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MAQUETA TRIPA - REINAS DEL ABISMO - Primeras Paginas

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Reinas del abismo


Cuentos fantasmales
de las maestras de lo inquietante

v
Traducción del inglés a cargo de
Alicia Frieyro, Olalla García, Sara Lekanda,
Alba Montes y Consuelo Rubio

Edición e introducción de
Mike Ashley

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Introducción

T
N o debemos subestimar el poder que han tenido las escritoras
para moldear y popularizar el relato de terror. Aunque la
historia de los cuentos de fantasmas destaca, por lo general,
el papel de los autores masculinos, desde Joseph Sheridan
Le Fanu pasando por lord Bulwer Lytton, Arthur Machen, M. R.
James y H. P. Lovecraft hasta llegar a Stephen King y otros autores
actuales, no podemos pasar por alto que la evolución de este campo
ha sido también territorio de las mujeres, que han contribuido en
igual medida a su desarrollo. Y esto ha sido así desde sus orígenes.
La aparición de la novela gótica de la mano de Horace Walpo-
le con El castillo de Otranto, en 1764, sentó las bases de un tipo de
relato que adquirió gran popularidad. Enmarcadas en un contexto
histórico europeo, estas historias constaban de un castillo encantado
donde tenía lugar una supuesta (o a veces genuina) manifestación so-
brenatural, a menudo provocada por una leyenda o una maldición
familiar. Aunque Clara Reeve, hija de un párroco de Suffolk, alabó la
ambientación de Otranto, arguyó a su vez que los recursos utilizados
por Walpole en la novela eran extremos y, por lo tanto, poco creíbles.
En El barón inglés (1777) lo criticaba abiertamente por haber creado
una atmósfera demasiado intensa que hacía que la historia, al final,

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se desinflase, y declaraba que por ello se había sentido engañada e
incómoda. En su novela, Clara alteró los elementos para producir un
modelo de relato gótico menos evocador, pero más creíble.
Fue Ann Radcliffe la autora que consiguió un equilibrio entre la
ambientación creada por Walpole y un componente sobrenatural
aceptable (y justificado). Escribió una serie de novelas que alcanzó su
cumbre con Los misterios de Udolfo (1794). En ella, Radcliffe constru-
yó una emocionante aventura, envuelta en una atmósfera inquietan-
te con tintes sobrenaturales, y sin embargo con un cierre razonable
que dejaba al lector con ganas de más. Udolfo se considera el modelo
de novela gótica por excelencia, un relato redondo con su bella he-
roína y su apuesto amante. Fue una de las novelas más famosas de su
época e hizo rica a Radcliffe. Pese a que Jane Austen la parodió en La
abadía de Northanger (publicada en 1817, aunque concluida en 1803),
es bastante seguro que el retrato que conformaba de una joven fácil-
mente influenciable y atraída por Udolfo con una pasión irrefrenable
reflejaba la realidad de muchas lectoras de la época.
Y así empezó todo.
Entre Clara Reeve y Ann Radcliffe establecieron una sencilla regla
básica que ayudó a consolidar el relato de terror: no embellecer en
exceso y mantener la sencillez; intensificar el ambiente con todos los
medios posibles, pero de forma sutil y creíble. Así es como se cons-
truye un auténtico cuento de fantasmas.
Esta se convirtió en la regla básica que siguieron desarrollando las
escritoras victorianas. Mientras Edgar Allan Poe, Joseph Sheridan Le
Fanu y lord Bulwer Lytton, entre otros, intensificaban esa atmós-
fera dramática, al menos en sus relatos más tempranos, las mujeres
creaban historias eficaces y memorables. Catherine Crowe, Elizabeth
Gaskell, Amelia Edwards, Rhoda Broughton, Margaret Oliphant,
Charlotte Riddell, Mary Molesworth (nos sería fácil duplicar o in-
cluso triplicar esta lista) son algunas de las autoras que escribieron las
mejores historias de fantasmas de la época victoriana.
Sin embargo, en lugar de centrarme en ellas, cuyas historias han
sido reeditadas con frecuencia (de manera muy acertada, por cierto),

