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El Caso Del Marido Dudoso

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Tras

un rápido divorcio mexicano, de dudosa legalidad, Ed Garvin vuelve a


casarse. Su primera mujer intentará colocarle en un apuro financiero, pero
todo se complica cuando es asesinada.

ebookelo.com - Página 2
Erle Stanley Gardner

El caso del marido dudoso


Perry Mason - 33

ePub r1.2
Titivillus 30.12.2014

ebookelo.com - Página 3
Título original: The Case of the Dubious Bridegroom
Erle Stanley Gardner, 1949
Traducción: Esperanza Castillo

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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A
Mrs. Francés G. Lee Capitana de la Policía del Estado de New Hampshire y
una de las pocas mujeres que jamás hayan intrigado a Perry Mason.

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Prólogo

Este libro fue escrito en circunstancias bastante extraordinarias. La última parte


de él fue editada mientras yo estaba en Boston asistiendo a un curso de Investigación
Criminal, en el Departamento de Medicina Legal en la Escuela Médica de Harvard.
Hacía ya algún tiempo que había oído hablar de esos cursos, que son patrocinados
por mistress Francés G. Lee, de New Hampshire, capitana de la Policía de aquel
Estado. Las invitaciones para asistir a esos cursos, son ambicionadas en los círculos
de policía, como pueden serlo entre muchachas que aspiran a ser actrices las
propuestas para ir a Hollywood.
A pesar del hecho de que yo había oído hablar tanto de esos cursos, nunca pude
imaginarme lo que iba a encontrar allí.
Los profesores, bajo la guía del doctor Alan R. Moritz, no son solamente
brillantes personalidades, sino también hombres prácticos que están realizando
diariamente hazañas en el descubrimiento de crímenes, que resultan poco menos que
sorprendentes. Ese departamento trabaja en relación, tanto con la policía de la ciudad
de Boston, como con la policía del Estado de Massachusetts. Los profesores tienen a
su disposición todas las facilidades, así como todos los elementos científicos
conocidos disponibles a la vez que tienen también cerebros.
El doctor Robert P. Brittain, de la Universidad de Glasgow, doctor en Medicina
Legal y abogado criminalista, no era sólo una mina de informaciones relativas al
trabajo práctico detectivesca en este lado del océano, sino que también estaba
capacitado para proporcionar las últimas informaciones sobre los métodos para el
descubrimiento de crímenes, empleados por las policías inglesa y europea.
Incidentalmente, conforme a los comentarios que oí, lo mismo que por mis propias
observaciones, comprobé que el doctor Brittain, con su presencia y su carácter,
realizó en este curso una extraordinaria contribución a la comprensión internacional y
a la amistad, y tengo entendido, a través de una autoridad, nada menos que la propia
capitana Lee, que esto fue así durante toda su estancia en este país.
El material y los métodos demostrados en este curso, estaban en muchas
ocasiones adelantados en varios años a los métodos actualmente a disposición de los
estudiantes, que incluso tienen que contar solamente en los más modernos trabajos de
Medicina Legal y Toxicología.
Al fondo de todo esto y como un espíritu que lo guiase, está la capitana Francés
O. Lee. Yo no puedo creer que le haya pasado jamás en su vida un detalle
inadvertido. La capitana Lee ha reconstruido en pequeña escala —a razón de una
pulgada por pie— algunos de los crímenes más sorprendentes con que se haya
encontrado la policía. La minuciosidad de esos modelos es absolutamente increíble.
Si un agente de la Policía del Estado se presenta teniendo en la mano un libro de
notas y un lápiz, puede usted estar seguro de que el lápiz, que acaso sea del tamaño

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de la mitad de un palillo de dientes, es un lápiz genuino, con su barra real, y que las
notas en el libro en miniatura, del tamaño de la mitad de un dedo pulgar, han sido
verdaderamente escritas con ese lápiz.
No cabe esperar que los miembros que asisten a esas clases vayan a ser capaces
de resolver todos los crímenes. No son infalibles. Y estos casos no son como esos
crímenes fotográficos presentados en algunas revistas ilustradas, sobre los cuales los
lectores son requeridos para que den la solución. Estos otros son modelos de
crímenes utilizados en estos cursos para desarrollar y probar el poder de observación
y concentración de parte de los estudiantes. Se espera de los estudiantes que señalen
las claves significativas que, una vez explicadas, llevarán a una solución exacta. En
cuanto a los observadores, se espera de ellos que señalen y recuerden todo en relación
con los crímenes que les están «asignados».
Después, deben informar sobre esos crímenes, comunican sus deducciones y
manifiestan lo que debería hacerse para encontrarles una solución exacta. Y no todas
esas muertes son homicidios. Algunas de ellas pueden ser suicidios disfrazados de
crímenes, o bien asesinatos disfrazados de suicidios.
No pueden ser estudiados a la ligera, ni tampoco pueden ser resueltos fácilmente.
Hago mención de estas cuestiones, porque en consecuencia de ello, cuando los
estudiantes informaron de los trabajos que les fueron encomendados, yo tuve una
oportunidad para observar el cerebro de la policía funcionando.
Me siento completamente dispuesto a aceptar que esos hombres que asistían a los
cursos eran hombres seleccionados. La concurrencia es limitada a menos de dos
docenas de estudiantes, de forma que las enseñanzas puedan ser personalizadas en
alto grado y cubrir así un amplio campo en un espacio corto de tiempo. Sin embargo,
esos hombres son típicos en el más alto grado de la oficialidad de la policía que se
está desarrollando en cifras considerables en este país.
Es difícil creer que cualquier grupo de oficiales policiacos, informando el uno
después del otro, pudiesen realizar todas las cosas que yo les vi llevar a cabo. Sabían
lo que habían de buscar, y sabían dónde y cómo buscarlo, y citando descubrían algo
significativo, estaban capacitados para evaluar la razón y anticipar una explicación. Y
la mayor parte de estos homicidios habían sido concebidos con ingenio diabólico, que
le causaría al abogado más curtido una niebla cerebral ya desde los primeros
momentos.
A nosotros los escritores, nos gusta registrar las aventuras de destacados
detectives individuales, que generalmente son reflejados con los círculos pensantes
girando en torno a la policía. Pero yo estoy seguro ahora de una cosa: de que no voy a
incluir a ninguno de los graduados de mistress Lee en mis libros. Oficiales de policía
como ésos, no solamente resolverían un crimen tan pronto como pudiese hacerlo mi
héroe, sino que podrían incluso hacerlo con una anticipación de cien páginas.
El trabajo de la capitana Lee es simplemente maravilloso. Es un trabajo
progresivo, puesto que un núcleo de hombres eficientes y altamente preparados

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pueden a su vez preparar a otros, y con el ejemplo que ellos establecen en su trabajo,
inspirar a otros para una mayor eficiencia.
La información que yo recibí en este curso, es valiosísima para mí. Las personas
que conocí allí, son una inspiración intelectual, y yo quiero aprovechar esta
oportunidad para agradecerles a estos oficiales de policía su espléndido y cortés
tratamiento para mí, en extremo relevante en lo que a su profesión concierne, y por
cuanto yo sé, soy la única persona no perteneciente al Cuerpo de Policía que haya
sido invitada a participar en tales cursos.
En cuanto a la capitana Lee, le dedico este libro como una expresión en cierto
sentido, de mi aprecio, y por admiración a la forma en que su mente, funcionando con
la extrema seguridad de un reloj de precisión, ha dado vida al plan extraordinario de
un curso de capacitación que está contribuyendo a hacer del competente oficial de
Policía de los Estados Unidos un hombre tan profesional como un médico o un
abogado. Por lo tanto, le presento mi profundo respeto, mi honda admiración y mi
eterna gratitud.
1 de noviembre de 1948

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Capítulo 1

La noche transformaba los rascacielos de la ciudad, levantados sobre sólidas


columnas de acero y cemento, en fantasmas con los dedos incrustados de luz.
Los edificios visibles desde la oficina de Perry Mason mostraban aquí y allí
luminosidades en las ventanas, aunque la mayor parte de éstas estaban iluminadas
sólo por los reflejos del exterior.
Perry Mason, cansado después de un duro día en el Tribunal, había apagado las
luces de la oficina y se había acomodado en la gran butaca, cara al escritorio. Al
principio había pensado solamente en que sus ojos descansaran algo del esfuerzo
realizado al concentrarse en la menuda letra impresa de los libros de leyes; pero la
fatiga lo había rendido hasta el punto de quedarse completamente dormido.
Llegaba suficiente claridad de la calle y del pasillo para dejar ver las escaleras de
salvamento de incendios en la parte de afuera de la oficina de Mason, el escritorio
cubierto de libros de leyes abiertos y la tranquila figura del abogado hundida en la
misma mullida butaca, utilizada por Mason para persuadir a los clientes nerviosos a
que descansaran y desahogaran sus disgustos.
El día había sido caluroso, pero ahora la tormenta estaba soplando con vago y
circulante viento alrededor del edificio, pasando rápida y parcialmente por la ventana
abierta.
Mason se agitó desasosegado e intranquilo con sacudidas nerviosas, como por el
recuerdo subconsciente del montón de trabajo que le esperaba encima de la mesa y
por la necesidad que tenía de formular una opinión sobre un problema en un punto
legal, antes del día siguiente.
Desde el silencio oscuro, encima de la oficina de Mason, llegó un ligero ruido, y
después, un pie de mujer, bien formado y gracioso, se deslizó a tientas hacia la
escalera de hierro. Poco después, el otro pie siguió al primero.
Despacio y con precaución una mujer descendió por la escalera de salvamento,
hasta que su cabeza se halló al mismo nivel del rellano de la oficina de encima.
En esa oficina, las luces se encendieron. Un rectángulo de luz despidió sus rayos
hacia la oscuridad.
Mason, en su agitado sueño, murmuró algo ininteligible y tendió su brazo
intranquilo por encima del de la butaca.
Se produjo una sombra cuando una figura se movió apartándose de la ventana
superior.
La muchacha que estaba en la escalera de salvamento descendió rápidamente dos
peldaños más; aparentemente, intentaba llegar frente al rellano de la ventana de la
oficina de Mason.
Entonces, de súbito, Mason movió el brazo otra vez, y la muchacha que estaba en
las escaleras observó ese movimiento y se quedó tan quieta que parecía inmovilizada.

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Una ráfaga de viento sacudió la calleja y se elevó, levantando la falda de la
muchacha, y ésta, instintivamente, bajó la mano derecha tratando de bajársela.
La luz que venía de la calle, brilló al reflejarse sobre algo de metal.
Mason se incorporó en la butaca.
La muchacha de la escalera volvió nuevamente a subir, después se detuvo. Al
parecer, trataba de cruzar aquella columna de luz que brotaba de la ventana situada
encima de la oficina de Mason. El aire refrescó. A distancia, se oyó el estruendo de
un trueno espantoso.
Mason bostezó, se frotó los ojos y miró hacia arriba, y entonces se detuvo
prestando atención, incrédulo cuando vio moverse la falda de la muchacha y las
piernas de ésta.
Saltó de la butaca, y con rapidez cruzó el despacho, fue a la ventana y
escudriñando por ésta hacia arriba, dijo:
—¿Quién está ahí…?
La muchacha que estaba en la escalera de salvamento, se puso un dedo en los
labios advirtiéndole que guardara silencio.
Mason frunció el ceño y preguntó:
—¿Qué idea es ésa?
Ella movió la cabeza con frenética impaciencia y lo mandó callar
imperativamente, mientras luchaba por sujetar su falda.
Mason le hizo señas para que bajase.
Ella dudó.
El abogado, entonces, echó una pierna fuera de la ventana de la oficina.
El sentido de la muchacha le advirtió a ésta la amenaza que significaba ese
movimiento. Despacio, descendió por la escalera de salvamento. Su mano derecha
hizo un movimiento y lanzó algo. Se vio brillar un objeto metálico bajo el reflejo de
la luz, y después el brillo desapareció. La muchacha volvió a luchar de nuevo para
arreglarse la falda.
—Ha debido usted gozar de una exhibición gratuita —dijo ella, y rió.
Su voz parecía más bien un murmullo.
—Así fue —le contestó Mason—. Entre.
Convencida de que inevitablemente tenía que rendirse y que había hecho cuanto
le había sido posible para evitarlo, deslizó una pierna sobre el marco de la ventana de
Mason, y después saltó al interior de la estancia.
Mason se dirigió a la llave de la luz para encenderla.
—Por favor, no encienda —le pidió la muchacha con modales y tonos suaves.
—¿Por qué no?
—Prefiero que no lo haga… Creo…, creo que puede ser peligroso.
—Peligroso, ¿para quién? —preguntó Mason.
—Para mí —dijo ella, y después añadió—: Y para usted.
Mason observó la figura que se reflejaba en silueta contra la luz de la ventana y

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dijo:
—No creo que usted tenga nada que temer de la luz.
Ella rió melosamente.
—Usted debe de saberlo. ¿Cuánto tiempo llevaba sentado ahí?
—Una hora, creo yo; pero estaba durmiendo.
—¡Y fue a despertarse en un momento crítico! —comentó ella riendo—. Ese
viento me sorprendió desprevenida.
—Creo que así fue —le dijo Mason—. Y dígame, ¿qué tenía usted en la mano
derecha?
—Un trozo de falda.
—Era una cosa metálica.
—Oh, eso —dijo riendo— era una linterna.
—¿Y qué hizo usted con ella?
—Se me escurrió de la mano.
—¿Está usted segura de que no era un revólver? —preguntó Mason.
—¡Cómo! ¡Qué absurdo, señor Mason!
—¿Sabe usted mi nombre?
Ella señaló a la puerta de entrada de la oficina de Mason, iluminada por la luz del
pasillo de fuera, y dijo:
—Allí está grabado en su puerta, y puedo leerlo desde aquí.
—Sin embargo, sigo creyendo que lo que usted llevaba en la mano era un
revólver. ¿Qué hizo con él?
—Yo no tenía ningún revólver. De todas maneras, lo que usted vio deslizarse de
mi mano fue a caer a la callejuela de abajo.
—¿Y cómo lo sabe usted? —preguntó Mason acercándose con precaución a la
muchacha.
—Muy bien, supóngase que lo tengo —repuso ella levantando sus brazos.
Mason se abalanzó rápido hacia ella. Sus manos palparon el cuerpo de la
muchacha.
De momento, al primer contacto, ella lo miró de reojo; después, se quedó rígida.
—¿Es necesario que haga usted esto? —preguntó ella.
—Creo que lo es —le contestó Mason—. No se mueva.
—¿El objeto de este registro, señor Mason, es encontrar un arma?
—Exactamente —dijo Mason—. Y no fui yo quien hizo necesario este registro.
Se trata sólo de asegurarme mi protección.
Sintió los músculos de la muchacha en tensión, pero ésta no pronunció una
palabra, ni hizo movimiento alguno.
—¿Terminó ya? —preguntó ella con frialdad cuando Mason retiró las manos.
El movió la cabeza afirmativamente.
La muchacha bajó las manos. El reflejo de las luces de la calle, dejó ver un rictus
de amargura en la boca de la muchacha cuando ésta se dirigía a la butaca. Se sentó,

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tomó un cigarrillo de una pitillera que llevaba en su bolso y dijo:
—No me gustan esta clase de cosas.
—A mí tampoco me gusta ser tiroteado por una mujer —replicó Mason—. Usted
tenía un revólver, y sabe que no miento. Supongo que lo arrojó a la calle.
—¿Por qué no va abajo y lo busca, señor Mason?
—Porque creo poder hacer algo mejor. Puedo pedirle a la policía que lo busque.
Ella rió desdeñosa.
—Lo cual resultará una agradable historia. Ya estoy viendo ante mis ojos los
titulares de la Prensa de mañana: «Un prominente abogado llama a la policía para
saber si hay un revólver en la calle donde tiene su oficina».
Mason la observaba pensativo, a luz de la cerilla dejó ver el óvalo de un bonito
rostro. La mano que sostenía aquélla estaba quieta.
—Después —continuó ella, y sus ojos centellearon con humor burlón— se puede
escribir una historia más humorística: «El abogado rehusó dar cualquier explicación
cuando la policía encontró el arma. ¿Estaba Perry Mason practicando un juego de
manos con el revólver cuando el arma se le escurrió y fue a caer a la calle? ¿O
estaba practicando la forma de desarmar a una cliente?». Esto resultaría una historia
aún mejor.
—¿Y qué le hace suponer a usted que yo no daré una explicación? —le preguntó
Mason.
—Creo que usted no la dará —le contestó la muchacha—. Podría complicarlo en
algún asunto, ¿no lo cree así?
—¿Podría?
—Sí, al aparecer que una mujer que se hallaba en la escalera de salvamento fue
forzada a entrar en su oficina, y la acusó de llevar con ella un arma y todo esto sin
pruebas… Podría dejarlo a usted en situación de exigirle daños y perjuicios, ¿no es
posible?
—No creo lo mismo —dijo Mason—. Ya ve usted; al fin y al cabo, me
encontraría en la posición de haber descubierto a un merodeador que iba a entrar en
mi oficina por la escalera de salvamento…
—¿Entrar en su oficina? —interrumpió ella sarcástica.
—¿No intentaba usted entrar?
—Desde luego que no.
—Estoy demasiado ocupado para perder el tiempo con usted ahora. Si no puede
darme una explicación adecuada, voy a agarrar el teléfono y pedirle a la policía que
venga —dijo Mason.
—Una página nueva en su historia —dijo—. ¡Perry Mason acudiendo a la policía!
Él sonrió al pensar en esto y repuso:
—Admito que podría resultar poco corriente. ¿Supóngase que usted me da una
explicación de todo esto?
—¿Es que acaso aún no he sido lo suficientemente humillada esta noche?

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Teniendo que permanecer ahí mientras usted… —dijo ella.
—Estaba buscando un arma, usted lo sabe.
—¿Era ése su único interés en esa busca?
—Sí.
—Entonces, usted no es más que la máquina que yo pienso —dijo ella molesta.
—De acuerdo, es usted libre de imaginarse lo que quiera.
Mason se dirigió al teléfono.
Ella le gritó prontamente:
—¡Espere!
El abogado se volvió.
La muchacha dio una profunda chupada a su cigarrillo, exhaló el humo y después,
farfullando algo con mal humor, apagó la colilla contra el cenicero:
—Muy bien —dijo—. Usted ganó.
—¿Yo gané qué?
—La explicación.
—Entonces, démela.
Ella le explicó:
—Estoy empleada en la oficina de arriba como secretaria.
—¿A cargo de quién está esa oficina? —preguntó Mason.
—Al de la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin».
—Dijo usted eso con demasiada frivolidad —comentó Mason.
—Trabajo allí.
El abogado tomó la guía de teléfonos, la abrió por la última página de la
clasificación GA, recorrió la columna basta encontrar el nombre de la «Compañía
Garvin», comprobó la dirección y moviendo la cabeza asintió y dijo:
—Hasta ahí parece que es exacto.
Ella continuó:
—Mi jefe me pidió que viniera a trabajar esta noche. Me advirtió que creía que él
llegaría muy tarde. Dijo que iba a cenar a una fiesta, pero que quería hacer algún
trabajo tan pronto como pudiese verse libre del compromiso. Quería salir mañana de
viaje.
—¿Y entonces se sentó usted en la escalera de salvamento a esperarlo?
—De hecho, señor Mason, ¿era eso tan malo? —repuso ella sonriendo.
—¿Qué quiere usted decir?
Ella contestó:
—Yo fui a la oficina de arriba hace una hora. Esperé y esperé, y entonces me
cansé de estar sentada allí. Había terminado todo el trabajo que tenía pendiente y no
sabía qué hacer. Apagué las luces y me senté en el marco de la ventana un rato;
después, sólo por broma, fui a la escalera de salvamento y… bueno, aquello estaba
muy sucio. Toqué la baranda y mi mano se manchó terriblemente, lo cual resultaba
fastidioso, porque tenía que ir al lavabo y quitarme el tizne.

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»Pero mientras estuve allí, fue… Bueno, resultó muy romántico y excitante el
mirar a la ciudad y pensar en todos los quebraderos de cabeza, todas las tragedias y
todas las ilusiones que en ella se agitan… y cuando estaba pensando en esto, fue
introducida una llave en la cerradura y la puerta se abrió. Creía, desde luego, que era
mi jefe, y yo sabía exactamente cómo justificar ante él mi presencia en aquella oscura
escalera de salvamento…
»La luz se encendió y entonces vi que era la esposa de él la que había entrado.
»Yo no sabía lo que ella quería, ni si acaso había ido allí con el objeto de
atraparme, o si quizá pensaba que… Bueno, sólo yo sé lo que sentí en esas
circunstancias.
—Continúe —dijo Mason.
—Después —siguió ella— instintivamente descendí dos o tres peldaños, de forma
que pudiera quedarme allí sin ser vista por ella… Desde luego, todavía, desde donde
estaba, veía el interior de la oficina. Y supongo que fue una curiosidad natural lo que
me hizo observar, para comprobar lo que ella estaba haciendo allí. Después, vino
hacia la ventana y yo tuve que permanecer en la escalera de salvamento.
—Y el viento levantó su falda.
—Y usted se aprovechó de eso, señor Mason —repuso sonriendo.
—Desde luego que sí —confesó Mason, y después añadió—: instintivamente,
bajo usted la mano para arreglarse la falda.
—¡Claro que lo hice! ¡Ese viento me estropeó el negocio!
—Y —dijo Mason— la mano sostenía un revólver.
—Una linterna —rectificó ella.
—Exactamente —dijo Mason—. Yo soy un caballero y creo en su palabra. Era
una linterna. Y ahora, si usted en los próximos cinco minutos me pudiera dar una
explicación satisfactoria sobre la linterna… No se dirija a la audiencia, por favor…
Le quedan solamente tres segundos…, dos segundos…, un segundo… Lo siento.
Ella se mordió el labio y dijo:
—La linterna que usted vio, la había traído yo conmigo para tener luz cuando
regresara a mi coche. Yo… bueno, usted comprende, yo no esperaba que mi jefe al
salir me acompañase hasta mi coche, y una mujer sola no está bien que ande
merodeando junto a un solar. Al fin y al cabo, señor Mason, suceden cosas, usted
comprende…
—¿Y llevó con usted la linterna cuando fue a la escalera de salvamento?
—Aunque parezca extraño, así lo hice exactamente. Estaba encima de la mesa y
la cogí cuando salí afuera. Estaba muy oscuro allí.
—Eso está muy bien —dijo Mason—. Si ahora me acompaña usted abajo y me
muestra su automóvil, que deberá hallarse estacionado allí, naturalmente…
—Encantada —dijo ella levantándose de la butaca con gracia y suavidad—.
Estaré encantada de hacer eso, señor Mason. Y de esa forma usted puede comprobar
el número de mi licencia, mi permiso de conducir y el certificado de propiedad, y

ebookelo.com - Página 14
después de todo eso, creo que ese encuentro entre usted y yo va a resultar muy
interesante. ¿No lo cree usted así?
—Definitivamente —replicó Mason—. Ha sido un placer para mí… en
circunstancias tan poco corrientes… Pero resulta que no sé su nombre.
—Podrá usted saberlo cuando vea el registro en el automóvil.
—Preferiría oírlo primero de usted.
—Virginia Colfax.
—¿Señora o señorita?
—Señorita.
—Vamos —le dijo Mason.
Este se adelantó para abrir la puerta, dejando pasar primero a la muchacha. Ella le
dirigió por encima del hombro una sonrisa, y juntos caminaron por el pasillo.
Cuando pasaban frente a la oficina de Paul Drake, cerca del ascensor, con las
letras grabadas en la puerta de

AGENCIA DE DETECTIVES

la muchacha hizo una mueca y dijo:


—¡No me gusta este sitio!
—¿Por qué no? —le preguntó Mason.
—Los detectives me dan escalofríos. Me gusta una vida privada.
Mason apretó el botón para llamar el ascensor y mientras el ascensorista de noche
subía, dijo:
—Drake hace todo mi trabajo. Realmente, es un negocio muy metódico…
Exactamente parecido a cualquier otro. Y después que uno se familiariza con él,
pierde encanto y emoción. Se convierte en un asunto de hecho. Algunas veces creo
que Paul se encuentra completamente fastidiado con él.
—Me atrevería a decir que así es —dijo la muchacha con sarcasmo.
El ascensor paró. El ascensorista de noche los saludó con un movimiento de
cabeza; Mason puso su mano debajo del codo de la muchacha al conducirla al interior
del ascensor y dijo:
—Tiene usted que firmar el libro de registro de salida.
Ella, sonriéndole, contestó:
—Me temo, señor Mason, que está usted en un error. Desde el momento que la
«Agencia de Detectives Drake» tiene abierto toda la noche, las personas que vienen
aquí a esa oficina no tienen necesidad de firmar el registro.
—¿Ah, pero es que vino usted a verlos a ellos? —preguntó Mason.
Ella rió con naturalidad, y burlona, repuso:
—Desde luego. ¿Dónde cree usted que he estado? ¡Estúpido!
—Tenemos un acuerdo con ellos por el cual las personas que vayan a la «Agencia
de Detectives Drake» no necesitan registrar la salida —explicó el ascensorista—.

ebookelo.com - Página 15
Tienen abierto durante las veinticuatro horas del día, como usted sabe.
Mason firmó, registrando únicamente la hora de salida de él, y dirigiéndose a
Virginia Colfax, le dijo:
—Ciertamente, usted tiene una mente rápida, gran ingenio y además una lengua
ágil.
—Muchas gracias —le contestó con frialdad ella.
El ascensor paró en el vestíbulo. Virginia salió de él con el mentón erguido, y
Mason la siguió.
A la puerta del edificio, la muchacha se detuvo por un momento. El viento
alborotó su cabello echándolo hacia atrás. La tormenta estaba ahora aquietándose, y a
intervalos se oía ocasionalmente el estruendo de un trueno por encima del ruido de la
calle.
Repentinamente, ella se volvió a Mason y poniéndole su mano en el brazo, dijo:
—Quiero que sepa usted una cosa.
—¿Qué? —preguntó Mason.
—Que le estoy muy agradecida por haber sido tan decente en todo momento —
repuso ella.
Mason arqueó las cejas sorprendido.
Después de haber hablado así, ella levantó la mano y le dio a Mason en el rostro
una bofetada, que sonó tan fuerte que atrajo la atención de un grupo de personas que
habían salido en esos momentos de un bar que había dos casas más abajo, en la
misma calle.
Mason se quedó por unos instantes algo desconcertado. Ella, entonces, corrió por
la acera, abrió la puerta de un taxi que estaba esperando y saltó dentro.
—¡Oiga! —le gritó Mason al chófer—. ¡Deténgase!
Y corrió a lo ancho de la acera.
Un hombre con cuello de toro y la corpulencia de un cargador y vestido con ropas
de director de empresa, agarró a Mason por detrás de la chaqueta, diciéndole:
—¡Nada de eso, compañero!
Mason le lanzó una mirada y dijo:
—Aparte las manos de mí.
El hombre, sin soltarlo, lo miró sonriendo:
—No se la ganó, compañero. A ella no le gusta usted.
El taxi emprendió la marcha y se perdió en pleno tráfico.
Mason le dijo al hombre fuerte:
—Quite sus manos de mi chaqueta o le rompo el mentón.
Algo vio el hombre en los ojos del abogado que lo hizo soltarlo.
—Ahora, espere un minuto, compañero —dijo el individuo—. Usted pudo ver
que la dama no quería…
Mason fue hacia el borde de la acera y buscó un taxi. No se veía ninguno.
Regresó a donde estaba el hombre fuerte diciéndole:

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—Muy bien. —Su rostro estaba más blanco que la cal—. Usted estaba jugando a
ser un héroe ante su compañera. Supongo que usted era un gran boxeador allá en los
buenos tiempos de colegial, a los diecinueve años. Por si esto puede servirle de
alguna satisfacción, le diré que su interferencia ha causado una gran cantidad de
complicaciones legales, pero su mente es demasiado torpe para comprender esto.
Ahora, váyase al diablo, cara gorda. Lárguese fuera de mi vista, o lo empujo a
usted…
El hombre, avergonzado, sé echó para atrás antes de acabar de encolerizar a
Mason.
El abogado pasó despreciativamente ante él, emprendiendo el regreso a la oficina,
pero cambió de opinión, y fue hacia la esquina, caminando hasta la entrada posterior
del edificio, por la callejuela. Entonces, se puso a pasear despacio por ésta, buscando
cuidadosamente y examinando cada palmo de pavimento.
No había rastro alguno de revólver o linterna.
Mason volvió a la entrada principal del edificio de sus oficinas, firmó el registró
una vez más, y cuando llegó al piso donde estaban aquéllas, se detuvo en la «Agencia
de Detectives Drake».
—¿Está Paul Drake aquí? —le preguntó a la muchacha de la centralita.
Ella movió negativamente la cabeza, y Mason añadió:
—Tengo un trabajo para él. No es de gran prisa. Mañana por la mañana quiero
que investigue respecto a la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas
Garvin». Quiero saber si una muchacha de nombre Virginia Colfax está empleada
allí, y también quiero saber algo de cómo van los asuntos Garvin. Dígale a Paul que
no pierda demasiado tiempo en ello, pero que consiga averiguar todo eso y que me lo
comunique cuando lo sepa.
La muchacha asintió con la cabeza y Mason se fue por el pasillo a su oficina,
donde nuevamente se puso a estudiar el problema legal, tratando de determinar si la
declaración podía considerarse enteramente extraña e inadmisible, por ser sólo un
rumor, o si por el contrario podía ser clasificada como una parte del res gestae y, por
lo tanto, si se podía admitir como una excepción dentro de las reglas sobre los
rumores como prueba.
Las luces de los edificios colindantes se fueron apagando una a una, hasta que
todas las oficinas de los otros edificios estuvieron completamente a oscuras. Mason,
enfrascado en su tema, fue coleccionando caso tras caso, estableciendo así una gran
línea divisoria entre el rumor y el res gestae.
Una vaga inquietud vino a turbar su concentración. Aunque los ojos estaban
absortos en los libros de leyes, un rastro de perfume nada familiar insistía en
recordarle a aquella intrusa femenina.
Finalmente, arrojó a un lado el libro y miró en torno. Allí en el suelo estaba un
pañuelo manchado de polvo, que podía haber procedido de la escalera de salvamento.
El pañuelo tenía el rastro de un perfume característico, y estaba primorosamente

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bordado con una letra «V».

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Capítulo 2

A las diez de la mañana del día siguiente, Perry Mason compareció ante el
Tribunal Supremo del Estado, y estaba sentado al margen, después de exponer un
hábil argumento de unos treinta minutos, para convencer al Tribunal Supremo de que
la declaración que había sido recibida como prueba por el juzgado ordinario formaba
parte del res gestae, y aquel Tribunal, por lo tanto, ratificaba una sentencia
anteriormente pronunciada por el Tribunal ordinario y en favor de uno de los clientes
de Perry Mason.
Mason tomó un taxi para regresar a la oficina y poco después de las once abría la
puerta de su despacho privado.
Della Street, la secretaria particular, lo miró desde su mesa, lo saludó con una
sonrisa y preguntó:
—¿Qué tal saliste de ese asunto, jefe?
—Con todo éxito.
—Te felicito.
—Gracias.
—Parece que estás cánsalo.
—Estuve levantado casi toda la noche.
Della Street sonrió.
—¿A qué viene esa sonrisa? —le preguntó Mason.
—¿Has tenido ocasión de ver los periódicos?
—Sí, vi el periódico de la mañana y…
—Me refiero a la primera edición de los periódicos de la tarde —le dijo Della
Street—. Puede ser que te interese ver la «Sección de Murmuraciones».
—¿Por qué? —preguntó él.
Ella puso un dedo encima del otro cruzándolos y le dijo burlonamente:
—Repugnante, repugnante, jefe.
Mason vio marcada la columna de la «Sección de Murmuraciones» a un lado de
la página y leyó:

¿Qué prominente abogado, cuyo nombre se ha vuelto un poco objeto de burla por
causa de la misteriosa habilidad en defender a personas acusadas de crimen, recibió
calabazas enfrente de su oficina la última noche? ¿Quién era la fogosa rubia que
balanceando las caderas dejó al atónito abogado en el mayor desconcierto, mientras
ella corría hacia un taxi? Sin duda alguna ha de haber sido alguien en quien el
abogado tuviese un interés más que ordinario, porque sólo lo contuvo la figura
atlética de un transeúnte que le impidió precipitarse y cruzar la acera, forzándolo a
detenerse.

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¿Y qué buscaba este abogado en la callejuela? ¿Acaso la rubia tiró allí algo
desde la oficina de él?
¡Y la pareja parecía tan en armonía hasta el momento de la disputa!
Este distinguido abogado es el secreto de muchos corazones rotos de anhelantes
muchachas recién presentadas en sociedad, quienes desearían que les dedicase una
hora de amor, en lugar de estar embebido en sus asuntos de abogacía. ¿O es que su
oficina, con sus competentes empleadas, resulta tan atractiva que él prefiere la
atmósfera de los negocios a las jóvenes de nuestra sociedad?
En todo caso, una joven de esta ciudad ha expresado con firmeza su
desaprobación.
¡Ta, ta, señor M!

El rostro de Mason se endureció cuando leyó la crónica.


—Demonio de estúpido gallináceo —dijo—. ¿Por qué los periódicos emplean
gentes tan estúpidas para andar olfateando en las cloacas?
—Y en las callejuelas —comentó Della Street.
—Y en las callejuelas —repitió Mason—. ¿Cómo diablos crees que obtuvo esa
información, Della?
—Olvidas que eres muy conocido ahora —le dijo ella—. ¿Y quién era el atlético
desconocido?
—Un gran tonel de manteca de cerdo —contestó Mason—. Debí haberle roto el
mentón. Algún individuo tratando de lucirse ante su pareja. Me sujetó por la chaqueta
cuando yo salí, dándole así tiempo suficiente a la muchacha para que se fuera.
—¿Y quién era la muchacha?
—Ella me dijo que se llamaba Virginia Colfax —dijo Mason—. Dentro de la ley
de las probabilidades, hay sólo una posibilidad entre cien millones, de que Colfax
fuera el apellido verdadero, pero en cuanto al nombre de Virginia, tengo motivos para
creer que era el real.
Y con una agria sonrisa, le contó a Della la invasión de su oficina, ocurrida la
noche anterior.
—¿Y qué quería?
—Quería salir de aquí. Yo debí llamar a la policía desde el primer momento.
Della arqueó las cejas y repuso:
—¿Llamar a la policía?
—Bueno —dijo Mason—. Confieso que eso podría parecer algo incongruente —
y de repente echó la cabeza hacia atrás y se rió ya con toda franqueza—. ¡Un diablillo
inteligente! —Después continuó—: Ciertamente me hizo una buena jugada. Yo creí
que la estaba acompañando abajo al estacionamiento, de forma que pudiese
enseñarme su coche.
—¿Y se produjo algún fallo?
—Inesperadamente, me cayó algo encima, Della…, y ese algo era su mano

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derecha.
—¿Cómo?
—Era lo suficiente lista para saber que cualquier transeúnte simpatizaría con una
mujer que estaba tratando de huir de un lobo que la perseguía. Aparentemente, sabía
que un taxi esperaba a algún cliente enfrente del edificio de nuestra oficina, y sabía
también que probablemente habría gente en la calle… Fuera como fuese, tuvo todas
las ventajas. Y yo, definitivamente, no tuve ninguna.
—Me temo —dijo Della Street— que tú no andas seguro con esas compañías
estando solo aquí en la oficina. Ya te dije que de buena gana venía a trabajar contigo
la última noche.
—No quería molestarte, Della —le contestó Mason—. Estuve trabajando hasta
muy tarde… Oh, bueno al fin y al cabo, fue una aventura.
Mason abrió el último cajón del lado izquierdo de su escritorio y sacó de él un
pañuelo que la muchacha había dejado caer.
—¿Qué piensas de esto, Della?
Della Street, mirando el trozo de tela, dijo:
—Que está muy sucio.
Mason asintió con la cabeza y repuso:
—Ella se limpió las manos en él. Se las había manchado en la escalera de
salvamento. ¿Qué perfume es ese, Della?
Poniendo el dedo pulgar y el índice en una punta del pañuelo y frotándolos en
éste, dijo después de olerlos.
—¡Oh, oh! Tu visitante usa un perfume caro.
—¿Cuál es?
—Creo que la Rendición, de Ciro.
—Trataré de recordarlo —le dijo Mason—. ¿Qué hay de nuevo en la oficina,
Della?
—Afuera está esperando un tal señor Garvin —contestó Della Street—. Y está
ansioso por verte. Este señor tiene la oficina en este mismo edificio, sobre la nuestra.
Es de la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin».
—Sí, sí, ya la conozco —interrumpió Mason.
—¿Has visto el nombre en la guía telefónica? —le preguntó Della.
—Virginia Colfax —dijo Mason— aseguraba que es empleada de esa empresa.
Por lo tanto, pasa al señor Garvin aquí. Déjame ver qué aire tiene. Puede haber una
posibilidad de que él sea el otro vértice del triángulo.
—En ese caso, es una punta redonda —dijo riendo Della Street.
—¿Es fuerte?
—Está bien alimentado.
—¿Qué edad tiene?
—Alrededor de los cuarenta. Bien vestido, las manos muy cuidadas. Y
probablemente acostumbrado a lograr lo que quiere y cuando lo quiere.

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—¡Bueno, bueno! Aparentemente tiene el aspecto externo de ser el primer vértice
de un triángulo. El segundo, puede ser una esposa celosa, y el tercero, una muchacha
rubia con grandes pestañas, ojos…, bueno, tú ya sabes.
—Creo que una «superfigura», según el marco en que tratas de situarla —le
interrumpió Della Street, y se fue hacia la puerta de la sala de espera—. Voy a buscar
al señor Garvin —dijo.
Garvin miró con ostentación su reloj de pulsera cuando entró en el despacho.
—Creía que no iba a llegar usted nunca, Mason —le dijo—. He estado
esperándolo veinte minutos. Y, diablos, a mí no me gusta esperar por nadie.
—Así parece —le respondió con sequedad Mason.
—Bueno, no estoy hablando sobre este caso —dijo Garvin—. Quiero decir, en
general. Lo he visto a usted entrar varias veces, Mason. Y nunca pensé que tuviera
necesidad de consultarlo…, pero así es.
—Siéntese —lo invitó Mason—. ¿En qué puedo servirle?
Garvin miró a Della Street.
—La señorita permanecerá aquí —dijo Mason—. Está haciendo anotaciones y
arreglando mis entrevistas conforme al tiempo de que dispongo.
—Es que se trata de un asunto delicado —dijo.
—Mi especialidad son los asuntos delicados.
—Yo me casé recientemente con una joven excelente, Mason. Yo…, bueno, es
muy importante que no le suceda nada a nuestro matrimonio.
—¿Y por qué había de sucederle algo a su matrimonio?
—Es que existieron… complicaciones.
—Bueno, dígamelas. ¿Cuánto tiempo hace que se casó usted?
—Seis semanas —dijo Garvin algo agresivo.
—¿Acaso una segunda esposa? —preguntó Mason.
—Ahí está el asunto —le contestó Garvin.
—Bien, veamos de qué se trata —le dijo Mason.
Garvin se acomodó en la mullida butaca destinada a los clientes, después de
desabotonar su chaqueta cruzada y dijo:
—Mason: ¿qué validez tienen los divorcios mejicanos?
—Tienen ciertamente algún valor —respondió el abogado—. Eso depende de la
jurisdicción.
—Pero ¿qué valor tienen?
—Bueno —dijo Mason—. Todos los divorcios mejicanos tienen un valor
psicológico.
—¿Qué quiere usted decir?
—Técnicamente —dijo Mason—, cuando un hombre obtiene un divorcio
mejicano y se vuelve a casar, las autoridades podrían ser exigentes con él, aunque en
realidad no lo son, sobre todo si ven que el hombre actuó de buena fe. Porque las
autoridades dicen que si fueran exigentes, no habría cárceles suficientes en toda

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Norteamérica para meter en ellas a las personas acusadas de bigamia. Además, serían
deshechos muchos hogares y turbada la vida del país, y después que el Estado se
hubiera dado trabajos y hecho grandes gastos para conseguir que una persona fuese
declarada convicta de bigamia, el juez podría imponerle una sentencia que la dejara
en libertad condicional.
—Entonces, ¿son válidos?
—Algo válidos —le contestó Mason sonriendo—. Desde luego, si usted quiere
una minuciosa y exacta opinión sobre esto, necesitaría estudiarlo. En general, es bien
sabido que el Gobierno de México no quiere que sus tribunales de la frontera se
conviertan en un vaciadero para nuestros problemas domésticos. Y ha hecho mucho
para aclarar en lo posible situaciones que antes existían. Pero, nuestros Tribunales no
tienen obligación legal de reconocer como válidos los divorcios mejicanos.
—Este es el asunto, Mason —le dijo Garvin—. Y yo me temo que estoy metido
en un lío.
—Bueno, supongamos —le dijo el abogado— que usted me cuenta todo lo que
ocurrió desde un principio.
—Bien, yo me casé con una muchacha llamada Ethel Cárter, hace unos diez años
—explicó Garvin, y después continuó—: Creo que entonces era una dulce muchacha.
Y ahora recuerdo que yo estaba completamente hipnotizado…, porque hipnotismo es
la palabra adecuada para definirlo…, no tenga duda sobre esto, Mason… Pero, luego
resultó que la muchacha era fría, astuta, calculadora… Bien odio decir las palabras
que vienen a mi mente, delante de una dama —añadió Garvin haciendo una
inclinación hacia Della Street.
—El amor —le dijo Mason— hace exteriorizar lo mejor que hay en las personas.
Y cuando éste desaparece, frecuentemente sucede que desaparece lo mejor de ellas.
Quizá hubo culpas por ambas partes.
Garvin cambió de posición y dijo:
—Bueno, quizá… Alguna discusión, posiblemente. Pero de lo que yo quiero que
usted se dé cuenta ahora, Mason, es de lo siguiente: que ella es completamente
terrible.
—¿En qué forma? —le preguntó Mason.
—En todas las formas —contestó Garvin—. Ella es…, bueno, es una fiera. Ya
sabe usted el viejo refrán que dice: «Ni el infierno tiene tanta furia como una mujer
desdeñada».
—¿Cuánto tiempo llevan ustedes separados?
—Creo que el tiempo de separación no tiene que ver mucho con esto —dijo
Garvin—. El caso fue cuando me volví a casar. Ella, entonces, se volvió
absolutamente insensata y furiosa.
—Y de paso —preguntó Mason mirando significativamente a Della Street—
dígame: ¿qué tal es su presente esposa?
—Es una preciosa pelirroja, con los ojos más azules que usted haya visto, Mason.

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Uno puede ver la rectitud en ellos. De piel blanca y fina, como son las pelirrojas de
ese tipo. ¡Es muy bonita! ¡Es una joya! ¡Una maravilla!
Mason lo interrumpió:
—Ya comprendo. Y ahora que estamos hablando de mujeres, ¿acaso tiene usted
empleada en su oficina a una muchacha de unos veintitrés o veinticuatro años, bonita
figura, formas ajustadas, de cintura estrecha, piernas largas, busto alto, pelo rubio y
con ojos grises…?
—¿Empleada mía? —dijo Garvin—. Por Dios, Mason su descripción suena como
si fuera una estrella de Hollywood.
—Es muy bonita, desde luego —confesó Mason.
Garvin, sacudió la cabeza negativamente y repuso:
—No yo no conozco a nadie así.
—¿Y tampoco conoce a nadie con el apellido Colfax? —le preguntó Mason.
Garvin meditó un momento, y después le dijo al abogado:
—Sí. Hace algún tiempo tuve un negocio con un individuo que se apellidaba así,
Colfax. Un asunto de minas. No recuerdo mucho de él. Tengo demasiadas cosas en la
cabeza. Y además, quiero hablarle a usted sobre mi primera esposa.
—Continúe.
—Bueno —dijo Garvin—. Nosotros nos separamos hace cosa de un año. Y hubo
algo de extraño en esa separación. Mi esposa y yo no nos habíamos llevado muy bien.
Y yo me dediqué…, bueno, me interesé muchísimo por otras cosas. Permanecía largo
tiempo en mi club, jugaba un poco al póquer y me iba a divertir con los amigos. Pero,
mi esposa no se quedaba en casa tampoco dejando languidecer su vida… Mire,
Mason, nosotros llegamos a un extremo en que tuvimos que separarnos.
Francamente, ella me molestaba a mí, y supongo que yo la molestaba a ella. De todas
formas, cuando nos separamos no hubo emoción alguna, ni lágrimas por parte de ella.
Era exactamente un asunto de negocios. Yo le di una mina en Nuevo México, que
parecía ser muy buena.
—¿Hicieron algún arreglo formal y por escrito sobre sus bienes? —preguntó
Mason.
—No, y ahora comprendo que fue un pequeño error por mi parte. Yo no formalicé
nada, pero Ethel había sido siempre muy equitativa en ese aspecto. Hablamos de la
cosa, le di esa mina y quedamos en volvernos a ver cuándo supiéramos si la mina
resultaba buena. Si así era, en efecto, ella iba a aceptarla como compensación
definitiva por todos los bienes, y si no era tan buena, entonces haríamos alguna otra
clase de arreglo.
—¿Y la mina resultó buena?
—Creo que así fue —dijo Garvin—. Pero el asunto es que Ethel fue a Nuevo
México, estuvo en la mina y después me escribió diciéndome que iba a Nevada para
conseguir un divorcio. Y transcurrido algún tiempo, supe, más o menos, que ella
había obtenido el divorcio.

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—¿Por alguna carta de ella, quizá?
—No, por una carta de unos amigos comunes.
—¿Y conservó usted esa carta y la que su esposa le había escrito?
—Desgraciadamente, no lo hice.
—¿Consiguió ella el divorcio en Reno?
—Al parecer, según resulta ahora, no.
—Dígame el resto del asunto.
—Bueno, entonces yo conocí a Lorraine Evans… Su cara, con esa sonrisa… No
puedo ni siquiera empezar a hablarle de Lorrie, Mason… Es exactamente como si
moviera las manecillas de un reloj hacia atrás. Reunía todas las cosas que yo había
esperado encontrar en Ethel cuando me casé con ella. Y créame, Mason, aún hoy no
puedo dar crédito a mi buena estrella.
—Ya lo sé. ¡Ella es una alhaja! ¡Es un sueño! Pero, por favor, termine de
contarme lo que ocurrió —dijo con impaciencia Mason.
—Bueno, no me había molestado en preocuparme de esas cosas antes, pero
después que conocí a Lorraine…, bien, yo quería estar seguro de que era libre, y
entonces escribí a Reno y traté de averiguar sobre el expediente de divorcio de mi
esposa, y resultó que me encontré con que al parecer no había ninguno.
—Y después, ¿qué?
—Bueno —dijo Garvin desasosegado—. Actué en la suposición de que hubiera
habido un divorcio en Reno, particularmente, después de haber recibido la carta de
nuestros amigos en donde me hablaban del divorcio de Ethel.
—¿Y qué hizo usted?
—Pues yo…, yo le digo a usted, Mason, que naturalmente actué en la suposición
de que era un hombre libre y…
—¿Y qué hizo usted? —interrumpió Mason.
—Bien, yo ya había llegado demasiado lejos en esa época cuando descubrí que
había algo problemático sobre el divorcio de Reno…, aun cuando creía que allí había
habido un divorcio que estaba correcto, y que si no aparece el expediente, es porque
se perdió o algo análogo.
—Entonces, ¿qué hizo usted? —volvió a preguntarle Mason.
—Bueno —dijo Garvin—. Me fui a México y consulté con un abogado de allí, el
cual me dijo que podía establecer una residencia por medio de un poder y…, bien, me
habló de forma que a mí me sonara todo aquello muy bien. Conseguí el divorcio
mejicano y Lorrie y yo nos casamos poco después en México. Seguimos en todo las
instrucciones que el abogado de México nos dijo. Y parecía conocer mucho sobre
esas cuestiones.
—Y después, ¿qué pasó? —preguntó Mason.
—Bueno —dijo Garvin—. Estoy preocupado por Ethel. Ella es…, ella se volvió
repentinamente amargada. Quiere una declaración de propiedad. Quiere que las cosas
sean de forma a dejarme a mí completamente arruinado. Y… quiere acabar conmigo.

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—Y ahora se encuentra usted con dos esposas en sus manos —le dijo Mason.
—Bueno —dijo Garvin, golpeándose su fuerte mandíbula—. Espero que eso no
suceda, Mason. Prefiero ser un feliz recién casado que un casado dudoso. Y espero
que los divorcios mejicanos sean válidos. Quisiera averiguar algo sobre eso.
—Voy a ver eso de su divorcio mejicano. ¿Dónde está su primera esposa ahora?
—preguntó Mason.
—Está aquí en la ciudad pero no sé dónde. Me llamó desde una cabina pública. Y
no quiso darme su dirección.
—¿Tiene algún abogado?
—Me dijo que iba a llevar el asunto del arreglo y división de nuestras
propiedades ella misma.
—¿No quiere pagar cuentas a los abogados? —le preguntó Mason.
—No —le contestó Garvin—. Es más inteligente que algunos abogados en este
país. Excepto el que está presente, desde luego. Una mujer endiabladamente
inteligente. Era mi secretaria antes de casarme con ella, y créame, Mason, que conoce
en verdad el camino que pisa cuando se trata de negocios… Una mujer muy
inteligente.
—Muy bien —dijo Mason—. Veré lo que puedo hacer. Esto va a costarle dinero.
—Ya lo suponía.
—Y, dígame —le preguntó Mason—. ¿Su esposa actual, estuvo en su oficina esta
noche pasada?
—¿Es mi oficina? ¿Mi esposa? —preguntó Garvin—. Cielo santo, no.
—Me pareció ver luz allá arriba —le dijo Mason—. Estaba asomado a la ventana
y vi una luz encima de mi oficina, por la escalera de salvamento. Creo que su oficina
se encuentra sobre la mía, ¿verdad?
—Así es —contestó Garvin—. Pero no pudo ver luz en mi oficina. Sería en la
oficina de más arriba. Mason. Nadie trabaja de noche en mi oficina.
—Ya veo —dijo Mason—. Bueno, me informaré de eso. Vaya usted a ese otro
despacho y déle todos los datos a la señorita Street, Dígale los nombres, direcciones,
descripciones y cualquier cosa que recuerde. Y deje un cheque por mil dólares, como
anticipo. Lo emplearemos en eso.

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Capítulo 3

Era media tarde cuando Paul Drake entró en la oficina de Mason, caminando con
movimientos tan perezosos, que le daban el aspecto de un ser en extremo indolente.
—¿Qué hay, Perry?
—¿Cómo estás, Paul? En verdad que no pareces una figura romántica.
—¿Qué quieres decir con eso de figura romántica?
Mason sonrió.
—Estaba pensando en una descripción que hace poco tiempo oí de los detectives
privados. Una joven se mostraba muy emocionada con el brillo de tu profesión, pero
casi temblaba también con el miedo.
—¡Oh, esto! —dijo con voz aburrida Drake cuando se sentó en la gran butaca de
los clientes—. Es un trabajo endiablado.
—¿Qué has averiguado sobre la «Compañía Garvin»? —le preguntó Mason.
Drake encendió un cigarrillo, se acomodó en la mullida butaca, hasta que tuvo sus
piernas encima de uno de los brazos de ésta, sirviéndole el otro brazo de respaldo, y
entonces dijo:
—Es un muchacho de carácter impulsivo.
—¿En qué sentido?
—Se casó con su secretaria, una tal Ethel Cárter. Al principio, todo marchó bien.
Todo iba en armonía, hasta que la novedad se acabó, y después de acabada, Garvin
salió a buscar otra.
—Ya lo sé —dijo Mason—. Y después se casó con Lorraine Evans.
—Pero entre ese matrimonio y el anterior, hubo dos o tres asuntos que no
terminaron en casamiento.
—¿Y qué averiguaste de Ethel Cárter Garvin?
—En cuanto a eso —dijo Drake— tienes un problema, pues aunque ella informó
de que se había divorciado de él en Reno, no aparece registrado ningún divorcio.
—¿Y qué hay sobre la compañía, Paul?
—Es una corporación. Una especie de anónima. Garvin es un tirador certero. Él
toma las minas y las explora. Cuando ve que una es buena, la pone a nombre de la
«Compañía Edward Charles Garvin», que es una sociedad exclusiva de Garvin y un
asociado ficticio, y después, la parte de éste la pasa a nombre de la «Compañía de
Exploración y Explotación de Minas Garvin», obteniendo con ello unas considerables
ganancias.
—¿Cómo puede ser eso?
—Exactamente, es así como él hace sus negocios.
—¿Y los impuestos?
—¿Cómo voy a saberlo? Tú eres abogado.
Mason dijo:

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—Si forma parte de la Junta directiva de la «Compañía de Exploración y
Explotación de Minas Garvin», difícilmente puede obtener ganancias vendiéndole
cualquier cosa a su propia Compañía.
—Aquí es donde está su inteligencia —contestó Drake—. El no forma parte de la
junta directiva. Es sólo el muchacho que les dice a los otros lo que han de hacer. Es
únicamente administrador general.
—¿Y posee la mayoría de las acciones?
—No, pero, sin embargo, aparentemente él controla todo, manteniendo en secreto
una extensa y dispersa lista de accionistas. Imagínate esto, Perry. El elige las
propiedades, las pone en su propia sociedad, reteniéndolas el tiempo suficiente, hasta
que están desarrolladas lo bastante, de forma que su valor está asegurado ya.
Después, le da a la otra «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin»
la oportunidad de recibir la mina de sus manos, dejándole una fuerte ganancia.
Conserva la dirección en sus propias manos y se paga a sí mismo un buen sueldo y
una bonificación basada en las utilidades. Donde es más inteligente, es en la dirección
de las operaciones de la compañía, haciendo de forma que los accionistas tengan
buenas ganancias. Y desde el momento en que éstos logran una gran utilidad, no les
importa mucho lo que suceda. Y cada uno de los que poseen acciones de la compañía,
piensa que Edward Charles Garvin es la última palabra en agudeza como gerente… Y
esto es todo lo que he podido averiguar hasta ahora del asunto. En cuanto a Virginia
Colfax, no aparece ninguna, y no hay rastro de la rubia esa, tal y como la describes.
—Bueno —le dijo Mason—. Ese era solamente un trabajo de exploración, cuando
hablé al principio contigo. Pero ahora necesito un trabajo real. La primera esposa de
Garvin se encuentra en alguna parte en esta ciudad. Quiero que la encuentres y que
pongas a uno de tus agentes a vigilarla, con el objeto de saber lo que hace durante las
veinticuatro horas del día.
—Muy bien —dijo Drake—. No sé el tiempo exacto que nos llevará localizarla.
Todo depende de si ella está realmente tratando de ocultarse.
—Cuando la encuentres, no la pierdas de vista.
—Así lo haré.
Drake se iba a levantar de la butaca y entonces recordó algo, metió la mano en el
bolsillo y sacó una hoja de papel.
—¿Qué es eso? —le preguntó Mason.
—El poder para la próxima reunión de accionistas de la «Compañía de
Exploración y Explotación de Minas Garvin» —le dijo Drake—. Conseguí la
información de uno de los accionistas.
—¿Cómo pudiste localizar a un accionista con tan poco tiempo como llevas
trabajando en esto, Paul? —le preguntó Mason.
—¡Oh! —dijo Drake—. Es simplemente una de esas cosas que…, que forma
parte del trabajo.
—Esto me intriga, Paul. ¿Cómo lo conseguiste? …

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—Verás; tengo un par de amigos que están interesados en minas de oro. Los llamé
por teléfono y les pregunté sobre la «Compañía Garvin». Me informaron de los
antecedentes de ella. Luego, les pregunté si me podrían poner en contacto con algún
accionista, de forma que yo pudiera obtener alguna información exacta, bajo cuerda,
y entonces uno de mis amigos habló con un conocido suyo que creía conocía a
Garvin. Y al hablarle, se enteró de que era accionista de la compañía.
—¿Te entrevistaste con él? —preguntó Mason.
—Desde luego que no. Fue mi amigo quien gentilmente lo hizo por mí. Este
muchacho habló a causa de una cosa divertida que había sucedido. El conocido había
estado fuera del Estado durante algún tiempo y cuando regresó se encontró en el
correo con este poder para la reunión de accionistas de pasado mañana. No pudo
comprender esto, porque ya había enviado otro poder antes de salir fuera. Los
poderes tienen que presentarse al secretario diez días antes de la reunión de
accionistas.
Mason tendió la mano para tomar el poder, lo abrió, le echó una mirada y
después, bostezando, dijo:
—¿Y el hombre dice que ya envió el poder?
—Así fue —dijo Drake.
Mason miró de nuevo el documento y después dejándolo encima de la mesa, dijo:
—Este poder ha sido hecho en una forma rara, Paul.
—¿Cómo es eso?
—Este poder establece que los derechos de voto son otorgados a E. C. Garvin,
poseedor del certificado número 123 de acciones de la corporación.
—Bueno, ¿y qué hay de erróneo en eso?
—No lo sé —dijo Mason—. Pero corrientemente, un poder se hace a favor de un
individuo y no es necesario añadir un montón de material descriptivo… ¿Y dices que
él ya había firmado un poder?
—Sí. Le dijo a este amigo mío que pensaba que le habían enviado el segundo
poder por equivocación.
—Muy bien —le dijo Mason—. Nosotros veremos eso. Busca por ahí, Paul, a ver
si logras encontrar a la primera esposa de Garvin.
Drake se levantó de la butaca y replicó:
—Quizá logre encontrarla pronto. ¿No sabes dónde puede estar viviendo, si es en
un hotel, departamento, casa, o dónde?
—No tengo ni la más pequeña idea —contestó Mason.
—¿Y sabes algo referente a quiénes son sus amigos o socios?
El abogado movió negativamente la cabeza.
—Tú crees que un detective puede cazar un conejo con sólo echar su sombrero
encima del mismo, apenas lo ve —se lamentó Drake—. Deberías al menos darle a
uno algo para trabajar.
—Puedo darte quinientos dólares como anticipo por tu trabajo —le dijo Mason.

