplicamos servir como instrumentos
para curar las heridas. Mediante profecías, y sobre todo rezando con pasajes
de las Escrituras, nos mostraron altares profanados y pastores indignos que
«se apacientan a sí mismos, en lugar de apacentar el rebaño», el asesinato del
sumo sacerdote y el saqueo del «tesoro del templo». De vez en cuando,
también recibíamos gloriosas promesas de un templo nuevo y restaurado[22].
Fuimos registrando meticulosamente estas revelaciones proféticas en
nuestros diarios durante varios años, incluso después de que los miembros de
la comunidad Emmanuel nos dispersáramos como consecuencia de las
órdenes militares que nos enviaron a otros destinos. De hecho, nuestra
diáspora nos obligó a escribir las revelaciones y la información que
recibíamos para poder compartirlas entre nosotras.
En 1997, volvieron a asignar a mi marido al Pentágono, y nos trasladamos
a una casa al sur de Alexandria, en Virginia. Pocas semanas después, me
llamó por teléfono Sue, una hermana del grupo Emmanuel cuya familia
también se había trasladado hacía poco al norte de Virginia. Acababa de
desembalar unas cajas y descubrió que se le había roto la mano derecha a una
estatua que tenía del Niño Jesús, conocida como el Niño de Praga. Era lo
único que había notado que se le hubiera roto durante el traslado, aunque no
era eso lo que la inquietaba. Más o menos al mismo tiempo descubrió que a la
figura de Jesús que tenía en el crucifijo de su rosario personal se le había roto
el brazo derecho. Y, para aumentar su inquietud, acababa de descubrir que a
otra figura de Jesús, un crucifijo tallado a mano que su marido había enviado

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desde Corea, también le faltaba el brazo derecho, que se rompió por el
camino. «¿Dios estará tratando de decimos algo acerca de su brazo derecho?
—nos preguntamos—. ¿Qué querrá decir la mano derecha de Dios?».
Tanto Sue como yo sabíamos que estas coincidencias en relación con el
brazo derecho de Cristo no eran accidentales en el sentido habitual, puesto
que, con los años, nos habíamos acostumbrado a interpretar los símbolos y los
acontecimientos de nuestra vida. Le hablé de una novela que había leído,
titulada The Left Hand of God, en la cual un piloto estadounidense abatido en
China ocultaba su identidad vistiéndose con la ropa de un sacerdote
moribundo y viajaba a la ciudad donde esperaban a éste. Allí desempeñaba las
labores de sacerdote, basándose en los recuerdos de las liturgias de su infancia
católica para no ser descubierto. Se me ocurrió que a lo mejor la mano
derecha de Dios representa el sacerdocio, ya que era evidente que el piloto
representaba su mano izquierda.
Cuando los miembros de la comunidad Emmanuel nos reunimos varias
semanas después, como teníamos previsto, Sue compartió con los demás la
historia de las figuras de Jesús y los tres brazos rotos. La comunidad
compartió nuestro criterio de que el sacerdocio representaba la «mano
derecha de Dios», que se había separado del cuerpo y se encontraba debilitada
y herida, y ya no era capaz de cuidar y guiar al rebaño de fieles. Nos
propusimos ofrecer nuestra vida por la restauración y la curación del
sacerdocio de la Iglesia Católica, la «mano derecha de Dios», la renovación
espiritual del clero, que nos parecía imprescindible para la supervivencia y
posterior renovación de la Iglesia.
Cada uno de nosotros asumió el compromiso a conciencia. Depositamos
todas nuestras plegarias, alegrías, esperanzas y sufrimientos en el altar, como
sacrificios ofrecidos por esta intención. Por nuestra formación católica,
habíamos aprendido a «ofrecérselo todo a Dios», y así lo hicimos. En ese
momento, no teníamos idea de los caminos que tendríamos que seguir, y
mirando atrás ahora, después de todos estos años, me doy cuenta de que
estuvo muy bien asumir este compromiso sin imaginarnos adónde nos
llevaría. Estoy segura de que me hubiera echado atrás si me hubiesen dicho
que llegaría a enseñar un Evangelio alternativo que incluía el matrimonio de
Jesús con María Magdalena. Y mis amigos se hubieran escandalizado todavía
más, ya que todos procedíamos de la esencia de la ortodoxia.
Esa tarde del 26 de agosto de 1977 apuntamos tres lecturas proféticas de
las Escrituras, aunque sin captar plenamente su significado. La primera era de
Zacarías 3: Josué, el sumo sacerdote, vestido con ropas sucias, se tiene que

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purificar y vestir con vestiduras de fiesta limpias. En Ezequiel 34, leímos la
profecía y el castigo de los malos pastores, que han dejado que se dispersaran
las ovejas. Y después nos llegó la visión apocalíptica de Daniel 9, 26, la
supresión del sumo sacerdote ungido del templo judío.
Tomamos nota de estos pasajes de las Escrituras, reflexionando sobre el
sentido que tenían para nosotros en ese momento, y recordando las profecías
que habíamos registrado a lo largo de los años en relación con los altares
profanados de la Iglesia, el saqueo del tesoro del templo y el asesinato del
sumo sacerdote. ¿De qué modo se podía interpretar que el sumo sacerdote,
que se suponía que era el papa, estuviera vestido con ropas sucias? ¿Qué
quería decir esto? En ese momento no nos dábamos cuenta del tema de la
mala conducta sexual entre los sacerdotes, aunque ya percibíamos que el
modelo jerárquico de la Iglesia había producido una clase de hombres
privilegiados y poderosos que no estaban en contacto con las necesidades del
pueblo. Pero no teníamos idea de cómo explicar las profecías sobre el templo
saqueado ni el asesinato del sumo sacerdote.
Los acontecimientos que se sucedieron exactamente un año después nos
aclararon más la situación. La elección de Albino Luciani, el papa Juan Pablo
I, como sucesor de Pablo VI, tuvo lugar el 26 de agosto de 1978, exactamente
un año después del retiro en el cual se reunió la comunidad Emmanuel en
1977. No obstante, ocupó el cargo durante muy poco tiempo. La sospechosa
muerte del «sumo sacerdote», el papa Juan Pablo I, después de un mandato
breve y simbólico de treinta y tres días como pontífice, nos produjo un fuerte
impacto. No sabíamos qué pensar acerca de este hecho y durante varios años
no conocimos los rumores que circulaban en Europa, que relacionaban la
muerte del papa con su intención de investigar los escándalos de la banca del
Vaticano. Igual que Jesús, parece que este amable pastor fue sacrificado,
literalmente suprimido, por romanos y sacerdotes corruptos, actuando en
colaboración.
El tema fundamental de nuestro encuentro de 1977 había sido la
restauración del sacerdocio como una «mano derecha de Dios» fuerte y
purificada, aunque en ese momento no comprendíamos del todo lo de la mano
derecha. Pocos meses después, Mary Beben nos escribió a todos una larga
carta. Había abierto y entrado en la pequeña capilla del Santísimo
Sacramento, en la iglesia parroquial de Puerto Rico, donde se trasladó en
1976. Comprobó con horror que se había roto la mano derecha de la figura de
Jesús que estaba clavada en el enorme crucifijo que colgaba encima del altar y
había caído sobre el tabernáculo, que a su vez se había caído del altar, se

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había abierto, y había desparramado las hostias consagradas por el suelo. Para
María, el mensaje estaba claro: la rotura del «brazo derecho», el sacerdocio,
producía una violenta profanación de toda la Iglesia, simbolizada por el
desperdigamiento del pan eucarístico. ¡Quedamos horrorizadas!
Igual que Mary, cada miembro de la comunidad Emmanuel compartía con
los demás todos los acontecimientos significativos y a menudo nos
enviábamos por correo copias de nuestras cartas. Apuntábamos y sometíamos
a la consideración de los demás los sucesos de nuestras vidas, mejorando
constantemente nuestro viaje y nuestra hermandad espiritual. Las profecías
registradas de la comunidad Emmanuel no son un hecho fortuito en mi
búsqueda del Grial, sino que son fundamentales.
Aunque nos quedamos pasmados ante la muerte repentina y prematura de
Albino Luciani, el papa Juan Pablo I, en 1978, nos encantó la elección
sorpresiva de Karol Wojtila, el papa polaco. Un poema profético escrito en
1848 por Julius Slowacki, un poeta polaco, describía a un papa eslavo que
sería «un faro para toda la humanidad[23]». El pueblo de Polonia había
acariciado durante generaciones el sueño de un papa polaco, y la elección de
Karol Wojtila como papa Juan Pablo II fue la respuesta a la plegaria
comunitaria de esta nación oprimida. Evidentemente, estaban eufóricos. No
cabía duda de que Dios estaba con ellos.
El pontífice recién elegido comenzó en 1978 su discurso inaugural con
una cita de la primera línea de la epopeya nacional polaca de la lucha por la
libertad, una obra significativa llamada Pan Tadeuz, para recordar
poderosamente a sus compatriotas su apasionada simpatía por su causa:
«Cuando sale la luna sobre Czestochowa…».
En el verano de 1980, volvieron a trasladar a mi marido, de modo que esta
vez trasplantamos la familia, con cinco hijos pequeños, a Fort Campbell, en
Kentucky. Los acontecimientos en Europa fueron sumamente tensos ese
verano, y había muchas posibilidades de que un movimiento ruso de tanques
hacia Polonia produjera una gran preocupación entre los políticos y los
militares estadounidenses. Uno de los comandantes de mi marido manifestó
su opinión sincera de que, antes de acabar el año, habría tropas
estadounidenses en el este de Europa.
Varios años después, mis amigos y yo supimos que el papa polaco, Juan
Pablo II, había escrito una carta a los líderes soviéticos del Kremlin, en 1980,
declarando que, si los tanques entraban en Varsovia, él estaría en Polonia
defendiendo las trincheras junto a su pueblo. Me recordó un viejo chiste sobre
la Edad Media: «¿Con cuántas legiones cuenta el papa?». Era muy posible

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que con él estuviera el poder militar de todo el mundo occidental. Y su
patrona, la Virgen Negra, también estaría a su lado.
Nutriendo las virtudes del valor, la fe y la esperanza en el corazón del
pueblo polaco y de su papa, la Virgen Negra de Czestochowa detuvo los
tanques rusos en Europa, en 1980. En todo el mundo, es la patrona de quienes
luchan por la libertad, y sobre todo en Polonia se celebran varias victorias
históricas que tuvieron lugar en la festividad de la Virgen. Los polacos tienen
una fe extraordinaria en su colaboración.
Seguí el desarrollo de la crisis europea con ferviente atención. No me
sorprendía que el movimiento Solidaridad tuviera el coraje de hacer frente al
régimen comunista en Polonia: sin duda creían que tenían a Dios de su parte.
Su fe en la intervención divina se intensificó en mayo de 1981, cuando
dispararon a quemarropa contra el papa, el día de la festividad de Nuestra
Señora de Fátima, y él sobrevivió de milagro. Sin duda el Santo Padre es un
hijo favorito de Nuestra Señora. Mis amigos y yo hablamos de estos
acontecimientos por carta y por teléfono, maravillándonos de su significado y
orando fervientemente por la plena recuperación del papa Juan Pablo II. ¿Qué
habrá pensado el régimen comunista al ver que sobrevivía?
Mirando atrás a los acontecimientos significativos de los años
comprendidos entre 1978 y 1989, ahora me parece claro que la elección de un
papa polaco en ese momento crítico de la historia fue uno de los principales
factores que contribuyeron a la disolución del imperio soviético, un elemento
importante del «efecto dominó» que también abrió el muro de Berlín y puso
fin a la guerra fría. El texto litúrgico oficial, elegido para el día de la asunción
de Karol Wojtila, en 1978, fue muy profético de estos acontecimientos
apocalípticos.
A mí me pareció que la elección de Karol Wojtila como papa, en el otoño
de 1978, fue una decisión extraordinaria, y mi punto de vista quedó
confirmado radicalmente mediante la lectura que eligió la Iglesia para el día
de su asunción, tomada del capítulo 45 del libro del profeta Isaías, y
seleccionada mucho antes de que nadie se hubiera imaginado que ese día
asumiría un nuevo papa. El contexto de este pasaje del profeta Isaías describe
el papel que jugaría Ciro, el nuevo gobernador de Israel, en el 517 a. de C.
Teniendo en cuenta estos versículos de la Escritura, nuestra comunidad de
oración Emmanuel comprendió que la figura de Ciro en el Antiguo
Testamento era un prototipo de Juan Pablo II, «el extranjero». Prestamos
especial atención al papel de Ciro en la historia judía, y encontramos
analogías muy interesantes con el papel del nuevo líder de la Iglesia Católica.

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El texto bíblico tomado de Isaías que se leyó el día de la unción del papa
Juan Pablo II sorprende por su mensaje profético: «Así dice Yahveh a su
Ungido Ciro, a quien he tomado de la diestra para someter ante él a las
naciones y desceñir las cinturas de los reyes, para abrir ante él los batientes de
modo que no queden cerradas las puertas. Yo marcharé delante de ti y
allanaré las pendientes. Quebraré los batientes de bronce y romperé los
cerrojos de hierro» (las negritas son de la autora).
Contemplando los cerrojos de hierro que se rompen ante Ciro, el «ungido
de Dios», uno piensa concretamente en la cortina de hierro, los muros
vigilados y los rollos de alambre de púas, que se convirtieron en polvo en
1989 y 1990, tras los movimientos por la libertad en la Europa del Este. Estos
movimientos libertarios recibieron el estímulo del movimiento Solidaridad en
Polonia, cuyos miembros obtenían su fuerza formidable de su fe
inquebrantable en que Dios estaba con ellos. Los atributos de la Virgen Negra
incluyen en todas partes la compasión, la fuerza y la capacidad para abrir las
cadenas y para derribar las murallas. A menudo se la identifica con los
oprimidos y con los que luchan por la libertad.
En la lectura de ese día, el extranjero Ciro había sido ungido como
instrumento de la voluntad de Dios para «restaurar el templo», el punto focal
del culto judío y símbolo de su identidad nacional y su alianza con Yahveh, su
Dios. En el pasaje profético de Isaías, Dios se dirige a Ciro, que era
gobernador tras el retomo del pueblo hebreo de los setenta años que pasó
cautivo en Babilonia. Fue Ciro el que anunció que ya era hora de poner los
cimientos de un templo nuevo en Jerusalén. Analizando este pasaje, leído en
voz alta en los púlpitos católicos del mundo entero el día de la asunción del
papa Juan Pablo II, mis amigos y yo nos dimos cuenta de que el nuevo papa
había sido elegido para cumplir una misión similar.
Evidentemente, el templo al que nos referimos en nuestra amplia metáfora
de «Ciro, el extranjero» no es el templo de Salomón destruido en Jerusalén
sino el gran templo simbólico o «místico» que se cristaliza en la psique de la
raza humana.
El papa Juan Pablo II no ha hecho ninguna proclamación oficial sobre la
construcción de un templo nuevo. Sin embargo, ha puesto los cimientos de un
nuevo templo «místico», pero no por decreto, sino trayendo a nuestra
conciencia un «tesoro que surge de la oscuridad», en la imagen de la Virgen
Negra, la amada, y en su deseo manifiesto de nombrar a «María» corredentora
con Cristo. La explosión de interés por esta imagen y por el aspecto femenino
de la divinidad ha sido notable en los años transcurridos desde su asunción, al

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igual que el impresionante aumento de la devoción a «María», «Nuestra
Señora», y los numerosos rostros de la «Diosa», sobre todo los morenos.
De todos modos, la gradual restauración de lo femenino a un lugar de
honor es manifiesta en todo el mundo. Aunque es posible que los prelados del
Vaticano hubieran preferido impedir que lo femenino asumiera un papel más
importante dentro de la Iglesia Católica, el papa Juan Pablo II de hecho
instigó la controversia sobre el papel de las mujeres simplemente
concentrando la atención mundial sobre la imagen perturbadora de lo
femenino, maltratado y humillado, que se aprecia con tanta claridad en el
semblante cubierto de cicatrices de la Virgen Negra de Czestochowa.
Los versículos de Isaías 45, 3-4, que inspiran esperanza en el futuro, se
encuentran en la promesa que Dios le hace a Ciro: «Te daré los tesoros
ocultos y las riquezas escondidas, para que sepas que yo soy Yahveh […]
que te llamo por tu nombre […] te he llamado por tu nombre y te he
ennoblecido, sin que tú me conozcas» (las negritas son de la autora).
Existe una profunda sincronicidad en este pasaje profético que los
funcionarios de la Iglesia Católica seleccionaron meses antes como liturgia
para el día que resultó ser el de la asunción del papa Juan Pablo II. Vemos a
Dios que llama por su nombre a su siervo «ungido» para que reciba una
verdad que hasta entonces no reconocía («tesoros ocultos») y pide que se dé
cuenta de que ni siquiera él, el líder consagrado de los católicos del mundo
entero, conoce todavía al Dios verdadero: te he llamado por tu nombre […]
sin que tú me conozcas.
Medité sobre estas líneas durante mucho tiempo, hasta que me di cuenta
de su profundo significado: nuestro conocimiento actual de Dios está
deformado, distorsionado por milenios de orientación hacia el «sol/hijo», y la
raza humana no «conoce a Dios» realmente. Sin embargo en Isaías 44, dice
Dios del mismo Ciro: «tú eres mi pastor y darás cumplimiento a todos mis
deseos, cuando digas de Jerusalén: “Que sea reconstruida” y del santuario:
“Echa los cimientos”».
Parece que el «Ciro» de nuestro tiempo, el papa Juan Pablo II, elegido en
el umbral del tercer milenio cristiano, también ha sido elegido para restaurar
la impronta auténtica del templo místico, reprimida durante tanto tiempo. El
modelo negado es inherente al eclipse de sol, el día de su propio nacimiento,
la conjunctio del Sol y la Luna, el modelo celestial del matrimonio sagrado.

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En los meses posteriores a la asunción del papa polaco, el semblante cubierto
de cicatrices de Nuestra Señora de Czestochowa comenzó a perseguirme,
instándome a averiguar la razón de su aflicción. Empecé a hurgar en busca de
información sobre este icono, situado en el monasterio de Jasna Gora, en
Czestochowa, y venerado en Polonia desde hace casi mil años. Según una
leyenda medieval, lo pintó san Lucas; otras fuentes sostienen que es de origen
bizantino. Y otros dicen que la imagen fue pintada en Francia durante la
época merovingia, probablemente en el siglo VI, y trasladada a principios del
siglo IX por los ejércitos de Carlomagno a la península de los Balcanes, desde
donde llegó a Polonia como dote de una princesa bizantina del siglo X[24]. Los
bandidos le marcaron la cara durante un asalto a la iglesia de Jasna Gora, en
1403, aunque lo que más me inquietó, más aún que las espantosas cicatrices,
fue la mirada de sus ojos. ¿Por qué parecía tan angustiada, como si no
sonriera jamás? ¿Por qué parecía tan apesadumbrada? ¿Quién sería esa dama
morena tan enigmática? Hace años que me planteo estas preguntas.
Es evidente que Juan Pablo II es un «hijo fiel» de «Nuestra Señora», la
Virgen Negra de Czestochowa. Pero ¿entenderá plenamente su imagen? Sin
duda, ella está compuesta por muchas más cosas que la María judía, la esposa
de José y la madre del histórico Jesús. ¿Reconocerá en ella el rostro femenino,
desdeñado y despreciado, de Dios? ¿Verá reflejado en ella el luto desolado de
la viuda, la oprimida, la abandonada y las innumerables criaturas que se
duermen llorando en nuestro planeta?
Sin duda, el deseo del papa de proclamar a María coredentora con Cristo
refleja su deseo de volver a colocar el mandala de la unión sagrada en el
centro del cristianismo. Pero ¿ya se dará cuenta de que las diversas «Marías»
del Evangelio reflejan, en conjunto, el aspecto femenino de lo sagrado, la
triple diosa antigua que se manifiesta en la doctrina trinitaria masculina,
formulada por los primeros padres cristianos? ¿Y se dará cuenta de que, al
elevar a «María» a la altura de coredentora, estará elevando la carne a una
relación de igualdad con el espíritu y proclamando para siempre la íntima
unión entre la humanidad y la divinidad? Tal vez sí.
La Virgen Negra es una patrona poderosa. Pero ¿acaso tenemos idea de
todo el alcance de su realidad? Sólo en el sur de Francia, hay varios
centenares de santuarios de la Virgen Negra, donde se la honra como la
Virgen María, con su hijo Jesús en el regazo. Pero la imagen de la bella madre
morena es mucho más antigua y más profunda que las interpretaciones y las
tradiciones cristianas medievales que se reflejan en estas estatuas. La imagen
de lo femenino oscuro se remonta a las antiguas representaciones neolíticas de

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la Tierra como «gran madre», el eterno «recipiente» del Grial, produciendo
todo lo que vive en ciclos infinitos y permanentes de actividad creativa. Y su
imagen aparece en la poesía ritual del matrimonio sagrado, en los antiguos
ritos de fertilidad del Próximo Oriente. La hemos encontrado en el Cantar de
los Cantares, en los versículos de la Novia arquetípica: «Negra soy, pero
hermosa».
Así como el rostro de Helena hizo que «emprendieran viaje mil
embarcaciones», el rostro profanado de la Virgen Negra de Czestochowa me
hizo emprender mi búsqueda del Grial perdido. Investigando la imagen de la
Virgen Negra y sus versiones antiguas en mitos y objetos paganos, encontré la
antigua tradición de la triple diosa, así como también a la novia descuidada y
olvidada y el culto y la mitología del matrimonio sagrado. Todos ellos se han
convertido en la piedra angular de mi vida, el ✡ mandala de la unión que me
impulsa a buscar el equilibrio en todos los niveles de mi experiencia.
Mirando hacia atrás, parece evidente que el «rostro» quemado y cubierto
de cicatrices del volcán Saint Helens tenía que llamarme la atención.

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CAPÍTULO V

LA MONTAÑA DESTRUCTORA
Heme aquí en contra tuya, montaña destructora […]
Voy a echarte mano y a hacerte rodar desde las peñas,
y a convertirte en montaña quemada. (Jer. 51, 25)

E
l 18 de mayo de 1980, el volcán Saint Helens hizo erupción con una
fuerza increíble y cubrió de rocas y lava cientos de kilómetros
cuadrados, partió el tronco de abetos de Douglas de quinientos años
de edad como si fueran cerillas, e hizo que se derramaran sobre la ladera del
monte las aguas del Spirit Lake, devastando las comunidades vecinas con
importantes deslizamientos de tierras, un calor intenso y desparramando
ceniza. Era el día del cumpleaños del papa.
Evoqué vívidamente las lecturas de Isaías, capítulo 45, el día de la
asunción de Juan Pablo II, unos dieciocho meses antes: «Yo marcharé delante
de ti y allanaré las pendientes». No ocurre todos los días que se allanen las
pendientes ni que se derrame un lago llamado Spirit Lake. Era una
sincronicidad demasiado potente; no se podían pasar por alto unas fechas y
unos nombres geográficos tan evocadores.
Había visitado Spirit Lake durante unas vacaciones en las que fuimos a
pescar con mi marido y mi hijo pequeño, en 1973, siete años antes de la
erupción, y recordaba perfectamente la cumbre nevada del Mount Saint
Helens, que se elevaba sobre el pequeño lago encajado en la ladera de la
montaña. La «elegante dama» de la costa noroccidental del Pacífico reinaba
cubierta de nieve y serena, alzándose por encima del paisaje, cerca del límite
entre Washington y Oregón. Todos los días nos acercábamos remando hasta
el centro del lago cristalino, alimentado por cursos de agua de origen glaciar
que danzaban y caían en cascada sobre las rocas, produciendo unos saltos
espectaculares. Hemos disfrutado de vistas impresionante del Mount Saint
Helens y en casa tenemos abundante material fotográfico y en vídeo de esas
vacaciones.

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Me quedé atónita cuando me enteré de la extensa devastación que había
provocado el volcán. Durante la primera erupción, el Spirit Lake se inclinó y
se vertió como un jarro gigante sobre la parte baja de la ladera de la montaña.
En la parte superior de la cara noroccidental, se fundieron glaciares
centenarios en cuestión de segundos, mientras bajaban coladas de lodo por la
ladera, erosionando el terreno. Ardieron en un instante abetos gigantescos; los
más distantes se quebraron como cerillas ante la poderosa explosión. La
devastación fue tremenda.
Justo una semana después, al anochecer del 25 de mayo de 1980, estaba
en la cocina preparando la cena cuando escuché por la radio que el Mount
Saint Helens había vuelto a hacer erupción, por segundo domingo
consecutivo. De inmediato concentré toda mi atención en este acontecimiento
que tenía lugar a casi cinco mil kilómetros de distancia.
En la primavera de 1979, más o menos un año antes de las erupciones del
Mount Saint Helens, Ron, uno de los primeros miembros de la comunidad
Emmanuel, que después se ordenó sacerdote, me prestó la tesis doctoral que
había presentado un amigo suyo en la Universidad Fordham de la ciudad de
Nueva York. El tema de la tesis era la increíble coincidencia, o
«sincronicidad», de fechas significativas en la historia con el calendario
litúrgico y con las lecturas que la Iglesia asigna oficialmente para esas fechas.
Por ejemplo, el hecho de que Abraham Lincoln fuera asesinado un Viernes
Santo resulta bastante elocuente. Abraham Lincoln siempre ha sido uno de
mis héroes personales, ¡pero no sabía que lo habían matado un Viernes Santo!
La analogía con otro «salvador» resultaba demasiado evidente para pasar
desapercibida.
Poco después de leer esta tesis doctoral, encontré una frase, en
Ezequiel 24, que recomienda «escribe la fecha de hoy», y así fue como, a
partir del mes de abril de 1979, comencé a tomar conciencia de las fechas
significativas para mi propia odisea espiritual y a apuntarlas en mi diario. Me
ocurría a menudo que la festividad del calendario cristiano me proporcionaba
una nueva interpretación de los acontecimientos del momento.
De modo que entonces observé con gran interés las erupciones del volcán
del estado de Washington, donde yo había nacido.
Cuando me enteré de la segunda erupción del Mount Saint Helens, lo
primero que me llamó la atención fue la fecha del calendario cristiano, porque
era una festividad muy importante. De hecho, era el aniversario del
cristianismo institucional, la festividad que celebra las lenguas de fuego que
descendieron sobre los apóstoles para darles valor para predicar el Evangelio.

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¿Sería puramente casual que el volcán hubiese elegido el día del
cumpleaños del papa para su primera gran erupción y que hubiese
erupcionado otra vez el día de Pentecostés, dos domingos importantes
seguidos?
Capté la profunda significación de la correspondencia de fechas. ¡Era
imposible que fuese una mera coincidencia! Pero ¿qué querría decir? En los
Evangelios, Jesús nos recomienda observar e interpretar los signos de los
tiempos. Ya habíamos oído llorar al planeta, los ecologistas ya nos han
advertido de las consecuencias de la contaminación, las cicatrices y la
mutilación de la tierra, la contaminación de las aguas y el agotamiento y el
despilfarro de los recursos. Pero el volcán era distinto. ¿Estaría «hablando» el
Mount Saint Helens en algún lenguaje oculto especial que se podía descifrar
observando el calendario eclesiástico, como sentía que me habían indicado
que debía hacer?
Aunque parezca extraño, la idea seguía obsesionándome. Si hubiese sido
cualquier otra montaña, alguna que no conociera, o si el Mount Saint Helens
se hubiera llamado de otra manera, o incluso si hubiera elegido otra fecha
para erupcionar, tal vez hubiese podido pasar por alto la acuciante intuición
de examinarla con atención. Pero las correspondencias y las asociaciones
parecían demasiado significativas para no prestarles atención. Estaba
aprendiendo a hacerle caso a cualquier intuición que me «hablara», incluso
cuando al principio me pareciera que iba en contra de toda interpretación
racional. Quizá me estuviera «pasando», buscando con demasiada insistencia
un significado oculto tras los acontecimientos. Pero hice caso de la necesidad
imperiosa que sentía de examinar los hechos con más atención.
En primer lugar, la montaña llevaba el nombre de la madre de
Constantino, el emperador romano que, en el año 315, legitimó oficialmente
la iglesia de los cristianos, que se estaba extendiendo rápidamente. Santa
Helena, que rezó con fervor para que su hijo se convirtiera al cristianismo, se
podría reconocer fácilmente como la madre de la Iglesia institucional de
Roma, la poderosa institución patriarcal, organizada según la imagen del
imperio romano, en la que cada diócesis regional quedaba bajo la jurisdicción
de un prelado nombrado por el imperio.
La Iglesia se formó en el siglo IV bajo el gobierno de Constantino; más
adelante, su poder se consolidó y se reforzó con el emperador Teodosio, que
hizo que el cristianismo dejara de ser una fe practicada en comunidades
reducidas, a menudo perseguidas, de «hogares capilla», para convertirse en
una religión estatal organizada, un monolito jerárquico en el cual todo el

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poder lo tenía la cabeza. Esta Iglesia imperial apoyó e institucionalizó el
mensaje de Jesús, un judío carismático, asegurando así que el cristianismo se
convirtiera en la fe de todo el imperio romano y, en última instancia, de la
civilización occidental.
En respuesta a mi mensaje interior, decidí vigilar el Mount Saint Helens
con atención y registrar todas sus erupciones. Varias semanas después, a
principios de junio de 1980, recibí otra carta de Mary Beben, cuyo esposo
había sido trasladado de Puerto Rico a Tel Aviv. Me contaba que, en el
calendario judío, el nueve de Av era un día que tenía una importancia especial
para nuestra comunidad de oración Emmanuel. Ese día, los fieles judíos de
Israel acuden al muro occidental que se conserva de su templo y lloran su
destrucción, no una sino dos veces, en la misma fecha. El primer templo,
levantado por el rey Salomón en el siglo X a. de C., fue destruido por
Nabucodonosor en el año 586 a. de C.; el segundo, construido por el rey
Herodes el grande, fue demolido por el comandante de las legiones romanas
victoriosas, en la misma fecha, pero del año 70.
En la carta que envió a cada uno de los miembros de la comunidad
Emmanuel, Mary nos pedía que guardáramos nueve días de vigilia para
obtener una mayor iluminación, y que concluyéramos nuestra oración
comunitaria el nueve de Av que, en nuestro calendario, era el 22 de julio de
1980. Ese día, ella misma representaría a toda la comunidad frente al muro
occidental de Jerusalén y lloraría por el templo perdido junto con el pueblo
judío.
Hice lo que me pedía y decidí concluir mi vigilia asistiendo a misa el 22
de julio. La hoja de la misa que había en el banco incluía la lectura oficial del
día: era la festividad de María Magdalena.
La correspondencia de fechas no me llamó mucho la atención hasta el día
siguiente. Al recoger el periódico de la entrada, quedé paralizada al ver la
gran fotografía a todo color en la primera página del periódico de Nashville.
Un espeso humo blanco salía de la «montaña de fuego». El Mount Saint
Helens había vuelto a hablar el 22 de julio de 1980. Parecía el monte Sinaí,
con la cima rodeada de nubes. ¡La montaña humeante tenía que ser una
teofanía!
Esta montaña estaba tratando de llamarme la atención hacia un mensaje
muy importante a través de la sincronicidad de las fechas. Para mí, la
«montaña humeante» ya representaba a la Iglesia institucional, el A, que
ahora estallaba a causa de la presión interior, devastando la zona circundante.
El hermoso y tranquilo Spirit Lake se había derramado en un metafórico

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bautismo de agua que se vertía sobre la tierra; incapaz de seguir confinado en
las fuentes de la Iglesia, se había volcado sobre la gran madre oscura, la
propia tierra, tras romper los lazos «patriarcales». Ahora, las «aguas de la
verdad» se vertían por otros canales y volvían a la propia tierra.
La fecha judía, el nueve de Av, era una clave significativa en esta
interpretación: el «nueve» representa el «juicio final» según el antiguo canon
de números sagrados[25]. El volcán Saint Helens, que ahora se instalaba en mi
mente como símbolo de la institución romana monolítica que se había
autoproclamado la nueva Jerusalén y la nueva Israel, erupcionaba
violentamente, arrojando devastación a su alrededor. Yo era testigo de una
proclamación profética de la destrucción de la Iglesia institucional, el bastión
de la civilización occidental. El fuego procedía del interior de la montaña y
salía con una fuerza catastrófica. Era el holocausto, la «montaña quemada» de
la profecía de Jeremías, y me pareció que me estaba enseñando la situación de
la Iglesia monolítica, que se autodestruía ante mis ojos.

