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Dos Cartas

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Slawomir

Mrozek es un autor de culto en Polonia, donde sus obras teatrales


se representan siempre con enorme éxito. Pero es además uno de los
maestros indiscutidos del relato breve, con una amplia capa de lectores
devotos y entusiastas. Tan corrosivo como ácido, Mrozek actúa con total
seriedad sobre el mundo, evitando sin embargo la solemnidad: siempre
brillante, a caballo entre la ironía y el sarcasmo, nos muestra, con punzante
humor, una realidad claveteada por los contrasentidos y el absurdo.

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Sławomir Mrożek

Dos cartas
ePub r1.0
Titivillus 08.12.16

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Título original: Dwa listy / Moniza Clavier / Ona / We młynie we młynie mój dobry panie… / Nocleg /
Ci, co mnie niosą
Sławomir Mrożek, 1991
Traducción: J. M. de Sagarra

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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DOS CARTAS
CARTA PRIMERA

Distinguido señor:
A pesar de que los años nos han separado, espero que la indiferencia no se haya
interpuesto entre nosotros. Cuento con ello. Y si ha abierto con recelo el sobre que
contenía esta carta, le aseguro que no le escribo con el propósito que usted cree, y que
quizá también teme.
Por otra parte, incluso si yo hubiera decidido hacer aquello por lo que
probablemente tiembla usted desde hace mucho, y sabe Dios que su temor no es
infundado (no, no, he introducido esta frase involuntariamente; se convencerá de que
no le guardo rencor), en tal caso, aun antes de abrir el sobre, y una vez calmado tras
el primer sobresalto, el primero después de tantos años —en caso de que, a pesar de
todo, durante todos estos años se haya sentido seguro—, debería comprender usted
por sí solo que los hechos han prescrito y que, aunque fuera capaz de recordar todo lo
que sufrí por su culpa, aun así quedarían las dificultades que tendría para reunir los
testigos necesarios, el pleito, el proceso… Aunque también es cierto (digo esto para
que conserve una pizca de incertidumbre) que todas esas dificultades son superables.
Se aproximaría más a la verdad al suponer que, en vez de dirigirme a la justicia
organizada, pretendo exigirle una satisfacción de carácter más bien personal.
Consideremos, pues, qué es lo que le puede aguardar. No me cabe la menor duda
de que, al leer lo que viene a continuación, no solo recreará mi pensamiento, sino que
también reencontrará el suyo. Recordemos ciertos acontecimientos de cierto período
de nuestras vidas. Sé quién era usted en realidad y en calidad de qué se hallaba en
nuestra casa. Hasta conozco los métodos de que se valió para quitarme a mi mujer. Si
por lo menos ella hubiera cedido única y exclusivamente a los encantos de su
persona… Aunque, francamente, me habría extrañado que hubiera visto algo en esa
cabeza suya, ya calva por entonces; y no digamos en su dentadura, no solo cariada,
sino encima echada a perder gracias a las habilidades de algún dentista barato. Le
aseguro que ello supera toda mi capacidad de comprensión, tanto como su costumbre
de sorber la sopa, que —así lo espero— habrá conservado hasta la fecha. Todo ello
me crea serias dificultades para, hasta con la mejor voluntad, conceder el calificativo
de «atractiva» a la escasez de sus modales. Además, ¿qué hay del chantaje? Tendrá
usted que perdonarme, pero se trata de un procedimiento para ganarse a las mujeres
que no debería caber en el repertorio de ningún hombre. ¡Ah, si lo hubiera sabido
entonces, al principio, cuando llegó a nuestra casa! ¡Nos habríamos ahorrado todo lo
que vino a continuación! Le hubiera colocado en el jardín, como enano decorativo.
De esa forma hubiera podido comprender que mi esposa sucumbiera ante una ilusión.

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Y si, encima, le hubiera metido un plumero en la cavidad bucal, aún habría podido
evocar, a falta de otra cosa, alguna cualidad romántica. ¿Me comprende? Para mí
habría sido más fácil hallar una explicación y, por lo tanto, tomar conciencia de que
era un cornudo. ¡En cambio, así…! ¡Dios, de qué imaginación tan genial están
dotadas las mujeres, cuando son capaces de disfrazar y adornar con toda clase de
fantasías algo tan superficial y descolorido como usted! ¡Y qué independencia la
suya, cuando les basta un terreno virgen, un pedazo de madera cualquiera, para trazar
libremente en él sus fantásticas creaciones! Hasta resulta extraño que haya más
poetas que poetisas. Y ahora que ya se ha convencido de que no hubo nada que
escapase a mi atención, con mayor motivo se echará a temblar cuando prosiga la
lectura de esta carta.
Porque, si solo hubiera sido lo de la seducción…, nos habríamos detenido en un
ámbito de ideas tan complejas, tendríamos que habérnoslas con una cuestión tan
delicada, frágil y misteriosa, que una acusación clara y tajante de categoría legal no
sería posible, (¿a usted se le habría ocurrido lo del plumero? No lo creo. Eso supera
sus capacidades). No importa cuáles hubieran sido mis sufrimientos: el perfil de los
acontecimientos quedaría desfigurado. A buen seguro que un jurado contemplaría de
forma muy distinta —mucho más simple— el robo de cierta suma de dinero que
usted perpetró bajo mi techo. (No cito la suma, aunque podría hacerlo sin exponerme
a que se me reproche la pedantería. La sola cuantía de la misma me eximiría de dicho
reproche). Sin embargo, y por desgracia, se da cierta circunstancia que sitúa su acción
en una esfera tan elevada que no es posible definirla solo de robo. En realidad, usted
procedió a apropiarse de dicha suma tras haberme propinado una buena ración de
puñetazos, lo que, más que en un robo, convierte su acción en un atraco. Y si, a pesar
de todo, dudo ante la posibilidad de concederle la noble categoría del atraco, es tan
solo porque usted llevó a cabo el ataque de improviso, privándome, al hacerlo, de la
oportunidad de defenderme. Más bien se trataría de un asalto.
No obstante, comprendiendo los motivos que le movieron tanto en el caso de la
seducción (si hasta un animal como usted se mostró sensible a los encantos de mi
esposa, los minerales, muy por encima de usted en la escala de la evolución, sin lugar
a dudas estarán locamente enamorados de ella), como en el caso de la apropiación de
la suma de dinero (descubrir sus motivos en este asunto no representa para mí
dificultad alguna), en lo relativo al siguiente acto con el que interfirió en mi vida, aun
cuando procuro mostrarme imparcial, pongo a Dios por testigo de que no logro
encontrar explicación posible. ¿Qué le incitó —¡habrase visto tamaña falta de
conocimiento!— a dormirse en el cuarto de los invitados (que le habíamos cedido)
sin apagar el cigarrillo antes de acostarse? ¿Acaso le escatimaba los ceniceros? ¿No
habría podido aguantarse los deseos de fumar en la cama, por lo menos en
consideración a su salud? ¡No apagó el cigarrillo como es debido, lo dejó caer, por
pura pereza, por vergonzosa vagancia, sobre una alfombrilla fácilmente inflamable!
¡Ah, no, no sobre las sábanas, por supuesto que no! Entonces aún hubiera existido la

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posibilidad de que usted ardiera antes que toda la casa. Quién sabe si en ese caso, tras
sopesar todos los pros y los contras, habría sido yo quien le incitara a concederse un
último cigarrillo, un momento antes de acostarse. Sin embargo, ocurrió de modo muy
diferente. Tuvo tiempo de despertarse y salir por la ventana. La casa de mis abuelos
quedó reducida a cenizas. Y, por otro lado, ¡qué capacidad la suya de dormirse de
golpe y porrazo!, digna de envidia; ¡vaya nervios, o, mejor dicho, qué carencia de
ellos! Claro que no era usted precisamente quien sufría de insomnio. No tenía
motivos.
Así pues, ¿no tengo fundamentos suficientes para creer que ha recibido esta carta
con inquietud? No obstante, ahora que ya se ha enterado, con alivio, de que no tengo
intención de perseguirlo por la vía judicial, es presa de una nueva oleada de terror,
pues todavía no sabe qué compensación pienso exigirle. No tengo la intención de
acusarlo, pero, al no hacerlo, lo tengo en mis manos. Sabe que debe aceptar mis
condiciones sin protestar.
Reconozco que me siento algo cohibido. Antes de entrar en materia querría
prepararlo, prevenir su sorpresa o, si ya no consigo prevenirla por completo, por lo
menos mitigarla. Realmente, resulta desagradable hasta qué punto me coarta el temor
por lo que los demás puedan pensar de mí. Un temor que alimento incluso ante usted,
repito: ante usted. Me interesa que se forme una opinión, cuando menos aproximada,
de mis intenciones, de cómo yo querría verlas.
¿Recuerda las puestas de sol que había entonces, los crepúsculos? (No me obligue
a preguntar: ¿Las noches?). Entonces, años ha; usted dirá: «¿Y qué, acaso no las hay
ahora?». Y tendrá razón. Porque, desde el punto de vista de la naturaleza, las puestas
de sol de hoy no se diferencian en nada de las de antes. Y, en general, ¿acaso la
puesta de sol tiene en sí algún significado para alguien que se ha liberado de la
convención sujeta a un sentimentalismo banal y a una estética complaciente? (Soy yo
quien pregunta, no usted). Los dos nos hallamos libres de ello; yo, modestia aparte,
porque me encuentro por encima de una forma cultural tan ruin; usted, porque se
encuentra por debajo. Por lo tanto, ¿por qué menciono aquellas puestas de sol? El
motivo estaba en nosotros mismos. (Por favor, no me niegue este «nosotros», aunque
sea mentira, aunque usted no vea ninguna diferencia entre las ocho de la tarde de
aquellos veranos de antaño y las ocho de ahora. En seguida se enterará de por qué
todo lo que le cuento me interesa tanto). Por lo visto, entonces había en nosotros más
vida de la que éramos capaces de albergar; había tanta vida en nosotros que bastaba
para compartirla con un fenómeno tan vasto y, al fin y al cabo, tan absolutamente
vacío como ese proceso astronómico vespertino.
Me preguntará qué quiero decir, a fin de cuentas, con eso de «más vida». No
espere una respuesta exhaustiva. Lo que sí le aseguro es que entonces había mucha
más vida. ¿De qué modo un hombre puede cerciorarse de que vive? Seguro que
conoce el método popular para recuperar el sentido de la realidad en situaciones en
que dicho sentido se pierde. Sencillamente, uno se pellizca el brazo o la mejilla, o

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algún otro lugar sensible de fácil acceso. ¿Que duele? De eso se trata precisamente,
de que duela. A través del dolor, una simple cocinera, asustada una noche por un
presunto fantasma que deambula por el pasillo, intensifica su sensación de existencia.
Por no hablar ya de los seres dotados de un intelecto desarrollado, a quienes
proporcionalmente les resulta más difícil defenderse del ataque de una mentira, una
inexactitud o una imponderabilidad de la existencia.
¡Ah, mi querido señor, lo que llegué a sufrir por su culpa! ¡Aquello era fantástico!
Estoy seguro de que más tarde mi esposa me engañó en más de una ocasión, pero sus
partenaires posteriores fueron personas en las que incluso yo podía descubrir algún
defecto, ya fuera físico o intelectual. Usted, por el contrario, era como esa clase de
ceros tan maravillosos, tan absolutos, que aun no significando nada en las cuentas de
uno, pueden llegar a significar tanto. Usted significaba mucho en la aritmética de mis
experiencias. Usted era el horror puro; gracias a usted tuve conocimiento de algo
incomprensible y, sin embargo, existente, de algo que no debería vivir y que, no
obstante, vivía. Dígame, ¿acaso no es esto una definición de la vida?
Y fíjese: he mencionado lo del chantaje. Usted sabe tan bien como yo que es
falso, que por su parte no hubo chantaje alguno. He inventado lo del chantaje porque
me faltaba valor para aceptar el hecho tal como era. A pesar de los años transcurridos,
hace solo un cuarto de hora todavía pretendía consolarme, engañarme a mí mismo. Sé
muy bien que no la chantajeó. Ella le miraba extasiada mientras usted sorbía la sopa.
Mientras que yo… Incluso ahora, al poner todo esto por escrito… Bueno: yo no. Pero
miento. Al principio mentía para sufrir menos. Hoy, sin embargo, mi mentira se ha
convertido en una mentira doble, porque al dejar de mentir, hace solo un instante,
resulta que ya no me duele nada. Y es eso, precisamente, lo que me niego a admitir,
en tanto que claudicación definitiva. ¿Es posible que no haya quedado nada,
absolutamente nada de todo aquello? Hace apenas un cuarto de hora, con la ayuda de
esa primera mentira servil del chantaje, mentía al decir que sentía algo, me ocultaba a
mí mismo la verdad: hoy todo me da igual.
Porque fíjese: poca es la vida que hoy queda dentro de mí. Menos de la que puedo
albergar. No basta para llenar mi persona. ¡Qué decir, pues, de la «vivificación» de
regiones enteras del cielo! Aún queda algo de vida dando vueltas en mi interior, como
una judía seca en un saco vacío. En circunstancias normales, cuando no pienso en
ello, todo va bien; hoy, sin embargo, me resulta difícil enfrentarme, por ejemplo, a
esa maldita puesta de sol que antiguamente servía de…, me permitirá que utilice una
palabra francesa…, de récipient agradecido de mi abundancia. Algo así como un
forzudo de circo que, ya viejo, aparta la vista de las pesas falsas que en otro tiempo
había levantado con facilidad en la arena, entre los aplausos del público, mientras que
hoy, por el contrario, ni siquiera tiene fuerzas para arrastrarlas.
¿Se da cuenta de que tengo derecho a decir «nosotros» al recordar el pasado?
Aunque entonces, lo mismo que ahora (no me cabe la menor duda), usted
contemplaba el mundo como un asno en mitad de una pradera. En cierto modo, usted

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existía gracias a mí, lo mismo que yo gracias a usted. He aquí una prueba más de la
unidad del universo. ¿Comprende por qué temo que me niegue ese derecho? Lo
comprenderá mejor cuando se entere de lo que le exijo, de lo que le pido…
¡Amigo, vuelve! Si ha quedado en tu alma algún rescoldo de remordimiento, te
mostraré qué camino seguir para satisfacerme. Si no te conmueve mi súplica, si no te
tientan las ventajas, que por lo menos la conciencia de que me debes algo te incline al
retorno. Mi vida actual es tan frágil que ya no logra convertirse en pasado. Gracias a
ti, puede que vuelva a haber algo que me llene, y no solo a mí, también a ese trozo de
cielo al atardecer. Ya no confío en que las grandes alegrías —tampoco los grandes
sufrimientos— me resuciten. No porque no las haya buscado o no las haya
encontrado, sino porque ya no eran, no son ni serán realmente grandes. Así, pues,
¿son aún posibles los grandes sufrimientos? A pesar de todo, pienso que en ellos se
puede confiar más que en cualquier otra cosa; aunque a menudo me asaltan dudas al
respecto. Te lo confieso con una franqueza de la que, por otro lado, no deseo abusar.
Además tú eres de esa clase de animal que —confío en ello— resulta más fuerte que
el tiempo y cuya miseria triunfa sobre la caducidad.
Vuelve, pues. Recordaremos los viejos tiempos. Mi mujer, como siempre,
esplendorosa; la casa, a Dios gracias, reconstruida; y, un cigarrillo, también lo
encontraremos.

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CARTA SEGUNDA

Muy estimado señor:


Con estas líneas, las primeras de mi carta, le comunico que he dejado de fumar.
Mi esposa me lo tiene prohibido y, al fin y al cabo, sufro de angina de pecho. En
cuanto a lo de la visita, creo que en el trabajo no me darán permiso, porque este año
ya me he tomado mis vacaciones; también podría solicitar una baja, aunque el médico
no querrá saber nada del asunto, pues en general estoy bien de salud —lo que
también les deseo a ustedes—; y por otra parte mi esposa no me dejaría venir solo; en
todo caso, puede que nos acerquemos los dos juntos, en ocasión de alguna festividad,
pero solo por unos días.
Aprovechando la ocasión, querría pedirle que me consiguiera un traslado de
trabajo, pues me encuentro en una situación apurada y, además, está la hipoteca de la
casa, ¡figúrese usted! Si tuviera alguna colocación para mí, me complacería mucho.
En caso de que lo de la colocación no pudiera ser, algún juguete para el crío, o
algún abrigo para mí que usted ya no lleve. ¿Tienen ustedes hijos? Yo sí, varios: los
hijos son una bendición de Dios; un niño ha salido igualito a mí.
Y si no, pues algún dinerillo… En referencia a lo que me cuenta, mil perdones,
aunque siempre puedo negarlo todo; preferiría que no lo llevara a los tribunales pero,
si lo lleva… mi cuñado trabaja en la policía.
¿Qué necesidad hay de poner por escrito esa clase de cosas? Es una vergüenza
delante de Dios; usted, que es un hombre instruido, sabe bien que la juventud ha
quedado atrás. Los años no pasan en balde, mi querido señor, ya no tenemos la misma
edad. ¿Por qué ofender a la gente, pues?
Insisto en la petición de trabajo; aprovecho la ocasión para saludar a su esposa.

Aquí se interrumpe la correspondencia.

1961

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MONIZA CLAVIER
HISTORIA DE UN ROMANCE

Ocurrió en Venecia, en el Lido, cerca del mar. Yo iba por una cuneta bastante
ancha, llena de grava, donde se me hundían los pies. A mi izquierda, la calzada de
asfalto; detrás, palmeras; más allá, jardines; en los jardines, casas con postigos
verdes.
El calor era agobiante. Llevaba un sombrero de paja, ceñido con una cinta
escarlata.
No me cruzaba con ningún transeúnte. Hasta los coches pasaban muy de vez en
cuando. Me inquietaba la posibilidad de haberme adentrado en un paraje donde ir a
pie —¿quién sabe?— fuera inconveniente.
Por otro lado, sentarse ahora —aunque había dónde hacerlo— aún habría sido
peor. Al andar procuraba transmitir la impresión de estar ocupado, de que pasaba por
delante de esas casas por alguna razón. Cierto que la hora acaso no fuera la más
adecuada y que, a parte de mí, nadie iba a pie, pero daba igual. O incluso puede que
resultara mejor así: imaginaba que si alguien me veía por alguna rendija de los
postigos pensaría: «Ese joven debe de traerse entre manos algún negocio muy
urgente, excepcional, cuando anda solo y con este bochorno. Realmente, debe de
tratarse de algo extraordinario».
Y no solo no se burlaría, sino que incluso sentiría respeto y curiosidad.
Llevaba en la mano una maleta de cartón, pero nueva, muy decente; de lejos,
nadie habría distinguido que no era de piel auténtica. En la maleta tenía mis objetos
personales y las provisiones que se suelen llevar cuando se emprende un largo viaje.
Andaba bastante ligero, porque quien se dirige a algún lugar no puede ir despacio,
y porque tenía la esperanza de que, yendo de prisa, llegaría antes a alguna parte. El
aire no se movía, no soplaba la menor brisa. «Da igual —me decía—. Puede que no
me pase el tiempo holgazaneando, como ellos, en sus casas con los postigos verdes,
pero, lo que se dice andar, en eso sí tengo buena práctica». Así pues, seguí mi camino
con renovado ímpetu.
No obstante, por esa grava se avanzaba con una dificultad y una incomodidad
supremas. Empezaba a generar animadversión hacia aquella gente. «Han plantado
palmeras pero no saben hacer una acera decente para los que van a pie. En mi tierra
no hay palmeras; sin embargo, las aceras son como deben ser».

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A veces me entraban deseos de desviarme hacia la calzada. Para mí habría
resultado más cómodo. Pero era mejor no hacerlo. Pensarían que no sabía para qué
sirve la acera, y podía darse el caso de que no estuviera permitido andar por la
calzada. Cada país se rige por normas diferentes.
El sol, en lo alto; el cielo, azul; y yo, anda que anda, como si fuera a la siega.
Detrás de mí, un ruido sobre la grava, un fuerte rumor de pasos. ¿Qué hago, me
vuelvo o no me vuelvo? Si me vuelvo, dirán que me han asustado las pisadas, y es
necesario que conserve un aspecto indiferente, que parezca pensativo, preocupado
por mi negocio. Con todo, las pisadas se aproximan cada vez más. No me pude
contener y me volví.
Dos señores y una señora se me acercan por detrás a caballo. Los caballos,
brillantes, con las crines recortadas y los arreos relucientes; la señora, una belleza de
mujer, de cabello dorado y cuerpo escultural. Lleva la fusta en la mano y azota al
caballo. Cada vez están más cerca.
Les cedí el paso y me quedé quieto bajo una especie de árbol velludo, con todo el
tronco cubierto de algo parecido a pelos. Entretanto, ellos me alcanzaron, y cuando se
encontraban a un paso nada más, el caballo de la señora, que hasta entonces había
trotado mansamente, se detuvo en seco, como atónito, ante lo cual los señores tiraron
también de las riendas y el trío al completo se quedó plantado a un metro de mí.
La señora sonrió, dio unas palmadas al cuello del animal y le dijo algo en inglés.
El caballo pateaba en el suelo y meneaba la cabeza hacia ambos lados; pero nada, no
se movía. Entretanto, uno de los señores —apuesto, de pelo gris, bigote elegante y
recortado, piel bronceada— me señala y dice algo, también en inglés. La señora niega
con la cabeza y ríe; él vuelve a decir algo en inglés. Yo sigo quieto a un lado,
respetuoso, con el semblante serio y sin soltar la maleta de la mano. Hasta que veo
que el otro señor —joven, moreno, también muy apuesto, ancho de espaldas— se
apea de su montura, se me acerca y, tras decirme algo, espera a que le conteste.
Me armé un lío, porque no hablo inglés. Sin embargo, ¿cómo iba a hacerles
entender que no lo hablaba?
Así pues, hice un esfuerzo.

No era la primera vez en la vida que realizaba un esfuerzo semejante. Contaré una
anécdota.
Vivía yo en una ciudad no muy grande, aunque tampoco una de las más pequeñas.
Almorzaba siempre en el club de los intelectuales. Lo frecuentaba una clientela fija
de intelectuales que, de pie en la barra, encargaban la comida; muy a menudo,
pierogi.

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El día era oscuro y húmedo; en aquella ciudad, un número sorprendente de días al
año eran oscuros y húmedos. De hecho, siempre era otoño; el verano pasaba apenas
como un equívoco; se diría que la auténtica vida se encontraba en otra parte. Además,
reinaba la pobreza. Mejor dicho, no tanto la pobreza como la falta de abastecimiento.
En ocasiones, ocurría que alguien se iba para siempre. Seguía recorriendo las calles,
hablando con nosotros, pero era ya un extraño. Luego, le acompañábamos a la
estación y contemplábamos los vagones. Para nosotros eran los mismos vagones de
siempre; para él ya no. En nuestro fuero interno, nos preguntábamos cómo debía de
ver él esos vagones; con toda certeza de un modo muy diferente a como los veíamos
nosotros. Había niebla y encendían el alumbrado temprano. Cruzábamos algunas
palabras de despedida y el tren se marchaba.
Regresábamos. En la plaza, la niebla se hacía cada vez más densa. Nos
preguntábamos: «¿Cómo es posible que haya sucedido algo y que, a fin de cuentas,
no haya sucedido nada?».
Luego, de pie junto a la barra, veía las mismas caras de siempre. Parecía
imposible y, no obstante, era así. ¿Por qué parecía imposible cuando ocurría con tanta
frecuencia? No conseguía entenderlo, y aquello me irritaba.
En cierta ocasión, se me ocurrió que debía de existir alguna explicación. Así pues,
realicé un esfuerzo tan grande como me lo permitieron mis fuerzas. Y ocurrió que me
puse a cantar, aunque no de forma corriente, como cuando alguien tararea, sino que
entoné un canto hermoso con una voz inopinada, profunda, espléndida, vibrante.
Eché la cabeza atrás, puse un pie sobre el otro y apoyé los codos en la barra. Era una
canción italiana: o solo mio. Todo el mundo me miró con asombro. Nadie sabía que
fuera capaz de cantar de modo semejante, ni siquiera yo mismo, que, sin embargo,
cantaba ágil y libre, pues había franqueado el límite de lo posible y era presa de una
alegría inmensa. Sin embargo, desde el exterior, debía de parecer que me había
puesto a cantar por las buenas, sin pretenderlo siquiera, como si, sencillamente, de
pronto me hubieran entrado ganas. Con una sonrisa picara, un tanto distraído —
porque ante todo estaba concentrado en la belleza de mi canto— y un poco ausente,
con esa ausencia del artista que, aunque sublimado por su propio arte, benévolo, se
muestra complaciente hacia su público, y no le escatima nada, ni le priva siquiera de
una pizca de esa belleza de la que es amo y señor.
La camarera que llevaba las chuletas rebozadas se detuvo, atónita, y exclamó:
«Dios mío», y dio una palmada; la bandeja de chuletas se desparramó por los suelos.
Al igual que ella, todo el mundo se quedó clavado, con los tenedores a medio camino.
Siguiendo mi ejemplo, se concentraron en mi canto, extasiados, como un rebaño
encantado y carente de voluntad detrás de mí, el pastor que los conducía a parajes
remotos.
Del comedor llegaba un ruido de sillas al retirarse; unos se amontonaban en la
puerta, otros les mandaban callar: «Chit, chit, ¿no oís que está cantando?». Una
anciana se enjuagó las lágrimas con un pañuelo; tal vez le recordé los días dichosos

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de su juventud, cuando pasaba temporadas en Sorrento, recién casada, con su marido,
entonces barón y ahora difunto. Y en esas que me veo rodeado, algo azorado por los
aplausos, pues empecé a cantar para mí solo. Había cantado porque tenía que hacerlo,
porque llevaba la música en el alma.
Sin embargo, a partir de un momento dado, advertí que me costaba más cantar.
Como si, al pasar la palma de la mano por una tabla lisa, hubiera dado de pronto con
un nudo, una rugosidad, una aspereza. La resistencia procedía de un rincón oscuro,
entre el bufete y la pared. Se propagaba desde allí, lenta pero tenaz. Ocupaba el
rincón un hombre indefinido, vestido modestamente. Le había visto miles de veces en
el mismo lugar y a la misma hora. Como siempre, también ahora comía pierogi, de
perfil hacia mí, pendiente de sus pierogi, sin prestarme ni pizca de atención. Ay, si
por lo menos hubiera tenido la sensación de que él no quería oírme, de que estaba en
contra, de que me ponía mala cara… Pero no, seguía comiendo sus pierogi sin
prestarme la más mínima atención.
Para no sentirme enteramente rehusado, quise creer que era sordo. Así pues, me
decidí a acercarme, como la flor que, viendo que los amantes de la naturaleza no la
perciben entre la vegetación, se desliza hacia el camino y se adelanta
voluntariamente, de corazón, para que la huelan.
Me desplacé hacia él, al modo de los cantantes de las películas musicales que,
mientras atraviesan, pongamos por caso, un pueblecito, revuelven el pelo de un rapaz,
dan una palmada en el muslo de un asno, luego echan una carrerilla, acarician el
mentón de una joven lavandera que tiende la colada, siguen adelante, de un ágil salto
se encaraman a lo alto de un muro, y todo ello sin dejar de cantar. Cuando, de un salto
precisamente, llegué al rincón donde seguía comiendo sus pierogi, sostuve la última
nota y callé de pronto. Reinó el silencio. Me concentré todavía más y empezaron a
fluir los tonos alternativos y melancólicos de la Canción de amor hindú.
Le cantaba justo entre el plato y la papada. Ensartó un pierogi en el tenedor y lo
levantó; forcé la voz apasionadamente, pero el pierogi se escabulló con agilidad entre
el torrente de mi canción. Vertí todo un cargamento de sones sobre esa oreja, que no
se diferenciaba en nada de las demás orejas, salvo por el insignificante carácter
personal de su modelado. Era como un embudo que conducía a un abismo misterioso
donde se perdía mi canción. Todo mi poder se hacía pedazos contra ese pabellón; del
mismo modo que yo cantaba con todo mi ser, él comía sus pierogi. No despertaba en
lo más mínimo su curiosidad.
La situación se hizo intolerable. Me di cuenta de que terminaría exhausto, pero no
podía detenerme, era inimaginable que diese media vuelta y me marchara, dejándole
así, comiendo… Así que lo aposté todo a una sola carta. Interrumpí la Canción de
amor hindú, crucé los brazos sobre el pecho, me puse en cuclillas y, adelantando
primero una pierna y luego la otra, me entregué a una danza cosaca, gritando
salvajemente «hu-ha, hu-ha», cantándole, con una inspiración loca y desenfrenada,
directa e inequívocamente a él, en una pose agresiva, al modo de las estepas. Podía

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ser sordo, pero no ciego. Bailaba ante él levantando polvo del suelo como el mozo
que, en una boda, sacude su gorra contra la bota y, con la furia que le otorga su
juventud, se lanza en cuclillas al ritmo de la música, realizando saltos inauditos ante
la moza elegida y ejecutando figuras espectaculares para invitarla de ese modo a la
danza y al amor.
Me esforzaba en vano. El pierogi no tembló, no se desvió de su órbita. Su cabeza
siguió impertérrita; bajo el abrigo, los hombros, encorvados sobre el plato, no se
irguieron. Pronto empezaron a dolerme las piernas; el sudor me corría por todo el
cuerpo y perdí el aliento. En cambio, él, cuando hubo hecho pasar el último pierogi
del estado pierogiolítico a otro estado diferente, rebañó la mantequilla fundida del
plato con miga de pan y se la comió con parsimonia, a bocados pequeños. En medio
de esa danza terrible, aún fui capaz de conservar el rostro sonriente, animado; incluso
me despeiné, a causa de la alegría desenfrenada. Iba de un lado para otro, sin dejar de
emitir los audaces «hu-ha, hu-ha», pero en mi interior todo era desesperación, pues
comprendía que llevaba a cabo todo aquello en vano.
Mi furor había arrastrado a los demás, que daban palmadas al ritmo de mis saltos,
y algunos hasta habían empezado a girar por su cuenta, a dar taconazos, tímidos al
principio, luego cada vez más atrevidos; incluso hubo un profesor que se puso a saltar
y que lo hacía bastante bien, tal era su excitación.
Sin embargo, ¿qué me importaban ellos? Hacía tiempo que eran míos. El único
que me faltaba era ese, y lo necesitaba tanto como el aire que respiraba; pero él nada,
nada de nada.
Finalmente (¡oh, acto simple, sorprendente por el mero hecho de ser tan vulgar,
pero también terrible e insólito por su natural ejecución!, ante el que solo cabe
proferir «¡no, no!», aunque ¿por qué no, al fin y al cabo, cuando se trata de algo tan
vulgar?), se puso de pie y se marchó.
Todavía sacudí un par de veces las piernas, más débilmente cada vez, como un
enano descalabrado. Di uno o dos taconazos más, al tiempo que el «hu-ha» se volvía
más mezquino, hasta que terminó por decaer; «hu-ha» repetí, «hu-ha» de nuevo;
luego, cada vez más quedo, a intervalos cada vez más largos; al final, un murmullo
nada más. Me enderecé sobre unas piernas que no me sostenían, no muy convencido
de que las rodillas me pertenecieran. Me arrastré hacia la barra. El polvo empezaba a
posarse. A mi alrededor, los rostros me miraban a los ojos. «¿Qué debo?», pregunté.
«Tanto». Pagué y salí.

Una vez realizado el esfuerzo, comprendí lo que me decía ese joven:


—Le quedaríamos muy agradecidos si quisiera descubrirse. Al caballo de Miss

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Clavier le ha entrado miedo y no seguirá mientras no se quite el sombrero.
Normalmente, habría tenido muchas dificultades para reaccionar en una situación
de ese tipo. No obstante, en aquella ocasión cacé la respuesta al vuelo. Puse la maleta
sobre la grava y me acerqué a la amazona. El caballo sacudió las orejas, se sentó
sobre la grupa y abrió los ojos como platos.
—Señora —dije en inglés fluido—, lamento profundamente que mi sombrero
haya sido el causante de este incidente. Créame si le digo que estoy consternado. Sin
embargo, si me descubro, no será ante su caballo, sino ante su persona, en honor a su
belleza.
Dicho lo cual, me descubrí y saludé.
La señora se echó a reír y se ruborizó levemente.
—¡Qué cosas dice usted! —exclamó—. ¿De veras cree que me puede comparar a
mi Eliza? Basta solo con que preste atención a este animal tan espléndido, ¡qué curva
del cuello!, ¡qué andares! —Y dio unas palmadas sobre la nuca de la yegua.
—Moniza —tomó la palabra el caballero de mayor edad—, pareces olvidar que
nos esperan en el Excelsior. Vámonos. Gracias, señor —se dirigió a mí, fríamente.
—Si no me equivoco, también usted se dirige al Excelsior, ¿verdad? —me
preguntó ella, haciendo caso omiso del caballero.
—Pues sí, en cierto modo —respondí.
—¡Espléndido! Siendo así, podemos ir juntos.
—Pero, Moniza, ¡el señor va a pie! —objetó el otro en voz alta.
—Pues que Mike descabalgue y le ceda su montura. Se quedará aquí esperando y
mandaremos a Vladislav a que lo recoja.
Así empezó el gran amor de Moniza Clavier, actriz de cine conocida en el mundo
entero, por mí.

Aunque Moniza insistió en que me trasladase al Excelsior, yo rehusé. En esa ocasión,


tras nuestro primer encuentro, nos separamos frente al hotel. Al principio Moniza
propuso que esperásemos en el hall a que el chófer Vladislav regresara con mi maleta
y con Mike. Me opuse, aunque cortésmente, pues recordé la máxima según la cual no
hay que contravenir las amistades recién hechas, y además porque cuanto más frío se
muestra uno con las mujeres, más las atrae. Así pues, dije que esperaría delante del
hotel. Moniza mandó sacar tres sillas; no obstante, declaré con orgullo que esperaría
de pie. El caballero no nos quitaba ojo ni por un momento y solo cuando Moniza lo
mandó a su apartamento a por un frasco de agua de colonia, desapareció —eso sí, a
regañadientes— y nos dejó solos. Entonces Moniza me preguntó a toda prisa cuánto
tiempo pensaba quedarme en Venecia. Contesté que aún no lo había decidido, que

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dependía del estado de mis negocios, los cuales —sin dar más explicaciones— di a
entender que consistían en asuntos serios y complejos. En realidad, no tenía ningún
negocio en Venecia; ni en Venecia ni en ninguna otra parte, pero no me pareció justo
reconocerlo. Así pues, allí estábamos, de pie frente al Excelsior, y me percaté de que
todo el mundo se fijaba en Moniza con curiosidad y devoción, y de paso me
observaban a mí y se perdían en conjeturas sobre mi identidad y el motivo por el que
conversaba con una estrella conocida y adorada en los cinco continentes. Cuando
Moniza se enteró de que procedía del Este, aunque no di detalles más precisos acerca
de mi país, mostró un interés aún más vivo. Me pidió que le hablara del paisaje de la
estepa, del que tanto había oído hablar. Describí un amplio círculo con la mano,
diciendo: «Uy, lejos, lejos…», a lo que sus ojos se iluminaron como estrellas y me
confesó que se asfixiaba dentro de los marcos estrechos de la civilización. Su
compañero apareció entonces por la puerta del hotel, con el frasco. Moniza se
apresuró a preguntarme si estaba satisfecho del hotel donde vivía y añadió que el
Excelsior era aburrido, en tanto que hotel de moda de la sociedad internacional, pero
que garantizaba todas las comodidades. Le respondí que nosotros, la gente del Este,
estamos acostumbrados a la vida sencilla, que no nos preocupamos por el lujo y que,
además, en cierta medida, mis negocios mantenían relación con el lugar que había
elegido. Para dar mayor credibilidad a mis palabras, evoqué la antigua costumbre de
colocar la carne cruda bajo la silla del caballo para que, tras galopar todo el día, la
carne se ablandara y se pudiera comer. El señor del pelo gris vino hasta nosotros y le
entregó el frasco, que ella recibió con indiferencia, sin darle las gracias siquiera. Al
mismo tiempo, un Chrysler apareció en la puerta del hotel, trayendo mi maleta y a
Mike. Vladislav se apeó de un salto, se quitó la gorra y, oprimiéndola contra el pecho,
le abrió la puerta a Mike; acto seguido, sacó mi maleta del maletero. Temí que la
maleta se abriese y se desparramase todo su contenido, ya que uno de los cierres
estaba estropeado y solamente yo sabía cómo manejarla, pero por suerte no ocurrió
nada parecido. Tomé la maleta y di las gracias por todo. Siguió un instante
embarazoso.
—Un momento, Jerry —Moniza se dirigió al caballero de más edad, algo
nerviosa, aunque animada y mostrando desenfado—. ¿Por qué no invitamos al señor
a la velada de esta noche? Damos una recepción con motivo del festival —aclaró—.
Se trata de algo terriblemente aburrido, ¿me permitirá que le exponga a semejante
tortura?; hágalo por mí, se lo ruego. ¿Está libre esta noche? Después pasaremos un
buen rato con un grupo de amigos.
Agradecí la invitación, y añadí que, salvo que me surgiera algún imprevisto —lo
cual quería ser una alusión a mis secretos y complejos asuntos en Venecia—, no
dejaría de acudir. Luego saludé con una inclinación y, rechazando el ofrecimiento de
que Vladislav me acercara adonde yo le indicase —pues solo utilizaba el coche en
ocasiones excepcionales—, me alejé, con paso tan enérgico como supe, y crucé el
parterre de delante del hotel. Tan pronto me hallé en la avenida, volví la vista como

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quien no quiere la cosa; Moniza seguía plantada delante del Excelsior, mirándome.
Pasé el resto del día sin saber qué hacer, pasando de un estado de ánimo a otro.
Quería declinar la invitación y, de ese modo, desaparecer para siempre de la vida de
Moniza, arrepentirme tal vez, pero conservar asimismo el placer amargo del sueño no
culminado; en parte temía no estar a la altura de los requisitos que una recepción tan
exclusiva y mundana exigía a sus invitados; que se desvaneciera el encanto que sin
duda había visto en mí Moniza. Con todo, decidí acudir y llevar adelante aquella
amistad tan peregrina. Como ya he dicho, en Venecia no tenía negocio ni ocupación.
Había llegado ese mismo día, era un turista humilde y de recursos muy limitados. A
pesar de que hasta entonces, aturdido por un montón de novedades, me había movido
sin ninguna idea preconcebida, mantenía la esperanza, a veces difícil de justificar, de
que en el interior de ese pobre joven que era yo, desconocido y grosero, de un país
lejano y poco importante, había algo que solo esperaba la oportunidad de revelarse
para ponerse a la altura de ese gran mundo. No solo igualarlo, sino incluso superarlo.
La lucha por la propia dignidad resulta una tarea ardua para cualquiera que se
encuentre en una situación semejante a la que vivía yo en ese momento. Uno puede
luchar de las formas más diversas, pero cuando ya no le es posible seguir, entonces
hay que despreciar. Así pues, desde primera hora de la mañana, luchaba y
despreciaba Venecia con la ayuda del kabanos.
El kabanos es una clase de embutido crudo, muy típico de mi país, pero más bien
desconocido en otras latitudes. Goza de gran popularidad entre mis compatriotas que
viajan al extranjero: no pesa mucho en relación con el volumen que ocupa y, por lo
tanto, es posible transportar una provisión considerable. Tarda en pasarse y le permite
a uno alimentarse durante mucho tiempo. El kabanos constituía una parte importante
del contenido de mi maleta de cartón.
El kabanos era por tanto una especialidad característica de mi país que no había
visto en los escaparates ni en los colmados locales. Aunque pasé ante montones de
pescados rarísimos, de cangrejos rojos y hasta de bichos que no conocía, no vi
kabanos entre ellos. Había salamis, salchichones y todo tipo de jamones, pero ni
sombra de kabanos. Solo yo disponía de kabanos, solo yo llevaba en mi maleta una
especialidad singular de la que no disfrutaban los autóctonos, quienes ni siquiera
podían saber si el kabanos les gustaba o no, porque lo desconocían. Así pues, el
kabanos me servía de lanza y escudo. Con su ayuda paraba los golpes que me
asestaba la riqueza de los puestos que bullían —hasta en la mismísima calle—, con
sus manteles blancos como la nieve, llenos de flores, de cestos de frutas y de los
olores más diversos. Yo arremetía contra todo ello con una sonrisa pícara y al mismo
tiempo orgullosa, diciendo para mis adentros: «¿Y a mí qué me importa? ¡Ellos no
tienen kabanos!».
Por desgracia, hacía ya tres días que me alimentaba única y exclusivamente de
kabanos: desayuno, comida y cena. Y, cuando me sentaba en un banco, o sobre una
tapia, a dar cuenta de una porción de kabanos envuelta en papel, cada vez me

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resultaba más difícil convencerme de que se trataba de un producto sabroso que
querría comer toda mi vida. Para que pueda cumplir su función, no conviene abusar
del kabanos.
Mientras, reflejado en la laguna por la que las olas mecían unas góndolas, y con el
Palacio de los Duques a la espalda, comía ese kabanos en maldita connivencia con él;
entonces me acordé de aquellos pierogi que en cierta ocasión acompañaron mi canto.
En aquel momento, entre los pierogi del pasado y las verduras de allí, privado de
ambas cosas, añoré lo uno y deseé lo otro.
En suma, que fue el kabanos lo que me decidió a acudir esa tarde a la recepción
de Moniza Clavier.
Repito que estaba indeciso sobre si aceptar la invitación, por temor a ponerme en
un compromiso durante la recepción y perder los logros conseguidos. Por
conservarlos, prefería renunciar a victorias ulteriores. Era como en el juego, cuando,
tras una primera racha de buena suerte, no hay nada que asegure el éxito al doblar la
apuesta. Siempre había sido un jugador mediocre, cauteloso. Sin embargo, la
inesperada derrota del kabanos azuzó mi indolencia, mis temores de poltrón, y me
colocó en una situación irrevocable.
No, no se me cayó el kabanos al agua, ni tampoco me lo robaron. Caía la tarde, se
aproximaba la hora del crepúsculo cuando, cansado —a pesar de mi juventud que, de
vez en cuando, me jugaba malas pasadas—, arrastrando los pies y sin preocuparme ya
por conservar las formas, vi un salchichón inmenso colgado de un gancho en el
escaparate de una charcutería. Era de tal tamaño que habría servido para fines no solo
propagandísticos, sino también metafísicos. El triunfo de la locura —en versión de
embutido— superándose a sí misma. Ese salchichón medía, por lo menos, metro y
medio de largo, y tenía el ancho de un roble. Y como un roble cargado de años,
estaba envuelto en pergamino y rodeado de cordeles tensos y grasientos.
A su lado el kabanos no tenía nada que hacer: por muy singular y especial que
fuera, no era más que un embutido entre tantos. Me habían arrebatado el arma de las
manos. No quedaba más remedio que lanzarse a ciegas hacia ese mundo, fundirse con
él radicalmente, vencerlo o morir. Y, precisamente, ese mundo me tendía un amplio
abrazo aquella misma tarde, al cabo de unas horas: la recepción de Moniza Clavier.

En principio, eran dos las dificultades que se me planteaban: no disponía de la


indumentaria adecuada y no sabía cómo me las compondría para destacarme de entre
la multitud que rodeaba el Excelsior, cruzar el cordón de carabinieri en uniforme de
gala —con sus guantes blancos y sus cinturones relucientes, sus galones y sus
espadas—, y explicar luego al servicio que me encontraba entre el grupo de invitados.