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—Muy bien —dijo sonriendo Drake—. Dile a Della que extienda el cheque y que
me lo envíe en seguida.
Drake cruzó el despacho y abriendo la puerta, caminó rápidamente por el pasillo
hacia su propia oficina.
Mason tomó el poder y lo estudió.
—¿Por qué crees que eso es tan importante? —le preguntó Della Street.
—Porque hay una coincidencia muy notoria —dijo Mason doblando el poder y
metiéndolo en su bolsillo—. ¿No observaste —continuó Mason— que las iniciales de
Edward Charles Garvin son exactamente igual que las de Ethel Cárter Garvin? Pues
observa que este poder está expedido a favor de E. C. Garvin, que tiene las acciones
del certificado número 123 de la corporación y que todos los poderes anteriores
quedan anulados.
—¿Quieres decir que…? —preguntó Della Street.
—Exactamente —la interrumpió Mason—. Quiero decir que si resultase que el
poseedor del certificado número 123 es Ethel Garvin, entonces cada uno de los
accionistas que hubiera firmado uno de estos segundos poderes, automáticamente ha
anulado el poder que anteriormente haya otorgado a Edward Garvin, y así la esposa
de éste podría ir a la reunión de accionistas con un puñado de poderes, nombrar su
propia junta directiva, echar a Edward de administrador general y dirigir la compañía
al propio gusto personal de ella.
—¡Oh, oh! —exclamó Della.
—Procura ponerme en comunicación con Garvin, Della. Vamos a aclarar eso —
dijo Mason.
Della Street asintió con la cabeza y consultó las notas de los números de teléfono
que Garvin le había dado cuando le expidió el cheque, y sus dedos volaron marcando
la llamada en el teléfono, mientras Mason se entregaba a poner en orden la confusión
de libros de leyes que había dejado en su escritorio, después del estudio que realizó
allí la noche anterior.
Después de diez minutos, Della Street le informó:
—El señor Garvin no puede asistir a la reunión de accionistas. Apenas salió de
nuestra oficina, partió de viaje. Le dijo a su secretaria que iba a ver al propietario de
unas minas. Pero me imagino que está en una segunda luna de miel.
—Demonio con él…, pudo habérmelo dicho. Pudo haberme dicho que estaba
planeando eso —dijo Mason—. Bueno, ponme con el tesorero de la compañía, sea
quien sea. Dile que venga aquí. Que quiero verlo. Y dile también que estoy
representando al señor Garvin y que quiero que venga aquí, por un asunto de la
mayor importancia.
—Ellos ya saben que tú estás representando a Garvin —le contestó Della Street
—. Su secretaria extendió el cheque de los mil dólares.
—Muy bien —le dijo Mason—. Consigue ponerte al habla con el tesorero de la
corporación, en cualquier parte que puedas encontrarlo, y dile que venga aquí en

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seguida.
Cinco minutos después, Della Street tomó el teléfono, llamó a Mason desde el
otro despacho y le dijo:
—El señor George L. Denby está aquí en la oficina, jefe.
—¿Y quién es Denby?
—Es el tesorero de la compañía de arriba.
—Pásalo a este despacho —le ordenó Mason.
Denby, individuo delgado, serio, con lentes, pelo gris, con un traje holgado y de
manos frías, se presentó él mismo a Perry Mason, le estrechó la mano y se sentó en la
butaca que el abogado le ofreció.
Mason le dijo:
—Yo represento a Garvin.
—Así lo tengo entendido. ¿Y puedo preguntarle si lo representa usted sólo en un
asunto individual, o si él le dio el anticipo para que usted velara por los intereses de la
corporación?
—Yo lo represento en conjunto —dijo Mason—. ¿Acaso tiene diversos intereses?
—Oh, sí.
—Y quizá algunos de ellos están en la corporación.
—Sí.
—¿Entonces, queda contestada con eso la pregunta que usted me hizo? —le
preguntó con una sonrisa Mason.
Denby, cuya frialdad en la mirada se reflejaba a través de sus lentes, le dijo:
—No.
Mason echó la cabeza atrás y rió.
Denby ni siquiera sonrió.
Mason le dijo:
—Muy bien. Estoy representando a Garvin en un asunto particular, interprételo en
esa forma. Y ahora, le diré que ocurrió un asunto que me ha llamado la atención y
que me preocupa.
—¿De qué se trata, señor Mason?
—¿Quién posee el certificado número 123 de la corporación?
—No estoy seguro de si podré decirle a usted eso, señor Mason.
—¿Cuándo es la reunión de accionistas?
—Pasado mañana.
—¿A qué hora?
—A las dos de la tarde.
—¿Es una reunión anual corriente?
—Oh, sí.
—¿Cuáles son las disposiciones de los Estatutos sobre los votos por poder, si es
que hay alguna?
—Realmente, señor Mason, no puedo contestar a esa pregunta. Creo que las

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disposiciones están conformes a la ley de este Estado.
—¿Garvin posee muchos poderes?
—Creo que así es, sí.
—¿Cuántos?
—Temo que no estoy en libertad para discutir los asuntos de la corporación, señor
Mason…, en estas circunstancias.
—Ya veo —dijo Mason—. Vaya a su oficina y compruebe sus archivos. Vea
cuántos poderes han enviado autorizando a votar a E. C. Garvin.
—Sí, desde luego, señor Mason. Tendré mucho gusto en comprobar eso.
—Y después, comuníquemelo.
—Desgraciadamente, señor Mason, eso ya es un asunto completamente diferente.
Es un asunto que le concierne sólo a la corporación y también al señor Garvin.
Necesitaría una autorización específica de alguno de los miembros de categoría de la
compañía.
—Entonces, consiga esa autorización.
—Eso puede no ser fácil.
—No le estoy preguntando si será fácil o no… Le digo que la consiga. Es para el
mejor interés de la corporación.
—Desde luego, es necesaria una información confidencial. Aunque el señor
Garvin… Bueno, el señor Garvin no es un miembro de categoría en la compañía,
señor Mason.
—¿Quién es el presidente?
—Frank C. Livesey.
—¿Se encuentra ahora en la oficina?
—No. Estuvo a primera hora del día, pero se marchó.
—Comuníquese con él por teléfono —dijo Mason—. Dígale lo que se está
cocinando. Sugiérale que mejor será que hable conmigo.
—Sí, señor.
—Figurará su nombre en la guía telefónica, ¿verdad?
—Creo que sí.
—Vea lo que puede hacer —le dijo Mason.
—Muy bien —dijo levantándose Denby—. Espero que usted comprenderá mi
posición, señor Mason. Desde luego, yo entiendo que eso…
—Está muy bien —le dijo Mason—. Vaya en seguida. Y hágame saber la
información que pueda usted conseguir.
Tan pronto como Denby había dejado el despacho, Mason le dijo a Della:
—Busca en la guía telefónica el número de Frank C. Livesey y…
Della Street, sonriendo, lo interrumpió:
—Ya lo hice. Apenas él mencionó el nombre, me puse a buscarlo.
—¿Y conseguiste el número?
—Sí.

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—Mira si puedes comunicarme por teléfono con él —dijo Mason.
Los hábiles dedos de Della Street volaban en el disco del teléfono cuando marcó
el número, y después dijo:
—Hola… ¿Es el señor Frank C. Livesey? Espere un momento, señor Livesey. El
señor Mason quiere hablar con usted… Sí, el señor Perry Mason, el abogado. Por
favor, espere un momento.
Mason tomó el auricular y dijo:
—Hola, señor Livesey.
Una voz cautelosa llegó a través de la línea:
—Aquí habla el señor Frank C. Livesey.
—¿Es usted el presidente de la «Compañía Garvin de Exploración y Explotación
de Minas»?
—Sí, señor Mason. ¿Y puedo preguntarle la razón de esta investigación?
—Va a suceder algo que creo puede afectar a la corporación. Yo estoy
representando al señor Garvin. Y me encontré con un obstáculo cuando quise
conseguir alguna información del tesorero Denby.
—Es posible —dijo Livesey, riendo.
—¿Quiere usted decir entonces que él es hostil a Garvin? —preguntó sin
preámbulos Mason.
—Quiero decirle que es muy minucioso para las formalidades, y además es un
rutinario —contestó Livesey—. ¿Qué ocurre, señor Mason?
—No me agrada decírselo por teléfono.
—Muy bien. Voy en seguida a su despacho.
—Hágalo así —le dijo Mason, y colgó.

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Capítulo 4

Frank C. Livesey era un individuo regordete y jovial, con un bigote rojo y tieso, y
su cabeza estaba calva parcialmente. La estrechez de su traje indicaba que había
engordado desde que lo compró, y su figura demostraba que ese proceso había ido
produciéndose año tras año, pero no alteraba el optimismo que siempre lo dominaba
cuando se compraba nuevos trajes.
Tendría alrededor de cuarenta años y en sus ojos aparecía bien claro que era un
perito en la materia cuando miró a Della Street.
—Bien, bien, señor Mason, ¿cómo está usted? —dijo con afable cordialidad. Pero
sus ojos no se apartaban de Della Street.
Avanzó cruzando el despacho de Mason y poniéndose frente al escritorio de éste,
alargó la mano al abogado y se la estrechó con sinceridad.
—Siento haberlo hecho esperar, Mason —dijo—. Lo siento de veras. Pero quería
confrontar un par de cosas antes de venir a hablar con usted. Francamente, Mason, la
situación es increíble.
—¿Qué es lo que hay de malo? —le preguntó Mason.
—Es increíble, absolutamente increíble. Las cosas se encuentran en una forma
endiablada.
—Dígame lo que hay sobre eso.
—Bueno, pues verá. La organización de la «Compañía Garvin de Exploración y
Explotación de Minas» es un poco extraña, Mason. No puedo entrar en detalles, pero
Garvin, desde luego, es hombre de gran vista. Para propósitos legales él se conserva
aparte. Y por consejo de un abogado, no pertenece a la junta directiva, ni tiene ningún
puesto electivo. A causa de cierta participación en una sociedad, su interés en eso es
perfectamente correcto, mientras sea solamente un accionista, pero en cambio pudiera
resultar dudoso si fuera director.
Mason asintió con la cabeza.
—Claro es —continuó Livesey—, usted ya comprende la situación, Mason.
Todos nosotros somos hombres de Garvin. De hecho, nosotros somos… bueno,
puedo decirle que nosotros somos muñecos de Garvin… Yo no debiera expresarlo
así. Se me escapó la frase. Pero, al fin y al cabo, Mason, usted es el abogado de
Garvin y no es tonto.
—¿Según he entendido —dijo Mason— después de telefonearle yo, usted se
atrasó en venir a verme hasta que pudo hablar con el señor Denby?
—Exactamente —contestó Livesey—. Al fin y al cabo, usted es un hombre
ocupado. A mí no me gusta hacerle perder su tiempo hablando de algo a menos que
yo sepa lo que hablo. Quise enterarme primero.
—¿Y se enteró?
—Sin duda alguna. ¡Esa mujer! ¡Esa Ethel Garvin! ¡Es aguda, Mason! Es

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inteligente.
—Y dígame, exactamente, ¿qué hizo ella?
—Bien, nosotros acostumbramos enviar poderes en la forma usual a favor de E.
C. Garvin, y que me condene si ella no envió también otros poderes a favor de E. C.
Garvin, poseedor del certificado de acciones 123. Bueno, usted ya lo adivinará,
Mason. El certificado de acciones número 123 fue expedido a favor de Ethel Garvin
hace cuatro años, cuando ella y Ed estaban unidos y todas las cosas marchaban bien.
—¿Y qué sucedió con los poderes originales? —preguntó Mason.
—Que están todos en orden y correctos —dijo Livesey—. Están archivados por
orden alfabético con esmerada minuciosidad. Usted ya conoce a Denby. Y ya se
supone cómo será de minucioso en eso; todo lo tiene en orden, con marcas de
referencia en las acciones, en el libro mayor y en todo.
Livesey echó hacia atrás la cabeza y rió.
—Pero, ciertamente, a mí me parece que alguien pudo haberse dado cuenta de la
situación, cuando todos esos otros poderes empezaron a aparecer —dijo Mason—.
Desde luego, Denby tiene que saber que él no envió aquellos poderes, y cuando un
poder nuevo, hecho a favor de E. C. Garvin, poseedor del certificado 123, apareciese,
con seguridad era de creer que Denby debería haberlo cotejado.
—Desde luego, uno debe suponerlo así —dijo Livesey—. Pero la parte más
divertida en esto es que Denby no supo cuánto llegaron aquellos poderes. Están allí
en orden, firmados y alineados en forma perfecta. Tienen que haber sido recibidos y
colocados por el empleado que trabaja en el archivo. Denby declaró que nunca
estuvieron encima de su escritorio. Y dice que él tenía que haberlo sabido si hubieran
estado en su mesa.
—¿Y la reunión de accionistas es pasado mañana?
—Así es, y yo no titubeo en decirle a usted, Mason, lo que allí va a pasar; un
infierno. Nosotros no podemos encontrar a Garvin. Se halla en una segunda luna de
miel con su pelirroja. No quiere que nadie sepa dónde está. No quiere ser molestado
por asuntos de negocios. Y está amenazado con la pérdida de toda su compañía.
¡Estoy preocupado! Y con miedo.
—¿Qué sucederá si Ethel Garvin consigue el control?
—¿Que qué sucederá? Dios santo, intervendrá los libros. Hará temblar esto y lo
otro. Pondrá su propia junta directiva. Tratará también de poner pleito a la sociedad
de Garvin por fraude en un par de negocios que no fueron lucrativos. Llamará a los
señores de los impuestos y denunciará ciertas cosas que nosotros hemos estado
ocultando. Arruinará todo el negocio. Finalmente, hará venirse abajo todo ese castillo
de naipes.
—¿Ha investigado Denby entre los empleados del archivo para saber si alguno de
ellos archivó aquellos otros poderes?
—Bueno, en una forma discreta y suave, así lo hizo. Pero no quiere que ninguno
de los ayudantes sepa que hay algo anormal. Les hizo con precaución unas cuantas

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preguntas y…
El teléfono privado de Mason sonó. Era aquel cuyo número no figuraba en la guía
y que solamente lo conocían Della Street y Paul Drake. El aparato sonaba con
estridencia.
Mason tomó el auricular y oyó la voz de Drake diciéndole:
—Perdóname por haberte llamado por este teléfono de emergencia, Perry, pero
pensé que así lo desearías. He localizado a Ethel Garvin.
—¡Diablos! ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo pudiste hacerlo tan rápidamente, Paul?
Drake dijo sin darle importancia:
—Simplemente, usé mi cabeza y el teléfono. Yo tengo una lista de miembros de
los principales clubs de mujeres y de ellas obtengo un montón de información
singular. Y cuando ella estuvo casada con Garvin, era socia de un club bien conocido
de libros de estudio. Llamé a todas las socias de la lista, preguntándoles si sabían
dónde podría encontrar a la señora Ethel Garvin, en relación con un libro raro que
había solicitado. La segunda vez que llamé, acerté. La mujer me dijo que la señora
Garvin había salido de la ciudad por algún tiempo, pero que acostumbraba verla en la
calle y que supo que estaba viviendo en los Departamentos Monolith. Fui a
comprobarlo y me encontré con la peluquera, y me enteré de algunos chismes.
—¡Demonio! —dijo Mason—. Cada vez que me dices cómo haces esas cosas, me
suenan tan simples que odio el tener que pagarte por ello.
—¡Ya puedes ir pagándome! ¿Quieres que haga alguna cosa más, Perry?
—Sí, ten a una persona vigilándola las veinticuatro lloras del día.
Mason miró por el rabillo del ojo a Frank Livesey, que estaba sentado en su
butaca echado hacia adelante, su oído atento y los ojos abiertos de sorpresa.
—Cuando consigo dar con el paradero de un testigo en un accidente de automóvil
—continuó Mason en tono natural—, no quiero que se le pierda de vista.
Probablemente es la única persona que puede testimoniar cuál fue el primer coche
que llegó a ese cruce. Quiero conseguir su declaración escrita y lo haré tan pronto
como pueda aclarar algo de este otro asunto.
Hubo un momento de silencio en el otro lado de la línea. Después, Drake
preguntó:
—¿Está algún cliente en el despacho que pueda oírte, Perry?
—Así es —le contestó Mason.
—¿Entonces tomo la primera parte de eso referente a poner a una persona para
que vigile durante las veinticuatro horas del día, como lo que quieres realmente, y el
resto es comedia?
—Exactamente, así es.
—Muy bien —dijo Drake, y se fue.
Mason colgó el auricular y le dijo a Livesey:
—Lo siento, pero ésa era una llamada importante. Estoy trabajando en un caso de
un choque de automóviles en el que resultaron varias personas seriamente heridas…

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Bueno, vamos a continuar. Volviendo a esa cuestión. ¿Cree usted que hay gato
encerrado en el armario de la «Compañía Garvin»?
—Bueno, desde luego —dijo Livesey—. Estoy tratando de usar mi mejor juicio
en ausencia de Ed Garvin, señor Mason, pero… Bueno, consideremos exactamente
que le he dicho a usted sobre estas cosas todo cuanto puedo… Y en realidad, Mason,
le he dicho a usted demasiadas cosas.
—¿Es usted un fuerte accionista en la compañía? —preguntó Mason.
Livesey, sonriéndole, dijo:
—No se equivoque usted conmigo, Mason. Yo sólo tengo el suficiente número de
acciones de la compañía para poder figurar en la junta directiva y ser presidente. —
Sonrió otra vez a Mason y después añadió—: El sueldo es bueno y las obligaciones
del cargo consisten, la mayor parte de las veces, en firmar con mi nombre y preparar
fiestas para obsequiar a los que vienen de otras ciudades a visitar ésta.
—¿Y quizá en el departamento no tendrá usted una taquígrafa de apellido Colfax?
—Cielos, señor Mason, no sabría decirle. Aunque creo que no. Tenemos unas
cuantas muchachas trabajando allí, pero no muchas.
—Esta es una muchacha de unos veintidós o veintitrés años, de piernas largas,
cintura estrecha, caderas redondeadas, busto alto con grandes pestañas, de ojos grises
y pelo fino y rubio, y…
—¡Basta ya! —gimió Livesey—. Usted me mata. Yo no puedo oírlo. Está usted
destrozándome el corazón.
—¿La conoce? —preguntó Mason.
—¡Demonio, no, y tenga la seguridad que desearía conocerla! Si es como usted la
describe, póngame en contacto con ella, ¿querrá usted, Mason?
Y Livesey, echando la cabeza para atrás, rió picarescamente; después, arregló su
rojo y tieso bigote.
Mason repuso:
—Si tiene que organizar usted muchas fiestas, quizá tenga una lista de jóvenes a
las que pueda invitar.
Livesey, riendo entre dientes, le contestó:
—Veo que conoce usted algo sobre la venta de acciones, señor Mason.
—Y quizá, el nombre y dirección de esta muchacha están en su libro de notas. Y
puede que esté disponible para asistir a cenas, o bailes en calidad de pareja.
—Puede ser.
—¿Pero usted no la recuerda?
—No, y desearía recordarla.
—Si la recordara más tarde, ¿querrá usted comunicármelo?
—Desde luego, Mason. Es lo que más deseo.
—¿Y qué va usted hacer referente a esos poderes? —preguntó Mason.
—Francamente, Mason, que me condene si lo sé. Tengo que pensarlo. Esa
reunión anual de accionistas parece que será tumultuosa, y le soy franco, no tengo la

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menor idea de lo que hemos de hacer con eso.
—Si encuentra la forma de conseguir ponerse en contacto con Garvin, mejor será
que oriente el asunto por ese lado —dijo Mason.
Livesey lo miró sombrío.
—Y mientras tanto —continuó Mason—, será mejor que investigue en su propia
organización y vea si puede lograr averiguar quién archivó esos nuevos poderes.
—Daría algo por saberlo —repuso Livesey—. Me parece como si alguien
estuviese engañándonos.
Mason insistió:
—Desearía que comprobase en toda la organización hasta conseguir averiguar
quién estuvo trabajando allí la noche pasada, a eso de las once. Mire a ver si logra
saber quién estuvo en la oficina.
—Así lo haré.
—Y después, comuníquemelo —le dijo Mason levantándose para indicar que la
entrevista había terminado.
—Muy bien, gracias —dijo Livesey.
Se levantó despacio de la gran butaca y parecía reacio en partir. Dos veces,
cuando ya iba hacia la puerta, dudó como pensando en volverse y empezar una nueva
conversación, pero siguió hasta la puerta, se volvió, sonrió, se inclinó despidiéndose
y mirando a los ojos a Della Street, le dirigió una sonrisa especial, y después se fue
por el pasillo.
—«Yo soy un regalo de Dios para las mujeres» —y después con ironía añadió—:
Pon eso entre comillas y fírmalo «Frank C. Livesey».
—Probablemente sea Santa Claus para cierto tipo de muchachas —dijo Mason
sonriendo.
—Un cierto tipo, desde luego —contestó Della—. Pero olvidas que Santa Claus
solamente deja regalos en las chimeneas donde hay calcetines colgados.
Mason, sonriendo, agarró su teléfono privado, marcó el número de Paul Drake y
cuando el detective estuvo al habla, dijo:
—Hay otro trabajo para ti, Paul. Ese tonto de nuestro cliente parece que ha
decidido que éste es un momento oportuno para ponerse fuera de circulación.
»No puede hallarse muy lejos, porque debe haber estado planeando para concurrir
a esa reunión de accionistas pasado mañana. Pero se encuentra ausente con su nueva
esposa en una segunda luna de miel.
»Quiero que lo localices. Averigua qué auto se ha llevado, entérate de los sitios
adonde acostumbra ir, y cuánto equipaje llevó y…, ¡diablos!, encuéntralo, eso es
todo.
—Muy bien —dijo con voz cansada Drake—. Si un cliente quiere pagarme por
encontrarlo, eso me parece la forma más tonta de gastar su dinero. Pero yo no me
preocuparé por ello.
—Y apenas lo sepas, comunícamelo en seguida, no te importe la hora que sea, ni

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de día ni de noche.
—Muy bien. Te lo comunicará apenas lo sepa —dijo Drake, y colgó.

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Capítulo 5

Mason estacionó su coche enfrente de los Departamentos Monolith, que era un


edificio que hacía esquina, con la fachada de ladrillos y de líneas sencillas. El agente
de Paul Drake, que estaba vigilando desde el interior de su coche estacionado en la
calle de enfrente, parecía más bien que un agente, un individuo cansado de mirar en
la sección de anuncios del periódico, buscando un departamento desocupado y de
alquiler barato. No levantó la vista cuando vio a Perry Mason abrir la puerta del
coche, cruzar la acera y entrar en la casa de departamentos.
El empleado del escritorio miró a Perry Mason con curiosidad no exenta de
corrección, aunque con una completa falta de cordialidad.
—¿La señora Ethel Garvin? —preguntó Mason.
—¿Lo espera a usted?
—Dígale que es referente a un poder.
—¿Su nombre?
—Mason.
El hombre se volvió hacia la centralita con la clara condescendencia de quien está
realizando un trabajo que está muy por debajo de su dignidad, puso la comunicación,
esperó un momento, y después dijo:
—Aquí está un señor Mason, que quiere hablar con usted sobre un poder, señora
Garvin… No, no lo dijo… ¿Quiere usted que se lo pregunte…? Muy bien.
—Puede usted subir —le dijo el empleado, cortando la comunicación—. Cuarto
número 624.
Entró en el ascensor y vio que estaba instalado en forma de poder ser manipulado
por un ascensorista durante el día, y se convertía en automático por la noche. Al
entrar dijo:
—Sexto piso, por favor —y esperó.
La mujer que lo manejaba era fuerte, con grandes músculos y un vago aire de
cansancio, dejó la revista que estaba leyendo y miró al pasillo, esperando por si
llegaban más clientes antes de cerrar la puerta. Estaba sentada en un pequeño banco y
sus caderas eran tan amplias, que sobresalían por los lados de aquél. Una expresión
de extremo cansancio se reflejaba en su rostro.
—Sexto piso —repitió Mason.
Ella no respondió, pero echó otra mirada más al pasillo. Entonces, después de un
intervalo y con desgana, cerró la puerta y puso en marcha el ascensor, deteniéndolo
en el piso sexto.
La mujer abrió la puerta, y en seguida tomó de nuevo la revista, buscó el sitio
donde había estado leyendo y esperó hasta que alguien la llamase de otro piso.
Cuando Mason salió del ascensor y dio vuelta a la izquierda, el timbre estaba ya
llamando al ascensor desde el vestíbulo.

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La mujer miró la señal y terminó de leer unas cuantas líneas más antes de cerrar
la puerta y bajar el ascensor.
Mason, siguiendo el pasillo fue mirando los números de los departamentos hasta
que encontró el 624.
Llamó a la puerta y ésta fue prontamente abierta por una mujer que demostraba
alguna ansiedad y que vestía una bata de casa. La mujer le sonrió graciosamente.
—¿El señor Mason? —preguntó con voz melosa y cordial.
—Sí.
—Yo soy la señora Garvin. ¿Quería verme usted por causa de un poder, señor
Mason? —le preguntó no dejando de sonreír amistosamente.
—Sí —dijo Mason—. Se trata de un poder relacionado con el derecho a votar en
la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin».
—¿Quiere usted entrar, por favor?
—Muchas gracias.
Mason entró en el departamento. Ella, suavemente, cerró la puerta detrás de él y
dijo:
—Siéntese, señor Mason.
Aunque su cuerpo no tenía la lozanía de la temprana juventud, no obstante
conservaba una cintura estrecha y unas formas que guardaban simetría y que se veía
eran el producto de un régimen alimenticio disciplinado. En su rostro y sus ojos,
había esa expresión de serenidad de la mujer que ha clasificado su vida con gran
cuidado y hace todos los movimientos como resultado de un plan cuidadosamente
estudiado.
Mason se sentó cerca de la ventana.
La señora Garvin estaba de pie a su lado, y después se sentó, enfrente, cruzó las
piernas, se arregló la bata y preguntó:
—¿Qué me decía usted sobre un poder, señor Mason? ¿Hay algo que no
entendió?
—La forma de designación de la persona nombrada en el poder, era un poco
diferente en el texto del empleado en poderes anteriores, ¿verdad? —preguntó
Mason.
Echando la cabeza hacia atrás, la mujer rió.
Mason esperó la respuesta.
La risa quedó convertida en una sonrisa pícara.
—Yo…, señor Mason —dijo—. ¿Se molestó usted tanto para venir aquí
solamente para hablar conmigo sobre la mala redacción de ese asunto?
—Sí —dijo Mason.
—No debería usted haberlo hecho —dijo ella en un tono de voz que claramente
indicaba que aún podía añadir: «¡Qué hombre tan tonto!».
Cambió de posición, estiró el brazo derecho, apoyándolo sobre el respaldo del
canapé, y continuó:

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—Realmente, señor Mason… —y volvió a reír.
Mason, sentado, esperaba pacientemente.
La mujer continuó:
—Tiene que haber tenido dificultades para encontrarme. ¿Cómo lo consiguió
usted, señor Mason?
—Empleé a un detective —dijo Mason sin darle importancia.
Ella se incorporó para prestar atención.
—¿Qué hizo usted?
—Empleé a un detective para encontrarla —repitió Mason.
—¡Cielo santo!, ¿y por qué lo hizo?
—Porque lo consideré de importancia.
—¿Por qué?
—¿Qué es lo que verdaderamente intenta hacer usted con sus poderes, señora
Garvin? ¿Intenta apoderarse del control de la corporación de su ex esposo? —
preguntó Mason.
—¡Mi esposo! —gritó ella.
—Oh, perdóneme. Yo creí que ustedes dos se habían divorciado.
—Dígame, ¿quién es usted? —preguntó ella.
Mason repuso:
—Soy abogado. Tengo mi oficina en el mismo edificio en donde su esposo tiene
la suya.
—¿Fue usted… pagado para venir aquí?
—Contratado es la palabra que se emplea en relación a un abogado —corrigió
Mason.
—Muy bien. ¿Él lo contrató a usted para venir aquí?
—No específicamente.
—Entonces, ¿por qué está usted aquí?
—Porque estoy representando los intereses de él.
—¿Qué es lo que quiere usted?
—En primer lugar —dijo Mason— deseo saber lo que usted quiere.
—Da la casualidad, señor Mason, que no veo razón alguna por la cual tenga que
responderle a esa pregunta.
—Está muy bien.
Ella le indicó una caja de cigarrillos, de madera tallada, y le dijo:
—¿Quiere fumar, señor Mason?
—Muchas gracias.
El abogado tomó la caja de cigarrillos y se la tendió a ella, que tomó uno y se
inclinó para encenderlo en la cerilla que Mason le ofrecía. Sus ojos lo miraron
observándolo con firmeza, mientras él estaba sosteniendo la cerilla para que ella
encendiese el cigarrillo. Mason encendió el suyo, se acomodó en la butaca, estiró sus
largas piernas, cruzó sus tobillos y le dijo:

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—¿Y bien?
—Señor Mason, vamos a ser francos el uno con el otro. Yo creo que usted va a
ser un peligroso antagonista.
—Muchas gracias.
—¿Cómo consiguió usted encontrarme?
—Ya le dije que utilicé a un detective.
—¿Y cómo consiguió averiguar lo de los poderes?
—Eso —dijo Mason— es otro asunto.
Ella metió la punta de su pie debajo de la alfombra, después, con gracia femenina,
se arregló los hombros acomodándose confortablemente y apoyándose en el respaldo
del canapé que estaba cerca de ella, y levantó las piernas hasta que quedó medio
reclinada. Dio una larga chupada a su cigarrillo y lanzando el humo hacia el techo,
preguntó:
—Interesante, ¿verdad?
—Mucho —respondió Mason.
—Mi querido esposo —prosiguió ella— ha adquirido otra mujer. Esperaba
negociar conmigo el nuevo modelo, pero algo sucedió y él se enredó en el vestido
rosa. Me temo que yo todavía soy su mujer y que la que no puede usar ese título es el
nuevo modelo.
—¿Y después? —preguntó Mason.
—Después —dijo ella—, señor Mason, me propongo mostrar mis garras… un
poquito solamente.
—Y en concreto, ¿qué quiere usted?
—Yo lo quiero a él.
—¿Quiere decir que le gustaría atarlo a usted legalmente, quiera él o no?
Ella entornó sus ojos, observó pensativamente al abogado y después dijo:
—Voy a decirle a usted una cosa, señor Mason.
—Dígamela.
—Quizá —dijo ella— lo hago porque me gusta su cara, o quizá sea porque me
siento filosófica. ¿Es usted casado?
—No.
—Cuando un hombre toma una mujer —dijo la señora Garvin— adquiere una
posesión muy extraña. Es en cierta forma como un espejo emocional, una caja
armónica de un piano, un animado resonar de sus emociones. Y él recibe exactamente
lo que da.
»Durante la luna de miel, mientras la considera como un ángel, ella lo mira a él
como un Dios. Existe un período de mutua admiración y adoración. Después, cuando
el encanto se rompe y el hombre se da cuenta que ha adquirido una compañera de
trabajo, también se convierte a su vez en un compañero de trabajo.
—Prosiga —dijo Mason.
Sus ojos centellearon bajo sus labios medio cerrados. Después continuó:

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—El hombre algunas veces empieza a cansarse. Se vuelve retraído e irritable y
comienza a sentirse nervioso porque ha perdido su libertad. Entonces hace una de
estas dos cosas: o se vuelve un poco tramposo en forma suave y tranquila, o se vuelve
un regañón. Y en cualquier forma, demuestra que su esposa se ha convertido para él
en algo menos que su más preciada posesión.
—Y después, ¿qué? —preguntó Mason.
—Después —dijo ella— se encuentra pagado exactamente en su misma moneda.
Si el hombre es inteligente, se tomará la libertad que crea necesaria, y si la esposa es
inteligente le dará la que sea precisa para conservarlo feliz. Entonces, el hogar será
feliz. Pero el hombre puede mentirle a la esposa; puede ser algo tramposo; mas a ella
la valora como una posesión preciada. Pero cuando él la mira como una cárcel con
cadenas, ella puede cerrar muy herméticamente las puertas con llave y tirarla.
—¿Qué es lo que hizo usted?
—Lo que voy a hacer, señor Mason.
—¿Y cómo se propone usted hacerlo?
—Usted es abogado. Y ha descubierto mi pequeño truco con los poderes de las
acciones, ¿verdad, señor Mason?
—Sí.
—¿Y qué proyecta hacer?
—En nombre de su esposo, me propongo conseguir que esos poderes, que fueron
fraudulentamente conseguidos, sean invalidados.
—¿Así es que mi esposo, entonces, estará aquí y asumirá el control en la reunión
de los accionistas, como siempre?
—Sí.
—Creo que es usted muy inteligente, señor Mason. Y pienso que también está
muy enterado de leyes. Quizá pueda hacer eso. Sin embargo, si lo hace usted, yo voy
a hacer una cosa que me permitirá alcanzar mi objetivo por un método diferente.
—¿Por cuál?
—Quizá —le dijo ella— le interesaría a usted oírlo. No tuvo ningún recato
cuando cambió la posición de sus piernas para acercarse más al canapé, y tomando el
teléfono, dijo al operador de la centralita de abajo:
—¿Querrá usted, por favor, comunicarme con la oficina del fiscal del Distrito?
Después de un momento, dijo:
—Quiero hablar con la oficina de secretaría del juzgado, por favor.
Y luego de otro minuto, continuó:
—Aquí habla la señora Ethel Garvin. Soy la esposa de Edward Charles Garvin,
que ha contraído un nuevo matrimonio y que ahora está viviendo con otra mujer. Se
separó de mí y está viviendo maritalmente con esa mujer, como si fuera su esposa.
Creo que formalizó todo con un divorcio mejicano que no es válido, es fraudulento y
enteramente ilegítimo. Desearía presentar una denuncia contra él, acusándolo de
bigamia. ¿Puede usted darme una cita para cualquier hora de mañana por la mañana?

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Hubo un minuto de silencio, y después ella, sonriendo, dijo:
—Ya estoy enterada de que usted preferiría no tocar la cuestión de esos divorcios
mejicanos; pero como sucede que yo soy la perjudicada, insisto en demandar a mi
esposo acusándolo de bígamo. ¿A qué hora puede usted recibirme, por favor?
Otra vez al escuchar, ella sonrió, y repuso:
—¿A las diez y cuarto? Muchísimas gracias. ¿Por quién he de preguntar…? Sí,
por el señor Stockton, sí. El auxiliar de secretaría del juzgado, sí. Muchísimas
gracias, y a las diez y cuarto estaré allí, puntualmente.
Colgó el auricular y volviéndose a Mason le dijo:
—¿Contesta esto a su pregunta?
Mason, sonriendo, preguntó:
—¿Cree usted que contestaría a las suyas?
Miró a Mason con franqueza por un minuto, y después dijo con calma:
—¿Cómo puedo saberlo, señor Mason?, pero cuando empieza la pelea, no dejo de
atacar. Usted se me interpuso en el camino, y ahora yo le voy a mostrar mis triunfos.
Cuántos trucos puedo utilizar, no lo sé, pero ciertamente tratará de descubrirlo.
—¿Y está usted realmente dispuesta a presentar una denuncia contra su esposo
acusándolo de bígamo?
—Señor Mason, aunque fuera ésta la última cosa que yo hiciera en mi vida,
denunciaré a mi esposo acusándolo de bígamo. Y voy a perseguirlo hasta el final.
—Una vez que se emprende una cosa así ya es difícil dejarla.
—¿Quién habla de dejarla? —preguntó ella con ojos relampagueantes—. Señor
Mason, ¿querrá usted ser tan amable de decirle a mi esposo lo que le dije sobre el
hombre que encuentra en una mujer el reflejo de sus propios pensamientos? Señor
Mason, mis garras van a estar muy afiladas.
—¿No le hizo usted creer a su esposo que había conseguido el divorcio?
—Yo no soy responsable de que él lo creyera.
—Pero usted le dijo a él que había conseguido el divorcio, ¿verdad?
—Señor Mason, una mujer muy frecuentemente le dice a un hombre un montón
de cosas. Se las dice cuando está tratando de renovar su pasión, su amor y su cariño
hacia ella. Por ejemplo, le puede decir que va a suicidarse; se pueden hacer toda clase
de amenazas, toda clase de declaraciones y toda clase de promesas.
—En estas circunstancias, me temo que usted le va a costar algún dinero a su
esposo —dijo Mason.
—También yo me lo temo.
—Quizá no enteramente en la forma que usted lo pretende —dijo Mason.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
Los ojos de Mason se encontraron con los de ella:
—Quiero decir —le dijo— que también soy buen luchador. Y quiero decir, que
más tarde o más temprano, conoceré todos los sitios en que usted ha estado desde que
dejó a su esposo. Nosotros averiguaremos todo lo que usted ha hecho. Nosotros

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sabremos…
Ella, riendo jocosamente, lo interrumpió:
—Señor Mason. No me importan los detectives que usted pueda emplear, pero
usted nunca sabrá todo lo que yo he hecho durante estos seis meses. Y tampoco sabrá
las intimidades de mi cuarto de dormir. Usted no tiene defensa para mi acusación
contra mi esposo por bigamia. Soy demasiado aguda para saber eso, señor Mason, y
usted también debiera saberlo.
»Y ahora, si usted me perdona, señor Mason, tengo otras cosas que hacer. Tengo
que celebrar otras conversaciones por teléfono que prefiero que usted no las escuche.
Buenas tardes, señor Mason.
Mason se levantó. Ella lo acompañó hasta la puerta y le dijo con algo de ardor:
—Desearía haberlo contratado a usted antes de que lo hiciera Edward. Sin
embargo, eso no pudo ser. Y me temo que me va a causar un montón de disgustos.
El abogado, de pie en el pasillo, contestó:
—Estoy seguro de que usted me los causará a mí.
Los ojos de ella se llenaron repentinamente de emoción, y dijo:
—Usted me maldecirá —y cerró la puerta.

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Capítulo 6

Edward C. Garvin, de pie en el balcón de su cuarto en el hotel de La Jolla, miraba


al camino que la luz de la luna formaba sobre las aguas del océano Pacífico.
La segunda señora Garvin estaba de pie a su lado.
—Querida Lorraine —dijo entusiasmado Garvin—. ¿Es esto algo de lo que
soñaste?
—Sí, querido.
—Estamos embarcados de lleno, en una perpetua luna de miel. ¿Me amas,
querida?
—Desde luego.
—Mi dulce novia, mírame. Deja de mirar al océano.
Ella volvió su cabeza hacia él con una complaciente e indulgente sonrisa.
—Dime algo —suplicó Garvin.
—Oh, Edward —le dijo ella con impaciencia—. Te estás volviendo infantil.
—Querida, ¿no te sientes romántica? ¿No sientes el encanto de todo lo que nos
rodea? Aquí estamos, tú y yo, apartados de todos los negocios. Nadie sabe dónde
estamos. Estamos completamente solos, de pie en la orilla…
—Y yo tengo hambre —interrumpió ella.
—Muy bien, yo te daré de comer. Únicamente que no me siento con ganas de
repartir tu compañía esta noche con nadie más. Permíteme que nos sirvan cualquier
cosa en nuestro cuarto.
—Oh, eso es terrible aquí. No tienen las comodidades de servicio en los cuartos
de que disponen los grandes hoteles, Ed. Salgamos y consigamos un buen bistec
caliente con patatas y cebollas fritas al estilo francés. Hay en el centro de la ciudad un
buen restaurante. Lo vi cuando pasamos por allí, y además ya he comido antes en él.
—Muy bien —dijo Garvin—. Si tú lo quieres. Yo tenía esperanzas de cenar en
nuestro balcón particular, mirando al agua.
—Con la humedad —preguntó ella, acercándose lentamente—, ¿no
desaparecieron las ondas de mi cabello? Casi hay neblina. —Rió, y aunque su risa era
clara, estaba llena de impaciencia—. Vamos, vamos, Ed. Te pones demasiado
romántico. Vámonos a tomar un cóctel y un bistec. ¿Vamos ahora? No necesitas
llevar sombrero, querido.
—Como tú quieras, Lorrie. ¿Y tú pelo? ¿Le subo la capota al coche?
—No, vámonos así —dijo ella—. Me gusta más en esa forma. Me pondré un
pañuelo para proteger mi cabello.
Bajaron las escaleras hasta el vestíbulo, lo cruzaron y fueron al estacionamiento
donde Garvin había dejado su gran coche convertible, abrió la puerta de aquél para
que entrara su esposa, y dio la vuelta para sentarse en el otro lado.
—Estoy hambrienta —dijo Lorraine—. Por favor, ve de prisa.

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—Sí, querida, en seguida llegamos. ¿Estás segura de que no quieres que suba la
capota del coche?
—No, así está muy bien.
Garvin puso en marcha el motor. Este ronroneaba con ritmo suave y potente.
Garvin echó atrás el auto sacándolo del estacionamiento, giró alrededor e hizo una
breve parada formularia en la orilla de la carretera, esperando para no violar la ley del
tráfico. Después, apretó la marcha y continuó, conduciendo como una flecha.
Rápidamente cambió de marcha, dobló una curva y ganó velocidad a medida que
avanzaba.
Llegaron al café. Garvin estacionó el coche, se apeó y caminó rápido por detrás
de los otros coches para abrir la puerta por el lado de su esposa.
Le alargó la mano, la novia se apoyó en ella y saltó afuera con la falda toda
arremolinada.
Un chirrido de neumáticos se dejó oír, cuando un automovilista, que vino a
colocarse a su lado, paró de repente su coche grande y pesado.
Ellos se volvieron y Lorraine Garvin miró con curiosidad e interés al hombre alto
que bajó del coche, dirigiéndose hacia el convertible con la capota levantada, y con
paso largo cruzó hacia ellos.
—¡Cielo santo! —exclamó Garvin—. ¡Pero si es Perry Mason!
—¿El abogado? —preguntó su esposa.
—El mismo.
Mason se acercó a ellos.
—He tenido un trabajo endiablado para encontrarlo, Garvin. Llevo veinticuatro
horas buscándolo.
Garvin reaccionó con dignidad:
—Querida —dijo—. Permíteme que te presente al señor Mason. Señor Mason, mi
esposa.
Mason, inclinándose, le dijo a ella:
—Encantado de conocerla —y luego, dirigiéndose a Garvin, añadió—: Necesito
hablar a solas con usted al instante.
—La endiablada razón de que usted haya tenido tanto trabajo para encontrarme
—dijo con algo de frialdad Garvin—, es que yo no quería ser encontrado.
—Entonces, yo gané —le dijo Mason—. No obstante, usted escogió un mal
momento para eso. Ahora, concédame cinco minutos, por favor.
—No me interesan los negocios en este momento; pero si alguna cosa necesita
usted decirme, que sea aquí y ahora.
—¿Cuándo es su reunión de accionistas, Garvin?
—Mañana a las dos de la tarde. Yo estaré allí, Mason, no lo dude usted.
—¿Tiene usted suficiente número de poderes para controlar esa reunión?
—Seguro que lo tengo. Vamos, vamos, Mason, ésta no es hora de hablar de
negocios. Además, su coche está entorpeciendo el tráfico y…

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Mason lo interrumpió:
—Su esposa ha enviado una bandada de poderes a nombre de ella. Recuerda
usted que las iniciales de ella son E. C.
—Su anterior, esposa —interpuso con frialdad Lorraine.
—También puede haber alguna cuestión sobre eso —dijo Mason, y continuó—:
Métanse en su coche y váyanse a Méjico.
—Yo voy a tomar un Martini seco y un bistec —dijo Lorraine.
—Nosotros vamos a cenar tête-à-tête —explicó Garvin.
—Oh, querido, deja que el señor Mason nos acompañe, y él puede hablar
mientras cenamos.
Garvin movió negativamente la cabeza y dijo:
—No estoy en condiciones de hablar de negocios esta noche.
Mason insistió:
—Ethel ha enviado poderes hechos a nombre de E. C. Garvin, poseedor del
certificado de acciones número, 123. Y puede tener suficiente número de ellos para
apoderarse del control de la reunión.
—Pero si no puede hacerlo. Yo tengo mis poderes.
—Esos fueron remplazados por los de ella más tarde —dijo Mason—. Ya tuvo
buen cuidado de que los que mandó llegaran a los accionistas después que los de
usted habían sido devueltos. Los poderes contienen una cláusula diciendo que los
anteriores poderes quedan anulados.
—¡Dios santo! —dijo Garvin—. Me va a arruinar.
—Bueno. Y ahora está arruinando mi cena —gritó Lorraine.
—Además —continuó Mason—, para asegurarse de que usted no asistirá mañana
a esa reunión de accionistas, fue a la oficina del fiscal del Distrito y presentó una
denuncia acusándolo de bígamo. Y ahora están tratando de arrestarlo a usted.
Aparentemente, ella…
—¡Mason, Mason, por Dios santo! —lo interrumpió Garvin—. No discuta este
asunto aquí.
—Entonces, déme una oportunidad de discutirlo en privado —le replicó Mason
—. He estado sangrándome buscándolo a usted durante veinticuatro horas. No he
hecho eso solamente por divertirme, y usted lo sabe.
Lorraine se puso tensa:
—¿Qué es eso sobre bigamia, señor Mason?
—Puede que también usted tenga necesidad de encarar los hechos. Garvin, usted
puede desentenderse de los negocios; pero hay una cosa de la que no puede
desentenderse. Y es algo a lo que va a tener que hacer frente y de prisa.
—Edward —dijo con frialdad Lorraine—. ¿Quieres decir que hay alguna cuestión
sobre la validez de nuestro matrimonio?
Garvin miró molesto a Mason, el cual añadió:
—Le voy a decir a usted los hechos para que los juzgué. Existen ciertas dudas

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sobre la validez de su matrimonio. Probablemente, Ethel Cárter Garvin es la única
que tiene realmente derecho a llamarse esposa de Garvin.
—Edward —dijo Lorraine—. Tú me dijiste que se había divorciado de ti.
—Yo creí que lo había hecho.
—¡Creíste! —exclamó Lorraine—. ¿Por qué todo esto de…?
—Espere un minuto —dijo Mason levantando la voz—. No es tiempo ahora para
andar con recriminaciones. Yo me voy a mi coche. Y les sugiero a ustedes que me
sigan. Puedo ayudarles.
—¿Cómo? —preguntó Garvin.
—Ustedes fueron divorciados en México —dijo Mason.
—¿Y qué? —preguntó Garvin.
Mason sonrió.
—Su divorcio mejicano puede no ser reconocido en California. Y su matrimonio
mejicano será válido únicamente en el sitio donde el divorcio sea también válido.
Pero en México, desde el momento que ustedes han sido divorciados allí y están
casados legalmente, son ustedes marido y mujer.
Hubo un momento de silencio. Después, Lorraine le dijo a Garvin:
—Bueno, no te quedes ahí parado como si fueras un tonto, Edward. ¿Te das
cuenta de lo que está diciéndonos el señor Mason? Saca el coche del estacionamiento.
Vamos al hotel a preparar las maletas y vámonos al diablo, lejos de aquí.

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Capítulo 7

El coche de Mason, siguiendo al convertible de Garvin, cruzó el puente más abajo


de San Isidro.
Las luces de Tijuana, bajo el distante final del puente, formaban un aura contra la
cual las quietas estrellas brillaban en vano de momento.
Garvin condujo su coche por la ancha calle principal y lo estacionó en un lugar
donde Mason tuviese oportunidad de dejar el suyo al lado.
El abogado salió del auto, cruzó hacia el convertible de Garvin y abriendo la
puerta dijo:
—Bueno, ya llegamos. Ahora, ustedes son marido y mujer.
—¡Maldición, Mason! —contestó irritado Garvin—. Dígame, ¿qué hay contra
mí?
Mason repuso:
—No lo sé. Voy a averiguar todo lo que pueda. La mejor forma para hacer
fracasar sus proyectos sobre esos poderes, es reunir el suficiente número de
accionistas amigos que asistan en persona para controlar la reunión. Un poder queda
siempre anulado cuando la persona que lo otorgó está presente en la reunión.
»Lo cual quiere decir que usted tiene que darme una lista de los principales
accionistas que sean amigos suyos, y yo voy a llamarlos por teléfono. He preparado
unos documentos para un interdicto, que pueden ser presentados al Tribunal mañana
por la mañana, si fuese preciso, pero consiga usted que esos amigos accionistas
asistan personalmente a la reunión, pues ésa sería la mejor solución. Además, no
estoy muy seguro de si su presidente y su tesorero no están muy complicados en el
proyecto de ella.
»Y la próxima vez que planee irse fuera y dejar los negocios, permítale a su
abogado saber dónde está. Tengo detectives matándose en todo el territorio en busca
de usted. Uno de ellos, finalmente, localizó una estación de gasolina en La Jolla, y el
que la atendía le dijo que recordaba su convertible, y le dijo también que usted le
había preguntado por un hotel. Entonces, me fui allí.
—Bueno, estoy desfallecida. Personalmente necesito comer algo ahora mismo —
dijo Lorraine Garvin.
—Hay un restaurante a dos puertas de aquí —dijo Mason—. Pueden encontrar un
sitio para pasar esta noche, y mañana pueden ir a Ensenada si quieren.
—Espérenme aquí, por favor. Quiero ponerle la capota al coche —dijo Garvin.
Mientras él estaba soltando los sujetadores de la capota lo más de prisa que podía,
Lorraine se acercó a Mason y en voz baja susurró:
—Me parece que usted es demasiado fuerte y tiene demasiados recursos, señor
Mason. Y es por eso por lo que no puedo sentir miedo.
La mano de ella apretó el brazo de Mason.

