Alberta Tiene Un Amante - Birgit Vanderbeke
Alberta Tiene Un Amante - Birgit Vanderbeke
Alberta Tiene Un Amante - Birgit Vanderbeke
Nadan tenía coche y yo no, así que para fugarnos quedamos en coger el suyo. Estuvimos
pensando en Amsterdam, Copenhague, París. Nos queríamos fugar en mayo y en abril
empezamos a discutir porque yo prefería París. Nadan pensó que yo quería ir a París
sólo para fastidiarle porque él no habla francés, para hacerle quedar mal y poder jugar
con ventaja, y yo pensé que él quería ir a Amsterdam sólo porque ya sabe que Holanda
no me gusta. Ninguno de los dos conocía Copenhague, o sea que era terreno neutral, lo
malo es que yo me imaginaba Dinamarca más o menos igual que Holanda.
—En Holanda no hay ni una ventana sin visillos colgando hasta la mitad de los
cristales, parece que se hayan quedado escasos de tela —dije—, no es un buen país
para fugarse. Apuesto a que los dejan cortos para que se vean las macetas desde fuera;
y no es que esté todo el país lleno de tulipanes hasta los topes, es que encima hay
begonias, flores de Pascua y jacintos por todas partes. Mira, para ver macetas con
flores, no me hace ninguna falta fugarme, para eso me quedo donde estoy.
Nadan dijo:
—París es muy sucio, los hoteles están todos infestados de cucarachas y el metro
apesta de un modo insoportable.
Me sentó fatal que se metiera con mi París adorado. En París yo no he visto nunca
ni una sola cucaracha; bueno, casi nunca. He visto ratas y gatos famélicos y medio
salvajes, pero ¿cucarachas?, es rarísimo. Pero Nadan seguía empeñado en ir a
Amsterdam, a pesar de las macetas, y empezó a contar que había pasado noches enteras
en un hotel parisino persiguiendo y aplastando cucarachas, y a mí me daba risa, porque
se veía que era una de sus anécdotas con Bettina, una de aquellas ocasiones en las que
no sé por qué razón, o para celebrar no sé qué, había que ponerse románticos y, ya se
sabe, siempre que hay que ponerse románticos, pues no hay manera, y menos con Nadan
por medio, con él, ni pensarlo. Podía imaginarme a Nadan con el pijama puesto,
empuñando la zapatilla que había sacado de debajo de la cama y frotándose las manos
ante la idea de poder descargar su siniestro malhumor contra aquellos bichos, le veía
pasar noches enteras exterminando cucarachas y dejando una mancha pardusca detrás
de otra en el papel pintado.
A veces, sólo con figurarme la escena me daban ganas de reír, pero Nadan creyó
que me estaba burlando de él y se picó un poco, porque todo aquello era muy serio,
después de todo le iba la vida en ello, que se dice muy pronto, y ya se sabe, cuando va
la vida en algo, no se está para bromas.
Precisamente estas susceptibilidades son las que lo ponen todo tan difícil a la hora de
fugarse. Se pierde la paciencia por cualquier bobada o, lo que es mucho peor, nos da
por ponernos tristes. Pero una cosa está clara: no es para tomarlo a broma.
Por un momento lo de fugarse dejó de parecer tan lógico y tan urgente como un rato
antes, cuando aún no había dejado de ser una fuga en abstracto, a la buena de Dios, sin
rumbo ni destino fijos. Pero ya estaba decidido que llevábamos toda la vida
queriéndonos y cuando se llega a este punto no es cuestión de echarse atrás y rajarse
sólo porque no hay manera de ponerse de acuerdo en lo del sitio.
Luego a mí también me pareció aceptable no ir a París, no fuera a acabar por verme
envuelta en aquella historia de Bettina, que es verdad que terminó mal, pero que,
aunque no pasara de la intención, había empezado como algo romántico. Es bien sabido
que las historias que terminan mal son las que siempre nos salen al paso.
Al final nos dijimos: «Fugarse es ir a la ventura, no es como ir de vacaciones,
planificándolo todo seis meses antes, folletos en mano. Lo que cuenta es la fecha, todo
lo demás ya se verá». Y la fecha estaba decidida de antemano porque dependía de
cuándo cayera la Ascensión, de las fiestas movibles y de las horas extras que le tocaban
hacer a Nadan, que más o menos era hasta Pentecostés.
Yo habría preferido que nos fugáramos en abril, sin esperar, porque temía pensármelo
mejor antes de la Ascensión y entonces vería que es un disparate como una casa, porque
la gente sólo se fuga si tiene un motivo para ello y nosotros no teníamos ninguno. Para
fugarse hace falta, por lo menos, un adversario, mejor aún si son dos o, ya puestos, un
cúmulo de circunstancias adversas. Como mínimo algún precepto que poder saltarse.
Por más empeño que pusiera, no alcanzaba a divisar ni un solo adversario. Ni
siquiera podíamos inventar uno. Ni cónyuges con malas pulgas, ¿qué tenía que haber?,
si ni siquiera podíamos cometer adulterio fugándonos porque ninguno de los dos estaba
casado; ningún impedimento, no nos perseguía nadie, ni siquiera sufríamos de manía
persecutoria y además ya hacía mucho que no éramos menores de edad. Cada cual, a su
manera, llevaba su vida, tenía su trabajo, un sitio para vivir, Nadan ya tenía incluso su
propia casa y antes de la Ascensión seguro que él también se lo habría pensado mejor y
también vería que era una soberana tontería, y es que Nadan ha visto el juego de los
dos, igual que yo, y ya nos conocemos y los dos sabemos perfectamente que de todas
las historias que han ido por mal camino, la nuestra en común es la que ha llevado peor
camino de todas, y eso desde el principio, que es tanto como decir por los siglos de los
siglos y hasta el día del juicio final. En nuestra vida, nuestra historia es algo así como
la madre de todas las historias que han ido por mal camino. Por eso mismo siempre nos
está saliendo al paso.
Y por culpa de esa historia madre que nunca ha ido por buen camino y siempre nos
está saliendo al paso, todas las historias que vengan a continuación a la fuerza tienen
que ir por mal camino. Cuando la plaga de langostas somos nosotros mismos, ni con
fugarse se arregla nada.
—Si hubiéramos sabido besar un poquito mejor —dijo después Nadan, un día que se
quedó sin saber qué hacer porque acabábamos de caer en la cuenta de que no vale
besarse con efectos retroactivos. Por mucho que sepas. Entonces es peor.
Si hubiéramos sabido besar mejor, entonces seguramente habríamos pasado una
temporada haciéndolo y luego cada cual habría ido por su lado quedando como
excelentes amigos en lugar de estar siempre saliéndonos al paso. Ir cada cual por su
camino es una cosa muy distinta de ir por mal camino. Comparado con eso, es la gloria.
A mí me parecía que Nadan tenía que saber besar porque estaba a punto de sacarse el
carné. La verdad es que cualquiera de los dos podía saber hacerlo porque cuando
éramos jóvenes todo el mundo lo sabía y todos se pasaban el día besándose sin orden ni
concierto. Decían que era bueno contra la guerra del Vietnam y en vista de que todos
estaban en contra de la guerra del Vietnam, pues venga besarse y al final parece que sí
que ayudó, un buen día se acabó la guerra y acabada la guerra, la cosa decayó. Yo
también estaba en contra de la guerra del Vietnam y no habría tenido nada en contra de
que nos besáramos, pero Nadan no besaba y yo sin él no quería…
Los demás creían por lo menos que estábamos traicionando al Vietcong y nos
tomaban por imperialistas que se lo tenían muy callado.
Corrían tiempos difíciles. Yo iba a ver películas de Fellini y noté lo delgaducha que
estaba. Luego estaban los campeonatos entre municipios y, antes de la competición,
todos iban de colonias a entrenar. A mí me faltaba muy poco para llegar a la mayoría de
edad, pero era rápida en la línea de salida. Para carreras cortas servía. Por eso me
dejaron ir. Después Nadan se proclamó campeón de nuestra ciudad en la carrera de dos
mil metros. Yo hice una serie de salidas muy malas y luego tropecé con una valla y
encima perdí el relevo.
Antes de la competición pasamos una semana entrenando en colonias. Jugábamos al
ping-pong, nos escaqueábamos del circuito cogiendo atajos y manipulábamos los
cronómetros; había mermelada con sabor a cuatro frutas y fideos con jamón, y cada día
había infusión de escaramujo para beber, por las noches íbamos a tomar algo al bar del
lugar más cercano y bebíamos cerveza y al día siguiente teníamos resaca. Todos se
besaban, y como querían probar qué tal es besarse en la oscuridad, sin ver quién pilla a
quién, una vez fuimos de excursión por la noche.
Hacía frío aquella noche. La luna brillaba, había que estar ciego para no ver quién
había pillado a quién y luego regresamos.
Pero de repente sí que se puso oscuro, se había escondido la luna, se habían
escondido las estrellas y yo me caí en una zanja. Era bastante honda y sobre todo estaba
bastante mojada. Nadan iba detrás de mí, así que él también se cayó. Detrás de él no
iba nadie más. Primero tuve ganas de gritar, porque las chicas cuando está oscuro se
ponen a gritar al caerse en una zanja, y a veces gritan de todos modos, aunque no se
caigan, pero no me convenció, porque no me había roto ni magullado nada y cuando
Nadan también fue a parar a la zanja y detrás de él nadie más, nos quedamos los dos tan
pegaditos, uno encima, el otro debajo, que me pareció que lo normal era besarse, ya
que se nos presentaba la ocasión. A veces tengo un sexto sentido para ver cuándo una
cosa está en su punto y mi sexto sentido me decía que aquello estaba en su punto, pero
lo único que sacamos fue quedarnos empapados, nos soltamos, estuvimos un rato
gateando para salir de la zanja y reanudamos el camino.
Aquella noche habíamos tenido nuestra gran oportunidad. No fue la única, se nos
presentaron infinidad de oportunidades, toda una noche rebosante de oportunidades
porque después de caer en la zanja y salir trepando, nos habíamos quedado rezagados y
luego, como por milagro, encima no encontramos el camino. Es que ya no se puede
pedir más.
Luego, cuando puedo ver nuestras caras, hay de nuevo una luna blanca y han
reaparecido las estrellas. Nadan lo ve todo negro como el carbón. No sé cómo, pero en
una cosa al menos logramos ponernos de acuerdo y es en terminar pasando la mitad de
la noche, poco más o menos, sentados en un abeto caído. Y allí nos quedamos sentados.
Horas y horas. Y aún seguimos allí. Hasta el día del juicio final. Siempre en aquel
abeto.
Poco después, Nadan entró en la marina, mientras que los demás, de tanto luchar contra
el imperialismo, tuvieron la prevención de volverse todos asmáticos y resultaron con
lesiones de menisco y provistos de certificados médicos.
Yo iba a ver películas de Fellini, una manera como otra de alcanzar la mayoría de
edad, y la mayoría de las veces Rudi iba conmigo, y luego fuimos a ver películas de
Buñuel y películas de Bertolucci. Aprendí a beber cerveza sin ponerme mala y más
tarde Rudi encontró un piso. Pintamos las paredes de color azul y verde y luego yo le
ayudé a llevar sus cosas desde su casa y él me ayudó a llevar las mías desde la mía, y
una vez estuvieron todas las cosas colocadas en su sitio, nos sentimos fatal, y eso que
siempre nos habíamos llevado bien. Yo lloré un rato a lágrima viva y dije:
—Quiero volver a casa.
Rudi dijo:
—Vamos a tomar algo.
Fuimos a un local y bebimos tanta cerveza que yo ya no sabía por qué lloraba.
Al final empezamos a hacer vida allí y a verlo por el lado bueno. Trabajábamos un
poco y al principio estudiábamos un poco y luego cada vez más y nos acostumbramos a
vivir de aquella manera y a que un día cocinara uno y al día siguiente hiciera la
limpieza el otro y a llevar juntos la ropa sucia a la lavandería.
Cuando Nadan volvió del servicio militar, Bettina también había encontrado un piso
parecido, ella también había pintado las paredes de colores y cuando Nadan se fue a
vivir con ella, en lugar de celebrar una fiesta de compromiso, fueron invitando uno por
uno a todos sus conocidos. Y así fue como un día fuimos a parar a su cocina. No
sabíamos muy bien cómo comportarnos, estuvimos todos muy formales, comimos
ensaladillas y bebimos el café en las tazas del juego que Bettina coleccionaba por
suscripción.
Todos los pisos donde se entra a vivir por primera vez tienen algo deprimente, pero
aún resultan mucho más deprimentes si una es joven y se junta con alguien y se
comporta como si estuviera hecha para el otro y el otro para una, y fuéramos a entrar
juntos en un futuro construido en común, aunque no haya absolutamente nada que una y
ate, y el hecho de que sea en común es lo que más asuste de ese futuro, lo que pesa,
aquello en que sería mejor no tener que pensar. Cada cual con su pareja, nos
comportábamos como si fuéramos a celebrar próximamente nuestras bodas de plata.
