Catequesis Sobre La Fe - Papa Francisco
Catequesis Sobre La Fe - Papa Francisco
Catequesis Sobre La Fe - Papa Francisco
BENEDICTO XVI
Año de la fe
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
1. INTRODUCCIÓN A LAS CATEQUESIS SOBRE LA FE *
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Audiencia General, 17 de octubre de 2012
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
existe dominio, posesión, explotación, mercantilización del otro para el
propio egoísmo, donde existe la arrogancia del yo cerrado en sí mismo, el
hombre resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La fe cristiana,
operosa en la caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza
la vida; más aún, la hace plenamente humana.
La fe es acoger este mensaje transformador en nuestra vida, es acoger la
revelación de Dios, que nos hace conocer quién es Él, cómo actúa, cuáles son
sus proyectos para nosotros. Cierto: el misterio de Dios sigue siempre más
allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros ritos y de nuestras
oraciones. Con todo, con la revelación es Dios mismo quien se auto-
comunica, se relata, se hace accesible. Y a nosotros se nos hace capaces de
escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de
la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu
Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra.
Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar en contacto con
nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de
escucharle y de acogerle. San Pablo lo expresa con alegría y reconocimiento
así: «Damos gracias a Dios sin cesar, porque, al recibir la Palabra de Dios,
que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino, cual es en
verdad, como Palabra de Dios que permanece operante en vosotros los
creyentes» (1 Ts 2, 13).
Dios se ha revelado con palabras y obras en toda una larga historia de
amistad con el hombre, que culmina en la encarnación del Hijo de Dios y en
su misterio de muerte y resurrección. Dios no sólo se ha revelado en la
historia de un pueblo, no sólo ha hablado por medio de los profetas, sino que
ha traspasado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como hombre, a
fin de que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y el anuncio del Evangelio
de la salvación se difundió desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. La
Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha hecho portadora de una nueva
esperanza sólida: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del
mundo, que está sentado a la derecha del Padre y es el juez de vivos y
muertos. Este es elkerigma, el anuncio central y rompedor de la fe. Pero
desde los inicios se planteó el problema de la «regla de la fe», o sea, de la
fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio, en la que permanecer
firmes; a la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre que hay que
custodiar y transmitir. San Pablo escribe: «Os está salvando [el Evangelio] si
os mantenéis en la palabra que os anunciamos; de lo contrario, creísteis en
vano» (1 Co 15, 1.2).
Pero ¿dónde hallamos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos
las verdades que nos han sido fielmente transmitidas y que constituyen la luz
para nuestra vida cotidiana? La respuesta es sencilla: en el Credo, en la
Profesión de fe o Símbolo de la fe nos enlazamos al acontecimiento
originario de la Persona y de la historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto
lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: «Os
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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transmití en primer lugar lo que también yo recibí: que Cristo murió por
nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al
tercer día» (1 Co 15, 3.4).
También hoy necesitamos que el Credo sea mejor conocido, comprendido
y orado. Sobre todo es importante que el Credo sea, por así decirlo,
«reconocido». Conocer, de hecho, podría ser una operación solamente
intelectual, mientras que «reconocer» quiere significar la necesidad de
descubrir el vínculo profundo entre las verdades que profesamos en el Credo
y nuestra existencia cotidiana a fin de que estas verdades sean verdadera y
concretamente —como siempre lo han sido— luz para los pasos de nuestro
vivir, agua que rocía las sequedades de nuestro camino, vida que vence
ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se injerta la vida
moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.
No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de
la Iglesia católica, norma segura para la enseñanza de la fe y fuente cierta
para una catequesis renovada, se asentara sobre el Credo. Se trató de
confirmar y custodiar este núcleo central de las verdades de la fe,
expresándolo en un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro tiempo,
a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio,
para que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones
culturales, y los cristianos sean capaces de dar razón de la esperanza que
tienen (cf. 1 P 3, 15). Vivimos hoy en una sociedad profundamente
cambiada, también respecto a un pasado reciente, y en continuo movimiento.
Los procesos de la secularización y de una difundida mentalidad nihilista, en
la que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad común. Así, a
menudo la vida se vive con ligereza, sin ideales claros y esperanzas sólidas,
dentro de vínculos sociales y familiares líquidos, provisionales. Sobre todo
no se educa a las nuevas generaciones en la búsqueda de la verdad y del
sentido profundo de la existencia que supere lo contingente, en la estabilidad
de los afectos, en la confianza. Al contrario: el relativismo lleva a no tener
puntos firmes; sospecha y volubilidad provocan rupturas en las relaciones
humanas, mientras que la vida se vive en el marco de experimentos que
duran poco, sin asunción de responsabilidades. Así como el individualismo y
el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos contemporáneos, no se
puede decir que los creyentes permanezcan del todo inmunes a estos peligros
que afrontamos en la transmisión de la fe. Algunos de estos ha evidenciado la
indagación promovida en todos los continentes para la celebración
del Sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización: una fe vivida de
modo pasivo y privado, el rechazo de la educación en la fe, la fractura entre
vida y fe.
Frecuentemente el cristiano ni siquiera conoce el núcleo central de la
propia fe católica, del Credo, de forma que deja espacio a un cierto
sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades que creer
y sobre la singularidad salvífica del cristianismo. Actualmente no es tan
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remoto el peligro de construirse, por así decirlo, una religión auto-fabricada.
En cambio debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo; debemos
redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar de forma más profunda
en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.
En las catequesis de este Año de la fe desearía ofrecer una ayuda para
realizar este camino, para retomar y profundizar en las verdades centrales de
la fe acerca de Dios, del hombre, de la Iglesia, de toda la realidad social y
cósmica, meditando y reflexionando en las afirmaciones del Credo. Y
desearía que quedara claro que estos contenidos o verdades de la fe (fides
quae) se vinculan directamente a nuestra cotidianeidad; piden una conversión
de la existencia, que da vida a un nuevo modo de creer en Dios (fides qua).
Conocer a Dios, encontrarle, profundizar en los rasgos de su rostro, pone en
juego nuestra vida porque Él entra en los dinamismos profundos del ser
humano.
Que el camino que realizaremos este año pueda hacernos crecer a todos
en la fe y en el amor a Cristo a fin de que aprendamos a vivir, en las
elecciones y en las acciones cotidianas, la vida buena y bella del Evangelio.
Gracias.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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El miércoles pasado, con el inicio del Año de la fe, empecé una nueva
serie de catequesis sobre la fe. Y hoy desearía reflexionar con vosotros sobre
una cuestión fundamental: ¿qué es la fe? ¿Tiene aún sentido la fe en un
mundo donde ciencia y técnica han abierto horizontes hasta hace poco
impensables? ¿Qué significa creer hoy? De hecho en nuestro tiempo es
necesaria una renovada educación en la fe, que comprenda ciertamente un
conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero
que sobre todo nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de
amarle, de confiar en Él, de forma que toda la vida esté involucrada en ello.
Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también
cierto desierto espiritual. A veces se tiene la sensación, por determinados
sucesos de los que tenemos noticia todos los días, de que el mundo no se
encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y más
pacífica; las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus
sombras. A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los
éxitos de la técnica, hoy el hombre no parece que sea verdaderamente más
libre, más humano; persisten muchas formas de explotación, manipulación,
violencia, vejación, injusticia... Cierto tipo de cultura, además, ha educado a
moverse sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo
que se ve y se toca con las propias manos. Por otro lado crece también el
número de cuantos se sienten desorientados y, buscando ir más allá de una
visión sólo horizontal de la realidad, están disponibles para creer en cualquier
cosa. En este contexto vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales,
que son mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿qué sentido
tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las nuevas
generaciones? ¿En qué dirección orientar las elecciones de nuestra libertad
para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera tras el umbral de
la muerte?
De estas preguntas insuprimibles surge como el mundo de la
planificación, del cálculo exacto y de la experimentación; en una palabra, el
saber de la ciencia, por importante que sea para la vida del hombre, por sí
sólo no basta. El pan material no es lo único que necesitamos; tenemos
necesidad de amor, de significado y de esperanza, de un fundamento seguro,
de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico también
en la crisis, las oscuridades, las dificultades y los problemas cotidianos. La fe
nos dona precisamente esto: es un confiado entregarse a un «Tú» que es
Dios, quien me da una certeza distinta, pero no menos sólida que la que me
llega del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un simple asentimiento
intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios; es un acto con
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Audiencia General, 24 de octubre de 2012
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
el que me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es adhesión a
un «Tú» que me dona esperanza y confianza. Cierto, esta adhesión a Dios no
carece de contenidos: con ella somos conscientes de que Dios mismo se ha
mostrado a nosotros en Cristo; ha dado a ver su rostro y se ha hecho
realmente cercano a cada uno de nosotros.
Es más, Dios ha revelado que su amor hacia el hombre, hacia cada uno de
nosotros, es sin medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho
hombre, nos muestra en el modo más luminoso hasta qué punto llega este
amor, hasta el don de sí mismo, hasta el sacrificio total. Con el misterio de la
muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra
humanidad para volver a llevarla a Él, para elevarla a su alteza. La fe es creer
en este amor de Dios que no decae frente a la maldad del hombre, frente al
mal y la muerte, sino que es capaz de transformar toda forma de esclavitud,
donando la posibilidad de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar a este
«Tú», Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor
indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es
confiarme a Dios con la actitud del niño, quien sabe bien que todas sus
dificultades, todos sus problemas están asegurados en el «tú» de la madre. Y
esta posibilidad de salvación a través de la fe es un don que Dios ofrece a
todos los hombres. Pienso que deberíamos meditar con mayor frecuencia —
en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y situaciones a veces
dramáticas— en el hecho de que creer cristianamente significa este
abandonarme con confianza en el sentido profundo que me sostiene a mí y al
mundo, ese sentido que nosotros no tenemos capacidad de darnos, sino sólo
de recibir como don, y que es el fundamento sobre el que podemos vivir sin
miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe debemos ser
capaces de anunciarla con la palabra y mostrarla con nuestra vida de
cristianos.
Con todo, a nuestro alrededor vemos cada día que muchos permanecen
indiferentes o rechazan acoger este anuncio. Al final del Evangelio de
Marcos, hoy tenemos palabras duras del Resucitado, que dice: «El que crea y
sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado» (Mc 16, 16), se
pierde él mismo. Desearía invitaros a reflexionar sobre esto. La confianza en
la acción del Espíritu Santo nos debe impulsar siempre a ir y predicar el
Evangelio, al valiente testimonio de la fe; pero, además de la posibilidad de
una respuesta positiva al don de la fe, existe también el riesgo del rechazo del
Evangelio, de la no acogida del encuentro vital con Cristo. Ya san Agustín
planteaba este problema en un comentario suyo a la parábola del sembrador:
«Nosotros hablamos —decía—, echamos la semilla, esparcimos la semilla.
Hay quienes desprecian, quienes reprochan, quienes ridiculizan. Si tememos
a estos, ya no tenemos nada que sembrar y el día de la siega nos quedaremos
sin cosecha. Por ello venga la semilla de la tierra buena» (Discursos sobre la
disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678). El rechazo, por lo tanto, no
puede desalentarnos. Como cristianos somos testigos de este terreno fértil:
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
nuestra fe, aún con nuestras limitaciones, muestra que existe la tierra buena,
donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia,
de paz y de amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la
Iglesia con todos los problemas demuestra también que existe la tierra buena,
existe la semilla buena, y da fruto.
Pero preguntémonos: ¿de dónde obtiene el hombre esa apertura del
corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en
Jesucristo muerto y resucitado, para acoger su salvación, de forma que Él y
su Evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta: nosotros
podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el
Espíritu Santo, don del Resucitado, nos hace capaces de acoger al Dios
viviente. Así pues la fe es ante todo un don sobrenatural, un don de Dios. El
concilio Vaticano II afirma: «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la
gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del
Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del
espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (Const.
dogm. Dei Verbum, 5). En la base de nuestro camino de fe está el bautismo,
el sacramento que nos dona el Espíritu Santo, convirtiéndonos en hijos de
Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se
cree por uno mismo, sin el prevenir de la gracia del Espíritu; y no se cree
solos, sino junto a los hermanos. Del bautismo en adelante cada creyente está
llamado a revivir y hacer propia esta confesión de fe junto a los hermanos.
La fe es don de Dios, pero es también acto profundamente libre y
humano. El Catecismo de la Iglesia católica lo dice con claridad: «Sólo es
posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no
es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario
ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre» (n. 154). Es más, las implica y
exalta en una apuesta de vida que es como un éxodo, salir de uno mismo, de
las propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a
la acción de Dios que nos indica su camino para conseguir la verdadera
libertad, nuestra identidad humana, la alegría verdadera del corazón, la paz
con todos. Creer es fiarse con toda libertad y con alegría del proyecto
providencial de Dios sobre la historia, como hizo el patriarca Abrahán, como
hizo María de Nazaret. Así pues la fe es un asentimiento con el que nuestra
mente y nuestro corazón dicen su «sí» a Dios, confesando que Jesús es el
Señor. Y este «sí» transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de
significado, la hace nueva, rica de alegría y de esperanza fiable.
Queridos amigos: nuestro tiempo requiere cristianos que hayan sido
aferrados por Cristo, que crezcan en la fe gracias a la familiaridad con la
Sagrada Escritura y los sacramentos. Personas que sean casi un libro abierto
que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia de ese
Dios que nos sostiene en el camino y nos abre hacia la vida que jamás tendrá
fin. Gracias.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
3. EL AÑO DE LA FE. LA FE DE LA
IGLESIA *
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Audiencia General, 31 de octubre de 2012
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los
creyentes. “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por
Madre” [san Cipriano]» (n. 181). Por lo tanto la fe nace en la Iglesia,
conduce a ella y vive en ella. Esto es importante recordarlo.
Al principio de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende
con poder sobre los discípulos, el día de Pentecostés —como narran
los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 1-13)—, la Iglesia naciente recibe la
fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor resucitado:
difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena nueva del
Reino de Dios, y conducir así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que
salva. Los Apóstoles superan todo temor al proclamar lo que habían oído,
visto y experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo
comienzan a hablar lenguas nuevas anunciando abiertamente el misterio del
que habían sido testigos. En los Hechos de los Apóstoles se nos refiere
además el gran discurso que Pedro pronuncia precisamente el día de
Pentecostés. Parte de un pasaje del profeta Joel (3, 1-5), refiriéndolo a Jesús
y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquél que había
beneficiado a todos, que había sido acreditado por Dios con prodigios y
grandes signos, fue clavado en la cruz y muerto, pero Dios lo resucitó de
entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo. Con Él hemos entrado en
la salvación definitiva anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre
será salvo (cf. Hch 2, 17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se
sienten personalmente interpelados, se arrepienten de sus pecados y se
bautizan recibiendo el don del Espíritu Santo (cf.Hch 2, 37-41). Así inicia el
camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el
espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios fundado sobre la nueva alianza
gracias a la sangre de Cristo y cuyos miembros no pertenecen a un grupo
social o étnico particular, sino que son hombres y mujeres procedentes de
toda nación y cultura. Es un pueblo «católico», que habla lenguas nuevas,
universalmente abierto a acoger a todos, más allá de cualquier confín,
abatiendo todas las barreras. Dice san Pablo: «No hay griego y judío,
circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo
es todo, y en todos» (Col 3, 11).
La Iglesia, por lo tanto, desde el principio es el lugar de la fe, el lugar de
la transmisión de la fe, el lugar donde, por el bautismo, se está inmerso en el
Misterio Pascual de la muerte y resurrección de Cristo, que nos libera de la
prisión del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce en la comunión
con el Dios Trinitario. Al mismo tiempo estamos inmersos en la comunión
con los demás hermanos y hermanas de fe, con todo el Cuerpo de Cristo,
fuera de nuestro aislamiento. El concilio ecuménico Vaticano IIlo recuerda:
«Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados,
sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de
verdad y le sirviera con una vida santa» (Const. dogm. Lumen gentium, 9).
Siguiendo con la liturgia del bautismo, observamos que, como conclusión de
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos «creo»
respecto a las verdades de fe, el celebrante declara: «Esta es nuestra fe, esta
es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Jesucristo Señor
nuestro». La fe es una virtud teologal, donada por Dios, pero transmitida por
la Iglesia a lo largo de la historia. El propio san Pablo, escribiendo a los
Corintios, afirma que les ha comunicado el Evangelio que a su vez también
él había recibido (cf. 1 Co 15,3).
Existe una cadena ininterrumpida de vida de la Iglesia, de anuncio de la
Palabra de Dios, de celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros
y que llamamos Tradición. Ella nos da la garantía de que aquello en lo que
creemos es el mensaje originario de Cristo, predicado por los Apóstoles. El
núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la muerte y
resurrección del Señor, de donde surge todo el patrimonio de la fe. Dice el
Concilio: «La predicación apostólica, expresada de un modo especial en los
libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin del
tiempo» (Const. dogm. Dei Verbum, 8). De tal forma, si la Sagrada Escritura
contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la
transmite fielmente a fin de que los hombres de toda época puedan acceder a
sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Así, la
Iglesia «con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las
generaciones lo que es y lo que cree» (ibíd.).
Finalmente desearía subrayar que es en la comunidad eclesial donde la fe
personal crece y madura. Es interesante observar cómo en el Nuevo
Testamento la palabra «santos» designa a los cristianos en su conjunto, y
ciertamente no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la
Iglesia. ¿Entonces qué se quería indicar con este término? El hecho de que
quienes tenían y vivían la fe en Cristo resucitado estaban llamados a
convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndoles así
en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del
Dios viviente. Y esto vale también para nosotros: un cristiano que se deja
guiar y plasmar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades,
límites y dificultades, se convierte en una especie de ventana abierta a la luz
del Dios vivo que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan
Pablo II, en la encíclica Redemptoris missio, afirmaba que «la misión
renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo
y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (n. 2).
La tendencia, hoy difundida, a relegar la fe a la esfera de lo privado
contradice por lo tanto su naturaleza misma. Necesitamos la Iglesia para
tener confirmación de nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su
Palabra, los sacramentos, el apoyo de la gracia y el testimonio del amor. Así
nuestro «yo» en el «nosotros» de la Iglesia podrá percibirse, a un tiempo,
destinatario y protagonista de un acontecimiento que le supera: la experiencia
de la comunión con Dios, que funda la comunión entre los hombres. En un
mundo en el que el individualismo parece regular las relaciones entre las
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de
Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para todo
el género humano (cf. Const. past. Gaudium et spes, 1). Gracias por la
atención.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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4. EL AÑO DE LA FE. EL DESEO DE DIOS *
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Audiencia General, 7 de noviembre de 2012
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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A través de ese camino podrá profundizarse progresivamente, para el
hombre, el conocimiento de ese amor que había experimentado inicialmente.
Y se irá perfilando cada vez más también el misterio que este representa: ni
siquiera la persona amada, de hecho, es capaz de saciar el deseo que alberga
en el corazón humano; es más, cuanto más auténtico es el amor por el otro,
más deja que se entreabra el interrogante sobre su origen y su destino, sobre
la posibilidad que tiene de durar para siempre. Así que la experiencia humana
del amor tiene en sí un dinamismo que remite más allá de uno mismo; es
experiencia de un bien que lleva a salir de sí y a encontrase ante el misterio
que envuelve toda la existencia.
Se podrían hacer consideraciones análogas también a propósito de otras
experiencias humanas, como la amistad, la experiencia de lo bello, el amor
por el conocimiento: cada bien que experimenta el hombre tiende al misterio
que envuelve al hombre mismo; cada deseo que se asoma al corazón humano
se hace eco de un deseo fundamental que jamás se sacia plenamente.
Indudablemente desde tal deseo profundo, que esconde también algo de
enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, en definitiva,
conoce bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría
experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón. No se puede
conocer a Dios sólo a partir del deseo del hombre. Desde este punto de vista
el misterio permanece: el hombre es buscador del Absoluto, un buscador de
pasos pequeños e inciertos. Y en cambio ya la experiencia del deseo, del
«corazón inquieto» —como lo llamaba san Agustín—, es muy significativa.
Esta atestigua que el hombre es, en lo profundo, un ser religioso
(cf. Catecismo de la Iglesia católica, 28), un «mendigo de Dios». Podemos
decir con las palabras de Pascal: «El hombre supera infinitamente al hombre»
(Pensamientos, ed. Chevalier 438; ed. Brunschvicg 434). Los ojos reconocen
los objetos cuando la luz los ilumina. De aquí el deseo de conocer la luz
misma, que hace brillar las cosas del mundo y con ellas enciende el sentido
de la belleza.
Debemos por ello sostener que es posible también en nuestra época,
aparentemente tan refractaria a la dimensión trascendente, abrir un camino
hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don de la
fe no es absurdo, no es irracional. Sería de gran utilidad, a tal fin, promover
una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de quien aún no
cree como para quien ya ha recibido el don de la fe. Una pedagogía que
comprende al menos dos aspectos. En primer lugar aprender o re-aprender el
gusto de las alegrías auténticas de la vida. No todas las satisfacciones
producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan un rastro positivo, son
capaces de pacificar el alma, nos hacen más activos y generosos. Otras, en
cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían
suscitado y entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o una
sensación de vacío. Educar desde la tierna edad a saborear las alegrías
verdaderas, en todos los ámbito de la existencia —la familia, la amistad, la
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al otro, el
amor por el conocimiento, por el arte, por las bellezas de la naturaleza—,
significa ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la
banalización y el aplanamiento hoy difundidos. Igualmente los adultos
necesitan redescubrir estas alegrías, desear realidades auténticas,
purificándose de la mediocridad en la que pueden verse envueltos. Entonces
será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente atractivo, se revela
en cambio insípido, fuente de acostumbramiento y no de libertad. Y ello
dejará que surja ese deseo de Dios del que estamos hablando.