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quería explorar otras escritoras. Son aquellas que llevaron el relato de
lo sobrenatural del periodo victoriano tardío a los albores del siglo xx,
algunas de ellas muy conocidas, bien por sus cuentos de terror bien
por otras obras, y otras no tanto. Entre los nombres más célebres se
encuentran aquellas cuyas trayectorias profesionales o vitales choca-
ron de alguna forma con la sociedad victoriana, que a cambio las re-
compensó otorgando a su obra cierta notoriedad. Es el caso de Mary
Braddon, Marie Corelli y Edith Nesbit. Entre las menos conocidas
están las que osaron penetrar en el baluarte masculino de las revistas
pulp y se forjaron su propia reputación en el ámbito de los relatos de
terror, como Greye La Spina, G. G. Pendarves, Margaret St. Clair y
Mary Counselman. También tenemos a aquellas que, en su momen-
to, fueron muy aclamadas por sus cuentos de misterio, pero que hoy
en día han quedado olvidadas, como Marie Belloc Lowndes, May
Sinclair, lady Eleanor Smith y la surrealista Leonora Carrington.
Existe otro factor que une a estas autoras. Además de asomarse a
los abismos del terror, la mayoría de ellas tuvieron que salir del abis-
mo de la pobreza u otras adversidades sufridas durante la infancia o
el matrimonio. Es posible observar la angustia de una vida de pade-
cimientos volcada en sus obras de ficción, lo que las hace más reales.
He escogido deliberadamente historias menos conocidas, incluso
de las autoras más populares. Todas ellas muestran cómo las escrito-
ras continuaron experimentando y evolucionando el cuento de te-
rror desde sus inicios góticos y el apogeo victoriano hasta el xx. No
son solo historietas de apariciones fantasmales. Podemos encontrar
un elemento psicológico en el relato de Marie Lowndes, una alegoría
religiosa en el de Marie Corelli, un drama histórico en el de Marjorie
Bowen y un amor fantasmagórico, algo subido de tono, en el de May
Sinclair.
Estas Reinas del abismo traspasaron los límites para mantener el
relato de terror vivo, fresco y fortalecido para el comienzo del nuevo
siglo.

Mike Ashley

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Reinas del abismo
Cuentos fantasmales
de las maestras de lo inquietante

v
Una revelación
Mary E. Braddon

(1888)
Mary Elizabeth Braddon

1835-1915

Mary Elizabeth Braddon fue la novelista que disfrutó de un éxito mayor


en la era victoriana. Al igual que algunas de sus heroínas, capaces de
superar los innumerables obstáculos que la vida interpone en su camino,
también ella sorteó el escándalo y los prejuicios para convertirse en una
admirada y respetada gran dama. Mary se crio con su madre, Fanny,
después de que esta abandonara a su marido, que llevaba una doble vi-
da. La madre se convirtió en una contable muy capaz y educó a la joven
Mary. Sin embargo, siempre andaban apretadas de dinero, y al cumplir
los veintiún años, Mary se hizo actriz y empezó a actuar de manera iti-
nerante por todo el país. Fue durante una estancia en Beverley, Yorkshire,
cuando empezó a escribir, contribuyendo con poemas en el periódico lo-
cal y sacando una novela por entregas con el impresor local, que fue pu-
blicada en 1860 bajo el título Three Times Dead o Secret of the Heath
y que no tardó en editarse en formato de libro como The Trail of the Ser-
pent. Esta clase de novela sensacionalista, muy en la línea de las obras
de Wilkie Collins, era el género que mejor dominaba Braddon, pero a lo
largo de sus siguientes novelas y obras por entregas fue refinando su estilo
hasta alcanzar la perfección en El secreto de lady Audley (1862). Esta
historia de bigamia e intento de asesinato se convirtió en una de las no-
velas más populares de su época. Para entonces, Mary había conocido al
editor John Maxwell y se había instalado con él, fingiendo estar casados,
a pesar de que la mujer de él seguía viva y recluida en un manicomio en
Irlanda. Maxwell era un empresario bastante incompetente y fueron los