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Mirando después a Edward Garvin, continuó:
—Es muy bueno, pero también es un recién casado muy miedoso, ¿comprende lo
que yo quiero decir?
—¿Cómo podría comprenderlo? —preguntó Mason.
Ella preguntó sutilmente:
—¿Cómo podría saber si lo entiende usted?
Garvin terminó de poner la capota al convertible y se reunió con ellos.
—¿Cuándo podremos regresar de Ensenada?
—En el momento que quiera hacer frente a una denuncia por bígamo —le
contestó Mason.
—¿Y dónde me coloca eso a mí? —preguntó pensativa Lorraine.
Mason, sonriendo, repuso:
—En los Estados Unidos, usted es una intrusa, una cómplice del demandado, una
amante, una mujer que vive sin ningún estatuto legal y en un estado de pecado. Pero
aquí, en Méjico, es la esposa legítima.
—¡Lo cual resulta la cosa más endiablada! —dijo agriamente Lorraine.
—¿No es así? —concordó Mason—. Son muchas las ramificaciones de la ley
internacional. Cuando ustedes vayan a los Estados Unidos, Garvin estará casado con
Ethel, y probablemente también será culpado de bígamo. Pero cuando se hallen aquí,
en México, estará legalmente casado con su presente compañera, y Ethel Garvin no
será nada más que una ex esposa que no tiene estatuto legal alguno.
—¡Creo que ésa es la cosa más absurda y endiablada! —dijo furioso Garvin—.
Supongo que debería construirme una casa, de forma que la línea divisoria de la
frontera internacional cruce por la mitad del dormitorio. Así podría tener tres camas
en el cuarto. Ethel podría ser…
—¡Edward! —interrumpió fríamente Lorraine—. No seas ordinario.
—No soy ordinario. Lo que pasa, es que estoy furioso —gritó Garvin—. ¡Maldita
sea! Estoy en una luna de miel y no sé siquiera si soy un recién casado.
—Póngase todo lo furioso que quiera —le dijo Mason—. Pero eso no afecta a su
situación legal. Yo voy a tratar de conseguir arreglar todo esto. Y ahora, vamos a
comer.
Mason iba delante camino del restaurante. Una vez allí, pidieron para los tres
bistecs tiernos y grandes, y cuando terminaron de comer, Mason les dijo:
—Hay aquí un nuevo hotel que yo conozco. Se llama Vista de la Mesa. Vamos
allí y mañana por la mañana, Garvin, puede usted darme los nombres de algunos de
los mayores accionistas que le sean leales a sus intereses, y después los llamamos,
aunque eso le va a costar una buena cuenta de teléfono.
Garvin repuso:
—Mason, yo telefonearé a los accionistas. Pero quiero que llame usted a Ethel
para hacer un arreglo con ella sobre nuestros bienes. Hágalo lo mejor que pueda. Dele
cincuenta mil dólares y…

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—Edward, querido, ¿no crees que es mejor que dejes que el señor Mason sea el
que determine la cantidad? Él puede conseguir un arreglo más bajo —dijo Lorraine.
—Yo quiero acción —dijo Garvin—. Soy impaciente cuando deseo algo. ¿Cómo
pudo usted localizarla, Mason?
—Por medio de detectives —dijo Mason mirando a su reloj—. Puedo llamarla
esta noche y citarla para mediana por la mañana.
—¿Tiene usted el número de su teléfono? —preguntó Garvin.
—Sí. Vive actualmente en el 624 de los Departamentos Monolith. Allí tienen una
centralita y puedo hacer que me comuniquen con ella. Estaba un poco difícil cuando
le hablé ayer. Creía que tenía un triunfo seguro con eso de acusarlo a usted por
bígamo. Sin embargo, cuando le diga que usted se halla en plena seguridad, refugiado
aquí en México, donde ella no puede hacerle nada con la acusación de bígamo, y le
diga también que está planeando transferir sus bienes e intereses y comprar una gran
hacienda en México y vivir aquí…, bueno, eso le va a causar algún disgusto.
Los ojos de Garvin se iluminaron.
—¡Espléndida idea, Mason! ¡Es una camuesa! Eso le va a dar un buen golpe.
—Y doy por seguro que Ethel tiene también otros amores.
Los ojos de Lorraine se iluminaron.
—¡Desde luego que los tiene! Edward y yo hemos pensado en eso.
Mason continuó:
—Después de haberla visto, me pareció una mujer muy guapa, a quien le gusta
que la gente la admire. Y tiene un estilo de hacer las cosas de forma que enseña las
piernas lo suficiente para mantener el interés de las personas y…
Garvin rió y dijo:
—Así es Ethel, exactamente. Esa era la forma que ella acostumbraba ser
conmigo. Yo recuerdo cuando era mi secretaria y…
—¡Edward! —gritó Lorraine.
—Perdón, querida.
—Bueno, antes de que nos pongamos a discutir ninguna cifra de dinero con ella,
vamos a gastar alguno en detectives para averiguar un poco más sobre lo que hizo
durante ese período de tiempo que usted no supo de ella —propuso Mason.
—Yo adivino que estaba más enamorada de mí de lo que yo creía —dijo algo
pensativo Garvin—. Fue mi segundo matrimonio de que la volvió una fiera.
Probablemente esperaba una reconciliación antes de eso.
—No estés tan seguro, Edward —replicó Lorraine, pinchando el amor propio de
él con palabras escogidas—. Fue solamente porque cuando tú te casaste conmigo, vio
la oportunidad de sacarte dinero, denunciándote por bígamo. Tú déjalo todo
enteramente en manos del señor Mason.
El Hotel Vista de la Mesa estaba detrás de la calle principal y era una hospedería
presuntuosa de clase alta que había sido recientemente terminada. El muro de adobe
que rodeaba el lugar había sido recientemente blanqueado y tenía una entrada

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abovedada, y más adelante, una salida. Los dos grandes coches rodaron por el paseo
de grava, uno detrás del otro, y se detuvieron ante un pórtico con una agradable
combinación de adobe y ladrillo, techo con tejas rojas y muros blanqueados y
pinturas de cactos verdes formando un pastel colorido en contraste con el adobe.
La mujer que estaba detrás del escritorio, los recibió con acogedora cordialidad.
—Queremos dos habitaciones —dijo Garvin—. Una para mí y mi esposa y otra
para este señor.
—Ciertamente —dijo la mujer en inglés—. ¿Con baño común?
—Con baño separado —dijo Garvin.
—Pero eso resultará más caro.
—No importa. Queremos lo mejor que tenga en la casa.
Los ojos de la mujer brillaron.
—Ah, el señor está acostumbrado a lo mejor, ¿no?
—Sí —dijo Garvin.
—Y lo mejor lo conseguirá aquí, señor. Tengo dos habitaciones muy bonitas
juntas, pero si usted no quiere compartir el cuarto de baño, entonces tiene que tomar
las dos habitaciones. La habitación para el otro señor tendrá que ser en el otro lado.
—Está muy bien —repuso Garvin, y tomó la pluma para inscribir a los tres en el
registro.
—¿Y qué hacemos con los coches? —preguntó Garvin.
—Oh, los coches pueden dejarlos allí en la entrada. Nunca roban un coche de
Vista de la Mesa.
—¿Tiene usted vigilante nocturno? —preguntó Mason.
—No, no hay vigilante; pero en este país las gentes son honradas, ¿no? Pero por
precaución, solamente por precaución…, ustedes cierran con llave sus coches y me
las dejan a mí. Yo las pongo en el cajón del dinero. Y si fuera necesario cambiar de
sitio los coches por la mañana antes de que ustedes se levanten, el jardinero puede
hacerlo y ustedes no necesitan molestarse, pues sus coches están seguros.
—Muy bien, yo cierro los coches y le traigo las llaves. Y ahora, ¿qué ocurre con
el equipaje?
—Desgraciadamente —repuso ella— no tengo el mozo de servicio esta noche.
Ustedes ya ven que el lugar es nuevo. Cerramos temprano. Tengo un cuarto más.
Solamente queda uno. Cuando ése ya esté alquilado, entonces apago las luces, cierro
el establecimiento y nos vamos a la cama, ¿no?
Y sonrió otra vez.
Mason se fue hacia la puerta diciendo:
—Muy bien, Garvin; creo que tenemos que traer nosotros mismos nuestro
equipaje.
—Todo lo que yo necesito, querido, es el pequeño maletín de noche —dijo
Lorraine.
—Sí, querida.

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Ella, sonriendo, se dirigió a Mason:
—No puedo expresarle a usted él alivio que siento con el hecho de que los
asuntos estén en sus manos.
—Gracias —le contestó Mason—. Que pasen buena noche.
—Puedo enseñarle a la señora su habitación mientras los señores van a buscar el
equipaje, ¿no?
Lorraine sonrió y asintió con la cabeza.
La mujer salió del escritorio y se presentó:
—Soy la señora Inocente Miguerinio. Un nombre difícil de recordar para los
americanos, ¿no?
—Sí, es difícil —agregó con naturalidad Lorraine.
—Pero yo voy a hacer de éste un buen hotel. ¡Tanta necesidad como Tijuana tiene
de un hotel de primera clase, limpio, agradable, fresco, confortable! Venga conmigo,
señora.
Y la robusta mujer mejicana movió al andar sus carnosas caderas, desprovistas de
faja, en forma seductora, caminando despacio cuando atravesó la puerta del
despacho.
Garvin salió rápido a buscar el equipaje, y parecía contrariado por tener que
separarse cinco minutos de su esposa. Mientras Mason sacaba el suyo de su coche,
Garvin tiraba impaciente de la puerta del compartimiento de equipajes y, extrayendo
los maletines que contenía, dijo:
—Bien, Mason. Lo veré a usted mañana.
—¿A qué hora? —preguntó Mason.
—No demasiado temprano. Yo…
—No olvide que tenemos que hacer un montón de llamadas telefónicas —le
recordó Mason.
—Bueno —concedió Garvin—. A las ocho de la mañana.
Cerró la puerta del coche y se fue al pórtico.
—¿Quiere que yo entregue sus llaves del coche? —preguntó Mason.
—Las tengo conmigo —dijo Garvin—. Se las daré a la señora «No-sé-cuántos»
cuando yo entre. Buenas noches, Mason.
—Buenas noches —dijo el abogado observando la prisa de Garvin entrando con
un maletín en cada mano.
Mason cerró su coche, tomó las llaves y pasó un momento contemplando las
estrellas. La luna había desaparecido en el Este ahora, y las estrellas resplandecían
con quieto brillo a través del claro y seco aire. El abogado, que había estado
trabajando bajo una gran tensión nerviosa durante los días pasados, se detuvo a
contemplar la calma y tranquilidad del firmamento; después, subió los peldaños del
pórtico, entró en el vestíbulo y esperó a que la señora Inocente Miguerinio regresara
de enseñarle la habitación a Garvin.
Cuando la sonriente anfitriona volvió, Mason le dijo:

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—Ahora, si usted me enseña mi habitación…
—Oh, sí, éste es el camino, por favor.
Mason la siguió cruzaron una puerta y dieron vuelta a la derecha por el lado norte
del edificio. La señora Miguerinio abrió la puerta de la habitación y se detuvo
sonriendo cuando Mason inspeccionó la amplia y cómoda estancia con una cama
confortable, el piso encerado, pesadas cortinas rojas y una lámpara de pedestal y
muebles confortables estilo colonial.
—¿Ve usted? —le dijo—. Es un cuarto de esquina con ventanas por ambos lados,
¿no?
—Oh, está muy bien.
—Estas ventanas, señor, dan al patio. Por eso tiene las cortinas para echarlas. Uno
puede abrir la ventana y dejar echadas las cortinas…, ¿no? Pero las ventanas de este
lado, señor, no se abren hacia nada…, nada. Usted aquí no necesita cortinas. Puede
vestirse y desvestirse y nadie mira…, ¿no?
—No —dijo sonriendo Mason.
—Estará usted satisfecho…, ¿sí?
—Sí. Aquí tiene las llaves de mi coche —y se las entregó.
—Usted dijo que me daría las llaves de ambos coches.
—¿El otro caballero no le dio las suyas cuando entró?
Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Yo necesito tener las llaves para que Pancho pueda cambiar de sitio los coches
mañana por la mañana cuando llegue.
Mason, sonriendo, repuso:
—Simplemente se olvidaría de entregarle las llaves. Su coche está bien colocado
ahí. Déjelo así.
—Ese otro señor —añadió ella— tiene otras cosas en qué pensar…, ¿no?
Y echando hacia atrás la cabeza, rió con festivo abandono, sacudiéndose como si
fuera una gelatina en un plato.
Mason, asintiendo con la cabeza, puso su equipaje en el suelo y le preguntó:
—¿Podría llamar por teléfono desde aquí?
—¿Llamar por teléfono? Ciertamente. Aquí en el vestíbulo hay dos cabinas. ¿No
las vio usted?
Mason hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No, no las vi.
—No están lo que pudiéramos decir visibles, pero están allí…, ¿no? Venga
conmigo. Se las voy a enseñar.
Mason cerró la puerta de su habitación y siguió a la mujer hasta el vestíbulo.
Entonces vio dos puertas, las cuales podían ser de entrada a otras habitaciones,
excepto por el hecho de que en cada una de ellas había pintada una pequeña figura
representando un teléfono.
—Desgraciadamente, aquí no hay teléfonos en las habitaciones —dijo ella—.

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Pero quizá nuestros huéspedes prefieren dormir. Así es México, señor. Nosotros no
trabajamos de día y de noche en la forma que lo hacen ustedes. En México, cuando
llegamos a casa después del trabajo, descansamos…, ¿no?
Mason, preocupado con sus propios pensamientos, únicamente movía la cabeza
en forma afirmativa.
Entró en la cabina del teléfono y se encontró con que era de los del tipo de pago,
cerró la puerta y llamó a la central pidiendo una llamada para la oficina de Paul
Drake. Tuvo que esperar en la estrecha cabina unos diez minutos antes de obtener
comunicación con la oficina de Drake.
—¿Es Drake? —preguntó—. Aquí Mason.
—Sí, aquí es, señor Mason. Espere un momento.
Instantes después, oyó la voz de Drake diciéndole:
—Hola, Perry. ¿Dónde estás?
—Estoy en un hotel nuevo, en Tijuana —dijo Mason—. Un sitio pequeño y
agradable, llamado Vista de la Mesa.
—¿Puedo llamarte allí?
—No muy fácilmente. Es de previo pago y cortan la comunicación. Me da la
sensación de que enrollan las aceras como alfombras en esta parte de la ciudad. Yo
me voy ahora a la cama a ver si duermo algo. Ya te dije que es un aparato de previo
pago. Espera un momento que te voy a decir el número.
Mason le leyó el número del disco del teléfono y Drake dijo:
—Muy bien, ya lo anoté. Ahora, espera un momento, Perry. Tengo algo que
decirte.
—¿Qué es? —preguntó Mason.
—Tú quieres que nosotros averigüemos todo lo que podamos sobre Ethel Garvin,
¿verdad? Bueno, pues dimos con un asunto que puede ofrecernos alguna esperanza.
—¿Con qué asunto?
—Tiene una mina en Nuevo México. Y estuvo allí hace poco y…
—Ya sé todo eso —interrumpió Mason.
—Después se fue a Reno. Y residió allí, al parecer con la intención de conseguir
un divorcio. Algo, sin embargo, le hizo cambiar de idea. Algo que aún no he
averiguado lo que fue; pero mientras estaba en Reno, estuvo más o menos ligada a un
hombre llamado Alman B. Hackley. ¿Significa algo ese nombre para ti?
—Nada —dijo Mason.
—Bueno, él tiene una gran ganadería allí. Parece ser que ese tipo es muy rico y
un conquistador. Las mujeres se vuelven locas por él, y Ethel parece ser que también
cayó en sus redes.
»Ella estaba «haciéndose la cura», que es como le llaman allí a ir a buscar un
divorcio, y estaba viviendo en un rancho de clientela frívola. Dio algunos paseos a
caballo. El gomoso Hackley tenía el rancho de ganado colindante y todas las
muchachas lechuguinas que estaban viviendo en el otro rancho las seis semanas de

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residencia necesaria para cambiar de esposo, estaban tontas por él. Ethel, en alguna
forma, consiguió entrar en su intimidad. Y él y Ethel estuvieron juntos con mucha
frecuencia.
—¿Fue cosa seria? —preguntó Mason.
—Depende de lo que quieras llamar tú serio —dijo Drake—. Pero algo ocurrió.
Porque ella ya no presentó la demanda de divorcio. Estuvo allí las seis semanas, y
aun así no la presentó, y después de todo esto, de repente Hackley partió.
—¿Vendió el rancho? —preguntó Mason.
—No, aún tiene su gran ganadería allí. Pero vino a California. Y ahora fíjate en
una cosa divertida, Mason.
—Muy bien. ¿Cuál?
—Se compró una hacienda cerca de Oceanside, a unas cincuenta millas al norte
de San Diego. ¿Significa algo esto?
—Ni lo más mínimo —dijo Mason—. Excepto que yo quiero saber algo más de
ese Hackley. ¿Cuál es el nombre completo, Paul?
—Alman, A-l-m-a-n, Bell, B-e-l-l, Hackley, H-a-c-k-l-e-y —dijo Paul
deletreando—. Tengo agentes consiguiendo informes en San Diego y haciendo
preparativos para lograr que un asesor auxiliar de contribuciones vaya a la oficina y
abra el registro de los impuestos para inspeccionarlos. Nosotros lo tendremos
localizado antes de una o dos horas.
—¡Por Dios santo, Paul! ¿Cómo lograste localizarlo en California?
—Creí que bien podría estar aquí, y entonces conseguí encontrar el rastro del
registro del nuevo coche. Es una cosa que hacemos constantemente.
—Bueno, lo de Hackley esperará a mañana —dijo Mason—. Voy a ver si agarro a
Garvin antes que nada mañana por la mañana, porque tenemos que lograr que
algunos de los más fuertes accionistas de su compañía asistan personalmente a la
reunión. Eso eliminará todos los poderes.
—¿Lo encontraste en La Jolla? —preguntó Drake.
—Así fue. Tu agente tuvo un buen presentimiento. Me iba ya a preguntar en todos
los hoteles, cuando ocurrió que los vi saliendo de su coche al lado de un restaurante,
en el centro de la ciudad. Dile a Della donde estoy y recuérdale que me llame aquí en
caso de que ocurra alguna cosa de gran importancia… Pero vosotros no podéis
llamarme hasta la mañana. No sé exactamente a qué hora. Cierran por completo este
sitio durante la noche.
—Muy bien —dijo Drake—. Y volviendo a mí, Perry, tengo todo marchando bien
y mis investigadores se encuentran en pleno trabajo. ¿No quieres que yo haga
ninguna gestión cerca de alguno de los interesados?
—No, únicamente continúa buscando información.
—Bueno, yo… Un momento, Perry, aquí hay algo que me llega ahora mismo.
—Muy bien. ¿De qué se trata? —preguntó Mason.
—Un informe sobre este Hackley y dónde está situado su rancho. ¿Tienes un

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lápiz ahí, Perry?
—Tengo uno en seguida —dijo Mason.
Tomó una libretita de notas del bolsillo interior de su chaqueta y un pequeño lápiz
automático, abrió aquélla y la colocó sobre el aparato de echar el dinero para llamar
por teléfono, y dijo:
—Muy bien, Paul, empieza. ¿Qué es?
—En Oceanside y en el mismo centro de la ciudad, hay una carretera que dobla al
Este, con un letrero indicando la distancia hasta Fallbrook. Tomas esa carretera,
sigues dos millas hasta que encuentras un buzón de correo en el lado de la
carretera…, en el lado norte. Este buzón tiene el nombre de Rolando, R-o-l-a-n-d-o
C., como en Charles; Lomax, L-o-m-a-x, marcado con letras negras. Hay un camino
como a unos trescientos pies más allá de ese buzón. Lo sigues un cuarto de milla y te
encuentras al pie de la casa de Hackley. La adquirió recientemente y la compró ya
amueblada.
—Muy bien —dijo Mason—. ¿Tienes algún agente vigilando a Ethel Garvin?
—Así es. Tengo un hombre sentado en su automóvil vigilando su casa.
—Excelente —replicó Mason—. Creo que eso será suficiente. Te llamaré por la
mañana, Paul.
Mason colgó el auricular, abandonó la cabina y le dijo a la señora Miguerinio, que
estaba sentada detrás del escritorio.
—¿Podría usted decirme el número de la habitación de mis amigos? Quiero
decirles unas palabras antes de que se duerman.
—Ciertamente; está en ese pasillo a la izquierda. Derecho, cruzando el patio
desde la habitación de usted. Son las dos habitaciones de la esquina, números cinco y
seis, ¿no?
—Entonces iré allí y llamaré en la puerta. Es una pena que no haya teléfono en las
habitaciones —dijo Mason.
—No, no hay teléfono. Sabe usted, nosotros cerramos por la noche, así es que no
podemos tener servicio en la centralita…, ¿no?
Mason asintió con la cabeza y fue al final del pasillo hasta la puerta número seis y
llamó.
Nadie contestó. Mason, levantando la voz, dijo:
—Garvin, es sólo un momento —y llamó otra vez.
Garvin abrió un poco la puerta y preguntó:
—¿Qué pasa, Mason?
Trataba de ocultar que su irritación se reflejase en su voz.
—He tenido hace un momento un mensaje por teléfono de Paul Drake, mi
detective —dijo Mason.
Garvin abrió más ampliamente la puerta.
—Sí, ¿y de qué se trata?
—Creo que hemos encontrado la razón de por qué su antigua esposa no lo

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molesta de momento. El nombre de él es Alman Bell Hackley. En la actualidad está
viviendo en una hacienda a dos millas al este de Oceanside. Tiene una gran ganadería
en Nevada y al parecer es un Romeo. Las muchachas que estuvieron en el rancho
contiguo a la finca del gomoso ganadero estaban todas locas por él.
—¡Qué noticia! —dijo sin poder disimular el entusiasmo de su voz—. Es de la
clase que necesitamos. ¿Está viviendo en Oceanside ahora, Mason?
—Sí, en una hacienda. Tengo todos los datos de su dirección para ir hasta allí.
—¿Cuáles son?
Mason le dio la información que había recibido de Paul Drake y después añadió:
—No quiero hacer nada a ese respecto esta noche, pero mañana lo buscaremos.
Garvin sacó la mano fuera de la puerta, la tendió y dijo:
—Mason, yo sé que puedo confiar en usted. Está realizando un trabajo magnífico.
Eso confirma lo que siempre he dicho. Cuando un hombre necesita un médico o un
abogado, quiere que sea bueno.
Desde el interior del dormitorio, se oyó la voz de Lorraine diciendo:
—Mejor será no hacernos ilusiones hasta que sepamos más sobre esta nueva
prueba. ¿No lo cree usted así, señor Mason?
—Así lo creo también —dijo Mason—. Bueno, los veré mañana por la mañana.
Buenas noches.
—Buenas noches —dijeron ambos.
Mason se fue y Garvin cerró la puerta y le pasó el pestillo.
Para ir a su cuarto, Mason tuvo que retroceder y atravesar el vestíbulo.
Cuando entró en el vestíbulo, encontró que las luces habían sido ya apagadas.
Sólo había una luz encendida en el escritorio. Las demás habían sido apagadas. Y no
había rastro alguno de la señora Inocente Miguerinio.
En ese momento, Mason se dio cuenta de que había dejado su lápiz automático en
la cabina telefónica.
Con precaución, por la escasa luz, cruzó el vestíbulo, abrió la puerta de la cabina
y estaba recogiendo su lápiz, cuando oyó la voz de una mujer en la cabina de al lado,
que se percibía con claridad.
—Sí, sí —Mason le oyó decir—. Adivinas ya… Sí, querido, crucé la frontera en
Tijuana.
Hubo algunas otras palabras que Mason no pudo oír, y después la voz de la mujer
se elevó un poco.
—Sí, querido… No… Ya lo hice… Mis ojos están cansados de tanto observar…
Mason, con suavidad, abandonó la cabina y tomó nota para el futuro de tener
cuidado con las delgadas paredes que separaban las dos artísticas, pero acústicamente
peligrosas, cabinas del teléfono.
Llegó a su habitación, cerró la puerta y empezó a desvestirse.
Un reloj en el patio sonó melodiosamente, y después de varias campanadas, dio la
hora… las diez.

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Mason apagó las luces, abrió la ventana que daba al Este, aquella que la señora
Inocente Miguerinio le había afirmado tan categóricamente que «no daba a nada», y
se metió en la cama.

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Capítulo 8

Desde alguna parte, fuera de la ventana que daba al Este, llegaban una serie de
estridentes sonidos metálicos lanzados por algún pájaro semitropical y que Mason no
pudo por el momento localizar.
Pero, añadido a la extrañeza del fenómeno, esta ave tenía al parecer los hábitos
del pájaro carpintero y picaba constantemente sobre madera en un lado del edificio.
Finalmente, la irritación de Mason triunfó sobre las fuerzas del sueño y el
abogado echó atrás los cobertores, se sentó en la cama y enfurruñado miró a la
ventana, a través de la cual podía verse el paisaje seco y estéril, que los primeros
rayos del sol tempranero convertían en oro.
En ese momento, el abogado se dio cuenta de que el constante ruido no era del
lado exterior de su habitación y tampoco era hecho por un pájaro: era un quieto y
persistente tan-tan-tan en su puerta.
Descalzo, fue a la puerta y la abrió.
Un muchacho mejicano, de rostro impasible, estaba ante la puerta y preguntó:
—¿El señor Mason?
Mason asintió con la cabeza.
—El teléfono —dijo el muchacho, y se fue, con las sandalias que llevaba puestas
patinando casi sobre los encerados y rojos mosaicos del suelo.
—Oiga, venga aquí —le dijo Mason—. ¿Quién es? ¿Qué…?
—El teléfono —repitió el muchacho por encima del hombro, y continuó andando.
Mason rió, después se puso encima del pijama los pantalones y la chaqueta, y sin
molestarse en ponerse los calcetines, metió los dedos dentro de los zapatos, y en un
estado de completo desarreglo, marchó por el pasillo al vestíbulo.
El vestíbulo estaba desierto; pero la puerta de una de las cabinas telefónicas se
hallaba abierta y el auricular estaba fuera del soporte.
Mason entró en la cabina, tomó el auricular y con alguna precaución dijo:
—Hola.
Una voz impaciente dijo:
—¿Es el señor Mason?
—Sí.
—¿El señor Perry Mason?
—Sí.
—Llaman de Los Angeles. No cuelgue, por favor.
Mason, tirando de la puerta, la cerró. Un momento más tarde, la voz de Drake se
oyó, diciéndole:
—¡Hola, Perry!
—Si —dijo Mason—. ¡Hola, Paul!
—He tenido un problema endiablado para lograr hablarte. Lo estoy intentando

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desde las cinco de esta mañana. Y no pude conseguirlo hasta ahora, hace pocos
minutos. Después, le dije al que contestó si podía hablar contigo; pero el que hablaba
ahí, lo hacía en español, y tuve que volver a decírselo y escoger las palabras. ¿Por qué
diablos no estás en un sitio donde haya servicio de teléfono?
—¿Qué ocurre? —preguntó Mason.
—Tengo una contrariedad y creo que debo hacértelo saber. Uno de mis agentes
cometió un error. Un error comprensible, pero, sin embargo, el resultado es que se
estropeó el trabajo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Mason.
—Que perdimos la pista de Ethel Garvin.
—¡Al diablo! ¿La perdiste tú?
—Así fue.
—¿Cómo pudo suceder eso?
—Es una larga historia, si quieres que te la cuente en detalle. Pero si la quieres en
corto, te diré sólo que la perdimos, y eso fue todo.
Mason pensó por un momento y después dijo:
—Cuéntamela en detalle. No, espera un instante, Paul. La pared entre esta cabina
y la de al lado es tan fina como el papel. Espera un momento que voy a cerciorarme
de que no hay nadie allí. No cuelgues.
Mason dejó el auricular, abrió la puerta de su cabina y atisbo en la otra, abriendo
la puerta; vio que estaba vacía y después, volviendo al teléfono, dijo:
—Bien, Paul. Fui a comprobar…, pues oí anoche trozos de una conversación a
través de la pared que separa ésta de la cabina de al lado. Y ahora, cuéntame, ¿qué
pasó?
—Después de las diez —dijo Drake— fui a ver a mi agente. Pero a esa hora no
había mucho que hacer y no salía ni entraba mucha gente en la casa de
departamentos. Le dije a mi agente que vigilase bien a cualquiera que él creyese que
podía ser importante, y que anotase los números de matrícula de los coches, la hora
de llegada y partida.
»Y aquí fue donde yo cometí el error, Perry. Traté de hacer que un hombre solo
realizase demasiado trabajo.
»Mi agente, desde luego, tenía su coche estacionado en un buen sitio frente a la
casa de departamentos. No había garaje en la vecindad y los inquilinos dejaban sus
coches estacionados en la calle.
—Prosigue —dijo impaciente Mason.
—Quisiste que te lo contase en detalle —dijo Drake— y así te lo estoy contando.
Verás lo que pasó. Un hombre bien vestido y conduciendo un «Buick» dio vuelta a la
manzana, rodando lentamente, y era evidente que buscaba un lugar donde estacionar
su auto. Y por la forma en que procedió, mi agente pensó que ese hombre no vivía en
la casa de departamentos. El tipo, finalmente, encontró un sitio a mitad de la manzana
y dejó el coche estacionado allí, apagó las luces y de prisa cruzó hacia la casa de

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departamentos. Por alguna razón, mi agente tuvo la corazonada de que era un sujeto
que podía interesarnos. Iba bien vestido y parecía tener prisa, como si llegara
demasiado tarde a una cita. En un momento, mi agente decidió ir a ver el número de
matrícula de su coche.
»Como ya te expliqué, mi agente no se atrevió a ir en su propio auto a comprobar
el número de matrícula, por temor a perder el buen sitio de estacionamiento que tenía,
y entonces saltó del coche y fue a pie rápidamente hacia el lugar donde se hallaba el
«Buick».
»Ya había llegado al «Buick», cuando un taxi dio vuelta en la esquina y se paró
frente a los Departamentos Monolith. Ethel Garvin tenía que haber estado esperando
en el vestíbulo, pues salió del edificio, abrió la puerta del taxi y se fueron…, con tal
mala suerte para nosotros, que tomaron la dirección contraria a la de mi agente.
»Mi agente se metió en seguida en su coche, pero no pudo hacerlo lo
suficientemente de prisa para seguir al taxi, pues tenía el motor parado, y mientras lo
ponía en marcha…, bien, al diablo. La perdió de vista. Sabe que era un taxi amarillo,
pero por ir en dirección contraria, no pudo lograr ver el número, y esto es todo.
»En seguida me llamó por teléfono a la oficina para informarme de lo que pasaba.
El agente de noche logró localizar el taxi amarillo y trató de saber adonde había ido
ella. El conseguir esta información nos llevó unos quince o veinte minutos. Y ya era
demasiado tarde. Ella había ido al garaje donde guardaba su propio coche, un cupé
que puede hacer muchas millas por hora. No mencionó adónde iba. Y llevaba un
maletín de noche con ella. Iba vestida con una especie de traje sastre, de falda y
chaqueta oscuras, y mi agente cree que llevaba un pequeño sombrerito ladeado hacia
la izquierda, pero no tiene seguridad de eso.
—¿Qué hora era? —preguntó Mason.
—Las diez y diecinueve. Mi agente entró en la casa de departamentos para
averiguar. Le dijo al empleado que era un taxi que él había pedido. Y el empleado de
la centralita insistió que era ella quien había llamado por teléfono para pedir ese taxi,
y que después había bajado y esperado en el vestíbulo unos tres o cuatro minutos. El
empleado no es particularmente comunicativo. Pero el hecho es que ahora, entre una
cosa y otra, está endemoniadamente sospechoso de todo el truco. Y tratar de sacarle
información sería igual que querer abrir una caja fuerte con un palillo de dientes.
Mason frunció el ceño y meditó sobre la información que acaba de recibir.
—¿Todavía estás ahí al teléfono? —preguntó Drake.
—Aquí estoy —dijo Mason—. ¿Tienes vigilada la casa de departamentos?
—Seguro.
—Entonces, ¿no regresó?
—No. Espera un momento —dijo Drake—. Logramos una información del
empleado, que me olvidé de decírtela. Ella bajó al vestíbulo, y mientras esperaba por
el taxi, sacó dos dólares y le preguntó al empleado del escritorio si podía darle
algunas monedas de veinticinco centavos… Eso tiene que haber sido por alguna

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razón, ¿verdad?
—Y yo te la digo —dijo Mason—. Estaba pensando en llamar por teléfono.
—Eso es exacto —dijo Drake—, pues hizo una llamada de larga distancia.
—Es interesante —dijo Mason.
—Pero, desgraciadamente —continuó Drake— mi secretaria de noche algunas
veces es demasiado considerada. Sabía que yo estaba cansado y que necesitaba
descansar, y entonces no dejó que me llamaran hasta las cinco de esta mañana.
Durante la noche, tengo encargado del trabajo a un muchacho veterano, el cual hizo
todo lo que es usual. Se ocupó de lo del garaje, haciendo la descripción del automóvil
de ella, el número del permiso y todo lo demás, y también averiguó que el depósito
del coche de ella estaba solamente lleno por la mitad cuando salió del garaje. Esto
puede significar alguna cosa, ¿verdad?
»Cuando a las cinco de esta mañana vine a trabajar —continuó Drake— puse a
otro agente al trabajo, lo metí en un auto y lo envié a Oceanside. Le dije que
observara con calma y discreción la casa de Hackley y que viera todo alrededor por si
podía encontrar algún rastro del coche de ella. Si nada encontraba, entonces que
indagase en todas las estaciones de gasolina que estuvieran abiertas durante la noche
en Oceanside y preguntase a los que las atendían si recordaban haber hecho algún
servicio a un coche con esas características. Eso puede darnos una pista. Y espero
recibir pronto noticias de mi agente.
—Muy bien —dijo Mason—. Me parece que has hecho lo mejor que podías.
¿Alguna cosa más?
—Esto es todo, hasta ahora.
—Continúa actuando —dijo Mason—. Yo estaré aquí. Creo que puedo arreglarlo
para que me llamen… Es muy temprano y no parece haber nadie levantado, pero
puedes volver a llamarme si alguna cosa ocurriese, y si no me llamas, entonces te
llamaré yo dentro de una hora.
—Muy bien —contestó Drake—. Y lo siento, Perry.
—No tiene importancia —le dijo Mason—. Esa es una de esas cosas que uno no
puede evitar.
—Te volveré a llamar si hay alguna noticia más —prometió Drake.
El abogado colgó, miró en torno al vestíbulo, no encontró a nadie y fue adonde
habían dejado sus coches la noche anterior.
Había media docena de coches al lado del de Mason y del de Garvin, en el paseo
de grava. El muchacho mejicano de rostro impasible que había ido a avisar de la
llamada del teléfono a Mason estaba sentado en uno de los tramos de la escalera
tomando el sol de la mañana.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Mason.
—Pancho —contestó el muchacho sin levantar la vista.
Mason sacó un dólar del bolsillo, se lo tendió al joven y éste prontamente
extendió una mano esperando. Mason le puso el dólar en la palma de aquélla.

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—Gracias —dijo el muchacho sin levantarse.
Mason sonriendo, dijo:
—No eres tan tonto como pareces. Si contestaste al teléfono, sabías el número de
mi habitación y me fuiste a buscar, es porque eres un muchacho inteligente. Siéntate
allí y está atento a ese teléfono. Si llama otra vez, contesta. Y si es para mí, me vienes
a buscar rápido. ¿Me has comprendido?
—Sí, señor.
—Espera un momento —dijo Mason—. ¿Lo comprendiste todo bien? ¿Entiendes
el inglés?
—Sí, señor.
—Muy bien —dijo Mason—. Si el teléfono llama otra vez y es para mí, te daré
otro dólar.
Mason retrocedió unos pasos, atravesó el vestíbulo y se fue a su cuarto. Se duchó,
afeitó y cambió de ropa, y estaba ya listo para pedir el desayuno, cuando oyó las
sandalias en el pasillo y un suave tap-tap-tap en la puerta.
Mason abrió.
El mismo muchacho estaba de pie en el pasillo y dijo:
—El teléfono.
—Un momentito —dijo sonriendo Mason.
El muchacho se detuvo.
Mason sacó otro dólar del bolsillo.
La cara del muchacho se iluminó con una sonrisa.
—Gracias —dijo, y se fue por el pasillo.
Mason lo siguió y encontró la puerta de la cabina telefónica abierta. Tuvo la
precaución de cerciorarse antes de que en la otra cabina no había nadie y después
tomó el auricular y dijo:
—Hola —y esperó hasta que oyó la voz de Paul Drake en el hilo—. Hola, Paul —
dijo Mason—. ¿Qué noticias tienes?
La voz de Drake llegaba tan rápida que las palabras parecían enchufarse unas en
otras, haciendo un ruido de matraca a través del auricular.
—Entérate de esto, Perry —dijo Drake—. Y entérate de prisa. Estamos sentados
en un barril de dinamita. Mi agente encontró a Ethel Garvin.
—¿Dónde? —preguntó Mason.
—En Oceanside, a unas dos millas al sur de la ciudad, sentada en su coche y
estacionada a unos quince o veinte metros de la carretera en el lado del océano,
muerta como un pez y con un agujero de bala en la sien izquierda. En principio, no
parece haber muchas probabilidades de que se haya disparado el tiro a sí misma.
Estaba caída sobre el volante, todo estaba revuelto y había un poco de sangre
alrededor. La ventanilla por el lado del volante, estaba abierta, y el revólver con el
que al parecer se cometió el crimen estaba tirado en el suelo, directamente debajo de
la ventanilla abierta. Ella pudo pasar el brazo en torno a la cabeza y arreglárselas

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poniendo el revólver hacia abajo para dispararse el tiro; pero ésta es una posición
demasiado forzada y también un ángulo demasiado violento para que una mujer que
intenta suicidarse se dispare un tiro.
—¿Y qué hay respecto a la policía? —preguntó Mason.
—Esa es precisamente la cuestión —dijo Drake—. Mi agente está trabajando.
Descubrió el cadáver y nadie más sabe…, por ahora…, que está allí. Me lo comunicó
a mí y va a notificárselo a la policía; pero utilizando un camino largo y con rodeos.
Llamará primero a la oficina del sheriff en San Diego. El cadáver está al otro lado de
la ciudad, fuera del límite de Oceanside, y así pues, técnicamente, está en su derecho
llamando a la oficina del sheriff y al médico forense… Bien, escucha esto, Perry. Mi
agente es demasiado inteligente para tocar el revólver ni nada que pudiera estropear
la prueba, pero está seguro de que lo vio todo bien. Y parece ser que él cree que allí
se detuvieron dos coches, uno al lado del otro, y que uno de los coches se fue…
Agachándose, pudo ver el número del revólver. Es un «Smith y Wesson», calibre 38,
y el número es S64805. Voy a discurrir la forma de localizar al dueño de ese revólver
antes de que la policía consiga toda la información. Quizá estemos un poco más
avanzados que ella.
—Muy bien —dijo Mason—. Ahora te dejo. Procura Conseguir algo antes que
ellos, y si es posible continúa conservando la ventaja.
—¿Garvin y su esposa están ahí contigo?
—Están aquí, sí —dijo Mason—. Pero no conmigo.
—¿Quieres que haga algo respecto a ellos?
—Diablos, no —dijo irritado Mason—. No quiero hacer nada respecto a ellos.
Quiero que estén aquí. Garvin no puede cruzar la frontera e ir a los Estados Unidos
sin ser arrestado por bígamo. Y no quiero que esto suceda.
—He tenido alguna dificultad para conseguir esta llamada —dijo Drake—. Creo
que se debe a que es para el otro lado de la frontera… Y ahora, Perry, hice una cosa
por mi cuenta que creo te parecerá bien.
—¿Qué fue?
—Llamé a Della Street tan pronto como tuve la noticia y le dije que preparase
alguna ropa, tomase su coche y saliese para Oceanside lo antes posible… Allí está mi
agente, trabajando como si fuera un tonto. La forma en que hace las llamadas es para
darnos oportunidad de ganar tiempo y que ellos se atrasen. Cuando llamó a la oficina
del sheriff en San Diego, lo hizo de forma que el hecho apareciese como un suicidio
corriente. La oficina del sheriff, probablemente tiene algún auxiliar en Oceanside.
Telefonearán a ese auxiliar para que vaya a enterarse de lo ocurrido. Después, el
auxiliar se encontrará con que es un crimen y volverá a llamar a la oficina del sheriff,
y mientras tanto, pasará algún tiempo antes de que el sheriff y el médico forense
lleguen allí. El cadáver no será tocado hasta que el médico forense y el sheriff
lleguen, y esto será una oportunidad para ti si te das prisa.
—¡Campanas del infierno! —exclamó Mason—. De prisa…, ése es mi primer

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apellido. Estoy contento de que le dijeses a Della que viniese. Puedo necesitarla para
que tome algunas notas.
—Le dije que lo observase todo allí y anotase cuanto le sea posible —dijo Drake
—. Tú puedes llegar allí, desde Tijuana, tan pronto como ella desde Los Angeles, o
quizá antes; depende de las condiciones del tráfico y también a causa del retraso que
yo he tenido para lograr esta llamada.
—Muy bien —dijo Mason—. Ya me voy.
Colgó el auricular y fue corriendo por el pasillo a su habitación, metió sus cosas
en el maletín y salió al vestíbulo.
Pancho estaba sentado en los escalones de la entrada.
—Pancho —dijo Mason—. Tengo dos amigos aquí, el señor y la señora Garvin.
Ocupan las habitaciones números cinco y seis. Cuando se levanten, diles que tuve que
irme por causa de mis asuntos, y que alguien que ellos conocen, murió. Que esperen
sin moverse hasta que reciban mis noticias. Que no vayan a ninguna parte. Diles que
esperen precisamente aquí. ¿Has comprendido?
—Sí, señor.
—No he pagado mi cuenta del hotel. Aquí tienes veinte dólares. ¿Quieres
dárselos a esa mujer que está en el escritorio para que cobre el importe de mi
habitación, por favor?
—Sí, señor.
—Muy bien —dijo Mason—. Hasta la vista.
Echó su maletín dentro del coche, abrió la portezuela y se metió en él, y estaba
buscando la llave del motor para ponerlo en marcha, cuando Pancho, salió del
escritorio sonriendo y le dijo en un excelente inglés.
—Sus llaves, señor Mason. Las dejó en el cajón del dinero en el escritorio, por si
el jardinero o yo teníamos que cambiar de lugar sus coches durante la mañana.
Solamente que mi tía, la señora Inocente Miguerinio, es muy cuidadosa y recoge el
dinero del cajón cuando se va a la cama.
Mason, sonriendo, tomó las llaves y le dijo:
—¿Hablas muy bien el inglés, verdad, Pancho?
—¿Para qué diablos cree usted que voy al colegio? —le preguntó Pancho.

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Capítulo 9

Perry Mason disminuyó la marcha del coche cuando vio a un pequeño grupo
delante.
Al Norte, los lejanos edificios de Oceanside resaltaban de blancura a la luz del sol
de la mañana. Al Este de la carretera había un llano y más allá, detrás de él, el
espumoso azul del océano se extendía tranquilo y en calma bajo un cielo sin nubes.
Mason estacionó su coche a uno de los lados de la carretera.
Un agente de tráfico, uniformado, estaba haciendo un valiente intento para
conseguir que éste continuase sin detenerse; pero era permitido que los coches se
apartaran a un lado de la carretera y se estacionaran allí.
Mason se unió al grupo y el auxiliar del sheriff le advirtió que se retirase.
—El médico forense no ha llegado aún —dijo—. Así es que váyase para allí y
espere.
Mason se dirigió adonde el auxiliar le había señalado.
El agente de Paul Drake lo vio, acudió en seguida a saludarlo y le dijo:
—Soy agente de Drake. Fui yo quien encontró el cadáver. ¿Puedo servirlo en
algo, señor Mason?
Mason lo sacó fuera del grupo y le dijo:
—¿Observó usted algo por estos alrededores?
—Seguro que observé —contestó el detective—. No hice ninguna cosa ilegal, ni
dejé huellas mías, pero lo observé todo.
—¿Y qué sabemos del revólver?
El hombre abrió un librito de notas y dijo:
—Aquí tiene usted el número del revólver.
Mason comprobó el número con el que él había escrito en su libreta de notas y
dijo:
—Paul Drake me lo dio por teléfono. ¿Cuántas balas fueron disparadas?
—Solamente una. El arma es un «Smith y Wesson», calibre 38. Un revólver de
doble acción. Todos los cartuchos están cargados y el percutor está apoyado sobre el
que fue disparado. El disparo fue en el lado izquierdo de la cabeza.
—¿Algunas quemaduras de pólvora? —preguntó Mason.
—Creo que sí. El cabello parece que está quemado. No pude acercarme lo
suficiente para ver.
—¿Llevaba guantes?
—Sí.
—¿Alguna otra cosa más que sea interesante?
—Hay una cosa que puede ser importante —dijo el hombre—. La llave de
contacto estaba cerrada. Yo me incliné lo suficiente para ver el indicador de gasolina.
Y el depósito estaba completamente lleno.

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—¿Preguntó usted en las estaciones de gasolina en Oceanside?
—Así lo hice.
—¿Y averiguó algo sobre el lugar donde llenó el depósito?
—Investigué en todas las estaciones que están abiertas durante la noche. Ninguno
de los que las atienden recuerda un coche que responda a esa descripción.
—Bien, pregunté otra vez, cuando se vaya de aquí —le dijo Mason—. Es
importante. Ahora voy a inspeccionar por aquí, por si encuentro algo.
El abogado se fue hacía el coche de la víctima, lo más cerca que el auxiliar lo
permitía, y después empezó a caminar alrededor de aquél y a observarlo todo con
detenimiento.
El cadáver estaba echado hacia el lado derecho del volante. Una mano enguantada
se había introducido entre los rayos del volante y la presión del cuerpo al caer había
empujado el brazo, sujetándolo fuertemente contra aquéllos.
El agente de Drake siguió a Mason.
—¿Estaban encendidas las luces del coche cuando lo encontró usted? —preguntó
Mason.
—No, todo estaba exactamente como usted lo ve ahora. Pudo haber sido un
suicidio.
—Pero, ¿por qué diablos —preguntó Mason— tendría que haber venido hasta
aquí y ponerse a un lado de la carretera para eso? Es más, una mujer que piensa en
suicidarse, no se preocuparla de que su depósito de gasolina estuviese lleno.
Mason caminó alrededor del coche una vez más y lo miró todo con detenimiento.
Entonces se dio cuenta de que había numerosas manchas en el parabrisas, producidas
por los mosquitos nocturnos que se habían estrellado contra aquél mientras el coche
corría velozmente a través de la noche.
—¿Alguna posibilidad de que fuese asesinada en otro lugar y después el coche
haya sido conducido aquí? —preguntó Mason.
—No había pensado en eso.
—¿Ha visto usted a mi secretaria, Della Street?
—Creo que no la conozco.
—Una muchacha bonita… Aquí llega en este momento.
Della Street, conduciendo rápidamente desde el Norte, redujo la marcha de su
coche. El agente de tráfico le hizo seña para que siguiese adelante. Ella contestó con
un movimiento afirmativo de cabeza, sonriendo, y condujo el coche un poco más allá,
lo estacionó, se apeó y regresó caminando.
—¿Vio usted algunas huellas de pisadas alrededor del coche cuando llegó aquí?
—le preguntó Mason al agente, mirando de soslayo a Della Street.
—Nada he visto, al menos alrededor de ese coche. Evidentemente, a este sitio
vienen muchas parejas para divertirse un poco. Se puede ver que multitud de coches
han estado aquí de tiempo en tiempo, al extremo que han marcado un camino regular
desde aquí hasta la carretera principal. Por el aspecto de las huellas, se ve que

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acostumbran estacionarse y luego dan la vuelta… Pero allí no había huella de pisada
alguna que yo pudiera ver y sí sólo las de los autos… Desde luego, todo está revuelto
ahora. Fueron cientos de personas las que vinieron aquí a diferentes horas. Vienen y
andan por aquí como bobos, hasta que la policía los echa fuera y…
Della Street, con su aire serio y competente, vestida con un traje sastre, se unió a
ellos:
—Hola, Jefe —dijo.
—Hola, Della. Siento haberte hecho madrugar. ¿Traes tu libreta de notas?
—Aquí está, en el bolsillo de mi chaqueta.
—Este es el agente de Paul Drake. Me estaba contando lo de las huellas.
Continúe. Esta señorita es mi secretaria.
—Bueno, como le estaba diciendo —continuó el agente—, éste es un sitio para
meriendas y diversiones. Un pequeño trozo de meseta. Ahora bien, en el lado
izquierdo, había estado estacionado un coche, y allí había huellas de su partida en el
polvo del camino, pero la mayor parte de ellas desaparecieron antes de que la policía
llegara y apartase a la gente de allí.
»Yo mismo dejé unas cuantas huellas mías alrededor de ese coche. Hice un poco
el tonto en eso, de acuerdo… Pero le dije a la policía que había tenido que acercarme
para ver si estaba muerta o borracha, o si había alguien más en el coche. Pero que no
había ninguna huella de pies alrededor cuando yo llegué. Si alguien más estuvo en
ese coche, seguro que no dejó huellas de sus pasos cuando se fue.
Se oyó el sonido de una sirena viniendo de la dirección de San Diego. Un coche
con dos faros rojos encendidos se hacía visible ya a distancia rodando velozmente por
la carretera. El auxiliar del sheriff preguntó:
—¿Dónde está el hombre que descubrió el cadáver? Oiga usted, venga para acá.
El agente de Drake salió del lado de Mason y se fue a donde estaba el auxiliar.
Mason le dijo a Della:
—Creo que ya he conseguido todo lo que podía aquí. Tú obsérvalo todo desde el
punto de vista de una mujer. Voy a llamar por teléfono a Paul Drake. Ven a reunirte
conmigo en el aeropuerto.
Mason llamó a la oficina de Drake desde Oceanside:
—¿Conseguiste averiguar algo sobre ese revólver, Paul? —le preguntó.
—Estoy trabajando en eso —contestó Drake—. Tengo el nombre del primitivo
dueño.
—¿Quién es?
—Un tal Frank L. Bynum, que vive en Riverside. Tengo varios agentes realizando
averiguaciones sobre él. Aún no hemos podido ponernos en contacto con él.
—Muy bien —dijo Mason—. Della ya ha llegado aquí. Voy a contratar un avión
particular y regreso a ésa. Hay algo fantástico en este caso. Tengo la impresión de que
ella conducía por la carretera de la costa a gran velocidad. El parabrisas está
completamente manchado a causa de los insectos voladores que se estrellaron contra

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él, y créeme que donde golpean lo hacen duro. Todo el parabrisas está manchado.
—Desde luego, iba con prisa —dijo Drake—. No hubiera salido a esa hora,
escapándose a mi agente, solamente por el placer de dar un paseo en coche.
—Ahí está el asunto —dijo Mason—. Tiene el depósito de gasolina lleno. Tiene
que haberlo llenado en Oceanside, aunque hasta ahora ninguno de los empleados de
las estaciones de gasolina la ha identificado. Pueden no recordar el coche, pero
cuando vean el cadáver, acaso sea diferente. Sin embargo, no creo que la identifiquen.
»Y ahora, si puedes explicarme por qué una mujer va vertiginosamente por la
carretera, se detiene para llenar su depósito de gasolina en Oceanside y después
vuelve a la carretera y se suicida, te doy de premio una pluma estilográfica.
»Y por otro lado, si puedes explicarme por qué una mujer que va a tanta
velocidad por la carretera de la costa, repentinamente sale de la carretera, se dirige a
un sitio de estacionamiento corrientemente utilizado por parejas que buscan un poco
de diversión y espera allí a que la maten, entonces te daré también el segundo premio,
que consistirá en un reloj de veintiún rubíes… que marcha hacia atrás…
Drake rio y dijo:
—Es demasiado para mí, Perry.
—Usa tu cabeza —dijo Mason—. ¿No ves lo que eso significa? Le llenan el
depósito de gasolina y sin embargo no le lavan el parabrisas, como acostumbran
hacer.
—¡Oh, oh! ¿Quieres decir que se lo llenaron en un rancho?
—En una bomba de gasolina en un rancho, Paul. Ya sabes lo que quiero decir.
—Comprendo, Perry. ¿Quieres que vayamos a verlo?
—Todavía no. Primero averigua lo de ese revólver. Probablemente ya lo sabrás
cuando esté ahí de regreso. Della se halla averiguando cerca del lugar donde está el
cadáver, para interpretar las cosas desde el punto de vista de una mujer, y yo voy a
conseguir un avión y haré que pongan a calentar el motor. Pronto subiremos en él. A
ver si consigues averiguar lo del revólver para cuando nosotros lleguemos. Me
gustaría conservar ventaja sobre la policía en eso.
—Muy bien —dijo Drake—. En cualquier momento encontraremos a Bynum.
Mason, después de haber fletado el avión, esperó a Della Street en el aeropuerto.
—¿Descubriste alguna cosa? —le preguntó cuándo llegó.
—Sí. No tenía puesto el sombrero. En el coche no había rastro alguno de
sombrero. El agente de Drake cree que llevaba puesto un sombrero cuando salió. Eso
puede ser muy significativo.
—Quizá se lo quitó y después olvidó de ponérselo —dijo Mason.
—Quizá, pero las mujeres no acostumbran hacer cosas de ésas. Y hay algo más.
Alguien entre la multitud de curiosos, dijo que una persona que vivía cerca de la casa
había visto un coche estacionado allí con las luces encendidas. Y cuando el agente de
Drake encontró el coche tenía las luces apagadas. Estas, según el testigo,
permanecieron encendidas unos cinco o diez minutos, pues su reflejo daba en el

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dormitorio de ese señor y le molestaba. Pero no oyó ningún disparo.
—Puede haber sido algún otro coche el que ese vecino vio.
—Ese es el asunto —dijo Della Street—. Pudo haber sido una pareja de las que
van allí para un poco de diversión.
—¿Una pareja divirtiéndose con las luces encendidas? —preguntó Mason.
Della Street rió y dijo:
—Bueno, te estoy diciendo todo lo que creo que pudo ser.
El piloto, acercándose a ellos, dijo:
—Muy bien, el avión está listo, si ustedes, amigos, quieren subir.
Mason y Della Street se metieron en la pequeña cabina. El piloto condujo el
aparato a la pista de despegue y alzó el vuelo.
—Drake está localizando al primitivo dueño del revólver, un tal Frank Bynum, de
Riverside —dijo Mason—. Tendrá algo concreto para cuando nosotros lleguemos. Lo
llamaré tan pronto como aterricemos en el aeropuerto de Los Angeles. Me gustaría
ganarle la partida a la policía en las averiguaciones sobre ese revólver.
Permanecieron en silencio mientras el avión volaba con mal tiempo sobre los
cerros cerca de San Juan Capistrano; después contemplaron el paisaje que iba
pasando despacio bajo el aparato. Barrios de viviendas se hacían más y más
numerosos, hasta que finalmente los viajeros estuvieron sobre la ciudad y el avión fue
bajando y aterrizó en el aeropuerto.
—Llama a Paul Drake mientras yo hago cuentas con el piloto —le dijo Mason.
Y Della Street, sin replicar, se fue derecha al teléfono.
Mason pagó al piloto y se dirigió de prisa a la cabina telefónica del aeropuerto. Y
tan pronto como vio la cara de Della Street, a través del cristal de la puerta de la
cabina, ya comprendió que aquélla estaba recibiendo noticias concretas sobre el
revólver.
Della Street abrió la puerta de la cabina y dijo:
—Frank L. Bynum ha sido localizado. Dijo que el revólver se lo dio a su hermana
para su protección. Y que vive en los Departamentos Dixieland, en el número 206.
Drake desea saber si quieres que la llame.
—Dile a Paul Drake que mantenga a ese Bynum tan ocupado, que no pueda ir al
teléfono, y que yo visitaré a su hermana —dijo Mason—. Y tú, Della, toma un taxi
para ir a la oficina. Allí llama a Edward Garvin, al Hotel Vista de la Mesa, en
Tijuana. Cuando se ponga al habla, lo primero que tienes que conseguir de él es la
lista de los accionistas a quienes puedas llamar para que asistan esta tarde a la
reunión. Después que haya hecho eso, le dices lo que ha sucedido. Dile que continúe
en Méjico. Que no deje que la policía lo traiga aquí para identificar el cadáver o con
cualquier otro pretexto. Esa acusación de bígamo está todavía pendiente y puede ser
arrestado si pone los pies en los Estados Unidos. Que no abra la boca si van a hacerle
preguntas los reporteros. No le des demasiados detalles sobre la muerte de su esposa.
Le dices sencillamente los hechos escuetos. Bueno, eso es todo.

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Y Mason se metió en un taxi.