Un segundo aspecto, que lleva el mismo paso del precedente, es no
conformarse nunca con lo que se ha alcanzado. Precisamente las alegrías más
verdaderas son capaces de liberar en nosotros la sana inquietud que lleva a
ser más exigentes —querer un bien más alto, más profundo— y a percibir
cada vez con mayor claridad que nada finito puede colmar nuestro corazón.
Aprenderemos así a tender, desarmados, hacia ese bien que no podemos
construir o procurarnos con nuestras fuerzas, a no dejarnos desalentar por la
fatiga o los obstáculos que vienen de nuestro pecado.
Al respecto no debemos olvidar que el dinamismo del deseo está siempre
abierto a la redención. También cuando este se adentra por caminos
desviados, cuando sigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de
anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el
hombre esa chispa que le permite reconocer el verdadero bien, saborear y
emprender así la remontada, a la que Dios, con el don de su gracia, jamás
priva de su ayuda. Por lo demás, todos necesitamos recorrer un camino de
purificación y de sanación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria
celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos podrá ya arrancar. No se
trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de
liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se
abre la ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de la fe en el
alma, fe que es una gracia de Dios. San Agustín también afirmaba: «Con la
espera, Dios amplía nuestro deseo; con el deseo amplía el alma, y dilatándola
la hace más capaz» (Comentario a la Primera carta de Juan, 4, 6: pl 35,
2009).
En esta peregrinación sintámonos hermanos de todos los hombres,
compañeros de viaje también de quienes no creen, de quién está a la
búsqueda, de quien se deja interrogar con sinceridad por el dinamismo del
propio deseo de verdad y de bien. Oremos, en este Año de la fe, para que
Dios muestre su rostro a cuantos le buscan con sincero corazón. Gracias.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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5. LOS CAMINOS QUE CONDUCEN AL CONOCIMIENTO DE DIOS *
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Audiencia General, 14 de noviembre de 2012
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
sistemas ateos en los que Dios era considerado una mera proyección del
ánimo humano, un espejismo y el producto de una sociedad ya adulterada por
tantas alienaciones. El siglo pasado además ha conocido un fuerte proceso de
secularismo, caracterizado por la autonomía absoluta del hombre, tenido
como medida y artífice de la realidad, pero empobrecido por ser criatura «a
imagen y semejanza de Dios». En nuestro tiempo se ha verificado un
fenómeno particularmente peligroso para la fe: existe una forma de ateísmo
que definimos, precisamente, «práctico», en el cual no se niegan las verdades
de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes
para la existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles. Con frecuencia,
entonces, se cree en Dios de un modo superficial, y se vive «como si Dios no
existiera» (etsi Deus non daretur). Al final, sin embargo, este modo de vivir
resulta aún más destructivo, porque lleva a la indiferencia hacia la fe y hacia
la cuestión de Dios.
En realidad, el hombre separado de Dios se reduce a una sola dimensión,
la dimensión horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las
causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo pasado han tenido
consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en la
realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido también el
horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua
de la libertad que en lugar de ser liberadora acaba vinculando al hombre a
ídolos. Las tentaciones que Jesús afrontó en el desierto antes de su misión
pública representan bien a esos «ídolos» que seducen al hombre cuando no
va más allá de sí mismo. Si Dios pierde la centralidad, el hombre pierde su
sitio justo, ya no encuentra su ubicación en la creación, en las relaciones con
los demás. No ha conocido ocaso lo que la sabiduría antigua evoca con el
mito de Prometeo: el hombre piensa que puede llegar a ser él mismo «dios»,
dueño de la vida y de la muerte.
Frente a este contexto, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa nunca
de afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El concilio Vaticano II
afirma sintéticamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en
la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al
diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por
Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según
la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador»
(const. Gaudium et spes, 19).
¿Qué respuestas está llamada entonces a dar la fe, con «delicadeza y
respeto», al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia hacia la dimensión
vertical, a fin de que el hombre de nuestro tiempo pueda seguir
interrogándose sobre la existencia de Dios y recorriendo los caminos que
conducen a Él? Quisiera aludir a algunos caminos que se derivan tanto de la
reflexión natural como de la fuerza misma de la fe. Los resumiría muy
sintéticamente en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.
18
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida buscó largamente la
Verdad y fue aferrado por la Verdad, tiene una bellísima y célebre página en
la que afirma: «Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del aire amplio y
difuso. Interroga a la belleza del cielo..., interroga todas estas realidades.
Todos te responderán: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza es como un himno
de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién la ha
creado, sino la Belleza Inmutable?» (Sermón241, 2: PL 38, 1134). Pienso que
debemos recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de
contemplar la creación, su belleza, su estructura. El mundo no es un magma
informe, sino que cuanto más lo conocemos, más descubrimos en él sus
maravillosos mecanismos, más vemos un designio, vemos que hay una
inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza
«se revela una razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y
de los ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente
insignificante» (Il Mondo come lo vedo io, Roma 2005). Un primer camino,
por lo tanto, que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar la
creación con ojos atentos.
La segunda palabra: el hombre. San Agustín, luego, tiene una célebre
frase en la que dice: Dios es más íntimo a mí mismo de cuanto lo sea yo para
mí mismo (cf. Confesiones III, 6, 11). A partir de ello formula la invitación:
«No quieras salir fuera de ti; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre
interior reside la verdad» (La verdadera religión, 39, 72). Este es otro
aspecto que nosotros corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y
disperso en el que vivimos: la capacidad de detenernos y mirar en
profundidad en nosotros mismos y leer esa sed de infinito que llevamos
dentro, que nos impulsa a ir más allá y remite a Alguien que la pueda colmar.
ElCatecismo de la Iglesia católica afirma: «Con su apertura a la verdad y a la
belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su
conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga
sobre la existencia de Dios» (n. 33).
La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no
debemos olvidar que un camino que conduce al conocimiento y al encuentro
con Dios es el camino de la fe. Quien cree está unido a Dios, está abierto a su
gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su existencia se convierte en testimonio
no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene temor de mostrarse en
la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda amistad para el
camino de todo hombre, y sabe dar lugar a luces de esperanza ante la
necesidad de rescate, de felicidad, de futuro. La fe, en efecto, es encuentro
con Dios que habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida
cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y
acciones concretas. No es espejismo, fuga de la realidad, cómodo refugio,
sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio del Evangelio,
Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una
comunidad que sean activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado
19
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
primero, constituyen un camino privilegiado para cuantos viven en la
indiferencia o en la duda sobre su existencia y su acción. Esto, sin embargo,
pide a cada uno hacer cada vez más transparente el propio testimonio de fe,
purificando la propia vida para que sea conforme a Cristo. Hoy muchos
tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la identifican con un
mero sistema de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un Dios
que se ha revelado en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre de
tú a tú en una relación de amor con Él. En realidad, como fundamento de
toda doctrina o valor está el acontecimiento del encuentro entre el hombre y
Dios en Cristo Jesús. El Cristianismo, antes que una moral o una ética, es
acontecimiento del amor, es acoger a la persona de Jesús. Por ello, el
cristiano y las comunidades cristianas deben ante todo mirar y hacer mirar a
Cristo, verdadero Camino que conduce a Dios.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
6. LA RAZONABILIDAD DE LA FE EN DIOS *
*
Audiencia General, 21 de noviembre de 2012
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
mismo tiempo, Dios, con su gracia, ilumina la razón, le abre horizontes
nuevos, inconmensurables e infinitos. Por esto la fe constituye un estímulo a
buscar siempre, a nunca detenerse y a no aquietarse jamás en el
descubrimiento inexhausto de la verdad y de la realidad. Es falso el prejuicio
de ciertos pensadores modernos según los cuales la razón humana estaría
como bloqueada por los dogmas de la fe. Es verdad exactamente lo contrario,
como han demostrado los grandes maestros de la tradición católica. San
Agustín, antes de su conversión, busca con gran inquietud la verdad a través
de todas las filosofías disponibles, hallándolas todas insatisfactorias. Su
fatigosa búsqueda racional es para él una pedagogía significativa para el
encuentro con la Verdad de Cristo. Cuando dice: «comprende para creer y
cree para comprender» (Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si relatara su
propia experiencia de vida. Intelecto y fe, ante la divina Revelación, no son
extraños o antagonistas, sino que ambos son condición para comprender su
sentido, para recibir su mensaje auténtico, acercándose al umbral del
misterio. San Agustín, junto a muchos otros autores cristianos, es testigo de
una fe que se ejercita con la razón, que piensa e invita a pensar. En esta línea,
san Anselmo dirá en su Proslogion que la fe católica es fides quaerens
intellectum, donde buscar la inteligencia es acto interior al creer. Será sobre
todo santo Tomás de Aquino —fuerte en esta tradición— quien se confronte
con la razón de los filósofos, mostrando cuánta nueva y fecunda vitalidad
racional deriva hacia el pensamiento humano desde la unión con los
principios y de las verdades de la fe cristiana.
La fe católica es, por lo tanto, razonable y nutre confianza también en la
razón humana. El concilio Vaticano I, en la constitución dogmática Dei
Filius, afirmó que la razón es capaz de conocer con certeza la existencia de
Dios a través de la vía de la creación, mientras que sólo a la fe pertenece la
posibilidad de conocer «fácilmente, con absoluta certeza y sin error» (ds
3005) las verdades referidas a Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de
la fe, además, no está contra la recta razón. El beato Juan Pablo II, en efecto,
en la encíclica Fides et ratio sintetiza: «La razón del hombre no queda
anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en
todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente» (n. 43). En el
irresistible deseo de verdad, sólo una relación armónica entre fe y razón es el
camino justo que conduce a Dios y al pleno cumplimiento de sí.
Esta doctrina es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San
Pablo, escribiendo a los cristianos de Corintio, sostiene, como hemos oído:
«los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros
predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los
gentiles» (1 Co 1, 22-23). Y es que Dios salvó el mundo no con un acto de
poder, sino mediante la humillación de su Hijo unigénito: según los
parámetros humanos, la insólita modalidad actuada por Dios choca con las
exigencias de la sabiduría griega. Con todo, la Cruz de Cristo tiene su razón,
que san Pablo llama ho lògos tou staurou, «la palabra de la cruz» (1 Cor 1,
22
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
18). Aquí el término lògos indica tanto la palabra como la razón y, si alude a
la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la razón elabora. Así que
Pablo ve en la Cruz no un acontecimiento irracional, sino un hecho salvífico
que posee una razonabilidad propia reconocible a la luz de la fe. Al mismo
tiempo, él tiene mucha confianza en la razón humana; hasta el punto de
sorprenderse por el hecho de que muchos, aun viendo las obras realizadas por
Dios, se obstinen en no creer en Él. Dice en laCarta a los Romanos: «Lo
invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la
inteligencia a partir de la creación del mundo y a través de sus obras» (1, 20).
Así, también san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a glorificar «a
Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar
explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1P 3, 15).
En un clima de persecución y de fuerte exigencia de testimoniar la fe, a los
creyentes se les pide que justifiquen con motivaciones fundadas su adhesión
a la palabra del Evangelio, que den razón de nuestra esperanza.
Sobre estas premisas acerca del nexo fecundo entre comprender y creer se
funda también la relación virtuosa entre ciencia y fe. La investigación
científica lleva al conocimiento de verdades siempre nuevas sobre el hombre
y sobre el cosmos, como vemos. El verdadero bien de la humanidad,
accesible en la fe, abre el horizonte en el que se debe mover su camino de
descubrimiento. Por lo tanto hay que alentar, por ejemplo, las investigaciones
puestas al servicio de la vida y orientada a vencer las enfermedades. Son
importantes también las indagaciones dirigidas a descubrir los secretos de
nuestro planeta y del universo, sabiendo que el hombre está en el vértice de
la creación, no para explotarla insensatamente, sino para custodiarla y
hacerla habitable. De tal forma la fe, vivida realmente, no entra en conflicto
con la ciencia; más bien coopera con ella ofreciendo criterios de base para
que promueva el bien de todos, pidiéndole que renuncie sólo a los intentos
que —oponiéndose al proyecto originario de Dios— pueden producir efectos
que se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es razonable
creer: si la ciencia es una preciosa aliada de la fe para la comprensión del
plan de Dios en el universo, la fe permite al progreso científico que se lleve a
cabo siempre por el bien y la verdad del hombre, permaneciendo fiel a dicho
plan.
He aquí por qué es decisivo para el hombre abrirse a la fe y conocer a
Dios y su proyecto de salvación en Jesucristo. En el Evangelio se inaugura
un nuevo humanismo, una auténtica «gramática» del hombre y de toda la
realidad. Afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La verdad de Dios es
su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo.
Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal 115, 15), es el único que
puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su
relación con Él» (n. 216).
Confiemos, pues, en que nuestro empeño en la evangelización ayude a
devolver nueva centralidad al Evangelio en la vida de tantos hombres y
23
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
mujeres de nuestro tiempo. Y oremos para que todos vuelvan a encontrar en
Cristo el sentido de la existencia y el fundamento de la verdadera libertad: sin
Dios el hombre se extravía. Los testimonios de cuantos nos han precedido y
dedicaron su vida al Evangelio lo confirman para siempre. Es razonable
creer; está en juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo; sólo
Él satisface los deseos de verdad y de bien enraizados en el alma de cada
hombre: ahora, en el tiempo que pasa y el día sin fin de la Eternidad
bienaventurada.
24
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
7. EL AÑO DE LA FE. ¿CÓMO HABLAR DE DIOS? *
*
Audiencia General, 28 de noviembre de 2012
25
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
orientada justo al centro de la fe, sobre la cuestión de «cómo hablar de Dios»
con gran sencillez. En la Primera Carta a los Corintios escribe: «Cuando
vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime
elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa
alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (2, 1-2). Por lo tanto, la primera
realidad es que Pablo no habla de una filosofía que él ha desarrollado, no
habla de ideas que ha encontrado o inventado, sino que habla de una realidad
de su vida, habla del Dios que ha entrado en su vida, habla de un Dios real
que vive, que ha hablado con él y que hablará con nosotros, habla del Cristo
crucificado y resucitado. La segunda realidad es que Pablo no se busca a sí
mismo, no quiere crearse un grupo de admiradores, no quiere entrar en la
historia como cabeza de una escuela de grandes conocimientos, no se busca a
sí mismo, sino que san Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas
para el Dios verdadero y real. Pablo habla sólo con el deseo de querer
predicar aquello que ha entrado en su vida y que es la verdadera vida, que le
ha conquistado en el camino de Damasco. Así que hablar de Dios quiere
decir dar espacio a Aquel que nos lo da a conocer, que nos revela su rostro de
amor; quiere decir expropiar el propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que
no somos nosotros los que podemos ganar a los otros para Dios, sino que
debemos esperarlos de Dios mismo, invocarlos de Él. Hablar de Dios nace,
por ello, de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la
familiaridad con Él, en la vida de oración y según los Mandamientos.
Comunicar la fe, para san Pablo, no significa llevarse a sí mismo, sino
decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con
Cristo, lo que ha experimentado en su existencia ya transformada por ese
encuentro: es llevar a ese Jesús que siente presente en sí y se ha convertido
en la verdadera orientación de su vida, para que todos comprendan que Él es
necesario para el mundo y decisivo para la libertad de cada hombre. El
Apóstol no se conforma con proclamar palabras, sino que involucra toda su
existencia en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios es necesario darle
espacio, en la confianza de que es Él quien actúa en nuestra debilidad:
hacerle espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en la convicción profunda
de que cuánto más le situemos a Él en el centro, y no a nosotros, más
fructífera será nuestra comunicación. Y esto vale también para las
comunidades cristianas: están llamadas a mostrar la acción transformadora de
la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazones, egoísmos,
indiferencia, y viviendo el amor de Dios en las relaciones cotidianas.
Preguntémonos si de verdad nuestras comunidades son así. Debemos
ponernos en marcha para llegar a ser siempre y realmente así: anunciadores
de Cristo y no de nosotros mismos.
En este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo.
Jesús en su unicidad habla de su Padre —Abbà— y del Reino de Dios, con la
mirada llena de compasión por los malestares y las dificultades de la
existencia humana. Habla con gran realismo, y diría que lo esencial del
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
anuncio de Jesús es que hace transparente el mundo y que nuestra vida vale
para Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación se transparenta el
rostro de Dios y nos muestra cómo Dios está presente en las historias
cotidianas de nuestra vida. Tanto en las parábolas de la naturaleza —el grano
de mostaza, el campo con distintas semillas— o en nuestra vida —pensemos
en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y otras parábolas de Jesús—. Por
los Evangelios vemos cómo Jesús se interesa en cada situación humana que
encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su
tiempo con plena confianza en la ayuda del Padre. Y que realmente en esta
historia, escondidamente, Dios está presente y si estamos atentos podemos
encontrarle. Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que le
encuentran, ven su reacción ante los problemas más dispares, ven cómo
habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de
Dios. En Él anuncio y vida se entrelazan: Jesús actúa y enseña, partiendo
siempre de una íntima relación con Dios Padre. Este estilo es una indicación
esencial para nosotros, cristianos: nuestro modo de vivir en la fe y en la
caridad se convierte en un hablar de Dios en el hoy, porque muestra, con una
existencia vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de aquello que
decimos con las palabras; que no se trata sólo de palabras, sino que muestran
la realidad, la verdadera realidad. Al respecto debemos estar atentos para
percibir los signos de los tiempos en nuestra época, o sea, para identificar las
potencialidades, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura
actual, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la
sensibilidad por la protección de la creación, y comunicar sin temor la
respuesta que ofrece la fe en Dios. El Año de la fe es ocasión para descubrir,
con la fantasía animada por el Espíritu Santo, nuevos itinerarios a nivel
personal y comunitario, a fin de que en cada lugar la fuerza del Evangelio sea
sabiduría de vida y orientación de la existencia.
También en nuestro tiempo un lugar privilegiado para hablar de Dios es la
familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El
Concilio Vaticano II habla de los padres como los primeros mensajeros de
Dios (cf. Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11), llamados a
redescubrir esta misión suya, asumiendo la responsabilidad de educar, de
abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios como un servicio
fundamental a sus vidas, de ser los primeros catequistas y maestros de la fe
para sus hijos. Y en esta tarea es importante ante todo la vigilancia, que
significa saber aprovechar las ocasiones favorables para introducir en familia
el tema de la fe y para hacer madurar una reflexión crítica respecto a los
numerosos condicionamientos a los que están sometidos los hijos. Esta
atención de los padres es también sensibilidad para recibir los posibles
interrogantes religiosos presentes en el ánimo de los hijos, a veces evidentes,
otras ocultos. Además, la alegría: la comunicación de la fe debe tener
siempre una tonalidad de alegría. Es la alegría pascual que no calla o esconde
la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de la dificultad, de la
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
incomprensión y de la muerte misma, sino que sabe ofrecer los criterios para
interpretar todo en la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del
Evangelio es precisamente esta mirada nueva, esta capacidad de ver cada
situación con los ojos mismos de Dios. Es importante ayudar a todos los
miembros de la familia a comprender que la fe no es un peso, sino una fuente
de alegría profunda; es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del
bien que no hace ruido; y ofrece orientaciones preciosas para vivir bien la
propia existencia. Finalmente, la capacidad de escucha y de diálogo: la
familia debe ser un ambiente en el que se aprende a estar juntos, a solucionar
las diferencias en el diálogo recíproco hecho de escucha y palabra, a
comprenderse y a amarse para ser un signo, el uno para el otro, del amor
misericordioso de Dios.
Hablar de Dios, pues, quiere decir hacer comprender con la palabra y la
vida que Dios no es el rival de nuestra existencia, sino su verdadero garante,
el garante de la grandeza de la persona humana. Y con ello volvemos al
inicio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y
la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, ese Dios que nos ha
mostrado un amor tan grande como para encarnarse, morir y resucitar por
nosotros; ese Dios que pide seguirle y dejarse transformar por su inmenso
amor para renovar nuestra vida y nuestras relaciones; ese Dios que nos ha
dado la Iglesia para caminar juntos y, a través de la Palabra y los
Sacramentos, renovar toda la Ciudad de los hombres a fin de que pueda
transformarse en Ciudad de Dios.
28
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
8. DIOS REVELA SU «DESIGNIO DE BENEVOLENCIA» *
*
Audiencia General, 5 de diciembre de 2012
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
de recapitulación del universo en Cristo, y ello significa que en el gran
designio de la creación y de la historia Cristo se erige como centro de todo el
camino del mundo, piedra angular de todo, que atrae a Sí toda la realidad,
para superar la dispersión y el límite y conducir todo a la plenitud querida
por Dios (cf. Ef 1, 23).
Este «designio de benevolencia» no ha quedado, por decirlo así, en el
silencio de Dios, en la altura de su Cielo, sino que Él lo ha dado a conocer
entrando en relación con el hombre, a quien no sólo ha revelado algo, sino a
Sí mismo. Él no ha comunicado simplemente un conjunto de verdades, sino
que se ha auto-comunicado a nosotros, hasta ser uno de nosotros, hasta
encarnarse. El Concilio Ecuménico Vaticano II en la constitución
dogmática Dei Verbum dice: «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría,
revelarse a sí mismo —no sólo algo de sí, sino a sí mismo— y manifestar el
misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu
Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza
divina» (n. 2). Dios no sólo dice algo, sino que se comunica, nos atrae en la
naturaleza divina de tal modo que quedamos implicados en ella, divinizados.