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No había recibido la invitación por escrito; al parecer, Moniza consideraba mi
presencia en la recepción como algo tan natural que no requería ese tipo de
formalidad. Sin embargo, en seguida hice revertir en mi provecho la primera
dificultad, la falta de un atuendo adecuado, ya que yo no pertenecía a su mundo,
acababa de llegar de regiones extrañas, era un hijo de la estepa; por consiguiente, el
desaliño con que debía presentarme a la recepción, mi traje raído y arrugado tras los
tres días de viaje, no hacía sino reforzar mi atractivo, expresaba mi independencia en
relación con las formas mundanas, mi libertad frente a las costumbres que a ellos les
obligaban, pero que a mí no me concernían.
La siguiente dificultad se resolvió también, gracias a que Moniza pensaba en mí
constantemente. Entre la multitud, agarrando mi maleta con fuerza, contemplé el
espacio iluminado —la fachada y el acceso al hotel— donde, a cada instante, señoras
elegantes y señores con pecheras blancas surgían de la negrura de los coches, y por
encima del hombro azul marino de un carabiniere divisé a Mike, que paseaba con
expresión sombría por el borde de aquel círculo luminoso, buscando a alguien entre
la muchedumbre. Sin duda ese alguien era yo; Moniza le había mandado a por mí.
Levanté el brazo y le hice una seña, pero no me vio. Así pues, me adelanté, asiendo
fuertemente la maleta con mano firme. El carabiniere de gala estaba ya a punto de
empujarme de nuevo hacia el anonimato, cuando Mike reparó en el pequeño forcejeo,
se nos acercó y me hizo entrar al círculo de luz y a la celebridad. Mientras nos
dirigíamos al hotel, que era como una gran bola de vidrio que contuviera una cueva
de cristal, sentí sobre mí la mirada de la multitud. En el hall, antes de dirigirse hacia
los jardines de la parte trasera del hotel donde tenía lugar la recepción, Mike me quitó
la maleta y se la entregó a un empleado. A pesar de tener los cinco sentidos en la
prueba que me aguardaba, la inquietud por la maleta me hizo olvidar el terror que
sentía. Miraba discretamente a mis espaldas, intentando ver qué era de ella; sin
embargo, el empleado se perdió en la densidad del hotel, y no me quedó otro remedio
que seguir a Mike, tras encomendar la maleta a la custodia divina.
Entramos en una esfera llena de luces, farolillos y reflectores ingeniosamente
camuflados entre los arbustos y sobre los invitados que se hallaban de pie, unos frente
a otros, y con una copa en la mano; aquí todo eran risas, cuchicheos y animación.
Mike dijo que Moniza aparecería de un momento a otro, que me sintiera como en
casa. Hice un ademán con la cabeza dando a entender que ese estado de ánimo era
para mí algo tan normal que no valía la pena mencionarlo. Luego se fue, dejándome
solo. En seguida elegí un rincón detrás de una palmera, el cual tenía la virtud de
permitirme quedar al margen y, al mismo tiempo, alcanzar la mesilla donde se
amontonaban las bebidas. Decidí echar un trago de inmediato, no muy seguro de si el
nerviosismo propio de la situación —harto significativo— me aseguraría la agilidad y
la libertad de movimientos y de palabra. Me senté cómodamente en una silla de jardín
y el servicio se apresuró a disipar la amenaza que le suponía el desconocimiento de
mis deseos.

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Llevado probablemente por el temor de no conseguir el estado de ánimo deseado
con la suficiente celeridad y de no estar convenientemente preparado cuando me
llegara el turno de intervenir en público, tomé la primera copa demasiado pronto.
¿Qué más daba? Lo importante fue que al cabo de un momento estaba más relajado y,
ante todo, que ya no me quedaba duda alguna sobre la impresión que causaba al
servicio. Todo el mundo se afanaba por encontrar compañía; conversaban, se
saludaban entre sí, en una palabra, hacían lo que me había recomendado Mike: se
sentían como en casa. Yo era el único que estaba sentado aparte, aunque no tardé en
llegar a la conclusión de que, puesto que había sido invitado a una recepción tan
exclusiva, indudablemente a los ojos del servicio era alguien tan importante como
toda esa gente; más aún, puesto que si estaba sentado allí, en semejante actitud, era
evidente que tenía algún asunto que meditar del que los demás carecían; un nuevo
papel en una película o incluso una dirección. Procuré sentarme en una postura aún
más seria, pensativo, al margen de la alegría superficial.
Al poco rato, me di cuenta de que el centro de atención de toda la fiesta estaba al
otro lado de las palmeras. No sin emoción, reconocí rostros que había visto en los
carteles de cine y en las portadas de las revistas. A cada instante llegaba más gente,
las mujeres eran cada vez más hermosas, se hablaba cada vez más alto y más
animadamente, se desataban risas despreocupadas. Todos parecían viejos conocidos,
seguros de sí mismos; no prestaban atención a nada excepto a ellos, lo que hacía aún
más dolorosa mi toma de conciencia de que, a pesar de toda mi concentración, me
encontraba permanentemente excluido, mientras que ellos se hallaban en el centro del
mundo.
Esa seguridad en sí mismos, su independencia, empezaban a irritarme. Yo,
sentado ahí, preocupado, profundo, ¡a saber con cuántos problemas!, como indicaba,
cuando menos, la frecuencia con que bebía; y ellos allá, riendo, llanos y superficiales.
¿Y qué? ¿Por eso tienen que ser más importantes? Son el centro de atención de todos
los invitados, hacia ellos se disparan los flashes a cada instante, como los relámpagos
de una tormenta que no trae consigo la destrucción, sino una lluvia de dinero y un
arco iris de gloria, mientras yo sigo sentado, altivo y desdeñoso, sin que me importe
la atención de la gente. Además, está claro que la gente no me presta ninguna
atención. Aunque fuera lógico, no me parecía justo. La amargura crecía en mi
interior, y también la sensación de ultraje. La profundidad, el pensamiento, la
originalidad, ¿nada de eso cuenta en este mundo corrompido y agonizante? ¿Solo las
apariencias? «Oropel, oropel —repetía con desprecio—. Oropel y lentejuelas».
En ese momento comencé a pensar socialmente, como suele suceder cuando uno
no se encuentra en condiciones de lograr la satisfacción por sí solo. Me vi, no ya
como individuo, sino como representante de la sociedad ofendida, como hijo de una
nación septentrional, severa, aleccionada por la historia, con sus particularidades, con
una sabiduría propia alcanzada a costa de un alto precio, inaccesible a los demás, al
igual que el kabanos. «Ah —pensé—, reíd, reíd; soy como un monumento a cuyo

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pedestal juguetean los críos». Y, una vez más, me cepillé una copa por cuenta suya.
Era como si hubieran oído mi desafío, porque se reían cada vez más fuerte. Les
había instigado yo mismo a que lo hicieran y, por consiguiente, no debería sentir una
irritación todavía mayor, pero, aun así, la sentía. El mío había sido un desafío irónico,
es decir, de los que, según el desafiador, deberían ser acogidos por el desafiado al
revés, ya que, si el desafiado los sigue al pie de la letra, logra que aumente deforma
inaudita la irritación del desafiador. Nada enfurecía tanto a mi padre como, después
de exclamar irónicamente, a la vista de mi miserable boletín de notas: «¡Sigue así,
sigue así!», encontrarse con que el siguiente boletín era igual de misérrimo.
Para colmo de males, Moniza seguía sin aparecer. Durante la tarde, mientras
vagabundeaba por Venecia, no había conseguido salir de mi asombro: ¿por qué
nuestro encuentro en la avenida había adquirido para mí un cariz tan provechoso e
inesperado? ¿No sería una treta? Sencillamente, no comprendía por qué había
llamado su atención de ese modo, por no hablar ya del sentimiento, del que me había
ofrecido claras pruebas, aunque enmascaradas, durante nuestra conversación y la
despedida. Porque, si bien cierto orgullo (aún hoy no sé nacido de dónde) me
obligaba a creer que todos los tesoros del mundo me pertenecían —Satán no habría
tenido ninguna dificultad para tentarme en lo alto de la montaña—, ese orgullo se
levantaba sobre mi alma como una aurora insegura y tenebrosa, sin pies ni cabeza;
bastaba un mínimo cambio en las leyes de mi óptica interior para que esa alborada
indecente desapareciera y me hiciera caer en la desesperación más terrible y en el
convencimiento de que era la criatura más miserable de la tierra. Sin embargo, en ese
momento consideraba aquella prolongada ausencia una bajeza. Más aun, casi una
infidelidad, como si desde hiciera tiempo nos unieran desposorios y promesas. Y todo
porque la necesitaba: con su ayuda me volvería superior a los demás, tal vez incluso
los cautivaría con solo dejarme ver en su compañía o si ella mostrara sus sentimientos
por mí, lo cual a la fuerza tenía que suponer una ventaja poco corriente, accesible
para muy pocos.
Con todo, seguía sin aparecer. Para animarme, evocaba el recuerdo de su sonrisa,
de la expresión de sus ojos al dirigirme la palabra, incluso intentaba en vano
encontrar en ellos significados y promesas más atrevidos de la cuenta. Cuanto más
tardaba, más alimentaba yo mi reproche. Finalmente, presa de una suerte de odio, me
entregué a imaginar los castigos que le infligiría por su ausencia, por su infidelidad,
una vez se presentara. Y ella, que no venía. Me veía ya, frío e indiferente, rechazando
todas sus súplicas de hacer las paces y, por si eso no fuera suficiente, se me ocurrió
pensar en lo que significaría perderla y caí en la desesperación; así —sobreexcitado
por la considerable cantidad de alcohol ingerida— alcancé un estado en el que era
capaz de cometer cualquier barbaridad, e incluso lo deseaba.
Alguien contó una anécdota. Todo el mundo se desternillaba de risa; en cambio,
yo no conocía ni las personas ni las circunstancias a que hacía referencia: me
enfureció de mala manera. Constaté con estupor que me encontraba de pie, y que la

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silla había quedado atrás. La eché de menos como un vagabundo echa de menos un
lugar donde cobijarse durante una lluvia torrencial; mi problema primordial en aquel
momento era conservar el equilibrio, y puse en ello toda mi atención; una sensación
de irrevocabilidad —la certeza de dejar puentes quemados a mis espaldas—
proporcionó una fuerza y una seguridad a mis actos que hasta entonces desconocía.
Irrumpí en mitad de la alegre reunión.
—¡Aquí! —grité, abriendo ampliamente la cavidad bucal e indicando las muelas
con el dedo—. ¡Aquí, querido señor, aquí recibí el mamporro! ¡Recibí el mamporro
por la libertad!
Se creó confusión. Callaron, me miraron de pies a cabeza, sin conseguir
comprender qué me traía entre manos. Era evidente que, por medio de un
procedimiento sencillo y didáctico, deseaba dejar constancia de los sufrimientos de
mi nación. Nadie pareció valorar el martirologio y me enfurecí.
—Pero preste atención —dije, acercándome a un gordinflón y abriendo la boca
más todavía—. Aquí. ¡Ahhh!…
El gordinflón carraspeó y desvió la mirada.
—Perdón —murmuró, y se alejó.
Así pues, me dirigí al siguiente, expresándome del mismo modo.
—¡Aquí, ay! Me falta una, aquí fue donde recibí el mamporro. Sí, señor, ¡por la
libertad! ¡Ay, ay, ay!
Pero también este se apartó. Observé que el grupo de los presentes se dispersaba.
Se me ocurrió que, bajo la iluminación insuficiente, quizá no veían bien lo que
pretendía mostrarles, y me puse a perseguirles mientras ellos huían cada vez más
deprisa. Los perdía de vista, desaparecían entre el mesenterio de senderos y tras los
biombos de la vegetación mediterránea. Yo me movía entre haces de luz y redes de
vegetación, y mi grito —ni de agravio, ni de exigencia— recorrió durante largo rato
aquel Edén:
—¡Recibí un mamporro por la libertad! Recibí…

Me desperté, con un terrible dolor de cabeza, en la penumbra de una habitación de


techo muy alto. Por entre los visillos a medio correr entraba una claridad benigna.
Llevaba puesto un pijama de seda, con un emblema de colores bordado sobre el
pecho, y unas letras que con dificultad agrupé en palabras, pues tenía que leerlas al
revés y todo me daba vueltas: Yate Boys.
Estaba tumbado sobre una cama amplia y cómoda. Al fondo de la habitación
había gente. Me inquieté por mi maleta. ¿Dónde estaba?, ¿qué había sido de ella?
—¿Duerme? —oí.

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—Silencio… —dijo otra voz—. Todavía duerme, no le despertemos.
Cerré los ojos. Alguien se aproximó a la cama con sigilo y se inclinó sobre mí.
Percibí la fragancia de un perfume. Me enderezaron delicadamente la almohada.
Entreabrí un ojo y vi sobre mí el promontorio verde de una región fértil: era Moniza
Clavier con un vestido color esmeralda. Cerré el ojo a toda prisa.
—Good boy —dijo una voz masculina con deportiva aprobación.
Esa vez abrí el otro ojo, pues el primero ya me dolía a causa de la luz que, aunque
filtrada por el visillo, me hería la retina. Me sorprendió reconocer al señor de pelo
gris y bigote recortado que hasta entonces no se me había mostrado nada favorable.
Salieron, esperé un momento para asegurarme de que realmente me habían dejado
solo y me levanté con prudencia; crucé la habitación —una extensión inmensa—,
llegué hasta la ventana y, parpadeando, me asomé entre la pared y el visillo. Cuando
se me calmó el dolor de las órbitas, reconocí el parterre y la plazoleta frente al hotel
donde el día anterior estuve de pie entre la multitud de espectadores, sujetando
firmemente la maleta.
El cielo era intolerablemente azul. Por algún motivo, no conseguía enfocar las
imágenes, que me herían como cristales rotos.
Aún había gente frente al hotel, aunque ahora se trataba de un grupito muy
especial. Casi todos eran hombres, y cada uno llevaba una cámara fotográfica o de
filmar; hasta los había que llevaban dos. Parecían una unidad de soldados sin
uniformar. Fumaban, paseaban o permanecían inmóviles, con la vista en el cielo —al
menos eso me pareció—; se arreglaban los correajes, las cartucheras, las fundas y los
trípodes.
Me vestí y eché una mirada furtiva al pasillo. Estaba vacío. Solamente brillaban
aquí y allá unas lucecillas misteriosas que eran señales para el servicio. Decidí
abandonar la maleta a la buena de Dios y dejar la solución para más adelante —el
correo, tal vez—, pero por de pronto, huir.
Bajé las escaleras. El hall se extendía ante mí, bajo la mirada atenta de la
recepción. ¡Vía libre! Sin embargo, una oleada de aire cálido y de luz me embistió de
tal forma que tuve que detenerme y cerrar los ojos. Oí el chasquido de los
obturadores y los zumbidos de las cámaras de filmar en movimiento. Era como si
hubiera salido a un campo abarrotado de espejos. Abrí los ojos. Les vi en cuclillas, de
pie, concentrados en las mirillas, con los ojos sin pestañas de los objetivos clavados
en mí. Me di la vuelta, pero ya era demasiado tarde. Los francotiradores descargaban
la munición de sus cámaras sobre mí acertando repetidamente, de repente caí en
manos de un individuo que se presentó como el secretario del gran K.M.B.
Me expuso el asunto que le traía. K.M.B. me transmitía sus respetuosos saludos,
con la esperanza de que aceptara la invitación a la recepción ofrecida con ocasión de
mi estancia en Venecia. Para él sería un honor y un placer.
K.M.B., ¡precisamente en ese momento!, ahora que pretendía huir… ¿Una
tomadura de pelo, una oportunidad o un peligro? Miré con desconfianza al joven

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secretario, aunque era consciente de que no rechazaría la oferta. Rechazar resulta
mucho más difícil que aceptar, aunque luego uno se arrepienta. Quizá K.M.B. me
necesitaba solo para un pasatiempo cruel… Tal vez había oído hablar del apuro en
que me había puesto el día anterior. Sin embargo, lo único que deseaba ahora era que
todo el mundo me dejara en paz; no tenía fuerzas para rechazar nada y acepté.
Volví arriba, exhausto por la tentativa frustrada de fuga. Solo quería tumbarme de
nuevo, nada más, pero antes me asomé un momento a la rampa del hotel. Los
reporteros gráficos seguían disparando. No había nada que hacer.
Encontré la habitación hecha y un montón de diarios sobre la mesa. No les habría
prestado atención de no ser por la gran fotografía de las primeras páginas. Cogí un
periódico, pero me costó un buen rato enfocar la vista —paralizada por el alcohol—.
Cuando por fin lo logré, vi en la fotografía a una persona con una copa en una mano
que, con la otra, señalaba su cavidad bucal, muy abierta. Mike le sostenía por un
brazo; Moniza Clavier por el otro. La persona era yo, aunque no recordaba cuándo ni
en qué momento me habían hecho aquella fotografía.
Sobre la foto, en grandes titulares, como si anunciara el estallido de la guerra,
ponía: «Romance de Moniza Clavier con un joven ruso».

Claro está que yo no soy ruso. Sin embargo, que me hubieran adjudicado ese
personaje modificaba el caso por completo, y abría nuevas perspectivas ante mí. En
primer lugar, ser ruso significaba ser alguien. Hasta entonces, es cierto, también podía
haberme considerado alguien, incluso alguien infinitamente más importante que un
ruso, pero no tenía la menor posibilidad de convencer de ello no solo a los demás sino
tampoco a mí mismo. Como ruso, ya no tenía que convencer a nadie de nada; con ser
ruso bastaba. Y con más razón siendo un ruso joven. Todo el mundo sabía más o
menos, cómo era un ruso viejo, pero nadie había visto nunca a un ruso joven; un ruso
joven incrementaba la atracción que el ruso ya ejercía de por sí. En buena medida, el
futuro del mundo dependía de ese joven. Circulaban las habladurías más diversas
sobre él, pero nadie sabía nada a ciencia cierta.
No había sido yo quien me había disfrazado de ruso. Bueno, tal vez hubieran
contribuido algo mi alusión a las estepas y ese orientalismo indefinido que había
procurado crear a mi alrededor. ¡Las estepas!… Evidentemente, aquello despedía un
cierto tufo de farol. ¡Qué estepas! Recordé los tristes campos de mi patria, cuyas
depresiones —hasta cierto punto sus elevaciones— supercivilizadas y educadas,
aunque no del todo…, están en parte cubiertas de sauces y abetos. ¡Qué tenían que
ver con las estepas! Con todo, al menos directamente, no había declarado nada
semejante y, si me hubieran puesto entre la espada y la pared, a buen seguro que no

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habría salido de mí ninguna falsedad grave. Un periódico tiene que ofrecer noticias
impactantes, tener en cuenta el interés del lector. ¿Cómo iban a escribirlo, pues?
¿«Romance de Moniza Clavier con un joven ciudadano de uno de los pequeños
países de Europa del Este», acaso? Era del Este, sí, pero, de no ser ruso, uno no puede
ser realmente del Este; así pues, el asunto requería una cierta reelaboración que
habían llevado a cabo por mí, y bastaba con no enmendar el error.
Al convertirme en ruso, me proporcionaban la forma que tanto necesitaba. Se
habían acabado los balbuceos, las excusas al hablar de mí mismo y las continuas
insinuaciones; sin conocer muy bien los motivos se habían acabado las muecas y las
caras de circunstancias. ¡Bienvenido seas, ruso!
Lo que hasta entonces fueron bufonerías, ahora se convertían en extravagancias;
lo que había sido histeria se convertía, como por arte de magia, en un impulso de la
fantasía, maravillosa e imprevisible, de un auténtico hombre del Este. La debilidad se
convertía en fuerza, la falta de tacto en una justiciera bofetada, propinada con mano
firme y abierta. La torpeza del flacucho, de buena familia, estudiante repetidor, se
convertía en el gesto de un guerrero bárbaro ante quien las damas palidecen y los
reyes bajan la cabeza.
«A fin de cuentas, ¿acaso no tengo derecho a ello? —me pregunté, buscando la
absolución—. ¿Acaso no hay rusos en mi propia familia, mi cuñado, por ejemplo? Y,
puesto que todo el mundo le teme o le respeta, ¿no tengo yo derecho a una parte de
ese respeto? ¡Qué importa que, en casa, mi cuñado me obligue a pasar por debajo de
la mesa y a veces, cuando se enfurece, me retuerza la oreja! No deja por ello de ser
mi cuñado: ¡familia! Si en casa todo el mundo come de la mima sopa, razón de más
para que los vecinos nos traten como iguales; lo mismo da que se trate de él o de mí».
De esa guisa, me infundía coraje mientras de pie, ante el espejo, comprobaba
inquieto si, por lo menos, tenía los ojos algo rasgados. Durante la noche, me pegaba
los párpados con esparadrapo en diagonal; sin embargo, por la mañana, el párpado
volvía a caer horizontal.
Seguí viviendo en el Excelsior, donde, por orden de Moniza, me llevaron la
primera noche después de la recepción y donde dormí con el pijama del caballero del
pelo gris, su compañero. Esos días Moniza estaba muy ocupada. Las obligaciones
profesionales y sociales, así como la permanente y atenta compañía de Jerry, que
vivía en el apartamento contiguo al de Moniza, nos dificultaban el intercambio de
ideas y restringían el desarrollo de nuestras relaciones. Los reporteros seguían
atrincherados frente al hotel y sospecho que también en su interior.
El primer día rechacé ya a diversos entrevistadores. Mi posición inflexible me
reportaba un doble beneficio: aumentaba mi aureola misteriosa y evitaba que me
desenmascarasen. ¿Desenmascararme? ¡Qué va! Mi juego era astuto: no contradecía
los comunicados de la prensa, pero, por otro lado, jamás reconocí de un modo
explícito la nacionalidad que me atribuían. En cuanto al pasaporte, que podía
delatarme, me lo comí, no sin dificultad, mezclado con una ensalada fuerte de

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legumbres, sal, pimienta, aceite y vinagre que mandé subir a la habitación.
Una vez resuelto el problema de mi identidad, centré mi atención en Moniza.
Apenas gocé de algo de paz, mi vida sentimental cobró intensidad. Cuando la
confusión terminó, me planteé un encuentro decisivo con Moniza; lo deseaba, lo
planeaba y hasta lo echaba de menos. Tras recuperar la maleta, que sencillamente me
habían subido al cuarto, me dediqué a ese problema con la mente más serena.
Como ya he indicado, el asunto no resultaba tan fácil. Era necesario guardarse no
solo de los reporteros, sino también de Jerry. Existía además otra dificultad de
naturaleza más sutil: hasta entonces la iniciativa había corrido siempre a cargo de
Moniza, lo que me hacía sentir siempre más o menos seguro. Era cierto que aceptaba
sus favores, pero si la cosa se hubiera complicado, siempre podía salir airoso del
atolladero; no era yo quien me había comprometido, al fin y al cabo; no era yo quien
había corrido el riesgo, y nadie sabría nunca hasta qué punto deseaba sus favores, e
incluso podía aparentar que me resultaban del todo indiferentes, que solamente los
aceptaba por educación. Es sabido que no conviene rechazar los favores de las
mujeres.
Sin embargo, por mi propio bien, debía reconocer que los favores de Moniza me
importaban mucho, que los deseaba y que, si hubiera sabido cómo, de buena gana
habría acelerado el curso de los acontecimientos. Y también de no haber tenido
miedo, ya que sus favores se me antojaban tan inauditos y me sentía hasta tal punto
indigno de ellos que, aun fingiendo aceptar un merecido homenaje con toda
naturalidad, en mi fuero interno sospechaba que el destino se burlaba de mí, que en
todo aquello había gato encerrado.
Sea como fuere, ahora el ruso había acudido en mi auxilio. A pesar de que
Moniza y yo nos habíamos conocido cuando todavía no era ruso, desde mi
conversión, sentía en mi interior una capacidad de fascinación incomparablemente
mayor, y el sentimiento de Moniza me parecía bastante más justificado. Así pues,
había adquirido la suficiente seguridad en mí mismo como para decidirme a dar mis
primeros pasos hacia una reciprocidad activa.
No obstante, apenas me había decidido por la actividad, e incluso antes de lograr
adoptar actitud alguna, fui presa del pánico y de la duda; tenía la convicción de que
procedería torpemente, de que Moniza se sentiría decepcionada por mi
incompetencia. En una palabra, que haría el ridículo. Así pues, de momento me limité
a unas maniobras preliminares, de prueba. Le decía, por ejemplo: «buenos días», con
énfasis; en un tono indefinido, es cierto, pero en todo caso con énfasis, y en cambio
procuraba desearle las «buenas noches» con ironía, dando a ese deseo trivial un
significado sarcástico, como diciéndole que una noche transcurrida lejos de mí no
podía ser una buena noche. Cuando lo hacía, la miraba fijamente a los ojos y
procuraba descifrar el efecto que causaba. No obstante, siempre encontraba en ella la
misma expresión de dulce embeleso, porque Moniza habría seguido enamorada de mí
incluso si yo anduviera a gatas o si demostrara otro comportamiento aún más

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excéntrico; aceptaría todo cuanto viniera de mí como original y seductor. Nos
cruzábamos, pasábamos de largo el uno del otro sin acabar de encontrarnos nunca,
pues yo seleccionaba los medios, contaba y calculaba, con el propósito de abordarla
lo mejor posible, mientras que ella, anonadada, era presa de ese pasmo soñador. Me
tenía algo desconcertado, porque, cuando buscaba en su rostro temblores y
manifestaciones de pasión, la veía ida, con una sonrisa distante e inconsciente,
ausente. No sabía qué pensar, me parecía que debería más bien palidecer y echarse a
temblar ante mí, para luego llevarme a rastras hasta un rincón en penumbra. Solo de
ese modo imaginaba sobre una hembra un ascendente masculino digno de elogio.
Por suerte, observé que se encontraba en tal estado de inercia que aceptaría de mi
parte hasta las maniobras más torpes —o más brutales— con esa misma sonrisa de
otro planeta, embelesada y dulce; desde la altura de su enajenación no se percataría
de nada. Aquello hizo que me mostrara más audaz, pues no esperaba condena ni
reprobación alguna, fuera cual fuera mi comportamiento. Sentía que, aun estando con
ella, estaría solo: hasta tal punto nos separaba la naturaleza de nuestros sentimientos.
Ella, perdida no se sabe dónde; yo, con mis claros objetivos.
Por otro lado, el hecho de que Moniza no tendiera, de un modo rápido y
consecuente, a alguna situación decisiva, me tenía algo desconcertado. Esa tendencia
habría sido para mí la única prueba concluyente de que Moniza me amaba de veras.
Cuando, por un lado, la veía tan hechizada y, por otro, constataba la ausencia de tales
pruebas, no sabía a qué atenerme. A mis propios ojos yo no valía nada —a excepción
de mis arranques de orgullo, histéricos y tenebrosos—, y su adoración sin otras
muestras más consistentes despertaba mi desconfianza. Continuamente alimentaba la
sospecha de que ocultaba algún truco, alguna farsa, la voluntad de ridiculizarme ante
el mundo entero. Aquella distancia hacía que Moniza se me antojara extraña, hasta
hostil, y, sobre todo, infinitamente inalcanzable, más que cualquier otra mujer.
También la vanidad me empujaba a ello. Los hombres de todos los continentes
me envidiaban, y no solo ya por conocer a Moniza Clavier, una estrella universal,
sino por mantener con ella relaciones más íntimas. Aquello satisfaría mis cuentas
pendientes con todos los hombres del mundo, lo cual suponía una razón de más para
que me mostrara inquieto, aunque me abordaran las dudas o me asaltaran las ideas
más inoportunas.
Moniza insistía en que asistiera a todas las recepciones a las que la invitaban a
ella. Deseaba que estuviera constantemente a su lado, y todas las demás
consideraciones le eran absolutamente indiferentes.
En cuanto a Jerry, a partir del momento en que aparecí ante él como joven ruso, a
pesar, claro está, de una cierta envidia, suspiró aliviado y comprendió por fin el
interés de Moniza por mí, antes inexplicable. Al reconocer mi triunfo, se sintió mejor;
a sus ojos, todo el asunto adquirió cierto sabor de fair play. En una palabra, tal como
yo había previsto, el ruso, desbordante de salud, surtía sus efectos, y mi lugar en ese
ambiente quedaba perfectamente definido; ahora podía aceptar las invitaciones sin

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torturarme tanto como la primera vez. Aun así, estaba extenuado y necesitaba reposo.
Me cuesta sobrellevar los acontecimientos, y no solo los extraordinarios, sino los
puramente cotidianos, y, tan pronto se me presenta la ocasión, huyo de ellos. Así, esa
vez, tras declarar que tenía que recuperarme de un estado de agotamiento nervioso,
hui a mi habitación. No necesitaba andarme con prisas; me esperaban —o así lo creía
— semanas y semanas al lado de Moniza Clavier. Me dije que tan pronto hubiera
descansado, regresaría a ese mundo maravilloso que ya me pertenecía.
En cuanto a Moniza, estaba tranquilo, pues sabía que Jerry velaba por ella, que no
permitiría que nadie se le acercase y que, después de cada banquete, la acompañaba
infaliblemente al hotel, a mi lado. Yo pasaba el rato tumbado en la amplia cama,
planeando las batallas más diversas. Necesitaba tiempo para acostumbrarme a mi
nueva condición.

Una tarde volví a quedarme solo. Me asomé a la ventana: después de unos días de un
tiempo espléndido, se había puesto a llover. Como si guardara alguna relación con el
tiempo, el reportero gráfico que estaba de guardia frente al hotel desapareció. Quizá
solo se hubiera ocultado, pero yo ya conocía sus escondrijos.
Me asaltaron unas ganas terribles de dar una vuelta por la ciudad, de medirme con
la ciudad desde mi nueva situación y saciarme de la sensación de superioridad o, en
todo caso, de paridad entre la ciudad y yo que suponía haber logrado últimamente.
Tenía el propósito de visitar las callejuelas que me habían hecho sentir mi
inferioridad; contemplarlas, por así decirlo, con mis nuevos ojos, como los miraría un
advenedizo. No era más que una locura, porque el triunfo sobre lugares más fuertes
que nosotros es imposible, aunque no se llegue a esa conclusión de inmediato y las
primeras tentativas resulten en apariencia satisfactorias.
Hui del hotel, llegué al muelle y me subí a un barco que me llevaría a la
verdadera Venecia. Moverse por Venecia —lo mismo en barco que a pie— supone
una constante pérdida de orientación, lo que acaso contribuya a que la vida allí
parezca tan irreal y, por esa misma irrealidad, tan irrefutablemente verdadera. Tierra y
mar se penetran constantemente hasta que uno llega a no saber en qué acabará ese
juego; y al atardecer, a esa penetración de un lado y otro hay que añadirle las luces,
casi siempre duplicadas, pues se reflejan en el agua; y el movimiento de las luces se
añade al movimiento de las olas, desordenado a primera vista, que se produce en
aquella inmensidad con una variedad infinita. Sin olvidar el sonido de las sirenas y
las voces de las embarcaciones de todos los tamaños.
Era bastante tarde. Nada más llegar, perdí el sentido de la orientación y me eché a
andar sin saber en qué dirección; daba igual. Allá donde iba, encontraba siempre los

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lugares que buscaba y a los que quería obligar a respetarme; sorprenderlos, hasta el
punto de que olvidaran mi pobre identidad anterior. Ahora les ponía otra cara, no ya
hostil, sino reconciliadora; les proponía una relación de igual a igual. Por desgracia,
parecía que no advirtieran mi presencia. No me rechazaban, pero ¿acaso antes me
habían rechazado? Empecé a sospechar que les resultaba tan indiferente como
entonces, cuando era yo quien les imponía un rechazo activo hacia mí, como el
borracho lleno de complejos que intenta convencer a su interlocutor con tosquedad
(«Ya lo sé, usted me desprecia, no lo niegue, lo sé de sobra») para obligarle a que
adopte una actitud activa, cualquiera, aunque sea de desprecio, pues lo prefiere a la
cruel verdad de que le es absolutamente indiferente, que no hace más que aburrirlo.
Modificar el grado de atención que las personas nos prestan es posible —les
agradamos, nos aman, nos respetan—, pero con los lugares el asunto plantea mayores
dificultades. Lo más probable es que ni siquiera perciban nuestra presencia, aunque
¿quién puede decirlo a ciencia cierta? Y quizá sea esa incertidumbre la que nos obliga
a esforzarnos, a presumir delante de esos lugares; tal vez por eso deseamos más
ardientemente estar a bien con ellos. Supongamos que conseguimos ser el centro de
atención de las halagadoras miradas de toda la población del planeta. Una vez
convertidos en los reyes del mundo, no nos queda otro remedio que hacer las maletas
y marcharnos a algún lugar que nos importe particularmente, para que nos otorgue su
aprobación, un lugar contra el que en otro tiempo hayamos jurado una revancha. No
es necesario que se trate de las pirámides de Egipto o de cascadas colosales. Puede
ser el parque de una ciudad de provincias que no presente singularidad alguna, pero
que aun así nos haya dejado un especial recuerdo desde la infancia o desde algún
momento posterior. Una calle, una colina donde el sol se ponía de un modo un tanto
diferente; ahí empiezan las verdaderas conquistas. Nos detenemos, nos tumbamos de
un lado, luego del otro, con el pie izquierdo hacia adelante, después el derecho; y sin
embargo… ¡nada! Aunque, en realidad, ¿quién sabe? Esperamos cazar algo al vuelo,
formamos algún juicio, y resulta que no sabemos qué. Ya no tenemos a nadie a
nuestro alrededor, incluso somos un problema para nosotros mismos. ¿Cómo se
puede hablar de una conquista, de una alianza amorosa, cuando empezamos a
sentirnos incómodos con nosotros mismos, cuando pasamos a ser ese primo de la
señorita que cortejamos, que hace de carabina y a quien desearíamos dar cuatro
perras para que se fuera al cine? Sin embargo, si nos retiramos, dejaremos de existir.
Un asunto complejo.
Quizás haya quien no se complique tanto la vida. La diferencia reside solamente
en una hipermetropía de los deseos, y no en los propios deseos. Puede que ellos lo
tengan mejor, pero me figuro que, incluso cuando fueran capaces de resolver el
problema de los vecinos, les aguardaría un mal rato con una piedra, o con un
miserable montón de ramas.
El caso es que me paseaba entonces por Venecia a mi pesar, pues se trataba de un
paseo insolente que me debilitaba y me neutralizaba progresivamente, hasta que

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decidí descansar un rato. Al salir de una de las callejuelas, fui a dar con un puente en
forma de arco, sobre un canal negro e iluminado por una farola. Un lugar angosto,
entre paredes de palacios muertos que me daban la espalda, como vestidos caros
vueltos del revés, con el forro hacia afuera, en actitud de desprecio hacia el mundo
contemporáneo.
De repente, vi a Moniza que, con toda naturalidad, llegaba por el otro extremo del
puentecillo y se acercaba a mí.
Era demasiado fácil, demasiado normal, tanto que me asusté. Soñaba con un
encuentro a solas con ella, pero ¡por el amor de Dios!, no sin haberme preparado, no
sin tretas ni maniobras. Fue un momento brutal. Entre el primer encuentro con
Moniza y este había una diferencia tan abismal como entre contemplar un león en el
circo, desde la seguridad de la butaca del espectador, o encontrárselo de pronto
surgiendo de unos matorrales y avanzando directamente hacia uno durante una
excursión dominical en las afueras de la ciudad.
Esta segunda jugarreta del destino, que me dirigía de nuevo hacia Moniza, me
hizo sospechar algo parecido a un designio obstinado y me sentí incómodo, como
todo el mundo que se encuentra en manos de una fuerza superior.
Debo reconocer que Moniza también se hallaba terriblemente desconcertada; a
todas luces, experimentaba alguna clase de temor, aunque procuraba ocultarlo y,
haciendo un esfuerzo, exclamó con aparente serenidad:
—Hello!
—Hello! —respondí, también con fingido desenfado.
Estábamos solos, a una hora avanzada, sobre el puente, con agua a derecha e
izquierda. ¿Hacia dónde huir?
—¿Qué me cuenta de nuevo? —pregunté.
—He huido de la recepción —dijo ella. Y añadió—: Me he peleado con Jerry.
El destino no dejaba lugar para el desconcierto. En vano había intentado
sorprenderlo con una pregunta formulada en tono de frívola y alegre camaradería. La
noticia de que Moniza se había peleado con Jerry, mi rival, daba un giro definitivo e
irrevocable a nuestra situación.
—¿Por qué? —pregunté en tono suicida, a falta de otra salida.
No respondió, sino que se me acercó y, de improviso, levantó los ojos hacia mí.
Pues claro. Ahora ya no era posible exigir, detener, diferir nada… Ni tampoco
decir nada. Me veía como un inconsecuente, ante lo consecuente que estaba
resultando el destino, y me sentí triste y desanimado; me degradaba a mí mismo. Me
daba rabia no estar borracho ni ser feliz. El puentecito se burlaba de mí.
Reparé entonces en un gran cartel a todo color que había en un muro próximo. Se
trataba de una imagen ampliada de Moniza Clavier, la estrella de cine, con el cabello
de oro esparcido por el muro y una sonrisa sensual que jamás había visto en ella.
Tenía la boca entreabierta, de mayor tamaño que al natural, como los ojos, que
parecían vistos, cada cual por separado, a través de una lente de aumento. El cartel

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había sido confeccionado con una sugerente técnica fotográfica casi naturalista
lograda gracias a la precisión de cada línea, al enfoque pérfido del conjunto y a la
sorprendente expresividad y homogeneidad de todos los rasgos; gracias también a
que el rosa es completamente rosa, y el azul, azul, y a que la persona representada
adquiere un carácter inquietante y confunde nuestro concepto de la realidad. El cartel
representaba a Moniza Clavier con —o puede que ante todo— el pecho medio
desnudo; pero el hecho de que rostro y pecho estuvieran representados del mismo
modo, confería un equilibrio sorprendente entre cada una de las partes de la imagen
de Moniza.
Veía el cartel de Moniza Clavier y me encontraba ante Moniza Clavier en
persona; me sentí confundido. La primera tenía los pómulos lisos como una
superficie helada a la puesta del sol, y unos ojos a los que se podía llamar «ojos»; de
los ojos de la segunda —a una distancia tan corta lo apreciaba perfectamente— ya no
se podía decir nada: eran unos ojos más allá de las palabras, fisiológicos, existentes
por su fisiología, por la autenticidad de sus pupilas, el brillo del iris y el parpadeo. A
esa distancia, el maquillaje carecía de todo sentido. Las pestañas postizas, las
sombras no servían de nada, y su inutilidad resultaba deprimente. Parecía que la
auténtica Moniza estuviera allí, en el cartel, y que ante mí solo tuviera a una criatura
anónima, más pobre, sin ninguna oportunidad frente a su rival. Una criatura en cuyos
pómulos había puntos donde la textura de la piel era más basta, que tenía una
arruguita en el límite entre la mejilla y el cuello, muy sutil, pero existente, inevitable,
puesto que la había creado la vida, el movimiento, los gestos al hablar y la sonrisa.
La otra tenía unos labios irreprochables, definitivos, incólumes. Como mucho, se
les podía dañar rasgando el cartel; sin embargo, contra los labios, en tanto que labios,
no había nada que hacer. La auténtica, por el contrario, tenía una boca blanda, sin
terminar de definir, cambiante. El carmín, aunque cuidadosamente aplicado, producía
una sensación desagradable al compararlo con el del cartel, pues era el testimonio de
la tendencia de la carne hacia ese ideal, de una tendencia irremisiblemente condenada
a la derrota. Esa clase de impotencia provoca la vergüenza, para luego dar paso a la
repugnancia y a la ira, e incluso a la burla, como defensa ante la vergüenza. Mi
primera reacción fue dar rienda suelta a esa ira y a esa repugnancia, pues me sentí
engañado por el pérfido destino, que no me ofrecía a la Moniza que yo deseaba, sino
una falsificación. Me avergoncé también miserablemente, como alguien que pretende
la mano de una gran dama y esta le sorprende in fraganti en pleno romance con una
cocinera, fea para colmo. Una escena como esa, vulgar y circunstancial, es incapaz de
despertar celos, resulta sencillamente comprometedora. La dama estaba allí, en el
cartel, con su sonrisa estática, terrible en su inmutabilidad, a la cual solamente yo
podía otorgar un significado más profundo según la imagen que poseía de ella.
Afortunadamente, esa inferioridad, ese aspecto peyorativo de la auténtica Moniza
frente a su representación, nos salvaba, en parte, a ambos, ya que al tiempo que esa
vergüenza y esa ira repugnantes estalló en mi interior una revuelta contra la tiranía de

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la otra, la del cabello desparramado sobre el muro, la mirada nívea y los labios rojos;
tuve la necesidad de reencontrarme a mí mismo frente al poder y el atractivo, tan
fuertes como inaccesibles. Quién sabe si en mi fuero interno no tomó la palabra la
solidaridad con el ser vivo, tan condenado como yo, en tanto que igualmente vivo,
con la mujer que tenía delante; quizá me conmovió su impotencia ante aquella rival
ideal y el que yo fuera el único en conocer esa debilidad. Así pues, me sentí obligado,
como aquel que sorprendido en la montaña por una tormenta toma conciencia de ser
más fuerte que sus compañeros y de que, quiera o no, debe salvar de la desgracia a
los demás y a sí mismo. En nuestra situación, solo yo era capaz de asumir tal
responsabilidad: la Moniza viva no sabía nada, la Moniza del cartel se encontraba
más allá del mundo y no hacía más que sonreír. Únicamente quedaba yo.
Ahora amaba la arruguita; la defendía contra ese brillo despiadado y mecánico.
La compasión y la ternura me disuadieron, por el momento, de las bovinas
intenciones que anteriormente había alimentado hacia Moniza. De no haber sido por
esos sentimientos, me habría arrojado sobre ella como un marinero borracho, en parte
por un franco impulso, en parte por obligación para con mis propósitos de
conquistador. Aunque, como no estaba plenamente seguro de ellos, a saber si lo
habría echado todo a perder con mi grosería.
De momento, un giro de tal calibre de la situación parecía imposible. Había
sacado coraje de mi nobleza y delicadeza de sentimientos; los había saboreado y no
me los dejaría robar por nadie. Además, les estaba agradecido por haber alejado el
instante crítico frente al que, como ante cualquier situación límite, sentía terror y
desidia.
Abracé a Moniza con delicadeza y la besé en la frente; mi posición de poderoso
protector, la sensación de responsabilidad, me proporcionó una gran satisfacción; una
satisfacción, eso sí, distinta de la que antes había deseado, y que no impidió que una
hora más tarde maldijera mi debilidad.
Caminamos con el paso típico de los enamorados, sin pronunciar palabra,
favorecidos por el escenario veneciano, con la luna velada por la niebla, que daba
lugar al acuerdo tácito de que todo es tan hermoso que no existen palabras para
expresarlo. De otro modo me habría visto en un buen aprieto, pero de esta forma me
entregué a aventurar a mis anchas lo que sucedería cuando llegásemos al hotel. Frente
al hotel nos esperaba Jerry sentado en una silla, sin decir nada, fumando un cigarrillo.
Incluso fingió no vernos.

¡Como si no hubiera tenido bastante con todas mis indecisiones, esfuerzos y derrotas,
con Venecia, con el extranjero, con la maleta, con el ruso y con todo!