* * *

El edificio de Departamentos Dixieland era de los qué no tienen centralita, ni


empleado de servicio permanente, pero había una lista de los inquilinos en la puerta
de la calle, con un timbre junto a cada nombre.
Mason encontró el nombre de la señorita V. C. Bynum y oprimió el botón con el
pulgar.
Unos pocos minutos después, un pequeño teléfono interior, que estaba al lado de
la puerta, sonó, y Mason, tomando el auricular, dijo:
—Oiga, estoy buscando a la señorita Bynum.
—¿Quién es usted y qué es lo que quiere? —preguntó la voz.
Mason decidió valerse de un subterfugio.
—Se trata de un paquete y hay que pagar veintitrés centavos por el envío —dijo
—. ¿Quiere bajar a recogerlo?
—Oh, espere un momento. Yo iré abajo, o… ¿Sería usted tan amable de subirlo al
departamento 206? Me estoy vistiendo y… Si fuese usted tan amable…
—Muy bien, lo subiré —replicó Mason.
Un zumbido eléctrico indicó que la puerta se estaba abriendo, y Mason la empujó
y entró en un vestíbulo largo y poco alumbrado.
El departamento 206 estaba en el segundo piso. Mason, desdeñando el ascensor,
subió por las escaleras y siguió por el pasillo, contando las puertas.
Cuando todavía estaba a pocos pasos del departamento 206, la puerta de éste se
abrió, y apareció ante Mason la joven que aquél había visto en la escalera de
salvamento y que le había dicho que su nombre era Virginia Colfax.
Tenía una bata echada sobre los hombros y la sujetaba con la mano izquierda.
Extendió la mano derecha y en ella había veintitrés centavos.
—¿Dónde está el paquete? —preguntó ella y repentinamente reconoció a Perry
Mason. Retrocedió de un salto e hizo una involuntaria exclamación de disgusto.
—El paquete, es uno que usted tiró y que recogió más tarde —dijo Mason.
Tomó ventaja de la confusión de la muchacha y se metió en el departamento.
—¡Usted!… ¿Cómo me encontró?
Mason cerró la puerta detrás de él y dijo:
—Quizá tengamos poco tiempo para hablar, así es que permítame ir directamente
al asunto. Cuando estuvo en la escalera de salvamento, tiró un revólver a la calle, al
ver que había sido descubierta.
—Yo, ¿cómo…?
—Yo fui a la callejuela y busqué ese revólver, poco después —continuó Mason—
y no pude encontrarlo. Tenía que haber un cómplice esperándola allí y tiró el arma en

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algún sitio donde yo no lo pudiera encontrar o bien más tarde volvió usted y lo
recogió.
Ella se sobrepuso rápidamente y dijo:
—Me estoy vistiendo, señor Mason. Yo…
—Quiero saber cosas sobre ese revólver…
—Si usted se sienta —dijo ella— hasta que yo termine de vestirme… Ya ve usted
que el departamento es muy pequeño. Así es que me llevo la ropa para el baño y…
—Dígame algo de ese revólver —insistió Mason.
—Le he dicho a usted que no había ningún revólver.
—El revólver —continuó Mason— le fue dado a usted por su hermano, Frank L.
Bynum, que vive en Riverside. Y a alguna hora de esta mañana, ese revólver fue
utilizado para matar a la señora Ethel Garvin. Más pronto o más tarde, tendrá usted
que comparecer como testigo y habrá de decirle al Jurado lo que sabe sobre ese
revólver y lo que estaba haciendo en la escalera de salvamento, vigilando la oficina
de la «Compañía de Exploración y Explotación de Minas Garvin». Ahora, puede ser
buena ocasión para un ensayo… Es una manera de advertirle que puede usted
preparar su historia.
—Señor Mason, yo… ese revólver… Ethel Garvin… ¡Dios santo!
—Sí. Continúe, y cuénteme su versión —dijo Mason.
La muchacha se sentó como si sus rodillas no la sostuviesen en pie.
Hubo un momento de silencio. Después, Mason dijo:
—Si la mató usted, lo mejor que puede hacer es no hablar conmigo ni con nadie
de ello hasta que vea a su abogado. Pero si hay alguna otra explicación, quiero
saberla. Estoy tratando de defender a Edward Garvin.
—¿Él es…, él es su cliente?
—Sí.
—¿Y cómo se encuentra él complicado en todo esto?
Mason sacudió la cabeza impaciente y dijo:
—Empecemos. ¿Cómo se mezcló usted también en todo esto?
—Yo…, yo no sé.
—¿Qué hay sobre ese revólver?
—El revólver me fue robado hace varias semanas —dijo ella—. Yo acostumbraba
guardarlo aquí en el cajón de esta cómoda. Mire, le enseño a usted donde estuvo.
Se inclinó hacia el cajón y dijo:
—Ve usted, estaba aquí, en este rincón.
Mason no se movió siquiera de su silla. Sacó una pitillera, la abrió y le ofreció un
cigarrillo a la muchacha.
Ella lo rehusó con un ademán de cabeza y se quedó mirando al cajón.
—Vea usted, puede ver el sitio; aquí en este rincón era donde yo lo guardaba. El
cartón de la caja donde estaba, todavía tiene rastros del aceite del revólver. Yo no
quería ponerlo cerca de mi ropa, porque estaba engrasado y… Mi hermano, sabe

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usted, leyó mucho sobre la reciente ola de crímenes y sobre muchachas que eran
molestadas… Pensó que sería una buena cosa para mí el tener algo con que pudiera
protegerme, y me dijo que yo nunca contestase a llamadas a la puerta de noche y…
—¿Cuando vio usted su revólver la última vez?
—Le digo a usted que no lo sé. Me daba cuenta de que estaba aquí cuando abría
el cajón para buscar mis cosas. Ve usted, aquí guardo mis medias y alguna ropa
interior. Hace poco tiempo…, oh, no recuerdo bien, quizá tres o cuatro semanas…,
que aún lo vi.
—La otra noche cuando yo la sorprendí a usted en la escalera de salvamento,
llevaba un revólver en la mano. Usted sabía que yo la había descubierto. Entonces,
arrojó el revólver abajo, a la callejuela. Me ganó la mano en ir a buscarlo. Cuando fui
allí y busqué el revólver no lo encontré. Recuerdo que había algunas cajas y barriles
de basura y de papeles. Les eché una mirada por curiosidad solamente. Pensé que el
revólver estaría tirado en el pavimento. Pero no estaba allí. Entonces ¿qué pasó con
ese revólver?
—Le digo a usted que me fue robado y…
—Y yo la vi a usted con él hace dos noches —dijo Mason.
—¿Puede usted asegurar que era el mismo revólver?
Mason sonrió y dijo:
—No, señorita fiscal del Distrito, no puedo asegurar que fuera el mismo revólver,
pero puedo asegurar que era un revólver. Y la policía va a querer saber mucho más
sobre él.
Ella dudó un momento, y después dijo:
—Señor Mason, puedo asegurarle que no sé quién tiene ese revólver. Eso es todo
lo que hay. Usted está en lo cierto. Yo tenía el revólver y lo tiré.
—¿Y qué estaba usted haciendo afuera, en la escalera de salvamento?
—Estaba vigilando a alguien en la oficina de la «Compañía de Exploración y
Explotación de Minas Garvin».
—¿A quién?
—Francamente, yo estaba allí para investigar ciertas actividades nocturnas en la
oficina. Imagínese mi sorpresa, cuando la puerta del despacho se abrió y la persona
que entró no era la que yo esperaba, sino una mujer… Esa mujer, según supe después,
era la primera esposa de Edward C. Garvin.
—¿Y qué hizo ella?
—No tuve oportunidad de ver todo lo que hizo. La intromisión de usted, señor
Mason, me desconcertó. Pero tenía un manojo de papeles en la mano que ahora creo
que eran poderes y estaba abriendo el cajón del archivo de los poderes, cuando las
actividades de usted me impidieron continuar vigilando… y desgraciadamente me
eliminaron de mi trabajo.
Mason pensó sobre eso.
—¿Por qué estaba vigilando la oficina, en primer lugar? ¿A quién iba usted a

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espiar?
Ella se frotó los ojos y abrió la boca desmesuradamente.
—Creo que es el tesorero. Su nombre es Denby.
—¿Lo conoce usted a él?
—Sí.
—¿Mucho?
—No muy bien. Solamente lo conozco de vista.
—¿Y porqué estaba espiándolo?
—Porque mi madre tiene hasta el último centavo de su dinero invertido en esa
compañía y yo tenía miedo de que algo marchase mal.
—Ahora ya empezamos a llegar a alguna parte —dijo Mason—. ¿Qué fue lo que
la hizo a usted pensar que algo marchase mal?
—Pensé que allí había algo…, bueno, algo anormal.
—¿Pero qué fue lo que le hizo a usted pensarlo así?
—Mi madre recibió un poder por correo —dijo ella—. Ella siempre le da los
poderes al señor Garvin. Creo que todos hacen igual. Los accionistas estaban
satisfechos con la compañía. Ganaban dinero, y…, bueno, creo que eso es todo lo que
ellos querían: ganar dinero.
—Déjese usted de andar con rodeos —repuso Mason—. Usted sabía que alguna
cosa andaba en el aire. Y estaba en la escalera de salvamento con un revólver en la
mano. No creo que llevara ese revólver solamente como adorno; usted lo llevaba con
un especial y particular propósito.
—Simplemente lo llevaba para mi defensa propia, señor Mason —replicó ella—.
De hecho, he llevado ese revólver en mi bolso varias veces, cuando he salido tarde
por la noche. Estoy empleada como taquígrafa y algunas veces tengo que trabajar
hasta muy tarde. El autobús de línea está a tres calles desde aquí. Y tengo que
caminar esas tres calles desde la parada del autobús hasta esta casa de departamentos.
Y en la forma en que están las cosas…, bueno, una lee en los periódicos las noticias
sobre muchachas que han sido asaltadas y… Bien, por eso llevaba el revólver. Y por
eso fue que mi hermano me lo dio. Creo que no debiera haberlo llevado sin permiso,
pero usted quería saber los hechos y ahí los tiene. Y a decir verdad, son bien simples.
—¿Y por qué sacó usted el revólver de su bolso y lo tenía en la mano cuando
estaba afuera, en la escalera de salvamento?
—Porque sentía miedo. Yo no sabía lo que podría sucederme si me descubrían
allí.
—¿Y qué estaba usted haciendo en la escalera de salvamento?
—Como le estaba diciendo a usted, señor Mason, mi madre había recibido el
poder corriente y lo había firmado, y después, cuando nosotras circunstancialmente
hablamos de la compañía, fue cuando ella me dijo que había recibido otro poder y
que también lo había firmado. No pude comprender por qué le habían enviado dos
poderes, pero no le di mayor importancia, hasta que ella mencionó que ese poder

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tenía una redacción un poco diferente de la acostumbrada; ese poder citaba el número
del certificado de las acciones del señor Garvin. Nosotras nos inquietamos por esto y
fui a la oficina a preguntarle a la muchacha encargada la fecha de la reunión de los
accionistas y unas cuantas cosas más y después le dije quién era yo y le pregunté si
podía ver el poder firmado por mi madre.
—¿Y qué sucedió?
—Bueno, ella fue a preguntarle a este señor Denby, y entonces el señor Denby
vino junto a mí todo sonriente y cortés, y me dijo que estaba realmente complacido
en permitirme ver el poder que mi madre había enviado firmado. Fue al archivo y
tomó un poder, que debía ser el primero que le habían enviado a mi madre. Estaba
redactado a favor de E. C. Garvin. Y en éste no había nada sobre el número del
certificado.
—¿Y entonces usted volvió allí de noche y subió por la escalera de
salvamento…?
Ella le interrumpió y dijo:
—Y usted está tratando de hacer que todo esto suene a absurdo, ¿verdad, señor
Mason?
—Bueno, a decir verdad, a mí esto me suena un poco absurdo.
Ella contuvo un bostezo. Después, poniéndose la mano sobre la boca, bostezó ya
sin poder evitarlo. Sus ojos parecían cansados por la falta de sueño.
—Prosiga —dijo Mason.
—Puede usted llamarle a eso una intuición femenina, si así lo quiere. Yo no sé
por qué, pero siempre he seguido mis presentimientos. Cuando estuve allí para
averiguar esos datos, vi que la Agencia de Detectives Drake estaba instalada en el
mismo edificio y que había un letrerito al lado de la puerta que decía que esa Agencia
estaba abierta toda la noche y todo el día, y que las personas que fuesen a visitarla, no
tenían necesidad de registrarse ni a la entrada ni a la salida del ascensor.
»Me quedé pensando sobre ello y finalmente decidí ir allí y hablar con la Agencia
de Detectives Drake. Entonces, tuve una brillante idea. Me acordé de que un rellano
de la escalera de salvamento estaba al pie de la ventana de las oficinas de esa
compañía de Minas. Salí del ascensor en el piso de Drake y encontré las escaleras
interiores; subí dos pisos y descubrí el rellano que daba a la escalera de salvamento.
»Salí a él, bajé un piso y me encontré con que el rellano estaba exactamente al pie
de la ventana de la oficina que yo quería.
»La ventana se hallaba un poco abierta. No estaba cerrada con pasador. Y yo
sentía la tentación de entrar, cuando de repente vi reflejada una sombra contra el
cristal de la puerta de la oficina por el lado exterior. Comprendí que llegaba alguien…
Había una luz de noche en el pasillo y ésta era la que reflejaba la sombra de una
persona en el acto de introducir la llave en la puerta de la oficina desde el pasillo.
»Yo estaba llena de pánico. Estaba…, bueno, señor Mason, yo…, yo ya había
estado pensando en entrar y echarle una mirada a los poderes archivados, tomándolos

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del cajón de donde el señor Denby había sacado el de mi madre cuando me lo enseñó.
Incluso tenía ya echada una pierna sobre el marco de la ventana para saltar al interior.
—Continúe —dijo Mason.
—Bueno, me bajé rápidamente y me quedé esperando en la escalera. Después,
aquella persona encendió las luces y me di cuenta que el reflejo de ellas iluminaba la
ventana y que podían verme. Entonces, bajé por la escalera de salvamento, y fue
cuando usted se irguió de su butaca y yo lo vi y mi falda se levantó y… Bueno,
francamente, señor Mason —dijo ella sonriendo ya desarmada—, yo estaba en lo que
considero un apuro endiablado.
—Usted me parece una joven muy resuelta —dijo Mason.
—Lo soy y…, señor Mason, siento lo que entonces hice…, el pegarle en la cara.
—Usted debiera sentirlo. Y yo debo devolverle ese golpe.
Ella se rió y dijo:
—Usted fue tan decente en…, bueno, en todo. Yo no creía que debiera decirle
entonces a usted todo lo que había sucedido y lo que yo estaba haciendo allí y…
presentí que usted no me creería nunca si trataba de explicárselo; y yo estaba
desesperada.
—Y usted me lo está diciendo ahora todo con facilidad —repuso Mason.
—Las circunstancias son enteramente diferentes. Usted me ha encontrado. Y yo
me supongo lo que eso significa…, oh, apuesto a que lo sé.
—¿El qué? —preguntó Mason.
—Que usted ha encontrado ese revólver —exclamó ella—. Yo, me preguntaba
qué habría sucedido con él.
—Bueno, supongamos que usted me dice algo más sobre el revólver —invitó
Mason.
—Yo no lo tiré a la calle. Hice un movimiento con mi mano como si lo fuera a
tirar, pero no lo tiré. Hice el ademán y después puse el revólver en la escalera de
salvamento, pegado a la pared del rellano. Después, intenté regresar y recuperarlo,
pero… cuando tuve oportunidad de hacerlo, el revólver había desaparecido. Me
supuse que usted se había dado cuenta de lo que había sucedido y que regresó allí y lo
encontró. Usted tiene que haberlo hecho así, para descubrir por el número del
revólver que era mi hermano quien lo había comprado y… así fue cómo sucedió.
—¿Y cómo supo usted que el revólver había desaparecido, Virginia? —dijo
Mason.
—Estuve allí la noche pasada y también la anterior —repuso ella—. Y esta
última, durante toda la noche. Por eso es que tengo este sueño terrible esta mañana.
Ese asunto me tuvo trabajando toda la noche… y estuve cerca de morirme de frío en
la noche anterior. Le digo, señor Mason, que miré largo tiempo dentro de su oficina,
con verdaderas ansias de entrar en ella, pues hubiera dado cualquier cosa por poder
calentarme.
—¿Estuvo usted allí esta noche? —preguntó Mason.

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—Toda la noche.
—Me gustaría que me dijera algo más sobre eso.
—Bueno —dijo ella—. Esperé hasta que la mujer de la limpieza se fue. Después,
hice exactamente como había hecho antes. Fui al piso donde está la oficina del señor
Drake. El portero que de noche maneja el ascensor, me conoce ya y a esas alturas
nosotros éramos ya grandes amigos.
—Bien, fue usted al piso de la oficina de Drake, ¿y después qué?
—Subí dos pisos por las escaleras y luego fui al rellano de la escalera de
salvamento y tomé posiciones. Busqué el revólver allí, y ya no estaba. Eso me hizo
sentir miedo.
—Continúe —dijo Mason—. Sepamos el resto. Creo comprender ahora por qué
está hablando usted tan volublemente.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó ella.
—No le importe —dijo Mason—, prosiga.
—Eso último me suena a broma.
—Quizá lo haya sido —dijo Mason—. Pero continúe. Cuénteme primero su
historia.
—Bueno —continuó ella—. Yo estaba dispuesta esa noche para todo lo que
pudiera suceder. Esta vez estaba en condiciones de luchar contra viento y lluvia.
Hasta llevaba puesto lo que nosotros llamamos, en Idaho mi vieja ropa interior, y
tenía conmigo un suéter grueso, una chaqueta de piel encima de aquél y un gorro de
esquiar. Llevé todas esas cosas extra en un paquete.
—¿Y estuvo allí toda la noche?
—Toda la noche.
—¿Y no pensó usted que era muy poco probable que nadie fuese a la oficina
después…, oh, digamos después de la una o las dos de la madrugada?
—Yo no quería descuidarme, señor Mason —dijo ella—. Esa reunión de
accionistas es a las dos de esta tarde. Voy a estar presente allí y voy a defender los
intereses de mi madre. Y ahora le diré a usted que hay una cosa muy divertida
respecto a esa compañía. Todo el asunto está falseado.
—¿Y qué le hace a usted pensar así?
—Pues, ese hombre, ese tesorero (que creo que se llama Denby), se pasó toda la
noche en la oficina haciendo cosas.
Los ojos de Mason mostraron interés:
—¿Qué clase de cosas?
—No creo que deba decirle a usted todo eso, señor Mason. Al fin y al cabo, no sé
exactamente cuál puede ser su posición. Y usted puede…, por lo que yo sé, usted
puede estar representando a alguien de la parte contraria.
—Sin embargo, usted está hablando conmigo, ahora. Y me ha dicho bastantes
cosas. Permítame saber lo que en realidad sucedió. Exactamente, ¿qué hizo Denby?
—Una de las cosas que hizo fue una gran cantidad de dictado. Al principio creí

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que era solamente un poco de trabajo; pero después estuvo allí toda la noche,
dictando dieciocho cartas al dictáfono que tenía encima de su escritorio. Y yo estaba
maldiciéndome a mí misma por haber sido tan tonta de estar allí en aquella escalera
de salvamento mientras ese pobre y leal empleado de la compañía estaba tratando de
hacer todo ese trabajo antes de la reunión de los accionistas… Pero, de repente,
empecé a desconfiar de él.
—¿Por qué?
—Bien, él fue a los archivos y sacó unos papeles y los metió en su cartera de
mano. Después, tomó unos libros e hizo unas notas en diferentes páginas y…, bueno,
la forma en que procedió fue lo que me hizo desconfiar, señor Mason.
—¿Cuánto tiempo estuvo él allí? —preguntó Mason.
—Ya estaba cuando yo llegué, y permaneció toda la santa noche, señor Mason. Y
ya sabe usted lo que quiero decir con eso de santa noche. Estuvo sentado dictando sin
interrupción largo tiempo.
»Cuando empezó a amanecer, yo me encontraba aún entumecida en la escalera de
salvamento. Me sentía con terribles temores, por si las gentes de los otros edificios
me veían. Entonces, yo…, bueno subí por las escaleras de salvamento y anduve
arriba y abajo por los pasillos del edificio tratando de calentarme. Después, envolví
mis ropas extra en un bulto y a la hora en que el ascensor empezó a funcionar como
de ordinario, para no resultar demasiado sospechosa, bajé por las escaleras hasta el
piso de la oficina de Drake, pulsé el botón del ascensor y cuando éste subió, me metí
en él, bajé y me vine a mi casa. Tomé un baño caliente, preparé una buena cantidad
de café y creo que dormí unas dos o tres horas. Pero estaba tan preocupada con esa
reunión de accionistas de hoy, que…, bueno, puse el despertador temprano. Tengo
que volver allí y hacer algo para proteger los intereses de mi madre.
—Usted mencionó Idaho —dijo Mason—. ¿Vivió usted en Idaho?
—Sí, he vivido allí.
—¿Y trabajó allí?
—Señor Mason, ¿por qué quiere usted escudriñar todos mis asuntos íntimos? —
preguntó ella.
—Porque usted me abofeteó. Y eso me da algún derecho —dijo Mason sonriendo.
—Muy bien, si usted quiere saber la verdad, se la diré. Estuve trabajando allí por
algún tiempo. Soy una muchacha a quien le gusta la aventura y la variedad. He…, he
trabajo en campos de minas y en casas de juego.
—¿Tienen juego en Idaho?
—Ahora no —dijo ella—. Pero lo tuvieron hasta hace pocos años. Lo tenían en el
distrito de las montañas con toda clase de juegos…, ruleta, dados y todo lo demás de
esa clase de cosas. Yo tengo habilidad y serenidad al mismo tiempo y parece que me
doy cuenta de todo…; tengo lo que ellos llamaban una personalidad agradable y
dicen que soy bastante atractiva.
Precipitadamente, la muchacha se levantó y fue a sentarse en uno de los brazos de

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la butaca donde estaba Mason y, sonriendo, le dijo suavemente:
—Y yo sé discernir cuando me encuentro con un gran hombre. Creo que el estar
trabajando en esos lugares de juego, le da a una muchacha la oportunidad de aprender
a conocer la naturaleza humana. Así se puede juzgar a las gentes con facilidad.
»Y usted, es una persona cabal, señor Mason. Es justamente un maldito buen
espía. Desde luego cuando se empieza a trabajar en esa forma en esos lugares de
juego, la gente cree que…, bueno, que si una muchacha trabaja allí pueden
permitírselo todo con ella; yo acostumbraba enojarme muy a menudo cuando las
gentes se tomaban libertades conmigo simplemente porque yo estuviera tratando de
conservar mi empleo…; y créame, señor Mason, esos trabajos exigen mucho de uno.
»Por eso es que me sentí tan molesta cuando usted me dijo que me iba a registrar.
Pero después, fue usted muy agradable. Yo… realmente le soy deudora de eso.
Le sonrió, le puso una mano sobre el hombro y cuando su cara estaba muy cerca
de la de él, le dijo:
—Y usted sabe realmente…
Fue interrumpida por una llamada perentoria en la puerta.
Se levantó del brazo de la butaca de Mason y se arregló la bata.
Los golpes sonaron otra vez en la puerta.
Virginia Bynum miraba a Mason, con el asombro pintado en sus ojos.
Los golpes se repitieron más fuertes e insistentes.
—¿Quién…, quién es? —preguntó Virginia Bynum.
—El sargento Holcomb, de la Policía de Homicidios. Venimos a hacer un
registro. Abra.
La cara de Virginia Bynum cambió de color, se dirigió hacia la puerta, corrió el
cerrojo y la abrió.
El sargento Holcomb empujó con el hombro la puerta, para cerrarla de nuevo y
entró en el cuarto. Pero, después se detuvo en seco a la vista de Perry Mason.
—Buenos días, sargento —dijo Mason, y después, volviéndose a Virginia Bynum,
le dijo—: Bueno, creo que es en este punto donde yo entro en acción.
—Está usted equivocado otra vez —le dijo el sargento Holcomb—. En este punto
es donde usted sale.

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Capítulo 10

Paul Drake se acomodó en su posición favorita, en la gran butaca de Mason, y


dijo:
—Bueno, estoy empezando a juntar gradualmente las piezas de los hechos, Perry.
Esto es un lio.
—¿Y qué has averiguado, Paul?
—Ese hombre llamado Hackley va a resultar una nuez muy dura de cascar, Perry.
Al parecer, la policía no sabe cosa alguna sobre él; pero yo creo que él es el factor
clave en toda la cuestión.
—¿Y descubriste algo referente a la hora de la muerte? —preguntó Mason.
—Poco más o menos todo lo que los médicos pueden decir, después de un
examen del cadáver que todavía no ha sido terminado, es que el crimen fue cometido
alrededor de la una de la madrugada. Eso es, tomando en cuenta la temperatura del
cadáver cuando fue encontrado y considerado el rigor mortis y unos cuantos detalles
más. La policía calcula más o menos que fue a la una de esta madrugada.
—Ella salió a las diez y diecinueve del departamento, ¿verdad?
—Así fue. Desde luego, las autoridades médicas no pueden fijar la hora en que
ocurrió la muerte exactamente, con la precisión de un reloj pues aquélla pudo haber
ocurrido una hora después.
—Hizo que le llenaran el depósito de gasolina. Y un asesino difícilmente hubiera
cometido el crimen y se hubiera preocupado después de llenar el depósito de
gasolina. Esto último tiene que haberlo hecho ella misma en vida.
Drake asintió con la cabeza.
—Y visto que no le prestaron el servicio corriente, tal como limpiarle el
parabrisas, etc., esto me hace suponer que el depósito no le fue llenado en un poste de
gasolina.
—¿Crees que se detuvo en ese rancho? —preguntó Drake.
—Estoy completamente seguro de ello.
Drake encendió un cigarrillo, observó cómo ascendía el humo hasta llegar al
techo, y contemplándolo pensativo, dijo despacio:
—La policía tiene algunas teorías sobre el crimen, Perry.
—¿Cuáles son?
—No creen que fuera asesinada en el lugar donde encontraron el cadáver.
—¿No?
—No. Suponen que ella abrió la puerta del auto y permitió que alguien entrase en
él. Que esa persona fue la que guió el coche. Que la víctima estaba sentada en el lado
derecho del asiento. Y que después, la persona que iba guiando, aprovechándose de
un momento ventajoso, sacó el revólver, le disparó a la víctima en el lado de la
cabeza, empujó el cadáver hasta el otro extremo del auto y después llevó éste al sitio

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donde fue encontrado. Luego, el asesino, quienquiera que haya sido, se apeó del
coche y tiró del cadáver de Ethel Garvin hasta que lo supo apoyado encima del
volante, para que pareciese que ella se había disparado a sí misma mientras iba
conduciendo el auto.
—Espera un momento —dijo Mason—. Eso no coincide con los hechos, Paul. Tu
agente miró alrededor del coche para ver si había huellas de pisadas cuando llegó allí,
y no pudo encontrar señales que revelasen que alguien se había apeado del auto allí.
Desde luego, no era ese el mejor sitio para dejar huellas, pero sin embargo podía
haberlas visto…
—Ya lo sé —interrumpió Drake—. Pero, fíjate en esto, Perry. Algún otro coche al
parecer, había estado estacionado en ese lugar donde el cadáver fue encontrado.
Cuando ese hombre condujo allí el coche con el cadáver de Ethel Garvin, tuvo mucho
cuidado de dejarlo exactamente en posición adecuada, de forma que él pudiera abrir
la puerta de aquél y saltar directamente a su propio coche, sin poner los pies en tierra.
Entonces, desde el otro coche tiró del cadáver hasta colocarlo caído sobre el volante
del de Ethel y arrojó el revólver al suelo.
—Esa es una forma absurda de cometer un asesinato —dijo Mason impaciente.
—Pues no estés tan seguro de que no fue realizado en esa forma —le contestó
Drake—. Las pruebas coinciden con eso, Perry.
—¿Qué clase de pruebas?
—Bueno, para principiar, ese coche fugitivo fue llevado allí y estacionado.
—¿Cómo puede la policía saber si se hallaba estacionado?
—Ellos no están absolutamente ciertos de eso, pero es lo que creen. Puede verse
con claridad el lugar en que alguien salió de ese coche y caminó por un sendero de
tierra blanda y de allí a la carretera principal. Pero lo que no se encuentran, son
señales de nadie que en sentido inverso se dirígiese a pie hacia el auto.
—Continúa —dijo Mason.
—Y al parecer, la pista de ese revólver conduce a Garvin.
Mason dio un salto en la butaca y preguntó:
—¿Qué es eso?
—La policía siguió el rastro de ese revólver y encontró que era de Frank Bynum.
Este les dijo que se lo había dado a su hermana Virginia. La policía fue a allí y
consiguió información de Virginia. Al principio, ella no quería hablar, pero después
les contó una historia según la cual ella habla ido a la oficina de la compañía de
minas para espiar lo que allí ocurría con objeto de defender los intereses de su madre.
Y también les contó que tú la habías sorprendido allí afuera, en la escalera de
salvamento, y que la habías hecho entrar en tu oficina, y que entonces fue cuando ella
dejó el revólver allí. Que pensó que tú se lo habías visto y que hizo un movimiento
como si lo tirase a la calle, pero que después bajó las escaleras, y valiéndose de un
ardid, te enseñó a ti las piernas, y utilizando así su cuerpo para entretenerte, puso el
revólver en la plataforma de la escalera de salvamento. Dijo que ella pensaba que eso

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podía dar lugar a que tú, por mirarle las piernas, no vieses el revólver.
—¡Tate, tate! —dijo con mofa Della Street.
—De verdad que yo estaba demasiado entretenido —confesó Mason—. Continúa,
Paul. ¿Y después, qué sucedió?
—Desde ahí en adelante —dijo Drake— la policía ya tuvo una interesante pista.
Parece ser que al día siguiente, cuando Garvin entró en su oficina después de haber
ido a consultarte a ti, fue hacia la ventana, se paró allí y mirando pensativamente a la
calle que está debajo de la ventana, un objeto llamó su atención, y entonces le dijo a
George L. Denby, el tesorero: «Denby, ¿qué diablos es eso que está allí en la escalera
de salvamento?».
—Prosiga —dijo Mason—. Eso me suena como si fuera una escena teatral.
—Será así, pero todo está comprobado —dijo Drake—. Denby fue a la ventana,
miró al exterior y dijo: «¡Dios mío, señor Garvin, es un revólver!». Entonces Frank
Livesey, el presidente de la corporación, que estaba allí, se acercó para ver. Los tres
estuvieron allí mirando, hasta que Livesey saltó la ventana, fue a la escalera de
salvamento y recogió el revólver. Lo miró y dijo: «Está completamente cargado», y
se lo dio a Denby. Este lo miró y después se lo entregó a Garvin. Y entonces Garvin
hizo un poco de trabajo de detective y dijo: «No hay manchas de herrumbre en él. Si
hubiera estado ahí mucho tiempo, estaría oxidado. Alguien tiene que haber estado
ahí, en esa escalera de salvamento, con ese revólver. Y me pregunto quién pudo haber
sido».
»Después, estuvieron discutiendo algo más sobre eso y parece ser que Denby
quería llamar a la policía; pero Garvin le dijo que él pensaba que era mejor dejar el
asunto así, pues no quería tener ninguna publicidad adversa, precisamente antes de la
reunión de los accionistas.
—Continúa —dijo Mason—. Las cosas se están poniendo realmente interesantes,
ahora. Tenemos un revólver, que posteriormente resulta ser el arma del crimen, con
las huellas dactilares de tres hombres grabadas en él.
—Y todas ellas legítimamente impresas allí —añadió Drake—. Pero, hay una
cosa. Livesey iba a salir para tomar una taza de café. Dijo que se había levantado
muy temprano para estar en la oficina preparando todas las cosas a fin de que
estuvieran listas para la reunión de los accionistas. Y entonces, Garvin dijo algo más
o menos así: «Livesey, yo voy a tomarme unas pequeñas vacaciones antes de esa
reunión de los accionistas, únicamente para estar un poco de tiempo apartado de los
negocios. Mi coche está estacionado ahí enfrente; es el convertible grande. Desearía
que abriese usted el departamento de los guantes y pusiera allí dentro ese revólver.
Quiero examinarlo un poco mejor, pues ciertamente es una bonita arma».
—Y después, ¿qué?
—Livesey bajó para tomar la taza de café, miró alrededor para asegurarse de que
nadie lo estaba observando, puso el revólver en el departamento de los guantes y se
fue a tomar el café. Cuando regresó a la oficina, hablaron un rato los tres y Garvin dio

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algunas instrucciones. Después, él y Denby tomaron el ascensor juntos. Y por la
forma de decirlo, creo que esas instrucciones eran para que le dijeran a su secretaria
que extendiera el cheque de los mil dólares del anticipo para ti.
»Y en cuanto a la historia del revólver —continuó Drake—. Denby recuerda que
al bajar del ascensor con Garvin y precisamente cuando éste estaba caminando cerca
del coche, vio a Garvin comprobar en el departamento de los guantes y asegurarse de
que el revólver estaba allí. Después, Denby se fue a su propio coche y se marchó.
»La muchacha puede ser una de esas personas que la policía normalmente juzga
sospechosas; pero ella dice que tenía una perfecta coartada, después de haber entrado
en tu despacho y de haberla registrado detenidamente de pies a cabeza.
Della Street silbó bajo.
—Dejando a un lado toda broma, Paul, esa joven había estado rondando alrededor
de mi oficina —dijo Mason—. Y todo lo que yo sé, es que ella estaba en la escalera
de salvamento preparada para dispararme, mientras yo me encontraba tendido en mi
butaca durmiendo. Ciertamente que yo no pensaba en invitarla a entrar en mi
despacho, para que después ella sacase un revólver y me jugase una mala partida.
—No te culpo a ti, Perry —dijo Drake.
Mason le dijo a Della:
—Llama por teléfono a Edward Garvin, Della.
Della Street fue a hacer la llamada.
—¿Qué hay del elemento tiempo? —preguntó Mason—. ¿La policía ha hecho
alguna comprobación de lo que cada uno hizo, el porqué, dónde y cuándo?
—¿Quieres decir respecto a las coartadas sobre la hora del asesinato?
—Sí.
—Han hecho las comprobaciones preliminares. Comprende, Perry, que la policía
no me cuenta a mí sus intimidades. Yo tengo que realizar las averiguaciones,
sonsacando informes a los reporteros de la Prensa y dando propinas aquí y allí.
—Siempre acostumbras hacerlo muy bien, Paul. ¿Qué está haciendo la policía?
—Bueno, empezaron por comprobar lo que había hecho Denby. Este estuvo aquí
trabajando durante toda la noche en los libros, dictando algunas cartas y tratando de
dejar todo listo para la reunión de accionistas. Dijo que había estado trabajando toda
la noche. Y parece ser que así fue. Tenía un montón de material dictado encima de la
mesa de su secretaria cuando ella llegó esta mañana. Y es más, esta historia
concuerda con la que él le dijo a Livesey cuando éste lo llamó temprano y antes de
que nadie supiese que la señora Garvin había sido asesinada. Y también concuerda
con la historia que Virginia Bynum le contó a la policía una media hora después,
cuando la localizaron mediante el número del revólver. Dijo que había estado
observando desde la escalera de salvamento otra vez la última noche. Le pidieron que
describiese exactamente todo lo que había visto, y la historia de ella le proporciona
realmente a Denby una buena coartada, pues describió todo lo que hizo. La policía no
cree que Denby pudiera tener algún motivo para cometer el crimen.

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—La historia que Virginia me dijo a mí y le contó después a la policía, es
fantástica…, pero algunas historias fantásticas resultan ciertas a veces. ¿Y qué hay
sobre Livesey? —preguntó Mason.
—Livesey es un solterón. Estaba en su casa durmiendo en la cama. Dijo que
desgraciadamente no podía prepararse una coartada, porque estaba durmiendo solo;
así, pues, que la policía le sugiera la forma de prevenirse para el futuro. La policía le
sugirió el matrimonio.
—Estuvieron acertados —dijo Mason.
—Pero; desde luego, con quien la policía quiere hablar ahora —dijo Drake— es
con Garvin. Esperan que estará presente en la reunión de los accionistas y que según
a todos les consta, se fue simplemente con su esposa en una segunda luna de miel, y
la policía está planeando, para cuando regrese, echársele encima en una forma así
como si fueran mil toneladas de ladrillos.
—Aquí está tu llamada, jefe —interrumpió Della Street.
—¿Está Garvin al aparato?
—Sí.
Mason tomó el auricular y dijo:
—Hola, Garvin; le habla Mason. Deseo hacerle algunas preguntas. Y quiero que
usted tenga mucho cuidado con sus respuestas.
—¡Cielo santo, Mason! —exclamó Garvin—. ¡Esto es muy desagradable! ¡Es
terrible! Esto es la cosa más mala que… ¿Por qué se fue usted esta mañana? ¿Y por
qué no me despertó?
—Pensé que no quería ser molestado.
—Por Dios, Mason, tratándose de un asunto como éste, y usted sencillamente se
marcha y me deja… Mason, quiero que vuelva usted aquí. Quiero saberlo todo sobre
ese asunto. Y quiero…
—Estese ahí —dijo Mason—. Y conserve la calma. No se preocupe por esa
reunión de accionistas de hoy a las dos de la tarde. Della ha estado trabajando en
relación con esa lista de nombres que usted le dio, y tenemos una buena cantidad de
defensores leales suyos que vendrán personalmente aquí. Eso echará abajo todos los
poderes firmados bajo engaño. Vamos a poder controlar así la reunión de los
accionistas.
—Pero yo quiero estar allí, Mason. Necesito estar allí. Si yo perdiera el control de
esa compañía…
—Cálmese —dijo Mason—. Quédese ahí firme. Y no se preocupe. No haga nada.
Ni hable con nadie. Y no salga del hotel hasta que yo pueda tener la oportunidad de
verlo a usted, y si alguien lo encontrase ahí, entonces no conteste a ninguna pregunta.
Simplemente diga que no dirá una sola palabra hasta que usted hable conmigo.
—Pero escuche, Mason. Eso será ponerme a mí en una situación falsa.
—Yo no puedo explicarle esto, Garvin. Existen muchos ángulos en esa cuestión
sobre los que usted no sabe nada todavía. Y ahora, escúcheme con cuidado. Quiero

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que me conteste a unas cuantas preguntas y que tenga mucho cuidado con los
nombres.
—¿Qué quiere usted decir con eso de nombres?
—Quiero decir nombres —dijo Mason—. Un nombre designa a un objeto. Y
ahora, escuche esto. La otra mañana cuando usted entró en su oficina y miró por la
ventana, ¿vio algo que le llamase la atención en la escalera de salvamento, algún
objeto?
—¿En la escalera de salvamento?
—Sí, ¿un objeto metálico, alguna cosa pesada?
—Oh, sí, recuerdo. Cómo no, sí me fijé en este…
—Cuidado —le advirtió Mason—. Vamos a conversar con palabras ambiguas si
es posible y recuerde que las paredes de esa cabina telefónica desde donde usted está
hablando son como de papel de fumar. La puerta del frente está bien, pero la pared
que divide esa cabina de la otra, es exactamente como de papel. Ahora, dígame, ¿qué
le sucedió a ese objeto?
—Livesey saltó por la ventana y lo recogió. Nosotros hablamos sobre eso y yo…,
yo le dije a Livesey que lo pusiera en el departamento de guantes de mi coche. Él dijo
que iba a tomar una taza de café y que pondría esa cosa allí…; y le digo la verdad,
señor Mason, enteramente me había olvidado de ese…, de ese objeto. Tiene que estar
en el coche aún.
—Vaya y compruébelo —dijo Mason.
—¿Ahora mismo?
—Sí, ahora. Deje el auricular a un lado por un momento. Yo lo espero aquí. ¿Está
su coche todavía ahí enfrente?
—Sí.
—Espere un minuto —dijo Mason—. Esto es importante. Usted no le dio las
llaves de su coche a la mujer cuando llegamos al hotel la última noche, ¿verdad?
—No, me olvidé. Pensaba hacerlo. Las puse en mi bolsillo y… Pero, no tuvo
importancia. No tuvieron necesidad de cambiarlo de sitio.
—Está bien. ¿Y las llaves estuvieron en su bolsillo toda la noche?
—Cómo, desde luego que sí.
—¿Y el coche no fue cambiado de lugar?
—Ciertamente, no.
—¿Y las puertas estaban cerradas con llave?
—Sí.
—¿Está usted seguro?
—Desde luego, ¿por qué? El coche está exactamente donde lo dejé la noche
pasada cuando me fui a la cama.
—Vaya a ver y dígame si ese objeto está allí aún.
—Muy bien —dijo Garvin—. No cuelgue.
Mason esperó pegado al teléfono unos quince segundos, tamborileando

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impacientemente con la punta de sus dedos en la bocina del teléfono, hasta que oyó el
ruido de los pasos de Garvin que regresaba de prisa a la cabina. Y oyó la voz de
Garvin que, excitado, decía:
—¡Mason, desapareció, desapareció!
—Muy bien —dijo Mason—. ¿Y cuándo desapareció?
—Dios santo, tiene que haber sido sacado de allí antes de que nosotros saliéramos
de Los Angeles. Nadie pudo haberlo sacado aquí.
—¿Está usted seguro?
—Bueno, desde luego… Escuche, Mason, ¿cómo puedo yo saberlo? Todo lo que
yo sé es que desapareció… y tengo la seguridad de que Livesey lo puso allí.
—¿Miró usted en el compartimiento de guantes después…?
—Sí. Exactamente después que bajé a la calle, miré en el compartimiento y me
cercioré de que Livesey lo había puesto allí. Desde luego, estaba allí.
—¿Y cuándo volvió a mirar en el departamento de guantes?
—Precisamente ahora. Esa es la única vez que yo lo he abierto… Espere un
minuto, no. Mire lo que pasó, Mason. Lorraine miró allí dentro poco después de salir
nosotros. Yo le dije que lo abriera y sacara mis lentes para el sol. Quería ponérmelos.
—¿Dónde está Lorraine?
—Aquí. Afuera en el vestíbulo. Espere un momento.
—No se excite y vaya a decir cosas de forma que la gente pueda oírlo —le
advirtió Mason—. Dígale que venga al teléfono con usted.
—Muy bien.
Mason pudo oír el golpe de la puerta al abrirse y la conversación en voz baja.
Después, Garvin dijo:
—Lorraine está aquí.
—Muy bien —dijo Mason—. Pregúntele si cuando buscó en ese compartimiento
para guantes sus lentes para el sol recuerda haber visto…
—Ya se lo pregunté —interrumpió Garvin—. Y dice que sacó mis lentes fuera del
compartimiento de guantes, pero que ese objeto, como usted le llama, no estaba allí.
—¿Pero usted está seguro de que estaba allí cuando bajó?
—Sí.
—¿Y salió con el coche inmediatamente después de eso?
—Yo… no. Espere un momento. Yo fui al estanco para comprar unos puros y
jugué una partida de «veintiséis» con la muchacha del mostrador. Después fui a mi
coche y marché a recoger a mi esposa. Ella ya tenía el equipaje preparado y salimos.
—Muy bien —dijo Mason—. Estese tranquilo. No haga usted nada hasta que yo
llegue ahí. Llegaré al oscurecer.

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Capítulo 11

Garvin estaba paseando por el vestíbulo del Hotel Vista de la Mesa cuando Mason
llegó. Garvin dio un salto como si le hubiesen apretado un resorte cuando oyó abrirse
la puerta y el rostro de Mason apareció. Luego, su fisonomía se iluminó en una
sonrisa cordial.
—Gracias a Dios que está usted aquí, Mason —dijo—. Pensé que ya nunca más
llegaría. ¿Qué noticias hay?
—Venimos de la reunión de los accionistas —replicó Mason.
—¿Qué tal marcharon las cosas?
—Como un reloj —dijo Mason—. Un hombre llamado Smith, empezó a
alborotar, pero todo murió apenas empezó. Los accionistas nombraron la misma Junta
directiva para actuar otro año. Eligieron a los mismos empleados y los directores
acordaron, después de la reunión de accionistas, designarlo a usted otro año más
gerente general, con el mismo sueldo y bonificación, y lo mejor de todo es que
aunque usted haya estado fuera, cuanto ha hecho fue debidamente ratificado.
—Eso es magnífico —dijo Garvin—. Y ahora, Mason, dígame sobre Ethel. ¡Cielo
santo! Eso es muy desagradable. He tenido las más endiabladas ideas. ¿Qué fue lo
que sucedió? ¿Acaso ella se suicidó?
—Al parecer, no. Aparentemente fue un crimen.
—Pero, ¿quién puede haberla asesinado?
—Esa es la cuestión que está preocupando a la policía. ¿Dónde está su esposa?
—En su habitación.
—Supongamos que todos nosotros vamos allí. Voy a llamar a Della Street —dijo
Mason.
Mason llamó a Della, que se encontraba en el coche, y después, juntos con
Garvin, fueron por el pasillo. Garvin llamó a la puerta de su habitación y la voz de
Lorraine contestó:
—Entra.
Garvin abrió la puerta y dijo:
—Bien, ya está aquí, Lorrie.
—¡Gracias a Dios! —dijo; fue hacia Mason sonriéndole cordialmente, y dándole
la mano le dijo—: Señor Mason: no puedo expresarle lo que significa para mí el que
esté usted aquí. He estado preocupada y Edward ha estado sencillamente frenético.
—Gracias —dijo Mason. Presentó a Della y a la señora Garvin, y añadió—: La
reunión de los accionistas y la de la nueva junta directiva están terminadas en forma
satisfactoria. Todas las cosas marcharon suavemente. No hubo complicación alguna.
Yo había sospechado que quizá se había organizado un plan de revuelta, que la
sustitución del nombre de Ethel en esos poderes no era simplemente una treta aislada.
Pensé que podía ocurrir algo más siniestro. Y según pude comprobar al ver la lista de

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los accionistas, allí había una cantidad de presentes que no eran los que nosotros
habíamos llamado.
»Della Street citó a todos los de la lista que usted le dio esta mañana y se
presentaron prácticamente todos. Creo que hubieran sido suficientes los amigos
accionistas que se presentaron para controlar la reunión; pero, por mi vida, yo no sé
por qué aquellas otras gentes se presentaron. Fue una situación extraña.
—Eso es algo de lo que no tenemos por qué preocuparnos —dijo Garvin—.
Probablemente estaba todo bien. Y ahora, deme usted noticias de esta tragedia,
Mason.
—Voy a ser claro sobre esto, Garvin. Usted ahora es viudo. Pero eso no afecta a
su situación de haber cometido bigamia cuando realizó ese casamiento en Méjico.
Quiero que usted no regrese a los Estados Unidos. Sé que puede resultarle un poco
penoso el estar aquí y tener que rehusarse a asistir al funeral de su ex esposa; pero,
sin embargo, yo quiero que lo haga así. Hay multitud de cosas que no puedo decirle
ahora.
—Pero yo quiero saber los detalles —dijo Garvin—. ¡Dios santo, Mason, he
estado mordiéndome las uñas hasta la raíz! Dígame, ¿cómo ocurrió?
—Tenía un detective vigilándola. Ella salió del departamento a las diez y
diecinueve. Probablemente, recibió de alguien alguna llamada por teléfono, poco
antes de salir. Mi agente le perdió la pista. Y el próximo contacto que nosotros
tuvimos con ella fue cuando la encontramos sentada en su coche a unas dos millas al
sur de Oceanside en una llanura y en un terreno aislado. Alguien le había disparado
un tiro con un revólver del calibre 38. Le disparó en el lado izquierdo de la cabeza.
»Y ese revólver calibre 38, es probablemente el mismo que usted encontró en la
escalera de salvamento hace un par de días. Voy a hacerle a usted algunas preguntas.
Van a serle penosas, pero nosotros tenemos que resolver eso. La policía le va a hacer
estas mismas preguntas. Y yo quiero oír sus respuestas antes de que la policía las
oiga.
—Continúe. Pregunte lo que quiera —dijo Garvin—. Ahora, que por lo que a ese
revólver concierne…
—Creo que ya he comprobado lo del revólver muy bien —dijo Mason—. Y lo
que quiero comprobar ahora es sobre usted.
—¿Sobre mí?
—Sí.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—¿Dónde estuvo usted la noche pasada?
—¿Que dónde estuve? Yo estuve con usted, ¿por qué? Usted nos trajo aquí. Y
usted cruzó la frontera conmigo. Usted…
—Se fue a su cuarto, y después, ¿qué hizo usted?
—Me fui a la cama.
—¿Y estuvo allí toda la noche?

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—Sí, desde luego, ¿por qué?
—¿No salió con algún propósito?
—¿Cómo? No, ciertamente no.
—¿Qué hay de eso, señora Garvin? —preguntó Mason—. ¿Puede usted
asegurarlo?
—Claro, ciertamente —dijo con indignación ella.
—Ahora, no se pongan ustedes tontos —les advirtió Mason—. Yo simplemente
estoy cerrando el anillo hasta un punto en que la policía no pueda encontrar ningún
lugar vulnerable. Y díganme, ¿ustedes, muchachos, se durmieron, digamos sobre las
doce?
—Probablemente, antes de esa hora.
—¿Y tienen el sueño pesado?
—Yo no tengo el sueño demasiado pesado —dijo Garvin—. Mi esposa es quien
tiene el sueño pesado.
—Eso es malo —dijo Mason.
—No veo nada malo en ello.
—Es que usted no puede proporcionarle a su esposo una coartada.
—Ciertamente que puedo —replicó ella—. Porque ocurrió que yo me desperté a
las…, oh, alrededor de la una. Edward estaba roncando. Le dije que se cambiara de
lado. Y tuve que decírselo dos veces antes de que lo hiciera, pero cambió de postura y
entonces dejó de roncar. Me volví a dormir. Admito que tengo el sueño pesado; pero
algunas veces duermo sólo con intermitencias. No me di cuenta de ninguna cosa
hasta las dos y media o faltando un cuarto para las tres. Entonces, me desperté y
estuve despierta hasta después de las tres y cuarto.
—¿Y cómo sabía usted la hora que era? —preguntó Mason.
—Oía las campanadas del reloj dar la una, y cuando me desperté y estuve
despierta una hora y media, no solamente oí dar las campanadas en el reloj, sino que
miré el mío de pulsera. Desde luego, me levanté, bebí un vaso de agua y tomé una
aspirina. Tenía un fuerte dolor de cabeza y me sentía un poco nerviosa. Después, me
volví a dormir.
Mason lanzó un suspiro de alivio y dijo:
—Bueno, eso es magnífico. Yo quería exactamente estar seguro de que usted
tenía una absoluta y firme coartada. Y ahora, volvamos a la cuestión del revólver…
—Ese revólver definitivamente no estaba en el departamento de los guantes,
señor Mason —interrumpió Lorraine—. Yo fui a buscar allí los lentes de sol de
Edward.
—¿Cuándo fue eso?
—Poco después que nosotros salimos de Los Angeles. Había hecho un tiempo
algo nublado y después salió el sol y se puso demasiado claro y Edward quería sus
lentes oscuros. Yo abrí la tapa del departamento de los guantes. Y ahora que usted
menciona ese revólver, recuerdo que todas las cosas que había allí estaban echadas

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hacia el fondo del departamento, aunque no sé porqué. Estaban como si algún otro
objeto hubiese ocupado la parte delantera por algún tiempo. Pero ciertamente allí no
estaba cuando yo recogí los lentes. Solamente había unos planos, una pequeña
linterna y un par de alicates y ese estuche con los lentes para el sol de Edward.
—¿Y ningún revólver?
—Absolutamente ninguno.
Mason le dijo a Garvin:
—Pero usted está seguro de que el revólver se hallaba dentro del departamento de
los guantes, ¿verdad?
—Ciertamente allí estaba, y creo que la única vez que pudieron haberlo sacado de
allí, fue cuando yo estuve fuera del coche enfrente de mi casa esperando a mi esposa.
Ella tenía las maletas preparadas, y yo entré y recogí el equipaje, y después…
—Y después fuimos a tomar una cerveza —le interrumpió Lorraine—. ¿No
recuerdas que tú querías tomar una cerveza? ¿Que dijiste que tenías sed, y que
entonces regresamos a casa, fuimos a la refrigeradora y tomamos una botella de
cerveza?
—Así fue —dijo Garvin.
—¿Y durante ese tiempo el coche no estuvo cerrado con llave? —preguntó
Mason.
—¡Cielo santo, no! —dijo Garvin—. De hecho, tampoco paré el motor. Lorraine
me dijo que tenía el equipaje ya listo y fui dentro y lo recogí, y cuando estuve en la
casa, se me ocurrió lo de la cerveza. Lorraine se reunió conmigo. Entonces fuimos a
la refrigeradora, abrimos una botella de cerveza y la echamos en dos vasos. Alguien
pudo haber sacado el revólver en ese medio tiempo.
—¿Alguien que los había seguido a ustedes con ese específico propósito? —
preguntó Mason.
—No lo creo así, Mason. Yo dudo que alguien pudiese haber hecho eso. Es más
seguro que hubiesen sido los muchachos de la vecindad.
—No había muchachos en la vecindad —dijo Mason—. Y quienquiera que se
haya apoderado de ese revólver, lo hizo con un propósito específico y deliberado. Y
ése fue el revólver empleado para matar a su antigua esposa.
—¿Están absolutamente seguros de eso? —preguntó Garvin.
—Lo estarán tan pronto como recuperen la bala fatal y después que disparen un
tiro de prueba con ese revólver y de hacer una serie de análisis con un microscopio
comparando los dos proyectiles. Pero ustedes pueden apostar mil a uno que ése fue el
revólver que hizo el trabajo.
—Eso, desde luego, complica las cosas —confesó Garvin—. Creo que la policía
puede descubrir mis huellas dactilares en ese revólver.
—¿Usted lo tocó?
—Lo toqué yo, lo tocó Denby y Livesey lo tocó también. Y quien lo dejó en la
escalera de salvamento tuvo que haberlo tocado. En otras palabras, que en él tienen

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que existir diversas huellas dactilares.
—Así lo supongo yo también —dijo Mason—. Aunque la policía no me
comunica sus investigaciones.
—¿El cadáver fue encontrado cerca de Oceanside? —preguntó significativamente
Lorraine Garvin.
—Así fue —dijo Mason—. Nosotros no hemos entrevistado a Hackley todavía.
La policía no sabe nada sobre él. Y yo voy a volverme a Oceanside. Paul Drake me
espera allí.
—¿Paul Drake? —preguntó Lorraine.
—Sí, el detective que está trabajando conmigo. El que descubrió el paradero de
Ethel Garvin. Es un buen hombre.
—Bueno —dijo la señora Garvin—. Yo no sé; pero digo que considero altamente
significativo el que ella estuviese en Oceanside…, si es allí donde está viviendo su
amor.
—Nosotros no sabemos si él es su amor. Sabemos muy poco sobre él —dijo
Mason—. Puede resultar una nuez muy resistente. La única satisfacción que tenemos
a ese respecto es que nosotros sabemos de él y la policía no. Es desde luego
significativo que ella fuera a Oceanside. Hay algunos ángulos en el caso que indican
que tenía una cita con ese hombre…
Del patio exterior se oyó la voz de la señora Inocente Miguerinio:
—Esta casa es muy vieja —dijo la señora Miguerinio—. Muy vieja…, vieja,
entiende usted, parecida a unas ruinas. Mi padre, y antes de él mi abuelo, eran dueños
de este sitio. Ahora yo he establecido aquí un buen lugar para que los turistas que
vengan puedan dormir. ¿No?
—Ya veo —respondió una voz de hombre.
—Una vieja finca, una hacienda —continuó la señora Miguerinio.
La voz masculina dijo:
—Estoy contento de saberlo. Hace dos años, cuando estuve aquí, no lo observé.
—Desde luego que usted no pudo observarlo. Esto estaba en ruinas y mi padre lo
rodeó con una valla; así, estaba escondido, ¿no?
—No —dijo el hombre.
La risa de la señora Miguerinio se elevó como agua hirviendo.
—Ah, bueno, los turistas quieren estar en mi vieja casa española, aunque sea muy
vieja. Es lo que ustedes llaman atractiva, ¿no?
—Sí.
—Sí, señor, es atractiva. Habla usted mi idioma, ¿no?
—No, solamente algunas palabras.
—Quiere usted entrar y sentarse, ¿no?
—Sí, gracias.
Mason miró a Garvin, que sonreía, arrugó el ceño y se puso un dedo sobre los
labios para que guardasen silencio.