Dios revela su gran designio de amor entrando en relación con el hombre,
acercándose a él hasta el punto de hacerse, Él mismo, hombre. Continúa el
Concilio: «Dios invisible movido de amor, habla a los hombres como amigos
(cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y
recibirlos en su compañía» (ib.). El hombre, sólo con su inteligencia y sus
capacidades, no habría podido alcanzar esta revelación tan luminosa del amor
de Dios. Es Dios quien ha abierto su Cielo y se abajó para guiar al hombre al
abismo de su amor.
Escribe también san Pablo a los cristianos de Corinto: «Ni el ojo vio, ni el
oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo
aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; pues el Espíritu lo sondea
todo, incluso lo profundo de Dios» (1 Co 2, 9-10). Y san Juan Crisóstomo, en
una célebre página de comentario al comienzo de la Carta a los Efesios,
invita a gustar toda la belleza de este «designio de benevolencia» de Dios
revelado en Cristo, con estas palabras: «¿Qué es lo que te falta? Te has
convertido en inmortal, en libre, en hijo, en justo, en hermano, en
coheredero, con Cristo reinas, con Cristo eres glorificado. Todo nos ha sido
donado y —como está escrito— “¿cómo no nos dará todo con Él?” (Rm 8,
32). Tu primicia (cf. 1 Co 15, 20.23) es adorada por los ángeles [...]: ¿qué es
lo que te falta?» (PG 62, 11).
Esta comunión en Cristo por obra del Espíritu Santo, ofrecida por Dios a
todos los hombres con la luz de la Revelación, no es algo que se sobrepone a
nuestra humanidad, sino que es la realización de las aspiraciones más
profundas, de aquel deseo de infinito y de plenitud que alberga en lo íntimo
el ser humano, y lo abre a una felicidad no momentánea y limitada, sino
eterna. San Buenaventura de Bagnoregio, refiriéndose a Dios que se revela y
nos habla a través de las Escrituras para conducirnos a Él, afirma: «La
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Sagrada Escritura es [...] el libro en el cual están escritas palabras de vida
eterna para que no sólo creamos, sino también poseamos la vida eterna, en la
cual veremos, amaremos y se realizarán todos nuestros deseos»
(Breviloquium, Prol.; Opera Omnia V, 201 s.). Por último, el beato Papa Juan
Pablo II recordaba que «la Revelación introduce en la historia un punto de
referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a
comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este
conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente
humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe» (Enc. Fides et
ratio, 14).
Desde esta perspectiva, ¿qué es, por lo tanto, el acto de fe? Es la
respuesta del hombre a la Revelación de Dios, que se da a conocer, que
manifiesta su designio de benevolencia; es, por usar una expresión
agustiniana, dejarse aferrar por la Verdad que es Dios, una Verdad que es
Amor. Por ello san Pablo subraya cómo a Dios, que ha revelado su misterio,
se debe «la obediencia de la fe» (Rm 16, 26; cf. 1, 5; 2 Co 10, 5-6), la actitud
con la cual «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el
homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo
que Dios revela» (Const. dogm. Dei Verbum, 5). Todo esto conduce a un
cambio fundamental del modo de relacionarse con toda la realidad; todo se
ve bajo una nueva luz, se trata por lo tanto de una verdadera «conversión».
Fe es un «cambio de mentalidad», porque el Dios que se ha revelado en
Cristo y ha dado a conocer su designio de amor, nos aferra, nos atrae a Sí, se
convierte en el sentido que sostiene la vida, la roca sobre la que la vida puede
encontrar estabilidad. En el Antiguo Testamento encontramos una densa
expresión sobre la fe, que Dios confía al profeta Isaías a fin de que la
comunique al rey de Judá, Acaz. Dios afirma: «Si no creéis —es decir, si no
os mantenéis fieles a Dios— no subsistiréis» (Is 7, 9b). Existe, por lo tanto,
un vínculo entre estar ycomprender que expresa bien cómo la fe es acoger en
la vida la visión de Dios sobre la realidad, dejar que sea Dios quien nos guíe
con su Palabra y los Sacramentos para entender qué debemos hacer, cuál es
el camino que debemos recorrer, cómo vivir. Al mismo tiempo, sin embargo,
es precisamente comprender según Dios, ver con sus ojos lo que hace fuerte
la vida, lo que nos permite «estar de pie», y no caer.
Queridos amigos, el Adviento, el tiempo litúrgico que acabamos de
iniciar y que nos prepara para la Santa Navidad, nos coloca ante el luminoso
misterio de la venida del Hijo de Dios, el gran «designio de benevolencia»
con el cual Él quiere atraernos a sí, para hacernos vivir en plena comunión de
alegría y de paz con Él. El Adviento nos invita una vez más, en medio de
tantas dificultades, a renovar la certeza de que Dio está presente: Él ha
entrado en el mundo, haciéndose hombre como nosotros, para llevar a
plenitud su plan de amor. Y Dios pide que también nosotros nos convirtamos
en signo de su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza,
31
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
nuestra caridad, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo y quiere
hacer resplandecer siempre de nuevo su luz en nuestra noche.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
9. LAS ETAPAS DE LA REVELACIÓN *
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Audiencia General, 12 de diciembre de 2012
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
olvidar las cosas que han visto tus ojos y que no se aparten de tu corazón
mientras vivas; cuéntaselas a tus hijos y a tus nietos» (4, 9). Y así dice
también a nosotros: «Guárdate bien de olvidar las cosas que Dios ha hecho
con nosotros». La fe se alimenta del descubrimiento y de la memoria del
Dios siempre fiel, que guía la historia y constituye el fundamento seguro y
estable sobre el que apoyar la propia vida. Igualmente el canto delMagníficat,
que la Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo altísimo de esta historia de
la salvación, de esta memoria que hace presente y tiene presente el obrar de
Dios. María exalta la acción misericordiosa de Dios en el camino concreto de
su pueblo, la fidelidad a las promesas de alianza hechas a Abraham y a su
descendencia; y todo esto es memoria viva de la presencia divina que jamás
desaparece (cf. Lc 1, 46-55)
Para Israel el Éxodo es el acontecimiento histórico central en el que Dios
revela su acción poderosa. Dios libera a los israelitas de la esclavitud de
Egipto para que puedan volver a la Tierra Prometida y adorarle como el
único y verdadero Señor. Israel no se pone en camino para ser un pueblo
como los demás —para tener también él una independencia nacional—, sino
para servir a Dios en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar
donde el hombre está en obediencia a Él, donde Dios está presente y es
adorado en el mundo; y, naturalmente, no sólo para ellos, sino para
testimoniarlo entre los demás pueblos. La celebración de este acontecimiento
es hacerlo presente y actual, pues la obra de Dios no desfallece. Él es fiel a su
proyecto de liberación y continúa persiguiéndolo, a fin de que el hombre
pueda reconocer y servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción.
Dios por lo tanto se revela a Sí mismo no sólo en el acto primordial de la
creación, sino entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño
pueblo que no era ni el más numeroso ni el más fuerte. Y esta Revelación de
Dios, que prosigue en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos, la
Palabra creadora que está en el origen del mundo, se ha encarnado en Jesús y
ha mostrado el verdadero rostro de Dios. En Jesús se realiza toda promesa, en
Él culmina la historia de Dios con la humanidad. Cuando leemos el relato de
los dos discípulos en camino hacia Emaús, narrado por san Lucas, vemos
cómo emerge claramente que la persona de Cristo ilumina el Antiguo
Testamento, toda la historia de la salvación, y muestra el gran proyecto
unitario de los dos Testamentos, muestra su unicidad. Jesús, de hecho,
explica a los dos caminantes perdidos y desilusionados que es el
cumplimiento de toda promesa: «Y comenzando por Moisés y siguiendo por
todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras»
(24, 27). El evangelista refiere la exclamación de los dos discípulos tras
haber reconocido que aquel compañero de viaje era el Señor: «¿No ardía
nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las
Escrituras?» (v. 32).
El Catecismo de la Iglesia católica resume las etapas de la Revelación
divina mostrando sintéticamente su desarrollo (cf. nn. 54-64): Dios invitó al
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
hombre desde el principio a una íntima comunión con Él, y aun cuando el
hombre, por la propia desobediencia, perdió su amistad, Dios no le dejó en
poder de la muerte, sino que ofreció muchas veces a los hombres su alianza
(cf. Misal Romano, Pleg. Euc. IV). El Catecismo recorre el camino de Dios
con el hombre desde la alianza con Noé tras el diluvio a la llamada de
Abraham a salir de su tierra para hacerle padre de una multitud de pueblos.
Dios forma a Israel como su pueblo a través del acontecimiento del Éxodo, la
alianza del Sinaí y el don, por medio de Moisés, de la Ley para ser
reconocido y servido como el único Dios vivo y verdadero. Con los profetas
Dios guía a su pueblo en la esperanza de la salvación. Conocemos —por
Isaías— el «segundo Éxodo», el retorno del exilio de Babilonia a la propia
tierra, la refundación del pueblo; al mismo tiempo, sin embargo, muchos
permanecen dispersos y así empieza la universalidad de esta fe. Al final ya
no se espera a un solo rey, David, a un hijo de David, sino a un «Hijo del
hombre», la salvación de todos los pueblos. Se realizan encuentros entre las
culturas, primero con Babilonia y Siria, después también con la multitud
griega. Y vemos cómo el camino de Dios se amplía, se abre cada vez más
hacia el Misterio de Cristo, el Rey del universo. En Cristo se realiza por fin la
Revelación en su plenitud, el designio de benevolencia de Dios: Él mismo se
hace uno de nosotros.
Me he detenido haciendo memoria de la acción de Dios en la historia del
hombre para mostrar las etapas de este gran proyecto de amor testimoniado
en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: un único proyecto de salvación
dirigido a toda la humanidad, progresivamente revelado y realizado por el
poder de Dios, en el que Dios siempre reacciona a las respuestas del hombre
y halla nuevos inicios de alianza cuando el hombre se extravía. Esto es
fundamental en el camino de fe. Estamos en el tiempo litúrgico de Adviento
que nos prepara para la Santa Navidad. Como todos sabemos, el término
Adviento significa «llegada», «presencia», y antiguamente indicaba
precisamente la llegada del rey o del emperador a una determinada provincia.
Para nosotros, cristianos, la palabra indica una realidad maravillosa e
impresionante: el propio Dios ha atravesado su Cielo y se ha inclinado hacia
el hombre; ha hecho alianza con él entrando en la historia de un pueblo; Él es
el rey que ha bajado a esta pobre provincia que es la tierra y nos ha donado
su visita asumiendo nuestra carne, haciéndose hombre como nosotros. El
Adviento nos invita a recorrer el camino de esta presencia y nos recuerda
siempre de nuevo que Dios no se ha suprimido del mundo, no está ausente,
no nos ha abandonado a nuestra suerte, sino que nos sale al encuentro en
diversos modos que debemos aprender a discernir. Y también nosotros con
nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados cada día a
vislumbrar y a testimoniar esta presencia en el mundo frecuentemente
superficial y distraído, y a hacer que resplandezca en nuestra vida la luz que
iluminó la gruta de Belén. Gracias.
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10. LA VIRGEN MARÍA: ICONO DE LA
*
FE OBEDIENTE
*
Audiencia General, 19 de diciembre de 2012
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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puso en sus manos, sin límites. Ella vive totalmente de la y enrelación con el
Señor; está en actitud de escucha, atenta a captar los signos de Dios en el
camino de su pueblo; está inserta en una historia de fe y de esperanza en las
promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia. Y se somete
libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina en la obediencia de la
fe.
El evangelista Lucas narra la vicisitud de María a través de un fino
paralelismo con la vicisitud de Abrahán. Como el gran Patriarca es el padre
de los creyentes, que ha respondido a la llamada de Dios para que saliera de
la tierra donde vivía, de sus seguridades, a fin de comenzar el camino hacia
una tierra desconocida y que poseía sólo en la promesa divina, igual María se
abandona con plena confianza en la palabra que le anuncia el mensajero de
Dios y se convierte en modelo y madre de todos los creyentes.
Quisiera subrayar otro aspecto importante: la apertura del alma a Dios y a
su acción en la fe incluye también el elemento de la oscuridad. La relación
del ser humano con Dios no cancela la distancia entre Creador y criatura, no
elimina cuanto afirma el apóstol Pablo ante las profundidades de la sabiduría
de Dios: «¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!»
(Rm 11, 33). Pero precisamente quien —como María— está totalmente
abierto a Dios, llega a aceptar el querer divino, incluso si es misterioso,
también si a menudo no corresponde al propio querer y es una espada que
traspasa el alma, como dirá proféticamente el anciano Simeón a María, en el
momento de la presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 35). El camino
de fe de Abrahán comprende el momento de alegría por el don del hijo Isaac,
pero también el momento de la oscuridad, cuando debe subir al monte Moria
para realizar un gesto paradójico: Dios le pide que sacrifique el hijo que le
había dado. En el monte el ángel le ordenó: «No alargues la mano contra el
muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque
no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo» (Gn 22, 12). La plena confianza
de Abrahán en el Dios fiel a las promesas no disminuye incluso cuando su
palabra es misteriosa y difícil, casi imposible, de acoger. Así es para María;
su fe vive la alegría de la Anunciación, pero pasa también a través de la
oscuridad de la crucifixión del Hijo para poder llegar a la luz de la
Resurrección.
No es distinto incluso para el camino de fe de cada uno de nosotros:
encontramos momentos de luz, pero hallamos también momentos en los que
Dios parece ausente, su silencio pesa en nuestro corazón y su voluntad no
corresponde a la nuestra, a aquello que nosotros quisiéramos. Pero cuanto
más nos abrimos a Dios, acogemos el don de la fe, ponemos totalmente en Él
nuestra confianza —como Abrahán y como María—, tanto más Él nos hace
capaces, con su presencia, de vivir cada situación de la vida en la paz y en la
certeza de su fidelidad y de su amor. Sin embargo, esto implica salir de uno
mismo y de los propios proyectos para que la Palabra de Dios sea la lámpara
que guíe nuestros pensamientos y nuestras acciones.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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Quisiera detenerme aún sobre un aspecto que surge en los relatos sobre la
Infancia de Jesús narrados por san Lucas. María y José llevan al hijo a
Jerusalén, al Templo, para presentarlo y consagrarlo al Señor como prescribe
la ley de Moisés: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor»
(cf. Lc 2, 22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido aún
más profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica de Jesús con doce
años que, tras buscarle durante tres días, le encuentran en el Templo mientras
discutía entre los maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y
José: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos
angustiados», corresponde la misteriosa respuesta de Jesús: «¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,
48-49). Es decir, en la propiedad del Padre, en la casa del Padre, como un
hijo. María debe renovar la fe profunda con la que ha dicho «sí» en la
Anunciación; debe aceptar que el verdadero Padre de Jesús tenga la
precedencia; debe saber dejar libre a aquel Hijo que ha engendrado para que
siga su misión. Y el «sí» de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de
la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el momento más difícil, el de
la Cruz.
Ante todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo pudo María vivir este
camino junto a su Hijo con una fe tan firme, incluso en la oscuridad, sin
perder la plena confianza en la acción de Dios? Hay una actitud de fondo que
María asume ante lo que sucede en su vida. En la Anunciación ella queda
turbada al escuchar las palabras del ángel —es el temor que el hombre
experimenta cuando lo toca la cercanía de Dios—, pero no es la actitud de
quien tiene miedo ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se
interroga sobre el significado de ese saludo (cf. Lc 1, 29). La palabra griega
usada en el Evangelio para definir «reflexionar», «dielogizeto», remite a la
raíz de la palabra «diálogo». Esto significa que María entra en íntimo diálogo
con la Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la considera
superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su
corazón para comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del
anuncio. Otro signo de la actitud interior de María ante la acción de Dios lo
encontramos, también en el Evangelio de san Lucas, en el momento del
nacimiento de Jesús, después de la adoración de los pastores. Se afirma que
María «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,
19); en griego el término es symballon. Podríamos decir que ella «mantenía
unidos», «reunía» en su corazón todos los acontecimientos que le estaban
sucediendo; situaba cada elemento, cada palabra, cada hecho, dentro del todo
y lo confrontaba, lo conservaba, reconociendo que todo proviene de la
voluntad de Dios. María no se detiene en una primera comprensión
superficial de lo que acontece en su vida, sino que sabe mirar en profundidad,
se deja interpelar por los acontecimientos, los elabora, los discierne, y
adquiere aquella comprensión que sólo la fe puede garantizar. Es la humildad
profunda de la fe obediente de María, que acoge en sí también aquello que no
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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comprende del obrar de Dios, dejando que sea Dios quien le abra la mente y
el corazón. «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el
Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), exclama su pariente Isabel. Es precisamente
por su fe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada.
Queridos amigos, la solemnidad del Nacimiento del Señor que dentro de
poco celebraremos, nos invita a vivir esta misma humildad y obediencia de
fe. La gloria de Dios no se manifiesta en el triunfo y en el poder de un rey, no
resplandece en una ciudad famosa, en un suntuoso palacio, sino que establece
su morada en el seno de una virgen, se revela en la pobreza de un niño. La
omnipotencia de Dios, también en nuestra vida, obra con la fuerza, a menudo
silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, entonces, que el poder
indefenso de aquel Niño al final vence el rumor de los poderes del mundo.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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11. FUE CONCEBIDO POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO *
La Natividad del Señor ilumina una vez más con su luz las tinieblas que
con frecuencia envuelven nuestro mundo y nuestro corazón, y trae esperanza
y alegría. ¿De dónde viene esta luz? De la gruta de Belén, donde los pastores
encontraron a «María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (Lc2, 16).
Ante esta Sagrada Familia surge otra pregunta más profunda: ¿cómo pudo
aquel pequeño y débil Niño traer al mundo una novedad tan radical como
para cambiar el curso de la historia? ¿No hay, tal vez, algo de misterioso en
su origen que va más allá de aquella gruta?
Surge siempre de nuevo, de este modo, la pregunta sobre el origen de
Jesús, la misma que plantea el procurador Poncio Pilato durante el proceso:
«¿De dónde eres tú?» (Jn 19, 9). Sin embargo, se trata de un origen bien
claro. En el Evangelio de Juan, cuando el Señor afirma: «Yo soy el pan
bajado del cielo», los judíos reaccionan murmurando: «¿No es este Jesús, el
hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora
que ha bajado del cielo?» (Jn 6, 41-42). Y, poco más tarde, los habitantes de
Jerusalén se opusieron con fuerza ante la pretensión mesiánica de Jesús,
afirmando que se conoce bien «de dónde viene; mientras que el Mesías,
cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene» (Jn 7, 27). Jesús mismo hace
notar cuán inadecuada es su pretensión de conocer su origen, y con esto ya
ofrece una orientación para saber de dónde viene: «No vengo por mi cuenta,
sino que el Verdadero es el que me envía; a ese vosotros no lo conocéis»
(Jn 7, 28). Cierto, Jesús es originario de Nazaret, nació en Belén, pero ¿qué
se sabe de su verdadero origen?
En los cuatro Evangelios emerge con claridad la respuesta a la pregunta
«de dónde» viene Jesús: su verdadero origen es el Padre, Dios; Él proviene
totalmente de Él, pero de un modo distinto al de todo profeta o enviado por
Dios que lo han precedido. Este origen en el misterio de Dios, «que nadie
conoce», ya está contenido en los relatos de la infancia de los Evangelios de
Mateo y de Lucas, que estamos leyendo en este tiempo navideño. El ángel
Gabriel anuncia: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo
te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo
de Dios» (Lc 1, 35). Repetimos estas palabras cada vez que rezamos
el Credo, la profesión de fe: «Et incarnatus est de Spiritu Sancto, ex Maria
Virgine», «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen». En
esta frase nos arrodillamos porque el velo que escondía a Dios, por decirlo
así, se abre y su misterio insondable e inaccesible nos toca: Dios se convierte
en el Emmanuel, «Dios con nosotros». Cuando escuchamos las Misas
compuestas por los grandes maestros de música sacra —pienso por ejemplo
en la Misa de la Coronación, de Mozart— notamos inmediatamente cómo se
detienen de modo especial en esta frase, casi queriendo expresar con el
*
Audiencia General, 2 de enero de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
lenguaje universal de la música aquello que las palabras no pueden
manifestar: el misterio grande de Dios que se encarna, que se hace hombre.
Si consideramos atentamente la expresión «por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María, la Virgen», encontramos que la misma incluye cuatro
sujetos que actúan. En modo explícito se menciona al Espíritu Santo y a
María, pero está sobreentendido «Él», es decir el Hijo, que se hizo carne en
el seno de la Virgen. En la Profesión de fe, el Credo, se define a Jesús con
diversos apelativos: «Señor, ... Cristo, unigénito Hijo de Dios... Dios de Dios,
Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero... de la misma sustancia del
Padre» (Credo niceno-constantinopolitano). Vemos entonces que «Él» remite
a otra persona, al Padre. El primer sujeto de esta frase es, por lo tanto, el
Padre que, con el Hijo y el Espíritu Santo, es el único Dios.
