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Alberta Tiene Un Amante - Birgit Vanderbeke

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Sólo una escritora con la ironía punzante y demoledora de Birgit Vanderbeke

es capaz de abordar el eterno tema de las relaciones entre hombre y mujer


desde un ángulo tan inusitado como mordaz. Imaginemos dos personas que se
quieren desde siempre y que, al mismo tiempo, son incapaces de pasar
veinticuatro horas juntas. Alberta y Nadan saben que están hechos el uno para
el otro, pero nunca han conseguido que su relación funcione. Los dibujos de la
corbata de Nadan, el abrigo demasiado grueso de Alberta, cualquier detalle o
situación es motivo de conflicto. Así, la imposibilidad de superar las
desavenencias les ha obligado, muy a su pesar, a renunciar a una vida en
común. Hasta aquí, ésta podría ser una banal historia de amor imposible, de
no ser porque hay otros elementos que reclaman su protagonismo. Hay una
narradora en primera persona que vive en el sur de Francia y declara haber
escrito la historia de Alberta y Nadan mientras esperaba a su marido, que
trabaja en Lyón. Todo parece claro, hasta que la similitud entre Alberta y la
narradora despierta las sospechas del lector, que en un juego de verdades y
mentiras, entre el asombro y el humor, tendrá que descubrir quién es quién y
quién hace qué con quién.
Birgit Vanderbeke

Alberta tiene un amante


ePub r1.0
Titivillus 28.01.2017
Título original: Alberta Empfängt Einen Liebhaber
Birgit Vanderbeke, 1997
Traducción: Mireia Calvet Creizet
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Una Mizzebill
Nos fugamos poco antes de la Ascensión.
A finales de marzo descubrimos que nos habíamos querido toda la vida y nos
seguíamos queriendo, desde el principio hasta el día del juicio final.
No era la primera vez que lo descubríamos, nos pasa cada tres o cuatro años, y lo
que hacemos a continuación es agotador y causa verdaderos estragos; y pasado un
tiempo ya no estamos tan seguros de habernos querido siempre y hasta nos parece que
el error más funesto de nuestra vida es haber creído alguna vez que podríamos estar
siquiera cinco minutos seguros en un mismo lugar sin que suceda una desgracia; pero un
día nos fugamos porque habíamos llegado a la conclusión de que, a la larga, no hay más
remedio que doblegarse a un amor tan grande como el nuestro, no se puede estar
resistiéndose siempre. Ya nos habíamos doblegado varias veces a ese gran amor, para
ver qué pasaba, y luego, después de cada nuevo intento, le plantábamos cara
valiéndonos de la escasa cordura y las exiguas fuerzas que aún nos quedaban, porque es
uno de esos amores que pueden acabar con cualquiera con una facilidad asombrosa, a
no ser que nos defendamos con uñas y dientes; pero cada equis años se volvía a
presentar con la misma saña. Como una plaga de langostas. Tarde o temprano nos
hartábamos, o a lo mejor nos descuidábamos un poco, porque era agotador eso de estar
siempre al quite, total, para poder vivir dos o tres años con un mínimo de tranquilidad,
haciendo cada uno su trabajo o instalándose cada cual en su casa, ¿y a santo de qué,
pasar tantos trabajos, si luego viene la plaga y todo ha sido inútil porque la langosta se
abalanza sobre nuestra vida y en un periquete se lo zampa todo, y todo lo echa a perder
y arrasa con todo? Tan grande como ese amor es su voracidad desmesurada, y habrán
sido pocas las veces que antes de que pasen tres meses a lo sumo no haya devorado
nuestra vida, nuestras obras y nuestras casas sin dejar piedra sobre piedra, ya que por
lo general le basta con dos semanas escasas para dejarnos en las últimas. Creo que no
aguantábamos más y por eso decidimos que lo mejor era fugarse. Nos dijimos: «Aquí lo
que pasa es que todo el mal viene de tanto cerrarse en banda. Esta vez vamos a hacerlo
al revés: vamos a aceptar este amor, pero no para ver qué pasa, curándonos en salud,
no, sino incondicional, completa y absolutamente». Teniendo en cuenta todo lo que
había sido ese amor, nos pareció que no había elección.

Nadan tenía coche y yo no, así que para fugarnos quedamos en coger el suyo. Estuvimos
pensando en Amsterdam, Copenhague, París. Nos queríamos fugar en mayo y en abril
empezamos a discutir porque yo prefería París. Nadan pensó que yo quería ir a París
sólo para fastidiarle porque él no habla francés, para hacerle quedar mal y poder jugar
con ventaja, y yo pensé que él quería ir a Amsterdam sólo porque ya sabe que Holanda
no me gusta. Ninguno de los dos conocía Copenhague, o sea que era terreno neutral, lo
malo es que yo me imaginaba Dinamarca más o menos igual que Holanda.
—En Holanda no hay ni una ventana sin visillos colgando hasta la mitad de los
cristales, parece que se hayan quedado escasos de tela —dije—, no es un buen país
para fugarse. Apuesto a que los dejan cortos para que se vean las macetas desde fuera;
y no es que esté todo el país lleno de tulipanes hasta los topes, es que encima hay
begonias, flores de Pascua y jacintos por todas partes. Mira, para ver macetas con
flores, no me hace ninguna falta fugarme, para eso me quedo donde estoy.
Nadan dijo:
—París es muy sucio, los hoteles están todos infestados de cucarachas y el metro
apesta de un modo insoportable.
Me sentó fatal que se metiera con mi París adorado. En París yo no he visto nunca
ni una sola cucaracha; bueno, casi nunca. He visto ratas y gatos famélicos y medio
salvajes, pero ¿cucarachas?, es rarísimo. Pero Nadan seguía empeñado en ir a
Amsterdam, a pesar de las macetas, y empezó a contar que había pasado noches enteras
en un hotel parisino persiguiendo y aplastando cucarachas, y a mí me daba risa, porque
se veía que era una de sus anécdotas con Bettina, una de aquellas ocasiones en las que
no sé por qué razón, o para celebrar no sé qué, había que ponerse románticos y, ya se
sabe, siempre que hay que ponerse románticos, pues no hay manera, y menos con Nadan
por medio, con él, ni pensarlo. Podía imaginarme a Nadan con el pijama puesto,
empuñando la zapatilla que había sacado de debajo de la cama y frotándose las manos
ante la idea de poder descargar su siniestro malhumor contra aquellos bichos, le veía
pasar noches enteras exterminando cucarachas y dejando una mancha pardusca detrás
de otra en el papel pintado.
A veces, sólo con figurarme la escena me daban ganas de reír, pero Nadan creyó
que me estaba burlando de él y se picó un poco, porque todo aquello era muy serio,
después de todo le iba la vida en ello, que se dice muy pronto, y ya se sabe, cuando va
la vida en algo, no se está para bromas.

Precisamente estas susceptibilidades son las que lo ponen todo tan difícil a la hora de
fugarse. Se pierde la paciencia por cualquier bobada o, lo que es mucho peor, nos da
por ponernos tristes. Pero una cosa está clara: no es para tomarlo a broma.
Por un momento lo de fugarse dejó de parecer tan lógico y tan urgente como un rato
antes, cuando aún no había dejado de ser una fuga en abstracto, a la buena de Dios, sin
rumbo ni destino fijos. Pero ya estaba decidido que llevábamos toda la vida
queriéndonos y cuando se llega a este punto no es cuestión de echarse atrás y rajarse
sólo porque no hay manera de ponerse de acuerdo en lo del sitio.
Luego a mí también me pareció aceptable no ir a París, no fuera a acabar por verme
envuelta en aquella historia de Bettina, que es verdad que terminó mal, pero que,
aunque no pasara de la intención, había empezado como algo romántico. Es bien sabido
que las historias que terminan mal son las que siempre nos salen al paso.
Al final nos dijimos: «Fugarse es ir a la ventura, no es como ir de vacaciones,
planificándolo todo seis meses antes, folletos en mano. Lo que cuenta es la fecha, todo
lo demás ya se verá». Y la fecha estaba decidida de antemano porque dependía de
cuándo cayera la Ascensión, de las fiestas movibles y de las horas extras que le tocaban
hacer a Nadan, que más o menos era hasta Pentecostés.

Yo habría preferido que nos fugáramos en abril, sin esperar, porque temía pensármelo
mejor antes de la Ascensión y entonces vería que es un disparate como una casa, porque
la gente sólo se fuga si tiene un motivo para ello y nosotros no teníamos ninguno. Para
fugarse hace falta, por lo menos, un adversario, mejor aún si son dos o, ya puestos, un
cúmulo de circunstancias adversas. Como mínimo algún precepto que poder saltarse.
Por más empeño que pusiera, no alcanzaba a divisar ni un solo adversario. Ni
siquiera podíamos inventar uno. Ni cónyuges con malas pulgas, ¿qué tenía que haber?,
si ni siquiera podíamos cometer adulterio fugándonos porque ninguno de los dos estaba
casado; ningún impedimento, no nos perseguía nadie, ni siquiera sufríamos de manía
persecutoria y además ya hacía mucho que no éramos menores de edad. Cada cual, a su
manera, llevaba su vida, tenía su trabajo, un sitio para vivir, Nadan ya tenía incluso su
propia casa y antes de la Ascensión seguro que él también se lo habría pensado mejor y
también vería que era una soberana tontería, y es que Nadan ha visto el juego de los
dos, igual que yo, y ya nos conocemos y los dos sabemos perfectamente que de todas
las historias que han ido por mal camino, la nuestra en común es la que ha llevado peor
camino de todas, y eso desde el principio, que es tanto como decir por los siglos de los
siglos y hasta el día del juicio final. En nuestra vida, nuestra historia es algo así como
la madre de todas las historias que han ido por mal camino. Por eso mismo siempre nos
está saliendo al paso.
Y por culpa de esa historia madre que nunca ha ido por buen camino y siempre nos
está saliendo al paso, todas las historias que vengan a continuación a la fuerza tienen
que ir por mal camino. Cuando la plaga de langostas somos nosotros mismos, ni con
fugarse se arregla nada.

—Si hubiéramos sabido besar un poquito mejor —dijo después Nadan, un día que se
quedó sin saber qué hacer porque acabábamos de caer en la cuenta de que no vale
besarse con efectos retroactivos. Por mucho que sepas. Entonces es peor.
Si hubiéramos sabido besar mejor, entonces seguramente habríamos pasado una
temporada haciéndolo y luego cada cual habría ido por su lado quedando como
excelentes amigos en lugar de estar siempre saliéndonos al paso. Ir cada cual por su
camino es una cosa muy distinta de ir por mal camino. Comparado con eso, es la gloria.

A mí me parecía que Nadan tenía que saber besar porque estaba a punto de sacarse el
carné. La verdad es que cualquiera de los dos podía saber hacerlo porque cuando
éramos jóvenes todo el mundo lo sabía y todos se pasaban el día besándose sin orden ni
concierto. Decían que era bueno contra la guerra del Vietnam y en vista de que todos
estaban en contra de la guerra del Vietnam, pues venga besarse y al final parece que sí
que ayudó, un buen día se acabó la guerra y acabada la guerra, la cosa decayó. Yo
también estaba en contra de la guerra del Vietnam y no habría tenido nada en contra de
que nos besáramos, pero Nadan no besaba y yo sin él no quería…
Los demás creían por lo menos que estábamos traicionando al Vietcong y nos
tomaban por imperialistas que se lo tenían muy callado.
Corrían tiempos difíciles. Yo iba a ver películas de Fellini y noté lo delgaducha que
estaba. Luego estaban los campeonatos entre municipios y, antes de la competición,
todos iban de colonias a entrenar. A mí me faltaba muy poco para llegar a la mayoría de
edad, pero era rápida en la línea de salida. Para carreras cortas servía. Por eso me
dejaron ir. Después Nadan se proclamó campeón de nuestra ciudad en la carrera de dos
mil metros. Yo hice una serie de salidas muy malas y luego tropecé con una valla y
encima perdí el relevo.
Antes de la competición pasamos una semana entrenando en colonias. Jugábamos al
ping-pong, nos escaqueábamos del circuito cogiendo atajos y manipulábamos los
cronómetros; había mermelada con sabor a cuatro frutas y fideos con jamón, y cada día
había infusión de escaramujo para beber, por las noches íbamos a tomar algo al bar del
lugar más cercano y bebíamos cerveza y al día siguiente teníamos resaca. Todos se
besaban, y como querían probar qué tal es besarse en la oscuridad, sin ver quién pilla a
quién, una vez fuimos de excursión por la noche.
Hacía frío aquella noche. La luna brillaba, había que estar ciego para no ver quién
había pillado a quién y luego regresamos.
Pero de repente sí que se puso oscuro, se había escondido la luna, se habían
escondido las estrellas y yo me caí en una zanja. Era bastante honda y sobre todo estaba
bastante mojada. Nadan iba detrás de mí, así que él también se cayó. Detrás de él no
iba nadie más. Primero tuve ganas de gritar, porque las chicas cuando está oscuro se
ponen a gritar al caerse en una zanja, y a veces gritan de todos modos, aunque no se
caigan, pero no me convenció, porque no me había roto ni magullado nada y cuando
Nadan también fue a parar a la zanja y detrás de él nadie más, nos quedamos los dos tan
pegaditos, uno encima, el otro debajo, que me pareció que lo normal era besarse, ya
que se nos presentaba la ocasión. A veces tengo un sexto sentido para ver cuándo una
cosa está en su punto y mi sexto sentido me decía que aquello estaba en su punto, pero
lo único que sacamos fue quedarnos empapados, nos soltamos, estuvimos un rato
gateando para salir de la zanja y reanudamos el camino.
Aquella noche habíamos tenido nuestra gran oportunidad. No fue la única, se nos
presentaron infinidad de oportunidades, toda una noche rebosante de oportunidades
porque después de caer en la zanja y salir trepando, nos habíamos quedado rezagados y
luego, como por milagro, encima no encontramos el camino. Es que ya no se puede
pedir más.
Luego, cuando puedo ver nuestras caras, hay de nuevo una luna blanca y han
reaparecido las estrellas. Nadan lo ve todo negro como el carbón. No sé cómo, pero en
una cosa al menos logramos ponernos de acuerdo y es en terminar pasando la mitad de
la noche, poco más o menos, sentados en un abeto caído. Y allí nos quedamos sentados.
Horas y horas. Y aún seguimos allí. Hasta el día del juicio final. Siempre en aquel
abeto.

Hay ocasiones en que la vida se para en seco porque se ha atragantado. Se atraganta, se


para y aguanta la respiración; aguanta la respiración un buen rato sin saber qué va a
pasar luego, hasta que al final suelta la respiración y, hasta que vuelve a recuperar el
ritmo de antes, se tiene la impresión de que la vida se ha olvidado de algo tan elemental
como respirar, pero luego respira hondo y sigue su curso. Pero el caso es que se ha
parado un momento y algo se le ha quedado atravesado en la garganta, atrapado en
aquel instante que se detuvo en el tiempo, y allí se queda rezagado, sin poder salir de
aquel instante y cogerle el paso a la vida, en el momento en que la vida respira hondo y
se dispone a seguir su curso.
Yo veo a Nadan sentado a la luz de aquella luna clara y él no ve nada en la
oscuridad.
Lo que se ha atragantado y encerrado, naturalmente, no se hace mayor. Se queda
suspendido, poco antes de la mayoría de edad, poco antes del carné de conducir, y más
listo tampoco se vuelve.
Lo que sigue su curso se vuelve infaliblemente más listo; y si hay algo que sé desde
aquella noche es que no hay que quedarse tanto rato sentado en silencio, si lo que se
quiere es besar a alguien; o te lanzas y le estampas un beso al otro allí mismo, por muy
ridículo que parezca, o te pones a hacer otra cosa, pero quedarte en silencio y en el
suelo es lo peor que se puede hacer. En cuanto a una le da por quedarse sentada un
largo rato en silencio, se pierde el valor que hace falta para besar a alguien y la idea
que se tenía de besarle ya no parece, en conjunto, algo tan inaplazable ni tan inevitable,
ni siquiera lo más acertado, sino que empieza a parecer un poco fuera de lugar y muy
cuestionable, luego se ve como de mal gusto y al final hasta parece un poco repugnante.
Ya no se desea, por más que hacía un rato parecía seguro que se desearía. Pues en
cuanto una se queda sentada en silencio, comienza a pensar. Y pensando se da una
cuenta de que, bien mirado, no se explica por qué habría que meterle la lengua en la
boca a alguien que te gusta sólo porque es Nadan y tiene la voz de Nadan, y ese ligero
deje dialectal que tiene Nadan, y esos ojos vivos de Nadan; a ver, ¿por qué habría que
meterle la lengua en la boca, por más que esa persona le guste a una en especial, si
resulta que tanto la lengua como la boca están llenas de saliva? Y que la saliva es una
cosa repugnante es algo que sabe cualquiera, pero con quince años, desde luego, se
sabe eso mejor que nadie y se ve con una crudeza y una claridad pasmosas.
A fuerza de quedarme sentada en silencio y de darle vueltas en la cabeza, eso de
besarse cada vez me parecía más fastidioso y perverso.
Cuanto más se queda una sentada en silencio al lado de la otra persona, menos
ganas tiene.
Es así. Sencillamente ya no se desea. Eso pasa por cavilar demasiado. Poco a poco,
la otra persona empieza a resultar irritante, sólo por estar allí. Es un fastidio que esté
allí. Además, al quedarse mucho tiempo con los zapatos empapados, con las posaderas
en un abeto caído en medio del bosque, se empieza a coger frío, se tienen los pies y las
manos frías y la punta de la nariz se pone roja, aunque imagino que Nadan no la vio,
porque según él la escena tuvo lugar una noche sin luna y estaba oscuro como boca de
lobo, y yo tampoco la vi porque bastante trabajo tenía con quedarme embobada mirando
el suelo en que se reflejaba el claro de luna y con empezar a pensar en el modo de salir
medianamente airosa de aquella sesión nocturna de silencio y sin besos.
Hay muchas clases de silencio y a aquel primer silencio allí sentados en un abeto
caído le han seguido muchos otros; todos los hemos ido probando: hemos callado
juntos, nos hemos acusado en silencio, hemos callado hasta la extenuación, ha habido
silencios explosivos; hay silencios que golpetean en las sienes y a Nadan le enturbian la
mirada; hay silencios que son dignos de imbéciles rematados y silencios interminables
al teléfono, de esos que meten el corazón en un puño; pero aquel primer silencio con
claro de luna incluido, sentados en un abeto caído, fue distinto de cualquier otro de los
silencios que han ido viniendo a continuación y que hemos aprendido, y nos hemos
traducido y casi hemos usado como si fueran un lenguaje para sordomudos. Todas las
historias que terminan mal tienen su glosario secreto de silencios, pero es que cuando
una historia lleva tan mal camino como la nuestra, hasta el día del juicio final, el
glosario de silencios es descomunal, adquiere proporciones lo que se dice
enciclopédicas; sin embargo, aquel primer silencio todavía no formaba parte de nuestro
glosario de silencios, carecía totalmente de significado, sólo era una masa informe y a
mí lo que me hacía falta era encontrar urgentemente una fórmula mágica para salir con
cierta elegancia de aquel apuro, pero pasó mucho tiempo sin que se me ocurriera
ninguna, porque, claro, la vida se había parado.
Luego dejó escapar el aliento.
Todavía tenía que recuperar el ritmo.
Entonces se me ocurrió una fórmula que tal vez no acabara de tener del todo el
poder mágico que yo quería, pero que, bien mirada, no dejaba de ser muy elegante: ¿Le
gusta Brahms…? Era el título de un libro que acababa de leer y tanto el libro como el
título en especial me habían parecido muy logrados, lo que pasa es que después de
probar a decírmela mentalmente unas cuantas veces, ya no sonaba tan elegante, sino más
bien algo pedante y, estilísticamente, no era la frase más apropiada para ser
pronunciada en medio del bosque. Además, a Nadan le chocaría que de repente lo
tratara de usted. Así que probé a cambiarla al tú, pero con eso lo único que logré fue
empeorarla: «¿Te gusta Brahms…?» suena forzado y no tiene garra y, por si acaso,
habría preferido además una fórmula mágica en la que no se hablara en absoluto de
gustar, no fuera que, hablando de gusto, a Nadan le diera por dar besos, y eso había que
impedirlo a toda costa. Con más desparpajo, pero quedando como una reina,
naturalmente habría podido decir: «¿Te va Brahms…?». A lo mejor no habría estado
mal estilísticamente. Lástima que decir Brahms no es como decir «fulano» o «mengano»
o «polo de naranja»; hablando de Brahms no se puede decir me va o no me va, Brahms
es uno de los grandes y ya está muerto, y hace mucho que está muy por encima de
cualquier elección personal; se puede discrepar en cosas como si pueden tocarlo
demasiado rápido o no, o si se puede prescindir de la mitad de los instrumentos o si,
por el contrario, sería mejor añadir unos cuantos más, pero se insulta a Brahms y se
hace el ridículo cuando se habla de él en términos de te va o no te va.
Ya llevábamos tanto tiempo sentados en silencio que la próxima frase forzosamente
sería de gran trascendencia. Seguro que caería a plomo cortando aquel silencio frío,
macizo, lo haría pedazos atravesándolo de parte a parte hasta rebotar en el suelo dando
un chasquido fulminante y después, ¡qué alivio!, ya no tendríamos que seguir allí
sentados en silencio obligados a besarnos, la vida seguiría su curso; por el camino no
había que preocuparse, ya volveríamos a dar con él de una manera u otra, y sobre la
marcha, los pies y las manos irían entrando en calor y luego, una vez en la cama, la
punta de la nariz, pues lo mismo. Por eso era tan importante encontrar una frase mágica,
en cambio a mí lo que Nadan pudiera pensar de Brahms no me interesaba mucho; pero
dado que la frase era importante y de alguna manera iba a marcar un hito, me pareció
que no pasaba nada si sacaba a relucir a Brahms, siendo como era una gran figura y
estando además muerto.
Desde que aprendí a hablar me atormentan las cuestiones de estilo, y me parece que
no exagero si digo que tener que encontrar una fórmula mágica, de noche y en pleno
bosque, para no tener que besar a Nadan, es algo así como el colmo de las
preocupaciones estilísticas. Eso me cansó muchísimo.
Todavía no me lo explico, pero al final tuve un arranque de inspiración, sería
porque a lo mejor así la vida iba a seguir su curso y yo a meterme en la cama, porque
sólo quería dormir. Tuve una idea inspiradísima en la que se daban la mano de manera
ideal, muy a tono con una noche como aquélla, con una luna blanca, la magna figura de
Brahms y un cierto desparpajo por mi parte, formando un conjunto muy desenfadado y
al mismo tiempo refinadamente ingenioso. De buena gana habría llorado a la vista de
tanta belleza y elegancia, porque había dado en el clavo y estaba muerta de cansancio y
tenía fríos los pies. Nadan me ha dicho después que yo aquella noche puse una voz muy
rara, como si me ahogara, y que para él fue muy angustioso y le pareció estrafalario que
nos quedáramos tanto tiempo sentados en silencio allí, en medio del bosque sin decir
nada, hasta que ya no se sabe lo que se quería decir y entonces voy yo y digo con voz
ahogada: «Y Brahms, ¿qué te parece?».
Lo cogió por sorpresa. Sí señor, aquella frase tuvo exactamente el efecto que era de
esperar: cayó a plomo en medio de aquel silencio, lo atravesó de un tirón y salió por el
otro lado rebotando en el suelo con un ruido muy desagradable. Crujiendo.
Nadan dijo:
—Prefiero a los Rolling.
Después nos marchamos. Cuando entré en el dormitorio del albergue ya estaba
clareando y todavía tuve hora y media para avergonzarme.