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Ahora, al pensar en ello con más calma, llego a la conclusión de que Moniza
Clavier no existió realmente. No existió tal como se me apareció en aquella ocasión
sobre el puentecillo, viva, con el maquillaje insuficiente. Solo existió la del cartel,
inmortal y dorada. Ella era Venecia, la laguna, la fama y el extranjero.
Probablemente, si ese mismo físico se me hubiera aparecido en mi país, en vez de a
caballo, en el compartimento de un vagón de tren de segunda clase, acompañada por
su tío en lugar de Jerry y ese Mike de Hollywood, comiendo un bocadillo de huevo
duro, no habría llamado en absoluto mi atención y nada habría sucedido. Con todo, al
principio, hasta el encuentro en el puentecillo, no me sentí enamorado de ella. Era
demasiado triunfal e inmaculada. Me atraía, pero al mismo tiempo me irritaba,
despertaba en mí un deseo sañudo de igualarla, de superarla y dominarla. Y, cuando
eso no era posible, recurría al desprecio artificial, el único recurso al alcance del débil
contra el fuerte. Fueron necesarios sus ojos pintados y la arruguita del cuello para
advertir la debilidad en esa tersura impenetrable como una bola de oro. ¡Tan solo eso
había faltado!
Ahora me sentía lo bastante seguro. En cuanto me amenazara la derrota, la
sumisión y la impotencia, evocaría la arruguita. Ese era el motivo por el que tan
pronto deseaba ser sometido como me resistía a ello; echaba de menos tanto la
esclavitud como el dominio. Someterse, sí, pero conservando la libertad cuando fuera
preciso. Reivindicaba diversos derechos y, al tiempo, la posibilidad de huir cuando
me viniera en gana. Si solamente hubiera deseado la libertad, habría aprovechado la
ocasión para burlarme de Moniza a costa de mí mismo, y así rechazarla con la misma
debilidad que finalmente había logrado descubrir. Pero no quería. Ahora me parecía
que por fin podía enamorarme de ella sin correr ningún riesgo.
Como ruso a priori, me preparé con mucho esmero para la recepción de K.M.B.
Tenía la esperanza de que entre los invitados no se encontrara nadie que pudiera
desenmascararme. Sin lugar a dudas se me exigiría una retórica particular. Aposté por
dos triunfos diferentes: la amplitud del alma eslava y los principios de un hombre de
mundo, con los que saldría airoso ocurriese lo que ocurriese. Si una de las cualidades
usurpadas me perdía, la otra la justificaría.
Ya no me inquietaba la posibilidad de volver a intervenir en público, como antes
de la desafortunada velada en el Excelsior; ahora era alguien. ¡Qué difícil resulta —
¿es posible realmente?— entrar en cualquier lugar sin ser nadie! Pues no estoy seguro
de que «ser uno mismo» signifique gran cosa.
Vinieron a recogerme y, en tanto que ruso, me llevaron a un palacio de la
provincia de Venecia. Es un hecho probado que el ruso es moneda de cambio: ¡hay
tantos! Por suerte fui el único ruso conducido a aquellos viñedos.
El secretario de K.M.B. me distraía contándome cosas de la comarca, pero como
siempre estoy pendiente de mí mismo, las situaciones en que tengo que fingir interés
por lo que me rodea me resultan embarazosas. Simular que me interesa algo más allá
de mí mismo me supone una tortura y suele acabar con resultados poco satisfactorios.

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Sin embargo, ahora podía abismarme en el interior del automóvil, como un saco
cargado exclusivamente de mis intestinos, mientras mi gravedad iba por cuenta del
ruso. Era más bien mi acompañante quien debía de llevar a cabo un esfuerzo y
preocuparse, no yo. Por fin, disponía de un centro de gravedad, aunque, por
desgracia, falso.
El palacio, de color amarillo pálido y con numerosos ventanales, apareció entre
dos colinas. Dominaba una depresión que por el lado de poniente se extendía hasta el
mar; al norte se levantaban los Alpes. Entramos por una rampa sembrada de grava.
K.M.B. nos estaba esperando.
Lo reconocí por el pelo blanco y los ojos negros, iguales que en sus famosos
autorretratos, aunque ahora llevaba en la cabeza una papaya de cosaco y calzaba unas
botas de caña, nuevas y doradas.
—Zdrávstvuitie —dijo, quitándose la papaya.
Le sacudí una soberana palmada en la espalda y exclamé:
—Nichevó!
Evidentemente, le hizo ilusión a pesar de tambalearse y tener dificultades para
mantener el equilibrio. A su vez, me dio otra palmada, que yo le devolví, hasta que,
por el exceso de jovialidad, empezó a resonarle la caja torácica. Al fin y al cabo, ya
no era ningún chaval.
—Hágame el honor de entrar en mi dacha —dijo, tomándome del brazo.
Los galgos me olisquearon, perezosos. Ante el palacio, sobre un césped bien
cortado, esperaban los invitados. A través de las puertas vidrieras abiertas de par en
par, brillaban los globos terráqueos y los antiguos sextantes del interior; los muebles
resplandecían como antaño y llegaba un olor rancio de libros viejos.
K.M.B. me presentó a cada uno de sus invitados, con desenfado pero atentamente,
como si fueran ejemplares de una colección. Entre ellos había una mujer en la flor de
la edad, con un vestido de cóctel rojo, de color de uno de mayo.
—¡Ajá, una princesa! —aventuré, y la amenacé con el dedo.
—Siempre me sucede lo mismo —suspiró ella, con resignación un tanto
exagerada—. Sin embargo, tenía la esperanza de que, por lo menos, usted no
concedería importancia a esta clase de minucias.
Me quedé pasmado, y se me ocurrió que podía estar tratándome de esnob. ¿Me
había mirado bien?
—Pues sí, señora: todos somos iguales —declaré, elogioso.
K.M.B. dedicaba un brindis:
—Za pomyslnost’, za zdrovost’![1]
—¡Uy, no! —exclamé y, cuando todo el mundo me miró sorprendido, añadí con
gravedad:
—Primero por la historia.
—Eso: ¡por la historia, por la cultura! —gritaron los presentes, respirando
aliviados.

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Para dar a mi acto el énfasis adecuado, cuando terminé de beber, arrojé la copa
contra el suelo, según la antigua costumbre de los oficiales. Por desgracia, había
olvidado que nos encontrábamos sobre un mullido césped cortado a la inglesa, y la
copa, en lugar de hacerse añicos, rebotó sin ni siquiera tintinear. Temí que tal vez no
hubieran comprendido mi gesto. Me agaché en seguida para recoger la copa y me di
de frente con un golpe seco contra un lacayo que se me había adelantado. Los
invitados me rodearon dedicándome palabras de compasión.
—¿Le duele? —preguntó K.M.B. con inquietud—. Mandaré traer una compresa.
—No es necesario —aseguré—. En nuestro país, allá en el Don, esta clase de
cosas incluso nos agradan. Los muchachos juegan a menudo a «chin-pon-toma-
coscorrón», para divertirse y, de paso, adquirir experiencia. Un juego harto sencillo.
¿No les parece?
Y quitándome la mano de la frente, asesté al lacayo —que no lo esperaba— un
potente cabezazo en la nariz que hasta me nubló la vista del dolor. El lacayo se
derrumbó.
—Perdona, hermano —murmuré, justo a tiempo—. ¡En nombre del movimiento
internacional!
—¡Qué temperamento! —exclamó la princesa, maravillada.
—¡Puedo hacer lo mismo con esa pared! —exclamé imprudentemente, animado
por su entusiasmo—. ¡Puedo hacer lo que usted me ordene!
Por suerte, me detuvieron a tiempo y me sentaron en una silla del jardín. No me
sentía seguro sobre las piernas; la cabeza me dolía terriblemente, pero era feliz pues,
a costa de mi cabeza, había logrado dar el pego. K.M.B. dio las órdenes necesarias
para que se llevaran al proletario.
—¡Pero si tiene fiebre! —Se inquietó la princesa, poniéndome la mano en la
frente.
—Es que nosotros, los rusos, tenemos la circulación tan activa… —expliqué,
echando mano de mis principios de hombre de mundo.
Me rodearon formando un círculo que daba vueltas sin parar. Cabezas nobles,
escotes, cinturas de avispa. Más allá, en una lejanía insólita, caminos y ríos entre
neblinas, cúmulos. Por lo visto, a causa del porrazo, había adquirido facultades
visionarias: parecía que aquellas personas se inclinaran sobre mí desde los cúmulos,
adelantando los brazos con amor, con un amor secular. Y todos se parecían a Moniza
Clavier, me profesaban su misma fidelidad, ávida y voraz. «Ven», parecían decir.
«Eres guapo, fuerte, magnífico, eres nuestro». «¿Y si resulta que soy feo, débil y
miserable?», pregunto yo, semiconsciente. «Imposible». «¿Por qué?». «Porque
deseamos admirarte. Solo tienes que someterte, no importa cómo seas: no te servirá
de nada, porque siempre te veremos guapo, fuerte y magnífico, y te admiraremos».
«¿Ah, sí? No obstante, eso no significa que, al crearme a medida de vuestro amor,
debáis destruirme tal como soy en realidad». «Sí, es la única condición. Hasta nuestro
Dios debe aceptarla, no importa lo que mande a sus fieles, una epidemia o una mala

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cosecha, pues los fieles lo aceptarán todo y se fundirán con Él en su amor».
Sobre todo veía mujeres. Los hombres, condescendientes, procuraban apaciguar,
mitigar su virilidad, embarazados y agarrotados por ella, reconociendo con humildad
que les estorbaba en el momento de adorarme, pues no les permitía igualar la
coquetería de las mujeres, mejor dotadas por su propia naturaleza para el flirteo.
Mientras me daban a conocer sus apellidos, que significaban poder, fama y alcurnia,
procuraban que la austeridad y el desprecio con que ellos mismos se referían a esos
valores se sumaran a mi desprecio —el que me atribuían—, como si dijeran: «Date
cuenta de que todo lo que poseemos no significa nada para nosotros». Por ese
camino, pretendían adelantarse a mi presunto desprecio, robarme la iniciativa y
fundirlo con el suyo, ahora ya nuestro, común; unirse, asociarse a mí, crear conmigo
una nueva aristocracia universal: «Nosotros somos la élite del pasado, vosotros la del
futuro. Seamos amigos».
Luego, en una sala que daba a la terraza, nos sentamos todos a la mesa, que
también daba a la terraza, una vasta extensión blanquísima llena de plata y flores,
como solo había visto en los altares, durante los oficios de mayo. El jorobado que
estaba sentado a mi izquierda era el único que no pronunciaba palabra: comía y se
frotaba la joroba.
Se trataba de un banquete de enamorados. Yo estaba enamorado de Europa,
Europa del ruso, y el ruso a saber de quién, pues allí no había ninguno. Aunque ¿qué
más daba? Bajo aquella apariencia me sentía capaz de resistirlo todo, no tenía nada
que temer. Era como si hubiera descubierto un poderoso conjuro. El nombre creaba la
realidad. ¡Oh, gracias, santa Rusia! Bajo tu amparo he olfateado la flor de la Europa
libre.
—Le contaré una anécdota —dije con insolencia a la princesa-bandera, que se
hallaba a mi derecha—. Una historia de tiempos pasados. Érase una vez, en nuestro
país, la hija de un propietario, una muchachita muy hermosa, por cierto, que vivía en
la propiedad de su padre. Solía pasar el tiempo en el parque, muy perfumadita y
delicada, a la sombra de un quiosco donde leía versos en francés. Vasilko, el aguador,
un mozo bronceado y con unos bíceps como bolas, pasó por detrás del muro.
—¿Un hombre simple? —quiso asegurarse la princesa.
—¡Y tan simple!
El muro era alto, firme. Al día siguiente, Vasilko vuelve a pasar; pero ese día
mira, y resulta que el muro era un pie más bajo. Se extrañó, pero no le concedió
importancia. Empezó a inquietarse cuando, al volver a pasar por allí, halló el muro
tan solo a dos palmos del suelo; pero se persignó —¡a la ortodoxa!— y siguió sin
más.
Al día siguiente, cuando mira ya no ve el muro, sino a la hija del propietario
columpiándose en una hamaca. «¿Qué llevas ahí, Vasilko?», pregunta ella. «Pues
agua, señorita». «Dame un poco, que tengo sed». Él se sorprendió, pero destapó el
barril y la hija del propietario bebió. ¡Y cómo bebía! Tanto, que se le bebió medio

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barril. Y al día siguiente lo mismo, y también al otro, sin darse cuenta de que sustraía
a un hombre simple su valor añadido.
Vasilko se lamentaba, porque ya no podía suministrar agua a las gentes y las cosas
empezaban a irle mal. Hasta que, desesperado, echó alcohol en el barril antes de pasar
junto al parque. La señorita estaba ya tan acostumbrada que, sin preguntar siquiera,
echó un trago. Luego se soltó el pelo, se sentó sobre el barril y dijo: «Vasilko, ¿por
qué me fastidias de este modo? Primero derribas el muro, luego me obligas a beber
vodka: te mereces una buena azotaina».
Vasilko se echó a llorar, afligido por su suerte; acto seguido, como penitencia,
prendió fuego a la propiedad, para así condenarse eternamente; y a ella, para
ahorrarle mayores sufrimientos en la tierra, la mandó a mejor vida. Y esa fue su gran
desgracia, pues, en esos tiempos, los poderosos engañaban y oprimían de ese modo al
pueblo trabajador.
—¿Por qué? —preguntaron al unísono los invitados.
—Porque entonces todavía no se sabía que no hay Dios ni vida eterna y que sus
esfuerzos eran en vano: ni él se condenó eternamente, ni a ella la mandó a mejor vida.
Al pobre Vasilko lo engañó un sistema injusto.
—Pobre…
—Eran otros tiempos —admití, ya que ahora los Vasilkos han espabilado y han
construido acueductos.
—Una historia triste —suspiró K.M.B.—, pero hermosa. No me sorprende nada
que en vuestro país haya semejantes talentos.
—¡Una mierda! —exclamó el jorobado de improviso.
El relato sobre el oprimido Vasilko debió de conmoverles, porque tuvieron
sentimientos de culpa.
—Yo no llevo más que cosas usadas. ¿Desea comprobarlo? —dijo K.M.B.
levantando un pie—. Fíjese en la suela: completamente gastada, como la gente
sencilla. ¿Que se estropea? ¡Pues me calzo otros zapatos y los gasto también!
—Yo adoro a Pantaleiev —intervino la princesa—. ¡Oiga!, ¿qué le sucede? Se ha
puesto palidísimo.
De pronto me sobrevino un vómito abundante, terrible, que echó a perder todo mi
estado de beatitud. ¡El pasaporte, mi propio pasaporte, el que me había comido…! La
tapa de cartón rígido o la tinta de imprenta habían resultado demasiado indigestas.
Me acordé de quién era. Físicamente debilitado, bañado de pronto en sudor frío,
no pude seguir desempeñando el papel del ruso. Ya no era capaz de contar anécdotas,
ni de hacerme pasar por un muchachote del Don. De un momento a otro descubrirían
quién era. ¡Resultaba imposible que no lo sospecharan ya! Un ruso se lo come todo y
nada le sienta mal. Aguanta lo que le echen. Cruza un río helado y luego canta
alegremente, mientras que yo… El jorobado me observaba atentamente, descubriendo
en mí a un compañero en la imperfección y la invalidez. ¡Injusticia, injusticia! De
nuevo era víctima de una injusticia. Sentí rabia por el atropello del que era objeto.

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¿Qué había hecho yo para que, tan pronto como me convertía en alguien, el cruel
destino me lo arrebatara todo? Dirigí mi rabia hacia mis compañeros de velada, pues
al no tener ya fuerzas necesarias para seguir identificándome con aquel que fingía ser,
solo veía en ellos a unos decadentes que perseguían su propia humillación a costa de
un bárbaro. El ruso todavía estaba sentado entre ellos, pero no era más que un
maniquí; yo había abandonado su alma y contemplaba la situación como una tercera
persona. Retornó mi susceptibilidad nacional, aunque, por desgracia, de un modo
inesperado, fisiológico. Como si la estuviera viendo, evoqué la escena en los jardines
del Excelsior, cuando les presentaba en vano las pruebas de mi martirologio nacional.
Ahora volvía a sufrir. «El sufrimiento o la nobleza de la víctima les importa un
comino. Sin embargo, basta que se encuentren con alguien más fuerte que ellos para
que caigan de rodillas, abran los brazos y adopten una actitud amable. ¿Ah, sí? Pues
ahora verán».
Convencido de que, a fin de cuentas, todo estaba perdido, sin saber yo mismo lo
que me hacía, tal vez llevado por la angustia de la felicidad perdida, acaso por el
pesar de las eternas derrotas de mi pueblo, tan pronto víctima del hipo como del
complejo de la virtud no recompensada, agarré un azucarero de plata que había sobre
la mesa y lo arrojé contra un enorme jarrón, que estaba junto a la pared.
En cuanto lo hice me asusté. El jarrón saltó hecho añicos. Contemplé, más muerto
que vivo, la sorpresa de sus rostros, intentando deducir de su expresión si mi ruso
todavía se sostenía, pues era el único capaz de salvarme. Presa del pánico, calculé que
mi acción iría por cuenta de la amplitud de su alma: el ruso volvía a ser mi única
escapatoria, mi única salvación.
—Sí, claro… —dijo K.M.B. al cabo de un instante—. Era un jarrón
extraordinariamente feo. En realidad, los chinos inventaron la porcelana sin tener idea
de cómo aprovechar el invento. Le doy las gracias. Es una lástima, pero en esta casa
hay bastantes cosas carentes de valor.
Respiré aliviado, aunque mi alma seguía a punto de saltar a los brazos del dueño
de la casa e implorar su perdón. Por suerte, mi terror era tal que me paralizó y me
evitó el compromiso. Aunque…, un momento, ¿qué había dicho? ¿Que allí no todo
estaba a la altura? Me pregunté si debía adoptar como moneda de cambio ese
desprecio que practicaban hacia sí mismos, y ponerme así al nivel de la cortesía
aristocrática. Mi espíritu nacional es de tal guisa que, por encima de todo, echa de
menos cualquier tipo de aristocracia, el buen gusto y los buenos modales, y vive
eternamente víctima del terror de no estar a la altura de las circunstancias, de ponerse
en evidencia en sociedad. Si ese desprecio es signo de buen tono, adoptémoslo,
tomemos parte en ese juego de las altas esferas. Si en esta casa hay obras de arte de
un valor inferior y otras realmente valiosas, ¿qué ocurrirá si no me pronuncio y tolero
las falsificaciones? Me pareció que todo el mundo esperaba que me revelase como un
experto en arte. Me convenía a toda costa reaccionar con la misma elegancia que mi
anfitrión. «Rochefoucauld, Rochefoucauld», no dejaba de repetirme, sin saber muy

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bien por qué. «¿Cómo se habría comportado Rochefoucauld en mi lugar? ¿O el
cardenal Richelieu?». Ay, mi buen ruso, ¿por qué no me aferré a ti, por qué permití
que me dominara mi alma nacional, esa esnob que, obcecada por el temor de no saber
comportarse en sociedad, cae en el ridículo y la necedad más terribles?
Dirigí una mirada a mi alrededor, con mucho cuidado, para que mi ojo pareciera
un ojo experto. Acabé decidiéndome por un cuadro lo bastante oscuro para ocultar su
verdadero valor y asimismo, por igual motivo, lo bastante impreciso para que no
supiera lo que destruía. Me levanté de la silla y le arrojé una porción de salsa.
—¡Bravo! —exclamó mi anfitrión con voz entrecortada—. No hay nada como la
salsa bearnesa para un Van Dyck. Y dicen que los rusos no tienen sentido de la
composición en la pintura. Por favor, sin cumplidos. Hacía mucho que ese cuadro me
irritaba.
—¿Ah, sí? —pregunté con fingida alegría y una voz llena de esprit francés (por lo
menos, así me lo pareció a mí)—. Pues no estaría de más que echáramos un vistazo,
¡a ver qué más tiene por ahí!
Palideció, pero se levantó de la mesa.
—Por aquí, tenga la bondad.
Siguiendo su ejemplo, los invitados se pusieron en pie; al fin y al cabo, el palacio
y las obras de arte no les pertenecían. Nos adentramos en la mansión. Los lacayos nos
precedían con los candelabros en alto. Les seguíamos yo y K.M.B. y, detrás, el resto
de los invitados. Por el camino me proveí de un palo de golf.
En la primera sala donde entramos había ya un montón de cosas entre las que
elegir, una gran diversidad de obras de arte. En el umbral mismo de la puerta asesté
un golpe a un reloj estilo Imperio que se hallaba sobre una cómoda; el señor de la
casa, como si fuera lo más normal, se deshizo en elogios. Deseé impresionarlo con mi
buen gusto no solo en lo que concierne a cristal, porcelanas y cuadros, sino también a
muebles, tapices y adornos. Cierto que con el palo de golf poco era lo que podía
demostrar; un cuchillo corriente me habría venido más a mano. Me pregunté si no
sería mejor pedirle un hacha, pero abandoné la idea, ya que no quería ponerle en
evidencia en caso de que no tuviera un hacha en casa.
Por suerte los vómitos habían empezado a remitir, al parecer, debido al ejercicio.
Me detenía ante los diversos juegos o cuadros y entornaba los ojos, fingiendo ser un
experto; aunque en el fondo del alma me preguntaba indeciso: «¿Me lo cargo, o no
me lo cargo?…». El dueño de la casa, por su parte, cuando lo que fuera volaba hecho
pedazos a nuestro alrededor o se rasgaba con un ruido sordo, se limitaba a aprobar,
haciendo gala de un talante distinguido, lo que me infundía un ardor y un coraje aún
mayores.
En seguida me puse de buen humor. Pocas veces se presenta una ocasión
semejante, ya sea sobre antigüedades u otros objetos. «¡Por mi pueblo, por vuestra
prosperidad, por la cultura!» pensaba con lúgubre satisfacción, asestando un golpe
sobre la siguiente obra de arte. «¡Por el ruso, por el Excelsior!». Y por todas partes

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volaban astillas, hilarachas y cascotes. Recorrimos varias habitaciones del palacio.
Los lacayos, impertérritos, llevaban los candelabros en alto; gabinetes, dormitorios y
salones se abrían a cada paso; incluso dejé de fingir que elegía entre los objetos.
Sudaba mientras asestaba golpes a diestro y siniestro, sobre lo que me caía más a
mano. No es de extrañar que, al cabo de poco, me faltara el aliento y blandiera el palo
de golf con dificultad.
—¿Y si descansáramos? —preguntó K.M.B., en un amplio salón. Me pareció que
lo decía en tono despreocupado. Nos sentamos todos entre un montón de restos de
objetos preciosos. Yo respiraba con fatiga, pero me resistía a darme por vencido.
—¿Por qué no encendemos una hoguera? —exclamé—. Nada del otro mundo,
una hoguera corriente, como las que suelen hacerse en nuestro país, y nos sentaremos
alrededor para entrar en calor y cantar.
—¿Una hoguera de verdad? —preguntó K.M.B., palideciendo.
—Sí, una buena hoguera, como las de la caballería. No un fuego de chimenea,
no… —añadí, al seguir su mirada, que se había posado en el hogar, triste y frío desde
hacía siglos—, que no es lo mismo. Esas sillas están bastante secas; arderán en un
periquete, como madera de abedul. Si es necesario, podemos añadir los divanes y los
tapices…
—Este palacio ya se ha quemado en más de una ocasión —dijo K.M.B.—. ¿No le
parece suficiente? La última vez fue durante la invasión de los franceses.
—Los franceses son unos podridos —declaré con voz de trueno—. Comen ranas
y se reproducen con dificultad. Así, pues, ¿qué me dice, le pegamos fuego?
—No quisiera que me interpretara mal… —repuso K.M.B.
—Pues ¿qué le preocupa tanto? Nuestro país, allá en el Este, jamás ha dejado de
arder, como una enorme chimenea. Y nosotros, pues nada: ¡todos en cueros, y viva la
Virgen! Vamos, vengan esas cerillas.
En ese preciso instante, Mike entró en el salón. Venía haciéndome señas desde
lejos.
—Disculpen que interrumpa esta agradable charla —dijo al dueño de la casa—.
Es que traigo una noticia importante para su huésped. —Y me entregó una nota de
color blanco.
—Es de Moniza —añadió en voz baja.
Me había olvidado por completo de Moniza. Me hice a un lado y me puse a leer.
Los presentes abandonaron la sala apresuradamente.
«Darling —leí en la carta de Moniza, poco clara y escrita a toda prisa—. Jerry se
me lleva a Hollywood. Lo sabe todo. Tomamos el avión mañana a las doce. Te lo
suplico, ven inmediatamente. Sobre las diez intentaré escaparme a la plaza de San
Marcos. Estaré esperando delante de la Basílica. I love you».
—Debo regresar inmediatamente a Venecia —dije a Mike—. ¿Dispone usted del
coche?
—Vladislav espera delante de la puerta —respondió de mala gana. Estoy

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convencido de que estaba secretamente enamorado de Moniza. Si había aceptado la
misión, era solo por antipatía hacia Jerry.
Corrí hacia la salida, desandando el camino por los pasillos ahora vacíos. Los
lacayos, inmóviles, apostados junto a las puertas, sostenían los candelabros en alto,
alumbrándome el camino. El comedor estaba desierto: no se veían invitados ni
servicio. Solo estaba allí la princesa del traje de uno de mayo contemplando el jarrón
hecho añicos. El aire fresco de la noche penetraba por la puerta abierta. Moniza se
marchaba, todo había terminado.
—¡Desnúdese! —le grité a la princesa—. ¡Están al llegar trescientas divisiones!
Nos encontrábamos solos. ¿Lo haría? Si se ponía terca, no habría podido
presentarle ni un solo batallón. Sin embargo, sin peros de ninguna clase, ella se quitó
la ropa. Le arrebaté el vestido y salí de un salto a la terraza. En la inmensidad de la
noche, brillaban las luces de los pueblecitos y los faros de los coches que circulaban
por el valle. Encontré un mástil donde, en las ocasiones solemnes, se izaban las
banderas de turno. Enganché el vestido a la cuerda y tiré mientras saludaba. Luego
robé de la mesa algunas botellas de cerveza y las oculté bajo mi chaqueta. Me
servirían. Además, ¡eran unas botellas tan bonitas!
Efectivamente, Vladislav esperaba frente a la puerta.
—¡Arranca, Vladek! —grité, dejándome caer sobre la mullida tapicería—. Que de
rabo de puerco, nunca buen virote, y, a quien madruga, Dios le ayuda…
No obstante, en el extranjero, Vladislav había olvidado ya el habla materna, pues
no dijo nada y, calándose la gorra, que se había quitado en señal de respeto, tomó
asiento, cerró la portezuela y arrancó en silencio. A nuestras espaldas, en el castillo,
ondeaba el brocado rojo.

10
Moniza… Ella era mi última oportunidad.
Aceleramos hasta que los árboles que bordeaban la carretera empezaron a volar
salvajemente, de veinte en veinte y de treinta en treinta. Los hombros y la cabeza de
Vladislav, con la gorra hinchada y redonda, resaltaban sobre el fondo de la pista
iluminada como en una pantalla.
Nos marcharemos de aquí —pensaba—, hacia Hollywood. Habrá que poner a ese
Jerry en su lugar de una vez por todas, aunque me apuesto lo que sea a que sabe judo.
Los señores de su clase aprenden desde niños artes marciales japonesas y buenos
modales. Aunque, como era americano, tal vez había permanecido oculto en algún
rincón apartado y solo más tarde lo hubiera logrado todo por mérito propio. Casos así
suelen darse en América, sobre todo en el mundo del cine. Pero, por lo menos, seguro
que sabía boxeo.
No importa, ya se solucionaría de un modo u otro. Lo más seguro es que Moniza
lo tuviera todo previsto. Por de pronto, era cuestión de sorprenderlo: quien sorprende

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siempre juega con ventaja. Lo más importante es encontrar el modo de huir, pues una
vez en Hollywood todo se arreglará por sí mismo. Probablemente Moniza tenía
alguna villa rodeada por un sólido muro de guardia privada. Y Jerry… quizá lo diera
todo por perdido y él mismo se retirara a la sombra. No sería la primera vez que
ocurre algo así. Al fin y al cabo, en más de una ocasión se ha visto en el cine a
hombretones que han renunciado a sus derechos por la felicidad de la mujer amada. O
quizá se emborrache de desesperación y degenere, sobre todo físicamente. Resulta
más fácil habérselas con los borrachos, si llegara a suceder algo: con los músculos
enflaquecidos, la respiración entrecortada, la mirada ausente… A uno así basta con
ponerle la zancadilla. Además, en semejante estado, tal vez no desee jugarse el tipo a
puñetazos, sino que se sienta más atraído por el bar. Todo le dará igual.
Nos montaremos una vida tranquila y agradable. Por la mañana, después del
desayuno, ella se marchará a la productora; yo, luciendo un batín de seda,
permaneceré un rato más sentado delante del tazón de chocolate. Luego saldré a la
terraza a echar un vistazo. Debe de ser hermosa esa California. Seguro que en el
jardín también hay piscina. Leeré un rato, daré una vuelta; más tarde, el afeitado, el
baño… Moniza que llama de la productora, solo para decirme cuatro palabras: quiere
concertar una cita para la tarde, un cóctel en la Metro Goldwyn, o en alguna otra
parte. Aunque no haré lo mismo cada día: según anden los ánimos.
Ya no armaré ningún alboroto en las recepciones. ¿Para qué, si no lo
comprenden? Jamás entenderán nuestras experiencias, lo que hemos pasado, la
dureza con que nos ha tratado la historia. En fin, les superaré por la riqueza de mis
horizontes, por mi sensibilidad; para ellos tendré un sentido histórico.
Solo de vez en cuando, en mitad de una alegre reunión, me quedaré absorto en
mis pensamientos durante un rato entre cotilleos y bromas, me retiraré a un rincón en
la sombra; con la copa en la mano, me detendré ante el rectángulo de agua, que
reflejará mi torso blanco y la pajarita negra, y me sumergiré en amargos recuerdos. Y
¿quién sabe?, puede que hasta me meta vestido en el agua; en América, a veces lo
hacen. Además, si se sorprendieran, lo achacarían a que procedo de lejos, a que soy
un extraño, que no pertenezco a su mundo. Quizá trabe amistad con algún figurante
del estudio, que pertenezca también a otra tribu. Pasaremos el rato juntos, en su pobre
cuartucho; tomaremos a sorbitos un brebaje que, a fin de cuentas, no será de nuestra
tierra, pero que también nos traerá la paz del recuerdo. Él descolgará la guitarra de la
pared y tocará los acordes de una canción extraña a aquel continente, como nosotros;
una canción de un país antiguo. Todo el mundo se preguntará sorprendido qué lazos
me unen con ese pobre diablo anónimo de la legión de los desheredados sin suerte.
¿Qué secreto, qué misterio? Y nadie sabrá que se trata de algo tan sencillo como la
nostalgia.
—Más de prisa, Vladeczek —le apremio, inquieto—. ¡Más de prisa!
Nunca olvidaré mi país. No, no intervendré en ninguna aventura política. Sin
embargo, adquiriré por ejemplo, una gran partida de scooters —diez, quince, treinta

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mil unidades— y las mandaré todas, nuevecitas, como donativo a nuestra juventud.
También pagaré los aranceles, ¡faltaría más! Lo merecen por la dura infancia que han
soportado, por la participación obligatoria en las manifestaciones, por haber sido
testigos de los baños de pies llenos de ampollas de sus padres, al regresar de sus
fugas, del Este al Oeste y del Oeste al Este. También les compraré tocadiscos y me
encargaré de que dispongan siempre de un repertorio de actualidad. ¡Les gusta tanto
el jazz! Al fin y al cabo, me eduqué allí y pertenezco a la nueva generación. Añadiré
también una colecta para un monumento. Mis amigos querrán instalarse un baño de
azulejos, o incluso una grifería moderna; ¡pues no faltaría más! Se los compraré de
buena gana y se los mandaré. ¡Echan tanto de menos las novedades! A saber lo
modernos que serían solo con que dispusieran de las condiciones adecuadas, aunque
no niego sus logros; de hecho, el analfabetismo ha sido erradicado.
Hasta alguna vez quizá vaya de visita. Se celebran diversos festivales de cine y
podrían invitar a Moniza. Desde el hotel para extranjeros, observaré los cambios que
se hayan producido durante mi ausencia; el servicio se dirigirá a mí en inglés y yo, en
la lengua materna, les diré entonces: «Por favor, póngame eso y lo otro». Se
extrañarán sobremanera y experimentarán una gran alegría. Conociendo la lengua,
resulta más fácil visitar el país. Podemos llevarnos un coche, o dos; tal vez un Buick
de color verde celadón, con unos faros como estrellas de Belén. La muchedumbre se
agolpará a su alrededor en el aparcamiento; y, al regresar, lo dejaré en la calle. El
director del hotel correrá a mi encuentro, resoplando; gritará: «¡Míster, míster, el
coche!». Y yo le responderé: «Lo dejo». Él no lo comprenderá: «¿Cómo, que lo deja?
¿Un coche semejante?». «Pues sí, me he cansado de él». «¿Pero cómo? ¿No se lo
lleva de vuelta?». «No, estoy harto. Lo dejo y se acabó, haga con él lo que quiera».
Ese será mi estilo.
También visitaré la ciudad donde viví en otro tiempo. Entraré en el local donde
almorzaba a diario y, evidentemente, me reconocerán a pesar de mis sienes plateadas
y del atuendo poco corriente: un abrigo ligero, pero cálido, de la casa Élite, y
zapatitos terminados en punta (allí siempre están de moda). Encargaré unos pierogi,
como de costumbre, como si fuera el mismo, como si nunca hubiera sucedido nada, y
entonces sí se producirá un verdadero alboroto: se amontonarán a la puerta del
comedor, me mirarán, me envidiarán, no ocultarán los celos mezclados con la
excitación. En cuanto a mí, pues nada, me comportaré como siempre, con modestia;
comeré mis pierogi, cordial, sociable, accesible a cualquiera; me pondré a bromear,
asentiré cuando me pidan si pueden tocar el abrigo, e incluso probárselo. ¡Pues claro,
faltaría más, si este abrigo no significa nada para mí!
Tal vez quede también con la hermana de algún conocido, que lleve a alguna
amiga, ambas en la flor de la vida. Me citaré con ellas en algún café, y en las mesas
vecinas todos inclinarán y juntarán las cabezas, y nos llegarán murmullos, miradas
furtivas, el nombre de Moniza Clavier pronunciado a media voz. Encargaré unas
pastas de té. «¿Cuántas?», preguntará la camarera. «Las que a usted le parezca. Ah,

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y… ¿tiene flores?». «No, no tenemos». «Qué raro, en Nueva York se pueden
conseguir flores en los halls de todos los locales. En fin, mande a buscar flores para
estas señoritas. No importa el precio».
Las muchachas se mostrarán tímidas… Les hablaré maquinalmente de lo aburrida
que es la vida social de Hollywood. «Aquí es diferente, las cosas son más simples,
más directas, más humanas; resulta más fácil lograr un trato directo con la gente. Más
modesto, cierto, pero con todo, más humano». Ellas, tantearán el terreno con
discreción intentando sacar el tema de Moniza Clavier. «¿Moniza? Pues claro. Me
gusta, es una buena chica. Aunque, al fin y al cabo es una actriz… ¿Saben?, a veces
echo de menos una mujer normal, inteligente, de este lado de la pantalla». Ella:
«¿Nos volveremos a ver?». Yo: «Por desgracia no, me marcho esta misma noche. Nos
espera el avión para Zúrich a las once y veinte».
—¡Más deprisa, Vladeczek, más deprisa!
Hasta Venecia aún queda un buen trecho y ya empieza a clarear. Vladislav hace lo
que puede. Siento bascas, sobre todo en las curvas. ¡Moniza, solo ella, Moniza!…
Dentro de poco la veré. Tan pronto como nos deshagamos de Jerry, nos ocultaremos
en algún hotelito. Ha llegado el fin de las vejaciones; ahora solo nos queda
encontrarnos, al fin, sin obstáculos. ¡Que desaparezcan los minutos y los kilómetros
que nos separan! ¡Moniza, Moniza!

11

Ya la veo, a lo lejos, de pie en la plaza de San Marcos, delante de la Basílica, grácil y


tierna, en medio de una alegre muchedumbre; el cielo es azul como durante nuestro
primer encuentro. Avanzo a través de la multitud de turistas que se fotografían unos a
otros, entre alemanes de pantalón corto, americanos con flores en la cabeza y
japoneses que sonríen cortésmente. A cada instante se oye un murmullo y las palomas
levantan el vuelo. Tengo que adentrarme entre una bandada de palomas que me
llegan hasta los tobillos, las rodillas, las manos, se elevan por encima de mi cabeza.
Se reflejan en los objetivos azulados de las cámaras de fotos y las fumadoras, en los
ojos mecánicos y sin pestañas, instalados casi siempre a la altura del pecho, como el
único ojo de los cíclopes que, según las estampas medievales, habitan los confines del
mundo. Dispararán sobre mí —la oreja o la pierna—, y quedaré casualmente
perpetuado en colores o en blanco y negro, inmóvil, paralizado en plena marcha, o
moviéndome con la cadencia breve y espasmódica de la película de cine, cuando
alguna familia, lejos de este momento y lugar, se incline sobre mí como sobre un
recuerdo de vacaciones.
El día acaba de comenzar y todo el mundo se siente descansado, rebosante de
entusiasmo, con muchas ganas de llenarlo de diversiones provechosas. Esquivo

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aglomeraciones cada vez más densas, a veces me detengo un momento ante un grupo
que posa para una foto y a menudo pido perdón con una sonrisa de prótesis, como los
mecánicos «clic» y «clac» que emiten los aparatos que me rodean. De vez en cuando,
me tapan a Moniza unos bávaros con feces turcos de papel, satisfechos de haberlo
conseguido, o las sombrillas playeras de un grupo de mujeres en pantalón corto, que
parece un ciempiés de julio; o bien unos brazos extendidos que indican algo, o el ala
de un sombrero mexicano de paja; pero la veo, la vuelvo a ver cuando un hombre de
pelo cano se agacha ante la Basílica para fotografiarla. Voy hacia ella, cada vez estoy
más cerca, a veinte pasos, a diez. Al fin me ha visto, sonríe y yo le devuelvo la
sonrisa, nos hacemos señas con las manos, todavía demasiado lejos para hablarnos.
De repente, un individuo con una maleta en la mano cruza el espacio que nos
separa. Me llamó la atención, porque me pareció que era mi maleta. ¿Era la mía o no?
El mismo tamaño, también como de piel… ¡A mí este no me engaña! Conozco esas
esquinas gastadas que descubren el gris desvergonzado del cartón reblandecido. Miro
los cierres doblados y veo como saltan, uno tras otro. «¡Cuidado!», grito
instintivamente en mi lengua, pero ya es demasiado tarde. La maleta se abre y se
desparrama un montón de ropa interior, un cepillo de dientes gastado, que salta por el
pavimento de San Marco, un poco de pan seco y unos pantalones de repuesto.
—¡Un compatriota! —exclama el propietario de la maleta y abre los brazos—.
¡Válgame Dios, un compatriota!
No lo pensé dos veces. Lo que más me importaba era retirar cuanto antes los
objetos esparcidos, tristes y vergonzosos; ocultarlos, empujarlos de nuevo al interior
de la maleta; devolverlos a su estado de ausencia. Me parecía que, al hacerlo, todo
volvería a la normalidad, sería otra vez como antes. Me agaché y empecé a recogerlos
con las manos como aspas. También él se agachó a recoger, sin dejar de hablar:
—Los cierres han cedido; ocurre a menudo. Me alegro de ver a un compatriota,
¿hace tiempo que está por aquí, ha venido a pasar una temporada?
Nos arrastramos los dos a gatas; por encima de su cabeza, diviso a Moniza que
me hace señas de desesperación y me levanto de un salto. No tenía intención de
recoger nada más, pues al fin y al cabo, ya lo había visto todo. Sin embargo, es
demasiado tarde. De detrás del león de piedra de San Marcos, surge Jerry de un salto,
agarra a Moniza por el brazo y se la lleva a rastras. Moniza se resiste, pero sin éxito;
parecen una pareja de bailarines que cruza una sala al galope, corriendo y dando
saltos sin parar. Moniza vuelve el rostro hacia mí una vez más, me grita algo, pero no
la oigo. Y ya no está. No hay nadie.
Al mismo tiempo, ese individuo me ha cogido del brazo. También él los ha visto
porque se inclina hacia mí y dice, en tono de complicidad:
—¿Les conoce? ¿Les pedimos prestadas algunas perras? Cerca de aquí he visto
un par de zapatos muy baratos…
Ni siquiera intenté desembarazarme de él. Fui presa de un gran abatimiento, como
cuando, después de una representación demasiado larga, hay que levantarse del

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asiento y las rodillas entumecidas se resisten a obedecer.
—Listo —dice él, metiendo en la maleta los últimos calzoncillos—. Le agradezco
muchísimo su ayuda. Vamos, es un buen momento para comer algo. ¿Adónde
propone que vayamos?
¡Ayuda! ¡Así pues, él cree que pretendía ayudarle! Ayudar no es, ni mucho
menos, un concepto tan absoluto. Dejé que me guiara y nos adentramos entre la
multitud a contradirección. Él no paraba de hablar, pero en cuanto nos hallamos en
una calle lateral, le asesté el primer golpazo en la sien.
Me lo devolvió en el acto. Intenté darle un puntapié, pero aparecieron dos
carabinieri con sus sables y ninguno de los dos quisimos arriesgarnos. Por un
momento anduvimos hombro con hombro, hablando en voz alta. El primer tema que
se nos ocurrió fue el del regreso a nuestro país. Los carabinieri nos observaban con
aire de sospecha, seguramente a causa de la maleta. Finalmente desaparecieron tras la
esquina y logré adelantarme a él y atizarle un doloroso puntapié en la espinilla. Saltó
sobre una sola pierna, mientras juraba. Sin embargo, no gané nada con ello, porque
desde ese momento tuve que llevarle la maleta. Él iba cojo, apoyándose en mi
hombro. Con todo, tenía que estar atento, pues más de una vez intentó morderme el
dedo.

12

¿Qué más puedo decir? Nos dirigimos juntos a un hotelucho sucio, junto a la estación
de ferrocarril, y tomamos una habitación sin ventanas tras regatear el precio
largamente. Cuando, por fin, la puerta se cerró tras nosotros, nos quedamos el uno
frente al otro, cara a cara, y allí, tranquilamente, sin temor al alboroto ni a los
carabinieri, nos sacudimos durante largo rato, en silencio, resoplando y profiriendo de
vez en cuando exclamaciones sordas y encarnizadas: «¡Suelta, suelta!», o bien: «¡Te
vas a enterar!». «¿Qué dices? ¿Tú a mí? ¿Tú a mí?». La habitación se encontraba al
final del pasillo, bajo las escaleras; los utensilios que había en ella, retorcidos y
anticuados, carecían de valor; nadie vino a espiarnos, y probablemente no se oirían
los golpes de la riña, que duró toda la tarde. Se nos pasó el rato sin darnos cuenta
pues solo nos iluminaba la bombilla desnuda que colgaba del techo, como una sonda
de luz que se encontrara por encima de nosotros, monótona, tenue e indiferente.
Debía de ser ya de noche cuando nos detuvimos, agotados, atrincherados en dos
esquinas opuestas, arreglándonos la ropa y resoplando con fatiga. Él se peinó; yo
también lo deseaba, pero no quiso prestarme el peine. Comimos un poco de kabanos
de su provisión y, después de cenar, intentamos luchar otro rato, pero ya no fuimos
capaces: reñíamos sin nervio. Así pues, nos dormimos compartiendo cama. Durante
la noche, me quitó la manta.