Esta afirmación del Credo no se refiere al ser eterno de Dios, sino más
bien nos habla de una acción en la que toman parte las tres Personas divinas
y que se realiza «ex Maria Virgine». Sin ella el ingreso de Dios en la historia
de la humanidad no habría llegado a su fin ni habría tenido lugar aquello que
es central en nuestra Profesión de fe: Dios es un Dios con nosotros. Así,
María pertenece en modo irrenunciable a nuestra fe en el Dios que obra, que
entra en la historia. Ella pone a disposición toda su persona, «acepta»
convertirse en lugar en el que habita Dios.
A veces también en el camino y en la vida de fe podemos advertir nuestra
pobreza, nuestra inadecuación ante el testimonio que se ha de ofrecer al
mundo. Pero Dios ha elegido precisamente a una humilde mujer, en una
aldea desconocida, en una de las provincias más lejanas del gran Imperio
romano. Siempre, incluso en medio de las dificultades más arduas de
afrontar, debemos tener confianza en Dios, renovando la fe en su presencia y
acción en nuestra historia, como en la de María. ¡Nada es imposible para
Dios! Con Él nuestra existencia camina siempre sobre un terreno seguro y
está abierta a un futuro de esperanza firme.
Profesando en el Credo: «Por obra del Espíritu Santo se encarnó de
María, la Virgen», afirmamos que el Espíritu Santo, como fuerza del Dios
Altísimo, ha obrado de modo misterioso en la Virgen María la concepción del
Hijo de Dios. El evangelista Lucas retoma las palabras del arcángel Gabriel:
«El Espíritu vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra» (1, 35). Son evidentes dos remisiones: la primera es al momento de
la creación. Al comienzo del Libro del Génesis leemos que «el espíritu de
Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (1, 2); es el Espíritu creador que ha
dado vida a todas las cosas y al ser humano. Lo que acontece en María, a
través de la acción del mismo Espíritu divino, es una nueva creación: Dios,
que ha llamado al ser de la nada, con la Encarnación da vida a un nuevo
inicio de la humanidad. Los Padres de la Iglesia en más de una ocasión
hablan de Cristo como el nuevo Adán para poner de relieve el inicio de la
nueva creación por el nacimiento del Hijo de Dios en el seno de la Virgen
María. Esto nos hace reflexionar sobre cómo la fe trae también a nosotros
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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una novedad tan fuerte capaz de producir un segundo nacimiento. En efecto,
en el comienzo del ser cristianos está el Bautismo que nos hace renacer como
hijos de Dios, nos hace participar en la relación filial que Jesús tiene con el
Padre. Y quisiera hacer notar cómo el Bautismo se recibe, nosotros «somos
bautizados» —es una voz pasiva— porque nadie es capaz de hacerse hijo de
Dios por sí mimo: es un don que se confiere gratuitamente. San Pablo se
refiere a esta filiación adoptiva de los cristianos en un pasaje central de
su Carta a los Romanos, donde escribe: «Cuantos se dejan llevar por el
Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu
de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de
hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abba, Padre!”. Ese mismo Espíritu
da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (8, 14-16), no
siervos. Sólo si nos abrimos a la acción de Dios, como María, sólo si
confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo de quien nos fiamos
totalmente, todo cambia, nuestra vida adquiere un sentido nuevo y un rostro
nuevo: el de hijos de un Padre que nos ama y nunca nos abandona.
Hemos hablado de dos elementos: el primer elemento el Espíritu sobre las
aguas, el Espíritu Creador. Hay otro elemento en las palabras de la
Anunciación. El ángel dice a María: «La fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra». Es una referencia a la nube santa que, durante el camino del éxodo,
se detenía sobre la tienda del encuentro, sobre el arca de la Alianza, que el
pueblo de Israel llevaba consigo, y que indicaba la presencia de Dios
(cf. Ex 40, 34-38). María, por lo tanto, es la nueva tienda santa, la nueva arca
de la alianza: con su «sí» a las palabras del arcángel, Dios recibe una morada
en este mundo, Aquel que el universo no puede contener establece su morada
en el seno de una virgen.
Volvamos, entonces, a la cuestión de la que hemos partido, la cuestión
sobre el origen de Jesús, sintetizada por la pregunta de Pilato: «¿De dónde
eres tú?». En nuestras reflexiones se ve claro, desde el inicio de los
Evangelios, cuál es el verdadero origen de Jesús: Él es el Hijo unigénito del
Padre, viene de Dios. Nos encontramos ante el gran e impresionante misterio
que celebramos en este tiempo de Navidad: el Hijo de Dios, por obra del
Espíritu Santo, se ha encarnado en el seno de la Virgen María. Este es un
anuncio que resuena siempre nuevo y que en sí trae esperanza y alegría a
nuestro corazón, porque cada vez nos dona la certeza de que, aunque a
menudo nos sintamos débiles, pobres, incapaces ante las dificultades y el mal
del mundo, el poder de Dios actúa siempre y obra maravillas precisamente en
la debilidad. Su gracia es nuestra fuerza (cf. 2 Co 12, 9-10). Gracias.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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12. SE HIZO HOMBRE *
En este tiempo navideño nos detenemos una vez más en el gran misterio
de Dios que descendió de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús,
Dios se encarnó; se hizo hombre como nosotros, y así nos abrió el camino
hacia su Cielo, hacia la comunión plena con Él.
En estos días ha resonado repetidas veces en nuestras iglesias el término
«Encarnación» de Dios, para expresar la realidad que celebramos en la Santa
Navidad: el Hijo de Dios se hizo hombre, como recitamos en el Credo. Pero,
¿qué significa esta palabra central para la fe cristiana? Encarnación deriva del
latín «incarnatio». San Ignacio de Antioquía —finales del siglo I— y, sobre
todo, san Ireneo usaron este término reflexionando sobre el Prólogo del
Evangelio de san Juan, en especial sobre la expresión: «El Verbo se hizo
carne» (Jn 1, 14). Aquí, la palabra «carne», según el uso hebreo, indica el
hombre en su integridad, todo el hombre, pero precisamente bajo el aspecto
de su caducidad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Esto para
decirnos que la salvación traída por el Dios que se hizo carne en Jesús de
Nazaret toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en
que se encuentre. Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo
que la separa de Él, para permitirnos llamarle, en su Hijo unigénito, con el
nombre de «Abbá, Padre» y ser verdaderamente hijos de Dios. San Ireneo
afirma: «Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de
Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el
Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de
Dios» (Adversus haereses, 3, 19, 1: PG 7, 939; cf. Catecismo de la Iglesia
católica, 460).
«El Verbo se hizo carne» es una de esas verdades a las que estamos tan
acostumbrados que casi ya no nos asombra la grandeza del acontecimiento
que expresa. Y efectivamente en este período navideño, en el que tal
expresión se repite a menudo en la liturgia, a veces se está más atento a los
aspectos exteriores, a los «colores» de la fiesta, que al corazón de la gran
novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que sólo
Dios podía obrar y donde podemos entrar solamente con la fe. El Logos, que
está junto a Dios, el Logos que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1, 1),
por quien fueron creadas todas las cosas (cf. 1, 3), que ha acompañado y
acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. 1, 4-5; 1, 9), se hace
uno entre los demás, establece su morada en medio de nosotros, se hace uno
de nosotros (cf. 1, 14). El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «El Hijo
de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre,
obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la
Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a
nosotros excepto en el pecado» (const. Gaudium et spes, 22). Es importante
*
Audiencia General, 9 de enero de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
entonces recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la
grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo,
recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre,
para comunicarnos su misma vida (cf. 1 Jn 1, 1-4). Y no lo hizo con el
esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la
humildad de un niño.
Desearía poner de relieve un segundo elemento. En la Santa Navidad, a
menudo, se intercambia algún regalo con las personas más cercanas. Tal vez
puede ser un gesto realizado por costumbre, pero generalmente expresa
afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración sobre las ofrendas de
la Misa de medianoche de la solemnidad de Navidad la Iglesia reza así:
«Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio
de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de la
divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la
tuya de modo admirable». El pensamiento de la donación, por lo tanto, está
en el centro de la liturgia y recuerda a nuestra conciencia el don originario de
la Navidad: Dios, en aquella noche santa, haciéndose carne, quiso hacerse
don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios hizo de su Hijo
único un don para nosotros, asumió nuestra humanidad para donarnos su
divinidad. Este es el gran don. También en nuestro donar no es importante
que un regalo sea más o menos costoso; quien no logra donar un poco de sí
mismo, dona siempre demasiado poco. Es más, a veces se busca
precisamente sustituir el corazón y el compromiso de donación de sí mismo
con el dinero, con cosas materiales. El misterio de la Encarnación indica que
Dios no ha hecho así: no ha donado algo, sino que se ha donado a sí mismo
en su Hijo unigénito. Encontramos aquí el modelo de nuestro donar, para que
nuestras relaciones, especialmente aquellas más importantes, estén guiadas
por la gratuidad del amor.
Quisiera ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación, de
Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo
del amor divino. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras, es
más, podríamos decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge
en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana.
El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nació de la Virgen María, en
un tiempo y en un lugar determinados, en Belén durante el reinado del
emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf.Lc 2, 1-2); creció en una
familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, instruyó a los Apóstoles
para continuar su misión, y terminó el curso de su vida terrena en la cruz.
Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el
realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las
emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe
tocar nuestra vida de cada día y orientarla también de modo práctico. Dios no
se quedó en las palabras, sino que nos indicó cómo vivir, compartiendo
nuestra misma experiencia, menos en el pecado. El Catecismo de san Pío X,
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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que algunos de nosotros estudiamos cuando éramos jóvenes, con su
esencialidad, ante la pregunta: «¿Qué debemos hacer para vivir según
Dios?», da esta respuesta: «Para vivir según Dios debemos creer las verdades
por Él reveladas y observar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que
se obtiene mediante los sacramentos y la oración». La fe tiene un aspecto
fundamental que afecta no sólo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.
Propongo un último elemento para vuestra reflexión. San Juan afirma que
el Verbo, el Logos estaba desde el principio junto a Dios, y que todo ha sido
hecho por medio del Verbo y nada de lo que existe se ha hecho sin Él
(cf. Jn 1, 1-3). El evangelista hace una clara alusión al relato de la creación
que se encuentra en los primeros capítulos del libro del Génesis, y lo relee a
la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la lectura cristiana de la
Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento se han de leer siempre juntos, y a
partir del Nuevo se abre el sentido más profundo también del Antiguo. Aquel
mismo Verbo, que existe desde siempre junto a Dios, que Él mismo es Dios y
por medio del cual y en vista del cual todo ha sido creado (cf. Col 1, 16-17),
se hizo hombre: el Dios eterno e infinito se ha sumergido en la finitud
humana, en su criatura, para reconducir al hombre y a toda la creación hacia
Él. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «La primera creación
encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo
esplendor sobrepasa el de la primera» (n. 349). Los Padres de la Iglesia han
comparado a Jesús con Adán, hasta definirle «segundo Adán» o el Adán
definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios
tiene lugar una nueva creación, que dona la respuesta completa a la pregunta:
«¿Quién es el hombre?». Sólo en Jesús se manifiesta completamente el
proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el hombre definitivo según Dios.
El Concilio Vaticano II lo reafirma con fuerza: «Realmente, el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el
nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le
descubre la grandeza de su vocación» (const.Gaudium et spes, 22;
cf. Catecismo de la Iglesia católica, 359). En aquel niño, el Hijo de Dios que
contemplamos en Navidad, podemos reconocer el rostro auténtico, no sólo de
Dios, sino el auténtico rostro del ser humano. Sólo abriéndonos a la acción de
su gracia y buscando seguirle cada día, realizamos el proyecto de Dios sobre
nosotros, sobre cada uno de nosotros.
Queridos amigos, en este período meditemos la grande y maravillosa
riqueza del misterio de la Encarnación, para dejar que el Señor nos ilumine y
nos transforme cada vez más a imagen de su Hijo hecho hombre por
nosotros.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
50
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
13. JESUCRISTO, MEDIADOR Y
PLENITUD DE TODA LA
REVELACIÓN *
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
14. CREO EN DIOS*
*
Audiencia General, 23 de enero de 2013
55
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
El autor de la Carta a los Hebreos hace referencia aquí a la llamada de
Abrahán, narrada en elLibro del Génesis, el primer libro de la Biblia. ¿Qué
pide Dios a este patriarca? Le pide que se ponga en camino abandonando la
propia tierra para ir hacia el país que le mostrará: «Sal de tu tierra, de tu
patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré» (Gn 12 ,1).
¿Cómo habríamos respondido nosotros a una invitación similar? Se trata, en
efecto, de partir en la oscuridad, sin saber adónde le conducirá Dios; es un
camino que pide una obediencia y una confianza radical, a lo cual sólo la fe
permite acceder. Pero la oscuridad de lo desconocido —adonde Abrahán
debe ir— se ilumina con la luz de una promesa; Dios añade al mandato una
palabra tranquilizadora que abre ante Abrahán un futuro de vida en plenitud:
«Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre... y en ti
serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12, 2.3).
La bendición, en la Sagrada Escritura, está relacionada principalmente
con el don de la vida que viene de Dios, y se manifiesta ante todo en la
fecundidad, en una vida que se multiplica, pasando de generación en
generación. Y con la bendición está relacionada también la experiencia de la
posesión de una tierra, de un lugar estable donde vivir y crecer en libertad y
seguridad, temiendo a Dios y construyendo una sociedad de hombres fieles a
la Alianza, «reino de sacerdotes y nación santa» (cf. Ex 19, 6).
Por ello Abrahán, en el proyecto divino, está destinado a convertirse en
«padre de muchedumbre de pueblos» (Gn 17, 5; cf. Rm 4, 17-18) y a entrar
en una tierra nueva donde habitar. Sin embargo Sara, su esposa, es estéril, no
puede tener hijos; y el país hacia el cual le conduce Dios está lejos de su
tierra de origen, ya está habitado por otras poblaciones, y nunca le
pertenecerá verdaderamente. El narrador bíblico lo subraya, si bien con
mucha discreción: cuando Abrahán llega al lugar de la promesa de Dios: «en
aquel tiempo habitaban allí los cananeos» (Gn 12, 6). La tierra que Dios dona
a Abrahán no le pertenece, él es un extranjero y lo será siempre, con todo lo
que comporta: no tener miras de posesión, sentir siempre la propia pobreza,
ver todo como don. Ésta es también la condición espiritual de quien acepta
seguir al Señor, de quien decide partir acogiendo su llamada, bajo el signo de
su invisible pero poderosa bendición. Y Abrahán, «padre de los creyentes»,
acepta esta llamada en la fe. Escribe san Pablo en la Carta a los Romanos:
«Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser
padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será
tu descendencia. Y, aunque se daba cuenta de que su cuerpo estaba ya medio
muerto —tenía unos cien años— y de que el seno de Sara era estéril, no
vaciló en su fe. Todo lo contrario, ante la promesa divina no cedió a la
incredulidad, sino que se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios, pues estaba
persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete» (Rm4, 18-21).
La fe lleva a Abrahán a recorrer un camino paradójico. Él será bendecido,
pero sin los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de llegar a ser
un gran pueblo, pero con una vida marcada por la esterilidad de su esposa,
56
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Sara; se le conduce a una nueva patria, pero deberá vivir allí como
extranjero; y la única posesión de la tierra que se le consentirá será el de un
trozo de terreno para sepultar allí a Sara (cf. Gn 23, 1-20). Abrahán recibe la
bendición porque, en la fe, sabe discernir la bendición divina yendo más allá
de las apariencias, confiando en la presencia de Dios incluso cuando sus
caminos se presentan misteriosos.
¿Qué significa esto para nosotros? Cuando afirmamos: «Creo en Dios»,
decimos como Abrahán: «Me fío de Ti; me entrego a Ti, Señor», pero no
como a Alguien a quien recurrir sólo en los momentos de dificultad o a quien
dedicar algún momento del día o de la semana. Decir «creo en Dios»
significa fundar mi vida en Él, dejar que su Palabra la oriente cada día en las
opciones concretas, sin miedo de perder algo de mí mismo. Cuando en el
Rito del Bautismo se pregunta tres veces: «¿Creéis?» en Dios, en Jesucristo,
en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica y las demás verdades de fe, la
triple respuesta se da en singular: «Creo», porque es mi existencia personal la
que debe dar un giro con el don de la fe, es mi existencia la que debe
cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en un Bautizo deberíamos
preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.
Abrahán, el creyente, nos enseña la fe; y, como extranjero en la tierra, nos
indica la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos, introducidos en el
mundo y en la historia, pero en camino hacia la patria celestial. Creer en Dios
nos hace, por lo tanto, portadores de valores que a menudo no coinciden con
la moda y la opinión del momento, nos pide adoptar criterios y asumir
comportamientos que no pertenecen al modo de pensar común. El cristiano
no debe tener miedo a ir «a contracorriente» por vivir la propia fe, resistiendo
la tentación de «uniformarse». En muchas de nuestras sociedades Dios se ha
convertido en el «gran ausente» y en su lugar hay muchos ídolos, ídolos muy
diversos, y, sobre todo, la posesión y el «yo» autónomo. Los notables y
positivos progresos de la ciencia y de la técnica también han inducido al
hombre a una ilusión de omnipotencia y de autosuficiencia; y un creciente
egocentrismo ha creado no pocos desequilibrios en el seno de las relaciones
interpersonales y de los comportamientos sociales.
Sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal 63, 2) no se ha extinguido y el
mensaje evangélico sigue resonando a través de las palabras y la obras de
tantos hombres y mujeres de fe. Abrahán, el padre de los creyentes, sigue
siendo padre de muchos hijos que aceptan caminar tras sus huellas y se
ponen en camino, en obediencia a la vocación divina, confiando en la
presencia benévola del Señor y acogiendo su bendición para convertirse en
bendición para todos. Es el bendito mundo de la fe al que todos estamos
llamados, para caminar sin miedo siguiendo al Señor Jesucristo. Y es un
camino algunas veces difícil, que conoce también la prueba y la muerte, pero
que abre a la vida, en una transformación radical de la realidad que sólo los
ojos de la fe son capaces de ver y gustar en plenitud.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Afirmar «creo en Dios» nos impulsa, entonces, a ponernos en camino, a
salir continuamente de nosotros mismos, justamente como Abrahán, para
llevar a la realidad cotidiana en la que vivimos la certeza que nos viene de la
fe: es decir, la certeza de la presencia de Dios en la historia, también hoy; una
presencia que trae vida y salvación, y nos abre a un futuro con Él para una
plenitud de vida que jamás conocerá el ocaso.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
15. YO CREO EN DIOS: EL PADRE TODOPODEROSO*
*
Audiencia General, 30 de enero de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
podremos siempre, sin miedo y con total confianza, entregarnos a su perdón
de Padre cuando erramos el camino. Dios es un Padre bueno que acoge y
abraza al hijo perdido y arrepentido (cf. Lc 15, 11 ss), da gratuitamente a
quienes piden (cf. Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn 16, 23) y ofrece el pan del cielo y
el agua viva que hace vivir eternamente (cf. Jn 6, 32.51.58).
Por ello el orante del Salmo 27, rodeado de enemigos, asediado de
malvados y calumniadores, mientras busca ayuda en el Señor y le invoca,
puede dar su testimonio lleno de fe afirmando: «Si mi padre y mi madre me
abandonan, el Señor me recogerá» (v. 10). Dios es un Padre que no abandona
jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona,
salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres, para
abrirse a dimensiones de eternidad. «Porque su amor es para siempre», como
sigue repitiendo de modo letánico, en cada versículo, el Salmo 136,
recorriendo toda la historia de la salvación. El amor de Dios Padre no
desfallece nunca, no se cansa de nosotros; es amor que da hasta el extremo,
hasta el sacrificio del Hijo. La fe nos da esta certeza, que se convierte en una
roca segura en la construcción de nuestra vida: podemos afrontar todos los
momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de la oscuridad de la
crisis y del tiempo de dolor, sostenidos por la confianza en que Dios no nos
deja solos y está siempre cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.
Es en el Señor Jesús donde se muestra en plenitud el rostro benévolo del
Padre que está en los cielos. Es conociéndole a Él como podemos conocer
también al Padre (cf. Jn 8, 19; 14, 7), y viéndole a Él podemos ver al Padre,
porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 14, 9.11). Él es «imagen
del Dios invisible», como le define el himno de la Carta a los Colosenses,
«primogénito de toda criatura... primogénito de los que resucitan entre los
muertos», por medio del cual «hemos recibido la redención, el perdón de los
pecados» y la reconciliación de todas las cosas, «las del cielo y las de la
tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (cf. Col 1, 13-20).
La fe en Dios Padre pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu,
reconociendo en la Cruz que salva el desvelamiento definitivo del amor
divino. Dios nos es Padre dándonos a su Hijo; Dios nos es Padre perdonando
nuestro pecado y llevándonos al gozo de la vida resucitada; Dios nos es
Padre dándonos el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarle, de
verdad, «Abba, Padre» (cf. Rm 8, 15). Por ello Jesús, enseñándonos a orar,
nos invita a decir «Padre Nuestro» (Mt 6, 9-13; cf. Lc 11, 2-4).
Entonces la paternidad de Dios es amor infinito, ternura que se inclina
hacia nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El Salmo 103, el gran
canto de la misericordia divina, proclama: «Como un padre siente ternura por
sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él conoce
nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Es precisamente
nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad lo que
se convierte en llamamiento a la misericordia del Señor para que manifieste
su grandeza y ternura de Padre ayudándonos, perdonándonos y salvándonos.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Y Dios responde a nuestro llamamiento enviando a su Hijo, que muere y
resucita por nosotros; entra en nuestra fragilidad y obra lo que el hombre,
solo, jamás habría podido hacer: toma sobre Sí el pecado del mundo, como
cordero inocente, y vuelve a abrirnos el camino hacia la comunión con Dios,
nos hace verdaderos hijos de Dios. Es ahí, en el Misterio pascual, donde se
revela con toda su luminosidad el rostro definitivo del Padre. Y es ahí, en la
Cruz gloriosa, donde acontece la manifestación plena de la grandeza de Dios
como «Padre todopoderoso».