La noche siguiente encendimos un fuego de campamento porque era la última noche.


Desde que existe el fuego, la gente joven enciende fuegos de campamento cuando llega
la última noche y todas las chicas se ponen algo que les quede bien y antes se lavan la
cabeza y cuando yo, con el pelo mojado, con mis mejores vaqueros, los que tenían las
perneras hasta las pantorrillas, y la camisa rosada de hombre, que había cogido del
armario de mi padre sin pedir permiso y que me llegaba hasta las rodillas, voy y me
presento allí, en el mismo lugar donde el fuego todavía no arde del todo, veo a Nadan
en el suelo, en cuclillas o arrodillado delante de una silla en la que está sentada una tal
Bettina, que chilla un poquitín, más o menos como suelen chillar las chicas cuando se
han caído en una zanja, y aunque no se caigan; Nadan le está haciendo no sé qué,
manoseándole o cogiéndole los pies o los tobillos o las pantorrillas o las rodillas, en
todo caso las piernas y no me ve llegar, porque, claro, el señor está ocupado con unas
piernas. ¿Qué hace Nadan arrodillado delante de unas piernas, dándose importancia
mientras está allí manoseándolas y sin siquiera levantar la vista ni verme llegar?, y eso
que casi se me ha secado del todo el pelo y lo que llevo puesto me sienta tan bien, que
poco me falta para que yo misma me encuentre guapa.
El fuego aún no ardía con fuerza porque todavía estaban todos cansados de la
caminata nocturna del día anterior y nadie tenía ganas de ir a buscar leña. Y cuando se
decide a levantar la vista, Nadan me ve a mí con la camisa ondeando al viento,
entrando en compañía de Rudi en el bosque, donde desaparezco sin haberme acercado
antes al fuego ni haberlo saludado siquiera con la mirada. Entonces a Nadan le entra
prisa por terminar de colocar el vendaje, de todos modos ya le parecía a él que no
había ningún tobillo roto, ni siquiera contusión, y va y entra corriendo en el bosque para
coger leña con nosotros. Pero cuando Rudi y yo salimos del bosque cargados de leña,
¿qué veo?, pues a Nadan sentado en el suelo y a su lado, esta vez también en el suelo y
reclinada contra Nadan, recostada sobre él prácticamente, sigue allí sentada la tal
Bettina. Ahora sí que arde el fuego, pero un fuego como aquél necesita mucha leña y a
medida que avanza la noche va quedando claro que ni Nadan ni yo somos imperialistas
y que los dos estamos totalmente a favor del Vietcong. A favor de la paz.

Poco después, Nadan entró en la marina, mientras que los demás, de tanto luchar contra
el imperialismo, tuvieron la prevención de volverse todos asmáticos y resultaron con
lesiones de menisco y provistos de certificados médicos.
Yo iba a ver películas de Fellini, una manera como otra de alcanzar la mayoría de
edad, y la mayoría de las veces Rudi iba conmigo, y luego fuimos a ver películas de
Buñuel y películas de Bertolucci. Aprendí a beber cerveza sin ponerme mala y más
tarde Rudi encontró un piso. Pintamos las paredes de color azul y verde y luego yo le
ayudé a llevar sus cosas desde su casa y él me ayudó a llevar las mías desde la mía, y
una vez estuvieron todas las cosas colocadas en su sitio, nos sentimos fatal, y eso que
siempre nos habíamos llevado bien. Yo lloré un rato a lágrima viva y dije:
—Quiero volver a casa.
Rudi dijo:
—Vamos a tomar algo.
Fuimos a un local y bebimos tanta cerveza que yo ya no sabía por qué lloraba.
Al final empezamos a hacer vida allí y a verlo por el lado bueno. Trabajábamos un
poco y al principio estudiábamos un poco y luego cada vez más y nos acostumbramos a
vivir de aquella manera y a que un día cocinara uno y al día siguiente hiciera la
limpieza el otro y a llevar juntos la ropa sucia a la lavandería.
Cuando Nadan volvió del servicio militar, Bettina también había encontrado un piso
parecido, ella también había pintado las paredes de colores y cuando Nadan se fue a
vivir con ella, en lugar de celebrar una fiesta de compromiso, fueron invitando uno por
uno a todos sus conocidos. Y así fue como un día fuimos a parar a su cocina. No
sabíamos muy bien cómo comportarnos, estuvimos todos muy formales, comimos
ensaladillas y bebimos el café en las tazas del juego que Bettina coleccionaba por
suscripción.
Todos los pisos donde se entra a vivir por primera vez tienen algo deprimente, pero
aún resultan mucho más deprimentes si una es joven y se junta con alguien y se
comporta como si estuviera hecha para el otro y el otro para una, y fuéramos a entrar
juntos en un futuro construido en común, aunque no haya absolutamente nada que una y
ate, y el hecho de que sea en común es lo que más asuste de ese futuro, lo que pesa,
aquello en que sería mejor no tener que pensar. Cada cual con su pareja, nos
comportábamos como si fuéramos a celebrar próximamente nuestras bodas de plata.
Entonces yo quise fumar y pedí un cenicero. Nadan no fuma y Rudi tampoco, pero
yo sí, y bueno, el caso es que Nadan no me dio ningún cenicero, pero me pasó un plato
del servicio de café. Seguimos hablando con cierta desgana de todo un poco; en
realidad es una vergüenza las tonterías que se recuerdan toda la vida, pero es así: el
flamante papagayo blanco de Nadan se había escapado aquella mañana temprano. Es
curioso que cosas así se queden grabadas para toda la vida, en el fondo es un fastidio
porque sabes perfectamente que en realidad no tienen la menor importancia, pero al
recuerdo le da igual que una cosa sea importante o no, para ponerse a tejer historias
tanto le sirven los detalles más insignificantes como las cosas importantes. Había
subido el precio de los billetes de tranvía y primero estuvimos hablando del papagayo,
luego de los precios del tranvía y al final de si era chantaje o legítima defensa que la
gente haga sentadas en las vías y detenga el tráfico para ver si así consigue hacer bajar
el precio de los billetes, y es que entonces todo el mundo hablaba de resistencia pasiva
o de si después de todo lo mejor era coger las armas. Rudi estaba en contra de la
resistencia armada aunque sólo fuera porque era incapaz de hacerle daño a una mosca.
Yo empecé a fumar. No tendría nada de particular, si no fuera porque Bettina se quedó
mirando mi cigarrillo con unos ojos como platos, sorprendida de que alguien se
atreviera a fumar allí, mientras que a ella siempre le tocaba salir al rellano a fumar.
Ella también sacó un paquete de cigarrillos y dijo insegura:
—Cuando hay visitas hacemos una excepción. No era una pregunta indirecta para
consultar a Nadan, sino que lo dijo para sí misma. Por lo visto, era un caso para el que
aún no se había previsto ninguna regla. Nadan la miró y dijo:
—Ah, ¿sí?
La cosa tenía visos de que iba a haber pelea segura. Nadan tiene una manera muy
especial de decir «Ah, ¿sí?», que no es que sea con mala intención, pero basta con
haber oído este «Ah, ¿sí?» una sola vez para saber que no va a tardar mucho en armarse
una buena o, como mínimo, que van a correr las lágrimas al otro lado de la trinchera.
Es muy desagradable estar de visita en casa de alguien y que empiecen a discutir, y
lo peor es que encima una tiene la culpa por ponerse a fumar sin permiso, pero ¿cómo
va una a saber que no se puede fumar en aquella casa o que, por lo que se ve, hasta
entonces no ha quedado claro a quién le está permitido fumar, en qué condiciones
excepcionales ni dónde, y a quién le toca salir al rellano?
Bettina dijo:
—Pero ella sí que puede, ¿o qué pasa, a ver? ¿Se puede saber por qué ella sí y yo
no?
A mí también me habría gustado saberlo. ¿Por qué ella y no yo?
Nadan dijo:
—Pues porque es una Mizzebill.
Yo no sabía lo que era una Mizzebill. Ni si eso existía. Por la cara que ponía, Rudi
no parecía saberlo tampoco. No sonaba como un nombre, sino más bien como un
apelativo, como si fuera un conjunto de cosas, no sé, una tribu, una secta, una logia
secreta, pero yo no era socia de ningún sitio y ya hacía mucho tiempo que me había
salido de la Iglesia. A lo mejor a Bettina le sonó como si supusiera alguna ventaja o
algún privilegio, algo que confiere una categoría especial, puesto que permite fumar, y
yo me sentí muy incómoda, estaba segura de que no tardaría mucho en haber lágrimas,
un buen altercado y resistencia armada, que es algo que está flotando en el ambiente en
situaciones tan forzadas como aquélla. Por si fuera poco, Bettina había tenido la culpa
del desgraciado incidente de aquella mañana con el papagayo; Rudi y yo ya habíamos
tenido que oír la noticia y pasar revista a la jaula vacía, en la que de todos modos el
papagayo nunca había parado un momento, porque el animal estaba demasiado
desorientado y desde el día que lo compraron se había quedado muerto de miedo en la
habitación de Bettina, debajo de la cama doble y sólo se había atrevido a salir pegando
saltitos para comer por las noches, cuando todo estaba en calma. Por la mañana Bettina
había abierto la ventana y no se le ocurrió pensar que quizá también se atrevería a salir
para escapar volando, pero se atrevió y hasta la vista. Nadan ya había dicho un par de
veces:
—Por culpa de tu tonta manía de airear los edredones, mis ochocientos marcos han
salido volando por la ventana.
Era el papagayo de él, aunque nadie se explicaba para qué lo quería, porque Nadan
aborrecía todas las cosas de las que podía prescindir, y aunque no se sea un asceta hay
que admitir que un papagayo pertenece a esa clase de cosas de las que se puede
prescindir, a no ser que se quiera tirar o dejar volar por la ventana ochocientos marcos,
cantidad que siendo estudiante hace falta para cualquier otra cosa, o que sencillamente
no se tiene.
Como Bettina era quien había abierto la ventana, ya llevaba desde primera hora de
la mañana cargando con la culpa. En aquel momento eran más o menos las siete y ya
estaba harta de pagar el pato y tener que arrastrar tan mala conciencia en lugar de
fumarse un cigarrillo de los suyos en una cocina que era suya.
A Bettina lo que le habría gustado en aquel momento era saber de una vez qué caray
es una Mizzebill. Yo intenté cruzar una mirada con Rudi, a ver si podíamos retirarnos a
tiempo, pero Rudi era demasiado discreto para marcharse así. O a lo mejor él,
simplemente, también tenía curiosidad por saber qué es una Mizzebill. Nadan se quedó
pensando un momento sin apartar los ojos de la mesa, a la que le unía un futuro en
común, y luego dijo:
—Una Mizzebill viene a ser la desgracia más grande que le pueda sobrevenir a un
hombre. Una plaga. Más o menos como una plaga de langostas. No puedes hacer nada.
Se le notaba a la legua que hablaba completamente en serio, así que Bettina habría
podido salir a fumar al rellano y a mí me tendría que haber molestado que Nadan dijera
esas cosas de mí y Rudi no me defendiera sino que se quedara absolutamente tranquilo
y sin decir nada.
Es cierto que éramos jóvenes, pero ya no teníamos la excusa de los que aún no son
mayores de edad. Estábamos en una edad en la que ser joven ya no es algo obvio y por
eso se juega a ser adulto, lo que pasa es que eso tampoco es algo obvio, y como no
sabemos muy bien qué somos, nos comportamos como imaginamos que lo haría un
adulto, y es un poco como tener un huerto en las afueras. Así que los cuatro nos
quedamos mirando la mesa con cara de circunstancias, pero encima de la mesa de
aquella cocina no se divisaba mucho futuro en común, sólo se veía el hule a cuadros y
el recipiente de plástico con los restos de ensalada de fideos, las tazas coleccionables
de Bettina, decoradas con florecitas y cebollas, que le había regalado su abuela con
motivo del traslado y, en un vaso de cerveza, los cinco narcisos que Rudi y yo
habíamos llevado.
Yo pensé: «Nos hemos equivocado de película. Cada uno en la que no le toca».
Al final Bettina dijo:
—En ese caso lo mejor será que vaya recogiendo mis cosas.
Y luego Nadan le dijo a Rudi:
—A veces tengo la impresión de que se pasa uno media vida con mujeres que ni le
van ni le vienen, y en camas que ni le vienen ni le van. ¿Te ha pasado a ti también
alguna vez?
Rudi dijo:
—Bueno, nosotros tenemos una habitación para cada uno.
Aquello no me gustó. No que ocurriera así, sino que Rudi lo dijera.
Pero al final Bettina no se puso a recoger sus cosas en seguida, sino que todavía
tardó un poco, hasta que Nadan también recogió sus cosas y Rudi las suyas y yo las
mías y entonces cada cual se fue pacíficamente por su lado.
Más o menos por aquella época Nadan empezó a pensar en llevar una vida como
Dios manda y compartir un futuro con alguien como Dios manda y en montar una casa;
dentro de aquella casa, que cuando estaba a medio hacer ya amenazaba ruina,
estábamos nosotros un día de abril, diez años más tarde, precisamente cuando otra vez
acabábamos de descubrir que nos llevábamos queriendo toda la vida, hasta el día del
juicio final.
Y entonces nos fugamos.

El cielo era vagamente azul, y en la ciudad eso siempre significa bochorno. Aún no
había terminado del todo la traducción de Vallot, y la verdad es que habría sido un buen
momento para ir a París, entre otras cosas para poder repasar con Vallot el último
capítulo, que con tantas citas resultaba bastante complicado, pero desde principios de
abril no habíamos vuelto a hablar del lugar y para evitar males mayores nos habíamos
encontrado muy pocas veces y siempre con prisas en el centro, a la hora de comer.
Tampoco era cuestión de correr peligros innecesarios.
Aunque el mayor peligro estaba en la cosa en sí; no, si a mí una capa oscura de
terciopelo con capucha me habría parecido lo más acertado para una ocasión tan
peligrosa, pero no tenía ninguna, lo más parecido era un abrigo muy holgado que por
desgracia era de lana, o sea, que abrigaba demasiado para la Ascensión. Después
Nadan ha comentado que hasta el momento en que vio desde el coche el abrigo de
invierno en la ventana de mi cocina no se había hecho cargo de lo desquiciados que
estábamos. «No lo pienses más, aprieta el acelerador a fondo y desaparece», ha dicho
Nadan que pensó, y yo, desde la ventana de la cocina, lo veo pasar tres veces de largo,
muy despacio, hasta que al final se detiene un poco más allá de mi casa, delante del
vado del almacén de bebidas, donde hay una pareja de guardias urbanas al acecho,
esperando que llegue un espabilado y aparque allí mismo para ir a por él nada más
bajar del coche. Veo a Nadan manoteando en dirección a la ventana de mi cocina, pero
la cosa no pinta bien, porque las guardias son implacables y sólo saben negar con la
cabeza y cuando decido no ver la paliza que le están dando a Nadan y me dispongo a
bajar con todas mis bolsas, desde el fondo del almacén de bebidas se acerca uno de
aquellos camiones enormes que transportan cajas de agua mineral y empieza a tocar el
claxon y no pasa. El conductor se asoma por la ventanilla y se pone a gritar como un
loco, luego baja; como mínimo le saca dos cabezas a Nadan. Y así empieza nuestra
huida: Nadan luchando con un gorila y pagándole veinte marcos de multa al monstruo
de dos cabezas del Estado y yo sudando la gota gorda sólo de ver lo que estoy viendo y
de bajar luego corriendo envuelta en mi remedo de capa.
El silencio que se produjo a continuación dentro del coche fue de los de alto
voltaje. Al subirme había dicho:
—Pues bien.
Siempre digo lo mismo cuando me encuentro con Nadan o al despedirme de él,
porque suena como si dijera Nadan, y no digo que no esté diciendo Nadan, pero suena
como si dijera «Pues bien» y no se entera nadie. Nunca digo Nadan, sólo cuando nos
encontramos o al despedirnos digo: «Pues bien». Me ando con mucho ojo con ese
nombre, porque el nombre se gasta si se usa con frecuencia. Al principio una no se da
cuenta, lo piensa y lo dice y lo susurra o lo grita en voz alta, con los años se acostumbra
y lo pronuncia a tontas y a locas, sin darse cuenta de que se va encogiendo, y un buen
día, de repente, resulta que se ha gastado y no queda ni rastro y se ha llevado consigo
todos los ecos que solía traer de la persona que lo llevaba y que estaba dentro de él.
Nadan hace igual que yo, aunque de otra manera, porque nunca me llama Alberta y
casi siempre me llama Mizzebill. Con los años he llegado a comprender que no deja de
ser un nombre y quizá también sea un apelativo, pero antes que nada es una fórmula
para conjurar lo que él llama Mizzebill, pero no al estilo de la fórmula mágica de
Brahms, para no tener que besarse; más bien es un conjuro con auténticos poderes
mágicos que protege de la plaga de langostas, más o menos lo mismo que comer ajo va
bien para ahuyentar a los vampiros. A Nadan jamás le pasaría por la cabeza pronunciar
mi auténtico nombre, ni escribirlo en un sobre, porque teme que entonces se quedaría
indefenso y dice que eso sería tentar a Dios y al diablo. Y aunque no me halague mucho,
cuando dice esto yo sólo necesito mirarlo para saber cuánto le horroriza.

Tan pronto subí al coche, dije «Pues bien» y fingí no haber visto la corbata que Nadan
había elegido para fugarse. Era una corbata azul oscuro, con un sinfín de minúsculos
elefantes de color verde loro. Decidí apuntármela, porque nunca se sabe. Nadan
arrancó con expresión reservada. Catorce largos años nos separaban de nuestro primer
silencio, sentados en un abeto caído; se comprenderá pues que no tuviéramos la menor
dificultad en traducirnos mutuamente todo lo que nos callamos en el coche. Fue un
diálogo completo.

