Police">
El Caso Del Marido Dudoso
El Caso Del Marido Dudoso
El Caso Del Marido Dudoso
ebookelo.com - Página 2
Erle Stanley Gardner
ePub r1.2
Titivillus 30.12.2014
ebookelo.com - Página 3
Título original: The Case of the Dubious Bridegroom
Erle Stanley Gardner, 1949
Traducción: Esperanza Castillo
ebookelo.com - Página 4
A
Mrs. Francés G. Lee Capitana de la Policía del Estado de New Hampshire y
una de las pocas mujeres que jamás hayan intrigado a Perry Mason.
ebookelo.com - Página 5
Prólogo
ebookelo.com - Página 6
de la mitad de un palillo de dientes, es un lápiz genuino, con su barra real, y que las
notas en el libro en miniatura, del tamaño de la mitad de un dedo pulgar, han sido
verdaderamente escritas con ese lápiz.
No cabe esperar que los miembros que asisten a esas clases vayan a ser capaces
de resolver todos los crímenes. No son infalibles. Y estos casos no son como esos
crímenes fotográficos presentados en algunas revistas ilustradas, sobre los cuales los
lectores son requeridos para que den la solución. Estos otros son modelos de
crímenes utilizados en estos cursos para desarrollar y probar el poder de observación
y concentración de parte de los estudiantes. Se espera de los estudiantes que señalen
las claves significativas que, una vez explicadas, llevarán a una solución exacta. En
cuanto a los observadores, se espera de ellos que señalen y recuerden todo en relación
con los crímenes que les están «asignados».
Después, deben informar sobre esos crímenes, comunican sus deducciones y
manifiestan lo que debería hacerse para encontrarles una solución exacta. Y no todas
esas muertes son homicidios. Algunas de ellas pueden ser suicidios disfrazados de
crímenes, o bien asesinatos disfrazados de suicidios.
No pueden ser estudiados a la ligera, ni tampoco pueden ser resueltos fácilmente.
Hago mención de estas cuestiones, porque en consecuencia de ello, cuando los
estudiantes informaron de los trabajos que les fueron encomendados, yo tuve una
oportunidad para observar el cerebro de la policía funcionando.
Me siento completamente dispuesto a aceptar que esos hombres que asistían a los
cursos eran hombres seleccionados. La concurrencia es limitada a menos de dos
docenas de estudiantes, de forma que las enseñanzas puedan ser personalizadas en
alto grado y cubrir así un amplio campo en un espacio corto de tiempo. Sin embargo,
esos hombres son típicos en el más alto grado de la oficialidad de la policía que se
está desarrollando en cifras considerables en este país.
Es difícil creer que cualquier grupo de oficiales policiacos, informando el uno
después del otro, pudiesen realizar todas las cosas que yo les vi llevar a cabo. Sabían
lo que habían de buscar, y sabían dónde y cómo buscarlo, y citando descubrían algo
significativo, estaban capacitados para evaluar la razón y anticipar una explicación. Y
la mayor parte de estos homicidios habían sido concebidos con ingenio diabólico, que
le causaría al abogado más curtido una niebla cerebral ya desde los primeros
momentos.
A nosotros los escritores, nos gusta registrar las aventuras de destacados
detectives individuales, que generalmente son reflejados con los círculos pensantes
girando en torno a la policía. Pero yo estoy seguro ahora de una cosa: de que no voy a
incluir a ninguno de los graduados de mistress Lee en mis libros. Oficiales de policía
como ésos, no solamente resolverían un crimen tan pronto como pudiese hacerlo mi
héroe, sino que podrían incluso hacerlo con una anticipación de cien páginas.
El trabajo de la capitana Lee es simplemente maravilloso. Es un trabajo
progresivo, puesto que un núcleo de hombres eficientes y altamente preparados
ebookelo.com - Página 7
pueden a su vez preparar a otros, y con el ejemplo que ellos establecen en su trabajo,
inspirar a otros para una mayor eficiencia.
La información que yo recibí en este curso, es valiosísima para mí. Las personas
que conocí allí, son una inspiración intelectual, y yo quiero aprovechar esta
oportunidad para agradecerles a estos oficiales de policía su espléndido y cortés
tratamiento para mí, en extremo relevante en lo que a su profesión concierne, y por
cuanto yo sé, soy la única persona no perteneciente al Cuerpo de Policía que haya
sido invitada a participar en tales cursos.
En cuanto a la capitana Lee, le dedico este libro como una expresión en cierto
sentido, de mi aprecio, y por admiración a la forma en que su mente, funcionando con
la extrema seguridad de un reloj de precisión, ha dado vida al plan extraordinario de
un curso de capacitación que está contribuyendo a hacer del competente oficial de
Policía de los Estados Unidos un hombre tan profesional como un médico o un
abogado. Por lo tanto, le presento mi profundo respeto, mi honda admiración y mi
eterna gratitud.
1 de noviembre de 1948
ebookelo.com - Página 8
Capítulo 1
ebookelo.com - Página 9
Una ráfaga de viento sacudió la calleja y se elevó, levantando la falda de la
muchacha, y ésta, instintivamente, bajó la mano derecha tratando de bajársela.
La luz que venía de la calle, brilló al reflejarse sobre algo de metal.
Mason se incorporó en la butaca.
La muchacha de la escalera volvió nuevamente a subir, después se detuvo. Al
parecer, trataba de cruzar aquella columna de luz que brotaba de la ventana situada
encima de la oficina de Mason. El aire refrescó. A distancia, se oyó el estruendo de
un trueno espantoso.
Mason bostezó, se frotó los ojos y miró hacia arriba, y entonces se detuvo
prestando atención, incrédulo cuando vio moverse la falda de la muchacha y las
piernas de ésta.
Saltó de la butaca, y con rapidez cruzó el despacho, fue a la ventana y
escudriñando por ésta hacia arriba, dijo:
—¿Quién está ahí…?
La muchacha que estaba en la escalera de salvamento, se puso un dedo en los
labios advirtiéndole que guardara silencio.
Mason frunció el ceño y preguntó:
—¿Qué idea es ésa?
Ella movió la cabeza con frenética impaciencia y lo mandó callar
imperativamente, mientras luchaba por sujetar su falda.
Mason le hizo señas para que bajase.
Ella dudó.
El abogado, entonces, echó una pierna fuera de la ventana de la oficina.
El sentido de la muchacha le advirtió a ésta la amenaza que significaba ese
movimiento. Despacio, descendió por la escalera de salvamento. Su mano derecha
hizo un movimiento y lanzó algo. Se vio brillar un objeto metálico bajo el reflejo de
la luz, y después el brillo desapareció. La muchacha volvió a luchar de nuevo para
arreglarse la falda.
—Ha debido usted gozar de una exhibición gratuita —dijo ella, y rió.
Su voz parecía más bien un murmullo.
—Así fue —le contestó Mason—. Entre.
Convencida de que inevitablemente tenía que rendirse y que había hecho cuanto
le había sido posible para evitarlo, deslizó una pierna sobre el marco de la ventana de
Mason, y después saltó al interior de la estancia.
Mason se dirigió a la llave de la luz para encenderla.
—Por favor, no encienda —le pidió la muchacha con modales y tonos suaves.
—¿Por qué no?
—Prefiero que no lo haga… Creo…, creo que puede ser peligroso.
—Peligroso, ¿para quién? —preguntó Mason.
—Para mí —dijo ella, y después añadió—: Y para usted.
Mason observó la figura que se reflejaba en silueta contra la luz de la ventana y
ebookelo.com - Página 10
dijo:
—No creo que usted tenga nada que temer de la luz.
Ella rió melosamente.
—Usted debe de saberlo. ¿Cuánto tiempo llevaba sentado ahí?
—Una hora, creo yo; pero estaba durmiendo.
—¡Y fue a despertarse en un momento crítico! —comentó ella riendo—. Ese
viento me sorprendió desprevenida.
—Creo que así fue —le dijo Mason—. Y dígame, ¿qué tenía usted en la mano
derecha?
—Un trozo de falda.
—Era una cosa metálica.
—Oh, eso —dijo riendo— era una linterna.
—¿Y qué hizo usted con ella?
—Se me escurrió de la mano.
—¿Está usted segura de que no era un revólver? —preguntó Mason.
—¡Cómo! ¡Qué absurdo, señor Mason!
—¿Sabe usted mi nombre?
Ella señaló a la puerta de entrada de la oficina de Mason, iluminada por la luz del
pasillo de fuera, y dijo:
—Allí está grabado en su puerta, y puedo leerlo desde aquí.
—Sin embargo, sigo creyendo que lo que usted llevaba en la mano era un
revólver. ¿Qué hizo con él?
—Yo no tenía ningún revólver. De todas maneras, lo que usted vio deslizarse de
mi mano fue a caer a la callejuela de abajo.
—¿Y cómo lo sabe usted? —preguntó Mason acercándose con precaución a la
muchacha.
—Muy bien, supóngase que lo tengo —repuso ella levantando sus brazos.
Mason se abalanzó rápido hacia ella. Sus manos palparon el cuerpo de la
muchacha.
De momento, al primer contacto, ella lo miró de reojo; después, se quedó rígida.
—¿Es necesario que haga usted esto? —preguntó ella.
—Creo que lo es —le contestó Mason—. No se mueva.
—¿El objeto de este registro, señor Mason, es encontrar un arma?
—Exactamente —dijo Mason—. Y no fui yo quien hizo necesario este registro.
Se trata sólo de asegurarme mi protección.
Sintió los músculos de la muchacha en tensión, pero ésta no pronunció una
palabra, ni hizo movimiento alguno.
—¿Terminó ya? —preguntó ella con frialdad cuando Mason retiró las manos.
El movió la cabeza afirmativamente.
La muchacha bajó las manos. El reflejo de las luces de la calle, dejó ver un rictus
de amargura en la boca de la muchacha cuando ésta se dirigía a la butaca. Se sentó,
ebookelo.com - Página 11
tomó un cigarrillo de una pitillera que llevaba en su bolso y dijo:
—No me gustan esta clase de cosas.
—A mí tampoco me gusta ser tiroteado por una mujer —replicó Mason—. Usted
tenía un revólver, y sabe que no miento. Supongo que lo arrojó a la calle.
—¿Por qué no va abajo y lo busca, señor Mason?
—Porque creo poder hacer algo mejor. Puedo pedirle a la policía que lo busque.
Ella rió desdeñosa.
—Lo cual resultará una agradable historia. Ya estoy viendo ante mis ojos los
titulares de la Prensa de mañana: «Un prominente abogado llama a la policía para
saber si hay un revólver en la calle donde tiene su oficina».
Mason la observaba pensativo, a luz de la cerilla dejó ver el óvalo de un bonito
rostro. La mano que sostenía aquélla estaba quieta.
—Después —continuó ella, y sus ojos centellearon con humor burlón— se puede
escribir una historia más humorística: «El abogado rehusó dar cualquier explicación
cuando la policía encontró el arma. ¿Estaba Perry Mason practicando un juego de
manos con el revólver cuando el arma se le escurrió y fue a caer a la calle? ¿O
estaba practicando la forma de desarmar a una cliente?». Esto resultaría una historia
aún mejor.
—¿Y qué le hace suponer a usted que yo no daré una explicación? —le preguntó
Mason.
—Creo que usted no la dará —le contestó la muchacha—. Podría complicarlo en
algún asunto, ¿no lo cree así?
—¿Podría?
—Sí, al aparecer que una mujer que se hallaba en la escalera de salvamento fue
forzada a entrar en su oficina, y la acusó de llevar con ella un arma y todo esto sin
pruebas… Podría dejarlo a usted en situación de exigirle daños y perjuicios, ¿no es
posible?
—No creo lo mismo —dijo Mason—. Ya ve usted; al fin y al cabo, me
encontraría en la posición de haber descubierto a un merodeador que iba a entrar en
mi oficina por la escalera de salvamento…
—¿Entrar en su oficina? —interrumpió ella sarcástica.
—¿No intentaba usted entrar?
—Desde luego que no.
—Estoy demasiado ocupado para perder el tiempo con usted ahora. Si no puede
darme una explicación adecuada, voy a agarrar el teléfono y pedirle a la policía que
venga —dijo Mason.
—Una página nueva en su historia —dijo—. ¡Perry Mason acudiendo a la policía!
Él sonrió al pensar en esto y repuso:
—Admito que podría resultar poco corriente. ¿Supóngase que usted me da una
explicación de todo esto?
—¿Es que acaso aún no he sido lo suficientemente humillada esta noche?
ebookelo.com - Página 12
Teniendo que permanecer ahí mientras usted… —dijo ella.
—Estaba buscando un arma, usted lo sabe.
—¿Era ése su único interés en esa busca?
—Sí.
—Entonces, usted no es más que la máquina que yo pienso —dijo ella molesta.
—De acuerdo, es usted libre de imaginarse lo que quiera.
Mason se dirigió al teléfono.
Ella le gritó prontamente:
—¡Espere!
El abogado se volvió.
La muchacha dio una profunda chupada a su cigarrillo, exhaló el humo y después,
farfullando algo con mal humor, apagó la colilla contra el cenicero:
—Muy bien —dijo—. Usted ganó.
—¿Yo gané qué?
—La explicación.
—Entonces, démela.
Ella le explicó:
—Estoy empleada en la oficina de arriba como secretaria.
—¿A cargo de quién está esa oficina? —preguntó Mason.
—Al de la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin».
—Dijo usted eso con demasiada frivolidad —comentó Mason.
—Trabajo allí.
El abogado tomó la guía de teléfonos, la abrió por la última página de la
clasificación GA, recorrió la columna basta encontrar el nombre de la «Compañía
Garvin», comprobó la dirección y moviendo la cabeza asintió y dijo:
—Hasta ahí parece que es exacto.
Ella continuó:
—Mi jefe me pidió que viniera a trabajar esta noche. Me advirtió que creía que él
llegaría muy tarde. Dijo que iba a cenar a una fiesta, pero que quería hacer algún
trabajo tan pronto como pudiese verse libre del compromiso. Quería salir mañana de
viaje.
—¿Y entonces se sentó usted en la escalera de salvamento a esperarlo?
—De hecho, señor Mason, ¿era eso tan malo? —repuso ella sonriendo.
—¿Qué quiere usted decir?
Ella contestó:
—Yo fui a la oficina de arriba hace una hora. Esperé y esperé, y entonces me
cansé de estar sentada allí. Había terminado todo el trabajo que tenía pendiente y no
sabía qué hacer. Apagué las luces y me senté en el marco de la ventana un rato;
después, sólo por broma, fui a la escalera de salvamento y… bueno, aquello estaba
muy sucio. Toqué la baranda y mi mano se manchó terriblemente, lo cual resultaba
fastidioso, porque tenía que ir al lavabo y quitarme el tizne.
ebookelo.com - Página 13
»Pero mientras estuve allí, fue… Bueno, resultó muy romántico y excitante el
mirar a la ciudad y pensar en todos los quebraderos de cabeza, todas las tragedias y
todas las ilusiones que en ella se agitan… y cuando estaba pensando en esto, fue
introducida una llave en la cerradura y la puerta se abrió. Creía, desde luego, que era
mi jefe, y yo sabía exactamente cómo justificar ante él mi presencia en aquella oscura
escalera de salvamento…
»La luz se encendió y entonces vi que era la esposa de él la que había entrado.
»Yo no sabía lo que ella quería, ni si acaso había ido allí con el objeto de
atraparme, o si quizá pensaba que… Bueno, sólo yo sé lo que sentí en esas
circunstancias.
—Continúe —dijo Mason.
—Después —siguió ella— instintivamente descendí dos o tres peldaños, de forma
que pudiera quedarme allí sin ser vista por ella… Desde luego, todavía, desde donde
estaba, veía el interior de la oficina. Y supongo que fue una curiosidad natural lo que
me hizo observar, para comprobar lo que ella estaba haciendo allí. Después, vino
hacia la ventana y yo tuve que permanecer en la escalera de salvamento.
—Y el viento levantó su falda.
—Y usted se aprovechó de eso, señor Mason —repuso sonriendo.
—Desde luego que sí —confesó Mason, y después añadió—: instintivamente,
bajo usted la mano para arreglarse la falda.
—¡Claro que lo hice! ¡Ese viento me estropeó el negocio!
—Y —dijo Mason— la mano sostenía un revólver.
—Una linterna —rectificó ella.
—Exactamente —dijo Mason—. Yo soy un caballero y creo en su palabra. Era
una linterna. Y ahora, si usted en los próximos cinco minutos me pudiera dar una
explicación satisfactoria sobre la linterna… No se dirija a la audiencia, por favor…
Le quedan solamente tres segundos…, dos segundos…, un segundo… Lo siento.
Ella se mordió el labio y dijo:
—La linterna que usted vio, la había traído yo conmigo para tener luz cuando
regresara a mi coche. Yo… bueno, usted comprende, yo no esperaba que mi jefe al
salir me acompañase hasta mi coche, y una mujer sola no está bien que ande
merodeando junto a un solar. Al fin y al cabo, señor Mason, suceden cosas, usted
comprende…
—¿Y llevó con usted la linterna cuando fue a la escalera de salvamento?
—Aunque parezca extraño, así lo hice exactamente. Estaba encima de la mesa y
la cogí cuando salí afuera. Estaba muy oscuro allí.
—Eso está muy bien —dijo Mason—. Si ahora me acompaña usted abajo y me
muestra su automóvil, que deberá hallarse estacionado allí, naturalmente…
—Encantada —dijo ella levantándose de la butaca con gracia y suavidad—.
Estaré encantada de hacer eso, señor Mason. Y de esa forma usted puede comprobar
el número de mi licencia, mi permiso de conducir y el certificado de propiedad, y
ebookelo.com - Página 14
después de todo eso, creo que ese encuentro entre usted y yo va a resultar muy
interesante. ¿No lo cree usted así?
—Definitivamente —replicó Mason—. Ha sido un placer para mí… en
circunstancias tan poco corrientes… Pero resulta que no sé su nombre.
—Podrá usted saberlo cuando vea el registro en el automóvil.
—Preferiría oírlo primero de usted.
—Virginia Colfax.
—¿Señora o señorita?
—Señorita.
—Vamos —le dijo Mason.
Este se adelantó para abrir la puerta, dejando pasar primero a la muchacha. Ella le
dirigió por encima del hombro una sonrisa, y juntos caminaron por el pasillo.
Cuando pasaban frente a la oficina de Paul Drake, cerca del ascensor, con las
letras grabadas en la puerta de
AGENCIA DE DETECTIVES
ebookelo.com - Página 15
Tienen abierto durante las veinticuatro horas del día, como usted sabe.
Mason firmó, registrando únicamente la hora de salida de él, y dirigiéndose a
Virginia Colfax, le dijo:
—Ciertamente, usted tiene una mente rápida, gran ingenio y además una lengua
ágil.
—Muchas gracias —le contestó con frialdad ella.
El ascensor paró en el vestíbulo. Virginia salió de él con el mentón erguido, y
Mason la siguió.
A la puerta del edificio, la muchacha se detuvo por un momento. El viento
alborotó su cabello echándolo hacia atrás. La tormenta estaba ahora aquietándose, y a
intervalos se oía ocasionalmente el estruendo de un trueno por encima del ruido de la
calle.
Repentinamente, ella se volvió a Mason y poniéndole su mano en el brazo, dijo:
—Quiero que sepa usted una cosa.
—¿Qué? —preguntó Mason.
—Que le estoy muy agradecida por haber sido tan decente en todo momento —
repuso ella.
Mason arqueó las cejas sorprendido.
Después de haber hablado así, ella levantó la mano y le dio a Mason en el rostro
una bofetada, que sonó tan fuerte que atrajo la atención de un grupo de personas que
habían salido en esos momentos de un bar que había dos casas más abajo, en la
misma calle.
Mason se quedó por unos instantes algo desconcertado. Ella, entonces, corrió por
la acera, abrió la puerta de un taxi que estaba esperando y saltó dentro.
—¡Oiga! —le gritó Mason al chófer—. ¡Deténgase!
Y corrió a lo ancho de la acera.
Un hombre con cuello de toro y la corpulencia de un cargador y vestido con ropas
de director de empresa, agarró a Mason por detrás de la chaqueta, diciéndole:
—¡Nada de eso, compañero!
Mason le lanzó una mirada y dijo:
—Aparte las manos de mí.
El hombre, sin soltarlo, lo miró sonriendo:
—No se la ganó, compañero. A ella no le gusta usted.
El taxi emprendió la marcha y se perdió en pleno tráfico.
Mason le dijo al hombre fuerte:
—Quite sus manos de mi chaqueta o le rompo el mentón.
Algo vio el hombre en los ojos del abogado que lo hizo soltarlo.
—Ahora, espere un minuto, compañero —dijo el individuo—. Usted pudo ver
que la dama no quería…
Mason fue hacia el borde de la acera y buscó un taxi. No se veía ninguno.
Regresó a donde estaba el hombre fuerte diciéndole:
ebookelo.com - Página 16
—Muy bien. —Su rostro estaba más blanco que la cal—. Usted estaba jugando a
ser un héroe ante su compañera. Supongo que usted era un gran boxeador allá en los
buenos tiempos de colegial, a los diecinueve años. Por si esto puede servirle de
alguna satisfacción, le diré que su interferencia ha causado una gran cantidad de
complicaciones legales, pero su mente es demasiado torpe para comprender esto.
Ahora, váyase al diablo, cara gorda. Lárguese fuera de mi vista, o lo empujo a
usted…
El hombre, avergonzado, sé echó para atrás antes de acabar de encolerizar a
Mason.
El abogado pasó despreciativamente ante él, emprendiendo el regreso a la oficina,
pero cambió de opinión, y fue hacia la esquina, caminando hasta la entrada posterior
del edificio, por la callejuela. Entonces, se puso a pasear despacio por ésta, buscando
cuidadosamente y examinando cada palmo de pavimento.
No había rastro alguno de revólver o linterna.
Mason volvió a la entrada principal del edificio de sus oficinas, firmó el registró
una vez más, y cuando llegó al piso donde estaban aquéllas, se detuvo en la «Agencia
de Detectives Drake».
—¿Está Paul Drake aquí? —le preguntó a la muchacha de la centralita.
Ella movió negativamente la cabeza, y Mason añadió:
—Tengo un trabajo para él. No es de gran prisa. Mañana por la mañana quiero
que investigue respecto a la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas
Garvin». Quiero saber si una muchacha de nombre Virginia Colfax está empleada
allí, y también quiero saber algo de cómo van los asuntos Garvin. Dígale a Paul que
no pierda demasiado tiempo en ello, pero que consiga averiguar todo eso y que me lo
comunique cuando lo sepa.
La muchacha asintió con la cabeza y Mason se fue por el pasillo a su oficina,
donde nuevamente se puso a estudiar el problema legal, tratando de determinar si la
declaración podía considerarse enteramente extraña e inadmisible, por ser sólo un
rumor, o si por el contrario podía ser clasificada como una parte del res gestae y, por
lo tanto, si se podía admitir como una excepción dentro de las reglas sobre los
rumores como prueba.
Las luces de los edificios colindantes se fueron apagando una a una, hasta que
todas las oficinas de los otros edificios estuvieron completamente a oscuras. Mason,
enfrascado en su tema, fue coleccionando caso tras caso, estableciendo así una gran
línea divisoria entre el rumor y el res gestae.
Una vaga inquietud vino a turbar su concentración. Aunque los ojos estaban
absortos en los libros de leyes, un rastro de perfume nada familiar insistía en
recordarle a aquella intrusa femenina.
Finalmente, arrojó a un lado el libro y miró en torno. Allí en el suelo estaba un
pañuelo manchado de polvo, que podía haber procedido de la escalera de salvamento.
El pañuelo tenía el rastro de un perfume característico, y estaba primorosamente
ebookelo.com - Página 17
bordado con una letra «V».
ebookelo.com - Página 18
Capítulo 2
A las diez de la mañana del día siguiente, Perry Mason compareció ante el
Tribunal Supremo del Estado, y estaba sentado al margen, después de exponer un
hábil argumento de unos treinta minutos, para convencer al Tribunal Supremo de que
la declaración que había sido recibida como prueba por el juzgado ordinario formaba
parte del res gestae, y aquel Tribunal, por lo tanto, ratificaba una sentencia
anteriormente pronunciada por el Tribunal ordinario y en favor de uno de los clientes
de Perry Mason.
Mason tomó un taxi para regresar a la oficina y poco después de las once abría la
puerta de su despacho privado.
Della Street, la secretaria particular, lo miró desde su mesa, lo saludó con una
sonrisa y preguntó:
—¿Qué tal saliste de ese asunto, jefe?
—Con todo éxito.
—Te felicito.
—Gracias.
—Parece que estás cánsalo.
—Estuve levantado casi toda la noche.
Della Street sonrió.
—¿A qué viene esa sonrisa? —le preguntó Mason.
—¿Has tenido ocasión de ver los periódicos?
—Sí, vi el periódico de la mañana y…
—Me refiero a la primera edición de los periódicos de la tarde —le dijo Della
Street—. Puede ser que te interese ver la «Sección de Murmuraciones».
—¿Por qué? —preguntó él.
Ella puso un dedo encima del otro cruzándolos y le dijo burlonamente:
—Repugnante, repugnante, jefe.
Mason vio marcada la columna de la «Sección de Murmuraciones» a un lado de
la página y leyó:
¿Qué prominente abogado, cuyo nombre se ha vuelto un poco objeto de burla por
causa de la misteriosa habilidad en defender a personas acusadas de crimen, recibió
calabazas enfrente de su oficina la última noche? ¿Quién era la fogosa rubia que
balanceando las caderas dejó al atónito abogado en el mayor desconcierto, mientras
ella corría hacia un taxi? Sin duda alguna ha de haber sido alguien en quien el
abogado tuviese un interés más que ordinario, porque sólo lo contuvo la figura
atlética de un transeúnte que le impidió precipitarse y cruzar la acera, forzándolo a
detenerse.
ebookelo.com - Página 19
¿Y qué buscaba este abogado en la callejuela? ¿Acaso la rubia tiró allí algo
desde la oficina de él?
¡Y la pareja parecía tan en armonía hasta el momento de la disputa!
Este distinguido abogado es el secreto de muchos corazones rotos de anhelantes
muchachas recién presentadas en sociedad, quienes desearían que les dedicase una
hora de amor, en lugar de estar embebido en sus asuntos de abogacía. ¿O es que su
oficina, con sus competentes empleadas, resulta tan atractiva que él prefiere la
atmósfera de los negocios a las jóvenes de nuestra sociedad?
En todo caso, una joven de esta ciudad ha expresado con firmeza su
desaprobación.
¡Ta, ta, señor M!
ebookelo.com - Página 20
derecha.
—¿Cómo?
—Era lo suficiente lista para saber que cualquier transeúnte simpatizaría con una
mujer que estaba tratando de huir de un lobo que la perseguía. Aparentemente, sabía
que un taxi esperaba a algún cliente enfrente del edificio de nuestra oficina, y sabía
también que probablemente habría gente en la calle… Fuera como fuese, tuvo todas
las ventajas. Y yo, definitivamente, no tuve ninguna.
—Me temo —dijo Della Street— que tú no andas seguro con esas compañías
estando solo aquí en la oficina. Ya te dije que de buena gana venía a trabajar contigo
la última noche.
—No quería molestarte, Della —le contestó Mason—. Estuve trabajando hasta
muy tarde… Oh, bueno al fin y al cabo, fue una aventura.
Mason abrió el último cajón del lado izquierdo de su escritorio y sacó de él un
pañuelo que la muchacha había dejado caer.
—¿Qué piensas de esto, Della?
Della Street, mirando el trozo de tela, dijo:
—Que está muy sucio.
Mason asintió con la cabeza y repuso:
—Ella se limpió las manos en él. Se las había manchado en la escalera de
salvamento. ¿Qué perfume es ese, Della?
Poniendo el dedo pulgar y el índice en una punta del pañuelo y frotándolos en
éste, dijo después de olerlos.
—¡Oh, oh! Tu visitante usa un perfume caro.
—¿Cuál es?
—Creo que la Rendición, de Ciro.
—Trataré de recordarlo —le dijo Mason—. ¿Qué hay de nuevo en la oficina,
Della?
—Afuera está esperando un tal señor Garvin —contestó Della Street—. Y está
ansioso por verte. Este señor tiene la oficina en este mismo edificio, sobre la nuestra.
Es de la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin».
—Sí, sí, ya la conozco —interrumpió Mason.
—¿Has visto el nombre en la guía telefónica? —le preguntó Della.
—Virginia Colfax —dijo Mason— aseguraba que es empleada de esa empresa.
Por lo tanto, pasa al señor Garvin aquí. Déjame ver qué aire tiene. Puede haber una
posibilidad de que él sea el otro vértice del triángulo.
—En ese caso, es una punta redonda —dijo riendo Della Street.
—¿Es fuerte?
—Está bien alimentado.
—¿Qué edad tiene?
—Alrededor de los cuarenta. Bien vestido, las manos muy cuidadas. Y
probablemente acostumbrado a lograr lo que quiere y cuando lo quiere.
ebookelo.com - Página 21
—¡Bueno, bueno! Aparentemente tiene el aspecto externo de ser el primer vértice
de un triángulo. El segundo, puede ser una esposa celosa, y el tercero, una muchacha
rubia con grandes pestañas, ojos…, bueno, tú ya sabes.
—Creo que una «superfigura», según el marco en que tratas de situarla —le
interrumpió Della Street, y se fue hacia la puerta de la sala de espera—. Voy a buscar
al señor Garvin —dijo.
Garvin miró con ostentación su reloj de pulsera cuando entró en el despacho.
—Creía que no iba a llegar usted nunca, Mason —le dijo—. He estado
esperándolo veinte minutos. Y, diablos, a mí no me gusta esperar por nadie.
