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Capitulo #5 de Los Olvidados de La Fortuna.

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CAPITULO 5

DE LOS OLVIDADOS DE LA FORTUNA


No hay ciudad que no tenga sus locos y mendigos, personajes que hacen
tan familiares de tanto verlos que terminamos por aceptarnos y hasta los
echamos de menos cuando desaparecen. Por ejemplo, ¿quién no conoce en
Cajamarca al “Loco Terry”, ese gordito bajito, coloradote y rapado, que vende
el Almanaque Bristol y lanza invectivas contra todos y todos? ¿A quién no le ha
salido al paso, en la vereda del salas en la Plaza de Armas, una méndiga
vestida de campesina que jala la manga y pide, desde hace por lo menos
treinta años, una limosna por el amor de Dios?
En la época que nos ocupa, siendo la población de Cajamarca infinitamente
menor que la de ahora, los locos y los mendigos como que formaban parte del
paisaje y de la vida diaria. Veamos unos cuantos ejemplos: Hacia 1905 la
ciudad contaba con unos 18 mil habitantes, número bastante reducido como
para que todo personaje de la calle fuera conocido por todo el mundo. Por esos
años dos personajes paseaban sus miserias por calles y plazas sin que nadie
se hiciera nada por ayudarles o encontrarles un acomodo digno. Eran la
Lifonsia y el Chino loco, dos pobres almas nacidas de madre como todos los
mortales pero abandonados a su triste suerte desde Dios sabe cuándo. Los
dos loquitos vivían de la Caridad pública, aguantaba las burlas de los
mozalbetes, dormían donde los cogí la noche, se cubrían de harapos cuando
los tenían y avergonzaban a medio mundo cuando, instalándose en alguna
banca de la Plaza de Armas o en cualquier otro rincón de la ciudad, pasaban
revista a sus magros cuerpos despojándose de los harapos y exhibiendo sus
desnudeces con la inocencia de un recién nacido. Nadie hacía nada para
remediar el triste espectáculo, pero periódicos, autoridades, matronas y
señorones se llenaban la boca comentando lo insoportable que resultaba para
la moralidad pública el aspecto de esos dos seres desgraciados, Entonces,
como ahora, Cajamarca no contaba con un lugar donde llevar y atender a los
insanos que deambulaban por sus calles y de hacerse cruces, taparse los ojos
o sentirse ofendidos, no pasaba la cosa.

En el capítulo sobre la Plaza de Armas hablamos del chórcholas, el viejo


cacerista medio transtornado que, asumiendo que los jardines de la Plaza de
Armas eran de su propiedad, les prodigaba los más amorosos cuidados y las
trinitarias, los pensamientos, las rosas y retamas se multiplicaban y crecían
repletos de flores. La muchachada, siempre presta a jorobar, le gritaba desde
lejos “¡Viva Piér” y el Chórcholas los perseguía haciendo ademán de arrojarles
cualquier cosa, rojo de rabia y gritando “¡Viva Cáceres, carajo!”. Todo el mundo
ayudaba al Chórcholas con un pan, con un huevito duro, una fruta, una
monedita y el Chórcholas siguió así cuidando los jardines de la Plaza de
Armas, rengo, artrítico y reumático, inclinado sobre sus macizos de flores hasta
que la parca lo recogió en 1948 y entonces los jardines se pusieron mustios
porque extrañaban a su jardinero y el dorado de las retamas ya no fue tan
brillante ni los pensamientos tuvieron pensamientos tan bellos.

En la década del 20 al 30 paseaba por Cajamarca componiendo versos el


Tuerto Balcázar. Era un personaje pintoresco, joven todavía y de buena facha,
pero le faltaba un ojo. Llevaba una barba rubioana y, aunque vestía
pobremente, tenía apostura y dignidad en su demencia. Decían que había sido
estudiante medicina y de tanto estudiar se alocó. Tenía una facilidad increíble
para improvisar versos y se aprendió de memoria todo el santoral. Con estas
dos herramientas en la cabeza se aseguró el pan de cada día. Por ejemplo, el
29 de junio visitaba todos los Pablos y Paulas, les regalaba un verso y recibía
un plato de comida. El 29 de septiembre recorría los Migueles y Miguelinas y, al
llegar la noche el poeta loco podía dormir, aunque con frío, con la barriga bien
llena. Murió a los 34 años en 1930.