Entonces yo quise fumar y pedí un cenicero. Nadan no fuma y Rudi tampoco, pero
yo sí, y bueno, el caso es que Nadan no me dio ningún cenicero, pero me pasó un plato
del servicio de café. Seguimos hablando con cierta desgana de todo un poco; en
realidad es una vergüenza las tonterías que se recuerdan toda la vida, pero es así: el
flamante papagayo blanco de Nadan se había escapado aquella mañana temprano. Es
curioso que cosas así se queden grabadas para toda la vida, en el fondo es un fastidio
porque sabes perfectamente que en realidad no tienen la menor importancia, pero al
recuerdo le da igual que una cosa sea importante o no, para ponerse a tejer historias
tanto le sirven los detalles más insignificantes como las cosas importantes. Había
subido el precio de los billetes de tranvía y primero estuvimos hablando del papagayo,
luego de los precios del tranvía y al final de si era chantaje o legítima defensa que la
gente haga sentadas en las vías y detenga el tráfico para ver si así consigue hacer bajar
el precio de los billetes, y es que entonces todo el mundo hablaba de resistencia pasiva
o de si después de todo lo mejor era coger las armas. Rudi estaba en contra de la
resistencia armada aunque sólo fuera porque era incapaz de hacerle daño a una mosca.
Yo empecé a fumar. No tendría nada de particular, si no fuera porque Bettina se quedó
mirando mi cigarrillo con unos ojos como platos, sorprendida de que alguien se
atreviera a fumar allí, mientras que a ella siempre le tocaba salir al rellano a fumar.
Ella también sacó un paquete de cigarrillos y dijo insegura:
—Cuando hay visitas hacemos una excepción. No era una pregunta indirecta para
consultar a Nadan, sino que lo dijo para sí misma. Por lo visto, era un caso para el que
aún no se había previsto ninguna regla. Nadan la miró y dijo:
—Ah, ¿sí?
La cosa tenía visos de que iba a haber pelea segura. Nadan tiene una manera muy
especial de decir «Ah, ¿sí?», que no es que sea con mala intención, pero basta con
haber oído este «Ah, ¿sí?» una sola vez para saber que no va a tardar mucho en armarse
una buena o, como mínimo, que van a correr las lágrimas al otro lado de la trinchera.
Es muy desagradable estar de visita en casa de alguien y que empiecen a discutir, y
lo peor es que encima una tiene la culpa por ponerse a fumar sin permiso, pero ¿cómo
va una a saber que no se puede fumar en aquella casa o que, por lo que se ve, hasta
entonces no ha quedado claro a quién le está permitido fumar, en qué condiciones
excepcionales ni dónde, y a quién le toca salir al rellano?
Bettina dijo:
—Pero ella sí que puede, ¿o qué pasa, a ver? ¿Se puede saber por qué ella sí y yo
no?
A mí también me habría gustado saberlo. ¿Por qué ella y no yo?
Nadan dijo:
—Pues porque es una Mizzebill.
Yo no sabía lo que era una Mizzebill. Ni si eso existía. Por la cara que ponía, Rudi
no parecía saberlo tampoco. No sonaba como un nombre, sino más bien como un
apelativo, como si fuera un conjunto de cosas, no sé, una tribu, una secta, una logia
secreta, pero yo no era socia de ningún sitio y ya hacía mucho tiempo que me había
salido de la Iglesia. A lo mejor a Bettina le sonó como si supusiera alguna ventaja o
algún privilegio, algo que confiere una categoría especial, puesto que permite fumar, y
yo me sentí muy incómoda, estaba segura de que no tardaría mucho en haber lágrimas,
un buen altercado y resistencia armada, que es algo que está flotando en el ambiente en
situaciones tan forzadas como aquélla. Por si fuera poco, Bettina había tenido la culpa
del desgraciado incidente de aquella mañana con el papagayo; Rudi y yo ya habíamos
tenido que oír la noticia y pasar revista a la jaula vacía, en la que de todos modos el
papagayo nunca había parado un momento, porque el animal estaba demasiado
desorientado y desde el día que lo compraron se había quedado muerto de miedo en la
habitación de Bettina, debajo de la cama doble y sólo se había atrevido a salir pegando
saltitos para comer por las noches, cuando todo estaba en calma. Por la mañana Bettina
había abierto la ventana y no se le ocurrió pensar que quizá también se atrevería a salir
para escapar volando, pero se atrevió y hasta la vista. Nadan ya había dicho un par de
veces:
—Por culpa de tu tonta manía de airear los edredones, mis ochocientos marcos han
salido volando por la ventana.
Era el papagayo de él, aunque nadie se explicaba para qué lo quería, porque Nadan
aborrecía todas las cosas de las que podía prescindir, y aunque no se sea un asceta hay
que admitir que un papagayo pertenece a esa clase de cosas de las que se puede
prescindir, a no ser que se quiera tirar o dejar volar por la ventana ochocientos marcos,
cantidad que siendo estudiante hace falta para cualquier otra cosa, o que sencillamente
no se tiene.
Como Bettina era quien había abierto la ventana, ya llevaba desde primera hora de
la mañana cargando con la culpa. En aquel momento eran más o menos las siete y ya
estaba harta de pagar el pato y tener que arrastrar tan mala conciencia en lugar de
fumarse un cigarrillo de los suyos en una cocina que era suya.
A Bettina lo que le habría gustado en aquel momento era saber de una vez qué caray
es una Mizzebill. Yo intenté cruzar una mirada con Rudi, a ver si podíamos retirarnos a
tiempo, pero Rudi era demasiado discreto para marcharse así. O a lo mejor él,
simplemente, también tenía curiosidad por saber qué es una Mizzebill. Nadan se quedó
pensando un momento sin apartar los ojos de la mesa, a la que le unía un futuro en
común, y luego dijo:
—Una Mizzebill viene a ser la desgracia más grande que le pueda sobrevenir a un
hombre. Una plaga. Más o menos como una plaga de langostas. No puedes hacer nada.
Se le notaba a la legua que hablaba completamente en serio, así que Bettina habría
podido salir a fumar al rellano y a mí me tendría que haber molestado que Nadan dijera
esas cosas de mí y Rudi no me defendiera sino que se quedara absolutamente tranquilo
y sin decir nada.
Es cierto que éramos jóvenes, pero ya no teníamos la excusa de los que aún no son
mayores de edad. Estábamos en una edad en la que ser joven ya no es algo obvio y por
eso se juega a ser adulto, lo que pasa es que eso tampoco es algo obvio, y como no
sabemos muy bien qué somos, nos comportamos como imaginamos que lo haría un
adulto, y es un poco como tener un huerto en las afueras. Así que los cuatro nos
quedamos mirando la mesa con cara de circunstancias, pero encima de la mesa de
aquella cocina no se divisaba mucho futuro en común, sólo se veía el hule a cuadros y
el recipiente de plástico con los restos de ensalada de fideos, las tazas coleccionables
de Bettina, decoradas con florecitas y cebollas, que le había regalado su abuela con
motivo del traslado y, en un vaso de cerveza, los cinco narcisos que Rudi y yo
habíamos llevado.
Yo pensé: «Nos hemos equivocado de película. Cada uno en la que no le toca».
Al final Bettina dijo:
—En ese caso lo mejor será que vaya recogiendo mis cosas.
Y luego Nadan le dijo a Rudi:
—A veces tengo la impresión de que se pasa uno media vida con mujeres que ni le
van ni le vienen, y en camas que ni le vienen ni le van. ¿Te ha pasado a ti también
alguna vez?
Rudi dijo:
—Bueno, nosotros tenemos una habitación para cada uno.
Aquello no me gustó. No que ocurriera así, sino que Rudi lo dijera.
Pero al final Bettina no se puso a recoger sus cosas en seguida, sino que todavía
tardó un poco, hasta que Nadan también recogió sus cosas y Rudi las suyas y yo las
mías y entonces cada cual se fue pacíficamente por su lado.
Más o menos por aquella época Nadan empezó a pensar en llevar una vida como
Dios manda y compartir un futuro con alguien como Dios manda y en montar una casa;
dentro de aquella casa, que cuando estaba a medio hacer ya amenazaba ruina,
estábamos nosotros un día de abril, diez años más tarde, precisamente cuando otra vez
acabábamos de descubrir que nos llevábamos queriendo toda la vida, hasta el día del
juicio final.
Y entonces nos fugamos.
El cielo era vagamente azul, y en la ciudad eso siempre significa bochorno. Aún no
había terminado del todo la traducción de Vallot, y la verdad es que habría sido un buen
momento para ir a París, entre otras cosas para poder repasar con Vallot el último
capítulo, que con tantas citas resultaba bastante complicado, pero desde principios de
abril no habíamos vuelto a hablar del lugar y para evitar males mayores nos habíamos
encontrado muy pocas veces y siempre con prisas en el centro, a la hora de comer.
Tampoco era cuestión de correr peligros innecesarios.
Aunque el mayor peligro estaba en la cosa en sí; no, si a mí una capa oscura de
terciopelo con capucha me habría parecido lo más acertado para una ocasión tan
peligrosa, pero no tenía ninguna, lo más parecido era un abrigo muy holgado que por
desgracia era de lana, o sea, que abrigaba demasiado para la Ascensión. Después
Nadan ha comentado que hasta el momento en que vio desde el coche el abrigo de
invierno en la ventana de mi cocina no se había hecho cargo de lo desquiciados que
estábamos. «No lo pienses más, aprieta el acelerador a fondo y desaparece», ha dicho
Nadan que pensó, y yo, desde la ventana de la cocina, lo veo pasar tres veces de largo,
muy despacio, hasta que al final se detiene un poco más allá de mi casa, delante del
vado del almacén de bebidas, donde hay una pareja de guardias urbanas al acecho,
esperando que llegue un espabilado y aparque allí mismo para ir a por él nada más
bajar del coche. Veo a Nadan manoteando en dirección a la ventana de mi cocina, pero
la cosa no pinta bien, porque las guardias son implacables y sólo saben negar con la
cabeza y cuando decido no ver la paliza que le están dando a Nadan y me dispongo a
bajar con todas mis bolsas, desde el fondo del almacén de bebidas se acerca uno de
aquellos camiones enormes que transportan cajas de agua mineral y empieza a tocar el
claxon y no pasa. El conductor se asoma por la ventanilla y se pone a gritar como un
loco, luego baja; como mínimo le saca dos cabezas a Nadan. Y así empieza nuestra
huida: Nadan luchando con un gorila y pagándole veinte marcos de multa al monstruo
de dos cabezas del Estado y yo sudando la gota gorda sólo de ver lo que estoy viendo y
de bajar luego corriendo envuelta en mi remedo de capa.
El silencio que se produjo a continuación dentro del coche fue de los de alto
voltaje. Al subirme había dicho:
—Pues bien.
Siempre digo lo mismo cuando me encuentro con Nadan o al despedirme de él,
porque suena como si dijera Nadan, y no digo que no esté diciendo Nadan, pero suena
como si dijera «Pues bien» y no se entera nadie. Nunca digo Nadan, sólo cuando nos
encontramos o al despedirnos digo: «Pues bien». Me ando con mucho ojo con ese
nombre, porque el nombre se gasta si se usa con frecuencia. Al principio una no se da
cuenta, lo piensa y lo dice y lo susurra o lo grita en voz alta, con los años se acostumbra
y lo pronuncia a tontas y a locas, sin darse cuenta de que se va encogiendo, y un buen
día, de repente, resulta que se ha gastado y no queda ni rastro y se ha llevado consigo
todos los ecos que solía traer de la persona que lo llevaba y que estaba dentro de él.
Nadan hace igual que yo, aunque de otra manera, porque nunca me llama Alberta y
casi siempre me llama Mizzebill. Con los años he llegado a comprender que no deja de
ser un nombre y quizá también sea un apelativo, pero antes que nada es una fórmula
para conjurar lo que él llama Mizzebill, pero no al estilo de la fórmula mágica de
Brahms, para no tener que besarse; más bien es un conjuro con auténticos poderes
mágicos que protege de la plaga de langostas, más o menos lo mismo que comer ajo va
bien para ahuyentar a los vampiros. A Nadan jamás le pasaría por la cabeza pronunciar
mi auténtico nombre, ni escribirlo en un sobre, porque teme que entonces se quedaría
indefenso y dice que eso sería tentar a Dios y al diablo. Y aunque no me halague mucho,
cuando dice esto yo sólo necesito mirarlo para saber cuánto le horroriza.
Tan pronto subí al coche, dije «Pues bien» y fingí no haber visto la corbata que Nadan
había elegido para fugarse. Era una corbata azul oscuro, con un sinfín de minúsculos
elefantes de color verde loro. Decidí apuntármela, porque nunca se sabe. Nadan
arrancó con expresión reservada. Catorce largos años nos separaban de nuestro primer
silencio, sentados en un abeto caído; se comprenderá pues que no tuviéramos la menor
dificultad en traducirnos mutuamente todo lo que nos callamos en el coche. Fue un
diálogo completo.
Nadan: Si crees que me tienes en el bote, vas apañada. Sólo porque hemos
arrancado…
Yo: Si crees que quería atraparte…
Nadan: Al revés. Una de dos, o me tienes en el bote o me libro de ti para siempre.
Yo: Pero ¡cómo! Te atrapo, te libras de mí…; así no vamos a ninguna parte.
Nadan: El abrigo, ya en invierno, estaba más allá de toda descripción, y estamos
casi a treinta grados.
Yo: Con tu permiso, me gustaría fumar y ojalá no hubiera visto cierta manada de
elefantes verdes que penden de tu cuello.
