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Fascismo y Antifascismo Dauvé
Fascismo y Antifascismo Dauvé
Fascismo y Antifascismo Dauvé
FASCISMO /
ANTIFASCISMO
GILLES DAUVÉ
3
Tomado de la
Edición de
Pensamiento y Batalla
Colección Hilo Rojo
Santiago, Chile
2019
4
ACRÓNIMOS
Alemania:
Italia:
Francia:
Chile:
Portugal:
España:
5
PRESENTACIÓN
1
Bilan (1979) “contre-révolution en Espagne”. ed. J. Barrot, Paris.
7
ción: el trabajo, la producción de mercancías, el intercam-
bio como mediador social absoluto, el valor de cambio, el
Estado, etc. No hay supresión posible del capital si no es
acabando con estos elementos en un mismo movimiento,
cualquier perspectiva gradualista de la revolución no es
sino otra manera de perpetuar la dominación del capital
sobre nuestras vidas. Hoy Dauvé es uno de los mayores
teóricos y participantes en la denominada corriente de la
comunización, que se caracteriza principalmente por la
necesidad de la imposición violenta de medidas comunis-
tas allí donde la revolución tenga lugar, descartando de
ante mano cualquier idea de transición al comunismo, des-
truyendo en un mismo movimiento el Estado, el trabajo
asalariado (el trabajo en cuanto actividad separada del
resto de la vida) y el valor de cambio (y con él, el intercam-
bio como mediador social), entre otros de los pilares fun-
damentales en los que se asienta la dominación del capital.
Con respecto al fascismo y al antifascismo, aborda el
tema con la misma intransigencia que le caracteriza. Para
Dauvé el peligro del antifascismo radica en que tiende a
concebir –y probablemente esto sea el único sustento teó-
rico en el que se asiente la práctica del antifascismo– al
fascismo como la peor de las formas de organización social
que pudiese engendrar el capital, haciendo del combate
contra éste el carácter prioritario y absoluto de su lucha,
incluso si esto supone postergar el horizonte revoluciona-
rio; incluso si luchar contra el capital en su peor forma
supone defender, a pesar de las pretensiones de los anti-
fascistas, las formas democráticas de gestión capitalista. Y
para Dauvé esto último es lo que suele suceder.
Para ilustrárnoslo, Dauvé hace un breve repaso del anti-
fascismo histórico y cómo éste, a la larga, siempre sirvió
para la defensa del Estado democrático contra el Estado
fascista: las pretensiones revolucionarias de los proletarios
en la España de 1936-1937 fueron frenadas antes por las
cúpulas dirigentes que consideraron más importante el
derrocamiento del fascismo en alianza con la izquierda y el
Estado republicano antes que la supresión de éste Estado,
sepultando su victoria de antemano (El Estado siempre
protegerá, antes que nada, al Estado); en el Chile del ‘73
los proletariados más decididos a defender las colectiviza-
ciones y tomas de fábricas fueron sosegados y reprimidos
8
antes por el gobierno “proletario” y democrático de la Uni-
dad Popular que por los militares y su dictadura burguesa
y “fascista”; luego, toda la izquierda puede ignorar lo ante-
rior y regocijarse y abrazarse en torno a su derrota y su
enemigo común: el régimen “fascista” y sus consortes nor-
teamericanos. En todos los casos opera la misma lógica: la
democratización progresiva tiende a la emancipación de la
clase trabajadora. El fascismo, en cambio, a su subyuga-
miento; pero los ejemplos históricos citados por Dauvé de-
berían contribuir a la superación de esta mistificación.
Para Dauvé, el fascismo murió con el siglo que dejamos
atrás. Sin embargo, éste sigue operando contra la revolu-
ción social y las posibilidades de abolición del capital a
través de uno de sus peores resultados: el antifascismo.
Quienes nos posicionamos contra el orden del capital
hemos sido testigos cómo el último par de años se ha
hablado fervientemente de un supuesto auge fascista alre-
dedor del mundo y, con él, de la proliferación de movimien-
tos sociales que se dicen antifascistas. Esta vuelta a esce-
na del fantasma del fascismo y las alertas que suscita en-
tre los anticapitalistas está, extrañamente, acompañada de
un escaso o nulo material crítico al respecto; es como si se
diera por hecho que el antifascismo es una cuestión de
sentido común frente del neoconservadurismo en auge.
Peor aún: pareciera que de pronto, en menos de un par de
años, el término “fascismo” hubiera reemplazado casi por
completo a “capitalismo” en la propaganda que hasta hace
poco era reconocida como propaganda anticapitalista. Los
vídeos de enfrentamientos entre manifestantes y la policía
que circulan en las llamadas redes sociales se refieren en
sus encabezados a estos manifestantes como antifascistas;
pareciera que de pronto los Black Bloc hubiesen desapare-
cido del lenguaje cotidiano, y si se le evoca, es para referir-
se a estos como la “táctica” de los antifascistas. Circula
propaganda anarquista en la que se llama a enfrentar al
fascismo una y otra vez, apenas mencionando al Estado o
al capital, o se le hace indistintamente, como si el fascismo
englobase por sí solo todo lo que combatimos de esta reali-
dad. Vemos propaganda que llama a la unión de los distin-
tos sectores de la izquierda pretendidamente anticapitalis-
ta contra el “avance” del fascismo, como si hubiese una
diferencia sustancial entre los campos de concentración
9
nazis y soviéticos, cuando en ambos iban a dar minorías,
disidentes y revolucionarios.
En el plano local, emergen grupos e individualidades que
superan por mucho numéricamente al “auge fascista” que
llaman a combatir. El movimiento neofascista chileno (su-
poniendo que exista tal cosa como movimiento social) que
los antifascistas locales enfrentan está compuesto por ex
neonazis reformados que ahora engrosan las filas de mo-
vimientos identitarios que ellos mismos fundaron, y por
“capitalistas revolucionarios”, entre los que también con-
vergen ex neonazis, una suerte de neoconservadores y
otras clases de imbéciles en la esquizofrénica pretensión de
instaurar un “verdadero” capitalismo, incluso por la vía
“revolucionaria” si hiciera falta. Analizando el panorama,
pareciera que se invoca el fantasma del fascismo con el
propósito de suplir la falta de revuelta y enfrentamiento
real con el orden de la dominación; a falta de acción, los
antifascistas mitifican la figura del enemigo, atribuyéndole
los peores de los males del capital. A causa de esto, el ver-
dadero enemigo, la dominación capitalista, que a día de
hoy se presenta como democrática, tolerante y progresista,
pareciera pasar a segundo plano.
