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Por Qué Agoniza El Cristianismo - Salvador Freixedo
Por Qué Agoniza El Cristianismo - Salvador Freixedo
Por Qué Agoniza El Cristianismo - Salvador Freixedo
Un sacerdote
CRISTIANISMO
Salvador Freixedo
DISTRIBUCIÓN
Zona Centro: Forma Libros Calle Nuestra Señora de las Mercedes, 9 Teléfono
(91 477 13 01 Madrid-18
Miguel de Unamuno
INTRODUCCIÓN
Entre las páginas de «Mi Iglesia duerme» y las páginas de este libro hay un
intervalo de catorce años. Catorce años en que he tenido el privilegio de poder
leer y reflexionar mucho.
Tengo que confesar que durante mis 16 años de formación sacerdotal y durante
la mayor parte de mis 30 años en la Orden de los Jesuítas, me limité a aceptar
ciegamente mi fe sin cuestionarla. El trabajo pastoral, al que honestamente
dedicaba todas mis energías, no me dejaba tiempo para reflexionar sobre
ella, aparte de que ni se me pasaba por la mente el ponerla en tela de juicio. Por
eso considero una bendición de Dios la suspensión a divinis con que en el año
1968 me obsequiaron los obispos de Puerto Rico.
La otra ayuda que tuve fue más bien extraña y muy poco usual entre los
estudiosos del fenómeno religioso. Provino nada menos que del campo de la
parapsicología y más en concreto, del vastísimo mundo de la fenomenología
paranormal que tan ignorada es por la ciencia oficial y tan mal interpretada por
la teología cuando se encuentra con ella y la denomina «milagro».
Muchos de los argumentos que estoy seguro se esgrimirán contra la tesis de este
libro, yo los veo precisamente como todo lo contrario: como síntomas de agonía.
Las enormes multitudes con las que el Papa se encuentra en sus viajes fuera del
Vaticano, el reavivamiento carismático y pentecostal, las organizaciones laicales
al estilo del Opus Dei, el surgimiento de grandes predicadores y hasta
taumaturgos en el seno del protestantismo, el movimiento ecuménico, el
envolvimiento del clero joven en las luchas sociales, las encíclicas de avanzada
de los últimos Papas, etc., etc., no son más que parte de todo un síndrome.
Todos estos movimientos «renovadores», lejos de ser una señal de vitalidad, son
estertores; son algo así como las «mejorías» de los moribundos, tras horas y
horas de total inacción. Lejos de hacer concebir esperanzas a los entendidos,
les están claramente diciendo que se acerca el momento del desenlace fatal.
No tengo hacha ninguna que amolar con este libro ni me alegro precisamente de
que las cosas sean como son. Contemplo únicamente la realidad con ojos
desapasionados pero bien abiertos y tengo que confesar que me duele que en este
derrumbe que se prevé (y al que ya estamos asistiendo en buena parte) se vayan
a perder muchos de los auténticos valores que el cristianismo encierra.
Comprendo por otro lado que los actuales líderes cristianos apenas si tienen nada
que hacer en esta agonía. Ni son ellos culpables de ella ni la iban a poder detener
por muchas medidas drásticas que adoptasen; aparte de que están muy divididos
por sus fanatismos y por sus intereses creados.
Pido sinceramente perdón a todas aquellas personas a las que haré sufrir con
estas páginas. Bien sabe Dios que no es esa mi intención. Lo que con ellas deseo
es ir preparando el camino para los nuevos tiempos que vienen y que se nos
acercan a toda velocidad, mientras mucha gente está todavía aferrada a lo que
queda de costumbres y creencias pasadas, que ya no tienen oportunidad
de resucitar.
Uno de los propósitos de este modesto libro es sacar del vetusto y por muchos
conceptos majestuoso templo del cristianismo, todo aquello que tiene valor y que
es digno de ser salvado, antes de que el templo se derrumbe; es decirle a la
juventud —que por puro instinto ya no quiere entrar en el templo— que los
valores fundamentales y originales del cristianismo; el amor fraterno, la justicia,
y el enfoque hacia los valores trascendentes, seguirán siendo tan válidos y tan
necesarios en el postcristianismo como lo han sido durante toda la existencia del
hombre sobre la Tierra. Precisamente por tenerlos tan olvidados en la hora
presente, es por lo que el mundo está convertido en un infierno.
Y para terminar, quiero que el lector tenga muy presente que cuando digo que el
cristianismo agoniza, de ninguna manera estoy diciendo que la religión también
agonice. La religión, considerada como la búsqueda de las raíces humanas y de
su destino final, nunca podrá dejar de existir entre los seres racionales. Lo que en
la actualidad muere y ha muerto muchas veces a lo largo de los siglos, es la
manera que los hombres tienen de buscar sus raíces y de conocer o de intentar
comunicarse con el más allá. El camino hacia el Dios Total es más sencillo y
menos enrevesado de lo que nos dicen los doctrinarios de todas las religiones;
sin que por otro lado tengamos la infantil idea de que nos vamos a encontrar
con El «cara a cara» en cuanto salgamos de este mundo.1
CAPITULO I
de Una mu no
No quiero entrar en materia sin antes hacer referencia al libro «La Agonía del
Cristianismo» de Don Miguel de Unamuno.
De modo que el libro de Unamuno no versa sobre la agonía del cristianismo sino
sobre la agonía que el cristianismo le hace pasar a Unamuno. Él, como persona
inteligente, y especialmente dotado para captar lo paradójico, intuyó la gran
contradicción básica que en el fondo se da en el cristianismo, y como
veremos enseguida, no fue capaz de desenmarañarse de ella. Esta
paradoja fundamental de la religión en que había sido amamantado y a la que
permaneció fiel durante toda su vida (con una fidelidad
Esta misma agonía interna se ha dado en muchos otros cristianos pensantes sin
que hayan sabido exteriorizarla. Pero la triste realidad es que la mayoría de los
cristianos no llegan a caer en la cuenta de esta falla radical de su religión y por
eso viven tranquilos en este particular sin llegar a cuestionar nunca los cimientos
de sus creencias. Muchos, de una manera instintiva y como intuyéndolo
extrarracionalmente, las abandonan poco a poco, pero sin pararse nunca a hacer
un análisis de ellas; sin haber nunca dudado. Pero como magistralmente dice
Unamuno en su libro, «fe que no duda, es fe muerta». Porque el que duda de su
fe, piensa su fe; pero el que no duda nada ni nunca, admite pasivamente la fe,
igual que de infante admitía el alimento que le daban sin examinarlo ni
cuestionarlo.
En este particular, Don Paradojo fue enormemente paradójico. Copio una nota
que hoy, después de diez años de haber leído el libro, encuentro escrita de mi
puño y letra al pie de una de sus páginas:
Años más tarde, leyendo a Paúl Tillich, me encontré con que este gran teólogo
cojeaba del mismo pie y se veía atrapado en la misma absurda angustia. He aquí
cómo él lo expone en el capítulo titulado «El yugo de la religión» de su libro
«Se conmueven los cimientos de la Tierra» (Edic. Ariel, 1969):
«La Ley religiosa exige que el hombre acepte unas ideas y unos dogmas; que
crea en ciertas doctrinas y tradiciones cuya aceptación le garantiza su salvación
de la angustia, del desespero y de la muerte. Entonces el hombre procura aceptar
todas estas cosas.
De esta postura, al fanatismo más irracional hay muy poca distancia. Y lo malo
es que esta postura es la normal en la mayoría de los cristianos; y no sólo en los
cristianos que no piensan su religión (que son la mayor parte), sino entre
personajes tan eminentes como Rudolf Bultmann. Este teólogo alemán,
después de triturar todas las interpretaciones literales y después de minar en sus
mismos cimientos la credibilidad de la biblia y de la propia revelación con su
teoría de la desmitologización, tranquilamente continúa admitiendo la biblia
como «palabra viva de Dios» (!!). {Jesucristo y mitología. Ediciones Ariel.)
Pero volviendo al libro que estoy comentando antes de entrar en materia, nos
encontramos con que tras un título tan audaz y tan aparentemente falto de fe en
la fuerza interna del cristianismo
«Los jesuítas, los degenerados hijos de Iñigo de Loyola, nos vienen con la
cantinela ésa del reinado social de Jesucristo y con ese criterio político quieren
tratar los problemas políticos y los económico-sociales. Y defender, por ejemplo,
la propiedad privada. El Cristo nada tiene que ver ni con el socialismo ni con la
propiedad privada. Como el costado del divino antipatriota que fue atravesado
por la lanza... nada tiene que ver con el Sagrado Corazón de los jesuítas.»
(Este antijesuitismo parece que tiene que ver con el fundador de los jesuítas, el
vasco Iñigo de Loyola, acerca del cual Unamuno tenía ideas muy peculiares.
Creo que en la raíz de todo está el «vasquismo» del propio Unamuno que en
cierta manera constituía para él otra agonía semirreprimida. La devoción del
Sagrado Corazón, por ser promovida por los Jesuítas, participaba de
su antipatía.)
«El Padre Jacinto, a pesar de ser sacerdote católico, celebró unos esponsales
místicos con la que luego sería su esposa. Y escribía: «Si Dios me da un hijo le
diré al echarle sobre la frente el agua del bautismo: acuérdate un día de que eres
de la raza de los monjes de Occidente. Sé monje, es decir, solitario en medio de
este siglo de incredulidad y fanatismo, de superstición y de inmoralidad...»
«¡Que su hijo friera monje!, que heredase su soledad cristiana! Pero el monacato
hereditario es ya política, y el Padre Jacinto aborrecía la política, que es cosa del
reino de este mundo. En la que tuvo que mezclarse, sin embargo, porque era
padre camal y la paternidad camal es cosa del reino de este mundo, no del reino
de Dios.»
Con este lío de ideas en la cabeza no es extraño que tanto el P. Jacinto como Don
Miguel viviesen en la agonía. ¿Qué hubiesen pensado ambos si hubiesen
descubierto que por encima y por debajo de sus agonías individuales, su amada
Iglesia, a la que ellos se aferraban tan desesperadamente, agonizaba de una
manera mucho más radical? ¿A quién se hubiesen dirigido entonces?
llevo dichas, sin embargo simpatizo grandemente con él porque pensaba su fe,
tenía su inteligencia enfocada hacia lo trascendente, aunque no llegase a ver
nada claro. Nadie que tenga cabeza puede ver claro cuando mira hacia el «más
allá». Los fanáticos son los únicos que ven claro; pero lo malo es que no tienen
cabeza. Si Unamuno viviese diría que los únicos que creen ver claro son
los jesuítas. Pero la verdad es que ni ellos.
El caso de Hans Küng nos puede ayudar a comprender mejor el drama que
vamos a considerar a lo largo de todo este libro, porque en cierta manera lo
sintetiza en sus varios aspectos.
Hans Küng conoce muy bien su religión; de hecho la conoce mejor que muchos
de sus críticos romanos y no romanos. Y no sólo la conoce teóricamente sino
que la vive con más autenticidad que algunos jerarcas que lo condenan con
anatemas muy paulinos pero con estilos de vida muy poco cristianos.
Hans Küng siente que algo anda mal en su Iglesia, y no sólo en el orden práctico
sino también en el orden ideológico, que es más fundamental y que es el que él
mejor conoce.
Ante estas fallas, Küng da la voz de alerta. No ataca desde fuera con ánimo de
herir o de derrumbar —como ha sido el caso de tantos teólogos y predicadores
protestantes—, sino que sugiere desde dentro y con amor, con ánimo de curar, de
salvar a tiempo antes de que sea demasiado tarde.
Pero Hans Küng sigue dentro de su Iglesia, y éste es ya uno de los aspectos más
interesantes que quiero hacer resaltar, porque es como un eco de lo que ha
pasado y está pasando en las almas de miles y miles de cristianos.
Uno se pregunta cómo es posible que conociendo como él conoce todas las
internas contradicciones de la doctrina de la Iglesia —que él tan bien señala en
tantas partes de sus escritos— y viendo cómo por otra parte actúan contra él
aquellos que se
«intenta arrojar lejos de sí todas las doctrinas o dogmas tanto viejos como
nuevos, pero tras una breve pausa, vuelve a ellos sometiéndose a sí mismo y
sometiendo a los demás a su esclavitud».
Y a quien me diga que Hans Küng permanece fiel a su fe porque tiene muchas
razones para ello, le diré que lea su largo artículo «Por qué sigo
siendo católico» y verá que las razones que allí da para
«¿Por qué, pues, sigo siendo católico? La respuesta es que no quiero dejarme
arrebatar algo que forma parte de mi vida. Nací en el seno de la Iglesia católica;
incorporado por el bautismo a la inmensa comunidad de todos los que creen en
Jesucristo, vinculado por nacimiento a una familia católica que amo
entrañablemente, a una comunidad católica en Suiza a la que vuelvo con placer
en cualquier oportunidad; en una palabra, nací en un solar católico que no me
gustaría perder ni abandonar, y esto como teólogo.»
Si éstas son las razones que tiene «como teólogo» no creo que nos quede mucho
más que esperar en cuanto a razones se refiere. Y por si tuviésemos dudas, un
poco más adelante añade:,
«¿Por qué, pues, sigo siendo católico? No sólo por razón de mis raíces católicas
sino también por razón de esta tarea (la de teólogo)
De nuevo Hans Küng nos deja esperando las razones doctrinales de su fidelidad
al catolicismo. Si antes nos habló de sus raíces, ahora nos habla de su tarea; pero
en ningún momento cuestiona su doctrina, cuando él más que nadie conoce sus
tremendos fallos, los ha señalado y los ve patentes en el enorme desgarramiento
que aqueja a la cristiandad desde hace muchos siglos.
Es cierto que Hans Küng fuerza el dogma; y esto es un gran pecado para todos
aquellos que ven al dogma como algo intocable y rígido. Pero el teólogo suizo
fuerza el dogma, lo mismo que el niño fuerza las entrañas de su madre para
nacer. Acaba de una manera un poco violenta con un estado que fue bueno
durante nueve meses, pero que sería mortal de ahí en adelante. Todas las ideas
que el hombre se hace de Dios y de todo lo que con El se
relaciona, de ninguna manera pueden ser algo rígido porque la mente del hombre
evoluciona con los siglos y por lo tanto tiene que evolucionar la manera de
concebir esta realidad tan difícil de comprender. Sólo las rocas son rígidas; todo
lo que vive está en perpetuo movimiento y en constantes cambios; y la Iglesia es
algo eminentemente vivo porque está compuesta de hombres. Y de hecho hay
muchísimos ejemplos para probar cómo ha ido cambiando a lo largo de la
historia en su manera de pensar y de actuar.
Uno de estos ejemplos podría ser Rosmini. Este humilde sacerdote, condenado y
castigado en tiempos del Concilio Vaticano I, por sus ideas casi «heréticas», fue
poco menos que canonizado en el Concilio Vaticano II cuando las ideas
predicadas por él un siglo antes, eran ya de general aceptación y algunas de ellas
fueron oficialmente defendidas en el Concilio.
Muy bien podría ocurrir lo mismo con las ideas que en la actualidad defiende
Hans Küng. Pero la gran diferencia está en que muy probablemente cuando la
Iglesia quiera aceptarlas, será ya demasiado tarde.
Por otro lado tenemos a una jerarquía que no oye la voz del pueblo de Dios que
es la Iglesia. No cambia en su manera de pensar. Pero lo peor no es esto. Lo peor
es que no podría cambiar aunque quisiera.
Con un lapso de por lo menos cinco mil años de ininterrumpida historia humana
escrita, tenemos datos más que suficientes para echarle un vistazo panorámico a
estas instituciones que supuestamente conocen del más allá y preparan al hombre
para el gran salto después de la muerte.
La gran pregunta que podemos hacer es la siguiente: ¿Han sido las religiones
beneficiosas para la humanidad o no? Y como entre las cosas humanas no hay
nada completamente bueno ni completamente malo, nos haremos mejor esta otra
pregunta: ¿Hasta qué punto han sido beneficiosas las religiones y hasta
qué punto han sido nocivas?
Por último no se puede negar que para miles de creyentes la religión sirve como
un gran tranquilizante ante el estremecedor interrogante de la muerte y como un
fortalecedor para los momentos de desgracia y de dolor que tanto abundan en
este mundo y para los que la inteligencia humana no ha tenido
nunca explicación.
a hacer difícil aplicarlos a su religión, pero para que les ayude, les sugiero que se
los apliquen a las otras religiones «falsas» y verán cómo nuestra apreciación no
es injusta. Si más tarde no se deciden a aplicárselos a su propia religión será una
prueba más de que ellos mismos son víctimas inconscientes de estos aspectos
negativos que aquí señalamos.
vida y del Sumo Juez. ¡Cuántos horrores han cometido los fanáticos religiosos a
lo largo de la historia por defender la causa de Dios!
Además las religiones separan a la humanidad en grupos. Unen entre sí a los que
profesan la misma fe, pero los separan de aquellos que no la profesan; y no sólo
eso sino que en el seno de una misma religión son numerosísimos los casos de
divisiones y odios por interpretaciones diversas de un mismo mandamiento o
precepto. Las guerras religiosas llenan las historias y es inútil ponerse a
dar ejemplos que hasta los niños de las escuelas conocen.
Autores tan recalcitrantemente cristianos como Hans Küng nos hablan con toda
naturalidad de «los múltiples fracasos del cristianismo y de las religiones
universales en orden a la humanización del hombre y a la lucha por la justicia, la
paz y la libertad y su influjo separador más que aglutinador en toda la
humanidad» (Ser cristiano, pág. 128).
Las religiones le tienen miedo al placer o por lo menos nos hacen desconfiar de
él; la renuncia al placer es casi un tópico en el cristianismo, para todo aquel que
quiera perfeccionar su espíritu. En cambio parece que se goza con un regusto
masoquista, en buscar el dolor por el dolor, como si en él hubiese encerrada
alguna secreta energía para la otra vida. Pero el dolor no es más que el fracaso
del dios padre y providente que nos presenta el cristianismo. ¿Por qué buscar
energías para la otra vida a costa de esta vida que es la que tengo entre manos en
este momento? ¡ Cuántas palabras han gastado todos los doctrinarios de todas las
religiones, y qué mal han contestado todos a este eterno interrogante del dolor!
¿No habíamos quedado en que el dolor de Cristo en la cruz era el que nos
redimía? ¿Para qué añadir entonces el dolor de esta pobre hormiga humana que
contra su voluntad es devorada por la tierra cuando apenas le han permitido vivir
unos días? ¿No tendremos derecho a pensar que en caso de que se necesite
salvación, nuestro dolor y nuestra muerte son los que nos salvan? ¿Y no será
más bien, que ni hay necesidad de salvación alguna, ni el dolor ni el placer
tienen nada que ver con lo que la religión nos dice?
Hasta aquí las luces y las sombras de las religiones. Por lo que hemos visto, si
bien es cierto que para muchos seres humanos considerados individualmente, la
religión es una necesidad o por lo menos una ayuda, para la humanidad
considerada como un todo, y para muchos individuos más evolucionados que ya
han pasado una infantilidad intelectual, la religión en estos tiempos es tan
perjudicial como beneficiosa.
Sin embargo, hay que hacer una aclaración. El cristianismo ha envejecido en los
pueblos más desarrollados económicamente
o más evolucionados culturalmente; en éstos ha perdido gran parte del vigor que
tuvo durante muchos siglos y del que disfrutaba aún hace escasamente ochenta
años. Sin embargo en aquellas regiones en las que (debido más que nada al
abuso a la rapacidad o incapacidad de sus gobernantes) el pueblo está
todavía subdesarrollado cultural o económicamente, el cristianismo conserva
todavía un gran arraigo entre las masas. Un arraigo puramente sentimental y
superficial en muchos aspectos, pero sin lugar a dudas muy superior al que tiene
entre los ciudadanos de los países más evolucionados.
Reflexionemos ahora sobre lo que les sucede a las personas de edad, porque esto
nos puede ayudar mucho a ver qué es lo que le ha sucedido y le está sucediendo
al cristianismo.
creencias y ritos milenarios que muchas veces nada tenían que ver con lo que
Cristo había predicado1.
