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Estéticas Del Cine

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Jacques Aumont

Alain Bergala & Michel Marie & Marc Vernet

Estética del cine

Espacio fílmico, montaje, narración, lenguaje

2a edición, revisada y ampliada


Título original: Esthetique du film

Jacques Aumont, 1983

2a edición, revisada y ampliada, 1996

Con Alain Bergala & Michel Marie & Marc Vernet

Traducción: Núria Vidal

Traductora de la adaptación de los capítulos actualizados: Silvia Zierer

Editor digital: Titivilus

ePub base r1.2


La presente obra ofrece un panorama completo sobre la teoría y la estética
del cine según sus más recientes enfoques, de manera que las últimas
investigaciones sobre el tema acaban enmarcándose en una evolución histórica de
los distintos momentos y corrientes que han ido configurando la teoría general del
cine. Su estilo es sencillo y muy comprensible, y no sólo permite entender el cómo
y el por qué de estas últimas conclusiones, sino que también realiza una aportación
inestimable: establece una relación entre el cine y el conjunto de disciplinas no
específicas que lo complementan y enriquecen.
De fluida y atractiva redacción, en fin, el libro está principalmente destinado
a los estudiantes de cine o de estética en general, aunque puede ser también un
excelente instrumento de trabajo para todos aquellos que quieran incorporar el
cine a sus enseñanzas o conocimientos. Su lectura no exige ningún requisito previo
y, a la vez, puede servir de estímulo al simple espectador de cine para comprender
y «ver» con nuevos ojos un espectáculo que, no por popular y conocido, es menos
complejo.
Además, entre otras cosas, esta nueva edición contiene un capítulo
suplementario que ofrece al lector una actualización comentada de la bibliografía.
Introducción

1. Tipología de los textos sobre cine

Las editoriales francesas publican cada año un centenar de libros dedicados


al cine. Existe un catálogo general (suplemento en el n. o 16 de Cinéma d’Aujourd’hui,
primavera de 1980) que se titula precisamente «El cine en 100.000 páginas». Existen
más de diez publicaciones mensuales (crítica de películas, revistas técnicas, vida de
los actores, etc). El coleccionista ya no sabe dónde apilar sus revistas, y el neófito
no sabe cuáles elegir.
A fin de situar con precisión el perfil de este manual, intentaremos exponer
una breve tipología de los textos sobre cine. Éstos pueden dividirse globalmente en
tres grupos de desigual volumen: las revistas y libros para el «gran público», las
obras para «cinéfilos» y, finalmente, los textos teóricos y estéticos. Estas categorías
no son rigurosamente estancas: un libro para cinéfilos puede alcanzar un público
amplio y tener un innegable valor teórico; este tipo de obra es evidentemente
excepcional, y lo más frecuente es que se concrete en libros de historia del cine,
como los de Georges Sadoul, por ejemplo.
Como es lógico, las editoriales de cine reproducen, en su nivel específico, las
categorías de la audiencia cinematográfica. Lo que caracteriza la situación francesa
es la importancia del segundo sector, destinado a los cinéfilos.
El término «cinéfilo» aparece bajo la pluma de Ricciotto Canudo a principios
de los años veinte: designa al aficionado atento al cine. Hay varias generaciones de
cinéfilos con sus revistas y sus autores preferidos.
La cinefilia conoció un desarrollo considerable en Francia, después de la
segunda guerra mundial (1945). Se ejercía a través de revistas especializadas,
actividades de numerosos cine-clubs, la asiduidad de películas de «arte y ensayo»
en las programaciones, la frecuentación ritual de una cinemateca, etc. El «cinéfilo»
constituye un tipo social que caracteriza la vida cultural francesa en razón del
particular contexto cultural ofrecido, sobre todo, por la riqueza de la exhibición
cinematográfica parisina: se reconocerá fácilmente a partir de conductas miméticas;
se organiza en camarillas, no se sienta jamás al fondo de una sala de cine,
desarrolla en cualquier circunstancia un discurso apasionado sobre sus películas
favoritas…
Conviene distinguir esta acepción restrictiva del «cinéfilo» en su aspecto
maniático, del concepto del aficionado al cine propiamente dicho.
1.1. Las publicaciones «para el gran público»

Son evidentemente las más numerosas y las que alcanzan las mayores
tiradas. Salvo raras excepciones, se dedican a los actores de cine, y constituyen la
vertiente «impresa» del star-system. Citemos una revista característica de este
género, Première. Las publicaciones periódicas eran mucho más numerosas antes
de la guerra; el título más famoso era Ciné-Monde. De la misma manera, casi ha
desaparecido una categoría numéricamente importante, las «películas contadas».
La competencia de los teleprogramas fue fatal para aquéllas. Fueron sustituidas
por L’Avant Scène Cinéma, versión más seria de esas «película contadas».
Más de 30 títulos aparecidos en 1980 son monografías de autores. Entre ellas
hay tres nuevos libros sobre Marilyn Monroe y tres sobre John Wayne. También
abundan las memorias de actores, al igual que los recuerdos de algunos
realizadores famosos.
Finalmente, entre esas publicaciones de gran tirada están los anuarios y
libros de oro del año que se regalan en los estrenos, y los lujosos álbumes
dedicados a productoras americanas o a los géneros (el cine negro, la comedia
musical, el western). Estos últimos títulos son a menudo adaptaciones o
traducciones de libros americanos. Dedican una parte muy importante a la
iconografía. En ellas, el texto no interpreta más que un papel complementario
respecto a las espléndidas fotografías.
Si consideramos la aproximación crítica o teórica como una cierta «toma de
distancia» respecto al objeto de estudio, está claro que el discurso desarrollado en
este sector no manifiesta ninguna. Éste es el terreno en el que triunfa la efusión
deliberadamente enceguecida, la adhesión total y mistificada, el discurso del amor.
En la medida en que el estatus cultural del cine seguirá reposando sobre una
cierta ilegitimidad, ese discurso encontrará la ocasión de ejercerse. Es preciso
tenerlo en cuenta, porque constituye cuantitativamente lo esencial de las
publicaciones dedicadas al cine, por lo que provoca un efecto de normalidad.
Mientras el objeto sea frívolo, será normal que el discurso que se hace sobre él se
base en la cháchara.
1.2. Las publicaciones para cinéfilos

En esta categoría, no es el actor el que vence, sino el realizador de películas.


En ello puede verse el triunfo de los esfuerzos de los animadores de cine-clubs y de
los críticos especializados: para probar que el cine era algo más que un simple
entretenimiento, fue necesario darle autores, creadores de obras. Las colecciones de
monografías atestiguan esta exitosa promoción del autor-realizador: Seghers
publicó 80 títulos, desde Georges Méliès hasta Marcel Pagnol, en su serie «Cinéma
d’aujourd’hui». Más tarde, otros editores tomaron el relevo.
El libro-entrevista constituye la segunda modalidad de aproximación al
autor: en él, un crítico interroga largo y tendido a un creador sobre sus
motivaciones. El ejemplo canónico está en El cine según Hitchcock, de François
Truffaut.
En esta categoría también figuran estudios de géneros realizados con mayor
profundidad que los álbumes citados anteriormente: los estudios de la
cinematografía nacional y las historias del cine. El prototipo de esto es 30 ans de
cinéma américain, de Jean-Pierre Coursodon y Bertrand Tavernier. [*]
Como es fácil constatar, la crítica cinematográfica aplica a su terreno los
enfoques tradicionales de la literatura: estudia grandes autores y géneros desde el
ángulo de la historia de sus obras. Ahora bien, el estudio de las películas pide
instrumentos de análisis ciertamente distintos de los que requieren las obras
literarias, y estudiar las películas a través de la síntesis de un guión resulta una
simplificación tan dudosa como difícil de evitar, debido a que abordamos grupos
de publicaciones muy amplios.
También es necesario añadir que el discurso cinefílico se ejerce
esencialmente en las revistas mensuales: los libros no constituyen más que un
apéndice reducido, al contrario que la categoría precedente, que ocupa una gran
parte del terreno editorial.
1.3. Los textos teóricos y estéticos

Este tercer sector es evidentemente el más reducido. Entretanto, ya no se


trata de una novedad y ha conocido algunos momentos de expansión notable
unidos a los avatares de la investigación cinematográfica.
Para centrarnos en dos períodos recientes, la creación del Institut de
Filmologie de la Sorbonne condujo, después de la Liberación, a la publicación de
varios ensayos importantes en torno a una revista: L’univers filmique, de Étienne
Souriau, y el Essai sur les principes d’une philosophie du cinéma, de G. Cohen-Séat;
hacia 1965-1970, la eclosión de la semiología del cine en la École des Hautes Études
y la del análisis estructural del filme en el C.N.R.S. conllevaron la publicación de
los trabajos de Christian Metz, de Raymond Bellour y de toda la corriente que se
relacionaba con ellos.
Este sector está a menudo bastante más desarrollado en el extranjero. Los
clásicos de la teoría del cine son rusos (Poetika kino, textos de Lev Kulechov y
Serguéi M. Eisenstein), húngaros (El espíritu del cine, de Béla Balázs), alemanes
(libros de Rudolph Arnheim y de Siegfried Kracauer). La más importante historia
de las teorías cinematográficas es italiana (Guido Aristarco).
Mientras que desde hace unos diez años, los textos teóricos han conocido
una gran renovación, simultáneamente ha disminuido de manera notable una
categoría de obras numerosas en los años 50 y 60: se trata de los manuales de
iniciación a la estética y al lenguaje del cine. Evidentemente, estos dos fenómenos
no son casuales. En lo esencial, estos manuales postulaban la existencia de un
lenguaje cinematográfico (volveremos con detalle sobre esta cuestión en el capítulo
4) y, mientras retomaban el léxico profesional de la realización de las películas,
trazaban una nomenclatura de los principales medios expresivos que parecían
caracterizar el cine: escalas de planos, encuadre, figuras de montaje, etc. A
menudo, el estudio propiamente dicho de estas figuras se limitaba, después de un
sumario intento de definición, a la enumeración de numerosos ejemplos
acumulados a través de la visión continuada de películas.
El desarrollo de las investigaciones especializadas en el curso de los últimos
años ha obstaculizado ciertamente la actualización de estos manuales, ya que
ponían en tela de juicio sus fundamentos teóricos.
De hecho, ya no es posible centrar el problema del lenguaje cinematográfico
sin recurrir a los análisis de inspiración semiolingüística, o interrogarse sobre los
fenómenos de identificación en el cine sin dar un necesario rodeo por el lado de la
teoría psicoanalítica; estudiar el relato fílmico ignorando la totalidad de los trabajos
narratológicos dedicados a los textos literarios, etcétera.
Tratar de hacer un balance didáctico de estos diferentes recorridos no ha
sido tarea fácil, y es la apuesta de este manual. Pero antes de entrar en el meollo
del tema, es necesario abordar algunos preámbulos teóricos y metodológicos.
2. Teorías del cine y estética del cine

La teoría del cine se asimila a menudo al estudio estético. Estos dos términos
no abarcan los mismos campos y es útil distinguirlos.
Desde sus orígenes, la teoría del cine ha sido igualmente objeto de una
polémica respecto a la pertinencia de los enfoques no específicamente
cinematográficos surgidos de disciplinas exteriores a su campo (la lingüística, el
psicoanálisis, la economía política, la teoría de las ideologías, la iconología,
etcétera, por citar tan sólo las que han dado lugar a debates teóricos importantes en
el curso de estos últimos años).
La ilegitimidad cultural del cine provoca en el seno mismo de las actitudes
teóricas un incremento del chauvinismo que postula que la teoría del cine no
puede venir más que del propio cine, y que las teorías exteriores sólo pueden
aclarar aspectos secundarios del mismo (que no le son esenciales). Esta valoración
particular de una especificidad cinematográfica continúa pesando
considerablemente en las investigaciones teóricas: contribuye a prolongar el
aislamiento de los estudios cinematográficos y, por eso mismo, dificulta su avance.
Postular que una teoría del filme no puede ser más que intrínseca, es
entorpecer la posibilidad del desarrollo de hipótesis cuya fecundidad estriba en
poner a prueba el análisis; es también no tener en cuenta que el filme es, como lo
demostraremos, el lugar de encuentro del cine y de muchos otros elementos que
nada tienen de propiamente cinematográficos.
2.1. Una teoría «indígena»

Existe una tradición interna de la teoría del cine llamada a veces «teoría
indígena». Es el resultado de la teorización acumulativa de las observaciones más
pertinentes de la crítica de películas, cuando ésta se practica con una cierta
agudeza: el mejor ejemplo de esta teoría específica es aún hoy el libro de André
Bazin ¿Qué es el cine?
Al contrario, la Estética y psicología del cine, de Jean Mitry, indiscutible clásico
de la teoría francesa del cine, prueba, con la multiplicidad y la diversidad de sus
referencias teóricas exteriores al campo estricto del cine, que esta estética no se
podría construir sin las aportaciones de la lógica, la psicología de la percepción, la
teoría del arte, etcétera.
2.2. Una teoría descriptiva

Una teoría es un planteamiento que abarca la elaboración de conceptos


susceptibles de analizar un objeto. Sin embargo, el término tiene resonancias
normativas que conviene disipar. Una teoría del cine, en el sentido que aquí le
damos, no se refiere a un conjunto de reglas según las cuales convendría realizar las
películas. Por el contrario, esta teoría es descriptiva, se esfuerza por dar cuenta de
los fenómenos observables en un filme, así como de considerar el caso de figuras
aún no actualizadas en obras concretas, creando modelos formales.
2.3. Teoría del cine y estética

En la medida en que el cine es susceptible de enfoques muy diversos, no


puede hablarse de una teoría del cine sino, por el contrario, de teorías del cine
correspondientes a cada uno de estos enfoques.
Uno de ellos responde a un punto de vista estético. La estética abarca la
reflexión de los fenómenos de significación considerados como fenómenos
artísticos. La estética del cine es, pues, el estudio del cine como arte, el estudio de
los filmes como mensajes artísticos. Contiene implícita una concepción de lo
«bello» y, por consiguiente, del gusto y del placer tanto del espectador como del
teórico. Depende de la estética general, disciplina filosófica que concierne al
conjunto de las artes.
La estética del cine presenta dos aspectos: una vertiente general, que
contempla el efecto estético propio del cine, y otra específica, centrada en el análisis
de obras particulares: es el análisis de filmes o la crítica en el sentido pleno del
término, tal como se la utiliza en las artes plásticas y en musicología.
2.4. Teoría del cine y práctica técnica

Las obras de iniciación al lenguaje cinematográfico toman un gran número


de términos del léxico de los técnicos del cine.
Lo característico de un planteamiento teórico es el estudio sistemático de
estas nociones definidas en el campo de la práctica técnica. En efecto, los
realizadores y técnicos se han visto obligados a forjar, cada vez que parecía
necesario, un cierto número de palabras que sirvieran para describir su práctica. La
mayor parte de estas nociones no tienen una base muy rigurosa, y pueden variar
considerablemente su sentido según las épocas, el país y las prácticas propias de
ciertos medios de producción. Han sido desplazadas del campo de la realización al
de la recepción de películas por periodistas y críticos, sin que las consecuencias de
esta transferencia se hayan analizado. Las categorías técnicas enmascaran, a veces,
el funcionamiento real de los procesos de significación: es el caso de la distinción
sonido in/sonido off, sobre la que volveremos más adelante (capítulo 1).
Al examinar de modo sistemático estos términos, la teoría del cine se
esfuerza en darles un estatuto de concepto de análisis: los capítulos de este manual
tienen por objeto insistir en una perspectiva sintética y didáctica acerca de las
diversas tentativas de examen teórico de las ideas empíricas, tales como el
concepto de campo o de plano que surgen del vocabulario de los técnicos, la idea
de identificación surgida del vocabulario de la crítica, etcétera.
2.5. Las teorías del cine

No es posible proceder a la definición de una teoría del cine partiendo del


objeto mismo. Más exactamente, lo propio de un planteamiento teórico es
constituir su objeto, elaborar una serie de conceptos no para la existencia empírica
de los fenómenos sino, por el contrario, para intentar esclarecerla.
El término «cine», en su sentido tradicional, abarca una serie de fenómenos
distintos, cada uno de los cuales requiere un enfoque teórico específico.
Remite a una institución, en el sentido jurídico-ideológico, a una industria, a
una producción significante y estética, a un conjunto de prácticas de consumo,
para limitarnos a algunos aspectos esenciales.
Estas diversas acepciones del término determinan enfoques teóricos
particulares, que mantienen relaciones de desigual proximidad frente a lo que se
puede considerar como el «núcleo específico» del fenómeno cine. Esta
especificidad permanece siempre ilusoria, y se apoya en actitudes promocionales y
elitistas. El filme, en tanto que unidad económica en la industria del espectáculo,
no es menos específico que el filme considerado como una obra de arte: lo que
varía en las diversas funciones del objeto es el grado de especifidad
cinematográfica (para la distinción específico/no específico, véase el capítulo 4).
Varios de estos enfoques teóricos dependen de disciplinas ampliamente
constituidas al margen de la teoría «indígena» del cine. Así, la industria del cine, el
modo de producción financiero y el de circulación de los filmes dependen de la
teoría económica que existe, como es evidente, en el campo extracinematográfico.
Es probable que la teoría del cine, en el sentido más restringido del término, pueda
aportar sólo una parte mínima de conceptos específicos, al ser la teoría económica
general la proveedora esencial de éstos o, por lo menos, de las grandes categorías
conceptuales de base.
Lo mismo sucede con la sociología del cine: un planteamiento de este tipo
debe tener en cuenta una serie de adquisiciones de la sociología entre objetos
culturales vecinos, como la fotografía, el mercado del arte, etcétera. El ensayo de
Pierre Sorlin Sociologie du cinéma demuestra la fecundidad de esta estrategia por las
aportaciones de los trabajos de Pierre Bourdieu que incorpora.
No obstante, este manual no trata directamente los aspectos económicos y
sociológicos de la teoría del cine, al menos tal como se ha desarrollado en los dos
últimos decenios en Francia.
Los dos primeros capítulos, «El filme como representación visual y sonora»
y «El montaje», retoman, a la luz de la evolución reciente de la teoría, las materias
tradicionales de las obras de iniciación a la estética del cine, el espacio en el cine, la
profundidad de campo, la noción de plano, el papel del sonido, y desarrollan
extensamente la cuestión del montaje, tanto en sus aspectos técnicos como estéticos
e ideológicos.
El tercer capítulo repasa los aspectos narrativos del cine. A partir de las
adquisiciones de la narratología literaria, en especial de los trabajos de Gérard
Genette y Claude Brémond, define el cine narrativo y analiza sus componentes a
través del estatuto de la ficción cinematográfica, y de su relación con la narración y
la historia. Aborda desde un ángulo nuevo la idea tradicional del personaje, el
problema del «realismo» y de lo verosímil y pone énfasis en la impresión de
realidad en el cine.
El cuarto capítulo está dedicado a un examen histórico del concepto de
«lenguaje cinematográfico» desde sus orígenes y a través de sus distintas
acepciones. Se esfuerza por dar una síntesis clara de la manera en que la teoría del
cine contempla dicho concepto a partir de los trabajos de Christian Metz. La noción
del lenguaje se confronta también a las andaduras del análisis textual del filme,
descrito tanto en su alcance teórico como en su problemática.
El quinto capítulo examina primero la concepción que desarrollaban las
teorías clásicas acerca del espectador de cine a través de los mecanismos
psicológicos de comprensión del filme y de proyección imaginaria. A continuación
aborda directamente la compleja cuestión de la identificación en el cine y, para
esclarecer sus mecanismos, recurre a lo que la teoría psicoanalítica entiende por
identificación. Esta síntesis didáctica de las tesis freudianas ha parecido
indispensable en razón de las dificultades intrínsecas a las definiciones de los
mecanismos de identificación primaria y secundaria en el cine.
1. El filme como representación visual y sonora

1. El espacio fílmico

Un filme, según se sabe, está constituido por un gran número de imágenes


fijas, llamadas fotogramas, dispuestas en serie sobre una película transparente; esta
película, al pasar con un cierto ritmo por un proyector, da origen a una imagen
ampliada y en movimiento. Evidentemente hay grandes diferencias entre el
fotograma y la imagen en la pantalla, empezando por la impresión de movimiento
que da esta última; pero tanto una como otra se nos presentan bajo la forma de una
imagen plana y delimitada por un cuadro.
Estas dos características materiales de la imagen fílmica —que tenga dos
dimensiones y esté limitada— representan los rasgos fundamentales de donde se
deriva nuestra aprehensión de la representación fílmica. Fijémonos de momento en
la existencia de un cuadro, análogo en su función al de las pinturas (de donde toma
su nombre), y que se define como el límite de la imagen.
Este cuadro, cuya necesidad es evidente (no se puede concebir una película
infinitamente grande), tiene sus dimensiones y sus proporciones impuestas por
dos premisas técnicas: el ancho de la película-soporte y las dimensiones de la
ventanilla de la cámara; el conjunto de estas dos circunstancias define lo que se
denomina el formato del filme. Desde les orígenes del cine han existido formatos
muy diversos. Aunque cada vez se utilice menos en favor de imágenes más
amplias, aún se llama formato estándar al que se basa en la película de 35 mm de
ancho y una relación de 4/3 (es decir, 1,33) entre el ancho y el alto de la imagen.
Esta proporción de 1,33 es la de todas las películas rodadas hasta la década de
1950, o de casi todas, y aún hoy lo es de las filmadas en los formatos llamados
«subestándar» (16 mm, Super 8, etcétera).
El cuadro juega, en diversos grados según los filmes, un papel muy
importante en la composición de la imagen, en especial cuando ésta permanece
inmóvil (tal como se la ve, por ejemplo, cuando se produce un «paro de imagen») o
casi inmóvil (en el caso en que el encuadre permanezca invariable: lo que se llama
un «plano fijo»). Ciertas películas, particularmente de la etapa muda, como por
ejemplo La pasión y la muerte de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer (1928),
demuestran un cuidado en el equilibrio y en la expresividad de la composición en
el encuadre, que no desmerece en nada al de la pintura. De manera general, se
puede decir que la superficie rectangular que delimita el cuadro (y que, a veces,
por extensión, también se llama así) es uno de los primeros materiales sobre los
que trabaja el cineasta.
Uno de los procedimientos más evidentes del trabajo en la superficie del
cuadro es el que se llama split screen (reparto de la superficie en varias zonas,
iguales o no, ocupadas cada una por una imagen parcial). Pero recurriendo a
procedimientos más sutiles se puede obtener un verdadero découpage del cuadro,
como lo demuestra, por ejemplo, Jacques Tati con Playtime (1967), donde varias
escenas yuxtapuestas y «encuadradas» se desarrollan simultáneamente en el
interior de una misma imagen.
Por supuesto, la experiencia, por pequeña que sea, de la visión de películas
basta para demostrar que reaccionamos ante esta imagen plana como si viéramos
una porción de espacio en tres dimensiones, análoga al espacio real en el que
vivimos. A pesar de sus limitaciones (presencia del cuadro, ausencia de la tercera
dimensión, carácter artificial o ausencia del color, etcétera), esta analogía es muy
viva y conlleva una «impresión de realidad» específica del cine, que se manifiesta
principalmente en la ilusión del movimiento (véase capítulo 3) y en la ilusión de
profundidad.
En realidad, la impresión de profundidad nos resulta tan intensa porque
estamos habituados al cine (y a la televisión). Los primeros espectadores de
películas eran, sin duda, más sensibles al carácter parcial de la ilusión de
profundidad y a la superficie plana real de la imagen. Así, en su ensayo (escrito en
1933, pero dedicado esencialmente al cine mudo), Rudolf Arnheim escribe que el
efecto producido por el filme se sitúa «entre» la bi-dimensionalidad y la tri-
dimensionalidad, y que percibimos la imagen a la vez en términos de superficie y
de profundidad: si, por ejemplo, filmamos un tren que se acerca a nosotros, se
percibirá en la imagen obtenida un movimiento a la vez hacia nosotros (ilusorio) y
hacia abajo (real).
Lo importante en este punto es observar que reaccionamos ante la imagen
fílmica como ante la representación realista de un espacio imaginario que nos
parece percibir. Más precisamente, puesto que la imagen está limitada en su
extensión por el cuadro, nos parece percibir sólo una porción de ese espacio. Esta
porción de espacio imaginario contenida en el interior del cuadro es lo que
llamamos campo.
Como muchos de los elementos del vocabulario cinematográfico, la palabra
campo es de uso muy corriente sin que su significación se haya fijado nunca con
gran rigor. En un plato de rodaje, frecuentemente los términos «cuadro» y
«campo» se toman casi como equivalentes, sin que eso represente un problema. En
cambio, según la idea de este libro, en el que nos interesamos menos en la
fabricación de películas que en el análisis de las condiciones de su visión, es muy
importante evitar toda confusión entre los dos vocablos.
La impresión de analogía con el espacio real que produce la imagen fílmica
es tan poderosa que llega normalmente a hacernos olvidar, no sólo el carácter
plano de la imagen, sino, por ejemplo, si se trata de una película en blanco y negro,
la ausencia del color, o del sonido si es una película muda, y también consigue que
olvidemos, no el cuadro, que está siempre presente en nuestra percepción, más o
menos conscientemente, sino el que más allá del cuadro ya no hay imagen. El
campo se percibe habitualmente como la única parte visible de un espacio más
amplio que existe sin duda a su alrededor. Esta idea traduce de forma extrema la
famosa fórmula de André Bazin (tomada de Leon-Battista Alberti, el gran teórico
del Renacimiento), al calificar el cuadro de «ventana abierta al mundo»; si, como
una ventana, el cuadro deja ver un fragmento de un mundo (imaginario), ¿por qué
éste debería acabarse en los límites del cuadro?

Una foto de El hombre de la cámara, de Dziga Vertov (1929).

Otra foto del mismo filme, en la que se ve un fragmento de la película donde


aparece el primer fotograma.

Hay mucho que criticar en esta concepción que hace participar demasiado a
la ilusión; pero tiene como mérito indicar por exceso la idea, siempre presente
cuando vemos una película, de este espacio invisible que prolonga lo visible y que
se llama fuera-campo: El fuera-campo está esencialmente ligado al campo, puesto
que tan sólo existe en función de éste; se podría definir como el conjunto de
elementos (personajes, decorados, etcétera) que, aun no estando incluidos en el
campo, sin embargo le son asignados imaginariamente, por el espectador, a través
de cualquier medio.
Tres encuadres muy compuestos:
Nosferatu, de F. W. Murnau (1922)

Muriel, de A. Resnais (1963)

Psicosis, de A. Hitchcock (1961). Se puede destacar en este último ejemplo el


reforzamiento del encuadre por otros cuadros.
El cine aprendió muy pronto a dominar un gran número de estos medios de
comunicación entre el campo y el fuera-campo, o más exactamente, de constitución
del fuera-campo desde el interior del campo. Sin pretender dar una lista
exhaustiva, señalemos los tres tipos principales:
— en primer lugar las entradas en campo y las salidas de campo, que se
producen casi siempre por los bordes laterales del cuadro, pero que también
pueden aparecer por arriba o por abajo, por «delante» o por «detrás» del campo, lo
que demuestra que el fuera-campo no está restringido a sus lados, sino que puede
situarse axialmente, en profundidad con respecto a él;
— a continuación, las diversas interpelaciones directas del fuera-campo por
un elemento del campo, comúnmente un personaje. El medio que más suele usarse
es la «mirada fuera de campo», pero se pueden incluir aquí todos los medios que
tiene un personaje en campo para dirigirse a otro fuera de campo, ya sea por la
palabra o por el gesto;
— finalmente, el fuera-campo puede estar definido por los personajes (o por
otros elementos del campo) que mantienen una parte fuera del cuadro: por tomar
un caso muy corriente, todo encuadre de aproximación a un personaje, implica casi
automáticamente la existencia de un fuera-campo que contiene la parte no visible
de aquél.
Así, a pesar de que hay entre ellos una diferencia importantísima (el campo
es visible, el fuera-campo no), se puede considerar en cierto modo que campo y
fuera-campo pertenecen ambos, con todo derecho, a un mismo espacio imaginario
perfectamente homogéneo, que denominamos espacio fílmico o escena fílmica. Parece
un poco extraño calificar por igual de imaginarios el campo y el fuera-campo, pese
al carácter más concreto del primero, que está sin interrupción ante nuestros ojos;
por eso algunos autores (Noël Burch por ejemplo, que se ha preocupado de esta
cuestión con interés), reservan el término imaginario al fuera-campo, e incluso
únicamente al fuera-campo que no se ha visto nunca, y califican justamente de
concreto el espacio que está fuera de campo después que se ha visto. Si no seguimos
a esos autores es deliberadamente para insistir, 1. o, sobre el carácter imaginario del
campo (que es ciertamente visible, «concreto» si se quiere, pero no tangible) y 2. o,
sobre la homogeneidad, la reversibilidad entre campo y fuera-campo, que son uno
y otro tan importantes para la definición del espacio fílmico.
Tal importancia tiene, además, otra razónala escena fílmica no se define
únicamente por los rasgos visuales. Primero, el sonido juega un gran papel, ya que,
entre un sonido emitido «en campo» y un sonido emitido «fuera de campo», el
oído no distingue la diferencia; esta homogeneidad sonora es uno de los grandes
factores de unificación del espacio fílmico en su totalidad. Por otro lado, el
desarrollo temporal de la historia contada, de la narración, impone la toma en
consideración del paso permanente del campo al fuera-campo y por tanto su
comunicación inmediata. Volveremos sobre este punto en relación con el sonido, el
montaje y la idea de diégesis.
Queda por precisar, evidentemente, un hecho implícito hasta aquí: todas
estas consideraciones sobre el espacio fílmico (y la definición correlativa de campo
y fuera-campo) tan sólo tienen sentido cuando tratamos de lo que se denomina
cine «narrativo y representativo», es decir, películas que de una u otra forma
cuentan una historia y la sitúan en un cierto universo imaginario que materializan
al representarlo.
De hecho, las fronteras de la narratividad, como las de la representatividad,
son a menudo difíciles de trazar. Igual que una caricatura o un cuadro cubista
pueden representar (o al menos evocar) un espacio tridimensional, hay filmes en
que la representación, por ser más esquematizada o más abstracta, no está menos
presente y eficaz. Es el caso de muchos dibujos animados, y de ciertas películas
«abstractas».
Desde los inicios del cine, los filmes llamados «representativos» forman la
inmensa mayoría de la producción mundial (incluidos los «documentales»),
aunque desde muy pronto este tipo de cine fue muy criticado. Entre otras cosas, se
reprochaba a la idea de «ventana abierta al mundo» y otras fórmulas análogas el
vehicular presupuestos idealistas, tendentes a mostrar el universo ficticio del cine
como si fuera real. Volveremos más adelante sobre los aspectos psicológicos de
esta ilusión, que se puede más o menos considerar constitutiva de la concepción
hoy dominante del cine. Destaquemos, de momento, que otros críticos han
intentado proponer diferentes enfoques a la idea de fuera-campo. Así, Pascal
Bonitzer, que se ha preocupado a menudo de esta cuestión, propone la idea de un
fuera-campo «anti-clásico», heterogéneo al campo, y que podría definirse como el
espacio de la producción (en el sentido más amplio de la palabra).
Con independencia de la expresión polémica y normativa que pueda
revestir, este punto de vista no deja de ofrecer interés; tiene, en particular, la virtud
de poner el acento en la ilusión que constituye la representación fílmica, al ocultar
de modo sistemático cualquier huella de su propia producción. Sin embargo, esta
ilusión —de la que es preciso desmontar los mecanismos— sirve tanto para la
percepción del campo como espacio en tres dimensiones, como en la manifestación
de un fuera-campo no obstante invisible. Es preferible, por tanto, conservar el
término fuera-campo en el sentido restringido definido antes; en cuanto a este
espacio de la producción del filme, donde se despliega y juega todo el aparato
técnico, todo el trabajo de realización y metafóricamente todo el trabajo de escritura,
sería mejor definirlo como fuera de cuadro: este término, que tiene el inconveniente
de utilizarse poco, ofrece, en cambio, el interés de referirse directamente al cuadro,
es decir, de entrada nos sitúa en la producción del filme, y no en el campo, que está
plenamente situado en la ilusión.
El concepto de fuera de cuadro tiene algunos precedentes en la historia de la
teoría del cine. En particular, en las obras de S. M. Eisenstein se encuentran
numerosos estudios sobre la cuestión del encuadre y la naturaleza del cuadro, que
le llevan a preferir un cine en el que el cuadro tiene valor de cesura entre dos
universos radicalmente heterogéneos. Aunque no utiliza formalmente el término
de fuera de cuadro, en el sentido que lo proponemos, sus planteamientos
confirman ampliamente los nuestros.
fig. 1 - fig. 2

fig. 3 - fig. 4

fig. 5 - fig. 6

Estos fotogramas extraídos de planos sucesivos de La chinoise, de Jean-Luc


Godard (1967), ilustran algunas maneras de comunicación entre el campo y el
fuera-campo: entrada de un personaje (fig. 1), miradas fuera de campo (en todos
los otros fotogramas), interpelación más directa aún, por el índice de un personaje
que apunta (fig. 6); en fin, la amplitud de los planos, que varía del primer plano al
plano americano, nos ofrece una serie de ejemplos de definición del fuera de
campo por encuadre «parcial» en un personaje.
Otros ejemplos de comunicación entre el campo y el fuera de campo:
Los personajes se preparan a salir de campo atravesando el espejo que
coincide con el borde inferior del cuadro (Orfeo, de Jean Cocteau, 1950).

La escena se ve por reflexión en un espejo; la mujer mira al otro personaje


del que tan sólo se ve una parte, de espaldas, en el espejo (Ciudadano Kane, de
Orson Welles, 1940).
2. Técnicas de la profundidad

La impresión de profundidad no es exclusivamente propia del cine, que está


muy lejos de haberlo inventado todo en ese terreno. Sin embargo, la combinación
de procedimientos utilizados en el cine para producir esta aparente profundidad es
singular, y demuestra de modo elocuente la inserción particular del cine en la
historia de los medios de representación. Además de la reproducción del
movimiento, que ayuda mucho a la percepción de la profundidad —y sobre la que
volveremos a propósito de «la impresión de realidad»—, dos series de técnicas son
esencialmente utilizadas:
2.1. La perspectiva

Se sabe que la idea de perspectiva apareció muy pronto en la representación


pictórica, pero es interesante destacar que la palabra misma no apareció en su
sentido actual hasta el Renacimiento (el francés la tomó del italiano prospettiva,
«inventada» por los pintores-teóricos del Quattrocento). Así, la definición de
perspectiva que se puede encontrar en los diccionarios es inseparable de la historia
de la reflexión acerca de la perspectiva, y sobre todo de la gran conmoción teórica
que sobre este punto marcó el Renacimiento europeo.
Se puede definir someramente la perspectiva como «el arte de representar
los objetos sobre una superficie plana, de manera que esta representación se
parezca a la percepción visual que se puede tener de los objetos mismos». Esta
definición, por simple que parezca en su enunciado, no deja de ofrecer problemas.
Supone, entre otras cosas, que se sabe definir una representación parecida a una
percepción directa. Esta idea de analogía figurativa es, como se sabe, bastante
extensa y los límites de la semejanza ampliamente convencionales. Como han
observado, entre otros (desde puntos de vista muy diferentes), Ernst Gombrich y
Rudolf Arnheim, las artes representativas se apoyan sobre una ilusión parcial que
permite aceptar la diferencia entre la visión de lo real y de su representación; por
ejemplo, la perspectiva no da cuenta de la binocularidad. Consideramos, pues, esta
definición como intuitivamente aceptable, sin intentar precisarla. Sin embargo, es
importante ver que si nos parece admisible, o sea, «natural», es porque estamos
masivamente habituados a una cierta forma de pintura representativa. En efecto, la
historia de la pintura ha conocido muchos sistemas representativos y de
perspectiva que, muy alejados de nosotros en el tiempo y en el espacio, nos
parecen más o menos extraños. En realidad, el único sistema que acostumbramos a
considerar como propio, puesto que domina toda la historia moderna de la
pintura, es el que se elaboró a principios del siglo XV bajo el nombre de perspectiva
artificialis, o perspectiva monocular.
Este sistema de perspectiva, hoy tan dominante, no es más que uno de los
que se estudiaron y propusieron por los pintores y teóricos del Renacimiento. Si se
acabó eligiéndolo unánimemente sobre todos los demás, es esencialmente sobre la
base de dos tipos de consideraciones:
— en primer lugar su carácter «automático» (artificialis), más precisamente,
el que dé lugar a construcciones geométricas simples, que se pueden materializar
en aparatos diversos (tal como los propuestos por Alberto Durero);
— en segundo lugar, el que en su construcción, copie la visión del ojo
humano (de ahí su nombre de monocular), intentando fijar sobre el lienzo una
imagen obtenida con las mismas leyes geométricas que la imagen retiniana (hecha
la abstracción de la curva retiniana, que, por otro lado, nos es estrictamente
imperceptible).
— De ello se deduce una de las características esenciales del sistema, que es
la institución de un punto de vista: tal es en efecto, el término técnico con el que se
designa el punto que corresponde en el cuadro al ojo del pintor.
Si insistimos sobre este proceder y las especulaciones teóricas que han
acompañado su nacimiento, es evidentemente porque la perspectiva fílmica tan
sólo es la continuación exacta de esta tradición representativa. La historia de la
perspectiva fílmica se confunde prácticamente con la de los diferentes aparatos de
filmación que se han ido inventando sucesivamente. No entraremos en el detalle
de esos inventos, pero conviene recordar que la cámara cinematográfica es la
descendiente más o menos lejana de un dispositivo bastante simple, la cámara
oscura (o camera obscura), que permitía obtener, sin la ayuda de la «óptica», una
imagen que respondía a las leyes de la perspectiva monocular. Desde el punto de
vista que nos ocupa ahora, en efecto, la cámara fotográfica y, más tarde, la cámara
moderna, sólo son pequeñas «camera obscura» en las que la abertura que recibe los
rayos luminosos está provista de un aparato óptico más o menos complejo.
Lo importante, sin embargo, no es tanto observar esta filiación del cine con
la pintura, sino evaluar sus consecuencias. Por ello, no es indiferente que el
dispositivo de representación cinematográfica esté históricamente asociado, por la
utilización de la perspectiva monocular, al resurgimiento del humanismo. Si está
claro que la antigüedad de esta forma de perspectiva y el hábito profundamente
afianzado que nos han dejado tantos siglos de pintura, están en la base del buen
funcionamiento de la ilusión de tridimensionalidad producida por la imagen del
filme, no es menos importante constatar que esta perspectiva incluye en la imagen,
a través del «punto de vista», una señal de que está organizada por y para un ojo
colocado delante de ella.
Este esquema muestra cómo se pinta, en perspectiva artificialis, un tablero de
ajedrez de tres casillas por tres, colocado plano sobre el suelo. Se ve que cada
grupo de líneas paralelas contenidas en el objeto que hay que pintar está
representado en el cuadro por un grupo de líneas convergentes en un punto de
fuga.
El punto de fuga correspondiente a las líneas perpendiculares al plano del
tablero se llama punto de fuga principal o punto de vista: como queda claro en el
esquema, su posición varía con la altura del ojo (está a la misma altura) y la fuga en
perspectiva es más pronunciada cuanto más abajo está el ojo.
Los puntos A y B (puntos de fuga correspondientes a las líneas de 45 o en
relación al plano del tablero) se llaman puntos de distancia; su distancia al punto
de vista es igual a la distancia del ojo al cuadro.
Simbólicamente esto equivale, entre otras cosas, a decir que la
representación fílmica supone un sujeto que la mira, a cuyo ojo se asigna un lugar
privilegiado.
2.2. La profundidad de campo

Consideremos ahora otro parámetro de la representación, que juega


igualmente un gran papel en la ilusión de profundidad: la nitidez de la imagen. En
pintura la cuestión es relativamente simple: incluso si un pintor ha de preocuparse
de mantener una cierta ley de perspectiva, cuenta con diversos grados de libertad
en lo que se refiere a la nitidez de la imagen; en particular el flou tiene, sobre todo
en pintura, un valor expresivo que se puede utilizar a discreción. En el cine es muy
diferente. La construcción de la cámara impone una cierta correlación entre
diversos parámetros (la cantidad de luz que entra en el objetivo, la distancia focal,
entre otras)[1] y el mayor o menor grado de nitidez de la imagen.
De hecho, estas notas se pueden contradecir doblemente:
— en primer lugar, porque los pintores del Renacimiento intentaron
codificar la relación entre la nitidez de la imagen y la proximidad del objeto
representado. Véase especialmente el concepto de «perspectiva atmosférica» en
Leonardo da Vinci, que le lleva a tratar la lejanía como ligeramente confusa,
— en segundo lugar porque, a la inversa, muchas películas utilizan lo que se
denomina a veces «flou artístico», que es una pérdida voluntaria del enfoque en
todo o en parte del cuadro, con unos fines expresivos.
Aparte de estos casos especiales, la imagen fílmica es nítida en una parte del
campo, y para caracterizar la extensión de esta zona de nitidez se define lo que se
llama la profundidad de campo. Se trata de una característica técnica de la imagen —
que se puede modificar haciendo variar la focal del objetivo (la profundidad de
campo es más grande cuando la focal es más corta) o la abertura del diafragma (la
profundidad de campo es más grande cuando el diafragma está menos abierto)—
y que se define como la profundidad de la zona de nitidez.
Este concepto y esta definición surgen de un hecho que se deriva de la
construcción de los objetivos, y que todo fotógrafo aficionado ha experimentado:
en una «puesta a punto», es decir en una posición determinada por el anillo de
distancias del objetivo, se obtendrá una imagen muy nítida de los objetos situados
a una cierta distancia del objetivo (la distancia que se lee en el anillo); los objetos
situados algo más lejos o más cerca tendrán una imagen menos nítida y cuanto
más se alejen hacia el «infinito», o por el contrario, cuanto más se acerquen al
objetivo, más nitidez perderá la imagen. Lo que se define como profundidad de
campo es la distancia, medida según el eje del objetivo, entre el punto más cercano
y el más alejado que permite una imagen nítida (para un ajuste determinado).
Destaquemos que esto supone una definición convencional de la nitidez; en el
formato 35 mm se considera como nítida la imagen de un punto objeto (de
dimensión infinitamente pequeña) cuando el diámetro de esta imagen es inferior a
1/30 mm.
Lo importante aquí es, sin duda, el papel estético y expresivo que juega este
dato técnico. En efecto, la profundidad de campo que acabamos de definir, no es la
profundidad del campo: ésta, fenómeno que intentamos abarcar en este capítulo, es
una consecuencia de diversas condiciones de la imagen fílmica, entre otras, del uso
de la profundidad de campo. La profundidad de campo (P.D.C). es un importante
medio auxiliar de la institución del artificio de profundidad: si es grande, el
escalonamiento de los objetos sobre el eje vistos nítidamente vendrá a reforzar la
percepción del efecto perspectivo; si es pequeña, sus mismos límites manifestarán
la «profundidad» de la imagen (personaje que se vuelve nítido al «acercarse» a
nosotros, etcétera).
Además de esta función fundamental de acentuación del efecto de
profundidad, la P.D.C. se aprovecha a menudo por sus virtudes expresivas. En
Ciudadano Kane, de Orson Welles (1940), el uso sistemático de lentes de focal corta
produce un espacio muy «profundo», como vaciado, en el que todo se ofrece a la
percepción en imágenes violentamente organizadas. Por el contrario, en los
westerns de Sergio Leone se usan abundantemente lentes de largo focal, que
«aplanan» la perspectiva y privilegian un solo objeto o personaje puesto en
evidencia por el fondo borroso en el que está enmarcado.
Si la P.D.C. en sí misma es un factor permanente de la imagen fílmica, la
utilización que se ha hecho de ella ha variado enormemente en el curso de la
historia del cine. El cine primitivo, el de los hermanos Lumière por ejemplo, tenía
una gran P.D.C., consecuencia técnica de la luminosidad de los primeros objetivos
y de la elección de temas en exteriores muy iluminados; desde un punto de vista
estético, esta nitidez casi uniforme de la imagen, sea cual fuere la distancia del
objetivo, no es indiferente y contribuye a acercar estas primeras películas a sus
ancestros pictóricos (véase la famosa boutade de Jean-Luc Godard, según la cual
Lumière era un pintor).
Pero la evolución ulterior del cine complicó las cosas. Durante el período del
fin del mudo y principios del sonoro, la P.D.C. «desapareció» de las pantallas; las
razones, complejas y múltiples, se produjeron por los cambios violentos en el
conjunto de los aparatos técnicos, impulsados por las transformaciones en las
condiciones de credibilidad de la representación fílmica; esta credibilidad, como ha
demostrado Jean-Louis Comolli, se vio transferida a las formas de la narración, al
verosímil psicológico, a la continuidad espacio-temporal de la escena clásica.
Por esto, la utilización masiva y ostensible en ciertas películas de la década
de 1940 (empezando por Ciudadano Kane), de una gran P.D.C., se tomó como un
verdadero (re)descubrimiento. Esta reaparición (acompañada, también, de cambios
técnicos) es históricamente importante como signo de la reapropiación de un
medio expresivo esencial y un poco «olvidado» por parte del cine, pero también
porque estos filmes y el uso, esta vez muy consciente, de la filmación en
profundidad, han dado lugar a la elaboración de un discurso teórico sobre la
estética del realismo (Bazin) del que ya hemos hablado y del que volveremos a
hablar.
Ciudadano Kane, de Orson Welles (1940)

La dama de Shanghai, de Orson Welles (1948)

Pero ¿quien mató a Harry?, de Alfred Hitchcock (1955).

Tout va bien, de Jean-Luc Godard y Jean Pierre Gorin (1972).

3. El concepto de «plano»

Al considerar hasta aquí la imagen en términos de «espacio» (superficie del


cuadro, profundidad ficticia del campo), la hemos tratado un poco como una
pintura o una fotografía; en todo caso como una imagen única fija, independiente
del tiempo. Y no es así como se muestra al espectador de cine, para quien:
— no es única: sobre la película, un fotograma está siempre colocado en
medio de otros innumerables fotogramas;
— no es independiente del tiempo: tal como la percibimos sobre la pantalla,
la imagen del filme, producida por un encadenado muy rápido de fotogramas
sucesivamente proyectados, se define por una cierta duración —ligada a la
velocidad de proyección de la película— la cual se ha normalizado desde hace
tiempo;[2]
— finalmente, está en movimiento: movimientos internos al cuadro, que
inducen a la aprehensión del movimiento en el campo (personajes, por ejemplo),
pero también movimientos del cuadro en relación al campo o, si se considera el
momento de la producción, movimientos de la cámara.
Se distinguen clásicamente dos grandes familias de movimientos de cámara:
el travelling es un desplazamiento de la base de la cámara en el que el eje de la
toma de vistas permanece paralelo en una misma dirección; la panorámica, al
contrario, es un giro de la cámara, horizontalmente, verticalmente o en cualquier
otra dirección, mientras que la base queda fija. Existen, naturalmente, toda clase de
combinaciones de estos dos movimientos: se habla entonces de «plano-
travellings». Recientemente se ha introducido el uso del zoom, u objetivo de focal
variable. En un emplazamiento de la cámara, un objetivo con focal corta da un
campo amplio (y profundo); el paso continuado a una focal más larga, cerrando el
campo, lo «aumenta» en relación al cuadro, y da la impresión de que nos
acercamos al objeto filmado: de ahí el nombre de «travelling óptico» que a veces se
da al zoom (digamos que al mismo tiempo que se produce esta ampliación se
produce una disminución de la profundidad de campo).
Todo este conjunto de condiciones: dimensiones, cuadro, punto de vista,
pero también movimiento, duración, ritmo, relación con otras imágenes, es lo que
forma la idea más amplia de «plano». Se trata también, una vez más, de un término
que pertenece plenamente al vocabulario técnico, y que es de uso corriente en la
práctica de la fabricación (y de la simple visión) de filmes.
Durante el rodaje, se utiliza como equivalente aproximativo de «cuadro»,
«campo», «toma»: designa a la vez un cierto punto de vista sobre el acontecimiento
(encuadre) y una cierta duración.
Durante el montaje, la definición de plano es más precisa: se convierte en la
verdadera unidad del montaje, el fragmento de película mínima que, ensamblada
con otros fragmentos, producirá el filme.
Generalmente, este segundo sentido domina sobre el primero. Lo más
normal es definir el plano implícitamente (y de forma casi tautológica) como «todo
fragmento de filme comprendido entre dos cambios de plano»; y por extensión, en
el rodaje el «plano» designa el fragmento de película que corre de forma
ininterrumpida en la cámara, entre la puesta en marcha del motor y su detención.
El plano, tal como aparece en el filme montado es, pues, una parte del que se
ha impresionado por la cámara durante el rodaje; prácticamente una de las
operaciones más importantes del montaje consiste en separar los planos rodados,
librándolos por una parle de una serie de apéndices técnicos (claqueta, etc)., y por
otra de todos los elementos registrados pero que se consideran inútiles en el
conjunto definitivo.
En esta escena de La règle du jeu, de Jean Renoir (1939), la cámara se acerca
cada vez más a los personajes; se pasa de un plano de conjunto a un plano
«americano», después a un plano medio y finalmente a un primer plano.
Aunque se trata de una palabra muy utilizada y muy cómoda en la
producción efectiva de películas, es importante subrayar en cambio, que en una
aproximación teórica del filme es una idea muy delicada de manejar, precisamente
en razón de su origen empírico. En estética del cine, el término plano se utiliza al
menos en tres tipos de contexto:
a. En términos de tamaño: se definen clásicamente diferentes «tallas» de
planos, generalmente en relación con los diversos encuadres posibles de un
personaje. Esta es la lista más comúnmente admitida: plano general, plano de
conjunto, plano medio, plano americano, primer plano, gran primer plano. Esta
cuestión de la «amplitud de plano» encierra en realidad dos problemáticas
diferentes:
— en primer lugar una cuestión de encuadre, que no es en esencia diferente
de los otros problemas ligados al cuadro, y que pone de manifiesto más
ampliamente la institución de un punto de vista de la cámara sobre el
acontecimiento representado;
— por otro lado un problema teórico-ideológico más general, dado que esta
amplitud está determinada en relación al modelo humano. Se puede ver en ello un
eco de las investigaciones del Renacimiento sobre las proporciones del cuerpo del
hombre y las reglas de su representación. Más concretamente, esta referencia
implícita del «tamaño» del plano al modelo humano, funciona siempre, más o
menos, como reducción de toda figuración a la de un personaje: esto es
particularmente claro en el caso del primer plano, casi siempre utilizado (al menos
en el cine clásico) para mostrar rostros, es decir, para borrar lo que un punto de
vista «en primerísimo plano» puede tener de inhabitual, excesivo o turbador.
b. En términos de movilidad: el paradigma estaría aquí compuesto del «plano
fijo» (cámara inmóvil durante todo un plano) y los diversos tipos de «movimientos
de aparato», incluido el zoom: problema exactamente correlativo del precedente,
que participa por igual de la institución de un punto de vista.
Anotemos, en relación a esto, las interpretaciones que con frecuencia se dan
a los movimientos de cámara: la panorámica sería el equivalente del ojo girando en
su órbita, el travelling sería un desplazamiento de la mirada; en cuanto al zoom,
difícilmente traducible en términos de simple posición del supuesto sujeto que
mira, se ha tratado de traducirlo como «focalización» de la atención de un
personaje. Estas interpretaciones a veces exactas (sobre todo en el caso de lo que se
llama «plano subjetivo», es decir, un plano visto «por los ojos de un personaje»), no
tienen ninguna validez general; todo lo más ponen de manifiesto la propensión de
cualquier reflexión sobre el cine a asimilar la cámara al ojo. Volveremos a ello
cuando tratemos la cuestión de la identificación.
c. En términos de duración: la definición del plano como «unidad de montaje»
implica, en efecto, que sean igualmente considerados como planos fragmentos
muy breves (del orden de un segundo o menos) y fragmentos muy largos (varios
minutos); a pesar de que la duración sea, según la definición empírica de plano, su
rasgo principal, los problemas más complejos que plantea el término surgen de ahí.
El problema más estudiado es el que se relaciona con la aparición y el uso de la
expresión «plano-secuencia», por la que se designa un plano suficientemente largo
para contener el equivalente de varios acontecimientos (es decir, un
encadenamiento, una serie de diversos acontecimientos distintos). Algunos autores,
particularmente Jean Mitry y Christian Metz, han mostrado claramente que este
«plano» era el equivalente de una suma de fragmentos muy cortos —y más o
menos fácilmente delimitables (volveremos a ello en el capítulo siguiente al hablar
del montaje)—. Así, el plano-secuencia, si bien es formalmente un plano (está
delimitado, como todo plano, por dos «cortes»), no será considerado en muchos
casos como intercambiable con una secuencia. Naturalmente, todo depende de lo
que se busque en el filme: si intentamos simplemente delimitar y numerar los
planos, si queremos analizar el desarrollo de la narración o, en cambio, queremos
examinar el montaje, el plano-secuencia se tratará de forma diferente.
Por todas estas razones —ambigüedad en el sentido mismo de la palabra,
dificultades teóricas ligadas a todo desglose de un filme en unidades más
pequeñas— la voz «plano» debe emplearse con precaución y evitarla siempre que
sea posible. Como mínimo, se debe ser consciente al emplearla de lo que abarca y
de lo que oculta.
El plano secuencia final de Muriel, de Alain Resnais (1963). La cámara sigue
al personaje que explora el apartamento vacío:
4. El cine, representación sonora

Entre las características a las que el cine, en su forma actual, nos tiene
acostumbrados, la reproducción del sonido es sin duda una de las que parecen más
«naturales» y, quizá por esta razón, la teoría y la estética se han preocupado
relativamente poco de ella. Sin embargo, se sabe que el sonido no es un hecho
«natural» de la representación cinematográfica y que el papel y la concepción de lo
que se llama la «banda sonora» ha variado, y varía aún enormemente según los
filmes. Dos determinaciones esenciales, muy interrelacionadas, regulan esas
variaciones:
4.1. Los factores económico-técnicos y su historia

Sabemos que el cine existió en primer lugar sin que la banda-imagen


estuviera acompañada de un sonido registrado. El único sonido que a veces
acompañaba una proyección era la música tocada por un pianista, un violinista o
una pequeña orquesta.[3]
La aparición del cinematógrafo en 1895 como dispositivo desprovisto de
sonido sincrónico, pero también el que hubiera que esperar más de treinta años
hasta el primer filme sonoro (cuando desde 1911-1912 los problemas técnicos
estaban resueltos en lo esencial), se explican en buena medida en función de las
leyes del mercado: si los hermanos Lumière comercializaron tan de prisa su
invento, fue para adelantarse a Thomas Edison, inventor del Kinetoscopio, que no
quería explotarlo sin haber resuelto la cuestión del sonido. De todos modos, a
partir de 1912 el retraso comercial en la explotación de la técnica del sonido se
produce, en buena parte, por la inercia bien conocida de un sistema que tiene
interés en utilizar el máximo de tiempo posible las técnicas y los materiales
existentes sin inversiones nuevas.
La aparición de los primeros filmes sonoros sólo se explica por
determinantes económicas (en particular, la necesidad de un efecto de
«relanzamiento» comercial del cine, en el momento en que la gran crisis de la
preguerra amenazaba con alejar al público).
La historia de la aparición del cine sonoro es bastante conocida (incluso ha
originado algunas películas, entre las que destaca la célebre Cantando bajo la lluvia,
de Stanley Donen y Gene Kelly, 1952); de un día a otro, el sonido se convirtió en
elemento irreemplazable de la representación fílmica. En realidad, la evolución de
la técnica no se detuvo en el «salto» que representó el sonido; esquemáticamente,
se puede decir que, desde sus orígenes, la técnica avanzó en dos direcciones. De
entrada buscando un aligeramiento del equipo de registro del sonido: las primeras
instalaciones necesitaban un material muy pesado que se transportaba en unos
«camiones de sonido» especialmente concebidos para ello (en los rodajes en
exteriores); en este sentido, el hecho más señalado ha sido la invención de la banda
magnética. Por otro lado, la aparición y el perfeccionamiento de las técnicas de
post-sincronización y de mezcla, es decir, a grosso modo, la posibilidad de reemplazar el
sonido registrado en directo, en el momento del rodaje, por otro sonido que se
juzga «mejor adaptado», y agregar a éste otras fuentes sonoras (ruidos
suplementarios, músicas, …). Existe actualmente una gama de técnicas sonoras que
van de la más compleja (banda de sonido post-sincronizada con añadidos de
ruidos, música, efectos especiales, etcétera) a la más ligera (sonido sincronizado en
el momento mismo del rodaje —lo que se llama a veces «sonido directo»—; esta
última técnica conoció un espectacular renacer hacia finales de la década de 1960
gracias a la invención de materiales portátiles y cámaras muy silenciosas).

4.2. Los factores estéticos e ideológicos


Esta determinación, que parece más esencial a nuestros planteamientos, es
en realidad inseparable de la precedente. Simplificando mucho y con riesgo de
caricaturizar un poco las posiciones de unos y otros, se puede decir que ha habido,
desde siempre, dos posiciones respecto a la representación fílmica, dos grandes
actitudes encarnadas en dos tipos de cineastas: André Bazin les ha caracterizado en
un célebre texto («L’évolution du langage cinématographique») como «los que
creen en la imagen» y «los que creen en la realidad», dicho de otra manera, los que
hacen de la representación un fin (artístico, expresivo) en sí mismo, y los que la
subordinan a la restitución lo más fiel posible de una supuesta verdad, o de una
esencia, de lo real.
Las implicaciones de estas dos posiciones son múltiples (volveremos a tratar
sobre el montaje y la idea de «transparencia»); respecto a la representación sonora,
esta oposición se ha traducido rápidamente en diversas formas de exigencia hacia
el sonido. Por tanto, podemos decir, sin forzar demasiado las cosas, que, al menos
durante la década de 1920, existían dos tipos de cine sin palabras:
— un cine auténticamente mudo (es decir, literalmente privado de la palabra)
al que, por tanto, le faltaba la palabra y que reclamaba la invención de una técnica de
reproducción sonora que fuera fiel, veraz, adecuada a una reproducción visual
supuestamente análoga a la realidad (a pesar de sus defectos, en especial la falta de
color);
— un cine que, por el contrario, asumía y buscaba su especificidad en el
«lenguaje de las imágenes» y la expresividad máxima de los medios visuales; fue el
caso, se puede decir que sin excepción, de todas las grandes «escuelas» de la
década de 1920 (la «primera vanguardia» francesa, los cineastas soviéticos, la
escuela «expresionista» alemana…) para las que el cine debía intentar desarrollar
al máximo el sentido del «lenguaje universal» de las imágenes, cuando no
postulaban la utopía «cine-lengua», que flota como un fantasma en tantos escritos
de la época (véase más adelante, capítulo 4).
A menudo se ha señalado que el cine sin palabras, cuyos medios expresivos
estaban provistos de un cierto coeficiente de irrealidad (sin sonido, sin color)
favorecía de alguna manera la irrealidad de la narración y de la representación. En
efecto, la época del apogeo del «mudo» (década de 1920) vio, por un lado, culminar
el trabajo sobre la composición espacial, el cuadro (la utilización del iris, de las
reservas, etc), y más generalmente el trabajo sobre la materialidad no figurativa de
la imagen (sobreimpresiones, ángulos de toma «trabajados»…), y por otra parte,
desarrolló una gran atención en los argumentos de los filmes hacia el sueño, lo
fantástico, lo imaginario, y también hacia una dimensión «cósmica» (Barthélémy
Amengual) de los hombres y sus destinos.
Por tanto, no sorprende que la llegada del «sonoro» haya generado, a partir
de estas dos actitudes, dos respuestas radicalmente diferentes. Para unos, el cine
sonoro, más que hablado, se recibió como la culminación de una verdadera
«vocación» del lenguaje cinematográfico, vocación que hasta entonces había estado
«suspendida» por falta de medios técnicos. En su actitud límite, se llegó a
considerar que el cine empezaba en realidad con el sonoro, y que debía intentar
abolir al máximo posible todo lo que le separara de un reflejo perfecto del mundo
real: esta posición fue formulada por críticos y teóricos, entre los que destacan (por
ser los más coherentes hasta en sus excesos) André Bazin y sus epígonos (década
de 1950).
Para otros, por el contrario, el sonido se recibió como un auténtico
instrumento de degeneración del cine, como una incitación a hacer justamente del
cine una copia, un doble de la realidad a expensas del trabajo sobre la imagen o
sobre el gesto. Esta posición se adoptó —a veces de forma en exceso negativa— por
muchos directores, algunos de los cuales tardaron mucho en aceptar la presencia
del sonido en sus filmes.
A finales de la década de 1920 florecieron los manifiestos sobre el cine
sonoro, como el que co-firmaron, en 1928, Alexandrov, Eisenstein y Pudovkin, en
el que insistían en la no coincidencia del sonido y de la imagen como exigencia
mínima para un cine sonoro que no estuviera sometido al teatro.
Por su parte, Charlie Chaplin rechazó con vehemencia aceptar un cine
hablado que atacaba «a las tradiciones de la pantomima, que hemos conseguido
imponer con tanto trabajo en la pantalla, y sobre las que el arte cinematográfico
debe ser juzgado». De forma menos negativa se pueden citar las reacciones de Jean
Epstein o Marcel Carné (entonces periodista), al aceptar como un progreso la
aparición del sonido, pero insistiendo en la necesidad de devolver a la cámara, lo
más rápidamente posible, su movimiento perdido.
Actualmente, y a pesar de todos los matices que se podrían agregar a este
juicio, parece que la primera concepción, la de un sonido fílmico que se orienta en
la dirección de reforzar y acrecentar los efectos de lo real, se ha impuesto y el
sonido, a menudo, se considera como un simple apoyo de la analogía escénica
ofrecida por los elementos visuales.
De todos modos, desde un punto de vista teórico no hay ninguna razón para
que sea así. La representación sonora y la visual no son en absoluto de la misma
naturaleza. Esta diferencia, que proviene lógicamente de las características de
nuestros órganos de sentido correspondientes, oído y vista, se traduce en un
comportamiento muy diferente en relación al espacio. Si la imagen fílmica es, como
hemos comprobado, capaz de evocar un espacio parecido al real, el sonido está casi
totalmente desprovisto de esta dimensión espacial. Por tanto, ninguna definición
de «campo sonoro» podría igualarse a la de campo visual, aunque no fuera más
que en razón de la dificultad de imaginar lo que podría ser un fuera-campo sonoro
(es decir, un sonido no perceptible, pero sugerido por los sonidos percibidos: lo
cual no tiene sentido).
Todo el trabajo del cine clásico y de sus sub-productos, hoy dominantes, ha
tendido a espacializar los elementos sonoros, ofreciéndoles una correspondencia en
la imagen y, por tanto, a asegurar entre imagen y sonido una relación bi-unívoca,
podríamos decir «redundante». Esta espacialización del sonido, que va paralela a
su diegetización, no deja de ser paradójica si pensamos que el sonido fílmico, al salir
de un altavoz generalmente escondido y a veces múltiple, está, de hecho, poco
fijado en el espacio real de la sala de proyección (está «flotando», sin una fuente de
origen bien definida).
Desde hace algunos años se asiste a un renacer del interés por formas de
cine en las que el sonido no estaría ya, o por lo menos no siempre, sometido a la
imagen, sino que sería tratado como un elemento expresivo autónomo del filme,
pudiendo situarse en diversos tipos de combinación con la imagen.
Un ejemplo sorprendente de esta tendencia es el trabajo sistemático
realizado por Michel Fano para los filmes de Alain Robbe-Grillet; así, en L’Homme
qui ment (1968), durante los créditos oímos ruidos diversos (chapoteo de agua,
roces de maderas, ruidos de pasos, explosiones de granadas, etcétera) que recibirán
su justificación más tarde en la película, mientras que otros sonidos (redoble de
tambor, silbidos, chasquidos de látigo, etcétera) no recibirán ninguna.
En otra dirección, citemos entre los directores que conceden una gran
importancia al sonido directo a Daniéle Huillet y Jean Marie Straub, que integran
los «ruidos» en sus adaptaciones de una pieza de Corneille (Othon, 1969) o de una
ópera de Schönberg (Moses und Aron, 1975), o los filmes de Jacques Rivette (La
religiosa, 1965; L’amour fou, 1968), de Maurice Pialat (Passe ton bac d’abord, 1979;
Loulou, 1980), de Manuel de Oliveira (Amor de perdiçao, 1978).
Paralelamente, los teóricos del cine han empezado por fin a preocuparse más
de modo sistemático sobre el sonido fílmico, o más exactamente sobre las
relaciones entre sonido e imagen. Hoy estamos en una fase poco formalizada, en la
que el trabajo teórico consiste en esencia en clasificar los diferentes tipos de
combinación audio-visual según los criterios más lógicos y generales posible, y en
la perspectiva de una futura formalización.
Así, la tradicional distinción entre sonido in y sonido off —que durante
mucho tiempo fue la única manera de distinguir las fuentes sonoras en relación
con el espacio del campo y que simplemente se calcaba de la oposición
campo/fuera-campo de forma insuficiente— está en vías de ser reemplazada por
análisis más ajustados, obtenidos a priori del cine clásico. Numerosos
investigadores se han preocupado de esta cuestión, pero aún es pronto para
proponer la mínima síntesis de estos estudios, todos diferentes y aún poco
trabajados. Como mucho, podemos señalar que las diversas clasificaciones
propuestas aquí y allí, y a las que nos remitimos, nos parecen tropezar (a pesar de
su interés real por eliminar de una vez la visión simplista in/off) con una cuestión
central, la de la fuente sonora y la de la representación de la emisión del sonido. Sea cual
fuere la tipología propuesta, supone siempre que se sabe reconocer un sonido
«cuyo origen está en la imagen», lo que, por muy ajustada que sea la clasificación,
desplaza, sin resolverlo, el tema de la fijación espacial del sonido fílmico. Por ello, la
cuestión del sonido fílmico y del sonido en su relación con la imagen y la diégesis
es aún una cuestión teórica a la orden del día.
Lecturas sugeridas

1. La analogía figurativa

ECO, U.
1970 «Sémiologie des messages visuels», en Communications, n.o 15, París
(trad. cast. «Semiología de los mensajes visuales», en Ed. Tiempo Contemporáneo,
Análisis de las imágenes, Buenos Aires, 1972).
GAUTHIER, G.
1982 Vingt leçons sur l’image et le sens, París, Edilig.
METZ, C.
1970 «Au delà de l’analogie, l’image», en Communications, n.o 15, París
(editado en Análisis de las imágenes, Ed. Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires,
1972).
2. El efecto de profundidad

ARNHEIM, R.
1957 Film as Art, cap. «Film and Reality», Berkeley-Los Ángeles, págs. 8-34, o
mejor el texto alemán original, Film als Kunst, reeditado en 1979 (trad. cast. El cine
como arte, Buenos Aires, Ed. Infinito, 1971).
GOMBRICH, E. H.
1971 L’art et l’illusion, París (traducción castellana en Gustavo Gili, Arte e
ilusión, Barcelona, 1982).
MÜNSTERBERG, H.
1916 The Film, A Psychological Study, reedición Nueva York, 1970, págs. 18-30.
SOURIAU, E. y otros.
1953 L’univers filmique, París.
3. La perspectiva y la profundidad de campo

BAZIN, A.
1970 Orson Welles, París, págs. 53-72 (traducción castellana en Fernando
Torres, Editor, Orson Welles, Valencia, 1973).
COMOLLI, J.-L.
1971 «Technique et idéologie» en Cahiers du cinéma, números 229 y 230, París.
FLOCON, A. y TATON, R.
1963 La perspective, París (3.a edición, 1978).
FRANCASTEL, P.
1950 Peinture et société, París (traducción castellana en Cátedra, Pintura y
sociedad, Madrid, 1984).
PANOFSKY, E.
1975 La perspective comme «forme symbolique» (traducción castellana en
Tusquets Editores, La perspectiva como «forma simbólica», Barcelona, 1978, 2.a
edición).
4. El «fuera-campo» y el «fuera-cuadro»

BAZIN, A.
1975 «L’évolution du langage cinématographique», en Qu’est-ce que le
cinéma?, Ed. du Cerf, París (traducción castellana en Ediciones Rialp, ¿Qué es el
cine?, Madrid, 1966).
BONITZER, P.
1976 Le regard et la voix, París.
BURCH, N.
1969 Praxis du cinéma, París, págs. 30-51 (traducción castellana en Editorial
Fundamentos, Praxis del cine, Madrid, 1970).
EISENSTEIN, S. M.
1969 «Hors-cadre», traducción francesa en Cahiers du cinéma, n.o 215, París.
5. El paso del mudo al sonoro

N.o especial de Cahiers de la cinémathèque, n.os 13-14-15, Perpiñán, 1974.


