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Cientificos en El Ring

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—¿Adónde va, Santo?

—Tengo que regresar a destruir la nave de los marcianos.


—¡No, Santo! Nos serviría para que nuestros hombres de ciencia la estudien y
descubramos los secretos de Marte. ¡Nuestra ciencia avanzará quinientos años!
—-Es precisamente lo que quiero evitar. La humanidad, profesor, aún no está
preparada para semejante adelanto… y usted lo sabe.
Santo contra la invasión de los marcianos.1

Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son
mejores. Hay otros que luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay quienes
luchan toda la vida: esos son imprescindibles.
Bertolt Brecht, “Loa a los luchadores”.

Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay hombres que luchan un año y
son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay
quienes luchan todos los domingos… ¡Esos son los chidos!2
Botellita de Jerez, “El guacarrock de El Santo”.

1
Un clásico del cine de lucha libre, dirigido por Alfredo B. Crevenna en 1967. Hacia el final de la
película, Santo, el Enmascarado de Plata, sostiene ese diálogo con el profesor Ordorica, poco
antes de que la voz aleccionadora de un narrador agregue: “La raza humana se ha salvado
momentáneamente… ¿aprenderá el ser humano la lección? ¿O insistirá en sus locos experimentos
nucleares hasta desaparecer de la faz de la Tierra?”
2
Adjetivo utilizado de manera coloquial en México para denotar que algo es muy bueno, según los
diccionarios.

13
¡Rrrespetable público…!
¡Luuucharaaaaaaán a dooosss de treeesss caídas, sin límite de tiempo! En
esta esquinaaa…3

La ciencia parece estar hecha de fulgurantes descubrimientos y prodigiosas


revoluciones, de brillantes personajes que trabajan en busca del bien común, el
avance de la humanidad y todas esas cosas. Pero también es posible contar otra
historia de la ciencia si rastreamos las batallas, los pleitos y las disputas que
frecuentemente ocurren entre los científicos, como bien lo sabía el biólogo
británico Thomas H. Huxley (a quien no era gratuito que se lo conociera como “el
Bulldog de Darwin”) cuando afirmó que “la historia de la ciencia es una larga lucha
contra el principio de autoridad”.
Pero esa no es la pelea favorita de los científicos. Ni siquiera la única, todo
lo contrario. Para ellos, las controversias son el pan de cada día. Se ha señalado
ya que “los científicos son trabajadores que, como cualquier otro laburante, se
inscriben en un espacio de relaciones sociales en donde existen jerarquías,
grupos, conflictos, solidaridad, luchas, tradiciones y traiciones, amores y odios”.4
Sí: traiciones, odios… y luchas.
En efecto, ocurre que, aunque no lo parezca en un primer vistazo, la lucha
libre y la ciencia tienen más elementos comunes de los que podríamos esperar.
Cada una con sus espectáculos y rituales, con sus máscaras y vestuarios, con sus
dilatadas rivalidades entre la mayoría de sus protagonistas, afanados buscadores
de la fama, hacedores de mitos y leyendas, ya se trate de campeones de
primerísimo nivel, temerarios retadores a la corona o efímeros luchadores que se
pierden en las brumas del olvido después de la derrota.
Los protagonistas de la lucha libre5 se dividen en dos grandes bandos, a
saber: rudos y técnicos, a quienes, no por casualidad, el respetable público
conoce como científicos, quienes escalan por igual lo más alto de las cuerdas que
definen el cuadrilátero y se lanzan encima del enemigo aprovechando la fuerza de
gravedad y la aceleración constante de los cuerpos en caída libre. Ellos aplican
improbables castigos con cada parte de su anatomía y hacen gala de un derroche
de pericia experimental en cuestiones de biomecánica: llaves grecorromanas,
topes suicidas, patadas voladoras. Aplican “La universal”, con el oponente
bocabajo sobre la lona; “El cangrejo”, colocando los muslos del rival sobre su
rostro; “La de caballo”, montando al contrincante en su espalda, o la infalible
“Rana con puente”, dejándose caer encima del enemigo y castigando su cuello…
Allá arriba, donde la exageración de los gestos y las mañas convive con la
disciplina deportiva y la destreza adquirida con el paso de los años en el gimnasio,

3
Como música de fondo, aquella popular cumbia: “La arena estaba de bote en bote, la gente loca
de la emoción / en el ring luchaban los cuatro rudos ídolos de la afición […] / métele la Wilson, /
métele la Nelson, la Quebradora y el Tirabuzón, / quítale el candado, pícale los ojos, ¡jálale los
pelos, sácalo del ring!…”
4
Prólogo de Pablo Kreimer a Diego Golombek (comp.), Demoliendo papers, Buenos Aires, Siglo
XXI, 2005.
5
Es decir, la lucha libre como la que se practica en México y otros países de América Latina, tan
diferente al wrestling estadounidense.

14
se debaten Blue Demon, El Solitario, Furia Azul, Solar, Tinieblas, El Cavernario
Galindo, Brazo de Oro, El Huracán Ramírez, El Perro Aguayo y hasta El
Matemático…6

De espectáculos y rituales

En el encordado se disputa la máscara contra la cabellera a tres caídas sin límite


de tiempo. Se vive al filo del júbilo y del dolor, y los contrincantes son impulsados
por anónimos vítores o por personajes con nombre y apellido, igual o más
célebres que los propios luchadores. Como Doña Virginia, “la abuelita de la lucha
libre”, quien asistió ininterrumpidamente durante cincuenta años a las peleas
organizadas en la Arena México (desde el debut de El Santo)7 y dedicó sus
noches a recoger mechones y máscaras perdidas, así como a subir a los
encordados para golpear con su célebre paraguas a los rudos que hacían
maldades a los científicos. En alguna ocasión, Doña Virginia confesó: “Recojo los
mechones todavía manchados de sangre y me los meto a la bolsa. Cuando llego
aquí [su casa] los lavo bien, los pongo a secar y después los envuelvo como un
recuerdito.”8
Una afición tan emocionada y delirante, tan fiel y obsesiva, como los cientos
de miles de seguidores de los más famosos científicos de laboratorio o de pizarra:
Galileo Galilei, Isaac Newton, Charles Darwin, Antoine de Lavoisier, Louis Pasteur,
Marie Curie, Albert Einstein, adorados por fanáticos que añoran la presencia de
sus héroes, idolatran su figura y persiguen los rastros de sus vidas.
Por ejemplo, en los museos científicos de la ciudad de Londres se muestran
las primeras máquinas de vapor elaboradas por James Watt como si se tratara de
los objetos más preciados del mundo, y uno de los principales despachos de la
Royal Society está presidido por un escritorio que despierta sentimientos de
admiración y envidia, porque perteneció a Michael Faraday. No olvidemos aquel
museo de la ciudad de Florencia donde, sin mayor pudor, se exhibe un dedo de la
mano derecha de Galileo Galilei (otros dos, extraídos de su cadáver cuando fue
exhumado en 1737, junto con una vértebra y un diente, fueron localizados a
mediados de 2010 por un anticuario que supuestamente los halló dentro de un
relicario de madera comprado en una subasta). Ni pasemos por alto el insistente y
desmedido culto hacia Albert Einstein: recientemente su reloj de pulsera fue
subastado por casi seiscientos mil dólares (acompañado de las correspondientes
fotografías que confirmaban que el físico alemán-suizo-estadounidense
efectivamente usaba aquella maquinita en su muñeca), a pesar de que su precio
original había sido de apenas unos cientos de dólares. O aquella carta que dirigió

6
Que nada tienen que envidiarle a El Caballero Rojo, Mr. Moto, La Momia, Pepino, Mercenario Joe
o el gran Martín Karadagián, versiones argentinas de este hermoso deporte, caballeros.
7
El Santo es el más popular los ídolos de la lucha libre mexicana; las fotonovelas que narraban sus
historias en la década de 1950 alcanzaron un tiraje de un millón de ejemplares mensuales; filmó
cincuenta y tres películas, donde luchaba contra vampiros, hombres lobo, hechiceras, gángsters,
psicópatas, extraterrestres, momias, científicos locos, o incluso contra todos ellos al mismo tiempo,
y siempre ganaba.
8
Sus célebres equivalentes argentinos podrían ser El Hombre de la Barra de Hielo o La Viudita
Misteriosa.

15
al presidente Roosevelt en agosto de 1939 para alertarlo sobre algunos aspectos
relacionados con el uranio9 y que produjo la reacción en cadena que culminó en el
Proyecto Manhattan y la fabricación de las bombas atómicas arrojadas sobre
Japón al finalizar la Segunda Guerra Mundial, subastada en 1986 por doscientos
veinte mil dólares. Nada sorprendente si recordamos que el cerebro del partero de
la teoría de la relatividad fue extraído de su cadáver por el doctor Thomas Harvey,
a quien se le ocurrió rebanarlo en fragmentos “para estudiarlo mejor” y tratar de
descubrir los misterios de su “genialidad”. Pero como el avezado médico no halló
misterio alguno,10 el cerebro de Einstein pasó más de dos décadas almacenado en
un anodino frasco con una etiqueta de Costa Cider, en un aparente olvido, dentro
de un consultorio médico en Wichita, Kansas.
Desde luego, la ciencia y la lucha libre también son espectáculo. Carlos
Monsiváis dejó claro que la lucha libre representa un “género gozosamente
arrabalero, donde las fantasías del niño y el adolescente colectivos mantienen su
poder encandilador y su ánimo de fiesta”.11 Quizá se trate del mismo
encandilamiento que podemos atestiguar en algunos rituales del mundo científico.
Por ejemplo en ocasión de los anuncios de los premios Nobel en el mes de
octubre de cada año, o en el ánimo festivo que reina en los premios Ig Nobel que
en 1991 creó Marc Abrahams para destacar aquellas investigaciones “que primero
te hacen reír, pero después te hacen pensar”, y de paso estimular la reflexión
sobre la forma en que decidimos qué es importante y qué no –qué es real y qué
no–, celebrando la ciencia en el más amplio de los sentidos.

La búsqueda de consenso: los pleitos, las broncas y peleas

Como ya han reconocido filósofos, sociólogos e historiadores, la ciencia es


algo así como un gran edificio colectivo. Una actividad acumulativa en la que la
negociación y el consenso son ingredientes fundamentales. El fisiólogo e
historiador de la ciencia Ruy Pérez Tamayo apunta que, en 1921,
…………..Campbell la definió “como sigue: ‘Es el estudio de las proposiciones
sobre las que puede alcanzarse el consenso universal’”, y que algunas décadas
más tarde otro físico, John Ziman, revitalizó aquella definición agregando el
siguiente comentario: “El objetivo de la ciencia no es solamente adquirir
información o emitir conceptos no contradictorios; su meta es el consenso de la
opinión racional en el campo más amplio posible”.12
Así, los resultados, las observaciones y las teorías derivadas de la
investigación tienen que ser conocidas, discutidas y aceptadas por la comunidad
científica. De manera que el arte de convencer al prójimo –o de vencerlo en una

9
“Parecen demandar atención, y en caso necesario, acción rápida por parte de la Administración”.
10
Harvey calculó que su peso se acercaba a los 1230 gramos, una medida promedio, y por eso no
continuó sus “investigaciones”. El destino de los ojos de Albert Einstein –que también fueron
removidos– es incierto. Probablemente, estén resguardados en una caja de seguridad en la ciudad
de Nueva York.
11
Texto incluido en Alfonso Morales Carrillo (curaduría, edición y documentación), Espectacular de
lucha libre,, México, Trilce Ediciones, 2005, fotografías de Lourdes Grobet.
12
Cómo acercarse a la ciencia, México, Editorial Limusa, 1995.

16
batalla– adquiere una importancia sustancial. Para el escritor de ciencia Sergio de
Régules

los científicos han perfeccionado al máximo el arte de discutir, es


decir, de pelear, sin mucho derramamiento de sangre. Como en el box y
otros deportes de lucha, hay golpes prohibidos por ser arteros y alevosos.
Quien aplica uno de estos golpes se expone a que lo expulsen, o por lo
menos al oprobio. Así, igual que los golpes bajos en box, en una discusión
científica se considera artero atacar, no las ideas, sino al contrincante en su
persona. Quien objeta tiene que decir por qué le parece que las ideas no
son válidas.13

En esa condición de apertura a la crítica radica la fuerza y el éxito de la ciencia. El


científico y museólogo Jorge Wagensberg ha reunido una buena cantidad de
aforismos en los que concentra sus pensamientos sobre la ciencia y sus
métodos,14 de los cuales viene a cuento el siguiente: “El mérito científico tiene
cuatro fases igualmente importantes: 1) tener una idea, 2) tratarla para crear
conocimiento, 3) caer en la cuenta de su trascendencia, y 4) convencer de ello a
los demás”.
Es decir, la ausencia de consenso en el quehacer científico provoca
controversias, debates, peleas y batallas entre los defensores de las distintas
interpretaciones sobre los fenómenos estudiados, los diversos modelos y
esquemas de pensamiento. El conocimiento científico no se construye sino hasta
que la controversia ha desaparecido.
Por ello encontramos discusiones, luchas y peleas de muy diferente
naturaleza: están los alumnos que defraudan a sus maestros, y viceversa, como
Sigmund Freud y Carl Jung en el desarrollo del psicoanálisis;15 o feroces
enfrentamientos por acreditarse la paternidad sobre alguna invención, como
sucedió con Gordon Gould en el caso de la patente por el rayo láser. Encontramos
a valentones contrincantes que libraron más de una batalla épica, como Isaac
Newton, primero contra Robert Hooke y después contra Gottfried W. Leibniz (y
varios personajes más); aquellos que, como Alfred Wegener, nunca consiguieron
ganar la disputa y murieron sin saber que apenas pocos años después de
abandonar este mundo sus teorías alcanzarían el deseadísimo consenso en el
seno de la comunidad científica; también debates que tienen que ver con pensar
las cosas de manera diferente, como el que hubo entre Antoine de Lavoisier y
Joseph Priestley en relación con el descubrimiento del oxígeno, o las retorcidas
discusiones entre sociólogos e investigadores (entre “posmodernistas” y
“realistas”), conocidas como science wars, para verificar si el conocimiento
científico es “sólo un convenio entre colegas”, la sobrevaloración y mitificación de

13
Sergio de Régules, Imagen en la ciencia, imagenenlaciencia.blogspot.com
(publicado el 27 de abril de 2010).
14
Tal es su confianza en los aforismos, que ha llegado a declarar: “Hoy casi desconfío de las ideas
que no pueden expresarse inteligiblemente en una sola frase”.
15
No es totalmente aceptado que el psicoanálisis sea una ciencia, pero de alguna manera ese era
el anhelo de ambos.