Por todas partes florecen y pululan sectas «cristianas» -para las que nunca faltan
seguidores en las que el mensaje bíblico es
Pero los jerarcas viven ajenos a estos profundos cambios que están teniendo
lugar en el alma de los hombres. A lo más, se acomodan o transigen con cambios
superficiales que distan muchísimo de llegar a la raíz del problema y muchísimo
más de solucionarlo.
El que haya o no haya guitarras en la misa, aunque es algo escandaloso para los
cristianos «lefevristas», no tiene absolutamente ninguna importancia en cuanto a
la solución del mal profundo que en estos momentos aqueja a la iglesia. El que
las monjas se hayan acortado las faldas o pretendan hacerse ordenar de
sacerdotisas y el que los sacerdotes ya no le den la espalda al público en la misa
y hayan abandonado el latín y hasta pretendan dejar de lado su celibato, tampoco
tiene nada que ver con el fondo del problema; uno concibe perfectamente un
cristianismo con todos estos «modernismos» que en realidad ya son muy viejos
en la Iglesia. El problema no está en estas superficialidades por mucho que
ellas horroricen a los fanáticos. El problema del cristianismo no está en la piel
sino en las entrañas.
Hay mucha gente que ve mala fe en las altas jerarquías vaticanas y diocesanas,
en cuanto a que usan medios maquiavélicos para seguir teniendo el dominio de
las conciencias y para que no se les derrumbe ese sutil imperio que es fruto de
muchos siglos. Yo, en la mayor parte de los casos, no veo tal mala fe, antes al
contrario, veo a unos hombres imbuidos del genuino deseo de «conservar
el depósito de la fe» tal como les dice San Pablo y por otro lado veo en muchas
ocasiones a unos hombres angustiados y
Cosas que ya en estos tiempos se caen de su peso por evidentes, como por
ejemplo la conveniencia de suprimir el celibato sacerdotal obligatorio, son
todavía resistidas oficialmente por las supremas jerarquías católicas, causándole
con ello un grave mal a la Iglesia y precipitando su desintegración al privarla tan
radicalmente de pastores. De seguir el Vaticano con esta política miope, dentro
de muy pocos años los sacerdotes van a poder contarse en cada diócesis con los
dedos de la mano además de que van a ser considerados como «rara avis».
Pero hay que reconocer que ésta no es la manera normal de actuar de nuestros
hermanos protestantes. El pecado principal del protestantismo, tomado como un
todo, no es precisamente el de la esclerosis mental o ritual. Más bien en este
particular el
protestantismo peca por todo lo contrario; por una especie de «distrofia» que
hace que cada miembro se mueva por su lado sin coordinación. Lejos de
mantener una tiesa rigidez, por el contrario, cualquier idea es bien recibida y no
faltará un versículo de la biblia para corroborarla. Bastará que tenga un
ligerísimo tinte «cristiano» o que se atenga a alguno de los poquísimos
principios que son comunes a todo el protestantismo; y si la resistencia entre las
jerarquías de la secta es muy grande, sencillamente se «funda» una
nueva denominación, se construye un nuevo templo y se comienza a predicar
con todo fervor la «palabra de Dios» (!). Y no faltarán ovejas. ¡Qué compleja y
qué simple es la mente humana!
Cuando un anciano cruza una avenida, corre el peligro de ser arrollado, porque
no tiene la vista o el oído o la agilidad suficiente. No es, muchas veces, que él
obre mal o imprudentemente, sino que el tráfico se ha hecho demasiado rápido
para sus piernas y para sus reflejos. Las creencias del cristianismo ya no
aguantan el impacto de la vida actual. Hay mil situaciones para las que el dogma
no sólo no tiene respuesta sino que la que pretende dar es
totalmente inadmisible.
A lo largo del libro iremos viendo más ejemplos de esta esclerosis o falta de
elasticidad que tienen que ver también con otras de las limitaciones o defectos
que son comunes en todo aquello que se pone viejo.
Pues bien, este amor, que no sólo es nutriente sino aglutinante, ya hace tiempo
que no fluye libremente por las venas del cristianismo, rasgado como está en tres
grandes sectores y en infinitas sectas. Los cristianos no sólo no aman a los no
cristianos sino que no se aman entre sí. Y el amor -no el cumplimiento de ningún
rito, ni siquiera alguna creencia específica— es lo que Cristo dijo que
nos distinguiría de los demás pueblos: «En esto conocerán que sois
mis discípulos: si os amáis los unos a ios otros».
«Para los pueblos paganos es un verdadero escándalo el ver cómo los que de
entre ellos son ricos, no aman a los que son pobres. Los primeros han construido
un injusto sistema económico que es como una inmensa maquinaria para fabricar
una minoría de ricos y millonarios, a costa de las grandes masas
depauperadas. Un sistema económico en el que los ricos se hacen más ricos, y
los pobres cada día son más pobres; en donde todo está motivado por el afán de
lucro; en donde se ha normalizado la explotación del hombre por el hombre, en
donde, mientras millones mueren cada año por no comer suficiente, unos pocos
mueren por comer demasiado; mientras millones sufren de desnutrición, unos
pocos sufren ante el temor de engordar; un sistema en el que se ha sustituido la
gracia de Dios por los billetesjde Banco. Escándalo es ver cómo los
poderosos han construido un sistema social, aliado del económico, en
donde unos tienen, necesaria-
mente, que servir a los otros, en donde la mayoría del pueblo no tiene ocasión de
aprender a leer, porque el dinero lo gastan los grandes en sostener los ejércitos
con los. que luego matan en las calles a los pobres que se sublevan. Escándalo es
ver nuestro sistema de castas; esta sociedad de lobos, donde los poderosos
aplastan a los débiles, los ricos les roban a los pobres, y los jerarcas se pastorean
a sí mismos. Hemos desarrollado, a lo largo de los años, una sociedad cristiano-
alcohólica en la que millones de bautizados se emborrachan proletariamente de
desesperación y de asco de vivir, mientras una minoría ahoga elegantemente en
Scotch su aburrimiento, pagando por cada trago lo que uno de sus
hermanos parias gana después de trabajar diez horas. Escándalo monstruoso es el
que dan a los pueblos paganos del mundo, los pueblos cristianos; pueblos
cristianos son los que han conquistado el mundo entero por la fuerza. Pueblos
cristianos son los que han abusado, por siglos, de los pueblos atrasados,
convirtiéndolos en sus colonias, sin ayudarlos a progresar más que en lo que les
convenía. Pueblos cristianos son los que tienen acaparado, para una minoría, el
80 por 100 de las riquezas del mundo. Pueblos cristianos son los que editan y
extienden por el mundo entero la pornografía. Pueblos cristianos son los clientes,
casi exclusivos, de las drogas narcóticas. Pueblos cristianos son los que, a lo
largo de los años, han convertido la guerra en el más criminal y más lucrativo de
los negocios del orbe. La practicamos entre nosotros y se la imponemos a los
que no nos han hecho nada» (Mi Iglesia duerme).
auténticos que cumplen el mandamiento del amor y que lo demuestran con sus
vidas y con la preocupación por el bienestar de sus hermanos. Pero
desgraciadamente son una pequeña minoría comparados con el ingente número
de los bautizados.
Para los Pentecostales, por ejemplo, no hay duda ninguna en todo esto; todas
esas extrañas experiencias que se manifiestan en las almas y en los cuerpos de
los fieles, son sencillamente obra del
Espíritu Santo o del mismo Cristo actuando inmediatamente en sus criaturas. Sin
embargo, la teología católica se resiste a admitir esto sin más ni más. Por un lado
no puede admitirlo porque va contra muchos de los postulados que ella ha
defendido por siglos y por otro lado ve que los hechos están ahí innegables y
esperando una decisión. Una decisión que no acaba de llegar ni llegará porque
el Magisterio católico —y lo mismo se puede decir en general de la teología
cristiana— ya tiene embotados los sentidos y no es capaz de percibir todo el
enorme trasfondo sicológico - fi-siológico-sociológico que hay en todos estos
movimientos. Para poderlo percibir tendría que liberarse de mil años de teología
y de dos mil años de edad. Y eso no es ya posible.
Las «tierras de misión» o las «misiones» que en años pasados tenían una especie
de atractivo mágico para el clero joven y para los alumnos de los colegios
católicos, en la actualidad apenas si son conocidas por la juventud y dudamos
que ejerzan el mismo enorme atractivo que ejercían en nuestros años jóvenes.
Y si nos remontamos varios siglos hacia atrás, uno se queda atónito ante la
ingente obra de evangelización que los europeos hicieron en América. Cuando
uno se entera de que el jesuíta canario Padre José de Anchieta cruzó el Brasil de
costa a costa siete veces, a pie, en el siglo XVI, a través de una vegetación que
hoy todavía se nos hace infranqueable y teniendo que vencer
Hoy día, en muchos países se puede decir que hay una verdadera invasión de
programas religiosos cristianos, tanto en la radio como en la televisión. En este
particular el cristianismo sí da una primera impresión de estar muy vivo y alerta
para recordarle a los ciudadanos del mundo de hoy el mensaje del evangelio.
Pero de nuevo nos sale al paso la cruda realidad que está detrás de toda esta
evangelización televisada. Sin negar toda la dosis de buena fe y de genuino
fervor cristiano que hay en muchos de los que participan en la organización y
producción de estos programas, hay que estar ciego para no caer en la cuenta de
todo el contenido humano y político que hay detrás de estas transmisiones.
La reacción de los «fieles» ante programas así no suele ser muy buena; lo más
corriente es que lo miren por un momento con curiosidad para ver de qué están
hablando, e inmediatamente cambien de canal para serles fieles a sus artistas
favoritos.
Confieso que soy un asiduo escuchador de este tipo de programas en los que
algún enfervorizado predicador trata de exponemos lo que él cree ser un mensaje
bíblico y de acuerdo a la «voluntad de Dios». Me he pasado muchas horas
oyendo tales programas y tengo que confesar que lo he hecho más que por ver
si me convencían (sin que por ello quiera decir que no estaba abierto a los
buenos razonamientos) por ver cuáles eran los mecanismos sicológicos
envueltos en todo el proceso evangelizador. Y tengo que confesar que las
muchas horas pasadas ante el televisor oyendo a estos predicadores me han
hecho descubrir algunos de esos sutiles mecanismos inconscientes, totalmente
escondidos detrás de las sinceras y fervorosas palabras de los evangelistas, que,
dicho sea de paso, acaban convirtiéndose en «estrellas» de la palabra de Dios.
Los párrafos que vienen a continuación son parte vital de la historia del
cristianismo y los traigo a colación para refrescarles la memoria a los que
quieren presentamos un cristianismo angélico y sin mácula de pecado original.
Cuando meses y años atrás escuchaba con gran atención los discursos de S.S.
Paulo VI y Juan Palbo II ante la Asamblea General de las Naciones Unidas,
junto con el asentimiento a las grandes verdades que ellos decían ante aquella
expectante y silenciosa multitud, me venía el recuerdo de pronunciamientos
di; metralmente opuestos hechos en siglos pasados por sus ilustres predecesores
en la silla pontificia. Es cierto que, según el dicho roí nano, «sapientis est mutare
consilium» (es de sabios cambiar áz opinión), y menos mal que en la actualidad
las jerarquías del cristianismo —hablando de una manera general— han
cambiado sas antiguas maneras de pensar en lo que se refiere a las
libertades humanas y a los derechos de los pueblos; pero tampoco es lícito pasar
de ahí a que el cristianismo ha sido siempre un campeón en la defensa de todos
los derechos de la persona humana. No se puede tapar el sol con un dedo lo
mismo que no se pueden suprimir, por muy buena voluntad que se tenga, hechos
que están en todas las historias, documentos, decretos y bulas que se guardan
fielmente en los archivos.
También es muy cierto que es muy humano errar y uno tiene que saber perdonar
los errores pasados. Pero no tenemos nunca que olvidarnos que estamos tratando
con una institución que por propia definición es la genuina representante de Dios
en el mundo y en último término «infalible», tal como ella se ha definido a sí
misma. La irresponsabilidad que hay que perdonarle obligatoriamente a un niño
no se le puede perdonar tan fácilmente a un adulto, que en este caso no sólo sabe
perfectamente lo que está haciendo sino que está «inspirado» para hacerlo. Y los
que digan que la Iglesia está compuesta por hombres y que éstos es lógico que
hagan errores, tendrán que admitir entonces que esos errores pueden
también extenderse a las áreas dogmáticas, quedando por lo tanto en entredicho
la «infalibilidad» de la institución aun en sus cosas fundamentales, porque nunca
sabremos a punto fijo dónde acaba la «inspiración» divina y dónde empieza el
error humano.
él nos han querido dar. Pero esto es tema más profundo que trataremos en la
segunda parte de este libro.
2
El afán constructor de la iglesia española en América fue verdaderamente
asombroso. Uno se queda pasmado ante la grandiosidad y la cantidad de templos
que encontramos en todas las capitales suramericanas y a veces hasta en medio
de bosques actuales, como es el caso de las famosas Reducciones jesuíticas en el
Paraguay. Muchos de ellos fueron construidos cuando aún no se había
consolidado aquella sociedad civil y pasaba muchas penurias. Un ejemplo y
símbolo de todo este afán constructor, podría ser la ciudad mejicana de Cholula
en donde el fervor de aquellos cristianos llegó a edificar una iglesia para cada día
del año, si hemos de creer a lo que nos narra la tradición. De aquellas iglesias y
capillas todavía queda hoy un gran número totalmente desproporcionado para
una ciudad de tercera categoría como es Cholula. (Y por otra parte no deja de ser
intrigante el que este afán constructor se diese precisamente en el lugar en donde
está la que parece ser la mayor pirámide del mundo, hoy totalmente cubierta de
tierra, aunque con interminables galerías en su interior.)
Intolerancia
¿Cuáles son esos grandes errores históricos y pragmáticos que el cristianismo
lleva sobre sus espaldas? Por supuesto no haremos aquí un inventario de todos
ellos; primero porque ocuparían demasiado espacio y segundo porque no es
precisamente ése el propósito de este libro. Pero sí señalaremos ciertos errores
notables que se echan de ver grandemente a lo largo de la historia, y que uno
sinceramente no se explica cómo pueden haber sido cometidos por una
institución «infalible» a la que —según la teología— el mismo Dios le dijo:
«Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos» (Mat. 28,20).
Una de dos: o la Iglesia cristiana estuvo muy lejos de haber enseñado siempre
que la fe es asentimiento libre y que no puede imponerse por la fuerza, o si en
verdad lo enseñó, distó muchísimo de haberlo cumplido. Si lo enseñó en alguna
cátedra o libro, se encargó de practicar por siglos todo lo contrario. Todas
las hogueras encendidas tanto por católicos como por protestantes se encargan
de probarlo. Y el que tenga dudas de las motivaciones de aquellas hogueras, no
tiene más que asomarse a las páginas
de cualquier proceso inquisitorial1 y allí verá las torturas a que eran sometidos
los reos para que «abjurasen de sus errores» y para que «profesasen la fe de
nuestra Santa Madre la Iglesia». Si esto no es atropellar la libertad religiosa, que
venga Dios y lo vea.
Uno de los últimos documentos del Concilio Vaticano II -la Declaración llamada
«Dignitatis Humanae»- trata sobre la libertad religiosa. Uno se queda pasmado al
leerla, cuando contrasta su contenido con la práctica de la Iglesia a lo largo de
los siglos. Y uno se reafirma en esa «falta de memoria» que la Iglesia da la
impresión de padecer en muchas ocasiones. ¡Con qué solemnidad (y al
mismo tiempo con qué acierto) hablan los Padres Conciliares allí reunidos, sobre
la libertad religiosa y dicen que
«todo hombre tiene que estar inmune de coacción, tanto por parte de personas
particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana y ello de
tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su
conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público,
sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos... y esta libertad se ñmda
en la dignidad misma de la persona humana.»
¡ Qué contraste el de estas bellas palabras con la práctica de los países cristianos
en donde las autoridades eclesiásticas no permitían, bajo penas gravísimas, el
practicar ninguna otra fe y ni siquiera la cristiana, si ésta no era según la manera
que las autoridades tenían de entender el cristianismo!
Y recuérdese que no sólo tenían que comparecer ante aque líos tribunales los
«adoradores de Satanás» sino gente tan distin guida y tan limpia en sus vidas y
en sus creencias como Fray Luis de León, Fray Luis de Granada y tantos otros
varones eminentes, que si no llegaron a padecer todo el rigor de las penas, fueron
por lo menos mirados con mucha sospecha por los enfermos menta les a quienes
las autoridades eclesiásticas habían encomendado la «vigilancia de la doctrina».
Y si nos referimos a los cristianos de la otra banda —los pro testantes y los
ortodoxos orientales— de ninguna manera se pue den jactar de una mayor
tolerancia. Su intransigencia y su falta de respeto a la dignidad humana es tan
anticristiana como la de sus «hermanos» de acá. Las hogueras y las mazmorras
funcionaron entre ellos con el mismo fanatismo y la misma falta de
humanidad que entre nosotros; y ahí están para probarlo, en el campo
protes tante, los Servet, los Tomás Moro, los Estuardo, por no decir nada de los
miles de anabaptistas masacrados por los discípulos de Lutero y Zuinglio; y en el
campo cristiano-ortodoxo las horrendas atrocidades cometidas en el siglo XVII
por Chmielnic-
ki contra los judíos. En esta guerra santa que los cristianos tenemos entre
nosotros desde poco después de la muerte del fundador del cristianismo, nadie
puede vanagloriarse de haber sido «manso y humilde de corazón».
Y si nos fijamos en el texto copiado un poco más arriba, veremos que termina
con la sutil cláusula: dentro de los límites debidos. Pero ¿cuál es ese «justo orden
público» y cuáles son esos «límites debidos»?
Y no sólo eso, sino que tendrían que empezar por explicamos frases que leemos
en la biblia que contradicen también la decantada «libertad religiosa» que ahora
pretenden vendernos como
En este particular es imposible que los líderes cristianos —tanto los de un bando
como los de otro— estén tan faltos de memoria; por eso es mejor que expliquen
y desarrollen únicamente a «los últimos Sumos Pontífices» porque con los
primeros y con los medianos van a tener muchas dificultades.
• Muy unido a esta visión general del «reino de Cristo», está ese otro enorme
error pragmático y en cierta manera dogmático que se llamó «las Cruzadas».
Prefiero no entrar en el tema por que sería demasiado largo. Todos los ríos de
sangre que las ocho Cruzadas derramaron a partir de 1090, ¿a qué infalibilidad
ponti ficia» habrá que achacárselos? Todas las vidas truncadas de los más de
20.000 niños que fanáticamente fueron enviados por sus padres a las dos
absurdas Cruzadas Infantiles ¿a qué «inspiración divina» habría que
achacárselas? Todas las matanzas de judíos que la bárbara devoción de los
«santos» cruzados perpetró ¿con qué texto bíblico tendremos que reforzarlas?
Pero sigamos con más errores.
• La desunión de los cristianos es algo tan escandalosamente real que más tarde
volveremos sobre ello de una manera especial.
• Otro error radical en que han incurrido muy desde el prin cipio de la Iglesia
los sucesores del que aconsejaba «tomar los últimos lugares en los banquetes»,
es el haberse sentado en los pri meros lugares en las mesas de todos los
poderosos de este mundo, y probablemente el haber banqueteado demasiado. El
maridaje de las jerarquías eclesiásticas a lo largo de los siglos con todos los que
han avasallado y exprimido a sus pueblos, es una cosa que no necesita
demostración y que no tiene explicación. De ahí al desarrollo de un regusto por
las riquezas y por el lujo en vestidos, ornamentos, y residencias no hay más que
un paso. Un paso que dieron en seguida los jerarcas pasándoles en herencia esta
«eclesiástica» costumbre a sus sucesores de la Edad Media y del Renacimiento,
hasta nuestros días.