6. Los problemas teóricos del sonido fílmico

AUMONT, J.
1978 «Analyse d’une séquence de La chinoise», en Linguistique et sémiologie,
o
n. 6, Lyon.
AVRON, D.
1973 «Remarques sur le travail du son dans la production
cinématographique standardisée», en Revue d’esthétique, n.o especial.
BURCH, N.
1969 «De l’usage structural du son», en Praxis du cinéma, págs. 132-148
(traducción castellana en Editorial Fundamentos, Praxis del cine, Madrid, 1970).
CHATEAU, D. y JOST, F.
1979 Nouveau cinéma, nouvelle sémiologie, París.
DANEY, S.
1977 «L’orgue et l’aspirateur», en Cahiers du cinéma, números 278-279, París.
GARDIES, A.
1980 Approche du récit filmique, París, págs. 52-68.
MARIE, M.
1975 «Un film sonore, un film musical, un film parlant», en Muriel, histoire
d’une recherche, París.
ODIN, R.
1978 «A propos d’un couple de concepts (son in/son off)», en Linguistique et
sémiologie, n.o 6, Lyon.
2. El montaje

1. El principio de montaje

Como hemos dicho con anterioridad en relación con la representación


fílmica, uno de los rasgos más evidentes del cine es que se trata de un arte de la
combinación y de la disposición (una película moviliza siempre una cierta cantidad
de imágenes, sonidos e inscripciones gráficas, en composiciones y proporciones
variables). Este rasgo es el que caracteriza, en lo esencial, la idea de montaje, y
podemos apuntar de entrada que se trata de una idea central en cualquier
teorización del hecho fílmico.
Tal como ya hicimos notar para otros conceptos, también la idea de montaje
procede, en su definición más corrientemente aplicada, de una base empírica: la
existencia, desde hace mucho tiempo (casi desde los orígenes del cinematógrafo),
de una división del trabajo de producción de filmes que rápidamente condujo a
ejecutar por separado, como tantos otros trabajos especializados, las diferentes
fases de esta producción. El montaje en un filme (y por lo general en el cine) es ante
todo un trabajo técnico, organizado como una profesión, y que en el curso de
algunos decenios de existencia ha establecido y progresivamente fijado ciertos
procedimientos y ciertos tipos de actividad.
Recordemos rápidamente cómo se presenta la cadena que lleva del guión a
la película acabada en el caso de una producción tradicional:
— una primera etapa consiste en découper (desglosar) el guión en unidades
de acción y, eventualmente, en desglosar éstas para obtener unidades de rodaje
(planos);
— estos planos durante el rodaje engendran varias tomas (ya sea idénticas,
repetidas hasta que se juzga el resultado satisfactorio para la realización; ya sea
diferentes, obtenidas, por ejemplo, «cubriendo» el rodaje con varias cámaras);
— el conjunto de estas tomas constituye los rushes, a partir de los cuales
comienza el trabajo de montaje propiamente dicho, que consta de tres operaciones
indispensables:
1.o Una selección, entre los rushes, de los elementos útiles (los que se
rechazan constituyen los descartes).
2.o Un enlazado de planos seleccionados en un cierto orden (se obtiene así lo
que se llama un «fin a fin» o una «primera continuidad»).
3.o Finalmente se determina con un nivel preciso la longitud exacta que
conviene dar a cada plano y los empalmes (raccords) entre estos planos.
(De hecho, hemos descrito el proceso que se sigue corrientemente con la
banda-imagen; el trabajo con la banda de sonido puede, según los casos, hacerse
simultáneamente o después del montaje definitivo de la banda-imagen).
Así, bajo su aspecto original, el de una técnica especializada, entre otras, el
montaje se compone de tres grandes operaciones: selección, combinación y
empalme; estas tres operaciones tienen por finalidad conseguir, a partir de
elementos separados de entrada, una totalidad que es el filme. En relación con este
trabajo del montador (la descripción que acabamos de dar corresponde al caso más
corriente, pero puede transformarse de muchas maneras) se define en general,
entre los teóricos que han tratado esta cuestión, el concepto de montaje.
Recordemos, por ejemplo, la definición propuesta por Marcel Martin: «El montaje
es la organización de planos de un filme en determinadas condiciones de orden y
duración», definición que recoge ampliamente, en lo esencial, la de la mayoría de
los autores, y que es la traducción, en términos abstractos y generales, del proceso
concreto del montaje tal como lo hemos descrito. Precisa, de modo más formal, los
dos hechos siguientes:
— el objeto sobre el que se ejerce el montaje son los planos de un filme (o, en
otras palabras: el montaje consiste en manipular planos en vista a constituir otro
objeto, el filme);
— las modalidades de acción del montaje son dos: ordena la sucesión de
unidades de montaje que son los planos, y fija su duración.
Ahora bien, precisamente una formalización de este tipo deja percibir el
carácter limitado de esta concepción del montaje y su sumisión a los procesos
tecnológicos: una consideración más profunda y teórica del conjunto de fenómenos
fílmicos nos lleva a intentar ampliarlo. Es lo que trataremos de hacer ahora: a partir
de esta definición, que llamaremos en adelante «definición restringida del
montaje», propondremos una profundización en las dos direcciones que hemos
señalado antes: los objetos del montaje y sus modalidades de acción.
Tres fotogramas de El hombre de la cámara, de Dziga Vertov (1929):

La montadora.
El filme a punto de ser cortado.

Un fragmento del filme.

1.1. Objetos del montaje

La definición restringida utiliza, como «unidad de montaje» regular, el plano:


ya hemos señalado en un discurso anterior lo equívoca que podía resultar esta idea
debido a la fuerte polisemia [1] de la palabra. En realidad, en este caso el equívoco se
evita en parte: «plano» se debe tomar aquí en una sola de sus dimensiones, la que
determina la inscripción del tiempo en el filme (es decir: el plano caracterizado por
una cierta duración y un cierto movimiento), y por tanto como equivalente de la
expresión «unidad (empírica) del montaje».
Pero podemos considerar que las operaciones de organización y disposición
que definen el montaje pueden aplicarse a otros tipos de objetos; distinguiremos
entonces:
1.1.1. Partes del filme (sintagmas[2] fílmicos) de medida superior al plano

Esta formulación, un poco abstracta, reviste una problemática bien real, al


menos en las películas narrativo-representativas: estos filmes, en general, están
articulados en un determinado número de grandes unidades narrativas sucesivas.
Veremos más adelante que el cine clásico incluso elaboró una verdadera tipología,
relativamente estable en el curso de su historia, de estas grandes unidades (lo que
llamaremos, siguiendo a Metz, los «segmentos» del filme, o «grandes sintagmas»).
Además del problema así enunciado, que es el de la segmentación de filmes
narrativos, se pueden dar dos ejemplos concretos en relación con esta primera
extensión del concepto:
— un fenómeno general, el de la citación fílmica: un fragmento de película
citado en otra película definirá una unidad fácilmente separable, de medida
generalmente superior al plano, puesta directamente en relación, en este nivel, con
el resto de la película;[3]
— un ejemplo histórico de alcance más restringido: en los trabajos que
realizaba con sus estudiantes para preparar un episodio de ficción, Eisenstein
proponía desglosar el guión en grandes unidades narrativas (bautizadas como
«complejos de planos») y considerar dos niveles de desglose/montaje, el primero
entre complejos de planos, el segundo, dentro de estas grandes unidades, entre
planos. Hay que añadir también el caso de todos los filmes expresamente
construidos sobre la alternancia y la combinación de dos o más series narrativas. [4]
Dos ejemplos de montaje en el plano:

Ciudadano Kane, de Orson Welles (1940).

Iván el Terrible, de S. M. Eisenstein (1945).

1.1.2. Partes del filme de medida inferior al plano

También aquí la formulación afecta a casos de figuras totalmente reales, casi


triviales, en las que se puede considerar un plano como descomponible en
unidades más pequeñas. Se puede intentar «fragmentar» un plano de dos maneras:
a. En su duración: desde el punto de vista del contenido, un plano puede ser
perfectamente el equivalente a una serie más larga: caso clásico de lo que se llama
«plano-secuencia» (del que es la definición), pero también hay un número de
planos que no son verdaderamente planos-secuencia, y en los que, sin embargo, un
acontecimiento cualquiera (movimientos de cámara, gestos…) está suficientemente
calificado para actuar como cesura, es decir, como verdadera ruptura, o para
provocar profundas transformaciones del cuadro.
Ejemplo (célebre): el famoso plano de Ciudadano Kane (1940) donde, después
de mostramos a Susan Alexander en el escenario de la ópera, la cámara sube, en un
largo travelling vertical, hasta la tramoya, y se detiene sobre dos maquinistas. En el
curso de este movimiento ascendente la imagen se transforma sin cesar, tanto
desde el punto de vista de la perspectiva como de la composición del cuadro (que
se hace cada vez más abstracto). Aunque rodado en una toma única, este plano es
fácilmente legible como una suma de efectos de montaje sucesivos. (La película de
Welles es muy rica en ejemplos de este tipo).
b. En sus parámetros visuales (particularmente espaciales): de forma más o
menos manifiesta según los casos, un plano se analiza en función de parámetros
visuales que lo definen. En este caso, las figuras imaginables (de las que se pueden
encontrar ejemplos reales en películas existentes) son numerosas y muy diversas:
para llamar la atención sobre una idea, podrían ir desde efectos plásticos
relativamente elementales (por ejemplo una brutal oposición negro/blanco en el
interior del cuadro) a efectos de collages espaciales que pueden llegar a ser muy
sofisticados.
Es evidente en estos dos ejemplos, como en otros casos que responden a esta
categoría, que no hay ninguna operación de montaje aislable: el juego del principio
del montaje (combinación de partes diferentes, es decir, heterogéneas) se produce
en este caso en el interior mismo de la unidad que es el plano (lo que significa,
entre otras consecuencias prácticas, que este género de efectos siempre está
previsto antes del rodaje).
Es necesario añadir que, en casos como el precedente (el del plano largo), los
efectos de montaje, si pueden ser muy claros e indudables —como en los ejemplos
que hemos citado— nunca son susceptibles de ser formalmente definidos con el
mismo rigor que el montaje en su sentido más restringido.
1.1.3. Partes del filme que no coinciden, o no del todo, con la división en
planos

Tal es el caso cuando se considera el juego recíproco, en un filme, de dos


instancias diferentes de la representación, sin que este juego implique
necesariamente articulaciones concordantes con las de los planos. Prácticamente, el
caso más notable es el del «montaje» entre la banda-imagen, considerada en su
conjunto, y la banda de sonido. Por otra parte se puede destacar que, a diferencia
de lo que hemos señalado en el ejemplo precedente, hay aquí, en el caso más
común (es decir, en el cine clásico), una operación que es realmente de
manipulación de montaje, puesto que la banda de sonido casi siempre está
fabricada después y adaptada a la banda de imagen, según unas medidas
determinadas. Sin embargo, las concepciones dominantes sobre el sonido (ya se ha
mencionado en el capítulo 1) hacen que esta operación de montaje sea negada
como tal, y que, por el contrario, el filme clásico tenga una tendencia a presentar su
banda de imagen y la de sonido como circunstanciales (y a borrar igualmente,
tanto en una como en otra, y en su relación mutua, cualquier huella del trabajo de
fabricación).
Las únicas teorías del cine en las que la relación sonido-imagen está descrita
como un proceso de montaje, con todas sus consecuencias (entre otras una relativa
autonomía acordada a la banda-sonido en relación al desarrollo de la imagen), son
teorías directamente opuestas a toda la estética clásica de la transparencia.
Volveremos sobre este punto al estudiar a Bazin y Eisenstein, en la tercera parte de
este capítulo.
En todos los casos que acabamos de citar se está más o menos lejos, no sólo
de la definición inicialmente enunciada de montaje (definición restringida), sino
incluso de una operación de montaje real. No obstante, se puede considerar que en
todos los casos hay algo que tiene que ver con el montaje, porque siempre se trata
de la puesta en relación de dos o más elementos (de la misma naturaleza o no), que
producen tal o cual efecto particular que no estaba contenido en ninguno de los
elementos iniciales tomados aisladamente. En la segunda parte de este capítulo
volveremos sobre esta definición de montaje como productividad y en la tercera
determinaremos sus límites.
En la extensión del concepto de montaje aún se puede ir más lejos y llegar a
considerar los objetos que no son partes del filme. Este enunciado, aún más que los
tres precedentes, puede parecer alejado de las realidades fílmicas; de hecho es
bastante abstracto, y el caso al que se refiere está citado como eventualidad «de
principio», ya que podría conducir a una definición demasiado extensiva que
acabaría por vaciar de contenido el concepto.
En esta perspectiva, por ejemplo, se podría definir como «montaje» el de
varias películas entre ellas: películas de un mismo cineasta, de una misma escuela
o sobre un mismo tema, títulos que constituyen un género o un sub-género, etc. No
insistimos más.
1.2. Modalidades de acción del montaje

Retomando rápidamente la definición restringida de montaje, constatamos


que, en este aspecto, es mucho más satisfactoria y más completa que en lo que
concierne a los objetos del montaje. En efecto, asigna al principio del montaje un
papel de organizador de elementos del filme (los planos, y ya hemos explicado en
páginas precedentes, este terreno de aplicación), según criterios de orden y de
duración. Si repasamos de nuevo los objetos múltiples y muy diversos evocados en
1.1., veremos que es suficiente, para abarcar el conjunto de casos posibles, añadir a
esos dos criterios el de la composición en la simultaneidad (o más simplemente, la
operación de yuxtaposición). Con estos tres tipos de operación: yuxtaposición (de
elementos homogéneos o heterogéneos), ordenación (en la contigüidad o la
sucesión), y fijación de la duración, se resumen todas las eventualidades que
hemos podido encontrar (y lo que es más importante, de todos los casos concretos
prácticamente imaginables y censables).
1.3. Definición «amplia» del montaje

Teniendo en cuenta todo lo dicho, estamos en condiciones de definir el


montaje de una manera más amplia, y no únicamente a partir de la base empírica
proporcionada por la práctica tradicional de los montadores, sino a partir de una
consideración de todas las manifestaciones del principio de montaje en el terreno
fílmico.
Damos, por tanto, la siguiente definición (que designamos desde ahora
como «definición amplia del montaje»):
«El montaje es el principio que regula la organización de elementos fílmicos
visuales y sonoros, o el conjunto de tales elementos, yuxtaponiéndolos,
encadenándolos y/o regulando su duración».
En comparación con otras, advertimos que esta definición no se contradice
con la que propone Christian Metz, para quien el montaje «en el sentido más
amplio» es «la organización concertada de co-ocurrencias sintagmáticas en la
cadena fílmica» al tiempo que distingue tres modalidades principales de
manifestación de estas relaciones «sintagmáticas» (= relaciones de encadenado):
— el collage (de planos aislados los unos de los otros);
— el movimiento de cámara;
— la co-presencia de varios motivos en un mismo plano.
Nuestra propia definición es aún más «amplia». Insistamos, sin embargo, en
que esta extensión no tiene interés más que en una perspectiva teórica y analítica.
2. Funciones del montaje

La «definición amplia» que acabamos de dar coloca al montaje en una


posición que afecta a un cierto número de «objetos fílmicos» diversos, a los que
modifica siguiendo tres grandes modalidades. Vamos ahora a examinar, siempre
bajo el mismo punto de mira (a saber: construcción de un embrión de modelo
formal coherente, susceptible de explicar todos los casos reales), la cuestión de las
funciones del montaje.
Como en el párrafo precedente, empezaremos por hacer un balance de los
tratamientos estéticos tradicionales de esta cuestión; pero si este tratamiento, como
el de los objetos y modalidades del montaje, se inspira en la práctica, que refleja
muy empíricamente, no conduce, en este caso, a definiciones simples.
Antes que nada, no es inútil sin duda empezar desvelando un equívoco en el
plano del vocabulario. Lo que designamos por funciones del montaje (y que
responde a la pregunta «¿qué produce el montaje en tal o cual caso?») se ha
denominado a veces, en especial por los representantes de la corriente empírica,
efectos de montaje. En realidad, la diferencia práctica es muy pequeña entre la idea
de función y de efecto del montaje. Si nos atenemos estrictamente al primer término
es por dos tipos de razones:
— la palabra «efecto» remite a alguna cosa que se puede verificar: se adapta
de entrada a una descripción de casos concretos, mientras que la palabra
«función», más abstracta, es más adecuada en una tentativa con vocación
formalizante (incluso si lo que importa es asegurarse la existencia, o la posibilidad,
de actualizaciones reales en los casos que se tendrán que examinar);
— por otra parte, la palabra «efecto» es susceptible de provocar una
confusión (a menudo cometida implícitamente) entre «efectos de montaje» y efecto-
montaje, que es el término con el cual ciertos teóricos (Jean Mitry, por ejemplo)
designan lo que hemos llamado «principio de montaje» o «montaje amplio».
2.1. Aproximación empírica

Las consideraciones tradicionales sobre las funciones del montaje se apoyan


en primer lugar en una toma de conciencia de las condiciones históricas de la
aparición y desarrollo del montaje (en el sentido restringido). Sin entrar en el
detalle de esta historia, es muy importante destacar que el cine utilizó, desde muy
pronto, una realización «en secuencia» de varias imágenes con fines narrativos.
Entre historiadores ha habido numerosas controversias en cuanto a la
datación precisa de la primera aparición del montaje en un filme de ficción. El
problema, como todas las cuestiones análogas, es difícil de dilucidar; los primeros
filmes de Georges Méliès (1896) están ya compuestos de varios planos; pero por lo
general se considera que, si bien es el inventor del «filme narrativo», Méliès en
realidad no utilizó el montaje, y sus películas son, a lo sumo, sucesiones de cuadros.
Entre los grandes precursores e inventores de un montaje realmente utilizado
como tal, se cita al americano E. S. Porter, con su Salvamento en un incendio (1902) y
sobre todo con El gran asalto y robo de un tren (1903).
En todo caso, los historiadores están de acuerdo en considerar que la
aparición del montaje tuvo como efecto estético principal una liberación de la
cámara, hasta entonces limitada por el plano fijo. En efecto, es una paradoja puesta
a menudo de manifiesto que, mientras que la vía más directa para una movilización
de la cámara parecía, lógicamente, la del propio movimiento de la cámara, el
montaje tuviera en la práctica un papel mucho más decisivo, especialmente a lo
largo de los dos primeros decenios del cine. Para decirlo con palabras de Christian
Metz, «la transformación del cinematógrafo en cine se realizó en torno a problemas
de sucesión de varias imágenes, más que en torno a una modalidad suplementaria
de la imagen misma».
También la primera función del montaje (primera, porque es la que apareció
en primer lugar, pero también porque la historia posterior del cine no ha dejado de
confirmar su preponderancia) es la función narrativa. Todas las descripciones
clásicas del montaje consideran, de manera más o menos explícita, esta función
como la función normal del montaje; desde este punto de vista, el montaje asegura el
encadenamiento de los elementos de la acción según una relación que,
globalmente, es una relación de causalidad y/o de temporalidad diegéticas: bajo
esta perspectiva, se trata siempre de conseguir que el «drama» sea mejor percibido
y correctamente comprendido por el espectador.
Esta función «fundamental», es decir «fundacional», del montaje se
contrapone a menudo a otra gran función, a veces considerada como exclusiva de
la primera, que sería el montaje expresivo, es decir, aquel que «no es un medio sino
un fin» y que «consigue expresar por sí mismo —por el choque de dos imágenes—
un sentimiento o una idea» (Marcel Martin).
Esta distinción entre un montaje que se limite a ser el instrumento de una
narración clara y un montaje que intente producir choques estéticos eventualmente
independientes de toda ficción, refleja, en la cuestión del montaje, un antagonismo
del que ya hemos tenido pruebas en otra parte (en especial en relación con el
sonido). Sin duda, definido de esta manera «extremista» y sin referencia alguna a
la ficción, la idea misma de un «montaje expresivo» no ha conseguido concretarse
en estado puro más que en algunos filmes de la época muda (por ejemplo, los de la
vanguardia francesa). La inmensa mayoría de películas, incluidas las mudas,
recurren a una u otra de estas dos «categorías» de montaje.
La debilidad y el carácter artificial de esta distinción entre dos tipos de
filmes, condujeron muy pronto a considerar que además de su función central
(narrativa), el montaje debía producir en el filme un cierto número de efectos
diferentes. Sobre este punto, las descripciones empíricas de funciones del montaje,
en razón de su propio empirismo, divergen ampliamente, al poner el acento
alternativamente en esa o aquella de sus funciones y, sobre todo, al definirlas sobre
la base de presupuestos ideológicos generales que no siempre están explicitados de
forma clara. En la tercera parte volveremos sobre esta cuestión de las motivaciones
de diversas teorías del montaje. Señalemos únicamente ahora el carácter muy
general, incluso vago, de esas funciones «creadoras» asignadas al montaje: Marcel
Martin (que ha dedicado extensos estudios muy pertinentes a la cuestión) afirma
que el montaje crea el movimiento, el rito y la «idea»: grandes categorías del
pensamiento que, sin embargo, no son limitadoras de la función narrativa y no
permiten ir mucho más lejos en la formalización.
2.2. Descripción más sistemática

Esta aproximación empírico-descriptiva que acabamos de comentar, no deja


de ofrecer interés: al permanecer siempre cerca de lo que la historia de las formas
fílmicas ha revelado, reúne, en sus mejores ejemplos, lo esencial de las funciones
de pensamiento del montaje, las cuales debemos intentar organizar más
racionalmente a partir de ahora.
2.2.1. El montaje «productivo»

Antes que nada, es necesaria una rápida revisión de este concepto, al que
acabamos de aludir, de montaje «creador» o «productivo» (ligado a la idea misma
de posibles «efectos» del montaje). Digamos de entrada que esta idea es bastante
antigua (apareció en las primeras tentativas de reflexión teórica sistemática sobre el
cine):
Hallamos en Béla Balázs, en 1950, la siguiente definición: es productivo «un
montaje gracias al cual aprendemos cosas que las imágenes mismas no muestran».
Y de forma más amplia y más clara, en Jean Mitry (en 1965): el electo-
montaje (es decir, el montaje como productividad) «resulta de la asociación,
arbitraria o no, de dos imágenes que, relacionadas la una con la otra, determinan
en la conciencia que las percibe una idea, una emoción, un sentimiento, extraños a
cada una de ellas aisladamente».
Esta idea se presenta como una verdadera definición del principio de
montaje, esta vez desde el punto de vista de sus efectos: el montaje se podría
definir, en sentido amplio, como «la presencia de dos elementos fílmicos, que
logran producir un efecto específico que cada uno de estos elementos, tomado por
separado, no produciría»: importante definición que, en el fondo, sólo manifiesta y
justifica el puesto principal que siempre se ha otorgado a la idea de montaje en el
cine, en cualquier tipo de estudio teórico.
De hecho, todo tipo de montaje y de utilización del montaje es «productivo»:
el narrativo, más «transparente», y el expresivo, más abstracto, tienden, cada uno
de ellos, a partir de la confrontación —del choque entre elementos diferentes— a
producir este o aquel tipo de efecto; sea cual fuere la importancia, a veces
considerable en algunos filmes, de lo que se decide en el monten-to del montaje (o
de lo que la manipulación del material rodado puede aportar en relación a la
concepción previa del filme), el montaje como principio es, por naturaleza, una
técnica de producción (de significantes, de emociones, …). Dicho de otro modo: el
montaje se define siempre por sus funciones.
Veamos pues esas funciones. Distinguimos tres tipos:
2.2.2. Funciones sintácticas

El montaje asegura, entre los elementos que une, relaciones «formales»,


reconocibles como tales, más o menos independientes del sentido. Estas relaciones
son esencialmente de dos clases:
— Efectos de enlace, o por el contrario, de disyunción, y más ampliamente,
todos los efectos de puntuación y mareaje.
Por poner un ejemplo muy clásico, se sabe que la figura llamada «fundido
encadenado», determina, de modo preciso, la mayor parte del tiempo de un
encadenamiento entre dos episodios diferentes de un filme. Este valor demarcador
es extremadamente estable, cosa por cierto sorprendente si pensamos que a la
figura «fundido encadenado» se le han asignado, en el curso de la historia del cine,
significados diversos (por ejemplo, se asimiló de forma casi sistemática a la idea de
flashback, valor que hoy por hoy no es el único que tiene).
La producción de un enlace formal entre dos planos sucesivos (caso
privativo de esta función sintáctica) es lo que define, en particular, el raccord en el
sentido estricto del término, en el que este enlace formal, viene a reforzar una
continuidad de la representación misma (como veremos más adelante).
— Efectos de alternancia (o, por el contrario, de linearidad).
Igual que las diversas formas históricamente comprobadas de enlace o
separación, la alternancia de dos o más motivos es una característica formal del
discurso fílmico, que no consigue, por sí sola, una significación unívoca. Se ha
señalado desde hace tiempo (la idea se encuentra en los primeros teóricos del
montaje, de Pudovkin o Balázs) que, según la naturaleza del contenido de los
planos (o de los segmentos) correspondientes, la alternancia podía significar la
simultaneidad (caso del «montaje alternado» propiamente dicho), o podía expresar
una comparación entre dos términos desiguales en función de la diégesis (caso del
«montaje paralelo»), etcétera.
2.2.3. Funciones semánticas

Esta función es sin duda la más importante y universal (es la que el montaje
asegura siempre); abarca casos extremadamente numerosos y variados. De manera
quizás artificial, distinguiremos:
— la producción del sentido denotado —esencialmente espacio-temporal—
que abarca, en el fondo, lo que describía la categoría del montaje «narrativo»: el
montaje es uno de los grandes medios de producción del espacio fílmico, y de
forma más general, de toda la diégesis;
— la producción de sentidos connotados, muy diversos en su naturaleza: a
saber, todos los casos en que el montaje pone en relación dos elementos diferentes
para producir un efecto de causalidad, de paralelismo, de comparación, etcétera.
Es imposible establecer aquí una tipología real de esta función del montaje,
en razón misma de la extensión casi indefinida de la idea de connotación: el
sentido puede producirse al relacionar un elemento cualquiera con otro elemento
cualquiera, incluso si son de naturaleza completamente diferente.
En realidad, no faltan ejemplos clásicos para ilustrar, entre otras, la idea de
comparación o de metáfora: recordemos los planos de Kerenski enlazados con los
de un pavo real mecánico (símbolo de la vanidad) en Octubre, de Eisenstein (1927);
o los del rebaño de corderos que suceden irónicamente a un plano de multitud
humana en Tiempos modernos de Charles Chaplin (1936); o un plano de gallinas
cloqueando, vivo comentario de los comadreos en Furia, de Fritz Lang (1936),
etcétera. Pero éste no es más que un caso muy particular que concierne al montaje
de dos planos sucesivos.
Estas funciones semánticas han sido, como veremos, las causantes de las
polémicas sobre el lugar y el valor del montaje en el cine surgidas en toda la teoría
del filme.
2.2.4. Funciones rítmicas

Esta función fue igualmente reconocida y reivindicada, desde muy pronto


—a veces incluso contra la precedente (especialmente en el caso de quienes
sostenían el «cine puro» de la década de 1920)—. Entre otras cosas se propuso
caracterizar al cine como «música de la imagen», verdadera combinatoria de
ritmos. Pero, como ha demostrado Jean Mitry en un análisis muy ajustado al que
no podemos menos que remitir, nada hay en común entre el ritmo fílmico y el
musical (esencialmente porque la vista, perfectamente preparada para percibir las
proporciones —es decir los ritmos espaciales— percibe mal los ritmos de duración,
a los que el oído, en cambio, es muy sensible). El ritmo fílmico se presenta, pues,
como la superposición y la combinación de dos tipos de ritmos, completamente
heterogéneos:
— ritmos temporales, que han encontrado un lugar en la banda sonora
(aunque no debamos excluir absolutamente la posibilidad de jugar con duraciones
de formas visuales, y al cine «experimental» en su conjunto le tienta a menudo la
producción de tales ritmos visuales);
— ritmos plásticos, que pueden resultar de la organización de las superficies
en el cuadro, de la distribución de intensidades luminosas, de los colores, etcétera
(problema clásico de los teóricos de la pintura del siglo XX como Klee o
Kandinsky).
Al distinguir estos tres grandes tipos de funciones nos hemos alejado de una
descripción inmediata de las figuras concretas del montaje, que se presentan
produciendo varios efectos simultáneos; bastará un ejemplo para demostrarlo:
Tomemos una figura muy trivial, el «raccord sobre un gesto», que consiste
en enlazar dos planos de forma que el final del primero y el principio del segundo
muestren respectivamente (y bajo puntos de vista diferentes) el principio y el fin
del mismo gesto. Este enlace producirá (al menos):
— un efecto sintáctico de enlace entre los dos planos (por la continuidad del
movimiento aparente de un lado y otro de la unión),
— un efecto semántico (narrativo), en la medida que esta figura forma parte
del arsenal de las convenciones clásicas destinadas a traducir la continuidad
temporal,
— eventuales efectos de sentido connotado (según la amplitud del descarte
entre los dos encuadres y la naturaleza del propio gesto),
— un posible efecto rítmico, ligado a la cesura introducida en el interior de
un movimiento.
La idea de describir «clases de montaje» y de construir tipologías es también
muy antigua; durante mucho tiempo se ha traducido en la fabricación de «tablas»
(= cuadrículas) de montaje. Estas tablas, en general fundadas más o menos
directamente sobre la práctica misma de sus autores, resultan siempre interesantes;
pero su intención, en la mayor parte de los casos, es un poco confusa: se trata más
de un catálogo de «recetas» destinadas a alimentar la práctica de la fabricación de
filmes, que de una clasificación teórica de los efectos del montaje. En relación con
nuestra clasificación, definen tipos complejos de montaje por combinación de
diversos rasgos elementales, tanto en lo que concierne a los objetos como a las
modalidades de acción y los efectos buscados. Es decir, que la idea misma de
«tabla» de montaje, que ha determinado una etapa importante en la formalización
de la reflexión sobre el cine, está hoy ampliamente superada.
Para terminar, demos rápidamente algunos ejemplos de estas «tablas»:
Balázs, sin pretensión de sistematizar, enumera unos cuantos tipos de
montaje: «ideológico», metafórico, poético, alegórico, intelectual, rítmico, formal y
subjetivo.
Pudovkin da una nomenclatura diferente, sin duda más racional: antítesis,
paralelismo, analogía, sincronismo, leitmotiv.
El propio Eisenstein, en una perspectiva bastante particular, propone la
siguiente clasificación: montaje métrico, rítmico, tonal, armónico, intelectual.
3. Ideologías del montaje

Por más que hayamos procurado no perder de vista jamás la realidad


concreta de los fenómenos fílmicos, la construcción del concepto de montaje
amplio que acabamos de exponer —construcción que implicaba una visión lo más
general y «objetiva» posible— nos ha ocultado un hecho histórico esencial: este
concepto de montaje es tan importante para la teoría del cine, sobre todo (y quizá
de modo esencial) porque ha sido motivo de enfrentamientos extremadamente
profundos y duraderos entre dos concepciones radicalmente opuestas del cine.
La historia del cine desde finales de la década de 1910, y la de las teorías
cinematográficas desde sus orígenes, muestran la existencia de dos grandes
tendencias que, bajo nombres de autores y escuelas diversas, y adoptando variadas
formas, se han opuesto de forma constante y a menudo muy polémica:
— una primera tendencia es la de todos los cineastas y teóricos para quienes
el montaje, como técnica de producción (de sentido, de afectos…), se considera
más o menos como el elemento dinámico del cine. De acuerdo con la locución
«montaje-soberano», a veces utilizada para designar, entre las películas de la
década de 1920, las que representaron esta tendencia (sobre todo las soviéticas),
éste se apoya sobre una valorización muy fuerte del principio de montaje (es decir,
en algunos casos extremos, sobre una sobrevaloración de sus posibilidades);
— por el contrario, la otra tendencia se funda sobre una desvalorización del
montaje como tal, y la sumisión estricta de sus efectos a la instancia narrativa o a la
representación realista del mundo, consideradas como el objetivo esencial del cine.
Esta tendencia, por otro lado ampliamente dominante en la mayor parte de la
historia del cine, está bien descrita por la idea de «transparencia» del discurso
fílmico, que encontraremos dentro de un instante.
Resumiendo: si estas tendencias han estado, según las épocas, encarnadas y
especificadas de formas muy diversas, no cabe duda que su antagonismo, aun en
nuestros días, ha definido dos grandes ideologías del montaje y, correlativamente,
dos grandes maneras ideológico-filosóficas del propio cine, como arte de la
representación y de la significación con vocación de masas.
Es imposible presentar en pocas páginas un cuadro detallado de todas las
actitudes adoptadas en esta materia desde hace sesenta años. Y ya que manifiestan
de una forma radical y casi extremista, respectivamente, cada una de estas dos
posiciones, exponemos y oponemos los sistemas teóricos de André Bazin y de
S. M. Eisenstein. No se trata de decir que uno u otro son necesariamente «jefes de
fila» de una u otra escuela (por otro lado, los tipos de influencia que han podido
ejercer respectivamente son muy diferentes): los hemos escogido porque los dos
han elaborado un sistema estético, una teoría del cine, de cierta coherencia; porque
en uno y en otro los presupuestos ideológicos están muy claramente afirmados y,
finalmente, porque ambos otorgan a la cuestión del montaje —en sentidos
opuestos— un lugar central en su sistema.
3.1. André Bazin y el cine de la «transparencia»

El sistema de Bazin se apoya sobre un postulado ideológico de base,


articulado en dos tesis complementarias que se podrían formular así:
— en la realidad, en el mundo de lo real, ningún acontecimiento está dotado
de un sentido determinado a priori (es lo que Bazin designa con la idea de una
«ambigüedad inmanente a lo real»);
— el cine tiene una vocación «ontológica» de reproducir lo real respetando
al máximo esta característica esencial: el cine debe, pues, producir representaciones
dotadas de la misma «ambigüedad», o por lo menos intentarlo.
En particular esta exigencia se traduce, para Bazin, en la necesidad de que el
cine reproduzca el mundo real en su continuidad física y de acontecimientos. En
«Montaje prohibido» dice:
«La especificidad cinematográfica reside en el simple respeto fotográfico de
la unidad de la imagen» —tesis en la que se puede ver todo lo que tiene de
paradójico y provocador en relación con otras concepciones de la «especificidad»
del cine (en especial aquella que la busca precisamente en el montaje). En el mismo
texto, Bazin desarrolla esta aserción de la forma siguiente:
«Es preciso que lo imaginario tenga sobre la pantalla la densidad espacial de
lo real. El montaje sólo se puede utilizar en sus límites precisos, so pena de atentar
contra la propia ontología de la fábula cinematográfica».
Ideológicamente hablando, lo esencial de las concepciones bazinianas se
deduce de estos principios que le llevan a reducir considerablemente el lugar
concedido al montaje.
Sin pretender ser exhaustivos, describiremos esas concepciones relativas al
montaje según los tres ejes siguientes:
3.1.1. El «montaje prohibido»

Tal como confiesa el propio André Bazin, se trata en realidad de un caso


completamente particular, pero que para nosotros es valioso como caso límite (y
por eso mismo, como manifestación particularmente clara de los principios en
juego). Bazin da así la definición de este caso particular:
«Cuando lo esencial de una situación depende de una presencia simultánea
de dos o más factores de la acción, el montaje está prohibido. Retoma sus derechos
cada vez que el sentido de la acción no dependa de la contigüidad física, incluso si
ésta se encuentra implicada». André Bazin, «Montaje prohibido», en Qu’est-ce que
le cinéma?
Naturalmente, esta definición carece de significación si no se dice lo que se
considera como lo «esencial» de una «situación» (el «sentido» de la acción). Hemos
visto que, para Bazin, lo primero es la situación, en tanto que pertenece al mundo
real, o a un mundo imaginario análogo al real; es decir, siempre que su
significación no esté «determinada a priori». Por consiguiente, para él «lo esencial
de la situación» no puede designar más que esta famosa «ambigüedad», esa
ausencia de significación impuesta, a la que él concede tanta importancia. Para él,
el montaje será «prohibido» (destaquemos de pasada la normatividad característica
del sistema de Bazin), cada vez que la situación real —o mejor dicho, la situación
referencial del acontecimiento diegético en cuestión— sea muy «ambigua»: cada
vez, por ejemplo, que el resultado de la situación sea imprevisible (al menos en
principio).
El ejemplo privilegiado sobre el que insiste, es el que coloca en una misma
toma, en la diégesis, dos antagonistas cualesquiera: por ejemplo, un cazador y su
presa: éste es, por excelencia, un acontecimiento de salida inesperada (el cazador
puede o no atrapar su presa; en algunos casos puede, incluso —y esto fascina a
Bazin— ser devorado por ella); desde ese momento, a los ojos de Bazin, toda
resolución de esta situación por el juego del montaje —por ejemplo, un montaje
alternado, una serie de planos sobre el cazador, una serie de planos sobre la presa
— es pura trampa.
3.1.2. La transparencia

En muchos (¿la mayor parte?) de los casos prácticos, el montaje no tendrá


que ser estrictamente «prohibido»: la situación se podrá representar por medio de
una sucesión de unidades fílmicas (es decir, para Bazin, de planos) discontinuas,
pero a condición que esta discontinuidad esté lo más enmascarada posible: es la
famosa idea de «transparencia» del discurso fílmico, que designa una estética
particular (pero de hecho muy extendida, casi dominante) de cine, según la cual el
filme tiene como función esencial dejar ver los acontecimientos representados y no
dejarse ver a sí mismo como filme. Lo esencial de esta concepción está definido así
por Bazin:
«Cualquiera que sea el filme, su finalidad estriba en proporcionarnos la
ilusión de asistir a sucesos reales que tienen lugar ante nosotros como en la vida
cotidiana. Pero esta ilusión encubre una superchería esencial, ya que la realidad
existe en un espacio continuo y la pantalla nos presenta de hecho una sucesión de
pequeños fragmentos llamados “planos” cuya elección, orden y duración
constituyen precisamente lo que denominamos “planificación” del filme. Si
intentamos, mediante un consciente esfuerzo de atención, percibir las rupturas
impuestas por la cámara al desarrollo continuo del suceso representado y
comprender por qué nos son naturalmente insensibles, advertimos que las
toleramos porque permiten de todas formas que subsista en nosotros la impresión
de una realidad continua y homogénea» (André Bazin, Orson Welles, Fernando
Torres, editor, 1973, pág. 69).
Vemos pues que en este sistema, de forma muy coherente, lo que se
considera primordial es siempre «un suceso real» en su «continuidad» (y
evidentemente en este supuesto se podría hacer una provechosa crítica de Bazin).
Concretamente, esta «impresión de continuidad y homogeneidad» se ha
obtenido de un trabajo formal que caracteriza el período de la historia del cine
llamado a menudo «cine clásico», y cuya idea más representativa es la de raccord
(enlace). El raccord, cuya existencia concreta se deduce de la experiencia de
montadores del «cine clásico» durante decenios, se definiría como todo cambio de
plano insignificante como tal, es decir, como toda figura de cambio de plano en la
que se intenta preservar, a una y otra parte del corte, los elementos de continuidad.
El lenguaje clásico ha encontrado un gran número de figuras de raccord, que
no podemos citar en su totalidad. Las principales son:
— el raccord sobre una mirada: un primer plano nos muestra un personaje
que mira alguna cosa (generalmente fuera de campo); el plano siguiente muestra el
objeto de esta mirada (que puede ser, a su vez, otro personaje mirando al primero:
se tiene entonces lo que se denomina «campo/contracampo»);
— el raccord de movimiento: un movimiento que, dotado en el primer plano
de una velocidad y dirección determinadas, se verá repetido en el segundo plano
(sin que el soporte de los dos movimientos sea forzosamente el mismo objeto
diegético) con una dirección idéntica y una velocidad aparentemente comparable;
— el raccord sobre un gesto: un gesto realizado por un personaje, se inicia en
un primer plano y se acaba en el segundo (con un cambio en el punto de vista);
— el raccord de eje: dos momentos sucesivos (eventualmente separados por
una ligera elipsis temporal) de una misma situación son tratados en dos planos; el
segundo se filmará siguiendo la misma dirección, pero la cámara se habrá acercado
o alejado en relación al primero.
Esta lista está lejos de ser exhaustiva: sin embargo, permite constatar que el
raccord puede funcionar poniendo en juego elementos puramente formales
(movimiento, independientemente de su soporte) y elementos plenamente diegéticos
(una «mirada» representada).
Apuntemos que, en este punto, el sistema de Bazin ha sido retomado y
ampliado por toda una tradición «clásica» de la estética del filme. Por ejemplo.
Noël Burch tiene una descripción bien detallada de las diversas funciones del
raccord, según los distintos cortes espaciales y temporales que determina.
El montaje y los raccords: algunos ejemplos en Muriel, de Alain Resnais
(1963).

[plano 32] - [plano 33] Raccord en continuidad del movimiento del gesto de
un personaje.

[plano 56] - [plano 57] Raccord en campo contra-campo, con efecto.

[plano 489] - [plano 490] Raccord en plano subjetivo: Alphonse mira el


teléfono.

[plano 497] - [plano 498] Raccord en el eje que pone de relieve el movimiento
de un personaje: Hélène se lanza a los brazos de Alphonse.

[plano 623] - [plano 624] Raccord sobre el gesto de un personaje: Bernard


abre brutalmente un cajón y vuelve la cabeza hacia Hélène, que está fuera de
campo.

[plano 633] - [plano 634] Raccord con elipsis marcada acentuando el gesto de
un personaje. El plano 633 muestra a los personajes preparando la comida. El
plano 634 encadena bruscamente sobre Bernard, sentado y bebiendo.

3.1.3. El rechazo del montaje fuera de raccord


Como consecuencia lógica de las consideraciones precedentes, Bazin rechaza
prestar atención a la existencia de fenómenos de montaje fuera del paso de un
plano al siguiente. La manifestación más espectacular de este rechazo se encuentra,
sin duda, en la manera de valorar (en Orson Welles, principalmente) el uso de la
filmación en profundidad de campo y en plano-secuencia que, según él, produce
de forma unívoca un «triunfo del realismo». En efecto, si para Bazin el montaje
sólo puede reducir la ambigüedad de lo real, forzándolo a adquirir un sentido (al
obligar al filme a convertirse en discurso), por el contrario, la filmación en planos
largos y profundos, que muestran «más tiempo» de realidad en un solo y único
fragmento de filme y colocan todo lo que aparece en una situación de igualdad
ante el espectador debe, lógicamente, ser más respetuoso con lo «real».
«En contra de lo que se podría creer a primera vista, el montaje en
profundidad tiene una mayor carga semántica que el analítico. No es menos
abstracto que el otro, pero el suplemento de abstracción que aporta al relato le
viene precisamente de un aumento de realismo. Realismo ontológico, que
devuelve al objeto y al decorado su contenido existencial, su carga de presencia;
realismo dramático, que se niega a separar al actor del decorado, el primer plano
del conjunto de la escena; realismo psicológico, que vuelve a situar al espectador
en auténticas condiciones de percepción, nunca determinadas a priori» (André
Bazin, Orson Welles, pág. 70).
Una vez más podemos comprobar que, si estas notas son del todo
coherentes con la autentica obsesión en la continuidad que define el sistema de
Bazin, proceden de una cierta ceguera respecto a lo que, en los filmes de donde
toman el pretexto (especialmente Ciudadano Kane), las contradiría directamente: en
la película de Welles, ampliamente analizada por Bazin, la profundidad de campo
se utiliza tanto para producir efectos de montaje —por ejemplo, al yuxtaponer en
una misma imagen dos escenas representadas de modos relativamente
heterogéneos— como para exponer «en igualdad» todos los elementos de la
representación. Igualmente la longitud de los planos sirve para producir, en
especial gracias a los numerosos movimientos de cámara, transformaciones o
rupturas en el interior de los planos, que se acercan plenamente a los efectos de
montaje.
Un ejemplo particularmente revelador de las concepciones eisenstenianas
del montaje en Octubre (1927).
[17’ 40”] - Octubre, de S. M. Eisenstein (1927).

3.2. S. M. Eisenstein y el «cine-dialéctico»

El sistema de Eisenstein, quizá menos monotemático que el de Bazin, es


coherente en un sentido radicalmente opuesto. El postulado ideológico de base que
lo fundamenta, excluye toda consideración de una supuesta «realidad» que
encerrara en sí misma su propio sentido, y a la que no sería necesario tratar. Se
puede decir que para Eisenstein, en última instancia, la realidad no tiene ningún
interés fuera del sentido que se le da, de la lectura que se hace de ella; a partir de
ahí el cine se concibe como un instrumento (entre otros) de esa lectura: el cine no
tiene la obligación de reproducir «la realidad» sin intervenir en ella sino, por el
contrario, reflejar esa realidad dando al mismo tiempo un cierto juicio ideológico
sobre ella (exponiendo un discurso ideológico).
Sin duda, surge ahí un problema que la teoría baziniana no resolvía (mejor
dicho que eludía): el del criterio de verdad de tal discurso. Para Eisenstein, la
elección es clara: lo que garantiza la verdad del discurso proferido por el filme es
su conformidad a las leyes del materialismo dialéctico y al materialismo histórico
(y a veces, dicho de forma más brutal, su conformidad a las tesis políticas del
momento). Para Bazin, si hay un criterio de verdad, está contenido en la realidad
misma: es decir, se fundamenta, en última instancia, en la existencia de Dios.
Así pues, el filme será considerado por Eisenstein menos como
representación que como discurso articulado, y su reflexión sobre el montaje
consiste principalmente en definir esta «articulación». Distinguiremos, una vez
más, tres ejes principales:
3.2.1. El fragmento y el conflicto

El concepto de «fragmento», que es absolutamente específico del sistema de


Eisenstein, designa la unidad fílmica; lo primero que hemos de señalar es que, a
diferencia de Bazin, y por lógica, Eisenstein no considera nunca que esta unidad
sea necesariamente asimilable al plano; el «fragmento» es una unidad fílmica que
en la práctica casi siempre se confunde con el plano (más si pensamos que el cine
de Eisenstein se caracteriza por tener unos planos muy cortos) pero que puede, al
menos en teoría, definirse de otra manera (puesto que es una unidad no de
representación, sino de discurso).
Este concepto, además, es muy polisémico y Eisenstein lo define con tres
acepciones bastante diferentes (aunque complementarias):
— en primer lugar, el fragmento se considera como elemento de la cadena
sintagmática del filme: en ese sentido, se define por las relaciones, las
articulaciones que le vinculan a los fragmentos que le rodean;
— en segundo lugar, el fragmento como imagen fílmica está concebido como
descomponible en un gran número de elementos materiales, que corresponden a
los diversos parámetros de la representación fílmica (luminosidad, contraste,
«grano», «sonoridad gráfica», color, duración, amplitud del cuadro, etcétera); esta
descomposición se considera como un medio de «cálculo», de dominio de los
elementos expresivos y significantes del fragmento. En consecuencia, las relaciones
entre fragmentos se describirán como articulaciones entre los parámetros
constitutivos de un fragmento dado con los parámetros constitutivos de uno u
otros fragmentos, en un cálculo complejo (y, en realidad, siempre incierto).
Un ejemplo de este «cálculo», citado por el propio Eisenstein, es la secuencia
de «nieblas en el puerto de Odessa» en el Acorazado Potemkin (1926), justo antes del
entierro de Vakoulintchouk, el marinero muerto. En esta secuencia, los fragmentos
están articulados por esencia en función de dos parámetros: el «oscurecimiento»
(que se analizaría a su vez en una gama de grises, un grado de difuminación,
etcétera) y la «luminosidad».
— finalmente, el concepto de fragmento encierra un cierto tipo de relación
con el referente: el fragmento, tomado de la realidad (una realidad organizada ante
y para la cámara), opera sobre ella como un corte: es, exactamente, lo opuesto a la
«ventana abierta al mundo» de Bazin. El cuadro tiene siempre en Eisenstein un
cierto valor de cesura entre dos universos heterogéneos, el del campo y el del juera
de cuadro (la idea de fuera de campo, salvo en raras excepciones, apenas la utiliza).
Bazin, quien pese a la fuerza normativa de sus propias opciones, había entendido
muy bien el fondo del problema, hablaba de dos concepciones opuestas en el
cuadro: una «centrífuga» —abierta sobre un exterior supuesto, un fuera-campo—;
otra «centrípeta» —sin ningún referente fuera, definida tan sólo como imagen—;
por supuesto, el fragmento eisensteniano se deduce de esta segunda concepción.
Este concepto del fragmento, en todos los niveles que lo definen, manifiesta
una concepción del filme como discurso articulado: el cierre del cuadro focaliza la
atención sobre el sentido aislado; este sentido, construido analíticamente según las
características materiales de la imagen, se combina y articula de forma explícita y
tendencialmente unívoca (el cine eisensteniano «fulmina la ambigüedad», según la
fórmula de Roland Barthes).
Correlativamente, la producción de sentido, en el encadenamiento de
fragmentos sucesivos, está pensada por Eisenstein bajo el modelo de conflicto. Si la
idea de «conflicto» no es absolutamente original (surge directamente del concepto
de «contradicción», tal como se expone en la filosofía marxista, el «materialismo
dialéctico»), el uso que hace Eisenstein del mismo no deja de ser sorprendente por
su extensión y su sistematismo. El conflicto para él es el modo más claro de
interacción entre dos unidades cualesquiera del discurso fílmico: conflicto de
fragmento a fragmento, desde luego, pero también en el «interior del fragmento»,
de forma específica sobre tal o cual parámetro particular.
Citemos, entre muchos textos posibles, unos extractos de un artículo de
1929:
«Desde mi punto de vista, el montaje no es una idea compuesta de
fragmentos colocados uno detrás de otro, sino una idea que nace del
enfrentamiento entre dos fragmentos independientes. (…)
Como ejemplos de conflictos, se podrían mencionar:
1. El conflicto gráfico.
2. El conflicto de superficies.
3. El conflicto de volúmenes.
4. El conflicto espacial.
5. El conflicto de iluminaciones.
6. El conflicto de los ritmos (…).
7. El conflicto entre el material y el encuadre (deformación espacial por el
punto de vista de la cámara).
8. El conflicto entre el material y su espacialidad (deformación óptica por el
objetivo).
9. El conflicto entre el proceso y su temporalidad (ralentí, aceleración).
10. El conflicto entre el conjunto del complejo óptico y cualquier otro
parámetro».
«Dramaturgia de la forma fílmica».
Al igual que la idea de descomposición analítica del fragmento en todos sus
parámetros constitutivos, esta lista no podía ser exhaustiva (aunque Eisenstein,
utópicamente, lo quiera dar a entender): la lista vale sobre todo por la tendencia
que pone de manifiesto, la de una productividad multiplicada del principio del
montaje. El concepto de montaje «productivo», tal como lo hemos enunciado un
poco más atrás, funciona en este caso plenamente.
3.2.2. Extensión del concepto de montaje

Como consecuencia inmediata de lo que se acaba de decir, el montaje será,


en este sistema, el principio único y central que rija toda producción de
significaciones parciales producidas en un filme dado. Eisenstein no deja de insistir
sobre este punto: dedica una importante parte de su tratado acerca del montaje, de
1937-1940, a demostrar que el encuadre no es más que un caso particular surgido de
la problemática general del montaje (partiendo de que el encuadre y la composición
aspiran ante todo a producir sentido).
Desde este punto de vista la última etapa de su reflexión es la del
«contrapunto audio-visual», expresión que intenta describir el cine sonoro como
juego contrapuntístico generalizado entre todos los elementos, todos los parámetros
fílmicos: tanto los de la imagen, ya tratados en la definición de fragmento visual,
como los del sonido. La idea no es nueva en relación a sus propias prácticas
analíticas sobre la imagen, pero es históricamente importante, pues representa casi
la única tentativa sistemática para pensar los elementos sonoros de un filme de otra
forma que no sea la redundancia y la sumisión del sonido a la instancia escénico-
visual. En la teoría eisensteniana (si no en sus filmes, puesto que la única película
en la que pudo aplicar esta idea hasta el final, El prado de Bejin, rodada en 1935-
1936, fue prohibida y más tarde extraviada), los diversos elementos sonoros,
palabras, ruidos, músicas, participan en igualdad con la imagen, y de modo
bastante autónomo respecto a ella y a la constitución del sentido: pueden, según
los casos, reforzarla, contradecirla o, simplemente, tener un discurso «paralelo».
3.2.3. La influencia sobre el espectador
Finalmente, la última determinación de todas las consideraciones sobre la
forma fílmica es el hecho de que ésta (que para Eisenstein se analiza
inmediatamente como vehículo de un sentido predeterminado, buscado y
dominante) tiene a su cargo influir, «modelar» al espectador. Sobre este punto, el
vocabulario de Eisenstein ha variado enormemente en el curso de los años —
variaciones que siguen los modelos del psiquismo del espectador, los cuales
adopta sucesivamente— pero la preocupación siempre ha permanecido esencial y
central. Lo importante respecto a la coherencia del sistema es demostrar que todos
los modelos que utiliza para describir la actividad psíquica del espectador tienen
en común, a pesar de su gran diversidad, el suponer una cierta ana-logia entre los
procesos formales en el filme y el funcionamiento del pensamiento humano.
En la década de 1920, Eisenstein se refería habitualmente a la «reflexología»,
por la que todo comportamiento humano conduce a la composición de un gran
número de fenómenos elementales del tipo estímulo —> reacción. Incluso, aunque
no llega a afirmar que se puedan calcular todos los parámetros definidores de un
fragmento, a Eisenstein le tienta la idea de que se puede calcular el efecto
elemental de todos estos estímulos y, por tanto, dominar el efecto psicológico
producido por el filme.
Más tarde, buscará la analogía funcional entre el cine y el pensamiento en
representaciones más globales, menos mecánicas, de este último, lo que le llevará a
defender la idea de un «éxtasis» fílmico al que responderá, de forma «orgánica»,
una «salida fuera de sí» del espectador que colocaría su adhesión
afectiva/intelectual en el filme.
Por tanto, todo enfrenta —y no solamente la cuestión del montaje— a los
teóricos Bazin y Eisenstein; no se trata, como se habrá comprendido, que haya
entre ellos un antagonismo término a término, surgido de tomas de posición sobre
conceptos comunes: la contradicción es mucho más radical, puesto que entre estos
dos sistemas no hay prácticamente nada en común: no sólo sus apreciaciones
(sobre el lugar del montaje, por ejemplo) son divergentes, sino que, literalmente no
hablan de la misma cosa. Lo que interesa a Bazin es tan sólo la reproducción fiel y
«objetiva» de una realidad que tiene todo el sentido en sí misma, mientras que
Eisenstein concibe el cine como discurso articulado, comprobado, que se sostiene
nada más que por una referencia figurativa a la realidad.
Estas dos actitudes ideológicas no son, desde luego, las únicas posibles: pero
la verdad es que, durante decenios, han ocupado el centro de una polémica a veces
difusa, siempre aguda, entre los que «creen en la imagen» y los que «creen en la
realidad» (Bazin). El sistema de Bazin puede ser menos ajustado conceptualmente
que el de Eisenstein, pero tiene, en compensación, una especie de carácter de
«evidencia» (en nuestra sociedad) que explica la enorme influencia que ha ejercido
sobre una generación de teóricos (aún se encuentran temas y razonamientos muy
bazinianos, por ejemplo, en los apasionantes textos escritos por Pier Paolo Pasolini
a finales de la década de 1960). Por el contrario, el sistema de Eisenstein, mal
conocido durante mucho tiempo (los textos de Eisenstein ocupan miles de páginas,
la mayoría de ellas inéditas), habían quedado, hasta estos últimos años, como una
curiosidad de musco poco más o menos. Su redescubrimiento ha ido acompañado,
bien de manera significativa, del gran movimiento ideológico que a principios de
la década de 1970 se tradujo, en el cine, en una viva crítica de las tesis bazinianas
(en nombre de un cine «materialista» opuesto a un cine de la «transparencia»).
Lecturas sugeridas

1. La función narrativa del montaje

CHATEAU, D.
1978 «Montage et récit», en Cahiers du XXe siècle, n.o 9.
ROPARS-WUILLEUMIER, M.-C.
1971 «Fonction du montage dans la constitution du récit au cinéma», en
Revue des sciences humaines, enero.
SOURIAU, A.
1953 «Succession et simultanéité dans le film», en L’univers filmique (bajo la
dirección de E. Souriau), París.
2. Definiciones extensivas de la idea de montaje

AMENGUAL, B.
1971 Clefs pour le cinéma, París. Ed. Seghers, págs. 149-164.
BALÁZS, B.
1977 L’esprit du cinéma, París, caps. 5 y 6.
METZ, CH.
1972 «Montage et discours dans le film», en Essais sur la signification au
cinéma, tomo 2, París, Ed. Klincksieck.
BURCH, N.
1969 «Plastique du montage», en Praxis du cinéma, París (traducción
castellana en Editorial Fundamentos, Praxis del cine, Madrid, 1970).
MITRY, J.
1966 Esthétique et psychologie du cinéma, París, caps. 9 y 10 (traducción
castellana en Siglo XXI, Estética y psicología del cine, Madrid, 1978).
4. Las ideologías del montaje

AUMONT, J.
1979 Montage Eisenstein, París.
BAZIN, A.
1975 «Montage interdit», en Qu’est-ce que le cinéma?, Ed. du Cerf. París
(traducción castellana en Ediciones Rialp, ¿Qué es el cine?, Madrid, 1966).
EISENSTEIN, S. M.
1974 Au-delà des étoiles. París.
NARBONI, J., PIERRE, S., RIVETTE, J.
1969 «Montage», en Cahiers du cinéma, n.o 210, París.
5. La función «expresiva» del montaje

PUDOVKIN, V.
1958 Film technique, Nueva York, págs. 66-78.
Para la historia y la práctica del montaje, en una perspectiva clásica, la
referencia de base sigue siendo:
REISZ, K. y MILLAR, G.
1968 The Technique of Film Editing, 2.a edición, Londres, Nueva York, Focal
Press.
3. Cine y narración

1. El cine narrativo

1.1. El encuentro del cine y de la narración

En la mayoría de los casos, ir al cine es ir a ver una película que cuenta una
historia. La afirmación tiene todas las apariencias de un axioma, tan
consustanciales parecen cine y narración; sin embargo, no es exactamente así.
La excelente relación de los dos no era tan evidente al principio: en los
primeros días de su existencia, el cine no estaba destinado a convertirse en
masivamente narrativo. Podría haber sido un instrumento de investigación
científica, un útil del reportaje o el documental, una prolongación de la pintura, o
simplemente una distracción ferial efímera. Estaba concebido como un medio de
registro que no tenía vocación de contar historias con procedimientos específicos.
Si esta no era necesariamente una vocación, y por tanto el encuentro del cine
y la narración tiene algo de fortuito, del orden de un hecho de civilización, había,
sin embargo, varias razones para que este encuentro se produjera. Entre ellas
destacaremos tres, de las que las dos primeras afectan a la materia de la propia
expresión cinematográfica: la imagen móvil figurativa.
a. La imagen móvil figurativa

El cine, medio de registro, ofrece una imagen figurativa en la que, gracias a


un determinado número de acuerdos (sobre este punto, véase un poco más atrás
«El cine, representación visual»), los objetos fotografiados se reconocen. Pero el
solo hecho de representar, de mostrar un objeto de tal manera que se reconozca, es
un acto de ostentación que implica que se quiere decir alguna cosa a propósito de
este objeto. Así, la imagen de un revólver no es el equivalente exclusivo del
término «revólver», sino que comporta implícitamente un enunciado del tipo «aquí
hay un revólver», «esto es un revólver», que deja traslucir la ostentación y la
voluntad de significar el objeto más allá de su simple representación.
Por otra parte, incluso antes de su reproducción, todo objeto transmite a la
sociedad en la que se hace reconocible, una cantidad de valores que él representa y
«cuenta»: todo objeto es en sí mismo un discurso. Es una muestra social que, por su
posición, se convierte en un eje del discurso de ficción, puesto que tiende a recrear
a su alrededor (mejor dicho, quien lo mira tiende a recrearlo) el universo social al
que pertenece. Toda figuración, toda representación conduce a la narración,
aunque sea embrionaria, por el peso del sistema social al que pertenece lo
representado, y por su ostentación. Para advertirlo, basta mirar los primeros
retratos fotográficos que se convierten de modo instantáneo en pequeños relatos.
b. La imagen en movimiento

Si a menudo se ha insistido en la restitución cinematográfica del movimiento


para subrayar su realismo, en general se ha prestado menos atención a la cuestión
de que la imagen en movimiento es una imagen en perpetua transformación, que
trasluce el paso de un estado de lo representado a otro estado, y necesita un tiempo
para el movimiento. Lo representado en el cine lo es en devenir. Todo objeto, todo
paisaje, por muy estático que sea, se encuentra, por el simple hecho de ser filmado,
inscrito en la duración, y es susceptible de ser transformado.
El análisis estructural literario ha puesto en evidencia que toda historia, toda
ficción, puede reducirse a un camino de un estado inicial a un estado terminal, y
puede ser esquematizada por una serie de transformaciones que se encadenan a
través de sucesiones del tipo: fechoría a punto de cometer—fechoría cometida—
hecho que se debe castigar—proceso de castigo—hecho castigado—beneficio
conseguido.
Nos encontramos con que el cine ofrece a la ficción, a través de la vía
indirecta de la imagen en movimiento, una duración y una transformación: en
parte por estos puntos comunes, se ha conseguido el encuentro del cine y de la
narración.
c. La búsqueda de una legitimidad

La tercera razón que se puede encontrar surge de un hecho histórico: la


posición del cine en sus inicios. «Invención sin porvenir», como la declaraba
Lumière, era en sus primeros tiempos un espectáculo un poco despreciable, una
atracción de feria que se justificaba esencialmente —pero no únicamente— por la
novedad técnica.
Salir de este relativo gueto exigía que el cine se colocara bajo los auspicios de
las «artes nobles», que eran, en la transición del siglo XIX al XX, el teatro y la
novela, y tenía que demostrar de alguna manera que también podía contar
historias «dignas de interés». No es que los espectáculos de Méliès no contaran ya
pequeñas historias, pero no poseían las formas desarrolladas y complejas de una
obra de teatro o de una novela.
Por tanto, para poder ser reconocido como un arte, el cine se esforzó en
desarrollar sus capacidades narrativas.
En 1908 se creó en Francia la Société du Film d’Art, cuya ambición era
«reaccionar contra el aspecto popular y mecánico de los primeros filmes» llamando
a renombrados actores teatrales para adaptar temas literarios como El retorno de
Ulises, La dama de las camelias, Ruy Blas y Macbeth. La película más conocida de esta
serie es El asesinato del duque de Guisa (guión del académico Henri Lavedan,
partitura musical de Camille Saint-Saëns) con el actor Le Bargy, quien firmó la
realización (1908).
1.2. El cine no narrativo: dificultades de una frontera

1.2.1. Narrativo/no narrativo

Narrar consiste en relatar un acontecimiento, real o imaginario. Esto implica


por lo menos dos cosas: en primer lugar, que el desarrollo de la historia se deje a la
discreción del que la cuenta y que pueda utilizar un determinado número de
trucos para conseguir sus efectos; en segundo lugar, que la historia tenga un
desarrollo reglamentado a la vez por el narrador y por los modelos en los que se
conforma.
El cine narrativo es hoy el dominante, al menos en el plano del consumo. En
el terreno de la producción, no se debe olvidar el importante lugar que ocupan las
películas de tema industrial, médico o militar. Por lo tanto, no se debe asimilar cine
narrativo y esencia del cine, puesto que con ello se despreciaría el lugar que han
tenido, y que aún tienen en la historia del cine, los filmes de «vanguardia»,
«underground»[1] o «experimentales» que se definen como no-narrativos.
La distinción comúnmente admitida entre cine narrativo y no-narrativo, si
bien pone de manifiesto cierto número de diferencias entre los productos y sus
prácticas de producción, no parece que se pueda mantener en bloque. No es
posible oponer directamente el cine «NRI» (narrativo-representativo-industrial) al
cine «experimental» sin caer en la caricatura. Y ello por dos razones contrapuestas:
— En el cine narrativo no todo es forzosamente narrativo-representativo,
por cuanto dispone de todo un material visual que no es representativo: los
fundidos en negro, la panorámica sucesiva, los juegos «estéticos» de color y de
composición.
Numerosos análisis fílmicos recientes han descubierto en Lang, Hitchcock o
Eisenstein momentos que, esporádicamente, escapan a la narración y a la
representación. Es lo que se llama «cine de destellos» (o «flicker-film», que utiliza
brevísimas apariciones de imágenes negras en la oposición «imagen muy blanca-
imagen muy sombría»); se puede encontrar en Fritz Lang (final de Ministry of fear,
1943, y de Perversidad, 1945) y en filmes negros policíacos de pleno período clásico.
— Por el contrario, el cine que se proclama no-narrativo porque evita
recurrir a uno o varios rasgos del cine narrativo, conserva siempre un cierto
número de ellos. Además, a veces difiere tan sólo en la sistematización de un
procedimiento que se usaba en episodios por los realizadores «clásicos».
Filmes como los de Werner Nekes (T. WO.MEN, 1972, Makimono, 1974) o los
de Norman McLaren (Neighbours, 1952, Rhythmetic, 1956, Chairy Tale, 1957), que
juegan con la progresiva multiplicación de elementos (sin intriga, sin personajes) y
la aceleración del o de los movimientos, retoman en realidad un principio
tradicional de la narración: dar al espectador la impresión de un desarrollo lógico
que necesariamente conduce a un fin, a una resolución.
Por último, para que un filme sea plenamente no-narrativo, tendría que ser
no-representativo, es decir, no debería ser posible reconocer nada en la imagen ni
percibir relaciones de tiempo, de sucesión, de causa o de consecuencia entre los
planos o los elementos, ya que estas relaciones percibidas conducen
inevitablemente a la idea de una transformación imaginaria, de una evolución
ficcional regulada por una instancia narrativa.
Además, si un filme así fuera posible, el espectador, habituado a la presencia
de la ficción, tendría tendencia a incorporarla como fuera, incluso allí donde no
estuviera: cualquier línea, cualquier color puede servir para provocar la ficción.
1.2.2. Bases de una polémica

Las críticas dirigidas al cine narrativo clásico se apoyan con frecuencia en la


idea de que el cine se descarrió al alinearse con el modelo hollywoodiano. Este
tendría tres errores: ser americano y, por tanto, políticamente determinado; ser
narrativo en la más estricta tradición del siglo XIX; y ser industrial, es decir
fabricante de productos calibrados.
Estos argumentos, en parte fundados y justos, no dan cuenta de la totalidad
del cine «clásico». A primera vista dan a entender que el cine narrativo clásico era
un cine del significado sin un trabajo o reflexión sobre el significante, y que el cine
no-narrativo era un cine del significante sin significado, sin contenido.
Evidentemente, el cine americano es un cine marcado. Pero esto vale para
toda la producción cinematográfica. Por otra parte, en el cine, no sólo el contenido
es político: el dispositivo cinematográfico en sí mismo lo es por igual, ya sea para
un filme narrativo o para un filme no-narrativo (acerca de este punto, véase
capítulo 5).
La idea de una alienación del cine narrativo a los modelos novelescos y
teatrales se apoya en un doble malentendido:
— de entrada presupone que habría una naturaleza, una «especificidad» del
cine que no debería pervertirse comprometiéndola con lenguajes extraños. Hay en
esto una vuelta a la creencia en una «pureza original» del cine que está lejos de ser
demostrada;
— a continuación, se olvida que el cine ha forjado precisamente sus propios
instrumentos, sus figuras particulares, al intentar contar historias y hacerlas
perceptibles al espectador.
El montaje alternado se inventó para hacer inteligible que dos episodios que
en el filme se suceden (no se les puede hacer aparecer al mismo tiempo en el
cuadro) son contemporáneos en la historia.
La planificación y el sistema de los movimientos de cámara tan sólo tienen
sentido en función de los efectos narrativos y de su mejor comprensión por parte
del espectador.
Desde luego se puede objetar a esto que el cine no-narrativo no recurre a
estos «medios» cinematográficos en la medida en que justamente no es narrativo.
Pero, como acabamos de ver, el cine experimental conserva siempre algo de
narrativo en la medida en que éste no se reduce en exclusiva a una intriga. En fin,
esto no impide que esos «medios» sean los que normalmente se aluden cuando se
habla de cine.
En la producción industrial estándar, el cine narrativo es cuantitativamente
importante e incluso dominante. Pero no es cierto que sea a esta producción a la
que se hace referencia cuando se habla de estudios del cine o del lenguaje
cinematográfico, estudios que suelen tomar sus ejemplos de los filmes no-estándar
de la producción industrial.
La denuncia de la industria cinematográfica sirve para una revalorización de
la creación artística artesanal, como lo expresa bastante bien el adjetivo que a veces
se aplica a este cine diferente: independiente. Esta exaltación del artista corre el
riesgo de desembocar en una concepción romántica del creador que actúa
aisladamente bajo los dictados de una inspiración que no puede explicar.
En conclusión, si no está justificado sacar el cine experimental de los
estudios del cine, tampoco justifica nada hacer del cine narrativo «clásico» una cosa
acabada sobre la que nada se puede decir porque se repetiría siempre la misma
historia y de la misma manera.
Esta repetición de lo mismo es uno de los elementos importantes de la
institución cinematográfica, una de las funciones que, aún hoy, quedan por
analizar. La sola sumisión a la ideología no permite explicar de forma satisfactoria
que los espectadores vayan al cine a ver historias cuyo esquema se repite de filme
en filme (véase acerca de este punto el capítulo sobre la identificación).