Nadan: Supongo que ahora querrás fumar. Adelante, eres una mujer libre. Por
cierto, te advierto que si sólo porque vamos hacia el sur te crees que estamos
yendo a París…
Yo: Oye, si no te atreves a ir más lejos, por mí no hace falta que pases de
Darmstadt, ¿eh?, allí montamos una escenita, yo luego cojo un taxi y me planto
en casa esta misma noche.
Nadan: Eso ya está visto. No vamos a volver con lo mismo.
Yo: Pues que haya paz. Nadan: Por el Vietcong.
Pero finalmente tuvimos que reírnos de aquella silenciosa hostilidad; yo pude quitarme
el abrigo y entonces quedamos atrapados en un atasco. Cuando salimos del atasco, aún
no habíamos llegado a Darmstadt, y eso que ya empezaba a caer la tarde, pero en mayo
los días son largos y ya no refresca tanto, y si circulas por la autopista en dirección sur
con la ventanilla un poco bajada para que el humo no moleste a Nadan, aunque hay que
decir que Nadan ya está un poco más tratable, y hasta, cosa bien rara, sonríe con los
ojos mientras va hablando, entonces entra una buena porción de mayo por la ventanilla
y casi dan ganas de pedirle a Nadan que haga honor al mes de mayo y baje el volumen
de la radio porque a lo mejor sin la emisora de las fuerzas norteamericanas todavía
entraría un poco más, y lo que va diciendo Nadan y la sonrisa que le baila en los ojos y
las breves interrupciones entre una cosa y la otra no pegan ni con cola con la emisora
norteamericana y, en cambio, entonarían a las mil maravillas con el mes de mayo y por
eso apetece disfrutarlas sin nada por en medio, pero es de temer que entonces la paz se
mude al Vietcong, donde nosotros la habíamos besado (aunque por desgracia no juntos)
en aquella época en que todavía no habíamos alcanzado la mayoría de edad, y donde
nos alegramos de que todavía al menos dure, aunque la marcha del mundo y nuestra
edad actual nos advierten que no tomemos la apariencia actual de aquí como la cosa en
sí, y por tanto el mes de mayo y la emisora norteamericana tienen que armonizar dentro
del coche de Nadan, mientras a lo lejos empiezan a dibujarse infinidad de estrellas de
color verde amarillento sobre el fondo azul oscuro, y van subiendo por encima del
capó, y luego ya está oscuro, y todo lleno de lucecitas colgando. Nadan se ha pasado
todo el santo día detrás de Gelnhausen intentando explicarle no sé qué complicado
procedimiento a un cliente que se ve que es un caso sin remedio, y ahora, con ayuda de
la emisora norteamericana, lo intenta una vez más conmigo, pero yo tampoco entiendo
nada porque el mes de mayo va entrando por la ventanilla y porque Nadan sonríe de una
manera muy especial con los ojos siempre que entiende alguna técnica que el otro no ha
captado y todo eso hace que ese dulce sopor tan típico del mes de mayo se imponga.
Para el trayecto entre Mannheim y Karlsruhe la emisora norteamericana nos augura
un camión volcado en medio de la autopista, que dice que pierde cierta sustancia no
identificada de un color amarillento, aunque asegura que no es tóxica; como medida
meramente preventiva se procede a evacuar la A5 durante un par de horas. Habrá que
interrumpir la huida y buscar un hotel.
De momento, ninguno de los dos ha dicho nada.
Poco antes de llegar a Mannheim, Nadan salió de la autopista; el mes de mayo se
dio prisa en escurrir el bulto por la ventanilla y ceder el paso a los efluvios de la
industria química; el hotel va a ser un problema, eso seguro, de momento preferimos no
mencionarlo porque es verdad que nos llevamos queriendo toda la vida, pero al salir de
la autopista los dos caemos en la cuenta de que a lo largo de nuestra vida nunca hemos
pasado siquiera una sola noche juntos en la misma habitación. Claro que ha habido
intentos, más de uno, han sido varios, los intentos de pasar una noche juntos en mi casa
o en la de Nadan e incluso, con un poco de suerte, procurar conciliar el sueño siquiera
un par de horas durante alguna de esas noches, lo que pasa es que todos los intentos de
pasar una noche juntos han fracasado, por lo general, muy pronto y lo más tarde, hacia
las dos, dos y media o por ahí. En estos fracasos siempre nos turnábamos, uno frustrado
y el otro colérico; y cada vez que volvíamos a acometer un nuevo intento de pasar una
noche juntos se invertían los papeles, y el otro estaba frustrado y el uno colérico y
nunca hemos podido descifrar ese misterio. Tal vez decidimos fugarnos por eso.
De momento, ninguno de los dos ha dicho nada, pero veo que a Nadan se le ponen
blancos los nudillos, de lo fuerte que aprieta el volante, y él ve que yo, de repente, voy
sentada muy tiesa, más tiesa que un palo. Bajan notablemente las temperaturas y me
alegro de haber cogido un abrigo con el que poder arroparme, aunque por desgracia sea
sin capucha. Ya he perdido la esperanza de llegar a Francia antes de buscar un hotel.
Para acostarse con alguien en un hotel alemán a pocos kilómetros de la autopista
hay que tener mucho aguante. Más del que podamos tener Nadan o yo. El hotel en el que
Nadan al final se paró era un establecimiento que reunía todos los tópicos necesarios
para poner a prueba el aguante, un ejemplar inimitable de la categoría de un bocadillo
de paté. Acostarse con Nadan en aquel hotel alemán sería una pesadilla, aunque
seguramente no sería lo peor. Lo peor vendría luego.
Siempre que intento recordar lo que sucedió a continuación aquella noche, me resulta
muy difícil. Empezó con que yo saqué mi neceser del equipaje y fui al baño. Cuando
salí, Nadan había sintonizado la emisora norteamericana en la radio-despertador.
Mientras tanto, el líquido amarillento derramado en la autopista había resultado no ser
tóxico y ya hacía rato que lo habían retirado tomando toda clase de precauciones. Yo
pensé: «Ya podríamos estar en Alsacia hace horas», pero no lo dije. Dije:
—No te vas a tragar eso de que no era tóxico, ¿verdad?
Nadan dijo:
—¿Por qué no?
Su rostro era impenetrable. Yo estaba un poco mareada por las hamburguesas que
apenas había probado o por el líquido amarillo o por el olor a desinfectante o por la
cara que ponía Nadan, no sé, el caso es que salí al balcón a ver si respiraba un poco.
Un perfume de lilas flotaba en el aire. Era como para que se me llenaran los ojos de
lágrimas. Pero me aguanté. Tuve que estar mucho rato aguantando, hasta que por fin lo
conseguí y cuando volví a entrar, nada más verle los ojos a Nadan, por lo empañados
que los tenía, ya vi que tenía jaqueca.
De todas las cosas que le entran a Nadan cuando lleva conmigo más tiempo de la
cuenta, me parece que la jaqueca es, con mucho, lo peor de todo. A Nadan, los mareos
que me entran a mí cuando ya llevamos demasiado tiempo juntos le parecen más o
menos tan malos como mis ataques de tos.
Yo dije:
—No me extraña que tengas jaqueca, si es que está todo el ambiente saturado con
las emanaciones tóxicas de ese líquido amarillo y encima este olor aquí dentro de la
habitación. Hasta yo me encuentro fatal…
—Quién fue a hablar —dijo él—, esto también lo podíamos haber incluido antes en
nuestras apuestas.
Entonces, a pesar de la jaqueca y el mareo, empezamos a pelear por el líquido
amarillo, que si era tóxico o no.
Nadan dijo:
—Es absurdo creer que es tóxico si por la radio dicen que no es tóxico.
—Puede que sea absurdo —dije yo—, pero no vas a ser tan ingenuo como para
tragarte lo que dicen ésos, sólo porque sea absurdo creer que es tóxico.
—¿Por qué no? —dijo Nadan.
Fui al baño a beber agua del grifo con el vaso de enjuagarse la boca y para ganar un
poco de tiempo, luego dije:
—Pues hagamos una apuesta. Ya verás cómo dentro de un año, a más tardar, dirán
que sí era tóxico.
—Y a mí qué —dijo Nadan.
Dije:
—Pues ya está.
Pero lo que me hizo rabiar de verdad fue que Nadan, después de beber un vaso de
agua del grifo en el baño, saliera y dijera:
—De todos modos, esta noche, eso ya no iba a cambiar las cosas en nada.
A Nadan se le había nublado la vista de la jaqueca que tenía y además el olor a
desinfectante era tan intenso que, entre una cosa y la otra, yo cogí la única silla que
había en la habitación y salí otra vez al balcón porque pensé que no tenía sentido seguir
discutiendo en aquel estado. Aún pude oírle decir para sí a media voz:
—En mayo, a plena luz del día, la señora no puede pasar sin su abrigo de invierno y
se pega la gran sudada, pero ¡ah, señores!, en cuanto refresca de verdad, sale al balcón
en camiseta y con la cabeza recién lavada.
Luego me quedé sentada en el balcón con el abrigo puesto y seguí discurriendo
sobre si es absurdo o no decir que algo es tóxico si resulta que es tóxico.
Pero al mismo tiempo pensé que menos mal que sólo habíamos discutido por culpa
de esa porquería amarilla y no por culpa de la casa de Nadan o de mi piso, aunque
luego comprendí que la pelea de aquella noche seguramente sólo había sido el aperitivo
y que al día siguiente habría un drama por lo de la casa.
Por aquellas fechas el drama en torno al tema de la casa y el piso había llegado a su
punto álgido, o poco le faltaba, y yo aquella noche, sentada al raso, pensé que era muy
probable que sencillamente nos hubiéramos fugado y luego hubiéramos aterrizado en
aquel hotel con el único fin de forzar un desenlace, algo imposible en casa de Nadan ni
en la mía, porque Nadan no podía poner los pies en mi casa sin que al momento le
sobreviniera un ataque de jaqueca, y a mí, tan pronto como me encontraba echada al
lado de Nadan en su casa, me daban unos ataques de tos que me sacudían todo el cuerpo
durante horas y lo único que podía hacer él era esperar a ver si dejaba de toser un
momento para llevarme inmediatamente a casa con el coche. En el coche yo a veces
decía:
—Di la verdad, ¿a que le has echado a tu casa bidones enteros de alguna sustancia
de impregnar la madera?
A lo que Nadan respondía:
—Ni una sola gota, te lo juro aunque no me creas.
Y yo no me lo creía, aunque sabía perfectamente que había estado miles de veces en
edificios impregnados de arriba abajo con alguna de esas sustancias sin tener tos, o sea,
que seguro que no era por eso.
Cuando pensaba en la casa de Nadan, siempre me acordaba del papagayo blanco.
Cuando Nadan ponía los pies en mi piso, solía decir:
—No entiendo cómo puedes vivir así.
Pero nunca hubo manera de aclarar qué quería decir con aquel cómo ni con aquel
así porque a Nadan, unas veces por culpa del piso, otras veces por culpa del
revestimiento de polivinilo que había en el suelo de mi piso o por culpa del vino tinto
que bebía yo, le entraba jaqueca y, aquella noche, a mí me daba en la nariz que al día
siguiente se hablaría de aquel cómo y aquel así, por más que ya supiéramos de
antemano que nunca íbamos a ser capaces de compartir un cómo ni un así, si para
empezar los elefantes de la corbata de Nadan y mi abrigo de invierno no pegaban ni con
cola y me asusté mucho, porque yo quería a Nadan, y el día siguiente seguramente nos
iba a dejar extenuados.
Decidí dormir un poco, pero entre el miedo que tenía, lo que quería a Nadan y
aquella silla tan incómoda, no hubo manera.
Cuando volví a entrar en la habitación, porque, al amanecer, el relente que se iba
agarrando por todas partes como una mala cosa era más fuerte que el perfume de las
lilas, Nadan estaba durmiendo. Siguió durmiendo, mientras yo me echaba en la otra
cama sin hacer ruido. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo fríos que
tenía los pies y de lo que puede llegar a cansar pasar una noche en un balcón con lilas.
Cerré los ojos y en aquel momento Nadan despertó, se incorporó sobre la cama, se
quedó mirando sin ver en la oscuridad hacia donde estaba yo y dijo:
—Mizzebill, por favor te lo pido.
Le salió tan del fondo del alma y me conmovió tanto que en seguida olvidé toda
pelea y mis pies fríos, y dije con dulzura:
—Pues claro, dime, ¿qué quieres?
Sólo con oírle suplicar de aquella manera habría hecho cualquier cosa por
complacerle, y eso que eran las cinco de la madrugada, y entonces va y dice en aquel
tono tan suave del que sólo él es capaz y que toda la vida me ha cautivado:
—Por lo que más quieras, no vayas a ponerte a toser ahora.
La tercera vez que salí al balcón aquella noche, además del abrigo ya tuve la
precaución de coger el edredón y allí estuve aguantando hasta que vi cómo iban
palideciendo las estrellas y a lo lejos despertaba Mannheim o Ludwigshafen y poco a
poco empecé a entrever que era un arbusto de lilas de grandes dimensiones lo que
crecía en la parte trasera de la casa llegando a tocar casi hasta mi balcón; más allá se
extendía un auténtico prado por el que serpenteaba un sendero y una delicada neblina lo
envolvía todo. Fumé un cigarrillo, se me habían pasado la tos y el mareo y de repente
me dio por reírme en voz alta al pensar en Bettina, que siempre tenía que salir al
rellano para fumar.
