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La Vida Buena y La Buena Vida

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LA VIDA BUENA Y LA BUENA VIDA: UNA POLO,

Leonardo. La persona humana y su crecimiento. Madrid: Rialp, 1996, pp. 161-


196CONFUSIÓN POSIBLE

1.   La versión clásica

No es indiferente colocar el calificativo “bueno” antes o


después de la palabra “vida”. Una cosa es la “vida buena” y otra la
“buena vida”. Esta distinción es muy neta para el pensamiento
filosófico acerca del hombre a partir de Sócrates. A la inspiración
socrática debe la filosofía gran parte de su desarrollo puesto que
Sócrates proporciona el motivo de fondo al que se aplica el
esfuerzo pensante de Platón y Aristóteles.
Es patente que Sócrates se decidió por la vida buena a costa de
la buena vida. A aquella sacrificó el buen pasar hasta el extremo de
morir defendiendo la verdad, sin componendas. La decisión
socrática por la vida buena es biográfica, se encarna en su propia
existencia. De manera que los grandes socráticos aludidos,
seguramente dos de los pocos filósofos eminentes de la historia,
encontraron en Sócrates no un simple punto de arranque temático
que convenía desarrollar, sino un modelo vivo. Es decir, la
reflexión de los grandes socráticos se ejerce, más que sobre las
ideas de Sócrates, sobre su vida, pues es en esa vida donde se
muestra el verdadero sentido de la filosofía de Sócrates. Sócrates
es, por decirlo de alguma manera, una cantera personalizada y no
sólo un bagaje de ideas. Realmente las ideas enunciadas por
Sócrates son pocas; Sócrates se pasó la vida preguntando, tratando
de averiguar y rectificar, sin lograr resultados bien elaborados.
Pero el atractivo de su figura es enorme, precisamente porque es
un hombre auténtico que vive el compromiso existencial con la
verdad hasta el final. No es ninguna casualidad, y por otra parte
constituye una circunstancia extraordinariamente afortunada, que
cumpliendo su intención mayeútica se desarrollen las dos
primeras síntesis temáticas de la filosofía.
Sin duda, es ésta la mejor situación para la creación filosófica,
porque la filosofía se hace con la propia vida (la teoría es una
forma integradora de vida), y es preciso, por decirlo así, poner
toda la carne en el asador para que la tarea de pensar no decaiga
en la repetición de una serie de fórmulas. Para unas inteligencias
penetrantes como eran la de Platón y la de Aristóteles, es un
privilegiado empuje la feliz ocasión de meditar, desde y en torno a
un alto vivir humano, ocuparse en desarrollar lo que Sócrates,
insisto, más que pensar, llevó a cabo.

La virtud y la ley

De todo el conjunto de asuntos elaborados por la reflexión


platónica y aristótelica, el que ahora nos interesa es la aludida
distinción entre la buena vida y la vida buena.
El ejemplo socrático conduce a fijar la vida buena en dos
conceptos básicos. En primer lugar, el concepto de virtud, que es
la cu1nlinación de la antropología de Platón y, sobre todo, porque
está más desarrollada, de la antropología aristotélica. También la
interrogación socrática recae en gran parte sobre la virtud.
El segundo de los conceptos en que se cifra la vida buena (y
también la meditación sobre Sócrates como modelo conduce a
ello) es la noción de nomos, o, para decirlo en latín, la lex. De la
virtud y de la ley deriva la posibilidad de la vida buena en el
ámbito propiamente humano (para los griegos el ámbito donde
transcurre la vida humana es la polis; por eso, otra de las
dimensiones de la antropología griega es la filosofía político-
social). El hombre puede ser libre en el ámbito de la ciudad sólo si
su vida es virtuosa y sólo si la ley es adecuada.
Primero la virtud. La palabra griega que traducimos por virtud
es areté. La areté es un rasgo de la cosmovisión griega que surge,
mucho antes de la época socrática, vinculada a la aristocracia. La
aristocracia, el gobierno de los mejores, era el régimen instalado
en Grecia antes del desarrollo de las democracias que advienen
con el crecimiento de las ciudades. Pero antes del siglo V el
régimen político de Grecia es aristocrático, y la areté en cuanto
que vinculada a la aristocracia, o en su versión tradicional, tiene
un contenido muy amplio. Semánticamente es muy difícil fijar sus
límites porque realmente abarca toda la vida desde el punto de la
excelencia y, en concreto, significa la vida buena tal como la puede
llevar adelante el aristócrata.
La areté contiene inteligencia y habilidad en el conducirse.
Inteligencia, es decir, un estar atento, un saber de qué va la cosa;
llevado a la práctica, eso significa ante todo que uno se sabe
conducir: ser una persona oportuna, discreta, que dice lo que tiene
que decir en su momento, que toma decisiones adecuadas; una
persona bien educada, cortés. Para saberse conducir en la práctica
es menester control sobre sí mismo, dominar la propia actuación
de tal maneta que se despliegue en la medida en que uno
inteligentemente lo permite. Moderación, o como diría un
aristócrata español del siglo XVI, sosiego. El hombre sosegado, el
que no se extralimita y, por tanto, el hombre elegante. La elegancia
también ha sido tenida muy en cuenta en la fase aristocrática de la
historia de España. Azorín dice que la elegancia es la fuerza
contenida. Es una espléndida descripción de la elegancia del
aristócrata. La elegancia del hombre zafio, que no es sino
ostentación, no es areté.
En segundo lugar, la areté tradicional griega comporta
valentía y, en orden a la valentia, el dominio de los propios
impulsos. De manera que, si por una parte el dominio consistía en
la elegancia, en la habilidad de saber tratar a la gente, de saber
moverse en sociedad, de saber conducirse, etc., también el
domínio de sí es imprescindible para ser váliente; distinción,
decoro, desde el punto de vista individual. El modelo aristocrático
se ha repetido en la historia, no sólo en la fase medieval griega a
partir del ciclo homérico, sino también en las aristocracias
europeas.
El decoro es otra manera de dominarse: saber distinguir lo que
hay que decir de lo que hay que callar, lo que hay que mostrar y lo
que no. Es un autocontrol en lo que respecta a la expresión y al
gesto. Hay cosas que conviene que sean de dominio público, y
otras que no. Esto también tiene que ver con el pudor.

