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Fascismo y Antifascismo Dauvé

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2

FASCISMO /
ANTIFASCISMO

GILLES DAUVÉ

3
Tomado de la
Edición de

Pensamiento y Batalla
Colección Hilo Rojo
Santiago, Chile
2019

Primera edición para México


Proyecto Espartaco
CDMX
2020

4
ACRÓNIMOS

Alemania:

SPD: Sozialdemokratische Partei Deutschlands.


KPD: Kommunistische Partei Deutschlands.

Italia:

PCI: Partito Comunista Italiano.


PSI: Partito Socialista Italiano.
PNF: Partito Nazionale Fascista.
CGL: Confederzione Generale del Lavoro.

Francia:

PCF: Parti Communiste Français.


SFIO: Section Française de l’Internationale Ouvrière.

Chile:

UP: Unidad Popular (coalición electoral de los partidos So-


cialista, Comunista, Radical y varios otros grupos más pe-
queños).
CGT: Confederación General de Trabajadores.

Portugal:

PCP: Partido Comunista Portugués.


PSP: Partido Socialista Portugués.

España:

CNT: Confederación Nacional del Trabajo.


PSOE: Partido Socialista Obrero Español.
POUM: Partido Obrero de Unificación Marxista.
PCE: Partido Comunista de España.
UGT: Unión General de Trabajadores.

5
PRESENTACIÓN

El presente texto del principal difusor de la comuniza-


ción, Gilles Dauvé, pone en entredicho y polemiza con la
idea de que cualquier cosa es mejor que la barbarie del
fascismo. En un contexto, más o menos generalizado, don-
de los sectores más reaccionarios de la ultraderecha avan-
zan en varios puntos del globo, muchas y muchos parecen
reducir todos sus esfuerzos prácticos en enfrentar exclusi-
vamente esta expresión particular de la dominación del
capital, dejando en un segundo plano, o, simplemente des-
echando la perspectiva revolucionaria de superación del
sistema productor de mercancías. Así, se hacen comunes
los llamados a la alianza de clases, la defensa de la demo-
cracia, y el progresismo.
El fascismo nunca ha llegado a tomar el Estado para de-
rrotar al proletariado, sino que ha accedido a él, luego de
que éste ya había sido liquidado, desarmado, integrado,
anulado y domesticado por quienes aspiraban a gestionar
el Estado desde la izquierda del capital: Alemania, Italia,
España, Chile dan fe de aquello.
La mayoría del tiempo, son los Estados democráticos
quienes nos encarcelan, hambrean, explotan y masacran
cuando comienza a tambalear la paz de los cementerios
cotidiana a la que nos tienen acostumbrados. Tal y como lo
señaló Amadeo Bordiga -referente de la Izquierda Comu-
nista de Italia-, hay ciertos momentos históricos en donde
las contradicciones son tales que la burguesía renuncia a
su propia ideología liberal, defendiendo por cualquier me-
dio sus intereses. Por lo tanto, democracia y fascismo no
se oponen, sino que se complementan y se alternan para
salvar el mundo del capital. De esta manera, resulta evi-
dente, que a pesar de la confusión y la debilidad en que
nos encontramos hoy, la única alternativa para vencer al
capitalismo en su versión fascista o democrática, es y se-
guirá siendo la revolución comunista y anárquica. Las y
los revolucionarios no debemos perder ese horizonte.

¡Por el Socialismo y la Libertad!


¡Arriba las y los que Luchan!

Pensamiento y Batalla, Otoño 2019


6
PRÓLOGO

El texto que presentamos a continuación es la primera


parte de una introducción para una compilación de textos
de la revista “Bilan” (“Balance”) sobre la Guerra Civil Es-
pañola 1. “Bilan” fue una publicación de la Izquierda Co-
munista Italiana en el exilio en Francia y Bélgica. Sus ad-
herentes fueron seguidores de Amadeo Bordiga, un teórico
comunista italiano que se caracterizó, entre otras cosas,
por afirmar el carácter “invariante” de la revolución comu-
nista desde una perspectiva radical y por denunciar ya en
aquella época a la URSS como un régimen que mantenía
intactas todas las premisas de la dominación capitalista.
Gilles Dauvé, que escribía bajo el pseudónimo de Jean
Barrot en los tiempos en los que fue redactado el texto que
presentamos a continuación, es un comunista radical co-
nocido por su obra propagandística y teórica, caracterizada
por su crítica sin concesiones al capital, al Estado y a to-
das las instituciones que propician su perpetuación, entre
las cuales considera incluso al grueso de la izquierda y de
las organizaciones obreras, como los sindicatos y otras
formas atávicas de defensa del trabajo. Su perspectiva del
comunismo y del anticapitalismo es el resultado de la
síntesis (fusión y crítica la vez) de corrientes revoluciona-
rias como el comunismo de izquierda “italiano” y el comu-
nismo de consejos germano-holandés, así como la influen-
cia de grupos de teoría crítica radical como la Internacional
Situacionista.
Desde los 70’s hasta nuestros días, y a pesar de la evo-
lución de su desarrollo teórico, Dauvé ha mantenido una
posición invariante con respecto al capital y al movimiento
que le dará fin: el comunismo. Básicamente, no existen
mediaciones posibles al orden existente que no sirvan a su
vez para perpetuar la dominación del mismo; si bien las
luchas de los proletarios por asegurar (reproducir) su exis-
tencia dentro del orden del capital podrían contener en
potencia la pulsión negadora que podría darle fin a dicho
orden, éstas no hacen más que perpetuarlo y, de hecho,
fortalecerlo si es que no apuntan a la raíz de esta domina-

1
Bilan (1979) “contre-révolution en Espagne”. ed. J. Barrot, Paris.
7
ción: el trabajo, la producción de mercancías, el intercam-
bio como mediador social absoluto, el valor de cambio, el
Estado, etc. No hay supresión posible del capital si no es
acabando con estos elementos en un mismo movimiento,
cualquier perspectiva gradualista de la revolución no es
sino otra manera de perpetuar la dominación del capital
sobre nuestras vidas. Hoy Dauvé es uno de los mayores
teóricos y participantes en la denominada corriente de la
comunización, que se caracteriza principalmente por la
necesidad de la imposición violenta de medidas comunis-
tas allí donde la revolución tenga lugar, descartando de
ante mano cualquier idea de transición al comunismo, des-
truyendo en un mismo movimiento el Estado, el trabajo
asalariado (el trabajo en cuanto actividad separada del
resto de la vida) y el valor de cambio (y con él, el intercam-
bio como mediador social), entre otros de los pilares fun-
damentales en los que se asienta la dominación del capital.
Con respecto al fascismo y al antifascismo, aborda el
tema con la misma intransigencia que le caracteriza. Para
Dauvé el peligro del antifascismo radica en que tiende a
concebir –y probablemente esto sea el único sustento teó-
rico en el que se asiente la práctica del antifascismo– al
fascismo como la peor de las formas de organización social
que pudiese engendrar el capital, haciendo del combate
contra éste el carácter prioritario y absoluto de su lucha,
incluso si esto supone postergar el horizonte revoluciona-
rio; incluso si luchar contra el capital en su peor forma
supone defender, a pesar de las pretensiones de los anti-
fascistas, las formas democráticas de gestión capitalista. Y
para Dauvé esto último es lo que suele suceder.
Para ilustrárnoslo, Dauvé hace un breve repaso del anti-
fascismo histórico y cómo éste, a la larga, siempre sirvió
para la defensa del Estado democrático contra el Estado
fascista: las pretensiones revolucionarias de los proletarios
en la España de 1936-1937 fueron frenadas antes por las
cúpulas dirigentes que consideraron más importante el
derrocamiento del fascismo en alianza con la izquierda y el
Estado republicano antes que la supresión de éste Estado,
sepultando su victoria de antemano (El Estado siempre
protegerá, antes que nada, al Estado); en el Chile del ‘73
los proletariados más decididos a defender las colectiviza-
ciones y tomas de fábricas fueron sosegados y reprimidos
8
antes por el gobierno “proletario” y democrático de la Uni-
dad Popular que por los militares y su dictadura burguesa
y “fascista”; luego, toda la izquierda puede ignorar lo ante-
rior y regocijarse y abrazarse en torno a su derrota y su
enemigo común: el régimen “fascista” y sus consortes nor-
teamericanos. En todos los casos opera la misma lógica: la
democratización progresiva tiende a la emancipación de la
clase trabajadora. El fascismo, en cambio, a su subyuga-
miento; pero los ejemplos históricos citados por Dauvé de-
berían contribuir a la superación de esta mistificación.
Para Dauvé, el fascismo murió con el siglo que dejamos
atrás. Sin embargo, éste sigue operando contra la revolu-
ción social y las posibilidades de abolición del capital a
través de uno de sus peores resultados: el antifascismo.
Quienes nos posicionamos contra el orden del capital
hemos sido testigos cómo el último par de años se ha
hablado fervientemente de un supuesto auge fascista alre-
dedor del mundo y, con él, de la proliferación de movimien-
tos sociales que se dicen antifascistas. Esta vuelta a esce-
na del fantasma del fascismo y las alertas que suscita en-
tre los anticapitalistas está, extrañamente, acompañada de
un escaso o nulo material crítico al respecto; es como si se
diera por hecho que el antifascismo es una cuestión de
sentido común frente del neoconservadurismo en auge.
Peor aún: pareciera que de pronto, en menos de un par de
años, el término “fascismo” hubiera reemplazado casi por
completo a “capitalismo” en la propaganda que hasta hace
poco era reconocida como propaganda anticapitalista. Los
vídeos de enfrentamientos entre manifestantes y la policía
que circulan en las llamadas redes sociales se refieren en
sus encabezados a estos manifestantes como antifascistas;
pareciera que de pronto los Black Bloc hubiesen desapare-
cido del lenguaje cotidiano, y si se le evoca, es para referir-
se a estos como la “táctica” de los antifascistas. Circula
propaganda anarquista en la que se llama a enfrentar al
fascismo una y otra vez, apenas mencionando al Estado o
al capital, o se le hace indistintamente, como si el fascismo
englobase por sí solo todo lo que combatimos de esta reali-
dad. Vemos propaganda que llama a la unión de los distin-
tos sectores de la izquierda pretendidamente anticapitalis-
ta contra el “avance” del fascismo, como si hubiese una
diferencia sustancial entre los campos de concentración
9
nazis y soviéticos, cuando en ambos iban a dar minorías,
disidentes y revolucionarios.
En el plano local, emergen grupos e individualidades que
superan por mucho numéricamente al “auge fascista” que
llaman a combatir. El movimiento neofascista chileno (su-
poniendo que exista tal cosa como movimiento social) que
los antifascistas locales enfrentan está compuesto por ex
neonazis reformados que ahora engrosan las filas de mo-
vimientos identitarios que ellos mismos fundaron, y por
“capitalistas revolucionarios”, entre los que también con-
vergen ex neonazis, una suerte de neoconservadores y
otras clases de imbéciles en la esquizofrénica pretensión de
instaurar un “verdadero” capitalismo, incluso por la vía
“revolucionaria” si hiciera falta. Analizando el panorama,
pareciera que se invoca el fantasma del fascismo con el
propósito de suplir la falta de revuelta y enfrentamiento
real con el orden de la dominación; a falta de acción, los
antifascistas mitifican la figura del enemigo, atribuyéndole
los peores de los males del capital. A causa de esto, el ver-
dadero enemigo, la dominación capitalista, que a día de
hoy se presenta como democrática, tolerante y progresista,
pareciera pasar a segundo plano.
De pronto, en el lenguaje dominante entre los círculos
anticapitalistas, la policía es “fascista”, las leyes represivas
encaminadas a detener la movilización social son “fascis-
tas”, el Estado y sus juzgados son “fascistas”, etc. Pero no:
los Estados que hoy combatimos son Estados democráti-
cos; las facultades represivas de sus juzgados y de sus
brazos armados son atributos del orden democrático, las
leyes con las que encarcelan a nuestros compañeros son
de orden democrático. La dictadura (fascista o de otro tipo)
y la democracia no son sino dos formas de gestión de un
totalitarismo aún más basto y cuya dominación entrelaza
todo el tejido social y toda la realidad tal como la conoce-
mos: este es el orden del capital, y todo Estado es su de-
fensor, por más democrático o socialista que se pretenda.
Es ahí donde martillea una y otra vez Dauvé desde hace
décadas: la dominación del capital es mucho más basta y
compleja que sus demostraciones más brutales de repre-
sión; radica en nuestra actividad alienada día a día, activi-
dad destinada a la producción de mercancías, convirtién-
donos a su vez a nosotros mismos en mercancías y con ello
10
a todo lo que habita en la tierra, supeditándolo todo a las
leyes de la valorización, a la dictadura de la economía. El
Estado, sus policías y su democracia son sus garantes. Y
la revolución contra la dominación del capital no ocurrirá
sino hasta haber barrido de raíz con todo aquello.
Es en este punto donde la insistencia intransigente de
Dauvé nos parece fundamental para la época que vivimos y
las comunidades de lucha anticapitalistas que deseamos
forjar.

