Diario de Un Sanador - Ricardo Perret
Diario de Un Sanador - Ricardo Perret
Diario de Un Sanador - Ricardo Perret
SANADOR
Ricardo Perret
ISBN: 978-607-00-6879-9
rperret@centrodetransformacion.org
Ricardo Perret
@ricardo_perret
www.ricardoperret.com
Capítulo 1
Hola, soy Yao, fui sanado y hoy soy sanador. La capacidad de sanar a otros
es un don que Dios nos dio a todos, incluyéndote a ti, y me cuento entre los
afortunados que decidimos aceptarlo y servir a través de este medio. Te voy a
contar mi historia que es, como la de cada ser humano, ¡única y extraordinaria!
Me permitiré hablar directo y desde el corazón, porque siendo Dios el artesano
de mi vida, me enorgullece hablar de ella. Si te abres a aceptar la magia que ha
habido en mi vida, te abrirás a aceptar también la magia en tu vida. Yo no soy
más especial que tú, pero sí soy tan especial como tú lo eres.
En este año, 2020, cumplí 52 años y algunos me consideran “abuelo” porque
he cumplido cuatro veces trece años. Es por esto que en la comunidad de Santa
María Xoxocotlán, al sur de Oaxaca capital, me llaman XtaoYao, que en zapoteca
significa Abuelo Yao. Me considero muy joven, saludable y fuerte, y esta fortaleza
la utilizo para aceptar desde el amor la responsabilidad de ser el protector de la
sabiduría espiritual de mi comunidad, hasta que llegue el momento de ceder el
bastón de la responsabilidad a las nuevas generaciones.
A lo largo de los años he aprendido que la verdadera fuerza del ser humano
tiene su origen en las capacidades que el Gran Espíritu nos otorgó desde el
momento en que fuimos concebidos, y que lo divertido de la vida está en irlas
descubriendo, poniéndolas en práctica y sirviendo a los demás con ellas. Por
eso mi trabajo, desde la adolescencia en que descubrí algunos secretos de la vida
que en este libro te contaré, se enfoca en ayudarle a los demás a descubrir sus
propios dones, sus propias fuerzas, a Dios dentro de ellos y ellas. Más que un
sanador me gusta ser el guía que ayuda a los demás a sanarse a sí mismos con
sus propias capacidades. Hay un chamán dentro de cada ser humano, sólo tiene
que despertar un poco. El ser humano despierta cuando se cuelga de Dios y lo
escucha en el silencio, en la soledad, no cuando se cuelga de otras personas, de
actividades materiales o de adicciones terrenales.
Mi existencia terrenal comenzó el 6 de enero de 1968 en el vientre de una
mujer de apenas 16 años. Aquel momento de la concepción, lleno de una magia
3
DI A RIO DE UN S A NA D OR
4
C A PÍ TULO 1
por sus padres, quienes de niño acostumbraban a darle de cuerazos sin razón
o explicación alguna. El tepache lo hacía llorar y al hacerlo soltaba muchas
emociones contenidas que no podían salir de otra manera. Aunque a él le gustaba
aparentar públicamente que era fuerte y nada lo quebraba, en privado, tomando
tepache, le salía su humanidad.
Mi madre volteó el letrero que indicaba ABIERTO, salió a la calle y le echó
llave a la puerta de marco de madera y ventanal de cristal que permitía admirar
las deliciosas creaciones de la panadería. Entonces se encaminó hacia su casa por
la misma ruta que recorría todos los días tras salir de su trabajo. Caminó un par
de cuadras y atravesó el Zócalo por el Paseo de las Flores, y pudo ver que los
vendedores de alebrijes, chapulines, piezas de barro negro y ropajes artesanales
ya habían desmontado sus puestos para irse a descansar o a celebrar. Un par de
farolas apenas alcanzaban a iluminar una franja del quiosco frente a la Catedral.
Unas cuadras después, desde un callejón oscuro, una mano fuerte la jaló
hacia la oscuridad y de un golpe en la quijada la dejó inconsciente. Ella reaccionó
media hora después, adolorida y helada, semidesnuda, tendida detrás de unos
basureros en el callejón. Su chamarra no estaba y del dinero no había rastro. Pero
lo aterrador para ella fue descubrir que sus calzones habían sido rasgados, y que
el dolor y la sangre que manaba de su matriz daban testimonio de que había sido
violada. Esa noche, en el cuerpo de una adolescente aterrada, adolorida, y a quien
le había sido arrebata su castidad, mi vida comenzaba.
Un peatón que deambulaba por allí, algo embriagado, se compadeció
de ella, le ayudó a levantarse, la cubrió con un suéter y la guio al puesto de
policía más cercano. Ella, que necesitaba más de un médico que de un policía,
atolondrada, apenas pudo describirle al oficial la apariencia física del hombre
que la había violado: “Hombre de mucha fuerza, joven, alto”. La denuncia,
como miles de otras, al cabo de unos días habría de perderse en el laberinto
burocrático creado precisamente para desaparecer casos no resueltos y no
cuantificarlos en las estadísticas.
Mi madre llegó trastabillando a su casa y tras comprobar que su abuela,
enferma crónica, estaba profundamente dormida, se encerró en su cuarto, su
único refugio en ese trágico momento. Al filo de la tarde del día siguiente Don
Manuel, todo desaliñado y con un tufo que sofocaba a cualquiera, tocó a su puerta
solicitando el dinero. Mi madre, temblando y llorando le abrió la puerta. Se sentía
agobiada no solo por lo ocurrido sino por la necesidad de contárselo a todo a él,
famoso por su rudeza con los empleados que perdían dinero de la tienda. Pero
el estado de ella era tal que cayó frente a él desvanecida. Unas horas después, al
5
DI A RIO DE UN S A NA D OR
despertar, descubrió con sorpresa que había sido hospitalizada. A la larga estuvo
internada allí por dos días mientras le curaron las heridas, le terminaron por
sacar dos muelas flojas debido al puñetazo recibido y le pusieron un collarín para
ajustarle las vértebras cervicales.
Mi madre ya no se atrevió a ver a los ojos a Don Manuel. Cargó por varios
meses una gran culpa por haber permitido que le robaran el dinero y no quiso
volver al trabajo. Él nunca la buscó, ni para ayudarla, ni para invitarla de regreso
al trabajo, ni siquiera ni para regañarla. Una de las empleadas dijo que un día Don
Manuel, alcoholizado, había dicho que “la niña Verónica ya era impura y que no
era digna de trabajar en su panadería”.
Ella se dedicó a cuidar día y noche a su abuela, quien había sido como su
madre, ya que había sufrido varias embolias recientemente y apenas lograba
decir algunas palabras. Había perdido la movilidad de un brazo y una pierna,
mucho de lo que comía lo devolvía y como no controlaba sus esfínteres había que
limpiarla con gran frecuencia. Atendiéndola lograba olvidar un poco su propio
dolor. Mi madre solía encerrarse en el baño con el pretexto de descansar, pero
en realidad lo que hacía ella llorar y golpearse el vientre. Aunque no lo habían
confirmado aún, sabía que algo no deseado ni esperado crecía dentro de ella.
Cuando el doctor que visitaba esporádicamente a la abuela notó pálida a mi
madre, le preguntó si le había venido la regla recientemente. Mi madre agachó su
cabeza y segundos después respondió que no le venía desde hacía dos meses. En
ese momento quedó confirmado que mi madre estaba embarazada de mí.
Poco después, tras varios días de agonía, la abuela de mi madre murió. Con
sus escasos medios disponibles, mi madre se aseguró de que fuera sepultada
dignamente. Con el paso de los días, a medida que dejaba atrás ese capítulo triste
de la sufrida relación con su abuela, mi madre empezó a ocuparse del drama
que se agitaba en su propio vientre. En su desesperación concluyó que lo mejor
sería inducir el aborto y lo consultó con mujeres expertas en técnicas y brebajes
para tal propósito. En el mercado del 20 de Noviembre compró las plantas más
poderosas que allí vendían, reconocidas como “casi infalibles”, y la vendedora,
una mujer hermosa y muy amable, le explicó detalladamente cómo preparar una
infusión con ellas.
Cierto día, ya con cuatro meses de embarazo, mi madre se fue al río que
pasaba cerca del panteón y ahí se tomó el brebaje, del que había preparado una
porción doble. Estaba decidida a no fallar en su intento de aborto, así esa doble
dosis le costase la vida a ella misma. Apuró hasta la última gota y la pócima le
produjo vómitos hasta vaciar su estómago. Sangró por la nariz, ano y vagina,
6
C A PÍ TULO 1
7
DI A RIO DE UN S A NA D OR
entraba al agua, sino dos, acarició por unos minutos su vientre, lo que hizo que el
calor que sentía por dentro fuera aún más placentero. Con sus manos colocadas
por debajo de su ombligo, comenzó a sentir un corazón que palpitaba, primero
suave, luego intensamente. Lo escuchó con atención, era el sonido más bello
que había escuchado en su vida. Cerró sus ojos y lo visualizó sin prisa alguna.
Por primera vez estaba experimentando alegría en su vida y decidió prologar
esa vivencia. Entonces llevó una de sus manos a su pecho y pudo identificar su
propio corazón, el cual irradiaba luz en todas direcciones.
Pronto notó, embelesada, que su corazón y el del ser que crecía en su vientre
producían una música que se sincronizaba con su respiración, con el canto de los
pájaros, el fluir del río, la cascada a lo lejos y el viento que la acariciaba. Después
de disfrutar aquel paisaje majestuoso y de sentirse parte de la inmensidad, por
fin entendió que era bendecida. Cerró sus ojos amorosamente y agradeció a Dios
por su vida y por la oportunidad que le daba para renacer. No sabía en dónde
estaba y porqué estaba ahí, pero no le importaba, estaba decidida a sentir por
primera vez la plenitud de su existencia y a honrarla.
Se visualizó dando a luz a un bebé varón, y luego abrazándolo, y se sintió
orgullosa como madre. No se veía a sí misma como una simple adolescente,
menos como una mujer que había sido sometida a un cruel abuso, sino como una
mujer fuerte, erguida, con la frente en alto, orgullosa de la pluma de penacho en
su cabellera. ¡Se sentía como una guerrera y una guerrera sería el resto de su vida!
Luego se reincorporó, estremeciéndose, y se reconoció nuevamente junto
al árbol en el que había liberado todo su resentimiento. El río seguía vacío y
la sangre, que había dejado de brotar, se había secado. Aunque el campo aún
estaba árido y ninguna flor silvestre crecía cerca, en su interior ella seguía
sintiendo el fuego que la llenaba de algo indescriptible que nunca había sentido.
Dos corazones seguían palpitando rítmicamente dentro de ella. La pluma del
penacho ya no estaba en su cabellera, pero la podía sentir como si lo estuviera.
Se fue levantando poco a poco y al ponerse de pie nuevamente dejó que el viento
de la tarde acariciara su cuerpo. Se situó frente al sol para recibir su calor, pero
ahora dispuesta, contra viento y marea, a honrar y proteger a los dos corazones
dentro de ella.
Ese día mi madre, Verónica, decidió aceptarme y nombrarme Yao, que
significa RÍO en zapoteco, su lengua de origen. Ella siempre dijo que el río de su
visualización hizo que ella renaciera y me aceptara, y que quería que yo fuera el
testimonio de su gratitud a la Vida. Ese día mi madre sintió el AMOR de Dios
por primera vez, y se sintió más viva que nunca. Agradezco mucho a Dios y a mi
8
C A PÍ TULO 1
madre, la joven Verónica, por ese día, no sólo porque decidieron que yo habría
de seguir existiendo, sino porque le daría la gran fuerza que ella necesitaría para
ayudarme a encontrar mi sanación y mi destino en medio de las tormentas por
venir. El plan de mi vida lo estaba tejiendo Dios en los telares del Universo, y
nada ni nadie podía detenerlo.
Ella buscó al día siguiente a la curandera del mercado que le había vendido el
brebaje, pero curiosamente nadie supo darle razones de ella. La describió a varios
locatarios como “una mujer de ojos claros color miel, de trenzas largas hasta la
cintura, de una sonrisa de oreja a oreja, bastante hermosa, que olía a rosas y
especies”, pero nadie supo a quien se refería. Entonces un recóndito pensamiento
le hizo sospechar que el brebaje que había comprado no era precisamente para
expulsar al embrión sino para que lo aceptara con el más profundo amor.
9
Capítulo 2
Mi madre no sabía hacer otra cosa más que pan, a eso se había dedicado desde
los siete años en que la abuela la sacó de la escuela para nunca más volver. “¿Para
qué me sirve esta niña en la escuela? Ya es hora de que trabaje, ya sabe limpiarse
los mocos y cargar costales”, le había dicho a Don Manuel el día que la llevó a
su panadería para que este le diera trabajo. Don Manuel, comprometido con
la Señora Esperanza, ya que ella le conocía uno que otro secretito a él, no tuvo
más opción que emplearla, primero en el aseo del local, después en el patio
lavando charolas, parrillas y pinzas, después en la cocina y en los hornos de pan,
y finalmente en la caja registradora.
Doña Esperanza, la abuela de mi madre, se había quedado con ella desde el
día en que nació, que fue el mismo día que murió su hija, la madre de mi madre,
justo al terminar de parirla. El padre de mi madre se había ido a los Estados
Unidos desde que supo que su esposa estaba embarazada y nunca volvió. Se dice
que él, Ignacio, mi abuelo, amaba a su esposa, pero siempre cargó un sentimiento
de inferioridad, así como la creencia de que no podía fecundar a una mujer, pues
lo había intentado varias veces antes sin buenos resultados, lo que le hizo creer
que mi abuela había tenido amoríos con su “mejor” amigo y que de ellos había
resultado mi madre. Y como no soportó esa carga, una noche de otoño huyó. De
todo esto me fui enterando poco a poco, digamos que por Diosidencias en la vida
de un Sanador que fue sanado.
Así que mi destino incluía a mi abuelo largado al norte por sus propios
dolores, a mi abuela muerta recién parida y a Esperanza sin más hijos ni nietos
que la quisieran, aprovechando la gran oportunidad de tener a alguien que le
trabajara gratis algún día y la atendiera en su vejez. De hecho le dijo a la partera
esa noche de muerte y de vida: “Pues me la quedo, para mucho me va a servir
esta niña”.
10
C A PÍ TULO 2
11
DI A RIO DE UN S A NA D OR
casera, haberse defendido de Don Manuel, y hacer caso omiso a los rumores,
sino también por los exquisitos polvorones que vendía, de los que ni ella misma
entendía porque le quedaban tan sabrosos.
A los escasos tres meses de haber abierto el negocio, este ya contaba con
un pequeño horno de ladrillo y barro que le había construido –en secreto para
que no se enterara Don Manuel– uno de sus excompañeros de nombre Daniel.
Él era un joven corpulento de unos veintitantos años, que en sus tiempos en
la Panadería Vélez siempre se ofrecía a ayudarla con las cosas pesadas, y ahora
teniendo ella su propio negocio se había acomedido a seguirle ayudando al salir
de sus horas laborales. Cada vez que la veía le echaba una mirada de coqueteo,
pero ella no lo pelaba, no tenía tiempo para esas cosas, estaba metida al cien
en sus actividades y en su embarazo. Cuando el joven Daniel cargaba costales,
ladrillos o estantería, buscaba que ella le viera la musculatura y lo admirara, pero
ella aceptaba la ayuda con cierto desdén, y aunque le ofrecía pagarle con dinero
o con pan, él se negaba.
Por aquellos días, en un momento dado, sin previo aviso, ella tuvo que
suspender operaciones pues el bebé aún prematuro dio indicios de querer nacer.
Fueron días difíciles para mi madre. Los primeros postrada en su cama sufriendo
lo que en ocasiones parecían contracciones y en otras con punzadas incesantes en
la boca del estómago, siendo atendida por una de sus clientas que la quería mucho
y que hacía las veces de enfermera. Los siguientes días los pasó hospitalizada con
el inminente nacimiento de un niño sietemesino. Nací apenas se cumplieron los
siete meses de embarazo, con los pulmones colapsados, sin poder emitir llanto
y presentando lo que los doctores al principio dijeron que eran convulsiones de
diafragma, y que luego oficialmente diagnosticarían como ataques epilépticos
de localización generalizada. Mi madre, después de un parto natural que duró
varias horas, aunado a las condiciones de debilidad y agotamiento con que llegó
al hospital, quedó moribunda al dar a luz, pero en sus momentos de lucidez se
repetía a sí misma una y otra vez que no moriría y que a su hijo no le pasaría lo
que a ella, quien había perdido a su madre al nacer.
Los médicos, asumiendo que yo no sobreviviría sin ayuda de respiradores,
me trasladaron de emergencia a otro hospital en donde tenían incubadoras,
y en una de ellas permanecí durante cinco semanas. Día y noche mi madre
vivió, literalmente, sentada en una silla metálica frente al cristal del área de
incubadoras. No le permitían tocarme porque creían que mis convulsiones
eran debido a algún virus y temían que se pudiera complicar con el contacto
humano. Mi madre se sacaba la poca leche de su pecho que podía, la mezclaban
12
C A PÍ TULO 2
13
Capítulo 3
Apenas abrí los ojos a los dos meses de nacido, ya estando en casa, aunque daba
lo mismo si los tenía abiertos o cerrados pues había nacido ciego. Mi madre no
se dio cuenta de inmediato, pues su ingenuidad y su dedicación permanente al
trabajo se lo impidieron. Unas semanas después, cuando yo apenas pesaba tres
kilos, ella pudo descubrirlo. Años después ella me contaría que al enterarse de
mi ceguera entendió que esa pluma del penacho que le había sido entregada en
el río por un ser misterioso tenía una razón de ser, y que necesitaría de todo el
apoyo del Universo y de Dios para entender y sobrellevar las condiciones con las
que había nacido.
Creyendo que mi condición de invidente sería de por vida, ella se concentraba
en encontrarle solución a mi condición neurológica que producía los ataques
recurrentes. Trabajaba, ahorraba y visitábamos nuevos médicos cada dos o tres
meses. Por lo general cada uno le confirmaba el diagnóstico, aunque cada uno le
recetaba cosas diferentes, desde preparados químicos del boticario, medicinas de
última generación, ejercicios físicos, hasta brebajes preparados con hierbas. Pero
nada funcionaba, las convulsiones continuaban y en ocasiones eran tan intensas
que parecía que serían las últimas que mi cuerpo soportaría. Ninguno de los
médicos estaba interesado en encontrar la causa raíz, pues estaban concentrados
en los síntomas, no en el origen.
En ocasiones mi madre llegaba al borde de la desesperación, porque la
búsqueda de una cura era desgastante emocionalmente, pero también en cuanto
a dineros, sobre todo cuando le pedían que me hiciera estudios en aparatos
complicados. Pero lo cierto es que ella nunca se daba por vencida ni se resignaba.
En guerrera se había convertido y como guerrera moriría.
Cuando ella descubrió que yo no veía –esto era evidente al desviar mi mirada
de ella, al no identificar su mano o al no percibir los bordes de la cuna y chocar
14
C A PÍ TULO 3
15
DI A RIO DE UN S A NA D OR
tono afirmativo: “Tú eres la nieta de Esperanza, la que fue abusada, la que
quiso sacarse su hijo de las entrañas junto al río, la que tuvo un hijo antes de
cumplirse el plazo, hijo que aún no puede ver las crueldades del mundo y que
se convulsiona sin razón aparente”.
Mi madre se quedó atónita al saber que alguien conocía su más íntimo
secreto, el del intento de aborto, pues todo lo demás era público. La viejecilla
levantó las cejas, se acercó aún más a quien yacía paralizada y cerró diciéndole:
“Tienes que visitar a la curandera Gertrudis, ya ningún médico te puede ayudar.
Lo que ustedes tienen está muy adentro y hay que sacarlo de raíz”. Entonces, con
suavidad, le quitó a mi madre la pluma de escribir que traía en su oreja y sobre
una servilleta le escribió: “Kilómetro 12.5, carretera a Santa Lucía”. En su camino
a la salida la mujer misteriosa recogió un par de panes de superficie brillosa –sin
pagarlas– y pronto desapareció de la vista de Verónica, dejando un rastro de aroma
a lavanda y romero. Fue un encuentro extraño, mi madre nunca la volvió a ver,
pero en su corazón supo que había un parecido entre la mirada de esta viejecilla y
la mujer que le había vendido el brebaje supuestamente abortivo en el mercado.
Mi madre, sin tener mucho que perder, aunque sin grandes expectativas, al
día siguiente se subió a un taxi y acudió a la dirección indicada por la anciana. En
el camino, en su mente revoloteaban las palabras de aquella mujer, en particular
la frase: “lo que ustedes tienen está muy adentro”, preguntándose porqué habría
hablado en plural.
Al llegar al lugar se bajó conmigo en brazos, envuelto en una sábana. Era una
mañana fresca y le pidió al taxista que la esperara, asumiendo que no estaría ahí
por mucho rato. Se divisaban cincos casas semidestruidas, una tras otra sobre la
lateral de una calle de terracería, y detrás de ellas todo era pura selva. La primera
casa, que más bien parecía una antigua tiendita, con letreros de botanas y
refrescos en sus paredes, estaba abandonada. La segunda parecía más una bodega
que casa, también abandonada. Tocó en la tercera, que era la que más aparentaba
estar habitada, pero nadie abrió. En la cuarta un perro esquelético estaba tendido
en la entrada y tampoco nadie respondió. La quinta, al final de la calle, en donde
se apreciaban un par de macetas en la entrada cuyas plantas parecían estar bien
cuidadas, era la última posibilidad para encontrar a Gertrudis.
La puerta de madera color verde pistache se abrió justo antes de que mi
madre la tocara. Un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado salió llorando
y cabizbajo, a paso acelerado. A lo lejos se oyó la voz de una mujer: “Los hombres
de hoy ya no aguantan nada, se dicen muy fuertes pero emocionalmente son muy
débiles. La verdad es la medicina más pura… aunque primero lloran, siempre
16
C A PÍ TULO 3
17
DI A RIO DE UN S A NA D OR
18
C A PÍ TULO 3
19
DI A RIO DE UN S A NA D OR
20
C A PÍ TULO 3
21
DI A RIO DE UN S A NA D OR
22
C A PÍ TULO 3
23
Capítulo 4
El taxi seguía esperando en ese desértico paraje del kilómetro 12.5. En cuanto lo
abordamos, mi madre le dio la instrucción al conductor sobre la próxima parada:
“A la Panadería Vélez, por favor”. El hombre volteó sorprendido, pues si bien a
su venida había escuchado la voz de una mujer adolescente triste y dubitativa,
ahora le parecía la voz de una adulta segura de sí misma. Ella, mirándolo a los
ojos le dijo: “Ustedes los hombres nos creen pendejas, pero todo se nos queda
en la memoria, es cuestión de escarbar”. El taxista no entendía por qué la mujer
decía aquello, pero sus palabras le provocaron nos escalofríos que le recorrieron
todo el cuerpo, tal vez por recordar algunos pecadillos contra mujeres que él
mismo venía cargando.
Al llegar a la panadería le pagó al taxista, se bajó con su hijo en brazos y
entró sin titubeos. Don Manuel se quedó estupefacto al verla y el resto de los
colaboradores enmudecieron. Ella se acercó a su antiguo jefe. Al llegar justo
frente a él se paró de puntas, clavó su mirada en la suya y le dijo: “Todos tus
secretos oscuros estarán seguros mientras no te metas conmigo. Gracias por
darme trabajo tantos años, gracias por enseñarme a hacer pan, te quise como a
un tío, pero hoy te libero y me libero de ti”.
Acto seguido se dirigió a la cocina, dejando atónito a aquel hombre sesentón y
raboverde. En ese momento Daniel, mi padre, estaba sacando charolas calientes de
uno de los hornos metálicos, horno que recientemente había llegado para sustituir
al de ladrillos. Él, al verla, casi tira las piezas de pan recién infladas. Ella llegó hasta
él, me sacó de entre una frazada, me sostuvo frente a él, y le dijo: “Contempla a tu
hijo, resultado de tus acciones cobardes aquella noche de Reyes. ¡Que pocos huevos
tuviste, nunca fuiste capaz de decirme que me tenías ganas, poco hombre! Pero
así todo tuvo que ser, a pesar de que fue a la fuerza, me diste este hijo hermoso, lo
acepto con amor y te acepto a ti como el padre de mi hijo. No soy nadie para ir en
contra de los designios de Dios, los acepto desde el corazón”.
24
C A PÍ TULO 4
Él, un joven confundido con la vida, y sobre todo con lo que estaba viviendo
en ese momento, no podía pronunciar palabra, sólo jadeaba tratando de absorber
suficiente oxígeno para su tembloroso cuerpo. “No, no te confundas”, siguió la
mujer que hasta ayer era una jovencita, y que ahora nadie reconocía. “No vengo a
decirte que tú y yo estaremos juntos, ni que necesito de tu ayuda, ni que el mundo
entero sabrá lo que hiciste. Vengo a decirte que acepto lo que sucedió, le agradezco
a Dios que me haya mandado a este gran angelito y que te agradezco a ti que hayas
sembrado la semilla en mí, haya sido como haya sido. Si algún día quieres verlo o
jugar con él yo te lo permitiré con mucho gusto. Por cierto, él es epiléptico y ciego,
pero pronto sanará. Yo, su madre, no descansaré hasta que así sea”.
Finalmente les dijo a todos: “Soy la Polvorona, a mucha honra”, y salió de la
panadería dejando detrás una estela de silencio y de sorpresa. Al cerrar la puerta
observó de reojo que el letrero de Abierto-Cerrado se quedó oscilando. Caminó
justo por la banqueta que había andado esa noche y se dirigió al callejón en el que
todo había sucedido. Ahí se recostó en el suelo boca arriba, me colocó junto a
su vientre y dio tres grandes suspiros. Al ver que el papel que le había entregado
Gertrudis estaba cayendo del bolsillo de su suéter, lo sacó y leyó estas frases
como repitiendo un canto poderoso de sanación: “Acepto, bendigo y agradezco
el momento en que Dios sembró a mi hijo en mi interior. Acepto, bendigo y
agradezco al hombre que actuó por voluntad de Dios para fecundarme. Se hizo la
voluntad de Dios en mí y así se hará en mi hijo. Sanada mi relación con el padre
de mi hijo está, sanado mi corazón en mi está, sanado el corazón de mi hijo está”.
Mi madre me abrazó fuerte y unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Fue un
momento mágico, tanto para ella como para mí, y la aceptación y la GRATITUD
eran ahora su medicina.
Al entrar a su casa, ya convertida en panadería, se quedó por unos momentos
a unos pasos de la entrada contemplando todo a su alrededor. La sala de la casa era
ahora el espacio que ocupaban las estanterías de pan. La recámara de la abuela era
la bodega, la cocina y el patio eran los lugares de producción y sólo el cuarto que
desde niña había ocupado mi madre le seguía sirviendo para su propio refugio
y descanso. Las habitaciones eran pequeñas pero de techos altos con travesaños
de madera, paredes gruesas y sólidas con remates inferiores más gruesos, pisos
de entramados churrigurescos y ventanas de madera de dos hojas aseguradas con
herrería de la época en que la casa fue construida, un siglo atrás. La fachada era de
color naranja en la parte superior con una franja inferior en tono ocre.
En mi madre se tejían nuevos pensamientos de sanación: “Gracias abuela
por haberme recogido, aunque me hubieras visto y tratado como sirvienta, al fin
25
DI A RIO DE UN S A NA D OR
y al cabo me diste protección y un techo, gracias por ello. Gracias por dejarme,
incluso sin quererlo o saberlo, esta casa que nos ha servido de guarida a tu
bisnieto y a mí. Pero a esta casa le falta algo, hay mucho metal, ladrillo, madera,
cristal y piedra, le falta naturaleza viva, quiero que nuestra casa tenga también
un mini paraíso de naturaleza como en la casa de doña Gertrudis. Ah, y también
a esta panadería le falta un producto esencial para acompañar el pan, algo que les
abra el corazón a mis clientes”.
Y al cabo de unos días su casa-panadería estaba llena de macetas con plantas
por doquier, en el suelo, en las repisas, en el pretil del techo y hasta colgadas de las
ventanas. Se respiraba aire puro. Mis pulmones, casi colapsados cuando nací, lo
agradecían. Seguramente también lo apreciaban los pulmones de mi madre, que
no daban tregua trabajando incansablemente día y noche con la rutina laboral,
maternal y casera. Pero no fueron los únicos cambios; como complemento al
pan que vendíamos mi madre introdujo cacao espeso y cacao en barra. Siempre
le aclaraba a sus clientes que era cacao criollo, de la sierra, sin pesticidas ni
herbicidas, que no era como los de cualquier otra tienda porque esos estaban
llenos de azúcares, cafeína, grasas y colorantes. Ella hablaba maravillas de su pan
y de su cacao y, como las claves para que un negocio prospere son amar lo que
vendes, amar a tu cliente y amarte a ti mismo, el negocio comenzó a florecer aún
más. Contrató a otra mujer para que le ayudara en la cocina y al cabo de unos
meses a otra más para que hiciera el aseo.
Yo seguía ciego y epiléptico. Comencé a dar mis primeros pasos alrededor
los dos años de edad, un poco más tarde que los niños videntes. Me tropezaba
constantemente y chocaba con todo, por lo que mi madre tuvo que reorganizar
algunas cosas para que yo me pudiera desplazar, al menos algunos metros a
la redonda, sin tanto obstáculo. Los ataques seguían y a veces mi madre o sus
empleadas, ya entrenadas, me tenían que meter una cuchara en la boca mientras
me convulsionaba, para evitar que me ahogara con mi propia lengua. Mi madre
sabía que si quería avanzar en el proceso de mi sanación tendría que ir más allá
de nuestra ciudad, ya que ningún doctor le había podido dar nada que realmente
le diera esperanza. Ella sentía que en la medicina convencional no encontraría
las soluciones y que tenía que buscar en lo alternativo, lo emocional, lo natural,
lo mágico, lo energético y lo espiritual.
Los médicos aceptaban que la Ciencia tenía sus limitaciones en cuanto a mis
condiciones, así que habría que buscar en donde no hubiera limitaciones. En
cuanto a la ceguera, decían: “Si es de nacimiento seguramente será permanente,
no tiene que ver con los ojos en sí, sino con el cerebro”. En tanto que para la
26
C A PÍ TULO 4
epilepsia decían: “Hay que llevarlo a la capital para una cirugía de cerebro
expuesto, que es muy riesgosa, o esperar a que algún día se desarrollen nuevos
medicamentos”. Habíamos intentado los medicamentos actuales aptos para
bebés e infantes, y ninguno había funcionado; al contrario, la mayoría tenían
efectos secundarios como diarrea, vómito o urticaria. Pero mi madre no se daría
por vencida.
Un día, con la venta en pleno apogeo, llegó una niña como de 9 años a la
panadería. Venía sola y le preguntó a mi madre por el pan de cubierta brillosita.
Mi madre apuntó a una repisa al fondo de la franja derecha de estantes, y aunque
se le hizo conocida la mirada, no pudo recordar dónde o cuándo. La niña se acercó
a la caja registradora y con uno de los panes en su mano le preguntó a mi madre
con picardía: “¿Si te digo quién puede ayudar a tu hijo me regalas este pan?”. Mi
mamá miró fijamente a los ojos a la niña, segura de que su mirada era la misma
de aquella viejecita misteriosa que otro día la visitó y quien le había apuntado
la dirección de Gertrudis. Se parecía también a la mirada de la curandera del
mercado que le vendió el brebaje y de quien nunca más volvió a saber. La niña,
sin importar que mi madre no hubiera respondido pues seguía meditabunda,
tomó la pluma que había en el mueble y sobre una bolsa de papel café con las que
envolvían el pan, escribió: “Abuelo Arteago, Santa Clara del Paso”. Se dio media
vuelta, salió caminando con el pan en la mano, sin pagarlo, y nunca más volvió
a aparecer por ahí.
Mi madre, un tanto confundida, pero asumiendo que los personajes y
episodios misteriosos ya se estaban volviendo costumbre, y que cada uno le traía
un gran bienestar y esperanza en el proceso de nuestra sanación, tomó el pedazo
de papel en donde estaban escritas esas palabras y lo guardó entre sus ropas.
Unos días después íbamos en búsqueda de ese hombre, hacia las afueras de la
ciudad, por el extremo noreste.
27
Capítulo 5
El conductor del taxi serpenteó colina arriba con gran destreza y velocidad, y
parecía que conocía el camino como la palma de su mano. Mi madre, conmigo
en brazos, al no tener el vehículo cinturón de seguridad, se balanceaba en el
asiento detrás hacia un lado y hacia el otro. “Uy no, desde hace diez años que
no traigo cinturones, pero no pasa nada, sólo agárrese bien de donde pueda”, le
había respondido el conductor a mi madre cuando ella, un poco asustada por el
exceso de confianza del hombre, le había preguntado por los cinturones.
Al cabo de unos veinte minutos de zangoloteo, que le parecieron dos
horas a mi madre, apareció un letrero que decía: “Bienvenidos a Santa Clara
del Paso”. Aunque no se divisaba ninguna casa en el horizonte, mi madre se
bajó en un clarito que encontraron al lado de la carretera, le pagó al taxista y
lo despidió diciéndole que era mejor que se fuera, que intuía que se tardaría
algunas horas. A lo lejos, un pequeño camino se abría paso entre los árboles
verdes de copas tupidas y mi madre avanzó en esa dirección, confiando en
que encontraría respuestas. El camino, estrecho pero claramente dibujado,
le parecía a mi madre un hermoso paseo. Escuchaba el canto de aves y veía
plantas que nunca había visto. Al cabo de media hora observó que el camino la
llevaba finalmente a un pequeño redondel de unos ocho metros de diámetro.
Mi madre supo, con su sexto sentido de mujer, que había llegado al encuentro
de otro ser de poder.
Una voz de hombre, pausada y amorosa, como ofreciendo consuelo y
confianza, se escuchó a lo lejos. Primero parecía venir de un extremo del bosque,
después de otro, después de otro. Por unos momentos mi madre no sabía si
era un ser humano el que le hablaba o la misma Naturaleza. “Tú y tu hijo son
bienvenidos a mi casa, mi casa es la Naturaleza. Aquí nací y nunca me iré. La
ciudad está llena de personas pero muy contaminada, acá casi no hay personas
28
C A PÍ TULO 5
pero está limpio. Suelta a tu hijo y veamos de qué clase es”. El dueño de la voz
seguía sin aparecer, pero mi madre hizo caso y me bajó de sus brazos.
“No sé si para ti, pero la Naturaleza es la casa de tu hijo. ¡Míralo, feliz
gateando, feliz respirando aire puro! Ni parece que sea cieguito, me parece que
aquí él ve más que nosotros dos juntos”, y se escuchó una carcajada tan grande
que contagió a mi madre. “Este niño viene al revés y eso es una gran señal de
que es especial, que no es igual a todos los demás. Primero aprenderá a ver hacia
adentro con su ojo mágico y después lo hará hacia afuera. Su espíritu sabe que
lo más importante por conocer está adentro y que necesita explorarlo bien antes
de sondear el mundo exterior. Para educar a los niños tenemos que seguir su
intuición, no la de los padres, y para eso tenemos que observarlos más, en lugar
de imponerles lo que otros nos dicen. Ellos ya vienen programados por Dios,
aunque tristemente la gente de la ciudad insiste en borrarles esa programación e
imponerles otra antinatural”.
Aquel hombre, que seguía sin aparecer, le pidió a mi madre que me quitara
zapatos y calcetines, “porque es hora de descubrir quién es su hijo”. Ella así lo
hizo y aquella voz me habló a mí. “Anda libre, pues libre eres”. En cuanto puse
mis pies en la tierra, comencé a rascarla con mis deditos, como queriéndolos
enterrar en ella, y entonces sonreí y tuve la confianza de caminar en libertad
como no lograba hacerlo en mi casa. Mi ceguera no me impedía moverme entre
las piedritas de aquel redondel, parecía que las sentía y lograba esquivarlas con
destreza, pero al mismo tiempo las acariciaba con piecitos y manitas. Nunca
había sentido tanta alegría al andar. Era un niño de dos años, ciego y epiléptico
que ahí en medio del bosque me sentía como en mi verdadera casa. Mi madre
estaba sorprendida.
Anduve por unos minutos sin la ayuda de ella. Un silbido atrajo mi atención
y fui yo quien logró encontrar la procedencia de la voz. Encontré a aquel
hombre, el más morenito y más bajito que mi madre había visto pero con una
gran sonrisa que invitaba a abrazarlo. Estaba escondido tras un árbol de tronco
grueso. Él me tomó de la mano y me hizo sentir mucha paz y confianza. En ese
momento una ráfaga de Viento se coló por entre el follaje espeso y nos abrazó
a los tres. El anciano, de unos setenta años, volvió a reír y dijo: “Cuando somos
libres podemos experimentar el amor de Dios en la Naturaleza. Sientan el Viento
que les da la bienvenida y esperemos que caiga la noche para que las Estrellas
y la Luna nos confirmen el destino de este niño”. El hombre alzó la voz como
dirigiéndose a los árboles que circundaban el lugar y casi gritando dijo: “Porque
este niño no está enfermo, ¿verdad compañeros? Lo que tiene este niño es que
29
DI A RIO DE UN S A NA D OR
no ha terminado por bajar del cielo, sigue viendo con el Espíritu y por ello aún
no ve con sus ojos. Pobres de aquellos que sólo pueden ver con sus ojos, bendito
este niño que sigue viendo con su Espíritu”.
Mi madre empezó a llorar y yo sentí que una energía indescriptible subía
desde la tierra, atravesaba mis pies y recorría todo mi cuerpo, haciéndolo vibrar
de manera hermosa. “¡Ay de los seres humanos, no entendemos nada pues somos
ignorantes de nosotros mismos! Calma jovencita, contempla a tu hijo feliz y
alégrate porque estás haciendo lo que toda madre debe de hacer, traerlo a casa”.
Mi madre entonces comprendió que ahí estaríamos durante varias horas, o tal
vez hasta el día siguiente.
El hombre de pequeña estatura, que por sus palabras ya le parecía un gran
hombre a mi madre y le infundía un gran respeto, caminó por una vereda que ella
no había observado al principio. Mi madre me tomó de la mano para guiarme y
lo siguió. “Perdón, ¿usted es Arteago?” le preguntó mi madre un tanto apenada
mientras avanzábamos sin saber a dónde, pero con mucha confianza. “El mismo
que viste y calza, aunque yo no calzo”, le respondió el hombre volviéndose a
reír y recalcando que él andaba a pie por el bosque sin preocupación alguna. Mi
madre le lanzó una segunda pregunta: “¿Y me podría decir quién era la niña que
me visitó en mi panadería para recomendarme que viniera a visitarlo a usted?”.
El hombre no respondió y mi madre, sin saber si él no le había escuchado o si no
le había querido responder, siguió caminando.
Llegaron a una pequeña cueva en la caída de un cerro, la cual no parecía
construida por manos humanas sino más bien hecha por el mismo paso del
tiempo. Arteago se sentó en unas piedras colocadas en círculo alrededor de los
restos de una fogata que parecía haber estado encendida la noche anterior, y
comenzó a entrelazar unas largas hojas de palma. Mi madre se sentó en silencio
y al cabo de unos minutos él le dijo: “Aquí tienes los nuevos zapatos para tu hijo,
cúbreselos con esto, comenzará a refrescar pronto. Esto es mejor que sus zapatos
hechos de hule, que lo separan de la Madre Tierra, mientras que estas hojas lo
conectarán a ella. Algún día un abuelo de mucha sabiduría me dijo que Dios nos
había hecho como árboles caminantes, y razón tenía. Pero los seres humanos se
olvidan de dónde vienen y visten aquello que los desconecta de su origen. Aquel
que vive desconectado de su origen no sabe cuál es su destino ni su misión”. El
hombre hizo silencio.
“Mi hijo tiene epilepsia… además de que no puede ver”, le puntualizó mi
madre, y el hombre de poder le dijo: “Es una respuesta del cuerpo de tu hijo ante
el entorno que habita. Él no es de la ciudad, yo creo que él es del campo. Allá su
30
C A PÍ TULO 5
cuerpo hace corto circuito, pero estoy seguro de que acá no le sucederá. Pero
veamos más tarde que nos dicen las Estrellas y la Luna, pues en el mapa estelar
podemos ver quién es cada hijo de la Tierra. No te diré su futuro porque a mí
me gusta permitir que nos sorprenda, aunque podría decirlo porque todos los
tiempos son uno y se nos presentan en todo momento frente a nuestros ojos”.
Mi madre se quedó un tanto sorprendida y reflexiva: ¿sería que en realidad
yo no pertenecía a la ciudad y me tocaba vivir en el campo? ¿realmente se podía
leer en las estrellas quién era yo? ¿sería cierto que este hombre podía ver el futuro
y que todos los tiempos eran uno solo? Todo estaba por aclararse, como él decía,
cuando cayera la noche.