De pronto, en el lenguaje dominante entre los círculos
anticapitalistas, la policía es “fascista”, las leyes represivas
encaminadas a detener la movilización social son “fascis-
tas”, el Estado y sus juzgados son “fascistas”, etc. Pero no:
los Estados que hoy combatimos son Estados democráti-
cos; las facultades represivas de sus juzgados y de sus
brazos armados son atributos del orden democrático, las
leyes con las que encarcelan a nuestros compañeros son
de orden democrático. La dictadura (fascista o de otro tipo)
y la democracia no son sino dos formas de gestión de un
totalitarismo aún más basto y cuya dominación entrelaza
todo el tejido social y toda la realidad tal como la conoce-
mos: este es el orden del capital, y todo Estado es su de-
fensor, por más democrático o socialista que se pretenda.
Es ahí donde martillea una y otra vez Dauvé desde hace
décadas: la dominación del capital es mucho más basta y
compleja que sus demostraciones más brutales de repre-
sión; radica en nuestra actividad alienada día a día, activi-
dad destinada a la producción de mercancías, convirtién-
donos a su vez a nosotros mismos en mercancías y con ello
10
a todo lo que habita en la tierra, supeditándolo todo a las
leyes de la valorización, a la dictadura de la economía. El
Estado, sus policías y su democracia son sus garantes. Y
la revolución contra la dominación del capital no ocurrirá
sino hasta haber barrido de raíz con todo aquello.
Es en este punto donde la insistencia intransigente de
Dauvé nos parece fundamental para la época que vivimos y
las comunidades de lucha anticapitalistas que deseamos
forjar.
BV
11
INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN INGLESA
2
Jean Barrot, fue el pseudónimo que utilizó Gilles Dauvé durante la década
de los ’70 para firmar sus textos. [N. del E.]
12
El texto principal ha sido traducido más o menos intac-
to, pero las notas han sido fuertemente reducidas, supri-
miendo la mayoría de referencias a publicaciones (inmere-
cidamente) oscuras en francés. Son necesarios algunos
comentarios acerca de la terminología. “Comunismo” se
refiere exclusivamente al resultado final de la revolución
proletaria cuando la ley del valor queda completamente
derrocada y las relaciones de producción capitalistas sean
eliminadas. Barrot considera a los sistemas sociales
marxistas-leninistas capitalismos de Estado. “Democracia”
denota un sistema político liberal capitalista o parlamenta-
rio. La “izquierda” significa los partidos comunistas y so-
cialistas oficiales y la “extrema izquierda” los marxistas
revolucionarios que han roto con el leninismo. El concepto
que Barrot tiene del “partido” nada tiene en común con el
leninismo—es “la organización espontánea del movimiento
revolucionario creado por el capitalismo”.
13
FASCISMO / ANTIFASCISMO
Totalitarismo y fascismo
3
La opinión pública no condena al nazismo tanto por sus horrores, porque
desde entonces otros Estados —en realidad la organización capitalista de la
economía mundial— han demostrado ser igualmente destructores de la vida
humana, a través de guerras y hambrunas artificiales, que los nazis. Más
bien se condena al nazismo porque actuó deliberadamente, porque era cons-
cientemente malvado, porque decidió exterminar a los judíos. Nadie es
responsable de las hambrunas que diezman a pueblos enteros, pero los na-
zis: ellos querían exterminar. A fin de erradicar este absurdo moralismo, se
ha de tener una concepción materialista de los campos de concentración. No
fueron el producto de un mundo que se había vuelto loco. Por el contrario,
obedecían a la lógica capitalista normal aplicada en circunstancias especia-
les. Tanto por sus orígenes como por su modo de operar, los campos perte-
necían al universo capitalista.
14
Mal supremo, invirtamos todos los valores. Se trata de un
fenómeno típico de una época desorientada.
Desde luego, el análisis marxista habitual no se deja
empantanar en el lodazal de la psicología. La
interpretación del fascismo como instrumento del gran
capital ha sido clásica desde Daniel Guérin4. Pero la serie-
dad de su análisis oculta un error central. La mayoría de
los estudios “marxistas” mantienen la idea de que, a pesar
de todo, el fascismo era evitable en 1922 o 1933. Reducen
el fascismo a un arma empleada por el capitalismo en un
momento dado. Según estos estudios el capitalismo no
habría recurrido al fascismo si el movimiento obrero
hubiese ejercido suficiente presión en lugar de hacer una
demostración de sectarismo. Por supuesto que no habría
habido “revolución”, pero al menos Europa se habría aho-
rrado el nazismo, los campos de concentración, etc. A pe-
sar de algunas observaciones muy precisas sobre las cla-
ses sociales, el Estado, y la conexión entre fascismo y gran
capital, esta perspectiva consigue que se le escape el hecho
de que el fascismo fue el producto de un doble fracaso: la
derrota de los revolucionarios, que fueron aplastados por
los socialdemócratas y sus aliados liberales, seguida del
fracaso de los liberales y socialdemócratas para gestionar
el capital eficazmente. La naturaleza del fascismo y su ac-
ceso al poder siguen siendo incomprensibles sin el estudio
de las luchas de clase del período precedente y de sus limi-
taciones. No se puede entender el uno sin las otras. No es
casualidad que Guérin se equivoque no sólo acerca del
significado del fascismo, sino también acerca del Frente
Popular francés, que considera como “una revolución falli-
da”.
Paradójicamente, resulta que la esencia de la mistifica-
ción antifascista está en que los demócratas ocultan la
naturaleza del fascismo tanto como sea posible mientras
despliegan un radicalismo de apariencias denunciándolo
aquí, allá y por doquier. Y llevan así ya más de cincuenta
años.
4
Daniel Guérin (1973) Fascismo y gran capital. Nueva York.
15
En 1925, escribía Boris Souvarine 5:
5
“Bulletin communiste”, nov. 27, 1925. Boris Souvarine nació en Kiev en
1895 pero emigró a Francia a temprana edad. Obrero autoeducado, fue uno
de los fundadores del Comintern y del PCF, pero fue expulsado de ambas
organizaciones en 1924 por desviación izquierdista.
16
hacia el totalitarismo. Al confundir estos dos fenómenos, al
sustituir la parte por el todo, se mistifica la causa del fas-
cismo y el totalitarismo y uno acaba reforzando lo que
quería combatir.