Durante los tres años posteriores a la revelación, estuve muy ocupada. Debido
al trabajo de mi marido como comandante de batallón en la División de elite
101, Screaming Eagles de Fort Campbell, me vi obligada a participar en un
sinfín de acontecimientos sociales, actos oficiales y actividades relacionadas
con sus tropas, además de ocuparme de nuestros cinco hijos que, cuando
llegamos, tenían edades comprendidas entre los cinco meses y los once años.
Los tres años de nombramiento se han fundido en mi memoria, a
excepción de unos cuantos elementos destacados, como el viaje en los
ferrocarriles de Estados Unidos para visitar a mis padres, que estaban en
Seattle, un verano, o la visita a los padres de Ted en Virginia, donde también
tuve ocasión de visitar a varios de mis amigos de Emmanuel. Toda mi vida
procuré hacer malabarismos para cumplir compromisos y plazos sin llegar
tarde a nada, porque esto es un pecado mortal en el ejército. Me sentía como
una leona domesticada, atravesando de un salto los aros encendidos, y sentía
verdadera compasión por los animales enjaulados del circo cuando llegaban a
la ciudad. No estuve en el desierto todo este tiempo, sino que yo era el
desierto.
Durante estos meses se manifestó cierta información significativa
relacionada con la correspondencia de fechas que había observado, y seguí
registrándola con interés. Me enteré de que el calendario judío se basa en
meses lunares y, por lo tanto, difiere del nuestro. Las probabilidades de que el

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nueve de Av coincida con la festividad de María Magdalena, el veintidós de
julio de un año cualquiera, son remotas, puesto que las fechas varían de un
año a otro. Pero ese día en particular de 1980 tenía lugar una ceremonia
sumamente significativa en el sur de Francia. En la catedral de María
Magdalena, en la ciudad francesa de Saint-Maximin, sobre la costa
mediterránea, seis obispos de la Iglesia católica y un representante especial
del papa concelebraron una liturgia y misa única en conmemoración del
séptimo centenario del hallazgo de la tumba de María Magdalena en el sur de
Francia.
La celebración litúrgica atrajo a decenas de miles de peregrinos de todo el
mundo a este «jubileo» tan especial, una «semana» de setecientos años en
honor de la «otra María» de la historia evangélica. Exactamente el mismo día,
el 22 de julio de 1980, los fieles judíos de Jerusalén se reunían para llorar la
ruina de su templo que no ha sido restaurado jamás. Ese mismo día, Mary
Beben rezaba con ellos junto al muro occidental y conectaba su lamento por
el templo con nuestro profundo duelo por su pérdida y ese mismo día
también, mientras la Iglesia Católica celebraba la festividad de santa María
Magdalena, el Mount Saint Helens volvía a entrar en erupción y la inmensa
nube de humo indicaba a todos aquellos que tenían «ojos para ver» que todos
estos acontecimientos estaban íntimamente interconectados en cierta forma.
Toda la tierra parecía participar de un momento cósmico, del mismo modo
que cada uno de los instrumentos de una orquesta toca al mismo tiempo la
nota culminante de un crescendo.
Esto me pareció una señal de que, en cierto modo, María Magdalena era
un factor decisivo en la impronta perdida del templo destruido de Jerusalén y
también, por asociación, en la destrucción de la Iglesia actual. En 1980,
todavía no comprendía su papel, pero presentía que debía tener una enorme
importancia, debido a los acontecimientos conectados que había presenciado.
Ahora, años después, tengo claro el sentido de todos estos
acontecimientos. El templo de Jerusalén no ha sido reconstruido porque la
familia humana ha perdido la sagrada impronta del plano, una impronta
arquetípica que ya aparece en la esencia de cada ser humano. Es también la
impronta del «reino de Dios», o el «reino de los cielos», que Jesús
proclamaba que ya estaba aquí, entre nosotros: la sagrada unión de los
opuestos cifrados por la guematría en los Evangelios cristianos[26]. Porque el
número sagrado que la guematría ha cifrado en la frase «el grano de mostaza»
es 1746, el mismo número sagrado que usan Platón y los filósofos para

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expresar la unión de energías opuestas en el canon antiguo. El mandala de
esta unión es la ✡, la unión de «lo igual y lo diferente[27]».
Esta es la impronta a la cual se refería Mary en su diario, en 1973, cuando
Jan le enseñó la estatua rota de Jesús a la cual le faltaba una parte de la base.
Entonces le dijeron que una impronta nueva estaba tratando de surgir en la
conciencia humana, pero que primero había que destruir el modelo actual.
Después descubrí que la impronta que se manifestaba no era «nueva», sino
antigua, pero que se había perdido trágicamente y después fue negada durante
los dos milenios de cristianismo.
Al analizar esta impronta perdida del Temple, no pretendo sugerir que las
medidas geométricas del templo de Jerusalén se hayan perdido en sentido
literal. Seguro que alguien ya habrá reconstruido las medidas físicas reales del
templo de Salomón. En realidad, lo que se ha perdido es la geometría sagrada
y el sentido simbólico de las medidas, el diseño maestro del diseño que
todavía se llora en los rituales de la francmasonería como la «palabra perdida
del Maestro Masón». Es la impronta de la totalidad que también se manifiesta
en la psique de la familia humana que puebla el planeta. El templo de
Jerusalén estaba diseñado para contar con la presencia de Yahveh, que
habitaba con su pueblo en íntima unión, un modelo externo de realidad
mística o interior: «Dios con (¿o dentro de?) nosotros».
Los arquitectos de los antiguos templos cósmicos equilibraron
deliberadamente las influencias de los principios masculino y femenino en su
geometría sagrada, reflejando el orden cósmico para tratar de aportar armonía,
bendiciones y orden a la sociedad. En cierto sentido, esta concepción de que
la integridad y la santidad fluyen desde el centro del templo ha sido
distorsionada. A Jesús, que comprendía y predicaba la impronta correcta, lo
llamaban tektón en el original griego del Nuevo Testamento, una palabra con
connotaciones de «constructor» o «ingeniero». La palabra griega asociada con
él se ha traducido durante siglos como «carpintero», aunque el sentido
original era el de «arquitecto/diseñador» de la Nueva Alianza, un papel que
coincide con la conmovedora profecía de la novia de Isaías: «Porque como se
casa joven con doncella, se casará contigo tu constructor» (las negritas son
de la autora).
La comunidad se representa en este pasaje como la «Novia», el aspecto
femenino de lo sagrado. La alianza entre Dios y su pueblo sigue el modelo de
la versión antigua del hieros gamous. Más tarde, san Pablo aplicaría la misma
metáfora a la relación entre Cristo y su Novia, la Iglesia.

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Tras la destrucción del templo de Salomón por los babilonios, en el año
586 a. de C., los habitantes de Israel que quedaban fueron conducidos a
Babilonia, donde permanecieron cautivos durante casi setenta años. A su
regreso, les otorgaron permiso para reconstruir el templo de Jerusalén,
símbolo de su alianza con Yahveh. «¿Quién queda entre vosotros que haya
visto esta Casa en su primer esplendor?» (Ag. 2, 3). El profeta Ageo lamenta
la destrucción del templo. Su pregunta persiste: ¿Quién recuerda todavía el
antiguo templo y su simbolismo? ¿Quién considera todavía que el
sanctasanctórum del templo es la cámara nupcial, símbolo de la psique
humana, donde el Novio eterno se reúne con su Novia? Según el simbolismo
teológico cristiano, la Iglesia es la Novia y Cristo es el Novio. Por más que
construyamos iglesias, hemos diluido la capacidad de otorgar poder que
tienen los símbolos y no hemos logrado comunicársela a nuestros hijos.
Debido a esta correspondencia de las dos fechas significativas, el nueve
de Av y el 22 de julio, el volcán que hizo erupción el día de la festividad de
María Magdalena, en 1980, queda vinculado, de forma dramática e
irrevocable, con las ruinas del templo de Jerusalén. Creo que la repudiación
oficial del principio femenino de «carne y hueso», encamado en María
Magdalena, la Novia perdida, representa una fractura en los cimientos
mismos de la enseñanza cristiana y que esta fractura, si no se corrige, será la
causa última de su desintegración. Esto parece una conclusión bastante
previsible, incorporada a la palabra misma, ya que la «integración» (lo
masculino y lo femenino unidos y honrados como iguales) es justamente la
relación que los teólogos de la Iglesia de Roma han negado hasta ahora,
insistiendo siempre en honrar una imagen exclusivamente masculina de Dios.
Al ver que la teofanía de la nube se cernía sobre el Mount Saint Helens el
22 de julio de 1980, y sabiendo que el volcán había hablado, mi atención se
concentró concretamente en María Magdalena, debido a la culminación de la
vigilia de oración de la comunidad Emmanuel el día de su festividad, un
momento cósmico coreografiado por el Señor de la Danza. Los indios
americanos del Pacífico noroccidental llaman la «hermanita» al Mount Saint
Helens, que también, aunque parezca increíble, es uno de los epítetos de la
novia del Cantar de los Cantares. Parece que, de vez en cuando, alcanzamos a
ver el espíritu que, al mismo tiempo, orquesta la creación y vive en ella, el
gran «YO SOY». Es la voz de este ser divino, cuya orden atronadora al faraón
ha sido susurrada una y otra vez a lo largo de los milenios, rompiendo las
cadenas que nos atan: «¡DEJA SALIR A MI PUEBLO!».

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Durante los meses que siguieron a ese caluroso y largo verano de 1980,
fui tomando conciencia, poco a poco, de mi propio sometimiento al «dios
Sol» y la quemazón y el total agotamiento que esto me provocaba, el desierto
en que me estaba convirtiendo. Hasta ese momento de mi vida había aceptado
de buena gana, incluso con entusiasmo, mi camino de servicio a los demás,
pero ahora sufría, mi salud se deterioraba, y no tenía tiempo para nada más
que para cumplir los requisitos de mis múltiples papeles. Apenas tenía tiempo
para leerle poesías al más pequeño de mis hijos, y me sentía completamente
fragmentada por el tiempo y las energías que se me exigían. En mi
inconsciencia, me sentí obligada a empezar a coser una colcha. Hasta varios
meses después, cuando estaba casi acabada, no me di cuenta de que había
tratado de unir los trozos de mi vida en algún tipo de totalidad que tuviera
cierta coherencia. Comencé a notar que los acontecimientos externos de mi
vida les daban sentido a los internos, y a comprender el concepto de
«despertar» a la realidad.
La erupción del Mount Saint Helens el día de la festividad de Santa
Magdalena, en 1980, me urgió a aprender todo lo que pudiera sobre ésa María
que estaba tan estrechamente relacionada con Jesús. Estudié, leí y recé a la
Magdalena, hasta que al final descubrí numerosos detalles sorprendentes. Esta
amiga íntima de Jesús había sido excluida poco a poco de la historia cristiana,
devaluada por siglos de tradición que la llamaban prostituta, a pesar del lugar
destacado que ocupa en los cuatro Evangelios canónicos. A nadie parecía
importarle que María de Betania, la que se sentaba a los pies de Jesús y
escuchaba su Palabra (Lucas 10, 39) y la que ungió a Jesús en el banquete en
Betania (Juan 12), fuera la «mujer del frasco de alabastro», aunque el propio
Jesús dijera que de la historia de su unción para el entierro «se hablaría
también para memoria suya» (Marcos 14, 9; Mateo 26, 13).
En un sermón pronunciado en el siglo VI en la basílica de San Clemente,
en Roma, el papa san Gregorio expresó su convicción de que María de
Betania y María Magdalena eran la misma persona, que se identificaría con la
mujer que ungió a Jesús en los cuatro Evangelios[28], y es probable que ésta
fuera la opinión que prevalecía entre los cristianos de la Europa occidental.
En la festividad de «la Magdalena», las lecturas oficiales de la liturgia
católica están tomadas del Cantar de los Cantares, con lo cual prácticamente
se la equipara con la Novia morena. «Ponme cual sello sobre tu corazón,
como un sello en tu brazo», le encarece la Novia al amado (Cant. 8, 6). Yo ya
conocía este versículo porque los miembros de Emmanuel lo habían incluido

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en nuestra plegaria comunitaria de consagración, escrita durante nuestro
retiro, en 1979.
San Bernardo de Claraval, obispo y místico del siglo XII, también equipara
a María de Betania con la Novia, siguiendo la tradición de la Iglesia antigua
de los exégetas del siglo II, Hipólito de Roma y Orígenes. En panfletos
hallados en iglesias del sur de Francia, se hace referencia explícitamente a
Marta y a la «Madeleine» (Magdalena) como las «hermanas de Lázaro».
Sorprendentemente, como descubrí más tarde, la segunda erupción del
volcán, el 25 de mayo de 1980 (domingo de Pentecostés) y la celebración
litúrgica del jubileo de María Magdalena en Saint-Maximin coincidieron
también con la culminación del festival anual que los gitanos celebran en
honor de la santa Sara morena y sus compañeras de viaje, las tres Marías, en
una pequeña población de la costa francesa llamada Les-Saintes-Maries-de-
la-Mer.
A lo largo de los años encontré a menudo la admonición del profeta
Isaías: «Al izarse pendón en los montes, MIRAD, al tañerse el cuerno,
ESCUCHAD» (Is 18, 3). Las erupciones del Mount Saint Helens en 1980
fueron para mí «pendones izados en los montes», que tuvieron una
importancia inmensa para mi creciente toma de conciencia del error fatal del
cristianismo porque establecía un vínculo radical entre el holocausto de la
Iglesia Católica y los muros en ruinas del templo de Jerusalén con María
Magdalena, señalándola concretamente a ella como la pieza que le faltaba a la
impronta perdida, la ✡.
Llegué a la conclusión de que hacía falta revisar la interpretación de las
verdades cristianas y, al mismo tiempo, estudiar con mayor profundidad la
doctrina relacionada con la plena humanidad de Jesús. El papel significativo
de María Magdalena que, estoy convencida sin ninguna duda, encarna lo
eterno femenino como Novia, ha sido mal interpretado y descuidado, tal vez
incluso deliberadamente ocultado, y hay que volver a examinarlo. Al liberarla
de sus ataduras y devolverla al mandala de la unión, recuperaremos el
equilibrio arquetípico de lo femenino y lo masculino, «en la tierra como en
los cielos» y, al mismo tiempo, volveremos a colocar la feminidad en un
puesto de honor en nuestras vidas.
Pensando en el impacto de la trágica pérdida de Magdalena, comencé a
darme cuenta de que siempre había cumplido mi papel de madre con respecto
a mis hijos, pero que no siempre había captado mi papel de compañera de mi
marido, ya que mi formación religiosa no me había proporcionado ningún
modelo para esta relación tan importante. Sentí que hubiésemos podido

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desarrollar una relación muy distinta si no hubiéramos estado totalmente
orientados a satisfacer las exigencias de su carrera y las de nuestros hijos.
Me di cuenta de que proclamar «coredentora» a María, la madre de Jesús,
colocaría lo femenino en un papel honroso junto a Cristo. Pero no debe
anteponerse a la reclamación de María la Magdalena, la Novia olvidada, que
fue en un principio y sigue siendo la amada de Cristo, el arquetipo del Novio.
Su verdadera unión es el modelo celestial que trae la curación en sus alas.
La montaña ha hablado. Tras años de reflexionar sobre su mensaje, ahora
doy testimonio de su voz profética. Quien visite el Mount Saint Helens ha de
quitarse los zapatos, porque está pisando tierra santa.

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CAPÍTULO VI

NUESTRA SEÑORA DE LA BÚSQUEDA


Venid a mí los que me deseáis, y hartaos de mis productos.
Que mi recuerdo es más dulce que la miel […] (Si. 24, 18)

E
n junio de 1983 volvimos a Alexandria, Virginia, y en setiembre vino
a verme allí Ann Requa, una amiga de mis años de universidad.
Durante su visita me recomendó un libro que acababa de encontrar en
la biblioteca donde trabajaba, porque pensó que, por mis antecedentes en
estudios europeos medievales y mi interés por la Biblia y los orígenes del
cristianismo, podía despertar mi curiosidad.
Fui a la biblioteca y encontré el libro que me había recomendado Ann.
Cuando lo cogí de la estantería y leí la sinopsis de la cubierta posterior, me
quedé muy sorprendida de que se le hubiera ocurrido que aquello pudiera
interesarme en lo más mínimo. En esa época yo era ortodoxa hasta la médula,
tanto en mis creencias como en la práctica de la fe católica, la «fe de nuestros
padres». Daba clases de religión en la parroquia y mantenía una
correspondencia fluida con mis amigos de Emmanuel (dos de los cuales se
habían ordenado sacerdotes). Hojeé el libro con torpeza y, al intentar
devolverlo a la estantería, casi se me cae. Era un tema tan candente que sentía
como si me quemara los dedos. El libro defendía una tesis herética: insinuaba
que Jesús y María Magdalena se casaron y tuvieron un hijo. Se titulaba Holy
Blood, Holy Grail[29].
Salí corriendo de la biblioteca lo más aprisa que pude. No quería saber
nada que discrepara con las enseñanzas del magisterio de la Iglesia. Durante
las semanas y los meses siguientes, intenté desesperadamente olvidar lo que
había leído en la carátula posterior del libro, pero se resistía a desaparecer.
Recordaba el mito de la caja de Pandora y el de las esposas de Barba Azul, el
espantoso destino de los curiosos, pero en el fondo de mi cabeza me rondaba
la pregunta: «¿Existe alguna probabilidad de que lo que proclaman los autores
sea verdad?».

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Traté de pasar por alto la pregunta y de concentrarme en mi rutina diaria
de pañales, platos y horarios para ir a buscar a los niños al fútbol. Me daba
miedo contarles a mis amigos de Emmanuel acerca de mi encuentro con la
herejía del sangraal, el Santo Grial. Procuré vivir mi vida como si nada
hubiera cambiado, pero fue inútil. Todo había cambiado. ¿Y si las doctrinas
religiosas que había observado toda mi vida estuvieran equivocadas? ¿Y si
alguien hubiera mentido? ¿En quién podría confiar? ¿Qué sabían ellos, los
patriarcas que habían formulado las doctrinas del cristianismo? ¿Y cuándo lo
supieron? ¿Habría alguna forma de averiguar realmente la verdad? ¿Y cómo
era que jamás habíamos oído siquiera el menor rumor de este matrimonio? Mi
vida parecía igual, vista desde fuera, pero mi vida interior era un torbellino de
confusión.
Alrededor de dieciocho meses después, otra amiga me sugirió que leyera
un libro escrito por David Yallop, titulado In God’s Name[30]. En esta
ocasión, cuando encontré el libro en la biblioteca, lo saqué en préstamo. Cada
página que leía me dejaba más pasmada, pero no podía dejar de leer. A
instancias del secretario privado y administrador del pontífice fallecido, el
autor investigó el presunto asesinato en 1978 del papa Juan Pablo I,
supuestamente llevado a cabo por individuos relacionados con los turbios
escándalos en torno a la banca oficial vaticana.
Como ya he comentado, el posible asesinato del primer papa Juan Pablo
ya había llamado la atención de nuestra comunidad de oración Emmanuel,
cuyos miembros habían apuntado versículos proféticos relacionados con el
asesinato del «sumo sacerdote» y el saqueo del «tesoro del templo» en 1974.
El libro In God’s Name sugería que los romanos y los sacerdotes habían
colaborado en la ejecución de este papa de «treinta y tres días», al igual que
las mismas facciones habían conspirado para ejecutar a un Jesús de «treinta y
tres años», dos mil años antes. Las profecías que la comunidad Emmanuel
recibió entre 1974 y 1978 acerca de la corrupción del templo, el robo del
tesoro y la muerte del Ungido parecían haberse cristalizado en un suceso
catastrófico: el asesinato del «sumo sacerdote» ungido, Albino Luciani, el
papa Juan Pablo I.

En el mes de abril de 1985 leí In God’s Name. Me sentí sumamente


desilusionada por los supuestos escándalos vaticanos y su encubrimiento por
parte de la jerarquía eclesiástica corrupta. Comencé a preguntarme qué otros
elefantes y camellos encontraría ocultos bajo las costosas alfombras del

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Vaticano. Al final, decidí que el libro que me había recomendado mi amiga
Ann dieciocho meses antes no me angustiaría más que el que acababa de leer.
De modo que, cuando volví a ir a la biblioteca, devolví el libro de Yallop y
saqué Holy Blood, Holy Grail.
Me equivoqué. El segundo libro era infinitamente más angustiante que el
primero: era desolador. El mero concepto de que la jerarquía eclesiástica
hubiera ocultado, incluso suprimido, pruebas tan significativas del hecho de
que Jesús estuviera casado me hizo sentir físicamente enferma. La idea me
atormentó durante meses. La ocultación deliberada de esta información
constituía un grave abuso de todo el conjunto de fieles cristianos, un abuso de
su fe y, en definitiva, también de su bienestar.
Me preguntaba dónde estaría la verdad. ¿Podíamos creer alguna de las
doctrinas que nos habían enseñado? ¿Cómo íbamos a saber si eran
verdaderas? El libro era tan perturbador que me resistía a comentar con nadie
sus alegaciones, ni siquiera con mis mejores amigos de la comunidad
Emmanuel. Temía asustarlos y erosionar su fe en las doctrinas y tradiciones
cristianas. Recordé el pasaje del Evangelio que habla de la piedra de molino
en torno al cuello para aquel que destruya la fe de las criaturas y tuve miedo.
Luché sola contra esta carga mientras pude soportarlo.
En las últimas semanas de 1985, mi amiga y «familiar» Mary Beben se
trasladó de Nueva York a Virginia con su marido y su hijo menor. Todavía no
le había hablado del libro In God’s Name, pero al final reuní el valor para
mencionarle su escandalosa premisa. No lo había leído, pero le preocupó que
me hubiera inquietado tanto. Decidimos rezar juntas por el libro de David
Yallop y sus implicaciones y finalmente encontramos la oportunidad de
vemos la mañana del 28 de enero de 1986.
Ese día se había declarado «día de la nieve» en el condado de Fairfax, así
que mis cinco hijos estaban en casa en lugar de la escuela, jugando en el
sótano y viendo la televisión. Sin amilanarse por unos pocos centímetros de
nieve, Mary vino con el coche, como teníamos previsto, para pasar el día
conmigo, y trajo consigo a su hijito, para jugar con los míos. Acababan de
aparcar en la entrada para coches y yo había salido a recibirlos cuando Kate
salió corriendo de la casa, detrás de mí:
—¡Mamá! ¡Acaba de estallar el transbordador!
Mary y yo nos quedamos mirándonos la una a la otra, incrédulas. Bajamos
corriendo con nuestros hijos y vimos con horror la repetición de la bola de
fuego en que se convertían el transbordador espacial Challenger y sus siete

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pasajeros. La repetición de la filmación, una y otra vez, nos mostraba la
aterradora secuencia del accidente.
Mary y yo recuperamos el sentido, subimos a la cocina y nos pasamos el
resto de ese día nevado de enero rezando para poder comprender el sentido
del acontecimiento que habíamos presenciado. También le enseñé un libro
que acababa de sacar de la biblioteca sobre el misticismo judío, que explicaba
el místico árbol de la vida de la cábala, y analizaba los pilares gemelos del
templo, el izquierdo y el derecho, y su relación con el árbol.
Juntas estudiamos minuciosamente este material que no habíamos
analizado antes. Hasta varios días más tarde no se nos ocurrió que el
simbolismo de los pilares gemelos estaba relacionado directamente con el
accidente del Challenger, y que en realidad teníamos en nuestras manos la
clave para comprender el trágico suceso.
Tardamos varias semanas en reunir los añicos del accidente para formar
una imagen completa y coherente.
Esa misma noche, en casa, mi amiga comenzó a leer mi ejemplar de
In God’s Name. Tras leer sólo el primer capítulo, quedó muy impresionada y
comprendió por fin, por primera vez, por qué se le había enseñado a la
comunidad Emmanuel el texto tomado de Daniel 9, 26, en nuestra reunión del
mes de agosto de 1977, justamente un año antes de la elección del papa Juan
Pablo I.
Destrozada por las pruebas que se mencionaban, Mary siguió leyendo el
libro de Yallop, recordando los versículos recibidos por los miembros de la
comunidad Emmanuel a lo largo de doce años, en relación con la corrupción
y el saqueo del templo y el asesinato del sumo sacerdote ungido. Ya no tenía
dudas de que los acontecimientos en torno a la muerte de Juan Pablo I
resultaban sospechosos. Como mínimo, había habido un encubrimiento
inmenso e inexcusable de los hechos, incluido el desagradable escándalo en
torno a la banca vaticana; un encubrimiento inmenso que se había producido
con la plena connivencia de la jerarquía eclesiástica. Cuando Mary me
comentó lo que sentía, me sentí aliviada al ver que ella veía lo mismo que
había visto yo: que se cumplían las primeras profecías de la comunidad
Emmanuel. Por lo menos ya no estaba sola en mi desgracia.

Tanto para Mary como para mí comenzó un proceso de duelo durante los
primeros días del invierno de 1986. Era el principio de una gran desilusión y
una enorme pérdida de todo nuestro sistema de realidad e identidad. Ya no

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podíamos seguir a ciegas, ni abstenemos de cuestionar, ni sentirnos cómodas
enseñando la doctrina católica a los niños, en las clases de religión. La roca
sólida de la Iglesia de Pedro sobre la que se apoyaban nuestras vidas se estaba
desmoronando.
Comenzamos a sentirnos tristes y secas cuando íbamos a misa o
participábamos en otros rituales religiosos. Algo iba mal. Antes creíamos que
los padres de la Iglesia nos habían transmitido la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad. Les habíamos confiado nuestra vida y nuestra
salvación eterna, creíamos todo lo que nos habían enseñado. Pero ahora la
confianza se había hecho añicos. Sin embargo, al mismo tiempo, sentíamos
que el Espíritu nos ayudaba a despegarnos de esa imagen irreal, mejorada, de
la Iglesia en la que creíamos desde nuestra juventud, así que renovamos
nuestra confianza en el Espíritu Santo y seguimos compartiendo nuestro viaje
las dos juntas.
En los días que siguieron, Mary y yo analizamos en detalle toda la saga
trágica del lanzamiento del Challenger, porque nos había llamado mucho la
atención. Así como un cohete es una nave moderna, que transporta a sus
pasajeros hacia reinos desconocidos, a menudo se había usado una barca, la
«barca de Pedro» como símbolo de la Iglesia de Pedro que navegó a través de
dos milenios de tormentas y vientos.
El fatal lanzamiento del Challenger había tenido lugar en la festividad de
santo Tomás de Aquino, uno de los grandes expositores de la doctrina
cristiana, y nos pareció que esto señalaba al Challenger como símbolo de la
Iglesia Católica. Pero nos sorprendió, en esas circunstancias, descubrir que
santo Tomás de Aquino era el patrono de la muerte repentina. Investigando
los sucesos en tomo al incidente del Challenger, averigüé que en realidad
murió mientras daba una charla a los monjes en un monasterio al que había
ido a pasar la noche. Estaba interpretándoles un pasaje sobre la Novia del
Cantar de los Cantares cuando sufrió el ataque fatal. Este «padre» del
siglo XIII, cuyas enseñanzas publicadas contribuyen a reforzar el poder
patriarcal de la Iglesia, se retractó de esas mismas obras eruditas poco antes
de morir, calificándolas de «mera paja», y murió comentando el poema de
amor hebreo en honor del matrimonio sagrado[31].
El personal de la Administración Nacional para la Aeronáutica y el
Espacio (la NASA) que investigó la tragedia del Challenger coincidió
enseguida en que la falla fatal se debió al cohete propulsor derecho, en
concreto a las juntas tóricas que se suponía que formarían una capa protectora
para las varillas de combustible que tenían que impulsar la nave. Pero la

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noche anterior había hecho más frío del esperado y las juntas se rajaron. El
cohete propulsor derecho parecía el símbolo perfecto del pensamiento
tecnológico, del lado izquierdo del cerebro, orientado hacia lo masculino,
propio de la sociedad occidental. Y su simbolismo resulta todavía más
apropiado cuando se aplica a la Iglesia Católica, desprovista de la cubierta
femenina que debió haber estado en su sitio para su propia protección,
simbolizada por las juntas tóricas rajadas que tenían que proteger las varillas
de combustible del cohete propulsor. El árbol de la vida de la cábala judía y
los pilares gemelos del templo de Jerusalén de los que hablamos el día del
desastre nos proporcionaron las claves que necesitábamos para interpretar
estos símbolos.
Los administradores científicos superiores de la NASA que habían
permitido el lanzamiento del Challenger no le dieron suficiente importancia
al gran esfuerzo que para las juntas suponían las temperaturas heladas de la
noche. Según las versiones publicadas recientemente, los funcionarios temían
que el frío causara problemas pero no quisieron postergar el lanzamiento otra
vez para no desprestigiar más el programa espacial. Estudiaron las
advertencias y decidieron correr el riesgo.
Y allí está la comprensión profética que recibimos mi amiga y yo del
desastre que aguardaba a la Iglesia: la manera de pensar fría, rígida e
intolerante de la jerarquía ha congelado lo femenino durante milenios,
dejando la institución vulnerable al desastre.
A medida que seguimos analizando los detalles del lanzamiento del
Challenger seguimos descubriendo analogías con la Iglesia. A bordo de la
nave espacial perecieron siete personas, seis miembros de la tripulación y una
profesora llamada Christa McCullough. La mujer que llevaba el nombre de
Cristo venía de la parroquia de San Pedro; la otra mujer que iba a bordo del
defectuoso transbordador era hija del judaísmo, una científica de nombre
Judith. Conocíamos las propiedades simbólicas del número siete, el número
del Espíritu Santo, el número místico que significa la eternidad y la totalidad:
hay siete dones del Espíritu Santo, siete días de la semana, y setenta veces
siete ocasiones para perdonar. La diversidad multiétnica del personal que
viajaba a bordo del Challenger confirma aún más que la tripulación de la nave
perdida representaba a toda la familia humana de Dios.
La tragedia del transbordador espacial me resultó, personalmente,
apabullante. Era como oír un toque de trompeta que no escuchaba nadie más,
una trompeta que atronaba: «¡MIRAD estos acontecimientos! ¡VED y
RECORDAD! Sopesadlos en vuestro corazón. No los dejéis pasar

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desapercibidos; observad y registrad todo lo que veáis. Sobre todo, no dejéis
que este sacrificio haya sido en vano».
Mary y yo percibimos que estábamos viendo una señal poderosa para la
propia Iglesia. La desaparición de la institución tal como la conocemos se
podía producir de forma tan repentina y dolorosa para aquellos que se sentían
cobijados en ella. Llegaría un momento en que las tensiones serían excesivas
y los muros institucionales no pudieran resistir la prueba, por el error
estructural: el gran error fatal es la ausencia de lo femenino.
Este equilibrio femenino no se enseñó ni a los hombres ni a las mujeres de
la Iglesia, y todos sufrimos la fatal herida. Sabíamos que veríamos el
inminente «naufragio» de la Iglesia, que ya se estaba produciendo, vida a
vida, y tal vez una catástrofe enorme para la propia fe, pero nos sentíamos
impotentes para evitarlo. ¿Quién escucharía a unas meras amas de casa?
Sin duda, no las autoridades investidas de Roma. No éramos «expertas» ni
habíamos hecho un doctorado en teología. Yo me describo como una
«contemplativa de fregadero», ya que muchas de mis inspiraciones más
profundas me han llegado mientras fregaba los platos o pelaba patatas. Siento
una afinidad especial por el hermano Lorenzo, el lego místico que trabajaba
como pinche de cocina en un monasterio europeo. El libro espiritual clásico
The Practice of the Presence of God, escrito a partir de sus enseñanzas,
siempre ha sido mi libro preferido sobre la vía cristiana, arraigada en el
servicio humilde a los demás.
La noche del 28 de enero abrí la Biblia en busca de consuelo y orientación
y encontré los versículos de Isaías 21, donde los «vigías de la atalaya»
proclaman la noticia: «Cayó, cayó Babilonia, y todas las estatuas de sus
dioses se han estrellado contra el suelo». La Babilonia bíblica era la capital
pecadora, idólatra, adoradora del Sol, del Próximo Oriente. En ese momento
no llegaba a comprender todavía el sentido arquetípico de Babilonia, la
ciudad donde se adoraba al Sol, ni a darme cuenta del todo de cuáles eran sus
ídolos, pero registré fielmente la fecha y el texto en mi diario y me fui a la
cama, apesadumbrada.
Pocas semanas después, reuní el valor suficiente para compartir con Mary
la tesis herética de Holy Blood, Holy Grail, algo que no había hecho hasta
entonces deliberadamente, porque no quería sacudir más sus cimientos. Se
mostró reacia a escuchar, y mucho más a creer, que pudiera haber una versión
alternativa de la vida de Jesús. Pero habíamos pasado juntas muchas cosas, y
ella sabía que la cuestión era muy importante para mí. Nos parecía tan
fantástico y rocambolesco que Jesús hubiera estado casado. ¿Cómo era

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posible que no lo hubiéramos oído antes? ¿Cómo era posible que la propia
Iglesia no lo supiera? Sin duda, alguien con autoridad nos lo hubiera dicho
antes. A Mary toda la idea le pareció ridícula.
Mientras tanto, me confortaba su reacción tan fuerte. Puede que tuviera
razón; sin duda nos hubieran dado una información tan importante como ésta.
Pero de todos modos la idea se resistía a desaparecer. De alguna manera
necesitaba llegar al fondo de la cuestión.
Varios días después, me senté en el sofá de la sala de estar con mi Biblia,
mi diario y mi ejemplar de Holy Blood, Holy Grail. Comencé a rezar. Le dije
a Jesús que estaba dispuesta a quemar el libro si mi amiga me lo aconsejaba,
pero que antes quería saber si Él tenía algo que enseñarme al respecto.
Los textos bíblicos que recibí en oración esa tarde fueron tan fascinantes
como inesperados. Dejé que mi Biblia se abriera por cualquier página al azar
y se abrió por el frontispicio del Nuevo Testamento, que ponía: «Nuevo
Testamento […] REVISIÓN […]»
Casi diez años antes, a la comunidad de oración Emmanuel se nos dijo
que participaríamos en la reescritura de las Sagradas Escrituras. Como éramos
ortodoxos y conservadores, supusimos que los miembros de Emmanuel
pasaríamos por una versión moderna de la experiencia del Dios vivo, como
los primeros cristianos, y que algún día tendríamos que dar testimonio de
nuestra fe. Pero ahora se me presentaba una manera completamente nueva de
comprender esa profecía. Recuerdo que pensé, mirando la página de mi
Biblia: «Señor, ¿quieres decir que precisamos una revisión de este Nuevo
Testamento?». La mera idea me asustaba; parecía descaradamente
presuntuosa.
Cerré la Biblia y recé pidiendo una aclaración. Pregunté: «¿De qué forma
hay que revisar el Nuevo Testamento?». Entonces volví a abrir la Biblia y
esta vez se abrió por una página del Libro Segundo de los Reyes. Observé con
alivio que no se trataba de un pasaje del Nuevo Testamento. ¿Qué podía tener
que ver? Entonces leí una línea de la columna superior derecha, a la que
parecía estar señalando mi pulgar: «Devuélveme a mi esposa, con quien me
he desposado […]»
De pronto empecé a caer en la cuenta de la importancia de esta línea. En
el libro de los Reyes, este pasaje quedaba totalmente fuera de contexto. El rey
David exigía el regreso de su esposa, Mical, hija de Saúl. Pero en función de
la pregunta que había formulado yo, la línea parecía la respuesta que Cristo
me daba en ese momento. Me quedé helada. Lo que menos me esperaba era la
confirmación de este matrimonio. Sin embargo, no debía haber ninguna otra

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página en toda mi Biblia (y tenía mil quinientas) en la que apareciera impresa
esta orden tan dolorosamente significativa.
Sin embargo, fui cautelosa y no quise aceptar la evidencia que tenía ante
mis ojos. Volvía a rezar para recibir la iluminación, ortodoxa hasta el fin:
«Señor, ya sé que tienes una novia, la Iglesia. ¿Es ésa la esposa que quieres
que restaure?». Volví a abrir la Biblia, cada vez con más osadía. Mi pulgar
marcaba en la página que tenía delante, el texto de los Gálatas 4, 22-24:

«Pues está escrito que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y
otro de la mujer libre. Pero el de la esclava nació según la naturaleza; el
de la libre, en virtud de la Promesa. Hay en ello una alegoría».