Si cierro los ojos me veo sentada con él al sol en el prado de la parte trasera de aquel
hotel. Nadan primero me explica la teoría de la relatividad y luego no sé qué de unos
fondos de inversión y, para terminar, me cuenta en qué consiste llevar una doble vida.
Esto último se lo acaba de inventar. Yo digo:
—Eso de llevar una doble vida existe desde que el mundo es mundo.
Pero a Nadan no le gusta que le den lecciones, eso de llevar una doble vida lo
acaba de sacar él de su cabecita y le encantaría probarlo y yo tengo la impresión de que
lo que ronda por su cabeza es algo así como vivir con Alberta en su casa, que al fin y al
cabo ha planeado y construido para ella, y ahora le toca a Alberta dejarse de tonterías y
hacer el favor de encargarse de que la casa no esté tan descuidada; no le pide más: unos
cuantos muebles, algo de beber en la nevera y cristales limpios de tarde en tarde. Con
Alberta la cosa funcionaría, ya que Mizzebill no soporta esa casa. Y la segunda vida,
pues la pasa con Mizzebill.
Yo señalo con el dedo al grupo de padres que está detrás de nosotros y que,
gritando como energúmenos, se dirigen por el sendero al hotel, a celebrar su día sin las
respectivas familias y digo:
—Esos que ves ahí, uno de cada dos sueña con llevar una doble vida como la que
tú dices.
Nadan dice:
—Tú no lo entiendes.
Puede ser.
Ya han pasado algunos años desde que escribí Una Mizzebill. Vivíamos en T., una
pequeña ciudad situada a orillas del Ródano, entre Vienne y Valence, en la casa de mis
suegros. Jean-Philippe venía de Lyón a pasar los fines de semana con nosotros. Le
sentaba bien estar con la familia en el campo después de pasarse el día haciendo un
trabajo intelectual en la ciudad. Le gustaba coger el coche para ir con su padre a los
viñedos del otro lado del río; cuando su padre le preguntaba si sería mejor pasarse a
otra clase de uva, él le daba consejos o se ponía a despotricar con todo cariño contra
aquel hombre ya mayor, porque aún seguía pulverizando sus cepas con demasiados
insecticidas, productos lo llamaban ellos, les echaba tanto, que los pámpanos se
quedaban de color violeta durante semanas enteras.
A veces yo iba con ellos a las viñas y me gustaba quedarme unos cuantos pasos a la
zaga para observar a los dos hombres hablando y gesticulando acaloradamente y ver
que se tenían tanta confianza. Algún día la viña estaría a cargo de Jean-Philippe y era
casi seguro que la arrendaría. No hablaba para nada con su padre de arrendar, pero
suponíamos que su padre lo sabía.
Los domingos a veces íbamos a comer todos juntos al restaurante. Fue una buena
época. No en el mundo, por lo que leíamos cada día en los periódicos, pero para
nosotros sí. Cécile había pasado del jardín de infancia a la escuela y estaba muy
orgullosa de dejar de ser por fin una párvula y yo estaba encantada de tener más tiempo
para mí a partir de entonces. A veces dejaba a Cécile con Elise, su abuela, y cogía el
coche entre semana para ir a Lyón a consultar algo en la biblioteca, buscar alguna cita,
ver gente o comprar algunas cosas para las que T. o Valence se quedaban demasiado
pequeñas. Luego pasaba por el instituto a recoger a Jean-Philippe e íbamos a comer a
la rué des Marronniers, en ocasiones a la ópera; a veces sencillamente cocinábamos
juntos mientras comentábamos cosas del trabajo, y yo me quedaba a pasar la noche en
el pequeño apartamento de la Place de Bellecourt que habíamos conservado tras el
nacimiento de Cécile.
La historia de Nadan y Alberta se había ido gestando a lo largo de una primavera
magnífica, había pasado la mayor parte del tiempo en T., sentada en nuestra terraza del
primer piso escribiendo al sol, y por eso se había colado en la historia un poquito de
mayo, algo de las lilas e incluso del vino tinto de mi suegro, pero me pareció que no
quedaba nada mal. Pensé que ya estaba bien como estaba.
Antes de ponerla en un paquete con unas cuantas narraciones más y mandarla por
correo, se la di a Jean-Philippe para que la leyera. Me gusta observar la cara que pone
mientras lee. Dicho sea de paso, imagino que lo sabe. Mientras leía me pidió que le
explicara algunas cosas, no sabía cómo traducir alguna que otra palabra poco frecuente,
me preguntó más detalles sobre la emisora americana y al final tuve que hacer de tripas
corazón y cantarle tanto la canción de la muchacha polaca como Una copita de
aguardiente, eso fue lo último que dijo. Jean-Philippe frunció el entrecejo y sacudió la
cabeza como un perrito para indicarme que no hacía falta que siguiera. Luego dijo:
—Qué historia tan retorcida.
A mí no me parecía una historia retorcida, a lo mejor porque la había escrito
pasando muy buenos ratos, a veces hasta con un poco de descaro, como quien hace una
travesura, disfrutando de la primavera en la terraza con vistas al río y a la viña de mi
suegro, y es que yo a mi suegro lo apreciaba mucho, y por eso me parecía una historia
estrafalaria y absurda, pero Jean-Philippe seguía insistiendo en que era retorcida.
Y entonces sucedió algo extraño, algo que era totalmente insólito entre nosotros, en
la vida nos había ocurrido algo así y después no volvió a ocurrir nunca más. Jean-
Philippe dijo muy decidido:
—Y además le falta muchísimo para estar terminada.
Ahora, mientras escribo esto y evoco su voz en mi memoria, me parece recordar
que no sólo lo dijo con determinación, sino que empleó un tono no del todo brusco pero
sí bastante cortante.
Generalmente hablamos mucho y con mucho detalle de nuestro trabajo, nos gusta,
pero ninguno se entromete en los asuntos del otro y no me gustó que, de repente, Jean-
Philippe lo hiciera con tanta contundencia. Dije:
—Pues está acabada, ¿vale? No busques más. Il n’y en a plus. Nadan está en el
observatorio de Arizona, Alberta da clases en Lyón y eso es todo. Baja el telón.
—Eso de bajar el telón será de momento —dijo Jean-Philippe—. Telón y fin del
primer acto, pero la cosa no va a quedar ahí tan sólo porque los mandes a Arizona y a
Lyón. Estas cosas traen cola y no creo que lo de después sea muy divertido. Pero
courage, ma chère.
Esto último, en cambio, lo dijo con cierto retintín amable, le bailaba una sonrisa en
los ojos, habría que estar ciego para no ver que se estaba burlando.
Me desconcertó. Me indignó. Cualquiera diría que Jean-Philippe conocía aquella
historia mejor que yo. Además, sonaba intransigente. Y es que no le conocía yo aquel
tono a Jean-Philippe. Era el tono que emplea un hombre para declararle la guerra a una
mujer.
El caso es que logró confundirme y, de pronto, yo también empecé a dudar que la
historia estuviera terminada, de momento la dejé a un lado y me dediqué a dos o tres
cosas pendientes. Jean-Philippe no volvió a mencionar el asunto durante todo el verano.
Pasamos aquel mes de agosto junto al mar. Jean-Philippe a menudo se pasaba las
mañanas de codos sobre la tesis de doctorado de un compañero de trabajo y no bajaba
con nosotros a la playa hasta después de comer, estaba ensimismado y callado.
En otoño empezó otra vez con la historia. Se había tomado unos días de vacaciones
para ir a la vendimia, se había llevado a T. un paquete de libros y su propio texto sobre
la canción de la embriaguez del Zarathustra, a veces me contaba cosas sobre la risa
en la obra de Nietzsche y no podía disimular que le gustaba estar en casa y poder
discutir con su padre si lo mejor sería producir más vino, aunque fuera mediocre, o
producir menos pero de excelente calidad y sobre lo que según él habría que hacer para
modificar la producción, si es que se modificaba. Eso sí, en cualquiera de los dos casos
habría que comprar unas cuantas hectáreas más de terreno.
—Monsieur le philosophe se promène dans les vignes —replicaba su padre de
buen talante, cuando se le terminaba la paciencia. Me gustó mucho cuando dijo esto
porque de repente comprendí: sabe de sobra que Jean-Philippe no va a hacerse cargo
de la viña, pero en consideración a Jean-Philippe no dice nada, porque sabe que es
inútil hablar del futuro con un hijo adulto. Hasta entonces yo había creído que les
divertía, que era un pasatiempo discutir sobre las viñas. En aquel momento empecé a
tener mis dudas.
A veces Jean-Philippe se levantaba en plena noche para ir a pescar a la montaña
con unos cuantos amigos de T. Alguna vez incluso pescaban algo, pero cuando veía las
truchas, Elise se echaba a reír a carcajadas y decía:
—Estas las habéis pescado en un supermarché.
Todo seguía prácticamente igual que siempre.
Lo único nuevo era que desde la primavera no le había dado nada a Jean-Philippe
para que leyera. Él, que conste, a mí tampoco.
Una noche que Cécile ya estaba en la cama, Jean-Philippe dijo como de pasada,
mirando por encima de su libro:
—Y tu Alberta, ¿qué hace? ¿Le va bien a tu Alberta?
—Oh sí, gracias —dije yo.
—¿Ya va avanzando la cosa?
—Ya veremos.
Eso fue todo. Los dos seguimos leyendo.
Huelga decir que desde la Ascensión Nadan y Alberta habían acordado tácitamente no
volver a llamarse ni a encontrarse más. Durante unos días Alberta se sintió aliviada. No
tiene ninguna gracia que te quieran sin que te hagan el menor caso y que te digan que
eres una Mizzebill, se dijo. No era una Mizzebill ni quería serlo. Todo había sido un
malentendido, un malentendido que duraba años, no lo negaba, pero ¿adónde iríamos a
parar si hasta los malentendidos más duraderos y, con ellos, todas las primeras
historias que han ido por mal camino no fueran a acabarse algún día? Y otra cosa: la
traducción de Vallot empezaba a urgir un poco, quedaban algunas citas por localizar y
luego habría que intercalarlas en el texto, habría que hablar con Vallot por teléfono. A
ambos lados del ordenador se apilaban los libros. El trabajo no avanzaba con la misma
fluidez que antes, al contrario, todo eran trabas; hacia el final el texto se volvía más
difícil de lo que Alberta creía recordar, o al menos eso le pareció a ella, aunque
naturalmente había sido un texto con pasajes muy intrincados desde el principio.
Precisamente cuando estaba dándole vueltas a uno de esos pasajes tan intrincados, a
Alberta le pasaban por la imaginación escenas del día de la Ascensión, de un prado, y
por desgracia, también algunas imágenes de la espantosa casa de Nadan y se dejaba
llevar por aquellas imágenes, quedándose en blanco en lugar de seguir el hilo de la
traducción, que ya era bastante difícil de coger. Llegó a verse en el apuro de tener que
llamar dos veces a París para preguntar exactamente lo mismo, aquel retintín parecido a
unos ruiditos de fondo del que Vallot había hecho gala al principio durante sus
conversaciones telefónicas, se desvaneció dando paso a algo que quizá no se llamaría
propiamente displicencia, aunque no podía negarse que la cortesía de Vallot dejaba
entrever algo así como un ligero enfado.
Además, a Alberta le había pasado algo con su piso. De repente le pareció más
pequeño de lo que habría dicho sólo unos días antes; la verdad es que no era muy
espacioso, casi podía considerarse espartano si no se tenían en cuenta los libros, pues
todo estaba lleno de libros. Por la ventana de la habitación donde trabajaba no llegaba
suficiente luz hasta la mesa, en el baño, la pintura plástica de las paredes estaba
levantada, las baldosas de la cocina se ponían desagradablemente amarillas y a más de
una le había saltado el esmalte. En conjunto, concluyó Alberta, no le vendría nada mal
un buen repaso cuanto antes. Por si fuera poco, la vista desde la ventana que daba al
almacén de bebidas era muy deprimente, y por si no bastara con aquel panorama, de un
tiempo a esta parte el ruido de los camiones y de los coches, maletero que se abre,
maletero que se cierra, y el traqueteo de las botellas y las cajas se habían vuelto
insoportables.
La verdad es que era como para coger jaqueca.
A Alberta le pareció que lo único que valía la pena del bastión de Nadan era la
panorámica que se veía desde los ventanales orientados al sur. Una vista estupenda,
muy amplia, al fondo se divisaba la linde del bosque, más acá un puñado de casas
unifamiliares con abedules y sauces en los jardines y en los parterres de la entrada. Era
la tranquilidad absoluta.
Olvidó que en tan poco tiempo se habían librado temibles combates usando el
silencio como arma arrojadiza, que habían sucedido cosas que sencillamente no
deberían existir en la vida de personas que se quieren de toda la vida, ni de palabra, ni
callándoselas.
***
Olvidó no sólo aquellos diálogos tan ingratos, sino también los accesos de llanto que
los seguían. Una parte de ella se había quedado sentada en un abeto caído, allí atrapada
para siempre, y con los años no se había enterado de nada desde aquella vez que la
vida se atragantó.