Pero podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible pensar en un Dios
omnipotente mirando hacia la Cruz de Cristo? ¿Hacia este poder del mal que
llega hasta el punto de matar al Hijo de Dios? Nosotros querríamos
ciertamente una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y
nuestros deseos: un Dios «omnipotente» que resuelva los problemas, que
intervenga para evitarnos las dificultades, que venza los poderes adversos,
que cambie el curso de los acontecimientos y anule el dolor. Así, diversos
teólogos dicen hoy que Dios no puede ser omnipotente; de otro modo no
habría tanto sufrimiento, tanto mal en el mundo. En realidad, ante el mal y el
sufrimiento, para muchos, para nosotros, se hace problemático, difícil, creer
en un Dios Padre y creerle omnipotente; algunos buscan refugio en ídolos,
cediendo a la tentación de encontrar respuesta en una presunta omnipotencia
«mágica» y en sus ilusorias promesas.
Pero la fe en Dios omnipotente nos impulsa a recorrer senderos bien
distintos: aprender a conocer que el pensamiento de Dios es diferente del
nuestro, que los caminos de Dios son otros respecto a los nuestros (cf. Is 55,
8) y también su omnipotencia es distinta: no se expresa como fuerza
automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad amorosa y
paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres, dando libertad, renunció
a una parte de su poder, dejando el poder de nuestra libertad. De esta forma
Él ama y respeta la respuesta libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios
desea que nos convirtamos en sus hijos y vivamos como tales en su Hijo, en
comunión, en plena familiaridad con Él. Su omnipotencia no se expresa en la
violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder adverso, como
nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el
perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable llamamiento a
la conversión del corazón, en una actitud sólo aparentemente débil —Dios
parece débil, si pensamos en Jesucristo que ora, que se deja matar. Una
actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor,
demuestra que éste es el verdadero modo de ser poderoso. ¡Este es el poder
de Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del Libro de la Sabiduría se dirige
así a Dios: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto
los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres...
Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la
vida» (11, 23-24a.26).
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal y
mostrarse compasivo; sólo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer
plenamente la fuerza del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las cosas
porque todo ha sido hecho por Él, revela su fuerza amando todo y a todos, en
una paciente espera de la conversión de nosotros, los hombres, a quienes
desea tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor omnipotente
de Dios no conoce límites; tanto que «no se reservó a su propio Hijo, sino
que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32). La omnipotencia del amor no
es la del poder del mundo, sino la del don total, y Jesús, el Hijo de Dios,
revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando la vida por
nosotros, pecadores. He aquí el verdadero, auténtico y perfecto poder divino:
responder al mal no con el mal, sino con el bien; a los insultos con el perdón;
al odio homicida con el amor que hace vivir. Entonces el mal verdaderamente
está vencido, porque lo ha lavado el amor de Dios; entonces la muerte ha
sido derrotada definitivamente, porque se ha transformado en don de la vida.
Dios Padre resucita al Hijo: la muerte, la gran enemiga (cf. 1 Co 15, 26), es
engullida y privada de su veneno (cf. 1 Co15, 54-55), y nosotros, liberados
del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de Dios.
Por lo tanto cuando decimos «Creo en Dios Padre todopoderoso»,
expresamos nuestra fe en el poder del amor de Dios que en su Hijo muerto y
resucitado derrota el odio, el mal, el pecado y nos abre a la vida eterna, la de
los hijos que desean estar para siempre en la «Casa del Padre». Decir «Creo
en Dios Padre todopoderoso», en su poder, en su modo de ser Padre, es
siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de nuestro
pensamiento, de todo nuestro afecto, de todo nuestro modo de vivir.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra
fe, que nos ayude a encontrar verdaderamente la fe y nos dé la fuerza de
anunciar a Cristo crucificado y resucitado, y de testimoniarlo en el amor a
Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger el don de nuestra filiación,
para vivir en plenitud las realidades del Credo, en el abandono confiado al
amor del Padre y a su misericordiosa omnipotencia, que es la verdadera
omnipotencia y salva.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
16. YO CREO EN DIOS: EL CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA, EL
CREADOR DEL SER HUMANO*
*
Audiencia General, 6 de febrero de 2013
63
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
armonía, dona belleza. En el relato del Génesis emerge luego que el Señor
crea con su Palabra: en el texto se lee diez veces la expresión «Dijo Dios»
(vv. 3.6.9.11.14.20.24.26.28.29). Es la palabra, elLogos de Dios, lo que está
en el origen de la realidad del mundo; y al decir: «Dijo Dios», fue así,
subraya el poder eficaz de la Palabra divina. El Salmista canta de esta forma:
«La Palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos...
porque Él lo dijo, y existió; Él lo mandó y todo fue creado» (33, 6.9). La vida
brota, el mundo existe, porque todo obedece a la Palabra divina.
Pero hoy nuestra pregunta es: en la época de la ciencia y de la técnica,
¿tiene sentido todavía hablar de creación? ¿Cómo debemos comprender las
narraciones del Génesis? La Biblia no quiere ser un manual de ciencias
naturales; quiere en cambio hacer comprender la verdad auténtica y profunda
de las cosas. La verdad fundamental que nos revelan los relatos
del Génesis es que el mundo no es un conjunto de fuerzas entre sí
contrastantes, sino que tiene su origen y su estabilidad en el Logos, en la
Razón eterna de Dios, que sigue sosteniendo el universo. Hay un designio
sobre el mundo que nace de esta Razón, del Espíritu creador. Creer que en la
base de todo exista esto, ilumina cualquier aspecto de la existencia y da la
valentía para afrontar con confianza y esperanza la aventura de la vida. Por lo
tanto, la Escritura nos dice que el origen del ser, del mundo, nuestro origen
no es lo irracional y la necesidad, sino la razón y el amor y la libertad. De ahí
la alternativa: o prioridad de lo irracional, de la necesidad, o prioridad de la
razón, de la libertad, del amor. Nosotros creemos en esta última posición.
Pero quisiera decir una palabra también sobre aquello que es el vértice de
toda la creación: el hombre y la mujer, el ser humano, el único «capaz de
conocer y amar a su Creador» (const. past.Gaudium et spes, 12). El Salmista,
mirando a los cielos, se pregunta: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus
dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te
acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?» (8, 4-5). El ser humano,
creado con amor por Dios, es algo muy pequeño ante la inmensidad del
universo. A veces, mirando fascinados las enormes extensiones del
firmamento, también nosotros hemos percibido nuestra limitación. El ser
humano está habitado por esta paradoja: nuestra pequeñez y nuestra
caducidad conviven con la grandeza de aquello que el amor eterno de Dios
ha querido para nosotros.
Los relatos de la creación en el Libro del Génesis nos introducen también
en este misterioso ámbito, ayudándonos a conocer el proyecto de Dios sobre
el hombre. Antes que nada afirman que Dios formó al hombre con el polvo
de la tierra (cf. Gn 2, 7). Esto significa que no somos Dios, no nos hemos
hecho solos, somos tierra; pero significa también que venimos de la tierra
buena, por obra del Creador bueno. A esto se suma otra realidad
fundamental: todos los seres humanos son polvo, más allá de las distinciones
obradas por la cultura y la historia, más allá de toda diferencia social; somos
una única humanidad plasmada con la única tierra de Dios. Hay, luego, un
64
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
segundo elemento: el ser humano se origina porque Dios sopla el aliento de
vida en el cuerpo modelado de la tierra (cf. Gn 2, 7). El ser humano está
hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27).Todos, entonces,
llevamos en nosotros el aliento vital de Dios, y toda vida humana —nos dice
la Biblia— está bajo la especial protección de Dios. Esta es la razón más
profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana contra toda tentación de
valorar a la persona según criterios utilitaristas y de poder. El ser a imagen y
semejanza de Dios indica luego que el hombre no está cerrado en sí mismo,
sino que tiene una referencia esencial en Dios.
En los primeros capítulos del Libro del Génesis encontramos dos
imágenes significativas: el jardín con el árbol del conocimiento del bien y del
mal y la serpiente (cf. 2, 15-17; 3, 1-5). El jardín nos dice que la realidad en
la que Dios puso al ser humano no es una foresta salvaje, sino un lugar que
protege, nutre y sostiene; y el hombre debe reconocer el mundo no como
propiedad que se puede saquear y explotar, sino como don del Creador, signo
de su voluntad salvífica, don que se ha de cultivar y custodiar, que se debe
hacer crecer y desarrollar en el respeto, en la armonía, siguiendo en él los
ritmos y la lógica, según el designio de Dios (cf. Gn 2, 8-15). La serpiente es
una figura que deriva de los cultos orientales de la fecundidad, que
fascinaban a Israel y constituían una constante tentación de abandonar la
misteriosa alianza con Dios. A la luz de esto, la Sagrada Escritura presenta la
tentación que sufrieron Adán y Eva como el núcleo de la tentación y del
pecado. ¿Qué dice, en efecto, la serpiente? No niega a Dios, pero insinúa una
pregunta solapada: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún
árbol del jardín?» (Gn 3, 2). De este modo la serpiente suscita la sospecha de
que la alianza con Dios es como una cadena que ata, que priva de la libertad
y de las cosas más bellas y preciosas de la vida. La tentación se convierte en
la de construirse solos el mundo donde se vive, de no aceptar los límites de
ser creatura, los límites del bien y del mal, de la moralidad; la dependencia
del amor creador de Dios se ve como un peso del que hay que liberarse. Este
es siempre el núcleo de la tentación. Pero cuando se desvirtúa la relación con
Dios, con una mentira, poniéndose en su lugar, todas las demás relaciones se
ven alteradas. Entonces el otro se convierte en un rival, en una amenaza:
Adán, después de ceder a la tentación, acusa inmediatamente a Eva (cf. Gn 3,
12); los dos se esconden de la mirada de aquel Dios con quien conversaban
en amistad (cf. 3, 8-10); el mundo ya no es el jardín donde se vive en
armonía, sino un lugar que se ha de explotar y en el cual se encubren insidias
(cf. 3, 14-19); la envidia y el odio hacia el otro entran en el corazón del
hombre: ejemplo de ello es Caín que mata al propio hermano Abel (cf. 4, 3-
9). Al ir contra su Creador, en realidad el hombre va contra sí mismo, reniega
de su origen y por lo tanto de su verdad; y el mal entra en el mundo, con su
penosa cadena de dolor y de muerte. Cuanto Dios había creado era bueno, es
más, muy bueno; después de esta libre decisión del hombre a favor de la
mentira contra la verdad, el mal entra en el mundo.
65
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
De los relatos de la creación, quisiera poner de relieve una última
enseñanza: el pecado engendra pecado y todos los pecados de la historia
están vinculados entre sí. Este aspecto nos impulsa a hablar del llamado
«pecado original». ¿Cuál es el significado de esta realidad, difícil de
comprender? Desearía solamente mencionar algún elemento. Antes que nada
debemos considerar que ningún hombre está cerrado en sí mismo, nadie
puede vivir solo de sí y para sí; nosotros recibimos la vida de otro y no sólo
en el momento del nacimiento, sino cada día. El ser humano es relación: yo
soy yo mismo sólo en el tú y a través del tú, en la relación del amor con el Tú
de Dios y el tú de los demás. Pues bien, el pecado consiste en enturbiar o
destruir la relación con Dios, esta es su esencia: destruir la relación con Dios,
la relación fundamental, situarse en el lugar de Dios. ElCatecismo de la
Iglesia católica afirma que con el primer pecado el hombre «hizo la elección
de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de creatura y, por
tanto, contra su propio bien» (n. 398). Alterada la relación fundamental, se
comprometen o se destruyen también los demás polos de la relación, el
pecado arruina las relaciones, así arruina todo, porque nosotros somos
relación. Ahora, si la estructura relacional de la humanidad está turbada
desde el inicio, todo hombre entra en un mundo marcado por esta alteración
de las relaciones, entra en un mundo turbado por el pecado, del cual es
marcado personalmente; el pecado inicial menoscaba e hiere la naturaleza
humana (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 404-406). Y el hombre por sí
solo, uno solo, no puede salir de esta situación, no puede redimirse solo;
solamente el Creador mismo puede restaurar las justas relaciones. Sólo si
Aquél de quien nos hemos alejado viene a nosotros y nos tiende la mano con
amor, las justas relaciones pueden reanudarse. Esto acontece en Jesucristo,
que realiza exactamente el itinerario inverso del que hizo Adán, como
describe el himno en el segundo capítulo de la Carta de San Pablo a los
Filipenses (2, 5-11): así como Adán no reconoce que es creatura y quiere
ponerse en el lugar de Dios, Jesús, el Hijo de Dios, está en en una relación
filial perfecta con el Padre, se abaja, se convierte en siervo, recorre el camino
del amor humillándose hasta la muerte de cruz, para volver a poner en orden
las relaciones con Dios. La Cruz de Cristo se convierte de este modo en el
nuevo árbol de la vida.
Queridos hermanos y hermanas, vivir de fe quiere decir reconocer la
grandeza de Dios y aceptar nuestra pequeñez, nuestra condición de creaturas
dejando que el Señor la colme con su amor y crezca así nuestra verdadera
grandeza. El mal, con su carga de dolor y de sufrimiento, es un misterio que
la luz de la fe ilumina, que nos da la certeza de poder ser liberados de él: la
certeza de que es bueno ser hombre.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
PAPA FRANCISCO
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
17. LA FE EN LA MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESÚS SON EL
CORAZÓN DE NUESTRA ESPERANZA*
*
Audiencia General, 3 de abril de 2013
69
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
de relato, que encontramos en los Evangelios. Ante todo notamos que las
primeras testigos de este acontecimiento fueron las mujeres. Al amanecer,
ellas fueron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús, y encuentran el primer
signo: la tumba vacía (cf. Mc 16, 1). Sigue luego el encuentro con un
Mensajero de Dios que anuncia: Jesús de Nazaret, el Crucificado, no está
aquí, ha resucitado (cf. vv. 5-6). Las mujeres fueron impulsadas por el amor y
saben acoger este anuncio con fe: creen, e inmediatamente lo transmiten, no
se lo guardan para sí mismas, lo comunican. La alegría de saber que Jesús
está vivo, la esperanza que llena el corazón, no se pueden contener. Esto
debería suceder también en nuestra vida. ¡Sintamos la alegría de ser
cristianos! Nosotros creemos en un Resucitado que ha vencido el mal y la
muerte. Tengamos la valentía de «salir» para llevar esta alegría y esta luz a
todos los sitios de nuestra vida. La Resurrección de Cristo es nuestra más
grande certeza, es el tesoro más valioso. ¿Cómo no compartir con los demás
este tesoro, esta certeza? No es sólo para nosotros; es para transmitirla, para
darla a los demás, compartirla con los demás. Es precisamente nuestro
testimonio.
Otro elemento. En las profesiones de fe del Nuevo Testamento, como
testigos de la Resurrección se recuerda solamente a hombres, a los Apóstoles,
pero no a las mujeres. Esto porque, según la Ley judía de ese tiempo, las
mujeres y los niños no podían dar un testimonio fiable, creíble. En los
Evangelios, en cambio, las mujeres tienen un papel primario, fundamental.
Aquí podemos identificar un elemento a favor de la historicidad de la
Resurrección: si hubiera sido un hecho inventado, en el contexto de aquel
tiempo no habría estado vinculado al testimonio de las mujeres. Los
evangelistas en cambio narran sencillamente lo sucedido: las mujeres son las
primeras testigos. Esto dice que Dios no elige según los criterios humanos:
los primeros testigos del nacimiento de Jesús son los pastores, gente sencilla
y humilde; las primeras testigos de la Resurrección son las mujeres. Y esto es
bello. Y esto es en cierto sentido la misión de las mujeres: de las madres, de
las mujeres. Dar testimonio a los hijos, a los nietos, de que Jesús está vivo, es
el viviente, ha resucitado. Madres y mujeres, ¡adelante con este testimonio!
Para Dios cuenta el corazón, lo abiertos que estamos a Él, si somos como
niños que confían. Pero esto nos hace reflexionar también sobre cómo las
mujeres, en la Iglesia y en el camino de fe, han tenido y tienen también hoy
un papel especial en abrir las puertas al Señor, seguirle y comunicar su
Rostro, porque la mirada de fe siempre necesita de la mirada sencilla y
profunda del amor. Los Apóstoles y los discípulos encuentran mayor
dificultad para creer. La mujeres, no. Pedro corre al sepulcro, pero se detiene
ante la tumba vacía; Tomás debe tocar con sus manos las heridas del cuerpo
de Jesús. También en nuestro camino de fe es importante saber y sentir que
Dios nos ama, no tener miedo de amarle: la fe se profesa con la boca y con el
corazón, con la palabra y con el amor.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Después de las apariciones a las mujeres, siguen otras: Jesús se hace
presente de un modo nuevo: es el Crucificado, pero su cuerpo es glorioso; no
ha vuelto a la vida terrena, sino en una nueva condición. Al comienzo no le
reconocen, y sólo a través de sus palabras y sus gestos los ojos se abren: el
encuentro con el Resucitado transforma, da una nueva fuerza a la fe, un
fundamento inquebrantable. También para nosotros hay numerosos signos en
los que el Resucitado se hace reconocer: la Sagrada Escritura, la Eucaristía,
los demás Sacramentos, la caridad, aquellos gestos de amor portadores de un
rayo del Resucitado. Dejémonos iluminar por la Resurrección de Cristo,
dejémonos transformar por su fuerza, para que también a través de nosotros
los signos de muerte dejen espacio a los signos de vida en el mundo. He visto
que hay muchos jóvenes en la plaza. ¡Ahí están! A vosotros os digo: llevad
adelante esta certeza: el Señor está vivo y camina junto a nosotros en la vida.
¡Esta es vuestra misión! Llevad adelante esta esperanza. Anclad en esta
esperanza: este ancla que está en el cielo; sujetad fuertemente la cuerda,
anclad y llevad adelante la esperanza. Vosotros, testigos de Jesús, llevad
adelante el testimonio que Jesús está vivo, y esto nos dará esperanza, dará
esperanza a este mundo un poco envejecido por las guerras, el mal, el
pecado. ¡Adelante jóvenes!
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
18. EL ALCANCE SALVÍFICO DE LA RESURRECCIÓN *
*
Audiencia General, 10 de abril de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
y la caridad. Nosotros podemos vivir como hijos. Y esta es nuestra dignidad
—nosotros tenemos la dignidad de hijos—, comportarnos como verdaderos
hijos. Esto quiere decir que cada día debemos dejar que Cristo nos
transforme y nos haga como Él; quiere decir tratar de vivir como cristianos,
tratar de seguirle, incluso si vemos nuestras limitaciones y nuestras
debilidades. La tentación de dejar a Dios a un lado para ponernos a nosotros
mismos en el centro está siempre a la puerta, y la experiencia del pecado
hiere nuestra vida cristiana, nuestro ser hijos de Dios. Por esto debemos tener
la valentía de la fe y no dejarnos guiar por la mentalidad que nos dice: «Dios
no sirve, no es importante para ti», y así sucesivamente. Es precisamente lo
contrario: sólo comportándonos como hijos de Dios, sin desalentarnos por
nuestras caídas, por nuestros pecados, sintiéndonos amados por Él, nuestra
vida será nueva, animada por la serenidad y por la alegría. ¡Dios es nuestra
fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!
Queridos hermanos y hermanas, debemos tener nosotros, en primer lugar,
bien firme esta esperanza y debemos ser de ella un signo visible, claro,
luminoso para todos. El Señor resucitado es la esperanza que nunca decae,
que no defrauda (cf. Rm 5, 5). La esperanza no defrauda. ¡La esperanza del
Señor! Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas se desvanecen, cuántas
veces las expectativas que llevamos en el corazón no se realizan. Nuestra
esperanza de cristianos es fuerte, segura, sólida en esta tierra, donde Dios nos
ha llamado a caminar, y está abierta a la eternidad, porque está fundada en
Dios, que es siempre fiel. No debemos olvidar: Dios es siempre fiel; Dios es
siempre fiel con nosotros. Que haber resucitado con Cristo mediante el
Bautismo, con el don de la fe, para una herencia que no se corrompe, nos
lleve a buscar mayormente las cosas de Dios, a pensar más en Él, a orarle
más. Ser cristianos no se reduce a seguir los mandamientos, sino que quiere
decir ser en Cristo, pensar como Él, actuar como Él, amar como Él; es dejar
que Él tome posesión de nuestra vida y la cambie, la transforme, la libere de
las tinieblas del mal y del pecado.
Queridos hermanos y hermanas, a quien nos pida razón de la esperanza
que está en nosotros (cf. 1 P 3, 15), indiquemos al Cristo resucitado.