El reconocimiento y la fama
Precisamente porque en Grecia la vida individual está
estrechamente vinculada al ámbito social, hay un correlato público
de la areté del ser humano que es su reconocimiento. En el ámbito
social la aretésignifica fama, prestigio y bienestar. El
reconocimiento de esas buenas cualidades se concretaba en la
recompensa simbólica; la fama comporta, además, un voto de
confianza: al que por sus buenas cualidades tenía fama, se le
añadía el prestigio. Un hombre prestigioso goza de autoridad
moral; una especie de eminencia por la que, en principio, sus
opiniones pesan más que las de otros, porque se confía más en él
no solamente por honesto, sino por más sábio. Pero una persona
que vive así tiene también bienestar: en principio no lo pasa mal,
sino todo lo contrario. El aristócrata solía tener bienes de fortuna,
no muchos porque el momento de la riqueza es posterior (la
Grecia tradicional es pobre y mientras el comercio no se desarrolla
la gente no tenía muchos bienes); pero precisamente porque se ha
de mostrar como tal, desarrolla una actividad en beneficio de los
demás, lo cual supone la disposición de bienes, es decir, una
situación de bienestar dadivoso. El euergetés, el bienhechor, era
un título concedido por la ciudad.
En la vieja areté, la buena vida se enfoca de esta manera: el
bienestar y la vida buena no son incompatibles. El aristócrata goza
de bienestar normalmente, pero, bien entendido, cuando tiene que
jugárselo, se lo juega; para él el bienestar no es molicie ni
comodidad, pues quien se sabe conducir está vigilante y no es
perezoso. Por otra parte, el que tiene a su cargo la ciudad, está
obligado a correr grandes peligros, tiene que mostrarse a la altura
de las circunstancias cuando vienen mal dadas y no puede ceder al
desenfreno o hacerse blando, porque ha de ser valiente.
De manera que aquí aparece una visión de la buena vida sin
carácter vicioso, precisamente porque está amparada por la vida
buena. Es un ideal de excelencia, dicho con terminología actual.
En efecto, ese compendio de cualidades humanas, vistas tanto
desde el ángulo individual como desde el ángulo social, que es
la areté abarca la excelencia interior y la exterior: hombres
espléndidos que gozaban de fama. Pero la comunidad la concedía
a prueba, es decir, había que demostrar in casu que esas buenas
cualidades existiam y que ese prestigio no estaba montado en
falso. Por eso los griegos no decida que alguien era justo, sino que
se mostró justo; con esto se establece el balance entre el ser de
cada uno y la necesidad de demostrarlo. Por eso digo que el
aristócrata estaba puesto a prueba; si fallaba, caía en el descrédito.
Si abandonaba el combate y dejaba a sus soldados desorganizados,
era severamente juzgado: había decepcionado, no había cumplido
con su deber.
Sócrates, ya digo, preguntaba por la areté. En las respuestas
de los sofistas se refleja muchas veces el antiguo concepto. Por
ejemplo, en el diálogo Menón, en el Protágoras y en el Gorgias,
los sofistas eram individuos que queriam hacerse valer, aspirantes
al poder que adoptam la figura del hombre noble, figura que
Sócrates va segando, compuesta con trazos de la areté tradicional.
La misma palabrasofistés expresa la pretensión de saber
comportarse, y de enseñar a los demás esta habilidad. Trasímaco y
Calicles se quitan la máscara.
Tal como presentan la figura de Sócrates Platón y Jenofonte,
se ve su interés por la dimensión interior de la areté; porque
entendía que en su tiempo tenía que ser asegurada. Advertía que
en su tiempo era frecuente aparentar virtud, y fabricar prestigio; la
coyuntura lo permitia. En una aristocracia eso es imposible,
porque a la corta o a la larga, o el aristócrata responde a lo que se
espero de él o queda deshonrado; pero en una situación como la
Atenas después de la guerra del Peloponeso y atendiendo a lo que
intentaban los sofistas, era preciso concluir que el equilibrio entre
lo público y lo privado estaba roto. De manera que si se partía de la
dimensión pública, se corría el riesgo de no montar más que una
pura apariencia.
Sócrates es una llamada a la intimidad, una acentuación del
aspecto, no digamos subjetivo, pero sí individual de la virtud. La
habilidad racional, el saberse comportar, como ocurría en su
época, al verterse en lo público se desvirtuaba completamente.
Gente extraordinariamente hábil para la conducción de los
asuntos podían ser nulidades en humanidad; personalidades
sobresalientes de la época eran pseudoaristócratas, arribistas
o snobs. Cuando la polis es pequeña la aristocracia se puede
medir; cuando la polis es grande, lo público se transforma en masa
y la medida del valer humano se hace insegura. Al vertir en ese
ambiente el atractivo por ser célebre, por persuadir e influir, por el
poder, se desvanece el aspecto individual de la areté. Es lo que
seguramente Sócrates percibió, y lo que intentaba corregir. Pero
de esto se desprende una conclusión inevitable: Sócrates no vive la
virtud como un aristócrata. No estaba el horno para bollos.
Sócrates, para un aristócrata puntilloso, era un hombre vulgar: no
se atenía a las formas, descuidaba a los hijos, a su mujer, se
irritaba, pasaba todo el día discutiendo, caía en el delírio del
entusiasmo; además era feo, no cuidaba su aspecto, le daba lo
mismo sentarse a hablar en el mercado o en los lugares deliciosos
de Atenas. Sócrates no era un hombre distinguido. Filósofos de
otra escuela que viene de Sócrates, los cínicos, se fijaron sólo en
este aspecto, despreciaron la cultura y propusieron un vivir
elemental. A primera vista en Sócrates el decoro no se notaba. El
lo dejaba para las grandes ocasiones, porque estaba concentrado
en una búsqueda; eso lo vieron los grandes socráticos, otros no, y
dieron una visión de Sócrates como la de los cínicos o la de los
erísticos megáricos, que es superficial.
La virtud, ésta es la tesis socrática, pertenece al alma. Es
aquello que permite al alma estar de acuerdo consigo, cobrarse y
alcanzarse a sí misma, es decir, no desperdigarse en la búsqueda
de los prestigios externos, en el agrado que proporcionan los
bienes exteriores que el hombre puede adquirir, pero que no le
perfeccionan por dentro; son bienes no intrínsecamente
asimilados; son medios. La virtud pertenece al alma, y por tanto,
la gran tarea de la vida consiste en ser justo consigo mismo; más
concretamente, en evitar el daño que uno puede infligir a lo
humano de que es portador. Esto es una llamada de atención
extraordinaria, pero al mismo tiempo es la ruptura del equilibrio
anterior; ya no es la areté antigua. Como el ámbito de lo público
está surcado por todo tipo de quiebras y desfigura lo humano, si el
hombre quiere ser fiel al viejo ideal de areté, tiene que cambiar el
acento: la areté es laareté del alma. Lo humano no se busca con un
candil; lo humano es el alma. Aristóteles dirá que la virtud es lo
más intrínsecamente poseído; es una meditación sobre esta tesis
simplemente enunciada por Sócrates: la virtud es cuestión de
autenticidad, no de oropeles; saberse conducir es, ante todo, ser
fiel a lo que uno es.
La virtud es aquello que permite al alma, de acuerdo con ella
misma, comportarse bien. La virtud no consiste en un conjunto de
buenas cualidades que se suponen o que se pueden adquirir en el
mercado, sino que es preciso afrontar el problema, tan arduo, de
incrementarlas y no perderlas, ponerlas a salvo de la degradación
a que se presta el ambiente de la polis. Por eso la virtud hay que
conquistarla, pero también, una vez que se ha puesto la atención
en el aspecto interior de la areté, es posible entenderla mejor.
En Platón la areté es el temple del alma; el alma de acuerdo
consigo misma está más templada que el acero. No templada en el
sentido de la modestia, sino como idea, como forma. La noción de
forma y la identificación de la forma con el acto adquiere su clara
formulación en esta autenticidad insobornable y conquistada
según la cual el hombre es liberado de las situaciones pervertidas.
Con esto la areté se acerca a la noción de capacidad, a lo que
significa virtud en latín. La virtud hace posible que el hombre
ejerza sus acciones con una garantía de firmeza interior; la virtud
es lo que pone al hombre en acto (no al pensamiento, sino al
hombre); es lo que le hace capaz de ser fiel a su naturaleza; es el
único conducto por el cual las acciones, de las que uno es
principio, están de acuerdo con lo que uno es. En otro caso, el
alma no es el principio adecuado de sus actos, sino que los actos
proceden del alma desmintiendo la índole del alma misma. Platón
acude a la metáfora del cuchillo. Para que el cuchillo se comporte
como tal tiene que estar bien afilado. Si el cuchillo no corta, su
acción no es la que le corresponde; un cuchillo romo, sin filo, no
actúa como cuchillo que es; lo mismo es el alma sin virtud. Virtud
significa estar en forma, Pero estar en forma de acuerdo con la
propia forma. Es lo que hace que el alma no se desperdigue, que la
naturaleza humana no sea más o menos azarosa, sino que esté de
acuerdo con su propia manera de ser y ésta se comunique a los
propios actos: la humanidad de los actos es imposible sin virtud,
como la “cuchilleidad” de los actos del cuchillo es imposible sin
filo. Aristóteles dice lo mismo: la entelécheia, el acto del hacha, es
el filo.
Hay, al menos, dos sentidos del acto. Acto como operación
es enérgeia; acto significa, tambiénentelécheia. El acto
como entelécheia aparece en el ejemplo de Platón, y en el de
Aristóteles: el acto del hacha es el filo. También podríamos decir:
la virtud es el filo del alma; aquello por lo que el alma actua como
tal; es lo que humaniza al individuo porque al estar el hombre en
acto en el individuo, lo que procede de él, en cuanto que acción,
está también de acuerdo con su esencia. Con esto se recuperan
muchos aspectos de la areté tradicional: la valentía, el dominio de
sí, Pero puestos anota en otra clave; clave filosófica, desde luego, y
también hondamente humana.
Pero precisamente por eso la virtud tiene, ella misma, razón
de telos. Nos encontramos con la forma como acto, y también con
el fin como acto. Aristóteles emplea la expresión areté teleía. Por
ejemplo en la Ética a Nicómaco 1109b 26; en la Metafísica 1021b
29, etc. En cuatro o cinco pasajes Aristóteles habla no de práxis
teleía, sino de areté teleía; no solamente el acto es posesivo de fin
como operación inmanente, sino que también hay un acto que es
poseerse la forma en orden al fin natural: y eso es laareté, porque
solamente el que actúa de acuerdo con la condición humana puede
alcanzar como fin la humanidad (Ética a Nicómaco l106a 14: “hay
que decir, pues, que toda virtud perfecciona a aquello de lo cual es
virtud”). También Aristóteles emplea el ejemplo del buen
fabricante de timones, aquel que es capaz de hacer unas piezas
especialmente aptas para dirigir o cambiar el rumbo de la nave. El
que no sepa hacer una obra así, no es buen fabricante de timones.
Y añade (Política 1326b 27): “cada uno participa de la felicidad en
la medida de la virtud. La felicidad es el telos del hombre”. Se
puede decirareté teleía porque sólo en términos de virtud se puede
ser feliz; cada uno es capaz de felicidad en la medida de la areté.
La areté es la vida buena, y como la felicidad es mejor que la
buena vida, el que apuesta por ser fiel a su condición de hombre,
ése es el que elige bien, el otro, no. La buena vida es inferior a la
felicidad. El dominio de sí del aristócrata es anota el estar el alma
de acuerdo consigo misma. Lo que se llamaencráteia, ser dueño de
sí, es la condición de la libertad. El alma dueña de sí es dueña
también de sus actos y al ser dueña de sus actos es fin para sí, libre
para alcanzar la felicidad.
Por el contrario, el que no tiene virtud, el que carece
de encráteia, ése está en la condición más desdichada, que en
griego se llama acrasía o acráteia, que se puede traducir por
incontinencia. El que padece acrasía es esclavo de sus pasiones, se
deja llevar por la opinión, es un codicioso de fama, de riquezas, es
un plutócrata, palabra que para el pensador griego es peyorativa.
La plutocracia, el régimen en el que mandan los ricos, es pésimo,
porque el que ha perdido el dominio de sí mismo tampoco sabe
usar los medios.
El hombre es principio de acciones. La deliberación versa
sobre lo que él mismo puede hacer, pero las acciones se ejercen
siempre con vistas al fin. Esto es un hombre libre l (Ética a
Nicómaco 1112b 31-35; hay muchos lugares paralelos). Con este
cambio en la noción de virtud, no se pierde nada de la aretédel
aristócrata, sino que se la depura e intensifica (muchas veces los
avances de la filosofía se dan en épocas de crisis en las que se
concentra el sentido, se averigua el núcleo de un asunto
transmitido), porque se pone más duramente a prueba. El
aristócrata se ponía a prueba de vez en cuando, por ejemplo, en la
guerra, pero ahora la prueba atañe al hombre mismo, como
corresponde a una época democrática. En las nuevas condiciones
no se puede mantener la areté aristocrática. Ahora la areté es
humana simpliciter, o areté del alma. Es patente que a esa
conclusión no hubiesen llegado ni Platón ni Aristóteles sin
Sócrates, que no era un aristócrata; y lo aprendieron de él porque
Sócrates murió por la verdad del hombre, o por el hombre de
verdad; murió en aras de la areté tal como él la había conquistado.
La proyección social de la virtud