Pasaron las horas, mi madre a veces estaba sentada y en otras apreciaba
meditativa el bosque. Yo me paseaba a mis anchas, como si viera claramente, feliz
como nunca lo había estado. Don Arteago juntó un poco de leña, acariciaba cada
tronco como si tuviera vida y lo bendecía con palabras en su dialecto; después lo
colocaba con amor y respeto en el centro del círculo de piedras. Cuando el sol se
estaba poniendo él encendió la fogata golpeando dos piedritas, soplando yesca
seca y diciendo: “Se nos va un Sol pero encendemos otro, la cuestión es sentir el
amor de algún Sol y su calorcito”.
En cuanto el Fuego apareció él lo olfateó y después hizo un ademán con sus
manos, hacia su rostro, como queriendo absorber el calor que se desprendía.
Cuando escuché el crujir de los maderos quemándose me acerqué a la hoguera
a una distancia segura y mis ojos se clavaron fijos en ella. Y aunque no la veía,
la sentía.
“Comienzan a aparecer las consejeras”, dijo satisfecho aquel hombre de
poder como anticipando grandes respuestas. “Es hora de comenzar”. “¿Y ahora
qué hacemos?”, preguntó ingenua mi madre. “Pues preguntar y escuchar. Es
eso lo que se hace con las consejeras”, dijo él muy familiarizado con el proceso
que se iniciaba. Mi madre volvió a preguntar: “¿Y debo preguntar yo o usted lo
hará por mí?”. “Ni tú ni yo, esta es la noche de tu hijo, nosotros sólo seremos
testigos. “Shhhsss que ya están a punto de comenzar a hablar. Nosotros sólo
somos mirones y los mirones son de palo”, y se rio con una carcajada que trató
de contener, decidido a honrar el sagrado momento que estaba presenciando.
Mi madre se mantuvo expectante, dejando que el espíritu de su hijo dialogara
con las estrellas, intentando creer en lo que sucedía o estaba por suceder. Su
necesidad de creer representaba la gran necesidad que tenía de que yo sanara.
Yo, guiado por la fuerza del momento, sintiéndome libre, me recosté muy cerca
del fuego y me dormí. Mi madre se sintió un tanto decepcionada e inquieta al
31
DI A RIO DE UN S A NA D OR
pensar que si yo estaba dormido no podría haber diálogo ni sanación, pero aquel
hombre la calmó diciéndole: “Llegó el momento”.
Él dirigió su mirada al cielo y ella, siguiéndolo a él, también alzó su mirada.
Al cabo de unos momentos, de manera sorprendente, sobre el lienzo oscuro del
cielo estrellado, hermoso, comenzó una lluvia de Estrellas. “Una, dos, tres…el
Cielo está feliz”, dijo él dando un gran suspiro. “Cuatro, cinco, seis, siete… tu
hijo está protegido. Ocho, nueve, diez… tu hijo ha sido bendecido. Once, doce,
trece… está confirmado, él es un elegido”. Y la lluvia de Estrellas cesó.
El hombre, que parecía que estaba viviendo un momento mágico y sintiéndose
humilde ante el poder del Universo, me tomó en sus brazos y entonces yo
desperté. Me elevó hacia lo alto y ante la mirada iluminada de mi madre, pero
dirigiéndose al Fuego, dijo: “Él es tu hijo, que se haga en él tu voluntad. Que
los cuatro rumbos le susurren, que los cinco elementos le den fuerza, que las
siete puertas se abran en él, que la serpiente del conocimiento se eleve por su
columna, que sus manos se llenen de calor y multipliquen bendiciones, que su
corazón ilumine caminos”.
Me puso en los brazos de mi madre, tomó un leño con la punta encendida y
procedió a hacer dibujos en el cielo mientras entonaba: “Es la Noche, es la Noche,
la que nos despierta. Es el Fuego, es el Fuego, el que nos da calor. Es la Tierra, es
la Tierra, la que nos nutre de amor. Es Diosito, es Diosito, quien lo pinta todo de
luz. Este niño es un protegido, este niño es un bendecido, este niño es un Sanador”.
Mi madre no parecía entender mucho lo que estaba sucediendo, aunque
le había parecido mágico que justo cuando me dormí las Estrellas brillantes
comenzaran a desfilar por el Cielo. El hombre de poder, que entendía mejor
que nadie el lenguaje del firmamento, se vio en la necesidad de aclararle lo que
ocurría: “Tu hijo está destinado a ser un Sanador, un hombre que despertará
conciencias, ayudará a miles a recordar lo que son verdaderamente, así lo acaban
de confirmar las Estrellas. Pero primero el Sanador tiene que sanar. Tendrá que
pisar mucho la Tierra con sus pies descalzos, comer más lo que más Sol reciba,
tomar agua limpia de río o manantial, ayunar un día al mes cuando la Luna sea
llena, aprender desde joven sobre el poder de su energía sexual y honrar a cada
mujer que sus ojos vean. Tu hijo, para dejar huella por donde camine, tendrá
que honrar a Dios todos los días, acostumbrarse a disfrutar su soledad que es
cuando el Universo le compartirá su sabiduría y dormir en cuartos totalmente
oscuros. Él, que aún es pequeño de tamaño pero ya es grande de luz, aprenderá
a hablar con el fuego, la lluvia, el agua, las estrellas, los árboles y los animales,
porque cada creación de Dios es un mensajero. Que no se apegue a nada que le
32
C A PÍ TULO 5
impida reconocerse a sí mismo. Que sean su linaje y el amor a Dios sus fuentes de
poder. Enséñale a creer en sí mismo con tu ejemplo. Recuerda hija, descendiente
de madre guerrera, guerrero será. Que él sepa, entrando a su adolescencia, que
es un elegido, y que esa responsabilidad no implica un sacrificio, sino que es un
honor. Tú vivirás grandes retos en el camino de su sanación, pero sanándolo a
él sanarás tú, y sanando tú él avanzará también. Dios estará con ustedes en todo
camino por el que avancen”.
Como a las nueve de la noche aquel personaje se acercó a mi madre, puso
sus manos suavemente en su cabeza, y ella cayó profundamente dormida. La
despertó el canto de los jilgueros al amanecer, mientras yo jugaba plácido entre
las plantas y árboles. Y pese a que yo aún no veía hacia afuera, parecía que allí no
era tan necesario ver lo externo. Después de esperar por unos minutos, Arteago
apareció sonriendo entre los árboles y le dijo a mi madre que su taxi estaba por
llegar en cualquier momento.
Mi madre, sin cuestionar cómo lo había conseguido, se puso sus zapatos y
tomó su morral, buscando allí dinero para hacerle una donación a Arteago como
símbolo y gesto de gratitud. Cuando me iba a poner los zapatos, aquel hombre
la detuvo y le pidió que no lo hiciera, que aprovechara el camino para que yo
tocara más Tierra. Ella, tomándome de la mano, siguió a aquel hombre hacia
quien ya sentía una profunda gratitud. La paz interna que sentía mi madre era
mayor que con la que había llegado, y su vida y la mía comenzaba a cobrar mayor
sentido en su mente y en su corazón. Al llegar a la carretera no vio a ningún
taxi, pero pronto, detrás de una curva, apareció uno a toda velocidad aunque
no parecía tener intenciones de detenerse. Don Arteago hizo un movimiento
de brazos y manos, como jalando Viento del interior del bosque y llevándolo
hacia la carretera, y una gran parvada de jilgueros surgió de entre los árboles y
atravesó tempestuosa el vidrio delantero del taxi obligándolo a detenerse justo
a unos pasos de nosotros. “Te dije que estaba por llegar tu taxi, Verónica. Les
deseo buen viaje. Vuelvan cuando tu hijo llegue a la adolescencia y esté por dar
su gran paso”.
El conductor parecía atolondrado por lo que acababa de suceder y a través
de la ventana nos preguntó si íbamos a la ciudad. Mi madre le dijo que sí y él nos
abrió la puerta. Ella, durante el trayecto, se cuestionaba cómo era que Arteago
había descubierto su nombre, si ella no recordaba habérselo dicho en ningún
momento. También se preguntaba sobre el gran paso que yo habría de dar en
la adolescencia y meditaba sobre qué hacer de ahí en adelante. Era claro que
yo pertenecía más al bosque que a la ciudad, pues en un entorno natural me
33
DI A RIO DE UN S A NA D OR
sentía más feliz y con mayor confianza, y le parecía que en el campo tal vez no
experimentaría los ataques epilépticos que me dejaban moribundo cada vez que
se presentaban en la ciudad.
Al doblar la esquina de mi casa, mi mamá pudo ver a un hombre sentado
en la acera. Enfocó su mirada y pudo reconocer a Daniel, mi padre. Al acercarse
a él se sintió un poco sorprendida ya que después de varias semanas de aquel
encuentro en la Panadería Vélez no había dado señal alguna, pero lo miró
fijamente esperando sus palabras. Él, un jovenzuelo confundido emocionalmente,
pero con gran fuerza para trabajar y voluntad para seguir instrucciones, le dijo
quedamente y con la cabeza agachada: “Pues aquí estoy, quiero ayudarte y quiero
jugar con mi hijo cuando tú lo permitas”. En la cabeza de mi madre se urdió un
plan en pocos segundos, le pidió que la esperara y fue a dejarme a la recámara.
Al volver, le dijo de una manera clara para que no hubiera malentendidos:
“Muy bien Daniel, acepto tu ayuda, pero te pido que no esperes que te ame;
agradezco tu paternidad y nunca más quiero hablar de cómo sucedió.
Simplemente concentrémonos en la gran bendición que Dios nos mandó. Un
hombre de mucha sabiduría, o chamán o no sé qué es, al parecer encontró la cura
de la epilepsia de nuestro hijo, y quizá también de su ceguera, así que necesitaré
de toda tu ayuda para su tratamiento y aquí en el negocio”. Él asentía a cada frase
que mi madre le decía, como listo para seguir sus instrucciones.
Entraron a la casa-panadería y ella comenzó a indicarle cómo funcionaba
el negocio. Mi madre, mentalmente, seguía tejiendo el plan para que mi padre
tomara las riendas de la panadería y ella poder instalarse conmigo en alguna
casita en el bosque, al menos por una temporada. Estaba firmemente decidida a
comprobar si mis convulsiones al vivir en medio de la Naturaleza desaparecerían.
Necesitaba unos quince días para comprobarlo, ya que normalmente en la ciudad
en ese periodo mi cuerpo padecía uno o dos ataques.
Al cabo de una semana mi papá, que no era la pareja de mi mamá, sino su
empleado o, para que se escuche más bonito, su aliado, estaba suficientemente
entrenado para quedarse al frente del negocio al menos por dos semanas. Él le
había renunciado a Don Manuel aunque no le había revelado a dónde se iría a
trabajar. Varios empleados escucharon que Don Manuel le gritó a mi padre al
irse: “Lárgate si quieres. Lo único que te advierto es que si te vas a trabajar a otra
panadería y les pasas nuestras recetas, te mato”.
34
Capítulo 6
La jovencita bajita y delgadita que se había tenido que convertir en toda una
mujer al cabo de unos cuantos años, apenas había cumplido los 19 años y ya era
capaz de tomar decisiones contundentes en beneficio de su hijo. Siguiendo las
recomendaciones de Don Arteago buscó en el campo, en las afueras de la ciudad,
un tejabán para rentar en el que pudiéramos pasar una corta temporada. Hizo
maletas con lo necesario y más pronto que tarde estábamos instalados en una
casita muy sencilla en el ejido Cocotitlán, a media hora de Oaxaca. La casa tenía
dos cuartitos, cada uno había sido construido en diferente época. Se notaba así
porque la cocina era de sillares de barro y la recámara era de ladrillo rojo. En
ambos casos el techo se formaba de vigas de madera largas con hojas de lámina
acanalada, y clavos y piedras sostenían a los maderos. El aire se colaba por todos
lados, pero eso ya lo iría reparando poco a poco Daniel en sus visitas los fines
de semana, quien era incondicional de mi madre, y mío, no sólo por paternidad
sino por culpabilidad.
Por fuera estaba el baño, que era un cuartito rudimentario de madera con
una letrina a la que había que echarle cal cada vez que lo utilizábamos. El dueño,
un ranchero de la zona, le había dicho a mi madre que había que hacerlo así para
desinfectar y para no atraer animales carroñeros. Tenía un patio relativamente
grande y en un rincón había muchas llantas viejas apiladas que pronto mi madre
usó como macetas. No se apreciaba ninguna otra casa cerca, más que la del
ranchero a unos 800 metros. Él le había prometido que ahí estaríamos seguros,
que él y su gente nos cuidarían. Lo importante era que había arbolitos por todos
lados, que el pasto del jardín me permitía andar descalzo y que ahí mi madre
estaría al cien por ciento conmigo, al menos mientras se inventaba qué hacer
porque parecía que siempre necesitaba estar creando algo productivo.
35
DI A RIO DE UN S A NA D OR
36
C A PÍ TULO 6
pero huelen mejor, y si las pones en un jarrón con agua se mantienen vivas y
hermosas por varios días. Eso sí, hay que cantarles de vez en cuando, no porque
escuchen tu canto, sino porque sienten tu felicidad cuando tú cantas”.
Mi madre estaba fascinada con lo que escuchaba, mientras yo me dedicaba
a olerlas. “Que hermoso tu hijo, te felicito por ser una gran madre a pesar de las
circunstancias en que llegó a tu vida”, dijo la mujer para sorpresa de mi madre.
“Yo creo que Inés les podría ayudar a ti y a Yao”. Mi madre se quedó boquiabierta
al escuchar mi nombre de los labios de esta extraña joven, quien entonces le
extendió un pedazo de bolsa café, idéntica a las que se usaban en la panadería La
Polvorona, con una dirección escrita. Mi madre lo tomó, parecía una repetición
de lo que ya había vivido con la niña y con la viejecita anteriormente. Tuvo
que preguntarle y no quedarse con la duda: “¿Quién eres tú?” A lo que la mujer
radiante respondió: “Soy la mujer que corta florecitas, pero quien primero les
pide permiso para hacerlo”. Mi madre sonrió sintiendo una confianza plena en la
mujer y sintiéndose protegida por ella.
La mujer, antes de retirarse, cruzó su mirada fijamente con la de mi madre,
quien estaba segura de que era la misma mirada de la niña y de la viejecita, incluso
de la curandera del mercado, pero no quiso decir nada. La cortadora de florecitas,
ya a lo lejos, se volteó y le dijo: “Extraño tus bollitos, esos de piel brillosita, nadie
más los hace como tú. Tienes un gran hijo, y él tiene una gran madre en ti. El
bosque está feliz de que estén viviendo aquí”.
Caminamos el resto de la vereda hacia la tiendita, y aunque mi madre estaba
llena de preguntas, sintió una gran calma. Poco a poco iba abriéndose a las señales
del Universo, esas que nos guían a lugares mágicos cuando las escuchamos. Ella no
sabía cómo habíamos llegado a ese mágico aquí y ahora que ahora vivíamos, pero
cada vez se resistía menos. La resistencia le había traído dolor, en tanto que un
sabio fluir nos estaba trayendo bendiciones. En mi juventud un temazcalero me
habría de contar que su padre, ya fallecido, en un sueño le había dicho: “Es mejor
ser copiloto del auto de tu vida y dejar que Dios y el Universo conduzcan pues
ellos tienen billones de años de sabiduría, mientras que como copiloto puedes
disfrutar más el paisaje”. Pero a esos aprendizajes llegaremos en su momento, no
quiero adelantarme, si bien me estoy saboreando al escribir y contarte la historia
de la vida de mi madre y de la mía.
Antes de llegar a la tiendita, mi madre abrió y leyó el papelito que aquella
mujer hermosa le había entregado dobladito, el cual decía: “La Bruja Inés,
Calle 16 Sur, #23, Comitán Chiapas”. Las señales se intensificaban y ahora nos
enviaba más allá de las fronteras de nuestro estado, pero para mi madre resultaba
37
DI A RIO DE UN S A NA D OR
claro que si hasta allá nos mandaba la mujer, pues hasta allá habría que hacer el
esfuerzo de ir. La fe nos guiaba y yo comenzaba a disfrutar esos paseos con mi
madre, pues nuestros lazos se estrechaban con cada nueva experiencia. Su lucha
incansable por mi salud era la prueba más grande de su amor hacia mí y pese a
que yo no podía ver, me sentía feliz porque podía oler, oír, palpar y sentir cosas
nuevas, espacios diferentes y escuchar la descripción paciente que mi madre iba
haciendo de los paisajes por los que atravesábamos o de las personas con las que
entrábamos en contacto.
Mi madre dejó todo organizado en la panadería y con mi padre para poder
hacer el viaje. La noche antes de emprender el viaje a Chiapas ocurrió algo
curioso y fue que me desperté a media noche empapado de sudor y jadeando.
Mi madre se levantó asustada y me abrazó preguntándome qué me pasaba. Yo,
con las pocas palabras que podía pronunciar en aquella la época, le dije: “No
quiero volver a ese lugar, no quiero volver”. En el sueño sentía que el piso de
las banquetas afuera de nuestra casa estaba caliente, quemaba mis zapatitos, y yo
brincaba hacia la calle pero el asfalto era acuoso y movedizo, mis pies se hundían
y no podía avanzar. Además, el ruido de la ciudad era abrumador: estruendosos
sonidos de carros y máquinas, gente gritando, ambulancias rondando y campanas
repicando penetraban por mis oídos y atravesaban mi cerebro, provocando
cortos circuitos. Yo gritaba y nadie me oía. Extendía mi mano para ser rescatado
por mi madre pero ella no me alcanzaba. Sentí muy de cerca el tormento de
la ciudad, y comprendí que mi cuerpo era demasiado sensible frente a tantos
estímulos. Esa noche supe que mi lugar sería para siempre cualquier espacio que
estuviera lejos de la ciudad.
Esto se confirmó el día posterior, pues en nuestro camino a Chiapas tuvimos
que pasar por la ciudad ya que mi madre debía atender unos asuntos pendientes,
a pesar de yo haberle expresado mi miedo de estar en la ciudad. Mientras ella
revisaba cuentas de la panadería con mi padre, comencé a sentir unos martillazos
en mi cerebro y las convulsiones me tiraron al suelo. Mi madre me rescató en sus
brazos y pudo controlarme, tal vez su calor fue mi medicina en esos momentos,
pero todo esto no hizo más que ayudarle a confirmar que mi destino estaba entre
los árboles, no entre las calles.
Daniel nos llevó a la central de autobuses y se despidió efusivamente de
nosotros. Ese día, lo recuerdo como si fuera ayer, fue la primera vez que él me
abrazó. Sentí que un calor recorrió todo mi cuerpo, y aunque me pareció curioso,
lo disfruté. A mi madre le extrañó el abrazo que él me dio, pero lo permitió. Ella le
dio las gracias en un tono un tanto seco y nos subimos al autobús rumbo a Comitán.
38
Capítulo 7
Después de casi doce horas de trayecto, el autobús que nos transportaba arribó
a Comitán al mediodía. Comitán era una hermosa ciudad y sigue siéndolo. Mi
madre me la iba describiendo con detalle ya que le gustaba que yo imaginara
todo lo que ella veía. Ella, hasta cierto punto, veía por mí. “Este es un parque
con muchos árboles, parece que los han podado porque están parejitos todos,
los pajaritos se arrecholan en sus ramas. Hay unas bancas muy antiguas de acero
y por allá unos señores que venden fruta cortada en rebanadas. La música que
se escucha es la de un organillero, como el que toca en el parque cerca de la
panadería”. Yo la escuchaba y dibujaba en mi mente todo lo que ella me describía.
Descansamos unas horas en un hotelito que encontramos, a pocas cuadras de
la dirección que buscábamos, ya que nos había resultado fatigoso el viaje con tanta
parada del autobús para subir y bajar pasajeros. Aproximadamente a las cinco de
la tarde caminamos en busca de la Calle 16 Sur #23. Tocamos la puerta indicada,
que mi madre me describió como de color verde cáscara de aguacate, y al cabo de
unos instantes nos abrió una mujer. Tenía los ojos cerrados y una gran sonrisa,
y su cabellera gris y sus leves arrugas indicaban que tenía aproximadamente
sesenta años. No dijo nada, extendió su mano derecha y toscamente la puso
primero sobre el rostro de mi madre y después sobre el mío recorriendo con sus
dedos mi frente, cejas, ojos, nariz, labios y finalmente revolvió mi cabello. A mi
madre de inmediato le quedó claro, ella también era ciega.
“Buscamos a Doña Inés”, dijo mi mamá. Ella respondió: “Ninguna doña,
no me hagas sentir vieja; mejor Bruja, así me haces sentir poderosa, aunque el
único poderoso es Dios y nosotros solamente somos sus canales”. Ya con eso
39
DI A RIO DE UN S A NA D OR
40
C A PÍ TULO 7
41
DI A RIO DE UN S A NA D OR
42
C A PÍ TULO 7
me había vuelto experto en navegar por esos espacios que me eran tan familiares.
Ellos se quedaron adentro platicando lo que nunca supe, pero de lo que sí conocí
el resultado. Al cabo de media hora mi madre me llamó al interior y me reveló
que Daniel era en realidad mi padre. Me dijo que lo consideraba un gran hombre,
que estaba feliz de que él fuera mi padre y que yo era afortunado de tenerlo a él
como padre. No pude pensar mucho al respecto, sólo recuerdo que sentí una
especie de alivio, una especie de felicidad calmada. Él me abrazó y me prometió
que de ahí en adelante nos visitaría mucho más seguido.
A partir de ese momento mi padre trabajó el doble, me abrazó y jugó
conmigo el triple, y sé que amó a mi madre más que nunca. Al sanar ella sus
heridas se estaba permitiendo abrirse a sentir como nunca lo había hecho desde
su nacimiento, y más que sólo sentir, a expresar, poco a poco y con discreción,
sus sentimientos. El amor entre mis padres había nacido muy poco a poco, entre
entendimiento, sanación y gratitud, pero se había ido inflando como un pan de
yema en el horno y nada lo detuvo. Como mi madre algún día me lo dijo, tal vez
haciendo referencia a su propio proceso de enamoramiento con mi padre: “Del
odio al amor hay sólo un paso: paz interna”.
43
Capítulo 8
Cierto día se nos venció el plazo acordado con aquel ranchero para ocupar el
tejabán. Dos semanas se habían convertido en casi 10 meses. Estábamos ante
tres posibilidades: o lo comprábamos, o nos comprometíamos a rentarlo por
un año completo o desocupábamos. A mi madre ese espacio no le pareció tan
prometedor como para pensar en comprarlo, así que tuvimos que idear un nuevo
plan. La idea de mi madre era sencilla: ella y yo nos mudaríamos al campo, me
conseguirían una maestra a domicilio, y mientras yo recibía las clases ella viajaría
a la ciudad y estaría junto a mi padre para administrar la panadería.
Mi madre no podía arriesgarse a otro ataque más ya que en esa última ocasión
mis gestos le hicieron saber que “me había dolido hasta el corazón”. Así que mi madre
aceptó el ofrecimiento de unos tíos de mi padre, y nos instalamos temporalmente
en un cuartito de su casa en el campo, mientras encontrábamos algún otro espacio
que pudiéramos comprar. Y fue muy temporalmente, porque al cabo de unos días
el tío de mi padre, que sufría de alcoholismo, comenzó a acercarse a mi madre con
intenciones poco cordiales, y nos tuvimos que mudar nuevamente.
Por aquellos días, hipotecando la panadería, compramos el ranchito donde
crecí, en el poblado de San Felipe del Agua, a unos 40 kilómetros de la capital de
Oaxaca. Al principio sólo había una casucha desvencijada, pero mi padre y uno
de sus hermanos poco a poco fueron construyendo cuartos y nuevos espacios, de
modo que al año ya lucía como una casa.
La dedicación y esfuerzo de mi padre eran impresionantes. Crecí escuchándolo
y sintiéndolo trabajar, tanto en la panadería como en el rancho. No sé si era
sólo el amor lo que lo movía, o en su corazón guardaba una gran culpa que lo
hacía buscar, a través de sus buenas obras, el perdón de mi madre. Nos habíamos
acercado mucho él y yo, y él me tenía una gran paciencia.
44
C A PÍ TULO 8
Mi madre, que llevaba la productividad en las venas, para buscarse algo que
hacer cuando estaba en el rancho, comenzó a sembrar Palmas de Cacao alrededor
de la casa, pensando que en algún momento podría surtir tanto a su panadería
como a otros locales que lo utilizaban. Además, como en ese rancho ya se producía
Yaca, mi madre siguió cosechándola para vender. Nunca nos pasó por la cabeza
que ese rancho, algún día se convertiría en un gran centro productor de Cacao,
una de las plantas de poder más nobles que Dios puso en la Tierra. Tristemente,
esa planta ha sido modificada genéticamente, por lo que en la actualidad ya es
difícil encontrar Cacao criollo y puro.
Mi madre estaba feliz: la panadería dejaba buen dinero, yo ya no había vuelto
a tener ningún episodio epiléptico y cada vez esperaba y recibía con mayor gusto
la llegada de mi padre al rancho. Yo andaba descalzo el mayor tiempo posible,
adentro y afuera de mi casa, lo que me permitía conectarme con la Tierra, así que
me sentía pleno, sin nada que se interpusiera entre mi cuerpo y la Naturaleza.
Mi madre, en solidaridad conmigo, había empezado a ayunar también los días
de Luna llena, como Don Arteago nos lo había recomendado y, curiosamente,
eran los días en que más paz sentíamos y en los que mejor nos integrábamos al
Universo. Además, después aprendimos que el ayuno nos ayudaba a limpiar el
cuerpo y a ‘resetear’ el sistema digestivo, el linfático y el neuronal. ¡Por eso lo han
recomendado tanto las civilizaciones antiguas y los grandes maestros!
A mis cuatro años de edad, al tocar los árboles yo podía saber cuándo era
Luna llena: los sentía un poco más frescos y fuertes que lo normal. A veces yo
era el que le decía a mi madre que debíamos ayunar antes de que ella lo supiera
por ver la Luna.
A mis padres los recuerdo platicando por largas horas en el portalito de la casa
y tomando Cacao. Se sentaban en unas sillas de ratán protegidos por un techo
de vigas de madera y teja, y colocaban sus tazas de Cacao sobre unos guacales de
madera. Tal como nos había dicho la curandera Gertrudis, el Cacao les alimentaba
el corazón. Mi madre, así lo sentía yo, poco a poco se iba enamorando de mi padre.
Yo era un niño y poco entendía de los asuntos del amor, pero el entusiasmo de mi
madre era evidente cada día que sabía que él vendría.
Un lunes en que él nos visitó le entregó un papelito a mi madre; era un
pedazo de bolsa café de la panadería. Le dijo que una mujer muy hermosa había
ido preguntando por ella, que se había comido ahí mismo un pan de yema de
cubierta brillosa y que le había escrito una dirección en ese papel. Mi madre
lo abrió de inmediato, leyó la dirección y entonces me gritó: “Yao, mañana
viajaremos al Distrito Federal”.
45
DI A RIO DE UN S A NA D OR
46
C A PÍ TULO 8
Después de cada instrucción hacía una pausa para permitir que los presentes
visualizáramos con detalle las situaciones mencionadas. “Ahora, agradécele a
todo aquel a quien sientas que te ha faltado agradecerle algo durante tu vida”.
Hizo una nueva pausa de varios minutos y así continuó con el resto de las
indicaciones: “Perdona, a quien tienes que perdonar… Dile que lo o la admiras,
a quien siempre has admirado… Es momento de entregar todas tus pertenencias
materiales, ya no necesitarás ninguna a dónde vas, vas a un lugar hermoso en
donde lo hay todo y no necesitas nada. Así que entrégale a quien le corresponde
y quien las merece tus pertenencias materiales… Llegó la hora de agradecer y
soltar tu cuerpo, agradécele a cada parte de este”.
Para mí, visualizar al interior era fácil, me imagino que también lo fue
para muchos que se soltaron llorando a pierna tendida. “Bien, llegó la hora de
tomar esa mano extendida que te espera, de entrar por la puerta radiante que
te conducirá al plano espiritual”. Y de pronto su voz se intensificó con una
instrucción contundente: “Y de pronto, ¡alto, alto!, dice tu Padre Dios, ¡aún no
es hora de irte, aún tienes compromisos por cumplir! ¡Esto era sólo un ensayo,
para que te dieras cuenta de los asuntos pendientes que tienes en tu vida!”. Aquel
hombre retomó su tono calmado: “Visualiza a Dios entregándote una charola
dorada, sobre la cual están tus nuevas responsabilidades; obsérvalas y analiza
cada una de ellas, son tus misiones de aquí en adelante”.
Yo visualicé claramente la charola dorada, y sobre ella una espada luminosa.
Por un momento me pareció que tenía la misma longitud y forma que la espada
del hermano (Arcángel) Miguel que conocí en casa de la Bruja Inés. Así se lo
platiqué a mis padres, quienes estaban sorprendidos al saber que yo, a mis escasos
cuatro años de edad, había seguido la visualización al pie de la letra. Ellos, que
también habían vivido la dinámica, lloraron mucho y pudieron sanar muchos
temas atorados que traían.
Todos los participantes se retiraron y mi madre decidió que nos quedáramos
hasta el final para conversar con aquel facilitador, al que me describieron como
un hombre alto, rubio, de ojos claros, fornido y con acento como del norte del
país. Él le dijo a mis padres: “No sé cómo llegaron hasta aquí, pero GRACIAS
por venir, ojalá hayan disfrutado la Meditación de la Despedida. ¡Quien aprende
a morir aprende a vivir, quien le pierde el miedo a la muerte le pierde el miedo
a ser quien es! La plenitud surge de la autenticidad, y la autenticidad surge del
reconocimiento pleno de que somos espíritus proyectándonos en una experiencia
humana. No puedes tener una vida verdadera si no reconoces que siempre estás
a un paso de la muerte. La muerte no es trágica como la pintan, no hay cielo e
47
DI A RIO DE UN S A NA D OR
infierno, y menos purgatorio del otro lado. Del otro lado, en el paraíso espiritual
todos somos iguales, gotas de un mar hermoso llamado Dios. El infierno es el
que vives en la tierra al no agradecer, no perdonar, culpar y juzgar. Espero que
con esta meditación hayan podido soltar algo de lo que produce un infierno en
el interior”.
En medio de aquellas, explicaciones yo lo interrumpí y le dije: “Señor,
¿qué significa una espada de luz, como la del hermano Miguel, sobre la charola
dorada? Porque eso fue lo que Diosito me entregó”. Mi mamá se adelantó a
aclararle: “El hermano Miguel es el arcángel Miguel, pero una mujer de Chiapas
nos enseñó a decirle hermano Miguel”. Él se agachó, sentí que clavó su mirada
en mí y dijo: “Eso es, campeón, los ángeles son nuestros hermanos, ni más ni
menos que nosotros, todos llevamos un Ángel adentro, y parece que tu angelito
interno es enorme. Y no me digas señor, tengo apenas 43 años. Te respondo
tu pregunta así: muy pocos reciben esa espada de luz, con ella cortarás los egos
de muchas personas. Tal vez no me entiendas ahora pero algún día lo harás.
Tú le quitarás la máscara a aquellos que las tienen, para ayudarles a ver lo que
realmente son. La mejor forma de sanar a otros es ayudarles a quitarse los
disfraces que tienen”.
Aunque en ese momento no entendí muy bien lo que me quiso decir, me
sentí muy bien por sus palabras. Yo era muy pequeño pero ya era consciente de
que quería vivir sirviendo y ayudando, como lo hacían Gertrudis, Arteago, Inés
y ahora este hombre llamado Jairo.
La sesión había durado alrededor de dos horas, y había valido totalmente
el viaje. Al salir de ahí paseamos por el centro de Coyoacán, comimos un
helado típico y mi padre quiso entrar a la Parroquia de San Juan Bautista. Mi
madre no era muy devota de entrar a las iglesias, pues para ella significaban
estar regañada, ya que tenía algunos recuerdos fuertes de sus escasos años en
la escuela, cuando las monjitas la regañaban y la mandaban castigada a la capilla
a rezar 50 padres nuestros y 50 aves marías, aunque poco a poco también eso
lo fue sanando. Mi padre, en cambio, era muy devoto de su fe, y por ello al
principio había criticado los métodos y creencias de mi madre, y de las chamanas
y curanderos que visitábamos. Pero también él poco a poco se fue abriendo a la
magia y el conocimiento que poseían otros sanadores, y fue comprendiendo que
la espiritualidad y la paz no sólo se encuentran en templos, sino sobre todo en
nuestro interior, y que los mejores sanadores son los que te ayudan a descubrir y
emplear los poderes que Dios ya nos dio.
48
C A PÍ TULO 8
49
Capítulo 9
50
C A PÍ TULO 9
tocado la puerta pero que yo no había encontrado a nadie al abrirla. Ella miró a
los alrededores sin poder encontrar al visitante “fantasma”. En ese momento se
percató de que había un papelito café, de material similar a las bolsas del pan de
La Polvorona, hecho rollito y hundido en la tierra de la maceta. Ella lo tomó y
leyó en voz alta: “Danzadora Luna, 24 de febrero 8pm, Cerro del Ciervo”. Ambos
supimos que era nuestro próximo destino.
Aún faltaban unos días para esa fecha. Ese Cerro estaba a unas dos horas
de nuestro rancho, en el municipio de Candelaria Loxicha, pero ya era grande
nuestra expectativa sobre lo que nos esperaba. Mi padre quería ir pero sabíamos
que no podría porque era el día del cumpleaños de su madre y celebrarlo con ella
era casi obligatorio para él.
Uno de esos días, lo recuerdo bien, mis padres hicieron ese silencio que
habían hecho en el Lago de Chapultepec, mientras platicaban en el portalito.
Aprovechaban que yo estaba haciendo las tareas que me había asignado una
maestra particular, contratada por mis padres para enseñarme el Sistema Braille y
matemáticas. Después de ese silencio entraron a la casa, él se dirigió a la recámara
y ella, rápidamente, me recalentó un plato de plátanos fritos, arroz y frijoles, me
lo puso en la mesa y me dijo que tenía que platicar algo importante con mi padre,
que yo siguiera haciendo la tarea y que al terminar me la revisaría.
Ellos se encerraron por unos minutos, hasta que mi madre salió a paso
acelerado, sollozando. Mi padre salió un rato después, se fue de la casa y no volvió
sino tres días después. Por lo que escuché tras bambalinas en una confesión
que mi madre hizo durante la Danza de la Luna, ellos habían intentado tener
relaciones, pero a mi madre la habían invadido miedos que hasta le produjeron
reacciones biológicas que le hicieron imposible tenerlas. Sería justo eso lo que
ella sanaría con la Danzadora Luna.
Mi padre se sintió rechazado, se había hecho la idea de que mi madre ya había
perdonado, olvidado y sanado todo, pero aún su cuerpo guardaba recuerdos de
dolor que no sólo tenían que ver con él como hombre sino con el acto sexual.
Aquella violación había sido agresiva, y esa noche oscura su cuerpo había
recibido coraje, miedo, culpa y rencor, de tal manera que todas las emociones
negativas habían penetrado en su interior. En ese hecho se habían conjuntado
emociones dolorosas de todas las fuentes, las que ella había sentido, las que él
había construido en el acto hacia ella y las que venía cargando de su vida que lo
motivaron a actuar como lo hizo. El cuerpo de mi madre, por obvias razones,
reaccionaba protegiéndose de mi padre, del acto sexual y de las emociones, así
que habría que reeducarlo nuevamente con amor y paciencia. Él se había sentido
51
DI A RIO DE UN S A NA D OR
rechazado, creyó que ella jamás lo aceptaría y por eso se ausentó por unos días,
hasta que comprendió que él era en gran parte responsable y volvió pidiendo
disculpas.
Mientras tanto él, asesorado por mi madre, había implementado un sistema
de reparto de pan a domicilio. Había sacado un préstamo para comprar una
camionetita y con ella repartían pan en restaurantes, hoteles y oficinas. El
negocio seguía boyante, pero lo que no anticipábamos era lo que esto estaba
provocando en Don Manuel, quien antes tenía el monopolio de pan en la zona,
y ahora La Polvorona se lo estaba arrebatando. Es increíble cómo las emociones
humanas se pueden ir acumulando y estallar un día en actos atroces.
El 24 de febrero, aproximadamente las seis de la tarde, abordamos la
camioneta repartidora que mi padre nos había mandado al rancho para ir a
visitar a la próxima curandera. Pepe, empleado nuestro, era el chofer asignado.
Poco más de dos horas después, algo mareados por tanta curva y pendiente en la
carretera, llegamos a las faldas del Cerro del Ciervo. Mi madre me describió un
letrero de madera en forma de flecha en el que se indicaba: “Ceremonia de Danza
de la Luna”. Ahí nos bajamos ella y yo. Mi madre se echó al hombro una mochila
con cosas útiles en su interior, puso una pequeña mochila en mis hombros y yo
la tomé de la mano y con muchas ganas la seguí. Mientras tanto Pepe emprendió
el camino de regreso a la ciudad.
A los pocos minutos de caminata me quité los zapatos y calcetines, pues quería
sentir la tierra ya que me resultaba incómodo caminar con algo en mis pies que
me separara de la tierra. Avanzamos cuesta arriba por una vereda durante unos 45
minutos. Poco a poco fuimos escuchando gritos fuertes y el sonido de tambores.
Al llegar a la cúspide mi madre me describió aquella escena, discretamente: “Son
como 30 o 40 mujeres, todas desnudas de la cintura hacia arriba, con el pelo
suelto. Visten una falda larga blanca con bordados coloridos, y todas parecen
bailar descalzas alrededor de un Fuego grande en el centro. Dos mujeres están
sentadas cerca del Fuego, en el interior del círculo y tocan tambores. Más allá
hay una casita hecha de varas de madera y una manta que cae en forma triangular
formando como un cono hacia abajo. Tras esta explicación, ella me dijo: “Vamos
a acercarnos hijo sin hacer mucho ruido para no interrumpir”. Y justo cuando
me dijo esta última frase, una mujer nos tomó de la mano a ambos y nos dijo en
susurros: “Bienvenidos, han llegado”. Le dio a mi madre una falda larga y le pidió
que se vistiera como las demás y que se integrara al grupo de danzantes. Le dijo
también que me llevaría a mí al “inipi” para que estuviera con varios niños. Me
52
C A PÍ TULO 9
condujo hasta el interior de ese lugar, en donde estaba más calientito que afuera,
y colocó una maraca en mis manos.
Me coloqué justo en la apertura de lo que esa mujer llamaba inipi, pues yo
era muy curioso y quería escuchar lo que hacían aquellas mujeres. De lo que
me perdí esa larga noche, por no ser capaz de ver hacia afuera, mi madre me lo
complementó con sus descripciones a detalle que con paciencia me narró después,
pues ella trataba de llenar cada vacío visual mío de situaciones importantes.
Una mujer, la más pequeña de todas, pero la más sabia de ellas, de más de
setenta años, piel tostada, y pies grandes y callosos que cuando golpeaban la tierra
todo se sacudía, tomó la palabra y todas detuvieron su danza nocturna. “Mujeres
guerreras de la Luna, dispuestas a sanar a la Humanidad, primero sanarán su
sexualidad y la fuerza a ustedes regresará”. Al terminar esa, y las próximas frases,
o más bien órdenes, todas coreaban con gran ánimo y fuerza: “¡Ahó!”. Yo, en
cada aho que escuchaba, sentía que todo mi cuerpo se estremecía. Para esos
tiempos yo aún no sabía nada de las energías, pero ahí podía sentir la energía de
aquellas mujeres en plena sanación sacudiendo todas mis células. “Los hombres
ya tuvieron su oportunidad, es la hora de nosotras las mujeres. Pero vamos a
cambiar al mundo desde la fuerza del amor, y nunca desde la venganza motivada
por el odio o el miedo. Que nuestras Aguas retomen su cauce, que nuestro Fuego
renazca, que nuestros Vientos se purifiquen y que la Madre Tierra nos nutra”. Se
oyeron los tambores y varios “ahó… ahó… ahó”.