No podemos comprender la evolución del capital y sus
formas totalitarias mediante la denuncia del “fascismo la-
tente”; el fascismo fue un episodio particular en la evolu-
ción del capital hacia el totalitarismo, una evolución en la
que la democracia ha jugado y juega aún un papel tan
contrarrevolucionario como el fascismo. Es un abuso de
lenguaje hablar hoy de un fascismo “amistoso”, no-
violento, que dejaría intactos los órganos tradicionales del
movimiento obrero. El fascismo fue un movimiento limita-
do en el tiempo y en el espacio. La situación europea tras
1918 le dio sus características originarias, que nunca vol-
verán a repetirse.
Fundamentalmente, el fascismo va asociado a la unifica-
ción económica y política del Capital, tendencia que se ge-
neralizó desde 1914. El fascismo fue una forma particular
de realizar este objetivo en ciertos países —Italia y Alema-
nia— donde el Estado se mostró incapaz de mantener el
orden (tal y como lo entiende la burguesía), a pesar de que
la revolución había sido aplastada. El fascismo tiene las
características siguientes: (1) nace en la calle; (2) crea des-
orden mientras predica el orden; (3) es un movimiento de
clases medias obsoletas que termina en su destrucción
más o menos violenta; y (4) “regenera desde el exterior” el
Estado tradicional, que se ha vuelto incapaz de resolver la
crisis capitalista.
El fascismo fue una solución a la crisis del Estado du-
rante la transición a la dominación total del capital sobre
la sociedad. Para sojuzgar la revolución habían hecho falta
cierto tipo de organizaciones obreras; a continuación, hizo
falta el fascismo para poner fin al desorden consiguiente.
La crisis nunca fue superada realmente: el Estado fascista
sólo resultó efectivo de forma superficial, porque reposaba
sobre la exclusión sistemática de la clase obrera de la vida
social. Esta crisis ha sido superada por el Estado con ma-
yor éxito en nuestros propios tiempos. El Estado democrá-
tico emplea todas las herramientas del fascismo, de hecho,
más, porque integra a las organizaciones obreras sin ani-
quilarlas. La unificación social va más allá de la que pro-
17
porciona el fascismo, pero el fascismo como movimiento
específico ha desaparecido. Corresponde a la disciplina
forzada de la burguesía bajo presión del Estado en una
situación verdaderamente única.
De hecho, la burguesía tomó prestado el nombre “fas-
cismo” de organizaciones obreras italianas que a menudo
se denominaban a sí mismas “fasces”. Es significativo que
el fascismo se autodefiniese a sí mismo ante todo como
una forma de organización y no como un programa. Su
único “programa” era unir a todo el mundo en fasces, unir
a la fuerza todos los elementos que componen la sociedad:
“El fascismo roba su secreto al proletariado: organiza-
ción… El liberalismo es todo ideología sin organización al-
guna; el fascismo es todo organización sin ideología algu-
na”. (Bordiga)
La dictadura no es un arma del capital, sino más bien
una “tendencia” del capital que se materializa cuando re-
sulta necesario. El retorno a la democracia parlamentaria
tras un período de dictadura, como en Alemania tras 1945,
significa únicamente que la dictadura es inútil (hasta la
próxima ocasión) para integrar a las masas en el Estado.
No negamos que la democracia asegura una explotación
más gentil que la dictadura: cualquiera preferiría ser ex-
plotado a la sueca que a la brasileña. Pero, ¿tenemos OP-
CIÓN? La democracia se transforma en dictadura tan
pronto como resulta necesario. El Estado sólo puede tener
“una” función, que puede cumplir o bien democráticamen-
te o bien dictatorialmente. Podemos preferir el primer mo-
do al segundo, pero no podemos doblegar al Estado para
obligarlo a permanecer democrático. Las formas políticas
que el capital se da a sí mismo no dependen de la acción
de la clase obrera más de lo que dependen de las intencio-
nes de la burguesía. La República de Weimar capituló ante
Hitler; de hecho, le recibió con los brazos abiertos. Y en
Francia el Frente Popular no “impidió el fascismo”, porque
en 1936 Francia no necesitaba unificar su capital ni redu-
cir sus clases medias. Tales transformaciones no requieren
elección alguna por parte del proletariado.
A Hitler se le menosprecia por no retener de la socialde-
mocracia vienesa de su juventud más que los métodos de
propaganda. ¿Y qué? La “esencia” del socialismo estaba
más en aquellos métodos que en los distinguidos escritos
18
del austro-marxismo. El problema común de la socialde-
mocracia y el nazismo era cómo organizar a las masas y,
en caso necesario, reprimirlas. Fueron los socialistas y no
los nazis quienes aplastaron las Insurrecciones proletarias
(Esto no impide al SPD actual, de nuevo en el poder como
en 1919, publicar un sello de correos en honor de Rosa
Luxemburgo, a la que asesinó en 1919). La dictadura
siempre llega “después” de que los proletarios hayan sido
derrotados por la democracia con la ayuda de los sindica-
tos y los partidos de izquierda. Por otra parte, tanto el so-
cialismo como el nazismo contribuyeron a una mejora
(temporal) en el nivel de vida. Como el SPD, Hitler se con-
virtió en instrumento de un movimiento social cuyo conte-
nido se le escapó. Como el SPD, luchó por el poder, por el
derecho a mediar entre los obreros y el capital. Y tanto
Hitler como el SPD se convirtieron en herramientas del
capital y fueron descartados una vez que habían cumplido
sus tareas respectivas.
6
Rassemblement du Peuple Français (RPF), partido gaullista (1947-1952).
El poujadismo, un movimiento pequeñoburgués de derechas de la Cuarta
República. Rassemblement pour la République (RPR), un partido gaullista
contemporáneo.
20
los nazis, que decían luchar contra el capitalismo y la plu-
tocracia occidental. Las fuerzas “democráticas” incluyeron
en sus filas a un Estado tan totalitario y sanguinario como
la Alemania de Hitler: la Unión Soviética de Stalin, con su
código penal que preveía la pena de muerte a partir de los
doce años. Todo el mundo sabe, asimismo, que los Aliados
recurrieron a similares métodos de terror y exterminio ca-
da vez que lo consideraron necesario (bombardeos estraté-
gicos, etc.). Occidente esperó hasta la guerra fría para de-
nunciar los campos soviéticos. Pero cada país capitalista
ha tenido que vérselas con sus propios problemas específi-
cos. Gran Bretaña no tuvo que lidiar con una guerra de
Argelia, pero la partición de la India supuso millones de
víctimas. Los EE.UU. nunca tuvieron que organizar cam-
pos de concentración7 a fin de silenciar a sus obreros y
deshacerse del excedente de pequeña burguesía, pero en-
contró en el Vietnam su propia guerra colonial. Por lo que
toca a la Unión Soviética, con su Gulag hoy en día denun-
ciado universalmente, se contentó con concentrar en unas
pocas décadas los horrores esparcidos a lo largo de varios
siglos en los países capitalistas más antiguos, que también
produjeron millones de víctimas considerando sólo el trato
dispensado a los negros. El desarrollo del capital conlleva
ciertas consecuencias, siendo las principales: (1) domina-
ción sobre la clase obrera, lo que incluye la “destrucción”,
suave o no, del movimiento revolucionario; (2) competencia
con otros capitales nacionales, que acaba en guerras.