—Así parece —le respondió con sequedad Mason.
—Bueno, no estoy hablando sobre este caso —dijo Garvin—. Quiero decir, en
general. Lo he visto a usted entrar varias veces, Mason. Y nunca pensé que tuviera
necesidad de consultarlo…, pero así es.
—Siéntese —lo invitó Mason—. ¿En qué puedo servirle?
Garvin miró a Della Street.
—La señorita permanecerá aquí —dijo Mason—. Está haciendo anotaciones y
arreglando mis entrevistas conforme al tiempo de que dispongo.
—Es que se trata de un asunto delicado —dijo.
—Mi especialidad son los asuntos delicados.
—Yo me casé recientemente con una joven excelente, Mason. Yo…, bueno, es
muy importante que no le suceda nada a nuestro matrimonio.
—¿Y por qué había de sucederle algo a su matrimonio?
—Es que existieron… complicaciones.
—Bueno, dígamelas. ¿Cuánto tiempo hace que se casó usted?
—Seis semanas —dijo Garvin algo agresivo.
—¿Acaso una segunda esposa? —preguntó Mason.
—Ahí está el asunto —le contestó Garvin.
—Bien, veamos de qué se trata —le dijo Mason.
Garvin se acomodó en la mullida butaca destinada a los clientes, después de
desabotonar su chaqueta cruzada y dijo:
—Mason: ¿qué validez tienen los divorcios mejicanos?
—Tienen ciertamente algún valor —respondió el abogado—. Eso depende de la
jurisdicción.
—Pero ¿qué valor tienen?
—Bueno —dijo Mason—. Todos los divorcios mejicanos tienen un valor
psicológico.
—¿Qué quiere usted decir?
—Técnicamente —dijo Mason—, cuando un hombre obtiene un divorcio
mejicano y se vuelve a casar, las autoridades podrían ser exigentes con él, aunque en
realidad no lo son, sobre todo si ven que el hombre actuó de buena fe. Porque las
autoridades dicen que si fueran exigentes, no habría cárceles suficientes en toda
ebookelo.com - Página 22
Norteamérica para meter en ellas a las personas acusadas de bigamia. Además, serían
deshechos muchos hogares y turbada la vida del país, y después que el Estado se
hubiera dado trabajos y hecho grandes gastos para conseguir que una persona fuese
declarada convicta de bigamia, el juez podría imponerle una sentencia que la dejara
en libertad condicional.
—Entonces, ¿son válidos?
—Algo válidos —le contestó Mason sonriendo—. Desde luego, si usted quiere
una minuciosa y exacta opinión sobre esto, necesitaría estudiarlo. En general, es bien
sabido que el Gobierno de México no quiere que sus tribunales de la frontera se
conviertan en un vaciadero para nuestros problemas domésticos. Y ha hecho mucho
para aclarar en lo posible situaciones que antes existían. Pero, nuestros Tribunales no
tienen obligación legal de reconocer como válidos los divorcios mejicanos.
—Este es el asunto, Mason —le dijo Garvin—. Y yo me temo que estoy metido
en un lío.
—Bueno, supongamos —le dijo el abogado— que usted me cuenta todo lo que
ocurrió desde un principio.
—Bien, yo me casé con una muchacha llamada Ethel Cárter, hace unos diez años
—explicó Garvin, y después continuó—: Creo que entonces era una dulce muchacha.
Y ahora recuerdo que yo estaba completamente hipnotizado…, porque hipnotismo es
la palabra adecuada para definirlo…, no tenga duda sobre esto, Mason… Pero, luego
resultó que la muchacha era fría, astuta, calculadora… Bien odio decir las palabras
que vienen a mi mente, delante de una dama —añadió Garvin haciendo una
inclinación hacia Della Street.
—El amor —le dijo Mason— hace exteriorizar lo mejor que hay en las personas.
Y cuando éste desaparece, frecuentemente sucede que desaparece lo mejor de ellas.
Quizá hubo culpas por ambas partes.
Garvin cambió de posición y dijo:
—Bueno, quizá… Alguna discusión, posiblemente. Pero de lo que yo quiero que
usted se dé cuenta ahora, Mason, es de lo siguiente: que ella es completamente
terrible.
—¿En qué forma? —le preguntó Mason.
—En todas las formas —contestó Garvin—. Ella es…, bueno, es una fiera. Ya
sabe usted el viejo refrán que dice: «Ni el infierno tiene tanta furia como una mujer
desdeñada».
—¿Cuánto tiempo llevan ustedes separados?
—Creo que el tiempo de separación no tiene que ver mucho con esto —dijo
Garvin—. El caso fue cuando me volví a casar. Ella, entonces, se volvió
absolutamente insensata y furiosa.
—Y de paso —preguntó Mason mirando significativamente a Della Street—
dígame: ¿qué tal es su presente esposa?
—Es una preciosa pelirroja, con los ojos más azules que usted haya visto, Mason.
ebookelo.com - Página 23
Uno puede ver la rectitud en ellos. De piel blanca y fina, como son las pelirrojas de
ese tipo. ¡Es muy bonita! ¡Es una joya! ¡Una maravilla!
Mason lo interrumpió:
—Ya comprendo. Y ahora que estamos hablando de mujeres, ¿acaso tiene usted
empleada en su oficina a una muchacha de unos veintitrés o veinticuatro años, bonita
figura, formas ajustadas, de cintura estrecha, piernas largas, busto alto, pelo rubio y
con ojos grises…?
—¿Empleada mía? —dijo Garvin—. Por Dios, Mason su descripción suena como
si fuera una estrella de Hollywood.
—Es muy bonita, desde luego —confesó Mason.
Garvin, sacudió la cabeza negativamente y repuso:
—No yo no conozco a nadie así.
—¿Y tampoco conoce a nadie con el apellido Colfax? —le preguntó Mason.
Garvin meditó un momento, y después le dijo al abogado:
—Sí. Hace algún tiempo tuve un negocio con un individuo que se apellidaba así,
Colfax. Un asunto de minas. No recuerdo mucho de él. Tengo demasiadas cosas en la
cabeza. Y además, quiero hablarle a usted sobre mi primera esposa.
—Continúe.
—Bueno —dijo Garvin—. Nosotros nos separamos hace cosa de un año. Y hubo
algo de extraño en esa separación. Mi esposa y yo no nos habíamos llevado muy bien.
Y yo me dediqué…, bueno, me interesé muchísimo por otras cosas. Permanecía largo
tiempo en mi club, jugaba un poco al póquer y me iba a divertir con los amigos. Pero,
mi esposa no se quedaba en casa tampoco dejando languidecer su vida… Mire,
Mason, nosotros llegamos a un extremo en que tuvimos que separarnos.
Francamente, ella me molestaba a mí, y supongo que yo la molestaba a ella. De todas
formas, cuando nos separamos no hubo emoción alguna, ni lágrimas por parte de ella.
Era exactamente un asunto de negocios. Yo le di una mina en Nuevo México, que
parecía ser muy buena.
—¿Hicieron algún arreglo formal y por escrito sobre sus bienes? —preguntó
Mason.
—No, y ahora comprendo que fue un pequeño error por mi parte. Yo no formalicé
nada, pero Ethel había sido siempre muy equitativa en ese aspecto. Hablamos de la
cosa, le di esa mina y quedamos en volvernos a ver cuándo supiéramos si la mina
resultaba buena. Si así era, en efecto, ella iba a aceptarla como compensación
definitiva por todos los bienes, y si no era tan buena, entonces haríamos alguna otra
clase de arreglo.
—¿Y la mina resultó buena?
—Creo que así fue —dijo Garvin—. Pero el asunto es que Ethel fue a Nuevo
México, estuvo en la mina y después me escribió diciéndome que iba a Nevada para
conseguir un divorcio. Y transcurrido algún tiempo, supe, más o menos, que ella
había obtenido el divorcio.
ebookelo.com - Página 24
—¿Por alguna carta de ella, quizá?
—No, por una carta de unos amigos comunes.
—¿Y conservó usted esa carta y la que su esposa le había escrito?
—Desgraciadamente, no lo hice.
—¿Consiguió ella el divorcio en Reno?
—Al parecer, según resulta ahora, no.
—Dígame el resto del asunto.
—Bueno, entonces yo conocí a Lorraine Evans… Su cara, con esa sonrisa… No
puedo ni siquiera empezar a hablarle de Lorrie, Mason… Es exactamente como si
moviera las manecillas de un reloj hacia atrás. Reunía todas las cosas que yo había
esperado encontrar en Ethel cuando me casé con ella. Y créame, Mason, aún hoy no
puedo dar crédito a mi buena estrella.
—Ya lo sé. ¡Ella es una alhaja! ¡Es un sueño! Pero, por favor, termine de
contarme lo que ocurrió —dijo con impaciencia Mason.
—Bueno, no me había molestado en preocuparme de esas cosas antes, pero
después que conocí a Lorraine…, bien, yo quería estar seguro de que era libre, y
entonces escribí a Reno y traté de averiguar sobre el expediente de divorcio de mi
esposa, y resultó que me encontré con que al parecer no había ninguno.
—Y después, ¿qué?
—Bueno —dijo Garvin desasosegado—. Actué en la suposición de que hubiera
habido un divorcio en Reno, particularmente, después de haber recibido la carta de
nuestros amigos en donde me hablaban del divorcio de Ethel.
—¿Y qué hizo usted?
—Pues yo…, yo le digo a usted, Mason, que naturalmente actué en la suposición
de que era un hombre libre y…
—¿Y qué hizo usted? —interrumpió Mason.
—Bien, yo ya había llegado demasiado lejos en esa época cuando descubrí que
había algo problemático sobre el divorcio de Reno…, aun cuando creía que allí había
habido un divorcio que estaba correcto, y que si no aparece el expediente, es porque
se perdió o algo análogo.
—Entonces, ¿qué hizo usted? —volvió a preguntarle Mason.
—Bueno —dijo Garvin—. Me fui a México y consulté con un abogado de allí, el
cual me dijo que podía establecer una residencia por medio de un poder y…, bien, me
habló de forma que a mí me sonara todo aquello muy bien. Conseguí el divorcio
mejicano y Lorrie y yo nos casamos poco después en México. Seguimos en todo las
instrucciones que el abogado de México nos dijo. Y parecía conocer mucho sobre
esas cuestiones.
—Y después, ¿qué pasó? —preguntó Mason.
—Bueno —dijo Garvin—. Estoy preocupado por Ethel. Ella es…, ella se volvió
repentinamente amargada. Quiere una declaración de propiedad. Quiere que las cosas
sean de forma a dejarme a mí completamente arruinado. Y… quiere acabar conmigo.
ebookelo.com - Página 25
—Y ahora se encuentra usted con dos esposas en sus manos —le dijo Mason.
—Bueno —dijo Garvin, golpeándose su fuerte mandíbula—. Espero que eso no
suceda, Mason. Prefiero ser un feliz recién casado que un casado dudoso. Y espero
que los divorcios mejicanos sean válidos. Quisiera averiguar algo sobre eso.
—Voy a ver eso de su divorcio mejicano. ¿Dónde está su primera esposa ahora?
—preguntó Mason.
—Está aquí en la ciudad pero no sé dónde. Me llamó desde una cabina pública. Y
no quiso darme su dirección.
—¿Tiene algún abogado?
—Me dijo que iba a llevar el asunto del arreglo y división de nuestras
propiedades ella misma.
—¿No quiere pagar cuentas a los abogados? —le preguntó Mason.
—No —le contestó Garvin—. Es más inteligente que algunos abogados en este
país. Excepto el que está presente, desde luego. Una mujer endiabladamente
inteligente. Era mi secretaria antes de casarme con ella, y créame, Mason, que conoce
en verdad el camino que pisa cuando se trata de negocios… Una mujer muy
inteligente.
—Muy bien —dijo Mason—. Veré lo que puedo hacer. Esto va a costarle dinero.
—Ya lo suponía.
—Y, dígame —le preguntó Mason—. ¿Su esposa actual, estuvo en su oficina esta
noche pasada?
—¿Es mi oficina? ¿Mi esposa? —preguntó Garvin—. Cielo santo, no.
—Me pareció ver luz allá arriba —le dijo Mason—. Estaba asomado a la ventana
y vi una luz encima de mi oficina, por la escalera de salvamento. Creo que su oficina
se encuentra sobre la mía, ¿verdad?
—Así es —contestó Garvin—. Pero no pudo ver luz en mi oficina. Sería en la
oficina de más arriba. Mason. Nadie trabaja de noche en mi oficina.
—Ya veo —dijo Mason—. Bueno, me informaré de eso. Vaya usted a ese otro
despacho y déle todos los datos a la señorita Street, Dígale los nombres, direcciones,
descripciones y cualquier cosa que recuerde. Y deje un cheque por mil dólares, como
anticipo. Lo emplearemos en eso.
ebookelo.com - Página 26
Capítulo 3
Era media tarde cuando Paul Drake entró en la oficina de Mason, caminando con
movimientos tan perezosos, que le daban el aspecto de un ser en extremo indolente.
—¿Qué hay, Perry?
—¿Cómo estás, Paul? En verdad que no pareces una figura romántica.
—¿Qué quieres decir con eso de figura romántica?
Mason sonrió.
—Estaba pensando en una descripción que hace poco tiempo oí de los detectives
privados. Una joven se mostraba muy emocionada con el brillo de tu profesión, pero
casi temblaba también con el miedo.
—¡Oh, esto! —dijo con voz aburrida Drake cuando se sentó en la gran butaca de
los clientes—. Es un trabajo endiablado.
—¿Qué has averiguado sobre la «Compañía Garvin»? —le preguntó Mason.
Drake encendió un cigarrillo, se acomodó en la mullida butaca, hasta que tuvo sus
piernas encima de uno de los brazos de ésta, sirviéndole el otro brazo de respaldo, y
entonces dijo:
—Es un muchacho de carácter impulsivo.
—¿En qué sentido?
—Se casó con su secretaria, una tal Ethel Cárter. Al principio, todo marchó bien.
Todo iba en armonía, hasta que la novedad se acabó, y después de acabada, Garvin
salió a buscar otra.
—Ya lo sé —dijo Mason—. Y después se casó con Lorraine Evans.
—Pero entre ese matrimonio y el anterior, hubo dos o tres asuntos que no
terminaron en casamiento.
—¿Y qué averiguaste de Ethel Cárter Garvin?
—En cuanto a eso —dijo Drake— tienes un problema, pues aunque ella informó
de que se había divorciado de él en Reno, no aparece registrado ningún divorcio.
—¿Y qué hay sobre la compañía, Paul?
—Es una corporación. Una especie de anónima. Garvin es un tirador certero. Él
toma las minas y las explora. Cuando ve que una es buena, la pone a nombre de la
«Compañía Edward Charles Garvin», que es una sociedad exclusiva de Garvin y un
asociado ficticio, y después, la parte de éste la pasa a nombre de la «Compañía de
Exploración y Explotación de Minas Garvin», obteniendo con ello unas considerables
ganancias.
—¿Cómo puede ser eso?
—Exactamente, es así como él hace sus negocios.
—¿Y los impuestos?
—¿Cómo voy a saberlo? Tú eres abogado.
Mason dijo:
ebookelo.com - Página 27
—Si forma parte de la Junta directiva de la «Compañía de Exploración y
Explotación de Minas Garvin», difícilmente puede obtener ganancias vendiéndole
cualquier cosa a su propia Compañía.
—Aquí es donde está su inteligencia —contestó Drake—. El no forma parte de la
junta directiva. Es sólo el muchacho que les dice a los otros lo que han de hacer. Es
únicamente administrador general.
—¿Y posee la mayoría de las acciones?
—No, pero, sin embargo, aparentemente él controla todo, manteniendo en secreto
una extensa y dispersa lista de accionistas. Imagínate esto, Perry. El elige las
propiedades, las pone en su propia sociedad, reteniéndolas el tiempo suficiente, hasta
que están desarrolladas lo bastante, de forma que su valor está asegurado ya.
Después, le da a la otra «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin»
la oportunidad de recibir la mina de sus manos, dejándole una fuerte ganancia.
Conserva la dirección en sus propias manos y se paga a sí mismo un buen sueldo y
una bonificación basada en las utilidades. Donde es más inteligente, es en la dirección
de las operaciones de la compañía, haciendo de forma que los accionistas tengan
buenas ganancias. Y desde el momento en que éstos logran una gran utilidad, no les
importa mucho lo que suceda. Y cada uno de los que poseen acciones de la compañía,
piensa que Edward Charles Garvin es la última palabra en agudeza como gerente… Y
esto es todo lo que he podido averiguar hasta ahora del asunto. En cuanto a Virginia
Colfax, no aparece ninguna, y no hay rastro de la rubia esa, tal y como la describes.
—Bueno —le dijo Mason—. Ese era solamente un trabajo de exploración, cuando
hablé al principio contigo. Pero ahora necesito un trabajo real. La primera esposa de
Garvin se encuentra en alguna parte en esta ciudad. Quiero que la encuentres y que
pongas a uno de tus agentes a vigilarla, con el objeto de saber lo que hace durante las
veinticuatro horas del día.
—Muy bien —dijo Drake—. No sé el tiempo exacto que nos llevará localizarla.
Todo depende de si ella está realmente tratando de ocultarse.
—Cuando la encuentres, no la pierdas de vista.
—Así lo haré.
Drake se iba a levantar de la butaca y entonces recordó algo, metió la mano en el
bolsillo y sacó una hoja de papel.
—¿Qué es eso? —le preguntó Mason.
—El poder para la próxima reunión de accionistas de la «Compañía de
Exploración y Explotación de Minas Garvin» —le dijo Drake—. Conseguí la
información de uno de los accionistas.
—¿Cómo pudiste localizar a un accionista con tan poco tiempo como llevas
trabajando en esto, Paul? —le preguntó Mason.
—¡Oh! —dijo Drake—. Es simplemente una de esas cosas que…, que forma
parte del trabajo.
—Esto me intriga, Paul. ¿Cómo lo conseguiste? …
ebookelo.com - Página 28
—Verás; tengo un par de amigos que están interesados en minas de oro. Los llamé
por teléfono y les pregunté sobre la «Compañía Garvin». Me informaron de los
antecedentes de ella. Luego, les pregunté si me podrían poner en contacto con algún
accionista, de forma que yo pudiera obtener alguna información exacta, bajo cuerda,
y entonces uno de mis amigos habló con un conocido suyo que creía conocía a
Garvin. Y al hablarle, se enteró de que era accionista de la compañía.
—¿Te entrevistaste con él? —preguntó Mason.
—Desde luego que no. Fue mi amigo quien gentilmente lo hizo por mí. Este
muchacho habló a causa de una cosa divertida que había sucedido. El conocido había
estado fuera del Estado durante algún tiempo y cuando regresó se encontró en el
correo con este poder para la reunión de accionistas de pasado mañana. No pudo
comprender esto, porque ya había enviado otro poder antes de salir fuera. Los
poderes tienen que presentarse al secretario diez días antes de la reunión de
accionistas.
Mason tendió la mano para tomar el poder, lo abrió, le echó una mirada y
después, bostezando, dijo:
—¿Y el hombre dice que ya envió el poder?
—Así fue —dijo Drake.
Mason miró de nuevo el documento y después dejándolo encima de la mesa, dijo:
—Este poder ha sido hecho en una forma rara, Paul.
—¿Cómo es eso?
—Este poder establece que los derechos de voto son otorgados a E. C. Garvin,
poseedor del certificado número 123 de acciones de la corporación.
—Bueno, ¿y qué hay de erróneo en eso?
—No lo sé —dijo Mason—. Pero corrientemente, un poder se hace a favor de un
individuo y no es necesario añadir un montón de material descriptivo… ¿Y dices que
él ya había firmado un poder?
—Sí. Le dijo a este amigo mío que pensaba que le habían enviado el segundo
poder por equivocación.
—Muy bien —le dijo Mason—. Nosotros veremos eso. Busca por ahí, Paul, a ver
si logras encontrar a la primera esposa de Garvin.
Drake se levantó de la butaca y replicó:
—Quizá logre encontrarla pronto. ¿No sabes dónde puede estar viviendo, si es en
un hotel, departamento, casa, o dónde?
—No tengo ni la más pequeña idea —contestó Mason.
—¿Y sabes algo referente a quiénes son sus amigos o socios?
El abogado movió negativamente la cabeza.
—Tú crees que un detective puede cazar un conejo con sólo echar su sombrero
encima del mismo, apenas lo ve —se lamentó Drake—. Deberías al menos darle a
uno algo para trabajar.
—Puedo darte quinientos dólares como anticipo por tu trabajo —le dijo Mason.
ebookelo.com - Página 29
—Muy bien —dijo sonriendo Drake—. Dile a Della que extienda el cheque y que
me lo envíe en seguida.
Drake cruzó el despacho y abriendo la puerta, caminó rápidamente por el pasillo
hacia su propia oficina.
Mason tomó el poder y lo estudió.
—¿Por qué crees que eso es tan importante? —le preguntó Della Street.
—Porque hay una coincidencia muy notoria —dijo Mason doblando el poder y
metiéndolo en su bolsillo—. ¿No observaste —continuó Mason— que las iniciales de
Edward Charles Garvin son exactamente igual que las de Ethel Cárter Garvin? Pues
observa que este poder está expedido a favor de E. C. Garvin, que tiene las acciones
del certificado número 123 de la corporación y que todos los poderes anteriores
quedan anulados.
—¿Quieres decir que…? —preguntó Della Street.
—Exactamente —la interrumpió Mason—. Quiero decir que si resultase que el
poseedor del certificado número 123 es Ethel Garvin, entonces cada uno de los
accionistas que hubiera firmado uno de estos segundos poderes, automáticamente ha
anulado el poder que anteriormente haya otorgado a Edward Garvin, y así la esposa
de éste podría ir a la reunión de accionistas con un puñado de poderes, nombrar su
propia junta directiva, echar a Edward de administrador general y dirigir la compañía
al propio gusto personal de ella.
—¡Oh, oh! —exclamó Della.
—Procura ponerme en comunicación con Garvin, Della. Vamos a aclarar eso —
dijo Mason.
Della Street asintió con la cabeza y consultó las notas de los números de teléfono
que Garvin le había dado cuando le expidió el cheque, y sus dedos volaron marcando
la llamada en el teléfono, mientras Mason se entregaba a poner en orden la confusión
de libros de leyes que había dejado en su escritorio, después del estudio que realizó
allí la noche anterior.
Después de diez minutos, Della Street le informó:
—El señor Garvin no puede asistir a la reunión de accionistas. Apenas salió de
nuestra oficina, partió de viaje. Le dijo a su secretaria que iba a ver al propietario de
unas minas. Pero me imagino que está en una segunda luna de miel.
—Demonio con él…, pudo habérmelo dicho. Pudo haberme dicho que estaba
planeando eso —dijo Mason—. Bueno, ponme con el tesorero de la compañía, sea
quien sea. Dile que venga aquí. Que quiero verlo. Y dile también que estoy
representando al señor Garvin y que quiero que venga aquí, por un asunto de la
mayor importancia.
—Ellos ya saben que tú estás representando a Garvin —le contestó Della Street
—. Su secretaria extendió el cheque de los mil dólares.
—Muy bien —le dijo Mason—. Consigue ponerte al habla con el tesorero de la
corporación, en cualquier parte que puedas encontrarlo, y dile que venga aquí en
ebookelo.com - Página 30
seguida.
Cinco minutos después, Della Street tomó el teléfono, llamó a Mason desde el
otro despacho y le dijo:
—El señor George L. Denby está aquí en la oficina, jefe.
—¿Y quién es Denby?
—Es el tesorero de la compañía de arriba.
—Pásalo a este despacho —le ordenó Mason.
Denby, individuo delgado, serio, con lentes, pelo gris, con un traje holgado y de
manos frías, se presentó él mismo a Perry Mason, le estrechó la mano y se sentó en la
butaca que el abogado le ofreció.
Mason le dijo:
—Yo represento a Garvin.
—Así lo tengo entendido. ¿Y puedo preguntarle si lo representa usted sólo en un
asunto individual, o si él le dio el anticipo para que usted velara por los intereses de la
corporación?
—Yo lo represento en conjunto —dijo Mason—. ¿Acaso tiene diversos intereses?
—Oh, sí.
—Y quizá algunos de ellos están en la corporación.
—Sí.
—¿Entonces, queda contestada con eso la pregunta que usted me hizo? —le
preguntó con una sonrisa Mason.
Denby, cuya frialdad en la mirada se reflejaba a través de sus lentes, le dijo:
—No.
Mason echó la cabeza atrás y rió.
Denby ni siquiera sonrió.
Mason le dijo:
—Muy bien. Estoy representando a Garvin en un asunto particular, interprételo en
esa forma. Y ahora, le diré que ocurrió un asunto que me ha llamado la atención y
que me preocupa.
—¿De qué se trata, señor Mason?
—¿Quién posee el certificado número 123 de la corporación?
—No estoy seguro de si podré decirle a usted eso, señor Mason.
—¿Cuándo es la reunión de accionistas?
—Pasado mañana.
—¿A qué hora?
—A las dos de la tarde.
—¿Es una reunión anual corriente?
—Oh, sí.
—¿Cuáles son las disposiciones de los Estatutos sobre los votos por poder, si es
que hay alguna?
—Realmente, señor Mason, no puedo contestar a esa pregunta. Creo que las
ebookelo.com - Página 31
disposiciones están conformes a la ley de este Estado.
—¿Garvin posee muchos poderes?
—Creo que así es, sí.
—¿Cuántos?
—Temo que no estoy en libertad para discutir los asuntos de la corporación, señor
Mason…, en estas circunstancias.
—Ya veo —dijo Mason—. Vaya a su oficina y compruebe sus archivos. Vea
cuántos poderes han enviado autorizando a votar a E. C. Garvin.
—Sí, desde luego, señor Mason. Tendré mucho gusto en comprobar eso.
—Y después, comuníquemelo.
—Desgraciadamente, señor Mason, eso ya es un asunto completamente diferente.
Es un asunto que le concierne sólo a la corporación y también al señor Garvin.
Necesitaría una autorización específica de alguno de los miembros de categoría de la
compañía.
—Entonces, consiga esa autorización.
—Eso puede no ser fácil.
—No le estoy preguntando si será fácil o no… Le digo que la consiga. Es para el
mejor interés de la corporación.
—Desde luego, es necesaria una información confidencial. Aunque el señor
Garvin… Bueno, el señor Garvin no es un miembro de categoría en la compañía,
señor Mason.
—¿Quién es el presidente?
—Frank C. Livesey.
—¿Se encuentra ahora en la oficina?
—No. Estuvo a primera hora del día, pero se marchó.
—Comuníquese con él por teléfono —dijo Mason—. Dígale lo que se está
cocinando. Sugiérale que mejor será que hable conmigo.
—Sí, señor.
—Figurará su nombre en la guía telefónica, ¿verdad?
—Creo que sí.
—Vea lo que puede hacer —le dijo Mason.
—Muy bien —dijo levantándose Denby—. Espero que usted comprenderá mi
posición, señor Mason. Desde luego, yo entiendo que eso…
—Está muy bien —le dijo Mason—. Vaya en seguida. Y hágame saber la
información que pueda usted conseguir.
Tan pronto como Denby había dejado el despacho, Mason le dijo a Della:
—Busca en la guía telefónica el número de Frank C. Livesey y…
Della Street, sonriendo, lo interrumpió:
—Ya lo hice. Apenas él mencionó el nombre, me puse a buscarlo.
—¿Y conseguiste el número?
—Sí.
ebookelo.com - Página 32
—Mira si puedes comunicarme por teléfono con él —dijo Mason.
Los hábiles dedos de Della Street volaban en el disco del teléfono cuando marcó
el número, y después dijo:
—Hola… ¿Es el señor Frank C. Livesey? Espere un momento, señor Livesey. El
señor Mason quiere hablar con usted… Sí, el señor Perry Mason, el abogado. Por
favor, espere un momento.
Mason tomó el auricular y dijo:
—Hola, señor Livesey.
Una voz cautelosa llegó a través de la línea:
—Aquí habla el señor Frank C. Livesey.
—¿Es usted el presidente de la «Compañía Garvin de Exploración y Explotación
de Minas»?
—Sí, señor Mason. ¿Y puedo preguntarle la razón de esta investigación?
—Va a suceder algo que creo puede afectar a la corporación. Yo estoy
representando al señor Garvin. Y me encontré con un obstáculo cuando quise
conseguir alguna información del tesorero Denby.
—Es posible —dijo Livesey, riendo.
—¿Quiere usted decir entonces que él es hostil a Garvin? —preguntó sin
preámbulos Mason.
—Quiero decirle que es muy minucioso para las formalidades, y además es un
rutinario —contestó Livesey—. ¿Qué ocurre, señor Mason?
—No me agrada decírselo por teléfono.
—Muy bien. Voy en seguida a su despacho.
—Hágalo así —le dijo Mason, y colgó.
ebookelo.com - Página 33
Capítulo 4
Frank C. Livesey era un individuo regordete y jovial, con un bigote rojo y tieso, y
su cabeza estaba calva parcialmente. La estrechez de su traje indicaba que había
engordado desde que lo compró, y su figura demostraba que ese proceso había ido
produciéndose año tras año, pero no alteraba el optimismo que siempre lo dominaba
cuando se compraba nuevos trajes.
Tendría alrededor de cuarenta años y en sus ojos aparecía bien claro que era un
perito en la materia cuando miró a Della Street.
—Bien, bien, señor Mason, ¿cómo está usted? —dijo con afable cordialidad. Pero
sus ojos no se apartaban de Della Street.
Avanzó cruzando el despacho de Mason y poniéndose frente al escritorio de éste,
alargó la mano al abogado y se la estrechó con sinceridad.