Las púas de la verdad me recorrieron la columna. Estaba convencida de


que la «alegoría» que se menciona en el pasaje de los Gálatas se refería a
Jesús y que el texto de las Escrituras que me había sido dado afirmaba que
tenía dos hijos: uno, la Iglesia, «en virtud de la Promesa», y el otro, «por la
carne».
Uno de los adagios que han regido mi vida es que Dios es una sorpresa.
Cuando Dios parece decir algo que uno no esperaba oír jamás, seguro que es
importante. Por lo menos, uno no puede pasarlo por alto, esperando que pase.
Decidí aceptar lo que me habían mostrado las páginas de mi Biblia, por
absurdo que pareciera, por lo menos hasta que llegara el momento en que
pudiera demostrar que era falso.
Me temblaban las manos cuando, minutos después, marcaba el número de
teléfono de Mary. Le conté toda la historia de las preguntas que había
formulado y los textos de la Biblia que había encontrado por casualidad, junto
con el mensaje que había entendido. Estoy segura de que lo que le dije no la
hizo feliz. Sugirió que tal vez había que aplicar la información a mi trabajo
interior en lugar de a toda la Iglesia, que a lo mejor había que restaurar mi
Novia interior. Me advirtió que, si no encontraba la forma de resolver esta
cuestión, al final acabaría por salir a la luz. Ella sabía mucho más que yo
sobre la obra de Carl Jung y sobre espiritualidad y psicología, de modo que
traté de aceptar su interpretación. Negó categóricamente que el mensaje que
yo había recibido correspondiera a toda la Iglesia, pero aceptó rezar al
respecto. Corté la comunicación.
Dos días después, recibí una llamada de Mary. Había tenido problemas de
fontanería desde que su familia se trasladó a Virginia, a principios de
diciembre. Sin que estuviera claro el motivo, el váter del cuarto de baño

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principal tenía una fuga alrededor de la base. Su marido había vuelto a tapar
las junturas y habían probado todo lo que se les ocurrió, pero la fuga persistía.
Al final llamaron a un fontanero, que quedó igual de desconcertado y pasó
un buen rato examinando con cuidado la instalación del váter hasta que
descubrió una pequeña grieta en la base misma de la taza. Retiró la taza
fracturada e instaló otra nueva, de la misma marca y modelo. A todos les
pareció que el problema había quedado resuelto. Sin embargo, a la mañana
siguiente, Mary descubrió que el pequeño escape seguía allí. No se lo podía
creer. Se arrodilló para examinar la base de la taza y, cómo no, encontró otra
vez una pequeña grieta semejante a la que tenía la primera taza. Al mismo
tiempo, prestó atención al nombre del fabricante, una sola palabra impresa en
el interior de la taza: «Church» (Iglesia).
No supe si reírme… o llorar. Ahora las dos estábamos totalmente seguras
de que la grieta en la base de la Iglesia Católica era lo femenino perdido, la
Novia.
A la estatua de Jesús hecha añicos que Jan y su esposo pegaron en West
Point en 1973 le faltaba una pieza de la base. El cohete propulsor derecho del
transbordador Challenger también tenía un fallo crítico y fatal. Nos dimos
cuenta de que todos estos acontecimientos, aparentemente desconectados,
tenían un mensaje en común: faltaba algo, algo que, desde el principio, había
impedido que la Iglesia reflejara y radiara paz y santidad por todo el mundo,
algo que amenazaba con hacer estallar toda la institución, algo que le impedía
retener el agua.
Varias veces se me había demostrado, a mí y a otros, que la pieza que
faltaba era el principio de lo femenino perdido en el cristianismo, una
institución que ha honrado el espíritu y el intelecto de la humanidad y que, al
mismo tiempo, ha desdeñado y repudiado la carne, el sagrado recipiente del
espíritu. El recipiente desdeñado se ha convertido en una cisterna agrietada.
La Iglesia se ha edificado sobre un defecto trágico en su misma base: la Novia
negada. No me extraña que las estatuas de la Virgen derramen lágrimas en los
santuarios del mundo entero. ¡Si hasta las piedras lloran!
Al tratar esta cuestión, poco a poco comencé a darme cuenta de que a las
mujeres, incluida yo, se nos ha negado nuestra verdadera herencia. Nuestras
maneras de ser, de conocer, de relacionarnos, han sido objeto de burla durante
milenios, se han repudiado nuestros consejos, rechazado nuestros regalos,
frustrado nuestros sueños.
Tal vez la mejor representación de este principio femenino desdeñado de
la «Sabiduría/sophia» sea la imagen de la Virgen Negra de Czestochowa, a la

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cual se consagró oficialmente la comunidad Emmanuel el 29 de mayo de
1979. En ese momento, no comprendíamos su imagen morena inescrutable,
aunque sabíamos que nos llamaba y habíamos rezado pidiendo su apoyo y su
protección. Lo que más me obsesionaba eran sus ojos.
En nuestro retiro de consagración, Faye, uno de los miembros más
antiguos de la comunidad Emmanuel, nos trajo un versículo del Cantar de los
Cantares: «Ponme cual sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo».
Ante su serena insistencia, escribimos este versículo en la oración de
consagración de nuestra comunidad, aunque en ese momento no nos dimos
cuenta de que esta línea del Cantar de los Cantares antes formaba parte de la
liturgia oficial, pero no de la festividad mariana de la Virgen María, sino de la
festividad de santa María Magdalena. Había tantas cosas que no sabíamos en
1979, cuando asumimos el compromiso específico de rezar por la purificación
y la curación de la Iglesia Católica y sus sacerdotes. Pero ahora estábamos en
el mes de febrero de 1986, habían pasado siete años, y habíamos sido testigos
de la señal de la montaña y de la explosión del Challenger.
Desde el día en que Mary y yo nos dimos cuenta cabalmente de que en la
base de la Iglesia había un error fatal, me sentí impelida a investigar la tesis
del libro Holy Blood, Holy Grail desde todos los ángulos posibles. Sentí que
algo me llamaba, algo que parecía una réplica de detalles que ya conocía pero
que no recordaba del todo.
Así que, siguiendo mi intuición, emprendí la solemne búsqueda de la
verdad con respecto al Santo Grial. Saqué libros de la biblioteca, haciendo
pedidos especiales de préstamo entre bibliotecas e investigando las
bibliografías en busca de lecturas recomendadas. Me fueron de gran utilidad
mis estudios académicos en literatura y las herramientas de investigación que
me brindaron. A menudo estudiaba hasta la madrugada. Seguía siendo el ama
de casa para mi marido y mis cinco hijos, cumpliendo mis obligaciones de
esposa de militar y madre, pero ahora, además, tenía otra misión que hacía
brotar en mi interior una pasión ardiente. Quería conocer la verdad acerca del
matrimonio de Jesús con María Magdalena.
Como básicamente estoy orientada hacia la razón, me dediqué a
comprobar lo que me habían revelado mi fe y mi intuición. La revelación
directa había confirmado la tesis «herética» que quería negar, pero no estaba
dispuesta a creerla sin examinar antes todas las fuentes que tuviera a mi
alcance; no podía limitarme a aceptar la intuición y la inspiración por sí solas
sin confirmarlas mediante una investigación de los datos disponibles. Era
evidente que la «herejía del Grial», según la cual Jesús había estado casado y

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María Magdalena había llegado a la Galia con un hijo suyo, existía y había
existido en Europa durante mucho tiempo. Mi pregunta era: «¿Por qué? ¿Cuál
era la esencia de esta herejía, y por qué tuvo tanta importancia en la Edad
Media?». Mi primer deseo había sido desacreditar los principios de la herejía
del Grial. Pero percibí que, cuando hay mucho humo, suele haber fuego.
Investigando la cuestión, enseguida descubrí que las pruebas de la
creencia en el matrimonio de Jesús estaban mucho más difundidas de lo que
me hubiera imaginado. Examiné obras de arte y literatura medievales, las
primeras leyendas del Grial, los rituales de la francmasonería, mitos y
símbolos. Rebusqué en bibliotecas y solicité numerosos volúmenes poco
conocidos, y leí todo lo que pudiera tener alguna relación con el tema, por
remota que fuera. Poco a poco se fue haciendo evidente que había una
montaña de pruebas circunstanciales del matrimonio de Jesús, demasiadas
pruebas como para pasar por alto los principios de la herejía medieval del
Grial.
En julio de 1986 nuestra familia se trasladó desde Alexandria, Virginia, al
nuevo destino de mi marido, en Nashville, Tennessee. Un día, poco después
de que la empresa de mudanzas me abandonara en una casa llena de cajas, me
puse a sacar los libros de las cajas para colocarlos en las estanterías. En mis
manos tenía un libro que no había visto desde hacía meses, uno que había
encargado años atrás, siguiendo un impulso, porque lo mencionaba el
esoterista británico John Michell en su obra sobre la Atlántida.
El libro que tenía en las manos era The Lost Language of Symbolism, de
Harold Bayleyd[32]. Me fascinó cuando lo leí en 1976. Entonces lo abrí y
comencé a hojearlo al azar. En casi todas las páginas aparecían dibujos de las
filigranas medievales encontradas en antiguas Biblias europeas publicadas
entre 1280 y 1600.
Las filigranas eran emblemas que se insertaban en el papel mismo,
símbolos religiosos que ponían los fabricantes de papel medievales, y que
sólo eran visibles a contraluz[33]. Pensé que era una forma ingeniosa de
ocultar su fe, sabiendo que la Iglesia alternativa del Santo Grial dependía para
su salvación de la iluminación y el encuentro personal con la verdadera luz de
Cristo, más que de la doctrina y los sacramentos de la Iglesia Católica. Las
imágenes simbólicas de las filigranas, unicornios, cálices, leones, torres y
palmeras, me hablaban literalmente del Grial y de los herejes del sur de
Francia, perseguidos sin piedad por el largo brazo de la Inquisición, a
principios del siglo XIII[34].

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Redescubrir entonces las filigranas fue una gran sincronicidad. De pronto
me di cuenta del motivo por el cual los secretos de la herejía del Grial me
habían estado hablando con tanta intensidad durante tantos meses. Ya los
había encontrado años atrás en este libro casi desconocido de emblemas
medievales; las filigranas de los fabricantes de papel heréticos contenían los
fósiles de su fe. No me extraña que los símbolos del Grial se me presentaran
como viejos amigos que me llamaban desde lo más profundo de mi
subconsciente, porque lo eran.
Cuanto más investigaba las leyendas en tomo al Santo Grial, más me
convencía de su importancia. Por todas partes encontraba la confirmación del
principio básico de la herejía del Santo Grial, que María Magdalena era la
amada de Cristo. A veces me sentía como si mi cabello estuviera en llamas. O
Jesús realmente había estado casado o de lo contrario los «herejes» de la Edad
Media habían hecho un esfuerzo supremo y deliberado para restaurar al
paradigma del cristianismo el principio de lo femenino perdido, porque
sentían la necesidad imperiosa de equilibrar el mito fundamental de su fe.
«¿Cuál de las dos hipótesis sería verdad?».
El simbolismo revelador en la literatura y el arte europeos estaba
ampliamente difundido. De pronto, numerosos enigmas de la cultura europea
cobraron sentido en función de los principios de la herejía del Grial. Y mis
propias sincronicidades lo confirmaron increíble y sistemáticamente. Me vi
atrapada en una búsqueda de dimensiones inconmensurables, corriendo, casi
sin aliento, siguiendo pistas procedentes de una cantidad creciente de fuentes,
tratando de reconstruir otra vez la historia de Magdalena, de restaurar el
mandala del «matrimonio sagrado» que el cristianismo perdió durante
milenios. No tenía vuelta atrás.

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CAPÍTULO VII

LA CAÍDA DE BABILONIA
Cayó, cayó Babilonia, y todas las estatuas de sus dioses
se han estrellado contra el suelo. (Is. 21, 9b)

C
uando nos dimos cuenta de que en la explosión del Challenger y en
la violenta erupción del Mount Saint Helens veíamos imágenes
proféticas del holocausto que iba a sufrir la Iglesia, Mary y yo no nos
pusimos a pensar en el holocausto personal que sufriríamos en nuestra propia
psique. Esto lo aprenderíamos por experiencia directa. Lo que sigue es el
doloroso testimonio personal de la devastación que me produjo la «muerte
súbita» de mi propio sistema de creencias. Mirando el pasado, encuentro
analogías con la práctica de la alquimia medieval, que convierte el plomo en
oro, y me doy cuenta de que esto formó parte de un proceso espiritual, pero en
ese momento fue una espantosa «noche oscura» para mi alma.
Durante un período prolongado, había estado en un crisol, desconcertada
con los descubrimientos que me había revelado mi investigación. Cada vez
estaba más segura de que faltaba algo precioso desde el origen mismo de la
era cristiana. Continué investigando los principios y el legado de los herejes
medievales, incluso leyendo libros de arte que contenían gran cantidad de
información fascinante. Los estudié minuciosamente, buscando símbolos de
la herejía olvidada del Grial. El 6 de diciembre de 1986, mientras curioseaba
entre los libros expuestos sobre el mostrador de ventas de la librería, me
llamó la atención un libro que tenía en la tapa los símbolos evidentes del
Grial: lanzas, cálices y un báculo. Entusiasmada y curiosa, lo cogí. Se llamaba
The Tarot[35], y contenía numerosas ilustraciones de cartas de tarot de
distintos siglos.
Miré la portada interior del libro que tenía en la mano. Era la primera vez
que veía imágenes de cartas del tarot y en diciembre de 1986 sabía tan poco
sobre material esotérico que ni siquiera sabía lo que era el tarot. Pero al
contemplar los bocetos hechos con pluma y tinta de la baraja de Carlos VI,

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una de las primeras barajas conocidas, impresas en las primeras páginas del
libro, me recorrieron la columna las púas del reconocimiento. No sabía nada
sobre las cartas del tarot, pero sabía mucho sobre la Iglesia del Santo Grial y
supe sin duda que el tarot era el catecismo visual de la herejía de los
albigenses del Santo Grial[36].
Ahora recuerdo haber leído en alguna parte, probablemente en la otra obra
importante de Harold Bayley, titulada New Lights on the Renaissance, que en
la Edad Media se acusó a los grupos itinerantes de juglares y artistas de
difundir la herejía albigense. Y ahora tenía ante mis ojos una prueba de esta
teoría: ¡las cartas del tarot! Más adelante supe que, en francés antiguo, la
palabra trompe quiere decir «trompeta» y me di cuenta de que estas trompes
fueron para mí como las trompetas de Josué, que derribaron las murallas de
Jericó. La trompa o el cuerno eran símbolos medievales de la predicación
herética que, al igual que la trompa del héroe épico francés Rolando, podía
partir las piedras, y la piedra que habría de romper la trompa simbólica de la
herejía sería, naturalmente, la piedra de Pedro, la Iglesia de Roma. «Al
tañerse el cuerno, escuchad», se ordena en Isaías 18, 3b. Con sólo mirar estas
imágenes, ya podía oír el tañido de las trompetas.
La primera carta que me llamó la atención fue el ermitaño. Recuerdo que
la primera vez que vi esta carta, sin saber que se llamaba «el ermitaño», me
pregunté qué estaría haciendo allí Pedro el ermitaño. Mi intuición me dijo que
la carta representaba a Pedro, el monje que se trasladó de pueblo en pueblo,
durante las últimas décadas del siglo XI, para avivar el entusiasmo por las
cruzadas que pretendían recuperar Jerusalén de los sarracenos. El ermitaño de
la ilustración no llevaba un farol en la mano, como sugiere el texto del libro,
sino un reloj de arena. El mensaje de Pedro a los pueblos de la cristiandad era
apremiante: «Ha llegado la hora». Había pasado todo un milenio desde que
las legiones romanas destruyeron Jerusalén. Ya era hora de reclamar la
Ciudad Santa.
Sin embargo, el reloj de arena que tenía el ermitaño en la mano no era la
prueba definitiva de su identidad. Durante años había jugado con mis hijos a
encontrar las diferencias, y estaba acostumbrada a encontrar artículos ocultos
en las ilustraciones. La clave estaba en la gran formación rocosa que había del
lado derecho de la carta, porque el nombre de Pedro, como saben todos los
niños cristianos, significa «piedra».
Otra de las cartas de los arcanos mayores de la baraja de Carlos VI que me
sorprendió ese día representaba a un caballero que portaba un hacha de
guerra; aunque supuestamente regresaba con el botín de guerra, el medio de

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transporte se parecía mucho a un tabernáculo, o a una carroza fúnebre
cubierta con una tela. El caballero tenía un pie sobre un emblema decorativo
que tenía la forma de una «I» mayúscula, y junto a ella aparecía un emblema
curvo que formaba la letra «C». Juntando las dos letras, «IC», son las iniciales
en latín de «Iesu Christi».
No sabía que esta carta se llamaba «el carro». Era evidente que
representaba a un templario que regresaba con su botín de guerra de las
cruzadas en Jerusalén. Los Caballeros del Templo de Salomón eran una orden
militar fundada en Jerusalén durante los primeros años del siglo XII, durante la
ocupación de la ciudad santa por caballeros cristianos. Se rumorea que los
caballeros-clérigos de esta orden volvieron con importantes tesoros extraídos
de las ruinas del templo de Salomón en Jerusalén; se supone que este tesoro
incluía secretos relacionados con Jesús que podían destruir la credibilidad de
la Iglesia de Roma.
Dicen en Europa que los caballeros del Temple encontraron la tumba de
Jesús y regresaron a Francia con un osario con sus huesos, de donde procede
el conocido símbolo de la calavera y los huesos cruzados. Por supuesto, si
bien aparentemente esto era lo que creían los caballeros templarios
medievales, para la Iglesia Católica hubiese sido anatema, porque niega la
doctrina de la ascensión física de Cristo al cielo, uno de los principios
significativos de la fe católica.
Yo ya sospechaba que el botín secreto de los templarios debía ser el
contenido de los archivos hallados bajo las ruinas del templo de Jerusalén,
que tal vez incluyeran importante documentación relacionada con la primera
generación de la comunidad cristiana, documentos auténticos que se habrían
enterrado antes de la destrucción del templo, en el año 70. Observando esta
carta, intuí que el tesoro secreto no se limitaba a objetos preciosos de oro,
sino que era mucho más significativo y amenazador que las meras riquezas:
se refería a las doctrinas de la plena humanidad de Jesucristo y a las primeras
versiones de la historia cristiana.
Hubo otra carta del tarot que atrajo mi atención el día que la encontré por
primera vez: la número doce, «el colgado». Desde luego, yo todavía no sabía
cómo se llamaba porque no había leído la explicación de las cartas que daba
el autor. Aún no conocía el nombre de ninguna de las cartas del tarot ni lo que
significaban. Pero como había investigado con detenimiento la herejía del
Grial, me di cuenta de que esas cartas, que formaban la baraja de Carlos VI,
constituían su catecismo. Al mirar al hombre colgado por un pie de una rama

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transversal, sujeta por dos bastones toscos, supe sin palabras que representaba
al «templario torturado».
Pocas semanas antes había visto una pintura que representaba la escena de
la tortura de los caballeros templarios. El texto del libro en el cual aparecía la
ilustración insinuaba torturas atroces, incluso de índole sexual, a las cuales la
inquisición sometía a los templarios con el fin de arrebatarles su tesoro. Yo ya
sabía que la pierna, el muslo o el pie es el eufemismo universal del falo, en
arte y literatura.
En el tema del «rey herido», éste se suele representar cojo o tullido, en
referencia críptica a su impotencia, más que a una herida real en la pierna. En
todos los mitos antiguos, incluida la historia del rey David, la potencia sexual
es un atributo necesario de la realeza, ya que asegura la fertilidad y el
bienestar del reino. Cuando el rey deja de ser capaz de regenerarse, el pueblo
enferma y queda desolado; la tierra se vuelve yerma y las flores y los árboles
dejan de florecer. En el territorio del rey herido de la leyenda del Grial se
pasan las mismas penurias precisamente porque éste se ha perdido.
En la carta del tarot, la otra pierna del colgado está flexionada y la túnica
cae formando una flor de lis, el símbolo del linaje merovingio que se supone
que desciende del hijo de Jesús y María Magdalena. Dicen que el rey francés
Luis XI, que reinó entre 1463 y 1481, afirmaba que descendía de María
Magdalena. Puede que este linaje sea el origen de la expresión «tener sangre
azul», ya que lo azul es «celestial» y denota divinidad.
El «templario torturado» de las cartas del tarot se representa con una bolsa
de dinero en cada mano. Es el custodio del tesoro secreto de los templarios
que jamás se divulgó a la inquisición. El secreto de los templarios tenía un
valor esotérico, y es muy probable que estuviera más vinculado con las
genealogías de los merovingios y las verdaderas doctrinas de los primeros
cristianos que con los bienes materiales de la orden, liquidados por decreto en
1307[37]
Otras cartas contenían más símbolos de la herejía. Los cupidos que
aparecen en la carta llamada «los amantes», la número VI, presentan una «X»
roja sobre el pecho, un símbolo esotérico que se usaba para identificar a la
«Iglesia de Amor», la iglesia cristiana alternativa de la Europa medieval. La
naturaleza alternativa de esta otra iglesia es inherente a su nombre, ya que
«Amor» es «Roma» al revés. Uniendo los símbolos arquetípicos de lo
masculino y lo femenino, A y V, se forma la letra «X». Es la misma marca
que, según se menciona en las traducciones de Ezequiel 9, 4, al latín, se usaba
para marcar la frente de los iluminados que lloran por Jerusalén: «Pasa por la

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ciudad, por Jerusalén, y marca una cruz en la frente de los hombres que gimen
y lloran por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella».
Según explica Harold Bayley en The Lost Language of Symbolism, la cruz o
la letra «X» era el símbolo que usaban los herejes medievales para representar
la «lux» o la «iluminación». Todas las letras griegas que representan la
palabra latina lux, A, V y X, estaban presenten en el símbolo que se resume
en la letra «X[38]».
La herejía del Grial, según Michael Baigent y los dos amigos que
escribieron con él Holy Blood, Holy Grail, incluía la convicción de que la
línea de sangre de Jesús seguía circulando por las venas de ciertas familias
europeas que salvaguardaron su genealogía a lo largo de los siglos. Se
llamaban a sí mismos «la vid», en referencia a su ascendencia davídica. En la
Biblia hebrea, el profeta Isaías se refiere a la casa de Israel como la «viña» del
Señor y manifiesta que «los hombres de Judá son su plantío exquisito» (Is. 5,
7). Aparentemente, estas familias también tendrían parentesco de
consanguinidad con los reyes merovingios.
De modo que esta carta de la baraja del tarot de Carlos VI bien podría
haberse llamado «la viña». Las parejas aparecen en procesión, lo que sugiere
su linaje. La mujer del centro lleva un tocado con una gran letra «M» azul,
con forma de corazón, de María, tal vez, o quizá de merovingio, la «viña de
María». El motivo de la viña aparece en repetidas ocasiones en el fondo de
cada una de las cartas existentes en la baraja de Carlos VI, con lo cual se
sigue haciendo referencia a su mensaje oculto.
De pie todavía ante el mostrador de la tienda, fascinada por el libro que
tenía en la mano, observé con cuidado cada una de las cartas que se
ilustraban, fijándome en que todas encajaban en la herejía. Allí estaba la
inquisición, el gigantesco ogro matón del mundo medieval, que trataba de
esclavizar la mente y el espíritu de las personas con su enorme cadena. Más
tarde supe que la carta número XV se suele llamar «el diablo»; sin embargo, es
evidente que la figura obscena de esta carta representa el principio del poder
masculino desenfrenado, que se ha vuelto loco, esclavizando a la comunidad
humana. Es probable que las enormes orejas de esta figura espantosa
representen a los espías ubicuos de la Inquisición, ansiosos por captar el más
mínimo susurro de herejía. Ningún librepensador estuvo a salvo durante
seiscientos años de historia europea. Pensé en los miles de personas
encarceladas a causa de su fe y en las que murieron en la hoguera. A lo largo
de la historia occidental perdura el eco: «Lo que ates en la tierra quedará
atado en los cielos». ¡Menudo legado!

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Otra carta que está relacionada con la herejía de forma indiscutible es la
número VIII, «la fuerza». La mujer que personifica esta virtud sujeta la
columna izquierda quebrada del templo, en referencia evidente a la línea de
sangre davídica, desheredada y rota como el mismo templo. Boaz, esposo de
la viuda Ruth, era el bisabuelo del rey David, y la columna izquierda del
templo se llamaba Boaz en hebreo (1 Re 7, 21).
La francmasonería, una rama de los caballeros templarios, todavía
conserva en sus rituales el lamento por los «hijos de la viuda», epíteto que
hace referencia a la línea de la sangre real de David, cuya dinastía había que
imponer «por la fuerza». El rey tullido de las leyendas del Grial se llama
«Anfortas», una corrupción disimulada del latín in fortis, que también
significa «por la fuerza». La asociación de esta carta de la columna rota con la
línea de la sangre de David y el rey herido del Grial no es casual.
Y la carta del tarot llamada «la torre» resulta particularmente patética,
teniendo en cuenta la supresión histórica de la familia del Grial. Detrás de la
imagen de la torre atacada, estaba el lamento de los herederos reales de
David, la «viña» de Judá, como se expresa en el Salmo 89, una impresionante
letanía de las promesas incumplidas de Dios a la casa de David: «Pero tú has
rechazado y despreciado contra tu ungido […]; has desechado la alianza […],
has profanado por tierra su diadema. Has hecho brecha en todos sus vallados,
sus plazas fuertes en ruina has convertido» (Sal 89, 39-41).
Después de la destrucción de las fortalezas cátaras y las de la orden de los
caballeros del Temple, las familias nobles del Languedoc debieron quedar
muy desesperadas, preguntándose por qué no se habrían cumplido las
gloriosas promesas de Dios sobre la restauración de la Ciudad Santa y el
linaje real de David. Son los herederos de Magdalena, tanto de su línea de
sangre como de su Iglesia de Amor, los despreciados, cuyas plazas fuertes
están en ruinas. He recorrido las rocas desmoronadas de sus fortalezas
medievales, colgadas de pináculos, al sudoeste de Francia, como Montsegur,
Peyrepertuse y Queribus, que dan testimonio silencioso de las tácticas
despiadadas de los aliados victoriosos: el monarca francés y el papa. El
poderoso eco de la «Magdala», la «atalaya/fortaleza», se repite también en
esta decimosexta carta del tarot.
Al cabo de unos cuantos minutos de estudiar las ilustraciones de las
cartas, pasé a las páginas del texto del libro que tenía entre manos. El autor
sugería que, a pesar de que las cartas fueron censuradas por la jerarquía de la
Iglesia Católica por considerarlas heréticas, aparentemente nadie tenía la

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menor idea de los principios de fe que difundían. Siguen siendo un enigma en
forma de arte.
Entusiasmada por mi descubrimiento «casual» de estas cartas, escribí un
artículo explicando el simbolismo que había encontrado en las cartas del tarot.
Llamé a un profesor de arte de la Universidad Vanderbilt y le expliqué
brevemente que las cartas del tarot medieval eran el catecismo de la herejía
del Santo Grial y me ofrecí a darle una copia de mi escrito. Concertamos una
entrevista para el día siguiente, fui a verle y le dejé mi artículo. Regresé a casa
muy excitada con mi descubrimiento y con mi conversación con el profesor.
Al llegar a casa, me serví una taza de café de la cafetera automática.
Había estado hirviendo varias horas durante mi ausencia y tenía la
consistencia del jarabe concentrado, pero ni me di cuenta, tan absorta estaba
en el secreto del tarot que acababa de descubrir. Volví a mirar la primera
carta, «el loco», de una de las barajas primitivas que aparecían en el libro.
Había una calavera en el suelo, agujereada. Me pregunté qué tendría que ver
esa cabeza perforada. Y de pronto me di cuenta: representaba la cabeza de
Jesús, llena de espinas. Tal vez representara el cráneo que, según los rumores,
los caballeros del Temple habían llevado a Europa.
Me empecé a sentir mal, físicamente. ¿Y si toda la estructura de la
doctrina cristiana fuera una casa de naipes? Me horroricé. De pronto caí en la
cuenta de que mis descubrimientos tenían graves implicaciones para la Iglesia
y me recorrió un sudor frío. Tal vez viniera a darme caza el ogro de la Edad
Media, la inquisición, quizá bajo una apariencia moderna. Era una hereje,
igual que los que fueron torturados y quemados vivos en la Edad Media.
Pero la herejía y la verdad no se excluyen mutuamente. La herejía no es
más que una creencia que diverge de las doctrinas del magisterio de la Iglesia
de Roma. Pero tenía tan arraigada mi lealtad hacia el patriarcado que
empezaron a aterrorizarme las consecuencias de mi hallazgo. Sabía que había
descubierto el error trágico del cristianismo. El fuerte molde patriarcal según
el cual estaba hecha, la «fe de nuestros padres», siempre había insistido en
que cuestionar los principios de la Iglesia era una afrenta deliberada a Dios.
Romper el molde de los patriarcas era una tarea monolítica. En mi
imaginación, vi al héroe ciego, Sansón, destruyendo el templo de los filisteos
y me estremecí de temor.
¿Y si el largo brazo de la Iglesia Católica decidía aplastarme, como había
hecho con otros anteriormente? Me pregunté qué sería de mis hijos. Había
oído relatos de tácticas policiales detrás de la cortina de hierro, y en otros
sitios. Muchos de mis amigos militares destinados a países extranjeros tenían