Junto con los ídolos, fueron las pirámides y los centros culturales y junto con
ellos se fueron los archivos y los documentos que encerraban un arte y una
sabiduría que en muchos aspectos superaba a la nuestra. El enorme retroceso que
padeció «la cristiandad» en la Edad Media, fue en gran parte debido a esta
fanática iconoclastia que odiaba la cultura grecorromana por conside-
rarla mala y satánica. Hubo que esperar hasta finales del siglo XV para que los
piadosos cristianos redescubriesen que la Tierra era redonda, cosa que ya sabían
siglos antes los pecadores mayas y griegos.
• Otro gran error en el que han incurrido las dos ramas del cristianismo que han
tratado con muy buena voluntad de llevar su
De ninguna manera quiero hacer caer todo el peso de este inmenso error sobre el
papado, pues sé de sobra que para aquellos tiempos ya las naciones que más
participaron en tan infame comercio no obedecían al Papa. Pero lo que no se
puede admitir es la gran pasividad con que la jerarquía católica y los líderes
protestantes vieron aquel inmenso y continuado genocidio,
perpetrado exclusivamente por pueblos que se llamaban cristianos.
Aunque tal como veremos hacia el fin del libro, el cristianismo está equivocado
en sus profundas raíces, sin embargo no se puede negar que apoyado en ellas,
había conservado una línea más o menos lógica de pensamiento y de acción a lo
largo de sus dos mil años de existencia. Pero esa línea recta se ha roto en los dos
últimos siglos y se ha convertido en un dédalo de zig-zags que ya no llevan
a ninguna parte y que ya no tienen sentido. Las enseñanzas de muchas de las
denominaciones cristianas, consideradas en sí, aisladamente, dan las más de las
veces pena o risa y consideradas en conjunto, relacionando las unas con las
otras,
errores pragmáticos, pero aparte de que nos llevaría demasiado espacio, que le
restaríamos a otras cosas que están más en la raíz de la agonía del cristianismo,
creemos que algunos de ellos irán saliendo diseminados a lo largo de este libro.
Pondré, sin embargo, un solo ejemplo eminente de uno de estos desvarios fruto
de la vejez de la Iglesia, que la impulsa a decir cosas que en este mundo de hoy
ya no tienen sentido, y que provocan entre sus mismos fieles una gran confusión,
pues se dan claramente cuenta de que la enseñanza o el mandato de la Iglesia es
un error.
(Antes de entrar a describir este «desvarío» quiero hacer constar que no todas las
autoridades religiosas dentro del mundo cristiano lo sostienen. Si bien es cierto
que dentro del catolicismo es doctrina oficial y que hay unas cuentas sectas
protestantes que también lo defienden, sin embargo, hay que reconocer que
la mayor parte de los líderes protestantes y ortodoxos lo rechazan.)
En los últimos tiempos hemos visto cómo la Iglesia, acosada por todas partes
para que reconsidere su posición, ha hecho algunos pinitos para ponerse un poco
más a tono con los tiempos;
pero, tal como ha pasado en muchas otras cosas, lo único que ha hecho es poner
un parche y quedarse en las ramas sin querer ir al tronco y menos a las raíces de
todo el asunto. Hoy ya oímos a los líderes religiosos hablando de la
«planificación familiar» y los vemos siendo tolerantes en cuanto a la obligación
de «tener todos los hijos que Dios mande». Pero esta tolerancia y esta
«planificación» tienen que estar por supuesto dentro de lo que Dios permite y
Dios — según ellos— sigue sin permitir los medios artificiales para el control de
la natalidad.
Uno se pregunta si las lentillas, los ríñones trasplantados, las prótesis, las
operaciones quirúrgicas y hasta las modestas muletas, no son métodos
«artificiales». Y uno piensa entonces qué diferencia puede haber entre estos
«métodos artificiales» y las pastillas, cremas o cualquier otro método
anticonceptivo. Y puestos a pensar, naturalmente encontramos una diferencia.
Nos encontramos con que en todos los ejemplos arriba citados, las visceras y
órganos que están involucrados no son un órgano o una función a los que la
Iglesia haya elevado poco menos que a rango de antisacramento; no ha
sucedido lo mismo con toda la función sexual a la que ha puesto casi en
el mismo nivel que los sacramentos, aunque naturalmente con una connotación
negativa.
San Pablo nos dice en una de sus cartas refiriéndose al sexo (no sabemos si
motivado por exceso de pudor, por horror o por una sacra reverencia): «eso ni lo
nombréis entre vosotros».
esta función es tan natural en el hombre como el uso de sus brazos o de sus pies,
y como las necesidades de estos órganos son a la larga tan imperiosas como las
de su aparato digestivo o como las de su sistema nervioso (que exige dormir
cada cierto número de horas) resulta que el cristiano está dependiendo
irremediablemente de las leyes que sus líderes religiosos quieran imponerle y
éstos por supuesto, se han encargado de hacerlas bien opresivas.
Como los párrafos anteriores pueden dar lugar a toda suerte de interpretaciones,
y como estoy seguro de que todos los fanáticos los usarán para ponerme como
un ejemplo de hombre defensor del libertinaje y de toda suerte de anormalidades
sexuales, me voy a tomar el trabajo de explicarlos.
Lo primero de todo es que cuando digo que la Iglesia «elevó el sexo al rango de
un antisacramento», lo estoy diciendo por supuesto en un sentido metafórico y
no estricta o teológicamente hablando. Quiero con ello poner de relieve la
desmesurada importancia que la Iglesia le ha dado siempre al sexo. Un indicio
de esta importancia está en que, según el moderno Derecho Canónico, algunos
matrimonios serán de más difícil anulación si no sólo han sido «ratos» (es decir,
verificados conforme a todas las normas de la ley) sino que además han sido
«consumados», es decir, ha habido ya uso del sexo. El sexo como que le ha
puesto un sello sagrado que ya no podrá ser roto.
El pecado del sexo, al menos en las enseñanzas que tuvimos que padecer en los
colegios religiosos a los que acudimos en nuestra infancia, tenía una maldad
específica. Era el pecado nefando, el que manchaba de una manera especial, «del
que no se podía hablar»... Y en los colegios de monjas las cosas llegaron hasta
el delirio entre las pobres colegialas. Aquí sí se puede decir de una manera
mucho más fuerte que la «pureza» y la «virginidad» adquirían rango de
auténticos sacramentos.
¡ De cuántas neurosis habrán sido causa estas absurdas prédicas contra natura!
¡Cuánta infelicidad y hasta cuántas torturas mentales habrán sembrado estas
aberraciones en las almas de tantísimos hombres y mujeres! Algunos de ellos,
muchos años después de su adolescencia, todavía acusan el impacto nefasto de
todas estas enseñanzas implantadas a fuego (el fuego del infierno
Yo de ninguna manera digo que uno puede usar el sexo como le venga en ganas.
Hay muchas cosas que impiden el uso del sexo de esta manera. Lo que sí digo es
que en muchas ocasiones en que los líderes religiosos nos han dicho que el uso
del sexo es malo y gravemente pecaminoso, no es así. San Ignacio de Loyola,
fundador de los Jesuítas, y hombre cuyas ideas han tenido una enorme influencia
en la Iglesia moderna, llega nada menos que a decimos que en cuestión del sexto
mandamiento (el mandamiento del sexo) no hay «parvedad de materia», es decir,
no hay pecados veniales y que todo lo que se haga o piense con plena
conciencia, es pecado grave y, por lo tanto, conlleva una pena de infierno eterno
si la muerte lo sorprende en ese estado. ¡Cuánta aberración y cuánto fanatismo
rezuma esta manera de pensar! Y ¡ cuántos martirios ha causado en las
conciencias de tantos seres humanos, empezando por mí mismo! Y lo malo es
que semejante aberración sigue siendo todavía predicada en buena parte de los
colegios de religiosos del mundo cristiano;
Cuando digo que el uso del sexo es tan natural como el uso de los brazos, me
refiero a que está tan bajo el dominio de la volun-
tad humana como cualquiera de los otros órganos. Me refiero a que no es nada
sagrado, aparte o diferente fundamentalmente de los otros órganos. Pero, por
supuesto, habrá que someter su uso a las normas sociales; el problema está en
ver cuáles son esas normas sociales o tradicionales y ver si no se han quedado
anticuadas necesitando ya de una revisión a fondo. En párrafos anteriores
ya dijimos que esta revisión, en lo que se refiere al matrimonio por ejemplo, es
totalmente necesaria ante lo que vemos que les está sucediendo a una buena
parte de nuestros matrimonios y si no queremos que la institución matrimonial
naufrague definitivamente.
Pero creo que la razón es aún más profunda. Esta filosofía de la vida, pesimista y
negativa, enmarcada entre un pecado original inicial y un infierno final posible,
se echa de ver en muchas ocasiones en las creencias y ritos cristianos. Es la
filosofía del «valle de lágrimas», es la filosofía de la renunciación, de los votos
religiosos, de las castidades impuestas, de la resignación ante el dolor y los
males, del purgatorio y de la cruz escogida como símbolo de todo
el cristianismo. Una especie de masoquismo místico frustrante
y desesperanzador. Con una filosofía así ¿quién puede tener ilusión por
progresar o por convertir este mundo en un lugar confortable, si ya desde el
principio nos lo han definido como un valle de lágrimas? Con una filosofía así,
es lógico que se vea el sexo —el mayor de los placeres humanos— como algo
disimuladamente -si no esencialmente- diabólico. Y si la Iglesia, por no quedarle
más remedio, les da a los esposos permiso para usar-
lo, les impone el yugo de los hijos quiéranlos o no. Una manera de echar ceniza
en su plato. «Porque algo de malo tiene que haber en usar el sexo por el sexo.»
El matrimonio no tiene más sacralidad que la justicia o injusticia con que esté
hecho. Y el sexo -al igual que el comer o el beber— no tiene directamente nada
que ver con lo religioso. Los Sumos Pontífices y todos los líderes religiosos que
siguen sosteniendo en este particular doctrinas autoritarias y fuera de la realidad,
se están quedando solos, convertidos en unos Ayatollas desfasados y fanáticos, a
quienes ni sus propios subditos oyen.
Es bien conocido el caso —muy aleccionador por otra parte-de cuando S.S. Juan
Pablo II estuvo en Irlanda. En esta nación católica, por uno de esos desfases de
la sociedad y de las tradiciones, de los que hablamos más arriba, no está
permitida la venta de anticonceptivos (al igual que no estuvo permitida en
España mientras Franco santificó a este país) y todas las esposas que no quieren
tener más prole (a lo cual tienen perfecto derecho) los encargan como
cosa normal a Estados Unidos de donde es lícito importarlos. Pues bien, las
autoridades de Correos cayeron en la cuenta de que en el mes siguiente a la
estancia de Juan Pablo II, la llegada de anticonceptivos de Estados Unidos
decayó drásticamente; pero poco a poco comenzó a normalizarse de modo que a
los tres meses ya se recibía la misma cantidad de paquetes de tan específica
mercancía. ¿Moraleja? Que la presencia y la autoridad
del Papa lograron por un momento someter a las ovejas al redil pero que a la
larga, el sentido común y la realidad imperiosa de la vida acabó imponiéndose
por encima de todas las autoridades y por encima de todos los miedos al
infierno.
Comenzaré este capítulo con una anécdota de los años de mi infancia en Galicia.
En cierta ocasión le preguntó mi padre a una anciana campesina que por qué se
empeñaba en vivir sola en una casa paupérrima cuando sus hijos desde la
Argentina, en buena posición económica, insistentemente la invitaban a que se
fuese a vivir con ellos y hasta le decían que en cualquier momento que ella se lo
dijese le enviaban el pasaje. La contestación de ella fue algo que hizo reflexionar
a mi padre por mucho tiempo y que se convirtió en una frase lapidaria en nuestra
familia:
—Vosté ben fala; pro a min o que me ata é a vaca. La campesina tenía una
preocupación: —¿Y quién me cuida la vaca?
preocupación: —¿Y quién me cuida la vaca?
surgía de no se sabía dónde. Creo que a pesar de ser entonado por una sola
persona, ha sido el gregoriano más bello que he escuchado en mi vida. Tan bello
me pareció, que me quedé inmóvil, embelesado y solo, en medio de aquel
impresionante silencio que me envolvía en la Iglesia completamente vacía.
Pasados unos minutos y salido de mi trance estético continué avanzado. Medio
escondido en el extremo del crucero, junto a un altar, pude ver un pequeño
grupo de siete personas que celebraban una ceremonia funeral. El contraste entre
aquel reducido número de personas y la inmensidad de aquel templo vacío me
sumió en una profunda reflexión.
Aquel templo, sólo 40 años antes, había sido el activo centro de toda la actividad
jesuítica en la ciudad. Una prueba de la pujanza de esta actividad eran las sólidas
columnas, la altura de las bóvedas, la longitud de las naves y la rica
ornamentación de retablos, artesonados y paredes. Indudablemente hizo falta
mucho entusiasmo (traducido en donaciones) para construir aquel enorme y
bello templo. Pero ¿qué quedaba de todo aquel entusiasmo y de toda aquella
actividad? Los blancos y las clases pudientes que lo habían construido, habían
emigrado a la periferia de Chicago, dejándoles el terreno a emigrantes, a gentes
de color y al incesante avance de oficinas y bancos. Pero la iglesia (en este caso,
como en muchos otros, identificada con el templo) imposibilitada de
moverse, precisamente por su misma grandiosidad, seguía allí
monumental, triste, vacía, nostálgica y sin sentido.
Comprendemos perfectamente que hacen falta templos y que hacen falta leyes,
instrumentos y símbolos externos para llevar adelante una empresa de la
envergadura de la Iglesia cristiana, que según su propia creencia, tiene sobre sus
hombros nada menos que la expansión del reino de Dios en el mundo. Pero
el autoritarismo de sus jefes, a pesar de la decantada «inspiración» de la que
estaban asistidos y a pesar de la santidad que se suponía en ellos, fue
exactamente igual que el de los reyes y demás «dominadores de este mundo»
como los definió Cristo. Sencillamente no supieron sustraerse a las tentaciones
del poder y el poder acabó convirtiéndolos en tiranos de conciencias cuando no
en verdaderos tiranos temporales.
noticia de que el Papa Juan Pablo II insta de nuevo a todos los religiosos a volver
a sus hábitos y sotanas tras las deserciones masivas de la última década. Uno se
llena de pasmo y columbra los muy difíciles tiempos que se aproximan para la
Iglesia católica si a estas alturas todavía gasta energías en cosas como ésta,
cuando tiene problemas mucho mayores.
Cuando hace ya varios años, y tratando estos mismos temas, me atreví a decir en
una charla que los primeros Papas usaban minifalda, fui violentamente
interpelado por uno de los asistentes que me llamó nada menos que blasfemo.
Sin embargo, si conocemos un poco las costumbres romanas, sabremos de sobra
que los plebeyos romanos —a cuya clase pertenecían los primeros Papas-usaban
una especie de faldeta que llegaba sólo hasta medio muslo, dejando toda la
pierna al descubierto. En aquellos tiempos todavía ni el Sumo Pontífice ni los
Obispos se habían contagiado del virus palaciego que tan violentamente
contrajeron tres siglos más tarde cuando el cristianismo por mandato de
Teodosio se hizo la religión oficial del Estado. Entonces se estiraron las
vestiduras para equipararlas a las de los nobles, se coronaron las cabezas (que
representaban a uno que no tenía donde reclinar la suya) y se las coronó de oro
(cuando el fundador se había coronado únicamente de espinas) y aparecieron los
bordados y las botonaduras gloriosas sin parar ya hasta caer en ridiculeces tan
absurdas como las inmensas colas que los cardenales llevaban tan
pomposamente hasta hace sólo muy pocos años.
(Y dejo aquí de lado «detalles» vividos por mí como son, por ejemplo, la
obligación de usar sotana en los partidos de fútbol que en los años de formación
se nos permitía jugar. ¡Y esta obligación era nada menos que bajo el candente
sol tropical de La Habana! Sin embargo, me considero afortunado ya que
religiosos más viejos que yo no tuvieron la misma suerte y para ellos,
desahogarse jugando al fútbol era completamente prohibido y considerado como
una frivolidad mundana.)
En otra parte (Mi Iglesia Duerme) en la que toqué este mismo tema un poco más
detenidamente, recordaba alguna época de la Iglesia en la que un Sumo Pontífice
recriminaba al clero el afán de vestirse de una manera diferente del pueblo para
distin-
guirse de él. Hoy, después de muchos siglos, el Sumo Pontífice, creyendo que
con eso defiende el verdadero espíritu de la Iglesia, le aconseja al clero todo lo
contrario. Una prueba más del incesante evolucionar del espíritu humano: la
misma buena voluntad que hace unos cuantos siglos tenía el Papa Celestino,
tiene en la actualidad Juan Pablo II; y queriendo los dos preservar el verdadero
espíritu de la Iglesia entre el clero, le mandan cosas diame-tralmente
opuestas. ¡Qué bien le vendría a mucha gente mirar el mundo y la vida con ojos
panorámicos, sin dejarse aturdir por las circunstancias presentes, limitadas y
pasajeras!
Celibato sacerdotal
En páginas anteriores he tratado de pasada el tema del celibato eclesiástico
dentro de la iglesia católica. En la actualidad, digan lo que digan las autoridades,
éste es un factor que ayuda todavía más a la llamada «escasez de vocaciones».
Pongo «escasez de vocaciones» entre comillas porque no admito la doctrina que
los teólogos han ido desarrollando a lo largo de los siglos acerca de la
«vocación», considerándola como un llamamiento específico de Dios
y vinculando bastante estrechamente la «salvación» a la manera cómo se
secunda este llamamiento.
Según esta teoría, yo, sacerdote católico, debería haber sentido de alguna manera
este «llamamiento» y tengo que confesarles a mis lectores que nunca sentí nada
extraño dentro de mí que me impulsase a decidirme al sacerdocio. Me decidí
porque, después de pensarlo bastante, vi que mi dedicación al sacerdocio sería
una manera muy digna de emplear mi vida. Con toda modestia tengo que
reconocer que fue un acto muy generoso y desinteresado de mi
parte. Seguramente que los teólogos argumentarán que el hecho de que yo me
decidiese a entrar libremente en el noviciado de los jesuítas es una prueba de que
el Espíritu Santo estaba trabajando en mí aun sin yo saberlo. Puede ser, pero lo
dudo mucho. Y en caso de que fuese así, cabría la posibilidad de cuestionar esta
manera subrepticia de actuar el Espíritu Santo, doblegando de una manera muy
sutil la voluntad humana (supuestamente libre)
Los argumentos en contra de esta medida son tantos y de tal peso que a uno
irremediablemente le vienen fuertes tentaciones contra la capacidad de los
líderes del catolicismo.
De aquí puede deducir el lector el peso enorme de las «sagradas tradiciones» que
santamente asfixian a un cristianismo que no necesitaba de ellas para sentirse ya
agobiado por muchos otros males aún más graves. Si los apóstoles escogidos por
Cristo eran casados (y casados siguieron después de su elección) ¿qué mal puede
haber ahora en que se permita la ordenación de laicos casados cuando vemos que
los sacerdotes célibes están desapareciendo muy rápidamente? Si los sacerdotes
que siguieron a los apóstoles, por un buen tiempo fueron también casados en su
mayor parte, ¿por qué hoy, en circunstancias difíciles no se imita el proceder de
la primitiva Iglesia? Si en toda la iglesia ortodoxa con muchos millones de fieles
(y con la que el Vaticano está aho-
Realmente uno no acaba de entender la «teología pastoral» que manejan las altas
jerarquías del catolicismo.
Por otro lado vemos que por todas partes hay rogativas y esfuerzos para que
aumente el número de «vocaciones»; nos sospechamos que cuando esas
oraciones llegan al cielo, Dios dirá lo que de una manera genérica le dice a toda
la raza humana: «usen su cabeza que para eso se la di. ¿No se les hacía
demasiado incómoda la misa únicamente en domingo y Uds. mismos legislaron
que valía la que se oyese en sábado? ¿No rebajaron las condiciones del
ayuno eucarístico para facilitar la comunión? ¿No permitieron Uds. mismos que
los laicos comulgasen bajo las dos especies cuando hacía siglos que no se
permitía tal cosa? ¿No permitieron las misas en lengua vernácula cuando antes ni
se permitía traducir a la lengua vernácula la Biblia? Si se han atrevido —con
muy buen juicio— a hacer todas esas reformas que no atenían contra la esencia
de la Iglesia, atrévanse a hacer la reforma del celibato sacerdotal, porque si no
la hacen estarán atentando contra la pervivencía de la Iglesia».
pero sí soy quién para usar mi cabeza y decirles a las altas jerarquías lo que hoy
se dice todo el pueblo de Dios.