Otro loquito fue el “Zonzo lolo” que deambulaba por las calles con la mirada
perdida en el espacio y de vez en cuando estallaba en carcajadas. Pasó a
mejor vida en 1941.

Sin ser una ciudad populosa, no se daban dos pasos por una calle de
Cajamarca sin que una mano se alargara pidiendo una limosna a la niñita, a la
mamacita, al papacito por el amor de Dios. Entre los cientos de mendigos,
naturalmente, había muchos haraganes que habían encontrado en la
mendicidad el mejor medio de pasar la vida sin trabajar. La sociedad
Cajamarquina clamaba al cielo de no poder dar un paso sin ser interceptada
por un mendigo. Otros limosneros, en especial venidos del campo, exhibían un
viejísimo y sucio palo en el que ya no quedaba huella de efigie y pedían
limosna a nombre de algún santo. Hubo iniciativas de las que ya hemos
hablado. Por ejemplo del empadronamiento de los mendigos para darles un día
a la semana unos centavos y que el resto del tiempo se hicieran humo de la
ciudad. Otros fueron las de la señora Elvira de Garrido Lecca que allá por el
año 29 quiso construir un refectorio para menesterosos que administraran los
franciscanos o la del Monasterio de las Concebidas Descalzas que preparaba
un cierto número de porciones diarias para los mendigos. Lo cierto es que la
mendicidad siempre ha existido en Cajamarca y cierto también es,
desgraciadamente, que no todos son impedidos o pobres de solemnidad y que
se acogen a este quehacer porque no le significa ningún trabajo recorrer calles
y plazas estirando la mano. La mendicidad infantil sí parece ser un triste
fenómeno de la segunda mitad de este siglo.

Los indígenas fueron los grandes pobres, marginados y explotados de esta


época y aunque en algunos capítulos hemos hablado de ellos, queremos
volverlos a hacer expresamente en éste. El 17 de diciembre de 1900 el
subprefecto de Cajamarca dirigió a las autoridades de su dependencia una
circular previniéndoles que en lo sucesivo”…..se abstuvieran de exigir a los
indios trabajos forzados. “Tal circular fue enviada también a los jefes de
Gendarmes y a la Guardia civil para evitar que “…siguieran tomando a su
servicio o del cuartel a los infelices indiecitos.”

Estás disposiciones para acabar con los trabajos forzados reviven  las
muchas formas de explotación de los indígenas que se practicaban entonces.
Un ejemplo concreto es el de la hacienda Quilcate, Cuando investigábamos
sobre las aguas termales de ese lugar, cayó en nuestras manos una
monografía sobre Tongod escrita por Lelis Izquierdo. En ella habla, por
testimonio recogido de los ancianos del lugar que o fueron peones de la
hacienda o hijos de peones, de cómo en el siglo pasado y aún en este siglo,
cuando la hacienda era propiedad de don Manuel Sacramento Rodríguez, los
indios debían doblar la rodilla e inclinar la cabeza ante el patrón, Si no lo hacían
eran duramente castigados con el látigo o el cepo, lo que consistía en
encadenarles un pie a una gran viga imposible de mover. Los patrones de
haciendas, no sólo de Quilcate, eran poco menos que dueños de vidas y hasta
de las virginidades de las doncellas de la peonada cómo nos lo relata ese
cuento recogido sobre “Florida la semanera” que leeremos en el capítulo
siguiente. Si el patrón debía viajar era llevado en andas, cargado por cuatro
peones o en silla cargado por uno solo que se colocaba la silla a la espalda y la
sujetaba con gruesos cinchos soportando el peso con la frente. Los abusos y
explotaciones de indígenas en tierras de los patrones han sido tratadas en
innumerables libros de historia y novelas de célebres de autores peruanos.

Tenemos a la mano dos ejemplos extremos, uno de maltratos y otro de


justicia, ambos en la primera mitad de este siglo. El primero se refiere a los
abusos en la hacienda. La Pauca en 1946. Aparecía en ese tiempo en
Cajamarca el periódico “La Voz del Pueblo” que sólo alcanzó a salir dos años.
Era un periódico de denuncias. Un ex mayordomo de las tres haciendas de
Rafael Puga Estrada, Tinyayoc, Huagal y la Pauca, Juan Saucedo Goicochea,
hizo la siguiente denuncia que fue publicada en el periódico: “Hace seis años
que he dejado de ser empleado de Don Rafael Puga…Tenía entonces
trabajando en La Pauca trece años. El 15 de junio de 1939 fui atacado por el
señor hacendado a las seis y media de la tarde en su escritorio, donde me
maltrató inhumanamente valiéndose de un foete y de su fuerza física, sin que
hubiera habido motivo alguno. Me obligó a desocupar inmediatamente la
hacienda, cosa que tuve que realizar esa misma noche a la una de la mañana
junto con mi esposa y mis menores hijos, trasladándome a un sitio llamado
Gelic.”