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que inspeccionar sus viviendas y sus vehículos varias veces por día en busca
de artefactos explosivos. Ahora mis temores me parecen irracionales, pero en
ese momento eran muy reales.
Mientras mi marido estaba ausente en viaje de negocios, esa semana,
nuestros dos hijos menores se hicieron daño jugando al fútbol y los dos
cojeaban: uno tenía contusiones en el muslo y el otro se había lastimado la
rodilla. Mirándolos, recordé al rey herido de las leyendas del Grial. La frase
«entierra mi corazón en Wounded Knee[39]» me atravesó como una corriente
eléctrica. Busqué en la enciclopedia «Wounded Knee» y me enteré de que la
caballería estadounidense perpetró allí una masacre de indios sioux. Estaba
consternada. La herencia militar de la cual había sido una hija orgullosa y fiel
había participado, sin ninguna duda, en una ignominiosa matanza de indios
americanos durante esa campaña. Me pregunté qué otras sorpresas
desagradables encontraría si me seguía cuestionando. Todo lo que antes había
considerado sagrado, al final resultaba que contenía errores.
Ya era 12 de diciembre, festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, la
Virgen morena de las rosas rojas. Estaba profundamente dormida cuando de
pronto, a las 2:35, me despertó la alarma de mi radio-reloj. Yo no la había
conectado y ahora, en mitad de la noche, inesperadamente, se ponía a cantar a
voz en grito una canción que no había escuchado jamás y cuya letra me llegó
al corazón: «entierra mi corazón en esa vieja ciudad, sólo entierra mi corazón
en esa vieja ciudad».
Pensé que tal vez Jesús estuviera tratando de llamarme la atención,
implorándome que enterrase su corazón herido en la «vieja ciudad», la ciudad
de «Wounded Knee», que simbolizaba la masculinidad herida, para que
pudiera comenzar una nueva era de equilibrio e integridad. Nuestra
comunidad Emmanuel había recibido una comunicación específica, años
antes, de que nosotros, como la mujer con el frasco de alabastro, ungiríamos
el cuerpo de Jesús para su entierro. Yo no entendía por qué había que enterrar
a Jesús, aunque ahora creía que ése era su deseo. Él era el rey sacrificado, ¿no
es cierto? Para que pudiera resucitar, primero había que enterrarlo.
En mi confusión, traté de comprender los fragmentos de la historia que
estaba intentando reunir. El corazón de Dios estaba herido, atravesado como
el costado de Jesús por «Longinos», la larga lanza del centurión romano. Mi
suplicio personal era intenso. Me sacudía y daba vueltas en la cama, incapaz
de dormir, mis pensamientos se perseguían entre sí, en círculos. Quería
ayudar a curar «el corazón herido de Dios», pero no sabía cómo. Todavía no

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comprendía del todo la imagen de la «rodilla herida», la herida dolorosa y
masculina del rey solitario, como consecuencia de la pérdida de su pareja.
El 21 de diciembre, mientras le quitaba el polvo a la habitación de mis
hijos, acabé hojeando el Atlas dorado de la Biblia, y allí encontré una
ilustración de un hexagrama, con una paloma cerniéndose sobre él. El texto
indicaba que el símbolo aparecía labrado en el suelo de lajas de la Fortaleza
Antonio, donde se supone que Jesús fue azotado y atormentado por los
soldados romanos, que primero lo vistieron de púrpura y después lo
coronaron de espinas.
Ya me habían enseñado el matrimonio sagrado de los triángulos del fuego
y el agua, lo masculino y lo femenino, el símbolo arquetípico de la unión
armoniosa de los contrarios. Pero hasta ese día no me había hecho una imagen
visual de la totalidad, la estrella de seis puntas, con la paloma que representa
la presencia de Dios que se cierne sobre el cosmos que ha creado. Mi amiga
Ann me dijo en una ocasión que, cuando muere la vieja era, ya está presente
la señal de la nueva era. No entendí lo que quiso decir hasta ese momento,
mientras contemplaba la $ en el atlas de la Biblia de mis hijos. Ahora sabía
que el signo de la nueva era del tiempo de Cristo tendría el símbolo del
matrimonio sagrado. Se había perdido o había sido mal interpretado durante
todo este tiempo, pero ya era hora de recuperarlo, porque era el símbolo de la
paz y la armonía, además de la sagrada unión. Se habían desperdiciado dos
mil años.
De pronto comprendí por qué los cátaros se habían negado con tanta
firmeza a honrar la cruz: tenían muy claro que era un instrumento de tortura.
Los discípulos de Jung siempre han dicho que el símbolo de la cruz estaba
desequilibrado: la barra vertical, «masculina», es más larga que la horizontal,
«femenina». La cruz es la representación visual del cristianismo ortodoxo
que, expresado en términos de Jung, valora más el logos/la razón que el
eros/la relación. A mí me parecía que la cruz era la representación visual del
desequilibrio cultural entre lo masculino y lo femenino y, por lo tanto, un
símbolo del sufrimiento.
Esa noche, cuando mi marido regresó de su viaje, intenté explicarle lo que
había percibido. Le conté que el hexagrama con la paloma encima era el
símbolo que representaba las fuerzas armoniosas y equilibradas del cosmos.
La ✡ era un modelo de plenitud y unión, y la paloma representaba al Espíritu
Santo, posado encima, con la curación en sus alas desplegadas. Quería
escribirle al papa para explicarle la importancia de la «unión sagrada» y el

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símbolo de unión del hieros gamous. El símbolo inherente a los Evangelios
era la ✡ en lugar de la ✞.
Mi marido estaba francamente horrorizado. Toda la semana le venía
hablando del peligro que corría nuestra familia, por explosivos y otros males
imaginarios, y ahora saltaba con esta revelación sobre la sustitución de la cruz
por el hexagrama. Era demasiado extraño para él. Desde cualquier punto de
vista racional, me estaba descontrolando.
Los sólidos muros de granito de mi baluarte interior se desmoronaban. De
pronto había llegado la noche oscura. ¡Alguien había mentido! El «reino» no
vendría; estaba construido sobre un error inmenso y fatal. Dios estaba herido.
Se había perdido el Grial, se había negado a Eros. A la mujer apasionada, la
amada, la habían llamado prostituta en lugar de novia. El corazón de Dios
sangraba, atravesado por la lanza del centurión, Longinos.
Lanza sangrante, copa sangrante; lo masculino herido, lo femenino herido;
sangre santa, santo grial… Al final, los símbolos acabaron por abrumarme.
Estaba en plena crisis nerviosa.

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CAPÍTULO VIII

UN INFIERNO ANGUSTIOSO
Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos,
no te anegarán. Si andas por el fuego […]
la llama no prenderá en ti. (Is. 43, 2)

R
elatar este episodio me resulta muy doloroso, pero forma parte de mi
viaje y tiene que aparecer en mi relato. La mayoría de las personas
que ingresan en un psiquiátrico no se recuperaran nunca
completamente. A muchas les administran sedantes para que estén «a salvo»
y no causen más problemas a sus familias. O les dan diversos fármacos que
les alteran el comportamiento, eliminan sus altibajos y les cambian la
personalidad.
Nunca leí un relato específico sobre lo que le pasa por la cabeza a una
persona cuando sufre una crisis nerviosa, ni sobre las emociones intensas y
caóticas que experimenta. De estas cosas no se habla. La gente prefiere hacer
como si no les pasara nada, porque el estigma de la enfermedad mental es
muy fuerte. Algunas familias se sienten tan desoladas y avergonzadas que ni
siquiera van a visitar al miembro de la familia que está hospitalizado con un
trastorno mental. Se encuentran en un estado de negación.
La tarde del 22 de diciembre, mi marido me llevó al hospital para que me
hicieran una evaluación. Yo estaba totalmente destrozada, confundida y
asustada. Lo que más me aterrorizaba era la situación de mis hijos durante mi
ausencia. ¿Quién se haría cargo de los cuatro más pequeños que todavía
estaban en casa, teniendo en cuenta que mi esposo se iba de la ciudad tan a
menudo, por sus ocupaciones? Michael sólo tenía seis años y Edward, ocho.
Kate estaba en sexto curso y Meg, en noveno. Dodd, que siempre había sido
mi fuerte brazo derecho, se había marchado en junio y estaba en primer año
en West Point. En ese momento estaba en casa de permiso para pasar las
vacaciones de Navidad. Eran conscientes de que algo malo me pasaba. Mi
manera de conducir se había visto afectada por mi estado mental, y me

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resultaba cada vez más difícil tener la comida lista a la hora, o incluso
expresar pensamientos coherentes. Mi desesperación por ellos me ponía más
frenética todavía.
Diez años después, al recordar lo que me ocurrió durante las semanas de
adviento de 1986, me doy cuenta de que en realidad sufrí una crisis espiritual.
Aunque ahora sé que fue una forma de acortar camino hacia mi toma de
conciencia, eso no mitiga el dolor que le produje a mi familia en ese
momento. La cruda realidad fue angustiosa para todos. Pero mi marido tenía
la esperanza de que tal vez la medicina moderna pudiera hacer algo por mí.
Me ayudó a preparar un bolso y me llevó al hospital.
Las coincidencias que se produjeron durante mi estancia en el hospital
rozan lo estrambótico. Para alguien en un estado tan angustioso como el mío,
fueron atroces, pero tal vez por ese preciso motivo las recuerdo con exactitud.
Durante tan dura prueba, siempre tuve la sensación de que algún poder
malévolo quería desacreditarme como testigo o, peor aún, recluirme de por
vida en un psiquiátrico. Asumí el compromiso consciente de no dejar que el
temor me sumiera en los abismos de la locura.
La tradición asegura que Jesús acudió como una víctima dócil al sacrificio
que le preparó el «orden establecido», el gobierno de Roma y los sacerdotes
judíos que colaboraban con él. Tal vez por no estar dispuesta a ser una
víctima dócil, una ofrenda propiciatoria conducida al sacrificio, fracasé en
alguna prueba final. Sin embargo, recuerdo que tomé conscientemente la
decisión de sobrevivir y de regresar al reino de la razón y la cordura. No
sucumbiría a la voz ronca que oía dentro de mi cabeza, una voz profunda y
áspera que me ordenaba con severidad que hiciera cosas extrañas, como
llamar una ambulancia a medianoche, o levantarme a las tres de la mañana
para darme una ducha fría. Resistí los dictados irracionales de esta voz tanto
como pude. De forma consciente y deliberada, me negué a obedecer sus
órdenes bruscas, me negué a colaborar. No le daría a esta voz autoritaria
poder sobre mí. Conscientemente, elegí la libertad.
Por un período que me pareció interminable, aguardé en la sala de espera
de la clínica psiquiátrica, dentro del inmenso hospital. Entonces, el psiquiatra
me hizo pasar a su despacho. En un rincón de la habitación, cerca de la
ventana, había una enorme palmera. Aunque parezca incongruente, clavada
en el tiesto, apoyada contra la planta, había una muleta de madera.
Capté dos cosas. «¿Por qué habría una muleta en el despacho del
psiquiatra, apoyada contra el tallo de una gran palmera plantada en un
tiesto?», me pregunté. Para mí, la muleta era una alusión al novio/rey Jesús,

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herido y tullido, privado de su Novia, y la palmera parecía simbolizar a Israel
y la casa real de David. Recordé que la gente extendía ramas de palmera
delante de Jesús, cuando entró en Jerusalén, y lo llamaba «hijo de David». La
palmera es fénix en griego, como el ave mítica que resurge de las cenizas.
Esta ave también es un símbolo de Cristo.
Me pregunté si el médico lo sabría. ¿Quién habría apoyado la muleta
sobre la palmera? ¿Y por qué? ¿Sería consciente el psiquiatra de estos
símbolos? ¿Estaría jugando a propósito con los arquetipos? ¿O habría otro
poder por encima de todo, que programaba al equipo médico sin que ellos se
dieran cuenta? ¿Sería posible que el médico ni se imaginara que lo estaban
controlando? ¿Acaso la muleta en el tiesto de la palmera no sería más que
parte del atrezo de un drama que se estaba desarrollando?
Todas estas preguntas me pasaron por la cabeza. Tuve miedo. ¿Cómo iba
a encontrar apoyo en este lugar si el «enemigo» ya estaba en su sitio,
aguardándome, preparando la escena para el drama que seguía
desarrollándose en mi cabeza, la batalla por mi mente y mi alma?
Colgada de una percha, en la puerta del despacho del médico, había una
chaqueta blanca de corderillo. «El cordero del sacrificio —pensé—. El
mártir». Reconocí la chaqueta enseguida. Yo tenía una igual y me la había
puesto durante años, sin darme cuenta, sin reparar en su significado
simbólico; simplemente era una chaqueta peluda y calentita. Pero ¿qué
pintaba una chaqueta exactamente igual a la mía, colgada de una percha en la
consulta de un médico? Era un médico militar y para trabajar llevaba un
uniforme verde oscuro. ¿Qué uso le daría a una chaqueta peluda, de
corderillo, como la mía? Quizá formaba parte del atrezo. ¿Y qué hacía la
muleta apoyada contra la palmera? Todo parecía tan extraño.
Éstas no eran sólo alucinaciones que me hacían delirar. Los objetos no
eran imaginarios. La única cuestión era qué estarían haciendo en la consulta
del psiquiatra. Varias semanas después, en una visita de control cuando ya me
encontraba mejor, regresé a este despacho y busqué expresamente la muleta y
la chaqueta. La muleta había desaparecido, pero la chaqueta seguía colgada de
la percha, en la puerta. Recordé la historia de la diosa babilonia Inanna y los
tres días que había pasado en el infierno, colgada de un gancho para carne.
Quizá mi descenso a los infiernos se pareciera en cierto modo al suyo.
Ahora me daba cuenta de que, al igual que Perceval, el pobre tonto de las
historias del Grial, no había formulado las preguntas adecuadas en esa
primera entrevista con el médico. Debí preguntarle qué hacían la muleta en la
planta y la chaqueta de corderillo colgada de la percha detrás de la puerta.

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Tendría que haberlo encarado. Pero tuve miedo. No quise contarle toda la
historia de lo que sabía porque me dio miedo su poder para encerrarme para
siempre. De modo que, deliberadamente, di respuestas imprecisas a algunas
de sus preguntas, contándole sólo que había hecho un descubrimiento
importante con las cartas del tarot, que tenía que ver con el arte y la historia, y
que había descubierto una herejía medieval que desacreditaría a la Iglesia.
Como era de esperar, no le interesó.
Después de la primera evaluación que me hizo el psiquiatra, me
ingresaron en el hospital para hacerme un chequeo neurológico completo. El
doctor envió a mi marido a casa, tras prometernos a los dos que me dejaría
marchar al tercer día, por la tarde del día de Nochebuena.
A continuación, se produjeron una serie de incidentes extraños que no me
ayudaron en absoluto a tranquilizar mi agitación ni a mitigar mi profunda
aflicción. Una de las enfermeras de la sala llevaba lápiz de labios anaranjado
en el labio superior y púrpura en el inferior. Resultaba tan extraño que me
resultaba increíble que realmente pretendiera ayudar a unos enfermos
mentales. El dibujo de la pared, cerca de mi cama, era moderno, discordante y
chillón, en negro y tonos fuertes de amarillo. Una enfermera me dio un
albornoz a rayas azul y blanco, igual que el de los demás pacientes de la sala,
sólo que el mío estaba arrugado como si no lo hubiesen planchado jamás y
tenía roto el cordel, así que no se podía atar bien. Era humillante. Me puse mi
propio albornoz negro de veludillo debajo de la prenda ajena, y me sentí
insoportablemente anticuada y sin gracia.
Los demás pacientes recibieron su medicación y se fueron a la cama
alrededor de las diez de la noche. Desde mi ingreso en la sala, me negué a
recibir medicación porque no quería que ésta afectara los resultados de las
pruebas que me estaban haciendo, y el médico estuvo de acuerdo con mi
decisión. Me sentía muy vulnerable, como si estuviera sometida a una
esclavitud ajena y hostil.
Como no me podía dormir, me puse a pasear por los pasillos un rato,
después de que los demás pacientes se fueran a dormir. No se veía a nadie en
la sala, aunque del otro lado de la puerta que ponía «Reservado para el
personal» llegaban luz, risas y el humo del tabaco. A juzgar por la animación
de las voces, el tumo de la noche se lo estaba pasando bien, quizás festejando
la Navidad.
A eso de las once y cuarto, mientras me paseaba sola por los pasillos de la
sala, una de las enfermeras del tumo de la noche salió al pasillo con una bata
larga de encaje blanco. Se quedó muy sorprendida al verme. Comenzó a reírse

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nerviosamente y trató de explicarme: se iba a casar al cabo de pocas semanas
y les estaba enseñando a sus compañeras las mejores piezas de su ajuar. «¿En
el pasillo de una clínica mental mixta? —me pregunté—. ¿En plena noche?
¿Será realmente una futura novia, o estará loca?». Volví a preguntarme si
alguna mano invisible no estaría orquestando toda esta situación
enloquecedora. Sería bueno para una novela: la realidad siempre supera a la
ficción. Regresé a mi habitación y al final caí en un sueño inquieto.
Al recordar mi estancia en el hospital, me doy cuenta de que esos tres
días, del 22 al 24 de diciembre, tienen lugar durante el solsticio de invierno,
cuando el Sol se encuentra en el punto más bajo del año y la oscuridad lo
invade todo como si quisiera apoderarse de todo. En mi vida estuvo a punto
de hacerlo. Después de someterme ardientemente al principio solar
masculino, el hijo/Sol, durante toda mi vida, estaba a punto de sucumbir a
poderosas influencias lunares, desencadenadas por mi crisis nerviosa. Me
faltaban los límites que impone la razón, y ante mí se abría un pozo infinito
de caos primigenio y locura.
Prosiguió la inquietante sucesión de acontecimientos. El día después de
mi llegada al hospital había que hacerme un TAC, de modo que tuvieron que
trasladarme en ambulancia al otro lado de la ciudad, al hospital donde me
harían la prueba. Todavía llevaba la arrugada bata azul y blanca del hospital,
sin cordeles, y aunque estábamos a finales de diciembre y fuera caía agua
nieve, a nadie se le ocurrió ofrecerme un abrigo. Cuando entré en la
ambulancia, vi que la zona para los pasajeros estaba totalmente vacía, con
bancos a los lados, pero sin cinturones de seguridad. Una vez más, me
pregunté si el personal de este hospital no habría perdido la chaveta.
Se notaba que la conductora de la ambulancia estaba angustiada, y parecía
como si hubiese llorado. Estuvimos a punto de chocar dos veces al cruzar la
ciudad, y varios automovilistas airados pegaron bocinazos desde los otros
vehículos. Ella conducía como loca, cambiando de carril sin hacer ninguna
señal y virando bruscamente cuando los automovilistas enfadados hacían
sonar el claxon. (Después me enteré de que era el primer día que se sentaba al
volante de la ambulancia, y que estaba muy nerviosa por el agua nieve que
cubría las calles y por su falta de experiencia. No me extraña que hubiera
llorado. Pero esta información no me hubiera servido de consuelo mientras
me aferraba al borde del banco de la ambulancia, rezando el rosario en voz
baja).
En el otro hospital, me dejaron en la sala de espera de radiología donde
finalmente, tras esperar casi dos horas, el técnico me condujo a la sala de

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rayos X. Me tumbaron sobre una mesa, me sujetaron con correas para que no
me pudiera mover y después me metieron la cabeza en el aparato de rayos X,
que parecía una cueva blanca de metal. El radiólogo me comunicó que
tardaría de quince a veinte minutos en completar toda la serie de radiografías.
«Ya está», recuerdo que pensé. Mi marido, que tenía un máster en
ingeniería nuclear, siempre me hablaba del peligro que suponía el exceso de
radiación y me había advertido que no permitiera que a ninguno de nuestros
hijos le hicieran demasiadas radiografías dentales ni ortopédicas. «Si algún
poder quiere volverme realmente inofensiva —pensé—, lo único que tiene
que hacer es despacharme con un exceso de radiación. Así quedaré totalmente
“quemada”». Un verdadero holocausto.
Estaba tendida y sujeta en el aparato nuclear, totalmente indefensa y
vulnerable. Literalmente ATADA. Miré el reloj, con la sensación de estar en
una especie de cruz de alta tecnología, una cámara de tortura nuclear,
diseñada especialmente para mí. Estaba sola y me sentía impotente y
totalmente a merced del técnico que realizaba el TAC desde el cubículo
contiguo.
Observé el minutero que daba vueltas en torno al perímetro del reloj de la
pared. El escáner duró casi cincuenta minutos, en lugar de los quince que me
dijeron que tardaría. Al final el técnico me desató y me envió otra vez a la
sala de espera hasta que revelara las radiografías, para que se las pudiera
llevar a mi médico. La espera se me hizo interminable.
Cuando regresé a la sala común, no comí más que unas cuantas galletas
saladas de un paquete de celofán y bebí leche de un envase de cartón. La
enfermera a cargo me detuvo en el mostrador. «No coma nada que no esté
autorizado», me advirtió, meneando la cabeza con malicia. Yo ya sabía que
las enfermeras me espiaban, que observaban mi comportamiento y que se lo
comentaban a los médicos, pero de todos modos me hizo sentir incómoda.
Las enfermeras parecían hostiles y cínicas al mismo tiempo. No confiaba en
ellas. Hasta ese momento había aceptado sus reprimendas y sus exigencias
con docilidad, tratando de cooperar.
En ese momento algo se quebró en mi interior. Me enfrenté a la enfermera
de guardia y le dije con firmeza que a la bata que me habían dado le faltaban
los cordeles y que estaba espantosamente arrugada. Le dije que procurara
conseguirme una bata decente si pretendía que usara la vestimenta del
hospital, que de lo contrario me limitaría a ponerme mi propia ropa. Resulta
difícil conservar un mínimo de respeto por uno mismo en un psiquiátrico,
pero me negaba a tener peor aspecto del necesario. Pocos minutos después, un

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camillero me trajo una bata azul y blanca del hospital, bien planchada y con
cordeles y faja. Me sorprendí de que mi seguridad en mí misma hubiera dado
resultados tan positivos. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
Una hora después me condujeron, con los demás pacientes que estaban
ingresados, a lo que llamaban la «terapia artesanal». La responsable de la sala
me indicó que eligiera una actividad: un equipo de macramé o uno de pintura
mediante números. Le dije que me iría al día siguiente y que no quería
desperdiciar uno de sus equipos, que los guardara para otra persona.
Me dirigió una sonrisa cómplice y me palmeó suavemente el brazo.
«Muchos creen que los van a dejar salir de aquí —me dijo—. Pero no los
dejan salir. Es probable que te quedes aquí durante semanas, incluso meses,
hasta que haya un hueco para ti en el psiquiátrico del estado. En tu lugar,
cariño, yo elegiría algún proyecto».
Quedé horrorizada. Me pregunté si mi médico sabría que su personal me
decía que no me iría a casa en Nochebuena, como él me había prometido. Es
probable que ellos me estuvieran diciendo lo que les parecía, sobre la base de
su experiencia anterior, sin saber que me habían prometido que pasaría la
Navidad en casa, con mi familia. Seguro que ningún médico incumpliría su
palabra, me dije para tranquilizarme.
¿O sería capaz? Ahora sí que me enfadé. Entonces no era consciente de
que la ira es una etapa positiva en el proceso de recuperación psicológica que
estaba experimentando, porque no había estudiado el proceso. Había estado
demasiado entretenida estudiando arte medieval y la historia de la Iglesia.
Pero ahora sí que estaba enfadada. ¿Qué derecho tenía el personal de un
psiquiátrico a jugar con sus pacientes perturbados? ¿Qué excusa tenían para
darme una bata vergonzosa? ¿Cómo era posible que las enfermeras se
pintaran los labios de distintos colores, o que fueran deliberadamente
desagradables con los pacientes, o que desfilaran por la sala con la ropa
interior de su ajuar, a medianoche? «¿Quién estará más perturbado, ellos o
yo?», me pregunté.
Se me empezaron a ocurrir cuestiones más profundas de abusos y casos de
víctimas. ¿Cuánto se puede sufrir hasta que uno se hace valer? ¿Debe uno
colaborar con el opresor? ¿No tenemos derecho, en un momento dado, a decir
que no? Puede que sea más que un derecho. Puede que tengamos la
obligación de decirle que no a los opresores, a los que nos quieren encadenar.
Me sonaba en los oídos el consejo que dio la exprimera dama, Nancy Reagan,
a la juventud del país en relación con el uso de drogas: «¡Sólo di “No”!».
Sentí que me armaba de valor.

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Cuando nuestra cohorte de pacientes regresó a la sala, había una jovencita
limpiando el suelo del corredor. Parecía intimidada, como si le diera miedo
miramos porque teníamos un trastorno mental. Mantenía los ojos bajos
mientras pasaba la fregona. Llevaba unos pantalones castaños descoloridos y
una camisa de color habano. Recordé que la había visto también el día
anterior. Aparentemente, su única misión consistía en pasar permanentemente
la fregona por el corredor de linóleo de la sala del psiquiátrico. En la zona
donde trabajaba se colocaba un cartel que ponía «suelo húmedo», y usaba un
cubo de agua sucia para enjuagar la fregona. La muchacha parecía estar
representando el papel de Cenicienta. Por un momento me pregunté si
formaría parte del atrezo de la sala. Me pareció que todo el episodio era un
drama y que el personal del hospital y los pacientes debían ser los actores que
interpretaban la escena.
Pero ¿quién dirigía la obra? ¿Y con qué finalidad? Era como una
pesadilla, salvo que los acontecimientos se producían de verdad. Yo era
consciente de todos los detalles, tan consciente que después pude apuntarlos
todos en mi diario.
Esa noche, la noche del 23 de diciembre, nos pusieron la película
Ladyhawke en el vídeo de la sala para los pacientes. Al principio, me puso
nerviosa. Era mi película favorita, aunque no se lo había dicho. «¿Podrán leer
mis pensamientos?», me pregunté. ¿Cómo era posible que supieran tanto
sobre mí? Al final me relajé y encontré consuelo al contemplar las escenas
familiares y la victoria definitiva de Isabeau y Navarre frente al malvado
obispo. En los momentos finales, el caballero coge en brazos a su dama y la
sujeta a la luz. Me sentí animada al ver el reencuentro extático de los amantes,
bañados de luz, a medida que el sol va saliendo del eclipse.
Por la tarde del día de Nochebuena llegó mi marido para llevarme a casa.
Me acababan de hacer un escáner neurológico y yo parecía un monstruo. El
técnico me había pegado unos cablecitos alrededor de la cabeza con una
masilla blanca pegajosa que ahora estaba medio seca, y tenía mechones de
pelo de punta por todos lados. La enfermera me dijo que tratara de peinarme
porque, insistió, no tendría tiempo de lavarme la cabeza. No discutí porque no
quería arriesgar, ni siquiera postergar, mi partida. Ella era la que mandaba, yo
sólo era una paciente. Mi marido se quedó horrorizado al verme, pero no dijo
nada. ¡Habría que felicitarlo por su capacidad para contenerse!
El jefe de psiquiatría nos hizo pasar a su despacho. La «Cenicienta»
seguía limpiando la sala con la fregona sucia, y el suelo del corredor estaba
húmedo y brillante. El médico se detuvo en el umbral de la oficina. Entonces,

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inexplicablemente, se agachó sobre una rodilla y le dio una palmadita al
suelo. Levantó la mirada y me miró directamente a mí, diciendo: «Está bien.
Está casi seco».
Pensé que estaba chiflado, y no era la primera vez. ¿Qué hacía, de rodillas
a nuestros pies, tocando el suelo? A lo mejor se pensaba que yo era como la
malvada bruja de El mago de Oz, que le tenía miedo al agua. ¡Estuve a punto
de echarme a reír!
Eché una mirada al despacho cuando entramos. Extrañamente, no era un
despacho sino una gran sala de observación, de unos ocho metros de lado. En
el centro mismo de la habitación, realzada por una enorme lámpara de pie,
había una camilla con estribos, como las de las clínicas ginecológicas que tan
bien conocen todas las madres. «¿Por qué estaría encendida esa lámpara,
dirigiendo su luz implacable a la camilla, como las luces deslumbrantes del
teatro?».
La camilla parecía un instrumento de tortura, por su posición destacada en
el centro de la gran habitación. Parecía personificar el sufrimiento y la
degradación universal de las mujeres en su momento de máxima
vulnerabilidad. Sentí intensamente su angustia y su desdicha, «mujer herida,
grial sangrante». Quizá este indicio de compasión por mis hermanas era una
señal de que mi propia feminidad herida comenzaba a sanar.
Pensé en Jesús, clavado en la cruz. Se había sometido al poder de la elite
gobernante, que decidió que era una amenaza para el orden establecido. Había
sido mi modelo de rol durante años: sumisión total a su situación de víctima.
«Ofreced vuestros sufrimientos y vuestras desilusiones», nos habían enseñado
las monjas.
Pero ahora me resistía a sucumbir al principio de poder que parecía
pretender destruirme. Insistía en regresar al terreno de los vivos. Quería la
integridad, no el martirio. No me podía resignar a que me encerraran, quizá a
pasar el resto de mi vida en un psiquiátrico, sacrificada al vacío. Insistiría en
irme a casa para poder aceptar lo que me habían enseñado y trabajar para
restaurar a la Novia y para llevar agua al desierto, para ayudar a cultivar el
jardín en el cual Dios quería que se convirtiese nuestro mundo. Tomé la
decisión consciente de que seguiría sirviendo, pero no encadenada. No dejaría
que nadie me extorsionara, quemándome con demandas incesantes e
insaciables, como las de las hermanastras de Cenicienta. No había nacido
esclava sino compañera y cocreadora con Dios.
Mi pensamiento se cristalizó en una nueva sensación de poder personal. A
la gente de la tierra la habían engañado durante siglos, haciéndoles creer que

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Dios quería que sufriéramos paciente y dócilmente ante la adversidad,
siguiendo los pasos de Cristo. Se suponía que era lo que nos tocaba, con el fin
de ponemos a prueba y hacemos anhelar el paraíso. Gracias a esta mentalidad,
unos pocos tenían poder sobre la mayoría, y no podíamos asumir la
responsabilidad de nuestra integridad y nuestro bienestar. Nos habían llamado
«niños», en lugar de «compañeros». A partir de ese momento, establecería
mis propios objetivos y estándares. Descendería de la cruz orientada hacia el
logos y volvería a diseñar mi vida partiendo de la impronta del equilibrio y la
integridad, la «Y» que me habían enseñado.
Procuré concentrarme en la conversación que mantenía mi esposo con el
médico, que le hablaba de un fármaco que me iba a recetar. Durante los tres
días de análisis, no había encontrado rastros de un tumor cerebral ni de
ningún problema orgánico, de modo que había llegado a la conclusión de que
mi «episodio» se debía a un trastorno emocional. El medicamento era nuevo,
nos dijo, y era posible que produjera efectos secundarios molestos. Por
ejemplo, podía hacer que produjera leche.
Mi marido asintió para que el médico supiera que había comprendido. Los
dos se comportaban como si yo no estuviera en la habitación. Por supuesto,
les resultaba incómodo mirarme porque tenía toda la cabeza cubierta de
extraños mechones de pelo, pegoteados con esa masilla blanca pegajosa.
—Es posible que le aparezca un temblor o un tic —continuó el médico—.
E hizo una demostración de lo que quería decir, sacudiendo un brazo a un
costado del cuerpo cada pocos segundos. A continuación hizo lo mismo con
el rostro y el cuello, sacudiendo la cabeza, en una repugnante pantomima. ¡No
lo hacía nada mal! Hasta me hubiera reído de su simulación, si hubiese sido
graciosa. Observé a mi marido, que miraba al médico con atención. Con
horror, me di cuenta de que tal vez incluso se planteara hacerme tomar el
medicamento.
El médico prosiguió:
—Tal vez se le salgan los ojos de las órbitas. —Hizo una demostración—.
Si empeora mucho, tiene que darle un antídoto.
Mi marido seguía observando al médico atentamente. Pensé en las
semanas enteras que pasaba fuera de la ciudad por negocios, mientras yo me
ocupaba sola de las necesidades de nuestros hijos. ¿Qué querría decir
«empeorar mucho»? ¿Cuánto sería «mucho»? Me pregunté quién
administraría el antídoto, quién decidiría si me hacía falta. ¿Tal vez mi hija de
once años? Me estremecí.