En el momento en que Alberta se dejó envolver por la emoción, y es que no dejaba
de ser conmovedor que un tal Nadan, tan pronto como alcanza la mayoría de edad,
planee una casa de arriba abajo, solicite los permisos de construcción pertinentes y al
final, él solito, como quien no quiere la cosa, vaya y la mande construir en un solar de
una tranquila zona de las afueras y, según sus planes, ya sólo le falta que vaya a vivir
allí con él una tal Mizzebill; en el fondo es conmovedor, será un disparate, de acuerdo,
tan conmovedor y disparatado como una corbata de elefantes, si se quiere, tan
conmovedor como llevar los pijamas planchados y aquellas dichosas zapatillas, y bien
mirado, ¿qué tiene de malo que un hombre se ponga a hacer gárgaras tranquilamente
después de cepillarse los dientes? En aquel momento a Alberta le vino otro
pensamiento a la cabeza, esta vez muy particular, sin que pudiera hacer nada para
evitarlo. Se dio perfecta cuenta de que una de las habitaciones para niños que Nadan
había instalado en su casa ya podría estar habitada la próxima primavera.
Aquella idea también emocionó a Alberta. La emoción fue más o menos tan grande
como el susto que se llevó y, a medida que pasaban los días, las dos cosas, la emoción
y el susto, iban en aumento. Aún no había presentado la solicitud para Clermont-
Ferrand o Lyón, es natural, ya se sabe que estas cosas llevan su tiempo, y una noche,
cuando la emoción pudo más que el susto, descolgó el auricular.
Entonces dijo lo que se dice en estos casos.
Luego, después de un silencio más o menos prolongado que le bastó para entender
todas y cada una de las palabras que no se dijeron, oyó:
—Ah, ya.
Luego colgó el auricular y se dijo que ella, por su parte, también había estado
queriendo a una persona sin hacerle el menor caso y que habría que decidirse y también
habría que ponerle fin a aquel otro malentendido antes de que echara raíces y anidara
en su vida.
Entonces buscó un número de teléfono en su agenda y volvió a coger el auricular.
En Arizona, con el aire más claro del mundo, Nadan observaba la luna, a la que raras
veces tapaban las nubes, y hacía complejos cálculos sobre la Vía Láctea. Mientras que
a Nadan, con el tiempo, los datos acumulados le sirvieron para desarrollar una tesis de
astrofísica, un tanto extravagante, sobre nieblas galácticas que luego le llevó por toda
Norteamérica dando conferencias una buena temporada, Alberta paseaba a través de la
niebla en Lyón, en la confluencia del Ródano y el Saona, en primer lugar porque le
atraía la belleza de la ciudad renacentista y por lo que tenía de nuevo para ella; todo le
producía un gran entusiasmo, no exento de cierto desasosiego, todo hay que decirlo, y le
fascinaban las fabulosas floristerías en las que hacían unos ramos radiantes con
graciosos hierbajos del campo. Con el tiempo se le fue pasando el entusiasmo y llegó
un momento en que no le quedó otro remedio que confesarse a sí misma que,
lamentablemente, aquel malentendido de toda la vida no se había deshecho al
marcharse a Lyón, sino que estaba condenada a cargar con él a cuestas, mal que le
pesara; es más, se había sorprendido entablando consigo misma negociaciones, que más
de una vez terminaban en conflagración, sobre si de veras se trataba de un malentendido
o, después de todo, aquello quizá fuera el gran amor de su vida, como si una cosa
excluyera la otra. En resumen, Alberta cayó en un periodo de lánguidos desvaríos, iba
mucho al cine, probó a amoldarse aquí y allá al desenfadado estilo de vida francés,
pero todo se le quedó en buenas intenciones y apenas pasaba nada.
Excepto que conoció a Eugéne Puech.
Eugéne vivía en el apartamento de arriba. Un día él le había dirigido la palabra
junto a los buzones:
—Usted es la señora a quien le gusta Mozart, ¿verdad?
Alberta se llevó un susto de miedo. Se apresuró a prometer que en un futuro pondría
el tocadiscos más bajo, pero Eugéne se echó a reír y dijo:
—No, no, si me gusta.
Eugéne tenía su taller a unas cuantas calles de allí. Al cabo de un tiempo, Alberta
tomó por costumbre asomarse por el taller de vez en cuando un ratito, al volver a casa
después de los paseos por la niebla o de las clases. Olía a soldadura metálica; en
cuanto llegaba Alberta, Eugéne desconectaba el soldador o la pulidora y a ella le
gustaba aquel penetrante olor a metal, el fuego, el chisporroteo, todo el taller y la calma
con que Eugéne hacía las cosas. Le gustaba Eugéne. Empezó a llevarle algún detalle,
una vez una tarta de limón, otra un ramillete de candelillas para la pequeña oficina de
carpintería metálica donde a veces lo veía sentado al ordenador o hablando con los
clientes.
***
Con el tiempo, Alberta empezó a contar los días que llevaba en Lyón. Estuvo
preparando a sus estudiantes para el examen, luego estuvo corrigiendo los exámenes,
tradujo una novela policiaca de Gabrielle Goudard, cuya brillantísima protagonista
femenina le cayó mal desde el primer momento, Alberta se pasó ciento noventa páginas
echando chispas por culpa de la autosuficiencia, aderezada con todas las concesiones a
los gustos del público, de aquella muñequita pija con pantalones de cuero y, por lo
demás, se sentía demasiado desdichada y estaba demasiado desanimada para pensar
siquiera un poco más allá de lo que estrictamente exigía la jornada y luego, pues, un día
más que ya había quedado rematado y una página menos en el calendario.
A veces soñaba barbaridades y se despertaba sobresaltada. En una ocasión, al
despertarse en plena noche, creyó que Nadan estaba echado a su lado durmiendo. Se
asustó y se acordó de que Nadan, en efecto, una vez había pasado una noche entera
echado a su lado y durmiendo y hasta ella había pasado una vez una noche entera
echada junto a él sin toser y durmiendo. Por la mañana, un roce la había despertado. El
brazo de Nadan estaba helado. Ella había buscado la pierna de Nadan tanteando con el
pie y luego, con mucho cuidado, le había puesto la mano encima del hombro.
Al final ella había dicho completamente horrorizada:
—Pero ¿dónde vas a parar? No puede ser que te enfríes de esa manera mientras
duermes, pero si estás frío como un témpano.
Nadan se había despertado y había dicho, aún medio dormido, en parte a la
defensiva, en parte para devolverle la pelota:
—Y tú estás al rojo vivo, ni que hubieras pasado la noche quién sabe dónde
asándote a fuego lento.
Mientras Alberta contaba los días, Nadan, algunas veces, cuando trabajaba, cuando
hablaba con un compañero en H., cuando hacía ejercicio en el gimnasio, siempre entre
horas, recordaba una frase a la que había respondido con un: «Ah, ya». No había
contado con que Alberta fuera a colgar en seguida. Para ser sincero, había contado con
que Alberta después de aquella frase empezaría a lamentarse y le preguntaría: «¿Y
ahora qué hago?». Por si acaso, él había estado impreciso y se había mantenido al
margen.
No hay hombre para el que no suponga un gran peligro que un buen día una mujer
que, primero, es una Mizzebill y con la que, segundo, ha tenido ya una historia que ha
ido por mal camino y con la que precisamente hace muy poco que, una vez más, por
enésima vez, acaba de acordar tácitamente que no volverán a verse nunca más, ni
siquiera a llamarse por teléfono, lo llame y le haga saber esto y lo otro. Lo que se llama
un clásico entre las frases. Como hombre, lo mejor que en estos casos puede decir un
hombre es: «Ah, ya», porque una frase como ésta, para cualquier hombre, en una
situación semejante, viene a ser algo así como el colmo de las cuestiones de estilo y,
como quien dice, al momento está servida una confusión estilística integral que le afecta
en cuerpo y alma y lo coge desprevenido, incluso tratándose de una persona tan
previsora como Nadan, que desde joven ya tenía instaladas en su casa tres habitaciones
para niños. Si se paraba a echar cuentas y se preguntaba si le emocionaba la idea de
que una de sus habitaciones para niños ya pudiera estar habitada muy pronto, en lugar
de quedar hecha una piltrafa por obra de un padre de familia negado para el bricolaje
que encima había dejado todos los cables al descubierto, Nadan pensaba: «Pues
hombre, sí».
Entonces fue cuando se fijó en que allí en el comedor se habían celebrado torneos
para ver quién escupía más lejos.
Luego siguió refrescando su memoria: en aquella ocasión en un primer momento se
había mostrado muy desconfiado, tal vez incluso furioso, no podría decirlo con
seguridad; el caso es que aquella frase le había predispuesto, en el acto y por completo,
en contra de Alberta y se congratuló de haber estado al tanto y no haberse dejado
engatusar por la Mizzebill ésa, esa plaga de langostas, por culpa de la cual construyó
esta casa tan absurda. Y la señora ni se da por aludida, sino que se queda en un rincón,
muerta de miedo, sin saber qué hacer y en seguida le dan ataques de asma sólo porque
no hay muebles o quién sabe por qué razón, y se pone a mirar en torno y ni se entera de
que en realidad ésa es su casa, y eso que él lo ha pensado todo al milímetro para que la
señora esté a gusto. Los muebles los quería escoger con ella. Incluso tiene una
habitación para ella sola y un enorme armario empotrado donde guardar sus abrigos
impresentables, ya se encargaría él con el tiempo de hacerle perder esa manía tan fea,
lo mismo que lo de fumar, las sandalias planas con tiritas de cuero y aquellos vestidos
vaporosos, con tanto vuelo, a rayas amarillas y negras.
Las mujeres que conocía Nadan no llevaban vestidos acampanados de esos que se
quitan pasándotelos por la cabeza con un solo movimiento y prácticamente ya te quedas
sin nada, sino que llevaban faldas tubo con cremallera y una abertura al lado o detrás,
pantalones de lino, de color claro, con blusas a juego y una chaqueta por encima.
A Nadan le pareció que a una Mizzebill tampoco le habría hecho ningún daño un
poco de elegancia, y es que Nadan, por entonces, había corrido mundo y había
aprendido a abrir cremalleras y botones. La vio quitarse uno de esos vestidos
acampanados en un santiamén, pasándoselo por la cabeza, y la vio tal como se quedaba
luego: aquello no era una mujer, era una Mizzebill. Y luego aquella frase al teléfono.
Una frase impropia de una Mizzebill. Una Mizzebill no dice esas cosas.
A veces, al salir del gimnasio después de hacer ejercicio, mientras se dirigía al
garaje subterráneo, Nadan se sorprendía a sí mismo delante del escaparate de una
joyería mirando no sólo relojes de pulsera para caballero sino también escogiendo
pendientes.
Entonces le sorprendía pensar que estaba escogiendo pendientes para una mujer a la
que no podía soportar ni conocía en absoluto. Pensó: «Qué raro es que tenga que
sucederme una cosa así precisamente a mí». A aquellas alturas ya le habría gustado
tener una mujer, a poder ser una mujer de carne y hueso a la que no tuviera que estar
sacándole faltas cada dos por tres, una familia, un hogar ordenado y habitado. Soñaba
con dimitir algún día de su puesto universitario, trabajar por su cuenta y quizás instalar
por fin el pequeño observatorio en el piso de arriba, tal como estaba previsto en los
planos, aunque luego quedara sin construir.
El invierno era muy frío. Cécile tenía una bronquitis que en T. no se le acababa de
curar, así que fui con ella a pasar las vacaciones de invierno a la costa. Jean-Philippe
no pudo o no quiso tomarse unos días libres y yo lo comprendí muy bien. No hay nada
más aburrido que pasar dos semanas junto al mar en el mes de febrero, así que me
aburrí. Pasé la primera semana esperando. Horas y horas interminables. Mataba el
tiempo jugando a las cartas con Cécile o intentando hacer subir una cometa dirigible a
pesar del viento demasiado fuerte, mientras esperaba a que Jean-Philippe bajara a
reunirse con nosotras el fin de semana. Por fin fue, estuvo encantador, aunque algo
distraído y ausente, no podía disimular que se había pasado cuatro horas al volante sólo
por cumplir y que en realidad habría preferido quedarse en casa. El domingo al
mediodía se había quitado un peso de encima, había conseguido hacer subir la cometa
de Cécile, ella se lo había pasado en grande y el color le había subido a las mejillas,
aunque todavía era demasiado pequeña para dirigirla ella sola y, en aquel momento,
estábamos los tres sentados en uno de los pocos restaurantes que abrían en aquel
pequeño puerto y comimos pescadito frito y ostras gratinadas, bebimos vino blanco y
Jean-Philippe estuvo de un humor excelente. Luego dijo:
—Oye, ¿y Alberta?, ¿qué tal le han ido las cosas a Alberta?
A la vista de la semana que se me echaba encima y que se suponía que iba a ser
igual de aburrida que la primera, quién sabe si aún más, después del éxito que había
tenido Jean-Philippe con la cometa y los fracasos con aquel juguete que a buen seguro
me esperaban en los días siguientes, a la vista del buen humor de que hacía gala Jean-
Philippe y que saltaba a la vista que se debía a la alegría que le daba poder regresar
después de la comida, a la vista de que era un hecho evidente que no puedo trabajar si
resulta que he ido a pasar unos días junto al mar porque Cécile tiene bronquitis, me
pareció una pregunta insolente, una provocación en toda regla. Dije:
—Bien, gracias. Ahora ya mucho mejor. ¿Sabes?, últimamente ha estado contando
los días, pero ahora se acerca la primavera, la cosa empieza a moverse. Poco a poco va
recobrando el apetito.