1.3. Cine narrativo: objetos y objetivos de estudio


1.3.1. Objetos de estudio

Estudiar el cine narrativo exige antes que nada establecer con claridad la
diferencia entre los dos términos, como hemos demostrado en los puntos
planteados en el párrafo precedente, de forma que no se pueda tomar uno por otro:
lo narrativo no es lo cinematográfico, ni a la inversa.
Se definirá lo cinematográfico, siguiendo a Christian Metz, no como todo lo
que aparece en el cine, sino como lo que tan sólo puede aparecer en el cine, y que
constituye por tanto, de forma específica, el lenguaje cinematográfico en el sentido
limitado del término.
Los primeros films d’art, que se contentaban en gran medida en filmar un
espectáculo teatral, contaban con muy pocos elementos específicamente
cinematográficos, pese a tener una imagen en movimiento registrada
mecánicamente. El «material» tomado no tenía nada o casi nada de
cinematográfico.
En cambio, es plenamente cinematográfico el análisis sobre las relaciones
entre el campo y el fuera de campo en Nana, de Jean Renoir (1926), tal como lo hace
Noël Burch.
Lo narrativo es, por definición, extra-cinematográfico, puesto que concierne
tanto al teatro como a la novela como a la conversación cotidiana: los sistemas de
narración se han elaborado fuera del cine y mucho antes de su aparición. Esto
explica que las funciones de los personajes de un filme puedan ser analizadas con
los útiles forjados para la literatura por Vladimir Propp (interdicción, transgresión,
partida, vuelta, victoria…) o por Algirdas-Julien Greimas (ayudante, oponente…).
Estos sistemas de narración operan con otros en el cine, pero no constituyen
propiamente hablando lo cinematográfico: son el objeto de estudio de la
narratología, cuyo terreno es mucho más amplio que el del solo relato
cinematográfico.
Dicho esto, por necesaria que sea esta distinción, no debemos olvidar que los
dos conceptos mantienen muchas interacciones y que es posible establecer un
modelo propio de lo narrativo cinematográfico, diferente en algunos aspectos de lo
narrativo teatral o novelesco (véase por ejemplo Récit écrit - Récit filmique, de
Francis Vanoye).
Por un lado existen temas de películas, es decir intrigas, asuntos que, por
razones que tienen que ver con el espectáculo cinematográfico y sus dispositivos,
son tratados con preferencia por el cine. Por otro lado, este tipo de acción reclama
de forma más o menos imperativa este tipo de tratamiento cinematográfico. Por el
contrario, la manera de filmar una escena puede cambiar el sentido.
Filmar la función «persecución» (unidad narrativa) en montaje alternado de
planos «perseguidores-perseguidos» (figura significante cinematográfica) tendrá
un efecto narrativo diferente del de una filmación a partir de un helicóptero, en
plano-secuencia (otra figura cinematográfica). En la película de Joseph Losey Caza
humana (1970), esta segunda forma de tratamiento pone en evidencia el esfuerzo, la
fatiga de los perseguidos y el carácter inútil de su tentativa, mientras que la
primera forma, en una película como Intolerancia, de D. W. Griffith (1916), deja más
espacio al suspense.
1.3.2. Objetivos del estudio

El interés del estudio del cine narrativo reside en primer lugar en que, aún
hoy, es dominante y que a través de él se puede alcanzar lo esencial de la
institución cinematográfica, su lugar, sus funciones y sus efectos, para situarla en el
conjunto de la historia del cine, de las artes, e incluso de la historia simplemente.
Sin embargo, es preciso tener en cuenta igualmente que ciertos cineastas
independientes, como Michael Snow, Stan Brakhage, Werner Nekes, conducen, a
través de sus películas, a una reflexión crítica sobre los elementos del cine clásico
(ficción, dispositivo…), por lo que, a través de ellos, se puede alcanzar ciertos
puntos esenciales del funcionamiento cinematográfico.
El primer objetivo es, o ha sido, actualizar las figuras significantes
(relaciones entre un conjunto significante y un conjunto significado) propiamente
cinematográficas. Este objetivo en particular es el que la «primera» semiología
(apoyándose en la lingüística estructural) se había fijado; lo alcanzó parcialmente,
sobre todo con la gran sintagmática en la que se analizan los diferentes modos
posibles de disponer los planos para representar una acción (acerca de este punto,
véase el capítulo 4).
Esta gran sintagmática, modelo de una construcción de código
cinematográfico, ofrece un ejemplo de la necesaria interacción de lo
cinematográfico y lo narrativo (en realidad, tan sólo se puede «aplicar» al cine
narrativo clásico). Las unidades cinematográficas se aíslan en función de su forma,
pero también en función de las unidades narrativas que tienen a su cargo (véase
Ensayos sobre la significación en el cine, de Christian Metz).
El segundo objetivo es estudiar las relaciones existentes entre la imagen
narrativa en movimiento y el espectador. Es el objetivo de la «segunda» semiología
que, a través de la metapsicología (término, tomado de Sigmund Freud, que designa
los estados y las operaciones psíquicas comunes a todos los individuos), se
esfuerza en mostrar lo que semeja y lo que distingue del sueño, del fantasma o de
la alucinación, el estado fílmico en el que se encuentra el espectador de un filme de
ficción. Esto permite, utilizando algunos conceptos psicoanalíticos, trazar algunas
de las operaciones psíquicas necesarias para la visión de una película o inducidas
por ella.
Este tipo de estudio, que hoy se realiza siguiendo varias direcciones, debe
permitir una explicación de los funcionamientos y los beneficios psíquicos propios
de un espectador de cine de ficción.
Como estas cuestiones se tratan en el capítulo 5, no entraremos ahora en
detalle. Apuntemos, sin embargo, que este tipo de análisis permite escapar al
psicologismo que impregna tan a menudo la crítica cinematográfica y poner en
cuestión, por ejemplo, los conceptos de identificación o de beneficio concebidos
sobre el modo de «vivir por poderes» o «cambiar las ideas».
El tercer objetivo se deriva de los precedentes. Lo que se intenta conseguir a
través de ellos es un funcionamiento social de la institución cinematográfica. En
relación a esto se pueden distinguir dos niveles:
a. La representación social
Se trata de un objetivo con dimensiones casi antropológicas, en el que el cine
está concebido como vehículo de las representaciones que una sociedad da de sí
misma. En la medida en que el cine es apto para reproducir sistemas de
representación o de articulación social se puede decir que ha tomado el relevo de
los grandes relatos míticos. La tipología de un personaje o de una serie de
personajes se puede considerar representativa no sólo de un período del cine, sino
también de un período de la sociedad. Por ejemplo, la comedia musical americana
de la década de 1930 está en relación directa con la crisis económica: a través de sus
intrigas amorosas situadas en medios alegres, presenta alusiones muy claras a la
depresión y a los problemas sociales que se derivan (véanse, por ejemplo, los tres
filmes realizados en 1933, 1935 y 1937 bajo el mismo título, Gold Diggers, por Busby
Berkeley y Lloyd Bacon, y algunas comedias con Fred Astaire y Ginger Rogers,
como La alegre divorciada, 1934, o Sombrero de copa, 1935). Una película como
Chapaiev, de S. y G. Vassiliev (1934), está íntimamente ligada a un momento de
estalinismo puesto que promueve, a través de su construcción, la imagen del héroe
positivo, actor social propuesto como modelo.
No hay que sacar la rápida conclusión de que el cine narrativo es la
expresión transparente de la realidad social, ni su exacto contrario. Por eso se ha
podido tomar el neorrealismo italiano como una parte de verdad, o el ambiente
eufórico de las comedias musicales por el puro opio.
Las cosas no son tan simples como parecen, y la sociedad no se presenta
directamente en las películas. Por otra parte, este tipo de análisis no se puede hacer
solamente con el cine: exige una lectura previa y profunda de la propia historia
social. A través de un juego complejo de correspondencias, de inversiones y de
rechazos entre, por una parte la organización y la marcha de la representación
cinematográfica, y por otra la realidad social tal como el historiador puede
reconstruirla, se puede alcanzar este objetivo (véase en relación con esto «Le “réel”
et le “visible”» en Sociologie du cinéma, de Fierre Sorlin).
b. La ideología
Su análisis se deduce de los dos puntos anteriores: intenta a la vez regular
los juegos psicológicos del espectador y poner en circulación una cierta
representación social. En este sentido, por ejemplo, el equipo de Cahiers du cinéma
planteó el filme de John Ford El joven Lincoln (1939) al examinar las relaciones entre
una figura histórica (Lincoln), una ideología (el liberalismo americano) y una
escritura fílmica (la ficción montada por John Ford). Este trabajo ponía de
manifiesto la complejidad de los fenómenos que sólo eran perceptibles en los
entrelazados sutiles de la ficción fordiana. Más aún, el análisis debe ser minucioso
para ser fructífero o simplemente justo.
2. El filme de ficción

2.1. Todo filme es un filme de ficción

Lo propio del filme de ficción es representar algo imaginario, una historia. Si


se descompone el proceso, se puede ver que el cine de ficción consiste en una doble
representación: el decorado y los actores interpretan una situación que es la ficción,
la historia contada; y la propia película, bajo la forma de imágenes yuxtapuestas,
reproduce esta primera representación. El cine de ficción es, por tanto, dos veces
irreal: por lo que representa (la ficción) y por la manera como la representa
(imágenes de objetos o de actores).
La representación fílmica, por la riqueza perceptiva, por la «fidelidad» de los
detalles, es más realista que las otras artes de representación (pintura, teatro…),
pero al mismo tiempo, sólo deja ver efigies, sombras registradas de objetos que
están, en sí mismos, ausentes. El cine tiene el poder de «ausentar» lo que nos
muestra: lo «ausenta» en el tiempo y en el espacio puesto que la escena filmada ya
ha pasado, además de haberse desarrollado en otra parte diferente a la pantalla
donde aparece. En el teatro, lo que se representa, lo que se significa (actores,
decorados, accesorios) es real y existe, aunque lo representado sea ficticio. En el
cine, representante y representado son los dos ficticios. En este sentido, cualquier
filme es un filme de ficción.
La película industrial, el filme científico o el documental, caen bajo esta ley
que quiere que, por sus materias de expresión (imagen en movimiento, sonido),
todo filme irrealice lo que representa y lo transforme en espectáculo. El espectador
de un documental científico no se comporta de forma muy diferente al de una
película de ficción: suspende toda actividad porque el filme no es la realidad y por
tanto permite diferir cualquier acto, cualquier conducta. Como su nombre indica,
también entra en el espectáculo.
A partir del momento en que un fenómeno se transforma en espectáculo, se
abre la puerta a la ensoñación (incluso si ésta toma la forma más seria de la
reflexión), puesto que tan sólo se requiere del espectador el acto de recibir
imágenes y sonidos. El espectador de cine es más propenso, por el dispositivo
cinematográfico y por sus propios materiales, a que el filme se acerque al sueño sin
llegar a confundirse con él.
Pero además de que toda película es un espectáculo y presenta siempre un
carácter algo fantástico de una realidad que no podría alcanzar y ante la cual uno
se encuentra en posición de dispensa, hay otras razones por las que ni el cine
científico ni el documental pueden escapar por entero a la ficción. En primer lugar,
todo objeto es signo de otra cosa, está tomado en un imaginario social y se ofrece
como el soporte de una pequeña ficción (acerca de este punto, véase en 1.2.1. la
oposición entre narrativo y no-narrativo).
Por otra parte, el interés del cine científico o documental reside a menudo en
que presenta aspectos desconocidos de la realidad que tienen más de imaginario
que de real. Tanto si se trata de moléculas invisibles al ojo humano, como de
animales exóticos con costumbres sorprendentes, el espectador se encuentra
sumergido en lo fabuloso, en un orden de fenómenos diferentes a lo que
habitualmente tiene el carácter de realidad para él.
André Bazin ha analizado con mucha precisión la paradoja del documental
en dos artículos: «Le cinéma et l’exploration» y «Le monde du silence». Dice,
respecto de la película sobre la expedición del Kou Tiki: «Este tiburón-ballena
entrevisto en los reflejos del agua nos interesa ¿por la singularidad del animal y del
espectáculo —aunque apenas se le distingue— o más bien, porque la imagen se ha
filmado al mismo tiempo en que un capricho del monstruo podía hacer naufragar
la nave y enviar la cámara y el operador a 7000 u 8000 metros bajo el fondo del
mar? La respuesta es fácil: no se trata tanto de la fotografía del tiburón sino del
peligro».
Además, la preocupación estética no está ausente del cine científico o
documental, que tiende siempre a transformar el objeto en bruto en un objeto de
contemplación, en una «visión» que lo acerca a lo imaginario. Se puede encontrar
un ejemplo extremo en algunos planos «documentales» de Nosferatu, de F. W.
Murnau (1922), cuando el profesor muestra a sus estudiantes que el vampirismo
existe en la naturaleza.
Por último, el cine científico y documental recurre muchas veces a
procedimientos narrativos para «sostener el interés». Citemos, entre otros, la
dramatización que convierte un reportaje en un pequeño filme de suspense (una
operación quirúrgica, cuyo resultado se nos presenta incierto, puede parecerse a
una historia cuyos episodios llevarán a un desenlace feliz o desgraciado); el viaje o
el itinerario, frecuente en el documental, establecen casi siempre, como en una
historia, un desarrollo obligado, una continuidad y un final. En el documental, la
historia sirve para dar a las informaciones heterogéneas recogidas una apariencia
de coherencia, casi siempre a través de un personaje que se encarga de contar la
vida o las aventuras que pasan.
Por lo tanto, son muchos los medios (modos de representación, contenido,
procedimientos de exposición…) por los que cualquier filme, sea del género que
fuere, puede alcanzar la ficción.
2.2. El problema del referente

En lingüística, se tiende a distinguir entre el concepto (o significado) que


forma parte del funcionamiento de la lengua y que le es, por tanto, interno, y el
referente al que el significante y el significado de la lengua remiten. A diferencia
del significado, el referente es exterior a la lengua y puede asimilarse a la realidad
o al mundo.
Sin querer entrar en la discusión de las diferentes acepciones dadas en
lingüística al término referente, es necesario precisar que éste no puede entenderse
como un objeto singular preciso, sino más bien como una categoría, una clase de
objetos. Consiste en categorías abstractas que se aplican a la realidad, pero que
tanto pueden quedar virtuales como actualizarse en un objeto particular.
En lo que se refiere al lenguaje cinematográfico, la foto de un gato
(significante icónico + significado «gato») no tiene como referente el gato particular
que se ha escogido para la foto, sino más bien toda la categoría de los gatos: es
necesario distinguir entre el acto de la filmación, que requiere un gato en
particular, y la atribución de un referente a la imagen vista por los que la miran. Si
exceptuamos las fotos de familia o las películas de vacaciones, un objeto no es
fotografiado o filmado más que como representante de la categoría a la que
pertenece: remite a esta categoría y no al objeto-representante que se ha utilizado
para la filmación.
El referente de un filme de ficción no es por tanto su rodaje, es decir, las
personas, los objetos, los decorados colocados realmente ante la cámara: en Crin
blanca, de Albert Lamorisse (1953), las imágenes del caballo no tienen por referente
los cinco o seis caballos que fueron necesarios para la realización del filme, sino un
tipo verosímil de caballo salvaje, al menos para la mayoría de los espectadores.
La distinción entre filme de ficción y película de vacaciones nos permite
demostrar que, de hecho, no hay un solo referente, sino grados diferentes de
referencia en función de las informaciones de que dispone el espectador a partir de
la imagen y de los conocimientos personales. Estos grados van desde unas
categorías muy generales hasta otras más ajustadas y complejas. Estas últimas no
son por otro lado más «verdaderas» que las primeras, puesto que también pueden
apoyarse en un verdadero saber o en una «vulgata», en el sentido común o en un
sistema verosímil.
En las películas policíacas americanas de la década de 1930, el referente no
es la época histórica real de la prohibición, sino el universo imaginario de la
prohibición tal como se constituía en el espíritu del espectador con los artículos,
novelas y películas que leía o veía.
Por esto, en un filme de ficción, parte del referente puede estar constituido
por otros filmes a través de citas, alusiones o parodias.
Para naturalizar su trabajo y su función, el filme de ficción tiene tendencia a
escoger como argumento épocas históricas o momentos de actualidad cuyo tema
tiene ya un «discurso común». De esta forma parece someterse a la realidad,
cuando lo cierto es que lo único que quiere es hacer verosímil su ficción. Aquí es
donde se transforma en vehículo para la ideología.
Cuatro representaciones de la historia en el cine:

La bandera, de Julien Duvivier (1935).

Lo que el viento se llevó, de Victor Fleming (1939).

The Prisoner of Shark Island, de John Ford (1936).


El Gatopardo, de Luchino Visconti (1963).

2.3. Relato, narración, diégesis

En el texto literario se distinguen tres instancias diferentes: el relato, la


narración y la historia. Estas distinciones, que son de una gran utilidad para el
análisis del cine narrativo, necesitan, sin embargo, algunas precisiones.
2.3.1. El relato o el texto narrativo

El relato es el enunciado en su materialidad, el texto narrativo que se


encarga de contar la historia. Pero este enunciado, que en la novela está formado
únicamente por la lengua, en el cine comprende imágenes, palabras, menciones
escritas, ruidos y música, lo que hace que la organización del relato fílmico sea más
compleja. La música, por ejemplo, que no tiene en sí misma un valor narrativo (no
significa acontecimientos) se convierte en un elemento narrativo del texto por su
sola co-presencia con elementos como la imagen secuencial o los diálogos: por
tanto, habrá que tener en cuenta su participación en la estructura del relato fílmico.
Con la llegada del cine sonoro, se constituyó una vasta polémica en torno al
papel que había que atribuir respectivamente a la palabra, los ruidos y la música
en el funcionamiento del relato: ¿ilustración, redundancia o contrapunto? Se
trataba, dentro de un debate más amplio sobre la representación cinematográfica y
sobre su especificidad (véase más atrás el capítulo «El cine representación sonora»,
pág. 43), de precisar el lugar que convenía acordar a estos nuevos elementos en la
estructura del relato.
Se observa además que, por razones complejas, la atención de los analistas
de relatos fílmicos se ha aplicado sobre todo, hasta hace poco tiempo, a la banda de
imágenes, en detrimento de la banda de sonido, cuyo papel es, sin embargo,
fundamental en la organización del relato.
El relato fílmico es un enunciado que se presenta como un discurso, puesto
que implica a la vez un enunciador (o como mínimo un foco de enunciación) y un
lector-espectador. Sus elementos se organizan y ponen en orden según varias
exigencias:
— de entrada, la simple legibilidad del filme exige que una «gramática» (se
trata de una metáfora, pues no tiene nada que ver con la gramática de la lengua) se
respete más o menos, a fin de que el espectador pueda comprender a la vez el
orden del relato y el orden de la historia. Este ordenamiento debe establecer el
primer nivel de lectura del filme, su denotación, es decir, debe permitir el
reconocimiento de los objetos y de las acciones mostradas en la imagen;
— a continuación, debe establecer una coherencia interna del conjunto del
relato en función de factores muy diversos, como el estilo adoptado por el
realizador, las leyes del género en el cual el relato se inscribe, la época histórica en
la que se produce;
Por ejemplo, el empleo en Las dos inglesas y el amor (François Truffaut, 1971)
de aberturas y cierres en iris al principio y al final de las secuencias, es un empleo a
la vez anacrónico y nostálgico, ya que este procedimiento, habitual en la época del
cine mudo, desapareció después. El recurso al pre-genérico (el relato empieza antes
incluso de la presentación de los créditos), ampliamente utilizado en la televisión
para estimular de entrada el interés del espectador, tuvo su momento de gloria a
finales de la década de 1960.
El uso bastante sistemático del falso-raccord (como en Al final de la escapada,
de Jean-Luc Godard, 1960) marcó en la década de 1960 una evolución del concepto
y el estatuto del relato: éste se hacía menos transparente en relación con la historia,
señalándose más como relato.
— finalmente, el orden del relato y su ritmo se establecen en función de una
orientación de lectura que se impone así al espectador. Está concebido también en
vista a obtener efectos narrativos (suspense, sorpresa, calma temporal…). Esto se
refiere tanto a la disposición de las partes del filme (encadenado de secuencias,
relación entre banda-imagen y banda-sonido) como a la puesta en escena en sí
misma, entendida como ordenación en el interior del cuadro.
A este tipo de cosas se refiere Alfred Hitchcock cuando declara: «Con
Psicosis (1961), conducía la dirección del espectador exactamente como si tocara el
órgano… En Psicosis, el tema me importa muy poco, los personajes me importan
muy poco; lo que me importa es que el conjunto de los fragmentos del filme, la
fotografía, la banda sonora y todo lo que es puramente técnico pueda hacer
temblar al espectador».
Puesto que la ficción sólo se deja leer a través del orden del relato que la
constituye poco a poco, una de las primeras tareas del analista es describir esta
construcción. Pero el orden no es simplemente lineal: no se deja descifrar sólo con
el paso sucesivo de imágenes. Está hecho también de anuncios, llamadas,
correspondencias, saltos, que hacen del relato, por encima de su desarrollo, una
red significante, un tejido de hilos entrecruzados en el que un elemento narrativo
puede pertenecer a varios circuitos: por esta razón preferimos el término de «texto
narrativo» al de relato que, si bien precisa el tipo de enunciado de que se habla,
pone demasiado acento en la linealidad del discurso (para la noción de «texto»,
véase la última parte del capítulo «Cine y lenguaje», págs. 203-212).
El texto narrativo no es sólo un discurso, sino que es un discurso cerrado
puesto que de modo inevitable comporta un principio y un final, está
materialmente limitado. En la institución cinematográfica, al menos en su forma
actual, los relatos fílmicos no exceden las dos horas, sea la que fuere la amplitud de
la historia que transmiten. Esta clausura del relato es importante en la medida en
que por una parte juega como un elemento organizador del texto concebido en
función de su finitud, y por otra permite elaborar el o los sistemas textuales que el
relato comprende.
Hay que saber distinguir entre una historia llamada «abierta», cuyo final deja
en suspenso y que puede dar origen a varias interpretaciones o continuaciones, y
un relato que siempre está cerrado, acabado.
Por último, apuntemos que basta que un enunciado relate un
acontecimiento, un acto real o ficticio (poco importa su intensidad o su calidad),
para que entre en la categoría del relato. Desde este punto de vista una película
como India Song, de Marguerite Duras (1974) es, ni más ni menos, un relato como
La diligencia, de John Ford (1939). Estos dos relatos no cuentan el mismo tipo de
acontecimientos, ni lo «dicen» de la misma manera: lo que no impide que los dos
sean relatos (véase más atrás «Narrativo/No narrativo», pág. 92).
2.3.2. La narración

La narración es «el acto narrativo productor y, por extensión, el conjunto de


la situación real o ficticia en la que se coloca». Se refiere a las relaciones existentes
entre el enunciado y la enunciación tal como se pueden leer en el relato: no son,
por tanto, analizables más que en función de las huellas dejadas por el texto
narrativo.
Sin entrar en el detalle de una tipología de las relaciones entre enunciado y
enunciación (lo que Gérard Genette llama «la voz»), es necesario precisar algunos
puntos que conciernen al cine:
a. El estudio de la narración es bastante reciente en literatura: lo es más aún en el
cine, donde se ha tardado mucho en plantear este tipo de problema. Hasta aquí, los
análisis se han realizado en especial sobre los enunciados, sobre los mismos filmes.
Este proceso es paralelo al que ha seguido la lingüística, que no se ha
preocupado, hasta un segundo momento, de las relaciones entre enunciado-
enunciación, de las señales del segundo en el primero.
b. La narración reagrupa a la vez el acto de narrar y la situación en la que se
inscribe este acto. Esta definición implica al menos dos cosas: la narración pone en
juego funcionamientos (actos) y el marco en que tienen lugar (la situación). No
remite por tanto a personas físicas, a individuos.
Se supone pues, a través de esta definición, que la situación narrativa puede
comportar un cierto número de determinaciones que modulan el acto narrativo.
Conviene distinguir lo más claramente posible las nociones de autor,
narrador, instancia narrativa y personaje-narrador.
Autor/narrador: tanto en literatura como en cine, la crítica ha promovido la
noción de autor. Por ejemplo, los Cahiers du cinéma, entre 1954 y 1964, intentaron
establecer y defender una «política de autor».
Esta «política de autor» se asignaba una doble finalidad: recuperar del
olvido a algunos cineastas (la mayor parte americanos) considerados por el
conjunto de la crítica como realizadores de segundo orden, y reivindicar el estatuto
de artistas, y no el de artesanos, técnicos sin invención a sueldo de la industria
hollywoodense.
Esta política, además de la promoción de un determinado cine (que estaba
en relación directa con lo que habría de ser la Nouvelle Vague), tenía como
fundamento la idea de un «autor de cine» concebido, al igual que un autor
literario, como un artista independiente dotado de un genio propio.
Pero la idea de «autor» está demasiado teñida de psicologismo para que aún
hoy se pueda conservar el término dentro de análisis cuya intención ha cambiado
radicalmente. La idea implica, en efecto, que el autor tiene un carácter, una
personalidad, una vida real y una psicología, incluso una «visión del mundo», que
centran su función en su propia persona y en su «voluntad de expresión personal».
Para muchos críticos es grande la tentación de considerar que por una parte el
realizador es el único artesano, el único creador de su obra, y por otra se puede (se
debe) partir de sus intenciones, declaradas o supuestas, para analizar y explicar su
«obra». Pero esto es encerrar el funcionamiento de un lenguaje en el campo de la
psicología y del consciente.
El narrador «real» no es el autor, porque su función no sabría confundirse
con su propia persona. El del narrador es siempre un papel ficticio, puesto que
actúa como si la historia fuera anterior a su relato (cuando en realidad es el relato
el que la construye), y como si él mismo y su relato fueran neutros ante la
«verdad» de la historia. Incluso en la autobiografía, el narrador no se confunde con
la persona propia del autor.
La función del narrador no es la de «expresar sus preocupaciones
esenciales» sino la de seleccionar, por la conducción de su relato, entre una serie de
procedimientos de los que no es necesariamente el creador, pero sí a menudo el
usuario. Para nosotros, el narrador será el realizador, en tanto que es quien escoge un
tipo de encadenamiento narrativo, un tipo de planificación, un tipo de montaje, por
oposición a otras posibilidades ofrecidas por el lenguaje cinematográfico. El concepto
de narrador, así entendido, no excluye la idea de producción y de invención: el
narrador produce por completo a la vez un relato y una historia, al mismo tiempo
que inventa ciertos procedimientos del relato o ciertas construcciones de la intriga.
Pero esta producción y esta invención no nacen ex nihilo: se desarrollan en función
de figuras ya existentes y consisten ante todo en un trabajo sobre el lenguaje.
Narrador e instancia narrativa: en estas condiciones, ¿se puede hablar en el
cine de un narrador, cuando una película es siempre la obra de un equipo y
requiere varias series de elecciones asumidas por varios técnicos (el productor, el
guionista, el jefe-operador, el electricista, el montador…)? Parece preferible hablar
de instancia narrativa al referirnos al lugar abstracto donde se elaboran las
elecciones para la conducción del relato y de la historia, donde juegan o son
jugados los códigos y donde se definen los parámetros de producción del relato
fílmico.
Este deseo de distinguir, en la teoría, entre las personas y las funciones debe
mucho al estructuralismo y al psicoanálisis. Al estructuralismo, en la medida en
que considera que el individuo es siempre función del sistema social en que se
inscribe. Al psicoanálisis, porque considera que el «sujeto» está inconscientemente
sometido a los sistemas simbólicos que utiliza.
Este lugar abstracto que es la instancia narrativa, de la que el narrador forma
parte, reagrupa a la vez las funciones narrativas de los colaboradores, pero
también la situación en la que estas funciones se ejercen. Esta situación abarca
desde la instancia narrativa «real» (véase más atrás) —los datos presupuestarios, el
período social en que el filme es producido, el conjunto del lenguaje
cinematográfico—, hasta el género del relato desde el momento que éste impone
una elección y prohíbe otras (en el western, el héroe no puede pedir un té con
leche; en la comedia musical, la heroína no puede matar a su amante para robarle
el dinero), es decir, que el filme en sí mismo se comporta como un sistema, como
una estructura que impone una forma a los elementos que comprende.
La instancia narrativa «real» es lo que por lo común queda fuera de cuadro
(para esta idea, véase más atrás, pág. 29) en el cine narrativo clásico. En este tipo de
cine, se tiende a borrar al máximo (aunque no se consigue nunca) toda marca de su
existencia en la imagen y en la banda de sonido: tan sólo es localizable como
principio de organización.
Cuando se hace notar en el texto narrativo de forma evidente, es para
conseguir un efecto de distanciación que intenta romper la transparencia del relato
y la supuesta autonomía de la historia. Esta presencia puede tomar formas muy
diversas. Va desde Alfred Hitchcock, que se exhibe furtivamente en sus filmes a
través de un plano anodino, hasta Jean-Luc Godard que, en Tout va bien (1972),
muestra, por ejemplo, los cheques que ha tenido que firmar para reunir actores,
técnicos y material.
La instancia narrativa «ficticia» es interna a la historia y está explícitamente
asumida por uno o varios personajes.
Recordemos el célebre ejemplo de Rashomon, de Akira Kurosawa (1950),
donde el mismo acontecimiento es «contado» por tres personajes diferentes. Esta
técnica se emplea frecuentemente en el cine policíaco de serie: Perdición, de Billy
Wilder (1944) se presenta como la confesión del personaje principal; en La dama de
Shanghai, de Orson Welles (1948), y en Laura, de Otto Preminger (1944), el relato se
atribuye, en las primeras imágenes, al héroe que nos anuncia en seguida que nos
va a contar una historia en la que él está implicado. En Eva al desnudo, de Joseph
Mankiewicz (1950), este papel se atribuye a un personaje secundario colocado en
posición de observador irónico.
La dama del lago, de Robert Montgomery (1946), explota al máximo este
procedimiento: el héroe es el personaje-narrador en casi todo el filme, que está
totalmente contado en cámara «subjetiva».
De una forma más general, los flashback están siempre contados por un
personaje-narrador, dentro de la narración.
2.3.3. La historia o la diégesis

Se puede definir la historia como «el significado o el contenido narrativo


(incluso si ese contenido es, en algún caso, de débil intensidad dramática o de
escaso valor argumental)».
Esta definición tiene la ventaja de liberar el concepto de historia de las
connotaciones de drama o de acción en movimiento que de ordinario lo
acompañan. La acción relatada puede ser muy trivial, enrarecida o apagada, como
en algunas películas de Antonioni de principios de la década de 1960, sin que deje
por ello de constituir una historia. Desde luego el cine, en particular el americano,
presenta ficciones fundadas en acontecimientos espectaculares: Lo que el viento se
llevó, de Victor Fleming (1939), es el ejemplo máximo, al que hay que añadir las
superproducciones hollywoodianas que intentaron, a partir de 1955, combatir la
influencia creciente de la televisión, las películas de guerra o, ya en la década de
1970, las películas de catástrofes; pero no se debe ver en ello necesariamente una
especie de connaturalidad entre historia accidentada y cine: las películas de gran
espectáculo se dedican más al prestigio de la institución cinematográfica en sí
misma que a la belleza o la perfección de la historia.
Pero las películas depuradas de Yasujiro Ozu (Viaje a Tokyo, 1953, El gusto del
sake, 1962) o de Chantal Akerman (Jecinne Dielman, 1975, Les rendez-vous d’Anna,
1978) cuentan también historias a través de la vida cotidiana de la pequeña
burguesía.
La idea de historia no presupone la agitación: implica que se trata de
elementos ficticios, surgidos de lo imaginario, ordenados los unos en relación con
los otros a través de un desarrollo, una expansión y una resolución final, para
acabar formando un todo coherente y la mayor parte del tiempo enlazado. Hay en
cierta manera un «fraseado» de la historia, dado que se organiza en secuencias de
acontecimientos.
Hablar del fraseado de la historia para designar la lógica de su desarrollo no
quiere decir que se pueda comparar la historia a una frase, o que se la pueda
resumir bajo esta forma. Sólo la acción, como «ladrillo» de la historia, puede
resumirse o esquematizarse en una frase, igual que el mitema de los análisis de
Claude Levi-Strauss.
Esta totalidad, esta coherencia (incluso relativa) de la historia, es lo que
parece hacerla autónoma, independiente del relato que la forma. Aparece dotada
de una existencia propia que la constituye en simulacro del mundo real. Para dar
cuenta de esta tendencia de la historia a presentarse como un universo, se ha
sustituido el término de historia por el de diégesis.
La diégesis, en Aristóteles y Platón, era, con la mimesis, una de las
modalidades de la lexis, es decir, una de las maneras de presentar la ficción, una
cierta técnica de la narración. El sentido moderno de diégesis es un poco diferente
al de su origen.
La diégesis es la historia comprendida como pseudo-mundo, como universo
ficticio cuyos elementos se ordenan para formar una globalidad. Es preciso
comprenderla como el último significado del relato: es la ficción en el momento en
que no sólo toma cuerpo, sino que se hace cuerpo. Su acepción es más amplia que
la de historia, a la que acaba por englobar: es todo lo que la historia evoca o
provoca en el espectador. También podemos hablar de universo diegético, que
comprende la serie de acciones, su supuesto marco (geográfico, histórico o social) y
el ambiente de sentimientos y motivaciones en la que se produce. La diégesis de
Río Rojo, de Howard Hawks (1948), abarca su historia (la conducción de una
manada de vacas hasta una estación de ferrocarril y la rivalidad entre un «padre» y
su hijo adoptivo) y el universo ficticio que la sostiene: la conquista del Oeste, el
placer de los grandes espacios, el código moral supuesto de los personajes y su
estilo de vida.
Este universo diegético tiene un estatuto ambiguo: es a la vez el que
engendra la historia y le sirve de apoyo, y hacia el que ésta remite (por eso decimos
que la diégesis es «más amplia» que la historia). Toda historia particular crea su
propio universo diegético, pero a la inversa, el universo diegético (delimitado y
creado por las historias anteriores, como en el caso de un género) ayuda a la
constitución y comprensión de la historia.
Por esa razón a veces se encuentra, en lugar de universo diegético, la
expresión «referente diegético», tomada en el sentido de marco ficcional que sirve,
explícita o implícitamente, de fondo verosímil para la historia (para la idea de
referente, véase más atrás, pág. 102).
Finalmente, por nuestra parte, nos sentimos tentados a entender también
por diégesis la historia tomada en la dinámica de la lectura del relato, es decir, tal como
se elabora en el espíritu del espectador en el devenir del desarrollo fílmico. No se
trata en este caso de la historia tal como se la puede reconstituir una vez la lectura
del relato (la visión del filme) ha terminado, sino de la historia tal como la formo, la
construyo a partir de los elementos que el filme me proporciona «gota a gota» y tal
como mis fantasmas del momento o los elementos retenidos de filmes vistos
precedentemente me permiten imaginarla. La diégesis sería aquí la historia tomada
en la plástica de la lectura, con sus falsas pistas, sus dilaciones temporales o, por el
contrario, sus hundimientos imaginarios, con sus escisiones y sus integraciones
pasajeras, antes de que se fije en una historia que yo pueda contar de principio a fin
de forma lógica.
Es preciso distinguir entre historia, diégesis, guión e intriga. Se puede
entender por guión la descripción de la historia en el orden del relato, y por intriga,
la indicación sumaria, en el orden de la historia, del cuadro, de las relaciones y los
actos que reúnen a los diferentes personajes.
Georges Sadoul, en su famoso Dictionnaire des films, explica así la intriga de
Senso, de Luchino Visconti (1953): «En 1866, en Venecia, una condesa se hace
amante de un oficial austríaco. Lo reencuentra en plena batalla contra los italianos,
y paga para licenciarlo. Él la abandona. Ella lo denuncia como desertor. Él es
fusilado».
Vemos cómo a través de este resumen, Sadoul consigue restituir a la vez la
intriga y el universo diegético (1866, Venecia, condesa, oficial).
Ultimo punto en forma de inciso. Se emplea a veces el término de extra-
diegético, no sin un cierto número de fluctuaciones. Se usa en particular en relación
con la música cuando ésta interviene para subrayar o para expresar los
sentimientos de los personajes, sin que su producción sea localizable o
simplemente imaginable en el universo diegético. Es el caso bien conocido (por lo
que tiene de caricaturesco), de los violines que irrumpen cuando, en un western, el
héroe va al encuentro nocturno de la heroína en el cercado de los caballos: esta
música juega un papel en la diégesis (significa el amor) sin formar parte de ella
como la noche, la luna o el viento en las hojas.
2.3.4. Relaciones entre relato, historia y narración

a. Relaciones entre el relato y la historia

Se pueden distinguir tres tipos de relación, que llamaremos, siguiendo a


Gérard Genette, orden, duración y modo.
El orden comprende las diferencias entre el desarrollo del relato y el de la
historia: a menudo el orden de presentación de los acontecimientos dentro del
relato no es, por razones de enigma, suspense o interés dramático, el que les
corresponde en su desarrollo. Se trata entonces de un procedimiento de anacronía
entre las dos series. Se puede también mencionar más tarde, en el relato, un
acontecimiento anterior en la diégesis: es el caso del flashback, pero también de
cualquier elemento del relato que obliga a reinterpretar un acontecimiento que se
había presentado o comprendido antes bajo otra forma. Este procedimiento de
inversión es extremadamente frecuente en el caso de las películas con enigmas
policíacos o psicológicos en los que se presenta «con retraso» la escena que
constituye la razón del comportamiento de este o aquel personaje.
En Recuerda, de Alfred Hitchcock (1945), sólo hasta después de muchas
peripecias y numerosos esfuerzos el doctor enloquecido consigue acordarse del día
en que, jugando y por culpa suya, su hermano pequeño quedó ensartado sobre una
verja.
En Forajidos, de Robert Siodmak (1946), casi todo el filme es un flashback,
puesto que se nos muestra en los primeros minutos la muerte del héroe, antes de
hacernos seguir la encuesta que buscará en su pasado las razones de su muerte.
Por el contrario, se encuentran elementos del relato que tienden a evocar por
anticipación un acontecimiento futuro de la diégesis. Es el caso del flashforward,
pero también de cualquier tipo de anuncio o de indicio que permite al espectador
avanzar sobre el desarrollo del relato para figurarse un desenvolvimiento diegético
futuro.
El flashforward o «salto hacia adelante» es un procedimiento raro en los
filmes. En el sentido estricto, designa la aparición de una imagen (o una serie de
imágenes) cuyo lugar en la cronología de la historia contada está situada después.
Esta figura interviene sobre todo en películas que juegan con la cronología de la
ficción, como La jetée, de Chris Marker (1965), en la que el personaje principal toma
conciencia al final de la película de que la imagen de la escollera que le obsesiona
desde el principio es la de su propia muerte, o Je t’aime, je t’aime, de Alain Resnais
(1968), película de ciencia-ficción construida sobre un principio muy parecido. Se
la encuentra igualmente en las películas modernas de tendencia «disnarrativa»:
L’authentique procès de Carl Emmanuel Jung, de Marcel Hanoun (1967), en el curso
del cual el periodista que rinde cuenta del proceso de un criminal de guerra nazi
evoca escenas de intimidad futuras con la mujer que ama; L’immortelle, de Alain
Robbe-Grillet (1962), presenta un caso particular del flashforward sonoro, puesto
que se oye al principio del filme el sonido del accidente que sucederá al final. Este
procedimiento es bastante frecuente en los filmes de género que hacen intervenir
en abundancia la estructura del «suspense» (películas fantásticas y policíacas). En
La semilla del diablo, Roman Polanski (1968), la heroína ve en sus primeras
pesadillas un cuadro de una casa en llamas que descubrirá en el apartamento de
los Castevet al final de la película. El plano sobre el que pasan los créditos de El
sueño eterno, de Howard Hawks (1946), representa dos cigarrillos consumiéndose
en el borde de un cenicero y anuncia la evolución futura de las relaciones amorosas
de la pareja central del filme, etcétera. Vemos, pues, que si «el salto hacia adelante»
es bastante raro, la construcción que supone es por el contrario muy frecuente y
utiliza la mayor parte del tiempo objetos que funcionan como anuncio de lo que va
a suceder.
Para Jean Mitry, este tipo de anuncios en el relato de elementos diegéticos
ulteriores se deriva de una lógica de implicación que es comprendida y puesta en
práctica por el espectador en el transcurso de la proyección del filme.
Por esto, en un western, un plano que muestra desde lo alto de una montaña
una diligencia preparándose a entrar en un desfiladero, es suficiente para evocar
en el espectador, en ausencia de cualquier otra indicación, una próxima emboscada
de los indios. (Véase más adelante «El efecto-género», Cap. 3-3.4.).
Llamadas y anuncios pueden ser, dentro del tiempo diegético o del tiempo
fílmico, de una gran amplitud (más de veinte años para la historia de Recuerda,
1945), o de muy débil amplitud cuando se trata, por ejemplo, del encabalgamiento
de la banda sonora de un plano sobre el siguiente o el precedente.
En Les dames du Bois de Boulogne, de Robert Bresson (1945), la heroína está
acostada en su habitación silenciosa después de una escena con su antiguo amante:
se oyen bruscamente unas castañuelas. Este sonido pertenece a la secuencia
siguiente, que tiene por marco una sala de fiestas.
La duración se refiere a las relaciones entre la duración supuesta de la acción
diegética y la del momento del relato que le está dedicada. Es raro que la duración
del relato concuerde exactamente con la de la historia, como es el caso de La soga,
de Alfred Hitchcock (1948), filme «rodado en un solo plano». El relato es por lo
común más corto que la historia, pero puede suceder que algunas partes duren
más tiempo que las de la historia que cuentan.
Hay un ejemplo involuntario en algunos filmes de Méliès, cuando la técnica
de raccord aún no estaba establecida: se pueden ver unos viajeros bajar de un tren
en un plano filmado desde el interior del tren, para, en el plano siguiente tomado
desde el anden, verlos bajar de nuevo los mismos escalones. Más utilizado es el
caso del ralentí como en la evocación del recuerdo en Hasta que llegó su hora, de
Sergio Leone (1969), o la escena del accidente en Las cosas de la vida, de Claude
Sautet (1970).
Las elipsis del relato también se clasifican en la categoría de la duración: en
El sueño eterno, de Howard Hawks (1946), Philip Marlowe está al acecho desde su
coche: un plano nos lo muestra instalándose para una larga espera. Breve fundido
en negro. Lo encontramos exactamente igual que en el otro plano, pero con unos
ligeros cambios de actitud: la desaparición del cigarro que fumaba unos segundos
antes y el brusco cese de la lluvia nos indican que han transcurrido varias horas.
El modo está en relación con el punto de vista que conduce la explicación de
los acontecimientos, que regula la cantidad de información dada sobre la historia
por el relato. Aquí, para este tipo de contactos entre las dos instancias, hablaremos
del fenómeno de la focalización. Hay que distinguir entre focalización por un
personaje y sobre un personaje, teniendo siempre presente que esta focalización
puede muy bien no ser única y variar, fluctuar considerablemente en el curso del
relato. La focalización sobre un personaje es extremadamente frecuente puesto que
se deriva, normalmente, de la misma organización de todo relato que implica un
héroe y personajes secundarios: el héroe es aquel que la cámara aísla y sigue. En el
cine, este procedimiento puede dar lugar a determinados efectos: mientras que el
héroe ocupa la imagen y, por así decirlo, monopoliza la pantalla, la acción puede
continuar en otra parte, reservando para más tarde sorpresas al espectador.
La focalización por un personaje es igualmente frecuente y suele
manifestarse bajo la forma de la llamada cámara subjetiva, pero de manera muy
«variante», muy fluctuante dentro de un filme.
Al principio de La senda tenebrosa, de Delmer Daves (1947), el espectador sólo
ve lo que hay en el campo de visión de un prisionero a punto de evadirse, cuando
se declara la alarma policíaca a su alrededor. Por lo general, es bastante normal en
el filme narrativo presentar esporádicamente planos que se atribuyen a la visión de
uno de Jos personajes. (Véase más adelante «Identificación primaria» e
«Identificación secundaria», Caps. 5-3.1. y 5-3.2.).
b. Relaciones entre la narración y la historia

Respecto a este tipo de relaciones, que Gérard Genette designa con el


termino de voz, nos limitaremos a señalar que la organización de un filme narrativo
clásico lleva a menudo a fenómenos de diegetización de elementos que sólo
pertenecen a la narración. En efecto, el espectador a veces se ve obligado a sumar a
la diégesis lo que es una clara intervención de la instancia narrativa en el desarrollo
del relato.
Se puede tomar un ejemplo de este fenómeno en El niño salvaje, de François
Truffaut (1970), donde los cambios de planos están, varias veces, a cargo de los
personajes. Así, cuando el doctor Itard se prepara para recibir al niño, se le ve
acercarse a una ventana, en cuyo vano se queda un rato ensimismado. El plano
siguiente nos muestra al niño prisionero en un granero intentando alcanzar una
claraboya por donde entra la luz. La puesta en escena se ha establecido de este
modo para producir la impresión de que sigue los pensamientos del doctor al
cambiar de plano.
2.3.5. La eficacia del cine clásico

El fenómeno de la diegetización al que aludimos en el párrafo precedente, se


debe a un funcionamiento general de la institución cinematográfica, que busca
borrar en el espectáculo fílmico las huellas de su trabajo, de su propia presencia.
En el cine clásico se tiende a dar la impresión de que la historia se cuenta por sí
misma, y que relato y narración son neutros, transparentes: el universo diegético
parece ofrecerse sin intermediario, sin que el espectador tenga la sensación de que
necesita recurrir a una tercera instancia para comprender lo que ve.
Que la ficción cinematográfica se ofrezca a la comprensión sin referencia a su
enunciación, se puede homologar con lo que Emile Benvéniste decía respecto a los
enunciados lingüísticos, proponiendo distinguir en ellos entre historia y discurso. El
discurso es un relato que sólo puede comprenderse en función de su situación de
enunciación, de la que conserva una serie de señales (pronombres yo-tú que
remiten a los interlocutores, verbos en presente, en futuro…), mientras que la
historia es un relato sin señales de enunciación, sin referencias a la situación en la
que se produce (pronombre en tercera persona, verbos en pasado…).
Vemos que aquí el término historia no tiene el mismo sentido: en Benvéniste
designa un enunciado sin señales de enunciación, en Genette, designa el contenido
narrativo de un enunciado.
El cine de ficción clásico es un discurso (el hecho de una instancia narrativa)
que se transforma en historia (que hace como si esta instancia narrativa no
existiera). Este travestimiento del discurso fílmico en historia explica la famosa
regla que prescribe al actor no mirar a la cámara: evitarlo es hacer como si no
estuviera allí, es negar su existencia y su intervención. Esto permite no tener que
dirigirse directamente al espectador que permanece en la sala oscura como un
voyeur secreto, escondido.
Al presentarse como una historia (en el sentido que le da Benvéniste), el
filme de ficción consigue ciertas ventajas. Nos presenta una historia que se cuenta
sola y que adquiere un valor esencial: ser como la realidad, imprevisible y
sorprendente. Parece como si uno estuviera deletreando, sin ayuda de nadie, entre
una serie de noticias de sucesos. Esta apariencia de verdad le permite enmascarar
tanto lo arbitrario del relato y la intervención constante de la narración, como el
carácter estereotipado y reglamentado del encadenamiento de las acciones.
Pero esta historia que nadie cuenta, cuyos acontecimientos aparecen como
las imágenes que se atropellan y se expulsan unas a otras sobre la pantalla, es una
historia que no está garantizada por nadie y que se interpreta sin red. Ante ella se
está sometido a la sorpresa, agradable o desagradable, según que lo descubierto a
continuación sea maravilloso o decepcionante. La historia está siempre atrapada
entre el «todo o nada»: corre el riesgo constante de cesar bruscamente, de
desaparecer en la insignificancia, igual que la imagen sobre la pantalla puede, sin
llamar la atención, fundir en negro o en blanco, poniendo fin a lo que el espectador
había creído poder organizar en una ficción duradera.
Este carácter de historia del filme de ficción, en relación con la escasa
realidad del material fílmico (película que oscila entre el arca del tesoro y el
desperdicio deslucido), le permite relanzar continuamente la atención del
espectador que, en la incertidumbre de lo que seguirá a continuación, queda
prendido en el movimiento de las imágenes.
Buena parte de la fascinación que ejerce el cine narrativo la extrae de su
facultad para transformar el discurso en historia. No hay, sin embargo, que
exagerar la importancia del fenómeno, ya que el espectador, cuando va al cine,
busca también la enunciación, la narración. El placer fílmico no se compone
exclusivamente de los pequeños miedos que experimento al ignorar (o aparentar
que ignoro) lo que sigue; surge también al apreciar los medios puestos en
funcionamiento para la dirección del relato y la constitución de la diégesis. Por
ejemplo, los cinéfilos (y todo espectador de cine puede considerarse ya un cinéfilo)
se sienten satisfechos por una planificación, o por un movimiento de cámara que
les parece personal y por tanto inigualable. El placer obtenido de una película de
ficción surge de una mezcla de historia y de discurso, en la que el espectador
ingenuo (que uno sigue siendo) y el conocedor encuentran al mismo tiempo, con
una muy ligera separación, motive para estar satisfechos. El cine clásico obtiene de
ahí su eficacia. A través de una regulación a la vez tenue y fuerte, la institución
cinematográfica gana en los dos campos: si el espectador se desliza por y en la
historia, aquélla se le impone subrepticiamente; si atiende al discurso, es
glorificada por su savoir-faire.
2.4. Códigos narrativos, funciones y personajes

2.4.1. La historia programada: intriga de predestinación y frase


hermenéutica

Cuando se va a ver una película de ficción, siempre se encuentra,


simultáneamente, con el mismo filme y un filme diferente. Esto provoca dos
órdenes de hechos. Por una parte, todas las películas cuentan la misma historia,
bajo apariencias y con peripecias diversas: la del enfrentamiento del Deseo y la
Ley, y su dialéctica de sorpresas esperadas. Siempre diferente, la historia es
siempre la misma.
Por otra parte, todo filme de ficción, en un mismo movimiento, debe dar la
impresión de un desarrollo regulado y de una aparición debida tan sólo al azar, de
modo que el espectador se encuentre ante él en una posición paradójica: poder y
no poder prever la continuación, querer conocerla y no quererlo. Desarrollo
programado y aparición inesperada están regulados en su intrincación por la
institución cinematográfica, son parte de ella: dependen de lo que se llama los
códigos narrativos.
En este aspecto, el filme de ficción se parece a un ritual: debe conducir al
espectador al desvelamiento de una verdad o de una solución, a través de un cierto
número de etapas obligadas, de vueltas necesarias. Una parte de los códigos
narrativos tiende a regular este avance ralentizado hacia la solución y el final de la
historia, avance en el que Roland Barthes veía la paradoja de todo relato: conducir
al desarrollo final, rechazándolo continuamente. El avance del filme de ficción está
modulado en su conjunto por dos códigos: la intriga de predestinación y la frase
hermenéutica.
La intriga de predestinación consiste en dar, en los primeros minutos del
filme, lo esencial de la intriga y su resolución, o al menos la resolución esperada.
Thierry Kuntzel ha destacado el parentesco que existe entre esta intriga de
predestinación y el sueño-prólogo que presenta de forma muy condensada y
alusiva lo que un segundo sueño desarrollará después.
Este procedimiento narrativo es, al contrario de lo que se suele creer, muy
frecuente en películas con enigma, pues lejos de «matar» el suspense, lo refuerza.
En Perdición, de Billy Wilder (1944), el héroe proporciona de entrada la solución del
enigma: él es el asesino; ha matado por una mujer y por dinero y a fin de cuentas
ambos se le han escapado de las manos.
La intriga de predestinación, que da su orientación a la historia y al relato
fijando de algún modo la programación, puede figurar explícita (caso de Perdición),
alusiva (bajo la forma de algunos planos en los créditos) o implícitamente, como en
las películas que empiezan por una «catástrofe» y dejan sobreentender que más
adelante conoceremos las razones y el mal será reparado (volveremos sobre este
punto al tratar sobre las funciones).
Una vez anunciada la solución, trazada la historia y programado el relato,
interviene todo un arsenal de demoras, dentro de lo que Roland Barthes llama la
«frase hermenéutica»; consiste en una secuencia de etapas de relevo que nos
conducen de la puesta a punto del enigma a su resolución a través de falsas pistas,
trampas, suspenses, revelaciones, vueltas y omisiones.
En Crimen perfecto, de Alfred Hitchcock (1953), en el momento en que el
asesino a sueldo ocasional está a punto de entrar en el apartamento de la víctima,
la serie de planos se establece de forma que produzca la sensación de una perfecta
concordancia entre el tiempo diegético y el tiempo del relato. Pero el montaje, que
sigue las reglas tradicionales para mostrar cómo se atraviesa una puerta, y que por
tanto instaura una continuidad, «salta» un gesto del asesino, gesto que será más
tarde la solución de una parte del enigma.

Dos ejemplos de efectos de predestinación extraídos de los créditos de El


sueño eterno, de Howard Hawks (1946), que anuncian la formación ulterior de la
pareja.

Otros ejemplos de predestinación: dos imágenes de Las cacerías del conde


Zaroff (El malvado Zaroff), de E. B. Schoedsack (1932)…
… anunciadas en el primer letrero de los créditos por la foto del aldabón;
una imagen de la caza final.
Estos frenos al avance de la historia forman parte de una especie de
programa anti-programa. Programa, puesto que pide ser regulado en su desarrollo
para ir librando poco a poco las informaciones necesarias al desvelamiento de la
solución: el escalonado de frenos constituye una especie de sintaxis que regula la
disposición (de ahí el término de «frase» en la expresión de Roland Barthes). Anti-
programa, en cuanto que su función es la de frenar el avance hacia la solución
fijada por la intriga de predestinación. Intriga de predestinación y frase
hermenéutica son los dos programas, y cada una el anti-programa de la otra.
Por este juego de contenciones y de contrarios, el filme puede dar la
apariencia de una progresión que nunca está asegurada y que se debe al azar, y
simular que se somete a una realidad en bruto, no determinada por nada, mientras
que el trabajo de la narración consiste en quitar importancia, dar naturalidad a esta
intriga programada a golpes. Lo verosímil también ocupa su lugar en esta
construcción: volveremos en la parte dedicada a este punto.
En Ouai des brumes, Marcel Carné (1938), el desertor Jean entrega su
uniforme militar (que podría denunciarle) a Panamá, dueño de un bar en el que la
discreción es la regla. Panamá, como medida de prudencia, lo tira al fondo del mar.
Este gesto se inscribe en un primer programa en vías de realizarse: la huida de Jean
en un barco.
Pero las ropas son dragadas por la policía al mismo tiempo que un cadáver,
de modo que se acusa a Jean de asesinato. El primer programa es contrarrestado y
da lugar a un segundo: ¿arrestará la policía a Jean antes de que embarque? En
realidad, Jean será abatido por un bandido celoso.
En el cine, la impresión de surgimiento y de fragilidad de los «programas»
está acentuada por el propio significante cinematográfico, puesto que un plano
expulsa a otro, como una imagen echa a la otra, sin que la siguiente se conozca de
antemano. Tenue y frágil, la imagen en movimiento se presta particularmente bien
a este juego de los dos programas.
Si el género policíaco es uno de los más prolíficos en el cine, no es, desde
luego, por azar, sino porque el enigma encuentra un apoyo en la materia de la
expresión que le conviene en particular: la imagen en movimiento, es decir, la
imagen inestable.
Señalemos por otro lado la relación que existe entre el código narrativo de
las demoras y el fetichismo: los dos se articulan sobre el «justo-adelante», sobre la
demora del desvelamiento de la verdad.
La economía de este sistema narrativo (y se trata de economía, puesto que
intenta regular la entrega de informaciones) es notablemente eficaz gracias a su
estricta ambivalencia. Permite que el espectador pueda temer y esperar al mismo
tiempo. En el western, por ejemplo, si el héroe es herido por los bandidos, la escena
es un freno en relación con la línea directriz de la intriga que exige su victoria: es
un elemento de antiprograma. Pero al mismo tiempo, esta escena resulta para el
espectador el anuncio lógico de la escena inversa que sucederá más adelante, en la
que el héroe se vengará de sus agresores: es un elemento de programa positivo.
El sistema permite igualmente lo patético por la vía indirecta del principio
de la «ducha escocesa». Un cineasta como John Ford ha erigido en regla la
alternancia de escenas de alegría con escenas de violencia, de manera que el
espectador quede sometido a sentimientos extremos (que le hacen perder de vista
lo arbitrario del relato) pero al mismo tiempo se sienta impaciente por conocer las
imágenes que siguen y deben confirmar o disminuir lo que está a punto de ver. En
el cine, el espectador no tiene, como el lector de novelas que quiere asegurarse, el
recurso de saltar hasta el final del capítulo para verificar de qué forma se cumple el
programa.
2.4.2. Las funciones

Ya hemos dicho que el filme de ficción tenía algo de ritual, dado que la
historia que transmite obedece a unos programas. Es también un ritual porque
reconduce sin cesar la misma historia, o como mínimo las intrigas sobre las que se
construye pueden ser esquematizadas en un número restringido de redes. El filme
de ficción, como el mito o el cuento popular, se apoya en unas estructuras básicas
cuyo número de elementos está acabado y cuyas combinaciones son limitadas.
Para convencerse basta con tomar cuatro películas completamente distintas
las unas de las otras (dentro del cine clásico americano) como Centauros del desierto,
El sueño eterno, Swing Time y Recuerda, respectivamente de John Ford (1956),
Howard Hawks (1946), George Stevens (1936) y Alfred Hitchcock (1945). Su acción
sucede en circunstancias y situaciones diferentes, con temas y personajes muy
diversos. Pero su intriga puede resumirse, esquematizada, según un modelo
común a las cuatro: el héroe (o la heroína) debe arrancar a otro personaje de la
influencia de un medio hostil.
Puede considerarse pues que el cine de ficción, más allá de las infinitas
variaciones, está constituido por elementos invariables, sobre el modelo de las
funciones señaladas por Vladimir Propp para el cuento popular ruso o los mitemas
definidos por Claude Lévi-Strauss para los mitos. Vladimir Propp define las
funciones de la siguiente manera:
«Los elementos constantes, permanentes del cuento, son las funciones de los
personajes, sean cuales fueren esos personajes y sea cual fuere la manera en que
esas funciones se cumplen».
En los ejemplos que acabamos de citar, un personaje ha sido «secuestrado» o
capturado (por los indios, por los gangsters, por un rival amoroso o por… el
inconsciente). El héroe debe realizar un contra-secuestro para devolver al personaje
a un medio «normal» (exterminando a los indios, desmantelando la banda,
ridiculizando al rival o… volviendo consciente el inconsciente). Las situaciones, los
personajes o las modalidades de acción varían: las funciones quedan, son idénticas.
Esto no quiere decir que las funciones del filme de ficción sean estrictamente
las mismas que las del cuento maravilloso: tienen los mismos caracteres y casi
siempre se acercan mucho, pero han sido «secularizadas».
Las funciones se combinan entre ellas dentro de las secuencias
constituyendo mini-programas, puesto que una arrastra a la otra (y así
sucesivamente) hasta la clausura que significa la vuelta a un estado inicial o el
acceso al estado deseado. La «maldad» (asesinato, robo, separación…) implica,
hacia atrás en la historia, una «situación inicial» presentada como normal y como
buena, y hacia delante, «la reparación de la maldad». Igualmente la función
«partida» reclama la función «vuelta».
Desde este punto de vista, toda historia es homeostática: se limita a referir la
reducción de un desorden, lo vuelve a su lugar. Más fundamentalmente, puede ser
analizada en términos de disyunción y de conjunción, de separación y de unión. A
fin de cuentas, una historia está hecha de disyunciones «abusivas» que dan lugar,
por transformaciones, a conjunciones «normales», y de conjunciones «abusivas»
que llaman a disyunciones «normales». Este esquema estructural, que podría servir
para analizar o al menos esquematizar cualquier tipo de intriga, puede incluso
funcionar solo, de manera depurada, sin el ropaje de la ficción tradicional (sobre
este punto, véase «Narrativo/No narrativo», pág. 92).
A través de este tipo de análisis, se comprende Todo el peso ideológico que
representa este tipo de ficción: se trata de representar como normal un orden social
dado, que debe mantenerse como está cueste lo que cueste.
La historia del cine de ficción está construida, como la del cuento ruso y la
del mito, a partir del ensamblaje de secuencias de funciones.
Para evitar la confusión con la expresión cinematográfica «secuencia», que
designa un conjunto de planos, preferimos utilizar el término «secuencia-
programa» para designar lo que Vladimir Propp entendía en literatura por
«secuencia».
Estas secuencias-programa pueden generarse las unas en las otras; cada
nueva maldad, falta o necesidad arrastra una nueva secuencia-programa: es el caso
de los folletines o las películas de sketchs. Es mucho más frecuente que una nueva
secuencia-programa comience antes que la precedente se haya terminado. Se
consigue entonces un encaje entre esas unidades que no conoce límite, salvo rizar
el rizo y concluir la primera secuencia-programa.
Este procedimiento de interrupción de un programa por otro forma parte,
evidentemente, de la frase hermenéutica, y se emplea particularmente en películas
de suspense o de misterio. En Sin conciencia, de B. Windust y R. Walsh (1951), filme
que se juega en tres tiempos diegéticos diferentes (presente, pasado cercano,
pasado lejano), la encuesta, las relaciones de la policía y los problemas de los
gangsters no dejan de interrumpirse los unos a los otros, bajando de nivel en nivel
antes de «remontar» hasta las primeras secuencias-programa.
Pero el procedimiento sirve también en la comedia: es conocido el gag, muy
estimado por Buster Keaton o Jerry Lewis, en que, para reparar un error, se comete
un segundo que a su vez se quiere reparar, y se comete un tercero…
Finalmente, dos secuencias-programa diferentes pueden tener un fin común:
por ejemplo, en el cine de aventuras, si el héroe sale vencedor de las pruebas
conquista al mismo tiempo a la chica.
La historia que cuenta el cine de ficción aparece así bajo la forma de un
mecano: las piezas están determinadas de una vez por todas, y tienen un número
limitado, pero pueden conseguir un número bastante elevado de combinaciones
diferentes. La elección y la ordenación quedan relativamente libres.
Si la instancia narrativa tiene una libertad restringida para la organización
interna y la sucesión de las secuencias-programa, es, por el contrario, enteramente
libre de escoger la manera en que se han de llenar las funciones o fijar los atributos
y los caracteres de los personajes. Esta libertad es la que permite revestir de un
aspecto siempre nuevo el juego regulado y limitado del mecano.
2.4.3. Los personajes
Vladimir Propp sugería llamar actantes a los personajes, que para él no se
definían por su status social o su psicología, sino por su «esfera de acción», es
decir, por el haz de funciones que cumplen en el interior de una historia. A
continuación, A.-J. Greimas propone llamar actante al que tan sólo cubre una
función, y actor al que, a través de toda la historia, cubre varias. Propp destacaba
ya que un personaje puede cubrir varias funciones y que una función puede ser
alcanzada por varios personajes.
Greimas construye un modelo actancial con seis términos: encontramos el
Sujeto (que corresponde al héroe), el Objeto (que puede ser la persona en busca de
la que parte el héroe), el Destinador (el que fija la misión, la tarea o la acción que
hay que cumplir), el Destinatario (el que recogerá el fruto), el Oponente (encargado
de dificultar la acción del Sujeto) y el Ayudante (que, al contrario, le ayuda). Está
claro que un solo y único personaje puede ser simultáneamente, o
alternativamente, Destinador y Destinatario, Objeto y Destinador…
En el cine negro, el personaje de la chica es a la vez Objeto (de la encuesta).
Ayudante (ayuda al héroe en su tarea) y Oponente (puesto que es ella la que trama
todo y la que se encarga de enredar las pistas). Por otro lado, en Río Bravo, Howard
Hawks (1959), el Sujeto está representado por cuatro personajes diferentes: el
sheriff y sus tres ayudantes. Sin embargo, se les puede considerar a los cuatro
como un solo personaje.
Si los actantes tienen un número finito y permanecen invariables, los
personajes tienen un número casi infinito, puesto que sus atributos y su carácter
pueden variar sin que se modifique su esfera de acción. Contrariamente, pueden
permanecer aparentemente idénticos cuando su esfera se modifica.
Así, el pistolero (Oponente) puede estar caracterizado como procedente de
los bajos fondos, brutal y grosero, o como un ser distinguido y refinado. El
personaje del indio, conservando lo esencial de sus atributos y su caracterización,
ha visto su esfera de acción evolucionar relativamente en el western: simple
máquina de masacre en algunos filmes, en otros ha podido convertirse en un
Sujeto con funciones positivas. En particular es reveladora la comparación entre la
representación de los indios en La diligencia (1939) y El gran combate (1964), ambas
de John Ford.
Lo que se llama ordinariamente la riqueza psicológica de un personaje suele
tener su origen en la modificación del haz de funciones que cubre, modificación
que no se opera en relación con la realidad, sino por referencia a un modelo
preexistente del personaje en el que ciertas afinidades actanciales, generalmente
admitidas, se encuentran abandonadas en provecho de combinaciones inéditas.
En el nivel del modelo actancial, el personaje de ficción es un operador,
puesto que debe asumir, a través de las funciones que cubre, las transformaciones
necesarias para el avance de la historia. Asegura por igual la unidad, más allá de la
diversidad de funciones y de polos actanciales: el personaje del filme de ficción es
un poco el hilo conductor, tiene un papel de homogeneización y de continuidad.
Si el modelo actancial, elaborado en relación a la literatura, puede ser
aplicado al personaje del cine de ficción, hay como mínimo un punto en el que este
último se diferencia del personaje de novela o incluso del teatral. El novelesco sólo
es un nombre propio (un nombre vacío) sobre el que se cristalizan los atributos, los
rasgos de carácter, los sentimientos y las acciones. El personaje de teatro se sitúa
entre el de novela y el de cine: un ser de papel de la obra escrita, que se encuentra
episódicamente encarnado por este o aquel comediante. Sucede a veces que un
personaje de teatro conserva la marca de un comediante: así en Francia, el
personaje del Cid está unido a Gérard Philipe y el del Avaro (Harpagon) a Charles
Dullin.
En el cine, por varias razones, la situación es diferente. De entrada, el guión
casi en ningún caso tiene existencia para el público: si llega a ser conocido es
siempre después de la proyección del filme: el personaje sólo existe en la pantalla.
A continuación, el personaje existe una única vez, en una película que, una vez
filmada, no conoce ninguna variación, mientras que en el teatro, la «encarnación»
varía de un actor a otro, o incluso en un mismo actor, de una representación a otra.
El personaje del cine de ficción tampoco existe bajo los rasgos de un actor (salvo el
caso, relativamente raro en la producción cinematográfica, de los remakes), y con
el agravante de una única interpretación: la de la toma conservada en el montaje
definitivo del filme distribuido. Si es evidente que nadie dirá «Gérard Philipe»
para hablar del Cid, es muy frecuente nombrar al actor para hablar de un personaje
determinado de una película: recuerdo perfectamente que en Los sobornados, de
Fritz Lang (1953), es Lee Marvin quien lanza café hirviendo a la cara de su
cómplice Gloria Grahame, pero he olvidado por completo los nombres de los
personajes. Esto se debe a que el personaje del cine de ficción no tiene existencia
fuera de los rasgos físicos del actor que lo interpreta, salvo en el caso, generalmente
episódico, en que un personaje es nombrado cuando aún no ha aparecido en la
imagen.
El estatuto del personaje, en el cine, viene del star-system, en sí mismo
intrínseco al funcionamiento de la institución cinematográfica (véase la obra de
Edgar Morin, Las estrellas). El star-system, llevado hasta la cumbre por el cine
americano pero presente en todo cine comercial, se define doblemente por sus
aspectos económico y mitológico: el uno arrastra al otro. El cine es una industria
que mueve grandes capitales: intenta por tanto rentabilizar al máximo sus
inversiones. Esto conduce a una doble práctica: por una parte la contratación de
actores que de este modo se atan a una firma en exclusiva, y por otra la reducción
de los riesgos fijando una imagen de los actores. Si un actor se muestra eficaz en un
tipo de papel o de personaje en particular, se tenderá a repetir la operación en las
películas siguientes para asegurar el ingreso. De ahí el aspecto mitológico: al
convertirlo en star, se forja para el actor una imagen de marca. Esta imagen se
alimenta a la vez de los rasgos físicos del actor, de sus actuaciones fílmicas
anteriores o potenciales, y de su vida «real» o supuesta. El star-system tiende a
hacer del actor un personaje incluso fuera de la realización fílmica: el personaje del
filme toma cuerpo a través de este otro personaje que es la star.
Si el personaje de ficción gana sobre el real, puesto que se apoya a la vez
sobre el personaje de la star y sobre sus papeles precedentes, el actor puede perder
realidad: sin hablar de Marilyn Monroe, Bela Lugosi acabó por creerse los
personajes satánicos de sus filmes, y quizá Johnny Weismuller entró en el hospital
psiquiátrico bajo los rasgos de Tarzán.
En consecuencia, el star-system empuja a la organización de la ficción
alrededor de un personaje central o de una pareja central, dejando en la sombra los
demás. Es plenamente coherente con el sistema el que muchos guiones se escriban
para un actor, en función de él: el personaje se «corta a la medida». Se sabe también
que algunos contratos de actores estipulan no sólo el número de planos que le
deberán estar dedicados en el filme, sino también ciertos caracteres obligatorios de
los personajes que deben interpretar: se conoce la historia de Buster Keaton, a
quien le estaba prohibido reír, o de Jean Gabin, a quien, en los contratos de antes
de la guerra, se le exigía siempre que muriera al final. La imagen de la star
alimenta continuamente la caracterización del personaje pero, a cambio, el
personaje alimenta la imagen de la star.
3. El realismo en el cine

Cuando se aborda la cuestión del realismo en el cine, es necesario distinguir


entre el realismo de los materiales de expresión (imágenes y sonidos) y el de los
temas de los filmes.
3.1. El realismo de los materiales de expresión

Entre todas las artes y los modos de representación, el cine aparece como
uno de los más realistas, puesto que puede reproducir el movimiento y la
duración, y restituir el ambiente sonoro de una acción o de un lugar. Pero la sola
formulación de este principio demuestra que el realismo cinematográfico no se
valora más que en relación con otros modos de representación y no en relación con la
realidad. Hoy se ha superado el tiempo de la creencia en la objetividad de los
mecanismos de reproducción cinematográfica y del entusiasmo de Bazin, que veía
en la imagen del modelo el modelo mismo. Esta creencia en la objetividad se
fundaba a la vez en un tonto juego de palabras (a propósito del objetivo de la
cámara) y en la seguridad de que un aparato científico como la cámara tenía que
ser necesariamente neutro. Pero esta cuestión se ha examinado suficientemente en
el capítulo «El filme como representación visual y sonora» (pág. 19) para que sea
inútil repetir aquí todos los argumentos.
Basta recordar que la representación cinematográfica (que no viene sólo de
la cámara) sufre una serie de coacciones, que van de las necesidades técnicas a las
necesidades estéticas. Está subordinada al tipo de película empleada, al tipo de
iluminación disponible, a la definición del objetivo, a la necesaria selección y
jerarquización de los sonidos, al igual que está determinada por el tipo de montaje,
el encadenamiento de secuencias y la realización. Todo ello requiere un vasto
conjunto de códigos asimilados por el público para que la imagen que se presenta
se considere parecida en relación a una percepción de la realidad. El «realismo» de
los materiales de la expresión cinematográfica es el resultado de gran número de
convenciones y reglas, que varían según las épocas y las culturas. No es preciso
recordar que el cine no fue siempre sonoro, ni en color, e incluso, cuando fue
sonoro y en color, el realismo de los sonidos y los colores se ha ido modificando
singularmente a lo largo de los años: el color de las películas de la década de 1950
parece hoy exagerado; el que se puede ver en las películas de principios de la
década de 1980, con su recurso sistemático al pastel, se debe principalmente a una
moda. Pero, en cada etapa (mudo, blanco y negro, color), el cine no ha dejado de
ser considerado realista. El realismo aparece como una victoria de la realidad
(véase sobre este punto el capítulo «El montaje», pág. 73) en relación a un estadio
anterior del modo de representación. Pero esta victoria es absolutamente
desechable por las innovaciones técnicas y también porque la propia realidad no se
alcanza jamás.
3.2. El realismo de los temas de los filmes

Cuando se habla de realismo cinematográfico, se entiende tanto el de los


temas como su tratamiento; por ello se califica de «realismo poético» un
determinado cine francés de antes de la guerra, o de «neorrealismo» ciertos filmes
italianos de la Liberación.
El neorrealismo es un ejemplo particularmente evidente de la ambigüedad
de este término.
Como toda denominación de escuela, el neorrealismo es una creación de la
crítica, que ha erigido en modelo teórico la convergencia de algunos títulos, cuyo
número aparece hoy bastante limitado. Entre las películas de Roberto Rossellini
(Roma, ciudad abierta, 1946; Paisa, 1946), de Vittorio De Sica (El limpiabotas, 1946; El
ladrón de bicicletas, 1948), de Luchino Visconti (La terra trema, 1948); Bellissima, 1950),
de Federico Fellini (Los inútiles, 1953; Almas sin conciencia, 1955), lo que más se
señala hoy son precisamente las diferencias estilísticas.
Para André Bazin, su defensor e ilustrador, el neorrealismo podía definirse
por un haz de rasgos específicos, más relacionados con el conjunto de la
producción cinematográfica tradicional que con la propia realidad. Según él, esta
«escuela» se caracterizaba por un rodaje en exteriores o en decorados naturales (en
oposición al artificio del rodaje en estudio), por recurrir a actores no profesionales
(en oposición a las convenciones «teatrales» de la interpretación de los actores
profesionales) y a guiones inspirados en las técnicas de la novela americana,
utilizando personajes sencillos (en oposición a las intrigas clásicas demasiado bien
«trazadas» y a los héroes extraordinarios) con una acción enrarecida (en oposición
a los acontecimientos espectaculares del filme comercial tradicional). Finalmente, el
cine neorrealista era un cine sin grandes medios que escapaba a las reglas de la
institución cinematográfica, en oposición a las superproducciones americanas o
italianas de antes de la guerra.
Este es, pues, el conjunto de elementos que para André Bazin definían el
neorrealismo, pero todos, separadamente o en su interacción, son criticables.
En los filmes que Bazin toma como ejemplo, el rodaje en exteriores o en
decorados naturales era parcial: muchas escenas rodadas en estudio, mezcladas
después con escenas de decorados naturales, pasaban como rodadas en los lugares
reales. Además, el rodaje en exteriores o en decorados naturales no es en sí mismo
un factor de realismo; hay que añadir un factor social al decorado para que se
transforme: barrio pobre, lugar desierto, pueblo de pescadores, barrio extremo…
Pero en este caso, los decorados de estudio de Avaricia, de Eric von Stroheim
(1924), son tan realistas como los decorados naturales de estas películas italianas.
El recurso a los actores no profesionales, tan «naturales» como el decorado,
puesto que se supone que viven, es también limitado y medianamente «traficado».
Que sean no profesionales no impide que interpreten, es decir, que representen
una ficción, incluso si esta ficción se parece a su vida real, y que por tanto estén
obligados a plegarse a las convenciones de la representación. Por otro lado, hay
que añadir que se doblaban en estudio por actores profesionales, lo que nos
permite probar que su expresión «realista»… no lo era tanto. Además, los actores
no profesionales sólo representaban una parte del reparto, ya que el filme incluía
igualmente actores profesionales. Por último, su selección en los lugares de rodaje
y las numerosas repeticiones de tomas que exigía su amateurismo elevaban de
manera singular el costo de la producción, lo que contradice (junto con otros
elementos, en particular el recurso al estudio para el rodaje y el doblaje) el último
punto de la «definición» baziniana en lo que respecta a la economía de medios
técnicos de este tipo de películas: se trata de una apariencia, intencionada, de
economía de medios, al igual que es una apariencia de la realidad la del estudio. El
neorrealismo trataba de borrar la institución cinematográfica como tal, de hacer
desaparecer las señales de la enunciación. Procedimiento muy «clásico», del que
hemos visto varios ejemplos en el filme de ficción tradicional.
En cuanto a la historia no-dramática, aunque el cine neorrealista abandona
la espectacularidad y adopta un ritmo de acción más lento, no por eso deja de
recurrir a la ficción, en la que los individuos son personajes, cuya tipología surge
de determinada representación social cuyos fundamentos nada tienen de
propiamente realista: marginado, obrero modelo, pescador siciliano… Por otra
parte, la caracterización de los personajes ha cambiado, pero sus funciones quedan
siempre iguales: tanto da que el héroe parta en busca de su bicicleta robada, como
que intente recuperar el secreto atómico que un espía se dispone a entregar al
extranjero: siempre hay una «búsqueda», que sigue a una «maldad» que ha
trastornado una «situación inicial». La ficción se ve más realista cuanto menos
«rosa» parece (populismo, tema social, fin decepcionante o pesimista), y más si
rechaza ciertos convencionalismos. Pero este abandono conduce a la instauración
de nuevos convencionalismos.
El entusiasmo de Bazin por esta «nueva» forma de cine le empuja a alguna
exageración, como cuando exclama, a propósito de Ladrón de bicicletas, de Vittorio
de Sica (1948): «No más actores, no más historia, no más puesta en escena; por fin
la ilusión estética perfecta de la realidad: no más cine». Hay que tomar este «no
más cine» sólo en la acepción peyorativa de «eso es cine», es decir, una
representación en la que las convenciones se han vuelto demasiado aparentes para
ser aceptables y «naturalizadas», y se denuncian como tales. Desde este punto de
vista, el tiempo iba a demostrar de manera muy rápida que el neorrealismo
aparecería también como «cine».
Esta otra declaración de Bazin nos parece más justa: «Se puede clasificar, si
no jerarquizar, los estilos cinematográficos en función del incremento de realidad
que representan. Por tanto, llamaremos realista todo sistema de expresión, todo
procedimiento del relato que tienda a aumentar la apariencia de realidad en la
pantalla». Esta definición exige precisar que el factor «más realidad» se estima en
relación con un sistema de convenciones que ahora se juzga caduco. La «ganancia
de realidad» tan sólo sirve para la denuncia de convenciones, pero como antes
hemos indicado, esta denuncia va pareja a la instauración de un nuevo sistema
convencional.
El neorrealismo y su posteridad:
Roma, ciudad abierta, de R. Rossellini (1944-1946)

El limpiabotas, de V. de Sica (1946)

El ladrón de bicicletas, de V. de Sica (1948).