Cuando el poder está en manos de los partidos “obreros”,
sólo cambia una cosa: la demagogia obrerista resulta más
conspicua, pero no se les ahorra a los obreros la más seve-
ra represión cuando hace falta. El triunfo del capital nunca
es tan total como cuando los obreros se movilizan en su
nombre en busca de “una vida mejor”.
A fin de protegernos de los excesos del capital, el anti-
fascismo invoca la intervención del Estado como algo que
va de sí. Paradójicamente, el antifascismo se convierte en
el campeón del Estado fuerte; por ejemplo, el PCF nos pre-
gunta.
7
Cien mil japoneses fueron internados en campos en Estados Unidos duran-
te la Segunda Guerra Mundial, pero no había necesidad alguna de liquidar-
los.
21
“¿Qué clase de Estado hace falta hoy en Francia?…
¿Es fuerte y estable nuestro Estado, como asegura el
presidente de la República? No, es débil, es impotente
para sacar al país de la crisis social y política en la
que está empantanado. De hecho, fomenta el desor-
den” 8.
8
“Humanité”, 6 de marzo, 1972.
9
El putsch de Kapp en 1920 fue derrotado por una huelga general, pero la
insurrección del Ruhr que estalló inmediatamente a continuación y que
22
quirido por estas organizaciones, tanto en la sociedad co-
mo en el propio Estado, les hizo jugar un papel de conser-
vación social, de maltusianismo económico. Tenían que ser
eliminadas. Habían cumplido una función anti-comunista
en 1918-1921 porque eran la expresión de la defensa del
trabajo asalariado como tal; pero esta misma base requería
que siguieran representando los intereses inmediatos de
los “asalariados”, en detrimento de la reorganización del
Capital “como un todo”.
Se entiende por qué el nazismo tenía como meta la des-
trucción violenta del movimiento obrero, al contrario de los
llamados partidos fascistas de la actualidad. Esa es la dife-
rencia crucial. La socialdemocracia había hecho bien su
trabajo de domesticar a los obreros, “demasiado bien”. La
socialdemocracia había ocupado un lugar importante en el
Estado, pero era incapaz de unificar tras de sí a toda Ale-
mania. Esa fue la tarea del nazismo, que supo cómo atra-
erse a todas las clases, desde los parados hasta los capita-
listas monopolistas.
De modo similar, en Chile la Unidad Popular fue capaz
de controlar a los obreros, pero sin reunir a su alrededor a
toda la nación. Así pues, se hizo necesario derrocarla por
la fuerza. Por contra, no ha habido (¿aún?) ninguna repre-
sión masiva en Portugal desde noviembre de 1975, y si el
régimen actual proclama que continúa la obra de la “revo-
lución de los oficiales”, no se debe a que el poder de la cla-
se obrera y de las organizaciones democráticas impide un
golpe de Estado de la derecha. Los partidos de izquierda y
los sindicatos nunca han impedido algo semejante, salvo
cuando el golpe de Estado era prematuro, por ejemplo,
cuando el putsch de Kapp en 1920. No hay Terror Blanco
en Portugal porque resulta innecesario, pues hasta ahora
el Partido Socialista ha unificado tras de sí al conjunto de
la sociedad.
Lo reconozca o no, el antifascismo se ha convertido en la
forma necesaria del reformismo obrero y del reformismo
capitalista. El antifascismo reúne a los dos diciendo repre-
sentar el verdadero ideal de la revolución burguesa traicio-
nado por el capital. Concibe la democracia como un ele-
Italia y Alemania
26
En ambos países, el “movimiento obrero” estuvo lejos de
ser aplastado por el fascismo. Sus organizaciones, total-
mente independientes del movimiento social del proletaria-
do, sólo funcionaban de cara a conservar su existencia
institucional y estaban dispuestas a aceptar cualquier
régimen político, de derechas o de izquierdas, que quisiera
tolerarlas. El PSOE español y su federación sindical, (UGT)
colaboraron entre 1923 y 1930 con la dictadura de Primo
de Rivera. En 1932, los sindicatos socialistas alemanes,
por boca de sus dirigentes, se declararon independientes
de cualquier partido político e indiferentes frente a la for-
ma del Estado, e intentaron llegar a un acuerdo con
Schleicher (el desgraciado predecesor de Hitler), y después
con Hitler, que les convenció de que el Nacionalsocialismo
permitiría la continuidad de su existencia. Tras lo cual los
sindicalistas alemanes desaparecieron detrás de las esvás-
ticas al mismo tiempo que el 1 de mayo de 1933 se con-
vertía en la “Fiesta del Trabajo Alemán”. Los nazis proce-
dieron entonces a enviar a los líderes sindicales a las
cárceles y los campos, lo que tuvo como efecto otorgar a los
supervivientes la reputación de ser resueltos “antifascis-
tas” desde el primer momento.
En Italia, los líderes sindicales quisieron llegar a un
acuerdo de mutua tolerancia con los fascistas. Se pusieron
en contacto con el PNF a finales de 1922 y en 1923. Poco
antes de que Mussolini tomase el poder, declararon:
28
En vez de responsabilizar a Bordiga y al PCI de 1921-
1922 por el triunfo de Mussolini, más valdría plantearse la
perpetua endeblez del antifascismo, cuyo expediente resul-
ta abrumadoramente negativo: ¿cuándo ha impedido o
siquiera ralentizado el totalitarismo el antifascismo? Se
supone que la Segunda Guerra Mundial debía salvaguar-
dar la existencia de los Estados democráticos, pero hoy día
las democracias parlamentarias son la excepción. En los
llamados países socialistas, la desaparición de la burgues-
ía tradicional y las exigencias del capitalismo de Estado
han desembocado en dictaduras que no resultan preferi-
bles en nada a las de los antiguos países del Eje. Hay
quién acariciaba ilusiones acerca de China, pero poco a
poco la información disponible confirma los análisis
marxistas ya publicados10 y revela la existencia de los
campos, la realidad de los cuales siguen negando los ma-
oístas… al igual que los estalinistas negaban la existencia
de los campos soviéticos durante los últimos 30 años. Áfri-
ca, Asia y Latinoamérica viven bajo sistemas de partido
único o dictaduras militares. Uno queda horrorizado por
las torturas en Brasil, pero la democracia mejicana no
dudó en abrir fuego contra los manifestantes en 1968, ma-
tando a 300. Al menos la derrota de las potencias del Eje
trajo la paz… pero sólo a los europeos, no para los millones
que han muerto desde entonces en interminables guerras
y hambrunas crónicas. Resumiendo, que la guerra para
acabar con todas las guerras y contra el totalitarismo fue
un fracaso.