—¿Ah, sí? —dijo Jean-Philippe mirándome fijamente.
Yo también lo miré fijamente.
Luego nos sirvieron la bavaroise de arándanos y el café y, de repente, Jean-Philippe
tuvo prisa por pagar la cuenta y ponerse en camino. Vi desaparecer el Renault detrás de
la curva y pensé: «No sé qué será, pero siempre hay algo que sale mal entre hombres y
mujeres».
Después me quedé otra vez esperando, aunque de otra manera, ya no esperaba a Jean-
Philippe, estaba impaciente, como si estuviera en guardia, y eso que no aguardaba nada
en concreto. Tenía la sensación de que algo me rondaba, pero no sabía qué podía ser.
No me gustan nada esos presentimientos porque no hay donde agarrarse y yo no soporto
las paparruchas esotéricas y porque, por desgracia, hace tiempo que sé que este tipo de
presentimientos siempre se cumplen, por más que no los entienda y sólo pueda
tomármelos como curiosas advertencias que el futuro manda al momento presente. Y
por eso mismo no me gusta tener presentimientos, porque me dan miedo y siempre se
cumplen. No sabía si tenían algo que ver con Jean-Philippe o con Alberta. O conmigo.
A Cécile le sentó muy bien el aire salado, de día ya empezaba a encontrarse mejor,
sólo por las noches seguía teniendo esa tos espasmódica. Me la llevé varias veces
conmigo a mi cama para que se tranquilizara. Entonces aún seguía tosiendo un ratito,
pero se dormía en seguida y echada de aquella manera, relajada, con los ojos cerrados
y el semicírculo negro de las espesas pestañas, se parecía a su padre. Ya llevábamos
ocho años casados y desde que nació Cécile yo me quedé a vivir en T. Siempre me
había parecido lo adecuado, aunque no había entrado en nuestros planes quedarnos a
vivir tantos años con los padres de Jean-Philippe. Las cosas habían ido saliendo así y
bueno, luego, sencillamente funcionó bien así.
No sabía si aún seguía funcionando.
Alberta aprendió unas cuantas cosas aquella primavera en Lyón: aprendió a preparar
ancas de rana, aprendió a teñirse el pelo de color rojo oscuro. Aprendió a no ponerse
tensa haciendo contrapeso con todo el cuerpo cada vez que encontraba una curva
cuando iba en la moto de Eugéne. Aprendió qué grosor tiene que tener el metal y a qué
intensidad tiene que estar la corriente cuando se coge un electrodo del tres, aprendió, al
soldar con el arco voltaico, a no excederse ni quedarse corta con la corriente y a
repasar la juntura con la pulidora, y dio forma a caprichosas figuras soldando pedazos
de plancha, alambres, barras de hierro que luego se quedaba mirando asombrada
porque se aguantaban. También aprendió a aplicarse cera tibia con una espátula de
madera sobre las piernas y a retirarla a contrapelo, de un tirón, pasados cinco minutos,
aprendió a apreciar el coñac con soda y un buen día tiró a la basura toda la ropa
interior y se compró ropa interior nueva. Esas cosas que hacen las mujeres cuando
hacen borrón y cuenta nueva. A veces se veía con los vaqueros demasiado ajustados,
los de perneras por encima del tobillo, y la camisa rosada de su padre ondeando al
viento, la que había cogido del armario sin pedir permiso, llegando con el pelo recién
lavado al lugar donde querían encender el fuego de campamento y veía a Nadan
sobando un tobillo o una rodilla, en todo caso la pierna de esa Bettina. Hace mucho de
eso. De la casa de Nadan también hace mucho, aquel estilo de vida que él había
planeado al milímetro para ella; ¡bah!, mentira todo: para ella no, para cualquier otra
que también habría incluido en los planos. En todo caso no para ella.
Dormí excepcionalmente mal. Seguro que era por los ataques de tos de Cécile, y eso
que en T. había tosido mucho más y yo en cambio había dormido mejor. Algo me
rondaba.
Mientras estaba echada en la cama sin pegar ojo, intenté recordar las palabras de
Nadan aquella vez que estuvo explicándole a Alberta lo de llevar una doble vida. Creí
recordar que había dicho: «¿Te imaginas, llevar una doble vida?». Y Alberta había
dicho: «¡Uy! ¿Sabes?, eso de llevar una doble vida existe desde que el mundo es
mundo».
A lo que Nadan había dicho: «Imagínate que coges dos piedras y las tiras al agua.
Allí donde caen se forman pequeños círculos. Alrededor del centro».
—¿Y? —había dicho Alberta.
—Y luego se hacen cada vez más y más grandes, puros círculos concéntricos.
Alberta no había entendido adonde quería ir a parar, pero le gustó la cara tan
concentrada que ponía al hablar.
—Bueno —había dicho Nadan—, pues que luego se superponen unos a otros. Unos
más, otros menos.
Le pareció que con aquello ya quedaba explicada su obsesión por llevar una doble
vida. Entonces Alberta había señalado en dirección al sendero que cruzaba el prado,
donde estaban los padres que habían ido a celebrar el día del padre, y había dicho: «De
ésos, uno de cada dos sueña con llevar una doble vida como la que tú dices», y
entonces Nadan, con la mano, había hecho ademán de dejarlo por imposible y había
dicho echándole un poco de misterio a la cosa:
—Vale, vale, pero yo me refería a otra cosa.
Después no dijo nada más, así que Alberta se quedó sin saber a qué se refería.
Pensó que a lo mejor lo habría sacado de alguna película, de las películas de agentes
secretos, James Bond o algo así. Aunque no tenían nada de misterioso, o a lo mejor es
que Alberta no sabía vérselo. Lo más probable es que tuviera algo que ver con aquella
primera historia que terminó mal y que fue la madre de todas las historias que han ido
terminando mal, pensó Alberta, y se le ocurrió que Nadan tal vez tuviera en mente a
Marión Brando en El último tango. A James Bond ella no lo tragaba. Lo que nunca le
había gustado del tango era que a Marión Brando al final lo mate de un tiro esa niñata
rechoncha con rizos.
El sol brillaba sobre el prado florido, Alberta se echó sobre la hierba, se quedó
mirando el cielo de aquel día de la Ascensión, que lucía un azul limpísimo sin rastro de
la substancia tóxica amarilla y pensó que Nadan no podía estar refiriéndose en serio a
llevar una vida como aquélla. ¿Qué se había creído? A ver si resultaba que lo que
Nadan de veras quería de ella, Alberta, que ni tenía rizos, ni se parecía en nada a
aquella niñata rechoncha, era que, de una manera vulgar, le pegara un tiro a él, que no
se parecía lo más mínimo a James Bond o Marión Brando, así por las buenas, sólo
porque era una plaga de langostas y una Mizzebill y porque llevaba toda la vida
queriéndole tanto, a pesar de su ridícula corbata, que se había fugado con él hasta poco
antes de llegar a Mannheim, y todo para acabar pasando la noche en el balcón y tener
que oír las gárgaras que el señor hacía en el cuarto de baño.
El misterio que rodeaba a lo de llevar una doble vida y sobre todo aquella
ordinariez de liarse a tiros, que por lo visto formaba parte del juego, no le hicieron
ninguna gracia a Alberta. Para eso que no contara con ella, ni para la casa tampoco, lo
único que sacaría de esa casa sería echar a perder su salud a fuerza de pasarse una
noche detrás de otra tosiendo.
Cuanto más pensaba en Nadan por las noches, más rabia me daba. Hasta pasado un
buen rato no comprendí la razón. Es que me gustan los hombres, incluso algunos
hombres como Nadan que, por cualquier motivo, a lo mejor porque son astrofísicos o
yo qué sé por qué, en cuanto el amor se apodera de ellos, se lanzan con un arrojo de lo
más viril a hacer gestiones en dos direcciones distintas persiguiendo dos metas
opuestas. Salen disparados y sobre la marcha, naturalmente, se dan cuenta de que las
metas se excluyen mutuamente y entonces eso les rompe las oraciones y todos sus
esquemas se vienen abajo armando gran estrépito. En realidad no hay nada que deseen
tanto como que su dichosa plaga de langostas los devore enteros de la mañana a la
noche; pero eso sí, si no es mucho pedir, que sea dentro de un bastión unifamiliar, con
la instalación eléctrica por debajo del enlucido, como Dios manda, y con unas
criaturitas que se traguen la papilla de zanahorias cucharada a cucharada y sin rechistar,
en lugar de celebrar torneos de escupitajos contra la pared. Pero no tardan mucho en
darse cuenta: «Uy, esto no cuadra, la plaga de langostas y esto otro». Y entonces es
cuando tienen esas fantasías como lo de llevar una doble vida, que eso les viene de
James Bond, o como eso otro de acabar con una bala en el cuerpo a lo Marlon Brando.
Pero si resulta que la plaga ésa, en un hotel de la categoría de un bocadillo de
embutido de hígado, poco antes de llegar a Ludwigshafen o Mannheim, va y dice:
«Madre mía, pero ¿qué pijama es ése?, por el amor de Dios, quítate ese pijama porque,
si no, no puedo hincarte el diente», pues a la langosta este tipo de pijamas le ocasionan
problemas de estilo y le hacen perder el apetito hasta ponerse mala, entonces esa ansia
ordinaria de que le peguen un tiro en un arranque pasional, lo que tenía que ser un
último tango segunda parte, se queda en una jaqueca de estar por casa.
Pues eso, me gustan los hombres, y puede que muy especialmente los hombres como
Nadan, y me divertía imaginármelo en un hotel, de pie junto a un balcón, mirando
fijamente en dirección a Mannheim o Ludwigshafen con una expresión sombría, después
de dirigirse a la oscuridad allí fuera para contarle por enésima vez cómo se supone que
tendría que ser la convivencia entre un hombre y una mujer. Alberta está echada sobre
la cama, sin poder dar crédito a lo que oye, fumando un cigarrillo tras otro, y por
enésima vez vuelve a probar lo de mover pieza a salto de caballo, a ver si se vuelve
chiflada de una vez; Nadan para en seco su perorata al darse cuenta, por lo callada que
está, de que está enfrascada dando saltos de caballo, pero sigue contándole
mentalmente cómo se imagina él que es eso de compartir un futuro, y eso que ya con la
tal Bettina había sido tan patético como para echarse a llorar allí mismo.
Alberta no sería de las que salen al rellano a fumar, si hasta fumaba en la cama. Lo
peor que podía sucederle a Nadan era tener a esa Mizzebill todo el santo día metida en
casa. Y sin embargo: lo peor que podía sucederle era dejar escapar a esa Mizzebill.
Entonces Nadan, en medio de aquel ambiente cargado de rencor y del humo del
cigarrillo, con su pijama planchado, soltó aquella frase con la que yo me desternillaba
de risa cada vez que me la citaba a mí misma.
—No sé por qué tengo siempre deseos de acostarme contigo; lo último que quiero
en este mundo es eso, tener deseos de acostarme contigo.
Alberta interrumpió en el acto lo de ir dando saltos de caballo porque se dio cuenta
de que empezaba a estar chiflada. Cogió otro cigarrillo del paquete que estaba sobre la
mesilla de noche, bebió un trago de agua del grifo con el vaso de enjuagarse la boca
que aquel mismo día a última hora de la tarde había dejado encima de la mesilla y que
ya había ido a llenar dos veces al baño y se hizo a sí misma el solemne juramento de
que, en caso de llegar a salir algún día de aquel tugurio, lo primero que haría una vez en
casa sería descorchar una botella de Côtes du Rhône y brindar consigo misma. Luego
dijo:
—Mira, te propongo una cosa, primero haces lo que deseas y después nos podemos
poner metafísicos. Por ese orden. Es el procedimiento normal desde que el mundo es
mundo.
Y entonces Nadan dijo:
—Yo sólo hago lo que también quiero desear.
Precisamente fue esa frase lo que me dio tanta rabia.
Me propuse preguntarle a Jean-Philippe si era alguna frase relacionada con alguna
religión o alguna filosofía extinguidas hacía tiempo. Me dio esa impresión y Jean-
Philippe estaba al corriente de estos temas.
Al final, la segunda semana también pasó. No tenía nada de extraordinario que Jean-
Philippe hubiera llamado una sola vez, con prisa, y hubiera charlado con Cécile, y
luego: «Bisoux a maman». Cécile cumplió su encargo escrupulosamente. Yo había
llamado una vez a Lyón por la noche, pero sólo estaba el contestador automático.
—Soy yo, no pasa nada, aquí hace un froid de canard, á bientôt —había dicho y
luego me alegré de poder regresar a T., a pesar de la sensación de desasosiego que
tenía.