Tan absurdo y «contra natura» es pedirle a una pareja que se ama y que duermen
el uno al lado del otro, que «se abstengan» prácticamente durante 15 días cada
mes, como pedirle una castidad angélica a un sacerdote que tiene un trato muy
frecuente con mujeres de todas las edades y de todas las condiciones y al que por
otra parte le es absolutamente imposible (si quiere ser un verdadero
apóstol) «guardar los sentidos», tal como hacían los antiguos monjes,
y mantenerse «alejado del mundo» ya que éste lo acechará en todas las esquinas,
en todos los espectáculos, en las revistas más serias y hasta se le meterá en la
sagrada intimidad de su casa a través de la televisión. En ambas cosas la Iglesia
está «desvariando», es decir, pidiendo cosas irreales que no tienen sentido en
estos tiempos. (Yo no digo que no haya personas capaces de guardar esta
«castidad de ángel»; pero pedirle semejante cosa indiscriminadamente a
todos aquellos que quieren dedicar su vida al servicio de Dios, es
pedir demasiado y desconocer la naturaleza humana. Lo lógico será que haya
muchas deficiencias).
Ordenación de mujeres
Este tema probablemente irá ganando fuerza en los años futuros hasta
convertirse en otro problema más, parecido al problema del divorcio o del aborto
que ahora están planteados. Que no es «una osadía más de las feministas» -tal
como ligeramente ha dicho algún Sr. Obispo-, lo demuestra el hecho de que nada
Naturalmente los teólogos nos dirán de nuevo que son casos muy diferentes; que
la Iglesia no es una sociedad puramente humana y que tiene que atenerse a las
«leyes de Dios» y a su voluntad, según lo que leemos en el Nuevo Testamento:
«Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres». Ya hemos contestado a esta
genérica objeción que los teólogos (y toda suerte de fanáticos) usan a diestro y
siniestro. Y nuestra contestación —y más en este caso concreto de la prohibición
de la ordenación de mujeres-es: demuestren que ésta es una ley de Dios y no una
consecuencia más del machismo. En otros casos tendremos que defendernos
de citas bíblicas (contra las que no tenemos dificultad ninguna en defendemos)
pero en este caso específico, ni citas bíblicas tienen los teólogos para lanzamos,
como no sea el famoso texto «mulieres taceant in ecclesia» (las mujeres que se
callen en la iglesia); pero esto no es un texto inspirado sino un simple exabrupto
paulino que como es sabido, no era precisamente un admirador del bello sexo.
La Iglesia que tan drástica fue para suprimir de raíz costumbres y ritos paganos
acabando en muchos casos con culturas enteras, cae aquí en la trampa de
perpetuar inconscientemente una malsana tradición archipagana antifeminista. Y
aun en esas culturas en las que la mujer era relegada siempre a un segundo
plano, vemos que con no poca frecuencia y casi como cosa normal, ocupaban
cargos altos y hasta supremos en la jerarquía sacerdotal. En las
religiones animistas africanas, con mucha frecuencia quien dirige el culto es una
mujer y personalmente puedo atestiguar la gran impresión que me produjo la
majestuosa figura de una «mambó» en trance, mientras dirigía el culto a la luz de
la luna.
Por supuesto que «ejemplitos» como éste no harán mella ninguna en los sesudos
teólogos acostumbrados como están a manejar los tomazos del «Migne» para
escudriñar las reconditeces patrísticas. Pero no importa; nosotros seguiremos
usando nuestra cabeza, que nos guiará mucho más seguramente a través de los
laberintos de la vida que las plúmbeas sentencias del Crisóstomo que los
tiquismiquis de la escolástica y hasta que las atrocidades del Pentateuco.
Una vez que la Igleisa no puede probar que la ordenación de las mujeres va
contra la «voluntad de Dios», ¿por qué no accede a su ordenación, cuando, por
otra parte, es claro que sería de una ayuda inmensa en la actual escasez que hay
de sacerdotes? ¿No
Dejemos aquí este tema, mientras los teólogos buscan afanosas pruebas, no sé
dónde, para demostrarnos que ésa es la «voluntad clara de Dios» y así cortar de
raíz toda la discusión. Pero que no se olviden que si tardan mucho, los jerarcas
de la Iglesia católica quedarán de manifiesto ante la sociedad como el último
reducto del machismo en el mundo. Con el agravante de ser un
«machismo sacro».
Basta con los tres o cuatro ejemplos aducidos a lo largo de este capítulo para
caer en la cuenta de lo que enunciamos en su título: que el paso de los siglos con
el consecuente cambio del entorno vital en que la humanidad se desenvuelve, ha
hecho que las normas que en otro tiempo sirvieron para que la Iglesia creciese y
se fortaleciese, se hayan convertido en la actualidad en una camisa de fuerza que
la estrangula.
Y note el lector que los ejemplos a que nos hemos reducido en este capítulo
(hábitos eclesiásticos, control de la natalidad, celibato sacerdotal, ordenación de
mujeres) son cosas totalmente secundarias dentro de las creencias de la Iglesia.
Si en estas cosas secundarias la vemos tan esclerotizada y tan incapaz de «aggio-
narse», ¿qué podríamos decir de las creencias profundas en las que la Iglesia
ha sido mucho más dogmática y rígida y en las que en la actualidad ni siquiera se
le ve el deseo disimulado de cambiar (tal como sucede con el divorcio, por
ejemplo) y por el contrario, lanza encíclicas y documentos en los que se reafirma
en sus posiciones?
CAPITULO VI
La Biblia
hombres?
En este capítulo nos asomaremos muy someramente a las grietas que se pueden
observar en la otra columna que es la biblia. La literatura sobre este tema es
abundantísima y más bien se puede decir que es abrumadora; aunque por otro
lado, no es nada fácil de asimilar, está en su mayor parte en otros idiomas y
escrita en un lenguaje muy técnico y prolijo que resulta pesado y difícil
de comprender. Además cada uno de los grandes conocedores de la biblia
(exegetas, lingüistas, hermeneutas y escrituristas de todas las especialidades)
trata de arrimar la brasa a su sardina, es decir, presenta las cosas conforme a sus
prejuicios o a sus creencias; lo que para un Doctor en Sagrada Escritura es claro,
para otro es bastante oscuro y lo que para algunos es evidente para otros es
un disparate, cuando no una herejía.
El lector hispanoparlante tiene más o menos una idea simple de la biblia, tal
como le enseñaron en su familia o en los años de colegio; pero los problemas
que hay en torno a su composición, autores, estilos, fuentes, épocas de
redacción, manuscritos, interpolaciones, canon, apócrifos o pseudoepígrafes,
inerrancia, traducciones, revisiones, etc., es algo que supera con mucho los
conocimientos de los devotos de todas las sectas cristianas que
con todo fervor citan la biblia para corroborar las propias creencias. No en vano
la especialidad de Sagrada Escritura es la más difícil de obtener entre todas las
ciencias eclesiásticas.
Por eso, ante la tarea de darle al lector una idea sucinta de todos estos problemas,
uno se encuentra perplejo por dónde empezar y cuáles de ellos abordar porque es
absolutamente imposible tocarlos todos so pena de restarle espacio a los
argumentos principales en los que quiero basar la tesis de este libro. En otra
parte (el libro Visionarios, místicos y contactos extrate-rrestres. Daimon) he
tratado ya este tema aunque tampoco con toda la profundidad que se merece.
Yo por mucho tiempo pensé también así, pero hoy, después de haberle dado
muchas vueltas a todo el problema y después de haberlo estudiado desde dentro
y desde otros muchos puntos de vista, estoy completamente seguro de que no es
así. Si sólo hubiese dos o tres razones, aunque fuesen de peso, no me decidiría
a cambiar una creencia que tan enraizada estaba en mí; pero las razones para
defender mi nuevo punto de vista son abrumadoras, si uno las analiza libre de
prejuicios y libre del «terror sacro» que a tanta gente le impide pensar con
libertad sobre todos estos temas.
Lo primero que uno pregunta es cuándo y por quién fue escrita. Y aquí mismo
comienzan las discrepancias de todo tipo. No olvidemos que la palabra «biblia»
viene de un plural griego (ta biblia = los libros) que fueron escritos en épocas
muy diferentes y, por lo tanto, es lógico que nos encontremos con muchos
autores diferentes. Si acerca del autor o autores del Apocalipsis (o
Revelación como lo llaman los protestantes) hay dudas —a pesar de que
está mucho más cerca de nosotros en el tiempo y en la cantidad de documentos
conservados desde esa época—, imagine el lector las dudas que habrá acerca del
autor o autores de los primeros de libros de la biblia que fueron escritos más de
mil años antes de Cristo y que tratan no sólo de hechos acaecidos hace unos
4.000 años (toda la historia de Abraham) sino de épocas muchísimo más remotas
en el tiempo como son los relatos de los patriarcas, las historias acerca de los
gigantes y su relación con los «hijos de Dios» y hasta de los orígenes del mundo
cuando la creación.
Sin embargo, el problema de quién haya $ido el autor tiene poca importancia ya
que lo que interesa es el contenido de la biblia, pues según la teología cristiana el
autor en último término es Dios.
Cuando uno piensa que de algunos pasajes de la biblia se pueden hacer dos
versiones completamente diferentes no sólo en las palabras sino en el significado
(dependiendo de cuáles sean los manuscritos que se usen de original) y cuando
uno sabe que existen más de cien mil variantes del texto bíblico, uno no puede
menos de sonreírse cuando ve el énfasis que algunos predicadores —llenos de
buena voluntad— hacen en tal o cual verbo o adjetivo usado por Cristo o
por cualquier profeta. En realidad no tienen derecho ninguno a hacer tal cosa una
vez que sabemos los enormes abismos que median entre lo que fue exactamente
la palabra o el significado original y lo que tenemos escrito en nuestras biblias
actuales, en un idioma completamente diferente del original.
Para que el lector menos versado en estas cosas vea que no estoy exagerando, le
pondré un solo ejemplo del largo y difícil camino que el texto que tiene en su
biblia ha tenido que recorrer
desde el original (escrito en un pellejo en toscas letras a mano), hasta las nítidas
líneas impresas a máquina y perfectamente idénticas en miles de ejemplares.
Por mucho tiempo el texto de la mayor parte del Antiguo Testamento estuvo
escrito en pergaminos en los que no había separación entre capítulos, ni entre
párrafos, ni entre palabras. Era todo un mazacote ininteligible de letras
mayúsculas. Y lo más grave de todo: las letras eran todas consonantes, porque
los escritos hebreos no tenían vocales; sencillamente había que irlas adivinando.
Imagine el lector que su biblia actual estuviese escrita
así: NLPRNCPCRDSLCLLTR.
Para el que sabe cómo comienza la biblia, no resulta muy difícil intercalar las
vocales apropiadas y caer en la cuenta de que ese mazacote de consonantes
puede ser leído así: ENELPRINCI-PIOCREODIOSELCIELOYLATIERRA.
Pero el que se enfrenta con todas esas letras por primera vez, puede con el
mismo derecho leerlo así: NIELPRINCIPECUERDOSELUCEA-
LAALTURA... o de cualquier otra manera que él se imagine. Y este estado de
cosas duró bastantes siglos.
La razón de esta diferencia (que para los fanatizados «jehovis-tas» tiene una
enorme importancia) es precisamente lo que estamos diciendo. Por carecer de
vocales los códices antiguos hebreos y por no pronunciar jamás el nombre
sagrado de Dios (Yahvéh) pronunciando en su lugar el nombre de Edonay (que
significa Señor), con el paso de los años el pueblo hebreo se fue olvidando de las
vocales que había que colocar entre las consonantes J (o Y)HVH y terminó por
no saber cómo se pronunciaba el nombre de Dios.
Si esto ha pasado con una de las palabras más importantes de la biblia, imagine
el lector lo que tiene que haber pasado con miles de otros pasajes menos
importantes.
Por su parte las traducciones griegas y latinas más antiguas tenían sus vocales
correspondientes, pero los códices estaban escritos sin separación entre las
palabras y sin signos ortográficos, lo cual era fuente de muchos errores a la hora
de interpretar el texto. El clásico ejemplo «RESUCITONOESTAAQUI» puede
ser interpretado: ¡RESUCITÓ!; ¡NO ESTÁ AQUÍ!, o también: ¿RESUCITO?
¡NO!; ¡ESTÁ AQUÍ!, etc.
Estas son sólo algunas de las muchas razones para las más de cien mil variantes
de que hablábamos anteriormente.
Le pondré al lector otro ejemplo clásico: la tan repetida frase de Cristo de que
«es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico se salve».
No podemos tener duda alguna de que la frase sea auténtica de Cristo porque la
vemos repetida en los tres sinópticos (Mat. 19, 24; Marc. 10, 25 y Luc. 18, 25).
Pero ¿qué fue lo que en realidad quiso decir Cristo? Porque resulta que la
palabra aramea que se usó en el original para designar al camello
también significa cuerda o soga y significa además viga. Lógica o literariamente
parece que hace más sentido el decir «es más fácil que una cuerda pase por eí ojo
de una aguja» que la enorme exageración que leemos en los evangelios. Pero nos
quedamos con la duda de si Cristo quiso intencionalmente cometer esa
exageración.
Y nuestra duda se acrecentará aún más, cuando los lingüistas entendidos nos
dicen que la palabra griega (que ya era una traducción del arameo) de la cual se
tradujo la palabra «aguja», puede también significar una puerta muy estrecha -
una especie de burladero- que había en ciertos lugares en las murallas y por la
que apenas pasaba un hombre. En este caso, de nuevo cobra sentido y lógica la
relación con el camello; pero entonces tendremos que olvidamos de la hipérbole
que leemos en nuestros evangelios con las tremendas implicaciones ascéticas
que ella conlleva, que por siglos han atemorizado a tantas piadosas almas
cristianas.
Por eso apuntaba unas líneas más arriba, que es absolutamente risible el oír a
muchos predicadores —sobre todo entre los protestantes fundamentalistas-
esgrimir como una espada tal o cual palabra o verbo específico, como si
estuviese todavía caliente, recién salido de los labios de Dios.
necedad incalificable el admitir como palabra revelada cosas que han sido
inventadas por sabe Dios quién.
Libros revelados y libros no revelados
Y ésta es otra gran dificultad: De entre los libros que nos han llegado de la
antigüedad, escritos por autores judíos o cristianos, ¿cuáles fueron revelados y
cuáles no? Porque no vaya a creer el lector que de la antigüedad hemos recibido
únicamente los que hoy tenemos en nuestra biblia. Muy lejos eso, hay toda una
multitud de otros libros (algunos escritos en fechas anteriores a los que están en
la biblia, por autores judíos y tenidos en gran estima por siglos) que hoy no son
admitidos como revelados por la Iglesia actual.
¿Cuál fue la norma para saber qué libros habían sido inspirados y qué libros no
habían sido inspirados? La norma por la que los católicos se rigen en la
actualidad fue un Concilio Ecuménico, el de Trento (celebrado en dos sesiones
1545-1549 y 1552-1560) en el que se definió qué libros deberían integrar la
biblia y qué libros deberían ser considerados como apócrifos o espúreos. Para los
protestantes fue —por las mismas fechas— lo que dictaminó Lutero, aunque
la verdad es que no fue sino hasta mediados del siglo pasado que lograron
ponerse relativamente de acuerdo.
Volviendo a la fecha en que fue hecho el canon o lista oficial de los libros
sagrados (alrededor de 1559) nos encontramos con que en algunos casos habían
pasado más de dos mil años desde que fiieron escritos y que en el resto habían
pasado por lo menos mil quinientos años. Naturalmente uno tiene el derecho a
preguntarse cómo la Iglesia pudo saber cuáles eran inspirados y cuáles
no de entre tantos libros, y más viendo que los hebreos piensan acerca de ello de
una manera totalmente diferente.
pero he aquí que cuando el año 1947 aparecieron los famosos manuscritos de
Qumran en el Mar Muerto, para desconsuelo de estos mismos sabios escrituristas
se descubrió que algunos de estos libros «bastardos» eran mucho más antiguos
de lo que los sabios habían pensado estando ya escritos los más importantes
antes de que Cristo viniese al mundo y, por tanto, las inexplicables influencias
que algunos de ellos habían tenido en el Nuevo Testamento y que habían sido
explicadas como «interpolaciones» o añadiduras posteriores, no eran tales
interpolaciones sino auténticas influencias debido a la tradición que había de que
eran realmente inspirados.
Como más arriba dije, todavía estamos muy lejos de haber llegado a las últimas
consecuencias que se pueden sacar de los manuscritos del Mar Muerto, pero lo
que ha ido filtrándose poco a poco, nos ha servido mucho para corroborar
sospechas que habían nacido de otras consideraciones y fuentes completamente
diferentes.
«Cuando se hizo una edición moderna del Nuevo Testamento en inglés, basada
no en los originales de Etiene (que eran de 1550 y los más antiguos que hasta
entonces habían podido usar los traductores ingleses) sino en el Codex Sinaíticus
(del siglo IV) que se conserva en el British Museum de Londres, solamente en el
Nuevo Testamento hubo que hacer unos 6.000 cambios para
corregir el texto anterior de la biblia del King James —que hasta entonces había
sido la oficial de la iglesia angloparlante— y de esos 6.000 cambios alrededor de
1.500 hacían cambiar el sentido al versículo.
Seis mil cambios en cuanto a la traducción inglesa. Pero lo que la mayoría de los
cristianos no saben es que en el propio Codex Sinaíticus hay.alrededor de 16.000
correcciones en el texto, y en muchísimos casos una palabra ha sido variada dos
y tres veces, de acuerdo a la «inspiración» del que en aquel momento revisaba
el códice, que se tomaba la libertad de cambiar palabras sencillamente porque no
le gustaban»1.
j Y éstos son los «originales» que nos han servido para las traducciones que en la
actualidad manejamos!
Como el lector ve, las cosas no están nada claras en lo que se refiere al texto
mismo de la biblia y eso que no hemos hecho más que arañar ligeramente el
tema, porque no queremos apartarnos de nuestro propósito fundamental.
Casi lo mismo se puede decir de la tan traída y llevada «inerrancia» que en otros
tiempos suscitó tremendas discusiones entre los teólogos.
Inerrancia e interpretación
¿En qué consiste esa inerrancia o imposibilidad de error en H biblia? Consiste en
que por haber sido inspirado el autor material del escrito por el Espíritu Santo, es
imposible que cometa errores en lo que se refiere a la fe. Naturalmente que hay
posiciones extremas en cuanto a esto de la inerrancia: desde los fundamenta-
listas que admiten al pie de la letra todas y cada una de las cosas que se dicen en
la biblia hasta los que interpretan esta inerrancia de una manera muy laxa,
admitiendo que en la biblia puede haber errores materiales sin que esto afecte a
la verdad funda-
Pero no sólo hay que buscar entre los protestantes a los mayores defensores de la
tendencia rigorista sino que ellos fueron también los pioneros en cuanto a la
interpretación liberal y los mayores desmitificadores de las Sagradas Escrituras;
porque hay que reconocer que en cuanto a exégesis bíblica, en el protestantismo
se le ha prestado más atención que entre los católicos; se ha estudiado más
desapasionada y científicamente sin tener ideas preconcebidas y llegando hasta
las últimas conclusiones a donde han llevado los hallazgos y los razonamientos.
Los católicos, en cuanto a orígenes, autores e interpretación, hasta hace poco
tiempo daban la impresión de que no tenían nada que investigar porque ya lo
sabían todo infaliblemente; a ello ayudó el Magisterio de la Iglesia que hasta
Pío XII se mostró completamente inflexible en este particular. (El que quiera
convencerse, que lea las encíclicas «ProvidentissimusDeus»deLeón XIII (1893).