La respuesta del antifascismo es automática: es culpa
del imperialismo americano o soviético o de ambos; en todo
caso, dicen los más radicales, se debe a la supervivencia
del capitalismo y de sus crímenes correspondientes. De
acuerdo. Pero el problema sigue allí. ¿Cómo podría una
guerra creada por Estados capitalistas tener otro efecto
que el fortalecimiento del Capital?
Los antifascistas (sobre todo los “revolucionarios”) sacan
exactamente la conclusión opuesta, haciendo un llama-
miento en favor de un resurgir del antifascismo, que debe
10
Leys, Simon (1977) The Chairman’s New Clothes: Mao and the Cultural
Revolution. London. Existe traducción española, Los Trajes Nuevos del
Presidente Mao, Tusquets.
29
radicalizarse continuamente para que progrese lo máximo
posible. Nunca desisten de denunciar “retornos” o “méto-
dos” fascistas, pero nunca deducen de todo esto la necesi-
dad de destruir la raíz del mal: el Capital. Más bien sacan
la conclusión inversa de que es preciso retornar al “verda-
dero” antifascismo, de proletarizarlo, de reemprender el
trabajo de Sísifo consistente en democratizar el capitalis-
mo. Ahora bien, uno puede odiar el fascismo y amar el
humanitarismo, pero nada cambiará el punto esencial: (1)
el Estado capitalista (y eso quiere decir todos los Estados)
se ve cada vez más constreñido a mostrarse como totalita-
rio y represivo; (2) todos los intentos de ejercer presión so-
bre ellos para obligarlos a tomar una dirección más favo-
rable a los trabajadores o a las “libertades”, acabarán en el
mejor de los casos en la nada, y en el peor (y ése suele ser
el caso) reforzando la ilusión ampliamente extendida de
que el Estado es un árbitro por encima de las clases. Los
izquierdistas son perfectamente capaces de repetir el clási-
co análisis marxista del Estado como un instrumento de
dominación de clase y proponer al mismo tiempo “usar”
ese mismo Estado. De modo parecido, los izquierdistas
estudiarán los escritos de Marx sobre la abolición del tra-
bajo asalariado y el intercambio, y después darán media
vuelta y describirán la revolución como una ultra-
democratización del trabajo asalariado.
Los hay que van más lejos. Adoptan parte de la tesis re-
volucionaria anunciando que puesto que el Capital es
sinónimo de fascismo la lucha por la democracia contra el
fascismo implica la lucha contra el propio Capital. ¿Pero
sobre qué terreno luchan? Luchar bajo la dirección de uno
o más Estados capitalistas — porque tienen y retienen el
control de la lucha — es asegurar la derrota en la lucha
contra el Capital. La lucha por la democracia no es un ata-
jo que permita a los trabajadores hacer la revolución sin
realizarla. El proletariado destruirá el totalitarismo sólo
mediante la destrucción de la democracia y la totalidad de
las formas políticas al mismo tiempo. Hasta entonces
habrá una sucesión de sistemas “fascistas” y “democráti-
cos” en el tiempo y en el espacio; regímenes dictatoriales
que se transforman de grado o por fuerza en regímenes
democráticos; dictaduras coexistiendo con democracias,
30
las unas sirviendo de contraste y autojustificación para las
otras.
Así pues, es absurdo decir que la democracia proporcio-
na un sistema social más favorable que la dictadura para
las actividades revolucionarias, puesto que la primera se
vuelve inmediatamente hacia los medios dictatoriales
cuando se ve amenazada por la revolución; tanto más
cuando están en el poder los “partidos obreros”. Si uno
quiere seguir al antifascismo hasta su conclusión lógica,
tendrá que imitar a ciertos liberales de izquierda que nos
dicen: puesto que el movimiento revolucionario empuja al
Capital hacia la dictadura, renunciemos a toda revolución
y contentémonos con ir lo más lejos posible por el camino
de las reformas —siempre y cuando no asustemos al capi-
tal. Pero esta prudencia es utópica ella misma, porque la
“fascistización” que intenta evitar no es sólo el producto de
la acción revolucionaria, sino también de la concentración
capitalista. Podemos discutir acerca de lo oportuno y de los
resultados prácticos de la participación de los revoluciona-
rios en los movimientos democráticos hasta principios del
siglo XX, pero esta opción queda excluida una vez que el
Capital alcanza la dominación total sobre la sociedad, pues
entonces sólo es posible un tipo de política: la democracia
se convierte en una mistificación y una trampa para los
incautos. Cada vez que los proletarios dependen de la de-
mocracia como arma contra el Capital, escapa a su control
o se transforma en su opuesto… Los revolucionarios re-
chazan el antifascismo porque uno no puede luchar en
exclusiva contra UNA forma política sin apoyar las otras, lo
cual es el meollo del antifascismo. Estrictamente hablando,
el error del antifascismo no consiste tanto en la lucha con-
tra el fascismo sino en darle prioridad a esta lucha, lo que
la vuelve ineficaz. Los revolucionarios no denuncian el an-
tifascismo por “no hacer la revolución”, sino por ser impo-
tente para detener el totalitarismo, y por reforzar, volunta-
riamente o no, al Capital y al Estado.