Esta carta fue el punto de partida para que muchos colonos de la hacienda
hicieran llegar sus quejas a la “Voz del Pueblo” denunciando los abusos del
hacendado. A los pocos días, el 30 de enero del 46, Rafael Puga imprimió un
volante con el título “Desmintiendo cargos gratuitos” que repartió bajo la puerta
de la ciudad. En el aseguraba que en su hacienda existía justicia para los
colonos. Pero la “Voz del Pueblo” estaba decidido a llegar hasta el fondo de los
abusos y publicó otras cartas de agraviados por el hacendado, por ejemplo
ésta de Luis Machuca: “…abuso de que he sido víctima por parte del señor
Rafael Puga Estrada. El año pasado, en el mes de septiembre, me encontré en
la casa de mi sobrino celebrando una fiesta. No sé por qué motivo mi sobrino
me calumnió de haber querido cometer en su casa actos inmorales por lo que
me denunció ante el hacendado. El viernes pasado, al saber que mi sobrino me
había demandado nuevamente, me presenté al señor hacendado y éste, sin
oírme, se lanzó contra mí propinándome un fuerte puñetazo en la parte
superior de la frente con lo que caí por tierra y perdí el conocimiento. Para
evitar que lo denunciara me encerró en una habitación de su casa hasta el día
domingo. Me quiso obligar a abandonar la hacienda…”

El otro caso sucedió en 1944 con Don Miguel Cacho Sousa, dueño de la
Hacienda Cochamarca. La noticia publicada por el diario “La razón” del 10 de
marzo de 1944 decía: “Labor digna de encomio es la que acaba de realizar el
señor Manuel Cacho Sousa en beneficio de sus obreros, la mayoría
campesinos de su hacienda “Cochamarca”. Es un ejemplo a los hacendados y
los hombres que como él alimentan el anhelo de mejorar la situación material,
moral e intelectual del campesino de acuerdo con la ley y las exigencias de la
justicia….

“…renuncia a sus propiedades y se esfuerza por el surgimiento honrado y


legal de los demás que con él se dedican al trabajo y a la brega. Ha parcelado
su hacienda Cochamarca proporcionando a un gran número de sus obreros
extensiones de tierra donde puedan desenvolver sus actividades
independientes….

“En agradecimiento sincero y eterno fue objeto en los últimos días del mes
pasado, en la hacienda Cochamarca, de una emocionante actuación
reveladora del efecto y gratitud que por él sienten los moradores de los distritos
de San Marcos y Matará. Le entregaron una oleografía y un pergamino que
lleva más de 500 firmas y dice: “Los vecinos de los caseríos de Rioseco,
Condormarca, Churgar, Manzanilla y La Pila, de los distritos de San Marcos y
Matara, ofrecen este homenaje a su benefactor que, al parcelar sus tierras, nos
hizo propietarios dándonos pan y bienestar.”
Este es un ejemplo realmente fuera de serie, tan fuera de serie que cuesta
creerlo. De haber sucedido tal cual, fue don Manuel Cacho Sousa el más
remoto antecesor de la Reforma Agraria en las tierras Cajamarquinas.

La presencia indígena nunca fue grata, apenas si soportable, para los


vecinos de la ciudad de Cajamarca. Todo se les criticaba, nada había de bueno
en ellos. Veamos ejemplos: En 1907 “El Heraldo” publica un artículo sobre los
pitos y cajas indígenas: “Seguramente fue Satanás quien, al maldecirle Dios, se
propuso de desesperar al género humano inventando ese maldito pito y esa
feroz caja que tocan día y noche los indios de Cajamarca. Los sonidos
destemplados y monótonos de tales instrumentos, producen sonido más
desapacible y son capaces de hacer doler la cabeza al mismo que en la mala
hora los inventó. De ellos no sale una sola nota musical ni nada que no
produzca aburrimiento y desesperación. Sería de desear que las autoridades la
prohibieran en las poblaciones y persiguieran a los que no dejan dormir.”