«Spiritus Paracli-tus» de Benedicto XV (1920), «Divino afilante Spiritu» de Pío
XII (1943) y la «Humani Generis» (1950) también de Pío XII.)
Otra dificultad que previamente queremos solucionar es que se nos puede decir
que según esto, todos nuestros antepasados y todas las grandes mentes que se
han enfrentado a este problema y no lo han hallado tan absurdo o falto de lógica,
eran unos tontos, faltos de inteligencia, cosa que evidentemente no se puede
admitir.
Admito por supuesto que nosotros no somos más inteligentes que los antiguos
pero lo que pasa es que hoy sabemos muchas otras cosas que ellos no sabían.
Hoy los medios de comunicación nos han abierto los ojos a mil realidades que
suceden en otras partes del mundo que en otras épocas eran completamente
desconocidas para nuestros antepasados; hoy las ciencias físicas nos han
hecho profundizar enormemente en el conocimiento de la materia asomándonos
a unos panoramos cósmicos, electrónicos o subatómicos, que para el que los
mira con ojos trascendentes tienen dimensiones «divinas» totalmente
desconocidas para nuestros antepasados; hoy conocemos con una precisión
como nunca antes, cuáles son las creencias religiosas por las que todos
ios hombres y razas del planeta tratan de comunicarse con eso que llamamos
«Dios» y vamos profundizando cada día más en el mecanismo sicológico que
subyace debajo de todo ello; hoy día tenemos conocimiento —gracias a la
parasicología y más aún a la paranormalogía— de muchos hechos extraños que
nos ponen en la pista hacia un «más allá» que no es precisamente el «más
allá» absoluto de que nos hablan las religiones, sino un «más allá» relativo, que
nuestros antepasados confundían por completo con el más allá absoluto y último.
Por estas razones y por otras cosas, creo que hoy, a las puertas del año dos mil,
estamos más preparados que nuestros antepasados para enjuiciar no sólo el
problema de la revelación sino el problema religioso en toda su amplitud y
profundidad. Además estas mismas ideas que yo estoy exponiendo aquí, han
sido pensadas por miles de seres humanos que no han logrado ponerlas nunca
por escrito, por una razón u otra, y han sido escritas ya en no pocas ocasiones,
pero esos escritos y esas voces fueron «voces en el desierto» cuando no fueron
voces ahogadas por la violencia cruenta o por la violencia legal de las
autoridades. Lo mismo que
Su aparición en el tiempo
Cuando nos enfrentamos con el hecho de la llamada revelación, lo primero que
nos salta a la vista es su colocación en el tiempo. Cuando éramos muchachos nos
parecía que Abraham, el padre del pueblo hebreo —receptor de esta revelación
directa a través de muchos de sus hijos- estaba poco menos que en los inicios de
la raza humana. Sin embargo, hoy día -debido precisamente a estos
conocimientos, a los que me refería anteriormente, que no tenían los hombres de
siglos anteriores- sabemos que Abraham puede llamarse contemporáneo nuestro
si lo miramos en la perspectiva de la historia de la humanidad.
Sé que con lo que voy a decir en los párrafos sucesivos los historiadores y
arqueólogos se van a unir a los teólogos y escrituris-tas en contra mía; los
prejuicios y el doctrinarismo no son patrimonio exclusivo de los religiosos;
muchos científicos son tan dogmáticos como los religiosos e igualmente
cerrados a toda idea nueva que ellos no hayan visto en sus manuales
universitarios.
edad puede remontarse hasta los 600 millones de años y que desapareció hace
unos 400 millones de años. Naturalmente esto es un auténtico pecado mortal
para la ciencia oficial, pero la huella descubierta, en 1968 en Antelop Springs
(Utah, EE.UU), sigue siendo estudiada por todo un grupo de científicos sin que
los entendidos tengan explicación para ella. Y en este caso no sólo tenemos el
dato de la roca en que está incrustada la huella del zapato —bien corroborado
por el geólogo Dr. Clifford Burdick de la Universidad de Tucson (Arizona) entre
otros—, sino que tenemos el importantísimo dato extra del trilobites para
reforzar el dictamen de los geólogos.
Como tantas veces he dicho, si sólo tuviésemos este dato y unos cuantos más,
habría que pensarlo bien antes de decidirse a admitir teorías tan revolucionarias;
pero cada día los hallazgos de este tipo son más numerosos debido sobre todo a
las excavadoras mecánicas que mueven grandes masas de tierra desenterrando
cosas que de otro modo quedarían por siempre enterradas y debido a la
dinamita que del corazón de algunas canteras de rocas del secundario y hasta del
primario está sacando a la luz restos humanos y objetos fabricados
por el hombre que tienen muchos millones de años. Tal es el caso del objeto
semejante a una bujía del automóvil que fue descubierto en Olancha, California,
y que según los expertos es cientos de miles de años viejo; y no cientos de miles
sino millones es lo que se le atribuye a un florero de plata y zinc que fue hallado
embebido en la roca; a un famoso cubo de acero, al anillo encontrado por un ama
de casa de Chicago cuando rompió un pedazo de carbón para la cocina, a un
collar de oro encontrado en las mismas condiciones, a una pequeña vasija de
hierro encontrada también dentro de un gran pedazo de carbón el año 1912 por
dos empleados de la planta eléctrica municipal del pueblo de Thomas en el
estado de Oklahoma, etc.
En el pueblo de Olmo (Arezzo, Italia) estudió otro cráneo de unos diez millones.
En 1883 el Prof. Sergi estudió los restos de dos niños, una mujer y un hombre
que apa-Fecieron también en Castenedolo y atestiguó que pertenecían al
Plioceno
No quiero extender mucho esta nota, pero le diré al lector que además de huesos
hay una enorme cantidad de huellas de los mismos períodos; algunas de ellas al
lado de las huellas de dinosaurios (en el río Paluxi, Texas); hay una huella de un
zapato en Nevada (descubierta en 1972) del triásico (unos 80 millones de años);
y también en Nevada hay
He hecho este pequeño paréntesis para que el lector caiga en la cuenta de que se
hace muy extraño que después de tantos miles de miles de años, aparezca Dios
con una revelación. Uno se pregunta por qué a los demás pueblos del mundo —
incluidos los pueblos contemporáneos o inmediatamente anteriores a los hebreos
— no les fiie revelado nada o por lo menos de una manera tan tajante como se lo
revelaron al pueblo judío.
Hoy día ya los teólogos dicen que Dios se reveló de muy diversas maneras a
otros pueblos (cosa que hasta ahora se guardaron muy bien de decir, porque la
revelación judeo-cristiana era totalmente original y única); pero a juzgar por las
religiones que conocemos bastante bien de muchos pueblos anteriores al pueblo
judío (caldeos, asirios, sumerios, babilonios, acadios, egipcios, griegos,
etc.) podemos ver que tal revelación no había existido o si la había habido, la
habían olvidado por completo. Es más, según la enseñanza clásica de la Iglesia,
todos los dioses de aquellos pueblos eran auténticos demonios.
otra huella de zapato de la misma edad, que tras haber sido estudiada al
microscopio se comprobó que la suela era de cuero; se podían ver claramente las
costuras —algunas de las cuales eran dobles— y hasta se podía distinguir la
torcedura del hilo que usaron para coser, que era más delgado que el que hoy se
usa en la confección de zapatos.
Aparte de esto, hay una gran cantidad de restos de razas gigantes. En Sonora
(Méjico) se descubrió un cementerio entero de hombres de casi tres metros de
altura. Aunque parezca increíble hay varios huesos de hombres y mujeres que
pasaban de los diez metros de estatura, y en Winslow (Arizona) hay un enorme
cráneo que cuando fue desenterrado poseía el curioso detalle de tener un diente
de oro. Probablemente el cráneo humano más antiguo que existe, es
el encontrado en California en 1866 en una mina de oro, al que se le han
calculado entre 40 y 50 millones de años. Tiene una capacidad craneal igual a la
nuestra. Y para los que todavía tengan duda, hay todo un estadio para gigantes
construido en piedra en lo alto de los Andes, al norte de Chile en un lugar
llamado Enladrillado. Los espectadores que usaban aquellas graderías de piedra,
medían alrededor de 4 metros de altura.
ron, hay otras circunstancias que nos hacen sospechar de ella con mayor fuerza.
Una de estas circunstancias fue la extraña manera como Dios hizo esta
revelación. No fue una cosa clara, que no dejase lugar a dudas, antes al contrario
fue confusa, subdividida, hecha a través de individuos que en muchas ocasiones
no eran los más aptos, muy dilatada en el tiempo, propicia a malas
interpretaciones (cosa que ocurrió en gran manera); y si la juzgamos a través del
Pentateuco (cosa que haremos más tarde) de un contenido extrañísimo;
tan extraño, que hoy día ya no hay quién le haga caso ni entre los judíos ni entre
los cristianos a muchas órdenes tajantes que Yahvé le dio a Moisés.
Otra circunstancia apuntada en este último párrafo es la falta de eficacia del Dios
revelador, puesto que la mayoría de la humanidad a cuatro mil años desde el
comienzo de las revelaciones, no se ha enterado de que Dios «habló». Si
echamos un vistazo al mapa de las religiones del mundo veremos que si bien el
judeo-cristianismo ocupa un lugar importante, comparado con las demás
religiones del planeta es minoritario (y eso sin contar las
diversas interpretaciones que a esa revelación le dan los diferentes bandos
del judeo-cristianismo). La verdad escueta es que los cristianos en Asia apenas si
llegan al 0,8 % de la población.
Tampoco puede uno explicarse cómo Dios, que tanto se abajó con el pueblo
hebreo haciéndose un guía inmediato de Moisés, no fue capaz de conservar la
unidad del mensaje que tanto trabajo pasó para transmitir, ni cómo no fue capaz
de lograr que su interpretación fuese la auténtica, sino que al cabo del
tiempo habría varios bandos en donde su mensaje sería interpre-
tado de maneras completamente diferentes. A veces da la impresión de que a
Yahvé no le importaba mucho si los hombres le entendían o no, o si le hacían
caso o no, a juzgar por la poca cantidad de éstos a los que llegaba.
Y aquí surge otra pregunta clave: ¿Por qué precisamente al pueblo hebreo,
cuando desde el principio del mundo había habido miles de pueblos poco más o
menos como el pueblo hebreo?
Unicamente quiero dejar bien claro como final y resumen de este capítulo que la
biblia no es la palabra de Dios de la manera que nos lo habían dicho. La biblia
por un lado es un conjunto de escritos en los que muchos hombres, con
motivaciones muy diversas — conscientes e inconscientes— plasmaron sus
deseos, sus miedos, sus odios y sus amores, su sabiduría y sus errores, su poesía
y sus bajezas y en fin todos los sentimientos que anidan en el espíritu y en el
cuerpo de este increíble ser que se llama hom-
Nuestra biblia ha sido fuente de inspiración para santos, para poetas, para
visionarios, para espiritistas, para guerreros, para fanáticos, y hasta para los
negreros del Ku Klux Klan que encuentran versículos en sus páginas con los que
cohonestar sus salvajadas. No hay alucinado que no acuda a la biblia para
reforzar su chifladura.
Si una institución civil tuviese encima de sus hombros todos los pecados que el
cristianismo tiene sobre los suyos, de ninguna manera le llamaríamos «santa»,
por mucha que fuese su reputación o por buenos que fuesen sus miembros. ¿Con
qué justicia se le puede llamar «santa» a una sociedad que ha cometido todas las
cosas a las que se ha hecho referencia en los capítulos pasados? Nadie niega
que el cristianismo no cuente en su haber también muchas obras buenas, pero
como dije anteriormente, para llamarle a uno santo no sólo hace falta que haga
cosas buenas sino que, además, no las haga malas. Y prefiero no seguir
abundando en esto, porque se podría escribir todo un capítulo sobre ello.
Iglesia haga obras de apostolado sino más bien a que la Jerarquía eclesiástica, y
en particular los Sumos Pontífices, vienen directamente de los Apóstoles.
Aunque históricamente haya algunos que tengan dudas y argumentos contra
esto, debido a la muy azarosa historia del papado, sin embargo le damos poca
importancia a este hecho histórico; es más bien un formalismo intrascendente si
se compara con otras cosas que se relacionan mucho más con la entraña del
cristianismo como son el mensaje que éste ha de trasmitir: la filosofía de la vida
que propugna.
Pero ante esto, ¿qué nos dicen los hechos atestiguados incuestionablemente por
la historia? Nos dicen todo lo contrario. Por eso, seguir a estas alturas
presentando la «unidad» como una
¿Dónde está esa «unidad» del cristianismo? A primera vista nos encontramos
con tres grandes ramas cristianas (sin contar con las innumerables divisiones que
existen dentro de ellas): los ortodoxos orientales, los protestantes y los católicos.
Y no son simplemente disensiones entre hermanos sino que la división es
profunda entre estas tres maneras de enjuiciar y practicar las enseñanzas de
su fundador. Tan profunda es, que sería muy difícil hacer un recuento de todos
los antagonismos, enfrentamientos y guerras en que a lo largo de los siglos se
han visto envueltas.
Muchos católicos creen que todas estas disensiones comenzaron cuando Martín
Lutero quemó las bulas papales el 10 de diciembre de 1520 en Wittemberg, pero
la verdad es que la desunión de los discípulos de Cristo comenzó mucho antes.
Se puede decir con toda propiedad que a raíz mismo de su muerte comenzaron
sus discípulos a desgarrar el cristianismo, llevados por mil razones que varían
desde el fanatismo más feroz y ciego hasta el más descarado apetito de dominio
y honores.
A partir del siglo XI, la iglesia ortodoxa —que comprende en la actualidad más
de 200 millones de cristianos en el Este de Europa— está oficialmente separada
de Roma y no obedece al Sumo Pontífice. Las razones iniciales dadas por
Miguel Cerulario para esta separación distan tanto de aquella «unión» que Cristo
pidió con tanto ahínco a sus discípulos, que en realidad dan pena, no sólo por la
infidelidad que conllevan hacia un deseo tan manifiesto de Cristo sino por
lo infantiles y faltas de contenido. En realidad eran únicamente la explosión de la
rabieta de un hombre de espíritu pequeño, herido en su amor propio.
Helas aquí:
Mientras los reyes hacían del cristianismo un arma política para saciar sus
ambiciones, los Sumos Pontífices no se quedaban atrás y defendían con ejércitos
de mercenarios y de fanáticos, sus Estados Pontificios cosa que venían haciendo
desde los primeros siglos de nuestra era, a pesar de que el fundador del
cristianismo dijo bien claro que su reino no era de este mundo.
Todos los muertos y todo el sufrimiento que estas guerras y enemistades han
causado a lo largo de los siglos, ¡qué lejos están el «amaos los unos a los otros»!
Profundizando en las palabras de Cristo arriba citadas: «conocerán que sois mis
discípulos si os amáis» y «que todos sean uno», un observador imparcial debería
llegar a la conclusión de que los cristianos con sus tres grandes ramas, no son
discípulos de Cristo, ni son los continuadores de su doctrina, porque no se aman
entre sí.
Que la iglesia católica use precisamente ese argumento para «probar» que las
otras ramas no son «auténticas» y que la única auténtica es ella (porque tiene
unidad intema), además de ser una falta total de lógica, es una falacia pues los
católicos no se profesan entre sí ningún amor especial; (la patria o la lengua
tienen mucha más fuerza para unir o para separar a los seguidores de Cristo que
el bautismo o las creencias comunes). Y en cuanto a la unidad de creencias de
que tanto se jactaba el catolicismo, enseguida hablaremos de ella.
La anécdota que leí del jefe de una tribu africana, sintetiza todo lo que estoy
diciendo. Cuando un sacerdote católico llegó a él y le expuso las creencias
cristianas instándole a que se convirtiese con toda su tribu, el jefe le contestó:
—No me desagradan tus ideas. Pero hace unos meses vino por aquí otro
misionero cristiano y me propuso tu misma fe pero de una manera un tanto
diferente, diciéndome además que él era el
Esa misma tiene que ser la actitud de todo hombre inteligente no cristiano ante el
cristianismo actual.
Y no digamos nada de las controversias que hay dentro de cada una de estas tres
grandes ramas del cristianismo. De entre ellas la que se lleva la palma es el
protestantismo en el que ya no se sabe cuántas sectas hay defendiendo cuanta
peregrina idea haya podido brotar de la cabeza de un hombre. La libre
interpretación de la biblia ha dado lugar entre los fanáticos y sicópatas de los
últimos tiempos a toda una ideorrea sagrada que infaliblemente es refrendada
por algún versículo bíblico. Aunque es muy cierto que bajo la denominación de
«protestantes» se agrupan a veces sociedades religiosas que ya no tienen nada
que ver con las definidas y rígidas creencias y prácticas de un Lutero o un Calvi-
no. Pero por otra parte todos dicen que siguen a Cristo y que son cristianos
aunque sus creencias no tengan nada que ver con todo lo que por siglos ha
sostenido el cristianismo tradicional. Esto es una prueba más del grado
de descomposición a que ha llegado el llamado cristianismo actual y lo lejos que
está de la «unidad» que Cristo nos pidió.
Dentro del catolicismo no se puede negar que hasta ahora había habido una
unidad mucho mayor bajo la guía de los Sumos Pontífices que en este último
siglo han sido hombres de gran calibre moral y cultural. Sin embargo* esta
unidad doctrinal ha empezado a resquebrajarse al mismo tiempo que se ha
notado un gran debilitamiento en el cuerpo del catolicismo. Las señales del
debilitamiento las encontrará el lector a todo lo largo de este libro. Las señales
de desunión son ciertos hechos específicos que últimamente van apareciendo con
mucha frecuencia en los titulares de los periódicos: el caso Lefévre con todos sus
nostálgicos seguidores; las monjas —hasta ahora tan dóciles y sufridas—
atreviéndose a enfrentarse en público al Papa en tema tan audaz y contro-
versial como la ordenación de mujeres; la masiva —aunque callada— resistencia
a las enseñanzas vaticanas acerca de la pildora anticonceptiva; las diversas
interpretaciones del dogma en cuestiones que hasta ahora habían sido tenidas
como intocables; la intranquilidad de iglesias nacionales como la holandesa,
cuyo famoso catecismo, a pesar de haber obtenido tras muchas «depuraciones»
un «nihil obstat» dado a regañadientes, causó tanta preocupación en las altas
jerarquías vaticanas; el caso Hans Kung con toda la secuela de adhesiones que
son por otra parte un repudio a la autoridad vaticana que lo condenó. El hecho
deque teólogos hasta ahora tan conservadores y «fieles» como los españoles se
hayan atrevido a firmar una carta defendiendo al teólogo suizo, nos dice hasta
qué punto está calando hondo esta rebelión contra el centralismo absoluto y en
definitiva contra la unidad monolítica de la que tanto nos habíamos jactado los
católicos hasta ahora.
Uno se pregunta, ¿cómo es posible que Cristo o el mismo Dios no hayan tenido
una especial providencia en algo a lo que -a juzgar por lo que leemos en el
evangelio- se asignaba tanta importancia? Según la teología, vemos al Espíritu
Santo inspirando de una manera muy inmediata a todos los autores de las
Sagradas Escrituras, velando por que no cometiesen errores en cuanto a la
voluntad y a. las enseñanzas de Dios a los hombres. Por otro lado vemos a
Cristo prometiéndole asistencia especial a Pedro y a sus sucesores «hasta el fin
de los tiempos» (la infalibilidad pontifica no seria más que una muestra de esta
ayuda especial suya perpetuada a lo largo de los siglos) y lo vemos instituyendo
sacramentos hasta en sus detalles mínimos; y sin embargo no nos explicamos
cómo no ha sido capaz o no ha querido hacer algo tan importantísimo y tan
fundamental como preservar la unidad de su rebaño o por lo menos lograr que
no se hiciesen la guerra y se odiasen tan enconadamente como lo han hecho
durante tantos siglos. De nuevo se acudirá para solucionar esta dificultad a la
«parte humana de la iglesia» pero tal como ya dijimos, nos extraña mucho que
en algunas cosas la iglesia esté tan infalible e inmediatamente asistida por Dios y
en otras esté tan totalmente desamparada.
