La Vida Buena y La Buena Vida
La Vida Buena y La Buena Vida
La Vida Buena y La Buena Vida
1. La versión clásica
La virtud y la ley
El reconocimiento y la fama
Precisamente porque en Grecia la vida individual está
estrechamente vinculada al ámbito social, hay un correlato público
de la areté del ser humano que es su reconocimiento. En el ámbito
social la aretésignifica fama, prestigio y bienestar. El
reconocimiento de esas buenas cualidades se concretaba en la
recompensa simbólica; la fama comporta, además, un voto de
confianza: al que por sus buenas cualidades tenía fama, se le
añadía el prestigio. Un hombre prestigioso goza de autoridad
moral; una especie de eminencia por la que, en principio, sus
opiniones pesan más que las de otros, porque se confía más en él
no solamente por honesto, sino por más sábio. Pero una persona
que vive así tiene también bienestar: en principio no lo pasa mal,
sino todo lo contrario. El aristócrata solía tener bienes de fortuna,
no muchos porque el momento de la riqueza es posterior (la
Grecia tradicional es pobre y mientras el comercio no se desarrolla
la gente no tenía muchos bienes); pero precisamente porque se ha
de mostrar como tal, desarrolla una actividad en beneficio de los
demás, lo cual supone la disposición de bienes, es decir, una
situación de bienestar dadivoso. El euergetés, el bienhechor, era
un título concedido por la ciudad.
En la vieja areté, la buena vida se enfoca de esta manera: el
bienestar y la vida buena no son incompatibles. El aristócrata goza
de bienestar normalmente, pero, bien entendido, cuando tiene que
jugárselo, se lo juega; para él el bienestar no es molicie ni
comodidad, pues quien se sabe conducir está vigilante y no es
perezoso. Por otra parte, el que tiene a su cargo la ciudad, está
obligado a correr grandes peligros, tiene que mostrarse a la altura
de las circunstancias cuando vienen mal dadas y no puede ceder al
desenfreno o hacerse blando, porque ha de ser valiente.
De manera que aquí aparece una visión de la buena vida sin
carácter vicioso, precisamente porque está amparada por la vida
buena. Es un ideal de excelencia, dicho con terminología actual.
En efecto, ese compendio de cualidades humanas, vistas tanto
desde el ángulo individual como desde el ángulo social, que es
la areté abarca la excelencia interior y la exterior: hombres
espléndidos que gozaban de fama. Pero la comunidad la concedía
a prueba, es decir, había que demostrar in casu que esas buenas
cualidades existiam y que ese prestigio no estaba montado en
falso. Por eso los griegos no decida que alguien era justo, sino que
se mostró justo; con esto se establece el balance entre el ser de
cada uno y la necesidad de demostrarlo. Por eso digo que el
aristócrata estaba puesto a prueba; si fallaba, caía en el descrédito.
Si abandonaba el combate y dejaba a sus soldados desorganizados,
era severamente juzgado: había decepcionado, no había cumplido
con su deber.
Sócrates, ya digo, preguntaba por la areté. En las respuestas
de los sofistas se refleja muchas veces el antiguo concepto. Por
ejemplo, en el diálogo Menón, en el Protágoras y en el Gorgias,
los sofistas eram individuos que queriam hacerse valer, aspirantes
al poder que adoptam la figura del hombre noble, figura que
Sócrates va segando, compuesta con trazos de la areté tradicional.
La misma palabrasofistés expresa la pretensión de saber
comportarse, y de enseñar a los demás esta habilidad. Trasímaco y
Calicles se quitan la máscara.
Tal como presentan la figura de Sócrates Platón y Jenofonte,
se ve su interés por la dimensión interior de la areté; porque
entendía que en su tiempo tenía que ser asegurada. Advertía que
en su tiempo era frecuente aparentar virtud, y fabricar prestigio; la
coyuntura lo permitia. En una aristocracia eso es imposible,
porque a la corta o a la larga, o el aristócrata responde a lo que se
espero de él o queda deshonrado; pero en una situación como la
Atenas después de la guerra del Peloponeso y atendiendo a lo que
intentaban los sofistas, era preciso concluir que el equilibrio entre
lo público y lo privado estaba roto. De manera que si se partía de la
dimensión pública, se corría el riesgo de no montar más que una
pura apariencia.
Sócrates es una llamada a la intimidad, una acentuación del
aspecto, no digamos subjetivo, pero sí individual de la virtud. La
habilidad racional, el saberse comportar, como ocurría en su
época, al verterse en lo público se desvirtuaba completamente.