Para entonces mi madre ya se había integrado totalmente a la ceremonia de
la Danza de la Luna, comandada por aquella anciana pequeña de estatura pero
de gran fuerza interna, la que seguramente era la Danzadora Luna. El tono de
la Danzadora cambió drásticamente, al principio tenía un acento militar, pero
ahora parecía contar un cuento misterioso. “Ninguna de ustedes conoce el poder
que reside en su matriz, regalo de Dios, recinto de creación, tierra que nutre
y germina semillas. Ocho de cada diez de ustedes han sido violadas, abusadas,
forzadas a entregar su flor. Su sexualidad ha sido lastimada, muchas han cedido
su voluntad, pero llegó la hora de recuperarla, por su bien y por el bien de la
humanidad. Ustedes vinieron al mundo no sólo para ser madres de sus hijos, sino
de toda la Humanidad. Su corazón se tiene que volver a abrir y salir de la coraza en
donde lo han metido. Pero sólo si sanan su sexualidad y recuperan su poder sexual
infinito, lograrán reencender su corazón. Dios te eligió mujer, mujer habrás de
ser con todo tu poder. Dios te eligió creadora, creadora habrás de ser con todo
tu amor. Cualquier ser humano que no sepa usar su poder sexual está muerto
53
DI A RIO DE UN S A NA D OR
54
C A PÍ TULO 9
55
DI A RIO DE UN S A NA D OR
56
C A PÍ TULO 9
Habían pasado casi tres horas desde que habíamos llegado, el fresco de la
noche se hacía presente, así que me puse la chamarra que traía dentro de mi
mochila. Las mujeres afuera, desnudas en la parte superior y descalzas, habían
comenzado a bailar, tanto para paliar el frío como para celebrar su sexualidad.
Mi visión sobre las mujeres cambió totalmente a partir de esa noche y comencé
a entender mejor lo que había sufrido mi madre, de modo que mi admiración
hacia ella creció aún más. Si bien no adivinaba quién había sido su agresor,
puesto que era pequeño para deducirlo, más tarde lo sabría y el rompecabezas
se completaría. Tampoco podía explicar, en esa época de mi vida, por qué mi
madre había salido llorando del cuarto cuando se habían encerrado con mi padre
después de haber platicado tan amistosamente en el portalito, aunque pronto lo
entendería. Lo cierto es que Verónica, aquella mujer de veintiún años, toda una
empresaria del Pan, el Cacao y la Yaca, fanática de las flores y la agricultora, ya
no era una simple madre para mí, era mi maestra, una gran guerrera, y me sentía
orgulloso de ser su hijo.
El golpeteo de los pies descalzos de las mujeres-casi-desnudas sobre el
suelo, en sincronía con los tambores, terminaron por arrullarme, hasta que caí
profundamente dormido. Unas horas después, cuando el sol salía, dos brazos
masculinos me cargaron. Era mi padre quien al terminar la celebración del
cumpleaños su madre había decidido ir hasta el Cerro del Ciervo por nosotros y
había llegado justo al terminar la ceremonia. Caminamos de bajada por el mismo
camino que tomamos para subir, entre el bosque. Mi padre iba adelante, me
llevaba cargado con mi cabeza reposando en su hombro, y mi madre lo seguía
detrás. Yo sentía a mi madre, caminando firme y sin miedos, detrás de nosotros.
En determinado momento sus pasos se detuvieron por unos momentos y por
primera vez pudo contemplar al ser alto, de penacho de plumas coloridas, entre
las ramas del bosque. Y, a diferencia de las otras veces, ella recibió un mensaje
de él y desde entonces supo que algo sucedería en nuestra familia que cambiaría
para siempre nuestros rumbos. Se quedó paralizada por unos segundos, pero
pronto retomó sus pasos.
Ya en la carretera, mi madre le contó a mi padre algunos pasajes de su
experiencia en la cima del Cerro del Ciervo, y yo les conté lo que había vivido, en
especial que había visto unos destellos del Fuego. Mi madre dijo entonces: “Hoy,
mi confianza en que Yao verá algún día es más grande que nunca. Él ya se curó de
la epilepsia, esa enfermedad de la ciudad, y estoy segura de que un día verá. Pero
eso será cuando Dios y el Universo lo quieran. Por lo pronto ya ve chispazos, tal
vez los de su Fuego interior, o los del fuego Exterior, pero él ya ve”.
57
DI A RIO DE UN S A NA D OR
58
Capítulo 10
Mis papás sentían que yo necesitaba socializar con otros niños, pues tenía ya
seis años y me había vuelto hiperactivo. Me despertaba antes que mi mamá y
me dormía siempre después de ella. Ella aprovechaba sus idas a las tienditas
de la zona para preguntar si otras señoras tenían hijos o hijas de mi edad. Mi
mamá, siempre habilidosa, pronto consiguió a otras dos mamás dispuestas a
juntar a sus hijos conmigo para jugar un par de veces a la semana. Lo que más
nos gustaba era trepar a la casa del árbol que mi papá me había construido por
mi sexto cumpleaños, era algo que yo deseaba mucho y él había cumplido mi
deseo. Pensando en mi condición, la construyó totalmente segura para mí, así
que también resultaba muy segura para los niños que sí veían.
Aún recuerdo con nostalgia esa casita, que el tiempo ha ido deshaciendo. Era
mi guarida perfecta tanto en mis momentos más felices, como en mis momentos
de mayor tristeza. Ahí me refugié cuando supe que mis padres se casarían,
recuerdo que le di muchas gracias a Dios por la decisión que ellos habían tomado,
la que me hacía muy feliz. Y ahí estuve pertrechado por más de cinco días después
de que mi padre fuera asesinado.
Mi papá seguía durmiendo en la panadería de miércoles a domingo. El
domingo llegaba en la tarde al rancho y se quedaba con nosotros hasta el
miércoles temprano. Se había vuelto más que un gran administrador de la
panadería, ya era un gran empresario. Le propuso a mi madre abrir una segunda
panadería al sur de la ciudad, zona que estaba creciendo mucho, y juntos lo
hicieron posible. Recuerdo que mi papá hizo coincidir todo para inaugurar la
Panadería La Polvorona No. 2 justo el día del cumpleaños 22 de mi mamá. Ese
día, dando un pequeño discurso frente a los invitados, colaboradores y clientes,
él se comprometió a abrir una nueva panadería en cada cumpleaños de mi mamá.
La Polvorona, con sus dos sucursales, se estaba convirtiendo en una marca muy
59
DI A RIO DE UN S A NA D OR
60
C A PÍ TULO 10
Y mira lo que son las Diosidencias de la vida, un buen día mi padre escuchó
tras la puerta de la cocina a dos colaboradoras de La Polvorona platicar acerca
de una dinámica que acababan de vivir con un chamán de nombre Don Ramiro.
Alcanzó a escuchar que ellas hablaban de una bóveda pequeña y oscura, a la que
entraban como 20 personas, que se calentaba a unos 40 grados y la cual les había
ayudado a liberar dolores contenidos desde su infancia. A él le pareció que ellas
describían casi exacto lo que él había estado soñando.
No le contó a mi madre, ni menos a mí, pero un día, desesperado con
sus pesadillas y por no poder dormir bien, decidió acudir con Don Ramiro,
temazcalero de tradición Náhuatl. Llegó sigiloso al lugar sin hacer ruido, y
detuvo la camioneta de la panadería a varias cuadras para que nadie supiera que
estaba ahí. Caminó por un pasillo estrecho entre dos casitas de interés social
hasta llegar al patio trasero de una casa, en donde se encontraban unas 15
personas formando un círculo alrededor de una fogata generada por hornillas de
gas y piedras volcánicas, de esas porosas que conservan muy bien el calor. Quien
guiaba la sesión era un hombre moreno grandote, pelón, de ojos verdes saltones,
que se movía intensamente alrededor de cada participante con una copalera,
limpiando con un sahumerio a cada uno. Apenas vio a mi padre llegar, dijo:
“Justo te estábamos esperando, quítate zapatos y calcetines e intégrate al círculo,
te vamos a limpiar porque nadie entra contaminado al útero materno”. Mi padre
se sorprendió, pero no pudo negarse a seguir sus instrucciones.
Aquel hombre pasó el incensario primero por la parte delantera del cuerpo
de Daniel, y después por la parte trasera, yendo de arriba hacia abajo, recorriendo
cada rincón y extremidad. Con unas plumas largas ventilaba las brasas para que
el humo se esparciera por su cuerpo y lo purificara. En su lenguaje, seguramente
Náhuatl, iba diciendo quedamente unas frases. Mi padre sintió el humo y el
calor, los cuales le calmaron un poco los nervios, aunque seguía temeroso pues
la oscuridad no había sido de su agrado desde la infancia, y menos estar tan cerca
de tantas personas en un espacio tan pequeño.
Después de haber limpiado a todos y todas, el temazcalero les explicó que
el temazcalli o casa de vapor era un método milenario de sanación corporal y
emocional, y que al mismo tiempo les permitía reconocer su poder espiritual en
ellos. Comentó que ahí dentro iban a enfrentar sus grandes miedos, a la oscuridad,
al encierro, al calor, a estar rodilla con rodilla con otras personas, pero sobre todo
a las visiones que tendrían dentro. Les dejó muy claro que el temazcal era muy
poderoso y escurridizo, que penetraría en la profundidad de sus pensamientos
y memorias para sacar a la luz lo que tenían que sanar, que no se resistieran
61
DI A RIO DE UN S A NA D OR
porque resistirse sólo haría que el temazcal se esforzara más por ayudarlos y
que eso a veces dolía. Les pidió que escucharan sus miedos, que estos sólo eran
consejeros que querían llamar su atención, y que mientras más pronto tomaran
conciencia del mensaje de sus miedos, más pronto esos temores se irían. Antes
de entrar agradeció a los cuatro rumbos y a sus protectores, este, oeste, norte y
sur, y agradeció a las “abuelitas”, esas piedras volcánicas que representaban la
memoria de la Madre Tierra, puesto que venían de sus entrañas, y cerró diciendo
que el temazcal no sólo representaba volver al vientre de la madre biológica, sino
al vientre de la Madre Naturaleza.
A los hombres les pidió que dejaran todas sus ropas afuera y se quedaran
en trusa, y a las mujeres les pidió que sólo se quedaran en calzón y con brasier.
Mi padre estaba temblando antes de entrar, así se lo confesó luego a mi madre y
ella a mí. Le tocó justo en medio de la fila y no tenía forma de detenerse puesto
que los de atrás sutilmente lo hacían avanzar, ya que los primeros y los últimos
ocuparían los espacios cercanos a la puerta de entrada. Estuvo a punto de salir
corriendo, pero su aversión a seguir sufriendo pesadillas e insomnio era aún más
grande que su incertidumbre. En su interior quería sanar, no sólo por él, sino
también por el amor que le tenía a la que pronto sería su esposa.
Antes de entrar a la cúpula, tan oscura como el abismo, se arrodilló y repitió
las palabras que un auxiliar de Don Ramiro le había indicado: “Me entrego al
temazcal con todos mis miedos y con todo mi amor, por mí y por todas mis
relaciones”. Adentro, ya unas personas estaban llorando, otras reían o contaban
chistes motivados por sus miedos que querían ahogar entre risas, y todos ya
comenzaban a sudar. Mi padre esperaba temeroso que la medicina no fuera más
fuerte que el dolor que llevaba por dentro.
Al principio mi padre se preguntaba cómo cabrían tantos en aquel espacio
cóncavo tan pequeño, de unos tres metros de diámetro por metro y medio de
altura. No quedaba más opción que apretarse, rodilla con rodilla, hombro con
hombro, con las piernas recogidas. En el centro había una concavidad, a la que se
refirieron como “ombligo”, en la que depositarían las “abuelitas” ardiendo recién
salidas del Fuego, y después verterían sobre ellas unas infusiones de hierbas para
producir un vapor que calentaría tanto el espacio, como los cuerpos.
Una de las claves de un temazcal, hoy ya las conozco mejor, es elevar la
temperatura hasta unos 40 grados centígrados, de tal manera que se provoque
una calentura natural que active el sistema inmunológico para expulsar virus,
bacterias, hongos y toxinas del cuerpo. Otra es lograr una oscuridad total para
que la visión se torne hacia dentro, para descubrir lo que duele y que se sane,
62
C A PÍ TULO 10
63
DI A RIO DE UN S A NA D OR
64
C A PÍ TULO 10
65
DI A RIO DE UN S A NA D OR
“Perdona, deja de culpar… ama, y déjate amar. Todo así tuvo que suceder…
todo así perfecto es. Dios te ama… tus padres te aman”, cantaba el temazcalero.
“Te perdono... me perdono. Te amo… me amo. GRACIAS por ser mi padre…
te honro. GRACIAS a Dios por elegirte como mi padre. GRACIAS a mi Espíritu
por elegirte como mi padre. GRACIAS a tu ejemplo nunca jamás he probado
una gota de alcohol”, decía Daniel en silencio y en medio de un llanto nostálgico.
La segunda puerta terminó, hicieron una pausa fresca y entonces aquel
hombre de poder, desde el interior, pidió más abuelitas a los hombres de afuera.
Nuevas piedras volcánicas al rojo vivo entraron y se inició la fase denominada la
tercera puerta. El calor se intensificó y Don Ramiro les pidió que agradecieran
todas las bendiciones que habían recibido en su vida. Les dijo que fueran
humildes para reconocer las enormes bendiciones recibidas del Universo, y
que mientras más agradecieran más bendiciones recibirían. Les recordó que al
Universo le gusta cumplirle sus deseos a aquellos que tienen lleno el corazón
de agradecimientos. A muchos, no acostumbrados a agradecer, a experimentar
realmente ese sentimiento tan hermoso que provoca la gratitud verdadera, esta
puerta los quebró en llanto, ese llanto que libera sentimientos atorados que
debían haber salido mucho tiempo atrás.
Luego de más abuelitas y de más calor, se dio inicio a la cuarta puerta. “Es
hora de crear, crear desde el amor, sin miedos, desde el corazón. Dios te ama,
tus padres te aman, has agradecido y abierto tu corazón, con esa confianza crea
desde el corazón”, dijo Don Ramiro entre sonidos del tambor que imitaban los
del corazón. Durante esa fase mi padre descubrió la causa de su gran miedo a
casarse con mi madre, pues por la forma como había juzgado a su propio padre,
tenía miedo de ser él miso un mal esposo. Creía que llevaba en la sangre el
mal comportamiento de su padre, y por eso temía formalizar su relación con
mi madre. Descubrió también que albergaba en su interior la creencia de que
ninguna mujer lo querría porque él era casi un asesino ya que había deseado la
muerte de su padre y que por eso había tomado a la fuerza lo que con amor debió
haberse merecido.
También en esa puerta visualizó toda una cadena de panaderías. Se sintió
un gran empresario, un gran esposo, un gran padre, un gran hombre, y así
lo proyectó en la oscuridad del temazcal siguiendo las instrucciones de aquel
hombre de poder: “Visualiza en tu interior grandes ideas y creaciones nacidas
del corazón, y proyéctalas en la oscuridad, la cual es tan sólo un lienzo vacío en
espera de tus proyecciones. La oscuridad cobrará vida con el color de tus ideas
creativas y amorosas”. Por fin, aquel viaje al interior del vientre caluroso, pero
sanador de la Madre Tierra, llegaba a su fin.
66
C A PÍ TULO 10
67
Capítulo 11
68
C A PÍ TULO 1 1
las colonias en donde él tenía sus panaderías, pero en cambio mi papá insistía en
abrir justo cerca de él para que la gente pudiera tener dos opciones y elegir la que
mejor la pareciera. Ninguna de las cinco actuales estaban en sus “dominios”, pero
Don Manuel ya sentía de cerca sus pisadas y no estaba acostumbrado a competir
sino a imponer.
Mi padre, por aquellas fechas en que yo tenía 9 años, comenzó a planear, a
escondidas de mi madre, abrir una nueva panadería justo frente a otra propiedad
del viejo panadero. Y al mismo tiempo planeaba la boda con mi madre. La boda
religiosa, que mi padre había convencido a mi madre de llevar a cabo, para darle
gusto a mi abuela aun cuando mi madre no la quería, se llevaría a cabo un día
de agosto, y desde ahí todos los invitados se irían al rancho a celebrar. Ambos
estaban más felices que nunca y todo estaba listo en ambos sitios, la iglesia y el
rancho. Mi madre, en casa de una de sus amigas y colaboradoras, se arreglaba y
peinaba, y de ahí se irían directamente al Templo de Santo Domingo. Mi padre
me pidió que lo acompañara a recoger el traje que había rentado y después fue
a arreglarse a La Polvorona No.1 en donde él, por cuestiones de trabajo, seguía
viviendo la mitad de la semana. Mientras él se bañaba y cambiaba yo me puse
a jugar con mis juguetes de antaño, que seguían en el mismo baúl en el que los
guardábamos cuando yo era niño. Mi madre, entre una actividad y otra, me había
entregado una cajita con los anillos de matrimonio y me pidió que le recordara a
mi padre que los llevara. Entre risas me dijo que no los podía olvidar, porque si
llegara el momento de entregárselos mutuamente en la iglesia y no los tuviera,
no se lo perdonaría.
Al terminar de arreglarse y perfumarse, mi papá me arregló a mí. Después
salimos corriendo de ahí y nos subimos a la camioneta último modelo que mi
padre había comprado recientemente, la cual había sido decorada con letreros
de “recién casados” y arrastraba latas. Una vez arriba de la camioneta mi papá me
preguntó si traía la cajita con anillos. Le respondí que no, que los había olvidado
adentro. Agaché mi cabeza en señal de vergüenza, ya que me lo había pedido
expresamente mi mamá. Él, dándose cuenta de mi pena, me revolvió el cabello
tratando de animarme para que no me sintiera culpable.
Se bajó a toda prisa porque ya era casi la hora de inicio de la boda y se dirigió a
la puerta de la panadería. Y allí, mientras maniobraba para abrir los tres cerrojos
que tenía aquella puerta, un hombre le disparó arriba de su oreja derecha,
causándole la muerte en el acto. Yo escuché el disparo y me sobresalté. No veía
qué estaba pasando, pero en mi interior sentía que era mi padre al que le habían
disparado. Comencé a gritar pero él no me respondió. Bajé de la camioneta y
69
DI A RIO DE UN S A NA D OR
por instinto llegué hasta donde su cuerpo yacía sin vida. Mis manos se llenaron
con su sangre que corría por la banqueta. Varias personas que llegaron al lugar
gritaban pidiendo auxilio, los sonidos de sus voces se confundían en mi cabeza y
muy pronto mi cuerpo comenzó a convulsionarse, lo que me llevó a vivir uno de
los ataques epilépticos más fuertes de mi vida.
Diez horas después desperté en el hospital. Lo pude haber hecho antes pero
no quería entrar en consciencia: la culpa era aterradora y paralizante, y en mi
cabeza me repetía: “¡Soy culpable de la muerte de mi padre. Si yo no hubiera
olvidado la caja con anillos él no hubiera vuelto y aquel hombre no lo hubiera
asesinado!”. Tenía pavor de sentir la presencia de mi madre y tener que explicarle
lo sucedido. Sufría por ella y sufría por mí en simultáneo. Era justo el día de la
boda y se suponía que debería ser un día mágico y no un evento trágico. Deseaba
con todo mi corazón que fuera una pesadilla, que sólo hubiera sido un ataque
epiléptico y que lo sucedido se hubiera creado tan sólo en mi imaginación.
Apenas moví una mano mi madre la sostuvo. Ella se acercó a mi rostro y
me dijo: “Ahora yo seré tu padre y tu madre. Nada nos separará nunca, querido
hijo. Sobreviviremos. Recordaremos siempre a tu padre con mucho amor. Lo
honraremos cada día de nuestras vidas”. Sentí que fingía su fuerza, pero su
fuerza me ayudó a recuperar un poco de la mía. Quería gritarle que yo había sido
culpable, pero no podía. Sentía que esa verdad me quemaba por dentro, pero
aún no estaba listo para gritarla; oportunamente me llegaría el momento para
hacerlo. En ese instante sólo pude decir unas cuantas palabras más: “Llévame al
rancho mamá, ya no quiero estar en la ciudad”.
Después supe que esa tarde, cuando ella ya estaba esperando en el atrio de la
iglesia, una tía de mi padre había llegado con la funesta noticia. Los allí presentes
no podían creer lo que estaba sucediendo. Mi madre, después de unos cuantos
minutos de silencio en los que pareció que el tiempo se detenía, había dicho:
“Él me lo dijo”. Nadie había entendido estas palabras, pero ella se refería a la
entidad espiritual de penacho, quien le había trasmitido este mensaje al bajar del
Cerro del Ciervo, cuando ella se había quedado paralizada por unos segundos:
“Él siempre estará con ustedes, pero no como tú crees”. Ella no lloró, no gritó,
no se tiró al suelo, y aún con el vestido de novia fue al hospital a asegurarse que
yo estuviera fuera de peligro. Después fue a la morgue a identificar el cuerpo y a
despedirse de la materia que quedaba del espíritu de mi padre y finalmente pidió
que lo incineraran.
Al día siguiente ella asumió el control de toda la situación. Llevada por Pepe
pasó por mí al hospital y me sacó de ahí pese a las advertencias que los doctores
70
C A PÍ TULO 1 1
le habían hecho sobre mi estado. Nos dirigimos a La Polvorona No. 1, donde una
empleada de aseo se encontraba limpiando los restos de sangre seca y adherida a
la banqueta. Mi madre llamó a todos los empleados y empleadas, impartió nuevas
instrucciones y nombró a un nuevo director. Mientras tanto, discretamente fui
a tomar la caja de anillos de matrimonio que había olvidado, y tomé también un
juguete para despistar a mi madre.
Uno de los empleados nos alcanzó en el camino de regreso a la camioneta y
le dijo algo en silencio. Y aunque él intentó que yo no me enterara, escuché sus
palabras gracias al afinado oído que compensaba mi falta de vista: “Jefa, Daniel
estaba planeando abrir la próxima panadería frente a una de Don Manuel. Por
eso todos aquí creemos que él lo mandó matar”. Mi madre no dijo nada, dio
media vuelta, me tomó de la mano y partimos de ahí. Pasamos a recoger las
cenizas de mi padre, todo su cuerpo hecho polvo cabía en una pequeña caja no
más grande que nuestras dos manos juntas. Al llegar al Rancho El Penacho mi
madre esparció las cenizas en varios árboles que mi padre había sembrado, y que
él había afirmado que serían muy grandes algún día y darían mucha sombra.
71
Capítulo 12
72
C A PÍ TULO 12
73
DI A RIO DE UN S A NA D OR
en la casita del árbol durante horas y allí lloraba, lloraba mucho. Contraje una
especie de alergia en la piel y había comenzado a rascarme tan fuertemente en los
antebrazos que en ocasiones me causaba gran irritación. A mis casi diez años, yo
era muy pequeño para entender que lo que vivía en mi corazón era una profunda
culpa. Tan sólo sabía que no me quería a mí mismo y eso me provocaba un dolor
enorme que se manifestaba en ataques hacia mí y en furia hacia los demás ante
cualquier provocación.
Un día, después de pelear con mi madre, en realidad por algo insignificante,
corrí a refugiarme a la casa del árbol. Allí me rasqué tan fuerte los brazos que
hasta sangre me saqué. Hoy sé que era para autocastigarme y para tratar de sacar
de mi cuerpo, mente y corazón esa dolorosa culpa que me estaba destruyendo.
Escuché que mi madre salió de la casa y que se fue a caminar entre los plantíos.
Caminó lejos, esperando que yo no la oyera, pero ni siquiera ella comprendía el
sentido del oído tan agudo que yo había desarrollado. Y allá, en la distancia, la
escuché llorar, con un llanto que primero trató de ser contenido, pero después
explotó en gritos de profundo dolor. Esos berridos me estremecieron de pies a
cabeza. Ella permaneció durante más de una hora en aquel lugar entre Palmas
de Cacao, y ahí sucedió lo que años después me contó. Se tiró al suelo, agotada
y adolorida. Sí, le dolía el cuerpo por tanto trabajar pero también para haberse
callado durante tanto tiempo el dolor por la muerte de mi padre. Además le
dolía de corazón mi ceguera, las tantas veces que yo había estado hospitalizado,
el hecho de que yo no podía ir a la ciudad y que viviera confinado en el rancho,
y ahora mi actitud rebelde que ella consideraba producto de la tristeza por
la muerte de mi padre. Y, en medio del dolor, le reclamó a Dios por haberse
olvidado de ella, haberse olvidado de mí y haber permitido que mataran al único
hombre que había amado en su vida.
Después la emprendió contra la mujer hermosa. Le preguntó a gritos por
qué no se había aparecido en más de dos años, le dijo que era un invento de su
imaginación y hasta la culpó por haberle hecho creer lo que los curanderos le
había dicho, que todo se podía curar, que yo volvería a ver, que el amor lo sanaba
todo, que yo sería sanador y que ella era una guerrera. En su rebelión ella gritaba
y lanzaba preguntas al aire: “¿Cómo va a ser él un sanador si no es capaz de curar
su ceguera? ¿Qué podrá hacer en la vida si no es capaz de superar la muerte de su
padre? ¿Va a ser un sanador desdichado o qué? ¿Cómo alguien me puede decir
que soy una guerrera del amor, si cargo tanto dolor en mi corazón?”.
Aquella noche me desperté sudando, fui hasta el cuarto de mi madre y me
metí entre las sábanas de su cama. La abracé muy fuerte, como hacía tiempo no
74
C A PÍ TULO 12
lo hacía. Lloramos juntos por un tiempo, no dijimos nada, fue una comunicación
silenciosa, hasta que nos volvimos a dormir.
Al día siguiente, como de costumbre, ella se fue puntual a las 8am a la
panadería y me dejó con la maestra. Al mediodía, mientras hacía inventario de
insumos en la bodega del patio en La Polvorona No. 1, una mujer vestida con un
atuendo indígena, de cabellera blanca pero aún joven, se le acercó sin hacer ruido,
tan sigilosamente que la espantó. Sus miradas se cruzaron por unos segundos y
de inmediato mi madre supo que era la mujer hermosa. Rodaron unas lágrimas
por las mejillas de mi madre y no supo que decir. La extraña mujer le dijo: “Dios
nunca te ha abandonado”, y le entregó un pedazo de papel café con una dirección.
Se dio la media vuelta y se fue.
Mi madre regresó a la entrada de la tienda y le preguntó a sus empleados si
habían visto entrar a una mujer de atuendo indígena con colores muy llamativos,
pero todos le respondieron que no. Sin embargo, en el corte cierre de cuentas del
negocio, al final del día, ella notó que había un faltante de dos panes de cubierta
brillosa. La dirección decía: “Felipón, Estación del 14, San Luis Potosí”. Entonces
mi madre comprendió que no había sido olvidada, y que la base de su fuerza
estaba en confiar en que Dios siempre estaba presente, así Dios se manifestara a
través de una mujer de mirada penetrante, en un ser de gran penacho visible o
en el mensaje de algún curandero. Entendió además que cuando su confianza y
su fe disminuían, su dolor aumentaba, se llenaba de miedos e incertidumbres y
su mente se nublaba impidiéndole tomar buenas decisiones.
75
Capítulo 13
“¿Y tú conoces San Luis Potosí, mamá?” le pregunté yo mientras ella preparaba
las maletas para emprender el viaje hasta aquel lugar semi desértico. “No, yo creo
que ni siquiera había escuchado sobre esa parte de México, pero si la mujer de
vestido blanco nos pide que vayamos hasta allá, pues hasta allá tenemos que ir”.
Yo, que confiaba totalmente en mi madre y hasta me emocionaba la oportunidad
de irme nuevamente de aventura con ella, le ayudé a preparar lo que pude de mi
maleta. En mi interior yo sabía que, al igual que ella, también tenía que sanar
mucho, y que esta podría ser una gran oportunidad. En realidad pensaba más
en sanar la culpa que cargaba por la muerte de mi padre que mi ceguera, pues
para mí la primera era mucho más dolorosa que la segunda. En ocasiones, las
condiciones emocionales duelen más que las condiciones físicas, y suele suceder
que las condiciones emocionales son las que originan las físicas.
Pepe, el chofer de las panaderías, manejó la camioneta que había comprado
mi papá, y en la que había aprendido a manejar mi mamá. Primero nos llevó al
Distrito Federal, en donde dormimos, y después condujo por más de ocho horas
hasta la Estación del 14. Dicen que preguntando se llega a Roma y así lo hicimos,
pues en aquel entonces todavía no existían los sistemas GPS que ahora todo el
mundo usa. Nos indicaron que teníamos que pasar San Luis Potosí capital, seguir
hasta Matehuala, de ahí rumbo a Real de Catorce, pero que en lugar de tomar la
vereda hacia este pueblo misterioso debíamos avanzar hasta cruzar las vías del
ferrocarril. Una vez llegamos allí, la gente del área nos fue guiando hasta dar con
la casa, o más bien con el tejabán de lámina del tal Felipón.
Nos dijeron que aquel hombre vivía tras una lomita, en medio de la nada,
puro desierto. Nuestra camioneta iba levantando grandes polvaredas y Pepe
se sentía cada vez más nervioso en tanto que mi madre permanecía firme, sin
quejarse y yo confiando en que algo muy poderoso nos guiaba. Les pedía que me
76
C A PÍ TULO 13
77
DI A RIO DE UN S A NA D OR
tú has vivido, sin saberlo, el privilegio de ver más hacia adentro que hacia afuera.
No creas que afuera hay más cosas hermosas que adentro. Tal vez eso lo has
creído porque los zombis que sólo viven de lo que ven hacia afuera te han hecho
creer que hay más belleza afuera que adentro. Ellos son los pobres de visión que
se distraen con lo exterior y se olvidan de lo interior. Que hermoso regalo te dio
Dios, poder ir de adentro hacia afuera, porque tú primero lograrás comprender
el interior para después ser capaz de entender el exterior. Así es como venimos
al mundo, nueve meses viendo hacia adentro, pero luego nacemos y pronto se
nos olvida. Deslumbrados con lo que hay afuera, nos olvidamos de la belleza
interior. Bienvenidos al Desierto, el que te despierta los sentidos internos para
que vuelvas a ser ciego, para que recuperes el privilegio de la introspección”.
En ese momento la mujer, que tal vez era su compañera, pareja o algo así,
preguntó: “¿Cómo andan de apetito? No tenemos mucho para ofrecerles, pero
siempre hay leche bronca de chiva”. Aunque nosotros no aceptamos ese extraño
ofrecimiento, nos invitaron a “pasar” a su patio. “Pónganse cómodos”, dijo aquel
hombre que era el motivo de nuestro largo viaje. Según mi madre me lo describió
después, un carretón de madera, de esos de los grandes cables de luz, hacía las
veces de mesa, mientras que cajas de refrescos y troncos de árboles viejos servían
de sillas. Además, unas telas rotas y sucias colgando de árboles parecían estar allí
para darles sombra en los días soleados, como era normal en esos territorios.
La mujer, directa y al grano, le preguntó a mi mamá que quién era el que
necesitaba medicina. Mi madre, con dudas, le respondió que tanto ella como su
hijo necesitábamos sanar algunas cosas que se nos habían acumulado a partir
de la muerte de mi padre. La mujer la interrumpió y, señalando a Pepe, le dijo:
“No olvides a aquel joven, es un burrito que ha venido cargando las emociones
negativas de muchos en su familia… él también necesita medicina”.
No sabíamos a qué tipo de medicina se refería la mujer, pero yo pensaba
que una verdadera medicina sería la que me quitara la gran culpa que sentía por
haber causado la muerte de mi padre, eso no me dejaba dormir, jugar, poner
atención a mi maestra, ni estar en paz con mi madre. Desde hacía más de un año
no podía disfrutar mi vida debido a los pensamientos que me atormentaban.
Felipón se acercó, le susurró algo en el oído a mi madre y juntos se retiraron del
lugar. A lo lejos escuché tres voces conversar. Sus pisadas se iban distanciando,
entonces supe que Felipón se había llevado también a Pepe.
Yo me quedé con la mujer, que me inspiraba confianza. Ella comenzó a
hablarme: “Yo me llamo Elizabeth, pero acá tus paisanos me llaman Bety. Yo
digo que soy la mujer de Felipón, pero él dice que sólo soy una arrimada; la
78
C A PÍ TULO 13
79
DI A RIO DE UN S A NA D OR
huelen los pedos, je je”. Y con esta última frase le entró un ataque de risa que le
duró varios minutos, lo que me impidió continuar con mis preguntas.
Yo visualizaba aquellos frutos que ella me describía, pero no lograba
imaginarlos, pues era difícil tan sólo escuchando aquella descripción. Pero todo
en mí se sentía tranquilo, no me nacía juzgarla de loca, al contrario, me hacía
querer escucharla más. Platicamos por más de dos horas mientras ella masticaba
algo que nunca me ofreció. Me habló de cómo acostumbraban a ponerle nombre
a cada chiva basándose en el parecido que le encontraban con cada visitante.
Así, una se llamaba Charly, otra Lucas, otra Valentín, y así siguió con cada una.
Y así supe que eran más de diez chivas. Me contó de un calendario antiguo de
trece meses que según ella era más exacto que el actual, así como la historia de
cómo habían decidido los Emperadores y Papas de la iglesia crear el calendario
gregoriano actual. La noté algo enojada con este tema del calendario, y en un
momento dijo algo así como: “Las mujeres de hoy ya no saben ni en qué día están
de su ciclo femenino, el calendario que usamos es un desmadre, antes la Luna nos
lo decía todo. Es una aberración que sean doce meses, casi todos más largos que
un ciclo lunar, por eso nos confundimos todas. Ahora ya nadie voltea al Cielo a
la ver la Luna o el Sol, nos distraemos con tantas cosas a nuestro alrededor que
nos hemos olvidado de nuestro interior y del Cielo”.
Le conté sobre las bases del Sistema Braille, de mi casita en el árbol, del Cacao
y la Yaca que sembrábamos y producíamos, y de las panaderías de mis papás.
No puedo asegurar que le interesaba mucho lo que le platicaba, a todo me decía
“ajá… ajá… ajá” en su acento único méxico-americano. Ella seguía haciendo algo
con sus manos y masticando, mientras fingía escucharme.
De pronto ella se levantó, me pidió que guardara silencio y se distanció un
poco. Escuché que sus pasos se alejaban y al cabo de unos minutos volvieron a
escucharse cerca, mientras yo me mantenía a la expectativa. El Sol comenzaba
a caer y se empezaba a sentir fresco. Ella se volvió a sentar junto a mí y me dijo:
“Fui a platicar con el Desierto y ya le agradecí los frutos que me dio para cenar
por ti. Me dijo que puedes pedirle cualquier cosa, lo que quieras, y que te lo va
a conceder si prometes cumplir lo que Él, el Desierto, te pedirá a cambio. Ten
mucho cuidado en caso de que aceptes el compromiso, porque el Desierto pide
cosas muy grandes a cambio de conceder deseos”. A ella le había cambiado el
tono de voz, ahora era más calmado, más solemne y no se reía ya de sus propias
palabras. Se agachó, me tomó por los hombros y dijo con fe: “Al Desierto le gusta
la gente valiente que pide con todas sus fuerzas”.
80
C A PÍ TULO 13
81
DI A RIO DE UN S A NA D OR
seres humanos parten de este plano se van al Viento Espíritu, y que es ahí donde
está él gozando. Que cuides a tu madre, que él la amó con todo su corazón y la
seguirá amando desde el Viento. Que le digas que cuando se encierra en su cuarto
a llorar, y prende una veladora para buscarlo en el Fuego, es justo cuando él se
hace presente para abrazarla. Dice que le digas a tu mamá que no es necesario
que cargue con el peso de ser tu mamá y papá a la vez, que sólo se enfoque en
ser mamá y que él seguirá siendo tu papá desde donde esté. También te pide
que nunca pienses ni digas que no tienes papá, porque él sigue siéndolo y sigue
presente”. La mujer guardó silencio y yo me levanté como tratando de abrazar al
Viento antes de que se fuera. Volví a sentir que me removían el cabello, y unos
segundos después todo pareció disolverse.
Me quedé de pie y me sentí ligero, sin anclas, como si me hubieran quitado un
bloque gigante de concreto de los hombros y la espalda. Unos minutos después
la mujer me trajo una manta y me acompañó a acurrucarme en un rincón de su
tejabán. Estaba agotado, no solamente por el viaje sino por la gran experiencia
que acababa de vivir. No sólo creía que había sido real, sino lo SABÍA real y lo
afirmaba como tal. El Desierto me había escuchado y me había respondido, a
través del Viento y a través de Elizabeth. Esos frutos de los que me había hablado,
seguro que eran los mismos que ella estaba masticando y ella había cenado frutos
de poder por y para mí. Lo único que estaba faltando, y pensando en ello me
quedé dormido, fue la pregunta: “¿Qué me pedirá el Desierto a cambio de haber
cumplido con mi deseo?”.
Cuando me desperté temprano al amancer, mi madre, Pepe y Felipón no
habían regresado. Bety andaba con las chivas dentro de unos corralitos hechos
de pedacería de tarimas de madera, costales de papas, láminas y lonas de vinil;
platicaba con cada una de ellas y les decía su nombre. Ella me vio a lo lejos, de pie
en la puerta de la casa del tejabán y se me acercó. Me extendió un vaso de plástico
con una bebida y me dijo: “Tómatelo, es tu desayuno”. Confié en ella y le di un
gran sorbo; sentí ganas de vomitar, pero me contuve; era leche babosa y caliente,
seguramente de las chivas. Ella me dijo riéndose: “Más vale que te la tomes, no hay
nada más aquí, además es muy buena y contiene todo lo que necesitas. Es mejor que
la leche de vaca que se toman en la ciudad, que está llena de hormonas, pesticidas y
antibióticos. Ahora a las vacas les dan medicinas hasta para que no se pedorreen, y
eso se lo come la gente, je je”. Y volvió a reír como ya era su costumbre. “Además a
las vacas las tratan muy mal las empresas lecheras, las mantienen encerradas, no las
dejan ni convivir con sus terneritos, mientras que yo a mis chivas hasta les canto.
No me quedaba otra opción, así que me la fui tomando poco a poco. Era muy
desagradable pero yo tenía demasiada hambre y las tripas me rugían.
82
C A PÍ TULO 13
83
DI A RIO DE UN S A NA D OR
que aquello tenía una piel rugosa y escamosa. Mi mente tardó un segundo en
saber que era una serpiente y me quedé paralizado. Antes de que yo comenzara
a temblar el Viento empezó a soplar y se hizo presente trayéndome una gran
calma y quietud.
Aquella mujer me dijo: “El viento está contigo y en cada momento de peligro
lo estará. No temas aceptar lo que te será dado, muchos lo piden pero a pocos se les
entrega. Tu compromiso es despertar y acariciar a la serpiente que llevas dentro
de ti y dejar que te posea. De aquí en adelante serás hombre serpiente, pero no
cualquier serpiente, sino una luminosa y con alas. Algún día lo entenderás, pero
cuando a nuestra serpiente le salen alas regresamos a nuestro origen”.
Había escuchado absorto el mensaje del Desierto mientras sentía que un
reconfortante Viento me rodeaba. No sentía miedo, me sentía en paz. Entonces
intenté volver a tocar a aquel reptil en mis piernas, pero ya no estaba. “No, ya
no está afuera, ahora vive dentro de ti. Tu compromiso, Hombre Serpiente
Alada, se te ha asignado, ahora ya sabes quién eres. El día que olvides quién
eres sufrirás, y sólo recordando que la fuerza de la Serpiente que vuela está en
ti, recobrarás la calma”.
En ese momento comencé a sentir un fuerte ardor en mis testículos. Toda
la zona genital estaba vibrante y caliente, así que llevé mis manos a esta región.
La mujer, que canalizaba al Desierto, cerró la sesión con estas palabras: “Ahí la
serpiente de luz se anidará esperando el día en que habrá de despertar. Pero a
partir de hoy nada será igual en tu vida. Comenzarás a ver lo que antes no veías,
comenzarás a sentir lo que antes no sentías, comenzarás a crear lo que antes no
creabas. Cuida mucho tus pensamientos porque ahora serás capaz de manifestar
lo que piensas, y cuida mucho tu corazón porque lo que sientas se proyectará
en la realidad”.
84
Capítulo 14
85
DI A RIO DE UN S A NA D OR
hacia arriba con los dedos de su mano, ejerciendo cierta presión, justo a lo largo
de la columna y me susurró: “Una Serpiente hermosa, una Serpiente alada y
luminosa. Una Serpiente a la que nunca deberás temer, aunque le deberás tener
respeto”. Sentí escalofríos por todo mi cuerpo conforme mi mamá recorrió con
su mano mi espalda y pude visualizar un destello de luz que subía de la base de mi
columna hasta la cabeza. Fue como una corriente de electricidad que encendía mi
espalda, como si fuera un gran foco. Mis manos se llenaron con un calor extraño,
sentía que vibraban, como si de ellas me saliera un Fuego tibio. Me nació llevar
mis manos a los ojos como queriendo compartirles algo de ese calor y sentí como
ellos se fueron calentando poco a poquito.
Mi mamá me acompañó a sentarme en una pila de cajas de refresco
y de inmediato todas las chivas vinieron a lamerme. Yo me dejé y me puse a
acariciarlas. Nos pusimos a platicar todos sobre temas cotidianos alrededor del
carretón de cable que hacía las veces de mesa, pues cada uno tenía sus razones
para evitar hablar sobre sus experiencias con el Desierto. Y fue entonces cuando
algo comenzó a suceder en mí. De repente comencé a ver un manchón de luz que
se movía lentamente frente a mí en medio del mar de negrura que normalmente
“veía”. Lo curioso es que ese manchón, de color desconocido para mí, se movía
siguiendo la ruta de la que venía la voz de mi madre; tal parecía que era una
proyección de ella. Jamás antes había visto nada, no tenía noción de los colores,
tan sólo de figuras, formas, texturas y distancias. Ahora veía un color que se
formaba con la mezcla del negro típico que siempre percibía y un toque de luz
que aclaraba el negro, color que luego supe que era el morado.