Esta adquisición hay que proyectarla sobre la polis, en el


ámbito social. Ello es obvio para un griego. Entonces cambia
también el sentido de ésta. “La ciudad que no lo es sólo de nombre
debe preocuparse de la areté”, dice Aristóteles (Política 1280b 6-
8). Tomás de Aquino lo comenta en sentido estrictamente literal.
No se puede normar, no se puede establecer ninguna vigencia
social, si no es en atención a la virtud. “Unde si lex non sit
proportionata ad virtutem, non erit lex”, dice Tomás de Aquino
con su tranquilidad flemática característica (In Pol. II, lec.13,
n.297).
Se llega a la conclusión, en un salto espléndido, de que lo
mismo que sin alma no hay virtud y sin virtud el alma no es
realmente eficaz, sino un principio de actos equívocos, también
existe un alma de la ciudad: un psyché poleòs. Y ese alma posee
tanta eficacia para la ciudad cuanta el logos para el cuerpo
humano. El logos de la ciudad, de la ley, ha de marcar el fin.
Aristóteles dice, siguiendo de cerca a Sócrates, que la ley es el bíos
tís poleós, su vida peculiar; y continúa diciendo que la ciudad
surgió para el tò eu zen, para el vivir bien; por eso la polis es
natural y el hombre es naturalmente un animal político. Y por eso
también la naturaleza de la ciudad es el fin. Estamos ahora, en
paralelo con el areté teleía, en la pólis teleía.
El griego no sabía separar su vida de la ciudad, como advierte
Hegel. Después de conseguir entender la virtud en el individuo,
hay que trasladar esos rasgos a la ciudad, a la política. No es una
confusión, o una absorción del sujeto por el objeto; el diágnostico
hegeliano no es enteramente cierto, aunque se aproxima al asunto.
Hay un ideal de vida social, es decir, el hombre puede ser feliz en
sociedad. La vida feliz es la vida adecuada, la única que
corresponde verdaderamente al hombre, y se alcanza en la polis. Si
la polis es un desastre, como ocurría entonces, hay que reformar
la polis de acuerdo con la areté. La República de Platón obedece a
este modelo, y también La Política de Aristóteles, aunque las
soluciones son distintas.
Para el hombre el mero vivir es poco y la sociedad no se limita
a asegurar la supervivencia. Tampoco el fin de la ciudad es el mero
convivir. Esto, dice Aristóteles, se ve, si se toma en cuenta que los
hombres son sociales porque hablan; hablar es distinto de emitir
voces. Los hombres no se reúnen para comunicarse con aullidos
sus sentimientos de placer o disgusto, sino para hablar y realizar lo
justo, que es lo que preserva la felicidad (Ética a Nicómaco 1129b
14-29). El ideal griego en esta última gran llamarada (poco
después Grecia se descompone en el helenismo) alcanza una
plenitud que se transmite como un valor universal.
La virtud es imprescindible. No hay una situación vital segura
del hombre a la que perfeccione la virtud como un superadditum,
o un adorno que le viene muy bien, pero del que podría prescindir.
No; sin virtud se vive menos, se tiende con poca fuerza o no se
tiende a nada. Comenta Tomás de Aquino: “se dice recto el apetito
que obedece a lo que la recta razón dicta” (In II Ethic., lec. 1 n. 1).
El fin verdadero solamente se puede alcanzar con virtud. Desde
aquí se explica por qué el hombre puede ser vicioso, y caer en la
acrasía. La razón que da Aristóteles es que toda tendencia humana
es particular respecto del logos que es universal. La virtud es
justamente la mediación de ambos; la tendencia particular se hace
capaz de logos, se racionaliza, con la virtud. Si no, el reflejo de la
razón en la tendencia la desorienta, poque le muestra aquello que
es incapaz de cumplir. Por eso sin virtud lo universal de la razón
desorganiza el tender humano. Ser muy listo y no tener virtudes es
una catástrofe práctica, porque las tendencias no pueden alcanzar
el fin universal, e instadas por la razón enloquecen. Es curioso: la
razón es enemiga de la vida sin la virtud en cuanto que la vida es
tender. Por eso concluye Aristóteles que los animales no pueden
ser incontinentes, no hay acrasía en los animales porque no
poseen ideas universales (Ret. 1366a 36). Pero como el hombre
posee ideas universales, busca el fin universal e insta a las
tendencias a que vayan por él; pero las tendencias sólas son
incapaces.
Algunos antropólogos modernos han dicho algo semejante.
Plessner, por ejemplo, habla del origen de la risa y del llanto.
Cuando al hombre le embarga un afán profundo, si encomienda al
cuerpo la respuesta expresiva, éste lo hace de un modo
inarticulado; la risa y el llanto son convulsivos porque son
respuestas corpóreas a una exigencia espiritual que los excede. Es
como si el alma le encargara al cuerpo lo que no puede hacer; el
alma quiere el infinito y el cuerpo no puede con él. En cambio, dice
Aristóteles: “la virtud permite realizar muchas y grandes
actividades buenas” (Ética a Nicómaco 1147b 5). Sin virtudes el
hombre es incontinente, precisamente, porque tiene logos. La
virtud es lo que conecta la tendencia con el logos, la famosa recta
ratio de que habla Tomás de Aquino. Y concluye Aristóteles: “para
cada uno siempre es preferible lo más alto que es capaz de
alcanzar” (Política 1333a 28-30). El hombre no debe quedarse
nunca corto, pero siempre se queda corto sin virtud, por eso la
virtud es como el filo del hacha. La virtud hace capaz de muchas y
grandes actividades; sin virtud, el hombre es incapaz. Pero lo
preferible; lo absolutamente mejor para un ser es lo más alto que
puede alcanzar y el hombre sin virtudes no puede hacerlo. En todo
caso, su logos iría por un lado y sus tendencias por otro, pero no
podría dirigir a sus tendencias; si el logos está separdo, las
tendencias serían simples tendencias de animal. Para que el logos
se haga cargo de la vida hegemónicamente (no despotiké,
sino politiké, que es como manda el logos a las tendencias) se
exige virtud.
Resumiendo, la vida humana se cifra, según los griegos, en
la areté. Hemos visto la modificación que el sentido de esta
palabra experimenta, por enriquecimiento e intensificación, en
tanto que Platón y Aristóteles la entienden a partir del ejemplo de
vida que es Sócrates. De la areté tradicional o aristocrática se pasa
a una visión más interna de la virtud como poner en forma al
alma, que por una parte es racional y por otra parte tiende; para
poner de acuerdo las tendencias con lo racional es imprescindible
la virtud.