—Siento haberlo hecho esperar, Mason —dijo—. Lo siento de veras. Pero quería
confrontar un par de cosas antes de venir a hablar con usted. Francamente, Mason, la
situación es increíble.
—¿Qué es lo que hay de malo? —le preguntó Mason.
—Es increíble, absolutamente increíble. Las cosas se encuentran en una forma
endiablada.
—Dígame lo que hay sobre eso.
—Bueno, pues verá. La organización de la «Compañía Garvin de Exploración y
Explotación de Minas» es un poco extraña, Mason. No puedo entrar en detalles, pero
Garvin, desde luego, es hombre de gran vista. Para propósitos legales él se conserva
aparte. Y por consejo de un abogado, no pertenece a la junta directiva, ni tiene ningún
puesto electivo. A causa de cierta participación en una sociedad, su interés en eso es
perfectamente correcto, mientras sea solamente un accionista, pero en cambio pudiera
resultar dudoso si fuera director.
Mason asintió con la cabeza.
—Claro es —continuó Livesey—, usted ya comprende la situación, Mason.
Todos nosotros somos hombres de Garvin. De hecho, nosotros somos… bueno,
puedo decirle que nosotros somos muñecos de Garvin… Yo no debiera expresarlo
así. Se me escapó la frase. Pero, al fin y al cabo, Mason, usted es el abogado de
Garvin y no es tonto.
—¿Según he entendido —dijo Mason— después de telefonearle yo, usted se
atrasó en venir a verme hasta que pudo hablar con el señor Denby?
—Exactamente —contestó Livesey—. Al fin y al cabo, usted es un hombre
ocupado. A mí no me gusta hacerle perder su tiempo hablando de algo a menos que
yo sepa lo que hablo. Quise enterarme primero.
—¿Y se enteró?
—Sin duda alguna. ¡Esa mujer! ¡Esa Ethel Garvin! ¡Es aguda, Mason! Es
ebookelo.com - Página 34
inteligente.
—Y dígame, exactamente, ¿qué hizo ella?
—Bien, nosotros acostumbramos enviar poderes en la forma usual a favor de E.
C. Garvin, y que me condene si ella no envió también otros poderes a favor de E. C.
Garvin, poseedor del certificado de acciones 123. Bueno, usted ya lo adivinará,
Mason. El certificado de acciones número 123 fue expedido a favor de Ethel Garvin
hace cuatro años, cuando ella y Ed estaban unidos y todas las cosas marchaban bien.
—¿Y qué sucedió con los poderes originales? —preguntó Mason.
—Que están todos en orden y correctos —dijo Livesey—. Están archivados por
orden alfabético con esmerada minuciosidad. Usted ya conoce a Denby. Y ya se
supone cómo será de minucioso en eso; todo lo tiene en orden, con marcas de
referencia en las acciones, en el libro mayor y en todo.
Livesey echó hacia atrás la cabeza y rió.
—Pero, ciertamente, a mí me parece que alguien pudo haberse dado cuenta de la
situación, cuando todos esos otros poderes empezaron a aparecer —dijo Mason—.
Desde luego, Denby tiene que saber que él no envió aquellos poderes, y cuando un
poder nuevo, hecho a favor de E. C. Garvin, poseedor del certificado 123, apareciese,
con seguridad era de creer que Denby debería haberlo cotejado.
—Desde luego, uno debe suponerlo así —dijo Livesey—. Pero la parte más
divertida en esto es que Denby no supo cuánto llegaron aquellos poderes. Están allí
en orden, firmados y alineados en forma perfecta. Tienen que haber sido recibidos y
colocados por el empleado que trabaja en el archivo. Denby declaró que nunca
estuvieron encima de su escritorio. Y dice que él tenía que haberlo sabido si hubieran
estado en su mesa.
—¿Y la reunión de accionistas es pasado mañana?
—Así es, y yo no titubeo en decirle a usted, Mason, lo que allí va a pasar; un
infierno. Nosotros no podemos encontrar a Garvin. Se halla en una segunda luna de
miel con su pelirroja. No quiere que nadie sepa dónde está. No quiere ser molestado
por asuntos de negocios. Y está amenazado con la pérdida de toda su compañía.
¡Estoy preocupado! Y con miedo.
—¿Qué sucederá si Ethel Garvin consigue el control?
—¿Que qué sucederá? Dios santo, intervendrá los libros. Hará temblar esto y lo
otro. Pondrá su propia junta directiva. Tratará también de poner pleito a la sociedad
de Garvin por fraude en un par de negocios que no fueron lucrativos. Llamará a los
señores de los impuestos y denunciará ciertas cosas que nosotros hemos estado
ocultando. Arruinará todo el negocio. Finalmente, hará venirse abajo todo ese castillo
de naipes.
—¿Ha investigado Denby entre los empleados del archivo para saber si alguno de
ellos archivó aquellos otros poderes?
—Bueno, en una forma discreta y suave, así lo hizo. Pero no quiere que ninguno
de los ayudantes sepa que hay algo anormal. Les hizo con precaución unas cuantas
ebookelo.com - Página 35
preguntas y…
El teléfono privado de Mason sonó. Era aquel cuyo número no figuraba en la guía
y que solamente lo conocían Della Street y Paul Drake. El aparato sonaba con
estridencia.
Mason tomó el auricular y oyó la voz de Drake diciéndole:
—Perdóname por haberte llamado por este teléfono de emergencia, Perry, pero
pensé que así lo desearías. He localizado a Ethel Garvin.
—¡Diablos! ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo pudiste hacerlo tan rápidamente, Paul?
Drake dijo sin darle importancia:
—Simplemente, usé mi cabeza y el teléfono. Yo tengo una lista de miembros de
los principales clubs de mujeres y de ellas obtengo un montón de información
singular. Y cuando ella estuvo casada con Garvin, era socia de un club bien conocido
de libros de estudio. Llamé a todas las socias de la lista, preguntándoles si sabían
dónde podría encontrar a la señora Ethel Garvin, en relación con un libro raro que
había solicitado. La segunda vez que llamé, acerté. La mujer me dijo que la señora
Garvin había salido de la ciudad por algún tiempo, pero que acostumbraba verla en la
calle y que supo que estaba viviendo en los Departamentos Monolith. Fui a
comprobarlo y me encontré con la peluquera, y me enteré de algunos chismes.
—¡Demonio! —dijo Mason—. Cada vez que me dices cómo haces esas cosas, me
suenan tan simples que odio el tener que pagarte por ello.
—¡Ya puedes ir pagándome! ¿Quieres que haga alguna cosa más, Perry?
—Sí, ten a una persona vigilándola las veinticuatro lloras del día.
Mason miró por el rabillo del ojo a Frank Livesey, que estaba sentado en su
butaca echado hacia adelante, su oído atento y los ojos abiertos de sorpresa.
—Cuando consigo dar con el paradero de un testigo en un accidente de automóvil
—continuó Mason en tono natural—, no quiero que se le pierda de vista.
Probablemente es la única persona que puede testimoniar cuál fue el primer coche
que llegó a ese cruce. Quiero conseguir su declaración escrita y lo haré tan pronto
como pueda aclarar algo de este otro asunto.
Hubo un momento de silencio en el otro lado de la línea. Después, Drake
preguntó:
—¿Está algún cliente en el despacho que pueda oírte, Perry?
—Así es —le contestó Mason.
—¿Entonces tomo la primera parte de eso referente a poner a una persona para
que vigile durante las veinticuatro horas del día, como lo que quieres realmente, y el
resto es comedia?
—Exactamente, así es.
—Muy bien —dijo Drake, y se fue.
Mason colgó el auricular y le dijo a Livesey:
—Lo siento, pero ésa era una llamada importante. Estoy trabajando en un caso de
un choque de automóviles en el que resultaron varias personas seriamente heridas…
ebookelo.com - Página 36
Bueno, vamos a continuar. Volviendo a esa cuestión. ¿Cree usted que hay gato
encerrado en el armario de la «Compañía Garvin»?
—Bueno, desde luego —dijo Livesey—. Estoy tratando de usar mi mejor juicio
en ausencia de Ed Garvin, señor Mason, pero… Bueno, consideremos exactamente
que le he dicho a usted sobre estas cosas todo cuanto puedo… Y en realidad, Mason,
le he dicho a usted demasiadas cosas.
—¿Es usted un fuerte accionista en la compañía? —preguntó Mason.
Livesey, sonriéndole, dijo:
—No se equivoque usted conmigo, Mason. Yo sólo tengo el suficiente número de
acciones de la compañía para poder figurar en la junta directiva y ser presidente. —
Sonrió otra vez a Mason y después añadió—: El sueldo es bueno y las obligaciones
del cargo consisten, la mayor parte de las veces, en firmar con mi nombre y preparar
fiestas para obsequiar a los que vienen de otras ciudades a visitar ésta.
—¿Y quizá en el departamento no tendrá usted una taquígrafa de apellido Colfax?
—Cielos, señor Mason, no sabría decirle. Aunque creo que no. Tenemos unas
cuantas muchachas trabajando allí, pero no muchas.
—Esta es una muchacha de unos veintidós o veintitrés años, de piernas largas,
cintura estrecha, caderas redondeadas, busto alto con grandes pestañas, de ojos grises
y pelo fino y rubio, y…
—¡Basta ya! —gimió Livesey—. Usted me mata. Yo no puedo oírlo. Está usted
destrozándome el corazón.
—¿La conoce? —preguntó Mason.
—¡Demonio, no, y tenga la seguridad que desearía conocerla! Si es como usted la
describe, póngame en contacto con ella, ¿querrá usted, Mason?
Y Livesey, echando la cabeza para atrás, rió picarescamente; después, arregló su
rojo y tieso bigote.
Mason repuso:
—Si tiene que organizar usted muchas fiestas, quizá tenga una lista de jóvenes a
las que pueda invitar.
Livesey, riendo entre dientes, le contestó:
—Veo que conoce usted algo sobre la venta de acciones, señor Mason.
—Y quizá, el nombre y dirección de esta muchacha están en su libro de notas. Y
puede que esté disponible para asistir a cenas, o bailes en calidad de pareja.
—Puede ser.
—¿Pero usted no la recuerda?
—No, y desearía recordarla.
—Si la recordara más tarde, ¿querrá usted comunicármelo?
—Desde luego, Mason. Es lo que más deseo.
—¿Y qué va usted hacer referente a esos poderes? —preguntó Mason.
—Francamente, Mason, que me condene si lo sé. Tengo que pensarlo. Esa
reunión anual de accionistas parece que será tumultuosa, y le soy franco, no tengo la
ebookelo.com - Página 37
menor idea de lo que hemos de hacer con eso.
—Si encuentra la forma de conseguir ponerse en contacto con Garvin, mejor será
que oriente el asunto por ese lado —dijo Mason.
Livesey lo miró sombrío.
—Y mientras tanto —continuó Mason—, será mejor que investigue en su propia
organización y vea si puede lograr averiguar quién archivó esos nuevos poderes.
—Daría algo por saberlo —repuso Livesey—. Me parece como si alguien
estuviese engañándonos.
Mason insistió:
—Desearía que comprobase en toda la organización hasta conseguir averiguar
quién estuvo trabajando allí la noche pasada, a eso de las once. Mire a ver si logra
saber quién estuvo en la oficina.
—Así lo haré.
—Y después, comuníquemelo —le dijo Mason levantándose para indicar que la
entrevista había terminado.
—Muy bien, gracias —dijo Livesey.
Se levantó despacio de la gran butaca y parecía reacio en partir. Dos veces,
cuando ya iba hacia la puerta, dudó como pensando en volverse y empezar una nueva
conversación, pero siguió hasta la puerta, se volvió, sonrió, se inclinó despidiéndose
y mirando a los ojos a Della Street, le dirigió una sonrisa especial, y después se fue
por el pasillo.
—«Yo soy un regalo de Dios para las mujeres» —y después con ironía añadió—:
Pon eso entre comillas y fírmalo «Frank C. Livesey».
—Probablemente sea Santa Claus para cierto tipo de muchachas —dijo Mason
sonriendo.
—Un cierto tipo, desde luego —contestó Della—. Pero olvidas que Santa Claus
solamente deja regalos en las chimeneas donde hay calcetines colgados.
Mason, sonriendo, agarró su teléfono privado, marcó el número de Paul Drake y
cuando el detective estuvo al habla, dijo:
—Hay otro trabajo para ti, Paul. Ese tonto de nuestro cliente parece que ha
decidido que éste es un momento oportuno para ponerse fuera de circulación.
»No puede hallarse muy lejos, porque debe haber estado planeando para concurrir
a esa reunión de accionistas pasado mañana. Pero se encuentra ausente con su nueva
esposa en una segunda luna de miel.
»Quiero que lo localices. Averigua qué auto se ha llevado, entérate de los sitios
adonde acostumbra ir, y cuánto equipaje llevó y…, ¡diablos!, encuéntralo, eso es
todo.
—Muy bien —dijo con voz cansada Drake—. Si un cliente quiere pagarme por
encontrarlo, eso me parece la forma más tonta de gastar su dinero. Pero yo no me
preocuparé por ello.
—Y apenas lo sepas, comunícamelo en seguida, no te importe la hora que sea, ni
ebookelo.com - Página 38
de día ni de noche.
—Muy bien. Te lo comunicará apenas lo sepa —dijo Drake, y colgó.
ebookelo.com - Página 39
Capítulo 5
ebookelo.com - Página 40
La mujer miró la señal y terminó de leer unas cuantas líneas más antes de cerrar
la puerta y bajar el ascensor.
Mason, siguiendo el pasillo fue mirando los números de los departamentos hasta
que encontró el 624.
Llamó a la puerta y ésta fue prontamente abierta por una mujer que demostraba
alguna ansiedad y que vestía una bata de casa. La mujer le sonrió graciosamente.
—¿El señor Mason? —preguntó con voz melosa y cordial.
—Sí.
—Yo soy la señora Garvin. ¿Quería verme usted por causa de un poder, señor
Mason? —le preguntó no dejando de sonreír amistosamente.
—Sí —dijo Mason—. Se trata de un poder relacionado con el derecho a votar en
la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin».
—¿Quiere usted entrar, por favor?
—Muchas gracias.
Mason entró en el departamento. Ella, suavemente, cerró la puerta detrás de él y
dijo:
—Siéntese, señor Mason.
Aunque su cuerpo no tenía la lozanía de la temprana juventud, no obstante
conservaba una cintura estrecha y unas formas que guardaban simetría y que se veía
eran el producto de un régimen alimenticio disciplinado. En su rostro y sus ojos,
había esa expresión de serenidad de la mujer que ha clasificado su vida con gran
cuidado y hace todos los movimientos como resultado de un plan cuidadosamente
estudiado.
Mason se sentó cerca de la ventana.
La señora Garvin estaba de pie a su lado, y después se sentó, enfrente, cruzó las
piernas, se arregló la bata y preguntó:
—¿Qué me decía usted sobre un poder, señor Mason? ¿Hay algo que no
entendió?
—La forma de designación de la persona nombrada en el poder, era un poco
diferente en el texto del empleado en poderes anteriores, ¿verdad? —preguntó
Mason.
Echando la cabeza hacia atrás, la mujer rió.
Mason esperó la respuesta.
La risa quedó convertida en una sonrisa pícara.
—Yo…, señor Mason —dijo—. ¿Se molestó usted tanto para venir aquí
solamente para hablar conmigo sobre la mala redacción de ese asunto?
—Sí —dijo Mason.
—No debería usted haberlo hecho —dijo ella en un tono de voz que claramente
indicaba que aún podía añadir: «¡Qué hombre tan tonto!».
Cambió de posición, estiró el brazo derecho, apoyándolo sobre el respaldo del
canapé, y continuó:
ebookelo.com - Página 41
—Realmente, señor Mason… —y volvió a reír.
Mason, sentado, esperaba pacientemente.
La mujer continuó:
—Tiene que haber tenido dificultades para encontrarme. ¿Cómo lo consiguió
usted, señor Mason?
—Empleé a un detective —dijo Mason sin darle importancia.
Ella se incorporó para prestar atención.
—¿Qué hizo usted?
—Empleé a un detective para encontrarla —repitió Mason.
—¡Cielo santo!, ¿y por qué lo hizo?
—Porque lo consideré de importancia.
—¿Por qué?
—¿Qué es lo que verdaderamente intenta hacer usted con sus poderes, señora
Garvin? ¿Intenta apoderarse del control de la corporación de su ex esposo? —
preguntó Mason.
—¡Mi esposo! —gritó ella.
—Oh, perdóneme. Yo creí que ustedes dos se habían divorciado.
—Dígame, ¿quién es usted? —preguntó ella.
Mason repuso:
—Soy abogado. Tengo mi oficina en el mismo edificio en donde su esposo tiene
la suya.
—¿Fue usted… pagado para venir aquí?
—Contratado es la palabra que se emplea en relación a un abogado —corrigió
Mason.
—Muy bien. ¿Él lo contrató a usted para venir aquí?
—No específicamente.
—Entonces, ¿por qué está usted aquí?
—Porque estoy representando los intereses de él.
—¿Qué es lo que quiere usted?
—En primer lugar —dijo Mason— deseo saber lo que usted quiere.
—Da la casualidad, señor Mason, que no veo razón alguna por la cual tenga que
responderle a esa pregunta.
—Está muy bien.
Ella le indicó una caja de cigarrillos, de madera tallada, y le dijo:
—¿Quiere fumar, señor Mason?
—Muchas gracias.
El abogado tomó la caja de cigarrillos y se la tendió a ella, que tomó uno y se
inclinó para encenderlo en la cerilla que Mason le ofrecía. Sus ojos lo miraron
observándolo con firmeza, mientras él estaba sosteniendo la cerilla para que ella
encendiese el cigarrillo. Mason encendió el suyo, se acomodó en la butaca, estiró sus
largas piernas, cruzó sus tobillos y le dijo:
ebookelo.com - Página 42
—¿Y bien?
—Señor Mason, vamos a ser francos el uno con el otro. Yo creo que usted va a
ser un peligroso antagonista.
—Muchas gracias.
—¿Cómo consiguió usted encontrarme?
—Ya le dije que utilicé a un detective.
—¿Y cómo consiguió averiguar lo de los poderes?
—Eso —dijo Mason— es otro asunto.
Ella metió la punta de su pie debajo de la alfombra, después, con gracia femenina,
se arregló los hombros acomodándose confortablemente y apoyándose en el respaldo
del canapé que estaba cerca de ella, y levantó las piernas hasta que quedó medio
reclinada. Dio una larga chupada a su cigarrillo y lanzando el humo hacia el techo,
preguntó:
—Interesante, ¿verdad?
—Mucho —respondió Mason.
—Mi querido esposo —prosiguió ella— ha adquirido otra mujer. Esperaba
negociar conmigo el nuevo modelo, pero algo sucedió y él se enredó en el vestido
rosa. Me temo que yo todavía soy su mujer y que la que no puede usar ese título es el
nuevo modelo.
—¿Y después? —preguntó Mason.
—Después —dijo ella—, señor Mason, me propongo mostrar mis garras… un
poquito solamente.
—Y en concreto, ¿qué quiere usted?
—Yo lo quiero a él.
—¿Quiere decir que le gustaría atarlo a usted legalmente, quiera él o no?
Ella entornó sus ojos, observó pensativamente al abogado y después dijo:
—Voy a decirle a usted una cosa, señor Mason.
—Dígamela.
—Quizá —dijo ella— lo hago porque me gusta su cara, o quizá sea porque me
siento filosófica. ¿Es usted casado?
—No.
—Cuando un hombre toma una mujer —dijo la señora Garvin— adquiere una
posesión muy extraña. Es en cierta forma como un espejo emocional, una caja
armónica de un piano, un animado resonar de sus emociones. Y él recibe exactamente
lo que da.
»Durante la luna de miel, mientras la considera como un ángel, ella lo mira a él
como un Dios. Existe un período de mutua admiración y adoración. Después, cuando
el encanto se rompe y el hombre se da cuenta que ha adquirido una compañera de
trabajo, también se convierte a su vez en un compañero de trabajo.
—Prosiga —dijo Mason.
Sus ojos centellearon bajo sus labios medio cerrados. Después continuó:
ebookelo.com - Página 43
—El hombre algunas veces empieza a cansarse. Se vuelve retraído e irritable y
comienza a sentirse nervioso porque ha perdido su libertad. Entonces hace una de
estas dos cosas: o se vuelve un poco tramposo en forma suave y tranquila, o se vuelve
un regañón. Y en cualquier forma, demuestra que su esposa se ha convertido para él
en algo menos que su más preciada posesión.
—Y después, ¿qué? —preguntó Mason.
—Después —dijo ella— se encuentra pagado exactamente en su misma moneda.
Si el hombre es inteligente, se tomará la libertad que crea necesaria, y si la esposa es
inteligente le dará la que sea precisa para conservarlo feliz. Entonces, el hogar será
feliz. Pero el hombre puede mentirle a la esposa; puede ser algo tramposo; mas a ella
la valora como una posesión preciada. Pero cuando él la mira como una cárcel con
cadenas, ella puede cerrar muy herméticamente las puertas con llave y tirarla.
—¿Qué es lo que hizo usted?
—Lo que voy a hacer, señor Mason.
—¿Y cómo se propone usted hacerlo?
—Usted es abogado. Y ha descubierto mi pequeño truco con los poderes de las
acciones, ¿verdad, señor Mason?
—Sí.
—¿Y qué proyecta hacer?
—En nombre de su esposo, me propongo conseguir que esos poderes, que fueron
fraudulentamente conseguidos, sean invalidados.
—¿Así es que mi esposo, entonces, estará aquí y asumirá el control en la reunión
de los accionistas, como siempre?
—Sí.
—Creo que es usted muy inteligente, señor Mason. Y pienso que también está
muy enterado de leyes. Quizá pueda hacer eso. Sin embargo, si lo hace usted, yo voy
a hacer una cosa que me permitirá alcanzar mi objetivo por un método diferente.
—¿Por cuál?
—Quizá —le dijo ella— le interesaría a usted oírlo. No tuvo ningún recato
cuando cambió la posición de sus piernas para acercarse más al canapé, y tomando el
teléfono, dijo al operador de la centralita de abajo:
—¿Querrá usted, por favor, comunicarme con la oficina del fiscal del Distrito?
Después de un momento, dijo:
—Quiero hablar con la oficina de secretaría del juzgado, por favor.
Y luego de otro minuto, continuó:
—Aquí habla la señora Ethel Garvin. Soy la esposa de Edward Charles Garvin,
que ha contraído un nuevo matrimonio y que ahora está viviendo con otra mujer. Se
separó de mí y está viviendo maritalmente con esa mujer, como si fuera su esposa.
Creo que formalizó todo con un divorcio mejicano que no es válido, es fraudulento y
enteramente ilegítimo. Desearía presentar una denuncia contra él, acusándolo de
bigamia. ¿Puede usted darme una cita para cualquier hora de mañana por la mañana?
ebookelo.com - Página 44
Hubo un minuto de silencio, y después ella, sonriendo, dijo:
—Ya estoy enterada de que usted preferiría no tocar la cuestión de esos divorcios
mejicanos; pero como sucede que yo soy la perjudicada, insisto en demandar a mi
esposo acusándolo de bígamo. ¿A qué hora puede usted recibirme, por favor?
Otra vez al escuchar, ella sonrió, y repuso:
—¿A las diez y cuarto? Muchísimas gracias. ¿Por quién he de preguntar…? Sí,
por el señor Stockton, sí. El auxiliar de secretaría del juzgado, sí. Muchísimas
gracias, y a las diez y cuarto estaré allí, puntualmente.
Colgó el auricular y volviéndose a Mason le dijo:
—¿Contesta esto a su pregunta?
Mason, sonriendo, preguntó:
—¿Cree usted que contestaría a las suyas?
Miró a Mason con franqueza por un minuto, y después dijo con calma:
—¿Cómo puedo saberlo, señor Mason?, pero cuando empieza la pelea, no dejo de
atacar. Usted se me interpuso en el camino, y ahora yo le voy a mostrar mis triunfos.
Cuántos trucos puedo utilizar, no lo sé, pero ciertamente tratará de descubrirlo.
—¿Y está usted realmente dispuesta a presentar una denuncia contra su esposo
acusándolo de bígamo?
—Señor Mason, aunque fuera ésta la última cosa que yo hiciera en mi vida,
denunciaré a mi esposo acusándolo de bígamo. Y voy a perseguirlo hasta el final.
—Una vez que se emprende una cosa así ya es difícil dejarla.
—¿Quién habla de dejarla? —preguntó ella con ojos relampagueantes—. Señor
Mason, ¿querrá usted ser tan amable de decirle a mi esposo lo que le dije sobre el
hombre que encuentra en una mujer el reflejo de sus propios pensamientos? Señor
Mason, mis garras van a estar muy afiladas.
—¿No le hizo usted creer a su esposo que había conseguido el divorcio?
—Yo no soy responsable de que él lo creyera.
—Pero usted le dijo a él que había conseguido el divorcio, ¿verdad?
—Señor Mason, una mujer muy frecuentemente le dice a un hombre un montón
de cosas. Se las dice cuando está tratando de renovar su pasión, su amor y su cariño
hacia ella. Por ejemplo, le puede decir que va a suicidarse; se pueden hacer toda clase
de amenazas, toda clase de declaraciones y toda clase de promesas.
—En estas circunstancias, me temo que usted le va a costar algún dinero a su
esposo —dijo Mason.
—También yo me lo temo.
—Quizá no enteramente en la forma que usted lo pretende —dijo Mason.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
Los ojos de Mason se encontraron con los de ella:
—Quiero decir —le dijo— que también soy buen luchador. Y quiero decir, que
más tarde o más temprano, conoceré todos los sitios en que usted ha estado desde que
dejó a su esposo. Nosotros averiguaremos todo lo que usted ha hecho. Nosotros
ebookelo.com - Página 45
sabremos…
Ella, riendo jocosamente, lo interrumpió:
—Señor Mason. No me importan los detectives que usted pueda emplear, pero
usted nunca sabrá todo lo que yo he hecho durante estos seis meses. Y tampoco sabrá
las intimidades de mi cuarto de dormir. Usted no tiene defensa para mi acusación
contra mi esposo por bigamia. Soy demasiado aguda para saber eso, señor Mason, y
usted también debiera saberlo.
»Y ahora, si usted me perdona, señor Mason, tengo otras cosas que hacer. Tengo
que celebrar otras conversaciones por teléfono que prefiero que usted no las escuche.
Buenas tardes, señor Mason.
Mason se levantó. Ella lo acompañó hasta la puerta y le dijo con algo de ardor:
—Desearía haberlo contratado a usted antes de que lo hiciera Edward. Sin
embargo, eso no pudo ser. Y me temo que me va a causar un montón de disgustos.
El abogado, de pie en el pasillo, contestó:
—Estoy seguro de que usted me los causará a mí.
Los ojos de ella se llenaron repentinamente de emoción, y dijo:
—Usted me maldecirá —y cerró la puerta.
ebookelo.com - Página 46
Capítulo 6
ebookelo.com - Página 47
—Sí, querida, en seguida llegamos. ¿Estás segura de que no quieres que suba la
capota del coche?
—No, así está muy bien.
Garvin puso en marcha el motor. Este ronroneaba con ritmo suave y potente.
Garvin echó atrás el auto sacándolo del estacionamiento, giró alrededor e hizo una
breve parada formularia en la orilla de la carretera, esperando para no violar la ley del
tráfico. Después, apretó la marcha y continuó, conduciendo como una flecha.
Rápidamente cambió de marcha, dobló una curva y ganó velocidad a medida que
avanzaba.
Llegaron al café. Garvin estacionó el coche, se apeó y caminó rápido por detrás
de los otros coches para abrir la puerta por el lado de su esposa.
Le alargó la mano, la novia se apoyó en ella y saltó afuera con la falda toda
arremolinada.
Un chirrido de neumáticos se dejó oír, cuando un automovilista, que vino a
colocarse a su lado, paró de repente su coche grande y pesado.
Ellos se volvieron y Lorraine Garvin miró con curiosidad e interés al hombre alto
que bajó del coche, dirigiéndose hacia el convertible con la capota levantada, y con
paso largo cruzó hacia ellos.
—¡Cielo santo! —exclamó Garvin—. ¡Pero si es Perry Mason!
—¿El abogado? —preguntó su esposa.
—El mismo.
Mason se acercó a ellos.
—He tenido un trabajo endiablado para encontrarlo, Garvin. Llevo veinticuatro
horas buscándolo.
Garvin reaccionó con dignidad:
—Querida —dijo—. Permíteme que te presente al señor Mason. Señor Mason, mi
esposa.
Mason, inclinándose, le dijo a ella:
—Encantado de conocerla —y luego, dirigiéndose a Garvin, añadió—: Necesito
hablar a solas con usted al instante.
—La endiablada razón de que usted haya tenido tanto trabajo para encontrarme
—dijo con algo de frialdad Garvin—, es que yo no quería ser encontrado.
—Entonces, yo gané —le dijo Mason—. No obstante, usted escogió un mal
momento para eso. Ahora, concédame cinco minutos, por favor.
—No me interesan los negocios en este momento; pero si alguna cosa necesita
usted decirme, que sea aquí y ahora.
—¿Cuándo es su reunión de accionistas, Garvin?
—Mañana a las dos de la tarde. Yo estaré allí, Mason, no lo dude usted.
—¿Tiene usted suficiente número de poderes para controlar esa reunión?
—Seguro que lo tengo. Vamos, vamos, Mason, ésta no es hora de hablar de
negocios. Además, su coche está entorpeciendo el tráfico y…
ebookelo.com - Página 48
Mason lo interrumpió:
—Su esposa ha enviado una bandada de poderes a nombre de ella. Recuerda
usted que las iniciales de ella son E. C.
—Su anterior, esposa —interpuso con frialdad Lorraine.