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Poco a poco, se fue imponiendo un orden en nuestra convivencia. Todavía
luchábamos, pero, en virtud de un acuerdo tácito, a determinadas horas hacíamos una
pausa para descansar, comer algo, hacer una pequeña colada, o incluso ir a dar una
vuelta por la ciudad. Antes de salir procuraba meterle grava en las zapatillas de
deporte que usaba a diario.
También charlábamos a ratos. Él estaba sentado en la cama, en calzoncillos, con
un ojo amoratado y fumaba un cigarrillo —también de las provisiones traídas de casa
—, llenándolo todo de un humo ácido que penetraba los tejidos, el pelo, se metía en
los pulmones y persistía largo tiempo como un hedor insoportable. Yo lavaba alguna
prenda en el bidé, desatascando de vez en cuando con el cepillo de dientes el desagüe
obturado. Hablábamos de los diversos modos de aderezar los arenques, o de lo
distinto que es todo en nuestro país, del invierno que tenía que llegar dentro de un
tiempo. Luego, él apagaba el cigarrillo y me tiraba lo primero que encontraba a mano,
yo terminaba la colada y nos atizábamos durante una o dos horas.
En cierta ocasión, hasta conseguí una victoria total sobre él. Me valí de una treta.
En nuestra habitación, que hacía las veces de trastero, había un canasto grande para la
ropa de cama, cerrado con candado desde hacía un siglo. Cuando, buscando algo que
comer, abrió el canasto (aunque pocas eran las probabilidades de encontrar algo en
él), aproveché la ocasión: le salté sobre la cabeza, lo doblé hacia adentro y lo empujé.
Cerré la tapa y me senté encima. Por una rendija de la trama me llegaban sus insultos
sordos, pero no podía salir.
Se me ocurrieron las ideas más peregrinas, como arrojarlo al canal cuando
anocheciera, pero resultaba demasiado fácil. Facturarlo como equipaje en cualquier
dirección no entraba en mis cálculos, ya que era una empresa demasiado costosa. Sin
arriesgarme a que me persiguieran y arrestaran, también podía dejarlo así y
marcharme de tapadillo; huir, deshacerme de él: eso era lo que buscaba. Irme otra vez
a cualquier parte, libre. ¿Quién sabe? Tal vez volviera a encontrar a Moniza. Quizás
empezara todo de nuevo, desde el principio.
Absorto en tales sueños, permanecí sentado encima mientras el tiempo
transcurría. Poco a poco, también él se fue apaciguando, pues había enronquecido de
tanto chillar y se había cansado de jurar. Así pues, todo estaba tranquilo y en calma.
Yo imaginaba escenas cada vez más atrevidas, urdía planes cada vez más audaces. Al
fin, terminé por cansarme. Hasta los sueños más hermosos, pasado un tiempo,
terminan por perder su frescor, su atractivo inmediato. Hay que hacer un esfuerzo
para recordar: «Alto, un momento, ¿en qué estaba yo pensando, que lo pasaba tan
bien?… ¡Ah, ya sé! Imaginemos pues que…».
Pero aquí empieza el esfuerzo, una labor intelectual ordinaria que no conlleva la
felicidad esperada.
Total, que pasado un rato me aburrí de estar sentado sobre el canasto, el cual,
dicho sea de paso, no era muy cómodo. Me había deleitado demasiado dando vueltas
a mi gran ocasión, hasta que me agoté imaginando las posibilidades que se me

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ofrecían. Aquel silencio empezó a resultar molesto.
—¿Estás ahí? —pregunté, a media voz.
No contestó. Me sentí desconcertado.
—¡¿Estás ahí?! —pregunté, más alto.
Silencio.
—¿Por qué no dices nada? —grité, irritado.
—Sí, estoy aquí. ¿Qué pasa?
—Nada. Solo que creí que no estabas —dije, de acuerdo con la realidad de mis
sueños. Y le permití salir.
Una sola vez, tiempo después, me pareció que todo empezaba de nuevo. Ocurrió
en la misma avenida donde me había encontrado con Moniza por primera vez.
Incluso llegué a inquietarme, preguntándome qué haría con mi compañero, cómo lo
presentaría al elegante trío que de un momento a otro aparecería a caballo. Entonces
respiré aliviado, cuando, tras aguzar el oído, me cercioré de que no llegaba ningún
ruido. Ni los gritos de las gaviotas, ni las sirenas de los barcos, ni las campanas de las
iglesias, ni el murmullo del mar. No llegaba nada de nada.

1963

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ELLA

No únicamente las personas sufren desgracias. Para poner un ejemplo, contaré la


historia de una escopeta.
Un viajero amigo mío, muerto en circunstancias poco claras, me dejó en herencia
su escopeta, una hermosa pieza.
Lo sorprendente era que a la caza mayor también le gustaba.
Me la llevé a la primera cacería y en seguida observé un hecho bastante curioso:
los animales se pegaban literalmente a nosotros. Lo mismo lobos, jabalís o ciervos:
todos demostraban un gran interés por pasar bajo el cañón. Salían del bosque
continuamente, resoplando, y se ponían a la cola. Algunos hasta se daban de
empujones. Se congregó una multitud sembrando confusión. Llegaban de todas
partes, sin parar, bestias feroces, poco recomendables, que, por lo general, ni se
aproximan ni permiten que nadie se les aproxime. Pero, por lo visto, la elegante
escopeta convencía a todo el mundo y templaba los ánimos.
Me percaté de que no era cosa de andarse con prisas; así pues, me puse a esperar
al pie de un árbol a que se dispusieran en algún orden. Por fin llegaron a un acuerdo.
Decidieron que un jabalí macho sería el primero en tener el gusto. Naturalmente,
tenía unos colmillos como sables de húsar y mirada iracunda; apenas sabía contener
las ganas. Le di a entender que estaba conforme. Levanté los percutores y apunté. Tan
contento se puso el jabalí que hasta meneaba su cola de cerdo. En esas que embiste.
Pulso el gatillo y, en lugar del disparo, oigo que de la escopeta sale un…
—P… p… p…
No tuve tiempo de pararme a pensar en lo ocurrido: de un salto me protegí detrás
del árbol. El jabalí pasó como una flecha junto a mí y desapareció en la espesura del
bosque, quebrando ramas. Y la escopeta, que no dejaba de hacer:
—P… p… p…
El jabalí había tomado tanto impulso que, aun sin dejar de frenar, no consiguió
detenerse hasta el anochecer, justo antes de llegar al pueblo. Más tarde, los
campesinos me contaron que lo habían visto.
Y ella, que no dejaba de repetir:
—P… p… p…
Estaba claro que había algo que no funcionaba como era debido.
La caza seguía esperando, sin moverse del sitio… Aguardaron un rato más y
luego empezaron a dispersarse, lamentándose; algunos hasta se reían por lo bajo.
Y ella nada, tan solo:
—P… p… p…
Nos sentamos en pleno robledal. Tan pronto la acariciaba con la esperanza de que

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se calmase, como le asestaba un puñetazo, a causa del enojo y la rabia. Finalmente, la
acosté sobre el musgo, me tumbé a su lado y me calé la gorra hasta los ojos. Decidí
dejar de calmarla y de asestarle puñetazos. Me limitaría a meditar. La escopeta,
echada cuan larga era, hasta temblaba de tanto… «P… p… p…».
¡Que temblara! Aunque si no disparaba, ya lo creo que recibiría un buen «P…
p… p… ¡Pif paf!».
Me levanté. Debí de adormilarme, porque el sol ya se ponía; la tarde había
transcurrido con aquella tortura.
Y entonces lo comprendí: mi escopeta era tartamuda.
Había oído hablar de diversas clases de escopetas. Al parecer hubo una que no se
podía usar delante de los críos, porque, al disparar, maldecía. Otra arma, un rifle,
echaba piropos a las extranjeras. Aunque, después de todo, todas eran armas que
hacían lo que se espera de un arma. Sin embargo, ¿una escopeta tartamuda? Era la
primera vez que oía algo semejante; y me había tenido que pasar a mí, precisamente.
¡Qué vergüenza y qué embarazo! ¿Qué iba a hacer? Deshacerme de ella no me
parecía oportuno: era el regalo de un amigo. Dejarla en paz, no utilizarla… Claro,
podía no utilizarla. No obstante, me daba pena, la pobrecilla. ¿Tenía ella la culpa de
haber nacido con esa tara?
Pero, al fin y al cabo, todo aquello no eran más que excusas. ¿Para qué ocultarlo?
Sea como fuere, le había tomado cariño.
Se la llevé al armero. La examinó a conciencia. Le miró esto y lo otro y,
finalmente, dijo:
—¡Créame si le digo que hacía tiempo que no veía una escopeta tan hermosa! No
le ocurre nada.
Le conté lo del tartamudeo.
—Acaso sea demasiado nerviosa. Las armas de esta clase son delicadas,
justamente, porque son de calidad superior. ¿De dónde la ha sacado?
Se lo conté.
—Conque traída de países exóticos. Quién sabe lo que habrá vivido allá.
Posiblemente, en el pasado experimentó alguna emoción fuerte, tal vez durante una
cacería. Este tipo de cosas dejan huella.
—¿Tiene remedio?
—Por de pronto, tranquilidad y un uso moderado. Las cacerías quedan excluidas
hasta que no se recupere. Después, se puede empezar, aunque con tiento, por la fauna
doméstica y, según los resultados, pasar gradualmente a la caza menor de campaña:
moscas, saltamontes… De vez en cuando, llévela al bosque y observe la reacción. En
caso de que el estado de ánimo sea satisfactorio, intente disparar contra alguna seta.
Eso sí: con las amanitas hay que andarse con ojo, que son setas traicioneras. A las
primeras manifestaciones de indisposición, abandónelo todo en el acto. La caza
mayor propiamente dicha se la desaconsejo por una buena temporada. Vuelva a
verme pasado un tiempo.

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Y acarició mi escopeta con cariño, hasta me pareció que con demasiado cariño.
Esa actitud no me hizo ninguna gracia.
—… Y si no se restableciera…
—¿Qué? —pregunté en tono seco.
—… Pues nada, yo siempre podría acogerla —dijo, mirando al techo con
indiferencia; para mi gusto, con demasiada indiferencia.
Le di las gracias fríamente y prometí seguir sus consejos al pie de la letra.
Para garantizar la máxima tranquilidad a la escopeta, la instalé en el invernadero.
Allí no llega ningún ruido y solo entra el jardinero, quien, enamorado de las flores, no
se interesa por las armas de fuego. El invernadero se encuentra al fondo del jardín,
retirado y acogedor. La escopeta descansaba sobre una mesilla, en el interior de su
estuche, entre flores y árboles frutales, y allí se encontraba a gusto. Ningún animal:
única y exclusivamente plantas. Se iba recuperando.
La visitaba a menudo. Abría el estuche y me sentaba frente a ella. Bajo la luz
uniforme y agradable del invernadero, sus oxidados cañones parecían bellos y firmes,
de un intenso color oscuro, pero limpio, como el de un lago de montaña. Transcurrido
algún tiempo, hasta prohibí al jardinero la entrada en el invernadero, y velaba y
cuidaba las flores yo personalmente. No quería que ningún extraño la incomodara.
Creo que, en mi interior, había nacido el sentimiento cálido que profesamos hacia las
criaturas indefensas, que dependen exclusivamente de nuestro cuidado.
Cierto día vino a visitarme el armero. Dijo muchas sandeces antes de preguntar
cómo se encontraba la escopeta. Respondí amablemente que mejoraba día a día, pero
no le permití la entrada en el invernadero. Cambió de tema, pero, por el movimiento
de sus ojos, de un lado a otro, y el temblor de las manos, no me cupo la menor duda
de que no le interesaba otra cosa.
Durante el día velaba yo a la escopeta, pero se dio una circunstancia que me
obligó a incrementar la vigilancia. A saber, el jardinero me comunicó que durante la
noche alguien le pisaba los parterres. Eché un vistazo a las huellas. Efectivamente,
según toda evidencia, alguien había estado rondando el invernadero. Sospeché del
armero.
Instalé una litera de campaña en el invernadero y me trasladé a dormir allí.
Fueron noches inolvidables. Bajo la luz mortecina de la luna llena, filtrada por el
techo de cristal, y entre el perfume embriagador de las orquídeas, el brillo de la
escopeta era aún más delicado que durante el día. Antes de acostarme, pasaba horas
enteras frente a ella, hasta que empezaba a alborear.
El aire era sofocante. El sueño me vencía. Una noche, me despertó un crujido, el
tintineo de los cristales y una ráfaga de aire fresco. Desperté bruscamente y actué
llevado únicamente por mis reflejos. Cargué, apunté y abrí fuego.
Sí, abrí fuego. ¿Se había curado, o hizo ese último esfuerzo criminal solo por mí?
El disparo retumbó, hermoso y penetrante; en mi vida había oído un disparo tan
hermoso. Ante mí yacía el conocido jabalí macho, acertado de pleno en el corazón,

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con una expresión de éxtasis en la mirada, perpetuada para toda la eternidad.
Eso sí: a la escopeta le costó caro. Jamás volvió a ser la misma. Incluso dejó de
tartamudear, calló. Calló para siempre. ¡Habría dado cualquier cosa por volver a oír
su «P… p… p…»!
Y hasta la fecha vivo en el desespero, porque otorgué ese único y último disparo,
esa ocasión, esa oportunidad irrepetible, ese acto bondadoso, a un animal estúpido.

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EN EL MOLINO, QUERIDO SEÑOR,
EN EL MOLINO…

Trabajaba yo como mozo en casa de un molinero que tenía arrendado un molino de


agua. El propietario del molino se había dedicado a la carrera militar y política, vivía
lejos y no se interesaba por su molino. Se decía que había alcanzado las dignidades y
los honores más altos.
Yo ya no era ningún muchacho, como podría deducirse de la palabra «mozo».
Claro está que cuando llegué al molino era joven y fuerte, pero con los años, las
fuerzas fueron menguando y, naturalmente, también la juventud. Si algo sé es que el
tiempo no pasa en balde y que, probablemente, debo de haberme hecho viejo. En todo
caso, antes se hablaba de mí como de un joven y hoy ya no. Si me refiero a mi edad
es para indicar que, en mi larga vida, había conocido a un montón de gente. Y
también por decoro: no conviene omitir lo que la gente piensa cuando le ve a uno,
podrían creer que tenemos un concepto de nosotros distinto del que tienen ellos. Por
ejemplo, me encuentro a un compañero, a un conocido del ejército y me pregunta:
«¿Te estás quedando calvo?», «Sí, me estoy quedando calvo», le contesto. Y nos
reímos los dos. Y nos reímos porque nos reímos. Y también porque… etcétera.
Aunque, al fin y al cabo, ¿qué se esconde detrás de la última risa? Soy un buen chico
y me avengo a la costumbre, pero noto que no es de eso de lo que habría que hablar.
En realidad, la calvicie no es más que calvicie, nada del otro mundo…
El molino estaba edificado sobre una cuesta; por debajo, cruzaba un torrente. Era
de madera, y había empezado a ennegrecerse… El torrente, que estaba cubierto de
árboles monte bajo, también era negro, pues se encontraba inmerso en una umbría
perenne. La cuesta era verde claro, orientada a solana. En invierno, el torrente y el
monte bajo se volvían blancos, y se sumaban al blanco de la cuesta. Solamente el
molino seguía siendo negro, más negro todavía. En las noches de invierno, lo más
negro era el cielo y el molino. Sin embargo, durante las noches veraniegas, lo negro
era el molino y el torrente, y el cielo estaba claro. Cuando cierro los ojos y pienso en
los años pasados, aparecen tan solo ante mí esos tránsitos de claro a oscuro, sin
paréntesis perceptible. Sospecho que un niño que aún es incapaz de definir los
contornos, si lo llevan al cine por vez primera, experimenta impresiones similares.
Todo me hacía sombrajos.
Únicamente en verano recuerdo el viento. Quizá porque en invierno, cuando no
hay hojas, el viento pasaba desapercibido a través del entramado de ramas y no se
quedaba a hacernos compañía. En verano, particularmente durante los días de sol, se
detenía en las hojas, sobre todo en las que tienen el haz más oscuro que el envés, y

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los árboles y los arbustos emitían constantemente reflejos vacilantes, como el agua
bajo el sol. Los árboles más viejos no se inmutaban, pero los más menudos y los
matorrales se dejaban mecer, flexuosos; el viento penetraba en ellos, e incluso
resultaba raro que luego, al anochecer, cuando se hacía el silencio, se erigieran de
nuevo derechos sobre la superficie de la tierra. Cuando el sol estaba bajo, parecía que
la cuesta se inflara, se ufanara, formando anchas olas de los verdes más diversos, que
se movían hacia un lado y otro como las sábanas tendidas en el jardín después de la
colada, que brillan con un blanco ora más oscuro ora más claro.
Cuando recuerdo esos días —y a veces semanas enteras—, no acierto a
comprender cómo en medio de aquel trajín y aquella diversidad no navegamos hasta
alguna región alejada, como náufragos, tal vez sanos y salvos, pero en todo caso a
otro lugar diferente.
El molinero se pasaba el día durmiendo, y cuando le veíamos despierto —por
ejemplo, durante las comidas—, tenía la mirada perdida, fija al frente; no miraba el
plato, ni nuestras caras, ni siquiera las paredes; no se entendía si estaba más dormido
cuando no dormía o menos despierto durante el sueño. Se dormía en los lugares más
insospechados, no tenía un lugar predilecto donde tumbarse. Al entrar en el huerto,
uno corría el riesgo de tropezar con su cuerpo, echado sobre la hierba; como también
se podía percibir —más que ver— su presencia respirando sobre la mezcla, roída por
el tiempo, que formaban el grano, la paja y el polvo de la buhardilla en penumbra.
Tampoco se sabía si dormía donde le venía en gana o si había alguna ley que
gobernase la variedad de su lecho, el trasiego de su cuerpo por el molino y sus
alrededores. A veces dormía correctamente, es decir, en un lugar oscuro si el día era
muy caluroso, y, si era fresco, allí donde hacía más calorcillo; pero también sucedía al
revés: que, rato después de que la sombra se hubiera desplazado hacia levante,
alargándose desesperadamente, en su intento por alcanzar algo —la añoranza de la
sombra de la tarde, que aumenta hacia el anochecer, y la supresión de dicha sombra al
caer la noche—, él estuviera echado de cara a poniente, a pesar de que el sol
forzosamente tenía que quemarle los párpados.
No se ocupaba mucho del molino. En realidad, tampoco lo había hecho antes,
cuando aún se sentaba en la taquilla para recibir el trigo de los labradores y parecía
tener algunos proyectos y aspiraciones; más bien se trataba de deseos de proyectos e
intenciones de hacer algo. La harina que caía de la piedra de su molino nunca fue del
todo real, aunque con ella se hiciese el pan del que vivían las gentes. No fue posible
ocultar por mucho tiempo esa falta de harinosidad de su molienda, y la gente, que se
desembaraza de la irrealidad de las cosas como los caballos cuando la emprenden a
coces con un lobo, empezó a moler el grano en otra parte. Eso no nos perjudicaba. El
pequeño campo de enfrente del molino, que no era muy grande, bastaba para
satisfacer nuestras necesidades, y el hecho de que el propietario no reclamase el
alquiler concedía a nuestra vida una armonía perfecta. La gente molía su grano en
otra parte y, con todo, mi molinero seguía siendo molinero.

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Los demás molinos sí eran molinos de verdad. Incluso de noche trasegaban a
causa de su honesta molienda. Un molino como el nuestro constituía un espectáculo
sosegado, un halo de luz en mitad de una región oscura, que ni siquiera los ladridos
de los perros conseguían convertir en un conjunto armónico, y más bien ponían de
manifiesto su continuidad hacia un espacio y un futuro aún más lejanos (en alguna
parte de esa región, nuestro molino vagaba en silencio). Un movimiento
hermosamente ordenado por la revolución de las muelas, las transmisiones, los
engranajes, los ejes y las ruedas dentadas, muy distinto del movimiento inalcanzable
del viento al levantarse, imposible de abarcar (por lo menos en nuestro molino).
Durante las frías noches de octubre los labradores acudían al molino como a la
verdad. Sus carros se aproximaban, giraban a su alrededor chirriando y, cuando
bebían vodka en buena compañía en el patio atestado, convertido en una alegre
algarabía mientras esperaban la molienda, su excitación, provocada por el calor del
encuentro, el alcohol y la excepcionalidad de la reunión nocturna, se calmaba ante el
movimiento subyugador del corazón del molino, acelerado y, sin embargo, constante,
seguro e inmóvil como una roca.
Otro asunto era el de la molinera. Yo era el único hombre en ese lugar retirado,
aparte de su marido, claro. Aunque no lo hubiésemos querido —y puede que no lo
quisiéramos; no, palabra de honor que no lo queríamos—, yo era un hombre y ella
una mujer. A veces, lo reconozco, sentía rechazo por ese hecho que me parecía que
restringía mi libertad, aunque no porque hubiera algo entre nosotros, como sospecha
mi compañero del ejército. No sé qué es mejor (ni peor), lo que uno pueda contar a un
compañero un sábado por la tarde delante de un vaso de vodka, o lo que uno no
puede contar de ninguna de las maneras al compañero. ¿Qué hubo? Es más, ¿hubo
algo, o no hubo nada? Pues nos comportábamos y nos citábamos —sin llegar a
citarnos— como si no hubiera nada.
En realidad, no recuerdo cuando sucedió por vez primera. Ocurría de vez en
cuando, pero nunca sabía prever cuándo… Voy a referir uno de esos acontecimientos,
o mejor, uno de los instantes de ese único acontecimiento que duró tantos años (se
diría de no ser porque aquí los años no significaban nada) y que existía por sí mismo,
más allá del tiempo; conque tampoco puedo decir «uno de esos momentos», pues
tales momentos no existían.
Estamos los dos de pie ante la ventana abierta; nos hemos encontrado allí por
casualidad. La ventana da a la esclusa cerrada y a la noria del molino, inmóvil y
oblicua, pero siempre grande. Abajo, el torrente murmura al pie de la ventana,
sumido en una sombra profunda. El fresco del barranco asciende a ráfagas. Nos
cogemos un instante de la mano. No nos miramos, ni siquiera sé si ella sabe que estoy
a su lado. Además, tiene la mano áspera, pesada, casi siempre fría. Puesto que no la
miro, ni ahora, ni antes, ni más tarde, no sé qué aspecto tiene esa mano. Sé que se
trata de una mano, ¿qué se puede saber de una mano? Sé que solo es eso y me
zambullo en lo que hay detrás de aquel conocimiento, más allá del límite de ese

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saber, y el único provecho que saco de ello consiste en saber que se trata de un saber
limitado y que puedo ir más allá de su límite. No diré que eso me causara placer, pues
aquí no es del placer de lo que se trata, ni tampoco diré que lo buscara. Por un
instante —si es que se puede hablar de un instante— me encuentro en un estado
extraño, pues no me encuentro en ningún estado. Y, aun así, «encontrarse» no es aquí
la expresión adecuada. Así pues, ¿cuál? ¿«Estar perdido»? Tampoco. Solo puedo
decir algo a partir del momento, del momento preciso, en que vuelvo a encontrar…
en que vuelvo a sentir mi mano libre. ¡Vaya alivio! Contemplo mi mano furtivamente,
con ternura y simpatía. Y ella, la molinera, se va; ya no está. Nos hemos encontrado
ante la ventana por casualidad: mejor así, o quizá da lo mismo. Así no tengo que
evitar sus ojos, ni tampoco examinarlos, inquieto. Cuando, más tarde, me topo con
sus ojos, están vacíos —¿y puede que los míos también?—, es decir, lo tienen todo,
¡faltaría más!, pero nada que haga referencia a aquello. Por lo visto, mis ojos también
están vacíos, porque no hay nada en ellos que se refleje en los suyos. No solo el
molinero, sino también ella y yo podemos dormir tranquilos, pues lo que sucedió, si
es que sucedió algo, sucedió en otro lugar y, por lo demás, esa mujer no existe.
¡Ea, pues, compañero! Tomemos otra copa; mañana es domingo y dormiremos
hasta tarde. Esta taberna rezuma un olorcillo embriagador inmóvil, como la mujer de
Lot, aunque detenida por el vodka, y no por un sobresalto. Solo que de este tufillo no
nos libraremos jamás; por lo menos así nos lo parece ahora. Te abriré mi corazón: te
contaré cómo por la escalera, es decir, cuando estaba a punto de subir la escalera del
granero del molino —¡tú ya sabes, compadre, cómo son esas cosas!— me pareció de
pronto ver a la mujer de Lot de espaldas, contemplando el fuego. Solo que no se
convirtió en estatua de sal, solo lo fingió ¿comprendes, hermano? Yo sí lo
comprendo, y tú también. En la buhardilla, en el sótano…
La molinera no era joven y estaba echada a perder por el trabajo y los críos, pues
allí críos había muchos.
Aunque el molinero llamaba la atención por su modo de dormir, de acostarse en
cualquier sitio, por lo menos yacía inmóvil y era yo quien tenía que tropezar con él; él
jamás tropezaba conmigo. Además, cuando se acostaba, se acostaba, y, una vez
localizado, uno ya sabía dónde se encontraba. La molinera tenía la manía de seguir en
sus tareas un orden estricto y establecido. La cocina, el inventario, el trabajo del
huerto… Se movía con la precisión de un planeta descrito hace tiempo por los
astrónomos. Con los críos sucedía exactamente lo contrario: te los encontrabas en los
lugares más insospechados, salían de un salto de los rincones donde hacía un
momento no estaban, y desaparecían de los sitios donde deberían estar. Tenían sus
escondrijos, así como lugares al descubierto donde, sencillamente, estaban; eran
manifiestamente desvergonzados, o desvergonzadamente manifiestos, aunque, en
ocasiones, sin que se supiera el motivo, se mostraban perfectamente correctos. La
cosa se complicaba más todavía cuando desaparecían y todos los rincones se llenaban
de su presencia, imposible ya de definir. Tan pronto aparecían todos a la vez, a

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semejanza de los estorninos que, por alguna razón desconocida, se posan a un tiempo
sobre un mismo árbol, como desaparecían improvisamente; alguno que otro
impresionaba por su soledad infantil igualmente incomprensible, en lo alto de la
colina, o agazapado sobre las vigas, o agachado en el centro del patio, con un palo en
la mano. Tan pronto gritaban como endemoniados, yendo y viniendo por la casa y sus
alrededores, como se sumían en el silencio; y eso cuando no se perdían de vista.
Todavía hoy ignoro cuántos eran, a pesar de que, según las leyes de la aritmética,
podía haberlos contado fácilmente. Sospechaba de ellos guarrerías perversas, como
de todos los niños de campo que viven en libertad; pero, por otra parte, me
avergonzaba de alimentar tales sospechas, porque ¿quién sabe si no nacían de mi
propia obscenidad de adulto?, de esa obscenidad que espía a los niños con envidia,
alimenta suposiciones, hasta cuando están sentados con nosotros a la mesa, y les
acusa de libertad, es decir —¡oh, Dios!—, de inocencia. Tenían los ojos más bien
negros, incisivos.
En cierta ocasión, estaba sentado junto al torrente, contemplando la noria que
daba vueltas. El molino trabajaba, gemía, chirriaba, y molía nuestro grano doméstico
para hacer la harina que necesitábamos. La noria daba vueltas gracias a la fuerza del
agua que caía de la esclusa con estrépito. De pronto, el caudal de la cascada menguó,
se tornó más mezquino y, sin su impulso, la noria dejó de rodar. Fui hasta la esclusa.
El agua, turbia, se había acumulado en ella. Algo que traía la corriente había atascado
el desagüe. Metí las manos y lo encontré; era grande, blando; con los dedos palpé un
objeto de metal y tiré de él, arrancándolo. Sobre el agua apareció una estrella dorada,
reluciente bajo los rayos oblicuos del sol procedentes del otro lado del torrente, y
proyectó un reflejo luminoso, como con el que suelen jugar los niños maniobrando
con un espejito bajo el sol. La mancha luminosa corrió hacia la otra orilla del río; la
seguí con la mirada instintivamente y advertí la presencia de un ratón almizclero que
me observaba con atención. Le amenacé con el puño, por si las moscas, y me
concentré en extraer lo que atascaba la esclusa. Desde el agua, resultó fácil tirar de
aquello hasta la superficie; apareció el rostro de un hombre de mediana edad, bien
parecido, con bigote. Las ropas, más oscuras, quedaban en sombra, y parecía como si
el rostro emergiera solo de las profundidades. El almizclero huyó.
Saqué al ahogado y lo apoyé de espaldas contra el muro. La cabeza le colgaba, los
brazos le caían inertes a ambos lados, pero no tenía una expresión preocupada, como
si hubiera entrado en el agua solo para lavarse. De hecho, hasta sonreía como quien
sabe algo mejor que nadie, es decir, que se sonreía a sí mismo. Los bigotes le
goteaban. Yo era el único en advertirlo; él no podía. Sobre el pecho llevaba la banda
que le había quedado tras arrancarle la estrella.
Reconocí su rostro, aunque yo lo conocía del otro lado del agua; quiero decir de
cuando se acercaba al espejo acuoso desde el exterior, desde el aire, antes de penetrar
dicho espejo. Ahora que había emergido del fondo y, desde dentro, había vuelto a
cruzar la superficie, de un grosor imperceptible, que separa —porque de algún modo

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tiene que separarlos— el agua del aire, efectivamente era un conocido, pero un
conocido que había llegado del otro lado.
Se trataba del propietario del molino. ¿Quién no conocía a nuestro patrón?
Conque era cierto que se había convertido en un personaje ilustre, en mariscal o
puede que hasta en algo más: esa estrella dorada y esa sonrisa paternal de
superioridad… La estrella se la puede colgar cualquiera, pero una sonrisa como esa
solamente puede proceder de las profundidades de la iniciación y el poder. En otro
tiempo habría podido hacer todo lo que hubiese querido de mí, un mozo; ahora era yo
quien podía hacer de él cuanto quisiera. Lo había apoyado de espaldas al muro, pero
¿por qué no lo había tumbado en el suelo, por ejemplo? ¿O por qué no lo había
colgado de un pie? Cuando él hacía cuanto quería conmigo, yo podía estar conforme
o rebelarme. Ahora, él no tenía ninguna opinión acerca de lo que yo hiciera de su
persona, ni mostraba rechazo alguno.
Entretanto, el molino se había vuelto a poner en marcha, el agua caía sobre la
noria desde la esclusa desatascada. El molinero se asomó a la ventana bostezando con
la mirada en la orilla opuesta del torrente. Lo llamé, levantando la voz por encima del
murmullo del agua y el estrépito del molino. No sé qué me respondió, porque el ruido
ahogó sus palabras… ¿o su palabra? Se apartó de la ventana; lo esperé al pie del
ahogado, seguro de que llegaría al cabo de un momento y se le ocurriría algo.
Esperé largo rato, pero el molinero seguía sin aparecer. Me enojé, porque era él
quien arrendaba el molino y a él correspondía decidir qué hacer con el cadáver del
propietario. De ello dependía todo nuestro futuro. Tumbé al ahogado al sol para que
se secara, le arreglé el bigote y yo mismo fui en busca del molinero. No estaba en el
molino ni por sus alrededores: seguro que se había ocultado entre los arbustos del río.
Me adentré en los matorrales. Apartaba las ramas en su busca, pero unas ramas
ocultaban las otras, igual que el agua dentro del agua se oculta a sí misma. Más que
mirar, era cuestión de prestar oído. Me puse al acecho para distinguir, entre el
monótono murmullo del torrente y el leve roce del matorral, otros ruidos que
revelasen pisadas o el crujir de ramas. Pero por lo visto también él debía de estar al
acecho, pues no oí nada parecido. Sabía que en la espera no le superaría: él podía
dormirse y pasarse así el día entero, sin cambiar de lugar. Por lo tanto, avancé a
ciegas y a sordas, hasta que di con él. No huía, ni tampoco yacía, según su costumbre,
sino que permanecía plantado ante mí, con un grueso garrote en la mano, y me
miraba con una mueca tan torcida que di media vuelta y me marché. Comprendí no
solo que no obtendría ninguna respuesta de él, sino que tampoco le formularía
ninguna pregunta.
Así pues, tuve que formulármela a mí mismo: ¿qué hacer con el cadáver? ¿Dar
parte a la policía? Quizás, aunque entonces vendrían la confirmación de la muerte, la
encuesta, los protocolos… Tal vez aparecían los herederos y empezaban a cobrar
tanto el alquiler del arrendamiento como los pagos de todos los atrasos… ¡de tantos
años! Si no pagábamos, nos quitarían el molino, nos echarían. Incluso si pagábamos

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—¿con qué?— nos podían echar igualmente, como castigo, y arrendar el molino a
otro. ¿Y adónde iría yo? Aquí, en el silencio y la calma del lugar me encontraba bien.
En cambio, en caso de que no encontraran el cuerpo, pasarían muchos años antes de
que dieran al propietario por desaparecido. Así que la mejor solución era enterrarlo
furtivamente, a hurtadillas; sí, sin duda.
Enterrarlo… Técnicamente parece una operación muy sencilla; se echa mano de
una pala y se cava un hoyo. Sin embargo, algo me retenía. No se trataba del temor
ante los tribunales y los herederos. Los tribunales, al fin y al cabo, siempre tendrían
algo que juzgar, y los herederos ya se apañarían, si no en seguida, sí por lo menos en
la próxima generación. ¿Qué era, pues? Acaso la certeza de que, si denunciaba el
asunto a los tribunales, se aclararía de dónde había llegado el cadáver, por qué y qué
había sucedido allá en lo alto del río. Saldría a relucir la verdad. Sí, pero yo perdería
mi puesto, el techo donde cobijarme y la seguridad de la permanencia. ¿Y quién
necesitaba esa verdad, al fin y al cabo? (Por otro lado, ¿dónde estaba la garantía de
que se alcanzaría? Aquello fue lo que terminó por convencerme). A ellos les bastaba
que hubiera desaparecido, a mí que estuviera muerto. No era necesario un tercer
grado de verdad. Miradlo ahí, solo sobre la orilla: hasta tiene la tendencia —leve pero
tenaz— a ir hacia abajo; transcurrido cierto tiempo, él mismo establecería la
dirección apropiada de todo el asunto.
Sin embargo, mi propia decisión me decepcionaba. Quizás el asunto debería
tomar otro rumbo menos evidente, no tanto en lo referente a la verdad, sino a alguna
otra cosa, algo que quizá fuera más importante que la verdad misma… Pero no sabía
precisar de qué se trataba.
Esperé a que el sol empezara a bajar —también «a bajar»— y me cargué el
propietario a hombros. Pesaba. Resultaba extraño trajinarlo de aquel modo. A esa
hora, más o menos, la gente se sentaba a la mesa, llamaba a los críos que jugaban en
los patios, se desabotonaba los chalecos; yo, en cambio, era el único que me dirigía a
lo alto de la colina, cruzando el prado que empezaba a quedar en sombra y del que
empezaba a emerger la bruma vespertina.
De pronto, de forma inesperada e inoportuna, empezó a hacerme cosquillas en el
cuello con el bigote, hasta que me eché a reír, de forma también inesperada e
inoportuna.
Lo enterré la misma noche, furtivamente, en lo alto de la colina. Llevaba una
pequeña linterna con la que enfoqué al suelo para ver mejor mientras cavaba. Qué no
será capaz de cavar un hombre, de noche, cuando el círculo de luz comprende
únicamente la pala y el lugar donde esta se hinca. Las piedrecillas y los terrones más
diversos, las raíces que hay que cortar; si uno se concentra y se olvida de todo lo
demás, puede contemplar paisajes muy diferentes; se me ocurrió que el oficio de
enterrador puede ser tan interesante como ir de viaje, solo es cuestión de estar atento.
Aquel fue mi primer cadáver. De él solo me quedó la estrella dorada: me di
cuenta demasiado tarde de que la llevaba en el bolsillo. Debía de ser de un metal

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noble si el agua no la había corroído, si no se había aherrumbrado… No sabía qué
hacer con ella. La llevé encima durante algún tiempo, luego intenté donarla a la
iglesia, como voto por la paz de su alma. «¿El alma de quién?», preguntó el párroco,
desconfiado, mientras la hacía girar entre los dedos. No me atreví a contárselo y, por
consiguiente, el párroco se negó a aceptarla. Mientras regresaba, a campo traviesa, se
desencadenó una tormenta. Recordé que los rayos muestran una especial predilección
por los objetos de metal, así que la arrojé tan lejos de mí como pude y esperé a que el
rayo la acertara. Pero el rayo también se negó. La tormenta amainó, recogí la estrella
y volví a casa. Ahora la utilizo como espejo para afeitarme. Me miro en ella a diario,
y este acto ordinario hace desmerecer considerablemente su dignidad y significado.
Si no es posible remediar algo, lo mejor que se puede hacer es conformarse con ello.
El siguiente cadáver llegó con el crepúsculo, de modo que resultó difícil
reconocerlo de inmediato. Presentí que algo se preparaba, porque el ratón almizclero
había estado merodeando por la orilla opuesta desde el mediodía; aunque lo ahuyenté
arrojándole piedras, volvió a asomar los bigotes y los ojos vivarachos. El sol se había
puesto ya y empezaba a pensar que mis presentimientos habían sido intempestivos,
cuando el borboteo de la cascada cambió de tono: el estrepitoso salto de agua pasó a
convertirse en un reguero menguado y lastimero. Ya sabía a qué atenerme, y me
apresuré a llegar a la esclusa.
Lo saqué y lo tumbé en el mismo lugar que al propietario. Tengo la torpe
tendencia a repetir mis propios actos; quizás hubiera sido preferible tumbarlo en otro
lugar. Se trataba de mi compañero del ejército. Al menos, no tenía nada que consultar
con el molinero: ese era un cadáver estrictamente particular que no afectaba a nadie,
pues mi compañero no tenía ni molino ni herederos. Quedaba la cuestión de la
verdad. La verdad… Sin lugar a dudas valía la pena conocerla. No obstante, si
realmente se llega a saber lo que le había sucedido a mi compañero allá en lo alto del
río, también podía salir a relucir lo que le había sucedido al mariscal. ¿Los había
perdido lo mismo, allá en lo alto del río?
¿Volver a enterrar? Vaya monotonía. Además, era mi amigo, le debía algo más
que al mariscal. A fin de cuentas, lo mismo, solo que más: ya no un simple entierro,
sino un funeral con ceremonia; no de noche y en un hoyo, sino a pleno día y en una
fosa. Quizá de este modo satisfaría la obligación, que, sin ser yo capaz de fingir, me
había sido impuesta. Si bien no llegaba a ningún destino, por lo menos sabía que
venía de alguna parte.
Hice lo que pude. Cavé una fosa (no un hoyo, una fosa, insisto). No disponía de
tablas para confeccionar un ataúd, pero tumbé a mi compañero sobre una carretilla,
hermosamente engalanada con una guirnalda. Y para parecerme más a un caballo de
tiro (puesto que era yo quien debía tirar de esa carretilla) y, por consiguiente, la
carretilla a un carro de verdad, me puse una rosa de papel negro entre los dientes. La
familia salió a la era, siguiendo mis pasos con desconfianza. Mi compañero tenía
buen aspecto: le puse las manos sobre el vientre y le coloqué un tallo de lirio de agua

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(algo tenía que ponerle). Tenía los pies rígidos, apuntando al cielo, y la cabeza le
colgaba hacia atrás. Miraba directamente arriba y parecía que, de un momento a otro,
había de pegar un salto hacia el cielo. Es decir, hacia abajo (a la tumba) y, no
obstante, hacia arriba, hacia el cielo. Ese era precisamente mi propósito.
Lo llevé también a lo alto de la colina. El día era ventoso, de los que he descrito.
La rosa de papel me zumbaba entre los dientes; la mordí con fuerza; levantaba las
rodillas bien altas, como un auténtico caballo de tiro. Cuando estuve a medio camino
—el molino y el grupo de observadores habían quedado abajo—, delante de mí, la
hierba de la loma empezó a moverse formando espirales que corrían hasta perderse al
otro lado de la colina, mientras que, a mi alrededor, se aplastaba por la ráfagas
repentinas, formando largas franjas; me puse a relinchar con fuerza, una y otra vez,
aunque, a causa de la rosa, no con tanto éxito como hubiera deseado.
¡Compañero! Juntos hemos dado cuenta de más de una botella; te he contado
muchas historias. La de la molinera, por ejemplo. Aunque ¿realmente te la conté?
Quién puede decirlo ahora. Yo creo que sí; tú puedes contradecirme o confirmarlo,
pero ese relato, que ya entonces se refería al pasado, pertenece ahora a un pasado
todavía más lejano, y, al fin y al cabo, todo se hunde aún más abajo que tú y que yo, a
pesar de que vayamos hacia arriba, a pesar de que tus pies apunten hacia arriba y de
que te entierre así, precisamente, a pesar de que me parezca que, al descender, te
eleves. Por encima de la molinera y sus hijos, que han quedado abajo, aunque algún
día también tendré que pensar en ellos. Sin embargo, ¿cómo es, realmente, todo esto?
Te doy mi palabra, te doy mi palabra, te doy mi palabra…
A mi palabra le añadí un pequeño monumento, realmente pequeño, y así empezó
mi cementerio. Porque, después del segundo, llegaron un tercero y un cuarto…
¿Morían en alguna parte, allí en lo alto del río? ¿Caían al agua por sí mismos, o acaso
los arrojaban? ¿Era quizá por culpa del año o de la estación por lo que el agua no
dejaba de traer gente? Y, a pesar de que esos conocidos míos eran muy distintos entre
sí, en el mejor de los casos no sabía hacer con ellos otra cosa que lo que había hecho
con mi compañero del ejército. Por otra parte, poco a poco fui perdiendo mis
remordimientos de conciencia. Con el tercero todavía me torturaron, igual que la
necesidad de aclarar el asunto. No obstante ¿qué pretendía? ¿Que les salieran alas y
se echaran a volar? Porque, si no era hacia abajo, ¿hacia dónde iban a ir? ¿Hacia
arriba? ¿Hacia un lado? A veces me asaltaba la sensación desagradable —qué digo:
¡terrible!— de que había que comerse a los cadáveres para llevarlos hacia dentro.
Así pues, los enterraba sin convicción. Con la rutina, mis escrúpulos
desaparecieron. Todo ello favorecía la insensibilidad, la reiteración y algo que podría
llamarse «mecanismo social», si es que nuestro grupo podía considerarse como una
sociedad. Los pescaba, cavaba y los enterraba con tanta frecuencia que no se podía
llevar a cabo sin el conocimiento de los habitantes de la casa ni, más tarde, sin su
colaboración. Asustados y recelosos al principio, con el tiempo se fueron
familiarizando con los entierros, se volvieron más audaces, y los convirtieron en una

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diversión de nuestro aburrido quehacer cotidiano. Cada cual participaba a su modo y
según sus posibilidades. Los niños ayudaban en los preparativos y desempeñaban la
función de cortejo; la molinera se excedía en sus demostraciones de duelo. Siempre
admiré su capacidad de llorar y expresar un sufrimiento profundo ante los despojos
de personas que no conocía. Con todo, no me veía en condiciones de acusarla de
cinismo ni de artificialidad. A pesar de que antes y después de las ceremonias su
duelo desaparecía sin dejar rastro, durante las mismas era probablemente sincero. Al
parecer (sucede con algunas personas), era capaz de sentirse afectada por el destino
humano en general, como una madre que compadece a todos los caídos en el frente,
aunque ninguno de ellos sea hijo suyo. Tampoco descarto que los entierros le
brindasen la ocasión de demostrar sentimientos cuya ausencia se veía obligada a
tolerar durante nuestra aburrida existencia cotidiana. Después de cada entierro,
siempre parecía más hermosa, como renacida, y más reposada. Por lo visto, sin
sentimientos la gente se echa a perder.
El molinero también tomaba parte, aunque de mala gana, por así decirlo.
Participaba sin acabar de participar; caminaba detrás de la comitiva, a un lado, como
si pasara por ahí casualmente: «Voy, pero que no conste». Como de costumbre, se
mantenía a una distancia que le permitiera en cualquier momento desviarse; caminaba
siguiendo el límite que separaba un ámbito concreto de otro, una acción concreta de
otra. Sin embargo, a su manera, también participaba: en el espectro de sus
posibilidades había aparecido un nuevo perímetro, y lo reseguía como una hormiga.
Por lo general, tenía lugar del modo siguiente: los niños, impacientes ante la
nueva atracción, iban hasta lo alto del torrente para ser los primeros en descubrir si el
agua llevaba a alguien. No tenía ya que enterarme por la esclusa, ni orientarme por la
cascada. Me lo advertía desde lejos su alboroto: «¡Ya baja, ya baja, ya baja!».
Aparecían corriendo a lo largo del barranco, saltando y lanzando piedras y palos al
río. Me remangaba la camisa y me metía en el agua. Los niños formaban un corro a
mi alrededor, dándose empujones, aprovechando la ocasión para propinar un puntapié
a la espinilla del hermanito o tirar de la trenza a la hermanita. Yo los espantaba, pero
mi esfuerzo era inútil. Rechazados, se sentaban en la orilla del río y me observaban
atentamente. Seguía un instante de silencio y concentración, y cuando me
incorporaba, sosteniendo a alguien por los sobacos, estallaba el griterío —ni de burla
ni de triunfo—, se ponían en pie y corrían hacia la casa para comunicar la noticia a
sus padres.
Me quedaba un momento solo, pero no a solas. De detrás de un tronco asomaba
prudentemente el hocico del ratón almizclero. Desde que todo el mundo participaba,
permanecía a un lado, discreto, incluso con aire distinguido. A mí no me hacía gracia,
pues, si bien ya no demostraba la terquedad de antes, me parecía que, con su proceder
reservado, me reprochaba algo.
Si venía durante la segunda mitad de la semana, conservábamos al recién llegado
hasta el domingo. El domingo era cuando los entierros nos salían mejor, aunque en