Fue muy extraño lo que me estaba sucediendo, pero estaba viendo un
color alrededor del cuerpo de mi madre. Y apenas me hacía consciente de lo
que estaba ocurriendo cuando una nueva sombra lúcida apareció siguiendo la
voz de Felipón. Estaba impactado, no podía decirle a nadie, temía que al decirlo
las visiones desaparecieran. Mis ojos se abrieron aún más y entonces capté una
tercera silueta que se movía, parecía que reflejaba la presencia de Bety. “¡Puedo
ver, puedo ver!”, pensé para mis adentros. Fue uno de los momentos más
emocionantes de mi vida.
Entonces me dediqué, en silencio, a seguir las siluetas de todos, a compararlas
en cuanto a tamaños y tonalidades. A los pocos minutos, una cuarta silueta de
un tono distinto apareció, era la de Pepe, quien se había ido a descansar en la
camioneta pero ahora volvía. En ese momento, sorprendido por lo que estaba
ocurriendo, pero callado para no alertar a los demás, llevé mi atención hacia mi
mano que era lamida por una chiva, y pude notar el color que desprendía el animal.
86
C A PÍ TULO 14
87
DI A RIO DE UN S A NA D OR
entonces murmuró: “Dice que por celebrar las bendiciones que el Desierto les ha
regalado no se olviden de honrar el compromiso que ustedes han asumido”. Todos
nos quedamos reflexivos por unos minutos y poco a poco el Viento se disipó.
Una gran esperanza llenaba mi corazón después de escuchar el testimonio
de Felipón. Mi madre dijo que era hora de irnos para que no se nos hiciera
de noche en el camino hacia la Capital. Nos despedimos de Felipón, Bety, las
chivas, el Desierto y el Viento, y partimos de ahí. A los tres o cuatro minutos
de haber tomado camino Pepe frenó intempestivamente. “¡Una víbora!”, dijo.
“Déjala pasar”, le pidió calmada mi madre. “¿Cómo es?” pregunté yo. “Primero
dinos de qué color es su brillo”, pidió Pepe. Yo, tratando de ponerle nombre a
lo que desconocía, “es como el que emiten mis manos, pero con más luz”. Pepe
interrumpió dirigiéndose a mi madre: “Usted es la encantadora de víboras,
descríbasela usted”. Yo fruncí el ceño manifestando mi curiosidad sobre este
apodo. “¡Ay Pepe, eres un chismoso! Yo tenía pensado hablar del tema con Yao en
su momento. Nada hijo, sólo que en el Desierto, durante la noche, se nos apareció
una serpiente. Felipón insistió en que yo le hablara, asumiendo que si andaba por
ahí era porque quería decirnos algo. Yo le hablé y pronto ella se fue”. Pepe, con
toda confianza, se metió en la conversación: “Felipón nos ayudó a entender que
toda creación de Dios tiene un lenguaje, que no porque los animales, las plantas,
el agua, el viento o el sol no hablen como los seres humanos lo hacen, significa
que no se comunican, pues ellos también tienen sus formas de expresarse. La
clave, como lo aprendimos en el Desierto, es abrir nuestras antenas para recibir
los mensajes de cada ser vivo que Dios creó”.
Yo seguía emocionado, tanto por lo que ahora veía como por lo que
escuchaba. Pepe estaba más interesado que nunca en esos temas mágicos, pero
reales. Mi madre estaba seria pero feliz, la sentía llena, plena, aunque meditativa.
Curioso, y tratando de profundizar, pregunté: “Mamá, ¿y qué te dijo la serpiente”.
Algo dubitativa, como tratando de guardar un secreto, mi madre respondió:
“Que algún día alguien aparecería en tu vida para activar tu Serpiente de Fuego
Interno de una manera muy poderosa, que te saldrían alas y volarías, y que yo
debería permitirlo, aunque me doliera”. Yo, ansioso por saber quién sería esa
persona, cuándo vendría y por qué le dolería a mi mamá, volví a preguntar:
“¿La Serpiente te dijo quién sería esa persona, cómo reconocerla y cuándo
ocurriría todo aquello? ¿Le preguntaste? ¿Y por qué podría dolerte a ti, mami?”.
Ella, buscando detener la conversación, respondió: “Los tiempos de Dios son
perfectos hijo, todo llegará en su momento, vive y disfruta cada momento de tu
vida sin pensar en lo que sucederá en el futuro”.
88
C A PÍ TULO 14
89
Capítulo 15
Sé que a algunos les podría parecer que yo era muy niño para vivir todo esto, y
es cierto que no lograba integrarlo todo conscientemente, pero mi inconsciente
sí lo absorbía todo y algún día habría de emerger para hacerse consciente. Mi
sanación avanzaba, no sólo física sino emocionalmente, y esta sanación iba a la
par con mi descubrimiento de la magia interna y externa. Poco a poco comprendía
que para cada dolor humano había una medicina mágica, energética o espiritual.
El Viento y el Desierto me habían quitado una gran carga de los hombros,
y mi fe en el “más allá” y en la magia se había reencendido. Ya no cuestionaba la
muerte de mi papá porque ahora entendía que él seguía vivo, y que desde donde
estaba también podía protegerme y guiarme, incluso más que antes. Comenzaba
a aceptar y entender que en realidad el ser humano pertenecía más al territorio
espiritual y tan sólo bajaba al terrenal de manera muy temporal. El Universo
estaba vivo, cada planta, cada animal, cada elemento era un gran maestro, y esto
se había convertido en un hecho irrefutable para mí. Mi confianza era absoluta en
que algún día vería formas y figuras en su totalidad, pero me había acostumbrado
a disfrutar la realidad interna que me construía con los sonidos y texturas del
exterior, a las que ahora se les habían sumado las auras o colores que desprendían
los organismos vivos.
Una tarde, después de haber pasado varias horas en la casita del árbol tocando
la maraca que me había regalado Luna la Danzadora en el Cerro del Ciervo, me
encaminé hacia la casa. A lo lejos pude percibir el aura morada de mi madre,
quien se balanceaba suavemente en una mecedora en el portalito, justo en el lugar
en donde siempre se sentaba a platicar con mi padre. Aprovechando la luz que
ella desprendía y tomándola como guía para dar cada paso, caminé con mayor
confianza que antes; incluso había ocasiones en las que ya no tenía que contar
los pasos ni usar señas colocadas en el camino. De pronto algo hermoso sucedió:
90
C A PÍ TULO 15
91
DI A RIO DE UN S A NA D OR
que a medida que comía más semillas su aura recobraba la luminosidad. Se lo hice
saber, y ella mencionó que desde que había probado el Cacao por primera vez
con Doña Gertrudis había sentido que este producto de la Naturaleza tenía un
poder intenso para calmarla, pero que ahora con lo que yo lo mencionaba, más fe
le tendría. Ambos comentamos que sería bueno buscar algún personaje de poder
que usara el Cacao como herramienta de sanación, para aprender más de este y
contarle a nuestros clientes. Y aunque hasta ahí llegó el comentario, pronto la
magia del Universo sucedería.
Estaba cumpliendo 12 años y para entonces ya me había hecho consciente de
que el color del aura que mi propio cuerpo despedía, y el de los demás, cambiaba
en diferentes estados emocionales y en diferentes espacios. Mi cuerpo desprendía
un color diferente cuando andaba en medio de los sembradíos que cuando estaba,
por ejemplo, dentro de algún auto, escuchando el radio en mi casa, o cerca de
la carretera. Me había vuelto muy curioso y de manera empírica fui haciendo
experimentos y aprendiendo que los espacios y las emociones alteran nuestro
estado interno y que al cambiar este el aura que proyectan los organismos vivos
era distinta. Así lo había notado con mi mamá y por eso era capaz de adivinar
con gran acierto su estado emocional. Notaba cuando Cristóbal había tenido un
mal día, cuando Pepe estaba peleado con su pareja o cuando Jorge, uno de los
agricultores del rancho, traía unas copas encima.
Yo seguía recibiendo mis tutorías caseras y mi madre me había agregado
una clase de agricultura por las tardes, así que no paraba durante todo el día.
Ella tenía la firme intención de que mi vida se enfocara en el rancho, la siembra,
cuidados, cosecha y venta de Cacao y Yaca; yo estaba de acuerdo, ya que ambos
sabíamos que no podría volver a vivir a la ciudad porque existían altos riesgos de
que la epilepsia volviera. Por las noches tomábamos Cacao juntos y cenábamos
algo ligero y saludable. Ella me platicaba cómo le había ido con las panaderías y
yo cómo me había ido en el rancho.
Un día ella quiso llevar unas bolsas de Cacao molido a las tiendas de la carretera
y, como lo hacía a veces, decidí acompañarla. Literalmente cargamos un burrito
con la mercancía y caminamos unos cuatro kilómetros. Aprovechábamos esas
ocasiones para recordar las grandes aventuras que habíamos vivido juntos con
tantos sanadores o chamanes; incluso mencionábamos mucho a mi padre, pero
lo hacíamos con mucho amor y gratitud. Ambos nos habíamos comprometido a
que siempre que lo recordáramos lo haríamos con una sonrisa en los labios. En
un par de ocasiones, mientras platicábamos de él, una luz blanca, que yo asumía
era la de él, apareció al lado de mi madre, y pocos minutos después se desvaneció.
92
C A PÍ TULO 15
93
DI A RIO DE UN S A NA D OR
94
Capítulo 16
Llegamos al rancho y los tres visitantes estaban fascinados con lo que veían,
parecían como cazadores de tesoros que acababan de encontrar una mina de oro.
Mi madre, que entre más confianza les tomaba más se emocionada, los invitó a
pasar a nuestra casa y luego de una breve conversación les ofreció obviamente
la taza prometida de Cacao. En la cocina, mientras se calentaba el producto, ella
tomó un palote, se hincó en el suelo y les dijo: “Las abuelitas oaxaqueñas dicen
que el Cacao se muele honrando a la Madre Tierra, porque apuntan su mirada a
la Tierra mientras trituran con el palo las semillas ya fermentadas y tostadas. Y
dicen también que el Cacao se toma venerando a Dios, porque al empinar la taza
para tomar hasta la última gota se eleva la mirada al cielo. De hecho dicen que la
parte del Cacao que se asienta en la taza contiene una grasita saludable”. Les ofreció
ponerle miel o azúcar, pero ellos dijeron que deseaban disfrutarlo tal cual, que ya
no les incomodaba su sabor amargo, porque en su esencia estaba su poder sanador.
Pedro dijo que él estaría eternamente agradecido con el Cacao porque le
había ayudado mucho en su camino espiritual y en su sanación emocional, y
nos contó cómo había descubierto el Cacao puro con los mayas en Quintana
Roo y Guatemala. También expresó su tristeza por la forma muchas empresas
comercializaban productos dizque con Cacao pero que en realidad eran puros
químicos, y que el chocolate comercial ni tenía ni ‘choco’ ni tenía ‘late’.
En ese momento, mientras tomábamos Cacao, comencé a notar que algo
estaba pasando con todas sus auras: sus colores se aclaraban, como que se
limpiaban, y era como si las impurezas que allí había se disolvieran. Me percaté
que la luz que emanaba a la altura de su corazón era la que primero se limpiaba y
de ahí le seguía la del resto del cuerpo. Fue muy hermoso ver aquello y comencé a
describírselo a ellos, que atentos me escuchaban. No puedo mentir que me sentí
especial, pues yo tenía una habilidad que nadie más tenía allí.
95
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Pedro me dijo: “Yo voy a durar fuerte y sano muchos años, soy vegano y como
muy saludable, además de que la Meditación y el Cacao me ayudan a mantenerme
en mi centro. Le prometí a mi hija que le duraría en buen estado hasta los 100
años y que cargaría en mis brazos a sus nietos, y lo que se le promete a los hijos
se cumple, je je. Pero si acaso me llego a sentir mal algún día dentro de muchos
años, vendré a buscarte porque para entonces tú serás todo un Sanador. ¡El Gran
Sanador Yao, quien sana limpiando las auras con Cacao! Se escucha bien, ¿eh?”.
Yo me sentí como un pavo real. Aquel hombre tenía el don de la palabra, hablaba
fluido y mantenía la atención de los demás, en particular la de mi madre.
Comenzó a ponerse el Sol y me quedé ahí decidido a escuchar las aventuras de
sanación que cada uno estaba narrando. Incluso compartí algunos aprendizajes en
el Cerro del Ciervo, en Coyoacán y en el Desierto. Cada historia que yo contaba
la complementaba mi madre y los visitantes estaban fascinados. Nos sentíamos
todos en confianza, aunque mi mamá se reservó mucho la información sobre
su proceso de sanación y sus aprendizajes, y en ocasiones me dio golpecitos
con su pie por debajo de la mesa para que no entrara en detalle sobre algunas
experiencias que habíamos vivido.
“¿Y por qué no hacemos aquí una Ceremonia de Cacao?”, dijo Pedro con gran
emoción. “Invitamos a sus trabajadores y con ellos completamos el círculo de
sanación que necesitamos… ¿qué opinan?”. Todos aceptaron de inmediato pero
esperaron la aprobación de mi madre. Ella aceptó e incluso les dijo que si querían
podían pasar la noche ahí, que las mujeres podían dormir en mi cuarto, que yo
dormiría con ella, y que Pedro podría dormir en el sofá.
Mi madre le pidió a Cristóbal que fuera encendiendo una fogata y le pidió
que invitara a la ceremonia a los demás trabajadores. Pedro le pidió a mi madre
una olla de barro, una cuchara de madera y buenas dosis de Cacao de su última
producción. Todo estaba listo y la magia estaba por comenzar.
Mi madre acomodó unos petates sobre el suelo, para que todos nos sentáramos
a ras de piso y estuviéramos confortables. Pedro no tenía intenciones de sentarse
y su aura daba vueltas en torno a la fogata. Primero nos explicó que había
aprendido a pedirle permiso al Sagrado Fuego antes de aprovecharlo en sesiones
de sanación y para calentar el Cacao. Después dio más vueltas y nos contó sobre
sus primeras veces tomando el “Cacao Ceremonial” como él le denominaba. Nos
contó que él había aprendido de pueblos originarios que cada planta tenía un
Espíritu y que la clave para entender el propósito de cada planta en la Naturaleza
era escuchar su Espíritu. Aseguró que él había tenido muchos diálogos con el
Espíritu del Cacao y que este le había revelado que su propósito era ayudar a cada
96
C A PÍ TULO 16
97
DI A RIO DE UN S A NA D OR
98
C A PÍ TULO 16
Era obvio que Pedro ya estaba acostumbrado y tal vez por eso reveló sus
verdades fácilmente, pero los demás no lo estábamos así que nos quedamos
mudos por unos minutos. Me había sido fácil decirles lo que veía en ellos y sus
energías, pero a mí también me daba un poco de miedo revelar lo que estaba
sucediendo en mí. Entonces, motivado por una fuerza extraña interna que
hacía expandir mi aura, me levanté lleno de valor y dije: “Fueguito, yo también
te voy a confesar una verdad que nadie sabe, bueno, sólo el Desierto que me
ayudó a sanarla. El asesino de mi padre aprovechó cuando él intentaba abrir las
cerraduras de nuestra casa en la ciudad para dispararle en la cabeza. Eso muchos
lo saben, pero lo que nadie sabe es por qué mi papá había regresado a la casa
después de que ya estábamos dentro de la camioneta, listos para partir a la iglesia.
Él volvió porque yo había olvidado en la casa los anillos que mi madre nos había
dado”. Había un gran silencio alrededor, pero mi conversación era con el Fuego
y no con ellos, así que continué: “Por muchos meses me sentí responsable por la
muerte de mi padre, lloré en incontables ocasiones en la casita que mi papá me
construyó en el árbol, e incluso llegué a pensar en quitarme la vida para irme a
su lado y poder pedirle perdón. Pero en el Desierto pude entender que yo no
era responsable de su muerte, sino que su Espíritu ya lo tenía planeado así. Así
que hoy libero esta verdad que cargaba en mi corazón, hoy GRACIAS al Cacao
y al Fuego la suelto…” Y los presentes exclamaron “¡ahó, ahó, ahó!”. Me senté al
lado de mi madre, ella extendió su mano, me dio un apretón en la pierna y en voz
bajita me dijo: “Eres un hombre fuerte, me siento muy orgullosa de ti”.
Luego los demás comenzaron a levantarse uno tras otro. Aurora le reveló al
Fuego que ya no amaba a su esposo, que en realidad nunca lo había amado, que
estaba con él por interés en sus posiciones políticas. Miriam sacó de su pecho
su gran verdad oculta, que sentía que le oprimía el pecho y no la dejaba vivir en
paz, pues llevaba ocho meses en una relación con un hombre casado, y se sentía
muy mal con ella, con él, con los hijos de él y con la legítima esposa de su amante.
Cristóbal compartió, desde lo más profundo de su corazón, que tenía un hijo que
nunca había reconocido, que sabía perfectamente que era de él pero que nunca se
había hecho cargo. Lloró, lloró mucho frente al Fuego. Otro de los trabajadores
dijo que era hora de tener el valor de contar que él, a pesar de lo que muchos
creían, era hombre muy imperfecto y que maltrataba mucho a su esposa, sobre
todo cuando bebía. Otro confesó que había forzado a su novia a abortar. Otro
más aceptó que había estado robando materiales de la maderería de su papá para
construir su casa.
En el círculo en torno al Fuego nadie juzgaba, nadie podía lanzar piedras
porque todos teníamos verdades ocultas por revelar. En ese ritual de amor y
99
DI A RIO DE UN S A NA D OR
honestidad todos escuchábamos sin juicios y eso era hermoso. Y es que para que
alguien acepte sus verdades es necesario que viva en un entorno de confianza y
no-juicio. Es así como todas las familias deberían vivir.
Sólo faltaba una persona por revelar sus verdades, mi madre. El silencio que
le siguió al discurso del último de los trabajadores tenía la intención colectiva de
invitar a pasar a mi mamá. Ella, tomándose su tiempo, y seguramente pensando
bien en las palabras que diría, se levantó lentamente. Pronto pude ver su aura
nítida y expandida en el centro del redondel de auras. Su voz interrumpió el
silencio y abrió aún más nuestros corazones: “Fui violada agresivamente hace
unos 12 años, fue una Noche de Reyes en plena oscuridad como a eso de las once
de la noche. El hombre era alto y fuerte, y llevaba puesto un pasamontaña. Mi
dolor físico fue grande, pero el dolor emocional fue inmenso. Por unos meses me
sentí perdida, casi loca, desvariaba. Cuando murió mi abuela, quien me mal-cuidó
desde que nací, fui al río seco detrás de la ciudad y traté de abortar. Una mujer
del mercado me vendió un brebaje muy fuerte para ese propósito, pero yo, para
asegurarme, casi dupliqué la dosis. Pero en lugar de abortar, el brebaje me hizo
tener visiones de un paisaje hermoso, de una cascada y de un ser gigante formado
de hojas y con un gran penacho. Entonces me sentí renacer y recapacité, acepté
ser madre, traer al mundo a un ángel, a ese ser hermoso que es mi hijo. Tiempo
después, gracias a una regresión que me hizo una mujer llamada Gertrudis, pude
descubrir que los ojos de quien me había violado eran los mismos de quien fue mi
compañero de trabajo por varios años, esos ojos eran los de Daniel. Mi terapia
y sanación consistió en perdonar, pero sobre todo agradecerle a él por haberme
dado este gran regalo”. Yo escuchaba en silencio, meditando cada palabra de mi
madre, no estaba sintiendo dolor o tristeza al descubrir que yo provenía de una
violación, sentía compasión por mi padre, también por mi madre, y a ella la veía
como una heroína.
“No sólo perdoné de corazón a Daniel, sino que posteriormente me enamoré
de él. Poco a poco pude comprender que las circunstancias de vida que él había
vivido lo habían obligado casi a ser como fue; y que si yo hubiera vivido lo que
él vivó, yo también habría hecho lo que él hizo. Él supo compensar su error, y
Dios le dio el tiempo suficiente para hacerlo en vida. Hoy, le confieso al Fuego
mi violación, le confieso al Fuego mi intento de aborto y le confieso al Fuego
mi amor hacia él. También hoy, ante el Fuego sagrado, acepto y declaro que
ahora desde el más allá él será mi gran aliado espiritual, porque lo siento cerca
todo el tiempo. Apenas cierro los ojos y ahí está. El mismo Yao ha percibido su
aura junto a mi cuando me siento en el portalito a ver la puesta de Sol. Pero,
al mismo tiempo, lo suelto como hombre terrenal, como pareja, como amante,
100
C A PÍ TULO 16
como novio. Le declaro al Fuego que tengo toda la intención de abrir mi corazón
nuevamente para algún hombre de grandes intenciones que Dios me envíe. Soy
amor, quiero volver a amar y quiero volver a ser amada”. Y mi madre se mantuvo
en silencio frente al Fuego durante un par de minutos más.
Cuando ella volvía a su lugar, Pedro dijo unas palabras que jamás olvidaré:
“Es hermoso escuchar a un ser humano hablar desde el corazón. Cuando alguien
habla desde el corazón se convierte en un gran maestro o maestra, y por eso
todos a su alrededor debemos de escuchar… y aprender”.
El círculo se volvió a completar al sentarse mi madre, y entonces Pedro dio
las próximas instrucciones: “Ahora nos quitaremos todos los zapatos y calcetines,
para tocar la tierra con las plantas de los pies; colocaremos también nuestras
manos directamente en la tierra, y al hacerlo nos recargaremos de energía, amor
de la Madre Tierra materializada en vida para nuestras células. Cierren todos sus
ojos, respiren profundo por su boca abierta y visualicen una luz blanca que sube
desde el centro de la tierra a la superficie. Una vez que vean claramente la luz
blanca en la superficie, justo tocando sus glúteos, la succionarán con su ano y con
su zona genital apretándola muy fuerte. La luz blanca subirá por todo su cuerpo
serpenteando su columna vertebral hasta llegar a su cabeza y ahí estallará en dos
alas blancas hermosas”. Para que no quedara ninguna duda repitió verbalmente
las instrucciones, haciendo mucho hincapié en sincronizar nuestra respiración
intensa con la visualización de la ascensión de la luz. Y cada uno, con mucha
confianza en la sabiduría de aquel hombre, comenzó a hacerlo.
Nos fue induciendo a acelerar nuestra respiración y sobre todo a intensificar
la exhalación. Yo podía ver columnas de luz que subían desde la superficie de la
Tierra hacia sus áreas genitales, de ahí hacia su estómago, luego a su corazón y
a su cabeza atravesando por su garganta. Tengo que confesar que yo no pude
hacer la dinámica completa porque cuando mi atención se centró en la luz que
desprendía mi madre, algo muy extraño le sucedió. Conforme su respiración
se volvía más agitada y Pedro los motivaba a todos con su voz fuerte para que
elevaran la luz de la Madre Tierra hasta su cabeza, comencé a percibir una
luz dorada que salía del área de la matriz de mi madre y subía por su columna
vertebral. Literalmente parecía una culebra de luz que le recorría todo su cuerpo
justo por el medio y, al llegar a su cabeza estallaba en dos grandes alas.
Al cabo de unos minutos de intensas respiraciones, incluso de algunos gritos
liberadores, Pedro les pidió que abrieran sus brazos y que le enviaran luz de amor
a sus seres queridos, incluso que le mandaran luz a quienes no querían tanto. Fue
hermoso lo que pude ver: cada persona, afinada con la ayuda del Cacao, llena de
101
DI A RIO DE UN S A NA D OR
102
C A PÍ TULO 16
103
Capítulo 17
Y fue así como comencé a sanar a otros percibiendo su aura. Les ofrecía Cacao y
les pedía que le revelaran al Fuego sus verdades, verdades que llevaban atoradas
haciéndoles daño por tanto tiempo. En temas de aura y emociones los demás
parecían ciegos, pero yo podía ver mucho. Mis primeros pacientes fueron las
esposas de los trabajadores del rancho. Yo había descubierto que cuando ellas
le soltaban al Fuego verdades poco profundas, pretextos mentales o historias
de poco peso emocional, el aura se mantenía pálida y restringida. Pero cuando
soltaban las verdades profundas y de alto contenido emocional, sobre todo
aquellas de cuando eran niñas o adolescentes, entonces sus auras se expandían y
ellas avanzaban hacia su sanación. Mi papel consistía en facilitar la afluencia de la
fuerza sanadora de sus revelaciones: “No, esa no. No, esa tampoco, siga buscando
y revelando señora. No, vaya más a profundidad, que no le dé pena ni miedo,
yo no juzgo y menos lo hace el Fuego… Esa sí, esa, hable más de eso, cuéntele la
historia completa al fueguito”.
Las señoras después comenzaron a traerme a sus amigas y, por sugerencia
de mi madre, coloqué una canasta para que cada persona colocara su donación
voluntaria si sentía que la sesión le había servido para la expansión del aura a
partir de la revelación de verdades. La voz se comenzó a correr en los pequeños
pueblos aledaños y eventualmente llegó hasta a la ciudad, de donde también
comencé a recibir pacientes. Ese se convirtió en mi primer trabajo formal, aunque
desde pequeño había trabajado en el rancho ayudando en lo que podía. Atendía a
unas diez personas a la semana y me ganaba un buen dinerito al mes. Me sentía
realmente orgulloso de hacer algo que generara tanta sanación pero también
de poder contribuir a la economía familiar. Un día le prometí a mi madre que
cuando fuera más grande la iba a sacar de trabajar de las panaderías y yo la iba a
mantener con mi trabajo.
104
C A PÍ TULO 17
Con los meses construimos, con ayuda de los trabajadores, una planta
para el procesamiento del Cacao y la Yaca, y a unos ochenta metros de la casa
un “consultorio” rústico, hecho de cuatro pilares y tres paredes de adobe. Le
pusieron un techo de ramas caídas en el otoño las cuales sostenían unas tejas,
y una fachada abierta al aire libre con acceso a la fogata en donde calentaba el
Cacao y en donde afloraban las verdades. Los pacientes y yo nos sentábamos en
petates a ras de suelo, ahí les leía el aura con la que llegaban, les daba el Cacao,
hacíamos el ritual, y les contaba cómo estaba su aura luego de aquel proceso.
Mis pacientes eran mucho más mujeres que hombres. Parecía que los
hombres no creían que un niño de doce años, que les daba “chocolate” (como
muchos decían) les pudiera ayudar a sanar. Pero de vez en cuando llegaban
algunos hombres cargando dolores muy fuertes, con el aura totalmente
reprimida, llenos de culpas y miedos, y en su momento estallaban en llanto y
liberaban el dolor sostenido. Era muy común que algunos hombres vomitaran,
puesto que habían contenido, como “buenos machos”, su coraje, tristeza o dolor,
y al liberar las verdades el cuerpo aprovechaba para liberar las emociones tóxicas.
Yo siempre les decía, tanto a ellos como a ellas, que no reprimieran los sistemas
de purificación que Dios y la Naturaleza les habían dado, tales como el llanto, el
sudor, el vómito, el temblor o la diarrea.
Algunas madres me llevaban también a sus hijos, sobrinos o nietos, y
resultaba que la mayor parte de las verdades que soltaban al fueguito estaban
basadas en emociones o responsabilidades que habían absorbido de sus propios
papás y mamás. Llegaban introvertidos, callados, con su aura casi apagada, pero
cuando aceptaban sus dolores y los confesaban en la intimidad de aquella covacha
frente al fuego, se producía un renacimiento hermoso del que yo era testigo, al
percibir su aura engrandecida y escuchar su voz firme y fluida.
Al cabo de un año en el oficio me comenzaron a decir Yao el niño del Cacao,
o Yao el niño curandero. Yo seguía estudiando en las mañanas con una tutora y
dedicaba buena parte de la tarde a atender a las personas. Recuerdo perfectamente
una noche en que me dio una gran fiebre, estuve vomitando y con diarrea por
horas. Al principio creíamos que era por algún alimento que me había caído mal,
pero como la fiebre y la descarga persistían, mi madre fue a buscar a Gertrudis,
pues algo le decía que ella me podría ayudar. Unas horas después de haber salido
de casa llegó con esta mujer de mucho poder, a quien yo no recordaba, puesto
que era muy niño cuando mi madre la visitó conmigo en brazos. Mientras ellas
llegaban Cristóbal se había ofrecido para cuidarme y seguía poniéndome telas
húmedas de agua fresca para controlar la alta temperatura que tenía.
105
DI A RIO DE UN S A NA D OR
La mujer apenas me vio dijo: “Ah caray, el niño mocoso que conocí envuelto
en una sábana se ha convertido en puberto. Y, por lo que me cuenta su madre,
es un Sanador”. Puso una de sus manos en mi frente y la otra en mi estómago,
el cual comenzó a moverse con intensidad al sentir la mano de aquella mujer.
Ella se mantuvo callada y con los ojos cerrados por unos minutos, parecía que
tenía un diálogo con mi cuerpo. Entonces, esbozando una leve sonrisa, dijo:
“Pues bien, este niño lo que tiene es una gran intoxicación de bichos, emociones
y energías que ha absorbido de sus pacientes. No has aprendido a blindarte y
todo Sanador tiene que hacerlo, porque de lo contrario te comes la mierda de
los que te visitan. Estar rodeado de Naturaleza te ha salvado la vida, pues esta se
ha llevado mucho de lo que se libera en tus sesiones. Si no fuera así ya te habrías
petateado. Pero necesitas cuidarte mucho más para que nos dures como Sanador,
porque si ya has ayudado a decenas de personas a tu corta edad, estás destinado a
ser un gran hombre de poder. De aquí en adelante siempre que estés en terapia
con alguien te pondrás una piedra de obsidiana negra en el ombligo y la sujetarás
con un cinturón tejido con hilo de algodón rojo, que llevarás alrededor de tu
cintura. Nada de los demás penetrará por tu ombligo, puerta por la que se cuelan
bichos, emociones y energías de los demás. Y mientras las personas a quienes
ayudes estén echando fuera toda la basura que traen cargando, tú te visualizarás
en un gran huevo dorado que nada lo penetra. Y, para blindarte bien, pondrás
un jarrón de cristal con agua hasta la mitad y un cirio prendido en tu espacio de
sesiones, eso te ayudará a trasmutar las energías que floten a tu alrededor”.
Ella sacó unas hierbas de un morralito que traía y le pidió a mi mamá que las
hirviera y que me diera un té de esa planta cada media hora. Y con gran seguridad
le dijo que en unas horas yo recuperaría la fuerza y el semblante. Antes de irse
le di las gracias, la tomé de la mano y le dije: “Su aura es de color violeta, pero
algo le pasa a su pie derecho”. Ella respondió: “Gracias hijo, me da gusto conocer
el color de mi aura, y sí, en ese pie derecho vengo arrastrando a mi amante,
un pinche borrachito que escogí, idéntico a mi papá, nada más que no puedo
soltarlo porque es muy bueno en la cama el condenado, je je. Pero con lo que
me dices, no vaya a ser que se me desaparezca el aura en el resto del cuerpo y
entonces la que se va de este mundo soy yo. Ni hablar, veo que es momento de
decirle adiós a Chuy mi amante”.
Mi mamá me dio el primer té y le dejó encargado a Cristóbal, su hombre de
mayor confianza en el rancho, que me lo siguiera dando cada media hora, para
ella poder llevar a Gertrudis a su casa. Fue justo ese día, en que ella volvía de dejar
a aquella mujer, cuando la secuestraron. Un día terrible para ella y para mí, pero
al que hoy le guardamos gratitud. Sabes, a lo largo de mi vida fui aprendiendo
106
C A PÍ TULO 17
que la mejor forma para sanar algo del pasado no es el perdón, sino la gratitud, la
gratitud es la madre del perdón, la gratitud es tan grande y poderosa que integra
al perdón. La gratitud proviene del entendimiento y la humildad, en tanto que el
perdón te coloca en una posición de juez que a nadie le hace bien.
Tres hombres, enviados por Don Manuel, secuestraron a mi madre. No
querían hacerle ningún daño ni querían robarle nada material, pero le expresaron
su intención de defender los negocios de Don Manuel. Aunque apenas estuvo unas
pocas horas retenida, y no fue agredida sexualmente, el impacto psicológico fue
muy fuerte. Aquellos hombres fingieron reparar la carretera a unos kilómetros
de la entrada del rancho. Mi mamá tuvo que detenerse y entonces la emboscaron.
Dos hombres la amordazaron, se subieron a su camioneta y la llevaron a una
vereda cercana muy poco frecuentada. El tercero manejó el carro en el que ellos
habían venido. Allí, aquellos mercenarios, vistiendo unos paliacates que les
tapaban la mitad del rostro, la amenazaron. Don Manuel sabía exactamente en
donde golpear psicológicamente a mi madre de la manera más contundente.
El mensaje que le dieron fue claro: “O cierras las panaderías o a la próxima
vez te violamos”. Soltaron a mi madre y arrojaron sus llaves al monte. Ella tardó
media hora en encontrarlas, tiempo suficiente para que ellos se perdieran entre
las veredas. Antes de encender la camioneta mi madre lloró, berreó, gritó y golpeó
todo lo que tuvo a su alrededor, buscando vaciarse del dolor inmenso que sentía.
“Ya basta, ya basta… ¿Por qué a mí? ¿Por qué otra vez? ¿Cuándo va a parar tanto
sufrimiento?”. Cuestionó a Dios, se culpó a sí misma por haber continuado con
la expansión de las panaderías, culpó a Daniel por sus intenciones de competir
contra Don Manuel, y maldijo con todas sus fuerzas a ese hombre al que sentía
como el gran villano de su vida.
Mi madre sabía que yo estaba sólo puesto que esa noche Cristóbal tenía
un compromiso y no se había podido quedar sino hasta las seis de la tarde.
Comenzaba a oscurecer y ella sabía que tenía que volver sin pérdida de tiempo.
Regresó a la casa con su aura gris y opaca, y supe que algo grave le había ocurrido,
pero se encerró en su cuarto evitando que la cuestionara. Aunque no podía verla
despeinada, con sus ropas rotas, descalza y con el rostro lleno de lágrimas, su
aura me lo dijo todo.
Quise ofrecerle ayuda, sabía cómo hacerlo, pero sentí que ella no quería
ayuda hasta haber tomado las decisiones necesarias. No pude dormir en toda la
noche. Esperaba que saliera en algún momento para volver a explorar su aura,
pero nunca lo hizo. Escuché ruidos fuertes al interior del cuarto, pero no me
atreví a llamar a su puerta. Sabía que algo grave le había pasado, pero también
sabía que tenía que respetar su proceso de liberación del dolor.
107
Capítulo 18
108
C A PÍ TULO 18
109
DI A RIO DE UN S A NA D OR
110
C A PÍ TULO 18
111
DI A RIO DE UN S A NA D OR
112
Capítulo 19
113
DI A RIO DE UN S A NA D OR
114
C A PÍ TULO 19
Ella tomó la palabra nuevamente: “Me refiero al animal muerto que se acaban
de comer, su piel, sus bocas, hasta sus cabellos huelen a ese animalito muerto,
y tantos otros que se habrán comido en días recientes. Bueno, este muchacho
huele más a muerto que ustedes dos”, e hizo referencia a Pepe. “Muchos dicen
que son carnívoros, pero en realidad son necrófagos, se comen los cadáveres
de animales… ¿o qué es lo que se comieron hace un rato?”. Yo me sacudí con
sus palabras, jamás me había puesto a pensar en lo que comíamos en realidad,
pero ella tenía toda la razón, y aunque mi madre y yo después de la visita a Don
Arteago comíamos mucho menos “animalito muerto” que antes, a veces aún lo
utilizábamos como alimento.
“El cuerpo del ser humano no está diseñado para devorar animales. Yo no
veo que Dios nos haya dado pezuñas para cazar, dientes de sable para desgarrar
carnes y cartílagos, jugos gástricos más fuertes e intestinos más cortos. Nuestros
intestinos miden alrededor de siete metros y la carne animal que pasa por ellos
pronto se echa a perder e intoxica el cuerpo. Es por esto que obviamente ustedes
pueden estar enfermos, inflamados o intoxicados, y con las arterias tapadas. La
mayoría de la gente que come animal muerto las tiene, pero se pueden limpiar
dejando de comer muerte e ingiriendo pura vida. Antes la leche, el yogurt, la
mantequilla, los helados y los quesos venían de vacas libres y felices, pero hoy
vienen de vacas maltratadas, mal alimentadas y llenas de medicamentos y, por
si su cadáver no fuera ya terrible para nuestro organismo, le sumamos todos
estos químicos y emociones negativas. Nos convertimos en lo que comemos, y si
comemos muerte comenzamos a morir”.
Pepe interrumpió como queriendo retarla: “Pero las frutas y las verduras
que nos comemos también están muertas, al cortarlas se mueren, también nos
comemos cadáveres de manzanas y de zanahorias, ¿no?”. Ella aprovechó para
agregar más información: “Pues no señor calaca-andando, cuando un animal
muere, en su interior, se activan mecanismos de destrucción, se desarrollan
levaduras, mohos, bacterias y hongos programados para consumir internamente
al animal. Así que lo que te comes es un cadáver junto con sus mecanismos de auto
destrucción, que terminan destruyéndote a ti. Las frutas, las verduras, las semillas,
los cereales, las raíces y las algas, en cambio, tienen sistemas de preservación de
vida que duran varios días y a veces mucho más; ellas pueden acumular oxígeno
y energía en su interior, así que lo que comes es vida, no muerte”.
Yo estaba escuchando todo eso y lo dibujaba en mi mente. ¿Quién era esta
mujer que nos aleccionaba sobre nuestra forma de comer de una manera tan
puntual y concreta? Pepe, ahora con un poco más de confianza en Miranda,
115
DI A RIO DE UN S A NA D OR
116
C A PÍ TULO 19
117
DI A RIO DE UN S A NA D OR
118
C A PÍ TULO 19
una sopa de habas, o envueltos de garbanzo molido. No nos daban nada de cenar
más que agua con menta y un toque de vinagre de manzana. Al principio nos
quejábamos un poco porque nos teníamos que ir a la cama sin nada consistente
en el estómago, pero después, al notar que dormíamos mucho mejor y que nos
despertábamos con más fuerza, comenzamos a agradecerlo.
Los primeros días fueron un poco difíciles, con algunos dolores de cabeza,
mareos, cierta ansiedad por el hambre, incluso algo de enojo hacia la Tía
Miranda. Ella decía que esto se debía a que nuestro cuerpo estaba sacando lo
muerto y renaciendo, que estaba purificándose, que dejáramos de quejarnos y
que disfrutáramos el proceso de recobrar la fuerza y la felicidad.
Los primeros días Pepe se escabullía y le aceptaba a aquella muchacha en la
palaba uno o dos taquitos de pescado. Pero cuando la Tía Miranda tomó su maleta
y la puso en la calle, Pepe entendió el mensaje, y a falta de dinero para un hotel
pues tuvo que aceptar los nuevos hábitos. No había forma de engañar a Miranda,
detectaba el tufo a animalito muerto desde lejos. Fue curioso, en la noche del
quinto día, después de 72 horas completas en que Pepe no había probado nada
derivado de animal, tuvo un sueño en el que los animalitos le agradecían y le
sonreían. Cuando lo compartió durante el desayuno la Tía Miranda se puso
muy contenta y le dio un abrazo que duró más de cinco minutos. A Miranda le
encantaba escuchar nuestras historias, reía mucho mientras le contábamos cosas,
y hasta celebraba aventando serpentinas y soplando espanta suegras.
Antes de cumplirse la primera semana ya sentíamos mucha más fuerza y
vitalidad. Mi mamá comentaba que a ella se le habían quitado unas punzadas
en la cabeza que la habían afectado en semanas recientes. Pepe decía que a él ya
no le dolían las rodillas, y lo comenzamos a notar muy feliz, lo cual no sólo era
generado por su nueva alimentación basada en productos vivos y con mucha
energía del Sol, sino también porque había comenzado a pasar largos ratos con
aquella joven recién conocida, que por cierto se llamaba Isabel.
Como uno de los efectos de mi desintoxicación, mi percepción áurica
comenzó a acentuarse y comencé a notar tonalidades que emanaban de diferentes
partes del cuerpo, algo que antes no captaba. Este fue un tema en el que Miranda
se mostró muy interesada y, para investigar más en lo que yo podía hacer con
esta capacidad pidió que viniera su primo, que era maestro de biología en la
secundaria de Mazunte. Con él comencé a aprender sobre los distinto órganos
del cuerpo humano, sus nombres y sus funciones. Al cabo de unos días yo era
capaz de identificar y nombrar las partes del cuerpo enfermas, desbalanceadas o
bloqueadas, a través de las tonalidades que emitían. Así que integramos un gran
119
DI A RIO DE UN S A NA D OR
120
C A PÍ TULO 19
que casi todos estaban viviendo condiciones adversas en sus hogares, como
problemas maritales, estrés por las actividades de los hijos o crisis económicas
por falta de trabajo o de ingresos.