—También puede haber alguna cuestión sobre eso —dijo Mason, y continuó—:
Métanse en su coche y váyanse a Méjico.
—Yo voy a tomar un Martini seco y un bistec —dijo Lorraine.
—Nosotros vamos a cenar tête-à-tête —explicó Garvin.
—Oh, querido, deja que el señor Mason nos acompañe, y él puede hablar
mientras cenamos.
Garvin movió negativamente la cabeza y dijo:
—No estoy en condiciones de hablar de negocios esta noche.
Mason insistió:
—Ethel ha enviado poderes hechos a nombre de E. C. Garvin, poseedor del
certificado de acciones número, 123. Y puede tener suficiente número de ellos para
apoderarse del control de la reunión.
—Pero si no puede hacerlo. Yo tengo mis poderes.
—Esos fueron remplazados por los de ella más tarde —dijo Mason—. Ya tuvo
buen cuidado de que los que mandó llegaran a los accionistas después que los de
usted habían sido devueltos. Los poderes contienen una cláusula diciendo que los
anteriores poderes quedan anulados.
—¡Dios santo! —dijo Garvin—. Me va a arruinar.
—Bueno. Y ahora está arruinando mi cena —gritó Lorraine.
—Además —continuó Mason—, para asegurarse de que usted no asistirá mañana
a esa reunión de accionistas, fue a la oficina del fiscal del Distrito y presentó una
denuncia acusándolo de bígamo. Y ahora están tratando de arrestarlo a usted.
Aparentemente, ella…
—¡Mason, Mason, por Dios santo! —lo interrumpió Garvin—. No discuta este
asunto aquí.
—Entonces, déme una oportunidad de discutirlo en privado —le replicó Mason
—. He estado sangrándome buscándolo a usted durante veinticuatro horas. No he
hecho eso solamente por divertirme, y usted lo sabe.
Lorraine se puso tensa:
—¿Qué es eso sobre bigamia, señor Mason?
—Puede que también usted tenga necesidad de encarar los hechos. Garvin, usted
puede desentenderse de los negocios; pero hay una cosa de la que no puede
desentenderse. Y es algo a lo que va a tener que hacer frente y de prisa.
—Edward —dijo con frialdad Lorraine—. ¿Quieres decir que hay alguna cuestión
sobre la validez de nuestro matrimonio?
Garvin miró molesto a Mason, el cual añadió:
—Le voy a decir a usted los hechos para que los juzgué. Existen ciertas dudas
ebookelo.com - Página 49
sobre la validez de su matrimonio. Probablemente, Ethel Cárter Garvin es la única
que tiene realmente derecho a llamarse esposa de Garvin.
—Edward —dijo Lorraine—. Tú me dijiste que se había divorciado de ti.
—Yo creí que lo había hecho.
—¡Creíste! —exclamó Lorraine—. ¿Por qué todo esto de…?
—Espere un minuto —dijo Mason levantando la voz—. No es tiempo ahora para
andar con recriminaciones. Yo me voy a mi coche. Y les sugiero a ustedes que me
sigan. Puedo ayudarles.
—¿Cómo? —preguntó Garvin.
—Ustedes fueron divorciados en México —dijo Mason.
—¿Y qué? —preguntó Garvin.
Mason sonrió.
—Su divorcio mejicano puede no ser reconocido en California. Y su matrimonio
mejicano será válido únicamente en el sitio donde el divorcio sea también válido.
Pero en México, desde el momento que ustedes han sido divorciados allí y están
casados legalmente, son ustedes marido y mujer.
Hubo un momento de silencio. Después, Lorraine le dijo a Garvin:
—Bueno, no te quedes ahí parado como si fueras un tonto, Edward. ¿Te das
cuenta de lo que está diciéndonos el señor Mason? Saca el coche del estacionamiento.
Vamos al hotel a preparar las maletas y vámonos al diablo, lejos de aquí.
ebookelo.com - Página 50
Capítulo 7
ebookelo.com - Página 51
Mirando después a Edward Garvin, continuó:
—Es muy bueno, pero también es un recién casado muy miedoso, ¿comprende lo
que yo quiero decir?
—¿Cómo podría comprenderlo? —preguntó Mason.
Ella preguntó sutilmente:
—¿Cómo podría saber si lo entiende usted?
Garvin terminó de poner la capota al convertible y se reunió con ellos.
—¿Cuándo podremos regresar de Ensenada?
—En el momento que quiera hacer frente a una denuncia por bígamo —le
contestó Mason.
—¿Y dónde me coloca eso a mí? —preguntó pensativa Lorraine.
Mason, sonriendo, repuso:
—En los Estados Unidos, usted es una intrusa, una cómplice del demandado, una
amante, una mujer que vive sin ningún estatuto legal y en un estado de pecado. Pero
aquí, en Méjico, es la esposa legítima.
—¡Lo cual resulta la cosa más endiablada! —dijo agriamente Lorraine.
—¿No es así? —concordó Mason—. Son muchas las ramificaciones de la ley
internacional. Cuando ustedes vayan a los Estados Unidos, Garvin estará casado con
Ethel, y probablemente también será culpado de bígamo. Pero cuando se hallen aquí,
en México, estará legalmente casado con su presente compañera, y Ethel Garvin no
será nada más que una ex esposa que no tiene estatuto legal alguno.
—¡Creo que ésa es la cosa más absurda y endiablada! —dijo furioso Garvin—.
Supongo que debería construirme una casa, de forma que la línea divisoria de la
frontera internacional cruce por la mitad del dormitorio. Así podría tener tres camas
en el cuarto. Ethel podría ser…
—¡Edward! —interrumpió fríamente Lorraine—. No seas ordinario.
—No soy ordinario. Lo que pasa, es que estoy furioso —gritó Garvin—. ¡Maldita
sea! Estoy en una luna de miel y no sé siquiera si soy un recién casado.
—Póngase todo lo furioso que quiera —le dijo Mason—. Pero eso no afecta a su
situación legal. Yo voy a tratar de conseguir arreglar todo esto. Y ahora, vamos a
comer.
Mason iba delante camino del restaurante. Una vez allí, pidieron para los tres
bistecs tiernos y grandes, y cuando terminaron de comer, Mason les dijo:
—Hay aquí un nuevo hotel que yo conozco. Se llama Vista de la Mesa. Vamos
allí y mañana por la mañana, Garvin, puede usted darme los nombres de algunos de
los mayores accionistas que le sean leales a sus intereses, y después los llamamos,
aunque eso le va a costar una buena cuenta de teléfono.
Garvin repuso:
—Mason, yo telefonearé a los accionistas. Pero quiero que llame usted a Ethel
para hacer un arreglo con ella sobre nuestros bienes. Hágalo lo mejor que pueda. Dele
cincuenta mil dólares y…
ebookelo.com - Página 52
—Edward, querido, ¿no crees que es mejor que dejes que el señor Mason sea el
que determine la cantidad? Él puede conseguir un arreglo más bajo —dijo Lorraine.
—Yo quiero acción —dijo Garvin—. Soy impaciente cuando deseo algo. ¿Cómo
pudo usted localizarla, Mason?
—Por medio de detectives —dijo Mason mirando a su reloj—. Puedo llamarla
esta noche y citarla para mediana por la mañana.
—¿Tiene usted el número de su teléfono? —preguntó Garvin.
—Sí. Vive actualmente en el 624 de los Departamentos Monolith. Allí tienen una
centralita y puedo hacer que me comuniquen con ella. Estaba un poco difícil cuando
le hablé ayer. Creía que tenía un triunfo seguro con eso de acusarlo a usted por
bígamo. Sin embargo, cuando le diga que usted se halla en plena seguridad, refugiado
aquí en México, donde ella no puede hacerle nada con la acusación de bígamo, y le
diga también que está planeando transferir sus bienes e intereses y comprar una gran
hacienda en México y vivir aquí…, bueno, eso le va a causar algún disgusto.
Los ojos de Garvin se iluminaron.
—¡Espléndida idea, Mason! ¡Es una camuesa! Eso le va a dar un buen golpe.
—Y doy por seguro que Ethel tiene también otros amores.
Los ojos de Lorraine se iluminaron.
—¡Desde luego que los tiene! Edward y yo hemos pensado en eso.
Mason continuó:
—Después de haberla visto, me pareció una mujer muy guapa, a quien le gusta
que la gente la admire. Y tiene un estilo de hacer las cosas de forma que enseña las
piernas lo suficiente para mantener el interés de las personas y…
Garvin rió y dijo:
—Así es Ethel, exactamente. Esa era la forma que ella acostumbraba ser
conmigo. Yo recuerdo cuando era mi secretaria y…
—¡Edward! —gritó Lorraine.
—Perdón, querida.
—Bueno, antes de que nos pongamos a discutir ninguna cifra de dinero con ella,
vamos a gastar alguno en detectives para averiguar un poco más sobre lo que hizo
durante ese período de tiempo que usted no supo de ella —propuso Mason.
—Yo adivino que estaba más enamorada de mí de lo que yo creía —dijo algo
pensativo Garvin—. Fue mi segundo matrimonio de que la volvió una fiera.
Probablemente esperaba una reconciliación antes de eso.
—No estés tan seguro, Edward —replicó Lorraine, pinchando el amor propio de
él con palabras escogidas—. Fue solamente porque cuando tú te casaste conmigo, vio
la oportunidad de sacarte dinero, denunciándote por bígamo. Tú déjalo todo
enteramente en manos del señor Mason.
El Hotel Vista de la Mesa estaba detrás de la calle principal y era una hospedería
presuntuosa de clase alta que había sido recientemente terminada. El muro de adobe
que rodeaba el lugar había sido recientemente blanqueado y tenía una entrada
ebookelo.com - Página 53
abovedada, y más adelante, una salida. Los dos grandes coches rodaron por el paseo
de grava, uno detrás del otro, y se detuvieron ante un pórtico con una agradable
combinación de adobe y ladrillo, techo con tejas rojas y muros blanqueados y
pinturas de cactos verdes formando un pastel colorido en contraste con el adobe.
La mujer que estaba detrás del escritorio, los recibió con acogedora cordialidad.
—Queremos dos habitaciones —dijo Garvin—. Una para mí y mi esposa y otra
para este señor.
—Ciertamente —dijo la mujer en inglés—. ¿Con baño común?
—Con baño separado —dijo Garvin.
—Pero eso resultará más caro.
—No importa. Queremos lo mejor que tenga en la casa.
Los ojos de la mujer brillaron.
—Ah, el señor está acostumbrado a lo mejor, ¿no?
—Sí —dijo Garvin.
—Y lo mejor lo conseguirá aquí, señor. Tengo dos habitaciones muy bonitas
juntas, pero si usted no quiere compartir el cuarto de baño, entonces tiene que tomar
las dos habitaciones. La habitación para el otro señor tendrá que ser en el otro lado.
—Está muy bien —repuso Garvin, y tomó la pluma para inscribir a los tres en el
registro.
—¿Y qué hacemos con los coches? —preguntó Garvin.
—Oh, los coches pueden dejarlos allí en la entrada. Nunca roban un coche de
Vista de la Mesa.
—¿Tiene usted vigilante nocturno? —preguntó Mason.
—No, no hay vigilante; pero en este país las gentes son honradas, ¿no? Pero por
precaución, solamente por precaución…, ustedes cierran con llave sus coches y me
las dejan a mí. Yo las pongo en el cajón del dinero. Y si fuera necesario cambiar de
sitio los coches por la mañana antes de que ustedes se levanten, el jardinero puede
hacerlo y ustedes no necesitan molestarse, pues sus coches están seguros.
—Muy bien, yo cierro los coches y le traigo las llaves. Y ahora, ¿qué ocurre con
el equipaje?
—Desgraciadamente —repuso ella— no tengo el mozo de servicio esta noche.
Ustedes ya ven que el lugar es nuevo. Cerramos temprano. Tengo un cuarto más.
Solamente queda uno. Cuando ése ya esté alquilado, entonces apago las luces, cierro
el establecimiento y nos vamos a la cama, ¿no?
Y sonrió otra vez.
Mason se fue hacia la puerta diciendo:
—Muy bien, Garvin; creo que tenemos que traer nosotros mismos nuestro
equipaje.
—Todo lo que yo necesito, querido, es el pequeño maletín de noche —dijo
Lorraine.
—Sí, querida.
ebookelo.com - Página 54
Ella, sonriendo, se dirigió a Mason:
—No puedo expresarle a usted él alivio que siento con el hecho de que los
asuntos estén en sus manos.
—Gracias —le contestó Mason—. Que pasen buena noche.
—Puedo enseñarle a la señora su habitación mientras los señores van a buscar el
equipaje, ¿no?
Lorraine sonrió y asintió con la cabeza.
La mujer salió del escritorio y se presentó:
—Soy la señora Inocente Miguerinio. Un nombre difícil de recordar para los
americanos, ¿no?
—Sí, es difícil —agregó con naturalidad Lorraine.
—Pero yo voy a hacer de éste un buen hotel. ¡Tanta necesidad como Tijuana tiene
de un hotel de primera clase, limpio, agradable, fresco, confortable! Venga conmigo,
señora.
Y la robusta mujer mejicana movió al andar sus carnosas caderas, desprovistas de
faja, en forma seductora, caminando despacio cuando atravesó la puerta del
despacho.
Garvin salió rápido a buscar el equipaje, y parecía contrariado por tener que
separarse cinco minutos de su esposa. Mientras Mason sacaba el suyo de su coche,
Garvin tiraba impaciente de la puerta del compartimiento de equipajes y, extrayendo
los maletines que contenía, dijo:
—Bien, Mason. Lo veré a usted mañana.
—¿A qué hora? —preguntó Mason.
—No demasiado temprano. Yo…
—No olvide que tenemos que hacer un montón de llamadas telefónicas —le
recordó Mason.
—Bueno —concedió Garvin—. A las ocho de la mañana.
Cerró la puerta del coche y se fue al pórtico.
—¿Quiere que yo entregue sus llaves del coche? —preguntó Mason.
—Las tengo conmigo —dijo Garvin—. Se las daré a la señora «No-sé-cuántos»
cuando yo entre. Buenas noches, Mason.
—Buenas noches —dijo el abogado observando la prisa de Garvin entrando con
un maletín en cada mano.
Mason cerró su coche, tomó las llaves y pasó un momento contemplando las
estrellas. La luna había desaparecido en el Este ahora, y las estrellas resplandecían
con quieto brillo a través del claro y seco aire. El abogado, que había estado
trabajando bajo una gran tensión nerviosa durante los días pasados, se detuvo a
contemplar la calma y tranquilidad del firmamento; después, subió los peldaños del
pórtico, entró en el vestíbulo y esperó a que la señora Inocente Miguerinio regresara
de enseñarle la habitación a Garvin.
Cuando la sonriente anfitriona volvió, Mason le dijo:
ebookelo.com - Página 55
—Ahora, si usted me enseña mi habitación…
—Oh, sí, éste es el camino, por favor.
Mason la siguió cruzaron una puerta y dieron vuelta a la derecha por el lado norte
del edificio. La señora Miguerinio abrió la puerta de la habitación y se detuvo
sonriendo cuando Mason inspeccionó la amplia y cómoda estancia con una cama
confortable, el piso encerado, pesadas cortinas rojas y una lámpara de pedestal y
muebles confortables estilo colonial.
—¿Ve usted? —le dijo—. Es un cuarto de esquina con ventanas por ambos lados,
¿no?
—Oh, está muy bien.
—Estas ventanas, señor, dan al patio. Por eso tiene las cortinas para echarlas. Uno
puede abrir la ventana y dejar echadas las cortinas…, ¿no? Pero las ventanas de este
lado, señor, no se abren hacia nada…, nada. Usted aquí no necesita cortinas. Puede
vestirse y desvestirse y nadie mira…, ¿no?
—No —dijo sonriendo Mason.
—Estará usted satisfecho…, ¿sí?
—Sí. Aquí tiene las llaves de mi coche —y se las entregó.
—Usted dijo que me daría las llaves de ambos coches.
—¿El otro caballero no le dio las suyas cuando entró?
Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Yo necesito tener las llaves para que Pancho pueda cambiar de sitio los coches
mañana por la mañana cuando llegue.
Mason, sonriendo, repuso:
—Simplemente se olvidaría de entregarle las llaves. Su coche está bien colocado
ahí. Déjelo así.
—Ese otro señor —añadió ella— tiene otras cosas en qué pensar…, ¿no?
Y echando hacia atrás la cabeza, rió con festivo abandono, sacudiéndose como si
fuera una gelatina en un plato.
Mason, asintiendo con la cabeza, puso su equipaje en el suelo y le preguntó:
—¿Podría llamar por teléfono desde aquí?
—¿Llamar por teléfono? Ciertamente. Aquí en el vestíbulo hay dos cabinas. ¿No
las vio usted?
Mason hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No, no las vi.
—No están lo que pudiéramos decir visibles, pero están allí…, ¿no? Venga
conmigo. Se las voy a enseñar.
Mason cerró la puerta de su habitación y siguió a la mujer hasta el vestíbulo.
Entonces vio dos puertas, las cuales podían ser de entrada a otras habitaciones,
excepto por el hecho de que en cada una de ellas había pintada una pequeña figura
representando un teléfono.
—Desgraciadamente, aquí no hay teléfonos en las habitaciones —dijo ella—.
ebookelo.com - Página 56
Pero quizá nuestros huéspedes prefieren dormir. Así es México, señor. Nosotros no
trabajamos de día y de noche en la forma que lo hacen ustedes. En México, cuando
llegamos a casa después del trabajo, descansamos…, ¿no?
Mason, preocupado con sus propios pensamientos, únicamente movía la cabeza
en forma afirmativa.
Entró en la cabina del teléfono y se encontró con que era de los del tipo de pago,
cerró la puerta y llamó a la central pidiendo una llamada para la oficina de Paul
Drake. Tuvo que esperar en la estrecha cabina unos diez minutos antes de obtener
comunicación con la oficina de Drake.
—¿Es Drake? —preguntó—. Aquí Mason.
—Sí, aquí es, señor Mason. Espere un momento.
Instantes después, oyó la voz de Drake diciéndole:
—Hola, Perry. ¿Dónde estás?
—Estoy en un hotel nuevo, en Tijuana —dijo Mason—. Un sitio pequeño y
agradable, llamado Vista de la Mesa.
—¿Puedo llamarte allí?
—No muy fácilmente. Es de previo pago y cortan la comunicación. Me da la
sensación de que enrollan las aceras como alfombras en esta parte de la ciudad. Yo
me voy ahora a la cama a ver si duermo algo. Ya te dije que es un aparato de previo
pago. Espera un momento que te voy a decir el número.
Mason le leyó el número del disco del teléfono y Drake dijo:
—Muy bien, ya lo anoté. Ahora, espera un momento, Perry. Tengo algo que
decirte.
—¿Qué es? —preguntó Mason.
—Tú quieres que nosotros averigüemos todo lo que podamos sobre Ethel Garvin,
¿verdad? Bueno, pues dimos con un asunto que puede ofrecernos alguna esperanza.
—¿Con qué asunto?
—Tiene una mina en Nuevo México. Y estuvo allí hace poco y…
—Ya sé todo eso —interrumpió Mason.
—Después se fue a Reno. Y residió allí, al parecer con la intención de conseguir
un divorcio. Algo, sin embargo, le hizo cambiar de idea. Algo que aún no he
averiguado lo que fue; pero mientras estaba en Reno, estuvo más o menos ligada a un
hombre llamado Alman B. Hackley. ¿Significa algo ese nombre para ti?
—Nada —dijo Mason.
—Bueno, él tiene una gran ganadería allí. Parece ser que ese tipo es muy rico y
un conquistador. Las mujeres se vuelven locas por él, y Ethel parece ser que también
cayó en sus redes.
»Ella estaba «haciéndose la cura», que es como le llaman allí a ir a buscar un
divorcio, y estaba viviendo en un rancho de clientela frívola. Dio algunos paseos a
caballo. El gomoso Hackley tenía el rancho de ganado colindante y todas las
muchachas lechuguinas que estaban viviendo en el otro rancho las seis semanas de
ebookelo.com - Página 57
residencia necesaria para cambiar de esposo, estaban tontas por él. Ethel, en alguna
forma, consiguió entrar en su intimidad. Y él y Ethel estuvieron juntos con mucha
frecuencia.
—¿Fue cosa seria? —preguntó Mason.
—Depende de lo que quieras llamar tú serio —dijo Drake—. Pero algo ocurrió.
Porque ella ya no presentó la demanda de divorcio. Estuvo allí las seis semanas, y
aun así no la presentó, y después de todo esto, de repente Hackley partió.
—¿Vendió el rancho? —preguntó Mason.
—No, aún tiene su gran ganadería allí. Pero vino a California. Y ahora fíjate en
una cosa divertida, Mason.
—Muy bien. ¿Cuál?
—Se compró una hacienda cerca de Oceanside, a unas cincuenta millas al norte
de San Diego. ¿Significa algo esto?
—Ni lo más mínimo —dijo Mason—. Excepto que yo quiero saber algo más de
ese Hackley. ¿Cuál es el nombre completo, Paul?
—Alman, A-l-m-a-n, Bell, B-e-l-l, Hackley, H-a-c-k-l-e-y —dijo Paul
deletreando—. Tengo agentes consiguiendo informes en San Diego y haciendo
preparativos para lograr que un asesor auxiliar de contribuciones vaya a la oficina y
abra el registro de los impuestos para inspeccionarlos. Nosotros lo tendremos
localizado antes de una o dos horas.
—¡Por Dios santo, Paul! ¿Cómo lograste localizarlo en California?
—Creí que bien podría estar aquí, y entonces conseguí encontrar el rastro del
registro del nuevo coche. Es una cosa que hacemos constantemente.
—Bueno, lo de Hackley esperará a mañana —dijo Mason—. Voy a ver si agarro a
Garvin antes que nada mañana por la mañana, porque tenemos que lograr que
algunos de los más fuertes accionistas de su compañía asistan personalmente a la
reunión. Eso eliminará todos los poderes.
—¿Lo encontraste en La Jolla? —preguntó Drake.
—Así fue. Tu agente tuvo un buen presentimiento. Me iba ya a preguntar en todos
los hoteles, cuando ocurrió que los vi saliendo de su coche al lado de un restaurante,
en el centro de la ciudad. Dile a Della donde estoy y recuérdale que me llame aquí en
caso de que ocurra alguna cosa de gran importancia… Pero vosotros no podéis
llamarme hasta la mañana. No sé exactamente a qué hora. Cierran por completo este
sitio durante la noche.
—Muy bien —dijo Drake—. Y volviendo a mí, Perry, tengo todo marchando bien
y mis investigadores se encuentran en pleno trabajo. ¿No quieres que yo haga
ninguna gestión cerca de alguno de los interesados?
—No, únicamente continúa buscando información.
—Bueno, yo… Un momento, Perry, aquí hay algo que me llega ahora mismo.
—Muy bien. ¿De qué se trata? —preguntó Mason.
—Un informe sobre este Hackley y dónde está situado su rancho. ¿Tienes un
ebookelo.com - Página 58
lápiz ahí, Perry?
—Tengo uno en seguida —dijo Mason.
Tomó una libretita de notas del bolsillo interior de su chaqueta y un pequeño lápiz
automático, abrió aquélla y la colocó sobre el aparato de echar el dinero para llamar
por teléfono, y dijo:
—Muy bien, Paul, empieza. ¿Qué es?
—En Oceanside y en el mismo centro de la ciudad, hay una carretera que dobla al
Este, con un letrero indicando la distancia hasta Fallbrook. Tomas esa carretera,
sigues dos millas hasta que encuentras un buzón de correo en el lado de la
carretera…, en el lado norte. Este buzón tiene el nombre de Rolando, R-o-l-a-n-d-o
C., como en Charles; Lomax, L-o-m-a-x, marcado con letras negras. Hay un camino
como a unos trescientos pies más allá de ese buzón. Lo sigues un cuarto de milla y te
encuentras al pie de la casa de Hackley. La adquirió recientemente y la compró ya
amueblada.
—Muy bien —dijo Mason—. ¿Tienes algún agente vigilando a Ethel Garvin?
—Así es. Tengo un hombre sentado en su automóvil vigilando su casa.
—Excelente —replicó Mason—. Creo que eso será suficiente. Te llamaré por la
mañana, Paul.
Mason colgó el auricular, abandonó la cabina y le dijo a la señora Miguerinio, que
estaba sentada detrás del escritorio.
—¿Podría usted decirme el número de la habitación de mis amigos? Quiero
decirles unas palabras antes de que se duerman.
—Ciertamente; está en ese pasillo a la izquierda. Derecho, cruzando el patio
desde la habitación de usted. Son las dos habitaciones de la esquina, números cinco y
seis, ¿no?
—Entonces iré allí y llamaré en la puerta. Es una pena que no haya teléfono en las
habitaciones —dijo Mason.
—No, no hay teléfono. Sabe usted, nosotros cerramos por la noche, así es que no
podemos tener servicio en la centralita…, ¿no?
Mason asintió con la cabeza y fue al final del pasillo hasta la puerta número seis y
llamó.
Nadie contestó. Mason, levantando la voz, dijo:
—Garvin, es sólo un momento —y llamó otra vez.
Garvin abrió un poco la puerta y preguntó:
—¿Qué pasa, Mason?
Trataba de ocultar que su irritación se reflejase en su voz.
—He tenido hace un momento un mensaje por teléfono de Paul Drake, mi
detective —dijo Mason.
Garvin abrió más ampliamente la puerta.
—Sí, ¿y de qué se trata?
—Creo que hemos encontrado la razón de por qué su antigua esposa no lo
ebookelo.com - Página 59
molesta de momento. El nombre de él es Alman Bell Hackley. En la actualidad está
viviendo en una hacienda a dos millas al este de Oceanside. Tiene una gran ganadería
en Nevada y al parecer es un Romeo. Las muchachas que estuvieron en el rancho
contiguo a la finca del gomoso ganadero estaban todas locas por él.
—¡Qué noticia! —dijo sin poder disimular el entusiasmo de su voz—. Es de la
clase que necesitamos. ¿Está viviendo en Oceanside ahora, Mason?
—Sí, en una hacienda. Tengo todos los datos de su dirección para ir hasta allí.
—¿Cuáles son?
Mason le dio la información que había recibido de Paul Drake y después añadió:
—No quiero hacer nada a ese respecto esta noche, pero mañana lo buscaremos.
Garvin sacó la mano fuera de la puerta, la tendió y dijo:
—Mason, yo sé que puedo confiar en usted. Está realizando un trabajo magnífico.
Eso confirma lo que siempre he dicho. Cuando un hombre necesita un médico o un
abogado, quiere que sea bueno.
Desde el interior del dormitorio, se oyó la voz de Lorraine diciendo:
—Mejor será no hacernos ilusiones hasta que sepamos más sobre esta nueva
prueba. ¿No lo cree usted así, señor Mason?
—Así lo creo también —dijo Mason—. Bueno, los veré mañana por la mañana.
Buenas noches.
—Buenas noches —dijeron ambos.
Mason se fue y Garvin cerró la puerta y le pasó el pestillo.
Para ir a su cuarto, Mason tuvo que retroceder y atravesar el vestíbulo.
Cuando entró en el vestíbulo, encontró que las luces habían sido ya apagadas.
Sólo había una luz encendida en el escritorio. Las demás habían sido apagadas. Y no
había rastro alguno de la señora Inocente Miguerinio.
En ese momento, Mason se dio cuenta de que había dejado su lápiz automático en
la cabina telefónica.
Con precaución, por la escasa luz, cruzó el vestíbulo, abrió la puerta de la cabina
y estaba recogiendo su lápiz, cuando oyó la voz de una mujer en la cabina de al lado,
que se percibía con claridad.
—Sí, sí —Mason le oyó decir—. Adivinas ya… Sí, querido, crucé la frontera en
Tijuana.
Hubo algunas otras palabras que Mason no pudo oír, y después la voz de la mujer
se elevó un poco.
—Sí, querido… No… Ya lo hice… Mis ojos están cansados de tanto observar…
Mason, con suavidad, abandonó la cabina y tomó nota para el futuro de tener
cuidado con las delgadas paredes que separaban las dos artísticas, pero acústicamente
peligrosas, cabinas del teléfono.
Llegó a su habitación, cerró la puerta y empezó a desvestirse.
Un reloj en el patio sonó melodiosamente, y después de varias campanadas, dio la
hora… las diez.
ebookelo.com - Página 60
Mason apagó las luces, abrió la ventana que daba al Este, aquella que la señora
Inocente Miguerinio le había afirmado tan categóricamente que «no daba a nada», y
se metió en la cama.
ebookelo.com - Página 61
Capítulo 8
Desde alguna parte, fuera de la ventana que daba al Este, llegaban una serie de
estridentes sonidos metálicos lanzados por algún pájaro semitropical y que Mason no
pudo por el momento localizar.
Pero, añadido a la extrañeza del fenómeno, esta ave tenía al parecer los hábitos
del pájaro carpintero y picaba constantemente sobre madera en un lado del edificio.
Finalmente, la irritación de Mason triunfó sobre las fuerzas del sueño y el
abogado echó atrás los cobertores, se sentó en la cama y enfurruñado miró a la
ventana, a través de la cual podía verse el paisaje seco y estéril, que los primeros
rayos del sol tempranero convertían en oro.
En ese momento, el abogado se dio cuenta de que el constante ruido no era del
lado exterior de su habitación y tampoco era hecho por un pájaro: era un quieto y
persistente tan-tan-tan en su puerta.
Descalzo, fue a la puerta y la abrió.
Un muchacho mejicano, de rostro impasible, estaba ante la puerta y preguntó:
—¿El señor Mason?
Mason asintió con la cabeza.