BV

11
INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN INGLESA

El texto aquí presentado es la primera parte de la intro-


ducción a una colección de escritos de la Izquierda Comu-
nista italiana sobre la Guerra Civil Española (“Bilan”—
Contre-révolution en Espagne, ed. J. Barrot, U.G.E. 10/18,
Paris, 1979). La minúscula ultraizquierda italiana era un
patético residuo de las revoluciones proletarias centroeu-
ropeas fracasadas tras la Primera Guerra Mundial. Vícti-
mas tempranas tanto del fascismo como del estalinismo,
los ultraizquierdistas italianos tuvieron la desgracia de
seguir a un líder, Amadeo Bordiga, que prácticamente les
ignoraba. Forzados a emigrar a Francia y Bélgica, los bor-
diguistas refinaron sus ideas acerca del significado de la
revolución comunista y desarrollaron durante los años
treinta una poderosa crítica del antifascismo.
Jean Barrot 2 ha resucitado esta crítica y la ha aplicado a
la política contemporánea. Al hacerlo exhibe todas las de-
bilidades del comunismo de izquierda (marxismo dogmáti-
co, positivismo económico, análisis de clases obsoletos,
desprecio por la clase obrera, odio visceral por la socialde-
mocracia). Con todo, reproducimos este texto a causa de
su visión sin compromisos del Estado. Barrot tiene un
mensaje muy simple con el que nos martillea una y otra
vez: no hay revolución sin destrucción del Estado; la de-
mocracia liberal y el fascismo son formas alternativas del
Estado capitalista; por tanto, no tiene sentido alguno que
los proletarios luchen a favor de una forma del Estado
contra la otra. Para Barrot, el fascismo está muerto hace
tiempo, pero su némesis, el antifascismo, sigue prosperan-
do, desviando a los proletarios de sus verdaderos intereses.
Barrot acusa a los anarquistas, no sin razón, tanto de
sobre-estimar como de sub-estimar al Estado. En el caso
de España, los anarquistas, al mismo tiempo que conside-
raban al Estado como su principal enemigo, no lo destru-
yeron porque, según Barrot, fracasaron en comprender la
relación entre el Estado y la sociedad.

2
Jean Barrot, fue el pseudónimo que utilizó Gilles Dauvé durante la década
de los ’70 para firmar sus textos. [N. del E.]
12
El texto principal ha sido traducido más o menos intac-
to, pero las notas han sido fuertemente reducidas, supri-
miendo la mayoría de referencias a publicaciones (inmere-
cidamente) oscuras en francés. Son necesarios algunos
comentarios acerca de la terminología. “Comunismo” se
refiere exclusivamente al resultado final de la revolución
proletaria cuando la ley del valor queda completamente
derrocada y las relaciones de producción capitalistas sean
eliminadas. Barrot considera a los sistemas sociales
marxistas-leninistas capitalismos de Estado. “Democracia”
denota un sistema político liberal capitalista o parlamenta-
rio. La “izquierda” significa los partidos comunistas y so-
cialistas oficiales y la “extrema izquierda” los marxistas
revolucionarios que han roto con el leninismo. El concepto
que Barrot tiene del “partido” nada tiene en común con el
leninismo—es “la organización espontánea del movimiento
revolucionario creado por el capitalismo”.

13
FASCISMO / ANTIFASCISMO

Totalitarismo y fascismo

Los horrores del fascismo no fueron los primeros en su


género, ni tampoco los últimos. Tampoco fueron los peo-
res, diga lo que diga quien sea 3. Aquellos horrores no fue-
ron peores que las masacres “normales” debidas a las gue-
rras, las hambrunas, etc. Para los proletarios fueron una
versión más sistemática de los terrores experimentados en
1832, 1848, 1871, 1919… Sin embargo, el fascismo ocupa
un lugar especial en el espectáculo de los horrores. En
aquella ocasión, desde luego, algunos capitalistas y una
buena parte de la clase política fueron reprimidos, junto
con la directiva e incluso las bases de las organizaciones
obreras oficiales. Para la burguesía y la pequeña burgues-
ía, el fascismo fue un fenómeno anormal, una degradación
de los valores democráticos explicable sólo mediante el
recurso a las explicaciones psicológicas. El antifascismo
liberal consideró al fascismo como una “perversión” de la
civilización occidental, generando así un efecto comple-
mentario: la fascinación sado-masoquista con el fascismo
tal y como se manifiesta en el coleccionismo de paraferna-
lia nazi. El humanismo occidental nunca comprendió que
las esvásticas vestidas por los Hell’s Angels reflejaban la
imagen invertida de su propia visión del fascismo. La lógica
de esta actitud puede resumirse así: si el fascismo es el

3
La opinión pública no condena al nazismo tanto por sus horrores, porque
desde entonces otros Estados —en realidad la organización capitalista de la
economía mundial— han demostrado ser igualmente destructores de la vida
humana, a través de guerras y hambrunas artificiales, que los nazis. Más
bien se condena al nazismo porque actuó deliberadamente, porque era cons-
cientemente malvado, porque decidió exterminar a los judíos. Nadie es
responsable de las hambrunas que diezman a pueblos enteros, pero los na-
zis: ellos querían exterminar. A fin de erradicar este absurdo moralismo, se
ha de tener una concepción materialista de los campos de concentración. No
fueron el producto de un mundo que se había vuelto loco. Por el contrario,
obedecían a la lógica capitalista normal aplicada en circunstancias especia-
les. Tanto por sus orígenes como por su modo de operar, los campos perte-
necían al universo capitalista.
14
Mal supremo, invirtamos todos los valores. Se trata de un
fenómeno típico de una época desorientada.
Desde luego, el análisis marxista habitual no se deja
empantanar en el lodazal de la psicología. La
interpretación del fascismo como instrumento del gran
capital ha sido clásica desde Daniel Guérin4. Pero la serie-
dad de su análisis oculta un error central. La mayoría de
los estudios “marxistas” mantienen la idea de que, a pesar
de todo, el fascismo era evitable en 1922 o 1933. Reducen
el fascismo a un arma empleada por el capitalismo en un
momento dado. Según estos estudios el capitalismo no
habría recurrido al fascismo si el movimiento obrero
hubiese ejercido suficiente presión en lugar de hacer una
demostración de sectarismo. Por supuesto que no habría
habido “revolución”, pero al menos Europa se habría aho-
rrado el nazismo, los campos de concentración, etc. A pe-
sar de algunas observaciones muy precisas sobre las cla-
ses sociales, el Estado, y la conexión entre fascismo y gran
capital, esta perspectiva consigue que se le escape el hecho
de que el fascismo fue el producto de un doble fracaso: la
derrota de los revolucionarios, que fueron aplastados por
los socialdemócratas y sus aliados liberales, seguida del
fracaso de los liberales y socialdemócratas para gestionar
el capital eficazmente. La naturaleza del fascismo y su ac-
ceso al poder siguen siendo incomprensibles sin el estudio
de las luchas de clase del período precedente y de sus limi-
taciones. No se puede entender el uno sin las otras. No es
casualidad que Guérin se equivoque no sólo acerca del
significado del fascismo, sino también acerca del Frente
Popular francés, que considera como “una revolución falli-
da”.
Paradójicamente, resulta que la esencia de la mistifica-
ción antifascista está en que los demócratas ocultan la
naturaleza del fascismo tanto como sea posible mientras
despliegan un radicalismo de apariencias denunciándolo
aquí, allá y por doquier. Y llevan así ya más de cincuenta
años.

4
Daniel Guérin (1973) Fascismo y gran capital. Nueva York.
15
En 1925, escribía Boris Souvarine 5:

“Fascismo aquí, fascismo allí. Action Française: es el


fascismo. El Bloque Nacional: es el fascismo… Todos
los días durante los últimos seis meses, “L’Humanité”
nos ha servido una nueva sorpresa fascista. Un día es
un enorme titular de seis columnas de anchura que
trompetea: EL SENADO, FASCISTA HASTA LA MEDU-
LA. En otra ocasión, denuncian a un editor que se nie-
ga a publicar un periódico comunista: GOLPE FASCIS-
TA…
Hoy no existen en Francia ni el bolchevismo ni el fas-
cismo, ni más ni menos de lo que pueda existir el ke-
renskismo. “Liberté” y “Humanité” destilan aire calien-
te: el fascismo que evocan de cara a nosotros no es
viable, las condiciones objetivas para su existencia
aún no están realizadas…
No puede dejarse el campo libre a la reacción. Pero es
innecesario bautizar como fascismo a esta reacción a
fin de combatirla”.

En una era de inflación verbal, “fascismo” es una muleti-


lla empleada por los izquierdistas para demostrar su radi-
calismo. Sin embargo, su empleo indica tanto una confu-
sión como una concesión teórica al Estado y al Capital. La
esencia del antifascismo consiste en luchar contra el fas-
cismo mientras se apoya a la democracia; en otras pala-
bras, luchar no por la destrucción del capitalismo, sino
para forzar al capitalismo a renunciar a su forma “totalita-
ria”. Identificado el socialismo con la democracia total, y el
capitalismo con el auge del fascismo, la oposición entre
proletariado / capital, comunismo / trabajo asalariado,
proletariado / Estado, se hace a un lado en favor de la
oposición “democracia” / “fascismo”, presentada como la
quintaesencia de la perspectiva revolucionaria. El antifas-
cismo sólo consigue mezclar dos fenómenos: el “fascismo”
propiamente dicho, y la evolución del capital y del Estado

5
“Bulletin communiste”, nov. 27, 1925. Boris Souvarine nació en Kiev en
1895 pero emigró a Francia a temprana edad. Obrero autoeducado, fue uno
de los fundadores del Comintern y del PCF, pero fue expulsado de ambas
organizaciones en 1924 por desviación izquierdista.
16
hacia el totalitarismo. Al confundir estos dos fenómenos, al
sustituir la parte por el todo, se mistifica la causa del fas-
cismo y el totalitarismo y uno acaba reforzando lo que
quería combatir.
No podemos comprender la evolución del capital y sus
formas totalitarias mediante la denuncia del “fascismo la-
tente”; el fascismo fue un episodio particular en la evolu-
ción del capital hacia el totalitarismo, una evolución en la
que la democracia ha jugado y juega aún un papel tan
contrarrevolucionario como el fascismo. Es un abuso de
lenguaje hablar hoy de un fascismo “amistoso”, no-
violento, que dejaría intactos los órganos tradicionales del
movimiento obrero. El fascismo fue un movimiento limita-
do en el tiempo y en el espacio. La situación europea tras
1918 le dio sus características originarias, que nunca vol-
verán a repetirse.
Fundamentalmente, el fascismo va asociado a la unifica-
ción económica y política del Capital, tendencia que se ge-
neralizó desde 1914. El fascismo fue una forma particular
de realizar este objetivo en ciertos países —Italia y Alema-
nia— donde el Estado se mostró incapaz de mantener el
orden (tal y como lo entiende la burguesía), a pesar de que
la revolución había sido aplastada. El fascismo tiene las
características siguientes: (1) nace en la calle; (2) crea des-
orden mientras predica el orden; (3) es un movimiento de
clases medias obsoletas que termina en su destrucción
más o menos violenta; y (4) “regenera desde el exterior” el
Estado tradicional, que se ha vuelto incapaz de resolver la
crisis capitalista.
El fascismo fue una solución a la crisis del Estado du-
rante la transición a la dominación total del capital sobre
la sociedad. Para sojuzgar la revolución habían hecho falta
cierto tipo de organizaciones obreras; a continuación, hizo
falta el fascismo para poner fin al desorden consiguiente.
La crisis nunca fue superada realmente: el Estado fascista
sólo resultó efectivo de forma superficial, porque reposaba
sobre la exclusión sistemática de la clase obrera de la vida
social. Esta crisis ha sido superada por el Estado con ma-
yor éxito en nuestros propios tiempos. El Estado democrá-
tico emplea todas las herramientas del fascismo, de hecho,
más, porque integra a las organizaciones obreras sin ani-
quilarlas. La unificación social va más allá de la que pro-
17
porciona el fascismo, pero el fascismo como movimiento
específico ha desaparecido. Corresponde a la disciplina
forzada de la burguesía bajo presión del Estado en una
situación verdaderamente única.
De hecho, la burguesía tomó prestado el nombre “fas-
cismo” de organizaciones obreras italianas que a menudo
se denominaban a sí mismas “fasces”. Es significativo que
el fascismo se autodefiniese a sí mismo ante todo como
una forma de organización y no como un programa. Su
único “programa” era unir a todo el mundo en fasces, unir
a la fuerza todos los elementos que componen la sociedad:
“El fascismo roba su secreto al proletariado: organiza-
ción… El liberalismo es todo ideología sin organización al-
guna; el fascismo es todo organización sin ideología algu-
na”. (Bordiga)
La dictadura no es un arma del capital, sino más bien
una “tendencia” del capital que se materializa cuando re-
sulta necesario. El retorno a la democracia parlamentaria
tras un período de dictadura, como en Alemania tras 1945,
significa únicamente que la dictadura es inútil (hasta la
próxima ocasión) para integrar a las masas en el Estado.
No negamos que la democracia asegura una explotación
más gentil que la dictadura: cualquiera preferiría ser ex-
plotado a la sueca que a la brasileña. Pero, ¿tenemos OP-
CIÓN? La democracia se transforma en dictadura tan
pronto como resulta necesario. El Estado sólo puede tener
“una” función, que puede cumplir o bien democráticamen-
te o bien dictatorialmente. Podemos preferir el primer mo-
do al segundo, pero no podemos doblegar al Estado para
obligarlo a permanecer democrático. Las formas políticas
que el capital se da a sí mismo no dependen de la acción
de la clase obrera más de lo que dependen de las intencio-
nes de la burguesía. La República de Weimar capituló ante
Hitler; de hecho, le recibió con los brazos abiertos. Y en
Francia el Frente Popular no “impidió el fascismo”, porque
en 1936 Francia no necesitaba unificar su capital ni redu-
cir sus clases medias. Tales transformaciones no requieren
elección alguna por parte del proletariado.
A Hitler se le menosprecia por no retener de la socialde-
mocracia vienesa de su juventud más que los métodos de
propaganda. ¿Y qué? La “esencia” del socialismo estaba
más en aquellos métodos que en los distinguidos escritos
18
del austro-marxismo. El problema común de la socialde-
mocracia y el nazismo era cómo organizar a las masas y,
en caso necesario, reprimirlas. Fueron los socialistas y no
los nazis quienes aplastaron las Insurrecciones proletarias
(Esto no impide al SPD actual, de nuevo en el poder como
en 1919, publicar un sello de correos en honor de Rosa
Luxemburgo, a la que asesinó en 1919). La dictadura
siempre llega “después” de que los proletarios hayan sido
derrotados por la democracia con la ayuda de los sindica-
tos y los partidos de izquierda. Por otra parte, tanto el so-
cialismo como el nazismo contribuyeron a una mejora
(temporal) en el nivel de vida. Como el SPD, Hitler se con-
virtió en instrumento de un movimiento social cuyo conte-
nido se le escapó. Como el SPD, luchó por el poder, por el
derecho a mediar entre los obreros y el capital. Y tanto
Hitler como el SPD se convirtieron en herramientas del
capital y fueron descartados una vez que habían cumplido
sus tareas respectivas.