La Tía Miranda bailaba y cantaba todo el día de felicidad, me abrazaba cada
vez que podía y comenzó a decirme “mi querido chamancito”. Ella fue la primera
que me dijo así, aunque yo me sentía con mucha responsabilidad en lo que hacía
y por recibir ese cariñoso apelativo. Mi madre, a través de llamadas telefónicas
desde teléfonos públicos no dejaba de estar pendiente de su panadería así como
de los pedidos de Cacao y Yaca que llegaban al rancho. En particular se mostraba
muy interesada en que los envíos al DF para Pedro salieran siempre a tiempo y
completos.
121
Capítulo 20
A los pocos días de abrir “el consultorio” ya se hacían filas largas para que
atendiéramos a los pacientes. La Tía Miranda comenzó a evitar la palabra
‘enfermedades’, pues decía que todas eran condiciones temporales, que si
se portaban bien se irían, pues eran generadas por un desequilibrio interno
ocasionado por la intoxicación. Cuando llegaba les preguntaba qué en qué
grado consideraban ellos que su cuerpo estaba intoxicado. La mayoría respondía
que poco, pero después de mi diagnóstico les decía que su cuerpo “estaba muy
intoxicado”, y que lo que necesitaba no eran medicamentos porque lo intoxicarían
más, sino que necesitaban desintoxicarse y cambiar de hábitos.
Recuerdo que una vez nos visitó una mujer que dijo “yo soy diabética” y la
Tía le dijo: “No, no, no digas que eres diabética, no te apegues a la enfermedad,
no la hagas parte de ti. La diabetes es una condición temporal generada por tus
malos hábitos; cuando decidas hacerte responsable y cambies tus hábitos, la
diabetes se irá. Toda condición temporal nos viene a dar un gran mensaje, ellas
no vienen a molestarnos ni a atacarnos, sino a ayudarnos a cambiar; ellas son
salvadoras, no enemigos”.
A veces estas infusiones y menjurjes que Miranda y Petra hacían les
provocaba diarrea, sudor, vómito, fiebre, regla más pronunciada en mujeres, o
hasta llanto intempestivo. Al principio mi mamá se preocupaba, pero Miranda
se reía y decía: “Déjalos que saquen toda la podredumbre que traen por dentro”.
Yo coincidía con Miranda en que los sistemas de purificación del cuerpo estaban
ahí por algo, que Dios en su inmensa sabiduría nos había dotado de ellos y que
había que permitir que se activaran.
Muchos intentaban pagarnos y Miranda puso una canasta en donde cada
paciente dejaba lo que quisiera o pudiera. Los que más dejaban eran los europeos
que andaban de turistas y aprovechaban para sanarse de algo con nosotros,
122
C A PÍ TULO 2 0
atendiendo los rumores que esparcían los ayudantes en los hoteles o los meseros
en restaurantes. Un día, la Tía le dijo a mi mamá que ya se había juntado suficiente
por concepto de las consultas como para que pagáramos por nuestra estancia en
su casa, y que aún nos sobraría. Mi mamá aceptó con gusto y dijo que el resto del
dinero lo usarían para arreglar un poco mejor el consultorio que yo tenía en el
rancho El Penacho.
Miranda, adicionalmente, nos pidió que no les dijéramos “pacientes” a
quienes nos visitaban, para no reforzar en ellos la idea de que eran enfermos, así
que les decíamos “vecinos”. Yo me sentía muy satisfecho por poder servir a la
comunidad como lo estábamos haciendo, pues nunca nos habíamos imaginado
lo que vendríamos a hacer a Mazunte, pero Dios tejía desde arriba sus planes
para nosotros y nosotros felices los seguíamos. Mi mamá repetía en constantes
ocasiones que había sido su madre la que nos había traído hasta acá y nos había
acercado a tanta información y experiencias mágicas.
Los que comenzaron a ponerse celosos –y algunos hasta fueron a amenazarnos
para que detuviéramos la “brujería” que estábamos haciendo–, fueron los de
la comunidad de doctores de la región. Muchos pacientes habían dejado de
visitarlos y preferían ser atendidos por nosotros porque les diagnosticábamos
más rápidamente, los sanábamos con mayor eficiencia, y nuestros servicios eran
menos costosos, además de que por lo general salían con una sonrisa ante las
ocurrencias de Miranda. Una vez Miranda corrió con palabrotas a uno de los
doctores que llegó exigiendo dejáramos de “engañar” (así lo dijo él) al pueblo:
“Los que están engañándolos son ustedes dándoles medicinas que los intoxican
más, no los curan y aparte son carísimas. Claro, ustedes se llevan una tajada de
esas medicinas ¿no? Y hacen que esas pobres gentes las consuman de por vida.
Ustedes se dedican a administrar las enfermedades y no a curarlas, mientras que
aquí las curamos de raíz”.
Yo no entendía mucho de esas diferencias entre medicina moderna y
medicina tradicional, o la que muchos también llaman pre hispánica o milenaria.
No lograba captar por qué ellos como médicos sólo recetaban medicinas y nunca
recetaban plantas o nuevas formas de alimentación. Pero poco a poco comprendí
que procedían así porque nunca nadie les enseñó algo diferente. Sus universidades
sólo los educaban para que recetaran medicinas, no para que curaran de raíz a
través de la implementación de hábitos positivos.
123
Capítulo 21
Pepe se la pasaba fuera de la casa, se había puesto de novio con la joven Isabel y
supimos que estaban aprovechando esos días como toda una luna de miel. Sin
embargo, un día volvió con su aura medio apagada y grisácea, traía aliento a
alcohol y nos dimos cuenta de que algo había sucedido entre él e Isabel. Yo no
me atreví a intervenir, tampoco mi mamá, pero la Tía, que no tenía pelos en la
lengua, al ver que no quiso comer ese día le dijo: “Pepe, pepito, ¿ya andas sufriendo
por esa muchacha?”. Pepe se quedó callado, se hizo un silencio incómodo y luego
él mismo lo rompió: “Todas son iguales, dejan que uno se enamore de ellas como
güey y luego nos mandan a volar”. La Tía Miranda soltó la carcajada y los demás
estuvimos a punto de seguirla pero nos contuvimos.
“Deja de maldecir a la mujer ingrata. Tú lo que tienes es el Mal del Abandono.
A ti te deben haber abandonado de niño, y ahora no sólo sufres por el abandono
de esta muchacha sino por todos los abandonos no sanados de tu pasado, de los
que ella no es responsable. De que eres güey no me queda la menor duda, no
sabes nada de mujeres. No es que ella no te ame, sino que tiene miedo de amarte
demasiado y que te vayas. Tú no eres de aquí, ¿qué vas a hacer con ella, te la vas a
llevar?”. Él, entre enojado y escuchándola atento, como queriendo acomodar las
piezas del rompecabezas, respondió: “Pues no, no hemos hablado de eso”. Ella,
dando en el clavo recalcó: “Y aquí estamos, en el momento de la verdad de un
hombre, el momento de demostrar si eres hombre o payaso, una de dos, o la dejas
ya o le pides que se case contigo. Así de pelado está el asunto, no hay opción. Un
hombre consciente es el que decide, el hombre inconsciente vive apendejado por
no poder tomar decisiones con valor. Tú lo que traes es un apendejamiento”.
Miranda le pidió a Petra que le preparara un ‘triple despanzador’, algo que
sólo ellas entendieron. Al cabo de unos minutos Petra le extendió el té a Pepe y
la Tía le pidió que se lo tomara de trancazo. En cuanto se lo tomó Pepe se fue a
124
C A PÍ TULO 2 1
vomitar al baño y no salió sino a la media hora. Desde ahí le lanzó majaderías a
Miranda, y hasta a Petra se la llevó de encuentro, pero estas hicieron poco caso
de los gritos, ya estaban acostumbradas.
Al salir, Pepe, con voz de exhausto, le dijo a la Tía: “Casi vomito hasta los
intestinos, pero lo necesitaba, GRACIAS a ti y a Petra”. Ella le respondió: “Es
hora de tomar decisiones, como hombre, ese té es muy efectivo para sacarte los
miedos de las entrañas y envalentonarte”.
Él se duchó, se arregló un poco, salió y volvió al día siguiente. Su aura parecía
un arcoíris y nos dio la gran noticia: “¡Isabel y yo nos vamos a casar aceptó, aceptó!
Me confesó que tenía miedo de perderme, que se había enamorado mucho de mi.
Andaba toda rejega y seria porque tenía miedo de perderme al yo regresar a Oaxaca.
Le pedí que nos casáramos y aceptó. Jefa. ¿Isabel se puede ir con nosotros?”. Mi
mamá le respondió que por supuesto. Después le preguntó que si ella y la Tía lo
podían acompañar para pedir su mano, y ambas le respondieron que sí.
A mi madre le fue cambiando su aura poco a poco hasta terminar en color
esmeralda y me recordaba mucho la de Monique en Estación del Catorce. Sus
dolores de cabeza desaparecieron, la escuchaba reír más, decía que ahora iba con
mejor frecuencia al baño, que dormía mejor y hasta había aprendido a hacer
brebajes de los que hacía la Tía Miranda. Todos los días, desde el teléfono de
moneditas que había en la esquina, llamaba al mediodía a la Panadería para saber
cómo iba todo y después al rancho para escuchar el reporte de Cristóbal.
Una noche de Luna llena nuestra anfitriona nos llevó al Mar. Estando ahí ella
se puso a bailar, revoloteaba sus pies entre la arena y los chacualeaba en el agua.
Cuando mi mamá le preguntó qué estaba haciendo, ella le respondió que estaba
liberando los vapores de las contaminaciones que había recogido durante todo
el mes. Dijo que la Luna era muy poderosa, y que así como era capaz de elevar
los niveles del Mar, era capaz de elevar nuestros niveles de agua, y que en vista
de que el ser humano era 60% líquido y el efecto era poderoso. Ella reía mientras
bailaba y nos contagió a hacerlo nosotros también.
Con mis ‘nuevos poderes’ pude constatar que lo que ella decía era real. Vi que
las siluetas de Pepe, su novia, mi madre y la Tía, se estaban limpiando y ondas de
estas se elevaban al Cielo, incluso lo pude notar en mí. “Límpiense, purifíquense
de todo lo que han recogido de malos pensamientos, malos sentimientos, malas
compañías y malos alimentos a lo largo del mes…”, nos insistió aquella mujer que
parecía una niña bailando. Nosotros poco a poco comprendíamos las razones y
métodos detrás de la enorme felicidad de esta gran mujer.
125
DI A RIO DE UN S A NA D OR
126
C A PÍ TULO 2 1
siento más orgullosa que nunca de mi hijo adorado Yao, que ha podido ayudar a
tantas personas aquí de la mano de ustedes, de Petra y de Rodrigo”.
La Tía tomó la palabra y se fue de largo, como lo hacía normalmente. “Dicen
que me quieren, y eso que no saben mucho de mí. Yo también los quiero pero
sí sé mucho de ustedes por todo lo que me han contado. Entonces para estar
parejos les contaré un poco sobre mi vida”, y empezó a hablar de su historia
personal, de la que poco nos había revelado previamente. Había sido hija única
y cuando ella tenía ocho años de edad su padre se enamoró de una turista y se
fue con ella, abandonándolas a ella y a su madre. Su madre, al no poder soportar
el abandono del esposo, se había colgado de una cuerda en el patio de su casa.
Su hija Miranda, al regresar de la escuela, la había encontrado ya sin vida. Al
no tener más parientes en el pueblo, el sistema social del gobierno estatal se la
llevó a una casa hogar. Ella era la mayor de entre quince niños y niñas más, y
por eso los niños la apodaron ‘Tía’, apodo que se le había quedado hasta la fecha.
Ella había tenido que perdonar, soltar y agradecer a sus padres, había aprendido
que si no lo hacía nunca sería feliz. Su forma de sanarse y ayudar a tantos niños
abandonados, menores que ella, fue la risa, cantar, bailar y contarles chistes y
cuentos. Al cabo de los años, ya como adolescente, la pusieron a cargo de la cocina
de la casa hogar y tuvo que investigar mucho para preparar buenos alimentos
para quienes consideraba sus ‘sobrinos’. Se enamoró a los 18 años y se fue a vivir
con su novio, pero transcurridos un par de años el novio le comenzó a ser infiel
y tuvo que soltarlo también. Siguió ayudando a sus sobrinos de la casa hogar y a
los 22 ya era la administradora y tenía un sueldo del gobierno, que aunque poco,
le era más que suficiente. Pero dos años después, el Gobierno, dizque por falta de
recursos, cerró la casa hogar y reubicó en otras instituciones a los tantos niños y
niñas. Pero ella tuvo que rentar una casa con sus ahorros y quedarse con nueve
niños que no habían alcanzado reubicación. Ella tuvo que ser creativa e inventar
terapias de sanación para los turistas, limpias con pirul y palosanto, masajes,
desintoxicaciones a base de infusiones y jugos, risaterapias para aliviar la tristeza
y muchas otras cosas. Los infantes fueron creciendo y buscando sus caminos y a
la niña más chica de todas, a quien quería como a una hija, que se llamaba Petra,
la dejó para que se quedara a vivir con ella.
Estuvimos más de dos horas escuchando su historia, le metía mucha emoción
mientras nos la contaba. Decía que la emoción era el pegamento de la memoria
y que para que recordáramos su historia le metía más intensidad. Después de
escuchar esa síntesis de su vida la queríamos aún más, pues era y sería una mujer
de poder a la que nunca olvidaríamos.
127
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Nos fuimos a dormir temprano para descansar bien porque el día siguiente
sería un día largo, Pepe se casaba precisamente un día antes que emprendiéramos
nuestro viaje de regreso. Mi mamá, Petra y la Tía Miranda le ayudaron mucho
tanto en la decoración de la ceremonia religiosa en la playa, como en la decoración
del restaurante de la palapa en donde fue la fiesta. Yo atendí vecinos a lo largo
de casi todo el día y por ahí a las cinco de la tarde me dirigí a la playa. Fue una
boda muy bonita, todos se sentía felices. Y aunque había cierta aura triste en
los cuerpos del papá y mamá de la novia, pues sabían que se iría, tal vez para
siempre, todos bailaron, comieron y cantaron mucho. Vi el aura de mi madre
bailar feliz, como nunca antes la había visto. Yo bailé con Petra y con la Tía
Miranda, y también con mi madre y con la novia.
128
Capítulo 22
A la mañana siguiente, día en que partimos hacia el rancho, sucedió algo muy
hermoso. “Vengan, vengan todos rápido”, nos despertó Petra. Corrimos todos a
la puerta y yo lo hice siguiendo los colores de las energías de los demás. Al llegar
allí pudimos presenciar una escena espectacular, cientos de vecinos sonrientes
y sanados, acompañados de sus familiares, estaban en la calle cargando regalos
de todo tipo para nosotros: dulces, frutas, bordados, ropajes típicos, sombreros,
decoraciones hechas con conchitas de mar. Pude ver y sentir el cúmulo de energías
que nos despedían llenas de GRATITUD, y quise describirles a mi mamá y la Tía
Miranda algo que nunca había percibido antes: ¡Las auras se unían y se elevaban
sobre el suelo hasta unos 30 metros en una especie de torbellino de luz morada
que apuntaba hacia el cielo! Pronto llegó un trío de música y comenzó a tocar y
todos comenzamos a cantar. Fue un momento de mucha emoción y magia, todo
en mí experimentaba amor. Mi camino ya estaba trazado por Dios, ya no podía
interrumpir mi destino de sanador.
A eso de las dos de la tarde, cuando estábamos listos para emprender el
camino hacia nuestro rancho El Penacho, al que yo ya extrañaba, alguien tocó
la puerta. La Tía Miranda abrió, dialogó en voz bajita por unos minutos con un
hombre y después se acercó a mi madre y le preguntó que si podíamos darle un
aventón a Oaxaca a ese hombre. Observé su aura y vi que era amarilla radiante.
Mi madre lo consultó con Pepe y ambos aceptaron. Entonces el hombre pasó y
Petra me lo describió con santo y seña: “Hombre delgado y alto, como de sesenta
y tantos años, muy sonriente, pelo rubio lamido hacia atrás. Trae puesto un
pantalón blanco de lino impecable, sandalias de tela, guayabera y boina gris”. Al
ver su aura noté algo familiar en ella, aunque en ese momento no supe a qué se
debía esto. Él se presentó como Hans.
Nos despedimos con mucho cariño de la Tía y de Petra, prometimos volver
una vez por año –lo cual yo sigo haciendo religiosamente– y nos subimos a la
129
DI A RIO DE UN S A NA D OR
130
C A PÍ TULO 2 2
131
DI A RIO DE UN S A NA D OR
en contra de las reglas de Dios. Incluso hoy, por lo que yo haga, aunque sea lo
más atroz del mundo, no sería justo que se culpara por ello a mis hijos, hijas,
nietas y bisnietas. De hecho, no deberíamos ya ni mencionar a Adán y Eva
como referencia, ellos no existieron, son un mito que creó un filósofo y teólogo
hace unos seis mil años para explicar metafóricamente la creación de la Tierra.
Quienes creen que Adán y Eva fueron reales entonces, por silogismo, creen que
la Humanidad y la Tierra tienen unos diez mil años como máximo, lo cual es a
todas luces falso. Hoy conocemos mucho más sobre la formación de la Tierra, el
surgimiento de los animales del mar, los bosques y el cielo, y sobre la evolución
de los primates hasta la llegada del ser humano. Sabemos que este planeta surgió
hace unos 6 mil millones de años y el antecesor del ser humano actual vivió
hace 1.7 millones de años. La Biblia, más en sus libros del Antiguo Testamento,
es un libro metafórico, simbólico, incluso alegórico, y así hay que entenderlo,
extrayendo sus grandes lecciones, pues tiene muchas y muy valiosas”.
Hizo una pequeña pausa moviendo su cabeza de un lado a otro. Yo estaba más
atento que nunca, los demás también, sólo pude escuchar, en aquel momento de
silencio, la respiración un poco agitada de Isabel y percibir su área abdominal un
poco más densa. Hans siguió: “Jesús, para mí, fue un gran maestro, pero muchas
de sus enseñanzas han sido malinterpretadas por algunas religiones, entre muchas
cosas por el afán de control y poder sobre las masas humanas por parte de quienes
lideran estas religiones. Es curioso, Jesús vino a liberarnos, y algunas religiones
tratan de controlarnos. Él jamás, nunca, habló del pecado original; muy por el
contrario, dijo que cada hombre y mujer éramos hijos e hijas amadas por Dios, que
nacíamos del Espíritu limpios y puros, que al morir volvíamos a Dios Padre y que
Dios era tan amoroso que era capaz de perdonar cualquier pecado. Entonces, la
idea del pecado original va en contra de las mismas enseñanzas de Jesús el Cristo,
el Iluminado, el Mensajero. Él no vino a decirnos que somos pecadores y que no
somos dignos de entrar en la casa de Dios. Muy por el contrario, vino a decirnos
que tenemos garantizado el regreso a la casa de Dios porque es nuestra casa
original, que nuestra fuente es nuestro destino. Pobres los cientos de millones de
personas que cada semana tienen que escuchar que son culpables, pecadores y no
merecedores. Claro, terminan creyendo que son lo peor y que sólo su Iglesia tiene
las llaves del Cielo; por eso se vinculan a esta y no descubren el poder de Dios en
ellos. Jesús vino a liberarnos y resulta que la organización que dice representar las
enseñanzas de Jesús lo que más busca es controlar a los feligreses y hacerlos sentir
culpables. ¡Qué gran mecanismo para controlarlos!”.
Continuó con una pregunta directa y concreta a Isabel: “Hija, te acabas de
casar, pronto serás madre, y estoy seguro de que serás una madre muy amorosa,
132
C A PÍ TULO 2 2
así que te pregunto: ¿crees que Dios te mandará un hijo manchado de pecado,
impuro?”. Ella no pudo responder, se quedó meditativa y dirigió su mirada al
exterior a través de la ventana.
El silencio de los demás promovía que él siguiera hablando, y nosotros
escuchando. “A ver, díganme ustedes, ¿qué pasa si a un niño le repites cien veces
que es un niño malo y que nunca logrará nada en su vida? Por supuesto que
se lo creerá, lo integrará a su sistema inconsciente, y actuará en automático
programado como robot bajo estas creencias. Se saboteará el éxito, vivirá
introvertido, evitará atreverse y hasta experimentará depresiones en su vida u
otras enfermedades peores”.
Hans procedió a poner el ejemplo con mi madre y conmigo: “Señora, ¿qué
cree que habría ocurrido con su hijo si usted le hubiera repetido desde niño que
era un inválido, que jamás vería nada en su vida y que se merecía ser ciego?
¿Cree usted que con esa formación su hijo sería un niño feliz, que vería todo tipo
de energías y colores –algo que ya quisieran muchos poder ver– y que sería un
sanador extraordinario?”. Mi madre, con toda contundencia, le respondió: “Por
supuesto que no”. “Claro que no. Somos lo que nos programan para ser, todo
aquello que nos repiten muchas veces se integra en nuestra mente inconsciente
y después nos comportamos como robots con base en estas creencias impresas
en todo nuestro ser. Entonces, imagínense por un momento que un niño de 10
años, a su corta edad, ya ha escuchado 500 veces el ‘por mi culpa, por mi culpa,
por mi gran culpa’ que se recita en la Iglesia. A esta edad también ha escuchado
500 veces el ‘no soy digno de entrar a la casa de Dios’. A los 20 años lo habrá
escuchado 1000 veces, a los 30 años 1500 veces… Claro, terminan en el suelo
creyéndose pordioseros emocionalmente, culpables y no merecedores.
Si creemos que somos pecadores y poco dignos entonces significa que
Dios no nos escucha al rezar el Padre Nuestro el cual en una de sus partes dice:
‘perdona nuestros pecados, así como también nosotros perdonamos a quienes
nos ofenden’. Claro que Dios siempre nos perdona y nos da otra oportunidad,
pues es un Dios amoroso y no justiciero. Si el mismo Jesús creó una oración
para pedirle a Dios que nos perdonara, ¿por qué la religión dice que sólo ella
a través de la Confesión puede perdonarnos? No, Jesús vino a decirnos que no
hay intermediarios entre nosotros y Dios, que nuestro corazón es sagrado y que
tengamos el valor de dialogar a diario con Dios, directo, como un hijo lo hace
con su padre. Miren, ¿conocen ustedes la raíz de la palabra Pontífice? Pontífice
significa ‘puente’. Es decir, los Papas históricamente se han erigido como
puentes entre Dios y los seres humanos, y este es un acto de gran arrogancia
133
DI A RIO DE UN S A NA D OR
134
C A PÍ TULO 2 2
135
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Pepe sonrió y dijo: “Pudimos vivir muchas de esas experiencias durante los
cuarenta y tantos días que estuvimos aquí en Mazunte. Yao es un Curandero
Espontáneo o Sanador Milagroso, ve auras y junto con Miranda sanó a muchos
regresándoles el equilibrio con plantas. A mí mismo me sanaron. Deberías
estudiar el caso de Yao para la NASA”.
Hans hizo una pausa, esperó el silencio oportuno para revelar lo que parecía
un secreto y dijo: “Lo sé, me mandaron a investigarlo”. Mi madre, como leona
defendiendo a su hijo saltó de inmediato al “ruedo” de la plática: “¿Cómo dices?
¿Estás investigando a mi hijo? ¿La NASA está investigando a mi hijo?”. El entorno
volvió a ponerse denso y ahora mi madre era la que estaba a la defensiva.
Hans, siguió apacible como si la experiencia lo hubiera blindado frente
a sobresaltos en estos casos, volteó hacia atrás y le dijo a mi madre con tono
convincente: “Señora, su hijo es un Sanador, digno de ser investigado por la
NASA, he podido comprobarlo. Entrevisté y revisé en secreto a más de 20 de
sus pacientes, o ‘vecinos’, y doy testimonio de que sus capacidades sobrepasan
a las de muchos que se dicen chamanes, curanderos o médicos. No podría
decir que sus capacidades son sobrenaturales porque creo que en realidad
son totalmente naturales, pero sí son muy poderosas. Pero no se altere ni se
preocupe, no lo comentaré así en mi reporte. Soy investigador y me pagan muy
bien por serlo, pero también he sido testigo de lo que hace la NASA cuando se
entera de la existencia de un verdadero Sanador, de alguien que descubre los
poderes que Dios nos dio a todos. No pondré en riesgo la paz de su familia ya
que yo mismo estoy agradecido con su hijo. Uno de estos días yo me disfracé
y asistí a terapia con Yao y él me quitó el hipotiroidismo. Gracias Yao, soy tu
admirador… y tu protector”.
En ese momento lo recordé: “Claro, ahora te recuerdo, tu aura me parecía
familiar. Recuerdo las manchas negras que veía en tu garganta, ya no están
ahí. Pues te agradezco mucho que mantengas en secreto lo que has visto,
mi intención es simplemente ayudar”. Hans retomó la palabra: “Lo sé Yao y
apenas inicias tu adolescencia, no me gustaría ser yo quien interrumpiera tu
crecimiento. Eso sí, si tú y tu madre me lo permiten, me mantendré cercano
a ti para ver cómo van evolucionando tus capacidades. Estoy seguro de que
algún día podrás ver, y yo seré testigo, pues no me cabe la menor duda que eres
ciego temporal. Es cierto, un común denominador que he encontrado entre
decenas de verdaderos sanadores que he investigado es que a quienes más les
cuesta sanar es a sí mismos y a sus seres queridos, por paradójico que resulte,
pero estoy seguro de que lo lograrás.
136
C A PÍ TULO 2 2
La próxima hora de camino se pasó muy rápida. Las historias que aquel
científico místico nos contó sobre sanaciones espontáneas que había investigado
en varias latitudes del mundo, así como los intereses de la NASA por entender
qué era lo que científicamente sucedía detrás de cada sanación o curación,
hicieron que apenas sintiéramos lo largo del viaje. Hans nos reveló, en cierto tono
misterioso, que no era el gobierno de los Estados Unidos el que verdaderamente
estaba interesado en sus investigaciones, ni en cientos de estudios que otros
científicos realizaban sobre misterios de las plantas, los animales y los seres
humanos, sino que había un “gobierno” detrás del gobierno, aún más poderoso,
una trama de familias y organizaciones acaudaladas que desde hacía siglos
buscaban controlar el mundo y los avances científicos. Nos dijo que estas familias
usaban al gobierno y su presupuesto para obtener esta valiosa información y
después usarla en sus propias instituciones que eran las intermediarias entre el
gobierno y sus empresas. Es decir, armaban instituciones como escuelas, museos
o fundaciones que firmaban convenios de colaboración con la NASA, la NASA
les pasaba información privilegiada y estas instituciones se la remitían a sus
empresas privadas. Nos tenía boquiabiertos con la historia que nos contaba y
esta nos dejó aún más interesados en este hombre misterioso y en su vida.
Al entrar a la ciudad Hans nos preguntó que si teníamos acceso a algún
teléfono para él hacer una llamada. Mi mamá le pidió a Pepe que nos llevara a la
Panadería La Polvorona, que quería aprovechar para ver cómo iban las cosas en
su ausencia, y al mismo tiempo podría prestarle ahí el teléfono a Hans. Isabel, por
su parte, se mostraban muy inquieta al saber que ya estaba por llegar al que sería
su nuevo hogar, la casa de Pepe. Y Pepe, nervioso, comenzó a crear todo tipo
de pretextos para preparar a Isabel, “ya que encontraría una casa patas pa´rriba,
como la de casi todo hombre soltero”.
Ya en La Panadería Hans hizo uso del teléfono y pareció tomar nota. Al
colgar se dirigió a los estantes de exhibición y tomó varios panes esponjositos
y de cubierta brillosa. Se dirigió a la caja pero mi mamá le dijo que eran un
regalo de nosotros para él por hacernos tan interesante el camino. Entonces él
sacó un papelito de la bolsa de su pantalón y se lo entregó a mi madre, la cual se
quedó intrigada. Aquel hombre se dio media vuelta y se despidió de nosotros
diciendo que iría a visitar a la amiga que acababa de llamar y que después
iría a la central de autobuses para ir al Distrito Federal en donde tomaría un
vuelo a Washington al día siguiente. Me dijo también que seguramente nos
volveríamos a ver y que siempre recordara que él sería mi protector, que jamás
pensaría en hacerme daño.
137
DI A RIO DE UN S A NA D OR
138
Capítulo 23
139
DI A RIO DE UN S A NA D OR
140
C A PÍ TULO 2 3
141
DI A RIO DE UN S A NA D OR
No pude identificar a la mujer que me hablaba, pero sí supe que la voz venía de
otro plano, del energético, del espiritual.
Me ayudaron a levantarme y escuché al Abuelo Enrique decir: “Ya pasó con
éxito la primera etapa. Es hora de llevarlo a integrar su fuerza espiritual en su
cuerpo terrenal, tiene que asumir su realidad, que no se vaya a confundir. Ahora
tendrá que valerse del calor interno, ya activo, para pasar las pruebas siguientes”.
Me llevaron cerca de una fogata, sólo vistiendo un taparrabos, me acostaron
con cuidado en un hueco de unos 40 centímetros de profundidad y, bajo la
supervisión meticulosa de mi madre, me cubrieron de tierra casi totalmente.
Sólo la boca, la nariz y ojos emergían. “Lo vamos a sembrar para que renazca con
la energía de todos sus antepasados. Él será un árbol de amor y sanación para el
mundo, el lago me lo dice”, dijo Enrique con una voz que trasmitía paz… y paz y
fuerza era lo que yo necesitaba en ese momento en que mi mente se confundía
entre si estaba siendo “sembrado” o enterrado.
Todos se alejaron y permanecí durante varias horas allí, cubierto con la
tierra, y en mi soledad pasé por muchas sensaciones, tanto de desesperación,
de ansiedad, de miedo, así como de ilusión, alegría y paz. Los momentos más
fuertes fueron cuando visualicé mi muerte. Estaba tendido en medio de un
bosque y daba el último suspiro, lloré mucho pero luego, en medio de un llanto
de gran alegría, pude ver la luz y una voz me dijo: “Aún no es tu momento, es
hora de renacer”, así que regresé. Estando allí con mis brazos y manos atascados
debajo de la tierra no podía frotar mis ojos ni secarme las lágrimas. Sentía que se
hundían mis párpados en mis propias lágrimas… pero más hundidos no podrían
estar luego de lo que lo estuvieron debajo del agua.
Mi madre no tuvo permiso para acercarse, pues el abuelo no quería que
interfiriera en lo que él denominó mi ‘eclosión’. Ellos se mantuvieron en torno a
una fogata durante la noche, dándome la espalda a pesar de la ansiedad de mi madre.
Me desenterraron justo cuando el Sol salía y yo, debido a todo lo vivido y realizado
aquella noche, me sentía transformado, aunque débil físicamente. Acto seguido el
abuelo le pidió a mi mamá y a Pepe que se despidieran de mí. Yo no entendía por
qué lo hacían, ni siquiera podía preguntar, me sentía aún ido, entre mi conciencia
y mi inconciencia, entre mi terrenalidad y mi espiritualidad. Mi madre me abrazó
y sentí que su aura me abrazaba. Sentí una paz increíble y de hecho la necesitaba en
ese momento. Pepe también me dio un abrazo y se retiró. El abuelo le deseó buen
camino de regreso, yo seguía sin entender por qué ellos se iban y yo me quedaba.
Seguramente ellos lo tenían todo planeado, pero para mí todo era una sorpresa tras
otra. “¿Qué es lo que me espera?” me preguntaba con cierta inquietud.
142
C A PÍ TULO 2 3
El abuelo me tomó del brazo derecho, con firmeza pero con amor. Caminó
a mi lado por unos 25 minutos, puso mis manos sobre un árbol y me dijo: “Esta
será tu base, trata de no caminar muy lejos de aquí. Te dejo esta botella de
agua para cuando sientas mucha sed. Mídete al tomarla, es poca, recuerda que
el alimento y el agua ya están dentro de ti, tienes todo dentro de ti para pasar
perfectamente los días que estarás aquí sólo y en silencio. Estás a punto de
cumplir los 14 años y estos días serán tu ritual de paso. Aunque grites ninguna
persona te escuchará, aunque llores ninguna persona te consolará, aunque
agradezcas nadie te sonreirá, sólo el Viento será tu testigo, el Sol te calentará,
la Madre Tierra será tu aliada y Dios tu compañía. Descubre tu abundancia
interna y dejarás para siempre de sufrir por la escasez terrenal. Que la fuerza de
tu linaje esté contigo, máxime ahora que ya conoces la sagrada fuente de poder
de tus ancestros. Aprovéchala, la necesitarás”.
No pude cuestionarlo, parecía que mis labios estaban sellados, sus
instrucciones resonaban en mi mente y en mi corazón: “Mídete al tomarla… el
alimento y el agua están dentro de ti... los días que estarás aquí sólo y en silencio…
tu ritual de paso… la Madre Tierra tu aliada… Dios tu compañía…”. Me senté
debajo de aquel árbol recargando mi espalda en él. Su tronco parecía tener uno
de sus frentes más plano que los otros y sentí que era el perfecto espaldar para mi
cuerpo. Pude observar el aura de aquel hombre de poderosas palabras que se iba
alejando hasta diluirse en la distancia. Sabía que no debía seguirlo y ni siquiera
tenía fuerzas para hacerlo.
No había probado bocado en varias horas. Mi estómago, que había estado
distraído durante la noche y la madrugada con las emociones tan intensas que
experimentaba no me había demandado alimento, pero ahora comenzaba a
hacerlo. El abuelo no me había dejado nada más que agua, así que tomé la botella
de cristal que había dejado junto a mí y bebí un par de sorbos. No quise tomar más
puesto que sentí que su contenido era más o menos un litro, y si me la terminaba
tal vez no habría más. ¡Cuánto deseaba en esos momentos un taco de Yaca o una
taza de Cacao del rancho! Pero sólo podía saborearlos en mi imaginación.
Queriendo olvidarme de la falta de alimento me enfoqué en recordar los
aprendizajes que la experiencia en el agua me había dejado y seguía sorprendido
con el poder y la fuerza que había descubierto en la reconexión con mi linaje.
Seguía sorprendido también por el hecho de haber podido ver figuras físicas
como nunca antes lo había logrado. ¿Sería que la luz de todos mis ascendientes
me había activado regiones neuronales dormidas o fotorreceptores desactivados
en mis retinas? ¿Lo que había visto lo había captado realmente con mis ojos
143
DI A RIO DE UN S A NA D OR
físicos o lo había visto con algún poder adicional de visión interna? Yo me hacía
estas preguntas y me sentía emocionado y expectante.
Quería entender qué había sucedido dentro del agua a fin de poderlo repetir
nuevamente. Y ahí, mientras reflexionaba sentado en el suelo, recargando mi
espalda en el árbol y buscando recuperar fuerzas, me invadieron unas ganas
enormes de llorar y de gritar: “Sí, sí, sí quiero ver, sí quiero ver… nunca lo he
gritado antes pero sí deseo ver lo que otros ven, quiero poder ver a mi madre,
al Sol salir por las mañanas, la Luna llena, las olas del Mar, el Agua escapándose
entre mis dedos, la sonrisa de las personas que había sanado, las Palmas de Cacao
creciendo…”. Dos ríos de llanto recorrían mis mejillas. Sentía que mi cuerpo se
estremecía y pude ver el color de mi aura oscurecerse y tornarse gris. Pude ver
el coraje que llenaba mi cuerpo, sentí mi corazón contraerse y mis mandíbulas
se apretaron. Grité, grité y saqué mi llanto contenido. Nunca había aceptado
que quería ver como otros lo hacían, me había resignado primero a no ver nada,
después a ver sólo auras, y aunque entendía y valoraba la bendición de verlas,
ahora quería ver más, mucho más. Tenía 13 años y creía haber hecho todo lo
que Dios, la mujer hermosa, mi madre, y todos los hombres y mujeres de poder
que habíamos visitado me habían instruido. Había sanado a cientos de personas,
algunas a punto de morir, y había atendido sin distinción a niños, adultos y
ancianos, así que consideré que merecía la recompensa de la vista por todo lo
que había hecho.
Me mantuve llorando por unos minutos, lo cual sólo intensificó mi hambre
y mi sed. Me tomé toda el agua de la botella y la arrojé lejos, como adolescente
rebelde que hace una travesura sin darse cuenta de que lo que está haciendo atenta
contra sí mismo. Entonces, en medio del dolor, escuché una voz masculina que
me susurraba y me decía: “En tus momentos de mayor dolor es cuando más tienes
que agradecer, si todo lo agradeces no hay nada por lo cual sufrir. Al Universo
le gusta darte más cuando has agradecido mucho lo ya recibido”. Sabía que era la
energía de mi padre la que me hablaba y le dije, aún con cierto enojo: “Ahora sí
apareces aquí, justo en este momento de dolor, y ¿dónde has estado en estos años?
Sólo te veo en auras junto a mi madre, lejos de mí. Ya no sé si eres tú realmente
o son puras alucinaciones mías por el dolor, el hambre y sed que tengo”. Su
respuesta no se hizo esperar: “He estado siempre aquí, esperando que vengas a
mí. Vengo cuando me llamas, no interrumpo tu vida cuando no me llamas. Acá
confiamos en todo, allá lo dudan todo. Pero la duda será tu maestra en medio del
silencio. No sabes cuándo vendrán por ti, no sabes si llegará primero un animal
a acecharte, no sabes si pronto habrá agua o alimento para ti. Y precisamente
cuando no puedes tu mundo exterior cuando Dios te llama a entregarlo todo
144
C A PÍ TULO 2 3
y a ponerte en Sus manos. ¿Qué sería de los seres humanos sin esos llamados a
soltarlo todo y a regresar a sus brazos? ¡Vivirían perdidos para siempre!”.
Mi llanto comenzó a apaciguarse, la responsabilidad recaía en mí y no
podía culparlo de nada. Al contrario, comencé a agradecerle todo y soltarme
al susurro de su voz que representaba la fuerza del Gran Espíritu. Agradecí las
bendiciones en mi vida, tratando de poner mi enfoque y energía en lo positivo
y lograr distraerlas de mis reclamos. Agotado, me desvanecí y dormí durante
varias horas, mi cuerpo lo necesitaba con apremio luego de las diversas pruebas
a que había sido sometido.
Cuando me desperté los rayos de Sol iluminaban mi cara y la intensidad del
momento me hizo suponer que sería aproximadamente el mediodía. Por un
momento un pensamiento atravesó mi mente en contra de ese arbolito: “Me
dejaron en este triste arbolito que no es capaz ni de cubrirme bien de la luz
intensa del Sol”. Pero luego me arrepentí, lo bendije y lo honré como mi único
protector y compañero en esos momentos, pues no sabía por cuantas horas ¿o
días? debería permanecer allí.
145
Capítulo 24
Sentía mucha sed y hambre, pero no tenía ya ni una sola gota de agua, pues
en mi berrinche me la había tomado toda. No me habían dejado con nada de
alimento, lo que en ocasiones me hacía pensar que no tardarían en volver y
traerme algo, o que al cabo de unas horas me llevarían finalmente de regreso a
la choza del Abuelo Enrique. Pero no fue así, siguieron pasado las horas y no se
escuchaba ni un murmullo. El Viento comenzaba a refrescar y la fuerza del Sol
iba disminuyendo poco a poco.
Sabía que pronto iba a anochecer y el temor me comenzó a invadir, pues
jamás había pasado una noche lejos de mi madre o en solitario en medio del
bosque, ni tampoco había pasado tantas horas sin probar bocado. En mi mente
comenzó a revolotear un pensamiento: mientras más me enfocara en la situación
de escasez, más aumentaría el sufrimiento. Así que nuevamente comencé a
recordar momentos de abundancia, como aquellos en los que había ayudado a
sanar a tantas personas, en el rancho El Penacho, en Mazunte con la Tía y con el
profesor de Biología. Me recordé bailando en la playa o caminando libre por los
sembradíos de Palmas de Cacao. De repente me invadía uno que otro recuerdo
de dolor pero volvía a los positivos. Caí en cuenta que la dualidad interna que
vive en nosotros todo el tiempo, pero en esos momentos me hice más consciente
de ella que nunca. Los dos potenciales, las dos posibilidades. ¿Pero cómo dominar
la mente para evitar los malos pensamientos que me llevaran al sufrimiento?
Sabía que la respuesta era trasladando el diálogo interno a un territorio en dónde
no hay dualidad, donde sólo existen lo positivo, el corazón y el Espíritu, pero
batallaba para lograr ese traslado.