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La voz del hombre llegó a través de la ventana abierta:
—¿Tiene usted a un señor Edward y a su esposa hospedados aquí? Es el dueño de
ese convertible grande que está en el paseo.
—Oh, ciertamente. El señor Garvin y su señora. La mujer es muy bonita y tiene el
pelo parecido a oro rojo. Está también con ellos un amigo suyo, el señor Perry
Mason.
—¡Al diablo! —exclamó el hombre con irritación.
Mason se acercó a Garvin.
—Esa voz —dijo— es la voz del teniente Tragg, de la fuerza de Policía
Metropolitana. Y si usted no cree que es un inteligente ajustador de cuentas, ya lo
comprobará.
La señora Miguerinio dijo:
—Ahora están en sus habitaciones. Son el número cinco y seis. Si usted es amigo
de ellos se van a alegrar de verlo, ¿no?
—No —dijo el teniente Tragg.
Oyeron una puerta cerrarse, después pasos en el vestíbulo, luego en el corredor y
al fin unos golpes en la puerta de la habitación. Mason la abrió.
—¡Bueno, bueno, Tragg! ¿Cómo está usted?
—¡Mason! —exclamó Tragg—. Y nuestra estimada señorita Street. Bien, Mason,
ciertamente me encanta verlo a usted aquí. Últimamente no lo he visto a menudo.
—He estado por aquí —confesó Mason—. Teniente, estreche usted la mano del
señor Edward Garvin.
—Encantado de conocerlo —dijo el teniente Tragg.
Mason se volvió hacia Lorraine Garvin, que estaba al fondo de la habitación y
dijo:
—Señora Garvin, ¿me permite presentarle al teniente Tragg, de la Policía
Metropolitana…? De la Brigada de Homicidios.
La sonrisa de ella era un ligero movimiento de los labios apretados. De repente,
pareció que fuese a desplomarse junto a la puerta del armario.
—¿Cómo está usted, teniente? Es un placer para mí conocerlo.
Tragg le dijo a Edward Garvin:
—¿Ya sabe usted lo de su esposa?
—Sí, y me sorprendió mucho. Yo… a duras penas sé qué he de hacer.
—Hay muchas probabilidades de que ella fuese asesinada en Los Angeles y
llevada después a Oceanside. Pero estoy interesado en este caso. Y ahora, si usted
quisiera ayudarnos —dijo Tragg—, regresaría a los Estados Unidos, a hacer los
preparativos para el funeral, y una vez con usted allí, nosotros…
—Lo detenemos por bígamo, conforme a la denuncia hecha ayer por la oficina
del fiscal del Distrito —interpuso Mason.
Tragg, volviéndose a Mason, le dijo:
—Eso no es ahora necesario…

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—Yo solamente quería que él supiera cuál es la situación… —dijo Mason.
—Ahora, mire —replicó Tragg con una voz que se veía no quería intromisiones
infantiles—. Yo quiero hablar con el señor Garvin. No le voy a hacer ningún mal; él
ciertamente no tiene nada que temer; pero hay ciertas cosas sobre la muerte de su
esposa que yo quiero descubrir. Y él puede ayudarme.
—Eso es magnífico —dijo Mason—. Los dos le ayudaremos.
—Puedo conseguirlo con la sola ayuda de él.
—Vamos, vamos, teniente. Dos cabezas son mejor que una.
—Nosotros estamos dentro del terreno de un refrán diferente ahora —dijo
sonriendo Tragg—. En este punto, uno puede referirse más al viejo refrán que dice:
«Demasiados cocineros estropean el cocido».
—¿No se suicidó Ethel? —le preguntó Mason.
—No, ella no se suicidó —dijo Tragg—. La bala que le penetró en la cabeza le
produjo la muerte casi al instante.
—¿Y bien? —preguntó Mason.
—Fue disparada mientras Ethel estaba en el lado derecho del asiento de su coche.
Alguien la condujo ya muerta en su coche a alguna distancia y después estacionó
aquél, tiró del cadáver hasta que estuvo éste caído sobre el volante, apagó las luces y
el motor y se fue en otro coche.
—Otro coche que los iba siguiendo, ¿verdad? —preguntó Mason.
Tragg sacudió la cabeza y dijo:
—Francamente, Mason, no lo sé. Al parecer, el asesino había ido a determinado
lugar y allí estacionó su coche. Después, regresó, se reunió a su víctima, le disparó en
el lado derecho de la cabeza muy de cerca, y en seguida condujo el coche a alguna
distancia, quizá a unas pocas millas, hasta el punto donde su propio coche estaba
estacionado y esperándolo para escaparse. El crimen puede muy bien haber sido
cometido mientras ella estaba en Los Angeles. Y el asesino llevó el coche de Ethel
Garvin hasta tan cerca de donde estaba el suyo como pudo, después salió de él
quedándose de pie en el estribo de su propio auto, tiró del cuerpo hasta que éste
estuvo encima del volante y preparó todas las cosas en la forma que quiso. Luego, se
metió en su propio coche y se fue.
—A menos, claro es, que él tuviese un cómplice esperándolo —dijo Mason—, lo
cual resulta haber sido un trabajo de dos hombres.
—Pudo haber sido hecho así por dos razones —respondió Tragg—, pero por
ciertas razones nosotros no creemos que fuera así. Creemos que fue el trabajo de un
hombre solo.
—¿Cómo pudo ser eso?
—Bueno, para empezar, porque si allí hubiera habido un cómplice esperando en
el coche fugitivo, la tendencia del asesino hubiera sido conducir el coche con el
cuerpo hasta un sitio convenido y después el otro coche habría sido conducido al lado
de aquél. Pero, en realidad, fue a la inversa. Y el asesino incluso tuvo que hacer

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marcha atrás con el coche que contenía el cadáver para ponerlo en la posición exacta
que quería. Y después se pasó al otro coche.
—Ese es un buen razonamiento deductivo —dijo Mason.
Tragg, volviéndose a Garvin, le dijo:
—Desde luego éste es un tema desagradable, pero si su esposa fue asesinada, no
dudo que usted hará todo lo que esté en su mano para aclararlo. A pesar del hecho de
que ustedes estuviesen separados y a pesar también de que ustedes hubiesen tenido
discusiones, querrá usted aclararlo, ¿verdad?
Garvin dudó.
—Vamos a plantearlo en esa forma —dijo Tragg con una mirada fría como el
hielo—. ¿Querrá usted colocarse en una situación que parezca que está protegiendo al
asesino? ¿Verdad que no, señor Garvin?
—Desde luego que no —dijo rápidamente Garvin.
—Yo también creo que no —dijo Tragg—. Y ahora, al usted cruzar la frontera,
bueno…
—¿Y qué hay con lo que le pregunté sobre esa acusación de bígamo, Tragg?
—Ya le dije a usted que eso está fuera de mi jurisdicción. Eso es asunto entre este
hombre y el fiscal del Distrito. Pero el que él regrese conmigo o no, no va a ayudarlo
en nada. Está acusado principalmente de bigamia. Yo no sé lo que el fiscal del
Distrito hará. Puede descartar el caso ahora que la denunciante está muerta. Puede
continuarlo, o puede permitirle a este muchacho confesarse culpable y pedir que lo
dejen en libertad condicional. No estoy interesado en asuntos de bigamia. Estoy
únicamente interesado en un crimen.
—Esa es la diferencia entre nosotros —dijo animoso Mason—. Que yo estoy
interesado en ambas cosas, en el crimen y en la acusación de bígamo.
—Bueno —dijo irritado Tragg, de forma que las maneras de Mason le hicieron
perder su buen carácter—. Yo no creo que este hombre tenga entre qué escoger. Está
enfrentado, principalmente, a una acusación de bígamo. Nosotros podemos sacarlo de
Méjico en cualquier momento que queramos. Tiene para escoger un camino fácil y
otro camino difícil. Le voy a preguntar a él si prefiere venir por el camino fácil.
—Nosotros preferimos ir por el camino difícil —le contestó Mason animoso.
—Vamos, no sea usted así —dijo Tragg a Mason—. Usted sabe que nosotros
podemos hacer regresar a este hombre en cuanto queramos. Podemos envolverlo y
atarlo bien en un asunto de asesinato y de bigamia. No tiene defensa posible en éso y
podemos pedir su extradición de México, para que responda a los cargos. Creo que
podemos apresurar la investigación de ese crimen; pero no tenemos necesidad de
pasar por todo ese formalismo.
—Usted se enfrenta ahora con una interesante situación en esa acusación de
bigamia —repuso Mason.
—Tonterías —dijo el teniente Tragg—. No me interesa ese juego de palabras,
Mason. Usted sabe muy bien, tan bien como yo, que el divorcio mejicano que este

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hombre obtuvo, no es más que un papel mojado. Y sabe también que ese casamiento
mejicano puede ser un casamiento bígamo.
—Hay interesantes leyes envueltas en eso, teniente. La Sección 61 de nuestro
código civil previene que un segundo matrimonio realizado en vida de una esposa sin
divorciar, es ilegal y es nulo desde el principio —dijo Mason.
—Eso es lo que le estaba diciendo a usted —dijo el teniente Tragg.
—Pero por otro lado —añadió Mason—, la Sección 63 del Código civil, también
contiene algo muy interesante.
—¿Cómo es eso? —preguntó Tragg.
Mason sacó de su bolsillo un pedazo de papel en el que había copiado la Sección
63 del Código civil.
—Escuche esto, teniente: «Todos los matrimonios contraídos fuera de este
Estado, los cuales sean válidos con arreglo a las leyes del país en el cual fueron
contraídos, son también válidos en este Estado».
—¿Qué está usted intentando con eso? Ese casamiento hecho en México no es
más válido que el divorcio —dijo Tragg.
—Exactamente —dijo Mason—. Pero México reconoce el divorcio.
—Bueno, ¿y eso qué importa?
—Fíjese en esta redacción —dijo Mason—. Se la voy a leer otra vez. —Y
nuevamente tomó el papel y leyó—: «Todos los matrimonios contraídos fuera de este
Estado, los cuales sean válidos con arreglo a las leyes del país en el cual fueron
contraídos, son también válidos en este Estado».
Tragg echó un poco el sombrero hacia atrás y se rascó la cabeza.
—Maldita sea —dijo.
—Aquí es donde estamos —dijo Mason—. El matrimonio es legal en México.
Por esta razón, es legal en cualquier otro país, particularmente en el Estado de
California, porque la ley de California así lo estipula especialmente.
—Pero, vamos a ver —dijo Tragg—. Será posible probar que estas dos personas
salieron de California para cometer un fraude contra las leyes de California…
Mason sonrió y sacudió la cabeza.
—Lea la causa de McDonald contra MacDonald, en California, y el criterio
establecido por el Tribunal al dictar sentencia. En ese caso, aclara con toda equidad
que cuando unas personas parten de California con el propósito de contraer
matrimonio en oposición a las leyes de California, y van a otro Estado, y como parte
general de ese propósito contraen matrimonio en este Estado, ese matrimonio es
válido. Y esa ceremonia de unión, es legal y obliga en California, sin que importe el
hecho de que el tal matrimonio sea no solamente contrario a las leyes de California,
sino incluso contrario a las reglas fundamentales de las leyes de California.
—Bueno, diablos —dijo Tragg—. Pero el divorcio de México no es válido en
California, y usted tiene que admitir eso.
—Yo no lo admito, pero estoy dispuesto a aceptarlo con el propósito exclusivo de

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argumentar.
—Entonces, ese matrimonio tiene que ser bígamo.
—Ese matrimonio es tan bueno como el otro —dijo Mason.
—Quiere usted decir que este hombre tiene dos esposas y…
—Ahora ya no las tiene —dijo Mason—. Pero, hasta hace pocas horas, esta
misma mañana, las tuvo. Está en la extraordinaria situación de haber cometido
bigamia legal, y de haber tenido dos esposas enteramente legales.
—Usted está loco, Mason. Usted está diciéndome un montón de cosas de doble
sentido y otro atropellado montón de cosas legales, para confundirme. Puede
representar con ello un buen papel confusionista ante un Jurado, pero eso es todo.
—Tragg, le estoy diciendo a usted que en el momento en que este hombre pone el
pie en México, está casado con esta mujer, permaneciendo ella aquí a su lado. Y estoy
dispuesto a concederle a usted que cuando él regrese a los Estados Unidos, puede ser
procesado por bígamo. Por eso es por lo que yo no quiero que él regrese a los Estados
Unidos. Él está aquí viviendo con su legítima esposa.
»Y México podrá permitir la extradición de él por un delito que sea delito contra
las leyes de los Estados Unidos, pero no va a permitir la extradición por un acto
realizado bajo las leyes del Gobierno mejicano y que es perfectamente legal aquí,
aunque pudiera alegarse que es ilegal en California.
Tragg dijo irritarlo:
—Usted hace que todo eso suene en una forma tan endiabladamente convincente
que… De esa manera, comprendo que tenga usted fama, porque es capaz de hacer
que las cosas parezcan convincentes.
—Bueno, usted no quiere regresar a los Estados Unidos, ¿verdad, Garvin? —le
preguntó Mason a su cliente.
Garvin movió la cabeza negativamente.
—Ya lo ve, Tragg —dijo Mason.
Tragg sacó de su bolsillo un pequeño tampón para impregnar de tinta los dedos e
imprimir las huellas dactilares.
—¿Qué va usted a hacer?
—Le voy a tomar las huellas dactilares.
—¿Por qué?
—Porque creo que encontraré una de sus huellas dactilares en el arma con la cual
se cometió el crimen.
—No necesita molestarse en eso —dijo Mason—. Puedo decirle a usted con toda
franqueza, Tragg, que mi cliente tomó en su mano ese revólver…, si en efecto ése es
el revólver que nosotros pensamos.
—¿Qué revólver? —preguntó receloso Tragg.
—Un revólver —dijo Mason—. Ese revólver que fue dejado en la escalera de
salvamento afuera de la ventana de la «Compañía de Exploración y Explotación de
Minas Garvin». Ese revólver fue recogido por el señor Garvin y puesto, en efecto, en

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el departamento para guantes de su coche. Alguien tiene que haberlo sacado de allí
antes de que él abandonara Los Angeles.
Tragg echó hacia atrás la cabeza y rió:
—¡Me está usted dando la más candorosa e ingeniosa explicación! ¿Admite que
su cliente puso ese revólver en el departamento para guantes de su automóvil? —le
preguntó Tragg.
—Fue puesto allí por él —dijo Mason.
Tragg, volviéndose a Garvin, le dijo:
—¿Admite usted que puso ese revólver en el departamento para guantes de su
coche?
—Admite que alguien lo puso allí por orden suya —dijo Mason.
—Le estoy preguntando a Garvin —dijo irritado Tragg.
—Y yo estoy contestando por él.
Lorraine Garvin dijo:
—Bueno, yo sé muy bien que ese revólver no estaba en el departamento para
guantes cuando nosotros salimos de Los Angeles. Alguien tuvo que haberlo sacado
de allí.
—¿Y cómo lo sabe usted? —preguntó Tragg.
—Porque mi esposo tenía los lentes de sol en el departamento para guantes.
Después que nosotros salimos, él me pidió que se los sacara de allí. Yo abrí el
departamento y saqué los lentes. Si allí hubiera estado ese revólver, desde luego que
lo hubiera tenido que ver, y si lo hubiera visto, es natural que le hubiera preguntado a
Edward qué iba a hacer con ese revólver.
—¿Y está usted segura de que allí no había revólver alguno?
—Absolutamente segura.
—Bueno, al fin y al cabo —dijo suavemente Tragg— su esposo pudo haberlo
sacado ya antes del departamento para guantes. Y pudo también haberlo puesto en
otro sitio.
Lorraine miró ceñuda al teniente Tragg y le replicó:
—Si usted no va a creer lo que una persona le declara, no sé para qué está usted
preguntándole y sometiéndola a un interrogatorio y exigiéndole respuestas.
Tragg sonrió y dijo:
—Porque ésa es la forma en que nosotros resolvemos casos de asesinatos algunas
veces. Y usted tiene que admitir, señora Garvin, que un hombre que pudo haber
cometido un crimen estará enteramente dispuesto a mentir.
—Bueno, yo lo que puedo decirle a usted es una cosa —dijo Lorraine—. Que mi
esposo pudo haber sacado ese revólver de allí, pero él no pudo nunca haberlo usado,
porque él estuvo aquí conmigo durante toda la noche.
—¿Toda la noche? —preguntó Tragg.
—Sí, señor, toda la noche.
—¿Usted no durmió nada?

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—Bueno, yo sé que me desperté alrededor de la una y él estaba tendido roncando
en la cama a mi lado. Yo estuve despierta desde las tres menos cuarto hasta las tres y
media, y él estaba allí.
—Y usted miró su reloj, para comprobar la hora que era, desde luego —dijo con
sarcasmo Tragg.
—Oí la hora.
—¿Qué usted la oyó?
—Sí. Hay un reloj…; espere, escúchelo usted por sí mismo.
Levantó la mano para hacerles guardar silencio. La música del juego de campanas
pequeñas del gran reloj en el vestíbulo se oyó melodiosamente tocando un
preámbulo, y después de una pausa, la campana grande dio la hora.
—Muy bien —dijo Tragg—. Si usted jura que oyó la hora…
—Juro que yo la oí.
—Y si no está usted equivocada…
—No lo estoy.
—En este caso he terminado —dijo Tragg—. Excepto que quiero tomar las
huellas dactilares del señor Garvin. Quiero comprobar si en alguna parte de ese
revólver dejó o no sus huellas. ¿Alguna objeción, Garvin? …
—Ciertamente, no —dijo Garvin—. Únicamente decirle que estoy impaciente por
hacer lo que sea que pueda aclarar este asunto.
—Excepto a volver a California —dijo Tragg.
—En cuanto a eso, no estoy dispuesto a sujetar a mi esposa a un aluvión de
curiosidad vulgar, ni tampoco voy a caer en una trampa que fue preparada para mí
por…
—Continúe —dijo—. ¿Por quién?
—No es necesario mencionar el nombre de ella ahora —contestó con dignidad
Garvin—. Está muerta.
—Muy bien —dijo Tragg abriendo el tampón y sacándole la cubierta que protegía
la tinta—. Deme su mano para tomar sus huellas dactilares. Por lo menos, habremos
adelantado esto.
Garvin extendió su mano. Tragg, cuidadosamente, tomó las huellas dactilares y
las marcó con el nombre, fecha y lugar. Después, sonriendo alegre dijo:
—Magnífico. Espero que ustedes disfruten de su estancia en México.
Y haciendo una reverencia a modo de saludo, añadió:
—Encantado de conocerlos, señor y señora Garvin. Recibirán noticias mías más
tarde.
Después, abrió la puerta y se fue como si de repente tuviese gran prisa.

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Capítulo 12

Era ya oscuro a la hora en que el coche regresó con Perry Mason y Della Street a
San Diego. Mason se detuvo bastante tiempo hablando por teléfono con Paul Drake.
—Muy bien, Paul —dijo Mason—. Della y yo vamos a salir ahora de San Diego.
Nos dirigimos a Oceanside y cenaremos allí. Después, nos encontraremos allí contigo
y veremos lo que podemos hacer con ese Hackley.
—Va a ser una nuez dura de cascar —le advirtió Drake—. Tengo más
información sobre él. Está considerado como individuo muy difícil.
—Eso es estupendo —dijo Mason—. Me gusta la gente dura. ¿Cuándo podrás
estar en Oceanside?
—Ahora mismo salgo para allá.
—Muy bien —dijo Mason—. Della y yo recogeremos nuestros coches en el
aeropuerto y después iremos a cenar algo. Puedes rodar despacio por la calle
principal hasta que nos encuentres… No creo que puedas confundirte sobre mi coche.
Llevo el convertible de color canela.
—Muy bien —dijo Drake—. Te encontraré.
—Nosotros salimos ya ahora —dijo Mason, y colgó.
El coche rodó suavemente por la costa hasta llegar a Oceanside. Mason hizo que
el chófer de aquél los condujera al aeropuerto, donde él y Della Street recogieron sus
respectivos automóviles. Pagó el coche y regresaron al centro de Oceanside, donde
Mason encontró dos sitios en un estacionamiento de autos cerca de un restaurante.
Entraron en el restaurante y disfrutaron de una cena tranquila. Estaban hablando
después de cenar, tomando café y fumando cigarrillos, cuando Drake entró miró
alrededor y al verlos levantó la mano saludándolos y se unió a ellos.
—¿Qué noticias hay, Paul? —preguntó Mason.
—Puedo tomarme una taza de café —dijo Drake— y un trozo de tarta de limón,
porque aunque comí tarde, empiezo a sentir hambre… Mira, Perry, no hay ningún
camino fácil para salir de Los Angeles. Uno tiene que pelear con el tráfico, no
importa lo que hagas.
—Lo mismo digo —dijo Mason—. ¿Qué noticias hay del caso? ¿Algo nuevo?
—La policía encontró las huellas dactilares de Edward Garvin en el arma del
crimen —dijo Drake.
—¿Y por qué no? Garvin admite que él tocó el revólver. ¿Y qué más hay de
nuevo?
—No mucho más. Logré averiguar algo más sobre ese Hackley. Estaba mezclado
en asuntos de juego. No sé demasiado sobre eso, pero gentes que lo conocen, creen
que es individuo peligroso.
—Bien, eso es magnífico —dijo Mason—. Iremos a verlo. Y si pudiéramos darle
una sacudida… Sin duda alguna piensa que nadie lo va a relacionar con Ethel Garvin.

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—Bueno, pero antes tomaré un trozo de tarta y una taza de café, y después vamos
allá —dijo Drake.
Esperaron hasta que Drake hubo terminado y después abandonaron el restaurante
y Mason dijo:
—Podemos muy bien ir todos en un coche. Vamos en el mío. Tiene el asiento
delantero más amplio.
—Es una buena idea —dijo Drake—. Pon a Della en medio. Eso me dará una
excusa para colocar mi brazo alrededor de ella. No he hecho los cortejos preliminares
a una muchacha bonita hace tanto tiempo, que ya he olvidado la forma de hacerlo.
—No creas que te voy a enseñar yo —dijo Della—. No tengo tiempo para
perderlo con aficionados.
—Oh, me acordaré en seguida —dijo Drake tranquilizador.
Se metieron en el coche de Mason, despegaron del borde de la acera, doblaron al
Este por la carretera de Fallbrook y rodaron despacio, hasta que divisaron el buzón de
correos de Lomax. Entonces, Mason acortó la marcha y localizó la calzada para
coches.
—Es muy fácil encontrar este sitio cuando uno tiene las señas completas —dijo.
—Seguro.
—¿La policía no tiene ninguna pista de Hackley, Paul?
—Así me parece. Creo que a ellos no se les ocurrió investigar sobre la estancia de
Ethel en Nevada.
La calzada para coches pasaba frente a una plantación de naranjos que se extendía
a lo largo de un cuarto de milla, y después apareció un chalet de estilo californiano,
que parecía oscuro y sombrío.
—Según las apariencias, salió o se fue a la cama —dijo Drake—. ¿Qué hacemos
nosotros? ¿Entramos directamente?
—Entraremos —dijo Mason—. Si está en casa, vamos a tratar de conseguir que
se ponga a la defensiva y que conteste a algunas preguntas. En otras palabras, vamos
a realizar una buena comedia para confundirlo, si podemos.
—¿Le diremos quiénes somos?
—No, si podemos evitarlo. Solamente le daremos nuestros nombres, nada más.
—Muy bien —dijo Drake—. Vamos.
Mason condujo el coche hasta llegar frente a la casa y paró; esperó un momento
para ver si había algún perro.
Un gran perro negro, pastor alemán, husmeó en silencio alrededor del coche, con
el pelo del cuello erizado y la nariz olfateando afanosa la identidad de aquellos
tardíos visitantes.
—No te fíes en absoluto de ese perro —le advirtió Drake—. Llama con el claxon
y deja que venga alguien y nos acompañe dentro.
—Más bien llamaré al timbre, y así lo cazaré enteramente por sorpresa. Ese perro
parece inteligente.

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—Eso no significa nada.
—Sí que significa tratándose de un perro —dijo Mason, y abrió la puerta del
coche.
El perro inmediatamente se erizó por entero, manteniendo un silencio hostil.
Mason miró hacia abajo y viendo los ojos del perro le dijo a éste como si se
dirigiese a un ser humano:
—Mira, yo quiero hablar con el dueño de la casa. Voy a salir de este coche y
caminar en línea recta hasta el pórtico y llamar al timbre. Tú puedes seguirme de
cerca para cerciorarte de que no hago ningún movimiento indebido. ¿Qué te parece
eso?
Al decir las últimas palabras, Mason levantó la voz. Después, sin un momento de
duda, descendió al sendero.
El perro se abalanzó hacia Mason, conservándose con la nariz a media pulgada de
las piernas de aquél, mientras el abogado daba vuelta alrededor del coche y luego
avanzaba hacia el pórtico.
—Todo va bien —le aseguró Mason a Della Street, que estaba observándolo con
ojos preocupados. Abrió la mano y estiró los dedos de forma que la nariz del perro
pudiese olfatearlos.
El abogado fue hasta el pórtico y apretó el timbre. Oyó el sonido de la campanilla
llamando al otro lado de la puerta.
Esperó un minuto. Después volvió a llamar varias veces en rápida sucesión.
Desde el oscuro interior de la casa se oía el sonido de pasos cautelosos que se
aproximaban a la puerta. Una luz se encendió y después otra. Una puerta se abrió
dentro, y a través del cristal de una ventana Mason pudo ver la figura de un hombre
fuerte con traje gris. El hombre puso su mano derecha cerca de la solapa izquierda de
su chaqueta. El abogado vio el destello de un revólver dentro de la funda.
El perro, mirando a la puerta, levantaba el rabo moviendo la punta a un lado y a
otro.
Se corrió un cerrojo por el lado interior. El hombre abrió la puerta una pulgada o
dos, sosteniéndola firme en esa posición con una cadena de seguridad.
La luz del pórtico brilló y el reflejo iluminó a Mason.
—¿Quién es usted? —preguntó el hombre—. ¿Y qué es lo que quiere?
—Estoy buscando a Alman Bell Hackley.
—¿Qué le quiere usted?
—Quiero hablar con él.
—¿Sobre qué?
—Sobre una propiedad que tiene en Nevada.
—Nada está en venta.
—¿Quiere usted oír lo que tengo que decirle, o no?
—Si usted tiene que tratar algún negocio conmigo, regrese al hotel a Oceanside.
Llámeme mañana después de las diez de la mañana. —Y ya iba a cerrar la puerta.

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Pero entonces, algo en la actitud del perro le llamó la atención y dijo suspicazmente
—: Explíqueme, ¿cómo hizo usted para lograr pasar con ese perro?
—No lo esquivé. Simplemente salí del coche y…
—Es que no acostumbra dejar salir a nadie de un coche después que oscurece.
—En mi caso, hizo una excepción —dijo Mason.
—¿Por qué?
—Pregúnteselo al perro.
El hombre frunció el ceño y dijo:
—Vamos a ver, ¿qué es lo que desea usted?
—Estoy tratando de averiguar algo sobre Ethel Garvin.
La cara de Hackley se volvió rígida.
—¿Sabe usted algo sobre ella? —preguntó Mason.
—No —dijo Hackley, y cerró la puerta de golpe.
—Fue asesinada en la madrugada de hoy —gritó Mason a través de la puerta
cerrada.
No hubo respuesta; pero, por otra parte, Mason oyó unas pisadas por el pasillo,
indicando que el hombre había regresado a la puerta.
—Y antes se detuvo aquí y llenó el depósito de gasolina —gritó Mason.
Hubo una pausa y la puerta se abrió.
—¿Qué es lo que está usted diciendo? —interrogó aquel hombre.
—Digo que ella se detuvo aquí por algún tiempo, alrededor de las doce y media
de esta noche, y llenó su depósito de gasolina.
—Usted está borracho o loco, no sé cuál de las dos cosas, y maldito si me
importa. Ahora, vuélvase a su coche, o le digo al perro que le haga pedazos una
pierna.
—Haga eso y yo lo demando por daños y perjuicios, y se quedará sin la propiedad
de su rancho de Nevada —dijo Mason.
—Usted habla en grande.
—Continúe —dijo Mason—. Dígale a su perro que me destroce la pierna y verá
lo que le sucede.
—¿Qué quiere usted?
—Quiero hablarle sobre Ethel Garvin.
Pasaron unos momentos durante los cuales los cortantes ojos del robusto hombre
desde detrás de la puerta, se encontraron con los de Mason en pensativo cálculo.
Repentinamente, el hombre tomó una decisión, quitó la cadena de la puerta y dijo:
—Entre. Si usted quiere hablarme, lo escucharé. Y antes de marcharse, me dirá
usted exactamente lo que se proponía al decirme que Ethel Garvin, quienquiera que
ella sea, se detuvo aquí a las doce y media de esta noche. Venga, entre, ¿señor…?
—Mason —le dijo el abogado.
—Muy bien. Entre, señor Mason.
Mason, volviéndose hacia el coche, llamó:

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—Vamos, Della y Paul; venid.
—¿Y qué hay con ese endemoniado perro? —preguntó irritado Drake—. Mejor
será que usted lo meta en la casa.
—El perro permanecerá donde está —dijo Hackley—. No teman. No les hará
ningún daño, a menos que yo se lo ordene.
Della Street abrió la puerta del coche y se deslizó hasta el suelo caminando
confiada hacia el pórtico, donde Mason se encontraba. El perro volvió a mirarla,
lanzó un ahogado gruñido, pero no se movió.
Drake, que había puesto ya un pie en el suelo, al oír el gruñido, regresó
prestamente al automóvil y cerró la puerta de golpe.
—No hay cuidado —le aseguró Hackley, y dirigiéndose al perro, dijo—: ¡Cállate,
Rex!
El perro cesó de gruñir, miró a Della Street, y confiado se acercó a ella con ojos
de buen calculador; después, movió despacio el rabo. Drake, observando que a Della
Street nada le había ocurrido, abrió la puerta una vez más, puso el pie derecho en el
suelo y después el izquierdo, y con precaución dio dos o tres pasos hacia el pórtico.
El perro se erizó, gruñendo y después, repentinamente, se abalanzó sobre Drake.
Drake corrió a meterse de, nuevo en el coche, en el mismo momento en que el
perro se echaba gruñendo sobre la puerta de aquél y con sus dientes mordía el metal.
Hackley abrió la puerta de la casa, salió del pórtico y gritó:
—¡Rex! ¡Aquí! ¡Diablos, Rex, quieto aquí!
El perro volvió la cabeza, y despacio y de mala gana, se tendió en el suelo.
—¡Aquí! —le gritó Hackley—: ¡Ven aquí conmigo!
El perro retrocedió hasta donde estaba Hackley, como si esperase una paliza.
—Maldito, te he dicho que no hagas eso. Ahora, estáte quieto aquí.
Drake miró más allá de Hackley, al perro, y dijo:
—Si ese animal me muerde, le disparo.
—No tendrá usted nada que temer de él si se limita a salir del coche y camina con
confianza —le dijo Hackley—. Y nunca huya de un perro ni le demuestre que tiene
miedo de él.
—Entonces, me estaré quieto y le dejaré que me destroce una pierna, supongo yo
—dijo con sarcasmo Drake.
—Los otros no tuvieron problemas con él —señaló Hackley.
—Los problemas los tuve yo —dijo Drake—. Y fueron suficientes para los tres.
Salió del automóvil y siguió a Hackley hacia el pórtico.
—Entren —dijo Hackley—. Rex, vete al diablo, fuera del camino.
Hizo ademán de darle un ligero puntapié. El perro, hábilmente, lo evadió y se
quedó observando a Drake, mostrando los colmillos.
—Entren. Vamos a sentarnos y hablar sobre eso como personas civilizadas —dijo
Hackley.
Y después, dirigiéndose a Mason, dijo:

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—Muy bien. Vamos a resolver eso. Su nombre es Mason, ¿verdad? ¿Y quiénes
son los otros?
—La señorita Street, mi secretaria —dijo Mason.
Hackley se inclinó y fue todo un modelo de educación y deferencia al decirle:
—Señorita Street, estoy encantado de conocerla.
—Y Paul Drake —añadió Mason.
—¿Cómo está usted, señor Drake? —dijo prontamente Hackley.
—Drake —añadió Mason— es detective.
—Oh —exclamó Hackley—. ¿Eso ha llegado ya tan lejos?
—Está bien —le dijo Mason—. ¿Dónde vamos a hablar?
—Vengan, siéntense.
Hackley abrió la puerta para que pasaran los tres, y les dijo:
—Sigan derecho y crucen la primera puerta a la izquierda.
Della Street fue la primera en entrar en un cuarto arreglado para servir de
biblioteca, cosa que evidentemente había sido un trabajo hecho con rapidez, poniendo
y amontonando libros y estantes en una estancia que fuera en tiempos solamente un
convencional recibidor de una casa de campo.
—Siéntense —les invitó, haciendo un amplio ademán que los incluía a todos.
Se sentaron.
—Muy bien —dijo Hackley—. Ahora, permítame escuchar lo que usted tiene que
decirme.
—Usted está mezclando en un embrollo el carro y el caballo —dijo Mason—.
Somos nosotros quienes queremos oír lo que usted tiene que decir.
—Yo no tengo nada que decir.
—Usted conocía a Ethel Garvin.
—¿Quién dijo eso?
—Lo digo yo —respondió Mason—. Usted la conoció cuando ella estuvo en
Nevada. Y fueron muy amigos. Y usted la convenció para que no pidiera el divorcio
de su esposo. Le dijo que si ella se mantenía firme a la espera haciéndole creer a su
esposo que se había asegurado el divorcio, entonces, Edward Garvin, que había
encontrado otro interés sentimental, pagaría una buena cantidad de dinero para un
arreglo.
—Creo que no me va a simpatizar usted, señor Mason.
Mason, mirándolo a los ojos, le dijo con afabilidad:
—Yo estoy seguro de que no.
Hubo silencio durante algunos segundos.
—Y después —continuó Mason—, Ethel Garvin vino a Oceanside a primera hora
de esta madrugada. Se detuvo aquí y llenó su depósito de gasolina. Yo no sé lo que
ella le dijo a usted, o lo que usted le dijo a ella; pero si sé que ella salió de aquí, que
fue hacia la carretera unas dos millas, paró su coche y lo estacionó en un sitio fuera
de la carretera y después fue asesinada.

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—Supongo —dijo Hackley— por toda esta conversación y la forma de decirme
las cosas que usted está tratando de que yo me comprometa a mí mismo en el crimen.
Estoy seguro de que esa Ethel Garvin, quienquiera que sea, no fue asesinada. Yo creo
que usted, probable y simplemente, está tratando de conseguir que yo admita que la
conocí en Nevada. Pero si ahora pone usted sus cartas boca arriba sobre la mesa y me
dice qué quiere saber, y por qué lo quiere saber, entonces podremos entendernos
mucho mejor.
—Usted tiene un teléfono allí en el rincón. Llame a la policía de Oceanside y
pregúnteles si Ethel Garvin fue asesinada en la madrugada de hoy.
Hackley se levantó rápidamente, fue al teléfono, y sonriendo dijo:
—Esa es una bonita fanfarronada suya, Mason; pero no le va a servir. Porque se la
voy a desmentir en seguida. Cualquiera que me hace a mí una mala jugada, me la
paga.
Tomó el auricular y dijo:
—Comuníqueme con la estación de policía, por favor —y después de un
momento añadió—: ¿Sería tan amable de decirme si una tal Ethel Garvin fue
asesinada esta madrugada, en alguna parte cerca de Oceanside…? No le importe
quien habla. Simplemente conteste a la pregunta… Bueno, supóngase esto: que yo
puedo ser un testigo, en caso de haber ocurrido algo, y…
Hackley guardó silencio en el teléfono durante varios segundos, y después,
precipitadamente, dijo:
—Muchas gracias —y colgó el auricular, volviéndose al grupo.
Miró a los tres y después empezó a pasearse con los ojos entornados, en forma
pensativa y con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de su chaqueta
cruzada. Súbitamente, se detuvo apoyando su espalda contra la pared, y dijo:
—Muy bien, usted ganó.
—¿Qué es lo que yo gané? —le preguntó Mason.
La sonrisa de Hackley no tenía nada de alegre.
—Usted ha ganado la partida preliminar, señor Mason, lo cual ya es ganar mucho
para cualquiera que empiece a jugar conmigo. Bien, ¿usted dijo que este caballero —
señaló a Drake con la cabeza— es detective?
—Exacto.
—¿De Los Angeles, de San Diego o de Oceanside?
—De Los Angeles.
—¿Relacionado con la Brigada de Homicidios de allí, señor Drake?
Drake miró a Mason y dudó.
Mason, sonriendo, movió negativamente la cabeza y dijo:
—Es un detective privado. Lo contraté yo.
—¡Oh! —exclamó Hackley—. Y esta encantadora joven, ¿es su secretaria?
—Sí.
—¿Y usted?

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—Soy abogado.
—Sin duda. Y está usted contratado por alguien, supongo yo. Pues de lo contrario
difícilmente investigaría este asunto por pura filantropía.
—Sí, estoy contratado por alguien.
—¿Su nombre?
—Edward Charles Garvin.
—¿El esposo de la mujer que fue asesinada?
—El ex esposo.
—Ya veo —dijo Hackley—. Forma una interesante combinación, ¿verdad?
—Muy interesante.
—Está bien —dijo Hackley—. Usted me ha agarrado y sorprendido por un lado
indefenso. Me cazó de improviso y en forma desventajosa. Sin embargo, haré mi
declaración. No, no se moleste en tomarla taquigráficamente, señorita Street. No
deseo que tengan una declaración completa y exacta, por ahora. Yo haré sólo unas
manifestaciones, con el simple objeto de que ustedes puedan tomarlas como base para
cualquier investigación que estén haciendo. Y las hago únicamente para contribuir al
descubrimiento de quién fue el asesino de esa mujer.
Con lentitud y dramático acento, continuó:
—Y lo que les voy a decir, es toda la verdad.
Hubo una pausa momentánea y después, manteniéndose de pie y con la espalda
apoyada contra la pared y con sus ojos fijos en los rostros de los tres, para ver el
efecto que causaban sus palabras, dijo:
—Yo tengo un rancho en Nevada. Es más bien una propiedad grande. Y a mí me
gusta. Y me gusta también vivir allí. Nunca me he casado, porque no me importa el
matrimonio. No soy un ermitaño, me gustan las mujeres; pero la idea de establecer un
hogar, no va conmigo y nunca irá. Allí hay un rancho para estar en él de pensión, al
que también le llaman un rancho de petimetres, colindante con mi finca de Nevada. Y
yo conocí a algunas de las inquilinas, que estaban allí, en ese rancho, y me parecieron
interesantes. Como ustedes pueden muy bien juzgar, muchas de esas inquilinas no
están allí simplemente porque les guste la idea de pasar el tiempo en un rancho de
pensión, en Nevada. Ellas están allí porque quieren establecer la residencia legal de
seis semanas, para después poder obtener el divorcio.
»Y les soy franco: admito que algunas de aquellas mujeres se interesaron por mí y
yo me interesé por ellas. La mujer que va a ese Estado para deshacerse del nudo
matrimonial, no tiene amigos allí, y se siente sola. Quizá por primera vez en muchos
años se encuentra a sí misma, y lo mismo es capaz de permanecer solitaria que puede
ser capaz de buscar compañía. Ocurre que yo tengo un rancho que es asequible. Y
sucede que yo soy un hombre soltero y, por lo tanto, disponible, y quizá para alguna
de ellas soy considerado como un candidato.
»Siempre he vivido en mi rancho y disfrutado de él, hasta que Ethel Garvin vino a
Nevada. Me gustó la señora Garvin. Y empecé a salir con ella. Pero, gradualmente

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me di cuenta de que era una persona muy decidida y una mujer de fértiles recursos. Y
también me di cuenta de que ella tenía un plan definido de acción, y que ese plan
concernía en alguna forma a mi futuro.
»Esperé hasta que vi claramente que había que hacer algo. La situación estaba
avanzando hasta un punto que por lo que a mí se refiere, la encontraba intolerable. No
quería herir sus sentimientos, pues nosotros habíamos sido demasiado buenos
amigos. Tampoco quería decirle sencilla y francamente que iba a negarme a recibirla
cuando viniera a mi casa. Escogí, pues, el camino fácil. Llevaba yo largo tiempo
buscando el modo de instalarme en California, y mi agente de compraventa de fincas
me encontró ésta. La ofrecían en venta y yo la consideré una ganga para los precios
que imperan en la actualidad. Le dije a mi agente que cerrase el trato muy
reservadamente y que hiciese lo más que pudiese para mantener el asunto fuera del
dominio de la Prensa.
»Cuando él ya tuvo la propiedad de la finca en sus manos y todo estaba arreglado,
me marché sencillamente de mi rancho de Nevada. Le dejé dicho a Ethel que había
sido llamado repentinamente para un negocio que me tendría ausente del Estado por
algún tiempo, y que me pondría en comunicación con ella tan pronto como me fuese
posible, pero que en ese tiempo yo estaría trabajando en un negocio que era tan
confidencial, que no podía correr ningún riesgo de dar un resbalón.
»Después me metí en mi avión y volé a Denver. En Denver guardé mi avión en un
hangar privado, tomé un avión de pasajeros para Los Angeles y recogí un automóvil
nuevo, el cual ya había sido ordenado a mi nombre y disposición allí.
»Yo tenía en todo mucho cuidado para no dejar que Ethel Garvin supiese donde
me encontraba. La noticia de que ella está —o estaba— en California fue para mí un
golpe y una sorpresa de naturaleza más bien desagradable. Tenía la idea de que ella
creería que yo me encontraba en Florida. Y más bien esperaba que ella fuese allí.
»No tengo necesidad de decirles que no estuvo aquí la última noche. Ni en
ninguna otra ocasión tampoco. Y que no llenó su depósito de gasolina aquí, pues no
la volví a ver desde que salí de Nevada.
»La noticia de que fue asesinada esta madrugada, es para mí más que un golpe. Y
me ha encolerizado, pues era una mujer agradable… Lo único que puedo comentar, y
que no me importa hacerlo ahora, dadas estas circunstancias, es esto: que
experimentó siempre un profundo sentimiento de temor por su esposo. Ella estaba
planeando algo. No sé exactamente lo que era, pero sí sé que tenía mucho miedo de
lo que su esposo pudiese hacer cuando ella pusiera en ejecución su plan.
»Y hay algunas otras cosas que no quiero decir aquí en presencia de testigos; pero
que se las diré a la policía si fuese requerido a hacerlo, y son cosas que no ponen a su
cliente, señor Mason, en situación muy favorable.
»Y con esto creo terminada la declaración, y no tiene objeto alguno el prolongar
la entrevista.
—Muy interesante —dijo Mason—. ¿Está usted convencido de la conveniencia

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de habernos dicho la absoluta verdad?
—No estoy acostumbrado a desviarme de la verdad.
—¿Está usted absolutamente seguro de que Ethel Garvin no vino aquí esta
madrugada y de que no pudo llenar su depósito de gasolina sin que usted supiera que
ella se hallaba en estas inmediaciones?
—Eso es absurdo, caballeros. En primer lugar, la bomba de gasolina está cerrada.
En segundo lugar, ella no tenía absolutamente idea de que yo estaba en California.
Tomé todas las precauciones para que no supiese donde me hallaba.
—¿Había usted —preguntó Drake— realizado alguna gestión para averiguar, en
el momento oportuno, si ella había abandonado ya Nevada?
—¿Por qué me hace esa pregunta, señor Drake?
—Porque usted estaba muy encariñado con su rancho en Nevada. Y difícilmente
se comprende que usted decidiera de pronto y simplemente partir de allí y
abandonarlo. Se presumiría que cuando la contrariedad causada por la presencia de la
señora Garvin hubiese pasado, usted regresaría allí.
Hackley reconoció ese punto de vista con una inclinación y dijo:
—Ya veo que usted tiene una coartada cierta, señor Drake. Y estoy seguro de que
el señor Mason encontrará en usted un ayudante de valor. La pregunta está bien
escogida.
—¿Y la respuesta?
—La respuesta —dijo Hackley— es que yo no podía haber conseguido esa
información sin haber tenido en aquel sitio a alguien que me la pudiera dar. Y ese
alguien tendría necesariamente que saber dónde estaba yo para poder comunicarme la
información. Pero, yo no quería que nadie supiese donde me encontraba. Por lo tanto,
y aunque a mí me hubiera gustado tener a alguien para informarme conforme usted
ha sugerido antes, señor Drake, no lo hice así. Me vine aquí y nadie, absolutamente
nadie, sabía dónde estaba.
—¿Y cómo se las compuso para que su rancho marchara?
—Mi capataz y administrador es un individuo muy reservado. Aprecio en él
ambas cosas, su lealtad y su integridad, y también aprecio la agudeza para los
negocios con que defiende mis intereses. Tiene mi visto bueno en una forma amplia y
suficiente que le permite manejar el rancho durante mis períodos de ausencia.
»Y ahora, si me permiten, señorita Street y ustedes, caballeros, tengo otros
asuntos que atender. Les he dado una información que es provechosa y no me interesa
discutir este asunto más ampliamente.
—¿Dónde estuvo usted la noche pasada? —le preguntó Mason.
—Ya les dije que no me interesa discutir este asunto más ampliamente —dijo con
firmeza Hackley—. Les di toda la información y ahora les voy a desear buenas
noches.
Con paso largo cruzó ante ellos y se dirigió hacia la puerta del recibidor, fue al
vestíbulo y abrió la puerta de la calle.

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Della Street le hizo una seña con los ojos a Mason y le dijo:
—Sigue adelante, jefe.
Fue hacia el ángulo de la habitación, se puso a mirar los libros que había en las
estanterías y esperó a que Mason y Drake saliesen de la habitación primero. Después
de un minuto, ella los siguió.
—Buenas noches —dijo con cierta solemnidad Hackley.
—Buenas noches —contestó Mason.
Drake no dijo nada.
Della Street, con expresión muy seria, cruzó su mirada con la de Hackley, le
dirigió una sonrisa y le dijo:
—Buenas noches, señor Hackley, y muchísimas gracias.
—Ha sido un placer para mí —le contestó él—. ¡Rex! —llamó Hackley—. Estate
aquí. Esta gente se va.
El perro, ahora mucho más obediente y menos hostil, se levantó prontamente y
miró a Hackley para obedecer las órdenes de éste.
Mason fue el primero en llegar al automóvil y se sentó al volante. Drake abrió la
puerta del otro lado para que Della Street entrase en el coche; después la siguió,
dirigiendo una mirada de desconfianza por encima del hombro en dirección al perro,
y cerró la puerta con un rápido golpe.
Della se rió y le preguntó:
—¿Todavía estás preocupado con el perro, Paul?
—Estás endiabladamente en lo cierto —le contestó Drake.
Mason puso en marcha el coche. Hackley estaba inmóvil en la puerta de su casa,
observando como el coche se ponía en movimiento.
Della Street lo sorprendió mirándolos y le hizo un disimulado saludo de
despedida con la mano.
Hackley hizo una mueca con la boca, suavizada en seguida por una sonrisa. El
coche pasó rápidamente por el camino de grava.
—Bueno —dijo Drake—. Ya te dije que era un hombre difícil.
—Desde luego que es difícil —contestó Mason—. Pero aún tenemos algunas
pistas para seguir, las cuales van a ser muy interesantes.
—¿Cómo es eso? —preguntó Drake.
—Es fácil de ver que ese perro está muy bien amaestrado. Ciertamente, no
compró el perro con la finca, y no lo adquirió tampoco en California. El perro tiene
que haber estado en su rancho en Nevada y él debe tenerle mucho cariño; de otra
forma no hubiera traído al animal con él cuando estaba tratando de ocultarse.
—Muy bien, ¿y a qué conduce eso? —preguntó Drake.
—Hackley tiene miedo de algo. Y deja el perro fuera, guardando el lugar. El perro
está amaestrado de forma que no permite que entre nadie en ese sitio por la noche.
—Bueno, ¿y qué significa todo eso?
—Que nosotros vamos a detenernos en la casa de Rolando C. Lomax para ver si

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averiguamos algo. A ver si él oyó al perro ladrar en forma particular y violenta, que
demostrase que se aproximaba alguien allí, a eso de la una de la madrugada —dijo
Mason.
Drake rió entre dientes y dijo:
—Admiro tu habilidad, Perry. Es una buena idea.
Mason salió del camino de grava al pavimento, después dobló el coche a la
derecha, y lo paró delante de la casa de Rolando Lomax.
Lomax, al acudir a la llamada del timbre, parecía bastante cordial.
Era un hombre robusto, de cerca de sesenta años, y sus fuertes hombros indicaban
un duro trabajo, y su piel estaba curtida por el sol y llena de pecas. Su cabello se
estaba volviendo gris, y en su frente, del color del cobre, todavía había huellas de
sudor como resultado del esfuerzo físico. Las mangas de su camisa de lana estaban
remangadas, dejando al descubierto unos brazos peludos y unas manos grandes y
fuertes.
—Nosotros estamos investigando y comprobando respecto a algo que sucedió en
estas vecindades. Quizá usted ha oído ya algo sobre eso —dijo Mason.
—¿Quiere usted decir sobre la mujer que fue asesinada en la carretera?
Mason asintió con la cabeza.
—¿Y qué quiere usted que yo sepa?
—¿Estuvo usted aquí la noche pasada?
—Sí.
—¿Y oyó usted —preguntó Mason— alguna cosa fuera de lo corriente en esa
casa de ahí?
—¿Quiere usted decir en ésa que ha sido comprada por un tipo alto y gomoso?
—Esa misma.
—Oí al perro ladrar de una manera infernal la noche última —dijo Lomax—. Le
dije a mi esposa que algo debía ocurrir, pues el perro estaba realmente haciendo un
ruido de todos los diablos.
—¿Y sabe usted a qué hora fue eso? —preguntó Mason.
—Sí, sé exactamente la hora que era. Es decir, yo no sé exactamente a la hora que
empezó; pero, después que el perro continuó ladrando, pensé que tenía que ocurrir
algo y miré por la ventana. La ventana de mi dormitorio da exactamente hacia la casa
de Hackley.
—Sí, sí —dijo ansioso Mason—. ¿Y qué sucedió?
—Bueno, miré el reloj. Y pensé que algo anormal debía ocurrir allí. Cuando miré
el reloj, eran exactamente las doce y veinticuatro minutos.
—¿Y su reloj marcha bien? —preguntó Mason.
—Exacto. Lo pongo en hora todos los días, por el programa de radio. Y si está
adelantado, no es más que uno o dos segundos.
—¿Y fue aproximadamente a las doce y veinticinco?
—Eran exactamente las doce y veinticuatro —dijo Lomax—. Anoté la hora.

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—¿Y cuánto tiempo, aproximadamente, estuvo el perro ladrando?
—Exactamente en el momento en que yo me asomé a la ventana, vi unas luces
que se dirigían allí, a la casa que ese Hackley ha comprado…, y entonces,
repentinamente, el perro dejó de ladrar, al ordenarle alguien que se callase. Esperé un
poco. Las luces continuaban encendidas y el perro ya no ladraba; entonces me figuré
que no había novedad y me volví a la cama. El perro debe haber estado ladrando unos
tres o cuatro minutos antes de levantarme yo.
»Si usted me preguntase, le diría que ese perro es malo, pero no voy a protestar
por eso… todavía, pues, estoy tratando de ser un buen vecino. Sin embargo, yo tengo
pollos aquí, y si ese perro me los mata, iré derecho allí y le diré a Hackley que ese
perro es para la ciudad, no para el campo, y que no tiene razón para estar aquí. Nunca
vi a ningún perro de ésos que no fuese una fiera cuando uno los trae al campo.
¡Demonio, qué vergüenza! Las personas que tenían esa casa acostumbraban ser muy
agradables. Eran ricos pero buenos vecinos. Gente en extremo servicial. Supongo que
eran gente de ciudad, pero debían de tener un pasado campesino.
»En cambio, ahí tienen ustedes a ese Hackley, que es diferente. Él es de la ciudad,
de los pies a la cabeza, y es uno de esos individuos que no quieren tener vecinos. Me
trata como si yo no estuviera aquí. Exactamente así. Unas veces me saluda con un
movimiento de cabeza, y otras no. Y nunca se detiene a charlar un rato, siquiera para
pasar el tiempo.
»Aquí en el campo, un hombre tiene que depender de sus vecinos, y cuando uno
se encuentra con un hombre insociable, créanme, eso nos molesta.
—Ciertamente, así debe de ser —dijo Mason.
—Y por eso yo no tengo obligación de soportar los caprichos de ese perro. No me
gusta. He tenido disgustos con un perro parecido a ése antes.
—¿Y el perro solamente ladró una vez esa noche?
—Solamente esa vez —dijo Lomax.
—¿Y no se dio usted cuenta de algún coche que viniera o fuera a la carretera?
—No me di cuenta de ningún coche —dijo con seguridad Lomax—. Cuando me
voy a la cama es para dormir. Tengo un rancho de unas mil doscientas áreas aquí, y es
un trabajo pesado. Estoy muy cansado de trajinar todo el día cuando me voy a la
cama. Escucho las noticias de las nueve en la radio y después me acuesto.
Generalmente, no despierto hasta el amanecer. A esa hora me levanto y empiezo a
trabajar. Es más, yo no soy de esa clase de individuos que se meten en los asuntos de
los vecinos, y tampoco me gusta que ellos se metan en los míos. Quiero vivir y dejar
vivir. Ese es el estilo de vida que nosotros tenemos establecido aquí.
—¿Y no oyó usted ni vio ningún automóvil?
—No vi ni oí nada, hasta que ese perro empezó a ladrar, y me levanté para ver lo
que ocurría. Y la forma en que ese perro ladraba…, bueno, es la forma en que ladran
los perros cuando están excitados por alguna cosa. Si usted me preguntase, le diría
que ladraba en una forma enloquecida.

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—¿Cree usted que alguien estaba allí?
—Creo que el perro estaba demasiado excitado por algo.
—Pero usted no vio a nadie allí, ¿verdad?
—Todo ocurrió exactamente como ya le dije. Vi las luces encendidas en la casa y
después de un rato, el perro dejó de ladrar. Entonces me volví a la cama.
—¿Y cuánto tiempo tardaría usted antes de volverse a dormir? —preguntó
Mason.
—¿Cuánto tiempo antes de qué?
—Antes de volverse usted a dormir.
—No lo sé —dijo Lomax—. No tengo ningún reloj de pared. Pueden haber
sido…, no lo sé. Demonio, pueden haberse sido treinta segundos, puede haber sido
un minuto.
—Muchas gracias —dijo Mason sonriendo—. Y por favor, no diga nada de que
nosotros hemos estado aquí. No quiero que Hackley sepa que estuvimos a verlo y yo
creo que usted y Hackley se llevarán algo mejor si él ignora que usted nos dio esta
información.
—A mí no me importa que lo sepa —dijo Lomax—. Yo tejo mi cuerda y las
briznas pueden caer donde quieran.
Mason le deseó una buena noche. Y los tres, en tropel, regresaron al coche.
Della Street dijo:
—Yo cometí un pequeño robo allí, en la casa de Hackley.
—¿Cómo fue eso? —preguntó Mason.
—Exactamente gracias a mis ojos femeninos. No creo que ninguno de vosotros se
diera cuenta de esta chalina de mujer que estaba tirada en el rincón, al final del
estante, ¿verdad? —dijo Della riendo.
—¿Una chalina? —dijo Mason—. ¡Dios santo, no!
Della Street metió la mano dentro de su blusa y sacó una chalina de seda, de
colorines, y en la cual se mezclaban los tonos pastel con unas tiras verdes que
gradualmente subían de color y después se desvanecían en un violeta intenso.
—¿No te recuerda algo este olor? —preguntó ella a Perry Mason.
Mason acercó la chalina a su nariz y lanzó un silbido ligero.
—¡Della! ¿Este perfume creo que es…?
—¿Cuál crees que es? —preguntó Drake.
—A menos que yo esté muy equivocado, ese perfume es el que usa mi amiga
Virginia Bynum.
—Es algo muy tenue y probablemente sin ningún valor ante un tribunal…; pero,
bueno, es un recuerdo, jefe —repuso Della.
—Es más que un recuerdo —dijo frunciendo el ceño Mason—. Es un problema.
—Y aquí —dijo Della Street— hay algo más.
Sacó un sombrerito de mujer de debajo de su chaqueta.
—La chalina y este sombrero estaban juntos en el estante de la esquina.