Antifascismo: el peor producto del fascismo

Desde el fascismo del período de entreguerras, el térmi-


no “fascismo” ha seguido en boga. ¿Qué grupo político no
ha acusado a sus adversarios de emplear “métodos fascis-
tas”? La izquierda nunca deja de denunciar el fascismo
resucitado, la derecha no duda en etiquetar al PCF de co-
mo el “partido fascistoide”. Significando todo y cualquier
cosa, la palabra ha perdido su significado desde que la
opinión liberal internacional describe a cualquier Estado
fuerte como “fascista”. Así, se resucitan y se presentan
como realidad contemporánea las ilusiones de los fascistas
de los años treinta. Franco decía que era fascista, como
sus patrocinadores, Hitler y Mussolini, pero nunca hubo
una Internacional fascista.
Si bien hoy la ideología dominante llama fascistas a los
coroneles griegos y los generales chilenos, representan no
obstante variantes del ESTADO capitalista. Aplicar la eti-
queta fascista al Estado equivale a denunciar a los parti-
dos que encabezan ese Estado. Uno evita así la crítica del
Estado mediante la denuncia de aquellos que lo dirigen.
Los izquierdistas buscan autentificar su extremismo con
su clamor acerca del fascismo, al tiempo que abandonan la
19
crítica del Estado. En la práctica proponen otro tipo de
Estado (democrático o popular) en lugar de la forma exis-
tente.
El término “fascismo” es todavía más irrelevante en los
países capitalistas avanzados, donde los partidos comunis-
tas y socialistas jugarán un papel central en cualquier Es-
tado “fascista” futuro que se erija contra un movimiento
revolucionario. En este caso es mucho más exacto hablar
del Estado puro y simple, y dejar el fascismo al margen. El
fascismo triunfó porque sus principios se habían generali-
zado: la unificación del capital y el Estado eficiente. Pero
en nuestros tiempos el fascismo ha desaparecido como tal,
tanto como movimiento político y como forma de Estado.
Pese a algunas semejanzas, los partidos considerados co-
mo fascistas desde 1945 (en Francia, por ejemplo, el RPF,
el poujadismo, hasta cierto punto hoy el RPR) no han in-
tentado conquistar un Estado impotente desde el exterior 6.
Insistir sobre la amenaza recurrente del fascismo es ig-
norar el hecho de que el fascismo real estaba pobremente
equipado para la tarea que asumió y que fracasó: más que
fortalecer al capital nacional alemán, el nazismo acabó por
dividirlo en dos. Hoy han aparecido otras formas del Esta-
do, muy lejanas de aquel fascismo y de esa democracia
cuyos elogios oímos constantemente.
Con la Segunda Guerra Mundial la mitología del fascis-
mo se vio enriquecida con un nuevo elemento. Este conflic-
to fue la solución necesaria a problemas tanto económicos
(crack del 29) como sociales (clase obrera revoltosa que,
aunque no revolucionaria, había que disciplinar). Podría
describirse la Segunda Guerra Mundial como una guerra
contra el totalitarismo en su forma fascista. Esta interpre-
tación ha perdurado, y el constante recordatorio de las
atrocidades nazis por parte de los vencedores de 1945 sirve
para justificar la guerra dándole el carácter de una cruza-
da humanitaria. Todo, incluso la bomba atómica, puede
justificarse frente a tan bárbaro enemigo. Esta justifica-
ción, no obstante, no es más creíble que la demagogia de

6
Rassemblement du Peuple Français (RPF), partido gaullista (1947-1952).
El poujadismo, un movimiento pequeñoburgués de derechas de la Cuarta
República. Rassemblement pour la République (RPR), un partido gaullista
contemporáneo.
20
los nazis, que decían luchar contra el capitalismo y la plu-
tocracia occidental. Las fuerzas “democráticas” incluyeron
en sus filas a un Estado tan totalitario y sanguinario como
la Alemania de Hitler: la Unión Soviética de Stalin, con su
código penal que preveía la pena de muerte a partir de los
doce años. Todo el mundo sabe, asimismo, que los Aliados
recurrieron a similares métodos de terror y exterminio ca-
da vez que lo consideraron necesario (bombardeos estraté-
gicos, etc.). Occidente esperó hasta la guerra fría para de-
nunciar los campos soviéticos. Pero cada país capitalista
ha tenido que vérselas con sus propios problemas específi-
cos. Gran Bretaña no tuvo que lidiar con una guerra de
Argelia, pero la partición de la India supuso millones de
víctimas. Los EE.UU. nunca tuvieron que organizar cam-
pos de concentración7 a fin de silenciar a sus obreros y
deshacerse del excedente de pequeña burguesía, pero en-
contró en el Vietnam su propia guerra colonial. Por lo que
toca a la Unión Soviética, con su Gulag hoy en día denun-
ciado universalmente, se contentó con concentrar en unas
pocas décadas los horrores esparcidos a lo largo de varios
siglos en los países capitalistas más antiguos, que también
produjeron millones de víctimas considerando sólo el trato
dispensado a los negros. El desarrollo del capital conlleva
ciertas consecuencias, siendo las principales: (1) domina-
ción sobre la clase obrera, lo que incluye la “destrucción”,
suave o no, del movimiento revolucionario; (2) competencia
con otros capitales nacionales, que acaba en guerras.
Cuando el poder está en manos de los partidos “obreros”,
sólo cambia una cosa: la demagogia obrerista resulta más
conspicua, pero no se les ahorra a los obreros la más seve-
ra represión cuando hace falta. El triunfo del capital nunca
es tan total como cuando los obreros se movilizan en su
nombre en busca de “una vida mejor”.
A fin de protegernos de los excesos del capital, el anti-
fascismo invoca la intervención del Estado como algo que
va de sí. Paradójicamente, el antifascismo se convierte en
el campeón del Estado fuerte; por ejemplo, el PCF nos pre-
gunta.

7
Cien mil japoneses fueron internados en campos en Estados Unidos duran-
te la Segunda Guerra Mundial, pero no había necesidad alguna de liquidar-
los.
21
“¿Qué clase de Estado hace falta hoy en Francia?…
¿Es fuerte y estable nuestro Estado, como asegura el
presidente de la República? No, es débil, es impotente
para sacar al país de la crisis social y política en la
que está empantanado. De hecho, fomenta el desor-
den” 8.

Tanto la dictadura como la democracia se proponen “for-


talecer al Estado”, la primera como cuestión de principios,
la segunda para protegernos -acabando en el mismo resul-
tado. Ambos trabajan por la misma meta: el totalitarismo.
En ambos casos es cuestión de obligar a todo el mundo a
“participar” en la sociedad: “de arriba abajo” para la dicta-
dura, “de abajo arriba” para los demócratas.
Por lo que se refiere a la dictadura y la democracia, ¿po-
demos hablar de una lucha entre dos fracciones sociológi-
camente diferenciadas del capital? Más bien tratamos con
dos métodos diferentes de regimentar al proletariado, ya
integrándolo la fuerza, ya agrupándolo a través de la me-
diación de sus “propias” organizaciones. El capital opta por
una u otra de estas soluciones de acuerdo con las necesi-
dades del momento. En Alemania, después de 1918, la
socialdemocracia y los sindicatos eran indispensables para
controlar a los trabajadores y aislar a los revolucionarios.
Por otra parte, después de 1929, Alemania tenía que con-
centrar su industria, eliminar a un sector de sus clases
medias y disciplinar a la burguesía. El mismo movimiento
obrero tradicional, que defendía los intereses inmediatos
de los obreros, se había convertido en un impedimento al
desarrollo ulterior. Las “organizaciones obreras” habían
sostenido fielmente al capitalismo, pero conservando su
autonomía; como organizaciones buscaban ante todo per-
petuarse a sí mismas. Esto les hizo jugar un eficaz papel
contrarrevolucionario en 1918-1921, como demuestra el
fracaso de la revolución alemana. En 1920 las organiza-
ciones socialdemócratas dieron el primer ejemplo de “anti-
fascismo” antirevolucionario (antes de que el nombre de
fascismo existiera siquiera)9. A continuación, el peso ad-

8
“Humanité”, 6 de marzo, 1972.
9
El putsch de Kapp en 1920 fue derrotado por una huelga general, pero la
insurrección del Ruhr que estalló inmediatamente a continuación y que
22
quirido por estas organizaciones, tanto en la sociedad co-
mo en el propio Estado, les hizo jugar un papel de conser-
vación social, de maltusianismo económico. Tenían que ser
eliminadas. Habían cumplido una función anti-comunista
en 1918-1921 porque eran la expresión de la defensa del
trabajo asalariado como tal; pero esta misma base requería
que siguieran representando los intereses inmediatos de
los “asalariados”, en detrimento de la reorganización del
Capital “como un todo”.
Se entiende por qué el nazismo tenía como meta la des-
trucción violenta del movimiento obrero, al contrario de los
llamados partidos fascistas de la actualidad. Esa es la dife-
rencia crucial. La socialdemocracia había hecho bien su
trabajo de domesticar a los obreros, “demasiado bien”. La
socialdemocracia había ocupado un lugar importante en el
Estado, pero era incapaz de unificar tras de sí a toda Ale-
mania. Esa fue la tarea del nazismo, que supo cómo atra-
erse a todas las clases, desde los parados hasta los capita-
listas monopolistas.
De modo similar, en Chile la Unidad Popular fue capaz
de controlar a los obreros, pero sin reunir a su alrededor a
toda la nación. Así pues, se hizo necesario derrocarla por
la fuerza. Por contra, no ha habido (¿aún?) ninguna repre-
sión masiva en Portugal desde noviembre de 1975, y si el
régimen actual proclama que continúa la obra de la “revo-
lución de los oficiales”, no se debe a que el poder de la cla-
se obrera y de las organizaciones democráticas impide un
golpe de Estado de la derecha. Los partidos de izquierda y
los sindicatos nunca han impedido algo semejante, salvo
cuando el golpe de Estado era prematuro, por ejemplo,
cuando el putsch de Kapp en 1920. No hay Terror Blanco
en Portugal porque resulta innecesario, pues hasta ahora
el Partido Socialista ha unificado tras de sí al conjunto de
la sociedad.
Lo reconozca o no, el antifascismo se ha convertido en la
forma necesaria del reformismo obrero y del reformismo
capitalista. El antifascismo reúne a los dos diciendo repre-
sentar el verdadero ideal de la revolución burguesa traicio-
nado por el capital. Concibe la democracia como un ele-

aspiraba a ir más allá de la defensa de la democracia fue reprimida en nom-


bre del Estado… por el ejército que acababa de secundar el putsch.
23
mento del socialismo, un elemento ya presente, en nuestra
sociedad. Concibe el socialismo como la democracia total.
La lucha por el socialismo consistiría en obtener más y
más derechos democráticos dentro del marco del capita-
lismo. Con la ayuda del chivo expiatorio fascista, se revita-
liza el gradualismo democrático. El fascismo y el antifas-
cismo tienen los mismos orígenes y el mismo programa,
pero el primero proclamaba que iba más allá del Capital y
de las clases, mientras que el segundo intenta alcanzar la
“verdadera” democracia burguesa, que es infinitamente
perfectible mediante el añadido de dosis cada vez más
fuertes de democracia. En realidad, la democracia burgue-
sa es un estadio en la toma del poder por el Capital, y su
prolongación en el siglo XX ha dado como resultado el ais-
lamiento creciente de los individuos. Nacida como la solu-
ción ilusoria al problema de la separación de la actividad
humana y la sociedad, la democracia nunca será capaz de
resolver el problema de la sociedad más escindida de toda
la historia. El antifascismo siempre terminará por incre-
mentar el totalitarismo; su lucha en favor de un Estado
“democrático” acabará fortaleciendo “al Estado”.
Por varias razones, los análisis revolucionarios del fas-
cismo y el antifascismo, y en particular el análisis de la
Guerra Civil Española, que es un ejemplo más complejo,
son ignorados, incomprendidos, o son deformados con re-
gularidad. En el mejor de los casos, se les considera una
perspectiva idealista; en el peor, un apoyo indirecto al fas-
cismo. Fijaos, dicen ellos, en cómo el PCI ayudó a Mussoli-
ni negándose a tomarse el fascismo en serio, y sobre todo
por no aliarse con las fuerzas democráticas; o cómo el KPD
permitió a Hitler acceder al poder mientras trataba al SPD
como el enemigo principal. En España, por el contrario, se
tiene un ejemplo de resuelta lucha antifascista, que podría
haber triunfado de no ser por las deficiencias de los estali-
nistas-socialistas-anarquistas (tachar los nombres apro-
piados). Estas afirmaciones se basan en la distorsión de
los hechos.