Umberto D. de Vittorio de Sica (1952).

Salvatore Giuliano, de Francesco Rosi (1961).

3.3. Lo verosímil

Lo verosímil se refiere a la relación de un texto con la opinión pública, a su


relación con otros textos y también al funcionamiento interno de la historia que
cuenta.
3.3.1. Lo verosímil y la opinión pública
Lo verosímil puede, de entrada, definirse en su relación con la opinión
pública y las buenas costumbres: el sistema de lo verosímil se dibuja siempre en
función de la decencia. Sólo se juzgará verosímil una acción que puede ser
asimilada a una máxima, es decir a uno de esos modelos prefijados que, bajo la
forma de imperativos categóricos, expresan lo que es la opinión pública. En un
western, por ejemplo, no nos sorprende ver al héroe dedicado exclusivamente a
perseguir al que ha matado a su padre, porque «el honor de la familia es sagrado»,
o, en un filme policíaco, ver al detective empeñarse contra viento y marea en
descubrir al culpable, porque «hay que ir hasta el final de lo que se empieza».
En consecuencia, lo verosímil constituye una forma de censura puesto que
restringe, en nombre de la decencia, el número de posibilidades narrativas o de
situaciones diegéticas imaginables. Por eso una buena parte de la crítica y del
público ha juzgado dos filmes de Louis Malle como inverosímiles, porque
presentaban personajes paradójicos: una joven madre equilibrada que inicia a su
hijo en los asuntos del amor (Le souffle au coeur, 1971), y una adolescente, a la vez
ingenua y astuta, que se prostituye (La pequeña, 1978). Lo paradójico es a menudo
inverosímil porque va en contra de la opinión pública, de la doxa. Pero ésta puede
variar, y lo verosímil con ella.
3.3.2. El sistema económico de lo verosímil

Lo verosímil consiste en una serie de reglas que afectan las acciones de los
personajes, en función de máximas a las que pueden ser asimiladas. Estas reglas,
tácitamente reconocidas por el público, se aplican pero nunca se explican, ya que la
relación de una historia al sistema verosímil al que se somete es por esencia una
relación muda. El tiroteo final de los westerns responde a reglas muy estrictas que
se deben respetar si no se quiere que el público juzgue la situación inverosímil o al
director demasiado atrevido. Pero nada explica, ni en el western ni en la realidad,
que el héroe tenga que avanzar solo por en medio de la calle principal y esperar
que su adversario desenfunde.
Por otro lado, se estima verosímil lo que es previsible. Por el contrario, se
juzgará inverosímil lo que el espectador no puede prever, sea por la historia o por
la máxima, y la acción «inverosímil» aparecerá como un golpe de fuerza de la
instancia narrativa para conseguir sus fines. Por ejemplo, si no se quiere que la
llegada salvadora de la caballería a la granja asediada por los indios parezca
inverosímil, se cuidará de introducir en el relato algunas escenas que indiquen que
el fuerte no está lejos y que su comandante está al tanto de lo que sucede. Lo
verosímil está ligado a la motivación en el interior de la historia de las acciones
emprendidas. Por tanto, toda unidad diegética tiene siempre una doble función:
una inmediata y otra a largo término. La inmediata varía, pero la función a largo
término es la de preparar discretamente la llegada de otra unidad a la que servirá
de motivación.
En La chienne, de Jean Renoir (1931), Maurice quiere tener una explicación
calmada con su amante, que le engaña. Mientras que Maurice razona, Lulú abre,
con ayuda de una plegadera, las páginas de un libro. Esta acción es verosímil
puesto que Lulú se nos ha presentado como una ociosa: por eso su ociosidad
motiva el leer en la cama y usar una plegadera.
Pero Maurice, enfadado, la mata con ayuda de la plegadera; el asesinato es
verosímil porque el personaje tiene razones «psicológicas» y morales y además, el
arma del crimen se encontraba «por casualidad» y «de modo natural» en el lugar.
«Cortar las páginas de un libro» tiene por función inmediata significar la
desenvoltura y la futilidad de Lulú, y por función a largo término, conducir
«naturalmente» al asesinato.
Si en la diégesis, las causas son las que parecen determinar los efectos, en la
construcción del relato, los efectos determinan las causas. En el ejemplo que
acabamos de dar, Maurice no mata a Lulú con una plegadera porque ella la está
usando, sino que ella la usa porque va a ser matada por Maurice. Con este giro, el
relato gana en economía en varios sentidos. Gana, primero, por la doble función de
la unidad diegética que, en cierto modo, sirve dos veces en lugar de una. Gana
también porque una unidad puede ser sobredeterminada o sobredeterminante:
puede servir de punto de reclamo de varias unidades seguidas diseminadas en el
relato, o ser ella misma llamada por otras unidades precedentes. Gana por el
trastorno de la determinación narrativa de la causa por el efecto, en una
motivación diegética del efecto por la causa. Encuentra la manera de transformar la
relación artificial y arbitraria establecida por la narración en una relación verosímil
y natural establecida por los hechos diegéticos. Desde esta óptica, lo verosímil es
un medio de naturalizar lo arbitrario del relato, de realizarlo (en el sentido de
hacerlo pasar por real). Para decirlo según la fórmula de Gérard Genette, si la
función de una unidad diegética es aquello para lo que sirve, su motivación es lo que
necesita para disimular su función. En los casos más conseguidos de relato
«transparente», «lo verosímil es una motivación implícita que no cuesta nada»
puesto que, salida de la opinión pública y de las máximas convenidas, no tiene por
qué estar inscrita en el relato.
3.3.3. Lo verosímil como efecto de corpus

Si lo verosímil se define en relación con la opinión pública o con las


máximas, se define también (de forma paralela) en relación con los textos, dado
que éstos tienden siempre a segregar una opinión pública por su convergencia. Lo
verosímil de un filme depende mucho de los realizados anteriormente: se juzgará
verosímil lo que se habrá visto en una obra anterior. Señalábamos antes que en
algunos casos la paradoja era inverosímil, pero esto es cierto sólo en el momento
de su primera o primeras apariciones en las películas: desde el momento en que se
repite en varias películas, se convertirá en normal, en verosímil.
Si nos atenemos a la verosimilitud de los personajes, ya hemos visto que, en
el juego de interferencias entre actor y personaje, lo verosímil del segundo debía
mucho a las actuaciones previas del primero, y a la imagen que como star se ha
forjado: el personaje rocambolesco interpretado por Jean Paul Belmondo en Yo
impongo mi ley a sangre y fuego, de Georges Lautner (1978) no «se sostiene», es
verosímil sólo porque Belmondo ha interpretado este tipo de personaje en
numerosos filmes anteriores. El personaje de joven asocial que prolifera en las
películas francesas de finales de la década de 1970, consigue en parte su éxito y su
verosimilitud gracias a unos datos sociológicos ligados a un período de crisis
económica. Pero esta transformación cinematográfica del joven, del anarquista, del
parado, del fracasado y del izquierdista (con unos restos de hippy), es sobre todo
verosímil debido a su recurrencia en varios filmes de esta época. Su éxito no
proviene de su verosimilitud: su verosimilitud es la que procede de su éxito, y
puede ser analizada en términos de ideología (y no en términos de realidad).
Lo verosímil se establece no en función de la realidad, sino en función de
textos (filmes) ya establecidos. Surge más del discurso que de la verdad: es un
efecto de corpus. Por ahí, se funde con la reiteración del discurso, ya sea a un nivel
de opinión pública o al de un conjunto de textos: precisamente por esta razón es
siempre una forma de censura.
En consecuencia, está claro que los contenidos de las obras se deciden
mucho más en relación con las obras anteriores (su continuación o su encuentro)
que con una observación de la realidad «más justa» o «más verdadera». Lo
verosímil debe ser entendido como una forma (es decir, una organización) del
contenido trivializado siguiendo los textos. Sus cambios y su evolución son
función del sistema de verosimilitud anterior: el personaje del «joven asocial» es
sólo una nueva transformación del voyou de los decenios precedentes, personaje
cuya importancia cinematográfica era mucho mayor que la sociológica. Dentro de
esta evolución de lo verosímil, el nuevo sistema aparece «verdadero» porque el
antiguo ha sido declarado caduco y denunciado como convencional. Pero el nuevo
sistema también lo es.
3.4. El efecto-género

Si lo verosímil es un efecto de corpus, será mucho más sólido en el conjunto de


una larga serie de filmes próximos, por su expresión y por su contenido, al igual
que en el conjunto de un genero: respecto a lo verosímil, hay un efecto-género. Este
efecto-género tiene una doble incidencia. En primer lugar, por la permanencia de
un mismo referente diegético y por la recurrencia de escenas «típicas», permite
consolidar de filme en filme lo verosímil. En el western, el código del honor del
héroe o la manera de comportarse de los indios, aparece verosímil en parte porque
están fijados (durante un cierto período, las películas de este género conocían sólo
un código del honor y un comportamiento para los indios), pero también porque
son ritualmente repetidos, reiterados de título en título.
El efecto-género permite establecer un verosímil propio de un género
particular. Cada género tiene su verosímil particular: el del western no es el mismo
que el de la comedia musical o el del cine negro. Sería inverosímil que en un
western el adversario del héroe se confesara vencido después de haber sido
ridiculizado en público (cosa perfectamente verosímil en la comedia musical),
mientras sería inverosímil que, en esta última, el adversario se encargara de matar
a quien le ha ridiculizado. Las famosas «leyes del género» sólo son válidas dentro
del mismo género, y únicamente tienen sentido de verosimilitud en el conjunto de
películas que le pertenecen.
Esta doble incidencia del efecto-género es efectiva tan sólo en el caso del
mantenimiento de lo verosímil, mantenimiento necesario para la cohesión del
género. Sin embargo, esto no quiere decir que lo verosímil de un género se haya
fijado de una vez por todas y no conozca variación: es susceptible de evolución en
algunos puntos, a condición de que en otros sea respetado y mantenido. Por
ejemplo, el western ha visto su verosímil singularmente cambiado desde sus
origines. Pero estos cambios (y esto es válido para todos los géneros) tienden más a
la supervivencia de lo verosímil que a un acercamiento más justo de la realidad.
En Duelo en la alta sierra, de Sam Peckinpah (1962), los dos héroes, cazadores
de recompensas, piden un contrato en debida regla y para leerlo atentamente se
ven obligados a ponerse unas gafas. Esta preocupación burocrática y el
envejecimiento parecen más realistas, más verosímiles que el respeto a la palabra y
la eterna juventud del héroe «tradicional», pero esto no impide a los protagonistas
del filme de Peckinpah comportarse según los mismos esquemas (código del
honor, búsqueda de la justicia…) que sus predecesores.
Algunos años más tarde, el western italiano cuestionará a su vez las
convenciones del western moderno (al que pertenece Duelo en la alta sierra) para
establecer otras nuevas.
El efecto-género: tres aspectos del filme negro americano.
Scarface, de H. Hawks (1932).

El último refugio, de R. Walsh (1941).

Sin conciencia, de Raoul Walsh y Bretaigne Windust (1950).

4. La impresión de realidad

Muchas veces se ha insistido en que lo que caracteriza al cine, entre los


modos de representación, es la impresión de realidad que se desprende de la
visión de filmes. Esta «impresión de realidad», cuyo prototipo mítico sería el
estremecimiento que recorrió a los espectadores de la película de Lumière, La
llegada del tren a la estación (1895), ha sido el centro de numerosas reflexiones y
debates sobre cine, que han intentado definir la especificidad (en oposición a la
pintura, a la fotografía…) o definir los fundamentos técnicos y psicológicos de la
impresión misma y analizar sus consecuencias en la actitud del espectador frente al
cine.
La impresión de realidad experimentada por el espectador durante la visión
de una película, proviene primero de la riqueza perceptiva de los materiales fílmicos,
de la imagen y del sonido. Respecto a la imagen cinematográfica, esta «riqueza» se
debe, a la vez, a la definición amplia de la imagen fotográfica (se sabe que una foto
es más «sutil», más rica en información que una imagen de televisión) que presenta
al espectador efigies de objetos con gran lujo de detalles, y a la restitución del
movimiento que les proporciona un cuerpo, un volumen que no tienen en la foto
fija: todos hemos experimentado este aplanamiento de la imagen, esta pérdida de
la profundidad, cuando se produce un paro de imagen durante una proyección.
La restitución del movimiento tiene un lugar importante en la impresión de
realidad, y ha sido particularmente estudiado por los psicólogos del Instituto de
Filmología (A. Michotte van den Berck, Henri Wallon…). Es el resultado de una
regulación técnica del aparato cinematográfico que permite el paso de un cierto
número de imágenes fijas (los fotogramas) en un segundo (18 en tiempos del
mudo, 24 en el sonoro); este paso permite que determinados fenómenos psico-
fisiológicos parezcan dar una impresión de movimiento continuado. Entre estos
fenómenos el phi es de los más destacados: cuando los momentos claros,
espaciados unos de otros, se iluminan sucesiva y alternativamente, se «ve» un
trayecto luminoso continuado y no una sucesión de puntos espaciados: es el
«fenómeno del movimiento aparente». El espectador restablece mentalmente una
continuidad y un movimiento allí donde, en realidad, tan sólo había
discontinuidad y fijación: es lo que se produce en el cine entre dos fotogramas fijos
cuando el espectador llena el vacío existente entre las dos actitudes de un
personaje fijadas por dos imágenes sucesivas.
No hay que confundir el efecto phi con la persistencia retiniana. El primero
tiende a llenar un vacío real, mientras que el segundo se debe a la relativa inercia
de las células de la retina que conservan, durante un corto tiempo, las huellas de
una impresión luminosa (como cuando se cierran los ojos después de haber mirado
fijamente un objeto muy iluminado o se agita vivamente un cigarrillo encendido en
la oscuridad y se «ve» un arabesco luminoso).
La persistencia retiniana no tiene prácticamente ningún papel en la
percepción cinematográfica, al contrario de lo que se afirma a menudo.
Conviene añadir, además, que reproducir la apariencia del movimiento, es
reproducir su realidad: un movimiento reproducido es un movimiento
«verdadero», puesto que la manifestación visual es en los dos casos idéntica.
La riqueza perceptiva propia del cine viene también de la co-presencia de la
imagen y el sonido, que restituye a la escena representada su volumen sonoro (lo
que no sucede ni en la pintura ni en la novela), dando con ello la impresión de que
se ha respetado el conjunto de los datos perceptivos de la escena original. La
impresión es mucho más fuerte si pensamos que la reproducción sonora tiene la
misma «fidelidad fenomenal» que el movimiento.
La riqueza perceptiva de los materiales fílmicos es uno de los fundamentos
de la impresión de realidad que da el cine, y viene reforzada por la posición
psíquica en que se encuentra el espectador en el momento de la proyección. Esta
posición puede ser definida en dos de sus aspectos en cuanto a la impresión de
realidad: consciente de estar en una sala de espectáculos suspende toda acción y
renuncia parcialmente a verificar esta impresión. Además, el filme le bombardea
con impresiones visuales y sonoras (la riqueza perceptiva de que hablamos) en una
oleada continua y presionante (sobre estos puntos, véanse más adelante los
párrafos dedicados a la identificación, págs. 262-288).
Pero, aparte de los fenómenos de percepción ligados al material fílmico y al
estado particular en el que se encuentra el espectador, aún hay otros factores en la
impresión de realidad. Esta se funda también en la coherencia del universo
diegético construido por la ficción. Fuertemente sostenido por el sistema de lo
verosímil, y organizado de manera que cada elemento de la ficción parezca
responder a una necesidad orgánica y obligatoria con respecto a una realidad
supuesta, el universo diegético toma la consistencia de un mundo posible cuya
construcción, lo artificial y lo arbitrario, se han borrado en beneficio de una
aparente naturalidad. Esta, como ya hemos apuntado, proviene del modo de
representación cinematográfica, del paso de la imagen por la pantalla que da a la
ficción la apariencia de un surgimiento de acontecimientos, de una
«espontaneidad» de lo real.
El surgimiento, debido en parte al paso de la imagen, no está en
contradicción con la coherencia, con la consistencia del universo de ficción: es parte
integrante de su construcción. El universo ficcional se hace consistente y da la
impresión de realidad porque parece surgir ante nosotros y estar sometido al azar.
Demasiado previsible y manifiestamente reglamentado, más que una ficción
parecería un artificio sin profundidad.
El sistema de representación icónica, el dispositivo escénico propio del cine
y los fenómenos de identificación primaria y secundaria (en la cámara y en los
personajes; sobre este punto véase más adelante, págs. 263-274, el capítulo
dedicado a este problema, en particular el párrafo «Identificación y estructura»)
hacen que el espectador se integre en la escena representada, y se convierta, en
cierto modo, en partícipe de la situación a la que asiste. Esta inscripción del
espectador en la escena es lo que Jean-Pierre Oudart definía como efecto de lo real,
distinguiéndolo del efecto de realidad. Para él, el efecto de realidad viene del sistema
de representación, y en concreto del sistema perspectivo que el cine heredó de la
pintura occidental, mientras que el efecto de lo real procede de que el lugar del
sujeto-espectador está marcado, inscrito en el interior del sistema representativo,
como si participara del mismo espacio. Esta inclusión del espectador no le deja
percibir los elementos de la representación como tales, sino como si fueran las
propias cosas.
El reforzamiento mutuo de los diferentes factores de la impresión de
realidad ha originado que esta última apareciera durante mucho tiempo como un
elemento básico del cine definitorio de su especificidad. Desde entonces, algunos
teóricos o estéticos del cine, como André Bazin o Amédee Ayfre, han creído poder
erigirla en una norma estética cuya transgresión traicionaría la «ontología de la
imagen cinematográfica» o la «vocación natural» del cine. La ideología de la
transparencia (para este término véase pág. 74) ha llevado a André Bazin a
entusiasmarse con el neorrealismo; esta ideología es también la base implícita de la
mayor parte del discurso crítico tradicional y la opinión según la cual las imágenes
y el lenguaje cinematográfico ofrecen duplicados fieles y naturales de la realidad,
con algunos detalles secundarios.
Contra esta preponderancia de la impresión de realidad y de la
transparencia supuesta de la representación cinematográfica se constituyó, hacia
1970 y en torno a la revista Cinéthique, una corriente crítica en favor de la
deconstrucción. Se trataba de mostrar por una parte la artificialidad de la impresión
de realidad y por otra la importancia ideológica, en el cine de la transparencia, del
camuflaje del trabajo de producción y sus presupuestos, en provecho de una
naturalidad aparente. Esta corriente crítica se volcó sobre un cine materialista que,
en oposición al cine realista-idealista, intentaba contrarrestar los efectos
perspectivos producidos por el objetivo utilizando estructuras espaciales de la
imagen, y con los «raccords en la textura», romper el ordenamiento lineal de los
planos obtenidos en el cine clásico por el uso del raccord «invisible».
A pesar de sus limitaciones (la impresión de realidad no se reduce a la
perspectiva y a la fluidez de los cambios de plano), la corriente en favor de la
deconstrucción habrá tenido el mérito de relanzar la reflexión sobre la impresión
de realidad y una concepción idealista del cine, evitando por otro lado dos
escollos: en primer lugar, la exclusividad del contenido (reducción del sentido de
un filme a sus temas ideológicos explícitos); en segundo lugar, el del formalismo
(autonomía del proceso significante con referencia a todo contenido o toda
ideología).
La reflexión sobre la impresión de realidad en el cine, considerada en todas
sus ramificaciones (determinaciones tecnológicas, fisiológicas y psíquicas en
relación con un sistema de representación y su ideología subyacente) tiene aún hoy
una gran actualidad: por un lado permite desmontar la idea siempre compartida
de una transparencia y una neutralidad del cine respecto a la realidad, y por otro
sigue siendo fundamental para entender el funcionamiento y las reglas de la
institución cinematográfica, concebida como una máquina social de
representación.
Dicho esto, añadiremos que la reflexión sobre la impresión de realidad en el
cine ha ocultado en parte otro aspecto fundamental (no necesariamente
contradictorio con el precedente) de la atención del espectador hacia la imagen
cinematográfica: su «escasa realidad». En efecto, la imagen del cine fascina y
retiene en parte porque oscila entre un estatuto de representación (representar
alguna cosa de manera realista) y la extrema evanescencia de su material (sombras
y ondas). Requiere del espectador que no sea un simple testigo, sino alguien que
invoque intensamente lo representado porque está convencido de la poca
consistencia de la representación.
Lecturas sugeridas

1. El cine narrativo

1.1. El valor social de los objetos representados

METZ, CH.
1972 «Images et pédagogie», «Au-delà de l’analogie, l’image», en Essais sur
la signification au cinéma, tomo 2. Ed. Klincksieck (editado en Análisis de las imágenes,
Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1972).
1.2. La búsqueda de una legitimidad

MITRY, J.
1965 «En quête d’une dramaturgie», en Esthétique et psychologie du cinéma.
Ed. Universitaires, París (traducción castellana en Siglo XXI, Estética y psicología del
cine, Madrid, 1978).
1.3. La oposición «narrativo/no narrativo»

METZ, CH.
1968 «Cinéma moderne et narrativité», en Essais sur la signification au cinéma,
tomo 2, Ed. Klincksieck.
NOGUEZ, D.
1979 Eloge du cinéma expérimental, Centre Georges Pompidou, París.
1.4. «Narrativo / cinematográfico»

BAZIN, A.
1975 «Pour un cinéma impur», en Qu’est-ce que le cinéma?, Ed. du Cerf, París
(traducción castellana en Rialp, ¿Qué es el cine?, Madrid, 1966).
METZ, CH.
1971 «A l’intérieur du fait filmique, le cinéma», en Langage et cinéma. Ed.
Larousse, París (traducción castellana en Planeta, Lenguaje y cine, Barcelona, 1973).
PROPP, V.
1970 Morphologie du conte russe, colección «Points», Ed. du Seuil, París
(traducción castellana en Ed. Fundamentos, Morfología del cuento, Madrid, 1981).
VANOYE, F.
1979 Récit écrit, récit filmique, Ed. CEDIC.
1.5. La metapsicología del espectador

METZ, CH.
1977 Le signifiant imaginaire, colección «10/18», UGE, París (traducción
castellana en Gili, Psicoanálisis y cine. El significante imaginario, Barcelona, 1979).
1.6. La representación social e ideológica

COLECTIVO
1970 «Young Mister Lincoln», en Cahiers du cinéma, número 223, París.
1977 «Le cinéma de l’histoire», en la revista Cultures, UNESCO.
FERRO, M.
1977 Cinéma et Histoire, colección «Médiations», Ed. Denoël-Gonthier, París
(traducción castellana en Gustavo Gili, Cine e historia, Barcelona, 1980).
SORLIN, P.
1977 Sociologie du cinéma, Ed. Aubier.
2. El filme de ficción

2.1. El problema del referente

DUCROT, O. y TODOROV, T.
1972 «Référence», en Dictionnaire encyclopédique des sciences du langage. Ed. du
Seuil (traducción castellana en Siglo XXI, Diccionario enciclopédico de las ciencias del
lenguaje, Buenos Aires, 1975).
2.2. «Relato, narración, diégesis»

BELLOUR, R.
1980 «Enoncer», en L’analyse du film, Ed. Albatros, París.
GENETTE, G.
1969 «Frontières du récit», en Figures II, Ed. du Seuil.
1972 «Discours du récit», en Figures III, Ed. du Seuil.
METZ, CH.
1968 «Remarques pour une phénoménologie du narratif», en Essais sur la
signification au cinéma, tomo I, Ed. Klincksieck (traducción castellana en Ed. Tiempo
Contemporáneo, Ensayos sobre la significación en el cine, Buenos Aires, 1972).
2.3. «La política de los autores»

COLECTIVO
1972 La politique des auteurs, Ed. Champ Libre. París.
2.4. La distinción «historia/discurso»

BENVENISTE, E.
1972 «Les relations de temps dans le verbe français», en Problèmes de
linguistique générale, tomo 1, París (traducción castellana en Siglo XXI, Problemas de
lingüística general, México, 1974).
METZ, CH.
1977 «Histoire/Discours (Note sur deux voyeurismes)», en Le signifiant
imaginaire, colección «10/18», UGE, París (traducción castellana en Gili, Psicoanálisis
y cine. El significante imaginario, Barcelona, 1979).
2.5. La idea de programa

BARTHES, R.
1970 S/Z, Ed. du Seuil, París (traducción castellana en Siglo XXI, S/Z,
Madrid, 1980).
GENETTE, G.
1972 «Discours du récit», en Figures. III, Ed. du Seuil, París.
KUNTZEL, TH.
1975 «Le travail du film II», en Communications, n.o 23, París.
VERNET, M.
1980 «La transaction filmique», en Le cinéma américain, tomo 2, Ed.
Flammarion, París.
2.6. El concepto de funciones

BARTHES, R.
1966 «Introduction à l’analyse structurale du récit», en Communications, n.o 8,
París (traducción, castellana: «Introducción al análisis estructural del relato», en
Ed. Tiempo Contemporáneo, Análisis estructural del relato, Buenos Aires, 1970).
LÉVI-STRAUSS, C.
1973 «La geste d’Asdiwal», en Anthropologie structurale, tomo 2, Ed. Pion,
París (traducción castellana en Eudeba, Buenos Aires).
PROPP, V.
1970 Morphologie du conte russe, colección «Points», Ed. du Seuil, París
(traducción castellana en Ed. Fundamentos, Morfología del cuento, Madrid, 1981).
2.7. Los personajes

GREIMAS, A. J.
1966 «Réflexions sur les modèles actantiels», en Sémantique structurale, Ed.
Larousse, París (trad. cast., Semántica estructural, Gredos, Madrid, 1971).
MORIN, E.
1972 Les stars, colección «Points», Ed. du Seuil, París (traducción castellana
en Dopesa, Las stars, servidumbres y mitos, Barcelona, 1972).
3. El realismo

3.1. Las materias de la expresión

METZ, CH.
1968 «A propos de l’impression de réalité», en Essais sur la signification au
cinéma, tomo I, Ed. Klincksieck (traducción castellana en Ed. Tiempo
Contemporáneo, Ensayos sobre la significación en el cine, Buenos Aires, 1972).
3.2. Lo verosímil

METZ, CH.
1968 «Le dire et le dit», en Essais sur la signification au cinéma, tomo I
(traducción castellana en Ed. Tiempo Contemporáneo, Ensayos sobre la significación
en el cine, Buenos Aires, 1972).
3.3. Función y motivación

GENETTE, G.
1969 «Vraisemblance et motivation», en Figures II, Ed. du Seuil.
4. Cine y lenguaje

1. El lenguaje cinematográfico

Los capítulos precedentes han utilizado poco el concepto de «lenguaje


cinematográfico». Esto puede parecer paradójico. En efecto, esta idea está en la
encrucijada de todos los problemas que se plantea la estética del cine desde sus
orígenes. Ha servido estratégicamente para postular la existencia del cine como
medio de expresión artística. Para probar que era un arte, era preciso dotarlo de un
lenguaje específico, diferente del de la literatura o el teatro.
Pero atribuirle un lenguaje, era correr el riesgo de fijar sus estructuras, de
deslizarse del nivel del lenguaje al de la gramática; por eso, la utilización de
«lenguaje» a propósito del cine, en razón del carácter tan impreciso de la palabra,
ha dado lugar a múltiples malentendidos, que jalonan la historia de la teoría del
cine hasta hoy y encuentran su formulación en los pensamientos de «cine-lengua»,
gramática del cine, «cine-estilístico», retórica fílmica, etcétera.
La discusión teórica de estos debates nada tiene de académica. Se trata de
saber cómo funciona el cine como medio de significación en relación a los otros
lenguajes y sistemas expresivos; la idea constante de los teóricos será la de
oponerse a toda tentativa de asimilación del lenguaje cinematográfico al lenguaje
verbal. Pero si el cine funciona muy diferentemente del lenguaje verbal, hecho
admitido por todos, ¿se trata, pues, de un «lenguaje de la realidad», según la
expresión tan querida de Pier Paolo Pasolini? En otras palabras, ¿el cine está
desprovisto de toda instancia de lenguaje? y si no, ¿es posible precisarlo sin caer
ineludiblemente en las gramáticas normativas?
1.1. Un concepto antiguo

La expresión «lenguaje cinematográfico» no ha aparecido con la semiología


del cine, ni siquiera con el libro de Marcel Martin publicado con este título en 1955.
La encontramos en los escritos de los primeros teóricos del cine, Ricciotto Canudo
y Louis Delluc, al igual que en los de los formalistas rusos.
Para los estetas franceses en especial, se trataba de oponer el cine al lenguaje
verbal, definirlo como un nuevo medie de expresión. Este antagonismo entre cine y
lenguaje verbal aparece en el centro del manifiesto de Abel Gance «La música de la
luz»;
«No me canso de decirlo: las palabras en nuestra sociedad contemporánea
ya no encierran su verdad. Los prejuicios, la moral, las contingencias, las taras
fisiológicas han quitado a las palabras pronunciadas su verdadera significación.
(…) Había que callar durante bastante tiempo para olvidar las antiguas palabras
gastadas, envejecidas, entre las que incluso las más hermosas han perdido su
imagen y, dejando entrar en uno mismo el flujo enorme de las fuerzas y
conocimientos modernos, encontrar el nuevo lenguaje. El cine ha nacido de esta
necesidad. (…) Como en la tragedia formal del siglo XVIII, será preciso asignar al
filme del porvenir unas reglas estrictas, una gramática internacional. Tan sólo
encerrados en un corsé de dificultades técnicas pueden estallar los genios».
El carácter esencial de este nuevo lenguaje es su universalidad; permite
evitar el obstáculo de la diversidad de lenguas nacionales. Realiza el antiguo sueño
de un «esperanto visual»: «El cine va a todas partes —escribe Louis Delluc en
Cinema et Cie—, es un gran medio de conversar entre los pueblos». Esta «música de
la luz» no necesita traducción, se comprende por todos y permite encontrar una
especie de estado «natural» del lenguaje, anterior a lo arbitrario de las lenguas:
«El cine, multiplicando el sentido humano de la expresión por la imagen, ese
sentido que tan sólo la Pintura y la Escultura habían conservado hasta nosotros,
formará una lengua verdaderamente universal de caracteres aún insospechados.
Por ello, le es necesario conducir toda la “figuración” de la vida, es decir del arte,
hacia las fuentes de toda emoción, buscando la propia vida en sí misma, por el
movimiento. (…) Nuevo, joven, vacilante, busca sus palabras y su voz. Y nos
conduce, con toda nuestra complejidad psicológica adquirida, al gran lenguaje
verdadero, primordial, sintético, el lenguaje visual, fuera del análisis de los
sonidos».
Ricciotto Canudo, L’usine aux images, 1927.

Canudo, Delluc, Gance son antes que todo críticos o cineastas. Su


perspectiva es promocional; quieren probar la complejidad del cine, lo bautizan
como «séptimo arte» y practican una apuesta cualitativa y una política sistemática
de demarcación. Canudo proclama: «No buscamos analogías entre Cine y Teatro.
No hay ninguna». Para él, el cine es el arte total hacia el que todos los demás han
tendido desde siempre.
Para Abel Gance, «el lenguaje de las imágenes que nos conduce a la
ideografía de las escrituras primitivas, aún no está a punto porque nuestros ojos no
están hechos para ellas».
No se trata de una tentativa real de teorización del cine; además, las
alusiones al lenguaje, más allá de su carácter profético, son deliberadamente
metafóricas. Pero las primeras bases de una reflexión sobre el cine como lenguaje
hay que buscarlas más bien en Béla Balázs y los teóricos soviéticos.
Sin embargo, si nos quedamos en el terreno de los franceses, la voluntad de
teorización es mucho más manifiesta en Jean Epstein, autor de un gran número de
ensayos estéticos en los que afirma la necesidad de la constitución de una
verdadera «filosofía» del cine: «La filosofía del cine está totalmente por hacer»,
escribe en Bonjour, cinéma (1923).
Epstein toma de Louis Delluc la idea de fotogenia, que define así: «Llamaría
fotogénico a todo aspecto de las cosas, de los seres y de las almas que se crece en su
cualidad moral con la reproducción cinematográfica. Y todo aspecto que no es
magnificado por la reproducción cinematográfica no es fotogénico, no forma parte
del arte cinematográfico».
Veamos cómo la perspectiva normativa está vigente aún. La filosofía de
Epstein surge más de una estética de autor, de una poética de la creación fílmica
que de una teorización general.
El nacimiento de la estética del cine en una época en que éste era mudo, ha
tenido muchas consecuencias en las concepciones más comúnmente aceptadas de
la expresión fílmica. El cine es ante todo un arte de la imagen y todo lo que no está
en ella (palabras, escritura, ruidos, música) debe aceptar su función prioritaria. Los
filmes mudos más «cinematográficos», según estos criterios, eran aquellos que
prescindían totalmente de la lengua, por tanto de los rótulos, como por ejemplo El
último, de F. W. Murnau (1924). Los personajes debían hablar lo menos posible, lo
que limitaba la elección de los temas y las situaciones en los filmes narrativos, pero
planteaba muchos menos problemas en los «documentales de vanguardia». A
veces se ha atribuido la etiqueta de «cine puro» a estos filmes sin rótulos para
destacar su originalidad.
La aparición del sonoro hizo estremecer los cimientos de esta soberanía de la
imagen. En el plano estético, el recién llegado fue considerado mucho tiempo como
un intruso que era preciso domesticar, tanto por los cineastas, Charles Chaplin,
S. M. Eisenstein y tantos otros, como por los críticos.
El lenguaje de las imágenes en el cine mudo de la década de 1920:

El último (1924), de F. W. Murnau.


Fausto (1926), de F. W. Murnau.

L’inhumaine, de M. L’Herbier (1924)

La chute de la maison Usher, de J. Epstein (1927).

1.2. Los primeros teóricos

No hay espacio aquí para explicar una historia de las teorías


cinematográficas; haría falta todo un volumen. Antes de abordar los ensayos de
Béla Balázs y de los soviéticos que tuvieron un papel decisivo en la puesta a punto
de las concepciones fundacionales del lenguaje cinematográfico, es preciso
mencionar el estudio de Hugo Münsterberg, The Film: A Psychological Study,
aparecido en 1916 en Nueva York. Münsterberg analiza los mecanismos
psicológicos de la percepción fílmica (problemas de la profundidad y del
movimiento; papel de la atención, de la memoria, de la imaginación y de las
emociones) con una agudeza rara (véase el capítulo 5). Se esfuerza también en
definir la especificidad del cine por la que el mundo exterior pierde su peso, se
libera del espacio, del tiempo y de la causalidad, se moldea «en las formas de
nuestra propia conciencia».
El esteta húngaro Béla Balázs fue el primero que abordó directamente el
estudio del lenguaje cinematográfico, en su ensayo Der Sichtbare Mensch (El hombre
visible), publicado en 1924.
Béla Balázs desarrolla sus primeros análisis en dos libros posteriores, L’esprit
du cinéma (1930) y Le cinéma, nature et évolution d’un art nouveau (1948). En el
capítulo titulado «La nueva forma de lenguaje», Balázs parte de la pregunta
siguiente: «¿Cómo y cuándo la cinematografía se convirtió en un arte particular,
empleando métodos esencialmente diferentes de los del teatro y hablando otro
lenguaje formal distinto al de aquél?». Y responde enunciando cuatro principios
que caracterizan el lenguaje cinematográfico:
— en el cine, hay una distancia variable entre el espectador y la escena
representada, de ahí una dimensión variable de la escena que tiene lugar en el
cuadro y la composición de la imagen;
— la imagen total de la escena se subdivide en una serie de planos de detalle
(principio de planificación);
— hay variación del encuadre (ángulo de toma, perspectiva) de los planos
de detalle dentro de una misma escena;
— finalmente, la operación del montaje asegura la inserción de los planos de
detalle en una serie ordenada en la que no sólo se suceden escenas enteras, sino
también tomas de los detalles más pequeños de una misma escena. La escena en su
conjunto parece yuxtaponerse en el tiempo a los elementos de un mosaico
temporal.
Los teóricos y cineastas soviéticos reunidos en torno del VGIK (primera
escuela del cine dirigida por Lev Koulechov) sistematizaron la función del montaje
descrita así por Pudovkin:
«Por el enlace de fragmentos separados el realizador construye un espacio
fílmico ideal, totalmente de su creación. Une y suelda los elementos separados que
ha filmado en diferentes puntos del espacio real, de forma que crea un espacio
fílmico».
Puede haber divergencias de análisis e incluso contradicciones antagónicas
entre Pudovkin, Eisenstein, Vertov, pero todos coinciden unánimemente en
reconocer el papel preponderante del montaje puesto que «mostrar algo como cada
uno lo ve, significa no haber conseguido nada». (Véanse págs. 81-86 del capítulo 2
para las concepciones eisenstenianas del montaje).
Pero en Poetika Kino, colección de cinco ensayos publicada en 1927 por seis
miembros del OPOIAZ (sociedad de estudios de la lengua poética), es donde la
hipótesis del «cine-lenguaje» está más explícitamente formulada. En su artículo
«Los fundamentos del cine», Yuri Tynianov precisa que «en el cine, el mundo
visible no viene dado en tanto que tal, sino en su correlación semántica; de otro
modo el cine no sería más que una fotografía en vivo. El hombre visible, la cosa
visible sólo son un elemento del cine-arte si se dan en calidad de signo semántico».
Esta «correlación semántica» tiene lugar por medio de una transfiguración
estilística: «la correlación de personajes y cosas en la imagen, la de personajes entre
ellos, del todo con la parte, lo que se ha convenido en llamar la “composición de la
imagen”, el ángulo de toma y la perspectiva en la que se toman, y por último la
iluminación, tienen una importancia colosal». Por la movilización de estos
parámetros formales el cine transforma su material de base, la imagen del mundo
visible, en elemento semántico de su propio lenguaje.
Tynianov anuncia también la concepción pasoliniana del cine-lenguaje,
cuando escribe que «por muy extraño que sea, si se establece una analogía entre el
cine y las artes verbales, la única legítima sería no la analogía entre el cine y la
prosa, sino entre el cine y la poesía».
En «Problemas del cine estilístico», Boris Eichenbaum indica que «es
imposible considerar el cine como un arte totalmente no verbal. Los que quieren
defender el cine contra la literatura olvidan a menudo que en éste lo que está
excluido no es la palabra audible sino el pensamiento, es decir, el lenguaje
interior». Según esta hipótesis, la lectura del filme necesita un trabajo simultáneo
de percepción, que consiste en la puesta en marcha del lenguaje interior que
caracteriza todo pensamiento: «La percepción cinematográfica es un proceso que
va del objeto, del movimiento visible a su interpretación, a la construcción del
lenguaje interior. (…) El espectador debe efectuar un trabajo complejo para ligar
los planos (construcción de las cine-frases y de los cine-períodos)». Esto le lleva a la
siguiente definición: «a fin de cuentas, el cine como todas las artes es un sistema
particular de lenguaje figurado» (puesto que en general se utiliza como «lengua»).
Esto supone que el cine puede o no ser un sistema significativo según las
intenciones del usuario.
Sin embargo, para los formalistas rusos, sólo hay arte y por consiguiente
«lengua cinematográfica» cuando hay transformación estilística del mundo real.
Esta transformación únicamente puede intervenir en relación con el empleo de
ciertos procedimientos expresivos que resultan de un propósito de comunicar una
significación.
«Cine-frase», «cine-semántico», «cine-estilístico», «cine-metáfora», todos
estos términos indican el movimiento general de extrapolación que caracteriza la
evolución de estos teóricos. Este movimiento se ampliará con las tentativas de
elaboración de las «gramáticas del cine».
1.3. Las «gramáticas» del cine

Las «gramáticas» del cine se desarrollaron de modo esencial después de la


Liberación, cuando la promoción artística del cine empezaba a ser globalmente
reconocida. El cine era un arte total dotado de un lenguaje. Para conocer mejor ese
lenguaje, era necesario explorar las principales figuras.
La proliferación de libros didácticos, a imagen de los manuales escolares,
debe relacionarse directamente con la expansión espectacular de los cine-clubs y
los movimientos de educación popular. El cine, primer arte verdaderamente
popular por la amplitud de su audiencia, debía ser explicado a su público, que veía
los filmes con toda inocencia, aunque no sin cierta intuición de un lenguaje.
Este movimiento caracteriza sobre todo a Francia e Italia; sin embargo,
parece que su iniciador fue el británico Raymond J. Spottiswoode, autor de una
Gramática del filme, publicada en Londres en 1935. Spottiswoode, sistematiza en una
perspectiva didáctica los trabajos de Eisenstein y de Rudolf Arnheim (Film ais
Kunst, 1932).
Construye una tabla de análisis de las estructuras del filme y una tabla de
síntesis de sus efectos, divide los elementos específicos en ópticos y no ópticos,
éstos en estáticos y dinámicos, etcétera. Se trata de definir los principios estéticos
que pueden servir a un lenguaje cinematográfico correcto.
En el campo francés, los dos autores seguramente más conocidos son André
Berthomieu (Essai de grammaire cinématographique, 1946) y el doctor Robert Bataille
(Grammaire cinégraphique, 1947). Roger Odin ha demostrado que el modelo de estas
gramáticas cinematográficas está constituido por las gramáticas normativas de uso
escolar. El lenguaje cinematográfico no se confronta con la lengua, sino con la
literatura; se trata de conformar el lenguaje del filme al utilizado por los «buenos
autores». El fin de la gramática cinematográfica es permitir la adquisición de un
«buen estilo cinematográfico», o bien de «un estilo armonioso», gracias al
conocimiento de las leyes fundamentales y de unas reglas inmutables que rigen la
construcción de un filme. Estas gramáticas ofrecen una lista de incorrecciones y
faltas graves que conviene evitar, a menos que el realizador no busque crear un
«efecto estilístico» particular:
«Por ejemplo, saltar de un conjunto a un primer plano puede constituir una
falta voluntaria para atraer la atención del espectador por lo inesperado del choque
visual» (A. Berthomieu).
De ahí esta definición: «La gramática cinematográfica estudia las reglas que
presiden el arte de transmitir correctamente las ideas por una sucesión de
imágenes animadas, que forman un filme» (Robert Bataille).
Estas gramáticas funcionan sobre el modelo normativo de las gramáticas
tradicionales del lenguaje verbal. Transmiten una estética análoga, la de la
transparencia («la mejor técnica es la que no se ve») y del realismo («es preciso que
la imagen dé la sensación de verdad»), y sabemos que esta estética de la
transparencia, fundada en la no-visibilidad de la técnica, juega un papel primordial
en el cine.
Los análisis del lenguaje cinematográfico propuestos por estas gramáticas se
inspiran básicamente en las gramáticas de las lenguas naturales. Toman de ellas la
terminología y el planteamiento: parten de los planos ( = palabras), construyen una
nomenclatura (escalas de planos), precisan la manera en que deben estructurarse
en secuencias (= «frase cinematográfica»), enumeran los signos de puntuación.
Pero los autores de estas gramáticas son conscientes del carácter analógico de
sus análisis. Robert Bataille precisa, por ejemplo, «que no hay necesidad de
establecer un paralelismo preciso entre los signos de puntuación tipográfica y los
enlaces ópticos, dado que la elección de estos enlaces no tiene el mismo carácter
obligatorio que el signo de puntuación». Se guarda mucho de asimilar pura y
simplemente el plano a la palabra; desde luego, los relaciona: «Al igual que cada
palabra evoca una idea, cada plano muestra una idea», pero insiste también en sus
diferencias: «La palabra es esencialmente intelectual; por el contrario, el plano es
esencialmente material». A menudo estas oposiciones se comentan en términos
discutibles, pero Robert Bataille da una definición de plano menos ingenua de lo
que podría parecer: «El plano es la representación visual de una idea simple», y se
coloca en el nivel del efecto que produce sobre el espectador, inducido a percibir
una única idea durante el tiempo de su paso por la pantalla. Por otro lado insiste
en que un plano no se puede estudiar aisladamente, dado que «su papel en el
mecanismo del pensamiento depende de modo esencial del lugar que ocupe en
medio de otros planos».
En definitiva, como verifica Roger Odin al final de su análisis, estas
gramáticas normativas no son ni mejores ni peores que muchas gramáticas
escolares del lenguaje verbal. Hay que decir que su perspectiva es más estilística
que propiamente gramatical. Aun practicando una metaforización excesiva de los
conceptos, aportan a veces elementos de descripción del lenguaje cinematográfico
que han servido de base a numerosos análisis posteriores.
Estas «gramáticas del cine» se han utilizado durante mucho tiempo como
cabeza de turco ante toda tentativa de formalización del lenguaje cinematográfico
durante el período dominado por las tesis bazinianas de la «transparencia». En el
momento en que los presupuestos arbitrarios de estas concepciones, también
normativas, aparecen con más evidencia, es lógico que ciertos investigadores se
interesen de nuevo en la elaboración de modelos gramaticales del lenguaje
cinematográfico sobre la base de la «lingüística textual».
1.4. La concepción clásica del lenguaje

El rechazo de las «gramáticas del cine» implica una concepción empírica del
lenguaje cinematográfico; es importante precisarla un poco antes de abordar las
teorías formuladas por Jean Mitry y Christian Metz. El libro de Marcel Martin,
titulado precisamente El lenguaje cinematográfico, cuya primera edición data de
1955, y que ha sido varias veces reeditado y traducido, puede ser útil como punto
de referencia para entender esta concepción «indígena» tal como se explica antes
de un enfoque semiológico de la cuestión.
Curiosamente, no se encuentra una definición unificada de la expresión, ni
en la introducción ni en la conclusión de la obra donde ésta se aborda
directamente.
Marcel Martin une la aparición del lenguaje cinematográfico al
descubrimiento progresivo de los procedimientos de expresión fílmica. Para él,
como también para Jean Mitry y Christian Metz, que retoman el análisis en este
punto, el lenguaje cinematográfico se constituyó históricamente gracias a la
aportación artística de cineastas como D. W. Griffith y S. M. Eisenstein. El cine en el
momento de su nacimiento no estaba dotado de lenguaje, era tan sólo el registro
filmado de un espectáculo anterior, o bien la simple reproducción de la realidad.
Para poder contar historias y comunicar ideas, el cine ha debido elaborar toda una
serie de procedimientos expresivos; el conjunto de ellos es lo que abarca el término
lenguaje (véase pág. 176).
El lenguaje cinematográfico está doblemente determinado, primero por la
historia, después por la narratividad. Con esto se afirma que ni las películas
«primitivas» ni las no-narrativas, tienen lenguaje o que, si lo tienen, éste es
estructuralmente idéntico al de los filmes narrativos. En sus primeros textos
Christian Metz comparte esta hipótesis cuando escribe, por ejemplo: «Un filme de
Fellini se diferencia de uno de la marina americana (destinado a enseñar a los
reclutas el arte de hacer nudos) por el talento y por la finalidad, no por lo que tiene
de más íntimo en su mecanismo semiológico. Las películas puramente vehiculares
están hechas como las otras». (Ensayos, 1, pág. 85). Veremos más adelante que esta
posición se ha modificado totalmente en Lenguaje y cine.
Esta concepción clásica del lenguaje presupone otras dos hipótesis, una que
asimila lenguaje a «lenguaje fílmico tradicional» (es la interpretación inmovilista),
otra que diluye totalmente la instancia de lenguaje haciendo del cine el lugar de
aprehensión directa de la realidad (es la interpretación relajada).
1.4.1. El lenguaje cinematográfico tradicional

Aunque la afirmación de la existencia del lenguaje cinematográfico haya


podido parecer estratégicamente decisiva a los pioneros de la teoría, siempre ha
provocado reticencias en los continuadores. Marcel Martin apunta que, «aplicado
al cine, el concepto de lenguaje es bastante ambiguo. Lo que yo he llamado el
arsenal gramatical y lingüístico ¿es preciso verlo esencialmente ligado a la técnica
de los diversos procedimientos de expresión fílmica?» (El lenguaje cinematográfico,
pág. 278). Antes, ha verificado que cuando el cine-lenguaje se limita a ser un
simple vehículo de ideas o de sentimientos oculta en sí mismo los fermentos de su
propia destrucción como arte, pues tiende a convertirse en un medio que carece de
un fin en sí mismo. Ahí aparece este concepto de lenguaje cinematográfico
tradicional susceptible de abarcar toda instancia del lenguaje: «El lenguaje
cinematográfico tradicional aparece demasiado a menudo como una especie de
enfermedad infantil del cine cuando se limita a ser un conjunto de recetas, de
procedimientos, de trucos utilizables por todos, que garantizan automáticamente
la claridad y la eficacia del relato y su existencia artística», lo que induce al autor a
hablar de filmes «impecablemente eficaces en el plano del uso del lenguaje, pero de
una total nulidad desde los puntos de vista estético y fílmico».
Está claro que a través de esta acepción del término lenguaje se opera un
deslizamiento del nivel propiamente lingüístico al estilístico, muy evidente cuando
Marcel Martin invoca el «rebasamiento del cine-lenguaje hacia el cine-ser». Hay que
señalar que la mayor parte de los grandes realizadores contemporáneos han
abandonado prácticamente todo el arsenal gramatical y lingüístico enumerado y
analizado por Marcel Martin en su libro, pero sería erróneo sacar la conclusión que
lo que ha envejecido y ha pasado de moda es el lenguaje. Lo que evoluciona son las
elecciones estilísticas de los realizadores, las convenciones dominantes de rodaje
que caracterizan una época. El propio Marcel Martin lo formula un poco más
adelante cuando escribe: «Para evitar toda ambigüedad, habría que preferir el
concepto de estilo al de lenguaje» (pág. 279).
1.4.2. ¿Hacia una desaparición del lenguaje?

Reducir el lenguaje cinematográfico a la nomenclatura de los


procedimientos narrativos y expresivos y fijarlo en esto, comporta el riesgo de
negar puramente su existencia, o al menos de relativizar su necesidad. El
progresivo avance del lenguaje (en el sentido tradicional) hacia la «sublimación de
la escritura» tiene como consecuencia confirmar la teoría baziniana de la
transparencia (véase el capítulo 2), puesto que el filme, cuando deja de ser lenguaje
y espectáculo, se convierte en estilo y contemplación, y lo que aparece en la
pantalla se vuelve semejante a lo que se ha filmado, «pues planificación y montaje
juegan cada vez menos su papel habitual de análisis y de reconstrucción de la
realidad». Al no ser ya prisionero de la planificación y del montaje analítico, el
espectador se encuentra en cierto modo «ante una ventana a través de la que asiste
a acontecimientos que tienen todas las apariencias de la realidad y de la
objetividad y cuya existencia parece ser absolutamente independiente de la suya».
Parece evidente que la definición clásica del lenguaje, con sus distorsiones y
reticencias internas, no puede dificultar toda reflexión real sobre el status de esta
instancia en el seno del filme. Habrá que movilizar la iluminación semiológico-
linguística, ampliar la idea de lenguaje y confrontarla de la manera más precisa
posible con lo que no es, para aportar todas las clarificaciones necesarias en el
debate tradicional.
¿Hacia una desaparición del lenguaje?

El eclipse, de Michelangelo Antonioni (1962).

El eclipse, de Michelangelo Antonioni (1962).

El desierto rojo, de Michelangelo Antonioni (1964).

El desierto rojo, de Michelangelo Antonioni (1964).

1.5. Un lenguaje sin signos

Corresponde a Jean Mitry, en el tercer capítulo de su Estética y psicología del


cine, el haber reafirmado la existencia del lenguaje cinematográfico ampliando sus
bases.
Jean Mitry parte de la concepción tradicional del cine como medio de
expresión para añadir que un medio de expresión como éste, «susceptible de
organizar, construir y comunicar pensamientos, que puede desarrollar ideas que se
modifican, se forman y se transforman, se convierte en un lenguaje, es lo que se
llama un lenguaje». Ello le lleva a definir el cine como una forma estética (como la
literatura), utilizando la imagen que es (en sí misma y por sí misma) un medio de
expresión cuya serie (es decir, la organización lógica y dialéctica), es un lenguaje
(pág. 48).
Esta definición tiene el mérito de acentuar en la materia significante del cine
(la imagen en su sentido más amplio), así como en la puesta en secuencias, dos
rasgos que caracterizan un lenguaje.
El lenguaje, para Jean Mitry, es un sistema de signos o de símbolos
(definición muy saussuriana) que permite designar las cosas nombrándolas,
significar ideas, traducir pensamientos. Precisa después que no es necesario
reducir el lenguaje al único medio que permite el intercambio de la conversación,
es decir el lenguaje verbal, que no es más que una forma particular de un
fenómeno más general. Hay lenguaje cinematográfico, incluso si éste elabora sus
significaciones no a partir de figuras abstractas más o menos convencionales sino
por medio de «la reproducción de la realidad concreta», es decir, de la
reproducción analógica de la realidad visual y sonora.
Jean Mitry ha comprendido que el error de los teóricos anteriores, que
sostienen la concepción dominante del lenguaje cinematográfico, reside en que
éstos ponen a priori el lenguaje verbal como la forma exclusiva del lenguaje, y como
el lenguaje fílmico es necesariamente diferente, sacan la conclusión de que no es un
lenguaje.
Un pasaje del autor resume con claridad la dialéctica propia de la
elaboración del lenguaje fílmico a partir de la representación, de la imagen de las
cosas:
«Resulta evidente que un filme es algo muy distinto a un sistema de signos y
símbolos. Al menos, no se presenta como solamente esto. Un filme es, ante todo,
imágenes, e imágenes de algo, que tienen por objeto describir, desarrollar, narrar un
acontecimiento o una sucesión de acontecimientos cualesquiera. Pero estas
imágenes, según la narración elegida, se organizan como un sistema de signos y de
símbolos; se convierten en símbolos o pueden convertirse en tales por añadidura.
No son únicamente signo, como las palabras, sino ante todo objeto, realidad
concreta: un objeto que se carga (o al que se carga) de una significación
determinada. En esto el cine es lenguaje; se convierte en lenguaje en la medida en
que primero es representación, y en favor de esta representación; es, si se quiere, un
lenguaje de segundo grado» (págs. 53-54).
Las perspectivas teóricas de Jean Mitry permiten evitar un doble escollo.
Manifiestan claramente el nivel de existencia del lenguaje cinematográfico
insistiendo en que el cine, aun siendo una representación de la realidad, no es su
simple calco; la libertad del cineasta, la creación de un seudo-mundo, de un
universo parecido al de la realidad, no se oponen a la instancia del lenguaje; por el
contrario, es éste el que permite el ejercicio de la creación fílmica.
Todo filme supone asimismo una composición y una disposición; estas dos
actividades no implican de ningún modo alineación con las estructuras
convencionales. La importancia del cine viene precisamente de que sugiere con
insistencia la idea de un lenguaje de tipo nuevo, diferente del lenguaje verbal. El
lenguaje cinematográfico se separa notablemente del lenguaje articulado. La
empresa semiológica inaugurada por Christian Metz se ha esforzado en medir
estas separaciones y las zonas de influencia posible, con un nivel de precisión aún
inusitado en el campo de la teoría del cine.
2. El cine ¿lengua o lenguaje?

Como hemos señalado con anterioridad, se encuentra a veces en ciertos


estetas del cine el término «cine-lengua». El cineasta y ensayista Jean Epstein habla
del cine como de una «lengua universal». La utilización empírica del concepto de
lenguaje provoca confusión entre los niveles de lenguaje gramatical y estilístico;
ésta es la principal conclusión que se puede extraer del recorrido histórico
precedente: la mayor parte de los tratados dedicados al lenguaje cinematográfico
son repertorios de las figuras dominantes de un tipo de «escritura fílmica» propia
de una época.
Abundantes autores hasta Jean Mitry han tratado de cotejar los términos de
«medio de expresión», «lenguaje», a veces de «lengua», en relación con el filme,
pero sin recurrir jamás directamente al estudio de la lengua misma, es decir, a la
lingüística.
El punto de partida de la investigación de Christian Metz surge de la
siguiente comprobación: el cine se postula como un lenguaje, pero se estudia
gramaticalmente como una lengua. Inspirado en la tripartición de la lingüística
saussuriana («el lenguaje como suma de lengua y palabra»), Metz precisará el
status del lenguaje cinematográfico oponiéndolo a los rasgos que caracterizan una
lengua. Es una tentativa de elucidación negativa que clarifica todo lo que el
lenguaje cinematográfico no es.
Esta confrontación se encuentra sobre todo en el artículo «El cine, ¿lengua o
lenguaje?» aparecido inicialmente en el n. o 4 de la revista Communications, en 1964,
reeditada en los Ensayos, I. Este número comprende también los «Eléments de
sémiologie», de Roland Barthes, que inicia el programa de investigaciones
semiológicas del decenio posterior.
La semiología, que Ferdinand de Saussure definía como «el estudio de los
sistemas de signos en el seno de la vida social» (por tanto de los diferentes
lenguajes), no empezó a desarrollarse en serio, al menos en Francia, hasta esta
fecha. Se la caracteriza como la generalización de los procedimientos de análisis de
inspiración lingüística aplicados a otros lenguajes; de ahí las múltiples polémicas
que ha provocado. En su período inicial (1964-1970) se preocupó principalmente de
los aspectos narrativos de los lenguajes (trabajos de Claude Brémond, Gérard
Genette, Tzvetan Todorov), para desplazarse a continuación hacia el estudio de la
enunciación y del discurso. Así, los Ensayos de Christian Metz se centran en primer
lugar en problemas de narración fílmica. Lenguaje y cine, publicado en 1971,
determina una radicalización metodológica de la inspiración lingüística por la
utilización directa de los conceptos de Prolégomènes à une théorie du langage, de
Louis Hjelmslev. Progresivamente, a partir del estudio de los trucajes, después del
espectador, la herencia lingüística se ha ido completando bajo una óptica
psicoanalítica cada vez más determinante en El significante imaginario.
No es posible construir un cuadro unificado de la semiología, en el que ésta
se adapte a cada campo de estudios. Si en el literario se le puede reconocer una
cierta homogeneidad, por el contrario, la semiología de la pintura, de Louis Marin
y la de la música, de Jean-Jacques Nattiez, sólo tienen en común con la de Christian
Metz un cuerpo de referencias iniciales ampliamente rehechas a continuación.
2.1. Lenguaje cinematográfico y lengua

En su Cours de linguistique générale, Saussure distingue entre lengua y


lenguaje. La primera es sólo una parte determinada del segundo: «es a la vez un
producto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones
necesarias. Tomado en su totalidad, el lenguaje es multiforme y heteróclito; la
lengua, al contrario, es un todo en sí y un principio de clasificación. (…) La palabra
es, por el contrario, un acto individual de voluntad y de inteligencia…»
2.1.1. Multiplicidad de lenguas, unicidad del lenguaje cinematográfico

La característica de la lengua es múltiple por definición: existe un gran


número de lenguas diferentes. Si los filmes pueden variar considerablemente de un
país a otro en función de las diferencias socio-culturales de representación, no
existe sin embargo un lenguaje cinematográfico propio de una comunidad cultural.
Es la razón por la que el tema del «esperanto visual» ha podido desarrollarse,
sobre todo en la época del cine mudo.
Sin duda, el cine hablado registra a través de las palabras de los personajes
cada lengua particular, pero en el nivel del lenguaje cinematográfico, considerado
globalmente, no se encuentran sistemas organizados muy diferentes unos de otros
como lo son los de cada lengua.
Cuando el cine era mudo, la lengua escrita estaba presente en los rótulos,
que a menudo eran muy abundantes en los filmes. En las películas sin rótulos, la
escritura intervenía en el seno mismo de la imagen. Por ejemplo, en El último, de
F. W. Murnau (1924), cuando echan al portero del hotel, el director le da una carta
de despido encuadrada en inserto. El hombre de la cámara, de Dziga Vertov (1929),
otro filme sin rótulos, está lleno de textos de carteles, eslogans, letreros. En las
películas de Jean-Luc Godard, se puede comprobar la misma profusión de letra
escrita, desde carteles publicitarios en viñetas de comics hasta los enormes primeros
planos del diario de Ferdinand en Pierrot el loco (1965).
La escritura dentro de la imagen fílmica:

El gabinete del Dr. Caligari, de R. Wiene (1920)

Octubre, de S. M. Eisenstein (1927)

M, el vampiro de Düsseldorf, de Fritz Lang (1931)

Hotel du Nord, de Marcel Carné (1938).