Cécile iba sentada detrás, en el portabebés, escuchando por tercera vez la cassette
de Caperucita Roja en francés. La A7 estaba toda en obras y se me ocurrió pensar que
pasado el invierno se ponen a hacer trabajos de mantenimiento para la primavera,
pasado el verano se ponen a hacer trabajos de mantenimiento para el otoño, pasado el
invierno para la primavera, entonces me di cuenta de que estaba discurriendo en
círculo, automáticamente, para ver si se me quitaba aquella ansiedad tan desagradable
que sentía. Había muchos tramos en los que la autopista se estrechaba a dos carriles. En
el lugar donde había volcado un camión habían colocado semáforos móviles y había un
obrero dirigiendo el tráfico con una pala de color verde y rojo. Me detuve. Iba para
largo. No paraban de pasar coches a marcha lenta en la otra dirección, un montón de
camiones antes de que llegara el fin de semana y no pudieran circular. Uno de los
últimos coches que iban en dirección contraria era un Ford plateado con matrícula
alemana. Siempre miro la cara que ponen los conductores que adelanto o que vienen en
dirección contraria, porque me parece que es bueno saber con quién te la estás jugando
y si es de fiar. Es algo fundamental. Por eso vi la cara del conductor que iba en el Ford
plateado, nuestro semáforo cambió al verde, yo arranqué, Cécile se sabía la Caperucita
Roja de memoria y la repetía como un loro. El camión cisterna de delante me tapaba la
visibilidad, el camión volcado parecía una ballena varada.
Si no hubiera sido por la barba… Habría podido jurar que el conductor del Ford
plateado era Nadan. Por otra parte, Nadan podía haberse dejado crecer barba
perfectamente. Por el susto que me llevé y lo empapadas que me quedaron las manos al
volante, supe que tenía que ser Nadan. No pude recordar si iba solo en el coche.
Cuando se terminó el tramo en obras, adelanté al camión cisterna. Cécile quiso un yogur
y se manchó y al cabo de un rato dejé de pensar en la cara del que iba en el Ford
plateado.
Llegamos tarde a T. Cuando entré en el patio, ya estaba oscuro. Elise había oído el
motor, encendió la luz de fuera y salió a recibirnos. El tractor y los coches de mis
suegros estaban en el patio. Cécile estaba sobreexcitada, de un salto se echó al cuello
de su abuela sin poder esperar a enseñarle el pasador nuevo, de concha, que yo le había
comprado en una tienda de recuerdos. El Renault de Jean-Philippe no estaba en el patio
y cuando vi que su coche no estaba allí, caí en la cuenta de que no había esperado otra
cosa.
Había llamado por teléfono para dejar recado, claro. No sé qué explicación dio, la
olvidé en seguida. Incluso volvió a llamar más tarde. Elise nos calentó la sopa y luego,
además, preparó una ensalada tal como le gustaba a Cécile, con tropezones de tocino y
de pan. El padre de Jean-Philippe solía tomar un vasito de aguardiente de orujo
después del vino de la cena y yo lo acompañé con un vaso y cuando llamó Jean-
Philippe, se notaba que estaba en una cabina y se oía como si él también hubiera bebido
aguardiente. Se le oía igual que algunas veces cuando, después de cenar en la rué des
Marronniers, después del café, después del orujo, hacíamos a pie los pocos pasos que
había hasta la Place Bellecourt y luego subíamos. Tenía aquel no sé qué aterciopelado
en la voz. Era como si pudiera verle, el restaurante, el pequeño comedor abovedado,
los carteles en las paredes, unas cuantas plantas de interior, la escalera de madera que
llevaba al recinto de arriba. Estaba segura de que habría comido ancas de rana de
primero y cabeza de ternera con salsa Gribiche como plato fuerte, a continuación queso
y café y que luego habría bebido un orujo. Tuve la sensación de que, a partir de aquel
momento, el restaurante estaba profanado.
De todos modos había sido un detalle llamar mientras estaba en camino, sin
contarnos nada de la cena en la rué des Marronniers ni a su padre primero, ni después a
mí. Básicamente dijo que hacía un tiempo de perros. Aquel parte meteorológico
quedaba muy ridículo en contraste con su voz suave, aterciopelada.
Llevé a Cécile a la cama. Elise, abajo en su cocina, hacía entrechocar los platos
con un ruido exagerado mientras los colocaba en el lavavajillas y cuando yo más tarde
bajé a dar las buenas noches, el padre de Jean-Philippe dijo:
—¿Verdad que vas a tomar otro vasito de orujo con este anciano?
Yo estaba encantada de tomar otro vasito de orujo con aquel anciano. Volvía a bajar
muchas noches, cuando se me hacían largas las horas allí arriba dándole vueltas a mis
cosas y mis historias, o si ya no me apetecía seguir trabajando o el padre de Jean-
Philippe me llamaba a casa y decía: «¿Verdad que vas a hacerle una horita de compañía
a este anciano?». Entonces Elise ya se había acostado, Cécile dormía y yo pasaba una
horita con el padre de Jean-Philippe, antes de acostarme yo también.
Sirvió el orujo. Había podado las cepas mientras yo estaba en la costa con Cécile.
Las rosas tipo bonica, plantadas aquel año, habían resistido bien el invierno. Luego se
quedó callado. Fuera maullaba un gato macho. Nuestro gato estaba dentro.
Durante un instante pensé: «Si de verdad quieres saber lo que siempre sale mal
entre hombres y mujeres, pues ahora o nunca».
Pero en aquel momento el padre de Jean-Philippe dijo:
—Ahí arriba os iría bien tener una pérgola en la terraza, os toca demasiado el sol.
Yo dije:
—Nosotros también lo hemos pensado, pero Jean-Philippe pasa tanto tiempo fuera
de casa…
El anciano espetó con malos modos:
—Jean-Philippe, Jean-Philippe. Monsieur le philosophe se proméne dans la vie.
Para tranquilizarle, dije:
—¿Sabes qué te digo?, tienes razón, venga. Cuando tengas tiempo, ponemos una
pérgola.
Era lo último que necesitábamos en aquel momento, pero antes de tres días nos
pusimos manos a la obra. Aunque yo luego, poco más o menos, me limité a mirar cómo
saltaban las chispas desde mi escritorio porque estaba ocupada con un encargo que ya
empezaba a arrepentirme de haber aceptado, y es que ya preveía que con la cantidad
tremenda de citas encubiertas que había en aquella novela tan pedante de Vallot, en los
próximos días tendría que ir más a menudo a la biblioteca de Lyón. Precisamente en
aquel momento no me agradaba demasiado la idea de ir a menudo a Lyón.
Estuve pensando en lo que diría la próxima vez que Jean-Philippe preguntara por
Alberta.
Probablemente diría: «Su estancia aquí se está acercando al final». Entonces, si
Jean-Philippe ladeaba la cabeza, se reía con los ojos y decía: «¿Ah sí, tú crees?», ya
habría salido del paso. A la semana siguiente, antes de ir a Lyón, llamé al instituto y le
dije a la secretaria que iba a llegar. Normalmente me divertía darle una sorpresa a
Jean-Philippe, pero aquella vez preferí no dar sorpresas ni que me las dieran a mí.
Mientras cenábamos le conté lo de la pérgola. Como era de suponer, la pérgola le
interesaba muy poco. Lo que le interesaba, desde luego, estaba muy lejos de lo que se
dignaría comentar conmigo. Lo que se dignaría comentar conmigo, por lo visto, no
acababa de ocurrírsele en aquel momento y, francamente, tuvimos suerte de que la
cabeza de ternera que nos sirvieron en el restaurante profanado no estuviera demasiado
cocida. Renuncié al orujo de después del café porque quería regresar aquella misma
noche y ponerme a trabajar de buena mañana al día siguiente. De puro alivio, Jean-
Philippe se puso parlanchín y un poco insolente.
—Hablando de trabajo… —dijo.
—Hablando de trabajo —dije yo—, mucho me sorprendería que no acabaran por
ponerle una demanda por plagio al Vallot ése, es que fusila todo lo que encuentra sin el
menor escrúpulo.
Entonces Jean-Philippe preguntó por Alberta.
Entonces yo dije en voz baja:
—Oh, Alberta va a tener visita, espera a un amante.
Alberta tiene un amante
***
Mientras cocinaba, estaba nerviosa pensando en la cena del día siguiente y noté que
además empezaba a sentir curiosidad. Era una curiosidad un poco alocada, no procedía
sistemáticamente, sino más bien a saltos. Aunque parezca raro, lo que más me
interesaba saber era si había logrado defraudar a Hacienda en alguna suma de dinero
que fuera digna de mención y si había inventado aquel sistema infalible para hacer
saltar la banca. Las dos cosas se las había propuesto con firmeza hacía unos años y ya
por entonces había prosperado tanto con los cálculos pertinentes que casi se había
pasado una tarde entera explicándomelo todo y a mí los dos proyectos me habían
sorprendido mucho, porque a mí nunca se me habría pasado por la cabeza pensar ni por
un momento en el fraude fiscal o en la ruleta. Yo había dicho con aire muy burlón:
«Bravo por el niño, te espera un gran futuro». Primero no respondió nada, pero luego
dijo: «Es curioso, poco me ha faltado para preguntarte si querías compartirlo
conmigo».
Yo me había reído, pero aquella risa no había sonado del todo auténtica.
Por entonces ya habíamos recorrido un buen trecho de aquel futuro y no lo habíamos
compartido, por lo menos no día a día, desde que nos sentábamos a la mesa del
desayuno hasta la noche, y mejor así.
Lo del fraude fiscal y el sistema para hacer saltar la banca me interesaba mucho
más que saber cómo tenía organizada la hora del desayuno, porque, de alguna manera,
yo esperaba que ya habría encontrado a alguien con quien compartirla, pero eso, desde
luego, no pensaba preguntárselo. Ni tampoco las otras dos cosas.
Cuando la sopa estuvo a punto, no supe qué hacer con la sensación de absoluta
familiaridad, sin duda ilusoria, que me inspiraba aquel hombre. A juzgar por lo que yo,
hasta aquel momento, había podido sacar en limpio, no iba a poder decirle ni una sola
frase. Me serví un vaso del vino blanco que habría al día siguiente para la cena, un
Grüner Veltliner; me puse el concierto para violín de Mendelssohn y probé a
imaginarme su cara. No hubo manera.
En cuanto a la mía, había llegado hasta tal punto, que cada cinco minutos ya me
había olvidado de si aún seguía estando allí y no podía parar de ir a asegurarme al
baño. El gato empezó a mirarme con extrañeza al ver que me daba por ir a mirarme al
espejo cada dos por tres, y es que yo ya no estaba segura ni de seguir siendo yo misma,
y eso que cada vez resultaba que seguía siendo la misma, entonces me tranquilizaba
unos instantes hasta que otra vez me asaltaban las dudas, ya sé que era ridículo. Llegué
a decirle solemnemente a mi imagen en el espejo:
—Estás haciendo el ridículo y a tu edad debería darte vergüenza perder el juicio de
esa manera, únicamente porque esperas a un amante que ha de presentarse mañana por
la noche. ¿Y si sólo viene a darte un sablazo porque al final ha tenido problemas con el
fisco o porque su sistema para hacer saltar la banca no era del todo infalible? Al final
resultará que sólo viene porque le gustaría contarte sus penas por una vez en la vida,
eso ya pasa, a más de uno le gustaría desahogarse por una vez en la vida contándole su
vida a alguien; lo que pasa es que ya ni nos damos cuenta, pero vivimos en una época
en la que se ha vuelto prácticamente imposible hablar con franqueza, de un tiempo a
esta parte esto se ha convertido en algo muy normal en este mundo en que vivimos que,
dicho sea de paso, se ha vuelto muy raro desde aquellos días en los que apenas
habíamos alcanzado la mayoría de edad y jugábamos a ser adultos y la vida de adulto
era tan deprimente como la ensalada de fideos y los huertos en las afueras, y en este
momento en que la mayoría de la gente que conozco pronto doblará la edad límite,
resulta que, de repente, todos se vuelven cada vez más jóvenes y los que no se vuelven
cada vez más jóvenes sencillamente engordan cada vez más. Hay muy pocos que de
verdad no se vuelvan cada vez más jóvenes ni engorden cada vez más y sólo se vayan
haciendo mayores y ésos, a medida que se hacen mayores, es que no salen de su
asombro, claro, al ver que se ha vuelto tan difícil hablar con franqueza. Y es que a
medida que te haces mayor, las cosas de las que habría que hablar con franqueza no es
que vayan a menos; todo lo contrario, se multiplican de manera preocupante, crecen
como la espuma y ésas son cosas que no se arreglan únicamente con haber llevado la
paz al Vietnam en su día a fuerza de besarse ni con haberse inclinado por la resistencia
armada o la pacífica como medida de presión para protestar por la subida de los
tranvías; aunque parece lógico que cada vez se hable menos con franqueza en un mundo
en el que la gente no se hace mayor, sino que cada vez es más joven o más gorda.
«¿Y si viene buscando algún consejo para sus horas del desayuno junto con lo que
aún le quede de futuro?», pensé luego, algo indecisa. Por ahí no paso. En seguida me
vino a la memoria más de uno al que en la cama de la amante le da esa obsesión
enfermiza por confesar los detalles más íntimos de la hora del desayuno, por irse de la
lengua, por delatarlos, diría yo, y más de una vez me he jurado a mí misma que cojo al
amante y lo pongo de patitas en la calle, tan pronto como desvíe la conversación hacia
el tema de la hora del desayuno mientras esté en mi cama, y es que no quiero oír ni una
palabra de las tragedias que tienen lugar cada mañana en torno a una de esas mesas de
desayuno y que, al parecer, conducen directamente de esa mesa de desayuno a mi cama
y crean una obsesión enfermiza por sincerarse. Para ir sobre seguro, volví a jurármelo
solemnemente.
Por otra parte, todo eso me pareció bastante improbable.
El Grüner Veltliner aún no estaba bien fresco. La calefacción gorgoteaba como
suele hacer siempre que está a punto de estropearse y pensé: «Lo que me faltaba, que se
estropee la calefacción en este momento».