El miedo iba y venía, pero la noche se había instalado al cabo de un par de
horas más y yo comenzaba a titiritar de frío. Pasé una de las noches más difíciles
de mi vida y no pude conciliar el sueño ni durante un minuto. Mis agudos oídos
146
C A PÍ TULO 24
se activaron aún más por el miedo y era capaz de escuchar cualquier cigarra
sin importar lo lejos que estuviera y hasta el movimiento de las copas de los
árboles. Algo me hizo pensar que cerca de ahí debería haber más árboles, pero
no alcanzaba a distinguir más auras cercanas. Me daba miedo moverme lejos del
árbol que se había vuelto mi único refugio para buscar más vegetación, y pensaba
que aunque la encontrara no ganaría nada.
A media noche acepté la realidad de que ya nadie vendría y comencé a
reclamarle en silencio a todos los que se habían organizado para dejarme ahí,
incluyendo a mi madre que lo había permitido. “Aprender más y avanzar mi
proceso no tenía que ser desde el dolor, también desde el amor podía seguir
creciendo”, pensaba yo, y más les reclamaba.
Buscaba una y otra forma para protegerme del Viento, pero éste se colaba
por todo mi cuerpo provcando sufrimiento. Comprendí que el miedo y el frío
están relacionados: el frío provoca miedo y cuando entra el miedo se siente más
el frío. Así que en esas horas frías y oscuras me levanté y, literalmente, comencé a
dar vueltas alrededor del árbol para generar un poco de calor interno. No quería
distanciarme mucho de ese árbol que me servía para cubrirme del sol y que sabía
que sería el punto en donde quizá me habrían de recoger, tal vez al día siguiente.
Con el movimiento mi cuerpo generaba calor y con eso no solamente aminoraba
el frío sino que se desvanecía el miedo. Algunas lágrimas de impotencia y de
miedo, y de repente de coraje, rodaron ocasionalmente por mis mejillas.
Después de una noche muy larga y complicada sentí que a lo lejos se asomaba
una fuente de calor inconfundible, el Sol. Me sentí muy aliviado y algo en mí
me hizo querer atraer el calor del sol hacia mi interior. Lo sentía afuera pero
lo quería adentro. Recordé la respiración intensa que mi madre había hecho en
la danza de la Luna, y recordé también la respiración de Fuego que nos había
enseñado Pedro en el rancho El Penacho durante la ceremonia del Cacao. Así
que me detuve dando mi frente hacia el Sol y comencé a seguir mis instintos
de hombre desesperado, con sed, con hambre, con miedo. De pie, coloqué mis
pies un poco más abiertos que mis hombros, flexioné las rodillas y mis muslos
se tensaron. Erguí mi espalda, levanté mis brazos con las palmas abiertas en
dirección del Sol, y comencé a hacer movimientos como jalando los rayos del Sol
hacia mí. Primero hice esos movimientos suavemente, después los intensifiqué
un poco y comencé a sincronizarlos con mis respiraciones.
Estiraba hacia el frente mis brazos como tratando de agarrar el Sol mientras
inhalaba profundamente hasta llenar mis pulmones, después jalaba con
intensidad mis brazos hacia mi pecho y exhalaba fuerte el oxígeno contenido.
147
DI A RIO DE UN S A NA D OR
148
C A PÍ TULO 24
149
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Este nuevo periodo de mi iniciación, o lo que sea que eso significara para
don Enrique y para mi madre, comenzaba desde otra perspectiva. El día anterior
lo había vivido enojado porque otros habían decidido por mí el aislamiento,
pero ahora yo decidía en plena conciencia mi propio ayuno. Y, para reforzar mi
intención, decidí que también ayunaría de miedos, de corajes, de tristezas, de
culpas, de reclamos. Al hacerlos a un lado me permitiría que los pocos nutrientes
que quedaban en mi cuerpo me duraran más, pues sabía que las emociones
negativas consumían muchos recursos y yo necesitaba optimizarlos.
Pasado el mediodía decidí ponerme a meditar. Alguna vez escuché decir a
un hombre de poder que meditar no era para consultarle a nuestra mente lo
que debíamos de hacer, sino era para preguntarle a alguien más poderoso que
nosotros, a Dios o al Universo, qué querían de nosotros. Me abrí a las señales,
y en cuanto mi mente me lanzaba pensamientos que no tenían que ver con mi
proceso los aceptaba con calma, les pedía que me dejaran continuar, que ya
llegaría su momento, y los despedía con amor. No pretendía gastar recursos y
tiempo en pelear o enfrentar mis propios pensamientos, y mientras más pronto
se fueran más conexión tendría con la divinidad.
Las manifestaciones sonoras de Dios, o voces del Universo, comenzaron a
hacerse presentes en mi meditación y me decían que era privilegiado por tener
esos momentos de soledad, silencio, oscuridad y ayuno, porque en ellos habría
de encontrar las voces que me indicarían mi camino. Me dijeron que mi camino
sería tan largo como tan amoroso fuera yo con mi cuerpo; me dijeron que mi
camino sería tan pacífico como consciente fuera yo con mi mente; me dijeron
que mi camino sería tan fuerte como fuerte mantuviera mi conexión con el Gran
Espíritu. Y justo cuando escuché esa frase, una gran puerta de luz se dibujó frente
mí, en mi visualización, y la figura de una mujer hermosa se hizo visible y me
extendió su mano. Era claro que me invitaba a seguirla y así lo hice sin dudar.
Me visualicé caminando hacia ella, pero justo antes de alcanzar su mano,
ella hizo un ademán y señaló mi cuerpo. Me quedé dudando por unos minutos
sobre el significado de aquello y entonces ocurrió algo extraordinario: pude
ver mi cuerpo, de pies a cabeza, como si mis ojos fueran los ojos de esa mujer.
Estaba ocurriendo algo mágico, estaba tomando prestados sus ojos para verme
a mí mismo como jamás lo había hecho. Y mientras veía toda mi ropa, prenda
por prenda, con mis manos iba tocando cada una y corroborándolo todo: era
cierto, lo que veía era mi propia ropa. Finalmente vi, con lujo de detalles, mi
rostro, boca, nariz, ojos, frente y cabellos negros despeinados. En la realidad me
acomodé los cabellos y en mi visualización estos también quedaron peinados.
150
C A PÍ TULO 24
Por fin me conocía a través de los ojos de esta mujer que me observaba y me
compartía su visión.
Yo me encontraba feliz, extasiado con lo que veía a través de la mirada de
alguien más, y entonces ella hizo un nuevo ademán. Ahora puso las palmas de
las manos hacia mí y las movió de un lado a otro, una y otra vez. Primero no lo
entendí, pero un pensamiento se abrió camino en mi mente y estalló de pronto
en una orden interna: “Al lado de la luz no necesitarás tu cuerpo, es hora de
despedirte de él”. ¡Wow! Ahora parecía que el ayuno también implicaba soltar
mi cuerpo, no sólo el agua, los alimentos y los pensamientos. Y con un poco
de miedo por si después no podría recuperar mi cuerpo, le hice caso a la mujer
hermosa y fui visualizando, sintiendo, agradeciendo y soltando cada parte de mi
cuerpo, y cada una se iba desvaneciendo en mi escenario interno. Al quedarme
sin cuerpo sentí que una fuerza me jaló hacia el interior de una gran luz y pude
ver que una estela verde, que era el aura típica de mi cuerpo, transitaba hasta el
otro lado, el lado de la luz.
Una gran paz me embargó y me sentía ligero como una pluma que flota sobre
el viento. De pronto sentí en mi visualización –pero fue tan real que también lo
sentí en mi realidad física– que la mano de aquella mujer me tomó y me guio. Me
visualicé desplazándome entre siluetas que sentían mi presencia. De pronto llegué
a estar frente a lo me pareció una semilla que flotaba entre un mar de luz, y ante
mis ojos comenzó su proceso de crecimiento y desarrollo. Le brotó un germinado,
la planta comenzó a crecer y a crecer, y muy pronto se había convertido en una
planta enorme de raíces que penetraron el suelo blanco y de ramas que atravesaron
lo que parecía ser un techo blanco. Luego dejó de crecer pero le salieron hojas,
después unas flores y finalmente unos frutos. Y entonces y casi de inmediato
comenzó su envejecimiento: su tronco se fue encorvando, se fueron pandeando
sus ramas, ya no daba flores ni frutos y sus raíces se encogieron hasta que cayó
ante mis pies. Pequeños insectos comenzaron a acechar la planta y pronto la
cubrieron por fuera y la llenaron por dentro. Aún no entendía la lección que esto
tenía para mí, aunque la vida, crecimiento y muerte se me estaban presentando de
una manera tan clara y luminosa como nunca la había visto.
Había un mágico contraste entre la luminosidad del entorno y la que
desprendía mi ser energético, generando una luz que se intensificaba con
los destellos de aquella mujer hermosa y que se reflejaba en los colores de
aquella planta. Entonces que el mensaje invadió mi conciencia y me inundó de
aprendizajes: “Los organismos terrenales, plantas, animales, seres humanos,
viven, crecen y mueren en un instante… su existencia material dura apenas unos
151
DI A RIO DE UN S A NA D OR
momentos, pero su existencia espiritual es eterna, como la luz que todo lo baña a
tu alrededor. Sufrir por lo que durará poco no tiene caso cuando puedes gozar por
lo que durará eternidades. Que la luz sea tu enfoque y tu guía, que lo material sea
tan sólo un recordatorio del poder de Dios y del Universo para celebrar Su magia
y Su creatividad. Tu fuerza viene de la Luz Eterna, no de tus habilidades físicas. Lo
que es eterno no muere, no se enferma, no se debilita, por eso no sufre”.
El trance llegó a su fin y de manera intempestiva volví a habitar mi yo
terrenal, allí bajo el árbol. Habían transcurrido tal vez varias horas en aquella
larga meditación y visualización, la cual que me había servido para recordar
lo prioritario de la existencia. Con esa reconexión renové mis votos para
mantenerme sin comer por los próximos días. Mi enfoque tenía que ser mi
espiritualidad, no tanto el alimento material de mi cuerpo físico.
A lo largo del resto del día hubo momentos de sed, pero con la fuerza nacida
del espíritu logré superarla. También sentí hambre, pero con la fuerza nacida
del espíritu logré calmarla. La inquietud por mi soledad la distraje dialogando
conmigo mismo. Una pregunta irrumpió en mi tren de pensamientos,
aproximadamente a las seis o siete de la tarde en que sentí que el Sol estaba por
despedirse y el frío comenzaba a recorrer mi piel: “¿De qué sirve mi vida en este
mundo?”. Era una pregunta sorprendente y poderosa y pude sentir que rebotaba
en cada rincón de mi cerebro buscando una respuesta igualmente contundente.
La primera respuesta que me vino fue: “Para sanar a los demás”. Pero no sentí que
esta respuesta tuviera tanta fuerza espiritual, parecía confeccionada mentalmente
y basada en lo que yo venía haciendo desde hacía tiempo a través de terapias con
Cacao, leyendo el aura y dando menjurjes de plantas como había aprendido a
hacerlo con la Tía en Mazunte.
No, no estaba satisfecho con esa respuesta, tenía que haber algo más, muchos
médicos, curanderos y terapeutas ya se dedicaban a sanar, pero por alguna razón
sentía que estaba llamado a algo distinto. Estos pensamientos no eran producto
de la arrogancia ni de la soberbia, simplemente sentía que Dios me había dado
condiciones y habilidades muy particulares basados en una historia de vida que,
aunque aún corta, había sido sumamente intensa y llena de aprendizajes mágicos,
energéticos y espirituales. Otras respuestas me llegaron, pero tampoco las sentí
como las definitivas. Estaba a unas horas de cumplir 14 años de edad, momento
en que muchos otros adolescentes sueñan con ser grandes jugadores de fútbol,
cantantes, arquitectos, políticos o veterinarios.
Sentí que el Sol se despidió y la noche tomó su protagonismo. No sentí miedo
por la oscuridad, pues yo vivía permanentemente en la oscuridad –con excepción
152
C A PÍ TULO 24
de esos chispazos áuricos que veía desde aquella visita icónica al desierto cerca de
Estación del 14–, pero sí sentí inquietud por el frío que se avecinaba. Describiré
esa noche de una manera sencilla: fue la noche en que pasé más frío en toda mi
vida, pero en la que descubrí el verdadero poder del Fuego Interno.
Esta noche tampoco pude dormir, pues era imposible hacerlo con ese frío
tan intenso. Mi cuerpo, durante estos casi dos días de ayuno, con excepción
de las manzanas que había comido hacía ya más de 24 horas, había consumido
muchas calorías necesarias para calentarme. Pero, en lugar de quejarme, pues eso
sólo empeoraba las cosas y no resolvía nada, decidí aprovechar mi calor interno
para vencer el frío. Cuando ya no aguanté más, todo arremolinado y titiritando
debajo del manzano, me levanté y adopté la postura de guerrero: piernas un poco
más abiertas que mis hombros, rodillas flexionadas y espalda erguida. Y comencé
a hacer unos movimientos que se sincronizaban con mi respiración: inhalaba,
me agachaba flexionando más las rodillas, con mis manos recogía energía de la
Tierra y la llevaba a mis genitales, y ahí visualizaba un volcán de fuego que se
llenaba con esta energía telúrica. Después estiraba con rapidez las piernas hasta
hacer que quedaran rectas e iba elevando mis manos juntas, palma con palma, a
lo largo de todo mi cuerpo, proyectando esta potente energía sobre cada zona e
infundiéndole calor a cada una. En cada ciclo en el que mis manos ascendían por
mi cuerpo y las energías llegaban hasta mi frente yo activaba al máximo toda mi
energía interna y acompañaba este movimiento con una fuerte exhalación.
Y así lo hice muchas veces, una y otra vez. En ocasiones aceleraba e
intensificaba mi respiración, y conforme lo hacía más calor sentía en mi interior.
Hubo un momento en que sentí tanto calor –el cual se combinaba con una felicidad
un tanto extraña– que decidí desnudarme totalmente, lo que me hizo recordar
lo que un hombre de poder me dijo alguna vez: hay monjes tibetanos célebres
por su capacidad de resistir fríos muy intensos y lo pueden hacer porque han
aprendido a liberar el Fuego Interno. “Ah”, pensé. “Claro, de ese conocimiento
surgió en mí la idea de aprovechar el calor de mi Espíritu”. Seguí haciendo el
ejercicio con las plantas de mis pies descalzas ancladas sobre la Tierra, pero me
di la libertad de comenzar a hacer nuevos movimientos con las manos, con las
que movía el calor que emanaba de mi cuerpo de un lado hacia el otro. Cuando
aproximaba mis dos manos, sin que se juntaran del todo, podía sentir que se
formaba una bola de calor o energía térmica entre las dos. Por unos momentos
sentí que era un calor sanador, producto de mi felicidad y de mi energía interna,
así que se me ocurrió enviarle ese calor sanador a mi mamá. La visualicé frente a
mí y me vi colocando en su cabeza mis manos llenas de amor y mantuve una total
concentración en ese acto mágico. De hecho lo hice con tanta intensidad como
153
DI A RIO DE UN S A NA D OR
si en verdad yo estuviera allí con ella y pronto sentí que una poderosa corriente
de energía, impulsada por mi corazón, cruzaba toda barrera y era proyectada
hacia ella, haciendo que se sintiera muy bien. Después se me vino a la mente un
niño de unos cinco años, sin cabello en su cabeza y con una bata blanca. Una
enfermera se me acercaba y me decía que él tenía cáncer, y entonces me visualicé
imponiendo mis manos sobre él en su columna vertebral y después en su cráneo.
Pude sentir en mis manos la vibración de sus huesos cambiando de frecuencia
y comenzando a sanar, pude ver, en mi imaginación, que su aura se aclaraba. Él
niño se levantó de la silla de ruedas en que se encontraba y comenzaba a bailar,
lleno de felicidad. Fue algo extremadamente profundo, porque en verdad sentí
que yo era instrumento de sanación para un niño real y que, más allá de las
limitaciones del tiempo o del espacio, la Vida había obrado por mi intermedio el
milagro de la curación.
Entonces, totalmente ajeno a lo que vivía mi cuerpo físico, me invadió un
extraño pensamiento: “¿Si yo puedo enviarle a otros mi energía sanadora, estaré
en capacidad de enviarle esta energía a mis ojos y así curar mi ceguera?”. Tal
vez sí podría, pero lo cierto es que tuve miedo de intentarlo, fallar y perder
entonces toda esperanza, así que no lo hice, aunque me prometí que me seguiría
fortaleciendo hasta estar en capacidad de afrontar ese gran reto.
Y entonces proseguí con las respiraciones rítmicas que activaban el Fuego en
mí. Me sentía muy feliz, muy lleno de Dios, me sentía más vivo que nunca, veía mi
aura destellar chispazos de luz hermosa a todo mi alrededor. De repente sucedió
algo extraño, al menos extraño para esa época de mi vida, algo que nunca había
experimentado. Comencé a sentir un calor mayor, en comparación con el que
sentía en el resto del cuerpo, justo en mis genitales y en mi pene, estimulándolo.
Entre asustado y curioso seguí con mis respiraciones y movimientos para jalar
más fuego de la Tierra, ahora con el objetivo de dirigirlo hacia mi pene, ya erecto.
Seguí y seguí, y pude ver que el volcán se convirtió en una gran bola de energía y
entonces entendí que esta era una zona de mucho poder en mí y en los hombres.
A partir de lo poco que sabía sobre el tema, deduje que la energía que se había
acumulado en mí podía tener dos destinos: o permitía que saliera de mi cuerpo
en forma líquida o bien direccionaba esa energía hacia arriba por mi cuerpo.
Sabía que esa energía era muy sagrada y poderosa, y que se había formado
entre la energía de la Tierra que había jalado, la felicidad interna que se había
producido y el calor generado por mis respiraciones rítmicas. Además, se había
acumulado en una zona demasiado especial, justo la zona que Dios nos dio a los
hombres para crear semillas de vida. Entonces pensé que sólo un tonto podría
154
C A PÍ TULO 24
derrochar esa energía tan increíblemente poderosa, así que decidí elevarla para
descubrir lo que le sucedería en mi cuerpo físico, que ya de por sí estaba sudando,
pero también a mi cuerpo energético y espiritual. Así que comencé a sincronizar
mi respiración con unos movimientos pélvicos de adelante hacia atrás, así como
a visualizar que esta energía subía y subía desde mis genitales a lo largo de mi
columna, y lo hacía como una serpiente de luz que iba iluminando todo a su paso.
Seguí y seguí cada vez con más intensidad hasta que de pronto la serpiente de
luz llegó justo al centro de mi cabeza y ahí experimenté lo que nunca antes había
sentido, una explosión interna de amor, de luz, de felicidad que se materializó
en mi visión como un cono de luz que se abría hacia el cielo. Me quedé mudo,
sordo, estático, durante lo que parecieron ser varios minutos. En ese periodo me
mantuve flotando en el espacio sideral, visualicé el cosmos y en medio de este un
gran ojo naranja. Y entonces la respuesta llegó: “No te envío para sanar, sino para
que le ayudes a otros a descubrir sus poderes y que ellos mismos se sanen. Tú no
serás médico ni chamán, serás guía para que ellos se conviertan en sus propios
médicos y chamanes. Aquellos que curan en realidad sólo sanan por encima, la
raíz queda torcida, los hacen dependientes de ellos. Sanar realmente es despertar
al fuego-medicina y a la conciencia-sanadora dentro de otro. Eso es liberar al
otro y tú vienes a liberar”.
155
Capítulo 25
Justo cuando salía el Sol de la mañana me puse la ropa y caí rendido, felizmente
agotado, y dormí durante varias horas. Al igual que el día previo, desperté cuando
el Sol estaba en su apogeo, lo que me hizo pensar que era el mediodía. No tenía
hambre, no tenía sed, desperté con una fuerza increíble y con una gran claridad
mental, estaba comenzando a entender cuál era el poder del ayuno.
Impulsado por esa gran fuerza interna supe que era hora de moverme. Tuve
segundos de duda pero pronto se disiparon. Abracé con fuerza al árbol que me
dio protección por más de dos días y una manzana se oyó caer, pero no me nació
buscarla, mi cuerpo se estaba sanando con el ayuno, para qué interrumpirlo,
además de que gozaba de una claridad mental inmensa y no quería distraerla.
Comencé a caminar, sin expectativas de llegar a algún lugar, sin temer si mi
mamá o Don Enrique me encontrarían o no si en algún momento. En realidad,
algo me decía que ellos no vendrían a mí, sino que yo tendría que ir hacia ellos.
Caminé sin parar durante todo el día, las auras de las plantas y los árboles
eran mis guías. Casi no me detuve a descansar, el mismo camino a paso lento
era mi descanso, y de hecho cada paso me hacía más fuerte y decidido. Es difícil
explicarlo, pero sentía que había un gran objetivo para mí esperándome, y que así
yo no lo viera no importaba, lo sabía en mi corazón. Ya entrada la tarde alcancé
a escuchar un riachuelo fluir, seguí el sonido y logré llegar hasta él. Tomé algo
de agua con mis manos y sentí que no sólo mi boca, garganta, tráquea, estómago
e intestinos estaban vacíos, sino que todo mi cuerpo estaba altamente sensible.
Seguí caminando o más bien peregrinando, ya sin sed, pero sin cansancio
ni hambre, ya que el oxígeno y mi calor interior me bastaban. Recuerdo que me
repetía: “Caminaré a donde Dios me guíe, soy copiloto de mi vida, Dios es el
conductor”. Así me enfocaba en disfrutar los paisajes áuricos multicolores. Era
increíble sentirme rodeado de energía de vida y me vino a la mente una frase
156
C A PÍ TULO 2 5
poderosa de la Tía Miranda: “Para mantenernos vivos tenemos que comer vida,
sólo las plantas, cereales, semillas y algas contienen vida para nosotros, energía
del Sol y de la Madre Tierra”.
De repente, entre tantas auras de árboles pequeños y grandes, así como
de insectos, conejos y pajarillos que ya comenzaban a volver a sus nidos para
protegerse del frío que comenzaba a llegar, pude notar el aura de un ser humano
a lo lejos, y decidí caminar en esa dirección. Unos minutos más tarde, ya un
tanto cerca, pude identificar que el aura se movía de un lado a otro, parecía ser
de alguien con mucha actividad. Cuando me había acercado lo suficiente, como a
unos cuarenta metros de distancia, caí en cuenta que no era el aura de una persona
adulta, sino más bien de un joven o adolescente. Seguí caminando aún con más
confianza, esquivando algunas ramas puntiagudas de árboles y, cuando estuve
a unos quince metros de esa persona, el aura se detuvo, parecía que me estaba
observando. Una voz angelical de mujer, que jamás olvidaré, me dijo: “Hola,
¿andas perdido?”. Me quedé totalmente paralizado y pude experimentar unas
olas energéticas fluir dentro de mí. Estimulado por el cautivador timbre de voz
de aquella mujer, el volcán en mis genitales apareció en mi visualización al rojo
vivo como a punto de hacer erupción, sin que yo hiciera ningún movimiento ni
intensificara mi respiración. La joven comenzó a acercarse y dijo: “Soy Minerva,
esta es mi casa, ¿tú cómo te llamas?”.
Enmudecí, di una profunda inhalación por la boca y visualicé el fuego del
volcán subiendo por toda mi columna. De nuevo experimenté una impactante
explosión dentro de mi cuerpo, en particular en mi cabeza, que me hizo
estremecer. Entonces pude captar chispazos o ráfagas de realidad como las
que experimenté cuando salía del lago. “¡Puedo ver, puedo ver!”, pensé lleno
de júbilo y sintiendo un éxtasis interno que hasta entonces desconocía. Pero
la visión externa se disipó, así que sacudí mi cabeza, recuperé el aliento y
respondí: “Soy Yao, andaba perdido, pero creo que ya encontré mi camino”.
Otra voz a lo lejos, ahora de un hombre adulto, llamó con fuerza a Minerva.
Ella se me acercó rápidamente, me tomó de la mano y me jaló, yo sentí que un
río de electricidad recorría todo mi cuerpo desde su mano. Algo muy especial
tenía ella y algún día lo descubriría.
Les expliqué a Minerva y a su papá que había llegado a Zacatlán de las
Manzanas hacía cuatro días a visitar a Don Enrique, que había vivido con él
varios ejercicios intensos y que después él me había dejado en un manzano
sólo, pero que esta mañana había decidido caminar hacia donde el Viento me
llevara. El papá de Minerva dijo: “Otra vez Don Enrique haciendo de las suyas.
157
DI A RIO DE UN S A NA D OR
158
C A PÍ TULO 2 5
emitir luz, lo que antes no hacía. Les pedí que le dieran jugos de apio y perejil
cada cuatro horas durante la noche y durante todo el día siguiente, y que dejaran
de darle cualquier derivado de animal, azúcar, harinas o sal, que ella pronto
estaría mejor. “Pues yo no veo que le hayas hecho nada a mi madre, tan sólo está
sudando”, dijo aquel hombre con su brusquedad habitual. Yo respondí: “Mañana
antes de que salga el Sol lo sabremos”.
Minerva, con su mano suave pero fuerte, tomó mi mano y con todo cuidado
me llevó al catre en el que dormiría. La verdad yo no tenía mucho sueño, deseaba
seguir platicando toda la noche con Minerva, sintiendo su aura cerca de la mía.
Ella puso en mis manos una almohada y una frazada, se sentó por unos momentos
a mi lado, tan cerca de mí que podía escuchar cada una de sus exhalaciones cerca
de mi oído. Mi cuerpo se estremecía al sentir su presencia. Su papá volvió a gritar
desde la otra habitación: “Minerva, deja que el muchacho se duerma y vete a tu
cama ya”. Ella, antes de dejarme, tomó mi mano y la apretó con fuerza, se acercó
a mí y me dio un beso en la frente. Y después se levantó y se fue. Subí y bajé al
cosmos en fracción de segundos, sentí una fuerte erección y comencé a notar un
aroma particular que emanaba del sudor de mi cuerpo. Algo estaba cambiando
en mi química y en mi energía interna, lo podía sentir y oler. Ese día supe que
había dejado de ser un niño, ahora era el joven Yao.
Me recosté y después de dar vueltas en el catre, que por cierto rechinaba
mucho, je je, pude conciliar el sueño. Unas horas después aquella mano angelical
me despertó cuando aún no amanecía y me dijo: “Mi abuela está despierta y
hablando, yo sabía que tú podrías curarla”, y me llevó hasta el cuarto de la abuela en
donde también estaba su padre. “Yo no sé quién seas tú, pero te debemos nuestra
felicidad, sanaste a mi madre. Pídeme lo que quieras, jovencito”. Y le respondí
de inmediato y sin pensarlo tanto: “Que ustedes tres acepten mi invitación para
que nos visiten a mi madre y a mí en nuestro rancho El Penacho, en Oaxaca”. El
hombre hizo una pausa e intuí que estaba esperando la aprobación de su madre
y de su hija y entonces dijo: “Por supuesto que sí, antes de que termine el año los
visitaremos”.
Al terminar de desayunar un plato de avena en agua, con unas cuantas nueces
y polvo de canela, el señor le pidió a su hija que cuidara de la abuela mientras él me
llevaba en su camioneta a la casa de Don Enrique. Sentí un pesar enorme en mi
corazón, todo mi ser quería sentir la presencia de la joven Minerva durante unas
horas, días, o meses más, pero no pude decir nada. Parecía que mis sentimientos
a esa edad aún estaban prohibidos y más para ella como joven mujer frente a su
padre. Ella, aprovechando que su papá fue a despedirse de su madre, me abrazó
con una intensidad indescriptible y me dijo al oído: “Te veo muy pronto, eres
159
DI A RIO DE UN S A NA D OR
bueno, no olvides lo que sientes por mí, que es lo mismo que yo siento por ti.
Llévate mi aroma contigo”, y pasó sus cabellos largos por mi rostro. “Guárdate
mi aliento en tu corazón”, y me dio un beso en la mejilla. Quise abrazarla por el
resto de mis días, pero sólo pude hacerlo por unos segundos más. Quise besarla
intensamente pero vi el aura de su padre acercarse y tuve que distanciarme. Se
me rodó una lágrima de amor, el Cielo me habitaba, me sentía abrazado por
Dios. Antes de ese momento no sabía nada de amor, pero allí me sentí experto.
A bordo de la camioneta que conducía el padre de Minerva, viajamos
durante un rato entre callejones de tierra y montículos que hacían que nuestros
cuerpos saltaran. Durante el camino él me dijo su nombre: Romeo Mayen. Así
pude conocer el apellido de Minerva, mi Minerva Mayen. Cuando detuvo la
camioneta me dijo: “Menuda sorpresa que se van a llevar cuando te vean”. Yo
estaba muy en paz, pues en mí se mezclaban agradablemente las energías que el
Fuego había hecho circular por mi cuerpo, los efectos de las visualizaciones que
había tenido, el haber descubierto mi verdadero propósito de vida, saber que
ese día cumplía años y me convertía en un joven, además del cosquilleo en mi
estómago provocado por el suspiro y el beso de aquella mujer tan especial.
La voz de mi madre se escuchó a lo lejos, mientras Romeo me ayudó a bajar de
la camioneta. Me quedé de pie hasta que la voz se acercó tanto que la escuché en
mi oído desaforada: “Hijo, hijo, perdóname, perdóname por haberte dejado sólo
estos días. ¿Estás bien?” La tranquilicé al decirle: “Mejor que nunca madre, nunca
te arrepientas por empujarme al abismo ya que allí encontraré aprendizajes que
me han ayudado y me ayudarán a crecer y volar”.
Mi madre le dio las gracias a Romero y aproveché para decirle a ella, delante
de él, que yo me había atrevido a invitarlo a él a nuestro rancho, junto con su
madre y su hija, y vi con alegría que mi madre corroboró la invitación. Luego
de despedirse de Romero, mi madre me llevó hasta la choza de Don Enrique, en
donde estaban éste, su ayudante y Pepe. Ahí, aquel hombre de poder me dijo:
“Ahora sé quién eres, ahora sabes tú mismo quién eres. Has pasado tu ritual de
iniciación a la juventud con éxito. Ahora festejemos tu vuelta al Sol, regreso que
culmina tu primer ciclo como espíritu humanizado y da inicio a tu nuevo ciclo de
conciencia”. Hizo sonar sus maracas y comenzó a cantar una canción en Otomí
para celebrar ese acontecimiento. Mi madre y Pepe me felicitaron y un par de
horas después emprendimos el viaje de regreso a El Penacho. Les conté de mis
historias y aprendizajes, lo cual me sirvió hacerlo para repasarlas e integrarlas a
mi vida. Lo único que me no les conté fue que me sentía enamorado por primera
vez en mi vida.
160
Capítulo 26
Desde nuestro regreso al rancho yo andaba muy inquieto, batallaba para dormir
profundo y mi madre decía que estaba comiendo más lento que de lo habitual,
tomaba Cacao todo el tiempo y buscaba mantenerme ocupado atendiendo
demasiadas consultas de sanación. Algo me había ocurrido en la visita a Zacatlán,
pero no estaba seguro si era lo que había vivido en el fondo del agua, o cuando
estuve cubierto de tierra durante la noche o el retiro de soledad, silencio
y ayuno. Me preguntaba si había sido algo aún más poderoso que todas esas
experiencias juntas: Minerva, aquella joven que revoloteaba todo el día entre mis
pensamientos, la que me agitaba el corazón tan sólo al recordar su aura, por la
que me estremecía al recordar sus palabras cerca de mi oído.
Era como si ella hubiera sembrado una semilla dentro de mí, de la cual una
planta crecía y crecía en mi pecho, hasta sentir que me lo iba a reventar. Al
recordar su aroma sentía cosquilleos en mi estómago y en mis órganos sexuales.
No sé si estaba encaprichado con ella, o si me estaba enamorando, o si lo segundo
provocaba lo primero. El trabajo me hacía distraerme parcialmente durante el
día, y por ello mientras más trabajara mejor. Mi madre me notaba raro, a veces
preguntaba sobre lo que me ocurría, pero yo mismo no sabía qué era todo aquello
que me zangoloteaba, y entonces ella misma evitaba preguntarme más, como
dándome espacio para que primero yo lo dilucidara y luego se lo compartiera.
Cristóbal había dejado el área de empaquetado de la Yaca y el Cacao para
ayudarme a recibir la gran cantidad de llamadas que recibía, armar la agenda
y recibir a las personas que venían a consultarme. Yo seguía atendiendo en un
tejabancito que me habían construido los trabajadores del rancho en una zona
entre árboles muy grandes, casi debajo de donde mi padre me había construido
la casa del árbol. Las personas hacían fila para verme, les ayudaba con todo tipo
de males, gripas y resfriados, artritis y dolor de articulaciones, jaquecas, diabetes,
161
DI A RIO DE UN S A NA D OR
162
C A PÍ TULO 2 6
describir con claridad. Cuando te conocí sentí calor en todo mi cuerpo, cuando
pensaba en ti sentía maripositas en mi estómago, y en estos momentos siento paz
y sé que no necesito nada más en el mundo que estar contigo”. Me quedé mudo
por unos segundos, jamás había estado en esa posición, ella tenía el control de
mí, de la situación, de todo. Sólo pude decirle: “Te admiro, eres una joven muy
valiente, hablas como toda una mujer adulta y tu aura apenas es de alguien de 13
o 14 años”.
Y ella siguió dominando la conversación, hablando con rapidez como
obedeciendo a un plan que traía bien premeditado. ¡Qué momento tan mágico y
hermoso! Toda en ella me enamoraba: su aura, su presencia, su aroma, su voz,
cada palabra que emitía y su fuerza interior que se manifestaba con contundencia
hacia el exterior. “Mi padre me dijo que vendríamos sólo por unas horas, pero
mi abuela y yo trazamos un plan para quedarme contigo más tiempo. Ella viene
fingiendo desde hace pocos días que sus dolencias le han vuelto nuevamente y
pedirá que tú la atiendas por un par de días. Así nos quedaremos ella y yo más
tiempo, porque mi papá tendrá que volver al trabajo, sabe que no puede faltar
porque hasta lo podrían despedir”. Volví a quedarme mudo. Su padre a lo lejos
nos interrumpió: “Minerva, te pedí que me esperaras para entrar con Yao”, le
dijo con un tono de mandamás.
Me saludó con cordialidad pero con cierto desdén nacido de los celos de
padre, en tanto que yo lo saludé con respeto. Y siguió: “Aquí estamos, no me
gusta fallar a mi palabra. Sigo muy agradecido contigo por ayudar a mi madre,
ella ha estado mucho mejor, no sé qué le hiciste o cómo lo hiciste, pero ahora veo
que muchos creen en lo que haces. A nuestra llegada vi a varias personas salir de
aquí, iban contentos”. Yo le agradecí sus palabras y su visita, y le pedí a mi madre
que atendiera muy bien a todos los invitados.
Mi mamá nos llevó a todos a la sala de la casa y luego de intercambiar algunos
diálogos ofreció preparar Yaca deshebrada con Achiote, un platillo que le quedaba
delicioso. Justo caía el Sol y se sentía un atardecer espectacular. Nos sentamos a la
mesa, Don Romeo se sentó entre Minerva y yo, era claro que él también captaba
lo que sucedía entre nosotros dos. Temía, después lo supe, perder a su única hija
por enamorarse de alguien que viviera fuera de Zacatlán, justo como le había
sucedido con su propia esposa, quien había partido del pueblo con un turista
cuando Minerva era apenas una niña.
Al terminar de cenar su padre dijo que era hora de irse a la ciudad de Oaxaca
a dormir, para salir a Zacatlán al despuntar el alba. Justo en ese momento la
abuela comenzó el show que tenía planeado junto con Minerva, je je. Primero
163
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Romeo hizo todo lo posible por convencerla de que se fuera con él, después
intentó disuadir a Minerva para que sólo la abuela se quedara y ella se fuera
con él. Hasta que por fin, muy reacio, después de un largo debate, su madre lo
convenció de que necesitaría uno o dos días de terapias conmigo para regresar
en su estado óptimo, y que ya que estaban allí, pues lo mejor sería aprovechar esa
oportunidad, surgida por la invitación de Yao unas semanas atrás. Él les lanzó
varias indirectas amenazantes a ambas, diciéndoles que confiaría en que ellas se
portarían bien y se mantendrían siempre juntas, sin yo saber exactamente en qué
estaba pensando. Mi madre le aseguró a Romeo que ella estaría allí en esos días
y que no había nada de qué preocuparse. De hecho mi madre ni sospechaba lo
que estaba ocurriendo entre Minerva y yo, je je. Les mostró el cuarto en el que
pasarían las noches, que era el mío, y les aseguró que yo dormiría con ella.
Una vez que Don Romeo se fue, la abuela le echó una mirada ‘conspirativa’ a su
nieta. Después supe por mi madre que ese preciso gesto entre nuestras visitantes
le permitió entender todo lo que se tramaban. Y es que las madres suelen ser muy
perceptivas, y una mirada puede ser suficiente para revelarles todos los secretos
que tienen que ver con sus hijos. Cuando se llegó la hora de dormir, se acercó y
me dijo al oído: “Tienes media hora para platicar en el portalito con Minerva, ahí
encontrarán el espacio para abrir su corazón y conocerse mejor, así lo hicimos
muchas veces tu padre y yo”.
Ese mensaje y ese momento me hicieron recordar por qué amaba tanto a
mi madre, lo mucho que me conocía, que era mi mejor aliada y que yo le sería
fiel y transparente de por vida. La abracé muy fuerte como hacía tiempo no lo
hacía. Parecía que mi ritual de iniciación a la vida joven se había extendido aún
meses después de haber cumplido 14 años. Entonces Minerva y yo nos sentamos
en el portalito y ella, como ya era típico, rompió el silencio y guio nuestra
conversación. Me dijo que me admiraba por mi capacidad de navegar por cada
rincón de la casa sin ningún bastón o ayuda. Le dije que era la experiencia, que
sabía los pasos que se tenían que dar para ir a cada lugar, que era capaz de oler los
muebles, los marcos de madera y escuchar mis pasos sobre el tipo de piso en cada
espacio. Pero le dije que era en el patio y en los sembradíos del rancho en donde
me movía con mayor confianza, que las auras de los árboles me guiaban con toda
claridad. Me pidió que le explicara las diferencias entre las auras que desprendían
las personas, los animales y las plantas, y m sentí feliz de responder a su pregunta
y tomar por un ratito la batuta.
Estábamos entrados en plática cuando escuché los pasos de mi mamá
acercarse. Creí que la media hora ya había transcurrido, pero en realidad salió
164
C A PÍ TULO 2 6
para darnos una taza de infusión aromática cuya receta le había aprendido
a Petra en Mazunte, una combinación de plantas que aflojan el cuerpo para
que las penas salgan. Mi madre, con cariño pero con firmeza, nos dijo: “Se lo
terminan y por favor entran a dormir”. Minerva no conocía mi gran aprecio
por las plantas medicinales, así que aproveché para contarle sobre sus múltiples
propiedades para el cuerpo, la mente, el sistema emocional y el corazón. Le dije
que Dios se había encargado de darnos todo en la Naturaleza, que las plantas
acumulaban energía del Sol y de la Madre Tierra y que por eso restauraban en
nosotros el equilibrio y nos ayudaban a sintonizarnos con nuestro cuerpo y
con nuestra luz. Sin pretender imponer en ella un nuevo sistema alimenticio,
también le compartí los beneficios que mi madre, Pepe y yo y cientos de
pacientes míos habíamos experimentado al dejar de comer lácteos y carnes de
animalito muerto.
Ella se mostró receptiva, guardaba silencio cada vez que yo hablaba.
Entonces me dijo que ella venía cargando una pena desde hacía mucho tiempo,
y me preguntó si yo era capaz de verla y ayudarle a sanarla. Le dije que sí, que
era sobre el abandono de su madre, que se reflejaba en la caída izquierda de su
hombro y en su ligera escoliosis en la espalda. Pude identificar también una
falta de armonía en su luz que emanaba de su matriz, pero de esa no le hablé en
ese momento. Ella se mantuvo callada y su silencio era prueba irrefutable de lo
acertado de mi diagnóstico.
Entonces me acerqué a ella, envolví con mis dos manos sus manos que
sostenían el té e hice esta oración: “GRACIAS, Dio,s por la Madre Tierra,
Tlazocamati Tonantzin, GRACIAS Madre Tierra por cada fruto hermoso y
poderoso que nos ofreces, GRACIAS Dios y Madre Tierra por el Cacao Teobroma
que nos sana, GRACIAS Dios y Madre Tierra por las plantas medicinales que nos
curan. Permite Minerva que Dios y la Tonantzin, a través de las plantas, entren
en tu cuerpo, lo calienten suavemente y te liberen de la tristeza ocasionada por
la partida de tu madre. Ella va a volver cuando crea que esté en capacidad de
educarte. Ella se fue porque se consideraba dañina para ti y con su abandono
buscaba protegerte a ti de ella misma. Ella estaba cargando un dolor muy grande,
que para ella era inconfesable, y tuvo que alejarse una noche de invierno cuando
tenías alrededor de siete años, para tratar de sanarse. No se fue con otro hombre
como tu padre creyó, no se fue por algo malo que tú hiciste como tú creíste. En
su partida no hay culpables, sólo una sagrada intención no explicada de hacerte
el bien. Ella no está gozando y ustedes sufriendo, no, los tres sufrieron, pero
sufrieron menos de lo que ella creyó que sufrirían con ella cerca”.