Gente extraordinariamente hábil para la conducción de los
asuntos podían ser nulidades en humanidad; personalidades
sobresalientes de la época eran pseudoaristócratas, arribistas
o snobs. Cuando la polis es pequeña la aristocracia se puede
medir; cuando la polis es grande, lo público se transforma en masa
y la medida del valer humano se hace insegura. Al vertir en ese
ambiente el atractivo por ser célebre, por persuadir e influir, por el
poder, se desvanece el aspecto individual de la areté. Es lo que
seguramente Sócrates percibió, y lo que intentaba corregir. Pero
de esto se desprende una conclusión inevitable: Sócrates no vive la
virtud como un aristócrata. No estaba el horno para bollos.
Sócrates, para un aristócrata puntilloso, era un hombre vulgar: no
se atenía a las formas, descuidaba a los hijos, a su mujer, se
irritaba, pasaba todo el día discutiendo, caía en el delírio del
entusiasmo; además era feo, no cuidaba su aspecto, le daba lo
mismo sentarse a hablar en el mercado o en los lugares deliciosos
de Atenas. Sócrates no era un hombre distinguido. Filósofos de
otra escuela que viene de Sócrates, los cínicos, se fijaron sólo en
este aspecto, despreciaron la cultura y propusieron un vivir
elemental. A primera vista en Sócrates el decoro no se notaba. El
lo dejaba para las grandes ocasiones, porque estaba concentrado
en una búsqueda; eso lo vieron los grandes socráticos, otros no, y
dieron una visión de Sócrates como la de los cínicos o la de los
erísticos megáricos, que es superficial.
La virtud, ésta es la tesis socrática, pertenece al alma. Es
aquello que permite al alma estar de acuerdo consigo, cobrarse y
alcanzarse a sí misma, es decir, no desperdigarse en la búsqueda
de los prestigios externos, en el agrado que proporcionan los
bienes exteriores que el hombre puede adquirir, pero que no le
perfeccionan por dentro; son bienes no intrínsecamente
asimilados; son medios. La virtud pertenece al alma, y por tanto,
la gran tarea de la vida consiste en ser justo consigo mismo; más
concretamente, en evitar el daño que uno puede infligir a lo
humano de que es portador. Esto es una llamada de atención
extraordinaria, pero al mismo tiempo es la ruptura del equilibrio
anterior; ya no es la areté antigua. Como el ámbito de lo público
está surcado por todo tipo de quiebras y desfigura lo humano, si el
hombre quiere ser fiel al viejo ideal de areté, tiene que cambiar el
acento: la areté es laareté del alma. Lo humano no se busca con un
candil; lo humano es el alma. Aristóteles dirá que la virtud es lo
más intrínsecamente poseído; es una meditación sobre esta tesis
simplemente enunciada por Sócrates: la virtud es cuestión de
autenticidad, no de oropeles; saberse conducir es, ante todo, ser
fiel a lo que uno es.
La virtud es aquello que permite al alma, de acuerdo con ella
misma, comportarse bien. La virtud no consiste en un conjunto de
buenas cualidades que se suponen o que se pueden adquirir en el
mercado, sino que es preciso afrontar el problema, tan arduo, de
incrementarlas y no perderlas, ponerlas a salvo de la degradación
a que se presta el ambiente de la polis. Por eso la virtud hay que
conquistarla, pero también, una vez que se ha puesto la atención
en el aspecto interior de la areté, es posible entenderla mejor.
En Platón la areté es el temple del alma; el alma de acuerdo
consigo misma está más templada que el acero. No templada en el
sentido de la modestia, sino como idea, como forma. La noción de
forma y la identificación de la forma con el acto adquiere su clara
formulación en esta autenticidad insobornable y conquistada
según la cual el hombre es liberado de las situaciones pervertidas.
Con esto la areté se acerca a la noción de capacidad, a lo que
significa virtud en latín. La virtud hace posible que el hombre
ejerza sus acciones con una garantía de firmeza interior; la virtud
es lo que pone al hombre en acto (no al pensamiento, sino al
hombre); es lo que le hace capaz de ser fiel a su naturaleza; es el
único conducto por el cual las acciones, de las que uno es
principio, están de acuerdo con lo que uno es. En otro caso, el
alma no es el principio adecuado de sus actos, sino que los actos
proceden del alma desmintiendo la índole del alma misma. Platón
acude a la metáfora del cuchillo. Para que el cuchillo se comporte
como tal tiene que estar bien afilado. Si el cuchillo no corta, su
acción no es la que le corresponde; un cuchillo romo, sin filo, no
actúa como cuchillo que es; lo mismo es el alma sin virtud. Virtud
significa estar en forma, Pero estar en forma de acuerdo con la
propia forma. Es lo que hace que el alma no se desperdigue, que la
naturaleza humana no sea más o menos azarosa, sino que esté de
acuerdo con su propia manera de ser y ésta se comunique a los
propios actos: la humanidad de los actos es imposible sin virtud,
como la “cuchilleidad” de los actos del cuchillo es imposible sin
filo. Aristóteles dice lo mismo: la entelécheia, el acto del hacha, es
el filo.