Italia y Alemania

Encabezando las contraverdades se halla un relato dis-


torsionado del caso en que al menos un importante sector
24
del proletariado luchó contra el fascismo con sus propios
métodos y objetivos: Italia en 1918-1922. Esta lucha no
fue específicamente antifascista: luchar contra el Capital
significaba luchar tanto contra el fascismo como contra la
“democracia” parlamentaria. Este episodio resulta signifi-
cativo porque el movimiento en cuestión estuvo liderado
por “comunistas”, y no por socialistas reformistas que se
habían unido a la Comintern, verbigracia, el PCF, o por
estalinistas compitiendo en demagogia nacionalista con los
nazis (como el KPD y su palabrería acerca de la “revolución
nacional” a comienzos de los años treinta). Perversamente,
el carácter proletario de la lucha ha permitido a los anti-
fascistas rechazar todo lo que de revolucionario tuvo la
experiencia italiana: acusan al PCI, dirigido en aquel en-
tonces por Bordiga y los comunistas de izquierda, de favo-
recer el acceso al poder de Mussolini. Sin romantizar este
episodio, merece la pena estudiarlo porque demuestra sin
la menor ambigüedad que el consiguiente derrotismo de
los revolucionarios frente a la guerra entre la “democracia”
y el “fascismo” (Guerra Civil Española o Segunda Guerra
Mundial) no era la actitud de unos puristas que sólo insist-
ían en “la revolución” y se negaban a mover un dedo hasta
el Gran Día. Este derrotismo se basaba sencillamente en la
desaparición, durante los años veinte y treinta, del proleta-
riado como fuerza histórica, después de su derrota tras su
parcial constitución en clase al final de la Primera Guerra
Mundial.
La represión fascista tuvo lugar solamente “después de
la derrota del proletariado”. No fue ella la que destruyó a
las fuerzas revolucionarias, que sólo el movimiento obrero
tradicional pudo dominar tanto por métodos directos como
indirectos. Los revolucionarios fueron derrotados por la
democracia, que no se encogía al emplear todos los recur-
sos disponibles, incluida ahí la acción militar. El fascismo
sólo destruyó a adversarios menores, incluyendo al movi-
miento obrero reformista que se había convertido en un
obstáculo para el desarrollo futuro. Es una mentira descri-
bir la llegada al poder del fascismo como el resultado de
luchas callejeras en las que los fascistas derrotaron a los
trabajadores.
En Italia, como en muchos otros países, 1919 fue el año
decisivo en que la lucha proletaria fue derrotada por la
25
acción directa del Estado, así como por la política electoral.
Hasta 1922, el Estado concedió la mayor libertad de acción
a los fascistas: indulgencia en los procesos judiciales, de-
sarme unilateral de los trabajadores, en ocasiones apoyo
armado, por no hablar del memorándum Bonomi de octu-
bre de 1921, que envió a sesenta mil oficiales a hacer de
líderes de los grupos de asalto fascistas. Antes de la ofen-
siva armada fascista, el Estado apeló… a las urnas. Du-
rante las ocupaciones de fábricas de 1920, el Estado se
abstuvo de atacar a los proletarios, permitiendo que su
lucha se extinguiese, con la ayuda de la CGL, que rompió
las huelgas. En cuanto a los “demócratas”, no vacilaron en
formar un “bloque nacional” (liberales y derechistas) que
incluía a los fascistas, para las elecciones de mayo de
1921. Durante junio y julio de 1921, el PSI concluyó un
inútil y falso “tratado de paz” con los fascistas.
Apenas puede hablarse de un golpe de Estado en 1922:
fue una transmisión del poder. La “Marcha sobre Roma” de
Mussolini (que prefirió tomar el tren) no fue un medio de
presionar al gobierno legal sino más bien una maniobra
publicitaria. El ultimátum que entregó al gobierno el 24 de
octubre no amenazaba con la guerra civil: era una notifica-
ción al Estado capitalista (y entendida como tal por el Es-
tado) de que en adelante el PNF era la fuerza más capaci-
tada para asegurar la unidad del Estado. El Estado se so-
metió muy rápidamente. La ley marcial declarada tras el
fracaso de un intento de compromiso fue anulada por el
rey, que a continuación pidió a Mussolini que formara el
nuevo gobierno (que incluía a liberales). Todos los partidos
salvo el PSI y el PCI, se entendieron con el PNF y votaron la
investidura de Mussolini en el parlamento. El poder del
dictador fue ratificado por la democracia. El mismo esce-
nario se reprodujo en Alemania. Hitler fue designado como
canciller por el presidente Hindenburg (elegido en 1932
con el apoyo de los socialistas que veían en él… un baluar-
te contra Hitler), y los nazis eran minoría en el primer ga-
binete de Hitler. Después de algunas vacilaciones, el Capi-
tal apoyó a Hitler, pues veía en él la fuerza política necesa-
ria para unificar el Estado y por tanto la sociedad. (Que el
Capital no previese algunas de las formas subsiguientes
del Estado nazi es un asunto de importancia secundaria).

26
En ambos países, el “movimiento obrero” estuvo lejos de
ser aplastado por el fascismo. Sus organizaciones, total-
mente independientes del movimiento social del proletaria-
do, sólo funcionaban de cara a conservar su existencia
institucional y estaban dispuestas a aceptar cualquier
régimen político, de derechas o de izquierdas, que quisiera
tolerarlas. El PSOE español y su federación sindical, (UGT)
colaboraron entre 1923 y 1930 con la dictadura de Primo
de Rivera. En 1932, los sindicatos socialistas alemanes,
por boca de sus dirigentes, se declararon independientes
de cualquier partido político e indiferentes frente a la for-
ma del Estado, e intentaron llegar a un acuerdo con
Schleicher (el desgraciado predecesor de Hitler), y después
con Hitler, que les convenció de que el Nacionalsocialismo
permitiría la continuidad de su existencia. Tras lo cual los
sindicalistas alemanes desaparecieron detrás de las esvás-
ticas al mismo tiempo que el 1 de mayo de 1933 se con-
vertía en la “Fiesta del Trabajo Alemán”. Los nazis proce-
dieron entonces a enviar a los líderes sindicales a las
cárceles y los campos, lo que tuvo como efecto otorgar a los
supervivientes la reputación de ser resueltos “antifascis-
tas” desde el primer momento.
En Italia, los líderes sindicales quisieron llegar a un
acuerdo de mutua tolerancia con los fascistas. Se pusieron
en contacto con el PNF a finales de 1922 y en 1923. Poco
antes de que Mussolini tomase el poder, declararon:

“En este momento, en el que las pasiones políticas


están exacerbadas y dos fuerzas ajenas al movimiento
sindical (el PCI y el PNF) están rivalizando por el po-
der, la CGL considera que es su deber advertir a los
trabajadores sobre la intervención de partidos o re-
agrupamientos políticos que buscan involucrar al pro-
letariado en una lucha de la que debe mantenerse
apartado si no quiere comprometer su independencia”.

Por otra parte, en febrero de 1934, en Austria hubo re-


sistencia armada por parte de la izquierda del Partido So-
cialdemócrata contra las fuerzas de un Estado que se venía
mostrando cada vez más dictatorial y conciliador con los
fascistas. Esta lucha no tenía carácter revolucionario, sino
que procedía del hecho de que prácticamente no hubo lu-
27
chas callejeras en Austria después de 1918. Los proletarios
más combativos (aunque no eran comunistas) no habían
sido derrotados, y habían permanecido en el seno de la
socialdemocracia, la cual, pues, conservaba algunas ten-
dencias revolucionarias. Por supuesto, esta resistencia
hizo irrupción espontáneamente y no logró coordinarse a sí
misma.
La crítica revolucionaria de estos acontecimientos no
desemboca en una conclusión del tipo “todo o nada”, como
si uno insistiese en combatir únicamente por “la revolu-
ción” y sólo junto a los comunistas más puros y más du-
ros. Uno tiene que luchar, se nos dice, por reformas cuan-
do no es posible hacer la revolución; una lucha por refor-
mas bien llevada prepara el camino a la revolución: aquél
que puede hacer más, puede hacer menos; pero quien no
puede hacer menos, no puede hacer más; aquél que no se
sabe defender, no sabrá cómo atacar, etc. Todas estas ge-
neralidades yerran el blanco. La polémica entre marxistas,
desde la Segunda Internacional, no versa en torno a la ne-
cesidad o la inutilidad de la participación comunista en
luchas reformistas, que en cualquier caso son una “reali-
dad”. Es una cuestión de saber si una lucha dada pone a
los trabajadores bajo el control (directo o indirecto) del Ca-
pital y en particular de su Estado, y qué posición deben
adoptar los revolucionarios en tal caso. Para un revolucio-
nario, una “lucha” (término que hace las delicias de los
izquierdistas) no tiene valor en sí misma; las acciones más
violentas han acabado a menudo en la constitución de par-
tidos y sindicatos que a continuación han demostrado ser
enemigos del comunismo. Cualquier lucha que coloque a
los trabajadores en posición de dependencia ante el Estado
capitalista, sin importar lo espontáneo o lo enérgico de sus
orígenes, sólo puede tener una función contrarrevoluciona-
ria. La lucha antifascista, que pretende luchar por el mal
menor (mejor la democracia capitalista que el fascismo
capitalista), es como abandonar la sartén en favor del fue-
go. Más aún, al colocarse bajo la dirección del Estado, uno
tiene que aceptar todas las consecuencias, incluida la re-
presión que ejercerá, si hiciera falta, contra los trabajado-
res y revolucionarios que quieran ir más allá del antifas-
cismo.

28
En vez de responsabilizar a Bordiga y al PCI de 1921-
1922 por el triunfo de Mussolini, más valdría plantearse la
perpetua endeblez del antifascismo, cuyo expediente resul-
ta abrumadoramente negativo: ¿cuándo ha impedido o
siquiera ralentizado el totalitarismo el antifascismo? Se
supone que la Segunda Guerra Mundial debía salvaguar-
dar la existencia de los Estados democráticos, pero hoy día
las democracias parlamentarias son la excepción. En los
llamados países socialistas, la desaparición de la burgues-
ía tradicional y las exigencias del capitalismo de Estado
han desembocado en dictaduras que no resultan preferi-
bles en nada a las de los antiguos países del Eje. Hay
quién acariciaba ilusiones acerca de China, pero poco a
poco la información disponible confirma los análisis
marxistas ya publicados10 y revela la existencia de los
campos, la realidad de los cuales siguen negando los ma-
oístas… al igual que los estalinistas negaban la existencia
de los campos soviéticos durante los últimos 30 años. Áfri-
ca, Asia y Latinoamérica viven bajo sistemas de partido
único o dictaduras militares. Uno queda horrorizado por
las torturas en Brasil, pero la democracia mejicana no
dudó en abrir fuego contra los manifestantes en 1968, ma-
tando a 300. Al menos la derrota de las potencias del Eje
trajo la paz… pero sólo a los europeos, no para los millones
que han muerto desde entonces en interminables guerras
y hambrunas crónicas. Resumiendo, que la guerra para
acabar con todas las guerras y contra el totalitarismo fue
un fracaso.
La respuesta del antifascismo es automática: es culpa
del imperialismo americano o soviético o de ambos; en todo
caso, dicen los más radicales, se debe a la supervivencia
del capitalismo y de sus crímenes correspondientes. De
acuerdo. Pero el problema sigue allí. ¿Cómo podría una
guerra creada por Estados capitalistas tener otro efecto
que el fortalecimiento del Capital?
Los antifascistas (sobre todo los “revolucionarios”) sacan
exactamente la conclusión opuesta, haciendo un llama-
miento en favor de un resurgir del antifascismo, que debe