CAPÍTULO VIII
Dentro del catolicismo, el llamado dogma, que con tanto trabajo ha ido
elaborando a lo largo de los siglos, se ha ido convirtiendo en una red que en la
actualidad asfixia a los creyentes; si no los asfixia físicamente, por lo menos les
asfixia la inteligencia.
A los dogmas cristianos les está sucediendo lo que de ordinario sucede con la
creencia en los Reyes Magos. En la mayoría de los casos no hace falta que los
papas les digan a sus hijos que tal
creencia es sólo una costumbre tradicional; basta que un buen día el niño o la
niña —que ya han crecido y han aprendido a leer— descubran en alguna de las
cajas de juguetes el sellito de «El Corte Inglés» o de «Sears» para que se
derrumbe repentinamente el «dogma» de los Reyes Magos. ¿A quién habría que
achacarle esta labor iconoclasta? A nadie; a la vida; sencillamente el niño ha
empezado a usar su propia cabeza.
Religión y ciencia
Se da en ellos el típico enfrentamiento entre la ciencia y la religión, que por más
que ha querido ser disimulado por los apolo-getas de la religión ha sido siempre
una gran realidad. Y no puede menos de ser así. El cristianismo, frente al
universo que se abre
ante sus ojos, ya tiene todas las respuestas fundamentales —«se las ha revelado
Dios mismo»—, mientras que la ciencia confiesa que no sabe y por eso está en
una perpetua investigación y renovación de métodos y metas. El cristianismo
está inmóvil, amarrado a unas «verdades inmutables», mientras que la ciencia es
libre y busca sin cesar. Por eso, ante las situaciones nuevas que la vida y
la investigación nos van poniendo constantemente delante de los ojos,
es completamente lógico que los puntos de vista de teólogos y científicos sean
con mucha frecuencia antagónicos. Cuando la Iglesia tenía el monopolio de la
ciencia, ésta apenas si pudo moverse en siglos, pero cuando la ciencia se liberó
de la tiranía que sobre ella ejercieron por siglos la biblia y las autoridades
religiosas, avanzó más en un siglo de lo que había avanzado antes en un milenio.
En cuanto a los milagros, estos han sido usados siempre por la Iglesia (por todas
las iglesias) como prueba irrefutable de que Dios está detrás de lo que ellas
predican, y está de una manera casi inmediata en cuanto que detiene o altera las
leyes de la naturaleza. La parapsicología por su parte, nos demuestra que muchos
de los hechos que antigua y modernamente se nos han presentado como milagros
no requieren precisamente la presencia o la colaboración de Dios sino que son
fruto de unas fuerzas o capacidades del psiquismo humano desconocidas hasta
hace muy poco por la mayor parte de los hombres.
hechos pueden provenir del psiquismo humano sin que necesariamente tenga que
intervenir Dios. Pero esto lo está diciendo desde hace muy poco tiempo y hay
que reconocer que ha tardado demasiado tiempo en decirlo. En siglos pasados ni
ella lo decía ni permitía que nadie lo dijese. La teología en la actualidad se limita
a decir que Dios en algunas ocasiones puede intervenir y de hecho interviene. A
esto la parapsicología le contesta que si bien es cierto que en teoría Dios puede
intervenir, de hecho no interviene y todos los hechos que la Iglesia ha presentado
como causados más o menos por Dios, han sido obra de los hombres o de otras
causas sin que Dios haya intervenido en ellos de una manera especial.
Estos hechos son, entre otros, cierto tipo de «apariciones» a las que las religiones
han atribuido siempre gran importancia; (la biblia está llena de ellas, siendo la
más importante la prolongada aparición y manifestación de Yahvé a todo el
pueblo hebreo durante varios siglos que fue la que en definitiva originó toda la
religión judeo-cristiana); algunas teleportáciones, las lluvias de objetos raros,
las múltiples y extrañas actividades de «espíritus angélicos o demoníacos» —por
usar una terminología eclesiástica—, las «posesiones satánicas» y no satánicas y
alguno más.
Dios-Causa-Primera, al que eon ten poco respeto traen y llevan los teólogos
cristianos. De la misma manera, la parapsicología no cree que se altere o se
suspenda ninguna ley con estos hechos, sino que entran en juego otras leyes
naturales (no sobrenaturales) que hasta ahora nos son desconocidas.1
El Credo cristiano
Pasemos ahora a analizar las creencias del cristianismo.
El cristianismo cree que hay un Dios personal, trino y uno al mismo tiempo, es
decir un Dios que tiene tres personas siendo estas tres personas un sólo ser. (Es
muy curioso y muy sintomático que esta trinidad de Dios la hallamos casi sin
excepción en todas las grandes religiones de una u otra manera). Este Dios, es el
creador de «cielos y tierra», tal como con un lenguaje muy primitivo se nos
dice en el credo. Todo cuanto existe ha sido creado por Dios y no puede haber
nada que esté fuera de su dominio.
Dios Padre -la 1 .a persona de la Trinidad— tiene un Hijo y a este hijo único lo
mandó a la Tierra para «redimir» a todos los hombres. Esta «redención» consiste
en rescatar a los hombres del dominio de Satanás; dominio conseguido por éste
tras nuestra caída en el pecado. Además consiste en ayudar a los hombres a
conseguir la salvación eterna en el cielo después de la muerte y
ayudarles también a no caer en el infierno al fin de su vida. El tema de
la redención no es de nada fácil comprensión (y de hecho ha sido causa de
infinitas discusiones en el seno del cristianismo) pues no se reduce a una mera
ayuda externa sino que según la teología, Cristo -mediante su sacrificio en la
cruz— nos
capacitó para conseguir algo que por nosotros mismos no podríamos de ninguna
manera conseguir, estando todos en gran peligro de condenarnos. Esta
condenación tendría lugar (y de hecho lo tiene para aquellos que no se
aprovechan de esta «redención») en el infierno, que es un lugar que
tradicionalmente ha sido descrito como eterno (es decir, jamás se podrá salir de
él), y como un lugar de suplicios inimaginables. El rey de ese antro tenebroso y
el impartidor de los castigos es Satanás, secundado por toda una hueste
de demonios, que son implacables enemigos de Dios y de los hombres y lo serán
por toda la eternidad. La teología clásica nos dice que estos demonios fueron al
principio ángeles, es decir, espíritus puros, servidores de Dios y al rebelarse
contra él, la maldición de Dios y su propio pecado los convirtieron en lo que en
la actualidad son.
Una de las causas que motivó la venida de Jesucristo a este planeta fue que todos
sus habitantes nacían y siguen naciendo con una lacra espiritual llamada «pecado
original» que les impedía llegar a la amistad con Dios. Aunque en la biblia se
dice muy claramente que el origen de este pecado fue la desobediencia de Adán
al comer la manzana, hoy día ya la mayoría de los teólogos admiten que eso es
sólo un lenguaje simbólico pudiendo haber sido la verdadera causa otra cosa.
este mundo para instaurar una era de paz y de felicidad. En la explicación de esta
Segunda Venida hay muchas discrepancias entre los diversos bandos del
cristianismo, pues mientras grandes sectores protestantes le conceden gran
importancia, rodeándola de toda suerte de cataclismos y diciendo que está ya a
punto de suceder (cosa que vienen diciendo desde hace por lo menos un siglo)
entre los católicos, la Segunda Venida ha sido siempre una doctrina secundaria y
predicada como con sordina.
Los católicos creen, como dogma de fe, que existe un lugar llamado purgatorio a
donde van temporalmente aquellos que abandonan esta vida sin haberse
purificado bien de todos sus defectos o pecados; allí son purificados hasta que
están preparados para pasar al cielo con los salvados: creen además que hay
siete sacramentos o ritos sagrados que fueron instituidos por el
mismo Jesucristo; creen que uno de estos sacramentos —la eucaristía— es una
especie de reencarnación de Cristo, aunque ahora ya no en un cuerpo humano
sino en el pan y en el vino, siendo en realidad ese pan y ese vino aparentes, el
cuerpo real de Jesucristo; por último, creen también que el Sumo Pontífice
romano es infalible cuando habla en determinadas circunstancias, al igual que lo
son los Concilios Ecuménicos cuando se reúnen y se expresan con los
debidos requisitos.
La figura de Cristo
No me pondré ahora a discutir la bondad o falsedad de cada una de estas
creencias. Sin embargo por ser de vital importancia dentro de ellas y por tener
una relación directa con el propósito de este libro —que es únicamente el ver
cuáles son las causas de la agonía del cristianismo— me detendré de una manera
especial en lo referente a la persona de Jesucristo y a su misión con relación a la
humanidad. Puesto que Cristo fue el iniciador de toda la enorme corriente
de pensamiento que lleva su nombre y que ha dura-
do ya casi dos mil años, será mucho más importante fijarnos en todo lo referente
a él, que ponernos a analizar una por una todas las doctrinas supuestamente
predicadas por él. Si encontrásemos algún grave defecto en él o en algo
consustancial con él. entonces perderían gran parte de su credibilidad —si no
toda— las doctrinas que hoy sostienen todas las ramas en que el cristianismo se
ha subdividido. Por eso es de vital importancia el analizar a profundidad y
sin prejuicios (y al mismo tiempo sin miedos a incurrir en ningún infierno ni en
ninguna excomunión) todo lo referente a este personaje extraordinario que ha
marcado la historia humana en los últimos diecinueve siglos.
Hoy día hasta los científicos (que en estas cosas suelen ser los últimos en
enterarse, ya que la pura tecnología no sólo les suele recortar las alas del espíritu
sino también las de la inteligencia) admiten que es casi cierto que en el vastísimo
universo hay otros muchos mundos en los que se ha desarrollado la vida de
una manera paralela a como se ha desarrollado en nuestro planeta; y prueba de
ello son todos los mensajes que de diversas maneras se han lanzado hacia el
cosmos con la esperanza de recibir algún día alguna respuesta. Pues bien,
suponiendo que en muchas otras partes del universo hay otros seres inteligentes,
más o menos como nosotros, ¿tendremos que pensar que Dios se ha estado
«encarnando» en todos esos mundos, es decir, tomando la forma de sus
habitantes, lo mismo que, según el cristianismo, ha hecho entre nosotros? Dar a
esta pregunta una respuesta afirmativa se nos hace muy difícil (y en cierta
manera va contra lo que nos
pues, cabría esperar algo más de El ya que después de dos mil enseña el dogma
cristiano acerca de la singularidad de la encarnación de Cristo); y darle una
respuesta negativa, es decir, que el planeta Tierra ha sido el único afortunado en
merecer el increíble favor de recibir la visita personal de Dios, convertido en uno
de nosotros, se nos hace todavía más inadmisible y hasta las matemáticas, con un
elemental cálculo de probabilidad nos aseguran que tal cosa es imposible.
Se nos dirá que «para Dios no hay nada imposible» pero la verdad es que Dios
suele atenerse a las leyes de la naturaleza (a sus propias leyes) mucho más de lo
que los fanáticos piensan.
Por otro lado, esta «encarnación» de Dios en la persona de Jesús, se nos parece
tanto a otras «encarnaciones» de Dios en otras religiones (por ejemplo a la
encamación de la Segunda Persona de la Trinidad hindú en Crishna; la
encarnación en Bacab de la Segunda Persona de la Trinidad Maya, con la
peculiaridad de que también sufrió la crucifixión!) que quedamos con grandes
dudas acerca de un acontecimiento tan difícil de admitir a priori.2
Los que por primera vez oyen el nombre de Crishna, pensarán sin duda que se
trata de uno de los muchos mitos orientales que los europeos vemos con tanta
displicencia; sin embargo, si el lectof le'dedicase algún tiempo al estudio de este
tema que tanta
importancia tiene para sus propias creencias, se quedaría pasmado ante las
curiosísimas coincidencias que descubriría, y que ya he tocado en el libro
anteriormente citado.
1
Y de tu costado sangriento:
Tener hijos es cosa propia del reino animal. Y Dios no pertenece al reino animal.
Tienen hijos las vacas, las ovejas y las mujeres. Pero poner a tener hijos a la
Divinidad, a la Primera Causa, a la Energía Inicial, a la pura Inteligencia y al
puro Espíritu, es animalizar algo de lo que apenas si podemos tener una lejana
idea.
Una cosa muy curiosa es que Cristo no se llamaba a sí mismo «hijo de Dios», y
sí, por el contrario, «hijo del hombre». En cambio, paradógicamente vemos
cómo en la biblia se nos llama a los hombres «hijos de Dios» en repetidas
ocasiones. En este sentido admitimos, por supuesto, que Cristo fue el
primogénito entre los «hijos de Dios».
Ya en otras partes he escrito que la iglesia cristiana hace años que se liberó del
geocentrismo ptolomaico o astronómico que consideraba a la Tierra como el
centro del Universo, pero todavía no se ha liberado del geocentrismo religioso,
es decir, dejar de considerar a este microscópico planeta —perdido en los
suburbios de una de las cien mil galaxias—, como el centro del Universo, debido
a que en él vino a encarnarse nada menos que el hijo único del creador de todo el
Universo. Por un lado, las matemáticas nos convencen de que tal cosa es
imposible y por otro la misma realidad de nuestro planeta, tan bien conocida por
nosotros, nos está diciendo que si Dios hizo una excepción tan extraordinaria
con nuestro mundo, la verdad es que no queda muy bien parado como
planificador y como ejecutador de sus propios planes,
años, la mayor parte de los habitantes de nuestro planeta, sin culpa de ellos, ni se
han enterado de que el hijo único del Creador del universo ha estado por aquí.
Me doy cuenta de que esta manera de hablar es «herética»; pero también me doy
cuenta de que la palabra «herejía» ya no significa nada en estos tiempos. Cristo
fue un ser humano extraordinario, un auténtico «avatar» según la
terminología oriental, un iluminado que tenía acceso a unos planos del reino
del espíritu que se nos escapan por completo a los comunes mortales. Vuelvo a
insistir en que afirmar o negar que era Dios o no, es simplificar demasiado un
tema complejísimo, ya que primero tenemos que ponernos de acuerdo los
mortales en qué entendemos cuando decimos la palabra «Dios». Es muy cierto lo
que S.E. Máximos IV —un cardenal de rito oriental— dijo en el
Concilio Vaticano II: «Hay muchos ateos que no creen en un Dios en el que yo
tampoco creo»; es decir, que hay mucha gente que tiene tal idea deformada de
Dios, que lo lógico es no creer que tal entidad sea Dios.
Y no sólo está el hecho de sentirse abandonados, sino que es casi una cosa
natural que los grandes profetas, fundadores de religiones, avatares o redentores
(en los que la historia humana ha sido mucho más abundante de lo que la gente
piensa) mueran de una manera violenta, ordinariamente asesinados por los
mismos a quienes ellos trataban de encaminar moral y culturalmente y
El pecado original
Es también notable el aspecto de «salvación», de «redención» y «sacrificio» que
todos estos avatares predican y practican. Uno no puede menos de preguntarse:
¿por qué tanto sacrificio?, ...salvamos ¿de qué? En el cristianismo hay una
respuesta categórica a estas preguntas: salvarnos de nuestros pecados; porque
somos pecadores por naturaleza, una vez que nacemos en pecado (el pecado
original) y que no podemos vivir sin pecar. Sin esta salvación,
indefectiblemente nos condenaríamos eternamente en el infierno.
dado: pero ¿cuál es esa maldad que hemos cometido sin habernos enterado? Y
un poeta es el que nos da la respuesta más resumida: «el delito mayor del
hombre es haber nacido». A un poeta se le puede fácilmente perdonar una
«licencia poética» —algo así como un ripio ideológico—, pero a un magisterio
infalible que nos habla en nombre de Dios no se le puede pasar con facilidad el
que diga cosas tan extrañas sin probarlas. El famoso pecado original,
está perdiendo su originalidad, y ya cada vez son menos las personas que lo
toman en serio, a pesar de que todavía —por tradición más que nada- los papas y
mamas lleven a sus bebés a la pila bautismal para que el agua y las palabras de
ritual le borren el pecado de haber nacido.
cristianos; (esto es sólo una señal del caos que reina en la teología actual en
donde las creencias que son sagradas para unos son secundarias para otros,
usando la mayor parte de ellos un lenguaje ininteligible). En todo lo que se
refiere a Adán y Eva y al pecado original, el lector debería recordar lo que
dijimos anteriormente acerca de la antigüedad de la raza humana en el planeta,
que es muchísimo mayor de lo que la ciencia oficial admite.
El amor a Cristo
Hay que confesar que la persona de Cristo ha ejercido durante siglos una
fascinación extraordinaria en millones de personas en el mundo occidental, por
encima y aparte de todas las divisiones a que han llevado al pueblo sus líderes
religiosos fanatizados o deseosos de poder.
«Según Vd., los creyentes de otras religiones inspiran lástima porque no tienen
«Según Vd., los creyentes de otras religiones inspiran lástima porque no tienen
un Salvador y un Redentor. Sin embargo, por lo
Después de haberme resistido a admitir sin más ni más algo tan fundamental en
las creencias del cristianismo como es la divinidad de Cristo o su filiación
divina, a más de un lector le va a extrañar grandemente lo que a continuación
voy a decir, y conste que no he llegado a esta conclusión ligeramente, sino tras
mucho estudio y en cierta manera no sin comprobaciones. Estas cosas extrañas
que tengo que decir son las siguientes: no tengo dificultad mayor en admitir que
Cristo haya nacido de madre virgen, como tampoco la tengo en admitir que haya
resucitado de la tumba y que haya ascendido corporalmente por los aires. Sin
embargo, tengo que añadir que las razones que tengo para no oponerme a
estas creencias no son de tipo religioso, ni de fe, ni mucho menos basado en el
magisterio «infalible» de ninguna autoridad eclesiástica. Son razones de tipo
histórico o si se quiere, empírico por haber conocido otros casos en los que se
han dado estas mismas cricunstancias, por extraño que esto le pueda parecer al
lector. En mi tenaz búsqueda de «la otra cara de la realidad» o si se quiere, en
mi esfuerzo por investigar las hondas raíces
Sea como sea, me inclino a pensar que la persona de Cristo, con algún tipo de
existencia física, está viva en algún lugar del universo, en compañía de los
muchos otros cristos que han pasado por este planeta y que han desaparecido de
él en circunstancias parecidas. Y dejo aquí este tema, que si bien es
enormemente interesante, sin embargo tiene muy poca importancia en relación
con el estado en que se encuentra actualmente el cristianismo.
La virgen María
Ya he dicho que no tengo inconveniente mayor en admitir la virginidad de
María; pero por otro lado, la creencia en la Asunción de María (definida como
dogma de fe por Pío XII en 1960) es decir, la creencia de que el cuerpo de María
fue transportado por los ángeles desde la tumba al cielo, es muy probablemente
una mera imaginación piadosa que, aun hablando en el más estricto
sentido teológico, no tiene fundamento ninguno en la biblia, ni en la tradición,
como no sea en unos cuantos autores «fervorosos» de los últimos tiempos. María
con toda seguridad murió de una manera normal, fue enterrada de una manera
normal y sus cenizas se han convertido ya en tierra en cualquier cementerio
desaparecido del Oriente Medio. Sus devotos, llenos de buena fe, fueron los que
se encargaron de resucitarla. Y al decir esto, no estamos en manera alguna
negando ninguno de los muchos méritos y virtudes de la madre de Jesús. Pero la
defini-
En Occidente tuvieron que pasar 500 años para que apareciese la primera
invocación directa a María; cien años más tarde su nombre fue puesto en el
canon de la Misa; todavía tienen que pasar otros seis siglos más, es decir, en el
siglo XII, para que comience a recitarse como plegaria mañana por excelencia el
avemaria, sacada del versículo 42 del capítulo I de San Lucas, aunque no es
hasta el año 1500 que se le añade la segunda parte o el «santa María...»; y
el rosario, cuyo rezo para ciertas gentes llegó a adquirir casi rango
de sacramento, no hace su aparición entre las devociones de la Iglesia, sino a
mediados del siglo XIV.