17
la ciencia, el significado real de los experimentos, o si tiene sentido hablar de
verdades científicas.16
Cuando el rebelde clérigo y terco filósofo natural Joseph Priestley escribió
The History and Present State of Electricity en 1767, presentó toda una
declaración de intenciones:

He hecho que para mí sea una regla, que creo haber cumplido
siempre, no señalar nunca los errores, equivocaciones y disputas de los
electricistas… Todas las discusiones que no han contribuido para nada al
descubrimiento de la verdad, las echaría yo de buena gana al olvido eterno.
Si de mí dependiera, la posteridad no sabría nunca que existió algo
parecido a la envidia, los celos o las críticas malévolas entre los
admiradores de mi disciplina favorita.17

Aquí haremos más o menos lo contrario.


Pasen y lean.

16
La esencia de los debates se encuentra en publicaciones como Harry Collins y Trevor Pinch, El
gólem: lo que todos deberíamos saber acerca de la ciencia, Barcelona, Grijalbo-Mondadori, 1996, y
en Jean Bricmont y Alan Sokal, Imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós, 1999.
17
Tomado de Helge Kragh, Introducción a la historia de la ciencia, Madrid, Editorial Crítica, 1989,
trad. de Teófilo de Lozoya.

18
Primera lucha: “Los segundos inventores no tienen derechos”. Gottfried
Wilhelm Leibniz versus Isaac Newton en la disputa por la invención del
cálculo infinitesimal

Señooooras y señoresss… estamos por presenciar una auténtica batalla campal:


en esstaaa esquinaaa, un coloso de la confrontación cuerpo a cuerpo, un titán del
combate: ¡Newton! Y en esssta otraaaaa, un retador tan valiente como infalible
para el ataque: ¡Leibniz!... Seremos testigos de traiciones, insultos, discusiones sin
fin, todo para elegir al primerísimo campeón del cálculo infinitesimal, la
herramienta más poderosa del mundo de las matemáticas.

Para comprender la naturaleza, calculamos. Tratamos de convencernos de


que todo conserva un orden, desde lo infinitamente pequeño hasta lo infinitamente
inmenso: partículas elementales, moléculas, organismos, ecosistemas, planetas,
galaxias, cúmulos. Para entender, dudamos, observamos, medimos, separamos,
clasificamos, es decir, una vez más, calculamos. La matemática, entonces, nos
ayuda a conocer. Por eso ha desempeñado un papel tan fundamental en el
desarrollo de la ciencia, porque es indispensable para contar los objetos, medir el
paso del tiempo, anticipar las épocas propicias para la cosecha, entre otros miles
de usos. Galileo Galilei estaba seguro de que la naturaleza era un libro escrito en
lenguaje matemático que era necesario descifrar, con lo que inauguró una nueva
manera de ver el mundo, a la que luego Isaac Newton supo darle continuidad
priorizando las descripciones matemáticas por sobre las físicas, estableciendo los
principios de la ciencia a partir de la experimentación y la observación, y
elaborando premisas matemáticas mediante el pensamiento inductivo. Así, la
matemática se tornó cada vez más compleja.
Además de ser una herramienta, a partir de la creación de la geometría
analítica y el cálculo infinitesimal la matemática se volvió un verdadero lenguaje
sistematizado, con reglas, axiomas y postulados, para atender diversos asuntos.
Al respecto, existe una famosa paradoja, atribuida al filósofo griego Zenón de Elea
y por la que Jorge Luis Borges sentía gran fascinación: la paradoja de Aquiles y la
tortuga. El guerrero se enfrenta en una carrera con una tortuga. Seguro de que
ganará la contienda le da una ventaja a la tortuga. Según esta paradoja clásica,
por más que Aquiles corra, nunca podrá alcanzar a la tortuga ya que cuando él
avance un metro ella habrá avanzado un decímetro, cuando él recorra ese
decímetro ella habrá avanzado un centímetro, y así sucesivamente hasta el
infinito. En consecuencia, Aquiles no será el vencedor ya que la tortuga siempre
estará delante de él. De ese tipo de problemas, y de muchos otros más de diversa
naturaleza, se ocupa esa área fundamental de la matemática que es el cálculo

19
infinitesimal –conocido llana y popularmente como cálculo–, presencia ineludible
tanto en los programas de estudio del ingreso a la universidad (insufrible para la
mayoría de los estudiantes) como en los primeros años de varias licenciaturas. Así
pues, lo encontramos en el estudio de las razones del cambio a través de
funciones, límites, derivadas, integrales, series infinitas, con aplicaciones
innumerables en todas las disciplinas científicas y las ingenierías.
Portentoso y complejo edificio matemático, “uno de los instrumentos
conceptuales y analíticos más elementales y más importantes creados por los
seres humanos”, el cálculo infinitesimal tiene muchos padres. Se trata de un
producto de la metodología científica y, como tal, es obra del trabajo colectivo,
pero hay dos personalidades que se han disputado el primer lugar como
progenitores de la criatura: el inglés Isaac Newton y el alemán Gottfried W.
Leibniz. Personajes capitales en la historia del pensamiento y protagonistas de
una de las más ácidas disputas y de las más memorables polémicas, esta batalla
que se convertiría en referente obligado a la hora de resolver disputas futuras.
Tanto es así que el propio Newton llegó a concluir: “los segundos inventores no
tienen derechos”.

Nosotros tan ilustrados

Entre los siglos XVII y XVIII, el estudio de la naturaleza mostró sus resultados más
eficaces hasta ese momento. Aún no se había inventado la palabra “científico”
para designar una profesión, y las universidades apenas si se ocupaban de la
ciencia, pero durante aquel período los filósofos naturales crearon las primeras
asociaciones científicas, como la Real Sociedad de Londres (1660), la Academia
de las Ciencias Francesa (1699), la Academia Imperial de las Ciencias de San
Petersburgo (1724) y la Academia de las Ciencias en Berlín (1746).
Así, los primeros científicos comenzaron a salir de sus lugares de trabajo,
digamos personales, para formar comunidades. Estos procesos provocaron una
serie de importantes cambios entre la esfera de lo público y lo privado, de manera
que la transmisión del conocimiento comenzó a realizarse mediante maestros,
tutores, salones de experimentación, y ya no a través de la solitaria lectura de
“textos de iniciación”. Todo ello fue de enorme ayuda para el desarrollo de
disciplinas como la medicina, la meteorología, la cartografía y la astronomía, así
como también para el desarrollo de los procesos industriales en la agricultura y el
establecimiento de jardines botánicos, que sirvieron como vehículo para que la
ciencia europea se distribuyera por el mundo. Tal vez por eso los políticos
recurrieron a los nuevos científicos para analizar un mundo que tan velozmente
estaba cambiando, confiados en la posibilidad de organizar las sociedades si se
lograba unir la razón y la naturaleza.
No es casualidad que por aquellos mismos días se haya originado esa
descomunal empresa iniciada entre un filósofo, Denis Diderot, y un matemático,
Jean Le Rond d’’Alembert, cuyo título es toda una declaración de intenciones, a la
vez que un símbolo de la Ilustración: Enciclopedia o diccionario razonado de las
ciencias, las artes y los oficios, por una sociedad de personas de letras. Esta obra
fue concebida como un “compendio de conocimientos científicos, artísticos y

20
técnicos”, en una época esplendorosa donde filósofos como John Locke,
Immanuel Kant y Voltaire coincidieron con sujetos interesados por la observación y
la experimentación como George-Louis Leclerc conde de Buffon, Benjamin
Franklin, Carl Linneo, con artistas como Goethe y Goya y con economistas como
Adam Smith, en unos años convulsivos, caracterizados por el aroma de café de
las tertulias donde se acabaría por fraguar la Revolución Francesa. Pero ya es
hora de visitar a los acérrimos rivales de esta primera lucha.

Gottfried Wilhelm Leibniz

De Leibniz quizá se ha escrito muy poco. Fuera de las aulas escolares (sobre todo
las de filósofos), su nombre difícilmente resulte familiar, a pesar de la versatilidad
que caracterizaba su pensamiento y que lo llevó a generar una obra tan original
como abundante, en múltiples ámbitos: diplomacia, historia, teología, matemática,
filosofía y derecho. Más que proponer nuevas leyes de la naturaleza, Leibniz
aportó un sistema de razonamiento, toda una filosofía de la ciencia que priorizaba
la importancia de la matemática en la búsqueda de respuestas.
Hijo de un profesor universitario –cuya biblioteca personal fue muy famosa
en su época, y que sirvió para que el pequeño Gottfried realizara sus primeros
estudios sistemáticos a los ocho años de edad–, Leibniz nació en 1646 en la
ciudad de Leipzig, actualmente parte de Alemania, y cursó estudios de filosofía y
leyes, aunque era un verdadero desconfiado del sistema universitario. Al cumplir
veinte años publicó su primer libro y ya no paró de escribir durante toda su vida.
Para imaginar el tamaño de su labor, hay que tener en cuenta que en 2010 se
inició un proyecto para lograr la primera edición completa de sus obras. Los
especialistas estiman que serán publicados setenta volúmenes en total, y se ha
calculado que su correspondencia con científicos, políticos, filósofos y
prácticamente todas las personalidades de su época no es menor a las veinte mil
cartas.
Curioso empedernido, Leibniz se ocupó de filosofía (donde sus
aportaciones son de primerísimo orden), metafísica, drenado de minas, física,
geología, producción de lino, fabricación de autómatas, diseño de máquinas para
calcular, creación de molinos de viento, producción agrícola y prensas hidráulicas,
a la vez que desarrolló una dilatada carrera diplomática que lo llevó a residir una
temporada en París. Cuando abandonó la capital francesa para regresar a
Alemania, no encontraría trabajo hasta que la respetada familia Brunswick de
Hannover, en la Baja Sajonia, le encomendara el ordenamiento y cuidado de su
biblioteca, además de contratarlo como asesor educativo e historiador de las
raíces fundacionales de la dinastía Brunswick. ¿Un trabajo demasiado simple? El
misterio se develaría con el pasar de los años, mientras Leibniz se sentía
aprisionado en una complicada relación de amor y odio que sostuvo con aquellos
nobles alemanes, y que lo acompañaría a lo largo de su vida.
A pesar de su fructífera precocidad, Leibniz no inició sus estudios de
matemática sino hasta los veintiséis años, cuando estaba en París. Pero era
dueño de una extraordinaria capacidad intuitiva para la aprehensión de ideas
matemáticas y el hallazgo de soluciones prácticas. Hacia el otoño de 1672
encontró la manera de sumar las diferencias entre grandes series de números, y

21
creyó haber dado con una forma infalible para calcular rápidamente sumas entre
cualquier tipo de números (más tarde, Leibniz aseguraría que fue entonces
cuando descubrió las derivadas y las integrales, elementos básicos del cálculo
infinitesimal). Con el tiempo se encargó de sistematizar una serie de ideas en
torno a este tipo de operaciones, con lo cual buscó ser reconocido como el
legítimo padre del cálculo infinitesimal, considerando que las curvas, a diferencia
de lo que pensaba Newton, eran poligonales de lados rectos de longitud
infinitesimal. Para validar su prioridad, desde 1684 publicó sus descubrimientos (y
también presionado porque otro colega, David Gregory, acababa de presentar un
trabajo muy similar al suyo), aunque ya desde 1673 tenía escritos ciertos
manuscritos en los que condensaba sus ideas.
De hecho, es a Leibniz, y no a Newton, a quien debemos la simbología que
actualmente seguimos utilizando en el cálculo infinitesimal: el símbolo de
sumatoria para las integrales, y la d minúscula para las derivadas. Con su trabajo,
Leibniz buscó encontrar la characteristica universalis, esa especie de lenguaje
universal, simbólico y preciso, que sirviera como sistema deductivo para hacer los
razonamientos “tan tangibles como los de la matemática, de suerte que cuando
haya una diferencia de pensamiento digamos: ‘calculemos’, para ver quién tiene
razón”. Pero las luchas, como él mismo pudo darse cuenta después, suelen ser
mucho más complicadas.
Leibniz murió a los setenta años, el 14 de noviembre de 1716. A pesar de la
admiración que su trabajo había despertado en no pocas personas, fue enterrado
en Hannover sin mayor ceremonia, acompañado tan sólo por un ayudante.