Se repudiaba sus devociones a los santos: “varios indígenas devotos


criticaban “El Ferrocarril” del 21 de julio de 1909- han hecho sacar en procesión
de la Iglesia Catedral la efigie de San Antonio y lo han hecho pasear por el
contorno de la plaza con cohetes y música: no deja de ser retrógrados que se
permita esta clase de costumbres.”

Se les criticaba cuando entraban a la ciudad con sus animales: “Los


indígenas conductores de cargas que regularmente vienen de la campiña, han
dado en la costumbre de traficar con sus animales por las veredas te calles,
que en su mayor parte están enlozadas de piedra azul. Causan desperfectos
que vienen en daños de las casas antiguas y seriamos de parecer que se les
aplique una multa a todos los conductores de animales que hacen circular sus
animales por las citadas veredas.”, escribía “El Ferrocarril” del 17 de abril de
1920.

Sus costumbres a la muerte de sus deudos y sus bailes, ponían los pelos de
punta los citadinos al punto que se publicó el siguiente decreto municipal por
bando y en los periódicos en julio de 1922: “Considerando: 1. Que los
indígenas de la campiña de esta ciudad tienen a sus cadáveres dos o tres días
insepultos por falta de vigilancia, permaneciendo junto a ellos vestidos, en
señal de duelo, con capas largas de lana y sombrero de pelo 2. Que el día de
la información, o el siguiente, y en las festividades religiosas, penetran a
nuestros templos con la misma indumentaria, trayendo en ella los microbios de
muchas enfermedades, 3. Que en las procesiones religiosas que se realizan
dentro de los templos y en la calle de la ciudad los referidos indígenas se
presentan con mismo traje y creen dar realce a las ceremonias con cuadrillas
de individuos vestidos de un modo extravagante llamados chunchos.
DECRETA: 1. Prohíbese en lo absoluto en los templos de esta ciudad, en los
actos religiosos, la exhibición de indígenas vestidos con capas y sombreros de
pelo, así como las cuadrillas de chunchos, en aquellos y en las calles de la
población, debiendo los señores párrocos prohibir estas prácticas y usos que
están en pugna con la cultura de esta capital, y 2. Los infractores serán
penados con una multa de 20.”

No se les quería ni muertos en el cementerio. En 1923 la Beneficencia en


una Junta General acordó que se construyeran dos cementerios en la campiña
de esta ciudad, en dos sitios opuestos: Uno en la Hualanga y el otro en los
Baños del Inca. Además acordó oficiar a las autoridades políticas para que
impidieran el ingreso de los cadáveres de los indígenas que fallecieran en la
campiña y ordenó darles sepultura en los cementerios que han existido y
existen en algunos cantones.
También las vendedoras indígenas, aportadas con sus mercancías en las
esquinas o en los alrededores del mercado, revolvían los hígados de la
población. En 1929 “El Sol” escribía: “Hay que señalar sus costumbres
bárbaras, su falta de higiene y sus actitudes de vicio y de molicie en nuestras
calles principales. En jirón Amazonas, en los alrededores del mercado, se
apuestan casi todo el día indias vendedoras de muchas minucias, de cosas
insignificantes, que cargando sus hijos y usando enormes e inútiles equipajes
impiden el tránsito por las aceras. Estas personas, además, dejan un basural a
su paso”. “El Sol” pretendió que se reglamentara la parada de los indígenas en
la calle, “….exigiéndoles determinados requisitos y sometiéndolos a verdaderas
normas de disciplina y desenvolviendo una acción policial…. todo lo cual sería
un gran paso en beneficio del progreso cívico de nuestra localidad.”

Y así como éstos, habrían muchos otros ejemplos de cómo la presencia


indígena desagradaba y apestaba a la cultura y refinada Cajamarca. Sin
embargo, había quienes creían que el indio no era del todo incapaz de
aprender, por lo menos modales. El 6 de enero de 1941, Día de Reyes, el
Obispo Monseñor Federico Pérez Silva se propuso demostrar que cien
indígenas juntos podían portarse como gente, Los reunió en el fundo San Luis
que ya era entonces propiedad del Obispado. Ahí se les sirvió un almuerzo que
los mismos indígenas prepararon y los hicieron comer con mantel, servilletas y
cubiertos. Las mesas fueron preparadas por el Padre Mundaca y el Padre
Torres. No se sirvió ni una gota de alcohol para evitar incidentes y al finalizar la
comida un señor Manuel Silva les habló en quechua sobre la manera de
comportarse en la vida de relación.