No es sólo que la democracia se rinda siempre ante el
fascismo prácticamente sin luchar, sino también que el
fascismo también regenera la democracia de sus propias
entrañas según lo requiera el estado de las fuerzas socio-
políticas. Por ejemplo, en 1943, Italia fue obligada a unirse
al bando de los vencedores, y por tanto su líder, el “dicta-
31
dor” Mussolini, se encontró en minoría en el Gran Consejo
Fascista y se sometió al veredicto democrático de este
órgano. Uno de los más altos funcionarios fascistas, el ma-
riscal Badoglio, convocó a la oposición democrática y formó
un gobierno de coalición. Mussolini fue arrestado. En Italia
esto se conoce como la “revolución del 25 de agosto de
1943”. Los demócratas vacilaban, pero la presión de los
rusos y del PCI les obligó a aceptar un gobierno de unidad
nacional en abril de 1944, dirigido por Badoglio, al cual
pertenecieron Togliatti y Benedetto Croce. En junio de
1944, el socialista Bonomi formó un ministerio que excluyó
a los fascistas. Esto estableció la fórmula tripartita (PCI-
PSI-Democracia Cristiana) que dominó los primeros años
del período de posguerra. De este modo contemplamos una
transición deseada y orquestada en parte por los fascistas.
Al igual que la democracia comprendió en 1922 que el me-
jor medio de conservar el Estado era confiárselo a la dicta-
dura del partido fascista, así el fascismo comprendió en
1943 que la única forma de proteger la integridad de la
nación y la continuidad del Estado era devolver el control
de éste último a los partidos democráticos. La democracia
se metamorfosea en fascismo, y viceversa, de acuerdo con
las circunstancias: lo que está en juego es una sucesión o
combinación de formas políticas que aseguren la conserva-
ción del Estado como garante del capitalismo. Hagamos
notar que el “retorno de la democracia” está lejos de pro-
ducir en sí mismo una renovación de la lucha de clases.
De hecho, los partidos obreros que llegan al poder son los
primeros en luchar en nombre del Capital nacional. Así
pues, los sacrificios materiales y la renuncia a la lucha de
clases, justificados por la necesidad de “derrotar primero al
fascismo”, fueron impuestos después de la derrota del Eje,
siempre en nombre de los ideales de la Resistencia. Las
ideologías fascista y antifascista son adaptables cada una
a los intereses momentáneos y fundamentales del Capital,
de acuerdo con las circunstancias.
Desde el primer momento, siempre que surge el grito de
“el fascismo no pasará”, no sólo pasa siempre, sino además
de una forma tan grotesca que la demarcación entre el fas-
cismo y el no-fascismo sigue una línea en constante movi-
miento. Por ejemplo, la Izquierda Francesa denunció el
“peligro” fascista tras el 13 de mayo de 1958, pero el secre-
32
tario general de la SFIO colaboró en la redacción de la
constitución de la Quinta República.
Portugal y Grecia han ofrecido nuevos ejemplos de la
autotransformación de dictaduras en democracias. Bajo el
impacto de circunstancias exteriores (la cuestión colonial
para Portugal, el conflicto de Chipre para Grecia), un sec-
tor de los militares prefirió dejar tirado al régimen a fin de
poder salvar al Estado; los demócratas razonan de exacta-
mente la misma manera cuando los “fascistas” pujan por
el poder. El actual Partido Comunista de España expresa
precisamente este punto de vista (queda por ver si el Capi-
tal español quiere y necesita al PCE):
Chile
11
Este apoyo que se extiende desde la extrema derecha hasta la extrema
izquierda no debería resultar sorprendente. Es más que frecuente que los
Partidos Comunistas latinoamericanos apoyen regímenes militares o dicta-
toriales con la excusa de ser “progresistas” en el sentido de haber apoyado a
los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, desarrollar el capital na-
34
apoyó al régimen hasta 1947, cuando fue ilegalizado por
los Radicales.
Como siempre nos cuentan los izquierdistas, los Frentes
Populares también son el producto de la lucha de la clase
obrera, pero de una lucha que permanece en el marco del
capitalismo e impulsa al Capital a modernizarse. Después
de 1970, la Unidad Popular se dio como meta la revitaliza-
ción del Capital nacional chileno (que el PDC no había sa-
bido proteger durante los sesenta), integrando al mismo
tiempo a los trabajadores. Al final el proletariado chileno
fue derrotado tres veces seguidas. La primera, por desistir
de sus luchas económicas para formar bajo la bandera de
las fuerzas de la izquierda, aceptando el nuevo Estado por-
que estaba sostenido por las organizaciones “obreras”.
Allende respondía en 1971 a esta pregunta:
cional, o hacer concesiones a los trabajadores. Cf. Alba, Víctor (1968) Poli-
tics & the Labor Movement in Latin America, Stanford. Los maoístas y
trotskistas suelen comportarse del mismo modo, e.g. en Bolivia.
12
“Le Monde”, febrero 7-8 (1971).
35
cual implica el respeto a la estructura organizada y
jerárquica del ejército y la policía.”
36
ignominiosa igual de inmaculado como inocente entró
en ella. (Marx) 13.
Portugal
13
Marx, Karl (1972) The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte. Nueva
York: International. P. 54
37
esta irrupción sobre el escenario histórico no es automáti-
camente sinónimo de progreso revolucionario. Mezclar teó-
ricamente las dos cosas es confundir la revolución con su
opuesto. Hablar de la Revolución Portuguesa es confundir
la revolución con la re-organización del Capital. En tanto
que el proletariado permanezca dentro de los límites
económicos y políticos del capitalismo, no sólo la base de
la sociedad sigue sin haber cambiado, sino que incluso las
reformas obtenidas (libertades políticas y reivindicaciones
económicas) están condenadas a una existencia efímera.
Cualquier cosa que el Capital conceda bajo presión de la
clase obrera puede ser retirada, en todo o en parte, en
cuanto esa presión se relaje: cualquier movimiento se con-
dena a sí mismo, si se limita a “hacer presión” sobre el
capitalismo. Mientras los proletarios siguen actuando de
esta forma, no hacen más que darse de cabeza contra el
muro.
La dictadura portuguesa había dejado de ser la forma
adecuada del desarrollo del Capital nacional, como quedó
evidenciado por su incapacidad de resolver la cuestión co-
lonial. Lejos de enriquecer a la metrópoli, las colonias la
desestabilizaron. Afortunadamente, listo para combatir al
“fascismo”, estaba… el ejército. La única fuerza organizada
del país, sólo el ejército podía iniciar el cambio; en cuanto
a llevarlo con éxito hasta sus últimas conclusiones, eso es
harina de otro costal. Actuando según su costumbre, ce-
gados por su papel y por sus pretensiones de poder dentro
del marco del Capital, la izquierda y la extrema izquierda
detectaron una profunda subversión del ejército. Allí donde
anteriormente habían visto a los oficiales como torturado-
res coloniales, ahora descubrían a un Ejército Popular.