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¿Recuerdas, jefe, que el agente de Drake dijo que él recordaba que Ethel Garvin
llevaba un sombrero puesto cuando salió de su departamento?
Drake lanzó otro suave silbido.
—¡Demonio, Perry, supóngase que las dos mujeres estaban enamoradas de
Hackley!
—Y que las dos estuvieron aquí la noche pasada —dijo significativamente
Mason.

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Capítulo 13

El correo de la mañana estaba sin abrir encima del escritorio de Mason, mientras
éste se paseaba de un lado a otro del despacho y de vez en cuando dirigía comentarios
a Della Street.
—La cosa no tiene sentido alguno —dijo Mason. Y después de un momento,
continuó—. El depósito del coche de Ethel Garvin fue llenado de gasolina… El
parabrisas estaba sucio… Por lo tanto, ella no lo llenó en una estación de servicio. A
menos que hubiese tenido tanta prisa que no esperase a que le limpiaran el parabrisas.
Pero eso no suena a lógico.
De nuevo, Mason empezó a pasear y lanzó algunos comentarios más.
—Nosotros sabemos que alguien estuvo en la casa de Hackley a eso de las doce y
veinticuatro minutos. Creemos que pudo, haber estado allí Virginia Bynum; pero ella
no puede haber estado allí a esa hora, porque se encontraba en la escalera de
salvamento observando a Denby.
—Bueno, en lo que estoy interesada y sobre lo que me gustaría saber algo, es
sobre Frank C. Livesey —dijo Della—. He conocido a hombres parecidos a él antes.
Desde luego, es un engreído, vano, y si me pidieras mi opinión sobre él, te diría que
es cruel.
—¿Y qué te hace pensar que es cruel?
—Yo sé que lo es. Ese es su estilo con las mujeres. Ha sido un hombre que ha
estado jugando mucho con ellas. Y se dio cuenta ahora de que ya ha pasado para él la
edad de jugar, pero tiene un empleo en el que cierta clase de muchachas se
encuentran absolutamente pendientes de él. Quizá no precisamente por pan y
mantequilla; pero sí por galletitas de jengibre y bizcocho, y para esa clase de
muchachas, las galletitas de jengibre y el bizcocho, son más importante que el pan y
la mantequilla.
—Eso no quiere decir nada —dijo Mason.
—Al diablo si no quiere decir nada —replicó Della Street—. Un hombre de ese
género, se vuelve arrogante. El…
Unos golpes de nudillos sonaron en la puerta de salida del despacho privado de
Mason. Un golpe, después una parada, tres golpes, otra parada, y al final, dos golpes
más.
—Esa es la manera de llamar de Paul Drake —dijo Mason—. Que entre.
Della Street abrió la puerta. Paul Drake entró en el despacho sonriendo saludó y
le dijo a Mason:
—¿Es que estás desgastando la alfombra otra vez, Mason?
—Así es —dijo Mason—. Estoy tratando de resolver las cosas.
—Bueno —le dijo Drake—. Tengo noticias para ti.
—¿Qué noticias?

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—La policía ha localizado a un hombre de Oceanside, de apellido Irving.
Mortimer C. Irving… Y ahora ten en cuenta el elemento tiempo en esto, Perry,
porque es importante.
—Muy bien, dispara.
—Irving había ido a visitar a unos amigos en La Jolla, y se encontraba de regreso
a Oceanside, un poco preocupado por la hora tardía. El hecho es que evidentemente
había estado jugando en La Jolla y no quería que su esposa lo supiese. Había perdido
algún dinero y estaba malhumorado por ello. Se detuvo para ver la hora, porque
estaba preparando una historia para contarle a su mujer y disculparse de la tardanza.
»Cuando ya estaba a dos millas de Oceanside, vio un coche estacionado a un lado
de la carretera. Las luces estaban encendidas. Y lo que más le hizo darse cuenta de
eso, es que las luces alcanzaban hasta la carretera, y en la forma que estaban, el
reflejo le molestaba.
—¿Y qué hora era? —preguntó Mason.
—Bueno —dijo Drake—, el muchacho llegó a su casa exactamente a las once y
cincuenta. Miró el reloj y su esposa también lo comprobó. Faltaban diez minutos para
las doce.
—Continúa —dijo Mason.
—Aquí viene el punto importante —dijo Drake—. Es que estas declaraciones
coinciden con el testimonio de un ranchero que recuerda ese mismo coche
estacionado allí durante algún tiempo, y también lo recuerda por lo de las luces, pues
el reflejo daba sobre su dormitorio. No prestó demasiada atención, pero lo recuerda y
dice que allí estuvo un coche, aproximadamente alrededor de la medianoche. No miró
el reloj y, por lo tanto, su testimonio no aporta gran cosa a los fines prácticos. Pero en
todo caso ya sabemos que ese coche estaba estacionado allí, efectivamente.
Mason asintió con la cabeza.
—Y aquí es donde este hombre, Irving, entra en escena, y puede resultar un
endemoniado y peligroso testigo. Dice que no comprendía por qué aquel coche estaba
estacionado allí con las luces encendidas, y que pensó que quizá alguien estaría en él
en situación apurada.
—Continúa —dijo Mason—. ¿Qué hizo?
—Bueno, pues acercó su coche y lo paró, pero dejándolo en la carretera. Tiene un
gran reflector móvil en su coche y lo enfocó por los contornos, y después sobre el
coche que estaba estacionado allí y que tenía las luces encendidas. Ha dicho que era
un auto convertible grande, pintado de color crema y que no había nadie en él. Allí
estaba con los faros encendidos… Lo examinó con suma atención. No vio señales de
nadie en torno al coche, y todo se limitaba a que éste se encontraba allí. No apuntó el
número de la licencia, pero dice que lo observó muy bien. Y ahora, Perry, anota esto:
la descripción de ese coche podría coincidir con la del automóvil de Garvin.
—O con la de cualquier otro convertible —dijo Mason—. Todo lo que ese
individuo sabe, es que vio un gran convertible.

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—De color canela.
—Hay montones de ellos con ese color —dijo Mason—. El mío es color crema,
el de Garvin es gris azulado, lo que probablemente parecería color canela al reflejo de
la luz. Tú tienes infinidad de convertibles en colores ligeros.
—Ya lo sé —dijo Drake—. Estoy únicamente diciéndote lo que la policía
averiguó. Y desde luego, cuando ellos acaben de exprimirlo, ese testigo puede ser
endiabladamente peligroso. Ya sabes cómo hacen ellos. Le preguntan con
insinuación, le vuelven a preguntar sugestionándolo, hasta que finalmente el testigo
estará convencido de que vio el coche de Garvin. Reconocerá incluso cualesquiera
abolladuras en los guardabarros. Y hasta puede llegar a creer que recuerda el número
de la licencia.
Mason asintió con la cabeza pensativamente y a continuación dijo:
—Es un crimen la forma en que los testigos se hipnotizan a sí mismos…, algunas
veces, con la ayuda de la policía… Yo…
La puerta del despacho exterior se abrió y Gertie, la muchacha del teléfono y de
la oficina de recepción, entró rápida en el despacho de Mason y se detuvo sólo
cuando vio a Paul Drake.
—¡Oh! —exclamó, y dirigiéndose al abogado dijo—: Creía que estaban solos
usted y Della.
—No importa —dijo Mason—. ¿Qué ocurre?
—La señora Garvin está al teléfono, señor Mason. Está llamando desde San
Diego y la encuentro muy excitada. Dijo solamente que necesita hablar con usted
ahora mismo y…, bueno, yo pensé que quizá usted desearía que yo conectase ambas
líneas, pues así Della podría escuchar, y quizá tomar apuntes. Ella…
—Muy bien, hágalo así, Gertie —dijo Mason—. Y después comuníquela
conmigo.
Cuando Gertie volvió al otro despacho, Mason, moviendo afirmativamente la
cabeza, le dijo a Della Street:
—Toma tu libro de notas, Della. Y anota todo cuanto ella diga.
Della Street asintió, abrió el cuaderno de taquigrafía y esperó hasta que oyó el
tintineo del timbre indicando que Gertie ya había conectado las dos líneas. Después,
le hizo un gesto con la cabeza a Perry Mason, y ambos tomaron los auriculares de los
respectivos teléfonos simultáneamente.
—Hola —dijo Mason.
Lorraine Garvin dijo con voz angustiada:
—¡Oh!, señor Mason, estoy contenta de poder hablar con usted. Yo…
—Tranquilícese —la interrumpió Mason—. Dígame lo que pasó.
—Nos engañaron.
—¿Quién fue?
—La policía.
—¿Cómo ocurrió eso?

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—Bueno, las autoridades de inmigración mejicanas vinieron aquí y nos
preguntaron cuánto tiempo pensábamos permanecer en México, y Edward les dijo
que no sabía, que pensábamos ir a Ensenada y que estaríamos allí unas dos o tres
semanas. Que no estaríamos más tiempo que ese.
»Bien, fueron muy amables en esto; pero nos dijeron que teníamos que obtener
tarjetas de turistas. Dijeron que esas tarjetas de turistas eran válidas por seis meses, y
que las expedían en la oficina de Inmigración en la frontera y que no teníamos
necesidad de cruzar la de los Estados Unidos, pues podíamos conseguirlas de este
lado, porque las expedían dentro del territorio de México también.
—Muy bien, y después, ¿qué sucedió?
—Después, nos fuimos en el coche de Edward a la frontera, pero cuando
llegamos allí, los agentes nos obligaron a meternos en una línea de tráfico que estaba
afuera a la derecha. Ed trató de explicarles que quería obtener unas tarjetas de
turistas, pero los agentes no hablaban inglés.
—Muy bien —dijo Mason—. ¿Y qué más ocurrió?
—Pues lo primero que supimos, fue que nos hallábamos metidos en una línea de
tráfico que estaba dirigida hacia los Estados Unidos y que ya no podíamos salir de
ella. Entonces, Ed pensó que sería mucho mejor cruzar y después dar la vuelta y
regresar al lado mejicano. Los coches iban seguidos uno tras otro, y los empleados de
la frontera se limitaban apenas a mirarlos.
—Debieron haber sido más cautos y saber lo que hacían —le dijo Mason
frunciendo el ceño.
—Lo sabemos ahora —contestó ella—. Bien, fue exactamente una trampa.
Tratamos de volver a salir de aquella línea de coches, pero dos policías de tráfico de
los Estados Unidos tocaron los silbatos y nos ordenaron ponernos a la línea. Él les
dijo que queríamos obtener unas tarjetas de turistas, y ellos contestaron que teníamos
que cruzar y volver allí, y que no podíamos salirnos de la línea. Entonces cruzamos la
frontera, y en el momento en que lo hicimos, surgió un coche del lado de los Estados
Unidos y se puso junto al nuestro, y ese hombre Tragg, sonriéndonos, le dijo a
Edward: «Le dije a usted que lo haríamos regresar por el camino difícil si no aceptaba
regresar por el fácil». Después se llevaron detenido a Edward y lo metieron en la
cárcel de San Diego.
—¿Dónde está usted ahora?
—Estoy en los Estados Unidos, en el Hotel Grant, en San Diego.
—¿No la detuvieron a usted?
—No, estuvieron muy amables conmigo. Me dijeron que sentían mucho este
trastorno que me ocasionaban, y que podía regresar a México en el coche y recoger
nuestro equipaje. Después, me llamaron otra vez y me preguntaron si tendría algún
inconveniente en dejarles que registraran el coche.
—¿Dónde está el coche?
—En el garaje, aquí en el hotel.

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—¿No lo habían registrado antes?
—Bueno, lo inspeccionaron por encima cuando nos detuvieron; pero ahora parece
que quieren llevárselo y buscar en él huellas dactilares o algo por el estilo. Y me
dijeron que lo tendrían en su poder como unas dos o tres horas.
—¿Dónde están las llaves del coche?
—En el mismo coche, creo yo.
—¿Cuándo le telefoneó la policía a usted?
—Exactamente ahora.
—¿Y usted qué les dijo?
—Les dije que yo tenía que cruzar la frontera para recoger mis maletas y pagar la
cuenta en ese pequeño hotel, allí en Tijuana. Y me dijeron que me darían un coche de
la policía y…
Mason la interrumpió y le dijo muy de prisa:
—Ahora, haga exactamente lo que yo le digo. Opóngales resistencia. Y dígales
que usted de ninguna forma va a ir conduciendo un coche de la policía; que sólo va a
recoger su equipaje y que ellos pueden enviar un policía con usted, si quieren; pero
que usted va en su propio coche, recoge sus maletas y paga la cuenta en el Hotel
Vista de la Mesa. ¿Entendió usted eso?
—Sí.
—Veremos como lo hace —dijo Mason—. Y no les permita que pongan las
manos en ese automóvil, hasta pasada una hora y media o dos. Atrase las cosas todo
cuanto pueda. No actúe en forma a hacerles creer que está tratando de ocultar alguna
cosa, sino simplemente evidenciando que le molesta, hiere y le fastidia el no tener
independencia. Sin embargo, tenga sumo cuidado de no decirles a esos policías que
ellos no pueden disponer del coche. Asegúreles que lo tendrán tan pronto como usted
regrese, después de cruzar la frontera. ¿Me entendió bien?
—Sí, pero yo no veo por qué…
—Usted no tiene que verlo —dijo Mason—. Haga exactamente como le indico, y
no le diga a nadie que ha estado hablando conmigo, Dígame, ¿entendió bien todo, lo
que tiene que hacer?
—Sí, pero yo…
—Hágalo entonces —le interrumpió Mason—. Retarde las cosas tanto como le
sea posible, dos horas si puede, antes de que la policía tenga en su poder el
automóvil. Ahora, tengo que proceder rápidamente. Tenga confianza en mí, y haga
exactamente como le he dicho. Adiós.
Mason colgó el auricular.
—¿Qué ocurre? —preguntó Drake.
Mason, de pie y con la mirada aguzada por la excitación, dijo:
—Exactamente como tú dijiste, Paul. ¿Sabes lo que está sucediendo? Pues que la
policía trata de apoderarse del coche de Garvin. Le engañaron e hicieron que cruzara
la frontera y después lo encarcelaron. Y ahora quieren su automóvil. ¿Sabes lo que

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van a hacer con él? Pues van a llevar el automóvil a Oceanside, mostrárselo a Irving,
para que éste diga que es el coche que vio, después de dejar a Irving que lo mire todo
cuidadosamente, y señalarle algún pequeño detalle aislado que él pueda encontrar en
el coche… Alguna abolladura en el guardabarros o cualquier cosa por ese estilo.
—Bueno —dijo Drake con desánimo—. Tú nada puedes hacer en eso. Al fin y al
cabo, si Irving es un individuo capaz de dejarse llevar así…
—Todos son capaces —dijo Mason—. No seas tonto. Tú sabes lo que sucede con
los testigos.
—¿Qué sucede? —preguntó Drake encendiendo un cigarrillo.
Mason dijo con ímpetu:
—Se ha demostrado docenas de veces que si uno comete un crimen enfrente de
un cuarto lleno de testigos y después llama a esos testigos para que hagan por escrito
una declaración de lo que sucedió, las declaraciones contendrán toda clase de
variaciones y contradicciones. Las gentes, simplemente, no pueden ver las cosas y
después decir lo que han visto con un cierto grado de precisión.
—Creo que así es —dijo Drake.
—Demonio, ha sido demostrado así una y otra vez —dijo Mason—. Y es uno de
los ejercicios favoritos en las clases de psicología en el colegio. Pero, ¿qué sucede
cuando uno tiene testigos en el juicio de un caso? Pues suben al estrado uno después
de otro y cuentan una historia que puede haber sido escrita en un mimeógrafo. Un
testigo ve una cosa. Se la dice a la policía. Esta, nota algunas discrepancias entre la
historia de este testigo y la de los otros. Entonces señala lo que tiene que haber
sucedido. Después, dejan al individuo pensar sobre ello. Le hablan otra vez. Luego,
lo dejan que hable con los otros testigos. Lo llevan a la escena del crimen. Entonces,
hacen que el testigo vuelva a repetir lo que sucedió. Y cuando el testigo va al estrado,
declara una mezcla de lo que él vio o de lo que piensa que vio, y de lo que los otros
individuos dicen que él vio, y que acaba por creer que ha visto, juzgándolo por la
evidencia física. Mira lo que está sucediendo en este caso ante nuestras propias
narices. Encontraron este testigo. Van a tomar el automóvil de Garvin y…
—Ya lo sé —le interrumpió Drake—. Pero nosotros no podemos hacer nada.
—Al diablo que no podemos —dijo Mason—. Llévate a Della en tu coche, y
sígueme tan rápido como puedas.
—¿Qué vas a hacer, Perry?
—Voy a llevar mi convertible a Oceanside y estacionarlo exactamente en la
posición que el testigo dice haber visto el otro coche estacionado. Tú y Della vais a
buscar al señor Mortimer C. Irving, le diréis que eche un vistazo al coche y lo lleváis
allí, a la carretera. Mi convertible estará estacionado en ese sitio y yo te apuesto a
diez contra uno a que ese muchacho identificará mi convertible como el que vio…, si
lo ve antes del automóvil de Garvin.
—¿Y después qué ocurrirá? —preguntó incrédulo Drake.
—Después —dijo Mason— regresamos a casa, y entonces la señora Lorraine

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Garvin va a decirle a la policía que ellos pueden llevarse prestado su coche para
inspeccionarlo. La policía lo llevará a Oceanside y le preguntarán a Irving si ése es el
coche que vio allí con cierto número de licencia.
—Pero Irving no lo querrá identificar, si sabe que te pertenece, y si sabe quién
eres —dijo Drake.
—No sabrá quién soy —dijo Mason—. Y no sabrá a quien pertenece el coche.
Drake sacudió la cabeza y dijo:
—Utilizando las palabras de un hombre que tiene mucho más sentido que yo en
estos asuntos, considérame al margen de eso.
—¿Por qué?
—Porque es demasiado peligroso. Puedes verte metido en graves disgustos por
eso.
—¿Qué clase de disgustos? —preguntó Mason—. Todo lo que nosotros vamos a
hacer es pedirle a un hombre que identifique un coche.
—Y al hacer que caiga en confusiones, darás lugar a que crea que era el mismo
coche que vio allí poco después de medianoche y…
—Y eso es exactamente lo que la policía va a hacer —interrumpió Mason—. La
policía adopta la posición de que todo está bien cuando lo hacen ellos, pero que es
ilegal cuando alguien más quiere hacerlo. ¡Al diablo con esa teoría! ¿Vienes, o no?
—No —dijo Drake con firmeza—. Debo considerar que tengo un permiso. Y eso
es arriesgarme demasiado a…
Mason miró hacia Della Street.
Ésta se levantó, fue al armario por el sombrero y le dijo a Mason:
—Mi coche está en el sitio de estacionamiento, jefe. Está el depósito lleno. No
puedo ir tan de prisa con él como tú con ese convertible grande. Pero iré pisándote los
talones, si te mantienes a una velocidad aproximada a la máxima legal.
Mason agarró su sombrero y dijo:
—Vámonos.
—Eso va a provocar un infierno de graznidos por parte de ellos, Perry. Ellos… —
dijo Drake.
—Déjalos graznar —dijo Mason—. Yo no voy a estarme aquí sentado y quieto,
permitiéndoles que metan sus ideas propias en la mente de ese testigo. Y tampoco los
voy a permitir que hipnoticen a mi cliente convenciéndolo de que ha cometido un
crimen, como si tal cosa. Y si yo tengo, como abogado, derecho a repreguntarle a un
testigo e interrogarlo sobre cómo sabe él que ése es el coche, después que ya ha
hecho su declaración ante el Tribunal, entonces tengo también derecho para
preguntárselo antes de que declare allí, y para demostrarle que realmente no es capaz
de distinguir entre un convertible y otro. Vámonos, Della.

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Capítulo 14

Perry Mason y Della Street, se pararon enfrente de una casa pequeña y sin
pretensiones, a un lado de la calle, en Oceanside.
Mason dejó a Della Street al volante, salió del coche de ella y subiendo los
peldaños exteriores, llamó a la puerta.
Una mujer pelirroja, con bruscas maneras, abrió la puerta de un tirón. Sus ojos
azules, en el rostro cansado, observaron calculadoramente a Mason, y después dijo:
—No necesitamos ni queremos comprar nada —y empezó a cerrar la puerta de un
golpe.
—Espere un momento —dijo riendo Mason—. Quiero ver a su esposo.
—Está trabajando.
—¿Puede usted decirme dónde?
—En la Estación, de Servicio Standard.
—¿Le dijo a usted algo sobre ese automóvil que vio cuando estaba de regreso de
La Jolla?
—Sí —replicó ella.
—Quería hablar con él sobre eso —dijo Mason—. ¿Se lo describió a usted?
—Todo lo que él pudo ver era que tenía un color claro y que era un convertible. Y
también que no había nadie en él. Y desde luego, no era el coche que esa mujer iba
conduciendo cuando fue asesinada.
—¿Y sabe usted qué hora era cuando él llegó a casa?
—Ya lo creo que sé la hora que era cuando llegó a casa —dijo—. Faltaban diez
minutos para la una. ¡Sentado allí con esos compañeros, contando cuentos increíbles
y jugándose el dinero que no tiene ningún derecho a arriesgar! Es un miserable
jugador de póquer, y siempre que no tiene una buena mano trata de engañar…, y
después regresa contándome un montón de historias y…
—¿Lo encontraremos en la estación de gasolina? —preguntó Mason.
—Sí, allí está.
Mason le agradeció la información a la mujer y caminando rápidamente, regresó
al automóvil, dejó que Della lo condujese hasta la estación y una vez ahí, preguntó
por Mortimer Irving.
Irving, hombre alto y de maneras suaves, individuo afable, de ojos que se movían
constantemente, y que parecía muchísimo más joven que su esposa, se acercó
sonriendo a ellos y les dijo:
—Sí, pude ver ese coche allí… De momento no pensé ninguna cosa sobre ello,
pero…, bueno, usted ya sabe, vi las luces encendidas y… oh, no sé exactamente lo
que me figuré. Creo que pensé que alguna muchacha podía encontrarse en
dificultades y que quizá había encendido las luces esperando atraer la atención de
alguien… En fin, no sé, pero enfoqué mi reflector hacia allí para ver mejor.

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Mason le dijo:
—¿Podría usted abandonar esto por una media hora?
—No.
—¿Y si le doy diez dólares? —preguntó Mason.
El hombre dudó.
—¿Y si le doy otros diez para que usted pueda dejar aquí a su ayudante y que
atienda a los clientes que vengan, mientras usted está fuera?
Irving echó hacia atrás su sombrero y se rascó la cabeza pensando en el asunto.
—¿Cuánto perdió usted en el juego de póquer? —le preguntó con voz amistosa,
Mason.
—Unos quince dólares, poco más o menos.
—¿Por qué no me dijo eso desde el primer momento? —le preguntó Mason—. Le
doy a usted veinte dólares y otros diez para el hombre que deje en su lugar y otros
cinco para el muchacho que lava y ayuda, en caso de que los coches se aglomeren
aquí. Luego, puede ir y decirle a su esposa que hizo usted un viaje provechoso a La
Jolla, al fin y al cabo, pues perdió quince o dieciséis dólares y consiguió ganar veinte.
—Seguro que sabe usted cómo vender su mercancía señor —dijo Irving—. Si yo
pudiera hablar en forma parecida a ésa, estaría a la cabeza de los vendedores de todos
los Estados Unidos. Espere un momento que voy a hablar con los muchachos.
—Aquí están los treinta y cinco dólares —dijo Mason contando un billete de
veinte, otro de diez y uno de cinco—. No estará usted fuera más que unos pocos
minutos.
Irving fue a hablar con su ayudante, y después con el hombre que engrasaba los
coches. Regresó con una sonrisa, abrió la puerta del coche y se metió en él, diciendo:
—Ahora sí que va a ser realmente divertido. Y disfrutaré al ir esta noche a mi
casa y reunirme con mi esposa. Estaba pensando que mejor quisiera ser triturado que
volver a casa y oírla hablar sobre ese dinero que perdí en el juego. Ahora, en cambio,
voy a disfrutar hablando de eso.
Mason le hizo una seña a Della Street y ésta guió rápidamente el coche hacia la
carretera.
—¿Usted cree que reconocería aquel convertible si lo volviera a ver otra vez? —
le preguntó Mason.
—Bueno, le digo a usted la verdad. Yo no lo miré lo suficiente para saber qué
marca y modelo era, de qué año y todos los demás detalles. Miré sólo para ver si
había alguna persona en él. Me encontraba un poco preocupado sobre…, oh, no sé,
pero creo que estaba pensando que alguna muchacha podía estar luchando con un
galán lobo que se portaba en forma demasiado áspera, o algo semejante y…, no sé
bien, ya le digo; pero, exactamente cuando vi las luces encendidas, paré allí y
enfoqué mi reflector sobre aquel auto. De noche, cuando se enfoca un reflector sobre
un automóvil la luz lo hace resaltar sobre el fondo de negrura. Pero no se forman
sombras ni nada. Es lo que uno acostumbra llamar una fotografía plana, hablando en

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términos fotográficos.
—Ya veo que anda usted con su máquina de retratar muy a menudo —le dijo
Mason.
—Lo hago cuando puedo conseguir el dinero suficiente para comprar carretes.
Disfruto muchísimo con eso.
—Bueno —dijo Mason—. Veremos si podemos conseguir para usted algunos
carretes. ¿De qué medida son los de su máquina?
—De seis por veinte.
—Bien, ya veré lo que puedo hacer sobre eso —le dijo Mason.
Della Street acortó la marcha y poco a poco fue parando el coche.
—Ahora —dijo Mason— allí está un convertible estacionado. Está en la misma
posición que el coche que se hallaba estacionado allí cuando Usted…
—Exactamente ésa es la posición en que estaba, y es la misma clase de coche, y
precisamente es el mismo tamaño, y…
—Según lo que veo —dijo Mason—, ése es el mismo coche. En otras palabras,
tiene las mismas características generales del coche que usted vio. Pudiera ser el
mismo coche.
—Pudiera serlo —dijo Irving.
Della Street paró el auto y disimuladamente tomó su libro de notas y lo colocó
encima de sus rodillas para anotar la conversación.
—En otras palabras, y según sus mejores recuerdos, el coche que usted vio
estacionado aquí en la madrugada cuando venía de regreso de La Jolla, no puede
usted decir definitivamente que era el mismo coche que está usted viendo ahora. ¿O
si puede afirmarlo?
—Le digo a usted que éste es parecido a aquél —dijo Irving—. Y todo lo que
puedo decirle desde aquí, es que es idéntico.
—¿No observó nada especial en él?
—Exactamente, que era de ese color, un convertible y del mismo tamaño, y que
estaba estacionado allí, lo mismo que está ése. Yo…, ¿qué quiere usted que le diga?
¿Qué ése es el coche?
Mason sonrió y dijo:
—Solamente quiero que me diga la verdad. Estoy investigando el caso y tratando
de averiguar de buena fe cuál era exactamente el tipo de coche que estaba
estacionado allí, y que me diga exactamente cómo lo vio y cómo puede usted
identificarlo.
—Bueno, pues le digo la verdad —contestó Irving—. Era exactamente igual a ese
que está allí… Mire, yo venía en la otra dirección. Supongamos que vamos a la
carretera un momento, damos vuelta y regresamos.
Mason, tocándole con el codo a Della Street, dijo:
—Muy bien. Yo conduciré, Della.
Saltó fuera del coche y fue al otro lado, poniéndose al volante. Della Street, que

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tenía todavía su libro de notas y el lápiz en la mano, se echó más a la derecha.
Mason guió el coche hasta la carretera, hizo una vuelta en forma de U y volvió,
conduciendo despacio.
—Pare exactamente aquí —dijo Irving—. Y ahora, déjeme echar un vistazo…
Caramba, ése pudiera ser el mismo coche, es todo lo que puedo decir. Tiene la misma
línea y… está exactamente en el mismo sitio. Aquí mismo fue donde yo dejé mi
coche, y vi a ese otro precisamente desde este ángulo. Todo lo que yo puedo decir es
que ése puede ser el mismo coche. Entiéndame bien, no puedo identificarlo y decir
que es el mismo coche; pero tampoco estoy seguro para poder afirmar que no lo es.
—Magnífico —exclamó Mason—. Y creo que eso es suficiente. A mí me parece
que su declaración de los hechos es de buena fe. Por todo cuanto usted puede decir,
ése pudo haber sido el convertible que estaba estacionado allí.
—Desde luego, sí —dijo Irving.
—A propósito, mi vista no es muy buena —dijo Mason—. ¿Podría usted leer el
número de matrícula en la placa?
—Eche un poco el coche para atrás —contestó Irving—, y creo que podré leerlo.
Mason hizo retroceder el auto.
Irving leyó en voz alta el número de la licencia:
—9Y6370.
—Magnífico —dijo Mason, y después añadió—: Creo que eso es suficiente.
Puso en marcha el coche y lo condujo rápidamente a Oceanside, deteniéndose en
la estación de servicio. Dejó allí a Irving y después regresó a la carretera principal.
Della Street, sonriendo, dijo:
—Ahora sí que hay un buen testigo.
—Ahora sí que lo es —concordó Mason—. Pero si la policía le hubiera metido
las ideas de ellos en la mente, hubiera acabado por estar seguro de que el único coche
que se hubiera amoldado a la descripción que él hizo, era el convertible perteneciente
a Edward C. Garvin.
Mason mantuvo moderada la marcha al límite permitido, hasta que dejó
Oceanside, y después lanzó el coche a gran velocidad.
—Quiero llegar allí pronto y eliminar ese convertible antes que llegue la policía
—dijo.
A media milla del lugar donde él había estacionado el coche. Della Street dijo:
—Se diría que llegaste demasiado tarde, jefe.
Mason lanzó una exclamación ahogada al ver brillar un reflector rojo a distancia
en la carretera. Después, oyó el sonido de una sirena.
Un coche grande de la policía, seguido por un hombre que conducía el
convertible de Edward Garvin, dio un largo patinazo cuando frenó para venir a parar
enfrente de donde el coche de Mason se hallaba estacionado.
—Pienso que mejor es hacerles frente y liquidar todo esto —dijo Mason con una
mueca, y saliendo de la carretera principal, guió el coche hasta colocarlo al lado de su

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propio convertible.
Un hombre cuya chaqueta tenía en la solapa un escudo con las palabras, «Distrito
de San Diego. Auxiliar del Sheriff», acompañado por el sargento Holcomb, se acercó
cruzando desde donde los coches de la policía habían sido estacionados.
—¿Qué quiere usted? —preguntó Holcomb agresivo.
—Es que estacioné mi coche aquí por un rato —dijo Mason.
—¿Su coche?
—Así es.
—¿Qué intenta usted hacer? —inquirió el auxiliar del sheriff.
—Estoy tratando de descubrir quién fue el que asesinó a Ethel Garvin. Tengo
entendido que mi cliente ha sido detenido y lo han acusado de ese crimen —dijo
Mason.
—¡Vamos! —dijo otra vez agresivo Holcomb—. ¿Qué se propuso usted
estacionando aquí su coche?
—¿Hay alguna ley que lo prohíba? —preguntó Mason.
—Quiero saber cuál ha sido su propósito.
La cara de Mason era una máscara de inocencia angelical.
—Bueno, caballeros —dijo—. Voy a serles franco. Estoy tratando lo mejor que
puedo de descubrir pruebas sobre los hechos reales ocurridos en este caso. Supe que
había un hombre aquí en Oceanside, de nombre Irving, el cual había visto un coche
estacionado aquí. Y ahora, sólo para demostrarles a ustedes mis deseos de
cooperación, voy a decirles todo cuanto sé de él. Su nombre es Mortimer C. Irving.
Lo encontrarán en la Estación Standard…, la primera que se halla a mano derecha
cuando se va en dirección a la ciudad. Es un tipo simpático y fue a La Jolla a jugar al
póquer la noche en que se cometió el asesinato.
»Venía conduciendo su coche de regreso y vio otro estacionado aquí. Tenía las
luces encendidas. Y ahora, francamente, les diré que no era el coche en el que fue
encontrado el cuerpo de Ethel Garvin. Era un tipo de coche diferente. Era, según él
puede recordar, un convertible.
»Me hubiera gustado mucho saber algo más sobre ese automóvil, pero
desgraciadamente Irving no puede decirnos mucho sobre él. Todo lo que sabe es que
era un convertible grande. Y cree que era exactamente del tamaño y color de mi
coche, de ese que dejé estacionado aquí para que él lo pudiera ver.
—En otras palabras —dijo Holcomb— que usted forzó al muchacho a identificar
el coche, ¿verdad?
—Yo no forcé a nadie a identificar ninguna cosa —replicó Mason.
—Al diablo con eso de que no lo hizo —gritó Holcomb—. Usted sabe tan bien
como yo, que la única forma de que un hombre puede identificar de manera absoluta
un automóvil, o una persona, es señalándolo entre un grupo alineado. Y usted plantó
un coche allí en la misma posición, y…
—Y a propósito, ¿no era eso lo que estaban ustedes intentando hacer con el coche

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de Garvin? —preguntó Mason.
—Nosotros estábamos inspeccionándolo en busca de las huellas dactilares —dijo
el auxiliar del sheriff.
Mason hizo una reverencia y sonrió:
—Bien, pues no quiero interponerme, caballeros. El señor Garvin les dejó su
automóvil, estoy completamente seguro de que ustedes considerarán que está
animado de la mejor voluntad para cooperar en todo lo que pueda.
»Incidentalmente, el señor Garvin tiene una perfecta coartada para justificar cómo
empleó las horas durante las cuales fue cometido el crimen… Y ahora, si ustedes me
perdonan, caballeros, regreso, a mi despacho.
Y Mason se fue a su convertible, abrió la puerta, se sentó al volante, puso en
marcha el motor y arrancó, dejando a los policías que estaban allí, observándolo con
ojos coléricos, pero sin saber exactamente qué decir en tales circunstancias.

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Capítulo 15

Hamlin L. Covington, fiscal del distrito de San Diego, miró de arriba abajo a
Perry Mason cuando el abogado defensor entró en la sala de audiencias, y después se
volvió a su auxiliar primero, Samuel Jarvis.
—Un individuo bien parecido —cuchicheó Covington—, pero no puedo
descubrir que tenga nada de brujo.
—Es peligroso —advirtió Jarvis.
Covington, hombre solemne, alto y fuerte dijo:
—Bueno, no hay necesidad de tenerle miedo en este caso. Probablemente, realiza
un montón de rápidas maniobras y consigue con ellas que esos muchachos del Norte
revienten por seguirlo. Pero a mí no me va a engañar, tratando de que lo siga. Yo voy
a mantener una posición sólida contra la cual ese endiablado picapleitos pueda
lanzarse sin obtener otro resultado que el que obtiene el océano al chocar contra los
acantilados del Sunset: provoca sólo espuma.
Sam Jarvis movió la cabeza asintiendo y después sonrió triunfalmente.
—Si Mason supiera lo que nosotros le tenemos preparado esperándolo —dijo
deleitado.
—Bueno —replicó Covington con cierta altivez de hombre recto—. Al fin y al
cabo, eso le va a la medida. Le gusta hacer jugadas por sorpresa en los Tribunales.
Bien, lo curaremos.
»Y —continuó Covington— esta citación para comparecer ante el Comité
disciplinario de la Asociación de Abogados de los Tribunales, por ese asunto de la
identificación del automóvil… Eso va a obligarlo a actuar con más prudencia en los
interrogatorios. Cuanto más trate de embarullar a los testigos, más bases va a
proporcionarle a la Asociación para esa reclamación.
Covington rió entre dientes con satisfacción.
—Le demostraremos que sabemos hacer las cosas un poco diferentes en esta
especialidad, ¿eh, Jarvis?
—Puede apostar que sí —concordó Jarvis—. Cuando él oiga…
Repentinamente, la puerta de la sala de audiencias se abrió y el juez Minden
entró.
Los abogados, espectadores y funcionarios presentes en la Sala, se pusieron de
pie a una cuando el juez caminó hacia el estrado de la presidencia, quedóse un
momento indeciso y después hizo una señal con la cabeza autorizando al público a
que se sentara.
El alguacil, que había golpeado con su mazo para poner orden en la Sala, entonó:
—El Tribunal Supremo del Estado de California, en el Distrito de San Diego y en
su nombre, presidido por el honorable juez Harrison E. Minden, abre la sesión.
—El Pueblo del Estado de California, contra Edward Charles Garvin —dijo el

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juez Minden.
—La Acusación Pública está presta —anunció el fiscal Covington.
—Y también lo está la defensa, Señoría —dijo Mason, sonriendo con cortesía.
—Proceda a la formación del Jurado —ordenó el juez Minden al escribano.
Covington le susurró a Samuel Jarvis:
—Atienda usted a la designación del Jurado. Yo me voy a mantener en reserva…
Con nuestras armas, vamos a hacer saltar a Mason fuera del agua. Sólo que no
necesitamos demasiados explosivos en este caso.
—Saltará —le aseguró Jarvis— apenas nosotros estemos listos y apretemos el
botón.
Covington se atusó el bigote gris. Sus ojos centellearon al recrearse en el cuadro
que le había pintado su auxiliar.
El juez Minden dijo:
—Cuando los nombres de los candidatos a miembros del Jurado sean llamados,
éstos se adelantarán y tomarán asiento en la respectiva tribuna. Señor escribano,
designe usted doce nombres.
El juez Minden hizo una breve declaración a los componentes del Jurado respecto
a sus deberes, requirió al fiscal del Distrito para que les explicase la naturaleza del
caso, hizo unas cuantas preguntas formularias a los jurados y después puso a éstos a
disposición de los abogados para que los interrogasen.
Mason varió su técnica acostumbrada en los tribunales, preguntándoles
únicamente las cuestiones más vagas y generales.
El fiscal del Distrito, Covington, súbitamente desconfiado, le cuchicheó una
advertencia a Jarvis, obligando a éste a continuar con una larga línea de preguntas
escrutadoras, hasta que gradualmente empezó Covington a darse cuenta de que la
fiscalía del Distrito estaba, al parecer, siendo maniobrada por Mason, para colocarla
en la posición de que trataba de conseguir un Jurado escogido por ella misma,
mientras que el defensor parecía, con toda naturalidad, aceptar de buen grado
cualquier Jurado que se nombrase.
Las preguntas tocantes a la pena de muerte, eliminaron de la tribuna, por
escrúpulos de conciencia, a cuatro candidatos a jurados; pero fueron substituidos, y
Mason, sonriendo, parecía tomar el asunto enteramente como si se tratara de simples
formalidades de procedimientos, preliminares a una absolución del procesado.
El fiscal del Distrito, Covington, tomó por su cuenta el examen de algunos
candidatos, y finalmente y a última hora de esa tarde, cuando el Jurado había sido ya
constituido, el exasperado fiscal del Distrito se dio cuenta de que Mason le había
sacado gran ventaja, pues el abogado había ejercitado rápidamente aquellas
perentorias objeciones para las cuales no es preciso dar razón, demostrando así que
había adquirido un profundo conocimiento de la personalidad y antecedentes de todos
los candidatos.
—¿Quiere usted hacer declaración de apertura, señor fiscal del Distrito? —

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preguntó el juez Minden.
Había sido acordado previamente que Jarvis haría la declaración de apertura, pero
Covington, irritado y aturdido, estaba ya de pie frente a los jurados, exponiéndoles
que él esperaba probar que el acusado, Edward Charles Garvin, como resultado de un
divorcio ilegal, se había encontrado bajo una acusación de bigamia y envuelto en un
laberinto sin fin de enredos domésticos y entonces había concebido la idea de
liberarse a sí mismo por el medio simple, pero fatal, de tirar del gatillo de un revólver.
—Espero demostrarles, señoras y caballeros —continuó Covington con voz
crispada de furia acusadora—, que este hombre engañó deliberadamente a su esposa
atrayéndola a una cita de medianoche, una cita de la cual había cuidadosamente
planeado que ella jamás regresaría viva. Fue un asesinato a sangre fría, deliberado y
hábilmente ejecutado; un crimen que muy bien pudo no haber sido descubierto nunca,
si no hubiera sido…
Un tirón en su chaqueta, dado por Samuel Jarvis, le hizo darse cuenta a
Covington de que estaba diciendo demasiado. Se detuvo, aclaró su garganta y añadió:
—… si no hubiera sido por el esfuerzo de la policía de este distrito, trabajando en
amistosa colaboración con la de Los Angeles.
»No quiero, sin embargo, señoras y caballeros, extenderme más sobre la prueba.
Me propongo demostrar que el acusado huyó de los Estados Unidos a México donde
buscó refugio para protegerse contra la denuncia que su esposa había presentado
contra él y…
—Un momento —interrumpió Mason alegremente—. Señoría: me opongo a
cualquier intento por parte del fiscal de presentar pruebas relativas a cualquier otro
delito independiente del de este proceso, con el propósito de desacreditar al acusado,
y denuncio la observación del fiscal del Distrito, como perjudicial y de mal porte. Y
pido al Tribunal exhorte al Jurado para que no preste atención a esas observaciones
del fiscal.
—Con la venia del Tribunal —dijo enfurecido Covington—, ésta es una
excepción de la regla general. Este es un caso en el que la denuncia de bigamia que
fue presentada contra el acusado por su esposa es el motivo del crimen. Y esto es algo
que el abogado defensor sabe muy bien. Es un caso en el que está permitido presentar
pruebas de otro delito. Estamos obligados a hacerlo así, para poder probar nuestra
acusación. Fue a causa de ese delito que el acusado huyó a México, y a causa del
mismo que decidió asesinar a su esposa y convertirse en viudo, pues así podía
después volver a contraer otro matrimonio con la mujer de la que se había
enamorado.
—La misma objeción —dijo jubiloso Mason—. Y la misma clasificación de mal
porte por parte del fiscal.
El juez Minden dijo con mal humor:
—Desde luego, señor fiscal del Distrito, yo no sé lo que las pruebas descubrirán,
pero me parece que usted está anticipando un punto legal. ¿No sería mejor que se

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reservase esta cuestión, hasta que llegase el momento que quiera presentarla como
prueba, y entonces podamos recibir una objeción de la defensa, el Jurado pueda ser
excluido durante la argumentación y el Tribunal dicte un acertado fallo? Lo que usted
pretende es, en cierta forma, penetrar en la cuestión por la puerta trasera, y el
Tribunal se encuentra en posición dificil para dictar un fallo acertado ahora. Puede ser
parte del res gestae, pero con objeto de determinar ese punto, nosotros debiéramos
saber primero cuáles son las circunstancias.
»Creo que sería mucho mejor que usted expusiera simplemente al Jurado lo que
espera probar en relación con los movimientos y actividades del acusado durante el
tiempo en el cual fue cometido el crimen, y después dejar esas otras preguntas legales
para que sean planteadas de una forma ordenada.
—Muy bien, Señoría —concordó de mala gana Covington—. Si el Tribunal desea
que adopte ese procedimiento, así lo haré.
—Bajo las presentes circunstancias —dijo el juez Minden—, y con el propósito
de defender los derechos del acusado, el Tribunal exhorta al Jurado a no prestar
atención alguna a las observaciones que han sido hechas durante este tiempo por el
fiscal del Distrito respecto a la comisión de otro delito.
Covington, irritado, se dio cuenta de que había sido colocado en una posición en
la que parecía que había intentado influir impropiamente en el Jurado. Hablando
cortante, dijo:
—Eso es prácticamente todo, señoras y caballeros. Voy a probar, más allá de toda
duda razonable, que el acusado cometió el crimen, que fue un crimen cobarde,
premeditado y a sangre fría y voy a pedir que sea declarado culpable de asesinato en
primer grado, sin recomendación de clemencia o atenuación de la pena.
»En otras palabras, voy a pedir para este acusado la pena de muerte.
Covington, volviéndose, miró ceñudo y enfurecido a Edward Garvin y después a
Perry Mason. Se sentó bruscamente y le susurró a Jarvis:
—¡Al diablo con su altanera sonrisa! Le voy a hacer tomar este asunto en serio,
antes de muy poco tiempo.
—Proceda con su caso —dijo el juez Minden—. ¿O desea el acusado hacer
alguna declaración ahora?
—Oh, con la venia del Tribunal —dijo con naturalidad Mason—, yo haré un
resumen de la declaración inicial.
Se puso en pie y caminó hasta la barandilla, frente a la tribuna del Jurado. Miró
de manera impresionante a los miembros del Jurado y respiró hondo, como
preparándose para dar principio a algún elaborado resumen del caso.
Los jurados, conscientes de la reputación de Mason como abogado criminalista en
otra jurisdicción, y dado que muchos de ellos lo veían por primera vez, lo observaron
con interés amistoso.
—Con la venía del Tribunal, y de las señoras y caballeros del Jurado —hizo una
pausa dramática. Después, su rostro se suavizó con una sonrisa, y continuó—: Eso no

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puede probarlo.
Y antes de que los jurados y el fiscal del Distrito se dieran siquiera cuenta de que
era ésa toda la declaración, Mason regresó a sentarse a su sitio.
Uno o dos de los miembros del Jurado le sonrieron. Una ligera agitación de júbilo
se produjo en la Sala y fue silenciada por el mazo del juez golpeando sobre la mesa.
—Proceda —ordenó al fiscal del Distrito el juez Minden. Pero aquellos que
observaron el semblante del juez, vieron un ligero guiño en los ojos de Su Señoría.
Covington le dijo a Sam Jarvis:
—Tome usted la palabra y pruebe el cuerpo del delito, Sam. —Y con voz ronca,
continuó—: Voy afuera para tomar un poco de aire. Vamos a despedazar a ese
endemoniado trapisondista, de una punta a la otra. Cuando se haya terminado este
caso, la reputación que se formó de ser un brujo jurídico estará tan deshecha como
una muñeca de trapo a la que un perro hubiera estado destrozando con los colmillos,
pedazo a pedazo. Adelántese, Sam…, y, ¡demonio!, conviértalo usted en serrín.
Después, Covington, con paso largo y con la enfurecida dignidad de un hombre
que rara vez se ha tropezado con alguien lo suficientemente temerario para provocar
sus iras, se fue por el pasillo lateral de la sala, mientras su auxiliar empezaba con un
largo interrogatorio de pruebas preliminares.
Sabiendo que el testigo que había encontrado el cadáver era uno de los agentes de
Drake, y comprendiendo que, si le daba oportunidad, realizaría su declaración en
forma que resultase lo más ventajosa posible para Mason, el fiscal auxiliar trató a
aquel hombre como con guante blanco.
Así, únicamente le preguntó si en la fecha en cuestión había un automóvil
estacionado a un lado de la carretera, si había tenido ocasión de inspeccionar el coche
y si había encontrado en éste el cadáver de la mujer. El testigo manifestó que había
encontrado un revólver tirado en el suelo junto al coche y que se lo había comunicado
a la policía, y, subsiguientemente, había visto de nuevo el cadáver cuando el médico
forense le había hecho la autopsia, y que era el mismo cadáver que vio primero en el
coche.
Repentinamente, Jarvis le pasó la pelota a Perry Mason.
—Puede repreguntar —le dijo al defensor.
—No hay preguntas —contestó Mason.
Jarvis estaba visiblemente sorprendido. Había esperado que Mason trataría de
establecer los cimientos de su defensa por medio de este testigo.
El siguiente testigo era el jefe de la Policía de Oceanside.
Con este hombre Jarvis se sentía mucho más tranquilo y mucho más
familiarizado. El oficial de la Policía declaró haber sido llamado a la escena del
crimen y haberlo notificado al médico forense y al sheriff de San Diego, y haber
inspeccionado el lugar y más tarde haber estado presente en el acto de la
identificación de la mujer asesinada.
Tanteando con precaución el camino, Jarvis procuró rodear a ese hombre de la

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categoría de técnico en el estudio de huellas relacionadas con crímenes. Después,
esperando una objeción de Mason a eso, el auxiliar demostró en la forma que mejor
pudo la posición del automóvil y las huellas que habían sido halladas en el terreno.
Hamlin Covington regresó de nuevo a la Sala, haciendo su entrada en la forma
más solemne que le fue posible. Se sentó al lado de su auxiliar en el juicio, escuchó
por unos momentos y después le susurró a Jarvis:
—Continúe. Pregúntele qué revelaban las huellas. Obliguemos a Mason a que
tenga que objetar, que tenga que tratar de mantenerse fuera de la prueba. Échele
humo para ahuyentarlo. Póngalo a la defensiva.
Jarvis cuchicheó:
—No hemos conseguido darle a este hombre categoría de técnico. Mason lo
destrozará. Lo agarrará entre sus colmillos y lo convertirá en pedazos.
—Déjelo que lo intente —dijo Covington—. Por lo menos, conseguiremos que
empiece a objetar. Lo obligaremos a que tome en serio el caso.
—Muy bien —contestó Jarvis—. Allá voy. —Y levantándose, le dijo al jefe de la
Policía—: Vamos a ver, jefe. ¿Qué revelaban esas huellas en relación a dos coches
que habían estado estacionados paralelamente uno al lado del otro?
Después, medio volviéndose a Mason, Jarvis esperó la indignada objeción de
aquél. Pero Mason hizo como si no hubiera oído la pregunta.
—Bueno, parece que el coche donde fue encontrado el cadáver —dijo el policía
— había sido estacionado cerca de otro coche que había sido dejado allí y…
—Espere un momento —dijo el juez Minden—. Me gustaría que volviera usted a
leer esa última pregunta, señor relator.
El relator del Tribunal leyó la pregunta.
El juez Minden miró expectante a Mason.
Mason permaneció silencioso.
—Continúe, responda a la pregunta —le dijo con estridencia Covington al testigo.
—Bueno, pues verá —dijo el testigo—. El coche dentro del cual fue encontrado
el cadáver, había sido conducido a un sitio determinado cerca de otro coche que había
sido dejado allí estacionado. Podía verse que el coche en el que se encontraba el
cadáver había sido movido hasta lograr ponerlo en la posición exacta, precisamente al
lado del otro, y después, el asesino se pasó al otro coche, tiró del cuerpo de la víctima
hasta que logró ponerlo inclinado sobre el volante; y luego se marchó. Esa es la
forma en que fue hecho.
—Puede usted repreguntar —dijo triunfalmente Jarvis a Mason.
—Permítame ver si entendí eso —dijo Mason de manera que demostrara que no
sólo estaba interesado, sino que también deseaba que el Jurado comprendiera la
situación—. ¿Vio usted algunas huellas allí, jefe?
—Sí, las vi.
—Entonces, dice usted que el coche que contenía el cadáver había sido colocado
exactamente junto al otro.

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—Así fue. Bien, tengo que explicar algo sobre la naturaleza de ese terreno. Es una
especie de arena y granito descompuesto, cuya mezcla se endurece como el cemento.
Se pueden grabar allí cierta clase de huellas, pero no las marcas completas de las
cubiertas de las ruedas de un coche, cuando menos no lo suficientemente claras para
que sean muy reveladoras.
»Podía verse que las ruedas delanteras del coche de Ethel Garvin habían sido
giradas cual si el conductor tratase de poner el coche en una posición determinada
con precisión absoluta. Lo hizo retroceder una vez con objeto de deslizar lo derecho
por encima de otras huellas que había dejado otro coche que había sido estacionado
allí.
—Sí, sí —dijo Mason, y sus maneras mostraban un extraordinario interés—. ¿Y
dice usted que ese otro coche fue dejado estacionado allí?
—Sí, señor, así fue.
—Entonces, ¿la mujer no fue asesinada mientras iba conduciendo el coche?
—No, señor, no fue asesinada entonces. Se puede deducir, por los lugares donde
estaban las manchas de sangre coagulada, que ella se encontraba del lado derecho del
asiento delantero cuando fue asesinada. El hombre que conducía el coche le disparó
el tiro, y después condujo el coche con el cadáver al lugar donde había dejado el otro
coche. Después, solamente tenía que dar un paso para saltar de un coche a otro. Y una
vez hecho esto, desde su coche tiró del cadáver hasta que logró colocarlo inclinado
sobre el volante, y seguidamente se marchó.
—Ya veo —dijo Mason—. ¿Y usted dice que las huellas de las ruedas mostraban
el sitio donde ese otro coche había sido dejado esperando?
—Sí, señor, así era.
Mason no cambió el tono de su voz lo más mínimo, pero cual si estuviera
apasionadamente interesado en la contestación, preguntó:
—Dígame exactamente, jefe, ¿qué era lo que tenían de particular esas huellas
para que le indicaran a usted que éste había permanecido allí esperando?
—Bueno, se podían ver las huellas del coche donde había permanecido
esperando, y después las que marcó al llevárselo de allí.
—¿Y qué es lo que revelaba que ese coche había estado allí esperando?
—Bien, el coche salió directo, conforme a las huellas, y después…, bueno,
cuando se marchó, hizo una curva para regresar a la carretera principal. Las huellas
indicaban eso.
—Ya veo —dijo Mason—. ¿Y si no hubiera hecho la curva, jefe, adónde hubiera
podido ir el coche?
—Bien, hubiera seguido derecho.
—¿Y qué había al frente?
—Bien, no podía haber seguido completamente derecho.
—¿Por qué no? ¿Qué había al frente?
—El océano Pacífico.