Isaac Newton

De Newton quizá se ha escrito demasiado. Su nombre y su rostro enmarcado por


una larga y rizada peluca brotan de manera inevitable en la mente de la mayoría
de las personas al escuchar el adjetivo “científico”, o cuando alguien quiere ilustrar
el ingenio de la ciencia.
Nacido en el condado británico de Linconshire al inicio del año 1643,
Newton nos legó la idea de un universo inteligible, ordenado y preciso como la
maquinaria de un reloj suizo, en el que es posible determinar las posiciones y los
movimientos de todos los objetos con singular exactitud, desde las motas de polvo
hasta las trayectorias de los planetas. Un universo que no puede faltar a esas tres
leyes físicas que él mismo enunció y que, si bien ahora se consideran imprecisas
–a la luz de la revolución en la física del siglo XX iniciada por Albert Einstein–,
conservan su eficacia para conocer el comportamiento de la gran mayoría de las
cosas, incluidas las sondas espaciales que viajan en la profundidad del espacio
exterior. Son aquellas Leyes de Newton que todavía hoy todo estudiante de
secundaria debe repetir, en la clase de física, en cualquier parte del ancho mundo.
Su padre había muerto poco antes de que Isaac naciera, y su madre se
volvió a casar cuando el primogénito estaba por cumplir tres años. Así que muy
temprano en su vida Newton se encontró con la novedad de contar con tres medio
hermanos, si bien estos siempre fueron muy distantes. Desde muy joven dedicó
sus días y sus noches al estudio de la naturaleza. Tuvo oportunidad de estudiar
formalmente gracias a un sistema público de ayuda financiera y hacia 1687 puso

22
punto final a un libro de cuya complejidad y difícil lectura se jactaba: Philosophiae
naturalis principia mathematica, publicado en tres volúmenes gracias a la
insistencia –y al dinero– de un personaje que para nosotros tiene nombre de
cometa: Edmund Halley. Allí Newton retomó el concepto de inercia, propuesto
anteriormente por Galileo Galilei, y consiguió definir ideas tan básicas como las de
masa, peso, fuerza o aceleración, palabras que ahora nos son muy familiares,
aunque el uso coloquial pueda diferir de las nociones empleadas en física.
Newton se ganó un lugar protagónico entre los fundadores de la ciencia
moderna por su descomunal obra de matemática, óptica, dinámica y gravitación:
estableció las bases de la mecánica, uno de los cuerpos de conocimientos más
completos y coherentes hasta la fecha; construyó un telescopio que funcionaba de
manera distinta a los existentes hasta ese momento (el telescopio refractor);
develó los intríngulis de la naturaleza de la luz mediante uno de los experimentos
más celebrados en la historia de la ciencia, para lo que se valió tan sólo de un
prisma y un rayo de luz solar, y, por si no bastara, aportó una manera novedosa
de concebir el universo, desde una perspectiva objetiva, libre de conjeturas.
Acompañaba esta manera de pensar con la convicción de que era posible realizar
predicciones a partir de premisas matemáticas: “mi intención en este libro no
consiste en explicar las propiedades de la luz por medio de hipótesis, sino
proponerlas y probarlas por medio de la razón y los experimentos”, escribió en
Óptica.
Pero Newton fue un sujeto bastante enmarañado. Cuando desarrolló la
teoría de la gravitación –para muchos, la “mayor generalización realizada por una
mente humana”– y alegó que las fuerzas que permitían la caída de los objetos en
la Tierra eran las mismas que controlaban el movimiento de los planetas, él mismo
confesó: “este hermosísimo sistema de los planetas y los cometas no puede
derivar de causas meramente mecánicas”, porque creía firmemente que el
universo era una especie de enigma en espera de ser descifrado. Por eso dedicó
la mayor parte de su vida adulta a ocuparse, con un frenesí que rayó en la locura,
de aspectos como la alquimia, y a buscar las claves para comprender el mundo,
que él suponía ocultas en el primer Templo de Salomón en Jerusalén y en la
versión original de las Sagradas Escrituras. Convencido hereje, desconfiaba del
concepto de la Santísima Trinidad, pero sistemáticamente lo callaba para no
perder su trabajo en el Trinity College.
Orgulloso y ególatra (le gustaba afirmar que él no necesitaba hacer
hipótesis), despiadado y envidioso, difícilmente perdonaba a quien tuviera una
visión del universo diferente a la suya. Como presidente de la Royal Society y
director de la Casa de la Moneda inglesa llegó a acumular un gran poder, que
utilizó de manera autoritaria contra sus enemigos. Pasó su vida en una situación
de conflicto permanente, despertó apasionados sentimientos de odio entre sus
enemigos, y en la misma medida desataba arranques de idolatría entre sus
admiradores, como Alexander Pope, autor de un famoso epitafio para su amigo:
“La naturaleza y sus leyes / yacían ocultas en la noche; / Dios dijo: ‘¡Hágase
Newton!’ / y todo se hizo luz”.
Newton murió a los ochenta y cuatro años, el 31 de marzo de 1727. Su
cuerpo fue enterrado, junto a los ciudadanos más respetados de Inglaterra, en la
Abadía de Westminster, en una fastuosa ceremonia.

23
¿Todos los caminos conducen a Roma?

De ese tamaño eran los dos contendientes que pelearon con lujo de artimañas,
descalificaciones y derroche de golpes bajos con tal de demostrar quién había
inventado el cálculo infinitesimal antes que su rival. La historia del pleito no fue
breve, ni ellos dos, los únicos protagonistas; sus discípulos y admiradores habrían
de sumarse a uno de los dos bandos, esperando o provocando un desenlace.
A Newton y Leibniz los antecedieron en sus análisis matemáticos
personajes como Bonaventura Cavalieri, Pierre de Fermat, Blaise Pascal, Isaac
Barrow, René Descartes y John Wallis, quienes habían recorrido los primeros
senderos que conducirían a la formalización del cálculo infinitesimal. Todos ellos
se plantearon soluciones a problemas como la construcción de tangentes a las
curvas, la obtención de máximos y mínimos o el cálculo de cuadraturas, pero lo
único que consiguieron fueron respuestas específicas para problemas
determinados, sin una solución de largo alcance, más generalista. En otras
palabras, no se había logrado encontrar un algoritmo que pudiera ser aplicado
para resolver todos los problemas. Las cosas cambiaron gracias a Newton y
Leibniz, que permitieron la creación de un método general, novedoso y susceptible
de ser aplicado a una infinidad de problemas, tanto por la técnica como por la
notación que generaron: el famoso cálculo infinitesimal, “la materia más sutil de
toda la matemática”, como se ha llegado a calificar.
En los años de transición entre los siglos XVII y XVIII, Newton llegó a
publicar una serie de trabajos que hoy son considerados entre los más relevantes
de la ciencia moderna. Por su parte, Leibniz (nacido apenas tres años después de
Newton) presentó un amplio programa filosófico, con obras como Meditaciones
sobre el conocimiento, la verdad y las ideas o Discurso de la metafísica. En esas
estaban cuando, cada quien a su manera, iniciaron la construcción de los
cimientos del cálculo infinitesimal.
Newton comenzó su preparación matemática formal con un ritmo acelerado
a partir de 1664, cuando rozaba los veinte años de edad. Tan veloz, que al paso
de solamente un año de titánico trabajo dominaba lo más destacado de la
matemática de su época, y para la primavera de 1665 ya contaba en su haber con
las semillas de su versión del cálculo infinitesimal, gracias un ingenioso sistema
que llamó de fluxiones, aludiendo a la velocidad con la que una variable fluye en el
tiempo. En 1669 redactó un texto llamado De analysi per aequationes terminorum
infinitas, donde resumía su método de análisis numérico, cuando cayó en la
cuenta de que otro personaje, llamado Nicolás Mercator, acababa de publicar
algunas teorías matemáticas muy cercanas a las suyas. En De analysi Newton
establece los procedimientos para el cálculo de funciones conocidas a partir de
sus variaciones en el tiempo, lo que más tarde se conocería como derivada, a raíz
de que considera que las curvas tienen su origen en un punto en movimiento.
Podemos decir que con la publicación de ese texto asistimos a lo que ya se ha
bautizado como “el alumbramiento del cálculo infinitesimal”, aunque en ese
momento las cosas no parecían así de claras.
Mientras tanto, Leibniz permanecía ajeno a la matemática hasta que, en
1672, a los veintiséis años de edad, se mudó a París. Hacia finales de ese año

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conoció a Christian Huygens, quizás el matemático europeo de mayor renombre
por entonces, cuya amistad –aunada al despreocupado optimismo de Leibniz– lo
llevó a imaginar que él mismo podría desarrollar una carrera valiosa dentro de la
matemática. Y no se equivocaba. Un año después Leibniz viajó a Londres y entró
en contacto con los más reconocidos matemáticos británicos, entre los que se
hallaban Henry Oldenburg, secretario de la Royal Society, muy cercano a John
Collins, amigo íntimo de Newton y único lector hasta ese momento de su trabajo
sobre fluxiones. Varias décadas más tarde, cuando la disputa entre Leibniz y
Newton estaba al rojo vivo, este viaje y las amistades que Leibniz había cultivado
serían señalados como evidencia de que el alemán había entrado en contacto con
la obra de Newton antes de haber desarrollado sus propias ideas.
Despreocupado, Leibniz continuó trabajando en problemas de tangentes y
sumatorias hasta octubre de 1675, cuando decidió publicar en una carta algunos
de sus conceptos y métodos, además del símbolo que había escogido para
denotar la operación de sumas de infinitésimos: ∫, la S larga que aún usamos para
las integrales, así como la letra d cursiva para referirse a las diferencias, y que
también seguimos utilizando para las derivadas. Este trabajo podría reconocerse
como el inicio de la versión leibniziana del cálculo infinitesimal.
Ya advertidos cada uno del trabajo del otro, pero aún sin haberse
confrontado de manera directa, llegó el año 1687, cuando Newton presenta su
extraordinario Philophiae naturalis principia mathematica, imponente resumen del
conjunto de su producción científica y, para muchos, “la obra de ciencia más
importante jamás publicada”. Ahí deslizó una breve referencia “al eminente
matemático G. W. Leibniz”, para afirmar que el método del alemán y el suyo no
diferían “sino en palabras y en la notación”. En las ediciones subsecuentes del
libro, sin embargo, habría de eliminar esta nota. Leibniz devolvió la cortesía
otorgando cierto reconocimiento a Newton (“es realmente de admirar la variedad
de caminos por los cuales puede llegarse al mismo resultado”), pero en 1689
publicó un trabajo de mecánica donde abordaba asuntos infinitesimales sin
mencionar a Newton, con previsibles, aunque algo tardías, consecuencias.
Hacia 1699, Fatio de Duillier, matemático suizo cercano a Newton, acusó a
Leibniz de haber plagiado los conceptos del cálculo infinitesimal del científico
inglés. De inmediato Leibniz respondió que era él quien ostentaba la primacía
sobre la invención y trató de demostrarlo argumentando que eran de su autoría los
primeros textos alusivos al cálculo. En 1704 Newton publicó Opticks, una síntesis
aún más completa de su obra donde incluía un antiguo trabajo suyo para
demostrar, poco sutilmente, que a él debía reconocérselo como inventor del
cálculo. Casi de inmediato apareció un alegato “anónimo” en contra del método de
fluxiones de Newton y rápidamente se emprendía un ataque, por parte de
matemáticos ingleses, para señalar insistentemente que Leibniz había hurtado las
ideas newtonianas. Cartas fueron, cartas vinieron. Se escribieron libros y artículos,
se organizaron conferencias, debates públicos y privados; la lucha entre Newton,
Leibniz y los seguidores de cada uno estaba desatada. Mientras la mayoría de los
europeos adoptaba los métodos analíticos de Leibniz, todos los británicos seguían
la línea de pensamiento newtoniana.
Poco después Newton publicó An account of the book entituled:
Commercium Epistolicum D. Johannis Collinij & aliorum de analysi promota

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(conocido sencillamente como Account) y Leibniz hizo lo propio con Historia et
origo calculi differentialis y Charta volans, textos donde continuaban su polémica
cada vez más acérrima, luchando por cada detalle: la exactitud de las fechas de
divulgación de sus trabajos o la integridad moral de los personajes a quienes les
contaron sus ideas. Se valían incluso de comentarios íntimos hechos por otros
colegas, alegaron la veracidad de sus múltiples evidencias; cada palabra dicha o
escrita, cada idea confesada, cada símbolo empleado se convirtió en un
argumento a favor del afanoso intento de cada uno por ser reconocido el inventor
del cálculo infinitesimal.
En el Account Newton se burló de Leibniz y caricaturizó sus métodos, que
consideraba erróneos, así como el uso de conceptos que anteriormente ya era
posible encontrar en la bibliografía de otros personajes de la época, datos que
Leibniz ignoraba, quizá por “cándido y distraído”, como aventuran algunos de sus
biógrafos. Y desde luego, Newton trajo a cuento la estancia de Leibniz en Londres,
allá por 1676, cuando había visitado a John Collins, uno de los pocos individuos
que en ese entonces tenían una copia de los trabajos de Newton en torno al
cálculo. De esa anécdota para Newton se deducía que el alemán efectivamente
habría robado su trabajo.
Cuando las discusiones eran más fuertes entre los dos bandos, Newton se
topó con una solución que no había previsto: en sus querellas, Leibniz había
declarado que la Royal Society –como gran autoridad académica– debería
intervenir enérgicamente en el pleito, para que de esa manera finalmente se
declarara un vencedor legítimo. “Que así sea”, habría pensado Newton con una
sonrisa. En 1711 se creó una comisión especial para evaluar el tema (tanto
Newton como Leibniz estuvieron de acuerdo) y revisar todas las pruebas
correspondientes. Transcurridos apenas cincuenta días, apareció una resolución,
tan contundente como sospechosa: “Isaac Newton es el primer inventor del nuevo
cálculo”.
Las discusiones entre los bandos cesaron paulatinamente. ¿Cuánto influyó
en la decisión final el hecho de que Newton fuera en aquellos días el presidente de
la Royal Society? Los historiadores contemporáneos reconocen que la paternidad
por la invención del cálculo infinitesimal debe corresponderles por igual medida a
Isaac Newton y a Gottfried Wilhelm Leibniz, quienes habrían arribado a resultados
semejantes pero por caminos muy diferentes. Incluso se ha llegado a establecer
que, en aquellos años, ni el inglés y ni el alemán habían tenido acceso a toda la
información necesaria acerca del trabajo del otro como para haberse formado una
opinión completa de la obra ajena.