—El teléfono —dijo el muchacho, y se fue, con las sandalias que llevaba puestas
patinando casi sobre los encerados y rojos mosaicos del suelo.
—Oiga, venga aquí —le dijo Mason—. ¿Quién es? ¿Qué…?
—El teléfono —repitió el muchacho por encima del hombro, y continuó andando.
Mason rió, después se puso encima del pijama los pantalones y la chaqueta, y sin
molestarse en ponerse los calcetines, metió los dedos dentro de los zapatos, y en un
estado de completo desarreglo, marchó por el pasillo al vestíbulo.
El vestíbulo estaba desierto; pero la puerta de una de las cabinas telefónicas se
hallaba abierta y el auricular estaba fuera del soporte.
Mason entró en la cabina, tomó el auricular y con alguna precaución dijo:
—Hola.
Una voz impaciente dijo:
—¿Es el señor Mason?
—Sí.
—¿El señor Perry Mason?
—Sí.
—Llaman de Los Angeles. No cuelgue, por favor.
Mason, tirando de la puerta, la cerró. Un momento más tarde, la voz de Drake se
oyó, diciéndole:
—¡Hola, Perry!
—Si —dijo Mason—. ¡Hola, Paul!
—He tenido un problema endiablado para lograr hablarte. Lo estoy intentando
ebookelo.com - Página 62
desde las cinco de esta mañana. Y no pude conseguirlo hasta ahora, hace pocos
minutos. Después, le dije al que contestó si podía hablar contigo; pero el que hablaba
ahí, lo hacía en español, y tuve que volver a decírselo y escoger las palabras. ¿Por qué
diablos no estás en un sitio donde haya servicio de teléfono?
—¿Qué ocurre? —preguntó Mason.
—Tengo una contrariedad y creo que debo hacértelo saber. Uno de mis agentes
cometió un error. Un error comprensible, pero, sin embargo, el resultado es que se
estropeó el trabajo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Mason.
—Que perdimos la pista de Ethel Garvin.
—¡Al diablo! ¿La perdiste tú?
—Así fue.
—¿Cómo pudo suceder eso?
—Es una larga historia, si quieres que te la cuente en detalle. Pero si la quieres en
corto, te diré sólo que la perdimos, y eso fue todo.
Mason pensó por un momento y después dijo:
—Cuéntamela en detalle. No, espera un instante, Paul. La pared entre esta cabina
y la de al lado es tan fina como el papel. Espera un momento que voy a cerciorarme
de que no hay nadie allí. No cuelgues.
Mason dejó el auricular, abrió la puerta de su cabina y atisbo en la otra, abriendo
la puerta; vio que estaba vacía y después, volviendo al teléfono, dijo:
—Bien, Paul. Fui a comprobar…, pues oí anoche trozos de una conversación a
través de la pared que separa ésta de la cabina de al lado. Y ahora, cuéntame, ¿qué
pasó?
—Después de las diez —dijo Drake— fui a ver a mi agente. Pero a esa hora no
había mucho que hacer y no salía ni entraba mucha gente en la casa de
departamentos. Le dije a mi agente que vigilase bien a cualquiera que él creyese que
podía ser importante, y que anotase los números de matrícula de los coches, la hora
de llegada y partida.
»Y aquí fue donde yo cometí el error, Perry. Traté de hacer que un hombre solo
realizase demasiado trabajo.
»Mi agente, desde luego, tenía su coche estacionado en un buen sitio frente a la
casa de departamentos. No había garaje en la vecindad y los inquilinos dejaban sus
coches estacionados en la calle.
—Prosigue —dijo impaciente Mason.
—Quisiste que te lo contase en detalle —dijo Drake— y así te lo estoy contando.
Verás lo que pasó. Un hombre bien vestido y conduciendo un «Buick» dio vuelta a la
manzana, rodando lentamente, y era evidente que buscaba un lugar donde estacionar
su auto. Y por la forma en que procedió, mi agente pensó que ese hombre no vivía en
la casa de departamentos. El tipo, finalmente, encontró un sitio a mitad de la manzana
y dejó el coche estacionado allí, apagó las luces y de prisa cruzó hacia la casa de
ebookelo.com - Página 63
departamentos. Por alguna razón, mi agente tuvo la corazonada de que era un sujeto
que podía interesarnos. Iba bien vestido y parecía tener prisa, como si llegara
demasiado tarde a una cita. En un momento, mi agente decidió ir a ver el número de
matrícula de su coche.
»Como ya te expliqué, mi agente no se atrevió a ir en su propio auto a comprobar
el número de matrícula, por temor a perder el buen sitio de estacionamiento que tenía,
y entonces saltó del coche y fue a pie rápidamente hacia el lugar donde se hallaba el
«Buick».
»Ya había llegado al «Buick», cuando un taxi dio vuelta en la esquina y se paró
frente a los Departamentos Monolith. Ethel Garvin tenía que haber estado esperando
en el vestíbulo, pues salió del edificio, abrió la puerta del taxi y se fueron…, con tal
mala suerte para nosotros, que tomaron la dirección contraria a la de mi agente.
»Mi agente se metió en seguida en su coche, pero no pudo hacerlo lo
suficientemente de prisa para seguir al taxi, pues tenía el motor parado, y mientras lo
ponía en marcha…, bien, al diablo. La perdió de vista. Sabe que era un taxi amarillo,
pero por ir en dirección contraria, no pudo lograr ver el número, y esto es todo.
»En seguida me llamó por teléfono a la oficina para informarme de lo que pasaba.
El agente de noche logró localizar el taxi amarillo y trató de saber adonde había ido
ella. El conseguir esta información nos llevó unos quince o veinte minutos. Y ya era
demasiado tarde. Ella había ido al garaje donde guardaba su propio coche, un cupé
que puede hacer muchas millas por hora. No mencionó adónde iba. Y llevaba un
maletín de noche con ella. Iba vestida con una especie de traje sastre, de falda y
chaqueta oscuras, y mi agente cree que llevaba un pequeño sombrerito ladeado hacia
la izquierda, pero no tiene seguridad de eso.
—¿Qué hora era? —preguntó Mason.
—Las diez y diecinueve. Mi agente entró en la casa de departamentos para
averiguar. Le dijo al empleado que era un taxi que él había pedido. Y el empleado de
la centralita insistió que era ella quien había llamado por teléfono para pedir ese taxi,
y que después había bajado y esperado en el vestíbulo unos tres o cuatro minutos. El
empleado no es particularmente comunicativo. Pero el hecho es que ahora, entre una
cosa y otra, está endemoniadamente sospechoso de todo el truco. Y tratar de sacarle
información sería igual que querer abrir una caja fuerte con un palillo de dientes.
Mason frunció el ceño y meditó sobre la información que acaba de recibir.
—¿Todavía estás ahí al teléfono? —preguntó Drake.
—Aquí estoy —dijo Mason—. ¿Tienes vigilada la casa de departamentos?
—Seguro.
—Entonces, ¿no regresó?
—No. Espera un momento —dijo Drake—. Logramos una información del
empleado, que me olvidé de decírtela. Ella bajó al vestíbulo, y mientras esperaba por
el taxi, sacó dos dólares y le preguntó al empleado del escritorio si podía darle
algunas monedas de veinticinco centavos… Eso tiene que haber sido por alguna
ebookelo.com - Página 64
razón, ¿verdad?
—Y yo te la digo —dijo Mason—. Estaba pensando en llamar por teléfono.
—Eso es exacto —dijo Drake—, pues hizo una llamada de larga distancia.
—Es interesante —dijo Mason.
—Pero, desgraciadamente —continuó Drake— mi secretaria de noche algunas
veces es demasiado considerada. Sabía que yo estaba cansado y que necesitaba
descansar, y entonces no dejó que me llamaran hasta las cinco de esta mañana.
Durante la noche, tengo encargado del trabajo a un muchacho veterano, el cual hizo
todo lo que es usual. Se ocupó de lo del garaje, haciendo la descripción del automóvil
de ella, el número del permiso y todo lo demás, y también averiguó que el depósito
del coche de ella estaba solamente lleno por la mitad cuando salió del garaje. Esto
puede significar alguna cosa, ¿verdad?
»Cuando a las cinco de esta mañana vine a trabajar —continuó Drake— puse a
otro agente al trabajo, lo metí en un auto y lo envié a Oceanside. Le dije que
observara con calma y discreción la casa de Hackley y que viera todo alrededor por si
podía encontrar algún rastro del coche de ella. Si nada encontraba, entonces que
indagase en todas las estaciones de gasolina que estuvieran abiertas durante la noche
en Oceanside y preguntase a los que las atendían si recordaban haber hecho algún
servicio a un coche con esas características. Eso puede darnos una pista. Y espero
recibir pronto noticias de mi agente.
—Muy bien —dijo Mason—. Me parece que has hecho lo mejor que podías.
¿Alguna cosa más?
—Esto es todo, hasta ahora.
—Continúa actuando —dijo Mason—. Yo estaré aquí. Creo que puedo arreglarlo
para que me llamen… Es muy temprano y no parece haber nadie levantado, pero
puedes volver a llamarme si alguna cosa ocurriese, y si no me llamas, entonces te
llamaré yo dentro de una hora.
—Muy bien —contestó Drake—. Y lo siento, Perry.
—No tiene importancia —le dijo Mason—. Esa es una de esas cosas que uno no
puede evitar.
—Te volveré a llamar si hay alguna noticia más —prometió Drake.
El abogado colgó, miró en torno al vestíbulo, no encontró a nadie y fue adonde
habían dejado sus coches la noche anterior.
Había media docena de coches al lado del de Mason y del de Garvin, en el paseo
de grava. El muchacho mejicano de rostro impasible que había ido a avisar de la
llamada del teléfono a Mason estaba sentado en uno de los tramos de la escalera
tomando el sol de la mañana.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Mason.
—Pancho —contestó el muchacho sin levantar la vista.
Mason sacó un dólar del bolsillo, se lo tendió al joven y éste prontamente
extendió una mano esperando. Mason le puso el dólar en la palma de aquélla.
ebookelo.com - Página 65
—Gracias —dijo el muchacho sin levantarse.
Mason sonriendo, dijo:
—No eres tan tonto como pareces. Si contestaste al teléfono, sabías el número de
mi habitación y me fuiste a buscar, es porque eres un muchacho inteligente. Siéntate
allí y está atento a ese teléfono. Si llama otra vez, contesta. Y si es para mí, me vienes
a buscar rápido. ¿Me has comprendido?
—Sí, señor.
—Espera un momento —dijo Mason—. ¿Lo comprendiste todo bien? ¿Entiendes
el inglés?
—Sí, señor.
—Muy bien —dijo Mason—. Si el teléfono llama otra vez y es para mí, te daré
otro dólar.
Mason retrocedió unos pasos, atravesó el vestíbulo y se fue a su cuarto. Se duchó,
afeitó y cambió de ropa, y estaba ya listo para pedir el desayuno, cuando oyó las
sandalias en el pasillo y un suave tap-tap-tap en la puerta.
Mason abrió.
El mismo muchacho estaba de pie en el pasillo y dijo:
—El teléfono.
—Un momentito —dijo sonriendo Mason.
El muchacho se detuvo.
Mason sacó otro dólar del bolsillo.
La cara del muchacho se iluminó con una sonrisa.
—Gracias —dijo, y se fue por el pasillo.
Mason lo siguió y encontró la puerta de la cabina telefónica abierta. Tuvo la
precaución de cerciorarse antes de que en la otra cabina no había nadie y después
tomó el auricular y dijo:
—Hola —y esperó hasta que oyó la voz de Paul Drake en el hilo—. Hola, Paul —
dijo Mason—. ¿Qué noticias tienes?
La voz de Drake llegaba tan rápida que las palabras parecían enchufarse unas en
otras, haciendo un ruido de matraca a través del auricular.
—Entérate de esto, Perry —dijo Drake—. Y entérate de prisa. Estamos sentados
en un barril de dinamita. Mi agente encontró a Ethel Garvin.
—¿Dónde? —preguntó Mason.
—En Oceanside, a unas dos millas al sur de la ciudad, sentada en su coche y
estacionada a unos quince o veinte metros de la carretera en el lado del océano,
muerta como un pez y con un agujero de bala en la sien izquierda. En principio, no
parece haber muchas probabilidades de que se haya disparado el tiro a sí misma.
Estaba caída sobre el volante, todo estaba revuelto y había un poco de sangre
alrededor. La ventanilla por el lado del volante, estaba abierta, y el revólver con el
que al parecer se cometió el crimen estaba tirado en el suelo, directamente debajo de
la ventanilla abierta. Ella pudo pasar el brazo en torno a la cabeza y arreglárselas
ebookelo.com - Página 66
poniendo el revólver hacia abajo para dispararse el tiro; pero ésta es una posición
demasiado forzada y también un ángulo demasiado violento para que una mujer que
intenta suicidarse se dispare un tiro.
—¿Y qué hay respecto a la policía? —preguntó Mason.
—Esa es precisamente la cuestión —dijo Drake—. Mi agente está trabajando.
Descubrió el cadáver y nadie más sabe…, por ahora…, que está allí. Me lo comunicó
a mí y va a notificárselo a la policía; pero utilizando un camino largo y con rodeos.
Llamará primero a la oficina del sheriff en San Diego. El cadáver está al otro lado de
la ciudad, fuera del límite de Oceanside, y así pues, técnicamente, está en su derecho
llamando a la oficina del sheriff y al médico forense… Bien, escucha esto, Perry. Mi
agente es demasiado inteligente para tocar el revólver ni nada que pudiera estropear
la prueba, pero está seguro de que lo vio todo bien. Y parece ser que él cree que allí
se detuvieron dos coches, uno al lado del otro, y que uno de los coches se fue…
Agachándose, pudo ver el número del revólver. Es un «Smith y Wesson», calibre 38,
y el número es S64805. Voy a discurrir la forma de localizar al dueño de ese revólver
antes de que la policía consiga toda la información. Quizá estemos un poco más
avanzados que ella.
—Muy bien —dijo Mason—. Ahora te dejo. Procura Conseguir algo antes que
ellos, y si es posible continúa conservando la ventaja.
—¿Garvin y su esposa están ahí contigo?
—Están aquí, sí —dijo Mason—. Pero no conmigo.
—¿Quieres que haga algo respecto a ellos?
—Diablos, no —dijo irritado Mason—. No quiero hacer nada respecto a ellos.
Quiero que estén aquí. Garvin no puede cruzar la frontera e ir a los Estados Unidos
sin ser arrestado por bígamo. Y no quiero que esto suceda.
—He tenido alguna dificultad para conseguir esta llamada —dijo Drake—. Creo
que se debe a que es para el otro lado de la frontera… Y ahora, Perry, hice una cosa
por mi cuenta que creo te parecerá bien.
—¿Qué fue?
—Llamé a Della Street tan pronto como tuve la noticia y le dije que preparase
alguna ropa, tomase su coche y saliese para Oceanside lo antes posible… Allí está mi
agente, trabajando como si fuera un tonto. La forma en que hace las llamadas es para
darnos oportunidad de ganar tiempo y que ellos se atrasen. Cuando llamó a la oficina
del sheriff en San Diego, lo hizo de forma que el hecho apareciese como un suicidio
corriente. La oficina del sheriff, probablemente tiene algún auxiliar en Oceanside.
Telefonearán a ese auxiliar para que vaya a enterarse de lo ocurrido. Después, el
auxiliar se encontrará con que es un crimen y volverá a llamar a la oficina del sheriff,
y mientras tanto, pasará algún tiempo antes de que el sheriff y el médico forense
lleguen allí. El cadáver no será tocado hasta que el médico forense y el sheriff
lleguen, y esto será una oportunidad para ti si te das prisa.
—¡Campanas del infierno! —exclamó Mason—. De prisa…, ése es mi primer
ebookelo.com - Página 67
apellido. Estoy contento de que le dijeses a Della que viniese. Puedo necesitarla para
que tome algunas notas.
—Le dije que lo observase todo allí y anotase cuanto le sea posible —dijo Drake
—. Tú puedes llegar allí, desde Tijuana, tan pronto como ella desde Los Angeles, o
quizá antes; depende de las condiciones del tráfico y también a causa del retraso que
yo he tenido para lograr esta llamada.
—Muy bien —dijo Mason—. Ya me voy.
Colgó el auricular y fue corriendo por el pasillo a su habitación, metió sus cosas
en el maletín y salió al vestíbulo.
Pancho estaba sentado en los escalones de la entrada.
—Pancho —dijo Mason—. Tengo dos amigos aquí, el señor y la señora Garvin.
Ocupan las habitaciones números cinco y seis. Cuando se levanten, diles que tuve que
irme por causa de mis asuntos, y que alguien que ellos conocen, murió. Que esperen
sin moverse hasta que reciban mis noticias. Que no vayan a ninguna parte. Diles que
esperen precisamente aquí. ¿Has comprendido?
—Sí, señor.
—No he pagado mi cuenta del hotel. Aquí tienes veinte dólares. ¿Quieres
dárselos a esa mujer que está en el escritorio para que cobre el importe de mi
habitación, por favor?
—Sí, señor.
—Muy bien —dijo Mason—. Hasta la vista.
Echó su maletín dentro del coche, abrió la portezuela y se metió en él, y estaba
buscando la llave del motor para ponerlo en marcha, cuando Pancho, salió del
escritorio sonriendo y le dijo en un excelente inglés.
—Sus llaves, señor Mason. Las dejó en el cajón del dinero en el escritorio, por si
el jardinero o yo teníamos que cambiar de lugar sus coches durante la mañana.
Solamente que mi tía, la señora Inocente Miguerinio, es muy cuidadosa y recoge el
dinero del cajón cuando se va a la cama.
Mason, sonriendo, tomó las llaves y le dijo:
—¿Hablas muy bien el inglés, verdad, Pancho?
—¿Para qué diablos cree usted que voy al colegio? —le preguntó Pancho.
ebookelo.com - Página 68
Capítulo 9
Perry Mason disminuyó la marcha del coche cuando vio a un pequeño grupo
delante.
Al Norte, los lejanos edificios de Oceanside resaltaban de blancura a la luz del sol
de la mañana. Al Este de la carretera había un llano y más allá, detrás de él, el
espumoso azul del océano se extendía tranquilo y en calma bajo un cielo sin nubes.
Mason estacionó su coche a uno de los lados de la carretera.
Un agente de tráfico, uniformado, estaba haciendo un valiente intento para
conseguir que éste continuase sin detenerse; pero era permitido que los coches se
apartaran a un lado de la carretera y se estacionaran allí.
Mason se unió al grupo y el auxiliar del sheriff le advirtió que se retirase.
—El médico forense no ha llegado aún —dijo—. Así es que váyase para allí y
espere.
Mason se dirigió adonde el auxiliar le había señalado.
El agente de Paul Drake lo vio, acudió en seguida a saludarlo y le dijo:
—Soy agente de Drake. Fui yo quien encontró el cadáver. ¿Puedo servirlo en
algo, señor Mason?
Mason lo sacó fuera del grupo y le dijo:
—¿Observó usted algo por estos alrededores?
—Seguro que observé —contestó el detective—. No hice ninguna cosa ilegal, ni
dejé huellas mías, pero lo observé todo.
—¿Y qué sabemos del revólver?
El hombre abrió un librito de notas y dijo:
—Aquí tiene usted el número del revólver.
Mason comprobó el número con el que él había escrito en su libreta de notas y
dijo:
—Paul Drake me lo dio por teléfono. ¿Cuántas balas fueron disparadas?
—Solamente una. El arma es un «Smith y Wesson», calibre 38. Un revólver de
doble acción. Todos los cartuchos están cargados y el percutor está apoyado sobre el
que fue disparado. El disparo fue en el lado izquierdo de la cabeza.
—¿Algunas quemaduras de pólvora? —preguntó Mason.
—Creo que sí. El cabello parece que está quemado. No pude acercarme lo
suficiente para ver.
—¿Llevaba guantes?
—Sí.
—¿Alguna otra cosa más que sea interesante?
—Hay una cosa que puede ser importante —dijo el hombre—. La llave de
contacto estaba cerrada. Yo me incliné lo suficiente para ver el indicador de gasolina.
Y el depósito estaba completamente lleno.
ebookelo.com - Página 69
—¿Preguntó usted en las estaciones de gasolina en Oceanside?
—Así lo hice.
—¿Y averiguó algo sobre el lugar donde llenó el depósito?
—Investigué en todas las estaciones que están abiertas durante la noche. Ninguno
de los que las atienden recuerda un coche que responda a esa descripción.
—Bien, pregunté otra vez, cuando se vaya de aquí —le dijo Mason—. Es
importante. Ahora voy a inspeccionar por aquí, por si encuentro algo.
El abogado se fue hacía el coche de la víctima, lo más cerca que el auxiliar lo
permitía, y después empezó a caminar alrededor de aquél y a observarlo todo con
detenimiento.
El cadáver estaba echado hacia el lado derecho del volante. Una mano enguantada
se había introducido entre los rayos del volante y la presión del cuerpo al caer había
empujado el brazo, sujetándolo fuertemente contra aquéllos.
El agente de Drake siguió a Mason.
—¿Estaban encendidas las luces del coche cuando lo encontró usted? —preguntó
Mason.
—No, todo estaba exactamente como usted lo ve ahora. Pudo haber sido un
suicidio.
—Pero, ¿por qué diablos —preguntó Mason— tendría que haber venido hasta
aquí y ponerse a un lado de la carretera para eso? Es más, una mujer que piensa en
suicidarse, no se preocuparla de que su depósito de gasolina estuviese lleno.
Mason caminó alrededor del coche una vez más y lo miró todo con detenimiento.
Entonces se dio cuenta de que había numerosas manchas en el parabrisas, producidas
por los mosquitos nocturnos que se habían estrellado contra aquél mientras el coche
corría velozmente a través de la noche.
—¿Alguna posibilidad de que fuese asesinada en otro lugar y después el coche
haya sido conducido aquí? —preguntó Mason.
—No había pensado en eso.
—¿Ha visto usted a mi secretaria, Della Street?
—Creo que no la conozco.
—Una muchacha bonita… Aquí llega en este momento.
Della Street, conduciendo rápidamente desde el Norte, redujo la marcha de su
coche. El agente de tráfico le hizo seña para que siguiese adelante. Ella contestó con
un movimiento afirmativo de cabeza, sonriendo, y condujo el coche un poco más allá,
lo estacionó, se apeó y regresó caminando.
—¿Vio usted algunas huellas de pisadas alrededor del coche cuando llegó aquí?
—le preguntó Mason al agente, mirando de soslayo a Della Street.
—Nada he visto, al menos alrededor de ese coche. Evidentemente, a este sitio
vienen muchas parejas para divertirse un poco. Se puede ver que multitud de coches
han estado aquí de tiempo en tiempo, al extremo que han marcado un camino regular
desde aquí hasta la carretera principal. Por el aspecto de las huellas, se ve que
ebookelo.com - Página 70
acostumbran estacionarse y luego dan la vuelta… Pero allí no había huella de pisada
alguna que yo pudiera ver y sí sólo las de los autos… Desde luego, todo está revuelto
ahora. Fueron cientos de personas las que vinieron aquí a diferentes horas. Vienen y
andan por aquí como bobos, hasta que la policía los echa fuera y…
Della Street, con su aire serio y competente, vestida con un traje sastre, se unió a
ellos:
—Hola, Jefe —dijo.
—Hola, Della. Siento haberte hecho madrugar. ¿Traes tu libreta de notas?
—Aquí está, en el bolsillo de mi chaqueta.
—Este es el agente de Paul Drake. Me estaba contando lo de las huellas.
Continúe. Esta señorita es mi secretaria.
—Bueno, como le estaba diciendo —continuó el agente—, éste es un sitio para
meriendas y diversiones. Un pequeño trozo de meseta. Ahora bien, en el lado
izquierdo, había estado estacionado un coche, y allí había huellas de su partida en el
polvo del camino, pero la mayor parte de ellas desaparecieron antes de que la policía
llegara y apartase a la gente de allí.
»Yo mismo dejé unas cuantas huellas mías alrededor de ese coche. Hice un poco
el tonto en eso, de acuerdo… Pero le dije a la policía que había tenido que acercarme
para ver si estaba muerta o borracha, o si había alguien más en el coche. Pero que no
había ninguna huella de pies alrededor cuando yo llegué. Si alguien más estuvo en
ese coche, seguro que no dejó huellas de sus pasos cuando se fue.
Se oyó el sonido de una sirena viniendo de la dirección de San Diego. Un coche
con dos faros rojos encendidos se hacía visible ya a distancia rodando velozmente por
la carretera. El auxiliar del sheriff preguntó:
—¿Dónde está el hombre que descubrió el cadáver? Oiga usted, venga para acá.
El agente de Drake salió del lado de Mason y se fue a donde estaba el auxiliar.
Mason le dijo a Della:
—Creo que ya he conseguido todo lo que podía aquí. Tú obsérvalo todo desde el
punto de vista de una mujer. Voy a llamar por teléfono a Paul Drake. Ven a reunirte
conmigo en el aeropuerto.
Mason llamó a la oficina de Drake desde Oceanside:
—¿Conseguiste averiguar algo sobre ese revólver, Paul? —le preguntó.
—Estoy trabajando en eso —contestó Drake—. Tengo el nombre del primitivo
dueño.
—¿Quién es?
—Un tal Frank L. Bynum, que vive en Riverside. Tengo varios agentes realizando
averiguaciones sobre él. Aún no hemos podido ponernos en contacto con él.
—Muy bien —dijo Mason—. Della ya ha llegado aquí. Voy a contratar un avión
particular y regreso a ésa. Hay algo fantástico en este caso. Tengo la impresión de que
ella conducía por la carretera de la costa a gran velocidad. El parabrisas está
completamente manchado a causa de los insectos voladores que se estrellaron contra
ebookelo.com - Página 71
él, y créeme que donde golpean lo hacen duro. Todo el parabrisas está manchado.
—Desde luego, iba con prisa —dijo Drake—. No hubiera salido a esa hora,
escapándose a mi agente, solamente por el placer de dar un paseo en coche.
—Ahí está el asunto —dijo Mason—. Tiene el depósito de gasolina lleno. Tiene
que haberlo llenado en Oceanside, aunque hasta ahora ninguno de los empleados de
las estaciones de gasolina la ha identificado. Pueden no recordar el coche, pero
cuando vean el cadáver, acaso sea diferente. Sin embargo, no creo que la identifiquen.
»Y ahora, si puedes explicarme por qué una mujer va vertiginosamente por la
carretera, se detiene para llenar su depósito de gasolina en Oceanside y después
vuelve a la carretera y se suicida, te doy de premio una pluma estilográfica.
»Y por otro lado, si puedes explicarme por qué una mujer que va a tanta
velocidad por la carretera de la costa, repentinamente sale de la carretera, se dirige a
un sitio de estacionamiento corrientemente utilizado por parejas que buscan un poco
de diversión y espera allí a que la maten, entonces te daré también el segundo premio,
que consistirá en un reloj de veintiún rubíes… que marcha hacia atrás…
Drake rio y dijo:
—Es demasiado para mí, Perry.
—Usa tu cabeza —dijo Mason—. ¿No ves lo que eso significa? Le llenan el
depósito de gasolina y sin embargo no le lavan el parabrisas, como acostumbran
hacer.
—¡Oh, oh! ¿Quieres decir que se lo llenaron en un rancho?
—En una bomba de gasolina en un rancho, Paul. Ya sabes lo que quiero decir.
—Comprendo, Perry. ¿Quieres que vayamos a verlo?
—Todavía no. Primero averigua lo de ese revólver. Probablemente ya lo sabrás
cuando esté ahí de regreso. Della se halla averiguando cerca del lugar donde está el
cadáver, para interpretar las cosas desde el punto de vista de una mujer, y yo voy a
conseguir un avión y haré que pongan a calentar el motor. Pronto subiremos en él. A
ver si consigues averiguar lo del revólver para cuando nosotros lleguemos. Me
gustaría conservar ventaja sobre la policía en eso.
—Muy bien —dijo Drake—. En cualquier momento encontraremos a Bynum.
Mason, después de haber fletado el avión, esperó a Della Street en el aeropuerto.
—¿Descubriste alguna cosa? —le preguntó cuándo llegó.
—Sí. No tenía puesto el sombrero. En el coche no había rastro alguno de
sombrero. El agente de Drake cree que llevaba puesto un sombrero cuando salió. Eso
puede ser muy significativo.
—Quizá se lo quitó y después olvidó de ponérselo —dijo Mason.
—Quizá, pero las mujeres no acostumbran hacer cosas de ésas. Y hay algo más.
Alguien entre la multitud de curiosos, dijo que una persona que vivía cerca de la casa
había visto un coche estacionado allí con las luces encendidas. Y cuando el agente de
Drake encontró el coche tenía las luces apagadas. Estas, según el testigo,
permanecieron encendidas unos cinco o diez minutos, pues su reflejo daba en el
ebookelo.com - Página 72
dormitorio de ese señor y le molestaba. Pero no oyó ningún disparo.
—Puede haber sido algún otro coche el que ese vecino vio.
—Ese es el asunto —dijo Della Street—. Pudo haber sido una pareja de las que
van allí para un poco de diversión.
—¿Una pareja divirtiéndose con las luces encendidas? —preguntó Mason.
Della Street rió y dijo:
—Bueno, te estoy diciendo todo lo que creo que pudo ser.
El piloto, acercándose a ellos, dijo:
—Muy bien, el avión está listo, si ustedes, amigos, quieren subir.
Mason y Della Street se metieron en la pequeña cabina. El piloto condujo el
aparato a la pista de despegue y alzó el vuelo.
—Drake está localizando al primitivo dueño del revólver, un tal Frank Bynum, de
Riverside —dijo Mason—. Tendrá algo concreto para cuando nosotros lleguemos. Lo
llamaré tan pronto como aterricemos en el aeropuerto de Los Angeles. Me gustaría
ganarle la partida a la policía en las averiguaciones sobre ese revólver.
