Wlicock - Casandra
Wlicock - Casandra
Wlicock - Casandra
Desde lejos se ven los estaqueados, los enterrados hasta el cuello en el barro
helado, los flagelados. La gruta queda en el fondo de una hondonada pedregosa,
labrada según dicen por la erosión de los glaciares, y situada aproximadamente en
el centro del pentágono que forman las cinco ciudades principales de nuestro
tetrarcado. No es una gruta, es una casa; pero conserva su nombre de gruta
porque Casandra, en otras épocas, cuando todavía era una escuálida vagabunda,
solía refugiarse en una gruta cerca del puerto, y con su persistencia de trastornada
siguió llamando gruta primero la casilla de madera que en cierto momento le
instaló el Arcontado de Entretenimientos, y luego la espléndida casa-templo que
su popularidad vertiginosa no tardó en exigir.
Los turistas del Asia Menor, de Sicilia y de Egipto vienen a visitar nuestro país
exclusivamente atraídos por la fama de Casandra. Afluyen en multitud, aun
sabiendo que muchos no volverán, o volverán esclavos de sus esclavos, o
inválidos, o ciegos. Hasta se murmura que la Capadocia no nos declaró la guerra
porque su rey no quiso ofender a Casandra (¡como si algo pudiera influir sobre sus
decisiones!).
Casi todos mis parientes están de acuerdo en afirmar que Casandra es extranjera;
pero allí termina el acuerdo, porque todos le atribuyen nacionalidades diferentes.
Generalmente basan sus argumentos en los defectos de pronunciación y en los
giros foráneos que tanto suelen elogiarle algunos admiradores interesados: este
razonamiento es por supuesto discutible, porque nadie ignora que Casandra sería
capaz de cualquier extravagancia con tal de llamar la atención; además, pocos
pueden jactarse de haberla oído, y menos de haber comprendido lo que decía. Mis
cuñados consideran denigrante que una extranjera nos subyugue hasta ese punto;
salvo el más alto, que preferiría enojarse con toda la familia antes de admitir que
una compatriota, nacida en una de nuestras cinco ciudades, pueda arrogarse
semejante preeminencia sobre sus connacionales. Casandra, desde las tinieblas
de su demencia, conforma a todos desconcertando a todos; es así como varios
profesores de la Universidad aseguran haberle oído pronunciar breves frases y
hasta poemas fragmentarios en el dialecto desaparecido de los primeros
pobladores de Grecia; se ha comprobado también que por lo menos una vez habló
en el idioma de los persas, lo que hace suponer que aun sus
Casandra a sus admiradores; y hay por otra parte quien empieza a admitir la
verosimilitud de la excusa con que sus pretendientes rebaten las frecuentes
acusaciones de venalidad que le lanzan (quizá urgidos por la envidia) los que
nunca gozaron de la compañía de Casandra: dichos pretendientes se excusan
alegando que es hermosa, que es la mujer más interesante que han conocido, que
a su lado uno siente lo que no se siente al lado de ninguna mujer (al llegar los
admiradores a este punto, los detractores se dicen sardónicamente en voz baja: la
esperanza de hacerse rico). Hermosa, en realidad no lo es; despojada de su gran
prestigio, de los adornos y los vestidos que hoy le permiten las ofrendas (ofrendas
venales, por supuesto, pero tan poco eficaces que el interés que las motiva no
repugna a nadie, y menos aún a ella, tan segura está de olvidar al donante);
despojada del aparato que la rodea, de sus paseos nocturnos y de su interminable
ronroneo orquestal, ¿qué quedaría de su belleza? Su pelo teñido, su nariz
aguileña, sus dientes protuberantes y sus demás defectos hasta podrían, aunque
esto sólo es una suposición y el pasado ha demostrado que no es posible forjar
impunemente suposiciones, hasta podrían inspirar repugnancia a los amantes que
hoy se arrojan a su paso para besar el puño de sus mangas o el cabo de una fusta
de obsidiana que siempre lleva consigo como símbolo de sujeción.
Hablar de sus tesoros no es decir que Casandra sea muy rica. Es cierto que las
ofrendas particulares que recibe son a veces valiosas, pero ella las gasta
inmediatamente en locuras y trapos. El resto pertenece al Arcontado de
Entretenimientos; todas las noches ingresan en los sótanos de la Pentápolis las
joyas, cheques, monedas de oro y mantos de piel que Casandra arrebata a sus
visitantes. Por otra parte las riquezas no le interesan; sólo goza con el poder, con
la arbitrariedad. Antes, los pagos se efectuaban únicamente en efectivo, o
mediante objetos de valor. Pero hace algunos años Casandra decidió ampliar los
límites de solvencia de los suplicantes; esta medida, ruidosa y explícitamente
considerada como un beneficio singular que la pitonisa confería a la comunidad,
es en el fondo el argumento más poderoso de algunos hermanos míos (no todos).
Las seis mayores afirman que la perversidad de nuestra gran demente es
calculada, pero los dos menores replican que es muy probable que la medida haya
surgido directamente del Arconte de Entretenimientos, y que Casandra, siempre
ansiosa de figurar en primer plano, haya luego resuelto apropiársela. La franquicia
concedida fue la siguiente: que los suplicantes insolventes pudieran pagar con
castigos y torturas corporales. Algunos creyeron que esta novedad reduciría el
número de suplicantes, porque era previsible que Casandra se complacería en
distribuir heridas, dislocaciones y aun crucifixiones con la misma serenidad con
que antes distribuía la miseria y la opulencia. De ningún modo; disminuyó, es
verdad, el número de suplicantes adinerados, al comprobar que ciertos castigos
equivalían a la deshonra o a la muerte; pero surgió en cambio una muchedumbre
de pobres, los que no tenían nada que perder, salvo un cuerpo habituado a la
desdicha; para ellos la mera posibilidad de un cambio inesperado de fortuna y
posición social representaba realmente el regalo que Casandra alega habernos
concedido. Estos infelices constituyeron inmediatamente su vivero más propicio de
hecatombes.