Un final de los muchos posibles

Durante toda su vida Newton mantuvo una fuerte reticencia a comunicar los
resultados de sus investigaciones, por temor a que los plagiaran. Ese miedo se
recrudeció y lo hizo más cruel conforme él se fue haciendo más viejo y acumuló
más poder, de ahí que pasado el episodio de la comisión especial de la Royal
Society se jactara de “haber roto el corazón de Leibniz”. El filósofo alemán, por su
parte, guardó un sentimiento amargo que lo acompañaría toda la vida, pero jamás
detuvo el asombroso ritmo de su producción intelectual.

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Con el pasar de los años, seguidores de Leibniz y de Newton continuaron
las batallas, peleando en nombre de uno u otro: en Italia los hermanos Bernoulli
(que bien les cabría el calificativo de “fantásticos”) defendieron férreamente el
cálculo de Leibiniz; en Francia Varignon y L’Hôpital fueron los primeros discípulos
del alemán.
En cambio, la difusión del método de Newton fue más lenta, encabezada
especialmente por Abraham de Moivre, aunque el resto de la obra newtoniana se
transmitió con cierta consistencia y constancia gracias a la voluntad de dos
personajes muy representativos del ambiente de finales del siglo XVII, tan
extraordinarios como extensos en sus nombres: Gabrielle Émilie Le Tonnelier de
Breteuil, marquesa du Châtelet, una mujer con una fabulosa capacidad para la
matemática y la física, quien llegó a reunir una biblioteca de más de veinte mil
volúmenes relacionados con esas materias y quien fuera su amante por muchos
años, y François-Marie Arouet, hombre de letras, narrador, poeta, filósofo y
ensayista, cuyo gusto por el ingenio literario se agazapa detrás de su seudónimo,
probablemente un anagrama: Voltaire. Fueron ellos los responsables de la
aparición en París de Éléments de la philosophie de Newton, para introducir a sus
compatriotas en los conceptos newtonianos.
Inesperadamente, el tiempo se encargaría de conservar unidos en la
memoria los nombres de Leibniz y Newton. Involuntarios, enemistados
colaboradores a la distancia, a quienes bien les cuadraría aquella frase célebre
que suele adjudicársele a Newton (aunque la tomó prestada): “si he logrado ver
más lejos ha sido porque he subido a hombros de gigantes”.

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Tercera lucha: “Hasta cierto punto, hemos llegado a las mismas
conclusiones”. Charles Darwin versus Alfred Russell Wallace en una cordial
diferencia de opiniones sobre el origen y la evolución de las especies

¡La caballerosidad y los buenos modales han llegado al ring, señoooraaas y


señoreeesss! Dos ingleses ajustan evolutivas cuentan arriba del cuadrilátero… En
esta esquinaaa, seguro de la gran fama que lo antecede: ¡Darwin! Y en esta
otraaa, amparado en su confianza en sí mismo: ¡Wallace!... La más importante
teoría sobre la evolución de la vida en nuestro mundo parece contar con dos
progenitores, que tendrán que arreglárselas para dejar grabado su nombre en la
historia de la ciencia.

El asombro que provoca la observación detallada de la naturaleza casi


siempre va acompañado de interrogantes. Si miramos al mundo y la enorme
variedad de plantas, animales, bacterias y hongos que nos rodean no podemos
dejar de preguntarnos por qué existen tantos seres vivos y tan diversos. Se trata
de preguntas básicas, casi infantiles diríamos. Tal vez por eso Joseph Antoine
Ferdinand Plateau, científico belga del siglo XIX, estaba convencido de que “los
juegos de los niños merecerían ser estudiados por los filósofos”. Dos personajes
del siglo XVIII, Charles Darwin y Alfred R. Wallace, encontraron la manera de
seguir haciéndose preguntas de este tipo durante su vida adulta, además de
esbozar algunas respuestas convincentes. Entre ellas, la que desentraña el
mecanismo según el cual los seres vivos evolucionan.
El impacto de su trabajo rebasó por mucho las fronteras de la biología: Karl
Marx y Friedrich Engels relacionaban estrechamente las raíces de su materialismo
dialéctico con la teoría de la evolución; el lingüista Noam Chomsky concibe el
lenguaje como una forma “innata y característica de la especie humana”; el
genetista Luigi Luca Cavalli-Sforza considera la cultura como un “mecanismo
biológico dado que depende de los órganos sensoriales”; las series de televisión
explotan (y exageran) los recursos de las ciencias forenses para contarnos
historias en las que constatamos el rastro de la evolución; videojuegos como
Spore invitan a crear “tu propio universo personal. Puedes crear vida y hacer que
evolucione” y el presidente de la nación más poderosa en la década de 1980 se
animó a declarar con una sonrisa nerviosa: “la evolución biológica es sólo una
teoría científica”.
Desde la publicación de El origen de las especies por medio de la selección
natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida en 1859,
el significado de la palabra “evolución” ha sido el germen de discusiones sin fin
entre convencidos y detractores de los argumentos científicos que Darwin y
Wallace encontraron para describir los mecanismos del proceso evolutivo: que
sólo las variantes más aptas en cada generación son capaces de reproducirse,

28
además de transmitir sus cualidades a sus descendientes; que este proceso se
repite incesantemente, provocando que cada generación se adapte mejor a las
condiciones de su entorno particular; que existe una especie de árbol de la vida
con el cual sería posible representar las ramificaciones sucesivas generadas a
partir de una sola especie primordial, con respecto a la cual todos los seres vivos
evolucionaron; y que todas las modificaciones que ocurren durante este proceso
se acumulan pasando de generación en generación durante millones de años.
Pero antes de todo eso, esos dos hombres –cada uno por su cuenta y
siguiendo sus propias reglas– habrían de convencerse de que la mejor decisión
que podían tomar en su vida era emprender uno, dos, muchos viajes.
Y mientras más larga fuera la travesía, más lejos y menos conocido fuera el
destino, mejor.

El Reino Unido de la reina Victoria

El imperio británico vivió unos años muy especiales durante buena parte del siglo
XIX, sobre todo a la sombra de la abigarrada figura de la reina Victoria –de
ascendencia primordialmente alemana–, quien se mantuvo al frente de la
monarquía británica (también fue nombrada primera emperatriz de la India) desde
1837 hasta 1877. Es la misma época en que muchas de las colonias de la Nueva
España alcanzaron su independencia. Fue durante esa época victoriana cuando la
Revolución Industrial triunfó boyantemente en el Reino Unido, lo que provocó el
surgimiento de una clase social media alta, formada tanto por personajes que
laboraban en las industrias como por aquellos que nunca movieron un dedo,
porque tenían quienes hicieran el trabajo en su lugar.
En ese mismo contexto nació el irrepetible diácono, escritor, matemático y
fotógrafo Lewis Carrol, autor de un rebeldísimo libro de aventuras que atenta
contra la lógica, Alicia en el País de las Maravillas. En esos mismos escenarios,
pero algunos años antes, Mary Wollstonecraft demandó que las mujeres tuvieran
una educación proporcional a sus funciones en la sociedad, por tratarse de un
elemento fundamental para las naciones, para que así pudieran transformarse en
auténticas compañeras de sus maridos, en vez de simples “esposas, adornos o
propiedades”. Con ese fin publicó una obra “dirigida a la clase media”, considerada
por ella “la posición social más natural”, que cimbró algunas buenas conciencias
en la Inglaterra previctoriana, alcanzándolas con oraciones como dardos:

cuántas mujeres han desperdiciado sus vidas en una existencia


infeliz, pudiendo haber ejercido como médicas, haber sido responsables de
una granja o haber manejado una tienda, en una posición recta y decorosa,
respaldadas por su propia empresa, en vez de dejar olvidar sus cabezas al
rocío de la sensibilidad, que consume la belleza de aquello a lo que primero
dio lustre… Hombres: si trozaran nuestras cadenas y fueran felices con una
amistad racional en vez de una obediencia esclava, nos encontrarían hijas
más atentas, hermanas más cariñosas, madres más razonables, en una
palabra, mejores ciudadanas.

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Aunque no consiguió –al menos no inmediatamente– que se reconociera el
derecho al voto de las mujeres, sí ayudó a promover ciertas reformas legales para
que pudieran divorciarse y solicitar la custodia de sus hijos.
A aquellos aires de cambio traídos por la industrialización del imperio
británico se sumaron los revolucionarios descubrimientos del geólogo Charles
Lyell y de los naturalistas Darwin y Wallace, que dieron al traste con siglos enteros
de ideas preconcebidas sobre el desarrollo del mundo y la humanidad. El
inmovilismo reinante fue relevado por una serie de ideas que parecía dejar
solamente dos alternativas a los seres vivos: transformarse en una nueva especie
o extinguirse.
Y bajo ninguna perspectiva se sospechaba que ese fuera un camino para
conducir a la humanidad hacia la anhelada perfección o el progreso, según como
entonces se entendían aquellos conceptos.

Charles Robert Darwin

La fama de Darwin proviene, básicamente, de un acto que estuvo a punto de no


realizar: un viaje por buena parte del globo terráqueo, entre 1831 y 1836. Aunque
realmente pasó poco más de año y medio en alta mar, el resto del tiempo en tierra
visitó una gran variedad de territorios donde entró en contacto directo con
especies de animales y plantas que le sirvieron para germinar sus teorías.
Además, por entonces disponía del tiempo suficiente para dedicárselo a la
minuciosa lectura de una obra que tendría gran influencia en la evolución de sus
ideas: Principios de geología, de Charles Lyell. Especialmente memorable fue su
estancia en las islas Galápagos, cerca de Ecuador, donde Darwin –muchos años
después– había ido a encontrar evidencias que dotarían de sentido a su visión de
naturalista. En la frecuencia del poeta y filósofo (o viceversa) francés Paul Valéry
“no hay sentido, no hay idea que no sea producto de una figura observable”.
Pero Darwin estuvo a punto de no subirse a bordo del bergantín HMS
Beagle, que habría de llevarlo en su travesía por el mundo. El capitán del navío,
Robert FitzRoy –un personaje merecedor de ser protagonista de novela: miembro
de la aristocracia británica, con las más altas calificaciones en la carrera naval
desde su juventud, que había asumido la capitanía de distintas embarcaciones
desde los veintitrés años, fabricado cronómetros de gran precisión que le
permitieron convertirse en pionero de la meteorología–, buscaba un acompañante
para el largo viaje, más que un científico propiamente dicho. La decisión casi
estaba tomada: sería el reverendo John S. Henlow, maestro de botánica de
Darwin, quien completaría la tripulación del Beagle. Pero al final, Henlow rechazó
la propuesta y convenció a Darwin de sumarse al viaje.
Después de eso, ya nada sería igual.
Charles Robert fue el sexto hijo de Susannah Wedgwood y el médico rural
Robert Waring Darwin. Había nacido el 12 de febrero de 1809 en una apacible
residencia en Schrewsbury, Inglaterra. Tanto por parte de su madre como de su
padre, Darwin contaba con una herencia suficiente como para no tener que
preocuparse por encontrar una fuente de sustento a lo largo de su vida. Cómoda
situación en la que se apoltronaría el futuro naturalista. Su pobre rendimiento
escolar no dejó nada contento a su padre, quien lo obligó a comenzar estudios de