Sacrificios y sufrimientos
Pero volviendo al personaje central del cristianismo, quiero fijarme en un
aspecto de las creencias cristianas que hallamos dramáticamente ejemplificado
en la vida de Cristo. Ya lo cité de pasada en párrafos anteriores pero quiero
ahondar un poco más en él porque nos pone en la pista para otras curiosas
deducciones acerca del fenómeno religioso.
León Felipe, un poeta con la hondura teológica que suelen tener todos los
grandes poetas, dejó así plasmada su angustia:
«¡Cristo!
Viniste a decir:
Cristo nos redime naciendo como hombre —lo cual es para él, indudablemente,
un gran sacrificio— y muriendo en la cruz en medio de sufrimientos; y los
hombres nos salvamos pasando por muchas enfermedades y sólo si sacrificamos
muchas cosas a lo largo de la vida. Y al fin de ella, queramos o no, padeceremos
el supremo trance de la muerte, que es ni más ni menos que un castigo por el
pecado original. Porque según la teología clásica, si el primer hombre no hubiera
pecado, sus descendientes no hubiesen muerto y hubiesen salido de este mundo
de una manera mucho menos dolorosa. Tal es el increíble razonamiento que
encontramos en San Pablo en el cap. 5 de su epístola a los Romanos (vers. 12-
15)3 (Naturalmente a uno le viene enseguida la pregunta y la duda de por qué
razón morirán todos los animales y las plantas y todo lo que tiene vida...
¿vendrán también a este mundo con un pecado original?).
Al oír hablar así a San Pablo, el teólogo por excelencia del cristianismo, y no
sólo teólogo sino autor directamente inspirado por Dios, a uno se le ocurre
pensar que el cristianismo está radicalmente desenfocado en su apreciación de
todo el orden del cosmos. Sencillamente no entiende la vida, ni la razón de ser
de ella; la mira constantemente con sospecha de que detrás de sus
manifestaciones haya alguna trampa; y cuanto más bella es la manifestación
más inclinado se siente a sospechar de ella y a prohibirla.
Admitiendo como admite la teología cristiana (y en esto no hizo más que seguir
las pautas de religiones precristianas) que hay un personaje maligno —una
especie de antiDios, que es el rey de este mundo-,4 habrá que estar muy sobre
aviso para no dejarse engañar por él y no caer en las muchas trampas que nos
tiene puestas en todas las criaturas, para hacernos apartar de «los caminos
del Señor» y convertirnos a su manera de pensar disoluta y viciosa. No sólo eso
sino que por todas partes podemos ver sus zancadillas y obstáculos a nuestra
felicidad, en forma de enfermedades e infortunios, que necesariamente culminan
en la muerte. Si a todo esto le añadimos la incertidumbre del más allá, con la
siempre presente posibilidad de «condenarse eternamente» (que en las mentes de
muchos buenos cristianos está latente como una pesadilla) no tendremos más
remedio que admitir que el buen cristiano es una criatura acosada y
perennemente amenazada. Una vez más repetiré lo que tantas veces he dicho: un
buen cristiano, es un hombre muerto de miedo.
¡ Qué bien han sabido utilizar este miedo al más allá las autoridades religiosas
del cristianismo! Si desde que nacemos nos están diciendo que hemos entrado en
un valle de lágrimas, que sólo a través del sufrimiento podemos salvar nuestra
alma, que tenemos que sacrificarnos, que tenemos que renunciar a muchas cosas,
que somos pecadores por naturaleza ya que venimos al mundo con un gran
pecado y no podemos dejar de pecar sin una ayuda
—No creo haber venido a este mundo con ningún pecado ni creo tener que
expiar nada por el sólo hecho de haber nacido.
—No creo que el verdadero Dios me exija sufrimiento ninguno como condición
para «salvarme». Salvarme ¿de qué?
—Ni tampoco tengo la infantil esperanza de abrir mis ojos tras la muerte en un
cielo beatífico en el que sólo me voy a encontrar con los «elegidos»; preferiría
encontrarme con mucha otra gente, porque la verdad es que los que se llaman y
los que se tienen por «elegidos» aquí en la tierra, son gente bastante aburrida y
no es muy halagüeño el panorama de pasar la eternidad sólo con ellos.
meno del dolor y del sufrimiento inherente a la vida humana. Pero cuando miro a
mi alrededor, veo que a los animales y prácticamente a todas las criaturas del
universo —que ciertamente no han cometido ningún «pecado original»— les
sucede poco más o menos lo mismo y esto me tranquiliza. Me doy cuenta de que
esta «lucha por la vida» es una especie de ley cósmica; algo así como un proceso
natural en la eterna y omnipresente evolución del universo y esto me hace
perder la angustia que desde la infancia me inocularon con las
creencias cristianas.
Por otra parte estoy abierto a todas las explicaciones posibles en cuanto a este
profundísimo tema, empezando por la posibilidad de que yo esté completamente
equivocado; pero no estoy ya disponible para prestarle mi mente a nadie que
venga «en nombre de Dios» a darme una explicación dogmática basada en las
enseñanzas de un «magisterio infalible» o de un «libro sagrado». Se acabaron los
libros sagrados y los magisterios infalibles y ya es hora de que el hombre se pare
sobre sus pies y use su mente, que es el único instrumento que tiene para avanzar
en el largo camino de la evolución.
Como tampoco estoy disponible para seguir glorificando con ánimo masoquista
la cruz y el dolor haciéndolos el centro de mi
vida ascética y aún de mi vida a secas. Si el bisturí es una cruel necesidad en una
operación quirúrgica, no por eso vamos a colgarlo más tarde en medio de la sala
para perpetuar su recuerdo. Aun admitiendo que la cruz fuese necesaria para
nuestra redención, no tenemos que caer en el masoquismo de venerarla
como algo sagrado (¡y amado!) colocándola voluntariamente en él medio de la
vida.
Oiga el lector esta cita de George Mac Donald, tal como la leemos en el libro El
problema del dolor del conocido teólogo protestante inglés C.S. Lewis, para que
se convenza de lo que estoy diciendo y para que vea cómo una mente fanatizada,
a fuerza de darle vueltas siempre a los mismos pensamientos sin
someterlos nunca ajuicio, puede llegar a sostener cosas que no tienen
sentido alguno y hasta que están contra el sentido común:
«El Hijo de Dios sufrió hasta la muerte; no para que los hombres no pudiesen
sufrir, sino para que los sufrimientos de ellos fuesen como los de El».
cios y miedos. La mente humana se siente acorralada como un animal sin salida
y en el fondo se resiste a tener que admitir una redención y una salvación de algo
de lo que en lo más profundo de su ser no se considera culpable.
£1 mandamiento único
¿Qué queda entonces de las creencias del cristianismo? Quedan aquellas que el
mismo Cristo puso como sello para, conocer a sus auténticos seguidores:
«Conocerán que sois mis discípulos si os amáis». Y queda la regla de oro que
Cristo recibió de otras religiones anteriores y que predicó como
algo fundamental en la suya: «No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a
tí». Todas las demás enseñanzas y creencias son relativas, son temporales, varían
con las culturas y no se pueden imponer como algo absoluto y mucho menos
castigar o quemar a nadie porque no las admita.
Por muchos siglos se creyó que comer carne en viernes, dejar de ir a misa el
domingo o recibir la eucaristía sin estar en ayunas era hacerse reo de un fuego
eterno... ¿qué persona inteligente hay, por muy cristiana que sea, que crea hoy
semejante disparate? Unicamente aquellas personas que desde su niñez han
estado embutidas de una religiosidad enfermiza y han perdido toda su capacidad
de crítica ante el fenómeno religioso; o las penetradas de un terror sagrado a
«perder la fe», en las que ya se ha convertido en carne y sangre el funesto
axioma «cree; no pienses» que tan predicado y practicado ha sido por tantos
líderes religiosos. A estas personas les parece que usar su propia cabeza es
rebelarse contra Dios, sin caer en la cuenta de que su cabeza es la que tiene
la última palabra en todo el proceso cognoscitivo.
¿Qué es pecado?
¿Qué queda entonces de la idea de «pecado»? En las enseñanzas tradicionales
del cristianismo, el pecado era algo
CAPÍTULO IX
Quiero que quede muy claro desde el inicio del capítulo, que con quien me voy a
meter es con el ser que el cristianismo nos presenta como Dios: con la persona
que encontramos en los primeros libros de la biblia y a quien se llama
indistintamente Elo-him o Yahvé; por supuesto que no me meteré con el Dios-
Suprema Causa, con el Dios-Universo, con el Dios-Esencia de todo lo existente.
Y quiero también que quede bien claro en el inicio del capítulo que creo que hay
«Algo» —que es inalcanzable @n su totalidad por mi mente— que es la Esencia
del Cosmos y que, llenándolo todo, es diferente de todo. Dicho en otras palabras,
creo que hay un Dios; pero ese Dios que yo deduzco con mi razón, dista
enormemente del Dios bíblico.
tante, como para el hombre significa tanto... no se puede renunciar a ella. Quien
la evita merece consideración porque tal palabra nunca podrá quedar limpia del
todo. Pero también es imposible olvidarla por completo. Lo que sí podrá hacerse
es retirarla y —con todas las consecuencias que ello acarree— volverla a pensar
de nuevo y a parafrasearla con otras palabras. Es decir: lo que importaría, en
vez de no hablar más de Dios o de seguir hablando de la misma manera, es
aprender a hablar de Dios de una manera nueva»5
Tenemos que tener siempre muy presente que todas las ideas y los conceptos
religiosos son obra del hombre y no de Dios. Porque tal como dice muy
acertadamente Gabriel Vahanian (Esperar sin ídolos) «la religión no fue
inventada por Dios sino por los hombres». Y, como es natural, el hombre vuelca
y refleja en sus ideas religiosas todas sus ignorancias, sus fracasos y sus
limitaciones. Y el primer reflejo de estas limitaciones lo tenemos en la palabra
«Dios» y en los diferentes conceptos que tenemos cuando la pronunciamos.
Yo confieso que más que palabras o conceptos claros para definirlo, lo que tengo
en la mente son vacíos para explicar una una realidad que se me escapa y por eso
prefiero explicar mi idea sobre El en términos negativos diciendo lo que no es.
Lo que Dios no es
Dios ni es persona, ni es hombre, ni tiene hijos (y mucho menos tiene madre), ni
es juez, ni es perdonador, ni es vengador, ni es esto ni es lo otro. Todos estos son
términos puramente humanos que muy probablemente se le aplican a Dios con la
misma propiedad con que se le podrían aplicar a un puente los términos
«tierno», «sensible», «rencoroso» o «dócil»; sólo de una manera muy lejana
y cuasi poética se le pueden aplicar; pero para definir o calificar a un puente hay
que usar otros términos completamente diferentes. La gran diferencia es que al
puente lo
conocemos bien y por eso tenemos los adjetivos propios para definirlo, pero a
Dios no lo conocemos en absoluto o lo conocemos muy mal y muy de lejos, y
por eso no tenemos adjetivos para definirlo. Ese ha sido el gran pecado de los
teólogos de todas las religiones: la falta de respeto con que han tratado a Dios.
Creyendo conocerlo a fondo, lo han definido y nos han dado de El una imagen
que es completamente caricaturesca, cuando no grosera y hasta blasfema. El dios
del Pentateuco y el dios de la teología cristiana es un auténtico monstruo.
Quede pues bien claro, contra quellos que quisieran meterme en el club de los
ateos, que disto muchísimo de serlo, aunque por otro lado mi idea de Dios
también diste bastante de la idea que se tiene comúnmente en el cristianismo.
Creo que en el hinduísmo la idea que se tiene del Dios Supremo es mucho más
profunda y menos humanizada que la que se tiene en el cristianismo, y por lo
tanto más cerca de la realidad; aunque me reitero en que cualquier idea que
el hombre se haga de Dios será infinitamente distante de lo que Este en realidad
es. Si la esencia de Dios fuese abarcable por el cerebro del hombre, Dios no
valdría cuatro pesetas.
Esa es, ni más ni menos, la esencia de la famosa teología de «la muerte de Dios»
que hace unos años sacudió la conciencia de los cristianos pensantes y desató
olas de indignación y protesta entre los que no fueron capaces de comprender de
qué se trataba.
En una lectura atenta y simple del Pentateuco nos encontramos enseguida con
que el Dios que allí se nos presenta -el Yahvé que se le manifestó a Abraham y a
Moisés- es un individuo vengativo, cruel, encaprichado con un pueblo y feroz
con los otros pueblos que supuestamente también eran hijos suyos, celosísimo de
otros dioses (dioses que por otro lado no existían, a juzgar por las
mismas enseñanzas de Yahvé), intolerante, impaciente, incumplidor de
sus promesas, incansable demandador de sacrificios sangrientos (con los cuales
no hacía más que imitar a los «falsos dioses» de los otros pueblos), extraño en su
manera de mani-
Esta es ni más ni menos la imagen de Dios que nos salta a la vista en cuanto nos
asomamos a las primeras páginas de la biblia. Y para los que nos digan que es
una imagen distorsionada, tenemos la sugerencia de que sigan leyendo los libros
subsiguientes al Pentateuco para que vean que los profetas y demás
representantes de Yahvé, entendieron de esta misma manera a su dios, y por eso,
nos hablan sin cesar de su ira y de sus venganzas, y en nombre de él,
tienen constantemente en la boca malos presagios y amenazas de castigos
y maldiciones.
Sería en cierta manera cruel el que me pusiese a estas alturas a fundamentar con
textos y pasajes bíblicos todo esto que acabo de decir de Yahvé; es tan sencillo
de hacerse, que cualquiera puede verificarlo sólo con leer con ojos un poco
críticos el Pentateuco. Los hebreos lo hicieron con toda buena voluntad y
dedicación durante unos veinte siglos; leyeron y releyeron su Tora (el
Pentateuco) tratando de sacarle su espíritu y trasfundirlo en la vida diaria, y
el terrible resultado ha sido alrededor de 600 mandamientos en los que en la
actualidad se encuentra aprisionada el alma de miles de devotos hijos de
Abraham, a los que su Ley les prohíbe cientos de cosas agradables que nos están
permitidas a los demás mortales que no le hacemos caso al Pentateuco.
Con el Yahvé de nuestra biblia pasa lo mismo que con el Alá del Corán, con el
Júpiter o Zeus de griegos y latinos y con el Huitzilopoctli de los aztecas: gusta
de ser llamado Padre y hasta exige que se lo llamen, pero sus hechos distan
mucho de ser los
de un verdadero padre. Un padre normal no castiga los errores de sus hijos con la
saña y con la frecuencia con que lo hace Yahvé; con la gran diferencia de que un
padre normal es poco más o menos tan imperfecto como su hijo mientras que
Yahvé se supone que es infinitamente superior a los hombres y por lo tanto es de
esperar que sea infinitamente más paciente, mejor educador, más
tolerante, mejor conocedor de la naturaleza humana, etc., etc.
He aquí lo que acerca de la Asunción de María dice Hans Kung: «De esta
doctrina nada saben ni la Escritura ni la tradición de los cinco primeros siglos; de
ella hacen únicamente mención fuentes apócrifas, leyendas, imágenes y fiestas.
No obstante, esta era mariana (fomentada por la consagración del género
humano al Corazón de María hecha por Pío XII en 1942 -influjo de Fátima- y
por el año mariano de 1954) ha llegado a su ocaso con sorprendente rapidez con
el Vaticano II que renunció conscientemente a ulteriores dogmas marianos... y
censuró sin ambages los excesos del marianismo...»
Un padre normal insiste mucho más en los consejos, en las alabanzas y en los
premios, que en las amenazas y en los castigos. No así Yahvé. En el capítulo 26
del Levítico ordena severamente a su pueblo que no haga estatuas de ídolos y
que guarde el sábado. Inmediatamente —tal como haría un padre que conociese
las elementales reglas de la pedagogía— anima a su pueblo al cumplimiento de
estos mandatos con bendiciones y con alicientes:
«Si cumplís mis leyes, si guardáis mis mandamientos y los ponéis por obra, yo
os mandaré las lluvias a su tiempo, la tierra dará sus frutos y los árboles de los
campos darán los suyos... Daré paz a la tierra, nadie turbará vuestro sueño...
estableceré mi morada entre vosotros y no os abandonará mi alma...»
Y por ahí sigue amenazando a su pueblo con toda clase de plagas, enfermedades
y desgracias imaginables. Pero lo curioso es que el espacio que vemos en la
biblia dedicado a estas plagas y castigos es mucho mayor que el que Yahvé
había dedicado inmediatamente antes a las bendiciones, en caso de que fuesen
obedientes a sus mandatos. Alrededor de ciento cincuenta líneas podemos ver en
el capítulo 26 del Levítico dedicadas a estas amenazas, mientras en
las bendiciones y promesas se había mostrado mucho más parco. Esta es la
tónica a que nos tiene acostumbrados Yahvé en toda la biblia. Demasiado rigor y
demasiadas exigencias para un ser tan débil como el hombre, que pasa por este
mundo como una sombra, lleno siempre de angustias en cuanto a su vida y sin
que nadie le haya explicado nunca a ciencia cierta de dónde lo traen y a dónde lo
llevan.
Este miedo a la «ira de Dios» ha estado presente en los casi dos mil años de
teología y ascética del cristianismo y ha empapado todo su pensamiento.1
Este «sentimiento trágico de la vida» parece que fue el que tuvo el gran don
Miguel de Unamuno a lo largo de toda la suya; porque se puede ver toda una
hilazón trágica, y en cierta manera lógica, en las principales doctrinas Cristinas.
Si nacemos con un gran pecado y nos traen a este mundo que no es más que un
valle
Filicida
Es muy cierto que Cristo nos presentó una idea muy diferente de la divinidad e
insistió mucho más en el amor y en el perdón. Pero para gran sorpresa nuestra
vemos a Cristo invocando al mismo Yahvé que conocemos del Pentateuco y
declarándose hijo de él. En ningún momento lo vemos rechazar a este, personaje
ni estar en desacuerdo con sus iras y sus venganzas. Y por si esto fuese poco,
vemos de nuevo a Yahvé volviendo a las andadas —a las que ya nos tenía
muy acostumbrados— cuando lo vemos tratando a su propio hijo con la misma
mano férrea con que había tratado a su pueblo escogido.
Aunque los cristianos no se atreven a ello, los creyentes de las demás religiones
tienen todo el derecho de llamarle al Dios de los cristianos «filicida», es decir,
asesino de su propio hijo. San Pablo casi se jacta de ello cuando oratoriamente
nos dice en el capítulo 8 de su epístola a los Romanos que «Dios no perdonó a su
propio Hijo». En el entusiasmo de su prédica —o en la ceguera de su fanatismo
— saca inmediatamente la conclusión de que «si lo entregó a él por
nosotros, ¿cómo no nos va a dar todas las cosas? (Vers. 32-33). Yo más
bien saco una conclusión diametralmente opuesta: El que no perdona a su hijo,
es un monstruo. El que no perdona a su hijo, no perdona a nadie.
Un espíritu suplantador
En resumen, el dios del cristianismo, tal como lo vemos en los primeros libros de
la biblia, no es ni un Padre bueno, ni el creador de todo el Universo. El dios del
cristianismo es un personaje real, muy superior a nosotros en poderes e
inteligencia, que se manifestó hace alrededor de cuatro mil años adoptando una
apariencia física, y que seleccionó —y engañó— a un pueblo específico
haciéndole creer que él era el único, y el supremo ser.
Creo en el amor. En el amor que funde, que atrae, que sintoniza, que une. En el
amor que espera, que comprende, que tolera, que regala, que perdona.
Creo en el amor como la energía más grande del mundo, capaz de lograr lo que
no logra la fuerza ni el miedo.
Creo en el amor en todas sus manifestaciones: en el amor del 'ser humano al ser
humano; en el amor del niño a su juguete; en el amor de la loba a sus cachorros;
en el amor a la tierra que lo vio a uno nacer.