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los días de entre semana también conseguimos alguno memorable. Éramos como una
orquesta que tiene días mejores y peores; ofrecíamos actuaciones más o menos
logradas, cosa que no dependía solamente de nosotros, sino de diversos factores: del
estado de ánimo, de los accesorios, del buen tiempo… Como director de la orquesta,
llegué a organizar toda una ceremonia, e introducía variantes en la partitura. Los
remordimientos y la angustia que antes tanto me habían pesado se transformaron en
ingenio, en una búsqueda de perfeccionamiento técnico. Sin embargo, estos
perfeccionamientos caducaban pronto; de hecho, jamás, ni siquiera cuando conseguí
dividir a los niños entre un grupo de plañideras y un coro que cantaba (desafinando)
el Réquiem, ni cuando la molinera llevaba a cabo prodigios de desespero, ni cuando
yo mismo pronunciaba ante la tumba abierta complejos discursos, ni cuando los
pequeños monumentos se volvieron cada vez más granados, ni siquiera cuando el
molinero tenía lágrimas en los ojos, logré alcanzar ese estado interior y la franqueza
que había experimentado en otro tiempo, con la rosa de papel entre los dientes
únicamente.
Un acontecimiento me sacó de aquel estado que experimenta todo artista cuando,
seducido por su arte, se olvida hasta de sí mismo. El río me trajo a una mujer que
quizá no habría reconocido, porque sus cabellos solo me evocaban los dos elementos
restantes, no el agua, pues para secarlos, habría tenido que prender fuego al molino, a
lo que, evidentemente, no me decidí. Gracias a una particular puesta de sol —ese
atardecer fue completamente rojo—, logré que el recuerdo no me hiciera perder la
brújula. «¡Habrá entierro, habrá entierro, habrá entierro!», gritaban los niños. «No
sufráis, pajarillos, ¿acaso he dicho yo que no tenga que haberlo? Será un entierro en
el que quizá llore hasta yo, el maestro de ceremonias». Pero esta vez, como nunca
antes —o como nunca antes en tal grado—, se presentó la paradoja. Iba a enterrarla,
pero, al mismo tiempo, quería que pareciese viva. Desde un punto de vista lógico, las
personas que se entierran deberían de ser cortadas a pedacitos para recordar lo menos
posible a los vivos: habría que adaptarlas, acomodarlas físicamente a la naturaleza de
la empresa. ¿No resulta más fácil echar tierra sobre algo que sobre alguien y, encima,
sobre alguien que parece vivo, vestido y maquillado para que nos recuerde —hasta
crear tal ilusión— a ese alguien con quien hace un momento conversábamos,
sentados a la mesa? Si mis entierros hubieran sido cristianos, o, por lo menos,
paganos… al menos hubiese tenido cierta justificación para dar rienda suelta a aquel
deseo. Pero no, no enterraba a mis muertos para ninguna posteridad, para ninguna
vida eterna y perdurable, sino únicamente por el pasado. Mis entierros eran todavía
más crueles, más auténticos que todo cuanto los hombres habían inventado en esa
materia hasta entonces. De ahí las ceremonias que llevaba a cabo, tan
desesperadamente vacías; vacías, a pesar de su ingeniosidad, porque, a fin de cuentas,
no servían para nada.
Antes de entregar aquella mujer a nuestra sociedad, me esforcé por devolverle su
parecido y su aspecto precedentes. Quizás en ello hubiera algo de vanidad: «Mirad

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qué mujer tan hermosa he encontrado», pero sobre todo encerraba la necesidad
incomprensible de que me doliera: sabía que la olvidaría, pero, precisamente por ello,
quería que su pérdida fuera algo muy valioso, lo más próximo posible a la realidad.
Así pues, hice todo cuanto pude por acordarme de su rostro con la mayor exactitud, a
fin de recrear con todo lujo de detalles su belleza ante mis ojos. En aquello
precisamente residía la paradoja que no conseguía resolver. Estaba claro que,
olvidándola, también la perdía. ¿Acaso perseguía mi tentativa un refuerzo tal de la
sensación de pérdida que la convirtiera en algo que quedara en una pura sensación de
tragedia, sí, de una verdadera tragedia, en una sensación tan intensa que, al perderse
su contenido, por lo menos quedara como sensación? Por lo menos quedaba el
recuerdo del recuerdo.
La peiné y le arreglé el vestido, e incluso le limé las uñas. Mi éxito en el asunto lo
demostró la mirada hipócrita del molinero cuando se asomó al interior del cobertizo
en nombre del grupo, que esperaba impaciente el inicio de la ceremonia. Estaba
orgulloso, de ella y de mí; aunque desde un punto de vista ético y, más
concretamente, de la ética funeraria, ambos nos revolcábamos en la indecencia (y tal
vez yo incluso más que el molinero).
Llegó el momento del traslado de los despojos. La molinera la observó
atentamente y luego se echó a llorar, empezó a lamentarse; ejecutó tan bellamente la
desperatio maxima que su concierto despertó alguna duda; como una misa de órgano,
solemne, ejecutada durante un verdadero oficio en la catedral, aunque interpretada
por un organista de un arte de tales vuelos, un creador hasta tal punto arrebatado por
su propia inspiración, que no se sabe si está más pendiente del triunfo de los ideales
mundanos que de servir realmente a unos designios superiores.
Allá, en lo alto, entre las otras tumbas, algunas ya cubiertas por la hierba, otras
todavía recientes, se me ocurrió por vez primera que al menos si alguna vez perdía la
memoria para siempre, recordaría al menos que la había perdido (la memoria). Luego
todo volvió a la normalidad. También los demás lo recordaron como uno de los
entierros más hermosos. Reparé asimismo en que, el mismo día, la molinera cambió
de peinado. Ahora se peinaba igual que la otra, a pesar de que a la otra yo la había
peinado de memoria y, por consiguiente, se trataba de un peinado pasado de moda, y
no puedo asegurar que hubiera logrado reproducirlo con entera fidelidad.
Llegaron las lluvias, el río creció y estuvo tiempo sin traer a nadie. Empezamos a
lamentarlo. Sin entierros los días eran todos iguales. Como no tenía nada que hacer,
subía a la colina, al cementerio. Arreglaba las tumbas, lavadas innumerables veces
por la lluvia, añadía una piedra aquí, quitaba otra de allá, y me sentaba en lo alto de la
tapia, esforzándome por recordar. No lo conseguía, tenía frío y notaba la humedad; el
agua no cesaba de caer con un murmullo como si acabara de nacer un río; como si el
límite entre el agua y el aire se hubiera borrado, como si el río llegara hasta allí para
lavar lo que yo me esforzaba por diferenciar con la ayuda de las tumbas. Me percaté
de que, más que en las tumbas, concentraba mi mirada en mis botas de goma, sucias

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de limo amarillo, goteando empapadas y vomitivas. Así que preferí tumbarme en mi
cuarto con la mirada clavada en el techo. Todo era gris, el techo se había vuelto gris y
mi cuarto también se había vuelto gris; la ventana daba al patio, inundado de hojas.
En el molino reinaba el silencio, el molinero dormía, a buen seguro, en algún lugar de
la buhardilla; la molinera zurcía calcetines; los niños habían desaparecido en sus
escondrijos. A saber qué cabía esperar esta vez. Hacía tiempo que no sentía
curiosidad por saber qué traería el río. Había traído ya a todo el mundo que recordaba
y, por otra parte, ¿acaso era una diversión? Al principio quizás hubo algo de
nerviosismo y una espera sincera; la espera de algo o de alguien, incluso cuando este
alguien ya no fuera nada más que algo. Sin embargo, con el tiempo, hasta aquello se
había desvanecido, y, en fin, girando como la noria, todo había regresado al mismo
punto del principio. ¿Al principio de qué? ¿Acaso hubo algún principio? ¿Ese
principio estaba allá, en lo alto del río, aquí, en la esclusa de donde sacaba los
cuerpos, o en la colina? ¿Y de qué río se trataba? ¿Del río de mi memoria, que los
ahogaba y al mismo tiempo los traía? Ni siquiera podía asegurar con certeza que los
perdiera y los hundiera, porque, gracias a él, yo volvía a encontrarlos. ¿Tenían que
ahogarse para que me reencontrara con ellos? ¿Qué reencuentro era aquel, cuando
incluso las tumbas se deshacían y, poco a poco, empezaba a olvidar cómo los había
encontrado? Confundía el orden y las circunstancias de los hechos, y de nuevo me
hallaba tumbado solo, con la mirada clavada en el techo. Aquel año en el que todo
había ocurrido, la pesca y los entierros parecían el preámbulo de algún cambio y me
producían la sensación de que, al esperarlos junto a la orilla, yo mismo parecía bajar
con la corriente, como si la orilla, la tierra, la colina, los bosques y el molino se
desplazaran hacia arriba a lo largo de un río inmóvil… Ahora todo tomaba otro
rumbo, ni río abajo, ni río arriba; se derrumbaba en todas direcciones, se diluía, me
dejaba en un vacío cada vez más profundo, en el centro de la inmovilidad, donde ya
no había referencias: ni arriba, ni abajo, ni derecha, ni izquierda.
No dormía y, sin embargo, al oír risas mortecinas detrás de la puerta me sentí
despertar: cuchicheos, risitas, palabras a media voz, burlas por lo bajo. Me levanté de
la cama y percibí los claros pasos de un grupo atemorizado que se aleja por el pasillo.
Abrí la puerta, pero no vi a nadie; sin embargo, era indudable que hacía un momento
había alguien.
Sospeché de los críos. Durante la cena no habían armado ningún alboroto, como
era su costumbre, aunque se habían portado fatal, haciéndose señas y metiéndose
debajo de la mesa; cuando los observaba con actitud reprensiva, estallaban en
contenidas carcajadas y bajaban los ojos al plato, arrogantes y falsos. Me había
levantado de la mesa con alivio.
Salí al patio. Había dejado de llover, pero el ambiente estaba tan cargado de
humedad que no me alegré ni lo más mínimo; nada hacía presentir ningún cambio;
todo seguía tan denso, empapado y paralizado como hasta entonces. Caminé torrente
arriba, sin ningún propósito en particular, nada más que por alejarme de los demás

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unos instantes, para estar un rato solo. El ratón almizclero iba y venía por la orilla,
buscando algo. Sin pensar mucho en lo que hacía, maquinalmente, me agaché para
coger una piedra; no me veía, pues en esa ocasión estaba en esta orilla del río y no en
aquella, con el hocico hacia el agua; se la arrojé, sin gran esperanza de alcanzarlo,
pero, como suele suceder cuando hace tiempo que hemos renunciado a algo y sin
saber cómo lo conseguimos, le acerté de lleno. Hasta yo me asusté, porque el mío
había sido un gesto maquinal, no había previsto sus consecuencias; en realidad, yo no
tenía ninguna intención de acertar, y ahora que lo había logrado, me di cuenta de que
lo sucedido me daba igual. ¿Qué había logrado, al fin y al cabo? Había sucedido algo
que transgredía el equilibrio; hasta entonces yo tiraba la piedra y él escapaba, así de
sencillo; ahora jamás volvería a ser como antes. Lo ocurrido era irrevocable. ¿Qué
sucedería a continuación? Para colmo, soltó un chillido, solo uno, breve, lastimero, y,
con el dorso erizado, trepó hacia los arbustos, quizá para morir entre ellos. ¿Por qué
tuve que hacerlo? Seguí mi camino irritado; no me había alejado mucho cuando
tropecé con alguien que yacía con medio cuerpo dentro del agua y el resto sobre la
orilla; la mitad superior del cuerpo emergía del río, amarillento y estropeado, con los
brazos a lo largo del tronco, boca abajo. «¡Ah, Dios mío! —pensé—. Otro que cree
que puedo hacer algo por él».
No presentí hasta qué punto aquella vez mi observación era acertada. Me pareció
conocerlo, que lo conocía más que a los demás. Lo puse boca arriba. Efectivamente,
lo conocía bien; a pesar de que siempre se había interpuesto entre nosotros, jamás
había podido librarme de él. Las cuentas pendientes que había entre nosotros eran
harto complejas, y difíciles de satisfacer con unos despojos inertes.
En seguida lo puse boca abajo, sobre el fango y, presa del pánico, miré a mi
alrededor, para asegurarme de que nadie había sido testigo del encuentro. Me pareció
que así era, aunque no habría puesto la mano en el fuego, pues creí percibir entre los
matorrales la misma risita insidiosa y las pisadas huidizas que había oído un rato
antes detrás de la puerta. No descartaba que me hubieran seguido.
Agarrándole por las piernas, llevé los despojos hasta el juncal —donde se había
metido antes el almizclero—, para ocultarlos. Le cubrí la cara con un pañuelo y me
senté a meditar el problema.
Tomé conciencia de la importancia del hecho y de toda su complejidad. Resulta
que me había sacado del río a mí mismo. Por lo tanto, desde un punto de vista lógico,
ese era mi cadáver. Y había sido yo quien lo había sostenido por los sobacos; ¿los
sobacos de quién: los suyos o los míos? Por otra parte, esa era una pregunta
secundaria en comparación con el hecho de que él estaba muerto, mientras que yo
pensaba todo eso en su presencia; a pesar de todo, era a mí a quien ahora
correspondía adoptar una decisión.
Maldita responsabilidad: ni yo mismo sabía ya si debía envidiarle el reposo entre
los juncos… ¿A quién, a él? Aquí la envidia no tenía sentido alguno. Tenía la
impresión de verme injustamente abrumado. ¿Realmente era él quien estaba allí, a mi

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lado, mientras que yo no era más que una prolongación innecesaria de mi presencia,
una continuación inútil, una verruga, una ausencia pretenciosa que imita una
presencia y, más concretamente, la pretensión de mi propia presencia, allí donde no
había tal presencia, donde no debería haberla?
No obstante, pensaba, luego existía; independientemente del hecho de que él
estuviera allí. También sabía que no me podría evitar a mí mismo por estar allí o en
cualquier otra parte.
¿Un doble? Por desgracia, no era el momento de hacerse ilusiones. Cierto que, en
rarísimas ocasiones, me había sucedido sorprenderme en el espejo, como si fuera
alguien completamente diferente; pero me sucedía de forma involuntaria y duraba un
instante infinitamente breve, un amén, que, por otra parte, en seguida se desvanecía
sin dejar rastro; no era posible recrearlo en forma de recuerdo: todo cuanto me
quedaba de ello era un recuerdo permanente e inmutable de mí mismo, siempre a
punto, presente, incluso inoportunamente, indeseablemente presente. También sabía
que, aunque me pasara la noche entera sentado en el cañizal, iluminándome la cara
con la linterna, ni por un segundo afloraría en mí la convicción o la creencia de que
ese no era yo. Por lo tanto, dejemos a un lado los deseos piadosos y ocupémonos de
lo que es inevitable.
¿Tenía miedo de mi cadáver? Ah, si por lo menos hubiera podido temerlo, habría
despertado en mí la esperanza de que nada nos ataba. Sin embargo, más miedo tenía
de los raros momentos que he mencionado, cuando me sorprendía en el espejo como
un extraño. No le tenía miedo, pero —lo que era peor— me había echado a perder la
fe que tenía en mi inocencia. ¡A saber si era culpable!
Ahora lo aclararía. Hasta entonces, no había experimentado ninguna sensación de
culpa hacia los conocidos que traía el río; como mucho, había sentido algo parecido a
la obligación de hacer algo por ellos, una obligación por lo demás —como lo
demuestra el presente relato—, que jamás conseguí concretar, ni tampoco llevar a
cabo satisfactoriamente. No obstante, con el punto de partida —si aceptamos como
punto de partida el lugar de su procedencia, allá, en lo alto del río—, yo no tenía nada
que ver. El río los ahogaba y los traía; yo me limitaba a esperarlos en la esclusa, eso
era todo. Por lo menos en este aspecto tenía la conciencia tranquila. Sin embargo,
ahora resultaba que también yo había estado allí alguna vez, en lo alto del río; así,
¿qué garantía tenía de no haber tomado parte en lo sucedido? ¿Por qué motivo
bajaban hacia mí, muertos? ¿Qué hacía yo, allá arriba?, ¿cómo me comportaba? Si no
era cómplice, ¿cómo podía saber si los defendía, si trataba de salvarlos? ¿Cuál era mi
papel? ¿El de puro e inocente, sin mácula? Esta pregunta solo habría podido
responderla ese yo que yacía a mi lado; pero él, precisamente, no volvería a hablar
jamás. Por lo tanto, mi inocencia, allá, en lo alto del río, no estaba tan clara como
parecía, ya no estaba tan convencido de ella. No, por desgracia no tenía miedo de mi
cadáver, aunque ahora me atemorizaba otra cosa: lo que sucedía en lo alto del río. Y
no solo respecto a mi inocencia, sino que me daba miedo lo que había provocado que

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también yo me ahogara y hubiese llegado flotando. Mientras se trataba de otros, era
algo natural… que tenía que ser ajeno a ellos —y a mí, pues era imposible que yo
solo me hubiera arrojado adrede al agua, allá, en lo alto, y más tarde hubiera corrido
pendiente abajo, más rápido que la corriente, para esperarme y sacarme a mí mismo
—. Algo me había arrojado y, por lo tanto, algo que no era yo; algo que debía temer,
por el mismo principio de reciprocidad que me hacía no temer a mi propio cadáver.
Mi cadáver era un barco en el que habían llegado el miedo y el sentimiento de
culpabilidad, unos tristes pasajeros.
En lo referente a la culpabilidad, el asunto se presentaba más sencillo. Se me
ocurrió que podía redimirla con el miedo (aunque, ¿con qué podía redimir el miedo?),
pues no solo tenía miedo de lo que había descubierto, sino de lo que me aguardaba,
así que tenía mucho miedo. Razonaba del siguiente modo: si alguna vez,
supongamos, había faltado a los que había sacado del río, actualmente me encontraba
en la misma situación que ellos, que no era poco; una situación considerablemente
más difícil de resolver. Con ellos (unos extraños) no sabía qué hacer, si bien, en
última instancia, siempre podía organizarles un buen entierro. Sin embargo
¿enterrarse uno mismo? Albergaba la esperanza de que ese doble terror y la mayor
dificultad de la situación redimieran mi culpa.
Por de pronto temía que los habitantes de la casa descubriesen lo que me había
sucedido. En primer lugar, se enterarían de que nuevamente el agua había traído a
alguien y, como de costumbre (y eso por mi culpa, porque yo les había
acostumbrado), querrían —¡nada más natural!— enterrar el cadáver. Si me resistía,
les parecería raro, procurarían descubrir el motivo, hasta llegar a la verdad, que no
comprenderían tan bien como yo la había comprendido, que les heriría y, al
defenderse de ella, también me herirían a mí. Sabe Dios qué sospecharían de mí. ¿Tal
vez que siempre había estado muerto? No me podía permitir aquel ridículo.
Para no llegar a tal extremo, había que actuar de inmediato; ante todo, no permitir
que se enterasen de la existencia del nuevo difunto.
El escondrijo del cañaveral no era seguro; alguien podía tropezar con él
(conmigo), aunque solo fuera por casualidad. Ya puestos, era mejor tenerle (me) bien
a mano, no alejarse de él (de mí) ni un paso, vigilarlo (me). Resolví trasladarlo a la
casa y ocultarlo en mi cuarto; luego ya veríamos. Me cargué a hombros y me dirigí al
molino. Mientras, había caído la noche. Me detuve —el cadáver viviente— cerca del
matorral, al acecho, y agucé el oído. Silencio y oscuridad; a buen seguro se habían
acostado ya. Me decidí y eché a correr, tanto como el muerto se lo permitía al vivo, y
pasé describiendo un arco. Vaya chasco: la puerta estaba atrancada por dentro. Debía
de haberlo previsto: la casa se cerraba durante la noche.
No había nada extraño en ello, pero a mí me pareció que lo habían hecho a posta.
Ya sabían algo, o lo sospechaban; se defendían del cadáver viviente… Deseé entrar
en la casa como nunca lo había deseado antes: no tanto para ocultar mi propio
cadáver bajo la cama como para encontrarme entre vivos. Con todo, andar con un

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cadáver a cuestas, entre la gente… ¿no sería más decoroso quedarme con él fuera?
¿No tendrían razón al encerrarse ante mi presencia (la de él)? Para él (para mí), el
lugar más apropiado estaba ahí, en medio de la noche, del goteo del agua que caía de
la cornisa, del silencio, del ladrido lejano de los perros: en ese espacio, extra muros,
precisamente, y no entre las cuatro paredes, inadecuadas para la dimensión de mi
fúnebre compañía. ¡Pero si éramos como una pareja de santos, el uno dentro del otro!
Y esa inferioridad numérica no significaba que nuestro misterio fuera menos
importante que el de la Santísima Trinidad. Por otro lado, ¿de dónde habían sacado
los demás ese orgullo, el orgullo de los que ahora yacían en la cama, acurrucados o
tumbados, abrazándose las rodillas o puede que con la mejilla sobre el hombro, en un
cálido comercio con sus propios cuerpos? ¿De dónde habían sacado la certeza de que
tenían derecho a apartarse de mí, de mí, que llevo a mi propio cadáver a cuestas? Y,
sin embargo, daban la impresión de tener un derecho irrevocable, un derecho que les
hubiera sido otorgado por el mismísimo Dios (que también había creado los
cadáveres) a no dejarme entrar en casa, a condenarme a esa carencia de espacio, de
paredes, de umbral, de habitaciones y de esquinas: de todo cuanto constituye el
interior de una casa. ¡Qué sacrilegio! ¿Acaso yo soy sacrílego? Dios Nuestro Señor
todavía no ha expresado claramente de qué lado está la razón, sino que ha obrado de
modo que yo me quede aquí, con él a cuestas, y los demás allí, encerrados en casa.
¿Acaso los que ya estaban enterrados también habrían deseado esperar? Siendo
así, vaya papelón el mío, con mi compasión hacia ellos, con mis ceremonias que
debían tranquilizarnos, a ellos y a mí. Pero no exageremos: esa es otra historia.
Siempre habíamos sido ellos y yo; ahora éramos yo y yo. Sin embargo, era yo quien
los enterraba a ellos, no ellos a sí mismos; ellos lo habían tenido mejor, más cómodo,
mientras que ahora…
Pero ¿quién habla de enterrar? Estoy aquí, en pie y, a pesar de ser un cadáver
viviente, tengo derecho a esa casa. De acuerdo… ya que está cerrado, ¿llamo?, ¿les
despierto? Quería evitarlo a toda costa, pues, precisamente, demostraba que aquí
había gato encerrado.
A pesar de todo, una vez puesto en entredicho el convencimiento de que yo tenía
razón, y de paso suavizada mi indignación contra los habitantes de la casa, encontré
un lugar intermedio; ni con las personas, ni al raso: en el establo. Se estaba bastante
bien, calentito. Las vacas me transmitían la sensación de su presencia y, ante todo, no
temía que empezaran a dirigirme preguntas. Me arropaba una soledad amortiguada,
no absoluta, y así resistí hasta el alba.
Al día siguiente, conseguí transportarlo a hurtadillas desde el establo hasta mi
cuarto, metido en un saco. Sin embargo, el problema no quedaba resuelto. En la casa
era más fácil ocultar un cadáver, pero también resultaba más difícil olvidarse de él.
Así pues, mientras esperaba —¿mientras esperaba qué, la resurrección?—, decidí
seguir así, ocultándolo, de momento, luego ya veríamos.
Nadie sabe hasta qué punto resulta difícil vivir con el cadáver de uno mismo. Hay

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que vivir con normalidad, hinchar los pulmones de aire, oler las flores y decirse que
son flores, estar contento cuando hay motivo para ello y triste cuando procede estar
triste; y, al mismo tiempo, hay que recordar constantemente que él está allí, quieto y a
la espera. ¿A la espera de qué? Evidentemente de que yo hiciera algo con él. Y yo…
¿Qué espero yo? Mi espera, a fin de cuentas, era solo la espera de su espera, es decir,
una espera falta de sentido. Porque se puede esperar algo o a alguien, pero no la
espera de alguien. Así pues, él tenía razón en esperar; el equivocado era yo.
Recordé la resurrección. Al principio albergué la ilusión de que quizá fuera
posible reanimarlo; había oído hablar de la respiración artificial, de los masajes
cardíacos… Puse en práctica todos los medios a mi alcance, hasta que acabé dándole
bofetones, con una doble intención: la de reanimarlo, en caso de que solamente
estuviera atontado y, en el fondo, lleno de rabia, la de castigarle. Evidentemente, la
medida no surtió ningún efecto, lo que tampoco me extrañó. ¿Acaso podía revivir?
¿Qué habría entonces, dos iguales a mí, y los dos vivos? Imposible: el mero hecho de
que fuéramos uno vivo y el otro muerto era ya bastante difícil de entender, aunque,
por desgracia, era la pura realidad. Me pasó por la cabeza la idea del suicidio,
absurda, pues ya estaba muerto.
Así pues, quedaba enterrarlo… Siempre terminaba por llegar al mismo punto; era
la única salida, incluso una necesidad… Erigirme a mí mismo, como a los demás, un
bonito monumento, visitarme a mi propia tumba, suspirar: «Descansa en paz, amigo».
Enterrarlo, allanar la tumba. Si en el caso de los demás no acababa de estar conforme
con esa solución, ¿qué pasaría ahora que se trataba de mí mismo? No sé qué le
parecería a mi cadáver, pero yo, el vivo, no estaba de acuerdo, no quería. Aquí se
disolvió nuestra unión, pues se trató del Único momento —mi oposición lo logró—
en que tomé la palabra yo y nadie más que yo, el vivo, con mi rechazo
exclusivamente vivo. Mientras no quisiera enterrarle, mientras no lo enterrara, sería
aún capaz de reencontrarme, a mí, al vivo. Enterrarlo —sin tener en cuenta ya la
opinión de la gente de la casa— habría supuesto reconocerlo, conformarme para
siempre con la situación, perder toda esperanza.
¡Dios, cómo deseaba vivir, a pesar de él, contra él! Puede que suene poco sincero,
porque él ya estaba allí, es decir, que, de algún modo, él ya me había «sobremuerto»,
vencido, pero aun así a veces sentía tanto la integridad de la vida, de mi propia
vitalidad —no, no mi capacidad de vivir, sino de la vida en sí misma—, que habría
sido capaz de resucitar a todos los muertos del mundo y hasta me habrían sobrado
energías para no sé cuántas cosas más. En momentos como ese aún comprendía
menos su presencia allí, y tenía ganas de gritar, exasperado: «¡Largo de aquí!», hasta
que me di cuenta de que no tenía a quién gritar y que yo mismo tendría que aparecer
en la puerta como mi propio criado, para llevarme un objeto innecesario e incómodo.
Así pues, había que ocultarlo, seguir ocultándolo a toda costa. No me quedaba
otra salida, aunque no podía quedarme en el sentido de durar. Sin embargo, en la
práctica, no era tan sencillo. Tenía miedo de que la verdad saliera a la luz, de que los

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demás se enterasen de algo. Por no hablar del miedo a que ya lo supieran, a que lo
sospecharan. Los habitantes de la casa me trataban como de costumbre. ¿Realmente
como de costumbre? No me refiero ya a los niños, que siempre se mostraban
ambiguos. Si uno de ellos saltaba a la pata coja repitiendo, con aire travieso: «¡Yo sé
una cosa, yo sé una cosa!», lo mismo podía referirse a mi secreto como a que el
hermanito se había comido la confitura a hurtadillas. Además… ¿Me habrían espiado
entonces, cuando me encontraba en el torrente? O incluso antes, ¿me habrían visto
tendido sobre la orilla, cuando todavía no sabía nada? Había algo más: el molinero,
que por lo general nunca miraba a nadie, ahora, de vez en cuando, me miraba a mí.
Un hecho insignificante, tal vez incluso ridículo. Sin embargo, a menudo basta con
que una vaca que pace se dé la vuelta y se nos quede mirando un buen rato,
tranquilamente, pero de hito en hito, para que despierte en nosotros una inquietud
incierta. Y, aunque parezca absurdo, la mirada del molinero, menos justificada que las
alusiones de los niños —que podían saber algo— me turbaba todavía más.
Durante las comidas, manteníamos conversaciones corrientes —¿realmente
corrientes?—; decíamos que estábamos aburridos y que sería bueno enterrar a
alguien, que llevábamos ya mucho tiempo sin un entierro. Conversaciones de ese tipo
también las teníamos antes. No me preocupaban, incluso era yo quien las empezaba
para no levantar sospechas evitando el tema. Con todo, si por un lado me parecía que
de este modo desterraba sus sospechas, al mismo tiempo me despertaba el
presentimiento de que no conseguiría nada con tanta providencia, sino todo lo
contrario: que provocaría más sospechas. La ocultación de un hecho corrompe el
alma, y aquello hacía que me sintiera mal.
Llegué al punto de soportarlo mejor cuando me encerraba a solas con él. El
pobrecillo no tenía muy buen aspecto, pero tampoco yo estaba muy gordo, que
digamos. Nos parecíamos como dos gotas de agua. Quizá la vida que residía en mí
hacía que él se descompusiera lentamente, y la muerte que había en él, que yo
enflaqueciera. Así pues, nos encontramos a medio camino y seguimos teniendo un
aspecto idéntico.
Llegó el Día de Difuntos. Había descuidado por completo el cementerio de arriba.
Resulta difícil a quien ya tiene su propio cadáver ocuparse también de los de los
demás. Uno no dispone del tiempo ni de la cabeza para ello. Por otro lado, los de los
demás me recordaban el mío, del que pretendía olvidarme. Hacía tiempo que no
acudía al lugar, pero en un día tan señalado no conviene quedar al margen; decidí
visitarlos, esta vez como colega, y no solo por conveniencia. Los días normales se
puede fingir que no se tiene nada en común, pero llega un momento en que un
individuo necesita encontrarse con los suyos, cada vez más a menudo. Quizás influyó
además la necesidad de una tregua, de un descanso, y, por lo tanto, la necesidad de
resignarme. Ahora veo claro hasta qué punto estuve cerca del peligro de la sumisión,
de la renuncia a toda lucha. Estaba cansado y, sin reconocerlo ante mí mismo,
buscaba un acuerdo, unas condiciones preliminares de pacto. El Día de Difuntos me

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proporcionaba una ocasión perfecta para aproximarme al adversario sin perder el
tipo, conservando el honor, en un terreno neutral: nada más natural que los vivos
visiten a los muertos en el día de su fiesta, una especie de sala donde los
contrincantes se encuentran en otra dimensión. Podía descansar, respirar como si no
pasara nada, no mostrar mi oposición y, al mismo tiempo, tenía derecho a declarar:
«Todavía no he dicho nada. Aún no hemos llegado a ningún acuerdo. Por favor, no
crean que me conformo».
Así pues, acudí. Desde mi última visita, el cementerio había decaído y parecía
encogido; me dio lástima. Quizá porque, por el rabillo del ojo, vi ya mi tumba entre
las demás, igual de abandonada y olvidada. «Habrá que arrancar hierbajos, echar
arena, marcar los límites, construir una tapia», pensaba, y, de reojo, sin yo mismo
darme cuenta de ello, olfateaba y me elegía un buen lugar, ventilado, a poder ser
mejor que los demás, más seco, preferentemente en el centro, pero también más
protegido de los desprendimientos y de las aguas subterráneas.
Entonces recordé… No, no lo recordé, porque no lo había pensado nunca,
descubrí con un sobresalto desagradable que, al salir de casa, no había echado la llave
a mi cuarto. Alguien podía entrar y sorprender a mi cadáver, digamos, in fraganti. Mi
oculta disposición a capitular desapareció sin dejar rastro. Eché a correr hacia casa,
igual que el fugitivo que ya no cree tener fuerzas y se deja caer en un refugio en
mitad del bosque, cierra los ojos y piensa: «Que sea lo que Dios quiera», oye de
pronto los ladridos de la jauría próxima, se levanta de un salto y corre de nuevo. Una
cosa es aproximarse a la capitulación, despacio, echando mano de pretextos y
conservando una aparente espontaneidad, y otra muy distinta, verse amenazado por
un hecho irrevocable. Además, hallarse próximo a la capitulación no significa haber
capitulado. A pesar de la proximidad, siempre existe la dulce posibilidad de echarse
atrás, y un desenmascaramiento me habría arrebatado dicha posibilidad.
Al llegar a lo alto de la escalera, me percaté de que el pasillo estaba más claro que
de costumbre, lo que indicaba que la puerta de mi habitación estaba abierta de par en
par. Aminoré la marcha y me acerqué a la puerta en silencio.
Ante mí apareció la siguiente escena: delante de la puerta había una ventana. Ante
la ventana una silla, donde estaba sentado mi cadáver, de espaldas a mí. A su lado,
estaba de pie la mujer del molinero y le tenía cogida la mano. Apuntaba el
crepúsculo, y el contenido de dicha escena no dejaba lugar a dudas. Mi mano (la del
cadáver) y la suya, la mano de la molinera, se hallaban unidas por el contacto que yo
conocía…
¿Qué debía hacer? ¿Entrar y explicarle que era un error, que no era yo, sino él,
que, de hecho, no era él, sino yo? ¿Retar a mi cadáver a un duelo por celos? ¿O
quizás acusar a la molinera de engañarme con mi propio cadáver? ¿Ante quién, ante
el molinero? ¿O echarle la bronca a ella nada más? Pero si ella no lo sabía, ni lo
sabría hasta vernos a los tres juntos, a ella, a él y a mí… ¿Acaso prefería que nos
viera a los tres, para que todo saliera a la luz, pero también para poderla coger de la

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mano yo, el vivo, liberarla de ese contacto que, en su desconocimiento, tenía por
mío? Sin embargo, ella no parecía sentir nada anormal; me cogía (a él) de la mano,
como siempre, extasiada, como si realmente se tratara de mí. Y al verlo, impotente, a
pesar de todo, a pesar de la fe y los sentimientos de ella, me veía privado de ese
contacto; ese difunto me había arrebatado el único instante en ese molino que para mí
valía más que la vida misma. Así pues, no solo me había quitado la vida. Sin embargo
¿acaso ella podría, acaso querría cogerme de la mano, una vez la verdad trascendiera?
Al fin y al cabo, si ahora no notaba ninguna diferencia, si me cogía de la mano de
igual modo, lo mismo vivo que muerto, ahora como antes, significaba que siempre
había estado sola. Dejarse ver ahora habría significado humillarla todavía más,
demostrarle que lo que tomaba por nosotros dos siempre había sido ella y nadie más
que ella.
Retrocedí de puntillas, con una vergüenza que nunca hasta entonces había
experimentado. Y a partir de ese momento supe que aquel estado de cosas no podía
durar y que debía encontrar una salida aquella misma noche.
Si ni siquiera la molinera me distinguía de mi propio cadáver, quería decir que las
cosas habían ido demasiado lejos, que mi cadáver había calado en mí demasiado
hondo. Pero tampoco podía protestar, pues ello habría significado una sola cosa: el
entierro.
Me acerqué al río. Fluía como antes… Se me ocurrió que después también fluiría,
y esa idea tan sencilla me inspiró.
Si seguir así era imposible, si no podía permitirme el entierro, si no quería
conformarme, si, por consiguiente, no podía seguir con mi cadáver y, al mismo
tiempo, no me podía deshacer de él (el entierro era tan solo una separación aparente;
en realidad, significaría confirmar su existencia para siempre), ¿qué me quedaba? He
aquí el problema. Con todo (que cada cual me juzgue como lo estime oportuno), me
pareció tener la solución.
Desde luego, requería una pérdida. Tuve que renunciar a lo que tanto había
defendido cuando apareció el cadáver del mariscal: el puesto, la seguridad, la
tranquilidad de vivir en ese molino ruinoso pero hospitalario, cuyos atractivos no me
pasaban desapercibidos, como ya he demostrado suficientemente a lo largo de este
relato. El río, el mismo río que lo había traído, me podía ayudar. Gracias al río, esta
unión inseparable, de la que hasta ahora me había librado, se relajaría. Ni entregaría
mis despojos a nadie, ni tendría que llevarlos a cuestas. Mi cadáver seguiría siendo un
cadáver, unido a mí, pero yo recobraría la libertad de movimientos. Él seguiría
inmóvil —tal era la esencia de su naturaleza—, pero no siempre en el mismo lugar; lo
sumergiría en el elemento líquido, al que yo mismo me vincularía, y este nos
conduciría a la reconciliación. Él navegaría llevado por la corriente, y yo caminaría
por la orilla, sin perderlo nunca de vista. Porque es un hecho que el río fluye, y que
no termina aquí, en el molino. No sé dónde se encuentra su desembocadura, pero
tampoco sé dónde está el manantial y, a pesar de todo, estoy aquí, y por la misma

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razón puedo estar allí. Siguiendo el río, que llevaría mi cuerpo, ya no dependería de
él, pues él —y, por lo tanto, también yo—, dependeríamos del río, que sería nuestra
Arca de la Alianza: yo llegaría andando a donde fuera él flotando.
Sin duda se trataba de una libertad relativa. Aunque ¿acaso no era mejor depender
del movimiento que de la inmovilidad? ¿Del río que del cadáver?
Esperé a que la molinera bajara a preparar la cena. Me encerré arriba. Recogí a
toda prisa lo indispensable: algo de ropa interior de abrigo, la estrella para
afeitarme… Estaba listo, solo tenía que esperar a que se reunieran para cenar. Con la
maleta en la mano y el cadáver a la espalda oí ruido de platos y cucharas detrás de la
puerta de la cocina. Con qué gran placer me habría vuelto a sentar con ellos a la
mesa. Nos unían demasiadas cosas.
Me dirigí al río, más allá de la noria y de la esclusa. El cadáver me salpicó
ligeramente al zambullirse, viró despacio y siguió la corriente. No creo que me
guardara rencor. Al fin y al cabo, lo había devuelto al mismo elemento que me lo
había traído.
Así empezó nuestra peregrinación. No resultaba fácil seguir la orilla del río sin
cesar, ni más deprisa ni más despacio que el cadáver llevado por la corriente. En
algunos lugares, la orilla era abrupta; entonces trepaba por la pendiente, a gatas,
arrastrando la maleta, evitando los terraplenes y los pedregales, o bien siguiendo la
cuenca desde lo alto, aguzando la vista para no perderlo. En ese caso eran los
matorrales los que me estorbaban y me impedían localizarlo. A veces, el curso
aceleraba y había que correr. De vez en cuando, él caía en un remolino,
particularmente en los desniveles, y daba vueltas en círculo; yo aprovechaba esos
momentos de respiro para sentarme en un saliente, observando, mientras chapoteaba,
sus inmersiones y emersiones: parecía un delfín juguetón. Luego, cuando entramos en
el llano, el río se amansó, se ensanchó y formó barrizales cenagosos, poblados de
juncos y cañas en los bajos, habitados por una pajarería salvaje que levantaba el vuelo
con gran griterío. Era difícil adentrarse en el barro. En los vados, parecía que el río
terminara perezosamente entre los limos marrones; entonces, aprovechaba para echar
una buena siesta, seguro de que el cadáver no se movería hasta que volviera a la
corriente; me lavaba los calcetines, encendía una pequeña hoguera, cocinaba algo
caliente; en una palabra: descansaba y, en ocasiones, no intervenía durante varios días
y recobraba fuerzas para seguir mi camino. De modo que no me iba tan mal y, en
cualquier caso, no podía quejarme de estar siempre en el mismo lugar. Ahora también
disponía de tiempo para echar un vistazo por los alrededores, conocer el país o trabar
amistades pasajeras y, de paso, ganar algún que otro dinerillo trabajando
eventualmente, hoy aquí, mañana allá, pero sin perder nunca el río de vista.
Me construí una pértiga y aprendí a dirigirlo, a acelerar su ritmo y a hacer sus
paradas más breves. Lo dirigía hacia donde la corriente era más rápida, o le ayudaba a
salir de los bancos, según me parecía mejor. Cierta vez, en época de gran sequía,
cuando el río se evaporó y disfrutamos de un largo descanso, conseguí terminar, en

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una localidad próxima al río, un curso de diseño industrial que me permitió obtener
mayores ganancias durante nuestra peregrinación posterior. También estuve como
barquero, lo que tenía el aliciente de poder trabajar sin perderlo de vista.
Una vez, por poco nos perdemos. Tras amarrarlo a la orilla, me detuve en una
fiesta en La Casa del Pescador. Durante la noche, mientras bailaba un vals, se
desencadenó una tormenta que se convirtió en un diluvio. Me supo mal interrumpir la
diversión; así pues, decidí quedarme. De madrugada, alguien llegó con la noticia de
que el río crecía y arrancaba los amarres de las barcas. Acudí a toda prisa: no había ni
rastro de él. La crecida lo había reflotado y se lo había llevado consigo. ¡Cómo llegué
a sufrir, mientras dejaba atrás, en mi carrera, barcas y pájaros llevados por la
corriente! Incluso tuve ganas de llamarlo, pero pensé que no me oiría. Solo al
mediodía divisé a lo lejos, en mitad del río —que en esa parte fluía entre colinas,
distribuidas por una ancha llanura—, su característica nariz que sobresalía de la
superficie, calma como un estanque. Sobre la nariz cruzaba el arco iris. Tras la lluvia
llegó el buen tiempo y el sol brilló de nuevo. Ay, mi buena nariz, que esto me sirva de
lección. Nunca más te abandonaré.
A pesar de las incomodidades, la vida al aire libre incidía favorablemente en mi
salud. Me robustecí y adquirí un espíritu emprendedor.
Aquel año, antes de la primavera, fui a parar a una localidad capital de distrito,
situada, por supuesto, junto al río. El invierno, particularmente frío, había saturado las
aguas de hielo, que empezaba a resquebrajarse y, desde hacía varios días, los bloques
se amontonaban frente al puente formando una barrera. En alguna parte de esa
barrera estaba él, privado, al igual que los bloques, de fluir libremente. También yo
me detuve. El puente crujía, amenazaba con derrumbarse; me dijeron que tenían que
llegar zapadores y hacer saltar por los aires la barrera de hielo, para salvar el puente y
dar libre curso a los bloques. A falta de algo mejor que hacer, decidí visitar la feria.
Realmente, el día era un augurio de primavera: puro, blanco por el reflejo cegador del
sol sobre la nieve; azul por el color del cielo, los hielos y las pendientes heladas,
aptas para patinar; negro en todo cuanto tenía que ver con los hombres. La feria era
un hervidero: acudían a ella campesinos de toda la comarca.
Paseando por entre los puestos, reparé, entre la muchedumbre, en un grupo que
me resultó familiar. Iban en un carro de labrador con la caja hecha de juncos; el
caballo con el hocico metido en la bolsa de forraje… Pues claro, era la familia del
molinero. El molinero dormitaba en la caja; ella —¡Dios mío!, convertida ya casi en
una anciana— sacaba algo de un hatillo; y aquellos jóvenes de mirada arrogante,
¿eran sus hijos?
No sabía si deseaba huir o acudir a su encuentro. De hecho, fue la molinera quien
me vio y sacudió el hombro del marido, que alzó la cabeza canosa y me miró. La
mujer levantó el brazo, gritó algo; me había reconocido. Sin embargo, en ese preciso
instante se oyó un griterío, las cornejas abandonaron el campanario de la iglesia y la
gente se echó a correr en tropel hacia el puente para ver cómo los zapadores hacían

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saltar el hielo. También corrí yo, aunque no para mirar, sino para reencontrarme
conmigo mismo y, en seguida, tan pronto los hielos se pusieran en camino y yo me
pusiera en camino, también yo ponerme en camino.

1967

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NOCHE EN VELA

En cierta ocasión emprendí un viaje.