Pero a la hora de ser servidos, los cajamarquinos no hacían ascos.


Necesitaban cocineras sin hijos, muchachos para recados, muchachitas para la
limpieza y para entretener a las guaguas. Para enviar a Lima eran buscados los
muchachos entre los 7 y los 12 años ofreciéndoles a cambio suelto, educación
y ropa, lo que no pasaba de ser un anzuelo. También ya desde esa época se
buscaban muchachas para llevar a Lima empleándolos como domésticas. Un
anciano me contó algo que es una típica pintura del comportamiento de los
niños de casa de entonces frente a la existencia de la servidumbre: “Teníamos
un muchacho que se llamaba muchacho de mano, digamos un mayordomo. El
muchacho servía para que fuera a comprar el kerosene porque en ese tiempo
nos alumbrábamos con lámparas, también para que nos acompañara a
cualquier gestión o cuando había que llevar un bulto porque había el prejuicio
de que el niño no debía llevar esas cosas porque para eso era el sirviente.
Cuando yo más o menos tenía 16 años, el muchacho salió de la casa porque
los padres del muchacho le pegaban a mi padre una deuda con el servicio de
su hijo. La deuda correspondía a sus honorarios de abogado por un juicio.
Bueno, el hijo ya cumplió y se fue a trabajar en una tienda comercial, pero nos
hizo una gran falta, sobre todo a los varones que teníamos que reemplazarlo
yendo a comprar el azúcar y otras cosas que nosotros no estábamos
acostumbrados a hacer. Entonces hacíamos estas cosas por la noche, en una
hora en que no nos viera nadie. Salimos a las 7 de la noche a algunas tiendas
de la primera cuadra del jirón Lima. Para que no nos vieran con nuestros
paquetes de azúcar, íbamos con nuestros abrigos y ahí escondíamos lo que
comprábamos. Nos parecía algo grave pero teníamos que hacerlo, sufríamos
por tener que hacer las cosas de la casa. Sin embargo, nosotros sabíamos que
si no nos encontraban algunos amigos o compañeros del colegio no pasaría
nada pero nos íbamos a sentir humillados. Habían muchos entre ellos que lo
hacían porque en el colegio había gente de diferencia condición económica,
pero como a nosotros nos consideraban los niños estimados, de hijos de un
abogado de nombre, nos chocaba desempeñar la labor que debería ser un
sirviente.”

No siempre las sirvientas eran indiecitas tontas. Don César O. Villanueva,


dueño de la hacienda Huayrapongo, acostumbraba trasladarse con su familia a
la Hacienda y dejar su casa de Cajamarca a cargo de una doméstica. De la
Hacienda don César traía a Cajamarca mucha leña de buena calidad que era
vendida por la puerta de servicio a 15 centavos el tercio, un precio bastante
subido porque lo normal era cobrar 10 centavos, pero se trataba de leña bien
seca y en tercios generosos. En uno de sus traslados a Huayrapongo la
sirvienta dividió los tercios y vendiéndolos a razón de 15 centavos por seis
palos. Se armó un alboroto que fue a dar hasta la Junta de Subsistencias para
que arreglara la estafa.

Algunas personas eran conscientes de la penosa situación en que se


encontraban los menores que prestaban sus servicios como domésticos en
algunos hogares. “El Perú” escribía el 28 de septiembre de 1929: “Hay en la
sierra del Perú una vieja costumbre adquirida desde el tiempo del coloniaje y
qué consiste en el regalo que de sus hijos hacen los padres a las familias…Los
someten a rudos trabajos y hasta pierden el nombre y el apellido, sólo se les
conoce como “el cholito”. A fin de que se consolide su ingreso a la casa se
busca cualquier pretexto para bautizarlo o confirmarlo, apadrinando la
ceremonia el jefe de la familia. Lo que les espera es una vida de privaciones y
sufrimiento, para su edad no pueden disponer de ningún momento de solaz o
de recreo. Los visten con las ropas viejas de los patrones y no asisten a la
escuela…” Y bueno, no nos asombremos demasiado porque esto ocurre hasta
hoy con la multitud de ahijados y ahijadas del campo que sirven en las casas.