Ciudadano Kane, de Orson Welles (1940).

El halcón maltés, de John Huston (1942).

2.1.2. Lenguaje, comunicación y permutación de los polos

La lengua permite en todo momento la permutación de los polos del locutor y


del interlocutor. El cine no lo permite, no se puede dialogar con un filme a no ser
en un sentido muy metafórico. Para «responderle», es preciso producir otra unidad
de discurso y esta producción sería siempre posterior a la manifestación del primer
mensaje. En esto, el cine se diferencia radicalmente de la comunicación verbal, lo
que no deja de tener consecuencias en algunos de sus usos sociales, que necesitan
un intercambio comunicativo inmediato (por ejemplo la propaganda, la enseñanza,
etcétera).
En el cine, el espacio de la enunciación es siempre radicalmente heterogéneo
en relación con el del espectador. Por ello las maneras de dirigirse directamente a
él sólo pueden ser miméticas e ilusorias, ya que el espectador no puede jamás
responder al personaje, incluso aunque se trate de un comentarista que le hable
directamente sin relación ficcional.
El dispositivo televisual funciona de forma diferente en el caso del «directo»,
puesto que hay una simultaneidad entre emisión y recepción y, por tanto,
posibilidad de intercambio comunicativo por intervención del receptor.
En el teatro, los actores y el público están en el mismo espacio-tiempo, tan
sólo separados por una frontera convencional. La de la pantalla es totalmente
hermética: «La obra de teatro puede representar una fabulación o no, pero no hay
duda de que existe una acción, realizada por personas reales que evolucionan en un
espacio y un tiempo real sobre un “escenario”, en el mismo lugar en que se
encuentra el público. (…) En el teatro, Sarah Bernhardt me puede decir que es
Fedra o si la obra es de otra época y rechaza el régimen figurativo, me dirá, como
en un determinado teatro moderno, que es Sara Bernhardt. Pero de todos modos
yo veré a Sara Bernhardt. En el cine, también me podría comunicar estas dos clases
de discurso, pero sería su sombra la que me lo transmitiría (e, incluso, me lo diría
en su ausencia)», Christian Metz, El significante imaginario.
2.1.3. El nivel analógico del lenguaje cinematográfico

Cuando Jean Mitry insiste en que un filme es «ante todo imágenes», pone el
acento en el nivel «analógico» del lenguaje cinematográfico. El material significante
de base del cine, por supuesto la imagen, pero también el sonido registrado, se
presentan como «dobles» de la realidad, verdaderos duplicados mecánicos. En
términos más lingüísticos, el enlace entre el significante y el significado de la
imagen visual y sonora está fuertemente motivado por su semejanza.
Por el contrario, no hay ningún enlace analógico entre el significante
acústico y su significado, entre el sonido fónico de la lengua y lo que significa en el
cuadro de una lengua dada, fuera del caso particular que constituye la
onomatopeya.
Evidentemente este enlace analógico entre significante y significado permite
todas las teorías del cine como reproducción directa de la realidad sin la mediación
de un lenguaje o de un código arbitrario. La analogía no es, sin embargo, lo inverso
de lo arbitrario sino una forma particular de motivación, incluso en el caso de que
la imagen cinematográfica sea particularmente «fiel» (véase el capítulo 1):
«Pero, ¿quién no se verá afectado por la fuerza con la que el cine se impone
en este estadio de la investigación del lenguaje perfecto? En el cine, los seres y las
cosas mismas son los que aparecen y hablan: no hay término medio entre ellos y
nosotros, la confrontación es directa. El signo y la cosa significada son un solo y
único ser». Marcel Martin, El lenguaje cinematográfico (para el análisis crítico de este
tema, véase el capítulo 3, pág. 134).
2.1.4. Linealidad y existencia de las unidades discretas

Lo que caracteriza la percepción del filme es la linealidad de su paso; la


impresión de continuidad creada por este pasar lineal está en la base de la
impresión que el filme ejerce sobre el espectador, quien nunca tendrá la impresión
de percibir unidades discontinuas o diferenciales. No obstante, como ha
demostrado Christian Metz, hay en el seno del lenguaje cinematográfico
determinadas unidades diferenciales, es decir, en un sentido lingüístico, discretas.
Estas unidades «tienen la propiedad de no valer más que por su presencia o su
ausencia, de ser forzosamente parecidas o diferentes» (es su definición lingüística
clásica). Estas unidades discretas en el seno del lenguaje cinematográfico no son
comparables a las de la lengua.
Una unidad discreta es siempre diferencial en el seno del código particular
(volveremos después sobre el concepto de código) y sólo en el seno del código. En
el caso del cine, lo que caracteriza estas unidades diferenciales es que están
íntimamente mezcladas al primer nivel de la significación fílmica, el que se crea
por analogía fotográfica, y que, por consiguiente, no tienen la apariencia de ser lo
que son, es decir, unidades discontinuas, discretas:
«Incluso para lo que son unidades significativas, el cine, en un primer grado,
está desprovisto de elementos discretos. Procede por “bloques de realidad”
completos. Es lo que se llama los “planos”» (Christian Metz).
A menudo se ha buscado definir la unidad mínima del lenguaje
cinematográfico a partir del plano. Esta búsqueda se apoya en la confusión entre
lenguaje y código. Una unidad distintiva nunca es propia de un lenguaje sino de
un código: el plano puede por tanto considerarse como la unidad del código del
montaje, el fotograma será el código tecnológico de la reproducción del
movimiento. La mayor parte de las unidades distintivas cinematográficas
intervienen independientemente de las «fronteras» del plano, sea más acá
(unidades menores) o más allá (unidades mayores): por ejemplo los códigos
narrativos.
Las investigaciones de las unidades distintivas del lenguaje cinematográfico
pasan por la doble crítica del concepto de «signo cinematográfico» y del plano
como unidad de lenguaje. (Esta cuestión se trata con detalle en las págs. 65-76 y
117-121 de los Ensayos, I y en la totalidad del capítulo IX de Lenguaje y cine: «El
problema de las unidades pertinentes»).
2.1.5. Problema de las articulaciones dentro del filme

La diferencia más radical entre lenguaje cinematográfico y lengua reside en


que no tiene nada que se parezca a la doble articulación lingüística. Esta doble
articulación, por el contrario, es central en el mecanismo de la lengua.
La doble articulación lingüística, por la que se instaura lo arbitrario de la
lengua y que estructura la relación de significación, indica que la cadena fónica
puede segmentarse en unidades de dos rangos. Los primeros tienen un significado
que les es propio: son las unidades significativas. Los segundos no tienen significado
propio, pero sirven para distinguir unas de otras las unidades significativas, son
las unidades distintivas.
No se encuentra segmentación de dos rangos del mismo tipo en el lenguaje
cinematográfico. Sin embargo, esto no quiere decir que esté desprovisto de toda
articulación. Christian Metz formula la hipótesis en una nota de sus Ensayos (nota
2, pág. 67) según la cual el «mensaje cinematográfico total» pone en juego cinco
grandes niveles de codificación, de los que cada uno es una especie de articulación.
Esos cinco niveles serían los siguientes:
— la percepción, en la medida que constituye ya un sistema de
inteligibilidad adquirido, y variable según las culturas;
— el reconocimiento y la identificación de los objetos visuales y sonoros que
aparecen en la pantalla;
— el conjunto de «simbolismos» y connotaciones de diverso orden que se da
a los objetos (o a la relación de objetos) fuera de los filmes, es decir, en la cultura;
— el conjunto de las grandes estructuras narrativas;
— el conjunto de sistemas propiamente cinematográficos que vienen a
organizar en un discurso de tipo específico los diversos elementos dados al
espectador por las cuatro instancias precedentes (y que constituyen en un sentido
estricto el «lenguaje cinematográfico»).
En una sección de La estructura ausente dedicada a los códigos visuales,
Umberto Eco formula por su parte la hipótesis de una triple articulación propia del
lenguaje cinematográfico:
«Unas figuras icónicas presumidas (deducidas de los códigos perceptivos) —
nivel 1— constituyen un paradigma del que se seleccionan unidades para
componer en signos icónicos —nivel 2— combinables en enunciados icónicos
combinables en fotogramas —nivel 3— (…)
En un código con tres articulaciones, tendremos pues: figuras que se
combinan en signos, pero no son parte de su significado; signos que se combinan
eventualmente en sintagmas; elementos X que nacen de la combinación de los
signos, y que no forman parte del significado de X».
La articulación es un concepto muy general, desde luego forjado por la
lingüística, pero del que sólo la forma específicamente lingüística de doble
articulación en morfemas y fonemas está ligada al código de la lengua. Existen
otros tipos.
2.2. La inteligibilidad del filme

Si la lengua es uno de los códigos internos del lenguaje, el más estructurado


sin duda y aquel en que la relación de significación se instaura por la doble
articulación, se puede considerar igualmente que existen ciertos aspectos de la
percepción cinematográfica que permiten al espectador comprender y leer el filme.
Estos caracteres son los que justifican la utilización del término lenguaje.
«El cine no es, desde luego, una lengua, al contrario de lo que muchos
teóricos del cine mudo han dicho o han dejado entender (…), pero se le puede
considerar un lenguaje que ordena elementos significativos dentro de arreglos
regulados diferentes de los que practican nuestros idiomas, y que no calcan en lo
más mínimo los conjuntos perceptivos que nos ofrece la realidad (…) La
manipulación fílmica transforma en un discurso lo que habría podido ser
únicamente el calco visual de la realidad». Christian Metz, Ensayos, I, pág. 108.
«… A partir del momento en que sustitutos de cosas, más móviles y
manejables que ellas mismas, y de alguna manera más cercanas al pensamiento, están
deliberadamente organizadas en una continuidad discursiva, hay un lenguaje, y de
ahí vendrán todas las diferencias que se quiera con el lenguaje verbal». Ensayos, 11,
pág. 18.
«La inteligibilidad» del filme pasa por tres instancias principales:
— la analogía perceptiva;
— los «códigos de nominación icónica», que sirven para nombrar los objetos
y los sonidos;
— finalmente, las figuras significantes propiamente cinematográficas (o
«códigos especializados», que constituyen el lenguaje cinematográfico en el sentido
estricto); estas figuras estructuran los dos grupos de códigos precedentes que
funcionan «por encima» de la analogía fotográfica y fonográfica.
Esta articulación compleja e imbricada entre códigos culturales y
especializados tiene una función homologa a la de la lengua sin ser, desde luego,
análoga a ella. Es una especie de «equivalente funcional».
2.2.1. La analogía perceptiva

La visión y la audición no identifican un «objeto» a partir de la totalidad de


su aspecto sensible. Se reconoce una fotografía de una flor en blanco y negro
porque el color no constituye un rasgo pertinente de identificación. Se entiende a
un interlocutor por teléfono pese a la selección auditiva operada por el modo de
transmisión. Todos los objetos visuales reproducidos en el cine lo son en ausencia
de la tercera dimensión; sin embargo no plantean mayores problemas de
identificación. El reconocimiento visual y sonoro se funda en ciertos rasgos
sensibles del objeto o de su imagen, excluyendo otros. Este fenómeno es el que
explica que la representación esquematizada de los objetos, en que la mayor parte
de los caracteres sensibles han sido deliberadamente suprimidos, sea tan
reconocible como otras representaciones mucho más completas en el plano de su
realidad física. Los rasgos que surgen, por ejemplo, de un dibujo esquematizado
corresponden exactamente a lo que Umberto Eco llama los rasgos pertinentes de
los códigos de reconocimiento. Existen grados de esquematización, es decir,
dosificaciones diferentes de los rasgos pertinentes de reconocimiento, e
inversamente, grados de semejanza o de «iconocidad». Así, la imagen
cinematográfica posee un grado superior de iconocidad en relación a la imagen
televisiva.
Algunos contra-ejemplos pueden confirmar este mecanismo. Una
reproducción de un objeto en blanco y negro (una legumbre, un animal) cuyo color
es uno de los criterios de identificación, puede dificultar el código de
reconocimiento. La ausencia de la tercera dimensión puede hacer difícil la
percepción del tamaño real de los objetos en el cine, por ejemplo, el de una colina.
Dejando de lado cualquier esquematización, las manifestaciones visuales
que difieren en todos los demás rasgos pueden ser percibidas como ejemplares
múltiples de un mismo objeto, y no como objetos distintos, debido a que ciertos
rasgos sensibles importan de modo primordial para la identificación. Como ya se
ha dicho a propósito del referente: «La foto de un gato no tiene por referente el
gato particular que ha sido fotografiado, sino más bien toda la categoría de los
gatos», del que él constituye un elemento. (Véase más atrás, Cap. 3-2.2.).
El espectador habrá seleccionado de entrada los rasgos pertinentes de
reconocimiento: tamaño, pelaje, forma de las orejas, etcétera, y no habrá tenido en
cuenta el color del pelo.
Vemos pues que el «esquematismo» es un principio mental perceptivo que
rebasa en mucho el campo limitado del esquema en el sentido corriente del
término. La visión más concreta es un proceso clasificatorio. La imagen
cinematográfica o fotográfica sólo es legible, es decir inteligible, si se reconocen los
objetos, y reconocer es colocar en una clasificación, de modo que el gato como
concepto, que no figura explícitamente en la imagen, se encuentra reintroducido
por la mirada del espectador.
Esta cuestión de la analogía visual y de la semejanza es clásica en la teoría de
las arles plásticas y en sociología de la pintura. Particularmente se ha estudiado
por Pierre Francastel, quien ha demostrado que, según las épocas y lugares, los
hombres no juzgan semejantes por igual las mismas imágenes. La imagen está
informada por sistemas muy diversos, algunos propiamente icónicos, y otros que
aparecen igualmente en mensajes no visuales, como lo muestra la «iconología» de
Erwin Panofsky.
En el campo semiológico, Umberto Eco ha sido quien más ha analizado este
fenómeno. Citaremos el clásico ejemplo de la cebra. «Seleccionamos los aspectos
fundamentales que hay que percibir según unos códigos de reconocimiento: cuando,
en el zoológico, vemos una cebra desde lejos, los elementos que reconocemos
inmediatamente (y que nuestra memoria retiene) son las rayas, y no la silueta que
recuerda vagamente a la de un burro o un mulo (…) Pero supongamos que existe
una comunidad africana en la que los únicos cuadrúpedos conocidos son la cebra y
la hiena, y donde son desconocidos caballos, asnos y mulas: para reconocer la
cebra no será necesario fijarse en las rayas (…) y para designar una cebra será
mucho más importante insistir en la forma del hocico y la longitud de las patas,
con el fin de distinguirla del cuadrúpedo representado como hiena (que también
tiene rayas: por tanto, las rayas no constituyen un factor de diferenciación)». La
estructura ausente (Ed. Mercure de France).
En el cine, a pesar del alto grado de iconicidad propio de su significante, la
comprensión primera de los datos audio-visuales está asegurada por el conjunto
de estos códigos constitutivos de la analogía. Estos permiten reconocer los objetos
visibles y audibles que aparecen en los filmes gracias a la semejanza de la que son
responsables.
2.2.2. Los «códigos de nominación icónica»

Estos códigos, llamados así por Christian Metz siguiendo los análisis
icónicos de Umberto Eco y los semánticos de A. J. Greimas, se refieren a la
operación de «nominación», el acto de dar un nombre a los objetos visuales.
La visión selecciona en el objeto los rasgos pertinentes y lo integra, gracias a
ello, en una clasificación social. Cada objeto visual reconocido se nombra entonces
con la ayuda de una unidad lexical, la mayor parte de las veces una palabra.
Esta «nominación», que parece funcionar por correspondencia entre objetos
y palabras que sirven para designarlos (como etiquetas), es una operación compleja
que relaciona los rasgos pertinentes visuales y los semánticos. La nominación es
una operación de trascodificación entre estos rasgos, una selección de aquellos que
se consideran como pertinentes y una eliminación de los restantes, considerados
como «irrelevantes». El rasgo pertinente semántico corresponde al concepto de
«semema» tal como lo define Greimas (= el significado de una sola acepción de un
lexema).
«Cada semema (unidad específica del plano del significado) designa una
clase de ocurrencia y no una ocurrencia singular. Existen miles de “trenes”, incluso
considerando la acepción de “convoy ferroviario”, y difieren mucho unos de otros
por el color, la altura, el número de vagones, etcétera. Pero la taxonomía cultural
que lleva en sí misma la lengua, ha decidido que estas variaciones son irrelevantes,
y que se trata del mismo objeto (= una misma clase de objetos); ha decidido
también que otras variaciones son pertinentes y suficientes para “cambiar de
objeto”, como por ejemplo las que separan el “tren” de la “autovía”». Christian
Metz, «Lo percibido y lo nombrado», en Ensayos semióticos.
Esta operación de trascodificación se acompaña de otra relación debida al
carácter particular de la lengua; Christian Metz califica dicha relación de
«metacódica». Un metacódigo es un código que se utiliza para estudiar otro
código, como el metalenguaje es el lenguaje que sirve para estudiar otros lenguajes.
La lengua es el único lenguaje que está en posición de metalenguaje universal,
puesto que es preciso utilizarla para analizar los demás lenguajes. La lengua ocupa
una posición privilegiada puesto que es la única que puede expresar, aunque sea a
veces de forma aproximativa, lo que dicen todos los restantes códigos.
La lengua hace mucho más que trascodificar la visión, que traducirla en otro
significante del mismo rango, que «verbalizarla».
La nominación remata la percepción en tanto que la traduce, y una
percepción insuficientemente verbalizada no es plenamente una percepción en el
sentido social de la palabra.
Si pienso por ejemplo en un objeto que conozco pero no consigo dibujarlo en
una hoja de papel, se entenderá que soy un poco torpe. Si este mismo objeto está
dibujado en una hoja de papel y yo no encuentro la palabra que sirve para
nombrarlo, se creerán entonces que no he comprendido el dibujo, que ignoro
realmente lo que es. En El niño salvaje, de François Truffaut (1970), el doctor Itard
se esfuerza en enseñar al niño a nombrar los objetos cotidianos que él manipula:
unas tijeras, una llave, etcétera. Como el niño no posee el código de la lengua, su
capacidad de identificación visual se pone a prueba.
Estos códigos muestran la relación de interdependencia muy estrecha que
une la percepción visual y el uso del léxico verbal: vemos que se relativiza un poco
más la oposición lenguaje visual-lengua, al explicitar el papel de la lengua dentro
de la percepción.
Un ejemplo de montaje alternando la mirada de un personaje (Melanie
Daniels en Los pájaros de Hitchcock, 1963) y el objeto mirado.
2.2.3. Las figuras significantes propiamente cinematográficas

La operación de reconocimiento estudiada hasta aquí sólo se refiere a un


único nivel de sentido, el llamado sentido literal o sentido denotado. Pero los
códigos de nominación icónica no dan cuenta de todos los sentidos que una
imagen figurativa puede producir.
El sentido literal está igualmente producido por otros códigos, por ejemplo
el montaje en el sentido más general de la palabra, montaje que engloba a la vez las
relaciones entre objetos y la composición interna de una imagen, incluso única.
Comprender que un objeto aparece en un filme algunos instantes después de otro,
o que, por el contrario, intervienen constantemente juntos, o que uno está siempre
a la izquierda del otro, es algo diferente de la simple identificación visual de cada
uno de los objetos.
En Como un torrente, de Vincente Minnelli (1959), el personaje del jugador,
encarnado por Dean Martin, no se separa jamás de su sombrero, que lleva
constantemente puesto. Tan sólo se descubrirá en el último plano ante la tumba de
la joven prostituta. Esta co-presencia sistemática del sombrero y del personaje sirve
para identificar uno y otro.
El sentido denotado que se produce por la analogía figurativa es el material
de base del lenguaje cinematográfico, sobre el que viene a superponer sus
disposiciones y su organización propia. Estas pueden ser internas a la imagen:
encuadres, movimientos de cámara, efectos de iluminación, o bien pueden referirse
a relaciones de imagen a imagen, es decir, el montaje.
Se podría creer que estas organizaciones significantes vienen a agregar
dobles sentidos en relación a la denotación, es decir, efectos de connotación, pero
nada hay de esto; participan también y muy directamente en la producción del
sentido literal.
El filme está compuesto, la mayoría de las veces, de una sucesión de planos
que sólo muestran aspectos parciales del referente ficcional que están encargados
de representar.
El «Hôtel du Nord» en el filme homónimo de Marcel Carné (1938), será una
fachada exterior, un plano de conjunto de la sala de la planta baja, un picado en
una escalera, una habitación vista desde el interior, un plano medio de una
ventana encuadrada desde el exterior.
Por esta articulación fílmica se construye la denotación, se organiza. Esta
organización no obedece a reglas fijas, pero responde a usos dominantes en
materia de inteligibilidad fílmica, usos que varían según los períodos y que definen
las modalidades históricas de la planificación.
Destaquemos, igualmente, que las principales configuraciones significantes,
antes de estabilizarse durante varios decenios, se pusieron en evidencia a finales de
la década de 1900 (hacia 1906-1908), cuando los cineastas quisieron desarrollar un
proyecto narrativo.
«Los pioneros del lenguaje cinematográfico, hombres de la denotación,
querían ante todo contar historias. No pararon hasta conseguir plegar a las
articulaciones —incluso las más rudimentarias— de un discurso narrativo el
material analógico y continuo de la duplicación fotográfica». Christian Metz,
Ensayos, I. (Véase el párrafo «El encuentro del cine y la narración», Cap. 3-1.1.).
El montaje alternado se constituyó progresivamente de Porter a Griffith: se
trataba de producir la idea de simultaneidad de dos acciones por la toma alternada
de dos series de imágenes. El proyecto narrativo ha engendrado un esquema de
inteligibilidad de la denotación, puesto que los espectadores saben que una
alternancia de imágenes en la pantalla es susceptible de significar que, en la
temporalidad literal de la ficción, los acontecimientos presentados son simultáneos,
lo que no era posible en el caso de los primeros espectadores de Méliès.
3. La heterogeneidad del lenguaje cinematográfico

Los pioneros de la estética del cine reivindicaron siempre la originalidad del


cine y su total autonomía como medio de expresión. Hemos insistido ya en el
papel de la analogía visual y sonora, en el de la lengua en la lectura de filmes; las
configuraciones propiamente cinematográficas no intervienen casi nunca solas. La
imagen no es tampoco la totalidad de este lenguaje. Desde que el cine es hablado,
hay que contar con la banda sonora en la que, además de la palabra, intervienen
los ruidos y la música.
El concepto de materia de la expresión tal como la define Louis Hjelmslev
nos permitirá precisar el carácter compuesto del lenguaje cinematográfico desde el
punto de vista del significante. Pero el cine es heterogéneo no sólo en el plano de
las instancias «materiales», sino también en otro nivel, el del encuentro en el seno
del filme de los elementos propios del cine y los que no lo son.
3.1. Las materias de la expresión

Para Louis Hjelmslev, cada lenguaje se caracteriza por un tipo (o una


combinación específica) de materias de la expresión.
La materia de la expresión, como su nombre indica, es la naturaleza material
(física, sensorial) del significante, o más exactamente del «tejido» en el que se
recortan los significantes (el término de significante se reserva para la forma
significante).
Unos lenguajes poseen una materia de expresión única y otros combinan
varias materias. Según este criterio, los primeros son homogéneos y los segundos
heterogéneos.
La materia de la expresión de la música es el sonido no fónico, de origen
instrumental en la mayoría de los casos; la ópera es ya menos homogénea, puesto
que añade los sonidos fónicos (las voces de los cantantes); la materia de la
expresión de la pintura se compone de significantes visuales y coloreados de
origen físico diverso, ya que puede integrar significantes gráficos.
El lenguaje cinematográfico sonoro presenta un grado de heterogeneidad
particularmente importante que combina cinco materiales diferentes:
La banda imagen comprende las imágenes fotográficas en movimiento,
múltiples y colocadas en serie, y accesoriamente, anotaciones gráficas que pueden
sustituir a la imagen analógica (rótulos y letreros), o sobreimponerse (subtítulos y
menciones gráficas internas a la imagen).
Algunos filmes mudos conceden un lugar importante a los textos escritos:
Octubre, de Eisenstein (1927), comprende 270 rótulos en un total de 3225 planos y
presenta gran número de menciones escritas dentro de las imágenes: pancartas de
manifestaciones, enseñas, hojas de propaganda, insertos de periódicos en
primerísimo plano, mensajes escritos, etc. La pasión de Juana de Arco, de Carl
Theodor Dreyer (1928), alterna de modo sistemático primeros planos de los rostros
y los rótulos dedicados a las réplicas del proceso. Es el caso de algunos filmes
sonoros, como Ciudadano Kane, de Orson Welles (1940), en donde se encuadran un
gran número de insertos con titulares de diarios, carteles electorales, textos
manuscritos o mecanografiados por Kane.
Otros filmes mudos, por el contrario, se esfuerzan en eliminar toda huella de
escritura.
La banda sonora ha añadido tres nuevas materias expresivas: el sonido
fónico, el musical y el analógico (los ruidos). Estas tres materias intervienen
simultáneamente con la imagen; esta simultaneidad las integra en el lenguaje
cinematográfico, ya que, cuando intervienen solas, constituyen otro lenguaje, el
lenguaje radiofónico.
Una sola de estas materias es específica del lenguaje cinematográfico; se
trata, evidentemente, de la imagen en movimiento. A menudo se ha intentado
definir la esencia del cine a través de ella.
Esta definición del cine a partir de criterios físico-sensoriales surge de una
comprobación empírica simple de alcance teórico limitado, pero comporta el riesgo
de un deslizamiento hacia una concepción del cine como un sistema único capaz
de rendir cuentas él solo de todas las significaciones localizadas en los filmes.
El cine es también heterogéneo en otro sentido, cuyas consecuencias teóricas
son claramente más decisivas; intervienen en él unas configuraciones significantes
que necesitan el apoyo del significante cinematográfico y otras que nada tienen de
específicamente cinematográfico. Estas configuraciones significantes son las que
Christian Metz, siguiendo a Louis Hjelmslev, A. J. Greimas, Roland Barthes y
muchos otros, llama códigos, término que no ha dejado de provocar innumerables
discusiones y que es importante precisar ahora, antes de abordar la cuestión de la
especificidad en el seno de los mensajes fílmicos.
3.2. La idea de código en semiología

A lo largo de Lenguaje y cine, Christian Metz moviliza una oposición, que


toma de Louis Hjelmslev, entre conjuntos concretos (= mensajes fílmicos) y
conjuntos sistemáticos, entidades abstractas, que son los códigos.
Los códigos no son verdaderos modelos formales, como puede suceder en
lógica, sino unidades de aspiración a la formalización. Su homogeneidad no es de
orden sensorial o material, sino de la coherencia lógica, del poder explicativo, del
esclarecimiento. En semiología un código se concibe como un campo de
conmutaciones, un terreno en el que las variaciones del significante corresponden a
las del significado, y un cierto número de unidades toman su sentido las unas en
relación con las otras.
En uno de estos campos de origen, la teoría de la información (pues el
término se ha usado ampliamente en derecho: código civil), código sirve para
designar un sistema de correspondencias y cortes. En lingüística designa la lengua
en tanto que sistema interno del lenguaje. En sociología y antropología, designa
sistemas de comportamiento (el código de la cortesía, por ejemplo),
representaciones colectivas. En el lenguaje corriente, designa siempre sistemas de
manifestaciones múltiples y de reutilización corriente (código de la carretera,
código postal, etcétera).
El código es pues un campo asociativo construido por el analista: revela toda
organización lógica y simbólica que subyace en un texto. Es preciso distinguirlo de
una regla o de un principio obligatorio.
El concepto lingüístico de código se ha generalizado con el estudio de las
estructuras narrativas de A. J. Greimas y Roland Barthes. En su estudio textual de
Sarrasine, de Balzac, Barthes distingue el código cultural, el hermenéutico, el
simbólico, el de las acciones, precisando que no debe entenderse «en el sentido
riguroso, científico del término, puesto que designa campos asociativos, una
organización supratextual de notaciones que imponen una cierta idea de
estructura; la instancia del código es esencialmente cultural». («Analyse textuelle
d’un conte d’Edgar Poe», en Sémiotique narrative et textuelle).
El código no es tampoco una idea puramente formal. Hay que considerarlo
desde un doble punto de vista: el del analista que lo construye, que lo despliega en
el trabajo de estructuración de un texto, y el de la historia de las formas y las
representaciones, dado que el código es la instancia por la que las configuraciones
significantes anteriores a un texto o a un filme dado, se dan por sobreentendidas.
En esos dos puntos de vista no se trata del mismo «momento» del código: el uno
precede al otro. Esta entidad abstracta asimismo se transforma por el trabajo del
texto e irá implícita en un texto posterior, en el que será necesario clarificarlo de
nuevo, y así continuamente.
3.3. Los códigos específicos del cine

Determinadas configuraciones significantes, que se llamarán códigos, están


directamente ligadas a un tipo de materia de la expresión: para que puedan
intervenir, es necesario que el lenguaje de recepción presente ciertos rasgos
materiales. Tomemos como ejemplo el código del ritmo, es decir, el conjunto de
figuras fundadas en una relación de duración: es evidente que este código sólo
podrá literalmente intervenir en un lenguaje que posea una materia de expresión
temporalizada. Desde luego, siempre se podrá comentar el «ritmo» de la
composición visual en un cuadro, pero será en un sentido muy metafórico.
Las configuraciones significantes que sólo pueden intervenir en el cine son
de hecho bastante limitadas; van ligadas a la materia de la expresión propia del
cine, es decir a la imagen fotográfica en movimiento y a ciertas formas de
estructuración propias del cine, como el montaje en el sentido más restringido del
término.
Un ejemplo tradicional de código específico es el de los movimientos de
cámara. Este se refiere a la totalidad del campo asociativo ligado a las relaciones de
fijación y de movilidad que pueden intervenir en un plano cinematográfico: en
todo momento, la cámara puede permanecer fija o producir una trayectoria dada
(vertical, horizontal, circular). Cada uno de los planos clarifica una elección, es
decir, la eliminación de todas las figuras no presentes.
Este código es específico porque necesita en concreto la movilización de la
tecnología cinematográfica. Un ejemplo particularmente claro es el de la mayor
parte de las películas del húngaro Miklos Jancso (Siroco de invierno. 1969; Salmo rojo,
1971, etcétera) compuestas de larguísimos planos-secuencia con inmensos
travellings.
El código de las escalas de planos que suele constituir el a-b-c de las
gramáticas cinematográficas no es específico del cine, puesto que se refiere
igualmente a la fotografía fija.
Una oposición tajante entre códigos específicos y no específicos es
difícilmente sostenible; la hipótesis centrada en grados de especificidad es mucho
más productiva. Habrá dos polos, uno constituido por códigos totalmente no
específicos (del que hablaremos en 3.4)., y otro por códigos específicos, en número
mucho más reducido; y entre estos dos polos, una jerarquía en la especificidad
fundada en la mayor o menor zona de extensión de los códigos considerados.
La materia de la expresión propia del cine es la imagen mecánica en
movimiento, múltiple y colocada en secuencia. A medida que avanzamos en los
rasgos particulares de este lenguaje, se acentúa el grado de especificidad del
código.
Los códigos de la analogía visual se refieren, por ejemplo, a todas las
imágenes figurativas; serán débilmente específicas en el cine aunque jueguen un
papel de primer plano.
Los códigos «fotográficos» ligados a la incidencia angular (encuadres), el
código de las escalas de planos, el de la claridad de la imagen, tan sólo conciernen
a la imagen «mecánica» obtenida con una tecnología físico-química; son por tanto
más específicos que los de la analogía visual.
Todos los códigos que afectan al orden secuencial de la imagen son aún más
claramente específicos pese a que atañen también a la fotonovela y a la tira de
dibujos (comic).
Los únicos códigos exclusivamente cinematográficos (y televisivos, ya que
los dos lenguajes son ampliamente afines) están ligados al movimiento de la
imagen: código de movimientos de cámara, código de raccords dinámicos; una
figura como el raccord en eje es propia del cine, se opone a otros tipos de raccords
y sólo encuentra equivalentes, por aproximación, en la fotonovela.
Destaquemos sin embargo que algunos códigos poco específicos han sido
explotados de modo masivo por el cine; así la oposición entre «picado» y «contra-
picado», muy utilizada para acentuar ciertos rasgos de personajes representados.
Ejemplos clásicos serían M, el vampiro de Düsseldorf, de Fritz Lang (1931), o
Ciudadano Kane, de Orson Welles (1940); más recientemente, Hasta que llegó su hora,
de Sergio Leone (1969), Vestida para matar, de Brian de Palma (1980), La ciudad de las
mujeres, de Federico Fellini (1980), etcétera.
Otro fenómeno sobre el que conviene insistir es el de las consecuencias de la
integración de un código no-específico en un lenguaje, y las transformaciones que
sufre.
El código de los colores interviene en todos los lenguajes en que el
significante es susceptible de ser «coloreado»: el código del vestuario, la fotografía,
etcétera. En un filme dado, este código se somete a las características de los
espectros y los valores de la película utilizada: son muy diferentes los del
tecnicolor de la década de 1950 y los del eastmancolor de la de 1970.
La voz de un personaje de película no es en principio muy específica (código
de los timbres de voz) puesto que se puede oír asimismo en el teatro, en la radio,
en un disco, en un magnetófono. Se puede distinguir entre la voz registrada y la
que no lo está, la técnica de registro (directo o postsincronizada), por último, su
simultaneidad de manifestación con la imagen en movimiento: en este caso, se
vuelve totalmente específica. No sería sorprendente que esta particularidad de
manifestación engendrara códigos propios del cine: determinados timbres que le
serían propios.
Pero un código más específico que otro en el seno de un lenguaje no es por
ello más importante; caracteriza ese lenguaje, pero puede jugar un papel modesto.
Pretender que un filme es más cinematográfico que otro porque utiliza un mayor
número de códigos específicos del cine, es una actitud que no tiene ningún
fundamento serio. Un filme que comprende muchos movimientos de cámara,
raccords rítmicos, sobreimpresiones, no es más cinematográfico que un filme
compuesto de planos exclusivamente fijos en que la narración está a cargo de una
voz en off, como La femme du Gange, de Marguerite Duras (1972), por ejemplo. Lo
único que se puede comprobar es que, en el primer caso, la materialidad
significante del cine se fija más ostensiblemente.
3.4. Los códigos no específicos

El lenguaje cinematográfico forma parte de los lenguajes no especializados;


ninguna zona de sentido le es propia, su «materia de contenido» es indefinida. De
alguna manera, puede decirlo todo, máxime cuando acude a la palabra. Existen
por el contrario lenguajes dedicados a zonas semánticas mucho más reducidas, por
ejemplo, el de las señales marítimas: su función exclusiva es dar indicaciones útiles
a la navegación, de ahí la adaptación de su materia de expresión a esta finalidad.
Algunos lenguajes, por el contrario, tienen, como señala Louis Hjelmslev,
refiriéndose sobre todo a la lengua, una materia de contenido coextensiva a la
totalidad del tejido semántico, al universo social del sentido; están constituidos por
códigos de manifestación universal.
Otros códigos pueden tener una especificidad múltiple, lo que significa que
pueden intervenir en todos los lenguajes cuya materia de expresión comprenda el
rasgo pertinente que les corresponde: como el código del ritmo anteriormente
citado.
Si el cine es un lenguaje no especializado, capaz de decirlo todo, también es
cierto que en razón de la especificidad de su materia de expresión, por tanto de los
códigos que la constituyen, puede tener una especie de parentesco privilegiado con
ciertas zonas del sentido; así, todos los semantismos ligados a la visualidad o a la
movilidad podrán desplegarse sin limitaciones.
Dentro de los filmes narrativos, se puede destacar la abundancia de
temáticas ligadas a la visión: innumerables melodramas cinematográficos han
utilizado como protagonistas a ciegos o a personajes que pierden súbitamente la
vista (múltiples versiones de las Dos huerfanitas).
El filme es el lugar de encuentro entre un gran número de códigos no
específicos y uno mucho menor de códigos específicos. Además de la analogía
visual, los códigos fotográficos ya evocados, se pueden citar para los filmes
narrativos los códigos propios del relato considerados como independientes de los
vehículos narrativos. Lo mismo sucede con todos los códigos de «contenido».
Estudiar un filme será analizar un gran número de configuraciones significantes
que nada tienen de específicamente cinematográfico, de donde surge la amplitud
de la empresa y la necesidad de acudir a las disciplinas de las que provienen esos
códigos no específicos.
Si no es posible dar una lista precisa de los códigos específicamente
cinematográficos porque su estudio se ha profundizado poco todavía, esta
tentativa resulta aún más absurda para los códigos no específicos puesto que haría
falta un diccionario enciclopédico.
4. El análisis textual del filme

En relación con el concepto de código (párrafo 3.2., pág. 196), indicábamos


que Christian Metz oponía en Lenguaje y cine dos tipos de conjuntos, los concretos o
mensajes fílmicos, y los sistemáticos construidos por el analista, los códigos; los
mensajes fílmicos se llaman también «textos».
Este término pronto dio lugar a una nueva categoría de análisis del filme; el
análisis textual. Este análisis ha conocido un cierto éxito en el decenio posterior a la
publicación, en 1971, de Lenguaje y cine. Roger Odin, que ha reunido una
bibliografía sistemática, contaba en 1977 más de cincuenta análisis de este tipo.
La filiación inmediata entre el trabajo teórico de la obra en Lenguaje y cine y
estos nuevos análisis, no es sin embargo tan clara. Algunos son anteriores, como el
análisis de una secuencia de Los pájaros, de Alfred Hitchcock, publicada en 1969 en
los Cahiers du cinéma por Raymond Bellour. Los que se refieren de manera explícita
a la definición del «texto» propio de Christian Metz, son en realidad pocos. Todos
mantienen siempre una relación conceptual más o menos afirmada con la corriente
semiológica en el sentido más amplio del término, de la que el libro de Metz
constituye la pieza fundamental. También hay que señalar la ambientación
semiológica general (exterior al cine) determinante en la génesis de éste. La
publicación de S/Z, de Roland Barthes, los análisis mitológicos de Lévi-Strauss, el
estudio narrativo de los relatos literarios, sin mencionar la moda estructuralista,
han contribuido a modificar la forma de mirar un filme en el sentido de una mayor
atención a la literalidad de la significación.
Precisaremos en primer lugar la acepción de «texto» tal como la
encontramos en Lenguaje y cine; estudiaremos a continuación su origen semiológico
y su sentido en el campo exterior al cine, el del análisis literario con sus recaídas
metodológicas sobre ciertos análisis fílmicos; finalmente caracterizaremos lo que
nos parece constituir la originalidad y el interés principal de esta investigación,
insistiendo en los problemas específicos que se plantean en un análisis del filme
(¿cómo constituir un filme en texto?).
4.1. La idea de texto fílmico en «Lenguaje y cine»

La idea de texto aparece en primer lugar para precisar el principio de


pertinencia respecto del cual la semiología se propone abordar el estudio del filme:
lo considera en tanto que «objeto significante», como «unidad de discurso».
El filme (y el conjunto del fenómeno «cine» del que éste no es más que un
elemento) es susceptible de múltiples enfoques que corresponden a una acepción
diferente del objeto, por tanto a un principio de pertinencia diferente. Desde el
punto de vista tecnológico, puede considerarse como un soporte físico-químico
(«un filme de gran sensibilidad a la luz natural»); desde el económico, como un
conjunto de copias («este filme pulveriza los récords de recaudación»); desde el
temático, partiendo de un análisis de contenido («fuera de la prostitución y el
servicio doméstico, las mujeres no tienen ninguna actividad profesional en los
filmes franceses de la década de 1930); como documento que pone en evidencia la
sociología de la recepción («este filme de Bergman ha provocado una serie de
suicidios en Pakistán Oriental»).
Hablar de «texto fílmico» es considerar el filme como discurso significante,
analizar su (o sus) sistema(s) interno(s), estudiar todas las configuraciones
significantes que se le puedan observar.
Sin embargo, el estudio semiológico puede abarcar dos procesos diferentes:
— El primero estudia el filme como mensaje de uno o varios códigos
cinematográficos. Se trata del estudio del lenguaje cinematográfico o de una de sus
figuras; por ejemplo: el montaje fragmentado en Muriel, de Alain Resnais (1963).
Este estudio debe poner en relación la práctica del montaje en un filme dado con la
de otros filmes que presentan configuraciones próximas.
— El segundo proceso propiamente textual estudia el sistema peculiar de un
filme; por ejemplo el papel del montaje fragmentado en Muriel, no como figura del
lenguaje cinematográfico sino en relación a las otras configuraciones significantes
de la obra en el mismo filme y en el sentido que engendran: «impresión de fractura
existencial, de esquizofrenia cotidiana, casi fenomenológica, de profunda
“distracción” perceptiva».
Christian Metz remite a la definición hjelmsleviana de texto con el fin de
indicar que el término sirve para nombrar todo desarrollo significante, todo
«proceso», tanto si el desarrollo es lingüístico, como no lingüístico o mixto, a cuyo
último caso corresponde el filme hablado. Texto puede designar una serie de
imágenes, de notas musicales, un cuadro en la medida en que éste desarrolla sus
significantes en el espacio, etcétera.
Texto fílmico corresponde al nivel filmofónico tal como los definían Etienne
Souriau y Gilbert Cohen-Séat en el vocabulario de la filmología, es decir, al «filme
funcionando como objeto percibido por los espectadores durante el tiempo de su
proyección».
Texto fílmico se opone a sistema: el sistema del filme es su principio de
coherencia; su lógica interna, la inteligibilidad del texto construido por el analista.
Este sistema no tiene existencia concreta mientras que el texto tiene una, puesto
que es un desarrollo manifiesto, lo que preexiste a la intervención del analista.
En todo filme hay dos instancias abstractas que surgen del orden de lo
sistemático: el sistema propio de cada filme y los códigos, también sistemáticos,
construidos por el analista aunque éstos no son específicos, singulares. Algunos
códigos pueden ser generales porque se refieren al conjunto virtual de todos los
filmes (el código de montaje, por ejemplo), otros son particulares, cuando tan sólo
intervienen en una categoría más estrecha de filmes, una sola «clase» de filmes
(como el código de la puntuación fílmica, muy usado en las películas de las
décadas de 1930-1950: fundidos en negro, encadenados, cierres de todas clases…).
Incluso si son particulares, estos códigos no son jamás singulares, conciernen
siempre a más de un filme. Sólo los textos son singulares.
4.2. Un ejemplo: el sistema textual de «Intolerancia», de D. W. Griffith

Intolerancia (1916) se compone de cuatro relatos diferentes presentados


primero separadamente, y luego uno detrás de otro según un ritmo cada vez más
rápido: se trata de la caída de Babilonia, la Pasión de Cristo en Palestina, la noche
de San Bartolomé en Francia en el siglo XVI, y un episodio «moderno» que está
situado en la América contemporánea de la realización del filme.
La película está por tanto estructurada de una manera original: por un
montaje paralelo generalizado a su construcción de conjunto.
Este montaje paralelo es un tipo particular de construcción secuencial que
pertenece a un código específicamente cinematográfico, el del montaje en el
sentido de disposición sintagmática de los segmentos de filmes. Esta construcción
puede también intervenir en un relato literario o teatral, pero aquí es
específicamente cinematográfica ya que necesita, para producir un efecto visual y
emocional tan particular e intenso, la movilización del significante
cinematográfico: una sucesión dinámica de imágenes en movimiento. El montaje
paralelo es una de las figuras de montaje posibles, que se opone a otros tipos de
disposición secuencial: el montaje alternado que instaura una relación de
simultaneidad entre las series, o el simplemente lineal en el que las secuencias se
encadenan según una progresión cronológica.
En La civilisation a travers les ages (1908), Méliès se contentaba con yuxtaponer
una serie de cuadros según un eje cronológico.
El montaje alternado, figura de montaje asimismo «puesta a punto» por
Griffith en sus cortometrajes de la Biograph, interviene también en Intolerancia,
pero dentro de los episodios, sobre todo en la última parte del relato moderno, en
la persecución entre el automóvil y el tren, persecución de la que depende la vida
de un inocente, el héroe injustamente condenado a la horca.
El lenguaje cinematográfico, sistema relacional abstracto constituido por el
conjunto de la producción cinematográfica anterior a Intolerancia, ofrece a Griffith
una configuración significante, el montaje paralelo, que el sistema textual del filme
va a utilizar, trabajar y transformar, extendiéndolo a la totalidad del filme, luego
acelerándolo, pasando de un paralelismo entre grupos de secuencias (principio del
filme) a un paralelismo entre secuencias (centro del filme) para finalmente llegar a
un paralelismo entre fragmentos de secuencias, entre planos, cuya unidad
secuencial está totalmente pulverizada, pasada por el «colador» del montaje (es
una metáfora eisensteniana). La aceleración final la produce este juego del
paralelismo sobre sí mismo, movimiento que transforma totalmente la
configuración inicial de esta forma de montaje hasta destruirla: el sistema fílmico
es un trabajo del filme sobre el lenguaje.
Este montaje paralelo generalizado es inseparable de la temática propia del
filme, temática fundada sobre configuraciones significantes extracinematográficas,
en este caso una configuración ideológica que opone radicalmente la
«intolerancia», como su título indica, a través de diversas manifestaciones
históricas, a la imagen alegórica de la bondad y la tolerancia encarnada por una
figura siempre igual: la de una madre acunando a su hijo. La dinámica textual del
filme se funda en una separación claramente afirmada al principio de cada uno de
los episodios dedicados al fanatismo, separación negada, luego transformada en
fusión que materializa visualmente la identidad de la intolerancia más allá de la
diversidad de sus rostros contingentes.
Esta relación antagónica provoca un nuevo nivel en el paralelismo, nivel que
ahora se funda no en una relación de identidad sino de contradicción.
La temática ideológica movilizada en Intolerancia debe relacionarse con
determinaciones exteriores al filme. Se integra en el fenómeno general concretado
por la ideología reconciliadora que caracteriza la sociedad americana después de la
Guerra de Secesión; pero ésta informa una figura específicamente cinematográfica
(que a su vez le da forma, la materializa): el montaje paralelo.
El sistema fílmico es por consiguiente profundamente mixto; es el lugar de
encuentro entre lo cinematográfico y lo extracinematográfico, entre el lenguaje y el
texto, encuentro conflictivo que metamorfosea el «metabolismo» inicial de cada
una de las dos partes.
4.3. El concepto de texto en semiótica literaria

«Texto» se utiliza asimismo en los análisis fílmicos respecto a una


concepción diferente, si no contradictoria, con la de Louis Hjelmslev. Esta otra
concepción queda la mayoría de las veces implícita. Nos ha parecido
indispensable, en razón de la frecuencia de su uso implícito, elucidar esta
digresión.
Como precisaremos un poco más adelante, este sentido particular de la
palabra «texto» está ligado a las intervenciones teóricas de Julia Kristeva, del
conjunto de la revista Tel Quel y de la corriente crítica que éstos suscitaron a
principios de la década de 1970. Esta estrategia teórica intentaba promover
paralelamente un nuevo tipo de lectura y de producción literaria. Partiendo de una
relectura de Lautréamont, Mallarmé, Artaud, y en la estela de los trabajos críticos
de Georges Bataille y de Maurice Blanchot, se trataba de provocar un clima
favorable para la recepción de producciones «textuales» (tanto de teoría como de
ficción, ya que era propio de esta corriente negar esta división) de autores
miembros de la revista o sostenidos por ella: Philippe Sollers, Jean Ricardou, Jean
Thibaudeau, Pierre Guyotat.
Recordamos aquí este episodio de la crónica literaria parisina, porque
influyó en ciertas revistas de cine, muy permeables a la novedad teórica, como los
Cahiers du cinéma de 1970 a 1973, y provocó incluso el nacimiento de una nueva
revista: Cinéthique. Al igual que en el campo literario, esta teoría preconizaba el
apoyo a ciertos filmes de «ruptura» (por ejemplo, Méditerranée, de Jean Daniel
Pollet. 1963): y jugó incluso cierto papel en la concepción de filmes nuevos: los
«experimentales» del «grupo Dziga Vertov» en torno a Jean-Luc Godard y Jean-
Pierre Gorin, La fin des Pyrénées, de J. P. Lajournade (1971), etcétera.
No es fácil exponer de modo sintético una concepción como ésta, puesto que
sólo se entiende a través de una «diseminación» del sentido. Sin embargo, Roland
Barthes ha conseguido superar el tour de force presentando una versión muy clara,
sin traicionarla, en dos artículos a los que nos vamos a remitir dado que han
marcado fuertemente ciertos análisis textuales de filmes: «De la obra al texto», en
Revue d’esthétique, 3, 1971, y «Teoría del texto», en Encyclopaedia Universalis,
volumen 15.
Raymond Bellour, en un artículo de reflexión metodológica sobre el análisis
de filmes, «El texto inencontrable», ha expuesto, de la manera más clara, el origen
de esta otra acepción. Relaciona el concepto de texto con la oposición formulada
por Roland Barthes entre «obra» y «texto».
En esta concepción, la obra se define como un fragmento de sustancia, un
objeto que se toma con la mano (Roland Barthes piensa en la obra literaria), su
superficie es «fenomenal». Es un objeto acabado, computable, que puede ocupar
un espacio físico. Si la obra se sostiene con la mano, el «texto» se sostiene con el
lenguaje, es un campo metodológico, una producción, una travesía.
Así, no es posible enumerar los textos; sólo se puede decir que en esta o
aquella obra «hay» texto. La obra se puede definir en términos heterogéneos al
lenguaje; puede hablarse de su materialidad física, de determinaciones socio-
históricas que han llevado a su producción material; por el contrario, el texto
queda totalmente homogéneo con el lenguaje. Sólo es lenguaje y no puede existir a
través de otro lenguaje. Únicamente se puede experimentar en un trabajo, en una
producción.
Esta otra concepción del texto es ampliamente homológica a lo que Christian
Metz llama «sistema del texto», y la obra, objeto concreto a partir de lo que se
elabora el texto, corresponde precisamente al «texto» metziano puesto que era
desarrollo certificado, discurso manifiesto.
Dicha homología es particularmente manifiesta cuando Christian Metz
define el «sistema del texto» como desplazamiento, subrayando la relación
antagónica que se establece entre la instancia del código y la instancia textual:
«Cada filme se construye sobre la destrucción de sus códigos (…) lo propio del
sistema fílmico es rechazar activamente como irrelevantes cada uno de sus
códigos, en el mismo movimiento en que afirma su propia lógica, y porque la
afirma: afirmación que, forzosamente, pasa por la negación de lo que no es, por lo
tanto, de sus códigos. En cada filme los códigos están presentes y ausentes a la vez:
presentes porque el sistema se construye sobre ellos, ausentes porque el sistema no
es tal —en tanto que es cosa distinta al mensaje de un código—, porque sólo
comienza a existir cuando estos códigos empiezan a no existir bajo forma de
códigos, porque es ese mismo movimiento de rechazo, de destrucción-
construcción. En este sentido, algunos de los conceptos adelantados por Julia
Kristeva en otro terreno son aplicables al filme» (Lenguaje y cine, pág. 77).
Se tendrá cuidado en observar, al utilizar este término, las dos acepciones
que abarca. Dos conceptos casi sinónimos, «sistema textual» y «texto» en el sentido
kristevo-barthesiano. Esta figura conceptual proviene de que uno de los miembros
de la pareja, «obra», no interviene prácticamente nunca en Lenguaje y cine.
En Christian Metz, la idea de texto fílmico es válida para todos los filmes; no
es nunca restrictiva ni selectiva, lo que no sucede en la segunda acepción que
intentamos explicar.
«Texto» en el sentido semiótico es, pues, una idea estratégica con una
función polémica y programática. Tiende a privilegiar ciertas obras, aquellas
donde se encuentra el texto, y a promover una nueva práctica de la escritura. Se
opone a la obra clásica y a la concepción antigua del texto que se deriva, en el que
este último es la garantía de lo escrito a lo que asegura la estabilidad y la
permanencia de la inscripción. Este texto (en el sentido antiguo) cierra la obra, la
encadena a su letra, la une firmemente a su significado; está ligado a una metafísica
de la verdad puesto que él es quien autentifica lo escrito, su «literalidad», su
origen, su sentido, es decir su «verdad».
Se trata de sustituir el antiguo texto por uno nuevo, producido por una
práctica significante. Mientras que la teoría clásica acentuaba el «tejido» acabado
del texto, puesto que etimológicamente texto es el tejido, la textura («el texto es un
“velo” tras el cual hay que buscar la verdad, el mensaje real, en una palabra, el
sentido»), la teoría moderna del texto «da la espalda al texto-velo y busca percibir
el tejido en su textura, en los entrelazamientos de los códigos, las fórmulas, los
significantes entre los que el sujeto se desplaza y se pierde, como una araña que se
disolviera en su propia tela» (Roland Barthes).
Estos «entrelazamientos de códigos» de que habla Barthes son precisamente
los que evocan de modo irresistible algunos análisis textuales de filme, en especial
los de Raymond Bellour y M. C. Ropars. Como explica Bellours en su estudio de
un segmento de Con la muerte en los talones, de Alfred Hitchcock (1959), en cierto
modo es imposible reunir en un solo haz la multiplicidad de los hilos de araña,
puesto que el sistema fílmico se funda en la «progresión reiterativa de las series, la
regulación diferencial de las alternancias, la similitud y la diversidad de las
rupturas». Un resumen de análisis textual sólo ofrecerá «el esqueleto descarnado
de una estructura que, para no ser nula, no será jamás el todo múltiple que se
construye en ella, alrededor de ella, a través de ella, a partir de ella, más allá de
ella».
Esta nueva teoría del texto se refiere a la obra literaria: basta que haya un
desbordamiento significante para que haya texto. Barthes precisa que todas las
prácticas significantes pueden engendrar texto: la práctica pictórica, musical,
fílmica, etc. No considera las obras como simples mensajes, o incluso enunciados,
como productos acabados, sino como «producciones perpetuas, enunciaciones a
través de las cuales el sujeto continúa debatiéndose»; este sujeto es el autor sin
duda, pero también el lector. La teoría del texto lleva a promover una nueva
práctica, la lectura «aquella en que el lector no es nada más que el que quiere escribir
entregándose a una práctica erótica del lenguaje» (Roland Barthes).
Una de las consecuencias mayores de esta concepción es que postula la
equivalencia entre escritura y lectura, mientras el comentario se convierte en un
texto. El sujeto del análisis no es exterior al lenguaje que describe, es también parte
del lenguaje. No hay un discurso «sobre» la obra, sino la producción de otro texto
de status equivalente, «que entra en la proliferación indiferenciada del intertexto».
Sin abordar las discusiones de los fundamentos teóricos de estas tesis
radicales, señalaremos las dificultades particulares que encuentran en el terreno
cinematográfico.
La producción textual sólo se puede inscribir en el lenguaje, y la
permutación de polos entre lector y «productor» se facilita en literatura por la
similitud de materia de la expresión entre lenguaje objeto y lenguaje crítico.
Esta homogeneidad desaparece en el filme puesto que éste opone la
especificidad de su significante visual y sonoro al de la escritura del comentario.
De ahí los obstáculos que deben sortear los análisis textuales de filme, obstáculos
que Raymond Bellour designa precisando que, en cierto sentido, el texto del filme
es un texto «inencontrable» porque es incitable. Para el filme, no sólo el texto es
incitable, sino la propia obra.
Sin embargo Bellour da la vuelta dialécticamente a esta limitación
postulando que el movimiento textual es inversamente proporcional a la fijación
de la obra.
Bellour compara la textualidad musical a la del filme. En música, la partitura
es fija, mientras que la obra se mueve porque la ejecución cambia. Este movimiento
acrecienta en un sentido la textualidad de la obra musical puesto que el texto, dice
y repite continuamente Barthes, es el propio movimiento. «Pero por una especie de
paradoja, este movimiento es irreductible al lenguaje que querría atraparlo para
hacerlo surgir redoblado. En este aspecto, el texto musical es menos textual que el
pictórico y sobre todo que el literario, en los que el movimiento es de alguna
manera inversamente proporcional a la fijación de la obra. La posibilidad de
atenerse a la letra del texto es a fin de cuentas su condición de posibilidad. (…)
El filme presenta la particularidad, destacable para un espectáculo, de ser
una obra fija. (…) La ejecución, en el filme, se anula de la misma manera en
provecho de la inmutabilidad de la obra. Esta inmutabilidad, tal como hemos visto,
es una condición paradójica de la conversión de la obra en texto, ya que favorece,
aunque tan sólo sea por el puente que constituye, la posibilidad de un recorrido de
lenguaje que desanuda y vuelve a anudar las múltiples operaciones a través de las
cuales la obra se hace texto. Pero este movimiento, que acerca el filme al cuadro y
al libro, es al mismo tiempo ampliamente contradictorio: el texto del filme escapa
continuamente al lenguaje que lo constituye. (…)
El análisis fílmico no deja entonces de imitar, evocar, describir; sólo puede,
con una especie de desesperación de principio, tener una concurrencia
desenfrenada con el objeto que intenta comprender. A fuerza de intentar
alcanzarlo y atraparlo, acaba por ser el propio lugar de una pérdida perpetua. El
análisis del filme no deja de llenar un filme que no cesa de huir: es por excelencia el
tonel de las Danaides». («El texto inencontrable», en L’analyse du film).

4.4. Originalidad y alcance teórico del análisis textual


Como hemos visto al principio de este capítulo 4, los análisis de filme de
carácter inusitado han proliferado en el decenio de 1970. Es difícil calificarlos todos
de «semiológicos», puesto que los grados de proximidad con esta disciplina son
muy diversos.
¿Cómo caracterizar, pues, la novedad de esos análisis? ¿En qué se
diferencian de los estudios en profundidad de filmes anteriores, por otra parte casi
inexistentes?
4.4.1. Características esenciales del análisis textual

Se puede formular la hipótesis de dos características principales:


— la precisión y el acento puesto sobre la «forma», sobre los elementos
significantes;
— una interrogación constante sobre la metodología empleada, una
autorreflexión teórica en todas las fases del análisis.
a. El cuidado del «detalle preciso»

Incluso cuando los análisis de filmes antes de 1970 eran ricos, profundos,
acabados, el autor rara vez hacía referencia a este o aquel detalle de la puesta en
escena, del encuadre o del raccord entre dos planos.
Por supuesto, estas referencias existían a veces en los análisis de André
Bazin. La profundidad de campo en el plano del vaso y de la puerta cuando la
tentativa de suicidio de Susan en Ciudadano Kane, de Orson Welles (1940), y la
panorámica en el patio interior del inmueble del Crime de Monsieur Lange, de Jean
Renoir (1935), se han convertido en ejemplos clásicos. Pero el ejemplo en Bazin se
integraba siempre en una demostración más general dedicada al realismo
cinematográfico. Asimismo, S. M. Eisenstein puntuaba de modo sistemático sus
desarrollos teóricos con comentarios de planos extremadamente precisos.
Justamente este aspecto es el que permite considerar a los dos como los
precursores del análisis textual.
De ahí el número reducido de análisis estilísticos o formales y por el
contrario la abundancia de estudios temáticos en los análisis en profundidad.
Citemos como ejemplo los estudios de Michel Delahaye dedicados a Marcel Pagnol
y a Jacques Demy y los de Jean Douchet sobre Alfred Hitchcock, Vincente Minnelli
y Kenji Mizoguchi.
Los análisis de Michel Delahaye y Jean Douchet, muy diferentes en su
propia estrategia, se empeñan ambos en discernir las redes temáticas dominantes
en la obra de un cineasta. Resultado de la célebre «política de los autores» de los
Cahiers du cinéma de las décadas de 1950 y 1960, representan seguramente la vena
más fecunda de este camino crítico.
El análisis textual restringe de modo considerable estas ambiciones para
sustituirlas por otras. Abandona la obra total de un cineasta para dedicarse a un
fragmento de un filme en particular; cultiva deliberadamente una cierta «miopía»
en la lectura al nivel de la imagen.
Esta atención hacia las estructuras formales del filme, de la que hemos
señalado más de un precursor desde la década de 1920, se encontró muy
reactualizada antes de los análisis textuales propiamente dichos, por los trabajos de
Noël Burch publicados en 1967 en los Cahiers du cinéma, y luego reunidos en Praxis
del cine.
Desde su primer análisis dedicado al espacio fílmico en Nana, de Jean Renoir
(1926), Noël Burch manifiesta a la vez una ambición teórica y una gran agudeza en
la observación concreta de las figuras estilísticas del filme que encontraremos en
los mejores análisis posteriores.
Pero el rigor de Burch choca con el obstáculo de la memorización de planos
y secuencias; contra este obstáculo chocarán también los primeros analistas
textuales antes de bordearlo por medio del «paro de imagen».
Señalando un retorno a la primacía del significante, el análisis textual
manifiesta su preocupación de no caer de golpe en una lectura interpretativa. Se
detiene a menudo en el momento del «sentido» y, por ahí, corre el riesgo de la
paráfrasis y la descripción puramente formal. Su apuesta se apoya en la
articulación siempre problemática entre las hipótesis interpretativas y el
comentario minucioso de los elementos destacables en el filme.
b. El privilegio de la metodología

Mientras que el estudio clásico, cuando no se fundaba en el empirismo y la


intuición del autor, casi nunca se arriesgaba a la clarificación de sus referencias
teóricas, el análisis textual se caracteriza, por el contrario, por una interrogación
tan constante como frenética sobre los fundamentos de sus opciones
metodológicas. En todo momento intenta desechar las falsas evidencias, pasa por
el tamiz de la reflexión epistemológica el menor de sus conceptos y cuestiona
sistemáticamente la pertinencia de sus útiles de análisis.
Esta demanda de la investigación va paralela a una conciencia aguda de lo
arbitrario de toda delimitación de corpus. Así, la mayor parte de los analistas
textuales, a fuer de minuciosos, sólo abordan fragmentos, lo que les enfrenta al
problema de la segmentación.
El análisis textual no es la aplicación concreta de una teoría general, por
ejemplo el estudio semiológico del lenguaje cinematográfico; por el contrario, hay
un vaivén constante entre los dos caminos, siendo tanto uno como el otro
actividades del conocimiento. Es «un momento necesario» del estudio semiológico,
como indica justamente Dominique Chateau («Le role de l’analyse textuelle dans la
théorie», en Théorie du film).
Por último, los sistemas textuales elaborados por el análisis se consideran
siempre como virtuales y múltiples. El análisis textual se caracteriza asimismo por
la fobia a la reducción, a un sistema único y un «último significado». Raymond
Bellour utiliza una metáfora geométrica para especificar esta relación entre
realidad de la obra y virtualidad del texto:
«La operación de análisis circunscribe aquello que trata como el efecto de
proyección de una realidad de la que sólo puede indicar los efectos como un punto
de fuga; en ese sentido encierra siempre los efectos de un volumen que se
desarrolla. Puesto que para el análisis se trata siempre de ser verdadero, en ese
sentido desarrolla su propia virtualidad como no conseguida en el texto y, con este
derecho, da siempre cuenta de una relación entre el espectador y el filme, más que
de una reducción a lo que sea». (Raymond Bellour, «A bâtons rompus», en Théorie
du film).
4.4.2. Las dificultades concretas del análisis textual

Además de los problemas teóricos que encuentra, el análisis textual se


enfrenta por todas partes con obstáculos concretos derivados de la propia
operación de análisis. Para constituir el filme en texto, es preciso antes introducirse
en la obra; este gesto es mucho menos simple de realizar que en literatura.
Estudiar un filme con un grado mínimo de precisión supone siempre el
problema de memorizar, condición fundamental de la percepción fílmica cuyo
flujo nunca depende del espectador en las condiciones «normales» de proyección.
Para solventar esta dificultad se han propuesto dos estrategias
complementarias: la constitución de una descripción detallada y el paro sobre una
imagen.
a. Las fases previas al análisis

Un análisis fílmico supone, pues, dos condiciones: la constitución de un


estado intermedio entre la propia obra y su análisis, y la modificación más o menos
radical de las condiciones de visión del filme. En «El texto inencontrable»,
Raymond Bellour ha subrayado esta paradoja del análisis fílmico que sólo se
puede constituir en la destrucción de la especificidad de su objeto.
«… (La imagen en movimiento) es propiamente incitable, puesto que el texto
escrito no puede restituir lo que sólo el aparato de proyección puede dar: un
movimiento, cuya ilusión garantiza la realidad. Las reproducciones, incluso de
muchos fotogramas, sólo manifiestan una especie de impotencia radical para
asumir la textualidad del filme. Sin embargo, son esenciales. Representan un
equivalente, ordenado cada vez según las necesidades de la lectura, de lo que es en
una mesa de montaje el paro de imagen, que tiene la función perfectamente
contradictoria de abrir la textualidad del filme en el instante mismo en que
interrumpen su despliegue. Se parece en cierto modo a lo que uno hace cuando se
para a releer y a reflexionar sobre una frase de un libro. Pero lo que se detiene no
es el movimiento. Se suspende la continuidad, se fragmenta el sentido: no se atenta
de la misma manera a la especificidad material de un medio de expresión. (…)
La imagen parada y el fotograma que la reproduce son simulacros;
evidentemente dejan huir el filme, pero paradójicamente se lo permiten sólo en
tanto que texto».
Raymond Bellour, «El texto inencontrable», en L’analyse du film (Ed.
Albatros).
Pero no sólo es «inencontrable» el texto fílmico. Como hemos visto antes,
éste lo es por definición, puesto que sólo tiene existencia en el orden de la
virtualidad, del sistema que hay que construir sin fin. La propia obra lo es también
en varios niveles.
La obra fílmica es prosaicamente difícil de encontrar. Es preciso que el filme
se programe en una sala y se proyecte con regularidad. Este primer acceso a la obra
demuestra hasta qué punto el analista depende de la institución (la distribución
comercial de los filmes de repertorio, la programación de los cine-clubs y de las
cinematecas).
No basta haber visto el filme, es preciso verlo varias veces; pero también
poderlo manipular para seleccionar los fragmentos, intentar comparaciones entre
series de imágenes no inmediatamente consecutivas, confrontar el primer plano
con el último, etcétera. Todas estas operaciones suponen un acceso directo a la
película e incluso al aparato de proyección. Suponen asimismo una maquinaria
específica que permita ir hacia delante y hacia atrás, marcha lenta, detención de la
imagen, en resumen, una estrategia de visión radicalmente diferente a la de la
proyección continuada (con ayuda de mesas de montaje o de análisis y de
movidas).
En cuanto al acceso a la película, es inútil subrayar la casi imposibilidad
material y legal en razón al estatuto jurídico de las copias de filmes, propiedad de
los que «tienen los derechos» y de los distribuidores que los poseen en exclusiva
para un período dado, derechos que sólo se pueden utilizar con fines comerciales o
en proyecciones no comerciales, como por ejemplo los cine-clubs, siendo ilegal
cualquier uso personal.
Las dificultades a veces insuperables que acabamos de citar, explican con
amplitud el retraso de los análisis sistemáticos de los filmes en beneficio de
estudios puramente críticos.
Es probable que la «revolución tecnológica» que representa el uso doméstico
del video, lleve a una modificación completa de los medios de acceso a los filmes,
reproducidos en soporte magnético y analizados en la pantalla de la televisión.
Estas condiciones materiales reunidas desplazan el problema sólo un grado.
El análisis de un filme, por poco preciso que sea, implica referencias concretas al
objeto; estas referencias suponen en sí mismas una transcripción de las
informaciones visuales y sonoras aportadas por la proyección. Pero, la
transcripción no es automática, lo que implica una verdadera trascodificación de
un medio al otro, en el que entra en juego la subjetividad del «transcriptor».
Además, siempre hay una determinada zona de percepciones visuales y sonoras,
las más específicas, que escapan a la descripción y a la trasposición en la escritura.
Es el fenómeno que Roland Barthes subraya en su estudio titulado «El tercer
sentido», cuando escribe:
«Lo fílmico es, en el filme, lo que no puede ser descrito, es la representación
que no puede ser representada. Lo fílmico empieza allí donde termina el lenguaje y
el metalenguaje articulado». (Cahiers du cinéma, n.o 222, julio 1970).
Sin embargo, las descripciones más o menos noveladas o minuciosas de
filmes existen desde el origen de las publicaciones dedicadas al cine. La tradición
de los filmes contados se remonta a la década de 1910, la gran época de los
«seriales» y de los cine-folletines para la prensa cotidiana; desde entonces ha
conocido varios decenios de prosperidad. Hoy se ha reemplazado por la
publicación cíe planificaciones de filmes, tal como se encuentran, por ejemplo, en la
revista L’avant-scène cinéma, desde 1961.
Estos guiones no presentan todos el mismo grado de rigor, pero son,
indiscutiblemente, más precisos que los relatos publicados anteriormente según los
guiones de los filmes.
b. Alcance del método en una situación didáctica

Si la obra fílmica está ausente cuando se lee un análisis textual, por el


contrario está presente en una situación didáctica. Lo está también en la práctica
del cine-club, pero bajo la forma de un recuerdo inmediato que se puede verificar
al proyectar de nuevo la secuencia evocada. La práctica didáctica prolonga y
sistematiza esta vía; reposa sobre el análisis concreto de las unidades de
significación discernibles en la percepción del filme, la somete a su ritmo
descomponiéndola en cada fase.
Tiene por fin, generalizando la multiplicidad de recorridos de lectura,
esclarecer el funcionamiento significante del filme y dar un aspecto concreto a las
figuras del lenguaje cinematográfico. Nada es más abstracto, en cierto modo, que la
idea de raccord en el eje; nada es más concreto y perceptible que la identificación en
la proyección de una de sus circunstancias.
Por otro lado, la práctica didáctica es en gran parte oral; se apoya en la
verbalización y en el intercambio dialogado. Evita con ello la fijación de la
interpretación escrita y su riesgo de reducción; por el contrario, es perfectamente
capaz de restituir el dinamismo de funcionamiento textual, la circulación de las
redes de sentido, sin fijarlas.
c. Dificultades de la uniformidad, problemas de la citación
Si la utilización de lo oral se revela particularmente productiva en la práctica
del análisis fílmico, el progreso de éste necesita, a pesar de todo, recurrir a la
escritura. Las experiencias de la investigación en este terreno deben ser expuestas,
pese a las particularidades del objeto filme, según los métodos que han sido
probados en otros campos.
Los enfoques críticos de los cinéfilos de la postguerra, período de gran
expansión de los cine-clubs, han sido quizá de una particular riqueza. Ha hecho
falta el estilo de André Bazin para dejarnos su testimonio, demostrando que no se
había «osificado» en los manuales de vulgarización.
El análisis textual supone por tanto —es una evidencia— la publicación de
textos. Pero éstos son particularmente delicados de escribir porque condicionan la
lectura y el grado de atención del lector y, por consiguiente, el interés del análisis.
En razón de las dificultades de la transcripción del filme que acabamos de
evocar, el análisis textual se ve obligado en todo momento a movilizar una
cantidad de referencias que entorpecen considerablemente la investigación. Por el
contrario, la simple alusión acrecienta la opacidad de la demostración. Raymond
Bellour, en el artículo ya citado, enuncia comprobaciones idénticas:
«Los análisis fílmicos, si son un poco precisos, y con todo y ser, por las
razones que ya he citado, extrañamente parciales, resultan siempre larguísimos en
proporción de lo que abarcan, aun teniendo en cuenta que el análisis, como se sabe,
es siempre interminable. Por eso son tan difíciles, mejor dicho, tan ingratos de leer,
repetitivos, complicados, no inútil sino necesariamente, como precio que hay que
pagar por su extraña perversión.
Por eso parecen siempre un poco ficticios: juegan sobre un objeto ausente,
sin conseguirlo, puesto que habría que hacerlo presente, habría que concederse los
medios de la ficción que uno tendría que pedir prestados».
Por consiguiente, la estrategia de escritura de un análisis fílmico debe
esforzarse en mantener un difícil equilibrio entre el comentario crítico propiamente
dicho y los equivalentes a las siempre decepcionantes citaciones fílmicas:
fragmentos de guión, reproducción de fotogramas, etcétera.
Para ello, debe utilizar con la mayor habilidad posible todos los recursos de
la compaginación y de la disposición complementaria del texto y la ilustración
fotográfica.
Citaremos, como unos de los más conseguidos emparejamientos entre
análisis textual y citación de un cuerpo fílmico ausente, los estudios de Thierry
Kuntzel dedicados a Las cacerías del conde Zaroff («The most dangerous game», 1932,
en Communications, n.o 23, y Ça cinéma, 7/8) y los dos volúmenes de análisis de
filmes dirigidos por Raymond Bellour, Le cinéma américain (Flammarion, 1980).
Estos estudios acuden a una abundante iconografía que estructura, con las
descripciones secuenciales, la disposición general del texto.
La publicación por la Cinemateca Universitaria de la continuidad
fotogramática íntegra de Octubre, de Eisenstein (1927), que reproduce 3225 fotos
del filme, es decir una por plano, ofrece un complemento indispensable para el
análisis del filme publicado por las ediciones Albatros (Octubre, escritura e ideología,
1976, y La revolución figurada, 1979).
Todas estas vías intentan circunscribir la propia materialidad del objeto
fílmico. Existe sin embargo una manera radical de superar la heterogeneidad del
lenguaje crítico y del lenguaje objeto de análisis (el filme). Consiste en la utilización
del propio filme como soporte de análisis del cine: el cine didáctico no duda en
citar extractos de otros filmes, le basta con reproducirlos como lo hace un análisis
crítico que cita un texto literario.
El desarrollo del análisis de filmes provocará sin ninguna duda un
renacimiento de la producción de filmes didácticos que tengan por objeto el cine o
tal filme en particular.
Este cine tiene por otro lado sus clásicos; citemos por ejemplo: Nacimiento del
cinematógrafo, de Roger Leenhardt, 1946, y Ecrire en images, de Jean Mitry, 1957.
Habrá muchos más.
Lecturas sugeridas

1. El lenguaje cinematográfico

1.1. Un concepto antiguo

Tres antologías de textos clásicos:


LAPIERRE, M.
1946 Anthologie du cinéma, «Rétrospective par les textes de l’art muet qui
devint parlant», La Nouvelle Edition, París.
L’HERBIER, M.
1946 Intelligence du cinématographe, Ed. Corrêa, París.
L’HERMINIER, P.
1960 L’art du cinéma, Ed. Seghers, París.
Estas antologías contienen amplios extractos de escritos y declaraciones de
cineastas del mudo y de los principios del sonoro, así como de los primeros
teóricos (Ricciotto Canudo, Louis Delluc, Abel Gance, Jean Epstein, etcétera).
1.2. Los primeros teóricos

BALÁZS, B.
1977 L’esprit du cinéma, París. Ed. Payot.
1979 Le cinéma, nature et évolution d’un art nouveau, París, Ed. Payot
(traducción castellana en Gustavo Gili, El cine, naturaleza y evolución de un arte
nuevo, Barcelona, 1978).
EICHENBAUM, B.
1970 «Problèmes de la ciné-stylistique», en Cahiers du cinéma, n.o 220-221,
mayo-junio, París.
1974 «Littérature et cinéma», en Ça/cinéma, n.o 4, París.
REVUZ, CH.
1974 «La théorie du cinéma chez les formalistes russes», en Ça/cinéma, n.o 3,
enero, París.
TYNIANOV, Y.
1970 «Des fondements du cinéma», en Cahiers du cinéma, n.o 220-221, mayo-
junio, París.
1.3. Las gramáticas del cine

BATAILLE, R.
1947 Grammaire cinégraphique, A. Taffm Lefort.
BERTHOMIEU, A.
1946 Essai de grammaire cinématographique, París, La Nouvelle Edition.
ODIN, R.
1978 «Modèle grammatical, modèle linguistique et études du langage
cinématographique», en Cahiers du XXe siècle, n.o 9: «Cinéma et littérature», París,
Ed. Klincksicck.
1.4. La concepción clásica del lenguaje

MARTIN, M.
1955 Le langage cinématographique, París, Ed. du Cerf, nueva edición corregida
en 1962, reeditada en 1977 en EFR.
1.5. Un lenguaje sin signos

MITRY, J.
1963/65 Esthétique et psychologie du cinéma, t. 1: Les structures, t. 2: Les formes,
París. Ed. Universitaires, reeditado en 1979 en Ed. Jean-Pierre Delarge (traducción
castellana en Siglo XX, Estética y psicología del cine, Madrid, 1978).
1967 «D’un langage sans signes», en Revue d’esthétique, n.o 2-3, París, SPDG.
2. El cine, ¿lengua o lenguaje?