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—Oh, ya veo. Entonces el coche tenía que doblar necesariamente.
—Desde luego, tuvo que doblar.
—¿Y sin embargo dijo usted que lo único por lo que supo usted que el coche
había sido dejado allí esperando fue porque las huellas hacían una curva?
—Bueno, el coche estaba allí esperando. Era evidente esto por la forma en que se
hallaban las huellas del coche en que fue encontrada la mujer asesinada.
—Eso es —agregó Mason entusiásticamente—. Ahora está usted llegando al
punto que yo quiero. O sea, ¿qué tenían de particular esas las huellas del coche que le
permitan afirmar que indicaban que había sido dejado allí esperando?
—Bueno, por las huellas del coche de Ethel podía verse que éste había sido
maniobrado sobre aquel lugar, para conseguir colocarlo en la posición precisa.
—¿Entonces, no había nada de particular en las huellas del coche que había sido
dejado allí esperando que le mostrara a usted lo que había sucedido, sino que se trata
sólo de algo que usted deduce por las huellas de un automóvil enteramente diferente?
—Bien, si usted quiere plantearlo en esa forma, sí.
—Amigo mío —dijo Mason—, no se trata de la forma en que yo quiera
plantearlo. Es usted quien lo está planteando así. Plantéelo usted como quiera, pero,
por favor, que sea de manera clara.
—Bueno, ésa es la forma en que yo lo vi.
—¿Entonces, usted se hallaba equivocado cuando dijo que se podía ver por las
huellas del coche que marchó, que estuvo allí esperando?
—No, no se ve por las huellas, conforme yo le expliqué a usted.
—Pero, ¿qué había en las huellas del coche que había sido dejado esperando que
le indicara a usted que había permanecido allí estacionado?
—Bueno…, bueno, eso podía verse por la forma en que el otro coche había sido
colocado junto a él.
—¿Quiere usted decir el coche que contenía el cadáver de la mujer asesinada?
—Sí.
—Procure entender la pregunta —dijo Mason—: ¿Había alguna cosa de particular
en las huellas dejadas por ese coche que usted dice que había sido dejado allí
aguardando que le mostrara que así había ocurrido…, algo de particular en las huellas
de ese coche?
—Bien, no —dijo el jefe, y después añadió a manera de explicación—:
Naturalmente que allí no podía haber nada de particular. No se puede decir por las
huellas de un coche si éste es conducido hasta un lugar y luego sigue la marcha, o si
queda allí estacionado durante una, dos o cuatro horas; nada de esto se puede decir, a
menos que mientras el coche permanece estacionado ocurra algún cambio de
circunstancias, cual el que sobrevenga una tormenta o alguna otra cosa por ese estilo.
—¡Oh! —dijo Mason con una sonrisa congraciadora—. ¿Entonces, usted se
hallaba en un error cuando declaró ante el jurado en el interrogatorio directo que las
huellas del coche estacionado indicaban que éste había sido dejado allí durante algún

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tiempo?
—Desde luego. No había nada de particular en esas huellas —dijo el hombre—.
Pero ésa es la única forma que uno tiene para reconstruir la escena completa;
mediante las huellas de otro coche.
—Bueno, entonces ¿estaba usted equivocado? —preguntó Mason.
—Bien…, yo… creo que sí.
—Yo sabía que lo estaba —le dijo sonriendo amistoso Perry Mason—. Yo sólo
quería comprobar lo difícil que iba a ser hacérselo confesar. Eso es todo, jefe.
Gracias.
—Un momento —gritó Covington poniéndose en pie—. Usted no estaba
equivocado al declarar que el asesino dejó su coche allí esperando mientras él fue a
cometer el crimen, y más tarde condujo el coche que transportaba el cadáver de Ethel
Garvin, situándolo en posición inmediatamente paralela al otro coche estacionado,
¿verdad, jefe?
—Vamos, vamos —dijo sonriendo Mason—. Tengo que oponerme a que el fiscal
conduzca de la mano a su propio testigo. Yo puedo hacer preguntas insinuantes al
repreguntar, pero el fiscal no puede hacerlas ni en interrogatorio directo ni en
indirecto.
—La pregunta del fiscal es insinuante —dijo el juez Minden—, y la objeción es
aceptada.
—Bueno, ¿qué sucedió? —preguntó Covington.
—Mientras el testigo estaba presente en el lugar, desde luego —rectificó Mason.
—Bien, él puede decir lo que sucedió por medio de un examen de las huellas.
—El testigo ya trató de decirlo —dijo Mason—, e hizo algunas conclusiones de
los dos pares de huellas. Pero entiendo que no fueron hechas fotografías de esas
huellas, ¿verdad?
—Todas se borraron antes de que nuestro fotógrafo llegara allí —dijo Covington.
—Bien, desde luego, el acusado no es responsable de eso —señaló Mason.
—Bueno, díganos algo sobre esas huellas. ¿Qué revelaban?
—Me opongo a esa pregunta, porque demanda una conclusión del testigo —dijo
Mason—, y por no tener bases propias.
—Aceptada la objeción —dijo el juez Minden; pero, después añadió con algo de
desagrado—: El testigo ya ha expresado, ciertamente, sus conclusiones anteriormente
respecto a algunas fases de aquellas huellas y usted no hizo objeción alguna.
—Muy bien, Señoría —replicó sonriendo Mason—. Pero después él confesó que
estaba equivocado.
—Bueno, no estaba equivocado sobre lo que había sucedido —dijo violentamente
Covington.
—El testigo admitió que estaba equivocado —dijo Mason.
—Muy bien —le contestó con desprecio Covington—. Usted puede quedarse con
su tecnicismo, pero creo que el Jurado ya lo comprendió todo.

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—Estoy seguro de que así fue —replicó Mason.
—Su próximo testigo —dijo el juez Minden a Covington.
El alguacil entró, se dirigió a Perry Mason y le entregó una hoja de papel.
El abogado la desdobló y la leyó.
Era una citación pidiéndole que se presentase en la Asociación de Abogados de
los Tribunales, a las ocho de la noche del día siguiente, para responder a la denuncia
de que había corrompido a un testigo en forma que resultaba alterado el testimonio
del mismo.
Mason volvió a doblar el papel y lo metió en su bolsillo.
Covington, observando el rostro sin expresión de Mason, le dijo a Jarvis.
—Demonio con él, eso lo escarmentará. Está tratando de aparentar que no le
importa un bledo, pero ahora está en una situación infernal.
»Si trata de hacer quebrar a Irving mañana cuando éste declare, se cortará su
propia garganta. Y si deja que su declaración quede en pie sin hacer que el testigo sea
recusado, entonces le cortará la garganta a su cliente.
»Le enseñaremos a ese individuo que no puede hacer jugadas de sorpresa con
nosotros.
—Vamos, vamos, caballeros —dijo irritado el juez. Minden—. Vamos a continuar
con el caso.
Samuel Jarvis llamó a un topógrafo, presentó unos planos y diagramas. Llamó al
cirujano que había hecho la autopsia. Llamó también a un amigo de la víctima, el cual
había identificado el cadáver, y después dijo:
—Con la venia del Tribunal, advierto que está próxima la hora del aplazamiento.
El juez Minden, asintiendo con la cabeza, dijo:
—Creo que hoy hemos hecho buenos progresos. No voy a tener encerrado al
Jurado, pero he de prevenir a los miembros del mismo que no discutan el caso ni
entre ellos ni con nadie más, y les pido que no lean los periódicos, o que si los leen,
tengan sumo cuidado con cualesquiera informaciones relacionadas con el caso. Que
no discutan el caso con nadie y que no permitan que sea discutido en su presencia.
Que no formen una opinión expresa del caso hasta que éste les haya sido finalmente
entregado a ustedes. La sesión del Tribunal es aplazada hasta mañana a las diez de la
mañana.
Al salir cruzando la sala y después por el largo pasillo, Covington le dijo a su
auxiliar:
—Ahora ya comprendo cómo Mason se ha hecho una reputación. Es un gran
tribuno, es inteligente y está siempre presentándole un espectáculo al Jurado. Pero,
mañana voy a tener el gran placer de dejarlo sin respiración. Vamos a hacer pedazos
esa pose suya, igual que un tirador hace añicos a una paloma de barro.
—Le dispararemos con los dos cañones —agregó Samuel Jarvis, con emoción.
—Con los dos cañones —prometió Hamlin Covington.
Mientras tanto, en la sala, Mason se volvió para tranquilizar a su cliente:

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—Consérvese firme y con la cabeza alta, Garvin.
Sonriendo suavemente, Garvin le preguntó:
—¿Qué era ese papel qué el alguacil le dio a usted? ¿Acaso era algo relacionado
conmigo?
—No, en absoluto —le aseguró Mason—. Era relacionado conmigo.

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Capítulo 16

Cuando el Tribunal se reunió de nuevo a la mañana siguiente, Hamlin L.


Covington, habiendo dormido sobre los acontecimientos del día anterior y habiendo
hecho ya su primera apreciación de la personalidad de Mason, estaba cautamente
vigilante, al mismo tiempo que se entregaba a establecer los cimientos para dar el
golpe que pusiese a Mason fuera de combate.
Fueron presentados documentos certificados del casamiento de Edward Charles
Garvin con Ethel Cárter. Después, con testigos, Covington dejó demostrados el
divorcio mejicano y el casamiento de Garvin con Lorraine Evans. Y luego, Covington
trató de presentar copias certificadas de los registros que revelaban la presentación de
la denuncia acusando a Garvin de bígamo y la orden que había sido expedida para el
arresto de aquél.
—Ahora —dijo el juez Minden, cuando Covington entregó las copias certificadas
de los registros que se proponía presentar como prueba—, entiendo que éste es el
punto en que nosotros podemos discutir la cuestión que fue planteada cuando el fiscal
hizo su declaración de apertura. Supongo que deseará usted, señor Mason, que el
Jurado sea excluido mientras usted hace sus objeciones y las argumenta.
—Oh, al contrario —dijo Mason sonriendo al juez—. Después de haber pensado
bien el asunto y en vista de la forma en que la prueba ha sido presentada ahora, creo
que es una parte propia del caso del fiscal del Distrito. Precisará demostrar el motivo
del crimen, dentro de las hipótesis alegadas por el fiscal, y, por lo tanto, no haré
objeción de ninguna clase.
Covington, que había previsto con ansiedad una batalla verbal en la que él podría
aventajar a Mason en cuanto a su objeción legal, hubo de resignarse de mala gana a la
ausencia de aquélla:
—Antes, armó usted gran escándalo sobre eso, cuando yo apenas lo toqué en la
declaración de apertura.
—Fue antes de que usted presentase sus pruebas ordenadamente —le contestó
Mason en la misma forma que un profesor reprende a un alumno ignorante y
presuntuoso—. Y cual el Tribunal le señaló entonces, el asunto tenía que ser llevado
en esta forma. Ahora que está usted siguiendo ese procedimiento, no tengo nada que
objetar, señor fiscal del Distrito.
—Muy bien —dijo el juez Minden rápidamente, procurando evitar la colérica
respuesta que era evidente temblaba ya en los labios de Covington—. Los
documentos serán recibidos como prueba. Proceda con el caso, señor fiscal del
Distrito.
Covington continuó. Despacio, implacablemente, construyó una muralla de
pruebas.
Virginia Bynum atestiguó haber dejado el revólver en la escalera de salvamento.

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Y Livesey dijo que él lo había recogido y se lo había entregado a Garvin, y que por
instrucciones de éste, lo había puesto en el departamento de guantes del coche de
Garvin.
Mason parecía ajeno a todo eso y no se molestó en preguntar ni a Virginia Bynum
ni a Livesey. Al repreguntarle a Denby, inquirió:
—¿Cómo supo usted que ése era el mismo revólver?
—Porque tenía el mismo número, señor.
—¿Anotó usted el número?
—No, señor, solamente lo miré.
—¿Y lo recuerda?
—Sí, señor. Tengo una memoria fotográfica para los números. Apenas los miro
una sola vez, los recuerdo.
—Eso es todo —dijo Mason.
Covington, sonriéndole a su auxiliar, le dijo:
—Lo rechazó como si fuera una patata hirviendo, ¿verdad?
—Ya lo creo —replicó gozoso Jarvis.
Covington continuó levantando su muralla mortal de pruebas. Demostró que
Edward Chales Garvin y la mujer que éste alegaba que era su segunda esposa,
Lorraine Evans, había estado en el hotel de La Jolla. Llamando a declarar a la mujer
encargada del hotel, demostró que inmediatamente después que ellos habían salido en
el coche para cenar, regresaron al hotel, y de prisa hicieron el equipaje, pagaron la
cuenta del hotel y se marcharon, y que durante ese tiempo había estado con ellos otra
persona…, un visitante que conducía también un convertible parecido en modelo y
color al automóvil de Garvin.
Covington alcanzó así un dramático climax:
—¿Podría usted —le preguntó a la mujer encargada del hotel— identificar a esa
otra persona?
Mason interrumpió con naturalidad:
—¿Para qué? No tiene necesidad de perder el tiempo en eso, señor fiscal del
Distrito. Era yo quien conducía el otro coche. Y estoy más que dispuesto a admitirlo
sin ningún inconveniente.
Dándose cuenta de que ese testimonio había sido desprovisto así de su valor
dramático, Covington hizo, no obstante, de forma a sacar provecho de la confesión de
Mason y le dijo:
—Exacto. Y seguidamente después de la visita de usted, el acusado y la persona
con la cual entonces decía estar casado, salieron para Méjico.
—¿Aceptaría usted —le preguntó Mason— pasar a actuar como testigo y jurar
que eso fue un hecho?
—No —le contestó Covington a Mason sonriendo serenamente—. Yo lo probaré
con competentes testigos a quienes puede usted repreguntarles, señor Mason —y
llamó a comparecer a la señora Inocente Miguerinio.

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La corpulenta y afable propietaria del Hotel Vista de la Mesa, balanceando sus
ampulosas caderas, caminó hasta el estrado de los testigos e identificó al acusado y a
la mujer pelirroja que estaba sentada en una silla al lado de él. Dijo que esta pareja
había estado hospedada en su hotel la noche del crimen.
Covington miró el reloj, para calcular el momento en que podía hacer explotar su
bomba con tiempo suficiente para que la información fuese recogida por las ediciones
de la Prensa de la tarde.
Llamó al estrado de los testigos a Howard B. Scanlon.
Howard Scanlon era un hombre descamado, de unos cincuenta y pico de años,
cuyo rostro, de pómulos salientes y ojos azules apagados, revelaba una singular falta
de conciencia de sí mismo. Se acercó con paso largo, levantó la mano derecha y juró.
Covington, mirando nuevamente al reloj, se echó atrás en la butaca.
Scanlon dio su nombre y dirección al relator del Tribunal y después, mirando a la
cara a Covington, esperó a que éste le preguntara.
Covington se esmeró para que sus maneras pareciesen enteramente naturales y le
preguntó:
—¿Cuál es su ocupación, señor Scanlon?
—Soy pintor, señor.
—Exactamente, díganos ¿dónde estuvo usted la noche del 21 de setiembre?
—Estaba en Tijuana, en el Hotel Vista de la Mesa.
—¿Y sucedió allí algo de particular que le grabara en la mente esa fecha, señor
Scanlon?
—Sí, señor.
—¿Qué fue?
—Yo estaba buscando un trabajo que me conviniese. Mi esposa se hallaba en
Portland, Oregón. Es donde he vivido antes de venir al sur de California; yo pensé
que si pudiera conseguir la clase de trabajo…
—Espere un momento —le interrumpió Covington con paternal benevolencia—.
No nos diga lo que usted pensaba, ni nos diga ninguna otra cosa sobre sus problemas
particulares, señor Scanlon; limítese únicamente a tratar de contestar a la pregunta.
¿Hay algo por lo que se le quedó fija en su mente la noche del 21 de setiembre?
—Sí, señor.
—¿Qué fue exactamente? Díganos la causa de que se le quedase grabada en su
mente esa fecha.
—Bien, yo estaba tratando de comunicarme con mi esposa por teléfono para
decirle que viniese aquí.
—Ya veo. ¿Y dónde estaba su esposa?
—En Portland, Oregón.
—¿Y estuvo usted tratando de llamarla desde algún sitio?
—Sí, señor.
—¿Y a qué hora?

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—Bueno, ya la había estado llamando a primera hora de la noche, pero no estaba
en casa. Se había ido con unos amigos al cine y…
—No declare ninguna cosa de la que no esté seguro. Nada de lo que su esposa
pudo haberle dicho más tarde, señor Scanlon, y sí únicamente lo que usted hizo. Así
es que usted ha declarado que esa fecha se le quedó grabada en su mente porque
estaba tratando de comunicarse por teléfono con su esposa, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Y habló usted con ella?
—Sí, señor.
—¿Y qué hora era?
—Eran las diez y minutos cuando yo la llamé.
—¿Entonces, usted observó la hora que era?
—Sí, señor.
—Y mientras estaba usted esperando por esa llamada un poco antes de las diez,
¿dónde estuvo usted?
—Estuve en la cabina telefónica.
—¿En dónde?
—En el Hotel Vista de la Mesa, en Tijuana.
—¿Había alguna otra cabina telefónica allí?
—Sí, señor, había otra.
—¿Y cuánto tiempo esperó usted antes de que su esposa acudiese a la llamada?
—Unos cinco minutos, creo yo.
—Y durante el tiempo que estuvo usted esperando allí, ¿entró alguien en la otra
cabina?
—Sí, señor.
—¿Dónde?
—Allí mismo, en el hotel, en Tijuana.
—¿A qué hora?
—Exactamente un poco antes de las diez y diez. Creo que eran las diez y cinco o
algo por el estilo.
—¿Sabía usted que era antes de las diez y diez?
—Sí, señor. Lo sabía porque mi llamada me la dieron a las diez y diez.
—¿Y cuánto tiempo antes de recibir usted su llamada entró esa persona en la otra
cabina?
—No más de cinco minutos.
—¿Y vio usted a esa persona?
—Entonces, no. La vi más tarde.
—¿Cuánto tiempo más tarde?
—Unos dos o tres minutos después, cuando él salió de la cabina.
—¿Entonces, lo vio usted a él saliendo de la cabina?
—Sí; señor, precisamente cuando salía de la cabina.

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—¿Y quién era, si es que usted lo conoce?
El testigo señaló con el índice:
—Es ese hombre que está sentado allí.
—¿Usted está señalando a Edward Charles Garvin, el acusado en este caso?
—Sí, señor, a ese hombre que está sentado al lado del señor Mason, el abogado.
—¿Y vio usted a ese hombre entrar en la cabina lateral?
—Sí, señor.
—¿Y qué fue lo que hizo mientras estaba allí, sí usted lo sabe?
—Pues pidió una llamada de larga distancia.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque lo oí.
—¿Pudo oír su voz a través de la pared divisoria de la cabina?
—Exactamente. Yo estaba sentado en la otra cabina y…
—¿Y qué fue lo que dijo?
—Le oí pedir una llamada de larga distancia. Y recuerdo que quería hablar con
Ethel Garvin, de los «Departamentos Monolith», en Los Angeles. Pasado un
momento, le oí echar el dinero en el depósito para pagar la llamada y después empezó
a hablar diciendo: «¿Es Ethel? Aquí habla Edward. Mira, no es necesario que
malgastemos un montón de dinero con los abogados. Yo estoy en Tijuana y tú no
puedes hacer nada contra mí aquí. Voy a ir a Oceanside. ¿Por qué no coges tu coche y
vas allí a encontrarte conmigo? Podremos hablar sobre estas cosas y hacer un arreglo
satisfactorio». Y después de guardar silencio un rato, continuó: «No seas así. Yo no
soy tonto. Y no te estaría llamando ahora a menos que no tuviera muchas pruebas
contra ti. ¿Recuerdas a ese hombre con el que estuviste divirtiéndote en Nevada?
Pues bien, sé todo lo referente a él. Sé dónde está ahora». Y entonces le dijo dónde
estaba ese hombre y cómo se iba a su rancho. Yo olvidé las direcciones que le dio,
pero se refería a algún sitio en las afueras de Oceanside.
—¿Y mencionó el nombre de ese hombre?
—No, señor. No creo que lo hiciera. Pero si lo nombró, no lo recuerdo. Sé que
dijo que se trataba del hombre con quien ella había estado divirtiéndose en Nevada.
—¿Y después qué dijo él, si en efecto dijo algo?
—Dijo: «Mejor te sería venir a Oceanside. Yo te encontraré allí en el sitio que era
nuestro y donde pensábamos construir nuestra casa. Voy para allá y nos
encontraremos. Estaré en mi coche con las luces encendidas, para que puedas
reconocerme.
—¿Y después, qué más dijo?
—Nada más. Únicamente que estaba contento de que ella hubiese aceptado, y
colgó.
—¿Y después, qué? —preguntó Covington.
—Después, el hombre salió de la cabina.
—Repregunte —le dijo Covington a Perry Mason.

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Mason miró al reloj. Eran las once y treinta y dos, demasiado temprano para
pedirle al Tribunal que ordenase el aplazamiento del mediodía, y demasiado tarde
para que el Tribunal le concediera unos minutos a titulo de descanso.
Mason se las arregló para sonreír, disimulando su estado de ánimo, y dijo con
naturalidad y con voz que era tan baja que difícilmente se podía oír:
—¿Tiene usted un oído aguzado, señor Scanlon?
—Sí, señor, lo tengo —dijo Scanlon—. Siempre lo tuve y así pude oírlo todo muy
bien.
—¿Y cuándo repitió usted lo que ese hombre dijo —manifestó Mason—, usted se
sirvió de sus mismas palabras?
—Bueno, yo no puedo decir que fueran exactamente las mismas palabras, pero
eso es lo que dijo, poco más o menos.
—¿Y habló usted con el señor Covington, el fiscal del Distrito, antes de venir al
Tribunal?
—Sí, señor.
—¿Y conferenció con el señor Covington sobre su testimonio?
—Sí, señor.
—¿Varias veces?
—Sí.
—¿Y fue ésa la forma en que usted repitió la conversación cuando se la relató a él
por primera vez…, quiero decir, en la misma forma que usted lo dijo ahora?
—Bien, él me dijo que tenía que decir lo mismo que el hombre había dicho. Me
dijo que yo no podía decir solamente en términos generales lo que dijo, sino que tenía
que emplear las mismas palabras, lo más exacto que yo pudiera recordarlas. Y eso es
lo que yo traté de hacer.
—¿Y estuvo usted en el Hotel Vista de la Mesa? —dijo Mason.
—Sí, señor.
—¿Cuánto tiempo llevaba usted allí?
—Dos días.
—En otras palabras, ¿esa conversación tuvo lugar en la segunda noche de estar
allí usted hospedado…? ¿O fue en la tercera?
—Fue en la segunda.
—¿Y había intentado usted comunicarse con su esposa a primera hora de la
noche?
—Sí, señor.
—¿Había alguna razón particular para que no la hubiera usted llamado más
temprano durante el día?
—La había, sí, señor. Encontré trabajo en San Isidro, pero no pude hallar un sitio
para hospedarme. Simplemente, no encontré allí una casa, fuese para comprar o para
alquilar. Después, comprobé que podía vivir en Tijuana y cruzar la frontera para ir y
volver del trabajo.

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»Entonces crucé la frontera y fui a hospedarme a ese Hotel, mientras buscaba una
casa que pudiera alquilar. Tuve necesidad de pedir permiso a las autoridades
mejicanas, y finalmente conseguí arreglarlo todo, y entonces quise telefonearle a mi
esposa para decirle que trajese todas nuestras cosas para acá. Naturalmente, quería
que ella saliese para acá tan pronto como le fuera posible, pues yo no podía sostener
dos casas, y además quería reunirme con mi familia.
—Ya veo —dijo Mason—. ¿Entonces usted fue allí a la cabina telefónica y la
llamó?
—Sí, señor. Así fue.
—¿Y oyó las campanas del reloj?
—Sí, señor, pues había allí un reloj con campanas.
—¿Y oyó las diez campanadas del reloj?
—Sí, las oí.
—¿Dónde estaba usted a esa hora?
—Estaba cruzando el vestíbulo para ir a la cabina telefónica. Había llamado a mi
esposa temprano por la noche… la llamé tres o cuatro veces, pero no obtuve
contestación. Yo estaba seguro de que ella estaría de vuelta en casa a las diez, y
entonces, al aproximarse esa hora, decidí volver a llamarla.
—¿Y estaban encendidas todas las luces del vestíbulo? —le preguntó Mason en
tono de charla.
—No, señor, estaban apagadas.
—¿Estaban apagadas? —preguntó Mason, aparentemente sorprendido.
—Sí, señor, esas luces fueron apagadas poco antes de las diez, cuando la mujer
que atiende el hotel alquiló la última habitación que le quedaba libre.
Mason dijo con una sonrisa:
—Dígame lo que sepa por propio conocimiento, por favor. No declare lo que más
tarde le dijo ella a usted. Usted no sabe por propio conocimiento por qué las luces
estaban apagadas.
—Sí, señor, pues lo sabía, porque yo estaba en el vestíbulo cuando fue alquilada
la última habitación. Una mujer que viajaba sola la alquiló, y yo oí la conversación
cuando la mujer mejicana que estaba encargada del establecimiento le dijo que
aquélla era la última habitación que le quedaba por alquilar, y que, por lo tanto iba a
cerrar las puertas y apagar las luces. Y yo vi como las apagaba.
—¿Y qué hora era entonces?
—Eran exactamente…, bueno, no lo sé. Eran unos minutos antes de las diez. Oh,
quizá, diez o quince minutos, o algo parecido. No estoy seguro de la hora que era. Me
encontraba matando el tiempo esperando a que fuesen las diez. Yo había decidido
llamar de nuevo a mi esposa a las diez.
—Bueno —dijo Mason de forma que parecía que la declaración de Scanlon había
arruinado su última oportunidad de interrogarlo—. ¿Al parecer, usted tuvo todas las
posibilidades para recordar todos y cada uno de los hechos que ocurrieron esa noche?

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—Sí, señor, las tuve.
—¿Así es que las luces fueron apagadas poco antes de las diez?
—Sí, señor.
—¿Y no había luces en absoluto en el vestíbulo?
—Oh, sí, señor, había una luz de noche. Pero era muy opaca.
—Ya veo —dijo con naturalidad Mason—. Entonces, usted vio a ese hombre que
había hecho una llamada telefónica desde la otra cabina cuando él abandonó ésta,
¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Y usted permaneció dentro de la cabina?
—Sí, señor.
—¿Abrió la puerta para mirar afuera?
—Sí, señor, así lo hice.
—¿La abrió por completo?
—No, señor, únicamente un poco.
—Bueno, ¿quiere decir sólo el espacio de una rendija, o quiere decir que la abrió
varias pulgadas?
—Solamente el espacio de una rendija.
Mason sonrió y dijo:
—¿Está usted seguro de eso?
—Sí, señor.
—Entonces, si la puerta estaba solamente abierta el espacio de una rendija —dijo
Mason— hubiera sido posible que a través de esa abertura mirase usted solamente
con un ojo, mientras que si la puerta hubiera estado abierta varias pulgadas, podría
entonces mirar con los dos ojos. Así es que, piénselo usted bien antes de contestarme.
¿Era solamente el espacio de una rendija, o eran varias pulgadas lo que la puerta
estaba abierta?
—No, señor, era solamente el espacio de una rendija.
—Entonces, usted lo vio únicamente con un ojo cuando él salía de la cabina
telefónica, ¿verdad?
—Bien, creo que fue así, sí. No me había detenido a considerarlo antes.
Solamente recuerdo que tenía la puerta abierta el espacio de una rendija nada más.
Así es que supongo que solamente lo vi con un ojo.
—¿Y entonces, al abandonar ese hombre la cabina telefónica, se fue por el pasillo
hacia las habitaciones?
—No, señor, no lo hizo. Se fue afuera por la puerta del frente.
—¿Qué puerta?
—La de salida, la que da adonde se estacionan los coches.
—¿Y cómo sabe usted que se fue por allí? —preguntó Mason.
—Bueno, yo… creo que en realidad no sé que se marchase con el coche, pero sí
lo vi salir afuera y poco después oí arrancar el motor de un coche. Y en seguida los

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faros iluminaron el vestíbulo durante uno o dos segundos. Luego, el coche dio una
vuelta y el haz de luz de los faros barrió el vestíbulo y desapareció.
—¿Y no volvió a ver a ese hombre hasta que entró usted en esta sala hoy para
declarar?
—Sí, señor, lo vi.
—¿Dónde lo vio?
—Los policías lo pusieron en un sitio donde yo lo pudiera ver.
—¿Después de haber sido detenido?
—Sí, señor.
—¿Y estaba alguien más con él? —preguntó. Mason—. ¿Acaso lo pusieron en
línea con otros hombres para que usted pudiera verlos y le pidieron que señalase cuál
era el hombre que usted había visto?
—No, señor, no lo hicieron así. Allí no había ningún otro hombre. Ellos hicieron
de forma que él paseara para que yo pudiera observar su manera de andar, su
complexión general y todo lo demás.
—Y a propósito —dijo con naturalidad Mason—. ¿Sabe usted de qué color era el
traje de ese hombre cuando lo vio salir de la cabina? ¿Era acaso un traje castaño?
—Una especie de color castaño, creo que sí.
—¿Y de qué color eran sus zapatos?
—Oscuros, creo.
—¿Y la corbata?
—La corbata era…, déjeme pensar. No, no le vi la corbata.
—¿Entonces no sabe usted si él llevaba corbata o no?
—No, señor.
—¿Por qué no?
—Porque nunca vi de frente a ese hombre.
—¿Tampoco le vio las facciones entonces?
—No, señor.
—¿Llevaba sombrero?
—Yo… no puedo recordarlo.
—¿No recuerda usted si este hombre llevaba sombrero? —preguntó Mason.
—No, señor.
—¿Y sabe de qué color eran los calcetines que llevaba?
—No, señor —dijo sonriendo Scanlon.
—¿Y el color de la camisa?
—Era…, creo que era… No, señor, no lo sé.
—Entonces —dijo Mason— usted ha identificado a un hombre al que vio
únicamente con un ojo, a través de una rendija de la puerta y en un oscuro vestíbulo;
un hombre cuya cara nunca había visto antes en su vida, hasta que la policía se la
señaló dentro de la cárcel y…
—No, señor, eso no es verdad. Fui yo quien se lo señalé a la policía.

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—¿En la cárcel?
—Sí, señor.
—¿Entonces estaba usted con los policías?
—Sí, señor.
—¿Cuántos otros prisioneros estaban a la vista?
—Solamente él. No había nadie más allí, en el sitio donde yo vi a ese hombre…
—Y sin embargo, ¿dice usted que la policía no se lo señaló? —preguntó
sarcásticamente Mason—. Ellos le dijeron a usted que le iban a mostrar a un hombre
y que querían que usted lo identificase, ¿verdad?
—Bueno, me dijeron que deseaban que yo viese a ese hombre, por si podía
identificarlo.
—¿Y entonces ese hombre fue conducido al jardín, o a un estrado, o
adondequiera que fuese, donde usted tuviera oportunidad de verlo?
—Sí, señor.
—¿Y pretende usted decirme que un oficial de la policía no le dijo entonces a
usted: «Ahí lo tiene. Mírelo bien. Vea la forma en que camina. Mírelo de espaldas
cuando dé la vuelta»?
—Bien, sí, me dijeron algo parecido.
—¿Y usted identificó a este hombre antes de decirle eso el policía?
—No, señor —dijo Scanlon—, fue después.
—¿Cuánto tiempo después?
—Pues, después que él estuvo caminando un rato.
—Ya veo. Exactamente cuando un policía le dijo a usted que ése era el hombre
que querían que identificara, usted lo señaló con el dedo y dijo: «Ese es el hombre».
¿Verdad que fue así?
—No, señor, no fue así. Primero lo miré lo suficiente para estar seguro antes de
identificarlo.
—¿Cuánto tiempo antes? —dijo con sarcasmo Mason—. Diez, quince o veinte
segundos, me supongo.
—No, señor —insistió Scanlon—: Fue un minuto o dos.
—¿Tanto como dos minutos? —preguntó Mason.
—Sí, señor, estoy seguro de eso.
—¿Puede haber sido más tiempo que ése?
—Sí, puede haber sido más tiempo.
—¿Tanto como tres minutos?
—Quizá puede haber sido así. Creo que fue, pues yo quería estar seguro.
—¿En otras palabras —dijo Mason—, que le llevó a usted tres minutos de
observación cuidadosa de este acusado, bajo condiciones de buena visibilidad, para
decidir que ése era el hombre?
—Bueno, pueden haber sido tres minutos.
—¿Y entonces, cuando usted vio a este hombre aquella noche en Tijuana —le

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dijo Mason—, lo vio usted cuando él abandonó la cabina telefónica y mientras iba
caminando por el vestíbulo?
—Sí, señor.
—¿Y caminaba muy de prisa? ¿Andaba más bien, rápidamente?
—Bueno, iba a su paso normal.
—¿Y no lo vio usted hasta después que estuvo unos pasos más allá de la cabina?
—Sí, creo que fue así.
—¿A unos tres metros de distancia? —preguntó Mason.
—Quizá.
—¿Y no pudo usted verlo después cuando cruzó la puerta de salida y se fue al
patio donde estaban estacionados los coches?
—No, señor.
—Y ahora, ¿cuántos metros tiene de largo ese vestíbulo?
—Oh, yo diría que quizá son unos siete metros y medio.
—¿Así, pues, usted solamente vio a este hombre cuando iba caminando más bien
de prisa, a una distancia de unos cuatro metros y medio?
—Sí, señor.
—¿Y lo observó con un ojo solamente?
—Sí, señor.
—¿En una semioscuridad?
—Sí, señor.
—¿Y por eso resultó tan difícil para usted el estar absolutamente seguro de que
era éste el hombre, cuando hizo su identificación, verdad?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Que si era por eso que tuvo usted que observarlo durante unos tres minutos,
antes de poder identificarlo y decirles a los policías que era el mismo hombre? —dijo
Mason.
—Sí, señor, era por eso.
—Y dígame ahora, ¿cuánto tiempo supone usted que tardó ese hombre en recorrer
aquellos cuatro metros y medio del vestíbulo? —le preguntó Mason.
—No lo sé. No lo había calculado. Un poquito…
—¿No sabe usted cuántos kilómetros por hora camina un hombre en un paseo
ordinario?
—Bien, si quiere usted ponerlo en kilómetros por hora… —contestó Scanlon—,
mientras él recorría esos cuatro metros y medio yo diría que caminaba…, oh,
probablemente a razón de unos cinco kilómetros por hora.
—Muy bien —dijo Mason—. Vamos a hacer una pequeña comprobación
aritmética.
Metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña regla de calcular, la manipuló
con rapidez y dijo:
—Para que usted se entere, señor Scanlon, una persona caminando a razón de un

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kilómetro y medio por hora avanza unos cuarenta centímetros por segundo, de
manera que si caminase a razón de cinco kilómetros por hora, un hombre avanzaría
cerca de un metro y medio por segundo.
—Creo en su palabra —dijo sonriendo Scanlon.
Mason continuó:
—Entonces, si él recorrió cuatro metros y medio en la proporción que usted dijo,
ese hombre pudo haber abarcado la distancia del vestíbulo poco más o menos en
cinco segundos. Por otra parte, y a no ser que esté usted equivocado, vio a este
hombre atravesando el vestíbulo durante cinco segundos, observándolo con un ojo
solamente a través de una estrecha rendija y además con una luz opaca, ¿verdad?
—Bueno, creo que así fue; si usted lo dice, sí.
—Yo lo digo basándome simplemente en el cálculo aritmético de lo que usted me
ha dicho.
—Sí, señor.
—Y ahora, señor Scanlon, ¿cree usted que vio a ese hombre durante unos cinco
segundos?
—Creí que había sido algo más que eso, pero si es ésa la forma en que resulta, me
supongo que es exacto.
—Lo vio durante cinco segundos en condiciones de una escasa luz, observándolo
con un ojo solamente y estando él de espaldas —dijo Mason—. Pero cuando usted
tuvo que identificárselo a la policía, entonces, y queriendo estar seguro, le llevó tres
minutos y bajo una luz clara y de forma que podía, además, ver su cara, su
contextura y todo lo demás.
—Bien, pero es que yo quería estar seguro.
—¿Entonces, para estar seguro de la identidad de ese hombre, usted tuvo que
observarlo durante tres minutos, con ambos ojos y en pleno día?
—Bueno, es que quería estar completamente seguro.
—¿Entonces —dijo Mason con una amistosa y congraciadora sonrisa—, cuando
usted lo vio bajo las condiciones de una mala visibilidad, observándolo solamente
con un ojo y durante cinco segundos, usted, naturalmente, no podía estar seguro de su
identificación? ¿No en esa ocasión, al final de un intervalo de cinco segundos para
mirarlo, verdad?
—No, entonces yo no estaba seguro —confesó Scanlon—. No absolutamente
seguro. Pero sí lo estuve después que lo vi allí, en la cárcel.
—Creo que así fue —dijo con una sonrisa Mason—. Eso es todo, señor Scanlon;
muchas gracias.
—Eso es todo —repitió furioso Covington.
El juez Minden, mirando al reloj, dijo:
—Parece que se aproxima la hora del aplazamiento del mediodía. Se suspende la
sesión, como de costumbre, hasta las dos de la tarde. El Jurado deberá recordar las
advertencias del Tribunal y abstenerse de discutir el caso, ni permitir que sea

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discutido en su presencia, ni tampoco deberán formarse una opinión expresa
relacionada con la culpa o inocencia del acusado hasta que el caso les sea sometido
finalmente para su veredicto. Se levanta la sesión hasta las dos de la tarde.
Edward Garvin tendió una mano y agarró del brazo a Mason, aprisionándoselo
fuertemente.
—Mason —dijo—. Por Dios santo, yo…
Mason se volvió sonriéndole tranquilizador a su cliente; pero la sonrisa estaba
únicamente en los labios del abogado. Sus ojos eran fríos y duros.
—Sonría —le dijo Mason.
—Yo…
—Sonría, diablos —volvió a decirle en voz baja, y después añadió casi
susurrando—: Sonría.
Una máscara de sonrisa asomó a las facciones de Garvin.
—Hágalo un poco mejor que eso —le dijo Mason—. Sonría y manténgase
sonriendo hasta que el jurado se haya marchado.
Mason, observando la expresión forzada en el rostro de Garvin, rió con
naturalidad, y dándole dos palmaditas a Garvin en el hombro, dijo:
—Bien, vamos a ver sí comemos algo —y dio la vuelta con toda naturalidad.
—Mason, tengo que hablar con usted —dijo Garvin.
Mason le contestó por encima del hombro y en voz baja:
—Si trata de hablarme ahora, con el Jurado viéndolo con esa expresión en su
rostro, entonces se comprará un boleto de entrada para la celda de la muerte del
presidio de San Quintín.
Y dicho esto, el abogado caminó con naturalidad saliendo de la sala, llevando su
cartera de documentos bajo el brazo y con una sonrisa despreocupada en su
semblante.
Della Street se reunió a Perry Mason en el pasillo.
—Dios santo, jefe —cuchicheó—, ¿estará Scanlon diciendo la verdad?
—No lo sé —dijo Mason—. Lo averiguaré más tarde; pero, no quise dar lugar a
que ni los espectadores ni el Jurado me vieran que tenía prisa para hablar con mi
cliente en estos momentos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.
—Reunirnos con Paul Drake e ir a comer. Eso es todo lo que podemos hacer.
Drake vino a su encuentro, abriéndose camino a empujones entre la multitud que
se agolpaba alrededor de la puerta de la sala del Tribunal y que observó a Mason con
curiosidad.
Drake tomó a Mason por el brazo y, oprimiéndoselo, le dijo:
—Muchacho, has hecho un trabajo estupendo en ese interrogatorio, Perry.
Obligaste al testigo a confesar que le había llevado tres minutos identificar al hombre
bajo una buena luz y, sin embargo, lo había visto únicamente durante cinco segundos
cuando salía de la cabina, y además estaba de espaldas y en la oscuridad.

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—A pesar de todo —dijo Mason—, hay algo en este testigo que me preocupa.
Está dominado por prejuicios, lo que declara es una mezcla de lo que él cree que vio,
lo que cree que recuerda, lo que cree que tiene que haber sucedido, y aun así, declara
en forma positiva; pero a pesar de todo, hay en él un acento de profunda sinceridad,
un fuerte sentido de honradez, que me desconcierta grandemente.
—¿No supondrás que tu cliente salió e hizo algún viaje nocturno, verdad?
—¿Y cómo demonios puedo saberlo? —dijo Mason—. A menudo sucede que un
cliente le miente a uno. Pero, en este caso, tenemos un triunfo escondido en la
bocamanga.
—¿Quieres decir el testimonio de su esposa?
—Exacto. Desde luego, que el Jurado probablemente creerá que ella respalda a su
esposo por encima de todo pero no van a enviar a un recién casado al presidio de San
Quintín y dejar a una linda novia languideciendo por su amor si pueden evitarlo. Y
espero que esa coartada de la señora Garvin contrarrestará ventajosamente el
testimonio de Scanlon.
—¿Está segura de la hora? —preguntó Drake.
—Claro que lo está —dijo Mason—. Esa es la ventaja de tener un reloj que da las
campanadas de las horas.
—¿Fuertes campanadas?
—Seguro, yo las oí. Y también oí las diez campanadas esa noche cuando me fui a
la cama. Yo…
Se calló cuando vio a la señora Miguerinio salir de un ascensor y dirigirse al
pasillo, llevando un enorme reloj bajo el brazo. Le dirigió a Mason una sonrisa
bondadosa y le dijo:
—¿Qué cree usted, señor Mason? ¿El esposo volverá a reunirse con su esposa y
vendrán otra vez a pasar su luna de miel en mi pequeña hacienda, no?
—Oh, seguro —le contestó Mason con aire de gran confidencia—. ¿Qué está
usted haciendo con ese reloj, señora?
—El fiscal del Distrito quiere que le presente este reloj.
—¿Por qué? —preguntó Mason.
—Porque se lo quiere enseñar al Jurado.
—¿Qué reloj es? —volvió a preguntarle conservando su aire de completa
naturalidad.
—Es el reloj de mi hotel, el reloj que tengo para saber la hora.
—¿El que toca las campanas? —preguntó Mason.
—Seguro, da las horas con campanadas —dijo, y después añadió—: Durante el
día toca las campanas.
—¿Durante el día? —inquirió Mason.
Moviendo la cabeza para asentir, la mujer dijo:
—Seguro, sólo durante el día. Pero no durante la noche. Despertaría a los
huéspedes. A las gentes les gusta oír la hora en México, durante el día, pero a la

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noche las campanas se callan, ¿no?
—¿Y qué pasa con las campanas durante la noche? —preguntó Mason.
—Mire, éste es un reloj eléctrico —dijo— con campanas. Y aquí hay una llave en
el lado derecho del reloj. Cuando uno no quiere que suenen las campanas, no tiene
nada más que desconectarlas, y entonces las campanas no se oyen, ¿no?
—¿Quiere usted decir que cuando usted desconecta con esa llave las campanas ya
no se oyen más?
—Así es. Usted cierra la llave y las campanas no vuelven a sonar hasta que la
abre otra vez. Yo, todas las noches, cuando me voy a la cama, las desconecto antes de
acostarme para que no se oigan, y en esa forma no molestan. Después, a la mañana,
cuando es hora de que las gentes se levanten, las vuelvo a conectar, pues es agradable
con el buen tiempo, el sol y el calor oír de nuevo las campanas.
—¿Y dice usted que el fiscal del Distrito quiere ver el reloj?
—Seguro, el reloj va a ser vendido al Gobierno. El fiscal se lo va a enseñar al
Jurado y después lo va a presentar ante el Tribunal y la justicia va a comprar para mí
otro reloj, para ponerlo en el lugar de éste. Yo les dije que soy una mujer viuda y
pobre y que no tenía medios para comprar otro reloj, y que no podía traer este reloj
aquí a menos que me dieran otro para mi hotel. Uno no puede tener un hotel sin un
reloj, ¿no?
—Ciertamente que no —dijo Mason.
—Bueno —dijo ella—, tengo que irme para ver al fiscal del Distrito. Me dijo que
viniera exactamente cuando los miembros del Tribunal salieran para ir a comer, pues
quería hablar conmigo sobre mi declaración. Tengo que volver a comparecer de
nuevo en el estrado de los testigos con el reloj.
—Bueno —dijo Mason—. Nosotros vamos a almorzar.
—Que disfruten de su almuerzo, señor —dijo.
—Oh, seguro —le contestó Mason—. Así lo haremos. Muchas gracias.
Dieron vuelta y continuaron caminando por el pasillo.
Drake lanzó una exclamación en voz baja.
—Dios santo, jefe —susurró a su vez Della.
—¡Qué disfruten de su almuerzo! —repitió sarcásticamente Mason.

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Capítulo 17

Mason, Paul Drake y Della Street se acomodaron en los mullidos asientos del
compartimiento del restaurante.
—Creo que no podré comer nada —dijo Della—. Esto es espantoso.
Mason, con una sonrisa confiada en su rostro, le dijo:
—No hagas eso, Della. Las gentes que están sentadas alrededor nos observan
como queriendo saber lo que estamos hablando y cuál es nuestro estado de ánimo.
Debes estar risueña, confiada y feliz, de vez en cuando cuenta algún chiste y discute
sobre lo que sucede, en voz baja.
—Y exactamente, ¿qué es lo que sucede, Perry? —preguntó Paul Drake.
—No estoy seguro —dijo Mason—. Pero me temo que la declaración de ese
Scanlon va a desbocar al Jurado. Personalmente, creo que Scanlon…
—Seguramente no creerás que en realidad Garvin llamó por teléfono y después
condujo su coche a Oceanside, ¿verdad?
Mason contestó:
—Creo que Garvin fue lo suficientemente tonto para meterse en su coche e ir a
alguna parte. Cuando uno ha interrogado a una multitud de gentes durante años, se
forma en seguida una idea clara de si una persona está diciendo verdad o mentira,
solamente por la forma en que responde a las preguntas. Desde luego, admito que aun
cuando llevé el asunto de modo a poner a Scanlon en una posición desventajosa y
aunque la policía no jugó limpio al no hacer identificar a Garvin en rueda de presos,
subsiste el hecho de que Scanlon está tratando de decir la verdad. Al menos ésa es la
impresión que a mí me da.
»Supongamos que él tuvo alguna dificultad al reconocer al hombre que salía de
aquella cabina telefónica después de haber hecho la llamada. Sin embargo, no tuvo
ninguna duda sobre la conversación que oyó, y yo sé por experiencia propia que las
paredes entre esas dos cabinas son delgadas, como de papel. La policía tiene que
tener ahora informes sobre esa llamada telefónica, y desde luego, la llamada tiene que
haber sido hecha a Ethel Garvin.
»Supongamos por un momento que Scanlon no reconoció a Garvin cuando éste
abandonó la cabina telefónica. Pero, ¿quién más en ese hotel pudo en realidad haber
hecho una llamada para la señora Garvin?
—Cuando uno lo mira en esa forma —confesó Drake—, resulta muy duro.
Mason dijo:
—Yo reconocí al momento que el punto débil en el testimonio de Scanlon era la
declaración que hizo tocante a su identificación de la persona que había salido de la
cabina telefónica. Y por ello me concentré en ese punto. Pero observaríais que tuve
particular cuidado en no preguntarle sobre la conversación en sí. Naturalmente,
escogí el eslabón más débil de la cadena.

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—Bueno, por mi parte —dijo Drake—, pienso que cuando la señora Garvin suba
al estrado y jure de forma contundente que su esposo estuvo con ella toda la noche, el
Jurado estará muy inclinado a creerla.
—Desde luego —señaló Mason—, uno puede meterse con eso en más
complicaciones. Ella señala el tiempo por las campanas del reloj y…
—Pero, ¿no dijo ella que había mirado a su reloj de pulsera una de las veces para
saber la hora que era?
—Sí, pero ella declaró con firmeza que había oído las campanadas de ese reloj. Y
supongámonos ahora que las campanas estaban desconectadas. Eso, desde luego,
calificaría como falsa su declaración.
Se quedaron pensativos considerando el asunto por un momento.
Mason, echando para atrás la cabeza, rió.
Ellos lo miraron con sorpresa.
—Vamos —les dijo Mason—. Por uno momento, sonreíd. Haced como si uno de
nosotros hubiera contado un chiste o alguna cosa graciosa.
Los otros, tardíamente, rieron con alegría forzada.
—Por otra parte —continuó después de un momento Mason, sonriendo como si
estuviera recordando una historia divertida que les iba a relatar—, la cuestión fatal es
saber si las campanas de ese reloj sonaron o no, y eso depende enteramente del
testimonio de la señora Miguerinio. Todo depende de que ella crea que las
desconectó al tiempo de irse a la cama. Y lo mismo que a cualquier otra persona
frecuentemente le ocurre que olvida darle cuerda al reloj cuando se va a la cama y lo
mismo que olvida sacar el gato fuera, así la señora Miguerinio pudo haberse olvidado
de desconectar esas campanas en esa noche precisa. Si yo al menos no me hubiera
quedado dormido a las diez…, o si al menos hubiera estado despierto otra media
hora, entonces podría saber si el testimonio de ella de que desconectó las campanas
de ese reloj era verídico.
—Eso es lo que ocurre cuando se tiene una conciencia limpia —dijo Drake—.
Tú…, espera un momento, Perry, aquí viene uno de mis ayudantes.
Uno de los agentes de Drake se paró en la puerta mirando a los comensales.
Drake levantó la mano con el dedo extendido indicándole que lo había visto, y al
mismo tiempo le dijo a Mason:
—Le dije que estarla aquí. Consiguió un contacto con el Tribunal, mediante uno
de los auxiliares que no tiene ni la menor idea de que este hombre es uno de mis
agentes. Y no hubiera venido aquí a verme si no tuviese algo importante que decirme.
El hombre captó la señal de Drake, movió la cabeza asintiendo y se fue con
naturalidad hacia el lavabo de caballeros.
Drake se disculpó y lo siguió allí.
Cuando Drake se fue, Della le dijo a Mason:
—Espero que sea algo favorable.
—Esperemos que así sea —dijo Mason—. Podemos hacer buen uso de un poco

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de suerte.
Cuando Mason vio aproximarse a Drake de regreso y observó la expresión que
traía grabada en su rostro, sacudió la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Della Street.
—Que Paul Drake trae en su semblante una máscara de tristeza de pulgada y
media de espesor —le contestó Mason.
Drake se aproximó a la mesa, y cuando empezaba a contarles lo que había
sucedido, Mason le dijo:
—Sonríe, Paul.
Los labios de Drake hicieron un gesto y una triste sonrisa apareció en ellos.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Mason.
—Que estás vencido —dijo Drake.
—¿Cómo es eso? —volvió a preguntar Mason.
—El fiscal del Distrito tiene un testigo de sorpresa y te lo va a echar. Es un
hombre que cuida de una estación de gasolina en Oceanside y que puso gasolina y
aceite en el coche de Garvin.
—¿A qué hora? —preguntó Mason.
—Alrededor de las once y media. Parece ser que Garvin estaba bajo una tensión
nerviosa grande, paseándose de un lado a otro mientras le llenaban el depósito de
gasolina, y observando los coches que pasaban por la carretera en dirección al Sur.
Daba la impresión de que estaba esperando ver a alguien, y estaba tenso como las
cuerdas de un violín. El hombre que cuida de la estación se fijó especialmente en él.
—¿Qué tal es la identificación que hizo? —preguntó Mason.
—Cien por ciento —dijo Drake—. El hombre identificó el coche de Garvin y
también a éste. Se fijó en él de manera muy especial.
—Bueno —dijo Mason—. Eso es ciertamente acumular una cosa sobre otra.
—¿Por qué no le preguntaste a Garvin sobre todo esto? —preguntó Drake.
—No hubiera osado hacerlo.
—¿Por qué no?
—A los presos les da la comida en la cárcel el sheriff. Como es costumbre, el
auxiliar del sheriff se llevó a Garvin fuera de la sala inmediatamente después del
aplazamiento de la sesión hasta las dos. Y lo traerá de regreso otra vez unos cinco
minutos antes de las dos.
»Yo no quería arriesgarme a tener una conferencia con Garvin mientras el Jurado
estaba en la sala, o mientras los espectadores pudieran vernos. De haberlo hecho, es
decir, de haber conferenciado con Garvin inmediatamente después del testimonio de
Scanlon, eso habría hecho resaltar la naturaleza desastrosa para nosotros de ese
testimonio. Y si hiciese que trajesen a Garvin más temprano al Tribunal, sería igual
de malo. No tengo, pues, otra forma de celebrar una conversación natural con él hasta
cinco minutos antes de las dos, y es todo lo que me arriesgaría a hacer.
—¿No puedes conseguir un aplazamiento del juicio? Algo así como…

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—Si lo intentara, sería considerado como una confesión de pánico —dijo Mason
—. Simplemente, iré al Tribunal, me sentaré allí con una sonrisa en los labios y haré
frente a lo que sea.
—Bueno, vas a tener que hacer frente a muchas cosas —dijo Drake.
—Bien —le contestó Mason—. Ya he vencido muchas dificultades en mi vida, y
así, pues, me supongo que tendré que sentarme allí y tomarlo todo conforme venga.
El Comité de Agravios de la Asociación de Abogados quiere hablar conmigo mañana
por la noche para discutir sobre mi táctica en conseguir que Mortimer Irving
identificara mi coche como el que vio estacionado al lado de la carretera. En
resumen, ésta es una gran vida.
—¿Pueden hacerte algo por causa de esa identificación?
—Creo que no. Yo mantengo que estaba en mi derecho. Tengo derecho para
hablar con ese testigo. Y tenía el mismo derecho de estacionar allí mi coche solo, al
lado de la carretera, y preguntarle al testigo si era ése el coche que había visto, que
tuvo la policía para poner a Howard B. Scanlon en posición ventajosa y preguntarle si
el único hombre que vio caminando en el jardín de la cárcel era el mismo hombre que
había visto salir de la cabina telefónica en el hotel la noche del crimen… Bueno, creo
que no podemos hacer mucho sobre eso ahora aquí, excepto representar el papel de
que estamos libres de preocupaciones y somos felices. Después, iremos temprano al
Tribunal. Tendré así oportunidad de hacerle a Garvin un par de preguntas con
naturalidad en esos cinco minutos que lo veré antes de que empiece la sesión.
»Muy bien, Paul. ¿Sabes algún cuento divertido? La gente nos está observando.