Indiquémoslo con el anuncio de la Palabra, pero sobre todo con nuestra vida
de resucitados. Mostremos la alegría de ser hijos de Dios, la libertad que nos
da el vivir en Cristo, que es la verdadera libertad, la que nos salva de la
esclavitud del mal, del pecado, de la muerte. Miremos a la Patria celestial:
tendremos una nueva luz también en nuestro compromiso y en nuestras
fatigas cotidianas. Es un valioso servicio que debemos dar a este mundo
nuestro, que a menudo no logra ya elevar la mirada hacia lo alto, no logra ya
elevar la mirada hacia Dios.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
19. SUBIÓ AL CIELO Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DEL PADRE *
*
Audiencia General, 17 de abril de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
hermanas, contamos con este abogado: no tengamos miedo de ir a Él a pedir
perdón, bendición, misericordia. Él nos perdona siempre, es nuestro abogado:
nos defiende siempre. No olvidéis esto. La Ascensión de Jesús al Cielo nos
hace conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino: en Cristo,
verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada junto
a Dios; Él nos abrió el camino; Él es como un jefe de cordada cuando se
escala una montaña, que ha llegado a la cima y nos atrae hacia sí
conduciéndonos a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar
por Él, estamos ciertos de hallarnos en manos seguras, en manos de nuestro
salvador, de nuestro abogado.
Un segundo elemento: san Lucas refiere que los Apóstoles, después de
haber visto a Jesús subir al cielo, regresaron a Jerusalén «con gran alegría».
Esto nos parece un poco extraño. Generalmente cuando nos separamos de
nuestros familiares, de nuestros amigos, por un viaje definitivo y sobre todo
con motivo de la muerte, hay en nosotros una tristeza natural, porque no
veremos más su rostro, no escucharemos más su voz, ya no podremos gozar
de su afecto, de su presencia. En cambio el evangelista subraya la profunda
alegría de los Apóstoles. ¿Cómo es esto? Precisamente porque, con la mirada
de la fe, ellos comprenden que, si bien sustraído a su mirada, Jesús
permanece para siempre con ellos, no los abandona y, en la gloria del Padre,
los sostiene, los guía e intercede por ellos.
San Lucas narra el hecho de la Ascensión también al inicio de los Hechos
de los Apóstoles, para poner de relieve que este acontecimiento es como el
eslabón que engancha y une la vida terrena de Jesús a la vida de la Iglesia.
Aquí san Lucas hace referencia también a la nube que aparta a Jesús de la
vista de los discípulos, quienes siguen contemplando al Cristo que asciende
hacia Dios (cf.Hch 1, 9-10). Intervienen entonces dos hombres vestidos de
blanco que les invitan a no permanecer inmóviles mirando al cielo, sino a
nutrir su vida y su testimonio con la certeza de que Jesús volverá del mismo
modo que le han visto subir al cielo (cf. Hch 1, 10-11). Es precisamente la
invitación a partir de la contemplación del señorío de Cristo, para obtener de
Él la fuerza para llevar y testimoniar el Evangelio en la vida de cada día:
contemplar y actuar ora et labora —enseña san Benito—; ambas son
necesarias en nuestra vida cristiana.
Queridos hermanos y hermanas, la Ascensión no indica la ausencia de
Jesús, sino que nos dice que Él vive en medio de nosotros de un modo nuevo;
ya no está en un sitio preciso del mundo como lo estaba antes de la
Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en todo espacio y
tiempo, cerca de cada uno de nosotros. En nuestra vida nunca estamos solos:
contamos con este abogado que nos espera, que nos defiende. Nunca estamos
solos: el Señor crucificado y resucitado nos guía; con nosotros se encuentran
numerosos hermanos y hermanas que, en el silencio y en el escondimiento,
en su vida de familia y de trabajo, en sus problemas y dificultades, en sus
alegrías y esperanzas, viven cotidianamente la fe y llevan al mundo, junto a
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
nosotros, el señorío del amor de Dios, en Cristo Jesús resucitado, que subió
al Cielo, abogado para nosotros. Gracias.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
20. VENDRÁ EN LA GLORIA PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS *
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Audiencia General, 24 de abril de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
cuando nos preguntará cómo los hemos utilizado (cf. Mt 25, 14-30).
Conocemos bien la parábola: antes de su partida, el señor entrega a cada uno
de sus siervos algunos talentos para que se empleen bien durante su ausencia.
Al primero le da cinco, al segundo dos y al tercero uno. En el período de
ausencia, los primeros dos siervos multiplican sus talentos —son monedas
antiguas—, mientras que el tercero prefiere enterrar el suyo y devolverlo
intacto al señor. A su regreso, el señor juzga su obra: alaba a los dos
primeros, y el tercero es expulsado a las tinieblas, porque escondió por temor
el talento, encerrándose en sí mismo. Un cristiano que se cierra en sí mismo,
que oculta todo lo que el Señor le ha dado, es un cristiano... ¡no es cristiano!
¡Es un cristiano que no agradece a Dios todo lo que le ha dado! Esto nos dice
que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción —nosotros
estamos en el tiempo de la acción—, el tiempo de hacer rendir los dones de
Dios no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los demás;
el tiempo en el cual buscar siempre hacer que crezca el bien en el mundo. Y
en particular hoy, en este período de crisis, es importante no cerrarse en uno
mismo, enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales,
intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser
solidarios, estar atentos al otro. En la plaza he visto que hay muchos jóvenes:
¿es verdad esto? ¿Hay muchos jóvenes? ¿Dónde están? A vosotros, que estáis
en el comienzo del camino de la vida, os pregunto: ¿habéis pensado en los
talentos que Dios os ha dado? ¿Habéis pensado en cómo podéis ponerlos al
servicio de los demás? ¡No enterréis los talentos! Apostad por ideales
grandes, esos ideales que ensanchan el corazón, los ideales de servicio que
harán fecundos vuestros talentos. La vida no se nos da para que la
conservemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos da para que
la donemos. Queridos jóvenes, ¡tened un ánimo grande! ¡No tengáis miedo
de soñar cosas grandes!
Finalmente, una palabra sobre el pasaje del juicio final, en el que se
describe la segunda venida del Señor, cuando Él juzgará a todos los seres
humanos, vivos y muertos (cf. Mt 25, 31-46). La imagen utilizada por el
evangelista es la del pastor que separa las ovejas de las cabras. A la derecha
se coloca a quienes actuaron según la voluntad de Dios, socorriendo al
prójimo hambriento, sediento, extranjero, desnudo, enfermo, encarcelado —
he dicho «extranjero»: pienso en muchos extranjeros que están aquí, en la
diócesis de Roma: ¿qué hacemos por ellos?—; mientras que a la izquierda
van los que no ayudaron al prójimo. Esto nos dice que seremos juzgados por
Dios según la caridad, según como lo hayamos amado en nuestros hermanos,
especialmente los más débiles y necesitados. Cierto: debemos tener siempre
bien presente que nosotros estamos justificados, estamos salvados por gracia,
por un acto de amor gratuito de Dios que siempre nos precede; solos no
podemos hacer nada. La fe es ante todo un don que hemos recibido. Pero
para dar fruto, la gracia de Dios pide siempre nuestra apertura a Él, nuestra
respuesta libre y concreta. Cristo viene a traernos la misericordia de Dios que
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
salva. A nosotros se nos pide que nos confiemos a Él, que correspondamos al
don de su amor con una vida buena, hecha de acciones animadas por la fe y
por el amor.
Queridos hermanos y hermanas, que contemplar el juicio final jamás nos
dé temor, sino que más bien nos impulse a vivir mejor el presente. Dios nos
ofrece con misericordia y paciencia este tiempo para que aprendamos cada
día a reconocerle en los pobres y en los pequeños; para que nos empleemos
en el bien y estemos vigilantes en la oración y en el amor. Que el Señor, al
final de nuestra existencia y de la historia, nos reconozca como siervos
buenos y fieles. Gracias.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
21. ¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO? *
*
Audiencia General, 8 de mayo de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (5, 5). El
«agua viva», el Espíritu Santo, Don del Resucitado que habita en nosotros,
nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace
partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por ello, el Apóstol Pablo
afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y por sus frutos,
que son «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia,
dominio de sí» (Ga 5, 22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida
divina como «hijos en el Hijo Unigénito». En otro pasaje de la Carta a los
Romanos, que hemos recordado en otras ocasiones, san Pablo lo sintetiza con
estas palabras: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son
hijos de Dios. Pues... habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el
que clamamos “Abba, Padre”. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro
espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos
de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con Él, seremos
también glorificados con Él» (8, 14-17). Este es el don precioso que el
Espíritu Santo trae a nuestro corazón: la vida misma de Dios, vida de
auténticos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el
amor y en la misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada
nueva hacia los demás, cercanos y lejanos, contemplados como hermanos y
hermanas en Jesús a quienes hemos de respetar y amar. El Espíritu Santo nos
enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a
comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva
que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida, porque nos dice que somos
amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que
con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros,
¿escuchamos al Espíritu Santo? ¿Qué nos dice el Espíritu Santo? Dice: Dios
te ama. Nos dice esto. Dios te ama, Dios te quiere. Nosotros, ¿amamos de
verdad a Dios y a los demás, como Jesús? Dejémonos guiar por el Espíritu
Santo, dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: Dios es amor,
Dios nos espera, Dios es el Padre, nos ama como verdadero papá, nos ama de
verdad y esto lo dice sólo el Espíritu Santo al corazón, escuchemos al
Espíritu Santo y sigamos adelante por este camino del amor, de la
misericordia y del perdón. Gracias.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
22. LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO *
*
Audiencia General, 15 de mayo de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
El Espíritu Santo, luego, como promete Jesús, nos guía «hasta la verdad
plena» (Jn 16, 13); nos guía no sólo al encuentro con Jesús, plenitud de la
Verdad, sino que nos guía incluso «dentro» de la Verdad, es decir, nos hace
entrar en una comunión cada vez más profunda con Jesús, donándonos la
inteligencia de las cosas de Dios. Y esto no lo podemos alcanzar con nuestras
fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristianos será
superficial. La Tradición de la Iglesia afirma que el Espíritu de la Verdad
actúa en nuestro corazón suscitando el «sentido de la fe» (sensus fidei) a
través del cual, como afirma el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, bajo
la guía del Magisterio, se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida, la
profundiza con recto juicio y la aplica más plenamente en la vida (cf. Const.
dogm. Lumen gentium, 12). Preguntémonos: ¿estoy abierto a la acción del
Espíritu Santo, le pido que me dé luz, me haga más sensible a las cosas de
Dios? Esta es una oración que debemos hacer todos los días: «Espíritu Santo
haz que mi corazón se abra a la Palabra de Dios, que mi corazón se abra al
bien, que mi corazón se abra a la belleza de Dios todos los días». Quisiera
hacer una pregunta a todos: ¿cuántos de vosotros rezan todos los días al
Espíritu Santo? Serán pocos, pero nosotros debemos satisfacer este deseo de
Jesús y rezar todos los días al Espíritu Santo, para que nos abra el corazón
hacia Jesús.
Pensemos en María, que «conservaba todas estas cosas meditándolas en
su corazón» (Lc 2, 19.51). La acogida de las palabras y de las verdades de la
fe, para que se conviertan en vida, se realiza y crece bajo la acción del
Espíritu Santo. En este sentido es necesario aprender de María, revivir su
«sí», su disponibilidad total a recibir al Hijo de Dios en su vida, que quedó
transformada desde ese momento. A través del Espíritu Santo, el Padre y el
Hijo habitan junto a nosotros: nosotros vivimos en Dios y de Dios. Pero,
nuestra vida ¿está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas
antepongo a Dios?
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos dejarnos inundar por la luz
del Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el
único Señor de nuestra vida. En este Año de la fe preguntémonos si hemos
dado concretamente algún paso para conocer más a Cristo y las verdades de
la fe, leyendo y meditando la Sagrada Escritura, estudiando el Catecismo,
acercándonos con constancia a los Sacramentos. Preguntémonos al mismo
tiempo qué pasos estamos dando para que la fe oriente toda nuestra
existencia. No se es cristiano a «tiempo parcial», sólo en algunos momentos,
en algunas circunstancias, en algunas opciones. No se puede ser cristianos de
este modo, se es cristiano en todo momento. ¡Totalmente! La verdad de
Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña y nos dona, atañe para siempre y
totalmente nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más frecuencia para que
nos guíe por el camino de los discípulos de Cristo. Invoquémosle todos los
días. Os hago esta propuesta: invoquemos todos los días al Espíritu Santo, así
el Espíritu Santo nos acercará a Jesucristo.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
23. CREO EN LA IGLESIA, UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA*
*
Audiencia General, 22 de mayo de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
otros, sino que está la apertura a Dios, está el salir para anunciar su Palabra:
una lengua nueva, la del amor que el Espíritu Santo derrama en los corazones
(cf. Rm 5, 5); una lengua que todos pueden comprender y que, acogida, se
puede expresar en toda existencia y en toda cultura. La lengua del Espíritu, la
lengua del Evangelio es la lengua de la comunión, que invita a superar
cerrazones e indiferencias, divisiones y contraposiciones. Deberíamos
preguntarnos todos: ¿cómo me dejo guiar por el Espíritu Santo de modo que
mi vida y mi testimonio de fe sea de unidad y comunión? ¿Llevo la palabra
de reconciliación y de amor que es el Evangelio a los ambientes en los que
vivo? A veces parece que se repite hoy lo que sucedió en Babel: divisiones,
incapacidad de comprensión, rivalidad, envidias, egoísmo. ¿Qué hago con mi
vida? ¿Creo unidad en mi entorno? ¿O divido, con las habladurías, las
críticas, las envidias? ¿Qué hago? Pensemos en esto. Llevar el Evangelio es
anunciar y vivir nosotros en primer lugar la reconciliación, el perdón, la paz,
la unidad y el amor que el Espíritu Santo nos dona. Recordemos las palabras
de Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis
unos a otros» (Jn 13, 35).
Un segundo elemento: el día de Pentecostés, Pedro, lleno de Espíritu
Santo, poniéndose en pie «con los Once» y «levantando la voz» (Hch 2, 14),
anuncia «con franqueza» (v. 29) la buena noticia de Jesús, que dio su vida
por nuestra salvación y que Dios resucitó de los muertos. He aquí otro efecto
de la acción del Espíritu Santo: la valentía, de anunciar la novedad del
Evangelio de Jesús a todos, con franqueza (parresia), en voz alta, en todo
tiempo y lugar. Y esto sucede también hoy para la Iglesia y para cada uno de
nosotros: del fuego de Pentecostés, de la acción del Espíritu Santo, se
irradian siempre nuevas energías de misión, nuevos caminos por los cuales
anunciar el mensaje de salvación, nueva valentía para evangelizar. ¡No nos
cerremos nunca a esta acción! ¡Vivamos con humildad y valentía el
Evangelio! Testimoniemos la novedad, la esperanza, la alegría que el Señor
trae a la vida. Sintamos en nosotros «la dulce y confortadora alegría de
evangelizar» (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Porque
evangelizar, anunciar a Jesús, nos da alegría; en cambio, el egoísmo nos trae
amargura, tristeza, tira tira de nosotros hacia abajo; evangelizar nos lleva
arriba.
Indico solamente un tercer elemento, que, sin embargo, es
particularmente importante: una nueva evangelización, una Iglesia que
evangeliza debe partir siempre de la oración, de pedir, como los Apóstoles en
el Cenáculo, el fuego del Espíritu Santo. Sólo la relación fiel e intensa con
Dios permite salir de las propias cerrazones y anunciar con parresia el
Evangelio. Sin la oración nuestro obrar se vuelve vacío y nuestro anuncio no
tiene alma, ni está animado por el Espíritu.
Queridos amigos, como afirmó Benedicto XVI, hoy la Iglesia «siente
sobre todo el viento del Espíritu Santo que nos ayuda, nos muestra el camino
justo; y así, con nuevo entusiasmo, me parece, estamos en camino y damos
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
gracias al Señor» (Discurso en la Asamblea general ordinaria del Sínodo de
los obispos, 27 de octubre de 2012: L’Osservatore Romano, edición en
lengua española, 4 de noviembre de 2012, p. 2). Renovemos cada día la
confianza en la acción del Espíritu Santo, la confianza en que Él actúa en
nosotros, Él está dentro de nosotros, nos da el fervor apostólico, nos da la
paz, nos da la alegría. Dejémonos guiar por Él, seamos hombres y mujeres de
oración, que testimonian con valentía el Evangelio, siendo en nuestro mundo
instrumentos de la unidad y de la comunión con Dios. Gracias.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
24. LA IGLESIA COMO FAMILIA DE DIOS*
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Audiencia General, 29 de mayo de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
de los Sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo. En la familia de Dios, en
la Iglesia, la savia vital es el amor de Dios que se concreta en amarle a Él y a
los demás, a todos, sin distinción ni medida. La Iglesia es familia en la que se
ama y se es amado.
¿Cuándo se manifiesta la Iglesia? Lo celebramos hace dos domingos: se
manifiesta cuando el don del Espíritu Santo llena el corazón de los Apóstoles
y les impulsa a salir e iniciar el camino para anunciar el Evangelio, difundir
el amor de Dios.
Todavía hay quien dice hoy: «Cristo sí, la Iglesia no». Como los que
dicen: «yo creo en Dios, pero no en los sacerdotes». Pero es precisamente la
Iglesia la que nos lleva a Cristo y nos lleva a Dios; la Iglesia es la gran
familia de los hijos de Dios. Cierto, también tiene aspectos humanos; en
quienes la componen, pastores y fieles, existen defectos, imperfecciones,
pecados; también el Papa los tiene, y tiene muchos, pero es bello que cuando
nos damos cuenta de ser pecadores encontramos la misericordia de Dios, que
siempre nos perdona. No lo olvidemos: Dios siempre perdona y nos recibe en
su amor de perdón y de misericordia. Hay quien dice que el pecado es una
ofensa a Dios, pero también una oportunidad de humillación para percatarse
de que existe otra cosa más bella: la misericordia de Dios. Pensemos en esto.
Preguntémonos hoy: ¿cuánto amo a la Iglesia? ¿Rezo por ella? ¿Me
siento parte de la familia de la Iglesia? ¿Qué hago para que sea una
comunidad donde cada uno se sienta acogido y comprendido, sienta la
misericordia y el amor de Dios que renueva la vida? La fe es un don y un
acto que nos incumbe personalmente, pero Dios nos llama a vivir juntos
nuestra fe, como familia, como Iglesia.
Pidamos al Señor, de manera del todo especial en este Año de la fe, que
nuestras comunidades, toda la Iglesia, sean cada vez más verdaderas familias
que viven y llevan el calor de Dios.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
25. LA IGLESIA COMO PUEBLO DE DIOS*
Hoy desearía detenerme brevemente en otro de los términos con los que
el Concilio Vaticano II definió a la Iglesia: «Pueblo de Dios» (cf. const.
dogm. Lumen gentium, 9; Catecismo de la Iglesia católica, 782). Y lo hago
con algunas preguntas sobre las cuales cada uno podrá reflexionar.
¿Qué quiere decir ser «Pueblo de Dios»? Ante todo quiere decir que Dios
no pertenece en modo propio a pueblo alguno; porque es Él quien nos llama,
nos convoca, nos invita a formar parte de su pueblo, y esta invitación está
dirigida a todos, sin distinción, porque la misericordia de Dios «quiere que
todos se salven» (1 Tm 2, 4). A los Apóstoles y a nosotros Jesús no nos dice
que formemos un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: id y haced
discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28, 19). San Pablo afirma que en el
pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay judío y griego... porque todos vosotros
sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Desearía decir también a quien se
siente lejano de Dios y de la Iglesia, a quien es temeroso o indiferente, a
quien piensa que ya no puede cambiar: el Señor te llama también a ti a
formar parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor. Él nos invita a
formar parte de este pueblo, pueblo de Dios.
¿Cómo se llega a ser miembros de este pueblo? No es a través del
nacimiento físico, sino de un nuevo nacimiento. En el Evangelio, Jesús dice a
Nicodemo que es necesario nacer de lo alto, del agua y del Espíritu para
entrar en el reino de Dios (cf. Jn 3, 3-5). Somos introducidos en este pueblo a
través del Bautismo, a través de la fe en Cristo, don de Dios que se debe
alimentar y hacer crecer en toda nuestra vida. Preguntémonos: ¿cómo hago
crecer la fe que recibí en mi Bautismo? ¿Cómo hago crecer esta fe que yo
recibí y que el pueblo de Dios posee?
La otra pregunta. ¿Cuál es la ley del pueblo de Dios? Es la ley del amor,
amor a Dios y amor al prójimo según el mandamiento nuevo que nos dejó el
Señor (cf. Jn 13, 34). Un amor, sin embargo, que no es estéril
sentimentalismo o algo vago, sino que es reconocer a Dios como único Señor
de la vida y, al mismo tiempo, acoger al otro como verdadero hermano,
superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas
van juntas. ¡Cuánto camino debemos recorrer aún para vivir en concreto esta
nueva ley, la ley del Espíritu Santo que actúa en nosotros, la ley de la
caridad, del amor! Cuando vemos en los periódicos o en la televisión tantas
guerras entre cristianos, pero ¿cómo puede suceder esto? En el seno del
pueblo de Dios, ¡cuántas guerras! En los barrios, en los lugares de trabajo,
¡cuántas guerras por envidia y celos! Incluso en la familia misma, ¡cuántas
guerras internas! Nosotros debemos pedir al Señor que nos haga comprender
bien esta ley del amor. Cuán hermoso es amarnos los unos a los otros como
hermanos auténticos. ¡Qué hermoso es! Hoy hagamos una cosa: tal vez todos
*
Audiencia General, 12 de junio de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
tenemos simpatías y no simpatías; tal vez muchos de nosotros están un poco
enfadados con alguien; entonces digamos al Señor: Señor, yo estoy enfadado
con este o con esta; te pido por él o por ella. Rezar por aquellos con quienes
estamos enfadados es un buen paso en esta ley del amor. ¿Lo hacemos?
¡Hagámoslo hoy!