10
Leys, Simon (1977) The Chairman’s New Clothes: Mao and the Cultural
Revolution. London. Existe traducción española, Los Trajes Nuevos del
Presidente Mao, Tusquets.
29
radicalizarse continuamente para que progrese lo máximo
posible. Nunca desisten de denunciar “retornos” o “méto-
dos” fascistas, pero nunca deducen de todo esto la necesi-
dad de destruir la raíz del mal: el Capital. Más bien sacan
la conclusión inversa de que es preciso retornar al “verda-
dero” antifascismo, de proletarizarlo, de reemprender el
trabajo de Sísifo consistente en democratizar el capitalis-
mo. Ahora bien, uno puede odiar el fascismo y amar el
humanitarismo, pero nada cambiará el punto esencial: (1)
el Estado capitalista (y eso quiere decir todos los Estados)
se ve cada vez más constreñido a mostrarse como totalita-
rio y represivo; (2) todos los intentos de ejercer presión so-
bre ellos para obligarlos a tomar una dirección más favo-
rable a los trabajadores o a las “libertades”, acabarán en el
mejor de los casos en la nada, y en el peor (y ése suele ser
el caso) reforzando la ilusión ampliamente extendida de
que el Estado es un árbitro por encima de las clases. Los
izquierdistas son perfectamente capaces de repetir el clási-
co análisis marxista del Estado como un instrumento de
dominación de clase y proponer al mismo tiempo “usar”
ese mismo Estado. De modo parecido, los izquierdistas
estudiarán los escritos de Marx sobre la abolición del tra-
bajo asalariado y el intercambio, y después darán media
vuelta y describirán la revolución como una ultra-
democratización del trabajo asalariado.
Los hay que van más lejos. Adoptan parte de la tesis re-
volucionaria anunciando que puesto que el Capital es
sinónimo de fascismo la lucha por la democracia contra el
fascismo implica la lucha contra el propio Capital. ¿Pero
sobre qué terreno luchan? Luchar bajo la dirección de uno
o más Estados capitalistas — porque tienen y retienen el
control de la lucha — es asegurar la derrota en la lucha
contra el Capital. La lucha por la democracia no es un ata-
jo que permita a los trabajadores hacer la revolución sin
realizarla. El proletariado destruirá el totalitarismo sólo
mediante la destrucción de la democracia y la totalidad de
las formas políticas al mismo tiempo. Hasta entonces
habrá una sucesión de sistemas “fascistas” y “democráti-
cos” en el tiempo y en el espacio; regímenes dictatoriales
que se transforman de grado o por fuerza en regímenes
democráticos; dictaduras coexistiendo con democracias,

30
las unas sirviendo de contraste y autojustificación para las
otras.
Así pues, es absurdo decir que la democracia proporcio-
na un sistema social más favorable que la dictadura para
las actividades revolucionarias, puesto que la primera se
vuelve inmediatamente hacia los medios dictatoriales
cuando se ve amenazada por la revolución; tanto más
cuando están en el poder los “partidos obreros”. Si uno
quiere seguir al antifascismo hasta su conclusión lógica,
tendrá que imitar a ciertos liberales de izquierda que nos
dicen: puesto que el movimiento revolucionario empuja al
Capital hacia la dictadura, renunciemos a toda revolución
y contentémonos con ir lo más lejos posible por el camino
de las reformas —siempre y cuando no asustemos al capi-
tal. Pero esta prudencia es utópica ella misma, porque la
“fascistización” que intenta evitar no es sólo el producto de
la acción revolucionaria, sino también de la concentración
capitalista. Podemos discutir acerca de lo oportuno y de los
resultados prácticos de la participación de los revoluciona-
rios en los movimientos democráticos hasta principios del
siglo XX, pero esta opción queda excluida una vez que el
Capital alcanza la dominación total sobre la sociedad, pues
entonces sólo es posible un tipo de política: la democracia
se convierte en una mistificación y una trampa para los
incautos. Cada vez que los proletarios dependen de la de-
mocracia como arma contra el Capital, escapa a su control
o se transforma en su opuesto… Los revolucionarios re-
chazan el antifascismo porque uno no puede luchar en
exclusiva contra UNA forma política sin apoyar las otras, lo
cual es el meollo del antifascismo. Estrictamente hablando,
el error del antifascismo no consiste tanto en la lucha con-
tra el fascismo sino en darle prioridad a esta lucha, lo que
la vuelve ineficaz. Los revolucionarios no denuncian el an-
tifascismo por “no hacer la revolución”, sino por ser impo-
tente para detener el totalitarismo, y por reforzar, volunta-
riamente o no, al Capital y al Estado.
No es sólo que la democracia se rinda siempre ante el
fascismo prácticamente sin luchar, sino también que el
fascismo también regenera la democracia de sus propias
entrañas según lo requiera el estado de las fuerzas socio-
políticas. Por ejemplo, en 1943, Italia fue obligada a unirse
al bando de los vencedores, y por tanto su líder, el “dicta-
31
dor” Mussolini, se encontró en minoría en el Gran Consejo
Fascista y se sometió al veredicto democrático de este
órgano. Uno de los más altos funcionarios fascistas, el ma-
riscal Badoglio, convocó a la oposición democrática y formó
un gobierno de coalición. Mussolini fue arrestado. En Italia
esto se conoce como la “revolución del 25 de agosto de
1943”. Los demócratas vacilaban, pero la presión de los
rusos y del PCI les obligó a aceptar un gobierno de unidad
nacional en abril de 1944, dirigido por Badoglio, al cual
pertenecieron Togliatti y Benedetto Croce. En junio de
1944, el socialista Bonomi formó un ministerio que excluyó
a los fascistas. Esto estableció la fórmula tripartita (PCI-
PSI-Democracia Cristiana) que dominó los primeros años
del período de posguerra. De este modo contemplamos una
transición deseada y orquestada en parte por los fascistas.
Al igual que la democracia comprendió en 1922 que el me-
jor medio de conservar el Estado era confiárselo a la dicta-
dura del partido fascista, así el fascismo comprendió en
1943 que la única forma de proteger la integridad de la
nación y la continuidad del Estado era devolver el control
de éste último a los partidos democráticos. La democracia
se metamorfosea en fascismo, y viceversa, de acuerdo con
las circunstancias: lo que está en juego es una sucesión o
combinación de formas políticas que aseguren la conserva-
ción del Estado como garante del capitalismo. Hagamos
notar que el “retorno de la democracia” está lejos de pro-
ducir en sí mismo una renovación de la lucha de clases.
De hecho, los partidos obreros que llegan al poder son los
primeros en luchar en nombre del Capital nacional. Así
pues, los sacrificios materiales y la renuncia a la lucha de
clases, justificados por la necesidad de “derrotar primero al
fascismo”, fueron impuestos después de la derrota del Eje,
siempre en nombre de los ideales de la Resistencia. Las
ideologías fascista y antifascista son adaptables cada una
a los intereses momentáneos y fundamentales del Capital,
de acuerdo con las circunstancias.
Desde el primer momento, siempre que surge el grito de
“el fascismo no pasará”, no sólo pasa siempre, sino además
de una forma tan grotesca que la demarcación entre el fas-
cismo y el no-fascismo sigue una línea en constante movi-
miento. Por ejemplo, la Izquierda Francesa denunció el
“peligro” fascista tras el 13 de mayo de 1958, pero el secre-
32
tario general de la SFIO colaboró en la redacción de la
constitución de la Quinta República.
Portugal y Grecia han ofrecido nuevos ejemplos de la
autotransformación de dictaduras en democracias. Bajo el
impacto de circunstancias exteriores (la cuestión colonial
para Portugal, el conflicto de Chipre para Grecia), un sec-
tor de los militares prefirió dejar tirado al régimen a fin de
poder salvar al Estado; los demócratas razonan de exacta-
mente la misma manera cuando los “fascistas” pujan por
el poder. El actual Partido Comunista de España expresa
precisamente este punto de vista (queda por ver si el Capi-
tal español quiere y necesita al PCE):

“La sociedad española quiere que todo se transforme


de manera que el funcionamiento normal del Estado
quede asegurado, sin sobresaltos ni convulsiones so-
ciales. La continuidad del Estado exige la disconti-
nuidad del Régimen”.

Hay una transición de una forma a otra, una transición


de la que está excluido el proletariado y sobre la que no
ejerce ningún control. Si el proletariado intenta intervenir,
termina integrado en el Estado y sus luchas subsiguientes
resultan tanto más difíciles, como demuestra claramente el
caso portugués.

Chile

Probablemente sea el ejemplo de Chile el que más ha


hecho para revitalizar la falsa oposición democra-
cia/fascismo. Este caso ilustra con triste claridad el meca-
nismo del triunfo de la dictadura, conllevando en esta oca-
sión la “triple” derrota del proletariado.
Contemporáneamente a los acontecimientos en Europa,
el Frente Popular chileno de los años treinta ya había de-
signado a la “oligarquía” como su enemigo. La lucha contra
el control oligárquico de la legislatura, presentada como la
supresión de las fuerzas más conservadoras, facilitó la evo-
lución hacia un sistema presidencial más centralizado, con
un poder estatal reforzado, capaz de sacar adelante refor-
mas, o sea, el desarrollo industrial. Este Frente Popular
(que en lo esencial duró desde 1936 hasta 1940) corres-
33
pondía a la coyuntura al alza de las clases medias urbanas
(burguesía y trabajadores de cuello blanco) y las luchas de
la clase obrera. La clase obrera estaba organizada por la
federación socialista del trabajo (diezmada por la repre-
sión); por la CGT anarcosindicalista, influenciada por los
IWW y bastante débil (entre 20 y 30 mil miembros de un
total de 200.000 obreros sindicalizados); y especialmente
por la federación bajo la influencia del Partido Comunista.
Los sindicatos de trabajadores de cuello blanco habían
llevado a cabo huelgas tan feroces como las de los trabaja-
dores industriales durante los años veinte con excepción
de los dos bastiones de militancia obrera: las industrias de
nitratos (de cobre, después) y el carbón. Aunque insistía en
la reforma agraria, la coalición socialista-estalinista-radical
no logró imponérsela a la oligarquía. La coalición no hizo
mucho para recuperar la riqueza cedida a las explotacio-
nes extranjeras de los recursos naturales (principalmente
nitratos), sino que gestionó un salto en la producción in-
dustrial como el que nunca antes o después había conoci-
do Chile. Mediante instituciones semejantes a las del New
Deal, el Estado se aseguró la mayor parte de las inversio-
nes e introdujo una estructura de capitalismo de Estado,
concentrándose en la industria pesada y la energía. La
producción industrial se incrementó en este período un
10% anual; desde este período hasta 1960, en un 4%
anual; y durante los sesenta, de 1 a 2% al año. A finales de
1936 tuvo lugar una reunificación de las federaciones del
trabajo socialista y estalinista y se debilitó aún más a la
CGT; el Frente Popular barrió cualquier cosa que fuese
auténticamente subversiva. Como coalición, el régimen
duró hasta 1940, cuando el Partido Socialista se retiró.
Pero el régimen fue capaz de seguir hasta 1947, apoyado
por los Radicales y el Partido Comunista, además del apo-
yo intermitente de la Falange fascista (antecesor derechista
de la Democracia Cristiana chilena y partido de origen del
líder democristiano Eduardo Frei 11). El Partido Comunista

11
Este apoyo que se extiende desde la extrema derecha hasta la extrema
izquierda no debería resultar sorprendente. Es más que frecuente que los
Partidos Comunistas latinoamericanos apoyen regímenes militares o dicta-
toriales con la excusa de ser “progresistas” en el sentido de haber apoyado a
los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, desarrollar el capital na-
34
apoyó al régimen hasta 1947, cuando fue ilegalizado por
los Radicales.
Como siempre nos cuentan los izquierdistas, los Frentes
Populares también son el producto de la lucha de la clase
obrera, pero de una lucha que permanece en el marco del
capitalismo e impulsa al Capital a modernizarse. Después
de 1970, la Unidad Popular se dio como meta la revitaliza-
ción del Capital nacional chileno (que el PDC no había sa-
bido proteger durante los sesenta), integrando al mismo
tiempo a los trabajadores. Al final el proletariado chileno
fue derrotado tres veces seguidas. La primera, por desistir
de sus luchas económicas para formar bajo la bandera de
las fuerzas de la izquierda, aceptando el nuevo Estado por-
que estaba sostenido por las organizaciones “obreras”.
Allende respondía en 1971 a esta pregunta:

“—¿Cree Ud. posible evitar la dictadura del proletariado?


—Yo lo creo así: es de cara a ese objetivo que trabaja-
mos.” 12

Segundo, al sufrir la represión a manos de los militares


después del golpe de Estado, en contra de lo que había
dicho la prensa izquierdista acerca de la “resistencia ar-
mada”. Los proletarios habían sido desarmados material e
ideológicamente por el gobierno de Allende. Este último
había iniciado él mismo la transición hacia un gobierno
militar al nombrar ministro del interior a un general. Al
colocarse bajo la protección del Estado democrático, que
era congénitamente incapaz de evitar el totalitarismo (por-
que el Estado está ante todo a favor del Estado —
democrático o dictatorial— antes que por la democracia o
la dictadura), los proletarios se condenaron de antemano a
la parálisis frente a un golpe de la derecha. Un importante
acuerdo entre la UP y el PDC decía:

“Deseamos que la policía y las fuerzas armadas sigan


garantizando nuestro ordenamiento democrático, lo

cional, o hacer concesiones a los trabajadores. Cf. Alba, Víctor (1968) Poli-
tics & the Labor Movement in Latin America, Stanford. Los maoístas y
trotskistas suelen comportarse del mismo modo, e.g. en Bolivia.
12
“Le Monde”, febrero 7-8 (1971).
35
cual implica el respeto a la estructura organizada y
jerárquica del ejército y la policía.”

Sin embargo, la derrota más vil fue la tercera. Aquí uno


tiene que otorgarle a la extrema izquierda
internacional la medalla que se merece. Tras haber sos-
tenido al Estado capitalista a fin de impulsarlo más lejos,
la izquierda y la extrema izquierda adoptaron la pose del
profeta: “Os lo advertimos: el Estado es la fuerza represiva
del Capital”. Los mismos que seis meses antes habían in-
sistido en la entrada de elementos radicales en el ejército o
la infiltración de los revolucionarios en el conjunto de la
vida política y social, repetían ahora que el ejército seguía
siendo “el ejército de la burguesía”, y que ellos siempre lo
habían sabido…
Buscando, ante todo, evidentemente, justificar su inex-
tricable fracaso, hicieron uso de la emoción y el espanto
causado por el golpe de Estado a fin de ahogar el intento
por parte de algunos proletarios (en Chile y en otras par-
tes) de sacar las lecciones de estos acontecimientos. En vez
de mostrar lo que hizo la UP y lo que no podía hacer, estos
izquierdistas resucitaron la vieja política de siempre,
dándole un barniz de izquierdas. La foto de Allende abra-
zado a un arma automática durante el golpe se convirtió
en el símbolo de la democracia de izquierdas, finalmente
resuelta a luchar eficazmente contra el fascismo. El voto
está bien, pero no basta: también son necesarias las armas
— ésa es la lección que saca la izquierda de Chile. La
muerte del propio Allende, prueba “física” suficiente del
fracaso de la democracia, queda disfrazada de testimonio
de su voluntad de luchar.

“Ahora bien, si al actuar sus intereses se revelan ca-


rentes de interés y su potencia se muestra como impo-
tencia, entonces la culpa es o bien de los perniciosos
sofistas, que dividen al pueblo indivisible en diferentes
bandos hostiles, o el ejército estaba demasiado embru-
tecido y cegado para comprender que los puros objeti-
vos de la democracia son lo mejor para sí mismo… en
cualquier caso, el demócrata sale de la derrota más

36
ignominiosa igual de inmaculado como inocente entró
en ella. (Marx) 13.

Por lo que respecta a preguntarse acerca de la naturale-


za de la UP, dentro del “contexto” de esta famosa lucha (un
día con votos, otro día con balas), en resumen, por la natu-
raleza del capitalismo, el comunismo y el Estado, pues eso
es otro asunto, un lujo que uno no puede permitirse cuan-
do el “fascismo” ataca. Uno podría preguntarse también
por qué los “cordones” industriales apenas se movieron.
Pero ahora es el momento de estrechar las filas: la derrota
unifica a los antifascistas todavía más que la victoria. In-
versamente, a la vista de la situación portuguesa, uno de-
be evitar toda crítica bajo el pretexto de no hacer nada que
obstaculice el “movimiento”. De hecho, una de las primeras
declaraciones de los trotskistas portugueses tras el 25 de
abril de 1974, era para denunciar a la “ultraizquierda” que
no quería jugar a la democracia.
En resumen, la extrema izquierda internacional estuvo
unida en la obstrucción del desciframiento de los aconte-
cimientos chilenos, a fin de separar a los proletarios aún
más de la perspectiva comunista. De este modo la izquier-
da prepara el retorno de la democracia chilena para el día
en que el Capital la necesite de nuevo.

Portugal

Aunque siga abierto a nuevas posibilidades de desarro-


llo, el caso portugués sólo constituye un acertijo insoluble
para aquellos (los más) que no saben lo que es una revolu-
ción. Incluso revolucionarios sinceros pero confundidos
siguen perplejos ante el colapso de un movimiento que tan
sustancial les parecía pocos meses atrás. Esta incompren-
sión reposa sobre una confusión. Portugal muestra de lo
que es capaz el proletariado, demostrando una vez más
que el Capital tiene que tenerlo en cuenta. La acción prole-
taria podrá no ser el motor de la historia, pero en el plano
político y social constituye la piedra angular de la evolu-
ción de cualquier país capitalista moderno. Sin embargo,

13
Marx, Karl (1972) The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte. Nueva
York: International. P. 54
37
esta irrupción sobre el escenario histórico no es automáti-
camente sinónimo de progreso revolucionario. Mezclar teó-
ricamente las dos cosas es confundir la revolución con su
opuesto. Hablar de la Revolución Portuguesa es confundir
la revolución con la re-organización del Capital. En tanto
que el proletariado permanezca dentro de los límites
económicos y políticos del capitalismo, no sólo la base de
la sociedad sigue sin haber cambiado, sino que incluso las
reformas obtenidas (libertades políticas y reivindicaciones
económicas) están condenadas a una existencia efímera.
Cualquier cosa que el Capital conceda bajo presión de la
clase obrera puede ser retirada, en todo o en parte, en
cuanto esa presión se relaje: cualquier movimiento se con-
dena a sí mismo, si se limita a “hacer presión” sobre el
capitalismo. Mientras los proletarios siguen actuando de
esta forma, no hacen más que darse de cabeza contra el
muro.
La dictadura portuguesa había dejado de ser la forma
adecuada del desarrollo del Capital nacional, como quedó
evidenciado por su incapacidad de resolver la cuestión co-
lonial. Lejos de enriquecer a la metrópoli, las colonias la
desestabilizaron. Afortunadamente, listo para combatir al
“fascismo”, estaba… el ejército. La única fuerza organizada
del país, sólo el ejército podía iniciar el cambio; en cuanto
a llevarlo con éxito hasta sus últimas conclusiones, eso es
harina de otro costal. Actuando según su costumbre, ce-
gados por su papel y por sus pretensiones de poder dentro
del marco del Capital, la izquierda y la extrema izquierda
detectaron una profunda subversión del ejército. Allí donde
anteriormente habían visto a los oficiales como torturado-
res coloniales, ahora descubrían a un Ejército Popular.
Con la ayuda de la sociología, demostraron los orígenes y
las aspiraciones populares de los dirigentes militares, que
supuestamente les inclinaban hacia el socialismo. Sólo
hacía falta cultivar las buenas intenciones de estos oficia-
les, los cuales, se nos decía, no pedían otra cosa que ser
iluminados por los “marxistas”. Desde el PS hasta los iz-
quierdistas más extremistas, todo el mundo conspiraba
para ocultar el simple hecho de que el Estado capitalista
no había desaparecido, y de que el ejército seguía siendo
su instrumento esencial.

38
Puesto que algunas vacantes del aparato del Estado
habían sido puestas al alcance de militantes obreros, nos
dijeron que el Estado había cambiado de función. Puesto
que se había expresado en un lenguaje populista, se con-
sideraba que el ejército estaba del lado de los trabajadores.
Puesto que prevalecía una relativa libertad de expresión, se
juzgaba que la “democracia obrera” (fundamento del socia-
lismo, como sabe todo el mundo) estaba bien arraigada.
Desde luego hubo una serie de señales de alarma y reno-
vaciones de la autoridad donde el Estado mostraba su viejo
ser. Aquí de nuevo, la izquierda y la extrema izquierda sa-
caron la conclusión de que era necesario ejercer todavía
más presión sobre el Estado, pero sin atacarlo, por miedo a
hacerle el juego a la “derecha”. No obstante, fue precisa-
mente el programa de la derecha lo que realizaron y al
hacerlo le añadieron algo de lo que la derecha generalmen-
te es incapaz: la integración de las masas. La apertura del
Estado a influencias “desde la izquierda” no señala el prin-
cipio de su extinción, sino más bien de su fortalecimiento.
La izquierda puso una ideología popular y el entusiasmo
de los trabajadores al servicio de la construcción del capi-
talismo nacional portugués.
La alianza entre la izquierda y el ejército era precaria. La
izquierda puso las masas, el ejército la estabilidad garanti-
zada por la amenaza de sus armas. Era necesario que el
PCP y el PS controlasen cuidadosamente a las masas. A fin
de poder hacerlo, tuvieron que conceder ventajas materia-
les que resultaban peligrosas para un capitalismo débil. De
ahí las contradicciones y los sucesivos reagrupamientos
políticos. Las organizaciones “obreras” eran capaces de
controlar a los obreros, pero no de suministrar al Capital
los beneficios que exige. Así pues, se hizo necesario resol-
ver la contradicción y restaurar la disciplina. La supuesta
revolución había servido para agotar a los más resueltos,
desalentar a los demás y aislar, e incluso reprimir, a los
revolucionarios. A continuación, el Estado intervino bru-
talmente, demostrando convincentemente que nunca había
desaparecido. Aquellos que intentaron conquistar el Esta-
do desde dentro sólo consiguieron sostenerlo en un mo-
mento crítico. No es posible un movimiento revolucionario
en Portugal, y en todo caso sólo será posible sobre bases

39
distintas a las del movimiento capitalista-democrático de
abril de 1974.
La lucha obrera, incluso por objetivos reformistas, causa
dificultades al Capital y además constituye la experiencia
necesaria para que el proletariado se prepare para la revo-
lución. La lucha prepara el futuro: pero esta preparación
puede conducir en dos direcciones—no hay nada auto-
mático—puede ahogar o reforzar al movimiento comunista
con idéntica facilidad. Bajo tales condiciones no es sufi-
ciente con insistir sobre la “autonomía” de las acciones de
los trabajadores. La autonomía no es un principio más
revolucionario de lo que pueda serlo la planificación por
parte de una minoría. La revolución no insiste más en la
democracia de lo que insiste en la dictadura.
Los proletarios sólo pueden retener el control de la lucha
llevando a cabo determinadas medidas. Si se limitan a la
acción reformista, más pronto o más tarde la lucha esca-
pará a su control y será tomada a cargo por un órgano es-
pecializado de tipo sindical, que puede llamarse a sí mismo
sindicato o “comité de base”. La autonomía no es en sí
misma una virtud revolucionaria. Toda forma de organiza-
ción depende del contenido de la meta para la que se creó.
No se debe poner el acento en la auto-actividad de los tra-
bajadores, sino en la perspectiva comunista, y únicamente
la realización de ésta permite efectivamente que la acción
de la clase obrera no caiga bajo el liderazgo de los partidos
y sindicatos tradicionales. El contenido de la acción es el
criterio determinante: la revolución no es sólo cuestión de
lo que quiera la “mayoría”. Dar prioridad a la autonomía de
los trabajadores conduce a un callejón sin salida.
A veces el obrerismo es una respuesta saludable, pero
resulta inevitablemente catastrófico cuando se convierte en
un fin en sí mismo. El obrerismo tiende a conjurar las ta-
reas decisivas de la revolución. En el nombre de la demo-
cracia “obrera”, confina a los proletarios dentro de la em-
presa capitalista con sus problemas de producción (sin
visualizar la revolución como la destrucción de la empresa
como tal). Y el obrerismo mistifica el problema del Estado.
En el mejor de los casos, reinventa el “sindicalismo revolu-
cionario”.

40
España: ¿Guerra o revolución?

Por doquier, la democracia capitulaba ante la dictadura.


Mejor dicho, recibía a la dictadura con los brazos abiertos.
¿Y España? Lejos de constituir la feliz excepción, España
representó el caso extremo de la confrontación armada
entre la democracia y el fascismo sin cambiar la naturaleza
de la lucha: son siempre dos formas de desarrollo capita-
lista las que se oponen, dos formas políticas del Estado
capitalista, dos sistemas estatistas peleándose sobre la
legitimidad del Estado capitalista legal y normal en un
país. Además, la confrontación fue violenta sólo porque los
trabajadores se pusieron en orden de batalla contra el fas-
cismo. La complejidad de la guerra en España procede de
este doble aspecto: una guerra civil (proletariado versus
Capital) transformada en una guerra capitalista (con los
proletarios sosteniendo a estructuras estatales capitalistas
en ambos bandos).
Tras haber dado a los “rebeldes” todas las facilidades pa-
ra prepararse, la República iba a negociar y/o someterse,
cuando los proletarios se lanzaron contra el golpe de Esta-
do fascista, impidiendo que triunfara en medio país. La
Guerra de España no se habría desencadenado sin esta
auténtica insurrección proletaria (fue más que una explo-
sión espontánea). Pero esto no basta por sí sólo para ca-
racterizar toda la guerra española y los acontecimientos
subsiguientes. Sólo define el primer momento de la lucha,
que efectivamente fue un alzamiento proletario. Tras haber
derrotado a los fascistas en gran número de ciudades, los
trabajadores tenían el poder. Esa era la situación inmedia-
tamente después de la insurrección. ¿Pero qué es lo que
procedieron a hacer con aquel poder? ¿Se lo devolvieron al
Estado republicano o lo utilizaron para ir más lejos en di-
rección al comunismo? Pusieron su confianza en el gobier-
no legal, es decir, en el Estado capitalista existente. Todas
sus acciones subsiguientes fueron llevadas a cabo bajo la
dirección de este Estado. Esa es la cuestión central. De ello
se sigue que en su lucha armada contra Franco y en sus
transformaciones socio-económicas, todo el movimiento del
proletariado español se colocaba de lleno dentro del marco
del Estado capitalista y sólo podía ser de naturaleza capi-
talista. Sus verdaderos intentos de ir más lejos tuvieron
41
lugar en la esfera social (volveremos sobre ello); pero estos
intentos seguían siendo hipotéticos mientras se conservara
al Estado capitalista. La destrucción del Estado es la con-
dición necesaria (pero no suficiente) para la revolución co-
munista. En España, el poder real lo ejercía el Estado y no
las organizaciones, sindicatos, colectividades, comités, etc.
La prueba de ello es que la poderosa CNT tuvo que some-
terse al PCE (muy débil antes de julio de 1936). Esto puede
ser verificado por el simple hecho de que el Estado pudo
emplear brutalmente su poder cuando hizo falta (mayo del
37). No hay revolución sin destruir el Estado. Esta “obvia”
verdad marxista, olvidada por el 99% de los “marxistas”,
sale una vez más a la luz en la tragedia española.