2.1. Lenguaje cinematográfico y lengua

METZ, CH.
1972 Essais sur la signification au cinéma, tomo 1, París, Ed. Klincksieck, varias
reediciones: especialmente el capítulo «Problèmes de sémiologie du cinéma»
(traducción castellana en Ed. Tiempo Contemporáneo, Ensayos sobre la significación
en el cine, Buenos Aires, 1972).
2.2. La inteligibilidad del filme

ECO, U.
1972 La structure absente, París, Ed. Mercure de France, sección B «Vers une
sémiotique des codes visuels» (traducción castellana en Lumen, La estructura
ausente, Barcelona, 1978).
METZ, CH.
1972 Essais sur la signification au cinéma, cap. III: «L’avant et l’après de
l’analogie», op. cit.
1977 Essais sémiotiques, París, Ed. Klincksieck, capítulo VI, «Le perçu et le
nommé», págs. 129-161.
3. La heterogeneidad del lenguaje cinematográfico

3.1. Las materias de la expresión

HJELMSLEV, L.
1968 Prolégomènes ci une théorie du langage, París, Ed. de Minuit (traducción
castellana en Gredos, Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Madrid, 1980).
3.2. El concepto de código en semiología

BARTHES, R.
1953 «Eléments de sémiologie», en Le degré zéro de l’écriture, París, Ed. du
Seuil, reeditado en 1970 (traducción catalana en Edicions 62, El grau 0 de
l’escriptura, Barcelona, 1973).
1973 «Analyse textuelle d’un conte d’Edgar Poe», en Sémiotique narrative et
textuelle, colección «Larousse université», Ed. Larousse, París.
METZ, CH.
1971 Langage et cinéma, París, Ed. Larousse, reeditado en París, Ed. Albatros,
1977 (traducción castellana en Planeta, Lenguaje y cine, Barcelona, 1973).
3.3 y 3.4. Los códigos específicos y no específicos en el cine

METZ, CH.
1971 Langage et cinéma, París, Ed. Larousse, reeditado en Ed. Albatros, 1977,
especialmente el capítulo X: «Spécifique/non-spécifiquc: relativité d’un partage
maintenu» (traducción castellana en Planeta, Lenguaje y cine, Barcelona, 1973).
VERNET, M.
1976 «Codes non spécifiques», en Lectures du film, París, Ed. Albatros, págs.
46-50.
4. El análisis textual del film

4.1. La idea de texto fílmico en Lenguaje y Cine

METZ, CH.
1971 Langage et cinéma, caps. I, V, VI y VII (traducción castellana en Planeta,
Lenguaje y cine, Barcelona, 1973).
ODIN, R.
1977 «Dix années d’analyses textuelles de films», bibliografía analítica, en
Linguistique et sémiologie, 3, Lyon.
4.2. El sistema textual de Intolerancia, de D.  W. Griffith

BAUDRY, P.
1972 «Les aventures de l’idée, sur Intolérance», 1 y 2, en Cahiers du cinéma, n.o
240-241.
4.5. El concepto de texto en semiótica literaria

BARTHES, R.
1970 «Théorie du texte», Encyclopaedia Universalis, vol. 15.
1970 S/Z, Ed. du Seuil, París (traducción castellana en Siglo XXI, S/Z,
Madrid, 1980).
1971 «De l’oeuvre au texte». Revue d’esthétique, 3, París.
BELLOUR, R.
1975 «Le texte introuvable», en Ça/cinéma, n.o 7-8, recogido en L’analyse du
film, París, Ed. Albatros, 1979.
KRISTEVA, J.
1969 Recherches pour une sémanalyse, París, Ed. du Seuil (traducción
castellana, Semiótica, 1 y 2, Ed. Fundamentos, Madrid, 1978).
4.4. Originalidad del análisis textual

BELLOUR, R.
1979 L’analyse du film, París, Ed. Albatros.
1980 «A bâtons rompus», en Théorie du film, París, obra colectiva.
DELAHAYE, M.
1967 «Jacques Demy ou les racines du rêve», en Cahiers du cinéma, n.o 189,
abriI.
1969 «La saga Pagnol», en Cahiers du cinéma. n.o 213, junio.
DOUCHET, J.
1967 «Alfred Hitchcock», en Cahiers de l’herne cinéma, n.o 1.
5. El cine y su espectador

1. El espectador de cine

Hay varias maneras de considerar al espectador de cine.


Uno se puede interesar en él en tanto que constituye un público, el público
de cine, o el de determinado cine, es decir, una «población» (en el sentido
sociológico de la palabra) que se entrega, según ciertas modalidades, a una práctica
social definida: ir al cine. Este público (esta población) puede analizarse en
términos estadísticos, económicos, sociológicos. Este enfoque del espectador de
cine es más un estudio de los espectadores de cine, de lo que apenas hablaremos
aquí, pues atañe globalmente a una vía y una finalidad teóricas que no tienen
cabida en la perspectiva «estética» de esta obra. No dudamos que hay interacciones
entre la evolución del público de cine y la evolución /estética general de los filmes;
pero lo que nos ha llevado a excluirlo de nuestro campo actual de reflexión es,
sobre todo, la «exteriorización» del punto de vista del sociólogo o del economista
en la relación del espectador con el filme (la de cada espectador con cada filme).
En este capítulo nos ocuparemos básicamente de la relación del espectador
con el filme como experiencia individual, psicológica, estética, en una palabra
subjetiva: nos interesamos por el sujeto-espectador, no por el espectador estadístico.
Se trata de una cuestión muy debatida en estos últimos años, bajo una óptica
psicoanalítica que abordaremos en seguida. Pero, por el momento, es preciso
exponer brevemente los diversos enfoques y problemas que históricamente se han
asociado al espectador de cine.
1.1. Las condiciones de la ilusión representativa

Finalizaba el siglo XIX y, al mismo tiempo que se inventaba el cine, aparecía


una disciplina nueva: la psicología experimental (cuyo primer laboratorio fue
fundado en 1879 por Wilhelm Wundt). Esta disciplina ha alcanzado en cien años
una extensión considerable, pero se puede decir que la aparición del cine mudo,
después de su evolución hacia una forma de arte autónomo y cada vez más
elaborado —es decir el período de las décadas de 1910 y 1920— coincide con el
desarrollo de importantes teorías de la percepción, especialmente de la visual. En
particular en relación con la más célebre de estas teorías, la Gestalllheorie, hay que
situar a dos investigadores que, uno en 1916 y otro a principios de la década de
1930, examinaron el fenómeno de la ilusión representativa en el cine y las
condiciones psicológicas que presupone esta ilusión en el espectador: nos
referimos a Hugo Münsterberg y a Rudolf Arnheim.
Hugo Münsterberg fue sin duda el primer teórico verdadero del cine —
aunque formado como filósofo y psicólogo (alumno de Wundt) y pese a que lo
esencial de su obra se dedique a textos sobre psicología «aplicada»—. En su libro,
poco grueso pero muy denso, se interesa en principio por la recepción del filme
por parte del espectador, y más exactamente por las relaciones entre la naturaleza
de los medios fílmicos y la estructura de los filmes y, además, por las grandes
«categorías» del espíritu humano (tomadas en una perspectiva filosófica muy
marcada por el idealismo alemán, principalmente Emmanuel Kant).
Uno de sus grandes méritos es haber demostrado que el fenómeno esencial
del cine, la producción de un movimiento aparente, se explicaba por una
propiedad del cerebro (el «efecto-phi»), y no por la llamada «persistencia
retiniana», poniendo con ello las bases —a menudo olvidadas— de toda la
teorización moderna de este efecto. A partir de la idea de esta explicación del
efecto-movimiento por una propiedad del espíritu humano, Hugo Münsterberg
desarrolla una concepción del cine total como un proceso mental, como arte del
espíritu. Así el cine es el arte:
— de la atención: es un registro organizado según las mismas vías por las que
el espíritu da sentido a lo real (así es como Münsterberg interpreta, por ejemplo, el
primer plano, o la acentuación de los ángulos de toma);
— de la memoria y de la imaginación, que permiten dar cuenta de la
comprensión o la dilación del tiempo, de la idea de ritmo, de la posibilidad del
flashback, de la representación de los sueños; y más generalmente, de la propia
invención del montaje;
— de las emociones, estadio supremo de la psicología, que se traducen en el
propio relato, que Münsterberg considera como la unidad cinematográfica más
compleja, que puede analizarse en términos de unidades más simples, y responder
al grado de complejidad de las emociones humanas.
Así. de la simple ilusión de movimiento a toda la gama compleja de las
emociones, pasando por los fenómenos psicológicos, como la atención o la
memoria, el cine en su totalidad está hecho para dirigirse al espíritu humano
imitando sus mecanismos: psicológicamente hablando, el filme no existe ni en la
película, ni en la pantalla, sino tan sólo en el espíritu, que le da su realidad. La tesis
central de Münsterberg se formula así:
«El cine nos cuenta la historia humana superando las formas del mundo
exterior —a saber, el espacio, el tiempo y la causalidad— y ajustando los
acontecimientos a las formas del mundo interior —a saber, la atención, la memoria,
la imaginación y la emoción—».
Con ello expresa más una concepción del cine que una psicología del
espectador, pero asigna a este último un lugar muy preciso: el filme (al menos el
filme «estético») funciona idealmente para él; del nivel más elemental, la
reproducción del movimiento, al nivel más elaborado, el de las emociones y de la
ficción, todo está hecho para reproducir, representar el funcionamiento de su
espíritu, y su papel es, pues, el de actualizar un filme ideal, abstracto, que sólo
existe por él y para él.
Se conoce a Rudolf Arnheim sobre todo como crítico de arte y psicólogo de
la percepción. Conforme a las lecciones de la escuela guestáltica, a la que
pertenece, Arnheim insiste en que nuestra visión no se produce por una
estimulación de la retina, sino que es un fenómeno mental, que implica todo un
campo de percepciones, de asociaciones, de memorización: en cierto modo, vemos
«más tiempo» de lo que nos muestran nuestros ojos. Por ejemplo, si los objetos
disminuyen de tamaño aparente al alejarse, nuestro espíritu compensa esta
disminución, o más exactamente, la traduce en términos de alejamiento.
El problema central del cine, para Rudolf Arnheim, está ligado al fenómeno
de la reproducción mecánica (fotográfica) del mundo: el filme puede reproducir de
manera automática sensaciones análogas a las que afectan nuestros órganos de los
sentidos (los ojos, en este caso) pero lo hace sin el correctivo de los procesos
mentales: el filme afecta a lo que es materialmente visible y no a la esfera (humana)
de lo verdaderamente visual.
Arnheim se acerca a la corriente guestáltica al asegurar que, en la percepción
de lo real, el espíritu humano no sólo da a lo real su sentido, sino incluso sus
características físicas: color, forma, tamaño, contraste, luminosidad, etcétera; los
objetos del mundo son de alguna manera producto de operaciones del espíritu, a
partir de nuestras percepciones. La visión es «una actividad creadora del espíritu
humano».
Sin embargo, la posición de Rudolf Arnheim es algo más moderada que el
«mentalismo» extremista de Hugo Münsterberg. Por supuesto, para él, la
percepción y el arte se fundan sobre las capacidades organizativas del espíritu,
pero Arnheim considera el mundo (que causa las percepciones) como susceptible
de ciertas formas de organización. Incluso si los sentidos y el cerebro humano
construyen el mundo (sobre todo en materia artística), Arnheim considera que las
estructuras que el cerebro impone al mundo son, en definitiva, un reflejo de las que
se encuentran en la naturaleza (grandes esquemas generales como la ascensión y la
caída, dominación y sumisión, armonía y discordia, etcétera).
Pese a la evolución de la psicología desde la década de 1920, estas teorías
(muy sumariamente resumidas) no están hoy día «superadas». Incluso han sido, en
cierto modo, retomadas y actualizadas en los trabajos de Jean Mitry y en los
primeros textos de Christian Metz. Su limitación se manifiesta sobre todo en la
estrechez de las elecciones estéticas a las que dan lugar. Ya Hugo Münsterberg, con
su escalonamiento de los fenómenos psicológicos que el filme debe tratar,
privilegiaba al gran cine de ficción, excluyendo de su campo de reflexión todo el
cine documental, educativo o propagandístico. Más claramente aún, Rudolf
Arnheim emite juicios de valor muy severos, incluso sectarios, y sobre todo su
sistema le lleva a valorar exclusivamente el cine mudo, rechazando en bloque todo
el cine hablado, considerado como una degeneración, el crecimiento malsano que
arrastra, según la Gestalttheorie, en todo organismo, la disminución de las molestias
exteriores. En tanto que elecciones estéticas o críticas, estos privilegios son desde
luego dignos de ser discutidos; en cambio, sólo pueden debilitar la validez general
de una teoría de los mecanismos psicológicos de la ilusión, mecanismos a los que
la llegada del sonoro no puso fin, aunque los transformara profundamente. A
pesar de su interés intelectual, estos estudios se ven hoy como adecuados al
período del cine «arte de las imágenes», y en relación con el cine «experimental» es
donde encontrarían una reactualización más adecuada.
1.2. La «manufactura» del espectador

Acabamos de ver a los primeros «psicólogos del filme» interesarse, casi de


modo natural, en un arte tan cercano, por varias de sus características propias, a las
mismas cualidades del espíritu humano. A este estadio de la exploración un poco
ingenuamente maravillada de esta adecuación, sucedió con rapidez una vía más
pragmática, más utilitaria también, que se podría esquematizar así: puesto que los
mecanismos íntimos de la representación fílmica «se parecen» a los de los
fenómenos psicológicos esenciales, ¿por qué no considerar esta similitud bajo el
ángulo inverso? Dicho de otro modo, ¿cómo, a partir de la representación fílmica,
inducir emociones?, ¿cómo influir al espectador?
Esta preocupación la hemos encontrado antes, en Eisenstein principalmente,
en quien constituye un rasgo importante de su sistema teórico (véase el capítulo
sobre el montaje). Más ampliamente, podemos decir que esta preocupación, más o
menos implícita y conscientemente, apareció muy pronto, y estuvo presente en
todos los grandes cineastas.
Sin que nunca diera lugar a la menor teorización, se puede estimar por
ejemplo que Griffith era extremadamente sensible a la influencia ejercida por sus
filmes. Está claro que el final de El nacimiento de una nación (1915), con su last
minute rescue («salvamento en el último minuto») que ocupa una gran parte del
relato, juega de manera deliberada con la angustia provocada en el espectador por
la forma del montaje alternado, con la intención clara de forzar la simpatía por los
salvadores (el Ku-Klux-Klan).
Pero, si el director americano fue sin duda alguna el primero en jugar así con
la emotividad del espectador, donde las lecciones teóricas de su eficacia se
aprovecharon mejor fue en Europa. Hollywood produjo gran número de filmes
francamente propagandistas (además de El nacimiento de una nación, se pueden
recordar todos los filmes realizados para justificar y apoyar ideológicamente la
entrada en guerra de los Estados Unidos en 1917), pero esta propaganda nunca fue
analizada como tal por los americanos. En Europa, el interés por impresionar al
espectador tomó formas muy diversas, y no es un simple juego de palabras hablar
de la escuela llamada «impresionista» (cineastas franceses de la «primera
vanguardia»: Louis Delluc, Jean Epstein, Abel Gance, Marcel L’Herbier) o del
«expresionismo» alemán.
Desde luego se podría encontrar, en los cineastas y críticos franceses o
alemanes, una conciencia a veces demasiado clara de los medios de acción
psicológicos del cine. Entre los cineastas rusos, en la década de 1920, la reflexión
sobre este terna se hizo más sistemática. Dos circunstancias, por otro lado muy
ligadas entre sí, explican este desarrollo: en primer lugar, la propia institución de
un cine soviético como medio de expresión, de comunicación y también de educación
y de propaganda, cada vez más estrictamente controlado por los organismos del
Estado (tal es el sentido de la famosa fórmula de Lenin: «De todas las artes, el cine
es para nosotros la más importante»); en segundo lugar el que las primeras
experimentaciones con el material cinematográfico, a cargo de Lev Kulechov y su
taller, trataran de las posibilidades del montaje como materia de imposición de un
sentido a las secuencias de imágenes.
La célebre experiencia que consiste en hacer seguir un plano inexpresivo de
un actor por diversos planos (una mesa bien provista, un cadáver, una mujer
desnuda, etcétera) y comprobar que el primer plano del actor toma, en función de
su cercanía, diversos valores, diversas inflexiones (es lo que se llama el «efecto
Kulechov»), experiencia que a menudo se interpreta exclusivamente en el sentido
de una demostración del poder del lenguaje, sintagmático, del cine; fue también la
primera vez en que se evidenció la posibilidad de dirigir, por un trabajo adecuado
del material fílmico, las reacciones del espectador.
En sus textos críticos y teóricos de la década de 1920, Kulechov no considera,
o al menos no directamente, las consecuencias de su concepción del montaje en la
relación entre filme y espectador; uno de sus alumnos, Vsevolod Pudovkin, es el
primero en poner el dedo en la llaga, y de la forma más limpia, sobre estas
consecuencias.
En un opúsculo editado por él en 1926 sobre la técnica del cine, Pudovkin
escribe:
«En psicología hay una ley que dice que, si una emoción da origen a
determinado movimiento, la imitación de ese movimiento permitirá evocar la
emoción correspondiente. (…) Es preciso comprender que el montaje es un medio
para constreñir deliberadamente los pensamientos y las asociaciones del
espectador. (…) Si el montaje está coordinado en función de una serie de
acontecimientos escogidos con precisión, o de una línea conceptual, agitada o
calmada, tendrá respectivamente un efecto excitante o calmante sobre el
espectador».
Esta concepción es ingenua: pone de forma muy simplista una equivalencia,
incluso una similitud, entre los acontecimientos fílmicos y las emociones
elementales, postulando así, al menos de manera tendenciosa, la posibilidad de
una especie de cálculo analítico de las reacciones del espectador, del que ya hemos
visto otro aspecto, bastante comparable, en las lecciones algo rígidas extraídas por
el joven Eisenstein de la doctrina reflexológica (véase el capítulo del montaje, pág.
85).
Lo importante ante todo es la afirmación de la idea misma de influencia
ejercida sobre el espectador por el filme. Idea general pero potente, retomada, bajo
formas apenas variadas, por todos los cineastas de importancia de la década
soviética de 1920.
Dos ejemplos:
Dziga Vertov, 1925:
«La elección de los hechos fijados en una película sugerirá al obrero o al
campesino el partido que debe tomar. (…) Los hechos recogidos por los kino-
observadores o cine-corresponsales obreros (…) se organizan por los cine-
montadores según las directrices del Partido. (…) Introducimos, en la conciencia
de los trabajadores, hechos (grandes o pequeños) cuidadosamente seleccionados,
fijados y organizados, tomados tanto de la vida de los propios trabajadores como
de la de sus enemigos de clase».
S. M. Eisenstein, 1925:
«El producto artístico (…) es ante todo un tractor que labra el psiquismo del
espectador según una orientación de clase dada. (…) Arranca fragmentos del
medio ambiente, según un cálculo consciente y voluntario, preconcebido, para
conquistar al espectador después de haber desencadenado sobre él estos
fragmentos en una confrontación apropiada…»
Naturalmente, esta idea, por muy convincente que sea, se queda aún en un
cálculo real de la acción ejercida sobre el espectador, dicho de otra manera, de un
dominio real y calculado de la forma fílmica. Todas las abundantes tentativas en este
sentido del dominio, se mueven más o menos alrededor de una puesta a punto de
esta idea, que hemos destacado en Pudovkin y en Eisenstein, una especie de
«catálogo» de estímulos elementales, de efectos previsibles, de los que el filme tan
sólo deberá realizar una combinación juiciosa. Sobre esta base se establecen, entre
otras, todas las «tablas de montaje» elaboradas en esta época por Eisenstein,
Pudovkin y otros. También sobre esta idea, aunque de forma implícita, se inscribe
buena parte de las enseñanzas de Lev Kulechov, bajo la forma de reglas para la
actuación, que prescriben al actor la necesidad de descomponer cada gesto en una
serie de gestos elementales, más fácilmente dominables, o bajo la forma de reglas
de dirección, ordenando al cineasta, por ejemplo, que haga coincidir al máximo los
movimientos en el cuadro con las paralelas en los bordes del cuadro, ya que estas
direcciones, está comprobado, son más fáciles de percibir para el espectador. Estas
«reglas», a veces presentadas como recetas, son evidentemente mínimas y hoy
parecen muy discutibles. Los mejores cineastas soviéticos no han dejado de
transformarlas, mejo-rancio su práctica (sino forzando su teoría) en el sentido de la
eficacia de la forma. No es éste el lugar para analizar sus obras con detalle, tan sólo
recordaremos todo el trabajo de Eisenstein en torno a la idea de organicidad en las
décadas de 1930 y 1940; y también la importancia que, de forma más pragmática,
dio Pudovkin, a lo largo de toda su carrera, al trabajo sobre el tiempo, el ritmo, la
«tensión»; siempre en el sentido de una presión emocional máxima sobre el
espectador: véanse, si no, las secuencias finales de La madre (1926) y Tempestad sobre
Asia (1929).
Esta etapa de la reflexión sobre el espectador de cine no se llevó hasta sus
últimas consecuencias, principalmente por el carácter mecánico de las teorías
psicológicas subyacentes, que condujo a situaciones de impasse. Sin embargo es
importante, sobre todo por su voluntad de racionalidad, que no tendrá igual —en
otro terreno— más que en la vía de inspiración psicoanalítica, de la que
hablaremos más adelante.
El fin de esta concepción se precipitó con la aparición del sonoro, una forma
de cine en la que, al menos al principio, lo esencial del sentido —y por tanto la
posible influencia— pasaba por el lenguaje verbal, mientras que todos los
esfuerzos de reflexión se habían enfocado hasta entonces exclusivamente sobre la
influencia atribuible a los diversos parámetros de la imagen. A continuación, el tema
de la influencia del cine, y del «condicionamiento» del espectador, fue en ocasiones
promovida de nuevo en perspectivas muy diversas, pero la reflexión sobre esta
influencia pasa más, desde hace algunos decenios, por las vías de la sociología y/o
de la teoría de la ideología, y mucho menos (en realidad nada) por una teoría del
sujeto espectador como sede de reacciones afectivas a los estímulos fílmicos.
1.3. El espectador de la fílmología

Después de la guerra, a partir de 1947, en el seno del Instituto de Filmología


se volvió a despertar el interés por el espectador de cine. La década de 1930 y el
reciente conflicto mundial habían revelado, en la práctica, el poder de impacto
emocional de las imágenes cinematográficas, de manera especial en el cine de
propaganda. Como destacaba entonces Marc Soriano, secretario de redacción de la
revista del Instituto: «Antes de la filmología nos limitábamos a constatar esta
verdad elemental, a saber, que la proyección de un filme impresiona al público. En
cuanto a decir por qué y cómo, era otra cuestión. Por tanto, la reciente filmología se
dedica precisamente a ese por qué y a ese cómo».
Creado en 1947 por Gilbert Cohen-Séat, que había publicado el año anterior
en PUF su Essai sur les principes d’une philosophie du cinéma, el Instituto de
Filmología se esfuerza en reunir, bajo la presidencia prestigiosa de Mario Roques,
profesor en el Colegio de Francia, a universitarios y hombres de cine, realizadores,
guionistas y críticos.
El Instituto publica, a partir del verano de 1947, la Revue internationale de
filmologie, cuyos veinte números reúnen, hasta finales de la década de 1950, los
textos fundamentales que sentaron las bases de la teoría del cine posterior. La
naciente semiología retoma, por otro lado, un problema central en filmología,
precisamente el de la impresión de realidad. El ensayo de Edgard Morin, que
estudiaremos más adelante, El cine o el hombre imaginario (1956), se publicó como
nexo de unión entre estas dos escuelas. Desde el primer número de la Revue de
filmologie, varios textos abordan la cuestión del espectador, por ejemplo: «Algunos
problemas psicofisiológicos que plantea el cine», de Henri Wallon, y «Cine c
identificación», de Jean Deprun, que remite de manera explícita a la teoría
freudiana de la identificación.
Esta cuestión será fundamentalmente tratada en el libro dirigido por Etienne
Souriau L’univers filmique (Ed. Flammarion, 1955), cuyo capítulo II, escrito por Jean-
Jacques Riniéri, se titula: «La impresión de realidad en el cine: los fenómenos de
creencia», texto ampliamente comentado en el primer artículo de Christian Metz
dedicado al mismo tema.
Los estudios filmológicos se interesan en primer lugar por las condiciones
psicofisiológicas de la percepción de las imágenes del filme. Aplican los métodos
de la psicología experimental y multiplican los tests que permiten observar las
reacciones de un espectador en determinadas condiciones. El estudio del doctor
R. C. Oldfield sobre «La percepción visual de las imágenes del cine, de la televisión
y del radar» (Revue internationale de filmologie, n.o 3-4, octubre 1948) se propone
esclarecer los problemas psicológicos de la percepción de las imágenes fílmicas que
clasifica en la cadena de imágenes artificiales enfrentándolas a la evolución de la
tecnología del radar. Se pregunta sobre la idea de «parecido fiel», supone la
existencia de una escala de parecidos y recuerda que la imagen de filme es
puramente un objeto físico, compuesto de una determinada distribución espacial
de intensidades luminosas sobre la superficie de una pantalla. Oldfield fija los
límites de la fidelidad fotográfica de la imagen a través de la textura de sus puntos
y la alteración de las relaciones de contraste y de dirección. Establece de modo
claro que la imagen de la pantalla es el resultado de un proceso psíquico que
puede ser sometido a una medida y a un tratamiento cuantitativo y que existen
criterios objetivos precisos de la fidelidad.
Estas observaciones le llevan a concluir que la percepción visual no es un
simple registro pasivo de una excitación externa, sino que consiste en una
actividad del sujeto perceptivo. Esta actividad comprende procesos reguladores
cuyo fin es mantener una percepción equilibrada. Estos mecanismos de constancia
realizan, por ejemplo, el mantenimiento de la grandeza aparente de la pantalla, y
de las figuras de esta pantalla, a pesar de la distancia a que se encuentra con
respecto al espectador.
Un segundo aspecto de la investigación filmológica que se refiere a la
percepción de los filmes se caracteriza por el estudio de las percepciones
diferenciales de acuerdo con las categorías del público. Numerosos estudios
plantean la percepción de los niños, de los pueblos «primitivos», de los
adolescentes inadaptados, por citar algunos ejemplos característicos que aparecen
en el ensayo de Edgar Morin. Estos estudios recurren a menudo a la
electroencefalografía y analizan los rasgos obtenidos siguiendo las secuencias del
material fílmico proyectado:
Sobre este aspecto podremos recurrir por ejemplo a:
— Henri Gastaut, «Efectos psicológicos, somáticos y electroencefalográficos
del estímulo luminoso intermitente y rítmico».
— Ellen Siersted, «Reacciones de los niños en el cine» (Revue interncilionale de
filmologie, n.o 7-8).
— Gilbert Cohen-Séat, H. Gastaut y J. Bert. «Modificación del EEG durante
la proyección cinematográfica».
— Gilbert Cohen-Séat y f. Faurc, «Resonancia del “hecho fílmico” sobre los
ritmos bioeléctricos del cerebro».
— G. Heuyer, S. Lebovici, y otros, «Nota sobre la electroencefalografía
durante la proyección cinematográfica en niños inadaptados». (Revite Internationale
de filmologie, n.o 16, enero-marzo 1954, «Estudios experimentales de la actividad
nerviosa durante la proyección del filme»).
Esta vertiente del estudio filmológico del espectador nos lleva a las
inmediaciones de la «semiología» médica. La perspectiva del filósofo Etienne
Souriau en el Instituto de Filmología está mucho más cercana a las de la estética
del filme y del espectador tal como se desarrollaron después.
Etienne Souriau, en su estudio clásico sobre «la estructura del universo
fílmico y el vocabulario de la filmología», intenta definir los diversos niveles que
según él intervienen en la estructura del universo fílmico. Entre esos niveles,
distingue el relativo a los «hechos espectatoriales». El plano espectatorial es para
Etienne Souriau aquel donde se realiza, en acto mental específico, la intelección del
universo fílmico (la «diégesis») según los datos «pantallísticos». Llama hecho
«espectatorial» a todo hecho subjetivo que pone en juego la personalidad psíquica
del espectador. Por ejemplo, la percepción del tiempo, en el nivel filmofónico —el
que se refiere a la proyección misma—, es objetivo y cronometrable mientras que
es subjetivo en el plano espectatorial. A éste se refiere el espectador cuando estima
que «eso tiene fuerza» o «que va demasiado rápido». Puede haber fenómenos de
«desenganche» entre los dos niveles. Si por ejemplo los hechos de la pantalla
conocen fenómenos de aceleración rápida, es posible que ciertos espectadores no
sigan el ritmo de aceleración y se «descuelguen»; en ese caso, dejan de «realizar» lo
que sucede y tienen una impresión de desorden y confusión.
Esta disyunción se observa asimismo en el caso de la utilización de ciertos
trucajes cuyo grado de arbitrariedad puede dificultar la credibilidad: por ejemplo,
el momento del ralentizamiento musical que señala la detención del tiempo en Les
visiteurs du soir, de Marcel Carné (1943).
Etienne Souriau precisa también que los hechos espectatoriales se prolongan
más allá de la duración de la proyección: integran principalmente la impresión del
espectador a la salida del filme y todos los hechos que se refieren a la influencia
profunda ejercida por el filme después, ya sea a través del recuerdo o a través de
una especie de impregnación productiva de los modelos de comportamiento.
Sucede lo mismo para el estado de espera creado por el cartel del filme, que
constituye, por ejemplo, un hecho espectatorial pre-filmofónico (Revue
internationale de filmologie, n.o 7-8).
1.4. El espectador de cine, «hombre imaginario»

En 1956 Edgar Morin publicó su ensayo El cine o el hombre imaginario,


calificado entonces de antropología sociológica. En el prólogo de una edición
reciente de este ensayo, el autor estima que «este libro es un aerolito» (prólogo
datado en diciembre de 1977). En efecto, la importancia y la originalidad de este
ensayo de antropología han sido lamentablemente sub-estimadas en los dos
decenios posteriores. Quizá porque, profundamente innovador, no era alineable en
ninguna de las clasificaciones vigentes en el momento de su aparición «puesto que
no hablaba de arte ni de industria cinematográfica y no se refería a ninguna
categoría de lectores predeterminados».
Algunas páginas del ensayo de Edgar Morin se publicaron primero en el n. o
20-24 de la Revue internationale de filmologie, en 1955. Esto significa el
reconocimiento de la filiación directa entre los textos de inspiración filmológica y el
ensayo de Morin; este, por otro lado, se ha nutrido con referencias a la teoría
clásica del cine (Jean Epstein, R. Canudo, Béla Balázs) y se ha apoyado
sistemáticamente en los trabajos filmológicos de Michotte Van der Berk y de
Gilbert Cohen-Séat. La perspectiva antropológica es, sin embargo, nueva; para el
autor se trataba no tanto de considerar el cine bajo la luz de la antropología, como
de considerar ésta bajo la luz del cine, postulando que la realidad imaginaria del
cine revela con una particular agudeza ciertos fenómenos antropológicos.
«Toda la realidad percibida pasa por la forma imagen. Luego renace en
recuerdo, es decir en imagen de la imagen. Ahora bien, el cine, como toda
figuración (pintura, dibujo), es una imagen de imagen, pero como la foto, es una
imagen de la imagen perceptiva y, mejor que la foto, es una imagen animada, es
decir viva. Como representación de una representación viva el cine nos invita a
reflexionar sobre lo imaginario de la realidad y la realidad de lo imaginario».
(Edgar Morin, prólogo, 1977).
Edgar Morin parle de la transformación, para él sorprendente, del
cinematógrafo —invención de finalidad científica—, en cine —máquina de
producir lo imaginario—. Estudia las tesis de los inventores y las opone a las
declaraciones de los primeros cineastas y críticos, las cuales desarrollan todas las
frases de Apollinaire, que considera «el cine como un creador de vida surrealista».
Edgar Morin toma entonces la observación de Etienne Souriau: «En el universo
fílmico existe una especie de maravilloso atmosférico casi congénito». Pero aclara a
continuación el status imaginario de la percepción fílmica abordándolo a partir de
la relación entre la imagen y el «doble».
Al retomar las tesis sartrianas sobre la imagen como «presencia-ausencia»
del objeto, en las que la imagen se define como una presencia vivida y una
ausencia real, se refiere entonces a la percepción del mundo de la mentalidad
arcaica y de la mentalidad infantil, que tienen como rasgo común no ser en
principio conscientes de la ausencia del objeto y que creen en la realidad de sus
sueños tanto como en la realidad de sus vigilias.
El espectador de cine se encuentra en una posición idéntica al dar un «alma»
a las cosas que percibe sobre la pantalla. El primer plano anima el objeto y «la gota
de leche de La línea general, de S. M. Eisenstein (1926-1929), se encuentra así dotada
de una potencia de rechazo y de adhesión, de una vida soberana».
La percepción fílmica presenta todos los aspectos de la percepción mágica,
según Edgar Morin. Esta percepción es común al primitivo, al niño y al neurótico.
Se funda en un sistema común determinado «por la creencia en el doble, en las
metamorfosis y en la ubicuidad, en la fluidez universal, en la analogía recíproca
del microcosmos y del macrocosmos, en el antropocosmomorfismo». Ahora bien,
todos estos rasgos corresponden exactamente a los caracteres constitutivos del
universo del cine.
Si para Edgar Morin las relaciones entre las estructuras de la magia y las del
cine sólo se han sentido, antes de él, intuitivamente, por el contrario, el parentesco
entre el universo del filme y el del sueño con frecuencia se ha percibido. El filme
reencuentra pues, «la imagen soñada, debilitada, empequeñecida, engrandecida,
acercada, deformada, obsesiva, del mundo secreto al que nos retiramos tanto en la
vigilia como en el sueño, esta vida más grande que la vida, donde duermen los
crímenes y los heroísmos que no realizaremos jamás, donde se ahogan nuestras
decepciones y germinan nuestros deseos más locos» (J. Poisson).
El autor analiza en los capítulos siguientes los mecanismos comunes entre
los sueños y el cine planteando la proyección-identificación, en el curso de la cual
el sujeto, en lugar de proyectarse en el mundo, absorbe el mundo en sí mismo.
Profundiza el estudio de la participación cinematográfica comprobando que la
impresión de vida y de realidad propia de las imágenes cinematográficas es
inseparable de un primer aliento de participación. Liga este a la ausencia o a la
atrofia de la participación motriz práctica o activa y estipula que esta pasividad del
espectador le coloca en situación regresiva, infantilizada, como bajo el efecto de
una neurosis artificial. Saca la conclusión de que las técnicas del cine son
provocaciones, aceleraciones e intensificaciones de la proyección-identificación.
Prolongando su reflexión, Edgar Morin se ocupa en distinguir la
identificación con un personaje de la pantalla, fenómeno trivial y el más evidente
que tan sólo es un aspecto de los fenómenos de proyección-identificación, de las
«proyecciones-identificaciones polimorfas» que superan el marco del personaje y
contribuyen a sumergir al espectador tanto en el medio como en la acción del
filme. Este carácter polimorfo de la identificación aclara una comprobación
sociológica primera, aunque a menudo olvidada, como es la diversidad de filmes y
el eclecticismo del gusto en un mismo público: «Así, la identificación con lo
semejante, al igual que la identificación con lo extraño están ambas provocadas por
el filme, y este segundo aspecto es el que zanja netamente la participación de la
vida real» (pág. 110).
En el párrafo titulado «Técnica de la satisfacción afectiva», en el capítulo IV,
«El alma del cine», Edgar Morin procede al resumen de su hipótesis de
investigación, que presenta así:
«El cinematógrafo, al desarrollar la magia latente de la imagen, se ha
colmado de participaciones hasta metamorfosearse en cine. El punto de partida fue
el desdoblamiento fotográfico, animado y proyectado sobre la pantalla, a partir del
cual se puso en marcha en seguida un proceso genético de excitación en cadena. El
encanto de la imagen y la imagen del mundo al alcance de la mano han
determinado un espectáculo, el espectáculo ha provocado un prodigioso
despliegue imaginario, imagen-espectáculo y lo imaginario han excitado la
formación de nuevas estructuras en el interior del filme: el cine es el producto de
este proceso. El cinematógrafo suscitaba la participación. El cine la provoca y las
proyecciones-identificaciones se despejan, se exaltan en el antropocosmomorfismo.
(…) Hay que considerar esos fenómenos mágicos como jeroglíficos de un lenguaje
afectivo». (El cine o el hombre imaginario, Ed. de Minuit, pág. 118).
Los desarrollos posteriores profundizan las reflexiones filmológicas sobre la
impresión de realidad y el problema de la objetividad cinematográfica al verificar
que la cámara imita las vías de nuestra percepción visual: «La cámara ha
encontrado empíricamente una movilidad que es la de la visión psicológica» (R.
Zazzo). Enfrentan también lo que el autor llama «el complejo de sueño y de
realidad», puesto que el universo del filme mezcla los atributos del sueño con la
precisión de la realidad ofreciendo al espectador una materialidad exterior a él,
aunque sólo sea la impresión dejada sobre la película.
No dejan de sorprendernos hoy la pertinencia y la actualidad de las tesis de
Edgar Morin que prefiguran a la vez los trabajos de semio-psicoanálisis del cine tal
como las desarrolla Christian Metz en El significante imaginario (1977), ni las
investigaciones más recientes de un autor como Jean-Louis Schéfer en L’homme
ordinaire du cinéma (1980), que trataremos más adelante (véase pág. 288,
«Espectador de cine y sujeto psicoanalítico: la apuesta»).
Lo maravilloso en Jean Cocteau.

La bella y la bestia (1946).

La bella y la bestia (1946).

Orfeo, de Jean Cocteau (1950).


Orfeo, de Jean Cocteau (1950).

1.5. Un nuevo enfoque del espectador de cine

La cuestión del espectador, que como acabamos de ver, era ya el centro de


los debates de la escuela filmológica de la década de 1950 (en una perspectiva más
psicológica que psicoanalítica), sufrió en el transcurso de la década de 1970,
después del desarrollo de la semiología, un súbito «empuje» que parece haberse
lentificado hoy.
Cuando la semiología empezó a constituirse como teoría piloto en el campo
del cine, se dedicó en especial, siguiendo el modelo de la lingüística, al análisis
inmanente del lenguaje cinematográfico y de sus códigos, que excluían, con todo
rigor metodológico, la toma en consideración del sujeto espectador. Es la época,
por citar un ejemplo histórico, de la «gran sintagmática» de Christian Metz.
Luego, siguiendo los trabajos de Roland Barthes, el interés de la semiología
se desplazó claramente del estudio de los códigos al de los textos (véase el capítulo
precedente). En este cambio de perspectiva, se descubrió la presencia de un vacío
en el texto mismo, un lugar del lector, considerado en un primer momento como el
que articula los códigos, el que efectúa el trabajo. Esta etapa, inaugurada con la
publicación del S/Z de Roland Barthes, ha visto multiplicarse los análisis textuales
de filme en los que comenzaba a esbozarse, muy débilmente, el lugar y el trabajo
del espectador de cine.
Esta evolución de la investigación teórica tenía que desembocar en unos
trabajos que trataran de forma más específica y directa la cuestión del espectador
de cine, desde un punto de vista metapsicológico, como los de Jean-Louis Baudry o
de Christian Metz.
Sobre esta misma vertiente del enfoque de una teoría del espectador, la
investigación dispone de muchos ángulos de ataque. Citemos cuatro, los
principales, entre los que se justifican los trabajos teóricos de que vamos a hablar.
1. ¿Cuál es el deseo del espectador de cine? ¿Cuál es la naturaleza de ese deseo
que nos empuja a encerrarnos, durante dos horas, en una sala oscura donde se
agitan sobre una pantalla sombras fugitivas y en movimiento? ¿Qué buscamos allí?
¿Qué te dan a cambio del precio de la entrada? La respuesta se puede buscar en el
sentimiento de un estado de abandono, de soledad, de falta: el espectador de cine
suele ser un refugiado que trata de llenar una perdida irreparable, aunque sea al
precio de una regresión pasajera, socialmente reglamentada, durante el tiempo de
una proyección.
2. ¿Qué sujeto-espectador está inducido por el dispositivo cinematográfico? ¿La sala
oscura, la suspensión de la motricidad, la supervalorización de las funciones
visuales y auditivas?
No hay duda de que el sujeto espectador, seducido por el dispositivo
cinematográfico, reencuentra algunas de las circunstancias y las condiciones en las
que ha vivido, en lo imaginario, la escena primitiva: idéntico sentimiento de
exclusión ante esta escena separada por la pantalla del cine como por el contorno
de una cerradura, idéntico sentimiento de identificación con los personajes, que se
mueven en un escenario del que él está excluido, idéntica pulsión voyeurista,
idéntica impotencia motriz e idéntico predominio de la vista y del oído.
3. ¿Cuál es el régimen metapsicológico del sujeto-espectador durante la proyección
del filme? ¿Cómo situarlo respecto a los estados cercanos del sueño, de lo
fantasmático, de la alucinación, de la hipnosis?
4. ¿Cuál es el lugar del espectador en el desarrollo del filme propiamente dicho?
¿Cómo constituye el filme a su espectador en la dinámica de su avance? Durante la
proyección y después, en el recuerdo, ¿se puede hablar de un trabajo del filme, por
parte del espectador, en el sentido en que Freud habla de un trabajo del sueño?
Esta avanzada teórica relativamente reciente, y breve en relación a la historia
del conjunto de la teoría del cine, se ha construido por impulsos sucesivos, con un
cierto desorden, de forma totalmente desigual y sin coordinación en cuanto a la
exploración de las principales direcciones; algunas de ellas, sumidas en el calor del
debate, se han visto sobrevaloradas mientras que otras, por razones coyunturales,
se han dejado sin cultivar.
A la exposición algo tediosa y necesariamente «brillante» de estas diferentes
investigaciones teóricas, que la falta de una compilación hace difícil de valorar, se
ha preferido una exploración más sistemática (y más inédita), de lo que se ha dado
en llamar la «identificación» en el espectador de cine, después de un rodeo, que
nos ha parecido necesario, para la descripción de ese concepto de psicoanálisis.
Hemos creído más provechoso articular de forma coherente uno de los enfoques
posibles del tema, desplegando al máximo las implicaciones teóricas, antes que
agotarnos describiendo todos los planteamientos embrionarios y más o menos
anárquicos de esta cuestión de porvenir de la teoría del cine: la cuestión del
espectador.
2. Espectador de cine e identificación en el filme

2.1. El papel de la identificación en la formación imaginaria del yo, según


la teoría psicoanalítica

Una serie de analogías han permitido a la teoría del cine acercar el


espectador al sujeto del psicoanálisis, a través de determinadas posturas y
mecanismos psíquicos. Sin embargo, conviene primero clarificar lo que la teoría
psicoanalítica entiende por identificación, en la medida en que los conceptos
surgidos de esta disciplina han dado lugar a una utilización «salvaje» en el campo
de la teoría y de la crítica del cine y han engendrado con ello múltiples
confusiones.
En la teoría psicoanalítica, el concepto de identificación ocupa un lugar
central desde que Sigmund Freud elaboró la segunda teoría del aparato psíquico
(llamada segunda tópica) en 1923, en la que situaba el Ello, el Yo y el Superyó. En
efecto, lejos de ser un mecanismo psicológico entre otros, la identificación es a la vez
el mecanismo básico para la constitución imaginaria del yo (función fundacional) y
el nudo, el prototipo de un cierto número de instancias y de procesos psicológicos
posteriores por los que el yo, una vez constituido, continúa diferenciándose
(función matricial).
2.1.1. La identificación primaria

El sentido de esta expresión «identificación primaria» ha variado de modo


considerable en el vocabulario de la teoría psicoanalítica, tanto en el tiempo, como
de un autor a otro. Aquí la entenderemos en el sentido de Freud como
«identificación directa e inmediata que se sitúa anteriormente a toda búsqueda del
objeto».
Para Sigmund Freud el sujeto humano, en los primeros tiempos de su
existencia, en la fase que precede al complejo de Edipo, estaría en un estado
relativamente indiferenciado en el que el objeto y el sujeto, el yo y el otro, aún no
se habrían situado de forma independiente.
La identificación primaria, señalada por el proceso de la incorporación oral,
sería «la forma más originaria del vínculo afectivo con un objeto» y esta primera
relación con el objeto, en este caso la madre, se caracterizaría por una cierta
confusión, una cierta indiferenciación entre el yo y el otro.
En el curso de esta fase oral primitiva de la evolución del sujeto,
caracterizada por el proceso de incorporación, no se podría distinguir entre la
búsqueda del objeto (que pone el objeto como un otro autónomo y deseable) y la
identificación del objeto.
Esta identificación del objeto es inseparable de la experiencia llamada «fase
del espejo».
2.1.2. «La fase del espejo»

En el transcurso de esta fase del espejo se instaura la posibilidad de una


relación dual entre el sujeto y el objeto, entre el yo y el otro. Jacques Lacan, que ha
elaborado la teoría de esta fase del espejo, la sitúa entre los seis y los dieciocho
meses. En ese momento de su evolución, el bebé está aún en un estado de relativa
impotencia motriz, coordina mal sus movimientos, y al descubrir en el espejo su
propia imagen y la imagen de lo semejante (la de la madre que lo lleva en brazos,
por ejemplo) a través de la mirada, constituye imaginariamente su unidad corporal:
se identificará a sí mismo como unidad mientras percibe lo semejante como otro.
Ese momento en que el niño percibe su propia imagen en un espejo es
fundamental en la formación del yo: Jacques Lacan insiste en que este primer
esbozo del yo, esta primera diferenciación del sujeto, se constituye sobre la base de
la identificación con una imagen, en una relación dual, inmediata, propia de lo
imaginario; esta entrada en lo imaginario precede el acceso a lo simbólico.
El niño empieza a construir su yo al identificarse con la imagen de lo
semejante, del otro, como forma de la unidad corporal. La experiencia del espejo,
fundadora de una forma primordial del Yo, es la de una identificación en la que el
yo empieza a bosquejarse, a entrar en juego, como formación imaginaria. Esta
identificación con la imagen del semejante sobre el modo de lo imaginario
constituye la matriz de todas las identificaciones posteriores, llamadas secundarias,
a través de las cuales se va a estructurar y a diferenciar, a continuación, la
personalidad del sujeto.
Esta fase del espejo corresponde, para Jacques Lacan, a la aparición del
narcisismo primario que pone fin al fantasma del cuerpo fragmentado que la precedía,
de forma que el narcisismo está ligado a la identificación. El narcisismo sería en
primer lugar esta captación amorosa del sujeto por esta primera imagen en el
espejo en la que el niño constituye su unidad corporal sobre el modelo de la
imagen de los demás: la fase del espejo sería, pues, el prototipo de toda
identificación narcisista con el objeto. Esta identificación narcisista con el objeto nos
conduce de lleno al problema del espectador de cine.
Jean-Louis Baudry ha destacado con precisión una doble analogía entre la
situación del «niño ante el espejo» y la del espectador de cine.
Primera analogía: entre el espejo y la pantalla. En los dos casos tenemos una
superficie cuadrada, limitada, circunscrita. Esta propiedad del espejo (y de la
pantalla) es la que permite de modo fundamental aislar un objeto del mundo y, al
mismo tiempo, constituirlo en objeto total.
Es cosa sabida que el cuadro de cine se resiste a ser percibido en su función
de corte, y que el objeto más parcial, el cuerpo más fragmentado, tiene una
función, ante la mirada del espectador, de objeto total, de objeto retotalizado por la
fuerza centrípeta del cuadro. Por ejemplo, la mayor parte de los primeros planos
del cine clásico. Muy pocos cineastas han tenido el proyecto, ideológicamente
perturbador para el espectador, de trabajar el cuadro en su función de corte. En el
cine moderno, citemos a Jean-Marie Straub, cuyos filmes testimonian en cada
plano esta concepción diferente del cuadro.
Para Christian Metz, si la pantalla equivale en cierta manera al espejo
primordial, existe entre ellos una diferencia fundamental: al contrario de lo que
sucede con el espejo, hay una imagen que la pantalla no devuelve jamás, la del
cuerpo del espectador. Ello se relaciona con la definición que Roland Barthes ha
dado de la imagen: «La imagen es eso donde yo estoy excluido… no estoy en la
escena: la imagen está sin enigma».
Segunda analogía: entre el estado de impotencia motriz del niño y la postura
del espectador implicado por el dispositivo cinematográfico. Jacques Lacan pone el
acento sobre una doble condición, ligada a la premaduración biológica de la cría
humana, que determina la constitución imaginaria del yo después de la fase del
espejo: la inmadurez motriz del niño, su falta de coordinación, que le llevan a
anticipar de modo imaginario su unidad corporal y a la inversa, la maduración
precoz de su organización visual.
Inhibición de la motricidad y papel preponderante de la función visual son
las dos características específicas de la postura del espectador de cine. Todo sucede
como si el dispositivo puesto a punto por la institución cinematográfica (la pantalla
que nos refleja la imagen de otros cuerpos, la posición sentada e inmóvil, la
sobrevalorización de la actividad visual centrada en la pantalla a causa de la
oscuridad ambiente) imite o reproduzca parcialmente las condiciones que han
presidido, en la infancia, la constitución imaginaria del yo después de la fase del
espejo.
Desde que el cine existe, se ha destacado muchas veces, c incluso analizado,
la fascinación de los cineastas por los espejos y los reflejos de todas clases. Algunos
directores, como Joseph Losey en El sirviente (1963) y Ceremonia secreta (1969), se
han «especializado» en estos planos de espejos. Esta predilección del cine por los
espejos tiene evidentemente otras determinaciones, pero no es absurdo ver en ello,
además de todas las razones propiamente estéticas o temáticas, el eco de esta
analogía entre la pantalla y el espejo primordial.
El segundo plano de la identificación, el de la identificación secundaria, tiene
mucho que ver con el complejo de Edipo.
2.1.3. Las identificaciones secundarias y la fase de Edipo

Se sabe el lugar fundamental que ocupa el complejo de Edipo en la teoría


psicoanalítica y el papel central que Freud otorga a esta crisis, a su posición y a su
resolución, en la construcción de la personalidad. Asimismo, para Jacques Lacan, el
Edipo marca una transformación radical del ser humano, el paso de la relación
dual propia de lo imaginario (que caracterizaba la fase del espejo) al registro de lo
simbólico, paso que le permitirá constituirse en sujeto, e instaurarlo en su
singularidad.
Esta crisis, que Freud sitúa entre los tres y los cinco años, encuentra
precisamente su salida en la vía de las identificaciones secundarias que ocuparán el
lugar de las relaciones con el padre y la madre en la estructura triangular del
Edipo, y dejarán una señal.
Es preciso repasar rápidamente la descripción que ha dado Freud del
complejo de Edipo, pese a, o más bien por causa de la vulgarización algo simplista
que circula en torno a este concepto freudiano.
La crisis edípica se caracteriza —resumiendo— por un conjunto de cargas
psíquicas sobre los padres, por un conjunto de deseos: amor y deseo sexual por la
figura parental del sexo opuesto; odio celoso y deseo de muerte hacia la figura
parental del mismo sexo, percibida como rival y como instancia que prohíbe.
Si nos quedamos por el momento en esta forma simple, llamada «positiva»
del complejo de Edipo, se puede destacar una ambivalencia fundamental. Por
ejemplo, el niño que ha empezado a dirigir hacia su madre sus deseos libidinosos,
siente hacia su padre un sentimiento hostil; pero al mismo tiempo, la falta de
satisfacción de ese deseo cuyo objeto prohibido es la madre, le lleva a identificarse
con el padre, que percibe como el agresor, como el rival en la situación triangular
edípica, el que se opone al deseo. El pequeño se encuentra en la posición de desear
a su madre, odiar a su padre, gozar imaginariamente, por identificación, de sus
prerrogativas sexuales sobre la madre. De la misma manera que es excluido de la
escena primitiva, vivida por el como una agresión, el pequeño se identifica con el
agresor, en este caso el padre.
En el cine, donde las escenas de agresión, físicas o psicológicas, son
frecuentes, se trata de un recurso dramático básico; predispuesto a una fuerte
identificación, el espectador se encuentra a menudo en una posición ambivalente al
identificarse a la vez con el agresor y el agredido, con el verdugo y la víctima.
Ambivalencia cuyo carácter ambiguo es inherente al placer del espectador en ese
tipo de secuencias, sean las que fueren las intenciones conscientes del realizador, y
que está en la base de la fascinación ejercida por el cine de terror o de suspense:
véase el éxito de filmes como Psicosis, de Alfred Hitchcock (1961), o, más
recientemente, Alien, de Ridley Scott (1979).
Además, para evitar toda simplificación del complejo de Edipo, Freud ha
insistido siempre en la ambivalencia fundamental de los deseos sobre los padres
durante la crisis edípica, ambivalencia ligada a la bisexualidad del niño; por el
juego de componentes homosexuales, el complejo de Edipo se presenta siempre a
la vez bajo la forma llamada «negativa»: amor y deseo en relación con el pariente
del mismo sexo, celos y odio por el pariente del sexo opuesto.
«La identificación —dice Freud— es ambivalente desde el principio; puede
orientarse tanto hacia la ternura como hacia el deseo de supresión… Es fácil de
expresar en una fórmula esta diferencia entre la identificación con el padre y el
apego al padre como a un objeto sexual: en el primer caso el padre es aquel que se
querría SER; en el segundo, es aquel que se querría TENER».
Las relaciones edípicas son siempre complejas y ambivalentes, y cada
«modelo» del padre y de la madre puede servir a la vez según el SER o el TENER,
como sujeto y objeto del deseo, sobre el modo de la identificación (desear ser) o del
afecto libidinal (desear tener).
En el filme clásico, por el juego combinado de las miradas y de la
planificación, el personaje se encuentra atrapado en un vaivén similar, unas veces
es sujeto de la mirada (es él el que ve la escena, quien ve a los otros) y otras es
objeto bajo la mirada de otro (otro personaje o el espectador). A través de este
juego de miradas, mediatizado por la posición de la cámara, la planificación clásica
de la escena de cine propone al espectador, de forma bastante trivial, inscrita en los
códigos, esta ambivalencia estatutaria del personaje en relación con la mirada, al
deseo del otro, del espectador. Raymond Bellour ha evidenciado con claridad este
proceso en sus análisis de Los pájaros, de Hitchcock, y El sueño eterno, de Howard
Hawks; también Nick Browne, a propósito de La diligencia, de Ford.
El final del período edípico, la salida de la crisis se va a realizar, mejor o peor
según los sujetos, por la vía de la identificación. Las búsquedas sobre los padres
son abandonadas como tales, y se transforman en una serie de identificaciones,
llamadas «secundarias», a través de las cuales se colocan en su lugar las diferentes
instancias del yo, del superyó, del ideal del yo. El superyó, por tomar el ejemplo más
desarrollado por Sigmund Freud, deriva directamente de la relación edípica con el
padre como instancia prohibidora, como obstáculo para la realización de los
deseos.
El terror en el cine sonoro.
Drácula, de T. Browning (1931)

Frankenstein, de J. Wale (1931).

Drácula, de T. Fisher (1958)

El terror en el cine mudo.