30
medicina en Edimburgo. Una vez más, Darwin lo único que demostró fue apatía y
desinterés. Otra vez el padre tomó cartas en el asunto y lo mandó al Christ’s
College de Cambridge para obtener un grado en artes y letras que lo ayudara en
convertirse en pastor anglicano. Sin embargo, él gastó las horas creando,
ampliando y cuidando su colección de escarabajos.
Al terminar sus estudios, y sin el más mínimo interés por dedicar su vida al
sacerdocio, tuvo la fortuna de recibir la propuesta de Henlow y treparse al Beagle.
Prácticamente sin experiencia ni conocimientos, con veintidós años de edad y
ninguna tolerancia al bamboleo de las embarcaciones en alta mar (en sus diarios
registra lo insoportable que le resulta la mayor parte del viaje), aquella travesía lo
condujo hacia un recorrido irreal y fascinante por las islas Canarias, Cabo Verde,
Salvador de Bahía, la Patagonia, Bahía Blanca, Tierra del Fuego, las islas
Malvinas, Maldonado, Montevideo, Buenos Aires, Mercedes, el estrecho de
Magallanes, Chiloé, Valparaíso, Valdivia, Lima, Callao, Galápagos, Tahití, Nueva
Zelanda, Australia, Tasmania, Cocos, Mauricio, Ciudad de Cabo, Santa Elena,
Ascensión, Salvador, Azores, entre otros parajes.
Rápidamente, Darwin descubrió el valor de los especímenes que iba
encontrando en su viaje, así que comenzó a enviarle muestras al reverendo
Henslow en Londres: fósiles de armadillos y megaterios, ejemplares de perezosos
gigantes, pinzones, iguanas, tortugas, de aquella ave que tiempo después sería
bautizada en su honor como Rhea darwiniii y un larguísimo etcétera. Cuando el
Beagle regresó a Inglaterra, aquel olvidable muchacho se había transformado en
un admirado naturalista; entabló amistad con el geólogo Charles Lyell, con el
anatomista y paleontólogo Richard Owen y con el ornitólogo John Gould.
De repente, Darwin se vio celebrado por los miembros más selectos de la
comunidad científica británica, quienes accedieron a participar en el estudio del
material recolectado por él. A principios de 1837 fue aceptado como miembro de la
Royal Geological Society. Cuando en su cabeza se cocinaban sus primeras
conclusiones sobre la transmutación de las especies, cayó en sus manos otro libro
que resultó fundamental para su futuro: Ensayo sobre el principio de población de
Thomas Robert Malthus, y un par de años más tarde, perpetuando una tradición
familiar, se casó con su prima Emma Wedgwood después de pensarlo mucho (en
su afán por registrarlo todo, Darwin había hecho una lista para comparar las
desventajas y ventajas de contraer matrimonio: “menos dinero para comprar más
libros”, “menos tiempo libre”, “no participar de la vida social en clubes”; “tener
hijos”, “compañía constante [y amistad en la vejez] de alguien interesado en
nosotros”, “tener a alguien que se encargue de las cosas del hogar”). Con el apoyo
financiero del padre de Charles, el nuevo matrimonio se mudó a Down House, una
residencia en el campo, y tuvieron diez hijos, convirtiéndose en un padre de familia
atípico para aquellos años: devoto y atento con ellos.
Allí pasó sus horas Darwin, veloz y al mismo tiempo a tropezones por cerca
de veinte años, hasta publicar, en 1859, El origen de las especies por medio de la
selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la
vida. Más que la meta final de la época más productiva de su vida, casi tan
extenuante como creativa, se trata del inicio de la gloria científica y el
reconocimiento, al mismo tiempo que del escarnio y la incomprensión públicos.

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Darwin continuó siendo un auténtico autor de éxitos de venta prácticamente
hasta su muerte. En 1877 la Universidad de Cambridge lo nombró doctor honoris
causa, y cinco años más tarde murió, como resultado de una extraña dolencia que
se le manifestó con unos severos dolores en el pecho (ahora se especula que se
podría haber tratado del mal de Chagas). Sus restos fueron depositados en la
abadía de Westminster, a un lado de los del astrónomo John Herschel, cerca de
los de Isaac Newton, en una espectacular ceremonia cuya descripción contrasta
con la sencilla lápida sobre su tumba, que no dice más que su nombre y las fechas
de nacimiento y muerte.

Alfred Russel Wallace

La relativamente escasa fama de Wallace (actualmente en franco crecimiento) se


originó en un texto que estuvo a punto de no publicar. En 1858 se animó a dirigir
una carta a uno de los personajes que más admiraba: Charles Darwin. En ella
incluía un artículo que había conseguido escribir tras dos fructíferas noches de
insomnio: “Sobre la tendencia de las variedades de apartarse indefinidamente del
tipo original”, donde supo verter las convicciones, dudas, evidencias e hipótesis
que habían evolucionado en su mente a lo largo de más de una década, fruto de
viajes casi sin fin por escenarios exuberantes y sugerentes como el archipiélago
Malayo. La simple enunciación de sus nombres parece un catálogo de historias
extraídas de un libro de Emilio Salgari: Java, Sumatra, Lombok, las islas Célebes,
Timor, Gilolo, Ternate, Batchian, Ceram, Borneo, Sarawak.
A Wallace se lo identifica como el fundador de la biogeografía evolutiva, por
haber dedicado buena parte de su vida a estudiar las diferentes especies y
localizar dónde viven y por qué. Se trata de uno de esos personajes que
difícilmente encuentran un adjetivo que les haga justicia: apasionado, irascible,
honesto, heroico, impredecible, complejo. Obsesivo y recurrente lector de
bibliotecas públicas, la intrépida existencia de Wallace se inició en una población
de Gales, Monmouthshire, el 8 de enero de 1823. Aunque al parecer sus padres
contaban con cierta ascendencia de alcurnia, Mary Ann Greenell y Thomas Vere
Wallace conformaban un matrimonio de la empantanada clase media de la
Inglaterra victoriana, apenas con los recursos para ir viviendo al día. El tener ocho
hijos no ayudaba mucho, desde luego. Wallace comenzó a asistir a la escuela en
Hertford, pero la abandonó hacia los catorce años de edad.
Ese sería el principio de una rutilante formación autodidacta. Entonces se
mudó con John, uno de sus hermanos, a Londres, y vivió de primera mano los
avatares del oficio de construir casas; luego se fue a vivir con otro hermano,
William, con quien colaboró trazando mapas, desarrollando soluciones mecánicas
para el levantamiento de edificaciones, aplicando geometría y trigonometría a
cuestiones de topografía. Libre, rebelde y astuto, Wallace accionó el radar de la
curiosidad: se aficionó a la botánica y al coleccionismo, buscó libros que le
marcaran los senderos de la historia natural, como Treatise on Geography and
Classification of Animals, de W. Swainson; Vestiges of the Natural History of
Creation, de Robert Chambers; Ensayo sobre el principio de población, de T. R.
Malthus y Principio de geología, de Charles Lyell. Incluso se enroló como maestro
de dibujo y cartografía, pero no resistió mucho tiempo. Finalmente, viajó a París y

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terminó deslumbrado por las colecciones del Jardin des Plantes. Cuando llegó a
Londres, de inmediato corrió al Museo Británico y varias horas después saldría
con una tangible convicción: dedicaría sus días y sus años, sus desvelos, a la
historia natural.
Como en el guión de una película, conoció a la persona ideal en el
momento oportuno: Samuel Stevens, famoso entomólogo amateur, creador de una
red de contactos entre recolectores de especímenes de todo el mundo. Motivado
por él, Wallace encontró las palabras exactas para convencer a su amigo Henry
Walter Bates de embarcarse en una expedición rumbo al bosque tropical del
Amazonas. Para costearse los viajes, Bates y Wallace enviaban a Inglaterra
exóticos especímenes de animales y plantas, que eran vendidos con enorme
aceptación a coleccionistas privados y a museos. Se estima que Wallace llegó a
recolectar más de ciento veinticinco mil especímenes a lo largo de setenta viajes
por Asia, y que logró hacerse de una pequeña fortuna, la cual dilapidó con
prontitud. Además de los especímenes, Wallace mandaba comentarios,
descripciones, pequeños ensayos que fueron apareciendo en diferentes
publicaciones y que le otorgaron cierta fama y prestigio.
Instalado en Ternate, en el archipiélago Malayo, envió por correo su célebre
carta a Darwin en 1858; cuatro años después de eso regresó finalmente a
Inglaterra, se casó con Annie Mitten en 1866 y tuvieron tres hijos. En los años
siguientes se ocupó de organizar todas sus colecciones y sistematizar sus ideas.
Alejado de las universidades y del mundo académico, desarrolló una sólida carrera
como autor independiente de libros científicos y de aventuras de viaje. En 1868
fue galardonado con la Royal Medal de la Royal Society, recibió el grado de doctor
honoris causa, viajó al continente americano para impartir conferencias (de ciencia
y también de espiritismo, uno de sus mayores intereses). Su figura difícil, casi
inabarcable, escapó del corsé académico, así que Wallace desarrolló una relación
ambivalente con la comunidad científica, a veces de aceptación, a veces de
rechazo. De cualquier manera, su obra fue reconocida con la Medalla Darwin de la
Linnean Society, la Medalla Copley de la Royal Society y la Orden del Mérito de la
Corona. Se supo testigo y activo partícipe de una gran cantidad de experiencias
dignas de ser contadas, como la publicación en 1898 The Wonderful Century: Its
Successes and Its Failures y en 1905 de su autobiografía. Y en el ínterin, como
uno de sus últimos esfuerzos –aunque seguiría escribiendo por diez años más–
reunió todas sus ideas y sentimientos en un ambicioso proyecto: Man’s Place in
the Universe, que vio la luz en 1903.
Wallace sobrevivió más de treinta años a su admirado Darwin –con quien
en un comienzo había sufrido una fuerte separación debido a diferencia de
opiniones, pero aun así el bueno de Charles buscó y encontró el apoyo de sus
colegas para conseguir una pensión del gobierno a favor de Wallace, que estaba
inmerso en una situación económica precaria–, pero este murió en 1913, a los
noventa años de edad.
Como recuerdo quedan decenas de libros de su autoría, la Línea de
Wallace en los mapas –que marca el límite entre Asia y Oceanía–, un ave
bautizada Semioptera wallacii en su honor, un tronco fósil de más de dos metros
de altura sobre su sencilla y elocuente tumba en un pequeño cementerio en
Broadstone, Inglaterra.

33
Que no es lo mismo, pero es igual…

A mediados del siglo XIX Darwin se había ganado una merecida fama como autor
de libros de viaje, cuya esmerada prosa lo mismo seducía descubriendo parajes
rayanos en la fantasía que presentando originales teorías acerca de formaciones
geológicas y volcánicas. Por eso la tirada completa de más de millar y medio de
ejemplares de El origen de las especies… se agotó el mismo día de su
publicación. Pero los entusiastas lectores que llegaron hasta el emotivo final
pronto se dieron cuenta de que era un libro de ciencia muy particular, al que el
desgastado adjetivo “revolucionario” verdaderamente le quedaba bien, cuya
influencia rebasó los límites de la biología y las ciencias naturales, preparando el
terreno para que nuestra visión de la humanidad y de toda la naturaleza cambiara
de manera drástica.
Las ideas de Darwin eran casi absolutamente originales. El “casi” tiene
apellido: Wallace, quien a sus treinta y cinco años de edad había llegado –sin que
ninguno de los dos lo supiera– a las mismas conclusiones que Darwin sobre la
evolución de las especies, siguiendo métodos semejantes: ambos se lanzaron a
conocer territorios poco visitados del mundo, y allí recolectaron muestras y
estudiaron el comportamiento de la naturaleza a partir de observaciones directas.
Los dos tenían la misma edad cuando llegaron a sus conclusiones (aunque hay
catorce años de diferencia entre la edad de ambos). Los dos elaboraron un
diagrama ramificado en forma de árbol para mostrar los senderos de la diversidad
biológica.
Por separado, Darwin y Wallace leyeron con asombro y fascinación Ensayo
sobre el principio de población del “padre de la demografía”, Thomas Robert
Malthus, y Principios de geología, del renovador de las ciencias de la tierra, su
connacional Charles Lyell. De Malthus valoraron el análisis sobre la lucha infinita
por la producción de alimentos, “porque la población humana crece en progresión
geométrica, mientras que los medios de subsistencia lo hacen de manera
aritmética”, de tal suerte que “las variaciones favorables de los seres vivos
tenderán a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. El resultado sería la
formación de especies nuevas”, escribe Darwin en su Autobiografía; y de Lyell
aprehendieron la idea de que las formaciones geológicas son resultado de
procesos que suceden en forma permanente y cotidiana, poco a poco y durante
largos períodos. Este geólogo británico, que cultivó una larga amistad con Darwin,
desechó para siempre la hipótesis generalizada que sustentaba la falsa idea de
que la antigüedad del planeta debía medirse en decenas de miles de años. Lyell,
en cambio, introdujo la escala de millones de años.
Para Darwin las evidencias observadas no eran suficientes, así que buscó
apoyo en trabajos experimentales, mientras que Wallace quedó deslumbrado por
las experiencias que vivió en el Amazonas y Malasia. Darwin estudió con
detenimiento la variación artificial inducida por el hombre en los animales
domésticos, y Wallace se contentó con corroborar la distribución geográfica de
animales y plantas. Cada uno de los dos asumió de manera muy diferente la
noción de especie: “la que permanece en general con caracteres constantes, junto
a otros seres de estructura similar”, propone Darwin, mientras que a Wallace le