La ley y la ciudad

La segunda noción es el nómos. La vida buena exige una buena


ley. El hecho de que en Sócrates la vieja versión de la areté griega
experimente una modificación es debido a que la polis está en
crisis: ya no se acepta el poder de los mejores, sino que han
aparecido los sofistas y hay desconcierto, rivalidades, luchas
civiles; la ciudad está desorganizada. Pero para un griego lo
individual comporta un correlato social: en la medida en que se
hace más íntima la virtud, en esa misma medida hay que atender a
la organización de la polis. La organización de la polis tiene que
ser digna porque, en otro caso, se obliga al hombre virtuoso a vivir
una vida exclusivamente privada, lo cual es una hipótesis que a los
griegos no les pasó por la cabeza (Aristóteles la contempla a
regañadientes). La gran pregunta de Aristóteles: ¿se puede ser
buen hombre sin ser buen ciudadano?, registra una grave
anomalía. Hay que procurar que el hombre bueno sea, por lo
mismo, buen ciudadano. Pero para eso hace falta que la polis esté
bien organizada; hay que dar una forma normativa a la polis que
ya no puede ser la aristocrática: las ciudades han cambiado; su
mayor población es rebelde al gobierno de unos cuantos, mera
oligarquía, y el prestigio se ha hecho cuestión dudosa o
intolerable: ha aparecido, por decirlo así, el virus democrático. De
momento existe una masa de gente que se considera libre, que
toma parte en los asuntos públicos, orquestados por demagogos
ascendidos al protagonismo político sin virtud. Hace falta dotar a
la polis en su nueva materialidad, de una normatividad adecuada.
También la ciudad tiene alma y esa alma es el nomos. Vivir al
margen de la ciudad no vale la pena, el castigo más fuerte que se
podía imponer a un griego era el destierro. Pero se puede ser
extranjero en la propia polis si su organización, su politeía, no le
permite a uno reconocerse en ella.
Una clara confesión de como estaban las cosas y como las vivía
Platón se encuentra en la famosa carta VII, un escrito
autobiográfico: “yo al principio estaba lleno de entusiasmo por
dedicarme a la política, pero al mirar atentamente la vida pública y
verla arrastrada por toda clase de variaciones, de agitaciones, me
sentí presa del vértigo y me dediqué desde entonces a reflexionar
sobre la manera de introducir una mejora en ella sin intervenir
directamente de un modo activo” (325e). Platón era un aristócrata.
Su primitivo proyecto — dedicarse a la política — chocó con la
ausencia de un contenido aplicable y con el desenlace socrático.
Sócrates murió, precisamente, por ese respeto sacro del griego por
la ley, pero murió víctima de la injusticia.
El motivo del vértigo platónico no es sólo la observación
directa de lo que pasaba en Atenas en su juventud, a finales del
siglo V, sino, sobre todo, la muerte de Sócrates. Una de las obras
más dramáticas y más bellas de Platón es La apología de Sócrates.
Ahí aparece un monstruoso absurdo y no como una aporía teórica
o como un acontecimiento opinable, sino como un hecho
tremendo que mostraba completamente roto el equilibrio de
la polis: el hombre bueno no gozaba de prestigio, sino que era un
perseguido. La ciudad se había hecho un ámbito tan sordo a
la areté, tan sordo, que incluso tenía que quitar de en medio al que
intentaba convencerla de que así no se podía seguir. Sócrates
buscaba dar a luz lo humano en el hombre, pero la gente
despistada por la propaganda sofística se había hecho
impenetrable.

Qué significa buena vida

Visto el segundo elemento de la areté, su correlato social,


podemos pasar a ocuparnos de como entendieron los grandes
filósofos socráticos la buena vida. Es evidente que la buena vida
había cambiado: no era el simple bienestar, derivado del prestigio
de que gozaba el aristócrata. Sócrates había intentado una vida
buena prescindiendo de la buena vida. En sentido estricto ¿qué
significa buena vida? Es muy sencillo, pero como todo lo sencillo
muy difícil de ver de manera completa: es la suficiencia material
del vivir humano. Esa suficiencia es un problema, y por eso es
necesaria la tarea de sobrevivir. Lo que aplica y justifica la tarea de
allegar recursos es una característica de la corporalidad humana:
el no estar acabada, el ser potencial. Además, la suficiencia
material de la vida no está asegurada de antemano para el
hombre: sino tiene que procurársela. El hombre no tiene más
remedio que trabajar, de una manera o de otra. Aunque la historia
de las formas de trabajo es muy amplia y cambiante, la clave del
asunto es que el hombre inexorablemente tiene que procurar
sobrevivir. El hombre necesita recursos, pero los tiene que allegar
él mismo, tiene que suscitarlos, si no, sucumbe a la miseria. Esa es
otra diferencia del hombre con los animales: el animal no tiene
que trabajar para sobrevivir, el hombre sí.
El allegamiento de recursos, digámoslo así, es una conditio
sine qua non, un supuesto de la vida buena. La vida buena mira al
perfeccionamiento de la condición humana, pero hay que tener en
cuenta que para crecer y para desarrollarse, por lo pronto hay que
sobrevivir. Pero que el hombre sobreviva es una tarea humana. El
hombre sobrevive trabajando. Esta convicción se destaca con
nitidez en la misma medida en que la vida buena ha venido a
concentrarse en la virtud como poner en forma al alma. Como se
suele decir, primum vivere, deinde philosophare; dicho así, es un
poco tonto; pero analizado con detalle, como hacemos los que nos
ocupamos de lo obvio (los filósofos), significa nada menos que
esto: el hombre no tiene más remedio que ganarse la vida; no sólo
el hombre aislado, sino la humanidad, o lapolis. La polis necesita
una suficiencia de recursos; en otro caso, se extingue.
El inacabamiento corpóreo y la consecutiva necesidad de
trabajar está recogido en el mito de Prometeo tal como lo expone
Platón en el diálogo Protágoras. La manera aristotélica de
entender el cuerpo humano como inacabamiento, como potencial,
enlaza con la noción de héxis; el hábito categorial es una peculiar
relación, exclusiva del cuerpo humano, en virtud de la cual
acontece el allegamiento de medios, la posesión de las cosas
externas sin las cuales no se puede vivir. En este sentido hay que
decir que el hombre es un ser de medios por una doble razón:
primero, porque es un ser de fines (sin medios no se pueden
alcanzar los fines; los medios, formalmente, son medios para
fines). Pero también, y esto es más inmediato, el hombre es un ser
de medios porque sin procurarse medios el hombre no puede
sobrevivir. El medio cumple en la vida humana dos funciones:
aquella que se refiere a los fines. Por ejemplo, el hombre puede
emplearlos a favor de otros y entonces el fin es la amistad o las
virtudes llamadas magnificencia y grandeza de alma. Ahora bien,
de entrada, los medios son imprescindibles para el mero sobrevivir
humano. En esto la coincidencia del pensamiento clásico con el
planteamiento de Carlos Marx es taxativa. Marx dice que trabajar
es el aseguramiento de las condiciones materiales de la existencia.
Sin embargo, Marx no pasa de aquí. Es su concepto de valor
trabajo como único valor.
Esto es obvio, pero no se puede posar por alto lo obvio. Hasta
aquí, digámoslo así, el emplazamiento del asunto del bienestar. El
bienestar en su forma mínima es simplemente el sobrevivir, es
decir, alcanzar a seguir estando vivo en este mundo, para lo cual
hay que construir un mundo. El hombre tiene que atender a sus
necesidades supervivenciales. Pero según los griegos, esta puede
desmesurarse. Es evidente que el hombre tiene tendencia a
trabajar. Esa tendencia está inscrita en la naturaleza humana en
virtud de su corporeidad. Aunque con eso surge la noción de
medio, para el griego lo más propio del medio consiste en ser un
medio para un fin. Y a esto no alcanzan los medios
supervivenciales, porque tampoco sobrevivir es un fin, sino una
condición sine qua non.
Con todo, precisamente porque el hombre tiene esa tendencia,
esa tendencia puede aumentar y, eso es lo curioso, para los
socráticos ese aumento es siempre vicioso, nunca virtuoso: no ven
que el trabajo sea una virtud. Para un griego trabajar no era propio
del hombre noble, precisamente porque no tenía que ver con el
perfeccionamiento, sino con la conditio sine qua non. Esta explica
la distinción entre la casa, la oikía, y la ciudad. La casa se ocupa de
las tareas alimentarias, de las tareas del cuidado de la vida más
elementales y por eso la casa es el lugar natural del menor y del
esclavo. El que sólo trabaja es un esclavo o no puede alcanzar la
plenitud humana.