165
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Entre lágrimas, Minerva me dijo: “Me duele el alma, pero sigue, sé que es
para mi bien”. Le pedí que bebiera su té, que eso le ayudaría. Le dije que el alma
no dolía, que el alma era pura, que lo que dolía era el cuerpo con el dolor creado
en la propia mente y que al amanecer estaría mejor. Entonces le pedí permiso
para acercarme. Me puse de pie justo al lado de donde estaba sentada, me agaché
y coloqué mi mano derecha a unos centímetros de sus vértebras lumbares, pero
sin tocarlas, sólo sintiendo su energía. Y mi mano izquierda, con mucho respeto,
la coloqué a unos centímetros de la boca de su estómago. Dejé que mi energía
fluyera de un extremo a otro de su cuerpo, atravesándola con energía de sanación
que pasaba de una de mis manos a la otra. Pude sentir como las células estaban
liberando memorias de dolor, de culpa y tristeza, y comencé a ver cómo el aura
de esa parte de su cuerpo comenzaba a cambiar de tonalidad. Ella comenzó a
intensificar su respiración: cada inhalación era más profunda y cada exhalación
se escuchaba más agitada. Fue entonces cuando ella pegó un grito desgarrador
que me sacudió de pies a cabeza, no por el grito, que similar a este escuchaba todo
el tiempo en mis pacientes, sino porque pude sentir su corazón palpitar en mis
manos y me sentí por primera vez el protector, el hombre de una mujer.
Mi madre, que bien conocía esos gemidos liberadores, contuvo a la abuela y
le explicó lo que ocurría. Para ambas fue claro que ese proceso era necesario para
Minerva, y también confirmaron que entre nosotros, aún unos jovencitos, estaba
surgiendo algo muy poderoso. La media hora de permiso habría de convertirse
en dos horas.
Minerva se dejó caer en mis brazos y me nació acariciarle los cabellos, suaves
como la seda. Los latidos de mi corazón fueron calmando los suyos y pronto se
sincronizaron. El aire nos acariciaba y sentí por unos momentos la presencia de
mi padre bendiciendo el momento, precisamente allí, en el portalito, lugar tan
especial para él. No dijimos mucho por varios minutos, dejando que nuestros
sentimientos hablaran en el silencio. Yo tenía mis cicatrices de vida, ella las suyas,
éramos caminantes de una senda que apenas empezaba, aunque ya parecía larga
por lo andado. El Fuego Interno me serpenteaba desde la base de la columna
hasta la coronilla. Poco a poco he ido entendiendo que el amor en realidad tiene
muchas manifestaciones y en ese momento las sentí todas juntas.
Ella levantó su cabeza y pasó sus labios muy cerca de los míos, tanto que pude
aspirar su aliento. Entonces me abrazó fuerte como deseando integrar su cuerpo
al mío. Yo la envolví en mis brazos y por unos instantes las auras se fundieron
y no podía distinguir la una de la otra. Ella me dijo al oído lo que jamás podré
olvidar, lo que selló nuestra relación terrenal hasta el último día de su vida, y
166
C A PÍ TULO 2 6
espiritualmente para la eternidad: “Deseo con todas mis fuerzas que vuelva mi
madre, pero más deseo ser la madre de tus hijos”. Mis lágrimas no se contuvieron
y sólo pude responder: “Que el Gran Espíritu nos de su bendición”, y dejé que mi
silencio y mis suspiros respondieran el resto.
Al sentir la presencia de la abuela cerca de la puerta, en el interior de la casa,
supimos que era hora de entrar. Cada uno se dirigió a su habitación, y ambos
pudimos dormir unas pocas horas mientras el amor jugaba con nosotros durante
toda la noche. Para mi madre fue más que evidente el amor que yo sentía por
Minerva, pues tenía una sonrisa de oreja a oreja que no podía evitar.
167
Capítulo 27
Fueron tres días mágicos en el rancho. Cuando daba consultas Minerva estaba
conmigo, siempre a mi lado, atestiguando mis conversaciones con los pacientes,
los métodos de sanación y el poder del Cacao en ellos. Al principio me ayudaba
en los momentos en que Cristóbal tenía que atender otros asuntos pendientes,
pero el último día le pidió a él, con plena confianza, que le permitiera a ella ser mi
ayudante, y lo hizo de manera impecable. Por razones que apenas descubría, la luz
que emanaba de mi corazón era de un verde más intenso; y luego la proyectaba
por mis manos hacia el cuerpo del paciente, logando que la armonización de
su energía comenzaba de manera inmediata. Parecía que mi amor por Minerva
estaba potencializando mi fuerza de sanación.
Por las tardes paseábamos por los sembradíos de Cacao y Yaca, también
visitamos la fábrica para que conociera de viva voz de los trabajadores los procesos
detrás de los productos que vendíamos. Por las noches cenábamos con la abuela y
con mi madre una vez que ella había vuelto de supervisar la panadería. Mi madre
siempre encontraba historias por contarnos acerca del mundo del pan. También
pudimos conocer la historia de la abuela, que resultó ser muy interesante, pues ni
Minerva misma la conocía con tanto detalle. Yo podía ver que conforme permitía
que sus secretos salieran, en su cuerpo se producía una liberación de dolor y se
despejaban canales de oxigenación y nutrición que habrían de ayudarle aún más
en su proceso de sanación. No cabe duda de que reconocer y aceptar todo aquello
que nos duele por dentro es el primer paso para sanar cualquier pena y la abuela
seguía sanando.
Una de esas tardes, para mi sorpresa, la abuela le pidió a Minerva que cantara.
Ella, primero apenada, pero después llenándose de valor –valor que le sobraba
a esa mujer guerrera– cerró sus ojos y comenzó a cantar: “En espiral hacia el
centro, al centro del corazón. En espiral hacia el centro, al centro del corazón.
168
C A PÍ TULO 2 7
Soy el tejido soy el tejedor, soy el sueño y el soñador. En espiral hacia el centro,
al centro del corazón. En espiral hacia el centro, al centro del corazón. Soy la
semilla, soy el sembrador, soy el sueño y el soñador. En espiral hacia el centro,
al centro del corazón. En espiral hacia el centro, al centro del corazón. Soy el
que sana, soy el sanador. Soy el sueño y el soñador…”. Con esa voz y cantos
angelicales me conquistó aún más y pude sentir que sus luminosos sentimientos
flotaban y llenaban toda la casa.
Su abuela, con una lágrima en sus ojos, le dijo: “Hacía tanto que no cantabas
hija, el amor ha vuelto a tu corazón, estás comenzando a sanar. Desde que partió
tu madre no habías vuelto a cantar. Nuestra misión en esta visita se ha cumplido,
volveremos a casa muy sanadas, felices. De corazón GRACIAS a ustedes Verónica
y Yao. Cuenten con nosotras como dos grandes amigas para siempre”. Y yo, con
inocencia pero con picardía, me quedé pensando: “Cuento con su nieta como mi
pareja para toda la vida”.
Sabíamos que temprano a la mañana siguiente su padre llegaría. Después
de nuestra cena vegana tempranera, a la que la abuela y Minerva ya se habían
acostumbrado y en esos días habían experimentado sus beneficios, mi madre
nos permitió tener una velada final en el portalito. Sin embargo, mis planes eran
otros. Le pedí a Minerva que me acompañara a la casita del árbol en donde le
quería enseñar un secreto. Trepé con mucha confianza a la casa, que de hecho
hacía varios meses que no la visitaba. Ella me siguió titubeando, pensaba que en
cualquier momento la construcción se desmoronaría, pero llegó suspirando a
la parte interior. Nos sentamos en el suelo de madera de la casita, cada uno en
un extremo de las cuatro paredes de tablones, conscientes de que era el espacio
más íntimo que encontraríamos en todo el rancho. Ella, desde su rincón, me fue
describiendo cómo se iba poniendo el Sol a lo lejos, dejando una estela rojiza a
su paso, y dijo: “Ni la noche, conociendo su propia hermosura, quiere dejar ir al
Sol. La noche tiene miedo de su propio frío, de su propia oscuridad. La noche
necesita al Sol, la Luna también. Ellas necesitan al Sol como yo te necesito a ti,
querido Yao”.
Con esas palabras yo comencé a sentir mi propio Sol que se activaba hermoso
y poderoso debajo de mi cintura. Quise abrazarla, quise besarla, pero me dio
miedo. Quise decirle que no se fuera, que me había enamorado de ella, pero
no me salieron las palabras. En el fondo prefería escucharla a ella que escuchar
mis propias palabras. Comencé a respirar con mayor intensidad visualizando
que el fuego de mi Sol inferior se elevaba por mi columna. Sentí como llegó a
mi ombligo y encendió ahí otro Sol. Ella siguió hablando: “Desde el momento
169
DI A RIO DE UN S A NA D OR
en que te vi salir del bosque sentí que mi vida estaba por cambiar. Desde el
momento en que nuestros alientos se cruzaron supe que serías el hombre de
mi vida, mi hiciste estremecer de pies a cabeza como nunca lo había sentido…”.
El calor seguía subiendo por mi cuerpo y llegó hasta el corazón, y visualicé que
desde allí yo emitía una luz verde esmeralda hacia mi alrededor.
Y entonces le dije: “Te pensé día y noche por meses, te soñaba y amanecía
sudando. Al principio creí que serías la luz en la oscuridad de mi camino, pero
me has abierto los ojos y me has hecho descubrir que yo soy mi propia luz, y
por eso más te admiro. Me has ayudado a ser libre y en mi libertad más deseo
estar contigo”. El calor encontró su paso hasta mi garganta, ayudado por mi
respiración suave pero rítmica, y pude sentir que un nuevo Sol se encendía en
mí. Sólo había sentido ese calor en el retiro de silencio cuando trataba de calentar
mi cuerpo aprovechando mi propia energía, y cuando Pedro nos hizo respirar
intensamente en la fogata el día de la ceremonia del Cacao.
“Me ayudaste a sanar algo muy fuerte de mi pasado y ahora, con todas mis
fuerzas y a pleno pulmón declaro que te amo. Haré todo lo que esté en mis manos
por estar a tu lado, por caminar de la mano, para ser tu mujer y recibirte como
mi hombre”. Entonces el calor alcanzó mi frente y pude sentir un estallido en mi
cabeza. No sé si ella sabía lo que estaba provocando, pero la excitación interna
detonada por sus palabras me hacía sentir pleno y lleno de mí mismo. Su voz me
activaba cada centro de poder, cada umbral de energía dentro de mí.
Ella tomó y encendió una vela que yo tenía allí, que era precisamente la
que yo le había encendido muchas veces a mi padre después de morir y dijo.
“Enciendo esta vela como símbolo del amor que crearemos juntos, de la luz
que seremos el uno para el otro en momentos de oscuridad y la luz que juntos
seremos para el mundo. “Aquí viven Minerva y Yao”, ya puedo verlo escrito a
la entrada de nuestra casa en el futuro. Enciendo esta vela para invitar a Dios
a nuestras vidas, Él estará presente en nuestra cocina, en nuestro trabajo, en
nuestra recámara, en cada lugar que visitemos; que Dios guie nuestros pasos, que
Él sea el conductor de nuestras vidas. Me amo, amo a Dios y te amo a ti”. Esas
palabras le dieron el impulso final a la columna de fuego en mi interior y sentí
que mi cabeza se destapaba y salía un rayo de sol disparado de mi coronilla hacia
el Cielo. Todo en mi comenzó a dar vueltas, ella lo notó, se acercó a mí y nos
dimos un gran abrazo. El Viento penetró por la ventanita que daba al este y nos
envolvió refrescándonos, y supimos que el Gran Espíritu nos daba Su bendición.
Minutos después de aquella experiencia sublime, de profunda intimidad, de
amor sagrado y casto, pude pronunciar las palabras que tanto había repasado en
170
C A PÍ TULO 2 7
171
DI A RIO DE UN S A NA D OR
172
Capítulo 28
173
DI A RIO DE UN S A NA D OR
descubrir el poder sanador que Dios les había dado, aunque en ocasiones vivía
momentos de ausencia, como si todo mi ser viajara hasta la casa de Minerva.
Ya no solía decir que sanaba a pacientes, y desde el retiro de silencio y ayuno
me enfocaba en guiar a las personas para que ellas mismas, su fuerza interna y su
espíritu las sanara. Me había dado cuenta de que mi nuevo lenguaje empoderaba
mucho a mis pacientes y comenzaban a sanar más rápido. Poco a poco descubría
que hacerlos dependientes de mí no les ayudaría a largo plazo, y después volverían
una y otra vez, y aunque eso era bueno para las finanzas de mi consultorio, en
realidad lo correcto era que los ayudara a descubrir que en su interior guardaban
un enorme botiquín de medicinas. Ya empoderados era más fácil que adoptaran
las recomendaciones de ayuno, cambios en alimentación, meditación o nuevas
formas de respiración.
Por esos días nos enfocamos, los trabajadores del rancho y yo, en construir
un vivero de plantas medicinales. Era un sueño que tenía desde que habíamos
vuelto de Mazunte pero por alguna razón no lo habíamos materializado. Una
mañana le prometí a Minerva que cuando volviera encontraría el vivero listo
y que de ahí tomaría hierbas y hojitas para que preparáramos tés deliciosos y
saludables, y esa promesa fue mi inspiración. Ahí sembramos lavanda, menta,
hierbabuena, ortiga, diente de león, sábila, romero, ruda, albahaca, llantén, ajo,
toronjil, manzanilla, pirul, higuerilla, árnica y chaya. El aura de las plantas, su
aroma, su sabor en mi paladar y su sensación al tacto, me ayudaban a entender lo
que había comenzado a llamar “el Espíritu de las plantas”, el propósito terrenal de
cada una. El Espíritu de las plantas es tan real y poderoso como el nuestro o el de
cualquier animal, es nuestra guía, nuestra programación más sagrada y nuestra
razón de ser al formar parte del Gran Espíritu.
Uno de esos días de aquella prolongada espera del regreso de Minerva, dos
hombres llegaron al rancho montando a caballo. Uno de aura amarilla, otro de
aura celeste, ambos de estatura media. Por la descripción que mi madre me hizo
de ellos, ambos eran de piel tostada y manos rugosas, su acento y apariencia daba
razón de que eran de la zona de la selva de Oaxaca. Tocaron la puerta mientras
mi madre y yo terminábamos de comer unos deliciosos tacos de quelites y flor de
calabaza bañados en salsa de mole. Ella les abrió la puerta y, después de una breve
conversación, los dejó pasar.
Se sentaron a la mesa con mucha confianza y, en silencio, aceptaron los
alimentos que mi madre les ofreció. No dijeron una palabra, entendí que querían
que yo fuera el que hablara, estaban haciendo una especie de testeo de mis
capacidades de percepción. “Buenas tardes señores, los platillos de mi madre son
174
C A PÍ TULO 2 8
deliciosos y saludables, asumo por sus auras que ustedes son de buen comer y
conocen las energías de cada alimento, no tengo mucho que enseñarles en cuanto
a alimentación”. Entonces comencé a dirigirme a cada uno en particular: “Tú
tienes aura amarilla, tienes la evidencia de haber sufrido una herida profunda en
tu estómago, tal vez con un cuchillo. La herida ha sanado físicamente, pero generó
en ti un miedo profundo durante algunos meses posteriores a esa experiencia.
Ese miedo provocó un gran coraje que te llevó a cometer muchas acciones que
te fueron llenando de culpa y de más miedo, pero alguien te encontró y supo
enseñarte a canalizar ese coraje en intenciones positivas. Veo que has estado
lejos de tu madre, que es la única que aún vive en este plano, pues tu padre ya
te acompaña desde el plano espiritual”. El hombre iba escuchando y sintiendo
mis palabras, y sus energías se movían más y me revelaban más información:
“Ah, ahora veo con claridad, unos hombres asesinaron a tu padre, no pudiste
hacer nada para defenderlo, aunque lograste salvar a tu madre y a un hermano,
o hermana tal vez. Te arrebataron las tierras, sí, así fue, fue un pleito de tierras.
Pero has trabajado mucho en ti, mucho más de lo que he podido notar en
hombres y mujeres de poder, has sabido aprovechar tus cicatrices para hacer el
bien, a menos a tu modo y en lo que crees”.
Nadie hablaba, seguían en silencio, sólo se escuchaba el ruido de los
tenedores con que se empanzaban los taquitos bañados en mole. Asumí que
querían que continuara con el segundo, y así lo hice: “Tú, de aura celeste, tienes
una gran misión en la Tierra, la conoces muy bien y has estado trabajando en ella
decididamente. No tienes miedo de lo que te ocurra por perseguir tu misión, has
logrado alinear cuerpo, mente y espíritu. Al igual que a mí también te enterraron
y lograste encontrar la paz en medio de la sensación de la muerte; le temes más
a no cumplir tu misión que a la misma muerte. Todos los días tomas Cacao
pero lo mezclas con una hierba extraña que aún no conozco. Esa planta, que en
realidad es un hongo, en combinación con el Cacao te produce estados alterados
de conciencia que te permiten expandirla y leer el futuro. Eres como una especie
de oráculo que predice, que anticipa. Sí, ahora entiendo, ustedes son parte de
una hermandad, de una fraternidad, de un grupo secreto o discreto…”. En ese
momento uno de ellos me interrumpió y dijo: “Somos Hermanos Jaguar, leemos
el futuro por el bien de la Humanidad”.
Se hizo un silencio y le di el último bocado a mis alimentos, y entonces le
pedí a mi mamá que nos preparara un poco de Cacao. Así lo hizo y se mantuvo
vigilante de aquella curiosa reunión. El otro tomó la palabra: “Yao, río que fluye,
que sana, que hidrata, que refresca, eres un sanador muy joven y tienes un gran
futuro. El Gran Espíritu te ha elegido para una misión muy grande. Has recibido
175
DI A RIO DE UN S A NA D OR
176
C A PÍ TULO 2 8
177
DI A RIO DE UN S A NA D OR
reunión con la hermandad. Ella, en su carta que me llegó tres días después, me dijo
que nada perdería con asistir a una primera sesión, conocerlos mejor, escucharlos
y sentir sus energías para decidir si era algo que me podría interesar o no. Ella,
valiente como siempre, me dio el empujón final para asistir. Recuerdo que en cada
una de sus cartas me decía que pronto estaríamos juntos para siempre, y agregaba
al final una nota: “PS: sigo esperando que mi mamá regrese”.
Así que puse en mi mete la intención clara y decidida de asistir a mi primera
sesión de Luna llena con la hermandad Jaguar y pronto llegaron los mismos
hombres por mí. Le dijeron a mi madre que me iría con ellos dos días, que no se
preocupara, que ellos cuidarían de mí. Ella trató de hacer que Pepe o Cristóbal
me acompañaran, pero no aceptaron. El camino en carretera duró un poco más
de cinco horas; en su momento pude ver por la ventana las energías tupidas de
los árboles gigantes y supe que estábamos adentrándonos en la selva. Avanzamos
otra hora adicional en terracería hasta que divisé unas treinta siluetas áuricas,
casi todas con las mismas tonalidades blanquiazuladas, de hombres de pie que
esperaban a que nos bajáramos del automóvil. Todos se colocaron en formación
e hicieron dos columnas y los hombres que me acompañaron me dijeron que era
la forma de recibir a un potencial nuevo hermano.
Atravesé caminando las dos columnas hasta llegar a una escalinata, y ahí
los hombres me tomaron de los brazos para ayudarme a descender por un
pasadizo. Luego de haber bajado unos 120 escalones, se comenzaron a sentir
las paredes húmedas de piedra, el silencio era impresionante. Me sentaron en
una banca de piedra, en un cuarto que uno de mis acompañantes me describió
en susurros como absolutamente oscuro (que para mí no era nada diferente).
Los dos hombres que me llevaban del brazo se sentaron a mi lado y poco a poco
fueron llegando los demás hombres, que se sentaron en diversas bancas de piedra
colocadas de forma circular. En plena oscuridad yo era el que más veía y pude
contar treinta y tres auras en total.
Uno de ellos comenzó con lo que interpreté como un rezo, para disponer a
todos a la ceremonia de predicción de ese día. Él lo decía en zapoteco y otro lo iba
susurrando en español. No recuerdo palabra por palabra el rezo, pero sí recuerdo
estas frases que me marcaron y jamás habré de olvidar: “Somos Jaguares, somos
hermanos… juntos venimos, juntos vamos… en luz la sombras convertiremos…
que el Gran Espíritu nos ilumine, para saber por anticipado, lo que le espera a
los seres humanos… que sea la sangre de nuestro hermano la que nos inspire a
ver adelante… somos Jaguares, somos hermanos, de 33 vertebras y del barro,
surge el ser humano como un gran árbol…”. Y en cuanto terminó de pronunciar
aquellas poderosas frases sentí que en forma intempestiva alguien tomó mi
178
C A PÍ TULO 2 8
179
DI A RIO DE UN S A NA D OR
180
Capítulo 29
181
DI A RIO DE UN S A NA D OR
182
C A PÍ TULO 2 9
cargando un fuerte enojo por haberlo abandonado, acercó su oído y ella le dijo
en voz alta: “Fuiste el amor de mi vida, nunca hubo otro hombre en mi vida. Me
fui con aquel turista porque me ofreció curarme el alcoholismo, pero él tampoco
pudo. Deambulé por el país todos estos años buscando ayuda afuera, aunque hoy
sé que la respuesta estaba dentro de mí. Sabía que mi presencia les causaría más
daño a ustedes que bien, y esperaba volver algún día recuperada, pero nunca lo
logré. En estas últimas horas de silencio un Ángel me visitó y sanó todas mis
cicatrices por los sufrimientos que padecí desde mi niñez, de los que nadie tuvo
conocimiento, y por todos los demás sufrimientos que padecí a lo largo de mi
vida. Ya estoy sanada y en paz, pero mi cuerpo llegó a sus límites, el Ángel me
espera. Gracias, amor de mi vida, por cuidar a nuestra hija, es una señorita fuerte
y valiente, también sé que será feliz. No trates de atarla, permite que ella recorra
sus propios caminos, así te cueste trabajo comprenderlos”.
Romeo se quebró en llanto haciendo a un lado los escudos y corazas que
envolvían su corazón. Entonces la mujer agonizante llamó a su hija y Minerva
se acercó. “Tu fuerza proviene del orgullo por ser mujer. Nunca te niegues a ti
misma, camina con la cabeza en alto, ser mujer es una bendición. Si antes estar
lejos de ti era la mejor forma de protegerte, a partir de ahora te cuidaré con más
fuerza que nunca, desde donde esté seguiré muy a tu lado. Te amo y siempre
te he amado, me siento muy orgullosa de ti, de lo que has sido, de lo que eres
y de lo que serás. Vive con intensidad, la vida se nos va de prisa. Cuando te
enamores de alguien como yo me enamoré de tu padre, que nada te detenga,
entrégate en cuerpo y alma, y yo desde el Cielo derramaré bendiciones sobre ti.
Los hombres no son malos, a veces simplemente están confundidos; en ti está
aclarar su visión. Dios te hizo mujer, Dios te hizo bendita, bendita serás siempre
y bendito será tu compañero”.
Romeo, que escuchó todo aquello, seguía sollozando mientras Minerva
abrazaba con fuerza a su madre como no queriendo que se fuera. La abuela
Magda se acercó a la que era su nuera, le tomó una de sus manos y le dijo: “Ve
en paz con Dios, de nuestra parte todo te ha sido perdonado, y más que eso,
sólo tenemos para ti palabras de agradecimiento”. Minerva volteó y me tomó
de los hombros, como albergando una última esperanza y suplicando hiciera yo
algo para sanarla. Pero Dios había decidido que era su hora y ya no había poder
humano capaz de impedirlo. En ese instante pude ver que una chispa de luz salió
de la boca abierta de su madre, se mantuvo un par de segundos a unos pocos
centímetros de esta, y luego estalló en mil colores que se dispersaron por todo
el cuarto. El último suspiro de aquella mujer nos hizo saber que aquel Espíritu
había vuelto a su origen, que la materia yacía ahora sin vida.
183
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Mi madre me tomó del brazo y me sacó con discreción del cuarto. Dejamos
que la familia despidiera y le llorara a aquella mujer guerrera que lo había buscado
todo afuera, pero que al final de sus días había encontrado la respuesta adentro.
Unos quince minutos después Minerva salió del cuarto. Se me acercó, me
apartó de los demás y poseída por un fuerte impulso me hizo una pregunta que
me sorprendió totalmente: “¿Trajiste nuestros anillos de bodas?”. Yo, captando
sus intenciones, le dije: “Sí, los tengo en mi bolsillo”. Entonces se aseguró de
que ambos tuviéramos nuestros respectivos anillos puestos y llamó a todos los
presentes. Transformada por todo cuanto había vivido en las últimas horas, la
que ahora hablaba era toda una mujer, quien pronunció unas palabras cortas
pero llenas de sentimiento, dedicadas a la eterna memoria de su madre. Luego,
fuertemente motivada por lo que había dicho su madre, palabras que también
había escuchado su padre, se situó junto a mí, me tomó del brazo y habló a los
presentes en tono firme: “Papá, señora Verónica, señora Magda, Yao es el hombre
de mi vida. Lo amo. Nos comprometimos el último día de nuestra visita a su
rancho y estamos listos para casarnos. El Viento Espíritu nos dio su bendición,
hace unos minutos mi madre también nos bendijo, y ahora, con todo respeto,
les pido a ustedes tres esa misma bendición”. El papá se quedó allí de pie, no era
sorpresa para él, ya lo intuía, aunque se sorprendió al saber que todo ocurriría
antes de lo pensado. Nadie, ni un padre dictador podía detener la fuerza nacida
del amor de su hija y expresada en aquellas palabras que denotaban una madurez
innegable. Hizo una rápida señal de bendición, pero de inmediato prefirió salir
al patio y allá terminar su proceso de duelo por su esposa y de aceptación de la
noticia que recibía de su hija. Mi madre y Magda nos abrazaron, y sus palabras
confirmaron su aprobación y su bendición.
Ella, de catorce años y medio, yo a unas semanas de cumplir los quince, nos
comprometimos el día en que su madre trascendía. Y confiábamos en que ya que
el Gran Espíritu había enviado a sus mensajeros para que se la llevaran, también
podría de paso reafirmar su bendición. Nos quedamos dos días más en Zacatlán,
hospedados en un hermoso hotel en el bosque que daba justo a una barranca,
acompañando a la familia en el entierro de la madre, pero también dialogando
con la Señora Magda y su hijo Romeo sobre lo que habríamos de hacer Minerva
y Yo para formalizar nuestro compromiso y llevar a cabo el proceso posterior.
Nos tomó a todos un par de días lograr consenso, y al final se decidió que nos
casaríamos tres meses después en Zacatlán, y que después nos iríamos a vivir al
rancho El Penacho, a donde Romeo y Magda nos visitarían durante el tiempo
que quisieran a lo largo del año.
184
C A PÍ TULO 2 9
A lo largo de esos tres meses, junto con mi madre y con Pepe, visité en
tres ocasiones a Minerva y a su familia. Magda había tomado la batuta de la
organización de la boda junto con su nieta, mi futura esposa, y desde hacía
muchos años no la habían visto tan feliz y activa como por esas épocas. ¡La
mujer que conocí agonizante ahora era la organizadora de nuestra boda!
Aunque el papá se había comprometido a pagar la totalidad de la boda, como se
acostumbraba por esas épocas en esas tierras, aceptó el ofrecimiento de apoyo
que le brindó mi madre.
Unos días antes de la fecha tan esperada, mi madre me propuso visitar a Don
Arteago, aquel hombre que había leído en las estrellas fugaces mi destino siendo
yo apenas un niño de dos años. Él le había pedido a mi madre que cuando yo
fuera adolescente lo visitara, y mi madre nunca había olvidado esa promesa. En
días recientes a ella le había caído el veinte que ese ‘gran paso’ del que le habló
Arteago al despedirse, que yo daría en mi adolescencia, sería mi casamiento.
Yo ya me sentía joven, pronto todo un señor y esposo, pero para mi madre era
justo el momento indicado para volverlo a visitar y escuchar sus enseñanzas…
o las de las estrellas.
Así lo hicimos. Habían transcurrido doce años y la carretera seguía siendo
un reto pues las pronunciadas curvas hacían marearse a cualquiera. Aunque
tratáramos de distraernos y concentrarnos en la historia de nuestra visita inicial
a Don Arteago contada por mi madre, el impacto del zangoloteo no paraba. Al
llegar a Santa Clara del Paso mi mamá trató de recordar el camino por donde
entramos la primera ocasión buscando a aquel hombre bajito y moreno. Nuevas
casas y comercios se habían construido a lo largo de la carretera y era difícil
ubicarse. Pero la señal llegó pronto y de manera intempestiva, cuando una
parvada de cuervos atravesó nuestro cristal delantero. Pepe, asustado, se detuvo
a la orilla de la carretera, y mi madre divisó un camino hermoso que se abría paso
hacia el interior del bosque.
Mi madre sonrió y dijo: “Es aquí, debemos bajarnos”, y los tres emprendimos
el camino. Pepe, quien se había convertido en papá de gemelos recientemente,
ya se había vuelto un gran explorador y siempre estaba abierto a nuevas
aventuras con nosotros. Yo, a punto de casarme, visualizaba esta visita como
una oportunidad para llegar aún más listo a mi boda. Mi madre, una guerrera
incansable, andaba por esos caminos con mucha confianza, sabiendo que
siempre obteníamos grandes aprendizajes de aquellos hombres y mujeres de
poder y de magia.
185
DI A RIO DE UN S A NA D OR
186
C A PÍ TULO 2 9
187
DI A RIO DE UN S A NA D OR
más sagradas. La Verdad sólo viene de Dios mismo a través de sus creaciones
más inocentes que no le ponen sesgo personal. Cuando alguien cree que posee
la verdad, sus propios pensamientos, emociones y motivaciones para decirlo
sesgan la Verdad misma emanada de Dios. Nunca, Yao, como sanador, pretendas
ser quien posee la verdad, eso te destruirá, mejor pretende ser quien motiva a
otros a buscar la Verdad directamente de Dios. Que nadie tema recibir mensajes
de Dios, es su Padre, y como todo Padre se comunica todo el tiempo con sus hijos
e hijas. La Verdad sana, cura, libera, empodera. La Verdad te llena de confianza
y auto estima, te hace entender y soltar las culpas y miedos. La Verdad es lo que
debes buscar tú, y probablemente las Estrellas hoy te la revelen, o al menos una
parte de tu destino”.
Ni una rama de árbol se escuchaba moverse, ni un grillo rompía el silencio y
apenas nuestro aliento y el crujir de los troncos en la fogata se oían ligeramente.
Hizo una pausa y de nuevo tomó la palabra: “Verdad sólo hay una, la que te revela
Dios a ti de manera directa a través de sus creaciones más puras, las que no tienen
egos ni soberbia, como los animales, el viento, el agua, las estrellas o las plantas.
Muchas personas se creen poseedoras de la verdad pero la verdad no se posee, la
verdad fluye como el Viento. El Gran Espíritu es la verdad y se revela a sí mismo
justo en el momento, entonación, lenguaje e intensidad que cada uno necesita.
Por eso en algunos se revela en una canción de pajaritos y en otros en la bofetada
de una rama ji ji, cada uno recibe la verdad como el Gran Espíritu sabe que mejor
la recibirá. Pero para que el misterio se te revele tienes que disponerte a escuchar,
darte tiempo y espacio, callar la mente, cerrar los ojos. Y eso es lo que haremos
a continuación, disponernos a recibir cada uno su verdad de este día. Shsss…”.
Las poderosas palabras que escuchábamos de aquel hombre nos hacían
reflexionar profundamente. Entonces todos volvimos a callar, queríamos estar
listos para escuchar o sentir la verdad que se nos revelaría. De pronto aquel
hombre comenzó a hacer ruidos extraños, como pujando, “uhm, ah, ooo, naaa…”.
Su voz adquirió un tono distinto, mucho más ronco y fuerte. Al principio no
entendimos lo que estaba sucediendo, pero cuando todo terminó nos dijo que
había sido una canalización de un Abuelo sanador del pasado que a veces tomaba
su cuerpo para guiar a sus invitados a descubrir el misterio que el Gran Espíritu
tenía para ellos. Aquel Abuelo del pasado, con sus ojos en blanco (según lo que
me explicó después mi madre), se acercó al recipiente de agua, señaló una Estrella
que se reflejaba ahí y nos indicó que esa Estrella era yo. Le pidió a mi madre
que me fuera describiendo lo que iba viendo en el agua. Entonces apareció una
segunda Estrella que mi madre describió, y nos dijo que esa Estrella era una gran
compañera en mi vida. Luego apareció una tercera, justo en medio de los dos,
188
C A PÍ TULO 2 9
pero más pequeñita, y aquel hombre, emocionado, dijo que ahora entendía, que
esa compañera y yo seríamos padres de una hermosa Estrella. Y en ese instante
sucedió algo, que hubiera preferido no haber descubierto nunca por anticipado:
la segunda Estrella, la que representaba a mi compañera, desapareció. Mi madre
lo comentó, un poco temerosa, pues para ella se estaba confirmando lo que el
Desierto ya le había revelado. Ella alzó su mirada tratando de encontrarla en
el Cielo, pero el abuelo le dijo: “No la busques en donde ya no está, esa Estrella
hermosa, como muchas, son temporales, regresan a casa después de haber
cumplido su misión”.
Yo estaba confundido, quería ver las Estrellas que ellos estaban viendo,
sentí mis piernas temblar y experimenté un miedo extraño que no recuerdo
haber sentido. “¿Qué pasa, mamá, qué pasa, Arteago? Por favor explíquenme
el significado de lo que están viendo”. El hombre respondió: “Arteago está
durmiendo, soy Che´eni. No tengas miedo, tú has pedido caminar este camino.
No tengas miedo, tu Espíritu te puso en esta senda y es hora de crecer. A lo largo
de nuestra vida Estrellas aparecen y desaparecen, vienen y se van. Una Estrella
muy brillante llegará a tu vida, otra Estrella nacerá de ambos, la primera se irá
pero siempre vivirá en la que les nacerá”. En eso un gran Viento se dejó sentir,
venía de entre los árboles y, mientras nos cubrimos nuestros rostros puesto que
levantó mucho polvo de los alrededores y cenizas de la fogata, Arteago dijo. “Uf,
ese Che´eni, no avisa al aparecer, sólo llega, me estruja todo y se va. Espero que
les haya dicho cosas bonitas, es muy amoroso”. Pepe, mi madre y yo estábamos
atolondrados por lo que estaba pasando, yo sentía una fuerte opresión en mi
pecho. La revelación de las Estrellas parecía muy clara, la segunda Estrella era a
todas luces Minerva, la tercera un hijo de ambos, pero luego Minerva desaparecía.
“¿Sería real que Minerva nos dejaría, como su madre la dejó a ella y a su padre? ¿O
sería algo peor que le ocurriría a Minerva?”, me preguntaba yo.
Me moví del espacio de la fogata hacia los árboles que nos rodeaban,
necesitaba acomodar mis pensamientos. Escuché a lo lejos que Arteago les
peguntaba a Pepe y a mi madre qué había dicho Che´eni o qué habían revelado
las Estrellas. Ellos algo le contaron en voz baja, aunque no pude escuchar,
seguramente le hablaron sobre lo que yo ya sabía. Entonces surgieron muchas
preguntas en mí: ¿Sería esa mi forma de crecer, descubrir algo fuerte que estaba
por ocurrirme y aprender a manejarlo? ¿Otro desprendimiento poderoso para
mí, tan fuerte como el de mi padre? ¿Estaba cometiendo un error al enfocarme
sólo en la Estrella que se ausentaba y no en la Estrellita que nacía de ambos?
¿Era todo ese proceso algo para confiar y creer de manera literal, o había otra
interpretación escondida menos dolorosa? ¿Sería que esa revelación era un
189
DI A RIO DE UN S A NA D OR
reto para mí, para salvar o impedir que esa Estrella, que parecía ser Minerva,
se fuera, me dejara o muriera?”.
Me invadieron los miedos y sentí unas ganas inmensas de regresar al rancho
y comunicarme con Minerva, así que regresé a la fogata y les pedí que nos
fuéramos. Agradecimos mucho a Don Arteago y salimos de prisa. A los pocos
metros volvimos a caer en un pozo de lodo, pero mi miedo se manifestó en
enojo, pataleé sin quitarme los zapatos y seguí avanzando por el camino. Ellos
me siguieron. Nos subimos a la camioneta y Pepe condujo hasta el rancho. Nadie
habló en el regreso. Al llegar a la casa llamé a Minerva a la tiendita del pueblo a
donde normalmente la llamaba, les pedí que la buscaran y me prometieron que
al día siguiente en la mañana lo harían.
Pasé una noche intensa, de mucha reflexión, estaba ante una gran prueba.
Había muchas preguntas, dudas, me sentí ansioso por momentos, estaba en
juego la presencia, salud o vida de la mujer que amaba, de la única mujer que
había amado y con la que estaba a tres días de casarme. Fue un suplicio esperar
su llamada, me tomé más tazas de Cacao que nunca y le pedí a Cristóbal que
cancelara todas mis consultas, quería mantenerme cerca del teléfono al recibir la
llamada de Minerva.
Entraron varias llamadas previas, de la panadería buscando a mi mamá,
pedidos de Cacao y Yaca, la mamá de mi papá para confirmar su asistencia a
mi boda, el de los músicosúsica que habíamos contratado que solicitaban la
dirección exacta del evento, Pedro para confirmarle a mi mamá que vendría al
rancho a la mañana siguiente de la boda. Por fin a la entrada de la tarde llegó
la llamada de Minerva. No quise decirle nada de lo vivido con Don Arteago,
no quería preocuparla, tan sólo quería escucharla y saber que todo estaba bien.
Ella se escuchaba muy feliz, emocionada porque la boda estaba a la vuelta de la
esquina y porque a partir de ahí viviríamos juntos. Creyó que mi llamada era
para verificar los detalles de la boda, y traté de responder como mejor pude lo
que me preguntaba, procurando no parecer preocupado.
Fueron dos días complicados los previos a la boda, no había nada más
hermoso que saber que estaba a punto de casarme con la mujer que me hacía
vibrar de pies a cabeza, la que activaba un Fuego Interno indescriptible, pero
esas “verdades” que se me habían “revelado” recientemente no me cuadraban con
toda la felicidad que yo debería estar sintiendo. La noche anterior a la boda me
refugié en la casita del árbol. Mi mamá no quiso intervenir, ella estaba viviendo
días intensos también porque se le confirmaba lo que le habían revelado en el
190
C A PÍ TULO 2 9
191
Capítulo 30
Fue una boda al estilo Zapoteco, pero con toques muy nuestros, o más bien de
mi mamá y de Minerva. Por suerte ellas no tuvieron mucho lío en ponerse de
acuerdo, como he escuchado que algunas suegras y nueras tienen. Fueron 120
invitados que gozaron junto con nosotros. Minerva y yo no nos despegamos ni
un minuto, pues cada cual disfrutaba al máximo con la presencia del otro. Por
momentos sentí miedo del futuro, sobre todo por los presagios de las estrellas,
pero me calmaba la idea de haber puesto tanto a Minerva como a mí mismo en
los brazos de Dios.
Todo comenzó a las 11am con dos procesiones o caminatas, una de los
hombres en la que yo caminé al frente, ayudado por Cristóbal, y otra de las
mujeres en la que Minerva caminó al frente. Ella partió de su casa hacia el jardín
que rentamos para la boda después de que una curandera le hizo una limpia con
copal y palo santo, y nosotros partimos del rancho del Chamán Enrique después
de que él y su ayudante me dieron unas infusiones purificadoras y energizantes.
A ambas procesiones nos tomó unas dos horas llegar al lugar de la boda. Pude ver
y sentir el aura de mi amada, en la distancia, andar hacia mí. Se sentía decidida y
expandida y mi aura se veía clara y equilibrada.
Ambos grupos se reunieron y nos rodearon a ella y a mí, y a lo lejos
comenzaron a sonar unos tambores. La mujer de mayor edad, la abuela de mi
padre, ya de 98 años, se acercó y colocó una manta en los hombros a Minerva,
la cual había sido bordada por 12 abuelas, manta en la que cada una de ellas tejió
motivos hermosos de la Naturaleza, a manera de buen augurio y abundancia. Mi
madre le colocó a Minerva una corona de rosas en su cabeza, simbolizando que
ella, quien había sido la mujer más importante en mi vida hasta ese momento,
ahora le cedía su lugar a la que estaba por casarse conmigo. Ese momento fue uno
de los más especiales del enlace, saber que mi mamá aprobaba este matrimonio y
que me pedía que todo mi enfoque de vida ahora fuera para Minerva.