Como no había conexión directa con mi destino, a mitad de trayecto me apeé en
una estación para realizar un trasbordo a otro tren.
Anochecía. El otro tren no había de llegar hasta la mañana siguiente.
Abandoné la estación y me dirigí al pueblo para buscar un lugar donde pasar la
noche.
No encontré plaza en el hotel, ni en ninguna otra parte. Finalmente, me dieron
unas señas donde me aseguraron que me acogerían.
Se trataba de una casa amplia y baja, con jardín.
—Como quiera —dijo el propietario—. Pero sepa que aquí hay aparecidos.
Me asustaba más una noche sin techo que una noche en vela. Por otra parte, una
noche sin techo necesariamente tenía que ser una noche en vela.
—¿Qué clase de aparecidos?
—Aparecidos en general.
En general podía ser bueno y malo al mismo tiempo. Malo porque era como no
decir nada, y bueno por idéntico motivo. Me avine a las condiciones.
—Yo ya le he prevenido —advirtió el propietario, y me condujo a un cuarto
donde, entre otros muebles, había un armario de gran tamaño.
Cuando me quedé solo, eché un vistazo por la ventana. No se veía nada.
Me puse a considerar en qué consistirían los aparecidos. Me quité la chaqueta y la
colgué en el respaldo de la silla.
«¿Qué es lo que me espera?».
Vertí agua de la jarra en el aguamanil.
«¿Esqueletos, fantasmas, calaveras?».
Me lavé la cara.
«¿El rítmico percutir de una tibia contra el cristal de la ventana?».
Me sequé la cara con la toalla.
«¿O quizás una cabeza rodando por el suelo?».
Me quité los zapatos.
«¿Un enorme perro negro?».
Eché una ojeada debajo la cama.
«¿O acaso el ectoplasma?».
Me desnudé y me acosté. No logré conciliar el sueño.
«¿Un ahorcado dentro del armario?».
Me levanté y abrí el armario. Estaba vacío.
Dejé entornada la puerta del armario y me volví a acostar. Lo único fosforescente

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eran las manecillas del reloj. Era bastante más de medianoche. La hora crítica había
pasado.
Por lo visto, el dueño de la casa se había burlado de mí.
Finalmente, oí un ruidillo, débil pero claro.
Me incorporé y encendí la luz. Alguien roía algo en el interior del armario.
Con la lámpara en la mano y de puntillas, me acerqué al armario. Me asomé a la
puerta entornada, alumbrando el interior con la lámpara.
Vi un ratón común.
Cerré el armario de golpe y me senté en una silla.
«Así pues, lo que sea no se ha tomado la molestia de venir a asustarme.
»A no ser que lo que sea haya venido bajo la forma de ratón.
»Pero, en tal caso, lo que sea no da miedo.
»¿Realmente no da miedo?
»Si lo que sea se ha presentado bajo la forma de ratón, si el ratón tiene que
significar algo, entonces es peor que si se me hubiera aparecido un fantasma, un
vampiro o un esqueleto. Un fantasma grotesco no es nada más que un fantasma
grotesco. Pero ¿qué es un ratón común si no es un ratón común?
»¿Qué se esconde tras él?».
Se me pusieron los pelos de punta.
«A no ser que tras él no se esconda nada».
Los pelos volvieron a su lugar.
«Conque, o se trata de algo mucho más terrible que un aparecido, o no hay nada
que temer.
»Sin embargo, ¿cómo lo averiguo?».
Con cautela, volví a echar un vistazo al interior del armario. Estaba en un rincón,
de color gris. «¿Significa algo, o no significa nada?». Resultaba difícil adivinarlo; me
miraba con unos ojillos semejantes a dos semillas de amapola. ¿Qué se puede deducir
de dos semillas de amapola?
Cerré de un portazo. Me sentí bañado en sudor frío.
«Quizá no; pero ¿y si…?».
Agarré un zapato y lo maté. Respiré, aliviado.
Pero entonces vi el zapato que tenía en la mano. Nunca antes había reparado en
él.
Puse el zapato en el suelo y me lo quedé mirando.
Era un zapato como otro cualquiera.
Y eso precisamente era lo que levantaba mis sospechas.
Era «demasiado zapato».
Me propuse sorprenderlo. Agarré el periódico y fingí leer. Luego, de sopetón,
volví la cabeza, pero él hacía como si nada y seguía siendo un zapato.
Aquello no probaba nada.
Repetí el experimento varias veces con idéntico resultado.

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Apagué la luz y me acosté. Aun así, no conseguía conciliar el sueño. Él seguía
ahí. A oscuras, pero seguía. De pronto, me incorporé de un salto y me senté en la
cama. El corazón me latía con fuerza.
«¿Y si no era el ratón; si es él, el zapato…?».
Me levanté, di la luz, abrí la ventana y arrojé el zapato al jardín.
Cerré la ventana y me acerqué al aguamanil para lavarme las manos. Las levanté.
Las mangas del pijama eran demasiado cortas. Quizá por ese motivo llegué a la
conclusión de que mis manos eran unas manos.
Me senté a la mesa y las extendí ante mí.
«Y si no era el ratón, ni el zapato, sino mis manos…».
Sin esperar a la mañana, abandoné la casa. Pasé el resto de la noche en la
estación.
Desde entonces tengo miedo de mis manos.

1967

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ALGUIEN QUE ME LLEVE

Me llevan. Me desplazo por el mundo boca arriba, cara al cielo.


No siempre fue así. Recuerdo que me tumbé para descansar. Ya no esperaba nada.
Me quité los zapatos, pero ello no suponía ninguna invitación. Más bien una
resignación. Significaba que ya no tenía intención de ir a ninguna parte, que ya no
deseaba buscar la felicidad. Ya ni siquiera permanecía de pie junto a la puerta: no
esperaba nada.
De modo que no hice nada que pudiera revelar el motivo por el que me llevaban.
Que te lleven de esa manera representaba un estado excepcional. No conozco
nada tan agradable. El caso es que uno se ve en movimiento, pero sin tener que usar
las piernas. En realidad, cuando ando, teóricamente sé —tengo pruebas que lo
demuestran— que me desplazo respecto a mi entorno, pero el hecho de mover los
pies sobre un lugar, es siempre igual, siempre sobre un lugar, no importa donde ese
lugar se encuentre. Esta desagradable sensación desaparece al ser llevado.
Cuando ando, por lo general, sé hacia dónde me dirijo. Antes de llegar a mi
destino ya me encuentro en él con el pensamiento; por eso siempre llego tarde. Ahora
no sé adónde me dirijo, hacia dónde me llevan, aunque estoy seguro de que hacia
alguna parte, pues está claro que no me llevan en todas direcciones al mismo tiempo.
Cierto que no soy yo quien elige el destino, pero ¿acaso la elección del destino
supone una ventaja tal que valga la pena tenerla en cuenta? No hay ningún destino
propio. La mejor prueba de ello es que, tan pronto llegamos a destino, nos dirigimos a
otro.
En este momento no sé dónde estoy, ni dónde estaré dentro de un instante. En
realidad, no me preocupa encontrarme aquí o en otra parte. Mi vida ha dejado de ser
un constante poner un pie delante de otro, un eterno errar, una perpetua preocupación
por lo que ocurre a mis espaldas. Prefiero ser un ignorante llevado que prevenido y
caminante.
Un pájaro ha aparecido sobre mí. Cuando no nos llevan, cuando estamos en
posición vertical, raras veces vemos un pájaro como ese. Hay que mirar hacia arriba,
y percibimos sobre todo los vuelos breves de los gorriones, a ras de tierra, a un tiro de
piedra, que más que volar, saltan, y su vuelo despierta compasión. Sin embargo, he
aquí un pájaro auténtico, un pájaro entre los pájaros. Planea sobre mí, vuela en
círculo. «Ah, amigo pájaro, sobre este canapé me encuentro ahora más cerca de ti que
si estuviera en lo alto de una torre».

No recuerdo con exactitud cuándo dejaron de llevarme. La culpa fue de las nubes
que, al desplazarse por el cielo, crean la ilusión de que a uno lo continúan llevando,

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cuando resulta que ya te han abandonado y se han ido. Moví los dedos; la mano ya no
estaba fresca, sino que sudaba de nuevo, víctima del calor, como un pez muerto en un
estanque en lugar de en agua corriente, donde, aunque muerto, el flujo lo movería.
El pájaro se separó de mí; ahora volaba indiferente, habíamos perdido la
complicidad que nos unía. Por estos indicios, así como por algo más que no acertaría
a definir si no como la certeza de que me habían abandonado, me percaté de que era
eso justamente lo que había sucedido. Levanté la cabeza. ¡Qué repugnantemente
inmóvil estaba todo ahora! En fin, si alguien mantuviera que todo lo anterior había
sido una ilusión, he aquí la prueba irrefutable: me encontraba en otro lugar, en un
lugar que desconocía. ¿Por qué me habían abandonado precisamente allí? Contemplo
fatigado cuanto me rodea para hallar la respuesta en el paisaje. El canapé se encuentra
junto a una zanja donde crecen cardos y hierbajos; la corola violácea de una flor de
cardo aparece a la derecha de mi pómulo. Más allá, una cerca tan desdentada que se
podría cruzar con un tiro de cuatro caballos por los huecos de las tablas que faltaban.
«Robadas para leña», pienso. Evidentemente, solo se trata de un presentimiento, pero
me siento mejor cuando puedo presentir algo. Tras la cerca, un parque selvático entre
cuyos ramajes se adivinan algunos edificios.
El ferrocarril a mano izquierda. Un camino vecinal, polvoriento, otra zanja,
zarzas, algunos árboles; en los campos, arbustos dispersos, cada vez más lejanos,
hasta llegar al blanco campanario de una iglesia, en el mismo horizonte, entre un
segundo grupo de árboles espesos. ¿Adónde han ido?
El aspecto del lugar se me antojaba aún más falto de sentido que mi aventura, tan
carente de justificación e interrumpida; yo esperaba, solo de momento. Esas zarzas y
la cerca, tan desprovistas de propósito, me disgustaban, aunque no cabía la menor
duda de que de algún modo influían sobre mí. Antes, cuando me llevaban en el
canapé, no había preguntado «quién» ni «por qué»; en ningún momento se me
ocurrieron preguntas de ese tipo; sin embargo, ahora, cuando todo lo que veía
resultaba tan claro, daba rienda suelta a mi enojo: ¿por qué esa cerca?, ¿por qué esos
edificios, cuya sola presencia me causaba un profundo malestar? En realidad, no los
necesitaba. Se apoderó de mí un aborrecimiento tan terrible que cerré los ojos,
aunque solo fuera para no ver nada durante un instante. «La zanja sirve para recoger
el agua de lluvia —me repetía, a modo de explicación—. La zanja sirve para recoger
el agua de lluvia». Y sentí una tristeza tan inmensa que poco faltó para que me echara
a llorar.
Por otro lado, ¿era todo aquello realmente tan nuevo para mí? La zanja, la cerca,
el campanario de la iglesia, cada uno de esos elementos, incluso si los dividía en
partes más pequeñas —pues ¿quién nos impide dividir, dividir y seguir dividiendo
hasta la saciedad?—, cada uno de los elementos más minúsculos de esos elementos
me era bien conocido, solo que bajo otras configuraciones. Quizás en otra parte la
cerca se encontrara a la derecha en lugar de a la izquierda, la iglesia fuera de ladrillo
rojo y no blanca, pero, por otra parte, también conocía el color rojo por millones de

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otros ejemplos de otras combinaciones, incluso por mi canapé de terciopelo; y el
terciopelo, a su vez, también lo conocía… El mundo es como una caja que contiene
un rompecabezas que se puede armar cada vez de una forma diferente, pero siempre
compuesto por las mismas piezas. Un crío que recibe como regalo un juguete de tales
características debería suicidarse si no desea convertirse en un cretino, aun en un
cretino muy inteligente. Solo me quedaba esperar a que regresaran y me llevaran de
nuevo.
Así pues, me encuentro aquí tumbado, sin poder prescindir de cuanto me rodea.
Escucho el rumor de las hojas al rozar con otras hojas (o quizá de esas otras hojas al
rozar con las primeras); a pesar de la leve brisa percibo el zumbido de un abejorro o
de una avispa que se aproxima y pasa volando, y, del lado de las construcciones, oigo
algo que se arrastra y que no sé qué es.
Siguen sin volver, aunque pueden hacerlo en cualquier momento. ¿Habrán ido a
beber agua? ¿O, por el contrario…?
Escucho un traqueteo distante e irregular, el sonido como de unas campanillas, un
chirrido cada vez más claro; sin lugar a dudas, algo se aproxima, y ese «algo» está a
un paso de convertirse en «alguien», y «alguien» de convertirse en una persona
concreta. Pensar que sea ciego es ya una apuesta demasiado arriesgada, así pues me
verá aquí, tumbado sobre este canapé de color amaranto chillón sobre el fondo verde
del parque (de un verde más oscuro cuanto más lejos). El canapé está al linde del
camino, donde la luz es más intensa. Me verá, y lo más probable es que esté dotado
de palabra; me preguntará qué hago aquí, con este canapé, y yo, yo… ¡Ni hablar!
Así pues, aprovechando que aún estaba a tiempo, oculté el canapé entre los
arbustos. También me habría ocultado yo de buena gana, pero temía que entretanto
volvieran y, al no encontrarnos ni a mí ni al canapé, se marcharan y me abandonaran,
esta vez para siempre.
Y de repente veo a un ser compuesto por un caballo de rostro indudablemente
humano, situado algo más arriba, y por un objeto inanimado que, según todas las
nociones que me han enseñado es, en términos generales, un carro. ¡Si solo hubiera
sido el rostro!… Pero por desgracia, el rostro va unido a un campesino (razono a toda
prisa y acomodándome a la lógica), porque el habitante de la zona donde me
encuentro se llama campesino.
Ya está más cerca. En él todo se complementa perfectamente. En su esfera, todo
refleja una identidad noble y saludable. Va sin afeitar, pero el abandono en el aspecto
exterior es algo natural en la vida dedicada a las labores del campo. Tiene los ojos
azules y un tipo antropológicamente uniforme; todo ello confirma y tranquiliza al
espectador, que sabe a priori que la vida, sedentaria durante siglos y reproducida a
partir de los elementos locales, no se ve sometida a las incidencias bárbaras de la
raza. Conduce correctamente, pero sin prestar mucha atención, lo que prueba que
tiene experiencia, que la conducción de carros deriva de su naturaleza. Esa imagen
debería calmarme, solo que mi heterogeneidad me hacía sentir culpable.

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Ya de lejos clavó en mí sus ojos azules, unos ojos sin vida propia, como dos
orificios abiertos en un edredón de color blanco tendido sobre un fondo azul pálido.
La superioridad de unos ojos como esos resulta abrumadora, pues combina la fuerza
de la cosa muerta con la potencia de la mirada humana. Son simples y, no obstante,
uno no puede dejar de sospechar que tras ellos se oculta cierta capacidad de reflexión.
Al fin y al cabo es una persona, igual que yo. Una pared que mira es una imagen de
pesadilla; respondes a su mirada y resulta que no es más que una pared. Así pues, te
lanzas, como si te lanzaras contra una pared, y la traspasas como si embistieras el
pensamiento de alguien. Se trata de algo que ya constatan los cuentos que describen
las luchas contra los brujos. Les atacas con fuego y se te convierten en agua; quieres
beberlos y te queman el estómago; quieres aplastarlos, se convierten en pájaro; tú en
arquero y ellos en flecha.
Me miraba y, a pesar de que yo también le miraba, su superioridad consistía en
que yo veía que él me miraba, mientras que él me miraba como si no viera que yo le
estaba mirando. Aunque, quién sabe.
¿Quién era yo para él? ¿Qué pensaba de mí? ¡Ay, si por lo menos hubiera llevado
algún uniforme de soldado, o de ferroviario! Un soldado es siempre un soldado, y un
ferroviario, un ferroviario. «He visto a un militar (o a un ferroviario)», habría dicho
más tarde a su esposa. Pero no llevo ningún uniforme, en mí nada destaca; resulta
imposible describirme. Y más teniendo en cuenta que había ocultado el canapé, y que
seguía junto al camino, en calcetines y sin zapatos.
Aun así, seguro que intentará clasificarme. Quizá piense que soy un ladrón, un
vagabundo, un loco. Hará correr la voz por el pueblo de que se ha presentado alguien
sospechoso. Acudirá una muchedumbre, me mirarán, me harán sabe Dios cuántas
preguntas, puede que hasta me den una paliza. ¿Y cómo volverán a llevarme, llegado
el momento? No había sucedido más que una vez, cuando me encontraba solo, no
rodeado de una multitud.
Tenía que decir algo, presentarme de algún modo, para que pasara de largo sin
prestarme excesiva atención. Necesitaba algún motivo que acreditara mi presencia, le
diría, por ejemplo, que ando buscando la escuela. Mi pregunta no debería
sorprenderle, por el mero hecho de que soy un extraño. Mi calidad de extraño
explicaría mi pregunta, y mi pregunta mi calidad de extraño. ¿Cómo voy a saber
dónde se encuentra la escuela, siendo un extraño? Así pues, pregunté:
—¿Está lejos la escuela?
—Por ahí —contestó, adelantando el zurriago. Y añadió, deteniendo el tiro—.
Suba, le llevo.
Eso no lo había previsto. Si rehúso, a ojos del campesino pareceré doblemente
sospechoso. Primero pregunto por la escuela y luego no quiero ir. Sin embargo, si no
rehúso, entretanto podrían volver para llevarme, aunque no tenía ninguna certeza; por
otro lado, si no aceptaba, sin duda el campesino adivinaría mi treta. Así pues, opté
por el mal menor (y, de paso, por evitar el ridículo). Iría y, luego, cuando el

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campesino me dejara, volvería a hurtadillas.
Me senté sobre la cuba, porque aquello ni siquiera era un carro, sino una enorme
cuba metálica sobre ruedas que apestaba a amoníaco, prueba casi segura de que
servía para transportar agua de estiércol.
Quedaba por aclarar el asunto de los calcetines. Alguien que busca la escuela, de
acuerdo. Pero ¿por qué sin zapatos?
—Los zapatos dan calor —dije. No asintió, pero tampoco replicó nada, lo que
podía significar tanto que estaba de acuerdo como que era de otro parecer.
—No obstante, descalzo tengo demasiado frío —concluí, para situar mis pies, no
calzados pero tampoco descalzos, en la posición más justa posible. Pero también eso
fue acogido con silencio.
Atravesábamos el parque. Entre las ramas brilló un estanque, parcialmente
cubierto de lentejas de agua. Más adelante, el camino se bifurcaba y el campesino
tomó uno de los desvíos.
—Una cigüeña —dijo, apuntando con el zurriago, esta vez hacia un lado.
Efectivamente, en el prado había un pájaro blanco y negro. ¿Sería el mismo que
antes me había sobrevolado? Era necesario responder algo al campesino.
—No se mueve —observé, en un tono no demasiado rotundo, para que también
pudiera acogerlo como una duda. Así, tendríamos tema para continuar nuestra charla.
La duda siempre anima a la conversación. Sin embargo, él pasaba perfectamente sin
conversar y el silencio que volvió a imperar no parecía incomodarle en absoluto.
—La escuela —dijo finalmente, indicando un edificio bajo y blancuzco. Tiró de
las riendas. Salté de la cuba, agradeciéndole el favor. Esperaría a que se fuera para
volver a hurtadillas adonde me había recogido. No obstante, él no tenía la más
mínima intención de marcharse. Se había vuelto hacia mí y me miraba. El caballo,
por el contrario, se había vuelto hacia el otro lado y pacía. Me gustan los animales.
Así pues, en lugar de regresar al parque, a las buenas o a las malas, me vi
obligado a entrar en la escuela, y me encontré en un recibidor con el suelo de piedra.
Había una puerta a la derecha y otra a la izquierda. Me asomé al ojo de la cerradura
de la puerta de la derecha y vi un montón de pupitres vacíos. Miré por el ojo de la
cerradura de la izquierda y vi unos libros dispuestos en unas estanterías,
encuadernados con papel de embalar, de color gris, y con etiquetas en el dorso,
blancas con ribete azul. Reinaba el silencio y olía a fenol. Por lo visto, a esa hora, la
escuela estaba vacía, lo que me infundió coraje, incluso hizo que me mostrara
atrevido.
Di vuelta al pomo de la puerta de la izquierda: estaba cerrada.
Di vuelta al pomo de la puerta de la derecha: cedió. Dentro, vi a una mujer joven
subida a una escalera que sostenía con los brazos levantados una guirnalda de papel.
Las piernas, blancas, tersas, quedaban al descubierto por encima de la rodilla.
Se volvió y soltó la guirnalda. Me agaché y la recogí, con gentileza.
—Tome. Se le ha caído…

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Me miró desde arriba. Sostenía un par de clavos entre los labios y el martillo le
sobresalía del bolsillo de la bata azul marino, de seda brillante. Se quitó los clavos de
la boca y, en lugar de tomar la palabra, soltó una carcajada. A buen seguro se había
fijado en mis calcetines. Con todo, esta vez no me sentí turbado en lo más mínimo.
Éramos de sexo contrario y, gracias a ello, nuestro encuentro tenía cierto sentido,
cualquiera que fuese mi aspecto.
—Nos conocemos de algo —dije despreocupadamente.
Ahora sosteníamos la guirnalda los dos a la vez. Yo se la ofrecía desde abajo, ella
la recibía desde arriba. Parecía que le entregara un presente como homenaje. A pesar
de tener su pierna a la altura de mi oreja, no me sentía en absoluto rebajado.
—¿No me recuerda? ¡Pero si ya nos hemos visto en más de una ocasión!
Era cierto. Era una mujer, y yo mujeres veía a diario.
Miré más allá de su pierna y observé a través de la ventana que el campesino ya
se había marchado. Y yo, entretanto, ahí clavado, inmovilizado por la estúpida
guirnalda. Me remordía perder el tiempo, mientras allá tal vez me estuvieran
llamando, me estuvieran buscando…
—Se lo diré en otro momento. —Inquieto, le puse la guirnalda en la mano y corrí
hacia la puerta. Se quedó de pie en la escalera, sosteniendo la guirnalda con ambas
manos, como unos despojos de papel rosa. Lo pensé mejor, me detuve en la puerta y
añadí, en un tono más amable, más prudente—: A las cinco. En el parque del
estanque.
Me encontraba ya en el recibidor, cuando de nuevo me asaltó la duda sobre lo
acertado de mi comportamiento. Volví para añadir.
—No falte.

Encontré el canapé donde lo había dejado. ¿Habrían venido a por mí durante mi


ausencia? Nada parecía confirmarlo. Volví a tumbarme, agotado por la carrera; al fin
y al cabo, ese era mi lugar. Quizá todo terminara bien. Procuré ordenar mis ideas, y
las ordené del modo siguiente:
1. Si me llevaban, estaba claro que era porque les importaba. Era difícil presumir
que me llevaran porque sí.
2. Si me habían encontrado antes, también me encontrarían ahora.
3. Si hubieran vuelto durante mi ausencia, me habrían esperado, como resultaba
de los dos puntos precedentes.
Uno se encontraba más fresco entre los matorrales, donde, a pesar del calor, había
más humedad. Poco a poco, mis cavilaciones dejaron de atormentarme; luego, entre
los diversos ruidos, distinguí algunos. En primer lugar, el zumbido de los insectos,
luego el balido de una oveja que se había cortado con una guadaña, los gritos de una
mujer enfurecida en algún lugar entre los matorrales. Más tarde, el zumbido de los
insectos se unió al balido de la oveja-guadaña, como un insecto enorme y, al mismo
tiempo, los gritos de la mujer se unieron a la guadaña-oveja, que se convirtió en una

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regañina de mujer-insecto. En cuanto a la vista, desde el principio fue monótona: un
plafón de hojas entrelazadas.
Sin embargo, veía las nubes, el cielo. Por ese motivo, me costaba aún más creer
que tenía hojas sobre la cabeza y me picaban los mosquitos. Me había adormilado. La
última esperanza antes de despertarme: ¿me habían llevado de nuevo, un trecho nada
más, mientras dormía? ¿De verdad había visto el cielo, aunque solo hubiera sido en
sueños? ¿Era posible que aquellas hojas fueran ya otras hojas? No, eran las mismas.
A través de los arbustos se entreveía el mismo camino, la misma cerca desdentada.
Tan intensos fueron el recuerdo y la añoranza de la condición de ente llevado, que me
vinieron las lágrimas a los ojos. No me avergonzaba, porque me había echado a llorar
sin darme cuenta, incluso antes de despertarme, cuando todavía tenía el cielo en mis
manos y, por lo visto, ya era consciente de que lo perdería. En cualquier caso, mis
lágrimas… mis lágrimas eran auténticas.
Me acordé de mi cita y abandoné el canapé. En ese momento, la cosa se
presentaba del siguiente modo:
1. Quizás era cierto que solo me llevaban por casualidad. Lo que les importaba
era el canapé, no yo; y el que me encontrara encima era un hecho casual. Por otro
lado, quizá les daba lo mismo lo que llevaran.
2. No tenía pruebas de que entonces me hubieran buscado. Por lo tanto, tampoco
tenían por qué buscarme ahora.
3. Incluso si habían vuelto durante mi ausencia, incluso si me habían esperado,
podían haberse cansado de esperar.
¿O quizá se habían cansado de llevarme?
¿Qué ocurriría si no aparecían hoy?
¿Ni al día siguiente?
¿Ni al otro?
Me dirigí hacia el estanque. Los pies se me hundían desagradablemente en la
tierra mojada. Ni siquiera había dónde sentarse.
Si bien no me cuesta nada permanecer sentado durante largas horas, estar de pie
en un mismo lugar sin ningún motivo concreto, incluso por breve espacio de tiempo,
me resulta una tortura; prefiero moverme de aquí para allá, incluso sin ningún motivo
concreto, aunque entonces también me torture.
Así pues, iba y venía a lo largo de la orilla, hasta que descubrí que en el lado
opuesto había alguien. Permanecía allí, inmóvil; por lo que no había reparado antes
en él. Me asustó la idea de que quizás él hubiera reparado antes en mí e hiciera
tiempo que me observara. Me tranquilicé cuando, después de fijarme más
detenidamente, me di cuenta de que llevaba un sedal en la mano. Era un pescador, y
los pescadores miran constantemente la boya y no prestan atención a lo que les rodea.
No se encontraba en la orilla, sino cerca, en una barca. Era un hombre vestido con un
guardapolvo gris y, de lejos, cierta particularidad en su cara me inclinaba a
adjudicarle un bigote. Dejé de moverme, primero para no atraer su atención, luego

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porque ahora, teniendo ya qué mirar, recobré la capacidad de permanecer en un
mismo lugar. Así que ambos mirábamos: él la boya y yo a él; y ambos esperábamos:
él a que picaran, y yo a mi amiga. A él no se le hacía larga la espera, gracias al pez; a
mí tampoco, gracias al pez y a él.
Cuando, de pronto, recuperó el sedal (sin pez), lo enroscó —invisible a esa
distancia— alrededor de la boya, remó hasta la orilla y se marchó, me sentí
abandonado y fuera de mí. Me volví a arrastrar, de aquí para allá, hasta que llegó ella.
Llevaba un vestido azul, recién planchado, con el cuello blanco; el pelo también
acabado de rizar. Se había acicalado para mí; pero eso, precisamente, me acobardó.
Nos paseamos, indiferentes al desarrollo de nuestro romance, más tímidos que
durante nuestro primer encuentro. Me habló de la vida de una maestra de provincias.
No hacía mucho que había obtenido el puesto, con contrato; sus padres estaban bien,
vivían en una localidad lejana, pero la visitaban una vez al año; ella también iba a
verles durante las fiestas. El hermano, con quien a menudo se peleaba, cumplía el
servicio militar; ahora se querían bien y se escribían. Hasta me mostró una fotografía
de su hermano, que extrajo de un monedero de laca negra. Sin duda eran hermanos,
solo que él más moreno que ella. Vivía y comía en casa de un granjero, y se cosía la
ropa ella misma. Echaba de menos las diversiones y las charlas con personas
educadas.
Conversando de ese modo, dimos varias veces la vuelta al estanque. La luna salió
prematuramente —a veces ocurre, cuando el tiempo es bueno—, como un actor
borracho que, por error, entra en escena antes de que llegue su turno y provoca una
confusión. Había previsto la luna, pero más tarde, tras caer la noche, y ahora era ella
quien me pisaba los talones, en lugar de ser yo quien la esperase. En tanto que
partenaire de ese actor equívoco que había echado a perder el momento crucial de la
representación, me vi obligado a acelerar la acción para salvar la obra a los ojos del
público. Impertérrita, sin importarle lo más mínimo el caos organizado por su culpa,
la luna se clavó en la bóveda clara y todavía azul del cielo, semejante a una moneda
arrojada al fondo de una fuente, para llamar la buena suerte. ¡Vaya suerte!
Mi suerte se encontraba en otra parte, no junto a ese estanque, ni con esa persona,
por lo demás tan agradable. Sin embargo, el recuerdo de mis deseos me sirvió de
algo: teniendo en mente mi historia, fui capaz de hablarle con un entusiasmo que
jamás habría conseguido extraer de mí con el pensamiento puesto en el presente. Le
conté la impresión que ella me había causado (y pensaba no en sus cabellos etéreos,
sino en ese cielo de entonces), la sensación extraordinaria que experimentaba por vez
primera de que nos pertenecíamos el uno al otro para toda la eternidad (aunque tenía
en mente mi relación con el espacio mientras me llevaban), que no deseaba otra cosa
sino retener su mirada para siempre (y pensaba, para consolarme, en mi propia
mirada que, prendida en ese «espacio», y al ser privada de él, había adoptado la
forma de un pájaro; quizás ese pájaro fuera mi mirada, tan deseosa de permanecer allí
que se había convertido en un pájaro para levantar el vuelo aun cuando yo faltara) y

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otras cosas por el estilo.
Gracias al movimiento, gracias a que hablaba por hablar, aunque lo pensaba de
verdad, mis palabras tenían una inusitada capacidad de persuasión y causaban un gran
efecto. Ella me escuchaba con emoción, sintiendo, al parecer, que aquello trascendía
ya el simple flirteo. Por otro lado, yo mismo me dejé llevar por la contemplación de
mis recuerdos y me sublimaba cada vez más, y, cuanto más me sublimaba, más me
alejaba de ella. ¡Encontraba tanta facilidad de palabra! Me había olvidado de ella y,
gracias a ese motivo, hablaba cada vez mejor, a cada momento resultaba más
convincente. Hasta que mis fuerzas se agotaron. A todas luces, había hablado mucho,
porque, entre tanto, había caído el crepúsculo. La luna se había hinchado y se había
vuelto roja; una luna doble, pues ahora se reflejaba en el estanque. Estaba triste.
—¿Le apetece dar un paseo en barca? —propuse, pensando no solo en el paseo,
sino que en la barca podría sentarme.
Nos acercamos a la barca, pero resultó que hacía aguas y, sin botas de goma, no
nos apeteció meternos.
Así que seguimos andando alrededor del estanque, a pesar de que deseaba
descansar en alguna parte. Entretanto, la luna se había elevado y había palidecido.
—No lejos de aquí tengo un canapé. No quisiera ser mal interpretado —me
apresuré a añadir, dándome cuenta de hasta qué punto mi proposición resultaba
ambigua—. Podríamos trasladarlo aquí, al estanque, y contemplar la belleza del
reflejo de la luna sobre el agua.
Tal planteamiento me pareció inocente, incluso noble: de una naturaleza estética.
Fuimos en busca del canapé, y entre los dos cargamos con el mueble y lo trasladamos
hasta el estanque. Lo pusimos en la orilla, de acuerdo con nuestra intención de
contemplar el paisaje, pues bastaba mirar el agua para ver el firmamento, e incluso la
pálida Selene.

Me instalé en un edificio que en tiempos mejores había sido una hacienda y ahora era
propiedad del municipio. Vivía en él un encargado que se cuidaba de la reliquia. Me
presenté como primo de la maestra y recibí una habitación en la planta baja, donde
instalamos el canapé. La primera noche dormí vestido; al día siguiente, ella me trajo
ropa de cama y unos zapatos.
La casa estaba vacía, pues el encargado había llevado a la cocina los escasos
muebles que quedaban, y allí había instalado su vivienda. Como era soltero, una sola
habitación le bastaba perfectamente. Al encargado, que llevaba bigote, le gustaba
pescar con sedal. Se levantaba más temprano que yo e iba a cumplir con sus
obligaciones.
Yo me levantaba tarde. Desayunaba sin prisas; luego, sin que nadie me molestara,
me paseaba por las crujías, visitaba las dependencias de la hacienda y me encaminaba
al parque. Por la tarde, al terminar el trabajo en la escuela, ella me traía el almuerzo
en unos cuencos de barro. Pasábamos el resto del día juntos, siempre en el ámbito de

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las dependencias de la hacienda y del parque. En raras ocasiones nos aventurábamos
hasta los campos, al atardecer.
La casa estaba en mal estado. Había grietas en las paredes (las ventanas carecían
de cristales, con excepción de las de la cocina) y los desconchados conferían un
aspecto tenebroso a las estancias, incluso cuando el día era bueno. También faltaban
las puertas de las habitaciones. Las chimeneas, medio desmontadas, y los fogariles,
inequívocamente arrancados, parecían ya en ruinas. Unas escaleras de piedra
conducían a la planta noble; otras, de madera, de la planta noble a la buhardilla,
donde encontré un objeto que interpreté como una señal y que, en cualquier caso,
abrió mi herida.
¿Es preciso recordar que pensaba constantemente en lo que me había sucedido al
inicio de esta historia, a causa de la cual fui a parar allí? Habían pasado algunos días,
unos días monótonos, y había perdido la cuenta. Por otra parte, dudo que unos días
que se distinguieran de los demás —por tener algo que hacer, algo diferente a ese
vagar de aquí para allá— hubieran sido capaces de arrancarme de mis recuerdos, ya
que no se trataba solamente del recuerdo, sino de la esperanza. Si continuaba allí era
solo porque esperaba alguna repetición, o mejor aún, la continuación de mi primera
aventura, lo único que para mí tenía alguna importancia.
Si me había quedado allí, si pasaba los días cortejando, ocupado en falsos amores
y, además, viviendo en la incomodidad y en la limitación, era únicamente porque
tenía esperanza. Es más: temía que, al alejarme del lugar donde se interrumpió la
causa principal por la que vivía, me privaría a mí mismo de reencontrar el hilo. Aquí
se había perdido la pista y era aquí donde había que buscarla. De no ser por ello, haría
tiempo que me habría marchado.
De lo contrario, me habría sido más difícil aguantar, porque, entregado al examen
del tema que me ocupaba e indiferente a todo lo demás, no experimentaba los
inconvenientes de mi situación de forma muy dolorosa. El transcurso de los días y las
circunstancias apenas me servían de fondo casual para el sentido no casual de mi
existencia. Quizá pueda parecer una locura considerar falto de sentido al encargado,
con sus bigotes y sus ronquidos auténticos al otro lado de la pared, y, en cambio,
considerar mis pensamientos (ya sabemos a propósito de qué) como una apología de
la verdad; considerar a los mosquitos reales y a la maestra de carne y hueso como
acontecimientos innecesarios y, por el contrario, considerar lo que me había sucedido
al inicio de esta historia como una necesidad. Por otro lado, en la consecuencia
práctica de esa locura —si es que se trataba de una locura—, sufría menos a causa de
los ronquidos, los mosquitos y la maestra, que si les hubiera concedido mayor
atención, que si los hubiera considerado como una realidad en vez de creer que eran
un mero episodio. En fin, me sentía como alguien que está de paso, y mi
incomodidad se reducía a la incomodidad de un viajero que, al perder la conexión
entre dos trenes, pasa algunas horas en una pequeña estación, sin nada que le ate a
ella.

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En la buhardilla encontré un palanquín. Se trataba de uno de esos objetos en
desuso desde hace tiempo, que conservan su esencia, la finalidad para la que se
crearon. Todo en él hablaba de dicha finalidad: cuatro barras, con cómodas
agarraderas colocadas a sus extremos que se adaptaban perfectamente a la mano
concebidas para quienes tenían que llevarlo. Para quien tenía que ser llevado todo
había sido previsto de un modo igualmente idóneo: la caja cubierta de piel
impermeabilizada para protegerle de las inclemencias del tiempo y de las miradas de
los curiosos; el asiento en su interior, de la caja, tapizado de fieltro y cubierto de satén
blanco, para su mayor comodidad; los cristales de la caja, intactos; las cortinillas,
para que pudiera —si lo deseaba— aislarse del mundo. Hasta la tela con que estaba
tapizado el interior, aun cumpliendo un cometido estrictamente decorativo, no dejaba
de mantener una relación con la utilidad del objeto. Todo en él había sido concebido
en función de un principio utilitario.
Ese descubrimiento supuso una alusión tan brutal como la soga en la casa del
ahorcado. Además, ¡qué diferencia entre ese utensilio magnífico y mi canapé!
Solamente a falta de algo mejor puede destinarse un canapé al transporte de alguien y,
aun así, a despecho de su naturaleza. «Llevadme», parecía decir ese objeto, tan
categóricamente, que casi se podía oír la respuesta: «¡Sí, llevémoslo, llevémoslo!». Y
a mí me habían llevado sobre mi triste y modesto canapé. Aunque, si podían llevarme
en el canapé, con más razón habrían podido…
Me deslicé al interior y cerré la portezuela. El palanquín era una herida para el
recuerdo, pero también una señal de esperanza.
Costaba respirar en un espacio tan estrecho, más aún que bajo el techo ardiente de
la buhardilla, repleta de todo tipo de trastos. Antes me había parecido que la
buhardilla era oscura; ahora, a través de los pequeños cristales, apenas percibía algo
de luz. Era como estar sentado en el interior de un baúl en la oscuridad. Pensé que en
mi interior, en el interior de mi cuerpo, todavía debía de estar más oscuro. Me sentí
como una cebolla, rodeado por diferentes capas: la primera, el azul del exterior, las
copas de los árboles meciéndose y el trino de los pájaros. La segunda, la penumbra de
la buhardilla, polvorienta y con olor a estadizo. La tercera, la densa oscuridad del
palanquín, herméticamente cerrado, el moho y los excrementos de rata. Y, en el
centro de todo aquello, yo, la esencia misma de la oscuridad. Sin embargo, también
pensé que ese bulbo de tinieblas, aunque iluminado en la superficie, se encontraba
rodeado por la negrura perfecta del cosmos. ¿Perfecta, o tal vez como la de mi
interior? Habría preferido que fueran iguales: entonces me habría sentido
emparentado con la antiluz del universo, compartiendo su misma materia.
Agucé el oído. Si me estuvieran llevando, lo notaría. ¿Por qué no les había
tentado ese objeto magnífico? Les habría sido mucho más fácil que tener que pasarlas
canutas con el canapé, pesado e incómodo. Qué más natural que aprovechar la
ocasión, ahora que me encontraba en el interior. Procuraba no pensar en ello; conté
hasta cincuenta, hasta cien. Finalmente, la voz de la maestra me convenció de que no

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sucedía nada. Me llamaba desde el patio de la hacienda; había venido a traerme el
almuerzo.
La voz, aunque clara, penetraba con dificultad en el palanquín. Me llamaba por
mi nombre. ¿Y si finjo que ese nombre no me pertenece? Por otro lado, ¿realmente
me tiene que pertenecer? ¿Por qué tengo yo que ser esa palabra? ¿Por qué debo
identificarme con ella? Probablemente por nada, salvo por la pasividad y la
costumbre. Permanecí un rato sentado, maravillado ante el carácter extraño de ese
nombre. No respondí a su llamada, cada vez más inquieta; no por maldad, sino
porque no me llamaba a mí. No lo hacía por capricho, ni por crueldad; tampoco
pretendía ser ningún canalla. Todos esos defectos pertenecían a mi nombre, con el
que yo no tenía nada que ver.
La cosa no duró mucho. Ni siquiera me di cuenta de cuándo mi nombre me
sorprendió de nuevo y salí del palanquín, quizás incluso apresuradamente. La
encontré abajo, preocupada, dando vueltas a la casa. Llevaba los cuencos de barro,
cubiertos por un pañuelo limpio de lino. «¿Dónde te has metido durante todo este
rato, por qué no has acudido en seguida? ¿No has oído que te llamaba?». No era
capaz de responder a sus reproches, porque ni siquiera yo, ahora que había recobrado
mi nombre, comprendía el estado en que estuve durante su ausencia (¿adónde había
ido? ¿De dónde había vuelto? ¿Había vuelto de alguna parte, o ni siquiera había ido a
ninguna parte? ¿Me había simplemente destruido y había vuelto a nacer de la nada?
Aunque ¿cómo había podido nacer de la nada, idéntico a como era antes?). ¿Cómo
iba a explicarle algo que ni siquiera yo comprendía? Me esforcé por mostrarme
afectuoso y pedir su perdón, pues lamentaba no tener una respuesta que ofrecerle.
Pero, cosa extraña, eso la calmó al instante, con más eficacia que las explicaciones
más fidedignas. Por lo visto, lo que le importaba no era la respuesta, sino que yo
apareciera ante ella tal como me imaginaba. Si exigía una explicación era única y
exclusivamente porque había empezado a sospechar que yo no era así. Ahora que
resultaba que sí, que era afectuoso y cortés, el motivo de su indignación se había
esfumado.
Nos sentamos al pie de una fuente, bajo la sombra de unos grandes tilos
proyectada sobre un viejo establo. Sin rastro del enojo precedente, me contó lo que
había sucedido esa mañana en la escuela, sus angustias y sus pequeños problemas
cotidianos. La escuchaba sin prestarle gran atención, pues me preocupaba el siguiente
problema: había respondido por una falta que no había cometido; le había pedido
perdón por haberla hecho esperar tanto rato, pero quien la había hecho esperar no era
el mismo que le había pedido perdón. Sin embargo, quien había cometido la falta
tampoco la había cometido realmente, ya que semejante falta solo pudo cometerla
alguien que llevase mi nombre. Por lo tanto, no el individuo anónimo del palanquín.
Así pues, ¿quién era el culpable?
Entre otras cosas, me contó que en la biblioteca de la escuela faltaba sitio para los
libros y había sido necesario buscar una solución: se había reunido el dinero para

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cubrir los gastos y habían llevado las estanterías. La palabra «llevar» hizo que
empezara a atender en el acto. Recogí el guante:
«¡Qué me dices! ¿Que las han llevado?». «Pero si te lo he dicho hace un
momento. ¿No me estabas escuchando?». ¡Si hubiera sabido cómo la escuchaba
ahora! Pero ni siquiera lo sospechaba. «¿Y qué aspecto tenían?», pregunté,
aparentando indiferencia. «¿Quiénes?». «Pues los que las han llevado». «¿El
enterrador?». «¿Qué enterrador?». «El enterrador y su hijo». «¿El enterrador ha
llevado las estanterías?». «Trabaja de carpintero. Cuando hace falta algo, el
enterrador lo hace en seguida». «¿Y las han llevado solos?», pregunté un tanto
decepcionado. «¿Y con quién tenían que llevarlas?». «No, nada. Pensé que alguien
les echaba una mano».
No, no era eso. Pero, aun así, un enterrador que llevaba estanterías podía
significar algo. Decidí ir al encuentro del enterrador para sonsacarle.