¿Qué misión tiene este pueblo? La de llevar al mundo la esperanza y la
salvación de Dios: ser signo del amor de Dios que llama a todos a la amistad
con Él; ser levadura que hace fermentar toda la masa, sal que da sabor y
preserva de la corrupción, ser una luz que ilumina. En nuestro entorno, basta
con abrir un periódico —como dije—, vemos que la presencia del mal existe,
que el Diablo actúa. Pero quisiera decir en voz alta: ¡Dios es más fuerte!
Vosotros, ¿creéis esto: que Dios es más fuerte? Pero lo decimos juntos, lo
decimos todos juntos: ¡Dios es más fuerte! Y, ¿sabéis por qué es más fuerte?
Porque Él es el Señor, el único Señor. Y desearía añadir que la realidad a
veces oscura, marcada por el mal, puede cambiar si nosotros, los primeros,
llevamos a ella la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida. Si en un
estadio —pensemos aquí en Roma en el Olímpico, o en el de San Lorenzo en
Buenos Aires—, en una noche oscura, una persona enciende una luz, se
vislumbra apenas; pero si los más de setenta mil espectadores encienden cada
uno la propia luz, el estadio se ilumina. Hagamos que nuestra vida sea una
luz de Cristo; juntos llevaremos la luz del Evangelio a toda la realidad.
¿Cuál es la finalidad de este pueblo? El fin es el Reino de Dios, iniciado
en la tierra por Dios mismo y que debe ser ampliado hasta su realización,
cuando venga Cristo, nuestra vida (cf. Lumen gentium, 9). El fin, entonces, es
la comunión plena con el Señor, la familiaridad con el Señor, entrar en su
misma vida divina, donde viviremos la alegría de su amor sin medida, un
gozo pleno.
Queridos hermanos y hermanas, ser Iglesia, ser pueblo de Dios, según el
gran designio de amor del Padre, quiere decir ser el fermento de Dios en esta
humanidad nuestra, quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios a este
mundo nuestro, que a menudo está desorientado, necesitado de tener
respuestas que alienten, que donen esperanza y nuevo vigor en el camino.
Que la Iglesia sea espacio de la misericordia y de la esperanza de Dios,
donde cada uno se sienta acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según
la vida buena del Evangelio. Y para hacer sentir al otro acogido, amado,
perdonado y alentado, la Iglesia debe tener las puertas abiertas para que todos
puedan entrar. Y nosotros debemos salir por esas puertas y anunciar el
Evangelio.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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26. LA IGLESIA COMO CUERPO DE CRISTO*
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Audiencia General, 19 de junio de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
profundamente unido a Cristo. Recordémoslo bien: ser parte de la Iglesia
quiere decir estar unidos a Cristo y recibir de Él la vida divina que nos hace
vivir como cristianos, quiere decir permanecer unidos al Papa y a los obispos
que son instrumentos de unidad y de comunión, y quiere decir también
aprender a superar personalismos y divisiones, a comprenderse más, a
armonizar las variedades y las riquezas de cada uno; en una palabra, a querer
más a Dios y a las personas que tenemos al lado, en la familia, la parroquia,
las asociaciones. ¡Cuerpo y miembros deben estar unidos para vivir! La
unidad es superior a los conflictos, ¡siempre! Los conflictos, si no se
resuelven bien, nos separan entre nosotros, nos separan de Dios. El conflicto
puede ayudarnos a crecer, pero también puede dividirnos. ¡No vayamos por
el camino de las divisiones, de las luchas entre nosotros! Todos unidos, todos
unidos con nuestras diferencias, pero unidos, siempre: este es el camino de
Jesús. La unidad es superior a los conflictos. La unidad es una gracia que
debemos pedir al Señor para que nos libre de las tentaciones de la división,
de las luchas entre nosotros, de los egoísmos, de la locuacidad. ¡Cuánto daño
hacen las habladurías, cuánto daño! ¡Jamás chismorrear de los demás, jamás!
¡Cuánto daño acarrean a la Iglesia las divisiones entre cristianos, tomar
partidos, los intereses mezquinos!
Las divisiones entre nosotros, pero también las divisiones entre las
comunidades: cristianos evangélicos, cristianos ortodoxos, cristianos
católicos, ¿pero por qué divididos? Debemos buscar llevar la unidad. Os
cuento algo: hoy, antes de salir de casa, estuve cuarenta minutos, más o
menos, media hora, con un pastor evangélico y rezamos juntos, y buscamos
la unidad. Pero tenemos que rezar entre nosotros, católicos, y también con los
demás cristianos, rezar para que el Señor nos dé la unidad, la unidad entre
nosotros. ¿Pero cómo tendremos la unidad entre los cristianos si no somos
capaces de tenerla entre nosotros, católicos; de tenerla en la familia?
¡Cuántas familias se pelean y se dividen! Buscad la unidad, la unidad que
hace la Iglesia. La unidad viene de Jesucristo. Él nos envía el Espíritu Santo
para hacer la unidad.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos a Dios: ayúdanos a ser
miembros del Cuerpo de la Iglesia siempre profundamente unidos a Cristo;
ayúdanos a no hacer sufrir al Cuerpo de la Iglesia con nuestros conflictos,
nuestras divisiones, nuestros egoísmos; ayúdanos a ser miembros vivos
unidos unos con otros por una única fuerza, la del amor, que el Espíritu Santo
derrama en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5).
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
27. LA IGLESIA COMO TEMPLO DE DIOS*
Quisiera hoy aludir brevemente a otra imagen que nos ayuda a ilustrar el
misterio de la Iglesia: el templo (cf. Conc. Ecum. Vat. II, const.
dogm. Lumen gentium, 6).
¿A qué pensamiento nos remite la palabra templo? Nos hace pensar en un
edificio, en una construcción. De manera particular, la mente de muchos se
dirige a la historia del Pueblo de Israel narrada en el Antiguo Testamento. En
Jerusalén, el gran Templo de Salomón era el lugar del encuentro con Dios en
la oración; en el interior del Templo estaba el Arca de la alianza, signo de la
presencia de Dios en medio del pueblo; y en el Arca se encontraban las
Tablas de la Ley, el maná y la vara de Aarón: un recuerdo del hecho de que
Dios había estado siempre dentro de la historia de su pueblo, había
acompañado su camino, había guiado sus pasos. El templo recuerda esta
historia: también nosotros, cuando vamos al templo, debemos recordar esta
historia, cada uno de nosotros nuestra historia, cómo me encontró Jesús,
cómo Jesús caminó conmigo, cómo Jesús me ama y me bendice.
Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está realizado, por el
poder del Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la «casa de Dios», el lugar
de su presencia, donde podemos hallar y encontrar al Señor; la Iglesia es el
Templo en el que habita el Espíritu Santo que la anima, la guía y la sostiene.
Si nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos
entrar en comunión con Él a través de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la
luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra vida? La respuesta es: en el pueblo
de Dios, entre nosotros, que somos Iglesia. Aquí encontraremos a Jesús, al
Espíritu Santo y al Padre.
El antiguo Templo estaba edificado por las manos de los hombres: se
quería «dar una casa» a Dios para tener un signo visible de su presencia en
medio del pueblo. Con la Encarnación del Hijo de Dios, se cumple la
profecía de Natán al rey David (cf. 2 Sam 7, 1-29): no es el rey, no somos
nosotros quienes «damos una casa a Dios», sino que es Dios mismo quien
«construye su casa» para venir a habitar entre nosotros, como escribe san
Juan en su Evangelio (cf. 1, 14). Cristo es el Templo viviente del Padre, y
Cristo mismo edifica su «casa espiritual», la Iglesia, hecha no de piedras
materiales, sino de «piedras vivientes», que somos nosotros. El Apóstol
Pablo dice a los cristianos de Éfeso: «Estáis edificados sobre el cimiento de
los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por Él
todo el edificio queda ensamblado, y se va levantado hasta formar un templo
consagrado al Señor. Por Él también vosotros entráis con ellos en la
construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu» (Ef 2, 20-22). ¡Esto
es algo bello! Nosotros somos las piedras vivas del edificio de Dios, unidas
profundamente a Cristo, que es la piedra de sustentación, y también de
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Audiencia General, 26 de junio de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
sustentación entre nosotros. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el
templo somos nosotros, nosotros somos la Iglesia viviente, el templo
viviente, y cuando estamos juntos entre nosotros está también el Espíritu
Santo, que nos ayuda a crecer como Iglesia. Nosotros no estamos aislados,
sino que somos pueblo de Dios: ¡ésta es la Iglesia!
Y es el Espíritu Santo, con sus dones, quien traza la variedad. Esto es
importante: ¿qué hace el Espíritu Santo entre nosotros? Él traza la variedad
que es la riqueza en la Iglesia y une todo y a todos, de forma que se
construya un templo espiritual, en el que no ofrecemos sacrificios materiales,
sino a nosotros mismos, nuestra vida (cf. 1 P 2, 4-5). La Iglesia no es un
entramado de cosas y de intereses, sino que es el Templo del Espíritu Santo,
el Templo en el que Dios actúa, el Templo del Espíritu Santo, el Templo en el
que Dios actúa, el Templo en el que cada uno de nosotros, con el don del
Bautismo, es piedra viva. Esto nos dice que nadie es inútil en la Iglesia, y si
alguien dice a veces a otro: «Vete a casa, eres inútil», esto no es verdad,
porque nadie es inútil en la Iglesia, ¡todos somos necesarios para construir
este Templo! Nadie es secundario. Nadie es el más importante en la Iglesia;
todos somos iguales a los ojos de Dios. Alguno de vosotros podría decir:
«Oiga, señor Papa, usted no es igual a nosotros». Sí: soy como uno de
vosotros, todos somos iguales, ¡somos hermanos! Nadie es anónimo: todos
formamos y construimos la Iglesia. Esto nos invita también a reflexionar
sobre el hecho de que si falta la piedra de nuestra vida cristiana, falta algo a
la belleza de la Iglesia. Hay quienes dicen: «Yo no tengo que ver con la
Iglesia», pero así se cae la piedra de una vida en este bello Templo. De él
nadie puede irse, todos debemos llevar a la Iglesia nuestra vida, nuestro
corazón, nuestro amor, nuestro pensamiento, nuestro trabajo: todos juntos.
Desearía entonces que nos preguntáramos: ¿cómo vivimos nuestro ser
Iglesia? ¿Somos piedras vivas o somos, por así decirlo, piedras cansadas,
aburridas, indiferentes? ¿Habéis visto qué feo es ver a un cristiano cansado,
aburrido, indiferente? Un cristiano así no funciona; el cristiano debe ser vivo,
alegre de ser cristiano; debe vivir esta belleza de formar parte del pueblo de
Dios que es la Iglesia. ¿Nos abrimos nosotros a la acción del Espíritu Santo
para ser parte activa en nuestras comunidades o nos cerramos en nosotros
mismos, diciendo: «tengo mucho que hacer, no es tarea mía»?
Que el Señor nos dé a todos su gracia, su fuerza, para que podamos estar
profundamente unidos a Cristo, que es la piedra angular, el pilar, la piedra de
sustentación de nuestra vida y de toda la vida de la Iglesia. Oremos para que,
animados por su Espíritu, seamos siempre piedras vivas de su Iglesia.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
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28. LA IGLESIA ES NUESTRA MADRE EN LA FE*
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Audiencia General, 11 de septiembre de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Algunos levantan las manos, pero ¡cuántos no la recuerdan! La fecha del
Bautismo es la fecha de nuestro nacimiento a la Iglesia, la fecha en la cual
nuestra mamá Iglesia nos dio a luz. Y ahora os dejo una tarea para hacer en
casa. Cuando hoy volváis a casa, id a buscar bien cuál es la fecha de vuestro
Bautismo, y esto para festejarlo, para dar gracias al Señor por este don. ¿Lo
haréis? ¿Amamos a la Iglesia como se ama a la propia mamá, sabiendo
incluso comprender sus defectos? Todas las madres tienen defectos, todos
tenemos defectos, pero cuando se habla de los defectos de la mamá nosotros
los tapamos, los queremos así. Y la Iglesia tiene también sus defectos: ¿la
queremos así como a la mamá, le ayudamos a ser más bella, más auténtica,
más parecida al Señor? Os dejo estas preguntas, pero no olvidéis la tarea:
buscad la fecha de vuestro Bautismo para llevarla en el corazón y festejarla.
Una mamá no se limita a dar la vida, sino que, con gran cuidado, ayuda a
crecer a sus hijos, les da la leche, les alimenta, les enseña el camino de la
vida, les acompaña siempre con sus atenciones, con su afecto, con su amor,
incluso cuando son mayores. Y en esto sabe también corregir, perdonar,
comprender, sabe estar cerca en la enfermedad, en el sufrimiento. En una
palabra, una buena mamá ayuda a sus hijos a salir de sí mismos, a no
permanecer cómodamente bajo las alas maternas, como una nidada de
polluelos está bajo las alas de la clueca. La Iglesia, como buena madre, hace
lo mismo: acompaña nuestro crecimiento transmitiendo la Palabra de Dios,
que es una luz que nos indica el camino de la vida cristiana, y administrando
los Sacramentos. Nos alimenta con la Eucaristía, nos da el perdón de Dios a
través del sacramento de la Penitencia, nos sostiene en el momento de la
enfermedad con la Unción de los enfermos. La Iglesia nos acompaña en toda
nuestra vida de fe, en toda nuestra vida cristiana. Entonces podemos hacernos
otras preguntas: ¿qué relación tengo yo con la Iglesia? ¿La siento como
madre que me ayuda a crecer como cristiano? ¿Participo en la vida de la
Iglesia, me siento parte de ella? Mi relación, ¿es una relación formal o es
vital?
Un tercer breve pensamiento. En los primeros siglos de la Iglesia, era
bien clara una realidad: la Iglesia, mientras es madre de los cristianos,
mientras «hace» a los cristianos, está también «formada» por ellos. La Iglesia
no es algo distinto a nosotros mismos, sino que se ha de mirar como la
totalidad de los creyentes, como el «nosotros» de los cristianos: yo, tú, todos
nosotros somos parte de la Iglesia. San Jerónimo escribía: «La Iglesia de
Cristo no es otra cosa sino las almas de quienes creen en Cristo» (Tract.
Ps 86: pl 26, 1084). Entonces, la maternidad de la Iglesia la vivimos todos,
pastores y fieles. A veces escucho: «Yo creo en Dios pero no en la Iglesia...
Escuché que la Iglesia dice... los sacerdotes dicen...». Una cosa son los
sacerdotes, pero la Iglesia no está formada sólo por los sacerdotes, la Iglesia
somos todos. Y si tú dices que crees en Dios y no crees en la Iglesia, estás
diciendo que no crees en ti mismo; y esto es una contradicción. La Iglesia
somos todos: desde el niño bautizado recientemente hasta los obispos, el
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Papa; todos somos Iglesia y todos somos iguales a los ojos de Dios. Todos
estamos llamados a colaborar en el nacimiento a la fe de nuevos cristianos,
todos estamos llamados a ser educadores en la fe, a anunciar el Evangelio.
Que cada uno de nosotros se pregunte: ¿qué hago yo para que otros puedan
compartir la fe cristiana? ¿Soy fecundo en mi fe o soy cerrado? Cuando
repito que amo una Iglesia no cerrada en su recinto, sino capaz de salir, de
moverse, incluso con algún riesgo, para llevar a Cristo a todos, pienso en
todos, en mí, en ti, en cada cristiano. Todos participamos de la maternidad de
la Iglesia, a fin de que la luz de Cristo llegue a los extremos confines de la
tierra. ¡Viva la santa madre Iglesia!
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
29. LA IGLESIA COMO MADRE*
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Audiencia General, 18 de septiembre de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
«poner la cara» por los propios hijos, o sea, está impulsada a defenderles,
siempre. Pienso en las mamás que sufren por los hijos en la cárcel o en
situaciones difíciles: no se preguntan si son culpables o no, siguen amándolos
y a menudo sufren humillaciones, pero no tienen miedo, no dejan de donarse.
La Iglesia es así, es una mamá misericordiosa, que comprende, que busca
siempre ayudar, alentar también ante sus hijos que se han equivocado y que
se equivocan, no cierra jamás las puertas de la Casa; no juzga, sino que
ofrece el perdón de Dios, ofrece su amor que invita a retomar el camino
también a aquellos de sus hijos que han caído en un abismo profundo; la
Iglesia no tiene miedo de entrar en sus noches para dar esperanza; la Iglesia
no tiene miedo de entrar en nuestra noche cuando estamos en la oscuridad del
alma y de la conciencia, para darnos esperanza. ¡Porque la Iglesia es madre!
Un último pensamiento. Una mamá sabe también pedir, llamar a cada
puerta por los propios hijos, sin calcular, lo hace con amor. ¡Y pienso en
cómo las mamás saben llamar también y sobre todo a la puerta del corazón
de Dios! Las mamás ruegan mucho por sus hijos, especialmente por los más
débiles, por los que lo necesitan más, por los que en la vida han tomado
caminos peligrosos o equivocados. Hace pocas semanas celebré en la iglesia
de San Agustín, aquí, en Roma, donde se conservan las reliquias de la madre,
santa Mónica. ¡Cuántas oraciones elevó a Dios aquella santa mamá por su
hijo, y cuántas lágrimas derramó! Pienso en vosotras, queridas mamás:
¡cuánto oráis por vuestros hijos, sin cansaros de ello! Seguid orando,
encomendando a vuestros hijos a Dios; Él tiene un corazón grande. Llamad a
la puerta del corazón de Dios con la oración por los hijos.
Y así hace también la Iglesia: pone en las manos del Señor, con la
oración, todas las situaciones de sus hijos. Confiemos en la fuerza de la
oración de Madre Iglesia: el Señor no permanece insensible. Sabe siempre
sorprendernos cuando no nos lo esperamos. La Madre Iglesia lo sabe.
Pues bien, estos eran los pensamientos que quería deciros hoy: veamos en
la Iglesia a una buena mamá que nos indica el camino a recorrer en la vida,
que sabe ser siempre paciente, misericordiosa, comprensiva, y que sabe
ponernos en las manos de Dios.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
30. CREO EN LA IGLESIA UNA*
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Audiencia General, 25 de septiembre de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
respondáis en voz alta, sólo en el corazón: ¿cuántos de vosotros rezan por los
cristianos que son perseguidos? ¿Cuántos? Que cada uno responda en el
corazón. ¿Rezo por ese hermano, por esa hermana que está en dificultad por
confesar y defender su fe? Es importante mirar fuera del propio recinto,
sentirse Iglesia, única familia de Dios.
Demos otro paso y preguntémonos: ¿hay heridas en esta unidad?
¿Podemos herir esta unidad? Lamentablemente vemos que en el camino de la
historia, también ahora, no siempre vivimos la unidad. A veces surgen
incomprensiones, conflictos, tensiones, divisiones, que la hieren, y entonces
la Iglesia no tiene el rostro que desearíamos, no manifiesta la caridad, lo que
quiere Dios. Somos nosotros quienes creamos laceraciones. Y si miramos las
divisiones que aún existen entre los cristianos, católicos, ortodoxos,
protestantes... sentimos la fatiga de hacer plenamente visible esta unidad.
Dios nos dona la unidad, pero a nosotros frecuentemente nos cuesta vivirla.
Es necesario buscar, construir la comunión, educar a la comunión, para
superar incomprensiones y divisiones, empezando por la familia, por las
realidades eclesiales, en el diálogo ecuménico también. Nuestro mundo
necesita unidad, es una época en la que todos necesitamos unidad, tenemos
necesidad de reconciliación, de comunión; y la Iglesia es Casa de comunión.
San Pablo decía a los cristianos de Éfeso: «Yo, el prisionero por el Señor, os
ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados, con
toda humildad, dulzura y magnanimidad, sobrellevándoos mutuamente con
amor, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la
paz» (4, 1-3). Humildad, dulzura, magnanimidad, amor para conservar la
unidad. Estos, estos son los caminos, los verdaderos caminos de la Iglesia.
Oigámoslos una vez más. Humildad contra la vanidad, contra la soberbia;
humildad, dulzura, magnanimidad, amor para conservar la unidad. Y
continuaba Pablo: un solo cuerpo, el de Cristo que recibimos en la Eucaristía;
un solo Espíritu, el Espíritu Santo que anima y continuamente recrea a la
Iglesia; una sola esperanza, la vida eterna; una sola fe, un solo Bautismo, un
solo Dios, Padre de todos (cf. vv. 4-6). ¡La riqueza de lo que nos une! Y ésta
es una verdadera riqueza: lo que nos une, no lo que nos divide. Esta es la
riqueza de la Iglesia. Que cada uno se pregunte hoy: ¿hago crecer la unidad
en familia, en la parroquia, en comunidad, o soy un hablador, una habladora?
¿Soy motivo de división, de malestar? ¡Pero vosotros no sabéis el daño que
hacen a la Iglesia, a las parroquias, a las comunidades, las habladurías!
¡Hacen daño! Las habladurías hieren. Un cristiano, antes de parlotear, debe
morderse la lengua. ¿Sí o no? Morderse la lengua: esto nos hará bien, porque
la lengua se inflama y no puede hablar y no puede parlotear. ¿Tengo la
humildad de remediar con paciencia, con sacrificio, las heridas a la
comunión?