El trato como peón de hacienda y como sirviente en las casas, no son las
únicas situaciones de abuso y explotación de los indígenas. Las instituciones
de la Conscripción Militar y de la Conscripción Vial, amparándose en el servicio
a la Patria fueron fuente inagotable de malos tratos, de excesos de autoridad.
De ambas conscripciones tratamos en el capítulo pertinente.
De tiempo en tiempo había quienes denunciaban los abusos contra el
indígena aunque sin lograr cambios. Veamos algunos ejemplos. En 1916 el
“Ferrocarril” transcribió un artículo aparecido en “El Derecho”, una revista que
llegó a su director desde Arequipa: “El indio” carece de la libertad. Vive como
feudatario del hacendado a quién sirve obligadamente pagando diversos
tributos bajo la apariencia de contratos leoninos de prestación de servicios; y
debe turnarse también para el servicio gratuito del cura, del gobernador y del
juez en calidad de pongo. Sus hijos, a quienes del indio no puede mantener,
son igualmente o de peor manera esclavizados, yendo a servir como
domésticos casa del mestizo que los concierta por algunos sentados o los trata
como a bestias…El indio no tiene propiedad. Las estancias que hereda de sus
abuelos se hallan pignoradas al patrón para responder de la integridad y
reproducción del ganado que se encarga al indio por un vil salario anual, siendo
corriente que por algunas ovejas desaparecidas en el pastal inmenso no
cercado, o por falta de renuevos debido al mal tiempo o a la degeneración de la
raza pecuaria, se apropie el patrón de la estancia del pastor y de su rebaño y
aún quede éste debiendo dinero para cuyo pago se le obliga a trabajar sin
salario…”

Un paréntesis en la transcripción de este texto para hacer este cálculo: Un


jornalero, que hacía en 1920 ganaba apenas de 40 a 50 centavos el día, nunca
podía ahorrar para comprarse ni una camisa de tocuyo porque valiéndose de
60 a 80 centavos la vara, una camisa de tocuyo valdría más de tres soles,
cantidad que nunca podría ahorrar.
Y terminamos la transcripción: “El indio no se siente ciudadano ni conoce la
patria, sino por el servicio militar obligatorio” que a él se le impone
severamente, sin las mil contemplaciones que se tiene con los mestizos
influyentes… Se le trae de la puna a pasar la edad del desarrollo en las
regiones de la costa donde la tuberculosis hace presa de su organismo…”

Este artículo transcrito por el “Ferrocarril” presentaba claramente la situación


del indio. Don José Ascensión Urteaga comentó el artículo con términos que, si
bien reconocían las diversas formas de explotación, no daba ninguna
esperanza de que el indio pudiera ser elevado a la categoría de ser humano,
digno. Estas fueron algunas de sus frases: “Se ha hecho cuando ha sido
posible para levantarlo de su condición abyecta y nivelarlo a las casas sociales
que pueblan nuestra República…” o “El indio permanece a una raza
estacionaria…” Concluyó Urteaga su comentario con esta genialidad: “El indio
no puede cambiar más que con el cruzamiento de su raza.” No sólo fue
Urteaga. Hubo muchos otros más que encontraron en el cruce de razas la
solución al problema indígena. Según ellos la redención del indio sólo se
alcanzará con el cruzamiento de razas porque el indio aborigen está
degenerado. Constataban qué el indio estaba en contacto con la civilización
desde hacía cuatro siglos pero que en este larguísimo periodo no había
mejorado ni en su indumentaria; constataba que no habían faltado hombres y
gobiernos que, compadecidos de su suerte, les habían otorgado protección y
beneficio sin lograr nada. Sin embargo, los mismos que encontraban la gran
solución en el cruce, se lamentaban de la no factibilidad de semejante proyecto
porque: “El cruzamiento daría inmediatos resultados de transformación
sicológica, pero su estado de embrutecimiento actual lo incapacita para su
cruzamiento con otras razas civilizadas.” (“El Heraldo” del 15 de marzo de
1921). Estas afirmaciones ni siquiera pretendemos comentarlas; que el lector
saque sus propias conclusiones. Sólo nos preguntamos si estos infelices
habrían caído en la cuenta de que hablaban de seres humanos o, para estar a
tono con la ganadería departamental, creerían que hablaban de vacas criollas y
sementales importados. También nos da curiosidad saber en quiénes
pensarían para el cruce, ¿alemanes, españoles, limeños o cajamarquinos de
tez blanca?