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ingresos de Mary los que mantuvieron su solvencia y, en último término,
hicieron posible que saliera adelante con éxito. El editor ya contaba con
cinco hijos de su primer matrimonio, y Mary le dio seis más, uno de
los cuales murió de niño. La maternidad y su agotadora agenda como
escritora y editora hizo que Mary sufriera una depresión en 1868, pero se
recuperó. Ella y Maxwell contrajeron matrimonio en 1874 a la muerte
de la primera esposa de él.
La producción novelística y de cuentos cortos de Mary fue ingente.
Entre sus novelas destacan El secreto de Aurora Floyd (1863), John
Marchmont’s Legacy (1863), Joshua Haggard’s Daughter (1876) y una
obra de gran interés para los amantes del género macabro, Gerard or the
World, the Flesh and the Devil (1891), en la que reescribe la leyenda de
Fausto. Pero, aunque publicó varias colecciones de cuentos cortos, nunca
reunió en un único volumen todas sus historias insólitas. De hecho, no
fue hasta que Richard Dalby compiló El abrazo frío (2000) cuando se re-
unieron la práctica totalidad todos sus cuentos sobrenaturales. La Biblio-
teca Británica ha publicado desde entonces su propio volumen, El rostro
en el espejo (2014). Teniendo en cuenta que Mary Braddon publicó casi
todos sus cuentos cortos de forma anónima, y a veces bajo pseudónimo,
es muy posible que todavía haya obras suyas por descubrir —puede que
incluso reimpresas como anónimas—. El siguiente relato, publicado por
primera vez en 1888, contiene todos los sellos de la casa Braddon, inclui-
da la bigamia y lo oculto.

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Una revelación
Mary E. Braddon

Y esta determinación suya de marcharse a Inglaterra ¿no es un


poco repentina?
—Lo es —contestó el coronel Desborough—. Y son tantos
los años que llevo en la India que es probable que en mi propio
país no consiga sentirme tan en casa como aquí. Y llevo tantos años
en la India que quizá la sienta más hogar que mi propio país. Pero un
viaje por mar me vendrá bien, eso dicen los médicos. De un tiempo a
esta parte no me encuentro nada bien.
—Es cierto que le he visto desmejorado, y que también parecía
muy deprimido. ¿Le sucede algo? Y disculpe la pregunta.
—Mi estimado Breakspear, nuestra amistad justifica una pregunta
tan natural. En efecto, sí que me sucede algo, y no es bueno, nada
bueno. Salvo a mis dos médicos, no he mencionado a nadie la causa
de mi mala salud y de mi abatimiento; pero, como el Jumna parte
la semana que viene y quizá no volvamos a vernos nunca más, se la
confiaré a usted.
—Ahí está ese pesimismo de nuevo. Por supuesto que nos volve-
remos a ver, y espero que tenga esposa para entonces. Debiera usted
casarse, Desborough; lleva solo demasiado tiempo.

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—No —contestó el coronel—. Estoy a punto de cumplir los cua-
renta y, en mi opinión, es difícil que a esas alturas de la vida pueda
uno cambiar ya de costumbres o de ideas. Una esposa de mi edad se
encontraría en la misma situación… chocaríamos. Y una más joven
me importunaría. Pero dejemos lo del matrimonio, es una cuestión
sobre la que no merece la pena discutir.
—Bien, pues entonces volvamos a la causa de su afección.
—¿Recuerda nuestra expedición a las montañas y la cacería del
tigre?
—Sí, claro, hace solo cinco meses; estaba usted muy bien por en-
tonces… Con el ánimo por las nubes, lo recuerdo.
—Y esa fue la última vez que lo estuve —replicó Desborough
apesadumbrado—. Como sabe, le seguimos el rastro a nuestra pieza
hasta lo más profundo de la jungla, y allí lo matamos. Al regresar,
había una luna llena que lo iluminaba todo como si fuera de día.
Yo iba a la cabeza mientras avanzábamos en fila india por la angosta
senda. Por delante todo aparecía despejado; solitario, de hecho. De
repente, divisé a escasos pasos de donde me encontraba la figura de
un viejo amigo a quien no había visto y en quien no había vuelto a
pensar en muchos años; y, sin embargo, allí estaba, de pie en medio
del sendero. Levantó un brazo e hizo un gesto para que me acercase.
—Por fuerza tuvo que ser una sombra —observó prudente el ma-
yor Breakspear, advirtiendo la palidez y el nerviosismo que se habían
ido apoderando de Desborough mientras hablaba.
—Lo mismo pensé yo entonces, estaba convencido de que la vi-
sión no era más que una jugarreta de la memoria. Pues bien, deseché
de mi cabeza el asunto; pero —y bajó la voz—, una noche o dos
después, mientras me miraba en el espejo del tocador, lo vi justo
a mi espalda, de pie en mitad de la habitación. Volvió a hacerme
un gesto, invitándome a que lo siguiera. Lo más extraño de todo es
que, aunque lo reconocí a la perfección, ya no era un hombre joven,
como cuando lo vi por última vez, sino que tenía el pelo y la barba
grises como el acero, y su aspecto era el que indudablemente tendría
si hubieran pasado quince años.