Acumular excesivas riquezas

Marx piensa de otra manera, pero tal como lo plantea no tiene


derecho a magnificar el trabajo. ¿Por qué es vicioso insistir en el
aseguramiento del sobrevivir? Esa suficiencia es casi una
contrafinalidad. Si el hombre se dedica a acumular más recursos
de los necesarios, sucumbe a la vivencia de carencia de ellos. Si
dedicamos demasiada actividad a conseguir recursos, aparece un
exceso, una acumulación, un ocuparse demasiado de esta. De
entrada, el acumular excesivo es engorroso, porque lo
característico de la vida humana es una inseguridad
supervivencial, y su aseguramiento en este nivel es artificial y
engañoso. Esta convicción resulta, sin duda, extraña para nosotros
que estamos acostumbrados a una civilización distinta en que la
acumulación de recursos se considera muy deseable. Para el
pensamiento griego esta no es deseable, sino perjudicial: si bien el
hombre tiene que allegar recursos para no morirse de hambre,
incurre sim embargo en vicio si se empecina en esto, porque una
vida garantizada desde el punto de vista supervivencial induce a la
ilusión de que con esto basta. Y entonces, el proyecto de mejora
humana, de crecimiento moral, se paraliza. Esta es la tesis que
entonces se sostiene.
Si hay demasiados recursos desde el punto de vista de la
supervivencia, es decir, aquello de que trata la economía, el crecer
como hombre se paraliza. El que está seguro en esta materia está
falsamente seguro. El hombre no puede tirarse a la bartola desde
el punto de vista de su propia rectificación, de su propia
maduración interior. Nunca está en esa situación. Pero si tiene
muchos recursos, puede creer que sí; incurre entonces en un
equívoco lamentable, y está perdido. Por eso la plutocracia, el
gobierno de los ricos es una forma degenerada, tanto para Platón
como para Aristóteles.
No es éste el único inconveniente que tiene el excesivo afán de
acumular riquezas. Como esa suficiencia es ficticia, el afán de
asegurarla da lugar a desigualdades, porque las condiciones que lo
permitem no son iguales en todas partes. Para Aristóteles el factor
geográfico es decisivo en este punto. Esto da lugar a la diferencia
entre pobres y ricos. No todos nos podemos enriquecer. Como el
allegamiento de recursos es problemático, su solución mejor o
peor depende de coyunturas ajenas a la propia capacidad de
decisión; aquí interviene demasiado la fortuna.
Aristóteles (Platón también) está convencido de que la
diferencia entre pobres y ricos destroza lapolis, hace imposible que
haya un buen nómos pues da lugar a la sedición. Los ricos y los
pobres no se pueden entender, simplemente porque los ricos
desprecian a los pobres y los pobres envidian a los ricos. Valdría la
pena no olvidarlo, porque nosotros estamos en una situación de
abundancia notable. La economía se ha hecho la reina de la
política.
Repito que esto a nosotros nos puede resultar raro, pero al
mismo tiempo podemos entender los motivos por los cuales la
buena vida, para estos pensadores griegos, se había convertido en
una pesadilla. Piensan que la vida buena y el empecinamiento en
la buena vida son incompatibles: la buena vida hace imposible la
vida buena.
Seguridad en griego se llama asfaleía. Aristóteles reclama: la
seguridad hay que ponerla en elnómos, en la concordia de
hombres libres que buscan la vida buena, pero de ninguna manera
la asfaleíaconsiste en la riqueza. La seguridad basada en la
abundancia de los medios lleva consigo el olvido de los fines y, en
consecuencia, da lugar a la intemperancia, porque todo parece
fácil. Pero ser bueno es arduo porque es difícil hallar el medio (el
medio aquí es la virtud) (Ética a Nicómaco 1109a 23-25). Lo
mismo dice Tomás de Aquino en el comentario correspondiente
(cfr. In II Ethic. lec.11, n.380; In IV Ethic. lec.1, n.661). Una
tendencia descontrolada no tiene fin porque nunca hay bastante,
la riqueza no es más que el modo de satisfacer la no bastantía de la
suficiencia humana. Si uno se empecina en ella cae en un proceso
al infinito en el cual desaparece el fin: se agota en los medios
según una tendencia infinita, que por carecer de fin es insaturable.
Otra mala consecuencia del excesivo afán de riqueza es que el
autocontrol moral es sustituido por un sucedáneo de inferior
calidad: el dinero. Es lo que Aristóteles llama la crematística: un
arte adquisitivo para el que parece no haber límite (Política 1256b
40-42). La causa del afán de riquezas no es el vivir bien, sino el
afán de vivir hecho ilimitado que, al apetecer ilimitadamente
medios (Política, 1257b 40; 1258a 2), fragua en una medida
asimismo acumulable sin fin cuya posesión es representativa, por
intercambio, de todos ellos: todo se compra con dinero. Como la
raíz del afán de riqueza es, simplemente, el miedo a morirse de
hambre (dicen los médicos que la forma moderna de histería es la
glotonería) lo conjuramos con esa cosa muerta que es la moneda.
Por eso Aristóteles dice en la Política 1254a 7: la vida es acto
perfecto, praxis teleía, no es producción (ò de bíos praxis, oú
poíesis éstin). El vicio destruye el principio; el principio de las
acciones es el fin. El hombre corrompido no ve la necesidad de
elegirlo todo para un fin. Y ese hombre corrompido es el que cede
a la buena vida (Ética a Nicómaco 1140b 19-22).
Además la crematística, y ese es otro carácter negativo suyo,
induce al aislamiento, pues el dinero es un conectivo insuficiente.
Entonces cada uno se dedica a lo suyo y la polis se rompe. La
crematística versa sobre las transacciones entre cosas exteriores al
alma. Saint Simon, uno de los primeros sociólogos del siglo XIX
decía: hay que cambiar el gobierno de hombres por la
administración de cosas; ése es el signo de nuestro tiempo.
Naturalmente si Aristóteles hubiese oído a Saint Simon se habría
quedado de piedra, ¿En vez de gobernar hombres administrar
cosas? Esta es locura de plutócratas, tecnocracia, asunto de
esclavos. Además, la moneda es “la representación de la demanda
en virtud de una convención: no es por naturaleza y está en
nuestra mano variarla o hacerla inútil” (Etic. Nic. 1133a 29-32).
Esta es la posición de los grandes socráticos. Evidentemente
algo más hay que decir, porque nuestra situación es otra. Las
relaciones entre la buena vida y la vida buena hay que plantearlas
de un modo algo diferente a como lo hace Aristóteles, con una
nueva inspiración, aunque siempre conviene tener en cuenta el
diagnóstico clásico.
La clave de la modificación de la situación es que hoy el
trabajo ha adquirido una densidad en la vida humana
insospechable para un griego. Esto comporta que la dimensión
perfectiva del hombre se juega en su acción productiva y,
correlativamente, en el uso (mal llamado consumo) de sus
resultados. Hoy la producción no es un asunto reducido al simple
sobrevivir, sino que es la suscitación de un mundo cuya
organización exige especial atención, porque a su manera cumple
la noción de fin. No es lo mismo, en efecto, el fin como término de
la tendencia y el fin como causa ordenadora de un mundo.
Sin duda, este mundo suscitado por el hombre exige su
inserción activa en él, por lo que su ordenación no es una mera
administración de cosas, sino una coordinación de libertades y,
por lo tanto, un ámbito propicio para el perfeccionamento del ser
humano.
De este modo, la noción de medio se ha de perfilar con mayor
nitidez. El insertarse en los medios que el hombre suscita
ordenándolos en atención a su plenitud ética, trasciende la noción
de naturaleza. Ese trascender se llama persona.
Persona es el ser a cuyo cargo corre la plenificación de una
naturaleza que se dice suya. Esto significa: cada ser humano —
Sócrates, Calias — no es una forma específica determinada en
singular por diferencias accidentales, sino un acto hiperformal a
cuyo despliegue la naturaleza sirve de cauce; por consiguiente, el
acto que es la persona — actus essendi en terminología tomista —
se dilata y continúa; con otras palabras, es un acto efusivo o que
aporta.

2.  La confusión moderna

Los medios dependen de esa aportación, por lo que reducirse a


su nivel como cosas destacadas contradice la índole del ser
personal todavía más que lo reconocido por la filosofía griega con
el concepto de acrasía. A su vez, la persona eleva la vida buena a la
exigencia que le es propia de bien ser. Sin embargo, en nuestra
situación se registra una dificultad muy aguda para proseguir las
averiguaciones clásicas en la línea que he esbozado. Para hacerla
patente formularé la pregunta siguiente: ¿sabemos hoy lo que
significa medio? Es muy dudoso. Se oponen a ello una serie de
rasgos del planteamiento moderno. Para medir la dificultad hemos
de aludir a un asunto complicado.