Sin embargo, así como se despotricaba del indio, no quedaba más remedio
que reconocer cuán necesaria era su existencia. “El Heraldo” del 15 de marzo
de 1921 opinaba después de sus absurdidades sobre el cruce de razas: “El
indio de Cajamarca se hecho necesario e indispensable para todas las faenas
que demandan el músculo recio y por lo que toca a nuestra agricultura, de la
cual es factor principal, es hoy por hoy insustituible.”

No sólo de los indígenas del campo podemos hablar como de los pobres.
En la misma ciudad de Cajamarca había gente pobre que vivía de la venta de
algunos productos de la huerta, artesanos, mujeres viudas o abandonadas con
sus hijos, ancianos a los que nadie socorría. Vivían en lo que podríamos llamar
los extramuros de la ciudad, en miserias casuchas que a duras penas resistían
las temperaturas de la lluvia. Los especuladores, que han existido todos los
tiempos, y las carestías reales, a quienes más hacían sufrir era a los pobres del
campo y de la ciudad. Los artículos que más problemas daban era el pan, el
azúcar, la harina, la carne y hasta los huevos. Cuando la Primera Guerra
Mundial afectó la economía de todos los países, hasta en Cajamarca se
sintieron los efectos, agravados por los especuladores. El precio corriente del
azúcar era de 12 centavos la libra. Con la guerra subió a 35 centavos; el pan se
vendía a razón de 12 panes por real y cada pan pesaba media onza, pero se
llegó al colmo de pesar cada pan 8 adarmes y cuando en 1917 bajó el precio
de la harina el pan no aumento de peso. Cuando se desató la Segunda Guerra
Mundial sobrevino otra época de gran carestía. La mayoría de subsistencia que
se expendían en el mercado eran propias del departamento, más aún de la
misma localidad, tales como legumbres, cereales, hortalizas, papas, y otros
productos que son de consumo diario. Lo gracioso fue que hasta los indígenas
que venían de la campiña a vender sus tercios de leña o de alfalfa, sus
huevitos y algunas hortalizas, subían sus precios por centavitos y daban como
motivo la guerra europea, de las que no sabían nada pero escuchaban que
todos los que vendían algo subían sus precios amparados en la guerra, La
guerra europea a quienes más afectó fue al campesino y al artesanado. En
1940, cuando recién se iba por el sexto mes de la contienda, los precios de los
artículos habían subido en un 50 y hasta 60% . Los especuladores, los
acaparadores, a pesar de ser combatidos por las leyes, afilaban sus garras. Y
lo triste era que el público no osaba denunciarlos. Para el 42 había en
Cajamarca y en todo el país en general una escasez grande de determinados
artículos alimenticios y de primera necesidad. Era una consecuencia inevitable
de la guerra pero también del inmoderado afán de lucro de personas inmorales
e inescrupulosas, que se beneficiaban explotando las consecuencias de la
situación anormal que vivía el mundo y, como dijo el diario “La Razón”,
….cooperando con los agentes fascistas, nazis y nipones”.

A guisa de curiosidad, aquí una lista de precios de artículos de primera


necesidad que fue acordada por la Junta permanente Provisional de
Subsistencias para el mes de octubre de 1942:

Arroz entero 0.24 cts. Libra Leche pura 0.15 cts. Litro
Azúcar rubia 0.20 cts. Libra Huevos 0.05 c/u.
Harina 0.30 cts. Libra Frijol 0.20 cts. Libra
Carne res 0.35 cts. Libra Lenteja 0.20 cts. Libra
Carne de chancho 0.25 cts. Libra Arveja 0.20 cts. Libra
Papa huagalina 0.24 cts. Libra Kerosene 0.35 botella

Probablemente la primera manifestación o mitin que expectó Cajamarca fue


el que tuvo lugar en la mañana del día 19 de febrero de 1934 cuando los
desocupados iniciaron en la Plazuela de La Recoleta una manifestación
pacífica pidiendo “pan o trabajo”. Los manifestantes recorrieron las calles
principales hasta llegar a la Prefectura pero no fueron atendidos porque el
señor Prefecto no se encontraba en su despacho. Eran 170 trabajadores
desocupados que organizaron un comité de acuerdo con bases sindicales y
confeccionaron un pliego de reclamos. El Secretario General fue don Segundo
Aguilar. Ya desde el año anterior, 1933, se había empezado a hablar en
Cajamarca del problema de los desocupados e inclusive se había creado la
Junta Pro-Desocupados. Los pobres comenzaron a organizarse.

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