Nadan: Si crees que me tienes en el bote, vas apañada. Sólo porque hemos
arrancado…
Yo: Si crees que quería atraparte…
Nadan: Al revés. Una de dos, o me tienes en el bote o me libro de ti para siempre.
Yo: Pero ¡cómo! Te atrapo, te libras de mí…; así no vamos a ninguna parte.
Nadan: El abrigo, ya en invierno, estaba más allá de toda descripción, y estamos
casi a treinta grados.
Yo: Con tu permiso, me gustaría fumar y ojalá no hubiera visto cierta manada de
elefantes verdes que penden de tu cuello.
Nadan: Supongo que ahora querrás fumar. Adelante, eres una mujer libre. Por
cierto, te advierto que si sólo porque vamos hacia el sur te crees que estamos
yendo a París…
Yo: Oye, si no te atreves a ir más lejos, por mí no hace falta que pases de
Darmstadt, ¿eh?, allí montamos una escenita, yo luego cojo un taxi y me planto
en casa esta misma noche.
Nadan: Eso ya está visto. No vamos a volver con lo mismo.
Yo: Pues que haya paz. Nadan: Por el Vietcong.
Pero finalmente tuvimos que reírnos de aquella silenciosa hostilidad; yo pude quitarme
el abrigo y entonces quedamos atrapados en un atasco. Cuando salimos del atasco, aún
no habíamos llegado a Darmstadt, y eso que ya empezaba a caer la tarde, pero en mayo
los días son largos y ya no refresca tanto, y si circulas por la autopista en dirección sur
con la ventanilla un poco bajada para que el humo no moleste a Nadan, aunque hay que
decir que Nadan ya está un poco más tratable, y hasta, cosa bien rara, sonríe con los
ojos mientras va hablando, entonces entra una buena porción de mayo por la ventanilla
y casi dan ganas de pedirle a Nadan que haga honor al mes de mayo y baje el volumen
de la radio porque a lo mejor sin la emisora de las fuerzas norteamericanas todavía
entraría un poco más, y lo que va diciendo Nadan y la sonrisa que le baila en los ojos y
las breves interrupciones entre una cosa y la otra no pegan ni con cola con la emisora
norteamericana y, en cambio, entonarían a las mil maravillas con el mes de mayo y por
eso apetece disfrutarlas sin nada por en medio, pero es de temer que entonces la paz se
mude al Vietcong, donde nosotros la habíamos besado (aunque por desgracia no juntos)
en aquella época en que todavía no habíamos alcanzado la mayoría de edad, y donde
nos alegramos de que todavía al menos dure, aunque la marcha del mundo y nuestra
edad actual nos advierten que no tomemos la apariencia actual de aquí como la cosa en
sí, y por tanto el mes de mayo y la emisora norteamericana tienen que armonizar dentro
del coche de Nadan, mientras a lo lejos empiezan a dibujarse infinidad de estrellas de
color verde amarillento sobre el fondo azul oscuro, y van subiendo por encima del
capó, y luego ya está oscuro, y todo lleno de lucecitas colgando. Nadan se ha pasado
todo el santo día detrás de Gelnhausen intentando explicarle no sé qué complicado
procedimiento a un cliente que se ve que es un caso sin remedio, y ahora, con ayuda de
la emisora norteamericana, lo intenta una vez más conmigo, pero yo tampoco entiendo
nada porque el mes de mayo va entrando por la ventanilla y porque Nadan sonríe de una
manera muy especial con los ojos siempre que entiende alguna técnica que el otro no ha
captado y todo eso hace que ese dulce sopor tan típico del mes de mayo se imponga.
Para el trayecto entre Mannheim y Karlsruhe la emisora norteamericana nos augura
un camión volcado en medio de la autopista, que dice que pierde cierta sustancia no
identificada de un color amarillento, aunque asegura que no es tóxica; como medida
meramente preventiva se procede a evacuar la A5 durante un par de horas. Habrá que
interrumpir la huida y buscar un hotel.
De momento, ninguno de los dos ha dicho nada.
Poco antes de llegar a Mannheim, Nadan salió de la autopista; el mes de mayo se
dio prisa en escurrir el bulto por la ventanilla y ceder el paso a los efluvios de la
industria química; el hotel va a ser un problema, eso seguro, de momento preferimos no
mencionarlo porque es verdad que nos llevamos queriendo toda la vida, pero al salir de
la autopista los dos caemos en la cuenta de que a lo largo de nuestra vida nunca hemos
pasado siquiera una sola noche juntos en la misma habitación. Claro que ha habido
intentos, más de uno, han sido varios, los intentos de pasar una noche juntos en mi casa
o en la de Nadan e incluso, con un poco de suerte, procurar conciliar el sueño siquiera
un par de horas durante alguna de esas noches, lo que pasa es que todos los intentos de
pasar una noche juntos han fracasado, por lo general, muy pronto y lo más tarde, hacia
las dos, dos y media o por ahí. En estos fracasos siempre nos turnábamos, uno frustrado
y el otro colérico; y cada vez que volvíamos a acometer un nuevo intento de pasar una
noche juntos se invertían los papeles, y el otro estaba frustrado y el uno colérico y
nunca hemos podido descifrar ese misterio. Tal vez decidimos fugarnos por eso.
De momento, ninguno de los dos ha dicho nada, pero veo que a Nadan se le ponen
blancos los nudillos, de lo fuerte que aprieta el volante, y él ve que yo, de repente, voy
sentada muy tiesa, más tiesa que un palo. Bajan notablemente las temperaturas y me
alegro de haber cogido un abrigo con el que poder arroparme, aunque por desgracia sea
sin capucha. Ya he perdido la esperanza de llegar a Francia antes de buscar un hotel.
Para acostarse con alguien en un hotel alemán a pocos kilómetros de la autopista
hay que tener mucho aguante. Más del que podamos tener Nadan o yo. El hotel en el que
Nadan al final se paró era un establecimiento que reunía todos los tópicos necesarios
para poner a prueba el aguante, un ejemplar inimitable de la categoría de un bocadillo
de paté. Acostarse con Nadan en aquel hotel alemán sería una pesadilla, aunque
seguramente no sería lo peor. Lo peor vendría luego.

Yo: Demos media vuelta, Nadan, por favor.


Nadan: Y luego ¿qué?
Yo: A mi casa.
Nadan:…
Yo: Pues a la tuya.
Nadan:…
Yo: Oye, ¿qué te apuestas a que no faltará el grupito de turno cantando?
Nadan: Ya se cansarán.
Un último aviso advirtiendo de la sustancia amarilla inocua para la salud que al
contacto con el oxígeno había empezado a evaporarse y podía ser autoinflamable, cosa
que, por otra parte, no quería decir nada, y fuera radio. Nadan aparca, el último pueblo
que hemos pasado queda a doce kilómetros, el más próximo está a diecisiete. Habría
dicho que Alemania tenía más densidad de población.
—Los señores se quedarán unos días —dijo la mujer que estaba en recepción. No
era una pregunta.
Nadan hizo como si lo fuera y dijo:
—Depende.
Pero no dijo de qué. Sólo se quedó mirando concentrado, pálido, aguzando los
oídos en dirección hacia donde se iba a los servicios y las dependencias del sótano, del
que subía un rumor apagado de coros de voces. La mujer dijo:
—Ah, ésos. Ya están acabando.
—Eso parece, a juzgar por lo que se oye —dije yo intentando no mirar con ojos
asustados, pero la mujer hizo ademán de quitarle importancia al asunto dejando caer la
mano y dijo:
—Siempre es lo mismo, al final les da por ponerse eufóricos.
Nos dio la llave de la habitación, pero no nos atrevimos a subir en seguida. La
euforia continuó mientras estuvimos los dos solos en el comedor esperando a que
llegaran las hamburguesas frías con pepinillos en vinagre que tocan en suerte cuando
uno se salta los horarios de las comidas y se presenta a deshora. La euforia iba
subiendo de tono y podía distinguirse la euforia masculina de la femenina; primero,
porque distan una octava una de otra, y segundo, porque a medida que la euforia va en
aumento pueden llegar a ser incluso dos. Empezamos a hacer las apuestas más
absurdas: a que las hamburguesas estarían hechas con restos de chacina o con pan
rallado, a que los de abajo acabarían entonando La muchacha polaca, a que si las
camas estarían arrimadas a un ángulo de la pared tocando cabecera con cabecera, a que
lograríamos salir algún día de aquel tugurio.
Si se miraba por la ventana hacia la oscuridad, a lo lejos se veían las luces de
Mannheim o de Ludwigshafen.
Luego resultó que las hamburguesas eran de restos de chacina y de pan rallado y
tenían un sabor espantoso. Nadan dijo:
—No me cabe en la cabeza que los parroquianos de la bolera puedan venir aquí a
emborracharse con Pilsen tibia, es que no lo entiendo.
Después subimos a nuestra habitación. Nadan dijo:
—Te juro que una habitación así…, esto no podía ocurrirme con ninguna otra mujer
en el mundo que no fueras tú.
Le salió del alma y yo dije:
—Oye, lo dices como si hubiera sido idea mía aparcar delante de este hotel.
«Tú sígueme a salto de caballo por el tablero del estampado, y verás qué pronto
estarás chiflado, encanto», pensé yo nada más entrar en aquella habitación y ver las
flores del papel pintado.
Desde cierta noche que pasé sentada en un abeto, a veces se me ocurren citas, cada
vez que tengo que afrontar alguna realidad que me pone los pelos de punta. Claro que a
estas alturas ya no me creo que vayan a surtir algún efecto mágico, todo lo contrario, lo
normal es que fallen estrepitosamente, pero recurrir a Morgenstern puede ser de gran
ayuda, y en aquel momento me dio risa, porque lo de mover pieza a salto de caballo y
lo de estar chiflado parecía tan a propósito para los elefantes verdes de la corbata de
Nadan como para las flores del papel pintado. Lástima que, desde cierta noche que
pasó sentado en un abeto caído y en la que salió a relucir Brahms, Nadan no pueda
soportar que lo persigan disparándole citas, y si soy yo quien se las arroja, todavía
menos; siempre desconfía de que antes o después de la cita se esconda el verdadero
intríngulis, lo que no se dice y lo que se burla de él o de los Stones. No tiene ni la
menor idea de mis preocupaciones estilísticas y es que él ya tiene las suyas, nada
desdeñables, el pobre, estando en una habitación de hotel que huele tan fuerte a
desinfectante que es como para coger dolor de cabeza; el techo está todo revestido de
formica marrón, Nadan me explica que siempre que el techo es de formica es porque
detrás se está criando moho; y suponiendo que no hubiera moho en el techo: en cuanto
lo recubren de formica, en seguida sale; y precisamente de ahí viene ese olor a
desinfectante, por debajo del cual Nadan cree percibir ahora un segundo olor a setas
podridas.
Cucarachas, de momento ninguna, por suerte.
La cama, mejor ni mirarla, por el momento. ¿Para qué? Ya sabe una lo que le
espera.
Nadan se quedó junto a la puerta escudriñando con ojos de reproche el techo de la
habitación y señalando con el dedo la más mínima chapuza y todas y cada una de las
manchas de moho y la culpa, sin lugar a dudas, era de la formica y mía; yo, por mi
parte, empecé con lo de mover una pieza a salto de caballo.
En aquel momento habría preferido estar en casa, en casa y sólita con el texto de
Vallot, y si surgía algún problema, en última instancia siempre podía llamar a París, en
aquel momento Vallot habría regresado del cine o de alguna cena, me diría
amablemente bonsoir, madame en lugar de echarme la culpa de que hagan tantas
chapuzas en el ramo de la construcción y de que haya techos falsos de formica que
imitan la madera, y nos pondríamos a repasar mi lista de preguntas con toda
tranquilidad; Vallot me daría las gracias por poner tanto interés y exactamente en aquel
momento él también vería un pequeño error de lógica en la página 453, que hasta
entonces a los dos nos había pasado inadvertido. La cita de Cortázar, que desde luego
recordaba, sólo que, como es natural, no le iba a ser posible ponerse a remover papeles
en aquel momento, ya saldría mañana. El tono de la conversación sería de una
objetividad impecable, un ligero retintín apenas perceptible, que yo ya le conozco,
zumbaría al otro lado del hilo y ya está, ya podría proseguir mi trabajo, y es que no hay
nada como quedarse trabajando por la noche a la luz de una lámpara verde, mientras la
ciudad se va quedando en silencio y se van apagando todas las luces quitando un
puñado de ventanas iluminadas, y sabes que detrás de las contadas ventanas iluminadas
hay gente que está trabajando igual que tú. Para Pentecostés la traducción estaría
terminada, mientras que ahora está ahí tirada en la bolsa negra con todos los
diccionarios, pero es que aquí no puedo trabajar, es imposible, no hay ninguna mesa, no
para de desfilar gente eufórica subiendo del sótano y en cuanto llegan al pasillo, les
falta tiempo para echarse encima de la muchacha polaca, violada por millonésima vez.
¡Será posible que siempre estemos con lo mismo!
Pero eso sí, no pierdo la ocasión de hacerle notar a Nadan que esa apuesta la he
ganado yo, porque él sólo había seguido el juego hasta «Una copita de aguardiente
fueron sus últimas palabras»; si justamente al oír eso fue cuando cayó en la cuenta de
que no se emborrachan con Pilsen.
Nadan olvida que yo soy la culpable de que él la tenga tomada con todo y dice
ahuecando la voz:
—¡Por que desaparezcan en sus cuchitriles!
Eso es lo que hicieron al fin. Pero antes, aún estuvieron un rato resollando como
búfalos y luego todo quedó en silencio.

Siempre que intento recordar lo que sucedió a continuación aquella noche, me resulta
muy difícil. Empezó con que yo saqué mi neceser del equipaje y fui al baño. Cuando
salí, Nadan había sintonizado la emisora norteamericana en la radio-despertador.
Mientras tanto, el líquido amarillento derramado en la autopista había resultado no ser
tóxico y ya hacía rato que lo habían retirado tomando toda clase de precauciones. Yo
pensé: «Ya podríamos estar en Alsacia hace horas», pero no lo dije. Dije:
—No te vas a tragar eso de que no era tóxico, ¿verdad?
Nadan dijo:
—¿Por qué no?
Su rostro era impenetrable. Yo estaba un poco mareada por las hamburguesas que
apenas había probado o por el líquido amarillo o por el olor a desinfectante o por la
cara que ponía Nadan, no sé, el caso es que salí al balcón a ver si respiraba un poco.
Un perfume de lilas flotaba en el aire. Era como para que se me llenaran los ojos de
lágrimas. Pero me aguanté. Tuve que estar mucho rato aguantando, hasta que por fin lo
conseguí y cuando volví a entrar, nada más verle los ojos a Nadan, por lo empañados
que los tenía, ya vi que tenía jaqueca.
De todas las cosas que le entran a Nadan cuando lleva conmigo más tiempo de la
cuenta, me parece que la jaqueca es, con mucho, lo peor de todo. A Nadan, los mareos
que me entran a mí cuando ya llevamos demasiado tiempo juntos le parecen más o
menos tan malos como mis ataques de tos.
Yo dije:
—No me extraña que tengas jaqueca, si es que está todo el ambiente saturado con
las emanaciones tóxicas de ese líquido amarillo y encima este olor aquí dentro de la
habitación. Hasta yo me encuentro fatal…
—Quién fue a hablar —dijo él—, esto también lo podíamos haber incluido antes en
nuestras apuestas.
Entonces, a pesar de la jaqueca y el mareo, empezamos a pelear por el líquido
amarillo, que si era tóxico o no.
Nadan dijo:
—Es absurdo creer que es tóxico si por la radio dicen que no es tóxico.
—Puede que sea absurdo —dije yo—, pero no vas a ser tan ingenuo como para
tragarte lo que dicen ésos, sólo porque sea absurdo creer que es tóxico.
—¿Por qué no? —dijo Nadan.
Fui al baño a beber agua del grifo con el vaso de enjuagarse la boca y para ganar un
poco de tiempo, luego dije:
—Pues hagamos una apuesta. Ya verás cómo dentro de un año, a más tardar, dirán
que sí era tóxico.
—Y a mí qué —dijo Nadan.
Dije:
—Pues ya está.
Pero lo que me hizo rabiar de verdad fue que Nadan, después de beber un vaso de
agua del grifo en el baño, saliera y dijera:
—De todos modos, esta noche, eso ya no iba a cambiar las cosas en nada.
A Nadan se le había nublado la vista de la jaqueca que tenía y además el olor a
desinfectante era tan intenso que, entre una cosa y la otra, yo cogí la única silla que
había en la habitación y salí otra vez al balcón porque pensé que no tenía sentido seguir
discutiendo en aquel estado. Aún pude oírle decir para sí a media voz:
—En mayo, a plena luz del día, la señora no puede pasar sin su abrigo de invierno y
se pega la gran sudada, pero ¡ah, señores!, en cuanto refresca de verdad, sale al balcón
en camiseta y con la cabeza recién lavada.
Luego me quedé sentada en el balcón con el abrigo puesto y seguí discurriendo
sobre si es absurdo o no decir que algo es tóxico si resulta que es tóxico.
Pero al mismo tiempo pensé que menos mal que sólo habíamos discutido por culpa
de esa porquería amarilla y no por culpa de la casa de Nadan o de mi piso, aunque
luego comprendí que la pelea de aquella noche seguramente sólo había sido el aperitivo
y que al día siguiente habría un drama por lo de la casa.
Por aquellas fechas el drama en torno al tema de la casa y el piso había llegado a su
punto álgido, o poco le faltaba, y yo aquella noche, sentada al raso, pensé que era muy
probable que sencillamente nos hubiéramos fugado y luego hubiéramos aterrizado en
aquel hotel con el único fin de forzar un desenlace, algo imposible en casa de Nadan ni
en la mía, porque Nadan no podía poner los pies en mi casa sin que al momento le
sobreviniera un ataque de jaqueca, y a mí, tan pronto como me encontraba echada al
lado de Nadan en su casa, me daban unos ataques de tos que me sacudían todo el cuerpo
durante horas y lo único que podía hacer él era esperar a ver si dejaba de toser un
momento para llevarme inmediatamente a casa con el coche. En el coche yo a veces
decía:
—Di la verdad, ¿a que le has echado a tu casa bidones enteros de alguna sustancia
de impregnar la madera?
A lo que Nadan respondía:
—Ni una sola gota, te lo juro aunque no me creas.
Y yo no me lo creía, aunque sabía perfectamente que había estado miles de veces en
edificios impregnados de arriba abajo con alguna de esas sustancias sin tener tos, o sea,
que seguro que no era por eso.
Cuando pensaba en la casa de Nadan, siempre me acordaba del papagayo blanco.
Cuando Nadan ponía los pies en mi piso, solía decir:
—No entiendo cómo puedes vivir así.
Pero nunca hubo manera de aclarar qué quería decir con aquel cómo ni con aquel
así porque a Nadan, unas veces por culpa del piso, otras veces por culpa del
revestimiento de polivinilo que había en el suelo de mi piso o por culpa del vino tinto
que bebía yo, le entraba jaqueca y, aquella noche, a mí me daba en la nariz que al día
siguiente se hablaría de aquel cómo y aquel así, por más que ya supiéramos de
antemano que nunca íbamos a ser capaces de compartir un cómo ni un así, si para
empezar los elefantes de la corbata de Nadan y mi abrigo de invierno no pegaban ni con
cola y me asusté mucho, porque yo quería a Nadan, y el día siguiente seguramente nos
iba a dejar extenuados.
Decidí dormir un poco, pero entre el miedo que tenía, lo que quería a Nadan y
aquella silla tan incómoda, no hubo manera.
Cuando volví a entrar en la habitación, porque, al amanecer, el relente que se iba
agarrando por todas partes como una mala cosa era más fuerte que el perfume de las
lilas, Nadan estaba durmiendo. Siguió durmiendo, mientras yo me echaba en la otra
cama sin hacer ruido. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo fríos que
tenía los pies y de lo que puede llegar a cansar pasar una noche en un balcón con lilas.
Cerré los ojos y en aquel momento Nadan despertó, se incorporó sobre la cama, se
quedó mirando sin ver en la oscuridad hacia donde estaba yo y dijo:
—Mizzebill, por favor te lo pido.
Le salió tan del fondo del alma y me conmovió tanto que en seguida olvidé toda
pelea y mis pies fríos, y dije con dulzura:
—Pues claro, dime, ¿qué quieres?
Sólo con oírle suplicar de aquella manera habría hecho cualquier cosa por
complacerle, y eso que eran las cinco de la madrugada, y entonces va y dice en aquel
tono tan suave del que sólo él es capaz y que toda la vida me ha cautivado:
—Por lo que más quieras, no vayas a ponerte a toser ahora.

La tercera vez que salí al balcón aquella noche, además del abrigo ya tuve la
precaución de coger el edredón y allí estuve aguantando hasta que vi cómo iban
palideciendo las estrellas y a lo lejos despertaba Mannheim o Ludwigshafen y poco a
poco empecé a entrever que era un arbusto de lilas de grandes dimensiones lo que
crecía en la parte trasera de la casa llegando a tocar casi hasta mi balcón; más allá se
extendía un auténtico prado por el que serpenteaba un sendero y una delicada neblina lo
envolvía todo. Fumé un cigarrillo, se me habían pasado la tos y el mareo y de repente
me dio por reírme en voz alta al pensar en Bettina, que siempre tenía que salir al
rellano para fumar.

Empezamos el día, Nadan, yendo al baño, y yo, constatando que no estaba


acostumbrada a oír los ruidos de otra persona que no fuera yo misma al asearse. Me
chocó, y como si me hubieran dado un puñetazo, comprendí que Nadan era un extraño
para mí y que, bueno, no se podía negar que llevaba toda la vida queriéndole, pero que
quizá sólo podría quererle con la cabeza y el corazón mientras que, en la vida real, yo
probablemente jamás sería capaz de querer por mucho tiempo a alguien que hiciera
aquellos gargarismos tan prosaicos al lavarse los dientes. Los ruidos en sí no tenían
nada de malo, a juzgar por el volumen, yo más bien diría que eran unos gargarismos
normales y corrientes; la verdad es que yo no hago gárgaras al cepillarme los dientes,
pero, así y todo, me pareció que eran unas gárgaras de lo más normales, y que no
pasaba realmente nada. Pero sólo porque era tan prosaico y el amor no tiene nada de
prosaico, aquel ruido me predispuso en contra de toda la persona. Mientras zumbaba la
maquinilla de afeitar, me figuré lo que sería tener que oír cada mañana aquellos
gargarismos, el zumbido de la maquinilla y la ducha en casa de Nadan, que más que una
casa era una mole imponente, oscura, un bastión inexpugnable y vagamente destartalado
para encerrarse de por vida. Se acababa rápido eso del amor de toda la vida.
Gracias a los gargarismos de Nadan comprendí lo que en el fondo ya sabía desde
aquella noche que pasamos sentados en un abeto caído pero que no había sabido
expresar con palabras: que es mucho más fácil querer en el pensamiento que en la vida
real, en la que, aparte de la manía de pensar que no deja a la gente besarse en paz, no
paran de salir al paso de la manera más tonta que pueda imaginarse cosas como
hamburguesas frías, techos falsos de formica, corbatas con elefantes y, para colmo, esos
gargarismos al enjuagarse la boca y un montón de cosas igual de desmoralizantes. No
entendía cómo hay gente que a pesar de todo se sigue queriendo.
No es que hubiera dejado de querer a Nadan o algo así, en absoluto; más bien era
que, nada más oír las gárgaras, las ganas de vivir ese amor se me pasaron de golpe y ya
no podía imaginarme que algún día volviera a sentirlas.
Por otra parte se me ocurrió pensar que eso, como táctica para afrontar el día que
nos esperaba, no estaba nada mal puesto que habría sesión de drama por el tema de la
casa y el piso, al que seguro que le vendría muy bien una buena dosis de
desapasionamiento.
Luego, mientras era yo quien estaba en el baño, procurando hacer el menor ruido
posible, me acordé de que aquel día era no sólo la Ascensión, sino también el día del
padre, la más detestable de todas las fiestas, y sentí un gran alivio al pensar que al final
saldríamos sanos y salvos de aquel hotel, que pronto lo dejaríamos atrás y que
estaríamos en Francia a mediodía, cuando los padres irrumpirían allí y volverían a
ponerle las manos encima a la polaca, porque eso, por lo que se ve, no tiene trazas de
acabarse nunca.
Parecía que iba a hacer sol y que el mes de mayo iba a seguir haciendo acto de
presencia, yo me había puesto mi vestido preferido, el de rayas amarillas y negras, y
durante el desayuno le regalé a Nadan mis porciones de queso y él me regaló a mí su
mermelada de grosella y durante una fracción de segundo pensé: «Esto no está
empezando nada mal», pero en aquel momento, sin avisar, Nadan dijo:
—Con esta jaqueca, yo no me pongo al volante.
«Los señores se quedarán unos días», había dicho aquella mujer.
No había sido una pregunta.
Los señores se quedaron hasta el domingo. No vaya a creerse que, después de lo
que había pasado, ese amor, esa plaga de langostas, había quedado resuelto para
siempre, por más que a aquellas alturas los dos lo deseáramos más o menos
fervientemente, pero el caso es que la tarde del domingo, mientras estábamos en casa
de Nadan, en aquel oscuro bastión, sentados encima de unas cajas de naranjas, va
Nadan y dice:
—Hay becas de posgrado: un año o dos en un observatorio astronómico de Arizona.
Luego se levantó y fue a buscar algo de beber para los dos. Desde la nevera gritó:
—Sólo hay leche.
—Bueno, pues leche.
Cuando regresó con la leche, yo dije:
—Hay plazas para lectores; un año o dos dando clases en la Universidad de
Clermont-Ferrand.
La leche homogeneizada se había agriado. No tenía aquel sabor agrio que suele
tener la leche cuando se estropea sino un repugnante sabor amargo y yo dije:
—¿Cómo haces para que se te agrie la leche homogeneizada?, si aguanta por lo
menos medio año.
Luego cogí un taxi. Dentro del taxi aún podía oír la voz de Nadan:

Así no vamos a ninguna parte.