Hay, al menos, dos sentidos del acto. Acto como operación
es enérgeia; acto significa, tambiénentelécheia. El acto
como entelécheia aparece en el ejemplo de Platón, y en el de
Aristóteles: el acto del hacha es el filo. También podríamos decir:
la virtud es el filo del alma; aquello por lo que el alma actua como
tal; es lo que humaniza al individuo porque al estar el hombre en
acto en el individuo, lo que procede de él, en cuanto que acción,
está también de acuerdo con su esencia. Con esto se recuperan
muchos aspectos de la areté tradicional: la valentía, el dominio de
sí, Pero puestos anota en otra clave; clave filosófica, desde luego, y
también hondamente humana.
Pero precisamente por eso la virtud tiene, ella misma, razón
de telos. Nos encontramos con la forma como acto, y también con
el fin como acto. Aristóteles emplea la expresión areté teleía. Por
ejemplo en la Ética a Nicómaco 1109b 26; en la Metafísica 1021b
29, etc. En cuatro o cinco pasajes Aristóteles habla no de práxis
teleía, sino de areté teleía; no solamente el acto es posesivo de fin
como operación inmanente, sino que también hay un acto que es
poseerse la forma en orden al fin natural: y eso es laareté, porque
solamente el que actúa de acuerdo con la condición humana puede
alcanzar como fin la humanidad (Ética a Nicómaco l106a 14: “hay
que decir, pues, que toda virtud perfecciona a aquello de lo cual es
virtud”). También Aristóteles emplea el ejemplo del buen
fabricante de timones, aquel que es capaz de hacer unas piezas
especialmente aptas para dirigir o cambiar el rumbo de la nave. El
que no sepa hacer una obra así, no es buen fabricante de timones.
Y añade (Política 1326b 27): “cada uno participa de la felicidad en
la medida de la virtud. La felicidad es el telos del hombre”. Se
puede decirareté teleía porque sólo en términos de virtud se puede
ser feliz; cada uno es capaz de felicidad en la medida de la areté.
La areté es la vida buena, y como la felicidad es mejor que la
buena vida, el que apuesta por ser fiel a su condición de hombre,
ése es el que elige bien, el otro, no. La buena vida es inferior a la
felicidad. El dominio de sí del aristócrata es anota el estar el alma
de acuerdo consigo misma. Lo que se llamaencráteia, ser dueño de
sí, es la condición de la libertad. El alma dueña de sí es dueña
también de sus actos y al ser dueña de sus actos es fin para sí, libre
para alcanzar la felicidad.
Por el contrario, el que no tiene virtud, el que carece
de encráteia, ése está en la condición más desdichada, que en
griego se llama acrasía o acráteia, que se puede traducir por
incontinencia. El que padece acrasía es esclavo de sus pasiones, se
deja llevar por la opinión, es un codicioso de fama, de riquezas, es
un plutócrata, palabra que para el pensador griego es peyorativa.
La plutocracia, el régimen en el que mandan los ricos, es pésimo,
porque el que ha perdido el dominio de sí mismo tampoco sabe
usar los medios.
El hombre es principio de acciones. La deliberación versa
sobre lo que él mismo puede hacer, pero las acciones se ejercen
siempre con vistas al fin. Esto es un hombre libre l (Ética a
Nicómaco 1112b 31-35; hay muchos lugares paralelos). Con este
cambio en la noción de virtud, no se pierde nada de la aretédel
aristócrata, sino que se la depura e intensifica (muchas veces los
avances de la filosofía se dan en épocas de crisis en las que se
concentra el sentido, se averigua el núcleo de un asunto
transmitido), porque se pone más duramente a prueba. El
aristócrata se ponía a prueba de vez en cuando, por ejemplo, en la
guerra, pero ahora la prueba atañe al hombre mismo, como
corresponde a una época democrática. En las nuevas condiciones
no se puede mantener la areté aristocrática. Ahora la areté es
humana simpliciter, o areté del alma. Es patente que a esa
conclusión no hubiesen llegado ni Platón ni Aristóteles sin
Sócrates, que no era un aristócrata; y lo aprendieron de él porque
Sócrates murió por la verdad del hombre, o por el hombre de
verdad; murió en aras de la areté tal como él la había conquistado.
La proyección social de la virtud
La ley y la ciudad
La absolutización de la acción