34
gusta hablar de “un grupo de organismos que se diferencia de otros grupos
semejantes por un conjunto de rasgos distintivos, que tiene relaciones con el
entorno que no son las mismas que las de otros grupos de organismos y que tiene
la capacidad de reproducirse continuamente en formas semejantes”.
Ni Darwin ni Wallace esbozaron una teoría propiamente dicha. Tampoco
mencionaron la palabra “evolución” en sus primeros trabajos. Pero los dos
naturalistas coincidieron en varios puntos clave: afirmaron que hay un cambio
perpetuo en el mundo y en los organismos que lo habitan, los cuales cambian
permanentemente; señalaron que cada grupo de organismos procede de un
antecesor común, por lo tanto hay un origen único para todos los seres vivos;
descubrieron la selección natural, el mecanismo de reproducción diferencial que
favorece a los mejor adaptados al entorno.
Lo más sorprendente de esta disputa entre Darwin y Wallace es que
realmente no haya existido, al menos en un sentido estricto. (Cuando menos en un
inicio, después difirieron sustancialmente en sus consideraciones sobre la
evolución y sus mecanismos.)
A su regreso a Inglaterra después de la travesía del Beagle, Darwin se
retiró a su hogar en el campo. Con calma y sin ninguna prisa, organizó y revisó
todo el material generado durante aquel tiempo. Mientras continuaba escribiendo
libros de viaje, junto con otros trabajos de zoología y geología, preparó dos tímidos
adelantos de lo que sería su obra mayúscula: en 1842 escribió un primer borrador
y en 1844 un ensayo que ya contenía el germen de su teoría de la evolución. De
manera que el concepto de selección natural le había dado vueltas por la
cabeza… ¡durante casi veinte años! Su afán minucioso por reunir la mayor
cantidad de pruebas posible, además de aquella relación polivalente que guarda
ante su trabajo, un poco de desconfianza, un poco de certeza de su potencial, lo
mantuvo ocupado durante aquellos años. Hasta que en junio de 1858 Darwin
recibió una carta que lo dejaría helado. Se trataba de un completísimo artículo
firmado por Wallace, donde le describía con precisión y originalidad sus ideas
principales en torno a, digámoslo así, la evolución de las especies y la selección
natural. La reacción de Darwin fue una mezcla de asombro y desesperación:
alguien se le había adelantado en escribir sus mismas certezas, prácticamente
como si el propio Darwin se las hubiera dictado. Incluso, llega a escribir una carta
en la que afirma que tanto él como Wallace, “hasta cierto punto, hemos llegado a
las mismas conclusiones”.
Bajo otras circunstancias, si fueran otros los personajes, otras las fechas,
entre ellos se habría desatado una lucha por demostrar la prioridad del
descubrimiento. Pero Darwin actuó sensatamente: le comunicó todo el asunto a
Charles Lyell y solicita su apoyo para una publicación inmediata y conjunta de sus
trabajos y los de Wallace en la prestigiada Linnean Society. Pocas veces se ha
visto semejante acto de elegancia entre científicos. El 1º de julio de 1858 se
realizó la presentación en sociedad de los trabajos conjuntos e independientes del
afamado Darwin y del desconocido Wallace en igualdad de condiciones y talento.
Pero ninguno de los dos acudió a la cita: Darwin estaba en el funeral de uno de
sus hijos, que había muerto tres días antes; Wallace seguía en territorio malayo,
brincando de isla en isla. El texto de presentación estuvo firmado por Charles Lyell
y Joseph Dalton Hooker:

35
Los artículos adjuntos que tenemos el honor de comunicar a la
Linnean Society, y que se refieren todos al mismo asunto, a saber, las leyes
que afectan a la producción de variedades, razas y especies, contienen los
resultados de las investigaciones de dos infatigables naturalistas, Mr.
Charles Darwin y Mr. Alfred Wallace. Estos caballeros, habiendo concebido
de manera independiente y sin conocimiento mutuo la misma y muy
ingeniosa teoría para explicar la aparición y perpetuación de variedades y
formas específicas en nuestro planeta, pueden reclamar con justicia ser los
pensadores originales de esta importante línea de indagación.

Los orígenes del origen

La carta de Wallace despertó una reacción explosiva en Darwin, quien con el


talento y la consistencia logrados por tantos años de práctica literaria publicó en
1859 una síntesis de todas sus ideas en El origen de las especies por medio de la
selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la
vida, que con los años pasó a titularse simplemente Sobre el origen de las
especies. La solidaria reacción de Darwin también tuvo una reacción explosiva en
Wallace, quien a la distancia y mediante cartas enviadas a su madre y al propio
Darwin, se mostró extasiado por el trato que le daban sus ídolos, que tanto
admiraba y que ahora lo reconocían como colega.
Pero las historias de los dos naturalistas más célebres del momento
evolucionó por caminos muy diversos: la publicación de El origen de las
especies… causó una grata impresión en buena parte de la comunidad científica,
aunque existieron personajes que se dedicaron a postular cuestionamientos más o
menos serios, pero que no consiguieron perdurar en el tiempo. Desde luego, el
rompecabezas de la evolución de la vida no estaba completo. Hubo de crearse
toda una nueva disciplina científica –la genética– y avanzar por regiones entonces
desconocidas del estudio de la corteza terrestre, el clima, los océanos o la
tectónica, porque Darwin no explicaba cómo se transmitían estas modificaciones
entre las generaciones, sin diluirse. Aunque quizás hubiera podido hacerlo con
otro ritmo y algo de suerte; tal vez si hubiera leído “Experimentos sobre la
hibridación de las plantas”, un curioso artículo escrito por el monje agustino Gregor
Mendel en 1866, pero que permaneció prácticamente en el olvido hasta iniciado el
siglo XX, y que contenía una teoría sobre la herencia que habría servido
perfectamente a Darwin para cubrir ciertos huecos de su obra.
Por su parte, Wallace no ingresó en ninguna academia científica, y el
reconocimiento oficial de su obra tardó mucho en llegarle. Obstinado con el
trabajo, no cesó de viajar. Omnívoro en cuanto a lecturas, dueño de una
curiosidad de amplio espectro, se ocupó de asuntos de lo más variados. Tratando
de realizar una obra clara y asequible para la mayor cantidad de lectores, en 1889
publica Darwinism y acuña el neologismo “darwinismo”. Pero Wallace acabó
distanciándose de Charles Darwin, principalmente debido a su insistencia en creer
que efectivamente existe una inteligencia superior que se encarga de establecer
un orden, organizar el mundo, establecer un destino para cada organismo,
creencias que, paradójicamente, acercarían a Wallace con los grupos, tan en boga
en nuestros tiempos, de los neocreacionistas.

36
Lo cierto es que Darwin y Wallace habían encontrado un mecanismo para
describir el proceso evolutivo, en el que sólo las variantes más aptas (o, al menos,
las que no tengan características detrimentales para la especie) en cada
generación son capaces de reproducirse, además de transmitir sus cualidades a
sus descendientes. Este proceso se repite incesantemente, haciendo que cada
generación se adapte mejor a las condiciones de su entorno particular,
acumulando las modificaciones y transmitiéndolas de generación en generación
durante millones de años.
Una poderosa y nítida idea del comportamiento de la naturaleza con
respecto a la evolución de la vida, como escribió Darwin: “De un inicio tan sencillo
han estado y aún están desarrollándose infinitas formas, de las más hermosas y
más maravillosas”.

37
Cuarta lucha: “Nunca hago un secreto de las cosas que observo”. Antoine
Laurent de Lavoisier versus Joseph Priestley en la pelea por el
descubrimiento del oxígeno y de otros aires desflogistizados

Luuucharaaaán por la glooriaaa y el prestigioooo de haber descubiertooo el


oxígeenoo… En estaaa esquinaaa, el precoz genio francés: ¡Lavoisier! Y en
eessta otraaa, el experimentado clérigo inglés: ¡Priestley!... ¿A quién debemos el
conocimiento fundamental sobre el aire que respiramos? ¿Un descubridor es
quien primero encuentra una novedad en la naturaleza o quien verdaderamente le
sabe dar un significado correcto? Entre revoluciones y guillotinas, dos gladiadores
de altura se juegan el pellejo y la cabeza en nombre de la ciencia.

La pregunta es muy sencilla: ¿qué permite a los seres vivos mantenerse


vivos? La respuesta, evidentemente, no lo es tanto. Incluso en estos tiempos en
que hablar del aire y el agua, o del oxígeno y el hidrógeno, parece tan natural
como respirar. Y es que ocurre que si bien la química está presente en más o
menos cada actividad cotidiana (el sabor del café que bebemos, las ideas que
pensamos o la elección de la persona de la que nos enamoramos), difícilmente
somos capaces de notarlo. Así como tampoco somos conscientes del aire que
respiramos.
Pero a finales del siglo XVIII un par de personajes se vieron enfrascados en
una batalla por dilucidar la composición química de esos aires que circulan entre
nosotros. Porque desde los remotos tiempos de Aristóteles se aceptaba la
existencia de cuatro elementos esenciales, a saber: agua, fuego, aire y tierra.
Luego de que en 1781 el físico británico (nacido en Niza, Francia) Henry
Cavendish hubiera encontrado que el agua era un compuesto y no un elemento,
nuestros dos personajes en cuestión, Antoine de Lavoisier y Joseph Priestley, se
dieron a la tarea de discutir cuál era la composición íntima del aire. Y de paso
abrieron el camino para que las bases de la química moderna quedaran
suficientemente asentadas, como puede inferirse de lo que William Whewell
escribió tiempo después, en 1833: “la alquimia se ha transformado en química y ya
figura al lado de su hermana la física como ciencia y no como el arte de hacer oro
y plata, y de preparar medicamentos”. Un elogio que no tiene desperdicio, sobre
todo viniendo del responsable, en 1840, de nombrar a ese nuevo personaje que
lentamente iba siendo reconocido con características propias, ya lejos del filósofo
natural de antaño: el científico. Posteriormente, Joseph Louis Gay-Lussac y
Alexander von Humboldt vendrían a corroborar que la composición química del
agua mantenía una proporción exacta de “dos volúmenes de hidrógeno por uno de
oxígeno”.

Las luces del siglo

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El siglo XVIII cimbró las estructuras sociales: cambió la política, la religión, la
economía, la filosofía… Se fundaron academias que establecieron políticas y
jerarquías para validar los conocimientos nuevos, dando mayor importancia a los
métodos experimentales que paulatinamente fueron ganando terreno a las
especulaciones. Surgieron ideales como los de la République des lettres:

En medio de todos los gobiernos que deciden el destino de los


hombres, en el seno de tantos estados, la mayoría de ellos despóticos,
existe un reino que sólo tiene influencia sobre la mente y que nosotros
honramos con el nombre de república porque conserva cierta
independencia, y porque es casi su esencia de ser libres. Es el reino del
talento y el pensamiento.

Hacia la segunda mitad del siglo se desencadenó una oleada de movimientos de


revolución social, cuyo cenit sería la Revolución Francesa. Son los años de
esplendor de la máquina de vapor ingeniada por James Watt, del encumbramiento
de las industrias textil, minera y siderúrgica. Con la astronomía, la mecánica y la
matemática en un grado de consolidación bastante elevado, la química se había
quedado rezagada en el callejón sin salida de la alquimia. Pero la necesidad de
estudiar los procesos de intercambio de calor para aplicaciones particulares como
la mineralogía, así como el descubrimiento en serie de nuevos elementos en la
naturaleza, situaban a la investigación química en la cúspide del pensamiento de
la Ilustración. Cada vez se hablaba con más frecuencia de reacciones, mezclas,
compuestos, bases, ácidos, estructuras atómicas, y el uso de termómetros,
balanzas, bombas de aire, etcétera, se generalizó por completo. El universo de los
químicos se ensanchó notoriamente y potenció la imaginación. “Lo fugitivo
permanece”, había sabido enunciar el poeta Francisco de Quevedo, poética
precisión que bien podría resumir la lucha entre Lavoisier y Priestley por develar el
misterio del aire que respiramos, por asir lo inasible.

Antoine Laurent de Lavoisier

Todo en la vida de Lavoisier sucedió muy pronto. A los cinco años de edad
murió su madre y le dejó en herencia una considerable fortuna económica. A los
veinte, escribió su primer trabajo científico, dedicado a la observación de una
aureola boreal. El año siguiente se licenció en derecho. Antes de cumplir veintitrés
se hizo merecedor de una medalla de oro de la Academia de Ciencias de París.
Poco después invirtió su herencia –había muerto ya su abuela, quien le dejaba
otra suma importante de dinero– en comprar una participación en la Ferme
Générale, compañía financiera responsable de cobrar los impuestos indirectos del
Estado, y a los veinticinco años fue admitido (aunque con ciertas reservas y
limitaciones) como miembro de la Academia. Tres años después se casó con
Marie Anne Pierrette Paulze, entonces de trece años de edad, quien desempeñó
un papel fundamental en los trabajos de Lavoisier: porque en vez de hijos parieron
entre los dos una encomiable cantidad de experimentos. Para cuando cumplió
treinta y dos años, ya contaba con una sólida y fructífera carrera como
administrador y representante de la corona francesa.