Yo: Pues ya me dirás cómo.
Nadan: No vayas a poner ahora esa voz tan chillona.
Yo:…
Nadan: Con cualquier otra mujer sería muy fácil.
Yo: Pues hazlo con cualquier otra.

Si cierro los ojos me veo sentada con él al sol en el prado de la parte trasera de aquel
hotel. Nadan primero me explica la teoría de la relatividad y luego no sé qué de unos
fondos de inversión y, para terminar, me cuenta en qué consiste llevar una doble vida.
Esto último se lo acaba de inventar. Yo digo:
—Eso de llevar una doble vida existe desde que el mundo es mundo.
Pero a Nadan no le gusta que le den lecciones, eso de llevar una doble vida lo
acaba de sacar él de su cabecita y le encantaría probarlo y yo tengo la impresión de que
lo que ronda por su cabeza es algo así como vivir con Alberta en su casa, que al fin y al
cabo ha planeado y construido para ella, y ahora le toca a Alberta dejarse de tonterías y
hacer el favor de encargarse de que la casa no esté tan descuidada; no le pide más: unos
cuantos muebles, algo de beber en la nevera y cristales limpios de tarde en tarde. Con
Alberta la cosa funcionaría, ya que Mizzebill no soporta esa casa. Y la segunda vida,
pues la pasa con Mizzebill.
Yo señalo con el dedo al grupo de padres que está detrás de nosotros y que,
gritando como energúmenos, se dirigen por el sendero al hotel, a celebrar su día sin las
respectivas familias y digo:
—Esos que ves ahí, uno de cada dos sueña con llevar una doble vida como la que
tú dices.
Nadan dice:
—Tú no lo entiendes.
Puede ser.

En otoño, Nadan se marchó a Arizona y yo pude escoger entre Clermont-Ferrand y


Lyón. Me marché a Lyón.
Jean-Philippe

Ya han pasado algunos años desde que escribí Una Mizzebill. Vivíamos en T., una
pequeña ciudad situada a orillas del Ródano, entre Vienne y Valence, en la casa de mis
suegros. Jean-Philippe venía de Lyón a pasar los fines de semana con nosotros. Le
sentaba bien estar con la familia en el campo después de pasarse el día haciendo un
trabajo intelectual en la ciudad. Le gustaba coger el coche para ir con su padre a los
viñedos del otro lado del río; cuando su padre le preguntaba si sería mejor pasarse a
otra clase de uva, él le daba consejos o se ponía a despotricar con todo cariño contra
aquel hombre ya mayor, porque aún seguía pulverizando sus cepas con demasiados
insecticidas, productos lo llamaban ellos, les echaba tanto, que los pámpanos se
quedaban de color violeta durante semanas enteras.
A veces yo iba con ellos a las viñas y me gustaba quedarme unos cuantos pasos a la
zaga para observar a los dos hombres hablando y gesticulando acaloradamente y ver
que se tenían tanta confianza. Algún día la viña estaría a cargo de Jean-Philippe y era
casi seguro que la arrendaría. No hablaba para nada con su padre de arrendar, pero
suponíamos que su padre lo sabía.
Los domingos a veces íbamos a comer todos juntos al restaurante. Fue una buena
época. No en el mundo, por lo que leíamos cada día en los periódicos, pero para
nosotros sí. Cécile había pasado del jardín de infancia a la escuela y estaba muy
orgullosa de dejar de ser por fin una párvula y yo estaba encantada de tener más tiempo
para mí a partir de entonces. A veces dejaba a Cécile con Elise, su abuela, y cogía el
coche entre semana para ir a Lyón a consultar algo en la biblioteca, buscar alguna cita,
ver gente o comprar algunas cosas para las que T. o Valence se quedaban demasiado
pequeñas. Luego pasaba por el instituto a recoger a Jean-Philippe e íbamos a comer a
la rué des Marronniers, en ocasiones a la ópera; a veces sencillamente cocinábamos
juntos mientras comentábamos cosas del trabajo, y yo me quedaba a pasar la noche en
el pequeño apartamento de la Place de Bellecourt que habíamos conservado tras el
nacimiento de Cécile.
La historia de Nadan y Alberta se había ido gestando a lo largo de una primavera
magnífica, había pasado la mayor parte del tiempo en T., sentada en nuestra terraza del
primer piso escribiendo al sol, y por eso se había colado en la historia un poquito de
mayo, algo de las lilas e incluso del vino tinto de mi suegro, pero me pareció que no
quedaba nada mal. Pensé que ya estaba bien como estaba.
Antes de ponerla en un paquete con unas cuantas narraciones más y mandarla por
correo, se la di a Jean-Philippe para que la leyera. Me gusta observar la cara que pone
mientras lee. Dicho sea de paso, imagino que lo sabe. Mientras leía me pidió que le
explicara algunas cosas, no sabía cómo traducir alguna que otra palabra poco frecuente,
me preguntó más detalles sobre la emisora americana y al final tuve que hacer de tripas
corazón y cantarle tanto la canción de la muchacha polaca como Una copita de
aguardiente, eso fue lo último que dijo. Jean-Philippe frunció el entrecejo y sacudió la
cabeza como un perrito para indicarme que no hacía falta que siguiera. Luego dijo:
—Qué historia tan retorcida.
A mí no me parecía una historia retorcida, a lo mejor porque la había escrito
pasando muy buenos ratos, a veces hasta con un poco de descaro, como quien hace una
travesura, disfrutando de la primavera en la terraza con vistas al río y a la viña de mi
suegro, y es que yo a mi suegro lo apreciaba mucho, y por eso me parecía una historia
estrafalaria y absurda, pero Jean-Philippe seguía insistiendo en que era retorcida.
Y entonces sucedió algo extraño, algo que era totalmente insólito entre nosotros, en
la vida nos había ocurrido algo así y después no volvió a ocurrir nunca más. Jean-
Philippe dijo muy decidido:
—Y además le falta muchísimo para estar terminada.
Ahora, mientras escribo esto y evoco su voz en mi memoria, me parece recordar
que no sólo lo dijo con determinación, sino que empleó un tono no del todo brusco pero
sí bastante cortante.
Generalmente hablamos mucho y con mucho detalle de nuestro trabajo, nos gusta,
pero ninguno se entromete en los asuntos del otro y no me gustó que, de repente, Jean-
Philippe lo hiciera con tanta contundencia. Dije:
—Pues está acabada, ¿vale? No busques más. Il n’y en a plus. Nadan está en el
observatorio de Arizona, Alberta da clases en Lyón y eso es todo. Baja el telón.
—Eso de bajar el telón será de momento —dijo Jean-Philippe—. Telón y fin del
primer acto, pero la cosa no va a quedar ahí tan sólo porque los mandes a Arizona y a
Lyón. Estas cosas traen cola y no creo que lo de después sea muy divertido. Pero
courage, ma chère.
Esto último, en cambio, lo dijo con cierto retintín amable, le bailaba una sonrisa en
los ojos, habría que estar ciego para no ver que se estaba burlando.
Me desconcertó. Me indignó. Cualquiera diría que Jean-Philippe conocía aquella
historia mejor que yo. Además, sonaba intransigente. Y es que no le conocía yo aquel
tono a Jean-Philippe. Era el tono que emplea un hombre para declararle la guerra a una
mujer.
El caso es que logró confundirme y, de pronto, yo también empecé a dudar que la
historia estuviera terminada, de momento la dejé a un lado y me dediqué a dos o tres
cosas pendientes. Jean-Philippe no volvió a mencionar el asunto durante todo el verano.
Pasamos aquel mes de agosto junto al mar. Jean-Philippe a menudo se pasaba las
mañanas de codos sobre la tesis de doctorado de un compañero de trabajo y no bajaba
con nosotros a la playa hasta después de comer, estaba ensimismado y callado.
En otoño empezó otra vez con la historia. Se había tomado unos días de vacaciones
para ir a la vendimia, se había llevado a T. un paquete de libros y su propio texto sobre
la canción de la embriaguez del Zarathustra, a veces me contaba cosas sobre la risa
en la obra de Nietzsche y no podía disimular que le gustaba estar en casa y poder
discutir con su padre si lo mejor sería producir más vino, aunque fuera mediocre, o
producir menos pero de excelente calidad y sobre lo que según él habría que hacer para
modificar la producción, si es que se modificaba. Eso sí, en cualquiera de los dos casos
habría que comprar unas cuantas hectáreas más de terreno.
—Monsieur le philosophe se promène dans les vignes —replicaba su padre de
buen talante, cuando se le terminaba la paciencia. Me gustó mucho cuando dijo esto
porque de repente comprendí: sabe de sobra que Jean-Philippe no va a hacerse cargo
de la viña, pero en consideración a Jean-Philippe no dice nada, porque sabe que es
inútil hablar del futuro con un hijo adulto. Hasta entonces yo había creído que les
divertía, que era un pasatiempo discutir sobre las viñas. En aquel momento empecé a
tener mis dudas.
A veces Jean-Philippe se levantaba en plena noche para ir a pescar a la montaña
con unos cuantos amigos de T. Alguna vez incluso pescaban algo, pero cuando veía las
truchas, Elise se echaba a reír a carcajadas y decía:
—Estas las habéis pescado en un supermarché.
Todo seguía prácticamente igual que siempre.
Lo único nuevo era que desde la primavera no le había dado nada a Jean-Philippe
para que leyera. Él, que conste, a mí tampoco.
Una noche que Cécile ya estaba en la cama, Jean-Philippe dijo como de pasada,
mirando por encima de su libro:
—Y tu Alberta, ¿qué hace? ¿Le va bien a tu Alberta?
—Oh sí, gracias —dije yo.
—¿Ya va avanzando la cosa?
—Ya veremos.
Eso fue todo. Los dos seguimos leyendo.

Huelga decir que desde la Ascensión Nadan y Alberta habían acordado tácitamente no
volver a llamarse ni a encontrarse más. Durante unos días Alberta se sintió aliviada. No
tiene ninguna gracia que te quieran sin que te hagan el menor caso y que te digan que
eres una Mizzebill, se dijo. No era una Mizzebill ni quería serlo. Todo había sido un
malentendido, un malentendido que duraba años, no lo negaba, pero ¿adónde iríamos a
parar si hasta los malentendidos más duraderos y, con ellos, todas las primeras
historias que han ido por mal camino no fueran a acabarse algún día? Y otra cosa: la
traducción de Vallot empezaba a urgir un poco, quedaban algunas citas por localizar y
luego habría que intercalarlas en el texto, habría que hablar con Vallot por teléfono. A
ambos lados del ordenador se apilaban los libros. El trabajo no avanzaba con la misma
fluidez que antes, al contrario, todo eran trabas; hacia el final el texto se volvía más
difícil de lo que Alberta creía recordar, o al menos eso le pareció a ella, aunque
naturalmente había sido un texto con pasajes muy intrincados desde el principio.
Precisamente cuando estaba dándole vueltas a uno de esos pasajes tan intrincados, a
Alberta le pasaban por la imaginación escenas del día de la Ascensión, de un prado, y
por desgracia, también algunas imágenes de la espantosa casa de Nadan y se dejaba
llevar por aquellas imágenes, quedándose en blanco en lugar de seguir el hilo de la
traducción, que ya era bastante difícil de coger. Llegó a verse en el apuro de tener que
llamar dos veces a París para preguntar exactamente lo mismo, aquel retintín parecido a
unos ruiditos de fondo del que Vallot había hecho gala al principio durante sus
conversaciones telefónicas, se desvaneció dando paso a algo que quizá no se llamaría
propiamente displicencia, aunque no podía negarse que la cortesía de Vallot dejaba
entrever algo así como un ligero enfado.
Además, a Alberta le había pasado algo con su piso. De repente le pareció más
pequeño de lo que habría dicho sólo unos días antes; la verdad es que no era muy
espacioso, casi podía considerarse espartano si no se tenían en cuenta los libros, pues
todo estaba lleno de libros. Por la ventana de la habitación donde trabajaba no llegaba
suficiente luz hasta la mesa, en el baño, la pintura plástica de las paredes estaba
levantada, las baldosas de la cocina se ponían desagradablemente amarillas y a más de
una le había saltado el esmalte. En conjunto, concluyó Alberta, no le vendría nada mal
un buen repaso cuanto antes. Por si fuera poco, la vista desde la ventana que daba al
almacén de bebidas era muy deprimente, y por si no bastara con aquel panorama, de un
tiempo a esta parte el ruido de los camiones y de los coches, maletero que se abre,
maletero que se cierra, y el traqueteo de las botellas y las cajas se habían vuelto
insoportables.
La verdad es que era como para coger jaqueca.
A Alberta le pareció que lo único que valía la pena del bastión de Nadan era la
panorámica que se veía desde los ventanales orientados al sur. Una vista estupenda,
muy amplia, al fondo se divisaba la linde del bosque, más acá un puñado de casas
unifamiliares con abedules y sauces en los jardines y en los parterres de la entrada. Era
la tranquilidad absoluta.
Olvidó que en tan poco tiempo se habían librado temibles combates usando el
silencio como arma arrojadiza, que habían sucedido cosas que sencillamente no
deberían existir en la vida de personas que se quieren de toda la vida, ni de palabra, ni
callándoselas.

***

Nadan: Así no vamos a ninguna parte, Mizzebill.


Alberta: ¿Así? ¿Cómo, a ver?
Nadan: Ahora no vayas a poner esa voz tan chillona, haz el favor.
Alberta: Ya me dirás qué tiene de chillona mi voz. Si no he dicho nada.
Nadan: ¿Lo ves? Ya te digo que así no vamos a ninguna parte.
Alberta: Y según tú, ¿qué habría que hacer, a ver?
Nadan: Pero si te lo estoy diciendo todo el rato, contigo es imposible.
Alberta: ¿Acaso me pongo a hacer gárgaras después de limpiarme los dientes que
hasta tiemblan las paredes? ¿Acaso me paseo con unas zapatillas, y perdona, tan
lindas como las tuyas?
Nadan: Ya sé, ya sé. Te encanta hacerte la perversa, pero así no arreglamos nada.
Alberta: Pues lo dejamos correr y en paz.
Nadan: No te pongas a llorar ahora, lo que me faltaba.
Alberta: Ni lo sueñes, ¿hacerme llorar tú a mí?

Olvidó no sólo aquellos diálogos tan ingratos, sino también los accesos de llanto que
los seguían. Una parte de ella se había quedado sentada en un abeto caído, allí atrapada
para siempre, y con los años no se había enterado de nada desde aquella vez que la
vida se atragantó.
En el momento en que Alberta se dejó envolver por la emoción, y es que no dejaba
de ser conmovedor que un tal Nadan, tan pronto como alcanza la mayoría de edad,
planee una casa de arriba abajo, solicite los permisos de construcción pertinentes y al
final, él solito, como quien no quiere la cosa, vaya y la mande construir en un solar de
una tranquila zona de las afueras y, según sus planes, ya sólo le falta que vaya a vivir
allí con él una tal Mizzebill; en el fondo es conmovedor, será un disparate, de acuerdo,
tan conmovedor y disparatado como una corbata de elefantes, si se quiere, tan
conmovedor como llevar los pijamas planchados y aquellas dichosas zapatillas, y bien
mirado, ¿qué tiene de malo que un hombre se ponga a hacer gárgaras tranquilamente
después de cepillarse los dientes? En aquel momento a Alberta le vino otro
pensamiento a la cabeza, esta vez muy particular, sin que pudiera hacer nada para
evitarlo. Se dio perfecta cuenta de que una de las habitaciones para niños que Nadan
había instalado en su casa ya podría estar habitada la próxima primavera.
Aquella idea también emocionó a Alberta. La emoción fue más o menos tan grande
como el susto que se llevó y, a medida que pasaban los días, las dos cosas, la emoción
y el susto, iban en aumento. Aún no había presentado la solicitud para Clermont-
Ferrand o Lyón, es natural, ya se sabe que estas cosas llevan su tiempo, y una noche,
cuando la emoción pudo más que el susto, descolgó el auricular.
Entonces dijo lo que se dice en estos casos.
Luego, después de un silencio más o menos prolongado que le bastó para entender
todas y cada una de las palabras que no se dijeron, oyó:
—Ah, ya.
Luego colgó el auricular y se dijo que ella, por su parte, también había estado
queriendo a una persona sin hacerle el menor caso y que habría que decidirse y también
habría que ponerle fin a aquel otro malentendido antes de que echara raíces y anidara
en su vida.
Entonces buscó un número de teléfono en su agenda y volvió a coger el auricular.

En Arizona, con el aire más claro del mundo, Nadan observaba la luna, a la que raras
veces tapaban las nubes, y hacía complejos cálculos sobre la Vía Láctea. Mientras que
a Nadan, con el tiempo, los datos acumulados le sirvieron para desarrollar una tesis de
astrofísica, un tanto extravagante, sobre nieblas galácticas que luego le llevó por toda
Norteamérica dando conferencias una buena temporada, Alberta paseaba a través de la
niebla en Lyón, en la confluencia del Ródano y el Saona, en primer lugar porque le
atraía la belleza de la ciudad renacentista y por lo que tenía de nuevo para ella; todo le
producía un gran entusiasmo, no exento de cierto desasosiego, todo hay que decirlo, y le
fascinaban las fabulosas floristerías en las que hacían unos ramos radiantes con
graciosos hierbajos del campo. Con el tiempo se le fue pasando el entusiasmo y llegó
un momento en que no le quedó otro remedio que confesarse a sí misma que,
lamentablemente, aquel malentendido de toda la vida no se había deshecho al
marcharse a Lyón, sino que estaba condenada a cargar con él a cuestas, mal que le
pesara; es más, se había sorprendido entablando consigo misma negociaciones, que más
de una vez terminaban en conflagración, sobre si de veras se trataba de un malentendido
o, después de todo, aquello quizá fuera el gran amor de su vida, como si una cosa
excluyera la otra. En resumen, Alberta cayó en un periodo de lánguidos desvaríos, iba
mucho al cine, probó a amoldarse aquí y allá al desenfadado estilo de vida francés,
pero todo se le quedó en buenas intenciones y apenas pasaba nada.
Excepto que conoció a Eugéne Puech.
Eugéne vivía en el apartamento de arriba. Un día él le había dirigido la palabra
junto a los buzones:
—Usted es la señora a quien le gusta Mozart, ¿verdad?
Alberta se llevó un susto de miedo. Se apresuró a prometer que en un futuro pondría
el tocadiscos más bajo, pero Eugéne se echó a reír y dijo:
—No, no, si me gusta.
Eugéne tenía su taller a unas cuantas calles de allí. Al cabo de un tiempo, Alberta
tomó por costumbre asomarse por el taller de vez en cuando un ratito, al volver a casa
después de los paseos por la niebla o de las clases. Olía a soldadura metálica; en
cuanto llegaba Alberta, Eugéne desconectaba el soldador o la pulidora y a ella le
gustaba aquel penetrante olor a metal, el fuego, el chisporroteo, todo el taller y la calma
con que Eugéne hacía las cosas. Le gustaba Eugéne. Empezó a llevarle algún detalle,
una vez una tarta de limón, otra un ramillete de candelillas para la pequeña oficina de
carpintería metálica donde a veces lo veía sentado al ordenador o hablando con los
clientes.