Permanecieron en silencio mientras el avión volaba con mal tiempo sobre los
cerros cerca de San Juan Capistrano; después contemplaron el paisaje que iba
pasando despacio bajo el aparato. Barrios de viviendas se hacían más y más
numerosos, hasta que finalmente los viajeros estuvieron sobre la ciudad y el avión fue
bajando y aterrizó en el aeropuerto.
—Llama a Paul Drake mientras yo hago cuentas con el piloto —le dijo Mason.
Y Della Street, sin replicar, se fue derecha al teléfono.
Mason pagó al piloto y se dirigió de prisa a la cabina telefónica del aeropuerto. Y
tan pronto como vio la cara de Della Street, a través del cristal de la puerta de la
cabina, ya comprendió que aquélla estaba recibiendo noticias concretas sobre el
revólver.
Della Street abrió la puerta de la cabina y dijo:
—Frank L. Bynum ha sido localizado. Dijo que el revólver se lo dio a su hermana
para su protección. Y que vive en los Departamentos Dixieland, en el número 206.
Drake desea saber si quieres que la llame.
—Dile a Paul Drake que mantenga a ese Bynum tan ocupado, que no pueda ir al
teléfono, y que yo visitaré a su hermana —dijo Mason—. Y tú, Della, toma un taxi
para ir a la oficina. Allí llama a Edward Garvin, al Hotel Vista de la Mesa, en
Tijuana. Cuando se ponga al habla, lo primero que tienes que conseguir de él es la
lista de los accionistas a quienes puedas llamar para que asistan esta tarde a la
reunión. Después que haya hecho eso, le dices lo que ha sucedido. Dile que continúe
en Méjico. Que no deje que la policía lo traiga aquí para identificar el cadáver o con
cualquier otro pretexto. Esa acusación de bígamo está todavía pendiente y puede ser
arrestado si pone los pies en los Estados Unidos. Que no abra la boca si van a hacerle
preguntas los reporteros. No le des demasiados detalles sobre la muerte de su esposa.
Le dices sencillamente los hechos escuetos. Bueno, eso es todo.
ebookelo.com - Página 73
Y Mason se metió en un taxi.
* * *
ebookelo.com - Página 74
algún sitio donde yo no lo pudiera encontrar o bien más tarde volvió usted y lo
recogió.
Ella se sobrepuso rápidamente y dijo:
—Me estoy vistiendo, señor Mason. Yo…
—Quiero saber cosas sobre ese revólver…
—Si usted se sienta —dijo ella— hasta que yo termine de vestirme… Ya ve usted
que el departamento es muy pequeño. Así es que me llevo la ropa para el baño y…
—Dígame algo de ese revólver —insistió Mason.
—Le he dicho a usted que no había ningún revólver.
—El revólver —continuó Mason— le fue dado a usted por su hermano, Frank L.
Bynum, que vive en Riverside. Y a alguna hora de esta mañana, ese revólver fue
utilizado para matar a la señora Ethel Garvin. Más pronto o más tarde, tendrá usted
que comparecer como testigo y habrá de decirle al Jurado lo que sabe sobre ese
revólver y lo que estaba haciendo en la escalera de salvamento, vigilando la oficina
de la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin». Ahora, puede ser
buena ocasión para un ensayo… Es una manera de advertirle que puede usted
preparar su historia.
—Señor Mason, yo… ese revólver… Ethel Garvin… ¡Dios santo!
—Sí. Continúe, y cuénteme su versión —dijo Mason.
La muchacha se sentó como si sus rodillas no la sostuviesen en pie.
Hubo un momento de silencio. Después, Mason dijo:
—Si la mató usted, lo mejor que puede hacer es no hablar conmigo ni con nadie
de ello hasta que vea a su abogado. Pero si hay alguna otra explicación, quiero
saberla. Estoy tratando de defender a Edward Garvin.
—¿Él es…, él es su cliente?
—Sí.
—¿Y cómo se encuentra él complicado en todo esto?
Mason sacudió la cabeza impaciente y dijo:
—Empecemos. ¿Cómo se mezcló usted también en todo esto?
—Yo…, yo no sé.
—¿Qué hay sobre ese revólver?
—El revólver me fue robado hace varias semanas —dijo ella—. Yo acostumbraba
guardarlo aquí en el cajón de esta cómoda. Mire, le enseño a usted donde estuvo.
Se inclinó hacia el cajón y dijo:
—Ve usted, estaba aquí, en este rincón.
Mason no se movió siquiera de su silla. Sacó una pitillera, la abrió y le ofreció un
cigarrillo a la muchacha.
Ella lo rehusó con un ademán de cabeza y se quedó mirando al cajón.
—Vea usted, puede ver el sitio; aquí en este rincón era donde yo lo guardaba. El
cartón de la caja donde estaba, todavía tiene rastros del aceite del revólver. Yo no
quería ponerlo cerca de mi ropa, porque estaba engrasado y… Mi hermano, sabe
ebookelo.com - Página 75
usted, leyó mucho sobre la reciente ola de crímenes y sobre muchachas que eran
molestadas… Pensó que sería una buena cosa para mí el tener algo con que pudiera
protegerme, y me dijo que yo nunca contestase a llamadas a la puerta de noche y…
—¿Cuando vio usted su revólver la última vez?
—Le digo a usted que no lo sé. Me daba cuenta de que estaba aquí cuando abría
el cajón para buscar mis cosas. Ve usted, aquí guardo mis medias y alguna ropa
interior. Hace poco tiempo…, oh, no recuerdo bien, quizá tres o cuatro semanas…,
que aún lo vi.
—La otra noche cuando yo la sorprendí a usted en la escalera de salvamento,
llevaba un revólver en la mano. Usted sabía que yo la había descubierto. Entonces,
arrojó el revólver abajo, a la callejuela. Me ganó la mano en ir a buscarlo. Cuando fui
allí y busqué el revólver no lo encontré. Recuerdo que había algunas cajas y barriles
de basura y de papeles. Les eché una mirada por curiosidad solamente. Pensé que el
revólver estaría tirado en el pavimento. Pero no estaba allí. Entonces ¿qué pasó con
ese revólver?
—Le digo a usted que me fue robado y…
—Y yo la vi a usted con él hace dos noches —dijo Mason.
—¿Puede usted asegurar que era el mismo revólver?
Mason sonrió y dijo:
—No, señorita fiscal del Distrito, no puedo asegurar que fuera el mismo revólver,
pero puedo asegurar que era un revólver. Y la policía va a querer saber mucho más
sobre él.
Ella dudó un momento, y después dijo:
—Señor Mason, puedo asegurarle que no sé quién tiene ese revólver. Eso es todo
lo que hay. Usted está en lo cierto. Yo tenía el revólver y lo tiré.
—¿Y qué estaba usted haciendo afuera, en la escalera de salvamento?
—Estaba vigilando a alguien en la oficina de la «Compañía de Exploración y
Explotación de Minas Garvin».
—¿A quién?
—Francamente, yo estaba allí para investigar ciertas actividades nocturnas en la
oficina. Imagínese mi sorpresa, cuando la puerta del despacho se abrió y la persona
que entró no era la que yo esperaba, sino una mujer… Esa mujer, según supe después,
era la primera esposa de Edward C. Garvin.
—¿Y qué hizo ella?
—No tuve oportunidad de ver todo lo que hizo. La intromisión de usted, señor
Mason, me desconcertó. Pero tenía un manojo de papeles en la mano que ahora creo
que eran poderes y estaba abriendo el cajón del archivo de los poderes, cuando las
actividades de usted me impidieron continuar vigilando… y desgraciadamente me
eliminaron de mi trabajo.
Mason pensó sobre eso.
—¿Por qué estaba vigilando la oficina, en primer lugar? ¿A quién iba usted a
ebookelo.com - Página 76
espiar?
Ella se frotó los ojos y abrió la boca desmesuradamente.
—Creo que es el tesorero. Su nombre es Denby.
—¿Lo conoce usted a él?
—Sí.
—¿Mucho?
—No muy bien. Solamente lo conozco de vista.
—¿Y porqué estaba espiándolo?
—Porque mi madre tiene hasta el último centavo de su dinero invertido en esa
compañía y yo tenía miedo de que algo marchase mal.
—Ahora ya empezamos a llegar a alguna parte —dijo Mason—. ¿Qué fue lo que
la hizo a usted pensar que algo marchase mal?
—Pensé que allí había algo…, bueno, algo anormal.
—¿Pero qué fue lo que le hizo a usted pensarlo así?
—Mi madre recibió un poder por correo —dijo ella—. Ella siempre le da los
poderes al señor Garvin. Creo que todos hacen igual. Los accionistas estaban
satisfechos con la compañía. Ganaban dinero, y…, bueno, creo que eso es todo lo que
ellos querían: ganar dinero.
—Déjese usted de andar con rodeos —repuso Mason—. Usted sabía que alguna
cosa andaba en el aire. Y estaba en la escalera de salvamento con un revólver en la
mano. No creo que llevara ese revólver solamente como adorno; usted lo llevaba con
un especial y particular propósito.
—Simplemente lo llevaba para mi defensa propia, señor Mason —replicó ella—.
De hecho, he llevado ese revólver en mi bolso varias veces, cuando he salido tarde
por la noche. Estoy empleada como taquígrafa y algunas veces tengo que trabajar
hasta muy tarde. El autobús de línea está a tres calles desde aquí. Y tengo que
caminar esas tres calles desde la parada del autobús hasta esta casa de departamentos.
Y en la forma en que están las cosas…, bueno, una lee en los periódicos las noticias
sobre muchachas que han sido asaltadas y… Bien, por eso llevaba el revólver. Y por
eso fue que mi hermano me lo dio. Creo que no debiera haberlo llevado sin permiso,
pero usted quería saber los hechos y ahí los tiene. Y a decir verdad, son bien simples.
—¿Y por qué sacó usted el revólver de su bolso y lo tenía en la mano cuando
estaba afuera, en la escalera de salvamento?
—Porque sentía miedo. Yo no sabía lo que podría sucederme si me descubrían
allí.
—¿Y qué estaba usted haciendo en la escalera de salvamento?
—Como le estaba diciendo a usted, señor Mason, mi madre había recibido el
poder corriente y lo había firmado, y después, cuando nosotras circunstancialmente
hablamos de la compañía, fue cuando ella me dijo que había recibido otro poder y
que también lo había firmado. No pude comprender por qué le habían enviado dos
poderes, pero no le di mayor importancia, hasta que ella mencionó que ese poder
ebookelo.com - Página 77
tenía una redacción un poco diferente de la acostumbrada; ese poder citaba el número
del certificado de las acciones del señor Garvin. Nosotras nos inquietamos por esto y
fui a la oficina a preguntarle a la muchacha encargada la fecha de la reunión de los
accionistas y unas cuantas cosas más y después le dije quién era yo y le pregunté si
podía ver el poder firmado por mi madre.
—¿Y qué sucedió?
—Bueno, ella fue a preguntarle a este señor Denby, y entonces el señor Denby
vino junto a mí todo sonriente y cortés, y me dijo que estaba realmente complacido
en permitirme ver el poder que mi madre había enviado firmado. Fue al archivo y
tomó un poder, que debía ser el primero que le habían enviado a mi madre. Estaba
redactado a favor de E. C. Garvin. Y en éste no había nada sobre el número del
certificado.
—¿Y entonces usted volvió allí de noche y subió por la escalera de
salvamento…?
Ella le interrumpió y dijo:
—Y usted está tratando de hacer que todo esto suene a absurdo, ¿verdad, señor
Mason?
—Bueno, a decir verdad, a mí esto me suena un poco absurdo.
Ella contuvo un bostezo. Después, poniéndose la mano sobre la boca, bostezó ya
sin poder evitarlo. Sus ojos parecían cansados por la falta de sueño.
—Prosiga —dijo Mason.
—Puede usted llamarle a eso una intuición femenina, si así lo quiere. Yo no sé
por qué, pero siempre he seguido mis presentimientos. Cuando estuve allí para
averiguar esos datos, vi que la Agencia de Detectives Drake estaba instalada en el
mismo edificio y que había un letrerito al lado de la puerta que decía que esa Agencia
estaba abierta toda la noche y todo el día, y que las personas que fuesen a visitarla, no
tenían necesidad de registrarse ni a la entrada ni a la salida del ascensor.
»Me quedé pensando sobre ello y finalmente decidí ir allí y hablar con la Agencia
de Detectives Drake. Entonces, tuve una brillante idea. Me acordé de que un rellano
de la escalera de salvamento estaba al pie de la ventana de las oficinas de esa
compañía de Minas. Salí del ascensor en el piso de Drake y encontré las escaleras
interiores; subí dos pisos y descubrí el rellano que daba a la escalera de salvamento.
»Salí a él, bajé un piso y me encontré con que el rellano estaba exactamente al pie
de la ventana de la oficina que yo quería.
»La ventana se hallaba un poco abierta. No estaba cerrada con pasador. Y yo
sentía la tentación de entrar, cuando de repente vi reflejada una sombra contra el
cristal de la puerta de la oficina por el lado exterior. Comprendí que llegaba alguien…
Había una luz de noche en el pasillo y ésta era la que reflejaba la sombra de una
persona en el acto de introducir la llave en la puerta de la oficina desde el pasillo.
»Yo estaba llena de pánico. Estaba…, bueno, señor Mason, yo…, yo ya había
estado pensando en entrar y echarle una mirada a los poderes archivados, tomándolos
ebookelo.com - Página 78
del cajón de donde el señor Denby había sacado el de mi madre cuando me lo enseñó.
Incluso tenía ya echada una pierna sobre el marco de la ventana para saltar al interior.
—Continúe —dijo Mason.
—Bueno, me bajé rápidamente y me quedé esperando en la escalera. Después,
aquella persona encendió las luces y me di cuenta que el reflejo de ellas iluminaba la
ventana y que podían verme. Entonces, bajé por la escalera de salvamento, y fue
cuando usted se irguió de su butaca y yo lo vi y mi falda se levantó y… Bueno,
francamente, señor Mason —dijo ella sonriendo ya desarmada—, yo estaba en lo que
considero un apuro endiablado.
—Usted me parece una joven muy resuelta —dijo Mason.
—Lo soy y…, señor Mason, siento lo que entonces hice…, el pegarle en la cara.
—Usted debiera sentirlo. Y yo debo devolverle ese golpe.
Ella se rió y dijo:
—Usted fue tan decente en…, bueno, en todo. Yo no creía que debiera decirle
entonces a usted todo lo que había sucedido y lo que yo estaba haciendo allí y…
presentí que usted no me creería nunca si trataba de explicárselo; y yo estaba
desesperada.
—Y usted me lo está diciendo ahora todo con facilidad —repuso Mason.
—Las circunstancias son enteramente diferentes. Usted me ha encontrado. Y yo
me supongo lo que eso significa…, oh, apuesto a que lo sé.
—¿El qué? —preguntó Mason.
—Que usted ha encontrado ese revólver —exclamó ella—. Yo, me preguntaba
qué habría sucedido con él.
—Bueno, supongamos que usted me dice algo más sobre el revólver —invitó
Mason.
—Yo no lo tiré a la calle. Hice un movimiento con mi mano como si lo fuera a
tirar, pero no lo tiré. Hice el ademán y después puse el revólver en la escalera de
salvamento, pegado a la pared del rellano. Después, intenté regresar y recuperarlo,
pero… cuando tuve oportunidad de hacerlo, el revólver había desaparecido. Me
supuse que usted se había dado cuenta de lo que había sucedido y que regresó allí y lo
encontró. Usted tiene que haberlo hecho así, para descubrir por el número del
revólver que era mi hermano quien lo había comprado y… así fue cómo sucedió.
—¿Y cómo supo usted que el revólver había desaparecido, Virginia? —dijo
Mason.
—Estuve allí la noche pasada y también la anterior —repuso ella—. Y esta
última, durante toda la noche. Por eso es que tengo este sueño terrible esta mañana.
Ese asunto me tuvo trabajando toda la noche… y estuve cerca de morirme de frío en
la noche anterior. Le digo, señor Mason, que miré largo tiempo dentro de su oficina,
con verdaderas ansias de entrar en ella, pues hubiera dado cualquier cosa por poder
calentarme.
—¿Estuvo usted allí esta noche? —preguntó Mason.
ebookelo.com - Página 79
—Toda la noche.
—Me gustaría que me dijera algo más sobre eso.
—Bueno —dijo ella—. Esperé hasta que la mujer de la limpieza se fue. Después,
hice exactamente como había hecho antes. Fui al piso donde está la oficina del señor
Drake. El portero que de noche maneja el ascensor, me conoce ya y a esas alturas
nosotros éramos ya grandes amigos.
—Bien, fue usted al piso de la oficina de Drake, ¿y después qué?
—Subí dos pisos por las escaleras y luego fui al rellano de la escalera de
salvamento y tomé posiciones. Busqué el revólver allí, y ya no estaba. Eso me hizo
sentir miedo.
—Continúe —dijo Mason—. Sepamos el resto. Creo comprender ahora por qué
está hablando usted tan volublemente.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó ella.
—No le importe —dijo Mason—, prosiga.
—Eso último me suena a broma.
—Quizá lo haya sido —dijo Mason—. Pero continúe. Cuénteme primero su
historia.
—Bueno —continuó ella—. Yo estaba dispuesta esa noche para todo lo que
pudiera suceder. Esta vez estaba en condiciones de luchar contra viento y lluvia.
Hasta llevaba puesto lo que nosotros llamamos, en Idaho mi vieja ropa interior, y
tenía conmigo un suéter grueso, una chaqueta de piel encima de aquél y un gorro de
esquiar. Llevé todas esas cosas extra en un paquete.
—¿Y estuvo allí toda la noche?
—Toda la noche.
—¿Y no pensó usted que era muy poco probable que nadie fuese a la oficina
después…, oh, digamos después de la una o las dos de la madrugada?
—Yo no quería descuidarme, señor Mason —dijo ella—. Esa reunión de
accionistas es a las dos de esta tarde. Voy a estar presente allí y voy a defender los
intereses de mi madre. Y ahora le diré a usted que hay una cosa muy divertida
respecto a esa compañía. Todo el asunto está falseado.
—¿Y qué le hace a usted pensar así?
—Pues, ese hombre, ese tesorero (que creo que se llama Denby), se pasó toda la
noche en la oficina haciendo cosas.
Los ojos de Mason mostraron interés:
—¿Qué clase de cosas?
—No creo que deba decirle a usted todo eso, señor Mason. Al fin y al cabo, no sé
exactamente cuál puede ser su posición. Y usted puede…, por lo que yo sé, usted
puede estar representando a alguien de la parte contraria.
—Sin embargo, usted está hablando conmigo, ahora. Y me ha dicho bastantes
cosas. Permítame saber lo que en realidad sucedió. Exactamente, ¿qué hizo Denby?
—Una de las cosas que hizo fue una gran cantidad de dictado. Al principio creí
ebookelo.com - Página 80
que era solamente un poco de trabajo; pero después estuvo allí toda la noche,
dictando dieciocho cartas al dictáfono que tenía encima de su escritorio. Y yo estaba
maldiciéndome a mí misma por haber sido tan tonta de estar allí en aquella escalera
de salvamento mientras ese pobre y leal empleado de la compañía estaba tratando de
hacer todo ese trabajo antes de la reunión de los accionistas… Pero, de repente,
empecé a desconfiar de él.
—¿Por qué?
—Bien, él fue a los archivos y sacó unos papeles y los metió en su cartera de
mano. Después, tomó unos libros e hizo unas notas en diferentes páginas y…, bueno,
la forma en que procedió fue lo que me hizo desconfiar, señor Mason.
—¿Cuánto tiempo estuvo él allí? —preguntó Mason.
—Ya estaba cuando yo llegué, y permaneció toda la santa noche, señor Mason. Y
ya sabe usted lo que quiero decir con eso de santa noche. Estuvo sentado dictando sin
interrupción largo tiempo.
»Cuando empezó a amanecer, yo me encontraba aún entumecida en la escalera de
salvamento. Me sentía con terribles temores, por si las gentes de los otros edificios
me veían. Entonces, yo…, bueno subí por las escaleras de salvamento y anduve
arriba y abajo por los pasillos del edificio tratando de calentarme. Después, envolví
mis ropas extra en un bulto y a la hora en que el ascensor empezó a funcionar como
de ordinario, para no resultar demasiado sospechosa, bajé por las escaleras hasta el
piso de la oficina de Drake, pulsé el botón del ascensor y cuando éste subió, me metí
en él, bajé y me vine a mi casa. Tomé un baño caliente, preparé una buena cantidad
de café y creo que dormí unas dos o tres horas. Pero estaba tan preocupada con esa
reunión de accionistas de hoy, que…, bueno, puse el despertador temprano. Tengo
que volver allí y hacer algo para proteger los intereses de mi madre.
—Usted mencionó Idaho —dijo Mason—. ¿Vivió usted en Idaho?
—Sí, he vivido allí.
—¿Y trabajó allí?
—Señor Mason, ¿por qué quiere usted escudriñar todos mis asuntos íntimos? —
preguntó ella.
—Porque usted me abofeteó. Y eso me da algún derecho —dijo Mason sonriendo.
—Muy bien, si usted quiere saber la verdad, se la diré. Estuve trabajando allí por
algún tiempo. Soy una muchacha a quien le gusta la aventura y la variedad. He…, he
trabajo en campos de minas y en casas de juego.
—¿Tienen juego en Idaho?
—Ahora no —dijo ella—. Pero lo tuvieron hasta hace pocos años. Lo tenían en el
distrito de las montañas con toda clase de juegos…, ruleta, dados y todo lo demás de
esa clase de cosas. Yo tengo habilidad y serenidad al mismo tiempo y parece que me
doy cuenta de todo…; tengo lo que ellos llamaban una personalidad agradable y
dicen que soy bastante atractiva.
Precipitadamente, la muchacha se levantó y fue a sentarse en uno de los brazos de
ebookelo.com - Página 81
la butaca donde estaba Mason y, sonriendo, le dijo suavemente:
—Y yo sé discernir cuando me encuentro con un gran hombre. Creo que el estar
trabajando en esos lugares de juego, le da a una muchacha la oportunidad de aprender
a conocer la naturaleza humana. Así se puede juzgar a las gentes con facilidad.
»Y usted, es una persona cabal, señor Mason. Es justamente un maldito buen
espía. Desde luego cuando se empieza a trabajar en esa forma en esos lugares de
juego, la gente cree que…, bueno, que si una muchacha trabaja allí pueden
permitírselo todo con ella; yo acostumbraba enojarme muy a menudo cuando las
gentes se tomaban libertades conmigo simplemente porque yo estuviera tratando de
conservar mi empleo…; y créame, señor Mason, esos trabajos exigen mucho de uno.
»Por eso es que me sentí tan molesta cuando usted me dijo que me iba a registrar.
Pero después, fue usted muy agradable. Yo… realmente le soy deudora de eso.
Le sonrió, le puso una mano sobre el hombro y cuando su cara estaba muy cerca
de la de él, le dijo:
—Y usted sabe realmente…
Fue interrumpida por una llamada perentoria en la puerta.
Se levantó del brazo de la butaca de Mason y se arregló la bata.
Los golpes sonaron otra vez en la puerta.
Virginia Bynum miraba a Mason, con el asombro pintado en sus ojos.
Los golpes se repitieron más fuertes e insistentes.
—¿Quién…, quién es? —preguntó Virginia Bynum.
—El sargento Holcomb, de la Policía de Homicidios. Venimos a hacer un
registro. Abra.
La cara de Virginia Bynum cambió de color, se dirigió hacia la puerta, corrió el
cerrojo y la abrió.
El sargento Holcomb empujó con el hombro la puerta, para cerrarla de nuevo y
entró en el cuarto. Pero, después se detuvo en seco a la vista de Perry Mason.
—Buenos días, sargento —dijo Mason, y después, volviéndose a Virginia Bynum,
le dijo—: Bueno, creo que es en este punto donde yo entro en acción.
—Está usted equivocado otra vez —le dijo el sargento Holcomb—. En este punto
es donde usted sale.
ebookelo.com - Página 82
Capítulo 10
ebookelo.com - Página 83
donde fue encontrado. Luego, el asesino, quienquiera que haya sido, se apeó del
coche y tiró del cadáver de Ethel Garvin hasta que lo supo apoyado encima del
volante, para que pareciese que ella se había disparado a sí misma mientras iba
conduciendo el auto.
—Espera un momento —dijo Mason—. Eso no coincide con los hechos, Paul. Tu
agente miró alrededor del coche para ver si había huellas de pisadas cuando llegó allí,
y no pudo encontrar señales que revelasen que alguien se había apeado del auto allí.
Desde luego, no era ese el mejor sitio para dejar huellas, pero sin embargo podía
haberlas visto…
—Ya lo sé —interrumpió Drake—. Pero, fíjate en esto, Perry. Algún otro coche al
parecer, había estado estacionado en ese lugar donde el cadáver fue encontrado.
Cuando ese hombre condujo allí el coche con el cadáver de Ethel Garvin, tuvo mucho
cuidado de dejarlo exactamente en posición adecuada, de forma que él pudiera abrir
la puerta de aquél y saltar directamente a su propio coche, sin poner los pies en tierra.
Entonces, desde el otro coche tiró del cadáver hasta colocarlo caído sobre el volante
del de Ethel y arrojó el revólver al suelo.
—Esa es una forma absurda de cometer un asesinato —dijo Mason impaciente.
—Pues no estés tan seguro de que no fue realizado en esa forma —le contestó
Drake—. Las pruebas coinciden con eso, Perry.
—¿Qué clase de pruebas?
—Bueno, para principiar, ese coche fugitivo fue llevado allí y estacionado.
—¿Cómo puede la policía saber si se hallaba estacionado?
—Ellos no están absolutamente ciertos de eso, pero es lo que creen. Puede verse
con claridad el lugar en que alguien salió de ese coche y caminó por un sendero de
tierra blanda y de allí a la carretera principal. Pero lo que no se encuentran, son
señales de nadie que en sentido inverso se dirígiese a pie hacia el auto.
—Continúa —dijo Mason.
—Y al parecer, la pista de ese revólver conduce a Garvin.
Mason dio un salto en la butaca y preguntó:
—¿Qué es eso?
—La policía siguió el rastro de ese revólver y encontró que era de Frank Bynum.
Este les dijo que se lo había dado a su hermana Virginia. La policía fue a allí y
consiguió información de Virginia. Al principio, ella no quería hablar, pero después
les contó una historia según la cual ella habla ido a la oficina de la compañía de
minas para espiar lo que allí ocurría con objeto de defender los intereses de su madre.
Y también les contó que tú la habías sorprendido allí afuera, en la escalera de
salvamento, y que la habías hecho entrar en tu oficina, y que entonces fue cuando ella
dejó el revólver allí. Que pensó que tú se lo habías visto y que hizo un movimiento
como si lo tirase a la calle, pero que después bajó las escaleras, y valiéndose de un
ardid, te enseñó a ti las piernas, y utilizando así su cuerpo para entretenerte, puso el
revólver en la plataforma de la escalera de salvamento. Dijo que ella pensaba que eso
ebookelo.com - Página 84
podía dar lugar a que tú, por mirarle las piernas, no vieses el revólver.
—¡Tate, tate! —dijo con mofa Della Street.
—De verdad que yo estaba demasiado entretenido —confesó Mason—. Continúa,
Paul. ¿Y después, qué sucedió?
—Desde ahí en adelante —dijo Drake— la policía ya tuvo una interesante pista.
Parece ser que al día siguiente, cuando Garvin entró en su oficina después de haber
ido a consultarte a ti, fue hacia la ventana, se paró allí y mirando pensativamente a la
calle que está debajo de la ventana, un objeto llamó su atención, y entonces le dijo a
George L. Denby, el tesorero: «Denby, ¿qué diablos es eso que está allí en la escalera
de salvamento?».
—Prosiga —dijo Mason—. Eso me suena como si fuera una escena teatral.
—Será así, pero todo está comprobado —dijo Drake—. Denby fue a la ventana,
miró al exterior y dijo: «¡Dios mío, señor Garvin, es un revólver!». Entonces Frank
Livesey, el presidente de la corporación, que estaba allí, se acercó para ver. Los tres
estuvieron allí mirando, hasta que Livesey saltó la ventana, fue a la escalera de
salvamento y recogió el revólver. Lo miró y dijo: «Está completamente cargado», y
se lo dio a Denby. Este lo miró y después se lo entregó a Garvin. Y entonces Garvin
hizo un poco de trabajo de detective y dijo: «No hay manchas de herrumbre en él. Si
hubiera estado ahí mucho tiempo, estaría oxidado. Alguien tiene que haber estado
ahí, en esa escalera de salvamento, con ese revólver. Y me pregunto quién pudo haber
sido».
»Después, estuvieron discutiendo algo más sobre eso y parece ser que Denby
quería llamar a la policía; pero Garvin le dijo que él pensaba que era mejor dejar el
asunto así, pues no quería tener ninguna publicidad adversa, precisamente antes de la
reunión de los accionistas.
—Continúa —dijo Mason—. Las cosas se están poniendo realmente interesantes,
ahora. Tenemos un revólver, que posteriormente resulta ser el arma del crimen, con
las huellas dactilares de tres hombres grabadas en él.
—Y todas ellas legítimamente impresas allí —añadió Drake—. Pero, hay una
cosa. Livesey iba a salir para tomar una taza de café. Dijo que se había levantado
muy temprano para estar en la oficina preparando todas las cosas a fin de que
estuvieran listas para la reunión de los accionistas. Y entonces, Garvin dijo algo más
o menos así: «Livesey, yo voy a tomarme unas pequeñas vacaciones antes de esa
reunión de los accionistas, únicamente para estar un poco de tiempo apartado de los
negocios. Mi coche está estacionado ahí enfrente; es el convertible grande. Desearía
que abriese usted el departamento de los guantes y pusiera allí dentro ese revólver.