La absolutización de la acción

En la Edad Moderna se ha producido una absolutización de la


acción humana. La acción humana no es lo radical en el hombre;
sin embargo, al interpretarla como absoluta se le confieren dichos
rasgos a costa de destruir su carácter personal y la integridad de su
mismo valor activo. Mientras la intención de absoluto se ha
mantenido, se han formulado grandes construcciones filosóficas;
cuando ha decaído, se ha incurrido en reduccionismos crasos.
Desde luego, el énfasis puesto en la operatividad humana debía
provocar un enorme incremento de lo que se llama medios. ¿Pero
tenemos hoy una comprensión suficiente de los medios? La
absolutización operativa lo impide, de cualquier modo que se
haga: tanto en la forma del idealismo absoluto, esto es, en la
absolutización de la razón humana, identificada con la razón
divina, como en el modo del voluntarismo nihilista, del
racionalismo pragmático, etc.
En especial, el intento de absolutizar la voluntad humana
significa: existe el querer aislado que es productivo del poder en
cuanto que es sólo poder (acompañado por la nada). La
absolutización del querer es una peculiar interpretación del poder
cuya influencia política es notoria. Pero, recordémoslo, Nietzsche
opera dentro de la crisis posthegeliana, una crisis basada en la
advertencia de que el idealismo, precisamente por ser un saber
histórico modalmente absoluto, se ve forzado a declarar irracional
el futuro. Si el saber absoluto ha sido alcanzado, en el futuro no
hay razón. Pero entonces es posible un poder absolutamente no
razonable, marginado de cualquier subordinación a un fin, que
respalda a parte ante una actividad consistente en pura
autosuperación.
Al curvarse sobre sí misma, la voluntad de poder es la nada
para siempre. De acuerdo con esto, los medios, en número
creciente, son desasistidos de toda dirección a un fin. Ello equivale
a decir que los medios se “desnaturalizan”, comienzan a gravitar
en sí mismos y a imponer su propio régimen funcional al margen
de los fines. Dicho de otro modo: los medios suplantan a los fines.
Sin paradoja, pues es inevitable, la absolutización de la
operatividad humana se desliza hacia el imperio de los medios. El
voluntarismo exacerbado desemboca en el pragmatismo.
La absolutización de la razón es la crisis de la verdad, pues el
pensamiento es relativo a la verdad y la pierde, a la vez que su
mismo carácter operativo, al referirla sólo a sí misma. La
absolutización de la razón es un puro imposible en el nivel
operativo. El Absoluto hegeliano es presencia infinita y, como tal,
lo más alto, generalidad repleta y eminente. En ella no hay vector
de sentido, intención, tensión hacia un “más allá”.
Después de Hegel aparece la interpretación marxiana de la
altura de la presencia racional como ascenso falso y trivial, simple
reflejo de la fuerza de la base, es decir, del proceso de
transformación de la materia. Es manifiesto que dicho proceso,
como Absoluto sucedáneo, no supera el nivel de los medios, con lo
que éstos se escapan de todo control e imponen su enigmática
hegemonía. El marxismo viene a ser una polémica aguda en torno
a los medios con un neto déficit teleológico.
Producción y distribución de medios, como categorías
centrales de una visión del mundo de la vida humana, señalan una
insuficiencia teórica que repercute en la captación misma del ser
del medio. Sin duda, el vacío de los fines ha llamado la atención de
algunos marxistas y se ha procurado llenarlo. Ya en Rosa
Luxemburgo y en Lenin la preocupación es actuante. Con mayor
lucidez en el primer Lukács y en la subsiguiente escuela de
Frankfurt. También en Bloch. ¿Qué hacer, además de medios?
¿Qué hay más allá de los medios, sin lo cual estos últimos son pura
insignificancia o atroz arbitrismo en su uso? La planificación
central, esto es, el monopolio instrumental, entrarña la
abrumadora nivelación del hombre con las cosas con que hace su
vida, al quedar comprometido sin resíduos en hacerlas. Más aún,
el tedio es inevitable, si la relación del hombre con los medios no
sobrepasa la intención — utópica — de constituir un móvil
perpetuo de segunda especie — en este caso, un colectivismo
homeostático —. ¿Es forzoso aceptar que el hombre es tan sólo un
ente entre los entes, un interesse, por cuanto sin interés no hay
acción ni conocimiento — Habermas —, o porque la técnica marca
el armazón — Gestell — de la instalación y de la convocatoria en
que se juntan el hombre y la realidad, como sugiere Heidegger?
¿Sabemos, siquiera, lo que es un medio en tales condiciones? La
protesta hedonista — por ejemplo, Marcuse — se limita a retraer la
cuestión sin resolverla. La noción de cuerpo como instrumento de
placer del que se dispone sin aplicación productiva previa, pone
crudamente de manifesto el advenimiento de la nada al terminar
el uso. Esta nada es designada por Tomás de Aquino como torpeza
y sopor — hebetudo —. Hay quienes aceptan dicho sopor como un
nuevo episodio hedónico: es la renuncia a la alegría. Taciturno,
ahondado en la preocupación, como un adolescente enranciado, el
hombre se ensimisma al no vislumbrar sentido a una existencia
consumada en el inter-cambio, es decir, en el plano de los medios
sin finalidad.
Por lo demás, las dificultades de la comprensión del ser del
medio en estas posturas escapan a la obvia observación clásica de
que el hombre no se limita al ejercicio de una conducta medial,
sino que capta la razón misma del medio y, por lo mismo, su
relación a los fines. La noción de valor-trabajo de Marx, y del
interés como valor de Habermas, no aseguran la comprensión de
los medios.
Aquí entra en escena Nietzsche. Se evita de entrada el caer en
el soliloquio, eliminando de raíz el pensamiento y anticipando el
Absoluto a la simple renovada productividad del querer. Por lo
pronto, se descalifica la elevación idealista y se exalta el fenómeno,
lo inmediato. La crítica de Nietzsche está referida a Platón: el
mundo de las ideas es lo otro, lo que no se puede cobrar en el
plano de la vida; además, la idea es en sí mera presencia y, como
tal, lo inactivo, lo muerto, mejor, lo que ya se puede declarar
muerto. La dura ironía de Nietzsche se ensaña con la solemnidad
de las construcciones de cartón de piedra de la razón. Todavia más
que a Platón la crítica afecta a Hegel, esto es, al proceso dialéctico
entero, cuyo primer movimiento es percibido como oscilación y
debilidad. Nietzsche propugna la reflexividad de la posición pura
(imposible si se da el paso dialéctico a la negación) emperrada en
no quedar fijada de una vez.
Nietzsche rechaza la intencionalidad del pensar por estimarla
no tanto una alienación, como un desvanecimiento de la fuerza de
la vida. Dicha intención ha de ser detenida sin más porque nos
aleja de la espiral de la voluntad, ahuyentadora del haber nacido.
El yo viene a ser así en virtud de la voluntad: el querer es, en
cuanto posición tética, supresor de todo nacer. En la voluntad el yo
se encuentra elevado respecto de sí mismo, al ser fundado por ella.
Y esto significa: fundar es la nada como determinación, pues el yo
no es fundado como algo, sino más bien como la inversa de
cualquier resultado. El eterno retorno es la nada de la
intencionalidad de la voluntad vuelta, replegada hacia el yo, el cual
se remite a ella como su fundamento. En suma, la posición de la
voluntad apela al yo. El conjunto es como un astro errante
intemamente colapsado.
Pero es evidente que en estas condiciones la voluntad no ama
o que para ella amar implica una problemática insoluble, porque
está cerrada; no lleva a ninguna parte, no conduce. En resumen, la
crisis de la finalidad es un rasgo común de las ideologías del siglo
XIX.
También se nota en el mecanicismo, en el relativismo
inherente a la teoría del progreso indefinido y en los
planteamientos evolucionistas. Por ejemplo, la subordinación de
todas las variables biológicas a la supervivencia, en el
planteamiento de Darwin, es una crasa anulación del sentido en el
fenómeno en que el sentido es más patente: el vivir. Piénsese un
momento en esta curiosa aporía: supuesto que la inteligencia
humana sea debida enteramente a la evolución biológica, la
inteligencia sólo alcanzaría a entenderse a sí misma de modo
adecuado si se reconociera como el proceso a que es debida. Pero
esta redundancia anularía a la inteligencia en cuanto que tal.
Dicho de otro modo: la noción de un proceso material, razón
suficiente de la inteligencia, es incompatible con todo entender,
pues sólo sería adecuado entender tal proceso, el cual para existir
en modo alguno necesita ser entendido. Además, la inteligencia, o
entiende con verdad algo distinto de dicho proceso, o es superflua.
Estas breves consideraciones ponen a la vista la disolución del
sentido latente en bastantes variantes de la Ilustración. Sin contar,
por otro lado, con que los planteamientos evolucionistas son
escasamente inteligibles — tal como se proponen —, por cuanto no
incluyen en su temática, como debería ser, la comprensión del
modo según el cual la inteligencia del autor se reduce a ellos.
Parece indudable que son provisionales, o que no han alcanzado lo
que Kant llamaba el estatuto seguro de la ciencia.
Es probable que sea correcta la apreciación de Blumenberg,
para quien la noción más operante en los planteamientos
modernos, al menos desde Espinosa, es la de automantenimiento
— Selbsterhaltung—.
El dique que pretendió levantar Nietzsche contra la debilidad
humana se desmorona en la medida en que la insignificancia de
los medios y su inutilidad se hace patente. No se sabe qué hacer
porque sin fines no se dispone de medio capaz de controlar el
conjunto de medios. Otra modalidad de la situación es provocar lo
inevitable para compensar la falta de energía interior. En la
compulsión del terrorista al oprimir el gatillo — el efecto
destructor es desde entonces automático hay un componente de
este tipo. ¿Domina el terrorista la índole medial de su conducta?
Según claros indicios, opera casi a ciegas, fiado en la eventualidad,
a la que se aferra desesperadamente, de conseguir o extraer del
crimen el logro de una incierta ilusión. Desesperadamente, como
obligado a proyectarse en la ausencia de toda efectividad positiva,
se desata el oscuro estilo del miedo. Al parecer, un celtíbero
penetrante acertó a expresar este estado de ánimo con el grito:
¡viva lo peor! La violencia es simplificación extrema, primitivismo
y desarticulación, incomprensión de la gama de los medios
positivos, el reinado de la casualidad, el antimedio. Se pretende la
transmutación del odio, del no querer que algo exista y cumplir su
aniquilamiento, en la génesis de una novedad.
La violencia como límite muestra el balance ruinoso de la
absolutización de la acción humana. Comprobamos la
predominancia alternada de la energía sin forma o de la forma sin
energía, es decir, la pérdida de la integración de ambas
descubierta por el aristotelismo. El balance, en lo que ahora
importa, es: ignoramos el sentido de los medios, pues ese sentido
es lo que se llama fin. Ni las energías sin forma, ni las formas sin
energía son capaces de fin. Pero siendo ésta la situación, el futuro
aparece como catástrofe y el año 2000 como lugar geométrico de
los temores. El futuro se cierra y el hombre pierde su libertad, que,
en gran parte, es capacidad de futuro como riesgo. ¿Qué hay en el
hombre de cara al futuro? Según el idealismo absoluto, o el
voluntarismo paralizado, nada. Nuestra situación es terminal, pero
no escatológicamente, sino en el modo de una inhibición, de un
descartar la continuación.
Si esta es una descripción acertada, hemos de conceder que las
preguntas, planteadas en solemne secuencia por Kant, han sido
contestadas de manera negativa. ¿Qué puedo conocer? Nada. ¿Qué
debo hacer? Nada. ¿Qué cabe esperar? ¿Qué es el hombre? Nada.
Esta es la respuesta actual a las preguntas kantianas. Y también:
¿por qué el aborto? Porque el truncamiento del futuro de una
criatura no importa; ¿por qué el divorcio? Porque el hombre no es
capaz de compromiso estable. ¿Por qué, en cambio, otro tipo de
compromiso, a saber, un proyecto de consenso político universal
por chato que sea? Por un reflejo de defensa y de conservación
ante la perspectiva de cualquier cambio como perturbación. Se
sobreentiende que cualquier iniciativa es, sin remedio, parcial y
descoyuntada, pues altera el precario equilibrio de modo
irreversible. A esta impresión de parcialidad contribuye también el
socialismo, que aparece en escena con aspecto revisionante y
polémico, y propone un modelo de sociedad generalizante,
homogéneo y, por esto, sumamente simplista, incapaz de asumir la
pluralidad de aspectos y dimensiones constitutivos de una
sociedad desarrollada. La peculiar parcialidad del socialismo le
lleva a imponer la atonía funcional a la complejidad de la situación
para dominarla. Por eso, si el socialismo reconoce su parcialidad y
se aviene a pactar, introduce en el poder una insuficiencia básica.
Así se implanta la versión actual de la partitocracia, que es algo
más que el poder de los partidos políticos: es una división y un
debilitamiento del poder en su totalidad, es decir, más allá de la
esfera de la administración y de la asamblea legislativa.