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Capítulo 18

Mason, pasando entre la multitud, entró en la Sala a las dos menos siete minutos.
Encendió un cigarrillo, se acomodó en la butaca al pie de la mesa destinada al
abogado defensor, y sonrió confiadamente a una media docena de miembros del
Jurado que habían llegado temprano y estaban ocupando sus asientos en la tribuna.
Parecía completamente tranquilo, como un hombre que acaba de disfrutar de una
buena comida y que se encuentra mental y físicamente contento.
Al faltar cuatro minutos para las dos, el auxiliar del sheriff trajo a Edward Garvin
a la Sala del Tribunal. Garvin se inclinó hacia Mason y le susurró al oído:
—Mason, por el amor de Dios, permítame que le hable.
Mason, sonriéndole, le contestó:
—Siéntese, Garvin. Hablaré con usted un minuto. Ahora le advierto que, ocurra
lo que ocurra, no haga ningún movimiento para hablarme. Limítese a permanecer
sentado.
Mason observó a Garvin mientras éste se sentaba, estrujó su cigarrillo contra el
cenicero grande de latón, se estiró, bostezó, y mirando al reloj de la Sala, observó
como volaban los preciosos segundos.
Después, como si se le hubiese ocurrido alguna cosa, se volvió con una sonrisa, e
inclinándose hacia Garvin lo dijo:
—Únicamente conteste a esta pregunta y conserve una sonrisa en su rostro. ¿Le
telefoneó usted a Ethel Garvin?
Garvin trató de sonreír, pero no pudo.
—Mason, escúcheme. Yo le telefoneé. Salí afuera al jardín, me metí en el coche y
marché allá. Ese hombre ha dicho la verdad. Pero Lorraine está decidida a insistir en
su coartada. Se despertó y se dio cuenta de que yo me había ido. Dijo lo que había
hecho porque…
Mason lo interrumpió para decir:
—No hable tan de prisa. Ni hable tanto. Ahora, acomódese en su asiento como si
fuera un hombre sin ninguna preocupación en el mundo. Le volveré a hablar dentro
de un minuto.
Mason se arrellanó nuevamente en su silla, miró con naturalidad alrededor de la
Sala de Justicia, como si estuviera buscando a Della Street, después volvió a mirar el
reloj, bostezó otra vez y de nuevo se volvió a Garvin y le dijo:
—Bien. Dígame el resto.
—Fui allí para encontrarme con ella, Mason, pero no apareció. Esperé un rato y
después fui a la carretera que conduce a la casa de Hackley. Estacioné allí mi coche y
exploré las inmediaciones. Después, un endemoniado perro me oyó y empezó a
ladrar. Cuando se hubo callado, regresé otra vez al camino de la casa. El coche de
Ethel salía en ese momento por el camino. Lo reconocí. Lo que no pude ver es si ella

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iba sola o acompañada.
»Corrí para volver de nuevo a mi coche y me encontré con que me había perdido.
Me llevó casi un cuarto de hora el llegar hasta donde estaba mi coche. Entonces fui al
sitio que había convenido con ella. El coche estaba allí. Y ella estaba dentro, muerta.
Fui lo suficientemente inteligente para no acercarme demasiado al coche ni tocar
ninguna de las cosas y no dejé huellas. Después, regresé a Tijuana.
—¿Y qué hora era cuando llegó usted allí? —preguntó Mason.
—No lo sé. No miré mi reloj, pero le dije a Lorraine que me encontraba metido
en un lío. La desperté para contarle lo sucedido. Le dije que tenía que
proporcionarme una coartada. Esa es la verdadera historia Mason. Siento haberle
mentido, yo…
De pronto se produjo un súbito movimiento y un crujir de sillas cuando los
espectadores se levantaron. El juez Minden subió a su estrado y se sentó. Los ruidos
de movimientos y de sillas causaron alguna confusión momentánea mientras los
espectadores se volvían a acomodar en sus asientos.
—Le pagaré lo que sea, Mason. Añadiré diez mil dólares, o veinte mil, o… —
susurró Garvin.
—No tiene usted ni la mitad del dinero suficiente para pagar por lo que ha hecho
—le susurró con furia Mason—. Usted me ha traicionado, pero yo no le traicionaré.
Y ahora, siéntese otra vez, y, ¡demonio!, cállese.
—¿Quién es su próximo testigo? —preguntó a Covington el juez Minden.
Covington llamó a Mortimer Irving.
Irving se dirigió al estrado de los testigos. Evitó encontrarse con los ojos de
Covington, y sorprendió los de Mason por un momento, se sonrió tímidamente, y
después se acomodó en la silla de los testigos.
Dio la información estadística relacionada con su nombre y dirección al relator
del Tribunal, y después miró como Hamlin Covington se levantaba de su silla y a
grandes pasos y en forma impresionante se acercaba a él.
—En la madrugada del 22 de setiembre de este año, ¿tuvo usted ocasión de viajar
por la carretera entre La Jolla y Oceanside, y pasar por un punto poco más o menos a
unas dos millas al sur de Oceanside?
—Sí, señor.
—¿A qué hora?
—A eso de las doce y cincuenta de la madrugada.
—Le pido que ahora se fije en el plano que ha sido presentado como prueba fiscal
A —dijo Covington—. ¿Puede usted orientarse en ese plano, es decir, puede usted
mirarlo y comprender lo que es y lo que indica?
—Sí, señor.
—¿Está usted familiarizado con la zona de la cual ese plano es una reproducción
a escala?
—Sí, señor, lo estoy.

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—¿Puede usted señalar en ese plano algo poco corriente, que haya visto usted en
esa ocasión, cuando viajaba por la carretera principal entre La Jolla y Oceanside?
—Sí, señor.
—Por favor, hágalo.
Irving caminó hasta el plano y señalando con un dedo un punto, dijo:
—En este lugar, exactamente, vi estacionado un automóvil.
—¿Y vio alguna cosa poco usual en ese automóvil? —le preguntó Covington.
—Sí, señor, estaba estacionado allí con las luces encendidas, y por todo lo que yo
pude ver, no había nadie dentro de él.
—¿Y qué hora era, lo más aproximadamente que recuerde?
—Eran, aproximadamente, las doce y cincuenta minutos.
—¿Hizo usted algo con objeto de examinar ese coche?
—Sí, señor.
—¿Qué hizo?
—Paré mi coche. Enfoqué mi reflector móvil hacia ese coche, mirando bien. Yo
pensé que quizá…
—No importa lo que usted pensase. Díganos únicamente lo que hizo.
—Sí, señor. Enfoqué mi reflector y miré con sumo cuidado para ver si había
alguien dentro del coche.
—¿Y observó usted el número de matrícula del automóvil?
—Entonces, no, señor.
—¿Podría describirnos ahora el coche?
—Sí, señor. Era un automóvil convertible de color canela. Y era un coche grande.
La capota estaba echada y las luces encendidas. Y según recuerdo, los lados de las
ruedas eran blancos.
—Estaba alguna puerta del coche abierta.
—No, señor. Las puertas estaban todas cerradas.
—Señor Irving, le voy a preguntar a usted si desde entonces tuvo usted ocasión de
ver el automóvil de Edward Charles Garvin, el acusado en este caso.
—Sí, señor, la tuve.
—¿Puede usted decirnos si era o no el mismo automóvil que vio usted allí
estacionado en aquella ocasión?
—Era un automóvil muy parecido a ése.
—Muchas gracias. Eso es todo. Puede usted repreguntar, señor Mason.
Covington, con paso largo, regresó a su sitio y se sentó.
—Dos días después, y mientras esto estaba todavía fresco en su mente, señor
Irving, habló usted conmigo sobre lo que usted había visto, ¿verdad? —preguntó
Mason.
—Si eso es una pregunta acusadora —dijo Covington—, me opongo a esa
pregunta por…
—No es una pregunta acusadora. Simplemente le pregunto si él había tenido una

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conversación conmigo. La pregunta puede ser contestada sí o no.
—¿Tuvo usted alguna conversación con el señor Mason? —le preguntó el juez
Minden—. Conteste únicamente sí o no.
—Sí.
—Y después de esa conversación, ¿fue usted conmigo por la carretera señalada en
ese plano?
—Sí, señor.
—Y entonces había allí un automóvil con el número de matrícula 9Y6370,
estacionado en esta posición ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Y usted en esa ocasión identificó ese automóvil con el número de matrícula
9Y6370 del Estado de California como el mismo automóvil que había visto allí a las
doce y cincuenta minutos del día 22 de setiembre de este año?
—Bueno, yo no lo identifiqué. Dije que era parecido al automóvil que había visto.
—¿Este automóvil al que yo me estoy refiriendo ahora es un convertible color
canela?
—Sí, señor.
—¿Y usted lo observó cuidadosamente?
—Sí, señor.
—¿Y en esa ocasión, en ese sitio, no identificó usted ese automóvil como el
mismo que usted había visto?
—Bueno, yo dije que pensaba que era el mismo que yo había visto.
—¿Así es que entonces usted lo pensó?
—Sí, señor.
—¿Y no piensa usted ahora así?
El testigo se pasó los dedos por el pelo y dijo:
—Bueno, yo le digo a usted la verdad, yo…
—Para eso es para lo que está usted aquí —le dijo Mason al testigo
interrumpiéndolo—. Para decir la verdad.
—Bien, desde luego, yo no pude hacer una identificación positiva del coche que
vi allí esa noche. Yo pude únicamente decir que se parecía, en general, a ese coche
que estaba allí; yo…
—Usted no está contestando a mi pregunta —dijo Mason—. ¿Pensó usted en esa
ocasión en que estaba conmigo que ese coche al que yo me he referido era el mismo
coche que usted había visto allí, verdad?
—Bueno, desde luego, yo no puedo identificar un automóvil en forma absoluta,
cuando solamente lo vi de noche y…
—Conteste únicamente a la pregunta —dijo Mason—. ¿Dijo usted en esa ocasión,
cuando estaba conmigo, que creía que ése era el coche que usted había visto?
—Sí, señor, lo dije —contestó sin pensarlo el testigo.
—Y ahora —dijo Mason—, en este momento, cuando el asunto no está tan

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reciente en su mente como entonces, ¿quiere usted que este Jurado crea que ha
cambiado de opinión?
—Bueno, es que yo me doy cuenta ahora de que no podía identificar ningún
coche de manera positiva y absoluta.
—Específicamente —dijo Mason—, ¿qué es lo que ha ocurrido entre la ocasión
en que usted identificó el coche cuando estaba conmigo dos días después de haberlo
visto usted y el momento presente que lo hiciera cambiar de opinión?
—Yo no dije que cambiara de opinión.
—Bueno, usted ha cambiado, ¿sí o no? —dijo con violencia Mason.
—Bien, pues no sé si he cambiado.
—En otras palabras —dijo Mason—, ¿cree usted todavía que el coche que vio
dos días después de lo ocurrido, con el número de matrícula 9Y6370, era el mismo
coche que había visto usted allí el 22 de setiembre, a las doce y cincuenta minutos,
verdad, señor Irving?
—Bueno —confesó Irving—. Tengo que admitir que he estado pensando cuán
imposible tenía que ser que yo pudiera hacer una identificación la primera vez que vi
el coche estacionado allí.
—¿Qué le hizo a usted admitir la imposibilidad de hacer una identificación?
—Estuve pensando en el asunto y…
—Específicamente, señor Irving, usted declaró que lo habían inducido a estimar
la imposibilidad de haber hecho una identificación así. Dígame, ¿quién lo indujo? —
insistió Mason.
—Bueno, no lo sé. Pudo ser la forma en que yo medité sobré estas cosas.
—Alguien lo indujo a usted —dijo Mason—. ¿Quién fue?
—Yo no he dicho que alguien me indujera.
—Usted dijo que había sido inducido. ¿Quién lo indujo?
—Yo…, bueno, tuve varias conversaciones con el señor Covington, el fiscal del
Distrito.
—En otras palabras, que el señor Covington lo indujo a usted a creer que no
podía hacer una positiva identificación del coche que había visto allí esa noche. ¿Es
eso lo que ocurrió?
—Bien, yo no sé qué me expresara en esa forma.
—Soy yo quien lo está expresando en esa forma —dijo Mason—. Conteste a la
pregunta. ¿El señor Covington lo indujo a usted a la creencia de que no podía
identificar el coche en aquellas circunstancias?
—Oh, Señoría, me opongo a ese interrogatorio. Al fin y al cabo, estas
preguntas…
—Rechazada la objeción —dijo violento el juez Minden.
Irving dudó.
—Conteste a la pregunta —dijo Mason.
—Bueno, creo que lo hizo.

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—Eso es todo —dijo sonriendo Mason.
—Que comparezca Harold Otis —ordenó Covington.
Otis, un joven bien formado, llegó al estrado de los testigos, dio su nombre y
dirección al relator del Tribunal, y contestando a las preguntas de Covington, declaró
que estaba empleado en una estación de gasolina en Oceanside, y que había estado
trabajando allí el veintiuno de setiembre, desde las cuatro de la tarde hasta
medianoche; que poco antes de haber abandonado el trabajo había visto al acusado,
Edward Garvin; que el acusado había ido a la estación de gasolina en un automóvil
convertible, del cual el testigo había anotado el número de licencia, y que había
llenado de gasolina el depósito del coche, a requerimiento del señor Garvin, y le
había lavado el parabrisas; que mientras estaba haciendo estas tareas en el coche de
Garvin, éste se había mostrado exageradamente nervioso y excitado, que había
paseado de un lado a otro y se detenía en la acera desde donde podía observar los
automóviles que venían del Sur por la carretera.
Covington le enseñó una fotografía del coche de Edward Garvin y el testigo lo
identificó como siendo el coche que Garvin iba conduciendo la noche en cuestión.
Identificó el número de licencia, y también hizo la identificación de la marca y el
modelo y el año del coche.
—¡Repregunte! —le dijo triunfalmente Covington a Perry Mason, y con paso
largo, fue a sentarse al lado de Samuel Jarvis, junto a la mesa de la acusación.
—Después de atender usted al coche, ¿qué hizo la persona que lo conducía? —
preguntó Mason.
—Se marchó.
—¿En qué dirección?
—En dirección Norte.
—¿Hacia Los Angeles?
—Sí.
Mason sonrió enigmáticamente, como si esta información estuviese destinada a
hacer naufragar el caso de Covington.
—¿Y no lo vio usted pasar de regreso, verdad?
—Hay cientos de coches que cruzan a esa hora frente a la estación. Yo no trato de
comprobar todos los coches que utilizan la carretera.
—Ciertamente que no —dijo Mason—. Pero usted no vio ese automóvil regresar,
por esa carretera, ¿verdad?
—No, señor, no lo vi, pero…
—No importan las razones —dijo Mason—. Yo simplemente le estoy
preguntando si usted vio o no regresar ese automóvil.
—No, señor.
—Y —anunció triunfante Mason, alzando un dedo señalando al testigo— usted
salió del trabajo a las doce de esa noche, ¿verdad?
—Sí, señor.

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—Entonces, si ese coche hubiera regresado después de medianoche, mucho
después de medianoche, por ejemplo a las tres de la madrugada, usted no hubiera
estado allí para verlo, ¿verdad?
—Ciertamente que no; pero yo no lo hubiera visto de ninguna forma. Yo no me
fijo en los coches que pasan por la carretera. Eso no es cosa mía.
—¿Qué quiere usted decir? —dijo Mason—. ¿Que usted nunca presta atención a
los coches que pasan por la carretera?
—Bueno, no los observo particularmente.
—Naturalmente —dijo Mason—. Pero usted se fija de vez en cuando en los
automóviles que cruzan por la carretera, ¿verdad?
—Bueno, creo que sí, que así es.
—Entonces —dijo Mason—, si su atención fue atraída por ese automóvil fue
porque usted pensaba que el conductor estaba muy nervioso y excitado. ¿Fue por
eso?
—Bueno, yo me fijé porque creí que él estaba buscando…
—No importan las conclusiones que usted sacó —dijo Mason—. Simplemente,
conteste a la pregunta. Su atención fue atraída en particular hacia ese automóvil,
porque el conductor estaba muy nervioso y excitado. ¿Es verdad?
—Sí, señor.
—¿Y usted observó con todo cuidado el automóvil?
—Sí, señor.
—¿Y por eso pudo recordar usted el número de la licencia?
—Sí señor.
—Habiendo observado ese coche de esa forma, si usted lo hubiera visto otro vez
tendría forzosamente que haberlo reconocido, ¿verdad?
—Bueno, quizá sí.
—Y si ese coche se hubiera ido desde su estación de gasolina a Los Angeles y no
hubiera regresado hasta las tres de la madrugada, de forma que el acusado no hubiera
podido estar por allí cerca de la escena de ese crimen a la hora en que el asesinato
estaba siendo cometido, usted no se hubiera podido dar cuenta de ello, ¿verdad?
—Bueno…
—Sí, o no —dijo Mason.
—Bueno, no.
—Eso —anunció triunfalmente Mason— es todo.
Covington miró a Mason como a un enigma; después, se levantó despacio, pues
estaba tratando en vano de disimular que el hecho de que Mason hubiese sugerido la
coartada de Los Angeles para Garvin, lo tenía preocupado.
—Señoría —dijo—, yo había proyectado dar por terminado mi caso, poco
después de que fueran presentados los informes de la Compañía de Teléfonos
referentes a esa llamada de larga distancia a Ethel Garvin, desde Tijuana, pero me
gustaría tener quizá la oportunidad de llamar a un testigo más, el cual no está, por el

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momento, disponible inmediatamente. Si fuera posible para mí el conseguir un
aplazamiento del juicio hasta mañana por la mañana…
El juez Minden sacudiendo la cabeza, dijo:
—Creo que es una petición carente de base alguna, a menos, desde luego, que el
defensor consienta en ella.
—No, Señoría, nosotros queremos que ese caso se desarrolle tan rápidamente
como sea posible —dijo Mason.
—Pero, Señoría —insistió Covington—, hay una interesante cuestión, de cierta
considerable importancia, la cual no estoy ahora en libertad de explicarla.
Mason, levantándose, dijo con súbita afabilidad:
—Muy bien. Consentiremos en un aplazamiento. Siga adelante. Y si usted cree
que puede encontrar pruebas para demostrar que este acusado estaba en las
inmediaciones del lugar del crimen a la hora en que fue cometido, nosotros queremos
ayudar a que lo demuestre. Así, pues, consentiremos en el aplazamiento.
Y dicho eso, Mason se sentó.
—¡Lo he probado ya! —disparó Covington—. ¿Qué más quiere usted? He
demostrado que él era…
—¡Caballeros, ya es bastante! —dijo, golpeando con el mazo sobre la mesa, el
juez Minden—. En vista del hecho de que el abogado defensor ha consentido en el
aplazamiento, la sesión queda suspendida hasta mañana a las diez de la mañana, y
durante este tiempo, el Jurado deberá recordar las advertencias de este Tribunal. No
deberán hablar sobre el caso; y tampoco deberán leer los periódicos; ni formar
expresa opinión del caso; ni permitir a persona alguna que lo discuta en su presencia.
La vista queda aplazada.
Mason se levantó y esforzóse por llegar en seguida adonde se hallaban Paul
Drake y Della Street esperándole, y les susurró:
—¡Caramba, eso fue una suerte! Ciertamente, yo deseaba ese aplazamiento; pero
estaba con temor de confesarlo así. El fiscal del Distrito me lo colocó justamente en
el ojal de la solapa.
—Mejor será que vigiles a ese muchacho —dijo Drake—. Es peligroso. Y anda
buscando algo.
—Está preocupado —dijo Mason, y después añadió—: Pero, no lo está ni la
mitad de lo que lo estoy yo. Sin embargo —continuó—, hay una cosa que vamos a
hacer ahora mismo.
—¿Qué es? —preguntó Drake.
—Ese testigo Irving —dijo Mason—. Le convencí de que hiciera una
identificación de mi coche.
—Ese fue un truco bueno e inteligente —dijo Drake.
—Puede que haya sido demasiado inteligente.
—¿Qué quieres decir, Perry?
—Vamos a ver mi coche. Ese hombre, Irving, es un testigo honrado —dijo

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Mason.
Mason fue delante hacia su coche, que estaba estacionado, abrió la puerta y
empezó a mirar todo en el interior con sumo cuidado.
—Échale una ojeada a la esterilla delantera, para los pies, Paul —dijo.
—¿Qué demonios quieres comprobar? —preguntó Drake—. ¿Quieres decir
que…?
Mason, repentinamente, lanzó una exclamación, hallándose inclinado sobre el
coche, y después comenzó a tirar de la esterilla de goma.
—¿Qué es eso? —preguntó Drake.
Mason señaló una motita parda.
—Paul —dijo con gran excitación—. Tenemos que llevar esto al mejor
laboratorio de investigación criminal disponible. Vamos a saber si esto es sangre
humana.
—¡Sangre humana! —exclamó Della Street.
—Exactamente —dijo Mason.
—¿Qué diablos te estás proponiendo con eso? —preguntó Drake.
Mason dijo excitado:
—Estoy apuntando a los hechos reales del caso. Mortimer Irving estaba diciendo
la verdad. Mi coche fue el que él vio estacionado allí.
—¿Tu coche?
—Seguro —dijo Mason—. Recuerda que Garvin se metió en su coche y se
marchó. Mi coche estaba estacionado allí al lado. Las llaves de mi coche estaban en
el cajón de la oficina del hotel.
Drake soltó un suave silbido.
Della Street dijo:
—Entonces, tú quieres decir…
—Yo quiero decir —le interrumpió Mason— que no hubo nada que le impidiese
a Lorraine Garvin el levantarse, vestirse, tomar mi coche y llevárselo por la carretera
de la costa, matar a Ethel Garvin y después conducirlo de regreso a Tijuana. En otras
palabras, que ese revólver estuvo realmente todo el tiempo en el departamento para
los guantes. Y que cuando Lorraine lo abrió para buscar los lentes para el sol, de
Garvin, encontró allí el revólver. No dijo una sola palabra. Tomó los lentes para el
sol, de Garvin, y en la primera oportunidad que tuvo sacó ese revólver y lo metió en
su bolso.
Drake miró a Mason y abriendo la boca con asombro dijo:
—¡Que me maldigan!
—Y ahora —dijo Mason— lo único que tenemos que hacer es encontrar la forma
de probar todo esto, y tiene que ser hecho en muy pocas horas. Vámonos, Paul, que
vas a tener mucho trabajo.

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Capítulo 19

En el departamento de Perry Mason, en el Hotel Grant de los Estados Unidos, en


San Diego, Lorraine Garvin miraba desde el otro lado de la mesa al abogado. Sus
ojos estaban saturados de desesperación, coléricos y desafiantes.
Mason se hallaba sentado en una butaca y a su derecha se encontraba Paul Drake,
observando a la muchacha con ojos perspicaces, mientras Della Street anotaba en su
libreta de taquigrafía cada palabra que aquélla decía.
—Le digo usted que yo no salí de aquel hotel —dijo desesperadamente Lorraine.
Los ojos de Mason eran fríos y duros.
—Usted tiene que haber salido de aquel hotel —dijo—. De todas las personas que
se encontraban allí, solamente había dos que pudieran estar interesadas en Ethel
Garvin: usted y su esposo.
»Y ahora, gracias al testimonio que ha sido obtenido por el fiscal del Distrito,
podemos probar que su esposo se levantó de la cama, se metió en su propio coche y
se marchó. No hubiera sido posible para él cambiar de automóviles. Fue visto allí a
una hora que indica, sin lugar a equivocación, que iba conduciendo su propio coche
desde el momento que salió del Hotel Vista de la Mesa, en Tijuana. Entonces, aquí
tenemos lo que sucedió. Usted sabía lo que él iba a hacer. Lo había estado discutiendo
con usted. Y cuando se fue, usted sabía que iba a ver a su ex esposa. Usted sabía que
se encontraba en la posición de una esposa bígama, hasta que pudiera eliminarla y
celebrar una ceremonia legal de matrimonio.
Los labios de ella estaban apretados formando una línea firme.
—No voy a estar sentada aquí hablando con Usted por más tiempo. Me voy a ver
a mi abogado.
—Creo que hará usted mejor —dijo Mason—. Usted sabe lo que sucedió. Usted
se levantó, se vistió de prisa, fue a la oficina del hotel, consiguió las llaves de mi
coche, se metió en él, cruzó la frontera y lo guió en la noche como un murciélago
endemoniado. Se adelantó a su esposo antes de que él hubiese hecho la mitad del
camino a Oceanside. Se puso en contacto con Ethel, la asesinó…
—¡Le digo a usted que yo no lo hice!
—Y yo le digo a usted que tiene que haberlo hecho. No le importó mucho la
forma en que consiguió ponerla fuera del camino para lograr que su esposo quedase
libre y se volviera a casar con usted, y no le importó que se sospechara que él había
cometido el crimen y lo mandaran a la cámara de gas, que es precisamente lo que está
usted tratando de hacer ahora con su falsa coartada.
La muchacha se levantó, echó la silla para atrás y dijo:
—Nadie puede forzarme a estar aquí escuchando esos insultos. Mi esposo me
pidió que mintiera para darle una coartada. Y yo lo hice. Y ahora voy a consultar con
un abogado que quiera representarme.

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En silencio, contemplaron como ella a grandes pasos cruzaba el cuarto y salía,
cerrando la puerta tras sí de un golpe.
—Al fin, sabemos lo que sucedió; pero no tenemos manera de probarlo. Esa
sangre puede haber sido puesta allí en cualquier ocasión. Todo lo que el fiscal del
Distrito tiene que hacer es adoptar el criterio de que nosotros la pusimos allí
cortándonos un dedo, o consiguiendo unas pocas gotas de sangre humana y
echándolas en la esterilla de goma —dijo Mason.
—Entonces, ¿qué puede suceder? —preguntó Della Street.
—Entonces —dijo Mason—, puede suceder que nuestro caso entero contra
Lorraine Garvin resulte un desastre y que estemos vencidos.
Mason se levantó y se puso a pasear por el cuarto, con el ceño fruncido.
Después, repentinamente, se detuvo y miró a Paul Drake.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Drake.
—Hay otra posibilidad que tenemos que explorar. Paul.
—¿Cuál es?
—Esto se ha desarrollado tan endemoniadamente de prisa, Paul, que no tenemos
tiempo de pensar en conclusiones lógicas; no obstante, cuando uno llega a este punto,
se pregunta: ¿Cómo podía Lorraine Garvin ponerse en contacto con Ethel?
—Bueno, es cosa segura de que en alguna forma lo consiguió —dijo Drake.
—Agarra tu sombrero —dijo Mason—. Vámonos. Vamos a ir a Tijuana. Coge tu
libreta de taquigrafía, Della.
Los otros dos siguieron a Mason al garaje; Mason se puso al volante de su coche
y velozmente se dirigieron a Tijuana. Encontraron a la señora Inocente Miguerinio
rodeada de periódicos y arrellanada en una butaca detrás del escritorio del hotel. Su
rostro estaba resplandeciente al darse cuenta de que el asunto del juicio del millonario
dueño de minas que ella había tenido hospedado en su hotel resultaba un gran
negocio de propaganda gratuita para su establecimiento.
—Buenas tardes, señora —dijo Mason.
—Buenas tardes, señores, y usted también, señorita —dijo sonriendo—. ¿Qué tal
va el caso? Ha conseguido usted la absolución para su cliente ¿no?
—No —dijo Mason—. Vengo a hacerle un par de preguntas referentes a aquel
último cuarto que alquiló la noche del asesinato. ¿A quién se lo alquiló?
—Fue a una señorita muy agradable, muy dulce y con muy bonitas curvas —y la
señora Miguerinio hizo con sus manos dos movimientos en forma que indicaban las
curvas de un cuerpo femenino.
—¿De qué color era el pelo? —preguntó Mason.
—De un rubio precioso. De ese rubio que es como platino, ¿no?
—¿Se inscribió? ¿Qué nombre dio?
—Voy a ver el registro —dijo la señora Miguerinio, y volviendo las páginas del
libro, continuó—: Era la señorita Carlota Delano, de Los Angeles.
—¿A qué hora llegó?

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—No sé la hora, señor. Al fin y al cabo, aquí en México nosotros no le damos
mucha importancia al tiempo, como hacen ustedes los yanquis. Era exactamente
momentos antes de que yo apagara las luces para irme a la cama.
Mason se volvió a mirar a Paul Drake con ceñuda concentración.
—¿Qué diablo —preguntó Drake— estás tratando de averiguar?
—Déjame considerar el elemento tiempo, Paul. Yo salí de mi cuarto y fui al de
Edward Garvin. Durante el tiempo que estuve en su cuarto, la señora Miguerinio tuvo
que haberle alquilado el último que tenía libre a esa señorita rubia. Después, apagó
las luces y se fue a la cama. Cuando regresé a mi cuarto, las luces estaban
apagadas…, pero una muchacha estaba en la cabina telefónica haciendo una llamada.
Y según recuerdo ahora, había algo significativo en relación con esa llamada.
Entonces, es razonable suponer que la mujer que estaba haciendo la llamada por
teléfono fuera la misma mujer a quien la señora Miguerinio le había alquilado el
último cuarto.
—Sí, sí, señor, era ésa, pues ella me preguntó dónde estaba el teléfono y si podía
hacer una llamada a Los Angeles.
—Bueno, entonces —le dijo Mason a Drake—, suponte que esa mujer era
realmente nuestra misteriosa amiga, la del revólver, las piernas bonitas y la costumbre
de esconderse en la escalera de salvamento. Suponte que era Virginia Bynum
llamando a Los Angeles, para recibir instrucciones. Vamos, Paul, tenemos que
averiguar lo de esa llamada telefónica.
Cuarenta minutos más tarde tenían la contestación. La llamada había sido hecha a
las nueve y cincuenta y cinco. Una mujer, que dio el nombre de señorita Virginia
Colfax, había llamado a Frank C. Livesey, a Los Angeles.
Drake, mirando a la hoja de papel que contenía la información, lanzó un ligero
silbido.
Mason, sonriendo, dijo:
—Muy bien, Paul. Ahora empiezo a ver claro. Creo que ya se quien se apropió de
mi automóvil.

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Capítulo 20

Garvin conducido a la repleta Sala de Justicia por el auxiliar del sheriff encargado
de su custodia, le susurró airadamente a Mason:
—¿Qué demonio es eso que está usted tratando de fraguar contra mi esposa?
—Cállese —le ordenó contundente Mason.
—No quiero soportar eso —dijo Garvin—. Voy a pedir permiso al Tribunal para
nombrar a otro abogado que le sustituya a usted. Demonio, Mason, usted no puede…
El juez Minden entró, y golpeando con el mazo sobre su mesa, puso orden en la
repleta sala, en la cual estaba ocupado hasta el último asiento, así como cada pulgada
de espacio para permanecer de pie.
—El Pueblo contra Garvin —dijo el juez Minden—. ¿Están ustedes listos para
proceder, caballeros? ¿Y está comprobado que el acusado está en la sala y que los
miembros del Jurado están todos presentes?
—Está comprobado —dijo Mason.
—Está comprobado —concordó Covington.
El juez Minden miró a Covington y éste comenzó a ponerse en pie, pero antes de
que tuviera tiempo para dirigirse al Tribunal, Mason dijo rápidamente:
—Con la venia del Tribunal, hay una o dos preguntas que me gustaría hacerle a
Frank C. Livesey. ¿Se me permitirá volverlo a llamar para un interrogatorio
adicional?
—¿Sobre qué quiere usted repreguntarle? —dijo con mofa Covington—. Fue
llamado únicamente en forma rutinaria, en relación con el hecho de haber tenido el
revólver en sus manos.
—Entonces, ciertamente no habrá objeción alguna por parte del fiscal del Distrito
a que vuelva a ser llamado —sonrió Mason.
—No hay ninguna objeción —dijo Covington.
—Señor Livesey, comparezca en el estrado otra vez, para un interrogatorio
adicional —ordenó el juez Minden.
Livesey se levantó de su asiento al fondo de la sala y se dirigió al estrado de los
testigos, con el rostro contraído en una mueca.
Mason esperó hasta que Livesey se hubo sentado y después le preguntó
súbitamente:
—Señor Livesey, ¿conoce usted a Virginia Bynum?
Livesey, con el ceño fruncido, replicó:
—Ya le he dicho a usted antes, señor Mason, que conozco a mucha gente y que
yo…
—¿Sí o no? —preguntó Mason—. ¿La conoce usted, sí o no?
Livesey miró a los ojos de Mason, tratando de salir del aprieto, y con desgana
contestó:

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—Sí, la conozco.
—Bueno —dijo Mason—. Conteste a esta pregunta con un sí o con un no. ¿Tuvo
usted o no la tuvo una conversación por teléfono con Virginia Bynum poco antes de
las diez de la noche del veintiuno de setiembre de este año?
Covington, repentinamente, se había levantado y su expresión era de perplejidad;
pero su instinto como abogado de los Tribunales le hizo darse cuenta de que alguna
dramática revelación estaba a punto de producirse, algo súbito que no podía ser de
buen presagio para su parte en el juicio.
—Señoría —dijo—. Este no es un interrogatorio de rutina. Esto va ya demasiado
lejos. Está penetrando en cuestiones que no fueron señaladas en el interrogatorio
directo.
—Es con la intención de mostrar el interés personal del testigo en el proceso —
dijo Mason.
—Bueno —dijo dudoso el juez Minden—. El parecer del Tribunal es que la
pregunta ciertamente tiene demasiado alcance, pero el defensor debe disponer del
más amplio margen en un caso de esta clase, cuando se trata de demostrar el interés
personal o parcialidad: Yo rechazo la objeción y autorizo esa pregunta, pero le
advierto al defensor que no pienso permitir ninguna «expedición de pesca».
—Yo no estoy «pescando» —dijo Mason.
—Muy bien, conteste a la pregunta, señor Livesey.
Livesey, cambiando de posición en la silla de los testigos, miró suplicante a
Covington y se pasó la mano por la calva.
—Sí, o no —inquirió con vigor Mason—. ¿Tuvo usted esa conversación, o no la
tuvo?
Livesey aclaró su garganta y empezó a decir algo, pero después se detuvo
pensativamente.
—¿La tuvo usted, o no? —dijo terminantemente Mason.
—Sí —dijo después de un momento de duda Livesey.
—Sí —repitió Mason—. ¿Y a esa hora, cuando tuvo lugar esa conversación,
Virginia Bynum estaba en Tijuana, verdad?
—Oh, me opongo a esa pregunta. Señoría —dijo Covington—. Eso sencillamente
exige una conclusión por parte del testigo. Él no puede saber desde qué lugar era
llamado. Todo lo que posiblemente puede saber es lo que la otra parte le dijo, y eso,
legalmente, sería considerado como un rumor.
—Aceptada la objeción —dijo el juez Minden; pero estaba inclinándose por
encima del borde de la tribuna y miraba a Livesey pensativamente.
—¿Y a esa hora, le dio usted por teléfono a Virginia Bynum instrucciones
concretas? ¿Le dijo usted que tomara mi automóvil, que se encontraba estacionado
allí, en el Hotel Vista de la Mesa, y que lo llevara a Oceanside?
—Oh, Señoría —dijo Covington—. Esto ya llegó demasiado lejos. Si el señor
Mason quiere convertir al señor Livesey en su propio testigo, ésa es otra cuestión;

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pero yo únicamente llamé al señor Livesey en relación con una cuestión de rutina,
y…
—Sin embargo, esto puede mostrar la parcialidad e interés personal del testigo
por el resultado de este juicio —dijo el juez Minden—. Y puedo añadir que el
Tribunal está muy interesado en oír la contestación a esa pregunta. Contéstela, señor
Livesey.
Las manos de Livesey estaban acariciando su calva, ahora con rítmica
regularidad.
—¿Sí o no? —preguntó Mason—. ¿Le dio usted a ella esas instrucciones
concretas?
Livesey, sentado en la silla de los testigos y manteniendo su mano moviéndose
lenta y rítmicamente sobre su cabeza, la bajó hasta el cuello y después la volvió
nuevamente a la calva.
El silencio en la Sala de Justicia era siniestro y tenso.
No hubo respuesta.
—Conteste a la pregunta —ordenó contundente el juez Minden.
De pronto, Livesey se volvió al juez y dijo:
—Me niego a contestar a esa pregunta, sobre la base de que la respuesta puede
incriminarme.
Le llevó al juez Minden más de un minuto el imponer silencio en la Sala. Cuando
al fin lo logró, dijo:
—El Tribunal suspende la sesión por quince minutos. Al final de esta suspensión,
el número de espectadores que puedan volver a la sala será estrictamente el del
mismo número de sillas que haya disponibles. Y a la primera señal de desorden que
se produzca en la Sala, ésta será desalojada de todos los espectadores. El Jurado
prestará atención a las advertencias que le fueron dadas anteriormente por el
Tribunal. Se suspende la sesión por quince minutos.
Mason sonrió hacia Paul Drake y le dijo:
—Las cosas empiezan a resultar mejor, Paul.
—Demonio, si resultan —dijo Drake.

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Capítulo 21

Cuando el Tribunal se reunió de nuevo y Livesey volvió a comparecer en el


estrado de los testigos, amplió las declaraciones que había hecho anteriormente con la
lectura de una hoja de papel que tenía en la mano.
Este testigo dijo:
—Quiero declarar que ahora he consultado a un abogado. Por consiguiente, he
sido aconsejado que no respondiese a ninguna pregunta concerniente a cualesquiera
relaciones mías con Virginia Bynum, y así, pues, me niego a contestar nuevas
preguntas alegando que las respuestas podrían resultar incriminatorias para mí.
Covington, poniéndose en pie, protestó vehementemente y dijo:
—Señoría, esto tiene toda la marca de algo fraguado en muy baja escala. Al hacer
que un testigo se niegue a contestar a las preguntas, se está realizando un intento para
llevar al Jurado a creer que este hombre puede hallarse mezclado en el asesinato de
Ethel Garvin. Y yo hago constar que esto no es más que una trampa barata.
—Usted hizo esa acusación —dijo Mason—. Ahora, siga adelante y pruébela.
—Yo no puedo probarla. Usted lo sabe bien. Esta cuestión me ha tomado por
sorpresa.
El juez Minden golpeó con su mazo sobre la mesa y dijo:
—Los abogados deben abstenerse de personalizar en sus discusiones. El Tribunal
se encuentra ante una situación en extremo singular.
—Yo diría también que es en extremo singular —intervino irritado Covington—.
Es demasiado singular. Personalmente, a mí me ocurre que tengo razones para creer
que todo esto no es sino una simple cuestión de trampería. Virginia Bynum estaba en
el exterior en la escalera de salvamento de incendios, observando las oficinas de la
«Compañía Garvin de Exploración y Explotación de Minas», en el momento en que
el abogado alega ahora, cuando menos por inferencia, que ella estaba en Tijuana. Sin
embargo, al hacer esas manifestaciones ante el jurado en la forma de preguntas
altamente significativas e inductoras y haciendo después que un testigo realmente
amistoso para él se niegue a contestar las preguntas bajo el alegato de que las
respuestas pueden, incriminarlo a él, el abogado defensor ha lanzado una verdadera
cortina de humo en el camino de la acusación.
»El Jurado está predispuesto, así, pues, a atribuir significación indebida a lo que
el testigo está diciendo. Y yo proclamo que todo eso no es más que una trampa
deliberada. Recuerden ustedes que este hombre debe el puesto que ocupa en la
Compañía —y permanecerá en ella— al capricho del acusado. Cuando llegue el
tiempo en que todo el humo se haya disipado, entonces probablemente aparecerá que
todo este asunto fue muy cuidadosamente ensayado; que el único crimen que Livesey
pudiera posiblemente haber cometido, es el de correr en un automóvil a excesiva
velocidad, o cualquier otro delito de relativamente menor cuantía, el cual, aun siendo

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técnicamente un delito, no tiene relación alguna con el caso que nosotros estamos
investigando aquí.
»Esta farsa barata, está enteramente emparejada con…
—Un momento —interrumpió Mason—. Si usted continúa haciendo esas
acusaciones, voy a hacerle entera responsable y personalmente por ellas. Usted…
—Caballeros —interrumpió el juez Minden—. Nosotros tendremos que suprimir
enteramente, y de una vez por todas, las personalizaciones, y no permitiré ninguna
especulación más en cuanto a las razones que haya tenido el testigo para la
declaración que hizo. Señor Livesey, debo entender que usted va a negarse a contestar
a toda pregunta más concerniente a Virginia Bynum.
—Sí, señor.
—¿Y qué hay sobre lo que ocurrió en la noche del 21 de setiembre y en la
madrugada del 22 de setiembre? ¿Va usted a contestar a esas preguntas?
—Me niego a contestar a cualesquiera preguntas relacionadas con lo que ocurrió
en la madrugada del 22 de setiembre en razón de que tales respuestas pueden
incriminarme.
—Yo quiero un aplazamiento de cuatro días —dijo furioso Covington, con el
rostro enrojecido—. Tendré entonces reunido al Gran Jurado y podremos llegar al
fondo de este asunto. Nosotros…
—Pero, en el entretanto —dijo Mason—, desearía, llamar al estrado de los
testigos a George L. Denby, para hacerle un par de preguntas breves, y después de
esto yo no tendré objeción alguna a que el Tribunal otorgue la demanda hecha por la
acusación para un aplazamiento.
—Muy bien —dijo el juez Minden—. Suba al estrado de los testigos, señor
Denby.
Denby se dirigió al estrado con aire más bien eficiente y de solemne dignidad. Se
sentó en la silla destinada a los testigos, colocó unidas las puntas de los dedos de
ambas manos y miró interrogadoramente a Mason.
—Señor Denby; a mí me gustaría que puntualizásemos aquí la cuestión del
elemento tiempo. Usted ha declarado que se hallaba trabajando en las oficinas de la
«Compañía Garvin de Exploración y Explotación de Minas» durante toda la noche
del 21 de setiembre y la madrugada del 22 de setiembre.
—Sí, señor.
—Y ahora, veamos. ¿Tiene usted relación con Virginia Bynum?
—No, señor, no la tengo… Es decir, en el sentido que usted probablemente me lo
pregunta. Yo la conocí en las oficinas de la Corporación cuando ella fue allí a
informarse sobre unas acciones, y eso creo yo es todo.
—Y ahora, ¿sabe usted que el revólver que fue encontrado en la escalera de
salvamento de incendios era la misma arma que ha sido presentada como prueba
aquí, en este caso?
—Sí, señor.

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—¿Y cómo sabe usted que era la misma arma?
—Por el número, señor.
—¿Y cuál es el número?
—El S64805.
—¿Y usted recuerda ese número?
—Sí, señor. Recuerdo el número de esa arma del crimen.
—¿Y por qué?
—Porque yo pensé que eso podía ser de importancia.
—¿Y usted no hizo ninguna anotación?
—No.
—¿Y usted pretende que el Jurado crea que usted puede recordar un número que
ha visto solamente de una manera tan accidental como es el que usted vio en esa
arma?
—Sí, señor, tengo una memoria fotográfica para los números. Y raramente olvido
un número, una vez que lo he visto.
Mason se acercó al testigo, sacó una cartera de su bolsillo y extrajo de ésta una
tarjeta.
—¿Qué es esto, señor Denby?
—Parece ser una licencia de conducir, expedida a nombre del señor Perry Mason,
de profesión abogado.
—¿Y ha visto usted antes esta licencia?
—¿Esa licencia de conducir? —preguntó sorprendido Denby.
—Sí.
Denby sacudió negativamente la cabeza y replicó:
—No, yo no la he visto.
—¿Cuánto fue expedida?
—El 4 de junio de 1947.
—¿Y cuándo expira esta licencia?
—El 4 de junio de 1951.
Mason echó a andar, después de recoger de manos de Denby la licencia, volvió
hacia su mesa de defensor y luego, repentinamente, se detuvo y dijo:
—Muy bien, si es usted tan eficiente para recordar números y tiene una memoria
tan fotográfica para retener nombres en su memoria, ¿cuál es el número de esta
licencia de conducir?
En los fríos ojos de Denby brotó una suave sonrisa despreciativa.
—El número de esa licencia de conducir, señor Mason —dijo él—, es el 490553.
Mason miró la licencia de conducir.
—¿No es eso exacto? —preguntó Denby.
—Sí, señor —le contestó Mason—, es exacto.
Entre los espectadores se produjo una ráfaga de sorprendida aprobación.
—Ahora, pues —continuó Mason volviéndose repentinamente y señalando con

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un dedo a Denby—, si usted tiene una memoria tan fotográfica para los números,
¿cómo fue que cuando yo le pregunté a usted por primera vez no fue capaz de
recordar quién era el que poseía el certificado número 123 en la Corporación?
—Yo no puedo llevar en mi mente las cifras correspondientes a cada participación
de las acciones en la Corporación.
—Ya veo —dijo Mason—. Eso es todo.
—La vista queda aplazada hasta el lunes por la mañana a las diez —dijo el juez
Minden—. El Jurado deberá recordar las advertencias de este Tribunal.

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Capítulo 22

Mason, Della Street y Paul Drake, se sentaron a la mesa de Mason, en el Hotel


Grant de los Estados Unidos.
Al otro lado de la mesa, frente a Perry Mason, se encontraba Virginia Bynum,
intentando sostener la mirada del abogado, pero sin conseguirlo.
—Virgina, usted está metida en un tremendo lío —dijo Mason—. El que usted
pueda salir de él sin perder la piel, depende enteramente de que diga la verdad.
Nosotros ya sabemos ahora que estaba usted mintiendo en lo que dijo de que se
hallaba fuera en la escalera de salvamento de incendios, en la noche del crimen.
Puede ser procesada por perjurio. Sabemos que tomó usted mi coche desde Tijuana.
Sabemos que lo condujo a la escena del crimen. Y conforme las cosas se encuentran
exactamente ahora, puede ser detenida por asesinato. Entonces, es posible que fuera
procesada, sometida a juicio y probablemente declarada culpable… Pero yo no creo
en manera alguna que usted sea culpable de ese asesinato, y, por consiguiente, espero
que nos dirá la verdad.
Virginia titubeó pasó su mirada desde los ojos quietos de Mason al rostro frío y
acusador de Drake, y después miró a Della Street como buscando simpatía en ésta.
Della Street se acercó a ella y le dio una palmada amistosa en el hombro,
diciéndole:
—¿Por qué no dice usted la verdad, Virginia? Usted sabe que el señor Mason la
ayudará en todo cuanto pueda.
Virginia, repentinamente, echó para atrás la cabeza y dijo:
—Muy bien. Se lo diré a ustedes. No veo razón alguna para tratar de proteger a
alguien que en cambio no me protege a mí.
»Todo ocurrió cuando yo me enamoré de Frank Livesey. Yo era una muchacha
que frecuentaba las fiestas. Él se encontraba en posición de elevarme o de hundirme.
Vendió acciones de minas y daba una fiesta tras otra. Yo no conozco todos los
detalles de esos negocios, pero por todo cuanto yo sé, Livesey y Denby habían estado
robando a la compañía. Denby manejaba los papeles y sacaba ciertos documentos de
los archivos cuando esperaba la visita de un inspector.
»Las cosas iban para ellos como sobre ruedas, cuando repentinamente empezó a
aparecer que había alguien que estaba haciendo mal uso de los documentos de la
Corporación. Ninguno de ellos dos podía imaginarse quien hacía eso. Sin embargo,
por el medio de colocar ciertas trampas, llegaron a la convicción de que esa persona
se introducía en las oficinas por la noche, y entonces delegaron en mí para esperar en
la oficina y ver quien era. Yo dejé abierta la ventana de salida a la escalera de
salvamento de incendios. Me dijeron que cuando alguna persona empezase a abrir la
puerta de la oficina, yo debía salir por la ventana a aquella escalera y esperar allí
hasta ver quien era esa persona y observar lo que estaba haciendo allí. Me dijeron que

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podía bajar después por esa escalera, de forma que no me viese nadie.
»A mí me gustaba Frank Livesey. El daba muchas fiestas y… yo vivía de mis
talentos. Yo no vendía nada de mis acciones. Yo no quería venderlas, pero esos
compradores podían darme a ganar un montón de dinero. Bueno, naturalmente, yo
estaba obligada a hacer todo lo que él quería.
»Usted ya sabe lo que ocurrió. La señora Ethel Garvin utilizó una llave que tenía
de cuando era secretaria para entrar en la oficina. Yo corrí por la escalera de
salvamento abajo. Usted me agarró. Yo me las arreglé para conseguir escaparme en
un taxi, pero regresé al edificio e hice que el taxi me esperase. Cuando vi que esa
mujer, que había estado en la oficina, abandonaba el edificio, hice que el taxi la
siguiera. Entonces, descubrí que estaba viviendo en los Departamentos Monolith. La
reconocí tan pronto como la vi entrar en la oficina, porque yo la había visto cuando
ella y el señor Garvin estaban todavía casados.
—¿Y usted informó de esto a Livesey? —preguntó Mason.
—Exactamente.
—¿Y qué ocurrió?
—Livesey y Denby sobornaron al encargado de la centralita telefónica de los
Departamentos Monolith para que escuchase cualquier conversación que se produjese
en el teléfono de Ethel Garvin y se lo comunicase a ellos. Entonces, descubrieron así
lo que ella realizaba: que estaba sustituyendo poderes y tratando de controlar la
próxima reunión de accionistas. A esa altura, ellos ya tenían razones para creer que
ella había descubierto el desfalco de dinero en la caja de la Corporación.
»Edward Garvin se había marchado con su nueva esposa para un viaje, y nadie
podía saber dónde se encontraba, pero Frank Livesey pensó que usted se las
arreglaría para encontrarlo, y que cuando lo encontrase le aconsejaría que se fuese al
otro lado de la frontera, a México. Entonces, él me situó en la frontera de México,
para comunicarle si Garvin cruzaba la frontera a Tijuana.
»Usted ya sabe lo que ocurrió. Garvin cruzó la frontera. Usted lo siguió en su
coche. Yo tomé un taxi y lo seguí a usted al hotel. Garvin no me conocía, pero usted
sí; por lo tanto, yo tenía que mantenerme lejos de su vista. Sin embargo, después que
yo pensé que usted se había ido a la cama, tomé un cuarto en el hotel, de forma que
pudiese observar lo que ocurría sin correr el peligro de un incidente con algún
vigilante nocturno. Sucedió que aquel que yo tomé era el último cuarto disponible. Le
telefoneé a Frank Livesey tan pronto como las luces se apagaron. Mi cuarto estaba en
la fachada del frente. Frank me dijo que no me acostase, sino que permaneciera
sentada en un lugar desde el cual yo pudiese ver a través de la ventana y asegurarme
de que ustedes no iban a escurrirse, marchándose esa noche. Él me dijo que usted era
muy agudo y que pensaba que podía estar tramando alguna trampa.
»No hacía ni siquiera unos minutos que yo estaba sentada junto a la ventana
vigilando, cuando el señor Garvin salió, saltó dentro de su coche y se marchó en él.
Yo tenía que hacer algo rápido. Yo sabía que las llaves de los coches estaban todas en

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el cajón de la oficina del hotel, con sus respectivas etiquetas. Conocí el coche de
usted tan pronto lo vi. Yo sabía que el suyo era un auto rápido, y pensé que ése era el
que necesitaba. Corrí a la oficina, abrí el cajón, encontré las llaves que tenían una
etiqueta con el nombre de «Mason», me metí en su coche y seguí al señor Garvin. Él
se fue a Oceanside. Paró varias veces en el camino y después hizo que le llenasen el
depósito de gasolina. Cuando salió de la estación de servicio, yo lo seguí por la
carretera de Fallbrook, hasta el lugar que yo después descubrí que pertenecía al señor
Hackley. Estacionó su coche en la carretera principal, apagó el motor, se apeó y echó
a andar a través del campo. Yo pensé que ésa era mi mejor oportunidad para
telefonear, y empezaba a regresar a Oceanside, cuando vi otro coche que doblaba en
la carretera que iba a la casa de Hackley. Ese era el coche de Ethel Garvin. Después,
se presentó seguidamente otro coche detrás. Era el de Denby, conducido por él
mismo.
»Señor Mason, yo no tenía idea de lo que él estaba planeando. Escuchó lo que yo
le conté y luego me dijo que iba a tomar el coche de usted por un momento y que yo
debía tomar el suyo y tratar de averiguar lo que estaba ocurriendo en la casa que se
hallaba más abajo, al final del camino para coches. El empleado de los
Departamentos Monolith le había contado lo de la llamada de Garvin a Ethel.
»Me dirigí por los campos y me acerqué a la casa. Vi que una luz se encendía y
también a Ethel Garvin y a un hombre alto. El hombre estaba hablando con ella.
Llenó el depósito de gasolina, y después se metieron los dos en la casa. Yo continué
observando de cerca, y después casi me morí de miedo cuando vi una sombra…, que
luego comprobé era el señor Garvin. Este estaba dirigiéndose hacia la casa, tratando
de ver lo que ocurría en ella, pero un perro empezó a ladrar y continuó haciéndolo
así, y entonces el señor Garvin tuvo que retroceder para conseguir situarse lo bastante
lejos a fin de que el perro no ladrase más.
»Después de un rato, la señora Garvin salió de la casa, se metió en su automóvil y
se marchó. El señor Garvin trató de seguirla, pero se había acercado tanto a la casa,
que cuando corrió los tres o cuatrocientos metros a través del campo hasta la
carretera, ella ya había desaparecido.
»Yo me metí en el coche del señor Denby, y a decir verdad, me sentía muy
nerviosa, pues había estado allí en la oscuridad tratando de averiguar lo que ocurría
con la casa de Hackley. Además, yo tenía miedo del perro y también de que alguien
me atacase. En una ocasión tuve que correr a través de alguna maleza y perdí mi
chalina. También me rompí las medias y…, bueno, me supongo que tenía un pésimo
aspecto.
»Me metí en el coche del señor Denby, me dirigí a Oceanside, no pude encontrar
la pista del señor Garvin, y estaba preguntándome qué era lo que debía hacer, cuando
apareció el señor Denby en el coche de usted. Parecía muy nervioso y excitado. Me
dijo: «Vamos, rápidamente. Suba al coche del señor Mason. Quiero que alcance a
Garvin y llegue antes que él a Tijuana. Corra tan rápido como pueda. Tan pronto

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como llegue usted a Tijuana, estacione el coche. Y lo primero que hará por la mañana
es abandonar el hotel donde está hospedada, tome un avión para Los Angeles, váyase
a su departamento y permanezca allí. Si alguien le pregunta a usted dónde estuvo,
dígale que se encontraba en la escalera de salvamento de incendios vigilando la
oficina y que yo estuve trabajando allí toda la noche. Asegúrese de decir que yo
estaba dictando multitud de correspondencia en el dictáfono automático. Eso es todo
lo que usted necesita saber».
»Y —continuó diciendo Virgina—, eso fue todo lo que yo supe. Me limité a saltar
dentro del coche e hice exactamente conforme él me dijo.
Mason miró a Della Street.
—¿Tomaste nota de todo esto, Della?
Della levantó la mirada de su libro de taquigrafía.
—Yo creo que con eso lo tenemos todo —dijo Mason sonriéndole a Paul Drake
—. Ya puedes ver todo lo ocurrido, Paul. A causa de que Garvin le dijo a su esposa
que fuese a encontrarse con él en aquella finca que había sido propiedad suya antes.
Denby ya sabía exactamente adonde tenía que ir. El sabia donde estaba situada esa
finca. Condujo mi coche allí y lo estacionó al borde de la carretera. Después,
probablemente caminó de vuelta cuarenta o cincuenta metros y esperó. Cuando Ethel
vio el coche estacionado allí, naturalmente se supuso que era el de su marido.
Aminoró la marcha. Denby salió de las sombras. Tenía en su mano el revólver de
Virginia Bynum. Mató a Ethel, empujó el cuerpo al lado derecho del coche, condujo
el coche de ella para colocarlo al lado del mío, se pasó al mío, colocó el cadáver de
Ethel detrás del volante, arrojó el revólver al suelo, se metió en mi coche, regresó en
él a Oceanside cambio el auto que llevaba por el de Virginia y volvió rápidamente a
Los Angeles.
»Había estado preparándose hacía mucho tiempo una coartada. Ningún cilindro
impreso en un dictáfono puede revelar cuándo fue dictado su contenido. Había estado
guardando una buena cantidad de cilindros dictados, relativos a una serie de fases
técnicas de los negocios de la Corporación, los cuales, por su texto, parecería que
habían sido dictados la noche anterior a la reunión de los accionistas. Así, pues, todo
lo que tenía que hacer era regresar a la oficina con tiempo suficiente para recoger
esos discos y colocarlos encima de la mesa de su secretaria para que ésta los
transcribiera. Desde luego la secretaria tenía que estar así firmemente convencida de
que él había permanecido trabajando allí toda la noche.
Mason se volvió a Della Street y dijo:
—Della llama al secretario de la Asociación de Abogados de los Tribunales.
Consigue que se ponga al teléfono.
Cuando Della Street tuvo a punto la llamada, Mason, sonriendo, dijo:
—Aquí habla Perry Mason. Su Comité de Agravios quiere que yo comparezca
esta noche para que explique cómo ocurrió que yo convencí a Mortimer Irving para
que identificase mi coche como el mismo que él había visto estacionado en la

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carretera de Oceanside cuando fue cometido el crimen. He de confirmarle a usted
amablemente que, en efecto, era mi coche el que Irving vio estacionado allí. Y ahora,
si usted puede especificarme alguna regla que haga inmoral o ilegal para mí el
persuadir a un testigo para que diga la verdad, entonces acepto con la mejor voluntad
el que usted me expulse de la Asociación y me impida ejercer la abogacía.
Y Perry Mason, haciéndole un guiño a su atractiva secretaria, colgó el auricular.

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