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—Pura imaginación —dijo el mayor—. ¿Y ha experimentado al-
guna otra reaparición de este… fenómeno?
—¡¿Alguna reaparición, dice usted?! Ojalá pudiera decir que no.
Le veo con frecuencia y en los momentos más inesperados…, y no
siempre por la noche, aunque sí que generalmente plantado entre
las sombras, como en esa hornacina de ahí, por ejemplo. —Y lan-
zó una mirada nerviosa hacia el hueco mientras hablaba—. No soy
supersticioso, y nunca he creído en las manifestaciones espectrales.
He luchado en batallas y he sido testigo de los horrores de un asedio
prolongado, pero he de confesar que no hay nada que me haya so-
brecogido tanto como esta aparición.
—Es muy extraño, desde luego; y dice usted que ni siquiera había
pensado en su amigo recientemente —observó el mayor Breakspear.
—Para nada. Es tres años mayor que yo; coincidimos en las aca-
demias de rugby y de Sandhurst. A la muerte de su padre, heredó el
título de baronet y se casó. Yo me vine a la India a los dieciocho años,
y solo regresé a casa de permiso cumplidos los veinticuatro. Supe que
mi viejo compañero de academia se había quedado viudo y que tenía
una niña pequeña. Eso fue hace quince años. Mantuvimos alguna
correspondencia, pero no he tenido noticias suyas ni he pensado en
él durante los últimos diez. Bueno sí, hace dos o tres años leí en The
Times que había contraído nupcias por segunda vez. Y ahora se diría
que estoy poseído por él; cuando duermo sueño con él, y al despertar
me lo encuentro ahí de pie, en mitad de la habitación. La cuestión
es, Breakspear, ¿estoy loco?
El mayor Breakspear, notando el estado de extrema agitación en
el que se encontraba su camarada, le apoyó una mano amiga sobre el
hombro.
—No no —dijo—, no lo piense ni por un instante; es un desequi-
librio fisiológico, solo eso.
—En Demonología y brujería, sir Walter Scott se hace eco de la his-
toria de un caballero, miembro de las más altas instancias de la admi-
nistración de justicia, a quien rondaba de forma pertinaz una presen-
cia imaginaria y que, de hecho, acabó consumiéndose y muriendo por

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tan terrible experiencia. Puede que a la larga yo corra la misma suerte.
Mi raciocinio no está capacitado para combatir los efectos de lo que o
bien es una realidad o bien un producto de una mente enferma.
El mayor Breakspear contempló a su amigo atentamente, reparan-
do en lo mucho que se había consumido aquel cuerpo antaño fornido,
y en cuan demacrada estaba su cara, antes apuesta y franca. Desbo-
rough había destacado como uno de los hombres con mejor planta del
ejército, con su más de metro ochenta de estatura, un espléndido físi-
co, ágil y activo, una pose elegante y erguida y la cabeza siempre firme
y echada hacia atrás; tenía un fino rostro sajón, rasgos clásicos, una tez
sana (muy bronceada por el sol), ojos azules y el pelo rubio oscuro. A
sus treinta y ocho años era mucho más atractivo que un buen número
de hombres más jóvenes que él.
—La travesía calmará sus nervios y le fortalecerá —acertó a decir
Breakspear—. Le aconsejo que parta con la mayor premura posible.
Después de que el mayor se marchara, el coronel Desborough em-
pezó a pasearse por la habitación, sumido en sus pensamientos.
—No no —se dijo a sí mismo—, no estoy loco, pero estoy decidido
a resolver este misterio. Iré a ver a Henry Chalvington. Si me marcho
a Inglaterra no es solo por mi estado de salud. —Entonces hizo pasar a
su edecán—. ¿Ha decidido ya si me acompañará o no, Blencoe?
Blencoe, un hombre atractivo de unos treinta años, le hizo el sa-
ludo militar.
—Iría con usted hasta el fin del mundo, coronel, pero… no a
Inglaterra.
—Supongo que, al igual que me ocurre a mí, no le une a usted
ningún lazo con nuestro país.
—Al contrario, señor, tengo uno y con ese me basta… ¡una esposa!
El coronel no pudo reprimir una carcajada.
—¡Me sorprende usted! —dijo—. No tenía ni idea de que fuera
un hombre casado.
—Aquí nadie lo sabe, coronel; es más, si me alisté en el ejérci-
to fue para esconderme y huir de ella. Blencoe no es mi verdadero
nombre. Llevo aquí seis años, un tiempo que dista mucho de ser