39
Y menos mal que Lavoisier se apresuró en todo ello, porque la muerte
también le llegó demasiado pronto. En la guillotina que la Revolución Francesa
echó a andar, cuando él apenas tenía medio siglo de vida.
Lavoisier nació en París el 26 de agosto de 1743, hijo de Emilie Punctis,
quien formaba parte de una familia de abolengo y de Jean Antoine de Lavoisier,
procurador del Parlamento de París. Cuando Emilie murió, Lavoisier quedó bajo la
tutela de su familia materna, que se ocupó de conseguirle una educación básica
en literatura y filosofía. Luego decidió continuar la tradición familiar y cursó
estudios de leyes, pero siempre interesado por la ciencia. Pronto dedicó buena
parte de sus días a realizar excursiones geológicas, fascinado por los
instrumentos empleados para la realización de mapas, como brújulas, barómetros,
termómetros. Afinó su instinto, entrenó el razonamiento, puso en práctica su
capacidad de asombro y su talento para el dibujo y la escritura, mientras reconocía
la importancia de la medición y la experimentación, el cuantioso valor de los
métodos físicos para la investigación científica.
Todo ello resultó esencial para que Lavoisier se convirtiera en el
revolucionario que la química había estado esperando. Porque hasta entonces el
estudio de la composición, estructura y propiedades de la materia había quedado
rezagado detrás de otras disciplinas como la física, la astronomía, la geometría o
la medicina, que sí habían alcanzado un grado importante de refinamiento. Así
que la química esperaba la llegada de su Newton, su Copérnico, su Euclides o su
Harvey.
En 1787, junto con otros autores, Lavoisier publicó Méthode de
nomenclature chimique, y hacia 1789 aparece su Traité élémentaire de chimie,
donde desterró la idea de que existieran cuatro elementos esenciales (aquellos
propuestos por Aristóteles: aire, tierra, fuego y agua) y estableció la definición de
elemento para aquellas sustancias que no pueden ser descompuestas en otras.
Esta obra se convirtió velozmente en algo así como el acta fundacional de la
química moderna. Para ese momento el imparable y precoz Lavoisier había
incursionado exitosamente en una amplia diversidad de campos: diplomacia,
economía, educación, economía. Por ello fue nombrado diputado suplente por la
nobleza de la ciudad de Blois, comisario de la Tesorería Nacional y tesorero de la
Academia de Ciencias de París.
Lavoisier disfrutaba de los años más gratificantes de su vida en la última
década del siglo XVIII cuando de pronto se encontró en el peor de los sitios, en el
momento menos adecuado, aparentemente luchando por el bando incorrecto: a
partir de 1792 la representación popular de la población francesa tomó el Palacio
de las Tullerías y la Asamblea Legislativa suspendió las funciones del rey Luis
XVI, quien después de ser enjuiciado por la Convención Nacional suspendió
también la cabeza en la guillotina, en 1793. El 8 de agosto de ese año la
Convención ordenó el arresto de todos los miembros de la Ferme Générale por
haberse dedicado al cobro de impuestos, Lavoisier incluido, por supuesto.
Mientras estuvo en prisión se impacientaba, pero aprovechó el tiempo para
corregir las pruebas de otro de sus vastos libros, Mémoires de chimie. Finalmente,
el 8 de mayo de 1794, Lavoisier es presentado ante un tribunal revolucionario que
lo condenó a muerte, y esa misma tarde es ejecutado en una guillotina.

40
A alguien se le escuchó decir que (o a alguien se le ocurrió inventar que
alguien tuvo la ocurrencia de decir que) “bastó sólo un instante para cortar esa
cabeza. Pero puede que cien años no basten para darnos otra igual”.

Joseph Priestley

La vida de Priestley estuvo marcada por la paradoja y la ironía: convencido desde


muy joven –por tradición familiar– de que consagraría su vida a la religión, se
dedicó al ministerio pero fue catalogado frecuentemente como herético. Sin
apenas imaginarlo, se vio en el centro de la vanguardia científica, aficionado a la
química como pasatiempo, influido por su gran amigo Benjamin Franklin. Su
escaso bagaje científico le permitía hacer uso de una imaginación tan creativa
como desorbitante, que casi siempre lo llevaba a conclusiones erróneas.
Desinteresado por los bienes materiales, tuvo la oportunidad de amasar una
extraordinaria fortuna a partir de su invención del agua gasificada, pero con
aburrimiento la dejó pasar; prefirió dedicarse a escribir entusiastas tratados sobre
la electricidad. Profesaba un fuerte amor por su patria de nacimiento, pero tuvo
que exilarse en los Estados Unidos, luego de haber defendido notoriamente la
Revolución Francesa y las guerras de independencia estadounidenses, lo que
provocó que una horda de enfurecidos feligreses incendiara su iglesia en
Birmingham. Finalmente, revolucionario en cuanto a sus convicciones religiosas y
sus ideales políticos, Priestley se mostró un auténtico conservador en sus
opiniones científicas, aferrándose a una teoría química que resultó equivocada.
En la pequeña población de Fieldhead, en Inglaterra, se había establecido
la familia Priestley, caracterizada por su inconformismo religioso. Allí y bajo esas
condiciones nació Joseph Priestley, el 2 de marzo de 1733. Su padre fue Jonas
Priestley y su madre Mary Swift. Tuvieron seis hijos, de los cuales Joseph fue el
último, así que le tocó vivir sus primeros años en la casa de sus abuelos. Pero
Mary murió cinco años después y Priestley regresó a su casa paterna, hasta que
su padre se volvió a casar tres años después. Entonces fue enviado a vivir con
sus tíos, quienes le procuraron una educación bastante completa que incluía el
dominio del latín, el griego y el hebreo.
Con los años, estos inicios académicos le permitirían alimentar su apetito
omnívoro: estudió por su cuenta francés, italiano, alemán, árabe, matemática,
lógica, metafísica, filosofía natural… y a partir de los veinte años de edad se alejó
de su familia y se trasladó a las poblaciones de Needham y Nantwich, donde se
dedicó a predicar y ejercer como maestro, mientras comenzaba a escribir ensayos
sobre teología. Se reveló entonces como un avispado escritor, un atento
observador del lenguaje. En 1761 publicó The Rudiments of English Grammar con
un considerable éxito. Hasta el final de sus días buscó no abandonar la escritura, y
logró publicar más de sesenta libros.
Eventualmente se mudó a Yorkshire, donde ingresó como profesor en la
Warrington Academy y conoció a la mujer con la que se casaría: Mary Wilkinson.
En la década de 1850 Priestley dedicó más tiempo, y un poco del dinero que
empezaba a recibir, a sus pasatiempos científicos, hipnotizado por todo lo
relacionado con la electricidad. Con más entusiasmo que rigor, realizaba sus
experimentos en la tina de su casa, improvisaba instrumentos con cuanta

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herramienta tuviera a la mano, formulaba hipótesis con una rapidez inigualable,
una tras otra. Y no siempre fallaba: en 1766 notó que “la relación entre las cargas
eléctricas sigue la misma ley inversa que Newton ha demostrado para la atracción
gravitatoria”. Para desgracia de Priestley, a esas mismas conclusiones llegó el
francés Charles-Agustin Coulomb, y formuló el enunciado que ahora conocemos
como Ley de Coulomb, con lo que se ganó la inmortalidad, arrebatándosela a
Priestley… y no sería la única vez que le ocurriera algo así al británico.
Luego de un arduo trabajo de varios años, en 1767 publicó The History and
Present State of Electricity, with Original Experiments, que gozó de una total
aceptación, tanto académica como pública, y por más de un siglo se consideró el
libro básico de referencia sobre electricidad. Antecedido por ese prestigio, en 1767
Priestley se mudó nuevamente, esta vez a Leeds, con su esposa y su hija Sally. Y
debido a un error de previsión, se vieron obligados a instalarse en una finca
contigua a una fábrica de cerveza. No pudieron haber tenido mejor suerte: cuando
Priestley se dio cuenta de que del proceso de fermentación de la cerveza se
derivaba un flujo de aire muy particular, no tardó en pasar horas enteras
observando el quehacer de sus vecinos, improvisando experimentos en sus
narices. Como resultado de esta aventura, Priestley consiguió perfeccionar un
sistema para producir bebidas con burbujas, adelantándose por muchos años a
las bebidas gaseosas en nuestros días omnipresentes a lo largo y ancho del
mundo. “Mi más feliz descubrimiento”, le llamó Priestley, a pesar de estar seguro
de que eso no tenía ningún interés científico. A partir de esta experiencia Priestley
se interesó mayoritariamente por los “aires” (lo que ahora reconocemos como
gases) y volcó toda su energía en descubrir los componentes del aire que
respiramos y permite nuestra sobrevivencia.
Murió el 6 de febrero de 1804 y sus restos fueron enterrados en
Northumberland, un pequeño pueblo de Pensilvania, en los Estados Unidos,
adonde había llegado huyendo de Europa en 1794, el mismo año en que Antoine
de Lavoisier fue ejecutado en París.
Los dos habían sido cercanos amigos y fraternos enemigos, todo por causa
de los caprichos del aire y el descubrimiento del oxígeno.

El que desflogistique este aire será un buen desflogistizador

¿Quién merece más el mérito por un descubrimiento: el primero en registrarlo o


quien realmente consigue comprenderlo? En el caso del oxígeno, la respuesta no
es automática; ahí están las palabras de Lavoisier en su Traité élémentaire de
chimie:

trasvasada una parte de este aire a un tubo de vidrio de una pulgada de


diámetro e introduciendo en él una vela encendida, ésta ardió con un brillo
deslumbrante; el carbón, en vez de consumirse lentamente como en el aire
ordinario, ardía con llama y una especie de crepitación parecida a la del
fósforo, dando una luz tan viva que los ojos apenas podían soportarla. A
este aire, descubierto casi al mismo tiempo por Priestley, Scheele y yo, le
llamó el primero aire desflogisticado, y el segundo, aire empireal.

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La versión popular de Isaac Asimov en su Breve historia de la química es:

Priestley, descubridor del “aire desflogisticado”, visitó París en 1774 y


describió a Lavoisier sus hallazgos. Lavoisier comprendió inmediatamente
su significado, y en 1775 publicó sus puntos de vista. El aire no es una
sustancia simple –propuso– sino una mezcla de dos gases en una
proporción de 1 a 4. Un quinto del aire era el “aire desflogisticado” de
Priestley (si bien Lavoisier, desgraciadamente, olvidó conceder a Priestley
el debido mérito).

Las claves se esconden en el “casi al mismo tiempo” de Lavoisier, en el aparente


olvido de reconocer los méritos de dos personajes que representaron dos maneras
contrastantes, y a la vez complementarias, de ver la química. Por un lado, la
técnica depurada y precisa, el gusto por la medición y cuantificación de Lavoisier;
por otro, el entusiasmo desbordante y la confianza en el azar de Priestley, quien
aseguraba que “se debe más al azar, es decir, hablando desde el punto de vista
filosófico, a las observaciones de acontecimientos que surgen de causas
desconocidas, que a cualquier intención adecuada, o teoría preconcebida en este
asunto”.
En aquella época el concepto central de la incipiente química se localizaba
en el flogisto, teoría propuesta por el alemán George Ernst Stahl en el siglo XVII
para explicar la razón por la que algunos objetos pueden arder. Stahl respondía
con sencillez: las cosas pueden quemarse porque tienen flogisto, una parte
inflamable que pierden una vez que arden y se apagan. Es decir, entonces se
habrían deflogistizado, liberándose de su flogisto y no podrían volver a arder. Se
trataba de una idea algo mística, pero que funcionaba muy bien para razonar. Este
“principio del fuego” era poético, por su doble naturaleza entre material y espiritual,
y comprobable en los hechos: no todos los objetos tienen la capacidad de arder
(sólo aquellos con flogisto, se podría agregar) y aquellos que son consumidos por
el fuego ya no pueden volver a arder (habrían perdido su flogisto, desde luego).
Pero algo no funcionaba muy bien con la teoría, para quien supiera
observar, o mejor dicho medir, con atención: algunos objetos ganaban peso
después de haber ardido, lo que contrariaba la idea de que “se liberaban de su
flogisto”.
Así las cosas, en agosto de 1771 Priestley estaba decidido a averiguar los
misterios del comportamiento del aire. Para ello puso una pequeña vela junto con
una planta de menta dentro de un cilindro de vidrio, luego de haber prendido la
vela. Lo que debía pasar, intuye Priestley, era que la vela consumiera todo el “aire
bueno”, por lo que la planta acabaría muriendo después de un tiempo. Diez días
más tarde comprobó que la vela se había apagado, desde luego, nada para
sorprenderse. Lo que sí llamó su atención es que consiguiera encender
nuevamente la vela; la planta no había consumido todo el aire dentro del cilindro...
o había sido capaz de crear su propio aire. Priestley repitió infinidad de veces el
mismo experimento, con algunas variantes: puso ratones a respirar el aire
generado por la planta y la vela, y descubrió que no morían, a diferencia de
aquellos que había metido dentro de cilindros idénticos, pero sin la compañía de
una planta. “El aire en el que se han extinguido velas también se restituye de la

43
misma manera”, escribió en el informe de sus experimentos. Sin saberlo, y nunca
lo supo, había encontrado la tercera sustancia más común en el universo, aquella
que ahora llamamos oxígeno libre.
Hacia 1774, Priestley comenzó a publicar sus conclusiones en una obra
dividida en varios volúmenes, Experiments and Observations on Different Kinds of
Air. En poco tiempo, el químico autodidacta se encontró en la cima de la
comunidad científica. La Royal Society le ofreció un homenaje en el que su
presidente elogia efusivamente la obra del reverendo británico:

Gracias a estos experimentos tenemos la certeza de que ningún ser


vegetal vive en vano, sino que, desde el roble del bosque hasta la hierba
común que crece en los prados, cada planta individual presta un servicio a
la humanidad; y si no siempre es distinguida por una virtud individual, sí
forma parte de un todo que limpia y purifica nuestra atmósfera.