El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene (1920)

Nosferatu, de F. W. Murnau (1922)


El fantasma de la ópera, de Rupert Julian (1925)

El Legado Tenebroso de Paul Leni (1927)

2.1.4. La identificación secundaria y el yo

Estas identificaciones secundarias, por las que el sujeto saldrá, de forma más
o menos lograda, de la crisis edípica, toman estructuralmente la continuación y el
lugar de los deseos edípicos y constituirán el yo, la personalidad del sujeto. Estas
identificaciones son la matriz de todas las identificaciones futuras del sujeto por las
que su yo se va a diferenciar poco a poco.
Está claro que las identificaciones secundarias, cuyo prototipo siguen siendo
las relaciones en el triángulo edípico (del que hemos apreciado la complejidad),
están abocadas, por este origen edípico mismo, a la ambivalencia.
En esta evolución, formadora del YO, por la entrada en lo imaginario
precediendo el acceso a lo simbólico, la identificación es el principio de base de la
constitución imaginaria del yo. Debemos a Jacques Lacan la insistencia en esta
función imaginaria del yo: el yo se define por una identificación con la imagen de los
demás, «por otro y para otro». El yo no es el centro del sujeto, el lugar de una
síntesis, sino que más bien está constituido, según la expresión de Lacan, por un
«baratillo de identificaciones», por un conjunto contingente, no coherente, a
menudo conflictivo, un verdadero patchwork de imágenes heteróclitas. Lejos de ser
el lugar de una síntesis del conocimiento del sujeto por sí mismo, el yo se definiría
más bien en su función de desconocimiento: por el juego permanente de la
identificación, el yo se dedica desde su origen a lo imaginario, a lo ilusorio. Se
construye, por identificaciones sucesivas, como una instancia imaginaria en la que
el sujeto tiende a alienarse, y que es sin embargo la condición sine qua non de la
localización del sujeto por sí mismo, de su entrada en el lenguaje, de su acceso a lo
simbólico.
Las experiencias culturales participarán, desde luego, de esas
identificaciones secundarias posteriores a lo largo de toda la vida del sujeto. La
novela, el teatro, el cine, como experiencias culturales con fuerte identificación (por
la puesta en escena del otro como figura del semejante) jugarán un papel
privilegiado en estas identificaciones secundarias culturales.
El ideal del yo, por ejemplo, continuará construyéndose y evolucionando
por identificación con modelos muy diversos,’ parcialmente contradictorios,
reencontrados por el sujeto tanto en su experiencia real como en su vida cultural.
El conjunto de esas identificaciones, de origen heterogéneo, no forma un sistema
relacional coherente, sino que más bien parecería una yuxtaposición de ideales
diversos más o menos compatibles entre sí.
2.2. La identificación como regresión narcisista

Otra característica importante del espectador de cine es que se trata de un


sujeto en «estado de falta».
2.2.1. El carácter regresivo de la identificación

«La identificación representa la forma más primitiva del comportamiento


afectivo… A veces la elección del objeto libidinal cede el lugar a la
identificación…»
Cada vez que Freud se ve obligado a describir esta transformación de la
elección del objeto (en el orden del tenerlo) en identificación con el objeto (en el orden
de serlo), subraya el carácter regresivo: en este paso a la identificación, se trata,
para un sujeto ya constituido, de una regresión a un estadio anterior al de la
relación con el objeto, un estadio más primitivo, más indiferenciado que el apego
libidinal al objeto.
Y esta regresión, suele instaurarse sobre un estado de falta, tanto si se trata de
una reacción a la pérdida del objeto (en el caso de duelo por ejemplo) como de un
estado más permanente de soledad, es decir una falta que concierne a los demás:
«Cuando se ha perdido el objeto —dice Freud—, o uno se ha visto obligado
a renunciar a él, sucede a veces que se resarce identificándose con dicho objeto,
erigiéndolo de nuevo en el yo, de modo que la elección objetal regresa hacia la
identificación».
Este carácter regresivo de la identificación, ligado a un estado de falta,
sugiere algunas consideraciones respecto al tema del espectador de cine. Debe
quedar claro, de entrada, que el cine es una experiencia cultural consentida,
relativamente consciente, y que el espectador del filme sabe bien, como el lector de
novela, que esta experiencia excluye a priori toda elección objetual por la razón
evidente de que el objeto figurado sobre la pantalla es ya un objeto ausente, una
efigie, un «significante imaginario» como diría Christian Metz. No es menos
importante que la elección de entrar en una sala de cine revela siempre, más o
menos, una regresión consentida, un ponerse entre paréntesis con respecto al
mundo, que viene precisamente de la acción, de la elección del objeto y de los
riesgos, en provecho de una identificación con el universo imaginario de la ficción.
Y este deseo de regresión (incluso ritualizado socialmente: ir al cine es una
actividad cultural aceptada y de pocas consecuencias) es el índice de que el
espectador de cine sigue siendo, más allá de las legitimaciones culturales, un sujeto
en estado de falta, víctima del duelo y la soledad. Esto no sirve para el espectador
de televisión, mucho menos sumido en un estado de retiro y soledad, y mucho
menos inclinado a una fuerte identificación.
2.2.2. El carácter narcisista de la identificación

La identificación es una regresión de tipo narcisista en la medida en que


permite restaurar en el yo el objeto ausente o perdido y negar, por esta
restauración narcisista, la ausencia o la pérdida. Es lo que hace decir a Guy
Rosolato que la identificación «da la posibilidad de satisfacerse sin recurrir al
objeto exterior. La identificación permite reducir (en los neuróticos) o suprimir (en
un narcisismo absoluto) las relaciones con los demás».
Si la identificación con el otro consiste en erigirla en el yo, esta relación
narcisista, a salvo de lo real, puede tender a sustituir, con un beneficio evidente
para el sujeto, el azar de una elección del objeto. El proceso no deja de recordar el
«repliegue» del fetichista sobre el fetiche, manipulable a voluntad, disponible de
modo permanente en un orden de cosas libre de toda relación verdadera con los
demás y sus riesgos.
La identificación narcisista tendrá, pues, una tendencia a valorar la soledad
y la relación fantasmática en detrimento de la relación de objeto y se presentará
como una solución de repliegue en el yo, lejos del objeto. Según Gilles Deleuze
sería una equivocación presentar de modo general la identificación como una
reacción ante la pérdida del objeto, ante el estado de falta, como una reparación
posterior, mientras que la identificación podría muy bien ser anterior y
«determinar esta pérdida, provocarla e incluso desearla».
Esta componente narcisista de la identificación, esta tendencia a la soledad, a
retirarse del mundo (aunque sólo sea por hora y media), participa ampliamente del
deseo de ir al cine y del placer del espectador. También podríamos decir que el
cine, sobre todo el cine de ficción tal como está constituido institucionalmente para
funcionar con la identificación, presupone siempre, dejando de lado todas las
implicaciones culturales o ideológicas, un espectador en estado de regresión
narcisista, es decir, retirado del mundo como espectador.
Este es el sentido en que se puede entender la frase de Frantz Fanon que el
cineasta Fernando E. Solanas registró en su filme La hora de los hornos (1967),
dirigida al espectador: «Todo espectador es un cobarde o un traidor». Esta frase,
aplicada al cine, daba amplio eco de la teoría brechtiana del teatro, según la cual,
en el límite, «toda identificación es peligrosa» dado que suspende el juicio del
espíritu crítico. Este estado de identificación del espectador de cine, compuesto de
regresión narcisista, de retiro, de inmovilización y de afasia ha sido, a lo largo de la
historia del cine, un problema ineludible, una traba para todos los cineastas que
han tenido el deseo o la voluntad de hacer filmes con la intención de intervenir en
el curso de las cosas o de arrastrar a los espectadores hacia una toma de conciencia
y a la acción: cineastas militantes, ciertos documentalistas… Entre las estrategias
más a menudo puestas en juego para combatir esta componente regresiva de la
identificación se puede situar el desafío o el rechazo de la ficción, del relato clásico
(Dziga Vertov, por ejemplo), la postulación de un cine de la realidad (cine directo,
cine-verdad, etcétera) o una forma mixta hecha a la vez de aceptación y de
deconstrucción de la ficción, muy extendida a principios de la década de 1970,
como lo demuestran muchos filmes de Philippe Garrel (Marie pour mémoire, 1967;
La cicatrice intérieure, 1970), de Marcel Hanoun (L’authentique procès de Carl-
Emmanuel Jung. 1967; L’hiver, 1970; Le printemps, 1971), de Marguerite Duras
(Détruire dit-elle, 1969: faune le soleil, 1971), de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet
(Lección de historia, 1972), de Robert Kramer (Ice, 1968)… Señalemos finalmente que
el cine de tendencia propagandista, por su parte, ha comprendido el interés de
utilizar en su beneficio (sea cual fuere su ideología) este estado de regresión
narcisista del espectador al construir ficciones adecuadas, con una fuerte
identificación.
2.2.3. Una reactivación del «estilo oral»

Este estado regresivo de la identificación activa de nuevo en el sujeto una


relación de objeto característica del estadio oral.
Para Freud, la identificación «se comporta como un producto de la primera
fase, de la fase oral de la organización de la libido, de la fase durante la cual se
incorpora el objeto deseado y apreciado, comiéndolo, es decir, suprimiéndolo».
Hay que añadir a esto, con respecto a la identificación en general, que en el
caso particular del cine las propias condiciones de la proyección (la oscuridad de la
sala, la inhibición motriz del sujeto, su pasividad ante el flujo de imágenes)
contribuyen a reforzar esta regresión al estadio oral.
Esta estructura oral de la identificación, ampliamente determinada según el
análisis de Jean-Louis Baudry por el mismo dispositivo cinematográfico, se
caracteriza en esencia por la ambivalencia, por la indistinción interno/externo,
activo/pasivo, obrar/soportar, comer/ser comido. En esta indistinción se encontrará
el modelo de relación que el bebé mantiene con el seno de su madre, o el soñador
con «la pantalla del sueño». En esta incorporación oral que caracteriza la relación
del espectador con el filme, «el orificio visual ha reemplazado el orificio bucal, la
absorción de imágenes es al mismo tiempo absorción del sujeto en la imagen,
preparado, predigerido por su entrada en la sala oscura».
Apuntemos de paso que muchas ficciones «fuertes» en el cine redoblan en el
nivel del guión y de la temática esta absorción del sujeto por la imagen, esta
pérdida de la conciencia de los límites proponiendo a la identificación del
espectador un personaje, él mismo absorbido, aspirado, en un lugar inquietante (el
castillo de Nosferatu), en un laberinto (en Fritz Lang) o, de modo más trivial, en
una aventura donde se pierde en la conciencia de sí (lo que no es obstáculo para
reparar con un beneficio esta pérdida de sí mismo, al final del filme, como es
costumbre en el cine de Hitchcock, por ejemplo).
2.2.4. Identificación y sublimación

Falta en el psicoanálisis una teoría elaborada de la «sublimación», concepto


muy poco trabajado desde que Freud trazara sus grandes líneas.
Sin embargo, está claro (de modo particular en «El Yo y el Ello») que Freud
designa el origen de toda sublimación en el propio mecanismo de la identificación.
Cuando se conduce al yo, sea por la razón que fuere (duelo, pérdida o neurosis), a
renunciar a la elección del objeto libidinal, cuando éste se esfuerza en restaurar en
sí mismo el objeto sexual perdido, por la identificación, renuncia al mismo tiempo
a los fines directamente sexuales por un proceso que Freud describe como el
prototipo de toda sublimación.
Para Mélanie Klein la sublimación, estrechamente ligada a la dimensión
narcisista del yo, sería una tendencia que empujaría al sujeto a reparar y a
restaurar el «buen» objeto: encontraremos, en el espectador de cine, esta muy
fuerte tendencia a la restauración del «buen» objeto que es quizá fundamental en la
constitución del filme por el espectador a partir de ese rompecabezas de imágenes y de
sonidos discontinuos que constituye el significante fílmico. Pero esta constitución
del filme en «buen» objeto, como veremos, es también generadora de dificultades
teóricas porque siempre tiene tendencia a construir la ilusión de un objeto más
homogéneo, más monolítico, más global que el filme en la realidad de su
proyección.
Los filmes que se llamaron en la década de 1970 filmes de la
«deconstrucción», que pretendían «romper» el buen objeto fílmico, la transparencia
de la narración clásica y al mismo tiempo transformar la relación de identificación
en una relación más crítica con las imágenes y los sonidos, chocaron a menudo con
esta capacidad tan flexible del espectador, ligada a la sublimación y al narcisismo
de su estado, de reconstruir de otra manera el filme más «deconstruido» en buen
objeto, aunque sólo fuera en buen objeto de discusión y de teorización.
3. La doble identificación en el cine

Después de este recorrido sumario, pero indispensable, polla teoría general


de la identificación en psicoanálisis, podemos plantear más específicamente la
cuestión de la identificación en el cine.
Durante mucho tiempo, en los escritos sobre cine, no ha habido una «teoría»
de la identificación propiamente dicha, sino por el contrario, un uso amplio y muy
extendido de esta palabra, empleada en su acepción vulgar, algo imprecisa, para
designar básicamente la relación subjetiva que el espectador puede mantener con
este o aquel personaje del filme. Esta palabra, identificación, abarcaba un concepto
psicológico bastante vago, y permitía dar cuenta de esa experiencia del espectador
que consiste en participar, en el curso de una proyección, de las esperanzas, los
deseos, las angustias, en una palabra, de los sentimientos de este o aquel personaje,
colocarse en su lugar o «tomarse momentáneamente por él», amar o sufrir con él,
en cierto modo por poderes, experiencia que está en el fondo del placer del
espectador, y que le condiciona en gran medida. Aún hoy no es raro, después de
una proyección, que la discusión se centre en indagar con quién se ha identificado
más cada uno, o que un crítico de cine se apoye en esta identificación con el
personaje para explicar el filme.
Este uso corriente de la idea de identificación —que encierra sin duda cierta
verdad sobre el proceso de identificación en el cine, aunque sea de modo muy
simplista— designa esencialmente una identificación con el personaje, es decir, con
la figura del otro, con el semejante representado en la pantalla.
Las investigaciones teóricas de Jean-Louis Baudry, en relación con lo que él
ha llamado «el aparato de base» en el cine, metaforizado por la cámara, han
permitido por primera vez distinguir en el cine el juego de una doble identificación
con respecto al modelo freudiano de la distinción entre la identificación primaria y
la secundaria en la formación del yo. En esta doble identificación en el cine, la
identificación primaria (hasta entonces no teorizada), es decir, la identificación con el
sujeto de la visión, en la instancia representada, estaría la base y la condición de la
identificación secundaria, es decir, la identificación con el personaje, en lo
representado, la única que la palabra identificación jamás había abarcado hasta
esta intervención teórica.
«El espectador —escribe Jean-Louis Baudry— se identifica, pues, menos con
lo representado, el espectáculo mismo, que con quien pone en acción el
espectáculo; con quien no es visible pero hace ver, hace ver con el mismo
movimiento que él; el espectador ve obligándole a ver lo que ve, es decir, asume la
función ampliada por el lugar mudable de la cámara».
Esta intervención sobre el «aparato de base» fue en 1970 uno de los
componentes de un debate teórico importante y bastante vivo entre teóricos y
críticos (Jean-Louis Baudry, Marcelin Pleynet, Jean-Putrick Lebel, Jean-Louis
Comolli, etcétera), debate que se ha mantenido entre unas cuantas revistas
(Cinéthique, Change, los Cahiers du cinéma. Tel quel, La noavelle critique) con el tema
del aparato de base en el cine, sus relaciones con la representación y con la
ideología, debate que se politizó al tratar de la propia función del cine, etcétera.
Este debate no quedó como un asunto entre teóricos, sino que durante algunos
años obligó a algunos cineastas a plantearse interrogantes sobre su oficio: citemos
entre otros los filmes realizados en el transcurso de este período por Jean-Luc
Godard y el grupo Dziga Vertov.
3.1. La identificación primaria en el cine

Hay que tener cuidado en distinguir la identificación primaria en cine y en


psicoanálisis (véase el capítulo anterior): es evidente que toda identificación en cine
(incluida la que Jean-Louis Baudry llama identificación primaria) referida a un
sujeto ya constituido, que ha superado la fase de la indiferenciación primitiva de la
primera infancia y ha accedido a lo simbólico, surge en teoría psicoanalítica de la
identificación secundaria. Para evitar cualquier confusión, Christian Metz propone
reservar la expresión de «identificación primaria» a la fase pre-edípica de la
historia del sujeto y llamar «identificación cinematográfica primaria» a la del
espectador con su propia mirada.
En el cine, lo que fundamenta la posibilidad de identificación secundaria,
diegética, la identificación con lo representado, con el personaje —por ejemplo en
el caso de un films de ficción—, es ante todo la capacidad del espectador para
identificarse con el sujeto de la visión, con el ojo de la cámara que ha visto antes
que él. Capacidad de identificación sin la cual el filme sólo sería una sucesión de
sombras, de formas y de colores, con letras «no identificables», sobre una pantalla.
El espectador, sentado en su sillón, inmovilizado en la oscuridad, ve desfilar
sobre la pantalla imágenes animadas (hemos visto que tan sólo se trata de una
ilusión de continuidad y de movimiento producida por el efecto phi a partir del
desfile irregular, con determinada cadencia, de imágenes fijas ante el haz de luz del
proyector), imágenes en dos dimensiones que ofrecen a su mirada un simulacro de
su percepción del universo real. Las características de este simulacro, aunque
puedan parecemos «naturales» por costumbre, se establecen por medio del aparato
de base —la cámara— construido precisamente para producir ciertos efectos, un
determinado tipo de sujeto-espectador, sobre el modelo de la camera obscura
elaborado en el Renacimiento italiano en función de una concepción, histórica e
ideológicamente fechada, de la perspectiva y del sujeto de la visión. (Véase
capítulo 1).
La identificación primaria, en el cine, es aquella por la que el espectador se
identifica con su propia mirada y se experimenta como foco de la representación,
como sujeto privilegiado, central y trascendental de la visión. Él es quien ve ese
paisaje desde ese punto de vista único. Se podría decir también que la
representación de ese paisaje se organiza totalmente para un lugar puntual y único
que es precisamente el de su ojo. Él es, en ese travelling, quien acompaña con la
mirada, incluso sin mover la cabeza, al caballero que galopa por la pradera; su
propia mirada es la que constituye ese barrido circular de la escena, en el caso de
una panorámica. Este lugar privilegiado, siempre único y central, adquirido
además sin ningún esfuerzo de movilidad, es el lugar de Dios, del sujeto que todo
lo percibe, dotado de ubicuidad, y constituye el sujeto-espectador sobre el modelo
ideológico y filosófico del idealismo.
El espectador tiene que darse cuenta —porque a otro nivel lo sabe siempre—
que no asiste a esta escena sin mediación, que una cámara la ha filmado
previamente para él, obligándole de alguna manera a este lugar; que esta imagen
plana, estos matices no son reales sino un simulacro en dos dimensiones inscrito
químicamente sobre una película y proyectado sobre una pantalla. La
identificación primaria hace, sin embargo, que se identifique con el sujeto de la
visión, con el ojo único de la cámara que ha visto esta escena antes que él y ha
organizado la representación para él, de esta manera y desde este punto de vista
privilegiado. Aunque ausente de esa imagen que no le devuelve jamás,
contrariamente al espejo primordial, la imagen de su propio cuerpo, el espectador
está, sin embargo, sobre-presente de otras maneras: como foco de toda visión (sin
su mirada, en cierto modo, no habría filme), como sujeto que todo lo percibe y, por
el juego totalizador de la planificación clásica, como sujeto trascendental de la
visión.
Sólo esta identificación primaria explica que no es indispensable que
aparezca en un filme la imagen de los demás, del semejante, para que el espectador
encuentre, sin embargo, su lugar. Incluso en un filme sin personajes y sin ficción en
el sentido clásico del término (como, por ejemplo, en La región centróle, de Michael
Snow (1970), donde la cámara barre en todos los sentidos, durante tres horas, un
paisaje de Canadá, desde un punto fijo), queda siempre la ficción de una mirada
con la que identificarse.
Apuntemos aquí, a título de información, una tentativa radical en la historia
del cine, la de Robert Montgomery en La dama del lago (1946), donde se hacía
coincidir a lo largo de ludo el filme la mirada del personaje y la mirada del
espectador, o si se quiere, reducir la identificación secundaria bajo la única
identificación primaria, de tal manera que todo el filme se ve en cierto modo por
los ojos del personaje principal, que no aparece nunca en la pantalla, salvo en un
espejo donde encuentra su propia imagen. El filme de Michael Powell, El fotógrafo
del pánico (1960), juega asimismo con los diferentes grados de coincidencia entre la
mirada del espectador, la de la cámara y la del personaje (para conseguir efectos de
terror).
El análisis de esta identificación primaria por Jean-Louis Baudry intentaba
poner al día la unión relacional, hasta entonces no planteada, entre el aparato de
base del cine, los presupuestos filosóficos, ideológicos e históricos de las leyes de la
perspectiva del Renacimiento que le sirven aún de modelo, y el reforzamiento
fantasmático del tema del idealismo por el dispositivo cinematográfico en su
conjunto: «Poco importan en el fondo —escribía— las formas de relato adoptadas,
los “contenidos” de la imagen en el momento en que una identificación se hace
posible. Vemos con ello perfilarse la función específica cumplida por el cine como
soporte e instrumento de la ideología: llegar a constituir el “sujeto” por la
delimitación ilusoria de un lugar central (sea el de un dios o el de cualquier otro
sustituto). Aparato destinado a obtener un efecto ideológico preciso y necesario
para la ideología dominante: al crear una fantasmatización del sujeto, el cine
colabora con gran eficacia al mantenimiento del idealismo».
Este cambio de perspectivas en el tema de la identificación, aunque ha
permitido un fuerte «impulso teórico» a través del debate del que hemos hablado
antes, ha tenido también el curioso efecto de bloquear en cierto modo la reflexión
sobre la identificación secundaria en el cine, que desde entonces ha quedado,
prácticamente, en el estado de superficialidad conceptual y de generalidad en que
se encontraba antes de esta puesta al día de la doble identificación en el cine. Desde
esta intervención, los teóricos del cine consideran la identificación diegética como
«suya» y, esta vez al pie de la letra, algo «secundaria». No obstante, mientras que
parece difícil y poco productivo impulsar y profundizar más en el análisis y la
descripción de la identificación primaria elaborada por Jean-Louis Baudry y
retomada por Christian Metz, la identificación secundaria es todavía un terreno
relativamente poco explorado y, sin ninguna duda, rico en potencialidades
teóricas. Ahora nos detendremos en él.
3.2. La identificación secundaria en el cine

3.2.1. La identificación primordial en el relato

«Poco más o menos —escribe Georges Bataille—, todo hombre se implica en


los relatos, en las novelas, que le revelan la verdad múltiple de la vida. Sólo esos
relatos, leídos a veces con temor, le sitúan frente al destino».
El espectador de cine, como el lector de novela, es quizá primero este
hombre «pendiente» de los relatos. Más allá de las especificidades de los diferentes
modos de expresión narrativa, hay sin duda un deseo fundamental de entrar en un
relato, al ir al cine o al empezar a leer una novela. De la misma manera que
acabamos de describir la identificación cinematográfica primaria como la base de
toda identificación diegética secundaria, se podría hablar de una identificación
primordial en el hecho narrativo mismo, con independencia de la forma y la
materia de la expresión que puede tomar un relato en particular. Basta con que
alguien a nuestro lado se ponga a contar una historia (aunque no se dirija a
nosotros); o con que la televisión del bar en que estamos difunda un pasaje de un
filme, para que, sin darnos cuenta, estemos pendientes de este fragmento del
relato, del que no sabremos ni el principio ni el final. Es evidente que en esta
captación del sujeto por el relato, por cualquier relato, hay algo que revela una
identificación primordial por la que toda historia contada es un poco nuestra
historia. Hay en esta atracción, por lo narrativo en sí mismo, fascinación que se
puede observar desde la infancia, un poderoso motor para todas las
identificaciones secundarias más sutilmente diferenciadas, anterior a las
preferencias culturales más elaboradas, más selectivas.
Esta identificación con el relato como tal surge sin duda, en gran parte, de la
analogía muchas veces señalada entre las estructuras fundamentales del relato y la
estructura edípica. Se puede decir que todo relato, en cierto modo, fascina por eso,
revive la escena de Edipo, el enfrentamiento del deseo y de la Ley.
Todo relato clásico inicia la captación de su espectador al ahondar la
separación inicial entre sujeto deseante y objeto de deseo. Todo el arte de la
narración consiste luego en regular la persecución siempre relanzada hacia este
objeto de deseo, deseo cuya realización está diferida sin cesar, dificultada,
amenazada, retardada, hasta el final del relato. El recorrido clásico de la narración
oscila entre dos situaciones de equilibrio, de no-tensión, que marcan el principio y
el final. La situación de equilibrio inicial muestra rápidamente una falla, un corte
que el relato intentará colmar al término de una serie de dificultades, falsas pistas,
contratiempos debidos al destino o a la maldad de los hombres, pero cuya función
narrativa es mantener el reto de esta falla y el deseo del espectador de ver
finalmente la solución, que determina el fin del relato, la vuelta a un estado de no-
tensión, ya sea por la culminación de la ruptura entre el sujeto y el objeto de deseo,
o a la inversa, por el triunfo definitivo de la Ley que prohíbe para siempre esta
culminación.
El semantista A. J. Greimas, al retomar en su obra Semántica estructural los
trabajos de Vladimir Propp (sobre la «morfología del cuento popular ruso») y de
Etienne Souriau (sobre las «200.000 situaciones dramáticas»), ha definido lo que él
llama un modelo actancial, es decir, una estructura simple de funciones dramáticas
que dan cuenta de la estructura de base de la mayoría de relatos. Es manifiesto que
esta estructura se coloca en relación al enfrentamiento del deseo y de la Ley (lo
prohibido) que es el primer motor de todo relato: la primera pareja de actantes que
se coloca es la del sujeto y el objeto, siguiendo el eje del deseo, la segunda es la del
destinador y el destinatario del objeto del deseo, siguiendo el eje de la ley, la
tercera, la del oponente y el ayudante en la realización del deseo. La estructura
actancial, evidentemente, es una estructura homológica a la estructura edípica
(véase pág. 122: «Códigos narrativos, funciones y personajes»).
Ya hemos señalado que la identificación, como regresión, suele instaurarse
sobre un estado de carencia: «La identificación —escribe Guy Rosolato— se une a
una carencia. Si hay una demanda, la carencia puede ser el rechazo del otro a
cumplir esta demanda. Retraso en la satisfacción, pero también rechazo de una
voluntad que se opone, la identificación está lanzada…».
En la descripción de este proceso de «lanzamiento» de la identificación
encontramos todos los elementos de la estructura de base del relato en que el deseo
viene a articularse con una carencia, con un retraso de la satisfacción que lanza al
sujeto de deseo (y al espectador) a la persecución de una satisfacción imposible,
siempre aplazada, o aún relanzada permanentemente sobre nuevos objetos.
Sin duda este nivel estructural profundo, en que todos los relatos se parecen,
es el primero en atraer la atención del espectador por el simple hecho de que hay
relato. Esta identificación diegética primordial es una reactivación profunda, aún
relativamente indiferenciada, de las identificaciones de la estructura edípica: el
espectador, y también el auditor o el lector, sabe que ahí, en ese relato del que él
está ausente en persona, se desarrolla alguna cosa que le concierne en lo más
profundo y que se parece demasiado a sus propias peleas con el deseo y la Ley
para no hablarle de sí mismo y de su origen. En este sentido, todo relato, ya tome
la forma de una encuesta o de una investigación, es de modo fundamental la
búsqueda de una verdad del deseo en su articulación con la carencia y con la Ley,
es decir, una búsqueda del espectador hacia su verdad o, como dice Georges
Bataille, de «la verdad múltiple de la vida».
Se trata del nivel más arcaico de la relación del sujeto-espectador con el
relato fílmico y se tiene en muy poca consideración los valores culturales que
permiten diferenciar y jerarquizar los relatos según su calidad o su complejidad.
En este nivel, el filme más frustrado y el más elaborado son susceptibles de
«engancharnos» por igual: todo el mundo ha pasado por la experiencia, en la
televisión, de dejarse «atrapar» en la identificación con el relato de un filme que
juzga, por lo demás (intelectual, ideológica o artísticamente), indigno de interés,
igual que por un filme reconocido como una obra de arte.
Sobre esta identificación primordial con el hecho narrativo en sí se apoya,
sin duda, la posibilidad misma de una identificación diegética más diferenciada en
este o aquel relato fílmico. Uno puede preguntarse si esta identificación primordial
del relato, al igual que la identificación primaria con el sujeto de la visión, no es
una condición indispensable para que el filme pueda ser elaborado, por el
espectador, como una ficción coherente, como sentido, a partir de este mosaico
discontinuo de imágenes y de sonidos que constituye el significante.
3.2.2. Identificación y psicología

Un hecho que el teórico del cine debe tener en cuenta permanentemente: casi
siempre que se habla de una película, se habla del recuerdo de la película, recuerdo
ya reelaborado que ha sido objeto de una reconstrucción «después», y que le da
siempre más homogeneidad y coherencia de la que tenía realmente en la
experiencia de la proyección.
Esta distorsión se da particularmente en los personajes de la película, que
nos aparecen en el recuerdo como dotados de un perfil psicológico relativamente
estable y homogéneo al que se hace referencia, si se debe hablar o escribir del filme,
para caracterizarlos, un poco como se haría al referirse a una persona real.
Se comprende que esta distorsión es engañosa y que el personaje, como «ser
de película», se construye casi siempre a través del curso de avance del filme de
forma mucho más discontinua y contradictoria que como aparece en el recuerdo.
El espectador, al recordar, tiende a creer (como le invita la crítica diaria y el
discurso cotidiano sobre el cine) que se ha identificado por simpatía con este o aquel
personaje, a causa de su carácter, de sus rasgos psicológicos dominantes, de su
comportamiento general, un poco como en la vida se siente globalmente simpatía
por alguien a causa, creemos, de su personalidad.
La identificación secundaria en el cine es básicamente una identificación con
el personaje como figura del semejante en la ficción, como foco de los deseos
afectivos del espectador, pero sería un error considerar que la identificación es un
efecto de la simpatía que se puede sentir por tal o cual personaje. Se trata más bien
de un proceso inverso, y no sólo en el cine: Freud establece con claridad que no por
simpatía se identifica uno con alguien, sino «al contrario, la simpatía nace
solamente de la identificación». La simpatía es, pues, el efecto y no la causa de la
identificación.
Hay una forma de identificación muy extendida que pone esto en evidencia
de manera particular; es la identificación parcial, «en extremo circunscrita —escribe
Freud—, que se limita a tomar un solo rasgo del objeto». Esta identificación, a
partir de un solo rasgo, se produce con frecuencia entre personas que no tienen
ninguna simpatía ni ninguna atracción libidinal; funciona en particular en el nivel
colectivo: el bigote de Hitler, la elocución de Humphrey Bogart, etcétera.
Esta comprobación, según la cual la identificación es la causa de la simpatía,
y no a la inversa, plantea la cuestión de la moralidad y de la maleabilidad
fundamental del espectador de cine. En un relato fílmico bien estructurado el
espectador puede ser inducido a identificarse, y a sentir los efectos de simpatía que
de ello derivan, con un personaje por quien, en el nivel de personalidad, de
carácter, de ideología, no tendría ninguna simpatía en la vida real, quizás al
contrario, una aversión. La pérdida de prevenciones del espectador de cine le
inclina a poder simpatizar, por identificación, con cualquier personaje, siempre que
la estructura narrativa le lleve a ello. Por tomar un ejemplo célebre, Alfred
Hitchcock consiguió varias veces (Psicosis. 1961; La sombra de una duda, 1942)
obligar a su espectador a identificarse, al menos en parte, con un personaje
principal a priori completamente antipático: una ladrona, el cómplice en el crimen
de una joven, un asesino de viudas ricas, etcétera.
Esta verificación puede explicar también el fracaso, por ingenuidad, del cine
«edificante» que postula que el carácter y las acciones del «personaje bueno» deben
bastar para arrastrar la simpatía y la identificación del espectador.
La forma más «agradable» que toma el filme en el recuerdo, en relación con
la experiencia de su constitución progresiva por el espectador en el transcurso de
la proyección, permite rendir cuenta de una segunda ilusión. Esta consiste en
prestar a la identificación secundaria una inercia y una permanencia más grande
que la que en realidad posee: el espectador, así se cree demasiado a menudo, se
identificará masivamente a lo largo de un filme con un personaje principal de la
ficción, a veces con dos, por razones esencialmente psicológicas, y ello de manera
relativamente estable y monolítica. La identificación se dirigirá a este personaje de
modo duradero durante toda la proyección del filme, y se podrá dar cuenta de esto
de forma relativamente estática.
No se trata de negar que un gran número de filmes —digamos, para
simplificar, los más frustrados, los más estereotipados, por ejemplo hoy los
folletines televisivos— funcionan masivamente según una identificación bastante
monolítica, regulada por un fenómeno de reconocimiento, por una tipología
estereotipada de los personajes: el bueno, el malo, el héroe, el traidor, la víctima,
etcétera. En este caso la identificación con el personaje procede de una
identificación del (y al) personaje como tipo. La eficacia de esta forma de
identificación es indudable, su perennidad y su casi-universalidad son la prueba:
esta tipología tiene por efecto reactivar de manera absolutamente comprobada, en
un nivel a la vez frustrado y profundo, los afectos surgidos directamente de las
identificaciones con los papeles de la situación edípica: identificación con el
personaje portador del deseo contrariado, admiración por el héroe que figura el
ideal del yo, temor ante una figura paternal, etcétera.
Se aprecia aquí de una manera estereotipada, a menudo repetitiva y
perezosa, por tanto de forma más manifiesta, más directamente legible, un hecho
que resulta esencial en el «enganchamiento» del espectador con el personaje
fílmico, algo que se utiliza en todos los filmes de ficción y que juega, sin ninguna
duda, un papel esencial en toda identificación con el personaje: la identificación
tiene un papel tipológico.
Sin embargo, no es menos cierto que este sustrato arcaico de toda
identificación con el personaje no se podría explicar, sin una simplificación
exagerada, los mecanismos complejos de la identificación diegética en el cine, y en
particular de los dos caracteres más específicos de esta identificación. Primero: la
identificación es un efecto de la estructura, una cuestión de lugar más que de
psicología. Segundo: la identificación con el personaje no es nunca tan masiva y
monolítica, sino, por el contrario, extremadamente fluida, ambivalente y
permutable en el curso de la proyección del filme, es decir, de su construcción por
el espectador.
3.3. Identificación y estructura

3.3.1. La situación

Si no es la simpatía la que engendra la identificación con el personaje, sino a


la inversa, queda abierta la cuestión de la causa y del mecanismo de la
identificación secundaria en el cine.
Parece como si la identificación fuera un efecto de la estructura, de la
situación, más que un efecto de la relación psicológica con los personajes.
«Tomemos un ejemplo, el de una persona curiosa que entra en la habitación
de alguien y rebusca en los cajones. Muestras al propietario de la habitación
subiendo las escaleras, luego vuelves a la persona que registra y el público siente la
necesidad de decirle: “cuidado, alguien sube por la escalera”. Aunque una persona
que rebusca en los cajones no tiene necesidad de ser un personaje simpático, el
público tendrá siempre una aprensión en su favor». Esta «ley» empírica de la
identificación según Hitchcock, ilustrada con maestría en Marnie (1964), tiene el
mérito de ser muy clara en un punto esencial: la situación (aquí, alguien que está
en peligro de ser sorprendido) y la manera en que está propuesta al espectador
(enunciación) es lo que va a determinar casi de modo estructural la identificación
con tal o cual personaje en determinado momento del filme.
Se puede encontrar una confirmación totalmente empírica de este
mecanismo estructural de la identificación en una experiencia trivializada por la
televisión, la de mirar un pasaje, una secuencia (a veces incluso sólo unos planos),
de un filme que no se ha visto jamás. Casi nunca se trata del principio del filme: el
espectador se encuentra enfrentado de manera brusca a unos personajes que no
conoce, de los que ignora el pasado fílmico, en medio de una ficción de la que nada
sabe. Y sin embargo, incluso en esas condiciones artificiales de recepción del filme,
el espectador entra rápidamente, casi instantáneamente, en esta secuencia cuyos
antecedentes y consecuencias ignora; el espectador encuentra rápidamente su
lugar y, por tanto, se interesa.
Si el espectador «se cuelga» tan pronto de una secuencia previa e intermedia
de un filme, si encuentra su lugar, es porque hay una parte de identificación que no
pasa necesariamente por un conocimiento psicológico de los personajes, de su
papel en el relato, de sus determinantes, de todo lo que habría exigido bastante
más tiempo y una familiarización progresiva con los personajes y con la ficción. De
hecho, para que el espectador encuentre su lugar, el espacio narrativo de una
secuencia o de una escena, basta con que se inscriba en esta escena una red
estructurada de relaciones, una situación (esto es muy perceptible en los niños
espectadores que se interesan vivamente en un filme, fragmento por fragmento, sin
comprender la intriga ni los resortes psicológicos). Entonces, poco importa que el
espectador no conozca a los personajes: en esta estructura racional que imita una
relación intersubjetiva cualquiera, el espectador va a ocupar muy pronto un cierto
número de lugares, dispuestos en un cierto orden, de una cierta manera, lo que es
la condición necesaria y suficiente de toda identificación.
«La identificación —escribe Roland Barthes— no tiene preferencias de
psicología; es una pura operación estructural; yo soy aquel que ocupa el mismo
lugar que yo».
«Devoro con la mirada toda red amorosa, y localizo el lugar que sería el mío
si formara parte de ella. Percibo no analogías sino homologías…», y un poco más
lejos: «la estructura no tiene preferencias; por eso es terrible (como una burocracia).
No se le puede suplicar, decirle: “Mira, yo soy mejor que H…”. Inexorablemente
ella responde: “Estás en el mismo lugar; por lo tanto tú eres H…”. Nadie puede
pleitear contra la estructura».
La identificación es, pues, una cuestión de lugar, un efecto de posición
estructural. De ahí la importancia de la situación como estructura de base de la
identificación en un relato de tipo clásico: cada situación que surge en el curso del
filme redistribuye los lugares, propone una nueva red, una nueva posición de las
relaciones intersubjetivas en el interior de la ficción.
En psicoanálisis la identificación de un sujeto con otro es muy raramente
global, con frecuencia remite más bien a la relación intersubjetiva, a través del rodeo,
a un aspecto de la relación con él: sucede igual en el cine, donde la identificación
pasa por esa red de relaciones intersubjetivas que se llama más trivialmente una
situación, donde el sujeto encuentra su localización.
Esta identificación con un cierto número de lugares en el interior de una
relación intersubjetiva es la condición misma del lenguaje más cotidiano, en el que
la alternativa del «yo» y el «tú» es el prototipo mismo de las identificaciones que
hacen posible el lenguaje, en el que estas palabras designan el lugar respectivo en
el discurso de los dos interlocutores, quienes necesitan una identificación recíproca
y reversible sin la que cada sujeto permanecería encerrado en su propio discurso,
sin la posibilidad de entender el del otro y de entrar: «Si tomamos rápidamente
nuestro lugar en el juego de las diversas intersubjetividades —dice Lacan— es que
estamos en nuestro lugar, no importa dónde. El mundo del lenguaje es posible
cuando nosotros estamos en nuestro lugar, no importa dónde».
Los orígenes edípicos y el funcionamiento estructural de toda identificación,
así como las características específicas del relato fílmico (la planificación clásica, en
particular) son suficientes para determinar el carácter fluido, reversible,
ambivalente, del proceso de identificación en el cine.
Dado que la identificación no es una relación de tipo psicológico con uno u
otro personaje, sino que depende más bien de un juego de lugares en el interior de
una situación, no puede considerarse como un fenómeno monolítico, estable,
permanente a lo largo del filme. En el curso del proceso real de la visión del filme
parece, muy al contrario, que cada secuencia, cada situación nueva, en la medida
en que modifica este juego de lugares, cada red relacional, basta para relanzar la
identificación, para redistribuir los roles, para redibujar el lugar del espectador. La
identificación es casi siempre mucho más fluida y frágil en el curso de la
construcción del filme por el espectador, durante el tiempo de la proyección, que la
que se da retrospectivamente al recordar el filme.
Esto vale sobre todo para la película en su desarrollo, en su diacronía, pero
en el nivel mismo de cada escena, de cada situación, parece como si la
identificación conservara más de lo que se cree pese a su ambivalencia y su
reversibilidad originaria. En este juego de lugares, en esta red relacional instaurada
por cada situación nueva, se puede decir que el espectador, parafraseando a
Jacques Lacan, está en su lugar, no importa dónde. En una escena de agresión, por
ejemplo, el espectador se identifica a la vez con el agresor (con un placer sádico) y
con el agredido (con angustia); en una escena donde se expresa una demanda de
afectividad, se identificará simultáneamente con el que está en la posición de
demandante, y cuyo deseo es contrariado (sentimiento de carencia y de angustia) y
con el que recibe la demanda (placer narcisista): se encuentra cada vez, incluso en
las situaciones más estereotipadas, esta mutabilidad fundamental de la
identificación, esta reversibilidad de los afectos, esta ambivalencia de las posturas
que hacen del placer del cine un placer mezclado, a menudo ambiguo y más
confuso (pero esto es quizá lo propio de toda relación imaginaria) de lo que el
espectador quiere confesarse y recordar después de una elaboración secundaria
legitimadora y simplificadora.
La novela clásica, que actúa también por situaciones sucesivas, compromete
a su lector en una identificación relativamente más estable que el cine. Esto deriva
sin duda de las características diferentes de la enunciación novelesca y de la
enunciación en el cine. El texto superficial de la novela propone casi siempre un
punto de vista bastante estable, centrado con claridad sobre un personaje: en
general una novela comenzada con el modo del «yo» o del «él» adopta en toda su
continuación esta enunciación. En el cine narrativo clásico, por el contrario, la
variabilidad de los puntos de vista, como veremos, está inscrita en el código
mismo. Estas dos últimas afirmaciones son enunciados muy generales de orden
estadístico, a los que se podrían encontrar, en el caso particular de un filme o de
una novela concreta, muchas excepciones.
3.3.2. Los mecanismos de la identificación en la superficie del filme (en el
nivel de la planificación)

Queda por observar, en el nivel de las más pequeñas unidades del texto de
superficie, los micro-circuitos donde van a engendrarse a la vez el relato fílmico y
la identificación del espectador, pero esta vez plano a plano, en el avance de cada
secuencia.
Lo que destaca y parece específico del relato fílmico —incluso aunque este
hecho del código nos parezca natural, invisible de tan acostumbrados como
estamos a él— es la extraordinaria fluidez de la planificación narrativa clásica: la
escena más trivial, en cine, se construye cambiando sin cesar de punto de vista, de
focalización, de encuadre, arrastrando a un desplazamiento permanente del punto
de vista del espectador sobre la escena representada, desplazamiento que no dejará
de influir por micro-variaciones en el proceso de identificación del espectador.
Una vez más hay que ser prudentes al poner de relieve la similitud entre lo
que ya hemos dicho sobre las características de la identificación (su reversibilidad,
el juego de permutaciones, de cambios de papel, que parecen caracterizarla) y las
variaciones permanentes del punto de vista inscritas en el código de la
planificación clásica. Aunque parece, en efecto, que el texto de superficie, en el
cine, imita lo mejor posible en sus mecanismos más puros la fragilidad del proceso
de identificación, nada permite ver un determinismo cualquiera en el que uno de
los mecanismos sería, de alguna manera, el «modelo» del otro.
La homología se vuelve, sin embargo, impresionante cuando nos ponemos a
medir, más allá de nuestro hábito cultural, hasta qué punto la planificación clásica
en el cine (instituida en código) es violentamente arbitraria: en apariencia nada es
más contrario a nuestra percepción de una escena vivida en la realidad que este
cambio permanente de punto de vista, de distancia, de focalización, si no es
precisamente el juego permanente de la identificación (en el lenguaje y en las
situaciones más ordinarias de la vida), de la que Sigmund Freud y Jacques Lacan
han demostrado toda la importancia en la posibilidad misma de todo
razonamiento intersubjetivo, de todo diálogo, de toda vida social.
Lo que se puede adelantar, en relación con esta homología, es que el texto de
superficie, colocando en su sitio estos microcircuitos, desvía probablemente con
pequeños impulsos permanentes, con minúsculos cambios de dirección sucesivos,
la relación entre el espectador, la escena y los personajes, aunque sólo sea
indicando lugares y recorridos privilegiados, reforzando unas posturas o unos
puntos de vista más que otros.
Sería demasiado largo describir aquí con detalle los elementos del texto de
superficie que influyen en este juego de la identificación (tanto más cuanto que
todos los elementos, de modo verosímil, contribuyen a su construcción): nos
limitaremos pues a señalar aquellos que intervienen en este proceso de la manera
más masiva, más ineludible.
La multiplicación de los puntos de vista, que fundamenta la planificación clásica
de la escena fílmica, es sin duda el principio de base constitutivo de esos
microcircuitos de la identificación en el texto de superficie, el que hará posible el
juego de los otros elementos. La escena clásica, en el cine, se construye (en el
código) sobre una multiplicidad de puntos de vista: la aparición de cada nuevo
plano corresponde a un cambio del punto de vista sobre la escena representada
(que, sin embargo, se supone que se desarrolla de forma continuada y en un
espacio homogéneo). No obstante, no es frecuente que a cada cambio de plano
corresponda un punto de vista nuevo, inédito, sobre la escena. Lo más normal es
que la planificación clásica funcione volviendo sobre determinados puntos de
vista, a veces con insistencia (por ejemplo, en el caso de una escena de campos-
contracampos).
Cada uno de estos puntos de vista, sea o no el de un personaje de la ficción,
inscribe necesariamente entre las diferentes figuras de la escena una cierta
jerarquía, les confiere más o menos importancia en la relación intersubjetiva,
privilegia el punto de vista de ciertos personajes, subraya ciertas líneas de tensión
y de separación. La articulación de estos diferentes puntos de vista, la insistencia
más frecuente de algunos de ellos, su combinatoria, en tanto que elementos
inscritos en el código que permiten trazar como en relieve de la misma situación
diegética, los lugares y los microcircuitos privilegiados para el espectador, influyen
en la generación de su identificación.
Esta multiplicación de puntos de vista se acompaña a menudo, en el cine
narrativo clásico, de un juego de variaciones en la escala de los planos.
No es por casualidad que la escala de planos en el cine —primer plano,
plano medio, plano americano, plano de conjunto— se establece con respecto a la
inscripción del cuerpo del actor en el cuadro: se sabe que la misma idea de la
planificación de la escena en planos de escala diferente nació del deseo de hacer
sentir al espectador, con la inclusión de un primer plano, la expresión del rostro de
un actor, subrayarla, señalando así su función dramática.
La multiplicación del punto de vista en la planificación clásica: la primera
secuencia de Hôtel du Nord, de Marcel Carné (1938), pone en escena una docena de
personajes en un banquete de primera comunión.

Hôtel du Nord, de Marcel Carné (1938).

Sin duda alguna, en esta variación del tamaño de los actores en la pantalla,
en esta proximidad más o menos grande del ojo de la cámara a cada personaje, hay
un elemento determinante en cuanto al grado de atención, de emoción compartida,
de identificación con uno u otro personaje.
Para convencerse, bastaría con leer las declaraciones de Alfred Hitchcock
sobre este tema. Según él, el «tamaño de la imagen» es quizás el elemento más
importante en el arsenal de que dispone el realizador para «manipular» la
identificación del espectador con el personaje. Da muchos ejemplos de sus propios
filmes, como esa escena de Los pájaros, donde era imprescindible, según él, y a
pesar de las dificultades técnicas, mantener en primer plano el rostro de una actriz
que se levantaba de su silla y empezaba a desplazarse, so pena de «romper» la
identificación con ese personaje procediendo de la manera más simple, es decir,
recuadrándola en un plano más amplio en el momento de levantarse de la silla.
Este juego con las escalas de los planos, asociado al de la multiplicación de
los puntos de vista, permite en la planificación clásica de la escena una
combinatoria muy sutil, una alternancia de proximidad y distancia, de
desenganches y enganches sobre los personajes. Permite una inscripción particular
de cada personaje en la red relacional de la situación así presentada; permite
también presentar un personaje como una figura entre las demás, como un simple
elemento del decorado, o por el contrario, convertirlo en una escena en el
verdadero foco de la identificación aislándolo, en una serie de primeros planos, en
un tête-à-tête intenso con el espectador, cuyo interés se focaliza sobre ese personaje,
aunque juegue un papel secundario en la situación diegética propiamente dicha.
Se trata, evidentemente, de ejemplos extremos, algo simples, que no deben
ocultar la compleja sutilidad que permite este juego, inscrito en el código, con la
variación de la escala de planos.
En estos microcircuitos de la identificación en el cine, las miradas han sido
siempre un vector eminentemente privilegiado. El juego de miradas regula un
cierto número de figuras del montaje, en el nivel de las más pequeñas
articulaciones, que están a la vez entre las más frecuentes y las más codificadas: el
raccord sobre la mirada, el campo-contracampo, etcétera. Nada hay sorprendente
en ello cuando la identificación secundaria está centrada, como hemos visto, sobre
las relaciones entre los personajes, y el cine comprendió muy pronto que las
miradas constituían una pieza indispensable, específica de sus medios de
expresión, en el arte de implicar al espectador en estas relaciones.
El largo período del cine mudo, en el curso del cual se constituyeron
esencialmente los códigos de la planificación clásica, favoreció mucho la toma en
consideración del papel privilegiado de las miradas, que les permitían, en cierta
medida, paliar la ausencia de expresividad, de entonaciones, de matices en los
diálogos de los rótulos.
La articulación de la mirada en el deseo y la ilusión (teorizada por Jacques
Lacan en «Le regard comme objet à») predestinaba a la mirada a jugar un papel
central en un arte marcado por el doble carácter de ser a la vez un arte del relato
(por tanto, de las transformaciones del deseo) y un arte visual (por tanto, de la
mirada).
Así, en muchos textos teóricos, el raccord sobre la mirada se ha convertido en
la figura emblemática de la identificación secundaria en cine. Se trata de esa figura,
muy frecuente, en la que un plano «subjetivo» (supuestamente visto por el
personaje) sucede directamente a un plano del personaje que mira (el campo-
contracampo puede ser considerado, en cierta manera, como un caso particular de
raccord sobre la mirada). En esta delegación de la mirada entre el espectador y el
personaje, se ha querido ver la figura por excelencia de la identificación con el
personaje. A pesar de su aparente claridad, este ejemplo ha contribuido sin duda a
entorpecer la cuestión de la identificación en el cine por una simplificación
exagerada. El análisis de los procesos de generación de la identificación por los
microcircuitos de las miradas (y su articulación por el montaje) en un filme
narrativo surge sin ninguna duda de una teorización mucho más ajustada donde el
raccord sobre la mirada, incluso si señala un punto límite, un cortocircuito entre
identificación primaria e identificación secundaria, tendría un papel demasiado
específico y particular para ser ejemplar.
El papel central de la mirada en el plano.

Le jour se lève, de M. Carne (1939)

Encadenados, de A. Hitchcock (1946)

Psicosis de A. Hitchcock (1960)

Tres planos de una misma escena de Muriel, de A. Resnais (l963).


3.4. Identificación y enunciación

Bastaría con retomar las palabras de Alfred Hitchcock en el ejemplo


precedente, sacado de Marnie («Muestras al propietario… luego vuelves a la
persona que rebusca…»), para entrever que en esta colocación de una situación con
fuerte identificación el trabajo de la instancia que enseña o que narra es tan
determinante como la estructura propia de lo que se muestra o narra. Esto lo saben
todos los narradores de cuentos, que no dudan en intervenir en el curso «natural»
de los acontecimientos contados, demorándolos, modulándolos, creando efectos de
sorpresa, falsas pistas, etcétera, y cuyo arte consiste, precisamente, en la maestría
de una cierta enunciación (y su retórica), cuyos efectos son mucho más
determinantes sobre las reacciones del auditorio que el contenido del enunciado
mismo.
En el ejemplo de Alfred Hitchcock, el espectador no puede «tener miedo»
por el que rebusca en los cajones más que porque antes la instancia narradora le ha
mostrado al propietario subiendo la escalera. Si la escena se ejerce de distinto
modo sobre el espectador, producirá un puro efecto de sorpresa, que para la
identificación del personaje funciona mucho menos. Es decir, que en el proceso de
identificación, el trabajo de narración, de la «mostración», de la enunciación, juega
un papel determinante: contribuye ampliamente a informar la relación del
espectador con la diégesis y con los personajes. En el nivel de las grandes
articulaciones narrativas, modulará permanentemente el saber del espectador
sobre los acontecimientos diegéticos, controlará en cada instante las informaciones
de que dispone a medida que avanza el filme, esconderá algunos elementos de la
situación y, por el contrario, anticipará otros, regulará el juego del avance y el
retroceso entre el saber del espectador y el saber supuesto del personaje y podrá
influir así de forma permanente en la identificación del espectador con las figuras y
las situaciones de la diégesis.
En el nivel más global y menos preciso de la identificación con el relato (por
encima, se podría decir, de esta regulación más sutil y específica de la
identificación por el trabajo de la enunciación en el avance del mismo filme) hay
una identificación diegética más masiva, menos desligada, relativamente
indiferente al trabajo específico de la enunciación en cada medio de expresión y en
cada texto en particular. Se puede afirmar que esta inclinación más inerte de la
identificación surge más del enunciado de la diégesis (en sus grandes líneas
estructurales) que de la enunciación propiamente dicha, y que presenta un carácter
más regresivo, edípico.
En el nivel de cada escena, el trabajo de la enunciación consiste, como
acabamos de ver, en desviar la conexión del espectador con la situación diegética,
en trazar microcircuitos privilegiados, en organizar la generación y estructuración
del proceso de identificación, plano por plano. Esta labor de la enunciación es tanto
más invisible, en el cine narrativo clásico, en cuanto que es asumida por el código.
Y sin duda allí, en el nivel de las pequeñas articulaciones del texto de superficie, es
donde el código resulta más preciso, más estable, más «automático», por tanto más
invisible. La planificación de una escena según varios puntos de vista, la vuelta a
éstos, el campo-contracampo, el raccord sobre la mirada, son elementos arbitrarios
del código que participan directamente de la labor de la enunciación, pero que el
espectador de cine, por costumbre cultural, percibe como el «grado cero» de la
enunciación, como la manera «natural» de contar una historia en el cine. Es cierto
que las «reglas» del montaje clásico, en particular las de los raccords, intentan
precisamente borrar las señales del trabajo de la enunciación, hacerlo invisible, de
manera que las situaciones se presenten al espectador «como ellas mismas» y que
el código, con un tal grado de trivialidad y usura, parezca funcionar casi
automáticamente y dar la ilusión de una especie de ausencia, de vacío, de la
instancia de enunciación.
Esta es una de las fuerzas del cine narrativo clásico del tipo del cine
americano de las décadas de 1940-1950, y una de las razones del extraordinario
poder de este modo de relato fílmico en el que la regulación minuciosa e invisible
de la enunciación mantiene la impresión, en el espectador, de que él mismo entra
en el relato, que se identifica con un personaje por simpatía, que actúa en esa
situación un poco como lo haría en la vida real, lo que tiene por efecto reforzar la
ilusión de que es a la vez el centro, la fuente y el sujeto único de las emociones que
le procura el filme, y de negar que esta identificación sea también el efecto de una
regulación, de una labor de la enunciación.
«Desde la década de 1960, con la valorización (sobre todo en Europa) del
concepto de autor, se ha visto cada vez a más cineastas imponerse por una
enunciación personal», firmando de alguna manera sus filmes con algunas señales
más o menos ostentosas y arbitrarias de esta enunciación que les caracteriza. Es el
caso de realizadores célebres como Ingmar Bergman (El silencio, 1963; Persona,
1966), Michelangelo Antonioni (El eclipse, 1962; Desierto rojo, 1964), Jean-Luc
Godard (Le mépris, 1963; Deux o trois choses que je sais d’elle, 1966), Federico Fellini
(La dolce vita, 1960; Ocho y medio, 1962).
A principio de la década de 1970, después de un largo debate teórico sobre
la ideología transmitida por el cine clásico (en particular sobre la transparencia,
sobre la eliminación de las señales de la enunciación) algunos cineastas, por
razones políticas o ideológicas, creyeron conveniente inscribir claramente en sus
filmes el trabajo de la enunciación, el proceso de producción del filme. Citemos por
ejemplo Octobre a Madrid, de Marcel Hanoun (1965); Tout va bien, de Jean-Luc
Godard y Jean-Pierre Gorin (1972), y todas las películas del grupo Dziga-Vertov.
Parecería, en los dos casos, que la presencia más sensible, más subrayada, de
una instancia enunciadora tendría que entorpecer, al menos parcialmente, el
proceso de identificación, aunque sólo fuera haciendo más difícil para el
espectador la ilusión de ser centro y origen único de toda identificación, dejándole
percibir en el filme la presencia de esta figura, normalmente escondida, del
controlador de la enunciación. Sería subestimar un poco la capacidad del
espectador para restaurar el filme como «buen objeto»: para los espectadores más o
menos cinéfilos o intelectuales de estos filmes, esta figura del controlador de la
enunciación se ha convertido a su vez en una figura en quien identificarse.
Identificación bastante clásica desde un punto de vista estructural: el controlador
de la enunciación (el autor, incluso cuando se está cuestionando) es también, a su
manera, aquel cuya voluntad se opone al deseo del espectador o lo retrasa (el que
lanza la identificación) con el prestigio, además, para los cinéfilos, de ser una figura
que encarna un ideal del yo.
3.5. Espectador de cine y sujeto psicoanalítico: la apuesta

Todo lo que precede en este capítulo surge de la concepción clásica, en


psicoanálisis, de la identificación como regresión narcisista y supone este
postulado totalmente arbitrario: se podría explicar el estado o la actividad del
espectador de cine con los instrumentos teóricos elaborados por el psicoanálisis
para explicar al sujeto. Lo que supone, a priori, y ahí hay una especie de reto, que el
espectador de cine es enteramente homologable y reductible al sujeto del
psicoanálisis, en todo caso a su modelo teórico. Esta concepción del espectador
comienza hoy a ponerse en duda: para Jean-Louis Schéfer, por ejemplo, habría un
enigma irreductible en la ficción del sujeto psicoanalítico, en tanto que centrado
sobre el yo. El cine pediría más bien ser descrito en sus efectos de asombro y de terror,
como producción de un sujeto desplazado, «una especie de sujeto mutante o un
hombre más desconocido».
La vía seguida hasta aquí en la teoría del cine no permitía comprenderlo
como proceso nuevo, descubrir fuera de la homología aseguradora del sujeto y del
dispositivo cinematográfico. Para Jean-Louis Schéfer el cine no está hecho para
permitir al espectador reencontrarse (teoría de la regresión narcisista), sino sobre
todo para sorprender, para asombrar: «Se va al cine —todo el mundo— en busca
de simulaciones más o menos terribles, y no de una ración de sueños. En busca de
un poco de terror, de algo de lo desconocido (…) cuando estoy en el cine, soy un
ser simulado (…) de lo que habría que hablar es de la paradoja del espectador».
Lecturas sugeridas

1. El espectador de cine

ARNHEIM, R.
1973 Vers une psychologie de l’art, París, Ed. Seghers (traducción castellana en
Alianza, Hacia una psicología del arte, Madrid, 1980).
1976 La pensée visuelle, París, Ed. Flammarion (traducción castellana en
Eudeba, El pensamiento visual, Buenos Aires).
EISENSTEIN, S. M.
1974 Au delà des étoiles, UGE.
MEUNIER, J. P.
1969 Les structures de l’expérience filmique, Lovaina, Librairie universitaire.
MORIN, E.
1956 Le cinéma ou l’homme imaginaire, París, Ed. de Minuit, reeditado en 1978
(traducción castellana en Seix y Barral, El cine o el hombre imaginario, Barcelona,
1972).
MÜNSTERBERG, H.
1970 The Film: A Psychological Study. The Silent Photoplay in 1916. Nueva York,
Dover Publications, Inc.
PUDOVKIN, V.
1970 Film Technique and Film Acting, Nueva York, Grove Press Inc.
SOURIAU, E. (bajo la dirección de)
1953 L’univers filmique, Ed. Flammarion, París.
2. Espectador de cine e identificación: La doble identificación en el cine

BARTHES, R.
1970 S/Z, Seuil (traducción castellana en Siglo XXI, S/Z, Madrid, 1980).
BAUDRY, J. L.
1978 L’effet cinéma, París, Ed. Albatros.
BONITZER, P.
1982 Le champ aveugle, París, colección «Cahiers du cinéma», Gallimard.
FREUD, S.
1970 Essais de psychanalyse, Petite Bibliothèque Payot.
1971 Nouvelles conférences sur la psychanalyse, Gallimard.
1973 L’interprétation des rêves, PUF (traducción castellana en Alianza, L. B., La
interpretación de los sueños, Madrid, varias ediciones).
1976 Essais de psychanalyse appliquée, Ed. Gallimard (traducción castellana en
Alianza, L. B., Psicoanálisis aplicado y técnica psicoanalítica, Madrid, varias ediciones).
LACAN, J.
1966 Ecrits I et II, Seuil, reeditado en 1971 (traducción castellana en Siglo XXI,
Escritos I y II, Madrid, 1983).
LAPLANCHE, I. y PONTALIS, J. B.
1971 Vocabulaire de la psychanalyse, París, PUF.
METZ, CH.
1977 Le signifiant imaginaire, UGE, colección «10/18» (traducción castellana,
Psicoanálisis y Cine. El significante imaginario, Barcelona, Gili, 1979).
RIFFLET-LEMAIRE, A.
1970 Jacques Lacan, París, Charles Dessart.
ROSOLATO, G.
1969 Essais sur le symbolique, París, Gallimard.
SCHÉFER, J. L.
1980 L’homme ordinaire du cinéma, París, colección «Cahiers du cinéma»,
Gallimard.
TRUFFAUT, F.
1966 Le cinéma selon Hitchcock, Ed. Robert Laffont, reeditado en Seghers, 1975
(traducción castellana en Alianza, L. B., El cine según Hitchcock, Madrid, 1974).
N.o ESPECIAL
1975 «Cinéma et psychanalyse» en la revista Communications.
Conclusión

Al término de esta exploración de las cuestiones hoy más importantes para


elaborar una teoría del filme, el lector habrá percibido la amplitud, la complejidad
y, esperamos, el profundo interés de estas reflexiones sobre el arte de las imágenes
en movimiento. Para terminar, querríamos insistir sobre una breve caracterización
de las teorías (estén o no constituidas en cuerpo de doctrina) a las que nos hemos
referido en el camino de la redacción de este libro.
El primer rasgo que destaca en toda la exposición sobre las teorías del cine y
su sucesión es su antigüedad. Quizás, a decir verdad, no hay ninguna otra
producción humana a la que se haya dotado tan pronto de una reflexión formal,
«teórica», o al menos —es la etimología de la palabra «teoría»— de una observación,
de una contemplación profunda de dicha producción. En el caso del cine, se puede
señalar que su invento, que ocupó todo el siglo XIX, no dejó corta la especulación
intelectual; sorprende de igual modo verificar la contemporaneidad casi total entre
la aparición del cine como espectáculo, luego como arte y como medio de
expresión, y su teorización; asimismo, todos los movimientos, escuelas, géneros
importantes con que cuenta la historia del cine, han sido acompañados, precedidos
o seguidos (pero siempre de cerca) de una más o menos importante actividad
teórica: la historia no es avara de estas «revoluciones» teóricas y hay ejemplos
célebres que jalonan ochenta años de cine.
El segundo rasgo que determina las teorías del cine es su profunda
historicidad, o más exactamente, la coherencia de su ligazón con la producción
cinematográfica en cada época. Esto es evidente en lo que se refiere a las grandes
figuras como André Bazin o S. M. Eisenstein: el neorrealismo italiano alimentó las
teorías «ontológicas» y «cosmofánicas» del primero, así como el experimentalismo
de la década de 1920 (más allá de los estrictos límites de la escuela «montajista»
soviética) inspiró al segundo su afición por el montaje, la manipulación y el
conflicto. Pero, más ampliamente, la historia de las teorías ofrece, en un repaso
somero, la aparición de un pequeño número de «continentes» (o de archipiélagos,
si nos atenemos a la precisión de las metáforas) más que una cronología
enérgicamente medida por los accidentes mayores (las dos guerras mundiales, o la
aparición del sonido, por citar tan sólo fenómenos inconmensurables) permite
localizar fácilmente.
Recordémoslas por sus grandes nombres. Encontramos en primer lugar —
prioridad cronológica que no sabría incitar a una elección estética ni ideológica—
la época de constitución progresiva, luego del reinado casi sin participación, de la
tradición formalista, retórica que conoce su pleno desarrollo después de la Primera
Guerra Mundial, en este período de transformaciones incesantes del filme que fue
la década de 1920, y que encontró su forma clásica a principios de la década de
1930 (cuando la producción dominante ha cambiado, y en la que, en otro sentido,
el cine también se ha convertido en clásico). En 1916, en la segunda parte de su
célebre ensayo, Hugo Münsterberg afirmaba, en una perspectiva neokantiana, que
la condición de la validez estética residía, para el filme, en que operaba una
transformación de la realidad sobre un objeto imaginario sometido a una poética
particular (jugando, a la manera del cineasta, con las tres categorías fundamentales
de la realidad: el tiempo, el espacio y la causalidad). El mismo año aparecía
Intolerancia, de Griffith, gigantesca manipulación que debió colmar a Münsterberg.
Algunos años más tarde, y en terrenos filosóficos bien diferentes, la misma actitud
se precisará: en el curso de esta obra hemos recordado el estudio de un Eisenstein o
de un Tynianov; a estos dos nombres habría que añadir sin duda los de una media
docena al menos de sus contemporáneos y compatriotas, empezando por Lev
Kulechov, cuyo El arte del cine (1929) es quizá la avanzadilla más audaz —y
también la más peligrosa— al comparar la organización fílmica con el
funcionamiento de una lengua; a menudo se ha criticado, y con razón, lo
desorbitado de este enfoque —pero lo que retendremos aquí es, ante todo, la
constancia con que Lev Kulechov y sus alumnos acompañan toda su reflexión de
una serie de experiencias y de filmes cuya sistematización, sin precedentes,
tampoco tendrá igual en el futuro. Casi en el mismo momento, en Alemania,
Rudolf Arnheim fijaba, en un ensayo breve pero categórico, los límites extremos
que alcanzaría la corriente «formalista». Para él, el cine sólo puede ser arte cuando
se aleja de una reproducción perfecta de la realidad, y en cierto modo, gracias a los
propios defectos del útil-cinema. Esta tesis famosa, y evidentemente indispensable,
ha asegurado la reputación de su autor, pero al mismo tiempo marca
prácticamente el final de un tipo de enfoque incapaz de tomar en consideración las
profundas modificaciones que afectaron al arte del cine entre 1928 y 1932.
Ello no significa que esta corriente de estudio haya muerto del todo; muchos
autores, y no menores, la han retomado e ilustrado: Béla Balázs, que propuso dos
veces, en 1950 y en 1950, brillantes síntesis de todo lo que la corriente formalista
había aportado a la historia del cine; o más recientemente, los ensayos de
Barthélémy Amengual y de Ivor Montagu, aparecidos a mitad de la década de
1960, se refieren, sin renovarla verdaderamente, a esta gran tradición.
Pero sin ninguna duda, la posguerra ha estado marcada sobre todo por otro
punto de vista, hasta entonces dominado por la tendencia «formalista», que se
puede designar, a falta de nombre mejor, como enfoque «realista» del cine. Este
estudio, como podemos comprobar, no apareció de la nada en 1945: las primicias
se encuentran en cineastas como Louis Feuillade, por ejemplo (bajo una forma, es
cierto, muy poco elaborada) o, más claramente, en toda la reflexión con que John
Grierson acompaña, a lo largo de las décadas de 1930 y 1940, el apogeo del
movimiento documentalista. Desde luego, esta corriente está absolutamente
marcada, para nosotros, por la figura de André Bazin. Una vez más, nos parece
menos importante la existencia de una escuela Bazin (que fue estrictamente
francesa y limitada a los Cahiers du cinéma de las décadas de 1950 y 1960, y a la
Nouvelle vague) que la contemporaneidad de la reflexión de André Bazin con otros
estudios, totalmente independientes del suyo, pero que van grosso modo en la
misma dirección estética. Pensemos en los trabajos de Etienne Souriau por ejemplo,
o sobre todo en la colección publicada por Siegfried Kracauer en 1960, titulada
muy significativamente The Redemption of Physical Reality, que su autor presenta
como una «estética material», fundada en la primacía del contenido, y que
desemboca en una concepción del cine como una especie de instrumento científico
creado para explorar ciertos tipos o ciertos aspectos particulares de la realidad.
Sin duda no se puede decir que hayamos salido de este último período, que
hoy se perpetúa sólo bajo la forma debilitada de la «crítica de filmes» y que vive de
sus presupuestos sin verdaderamente intentar examinarlos, y menos aún
justificarlos.
Por último, un tercer período (el nuestro) viene marcado, no por una síntesis
de los dos precedentes, sino por una eclosión de teorías del cine que, por encima
de sus diferencias, tienen en común la característica de apoyarse en técnicas de
formalización mucho más impulsadas y mucho más sistemáticas. Por tanto, este
período se inaugura con una tentativa explícitamente sintética: la impresionante
Estética y psicología del cine, de Jean Mitry. Deliberadamente Jean Mitry echa mano a
todo, no sólo incluyendo en su contribución su conocimiento extensísimo de la
historia del cine, sino también sacando partido de todos los autores que le han
precedido. A pesar de las dificultades inherentes en este tipo de empresas, y los
«fracasos» que se suceden, Jean Mitry marcó una etapa primordial en la teoría del
cine, exigiendo, sobre todos los problemas esenciales, el mayor rigor científico, y
no dudando, para tratar mejor cualquier punto específico del filme, en apelar a la
fenomenología, a la Gestalttheorie, a la psicología y a la fisiología de la percepción,
convirtiéndose incluso en epistemólogo. Aunque no haya creado «escuela»,
aunque no pertenezca a ninguna escuela, el libro de Jean Mitry señala una fecha:
Christian Metz no se equivocó al dedicarle dos larguísimos artículos críticos en el
momento de la publicación de los dos volúmenes (hoy los dos artículos están
recopilados en Ensayos de la significación en el cine).
La historia de la teoría del cine después de Jean Mitry está determinada por
la importación cada vez más masiva de conceptos, sistemas conceptuales enteros,
que provienen de las llamadas «ciencias humanas»: lingüística y psicoanálisis en
primer lugar, pero también sociología e historia. Mientras que la actividad teórica
se hace cada vez más universitaria y deja de doblegarse a la actividad crítica (y
polémico/normativa), deja por la misma razón de referirse de forma privilegiada a
un corpus de filmes contemporáneos: si bien alguna teorización todavía se apoya,
conscientemente o no, en un género, un tipo o una escuela de filmes (Robbe-Grillet
en el libro de Jost y Chateau, Godard y Straub en el de Bonitzer, etcétera), la actitud
más extendida exige que toda teorización tenga una vocación de universalidad.
Simultáneamente, el desarrollo de la enseñanza del cine impulsa a un renacimiento
en el interés por analizar filmes del pasado en una proporción mucho mayor que
antes.
Así, en los últimos quince años se han significado por la abundancia de
trabajos de inspiración semiológica (en el sentido más amplio) y narratológica, y
también por la eclosión de análisis de filmes, concebidos expresamente o no sobre
el modelo del «análisis textual». Pero como hemos intentado explicar todo este
período en los capítulos precedentes con bastante detalle, no insistiremos más.
Evidentemente es más difícil hacer un balance sobre las investigaciones
actuales (y mucho más aventurar el menor pronóstico sobre lo que pasará en el
próximo decenio). Sin que podamos asegurar que el filón semiológico se haya
agotado del todo, una doble tendencia se abre paso desde hace algunos años,
manifestando lo que se ha podido describir como una «muerte de la semiología»
(Metz): por un lado la voluntad, puesta de manifiesto sobre todo en varios libros
recientes (especialmente sorprendente en obras colectivas, reseñas de coloquios,
etcétera), de hacer un balance, de extraer lecciones, etcétera; por otro lado, hay
tentativas también abundantes y muy dispersas que intentan salir de este relativo
impasse, recurriendo por ejemplo a la semántica generativa, o a la Textlinguistik,
etcétera. No obstante, esta «muerte» de la semiología no es tal (o más bien es de
aquellas que conducen a la reencarnación) y sigue siendo hoy importante seguir en
la vía de una formalización general, al igual que practicar análisis filmológicos bajo
todas sus formas, aunque sólo sea desde un punto de vista pedagógico. Nos
parece, sin embargo, que en los últimos meses o años se ha registrado cada vez
más claramente una diversificación de direcciones en la investigación: se asiste a
un fuerte renacer del interés por la historia del cine, que muchos investigadores
(especialmente americanos) abordan con un espíritu de método y de sistema que
les faltaba a los pioneros de esta disciplina (pero la «ciencia histórica» en general se
ha renovado muy poco en los últimos veinte años); también se ha visto aparecer
una buena media docena de obras que practican una larga reflexión económica
sobre el cine —no sin relación, ciertamente, con las transformaciones de este medio
de expresión (desarrollo de la televisión y del video, concentración de la
producción y de la difusión, etcétera)—; por último, también se han ilustrado
enfoques más «raros» con algunos textos de calidad: la sociología del cine, o en
otro terreno, lo que se podría llamar su iconología.
Aún es pronto para medir el lugar y el valor de todas estas tentativas de
conjunto. Así pues, concluiremos modestamente este recorrido rápido por las
teorías del cine, destacando cómo esta diversificación que aparece hoy demuestra
una vez más la dimensión antropológica y social de los estudios cinematográficos,
y su necesidad de entrecruzarlos con las ciencias sociales.
Bibliografía