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suficiente para haber alterado mi aspecto físico. Si me cruzara con mi
esposa, aún me reconocería.
—Entonces viajaré sin asistente y contrataré uno cuando llegue
a Londres. De haber aceptado acompañarme, le aseguro que no ha-
bría sido en balde. Su formación es excelente. —De hecho, Blencoe
ocupaba un puesto de ayudante en la oficina del tesorero—. Podría
haberme leído, y escribir al dictado durante el viaje, puesto que no
me encuentro con fuerzas para ello.
El joven lanzó una mirada apesadumbrada al coronel.
—Si pudiera estar seguro de que no fuera a encontrarme con ella.
Verá, señor. Yo estaba empleado de pasante en un despacho de abo-
gados y un mal día me casé con esa mujer. Mi padre, que era meto-
dista y, por tanto, un hombre muy estricto, me echó de casa. Empecé
a trasnochar y mi jefe me despidió. Probé en el teatro, pero descubrí
que no sabía actuar. Corrí un tupido velo sobre las idas y venidas de
mi amada esposa. Salí huyendo y aquí estoy.
—No podría haber sido más gráfico y sucinto. Ya veo que no tiene
usted ningún aliciente para viajar a Inglaterra.
—Al contrario, coronel, hay dos alicientes de peso. El primero es
su compañía, señor, puesto que es usted un caballero; ha sido gene-
roso conmigo y en más de una ocasión ha tenido la enorme bondad
de alabar mi formación, que posiblemente habría sido mejor de no
haberme comportado como un cabeza loca. El otro aliciente —pro-
siguió Blencoe, que bajó la cabeza para ocultar un brillo delator en
sus ojos— es volver a ver el rostro de mi madre, si es que vive. De
modo que creo que me arriesgaré, señor, y le acompañaré.
No había un hombre más valiente al servicio de Su Majestad que
el coronel Desborough. Era inteligente, y sentía tanta devoción por
la vida militar que, a pesar de disponer de una importante fortuna,
heredada tras la muerte de un hermano mayor, había permanecido
en la India y, hasta el momento, vivido con la sencillez de un hom-
bre de recursos muy modestos. No sabía determinar con exactitud
si su deficiente estado de salud se debía a una estancia demasiado
prolongada en aquel clima tan caluroso o si, por el contrario, debía

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achacarla a otras causas; él siempre se había mofado de los cuentos de
fantasmas, pues consideraba impropio de un hombre sensato tomar-
los en consideración y mucho menos creer en ellos. Por eso opinaba
que las frecuentes e inesperadas apariciones de este viejo amigo solo
podían ser producto de una imaginación enferma. No obstante, era
tan mayúscula la impresión que estas le habían causado que ahora iba
a embarcarse rumbo a Inglaterra con el fin de llegar al fondo de aquel
extraño suceso.
—Se trata de una afección mental —se dijo con pesimismo—;
una semana llevo harto entretenido con los preparativos para el viaje
y las despedidas de mis amistades, y mi estado de ánimo ha experi-
mentado una notable mejoría, he desviado mis pensamientos hacia
otros derroteros y, por tanto, esta pesadilla de mi imaginación ha
cesado; un cambio de aires la curará.
En total contradicción con esta teoría, coincidiendo con un mo-
mento en el que se encontraba más alegre que nunca, puesto que
regresaba de compartir una cena con un puñado de amigos la víspera
de su partida, sucedió que al abrir la puerta de su dormitorio vio con
absoluta claridad a sir Henry Chalvington bajo la luz de un rayo de
luna que se colaba por la galería. Mientras entraba, la figura pareció
retroceder ante su presencia hasta que finalmente se esfumó a través
de la ventana abierta. La siguió hasta la terraza de su bungaló, delan-
te de la cual un centinela hacía su ronda.
—¿Ha pasado alguien por aquí? —preguntó el coronel.
—Ni un alma desde que estoy de servicio, señor —contestó el
soldado, presentando armas.

II

—¿Quién es el coronel Desborough? —preguntó lady Chalvington,


tomando la tarjeta que acababan de entregarle y examinándola con
sus anteojos de oro—. ¿Lo conozco?

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