Pero Priestley no puso freno a sus inquietudes. A principios de agosto de 1774


experimentó con polvo de mercurio (óxido de mercurio, según nuestra
nomenclatura actual), y contra lo que esperaba consiguió aire nitroso (óxido
nitroso). Sin saber la causa de este resultado, emprendió un viaje por Europa a fin
de mes; en Francia atendió una invitación a una cena con distinguidos parisinos,
entre los cuales se encontraba Lavoisier. Emocionado por la calidad de su
audiencia, Priestley se explayó explicando minuciosamente cada uno de sus
experimentos, los resultados. No se guardó ningún detalle; “nunca hago un
secreto de las cosas que observo”, habría de declarar años después.
A su regreso en Inglaterra retornó sobre el misterio del polvo de mercurio y
en marzo de 1775 parecía que había encontrado una pista después de colocar un
ratón dentro de una campana de cristal con el aire producido a partir de este
polvo, pues notó que sobrevivía por más de media hora, mientras que otros
ratones en condiciones semejantes pero expuestos a aire ordinario no pasaban los
quince minutos. Varios días después se animó a inhalar él mismo aquel aire: “la
sensación en mis pulmones no fue muy distinta a la del aire común, pero
posteriormente sentí el pecho extrañamente ligero y relajado”. Y puso un nombre a
su descubrimiento: aire desflogistizado.
Priestley tampoco supo que alguien se le había adelantado unos años.
Entre 1771 y 1772 un farmacéutico alemán de nombre Carl Wilhelm Scheele había
dado con un aire idéntico, a partir de también experimentar con polvo de mercurio,
pero lo llamó aire ígneo. Cuando Scheele publicó su único libro, en 1777, ya era
muy tarde. A Priestley se le reconocía ampliamente la primicia en su
descubrimiento. Si bien el alemán no había publicado sus resultados, en 1774 sí
había dirigido una carta a Lavoisier en la que le hablaba de sus trabajos. Pero no
existe certeza alguna de que el francés la haya leído.
De manera que Lavoisier se encuentra obsesionado con resolver un
misterio: en la teoría del flogisto hay una importante falla: los objetos, al ser
quemados, ganan peso, pero debería ser al revés. Se trata de un problema digno
de alguien obsesivo con las mediciones y los instrumentos, y Lavoisier lo era.
Fanático de la física y los instrumentos, decidido a entender el mecanismo de la
combustión, Lavoisier hace mediciones muy precisas y encuentra que el fuego no

44
produce ningún incremento en el peso de las sustancias. Más aún, el peso del
residuo después de que las sustancias arden es prácticamente igual al peso
perdido por el recipiente.
Así que cuando en 1774 escuchó a Priestley hablar de sus trabajos con el
polvo de mercurio y el aire desflogistizado intuyó que iba por buen camino.
Impulsado por los trabajos del inglés, pero también alarmado por su “falta de
formalidad en sus experimentaciones” y quizá convencido de que el tal aire
desflogistizado no era un compuesto con propiedades casi mágicas para controlar
la capacidad de combustión de los objetos, sino que más bien debía tratarse de un
nuevo elemento. Junto con los trabajos que había realizado desde febrero de 1773
y aquellos nuevos experimentos que llevó a cabo hasta abril de 1775, Lavoisier
descubrió que el aire desprendido de aquellos polvos de mercurio era “la parte
más salubre y más pura del aire”, a la cual denominó “aire eminentemente
respirable” y luego “aire vital”. Pero nada de flogisto. Lavoisier constató que los
procesos de combustión y calcinación tenían un límite, cuando ocurrían en
recipientes cerrados. Y, más importante aún, que el aumento en el peso de las
sustancias después de la combustión era aproximadamente idéntico al volumen
de aire que habían absorbido.
Los años que siguieron Lavoisier los dedicó al estudio sistemático de la
combustión. A finales de 1779 publicó Consideraciones generales sobre los ácidos
y sobre los principios de que están compuestos. En esta obra apuntaba que ese
“aire eminentemente respirable” que él había encontrado no era otra cosa que “el
principio constitutivo de todos los ácidos”, aunque, bajo ciertas combinaciones
podía generar ácidos calizos, ácidos vitriólicos, ácidos nitrosos, ácidos fosfóricos.
Por eso lo bautizó oxígeno, “engendrador de ácidos”. Esta idea, que no era
original porque Priestley se le había adelantado en descubrirla –pero no en
comprenderla–, le permitió a Lavoisier llevar a cabo una auténtica revolución en
los fundamentos de la química. Por obra de la medición, la observación y el
análisis, la combustión se había convertido en un fenómeno de combinación entre
un elemento y el oxígeno que produce calor y luz. No se trataba de una pérdida de
flogisto.
Hacia 1786 Lavoisier publicó el celebrado Reflexiones sobre el flogisto,
donde acaba de una vez y para todas con los amigos del flogisto y los seguidores
de Stahl, como Priestley:

Pero si todo se explica en química de una forma satisfactoria sin


recurrir al flogisto, esto basta para que sea infinitamente probable que ese
principio no exista; que sea un ente hipotético, una suposición gratuita […]
ya es hora de que me manifieste de un modo más preciso y más formal
sobre una opinión que considero como un error funesto para la química, y
que creo ha retardado considerablemente su progreso por la mala manera
de filosofar que introdujo en ella.

Después vino un ataque final, cuando un año más tarde presentó el Méthode de
nomenclature chimique, donde dotó a la química de un lenguaje metódico, racional
y analítico, creando una precisa y sólida gramática que vino a ser su certificado de
madurez. En esta obra, además, consiguió que a finales del siglo XVIII el flogisto

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apenas fuera un recuerdo, que rápidamente fenecería, a pesar de algunos intentos
por defender su existencia, como el de Priestley, quien, terco o simplemente
desinteresado, nunca dejó de abrazar la idea de un aire flogistizado.
Paradójicamente, en las enciclopedias que surgieron tiempo después de su
muerte, el nombre de Priestley siempre aparecería asociado al descubrimiento del
oxígeno, que tanto rechazó.

El oxígeno, ese artículo de ineludible lujo

Conservador en sus opiniones científicas, Priestley se aferró a una teoría química


que resultó equivocada; liberal en sus convicciones políticas, tuvo que exiliarse a
los Estados Unidos. Liberal en sus quehaceres científicos, Lavoisier supo
reconocer las trazas que conducirían a una revolución química; conservador en
sus opiniones políticas, cayó víctima de la descontrolada guillotina de la
Revolución Francesa.
El descubrimiento del oxígeno permitió formalizar la naturaleza científica de
la química, demoler obstáculos, potenciar sus campos de acción, asentarse como
ciencia experimental con metodologías claras para el análisis cuantitativo de sus
resultados. Pero también tuvo consecuencias importantes en actividades
cotidianas, como la creación de cámaras de oxígeno, la fabricación de trajes
espaciales para astronautas, o en prácticas deportivas como escalar montañas y
bucear.
La noción de oxígeno le permitió a Lavoiser, junto con su compatriota
Armand Séguin, establecer las relaciones entre procesos vitales como la
respiración, la transpiración y el metabolismo: “la respiración, que consume
hidrógeno y carbono y suministra calórico; la transpiración, que aumenta o
disminuye según sea necesario quitar más o menos calórico; en fin, la digestión
que da a la sangre lo que pierde por la respiración y la transpiración”. Por su parte,
a Priestley, el estudio de los diferentes tipos de aires le hizo sentenciar de manera
premonitoria: “quién sabe si, con el tiempo, este aire se convertirá en un artículo
de lujo y se pondrá de moda. Hasta el momento, sólo dos ratones y yo hemos
tenido el privilegio de probarlo”.

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Final del juego: Hasta que los oponentes mueran

Los antiguos griegos –en quienes inevitablemente van a caer todas las
explicaciones cuando divagamos en pos de cierta legitimidad– tampoco estuvieron
exentos de luchas. Valga el caso de las teorías atómicas de Aristóteles y sus ideas
sobre el vacío, permeadas por una profunda y apasionada discusión con
Demócrito, quien había muerto mucho tiempo antes. “Es innegable que la historia
la hacen los individuos, y es innegable también que estos individuos no son
inmunes a las pasiones del común de los mortales”, afirmaba el certero historiador
Luis González y González.
Y es que no podemos olvidar que la ciencia es una institución social. Una
estructura conformada por un gran número de personas dedicadas a realizar
actividades de diversa naturaleza, aunque relacionadas de muchas maneras. Y si
bien los miembros de esta institución mantienen hábitos, costumbres, actitudes y
métodos de trabajo afines, cada quien es científico a su manera. Así que la ciencia
–sus laboratorios, personajes, métodos de trabajo, tradiciones y rituales– es
mucho más que la ejecución o el hallazgo de un descubrimiento. Rebasa los
límites de la planeación, sistematización, previsión y del aprovechamiento de
oportunidades por parte de personas “preparadas para apreciar su significado”.
Esta institución de funcionamiento muy complejo publica sus resultados a la
luz de la crítica, alienta la disputa, atiende los comentarios de los evaluadores
escépticos. Por eso los estudiosos asumen que “la cultura científica es un contexto
institucionalizado para la argumentación”.18
La ciencia, entonces, ese gran edificio colectivo, aquella actividad
acumulativa en la que es esencial negociar y consensuar, y vale disentir, que
trabaja con verdades temporales, sólo mientras tanto, puede estar más
emparentada con la lucha libre de lo que podríamos haber intuido en un primer
momento. Si la perfectibilidad es una de las mayores características del
conocimiento científico, uno de sus más importantes motores de impulso, también
representa el origen de luchas, pleitos y peleas entre científicos que presurosos y
acelerados suben al ring.
Aceptamos que la historia de la ciencia es la historia de una lucha
permanente contra el principio de autoridad. Pero, se ha dicho ya, no se trata de la
única pelea: desde las ideas atomistas de Demócrito que fueron debatidas por
Aristóteles; los conceptos sobre medicina de Galeno (de quien aún hoy se toma el
sobrenombre con que el que cariñosamente se llama a los médicos) que fueron
rebatidos sustancialmente por William Harvey, quien, a su vez, tuvo que defender
férreamente su modelo de circulación de la sangre, el cual era rechazado con
vehemencia por Jean Riolan; las discusiones entre Robert Boyle y Thomas
Hobbes para establecer de qué manera debía producirse el conocimiento; la
búsqueda del método más preciso para clasificar los seres vivos en la naturaleza,
que enfrentó a Carl Linneo contra el conde de Buffon… Pero también la ciencia
puede romper antiguas relaciones amistosas, como el desencuentro que se coló

18
Véase Pablo Kreimer, El científico también es un ser humano, Buenos Aires, Siglo XXI Editores,
Colección Ciencia que Ladra, 2009.

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en el afecto entre el fisiólogo Luigi Galvani y el físico Alessandro Volta, cuando
este se quejó de que “los médicos son unos ignorantes de las leyes de la
electricidad”, debido a que Galvani había querido ver cierta electricidad animal en
el misterioso e incontrolable movimiento de una pata de rana muerta, colgada de
un gancho y en contacto con una barandilla, ambos fabricados de metal, mientras
que para Volta ese fenómeno no era más que una clara manifestación provocada
por la diferencia de potencial entre los metales, que circulaba por el interior de la
pata de la anónima rana.
La ciencia también se hace de feroces persecuciones, como la que hizo
Leopold Kronecker de su compatriota Georg Cantor, lanzando una y otra vez toda
clase de descalificaciones a su revolucionaria teoría de conjuntos, hoy por hoy uno
de los ladrillos elementales de la matemática moderna. Ataques que Cantor
consiguió repeler con asombrosa habilidad, pero a un elevadísimo costo: fue
internado durante varios períodos en instituciones mentales debido a un largo
cuadro de depresión, cuya gravedad posiblemente se incrementó a raíz de
aquellas batallas.
Y las disputas también llegan hasta el cielo, como lo ejemplifican las
discusiones entre Edwin Hubble, Georges Lemaître, Arthur Eddington y Fred
Hoyle, por describir correctamente el origen del universo y su permanente
expansión, o bien, su inquebrantable inmovilidad.
Así, los científicos no solamente pelean con la naturaleza por buscar las
respuestas, formular las preguntas. También discuten entre ellos por la validez de
los argumentos, por la aceptación de las pruebas, por la primacía en los
descubrimientos. Posiblemente a eso se refería Max Planck cuando aseguró con
contundencia: “Una nueva verdad científica no suele imponerse convenciendo a
sus oponentes. Más bien, los oponentes eventualmente mueren y surgen nuevas
generaciones familiarizadas desde el principio con la nueva verdad”.
Y así avanzamos, golpe a golpe y ciencia a ciencia.

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