Fui al cementerio. Encontré al enterrador sentado sobre una lápida mientras hacía
girar en una cubeta un mortero para remendar paredes. Le saludé y me interesé por el
trabajo que realizaba. Me mostró una grieta en una pared que había que rebozar. Era
el único mausoleo del cementerio rodeado por un muro, propiedad de la parroquia y
destinado a acoger los restos de los párrocos locales.
Saqué una botella de litro de un papel de periódico, la puse sobre la lápida y le
pregunté si sería tan amable de abrirla. Dejó a un lado la paleta y la descorchó con
habilidad, ayudándose de las manos. Le propuse que echara un trago; de otro modo,
habría resultado inconveniente. Echamos un primer trago y así empezó nuestra
amistad.
El enterrador era una persona agradable; no se metía en los asuntos de los demás,
aunque también se refería a los suyos con reserva. En cambio hablaba de buena gana
sobre temas generales. El periódico en el que me habían envuelto la botella en la
tienda de comestibles traía la noticia sobre el desarrollo de una guerra en un lejano
país americano. Tomándome por una persona inteligente, el enterrador preguntó
cuánto tiempo habría que andar, según mi opinión, si los trenes dejaran de circular y
hubiera que ir a pie hasta allí. Llegamos a la conclusión de que un caminante debería
invertir en ello por lo menos un par de meses, pero bastante más en el camino de
vuelta, teniendo en cuenta el cansancio de la ida. «Sin embargo, quién sabe», replicó
el enterrador, «si la vuelta debería durar lo mismo, o incluso menos, pues, conociendo
ya el terreno, podría seguir atajos o, cuando menos, no perderse». «Sí, pero depende
también de la época del año», advertí. «Porque, si fuera en invierno o durante el
deshielo, ya se sabe que la marcha resulta mucho más penosa y algunos tramos
podrían ser impracticables». «¿Adónde quiere ir a parar?… ¡Qué invierno!», replicó
el enterrador. «¡Todos esos son países cálidos!».
Era agradable estar sentados los dos juntos. Desde el cementerio, situado sobre un
suave promontorio, se divisaba la línea blanca del camino, junto al parque (a esa

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distancia, parecía una pequeña isla compacta, entre campos, sobre la que sobresalía la
cima de un tejado), el pueblo, con el edificio blanco de la escuela y, más cerca, la
iglesia con su campanario, que no culminaba en punta, sino en forma de bóveda, con
una cúpula cubierta de planchas de color ceniza que se estrechaba en la cima en
forma de farola, rematada por una bola dorada y la cruz. Junto a la iglesia, se hallaba
la vicaría, limpia y muy digna, con los cuadraditos de los postigos pintados de color
oscuro.
Era agradable verlo todo de esa forma al mismo tiempo; abarcar con la mirada
toda la comarca sin tener que realizar ningún esfuerzo, distinguiendo aquí y allá los
puntitos de quienes trabajaban en los campos, pequeños y escasos, pues era la época
entre el final de las labores de primavera y el inicio de la cosecha.
Más agradable resultó todavía cuando, apenas habíamos empezado la botella, se
levantó una brisa fresca.
Echamos otro trago y encendimos un cigarrillo.
—Depende —dije, retomando el hilo de la conversación—… Depende de si no se
lleva nada o de si se lleva algo.
—¿Qué quiere decir con eso de «llevar algo»?
Se puso en guardia y se le avivó la mirada. O no sabía nada, o yo había empezado
demasiado pronto y le había asustado. Valía más no ponerlo entre la espada y la
pared.
—Una mochila, por ejemplo. Con las provisiones. ¿Qué, si no?
Negó con la cabeza.
—Puestos a andar, no sería tan estúpido como para no procurarse cupones de
abastecimiento. ¡Si son gratis!
Parecía difícil sugerir que nuestro hipotético caminante no se caracterizara por un
exceso de facultades intelectuales. Habría sido desagradable, porque, en cierto modo,
nos identificábamos con nuestro protegido. Así pues, no insistí más sobre el asunto.
Además, mi interlocutor cambió de tema:
—¿Cómo es posible? Dicen que en otras partes también hay gente. Pero los
mismos que lo dicen no saben dónde; tan pronto dicen que aquí como que allá… Y
así sin parar. ¿Por qué tienen que decir que hay gente, si no saben dónde?
Aclaré que, puesto que no estaban en este planeta, debían de estar en otro. «Los
llevan a otro planeta». Así lo formulé, mirándole directamente a los ojos.
—Todo eso no son sino ganas de enredar. Y aunque se encontraran en otro
planeta, ¿qué falta nos hacen? O bien son iguales a mí y a usted y, siendo así, prefiero
gozar de su compañía —aquí bebimos a nuestra salud, con simpatía—. En ese caso
no hay razón para buscarlos. O bien no son iguales a nosotros y entonces son… (Aquí
soltó una palabrota).
Esa declaración me conmovió. Había expresado su aprecio y hasta qué punto
prefería mi compañía incluso a la de los individuos de los planetas más lejanos.
—Tuteémonos —propuse.

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—Toma un poco de acedera —me invitó, arrancando un brote de color verde. En
su ofrecimiento se adivinaba la simplicidad y la buena fe. Y yo había querido abusar
de un hombre así. Me había aproximado a él con el propósito exclusivo de conseguir
ciertas informaciones (siempre que fuera capaz de proporcionármelas). Me sentí mal.
—A tu salud —dije con ternura. Quería compensar de algún modo mi perversión,
de la que ahora me sentía avergonzado. Por otro lado, el cementerio me gustaba cada
vez más.
—O esos animales —prosiguió el enterrador—. Unos existen, otros no. El gato,
por ejemplo, existe. El perro también existe. Pero un animal que no existe no es
ningún animal.
Lo dijo así, como si tal cosa, pero a mí me pareció que hacía alusión a mis
problemas. Lo tomé como un reproche, como una crítica a mi posición ante la vida,
una duda sobre la eficacia de mis indagaciones y un recelo sobre el éxito de las
mismas.
Así pues, observé que a menudo nos parece que algo existe y luego resulta que
existe efectivamente. —Suele ocurrir así, pero también suele ocurrir de otro modo—
y aquí golpeó la lápida con la botella—. ¿Qué crees que hay ahí dentro?
—Pues los restos de algún párroco —respondí, seguro de mí mismo.
—No hay nada. Bueno, sí, en otro tiempo tuvimos aquí a un párroco muy
anciano. Todo el mundo confiaba en que moriría y que lo enterraríamos. Y, en
realidad, se murió, solo que lo enterraron en otra parte.
Tal vez tuviera razón. Puede que lo que buscaba no existiera. Alguna vez había
existido, pero ya no existía. Y en ese caso cabía decir: «Un animal que no existe no es
un animal». Sin embargo, se me ocurrió que si el párroco no descansaba en esa
tumba, debía de descansar en otra parte.
—¿Dónde? —pregunté.
—En otra parroquia.
¡Ahí está! «No en todas partes» no significa «en ninguna parte». «No siempre» no
significa «jamás». Que no estuviera ahí y ahora, no significaba que no estuviera en
otra parte y en otro momento. Paciencia. Exigir que sucediera algo continuamente era
como exigir que el párroco estuviera enterrado aquí, allí y en cien lugares más al
mismo tiempo. Solo precisaba de suficiente resistencia en la espera y constancia en la
búsqueda.
—Pues a su salud —dije, reconfortado, levantando la botella.
—Pero si no está vivo.
—Pero antes de morir sí vivió.
—Bueno, eso ya es otra cosa. —Y, al aceptar mi brindis, corroboró mi punto de
vista sobre el mundo, que se resumía en la sentencia: «Todo en su lugar y a su
tiempo».
El tiempo era bueno y el lugar agradable. Por primera vez, el canapé, el
palanquín, mis decepciones y mis esperanzas se me antojaban menos importantes; lo

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que me importaba era sentirme bien, allí sentado, sobre aquella piedra, mientras me
calentaba al sol y reflexionaba en compañía de mi amigo.
—Por otro lado —dije—, lo de ese párroco es una guarrada. No deberían haberlo
consentido.
—¿Cómo? —repuso el enterrador—, ¡Pero si lo llevaron a la otra parroquia
cuando todavía estaba vivo!
La palabra «llevar» me recordó algo. Y no ya para sonsacarlo (ahora me
repugnaba ese vil procedimiento para con mi amigo), ni tampoco por enterarme de
nada (ya no era lo que me preocupaba, ahora que había dejado de pretender cambiar
el destino, puesto que me sentía tan bien), sino para tener la conciencia tranquila —
pues todavía recordaba por qué había ido hasta allí—, y también para que entre
nosotros no hubiera ya más secretos le pregunté, de hombre a hombre:
—¿Quién se lo llevó?
—El obispo.
Pues claro. ¿Cómo no había caído antes? Era el obispo quien me llevaba en el
canapé, o puede que incluso varios obispos, con sus hábitos pontificales y
apoyándose en sus báculos. Me habría sentido halagado por ese descubrimiento, de
no ser porque ahora había dejado de tener sentido para mí. ¿Qué me importaban
ahora el obispo, el canapé y todo lo que antes me había parecido tan vital? No me
habría separado de mi amigo por nada del mundo; separarme de él me resultaría
intolerable. El mero hecho de pensar que el obispo podía separarme de él hacía que se
me saltaran las lágrimas.
—Me caes bien —dije.
Me sentí conmovido, y también triste. Pensaba en la separación, como si ya
estuviera viendo al obispo delante de mí. Sentí odio hacia mi raptor, por el daño que
me causaba.
—¡Me cae mal el obispo! —grité.
—¿Te caigo mal? —Se molestó el enterrador, que me había comprendido mal.
—¡Tú me caes bien, el que me cae mal es el obispo!
Luego, nos perdimos varias veces de vista. Con paciencia, nos buscábamos y nos
volvíamos a encontrar. Una vez yo me caí en un hoyo, y él rompió a cantar. Yo le
imploraba que fuera persona y, como él se negaba, yo le insultaba. Estuvimos de
acuerdo en que todo el mundo tiene derecho a vivir. «Porque, ¿sabes? —me decía con
tozudez—, yo estoy hecho de esta forma: si tengo algo, lo tengo y ya está». Estuve de
acuerdo con él en todo, eso sí, dejando claro que todo el mundo era muy suyo y que
yo mantenía mis reservas. Eso provocó una nueva discusión. ¡Teníamos tantas cosas
que decirnos! Decidí contárselo todo, y él también.
Se nos terminaron los cigarrillos. El enterrador dijo que iría a por otro paquete y
volvería en un santiamén. «Y a por algo más», añadió. Fue entonces cuando volví a
sentirme solo y ya no hubo nada que pudiera ahondar más mi soledad, con enterrador
o sin él. Incluso se convirtió en un extraño para mí, tan indiferente como el obispo al

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principio, antes de que le odiara (al obispo). Además, ahora ya no sentía odio contra
el obispo. Ninguno de los dos, ni el enterrador ni el obispo, podía ayudarme; más
bien ambos eran cómplices de lo que —¿qué era?, ¿mi vida?— se conducía conmigo
de forma tan cruel. Me asediaban, pero yo todavía conservaba mi dignidad, aún les
mostraría los dientes.
Recordé lo que, al fin y al cabo, no me estaba permitido olvidar.
Anduve errante entre las tumbas, tragándome mi amargura, hasta que tropecé con
un ángel de piedra, arrodillado sobre un pedestal, con las manos en posición de orar.
Decidí confiarme a él.
—¿Sabes? —dije—. Yo les desprecio. Ahora les desprecio a todos. Creen que no
sé nada, creen que pueden tratarme como les venga en gana. Yo les digo: «Un
momento. ¿Y si aquí hay algo que a mí no me gusta? ¿Y si no me interesa? ¿Y si no
quiero? Porque quizá conmigo haya que tomárselo con calma, quizá conmigo haya
que andarse con cuidado. ¡Porque a lo mejor a mí me duele!».
Entretanto (no me había percatado de ello), había llegado mi prometida y
aguardaba de pie junto a mí. Por lo demás, tampoco me había dado cuenta de que
había transcurrido toda la mañana, el mediodía y la tarde. ¿Cómo era posible que el
sol estuviera ya tan bajo?
—Has bebido —me dijo.
—Sí —respondí, de pronto muy cansado.
—Sin embargo, eso no significa nada.

Así que no me enteré de nada, salvo en el momento de lucidez etílica con respecto al
obispo. Una vez sobrio, la estupidez de la suposición —e incluso del convencimiento
que entonces tenía— de que el obispo me había llevado, únicamente porque un
superior de la diócesis había llevado a un párroco a otra parroquia por vía
administrativa, apareció ante mí con toda su crudeza. Desalentado, abandoné esa
pista. La añoranza me atormentaba más que nunca, ¡y ojalá solo hubiera sido la
añoranza! Era una necesidad tan categórica como el hambre. Se podría pensar que ya
me había acostumbrado a mi estado de «no volatilidad», a esa vida aparente. Nada de
eso. A veces maldecía la felicidad, pues si no la hubiera conocido, ahora no la echaría
tanto de menos. Pero maldecirla no me servía de nada. Como mucho demostraba que
me atormentaba algo aún más poderoso que la necesidad: la pasión.
Resultaba significativo el que hubiera sido presa de una especie de obsesión.
Probablemente, si al principio hubiese adoptado alguna clase de compromiso, si
hubiese empezado a organizarme de otro modo, sin dudar que volverían y me
llevarían otra vez, pero al mismo tiempo contando con la posibilidad de que no
volvieran tan pronto, si hubiera jugado a dos bandas, me habría protegido de esa
monomanía, al ocuparme parcialmente en otra cosa. Sin embargo, había renunciado a
cualquier pacto a priori, no había accedido a ningún compromiso (aparte de
pequeñeces ineludibles como la alimentación, el disponer de un techo y calzado). Así

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pues, nada había que me liberara de mi obsesión, a la que me entregué en cuerpo y
alma. Es más, para mí, en realidad, esa vida necesaria era innecesaria, pues no era tal
como la había imaginado. La trataba como un mal transitorio y, si tenía algún valor,
era solo que en cualquier momento era perceptible de convertirse en otra cosa. Eso sí:
aquella vida (en principio provisional) perduraba y era, por lo menos hasta entonces,
mi única realidad.
El curso escolar tocaba a su fin. De un momento a otro, mi prometida dejaría de
ocuparse de la escuela y yo perdería mis tardes libres. Tampoco disponía de mucho
tiempo para reflexionar. Alimentaba la esperanza de que se marcharía de vacaciones,
a visitar a sus padres. Pero entonces, ¿qué sería de mí? ¿Quién me mantendría?
Dejar que me invadiera el terror por mi futuro significaba reconocer que me
quedaría allí, cosa que yo negaba y cuya negación era mi principal inquietud.
Confinado al interior del perímetro del parque, como un drogadicto al que le ha sido
retirado el narcótico, aunque sin negárselo para siempre ni prometerle nada, lo que da
pie a todas las esperanzas y desalientos, me volví irritable y desagradable hacia los
que me rodeaban, es decir, hacia ella, porque, salvo a ella, no tenía a nadie. No se
quejaba, lo que hacía que mi ira fuera en aumento, pues, al percatarme de que, a pesar
de todo, seguía cuidando de mí sin hacerme ningún reproche, terminé por
convencerme de que aquello le salía a cuenta. En realidad, sospechaba que me
ayudaba tan solo para que dependiera de ella, así que aprovechaba sus servicios, pero
dándole a entender qué carga tan grande suponían para mí. De este modo, afirmaba
mi independencia.
Lo más normal habría sido hablar del futuro, pero yo no deseaba ese tipo de
charla. Por otro lado, el silencio sobre este tema me sacaba de quicio. «Se conforma
con el silencio —pensaba—. Por lo tanto, considera que no hay de qué hablar».
Evidentemente, jamás le había revelado cómo había ido a parar a la comarca. Y
menos aún le había confesado lo que esperaba a cada instante con tanta desazón. Por
lo tanto, tenía derecho a comportarme como si tuviéramos toda la vida por delante.
Ella procedía de acuerdo con el desconocimiento al que yo conscientemente la había
abandonado, y yo aceptaba su modo de proceder en una falta de fe en lo que yo creía,
o sea, en que de un momento a otro abandonaría el lugar. Ese escepticismo era
imperdonable.
En cierta ocasión, tumbado en el canapé (cada vez me separaba menos del
canapé: era el único indicio material que me había quedado, mi plataforma hacia otra
dimensión; sobre la que, por desgracia, solamente podía tumbarme), se presentó un
emisario del párroco —el sucesor del que se habían llevado a otra parroquia— que
me trajo un sobre y, en el sobre, una invitación para merendar. «A pesar de que no
nos conocemos —me escribía el párroco—, tengo la esperanza de que no despreciará
una modesta merienda, en compañía de un servidor de la Iglesia». Con ello me daba a
entender que el encuentro tendría un carácter privado, más allá de nuestros puntos de
vista sobre el mundo, es decir, que aceptaba mis reservas en el caso de que yo fuera

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ateo. Al mismo tiempo, en cierto modo, me hacía chantaje, pues si hubiera
renunciado a la invitación, habría significado que no me encontraba, como él, por
encima de las ideologías.
No era cuestión de renunciar. En el campo, un cura es una personalidad
demasiado importante y, si ya había atraído su atención, tenía que andarme con
cautela para que dicha atención no adquiriera un cariz indeseado. Era mejor acudir,
como cuando se hace una visita oficial, a fin de ser respetuoso con el entorno, lo cual
resultaba preciso para gozar de una tranquilidad absoluta.
Mandé al campesino a decir que aceptaba y me afeité, pues, aunque un cura no es
una mujer, posee algo ajeno a nuestro sexo que nos ordena ser atentos y vigilantes
con él.
La vicaría combinaba los atractivos de la vida rural con cierta elegancia urbana.
Unas lilas asomaban a través de la ventana, en el suelo brillaba el linóleo y transmitía
una sensación de limpieza y frescor. Había una fuente de cristal colmada de cerezas,
una estantería con libros en su mayoría encuadernados en negro (de contenido
teológico, quizás), una mecedora de rejilla, taburetes y sillas barnizadas. En las
paredes, pendían un crucifijo y clásicos de la pintura religiosa, pero también
reproducciones laicas, eso sí, de temática moderada: un paisaje con un lago de
montaña entre la niebla, una cabra sobre un peñasco, un estudio de tipos populares.
El párroco era un hombre todavía joven, mofletudo; tan solo sus ojos eran
singulares: enmarcados por cejas muy oscuras, parecían negros, y, sin embargo, al
mirarlos más atentamente, resultaban ser azules.
—¡Ah, nuestro Robinson! —dijo al recibirme cordialmente—. Bienvenido,
bienvenido sea a nuestra pequeña isla.
Me invitó a que me sentara, me ofreció unos cigarrillos en un recipiente de
madera en forma de cubilete, unos cigarrillos finos, con filtro, de tabaco rubio. Él
también encendió uno y fumó delicadamente, sin tragarse el humo. Hablamos sobre
el microclima local; él disertó acerca del específico carácter autóctono, de la
estructura de las fincas, históricamente justificada, del folklore de la región, del
carácter y las costumbres de los habitantes. Temas que no me interesaban en absoluto.
Gracias a ello, la conversación se desarrolló con plena naturalidad, hasta que entró
una mujer y anunció que la merienda estaba servida.
Pasamos a la terraza. Aquí, las amplias vistas me permitían mirar a lo lejos sin
desatender la cortesía y al mismo tiempo evitar esa mirada suya. Nos esperaba una
mesita muy bien puesta, con un juego de porcelana, pan recién cocido, mantequilla,
quesos y mermelada. Yo me alimentaba siempre en cuencos de barro, ¿cuánto tiempo
hacía que no comía en juego de porcelana? La mesa me animó también por otro
motivo. La comida en común, en tanto que placer íntimo y vergonzosa necesidad
simultáneamente satisfechos, da lugar a una suerte de dependencia entre los
comensales, los compromete por igual y hace que uno no tema tanto al individuo con
quien ha comido.

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El sol se había puesto ya tras el promontorio del cementerio, mientras que el
campanario seguía iluminado, aunque oblicuamente y no desde arriba, como al
mediodía. Recordé que desde mi llegada no había caído ni una sola gota, y compartí
dicha observación con el párroco.
—Antes de San Bonifacio nunca llueve. Solo después de la procesión cabe
esperar algún cambio. Un fenómeno local —añadió, para indicar que no se basaba en
absoluto en ninguna interpretación mística, y que admitía también una causa profana:
la meteorología. Deseando corresponderle con igual cortesía, pregunté por San
Bonifacio.
Era el patrón de la parroquia local. Cada año tenía lugar una gran solemnidad,
unida a la procesión.
Desde aquí, el cementerio, allá en lo alto, era casi invisible en tanto que
cementerio; por el contrario, era perfectamente visible en tanto que bosquecillo y
promontorio de un verde lanoso. Desde la iglesia, llevaba hasta él un paso algo más
amplio que un sendero, pero menos que un camino, abierto por los cortejos fúnebres,
lo bastante numerosos para formar apenas una estrecha senda, aunque demasiado
poco frecuentes para hacer de ella una vía amplia. Para alguien que no supiera lo que
había en lo alto de la colina, ese camino, sin llegar a serlo, era el único indicio.
Después de comer algo, el párroco encendió un segundo cigarrillo y preguntó,
mirando hacia arriba —o tal vez hasta más allá— con sus ojos negros (azules):
—Bueno, ¿y cómo se encuentra entre nosotros?
También yo expulsé una gran bocanada de humo, pero resultó una cortina
insuficiente. Dije que no estaba nada mal. Si le hubiera dicho la verdad, en seguida
habría preguntado por qué seguía allí.
—Me alegro mucho. Y ¿se quedará mucho tiempo?
Respondí que dependía de ciertos asuntos.
—¿Familiares?
—No. Más bien personales.
Me percaté demasiado tarde de la estupidez de mi respuesta. Había revelado que
no consideraba los asuntos familiares como personales, esto es, como los más
importantes.
—Tendré mucho gusto en que nos veamos a menudo, porque no está escrito que
no se quede con nosotros una temporada, hasta puede que una buena temporada,
¿verdad? Aunque ¿peco quizá de egoísmo al alegrarme tanto de esa posibilidad? ¿Lo
ve? Todo el mundo tiene tendencia al egoísmo. Así es la naturaleza humana. No
obstante —añadió tras un momento de reflexión—. No tengo la intención de retenerlo
exclusivamente para mí. Eso me absuelve. ¿No le parece?
Dije que también yo me alegraba de haberle conocido, pero que no creía ser un
interlocutor tan agradable.
—¡Qué me dice! Un hombre como usted, de su talla, educado… La modestia es
digna de alabanza, pero es necesario saber reconocer el propio valor.

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Agradecí el cumplido, demasiado adulador para mi gusto:
—Usted me sobrestima, padre.
—¿No me diga? —Aquí me dirigió una repentina mirada azul—. Por otro lado,
tiene razón. Usted debe de saberlo mejor que nadie.
Eso había sido una impertinencia. Estaba a punto de espetarle algo igualmente
cáustico, cuando posó la mirada —esta vez negra— en otro lugar y declaró, en el
tono precedente, serio, incluso solemne:
—Estoy seguro de que es usted un hombre como Dios manda.
Y añadió:
—Así pues, tomemos otro té.
Habría preferido dar ya por terminada la visita. El té era bueno, la merienda
espléndida (¿cuándo había gozado por última vez de una abundancia tan exquisita?),
sin embargo, la conversación había cobrado un cariz demasiado personal para mi
gusto. Esa pasajera impertinencia suya me había obligado a adoptar otra posición. Me
había ofendido, era cierto, pero también me había inquietado, había despertado mi
curiosidad. Era como si estuviera sentado no solo con un predicador, sino con una
persona que durante un instante hubiera abandonado el papel de párroco y me hubiera
ofendido por cuenta propia. Tenía curiosidad por saber quién era esa persona.
—Con mucho gusto —dije—. Tomaré otro té con mucho gusto.
La mujer preparó otro té. La sombra del cementerio se había alargado
considerablemente, hasta terminar en el linde del huerto de la parroquia. Solamente el
campanario brillaba con un fulgor cada vez más claro.
—¿Quizá desee asistir a la procesión de mañana? Resulta muy curiosa para quien
se interesa por el folklore.
Respondí que, en general, era un ignorante. La única materia en la que había
alcanzado ciertos conocimientos era en el coleccionismo de sellos de correo. Me
había dedicado a ella durante mi infancia, pero hacía mucho tiempo que lo había
dejado. Por lo demás, era mentira, porque jamás me había interesado por nada, ni
siquiera por los sellos. Pero era vanidoso y no quería pasar por un perfecto ignorante.
—Ha tocado usted un tema muy curioso. Durante la infancia nos parece que
estamos solos en el mundo. Tenemos nuestras pasiones, nuestras exclusivas fuentes
de interés, donde nos recluimos. Más tarde descubrimos que existen otras. En el caso
de personas inmaduras —prosiguió, dirigiéndome de nuevo su mirada negra— esta
obcecación puede perdurar en años posteriores. No se avienen a reconocer el hecho
de que viven en sociedad. Rehuyen la pregunta de cómo establecer relaciones con las
demás personas. Por otro lado, está esa pregunta fundamental: «¿Puede ocuparse una
persona madura solo de sí misma?». En la práctica resulta imposible. Queramos o no,
nos ocupamos de nuestro prójimo por el sencillo motivo de que entablamos
relaciones. Pero ¿sobre qué principio? ¿Conscientemente, de acuerdo con cierta ética,
o acaso por indolencia, un tanto anárquicamente? Si convenimos que la anarquía no
reporta beneficio alguno…

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—La anarquía no es un principio tan primitivo como pueda parecer —le
interrumpí. La anarquía me tenía sin cuidado, pero instintivamente, por autodefensa,
sentí que era necesario contradecirle.
—¿Es usted anarquista?
—No.
No quería ser nada, ni siquiera anarquista.
—Así pues, ¿qué ha pretendido decir con eso?
Guardé silencio.
—Siendo así, sírvase azúcar, por favor. Hasta en su isla desierta Robinson
encontró a su Viernes —prosiguió, mientras removía el té—. Imagínese, pues, en el
seno de la sociedad… Porque no estamos en una isla desierta. ¿No es así?
Asentí con la cabeza. ¿Qué podía decir?
—Algo que usted sabe mejor que nadie. Por cierto, ¿qué opina de nuestra
maestra?
Así pues, era ahí donde quería ir a parar. Respiré aliviado, sabiendo por fin lo que
me amenazaba.
—Indudablemente, una persona que vale mucho.
—¡Ya lo creo! Hacía mucho tiempo que no habíamos tenido una encargada de la
escuela tan eficaz, alguien con un sentido del deber tan poco habitual. Por desgracia,
un fenómeno raro en los tiempos que corren, cuando se antepone el placer a todo lo
demás. Sobre todo teniendo en cuenta que se trata de una persona joven, sin
experiencia… ¿Qué piensa de ello?
Observé que la gente siempre se ha visto atraída por los placeres. Suspiró.
—Por desgracia, tiene razón. Por eso, las personas instruidas deberíamos ser
conscientes de la responsabilidad que pesa sobre nosotros. Aunque ¿realmente nos
pesa? No es esa la palabra adecuada. La responsabilidad es lo que nos distingue de
los animales y, en lugar de sentirla como un peso, deberíamos ver en ella un honor,
un privilegio. ¿Qué piensa del matrimonio?
Ya había tenido bastante. Qué pienso, qué pienso, qué pienso… Todo el mundo se
cree con derecho a formularme preguntas, mientras que yo, sin saber por qué, debo
responder. Me había equivocado: no era más que un párroco. Hubiera hecho mejor
levantándome y marchándome antes, y aún estaba a tiempo de hacerlo, de inmediato,
demasiado acalorado para tener en cuenta las consecuencias. Pero, por otro lado, me
era todo tan indiferente que tanto me daba quedarme como marcharme. Ahora me
tocaba a mí. Sin pensarlo dos veces, sin el menor paréntesis entre su pregunta y lo
que debía ser mi respuesta, y que no llegó a serlo porque se pegó literalmente a su
pregunta, grité:
—¿A usted no le han llevado nunca, padre?
—Entiendo —y de pronto se echó a reír, por primera vez desde nuestro
encuentro, y, también por primera vez, le vi los dientes, blancos y regulares.
Así pues, ¿lo había tomado como una respuesta? En realidad, tenía razón. Su

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lucidez, en tanto que superior a mi ímpetu, me sacaba de quicio. Continué hurgando
en el asunto.
—¿Qué tiene de gracioso? Pregunto si, aunque solo sea una vez… —Y callé,
porque «aunque solo sea una vez» ¿qué? Es decir, sí, pero «le han llevado» aún no lo
era todo.
—Perdone. No era mi intención reírme. —Y, efectivamente, ya no se reía, hasta
dudé si antes tan solo me lo había parecido.
—Es curioso. ¿Cómo es que no toca todavía? Ya es la hora —consultó el reloj de
bolsillo—. ¿Dónde se ha metido? ¡Ah, por fin!
Del lado del cementerio, apareció una figura menuda con un haz de leña a la
espalda. Era el enterrador, que se dirigía a la iglesia para tocar a vísperas. Tal vez
sabía que el párroco le estaba observando, porque se apresuraba ostentosamente,
colina abajo, a campo traviesa, azuzado por una conciencia no muy limpia, la mirada
del patrón y el peso de la carga, mientras que hasta entonces había estado sentado en
lo alto de la colina; era como un insecto que acabasen de ahuyentar entre la hierba.
Antes, al dirigir la vista a la colina, no se me había ocurrido que estuviera allí.
—Ya no me atrevo a proponerle otro té —me dijo el párroco—, pero podríamos
tomar un aguardiente.
No deseaba el aguardiente. Deseaba la verdad. Iba y venía por el balcón, sin
ocultar mi angustia. El problema, oculto durante tanto tiempo, vivido en soledad,
exigía una aclaración, se aferraba con fuerza a las palabras. Lo expresé febrilmente, a
toda prisa y, al mismo tiempo, temeroso de lo que diría, de cómo lo diría y de lo que
callaría.
—Usted me habla del prójimo, de la responsabilidad, de las obligaciones… Sin
embargo, ¿quién debe tomar esa responsabilidad, cumplir con esas obligaciones,
amar a ese prójimo? ¡Yo! Por lo tanto, ¿por qué no empezamos por el principio, por
mí? ¡Hablemos de mí, y luego ya hablaremos de todo lo demás! ¿Egoísmo? Está
bien, llámelo así, si lo prefiere, pero yo he estado allí, padre, y he estado allí y ni
usted ni yo ¡ni nadie!, puede hacer nada para evitarlo. Es decir… —Aquí vacilé—.
Casi he estado.
La duda no le pasó desapercibida al párroco.
—En qué quedamos, ¿ha estado o no ha estado? —preguntó.
—Quiero decir que casi he estado, que es casi como si hubiera estado.
—Usted mismo no lo sabe y, no obstante, habla como si lo supiera.
—¿Y sabe por qué? Pues porque ya estuve una vez. Y si ya estuve una vez, puedo
estar una vez más, y otra y otra, ¡hasta nunca acabar! Eso es lo único que cuenta, y no
sus…
—Un momento, calma, calma… —me interrumpió el párroco—. ¡Pero si nos
entendemos perfectamente, no hay motivo para ponerse de ese modo! Si no le he
comprendido mal, se refiere a la salvación. ¿No es cierto?
—También se le puede llamar así…

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—¿Lo ve? En la cuestión fundamental estamos de acuerdo. Usted quiere salvarse,
y yo sería el último en intentar disuadirlo. ¡Qué hay más humano, que nos distingue
de los animales —tenía que exponerlo de ese modo, como si no se pudiera elogiar al
hombre de otro modo que no fuera a costa de un pobre cerdo, o de un perro— que
esos vuelos, ese ímpetu, esa añoranza de la vida eterna!…
—Pero ¿qué vida eterna? —exclamé—. Lo que a mí me ha sucedido…
—¡No me interrumpa, por favor!… De la recompensa eterna. Hemos sido creados
para salvarnos, y nos ha sido concedido el don de lograrlo. Basta con seguir el
camino correcto por la recta vía. Procediendo de este modo, cumpliendo con nuestras
obligaciones, observando las leyes, seguro que lo logramos. Y he aquí donde surge
esa insignificante diferencia de pareceres entre usted y yo. — Carraspeó—. Porque,
veamos: tenemos la vista puesta en lo mismo y, si nos diferenciamos, es única y
exclusivamente porque lo vemos desde perspectivas diferentes. Usted empieza por lo
que es la meta, que equivocadamente llama inicio. Hay que ir desde la vida hacia la
salvación, y no desde la salvación hacia la vida. La vida, mi querido amigo, no es la
salvación, sino un camino hacia ella. Y usted querría llegar en un santiamén al fondo
del asunto. En seguida, de inmediato. Usted es inquieto —añadió indulgente, lo que
terminó de sacarme de quicio, pues, mientras yo me confiaba a él con todo mi ser, él
parecía mantenerme constantemente a raya, sonriendo como si pensara: «Ya te he
calado, ya…».
—¡Así pues: «Gota a gota se llena la bota»! ¡Con paciencia y esfuerzo, a través
de las lágrimas, hasta lograr la felicidad! No, padre, conozco esos preceptos y estoy
harto de esa sabiduría. ¿Sabe qué opino, padre? Que todo eso son subterfugios para
justificar la vagancia y la cobardía, el cretinismo y la ineptitud. Cuénteles esas
monsergas a sus feligreses, a esos borregos que no dejan de balar, que nunca se
salvarán porque no pueden permitírselo. A ellos es mejor ocultárselo todo, que tengan
la ilusión de que en un futuro se convertirán en águilas. ¡Qué digo, en un futuro! Más
tarde, después de la muerte, pues son unos borregos y jamás dejarán de serlo. Eso les
garantiza un estado de ánimo satisfactorio y les permite soportar mejor su
desesperada condición de borregos. ¡Pero a mí no me venga con esas, padre, a mí no!
—Vaya, vaya… —El párroco chasqueó la lengua de un modo extraño,
balanceando la cabeza de un hombro hacia el otro—. Así pues, ¿usted lo ve de ese
modo?
—Pues sí. En lugar de perder el tiempo, hablemos abiertamente.
—Está bien. Usted quiere llegar vivo al cielo.
—¿Y por qué no? ¿Acaso no tengo derecho? ¡Pero si le digo que ya he estado! En
cierta ocasión lo conseguí. ¿No le digo, padre…?
—¡Chit!… —susurró el párroco, acercándose un dedo a los labios, y miró
inquieto a su alrededor.
—Pues sí, ya he estado. Y no dejaré de repetirlo. ¡El merecimiento! ¡La
aspiración! ¡La recompensa! Muy bien, pero ¿acaso hice yo algo para merecerlo? De

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ninguna manera, ni siquiera moví un dedo… Y ya me ha ocurrido una vez. Puede que
hiciera algo, o dejara de hacerlo. Sin embargo, tal vez sucedió a pesar de todo, o a
despecho de todo. Todo lo que sé es que no hice nada, que ocurrió y luego dejó de
ocurrir. ¿Por qué? Tampoco lo sé. Pero el merecimiento aquí no tiene nada que ver,
de eso sí estoy seguro.
Durante todo mi discurso intentó aplacarme con señas, pero nada era capaz de
detenerme. Al cabo, tomó la palabra:
—Se puede hablar de todo, pero razonablemente, en una atmósfera de concordia.
Le insto a que reflexione. Por favor, cálmese.
Mi agotamiento, más que sus palabras, me indujo finalmente a callar, a dejar de
andar por la terraza y a sentarme en mi sitio. La actitud del párroco cambió
ostensiblemente: ya no se mostraba indulgente, ni didáctico, ni tan seguro de sí
mismo como antes. A todas luces había algo que le preocupaba. Jugaba con la
cucharilla mientras reflexionaba.
Sonaron las campanas que tocaban a vísperas. El cambio operado en el párroco,
así como el tañido de la campana, me inclinaron a mostrarme pacífico. Lejos de allí,
el Ángel del Señor había dado con otra disputa y nuestra lid había quedado en
suspenso. Así pues, ambos guardamos silencio. Tras mi impetuoso discurso, me había
quedado con la mente en blanco. La campana también dejó de sonar, repicando
primero tres, luego dos y finalmente una sola vez.
—Lo que ha mencionado es un tema muy delicado —empezó a decir el párroco,
cuando se extinguió el último eco, ya muy débil. Había dejado a un lado la cucharilla
y entrelazaba y desentrelazaba las manos—. Seguro que ha oído hablar de ello:
existen ciertos testigos, hasta documentos, como quien dice, que aseguran que cosas
así han sucedido…
—¡Por lo tanto, usted no niega que sea posible!
—Un momento. Les ha ocurrido a personas que se encontraban en una situación
enormemente peculiar… que desempeñaban un papel enormemente peculiar…
Bueno, personas excepcionales. Y, por otro lado, contadas. Esto es, muy contadas;
personas únicas, en suma.
Le costaba hablar y, al percatarme de ello, abandoné automáticamente mi enfado.
No lamentaba en absoluto mi torrente de sinceridad, puesto que ahora la conversación
recordaba más a un intercambio de opiniones que a un interrogatorio. No por lo que
el párroco decía, sino porque le costaba decirlo.
—Por lo tanto, si me dice que a usted también le ha sucedido, que le puede
suceder, que debería sucederle, hay que tratar el tema con la máxima precaución, para
que la vehemencia y la irreflexión no nos conduzcan a resultados imprevisibles. Para
no… Para no exponernos a ciertas combinaciones, a ciertas comparaciones, a ciertas
consecuencias, que nos afectarían a todos, de naturaleza legal (quisiera evitar el
término «teológica»). Legal y, por implicación, penal…
—O sea ¿que no tengo derecho?

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Tomó de nuevo la cucharilla y presionó el metal con ambos dedos, hasta que se le
tornaron blancos. Tenía la vista fija en la mesa.
—¿Por qué no se dedica a alguna actividad, como tantos otros jóvenes? A una
carrera, por ejemplo —dijo con voz queda—. Hay tantas ocupaciones hermosas y
útiles…
—Pero ¿y el asunto?
—De momento, dejémoslo. Podría emplear su juventud y sus fuerzas en algo de
provecho para usted y para los demás. Sería mejor para todos, y desde luego para
usted…
—No, padre, no me interesa —afirmé categóricamente—. ¿Usted me aconseja
una carrera? Imaginemos que me convierto en activista, primero en este municipio,
luego en la comarca, en toda la provincia; más tarde en el país entero. ¿Por qué no?
Se puede empezar modestamente y llegar hasta lo más alto. Fundo un partido, me
convierto en su líder, entro en la historia, me hago famoso e incluso soy querido —
ante todo, querido— por personas que jamás me han visto personalmente. Pronto son
millones. Hacen retratos míos y los llevan en los desfiles solemnes. ¿Y qué? ¿Debo
creer que es a mí a quien llevan? Lo único que llevan son unos pedazos de cartón
emborronados con tinta. Con ello no gano nada, y por eso prefiero no empezar. Hasta
me extraña que usted me anime.
—Lo hago tan solo por su bien.
—¿Qué bien ve en ello, cuando no conlleva salvación que valga? Y lo mismo
sucede con mi alma, que, según usted, se separará de mí después de la muerte, e irá al
cielo: como ese retrato que llevarán mis adoradores, fuera de mí, lejos de mí. Ella allí
y yo aquí. Quizás ahora comprenda ese interés por mí mismo en un sentido
indivisible, en su conjunto.
—Pero, su alma, precisamente…
—Yo quiero la salvación.
—Ya estamos otra vez con lo mismo. ¿Qué hay? —preguntó a la mujer que
asomó la cabeza por la puerta que daba al pasillo—. ¡Voy en seguida! —Abandonó su
silla—. Perdone, parece que me necesitan. Le dejaré solo por un momento.
Estaba muy cansado. Todo aparecía ante mí como fragmentado. La mesilla,
inmaculada al principio, como una parada militar, presentaba ahora el aspecto de un
ejército derrotado después de la batalla. Migas de pan, manchas en el mantel, restos
de comida sin terminar, platos y tazas diseminados, de forma caótica y no en función
de un orden, sino de acciones divergentes: ya no eran de ninguna utilidad, solo
quedaba limpiarlos. El cigarrillo que había encendido sabía a ceniza, y lo fumaba a
despecho de ese sabor, empeñado en que tenía que traerme placer y solaz. Caía la
tarde; no había una porción de mundo más clara que otra; el huerto de la parroquia, la
colina, el campanario: todo estaba cubierto por la misma sombra; la luz había sido
truncada, como por una herida. Separada del horizonte, jorobado donde antes hubo un
promontorio, recortado a dentelladas donde antes estuvieron unos árboles, recto como

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una regla donde antes hubo campos, la bóveda celeste había abandonado toda
relación con la tierra; todavía conservaba algo de luz, pero solamente por la
necesidad de iluminarse a sí misma; la tierra había agotado ya todas sus reservas.
El párroco regresó preocupado. Me levanté de la silla, pero él ya no se sentó.
—Me temo que tendremos que interrumpir nuestra charla. Los parroquianos han
acudido a mí con motivo de la procesión de mañana. —Suspiró—. Consideran un
gran privilegio llevar la imagen del santo; una devoción digna de alabanza, pero de la
que resulta algún que otro contratiempo. La figura la pueden llevar seis, hasta ocho
personas a lo más, pero el caso es que todo el mundo está dispuesto, y nadie quiere
renunciar. Por otro lado, no es nada extraño: todo el mundo desea recibir la
bendición.
—¿Y no se podrían construir más figuras iguales?
—¡Qué dice usted! Solamente hay una figura, el pueblo incluso cree que fue
entregada en virtud del cumplimiento de ciertos milagros. Aunque, oficialmente, nos
reservamos el reconocimiento de dicha tesis, atendiendo a la ausencia de testimonios
escritos.
—Podría desmentirlo. Seguro que la afluencia disminuiría.
—Negarlo sería ir demasiado lejos. El procedimiento oportuno respecto a este
asunto ya está en curso, aunque no cabe esperar una conclusión inmediata.
—Sin embargo, en otras iglesias de otras localidades seguro que hay imágenes
parecidas de San Bonifacio. No es más que un problema de densidad. ¿No se podría
aceptar que en un mismo lugar, en una misma iglesia, hubiera varias figuras
idénticas? El principio no se contradice.
—¿Usted cree?… Se trata de una discusión a largo plazo. En este momento
debemos atenernos a los hechos. Hoy, por ejemplo, han acudido a mí para que les
resuelva la disputa. Cada año ocurre lo mismo. —Volvió a suspirar.
—Bien, siendo así, me voy.
—¿O quizá desee esperar?… Puedo ofrecerle alguna lectura…
—No, prefiero marcharme.
Me dirigió una mirada penetrante.
—¿Qué prisa tiene?
—Todavía tengo qué hacer.
—En ese caso… ¿No se lo toma a mal, verdad? Hágase cargo: son las
obligaciones de un pastor.
Me acompañó hasta la puerta.
—Espero que nos veamos pronto —dijo, estrechando mi mano a guisa de
despedida—. Y, en cuanto al asunto, siga meditándolo.
Prometí hacerlo.
—Por favor, tenga cuidado.
Pronunció esa última frase de un modo un tanto diferente, pero, en la penumbra
no pude ver de qué color eran sus ojos, si azules o negros.