“Es una de las peculiaridades de las revoluciones el


que precisamente cuando un pueblo parece a punto de
emprender un gran comienzo y abrir una nueva era, se
dejan gobernar por las ilusiones del pasado y ponen
todo el poder y la influencia que tan caro les ha costa-
do obtener en manos de hombres que representan, o
se supone que representan, el movimiento popular de
una época pasada”. (Marx) 14

No puede compararse a las “columnas” de obreros ar-


mados de la segunda mitad de 1936 con su militarización
consiguiente y su reducción al nivel de órganos del ejército
burgués. Una diferencia considerable separa a las dos fa-
ses, pero no en el sentido de que una fase no-
revolucionaria sucedió a una fase revolucionaria. Primero
hubo una fase de estrangulamiento del despertar revolu-
cionario, durante la cual el movimiento de los trabajadores
conservó una cierta autonomía, un cierto entusiasmo, más
aún, una conducta comunista bien descrita por Orwell 15. A
continuación, esta fase, revolucionaria en la superficie pe-
ro que en realidad sentaba las condiciones para una clási-
ca guerra anti-proletaria, dio paso naturalmente a lo que
había preparado.

14
Marx & Engels (1980) Collected Works 13. London: Lawrence &
Wishart. P. 340.
15
Orwell, George (1938) Homage to Catalonia. London.
42
Las columnas abandonaron Barcelona para combatir al
fascismo en otras ciudades, principalmente Zaragoza. Su-
poniendo que estaban intentando extender la revolución
más allá de las zonas republicanas, hubiese sido necesario
revolucionar aquellas zonas republicanas, ya previa o si-
multáneamente 16. Durruti sabía que el Estado no había
sido destruido, pero ignoró este hecho. Durante la marcha,
su columna, compuesta de un 70% de anarquistas, im-
pulsó la colectivización. La milicia ayudó a los campesinos
y les mostró las ideas revolucionarias. Pero “sólo tenemos
un propósito: destruir a los fascistas”. Durruti lo expresaba
bien: “nuestra milicia nunca defenderá a la burguesía, sim-
plemente no la ataca”. Dos semanas antes de su muerte
(21 de noviembre, 1936), Durruti declaraba:

“Un sólo pensamiento, un sólo objetivo…: destruir el


fascismo… En el momento presente nadie está pre-
ocupado por aumentar los salarios o reducir las horas
de trabajo… sacrificarse, trabajar todo lo que haga fal-
ta… tenemos que formar un sólido bloque de granito.
Ha llegado el momento de que las organizaciones sin-
dicales y políticas acaben con el enemigo de una vez
por todas. Detrás del frente, son necesarias las capa-
cidades administrativas… Cuando acabe esta guerra,
no provoquemos, a través de nuestra incompetencia,
otra guerra civil entre nosotros… Para oponernos a la
tiranía fascista, debemos presentarnos como una sola
fuerza: debe existir una única organización, con una
sola disciplina”.

La voluntad de lucha nunca puede servir de sucedáneo


de una lucha revolucionaria. Más aún, la violencia política
se adapta fácilmente a los propósitos capitalistas (como lo
demuestran episodios recientes de terrorismo). La fascina-
ción por la “lucha armada” se les dispara a los proletarios
por la culata en cuanto dirigen sus golpes exclusivamente
contra una forma particular del Estado en vez de contra el
Estado en sí.

16
Paz, Abel (1976) Durruti: The People Armed. Montréal: Black Rose
Books.
43
Bajo condiciones distintas la evolución militar del bando
antifascista (insurrección, seguida de milicias, finalmente
un ejército regular) recuerda a la guerra de guerrillas anti-
napoleónica descrita por Marx:

“Es necesario distinguir tres períodos en la historia de


la guerra de guerrillas. [...] Comparando los tres perío-
dos de la guerra de guerrillas con la historia política
de España, se ve que representan los respectivos gra-
dos de enfriamiento del ardor popular por culpa del
espíritu contrarrevolucionario del Gobierno. Comenza-
da por el alzamiento de poblaciones enteras, la guerra
irregular siguió luego a cargo de guerrillas, cuyas re-
servas eran comarcas enteras, llegándose más tarde a
formar cuerpos de voluntarios, siempre a punto de ca-
er en el bandidaje o degenerar en regimientos regula-
res” 17.

No se puede trasponer una situación a otra, pero en


1936 como en 1808, la evolución militar no puede expli-
carse sólo mediante consideraciones “técnicas” relativas al
arte de la guerra: uno debe considerar también la relación
de las fuerzas políticas y sociales y su modificación en sen-
tido anti-revolucionario. Hagamos notar que las “colum-
nas” de 1936 no fueron capaces siquiera de librar una
guerra de francotiradores y se atascaron delante de Zara-
goza. El compromiso evocado más arriba por Durruti —la
necesidad de la unidad a cualquier precio— sólo podía dar
la victoria primero al Estado republicano (sobre el proleta-
riado) y a Franco después (sobre el Estado republicano).
Desde luego que hubo un “inicio” de revolución en Es-
paña, pero fracasó en cuanto los proletarios pusieron su fe
en el Estado existente. Poco importa cuáles fueran sus
intenciones. Incluso aunque la gran mayoría de proletarios
que estaban dispuestos a luchar contra Franco bajo la di-
rección del Estado pudiesen haber preferido aferrarse al
poder real a pesar de todo, y apoyasen al Estado sólo como
una cuestión de conveniencia, el factor determinante es su
acción y no su intención. Después de haberse organizado

17
Marx & Engels (1980) Collected Works 13. London. P. 422.
44
para derrotar el golpe de Estado, tras haberse dado los
rudimentos de una estructura militar autónoma (las mili-
cias), los trabajadores estuvieron de acuerdo en colocarse
bajo la dirección de una coalición de “organizaciones obre-
ras” (en su mayoría abiertamente contrarrevolucionarias)
que aceptaban la autoridad del Estado legal. Es seguro que
al menos algunos de los proletarios esperaban retener el
poder real (que efectivamente habían conquistado, aunque
sólo por un corto espacio de tiempo), al tiempo que deja-
ban al Estado oficial sólo las apariencias del poder. Esto
fue un auténtico error, que pagaron muy caro.
Algunos críticos del análisis anterior están de acuerdo
con nuestro balance de la guerra de España, pero insisten
en que la situación seguía “abierta” y podría haber evolu-
cionado. Por tanto, era necesario apoyar el movimiento
autónomo de los proletarios españoles (por lo menos hasta
mayo del 37) incluso si este movimiento se había dado
formas bastante inadecuadas a la verdadera situación. Un
“movimiento” estaba evolucionando, y era necesario con-
tribuir a su maduración. A lo que respondemos que, por el
contrario, el movimiento autónomo del proletariado se des-
vaneció rápidamente al ser absorbido por la estructura del
Estado, que no era lento en ahogar cualquier tendencia
radical. Esto se hizo aparente para todos a mediados de
1937, pero las “sangrientas jornadas de Barcelona” sirvie-
ron sólo para desenmascarar la realidad que existía desde
finales de julio de 1936: el poder efectivo había pasado de
las manos de los trabajadores al Estado capitalista. Añadi-
remos, para aquellos que equiparan el fascismo con la dic-
tadura burguesa, que el gobierno republicano hizo uso de
“métodos fascistas” contra los trabajadores. Desde luego
que el número de víctimas fue mucho menor comparado
con la represión de Franco, pero esto está relacionado con
la distinta función de ambas represiones, democrática y
fascista. Una división elemental del trabajo: el objetivo del
gobierno republicano era mucho más pequeño (elementos
incontrolados, POUM, izquierda de la CNT).

Octubre 1917 & julio 1936

Es evidente que una revolución no tiene lugar en un día.


Siempre se da un movimiento confuso y multiforme. Todo
45
el problema está en la capacidad del movimiento revolu-
cionario para actuar de forma cada vez más clara e ir irre-
versiblemente hacia delante. La comparación, a menudo
mal hecha, entre Rusia y España, es una buena muestra.
Entre febrero y octubre de 1917, los soviets constituían un
poder paralelo al del Estado. Durante bastante tiempo
apoyaron al Estado legal y por consiguiente no actuaron en
absoluto de un modo revolucionario. Incluso podría decirse
que los soviets fueron contrarrevolucionarios. Pero ello no
implica que estuviesen fijados a sus formas: de hecho, fue-
ron la sede de una lucha larga y amarga entre la corriente
revolucionaria (representada, sobre todo, pero no sólo, por
los bolcheviques) y los diversos conciliadores. Fue sólo al
concluir esta lucha que los soviets adoptaron una posición
opuesta al Estado 18. Habría sido absurdo que un comunis-
ta dijera en febrero de 1917: estos soviets no están ac-
tuando de forma revolucionaria, voy a denunciarlos y com-
batirlos. Puesto que los soviets no estaban entonces esta-
bilizados. El conflicto que dio vida a los soviets a lo largo
de un período de meses no era una lucha de ideas, sino el
reflejo de un antagonismo de “intereses” genuinos.

“Serán los intereses —y no los principios— los que


pondrán a la revolución en movimiento. De hecho, es
precisamente a partir de los intereses, y sólo de ellos,
de dónde se desarrollan los principios; lo que equivale
a decir que la revolución no será meramente política,
sino también social”. (Marx) 19

Los obreros y campesinos rusos querían paz, tierra y re-


formas democráticas que el gobierno no estaba dispuesto a
conceder. Este antagonismo explica la creciente hostilidad,
que conducía a la confrontación, que separó al gobierno de
las masas. Más aún, las luchas de clase previas habían
llevado a la formación de una minoría revolucionaria que
sabía más o menos (cf. las vacilaciones de la dirección bol-
chevique después de febrero) lo que quería, y que se orga-
nizó con ese fin, asumiendo las exigencias de las masas

18
Anweiler, Oskar (1974) The Soviets: The Russian Workers, Peasants, and
Soldiers Councils 1905-1921. New York.
19
Marx & Engels (1970) Ecrits militaires. L’Herne. P.143.
46
para emplearlas contra el gobierno. En abril de 1917, Le-
nin decía:

“Hablar de guerra civil antes de que el pueblo haya


llegado a darse cuenta de que es necesaria es indu-
dablemente caer en el blanquismo… son los soldados
y no los capitalistas quienes tienen ahora las pistolas
y los fusiles; los capitalistas están obteniendo lo que
desean no por la fuerza sino por el engaño, y gritar
ahora acerca de la violencia es una insensatez… De
momento retiramos esa consigna, pero sólo de momen-
to” 20

En cuanto cambió la mayoría dentro de los soviets (en


septiembre) Lenin hizo un llamamiento en favor de la toma
armada del poder…
Ningún acontecimiento semejante ocurrió en España.
Pese a su frecuencia y a su violencia, la serie de confronta-
ciones que tuvo lugar después de la Primera Guerra Mun-
dial no sirvió para unificar a los proletarios como clase.
Limitados a una lucha violenta a causa de la represión del
movimiento reformista, lucharon incesantemente, pero no
tuvieron éxito en concentrar sus golpes sobre el enemigo.
En ese sentido no hubo ningún “partido” revolucionario en
España. No porque una minoría revolucionaria fracasara
en organizarse: eso sería ver el problema al revés. Más bien
porque las luchas, por virulentas que fuesen, no dieron
como resultado una clara oposición de clases entre prole-
tariado y Capital. Hablar de un “partido” tiene sentido sólo
si se entiende como “la organización del movimiento co-
munista”. Pero este movimiento siempre fue demasiado
débil, demasiado disperso (no geográficamente, sino en la
medida en que dispersaba sus golpes); no atacaba el co-
razón del enemigo; no se liberó de la tutela de la CNT, una
organización básicamente reformista, como están conde-
nadas a serlo todas las organizaciones sindicales, pese a la
presión de militantes radicales; en resumen, este movi-
miento no se organizó de forma comunista porque no ac-
tuó de forma comunista. El ejemplo español demuestra

20
Lenin, V. I. (1964) Collected Works 24. Moscow. P. 236.
47
que la intensidad de la lucha de clases —indiscutible en
España— no induce automáticamente a la acción comu-
nista, ni por consiguiente al partido revolucionario a man-
tener la continuidad de esa acción. Los proletarios españo-
les nunca vacilaron en sacrificar sus vidas (a veces para
nada), pero nunca superaron la barrera que les separaba
del ataque contra el Capital (el Estado, el sistema econó-
mico comercial). Tomaron las armas, tomaron iniciativas
espontáneas (las comunas libertarias antes de 1936, las
colectivizaciones después), pero no fueron más lejos. Ce-
dieron muy rápidamente el control de las milicias al Co-
mité Central de Milicias. Ni este órgano, ni ningún otro
surgido de esta forma en España, puede ser comparado
con los soviets rusos. La “posición ambigua del CC de Mili-
cias”, simultáneamente un “apéndice importante de la Ge-
neralitat” (el gobierno catalán) y “una especie de comité de
coordinación para las distintas organizaciones militares an-
tifascistas”, implicaba su integración dentro del Estado,
porque era vulnerable a aquellas organizaciones que esta-
ban disputándose el poder del Estado (capitalista)21.
En Rusia hubo una lucha entre una minoría radical que
estaba organizada y fue capaz de formular la perspectiva
revolucionaria, y la mayoría en los soviets. En España, los
elementos radicales, creyesen lo que creyesen, aceptaron la
posición de la mayoría: Durruti salió resueltamente a lu-
char contra Franco, “dejando intacto al Estado detrás de
sí”. Cuando los radicales se opusieron al Estado, no trata-
ron de destruir a las organizaciones “obreras” que les esta-
ban “traicionando” (incluyendo a la CNT y el POUM). La
diferencia esencial, la razón por la que no hubo un “Octu-
bre español”, fue la ausencia en España de una auténtica
contradicción de intereses entre los proletarios y el Estado.
“Objetivamente”, proletariado y Capital se hallan en oposi-
ción, pero esta oposición existe a nivel de principios, que
no coincide aquí con la realidad. En su movimiento social
efectivo, el proletariado español no se vio forzado a con-
frontar, como bloque, al Capital y al Estado. En España no
había exigencias inaplazables, exigencias sentidas como
absolutamente necesarias, que pudieron forzar a los obre-
21
Semprún-Maura, C. (1974) Révolution et contre-révolution en Catalogne.
Mame. P. 50-60.
48
ros a atacar al Estado a fin de obtenerlas (así como en Ru-
sia estaba la paz, la tierra, etc.). Esta situación no antagó-
nica estaba relacionada con la ausencia de un “partido”,
una ausencia que pesó decisivamente sobre los aconteci-
mientos, impidiendo que el antagonismo madurase y esta-
llase después. Comparada con la inestabilidad de Rusia
entre febrero y octubre, la situación española se presenta-
ba como encaminada hacia la normalización desde co-
mienzos de agosto de 1936. Si el ejército del Estado ruso
se desintegró después de febrero de 1917, el del Estado
español se recompuso después de julio de 1936, aunque
de una forma nueva, “popular”.