En noviembre no pasé de llegar al triste convencimiento de que Alberta, en Lyón, a


pesar de aquella singular amistad con Eugéne Puech, se sentía muy desdichada,
mientras que Nadan, en cambio, poseía aquel sentido práctico, quizá no muy afortunado,
pero en todo caso digno de admiración, que tienen muchos hombres para poder
distraerse temporalmente gracias al trabajo. Nadan era consciente de que estaba
investigando en uno de los observatorios astronómicos más importantes del mundo (en
pleno desierto, al margen de ciudades, autopistas, zonas industriales), en condiciones
con las que hasta entonces sólo había podido soñar. Repartía su tiempo entre
espectroscopios, astrógrafos, radiotelescopios, simulando movimientos de traslación
paralácticos, trabajando por las noches, calculando compuestos de hidrógeno y helio,
analizando gases y polvo interestelares con los ordenadores de su despacho hasta que
un día sacó una teoría sobre nieblas galácticas y tuvo la satisfacción de que su trabajo
causara cierto revuelo en la prensa especializada y trajera consigo un montón de
invitaciones. Fue de una universidad a otra dando su conferencia, hasta que un día, por
desgracia bastante pronto y de manera fulminante, su teoría fue rebatida; pero la
dedicación al trabajo, al menos a medio plazo, había resultado ser un remedio eficaz
contra la plaga de langostas.
Su casa, acorde con el número de habitaciones para niños y como cabía esperar de
alguien que obra con sensatez, la había alquilado a una familia que tenía tres hijos para
un plazo de dos años. Por eso, lo que luego lo hizo decidirse a regresar no fue tanto que
echara de menos su país como el hecho de que sus teorías fueran insostenibles. La Vía
Láctea se quedó donde estaba, en Arizona; de todos modos, la plaza en el observatorio
había sido temporal y cuando la prensa se hizo eco del estrepitoso fracaso de su teoría,
Nadan dejó de recibir invitaciones de las universidades. Un astrofísico que haya
adquirido experiencia investigadora en Norteamérica siempre será bienvenido en
Europa, se dijo Nadan, y antes de marcharse, pasó un par de meses en Florida
dejándose caer por camas más o menos conocidas en compañía de mujeres más o
menos conocidas, y le pareció que aquello quizá no estuviera del todo mal, pero ; que
tampoco era exactamente lo que él quería.
Eso sí, ya nunca volvió a ser tan despreocupado como aquella vez en un hotel
cercano a Mannheim o Ludwigshafen.
Así que se decidió a regresar y empezó a organizar su vida y su trabajo repartiendo
su tiempo entre la universidad de H. y su casa, que, como era de temer, había
encontrado en un estado bastante deplorable, pues, como es natural, las casas pierden
lustre cuando las habita una familia de cinco miembros. La moqueta de terciopelo gris
tenía dibujadas con rotulador por toda la casa casillas para jugar al infernáculo y
carriles para cochecitos de juguete, por todas partes había enganchados restos de
plastilina de colores y en las habitaciones de los niños prefirió no pararse a mirar a
fondo, le bastó con ver los vestigios de la presencia de unos seres, por desgracia
terrícolas, con los deditos llenos de pringue alrededor de los interruptores, y en cuanto
a las manchas de verdura que había en el revestimiento de la pared del comedor,
exactamente donde estaba la mesa, tuvo la impresión de que allí se habían celebrado
torneos para ver quién escupe más lejos. Lo que más rabia le dio fue que un padre de
familia negado para el bricolaje hubiera instalado a tontas y a locas teléfonos internos,
equipos para vigilar el sueño de los bebés y televisores para dar y vender, sin tener la
menor idea, había dejado todos los cables al descubierto y, puestos a hacer chapuzas,
los habían embadurnado con pintura.
Nadan pudo constatar que los inquilinos habían profanado su casa y que ya no le
gustaba. Empezó a pensar cada vez más en serio en la posibilidad de venderla y lo
único que varias veces, siempre en el último momento, le impidió ponerse en contacto
con un corredor de fincas fue cierto sentimentalismo al pensar en su propia juventud,
que sintió que se le escapaba de repente.
Adquirió la costumbre de correr una hora por el bosque antes de ir al trabajo cada
mañana y se apuntó a un gimnasio al que iba en coche dos veces por semana a hacer
musculación, para mantenerse en forma.

Cuando volví a encontrarme con Jean-Philippe en Lyón, hablamos a menudo de Alberta.


—Bueno ¿y qué tal está tu Alberta? —preguntó Jean-Philippe y yo dije:
—Me temo que lo está pasando muy mal. La ciudad le gusta mucho, claro, pero las
clases la hacen sentirse atada de pies y manos, y eso que los estudiantes son muy
agradables. Le gustaría traducir más, pero no sé, a lo mejor es otra cosa lo que quiere, a
lo mejor le gustaría pasarse el día en un taller manejando aparatos de soldadura como
Eugéne, examinar las piezas metálicas y decir: «Para ésta voy a coger una punta de
electrodo del cuatro», luego ponerse las gafas, luego fundir el electrodo ajustando las
piezas con la máxima precisión y ya está, ya se aguantan. Pero todavía no está de humor
para estas cosas, se siente demasiado desdichada.
Si no tenía ganas de hablar del tema con Jean-Philippe, me limitaba a decir:
—No sé, no sé, Alberta me preocupa.
Una vez Jean-Philippe dijo:
—A lo mejor lo que le conviene es enamorarse, casarse, tener un hijo, et voilá.
No me gustó la forma en que lo dijo, con un tono receloso, como si quisiera
ponerme a prueba, por eso mismo por poco me pongo hecha una furia y caigo en la
trampa; no soporto estar en el blanco mientras me van disparando preguntas con
segundas intenciones, pero luego me pareció que lo más inteligente sería hacer ver que
no lo había oído, así que dije:
—Creo que lo que tiene que hacer es esperar un poco hasta saber cómo puede salir
de ésta. A las mujeres, ya se sabe, el mal de amores las trastorna de los pies a la cabeza
y las deja paralizadas. Vamos a darle un poco de tiempo.
Jean-Philippe dijo:
—Tengo la impresión de que tú también estás esperando.
Luego cambió de tema y me preguntó por las rosas que yo quería plantar con su
madre delante de las filas de cepas antes de que se nos echaran encima las heladas, y es
que había pasado el otoño sin que Elise y yo nos hubiéramos puesto de acuerdo sobre
la clase de rosas; Elise quería bonicas, esa rosa pequeña, de color rosa pálido, yo
intenté convencerla de plantar leonardos, de color más subido.
—Pues al final se ha decidido por las bonicas —dije yo y Jean-Philippe dijo
negando con la cabeza:
—Bueno, allá ella, es su casa y su viña.
Volví a imaginarme lo bonita que habría lucido la pendiente con los espléndidos
leonardos, y al final resultó que tuve que plantar las bonicas yo sola, porque Elise, con
las humedades del otoño, siempre tenía dolores de espalda. Entre las rosas y un
encargo que tenía para la radio estuve ocupada una buena temporada, sobre todo porque
Cécile a veces me ayudaba con las rosas, lo que naturalmente retrasó la tarea.
Nadan plantó un arbusto de saúco y un arce.
Alberta tenía un tilo de El Cabo y un hibisco que se le murió cuando fue a
Wiesbaden a pasar las Navidades con su madre. A su madre le parecía anómalo que
todavía no estuviera casada. Varias veces al día lo mencionaba. En una ocasión hubo
pelea por este motivo.
Nadan fue a casa de sus padres en el Münsterland por Navidad. Sus padres lo
fastidiaron bastante con el orgullo que les producía la carrera americana de su hijo, con
el orgullo que sentían de su único hijo. A la ida había estado considerando proponerles
que se fueran a vivir con él tan pronto como su madre se jubilara, al año siguiente, la
casa era lo suficientemente grande y, al fin y al cabo, los dos habían invertido
considerables sumas de dinero para pagar el crédito de ahorro-vivienda con que se
construyó aquella casa, y luego algún que otro préstamo que su hijo, su único hijo, no
tendría que devolverles nunca, eso los tres lo sabían. Pero a la vuelta no les había
preguntado nada.
Yo fui con Cécile a Berlín a casa de mis padres.
Mientras tanto, el hermano de Jean-Philippe, Bruno, fue a T. desde Orleans con su
mujer y los dos niños. Se alojaron en la habitación de Cécile y la mía, y cuando
regresamos, el hijo de Bruno, con una barra de cera, había retocado mi Chagall
preferido y le había añadido algunos detalles; Cécile estuvo un rato berreando porque
su Barbie novia se había quedado sin cabeza y la novia no puede ir decapitada a la
boda.
Le prometí que las próximas Navidades las pasaríamos en casa. La cabeza al final
apareció en la caja del playmobil y fue repuesta, pero habían mancillado a la novia y
nunca más volvió a ser la misma.
Alberta se propuso ir a Túnez el próximo año, Nadan pensó en ir a esquiar, Bruno y
su familia fueron los únicos que a la vuelta pensaron: «El año que viene iremos otra vez
a T».

***

Con el tiempo, Alberta empezó a contar los días que llevaba en Lyón. Estuvo
preparando a sus estudiantes para el examen, luego estuvo corrigiendo los exámenes,
tradujo una novela policiaca de Gabrielle Goudard, cuya brillantísima protagonista
femenina le cayó mal desde el primer momento, Alberta se pasó ciento noventa páginas
echando chispas por culpa de la autosuficiencia, aderezada con todas las concesiones a
los gustos del público, de aquella muñequita pija con pantalones de cuero y, por lo
demás, se sentía demasiado desdichada y estaba demasiado desanimada para pensar
siquiera un poco más allá de lo que estrictamente exigía la jornada y luego, pues, un día
más que ya había quedado rematado y una página menos en el calendario.
A veces soñaba barbaridades y se despertaba sobresaltada. En una ocasión, al
despertarse en plena noche, creyó que Nadan estaba echado a su lado durmiendo. Se
asustó y se acordó de que Nadan, en efecto, una vez había pasado una noche entera
echado a su lado y durmiendo y hasta ella había pasado una vez una noche entera
echada junto a él sin toser y durmiendo. Por la mañana, un roce la había despertado. El
brazo de Nadan estaba helado. Ella había buscado la pierna de Nadan tanteando con el
pie y luego, con mucho cuidado, le había puesto la mano encima del hombro.
Al final ella había dicho completamente horrorizada:
—Pero ¿dónde vas a parar? No puede ser que te enfríes de esa manera mientras
duermes, pero si estás frío como un témpano.
Nadan se había despertado y había dicho, aún medio dormido, en parte a la
defensiva, en parte para devolverle la pelota:
—Y tú estás al rojo vivo, ni que hubieras pasado la noche quién sabe dónde
asándote a fuego lento.

Mientras Alberta contaba los días, Nadan, algunas veces, cuando trabajaba, cuando
hablaba con un compañero en H., cuando hacía ejercicio en el gimnasio, siempre entre
horas, recordaba una frase a la que había respondido con un: «Ah, ya». No había
contado con que Alberta fuera a colgar en seguida. Para ser sincero, había contado con
que Alberta después de aquella frase empezaría a lamentarse y le preguntaría: «¿Y
ahora qué hago?». Por si acaso, él había estado impreciso y se había mantenido al
margen.
No hay hombre para el que no suponga un gran peligro que un buen día una mujer
que, primero, es una Mizzebill y con la que, segundo, ha tenido ya una historia que ha
ido por mal camino y con la que precisamente hace muy poco que, una vez más, por
enésima vez, acaba de acordar tácitamente que no volverán a verse nunca más, ni
siquiera a llamarse por teléfono, lo llame y le haga saber esto y lo otro. Lo que se llama
un clásico entre las frases. Como hombre, lo mejor que en estos casos puede decir un
hombre es: «Ah, ya», porque una frase como ésta, para cualquier hombre, en una
situación semejante, viene a ser algo así como el colmo de las cuestiones de estilo y,
como quien dice, al momento está servida una confusión estilística integral que le afecta
en cuerpo y alma y lo coge desprevenido, incluso tratándose de una persona tan
previsora como Nadan, que desde joven ya tenía instaladas en su casa tres habitaciones
para niños. Si se paraba a echar cuentas y se preguntaba si le emocionaba la idea de
que una de sus habitaciones para niños ya pudiera estar habitada muy pronto, en lugar
de quedar hecha una piltrafa por obra de un padre de familia negado para el bricolaje
que encima había dejado todos los cables al descubierto, Nadan pensaba: «Pues
hombre, sí».
Entonces fue cuando se fijó en que allí en el comedor se habían celebrado torneos
para ver quién escupía más lejos.
Luego siguió refrescando su memoria: en aquella ocasión en un primer momento se
había mostrado muy desconfiado, tal vez incluso furioso, no podría decirlo con
seguridad; el caso es que aquella frase le había predispuesto, en el acto y por completo,
en contra de Alberta y se congratuló de haber estado al tanto y no haberse dejado
engatusar por la Mizzebill ésa, esa plaga de langostas, por culpa de la cual construyó
esta casa tan absurda. Y la señora ni se da por aludida, sino que se queda en un rincón,
muerta de miedo, sin saber qué hacer y en seguida le dan ataques de asma sólo porque
no hay muebles o quién sabe por qué razón, y se pone a mirar en torno y ni se entera de
que en realidad ésa es su casa, y eso que él lo ha pensado todo al milímetro para que la
señora esté a gusto. Los muebles los quería escoger con ella. Incluso tiene una
habitación para ella sola y un enorme armario empotrado donde guardar sus abrigos
impresentables, ya se encargaría él con el tiempo de hacerle perder esa manía tan fea,
lo mismo que lo de fumar, las sandalias planas con tiritas de cuero y aquellos vestidos
vaporosos, con tanto vuelo, a rayas amarillas y negras.
Las mujeres que conocía Nadan no llevaban vestidos acampanados de esos que se
quitan pasándotelos por la cabeza con un solo movimiento y prácticamente ya te quedas
sin nada, sino que llevaban faldas tubo con cremallera y una abertura al lado o detrás,
pantalones de lino, de color claro, con blusas a juego y una chaqueta por encima.
A Nadan le pareció que a una Mizzebill tampoco le habría hecho ningún daño un
poco de elegancia, y es que Nadan, por entonces, había corrido mundo y había
aprendido a abrir cremalleras y botones. La vio quitarse uno de esos vestidos
acampanados en un santiamén, pasándoselo por la cabeza, y la vio tal como se quedaba
luego: aquello no era una mujer, era una Mizzebill. Y luego aquella frase al teléfono.
Una frase impropia de una Mizzebill. Una Mizzebill no dice esas cosas.
A veces, al salir del gimnasio después de hacer ejercicio, mientras se dirigía al
garaje subterráneo, Nadan se sorprendía a sí mismo delante del escaparate de una
joyería mirando no sólo relojes de pulsera para caballero sino también escogiendo
pendientes.
Entonces le sorprendía pensar que estaba escogiendo pendientes para una mujer a la
que no podía soportar ni conocía en absoluto. Pensó: «Qué raro es que tenga que
sucederme una cosa así precisamente a mí». A aquellas alturas ya le habría gustado
tener una mujer, a poder ser una mujer de carne y hueso a la que no tuviera que estar
sacándole faltas cada dos por tres, una familia, un hogar ordenado y habitado. Soñaba
con dimitir algún día de su puesto universitario, trabajar por su cuenta y quizás instalar
por fin el pequeño observatorio en el piso de arriba, tal como estaba previsto en los
planos, aunque luego quedara sin construir.

El invierno era muy frío. Cécile tenía una bronquitis que en T. no se le acababa de
curar, así que fui con ella a pasar las vacaciones de invierno a la costa. Jean-Philippe
no pudo o no quiso tomarse unos días libres y yo lo comprendí muy bien. No hay nada
más aburrido que pasar dos semanas junto al mar en el mes de febrero, así que me
aburrí. Pasé la primera semana esperando. Horas y horas interminables. Mataba el
tiempo jugando a las cartas con Cécile o intentando hacer subir una cometa dirigible a
pesar del viento demasiado fuerte, mientras esperaba a que Jean-Philippe bajara a
reunirse con nosotras el fin de semana. Por fin fue, estuvo encantador, aunque algo
distraído y ausente, no podía disimular que se había pasado cuatro horas al volante sólo
por cumplir y que en realidad habría preferido quedarse en casa. El domingo al
mediodía se había quitado un peso de encima, había conseguido hacer subir la cometa
de Cécile, ella se lo había pasado en grande y el color le había subido a las mejillas,
aunque todavía era demasiado pequeña para dirigirla ella sola y, en aquel momento,
estábamos los tres sentados en uno de los pocos restaurantes que abrían en aquel
pequeño puerto y comimos pescadito frito y ostras gratinadas, bebimos vino blanco y
Jean-Philippe estuvo de un humor excelente. Luego dijo:
—Oye, ¿y Alberta?, ¿qué tal le han ido las cosas a Alberta?
A la vista de la semana que se me echaba encima y que se suponía que iba a ser
igual de aburrida que la primera, quién sabe si aún más, después del éxito que había
tenido Jean-Philippe con la cometa y los fracasos con aquel juguete que a buen seguro
me esperaban en los días siguientes, a la vista del buen humor de que hacía gala Jean-
Philippe y que saltaba a la vista que se debía a la alegría que le daba poder regresar
después de la comida, a la vista de que era un hecho evidente que no puedo trabajar si
resulta que he ido a pasar unos días junto al mar porque Cécile tiene bronquitis, me
pareció una pregunta insolente, una provocación en toda regla. Dije:
—Bien, gracias. Ahora ya mucho mejor. ¿Sabes?, últimamente ha estado contando
los días, pero ahora se acerca la primavera, la cosa empieza a moverse. Poco a poco va
recobrando el apetito.
—¿Ah, sí? —dijo Jean-Philippe mirándome fijamente.
Yo también lo miré fijamente.
Luego nos sirvieron la bavaroise de arándanos y el café y, de repente, Jean-Philippe
tuvo prisa por pagar la cuenta y ponerse en camino. Vi desaparecer el Renault detrás de
la curva y pensé: «No sé qué será, pero siempre hay algo que sale mal entre hombres y
mujeres».

Después me quedé otra vez esperando, aunque de otra manera, ya no esperaba a Jean-
Philippe, estaba impaciente, como si estuviera en guardia, y eso que no aguardaba nada
en concreto. Tenía la sensación de que algo me rondaba, pero no sabía qué podía ser.
No me gustan nada esos presentimientos porque no hay donde agarrarse y yo no soporto
las paparruchas esotéricas y porque, por desgracia, hace tiempo que sé que este tipo de
presentimientos siempre se cumplen, por más que no los entienda y sólo pueda
tomármelos como curiosas advertencias que el futuro manda al momento presente. Y
por eso mismo no me gusta tener presentimientos, porque me dan miedo y siempre se
cumplen. No sabía si tenían algo que ver con Jean-Philippe o con Alberta. O conmigo.
A Cécile le sentó muy bien el aire salado, de día ya empezaba a encontrarse mejor,
sólo por las noches seguía teniendo esa tos espasmódica. Me la llevé varias veces
conmigo a mi cama para que se tranquilizara. Entonces aún seguía tosiendo un ratito,
pero se dormía en seguida y echada de aquella manera, relajada, con los ojos cerrados
y el semicírculo negro de las espesas pestañas, se parecía a su padre. Ya llevábamos
ocho años casados y desde que nació Cécile yo me quedé a vivir en T. Siempre me
había parecido lo adecuado, aunque no había entrado en nuestros planes quedarnos a
vivir tantos años con los padres de Jean-Philippe. Las cosas habían ido saliendo así y
bueno, luego, sencillamente funcionó bien así.
No sabía si aún seguía funcionando.
Alberta aprendió unas cuantas cosas aquella primavera en Lyón: aprendió a preparar
ancas de rana, aprendió a teñirse el pelo de color rojo oscuro. Aprendió a no ponerse
tensa haciendo contrapeso con todo el cuerpo cada vez que encontraba una curva
cuando iba en la moto de Eugéne. Aprendió qué grosor tiene que tener el metal y a qué
intensidad tiene que estar la corriente cuando se coge un electrodo del tres, aprendió, al
soldar con el arco voltaico, a no excederse ni quedarse corta con la corriente y a
repasar la juntura con la pulidora, y dio forma a caprichosas figuras soldando pedazos
de plancha, alambres, barras de hierro que luego se quedaba mirando asombrada
porque se aguantaban. También aprendió a aplicarse cera tibia con una espátula de
madera sobre las piernas y a retirarla a contrapelo, de un tirón, pasados cinco minutos,
aprendió a apreciar el coñac con soda y un buen día tiró a la basura toda la ropa
interior y se compró ropa interior nueva. Esas cosas que hacen las mujeres cuando
hacen borrón y cuenta nueva. A veces se veía con los vaqueros demasiado ajustados,
los de perneras por encima del tobillo, y la camisa rosada de su padre ondeando al
viento, la que había cogido del armario sin pedir permiso, llegando con el pelo recién
lavado al lugar donde querían encender el fuego de campamento y veía a Nadan
sobando un tobillo o una rodilla, en todo caso la pierna de esa Bettina. Hace mucho de
eso. De la casa de Nadan también hace mucho, aquel estilo de vida que él había
planeado al milímetro para ella; ¡bah!, mentira todo: para ella no, para cualquier otra
que también habría incluido en los planos. En todo caso no para ella.