El segundo vaso ya estaba mejor y mientras sonaba el concierto para violín de
Mendelssohn me faltó muy poco para decidirme a no tomar todo aquello tan a pecho y
sencillamente dejarme arrastrar por los acontecimientos. Me dije que hay verdaderas
guerras en las que hay gente verdaderamente asesinada, sacrificada, muerta; pensé en
las mujeres y los niños degollados, en las cantidades exorbitantes de odio y fosas
comunes, y aunque no contara la enorme cantidad de odio que se pasea por todas partes
dentro de esta realidad tan poco consistente, en la que ya casi únicamente el odio y el
crimen y la muerte violenta parecen reales, mientras que todo lo que es vida parece
virtual, pues aunque no contara estos excesos, la vida es complicada y, sobre todo, no
dura siempre, cada día que pasa está un poco más cerca del final, y pensando todo esto
lo del día siguiente me parecía un asunto muy relativo; pensé que con la sopa de
codorniz y la trucha a la molinera y luego la bavaroise de arándanos quedaba bastante
bien, incluso muy bien.
Cuando ya me había decidido por la reconciliación, tuve la desgracia de pensar en
algo que había dejado bien guardado en un rincón de mi cerebro y que habría preferido
olvidar, pero ya había salido a flote y dolía, y me recordó que las guerras entre
hombres y mujeres, al fin y al cabo, también son auténticas guerras. Cuando era joven
no creía que fueran auténticas guerras en las que podíamos llegar a causar la perdición
del otro, me sorprendía leer en los libros alusiones a las extrañas heridas con las que el
amor puede dejar a las personas marcadas para siempre, no tenía la menor idea de las
mutilaciones y muertes que hombres y mujeres son capaces de producirse entre sí; que
el amor se acaba algún día, eso era algo inevitable que, bueno, a veces me angustiaba,
sí, pero aun así, para mí, los finales quedaban muy lejos, a un paso del infinito, y
además, en mi caso, el amor era una primera historia que había ido por mal camino, una
plaga de langostas que de vez en cuando se cernía sobre mi vida dejándola en un estado
bastante lamentable, tal como podía comprobar en cuanto la recuperaba; en cambio, a
mí misma, pensaba yo, me deja sana y salva por lo que parece.
***
Fue una llamada que puso las cosas en su sitio de una vez para siempre.
Sólo tuve que pasar unas cuantas horas en el consultorio, la intervención me había
producido una extraña sensación de irrealidad, el médico, amable, estaba por su tarea,
una enfermera manejaba los instrumentos en silencio, concentrada, y luego un tirón
apenas perceptible en las piernas, desde entonces una aversión a los ruidos de
aspiradora, a continuación un ligero mareo contra el que me administraron un
medicamento para la circulación que hizo efecto muy rápido, y unas cuantas horas de
reposo en una pequeña habitación con luz, agradable; encima de la mesa había un
florero con flores silvestres. Pensé en lo fácil que había sido. Pensé en todas las
historias truculentas en las que salían agujas de hacer punto, charlatanes, cazas de
brujas, en todo el horror que había quedado superado hacía apenas una generación; en
cambio allí, no solamente son atentos, sino que además hay un florero con flores
silvestres al alcance de la vista y la enfermera se encarga de llamar un taxi
inmediatamente.
Pero antes entró el médico para ver qué tal me iba y para hablar otra vez conmigo.
Dijo:
—Supongo que tendrá a alguien en casa que la cuide un poco estos días.
Me puse a pensar, pero de la gente que yo conocía no pude imaginarme que alguno
fuera a cuidar de mí, o a lo mejor es que a mí la idea no me agradaba demasiado. El
médico dijo:
—Su madre, quizá. O su compañero o marido.
—Mi madre no vive aquí —dije.
Pero el médico insistió:
—Bueno, a ver, no lo ha hecho usted sola, aquí hay otra persona a la que también le
incumbe. Me gustaría que alguien se ocupara de usted.
Me sorprendió tanta solicitud. La verdad es que por aquella época ya hacía mucho
que nadie se interesaba por nadie, a lo mejor sí que antes se interesaban unos por otros,
pero no puedo acordarme, y noté que los ojos se me estaban llenando de lágrimas de
emoción, pero entonces hice algún comentario, que seguro que me las arreglaría sola y
que al menos hasta aquel momento todo me había parecido muy fácil.
Sorprendentemente fácil. El médico ladeó un poco la cabeza y dijo:
—No debería usted tomarlo a la ligera.
Yo no lo tomaba a la ligera, pero no me había quedado más remedio que hacerlo,
porque no podía esperar que alguien que me había partido en dos, en una Alberta para
la que había construido una casa sin decirle una palabra, sin consultarle siquiera si
quiere o no quiere, y en una Mizzebill que le daba tanto miedo, que el miedo muy a
menudo degeneraba en rabia y resentimiento y peleas acerca de lo que formaba parte de
la realidad o no y en jaqueca, pues no podía imaginar que una persona así, aunque
llevara toda la vida queriéndola, incluso aunque esa persona llevara toda la vida
queriéndome, y eso que no podía ver una de mis mitades ni en pintura, fuera la persona
más adecuada para hacer frente a aquella otra cosa que también iba a ser para toda la
vida, por más ilusión que me hiciera a mí misma, pero es que sencillamente no habría
sido realista cerrar los ojos ante la realidad y echar por la calle de en medio sólo
porque algo te hace ilusión. Y es que, para mí sola, yo desde luego me bastaba, en
cambio, yo sola para dos, pensé que no sería suficiente.
Así se lo dije al médico, pero él insistía en que alguien se hiciera cargo de mí.
Tenía los ojos anegados en lágrimas y dije:
—No se preocupe, ya me las arreglaré sola.
El médico me dio su número de teléfono privado y dijo que podía llamar a
cualquier hora, día y noche, si pasaba algo, y luego dijo:
—Con los ánimos, quiero decir.
Cuando tenía los ánimos por los suelos empezaba a caer la tarde. Fue un atardecer
templado de principios de verano en el que tardó bastante en hacerse oscuro. La
traducción de Vallot se resistía a avanzar, a menudo me quedaba trabajando hasta bien
entrada la noche, a veces toda la noche. En cuanto se anunciaba el crepúsculo y las
estrellas empezaban a traslucirse, encendía la lámpara verde de mi escritorio y fue en
un atardecer como aquél cuando me encontré con los ánimos por los suelos. Me pareció
que era demasiado tarde para llamar al médico a su casa y además no pasaba nada y no
sé qué habría podido hacer el médico. Además, no lamentaba mi decisión, desde luego.
Cuando una cosa parece acertada antes de hacerla, pues no va a dejar de serlo después.
Tuve que dejar pasar un instante para encontrar lo que de verdad me reconcomía el
ánimo. Ni quería charlar con nadie, porque no había nada que decir sobre aquel tema.
Ni era puro sentimentalismo, ni lo fatal que me sentía, ni nada de eso.
Habría querido que Nadan estuviera allí conmigo. Nada más. Me habría bastado
con su presencia. Sin hablar, hablar quizá resultara demasiado difícil tratándose de un
asunto como aquél, con el que ya me había llevado un susto de muerte no hacía mucho
al ver sus tres habitaciones para niños y, además, había quedado demostrado que
cualquier intento de recurrir a la traducción para hablar precisamente de aquel asunto
era inútil.
Pero pensé que sólo con tenerle allí conmigo ya me daría ánimos; con la noche de
verano que hacía podríamos estirar un poco las piernas y a lo mejor yo luego me
sentiría igual de triste por lo mucho que dejaba que desear nuestra relación y yo y todo
lo que había sobre la superficie de la tierra, pero ya no habría para tanto, porque
gracias a su presencia la tristeza de alguna manera tomaría otro color. Más o menos así
me lo imaginaba yo.
Pensé: «Pues se lo pido y ya está. No tiene más que bajar al garaje subterráneo a
por el coche y en veinte minutos se presenta aquí».
Pedirse favores entre un hombre y una mujer es una de esas cosas de las que más
vale huir como de la peste, porque es un campo minado y cuanto menos pides, más
erizado de minas está el terreno. Justamente los favores que no son pedir demasiado
son los que más dinamita llevan. No te extrañe que a un hombre no le cueste lo más
mínimo subir y bajar los Alpes con una bicicleta de veinte marchas o ir a pie hasta el
polo Norte; ahora bien, tan pronto como una mujer a la que quiere le pide, qué sé yo,
que la llame a las siete, esa llamada pasa de ser algo que no cuesta nada al terreno de
los imposibles. Bien mirado, si se piensa en lo fácil que es este sistema y lo
generalizado que está, se ve que es una de las armas de guerra más interesantes y,
empleada con constancia, puede llegar a ser literalmente mortífera porque aniquila por
completo al adversario.
Llamé.
Aquel «No» dicho sin pestañear no fue el peor trago que me tocó pasar al oír su
respuesta. Lo peor fue la indiferencia gélida, penetrante, que después tuvo unos cuantos
años a su favor para que fuera tomando cuerpo la idea de que son auténticas guerras las
que se libran entre hombres y mujeres. Como la vida misma.
Mientras tanto se me habían pasado los nervios y ya veía que me iba a llevar un chasco.
No deja de ser sorprendente lo normal y cotidiano que es llevarse un chasco.
Aunque ya no nos hagamos la menor ilusión por nada y por lo tanto ya tendríamos, en
teoría, que estar inmunizados y asegurados a prueba de chascos; pero siempre
acabamos cayendo en lo mismo; pensé que quizá sea bueno poder seguir cayendo,
siempre en lo mismo porque hay que seguir adelante y si se sigue adelante, normalmente
acaba una llevándose un chasco, pero no podemos no seguir adelante y quedarnos
postrados, tumbados, sólo para evitar chascos, así se vive.
Me sentí muy a gusto pensando eso, aunque seguramente habría que achacarlo al
Grüner Veltliner más que a la idea en sí misma.
En todo caso, con la sartén antiadherente no me había llevado ningún chasco.
Todavía me quedaba una botella de orujo. Tomamos un vaso con el café y no sé por
dónde andaría yo deambulando por nuestras respectivas películas, tan distintas la una
de la otra, y pensando en nuestros respectivos proyectos para alcanzar la felicidad,
pero el caso es que cruzaron por mi mente toda una serie de despropósitos; no habría
sabido decir si alguna vez alguien los había dicho en mi vida o, ya digo, sencillamente
estaban sacados de alguna película. Me pareció como si hubiera estado alguna vez en
una gran casa vacía y hubiera oído la frase: «¿Sabes?, me gustaría hacerte feliz». La
frase me había parecido absurda. Yo había dicho, desarmada: «Pero, por el amor de
Dios, ¿puedes decirme qué tiene que ver esto con la felicidad?».
Debí de haberme distraído un momento, absorta como estaba recordando la
estupefacción que me produce que alguien sea capaz de decirle a otra persona:
«Quisiera hacerte feliz».
En aquel momento noté que una mano delgada, muy fría, se posaba, delicadamente
seductora, sobre la mía. Yo pensé: «Anda, es verdad, Alberta recibe a un amante».
El amante ya debía de llevar un rato hablando y en aquel preciso instante decía:
—Aunque yo a mi mujer la quiero, ¿sabes? Demasiado tarde para taparme los
oídos.
—… es que para un hombre no resulta nada fácil comprender a una mujer
embarazada —siguió diciendo y yo pensé: «Será eso».
Entonces me pareció que había llegado la hora de cumplir el solemne juramento de
la noche anterior. Dije:
—Ya es tarde y mañana hay que llevar el coche al taller.
Habría que cerrar la puerta muy despacito.
Epílogo
Sobre todo este asunto escribí Alberta tiene un amante y cuando Jean-Philippe vino a
T., se lo di para que lo leyera. Fue a comienzos de la primavera, hacía una tarde
espléndida, luminosa, de un azul intenso, los narcisos y las prímulas de Elise, que
trajinaba en el huerto con los guisantes, estaban en flor, Cécile jugaba en el patio con el
gato, la pérgola, aunque era elemental, estaba terminada y sólo faltaba pintarla. El
padre de Jean-Philippe iba arriba y abajo echando humo porque su hijo, que no
entendía nada de viñedos ni de la vida, sólo le daba disgustos.
Jean-Philippe lo leyó, luego salió riéndose y dijo de buen humor y con ironía:
—Madame, me quito el sombrero.
Yo también me reí y dije:
—Monsieur, esta noche le toca a usted llevar a su hija a la cama.
BIRGIT VANDERBEKE nació en 1956 en Dahme, en la ex República Democrática
Alemana. Se trasladó con su familia a la RFA en 1963 y allí estudió Derecho y
Filología Románica. En la actualidad reside en el Sur de Francia, dedicada por
completo a la escritura. Su primera novela, Mejillones para cenar, publicada en
castellano y catalán por EMECÉ, fue galardonada en 1990 con el premio Ingeborg
Bachmann, el más prestigioso en lengua alemana, y supuso un rotundo éxito de crítica.
En 1998, Alberta tiene un amante no sólo suscitó el entusiasmo unánime de la crítica,
también significó su primer gran éxito de ventas. Con más de cien mil ejemplares
vendidos, Birgit Vanderbeke ha unido por fin calidad con popularidad, situándose hoy
como una de las autoras más importantes de la literatura alemana actual.