192
C A PÍ TULO 3 0
193
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Hoy, frente a todos ustedes como testigos, declaro que deseo ser la madre
de los hijos de Yao, quien será tan buen padre como mi padre lo ha sido
conmigo.
Prometo que no pasará un día sin que bese su boca, su mejilla o su frente,
Prometo que nunca me llegará la noche sin haberle dedicado
pensamientos hermosos,
Prometo que no habrá jornada en la cual no le agradezca a Dios el haberlo
conocido.
Yao, quiero ser mucho más que tu esposa, quiero ser tu amiga, tu aliada,
tu maestra en ocasiones y tu aprendiz en muchas otras.
Que Dios nos bendiga siempre y que nos susurre sus consejos al oído
todos los días,
Que la Madre Tierra nos abrace con su abundancia y que nos enseñe el
camino de la fertilidad”.
194
C A PÍ TULO 3 0
195
DI A RIO DE UN S A NA D OR
y panela de caña con menta. No podía faltar el mezcal que mandamos traer del
sur del estado en donde una curandera nos lo cantó y rezó, y nos lo envió en
dos versiones, saborizado con frutos cítricos, y otro con toques de maderas de
la región.
Durante la comida, aproximadamente a las cuatro de la tarde, la música
chamánica fue dando paso a una música más movida y bailable que culminó con
los danzantes zapotecas del valle de Teotitlán. No pude ver sus atuendos, que me
describió Minerva como hermosos, pero pude escuchar el sonar de las flautas de
carrizo, tambores, sonajas y caparazones de tortuga. Nuestra primera pieza la
bailamos ella y yo, rodeados por los danzantes típicos, y después de ahí estalló la
música ranchera y grupera que muchos nos pidieron para bailar.
En vista de que los novios no pueden irse de la fiesta de bodas hasta que
todos los invitados se hayan ido, tuvimos que quedarnos hasta ya muy entrada
la noche, aún en contra de nuestra voluntad pues ya queríamos descansar y estar
solos ella y yo. Mi madre se despidió de mi como a las once de la noche, al parecer
algún plan traía entre manos, pero no la cuestioné. Don Romeo, un tanto briago,
nos dio muchos abrazos al despedirse y lloró a pierna tendida en mi hombro
rogándome que cuidara a su hija.
Un tío de Minerva nos llevó a la cabaña que habíamos rentado por dos
semanas para nuestra luna de miel, sagradas tradiciones que nos permitían
disfrutar de este periodo permaneciendo lejos del bullicio. Llegamos allí como
a las dos de la mañana, pero el cansancio era inmenso y preferimos contenernos
para no dejar el fuego a medio encender. Pero a la mañana siguiente sucedió el
milagro.
196
Capítulo 31
197
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Ella comenzó a mover sus caderas hacia adelante y hacia atrás, frotando su
entrepierna con aquella parte de mi cuerpo que ya deseaba encontrar refugio
en el interior de su cuerpo. Ella me despojó de mi camisa, para que yo estuviera
desnudo de arriba como ella ya lo estaba. Se echó encima de mí y besó todo mi
pecho, mientras la temperatura en mí subía, aunque creía que estaba ya hirviendo
por dentro. Veía que su aura hermosa, con vida, se ampliaba y contraía con cada
una de sus respiraciones. Y en ese momento pensé: “Que Dios nos abrace en este
momento, que Dios nos permita estar con Él en esta primera vez que hacemos el
amor y en cada día de nuestra vida”.
Ella se quitó su calzón, lo pasó por mi pecho para que yo lo supiera, y
después me fue quitando suavemente el mío. Volvió a subirse sobre de mí, pero
ahora pude sentirla al rojo vivo. Se movió sobre mí por varios minutos hasta
que supo que estaba lista para recibirme en su interior. Ella se encargó de la
unión, que primero se dificultó pues también era su primera vez, pero al cabo
de muchas caricias y más besos, la naturaleza de nuestros cuerpos se encargó de
hacer que todo fluyera.
Puse mis manos en su cintura, la cual sentía subir y bajar sobre mi cuerpo. Me
mantuve por un tiempo acostado, pero después me levanté desde la cintura, ella
me abrazó con sus piernas, y unimos completamente nuestros pechos y bocas.
En ese momento pude visualizar una estela de luz que salía de mi cuerpo en mi
exhalación, entraba por la suya en la inhalación, recorría su cuerpo y después
salía de su vientre hacia mi cuerpo. Una curva luminosa fluía por nuestros
cuerpos y nos unía en una sola entidad. Fue el momento más majestuoso de toda
mi existencia, la amaba, me amaba, éramos uno y compartíamos hasta el sudor.
Me dijo cosas hermosas al oído, le regresé las palabras más bonitas que
pude encontrar en mi corazón en esos momentos. El calor seguía elevándose al
ritmo de nuestros jadeos. Sin planearlo pude sentir que nuestros cuerpos habían
tomado un ritmo para respirar y moverse en sincronía, y una vez que íbamos
en la misma frecuencia rítmica, ambos comenzamos a acelerar los movimientos
pélvicos y las respiraciones. Mis manos, exploradoras, la tomaron a ella por los
glúteos, sentí que tenía un tesoro en mis manos y me provocó acelerar aún más.
En eso ella me dijo al oído, estoy lista para volar cuando tú lo estés. Yo no sabía
exactamente a qué se refería, pero me pasó por la imaginación que para volar se
necesitaba más velocidad, y aceleré mis movimientos. Un par de minutos más y
el milagro sucedió. Ella estalló por dentro, pegó dos largos gritos y me abrazó
con gran fuerza. Yo visualicé una luz blanca intensa subiendo por mi columna
abriéndose paso por cada vertebra hasta llegar a mi cabeza, y ahí estalló en mil
198
C A PÍ TULO 3 1
colores. Tenía mis ojos cerrados cuando alcancé ese momento sublime, y cuando
los abrí pude ver la cabellera de Minerva, después su oreja y luego el resto de
su cuerpo desnudo entrelazado con el mío. Levanté una de mis manos y la vi
claramente, primero el anverso, luego el reverso. Vi un rayo de Sol que entraba
por la ventana y que iluminaba mi cara. Cerré mis ojos, le rogué a Dios que no
fuera un sueño, los volví a abrir y me percaté de que realmente veía.
“Te veo”, le dije. Ella no reaccionó, seguía semiinconsciente, recostando
sobre mi hombro su cara empapada en sudor. Le repetí: “Te veo claramente
Minerva”. Ella, recuperándose, levantó su cara y me miró fijamente a los ojos,
pero estaba tan sorprendida que seguía callada. Yo seguí: “Tus ojos son de un
negro pálido, en el centro tienen un pequeño círculo más negro. Eres aún más
hermosa de lo que imaginé. Y en tus ojos veo reflejada la silueta de mi rostro.
Wow, ese que se refleja en tus ojos soy yo”. Ella no daba crédito a lo que estaba
sucediendo y por unos minutos continuó muda.
Después, queriendo asegurarse de que no era un sueño lo que estábamos
viviendo, me tapó los ojos con una de sus manos, la mantuvo ahí por unos
segundos y después la retiró preguntándome: “¿Me sigues viendo?”. A lo que
yo le respondí que estaba viendo a la mujer más hermosa que jamás hubiera
existido, que si ella era esa mujer entonces sí estaba viendo. Observaba cada
poro de su piel y la energía que desprendían, y la transparencia de las gotas de
sudor recorriendo su piel me parecía espectacular. Y de hecho captar su mirada
sorprendida al verme descubriendo curvas y figuras a lo largo de su cuerpo me
resultó increíble.
“Ahora entiendo, hermosa mía, que el amor es la medicina más grande que
existe, lo cura todo, hasta mi ceguera”. Ella, apenas saliendo del trance, respondió:
“Dios te quería ciego por algo, ahora te quiere vidente por algo más. Esto no es
un milagro, eres el testimonio vivo de que el cuerpo es tan sólo el reflejo de los
deseos de Dios y de nuestro Espíritu”. Volvió a besarme y me dijo: “Ahora podrás
ver estos labios que te besarán y te dirán ‘te amo’ todos los días, ahora podrás ver
mis pechos excitados al sentirte cerca, y algún día podrás ver la cara sonriente de
nuestros hijos corriendo a nuestro alrededor”. Coloqué frente a mis ojos el dedo
índice de mi mano derecha, lo puse suavemente en la base de su frente, entre sus
ojos, y comencé a pasearlo delicadamente por su cuerpo. Primero observé y sentí
su nariz afilada, después sus labios enrojecidos, después su cuello sudado. Llevé
después mi dedo por el centro de su pecho, por su ombligo hundido y lo detuve
muy cerca de su entrepierna. “Ya te amaba Minerva, ahora te idolatro amada
mía. Eres la mujer más bella que he visto en toda mi vida, je je…” y ambos reímos.
199
DI A RIO DE UN S A NA D OR
Entonces me espabilé del trance del amor y le dije: “Mi madre tiene que saber
que ya veo, amor”. Ella me respondió: “Lo sabrá antes de que el día termine, pero
antes quiero que me platiques todo lo que sentiste mientras hacíamos el amor, y
quiero yo contarte lo que viví, si acaso mis palabras pueden describir lo mágico
del momento”.
Acepté y nos tendimos desnudos sobre la cama. Ella me platicó, de manera
mágica, lo que había experimentado. Yo hice lo mismo tratando de encontrarle
explicación al cómo ese proceso tan maravilloso había culminado en mi sanación
visual. “¿De cuántas otras condiciones, menos evidentes como mi ceguera, serían
capaces de sanar las parejas al hacer el amor verdaderamente?”, pregunté en voz
alta. “Deberíamos dar terapias de sanación con técnicas para hacer el amor, pero
para eso tenemos que volvernos unos expertos. Esta fue apenas la primera vez,
¿qué será cuando seamos maestros en el arte de la pasión?”, dijo ella y los dos nos
reímos con intensidad.
Me llamó la atención una planta que estaba al fondo de nuestra habitación y
me surgió el deseo de ir a explorarla visualmente. Me iba a levantar de la cama
pero sentí un poco de mareo, no sabía si había sido la enorme oxigenación
durante la pasión, o que ahora veía las cosas y mi sentido de navegación no se
había adaptado todavía. Me levanté con cuidado de la cama, sosteniéndome
de todo como acostumbraba hacerlo, y observé con curiosidad la forma como
mis pies descalzos pisaban el piso de madera. Di un par de pasos y pasé frente
a un vidrio plateado colgado en la pared. Minerva me dijo: “Eso que ves es un
espejo, en él podrás verte”. Detuve mi andar y giré levemente mi cabeza frente
al cristal. De pronto un ser que aún no reconocía apareció allí. “Soy yo, esta es
mi cara”, expresé; “y es hermosa”, dijo Minerva que observaba aún sorprendida
lo que estaba ocurriendo. Toqué cada parte de mi cuerpo para reconocerme y
cerciorarme que sí era mi rostro, me peiné, luego me despeiné, sonreí, luego
hice cara de enojado, saqué mi lengua, abrí y cerré la boca. Finalmente volví a
cerrar los ojos y rogué a Dios que cuando los volviera a abrir aún pudiera ver. Y
así sucedió, tras abrirlos me veía en el espejo nuevamente.
Seguí mi camino hacia la planta y observé en detalle sus hojas y su tallo
mientras la acariciaba: “Es mágico todo lo que Dios ha creado. Y es muy similar
lo que veo en tu piel y la textura de estas plantas”. Escuché a un pajarito cantar
muy cerca de nuestra cabaña, pelé grandes mis ojos y Minerva intuyó que quería
ir a verlo. Ella salió de la cama, seguía desnuda. Traté de detenerla, pero me dijo
que no había nadie que nos viera a varios kilómetros a la redonda. Al salir pude
ver el sol darme en la cara, giré mi mirada y vi muchos árboles, y sobre uno de
200
C A PÍ TULO 3 1
201
DI A RIO DE UN S A NA D OR
“Pues te deseo que la sigan pasando increíble, hijo mío, los espero a los dos
acá en dos semanas, su casita ya casi está lista”.
Algo le pasaba a mi mamá, estaba apurada por terminar la llamada, nunca la
había sentido así.
“¿Está todo bien, mamá?”
“Claro hijo, mejor que nunca, estoy feliz por saber que tú estás feliz. Me
saludas mucho a Minerva”.
“Mamá, mamá, espera, tengo algo importante que decirte”.
Al fin sentí que captaba toda su atención y entonces me dijo:
“Te escucho hijo, dime”.
Tomé aliento para revelarle el milagro. En mi mente me cuestioné si debía
decirle cómo había ocurrido y decidí sin miedo que sí.
“Hoy por la mañana sucedió algo maravilloso. Minerva y yo seguimos
sorprendidos. Ocurrió justo en el momento de mayor felicidad cuando hacíamos
el amor”.
“Hijo, sé de esas cosas, te agradezco por querer contarme, pero no tienes que
hacerlo. Sé lo que se siente y es mágico”.
Volvió a retomar la algarabía que traía, algo raro le ocurría.
“Mamá, espera, espera, lo que te voy a decir va más allá de cualquier sensación
pasional. ¡Ya no soy ciego, veo, veo mamá! Dios me regresó la vista y ahora veo
los ojos de Minerva, el Sol, las plantas y mi propio cuerpo”.
Se hizo un silencio largo al otro lado del teléfono y yo continué:
“Yo tampoco lo podía creer al principio, creí que era un sueño, pero es
realidad, ya veo. Veo los números en las teclas de este teléfono, veo la cara de la
señora que atiende esta tiendita, veo el gato que camina por aquí ronroneando,
veo las frutas y verduras que tienen aquí en venta …”
Mi mamá comenzó a llorar.
“Sabía, sabía que Dios nos haría el milagro algún día, sabía que tu padre y
mi madre intercederían. Cada viaje que hicimos, cada menjurje que nos dieron
los hombres y mujeres de poder, cada esfuerzo, cada sacrificio, cada lágrima.
Hijo de mi vida, esto no es un milagro, es la conclusión de una secuencia de
eventos de amor, de esfuerzo, de fe, de entrega. Te amo y me amo, amo la
vida, amo a Dios. Esto lo tienen que saber Gertrudis, Arteago, La Bruja Inés,
el hombre de las regresiones en Coyoacán, Luna la Danzadora, Felipón y Bety,
202
C A PÍ TULO 3 1
203
DI A RIO DE UN S A NA D OR
204
Capítulo 32
Llegamos al rancho, todo lucía muy tranquilo y callado, pero cuando rodeamos
la casa una multitud nos recibió con una gran algarabía. La música comenzó a
sonar, al fondo uno de nuestros trabajadores lanzó cohetes al aire y mi madre
corrió a abrazarme. La miré por primera vez, era tan delgada que mis brazos la
rodeaban fácilmente, de baja estatura, cabello largo y negro, piel tostada, una
sonrisa gigante, ojos luminosos… y lloré al abrazarla. Detrás de ella estaban
Pepe, Cristóbal, mi abuela paterna, varios trabajadores del rancho y otros tantos
colaboradores de las panaderías que habíamos tenido tiempo atrás. Estaba Don
Enrique y su asistente, Luna la Danzadora, Don Arteago y Gertrudis, pero a las
que más me sorprendió ver fue la Tía Miranda y a Petra.
Algunos de los pacientes que había tenido y a quienes había ayudado a sanar
también fueron convocados por mi madre, al igual que las dos maestras que había
tenido, las cuales por supuesto también festejaron mi recuperación. ¡Pude ver a
los ojos a tantas personas a las que antes sólo conocía por voz, aroma y aura! Por
ahí entre los invitados había un hombre, que fue uno de los últimos en acercarse
a mí. Al notarlo un poco nervioso adiviné que algo se traía entre manos. Al cabo
de un rato de muchos abrazos y celebración, en que la comida ya comenzaba a
circular por mesas de tablones alargados, mi madre se acercó a ese hombre, lo
tomó de la mano y me dijo. “Yao, hijo, él es Pedro, lo conociste hace algunos años
y desde entonces nos ha comprado mucho Cacao”. Supe de inmediato lo que
sucedía, había armonización entre sus auras como recientemente había notado
que se había dado entre mi aura y la de Minerva. Entonces sonreí plenamente y
le dije: “Lo sé madre, sé que él es Pedro, puedo imaginar que entre ustedes hay
algo más que una simple amistad, lo notó en tu sonrisa, madre y en tu actitud,
lo noto en los ademanes de Pedro. Pero tienes que saber algo, estimado Pedro,
deseo la felicidad de mi madre por sobre todas las cosas, y si en tu compañía ella
205
DI A RIO DE UN S A NA D OR
206
C A PÍ TULO 3 2
muy pocos días había visto. Les pedí que platicáramos en el portal puesto que
los demás seguían dormidos. Me dijeron que el rumor se estaba esparciendo,
que pronto llegarían miles de personas a buscarme para que les ayudara a
sanar. Me dijeron que yo tenía que estar protegido porque personas con malas
intenciones se mezclarían entre los que legítimamente buscaban ayuda, y
buscarían hacerme daño. Me dijeron que ser parte de la Hermandad Jaguar me
garantizaría protección. Les dije que de ninguna manera yo aceptaría aislarme
de mi esposa y de mi madre y que estaba dispuesto a correr cualquier riesgo,
que me ponía en manos de Dios, que él decidiera lo que habría de ocurrir de
ahí en adelante. Me dijeron que después de una larga deliberación con todos
los hermanos habían decidido que mis ‘poderes’ eran de tal magnitud, para
beneficio de la humanidad, que podían hacer una excepción a la regla y que
estaban dispuestos a aceptarme como Jaguar aún sin desprenderme de mi
familia. Les pedí unos días para reflexionarlo.
Y ellos tenían razón, la cobertura de medios y el rumor de boca en boca
de mis propios pacientes que habían acudido a la fiesta, invitados por mi
mamá, hizo que poco a poco más y más personas llegaran al rancho El Penacho
buscando algún remedio, cura, o aliento a su situación. Me decían Sanador, me
decían Curandero, me decían el Joven Chamán, yo les pedía que sólo me dijeran
Yao. Pedro, quien había llegado para pasar dos semanas con mi madre, decidió
quedarse un periodo más prolongado y nos fue de mucha ayuda porque nos ayudó
a definir un nuevo estacionamiento para vehículos a la entrada del terreno del
rancho, lejos de la casa de mi mamá y de la que sería la casita de Minerva y mía.
De ahí trazamos un camino lleno de vegetación, desde el estacionamiento hasta
un jardín en donde esperaban los pacientes, para que cupieran más personas.
Después creamos otro caminito que conducía hacia mi choza-consultorio, que
no quise que le cambiaran nada porque ahí me sentía muy cómodo.
Pedro sugirió que mientras los pacientes esperaban, al igual que sus familiares
o acompañantes, también podíamos ofrecerles un tour por los plantíos y por la
fábrica de Yaca y Cacao, y que terminaran en una tiendita de productos que
ahí producíamos. Al principio me opuse por considerarlo muy comercial, pero
después entendí que si vendíamos un producto orgánico y sumamente saludable,
no teníamos por qué sentirnos mal por tenerlo ahí disponible para quien en su
libre albedrío quisiera comprarlo.
Algunos días un hermano Jaguar se la pasaba todo el día rondando por
ahí y me decía que andaba “olfateando y verificando que no hubiera amenazas
cercanas”. Yo no quise tomar muy en serio sus preocupaciones y me centraba
207
DI A RIO DE UN S A NA D OR
208
Capítulo 33
209
DI A RIO DE UN S A NA D OR
diagnóstico, pero ahí mismo se confirmó con preguntas que sólo las mujeres
hacen. “A ver, ¿cuál fue la última vez que tuviste tu sangrado?”. Minerva, tratando
de recordar, respondió: “Unos días antes de la boda. Es cierto, no lo he tenido
recientemente. ¿Eso quiere decir que estoy embarazada?”. Ahora sí mi madre
podía estar segura: “Pero claro que lo estás, ahorita mismo le hablo a la mamá
de una de las muchachas que trabajó conmigo en La Polvorona, ella es partera y
podrá confirmarnos lo que ya sabemos”.
Noté que Minerva se alegró y cambió la actitud que había tenido en los
últimos días, asumiendo que sus pesadillas, reflexiones y sensaciones había
tenido que ver con su estado. Pero para mí había algo que no parecía encajar.
La partera Juana llegó por la noche y aplicó varios métodos de diagnóstico, le
hundió el dedo en el ombligo y al sacarlo este saltó; sostuvo el péndulo sobre su
vientre y este giró intensamente; olió su aliento y exploró con detalle sus ojos. Al
final nos dijo sonriendo: “Esta niña está embarazada, esperemos que el papá se
haga responsable”, y todos reímos.
Mi felicidad inmensa por ser papá en ocasiones se veía interrumpida por
aquel presagio de las Estrellas con Don Arteago. Me preguntaba constantemente
si ese destino fatal le esperaba a Minerva o al bebé que venía en camino. ¿Qué
significaba que una Estrella estuviera y después ya no, se iría Minerva o algo peor
ocurriría? Un día, poniendo el pretexto de que iríamos a comprar unos petates
nuevos para la zona de sesiones colectivas, nos escabullimos Cristóbal y yo y
fuimos en busca de Don Arteago, pero no lo encontramos.
Yo estaba un poco desesperado por respuestas, el embarazo continuaba, la
distorsión en el aura de Minerva a veces era menor pero en otras me inquietaba.
Las pesadillas, aunque habían disminuido de frecuencia, de cuando en cuando
se presentaban. Yo me decía a mí mismo que en vista de que yo era un gran
sanador, quizá podía hacer algo por ella, aunque lo cierto es que temía asustarla
al ofrecerle terapias personalizadas. Pero ideé un plan: le comenté a mi madre
que me gustaría que hiciéramos una sesión de Cacao y de sanación familiar, sólo
para nosotros cuatro, y ella accedió con mucho gusto y convenció a Minerva
para que la hiciéramos. Lo cierto es mi madre también andaba nerviosa, tanto
por lo que habíamos visto con Don Arteago, como por lo que a ella le habían
dicho en el Desierto que sucedería, algo que aún no me lo había confesado.
En la sesión trabajamos con la respiración y el Cacao. También hice una
meditación guiada que pareció regresión en la que los llevé a todos a momentos
de dolor en su vida, hasta que cada uno identificó temas pendientes por sanar.
Fue en ese proceso en que descubrí una energía negra y densa en el vientre de
210
C A PÍ TULO 3 3
Minerva. Tragué saliva, no pude decir nada en ese momento, pero ahí descubrí
que ella tenía un tumor maligno en la boca del estómago. Minerva vomitó mucho
después de la sesión, y creyó que eran los síntomas del embarazo, pero yo sabía
que era su cuerpo intentando echar fuera esa bola de células que habían mutado
para sobrevivir en un entorno de dolor que ella había vivido por muchos años.
Primero en la sesión ella descubrió que había sido tocada sexualmente siendo
muy niña, en contra de su voluntad, por un hombre. Y cuando quiso profundizar
más sobre quien había sido, ella reconoció el rostro de su padre. Después, el dolor
por el abandono de su madre se había vuelto a manifestar, lo que dejaba claro que
ella aún no lo había sanado del todo. Su inconsciente estaba expresando lo que
vivía dentro de ella, algo que desde su consciente necesitaba seguir trabajando
para sanar.
211
Capítulo 34
212
C A PÍ TULO 3 4
viajó de regreso con la muestra. Dos semanas después recibimos la llamada del
Doctor, ella presentaba un tumor cancerígeno en etapa 2 en la boca del estómago.
Aún no hacía metástasis pero la situación era muy delicada, porque el embarazo
podía provocar una liberación de células cancerígenas en el torrente sanguíneo
y de ahí se podrían contagiar fácilmente otras zonas más delicadas. El doctor
amigo de Pedro le comentó a este, discretamente, que en estos casos los pacientes
no vivían durante más de tres meses. Los dos únicos oncólogos cirujanos en la
capital estaban saturados en esas semanas, y por influencias del amigo de Pedro,
uno de ellos le abrió espacio para operarla al cabo de tres semanas.
Agradecida con esa información, aunque exaltada, Minerva me dijo: “Yao,
tienes dos semanas para curarme. Si no lo haces me llevarás a la Capital a
operarme. Has curado a miles de personas, de cosas peores que las mías, tú mismo
identificaste el tumor, ahora por favor cúrame, llevo en el vientre a tu hijo, y la
única que puede amamantarlo soy yo”. Y después de haberse desahogado se dejó
caer en mis brazos cubierta en lágrimas de tristeza y miedo. Con la voz más suave
que pude le dije: “Mi amor, he intentado sanarte en este periodo, sin tú saberlo,
ahora estando tu consciente de lo que te sucede seremos aliados en tu sanación.
Sólo recuerda, eres tú la que te sanarás con los poderes que Dios te dio, yo te
ayudaré a hacerte consciente de ellos y te enseñaré a usarlos a favor de tu salud.
Pero por favor no le pongas condiciones a Dios, pide que siempre, siempre, Él
manifieste en ti Su voluntad”.
Después, tomando aliento, le lancé una pregunta: “¿Qué tanto deseas sanarte?”.
Ella, batida en llanto me respondió: “Con todo mi corazón, por nuestro hijo, por
ti, por mí. Haría lo que fuera para sanarme”. Entonces seguí: “Eres consciente de
los dos dolores más fuertes que has venido acumulando, así que comencemos por
liberar esos dolores y por fortalecer tu sistema inmunológico a través de plantas
y alimentación”.
Pusimos manos a la obra, consulté con todos mis asesores en plantas,
incluyendo a la tía Miranda, y todos los días le preparaba un té superpoderoso
para que lo tomara en ayunas. A lo largo de la mañana y al mediodía comía
sólo plantas, semillas y verduras, tomaba mucha agua y ayunaba desde las dos
de la tarde hasta el día siguiente. Despejé mis tardes y noches de consultas y
sesiones y me dediqué a trabajar en su sanación emocional y en su reconexión
espiritual. Emergieron nuevos traumas, dolores, creencias y programaciones
negativas atoradas. Demostró ser una guerrera, dejó de tenerle miedo a lo que
saliera de su inconsciente, lo liberaba con llanto, vómito o diarrea, y lo limpiaba
repitiendo miles de veces frases de GRATITUD. Se acostumbró a agradecer al
213
DI A RIO DE UN S A NA D OR
214
C A PÍ TULO 3 4
que sentía mucho miedo de ver a su papá, no sabía cómo iba a reaccionar después
de haber descubierto en la regresión lo que él le había hecho de niña. Pero, al
mismo tiempo, ella sabía que sólo diciéndole que lo perdonaba mientras lo veía a
los ojos, sería capaz de sanar completamente lo que venía cargando en torno a él.
Yo le había sugerido que primero hiciera visualizaciones en donde lo perdonaba,
e incluso le agradecía por la vida y por tantas otras cosas buenas, que eso le
ayudaría a entrenar a su mente y a su corazón cuando lo tuviera frente a ella.
Romeo y Minerva estuvieron encerrados toda una tarde en nuestra casa,
mientras mi mamá y yo platicamos con la abuela sobre la situación. La abuela
me imploró que hiciera algo por su nieta, le respondí que llevaba dos semanas
intentándolo, que había grandes avances, que la mancha negra se había reducido
mucho, pero que aún podía identificar trazas de células de energía densa. Le
dije que necesitaba más tiempo, pero que tiempo es lo que nos hacía falta, que
teníamos que tomar la decisión lo antes posible si proceder a la operación o
no. De lo contrario el embarazo se podría complicar y podría estar en peligro
la vida de ambas.
Romeo salió de la casa, se veía que había llorado mucho, su aura mostraba
muchos matices y estaba notablemente triste; no sabía yo si por la situación de la
salud de su hija o por lo que su hija le había revelado sobre él mismo. Yo fui hasta
mi casa a estar con ella, la encontré en paz, seria, pero se notaba que se había
quitado un peso enorme de encima. No me contó mucho de lo que hablaron pero
notar su luz un poco más nítida me dio mayores esperanzas. Esa noche Minerva
me dijo algo que jamás olvidaré: “Si en algún momento tienes que decidir entre la
vida de nuestra hija y mi vida, tendrás que ser fuerte para elegir la vida de nuestra
hija. Ella lleva ya mi Espíritu y en sus ojos siempre me verás a mí”. Puse mi mano
sobre su boca, no quería que siguiera hablando, sus palabras me quebraron,
sentí que una espada atravesaba mi corazón. “¿Por qué ella, la guerrera, la mujer
invencible, la que todo lo controlaba, pronunciaba esas palabras que parecían
decretos de derrota? ¿Qué estaba pasando por su mente, qué era lo que ella veía
que yo no veía ni sentía?”, me preguntaba yo a mí mismo.
En un abrir y cerrar de ojos se llegó el momento para decidir si optaríamos por
la cirugía o no. El semblante de Minerva había mejorado, la mancha energética
grisácea casi había desaparecido, yo estaba convencido de que de continuar
sanándola como lo estaba haciendo podría liberarse de todo mal en unas cuantas
semanas más, pero su papá la convenció de viajar a la Capital, “al menos para que
le hicieran una nueva revisión con la tecnología nueva que usan los médicos allá”.
Ella, dubitativa, dijo que iría a revisarse para cerciorarse que ya todo estuviera
215
DI A RIO DE UN S A NA D OR
216
C A PÍ TULO 3 4
Al tercer día la dieron de alta, los médicos dijeron que ya podían declarar que
la operación había sido un éxito, y recomendaron que la volviéramos a traer en
un mes, cuando ya tendría un poco más de seis meses pasados de embarazo, para
volverla a revisar. Pedro, Romeo y su abuela se mostraron muy contentos en el
camino de regreso. Mi madre y yo seguíamos preocupados, necesitábamos ver
completamente repuesta a Minerva para poder cantar victoria.
Minerva llegó muy cansada al rancho, y en los primeros días dormía más
de doce horas y comía poco. Algo no estaba resultando como esperaba. Andaba
siempre desganada y cabizbaja. Hablaba poco conmigo y cuando se levantaba de
la cama se iba al campo a caminar. Algunos días olvidó bañarse y hasta cambiarse
de ropa. Yo, por más que lo intentaba, no lograba captar su atención para revisarla
o para ayudarle a recuperar su fuerza y su ánimo.
Una de esas tardes le ocurrió algo curioso a mi mamá. Ella estaba sola en su
casa, Pedro había ido a la ciudad a comprar unas cosas. Sonó el teléfono y ella
contestó, era la cajera de La Polvorona que quería pasarle un recado. “Señora
Verónica, acaba de llamar su mamá, primero preguntó que si usted estaba, le dije
que no y que le podía pasar el teléfono del rancho, pero ella me dijo que no era
necesario, que me pasaría un recado importante para que yo se lo diera. Se oía
muy lejos y con mucha estática, pero logré entender que me pedía que le dijera
a usted que la señora Minerva o Minela, algo así, ya estaba con ella, y estaban
las dos muy felices. Eso fue todo lo que me dijo y colgó”. Mi mamá escuchó de
corrido el mensaje sin poder emitir una palabra, estaba boquiabierta y paralizada.
La cajera era nueva y no conocía nada de la vida privada de mi madre ni de su
familia. Mi mamá sólo pudo responder “gracias”, y colgó.
Mi mamá me ocultó este suceso, y lo entiendo, no la culpo. Semanas después,
en una larga plática que tuvimos, me contó sobre el mensaje que había recibido
en el Desierto y sobre esta llamada desde ‘el más allá’.
Habían pasado diez días desde la operación, Minerva no había recuperado el
semblante y la veíamos temblorosa. Dormía más de la cuenta, comía poco, y lo
peor es que yo había comenzado a notar en su aura pequeñas manchas grisáceas
en diferentes partes del cuerpo. Su aura estaba en mayor balance antes de la
operación que después. En ocasiones la notaba ausente y olvidadiza, a veces con
su mirada un poco perdida. En otras la vi muy preocupada y temerosa por lo que
pudiera pasarle a su bebé. No era ni la sombra de aquella guerrera de antes. Cada
noche, mientras ella dormía, yo le hacía sanación con las manos, tratando de
equilibrar su energía, pero sentía que iba a contra corriente y que ella no tenía su
voluntad puesta en su proceso.
217
DI A RIO DE UN S A NA D OR
218
C A PÍ TULO 3 4
de las medicinas; también tuve otras con los médicos que parecía que estaban
probando drogas nuevas con Minerva. Ninguno tenía seguridad de lo que pudiera
ocurrirle al suministrarle esos medicamentos, así que yo no las aceptaba porque
veía literalmente cómo su hígado y riñones sufrían al procesarlas y distraían su
actividad depurativa de la enfermedad al estar procesando químicos. Ellos no me
creían, y justo cuando iba a bañarme o iba a dormir un poco, ellos aprovechaban
para suministrarle medicamentos aprobados por Romeo. Por ello, después de
dos semanas de internada, me instalé permanentemente ahí con ella. No le puedo
decir habitación, porque no lo era, era una especie de galerón gigante dividido
por cortinas móviles. No querían dejarme estar ahí, pero los convencí para que
me permitieran dormir en una colcha que extendía debajo de su cama.
A la tercera semana, desesperado al ver que todo lo que intentaba hacer con
ella no funcionaba, o bien me lo impedían o cuestionaran, tanto los médicos
como Romeo –el cual se había vuelto mi gran opositor– comencé a dudar de
mis capacidades de sanador. Así que, cuando todos dormían, a media noche,
me acercaba a otros enfermos del mismo galerón, los diagnosticaba revisando
el flujo de su energía y aplicaba en ellos mis técnicas de sanación. Convencí
a muchos familiares de enfermos que rechazaran la comida del hospital y les
escribía recetas para que les prepararan en su casa. A falta de conocimiento,
tiempo, voluntad o dinero, muchos no podían, así que terminamos trayéndoles
también desayunos y comidas a los enfermos contiguos. Esa dinámica generó
mucha oposición y controversia entre enfermeras y médicos, el mismo director
del hospital se involucró, pero era difícil que se opusieran a que los familiares
les dieran verduras, frutas, semillas y cereales a sus parientes enfermos, no
había nada malo en esos alimentos, mientras que sí había mucho de malo en
los sándwiches, gelatinas, vasos de leche, sopas saborizadas artificialmente, pollo
con pellejo, donas y jugos falsos de caja que les daban.
Una noche, la enfermera de turno nocturno me encontró sanando con
mis manos el hígado de un enfermo; no dijo nada y se mantuvo discretamente
escondida detrás de la cortina. Al día siguiente recibí una notificación por escrito
de que tenía prohibido acercarme a cualquier otro paciente que no fuera Minerva,
y me limitaron los horarios de visita de 8am a 8pm, además de que ya no me
dejaron dormir allí. Sin embargo, al ver que fue sanado el paciente con cáncer de
hígado al que atendí, así como otros a los había atendido secretamente antes de
ser sorprendido, la enfermera se volvió mi aliada y me dejaba entrar por la puerta
trasera en las noches. Así ayudé a darse de alta a otros ocho pacientes a lo largo
de los dos meses de agonía de mi amada esposa. Entonces me preguntaba: “¿Pero
por qué puedo sanar a otros y no a Minerva? ¿Toda una vida de preparación para
219
DI A RIO DE UN S A NA D OR
aplicar todos mis conocimientos y capacidades en ella, para que ahora no pueda
aplicarlos justo en quien lleva en su vientre a nuestra hija?”.
En la última semana noté que Minerva había entrado en estado de conexión
profunda con el cosmos, Dios, la Tierra. Era un trance que la anestesiaba de
sus dolores físicos, pero que me indicaba que el proceso de transición estaba
avanzando y sentía una profunda opresión en el pecho que no podía evitar. La
escuchaba con atención pero con lágrimas en los ojos, un coraje extraño nacía en
mí por la impotencia de no poder hacer nada o que lo intentaba no funcionaba.
Transcribo aquí algunas de sus frases más hermosas, en honor a ella y a su
memoria:
“El ser humano no muere, no puede morir, somos como el agua, el fuego
o el viento, poco a poco nos transformamos en estados elementales de
la creación. Por esto no debemos sufrir al morir, sino entregarnos con
amor a la transición de estado”.
“No hay cielo, purgatorio o infierno después de la vida terrenal, esos
estados se viven en vida, y yo junto a ti Yao he vivido un cielo increíble.
Lo que hay después de la vida terrenal es pura luz, es pura felicidad. Para
mí no habrá diferencia entre una y otra forma, porque a tu lado ya estoy
en la luz y a la luz iré”.
“Dios les da a todos, siempre, momentos de reflexión para arrepentirse,
algunos los aprovechan a lo largo de su vida, otros los aprovechan justo
en el último segundo de su vida”.
“Junto a Dios no hay tronos ni oro, no hay sillas a la derecha o a la
izquierda, no hay lugares especiales o de segunda clase, en su luz todos
somos iguales”.
“El ser humano se la pasa todo el tiempo alejándose de Dios al
individualizarse, al describirse como más que los demás, pero la clave
de la paz es reconocernos como iguales a los demás, regresar a Dios e
identificarnos con Él hasta ser uno con Él”.
Las frases que de plano me quebraban tenían que ver conmigo como
padre de nuestra hija, me dolía escucharla hablar del futuro de esa
manera:
“Serás un gran padre Yao, le enseñarás a disfrutar de la vida a nuestra hija
Yoana. Confío mucho en ti, y los cuidaré desde donde yo esté”.
“Me gustan los colibríes, cuando veas uno cerca de ustedes, ten la
220
C A PÍ TULO 3 4
221
DI A RIO DE UN S A NA D OR
vida de la hija o la vida de la madre. Mientras los médicos debatían si aún había
posibilidades de salvar a la madre y retrasaban la cesárea, la señora Minerva abrió
los ojos, tomó el bisturí y se lo encajó en el cuello. Sus últimas palabras fueron:
“Yo ya estoy con Dios, sáquenme a mi hija”. La enfermera, de unos 24 años de
edad, hizo una pausa, batallaba para continuar con sus palabras, su rostro se había
empapado en lágrimas, y como pudo continuó: “La bebé está perfecta, nació sin
llorar, creíamos que estaba sin vida, pero en cuanto sintió el calor del pecho de
su madre comenzó a moverse y lloró. Como la bebé no podrá ser alimentada por
su madre la pasaremos a la incubadora y le daremos de biberón. Lo siento mucho
por su esposa”.
No pude contenerme, corrí hasta el quirófano y ya no pudieron impedírmelo.
Estaban suturándole el vientre, le habían colocado gasas en el cuello y en su
rostro se dibujaba una sonrisa. Era así como se despedía de mí y de la vida. Una
de sus manos colgaba de la cama, me tiré al suelo y la tomé entre las mías, pero
ella ya no pude sentirlas. Lloré, lloré de manera incontenible y toda mi ropa se
manchó de sangre. Dos enfermeros llegaron hasta mí y me retiraron de ahí, no
tenía fuerzas ni para oponerme.
Mi madre me abrazó, yo no pude hacerlo, estaba ido, en trance y mis
brazos colgaban hacia mis costados. Mi mirada estaba perdida, no había nada
que ver que atrajera mi atención. Estaba viviendo el momento de mayor
confusión emocional de toda mi vida, todo el dolor que había percibido en
otros ahora estaba dentro de mí. Un pensamiento invadió mi mente: cuando
te sientas mareado ánclate a la Tierra. Como pude, entre el abrazo de mi madre
y mi mar de lágrimas, planté fuertes mis pies sobre el suelo, abiertos un poco
más que la altura de mis hombros, y entonces tomé una profunda bocanada
de oxígeno. En ese momento sentí una luz blanca que salía disparada del
suelo, penetraba mi cuerpo y activaba el volcán de la energía creadora en mis
genitales. Visualicé la explosión del volcán, el magma de la creación subió por
mi columna iluminándola toda hasta llegar a mi cabeza en donde estalló en
chispas doradas y blancas. Mis ojos se abrieron de par en par, me sentí invadido
de una fuerza superior, me aparté de mi madre y comencé a caminar ante la
mirada atónita de los presentes. Nunca mi madre había percibido mi aura o la
de nadie, pero ese día percibió la que salía de mí.
Me dirigí a un galerón de enfermos cercano, llegué hasta la cama de una mujer
inmóvil, le puse mis manos en su cabeza, abrió sus ojos y comenzó a moverse.
Clavando mi mirada en la suya le dije: “Te mintieron y te lo creíste, tú no estás
enferma, tú estás paralizada de miedos. Al carajo los miedos, levántate que tus
222
C A PÍ TULO 3 4
223
DI A RIO DE UN S A NA D OR
224
C A PÍ TULO 3 4
225
DI A RIO DE UN S A NA D OR
… continuará.
226