Dormí excepcionalmente mal. Seguro que era por los ataques de tos de Cécile, y eso
que en T. había tosido mucho más y yo en cambio había dormido mejor. Algo me
rondaba.
Mientras estaba echada en la cama sin pegar ojo, intenté recordar las palabras de
Nadan aquella vez que estuvo explicándole a Alberta lo de llevar una doble vida. Creí
recordar que había dicho: «¿Te imaginas, llevar una doble vida?». Y Alberta había
dicho: «¡Uy! ¿Sabes?, eso de llevar una doble vida existe desde que el mundo es
mundo».
A lo que Nadan había dicho: «Imagínate que coges dos piedras y las tiras al agua.
Allí donde caen se forman pequeños círculos. Alrededor del centro».
—¿Y? —había dicho Alberta.
—Y luego se hacen cada vez más y más grandes, puros círculos concéntricos.
Alberta no había entendido adonde quería ir a parar, pero le gustó la cara tan
concentrada que ponía al hablar.
—Bueno —había dicho Nadan—, pues que luego se superponen unos a otros. Unos
más, otros menos.
Le pareció que con aquello ya quedaba explicada su obsesión por llevar una doble
vida. Entonces Alberta había señalado en dirección al sendero que cruzaba el prado,
donde estaban los padres que habían ido a celebrar el día del padre, y había dicho: «De
ésos, uno de cada dos sueña con llevar una doble vida como la que tú dices», y
entonces Nadan, con la mano, había hecho ademán de dejarlo por imposible y había
dicho echándole un poco de misterio a la cosa:
—Vale, vale, pero yo me refería a otra cosa.
Después no dijo nada más, así que Alberta se quedó sin saber a qué se refería.
Pensó que a lo mejor lo habría sacado de alguna película, de las películas de agentes
secretos, James Bond o algo así. Aunque no tenían nada de misterioso, o a lo mejor es
que Alberta no sabía vérselo. Lo más probable es que tuviera algo que ver con aquella
primera historia que terminó mal y que fue la madre de todas las historias que han ido
terminando mal, pensó Alberta, y se le ocurrió que Nadan tal vez tuviera en mente a
Marión Brando en El último tango. A James Bond ella no lo tragaba. Lo que nunca le
había gustado del tango era que a Marión Brando al final lo mate de un tiro esa niñata
rechoncha con rizos.
El sol brillaba sobre el prado florido, Alberta se echó sobre la hierba, se quedó
mirando el cielo de aquel día de la Ascensión, que lucía un azul limpísimo sin rastro de
la substancia tóxica amarilla y pensó que Nadan no podía estar refiriéndose en serio a
llevar una vida como aquélla. ¿Qué se había creído? A ver si resultaba que lo que
Nadan de veras quería de ella, Alberta, que ni tenía rizos, ni se parecía en nada a
aquella niñata rechoncha, era que, de una manera vulgar, le pegara un tiro a él, que no
se parecía lo más mínimo a James Bond o Marión Brando, así por las buenas, sólo
porque era una plaga de langostas y una Mizzebill y porque llevaba toda la vida
queriéndole tanto, a pesar de su ridícula corbata, que se había fugado con él hasta poco
antes de llegar a Mannheim, y todo para acabar pasando la noche en el balcón y tener
que oír las gárgaras que el señor hacía en el cuarto de baño.
El misterio que rodeaba a lo de llevar una doble vida y sobre todo aquella
ordinariez de liarse a tiros, que por lo visto formaba parte del juego, no le hicieron
ninguna gracia a Alberta. Para eso que no contara con ella, ni para la casa tampoco, lo
único que sacaría de esa casa sería echar a perder su salud a fuerza de pasarse una
noche detrás de otra tosiendo.
Cuanto más pensaba en Nadan por las noches, más rabia me daba. Hasta pasado un
buen rato no comprendí la razón. Es que me gustan los hombres, incluso algunos
hombres como Nadan que, por cualquier motivo, a lo mejor porque son astrofísicos o
yo qué sé por qué, en cuanto el amor se apodera de ellos, se lanzan con un arrojo de lo
más viril a hacer gestiones en dos direcciones distintas persiguiendo dos metas
opuestas. Salen disparados y sobre la marcha, naturalmente, se dan cuenta de que las
metas se excluyen mutuamente y entonces eso les rompe las oraciones y todos sus
esquemas se vienen abajo armando gran estrépito. En realidad no hay nada que deseen
tanto como que su dichosa plaga de langostas los devore enteros de la mañana a la
noche; pero eso sí, si no es mucho pedir, que sea dentro de un bastión unifamiliar, con
la instalación eléctrica por debajo del enlucido, como Dios manda, y con unas
criaturitas que se traguen la papilla de zanahorias cucharada a cucharada y sin rechistar,
en lugar de celebrar torneos de escupitajos contra la pared. Pero no tardan mucho en
darse cuenta: «Uy, esto no cuadra, la plaga de langostas y esto otro». Y entonces es
cuando tienen esas fantasías como lo de llevar una doble vida, que eso les viene de
James Bond, o como eso otro de acabar con una bala en el cuerpo a lo Marlon Brando.
Pero si resulta que la plaga ésa, en un hotel de la categoría de un bocadillo de
embutido de hígado, poco antes de llegar a Ludwigshafen o Mannheim, va y dice:
«Madre mía, pero ¿qué pijama es ése?, por el amor de Dios, quítate ese pijama porque,
si no, no puedo hincarte el diente», pues a la langosta este tipo de pijamas le ocasionan
problemas de estilo y le hacen perder el apetito hasta ponerse mala, entonces esa ansia
ordinaria de que le peguen un tiro en un arranque pasional, lo que tenía que ser un
último tango segunda parte, se queda en una jaqueca de estar por casa.
Pues eso, me gustan los hombres, y puede que muy especialmente los hombres como
Nadan, y me divertía imaginármelo en un hotel, de pie junto a un balcón, mirando
fijamente en dirección a Mannheim o Ludwigshafen con una expresión sombría, después
de dirigirse a la oscuridad allí fuera para contarle por enésima vez cómo se supone que
tendría que ser la convivencia entre un hombre y una mujer. Alberta está echada sobre
la cama, sin poder dar crédito a lo que oye, fumando un cigarrillo tras otro, y por
enésima vez vuelve a probar lo de mover pieza a salto de caballo, a ver si se vuelve
chiflada de una vez; Nadan para en seco su perorata al darse cuenta, por lo callada que
está, de que está enfrascada dando saltos de caballo, pero sigue contándole
mentalmente cómo se imagina él que es eso de compartir un futuro, y eso que ya con la
tal Bettina había sido tan patético como para echarse a llorar allí mismo.
Alberta no sería de las que salen al rellano a fumar, si hasta fumaba en la cama. Lo
peor que podía sucederle a Nadan era tener a esa Mizzebill todo el santo día metida en
casa. Y sin embargo: lo peor que podía sucederle era dejar escapar a esa Mizzebill.
Entonces Nadan, en medio de aquel ambiente cargado de rencor y del humo del
cigarrillo, con su pijama planchado, soltó aquella frase con la que yo me desternillaba
de risa cada vez que me la citaba a mí misma.
—No sé por qué tengo siempre deseos de acostarme contigo; lo último que quiero
en este mundo es eso, tener deseos de acostarme contigo.
Alberta interrumpió en el acto lo de ir dando saltos de caballo porque se dio cuenta
de que empezaba a estar chiflada. Cogió otro cigarrillo del paquete que estaba sobre la
mesilla de noche, bebió un trago de agua del grifo con el vaso de enjuagarse la boca
que aquel mismo día a última hora de la tarde había dejado encima de la mesilla y que
ya había ido a llenar dos veces al baño y se hizo a sí misma el solemne juramento de
que, en caso de llegar a salir algún día de aquel tugurio, lo primero que haría una vez en
casa sería descorchar una botella de Côtes du Rhône y brindar consigo misma. Luego
dijo:
—Mira, te propongo una cosa, primero haces lo que deseas y después nos podemos
poner metafísicos. Por ese orden. Es el procedimiento normal desde que el mundo es
mundo.
Y entonces Nadan dijo:
—Yo sólo hago lo que también quiero desear.
Precisamente fue esa frase lo que me dio tanta rabia.
Me propuse preguntarle a Jean-Philippe si era alguna frase relacionada con alguna
religión o alguna filosofía extinguidas hacía tiempo. Me dio esa impresión y Jean-
Philippe estaba al corriente de estos temas.

Al final, la segunda semana también pasó. No tenía nada de extraordinario que Jean-
Philippe hubiera llamado una sola vez, con prisa, y hubiera charlado con Cécile, y
luego: «Bisoux a maman». Cécile cumplió su encargo escrupulosamente. Yo había
llamado una vez a Lyón por la noche, pero sólo estaba el contestador automático.
—Soy yo, no pasa nada, aquí hace un froid de canard, á bientôt —había dicho y
luego me alegré de poder regresar a T., a pesar de la sensación de desasosiego que
tenía.
Cécile iba sentada detrás, en el portabebés, escuchando por tercera vez la cassette
de Caperucita Roja en francés. La A7 estaba toda en obras y se me ocurrió pensar que
pasado el invierno se ponen a hacer trabajos de mantenimiento para la primavera,
pasado el verano se ponen a hacer trabajos de mantenimiento para el otoño, pasado el
invierno para la primavera, entonces me di cuenta de que estaba discurriendo en
círculo, automáticamente, para ver si se me quitaba aquella ansiedad tan desagradable
que sentía. Había muchos tramos en los que la autopista se estrechaba a dos carriles. En
el lugar donde había volcado un camión habían colocado semáforos móviles y había un
obrero dirigiendo el tráfico con una pala de color verde y rojo. Me detuve. Iba para
largo. No paraban de pasar coches a marcha lenta en la otra dirección, un montón de
camiones antes de que llegara el fin de semana y no pudieran circular. Uno de los
últimos coches que iban en dirección contraria era un Ford plateado con matrícula
alemana. Siempre miro la cara que ponen los conductores que adelanto o que vienen en
dirección contraria, porque me parece que es bueno saber con quién te la estás jugando
y si es de fiar. Es algo fundamental. Por eso vi la cara del conductor que iba en el Ford
plateado, nuestro semáforo cambió al verde, yo arranqué, Cécile se sabía la Caperucita
Roja de memoria y la repetía como un loro. El camión cisterna de delante me tapaba la
visibilidad, el camión volcado parecía una ballena varada.
Si no hubiera sido por la barba… Habría podido jurar que el conductor del Ford
plateado era Nadan. Por otra parte, Nadan podía haberse dejado crecer barba
perfectamente. Por el susto que me llevé y lo empapadas que me quedaron las manos al
volante, supe que tenía que ser Nadan. No pude recordar si iba solo en el coche.
Cuando se terminó el tramo en obras, adelanté al camión cisterna. Cécile quiso un yogur
y se manchó y al cabo de un rato dejé de pensar en la cara del que iba en el Ford
plateado.
Llegamos tarde a T. Cuando entré en el patio, ya estaba oscuro. Elise había oído el
motor, encendió la luz de fuera y salió a recibirnos. El tractor y los coches de mis
suegros estaban en el patio. Cécile estaba sobreexcitada, de un salto se echó al cuello
de su abuela sin poder esperar a enseñarle el pasador nuevo, de concha, que yo le había
comprado en una tienda de recuerdos. El Renault de Jean-Philippe no estaba en el patio
y cuando vi que su coche no estaba allí, caí en la cuenta de que no había esperado otra
cosa.
Había llamado por teléfono para dejar recado, claro. No sé qué explicación dio, la
olvidé en seguida. Incluso volvió a llamar más tarde. Elise nos calentó la sopa y luego,
además, preparó una ensalada tal como le gustaba a Cécile, con tropezones de tocino y
de pan. El padre de Jean-Philippe solía tomar un vasito de aguardiente de orujo
después del vino de la cena y yo lo acompañé con un vaso y cuando llamó Jean-
Philippe, se notaba que estaba en una cabina y se oía como si él también hubiera bebido
aguardiente. Se le oía igual que algunas veces cuando, después de cenar en la rué des
Marronniers, después del café, después del orujo, hacíamos a pie los pocos pasos que
había hasta la Place Bellecourt y luego subíamos. Tenía aquel no sé qué aterciopelado
en la voz. Era como si pudiera verle, el restaurante, el pequeño comedor abovedado,
los carteles en las paredes, unas cuantas plantas de interior, la escalera de madera que
llevaba al recinto de arriba. Estaba segura de que habría comido ancas de rana de
primero y cabeza de ternera con salsa Gribiche como plato fuerte, a continuación queso
y café y que luego habría bebido un orujo. Tuve la sensación de que, a partir de aquel
momento, el restaurante estaba profanado.
De todos modos había sido un detalle llamar mientras estaba en camino, sin
contarnos nada de la cena en la rué des Marronniers ni a su padre primero, ni después a
mí. Básicamente dijo que hacía un tiempo de perros. Aquel parte meteorológico
quedaba muy ridículo en contraste con su voz suave, aterciopelada.
Llevé a Cécile a la cama. Elise, abajo en su cocina, hacía entrechocar los platos
con un ruido exagerado mientras los colocaba en el lavavajillas y cuando yo más tarde
bajé a dar las buenas noches, el padre de Jean-Philippe dijo:
—¿Verdad que vas a tomar otro vasito de orujo con este anciano?
Yo estaba encantada de tomar otro vasito de orujo con aquel anciano. Volvía a bajar
muchas noches, cuando se me hacían largas las horas allí arriba dándole vueltas a mis
cosas y mis historias, o si ya no me apetecía seguir trabajando o el padre de Jean-
Philippe me llamaba a casa y decía: «¿Verdad que vas a hacerle una horita de compañía
a este anciano?». Entonces Elise ya se había acostado, Cécile dormía y yo pasaba una
horita con el padre de Jean-Philippe, antes de acostarme yo también.
Sirvió el orujo. Había podado las cepas mientras yo estaba en la costa con Cécile.
Las rosas tipo bonica, plantadas aquel año, habían resistido bien el invierno. Luego se
quedó callado. Fuera maullaba un gato macho. Nuestro gato estaba dentro.
Durante un instante pensé: «Si de verdad quieres saber lo que siempre sale mal
entre hombres y mujeres, pues ahora o nunca».
Pero en aquel momento el padre de Jean-Philippe dijo:
—Ahí arriba os iría bien tener una pérgola en la terraza, os toca demasiado el sol.
Yo dije:
—Nosotros también lo hemos pensado, pero Jean-Philippe pasa tanto tiempo fuera
de casa…
El anciano espetó con malos modos:
—Jean-Philippe, Jean-Philippe. Monsieur le philosophe se proméne dans la vie.
Para tranquilizarle, dije:
—¿Sabes qué te digo?, tienes razón, venga. Cuando tengas tiempo, ponemos una
pérgola.
Era lo último que necesitábamos en aquel momento, pero antes de tres días nos
pusimos manos a la obra. Aunque yo luego, poco más o menos, me limité a mirar cómo
saltaban las chispas desde mi escritorio porque estaba ocupada con un encargo que ya
empezaba a arrepentirme de haber aceptado, y es que ya preveía que con la cantidad
tremenda de citas encubiertas que había en aquella novela tan pedante de Vallot, en los
próximos días tendría que ir más a menudo a la biblioteca de Lyón. Precisamente en
aquel momento no me agradaba demasiado la idea de ir a menudo a Lyón.
Estuve pensando en lo que diría la próxima vez que Jean-Philippe preguntara por
Alberta.
Probablemente diría: «Su estancia aquí se está acercando al final». Entonces, si
Jean-Philippe ladeaba la cabeza, se reía con los ojos y decía: «¿Ah sí, tú crees?», ya
habría salido del paso. A la semana siguiente, antes de ir a Lyón, llamé al instituto y le
dije a la secretaria que iba a llegar. Normalmente me divertía darle una sorpresa a
Jean-Philippe, pero aquella vez preferí no dar sorpresas ni que me las dieran a mí.
Mientras cenábamos le conté lo de la pérgola. Como era de suponer, la pérgola le
interesaba muy poco. Lo que le interesaba, desde luego, estaba muy lejos de lo que se
dignaría comentar conmigo. Lo que se dignaría comentar conmigo, por lo visto, no
acababa de ocurrírsele en aquel momento y, francamente, tuvimos suerte de que la
cabeza de ternera que nos sirvieron en el restaurante profanado no estuviera demasiado
cocida. Renuncié al orujo de después del café porque quería regresar aquella misma
noche y ponerme a trabajar de buena mañana al día siguiente. De puro alivio, Jean-
Philippe se puso parlanchín y un poco insolente.
—Hablando de trabajo… —dijo.
—Hablando de trabajo —dije yo—, mucho me sorprendería que no acabaran por
ponerle una demanda por plagio al Vallot ése, es que fusila todo lo que encuentra sin el
menor escrúpulo.
Entonces Jean-Philippe preguntó por Alberta.
Entonces yo dije en voz baja:
—Oh, Alberta va a tener visita, espera a un amante.
Alberta tiene un amante

Había cuatro llamadas en el contestador.