Quiero examinarlo un poco mejor, pues ciertamente es una bonita arma».
—Y después, ¿qué?
—Livesey bajó para tomar la taza de café, miró alrededor para asegurarse de que
nadie lo estaba observando, puso el revólver en el departamento de los guantes y se
fue a tomar el café. Cuando regresó a la oficina, hablaron un rato los tres y Garvin dio
ebookelo.com - Página 85
algunas instrucciones. Después, él y Denby tomaron el ascensor juntos. Y por la
forma de decirlo, creo que esas instrucciones eran para que le dijeran a su secretaria
que extendiera el cheque de los mil dólares del anticipo para ti.
»Y en cuanto a la historia del revólver —continuó Drake—. Denby recuerda que
al bajar del ascensor con Garvin y precisamente cuando éste estaba caminando cerca
del coche, vio a Garvin comprobar en el departamento de los guantes y asegurarse de
que el revólver estaba allí. Después, Denby se fue a su propio coche y se marchó.
»La muchacha puede ser una de esas personas que la policía normalmente juzga
sospechosas; pero ella dice que tenía una perfecta coartada, después de haber entrado
en tu despacho y de haberla registrado detenidamente de pies a cabeza.
Della Street silbó bajo.
—Dejando a un lado toda broma, Paul, esa joven había estado rondando alrededor
de mi oficina —dijo Mason—. Y todo lo que yo sé, es que ella estaba en la escalera
de salvamento preparada para dispararme, mientras yo me encontraba tendido en mi
butaca durmiendo. Ciertamente que yo no pensaba en invitarla a entrar en mi
despacho, para que después ella sacase un revólver y me jugase una mala partida.
—No te culpo a ti, Perry —dijo Drake.
Mason le dijo a Della:
—Llama por teléfono a Edward Garvin, Della.
Della Street fue a hacer la llamada.
—¿Qué hay del elemento tiempo? —preguntó Mason—. ¿La policía ha hecho
alguna comprobación de lo que cada uno hizo, el porqué, dónde y cuándo?
—¿Quieres decir respecto a las coartadas sobre la hora del asesinato?
—Sí.
—Han hecho las comprobaciones preliminares. Comprende, Perry, que la policía
no me cuenta a mí sus intimidades. Yo tengo que realizar las averiguaciones,
sonsacando informes a los reporteros de la Prensa y dando propinas aquí y allí.
—Siempre acostumbras hacerlo muy bien, Paul. ¿Qué está haciendo la policía?
—Bueno, empezaron por comprobar lo que había hecho Denby. Este estuvo aquí
trabajando durante toda la noche en los libros, dictando algunas cartas y tratando de
dejar todo listo para la reunión de accionistas. Dijo que había estado trabajando toda
la noche. Y parece ser que así fue. Tenía un montón de material dictado encima de la
mesa de su secretaria cuando ella llegó esta mañana. Y es más, esta historia
concuerda con la que él le dijo a Livesey cuando éste lo llamó temprano y antes de
que nadie supiese que la señora Garvin había sido asesinada. Y también concuerda
con la historia que Virginia Bynum le contó a la policía una media hora después,
cuando la localizaron mediante el número del revólver. Dijo que había estado
observando desde la escalera de salvamento otra vez la última noche. Le pidieron que
describiese exactamente todo lo que había visto, y la historia de ella le proporciona
realmente a Denby una buena coartada, pues describió todo lo que hizo. La policía no
cree que Denby pudiera tener algún motivo para cometer el crimen.
ebookelo.com - Página 86
—La historia que Virginia me dijo a mí y le contó después a la policía, es
fantástica…, pero algunas historias fantásticas resultan ciertas a veces. ¿Y qué hay
sobre Livesey? —preguntó Mason.
—Livesey es un solterón. Estaba en su casa durmiendo en la cama. Dijo que
desgraciadamente no podía prepararse una coartada, porque estaba durmiendo solo;
así, pues, que la policía le sugiera la forma de prevenirse para el futuro. La policía le
sugirió el matrimonio.
—Estuvieron acertados —dijo Mason.
—Pero; desde luego, con quien la policía quiere hablar ahora —dijo Drake— es
con Garvin. Esperan que estará presente en la reunión de los accionistas y que según
a todos les consta, se fue simplemente con su esposa en una segunda luna de miel, y
la policía está planeando, para cuando regrese, echársele encima en una forma así
como si fueran mil toneladas de ladrillos.
—Aquí está tu llamada, jefe —interrumpió Della Street.
—¿Está Garvin al aparato?
—Sí.
Mason tomó el auricular y dijo:
—Hola, Garvin; le habla Mason. Deseo hacerle algunas preguntas. Y quiero que
usted tenga mucho cuidado con sus respuestas.
—¡Cielo santo, Mason! —exclamó Garvin—. ¡Esto es muy desagradable! ¡Es
terrible! Esto es la cosa más mala que… ¿Por qué se fue usted esta mañana? ¿Y por
qué no me despertó?
—Pensé que no quería ser molestado.
—Por Dios, Mason, tratándose de un asunto como éste, y usted sencillamente se
marcha y me deja… Mason, quiero que vuelva usted aquí. Quiero saberlo todo sobre
ese asunto. Y quiero…
—Estese ahí —dijo Mason—. Y conserve la calma. No se preocupe por esa
reunión de accionistas de hoy a las dos de la tarde. Della ha estado trabajando en
relación con esa lista de nombres que usted le dio, y tenemos una buena cantidad de
defensores leales suyos que vendrán personalmente aquí. Eso echará abajo todos los
poderes firmados bajo engaño. Vamos a poder controlar así la reunión de los
accionistas.
—Pero yo quiero estar allí, Mason. Necesito estar allí. Si yo perdiera el control de
esa compañía…
—Cálmese —dijo Mason—. Quédese ahí firme. Y no se preocupe. No haga nada.
Ni hable con nadie. Y no salga del hotel hasta que yo pueda tener la oportunidad de
verlo a usted, y si alguien lo encontrase ahí, entonces no conteste a ninguna pregunta.
Simplemente diga que no dirá una sola palabra hasta que usted hable conmigo.
—Pero escuche, Mason. Eso será ponerme a mí en una situación falsa.
—Yo no puedo explicarle esto, Garvin. Existen muchos ángulos en esa cuestión
sobre los que usted no sabe nada todavía. Y ahora, escúcheme con cuidado. Quiero
ebookelo.com - Página 87
que me conteste a unas cuantas preguntas y que tenga mucho cuidado con los
nombres.
—¿Qué quiere usted decir con eso de nombres?
—Quiero decir nombres —dijo Mason—. Un nombre designa a un objeto. Y
ahora, escuche esto. La otra mañana cuando usted entró en su oficina y miró por la
ventana, ¿vio algo que le llamase la atención en la escalera de salvamento, algún
objeto?
—¿En la escalera de salvamento?
—Sí, ¿un objeto metálico, alguna cosa pesada?
—Oh, sí, recuerdo. Cómo no, sí me fijé en este…
—Cuidado —le advirtió Mason—. Vamos a conversar con palabras ambiguas si
es posible y recuerde que las paredes de esa cabina telefónica desde donde usted está
hablando son como de papel de fumar. La puerta del frente está bien, pero la pared
que divide esa cabina de la otra, es exactamente como de papel. Ahora, dígame, ¿qué
le sucedió a ese objeto?
—Livesey saltó por la ventana y lo recogió. Nosotros hablamos sobre eso y yo…,
yo le dije a Livesey que lo pusiera en el departamento de guantes de mi coche. Él dijo
que iba a tomar una taza de café y que pondría esa cosa allí…; y le digo la verdad,
señor Mason, enteramente me había olvidado de ese…, de ese objeto. Tiene que estar
en el coche aún.
—Vaya y compruébelo —dijo Mason.
—¿Ahora mismo?
—Sí, ahora. Deje el auricular a un lado por un momento. Yo lo espero aquí. ¿Está
su coche todavía ahí enfrente?
—Sí.
—Espere un minuto —dijo Mason—. Esto es importante. Usted no le dio las
llaves de su coche a la mujer cuando llegamos al hotel la última noche, ¿verdad?
—No, me olvidé. Pensaba hacerlo. Las puse en mi bolsillo y… Pero, no tuvo
importancia. No tuvieron necesidad de cambiarlo de sitio.
—Está bien. ¿Y las llaves estuvieron en su bolsillo toda la noche?
—Cómo, desde luego que sí.
—¿Y el coche no fue cambiado de lugar?
—Ciertamente, no.
—¿Y las puertas estaban cerradas con llave?
—Sí.
—¿Está usted seguro?
—Desde luego, ¿por qué? El coche está exactamente donde lo dejé la noche
pasada cuando me fui a la cama.
—Vaya a ver y dígame si ese objeto está allí aún.
—Muy bien —dijo Garvin—. No cuelgue.
Mason esperó pegado al teléfono unos quince segundos, tamborileando
ebookelo.com - Página 88
impacientemente con la punta de sus dedos en la bocina del teléfono, hasta que oyó el
ruido de los pasos de Garvin que regresaba de prisa a la cabina. Y oyó la voz de
Garvin que, excitado, decía:
—¡Mason, desapareció, desapareció!
—Muy bien —dijo Mason—. ¿Y cuándo desapareció?
—Dios santo, tiene que haber sido sacado de allí antes de que nosotros saliéramos
de Los Angeles. Nadie pudo haberlo sacado aquí.
—¿Está usted seguro?
—Bueno, desde luego… Escuche, Mason, ¿cómo puedo yo saberlo? Todo lo que
yo sé es que desapareció… y tengo la seguridad de que Livesey lo puso allí.
—¿Miró usted en el compartimiento de guantes después…?
—Sí. Exactamente después que bajé a la calle, miré en el compartimiento y me
cercioré de que Livesey lo había puesto allí. Desde luego, estaba allí.
—¿Y cuándo volvió a mirar en el departamento de guantes?
—Precisamente ahora. Esa es la única vez que yo lo he abierto… Espere un
minuto, no. Mire lo que pasó, Mason. Lorraine miró allí dentro poco después de salir
nosotros. Yo le dije que lo abriera y sacara mis lentes para el sol. Quería ponérmelos.
—¿Dónde está Lorraine?
—Aquí. Afuera en el vestíbulo. Espere un momento.
—No se excite y vaya a decir cosas de forma que la gente pueda oírlo —le
advirtió Mason—. Dígale que venga al teléfono con usted.
—Muy bien.
Mason pudo oír el golpe de la puerta al abrirse y la conversación en voz baja.
Después, Garvin dijo:
—Lorraine está aquí.
—Muy bien —dijo Mason—. Pregúntele si cuando buscó en ese compartimiento
para guantes sus lentes para el sol recuerda haber visto…
—Ya se lo pregunté —interrumpió Garvin—. Y dice que sacó mis lentes fuera del
compartimiento de guantes, pero que ese objeto, como usted le llama, no estaba allí.
—¿Pero usted está seguro de que estaba allí cuando bajó?
—Sí.
—¿Y salió con el coche inmediatamente después de eso?
—Yo… no. Espere un momento. Yo fui al estanco para comprar unos puros y
jugué una partida de «veintiséis» con la muchacha del mostrador. Después fui a mi
coche y marché a recoger a mi esposa. Ella ya tenía el equipaje preparado y salimos.
—Muy bien —dijo Mason—. Estese tranquilo. No haga usted nada hasta que yo
llegue ahí. Llegaré al oscurecer.
ebookelo.com - Página 89
Capítulo 11
Garvin estaba paseando por el vestíbulo del Hotel Vista de la Mesa cuando Mason
llegó. Garvin dio un salto como si le hubiesen apretado un resorte cuando oyó abrirse
la puerta y el rostro de Mason apareció. Luego, su fisonomía se iluminó en una
sonrisa cordial.
—Gracias a Dios que está usted aquí, Mason —dijo—. Pensé que ya nunca más
llegaría. ¿Qué noticias hay?
—Venimos de la reunión de los accionistas —replicó Mason.
—¿Qué tal marcharon las cosas?
—Como un reloj —dijo Mason—. Un hombre llamado Smith, empezó a
alborotar, pero todo murió apenas empezó. Los accionistas nombraron la misma Junta
directiva para actuar otro año. Eligieron a los mismos empleados y los directores
acordaron, después de la reunión de accionistas, designarlo a usted otro año más
gerente general, con el mismo sueldo y bonificación, y lo mejor de todo es que
aunque usted haya estado fuera, cuanto ha hecho fue debidamente ratificado.
—Eso es magnífico —dijo Garvin—. Y ahora, Mason, dígame sobre Ethel. ¡Cielo
santo! Eso es muy desagradable. He tenido las más endiabladas ideas. ¿Qué fue lo
que sucedió? ¿Acaso ella se suicidó?
—Al parecer, no. Aparentemente fue un crimen.
—Pero, ¿quién puede haberla asesinado?
—Esa es la cuestión que está preocupando a la policía. ¿Dónde está su esposa?
—En su habitación.
—Supongamos que todos nosotros vamos allí. Voy a llamar a Della Street —dijo
Mason.
Mason llamó a Della, que se encontraba en el coche, y después, juntos con
Garvin, fueron por el pasillo. Garvin llamó a la puerta de su habitación y la voz de
Lorraine contestó:
—Entra.
Garvin abrió la puerta y dijo:
—Bien, ya está aquí, Lorrie.
—¡Gracias a Dios! —dijo; fue hacia Mason sonriéndole cordialmente, y dándole
la mano le dijo—: Señor Mason: no puedo expresarle lo que significa para mí el que
esté usted aquí. He estado preocupada y Edward ha estado sencillamente frenético.
—Gracias —dijo Mason. Presentó a Della y a la señora Garvin, y añadió—: La
reunión de los accionistas y la de la nueva junta directiva están terminadas en forma
satisfactoria. Todas las cosas marcharon suavemente. No hubo complicación alguna.
Yo había sospechado que quizá se había organizado un plan de revuelta, que la
sustitución del nombre de Ethel en esos poderes no era simplemente una treta aislada.
Pensé que podía ocurrir algo más siniestro. Y según pude comprobar al ver la lista de
ebookelo.com - Página 90
los accionistas, allí había una cantidad de presentes que no eran los que nosotros
habíamos llamado.
»Della Street citó a todos los de la lista que usted le dio esta mañana y se
presentaron prácticamente todos. Creo que hubieran sido suficientes los amigos
accionistas que se presentaron para controlar la reunión; pero, por mi vida, yo no sé
por qué aquellas otras gentes se presentaron. Fue una situación extraña.
—Eso es algo de lo que no tenemos por qué preocuparnos —dijo Garvin—.
Probablemente estaba todo bien. Y ahora, deme usted noticias de esta tragedia,
Mason.
—Voy a ser claro sobre esto, Garvin. Usted ahora es viudo. Pero eso no afecta a
su situación de haber cometido bigamia cuando realizó ese casamiento en Méjico.
Quiero que usted no regrese a los Estados Unidos. Sé que puede resultarle un poco
penoso el estar aquí y tener que rehusarse a asistir al funeral de su ex esposa; pero,
sin embargo, yo quiero que lo haga así. Hay multitud de cosas que no puedo decirle
ahora.
—Pero yo quiero saber los detalles —dijo Garvin—. ¡Dios santo, Mason, he
estado mordiéndome las uñas hasta la raíz! Dígame, ¿cómo ocurrió?
—Tenía un detective vigilándola. Ella salió del departamento a las diez y
diecinueve. Probablemente, recibió de alguien alguna llamada por teléfono, poco
antes de salir. Mi agente le perdió la pista. Y el próximo contacto que nosotros
tuvimos con ella fue cuando la encontramos sentada en su coche a unas dos millas al
sur de Oceanside en una llanura y en un terreno aislado. Alguien le había disparado
un tiro con un revólver del calibre 38. Le disparó en el lado izquierdo de la cabeza.
»Y ese revólver calibre 38, es probablemente el mismo que usted encontró en la
escalera de salvamento hace un par de días. Voy a hacerle a usted algunas preguntas.
Van a serle penosas, pero nosotros tenemos que resolver eso. La policía le va a hacer
estas mismas preguntas. Y yo quiero oír sus respuestas antes de que la policía las
oiga.
—Continúe. Pregunte lo que quiera —dijo Garvin—. Ahora, que por lo que a ese
revólver concierne…
—Creo que ya he comprobado lo del revólver muy bien —dijo Mason—. Y lo
que quiero comprobar ahora es sobre usted.
—¿Sobre mí?
—Sí.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—¿Dónde estuvo usted la noche pasada?
—¿Que dónde estuve? Yo estuve con usted, ¿por qué? Usted nos trajo aquí. Y
usted cruzó la frontera conmigo. Usted…
—Se fue a su cuarto, y después, ¿qué hizo usted?
—Me fui a la cama.
—¿Y estuvo allí toda la noche?
ebookelo.com - Página 91
—Sí, desde luego, ¿por qué?
—¿No salió con algún propósito?
—¿Cómo? No, ciertamente no.
—¿Qué hay de eso, señora Garvin? —preguntó Mason—. ¿Puede usted
asegurarlo?
—Claro, ciertamente —dijo con indignación ella.
—Ahora, no se pongan ustedes tontos —les advirtió Mason—. Yo simplemente
estoy cerrando el anillo hasta un punto en que la policía no pueda encontrar ningún
lugar vulnerable. Y díganme, ¿ustedes, muchachos, se durmieron, digamos sobre las
doce?
—Probablemente, antes de esa hora.
—¿Y tienen el sueño pesado?
—Yo no tengo el sueño demasiado pesado —dijo Garvin—. Mi esposa es quien
tiene el sueño pesado.
—Eso es malo —dijo Mason.
—No veo nada malo en ello.
—Es que usted no puede proporcionarle a su esposo una coartada.
—Ciertamente que puedo —replicó ella—. Porque ocurrió que yo me desperté a
las…, oh, alrededor de la una. Edward estaba roncando. Le dije que se cambiara de
lado. Y tuve que decírselo dos veces antes de que lo hiciera, pero cambió de postura y
entonces dejó de roncar. Me volví a dormir. Admito que tengo el sueño pesado; pero
algunas veces duermo sólo con intermitencias. No me di cuenta de ninguna cosa
hasta las dos y media o faltando un cuarto para las tres. Entonces, me desperté y
estuve despierta hasta después de las tres y cuarto.
—¿Y cómo sabía usted la hora que era? —preguntó Mason.
—Oía las campanadas del reloj dar la una, y cuando me desperté y estuve
despierta una hora y media, no solamente oí dar las campanadas en el reloj, sino que
miré el mío de pulsera. Desde luego, me levanté, bebí un vaso de agua y tomé una
aspirina. Tenía un fuerte dolor de cabeza y me sentía un poco nerviosa. Después, me
volví a dormir.
Mason lanzó un suspiro de alivio y dijo:
—Bueno, eso es magnífico. Yo quería exactamente estar seguro de que usted
tenía una absoluta y firme coartada. Y ahora, volvamos a la cuestión del revólver…
—Ese revólver definitivamente no estaba en el departamento de los guantes,
señor Mason —interrumpió Lorraine—. Yo fui a buscar allí los lentes de sol de
Edward.
—¿Cuándo fue eso?
—Poco después que nosotros salimos de Los Angeles. Había hecho un tiempo
algo nublado y después salió el sol y se puso demasiado claro y Edward quería sus
lentes oscuros. Yo abrí la tapa del departamento de los guantes. Y ahora que usted
menciona ese revólver, recuerdo que todas las cosas que había allí estaban echadas
ebookelo.com - Página 92
hacia el fondo del departamento, aunque no sé porqué. Estaban como si algún otro
objeto hubiese ocupado la parte delantera por algún tiempo. Pero ciertamente allí no
estaba cuando yo recogí los lentes. Solamente había unos planos, una pequeña
linterna y un par de alicates y ese estuche con los lentes para el sol de Edward.
—¿Y ningún revólver?
—Absolutamente ninguno.
Mason le dijo a Garvin:
—Pero usted está seguro de que el revólver se hallaba dentro del departamento de
los guantes, ¿verdad?
—Ciertamente allí estaba, y creo que la única vez que pudieron haberlo sacado de
allí, fue cuando yo estuve fuera del coche enfrente de mi casa esperando a mi esposa.
Ella tenía las maletas preparadas, y yo entré y recogí el equipaje, y después…
—Y después fuimos a tomar una cerveza —le interrumpió Lorraine—. ¿No
recuerdas que tú querías tomar una cerveza? ¿Que dijiste que tenías sed, y que
entonces regresamos a casa, fuimos a la refrigeradora y tomamos una botella de
cerveza?
—Así fue —dijo Garvin.
—¿Y durante ese tiempo el coche no estuvo cerrado con llave? —preguntó
Mason.
—¡Cielo santo, no! —dijo Garvin—. De hecho, tampoco paré el motor. Lorraine
me dijo que tenía el equipaje ya listo y fui dentro y lo recogí, y cuando estuve en la
casa, se me ocurrió lo de la cerveza. Lorraine se reunió conmigo. Entonces fuimos a
la refrigeradora, abrimos una botella de cerveza y la echamos en dos vasos. Alguien
pudo haber sacado el revólver en ese medio tiempo.
—¿Alguien que los había seguido a ustedes con ese específico propósito? —
preguntó Mason.
—No lo creo así, Mason. Yo dudo que alguien pudiese haber hecho eso. Es más
seguro que hubiesen sido los muchachos de la vecindad.
—No había muchachos en la vecindad —dijo Mason—. Y quienquiera que se
haya apoderado de ese revólver, lo hizo con un propósito específico y deliberado. Y
ése fue el revólver empleado para matar a su antigua esposa.
—¿Están absolutamente seguros de eso? —preguntó Garvin.
—Lo estarán tan pronto como recuperen la bala fatal y después que disparen un
tiro de prueba con ese revólver y de hacer una serie de análisis con un microscopio
comparando los dos proyectiles. Pero ustedes pueden apostar mil a uno que ése fue el
revólver que hizo el trabajo.
—Eso, desde luego, complica las cosas —confesó Garvin—. Creo que la policía
puede descubrir mis huellas dactilares en ese revólver.
—¿Usted lo tocó?
—Lo toqué yo, lo tocó Denby y Livesey lo tocó también. Y quien lo dejó en la
escalera de salvamento tuvo que haberlo tocado. En otras palabras, que en él tienen
ebookelo.com - Página 93
que existir diversas huellas dactilares.
—Así lo supongo yo también —dijo Mason—. Aunque la policía no me
comunica sus investigaciones.
—¿El cadáver fue encontrado cerca de Oceanside? —preguntó significativamente
Lorraine Garvin.
—Así fue —dijo Mason—. Nosotros no hemos entrevistado a Hackley todavía.
La policía no sabe nada sobre él. Y yo voy a volverme a Oceanside. Paul Drake me
espera allí.
—¿Paul Drake? —preguntó Lorraine.
—Sí, el detective que está trabajando conmigo. El que descubrió el paradero de
Ethel Garvin. Es un buen hombre.
—Bueno —dijo la señora Garvin—. Yo no sé; pero digo que considero altamente
significativo el que ella estuviese en Oceanside…, si es allí donde está viviendo su
amor.
—Nosotros no sabemos si él es su amor. Sabemos muy poco sobre él —dijo
Mason—. Puede resultar una nuez muy resistente. La única satisfacción que tenemos
a ese respecto es que nosotros sabemos de él y la policía no. Es desde luego
significativo que ella fuera a Oceanside. Hay algunos ángulos en el caso que indican
que tenía una cita con ese hombre…
Del patio exterior se oyó la voz de la señora Inocente Miguerinio:
—Esta casa es muy vieja —dijo la señora Miguerinio—. Muy vieja…, vieja,
entiende usted, parecida a unas ruinas. Mi padre, y antes de él mi abuelo, eran dueños
de este sitio. Ahora yo he establecido aquí un buen lugar para que los turistas que
vengan puedan dormir. ¿No?
—Ya veo —respondió una voz de hombre.
—Una vieja finca, una hacienda —continuó la señora Miguerinio.
La voz masculina dijo:
—Estoy contento de saberlo. Hace dos años, cuando estuve aquí, no lo observé.
—Desde luego que usted no pudo observarlo. Esto estaba en ruinas y mi padre lo
rodeó con una valla; así, estaba escondido, ¿no?
—No —dijo el hombre.
La risa de la señora Miguerinio se elevó como agua hirviendo.
—Ah, bueno, los turistas quieren estar en mi vieja casa española, aunque sea muy
vieja. Es lo que ustedes llaman atractiva, ¿no?
—Sí.
—Sí, señor, es atractiva. Habla usted mi idioma, ¿no?
—No, solamente algunas palabras.
—Quiere usted entrar y sentarse, ¿no?
—Sí, gracias.
Mason miró a Garvin, que sonreía, arrugó el ceño y se puso un dedo sobre los
labios para que guardasen silencio.
ebookelo.com - Página 94
La voz del hombre llegó a través de la ventana abierta:
—¿Tiene usted a un señor Edward y a su esposa hospedados aquí? Es el dueño de
ese convertible grande que está en el paseo.
—Oh, ciertamente. El señor Garvin y su señora. La mujer es muy bonita y tiene el
pelo parecido a oro rojo. Está también con ellos un amigo suyo, el señor Perry
Mason.
—¡Al diablo! —exclamó el hombre con irritación.
Mason se acercó a Garvin.
—Esa voz —dijo— es la voz del teniente Tragg, de la fuerza de Policía
Metropolitana. Y si usted no cree que es un inteligente ajustador de cuentas, ya lo
comprobará.
La señora Miguerinio dijo:
—Ahora están en sus habitaciones. Son el número cinco y seis. Si usted es amigo
de ellos se van a alegrar de verlo, ¿no?
—No —dijo el teniente Tragg.
Oyeron una puerta cerrarse, después pasos en el vestíbulo, luego en el corredor y
al fin unos golpes en la puerta de la habitación. Mason la abrió.
—¡Bueno, bueno, Tragg! ¿Cómo está usted?
—¡Mason! —exclamó Tragg—. Y nuestra estimada señorita Street. Bien, Mason,
ciertamente me encanta verlo a usted aquí. Últimamente no lo he visto a menudo.
—He estado por aquí —confesó Mason—. Teniente, estreche usted la mano del
señor Edward Garvin.
—Encantado de conocerlo —dijo el teniente Tragg.
Mason se volvió hacia Lorraine Garvin, que estaba al fondo de la habitación y
dijo:
—Señora Garvin, ¿me permite presentarle al teniente Tragg, de la Policía
Metropolitana…? De la Brigada de Homicidios.
La sonrisa de ella era un ligero movimiento de los labios apretados. De repente,
pareció que fuese a desplomarse junto a la puerta del armario.
—¿Cómo está usted, teniente? Es un placer para mí conocerlo.
Tragg le dijo a Edward Garvin:
—¿Ya sabe usted lo de su esposa?
—Sí, y me sorprendió mucho. Yo… a duras penas sé qué he de hacer.
—Hay muchas probabilidades de que ella fuese asesinada en Los Angeles y
llevada después a Oceanside. Pero estoy interesado en este caso. Y ahora, si usted
quisiera ayudarnos —dijo Tragg—, regresaría a los Estados Unidos, a hacer los
preparativos para el funeral, y una vez con usted allí, nosotros…
—Lo detenemos por bígamo, conforme a la denuncia hecha ayer por la oficina
del fiscal del Distrito —interpuso Mason.
Tragg, volviéndose a Mason, le dijo:
—Eso no es ahora necesario…
ebookelo.com - Página 95
—Yo solamente quería que él supiera cuál es la situación… —dijo Mason.
—Ahora, mire —replicó Tragg con una voz que se veía no quería intromisiones
infantiles—. Yo quiero hablar con el señor Garvin. No le voy a hacer ningún mal; él
ciertamente no tiene nada que temer; pero hay ciertas cosas sobre la muerte de su
esposa que yo quiero descubrir. Y él puede ayudarme.
—Eso es magnífico —dijo Mason—. Los dos le ayudaremos.
—Puedo conseguirlo con la sola ayuda de él.
—Vamos, vamos, teniente. Dos cabezas son mejor que una.
—Nosotros estamos dentro del terreno de un refrán diferente ahora —dijo
sonriendo Tragg—. En este punto, uno puede referirse más al viejo refrán que dice:
«Demasiados cocineros estropean el cocido».
—¿No se suicidó Ethel? —le preguntó Mason.
—No, ella no se suicidó —dijo Tragg—. La bala que le penetró en la cabeza le
produjo la muerte casi al instante.
—¿Y bien? —preguntó Mason.
—Fue disparada mientras Ethel estaba en el lado derecho del asiento de su coche.
Alguien la condujo ya muerta en su coche a alguna distancia y después estacionó
aquél, tiró del cadáver hasta que estuvo éste caído sobre el volante, apagó las luces y
el motor y se fue en otro coche.
—Otro coche que los iba siguiendo, ¿verdad? —preguntó Mason.
Tragg sacudió la cabeza y dijo:
—Francamente, Mason, no lo sé. Al parecer, el asesino había ido a determinado
lugar y allí estacionó su coche. Después, regresó, se reunió a su víctima, le disparó en
el lado derecho de la cabeza muy de cerca, y en seguida condujo el coche a alguna
distancia, quizá a unas pocas millas, hasta el punto donde su propio coche estaba
estacionado y esperándolo para escaparse. El crimen puede muy bien haber sido
cometido mientras ella estaba en Los Angeles. Y el asesino llevó el coche de Ethel
Garvin hasta tan cerca de donde estaba el suyo como pudo, después salió de él
quedándose de pie en el estribo de su propio auto, tiró del cuerpo hasta que éste
estuvo encima del volante y preparó todas las cosas en la forma que quiso. Luego, se
metió en su propio coche y se fue.