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La iglesia estaba a oscuras; solo una lamparilla de aceite en el interior de un quinqué
rojo ardía ante el altar mayor. Sin embargo, lo que estaba buscando debía de
encontrarse, precisamente, cerca del altar, en algún lugar destacado. Me quité los
zapatos para no hacer ruido mientras andaba por el suelo de madera y, en calcetines,
como al principio de esta historia, me deslicé a través de la nave. Había escondido los
zapatos en el portal, detrás de la pila del agua bendita.
A mano izquierda, entre el púlpito y el altar, había una peana rodeada de macetas
con flores. Sobre la peana, a los pies del santo, una guirnalda de flores frescas. Retiré
las macetas y me puse de puntillas. Adelanté la mano entre las flores, entre los
pliegues del hábito episcopal, y palpé los pies del santo. Rascando con la uña me
cercioré de que eran de madera.
La llamita de la lamparilla iluminaba insuficientemente la imagen. Saqué una vela
del candelabro más cercano, la encendí en la lamparilla y, levantándola, eché una
ojeada al santo. Afortunadamente, era de tamaño natural, aunque la mitra lo hacía
parecer más alto. Iba afeitado, como siempre los eclesiásticos, lo que también
constituía una circunstancia favorable. (No tolero la barba). Los rasgos faciales eran
sencillos: la nariz vertical, la boca horizontal. Gracias a ese esquematismo, era
posible modificarlos fácilmente. Tan solo los ojos eran característicos: una
incrustación de esmalte blanco, con las pupilas redondas como bolas, probablemente
pintadas. A esa distancia no lo distinguía.
El resto del personaje, ataviado con un rico vestido, con faldones, no se
diferenciaba de un obispo de carne y hueso. Por lo visto, de vez en cuando le
confeccionaban un nuevo vestuario, pues, a pesar de que la escultura tenía siglos, la
ropa estaba en perfecto estado.
En la mano izquierda llevaba el báculo; la derecha aparecía a la altura del
hombro, con dos dedos levantados, bendiciendo o amenazando. En conjunto, no era
una figura difícil.
Acerqué una silla y me subí para verlo más de cerca. La madera estaba
ennegrecida, pero también se parecía a una piel bronceada, y yo, después de la última
temporada en el campo, estaba bastante moreno. Un maquillaje insignificante haría el
resto. El mayor problema lo tendría con los ojos. Sí, esos circulitos eran azules.
(¿Dónde había visto yo últimamente unos ojos semejantes?). No en vano eran obra de
los artistas populares de un país donde todas las figuras religiosas, hasta la Sagrada
Familia —¡bah, y hasta los sacerdotes de Jerusalén!— tienen los ojos azules. No
tengo los ojos negros, pero tampoco se pueden considerar azules.
Sin embargo, ¿quién se fijaría en esa pequeñez entre el esplendor, el bullicio, el
clamor y el alboroto de la procesión?
El resultado del examen había sido satisfactorio; convenía pasar a la acción.
Volví a clavar la vela en el candelabro y me encaramé a la peana desde la silla.
Por poco no me caigo cuando, al perder el equilibrio, me sostuve en el santo, casi
abrazándolo. Ni me había pasado por la cabeza que no estuviera fijado al pedestal,

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porque tan solo lo sacaban una vez al año. Nos tambaleamos los dos, hasta que lo
solté para sostenerme contra la pared. No había mucho sitio en la peana y puse
cuidado en no apoyar los pies en el vacío.
Primero le quité la mitra. En seguida presentó un aspecto distinto, mucho más
pobre; hasta me dio lástima. Pero no había tiempo para sentimentalismos. No sabía a
qué hora se presentarían los fieles y quería estar listo antes del alba.
Tenía la intención de ocultarlo, tras el altar, desnudo, junto a mis propias ropas,
para —sin alboroto y sin causar perjuicio a nadie— volverme a cambiar a la noche
siguiente, cuando todo hubiera terminado; restituirle el hábito y volver a colocarlo en
su lugar. Seguro que los fieles no sospecharían nada, y al santo no le importaría
concederme esa única procesión. ¡Él había tenido tantas! Y tendría muchas más.
Con la mitra no hubo problemas, pero la casulla no era tan fácil de sacar. Había
que hacerlo por la cabeza. Dejé caer la mitra sobre el suelo de madera para tener
ambas manos libres, pero tampoco así tuve éxito. Había poco sitio y tenía miedo de
caerme. Decidí bajarlo entero y desnudarlo en el suelo: era la solución más práctica.
Siempre se llega a las soluciones más prácticas cuando surgen las dificultades.
Lo agarré con fuerza por la cintura y lo levanté. Pesaba, pero todavía era capaz de
sostenerlo. Despacio, asiéndolo por los hombros y luego por la cabeza, iba a
depositarlo en el suelo.
—¡No! —Sonó una voz a mis espaldas—. ¡No lo haga!
Se me encogieron las tripas y el corazón se me contrajo, estrujándome el pecho
dolorosamente. Con el rostro hundido en el hábito del santo, solo podía huir hacia el
interior de su cuerpo de madera: habría deseado ser el gorgojo más pequeño. ¡Si él
hubiera podido pasar a mi interior, o yo al suyo! Sin embargo, siendo él un roble
muerto y yo un cuerpo vivo, la fusión en uno solo resultaba imposible. Y, no obstante,
allí solo había lugar para uno de nosotros, y no precisamente para mí. Era como un
mono aferrado a una idea, como el muérdago del roble: un parásito, solo bueno para
ser cortado con una espada, para que caiga a los pies del tronco y se descomponga en
humus. Pero todavía no me habían cortado nada. Seguíamos allí, como dos granos de
uva gemelos.
—No es necesario —repitió la voz, transformándose en eco en las ojivas—. No es
necesario.
Aparté el rostro del santo. Hacia él no había escapatoria posible. No vi a nadie
bajo el halo de luz. Habría preferido que se hubiera tratado de una voz sobrenatural,
pues conocía casos parecidos en que el pueblo indignado había linchado a los
sacrílegos por delitos bastante menos graves.
Sonaron pasos en el fondo de la nave. Se me ocurrió que estaba en una pose poco
favorecedora, aunque, en semejante situación, aquello no debería haber tenido
importancia. Por lo visto, el amor propio no está acostumbrado a ceder ante el miedo.
—Gracias a Dios, he llegado a tiempo —dijo el párroco saliendo de la oscuridad
—. Aunque… —Se interrumpió, se detuvo al pie de una columna y levantó la cabeza

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—. ¿Cómo se las ha arreglado para subirse allá arriba?
Realmente estaba sorprendido.
—¿Y qué pasa? —pregunté con agresividad. Prefería dejar de lado cuanto hiciera
referencia a mi pose.
—Al fin y al cabo, estaba en lo cierto al decir que pronto nos encontraríamos.
Está hecho todo un gimnasta.
—Bah… —respondí en tono indiferente, pues no lo encajé como un cumplido.
—No crea, admiro su habilidad. Pero no lo habría resistido. ¿Sabe cuánto dura la
procesión?
—Me da lo mismo.
—Usted no ha nacido para santo.
—¿Por qué no?
—Porque es usted un hombre desesperado. Tarde o temprano se habría
desmayado. Dos horas bajo el sol, ¡sin contar la misa! Y todo sin moverse, sin
parpadear. Una chiquillada digna de una reprimenda. ¿Y si le hubiera picado una
avispa?
—Ya me las habría apañado.
—Pero le habría salido un grano. Solo eso ya le habría delatado. Se habría ganado
una buena azotaina.
—A una imagen milagrosa bien puede salirle un grano. Hasta debería parecer
normal…
—Dije que la imagen puede ser milagrosa, pero que no es seguro que lo sea.
Corregí mi posición sobre la peana, como una gallina en la escalera del gallinero.
Lo más terrible había pasado. Ya no me amenazaba ni una paliza ni —empezaba a
comprenderlo— la publicidad; el párroco preferiría evitar el escándalo.
—Eso no deja de ser una hipótesis —afirmé—. Me refiero a lo de la avispa. No
existe la seguridad de que me llegara a picar. Por lo tanto, ante la posibilidad…
—Pero también está el riesgo. No, mi querido amigo, no seamos niños.
Resulta extraña la lógica de un hombre desagradecido. Había venido para
salvarme de una locura. No llamaba a la gente, no armaba alboroto alguno, ni siquiera
gritaba. Me hablaba dulcemente, comprensivo, intentando disuadirme de la acción
que pretendía llevar a cabo, sin moralejas —a las que habría tenido todo el derecho
del mundo—, mediante la demostración de que esa acción era irrealizable, y del
porqué. En lugar de valorarlo, en lugar de estarle agradecido, me mostré insolente. Él
era humano, indulgente, y por eso me parecía débil. Quién sabe, tal vez consiguiera
negociar algo. (Me había olvidado de que no disponía de ningún argumento para la
negociación. Defendía una posición perdida). A lo mejor, en un sorprendente acto de
piedad, lo hacía por mí, me lo concedía; yo era como un ahogado que lucha con su
socorrista, porque no comprende que el socorrista le trae la salvación.
—¿Riesgo? ¡Qué riesgo! Esta clase de fenómenos, los derviches, los faquires, los
santos, precisamente…, todo depende del estado de ánimo. Ay, si usted supiera,

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padre, qué fuerza hay en mi interior. ¡Lo resistiré, juro que lo resistiré!
Algo en mi voz debió de conmoverle, pues dio un paso atrás y no dijo nada, me
contempló atentamente. Lo interpreté como un signo de que mis palabras le habían
causado cierta impresión. Por lo tanto, fui todavía más lejos.
—Usted sabe bien lo que esto significa para mí. ¿Qué valor tienen la euforia de
los campesinos, la psicosis de la multitud, esas histerias colectivas, frente a mi deseo
de unidad? ¿Acaso no se ha dicho: vale más una palmera en el desierto que cien
árboles en un olivar? Usted, padre, sabe bien qué demonios me asedian: los demonios
de la mala cosecha, los señores del calor y la sequía. ¿Será usted quien hinque el
hacha en mi tronco? ¿Qué mal hay en que el mismo manantial que riega los olivos
me salve a mí también? Ellos tienen a su jardinero, para ellos hay canales
especialmente construidos. Sin embargo, yo… No sobreviviré si no abrevo mis raíces
en el manantial. Fíjese, padre, cómo se secan mis raíces.
Pronuncié las últimas palabras de pie, pues me había incorporado a medida que
hablaba, e incluso extendí los brazos, balanceándome sobre el estrecho margen que
me dejaba el santo.
—Por otra parte, ¿acaso privaremos de algo a los campesinos? ¡Nada de eso! ¿A
quién honrarán? A su entender, a una imagen de madera, aunque sagrada, no lo niego.
Y, en el fondo, puede que sea mejor así. ¿Acaso no soy yo el colmo de la creación, un
cuerpo humano santificado cien veces más que cualquier otra criatura, incluidas las
obras del arte religioso? No afirmo que sea santo, pero como vehículo de santidad
cumpliré mi misión mejor que una estatua muerta. Si no confía en mí, padre, por lo
menos confíe en esta jerarquía.
—Ya es suficiente —dijo, levantando la voz—. Baje de ahí y olvidémonos de
todo esto.
Por desgracia, lo que había tomado por una vacilación, y que me había inducido a
renovar mis esfuerzos para convencerle, fue solo un estupor momentáneo. Se había
enfriado y comprendí que a partir de ese momento ya no cabía albergar ninguna
esperanza.
—¿Pero cómo? Así pues, ¿usted no comprende nada de nada? —grité impaciente,
como siempre cuando algo nos parece perfectamente claro y los demás no lo
comprenden.
—Lamento que hayamos tenido que llegar hasta aquí. Usted ha transgredido los
límites. No pienso discutir más con usted. Haga el favor de poner en orden la imagen
y abandonar la iglesia. En caso contrario me veré obligado a llamar al personal.
—¡No! —grité, tan fuerte que retumbaron las ojivas.
Se agachó para recoger la mitra y entregármela. Sin mala intención —pues un
perro no prevé la intención de saltar cuando se le quita un hueso—, empujé al santo.
Se inclinó ligeramente sobre el extremo de la peana. Por un instante, el santo me
ocultó al párroco y cayó con dos golpes: el primero débil, el otro fuerte… Y el
párroco ya no se volvió a levantar. Me quedé solo sobre la peana.

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Me puse nervioso. Me agaché, sosteniéndome con las manos sobre la moldura,
para asomarme sobre el suelo de madera y averiguar lo sucedido. El párroco yacía a
un lado, con las piernas encogidas. Junto a él, el santo, boca arriba, con el báculo en
la mano izquierda y los dos dedos levantados, bendiciendo o amenazando. Había algo
de irreflexivo en ese gesto inmóvil.
Presa de un pánico cada vez mayor, me deslicé hasta el suelo. Toqué al párroco,
perplejo. Mi pánico no era lo bastante grande como para impedirme ver lo sucedido:
parecía que el párroco… estaba muerto. El propio suceso superó mi pánico,
transgredió sus límites y se extendió más allá de mí mismo, hacia la dimensión
inabarcable de la indiferencia.

Me levanté con el sol ya alto, sorprendido de que no me hubieran despertado, como


de costumbre, la tos matinal y el ir y venir del encargado, y de haber dormido tan
profundamente. Por lo visto, antes de dormirme, mis pensamientos habían ascendido
a la esfera del pánico, y mi sueño, por el contrario, a otro ámbito desconocido.
Tumbado, observé con desconfianza las paredes, el techo y la silla donde se
encontraba mi ropa. Me llamó la atención que fueran los mismos de antes: la idéntica
disposición de las manchas del techo, las mismas paredes, la misma silla.
O nada había cambiado, o disimulaban de maravilla. Sin embargo, a pesar de un
examen minucioso, no logré distinguir variante alguna. Las cosas y los objetos
seguían siendo los mismos.
Salí al patio. También allí todo seguía igual que antes. No digo ya que ningún
árbol creciera en otro lugar, sino que los animales tampoco denotaban ningún cambio.
La naturaleza reanimada disimulaba su reanimación con una continuidad impertérrita.
Las mismas estúpidas gallinas buscaban entre la arena, o bien miraban a lo lejos,
volviendo la cabeza con movimientos que parecían sacudidas, mezcla de nerviosismo
y estupidez. Su estado de éxtasis terminaba con un picotazo en una brizna de paja o
en algo que recordaba un grano. Siempre la misma comedia.
Eso sí: no verifiqué la presencia de una vaca que llevaban al prado los días
laborables, y el domingo y los festivos pacía delante de la casa, atada con una cuerda
a una argolla clavada en el suelo.
Pero hoy era fiesta, el día del patrón San Bonifacio, arzobispo y mártir. Eché un
vistazo al parque: la vaca tampoco estaba allí. La encontré en el establo, sobre el
pesebre vacío, mugiendo tristemente. Tampoco estaba el encargado, que el domingo y
los días festivos no iba a trabajar y, antes de ir a misa, acostumbraba a instalarse en el
porche con una caja de betún y se limpiaba las botas hasta que quedaban relucientes.
Hoy había desaparecido, y las botas se encontraban junto a la cama, sin limpiar. Así
pues, lo opuesto a la cotidianidad no consiste en vestirse de fiesta, que habría sido lo
normal, pues el día, efectivamente, era festivo, sino en la ausencia de toda rutina,
tanto festiva como cotidiana. Se trataba de una fiesta extraordinaria.
Me senté sobre una carretilla que había junto a un montón de leña. Una

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motocicleta pasó por el camino que seguía a lo largo del parque. La oí llegar de lejos.
Alguien venía también corriendo desde el bosque, lo que se podía deducir por el
ondular de los agrazones, pues si hubiera sido un perro o un cerdo, habría pasado por
debajo, a ras de tierra, sin apartar las ramas. Me levanté de la carretilla. Ella apareció
al borde del matorral, con el vestido azul de fiesta que yo ya conocía (se lo había
puesto para nuestra primera cita); sin embargo, jamás venía por ese lado, a pesar de
que, yendo por los agrazones, el pueblo quedaba más cerca. Siempre tenía miedo de
rasgarse el vestido —incluso los de diario—, y acostumbraba a llegar por el camino y
pasar luego por el porche. Además, ahora corría, lo que tampoco era corriente. Nunca
había demostrado tanta prisa por venir a verme, ni siquiera por acudir a las citas más
tiernas.
—¡Se ha matado el párroco! —gritaba desde lejos.
—Bueno ¿y qué? —dije, de mal talante.
—¿Cómo que y qué?… —Se detuvo, sorprendida—. ¡Está muerto!… —repitió,
creyendo que no la había comprendido.
Me sentí ofendido por el interés que mostraba por la noticia, más del que jamás
había mostrado por mí. Por mí nunca se había tomado tantas molestias, ni había
expuesto sus vestidos. Sin embargo, como no podía decírselo directamente, intenté
demostrarle mi enojo de otro modo y, más concretamente, menospreciando algo que a
ella le parecía tan importante.
—Qué tonterías dices.
Pero ella entendió que yo no creía la noticia porque resultaba tan extraordinaria
que no era digna de crédito.
—¡Conque tonterías! —exclamó, triunfante—. Le han encontrado esta mañana,
en la iglesia. La imagen se le ha caído encima y lo ha aplastado. Debía de estar
haciendo algún arreglo antes de la procesión; era tan escrupuloso, el pobrecillo… Era
el primero en levantarse. Seguramente irá al cielo —añadió, tras una breve reflexión.
Suspiré. Así pues, todo coincidía con las evidencias. ¡Bendita sea la lógica! La
muerte del párroco era interpretada según los datos, y los datos decían que solo un
accidente durante el trabajo podía ser aceptado como la conclusión lógica de un
razonamiento lógico.
—¿Ha estado la policía?
—Sí, ha estado. Y también el médico. Ya se han ido.
—¿En moto?
—Sí: un oficial. Hasta hay gente que llega de los demás pueblos para verlo.
También han venido otros párrocos para darle la absolución. Todo el mundo llora. Era
tan magnánimo, tan apuesto… —También ella se echó a llorar, al recordar escenas de
las que hacía poco había sido testigo.
Esa observación femenina avivó mi disgusto.
—No hay motivo para enternecerse —dije en tono viril—. Cosas que pasan, ¡qué
le vamos a hacer! A todos nos espera lo mismo, tarde o temprano.

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La observación era justa. Solamente omití un detalle. Cualquiera podía
expresarla, cualquiera a excepción del párroco.
Nos sentamos los dos en la carretilla. Ella apoyó la cabeza en mi hombro; yo le
acariciaba el pelo y la consolaba. ¡Era tan joven!, a buen seguro había sido testigo de
muy pocas muertes, y ese incidente le resultaba incomprensible; era como una niña.
Mi punto de vista me parecía mejor:
—Todos tenemos que morir —como si eso significara que él no había muerto—
y, por otro lado, un párroco tiene la ventaja de ser, además de una persona, un
párroco. Al fin y al cabo, un párroco no muere nunca. En su lugar llega otro. ¿Y qué
ocurre? Pues que también es un párroco, igual que el anterior. Siempre hay un
párroco.
—Pero también era un hombre.
—De acuerdo, nadie dice que no. Ha muerto únicamente como hombre, pero no
como párroco. Por lo tanto, como hombre que además era párroco, no ha muerto del
todo. Escucha, cuando yo muera —dije con dolor, aunque no creía en ello en absoluto
—, conmigo se irán todas mis cosas. Un párroco es una historia completamente
diferente: todo cuanto tenía a su cargo perdura. Nada termina, ni nada cambia. Por lo
tanto, es como si no hubiera muerto. Si viviera, esto sería un gran consuelo para él.
Es decir: seguro que para él es un gran consuelo —corregí—. Tú misma has dicho
que ha ido al cielo. Hasta la imagen que le ha matado era sagrada.
No estaba seguro de que me escuchara y, de ser así, de si comprendía mis
argumentos. Sin embargo, para ella aquello no era lo más importante. Si lo hubiera
puesto por escrito, no le habría causado la menor impresión. En cambio ahora, estaba
sentada a mi lado y apoyaba la cabeza en mí, yo hablaba en el tono adecuado; aquello
funcionaba mejor que la sesión de una sociedad científica, respondía a una sabiduría
considerablemente mayor.
—Tenía puntos de vista muy saludables. Era como el cocinero que prueba los
platos que cocina para sus huéspedes para tener la garantía de que no les
desagradarán. No los prueba todos, es cierto. —Recordé que mi relación con el
párroco había empezado a raíz de su intención de casarme, de poner en orden mi vida
y la de la maestra según la ley de la Iglesia, y que sobre este particular no podía
alentarme con su propio ejemplo. Tomé conciencia de que ya no me molestaría más,
de que su desaparición me liberaba de su amenaza en este sentido, y sentí una ternura
especial hacia ella. La atraje hacia mí con más fuerza.
—En el cielo estará mejor… (No creo que se encontrara mal en la parroquia;
aunque a saber los problemas que tenía él). Mejor… —terminé. Sabía que, a fin de
cuentas, no sabía nada. Durante nuestra charla, a mi pregunta exclamación: «¿Le han
llevado alguna vez, padre?», él no había contestado nada. Luego la conversación
había girado tan solo en torno a mí, se había referido únicamente a mis asuntos.
Entonces aquello me había complacido, había aceptado esa relación de buena gana.
No había repetido las mismas preguntas que él me dirigía. Había considerado natural

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que hablásemos solamente de mí, que fuera solo yo quien me confesara, gritara,
exigiera o rehusara esto y lo otro. Por su parte, ni una palabra. Lo lamenté, y ese
sentimiento encerraba también cierto egoísmo, pues lamentaba que fuera demasiado
tarde, pero ¿demasiado tarde para quién? Para mí, evidentemente, porque ya nunca
sabría nada de él.
Y se me ocurrió una idea diametralmente opuesta: que el egoísta era él, y no yo.
Había sido yo quien, al hablar de mí mismo, le había servido a él. Al confesarme, le
había dado más de lo que él me había dado a mí. Porque, al fin y al cabo, ¿qué me
había dado él? Había sido como el maestro que durante la lección repite lo mismo
que el alumno puede encontrar en casa, en el manual cuyo autor, por lo demás, no es
ese maestro. Quizás él consideraba que tenía que ser así, que esa era su obligación.
Aunque, ¿qué me importaba a mí el motivo de su egoísmo?
¿Qué sabía él, en el fondo? ¿Por qué se ocultaba detrás del párroco?, ¿por qué
desplegaba ese biombo con la sotana? Tal vez, de haberme hablado él como persona
y no como párroco universal, recambiable, eterno, me habría enterado de algo más.
Quizás ahora no me encontraría tan desesperadamente solo.
De vez en cuando, había algo en él que brillaba, que se movía detrás de ese
biombo. ¿O solo me lo había parecido? ¿No sería que, al buscarlo, yo mismo lo
situaba detrás de la cortina, que era yo mismo el artífice de dicho biombo? «Buscad y
lo encontraréis» (para conservar el orden cronológico), mientras que lo justo debería
ser: «¿Está ahí? Pues tomadlo».
Se me ocurrieron otras variantes: «¿Que no está? Pues no lo busquéis». «¿Que
está? Pues no lo encontraréis». Sin embargo, fuera lo que fuere lo que quería de él ya
era demasiado tarde.
—Tienes razón —dije—. Está muerto.

Le volví a ver dos días más tarde, en la vicaría, donde yacía con el ataúd descubierto,
expuesto para recibir el último adiós de sus feligreses. No había cambiado en
absoluto, o puede que hubiera cambiado radicalmente. Es decir, había cambiado tan
radicalmente que, con toda la atención de que era capaz de desplegar, me dispuse a
indagar en qué consistía dicho cambio. Sin embargo, tras examinar los detalles, las
manos, la cara… tuve que llegar a la conclusión de que no había cambiado en
absoluto. Y empecé de nuevo, observando su cara, sus manos, intentando verlo, no
solo de perfil, sino in face, en la medida de mis posibilidades (apenas había
conseguido abrirme paso entre la multitud hasta la altura de las manos entrelazadas),
siempre con idéntico resultado.
No me quedé mucho tiempo. La multitud de fieles me echó a empujones de la
habitación, como un mueble más. Efectivamente, se habían llevado todos los
muebles; habían descolgado el paisaje montañoso entre nieblas, la cabra sobre el
peñasco y el estudio de tipos populares, incluso los clásicos de la pintura religiosa;
solo habían dejado el crucifijo y el linóleo; tampoco se habían llevado las lilas, que

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seguían mirando por la ventana, igual que antes; no, igual que antes no: en flor, con
sus pequeños pétalos de color pardo.
Aun con la ventana abierta, el aire era sofocante y el alboroto considerable —a
pesar de que todo el mundo procuraba preservar el silencio—, a causa de los sonidos
guturales de las mujeres, de los pasos, de los suspiros de los devotos, de las plegarias
murmuradas a media voz y los cachetes administrados a los niños, que se resistían a
comprender. Había acudido solo a la vicaría; no quería dejarme ver con la maestra,
por las habladurías de la gente (así se lo expliqué a ella) porque, de habernos
mostrado juntos, lo habrían interpretado como una forma de declaración, como una
especie de noviazgo. (Así lo creía yo mismo). ¿Ante quién? Con toda seguridad no
ante la gente, que nada sabía de mi última charla con el difunto. ¿Ante él, en ese
caso? Ridículo: ya estaba muerto. Así pues, quizás aún no era plenamente consciente
de su muerte; sabía que había muerto pero, en realidad, se trataba de un saber
superficial, puesto que me resistía a manifestar algo que él podría interpretar —pero
¿cómo, si no estaba vivo?— como la aceptación de un compromiso por mi parte.
Encontré a algunos conocidos, como a la mujer de la vicaría que hacía tres días
nos había servido la merienda. No velaba al difunto, lo tenía al alcance de la mano
tan pronto lo deseara, por lo tanto —por ese grado de superioridad que otorga la
posesión—, lo dejaba para los demás, ofreciendo el propio párroco como en otro
tiempo le había servido a él, y no sin favoritismos, pues observé que daba preferencia
a algunas mujeres, sin duda conocidas suyas, permitiéndoles la entrada sin hacer cola
y cediéndoles los mejores puestos, a la cabecera y a los pies.
Al otro lado del ataúd había un campesino con un traje negro, indudablemente el
de los domingos, con una capa de polvo encima, si bien parecía recién sacado del
baúl. Al parecer, era un traje imposible de limpiar. Llevaba una camisa blanca y
almidonada, sin cuello, abrochada con un solo botón, y un sombrero negro que
sostenía, rígido, a la altura del vientre. Si se hubiera limitado a mirar al muerto, tal
vez no le hubiera reconocido, tan acicalado como estaba. Sin embargo, levantó la
vista y me miró también a mí. Gracias a ello, reconocí al campesino que me había
llevado el día de mi llegada, cuando aún era inocente. Y, no obstante, tampoco
entonces había sido capaz de sostener su mirada. Ahora no me cohibía en absoluto,
pues era más que evidente que había acudido para rendir mi último (o puede que mi
penúltimo) homenaje al difunto.
El ataúd del muerto era sólido, de roble, como corresponde a un cura de
parroquia. Con unos apliques decorativos de metal plateado (la plata tiene un carácter
más funerario que el oro), pero mates, sin lustre, quizás a causa de la calidad del
material, o acaso a posta, en consideración con la gravedad de la ocasión.
La tapa estaba en el pasillo, apoyada sobre la pared. En el borde interior
presentaba un relieve.

La iglesia estaba más iluminada que antes. Se hallaban encendidas no solo la

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lamparilla de aceite, frente al altar mayor, sino también cuatro velas alrededor del
ataúd.
Esta vez no temía que alguien pudiera sorprenderme. Los habitantes del lugar
solo visitaban a los muertos en grupo y a plena luz.
De nuevo estábamos los tres solos: yo, el santo y el párroco. Tres viejos
conocidos. Las relaciones entre nosotros se presentaban ahora bajo un aspecto un
tanto diferente. Yo ya no pretendía nada del santo, ni el santo de mí. Entre el santo y
el párroco había terminado todo definitivamente. Así que solo entre este último y yo
quedaba algo por resolver.
A decir verdad, había sido él quien rompió las relaciones conmigo, y no solo
conmigo: desde que le había caído la imagen encima, sus relaciones con el mundo
eran unilaterales. Los demás todavía se ocupaban de él (de momento), pero a él ya
todo le daba lo mismo, le tenía sin cuidado.
Yo no podía conformarme con ese final, tanto de sus relaciones en general como
de las mías con él en particular. En realidad, un final así no resultaba satisfactorio ni
desde su punto de vista ni desde el mío.
Sobre todo desde su punto de vista. Le habían tratado unilateralmente, sin contar
con su beneplácito. Ahí no había ningún trato, sino un trámite donde él era el objeto,
como si fuera una cosa. ¡Se habían ocupado tanto de él! Lo habían lavado, lo habían
llevado de aquí para allá, y lo habían metido en el ataúd.
Si por lo menos se hubieran limitado a lo esencial, aún habría sido posible
conformarse con ello. Al fin y al cabo, también él tenía su parte de culpa (si es que se
puede hablar de culpa), ¡se comportaba con una indiferencia tan irritante! Así pues,
también era posible considerar aquel proceder como una especie de revancha. Con
todo, no se habían contentado con lavarlo, traerlo y llevarlo, y meterlo en el ataúd;
habían organizado una especie de juego donde la manipulación había rebasado la
esfera de lo necesario para adoptar un carácter arbitrario, intencionado, superfluo, que
había terminado por adquirir el cariz de una burla.
Imaginemos que un empresario contrata para un papel de protagonista a un actor
—una vieja gloria del cine— que, debido a un desgraciado accidente, ha quedado
sordo, mudo, ciego y paralítico. ¿Qué espera de él? Evidentemente, que el público lo
pase en grande con la discapacidad del minusválido. Le concede el papel principal, a
sabiendas de que no es capaz de interpretar el papel más secundario entre los
secundarios, de que resultará más ridículo que el último figurante. Por lo tanto, al
organizar una representación de gala, lo hace solamente para burlarse de él.
Solo una cosa salvaría al desgraciado: que en el último momento alguien se vista
con sus ropas y represente su papel —en nombre suyo, eso sí—, y lo haga tan bien
como cuando él actuaba en sus buenos tiempos.
¿Acaso, más tarde, ese desgraciado, la víctima de la cruel burla frustrada, no le
estaría agradecido a su sustituto? No me cabía la menor duda.
Desde mi punto de vista, lo que sí quedaba claro era que él había dado por

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terminada sus relaciones conmigo. ¿Tenía yo por eso que pagarle con la misma
moneda? Él se veía obligado a ello, no podía obrar de otro modo, pero yo sí; un llano
sentimiento de lealtad me dictaba hacer cuanto fuera necesario por él y por mí
mismo. Y, ya que hablamos de mi punto de vista, lo diré sin rodeos: a mí, la cosa
también me interesaba.
Al partir, el párroco había contraído una deuda conmigo. Se había marchado
siendo mi deudor. Estoy pensando en nuestro último (para ser más exactos, nuestro
penúltimo) encuentro, cuando le ofrecí todo cuanto poseía, mientras que él, por su
parte, no había dejado de dar vueltas a conceptos generales. Probablemente, si él
siguiera vivo, yo no reivindicara la satisfacción de la deuda. El asunto se hubiera
aplazado, siempre habría tiempo. Pero se había marchado, y no tardaría en perderlo
de vista. Convenía dejarlo todo arreglado antes de que llegara a la línea del horizonte,
atraparlo antes de que desapareciera por completo.
Por otro lado, dicha situación extrema no me habría incitado a hacerme justicia a
mí mismo (y de paso a él; a nadie le resulta agradable recordar su dependencia) de no
encontrarme en una gran necesidad, en una gran penuria. Renunciar a lo que me
correspondía habría sido una estupidez.
Él no podía corresponderme con la misma moneda que había recibido de mí
(callaba y ya no podía contarme nada). Sin embargo, era posible cambiar esa divisa
por otra. Así pues, en tanto que creyente, tenía derecho a exigirle cierto servicio.
Supongo que para él también era más fácil satisfacer la deuda de forma equivalente,
puesto que no podía hablar. ¿Qué le costaba pagarme del modo que le proponía?
Nada, y hasta salía ganando con ello.
Al beneficio que él obtenía, que acabo de explicar, al exponer su punto de vista,
debo añadir ahora, como mínimo, otros dos. Ya he mencionado que le trataban como
a una cosa. Yo, al reclamar ahora el pago de la deuda que él había contraído
anteriormente, aún en vida, seguía tratándole como si fuera una persona. Al ofrecerle
la posibilidad de pagarme, le concedía al mismo tiempo la oportunidad de sobrevivir.
Negaba su muerte. El final no estaba allí. Salvaba no solo a la persona, sino el honor
de esa persona.
No alentaba hacia él sospechas de morosidad, de mala voluntad por su parte. A
buen seguro que, de haber estado vivo, él mismo en persona habría acudido a mi
encuentro para terminar de decirnos todo de cuanto me había despojado durante aquel
intercambio desigual. Sin embargo, en este sentido, la muerte para él representaba un
estorbo, y seguro que el ejercicio negativo de la obligación de pagar pesaba en el
fondo de su corazón. Todo el mundo quiere partir con honor, sin dejar atrás rencores,
satisfacer todas sus cuentas pendientes. Por lo tanto, había que echarle una mano. No
abandonarlo a la suerte del destino, que le había privado de la oportunidad de actuar,
y no despedirle con la amargura de las deudas no zanjadas. Con un mínimo de
esfuerzo era posible llevar nuestros asuntos a buen puerto y despedirse sin rencor. Me
sentía como el ejecutor de la parte que me correspondía de su testamento, un

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testamento que él no había llegado a disponer.
Había que darse prisa. Tan pronto transcurriera la noche, acudirían a la gran
representación y sería demasiado tarde para cambiarse de ropa. Más teniendo en
cuenta que la ropa era incómoda y el cambio difícil.
—¿Lo ves? —dije, apartando el candelabro—. Ya tienes lo que querías. Tu alma
allá y tu cuerpo aquí. Por consiguiente, a ti solo te habrían llevado en teoría.
—Tenías razón —dije, una vez nos hallamos en campo abierto. Después de San
Bonifacio, el tiempo empieza a cambiar.
No llovía, pero desde hacía dos días se preparaba una buena. Puede que no
lloviera por la sencilla razón de que un fuerte viento dispersaba las nubes antes de
que consiguieran descargar. Llegaban otras, pero también las dispersaba rápidamente,
y todavía le quedaba suficiente energía para peinar los campos de trigo, la cizaña y
los perales. (Ni siquiera dejaba en paz el tallo más minúsculo). Se mantenían en
tensión, enzarzados en una lucha activa por la supervivencia, entre roces y silbidos,
en un enfrentamiento definitivo, donde el viento pretendía llevárselo todo. Y, a pesar
de que, a criterio de la razón, no cabía duda acerca del resultado de aquella lucha (las
raíces acudían en auxilio del trigo, la cizaña y los perales), la incertidumbre acerca de
si esta vez lo conseguirían, el temor de un cambio en la suerte, hacía temblar toda la
región.
A nosotros nos venía muy bien esa revolución de los elementos. En caso de
guerra, los fugitivos pasan siempre desapercibidos. No hay testigos, pues estos se
encuentran ocupados en otros asuntos. Me sentía mejor que si hubiera estado rodeado
de silencio y quietud, que si cien ojos vigilasen esa noche.
Una rueda de la carretilla tropezó con algo redondo y duro.
—Espera —dije, y me detuve. Una gran piedra sobresalía del suelo. La arranqué
y la añadí al saco. Encontré algunas más. Me sentaba bien el calentamiento que me
proporcionaba esa tarea adicional; en la iglesia había sudado y, a pesar de que antes el
viento no me pareció fresco, ahora sentía frío constantemente.
—Tú mismo te das cuenta —decía mientras continuaba mi viaje— de que el
entierro no te conviene. Si tu alma ha sido perdonada, mejor para ella, pero con lo
otro habrías salido mal parado. Hay que salvar lo máximo posible y, ante todo, no
burlarse de un cuerpo que no es culpable de nada, que se ha quedado huérfano. No
convertirle en un idiota. Que no lo lleven cuando no tiene alma. A ti te habrían
llevado como a un bufón, a mí me llevarán como a un rey. Supongo que percibes la
diferencia.
Cada poco resplandecía un relámpago y, durante un instante, toda la región
aparecía intensamente iluminada. Las nubes cruzaban raudas y bajas, en fuerte
contraste con el zafiro lejano, más claro alrededor de la luna. De no ser por la
frecuencia irregular de los resplandores, parecería que había un faro que tan pronto se
apagaba como se encendía, sobre todo teniendo en cuenta que, el trigo, ya alto, no se
mecía peor que las olas. Fue entonces cuando divisé la oscura isla-parque, sobre la

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que brillaba, a mano izquierda, de color de soldado de plomo todavía nuevo, la joroba
de la colina; al darme la vuelta, vi el campanario blanco de la iglesia, y más allá, en
lontananza, campos y bosquecillos plateados que desconocía. Añoré los espacios
abiertos del inicio de mi aventura. Ah, si al día siguiente me llevaran hacia allá, en
lugar de al cementerio. Pero no tenía derecho a quejarme. «Mejor pájaro en mano…»,
me dije a media voz.
Se terminó el campo. Crucé el camino y, a través de la cerca desdentada, llegué al
parque. Allí el viento no soplaba tanto, aunque el rugido era cien veces mayor. A la
carretilla le costaba avanzar, se hundía. Le di la vuelta y, con los brazos hacia
adelante, en lugar de empujar, tiré de ella. La arrastré un buen trecho, hasta que el eje
se torció y ya resultó imposible moverla. El saco, cargado de raíces que había ido
añadiendo, era demasiado pesado para levantarlo. Lo llevé rodando. Entre los
bramidos del viento, pude escuchar a lo lejos el embate de una ola contra el flanco de
la barca y los sordos crujidos del juncal. Llegamos a la orilla. El estanque seguía
igual, solo que mucho más embravecido. Olas desenfrenadas corrían en diferentes
direcciones, regresaban, volvían a perder el rumbo y daban la vuelta para reunirse en
círculos concéntricos y reanudar su persecución, o su huida, hacia orillas opuestas. El
agua, luchando consigo misma, estaba turbia, no reflejaba nada.
Nos embarcamos y, hundiendo la pértiga, empujé el bote lejos de la orilla.
Cuando ya no alcancé el fondo, dejé la pértiga a un lado. La barca se balanceaba, a la
deriva.
—Bien —dije, conmovido, como suele ocurrir cuando nos despedimos de alguien
—, hasta aquí hemos llegado. Llegó la hora. Gracias por… —quise decir «por todo»,
pero recordé que también él tenía algo que agradecerme y que las cuentas pendientes
entre nosotros habían quedado saldadas.
—¡Por nada! —exclamé.
Agarré el saco por los extremos y lo levanté. Luego, lo eché por la borda. Lo bajé,
sin dejar de agarrarlo, hasta que el agua me llegó a los codos, como cuando se anda a
lo largo de un andén cogiendo la mano de una persona querida, mientras el tren
arranca despacio.
Luego relajé mi esfuerzo y desapareció.

El ataúd resultó ser demasiado pequeño.


En vano intenté doblar las rodillas entumecidas. Me causaban un dolor
permanente y no había modo de cerrar la tapa. Intenté tumbarme boca abajo, pero
entonces me sobresalían los talones, con idéntico resultado para la tapa.
Aunque lo había previsto todo, no había previsto aquello. Me había preparado un
lecho de menta olorosa, había practicado unos orificios imperceptibles en una palma
plateada y había colocado en la cabecera dos cajetillas de cigarrillos, para que no me
faltasen antes de mi salida de la catacumba, protegido por el velo de la noche.
En la cara interior de la tapa había clavado la anilla de un picaporte: una auténtica

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obra maestra del arte de la orfebrería. La había encontrado en el patio y tenía la
intención de agarrarme a ella para que la tapa no se escurriese cuando me llevaran por
la pendiente. Solo quedaba cortar las cabezas de los clavos y ajustados de nuevo a la
tapa. Tanto esfuerzo, tanto trabajo, para nada.
Sin embargo, lo que peor me sabía no eran los esfuerzos malogrados.
¡Adiós sentido de mi vida, momento no alcanzado en que habrían vuelto a
llevarme —porque tenía la esperanza de que volvería a suceder, de que no sería la
última vez— sobre las espaldas de cuatro fuertes porteadores, lo mismo daba por
dónde y hacia dónde! Cuando menos, de la iglesia al cementerio. Como poco, la
duración del entierro.
El destino se había cebado conmigo, o acaso fuera yo quien no había estado a la
altura del destino. Cuando quise ser santo, me había estorbado el párroco. Ahora que
quería ser difunto me estorbaban esos estúpidos cuatro centímetros de altura. Había
querido ser lo uno y lo otro, no porque me interesaran el santo o el difunto en sí, sino
tan solo como diferentes medios para un mismo fin. Tal vez había elegido mal, pero,
al fin y al cabo, no me quedaba otra salida. Aproveché cada ocasión y, tomo a Dios
por testigo, en ningún caso escatimé esfuerzos ni medios.
En realidad, quise convertirme en un difunto aparente. Al fin y al cabo, de eso era
de lo que se trataba, pues solo un difunto aparente puede ser un auténtico difunto, es
decir: solo él es capaz de gozar de su estado, de gozar del tributo que se le rinde. Sin
embargo, no lo conseguí.
Quizá solo cada cual puede ser su propio difunto, y yo quería ponerme en la piel
de mi amigo. Estaba claro que yo no era él, y que él no era yo, aunque solo fuera por
una diferencia de altura.
No cabía duda de que también a mí me llegaría el turno y conseguiría mi propio
ataúd, mío y de nadie más. Solo que entonces para mí sería ya demasiado tarde, igual
que ahora era demasiado tarde para el párroco.
Ya no me quedaba nada que hacer allí. Me puse en pie, coloqué de nuevo la tapa
y volví a clavar los clavos. Recogí las herramientas y me dirigí a la salida. En el
interior de la iglesia, la luz había adquirido una tonalidad gris, como la luz del
crepúsculo. El alba y el crepúsculo son idénticos, lo que no se puede decir de la
noche y el día.

Requiescat in pace: acogí esa sentencia en tercera persona del singular como una
ironía, in pace, esto es, «en paz». Por lo que yo alcanzaba a recordar, jamás había
gozado de paz y, cuando la había tenido, siempre me había asaltado la duda de que
esa paz, precisamente, me privaría de mi duda.
Tomé conciencia de que no era yo quien iba allí dentro, de que la sentencia iba
dirigida a otro. Llevaba tiempo considerándome su destinatario y me costaba
desacostumbrarme.
Por otro lado, tampoco él estaba allí. Así pues, se trataba de una sentencia sin

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dueño; resonó majestuosamente en las ojivas y, sin aprovechar a nadie, se consumió
en su propia majestuosidad.
Unas gotas de agua bendita sobre el ataúd y empezaron a llevarlo. Cuatro
campesinos forzudos, con aspecto de columnas, agarraron el ataúd y se lo colocaron
sobre los hombros. Las mujeres arremetieron con un llanto reduplicado, con la misma
fatalidad que hace que una puerta abierta de par en par dé lugar, inevitablemente, a
una corriente de aire. Delante de la iglesia, el enterrador abría la marcha, sosteniendo
una cruz negra de tamaño natural que le disputaba al viento.
Trepamos colina arriba por la pendiente sin camino. Se puso a llover y el cortejo
aceleró el paso imperceptiblemente. Hacía viento y los rostros enrojecieron. No era
ningún chubasco de cuidado, pero las gotas aisladas, que caían raudas y oblicuas,
causaban mayor impresión de la que se merecía una llovizna de verano.
En el cementerio, el orden se confundió; el cortejo, antes perfectamente
organizado, se separó; los que hasta entonces habían ocupado las últimas filas se
adelantaron, siguiendo un atajo, para ocupar un lugar preferente al final del recorrido.
La multitud rodeó la tumba en un círculo cerrado. Me empujaban, constantemente
recibía codazos, hasta que me di la vuelta y, forcejeando en sentido contrario,
conseguí salir del círculo. Dejé atrás a los viejos y a los inválidos, y me senté a cierta
distancia, sobre el pedestal del ángel de piedra.
La reunión se hizo más compacta, bajaron las cabezas y permanecieron en
silencio, hasta el punto que oí los ladridos de los perros de unos edificios lejanos.
Más tarde la gente se dispersó en todas direcciones.
Esperé a que los ancianos y los inválidos, ahora abandonados, se saciaran a
destiempo. Por fin, cuando se marchó el último tullido, me aproximé. Con la gorra
echada hacia atrás, el enterrador cubría la losa de coronas de abeto.
—¿Qué crees que hay ahí dentro? —pregunté, indicando la losa.
Me miró, ofendido.
—¿Cómo que qué hay? ¡El párroco!…
Quise replicar: «Pues no, no está ahí». Pero me acordé de que «no está ahí»
significa «está en otra parte», y me fui a casa.

1968

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SŁAWOMIR MROŻEK (Borzecin, Polonia, 1930 - Niza, Francia, 2013) estudió
arquitectura, historia del arte y cultura oriental. Antes de darse a conocer como
escritor, obtuvo cierto éxito como periodista y dibujante satírico. A partir de 1957, su
carrera literaria se desdobla en dos facetas: la de autor dramático, que le ha merecido
un reconocimiento universal y un extraordinario éxito popular, y la de narrador. De
entre su obra narrativa destacan Juego de azar, La vida difícil, Dos cartas, El árbol,
El pequeño verano, La mosca, Huida hacia el sur, El elefante, La vida para
principiantes y Baltasar (Una autobiografía).

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Notas

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[1] En ruso: «¡Por la fantasía, por la salud!». <<

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