Fue a la tercera.
—Soy yo. Ya llamaré luego.
Me sentí desfallecer, dejé las bolsas de la compra en la mesa de la cocina y volví a
escuchar aquella frase. Luego otra vez. Y luego me entró miedo.
Tal como sonaba aquella frase, me pareció que lo más razonable era coger miedo.
Sonaba como una amenaza. Y se había colado de lleno en mi vida sin avisar. Yo no lo
había invitado. Esta vez no. Las telecomunicaciones son un invento del demonio, pensé.
No es una idea nada original, ya lo sé, pero es que hay ideas que necesitan un tiempo, a
menudo años enteros, hasta que llegan a tomar cuerpo. Esta que digo, gracias a la frase:
«Soy yo. Ya llamaré luego», podía palparse con los dedos.
Coger miedo, pase. Pero mucho cuidado con dejar que cunda el pánico, pensé.
Vacié las bolsas y guardé la leche y los hígados de cordero en la nevera. En cuanto a
ponerse a leer el periódico, ni pensarlo, de todos modos habría sido inútil. Escribí dos
cartas como un autómata y las envié por fax. Mientras pasaban por el fax, ya las había
olvidado.
Al cabo de un rato empecé a preguntarme cuándo sería luego y si a lo mejor justo
en aquel momento ya empezaba a ser luego, más o menos. Era a última hora de la
mañana, así que a lo mejor ya iba siendo luego, aunque no, no, probablemente todavía
fuera demasiado temprano. Asusta pensar lo infantiles que llegan a ser a veces los
cálculos que hace un adulto. Recuerdo que después de una serie de razonamientos
bastante abstrusos, decidí que, antes de las tres, difícilmente iba a empezar a ser luego.
No tenía ni pies ni cabeza, desde luego, pero a lo mejor conseguía tranquilizarme.
Cuando terminé mis cálculos, no me había tranquilizado lo más mínimo.
Las posibilidades de que fuera capaz de sacar las uñas antes de que dieran las tres
eran más bien pocas.
Tengo la curiosa costumbre de, a veces, salir corriendo a mirarme al espejo, no por
vanidad, sino más bien para asegurarme de que no le ha pasado nada a mi cara. Me
cercioré varias veces, y no se había movido una sola vez de su sitio. De paso pude
comprobar que se me notaba en la cara que había doblado con creces el límite de edad.
Normalmente eso no me importa demasiado y me enfadé conmigo misma porque aquel
día sí me importó.
—Ma vieille —le dije a mi imagen en el espejo. Luego anulé una cita prevista para
lo que se suponía que sería luego, a sabiendas de que cometía un grave error; no es que
hubiera sido una cita muy importante, pero tampoco es cuestión de ponerse en seguida a
anular citas, sólo porque haya una voz en el contestador que te diga: «Ya llamaré
luego».
Me lavé la cabeza. Me llevé el teléfono al cuarto de baño.
Durante unos instantes, mientras estaba en la bañera, me pareció que después de
tantos años a lo mejor seríamos capaces de estar a la altura de las circunstancias, pero
me dio risa, porque sabía que era imposible.
Pensé que a lo mejor no se puede estar a la altura de una cosa como aquélla, pero es
que yo ya no era tan joven y noté que cuando ya no se es tan joven, es mucho más difícil
no estar a la altura de la situación y más si la situación ha dejado de ser un juego,
porque resulta que ha tenido más de veinte años para hartarse de vida. Cuando era
joven, tampoco había sido un juego, lo que pasa es que entonces aún no lo sabía, ahora,
en cambio, sabía que iba en serio.
Intenté ponerme a trabajar un poco, antes de que fuera luego, pero el texto no se
dignaba hablar conmigo. Era una traducción técnica y no entendía lo que significaba
«reflexión no recíproca» en la geometría de Voigt.
Cuando dieron las tres y todavía no era luego, me di cuenta de que el día se me
había escapado tontamente, se me había ido de las manos. Sentí que la cabeza me ardía.
No había probado bocado, claro.
En el fondo, hay que ver qué cosa tan rara, pensé, lo mal preparadas que estamos
las personas para una cosa tan seria como ésta, que además, tarde o temprano, le acaba
tocando a cualquiera o casi a cualquiera, a algunos incluso más de una vez. Hay
cursillos y seminarios para aprender a hacer y deshacer las cosas más disparatadas que
pueda imaginarse, puedo aprender paleografía, a preparar crépes Suzette, contabilidad,
puedo hacer horas de prácticas en una autoescuela y tragarme montañas de software del
derecho y del revés, puedo manejar aparatos de soldadura halógenos y la pulidora y
enviar un fax, plantar rosas; pero de amor, de eso es de lo único que no entiendo. De
amor, realmente, no hay nadie que entienda, por más que todos digan que sí y sean
capaces de exponer por lo menos tres o cuatro teorías al respecto. Pero a la hora de la
verdad, en seguida se ve que las teorías no valen para nada, porque resulta que el caso
propio no sale, lo único que siempre sale son modelos representativos, muy
esquemáticos, y los casos particulares no tienen nada de esquemáticos, sino que son
únicos y complejos; y lo que por encima de todo los hace únicos es que son
insondables, opacos, no se pueden entender ni traducir, tanto como la crueldad sin
límites con la que este fenómeno va tomando visos de convertirse en una seria amenaza,
sin que se pueda hacer nada para evitarlo, para luego hacernos salir disparados de la
curva a una velocidad atroz y dejarnos tirados en la cuneta, en el fondo de los abismos
más insondables. Tendría que haber cursos de defensa personal para prevenir los
efectos del amor, pensé.
Lo primero que tendrían que enseñar es a no esperar que suene el teléfono.
Menos mal que me di cuenta a tiempo de que por poco ahogo a mi Sparmannia
africana cuando ya iba a echarle la tercera regadera llena de agua.
El gato se desperezó y yo dije:
—C’est moi, j’appellerais plus tard.
Dicha en francés, la frase tenía un tono menos amenazador y cuando la repetí,
bajando la voz y quitando el yo de delante, apenas noté que aquella frase no contenía
ningún tú, casi podía decirse que era una frase cariñosa. Acaricié la cabeza del gato y
se puso a ronronear, pero lo habría hecho igualmente sin aquella frase.
Entonces sonó el teléfono. Me llevé un susto de los que sólo se tienen cuando se ha
estado esperando una llamada durante horas, un susto de esos que se meten en las
rodillas. Tardé un poco en reaccionar para poder coger aire, luego descolgué. Me entró
un temblor en la voz que daba bastante que pensar. Al otro lado se oyó una voz
femenina que llamaba de parte de no sé qué fabricante preguntando con mucho
miramiento si tenía dispositivo de alarma eléctrica en casa. Yo dije: «No, no tengo
alarma eléctrica» y entonces la mujer me contó todo lo que hay que saber sobre
dispositivos de alarma eléctrica. Primero sonó como si lo lamentara, luego fue entrando
en materia y acabó soltando un discurso igual que si hubieran puesto una cinta en
marcha. Terminó diciéndome en tono de reproche que hoy en día eso es algo
imprescindible, si se echa un vistazo a las estadísticas sobre robos y yo dije: «Gracias,
gracias».
Cuando había decidido que aquel día ya no iba a ser luego y me dispuse a sentarme
delante del ordenador para seguir con la traducción técnica, llegó la llamada.
Llevábamos unos cuantos años sin vemos. Cualquiera podría creer que eso iba a
poner las cosas más fáciles. Pero sería un error. Aunque no sería un error tan funesto,
me parece a mí, como creer que las cosas vayan a ser más fáciles sólo con sentarse
juntos cada mañana a desayunar a la misma mesa y con que haga años que cada cual
conoce las gárgaras del otro al cepillarse los dientes.
Él dijo:
—Hace poco me pareció verte salir del cine en tal y tal sitio. Yo volvía a casa
después del entrenamiento.
Me moría de ganas de decir:
—Me parece que vas muy lanzado, teniendo en cuenta los años que han pasado, que
no son pocos.
Pero dije:
—Puede ser.
Últimamente no había estado en el cine, pero a lo mejor había pasado por delante
de un cine en el instante en que terminaba la película, o a lo mejor ni siquiera había
sido yo quien había salido del cine o quien había pasado por delante del cine. Ya se
sabe, la realidad es algo muy poco consistente, cuando se trata de dilucidar lo que
hemos visto. Los hay que se quedan sentados en un abeto caído en medio del bosque
viendo una luna blanca, mientras que el de al lado resulta que no ve la luna por ninguna
parte. En una única realidad, siendo, como es, tan poco consistente, puede que haya
lunas claras o puede que no. ¿Quién dice que no pudiera haberla habido? No pregunté
por el entrenamiento porque pensé que haría mejor en no ponerme las cosas todavía
más difíciles de lo que ya eran de por sí, nada más empezar. Eso del entrenamiento
sonaba a musculación y yo, a los hombres que hacen músculos, prefiero tratarlos a
cierta distancia. A aquel hombre lo había tratado muy de cerca.
—Hemos perdido el contacto —dijo.
Yo dije:
—Es verdad.
En eso, por lo menos, reinaba la más absoluta unanimidad, aunque no tardaría nada
en empezar a resquebrajarse puesto que en aquel momento estábamos recuperando el
contacto.
Tan pronto como un hombre y una mujer vuelven a ponerse en contacto,
indefectiblemente se encaminan a aclarar la cuestión de si en la realidad había una luna
clara o no, y con eso, para empezar, la unanimidad comienza a tambalearse en el acto y
ya no tardará mucho en desaparecer definitivamente, porque resulta que en cuanto un
hombre y una mujer se ponen a hacer cualquier cosa juntos, aunque sea la cosa más
trivial del mundo, ya están viendo y oyendo y viviendo cosas completamente distintas y
después ya nunca lograrán ponerse de acuerdo sobre lo que han visto y oído y vivido, y
en cuanto les pasa esto, no sé por qué extraña razón, justamente esto es lo que se
empeñan en intentar aclarar llegando a un acuerdo, y mientras intentan llegar a un
acuerdo sobre el particular, se pasan todo el tiempo viendo, oyendo y viviendo una vez
más las cosas más dispares que pueda imaginarse, sobre las que nuevamente habrá que
ponerse de acuerdo y así todo el tiempo; más tarde o más temprano acaban enfrentados
de nuevo, y se desesperan, y entonces comienzan las más atroces acciones bélicas,
porque cada cual está convencido de que es él quien ha vivido lo auténticamente real
mientras que el otro, sin duda, no se ha fijado bien. ¡Si hiciera el favor de admitir que
no se ha fijado bien! Ya se comprenderá que los especialistas en tergiversar la realidad
están mucho más expuestos a estos peligros, aunque bien mirado, dada su
predisposición congénita a deformar la realidad, ya tendrían que estar sobre aviso, pero
se ve que cuanto más complejas son las visiones deformadas que se tengan de la luna,
las estrellas, lo que se piensa y lo que se dice, y cuanto más especializado se está en la
materia, pues este mal ataca precisamente con mayor virulencia a astrofísicos, filósofos
y profesionales del lenguaje, se acaba por ver y oír y vivir de manera diametralmente
opuesta las cosas más sencillas, y cuanto más insignificante sea el detalle que es objeto
de polémica, pues más reñida es la pelea.
Recuerdo una pelea semejante con motivo de un vestido. Era un vestido a rayas
amarillas. Era a rayas amarillas y no lilas. Nos peleamos por teléfono. Era una
conferencia y, como suele pasar con este tipo de peleas, luego ninguno de los dos podía
recordar cómo había empezado y el caso es que a mí no me quita el sueño que me digan
que llevo un vestido impresentable, porque en cuestión de gustos sí que no hay
realidades que valgan, aunque se trataba de mi vestido preferido. Pero el vestido era a
rayas amarillas, si lo sabría yo, y él se confundía y cuando lo que está en juego es la
verdad, no puedes rendirte así como así, ni está bien que lo hagas y por eso llegó un
momento en que pensé que estaba a punto de perder el juicio. Más tarde, cuando llegó
el recibo del teléfono, pensé otra vez lo mismo.
Era un vestido a rayas amarillas. Ya lo creo que sí.
Noté que me estaba poniendo nerviosa y por eso dije:
—¿Qué tal te han ido las cosas?
Pensé que era una pregunta inofensiva. Siempre puede contarme qué tal le han ido
las cosas sin que entre ni salga nada relacionado conmigo ni con mi vestido, ni con
cualquier otro detalle que pueda ser motivo de discusión, o sea que allá se las
componga con su historia, toda suya, que la cuente como le venga en gana, quitando y
poniendo lo que quiera, y si hay algún detalle que no quiera contarme, aunque entre en
la historia, pues se lo calla y ya está.
Pero él dijo:
—Vaya una preguntita.
No tenía sentido responder a eso, era tan absurdo como no responder.
Me moría de ganas de decir:
—¿Y por qué llamas, si puede saberse?
Pero eso también era una preguntita. Hay mucha gente que cuando se aburre o si no
dan nada bueno en la tele, cogen la agenda y se dedican a hacer llamadas de la A a la Z
y, en el fondo, hay que reconocer que es bastante práctico, porque sólo hay que bajar la
tele, tirarse en el sofá y tan pronto como la película se pone interesante o van a dar otra
mejor, dejar de hacer llamadas y recoger el hilo de la programación, sin tener que
lavarse primero la cabeza, sobre todo sin tener que pensar si habrá cucarachas, sin ir
dando saltos de caballo, sin atascos, y hasta se ahorra una el olor a gasolina en el
garaje subterráneo antes de subir al coche. Se queda en albornoz o en chándal. Sin tener
que darle vueltas a lo que se va a poner. Sin tener que preguntarse si se va a salir algún
día bien librado del apuro.
Hubo un silencio en el teléfono más largo de lo normal. Pensé que a lo mejor, en
aquel momento, la película volvía a ponerse interesante; también pensé en lo que podría
decir yo.
—Ahora que lo pienso, ¿te molesto? —dijo al cabo de un rato.
Yo dije:
—No, no molestas, ahora que lo mencionas, pero dime qué pasa, por lo menos.
Pero, o no pasaba nada, o no quería hablar de ello por teléfono, en todo caso dijo:
—Creo que será mejor que nos veamos.
Por lo menos esta vez ya no sonó como una amenaza, sino un pelín inseguro.
Fuera empezó a nevar, pude verlo desde el teléfono y era tranquilizador.
Después de haber empezado tan lanzado hacía apenas un momento, aquello, desde
luego, quizá no fuera la frase más audaz que un hombre pueda decirle a una mujer a la
que desea ver, pero no protesté.
Dije:
—Pues bien.
Lo dije como si se me hubieran afilado las uñas en el ínterin. Pero sólo fingía.

***

Después de colgar no fue necesario seguir fingiendo. Aquel puñado de frases


intrascendentes al teléfono me habían quitado el miedo y en su lugar había recuperado
cierta sensación de familiaridad con aquel hombre, y eso que sabía que era no
solamente una sensación engañosa, sino pura ilusión, aunque eso no me libraría de tener
que ir pensando en un menú para al cabo de dos noches. Es una cuestión de estilo,
pensé. Lo haré por mí, no por él; o yo qué sé, por mí, que sea por él. Mientras iba
pensando en el menú con el que Alberta recibiría a su amante, empecé a vislumbrar la
infinidad de abismos que acechaban a esos dos y di por hecho que yo, desde luego, no
tendría el aguante suficiente para resistir con un mínimo de desenvoltura una velada
como aquélla. Fui hacia la ventana y apoyé la frente contra el cristal. Fuera, la nieve se
deshacía en agua, no iba a cuajar.
Al día siguiente me hice mentalmente una lista con todas las frases que habría que
evitar a toda costa la noche de la cena. Nunca habría dicho que fueran tantas. Estaban
todas las frases que se referían a cualquier cosa de las que habíamos hecho juntos,
claro, porque no quería empezar a discutir en seguida. Pero además también había todas
las frases relacionadas con lo que yo había hecho sin él, porque se supone que a un
hombre le fastidia que su amante haya hecho algo sin él. Durante un momento pensé que
podría contarle algo del simposio sobre traducción celebrado en Singen, al que me
invitaron no hacía mucho y en el que me había aburrido sobremanera, tanto que no
podría tomarse a mal que se lo contara, pero en seguida cambié de opinión, porque me
pareció que si precisamente mencionaba lo aburrido que había sido el simposio, me
pasaba de la raya pecando de falsa modestia, y si por el contrario mentía diciendo que
había sido muy interesante, quedaría muy pretencioso. Otra cosa que había que evitar
era preguntarle por lo que había estado haciendo él, porque eso sería una preguntita y
una indiscreción y muy probablemente una de esas pérfidas estratagemas femeninas
para apoderarse del pasado de un hombre. Estaban terminantemente prohibidas todas
las frases que guardaran alguna relación con alguna forma de futuro, cualquiera que
fuera, o con planes para ese futuro, eso iba a misa. El teléfono sonó dos veces
sacándome de mis cavilaciones. Primero llamaron por las ventanas con cristal doble,
porque se ve que por fin habían aprobado el presupuesto y ya sólo les hacía falta saber
cuándo podían pasar, y luego los que me habían encargado la traducción técnica, que
preguntaban si podían contar con el texto para el próximo número de la revista. Yo dije
muy confiada: «Pues claro». Después, tanta confianza me pareció un poco exagerada.
Ya sabía por experiencia que los próximos días traerían consigo una serie de trastornos
que entorpecerían el curso normal de mi trabajo. Recordé estados lo que se dice de
parálisis total en el pasado.
Después intenté componer una lista al revés, con todas las frases que podía decir,
pero a la mayoría les pasaba lo mismo que al simposio de Singen.
Si en las frases que vas a decir no puede salir a colación nada relacionado con el
pasado ni con el futuro, entonces el repertorio de frases se queda en nada, sobre todo si
encima no se me podía escapar en ninguna frase el menor atisbo de cualquier cosa que
delatara cierta familiaridad o algún sentimentalismo, ni siquiera algo como: «Te veo
muy bien», y eso que, bien mirado, es una frase que no compromete a nada y siempre
sirve para entrar con buen pie aunque, tratándose de un amante, mejor dejarlo, porque
un amante en seguida conjeturaría que esa frase, a su vez, está basada en conjeturas y
que el otro, celoso, la ha lanzado con toda la intención a manera de globo sonda para
saber a quién se debe achacar el buen aspecto del otro, porque seguro que hay un
culpable.
Interrumpí allí mismo mis reflexiones para ver si aún estaba a tiempo de acercarme
al mercado a buscar las palomas para la sopa. Entre tanto, ya sólo llovía. Al día
siguiente habría hielo en las calles. El día había transcurrido sin pena ni gloria y preferí
no pensar en la seguridad con la que hacía un rato me había comprometido a entregar la
traducción técnica, teniendo en cuenta que me dedicaba a hacer listas mentalmente en
lugar de ponerme a trabajar en seguida.
Cuando les quité el envoltorio, resultó que las palomas no eran palomas, sino
codornices, y por la noche, mientras improvisaba una sopa de codorniz, se me ocurrió
que podía hablar sin reparos de la demanda por plagio que le habían puesto a Vallot,
que acababa de salir en todos los periódicos y de alguna manera me afectaba también a
mí; pero, si me decidía a sacar el tema, tendría que hacerlo de una forma que no se me
pudiera tachar de presuntuosa. Luego me acordé de que una vez, hacía muchos años, me
había quedado de piedra sin poder apartar los ojos de una estantería en la que, aparte
de algunos libros especializados, estaban La isla del tesoro, la primera y segunda parte
de una de las novelas de aventuras de Karl May, ambientada entre los indios
norteamericanos, la constitución, y la versión abreviada para uso escolar de El perro
de los Baskerville, y pensé que, después de todo, a lo mejor no sería lo más acertado
charlar del plagio de Vallot, y además era un tema delicado en exceso.
Tenía que ser algo neutral, pero en aquel caso tan característico no había nada que
fuera neutral, según pude constatar después de estar buscando algo neutral en el
periódico. Pero el periódico informaba de que, en aquel mismo momento, mientras yo
preparaba la sopa, estaban degollando a mujeres y niños, y que el cambio de horarios
comerciales sigue siendo una cuestión controvertida; el periódico informaba de que
tiran gente a los ríos, que meten a gente en autobuses para limpiar étnicamente centros
turísticos y que de todos modos, da igual, porque todo es virtual y el mundo es un café
internet global; madre mía, ¿adónde ha ido a parar el mundo desde aquellos días de
nuestra juventud en los que llevamos la paz al Vietnam a fuerza de besarnos?, yo no sé,
o es que ya no nos besamos o es que a lo mejor lo hacemos siguiendo otras reglas.
No tenía sentido hablar de eso para acompañar la sopa de codorniz.

Mientras cocinaba, estaba nerviosa pensando en la cena del día siguiente y noté que
además empezaba a sentir curiosidad. Era una curiosidad un poco alocada, no procedía
sistemáticamente, sino más bien a saltos. Aunque parezca raro, lo que más me
interesaba saber era si había logrado defraudar a Hacienda en alguna suma de dinero
que fuera digna de mención y si había inventado aquel sistema infalible para hacer
saltar la banca. Las dos cosas se las había propuesto con firmeza hacía unos años y ya
por entonces había prosperado tanto con los cálculos pertinentes que casi se había
pasado una tarde entera explicándomelo todo y a mí los dos proyectos me habían
sorprendido mucho, porque a mí nunca se me habría pasado por la cabeza pensar ni por
un momento en el fraude fiscal o en la ruleta. Yo había dicho con aire muy burlón:
«Bravo por el niño, te espera un gran futuro». Primero no respondió nada, pero luego
dijo: «Es curioso, poco me ha faltado para preguntarte si querías compartirlo
conmigo».
Yo me había reído, pero aquella risa no había sonado del todo auténtica.
Por entonces ya habíamos recorrido un buen trecho de aquel futuro y no lo habíamos
compartido, por lo menos no día a día, desde que nos sentábamos a la mesa del
desayuno hasta la noche, y mejor así.
Lo del fraude fiscal y el sistema para hacer saltar la banca me interesaba mucho
más que saber cómo tenía organizada la hora del desayuno, porque, de alguna manera,
yo esperaba que ya habría encontrado a alguien con quien compartirla, pero eso, desde
luego, no pensaba preguntárselo. Ni tampoco las otras dos cosas.
Cuando la sopa estuvo a punto, no supe qué hacer con la sensación de absoluta
familiaridad, sin duda ilusoria, que me inspiraba aquel hombre. A juzgar por lo que yo,
hasta aquel momento, había podido sacar en limpio, no iba a poder decirle ni una sola
frase. Me serví un vaso del vino blanco que habría al día siguiente para la cena, un
Grüner Veltliner; me puse el concierto para violín de Mendelssohn y probé a
imaginarme su cara. No hubo manera.
En cuanto a la mía, había llegado hasta tal punto, que cada cinco minutos ya me
había olvidado de si aún seguía estando allí y no podía parar de ir a asegurarme al
baño. El gato empezó a mirarme con extrañeza al ver que me daba por ir a mirarme al
espejo cada dos por tres, y es que yo ya no estaba segura ni de seguir siendo yo misma,
y eso que cada vez resultaba que seguía siendo la misma, entonces me tranquilizaba
unos instantes hasta que otra vez me asaltaban las dudas, ya sé que era ridículo. Llegué
a decirle solemnemente a mi imagen en el espejo:
—Estás haciendo el ridículo y a tu edad debería darte vergüenza perder el juicio de
esa manera, únicamente porque esperas a un amante que ha de presentarse mañana por
la noche. ¿Y si sólo viene a darte un sablazo porque al final ha tenido problemas con el
fisco o porque su sistema para hacer saltar la banca no era del todo infalible? Al final
resultará que sólo viene porque le gustaría contarte sus penas por una vez en la vida,
eso ya pasa, a más de uno le gustaría desahogarse por una vez en la vida contándole su
vida a alguien; lo que pasa es que ya ni nos damos cuenta, pero vivimos en una época
en la que se ha vuelto prácticamente imposible hablar con franqueza, de un tiempo a
esta parte esto se ha convertido en algo muy normal en este mundo en que vivimos que,
dicho sea de paso, se ha vuelto muy raro desde aquellos días en los que apenas
habíamos alcanzado la mayoría de edad y jugábamos a ser adultos y la vida de adulto
era tan deprimente como la ensalada de fideos y los huertos en las afueras, y en este
momento en que la mayoría de la gente que conozco pronto doblará la edad límite,
resulta que, de repente, todos se vuelven cada vez más jóvenes y los que no se vuelven
cada vez más jóvenes sencillamente engordan cada vez más. Hay muy pocos que de
verdad no se vuelvan cada vez más jóvenes ni engorden cada vez más y sólo se vayan
haciendo mayores y ésos, a medida que se hacen mayores, es que no salen de su
asombro, claro, al ver que se ha vuelto tan difícil hablar con franqueza. Y es que a
medida que te haces mayor, las cosas de las que habría que hablar con franqueza no es
que vayan a menos; todo lo contrario, se multiplican de manera preocupante, crecen
como la espuma y ésas son cosas que no se arreglan únicamente con haber llevado la
paz al Vietnam en su día a fuerza de besarse ni con haberse inclinado por la resistencia
armada o la pacífica como medida de presión para protestar por la subida de los
tranvías; aunque parece lógico que cada vez se hable menos con franqueza en un mundo
en el que la gente no se hace mayor, sino que cada vez es más joven o más gorda.
«¿Y si viene buscando algún consejo para sus horas del desayuno junto con lo que
aún le quede de futuro?», pensé luego, algo indecisa. Por ahí no paso. En seguida me
vino a la memoria más de uno al que en la cama de la amante le da esa obsesión
enfermiza por confesar los detalles más íntimos de la hora del desayuno, por irse de la
lengua, por delatarlos, diría yo, y más de una vez me he jurado a mí misma que cojo al
amante y lo pongo de patitas en la calle, tan pronto como desvíe la conversación hacia
el tema de la hora del desayuno mientras esté en mi cama, y es que no quiero oír ni una
palabra de las tragedias que tienen lugar cada mañana en torno a una de esas mesas de
desayuno y que, al parecer, conducen directamente de esa mesa de desayuno a mi cama
y crean una obsesión enfermiza por sincerarse. Para ir sobre seguro, volví a jurármelo
solemnemente.
Por otra parte, todo eso me pareció bastante improbable.
El Grüner Veltliner aún no estaba bien fresco. La calefacción gorgoteaba como
suele hacer siempre que está a punto de estropearse y pensé: «Lo que me faltaba, que se
estropee la calefacción en este momento».
El segundo vaso ya estaba mejor y mientras sonaba el concierto para violín de
Mendelssohn me faltó muy poco para decidirme a no tomar todo aquello tan a pecho y
sencillamente dejarme arrastrar por los acontecimientos. Me dije que hay verdaderas
guerras en las que hay gente verdaderamente asesinada, sacrificada, muerta; pensé en
las mujeres y los niños degollados, en las cantidades exorbitantes de odio y fosas
comunes, y aunque no contara la enorme cantidad de odio que se pasea por todas partes
dentro de esta realidad tan poco consistente, en la que ya casi únicamente el odio y el
crimen y la muerte violenta parecen reales, mientras que todo lo que es vida parece
virtual, pues aunque no contara estos excesos, la vida es complicada y, sobre todo, no
dura siempre, cada día que pasa está un poco más cerca del final, y pensando todo esto
lo del día siguiente me parecía un asunto muy relativo; pensé que con la sopa de
codorniz y la trucha a la molinera y luego la bavaroise de arándanos quedaba bastante
bien, incluso muy bien.
Cuando ya me había decidido por la reconciliación, tuve la desgracia de pensar en
algo que había dejado bien guardado en un rincón de mi cerebro y que habría preferido
olvidar, pero ya había salido a flote y dolía, y me recordó que las guerras entre
hombres y mujeres, al fin y al cabo, también son auténticas guerras. Cuando era joven
no creía que fueran auténticas guerras en las que podíamos llegar a causar la perdición
del otro, me sorprendía leer en los libros alusiones a las extrañas heridas con las que el
amor puede dejar a las personas marcadas para siempre, no tenía la menor idea de las
mutilaciones y muertes que hombres y mujeres son capaces de producirse entre sí; que
el amor se acaba algún día, eso era algo inevitable que, bueno, a veces me angustiaba,
sí, pero aun así, para mí, los finales quedaban muy lejos, a un paso del infinito, y
además, en mi caso, el amor era una primera historia que había ido por mal camino, una
plaga de langostas que de vez en cuando se cernía sobre mi vida dejándola en un estado
bastante lamentable, tal como podía comprobar en cuanto la recuperaba; en cambio, a
mí misma, pensaba yo, me deja sana y salva por lo que parece.