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El médico siguió dando instrucciones. Quería que me planteara la
posibilidad de conseguir un empleo a tiempo parcial para no pasar tanto
tiempo «sentada en casa sin hacer nada», yo sola. Estuve a punto de lanzar
una carcajada. Hacía años que no me sentaba para ninguna otra cosa que no
fuera investigar, y eso no solía ocurrir hasta después de las diez de la noche,
cuando todos los demás dormían. No tenía tiempo para leer novelas. Me
pasaba las horas limpiando, cocinando, lavando la ropa, los platos y haciendo
recados, yendo a hacer la compra, llevando y trayendo a los niños de su
entrenamiento de fútbol o baloncesto, o de los lobatos de los Scouts, a la
iglesia o a la biblioteca, al médico o al ortodoncista. Después leí lo que había
escrito el psiquiatra en mi ficha médica: que era madre de «dos niños
mayores». Esto manifiesta su capacidad para recordar los detalles recogidos
durante una entrevista. Me pregunto qué más creería que sabía acerca de mí.
Después me enteré de que apenas una cuarta parte de los pacientes con
enfermedades mentales vuelve a llevar una vida normal alguna vez, después
de recibir una combinación de «terapia» y medicación. No me extraña, si la
terapia y la medicación son similares a las que estuve a punto de recibir yo.
En el camino a casa le dije a mi marido que no estaba dispuesta de
ninguna manera a tomar el medicamento que me había recetado el médico. Se
mostró aliviado. A él también le había horrorizado la descripción que hizo el
doctor de los efectos secundarios del nuevo fármaco. Compartíamos un
profundo escepticismo sobre el uso de drogas modificadoras del carácter en
mi caso. Quise darme un plazo para recuperarme sin ningún tipo de
medicación. Después de pasar tres días en el psiquiátrico, estaba convencida
de que por lo menos estaba tan cuerda como el personal de la sala, y tal vez
un poco más. ¡Por fin empezaba a reaccionar!
Lo único que necesitaba era una buena comida casera y los abrazos de mis
seres queridos.
Ahora creo que esta experiencia del adviento de 1986 fue, de principio a
fin, una parte importante de mi toma de conciencia. Parecía como si los
médicos y el personal del hospital hubieran estado programados, como los
actores sobre un escenario, que hubieran dicho sus frases de la forma
necesaria para desencadenar mi transformación. El guion me sacudió y me
hizo ver la realidad.
Toda mi vida me habían enseñado a hacer lo que se esperaba de mí, a
aceptar la adversidad con sumisión, soportando y aceptando los
acontecimientos sin mostrarme reacia, ni quejarme, ni poner objeciones. Al
ver a la muchacha con el cubo y la fregona que limpiaba sin cesar los pasillos

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del hospital, vi reflejada la imagen de mi papel de Cenicienta, relegada a
tareas insignificantes. Siempre había pensado en entregarme al servicio de los
demás, porque así era el modelo de santidad del cristianismo y de todas las
madres de nuestro planeta. Me estremecí sin querer. El servicio es una «vía»
importante hacia la iluminación, pero la vil sumisión despierta lo peor de los
demás, que entonces se aprovechan enseguida de los que están dispuestos a
servir.
Mi crisis espiritual y emocional tuvo lugar durante el solsticio de invierno,
cuando el sol está en el punto más bajo de todo el año y la profunda oscuridad
de la noche parece dominarlo todo. También había coincidido con la Luna
llena, y pasé exactamente tres días en el «infierno», un hervidero de locura,
donde mis pensamientos y mis emociones se perseguían en una carrera sin
fin, saltando de una conclusión errónea a otra. Me pareció que todo lo que
había encontrado en el hospital tenía para mí un significado simbólico, que
trataba de enseñarme algo sobre el funcionamiento de la mente humana y la
psique, sobre la íntima interrelación entre cuerpo, emociones, mente y
espíritu.
En la psique humana ha existido desde tiempo inmemorial algo poderoso
y profundo que se llena de pánico cuando la luz del Sol se va desvaneciendo
poco a poco. Los festivales que se celebran durante el solsticio de invierno en
todas las culturas, desde hace muchísimo tiempo, tienen por objeto suplicar su
regreso, convencerla de que vuelva y festejar su renacimiento.
No obstante, mi descenso a una oscuridad interior en el momento del
solsticio de invierno en realidad fue un período intenso de toma de
conciencia. Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que esa Navidad descubrí
cosas sobre el funcionamiento de la psique humana, sobre psicología y
simbolismo, y sobre la posibilidad de intercambio entre la mente y la materia,
que nunca hubiese aprendido de otra manera. Fue como si encontrarme con el
contenido desnudo de mi propio subconsciente fuera un forma más rápida y
necesaria para atravesar los bosques oscuros de lo desconocido, sin lo cual no
hubiese estado preparada para recibir la iluminación que vino después.
En el proceso de mi transición, no fui menos consciente; fui
superconsciente, y así pude acceder a formas de conocimiento que no eran
habituales en mí. Se me acumulaban las sincronicidades, y éstas me
presentaban más conexiones de las que hubiera imaginado jamás. Y recibí el
don de interpretar los símbolos y supe que no tenía que aceptar nada como
definitivo, sino que tenía el poder de volver a escribir el guion como mejor
me conviniera. Fue como si me hubiesen dado antenas con las que recoger

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información de frecuencias insospechadas. Mi crisis espiritual fue como la de
la mariposa que rompe el capullo para comenzar una nueva fase. Pero en ese
momento no tenía la menor idea del proceso de transformación que se estaba
produciendo. Era un territorio desconocido.
Cuando recuperé poco a poco mi estado normal de conciencia, mi misión
consistió en ordenar los acontecimientos que había experimentado y darles un
sentido, descubrir su significado y su finalidad. Afortunadamente, unos meses
antes mi amiga Ann Requa me había sugerido que comenzara a escribir un
diario, de modo que ahora recurrí a este instrumento para ayudarme en mi
proceso «alquímico» de curación.

Al llegar a casa, abracé a mis hijos y después me di una ducha para quitarme
la masilla del pelo. Cenamos tarde y después abrimos un gran paquete que
había enviado mi suegra, que contenía muchos regalitos para mis hijos.
Preparé unas magdalenas de arándanos para desayunar el día de Navidad. No
había comprado gran cosa para ese día, pero nos arreglamos para celebrarlo
con los regalos generosos que nos habían enviado los demás.
La tarde del día de Navidad, me fui al jardín a plantar unos bulbos, algo
que pensaba hacer a principios de diciembre, antes de trastornarme tanto. En
cierto sentido, me pareció terapéutico el hecho de arrodillarme sobre la tierra
fría y oscura y excavar. Con mucho cuidado, coloqué los bulbos de tulipanes
y narcisos en los hoyos que había abierto y los tapé. Deliberada y
conscientemente, estaba plantando esperanza.
En las semanas siguientes, me dediqué a hacer una cosa por vez, un día
por vez. Al principio me costaba leer, porque no me podía concentrar. Me
centré en lo más prosaico: en comer bien y en pasar un rato al aire libre
cuando hacía un poco de calor y se podía andar o trabajar en el jardín. Y
abrazaba a mis hijos más que nunca. Más o menos una semana después de
Navidad, llamé a Mary Beben y a Ann Requa para contarles la historia de mi
encarcelamiento, y recibí su estímulo y su consejo. Escribía en mi diario con
regularidad, reconstruyendo los acontecimientos que habían desencadenado
mi crisis y las cosas que me habían sucedido en el hospital.
Se había desmoronado todo mi sistema de creencias, en el que me
apoyaba desde mi más tierna infancia. Recordé la profecía de la noche nevada
en que se produjo el desastre del Challenger, el 28 de enero de 1986: «Cayó,
cayó Babilonia, y todas las estatuas de sus dioses se han estrellado contra el
suelo». Lamenté profundamente la caída de mi «Babilonia», la Iglesia

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patriarcal de mi juventud y su poderosa imagen masculina de Dios, arraigadas
en mi mente durante tanto tiempo y que ahora habían quedado reducidas a
escombros. Me sentía segura con mi viejo sistema, conocía mi lugar, estaba
segura de mi salvación. En cambio ahora era una pionera, una exploradora en
un territorio sin mapas, en aguas desconocidas. No tenía más luz que mi
confianza total en Cristo y en el Espíritu Santo.
El inmenso error en los cimientos del cristianismo va saliendo poco a
poco a la luz a medida que los arqueólogos, los estudiosos de las escrituras y
los teólogos reexaminan la historia. Cada día descubren pruebas más
concluyentes de que la Iglesia Católica se basaba en el modelo autoritario de
la administración imperial romana, en lugar de basarse en el programa de
reconciliación que aparece en el Evangelio revelado por Jesús. Esa institución
formidable llamada «la Iglesia» se formó a partir de antiguas religiones
patriarcales que adoraban un principio de divinidad solar, con toda la
parafernalia de poder y gloria, poderío y dominación, pastoreada por un
sacerdocio privilegiado, poco dispuesto a compartir el poder y la
responsabilidad. Una pequeña jerarquía de sacerdotes ordenados ejercía el
control absoluto sobre las decisiones que se tomaban entre sus muros.
Estos hombres mantenían también una importante imagen paternalista en
nuestra mente y en nuestro corazón, reforzada por siglos de tradición. Nos
brindaban una estructura y una seguridad, y nos aseguraban que podíamos
apoyarnos en ellos y confiar en ellos. ¿Cómo era posible que se equivocaran?
¿Acaso no eran la autoridad elegida por Dios?
La Iglesia Católica sostiene que ordena a sus sacerdotes y sus prelados
siguiendo los pasos de los apóstoles, en una línea ininterrumpida a la que
denominan «sucesión apostólica». Ellos y los altares a los que sirven se
declaran sagrados, separados. Llegaron a asemejarse a los reyes-dioses
sagrados de los templos paganos, como los de Egipto y Babilonia. Y el Jesús
que entronizaron a la «diestra del Padre» era un ídolo, como el Baal pagano
del Medio Oriente antiguo, con sus epítetos de «amo y señor», que enseñó al
pueblo a adorar los atributos solares de poder y dominio. El principio
masculino que exaltaban es un ídolo que convierte el jardín de Dios en un
páramo.
Sí, es un ídolo. Pero un ídolo al que hemos conocido y amado. Hemos
dependido de él y de los padres que le dieron vida. Está profundamente
grabado en nuestra psique, tanto la comunitaria como la individual. Poniendo
énfasis sobre la razón, la ley y el orden, el principio solar ha formado y
guiado nuestra civilización durante dos mil años, y más.

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Durante los meses de 1986, la nueva revelación que recibimos destruyó la
imagen autoritaria, de padre y hombre fuerte, convirtiéndola en cenizas. La
estructura eclesiástica monolítica que nos había cobijado y de la cual
dependíamos había sido arrasada y todavía no había nada que la sustituyera.
Pero mis mejores amigos y yo no habíamos perdido la fe. Sólo nos estábamos
purificando y curando de ilusiones tóxicas. A lo largo de un período de varios
años, nos habían mostrado cómo rechazar y repudiar las falsas imágenes que
se habían colocado por encima de Dios. Había llegado la hora de purificar
nuestro concepto de «lo sagrado», de limpiar los altares de nuestros
corazones, profanados durante tanto tiempo por la adoración idólatra del
«Sol».
Esta purificación fue horrible y dolorosa porque había muchas capas de la
realidad construidas encima de la «imagen de Dios como padre» que tenemos
desde hace tanto tiempo, tal como aparece en el techo de la capilla Sixtina de
Miguel Ángel. Me entristecía la pérdida de mi seguridad, pero al final el
proceso me hizo superar la devastación, me liberó de mis ataduras y me
condujo hacia una nueva libertad. Ya no me apoyaba tanto en las prácticas
tradicionales de mi herencia católica, con sus normas y sus castigos, sino que
confiaba más en mis propios impulsos intuitivos. Poco a poco iba
aprendiendo a buscar en mi interior la autoridad para hablar y para sentir. Las
emociones que reprimí durante años dejaron de ser «irrelevantes». Eran
importantes porque me importaban a mí. En mi vida cotidiana, desarrollé una
mayor confianza en el Espíritu Santo, el alfa y el omega. Y cuando compartí
estas ideas con varias de mis hermanas de Emmanuel, me comprendieron y
me dijeron que estaban pasando por un proceso similar.
El símbolo de la totalidad que actualmente abrazo no corresponde a un
matriarcado ni a un patriarcado, sino a una asociación holista, centrada en la
divinidad a todos los niveles, que representa la «unión sagrada» e incluye
todos los atributos de la divinidad, tanto los masculinos como los femeninos.
No pretendemos olvidar el principio masculino, ni herirlo más; bastante sufre
ya. Lo que pasa es que no comprende que está herido por la falta, o incluso
por la negación, de su contrapartida femenina.
Espero que nuestra civilización no pretenda ahora devaluar lo masculino
como antes devaluaba lo femenino, porque tal cosa sólo crearía un pantano
nocivo donde antes había un desierto[40]. Seguimos rezando por los actuales
patriarcas de la fe católica, para que, mientras conserven todavía un poco de
autoridad y de credibilidad, reconozcan el lamentable fallo cometido durante
dos milenios, la distorsión de la verdad. Ahora podrían guiarnos para que

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todos juntos abracemos el lado femenino abandonado de Dios y para enfrentar
la verdad con humildad, antes de que todo el mundo se dé cuenta de repente.
Recorrí mucho terreno desconocido durante mi viaje a las profundidades
de mi inconsciente. Puede que cuando los demás escuchen mi historia y la de
tantos otros supervivientes del «holocausto» que también han sido
«quemados» y después han tomado conciencia, algunos se ahorren el intenso
trauma del derrumbamiento del paradigma patriarcal. Al menos tendrán la
ventaja de saber que otros han sobrevivido al acoso del fuego y la inundación
y se han curado. Puede que reciban estímulo a partir de las experiencias que
aquí se relatan. Como ocurre en las laderas quemadas del Mount Saint
Helens, poco a poco surge una nueva vida, que brota y florece, en señal de
renovación y esperanza para las generaciones futuras.

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CAPÍTULO IX

EL LEGADO DE MAGDALENA
… altañerse el cuerno, escuchad. (Is. 18, 3b)

M
i salida del hospital en Nochebuena me permitió reincorporarme a
mi familia. Me sentía segura en casa otra vez, aunque sólo de
forma gradual aprendí a confiar plenamente en el mensaje que me
buscaba a través de la sincronicidad, tratando de hallar una voz dispuesta a
proclamarlo. Al principio, no tenía ninguna intención de seguir adelante con
mi interés por la herejía del Grial pero poco a poco, con el correr de los
meses, encontré la fuerza para continuar la búsqueda. Seguía sintiendo
curiosidad por la forma en que las leyendas medievales de María Magdalena
en Francia podían estar relacionadas con las numerosas imágenes de la Virgen
Negra en los santuarios del sur de Europa. ¿Por qué me seguiría
importunando la sensación de que existía una conexión posible?, me
preguntaba. Entonces tuve un encuentro que iluminó toda la cuestión como
una antorcha encendida.
Un día de junio, en un ataque de total frustración, al final le dije a Jesús
que no podía seguir adelante, ni un paso más, con mi búsqueda de la Virgen
Negra y el Santo Grial, porque me absorbía los días y no me dejaba en paz.
Cada vez que le planteaba la cuestión a un sacerdote o a algún amigo, me
rechazaban. Nadie quería saber nada sobre los secretos del Santo Grial.
De mis amigos de Emmanuel, Mary Beben era la única que conocía toda
la historia del Grial que yo había compartido con ella, pero incluso ella se
sentía incómoda al respecto, sobre todo después de mi crisis nerviosa. Me
daba miedo seguir sola, miedo porque me sentía aislada, miedo por mi propio
equilibrio frágil. No quería convertirme en una hereje, aventurarme yo sola,
que me desdeñaran y me rechazaran. Aparte del torbellino interior que me
provocaba a mí, a mi familia la hacía sentirse sumamente incómoda.
Este soleado domingo en particular, mientras llevaba a mis hijos a casa en
el coche, después de ir a buscarlos a un partido de béisbol, en silencio le dije a

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Jesús que me lavaba las manos del Santo Grial. Le supliqué que volviera a
poner el Grial en una estantería hasta que encontrara a alguien lo
suficientemente fuerte y valiente como para manejar la situación. A menos
que hiciera algo radical para reafirmar mi búsqueda y para asegurarme que
estaba a mi lado, ayudándome a buscar la verdad, le pedí que eligiera a otro
para proclamar a su Novia perdida.
Cuando aparqué la furgoneta llena de niños en la entrada, mi marido salió
a la puerta a recibirme. Se había olvidado de decirme que nos había invitado a
cenar un grupo numeroso que estaba de visita oficial en Nashville. Su
despacho les había organizado el itinerario y, como muestra de
agradecimiento, ellos nos invitaban a participar en su cena de despedida. Me
puse un vestido y deposité sobre la mesa la cena de los niños, de camino hacia
la puerta.
Durante los tres años de servicio de mi marido en Nashville, era la
primera vez que unos visitantes oficiales procedentes de otro lugar nos
invitaban a cenar. Esto hubiera constituido por sí mismo todo un
acontecimiento, pero cuando íbamos en el coche hacia el pub irlandés donde
habíamos quedado en encontrarnos, Ted me explicó que nuestros compañeros
de cena de esa noche eran franceses, alcaldes y alcaldes suplentes de la costa
mediterránea francesa, en unas vacaciones de trabajo con sus esposas. Venían
de la Provenza y formaban parte de un comité llamado (¡qué sorpresa!) «el
Sindicato de las Aguas». Estaban visitando presas del cuerpo de ingenieros
del Ejército que suministraban energía hidroeléctrica, parques y parques de
atracciones acuáticos de Estados Unidos, y por algún motivo habían elegido
Nashville como destino intermedio, de camino hacia Disney World.
Cuando Ted me explicó de dónde procedían los visitantes, no me lo podía
creer. El hecho de que fueran franceses me llamó mucho la atención. Pero el
nombre del grupo tenía un increíble simbolismo con lo sagrado femenino, que
con tanta frecuencia se asocia con el elemento acuático. Tal vez los hubieran
«enviado». Mi compañera de mesa resultó ser una encantadora francesa,
esposa de uno de los alcaldes suplentes del comité del Sindicato de las Aguas.
Apenas hablaba inglés y yo prácticamente no sabía nada de francés, pero las
dos habíamos estudiado alemán en la universidad y teníamos el mismo nivel
de fluidez en esta lengua.
En respuesta a mis ansiosas preguntas, la señora me lo explicó todo sobre
los santuarios de los santos de la comunidad cristiana primitiva de Les-
Saintes-Maries-de-la-Mer y la zona vecina, próxima a su casa. Cuando la
interrogué concretamente sobre las leyendas relacionadas con María

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Magdalena y su familia en la Galia, su rostro se encendió con entusiasmo,
mientras me aseguraba sin ninguna duda que eran totalmente ciertas. No le
hablé de los principios de la herejía del Grial (que Cristo y María Magdalena
estaban casados y que su hijo sobrevivió) porque por ese entonces todavía me
mostraba reacia a compartir mis sospechas acerca del error en los cimientos
de la cristiandad. Conociendo el dolor que me había provocado el
desmoronamiento del modelo patriarcal en mi propia vida, no estaba
dispuesta a hacer que los demás se cuestionaran la «fe de nuestros padres».
Todavía no estaba preparada para asumir la responsabilidad de la toma de
conciencia de nadie más. Ya tenía suficientes problemas con la mía.
En el transcurso de nuestra conversación, mi encantadora compañera de
mesa me habló del festival de la santa Sara negra que se celebraba todos los
años, la última semana de mayo, en la localidad costera donde dicen que
desembarcó María Magdalena, junto con Lázaro y Marta y sus amigos. Se me
empezó a poner la carne de gallina. No había oído hablar de este festival, pero
el ritual, que se remontaba a la época medieval, revelaba un antiguo recuerdo
popular de una imagen de la «Virgen morena» en su casa, en la pequeña
población costera del Mediterráneo francés. A mí, esta imagen oscura de la
feminidad me recordaba mucho a la Novia perdida, la viuda de Sión, y otras
imágenes bíblicas de las escrituras hebreas.
Cuando le pregunté a la señora, me dijo que no estaba segura de sí María
Magdalena y María de Betania serían la misma persona, pero su marido,
sentado al otro lado, confirmó que «la Madeleine» era la hermana de Lázaro.
Toda la noche estuve tratando de tomar nota mental del folclor y las leyendas
provenzales que me narraba mi compañera. Parecía encantada a la vez que
sorprendida de encontrar una estadounidense que compartiera su interés por
los santuarios católicos y las vidas de la primera generación de cristianos que
se instalaron en su país, así que compartió conmigo todos los detalles que
pudo recordar acerca de esa comunidad primitiva de santos.
Cuando la cena iba llegando a su fin, el camarero que había estado
sirviendo la mesa toda la noche se quitó el delantal y sacó una trompeta de
plata. ¡Estas cosas sólo pasan en Nashville! Cesaron las conversaciones, y
quedamos fascinados cuando llegaron hasta nosotros las primeras notas:
primero fue la Marsellesa (el himno nacional de Francia), seguida del himno
de las barras y las estrellas (el himno nacional de Estados Unidos) y por
último When the Saints Come Marching In.
Los ojos se me llenaron de lágrimas que me resbalaban por las mejillas,
incluso al recordar el adagio que dice que Dios tiene sentido del humor. Bajé

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la cabeza, intentando ocultar mi rostro, y contemplé la servilleta que tenía
sobre la falda. Llevaba un trébol verde, el símbolo de la Santísima Trinidad de
san Patricio, pero también un emblema todavía más antiguo de la triple diosa,
las «tres damas» de Irlanda. Un conmovedor recordatorio de la inmanencia de
Dios: dondequiera que estemos, está la divinidad.
Después de la cena, el principal dignatario visitante, el alcalde de
Grimaud, una ciudad de la Riviera francesa, obsequió a mi marido con una
carpeta que contenía bocetos hechos con pluma y tinta de lugares famosos de
su país. Había un dibujo titulado «La calle de los templarios». Otro boceto era
de una capilla llamada «Nuestra Señora de la Búsqueda». En un tercero
aparecía una Virgen negra con un enorme Grial. Me estremecí sin querer al
recibir estos regalos directamente desde la Provenza. Apenas unas horas
antes, había intentado devolverle el Grial a Dios, para que lo pusiera en una
estantería y se lo diera a alguien con más valor que yo. Sin embargo, la
carpeta con los dibujos se había cerrado hacía más de una semana.
Los hilos de seda del reverso del tapiz se entrecruzan y la mano invisible
del tejedor los entrelaza. A partir de esa velada de verano en el pub irlandés
de Nashville, supe, sin la menor sombra de duda, que jamás podría abandonar
la búsqueda del Grial ni la misión de proclamar a la Novia de Jesús. Una de
las cosas que me enseñó la inescrutable Virgen Negra es que la divinidad es
una sorpresa: la terra incognita, una «tierra desconocida». No podemos
esperar envolver a Dios en una caja con una cinta, como si fuera un regalo de
cumpleaños. En los años anteriores ya había escuchado unas cuantas veces la
admonición del profeta Isaías (18, 3): «Todos los moradores del orbe y
habitantes de la Tierra, al izarse pendón en los montes, MIRAD, al tañerse el
cuerno, ESCUCHAD». (Las versalitas son de la autora).
Años atrás, en 1980, había escuchado la señal en la montaña y ahora
escuchaba el cuerno, la llamada a la acción que necesitaba, dándome coraje
para proclamar en voz alta la historia y la verdad que se me habían
confirmado de forma tan increíble, por medio de coincidencias inesperadas.

Varias semanas después de esta cena, mi compañera de cena francesa y su


marido tuvieron la amabilidad de enviarme por correo numerosos folletos
sobre la «Madeleine», guías que habían recogido de las iglesias de la costa
mediterránea donde vivían. Algunos estaban en francés, otros en inglés, pero
todos incluían relatos y fotografías relacionadas con las leyendas que tanto me

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gustaban. En todos los folletos se hacía referencia a Marie Madeleine como la
«hermana de Lázaro».
Me quedé abrumada ante la espontánea generosidad de mis amigos
franceses. A veces me parecía que todo el cosmos conspiraba para contribuir
a la restauración de la Novia, como se movieron los pajarillos y los ratoncillos
de la película de Disney La Cenicienta para ayudar a la criada del rostro
cubierto de hollín a prepararse para el baile. Esto me afirmaba en mi
permanente búsqueda para reclamar la Novia perdida de la historia cristiana y
la feminidad perdida en mi propia vida. Se desvanecía el temor que había
sentido en el hospital y mi confianza iba en aumento, día tras día, a medida
que continuaba investigando el arte y las leyendas en tomo al Santo Grial.
Existen diversas posibilidades evidentes con respecto a los orígenes de la
herejía del Grial que circulaba ampliamente por la Europa medieval. Siempre
es posible que fuese una invención de los más esclarecidos, los artistas y los
alquimistas, que deseaban la restauración del principio femenino al paradigma
de la santidad y a la conciencia humana. Las pruebas acreditativas que
brindan las leyendas, los objetos y los documentos las podrían haber
fabricado los alquimistas y los ocultistas, en un hábil intento por corregir la
tradición ortodoxa del celibato de Jesús, y es posible que la herejía haya
cobrado después vida propia.
Teniendo en cuenta que la mayor parte de las pruebas que existen
aparecieron por primera vez en el siglo XI y con posterioridad, ésta podría ser
una conclusión viable. Sin embargo, parece que hay una tradición oral acerca
de la llegada a la Provenza de la pequeña familia procedente de Betania y sus
compañeros que es muy anterior[41]. Y según la tradición eclesiástica, que se
remonta a las exégesis de Hipólito de Roma y de Orígenes, Magdalena se
asocia con el amado del Cantar de los Cantares: «morena pero hermosa». Es
la mujer del frasco de alabastro. Sólo queda una pregunta importante que
todavía no tiene respuesta: ¿era prostituta o Novia?
Esta pregunta se puede interpretar a muchos niveles, teniendo en cuenta el
paradigma de la sagrada unión, que existe en el cristianismo desde los
orígenes. Creo que, desde el comienzo de su ministerio, Jesús tuvo la
intención de restaurar el principio femenino a su lugar de honor en un medio
que se había desequilibrado y distorsionado bajo la hegemonía romana en
favor de valores masculinos como la ley, el orden, el juicio y el poder. Los
Evangelios están lleno de admoniciones que se atribuyen a Jesús: «pon la otra
mejilla», «si te piden el manto, dale también la camisa», «perdona setenta
veces siete». Prácticamente todas las enseñanzas de Cristo tienen la misma

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gentileza, «femenina» incluso, que las bienaventuranzas del sermón de la
montaña. Uno podría fácilmente llegar a la conclusión de que Jesús deseaba
darle la vuelta al sistema de valores orientado hacia el poder que defendía el
mundo romano, del mismo modo que volcó las mesas de los cambistas en el
templo, durante la festividad de la Pascua.
El Dios al que Jesús conocía no quería que lo adoraran quemando
ofrendas sino que deseaba ofrendas espirituales, hechas con el corazón: «Yo
quiero amor, no sacrificio» (Os 6, 6). Dios quería que lo amaran como a un
novio, como a una novia. Dios quería alimentar como una madre, consolar
como un amigo. Dios no era un potentado celoso y furioso sino un amante
apasionado, que deseaba que lo conocieran y lo comprendieran, que lo
amaran, no que lo temieran.
Sin embargo la gente no comprendía a un Dios amoroso, sino que
comprendía el poder. Sabían de triunfadores y de historias de éxitos: «Porque
al que tiene se le dará» (Marcos 4, 25). Estaban sometidos, explotados por sus
conquistadores romanos, y añoraban a un Mesías salvador que los liberara de
la desgracia de su tierra ocupada y de la tiranía de Roma, un salvador que
juzgara a sus enemigos con dureza y los castigara como se merecían. Muchos
no querían que les dijeran que el reino de Dios ya se encontraba en su mente,
de hecho en su interior, o que sólo era una cuestión de cambiar de actitud, una
cuestión del corazón, una cuestión de depender de la autoridad interna de cada
uno.
Esto era algo que yo también tuve que aprender y sólo estuve dispuesta a
aceptar poco a poco. A diferencia de los perros pastores, que se crían para
arrear ovejas, a los «niños» cristianos nos entrenan para ser arreados, para
permanecer bajo control, «dentro de los muros», y para someter nuestra razón
a la autoridad externa de los padres de la Iglesia, incluso de mayores, e
incluso en cuestiones tan privadas como el tamaño de la familia y el uso de
métodos artificiales para controlar la natalidad. Ahora estaba aprendiendo a
confiar en mi propio criterio, junto con mi propia intuición, y a confiar en mis
propias conclusiones, aunque no estén de acuerdo con las doctrinas que me
han enseñado en mi juventud y con el catecismo que memoricé en séptimo
curso, en la escuela católica de San Pablo, en el corazón de Saint Petersburg,
estado de Florida.
Cuando Jesús hacía milagros, la gente de la calle proclamaba que era el
Mesías. Querían que fuera su salvador y su señor. Dice la Escritura:
«Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para
hacerle rey, huyó de nuevo al monte» (Juan 6, 15). Cuando Pedro lo vio

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exaltado y transfigurado en la montaña y se ofreció a construirle una
habitación, Jesús le dijo que no.
Pero los sucesores de Pedro al final le levantaron un reino tan alto como
una montaña, porque muchos de sus seguidores en realidad querían un «Dios
que tuviera poder y fuerza», que los salvara. En definitiva, querían un
conjunto de leyes rígidas que tuvieran que obedecer y unos requisitos que
tuvieran que cumplir, muros fuertes y seguros que los protegieran y una
piedra sobre la cual posarse.
Durante siglos, las personas que leían las Escrituras notaban que Jesús era
especialmente compasivo con las mujeres, generoso con su tiempo y atento
con ellas. Vistos desde la perspectiva del imperio romano del siglo I, los
Evangelios del Nuevo Testamento son notables en este sentido, porque nos
presentan a un Jesús que aceptaba a las mujeres como amigas y compañeras.
Predicaba una sociedad donde todos eran iguales, donde los que querían ser
grandes debían serlo en el servicio a los demás, invirtiendo totalmente la
situación de la sociedad jerárquica, en la cual los amos estaban arriba y las
mujeres, los niños y los esclavos, abajo, «sujetos a la tierra». Jesús predicó y
practicó una igualdad sin precedentes entre hombres y mujeres, incluso hasta
el extremo de permitir que María se sentara a sus pies en su casa de Betania,
escuchando sus palabras junto con los demás discípulos, como si fuera la más
ardiente de todos ellos. Y en realidad lo era.
Durante varios de los últimos veranos he regresado a Europa para ver qué
tesoros podía encontrar que corroboraran mi convicción de que en la Edad
Media sabían que Magdalena era la amada de Jesús. El mero hecho de andar
por la Provenza ha sido una experiencia curativa: sentir el sol del
Mediterráneo en el rostro, ver las florecillas silvestres que crecen en las
grietas de los muros de las casas viejas, comer ensaladas de hierbas picadas,
con nueces esparcidas encima.
También he encontrado obras de arte muy dispersas que dan fe de las
interesantes creencias que tenían en la Edad Media sobre la enorme
importancia de María Magdalena. En altares que contienen un grupo de
estatuas reunidas en torno a la figura de Cristo en el sepulcro, María
Magdalena, «la gran María», a veces aparece una cabeza más alta que las
demás mujeres que componen la escena[42]. En otra representación
interesante, aparece envuelta en su cabello en el centro de un grupo con los
doce apóstoles, también aquí mucho más alta que cualquiera de ellos[43]. En
ocasiones se la representa, también envuelta en su espléndido cabello,
subiendo al cielo, una doctrina que apunta a los privilegios de la divinidad

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que se suelen reservar a la Madre de Dios, pero que muchas veces se atribuían
también a la Magdalena en la leyenda medieval. Algunas de estas obras de
arte se conservan en museos de Francia y Alemania, y otras en iglesias poco
conocidas.
En la cripta de la catedral de Metz en la Lorena, en el nordeste de Francia,
descubrí un altar en el cual María Magdalena era, sin duda, la «gran María»,
más grande que el resto del grupo. Metz era el centro del poder real
merovingio, y todavía se alza una capilla templaria octogonal del siglo XII
o XIII, muy cerca de una de las iglesias cristianas más antiguas de Francia, San
Pedro de las Monjas, en cuya decoración se incluían imágenes de la viña y el
Grial, pilares gemelos y cruces de brazos iguales, labradas en piedra. Ocupa
un lugar destacado en el centro de la propia capilla templaria un enorme cáliz
dorado, un «Grial», decorado con varias equis.
Me dio la impresión de que el culto a la Magdalena y a su historia debía
de estar muy arraigado en esta ciudad del corazón de la Lorena. Me quedé
pasmada cuando visité la sala del tesoro de la catedral. Entre báculos
cubiertos de joyas, custodias y las vestiduras de los prelados, había dos
cuadros, los dos de Cristo en la cruz. En cada una de ellos sólo había otra
persona en la escena: ni su madre, si san Juan, sino María Magdalena, que
aparece envuelta en un manto rojo, llena de desesperación, aferrada a la cruz.
No hay ninguna otra pintura entre los tesoros de la catedral, guardados bajo
llave, que visitan sólo los que están dispuestos a pagar el precio de la entrada;
sólo esas dos. «¿Qué sabrán en Metz? —me pregunté, mirando sobrecogida
las pinturas—. ¿Qué recordarán ellos que el resto de la Iglesia ha olvidado?
¿Por qué les parecerán tan especiales estas pinturas que las guardan aparte,
donde no las observan los que asisten a misa, cerradas bajo llave por la
noche? ¿Acaso intuyen que Magdalena era la amada?».
El evangelio de Felipe, hallado entre las escrituras coptas de la biblioteca
Nag Hammadi, sostiene que María Magdalena era la compañera constante, la
«consorte» del Salvador, y la palabra que usa tiene un sentido conyugal[44].
Otro texto gnóstico antiguo, el evangelio de María, afirma que Pedro estaba
celoso de María Magdalena porque Jesús la quería más[45].
Este texto refleja la postura oficial de la Iglesia de Pedro en los siglos III
y IV, cuando los «padres» consiguieron suprimir la influencia de las mujeres,
establecer una jerarquía totalmente masculina y proclamar unas normas
rígidas en nombre de Dios. La «piedra» de Pedro se transformó en una
institución poderosa y monolítica, el brazo derecho del emperador romano,
una Iglesia legalista y «exotérica», mientras que la tradición gnóstica, la

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Iglesia «esotérica» que honraba al individuo como recipiente sagrado e
instrumento del Espíritu Santo, fue dejada de lado deliberadamente. Sin
embargo, curiosamente, fue esta tradición «femenina» la que en cierto modo
sobrevivió en la espiritualidad cristiana celta, el legado que los misioneros
coptos llevaron a Irlanda antes de que fuera suprimido en Egipto, al final del
siglo IV.
Una iglesia dedicada a María Magdalena, fuera de los muros de Jerusalén,
contiene una pintura de Pedro sentado en un sillón semejante a un trono.
María Magdalena aparece arrodillada a sus pies, suplicante. Él señala a lo
lejos y es evidente que le está diciendo que se vaya. El cuadro parece reflejar
la actitud negativa de Pedro con respecto a María Magdalena, que se
manifiesta en los evangelios gnósticos. Él era escéptico, crítico y estaba
celoso de la intimidad de Cristo con María, sentimientos que la Iglesia de
Pedro ha mantenido durante siglos con respecto a las tradiciones gnósticas. Es
una vergüenza que este «Pedro» no haya aprendido a amar y a honrar a la
«gran María» como la amada de su Señor. Pero aunque sea tarde, no está todo
perdido. Tal vez «Pedro» cambie de corazón.
Las dos afirmaciones más fuertes que se pueden hacer a favor del
matrimonio monógamo aparecen en dos Evangelios canónicos. Se cita a
Jesús: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que
Dios unió no lo separe el hombre» (Marcos 10, 8-9; Mateo 19, 6). ¡Qué
terrible ironía, que la Iglesia de Pedro, que no admite el divorcio de un
hombre y una mujer que Dios ha unido en matrimonio, haya insistido durante
tantos años en la separación de Jesús y su María, con los desequilibrios que
esto produjo en todo el mundo!
¿Cómo podrán los «padres» reparar su negación de Magdalena, el hecho
de haberla apartado, como Abraham desterró a la esclava Agar en el Libro del
Génesis? Las heridas son graves y no cicatrizarán fácilmente. ¿Cuántos
matrimonios sufren por la falta de un modelo de auténtico compañerismo?
¿Cuántas esposas de nuestro planeta han sido honradas realmente, y han sido
apreciados sus dones? ¿Cuándo hemos respetado nuestras emociones
profundas y hemos atesorado la profunda sabiduría de nuestro cuerpo?
¿Hemos defendido la igualdad y la justicia para todos los individuos del
planeta?
El legado de Magdalena ha sido negado durante demasiado tiempo, tanto
en mi propia vida como globalmente, donde se produce un abuso
desenfrenado de las mujeres y los niños. ¿Cuántas mujeres han tratado de
ocultar su desilusión inicial al saber que el hijo que habían traído al mundo no

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era varón? ¿Cuántas madres solteras han luchado por criar solas a sus hijos?
¿Durante cuántas generaciones hemos sufrido la carga y los excesos de las
preferencias masculinas, las elecciones masculinas y los abusos de poder
masculinos? Como la Novia del Cantar de los Cantares, las hijas de
Magdalena han entregado su vida, trabajando al «sol» en las viñas de sus
hermanos. No me extraña que en los santuarios de todo el mundo los iconos
de la Virgen lloren. La Iglesia de Pedro tiene que revisar su postura con
respecto a la de María Magdalena a la luz de las pruebas procedentes de las
escrituras de Nag Hammadi, así como de las propias. La prueba directa está
allí: ella era la mujer más reverenciada de los Evangelios, tanto en los
canónicos como en los gnósticos.
Existe otra tradición cristiana que evolucionó en el siglo XII y existió al
mismo tiempo que la Iglesia de Roma. Esta otra iglesia se llamaba la «Iglesia
de Amor», el anagrama de «Roma». Hablaba de una tradición «húmeda» o
«verde», una iglesia del corazón, una iglesia que creía que cada persona era
un recipiente sagrado (¿un Santo Grial?) de la «chispa» divina, que se podía
llenar de Espíritu Santo e iluminar con la palabra de Dios.
Los miembros de esta Iglesia de Amor «alternativa» creían que Dios era
inmanente y que estaba presente en toda la creación, que esta presencia de
Dios en todas las cosas se podía encontrar y disfrutar en cada alma. Sus
escrituras eran los Evangelios del Nuevo Testamento traducidos a la lengua
vernácula, la langue d’oc, y sus trovadores cantaban las bellezas de la tierra:
los pájaros del bosque, las flores fragantes de los prados y las alegrías del
amor y la primavera.
A los fieles carismáticos de esta iglesia oculta se los tildó de «gnósticos»
porque creían que cada creyente podía «conocer» a Dios a través de la
experiencia directa y personal. No construyeron grandes templos, sino que
creían que toda la tierra era sagrada. Su tradición no insistía en la jerarquía de
un sacerdocio privilegiado, sino que honraba la santidad de la vida divina
encarnada en cada persona humana, cada recipiente terrenal, cada santo
«grial». Vivían su evangelio de servicio a los anawin, palabra hebrea que
significa «los pequeños de Dios», confiando en la orientación del Espíritu
Santo en todos los aspectos de la vida.
Este es el legado de la oculta Iglesia de Amor medieval, brutalmente
suprimida por los inquisidores romanos. Los que descubran y aprecien esta
«otra Iglesia», con su comunión del santuario interior, son los verdaderos
herederos de Magdalena. Esta es la tradición que he aprendido a amar, la

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verdad que resonaba en lo más profundo de mi ser, llenándome de valor para
proclamar la historia de la Novia perdida.