Con la ayuda de la sociología, demostraron los orígenes y
las aspiraciones populares de los dirigentes militares, que
supuestamente les inclinaban hacia el socialismo. Sólo
hacía falta cultivar las buenas intenciones de estos oficia-
les, los cuales, se nos decía, no pedían otra cosa que ser
iluminados por los “marxistas”. Desde el PS hasta los iz-
quierdistas más extremistas, todo el mundo conspiraba
para ocultar el simple hecho de que el Estado capitalista
no había desaparecido, y de que el ejército seguía siendo
su instrumento esencial.
38
Puesto que algunas vacantes del aparato del Estado
habían sido puestas al alcance de militantes obreros, nos
dijeron que el Estado había cambiado de función. Puesto
que se había expresado en un lenguaje populista, se con-
sideraba que el ejército estaba del lado de los trabajadores.
Puesto que prevalecía una relativa libertad de expresión, se
juzgaba que la “democracia obrera” (fundamento del socia-
lismo, como sabe todo el mundo) estaba bien arraigada.
Desde luego hubo una serie de señales de alarma y reno-
vaciones de la autoridad donde el Estado mostraba su viejo
ser. Aquí de nuevo, la izquierda y la extrema izquierda sa-
caron la conclusión de que era necesario ejercer todavía
más presión sobre el Estado, pero sin atacarlo, por miedo a
hacerle el juego a la “derecha”. No obstante, fue precisa-
mente el programa de la derecha lo que realizaron y al
hacerlo le añadieron algo de lo que la derecha generalmen-
te es incapaz: la integración de las masas. La apertura del
Estado a influencias “desde la izquierda” no señala el prin-
cipio de su extinción, sino más bien de su fortalecimiento.
La izquierda puso una ideología popular y el entusiasmo
de los trabajadores al servicio de la construcción del capi-
talismo nacional portugués.
La alianza entre la izquierda y el ejército era precaria. La
izquierda puso las masas, el ejército la estabilidad garanti-
zada por la amenaza de sus armas. Era necesario que el
PCP y el PS controlasen cuidadosamente a las masas. A fin
de poder hacerlo, tuvieron que conceder ventajas materia-
les que resultaban peligrosas para un capitalismo débil. De
ahí las contradicciones y los sucesivos reagrupamientos
políticos. Las organizaciones “obreras” eran capaces de
controlar a los obreros, pero no de suministrar al Capital
los beneficios que exige. Así pues, se hizo necesario resol-
ver la contradicción y restaurar la disciplina. La supuesta
revolución había servido para agotar a los más resueltos,
desalentar a los demás y aislar, e incluso reprimir, a los
revolucionarios. A continuación, el Estado intervino bru-
talmente, demostrando convincentemente que nunca había
desaparecido. Aquellos que intentaron conquistar el Esta-
do desde dentro sólo consiguieron sostenerlo en un mo-
mento crítico. No es posible un movimiento revolucionario
en Portugal, y en todo caso sólo será posible sobre bases
39
distintas a las del movimiento capitalista-democrático de
abril de 1974.
La lucha obrera, incluso por objetivos reformistas, causa
dificultades al Capital y además constituye la experiencia
necesaria para que el proletariado se prepare para la revo-
lución. La lucha prepara el futuro: pero esta preparación
puede conducir en dos direcciones—no hay nada auto-
mático—puede ahogar o reforzar al movimiento comunista
con idéntica facilidad. Bajo tales condiciones no es sufi-
ciente con insistir sobre la “autonomía” de las acciones de
los trabajadores. La autonomía no es un principio más
revolucionario de lo que pueda serlo la planificación por
parte de una minoría. La revolución no insiste más en la
democracia de lo que insiste en la dictadura.
Los proletarios sólo pueden retener el control de la lucha
llevando a cabo determinadas medidas. Si se limitan a la
acción reformista, más pronto o más tarde la lucha esca-
pará a su control y será tomada a cargo por un órgano es-
pecializado de tipo sindical, que puede llamarse a sí mismo
sindicato o “comité de base”. La autonomía no es en sí
misma una virtud revolucionaria. Toda forma de organiza-
ción depende del contenido de la meta para la que se creó.
No se debe poner el acento en la auto-actividad de los tra-
bajadores, sino en la perspectiva comunista, y únicamente
la realización de ésta permite efectivamente que la acción
de la clase obrera no caiga bajo el liderazgo de los partidos
y sindicatos tradicionales. El contenido de la acción es el
criterio determinante: la revolución no es sólo cuestión de
lo que quiera la “mayoría”. Dar prioridad a la autonomía de
los trabajadores conduce a un callejón sin salida.
A veces el obrerismo es una respuesta saludable, pero
resulta inevitablemente catastrófico cuando se convierte en
un fin en sí mismo. El obrerismo tiende a conjurar las ta-
reas decisivas de la revolución. En el nombre de la demo-
cracia “obrera”, confina a los proletarios dentro de la em-
presa capitalista con sus problemas de producción (sin
visualizar la revolución como la destrucción de la empresa
como tal). Y el obrerismo mistifica el problema del Estado.
En el mejor de los casos, reinventa el “sindicalismo revolu-
cionario”.
40
España: ¿Guerra o revolución?
14
Marx & Engels (1980) Collected Works 13. London: Lawrence &
Wishart. P. 340.
15
Orwell, George (1938) Homage to Catalonia. London.
42
Las columnas abandonaron Barcelona para combatir al
fascismo en otras ciudades, principalmente Zaragoza. Su-
poniendo que estaban intentando extender la revolución
más allá de las zonas republicanas, hubiese sido necesario
revolucionar aquellas zonas republicanas, ya previa o si-
multáneamente 16. Durruti sabía que el Estado no había
sido destruido, pero ignoró este hecho. Durante la marcha,
su columna, compuesta de un 70% de anarquistas, im-
pulsó la colectivización. La milicia ayudó a los campesinos
y les mostró las ideas revolucionarias. Pero “sólo tenemos
un propósito: destruir a los fascistas”. Durruti lo expresaba
bien: “nuestra milicia nunca defenderá a la burguesía, sim-
plemente no la ataca”. Dos semanas antes de su muerte
(21 de noviembre, 1936), Durruti declaraba:
16
Paz, Abel (1976) Durruti: The People Armed. Montréal: Black Rose
Books.
43
Bajo condiciones distintas la evolución militar del bando
antifascista (insurrección, seguida de milicias, finalmente
un ejército regular) recuerda a la guerra de guerrillas anti-
napoleónica descrita por Marx:
17
Marx & Engels (1980) Collected Works 13. London. P. 422.