La Comuna de París

Una comparación (entre otras) merece atención y nos


obliga a criticar el punto de vista marxista habitual, que
resulta ser el del propio Marx. Después de la Comuna de
París, Marx sacó su famosa lección: “la clase obrera no
puede sencillamente apoderarse de la maquinaria existente
del Estado y ponerla en marcha para sus propios fines” 22.
Pero Marx no estableció con claridad la distinción entre el
movimiento insurreccional que databa del 18 de marzo de
1871, y su posterior transformación, finalizada con la elec-
ción de la “Comuna” el 26 de marzo. La fórmula “Comuna
de París” tanto incluye como oculta la evolución. El movi-
miento inicial fue desde luego revolucionario, a pesar de su
confusión, y extendió las luchas sociales del Imperio. Pero
este movimiento estaba dispuesto a continuación a darse
una estructura política y un contenido social “capitalista”.
La Comuna elegida sólo cambió efectivamente las formas
externas de la democracia burguesa. Si la burocracia y el
ejército permanente se habían convertido en rasgos carac-
terísticos del Estado capitalista, seguían sin constituir su
esencia. Marx observó que:

“La Comuna hizo realidad ese tópico de todas las re-


voluciones burguesas, un gobierno barato, al destruir

22
Marx & Engels (1971) Writings on the Paris Commune. New York:
Monthly Review. P. 70.
49
las dos mayores fuentes de gastos: el ejército perma-
nente y la burocracia estatal” 23.

Como es bien sabido, la Comuna electa estaba amplia-


mente dominada por republicanos burgueses. Los comu-
nistas, cautos y escasos en número, se habían visto obli-
gados anteriormente a expresarse en la prensa republica-
na, tan débil era su propia organización, y no pesaban
gran cosa en la vida de la Comuna electa. En cuanto al
programa de la Comuna—éste es el criterio decisivo—
sabemos que prefiguraba singularmente al de la Tercera
República. Incluso sin maquiavelismo alguno por parte de
la burguesía, la guerra de París contra Versalles (muy mal
ejecutada, y no por casualidad) sirvió para drenar el con-
tenido revolucionario y dirigir el movimiento inicial hacia la
actividad puramente militar. Es curioso notar que Marx
definió la forma gubernamental de la Comuna ante todo
por su modo de operación, antes que por “lo que hizo efec-
tivamente”. Era desde luego “la verdadera representación
de todos los elementos sanos de la sociedad francesa, y por
tanto el verdadero gobierno nacional”—pero un gobierno
capitalista, y en absoluto un “gobierno obrero” 24. No po-
dremos estudiar aquí por qué Marx adoptó una posición
tan contradictoria (al menos en público, porque en privado
se mostró mucho más crítico)25. En cualquier caso, el me-
canismo para sofocar el movimiento revolucionario se pa-
rece al de 1936. Como en 1871, la República Española
utilizó a los elementos radicales españoles y extranjeros
(naturalmente los más inclinados a destruir al fascismo)
como carne de cañón sin combatir en serio ella misma, sin
emplear todos los recursos a su disposición. En ausencia
de un análisis clasista de este poder (como en el ejemplo
de 1871), estos hechos aparecen como “errores”, incluso
“traiciones”, pero nunca con su propia lógica.

23
Ibíd. P. 75-76.
24
Ibíd. P. 80.
25
Padover, Saul K., ed. (1979) The Letters of Karl Marx, Prentice Hall. P.
333-335.
50
México

Existe otro paralelismo posible. Durante la revolución


burguesa mexicana, la fracción mayoritaria de la clase
obrera organizada estuvo asociada durante un tiempo con
el Estado democrático y progresista a fin de impulsar hacia
delante a la burguesía y asegurar sus propios intereses
como asalariados dentro del Capital. Los “batallones rojos”
de 1915-1916 representaban la alianza militar entre el
movimiento sindical y el Estado, encabezado entonces por
Carranza. Fundada en 1912, la Casa del Obrero Mundial
decidió “suspender la organización sindical profesional” y
luchar junto al Estado republicano contra “la burguesía y
sus aliados inmediatos, los militares profesionales y el cle-
ro”. Una sección del movimiento obrero se negó y se opuso
violentamente a la COM y su aliado, el Estado. La COM
“intentó sindicalizar a todo tipo de trabajadores en las zo-
nas constitucionalistas con el respaldo del ejército”. Los ba-
tallones rojos lucharon simultáneamente contra las demás
fuerzas políticas que aspiraban a controlar el Estado capi-
talista (“reaccionarios”) y contra los campesinos rebeldes y
los obreros radicales26.
Resulta curioso comprobar que estos batallones se orga-
nizaban según el oficio o la ocupación (tipógrafos, ferrovia-
rios, etc.). Durante la guerra española, algunas de las mili-
cias también llevaban el nombre de sus oficios. De modo
parecido, en 1832, la insurrección de Lyon vio cómo los
trabajadores textiles se organizaban en grupos según la
jerarquía laboral: los trabajadores se reunieron en grupos
de plantilla al mando de los capataces. Por estos medios,
los asalariados se levantaron en armas “en tanto que asa-
lariados” para defender el sistema de trabajo existente con-
tra las “usurpaciones” (Marx) del Capital. Hay una diferen-
cia esencial entre la revuelta de 1832, dirigida contra el
Estado, y los ejemplos mejicano y español en que los tra-
bajadores organizados apoyaron al Estado. Pero la cues-
tión es comprender la persistencia de la lucha obrera sobre
la base de la organización del trabajo como tal. Ya se inte-
gre en el Estado o no, una lucha tal está condenada al fra-

26
Nunès, A. (1975) Les Révolutions du Mexique. Flammarion. P. 101-102.
51
caso, ya porque el Estado la absorba o porque la reprima.
El movimiento comunista sólo puede vencer si los proleta-
rios van más allá de la insurrección elemental (incluso ar-
mada) que no ataca al trabajo asalariado en sí mismo. Los
asalariados sólo pueden dirigir la lucha armada mediante
su propia destrucción en tanto que asalariados.

Guerra imperialista

Para que se produzca una revolución, es preciso que


exista por lo menos el comienzo de un ataque contra las
raíces de la sociedad: el Estado y la organización económi-
ca. Eso es lo que sucedió en Rusia desde febrero de 1917 y
se aceleró poco a poco… No puede hablarse de un comien-
zo semejante en España, donde los proletarios se sometie-
ron al Estado. Desde el principio, todo lo que hicieron (la
lucha militar contra Franco, las transformaciones sociales)
se llevó a cabo bajo la égida del Capital. La mejor prueba
de ello es el rápido desarrollo de aquellas actividades que
los antifascistas de izquierdas son incapaces de explicar.
La lucha militar se volvió rápidamente hacia métodos esta-
tistas burgueses que fueron aceptados por la extrema iz-
quierda con la excusa de la eficacia (y que casi siempre
demostraron ser ineficaces). El Estado democrático no es
más capaz de llevar a cabo una lucha armada contra el
fascismo de lo que es capaz de impedir que llegue pacífi-
camente al poder. Es perfectamente normal que un Estado
republicano burgués rechace el empleo de métodos de lu-
cha social necesarios para desmoralizar al enemigo y en
vez de eso se resigne a una guerra tradicional de frentes
militares, donde no tiene posibilidad alguna frente a un
ejército moderno, mejor equipado y entrenado en este tipo
de combate. En cuanto a las socializaciones y las colectivi-
zaciones, carecían también de la fuerza impulsora del co-
munismo, en particular porque la no destrucción del Esta-
do les impedía organizar una economía anti-mercantil a
nivel de toda la sociedad, y les aislaba en una serie de co-
munidades precariamente yuxtapuestas carentes de una
acción común. El Estado pronto restableció su autoridad.
Consecuentemente no hubo revolución alguna, y ni siquie-
ra los comienzos de una en España después de agosto de
1936. Por el contrario, el movimiento hacia una revolución
52
quedó cada vez más obstaculizado y su renovación se hizo
cada vez más improbable. Resulta chocante observar que,
en mayo de 1937, los proletarios hicieron acopio de fuerzas
para oponerse al Estado (el Estado democrático esta vez)
mediante la insurrección armada, pero no lograron prolon-
gar la batalla hasta el punto de “ruptura” con el Estado.
Tras haberse sometido al Estado legal en 1936, los proleta-
rios fueron capaces de sacudir los cimientos de este Esta-
do en mayo del 37, sólo para ceder ante las organizaciones
“representativas” que les suplicaban que depusiesen las
armas. Los proletarios se enfrentaron al Estado, pero no lo
destruyeron. Aceptaron los consejos de moderación del
POUM y la CNT: ni siquiera el grupo radical “Amigos de
Durruti” llamó a la destrucción de estas organizaciones
contrarrevolucionarias.
Podemos hablar de “guerra” en España, pero no de revo-
lución. La función primordial de esta guerra fue la de re-
solver un problema capitalista: la construcción de un Es-
tado legítimo en España que desarrollara su Capital nacio-
nal de la forma más eficiente posible al mismo tiempo que
integraba al proletariado. Vistos desde este ángulo, los
análisis de la composición sociológica de los dos ejércitos
enfrentados son ampliamente irrelevantes, como aquellos
análisis que miden el carácter “proletario” de un partido
por el porcentaje de obreros entre sus miembros. Tales
hechos son muy reales y deben ser tenidos en cuenta, pero
resultan secundarios en comparación con la “función” so-
cial que estamos tratando de comprender. Un partido de
base obrera que apoya al capitalismo es contrarrevolucio-
nario. El ejército de la República Española, que sin duda
comprendía a un amplio número de obreros, pero luchó
por objetivos capitalistas, no era más revolucionario que el
ejército de Franco.
La fórmula “guerra imperialista” aplicada a este conflicto
escandalizará a aquellos que asocian el imperialismo a la
lucha por la dominación económica pura y simple. Pero el
propósito subyacente a las guerras imperialistas desde
1914-1918 hasta el presente, es resolver tanto las contra-
dicciones económicas como las “sociales” del Capital, eli-
minando la tendencia potencial hacia el movimiento co-
munista. Apenas importa que en España la guerra no es-
tuviese directamente relacionada con la lucha por merca-
53
dos. La guerra sirvió para polarizar a los proletarios del
mundo entero, tanto en los países fascistas como en los
democráticos, alrededor de la oposición fascis-
mo/antifascismo. Así se preparó la Santa Alianza de 1939-
1945. Motivos económicos y estratégicos no faltaron, sin
embargo. Era necesario que los bandos opuestos, que aún
no estaban bien definidos, ganasen aliados o creasen
benévolas neutralidades, y pusiesen a prueba la solidez de
las alianzas. Además, era bastante normal que España no
participase en la Segunda Guerra Mundial. No tenía nece-
sidad de hacerlo, al haber resuelto su problema social me-
diante el doble aplastamiento (democrático y fascista) de
los proletarios en su propia guerra; su problema económi-
co quedó decidido por la victoria de las fuerzas capitalistas
conservadoras que procedieron a limitar el desarrollo de
las fuerzas productivas a fin de evitar una explosión social.
Pero, contrariamente a toda ideología, este “feudal” fascis-
mo anti-capitalista empezó de nuevo a desarrollar la eco-
nomía española en los años sesenta, a pesar de sí mismo.
La guerra de 1936-1939 cumplió la misma función para
España que la Segunda Guerra Mundial para el resto del
mundo, pero con las importantes diferencias siguientes
(que no modificaron ni el carácter ni la función del conflic-
to): empezó a partir de un sobresalto revolucionario lo bas-
tante fuerte como para repeler el fascismo y forzar a la de-
mocracia a tomar las armas contra la amenaza fascista
pero demasiado débil para destruirlos a ambos. Pero al no
derrotar a ambos, la revolución estaba condenada, porque
tanto el fascismo como la democracia eran formas poten-
ciales del Estado capitalista legítimo. Triunfara uno u otro,
era seguro que los proletarios habrían sido aplastados por
los golpes que el Estado capitalista siempre les tiene reser-
vados… las medidas antifascistas sirven entonces contra
los radicales (los grupos izquierdistas se disolvieron en
1968 por un decreto de la era del Frente Popular).

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