La autonomía de los medios

Ahora debemos ocuparnos de una objeción muy neta contra la


oportunidad de la descripción precedente. ¿cómo explicar desde
las instancias aducidas el espectacular aumento de los medios en
el último siglo y en el actual? Parece evidente que las ideologías del
Absoluto no son suscitadoras de medios, sino, por el contrario, un
estorbo para la actividad productiva, la cual sólo por insensatez
podría autointerpretarse como absoluta. Como todas las
objeciones bien motivadas, ésta abre una amplia perspectiva.
1. Sugiere, por lo pronto, que el hombre suscita medios sin
acertar a reconocerlos como tales, o que los produce sin saberlo
con exactitud. Con otras palabras: hay muchos más medios de los
que se designan como tales; “objetos” que realmente son medios,
ordinariamente se toman como entidades obvias, que se
encuentran ahí de suyo. Se olvida que son efectos de la inventiva
humana. La razón fundamental de esta inadvertencia se cifra en la
dependencia de los medios respecto de las personas. La ignorancia
de nuestra condición de personas acarrea la ausencia de la
percepción de los medios.
Seguramente hay que añadir a ello otros factores. Al
concentrar el esfuerzo en su invención, los medios son apreciados
como fines; por otra parte, una vez logrados, dicho esfuerzo
desaparece y los medios se confunden con los elementos de la
naturaleza (cuando se ha encontrado el modo de producirlos se
hace casi automático). Consolida esta superficial actitud ante los
medios el hecho de tomarlos en la fase de la disposición: para
disponer de un medio es preciso que ya exista; la disposición es un
apoderarse, no una comprensión del medio según su status
nascens. El desconocimiento acontece también cuando se acepta
que el fin justifica los medios: tal justificación sustituye a la
comprensión delser del medio; pero aunque la postulación
desconsiderada de un fin particular desbarata la comprensión del
ser medial, no impide, por otra parte, la abundancia de su uso. Es
éste un curioso ejercicio de la astúcia (no precisamente a lo que
Hegel llama astúcia de la razón). El astuto es prolífico en
utilizaciones forzadas, o en soluciones de problemas suscitados
por su torpeza; y también al revés, es preciso dejar a un lado la
astúcia para comprender lo que es el medio (la astúcia es el
recurso único en los fallos de la inteligencia).
Se precisa cierta humildad para aceptar que todo lo que
producimos — la cultura, la técnica ¡El Arte! — no es, en su ser,
sino medios. Como, además, la avidez de disponer entra pronto en
escena, nos precipitamos a consagrar los fines que no lo son. Así
acabamos por afirmar que el yo es el fin, sin caer en la cuenta de
que al subordinarlo todo al yo se cae en la esclavitud, pues la más
pequeña muestra de insubordinación se convierte en turbación y
en afán obsesivo de acabar con ella. Tampoco notamos como la
subordinación universal abre el vértigo, a pesar que ya Platón
señaló que el tirano se asoma a lo indefinido — el poder total es
para el yo la ausencia de cualquier proyecto que requiera todavía
control —. Tampoco atendemos a la experiencia de Nietzsche,
claramente vertiginosa en su circularidad misma.
Todos estos rasgos se dan cita en el pragmatismo moderno y
en la ambigüedad de la Ilustración Total. La ambigüedad consiste
en la abrupta injerencia de la intención de disponer en la
capacidad humana de suscitar medios. La intromisión opera como
una reclamación apresurada, es decir, según la tajante vigencia del
principio del resultado (al que he aludido en otras ocasiones). De
este modo la capacidad de suscitar se convierte en medio para un
medio. La extremosa vigilancia con que vive Descartes
(prolongada a través de Kant hasta nuestros días), viene a ser
como un estar apostado en una espera que hurga en la facultad de
los medios para hacerse con ellos, para cazarlos de inmediato. O
con otra metáfora: es el recurso exigitivo a la capacidad por mor de
la necesidad, la interpretación de lo que hay de generosidad en el
hombre en términos de cantera para el aprovisionamiento de un
egoísmo superpuesto. Esa es la forma más cruda de explotación
del hombre por el hombre, no la que detectan Marx o Proudhon.
La Ilustración confunde lo práxico y lo poiético. Es el proyecto
de disponer sin límites de la razón, es decir, de extender a la razón
el momento dispositivo. Este proyecto es un error teórico y moral.
Para deshacerlo conviene distinguir el disponer y lo disponible. al
disponer se dispone de, pero la idea de disponer del disponer
marca una deriva incoherente y vacua, sumamente peligrosa. Es
fácil detectar en ella un pseudo ejercicio de la libertad que la
disuelve en angustia, así como una abdicación que deja el hombre
inerme ante la tiranía y la enemistad.
2. En segundo lugar, la objeción sugiere una característica de
los medios en su abundancia tal como es provocada por el
pragmatismo absolutizado. Si el pragmatismo es la incomprensión
del ser del medio según la atolondrada e irrespetuosa
interpretación de la génesis de los medios como un medio para el
medio (a partir de la hegemonía del egoísmo sobre la persona
humana), el uso de los medios no puede remediar su primaria
incomprensión, la cual en ellos aparece y prosigue. Esta
significa descontrol. En el descontrol los medios se hacen rebeldes.
Poseen, en efecto, un cierto modo de ser y un funcionamiento
imprevisible en la medida en que no se comprende. La
comprensibilidad de los medios está ahí fuera, en ellos mismos,
trasladada a una situación inasequible si es que su génesis es un
medio para un medio. El egoísmo acarrea, como digo,
atolondramiento, falsa superioridad que incita al descuido.
El egoísmo tiende a dispensarse de comprender, por cuanto el
medio funciona por su cuenta. La autonomía funcional, y la
paralela disminución de la comprensión en el uso, contribuye
decisivamente a la obturación del fin. Con otras palabras, la
conexión dispositiva con el medio — o el utensilio —, como
actividad, es débil e incompleta. El fenómeno es llamativo: usar un
medio es limitarse a ponerlo en funcionamiento: de funcionar, en
sentido estricto, se encarga el medio mismo. El contacto factivo,
operativo, en el nivel del uso se reduce a abrir o cerrar un
interruptor (apagar o encender la luz, la televisión; puesta en
marcha en un coche, pilotaje automático de un avión, etc.). Esto
despierta la impresión de que el artefacto está “casi vivo”. Pero
también despierta otra impresión: algo así como lo trivial del
hacer y sus consecuencias. Correlativamente, tiene lugar una cierta
reposición de la actitud mágica y animista, con sus componentes
de miedo y de reverencia. La ignorancia de las “tripas” de los
aparetejos, y el curanderismo del experto en reparación de averías,
la asimilación de los científicos al “gurú”, es la tecnocracia en
estado puro. Repárese también en la tecnificación de la medicina y
en el esoterismo, que llega a un extremo ridículo en el ritual del
psicoanálisis; todo esto contribuye a consolidar la idea de medio
para el medio. El cuerpo humano aparece como instrumento de
uso cuya clave sólo conoce otro. Uno no es dueño ni de su propia
psique, la cual es definida como inconsciente a descifrar
únicamente por el psicoarconte. Sucede que la razón deja de ser
rectora, traslada su sustancia al artilugio y se queda sin ella.
La idea de dominar el mundo mediante un conocimiento
transformador comporta el proyecto de construir un factor
dominante (no existente hasta entonces). En primera instancia la
idea no es descabellada y su éxito, aunque parcial, es innegable:
dominar es una propiedad del conocimiento, la inteligencia es la
facultad de los medios, etc. ; sin embargo. hay que rechazar
cualquier deriva degradante, pues el hombre es superior al mundo,
y al superior compete elevar al inferior, o comunicarle su
dignidad: perfeccionarlo: ésta es la función primordial del
entendimiento respecto de las cosas materiales. Por eso la
reducción de la razón a pragmatismo es una igualación
humiliante, un recorte empobrecedor que tampoco para el mundo
reporta ventaja alguna. A lo que conviene añadir dos
observaciones más.
La primera dice así: el empobrecedor recorte con que nace la
Ilustración incapacita a la razón para mantener su carácter
dominante por encima del factor de dominio que suscita. A esto
equivale la rebelión de los medios. Sirve para comprobarlo el
hecho cierto de que el ilustrado no tiene más recursos para paliar
los inconvenientes presentados por los medios que acudir a otros,
lo que es el colmo de la astucia, o un proceso al infinito que deja
intacto el problema y, a la larga, lo agrava. Es sumamente curiosa
la sorpresa del ilustrado ante esta observación: para él no hay
nada por encima de los medios. Ahora bien, esta ceguera es el
peligro mismo de su situación, es decir, el traslado de la sustancia
de la razón a los medios, la privación del fin.
La segunda observación previene contra una falsa esperanza.
La Ilustración postula la emancipación de la razón en los términos
de un total disponer de ella. Pero se trata de un postulado ilusorio,
que sólo se sostiene mientras dicha totalidad dispositiva no se
logra, o precisamente porque no se logra. Esta imposibilidad es lo
que impide la completa demenciación del ilustrado. Para
comprobarlo basta señalar que si se lograra la total disposición de
la razón se produciría la coincidencia de la razón con un
postulado. El absurdo es manifesto: esa coincidencia aniquilaría a
la razón. Con otras palabras, si el conocimiento del mundo no
reporta ventaja ninguna para el mundo, el conocimiento se reduce
al mundo: no hay más que mundo, o el mundo es lo único; Pero
entonces no hay conocimiento. Como dicen los físicos, la noción de
caso único es incompatible con la ciencia. Por nuestra parte
resaltaremos que razón emancipada significa razón
despersonalizada. Pegar una persona a una razón superlativa es
tan imposible como la complexión de la nariz quevedesca.
El terror a la técnica es debido a la incomprensión pragmática.
El medio acaba mostrando una marcada tendencia a detentar él
mismo el fin. El fin es del medio a extramuros de los fines
humanos; con esto la persona humana queda sujeta a una
trayectoria extraña, en una situación desairada y peligrosa. Ya no
se trata tan sólo de un descontrol, sino de la aparición inaudito e
insospechable de un fin según el “vitalismo” del medio. De esta
manera el medio deja simplemente de serlo, su incomprensión
precipita en una iniciativa que se nos escapa y que conduce a no se
sabe donde (nadie lo sabe, ni el hombre, ni la máquina; sin
embargo, es la máquina la que detenta el fin).
En la moderna filosofía analítica del lenguaje cobra un auge
sintomático el sector que se denomina pragmática, esto es, la
consideración del habla como radicada en el hablante, o emitida
por el sujeto (por ejemplo, la noción de acto ilocutivo de Austin).
Se trata de una importante reacción frente a la autonomía de los
medios: por lo menos el lenguaje no debe sernos arrebatado. La
noción de juego lingüístico, propuesta por Wittgenstein, mira
también a evitar la deshumanización del lenguaje. Sin embargo, la
pragmática lingüística está desconectada de la cuestión de la
complejidad de la frase como unidad mínima de significado
veritativo. El control ilocucional no es, pues, una garantía
suficiente ante la tecnificación de la informática; en definitiva, hoy
también el lenguaje funciona sólo y ofrece una deriva imprevisible.
Lo imprevisible del funcionamiento instrumental agrava nuestra
propia desorientación.

