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En - Defensa 4.1

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Tomado

de http://www.proceso.com.mx/170895/en-defensa-de-la-imperfeccion
Fecha de consulta: 31 de agosto de 2016

En defensa de la imperfección

Pablo Latapí

Se ha puesto de moda la “excelencia” como ideal educativo; en torno a ella se


manejan teorías y lenguajes. La defienden fanáticamente los yuppies de las
universidades privadas (y no pocos de las públicas) que, con insoportable
complacencia, presumen el exclusivismo académico de sus instituciones. Se sienten
ya en la cumbre, superiores a los demás; sus maestros les inculcan, con sesgos
racistas, que son “una nueva casta de mexicanos”; son ganadores, predestinados a
salvar a México de su mediocridad ancestral Instalados en su credo meritocrático, se
creen distintos, excelentes.

Excellere en latín significa destacar, sobresalir. Usar el término en el ámbito educativo


podría ser legítimo si significara mejoramiento, pero es atroz si significa perfección.
Educar siempre ha implicado crecimiento, desarrollo de capacidades, maduración; el
proceso corresponde al impulso innato por llegar a ser algo más. Una buena
educación será, en lo esencial, la que deje una huella de razonable autoexigencia.

Pero hoy se predica una excelencia perversa: se transfiere a la educación, con


asombrosa superficialidad, un concepto empresarial de “calidad”, el cual puede ser
una técnica exitosa para producir más tornillos por hora y venderlos a quien los
necesite (y a quien no también), pero no es ni puede ser una filosofía del desarrollo
humano. Bajo este lema se han introducido en las universidades aspiraciones
paranoicas de perfección; “excelente” conlleva el halo del superlativo gramatical; con
el término se cuelan varias deformaciones humanas que, por serlo, son también
perversiones educativas: la aventura pedagógica se racionaliza en forma extrema, el
aprendizaje se vuelve “producción de conocimientos”, la escuela se convierte en
fábrica eficiente, al alumno se le enseña a no tolerarse fallas, y los diplomas pregonan
el individualismo de la competitividad. Algo peor: se confunde información con
conocimiento y conocimiento con sabiduría. ¿Qué queda entonces del gozo de
aprender, de la lectura reposada que descubre en la literatura la grandeza y miseria
de los hombres, qué queda del asombro, de las pasiones, del pasmo ante nuestros
riesgos, del acercamiento a lo heroico, de la aceptación de lo inexplicable? ¿Qué
queda de la conciencia de nuestra inconmensurable ignorancia, principio de toda
sabiduría?

La historia de las filosofías educativas es como un pequeño espejo de la larga


sucesión de los ideales humanos, imágenes que nuestra especie se ha ido forjando
de sus posibilidades. Quien la recorra verá que nunca antes la humanidad había sido
tan estúpida como para proponerse ser perfecta. Ni siquiera el concepto de calidad,
así sustantivada, figuraba en el pensamiento educativo hasta hace 30 años; hoy se le
emplea con una carga productivista que “cosifica” al alumno y sus aprendizajes.
¿Calidad respecto a qué valores? ¿Calidad para quién? Por ignorancia de la historia o
por estrechez conceptual la actual doctrina de la excelencia ha entronizado un ideal
de perfección que reduce las posibilidades humanas; con esa etiqueta suelen vender
los traficantes de la excelencia, en un solo paquete, los secretos de discutibles
Tomado de http://www.proceso.com.mx/170895/en-defensa-de-la-imperfeccion
Fecha de consulta: 31 de agosto de 2016

habilidades lucrativas, la psicología barata de la autoestima y los trucos infantiles de


una didáctica de la eficacia.

Nadie duda que la autoestima sea el fundamento del desarrollo de la persona y el


sentido de logro su motor; pero las personas avanzamos en nuestra maduración por
desfiladeros riesgosos: madurar implica apoyarnos en la autoafirmación pero evitando
la autocomplacencia; la primera fundamenta la indispensable seguridad, la segunda
separa del prójimo, engríe e impide seguir creciendo. Madurar implica, a veces,
competir pero sin perder por ello los lazos comunitarios; quien tenga alguna
superioridad, tiene que aprender a hacérsela perdonar. Si saberse bueno es
peligroso, sentirse llamado a la perfección es desquiciante Y debe ser insoportable
tratar a alguien que se cree excelente.

La perfección no es humana. Somos esencialmente vulnerables, y el que no lo crea


es porque está ya vulnerado. Nuestra contingencia acompaña todos nuestros pasos y
debiéramos sentirnos siempre prescindibles. Aún después de escuchar la más
sobrecogedora interpretación de una sinfonía, en ese instante de embrujo que
precede al aplauso, nos preguntamos si la próxima ejecución no podrá ser, quizá,
mejor.

Somos ida y regreso entre anhelo y desilusión, mezcla de mal y bien, ensayo
reiterado; nuestro hacer queda inconcluso y es precario por definición. Vivimos unos
cuantos instantes espléndidos para regresar a la comprobación permanente de que el
Bien absoluto nos queda grande. Por esto es buena la historia y son buenos los
clásicos: nos acercan a la maravilla de nuestra imperfección consustancial. Las cosas
realmente importantes en la vida —me decía hace poco Julio Scherer meditando
sobre las paradojas de la computación— son sólo dos o tres; y yo pensaba que aun
sobre ellas tenemos demasiadas incertidumbres.

A los 85 años Jorge Luis Borges escribió: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida;/ en la
próxima trataría de cometer más errores;/ no intentaría ser tan perfecto;/ me relajaría
más, sería más tonto de lo que he sido;/ de hecho tomaría muy pocas cosas con
seriedad/ Correría más riesgos, haría más viajes,/ contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos/ Si pudiera volver a vivir viajaría más liviano/
Si pudiera volver a vivir/ comenzaría a andar descalzo a principios de la primavera/ y
seguiría así hasta concluir el otoño”.

No es éste, quizás, un ideal educativo para todos, pero es una concepción de la vida;
una sabiduría amasada con años y dolores, en que conviene meditar. Los educadores
transmitimos lo que somos, lo que hemos vivido; comprensión de la condición
humana, un poco de solidaridad y compasión; respeto, veracidad, sensibilidad a lo
bello, lealtad a la justicia, capacidad de indignación y a veces de perdón; a esto se
suman algunas enseñanzas para pensar con independencia y algunas reflexiones que
ayuden a descubrir la libertad posible. Es poco pero si los jóvenes recogen estas
enseñanzas, y si además se reconocen vulnerables y lo hacen con sentido del humor,
podrán cumplir decorosamente con el cometido azaroso de ser hombres, lejos de las
frivolidades de la excelencia.

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