***

Fue una llamada que puso las cosas en su sitio de una vez para siempre.
Sólo tuve que pasar unas cuantas horas en el consultorio, la intervención me había
producido una extraña sensación de irrealidad, el médico, amable, estaba por su tarea,
una enfermera manejaba los instrumentos en silencio, concentrada, y luego un tirón
apenas perceptible en las piernas, desde entonces una aversión a los ruidos de
aspiradora, a continuación un ligero mareo contra el que me administraron un
medicamento para la circulación que hizo efecto muy rápido, y unas cuantas horas de
reposo en una pequeña habitación con luz, agradable; encima de la mesa había un
florero con flores silvestres. Pensé en lo fácil que había sido. Pensé en todas las
historias truculentas en las que salían agujas de hacer punto, charlatanes, cazas de
brujas, en todo el horror que había quedado superado hacía apenas una generación; en
cambio allí, no solamente son atentos, sino que además hay un florero con flores
silvestres al alcance de la vista y la enfermera se encarga de llamar un taxi
inmediatamente.
Pero antes entró el médico para ver qué tal me iba y para hablar otra vez conmigo.
Dijo:
—Supongo que tendrá a alguien en casa que la cuide un poco estos días.
Me puse a pensar, pero de la gente que yo conocía no pude imaginarme que alguno
fuera a cuidar de mí, o a lo mejor es que a mí la idea no me agradaba demasiado. El
médico dijo:
—Su madre, quizá. O su compañero o marido.
—Mi madre no vive aquí —dije.
Pero el médico insistió:
—Bueno, a ver, no lo ha hecho usted sola, aquí hay otra persona a la que también le
incumbe. Me gustaría que alguien se ocupara de usted.
Me sorprendió tanta solicitud. La verdad es que por aquella época ya hacía mucho
que nadie se interesaba por nadie, a lo mejor sí que antes se interesaban unos por otros,
pero no puedo acordarme, y noté que los ojos se me estaban llenando de lágrimas de
emoción, pero entonces hice algún comentario, que seguro que me las arreglaría sola y
que al menos hasta aquel momento todo me había parecido muy fácil.
Sorprendentemente fácil. El médico ladeó un poco la cabeza y dijo:
—No debería usted tomarlo a la ligera.
Yo no lo tomaba a la ligera, pero no me había quedado más remedio que hacerlo,
porque no podía esperar que alguien que me había partido en dos, en una Alberta para
la que había construido una casa sin decirle una palabra, sin consultarle siquiera si
quiere o no quiere, y en una Mizzebill que le daba tanto miedo, que el miedo muy a
menudo degeneraba en rabia y resentimiento y peleas acerca de lo que formaba parte de
la realidad o no y en jaqueca, pues no podía imaginar que una persona así, aunque
llevara toda la vida queriéndola, incluso aunque esa persona llevara toda la vida
queriéndome, y eso que no podía ver una de mis mitades ni en pintura, fuera la persona
más adecuada para hacer frente a aquella otra cosa que también iba a ser para toda la
vida, por más ilusión que me hiciera a mí misma, pero es que sencillamente no habría
sido realista cerrar los ojos ante la realidad y echar por la calle de en medio sólo
porque algo te hace ilusión. Y es que, para mí sola, yo desde luego me bastaba, en
cambio, yo sola para dos, pensé que no sería suficiente.
Así se lo dije al médico, pero él insistía en que alguien se hiciera cargo de mí.
Tenía los ojos anegados en lágrimas y dije:
—No se preocupe, ya me las arreglaré sola.
El médico me dio su número de teléfono privado y dijo que podía llamar a
cualquier hora, día y noche, si pasaba algo, y luego dijo:
—Con los ánimos, quiero decir.
Cuando tenía los ánimos por los suelos empezaba a caer la tarde. Fue un atardecer
templado de principios de verano en el que tardó bastante en hacerse oscuro. La
traducción de Vallot se resistía a avanzar, a menudo me quedaba trabajando hasta bien
entrada la noche, a veces toda la noche. En cuanto se anunciaba el crepúsculo y las
estrellas empezaban a traslucirse, encendía la lámpara verde de mi escritorio y fue en
un atardecer como aquél cuando me encontré con los ánimos por los suelos. Me pareció
que era demasiado tarde para llamar al médico a su casa y además no pasaba nada y no
sé qué habría podido hacer el médico. Además, no lamentaba mi decisión, desde luego.
Cuando una cosa parece acertada antes de hacerla, pues no va a dejar de serlo después.
Tuve que dejar pasar un instante para encontrar lo que de verdad me reconcomía el
ánimo. Ni quería charlar con nadie, porque no había nada que decir sobre aquel tema.
Ni era puro sentimentalismo, ni lo fatal que me sentía, ni nada de eso.
Habría querido que Nadan estuviera allí conmigo. Nada más. Me habría bastado
con su presencia. Sin hablar, hablar quizá resultara demasiado difícil tratándose de un
asunto como aquél, con el que ya me había llevado un susto de muerte no hacía mucho
al ver sus tres habitaciones para niños y, además, había quedado demostrado que
cualquier intento de recurrir a la traducción para hablar precisamente de aquel asunto
era inútil.
Pero pensé que sólo con tenerle allí conmigo ya me daría ánimos; con la noche de
verano que hacía podríamos estirar un poco las piernas y a lo mejor yo luego me
sentiría igual de triste por lo mucho que dejaba que desear nuestra relación y yo y todo
lo que había sobre la superficie de la tierra, pero ya no habría para tanto, porque
gracias a su presencia la tristeza de alguna manera tomaría otro color. Más o menos así
me lo imaginaba yo.
Pensé: «Pues se lo pido y ya está. No tiene más que bajar al garaje subterráneo a
por el coche y en veinte minutos se presenta aquí».
Pedirse favores entre un hombre y una mujer es una de esas cosas de las que más
vale huir como de la peste, porque es un campo minado y cuanto menos pides, más
erizado de minas está el terreno. Justamente los favores que no son pedir demasiado
son los que más dinamita llevan. No te extrañe que a un hombre no le cueste lo más
mínimo subir y bajar los Alpes con una bicicleta de veinte marchas o ir a pie hasta el
polo Norte; ahora bien, tan pronto como una mujer a la que quiere le pide, qué sé yo,
que la llame a las siete, esa llamada pasa de ser algo que no cuesta nada al terreno de
los imposibles. Bien mirado, si se piensa en lo fácil que es este sistema y lo
generalizado que está, se ve que es una de las armas de guerra más interesantes y,
empleada con constancia, puede llegar a ser literalmente mortífera porque aniquila por
completo al adversario.
Llamé.
Aquel «No» dicho sin pestañear no fue el peor trago que me tocó pasar al oír su
respuesta. Lo peor fue la indiferencia gélida, penetrante, que después tuvo unos cuantos
años a su favor para que fuera tomando cuerpo la idea de que son auténticas guerras las
que se libran entre hombres y mujeres. Como la vida misma.

De repente me había olvidado de lo que se hace cuando se recibe a un amante.


Era algo más que una mera cuestión de estilo.
No se arreglaba preguntando: «Y Brahms, ¿qué te parece?».
La siguiente vez que salí corriendo a mirarme al espejo me había estropeado el
labio a fuerza de mordisqueármelo y ya sólo tenía un vago parecido conmigo misma.
Noté que la vida estaba otra vez a punto de atragantarse, el concierto para violín de
Mendelssohn se haría eterno y yo ya nunca podría sacudirme aquel miedo de encima.
Me metí en la cama temblando y me quedé mirando la luna que, entre neblinas, se
alzaba por detrás de los chopos mojados por la lluvia. Era una luna de aspecto muy
frágil. Colgaba toda torcida entre los árboles, como si no la hubieran prendido bien.

Al día siguiente seguía sin entender nada de la reflexión no recíproca en la geometría


de Voigt, pero de todos modos me las ingenié para traducir el texto y empecé a concebir
esperanzas para aquella noche. Es curioso que haya que pensar en tantas cosas, aparte
de lavarse la cabeza, cuando tiene que venir un amante a nuestra casa por la noche. Hay
que pasar la aspiradora, comprar flores y colocarlas en los floreros, limpiar los
cristales, cambiar las sábanas y de paso comprobar que aquellas sábanas tan formales
con el estampado de flores color pastel no quedan bien porque, al fin y al cabo, una ya
no es una jovencita sino una mujer adulta, las sábanas de raso azul oscuro tienen una
mancha de moho que quién sabe cómo habrá ido a parar allí, pero el caso es que no se
va de ningún modo, así que hay que comprar sábanas. Ya puestos, compré una sartén
antiadherente para las dos truchas, porque pensé que en mi sartén de hierro el pescado
se pega, y luego la bavaroise, para variar, sale mal. Es que la bavaroise siempre sale
mal, aunque se le eche el doble de cola de pescado; me enfadé conmigo misma porque
debería haberlo sabido.
Pero todavía me enfadé más, si es que se puede, sólo de pensar que a una persona
adulta siempre le esté saliendo al paso una cosa tan humillante como es el amor y eso
que hace años que sabe que nunca sale bien. Pero de nada sirve saberlo, la bavaroise
se había estropeado y cuando por fin sonó el timbre aún no se me había secado el pelo
y seguía con las zapatillas puestas.
No sé por qué, pero cuando sonó el timbre, pensé: «Todo esto no puede ser real. Lo
real aún está por llegar, empezará de un momento a otro y esto sólo es un preámbulo.
Todo esto de ahora sólo es para coger práctica para más tarde, para cuando la cosa
vaya en serio». No sé si siempre habrá sido igual, si la especie humana siempre habrá
entendido tan poco de las cosas de la vida como hoy en día o si es algo que ha surgido
en los últimos años con eso de la realidad virtual.
Oí aquellos pasos tan conocidos pisando en la escalera, me pareció que era un
sueño y que despertaría de un momento a otro y entonces la cosa iría en serio. No era
un sueño agradable, me retrajo vagamente a la niñez y las palizas, me recordó que
mientras me atizaban, yo siempre pensaba que no era verdad, que no me estaba
sucediendo a mí. «No puede estar sucediéndote a ti de ninguna manera, pero si a ti te
quieren», pensaba yo mientras el sacudidor de alfombras no paraba quieto. «Pero si
eres su hija, ¿no ves que estás soñando?». Un sueño desagradable, pero había que
aguantar si quería despertarme en algún momento y, a veces, cuando los niños del piso
de abajo chillaban igual, yo deseaba por ellos que por lo menos soñaran lo mismo.

La barba le tapaba la cara. Ya no se le vería en la boca que tenía jaqueca. No había


traído flores, por supuesto, sólo un paraguas chorreando que yo no supe dónde colocar
porque no tengo paraguas.
Dijo como si fuera lo más natural del mundo:
—Aquí estoy.
Yo dije:
—Pues bien.
Por entonces los dos ya sabíamos besar, pero la barba era un estorbo. Reconocí la
loción de afeitar.
Entonces dijo:
—Tendría que hacer una llamada.
Cuando entró en la habitación donde estaba el teléfono dijo:
—De modo que ahora vives así.
—Sí —dije yo—, así va pasando ella sus días.
Y él dijo:
—Nunca pensé que una Mizzebill pudiera llegar a pasar de los treinta.
Lo dijo en un tono tan suave que al momento me di cuenta de que aquella noche
tendría que andarme con mucho ojo. Mejor no fiarse.
Mientras hablaba por teléfono yo puse la sopa de codorniz al fuego y enhariné las
dos truchas.
Estuvo un cuarto de hora al teléfono y luego fue a la cocina.
Dijo:
—Mañana hay que llevar el coche al taller y mi mujer ya no puede conducir, está de
muchos meses.
Pensé: «Es mejor que lo suelte nada más empezar. Mejor hablar de la mujer
embarazada mientras estamos sentados a la mesa que sacar el tema luego en la cama».
Pensé en el solemne juramento que me había hecho el día anterior, pero la sopa estaba a
punto y tampoco es cuestión de poner a un hombre de patitas en la calle porque te venga
con que su mujer está embarazada a la hora de servir la sopa, y más teniendo en cuenta
que, se mire por donde se mire, parece un momento más propicio para hablar de estas
cosas que luego en mi cama. Yo dije:
—Enhorabuena.
Y él dijo:
—Tampoco es necesario que te pongas cínica en seguida.
Parecía cansado. Dijo:
—El último fue un aborto.
Y yo dije:
—Lo siento.
Al final me puse los zapatos apropiados para la ocasión y empezamos a comer.
Él dijo:
—No tienes idea de lo que es eso.
Y yo dije:
—No, claro, tú dirás.
—No te vayas a picar ahora, oye —dijo y añadió—: Lo que pasa es que había
llegado la hora de formar una familia.
Y yo dije:
—Pero si nadie te está pidiendo explicaciones.
No me gustó el tono resignado con que lo dijo. La frase en sí, de arriba abajo, no
me gustó.
Luego, por suerte, hablamos de que las universidades ya no tienen dinero para
financiar la investigación en astronomía, y bueno, es cierto que no dejaba de ser
preocupante, porque como sigan así las cosas en este país, la investigación en
astronomía quedará totalmente paralizada y los que se dedican a ella abandonarán el
país a las primeras de cambio, pero por lo menos no era algo privado, estuvimos
hablando sobre el estado de la nación y el del cielo, que bastante turbio y deslucido
estaba el pobre, por no decir hecho una porquería, de modo que prácticamente ni falta
hace que lo observe ningún astrónomo, aunque se ve que todavía quedan dos sitios en
los que a pesar de todos los pesares sí que se puede; en todas las demás universidades
hace tiempo que tienes que conformarte con tareas de poca monta, con plazas de
docente y con dar cursos introductorios y ya se sabe que nunca se va a ver un astro de
cerca y yo recordé que, hacía muchos años, sentados a una mesa en otra cocina,
habíamos comentado la subida de los precios del tranvía, desde entonces cualquier
polémica en torno a la alternativa entre resistencia pacífica o armada hacía tan poca
falta como la investigación en astronomía, vi el hule con los cinco narcisos que Rudi y
yo habíamos robado del parque para llevar algún detalle y aquella mesa de cocina tan
triste, sobre la que pesaba un futuro a compartir, aquel futuro al que todos temían tanto
que no dudaban en oponerle resistencia pacífica y armada.
Cada cual en su película, cada cual en la que no le toca.
Oí aquella frase: «Tengo la impresión de pasarme la vida con mujeres que ni me
van ni me vienen, en camas que ni me van ni me vienen».
Oí aquella voz que en una habitación de hotel me había pintado un futuro distinto, un
futuro en el que yo ya me veía cogiendo el segundo coche de la familia, de pequeñas
dimensiones, para ir a recorrer supermercados comprando mitades de cerdo a precio de
oferta y congelarlas, y paquetes familiares de pasta de diez unidades, detergente en
polvo, leche homogeneizada y a la vista de un futuro como aquél me dieron bascas, que
luego, al poco rato, se repitieron por culpa de la leche homogeneizada, esta vez real
como la vida misma porque se había agriado y tenía un sabor repugnante y cuando, para
terminar, pensé en un tercer futuro que una intervención había evitado a tiempo, resultó
que, como colofón, en aquel momento me enteraba de que existía un cuarto futuro
metido dentro de una casa, por la sencilla razón de que había llegado la hora de formar
una familia.
Me pareció que el mío no pintaba tan mal. Dije:
—Espero que te guste la sopa.
Él dijo:
—Deliciosa, ¿qué es?
Yo dije:
—Pues tendría que haber sido sopa de paloma, pero por descuido creo que es de
codorniz.
Y él dijo, con una mezcla de recelo y pasmo:
—Hay que ver las cosas que comes, en casa cada día hay fideos. Fideos con salsa
de tomate, fideos con brécol, restos de fideos gratinados al horno. Es que los mocosos
ésos no te comen otra cosa, ¿eh? Todo lo que no sean fideos, te lo escupen.
Yo dije:
—No hacía falta que me dieras tantos detalles.
Pero el surtido de fideos desató toda una serie de confesiones domésticas y eso me
trajo a la memoria una corbata con pequeños elefantes verdes, no por nada, pero me
pareció que una cosa hacía juego con la otra.
«Eso de llevar una doble vida existe desde que el mundo es mundo», pensé, aliñé la
ensalada y puse las truchas en la sartén.
—Todavía fumas —dijo él.
Todavía fumaba.
—Mira que hay que ser cabezota —dijo— para seguir fumando hoy en día.

Mientras tanto se me habían pasado los nervios y ya veía que me iba a llevar un chasco.
No deja de ser sorprendente lo normal y cotidiano que es llevarse un chasco.
Aunque ya no nos hagamos la menor ilusión por nada y por lo tanto ya tendríamos, en
teoría, que estar inmunizados y asegurados a prueba de chascos; pero siempre
acabamos cayendo en lo mismo; pensé que quizá sea bueno poder seguir cayendo,
siempre en lo mismo porque hay que seguir adelante y si se sigue adelante, normalmente
acaba una llevándose un chasco, pero no podemos no seguir adelante y quedarnos
postrados, tumbados, sólo para evitar chascos, así se vive.
Me sentí muy a gusto pensando eso, aunque seguramente habría que achacarlo al
Grüner Veltliner más que a la idea en sí misma.
En todo caso, con la sartén antiadherente no me había llevado ningún chasco.
Todavía me quedaba una botella de orujo. Tomamos un vaso con el café y no sé por
dónde andaría yo deambulando por nuestras respectivas películas, tan distintas la una
de la otra, y pensando en nuestros respectivos proyectos para alcanzar la felicidad,
pero el caso es que cruzaron por mi mente toda una serie de despropósitos; no habría
sabido decir si alguna vez alguien los había dicho en mi vida o, ya digo, sencillamente
estaban sacados de alguna película. Me pareció como si hubiera estado alguna vez en
una gran casa vacía y hubiera oído la frase: «¿Sabes?, me gustaría hacerte feliz». La
frase me había parecido absurda. Yo había dicho, desarmada: «Pero, por el amor de
Dios, ¿puedes decirme qué tiene que ver esto con la felicidad?».
Debí de haberme distraído un momento, absorta como estaba recordando la
estupefacción que me produce que alguien sea capaz de decirle a otra persona:
«Quisiera hacerte feliz».
En aquel momento noté que una mano delgada, muy fría, se posaba, delicadamente
seductora, sobre la mía. Yo pensé: «Anda, es verdad, Alberta recibe a un amante».
El amante ya debía de llevar un rato hablando y en aquel preciso instante decía:
—Aunque yo a mi mujer la quiero, ¿sabes? Demasiado tarde para taparme los
oídos.
—… es que para un hombre no resulta nada fácil comprender a una mujer
embarazada —siguió diciendo y yo pensé: «Será eso».
Entonces me pareció que había llegado la hora de cumplir el solemne juramento de
la noche anterior. Dije:
—Ya es tarde y mañana hay que llevar el coche al taller.
Habría que cerrar la puerta muy despacito.
Epílogo

Sobre todo este asunto escribí Alberta tiene un amante y cuando Jean-Philippe vino a
T., se lo di para que lo leyera. Fue a comienzos de la primavera, hacía una tarde
espléndida, luminosa, de un azul intenso, los narcisos y las prímulas de Elise, que
trajinaba en el huerto con los guisantes, estaban en flor, Cécile jugaba en el patio con el
gato, la pérgola, aunque era elemental, estaba terminada y sólo faltaba pintarla. El
padre de Jean-Philippe iba arriba y abajo echando humo porque su hijo, que no
entendía nada de viñedos ni de la vida, sólo le daba disgustos.
Jean-Philippe lo leyó, luego salió riéndose y dijo de buen humor y con ironía:
—Madame, me quito el sombrero.
Yo también me reí y dije:
—Monsieur, esta noche le toca a usted llevar a su hija a la cama.
BIRGIT VANDERBEKE nació en 1956 en Dahme, en la ex República Democrática
Alemana. Se trasladó con su familia a la RFA en 1963 y allí estudió Derecho y
Filología Románica. En la actualidad reside en el Sur de Francia, dedicada por
completo a la escritura. Su primera novela, Mejillones para cenar, publicada en
castellano y catalán por EMECÉ, fue galardonada en 1990 con el premio Ingeborg
Bachmann, el más prestigioso en lengua alemana, y supuso un rotundo éxito de crítica.
En 1998, Alberta tiene un amante no sólo suscitó el entusiasmo unánime de la crítica,
también significó su primer gran éxito de ventas. Con más de cien mil ejemplares
vendidos, Birgit Vanderbeke ha unido por fin calidad con popularidad, situándose hoy
como una de las autoras más importantes de la literatura alemana actual.

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