Esta bibliografía es simplemente una primera selección de obras de


importancia incuestionable, y asequibles en librerías o bibliotecas. Está clasificada
en apartados que, a veces, son arbitrarios.
1. Obras didácticas, introducciones a la teoría del cine

AMENGUAL, B.
1971 Clefs pour le cinéma, París, Ed. Seghers.
BERGALA, A.
1978 Initiation à la sémiologie du récit en images, París, Cahiers de l’audiovisuel.
COLLET, J.; MARIE, M.; PERCHERON, D.; SIMON, J. P. y VERNET, M.
1976 Lectures du film, París, Ed. Albatros, reeditado en 1980.
GAUTHIER, G.
1979 Initiation à la sémiologie de l’image, París, Cahiers de l’audiovisuel, 2. a
edición.
1982 Vingt leçons sur l’image et le sens, París, Edilig, colección «Médiathèque».
LOTMAN, I.
1977 Esthétique et sémiotique du cinéma, París, Editions Sociales.
MARTIN, M.
1955 Le langage cinématographique, París, Ed. du Cerf (2.a edición, Editeurs
Français Réunis, París, 1977).
VANOYE, F.
1979 Récit écrit - récit filmique, París, CEDIC.
CinémAction, n.o 20, «Théories du cinéma», L’Harmattan, 1982.
2. Historia del cine

DESLANDES, J. y RICHARD, J.
1966/68 Histoire comparée du cinéma, 2 vols., Tournai, Ed. Casterman.
MITRY, J.
Histoire du cinéma, 5 vols., Ed. Universitaires.
SADOUL, G.
1973 Histoire générale du cinéma, nueva edición en 6 vols., París, Ed. Denoël.
Existen numerosas historias del cine de formato más reducido: edición en un
volumen de Georges Sadoul, diversas obras en colecciones de bolsillo. Ninguno de
estos libros nos parece recomendable y preferimos siempre la referencia a las obras
de cierta amplitud.
2.1. Historia de ciertos períodos o escuelas

EISNER, L.
1965 L’ecran démoniaque, París, Ed. Terrain Vague.
FESCOURT, H.
1959 La foi et les montagnes (cine francés 1895-1955), París, Ed. Paul Montel
(reeditada en Editions d’Aujourd’hui, 1979).
KRACAUER, S.
1946 De Caligari à Hitler (traducción castellana en Ediciones Paidós, De
Caligari a Hitler, Barcelona, 1985).
LEYDA, J.
1960 Kino: Histoire du cinéma russe et soviétique (traducción castellana en
Ediciones Universitarias, Kino, historia del cine ruso y soviético, Buenos Aires, 1965).
NOGUEZ, D.
1979 Eloge du cinéma expérimental, París, Ed. du Centre Pompidou.
1982 Trente ans de cinéma expérimental en France (1950-1980), ARCEF.
SADOUL, G.
1962 Le cinéma français (1890-1962), París, Ed. Flammarion.
Cahiers de la cinémathèque, Perpiñán, especialmente los números:
n.o 13-14-15, «La révolution du parlant», 1974;
n.o 26-27, «Le cinéma muet italien», 1978;
n.o 29, «Le cinéma des premiers temps», 1979.
En inglés

BROWNLOW, K.
1968 The Parade’s Gone By (cine americano mudo), Universidad de California,
Berkeley-Los Ángeles.
JACOBS, L.
1939 The Rise of the American Film, Harcourt, Brace and Co., Nueva York
(traducción castellana en Lumen, La azarosa historia del cine americano, Barcelona,
1971).
3. Escritos teóricos

BALÁZS, B.
1929 L’esprit du cinéma (traducción francesa, E. Payot, París, 1977).
1948 Le cinéma (traducción francesa, Ed. Payot, 1979).
BAZIN, A.
1975 Qu’est-ce que le cinéma?, París, Ed. du Cerf, edición condensada
(traducción castellana, en Rialp, ¿Qué es el cine?, Madrid, 1966).
BONITZER, P.
1976 Le regard et la voix, París, colección «10/18», UGE.
BURCH, N.
1969 Praxis du cinéma, París, Gallimard (traducción castellana en Ed.
Fundamentos, Praxis del cine, Madrid, 1970).
EISENSTEIN, S. M.
1974 Au-delà des étoiles, París, colección «10/18», UGE.
1975/78 La non-indifférente nature, 2 vols., ibidem.
FAURE, E.
Fonction du cinéma (colección de artículos de las décadas 1920 y 1930), París,
col. «Médiations», Ed. Denoël Gonthier.
JOST, F. y CHATEAU, D.
1979 Nouveau cinéma, nouvelle sémiologie, París, col. «10/ 18», UGE.
METZ, CH.
1968/72 Essais sur la signification au cinéma, tomos 1, 2, París, Ed. Klincksieck
(traducción castellana del vol. 1 en Ed. Tiempo Contemporáneo, Ensayos sobre la
significación en el cine, Buenos Aires, 1972).
1971 Langage et Cinéma, París, Ed. Larousse (reeditado en Ed. Albatros, 1977),
(traducción castellana en Planeta, Lenguaje y cine, Barcelona, 1973).
1977 Le signifiant imaginaire, París, colección «10/18», UGE (traducción
castellana en Gili, Psicoanálisis y cine. El significante imaginario, Barcelona, 1979).
MITRY, J.
1966/68 Esthétique et psychologie du cinéma, 2 vols., París, Ed. Universitaires
(reeditado en 1980), (traducción castellana en Siglo XXI, Estética y psicología del cine,
Madrid, 1978).
MORIN, E.
1956 Le cinéma ou l’homme imaginaire, París, Ed. de Minuit (reeditado en
colección «Médiations», París, Ed. Denoël-Gonthier, 1965) (traducción castellana en
Seix y Barral, El cine o el hombre imaginario, Barcelona, 1972).
PASOLINI, P. P.
1972 Empirismo erético, Milano, Garzanti.
SOURIAU, E. y otros.
1953 L’univers filmique, París, Ed. Flammarion.
Diversos

1980 La théorie du film, París, Ed. Albatros.


1975 Communications, n.o 23, «Psychanalyse et cinéma», París.
1973 Revue d’esthétique, n.o especial «Cinéma: théorie, lectures», París
(reeditado).
En lenguas extranjeras

ARNHEIM, R.
1932 Film als Kunst (reeditado, Fischer Taschenbücher, Frankfurt, 1979).
Existe una versión revisada por el autor en 1957 y publicada en Estados Unidos en
inglés: Film as Art, Univ. of California Press, 1957 (traducción castellana, El cine
como arte, Buenos Aires, Ed. Infinito, 1971).
CHKLOVSKI, V.; EICHENBAUM, B.; TYNIANOV, I. y otros.
1927 Poetika Kino (Poética del cine), Moscú-Leningrado. Los artículos de
Tynianov y Eichenbaum están traducidos al francés en Cahiers du cinéma, n.o 220-
221, 1970. Existe una excelente traducción alemana del conjunto (Poetik des Films,
Munich, 1974), y dos traducciones recientes en inglés (una en Oxford, la otra en
Ann Arbor, Michigan).
KRACAUER, S.
1960 Theory of Film, Oxford University Press.
KULECHOV, L.
1974 Kuleshov on Film, publicado por Ronald Levaco, U.C. Press.
MÜNSTERBERG, H.
1916 The Film: A Psychological Study, reeditado en Dover, Nueva York, 1970.
4. Técnica del cine

WYN, M.
1969 Le cinéma et ses techniques, París, Editions techniques européennes
(varias ediciones actualizadas).
Véase también las ediciones sobre las diversas especialidades del cine
editadas por el Institut des Hautes Etudes Cinématographiques (IDHEC).
En inglés

LIPTON, L.
1972 Independent Filmmaking, Straight Arrow Books, San Francisco.
5. Sociología y economía del cine

BONNELL, R.
1978 Le cinéma exploité, París, Ed. du Seuil.
FLICHY, P.
1980 Les industries de l’imaginaire, Presses Universitaires de Grenoble
(traducción castellana en Gili, Las multinacionales del audiovisual, Barcelona).
LEBEL, J. P.
1971 Cinéma et idéologie, París, Editions Sociales.
MERCILLON, H.
1953 Cinéma et monopoles, París, Ed. A. Colin.
SORLIN, P.
1977 Sociologie du cinéma, París, Ed. Aubier.
En inglés

The American Film Industry, publicado por Tino Balsio, University of


Wisconsin Press, 1976.
GUBACK, TH.
1969 The International Film Industry, Indiana University Press.
IOWETT, G.
1976 Film: The Démocratie Art, Boston, Little, Brown et Co.
6. Libros sobre cineastas

AUMONT, J.
1979 Montage Eisenstein, París, Ed. Albatros.
BAZIN, A.
1971 Jean Renoir, París, Ed. Champ Libre.
1972 Orson Welles, París, Ed. du Cerf (traducción castellana en Fernando
Torres, Orson Welles, Valencia, 1973).
BAZIN, A. y ROHMER, E.
1973 Charlie Chaplin, París, Ed. du Cerf.
CHABROL, C. y ROHMER, E.
1957 Hitchcock, París, Ed. Universitaires (reeditado en las Editions
d’Aujourd’hui, Plan de la Tour, 1976).
EIBEL, A. (bajo la dirección de)
1964 Fritz Lang, París, Ed. Présence du Cinéma.
EISNER, L.
1964 Murnau, París, Ed. Le Terrain Vague.
Números especiales de Cahiers du cinéma (Mizoguchi, Hitchcock, Pasolini,
Renoir, Welles).
Esta selección es en extremo incompleta debido a que a menudo los libros
sobre cineastas son excesivamente anecdóticos. Se pueden encontrar textos en la
colección de monografías de L’anthologie du cinéma (10 volúmenes aparecidos), o en
la colección «Cinéma d’aujourd’hui» de Seghers.
7. Escritos de cineastas, entrevistas

BRESSON, R.
1975 Notes sur le cinématographe, París, Ed. Gallimard (traducción castellana
en Biblioteca Era, Notas sobre el cinematógrafo, México, 1979).
CLAIR, R.
1970 Cinéma d’hier, cinéma d’aujourd’hui, París, colección «Idées», NRF.
EISENSTEIN, S. M.
1977/79 Mémoires, 3 volúmenes, París, colección «10/ 18», UGE.
EPSTEIN, T.
1974 Ecrits sur le cinéma, en 2 vols. París, Seghers.
GODARD, J.-L.
1968 J.-L. Godard par J.-L. Godard, París, Ed. Pierre Belfond (traducción
castellana en Barrai, Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard, Barcelona, 1971).
RENOIR, J.
Ecrits 1926-1971, París, Ed. Pierre Belfond.
1974 Ma vie et mes films, París, Ed. Flammarion (traducción castellana en
Fernando Torres, Mi vida, mis films. Valencia, 1975).
TRUFFAUT, F.
1966 Le cinéma selon Alfred Hitchcock, París, Ed. Robert Laffont (reeditado en
Seghers, París, 1975), (traducción castellana en Alianza, L. B., El cine según
Hitchcock, Madrid, 1974).
Diversos

1972 La politique des auteurs, París, Ed. Champ Libre.


En inglés

Grierson on Documentary, publicado por Forsyth Hardy, Londres, Faber,


1966.
KOSZARSKI, R.
1976 Hollywood Directors, 2 vols., Oxford University Press.
PUDOVKIN, V.
Film Technique & Film Acting, varias ediciones.
8. Análisis de filmes de géneros

BAILEBLE, C.; MARIE, M. y ROPARS, M.C.


1974 Muriel, París, Ed. Galilée.
BELLOUR, R.
1980 L’analyse du film, París, Ed. Albatros.
BELLOUR, R. y otros.
1980/81 Le cinéma américain, analyses de films, 2 vols. París, Ed. Flammarion.
BOUVIER, M. y LEUTRAT, J. L.
1981 Nosferatu. París, Ed. Gallimard.
DUMONT, J. P. y MONOD, J.
1970 Le foetus astral, Christian Bourgois, París.
HENNEBELLE, G. y otros.
1976 «Le cinéma militant», n.o especial de Cinéma d’aujourd’hui, París, marzo-
abril.
LEUTRAT, J. L.
1973 Le western, París, Ed. A. Colin, colección «Uprisme».
ROHMER, E.
1977 L’organisation de l’espace dans «Faust», de Murnau, París, colección
«10/18», UGE.
ROPARS, M. C.; LAGNY, M. y SORLIN, P.
1976 Octobre, París, Ed. Albatros.
1979 La révolution figurée, París, Ed. Albatros.
SIMON, J. P.
1979 Le filmique et le comique, París, Ed. Albatros. Cahiers de la cinémathèque, n.o
28 (Para una historia del melodrama).
Cahiers du XX.ème siècle, n.o 9 (Cine y literatura), 1978.
Cultures, vol. II, n.o 1 (el cine y la historia), París, UNESCO,1977.
9. Diccionarios, antologías, diversas obras usuales

BESSY, M. y CHARDANS, J.-L.


1965/71 Dictionnaire du cinéma, 4 vols. París, J. J. Pauvert.
CHIRAT, R.
1978 y 1981 Catalogue des films français de long métrage, 2 vols, aparecidos
(décadas 1930 y 1940), Ed. Saint-Paul.
COURSODON, J.-P, y TAVERNIER, B.
1970 30 ans de cinéma américain, París, CIB.
LEFEVRE, R. y LACOURBE, R.
1976 30 ans de cinéma britannique, París, Ed. Cinéma 76.
ODIN, R.
1977 «Dix années d’analyses textuelles de films». Linguistique et sémiologie, n.o 4,
Lyon.
PASSEK, J.-L. y otros.
1978 20 ans de cinéma allemand, 1913-1933, París, Ed. du Centre Pompidou.
SADOUL, G.
Dictionnaire des films, París, Ed. du Seuil (varias ediciones).
Dictionnaire des cinéastes, París, Ed. du Seuil (varias ediciones).
SCHNITZER, L. y J.
1963 20 ans de cinéma soviétique, París, CIB.
En inglés

Movies on TV (10.000 filmes-genéricos resumidos), publicado por Steven H.


Scheuer, Bantam Books, Nueva York (varias ediciones).
TV Movies (13.000 filmes), publicado por Leonard Maltin, Nueva York,
Signet Books (varias ediciones).
Suplemento bibliográfico (1983-1994)

La primera edición de este libro data de 1983. Desde esa fecha, ha sido
reeditado regularmente, lo que prueba su utilidad como manual de iniciación a los
estudios cinematográficos, al menos en el aspecto teórico y estético. Pero desde
1983, estas disciplinas se han desarrollado y transformado, tanto en Francia como
en el extranjero. Esto demuestra tanto su vitalidad como su relativa estabilización
institucional en el seno de la universidad y de los centros de investigación.
Nos parecía que una actualización bibliográfica internacional muy detallada
sobrepasaba el marco introductorio de esta obra. Estética del cine, concebida y
escrita a principios de los años 80, lleva la impronta de la importancia de la estela
semiológica dominante durante los años 65-75, y está condicionada por
interrogantes tanto ideológicos como psicoanalíticos que dieron lugar a numerosos
debates, a la vez que las revistas de crítica cinematográfica eran sensibles a la
reflexión teórica.
Fue a mitad de la década cuando el filósofo Gilles Deleuze publicó sus dos
tomos dedicados a la imagen en movimiento (La imagen tiempo y La imagen
movimiento). Este simple hecho atestigua un extraordinario reconocimiento del arte
cinematográfico como forma de pensamiento original y específico de uno de los
filósofos más relevantes de su disciplina. Los dos volúmenes de Deleuze
propusieron un nuevo marco conceptual que influyó en buena medida en la
estética y los análisis del cine posteriores a 1985.
La semiología cinematográfica, por su parte, se desarrolló en Francia, en
Italia, y más aún en el resto de Europa, quizá con más discreción que en el período
anterior, hacia la vertiente pragmática. También se codeó con las ciencias
cognitivas, que han influido en el campo de la teoría del cine de manera
espectacular del otro lado del Atlántico, y más extensamente con las corrientes
dominantes de la filosofía angloamericana (los trabajos de David Bordwell, y desde
una perspectiva completamente distinta, los de Stanley Cavell, cuyo primer libro,
The World Viewed, data de 1971).
Más ampliamente, las investigaciones teóricas se emanciparon del modelo
lingüístico y semiológico para inscribirse en el contexto de la historia del arte y de
la reflexión filosófica. De alguna manera, la estética del cine conquistó su
autonomía en el curso de las dos últimas décadas, como lo demuestran la
orientación de las investigaciones sobre las relaciones entre cine y pintura (El ojo
interminable, de Jacques Aumont) y los análisis fílmicos de Jean-Louis Leutrat
(Kaleidoscope, La prisonière du désert, une tapisserie navajo), por no citar más que dos o
tres títulos.
Otra característica de la segunda mitad de los años 80 consistió en la
reanudación, con una vitalidad sorprendente, de «nuevos enfoques» de la historia
del cine, como quiso demostrar un coloquio organizado en Cerisy en 1985. Este
retraso es bastante paradójico dada la riqueza de la investigación histórica en
Francia (como lo demuestra el acierto del término «nueva historia»), aunque los
trabajos galos sobre el cine fueran, con mucho, a remolque de las empresas de
investigaciones históricas desarrolladas en Estados Unidos y sobre todo en Italia.
Basta con evocar los trabajos de Douglas Gomery en Estados Unidos o los de
Gian Piero Brunetta en Italia, por ejemplo, así como el gran volumen colectivo The
Classical Hollywood Cinema, de David Bordwell, Janet Staiger y Kristin Thompson,
publicado en 1985.
Aun sin ser exhaustiva, hemos querido ofrecer a continuación una
actualización bibliográfica de nuestro libro, clasificando sus referencias según las
materias tratadas en los capítulos precedentes.
Hemos indicado el grado de dificultad de los libros con la ayuda de los dos
símbolos siguientes:
(*): Obra de iniciación, de acceso fácil para un lector principiante en primer
ciclo universitario.
(**): Para el lector experimentado, de acceso más difícil, que supone
conocimientos previos.
1. Obras de iniciación a la estética y a la teoría

Entre las obras de iniciación en sentido estricto figuran:


AUMONT, J.
1990 L’image, París, Nathan, col. «Faccinéma». (Trad. cast.: La imagen,
Barcelona, Paidós, 1992). Las principales teorías de la imagen.
GAUTIER, G.
1989 Vingt leçons (plus une) sur l’image et le sens, París, Edilig, col.
«Médiathèque», 2.a edición aumentada. (Trad. cast.: 20 lecciones sobre la imagen y el
sentido, Madrid, Cátedra, 1986).
Numerosos ejemplos analizados (*). Y dos números especiales de revistas,
de contenido desigual:
KERMABON, J.
1988 (edición a cargo de) «Les théories du cinéma aujourd hui»,
CinémAction, 47, París, CertyCorlet (*).
MAGNY, J.
1988 (edición a cargo de) «Histoire des théories du cinéma» CinémAction, 60.
París, Corlet-Télérama (*).
En inglés, tres libros introductorios básicos:
ANDREW, D.
1976 The Major Film Theories, Londres, Oxford University Press. (Trad, cast.:
Las principales teorías cinematográficas, Barcelona, Gustavo Gili. 1978). (*)
1988 Concepts in Film Theory, Londres, Oxford University Press, 2.a ed.
BORDWELL, D. y THOMPSON, K.
1979 Film Art, an Introduction, Addison-Wesley Publishing Company.
Numerosas reediciones (*). (Trad, cast.: El arte cinematográfico, Barcelona, Paidós,
1995).
Dos libros más difíciles y polémicos:
CARROLL, N.
1988 Philosophical Problems of Classical Film Theory, Princeton, Princeton
University Press (**).
Mystifying Movies, Fads and Fallacies in Contemporary Film Theory, Nueva
York, Columbia University Press (**).
LAPSLEY, R. y WESTLAKE, M.
1988 Film Theory: an Introduction, Manchester, Manchester University Press.
En italiano, una historia de las teorías del cine:
CASETTI, F.
1993 Teorie del cinéma, 1945-1990, Milán, Bompiani (reedición de Teorie del
cinéma dal dopoguerra a oggi, Milán. Espresso Strumenti, 1978) (**). (Trad, cast.:
Teorías del cine, Madrid, Cátedra, 1994).
Aunque no se trata en el sentido estricto de iniciaciones a la teoría del cine,
pueden recomendarse por su pertinencia histórica y su descripción analítica de las
prácticas técnicas:
CHION, M.
1990 Le cinéma et ses metiers, París, Bordas. (Trad, cast.: El cine y sus oficios,
Barcelona, Cátedra, 1993). (*). Finalmente,
MITRY, J.
1990 Esthétique et psychologic du cinéma, reedición en un volumen, París, Jean-
Pierre Delarge (1.a ed. 1963, en dos volúmenes). Edición de una obra clásica y
selectiva. (Trad. cast, en dos volúmenes: Estética y psicología del cine, Madrid, Siglo
XXI, 1978).
2. El cine como representación visual y sonora

2.1. Cine y artes plásticas; estética.

ARNHEIM, R.
1989 Le cinéma est un art, París, L’Arche, trad. de Film as Art, Londres, Faber
and Faber, 1958; primera edición en alemán, Film als Kunst, 1933. (Trad. cast.: El
cine como arte, Barcelona, Paidós, 1996). Un clásico de la teoría del cine (*).
AUMONT, J.
1989 L’oeil interminable, cinéma et peinture, París, Librairie Séguier. (Trad.
cast.: El ojo interminable, Barcelona, Paidós, 1996). (**).
Du visage au cinéma, París, Cahiers du Cinéma, col. «Essais» (**).
1992 Introduction à la couleur: des discours aux images, París, Armand Colin,
col. «Cinéma et Audiovisuel».
BONITZER, P.
1985 Décadrages, París, Éditions de l’Etoile/Cahiers du cinéma, col. «Essais».
BELLOI, L.
1992 (edición a cargo de) «Poétique du hors-champ», Revue Belge du cinéma,
o
n. 31, Bruselas.
BELLOUR, R.
1990 L’Entre-images, Photo. Cinéma. Vidéo, París, La Différence, col. «Mobile
Matière» (**).
BELLOUR, R. y DUGUET, A. M.
1988 (edición a cargo de) Communications, n.o 48, especial «Vidéo».
CAVELL, S.
1971 The World Viewed, Cambridge, Harvard University Press, 2. a ed. 1979
(**).
DUBOIS, P.
1983 L’Acte photographique et autres essais, París, Nathan, col. «Fac-cinéma»,
reedición en 1990. (Trad. casl.: El acto fotográfico: de la representación a la recepción,
Barcelona, Paidós, 1986). (**)
1984/85 (edición a cargo de) «Gros Plan», Revue Belge du cinéma, n.o 10.
EISENSTEIN, S. M.
1980 Le Cinématisme, peinture et cinéma, tr. fr. Bruselas, Complexe.
1986 Eisenstein et le mouvement de l’art, París, Cerf, col. «7ème Art».
KURTZ, R.
1987 Expressionisme et cinéma, Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble,
col. «Débuts du siècle»; original alemán; 1926. Un clásico de la estética del cine (*).
MOHOLY-NAGY, L.
1993 Peinture, Photographie, Film et d’autres écrits sur la photographie, Nîmes,
Jacqueline Chambón, 1993; original alemán: 1926.
NOGUEZ, D.
1985 Une renaissance du cinéma: le cinéma «underground» américain, París.
Klincksieck. Amplio panorama histórico y estético del cine experimental.
PAINI, D. y VERNET, M.
1992 (edición a cargo de), «Le portrait peint au cinéma», Iris, n.o 14-15. Actas
del coloquio del museo del Louvre correspondientes a los días 5 y 6 de abril de
1991.
REVAULT D’ALLONNES, F.
1991 La Lumière au cinéma, París, Cahiers du Cinéma, col. «Essais» (*).
SCHAEFFER, J. M.
1987 L’Image précaire. Du dispositif photographique, París, Seuil. (Trad. cast.: La
imagen precaria, Madrid, Cátedra, 1990). (**).
SORLIN, P.
1992 Esthétiques de l’audiovisuel, París, Nathan, col. «Fac-cinéma». Ensayo
estimulante, pero para lectores iniciados.
VILLAIN, D.
1984 L’Oeil à la caméra. Le cadrage au cinéma, París, Editions de l’Étoile/Cahiers
du cinéma, col. «Essais». (Trad. cast.: El encuadre cinematográfico, Barcelona, Paidós,
1997). (*).
Una revista universitaria, Admiranda, concede un amplio espacio a los
problemas de la estética visual. Pueden consultarse ios números especiales de la
siguiente revista: Cahiers d’analyse du film et de l’image, Aix-en-Provence: n.o 1,
«Problèmes formels», 1986; n.o 2 y 3, «Le cadre, la présence», 1988; n. o 4, «Le jeu de
l’acteur», 1990; n.o 5/6/7, «Figuration, défiguration», 1991 (edición a cargo de Nicole
Brenez) (**).
2.2. El cine, representación sonora

CHION, M.
1982 La voix au cinéma, París, Editions de I’Étoile/Cahiers du cinéma, col.
«Essais».
1985 Le son au cinéma, París, Cahiers du cinéma, col. «Essais», 2.a ed. 1992.
1988 La toile trouée. La parole au cinéma, París, Cahiers du cinéma, col.
«Essais».
1990 L’Audio-vision. Image et son au cinéma, París, Nathan, col. «Fac-cinéma»,
a
2. ed. 1994. (Trad. cast.: La audiovisión: introducción a un análisis conjunto de la
imagen y el sonido, Paidós, Barcelona, 1993). Síntesis didáctica que resume las 1res
obras precedentes.
MASSON, A.
1989 L’image et la parole. L’Avènement du cinéma parlant, París, La Différence,
col. «Mobile Matière» (**).
3. El montaje

Este concepto desempeña un papel mucho más modesto que en el período


«clásico» de la teoría del cine. De todos modos, podemos citar:
ALBERA, F., KHOKHOLOVA, E. y POSENER, V.
1990 Koulechov et les siens, Locarno, Festival de Locarno.
ALBERA, F.
1990 Eisenstein et le constructivisme russe, Lausana, L’Age d’Homme.
AUMONT, J.
1986 (edición a cargo de) «L’Effet Koulechov», Iris: Revue de théorie de l’image
et du son, volumen 4, n.o 1.
COLECTIVO
1993 Le montage dans touts ses états, conferencias del Collège d’Histoire de
l’Art Cinématographique, n.o 5, París, Cinémathèque Française/Musée du Cinéma.
CREMONINI, G.
1983 La scena e il montaggio cinematográfico, Bolonia, Il Mulino.
CRITTENDEN, R.
1981 The Thames and Hudson Manual of Film Editing, Londres, Thames and
Hudson. (Traducción francesa: Le Montage, París, Edilig, 1989). (*)
KULECHOV, L.
1994 L’Art du cinéma et autres écrits, Lausana, L’Âge d’Homme.
ROPARS-WUILLEUMIER, M. C.
1981 Le texte divisé, París, PUF (**).
SÁNCHEZ-BIOSCA, V.
1996 El montaje cinematográfico, Barcelona, Paidós. Síntesis teórica e histórica
de gran utilidad (*).
4. Cine y narración

Hoy en día, a la inversa de lo que ocurría con el montaje, es el sector


dominante de la teoría del cine y ha visto desarrollarse numerosas investigaciones
narratológicas. Pueden encontrarse bibliografías detalladas en Le récit
cinématographique de André GAUDREAULT y François JOST (para las obras
francesas) y eu Narrative, Comprehension and Film de Edward BRANIGAN (para
obras anglosajonas):
BORDWELL, D.
1985 Narration in the Fiction Film, University of Wisconsin Press/Londres,
Methuen, 1985 (**). (Trad, cast.: La narración en el cine de ficción, Barcelona, Paidós,
1996).
BRANIGAN, E.
1984 Point of View in the Cinema. A Theory of Narration and Subjectivity in
Classical Film, Berlín-Nueva York-La Haya, Mouton (**).
1992 Narrative Compréhension and Film, Londres-Nueva York, Routledge (**).
GARDIES, A.
1980 Approche du récit filmique, París, Albatros (obra dedicada a L’Homme qui
ment, de Alain Robbe-Grillet).
1993 L’Espace au cinéma, París, Méridiens-Klincksieck.
Le Récit filmique, París, Hachette (síntesis didáctica reciente) (*).
GAUDREAULT, A.
1988 Du littéraire au filmique. Système du récit, París, Méridiens-Klincksieck
(**).
GAUDREAULT, A y JOST, F.
1990 Le récit cinématographique, París, Nathan, col. «Fac-cinéma», 2.a ed. 1994.
(Trad. cast.: El relato cinematográfico, Barcelona, Paidós, 1995). Numerosos ejemplos
tomados del cine de los inicios y de las películas de Orson Welles (*).
Hors Cadre, n.o 2, 1984, «Le récit saisi par le film»; «Ci-nénarrable», Saint-
Denis, Presses de l’Université de París-VIII.
JOST, F.
1987 L’Oeil caméra. Entre film et roman, Lyon, Presses Universitaires de Lyon,
a
2. ed. 1989. Desarrolla las teorías de la focalización y de la ocularización.
Protée, n.o 16/1-1, «Le point de vue fait signe», Québec, Chicoutimi,
primavera-verano de 1988.
MASSON, A.
1994 Le récit au cinéma, París, Cahiers du cinéma, col. «Essais». Análisis del
relato de siete películas ignorando, voluntariamente, toda perspectiva
narratológica.
VANOYE, F.
1994 Récit écrit, récit filmique, 3.a éd., París, Nathan, col. «Fac-cinéma». El
manual de referencia para el estudio del relato en el cine.
VERNET, M.
1986/88 (edición a cargo de), «Cinéma et Narration» 1 y 2, Iris, n.o 7 y 8.
5. Guión (para los aspectos narrativos)

5.1. Manuales de guión

Desde 1983 se han publicado numerosos títulos, pero la mayoría son


mediocres y acaban siendo un libro de recetas para el aficionado poco exigente.
Citaremos pues, selectivamente, para entender la teoría del relato y sus aspectos
narratológicos:
CHION, M.
1987 Écrire un scénario, París, Éditions de L’Éloile/INA. (Trad. cast.: Cómo se
escribe un guión, Madrid, Cátedra, 1988). Análisis del guión de cuatro películas y
estudio crítico de los manuales anglosajones en forma de léxico (*).
JENN, P.
1991 Techniques du scénario, París, FEMIS. Una relectura de Aristóteles
aplicada al cine de Hollywood y más concretamente a Charles Brackett y a Billy
Wilder.
MAILLOT, P.
1989 L’Écriture cinématographique, París, Méridiens-Klincksieck. Desde el
relato hasta el guión y el montaje técnico (*).
TOROK, J. P.
1986 Le scénario. L’art d’écrire un scénario. Histoire, théorie, pratique, París,
Artefact/Henri Veyrier.
Es más bien una historia del guión y una defensa e ilustración de cierto
profesionalismo francés contra los mitos de la improvisación (*).
VANOYE, F.
1991 Scénarios modèles, modèles de scénarios, París, Nathan, col. «Fac-cinéma».
(Trad. cast.: Guiones modelo y modelos de guión. Argumentos clásicos y modernos en el
cine, Barcelona, Paidós, 1996). Este libro es el más original, pues, además de una
tipología personal de guiones, propone una perspectiva psicobiográfica y social
pocas veces considerada.
En inglés, los manuales de referencia son los siguientes:
STEMPEL, T.
1988 Framework. A History of Screenwriting in the American Film, A Federic
Ungar Book, Nueva York, Continuum (sobre la historia del guión).
SWAIN, D. V. y SWAIN, J. R.
1988 Film Script Writing. A Practical Manual, 2.a ed. corregida y ampliada,
Boston-Londres, Focal-Press.
VALE, E.
1982 The Technique of Screen and Television Writing, Nueva York, Simon and
Schuster (l.a ed. 1973). (Trad, cast.: Técnicas del guión para cine y televisión, Barcelona,
Gedisa, 1993).
5.2. Realismo (concepto abordado en el capítulo «Cine y narración»)

BERNARDINI, A. y GILI, J. A.


1990 Cesare Zavattini, París, Centre Georges Pompidou/Re-gione Emilia-
Romagna.
COLECTIVO
1974 Sul Realismo, Pesaro, Mostra Intemazionale del Nuovo Cinema de
Pesaro (MINC). Antología italiana muy antigua pero muy útil.
En inglés, dos antologías:
NICHOLS, B.
1980 (edición a cargo de) Newsreel: Documentary Filmmaking on the American
Left (1971-1975), Nueva York, Arno Press.
1981 Ideology and the Image. Social Representation in the Cinema and other Media,
Bloomington. Indiana University Press.
6. Cine y lenguaje. Críticos y teóricos clásicos del cine

6.1. Teóricos clásicos

Además de Jean Epstein, cuya obra filosófica y estética ha sido reeditada en


su mayor parte por la editorial Seghers en dos lomos en 1974, hoy está disponible
el conjunto de escritos de Louis Delluc, gracias a una edición íntegra propuesta por
Pierre Lherminier y la Cinémathèque Française. Estos textos, al contrario que los
de Epstein, de cuya perspectiva teórica y filosófica ya hemos hablado, están
dedicados sobre todo a la historia de la crítica:
DELLUC, L.
1985/90 Ecrits cinématographiques, edición establecida por Pierre Lherminier,
4 volúmenes: tomo I, «Le Cinéma et les cinéastes», Cinémathèque Française; tomo
II/1, «Cinéma et Cie»; tomo 11/2, «Le cinéma au quotidien», Cinémathèque
Française; y tomo III, «Drames de Cinéma», Cinémathèque Française y Cahiers du
Cinéma.
Recordemos:
EPSTEIN, J.
1974 Ecrits de cinéma, volúmenes 1 y 2, París, Seghers, col. «Cinéma club».
6.1. Semiología del cine, lenguaje, teorías generativas y cognitivistas

BETTETINI, G.
1984 La conversazione audiovisiva. Problemi dell’enunziazione fílmica e televisa,
Milán, Bompiani, 1984 (**). (Trad. cast.: La conversasión audiovisual, Madrid,
Cátedra, 1986).
BORDWELL, D.
1989 Making Meaning: Inference and Rethoric in the Interpretation of Cinema,
Cambridge, Harvard University Press (**). (Trad. cast.: El significado del filme.
Inferencia y retórica en la interpretación cinematográfica, Barcelona, Paidós, 1995).
CARROLL, J. M.
1980 Toward a Structural Psychology of Cinema, La Haya, Mouton (**).
CHATEAU, D.
1986 Le cinéma comme langage, AISS-IASPA, París, Publications de la
Sorbonne (**).
COLIN, M.
1985 Langue, Film, Discours. Prolégomène à une sémiologie générative du film,
París, Klincksieck, 1985 (**).
1994 Cinéma, Télévision, Cognition, Nancy, Presses Universitaires de Nancy
(**).
GARDIES, A.
1991 (edición a cargo de) «25 ans de sémiologie au cinéma», CinémAction, n.o
58, París, Corlet-Télérama.
Hors Cadre, «Théorie du cinéma et crise dans la théorie», n. o 7, 1989, Saint-
Denis, Presses de l’Université de París-VIII.
Iris, «État de la théorie»: n.o 1, «Nouveaux objets, nouvelles méthodes»; n. o 2,
«Nouvelles méthodes, nouveaux objets», 1983.
MARIE, M. y VERNET, M.
1990 «Christian Metz et la Théorie du Cinéma», Iris, n.o 10. Conferencia de
Cerisy, París, Méridiens-Klincksieck, 1994. Bibliografía íntegra del autor propuesta
por él mismo.
METZ, C.
1991 L’ Enonciacion impersonelle ou le site du film, París, Méridiens-Klincksieck.
Es el último libro de Christian Metz. Una síntesis crítica de las teorías de la
enunciación basada en numerosos ejemplos.
MITRY, J.
1987 La sémiologie en question, París, Cerf, col. «7èmc Art». (Trad. cast.: La
semiología, en tela de juicio, Madrid. Akal, 1990). Muy polémico.
MOURGUES de, N.
1994 Le générique de film, París, Méridiens-Klincksieck.
ODIN, R.
1990 Cinema et production de sens, París, Armand Colin, col. «Cinéma et
Audiovisuel». Perspectivas didáctica y sintética, muy claro (*).
PASOLINI, P. P.
1976 L’Expérience hérétique. Langue et cinéma, París, Payot. Reed. Ramsay-
Poche Cinéma 1989. 1.a edición: Empirismo eretico, Aldo Garzanti, 1972. Punto de
vista muy personal, estimulante para la reflexión.
ROPARS-WUILLEUMIER, M. C.
1990 Ecraniques. Le film du texte, Lille, Presses Universitaires de Lille. La
autora profundiza en su concepción de la escritura fílmica (**).
7. El cine y su espectador
7.1. Cine y psicoanálisis. Cine y filosofía

CASETTI, F.
1990 D’un regard l’autre: le film et son spectateur, Lyon, Presses Universitaires
de Lyon.o 1.a ed. Dentro lo sguardo. Il film e il suo spettatore, Milán, Bompiani, 1986.
(Trad. cast.: El film y su espectador, Madrid, Cátedra, 1989). (**)
DELEUZE, G.
1983 L’Image-mouvement, París, Editions de Minuit. (Trad. cast.: La imagen-
movimiento. Estudios sobre cine I, Barcelona, Paidós, 1991).
1985 L’Image-temps, París, Éditions de Minuit. (Trad. cast.: La imagen-tiempo.
Estudios sobre cine 2, Barcelona, Paidós, 1987). Estos dos tomos suponen un
conocimiento previo de historia del cine, discursos críticos acerca de ella y grandes
conceptos de la filosofía deleuziana (**).
LACOSTE, P.
1990 L’Étrange cas du professeur M. Psychanalyse à l’écran, París, Gallimard,
col. «Connaissance de l’inconscient», 1990 (**).
VERNET, M.
1988 De l’invisible au cinéma. Figures de l’absence, París, Éditions de
l’Étoile/Cahiers du cinéma, col. «Essais».
DHOTE, A.
1989 (edición a cargo de) «Cinéma et psychanalyse», Ci-némAction, n.o 50.
ZIZEK, S.
1988 (edición a cargo de) Tout ce que vous avez toujours voulu savoir sur Lacan
sans jamais oser le demander à Hitchcock. Recopilación de ensayos muy personales
(**).
7.2. Teorías angloamericanas (teorías feministas, socioculturales,
marxistas)

Estas teorías se apoyan a menudo en el psicoanálisis freudiano y sus


múltiples extensiones. Para una introducción a esta corriente de pensamiento muy
importante en las universidades americanas, véase:
BURCH, N.
1994 (edición a cargo de) Revoir Hollywood. La nouvelle critique anglo-
américaine, París, Nathan, col. «Fac-cinéma».
REYNAUD, B. y VINCENDEAU, S.
1993 (edición a cargo de) «20 ans de théories féministes sur le cinéma»,
CinémAction, n.o 67. Una antología en la que los textos están desafortunadamente
mutilados en su desarrollo teórico.
En inglés, entre decenas de referencias:
DOANE, M. A.
1987 The Desire to Desire. The Women’s Film of the 1940s, Bloomington, Indiana
University Press.
DYER, R.
1990 Now You See It: Studies on Lesbian and Gay Film, Londres, Routledge.
FLITTERMAN-LEWIS, S.
1990 To Desire Differently: Feminism and the French Cinema, Champaign,
University of Illinois Press.
GLEDHILL, C.
1987 (edición a cargo de) Home is Where the Heart Is, Londres, BFI.
LAURETIS, T. de
1984 Alice doesn’t. Feminism, Semiotics, Cinema, Bloomington, Indiana
University Press. (Trad. cast.: Alicia ya no, Madrid, Cátedra, 1992).
PENLEY, C.
1988 (edición a cargo de) Feminism and Film Theory, Nueva York y Londres,
Routledge, BFI.
8. Historia del cine. Historia y cine

No indicamos aquí más que una lista selectiva y remitimos a las bibliografías
más completas publicadas por Michèle Lagny (De l’histoire du cinéma), en la
traducción francesa de Film History de Robert Allen y Douglas Gomery (Faire
l’histoire du cinéma) y en el número especial de CinémAction dirigido por François
Garçon, «Cinéma et Histoire», n. o 65, 1992. Aquí sólo reseñamos las obras que
abordan cuestiones metodológicas.
ALLEN, R. C. y GOMERY, D.
1993 Faire l’histoire du cinéma. Les modèles américains, París, Nathan, col. «Fac-
cinéma». (Trad. cast.: Teoría y práctica de la historia del cine, Barcelona, Paidós, 1995).
Obra muy clara, ilustrada con análisis de ocho casos (*).
ALTMAN, R.
1992 La Comédie musicale hollywoodienne. Les problèmes de genre au cinéma,
París, Armand Colin; original americano: The American Film Musical, Bloomington,
Indiana University Press, 1987. Notable ensayo sobre la noción de género.
BURCH, N.
1991 La lucarne de l’infini. Naissance du langage cinématographique, París,
Nathan, col. «Fac-cinéma». (Trad. cast.: El tragaluz del infinito, Madrid, Cátedra,
1987). El gran libro sobre el cine de los quince primeros años y la elaboración del
lenguaje cinematográfico (**).
BERRIATÚA, L.
1990 Los proverbios chinos de F.  W. Murnau, Madrid, Filmoteca Española,
Instituto de la Cinematografía de las Artes Audiovisuales: vol. 1, Etapa alemana;
vol. 2, Etapa americana y documentos.
BERTIN-MAGHIT, J. P.
1989 Le cinéma sous l’occupation, París, Olivier Orban. Interesante por las
fuentes inéditas.
FERRO, M.
1984 (edición a cargo de) Film et Histoire, París, École des Hautes Études en
Sciences Sociales (*). (Trad. cast. actualizada: Historia contemporánea y cine,
Barcelona, Ariel, 1996).
GARÇON, F.
1992 (edición a cargo de) «Cinéma et Histoire, autour de Marc Ferro»,
CinémAction, n.o 65.
GAUDREAULT, A.
1993 (edición a cargo de) Pathé, 1900. Fragments d’une filmographie analytique
du cinéma des premiers temps, Sainte Foy, París, Presses de l’Université Laval,
Presses de la Sorbonne Nouvelle. La filmografía analítica llevada al límite de la
exhaustividad y la arqueología.
HENRIET, G. y MAUDUY, J.
1989 Géographies du western. Une nation en marche, París, Nathan, col. «Fac-
cinéma». Metodológicamente original, con numerosos ejemplos, croquis y mapas.
LAGNY, M.
1992 De F Histoire du cinéma. Méthode historique et histoire du cinéma, París,
Armand Colin, col. «Cinéma et Audiovisuel». Muy claro y epistemológicamente
pertinente (*).
LAGNY, M., SORLIN, P. y ROPARS, M. C.
1986 Générique des années 30, Vincennes, Presses Universitaires de Vincennes
(**).
LEUTRAT, J. L.
1992 Le cinéma en perspective: une histoire, París, Nathan, col. «128». Ensayo
original y estimulante.
1985 L’Alliance brisée, le western des années 20, Lyon, Institut Lumière, Presses
Universitaires de Lyon, col. «Lumière». Muy erudito (*).
LEUTRAT, J. L. Y LIANDRAT, S.
1990 Les cartes de l’ouest, París, Armand Collin, col. «Cinéma et Audiovisuel».
Una introducción didáctica al género, con un análisis de La diligencia (Stagecoach,
1939) de John Ford.
MANNONI, L.
1994 Le grand art de la lumière et de l’ombre. Archéologie du cinéma, París,
Nathan, col. «Réf.». Ejemplar para regresar a las fuentes originales desde el siglo
XVI.
Revistas especializadas en las relaciones entre historia, estética y teoría del
cine:
Cinémathèque
Cinémathèque Française, semestral.
1895
Desde septiembre de 1986, revista de la Asociación Francesa de
Investigación sobre la Historia del Cine. «L’Année 1913 en France» se publicó fuera
de serie, en octubre de 1993 (edición a cargo de Thierry Lefebvre y Laurent
Mannoni).
Archivos de la Filmoteca
Filmoteca Generalitat Valenciana.
Vértigo
Revista semestral de estética y de historia del cine: n. o 1, «L’Écran second ou
le rectangle au carré», 1987; n.o 2, «Lettres de cinéma»; n.o 3, «L’Infilmable», 1988;
n.o 6/7, «Rhétoriques de cinéma», 1991, etc.
9. Política autoral, escritos de cineastas, puesta en escena, crítica

ARNAUD, P.
1993 (edición a cargo de) Sacha Guitry, cinéaste, Festival Internacional de
Locarno, Crisnée, Bélgica, Yellow Now.
BAECQUE, A. de
1991 Cahiers du cinéma. Histoire d’une revue, tomo 1, «À l’assaut du cinéma»;
tomo 2, «Cinéma, tours détours», París. Muy erudita pero bastante clara.
GODARD, J. L.
1985 Jean-Luc Godard par Jean-Luc Godard, textos reunidos por Alain Bergala,
París, Éditions de l’Étoile/Cahiers du cinéma (1. a edición por Jean Narboni, París,
Bell’ond, 1968).
BERTETTO, P y EISENCHITZ, B.
1993 (edición a cargo de) Fritz Lang, la mise en scène, París, Cinémathèque
Française. Fondazione Maria Adriana Prolo. Museo Nazionale del Cinema,
Filmoteca Generalitat Valenciana, Turin, Lindau.
BIETTE, J. C.
1988 Poétique des auteurs, París, Cahiers du cinéma, col. «Écrits».
DANEY, S.
1983 La Rampe, cahier critique, 1970-1982, París, Cahiers du Cinéma-
Gallimard.
1986 Ciné-Journal, 1981-1986, París, Cahiers du cinéma.
1991 Devant ta recrudescence des vols de sac à main. Cinéma, télévision,
information, Lyon, Aléas.
1993 L’Exercice a été profitable, Monsieur. París, P.O.L. Un pensamiento crítico
muy original, muy influyente durante los primeros 90.
DOUCHET, J.
1987 L’Art d’aimer, París, Cahiers du cinéma, col. «Écrits». Hors Cadre «L’État
d’auteur», n.o 8, Presses de l’Université de París-VIII, Saint Denis, 1990.
LEENHARDT, R.
1986 Chroniques de cinéma, París, Cahiers du cinéma, col. «Écrits».
MOURLET, M.
1987 La mise en scène comme langage, París, Henry Veyrier (reed. de Sur un art
ignoré, París, La Table Ronde, 1965).
ROHMER, E.
1989 Le goût de la beauté, París, Éditions de l’Étoile/Cahiers du cinéma, col.
«Écrits»; Flammarion, col. «Champs contrechamps».
TRUFFAUT, F.
1975 Les films de ma vie, París, Flammarion (*). (Trad. cast.: Las películas de mi
vida, Bilbao, Mensajero, 1978).
1987 Le plaisir des yeux, París, Éditions de l’Étoile/Cahiers du cinéma (*).
10. Análisis de películas

Cuantitativamente, es el sector que más se ha desarrollado. Nos remitimos a


la bibliografía publicada al final de L’Analyse des films (Nathan, 1988; trad. cast.:
Análisis del film, Barcelona, Paidós, 1990), obra complementaria de ésta.
Véase:
AUMONT, J. y MARIE, M…
1988 L’Analyse des films, París, Nathan, col. «Fac-cinéma» (Trad. cast.:
Análisis del film, Barcelona, Paidós, 1990).
CASETTI, F. y DI CHIO, F.
1990 Analisi del film, Milán, Bompiani. (Trad. cast.: Cómo analizar un film,
Barcelona, Paidós, 1991).
VANOYE, F. y GOLIOT-LETE, A.
1992 Précis d’analyse filmique, París, Nathan, col. «128». Para principiantes (*).
Hay que añadir, sobre todo desde 1988, monografías de realizadores que se
han citado aquí en tanto que ofrecen análisis de películas metodológicamente
significativos:
BERTHOME, J. P. y THOMAS, F.
1992 Citizen Kane, París, Flammarion. Un libro analítico de síntesis sobre una
película muy estudiada.
COREMANS, L.
1990 La transaction filmique. Du Contesto à Cadaveri Eccelenti, Berna, Peter
Lang.
ARNOLDY, É. y DUBOIS, P.
1993 «Un Chien Andalou, lectures et relectures», Revue belge du cinéma.
GAUDREAULT, A.
1988 (edición a cargo de) Ce que je vois de mon ciné. La représentation du regard
dans le cinéma des premiers temps, París, Méridiens-Klincksieck. Doce películas
primitivas disecadas en términos narratológicos.
HAYWARD, S. y VINCENDEAU, G.
1990 French Film. Texts and Contexts, Londres, Nueva York, Routledge.
Análisis internos y externos de una veintena de películas francesas, de Germaine
Dulac a Agnès Varda.
DEWISMES, B. y LEBLANC, G.
Le double scénario chez Fritz Lang, París, Armand Colin. Sobre Los sobornados
(The Big Heat, 1953). Análisis ejemplar y magistral de las fuentes del cine de Lang
y de las transformaciones de la puesta en escena adoptadas en las sucesivas fases;
numerosos croquis de trabajo y fotogramas.
LEUTRAT, J. L.
1989 Kaléidoscope, Lyon, Presses Universitaires de Lyon.
SELLIER, G.
1989 Jean Grémillon. Le cinéma est à vous, París, Méridiens-Klincksieck.
TARANGER, M. C.
1990 Luis Bunuel, le jeu et la loi, col. «L’imaginaire du texte», Presses
Universitaires de París-VIII, Saint-Denis, 1990.
TURK, E.
1989 Child of Paradis: Marcel Carné and the Golden Age of French Cinema,
Cambridge, Harvard University Press. Original análisis de la obra de Marcel
Carné, significativa del enfoque anglosajón de la historia del cine. Puntos de vista
psicoanalítico e ideológico muy marcados.
• Cuatro colecciones en lengua francesa de monografías de análisis crítico:
Colección «Long Métrage», Crisnée, Bélgica, Yellow Now; entre otros:
Te querré siempre, de Roberto Rossellini por Alain Bergala; El hombre atrapado,
de Fritz Lang por Bemard Eisenchitz; Bande á part, de Jean-Luc Godard por
Barthélemy Amengual; Vampyr, de Carl T. Dreyer por Jacques Aumont.
Breves ensayos acompañados de un pliego de fotogramas. El estudio de El
hombre atrapado es especialmente ejemplar, pues se basa en los documentos de
trabajo de Fritz Lang.
Colección «Sinopsis», París, Nathan: entre otros La regla del juego, Luces de la
ciudad, Ciudadano Kane, M, el vampiro de Dusseldorf, Barry Lyndon, La ventana
indiscreta, El desprecio, El gatopardo, Los cuatrocientos golpes, Les enfants du paradis,
Senso, El séptimo sello, El acorazado Potemkin, Con faldas y a lo loco, El reportero, Mi tío,
Un perro andaluz, La edad de oro y La gran ilusión. 128 páginas.
La estructura didáctica de estos análisis críticos no entorpece la sutileza, la
originalidad y la erudición histórica (*).
Colección «Film(s)», Lyon, L’Interdisciplinaire. Desde 1989: Citizen Kane,
India Song, La regla del juego, Pierrot el loco.
Colección «Image par Image», París, Hatier. Han aparecido cuatro títulos
desde 1990: Ciudadano Kane, M, el vampiro de Dusseldorf, La regla del juego y El
desprecio. Le concede una gran importancia al contexto histórico, cuya descripción
conforma más de la mitad de las obras.
Entre las colecciones extranjeras:
British Film Institute, colección «Film Classics». Entre sus títulos figuran
Ciudadano Kane, por Laura Mulvey (1992), Olimpiada, por Taylor Downing (1992),
Cantando bajo la lluvia por Peter Wollen (1992), L’Atalante por Marina Warner
(1993), 80 páginas. Notable iconografía.
Colección «Wisconsin/Warner Bros. Screenplay Series», desde 1979; por
ejemplo: The Jazz Singer edited with an introduction by Robert L. Caringer. Colección
preciosa para el estudio del proceso de producción de las películas.
Índice de películas citadas

Título de exhibición en España - Director (Título original, Año)

Acorazado Potemkin, El - Eisenstein (Bronenossz Potemkin, 1926)


Alegre divorciada, La - Sandrich (The Gay Divorce, 1934)
Al final de la escapada - Godard (A bout de souffle, 1960)
Algo distinto - Chylilova (O necem jinem, 1966)
Alien - Scott (Alien, 1979)
Almas sin conciencia - Fellini (11 Bidone, 1955)
Amor de perdiçâo - De Oliveira (Amor de perdiçâo, 1978)
Amour fou L’ - Rivette (L’amour fou, 1968)
Ángel azul, El - Sternberg (Der blaue Engel, 1930)
Asesinato del Duque de Guisa, El - Le Bargy (L’assassinat du duc de Guise,
1908)
Aulhentique procés de Carl Emmanucl Jung, L.’ - Hanoun (Authentique
procès de Carl Emmanuel Jung, 1967)
Avaricia - Stroheim (Greed, 1924)
Bandera, La - Duvivier (La bandera, 1935)
Bella y la bestia, La - Cocteau (La belle et la bête, 1946)
Bellissima - Visconti (Bellissima, 1950)
Benjamín - Deville (Benjamin, 1968)
Cacerías del Conde Zaroff, Las - Schoedsak y Pichel (The Most Dangerous
Game, 1932)
Cantando bajo la lluvia - Donen y Kelly (Singin’in the rain, 1952)
Caza humana - Losev (Figures in a Landscape, 1970)
Centauros del desierto - Ford (The Seachers, 1956)
Ceremonia secreta - Losey (Secret Ceremony, 1969)
Cicatrice intérieure. La - Garrel (La cicatrice intérieure, 1970)
Ciudad de las mujeres, La - Fellini (La città delle donne, 1980)
Ciudadano Kane - Welles (Citizen Kane, 1940)
Civilisation à travers les âges - Méliès (Civilisation à travers les âges, 1980)
Como un torrente - Minnelli (Some Came Running, 1959)
Con la muerte en los talones - Hitchcock (North by Northwest, 1959)
Cosas de la vida. Las - Sautet (Les choses de la vie, 1970)
Crime de Monsieur Lange, Le - Renoir (Le crime de Monsieur Lange, 1935)
Crimen perfecto - Hitchcock (Dial M. for Murder, 1953)
Crin blanc - Lainorisse (Crin blanc, 1953)
Chairy Tale - McLaren (Chairy Tale, 1957)
Chapaiev - Vassiliev (Chapaiev, 1934)
Chienne, La - Renoir (La chienne, 1931)
Chinoise, La - Godard (La chinoise, 1967)
Chute de la maison Usher, La - Epstein (La chute de la maison Usher, 1927)
Dama del lago, La - Montgomery (The Lady in the Lake, 1946)
Dama de Shanghai, La - Welles (The Lady from Shanghai, 1948)
Dames du bois de Boulogne, Les - Bresson (Les dames du bois de Boulogne,
1945)
Desierto rojo, El - Antonioni (Il deserto rosso, 1964)
Détruire dit-elle - Duras (Détruire dit-elle, 1969)
Deux ou trois choses que je sais d’elle - Godard (Deux ou trois choses que ja
sais d’elle, 1966)
Diligencia, La - Ford (Stagecoach, 1939)
Dolce vita, La - Fellini (La dolce vita, 1960)
Dos inglesas y el amor, Las - Truffaut (Les deux anglaises et le continent, 1971)
Drácula - Browning (Dracula, 1931)
Drácula - Fisher (Dracula, 1958)
Duelo en la alta sierra - Peckinpah (Guns in the Afternoon, 1962)
Eclipse, El - Antonioni (L’eelipse, 1962)
Ecrire en images - Mitry (Leri re en images, 1957)
Encadenados - Hitchcock (Notorious, 1946)
Eva al desnudo - Mankiewicz (All about Eve, 1950)
Fausto - Murnau (Faust, 1926)
Femme douce. Une - Bresson (Une femme douec, 1969)
Femme du Gange, La - Duras (La femme du Gange, 1972)
Fin des Pyrénées, La - Lajournade (La fin des Pyrénées, 1971)
Forajidos - Siodmak (The Killers, 1946)
Fotógrafo del pánico, El - Powell (Peeping Tom, 1960)
Frankenstein - Whale (Frankenstein, 1931)
Furia - Lang (Fury, 1936)
Gabinete del Dr. Caligari, El - Wiene (Das Kabinett des Dr. Galigari, 1920)
Gatopardo, El - Visconti (Il Gattopardo, 1963)
Gold Diggers - Berkeley (Gold Diggers, 1933 - 1935)
Gold Diggers - Bacon (Gold Diggers, 1937)
Gran asalto y robo de un tren - Porter (The Great Train Robbery, 1903)
Gran combate, El - Ford (Cheyenne Autumn, 1964)
Gusto del sake, El - Ozu (Samma no aji, 1962)
Halcón maltés, El - Huston (The Maltese Falcon, 1942)
Hasta que llegó su hora - Leone (C’era una volta il west, 1969)
Hiver, L’ - Hanoun (L’hiver, 1970)
Hombre de la cámara, El - Vertov (Cioloviek. S Kinoapparaton, 1929)
Homme qui ment, L’ - Robbe-Grillet (L’homme qui ment, 1968)
Hora de los hornos, La - Solanas (La hora de los homos, 1967)
Hôtel du Nord - Carné (Hôtel du Nord, 1938)
Ice - Kramer (Ice, 1968)
Immortelle, L’ - Robbe-Grillet (L’immorielle, 1962)
India Song - Duras (India Song, 1974)
Inhumaine, L’ - L’Herbier (L’inhumaine, 1924)
Intolerancia - Griffith (Intolérance, 1916)
Inútiles, Los - Fellini (I vitelloni, 1953)
Iván el Terrible - Eisenstein (Ivan Groznyj, 1945)
Jaune le soleil - Duras (Jaune le soleil, 1971)
Jeanne Dielman, 23 quai du commerce, 1080 Bruxelles - Akerman (Jeanne
Dielman, 23 quai du commerce, 1080 Bruxelles, 1975)
Je t’aime, je t’aime - Resnais (Je l’arme, je t’aime, 1968)
Jetée, La - Marker (La jetée, 1963)
Jour se lève. Le - Carné (Le jour se lève, 1939)
Joven Lincoln, El - Ford (Young Mister Lincoln, 1939)
Ladrón de bicicletas, El - De Sica (Ladri di biciclette, 1948)
Laura - Preminger (Laura, 1944)
Lección de historia - Straub y Huillet (Leçons d’histoire, 1972)
Limpiabotas. El - De Sica (Sciuscia, 1946)
Línea general, La - Eisenstein (Staroie i novoie, 1926-29)
Lo que el viento se llevó - Fleming (Gone with the Wind, 1939)
Loulou - Pialat (Loulou, 1980)
Llegada del tren a la estación. La - Lumière (L’arrivée d’un train en gare de La
Ciotat, 1895)
M. el vampiro de Düsseldorf - Lang (Mürder inter Uns, 1931)
Madre, La - Pudovkin (Mat, 1926)
Makimono - Nekes (Makimono, 1974)
Marie pour mémoire - Garrel (Marie pour mémoire, 1967)
Marnie, la ladrona - Hitchcock (Mamie, 1964)
Méditerranée - Pollet (Méditerranée, 1963)
Mépris, Le - Godard (Le mépris, 1963)
Ministry of Fear - Lang (Ministry of Fear, 1943)
Moses und Aron - Straub y Huillet (Moses und Aron, 1975)
Muriel - Resnais (Muriel, 1963)
Nacimiento del cinematógrafo - Leenhardt (Naissance du cinématographe,
1946)
Nacimiento de una nación, El - Griffith (Birth of a Nation, 1915)
Nana - Renoir (Nana, 1926)
Neighbours - McLaren (Neighbours, 1952)
Niño salvaje, El - Truffaut (L’enfant sauvage, 1970)
Nosferatu el vampiro - Murnau (Nosferatu, 1922)
Octobre à Madrid - Hanoun (Octobre à Madrid, 1965)
Octubre - Eisenstein (Oktiabr, 1927)
Ocho y medio - Fellini (Otto e mezzo, 1962)
One plus one - Godard (One plus one, 1968)
Orfeo - Cocteau (Orphée, 1950)
Othon - Straub y Huillet (Othon, 1969)
Paisa - Rossellini (Paisà, 1946)
Pájaros, Los - Hitchcock (The Birds, 1963)
Pasión y la muerte de Juana de Arco, La - Dreyer (La passion de Jeanne d’Arc,
1928)
Passe ton bac d’abord - Pialat (Passe ton bac d’abord, 1979)
Pequeña, La - Malle (Pretty Baby, 1978)
Perdición - Wilder (Double Indemnity, 1944)
Pero ¿quién mató a Harrv? - Hitchcock (The Trouble with Harry, 1955)
Persona - Bergman (Persona, 1966)
Perversidad - Lang (Scarlet Street, 1945)
Pierrot el loco - Godard (Pierrot le fou, 1965)
Plaisir. Le - Ophuls (Le plaisir, 1952)
Playtime - Tati (Playtime, 1967)
Porcile - Pasolini (Porcile, 1969)
Prado de Bejin, El - Eisenstein (Bejin Lug, 1935)
Printemps, Le - Hanoun (Le printemps, 1971)
Prisoner of Shark Island, The - Ford (The prisoner of Shark Island, 1936)
Psicosis - Hitchcock (Psycho, 1961)
Quai des brumes - Carné (Quai des brumes, 1938)
Rashomon - Kurosawa (Rashomon, 1950)
Recuerda - Hitchcock (Spellbound, 1945)
Région centrale, La - Snow (La région centrale, 1970)
Regla del juego, La - Renoir (La règle du jeu, 1939)
Religiosa, La - Rivette (La religieuse, 1965)
Rendez-vous d’Anna, Les - Akerman (Les rendez-vous d’Anna, 1978)
Rhytmetic - McLaren (Rhytmetic, 1956)
Río Rojo - Hawks (Rio Bravo, 1959)
Río Bravo - Hawks (Red River, 1948)
Roma, ciudad abierta - Rossellini (Roma, città aperta, 1946)
Salmo rojo - Jancso (Salmo rojo, 1971)
Salvamento de un incendio - Porter (The Life of an American Fireman, 1902)
Salvatore Giuliano - Rosi (Salvatore Giuliano, 1961)
Scarface - Hawks (Scarface, 1932)
Semilla del diablo. La - Polanski (The Rosemary’s baby, 1968)
Senda tenebrosa. La - Daves (Dark Passage, 1947)
Senso - Viseonti (Senso, 1953)
Silencio, El - Bergman (Tystnaden, 1963)
Sin conciencia - Walsh y Windust (The Enforcer, 1950)
Siroco de invierno - Jancso (Sirrokko, 1969)
Sirviente, El - Losey (The Servant, 1963)
Sobornados, Los - Lang (The Big Heat, 1953)
Soga, La - Hitchcock (The Rope, 1948)
Sombra de una duda, La - Hitchcock (Shadow of a Doubt, 1942)
Sombrero de eopa - Sandrich (Top Hat, 1935)
Souffle au coetur, Le - Malle (Le souffle au coeur, 1971)
Sueño eterno, El - Hawks (The Big Sleep, 1946)
Swing Time - Stevens (Swing Time, 1936)
Tempestad sobre Asia - Pudovkin (Potomok Ghigiskhana, 1929)
Terra trema. La - Visconti (La terra trema, 1948)
Tiempos modernos - Chaplin (Modern Times, 1936)
Tout va bien - Godard y Gorin (Tout va bien, 1972)
T.WO.MEN. - Nekes (T.WO.MEN., 1972)
Último, El - Murnau (Der letzte Man, 1924)
Último refugio, El - Walsh (High Sierra, 1941)
Umberto D. - De Siea (Umberto D., 1952)
Une et l’autre. L. - Allio (L’une et l’autre, 1967)
Vestida para matar - De Palma (Dressed to kill, 1980)
Viaje a Tokyo - Ozu (Tokvio Monogatari, 1953)
Visiteurs du soir. Les - Carné (Les visiteurs du soir, 1943)
Yo impongo mi ley a sangre y fuego - Lautner (Flic ou voyou, 1978)
JACQUES AUMONT, es profesor de la Universidad de París-III Sorbonne
Nouvelle y director de estudios en el EHESS. Como autor o coautor ha publicado
una decena de libros sobre cine, pintura e imagen en general, entre los cuales se
cuentan Las teorías de los cineastas, Estética del cine, Análisis del film, La imagen, El ojo
interminable o El rostro en el cine.
ALAIN BERGALA. Ha sido redactor en jefe y director de colección en
Cahiers du Cinéma. Es autor de numerosos artículos y obras sobre el cine dedicados
a Godard, Rossellini, Bergman, Kiarostami, etc. También es autor de Magnum
cinéma. Asesor de cine del Ministerio de Educación de 2000 a 2002, también ha
realizado diversas películas para el cine y la televisión. Comisario de la exposición
Correspondencias: Erice-Kiarostami (en Barcelona en 2006 y en Beaubourg en 2007),
actualmente imparte clases de cine en la Universidad de París III y en La Fémis.
MICHEL MARIE. Ensayista, historiador de cine y profesor de universidad
francés.
Fue nombrado en 1974 profesor asistente de la Universidad de París III,
donde fue profesor de historia y estética del cine. Al año siguiente, entró en la
oficina de la filmoteca universitaria.
Es profesor universitario desde 1993 y ha dirigido el departamento de
estudios de cine durante más de 15 años. Jugó un papel importante, junto a Jacques
Aumont, en la creación de estudios cinematográficos en Francia mediante el
desarrollo del departamento de estudios cinematográficos de la universidad,
pasando de un pequeño grupo formado por dos asistentes en 1971 a un claustro de
más de 10 profesores y más de 15 profesores en la década de 2000.
Desde 1988, Michel Marie ha sido director de la colección Cinéma et Image
junto a Nathan y Armand Colin. Como tal, publicó bajo su dirección casi un
centenar de libros de cine principalmente para estudiantes, incluyendo muchos
títulos que han sido traducidos al castellano.
De 2000 a 2004 fue presidente de la Asociación Francesa para la
Investigación sobre la Historia del Cine.
En la década de 2000, fue profesor en Quebec, en la Universidad de
Montreal, donde fue nombrado para la cátedra de estudios sobre la Francia
contemporánea en CERIUM (2009-2011), y Brasil (2007 y 2012) en la Universidad
de Campinas (Unicamp).
MARC VERNET. Es profesor de Estudios cinematográficos en la
Universidad de París-Diderot y asesor de patrimonio cinematográfico en el
Instituto del Patrimonio Nacional. Cada año organiza en noviembre las Jornadas
de Estudios Europeos sobre cine y archivos audiovisuales.
Notas

[*]
Existe una edición ampliada y actualizada: 50 ans de cinéma américain,
París. Nathan. 1991. (N. de la t). <<
[1]
La distancia focal es una condición que depende de la construcción del
objetivo. La cantidad de luz que entra depende de la abertura del diafragma y de la
cantidad de luz emitida por el objeto. <<
[2]
Actualmente, la velocidad estándar está fijada en 24 imágenes/ segundo.
No siempre ha sido así; el cine mudo tenía una velocidad de paso más reducida (16
a 18 imágenes/segundo) y menos estrictamente fijada; esta velocidad, en particular,
fluctuó mucho durante el largo período de transición del mudo al sonoro (casi toda
la década de 1920), período en que no dejó de acelerarse. <<
[3]
Apuntemos que, a menudo, el rodaje de las películas «mudas» se
acompañaba de un «fondo musical», generalmente interpretado por un violinista
presente en el plato, destinado a sugerir la atmósfera buscada por el realizador. <<
[1]
Polisemia: pluralidad de sentidos dados a una misma palabra. <<
[2]
Sintagma: en lingüística, encadenamiento de unidades «de primera
articulación» ( = palabras). Por analogía, se llamará «sintagma» en el cine a los
encadenados de unidades sucesivas, por ejemplo planos. <<
[3]
Ejemplos: Benjamin, de Michel Deville (1968), citado en Une femme douce,
de Robert Bresson (1969); Le plaisir, de Max Ophuls (1952), citado en L’une et l’autre,
de René Allio (1967), etc. <<
[4]
Ejemplos: Intolerancia, de D. W. Griffith (1916); Algo distinto, de Véra
Chytilova (1966); One plus One, de Jean-Luc Godard (1968); Porcile, de Pier-Paolo
Pasolini (1969), etc. <<
[1]
Literalmente: «subterráneo». El término ha designado, en la década de
1960, un conjunto de filmes producidos «fuera del sistema» por cineastas como
Kenneih Anger, Jonas Mekas, Gregory Markopoulos, Andy Warhol y Stan
Brakhage. <<

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