Conclusión: el poder ante el problematismo de los


medios

¿Qué queda hoy de la persona en orden a los medios? ¿Cómo


acometer el fin clásico del vivir bien? ¿cómo organizar la
convivencia? No se sabe, pues parece haber sido sustituida por un
conglomerado de máquinas que se remiten unas a otras. No hay
medios particularizados, sino una constelación de medios: tal
constelación es el medio en esta era de la superabundancia de
medios. Por eso se usa tanto la noción de contexto: toda
disposición de instrumentos presupone la constelación medial, de
la que no disponemos. Así pues, con la noción de contexto no se
resuelve nada, sino que se asiste impotente al desarrollo de la
situación.
Ahora bien, aquí tiene que haber un error, puesto que no es
admisible la inhabilidad del hombre para el futuro. Este error
afecta a la situación de un doble modo: desorganiza su
complejidad, que se hace abigarrada y pierde su perfil unitario, y
nos impide concentrar cualquier esfuerzo. Por lo tanto, es preciso
proceder a su rectificación, porque la vocación de futuro es propia
del hombre y ha de ser restablecida.
Ciertamente, el hombre es más rico en recursos de lo que
admiten estas interpretaciones y por eso sigue adelante aunque
zarandeado por ellas. Vamos tirando, al menos, a pesar de que no
dominamos lo que obviamente deberíamos dominar; a pesar de la
crisis del poder y de la consiguiente trivialidad de la política y el
acortamiento del radio de intereses; a pesar de los remedios
aprontados de modo convulso por carencia de inspiración. Pero,
por ello mismo, hay que afirmar que soportamos un desorden, un
cierto atasco que provoca una nerviosa irritación o un
conformismo prematuro.
Todas estas observaciones han de tenerse en cuenta a la hora
de plantear la reforma del poder.
¿Pero el poder es algo más de lo que es o ha sido de hecho? Sin
duda, pues el poder de hecho ha fracasado, o porque, de hecho, el
poder no es ni siquiera eficaz. No basta con ungir el hecho del
poder con justificaciones exteriores, si la disposición de los medios
es una simple quimera. Ni conservadores ni progresistas pueden
aportar remedio.
La idea de organizar la convivencia a través de una disposición
de medios aptos choca con la complejidad de la situación en
cuanto que determinada por la constelación de medios
emancipada. Una complejidad no unitaria, y a la vez determinante
de la sociedad, impide el proyecto de organización, el cual, o es un
sobreañadido a un complejo impermeable a su influencia, o se
sume en dicho complejo y corre su suerte sin dirigirlo. No hay
jerarquía de instancias cuando lo que rige es la constelación de los
medios: el poder político ha perdido su índole propia, es decir, el
carácter específico de sus medios propios. La impresión contraria
es un nostálgico apego a antiguas vigencias desprovistas hoy de
efectividad. Si se acierta a mirar por debajo de los viejos oropeles,
se percibe que el Estado se limita a subrogarse a la sociedad. Con
ello sucumbe a la desorganizacjón el conglomerado medial.
Las cosas que se hacen, las medidas que se toman, rehuyen el
futuro. Se parte de una inspiración desde la cual el futuro no es
accesible, porque el uso de los medios está desfinalizado, o porque
no hay acuerdo entre los fines subjetivamente pretendidos y los
portados por el conglomerado instrumental. La superabundancia
medial fluye en una dirección opaca para el hombre. Con ello se
corresponde la desorientación de la política.
El examen de la objeción ha puesto de relieve la afinidad entre
los absolutismos filosóficos y el proyecto ilustrado. Sabemos que el
futuro se nos ha encapotado porque hemos pretendido una
absolutización de lo dinámico en el hombre, de lo que procede de
sus facultades, o lo hemos referido pragmáticamente a meros
resultados. Hemos tomado el tranvía en marcha, sin preocupamos
de dónde viene e ignorantes de su destino. Pero las facultades
están radicadas, esto es, los principios de las operaciones emanan
de un principio anterior, que clásicamente se llama el alma. No es
de extrañar que el intento de absolutización del rendimiento de las
facultades, es decir, lo dinámico y operativo del hombre, haya
terminado en una evaporación al olvidarse su respaldo primario.
Algo así le pasó ai hijo pródigo de la parábola evangélica.
¿Acaso es la vuelta al padre lo que hace posible la restitución
de lo perdido? La experiencia cristiana lo afirma: sólo esa vuelta
asegura que lo mejor está por venir. El cristianismo es reparación
y dotación del hombre respecto de su destino, crecimiento y vía.
Un presente meramente prolongado es una falsa inmortalidad, un
contrasentido y, en el fondo, un imposible, pues el presente
necesita una garantía distinta de él. En todo caso, atenerse al
presente es hacedero mientras el futuro está abierto. Si el futuro
desaparece, el presente desfallece, no es vivible. Presente significa
regalo. Por eso pedimos por el hoy: por cada uno.
El eterno retorno es la soberanía del juego como lo único que
no cesa, la temporalidad proteica que priva de seriedad a “lo otro”
y aniquila el destino, o sea, la intencionalidad amorosa. Nietzsche
ha eximido a la voluntad de la misma posibilidad de caer en
falta respecto de “lo otro”. ¿De qué modo puede orientarnos,
reconvenirnos, o pedimos, “lo otro” cuando lo definitivo es
siempre distinto, otro de otro? Pero una voluntad capaz de amar
quiere “lo otro” y, a la vez, amar más. En especial, el más del amor
no cabe sin futuro (la sentencia de San Agustín “dijiste basta:
pereciste” se refiere al crecimiento del amor). Es éste el remedio
contra el torvo aspecto del poder en manos de la sofística.
Si hemos malbaratado la herencia porque nos hemos hecho
con ella en el nivel de la acción; si hemos entrado en pérdida al
construir la Antropología colocando el absoluto en ese plano; si
con ello han proliferado la irresponsabilidad y el descontrol de los
frutos de nuestra actividad, debemos ampliar el planteamiento. Y
lo primero es una cala en lo profundo del hombre. Hay que
considerar al hombre antes de su operación. Disponemos de los
medios, pero ¿de donde proceden los medios?
La situación actual es crítica en términos de radicalidad, y por
eso también, correlativamente, de finalismo y de futuro. Hay que
estudiar la génesis de la operatividad medial, esto es, emprender
una incursión en la persona. Y ello interesa tanto en teoría de la
acción como en Sociología. Se ha de tratar de la organización y de
su apertura a la comunicación.

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