44
para derrotar el golpe de Estado, tras haberse dado los
rudimentos de una estructura militar autónoma (las mili-
cias), los trabajadores estuvieron de acuerdo en colocarse
bajo la dirección de una coalición de “organizaciones obre-
ras” (en su mayoría abiertamente contrarrevolucionarias)
que aceptaban la autoridad del Estado legal. Es seguro que
al menos algunos de los proletarios esperaban retener el
poder real (que efectivamente habían conquistado, aunque
sólo por un corto espacio de tiempo), al tiempo que deja-
ban al Estado oficial sólo las apariencias del poder. Esto
fue un auténtico error, que pagaron muy caro.
Algunos críticos del análisis anterior están de acuerdo
con nuestro balance de la guerra de España, pero insisten
en que la situación seguía “abierta” y podría haber evolu-
cionado. Por tanto, era necesario apoyar el movimiento
autónomo de los proletarios españoles (por lo menos hasta
mayo del 37) incluso si este movimiento se había dado
formas bastante inadecuadas a la verdadera situación. Un
“movimiento” estaba evolucionando, y era necesario con-
tribuir a su maduración. A lo que respondemos que, por el
contrario, el movimiento autónomo del proletariado se des-
vaneció rápidamente al ser absorbido por la estructura del
Estado, que no era lento en ahogar cualquier tendencia
radical. Esto se hizo aparente para todos a mediados de
1937, pero las “sangrientas jornadas de Barcelona” sirvie-
ron sólo para desenmascarar la realidad que existía desde
finales de julio de 1936: el poder efectivo había pasado de
las manos de los trabajadores al Estado capitalista. Añadi-
remos, para aquellos que equiparan el fascismo con la dic-
tadura burguesa, que el gobierno republicano hizo uso de
“métodos fascistas” contra los trabajadores. Desde luego
que el número de víctimas fue mucho menor comparado
con la represión de Franco, pero esto está relacionado con
la distinta función de ambas represiones, democrática y
fascista. Una división elemental del trabajo: el objetivo del
gobierno republicano era mucho más pequeño (elementos
incontrolados, POUM, izquierda de la CNT).
18
Anweiler, Oskar (1974) The Soviets: The Russian Workers, Peasants, and
Soldiers Councils 1905-1921. New York.
19
Marx & Engels (1970) Ecrits militaires. L’Herne. P.143.
46
para emplearlas contra el gobierno. En abril de 1917, Le-
nin decía:
20
Lenin, V. I. (1964) Collected Works 24. Moscow. P. 236.
47
que la intensidad de la lucha de clases —indiscutible en
España— no induce automáticamente a la acción comu-
nista, ni por consiguiente al partido revolucionario a man-
tener la continuidad de esa acción. Los proletarios españo-
les nunca vacilaron en sacrificar sus vidas (a veces para
nada), pero nunca superaron la barrera que les separaba
del ataque contra el Capital (el Estado, el sistema econó-
mico comercial). Tomaron las armas, tomaron iniciativas
espontáneas (las comunas libertarias antes de 1936, las
colectivizaciones después), pero no fueron más lejos. Ce-
dieron muy rápidamente el control de las milicias al Co-
mité Central de Milicias. Ni este órgano, ni ningún otro
surgido de esta forma en España, puede ser comparado
con los soviets rusos. La “posición ambigua del CC de Mili-
cias”, simultáneamente un “apéndice importante de la Ge-
neralitat” (el gobierno catalán) y “una especie de comité de
coordinación para las distintas organizaciones militares an-
tifascistas”, implicaba su integración dentro del Estado,
porque era vulnerable a aquellas organizaciones que esta-
ban disputándose el poder del Estado (capitalista)21.
En Rusia hubo una lucha entre una minoría radical que
estaba organizada y fue capaz de formular la perspectiva
revolucionaria, y la mayoría en los soviets. En España, los
elementos radicales, creyesen lo que creyesen, aceptaron la
posición de la mayoría: Durruti salió resueltamente a lu-
char contra Franco, “dejando intacto al Estado detrás de
sí”. Cuando los radicales se opusieron al Estado, no trata-
ron de destruir a las organizaciones “obreras” que les esta-
ban “traicionando” (incluyendo a la CNT y el POUM). La
diferencia esencial, la razón por la que no hubo un “Octu-
bre español”, fue la ausencia en España de una auténtica
contradicción de intereses entre los proletarios y el Estado.
“Objetivamente”, proletariado y Capital se hallan en oposi-
ción, pero esta oposición existe a nivel de principios, que
no coincide aquí con la realidad. En su movimiento social
efectivo, el proletariado español no se vio forzado a con-
frontar, como bloque, al Capital y al Estado. En España no
había exigencias inaplazables, exigencias sentidas como
absolutamente necesarias, que pudieron forzar a los obre-
21
Semprún-Maura, C. (1974) Révolution et contre-révolution en Catalogne.
Mame. P. 50-60.
48
ros a atacar al Estado a fin de obtenerlas (así como en Ru-
sia estaba la paz, la tierra, etc.). Esta situación no antagó-
nica estaba relacionada con la ausencia de un “partido”,
una ausencia que pesó decisivamente sobre los aconteci-
mientos, impidiendo que el antagonismo madurase y esta-
llase después. Comparada con la inestabilidad de Rusia
entre febrero y octubre, la situación española se presenta-
ba como encaminada hacia la normalización desde co-
mienzos de agosto de 1936. Si el ejército del Estado ruso
se desintegró después de febrero de 1917, el del Estado
español se recompuso después de julio de 1936, aunque
de una forma nueva, “popular”.
La Comuna de París
22
Marx & Engels (1971) Writings on the Paris Commune. New York:
Monthly Review. P. 70.
49
las dos mayores fuentes de gastos: el ejército perma-
nente y la burocracia estatal” 23.
23
Ibíd. P. 75-76.
24
Ibíd. P. 80.
25
Padover, Saul K., ed. (1979) The Letters of Karl Marx, Prentice Hall. P.
333-335.
50
México
26
Nunès, A. (1975) Les Révolutions du Mexique. Flammarion. P. 101-102.
51
caso, ya porque el Estado la absorba o porque la reprima.
El movimiento comunista sólo puede vencer si los proleta-
rios van más allá de la insurrección elemental (incluso ar-
mada) que no ataca al trabajo asalariado en sí mismo. Los
asalariados sólo pueden dirigir la lucha armada mediante
su propia destrucción en tanto que asalariados.
Guerra imperialista
54
55