Creo en el amor porque veo en él la huella de Dios; veo en él el fluido sutil con
el que Dios se mantiene unido a toda su creación y con el que todas las partes se
mantienen unidas entre sí... como si fuese un perfume que se le escapó de las
manos, impregnando todas sus criaturas mientras las creaba.
Creo en el amor que da paz, que busca lo bueno, que perdona lo malo, que alaba
lo bello.
Creo que el que tiene su corazón y su inteligencia abierta al amor, cree y practica
el más importante dogma de todas las religiones.
.....•______
Creo en el hombre.
A pesar de ser como una breve chispa de vida en medio de la noche del tiempo;
sin posibilidad alguna para estirar su estancia en este planeta.
Creo en el hombre.
Tan microbio y tan gigante; tan mezquino y tan generoso; tan cobarde y tan
audaz, tan efímero y tan creador,
Creo en el hombre porque en sus entrañas lleva, sépalo o no, una energía divina
y en su mente, es, sépalo o no, una chispa de la incomprensible Inteligencia que
rige el Universo.
Somos más o menos hijos de Dios en la medida en que somos más o menos
globalmente inteligentes.
No sé casi nada del futuro, pero me acostaré a morir con la absoluta certeza de
que estoy a punto de nacer. Nacer a algo enormemente más vasto y más
grandioso.
Al llegar de vuelta de la vida -al igual que los niños al llegar de vuelta de la
escuela-, el hombre quiere encontrar a su mamá-Dios en casa. Tiene necesidad
de abrazarla, de saber que está allí, de contarle las incidencias de la clase de la
vida. Pero tal Dios-mamá, Dios-hombre, Dios-persona, no existe. Dios es algo
completamente diferente.
Al decir que no creo en el cielo cristiano, de ninguna manera estoy diciendo que
crea que no hay nada después de esta vida o que crea que volvemos a empezar
completamente de nuevo; como tampoco quiero decir que no vayamos a tener
ninguna retribución o castigo por las obras buenas o malas que hayamos hecho
en esta vida. (Los fanáticos son muy extremosos en sus juicios y en
cuanto alguien deja de pensar como ellos, enseguida le adjudican
juicios, posturas y creencias de las que tal persona discrepa totalmente).
Sí creo que después de esta vida, aquel que haya hecho méritos para ello, o en
otras palabras, aquel que haya evolucionado tal como se esperaba de él, pasará a
un nivel superior de vida en esta inmensa morada que es el universo. O dicho
más poéticamente, aunque no menos realísticamente, vibrará en un tono más alto
en la fantástica sinfonía del cosmos.
No creo —tal como ya dije- que Dios tenga hijos y mucho menos creo que El
pueda hacerse hijo de nadie.
No creo que la biblia sea la palabra de Dios, ni por lo tanto que sea infalible o
que haya sido inspirada inmediatamente por El.
No creo que el hombre nazca con ningún pecado. Si los hombres, que somos tan
injustos, no le atribuimos a nadie pecados o crímenes que no haya cometido,
¿cómo vamos a pensar que lo hace Dios?
Y una vez que liberamos al hombre del sambenito con el que lo hacen nacer los
doctrinarios del cristianismo, desaparece automáticamente la necesidad de
redenciones y salvaciones. ¿Redimirnos de un pecado que no hemos cometido?
¿Salvarnos de un infierno que no existe?
No creo en el infierno tal como el cristianismo nos lo ha presentado por casi dos
mil años. Creer en el infierno es una blasfemia contra la bondad de Dios. Creer
en el infierno es demostrar poca inteligencia.
Sí creo en el infierno que estos fanáticos con sus doctrinas les han hecho pasar
durante veinte siglos a tantas buenas personas. Si alguien hubiese en este mundo
que mereciese el infierno, serían estos doctrinarios con sus doctrinas infernales.
Y ni aún a éstos, yo —que disto mucho de ser tan bueno y tan tolerante como
Dios— los mandaría allá, porque hay que reconocer que el infierno con que nos
amenaza el cristianismo es algo muy serio y estos pobres diablos no se merecen
tanto mal.
¿Qué pasará entonces con todos los «impíos»? ¿Qué pasará con todos aquellos
que han obrado mal, hiriendo a sus hermanos y yendo contra las leyes justas? A
los «impíos» que no han creído en la palabra de Dios (porque sencillamente no
les cabían en la cabeza todos los disparates que se han presentado como «palabra
de Dios») no les pasará nada. Muy probablemente les darán un premio por haber
usado con decisión su cabeza para oponerse a algo que veían como incompatible
con su idea de un Dios grande y sabio.
A los otros impíos; a los que se han dedicado a fastidiar a los demás y que han
parasitado en la buena voluntad de sus hermanos; a los que se han enriquecido
injustamente a costa del sudor de otros, a los que han abusado, a los que han
extorsionado, a los que han legislado en su beneficio, a los que han politiqueado
con la
buena fe y la credulidad de las multitudes, a los que han traficado con las drogas,
a todos los grandes culpables que valiéndose de la política, de la milicia, del
dinero o de los dogmas, han convertido este mundo en el infierno que es en la
actualidad ¿qué les pasará? No lo sé. Sólo sé que a pesar de sus iniquidades no
se irán al infierno, sencillamente porque no hay infierno. Sí creo que sería una
buena idea el hacernos reencarnar —ahora que la reencarnación se ha puesto de
moda— haciéndolos nacer como parte de ese pueblo, de esas razas, de esos
creyentes, de esas clases sociales, de esos hambrientos, de esos heridos, de esos
enfermos que ellos han ayudado a crear con sus canalladas. Creo que sería más
que suficiente para que aprendiesen a ser un poco más justos.
CAPÍTULO XI
Mi Dios
Creo que la mayor parte de los que declaran ateos, lo que en realidad hacen es
retirarle la fe a un dios falso, a un dios hecho por la mente del hombre o
sencillamente al dios del Pentateuco; y hay que reconocer que en eso no hacen
nada malo. Lo que hacen es dar muestras de poseer un innato sentido de justicia
y dar muestras de ser inteligentes.
De niño, inducido por mis maestros religiosos, miraba a los ateos como a seres
desnaturalizados; ellos eran los «impíos» por excelencia; una especie de
monstruos de maldad a quienes el infierno esperaba con sus eternas fauces
abiertas. Hoy día los veo con mucha mayor comprensión; me inspiran hasta un
poco de simpatía pues veo en ellos a gente que se preocupa de descifrar de
alguna manera el misterio de la vida y de lo trascendente, frente a otros
para quienes estos problemas del más allá son algo totalmente carente
de importancia. Y también tengo que confesar que los veo con un poco de
lástima pues su miopía para ver el más allá los priva de un cierto regusto que a
los creyentes nos da la esperanza; aunque no sea la esperanza en un cielo
inmediato, sí la esperanza de que el maravilloso espectáculo de la creación y de
la vida va a continuar en alguna parte, de alguna manera.
Pero desde los tiempos de la fundación del cristianismo hasta hoy, la psicología
de los hombres (y más en concreto, la de ciertos hombres más evolucionados) ha
cambiado mucho. Si bien es cierto que aún sigue habiendo mayoría de hombres-
niños en este planeta, también lo es que la humanidad en general (y sobre todo
ciertos pueblos y naciones en particular), han ido despertando de su estado de
infantilidad y hoy día, aún sabiéndose débiles ante las fuerzas de la naturaleza e
impotentes ante la dura realidad de
preparación para la otra que nos espera. Creemos que aquella depende en gran
medida de ésta, pero al mismo tiempo sabemos que esta vida tiene un sentido en
sí misma y hay que vivirla plenamente o de lo contrario defraudaremos a quien
nos la haya dado. Sencillamente, yo vivo cada momento de mi vida con la
conciencia de que haciendo bien lo que estoy haciendo, cumplo con el orden que
Dios (la Suprema Inteligencia) tiene establecido en el universo.
El hombre del siglo XX ya se siente dueño y señor del planeta, cosa que no
sucedía, ni siquiera en orden teórico, a los principios de la era cristiana. Buena
parte de la juventud actual ha superado los complejos que los líderes religiosos
nos fueron inyectando a lo largo de la historia. Cada generación nueva que
aparece en el mundo, tiene menos miedo a preguntarse audazmente y
a preguntarle a «Dios» el por qué de la vida y de la muerte, y el por qué del bien
y del mal y el por qué de tantas cosas aparentemente sin sentido que suceden en
nuestro planeta.
La pura ciencia, que tan renuente ha sido siempre a estar en buenas relaciones
con la religión, es hoy mucho más cautelosa en rechazar ciertas ideas
trascendentes que proceden del campo de la religión. Los científicos
verdaderamente inteligentes, es decir, los filósofos de la ciencia, (no los meros
coleccionistas de datos o
fórmulas o los puros experimentadores que en definitiva son sólo los miopes
obreros de la ciencia) se quedan hoy pasmados ante los maravillosos panoramas
que están descubriendo en la profundidad de la materia.
«Material» ha sido siempre un término peyorativo usado por los religiosos como
antagónico de «espiritual»; y sin embargo, hoy día los sabios están descubriendo
con asombro que el fondo de la vilipendiada materia está empapado de algo que
se parece mucho al reino del espíritu. El orden maravilloso de las partículas
subatómicas, su infinita variedad, sus ingentes velocidades, la autonomía
de muchas de ellas y hasta la «inteligencia» con que algunas actúan2,
su increíble energía capaz de atravesar nuestro planeta sin inmutarse,
su constante interacción y sobre todo, en lo que a nosotros se refiere,
su milagrosa capacidad de organizarse para construir la materia —
que aparentemente es tan diferente de ellas— son sólo algunos de los indicios de
que en el fondo de todo esto que percibimos con nuestros sentidos hay una
energía y una sabiduría misteriosas que tienen mucho que ver con el reino del
espíritu; un reino que los teólogos habían colocado siempre fuera de este mundo,
«más allá»; y, sobre todo, un reino del espíritu que los doctrinarios fanáticos
habían siempre contrapuesto a «lo material».
¿Es que Dios es esto? No. Ya he dicho que Dios ni es esto ni es aquello. Pero esa
ebullición que vemos en el fondo de la materia, esa auténtica «vida molecular y
atómica» que estamos descubriendo con los ultramicroscopios, con las cámaras
de niebla, con los polígrafos, con las fotografías Kirlian, etc., son como una
huella fresca de Dios.
Y lo grande es que el Cosmos entero está lleno de esta «vida atómica». No hay
tales vacíos interestalares. El cosmos entero hierve de radiaciones, energías,
emisiones, ondas, vibraciones que lo llenan todo y que actúan a distancias
infinitas. No sólo eso; el cosmos entero está lleno de una especie de caldo
primigenio o de materia prima universal —que tiene más de espíritu que de
materia— de la que saltan a la existencia las subpartículas atómicas que en
muchas ocasiones dan la impresión de surgir de la nada. En ciertos lugares del
universo, este caldo primigenio y estas energías y radiaciones actúan entre sí, se
contraponen, se ordenan -dirigidas por una mano escondida— y como por
milagro brotan los astros y brota la materia. Y cuando la materia empieza a
organizarse, adquiere vida —vida protoplásmica— y al cabo de largas
evoluciones, aparece en escena ese fantástico instrumento material llamado
cerebro que es ya capaz de producir o de ser vehículo de ideas y de
sentimientos... De nuevo nos encontramos con el reino del espíritu coronando
la materia. Porque tal como dicen los orientales, «el espíritu es la realidad; la
materia es sólo un sueño del espíritu».
¿Y qué tiene que ver todo esto con Dios? Dios no es esto; pero esto es una huella
fresca de Dios. Esto es como el perfume que ha dejado a su paso en la creación.
(Y perdón por el uso de metáforas tan humanas; porque no hay palabras propias
para hablar con exactitud de Dios ni para expresar lo inexpresable). El que
concibe a Dios como la totalidad del universo y como la energía secreta que
lo vitaliza desde sus profundidades, aunque en realidad diste infinitamente de
tener una idea cabal de El, sin embargo está más cerca de la realidad que el que
lo identifica con el personaje antipático del Pentateuco.
prender la divinidad. Todo lo que podrá hacer será tener ideas generales; todo lo
que podrá concebir serán sombras, huellas, caricaturas...
Por eso es completamente lógico que el que siente todo su organismo inundado
por una avalancha de placer indescriptible y al mismo tiempo siente su
inteligencia iluminada repentinamente por todo un mundo de ideas nuevas, crea
que está ante la presencia inmediata de Dios. Y el gran peligro que acecha a
todos los que pasan por esta experiencia, es que ante la magnitud del
fenómeno que están exprimentando, entreguen su mente o renuncien al uso
de ella, creyendo a ciegas lo que «Dios» les diga. Por eso hay un gran peligro en
este «sentir a Dios» prescindiendo de la inteligencia; un peligro que ha sido una
auténtica trampa en la que han caído la mayor parte de los místicos y videntes
tanto de Oriente como de Occidente. Y la prueba de ello son las diferentes y
hasta contradictorias imágenes de Dios que nos presentan de sus «sentimientos»
y de sus «videncias».
Pero Dios —el Dios con mayúscula- tampoco es esto. Por increíble que les
parezca a todos aquellos que han pasado por el inefable fenómeno de la
iluminación religiosa, lo que sienten no es ninguna prueba de la inmediata
presencia de Dios. Es sí, un profundo fenómeno trascendente —aunque de gran
contenido subjetivo— que se da en todas las religiones, se ha dado en todos
los tiempos y es mucho más común de lo que se cree. (Este es un tema vasto y
fundamental para entender las religiones, que trato en el libro Defendámonos de
los dioses a que antes hice alusión). 3
tener alguna idea de Dios; una idea genérica y vaga pero que nos servirá para
referimos a El y de alguna manera relacionamos con El. La idea de que a Dios lo
podemos sentir, más de lo que lo podemos pensar, es válida a condición de que
en ningún momento prescindamos de nuestra razón. Si combinamos el
sentimiento con la razón podremos acercamos más a la concepción de Dios
aunque siempre estaremos a una distancia infinita.
; Cuántas veces ante un paisaje bello de los que tanto abundan todavía en nuestro
planeta, alejado del estruendo enfermizo de la ciudad, a uno le ha venido el
impulso de dar gracias desde lo más profundo de su corazón! Pero dar gracias...
¿a quién? Aquí es donde está la gran diferencia. El hombre-niño le da gracias a
su Dios-padre. Tiene pleno derecho y no hace nada incorrecto. El hombre-adulto
le da gracias al Dios-inteligencia, al Dios-energía, al Dios-amor, sin que lo
localice aquí o allí, y sin que lo aprisione en una persona. (La palabra y el
concepto de «persona» son totalmente incapaces de contener la realidad de Dios.
Si nosotros somos personas Dios no puede ser persona).
Comprendo que para muchos, el hablar así de Dios los deja fríos y hasta se
quedan con la impresión de cierta orfandad. Lo mejor que harán será seguir
concibiendo a Dios de la manera que más beneficie a su psiquismo. Poco
importa cómo lo conciban, porque Dios es como es y no como lo pensamos los
hombres. El único consejo que a tales personas yo les daría es que a su idea
de Dios le quiten todos los sambenitos de «iracundo», «justiciero», «vengativo»,
«exigidor perpetuo de dolor y de sacrificios», que los doctos fanáticos le han ido
imponiendo con el paso del tiempo.
Y para terminar ia difícil tarea que me he impuesto de expre sar cuál es mi idea
de Dios, diré que mi Dios es omnipotencia, mi Dios es Orden (aunque el
fantástico orden de la creación sea ina barcable muchas veces para nuestra
mirada de mosquitos); mi Dios es grandiosidad (no es cicatero como el dios
cristiano); mi Dios es Luz, mi Dios es Belleza, mi Dios es Amor; un amor que en
esta etapa humana de mi existencia, lo siento primordialmente y se lo devuelvo a
través de mis hermanos los hombres y a través de todas las criaturas.
Exhortación final
¡Despierta ser humano y'deja de adorar a los ídolos que tú mismo has ido
creando a lo largo de los siglos! Tú, ser humano, eres un pequeño dios; un dios
con minúscula, que has estado creando cosas e ideas a las que luego te has
dedicado a adorar, en tu afán por encontrar al Dios grande que con tanta ansia
buscas.
¡ Deja de adorar a tus propias criaturas! ¡ Deja de venerar a los símbolos que tú
mismo has creado! ¡ Deja de seguir ciegamente las leyes «sagradas» que tu
mismo has inventado! ¡ Deja de creer en dogmas que tú has elaborado! ¡ Deja de
comerte el pan en el que infantilmente has querido encerrara Dios! ¡Dejade
consultar los «libros sagrados» que tú mismo has escrito! ¡Deja de
obedecer gregariamente a las autoridades «infalibles» que tú mismo te
has impuesto; te las autoimpusiste porque tenías miedo de volar solo al infinito
pero lo que han hecho ha sido atarte las alas de la inteligencia!
en lo alto de un monte, cara a las estrellas para que el sol y la luna me bendigan
todos los días desde el cielo y para que la lluvia y el rocío vuelvan a unir mis
restos con el polvo de donde salieron, haciéndolos revivir de nuevo en forma de
árbol o de flor.
Piensa que estás hecho con los mismos materiales de que están hechas las
piedras, las nubes y el mar; eres una millonada de electrones exactamente
iguales que los que componen las plantas, las estrellas y las galaxias, todos
girando matemáticamente, vertiginosamente, incansablemente, alrededor de su
núcleo. Estás hecho de lo que está hecho todo el universo. ¡ Eres un hijo
del Universo hecho a su imagen y semejanza!
¡ Despierta hombre, y levanta los ojos al cielo en una noche estrellada! Mira esa
bóveda gigante; mira los millones de estrellas que siendo tan inmensas te hacen
guiños infantiles a tí, que eres su hermano, y que siendo tan pequeño puedes
jugar con todas ellas agrupándolas en racimos con tus ojos. Contémplalas en
silencio en medio de la oscuridad, sólo, lejos del estrépito de
¡ Despierta ser humano y libérate de los miedos y de los mitos que han
aprisionado tu alma por siglos!; lo mismo da que sean mitos hindúes, que mitos
budistas que mitos cristianos. Todos son resultado de la angustia del hombre;
todos son engaños a los que su mente ha sido sometida desde que apareció sobre
la Tierra; todos son creaciones de su razón, tercamente obstinada en encontrar
sus raíces. El engaño ha hecho que el hombre crea en dioses falsos, en espíritus
suplantadores que se hacían pasar por el verdadero Dios del Universo; y el
miedo y la desesperación han hecho que el hombre invente dioses que son
verdaderos monstruos de pesadilla que acaban angustiando la vida del propio
hombre. Por eso los dioses de cada religión son diferentes y por eso ha habido
tantas religiones a lo largo de los siglos, sin que ninguna de ellas fallase en
exigirle al hombre dolor y sacrificio.
Hombre mortal, mota de polvo, voluta de humo, copo de nieve que brillas un
momento en el tiempo y en un segundo te derrites en la tierra, ¡deja de correr
detrás de Dios como si Dios fuese un muchacho travieso que juega al escondite
contigo! ¡ Deja la infantilidad de pensar que sólo puedes vivir feliz y
decentemente si lo tienes agarrado entre tus brazos como si fuese un fetiche que
te proteje y te dará buena suerte! ¡ Deja de angustiarte con falsas imaginaciones
de torturas, de castigos, demonios y purgatorios, y siéntete con derecho a ocupar
tu puesto en el cosmos!
Para muchos cristianos su Dios está perpetuamente de mal humor. Copio al pie
de la letra el índice del libro titulado La ira de Dios del protestante Rev. V.S.
Tasker: «Cap. I: La manifestación de la ira fuera del pacto. Cap. II: La
manifestación de la ira en el Pacto. Cap. III: La manifestación de la ira divina en
Jesucristo. Cap. IV: La manifestación de la ira en el Nuevo Pacto. Cap. V: El día
final de la ira».
3
A pesar de haber pasado ya ochenta años desde que William James escribió su
The Varieties of Religious Experience, su obra sigue siendo fundamental para
estudiar este tipo de fenómenos.
ÍNDICE
Capítulo VI LA BIBLIA ¿PALABRA DE DIOS O