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CAPÍTULO X

EL SEÑOR DE LOS PECES


Viene entonces Jesús, toma el pan
y se lo da; y de igual modo el pez. (Juan 21, 13)

E
n 1988, el último año del período de servicio de mi marido en
Nashville, me matriculé para asistir a clases en la Vanderbilt Divinity
School, en un nuevo programa de estudios de posgrado en teología,
abierto para seglares pertenecientes a la comunidad ecuménica. Escuchaba
fascinada a sabios profesores y estudiosos de las Escrituras y leía con
atención las lecturas que nos asignaban. Asistí a un curso sobre la evolución y
la práctica del judaísmo rabínico; otro sobre el género del Apocalipsis; otro
sobre la interpretación de los Evangelios, y otro sobre el «Nuevo Testamento
como mitología». Tener esta oportunidad fue un gran don, y estas clases
arrojaron más luz sobre mi camino espiritual, que me llevaba a reclamar la
feminidad olvidada de la cristiandad. Escribí trabajos de investigación para
varias clases, incluido uno sobre la conexión entre la unción de Jesús y los
ritos antiguos del matrimonio sagrado en el Oriente Próximo y otro sobre la
guematría codificada en el Libro de la Revelación, también llamado el
Apocalipsis de Juan.
Siguiendo el camino de mi búsqueda espiritual, descubrí pruebas
convincentes de que la religión de la nueva era que ahora llamamos
«cristianismo» era una amalgama de la fe de los judíos en el único Dios
verdadero y las tradiciones y creencias del imperio romano helenizado. Las
medidas de la Nueva Jerusalén descritas en el Libro del Apocalipsis
confirman esta teoría de síntesis: un «matrimonio» que combina las
tradiciones judías, como la alianza de Moisés, la exhortación de los profetas
hebreos y la sabiduría de los judíos, con los signos astrológicos del Zodíaco y
los cultos misteriosos en torno a las deidades «salvadoras» del panteón
grecorromano[46].

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Gracias a mi reflexión sobre los Evangelios cristianos canónicos, sumada
a mi investigación constante, estoy segura de que Jesús no vino a establecer
esta nueva religión sino a cumplir las profecías del pueblo judío y a predicar
una nueva visión de la presencia continua de Dios en la comunidad, con los
pobres, los oprimidos y los desfavorecidos, siguiendo la tradición de los
profetas hebreos. El Jesús que se retrata en los Evangelios era un judío
carismático, maestro, sanador y profeta. Era hijo de su pueblo y heredero de
la viña del Señor de Israel, un héroe contrario al orden establecido,
infinitamente compasivo con los pobres y los desconsolados, y un campeón
de la justicia en nombre de estos.
El Jesús de los credos cristianos, formulado en los siglos posteriores, es
triunfador, gobernante y juez. Es el Hijo de Dios y Señor del Universo, la
segunda persona de la Santísima Trinidad, el hijo único, de la misma
naturaleza que el Padre, que ascendió a los cielos y que el domingo es objeto
de adoración por parte de los cristianos. El Jesucristo de la tradición cristiana
institucionalizada es una divinidad solar masculina por excelencia, retratada
según el modelo oriental de las divinidades solares del mundo mediterráneo:
Ra en Egipto, Apolo en Grecia, Júpiter en Roma y Sol Invictus en
Constantinopla. En Egipto, a los faraones que representaban la autoridad del
dios del Sol, Ra, los ungían con aceite de cocodrilo, el aceite de la «bestia»
que en todas partes se relaciona con el principio del poder solar, el «666[47]»
Aparte, está el otro Jesús, el Jesús de los Evangelios, un Jesús «histórico»
que era un talentoso maestro judío de Galilea. Este Jesús recorrió a pie, en
sandalias, los polvorientos caminos de Palestina, curaba a los enfermos y
encamaba un mensaje radical y dinámico de reconciliación, justicia social y
servicio a los demás. Lavó los pies de sus compañeros a pesar de sus
protestas. Fue bautizado bajo el signo de la paloma (antiguo tótem de la
Diosa[48]), ungido por una mujer en Betania, sentenciado por el procurador
romano y crucificado por sedicioso. Este Jesús huía cada vez que trataban de
proclamarlo rey y fue clavado en la cruz, como un ejemplo radical de las
heridas de un Dios sagrado, universalmente vilipendiado, despreciado y
torturado por los profetas que predican su palabra.
Paralelamente a la historia ortodoxa y canónica del cristianismo hay otra
historia, una versión secreta de la vida de Jesús, calificada de «herética» por
la Iglesia y condenada a la clandestinidad. A la sombra de las comunidades
que creían en una «alta» cristología de Jesús, orientada hacia el Sol, el rey
celestial y omnipotente que vendría rodeado de gloria a establecer su reino
sobre la Tierra, había otras comunidades formadas por aquellos que amaban a

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Jesús como hermano y amigo. Estas comunidades enseñaban un evangelio
sencillo de transformación espiritual y creían que el Espíritu llenaba no sólo
la vida de Jesucristo sino cada vida humana, colmándola de santidad.
La «baja» cristología de los cristianos ebionitas del siglo I y,
posteriormente, de los herejes asiáticos de los siglos IV al VI en Europa
occidental, muestra una fuerte continuidad con la comunidad cristiana
original de Jerusalén bajo el mandato de Santiago, el llamado «hermano de
Jesús». Sus enseñanzas insisten en la verdadera y plena humanidad de Jesús y
en su calidad de hijo como «recipiente» elegido, sometido a los fines divinos,
«un servidor fiel», leal hasta la muerte, más que el «hijo único del Padre» que
encontramos actualmente en los credos cristianos.
Posteriormente, los padres de la Iglesia lograron transformar al Yeshua
judío en un potentado oriental, tras un período de siglos desarrollando la alta
cristología que se articula oficialmente en el credo de Nicea (año 325) que
equiparaba a Jesús con Dios: «luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre». De paso hacia
esta proclamación, la Iglesia ortodoxa acabó (por irónico que parezca)
tildando a los ebionitas de herejes y posteriormente persiguió a los cristianos
arios de Europa occidental hasta su extinción.
La doctrina de la verdadera naturaleza de Jesús sigue siendo cuestión de
debate después de dos milenios. Lo esencial del dilema actual del cristianismo
es la división entre la erudición bíblica y la doctrina de la divinidad de Jesús;
por eso, la actual fisura entre la erudición conservadora tradicional y algunos
estudiosos de la Biblia se centra ahora en la cuestión de la verdadera
naturaleza humana de Jesús. Un conocimiento más profundo de Jesús como
«hombre verdadero», plenamente humano en todos los sentidos, va a acabar
transformando el monolito del cristianismo.
Más potencialmente devastador para la Iglesia que ningún otro escándalo
político, que cualquier asesinato, grande aunque sea una secuela de esos
acontecimientos, será la difusión de una versión revisada de un Jesús
completamente humano, profeta y chamán, carismático lleno de espíritu,
maestro itinerante y hacedor de milagros, verdadero hermano, verdadero
amigo. Él es, al mismo tiempo, un recipiente terrenal y un don único para el
mundo: el Mesías, el ungido.
El ministerio de Jesús demuestra que sabía perfectamente que lo habían
elegido para llevar el mensaje del amor apasionado y global de Dios hacia su
pueblo. Los epítetos y la parafernalia del culto de los dioses solares paganos
le fueron atribuidos posteriormente a Jesús por los helenistas residentes en el

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imperio romano, que reconocieron las dimensiones míticas que les brindaba la
historia de la crucifixión del rey de los judíos. San Pablo y los demás
misioneros cogieron el mensaje y la vida del auténtico Jesús y, después de su
muerte, le dieron una presentación que atrajera a los gentiles de la cuenca
mediterránea, a fin de llevarles la «buena nueva» del Cristo resucitado y su
mensaje.
Sin duda, los intelectuales del imperio romano reconocieron en el «Dios
resucitado» de los cristianos al arquetipo del rey-pastor y el novio sacrificado
de los antiguos cultos paganos de la fertilidad. Las escrituras cristianas
confirmaron a Jesús como Kyrios, palabra griega que identifica al «portador»
o «señor de la era». El culto del «novio/rey sacrificado», mezclado con las
imágenes de divinidad solar del dios griego Apolo y del Sol Invictus romano
en el crisol del imperio romano, justifica muchas de las doctrinas, rituales y
prácticas de los primeros cristianos.
Sin embargo, no creo que el verdadero Jesús histórico tuviera jamás la
intención ni el deseo de ser adorado como señor supremo y amo del universo.
La nueva religión que se formó posteriormente en torno a su recuerdo fue
adoptada por la estructura del poder patriarcal que acabó por institucionalizar
la buena nueva de su ministerio sobre la tierra y su muerte, sacrificado en la
cruz. El histórico Jesús de Nazaret, al cual sus discípulos llamaban Rabí, es
decir «maestro», se hubiese quedado anonadado.
Al principio de mi investigación, reparé en el motivo de los peces, tan
presente en las historias de los Evangelios, donde se decía que los apóstoles
de Jesús eran «pescadores de hombres»; estaba tan difundido que no podía
pasar desapercibido. En el Evangelio según san Marcos, el primero que se
escribió, se habla de que dio de comer a una multitud con apenas cinco panes
de cebada y dos peces, y los otros tres Evangelios cuentan una historia
similar. Tanto Tertuliano (155-200) como Clemente de Alejandría (150-215)
emplearon el pez como símbolo adecuado de Jesús, y san Agustín perpetuó
esta costumbre. En las primeras homilías cristianas, se llamaba a los feligreses
pisciculi, es decir, «pececillos», y la pila bautismal se denominaba piscina,
«pecera[49]».
Pero a pesar de todas estas referencias a los peces, me di cuenta de que
ninguno de ellos se asociaba directamente con Jesús. Me llamó la atención el
hecho de que, en los Evangelios canónicos, los epítetos que caracterizaban a
Jesús, y que se recogen en cierto modo de las frases que él mismo pronunció,
incluyen «Buen Pastor», «Novio» y «heredero de la viña». Y también se le
dieron otros nombres, como «Rabino», «Mesías», «Cordero de Dios» e

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incluso «Jardinero». Pero nunca le dicen «Pez», ni tampoco «Pescador». Sin
embargo, los cristianos primitivos abreviaban las iniciales de la frase
«Jesucristo, Hijo de Dios Salvador» para formar la palabra IXΘYΣ (Ichtys)
que en griego significa «pez», y se dice que los miembros de aquellas
comunidades dibujaban un pez en la arena como una señal de que pertenecían
a la Iglesia primitiva.
«¿Por qué tanto interés por los peces? —me pregunté—. ¿Sería tan sólo
porque la pesca era una forma muy común de ganarse la vida en Galilea y
Palestina?». Mi intuición, corroborada por mi investigación, me insistía en
que no era sólo por eso. Había que observarlo dentro del contexto más amplio
del nuevo signo del Zodíaco que estaba surgiendo: Piscis, el signo de los
peces.
Los cristianos actuales todavía usan el símbolo de los peces para
identificarse, y a menudo ponen una pegatina con este símbolo en el
parachoques, aunque puede que no sean conscientes de que Jesús, el Señor, se
consideraba el Kyrios de la era astrológica de Piscis, que comenzaba cuando
Él nació. Tras estudiar los textos del Nuevo Testamento, en particular el Libro
del Apocalipsis, estoy segura de que sus autores reconocían a Jesús como el
señor de la nueva era. A propósito escribían su nombre hebreo, Yeshua, con
letras griegas Iησoνσ (Ihsous) de modo que la suma de las letras, según su
sistema de guematría, diera 888, la «totalidad de ochos[50]».
Yo había estudiado la práctica helenística de la guematría, tan vigente en
el Nuevo Testamento, un nivel de interpretación de los textos sagrados que
después se dejó de lado. Pero seguía estando allí, codificada en el original
griego de los Evangelios. El tema me fascinó desde la primera vez que lo
encontré en el libro de John Michell The City of Revelation, en 1971, poco
después de mi propia toma de conciencia espiritual con el modo cristiano.
En el sistema clásico de la geometría sagrada, el número ocho significaba
regeneración, renacimiento y el comienzo de un «nuevo día», a partir del
comienzo de un nuevo ciclo que se iniciaba después del séptimo y último día
de la semana. La guematría de la palabra griega Kyrios es 800. El Kyrios era
el señor de la nueva era, portador del nuevo empuje cultural y el nuevo
paradigma. Los dos números, 800 y 888, representaban la idea de renovación
y resurrección, inherentes al número ocho. Y ambos se asociaban con
Jesucristo de forma intencionada.
Buscando pruebas de que el comienzo de Piscis tuvo una gran influencia
sobre los autores de la cristiandad, encontré numerosas confirmaciones. Uno
de los grafitos que aparecían dibujados en los muros de las primeras

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catacumbas, a las afueras de Roma, eran dos peces juntos (el símbolo
astrológico de Piscis). Y desde el principio, los patriarcas solían equiparar a
Jesús con el motivo de los peces. Cuando multiplicó los panes y los peces
para alimentar a «cinco mil», tal como se relata en cada uno de los cuatro
Evangelios, se menciona específicamente que se multiplicaron dos peces. Al
final, se apropió de Jesús la cultura helenista del Mediterráneo y lo convirtió
en el Kyrios de la cristiandad, que posteriormente se convertiría en la religión
occidental dominante de la era de Piscis, los peces.
Hacer resucitar el principio masculino encarnado en Cristo y sentarlo en
un trono a la diestra de Dios, en un cielo externo, implica pasar por alto la
naturaleza cíclica de la realidad y las antiguas mitologías que tratan del
crecimiento y la mengua de la luna y los cambios estacionales de la Tierra. En
la sociedad occidental, bajo la pancarta del cristianismo, reina el principio
solar veinticuatro horas por día, los doce meses del año, desafiando la
realidad y los ritmos naturales de la Tierra. La adoración del principio del
logos y de una imagen exclusivamente masculina de Dios durante dos
milenios ha distorsionado tanto la sociedad humana que al final ha puesto en
peligro el equilibrio fundamental de los opuestos, tan necesario para la vida
en nuestro planeta.
No es de extrañar que en una sociedad tan industrializada como la nuestra,
destruyamos la capa de ozono, las selvas tropicales, especies únicas de la
flora y la fauna y otros recursos insustituibles, incluso tal vez hasta nuestro
cerebro. El paradigma que rige «en el cielo», entronizado en nuestra psique,
es el A, la «hoja» o el triángulo de fuego que simboliza el poder, que en el
mundo antiguo se representaba con el yang o número solar 666, el famoso
«número de la bestia» del Libro de la Revelación[51].
A estas alturas, ya tendríamos que saber que el Sol no es Dios, sino sólo
una estrella más, una entre miles de millones. Y también se sabe que
exponerse a sus rayos sin protección puede ser peligroso. Tal vez haya
llegado el momento de apartarnos de nuestra peligrosa orientación hacia el
«Sol» y de todo lo que implica. El Jesús histórico y su mensaje de igualdad y
hermandad, de compartir y compadecer, es para todas las eras y todos los
momentos. Su «vía» de servicio a los demás es un camino de purificación y
santidad. Después de intentar seguir yo misma este camino, creo que su
orientación y su mensaje tienen una validez universal.
El legado de Jesús no se suprimirá cuando acabe la era de Piscis, sino que
se seguirá honrando y valorando junto con el de otros sabios y santos, tanto
hombres como mujeres, que se han aceptado como profetas o encamaciones

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del «amado» eterno. Si estudiamos a Jesús y sus enseñanzas, «los sabios lo
siguen buscando». Esta es mi frase favorita para una pegatina. Como los tres
reyes magos, hemos visto su estrella. Es la estrella de la plenitud, de la unión
y la armonía. Es la antigua impronta del templo cósmico, la «Y» que
representa la unión sagrada de las polaridades.
Como ya hemos señalado al comienzo del capítulo, la tradición literaria
en torno a Jesús está llena de alusiones a los pescadores: pescadores de
hombres, redes que se rompen, los panes y los peces, los 153 peces en la red,
Pedro el pescador. Todas las generaciones posteriores han relacionado el
cristianismo con el pez. En el lenguaje del siglo I, la era astrológica de Aries
(el camero) había sido sustituida por la de Jesucristo, el Señor de los peces.
Según mis investigaciones, durante las décadas posteriores a la crucifixión
de Jesucristo, el imperio romano adoptó conscientemente su figura como
puente entre una era que acababa y otra que empezaba, que llevaban el
nombre de las constelaciones del Zodíaco. Se diría que el final de la era del
carnero queda representado de forma significativa mediante las frecuentes
referencias que se hacen en el Nuevo Testamento a Jesús como el Cordero de
Dios, con sus connotaciones de sacrificio final. Su crucifixión como cordero
conducido al sacrificio se consideraba, desde el punto de vista esotérico, la
culminación de una era decadente, la muerte de Aries, y su resurrección como
el «Cristo» constituía el nacimiento de una nueva. El mitraísmo, un poderoso
culto solar del imperio romano, celebraba la precesión de los signos del
Zodíaco con ritos en honor de la muerte del toro, la era de Tauro. Poco a
poco, la religión popular entre las legiones romanas fue sustituida por el
cristianismo y su señor, que se suponía que representaban tanto al Cordero de
Aries sacrificado como al Pez de Piscis que nacía.
Tras la muerte de Jesús, el Cordero de Dios, los judíos creyentes
continuaron con sus ofrendas de corderos y tórtolas sólo durante cuatro
décadas más, antes de la destrucción definitiva del templo y del culto de
sacrificios de animales que se practicaba en él. Con la destrucción del templo
de Jerusalén en el año 70, la costumbre de ofrecer sacrificios animales que
imponía la legislación judía concluyó de forma irrevocable. En la
terminología oculta, la era de Aries había acabado oficialmente y la era de
Piscis ya había comenzado, en un jardín en el que amanecía esa primera
mañana de Pascua.

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Desde los primeros días de mi búsqueda de la verdad y mi interés por los
números codificados en el Nuevo Testamento, me han fascinado las
tradiciones en torno al significado de los valores numéricos del canon
sagrado, su antigüedad y su simbolismo. Por ejemplo, es evidente que las
escrituras hebreas están diseñadas en torno al místico número siete, la
culminación tradicional de la semana, el séptimo día en el cual Dios descansó
de su labor creadora.
No obstante, para la comunidad cristiana de la nueva alianza, el número
ocho tenía una importancia primordial. Como viene después del siete que
indica el final de un ciclo, el ocho es el número del renacimiento, e indica el
comienzo de un ciclo nuevo, el «nuevo día» o la «nueva era». Ya hemos
mencionado el uso de este ocho en la ortografía griega del nombre y el título
de Jesús. Su resurrección tuvo lugar al «octavo día», el día después del
séptimo, que simboliza la «salida del Sol» o el «amanecer del nuevo día» o de
«una nueva era».
En la persona histórica de Jesús de Nazaret, los iniciados que «tenían ojos
para ver» descubrían que se había hecho carne el mito arquetípico del dios
que moría y ascendía, una personificación del principio cósmico de la
regeneración. La resurrección del hijo salvador se reflejaba en el 888, que era
el código del nombre sagrado Iησoνσ ante el cual, según san Pablo, «toda
rodilla se doble» (2, 10).
Hacían falta odres nuevos para contener el nuevo empuje cultural de los
ideales de la nueva era de Piscis, de manera que alguien tenía que articular un
sistema nuevo. Tal vez ahora sea imposible imaginar quién fue el primero que
reconoció en Jesús al tan esperado Kyrios, o quién lo identificó con Iχθνσ
(Ichthys), Señor de los peces y presentó su mensaje para el consumo masivo
en toda la extensión del imperio romano.
Una explicación plausible es que fue obra de los iniciados de una escuela
de misterios esotéricos, en los primeros siglos del cristianismo, que
inventaron un sistema doctrinario para dar continuidad a los valores
fundamentales de su civilización[52]. Los cambios sociales caóticos y el
entrecruzamiento de culturas (muy similares a los de la era actual) produjeron
un desconcierto sin precedentes durante los primeros siglos del cristianismo.
Los ciudadanos del imperio romano, conocedores de la astrología y
profundamente conscientes de los movimientos del Zodíaco, buscaban un
punto focal para la creciente constelación de los peces, un avatar para
proclamar una nueva dirección cultural. La historia de los reyes magos, sabios

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astrólogos que seguían la estrella en busca del rey recién nacido (Mateo 2),
ilustra este punto.
Los emperadores romanos que se proclamaban divinos e insistían en que
los adorasen no eran el Mesías tan esperado. Los pueblos reprimidos de las
provincias más alejadas del imperio a menudo les temían y los odiaban. La
literatura apocalíptica que aparece en medio de los escritos intertestamentales
da fe de los sufrimientos de los ciudadanos conquistados que vivían en las
provincias romanas, que anhelaban la salvación y tomar represalias. Los
autores de los escritos del Nuevo Testamento, san Pablo y quizás basta el
propio Jesús, parecían esperar que el mundo que conocían llegaría a su fin, de
forma inminente y violenta.
El temor era la emoción fundamental en su sufrimiento cotidiano,
provocado por los cataclismos que se registraron durante el siglo I: sequías y
hambrunas, erupciones volcánicas y terremotos catastróficos. En el imperio
romano muchos pensaban que su civilización se desmoronaba, mientras que
otros creían que continuaría, pero tras una revisión profunda. Estos temores
arraigados en la comunidad se reflejan en numerosas obras apocalípticas de la
época y en los Evangelios de la cristiandad, culminando en la profecía de
Jesús de que en el templo no quedaría piedra sobre piedra que no fuera
derruida (Marcos 13, 2).
Cuando el templo de Jerusalén realmente quedó destruido y sus muros se
derrumbaron el nueve de Av del año 70, los habitantes de Jerusalén debieron
sentir un horror especial porque ese desastre definitivo había tenido lugar
exactamente en el aniversario de su destrucción anterior por los ejércitos
babilonios de Nabucodonosor, en el 586 a. de C. La comunidad embrionaria
de cristianos de Jerusalén no sobrevivió a la destrucción de la Ciudad Santa.
Cuando ellos y sus vecinos huyeron a las montañas circundantes para salvar
la vida debieron pensar que realmente estaba cayendo sobre ellos la ira de
Dios.

Las frases del Nuevo Testamento cifradas por la guematría se relacionan con
los números sagrados de la antigua cosmología y se acuñaron
deliberadamente para adaptar al mártir mesiánico, Jesús, al marco de las
creencias religiosas existentes en la región mediterránea. En las religiones
misteriosas del mundo helenístico, la regeneración mística mediante la
participación sacramental en la muerte y el sacrificio de un dios redentor ya se
practicaba en los cultos de Osiris, Tammur, Adonis y Dionisos. Muchos

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elementos de la doctrina y la liturgia cristiana primitiva, sobre todo la comida
eucarística o «de acción de gracias» y los ritos de purificación bautismal, se
pueden interpretar como un intento de conciliar y adaptar las enseñanzas del
Jesús histórico, el «Hijo de Dios», a los ritos religiosos tomados de los cultos
misteriosos de los dioses salvadores populares en el imperio romano. En las
comidas eucarísticas de los primeros cristianos se comía pescado, además del
pan y el vino habituales en las comidas de otros cultos.
Se tardó varios siglos en imponer a Jesús como «Señor», que llegó a
superar al mismísimo emperador romano, pero al final se lo proclamó por
todo el imperio como Kyrios, y se lo sentó simbólicamente en el trono
celestial, a la diestra de Dios.

Un día de primavera de 1990, me puse a pensar en Jesús como señor de la


«era-por-venir» profetizada y en cómo se había distorsionado su mensaje de
igualdad, justicia y servicio. Mis pensamientos derivaron hacia unos
comentarios que me hizo Mary Beben durante una conversación telefónica,
unos días antes. Le había dado pena su pececillo de colores y lo había echado
en un río que había cerca de su casa, en Virginia, porque le pareció que en su
pecera debía sentirse solo y aislado. Decidió que tenía que salvarlo de su
cautiverio y dejar que se relacionara con otros peces en la naturaleza.
Reflexionando sobre el pececillo de Mary, me puse a pensar en Cristo, el
Ichthys singular del cristianismo, y me pregunté si él también se sentiría solo.
Abrí la Biblia, porque a menudo rezaba con las Escrituras, y me fijé en el
pasaje impreso en la página que tenía delante, unas líneas conocidas del Libro
de Job: «Perezca el día en que nací, y la noche que dijo “Un varón ha sido
concebido”» (Job 3, 3). Mientras las leía, las palabras del lamento de Job
dieron un giro sorprendente. De pronto, la palabra clave era «varón», y
parecía como si fuera el propio Jesús, en vez de Job, el que estuviera
lamentándose, suplicando que se borrara toda la «noche», los dos milenios de
la era actual, la «noche» de Piscis en la que se dijo que el hijo único de Dios
era un «varón».
Porque al decir que el niño divino era varón, toda la mitad femenina de la
creación perdió valor. Las líneas del lamento de Job parecían expresar un
pesar profundo, casi angustioso, por los dos mil años de poder masculino y
por el «doble rasero» que se aplicaba como consecuencia de la declaración,
institucionalizada posteriormente, de que «un varón ha sido concebido». Con
la llegada de la era de Acuario, la noche oscura de dominación masculina y

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hegemonía patriarcal está a punto de llegar a su fin. Pero sólo si dejamos que
así sea. Porque somos las manos y los pies, los socios de la divinidad y
cocreadores del mundo en que vivimos. Tenemos que estar dispuestos a
escuchar a la divinidad pronunciando una palabra nueva, y permitir que esa
palabra nueva se encarne… ¡en nosotros!
Mi amiga Mary y yo hemos hablado a menudo de lo esencial de todo lo
que hemos aprendido. En una ocasión me preguntó: «Si fueras a Roma y
tuvieras la oportunidad de explicarle al papa y a sus cardenales lo que está
pasando en la Iglesia Católica, ¿qué les dirías?».
Le respondí que les leería en voz alta un fragmento del primer capítulo de
la epístola de san Pablo a los romanos, muy apropiado porque Pablo también
se dirigía a los «romanos». En esta importante epístola, les expone los frutos
de la idolatría: el menosprecio de las mujeres, la perversión sexual, la
avaricia, la malicia y la maldad. La lista es fascinante y refleja con precisión
una sociedad que adora la supremacía masculina. Se diría que las Sagradas
Escrituras les vienen repitiendo a los «romanos» el mismo mensaje desde
hace dos mil años: que adorar una imagen exclusivamente masculina de Dios
es destructiva. «Jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la
gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre
corruptible…» (Romanos 1, 22-23).
El texto de la carta de Pablo a los romanos no podría ser más explícito;
una imagen vale más que mil palabras. En el cristianismo, la imagen de Dios
hecho hombre en Jesús es clara, incuestionablemente masculina. Desde
nuestra más tierna infancia, a la mayoría de nosotros nos han enseñado que
Dios es hombre, deformando de este modo, lamentablemente, la imagen de
nosotros mismos y la psique de casi la mitad de la raza humana.
Los medios de este adoctrinamiento no han sido sutiles. Hemos visto a
«Dios Padre» en pinturas, como las del techo de la Capilla Sixtina; hemos
visto cuadros y estatuas de Jesús y hemos memorizado las palabras de los
credos cristianos. Hasta hace muy poco hemos tomado por descontada la
masculinidad de Dios, sin darnos cuenta de hasta qué punto estas imágenes
masculinas, e incluso los pronombres masculinos, han distorsionado la
conciencia de toda nuestra civilización. Sin duda, esta es la orientación que
desea corregir el papa Juan Pablo II cuando sugiere que la Virgen María es la
«coredentora».
En su epístola a los romanos, san Pablo previene a la comunidad contra
los idólatras, que convierten la imagen de Dios «en forma de hombre
corruptible». Y les advierte: «Por eso Dios los entregó a las apetencias de su

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corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos
que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la
criatura en vez del Creador» (Romanos 1, 24-25).
Lo más terrible es que los prelados de la Iglesia nunca se dieron cuenta de
que las palabras de Pablo se referían directamente a ellos. Son ellos los que
durante siglos han difundido una religión y una civilización orientadas hacia
lo masculino, partiendo del culto a una Trinidad totalmente masculina e
impuesta por una jerarquía completamente masculina. En todo el mundo han
cosechado los frutos amargos de ésa idolatría, deformando la sociedad que
adora una imagen de Dios antropomórfica y claramente masculina.
Sin embargo, a estos padres jamás se les ocurrió verse como paganos.
Jamás pensaron en aplicarse a sí mismos las palabras de Pablo, quizá porque
no han comprendido del todo el principio metafísico que encierran: «Como es
arriba, es abajo». Tampoco se han planteado la sabiduría del hieros gamous,
el modelo sagrado de unión. Los abusos y perversiones de nuestro planeta
están vinculados directamente con las falsas doctrinas que promueven la
adoración del principio masculino predominante. «Cuando siempre brilla el
Sol, debajo hay un desierto». La letra de esta vieja canción perdura a lo largo
de los años, junto con la línea que ofrece el antídoto práctico de la canción:
«Hace falta un poco de lluvia para que el jardín crezca».

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CAPÍTULO XI

UN CANTO NUEVO
Cantad a Yahveh un canto nuevo […]
¡Aclamad a Yahveh, toda la tierra, estallad […]! (Sal. 98, 1,4)

E
n julio de 1988, Ted y yo cargamos a nuestros cuatro hijos menores
en la vieja furgoneta Ford y nos dirigimos hacia el oeste desde
Nashville. Atravesamos las llanuras centrales y las Montañas
Rocosas, y también el estado de Washington, hasta llegar a nuestro nuevo
destino militar en Fort Lewis, a una hora en coche al sur de Seattle. Nuestra
nueva casa era un antiguo puesto del ejército al pie del Mount Rainier, un
volcán con la cumbre nevada al cual los indios llamaban «Tahoma», que
significa «madre de las aguas». Inmensos abetos de Douglas delimitan el
campo de desfiles de Fort Lewis, enmarcando la espectacular visión de la
montaña. Al otro lado del campo de desfiles estaba la capilla principal.
Prácticamente en cuanto terminé de abrir las cajas, me ofrecieron el
puesto de coordinadora de relaciones públicas de los cuarenta y tres
capellanes asignados al cuartel general de la división y los cuerpos del
ejército estacionados en Fort Lewis, al servicio de veinte mil soldados y sus
familias. Durante el tiempo que trabajé con los capellanes, compartí con
varios de ellos mis recientes descubrimientos sobre la Novia olvidada del
cristianismo.
Conversé en detalle sobre mi revisión de los Evangelios y mi versión de la
Magdalena con un amigo capellán que era francmasón y ministro baptista.
Era una persona muy abierta y se interesó por mi investigación sobre el Grial,
y finalmente un día reconoció que le encantaba que mi nueva interpretación
del Evangelio cristiano incluyera a la esposa de Jesús. Pero al mismo tiempo
reconoció que le costaba creerlo, porque no había recibido ninguna
confirmación independiente de que fuera verdad. Curiosa por saber qué tipo
de confirmación buscaba, le sugerí que rezara para obtener la seguridad que
necesitaba.

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A la mañana siguiente vino a verme el capellán muy excitado. Después de
orar pidiendo unas lecturas de las Escrituras que le confirmaran mi
investigación, había recibido el texto de Isaías 43, 18-20, que explicaban que
el rescate de los exiliados que estaban prisioneros en Babilonia sería más
maravilloso que su huida de la esclavitud de Egipto: «¿No os acordáis de lo
pasado[…]? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo […] Sí, pongo en el
desierto un camino, ríos en el páramo […] pues pondrá agua en el desierto
para dar de beber a mi pueblo elegido».
Pero eso no era todo. Maravillado por el primer texto, pidió otro que se lo
confirmara y abrió la Biblia en Mateo 26: la descripción de la unción de Jesús
en el banquete por parte de la mujer con el frasco de alabastro.
Las lecturas que recibió mi amigo el capellán resumían el matrimonio
sagrado y toda la promesa del Grial para curar el páramo, y repetían el nuevo
canto de mi corazón: el canto de bodas de los amados. Ha llegado la hora.
Debemos dejar Babilonia, la ciudad corrupta de los adoradores del «sol/hijo»
y emprender el viaje de regreso a la Tierra Prometida, la tierra de la leche y la
miel, donde la «Y» sagrada es el símbolo de la armonía y la integridad.

Un día estaba sentada en la cocina, tomándome una taza de té al final de la


tarde, antes de ponerme a preparar la cena. Reflexionaba sobre todo lo que
había aprendido acerca de la feminidad perdida y me preguntaba qué hacer
con ello. «¿Para qué sirve? —me pregunté—. ¿Para mí sola?». Miré la mesa,
donde mis hijos habían dejado los libros al volver de la escuela. Encima de
todo había un libro sobre la abolicionista estadounidense Harriet Tubman. Al
ver el libro, de repente supe que lo que había comprendido no era para mi
exclusivo crecimiento y edificación. Tenía que ver con liberar prisioneros, y
yo no descansaría hasta que no hubiera hecho mi parte para romper las
cadenas impuestas sobre las sociedades occidentales durante siglos por la
«santa» inquisición.
En mi mente, veía una larga fila de esclavos en el tren hacia la libertad,
cantando y siguiendo a la Osa Mayor, en su camino hacia el norte. Al igual
que Harriet Tubman, que regresó al sur tras conquistar su propia libertad y
trabajó para ayudar a otros a liberarse de la esclavitud, mi misión sería poner
las aguas de la verdad al alcance de todos, escribiendo la historia de la Novia
arquetípica. «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres».
De pronto, me sentí como si estuviera embarazada de trece meses con
toda la información que había estudiado, las intuiciones que había recibido.

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Me senté frente al antiguo ordenador Osborne de mis hijos y empecé a
escribir: «Capítulo 1: La Novia perdida».
Varios meses después, la respuesta del capellán principal de la Iglesia
Católica al primer borrador de mi manuscrito me resultó alentadora: «¡Esto
podría sanar a la Iglesia!». Mi primer contacto editorial fue con Bear &
Company, en Santa Fe; me encantó el nombre de la ciudad porque justamente
yo estaba tratando de reclamar la santa fe de los cristianos primitivos, junto
con el mandala del matrimonio sagrado que debería haber sido nuestro
renacimiento.
En 1993, después de publicar The Woman with the Alabaster Jar,
comencé a viajar por todo el país, dando conferencias y firmando libros.
Hacía muchos años que admiraba la obra del filósofo británico John Michell
y, en un viaje que hice en octubre a la costa este de Estados Unidos, lo conocí
en una convención, en Washington, D. C. El doctor Michell tuvo la
amabilidad de hablarme sobre su trabajo en relación con la guematría, y me
expresó su decepción por no haber encontrado más interesados en este
instrumento para comprender mejor las Sagradas Escrituras.
Esa tarde memorable, le pregunté al doctor Michell si alguna vez había
calculado la guematría correspondiente a María Magdalena. Me dijo que no lo
había hecho y, mirándome a los ojos, sugirió que tal vez debería hacerlo yo.
Al regresar de mi viaje, me fui directamente a mi versión bilingüe,
griego/inglés, de los Evangelios para verificar la ortografía y calcular el
número de María Magdalena. ¡Me quedé atónita! Si san Pablo atribuía al
«888» de Iησονσ (Jesús) una importancia superior a la de cualquier otro
nombre, el número que le correspondía a María Magdalena también tiene una
significación increíble e inmensa[53]. ¿Cómo es posible que se hubiera pasado
por alto durante dos milenios? ¿A nadie le importaba?
Al nombre griego de María, una adaptación del hebreo Miriam, le
corresponde, según la guematría el número 152, pero el epíteto η Μαγδαληνη
(la Magdalena) tiene exactamente el valor 153, el mismo número que «los
peces en la red» que se mencionan en el último capítulo del Evangelio según
san Juan. A los apóstoles de Jesús se los llamaba «pescadores de hombres» y,
simbólicamente, los «peces» de sus redes representaban a la comunidad de
creyentes, la ekklesia, la «Novia» comunitaria[54].
Me quedé más atónita todavía cuando, en los meses siguientes, mi
investigación me reveló unas dimensiones más dinámicas del número 153.
Tras estudiar en detalle la información sobre la matemática desarrollada por
los griegos y los números sagrados de su cosmología, descubrí que el 153 es

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uno de los valores más significativos del antiguo canon de geometría sagrada.
Este número significaba la raíz cuadrada de 3 y se identificaba concretamente
con la «vejiga de pez», la forma de «almendra» conocida como el
«recipiente» o «medida del pez[55]». Esta forma de () tiene asociaciones
concretas con lo femenino y, en todo el mundo clásico helenístico, se conocía
como la matrix, la «madre», de toda la geometría. A veces se la llamaba
«vulva», e incluso «sanctasanctórum», debido a las connotaciones de lo
femenino como lo más santo entre los santos. De todos los números del canon
antiguo, el 153 representaba lo sagrado femenino, la Diosa en los Evangelios.
Debido al margen (llamado colel) de +1 o -1 que admite el sistema de la
guematría, todas las Marías (guematría 152) del Nuevo Testamento se
identifican con este símbolo y su evidente simbolismo femenino, pero sólo la
ortografía del epíteto η Μαγδαληνη lleva el número exacto de la «Diosa» de
la «vejiga de pez», el 153.
No es posible que sea sólo por casualidad que la ortografía del epíteto de
María Magdalena corresponda a este número tan importante de la «Diosa»,
así como tampoco puede ser casual que la ortografía de Ιησονσ (Ihsous)
corresponda al número 888. Las grafías griegas del Nuevo Testamento eran
intencionadas, elegidas porque su guematría era muy importante para la
interpretación de los textos sagrados.
Pero la revelación de los números no acaba con los nombres de los dos
amados. Se puso de manifiesto otro descubrimiento importante. Cuando el
número ocho, asociado con Jesucristo y la resurrección, se multiplica por el
153 de η Μαγδαληνη, el resultado da 1224, que es el valor que, según la
guematría, tiene la palabra griega ιχθνεσ (ichthyes), los «peces». Puesto que
los autores del cristianismo designaban a Cristo como el arquetípico «Señor
de los peces», el 1224 confirma que debían interpretar que María Magdalena
era la Señora: Él el pez (Iχθνσ) y ella, el «recipiente del pez», la (). Los
números codificados en los Evangelios identificaban a Cristo y a Magdalena
juntos como los portadores arquetípicos de la «era venidera».
La elegante codificación numérica que practicaban los autores
helenísticos del Nuevo Testamento es un tesoro que no se ha apreciado hasta
ahora, después de permanecer oculto en las tinieblas durante milenios, desde
que san Jerónimo tradujera los Evangelios del griego al latín, con lo cual se
perdieron los valores numéricos originales de su guematría. Pero para
aquellos que lo examinamos en la actualidad, no cabe la menor duda de que la
María llamada «la Magdalena» era la Diosa oculta desde el principio en los
Evangelios cristianos.

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El conocimiento de esta sabiduría oculta me ha dado confianza y valor
para proclamar su condición en la comunidad cristiana primitiva en los
talleres y las conferencias que he dado por todo el país. Los números
codificados en los propios Evangelios son una prueba directa que confirma el
matrimonio sagrado en el núcleo del cristianismo y la pareja que formó el
mandala sagrado para la era de Piscis, cuyo símbolo astrológico representa
dos peces que nadan en direcciones opuestas, similares al símbolo del
yin/yang del Lejano Oriente.
El canto que entono es un canto a la unión, el himno nupcial de los
amados. Pero no es un canto nuevo, sino una variación sobre un canto muy
antiguo, cuyo prototipo es el Cantar de los Cantares.

Hay una canción maravillosa en la versión musical de Les Misérables que


sugiere el nacimiento de una nueva era de unión. En la letra de «The Red and
the Black», la pasión de Marius por su hermosa Cosette se mezcla con las
expectativas de los estudiantes que se preparan para luchar en una revolución
por las calles de París para conseguir un mundo mejor. Marius se lamenta:
«Rojo, siento que mi alma se inflama; negro, como mi mundo cuando ella no
está allí; rojo, el color del deseo; negro, el de la desesperación». Los demás
estudiantes que están presentes en la escena repiten la metáfora: «Rojo, como
la sangre de los hombres indignados; negro, la oscuridad del tiempo pasado;
rojo, como el día antes de que amanezca; negro, como la noche que al fin
acaba».
Al final de la producción de este musical de Broadway, todo el reparto
canta al amanecer, detrás de las barricadas de su revolución. En la década de
1980, los sonoros aplausos para esta producción musical resonaron por todo
el mundo y sacudieron el planeta. En Nashville, en 1989, la noche de abril en
que asistí a la representación con mi hija Meg, recibió una ovación de pie que
duró diez minutos. Seis meses después, tras el surgimiento de los
movimientos de liberación en los países detrás del telón de acero, se
desmoronó el muro de Berlín. La revolución no ha acabado todavía, pero
ahora estamos tomando conciencia de su orientación y del modelo
democrático de unión que pretende manifestar.
Víctor Hugo, que escribió esta novela (Los Miserables) en el siglo XIX, era
un albigense que defendía la herejía del Grial, implicado como gran maestro
del Priorato de Sión, una sociedad secreta formada en el siglo XII para
proteger el secreto del Grial y que, según los autores de Holy Blood, Holy

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Grail, todavía existe[56]. En Les Miserables, Hugo presagia la desaparición
del patriarcado «benevolente» pero represor y de la inflexible legalidad del
orden establecido. Su héroe, el exconvicto Jean Valjean, adopta el nombre de
Monsieur «Madeleine», mientras que el agente de policía que es su
antagonista se llama «Javert», que significa «afirmo» o «establezco». Es
evidente que representa la legalidad rígida e implacable del orden establecido
y de aquellos que lo defienden. La historia acaba con el matrimonio de
Cosette con Marius, noble él, hija de una prostituta, ella. En la época en que
Hugo escribió la novela, este matrimonio dramático era un desafío para la
conciencia de clase europea. Era un canto nuevo.

El canto nuevo en mi boca, el himno nupcial del matrimonio sagrado, da fe


del nacimiento de una nueva era de verdad, libertad y un nivel más profundo
de igualdad: la auténtica unión. Debemos reclamar esta realidad para nosotros
mismos, en nuestra propia vida y en nuestra casa, y tenemos que intentar crear
el mundo según nuestra nueva visión. El principio femenino, atado en la tierra
y en los cielos, no puede seguir atado. Bajo la égida de la Virgen Negra,
nuestras cadenas y grilletes empiezan a caer, y el arquetipo de lo femenino
como compañera empieza a surgir en la conciencia: la Diosa se eleva.
Responde al modelo de Magdalena, no de Medusa. No hace falta convertir al
compañero en piedra, pero sí necesitamos ser reconocidas por fin como la
«otra mitad», perdida durante tanto tiempo. Pero antes, antes aún de reclamar
todo nuestro legado, tenemos que encontrar formas de curar la feminidad
herida en nuestro propio corazón y en nuestra alma.
Como hemos visto, se han encontrado pruebas directas de la unión
sagrada original del cristianismo arraigadas en la guematría de los propios
textos del Nuevo Testamento. Los números codificados en el Nuevo
Testamento durante siglos son irrefutables y elocuentes más allá de las
palabras; la geometría que generan refleja el funcionamiento armonioso del
cosmos. Para los iniciados en el significado de las sumas sagradas, para los
que tienen ojos para ver y oídos para oír y están dispuestos a recibir esta
prueba, el sentido está tan claro hoy día como lo estaba en el siglo I en
Palestina y en las provincias romanas de su entorno.
La unión, es decir la libertad, igualdad y fraternidad de los dos sexos y de
todos los individuos, era el mensaje original de los Evangelios, arraigado en
la guematría del «grano de mostaza[57]». Porque, como nos recuerda el autor
del Génesis, «a imagen de Dios le creó, macho y hembra le creó» (Gén. 1,

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27). Y el propio Dios dice: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a
hacerle una ayuda adecuada» (Gén. 2, 18). Cristo cita el mismo pasaje del
Génesis en el Evangelio según san Mateo, destacando que «dejará el hombre
a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola
carne» y proclamando que lo que Dios ha unido nadie debe separarlo (Mt
19, 5-6).
Las leyendas del Santo Grial insisten que, cuando se encuentre el Grial,
sanará el páramo desértico que gobierna el rey-pescador herido. Dicen que el
Grial era el cáliz que contenía la sangre de Cristo, y caballeros de radiante
armadura buscaron este recipiente perdido a lo largo y ancho de Europa. Mi
investigación me ha conducido a la inevitable conclusión de que este
recipiente no era un objeto, sino una mujer: la Novia perdida de Jesús, que
llevó a su hijo a Francia. Al reclamar a la esposa de Jesús, le devolvemos al
cristianismo el Grial perdido y el antiguo mandala del hieros gamous.
Desde los albores del cristianismo, existe una pareja sagrada, formada por
Cristo y Magdalena, para proporcionar el modelo arquetípico del afectuoso
servicio y la devoción mutua. Juntos, los amantes encaman la alianza del
Novio eterno y la Novia cósmica, una imagen de lo divino como una pareja
que se ama. Este mandala, que los místicos han anunciado hace tiempo y que
ahora cristaliza en nuestra propia psique, nos ayudará a curar nuestras propias
relaciones íntimas y nuestra herida personal, llenándonos de alegría,
colmándonos de plenitud.

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CAPÍTULO XII

EL REENCUENTRO SAGRADO
No se dirá de ti jamás «abandonada», ni de tu tierra
se dirá jamás «desolada», sino que a ti se te llamará
«mi complacencia», y a tu tierra, «desposada» (Is. 62, 4)

L
a asociación estrecha de intuición más investigación con respecto al
secreto del Grial ha producido una rica cosecha en mi vida. El
arquetipo perdido de la Novia es inherente al misterio medieval en
torno al Santo Grial, y los motivos del rey solitario y tullido y del páramo que
es su reino están cargados de numerosos simbolismos que han sido una fuente
de ilustración durante los años que duró mi búsqueda.
Cuando hablo ahora de reclamar la Novia perdida, pienso en restaurar a la
esposa histórica de Jesús al lugar que le corresponde, a su lado y, al mismo
tiempo, en un plano más profundo, pienso en la manera en que esto servirá
para restaurar el «paradigma de la unión», la imagen de la divinidad como
Novia y Novio, en el sanctasanctórum de nuestra psique colectiva: «así en la
tierra como en el cielo». Debemos valorar nuestros propios sentimientos y
emociones, nuestras propias intuiciones, nuestra propia experiencia, a
nosotros mismos. Debemos respetar nuestro viaje interior.
En la imagen de la virgen Negra, encontramos no sólo a la María humana,
que era la madre judía de Jesús, sino más bien el «otro rostro de Dios»,
despreciado y descuidado, todo el arquetipo femenino que hemos de
reconocer para recuperar la plenitud. Esa señora morena inescrutable es la
imagen paralela, la «novia-hermana» del señor de la luz y el esplendor, el
poder y la fuerza, que llega montado sobre nubes de gloria. Con espantosas
cicatrices que le mutilan las mejillas, representa a millones de criaturas de
Dios, humildes, no reconocidas, casi anónimas, llamados los anawim en
hebreo, que portan la imagen divina con la misma seguridad y verdad que sus
venerados santos, sacerdotes y dirigentes. Ella representa a la Novia
comunitaria, arquetípica, en un sentido más amplio y más profundo que lo

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que puede hacer cualquier mujer histórica, ni siquiera la Virgen María o
María Magdalena. De modo que debemos mirar las numerosas facetas de la
feminidad sagrada para comprender lo que realmente tenemos que reclamar.
La imagen masculina célibe de Dios, adorada durante casi dos mil años de
civilización occidental, es una imagen distorsionada que implora
desesperadamente que se la corrija. Nuestra sociedad refleja aquello que
adora. Y durante milenios nos han dicho que «Él» es santo. La verdad es que
«Ella» también es santa, en todas sus facetas: doncella y madre, hermana,
hija, amante, novia y vieja.
Una vez me preguntaron en una carta si había sombras proféticas de
María Magdalena en las Escrituras hebreas del Antiguo Testamento, así como
aparecían las reiteradas prefiguraciones de Jesús. Entre los ejemplos cabe
mencionar a Isaac que sube la leña para el sacrificio a lo alto de la montaña,
como Cristo llevaba la cruz; o el siervo sufriente que, en Isaías, es conducido
como un cordero al sacrificio; o Jonás, lanzado a la playa después de pasar
tres días en el vientre de la ballena.
Mi respuesta ha sido, y sigue siendo, un «sí» rotundo. Hay numerosas
prefiguraciones proféticas de María Magdalena, la amada, la prostituta/novia.
Una de las más evidentes, es la ya mencionada Novia del Cantar de los
Cantares, a la cual el novio llama «mi paloma». Esta Novia arquetípica es la
sabiduría encarnada, y la paloma es su antiquísimo tótem. Se interpreta
tradicionalmente como una metáfora de toda la comunidad de fieles.
Otra prefiguración de la Magdalena es Agar, la esclava egipcia que
Abraham echó de su casa y que se vio obligada a abrirse camino en el desierto
con su hijo Ismael (Gén. 21). El suyo era «el hijo de la naturaleza» mientras
que el hijo de Sara, Isaac, era «el hijo de la promesa» (Ga. 4, 23). Y también
está la niña desnuda y abandonada de Ezequiel, capítulo 16, a la que Dios
encontró y, compadeciéndose de ella, vistió y alimentó. Pero ella se volvió
displicente y se entregó a otros amantes y, en el Antiguo Testamento, se ha
convertido en el símbolo de la comunidad infiel que adora a falsos dioses.
Y también está Gómer, la prostituta con la cual se tuvo que casar el
profeta Oseas. Aunque ella le era infiel, él tuvo que volver a tomarla como
esposa y perdonarle sus reiterados adulterios en señal del amor apasionado e
incondicional de Dios hacia su pueblo. Sin duda ella era una prefiguración de
«la Magdalena» como símbolo de la comunidad religiosa, la ekklesia,
redimida por el Novio eterno.
Además está el topónimo hebreo «Magdal-eder», «la atalaya/fortaleza de
la hija de Sión». En este caso, el topónimo representa a la comunidad de

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Israel enviada a los campos y exiliada, una situación que prefigura la
condición de refugiada de Magdalena, que huyó a Francia. A través de «ella»,
algún día será liberada (Mi. 4, 8-10). Uno de los antiguos epítetos de
Magdalena es «atalaya» o «fortaleza», el significado literal de magdala en
hebreo.
En el libro de las Lamentaciones, encontramos a la desolada «viuda de
Sión», que representa al pueblo de Jerusalén, desconsolado y vencido. Los
rostros de sus descendientes, los príncipes de la línea davídica, están «más
oscuros que el hollín» (Lam. 4, 8), y ya no se los reconoce por las calles.
El Antiguo Testamento contiene otra prefiguración profética de la Novia
de Jesús. El prototipo del Santo Grial está situado en el capítulo 44 del
Génesis. (Me parece interesante que el capítulo del Antiguo Testamento que
contiene el prototipo del «Grial» lleve, casualmente, el número 44, que
recuerda al número 444, que significa «carne y hueso» en el canon sagrado de
los antiguos. Este número tan «femenino» parece prefigurar el «cáliz» de
barro arquetípico y el vientre).
En este pasaje del Génesis se narra la historia de los hijos de Jacob, el
patriarca de Israel. Los hijos de Lía, la esposa mayor, y los de las concubinas
de Jacob estaban celosos del hijo de Raquel, José, y lo habían vendido en
Egipto como esclavo. Pero él sobrevivió y llegó a ser el asesor de confianza
del faraón. Cuando sus hermanos fueron a comprar víveres a los depósitos
que tenía José en Egipto, no lo reconocieron. Antes de que partieran, José
hizo que sus sirvientes escondieran su copa de plata en la talega de su
hermano Benjamín, porque quería poner a prueba a sus hermanos,
acusándolos de robar la copa para incriminar a su hermano menor, Benjamín,
el favorito de su padre. Cuando los criados de José encontraron la copa de
plata, se convirtió en el instrumento de la curación y la reconciliación de los
doce hijos de Jacob.
Como el rabino Jesús era tan versado en la historia y los textos sagrados
de su pueblo, estoy segura de que conocía y apreciaba la historia de José y sus
hermanos que aparece en el libro del Génesis. Él mismo pertenecía al linaje
real de Judá, una de las dos tribus que quedaban, que no habían desaparecido
en la primera destrucción de Jerusalén y el posterior exilio de su pueblo. La
otra tribu que seguía existiendo era la de Benjamín, los descendientes del
querido hermano menor de José. Raquel, la esposa favorita, había muerto al
darle a luz y la habían enterrado cerca de un montículo llamado Magdaleder,
próximo a Belén, y todos los judíos la amaban y la estimaban de corazón.

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Cuando le llegó el momento de escoger esposa, Jesús debió pensar en
cierto modo que encontraría el recipiente de su alegría «en la talega de
Benjamín». La familia de Lázaro tenía fortuna y es probable que María fuese
la heredera de las tierras benjamitas, cerca de Jerusalén. La boda de Jesús con
esta María hubiese unido los destinos de las dos tribus, la de Judá y la de
Benjamín, en un momento crucial de la historia de Israel. Tengo que
reconocer que esta es una especulación romántica mía, partiendo del
significado que da el diccionario de «especulación»: «mirar desde lejos, como
desde una atalaya». ¿Por qué no? Después de todo, magdala significa
«atalaya».
Como la copa plateada de José estaba oculta en la talega que llevaba
Benjamín para transportar el grano en un momento crucial, para salvar a
Israel del hambre, me parece maravillosamente profético. El cáliz de plata
escondido en la talega de Benjamín es el prototipo del Santo Grial: cuando se
reconozca por fin, bien podría ser un instrumento de reconciliación entre las
naciones.
Pero no estamos hablando de un objeto legendario, del que se dice que fue
el cáliz de plata en el cual bebió Jesús en la última cena. Nos referimos a un
«recipiente de barro», la Magdalena, la Novia de Jesús. Cuando se le
reconozca a esta «otra María», descuidada durante dos mil años, el papel que
le corresponde como la esposa de carne y hueso (¡444!) de Jesús, puede que el
cisma entre el judaísmo, el cristianismo y el islamismo se cure por fin.
Entonces tal vez se reconcilien finalmente todas las tribus de la familia
humana que ahora están separadas, a medida que cada corazón comience a
sanar su propia escisión dolorosa y se integre.
A menudo me ronda la letra de otra canción, un tema de música country:
«Cuando siempre brilla el Sol, debajo hay un desierto». El páramo es un tema
doloroso en la literatura europea occidental, el páramo que se cura cuando se
encuentra el Grial. El mismo páramo que se cura en los cuentos de hadas
cuando el veleidoso príncipe encuentra por fin a su verdadera pareja, y todos
los habitantes del reino son felices y comen perdices. Es el eco de los
prometidos esponsales del Cordero en el Apocalipsis: fluye el agua desde el
trono de Dios y sirve de medicina a las naciones (Ap. 22). Es el tema de
películas tan apreciadas como The Secret Garden y Enchanted April, donde la
masculinidad y la feminidad heridas se curan mutuamente.
Me viene a la memoria otro cuento popular: las aventuras del pequeño
Bastián en La historia interminable, que entró en las páginas del libro que
estaba leyendo y se le encomendó la misión de encontrar a la «Emperatriz» y

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darle un nuevo nombre. «El papa Juan Pablo II, ¿habrá visto la película sobre
el pequeño Bastián? —me pregunté—. ¡Quizá debería verla!». A lo largo de
la historia, esperamos que Bastián tenga éxito, y nos imaginamos a la
emperatriz en todo su esplendor, como una matriarca imponente de mediana
edad, igual que la reina de Inglaterra. Pero no. Por fin, al final de la película,
Bastián se encuentra cara a cara con la Emperatriz y… ¡sorpresa! Es una niña
de su misma edad, su imagen reflejada, su pareja, compañera de juegos y
amiga. La llama «hija de la Luna». ¡Un nombre muy adecuado! Y
perfectamente femenino.
El matrimonio sagrado entre polaridades es un mandala que espera ser
comprendido como el principio sagrado que es la base del universo, la
impronta perdida que irradia paz y armonía, curando la tierra desolada. La
unión íntima de lo masculino y lo femenino es la fuente de toda la vida de
nuestro planeta, el modelo de la vida tal como la conocemos, ¡y no hay otro!
Ésta es la impronta sobre la cual escribió Mary Beben en su diario, en
1973, cuando Jan le enseñó la estatua de Jesús rota a la que le faltaba un trozo
de la base. Entonces ella se dio cuenta de que en la conciencia humana estaba
tratando de manifestarse una nueva impronta, pero que antes había que
destruir el modelo anterior. La «Y» es la impronta de la totalidad que se
manifiesta en la psique de la persona. Como modelo del «recipiente de barro»
sagrado, es decir de cada ser humano, el templo de Jerusalén, con sus salas
exteriores e interiores que conducían al sanctasanctórum, estaba diseñado,
según los místicos judíos, para contener la presencia de Yahveb y de su
sagrada consorte, la Shekinah, conviviendo en íntima unión en su «cámara
nupcial[58]», la psique/el corazón humanos.
Creo que las grietas que existen en los cimientos del cristianismo son tan
profundas y tan peligrosas que todo el edificio corre el riesgo de
desmoronarse. Si se nombrase a la Virgen María coredentora con Cristo, se
reforzaría un antiguo mandala de la integridad: el mandala madre/hijo del
mundo antiguo que representaba a la divinidad como una unión de contrarios:
masculino y femenino, joven y viejo, grande y pequeño.
Pero este modelo conocido no va a curar las heridas producidas por la
negación de la plena humanidad de Jesús y de la novia humana a la que
amaba. Por el contrario, esta proclamación de la «coredentora», si se toma de
forma demasiado literal, como suele ocurrir con los dogmas, perpetuará la
exclusiva orientación «Virgen María/Hijo célibe» del cristianismo, a la que
todavía le falta reconocer el papel de compañera que tiene la Novia, la otra
María de la historia del Evangelio.

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Un domingo frío, a mediados de enero de 1992, fui andando hasta la capilla
situada al otro lado del campo de desfiles de Fort Lewis, que estaba cubierto
de escarcha, para oír misa. Era inminente la publicación de mi investigación
sobre el matrimonio de Jesús con María Magdalena. Esa misma semana había
firmado un contrato para publicar The Woman with the Alabaster Jar y estaba
inquieta. Aunque mi pastor y mis amigos capellanes apoyaban mi trabajo, mi
propio padre rechazaba la idea de un Jesús casado. Algunos amigos y
mentores también habían manifestado su horror ante mi estudio de la cantidad
de pruebas circunstanciales que apoyaban esta hipótesis.
Son muchas las personas que no quieren que nadie altere las tradiciones
relacionadas con Cristo. Algunas se muestran hostiles, incluso aunque nunca
hayan examinado personalmente la cuestión. Se limitan a suponer que Jesús
no se casó nunca, ya que eso es lo que dice el cristianismo establecido. Estaba
preocupada por la crítica y el rechazo que, sin duda, me llegarían de
numerosas esferas, tal vez incluso por parte de algunos de mis amigos y,
evidentemente, del clero establecido. Tenía los pies fríos, pero no por la
helada que cubría la hierba. Esa mañana, recé con fervor para obtener paz y
consuelo.
Comenzó la misa con las oraciones habituales. El lector se acercó al
podio, abrió la Biblia encuadernada en cuero rojo y comenzó a leer el pasaje
prescrito de las Escrituras hebreas, que ese domingo correspondía al libro de
Isaías 62, 1-4:

«Por amor de Sión no he de callar […] hasta que salga como


resplandor su justicia[…]. No se dirá de ti jamás “Abandonada”, ni de
tu tierra se dirá jamás “Desolada”, sino que a ti se te llamará “Mi
Complacencia”, y a tu tierra, “Desposada”».

Me eché a llorar suavemente, sintiendo la bendición de los versículos


como si lloviese sobre mi alma reseca. Había recorrido mucho camino en mi
viaje y ahora tenía la seguridad de que no había viajado sola.