—A menos, claro es, que él tuviese un cómplice esperándolo —dijo Mason—, lo
cual resulta haber sido un trabajo de dos hombres.
—Pudo haber sido hecho así por dos razones —respondió Tragg—, pero por
ciertas razones nosotros no creemos que fuera así. Creemos que fue el trabajo de un
hombre solo.
—¿Cómo pudo ser eso?
—Bueno, para empezar, porque si allí hubiera habido un cómplice esperando en
el coche fugitivo, la tendencia del asesino hubiera sido conducir el coche con el
cuerpo hasta un sitio convenido y después el otro coche habría sido conducido al lado
de aquél. Pero, en realidad, fue a la inversa. Y el asesino incluso tuvo que hacer
ebookelo.com - Página 96
marcha atrás con el coche que contenía el cadáver para ponerlo en la posición exacta
que quería. Y después se pasó al otro coche.
—Ese es un buen razonamiento deductivo —dijo Mason.
Tragg, volviéndose a Garvin, le dijo:
—Desde luego éste es un tema desagradable, pero si su esposa fue asesinada, no
dudo que usted hará todo lo que esté en su mano para aclararlo. A pesar del hecho de
que ustedes estuviesen separados y a pesar también de que ustedes hubiesen tenido
discusiones, querrá usted aclararlo, ¿verdad?
Garvin dudó.
—Vamos a plantearlo en esa forma —dijo Tragg con una mirada fría como el
hielo—. ¿Querrá usted colocarse en una situación que parezca que está protegiendo al
asesino? ¿Verdad que no, señor Garvin?
—Desde luego que no —dijo rápidamente Garvin.
—Yo también creo que no —dijo Tragg—. Y ahora, al usted cruzar la frontera,
bueno…
—¿Y qué hay con lo que le pregunté sobre esa acusación de bígamo, Tragg?
—Ya le dije a usted que eso está fuera de mi jurisdicción. Eso es asunto entre este
hombre y el fiscal del Distrito. Pero el que él regrese conmigo o no, no va a ayudarlo
en nada. Está acusado principalmente de bigamia. Yo no sé lo que el fiscal del
Distrito hará. Puede descartar el caso ahora que la denunciante está muerta. Puede
continuarlo, o puede permitirle a este muchacho confesarse culpable y pedir que lo
dejen en libertad condicional. No estoy interesado en asuntos de bigamia. Estoy
únicamente interesado en un crimen.
—Esa es la diferencia entre nosotros —dijo animoso Mason—. Que yo estoy
interesado en ambas cosas, en el crimen y en la acusación de bígamo.
—Bueno —dijo irritado Tragg, de forma que las maneras de Mason le hicieron
perder su buen carácter—. Yo no creo que este hombre tenga entre qué escoger. Está
enfrentado, principalmente, a una acusación de bígamo. Nosotros podemos sacarlo de
Méjico en cualquier momento que queramos. Tiene para escoger un camino fácil y
otro camino difícil. Le voy a preguntar a él si prefiere venir por el camino fácil.
—Nosotros preferimos ir por el camino difícil —le contestó Mason animoso.
—Vamos, no sea usted así —dijo Tragg a Mason—. Usted sabe que nosotros
podemos hacer regresar a este hombre en cuanto queramos. Podemos envolverlo y
atarlo bien en un asunto de asesinato y de bigamia. No tiene defensa posible en éso y
podemos pedir su extradición de México, para que responda a los cargos. Creo que
podemos apresurar la investigación de ese crimen; pero no tenemos necesidad de
pasar por todo ese formalismo.
—Usted se enfrenta ahora con una interesante situación en esa acusación de
bigamia —repuso Mason.
—Tonterías —dijo el teniente Tragg—. No me interesa ese juego de palabras,
Mason. Usted sabe muy bien, tan bien como yo, que el divorcio mejicano que este
ebookelo.com - Página 97
hombre obtuvo, no es más que un papel mojado. Y sabe también que ese casamiento
mejicano puede ser un casamiento bígamo.
—Hay interesantes leyes envueltas en eso, teniente. La Sección 61 de nuestro
código civil previene que un segundo matrimonio realizado en vida de una esposa sin
divorciar, es ilegal y es nulo desde el principio —dijo Mason.
—Eso es lo que le estaba diciendo a usted —dijo el teniente Tragg.
—Pero por otro lado —añadió Mason—, la Sección 63 del Código civil, también
contiene algo muy interesante.
—¿Cómo es eso? —preguntó Tragg.
Mason sacó de su bolsillo un pedazo de papel en el que había copiado la Sección
63 del Código civil.
—Escuche esto, teniente: «Todos los matrimonios contraídos fuera de este
Estado, los cuales sean válidos con arreglo a las leyes del país en el cual fueron
contraídos, son también válidos en este Estado».
—¿Qué está usted intentando con eso? Ese casamiento hecho en México no es
más válido que el divorcio —dijo Tragg.
—Exactamente —dijo Mason—. Pero México reconoce el divorcio.
—Bueno, ¿y eso qué importa?
—Fíjese en esta redacción —dijo Mason—. Se la voy a leer otra vez. —Y
nuevamente tomó el papel y leyó—: «Todos los matrimonios contraídos fuera de este
Estado, los cuales sean válidos con arreglo a las leyes del país en el cual fueron
contraídos, son también válidos en este Estado».
Tragg echó un poco el sombrero hacia atrás y se rascó la cabeza.
—Maldita sea —dijo.
—Aquí es donde estamos —dijo Mason—. El matrimonio es legal en México.
Por esta razón, es legal en cualquier otro país, particularmente en el Estado de
California, porque la ley de California así lo estipula especialmente.
—Pero, vamos a ver —dijo Tragg—. Será posible probar que estas dos personas
salieron de California para cometer un fraude contra las leyes de California…
Mason sonrió y sacudió la cabeza.
—Lea la causa de McDonald contra MacDonald, en California, y el criterio
establecido por el Tribunal al dictar sentencia. En ese caso, aclara con toda equidad
que cuando unas personas parten de California con el propósito de contraer
matrimonio en oposición a las leyes de California, y van a otro Estado, y como parte
general de ese propósito contraen matrimonio en este Estado, ese matrimonio es
válido. Y esa ceremonia de unión, es legal y obliga en California, sin que importe el
hecho de que el tal matrimonio sea no solamente contrario a las leyes de California,
sino incluso contrario a las reglas fundamentales de las leyes de California.
—Bueno, diablos —dijo Tragg—. Pero el divorcio de México no es válido en
California, y usted tiene que admitir eso.
—Yo no lo admito, pero estoy dispuesto a aceptarlo con el propósito exclusivo de
ebookelo.com - Página 98
argumentar.
—Entonces, ese matrimonio tiene que ser bígamo.
—Ese matrimonio es tan bueno como el otro —dijo Mason.
—Quiere usted decir que este hombre tiene dos esposas y…
—Ahora ya no las tiene —dijo Mason—. Pero, hasta hace pocas horas, esta
misma mañana, las tuvo. Está en la extraordinaria situación de haber cometido
bigamia legal, y de haber tenido dos esposas enteramente legales.
—Usted está loco, Mason. Usted está diciéndome un montón de cosas de doble
sentido y otro atropellado montón de cosas legales, para confundirme. Puede
representar con ello un buen papel confusionista ante un Jurado, pero eso es todo.
—Tragg, le estoy diciendo a usted que en el momento en que este hombre pone el
pie en México, está casado con esta mujer, permaneciendo ella aquí a su lado. Y estoy
dispuesto a concederle a usted que cuando él regrese a los Estados Unidos, puede ser
procesado por bígamo. Por eso es por lo que yo no quiero que él regrese a los Estados
Unidos. Él está aquí viviendo con su legítima esposa.
»Y México podrá permitir la extradición de él por un delito que sea delito contra
las leyes de los Estados Unidos, pero no va a permitir la extradición por un acto
realizado bajo las leyes del Gobierno mejicano y que es perfectamente legal aquí,
aunque pudiera alegarse que es ilegal en California.
Tragg dijo irritarlo:
—Usted hace que todo eso suene en una forma tan endiabladamente convincente
que… De esa manera, comprendo que tenga usted fama, porque es capaz de hacer
que las cosas parezcan convincentes.
—Bueno, usted no quiere regresar a los Estados Unidos, ¿verdad, Garvin? —le
preguntó Mason a su cliente.
Garvin movió la cabeza negativamente.
—Ya lo ve, Tragg —dijo Mason.
Tragg sacó de su bolsillo un pequeño tampón para impregnar de tinta los dedos e
imprimir las huellas dactilares.
—¿Qué va usted a hacer?
—Le voy a tomar las huellas dactilares.
—¿Por qué?
—Porque creo que encontraré una de sus huellas dactilares en el arma con la cual
se cometió el crimen.
—No necesita molestarse en eso —dijo Mason—. Puedo decirle a usted con toda
franqueza, Tragg, que mi cliente tomó en su mano ese revólver…, si en efecto ése es
el revólver que nosotros pensamos.
—¿Qué revólver? —preguntó receloso Tragg.
—Un revólver —dijo Mason—. Ese revólver que fue dejado en la escalera de
salvamento afuera de la ventana de la «Compañía de Exploración y Explotación de
Minas Garvin». Ese revólver fue recogido por el señor Garvin y puesto, en efecto, en
ebookelo.com - Página 99
el departamento para guantes de su coche. Alguien tiene que haberlo sacado de allí
antes de que él abandonara Los Angeles.
Tragg echó hacia atrás la cabeza y rió:
—¡Me está usted dando la más candorosa e ingeniosa explicación! ¿Admite que
su cliente puso ese revólver en el departamento para guantes de su automóvil? —le
preguntó Tragg.
—Fue puesto allí por él —dijo Mason.
Tragg, volviéndose a Garvin, le dijo:
—¿Admite usted que puso ese revólver en el departamento para guantes de su
coche?
—Admite que alguien lo puso allí por orden suya —dijo Mason.
—Le estoy preguntando a Garvin —dijo irritado Tragg.
—Y yo estoy contestando por él.
Lorraine Garvin dijo:
—Bueno, yo sé muy bien que ese revólver no estaba en el departamento para
guantes cuando nosotros salimos de Los Angeles. Alguien tuvo que haberlo sacado
de allí.
—¿Y cómo lo sabe usted? —preguntó Tragg.
—Porque mi esposo tenía los lentes de sol en el departamento para guantes.
Después que nosotros salimos, él me pidió que se los sacara de allí. Yo abrí el
departamento y saqué los lentes. Si allí hubiera estado ese revólver, desde luego que
lo hubiera tenido que ver, y si lo hubiera visto, es natural que le hubiera preguntado a
Edward qué iba a hacer con ese revólver.
—¿Y está usted segura de que allí no había revólver alguno?
—Absolutamente segura.
—Bueno, al fin y al cabo —dijo suavemente Tragg— su esposo pudo haberlo
sacado ya antes del departamento para guantes. Y pudo también haberlo puesto en
otro sitio.
Lorraine miró ceñuda al teniente Tragg y le replicó:
—Si usted no va a creer lo que una persona le declara, no sé para qué está usted
preguntándole y sometiéndola a un interrogatorio y exigiéndole respuestas.
Tragg sonrió y dijo:
—Porque ésa es la forma en que nosotros resolvemos casos de asesinatos algunas
veces. Y usted tiene que admitir, señora Garvin, que un hombre que pudo haber
cometido un crimen estará enteramente dispuesto a mentir.
—Bueno, yo lo que puedo decirle a usted es una cosa —dijo Lorraine—. Que mi
esposo pudo haber sacado ese revólver de allí, pero él no pudo nunca haberlo usado,
porque él estuvo aquí conmigo durante toda la noche.
—¿Toda la noche? —preguntó Tragg.
—Sí, señor, toda la noche.
—¿Usted no durmió nada?
Era ya oscuro a la hora en que el coche regresó con Perry Mason y Della Street a
San Diego. Mason se detuvo bastante tiempo hablando por teléfono con Paul Drake.
—Muy bien, Paul —dijo Mason—. Della y yo vamos a salir ahora de San Diego.
Nos dirigimos a Oceanside y cenaremos allí. Después, nos encontraremos allí contigo
y veremos lo que podemos hacer con ese Hackley.
—Va a ser una nuez dura de cascar —le advirtió Drake—. Tengo más
información sobre él. Está considerado como individuo muy difícil.
—Eso es estupendo —dijo Mason—. Me gusta la gente dura. ¿Cuándo podrás
estar en Oceanside?
—Ahora mismo salgo para allá.
—Muy bien —dijo Mason—. Della y yo recogeremos nuestros coches en el
aeropuerto y después iremos a cenar algo. Puedes rodar despacio por la calle
principal hasta que nos encuentres… No creo que puedas confundirte sobre mi coche.
Llevo el convertible de color canela.
—Muy bien —dijo Drake—. Te encontraré.
—Nosotros salimos ya ahora —dijo Mason, y colgó.
El coche rodó suavemente por la costa hasta llegar a Oceanside. Mason hizo que
el chófer de aquél los condujera al aeropuerto, donde él y Della Street recogieron sus
respectivos automóviles. Pagó el coche y regresaron al centro de Oceanside, donde
Mason encontró dos sitios en un estacionamiento de autos cerca de un restaurante.
Entraron en el restaurante y disfrutaron de una cena tranquila. Estaban hablando
después de cenar, tomando café y fumando cigarrillos, cuando Drake entró miró
alrededor y al verlos levantó la mano saludándolos y se unió a ellos.
—¿Qué noticias hay, Paul? —preguntó Mason.
—Puedo tomarme una taza de café —dijo Drake— y un trozo de tarta de limón,
porque aunque comí tarde, empiezo a sentir hambre… Mira, Perry, no hay ningún
camino fácil para salir de Los Angeles. Uno tiene que pelear con el tráfico, no
importa lo que hagas.
—Lo mismo digo —dijo Mason—. ¿Qué noticias hay del caso? ¿Algo nuevo?
—La policía encontró las huellas dactilares de Edward Garvin en el arma del
crimen —dijo Drake.
—¿Y por qué no? Garvin admite que él tocó el revólver. ¿Y qué más hay de
nuevo?
—No mucho más. Logré averiguar algo más sobre ese Hackley. Estaba mezclado
en asuntos de juego. No sé demasiado sobre eso, pero gentes que lo conocen, creen
que es individuo peligroso.
—Bien, eso es magnífico —dijo Mason—. Iremos a verlo. Y si pudiéramos darle
una sacudida… Sin duda alguna piensa que nadie lo va a relacionar con Ethel Garvin.
El correo de la mañana estaba sin abrir encima del escritorio de Mason, mientras
éste se paseaba de un lado a otro del despacho y de vez en cuando dirigía comentarios
a Della Street.
—La cosa no tiene sentido alguno —dijo Mason. Y después de un momento,
continuó—. El depósito del coche de Ethel Garvin fue llenado de gasolina… El
parabrisas estaba sucio… Por lo tanto, ella no lo llenó en una estación de servicio. A
menos que hubiese tenido tanta prisa que no esperase a que le limpiaran el parabrisas.
Pero eso no suena a lógico.
De nuevo, Mason empezó a pasear y lanzó algunos comentarios más.
—Nosotros sabemos que alguien estuvo en la casa de Hackley a eso de las doce y
veinticuatro minutos. Creemos que pudo, haber estado allí Virginia Bynum; pero ella
no puede haber estado allí a esa hora, porque se encontraba en la escalera de
salvamento observando a Denby.
—Bueno, en lo que estoy interesada y sobre lo que me gustaría saber algo, es
sobre Frank C. Livesey —dijo Della—. He conocido a hombres parecidos a él antes.
Desde luego, es un engreído, vano, y si me pidieras mi opinión sobre él, te diría que
es cruel.
—¿Y qué te hace pensar que es cruel?
—Yo sé que lo es. Ese es su estilo con las mujeres. Ha sido un hombre que ha
estado jugando mucho con ellas. Y se dio cuenta ahora de que ya ha pasado para él la
edad de jugar, pero tiene un empleo en el que cierta clase de muchachas se
encuentran absolutamente pendientes de él. Quizá no precisamente por pan y
mantequilla; pero sí por galletitas de jengibre y bizcocho, y para esa clase de
muchachas, las galletitas de jengibre y el bizcocho, son más importante que el pan y
la mantequilla.
—Eso no quiere decir nada —dijo Mason.
—Al diablo si no quiere decir nada —replicó Della Street—. Un hombre de ese
género, se vuelve arrogante. El…
Unos golpes de nudillos sonaron en la puerta de salida del despacho privado de
Mason. Un golpe, después una parada, tres golpes, otra parada, y al final, dos golpes
más.
—Esa es la manera de llamar de Paul Drake —dijo Mason—. Que entre.
Della Street abrió la puerta. Paul Drake entró en el despacho sonriendo saludó y
le dijo a Mason:
—¿Es que estás desgastando la alfombra otra vez, Mason?
—Así es —dijo Mason—. Estoy tratando de resolver las cosas.
—Bueno —le dijo Drake—. Tengo noticias para ti.
—¿Qué noticias?
Perry Mason y Della Street, se pararon enfrente de una casa pequeña y sin
pretensiones, a un lado de la calle, en Oceanside.
Mason dejó a Della Street al volante, salió del coche de ella y subiendo los
peldaños exteriores, llamó a la puerta.
Una mujer pelirroja, con bruscas maneras, abrió la puerta de un tirón. Sus ojos
azules, en el rostro cansado, observaron calculadoramente a Mason, y después dijo:
—No necesitamos ni queremos comprar nada —y empezó a cerrar la puerta de un
golpe.
—Espere un momento —dijo riendo Mason—. Quiero ver a su esposo.
—Está trabajando.
—¿Puede usted decirme dónde?
—En la Estación, de Servicio Standard.
—¿Le dijo a usted algo sobre ese automóvil que vio cuando estaba de regreso de
La Jolla?
—Sí —replicó ella.
—Quería hablar con él sobre eso —dijo Mason—. ¿Se lo describió a usted?
—Todo lo que él pudo ver era que tenía un color claro y que era un convertible. Y
también que no había nadie en él. Y desde luego, no era el coche que esa mujer iba
conduciendo cuando fue asesinada.
—¿Y sabe usted qué hora era cuando él llegó a casa?
—Ya lo creo que sé la hora que era cuando llegó a casa —dijo—. Faltaban diez
minutos para la una. ¡Sentado allí con esos compañeros, contando cuentos increíbles
y jugándose el dinero que no tiene ningún derecho a arriesgar! Es un miserable
jugador de póquer, y siempre que no tiene una buena mano trata de engañar…, y
después regresa contándome un montón de historias y…
—¿Lo encontraremos en la estación de gasolina? —preguntó Mason.
—Sí, allí está.
Mason le agradeció la información a la mujer y caminando rápidamente, regresó
al automóvil, dejó que Della lo condujese hasta la estación y una vez ahí, preguntó
por Mortimer Irving.
Irving, hombre alto y de maneras suaves, individuo afable, de ojos que se movían
constantemente, y que parecía muchísimo más joven que su esposa, se acercó
sonriendo a ellos y les dijo:
—Sí, pude ver ese coche allí… De momento no pensé ninguna cosa sobre ello,
pero…, bueno, usted ya sabe, vi las luces encendidas y… oh, no sé exactamente lo
que me figuré. Creo que pensé que alguna muchacha podía encontrarse en
dificultades y que quizá había encendido las luces esperando atraer la atención de
alguien… En fin, no sé, pero enfoqué mi reflector hacia allí para ver mejor.
Hamlin L. Covington, fiscal del distrito de San Diego, miró de arriba abajo a
Perry Mason cuando el abogado defensor entró en la sala de audiencias, y después se
volvió a su auxiliar primero, Samuel Jarvis.
—Un individuo bien parecido —cuchicheó Covington—, pero no puedo
descubrir que tenga nada de brujo.
—Es peligroso —advirtió Jarvis.
Covington, hombre solemne, alto y fuerte dijo:
—Bueno, no hay necesidad de tenerle miedo en este caso. Probablemente, realiza
un montón de rápidas maniobras y consigue con ellas que esos muchachos del Norte
revienten por seguirlo. Pero a mí no me va a engañar, tratando de que lo siga. Yo voy
a mantener una posición sólida contra la cual ese endiablado picapleitos pueda
lanzarse sin obtener otro resultado que el que obtiene el océano al chocar contra los
acantilados del Sunset: provoca sólo espuma.
Sam Jarvis movió la cabeza asintiendo y después sonrió triunfalmente.
—Si Mason supiera lo que nosotros le tenemos preparado esperándolo —dijo
deleitado.
—Bueno —replicó Covington con cierta altivez de hombre recto—. Al fin y al
cabo, eso le va a la medida. Le gusta hacer jugadas por sorpresa en los Tribunales.
Bien, lo curaremos.
»Y —continuó Covington— esta citación para comparecer ante el Comité
disciplinario de la Asociación de Abogados de los Tribunales, por ese asunto de la
identificación del automóvil… Eso va a obligarlo a actuar con más prudencia en los
interrogatorios. Cuanto más trate de embarullar a los testigos, más bases va a
proporcionarle a la Asociación para esa reclamación.
Covington rió entre dientes con satisfacción.
—Le demostraremos que sabemos hacer las cosas un poco diferentes en esta
especialidad, ¿eh, Jarvis?
—Puede apostar que sí —concordó Jarvis—. Cuando él oiga…
Repentinamente, la puerta de la sala de audiencias se abrió y el juez Minden
entró.
Los abogados, espectadores y funcionarios presentes en la Sala, se pusieron de
pie a una cuando el juez caminó hacia el estrado de la presidencia, quedóse un
momento indeciso y después hizo una señal con la cabeza autorizando al público a
que se sentara.
El alguacil, que había golpeado con su mazo para poner orden en la Sala, entonó:
—El Tribunal Supremo del Estado de California, en el Distrito de San Diego y en
su nombre, presidido por el honorable juez Harrison E. Minden, abre la sesión.
—El Pueblo del Estado de California, contra Edward Charles Garvin —dijo el
Mason, Paul Drake y Della Street se acomodaron en los mullidos asientos del
compartimiento del restaurante.
—Creo que no podré comer nada —dijo Della—. Esto es espantoso.
Mason, con una sonrisa confiada en su rostro, le dijo:
—No hagas eso, Della. Las gentes que están sentadas alrededor nos observan
como queriendo saber lo que estamos hablando y cuál es nuestro estado de ánimo.
Debes estar risueña, confiada y feliz, de vez en cuando cuenta algún chiste y discute
sobre lo que sucede, en voz baja.
—Y exactamente, ¿qué es lo que sucede, Perry? —preguntó Paul Drake.
—No estoy seguro —dijo Mason—. Pero me temo que la declaración de ese
Scanlon va a desbocar al Jurado. Personalmente, creo que Scanlon…
—Seguramente no creerás que en realidad Garvin llamó por teléfono y después
condujo su coche a Oceanside, ¿verdad?
Mason contestó:
—Creo que Garvin fue lo suficientemente tonto para meterse en su coche e ir a
alguna parte. Cuando uno ha interrogado a una multitud de gentes durante años, se
forma en seguida una idea clara de si una persona está diciendo verdad o mentira,
solamente por la forma en que responde a las preguntas. Desde luego, admito que aun
cuando llevé el asunto de modo a poner a Scanlon en una posición desventajosa y
aunque la policía no jugó limpio al no hacer identificar a Garvin en rueda de presos,
subsiste el hecho de que Scanlon está tratando de decir la verdad. Al menos ésa es la
impresión que a mí me da.
»Supongamos que él tuvo alguna dificultad al reconocer al hombre que salía de
aquella cabina telefónica después de haber hecho la llamada. Sin embargo, no tuvo
ninguna duda sobre la conversación que oyó, y yo sé por experiencia propia que las
paredes entre esas dos cabinas son delgadas, como de papel. La policía tiene que
tener ahora informes sobre esa llamada telefónica, y desde luego, la llamada tiene que
haber sido hecha a Ethel Garvin.
»Supongamos por un momento que Scanlon no reconoció a Garvin cuando éste
abandonó la cabina telefónica. Pero, ¿quién más en ese hotel pudo en realidad haber
hecho una llamada para la señora Garvin?
—Cuando uno lo mira en esa forma —confesó Drake—, resulta muy duro.
Mason dijo:
—Yo reconocí al momento que el punto débil en el testimonio de Scanlon era la
declaración que hizo tocante a su identificación de la persona que había salido de la
cabina telefónica. Y por ello me concentré en ese punto. Pero observaríais que tuve
particular cuidado en no preguntarle sobre la conversación en sí. Naturalmente,
escogí el eslabón más débil de la cadena.
Mason, pasando entre la multitud, entró en la Sala a las dos menos siete minutos.
Encendió un cigarrillo, se acomodó en la butaca al pie de la mesa destinada al
abogado defensor, y sonrió confiadamente a una media docena de miembros del
Jurado que habían llegado temprano y estaban ocupando sus asientos en la tribuna.
Parecía completamente tranquilo, como un hombre que acaba de disfrutar de una
buena comida y que se encuentra mental y físicamente contento.
Al faltar cuatro minutos para las dos, el auxiliar del sheriff trajo a Edward Garvin
a la Sala del Tribunal. Garvin se inclinó hacia Mason y le susurró al oído:
—Mason, por el amor de Dios, permítame que le hable.
Mason, sonriéndole, le contestó:
—Siéntese, Garvin. Hablaré con usted un minuto. Ahora le advierto que, ocurra
lo que ocurra, no haga ningún movimiento para hablarme. Limítese a permanecer
sentado.
Mason observó a Garvin mientras éste se sentaba, estrujó su cigarrillo contra el
cenicero grande de latón, se estiró, bostezó, y mirando al reloj de la Sala, observó
como volaban los preciosos segundos.
Después, como si se le hubiese ocurrido alguna cosa, se volvió con una sonrisa, e
inclinándose hacia Garvin lo dijo:
—Únicamente conteste a esta pregunta y conserve una sonrisa en su rostro. ¿Le
telefoneó usted a Ethel Garvin?
Garvin trató de sonreír, pero no pudo.
—Mason, escúcheme. Yo le telefoneé. Salí afuera al jardín, me metí en el coche y
marché allá. Ese hombre ha dicho la verdad. Pero Lorraine está decidida a insistir en
su coartada. Se despertó y se dio cuenta de que yo me había ido. Dijo lo que había
hecho porque…
Mason lo interrumpió para decir:
—No hable tan de prisa. Ni hable tanto. Ahora, acomódese en su asiento como si
fuera un hombre sin ninguna preocupación en el mundo. Le volveré a hablar dentro
de un minuto.
Mason se arrellanó nuevamente en su silla, miró con naturalidad alrededor de la
Sala de Justicia, como si estuviera buscando a Della Street, después volvió a mirar el
reloj, bostezó otra vez y de nuevo se volvió a Garvin y le dijo:
—Bien. Dígame el resto.
—Fui allí para encontrarme con ella, Mason, pero no apareció. Esperé un rato y
después fui a la carretera que conduce a la casa de Hackley. Estacioné allí mi coche y
exploré las inmediaciones. Después, un endemoniado perro me oyó y empezó a
ladrar. Cuando se hubo callado, regresé otra vez al camino de la casa. El coche de
Ethel salía en ese momento por el camino. Lo reconocí. Lo que no pude ver es si ella
Garvin conducido a la repleta Sala de Justicia por el auxiliar del sheriff encargado
de su custodia, le susurró airadamente a Mason:
—¿Qué demonio es eso que está usted tratando de fraguar contra mi esposa?
—Cállese —le ordenó contundente Mason.
—No quiero soportar eso —dijo Garvin—. Voy a pedir permiso al Tribunal para
nombrar a otro abogado que le sustituya a usted. Demonio, Mason, usted no puede…
El juez Minden entró, y golpeando con el mazo sobre su mesa, puso orden en la
repleta sala, en la cual estaba ocupado hasta el último asiento, así como cada pulgada
de espacio para permanecer de pie.
—El Pueblo contra Garvin —dijo el juez Minden—. ¿Están ustedes listos para
proceder, caballeros? ¿Y está comprobado que el acusado está en la sala y que los
miembros del Jurado están todos presentes?
—Está comprobado —dijo Mason.
—Está comprobado —concordó Covington.
El juez Minden miró a Covington y éste comenzó a ponerse en pie, pero antes de
que tuviera tiempo para dirigirse al Tribunal, Mason dijo rápidamente:
—Con la venia del Tribunal, hay una o dos preguntas que me gustaría hacerle a
Frank C. Livesey. ¿Se me permitirá volverlo a llamar para un interrogatorio
adicional?
—¿Sobre qué quiere usted repreguntarle? —dijo con mofa Covington—. Fue
llamado únicamente en forma rutinaria, en relación con el hecho de haber tenido el
revólver en sus manos.
—Entonces, ciertamente no habrá objeción alguna por parte del fiscal del Distrito
a que vuelva a ser llamado —sonrió Mason.
—No hay ninguna objeción —dijo Covington.
—Señor Livesey, comparezca en el estrado otra vez, para un interrogatorio
adicional —ordenó el juez Minden.
Livesey se levantó de su asiento al fondo de la sala y se dirigió al estrado de los
testigos, con el rostro contraído en una mueca.
Mason esperó hasta que Livesey se hubo sentado y después le preguntó
súbitamente:
—Señor Livesey, ¿conoce usted a Virginia Bynum?
Livesey, con el ceño fruncido, replicó:
—Ya le he dicho a usted antes, señor Mason, que conozco a mucha gente y que
yo…
—¿Sí o no? —preguntó Mason—. ¿La conoce usted, sí o no?
Livesey miró a los ojos de Mason, tratando de salir del aprieto, y con desgana
contestó: