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HEROÍNA

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Heroína, guerrera guacha

Lucía Feuillet
La novela de Nicolás Correa se inscribe en el lugar social de la transgresión, es decir, en un
espacio que no es solo literario sino profundamente político. La enunciación exhibe permanentemente la
ausencia de decoro y escrúpulo moral a partir de su lenguaje violento y desordenado, e interpela desde
allí a lo más hondo de una sociedad y una cultura construida en base a la norma del más fuerte. De este
modo revisa casi todo el conjunto de relatos de la tradición nacional trazados en torno a la figura del
macho opresor, carnívoro y violento. A su vez, logra rearmar un contradiscurso ficcional que no solo
discute con las construcciones dominantes del género sexual sino con los sentidos de la opresión en
general, a partir del aluvión caótico de historias mínimas referenciadas por una ex prostituta travesti y
tumbera.
En ese sentido, la novela puede continuar disruptivamente una tradición de la literatura nacional
que emerge como una rasgadura en el discurso tantas veces silenciado de los marginados. La cultura
carnívora de “El Matadero” es reescrita en el texto de Correa en clave sexual y de género, en torno al
consumo y “explotación” del cuerpo-campo de batalla de Heroína. Por otro lado, se reinventa el final de
El gaucho Martín Fierro, cuando Fierro y Cruz escapan hacia la tierra indígena para alejarse de la
persecución del Estado incipiente. Heroína, hija guacha de una patria tajeada, huye (de la marginación
familiar) hacia la tierra de los ghurkas por amor al Elvio, pero sigue encontrando desprecio, horror
(in)humano y tortura. Y así podríamos seguir largamente, porque reinterpretar la violencia en una novela
como Heroína puede transformarse en un trabajo interminable, ya que allí que conviven varios tiempos
históricos, muchos textos canónicos, demasiadas figuras de la tradición literaria. Y esto es posible solo en
virtud de la superabundancia narrativa que propone una voz como la de la anti-princess, cautiva,
guerrera y delincuente al mismo tiempo.
Es que lo que ostenta la estructura del texto es una organización desbordante, una cadena de
anécdotas intercaladas en una protocronología alterada de la marginalidad: una niñez obcecada por la
opresión y la vergüenza familiar, una adolescencia de encuentros prohibidos en el oscuro recinto de un
acoplado camionero, una juventud detrás del amor rechazado, un presente carcelario. Y por supuesto,
todo configura indicialmente la resolución de un enigma social, porque como Oscar Masotta supo escribir
sobre la narrativa arltiana, el delito es una devolución de los males que la sociedad incrusta en el
oprimido. Lejos de un determinismo económico, en la novela de Correa esto se convierte en muestra de la
potencia transformadora de la palabra configurada desde la transgresión. Porque lo que prevalece en
esta serie de minirrelatos es una forma de construcción de la trama en la que el caos verborrágico
empuja a rechazar la idea de homogeneidad nacional que impone el capitalismo, en palabras de Cabezón
Cámara: “el esfuerzo macho de hacer una lengua padre”. En este contexto, el canibalismo aparece como
la única forma de supervivencia en Malvinas, porque la nación y los altos mandos militares “consumen” a
los soldados jóvenes, los matan de hambre y los torturan, para construir una gesta heroica tan miserable
como perturbada.
Finalmente, podríamos haber mencionado aquí otros relatos sobre la guerra de Malvinas, como
Las islas de Gamerro o Los pichiciegos de Fowill, pero preferimos armar otras series, para actualizar
sentidos relacionados a una construcción transgresora de lo social/cultural. Estipular un diálogo, por
ejemplo, entre la voz de Heroína y la del del gaucho Dorda en Plata quemada (novela de Ricardo Piglia
dominada por la heroicidad de un grupo de ladrones de bancos) supone poner en eje la tensión entre
delito y rebelión. Vincular este personaje con el Stropani de Osvaldo Lamborghini que yace en una zanja
infinitamente abusado, cortado y cubierto de deshechos en “El niño proletario” jerarquiza la sanción de
una cultura de la explotación social-sexual. En la misma zona de sentidos se “revuelve” el personaje de
Plop de la distopía homónima de Rafael Pinedo, con un cuerpo viol(ent)ado que se constituye en alegoría
de un sector social pisoteado bajo el barro y la lluvia. Heroína invita a estas asociaciones y muchas más,
como una ficción del shock que apela insistentemente a un “otro”, no solo por medio del modo
enunciativo de la segunda persona sino también por su estructura de yuxtaposición de microhistorias. Al
leer no podemos evitar el llamado a reconstruir los pedazos de una conciencia social rota como lectores
activos, pero también delictivos, dispuestos a quebrantar la linealidad de los relatos históricos
dominantes al modo de Heroína.

Extraído de: https://evaristocultural.com.ar/2018/12/14/heroina-nicolas-correa/

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