A la luz de las tradiciones del judaísmo y de las pruebas concretas


codificadas por la guematría en los propios Evangelios, estoy segura de que
Jesús estaba casado y que la mujer llamada Magdalena era su compañera, su
amada, su esposa. Las increíbles coincidencias que encontré a lo largo del

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camino fueron confirmando esta verdad. Muchos amigos que me
acompañaron en mi viaje han ido confirmando la «buena nueva» de este
descubrimiento, y muchas personas se han puesto en contacto conmigo todos
estos años, desde que se publicó mi primer libro, para darme las gracias por
haber tenido el valor de proclamar el regreso de la Novia. A veces sonrío al
recordar esa noche en Nashville cuando traté de devolverle a Jesús el Grial, y
que acabé cenando con visitantes franceses, escuchando las tradiciones y las
leyendas en torno a Magdalena en Provenza y las notas de la trompeta de
plata del camarero.
Desde entonces, mi investigación se ha seguido centrando en el
«reencuentro sagrado», trayendo a la luz muchas obras del arte y la literatura
que corroboran mi trabajo anterior. No cabe duda de que Magdalena fue la
más destacada de todas las mujeres del Evangelio y que la devoción hacia ella
fue muy fuerte en Europa occidental hasta que se la suprimió, en el siglo XIII.
Su situación privilegiada se ha visto erosionada poco a poco, mientras que los
epítetos que en una época expresaban su posición destacada se fueron
transfiriendo a la Virgen María. El único resto de su antigua gloria que le
quedó a Magdalena fue la ortografía excepcional de su epíteto y los
elocuentes arcos de piedra de las catedrales góticas que formaban su imagen,
la (), el 153.
Ahora, por fin, comprendemos el rumor persistente de que los albañiles
europeos metieron los principios de su fe, la verdadera fe cristiana, dentro de
las piedras de las catedrales góticas. Hasta las piedras sagradas de los arcos
abovedados de las iglesias medievales europeas gritan a todos los que entran
que honran a la Diosa, lo eterno femenino. Esto incluye, sobre todo, a la
Magdalena, porque la forma que prevalece en la arquitectura gótica es la
«vejiga de pez», y el principio arquitectónico fundamental de estas iglesias
magníficas es el intrincado equilibrio entre las energías opuestas, el hieros
gamous.
Es precisamente este principio de equilibrio lo que comprendieron los
filósofos griegos y los alquimistas, y lo que volvieron a predicar en el
siglo XX Carl Jung y sus discípulos. Esta integración de lo masculino y lo
femenino es fundamental para nuestra curación, la de nosotros, la de nuestras
familias, nuestra sociedad y nuestro planeta.
Estamos situados al borde del nuevo milenio, en un momento de peligro
sin igual y de esperanza sin igual. Conscientes de las profundas heridas que
hemos sufrido, tenemos que concentrar nuestras energías en curarnos. Yo
todavía estoy en el crisol de la transformación, pero ahora sé que no me va a

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salvar ningún poder externo. Soy consciente de mi propia autoridad interior
para prever un nuevo camino y de mi responsabilidad para unirme a otras
personas que tengan una visión similar a fin de crear los «nuevos odres»
necesarios para contener nuestras esperanzas de un futuro más cuerdo y más
sano sobre la Tierra.
Éste es el mismo proceso que abrazaron los arquitectos del cristianismo en
su época. Al igual que ellos, vamos a necesitar compromiso y valor para
perseverar en medio de los cambios caóticos que se están produciendo en
nuestras sociedades.
El viaje no acaba nunca, el camino no siempre está bien señalizado, pero
la oscuridad y la luz son compañeras de juegos, la mano derecha y la
izquierda son amigas. Como los gitanos valerosos, eternos peregrinos,
debemos viajar con poco equipaje y cantar y bailar durante el trayecto,
creando y celebrando cada momento.
En algún punto de mi viaje, comprendí que mi objetivo original había
evolucionado hasta convertirse en algo mucho más amplio. Ahora me doy
cuenta de que tengo que encargarme no sólo de devolverle la Novia al
cristianismo, la Diosa en los Evangelios, sino también de restaurar el
paradigma de la pareja que era la piedra angular de las civilizaciones antiguas
y la impronta arquetípica, no sólo del Templo de Salomón sino también de la
psique humana. Mi misión actual consiste en ganar amigos para este
«paradigma de la unión», en el umbral del nuevo milenio.
Una futura Iglesia iluminada sin duda enseñará que todos los recipientes
de barro, tanto masculinos como femeninos, están diseñados para ser
recipientes sagrados del Espíritu Santo. Esta espiritualidad del «Grial» ha sido
descuidada, a excepción de su efímero florecimiento en los siglos XII y XIII. La
doctrina de la sagrada unión de humanidad y divinidad en cada ser humano
será el principio fundamental de una «Iglesia del Espíritu Santo». En su
conjunto, la familia humana encama la nueva entidad, el Niño Divino
«Emmanuel», porque la divinidad está con nosotros. Esta será la enseñanza
fundamental de la nueva comunidad ilustrada, la Iglesia que ahora preveo, la
Iglesia de la era que vendrá.
Sus fieles serán los «aguadores», cuya misión será traer las aguas del
espíritu y la verdad para curar el páramo.

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Página 146
APÉNDICE 1

FUNDAMENTOS
DE GUEMATRÍA GRIEGA [59]

E
l antiguo sistema de guematría parte del hecho de que en el griego
clásico no existen caracteres separados para los números.
Cada letra se usaba como número, y cada valor numérico tenía un
significado simbólico.
Cada palabra griega que aparecía en un texto se podía entender también
como un número, y los valores de los dígitos se podían sumar fácilmente.
A cada una de las veinticuatro letras del alfabeto griego se le asignaba un
valor numérico en una secuencia triple, y la suma de una palabra o frase se
calculaba fácilmente sumando el valor de cada una de las letras del alfabeto.
Ésta es la lista de los valores numéricos de las letras del alfabeto
griego[60]:

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Cuando se sumaban los valores de las letras de una palabra o una frase
bien pensadas, la suma tenía un significado cósmico específico y sagrado,
dependiendo de los números simbólicos de su cosmología, los números
universales que se usaban desde tiempos de Platón y con anterioridad[61].
El número fundamental que se asocia con lo eterno femenino en el
antiguo canon de geometría sagrada era el 1080, que es el mismo valor que
tienen las letras griegas que componen la frase «Espíritu Santo» (to agion
pneuma) y también «fuente de sabiduría» (phgh sophias). La trascendencia
del número 1080 se basaba, originalmente, en el cálculo del radio de la Luna,
y en todo el Oriente Medio se consideraba que el principio femenino era
«lunar», la «hermana-novia» que reflejaba la luz del Sol masculino.
La guematría de «paloma» (περιστερα) es el 801, un anagrama de 1080,
por eso al comienzo de la historia se escogió la paloma como símbolo
adecuado de la Diosa. Esta misma ave «tótem» fue adoptada posteriormente
por los cristianos para representar al Espíritu Santo, cuyo número sagrado
también es el 1080. De este modo, mediante la guematría, el Espíritu Santo
está conectado de forma explícita con el principio lunar o femenino y con la
paloma.
Los números reveladores siguen ilustrando y deleitando a los iniciados
que tienen «ojos para ver y oídos para oír». Por ejemplo, el valor de la letra
alpha (Α) era el 1 en griego, y el de la omega (Ω) era el 800, con lo cual la
paloma resultaba el símbolo perfecto del Espíritu del Dios Vivo, el «alfa» y el
«omega»: 801. La creativa «palabra de Dios» estaba formada por todo el
cosmos, la suma de toda la realidad y de todas las posibilidades y, por
consiguiente, el total de todas las combinaciones de letras posibles del
alfabeto: el «alfa» y el «omega».
En esta frase que se utiliza a menudo para describir al Creador, la suma de
los dígitos (8 y 1) daba 9, un número que significaba «finalización» y «la
culminación de la profecía». El número 999, «epítome» o «totalidad» de
nueves, era sinónimo del «día del juicio», y las oraciones cristianas a menudo
acababan con 99, la guematría de la palabra amen (amén): «así sea», o
«ciertamente así es».
La sofisticada y difundida práctica de la guematría por parte de los autores
del Nuevo Testamento permitió así que la polinización cruzada de las sumas
de palabras aclarara los principios filosóficos de sus textos sagrados. Elevó
sus escritos a un plano superior, como si le pusieran música a sus palabras.

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APÉNDICE 2

EL HIEROS GAMOUS
Y EL GRANO DE MOSTAZA

E
l conocimiento de la guematría del Nuevo Testamento revela que el
hieros gamous figuraba entre las enseñanzas originales del
cristianismo que se atribuyen directamente a Jesús, pero que después
se perdió en la tradición de la Iglesia. El 666, que es el número de la bestia en
el Apocalipsis, se relaciona con el «cuadrado mágico del Sol» y se equipara
universalmente con el principio masculino/solar, el yang oriental, mientras
que el número yin 1080 se asocia con lo eterno femenino[62].
No es casual que las Escrituras hebreas registraran un peso anual en oro,
que se pagaba como tributo al rey Salomón, como «seiscientos sesenta y seis
talentos de oro» (2 Cro. 9, 13). Esta frase sintetiza el principio yang de tributo
al rey. Pero el número no es malo por sí mismo, ni tampoco el principio
cósmico que representa. Al igual que el yang, representa la «orientación
solar»: ley, orden, justicia, rectitud, razón, victoria, «estandartes que ondean
al viento». Sin embargo todos nos damos cuenta de que, cuando el sol brilla
con demasiada intensidad durante demasiado tiempo, debajo la tierra se
convierte en un desierto, reseco y desolado, el páramo de la leyenda. Sufre de
agotamiento.
Para estar a salvo, el principio solar se tiene que «casar» con su contrario
natural, la energía femenina, el yin. Uncidos juntos, ¡y sólo juntos!, generan
paz, armonía y bienestar. Como las cargas eléctricas positivas y negativas,
son peligrosas hasta que se enganchan juntas. Lo femenino, sin el principio
masculino compensador, representa el caos, inundaciones y el «pozo sin
fondo», el «abismo». Las cualidades que se asocian con el principio
femenino, oscuridad, silencio, intuición, dulzura, lluvia y la «ladera en
sombras de las montañas», contribuyen a equilibrar las cualidades «solares»,
con carga positiva, de lo masculino.

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El atributo operativo del 666 es el poder no adulterado. Cuando el 666
está totalmente aislado representa a la bestia; los cocodrilos, el tótem de los
faraones egipcios, son el ejemplo extremo. ¿Qué comen para cenar? ¡Lo que
quieran! Al igual que los gobernantes despóticos, personifican el 666 solar sin
su contrapeso femenino, el 1080 lunar. Pero el principio femenino solo, el
caos y la confusión que provoca la inundación, es tan peligroso como el
principio masculino sin su compañera. La armonía está en el equilibrio.
En la filosofía clásica, tanto el principio lunar como el de la Tierra se
consideraban receptivos o «femeninos», mientras que se suponía que el
principio solar era la energía activa, «positiva», de lo masculino. La suma de
los números 666 y 1080, que representa la unión, el hieros gamous de los dos
principios opuestos, es igual a 1746. Platón llamaba a este número «el mismo
y el otro» y «fusión[63]».
Dijo Jesús: «El reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza»,
Κοκκοσ σιυαπεωσ (kokkos sinapeos). Los Evangelios sinópticos de Mateo,
Marcos y Lucas contienen la metáfora del grano de mostaza, al igual que el
Evangelio gnóstico de Tomás, encontrado entre los manuscritos de Nag
Hammadi. En el sistema griego de guematría, la suma de la frase «el grano de
mostaza» es igual a 1746, la «fusión». Es la semilla sagrada del cosmos, que
representa la unión de las energías opuestas, positiva y negativa, masculina y
femenina: el «matrimonio sagrado». Oculta en la guematría del «grano de
mostaza» durante dos mil años, se encuentra la auténtica doctrina del reino de
Dios: la fórmula del reino prometido del cielo sobre la tierra es el equilibrio
armonioso de lo masculino y lo femenino, representado mediante la «Y».

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APÉNDICE 3

EL SANTO NOMBRE DE MARÍA


Y LA VESICA PISCIS

S
egún la guematría, el nombre griego de María equivale al 152. De
acuerdo con las convenciones del sistema, a toda suma se le puede
sumar o restar una unidad, llamada colel en hebreo, sin que esto
cambie su significación simbólica. Cuando se añade el colel +1, que permite
el sistema, la guematría de María se convierte en 153, uno de los números
más significativos de la geometría de los antiguos griegos. En su sagrado
canon numérico, todas las personas que tenían conocimientos de matemáticas
reconocían el 153 como el número que designa la forma geométrica conocida
como «la vejiga de pez», que en latín se llama Vesica Piscis[64]. Este número
se solía usar como una abreviatura de la fracción 265/153, la proporción que
sirve para representar la raíz cuadrada de tres (del mismo modo que se usaba
22/7 como proporción entre la circunferencia del círculo y su diámetro: «pi» o
π). Una «vejiga de pez» () con un eje horizontal de 1 tiene un eje vertical de
265/153. Los matemáticos griegos llamaban a esta forma, simplemente, el
«153».
Una «vejiga de pez» se forma cuando en la intersección de dos círculos, y
la forma () sagrada era sumamente importante en la geometría antigua, porque
representaba el «vientre» o «matriz» de todas las demás derivaciones
geométricas. Este símbolo tan significativo tiene forma de «semilla» y en arte
se lo suele llamar «almendra» o mandorla (en italiano), y se le suele decir
«vulva» o «entrada», destacando sus connotaciones claramente femeninas,
que incluyen la fertilidad y la regeneración, de la cual lo femenino es el
umbral. Fue la «matriz» (la madre) de la cual se derivaron todas las demás
figuras geométricas. También se conocía en el mundo antiguo como
«sanctasanctórum». Dicen que la «vejiga de pez» simboliza la vida y la
«materialización del Espíritu[65]», una función importante reservada a lo

Página 151
femenino. La forma representaba, literalmente, la creación eterna de la
«Tierra-Grial», la «entrada» o la fuente de toda la vida. Su esencia es la
«madre de todo lo que vive».
Todas las mujeres del Nuevo Testamento que se llaman María se asocian
con este importante principio femenino en virtud de la guematría del nombre
que comparten, María, el 152. Pero al epíteto de una de ellas, la Magdalena, η
Μαγδαληνη, le corresponde la suma exacta, el 153. ¿Será casualidad que la
guematría de «la Magdalena» sea el número universalmente reconocido como
la «vejiga de pez» del antiguo canon de geometría sagrada? No lo creo. Todas
las personas llamadas María comparten los atributos de la «vejiga de pez»,
pero Magdalena es la única de todo su sexo cuyo epíteto lleva exactamente el
número 153 que se asocia con este símbolo y con el arquetipo femenino. De
este modo fue designada concretamente como la Diosa en los Evangelios, una
profunda verdad que ha permanecido oculta en la guematría codificada de su
nombre durante dos milenios.

Página 152
APÉNDICE 4

UN FARO PARA EL REINO DE DIOS

En medio de todas sus peleas,


Dios tañerá una gigantesca campana
Para llamar a un papa eslavo,
cuando el trono quede vacío
Que no se acobardará ante los críticos, como los demás,
Intrépido como Cristo, se enfrentará a todo con coraje.
¡Su mundo no es más que fango!

Su semblante es una lámpara radiante para el servicio,


Y los hombres seguirán este faro
hasta el reino de los Cielos.
Sus plegarias escucharán no sólo su pueblo,
sino también los demás.
¡Este carisma es un milagro!

Ya se aproxima, administrando una nueva fuerza global;


Sus palabras provocarán una pausa y una reflexión
Como un río de luz divina inunda todos los corazones.
Su comprensión y su sabiduría son del Espíritu.
La energía necesaria para levantar el mundo del Señor.

Así llega el papa eslavo, el hermano de todos,


Que a todos nos traerá vitalidad y una nueva vida.
Un coro de ángeles adorna con gracias el trono,
Porque él enseñará amor y no, como otros líderes, a coger las armas.

Emanará al mundo su fuerza sacramental;

Página 153
La paloma guiará sus pensamientos y sus actos
Para traer la buena nueva de la presencia del Espíritu.
Los cielos se abrirán en un acorde completo
Porque él se pone de pie y une el mundo con el trono.

La humanidad se hermanará ante su llamada


Y el Espíritu llegará hasta las tierras más lejanas.
Será visible una solemne dignidad, como la del Espíritu.
Se verá una igual dentro de poco: primero una sombra,
después su rostro.

Purgará todo deterioro, pretensión, revuelta y parodia;


Desvanecerá todos los males
y ventilará el interior de las iglesias
E incluso iluminará y renovará las entradas.
Traerá salud, caridad, verdad y salvación a la tierra;
Dios brillará como el amanecer sobre toda la creación.

(Julius Slowacki, 1848)

Este poema, que circuló ampliamente poco después de la elección del papa
Juan Pablo II, fue escrito más de cien años antes del acontecimiento. El fervor
profético del poema, la hipérbole emocional y el entusiasmo extático del autor
polaco resultan comprensibles si tenemos en cuenta que jamás había habido
un papa polaco ni eslavo. El lenguaje es típico de las piezas que ensalzan el
«milagro» de un «héroe salvador» y, en el momento en que fue escrito,
reflejaba el caos de las revoluciones que arrasaban las capitales europeas[66].
Era una época turbulenta y es típico que las masas tuvieran la esperanza
apocalíptica de un líder mundial o «salvador» que anunciara la paz y la
justicia. Se escribieron poemas similares sobre Napoleón. Es fácil comprender
que el poeta polaco deseara ardientemente que hubiera un papa eslavo
carismático, y hemos de reparar en que el poema se ajusta al género de poesía
apocalíptica.
Aunque parezca increíble, el poema resultó profético. Salvo un puñado de
papas católicos, todo los demás fueron italianos; las excepciones incluyen a
un holandés de la Edad Media, un inglés y varios franceses (durante el
«cautiverio babilónico» del siglo XIII, cuando los reyes franceses establecieron

Página 154
en Aviñón una corte papal rival de la de Roma). La elección de un papa
polaco para ocupar el trono de Pedro en 1978 fue realmente sorprendente, un
acontecimiento que inspiró y alentó a sus compatriotas en la lucha para hacer
frente y deponer un opresivo régimen comunista «marioneta».
Ahora podemos comprender que la nueva «fuerza global» que se
menciona en el poema significa la liberación de lo «femenino», una lucha
alentada y estimulada por el interés, a partir de 1978, por el rostro cubierto de
cicatrices de Nuestra Señora de Czestochowa, al igual que por otras imágenes
de la Virgen Negra de Europa occidental y de las diosas del mundo antiguo.
La «paloma» es, sin duda, una referencia al Espíritu Santo, aunque,
significativamente, también sea el tótem tradicional de la triple diosa de la
antigüedad. Y la «sombra» que precedió el «rostro» del papa carismático fue
Albino Luciani (cuyo nombre significa «luz blanca»): Juan Pablo I, el
humilde y diminuto papa de los treinta y tres días de pontificado, desde el 26
de agosto hasta el 28 de setiembre de 1978. En homenaje a Luciano, sucesor,
el papa polaco eligió su nombre papal y, de este modo, extendió su presencia
y su influencia hasta los albores de un nuevo milenio: «primero la sombra,
después el rostro».
Es evidente que todavía falta comprender la hipérbole que encierran
algunas de estas líneas. Aparentemente, purgar el mundo de toda pretensión y
parodia queda fuera del alcance de cualquier líder humano. La relevancia de
este poema no reside en el hecho de que todas sus líneas hayan resultado
proféticas, sino en el hecho de que lo hayan sido algunas de ellas. El poema
de Slowacki refleja un anhelo del corazón, no necesariamente lo que ve el ojo.

Página 155
BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA

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Página 160
Notas

Página 161
[1]
En el apéndice 1 se explica el sistema griego de «guematría» y las
equivalencias numéricas de cada letra del alfabeto griego. <<

Página 162
[2]
Michael Drosnin, The Bible Code, Nueva York, Simon and Schuster,
1997. <<

Página 163
[3] En The Gnostic Gospels, de Elaine Pagels (Nueva York, Vintage Books,

1981) se hace un interesante análisis de los textos de Nag Hammadi y sus


fuertes tradiciones de lo sagrado femenino, en especial lo encarnado en María
Magdalena. <<

Página 164
[4]
Susan Haskins, Mary Magdalene, Myth and Metaphor, Nueva York,
Harcourt Brace & Company, 1993, pág. 40. <<

Página 165
[5] Harold Bayley, The Lost Language of Symbolism, Totowa, Nueva Jersey,

Rowman and Littlefield, 1974, volumen 1, págs. 170-171. Publicado por


primera vez en Gran Bretaña por Williams and Norgate, en 1912. <<

Página 166
[6] Margaret Starbird, The Woman with the Alahaster Jar, Santa Fe, Nuevo

México, Bear & Company, 1993, págs. 71-73. <<

Página 167
[7] Cita tomada de Paschalis Carminis, de Caelius Sedulius, que inspiró el

título de un libro reciente sobre el culto a la Virgen María, Alone of All Her
Sex, de Marina Warner, Nueva York, Alfred A. Knopf, Inc., 1983. Publicado
por primera vez en Londres por George Weidenfeld & Nicolson, Ltd., en
1976. La frase entera, traducida del latín, dice: «La única de todo su sexo que
satisfizo a Cristo». <<

Página 168
[8] Starbird, págs. 62-63. <<

Página 169
[9] Ibídem. Para un análisis detallado de la herejía medieval y la Iglesia del

Santo Grial, sobre todo en los capítulos 4 y 5. Para un análisis de las leyendas
del sangraal y la familia real de Israel, véase el capítulo 3. <<

Página 170
[10] James Robinson, editor, «El Evangelio de Felipe» en The Nag Hammadi

Library: In English, San Francisco, Harper & Row, 1981, pág. 136. Publicado
por primera vez en Leiden, Países Bajos, por E. J. Brill, en 1978. <<

Página 171
[11] En William Phipps, Was Jesus Married?, Nueva York, Harper & Row,

1970, y en The Sexuality of Jesus, Nueva York, Harper & Row, 1973, se
hacen análisis detallados, eruditos y basados en las Escrituras, del matrimonio
de Jesús dentro del contexto de la práctica judía en el siglo I. <<

Página 172
[12] En Marjorie M. Malvem, Venus in Sackcloth, Edwardsville, Illinois,
University of Southern Illinois Press, 1975, aparece un análisis de la unción y
del reencuentro de Jesús con María Magdalena en los autos sacramentales
medievales. <<

Página 173
[13] En Starbird, págs. 35-47, hay un análisis de los mitos antiguos del rey

sacrificado y la profecía judía con respecto a la familia del rey David. <<

Página 174
[14] En Haskins, pág. 80, se hace un análisis de la tradición de la Iglesia

primitiva de María Magdalena como la «nueva Eva». <<

Página 175
[15] Ibídem, pág. 40. El libro de Haskins contiene un análisis de Magdalena

como representante de la sophia en las obras de los primeros exégetas


cristianos del Nuevo Testamento. <<

Página 176
[16] Robinson, editor, «The Thunder Perfect Mind» en The Nag Hammadi

Library, op. cit., pág. 271. <<

Página 177
[17] Para un análisis detallado de las primitivas asociaciones del Zodíaco con

Jesús y el cristianismo, véase John Michell, The Dimensions of Paradise: The


Proportions and Symbolic Numbers of Ancient Cosmology, San Francisco,
Harper & Row, 1990, págs. 195-198. Publicado por primera vez en Londres
por Thames and Hudson Ltd., en 1988. Véase también The City of Revelation,
Londres, Garnstone Press, 1971, pág. 91. Carl G. Jung analiza también con
cierta profundidad el tema de Jesús como Señor de la era de Piscis en Aion,
Princeton, Nueva Jersey, The Princeton University Press, 1968. <<

Página 178
[18] En Ute Ranke-Heinemann, Eunuchs jor the Kingdom of Heaven: Women,

Sexuality and the Catholic Church, traducción de Peter Heinegg, Nueva York,
Doubleday, 1990, se hace una investigación exhaustiva y un interesante
análisis del énfasis histórico sobre la virginidad y el celibato en la Iglesia
Católica. Se publicó por primera vez como Eunuchen für das Himmelreich,
Munich, Knaur, 1989. <<

Página 179
[19] Haskins, pág. 91. <<

Página 180
[20] Starbird, págs. 27-29. La identificación de María de Betania con María

Magdalena en Occidente es bastante antigua. Las dos mujeres se identifican


como la persona que ungió a Cristo con nardo y, por lo tanto, con la Novia del
Cantar de los Cantares, cuyo olor a nardo flotaba en tomo al novio, sentado en
el banquete. <<

Página 181
[21] William Phipps, Was Jesus Married?. La mayoría de los estudiosos
críticos que participaron en el seminario sobre Jesús no creían que fuera
célibe y opinaban que tenía una relación especial con «María de Magdala». Se
puede encontrar una síntesis de sus descubrimientos en: Robert W. Funk y
otros, editores, The Five Gospels, Nueva York, MacMillan Publishing Co.,
1993, págs. 220-221. <<

Página 182
[22] Las profecías recibidas por los diversos miembros de la comunidad
Emmanuel están registradas en sus diarios privados, a partir de 1973. Se trata
de documentos inéditos pero comprobables de esta comunidad de intercesores
a favor de la Iglesia Católica y el clero, constituida el 20 de febrero de 1975 y
consagrada el 29 de mayo de 1979. <<

Página 183
[23] Julius Slowacki, «A Beacon to God’s Realm», traducción de Bertha
Wirtz, aparece en el apéndice 4. No vi nunca este poema impreso en inglés,
pero un amigo me envió una copia a máquina en 1979. Esta traducción
circuló libremente entre los interesados en los meses que siguieron a la
elección de Karol Wojtila como papa Juan Pablo II, en setiembre de 1978. <<

Página 184
[24] Ean Begg, The Cult of the Black Virgin, Nueva York, Penguin Books,

1985, pág. 249. <<

Página 185
[25] En John Michell, The Dimensions of Paradise, págs. 51-53, se hace un

análisis completo del significado de los números dígitos, del uno al nueve,
según el canon antiguo. <<

Página 186
[26] En el apéndice 2 se hace un análisis detallado del «reino de los cielos» y

de la guematría de su metáfora, el «grano de mostaza». <<

Página 187
[27] Tons Brunés, The Secrets of Ancient Geometry -and Its Use, traducción de

Charles M. Napier, Copenhague, Rhodos, 1967, págs. 248-249. <<

Página 188
[28] En Haskins, pág. 96, se cita la «Homilía XXXIII» del papa Gregorio el

grande, probablemente pronunciada en el año 591, en la basílica de San


Clemente, en Roma. <<

Página 189
[29]
Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln, Holy Blood, Holy
Grail, Nueva York, Little, Brown & Co., 1983. Publicado por primera vez
como The Holy Blood and the Holy Grail, en Londres, por Jonathan Cape,
Ltd., en 1982. <<

Página 190
[30] David Yallop, In God’s Name, Nueva York, Bantam Books, 1984. <<

Página 191
[31] Marie-Louise von Franz, Alchemy, Toronto, Inner City Books, 1980, págs.

180-181. <<

Página 192
[32] Haroid Bayley, The Lost Language of Symbolism. <<

Página 193
[33] En Starbird, págs. 89-101, aparece un análisis y dibujos de las filigranas

albigenses relacionadas con la herejía del Grial. <<

Página 194
[34] Ibídem, pág. 76. <<

Página 195
[35] Richard Cavendish, The Tarot, Nueva York, Crescent Books, 1975. <<

Página 196
[36] Para conocer la interpretación que hace la autora sobre las cartas del tarot

y para ver las reproducciones en color de las dieciséis cartas existentes de


Carlos VI, véase Starbird, págs. 104-106, y las láminas en color 1 a la 16. <<

Página 197
[37] En Baigent, Leigh, y Lincoln, págs. 106-108, se analiza la orden de los

caballeros templarios y su vinculación con la familia del Grial medieval. <<

Página 198
[38] Bayley, vol. 1, pág. 26. <<

Página 199
[39]
N. de la T.: Wounded Knee en inglés, literalmente, significa «rodilla
herida». <<

Página 200
[40] En el apéndice 2 aparece la guematría de los principios solar y lunar y su

significado simbólico en el antiguo canon de la geometría sagrada, inalterable


desde los tiempos de Platón (siglo IV a. de C.). <<

Página 201
[41] Emma Jung sugiere que las historias del Grial ya circulaban en las
tradiciones orales de Europa occidental en el siglo VIII o IX, una fecha que
coincide con las primeras versiones de la Cenicienta. Véase Emma Jung y
Marie-Louise von Franz, The Grail Legend, traducción de Andrea Dykes,
Londres, Hodder and Stoughton, 1971. Publicado por primera vez como
Graalslegende in psychologischer Sicht. <<

Página 202
[42] Existe un ejemplo importante de esta agrupación de estatuas en la cripta

de la catedral de Metz, una población de la Lorena, en Francia. Estas


agrupaciones tienen fama de haber sido frecuentes en las capillas templarias,
probablemente porque destacan la presencia de la familia, pero no de los
apóstoles, en el descendimiento y el entierro de Jesús. Entre los presentes
figuran Marta y las tres Marías: la Magdalena, la Virgen y María Salomé,
José de Arimatea, Nicodemo y Lázaro (que a veces se identifica como el
apóstol san Juan). <<

Página 203
[43] Un ejemplo de esta agrupación de estatuas se encuentra en el Musée de

l’Oeuvre Notre-Dame, en Estrasburgo, Francia. <<

Página 204
[44] Haskins, pág. 40. <<

Página 205
[45] Robinson, editor, «The Gospel of Mary» en The Nag Hammadi Library,

op. cit., pág. 473. <<

Página 206
[46] En Michell, The Dimensions of Paradise, págs. 193-195, se hace un
análisis detallado de las asociaciones cristianas del siglo I con los signos
astrológicos. <<

Página 207
[47] En el apéndice 2 hay un análisis del número solar 666 en el canon antiguo

de geometría sagrada. <<

Página 208
[48] En el apéndice 1 se analiza la guematría de peristera, «paloma» y sus

implicaciones. <<

Página 209
[49]
F. Edward Hulme, Symbolism in Christian Art, Londres, Swan,
Sonnenschein & Co., 1891, pág. 203. <<

Página 210
[50] The Dimensions of Paradise de John Michell contiene los valores que

tienen, según la guematría, muchos nombres, epítetos y frases que aparecen


en el Nuevo Testamento canónico. Otra fuente valiosa sobre la guematría del
Nuevo Testamento es el libro de David Fideler titulado Jesus Christ, Sun of
God: Ancient Cosmology and Early Christian Symbolism, Wheaton, Illinois,
Quest Books, 1993. En Theomatics: God’s Best Kept Secret Revealed, de
Jerry Lucas y Del Washbum, Nueva York, Stein & Day, 1977, se hace un
análisis más detallado de algunas frases del Nuevo Testamento según la
guematría. En el apéndice 1 aparece el valor que asigna la guematría a cada
letra del alfabeto griego. <<

Página 211
[51] En el apéndice 2, se hace un análisis del significado del 666, el «número

de la bestia» solar, a partir del análisis del canon de geometría sagrada de


Michell, The Dimensions of Paradise, págs. 178-190. <<

Página 212
[52] En el apéndice 1 aparecen los valores de las letras griegas
correspondientes a María y η Μαγδαληνη Michell, The Dimensions of
Paradise, pág. 10. <<

Página 213
[53] <<

Página 214
[54] En Michell, The Dimensions of Paradise, págs. 174-178, y Fideler, págs.

291-301, se hacen interpretaciones detalladas del problema de la historia de la


guematría en Juan 21, «los peces» y «la red». Tanto a la palabra griega
«peces» como a «la red», les corresponde, según la guematría, el número
1224. <<

Página 215
[55] Fideler, págs. 211 y 307. Fideler analiza ampliamente la «vejiga de pez» y

el uso del 153 para representar la figura. En Michell, The Dimensions of


Paradise, págs. 71-73 y 79, se analizan las «propiedades generadoras» de la
«vejiga de pez», la «matriz» de la geometría sagrada. Véase también Jonathan
Hale, The Old Way of Seeing, Boston, Houghton Mifflin, 1994, pág. 76. En
las páginas 76-85 de este volumen se hace un análisis elocuente de la «vejiga
de pez» en arquitectura y su simbolismo. <<

Página 216
[56] Baigent, Leigh y Lincoln, sobre todo los capítulos 5 al 8. <<

Página 217
[57] En el apéndice 2 se explica el hieros gamous implícito en la guematría del

«grano de mostaza». <<

Página 218
[58] Raphael Patai, The Hebrew Goddess, Hoboken, Nueva Jersey, KTAV

Publishing House, 1967, pág. 178. <<

Página 219
[59] En las obras de John Michell aparece un meticuloso análisis erudito de la

guematría hallada en los textos del Nuevo Testamento. En The Dimensions of


Paradise, págs. 178-184, se hace un análisis del número lunar 1080. También
en las págs. 56-64: «La guematría: los nombres y los números de Dios», y en
las págs. 170-198: «Número simbólico». En las págs. 51-53 se menciona el
significado de los números del uno al nueve. <<

Página 220
[60]
Ibídem, pág. 59. Las letras griegas correspondientes a los números 6
(digamma), 90 (koppa) y 900 (sampi) ya no se usan. En las páginas 59-60, se
amplía la explicación. Véase también Fideler, pág. 27. <<

Página 221
[61] Michell, The Dimensions of Paradise, pág. 9. <<

Página 222
[62] Michell explica las propiedades del número solar 666 y del lunar 1080 en

The Dimensions of Paradise, págs. 178 490, y en The City of Revelation,


págs. 137-155, sus dos obras profundas que tratan de la guematría en el
Nuevo Testamento. <<

Página 223
[63] Michell, The City of Revelation, pág. 91. <<

Página 224
[64] Fideler, págs. 211 y 307. Fideler analiza minuciosamente la «vejiga de

pez» y el uso del 153 para representar la figura. También en Michell, The
Dimensions of Paradise, págs. 71-73 y 79, hay un análisis de las «propiedades
generativas» de la «vejiga de pez», la «matrix» de la geometría sagrada. <<

Página 225
[65] Jonathan Hale, pág. 76. En las págs. 76-85 se hace un análisis de la

«vejiga de pez» en arquitectura. <<

Página 226
[66] Véase, en el capítulo 4 de las notas, la nota 2. No tengo conocimiento de

que se haya publicado en inglés ninguna traducción de este poema. <<

Página 227

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