Finalmente un último paso con mayor profundidad. Y esta es una bella
pregunta: ¿quién es el motor de esta unidad de la Iglesia? Es el Espíritu Santo
que todos nosotros hemos recibido en el Bautismo y también en el
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
sacramento de la Confirmación. Es el Espíritu Santo. Nuestra unidad no es
primariamente fruto de nuestro consenso, o de la democracia dentro de la
Iglesia, o de nuestro esfuerzo de estar de acuerdo, sino que viene de Él que
hace la unidad en la diversidad, porque el Espíritu Santo es armonía, siempre
hace la armonía en la Iglesia. Es una unidad armónica en mucha diversidad
de culturas, de lenguas y de pensamiento. Es el Espíritu Santo el motor. Por
esto es importante la oración, que es el alma de nuestro compromiso de
hombres y mujeres de comunión, de unidad. La oración al Espíritu Santo,
para que venga y construya la unidad en la Iglesia.
Pidamos al Señor: Señor, concédenos estar cada vez más unidos, no ser
jamás instrumentos de división; haz que nos comprometamos, como dice una
bella oración franciscana, a llevar amor donde hay odio, a llevar perdón
donde hay ofensa, a llevar unión donde hay discordia. Que así sea.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
31. CREO EN LA IGLESIA SANTA*
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Audiencia General, 2 de octubre de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
nosotros. Todos llevamos con nosotros nuestros pecados. Pero el Señor
quiere oír que le decimos: «Perdóname, ayúdame a caminar, transforma mi
corazón». Y el Señor puede transformar el corazón. En la Iglesia, el Dios que
encontramos no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la
parábola evangélica. Puedes ser como el hijo que ha dejado la casa, que ha
tocado el fondo de la lejanía de Dios. Cuando tienes la fuerza de decir: quiero
volver a casa, hallarás la puerta abierta, Dios te sale al encuentro porque te
espera siempre, Dios te espera siempre, Dios te abraza, te besa y hace fiesta.
Así es el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celestial. El Señor nos
quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos, que
no es la casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser
renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los
más débiles, los pecadores, los indiferentes, quienes se sienten desalentados y
perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la
santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en
los sacramentos, especialmente en la Confesión y en la Eucaristía; nos
comunica la Palabra de Dios, nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios
hacia todos. Preguntémonos entonces: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una
Iglesia que llama y acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que da
valentía, esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una
Iglesia en la que se vive el amor de Dios, en la que se presta atención al otro,
en la que se reza los unos por los otros?
Una última pregunta: ¿qué puedo hacer yo que me siento débil, frágil,
pecador? Dios te dice: no tengas miedo de la santidad, no tengas miedo de
apuntar alto, de dejarte amar y purificar por Dios, no tengas miedo de dejarte
guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar por la santidad de Dios.
Cada cristiano está llamado a la santidad (cf. Const. dogm. Lumen gentium,
39-42); y la santidad no consiste ante todo en hacer cosas extraordinarias,
sino en dejar actuar a Dios. Es el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza
de su gracia, es tener confianza en su acción lo que nos permite vivir en la
caridad, hacer todo con alegría y humildad, para la gloria de Dios y en el
servicio al prójimo. Hay una frase célebre del escritor francés Léon Bloy; en
los últimos momentos de su vida decía: «Existe una sola tristeza en la vida, la
de no ser santos». No perdamos la esperanza en la santidad, recorramos todos
este camino. ¿Queremos ser santos? El Señor nos espera a todos con los
brazos abiertos; nos espera para acompañarnos en este camino de la santidad.
Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor... pidamos este
don a Dios en la oración, para nosotros y para los demás.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
32. CREO EN LA IGLESIA CATÓLICA*
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Audiencia General, 9 de octubre de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
está abierta a todos, sin distinciones. La Iglesia no está sólo a la sombra de
nuestro campanario, sino que abraza una vastedad de gentes, de pueblos que
profesan la misma fe, se alimentan de la misma Eucaristía, son servidos por
los mismos pastores. ¡Sentirnos en comunión con todas las Iglesias, con
todas las comunidades católicas pequeñas o grandes en el mundo! ¡Es bello
esto! Y después sentir que todos estamos en misión, pequeñas o grandes
comunidades, todos debemos abrir nuestras puertas y salir por el Evangelio.
Preguntémonos entonces: ¿qué hago yo para comunicar a los demás la
alegría de encontrar al Señor, la alegría de pertenecer a la Iglesia? ¡Anunciar
y testimoniar la fe no es un asunto de pocos, se refiere también a mí, a ti, a
cada uno de nosotros!
3. Un tercer y último pensamiento: la Iglesia es católica porque es la
«Casa de la armonía» donde unidad y diversidadsaben conjugarse juntas para
ser riqueza. Pensemos en la imagen de la sinfonía, que quiere decir acorde, y
armonía, diversos instrumentos suenan juntos; cada uno mantiene su timbre
inconfundible y sus características de sonido armonizan sobre algo en
común. Además está quien guía, el director, y en la sinfonía que se interpreta
todos tocan juntos en «armonía», pero no se suprime el timbre de cada
instrumento; la peculiaridad de cada uno, más todavía, se valoriza al
máximo.
Es una bella imagen que nos dice que la Iglesia es como una gran
orquesta en la que existe variedad. No somos todos iguales ni debemos ser
todos iguales. Todos somos distintos, diferentes, cada uno con las propias
cualidades. Y esto es lo bello de la Iglesia: cada uno trae lo suyo, lo que Dios
le ha dado, para enriquecer a los demás. Y entre los componentes existe esta
diversidad, pero es una diversidad que no entra en conflicto, no se
contrapone; es una variedad que se deja fundir en armonía por el Espíritu
Santo; es Él el verdadero «Maestro», Él mismo es armonía. Y aquí
preguntémonos: ¿en nuestras comunidades vivimos la armonía o peleamos
entre nosotros? En mi comunidad parroquial, en mi movimiento, donde yo
formo parte de la Iglesia, ¿hay habladurías? Si hay habladurías no existe
armonía, sino lucha. Y ésta no es la Iglesia. La Iglesia es la armonía de todos:
jamás parlotear uno contra otro, ¡jamás pelear! ¿Aceptamos al otro,
aceptamos que exista una justa variedad, que éste sea diferente, que éste
piense de un modo u otro —en la misma fe se puede pensar de modo diverso
— o tendemos a uniformar todo? Pero la uniformidad mata la vida. La vida
de la Iglesia es variedad, y cuando queremos poner esta uniformidad sobre
todos matamos los dones del Espíritu Santo. Oremos al Espíritu Santo, que es
precisamente el autor de esta unidad en la variedad, de esta armonía, para que
nos haga cada vez más «católicos», o sea, en esta Iglesia que es católica y
universal. Gracias.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
33. CREO EN LA IGLESIA APOSTÓLICA*
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Audiencia General, 16 de octubre de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
su muerte y resurrección. Nuestra fe, la Iglesia que Cristo quiso, no se funda
en una idea, no se funda en una filosofía, se funda en Cristo mismo. Y la
Iglesia es como una planta que a lo largo de los siglos ha crecido, se ha
desarrollado, ha dado frutos, pero sus raíces están bien plantadas en Él y la
experiencia fundamental de Cristo que tuvieron los Apóstoles, elegidos y
enviados por Jesús, llega hasta nosotros. Desde aquella planta pequeñita
hasta nuestros días: así la Iglesia está en todo el mundo.
2. Pero preguntémonos: ¿cómo es posible para nosotros vincularnos con
aquel testimonio, cómo puede llegar hasta nosotros aquello que vivieron los
Apóstoles con Jesús, aquello que escucharon de Él? He aquí el segundo
significado del término «apostolicidad». El Catecismo de la Iglesia
católica afirma que la Iglesia es apostólica porque «guarda y transmite, con
la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito,
las sanas palabras oídas a los Apóstoles» (n. 857). La Iglesia conserva a lo
largo de los siglos este precioso tesoro, que es la Sagrada Escritura, la
doctrina, los Sacramentos, el ministerio de los Pastores, de forma que
podamos ser fieles a Cristo y participar en su misma vida. Es como un río
que corre en la historia, se desarrolla, irriga, pero el agua que corre es
siempre la que parte de la fuente, y la fuente es Cristo mismo: Él es el
Resucitado, Él es el Viviente, y sus palabras no pasan, porque Él no pasa, Él
está vivo, Él hoy está entre nosotros aquí, Él nos siente y nosotros hablamos
con Él y Él nos escucha, está en nuestro corazón. Jesús está con nosotros,
¡hoy! Esta es la belleza de la Iglesia: la presencia de Jesucristo entre
nosotros. ¿Pensamos alguna vez en cuán importante es este don que Cristo
nos ha dado, el don de la Iglesia, dónde lo podemos encontrar? ¿Pensamos
alguna vez en cómo es precisamente la Iglesia en su camino a lo largo de
estos siglos —no obstante las dificultades, los problemas, las debilidades,
nuestros pecados— la que nos transmite el auténtico mensaje de Cristo?
¿Nos da la seguridad de que aquello en lo que creemos es realmente lo que
Cristo nos ha comunicado?
3. El último pensamiento: la Iglesia es apostólica porque es enviada a
llevar el Evangelio a todo el mundo. Continúa en el camino de la historia la
misión misma que Jesús ha encomendado a los Apóstoles: «Id, pues, y haced
discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los
tiempos» (Mt 28, 19-21). Esto es lo que Jesús nos ha dicho que hagamos.
Insisto en este aspecto de la misionariedad porque Cristo invita a todos a «ir»
al encuentro de los demás, nos envía, nos pide que nos movamos para llevar
la alegría del Evangelio. Una vez más preguntémonos: ¿somos misioneros
con nuestra palabra, pero sobre todo con nuestra vida cristiana, con nuestro
testimonio? ¿O somos cristianos encerrados en nuestro corazón y en nuestras
iglesias, cristianos de sacristía? ¿Cristianos sólo de palabra, pero que viven
como paganos? Debemos hacernos estas preguntas, que no son un reproche.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
También yo lo digo a mí mismo: ¿cómo soy cristiano, con el testimonio
realmente?
La Iglesia tiene sus raíces en la enseñanza de los Apóstoles, testigos
auténticos de Cristo, pero mira hacia el futuro, tiene la firme conciencia de
ser enviada —enviada por Jesús—, de ser misionera, llevando el nombre de
Jesús con la oración, el anuncio y el testimonio. Una Iglesia que se cierra en
sí misma y en el pasado, una Iglesia que mira sólo las pequeñas reglas de
costumbres, de actitudes, es una Iglesia que traiciona la propia identidad;
¡una Iglesia cerrada traiciona la propia identidad! Entonces redescubramos
hoy toda la belleza y la responsabilidad de ser Iglesia apostólica. Y recordad:
Iglesia apostólica porque oramos —primera tarea— y porque anunciamos el
Evangelio con nuestra vida y con nuestras palabras.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
34. MARÍA, IMAGEN Y MODELO DE LA IGLESIA*
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Audiencia General, 23 de octubre de 2013
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
vivía en su vientre. Llevar a Jesús a aquella casa quería decir llevar la alegría,
la alegría plena. Isabel y Zacarías estaban felices por el embarazo que parecía
imposible a su edad, pero es la joven María quien les lleva la alegría plena, la
que viene de Jesús y del Espíritu Santo y se expresa en la caridad gratuita, en
compartir, en ayudarse, en comprenderse.
La Virgen quiere traernos también a nosotros, a todos nosotros, el gran
don que es Jesús; y con Él nos trae su amor, su paz, su alegría. Así la Iglesia
es como María: la Iglesia no es un negocio, no es una agencia humanitaria, la
Iglesia no es una ONG, la Iglesia está enviada a llevar a todos a Cristo y su
Evangelio; no se lleva a sí misma —sea pequeña, grande, fuerte, débil—, la
Iglesia lleva a Jesús y debe ser como María cuando fue a visitar a Isabel.
¿Qué le llevaba María? Jesús. La Iglesia lleva a Jesús: esto es el centro de la
Iglesia, ¡llevar a Jesús! Si por hipótesis una vez sucediera que la Iglesia no
lleva a Jesús, esa sería una Iglesia muerta. La Iglesia debe llevar la caridad de
Jesús, el amor de Jesús, la caridad de Jesús.
Hemos hablado de María, de Jesús. ¿Y nosotros? Nosotros, que somos la
Iglesia, ¿cuál es el amor que llevamos a los demás? ¿Es el amor de Jesús, que
comparte, que perdona, que acompaña, o bien es un amor aguado, como se
hace cundir el vino que parece agua? ¿Es un amor fuerte o débil, tanto que
sigue las simpatías, que busca la correspondencia, un amor interesado? Otra
pregunta: ¿a Jesús le gusta el amor interesado? No, no le gusta, porque el
amor debe ser gratuito, como el suyo. ¿Cómo son las relaciones en nuestras
parroquias, en nuestras comunidades? ¿Nos tratamos como hermanos y
hermanas? ¿O nos juzgamos, hablamos mal los unos de los otros, nos
ocupamos cada uno de la propia «huertecita», o nos cuidamos el uno al otro?
¡Son preguntas de caridad!
3. Y brevemente un último aspecto: María modelo de unión con Cristo.
La vida de la Virgen Santa fue la vida de una mujer de su pueblo: María
oraba, trabajaba, iba a la sinagoga... Pero cada acción se cumplía siempre en
unión perfecta con Jesús. Esta unión alcanza su culmen en el Calvario: aquí
María se une al Hijo en el martirio del corazón y en el ofrecimiento de la
vida al Padre para la salvación de la humanidad. La Virgen hizo propio el
dolor del Hijo y aceptó con Él la voluntad del Padre, en aquella obediencia
que da fruto, que da la verdadera victoria sobre el mal y sobre la muerte.
Es muy bella esta realidad que María nos enseña: estar siempre unidos a
Jesús. Podemos preguntarnos: ¿nos acordamos de Jesús sólo cuando algo no
marcha y tenemos necesidad, o la nuestra es una relación constante, una
amistad profunda, también cuando se trata de seguirle por el camino de la
cruz?
Pidamos al Señor que nos dé su gracia, su fuerza, para que en nuestra
vida y en la vida de cada comunidad eclesial se refleje el modelo de María,
Madre de la Iglesia. ¡Que así sea!
112
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
35. LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS*
Hoy desearía hablar de una realidad muy bella de nuestra fe, esto es, de la
«comunión de los santos». El Catecismo de la Iglesia católica nos recuerda
que con esta expresión se entienden dos realidades: la comunión en las cosas
santas y la comunión entre las personas santas (cf. n. 948). Me detengo en el
segundo significado: se trata de una verdad entre las más consoladoras de
nuestra fe, pues nos recuerda que no estamos solos, sino que existe una
comunión de vida entre todos aquellos que pertenecen a Cristo. Una
comunión que nace de la fe; en efecto, el término «santos» se refiere a
quienes creen en el Señor Jesús y están incorporados a Él en la Iglesia
mediante el Bautismo. Por esto los primeros cristianos eran llamados también
«los santos» (cf. Hch 9, 13.32.41; Rm 8, 27; 1 Cor6, 1).
El Evangelio de Juan muestra que, antes de su Pasión, Jesús rogó al Padre
por la comunión entre los discípulos, con estas palabras: «Para que todos
sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (17, 21). La Iglesia,
en su verdad más profunda, es comunión con Dios, familiaridad con Dios,
comunión de amor con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo, que se
prolonga en una comunión fraterna. Esta relación entre Jesús y el Padre es la
«matriz» del vínculo entre nosotros cristianos: si estamos íntimamente
introducidos en esta «matriz», en este horno ardiente de amor, entonces
podemos hacernos verdaderamente un solo corazón y una sola alma entre
nosotros, porque el amor de Dios quema nuestros egoísmos, nuestros
prejuicios, nuestras divisiones interiores y exteriores. El amor de Dios quema
también nuestros pecados.
Si existe este enraizamiento en la fuente del Amor, que es Dios, entonces
se verifica también el movimiento recíproco: de los hermanos a Dios. La
experiencia de la comunión fraterna me conduce a la comunión con Dios.
Estar unidos entre nosotros nos conduce a estar unidos con Dios, nos
conduce a este vínculo con Dios que es nuestro Padre. Este es el segundo
aspecto de la comunión de los santos que desearía subrayar: nuestra fe tiene
necesidad del apoyo de los demás, especialmente en los momentos difíciles.
Si nosotros estamos unidos la fe se hace fuerte. ¡Qué bello es sostenernos los
unos a los otros en la aventura maravillosa de la fe! Digo esto porque la
tendencia a cerrarse en lo privado ha influenciado también el ámbito
religioso, de forma que muchas veces cuesta pedir la ayuda espiritual de
cuantos comparten con nosotros la experiencia cristiana. ¿Quién de nosotros
no ha experimentado inseguridades, extravíos y hasta dudas en el camino de
la fe? Todos hemos experimentado esto, también yo: forma parte del camino
de la fe, forma parte de nuestra vida. Todo ello no debe sorprendernos,
porque somos seres humanos, marcados por fragilidades y límites; todos
*
Audiencia General, 30 de octubre de 2013
113
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
somos frágiles, todos tenemos límites. Sin embargo, en estos momentos de
dificultad es necesario confiar en la ayuda de Dios, mediante la oración filial,
y, al mismo tiempo, es importante hallar el valor y la humildad de abrirse a
los demás, para pedir ayuda, para pedir que nos echen una mano. ¡Cuántas
veces hemos hecho esto y después hemos conseguido salir del problema y
encontrar a Dios otra vez! En esta comunión —comunión quiere decir
común-unión— somos una gran familia, donde todos los componentes se
ayudan y se sostienen entre sí.
Y llegamos a otro aspecto: la comunión de los santos va más allá de la
vida terrena, va más allá de la muerte y dura para siempre. Esta unión entre
nosotros va más allá y continúa en la otra vida; es una unión espiritual que
nace del Bautismo y no se rompe con la muerte, sino que, gracias a Cristo
resucitado, está destinada a hallar su plenitud en la vida eterna. Hay un
vínculo profundo e indisoluble entre cuantos son aún peregrinos en este
mundo —entre nosotros— y quienes han atravesado el umbral de la muerte
para entrar en la eternidad. Todos los bautizados aquí abajo, en la tierra, las
almas del Purgatorio y todos los bienaventurados que están ya en el Paraíso
forman una sola gran Familia. Esta comunión entre tierra y cielo se realiza
especialmente en la oración de intercesión.
Queridos amigos, ¡tenemos esta belleza! Es una realidad nuestra, de
todos, que nos hace hermanos, que nos acompaña en el camino de la vida y
hace que nos encontremos otra vez allá arriba, en el cielo. Vayamos por este
camino con confianza, con alegría. Un cristiano debe ser alegre, con la
alegría de tener muchos hermanos bautizados que caminan con él; sostenido
con la ayuda de los hermanos y de las hermanas que hacen este mismo
camino para ir al cielo; y también con la ayuda de los hermanos y de las
hermanas que están en el cielo y ruegan a Jesús por nosotros. ¡Adelante por
este camino con alegría!
114
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
36. LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS (LOS BIENES ESPIRITUALES)*
*
Audiencia General, 6 de noviembre de 2013
115
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Jesús quien te espera allí; y éste es un Sacramento que hace crecer a toda la
Iglesia.
Un segundo aspecto de la comunión con las cosas santas es el de
la comunión de los carismas. El Espíritu Santo concede a los fieles una
multitud de dones y de gracias espirituales; esta riqueza, digamos,
«fantasiosa» de los dones del Espíritu Santo tiene como fin la edificación de
la Iglesia. Los carismas —palabra un poco difícil— son los regalos que nos
da el Espíritu Santo, habilidad, posibilidad... Regalos dados no para que
queden ocultos, sino para compartirlos con los demás. No se dan para
beneficio de quien los recibe, sino para utilidad del pueblo de Dios. Si un
carisma, en cambio, uno de estos regalos, sirve para afirmarse a sí mismo,
hay que dudar si se trata de un carisma auténtico o de que sea vivido
fielmente. Los carismas son gracias particulares, dadas a algunos para hacer
el bien a muchos otros. Son actitudes, inspiraciones e impulsos interiores que
nacen en la conciencia y en la experiencia de determinadas personas, quienes
están llamadas a ponerlas al servicio de la comunidad. En especial, estos
dones espirituales favorecen a la santidad de la Iglesia y de su misión. Todos
estamos llamados a respetarlos en nosotros y en los demás, a acogerlos como
estímulos útiles para una presencia y una obra fecunda de la Iglesia. San
Pablo exhortaba: «No apaguéis el espíritu» (1 Ts 5, 19). No apaguemos el
espíritu que nos da estos regalos, estas habilidades, estas virtudes tan bellas
que hacen crecer a la Iglesia.
¿Cuál es nuestra actitud ante estos dones del Espíritu Santo? ¿Somos
conscientes de que el Espíritu de Dios es libre de darlos a quien quiere? ¿Les
consideramos una ayuda espiritual, a través de la cual el Señor sostiene
nuestra fe y refuerza nuestra misión en el mundo?
Y llegamos al tercer aspecto de la comunión con los casas santas, es
decir, la comunión de la caridad, la unidad entre nosotros que produce la
caridad, el amor. Los paganos, observando a los primeros cristianos, decían:
¡cómo se aman, cómo se quieren! No se odian, no hablan mal unos de otros.
Esta es la caridad, el amor de Dios que el Espíritu Santo nos pone en el
corazón. Los carismas son importantes en la vida de la comunidad cristiana,
pero son siempre medios para crecer en la caridad, en el amor, que san Pablo
sitúa sobre los carismas (cf. 1 Cor 13, 1-13). Sin amor, en efecto, incluso los
dones más extraordinarios son vanos. Este hombre cura a la gente, tiene esta
cualidad, esta otra virtud... pero, ¿tiene amor y caridad en su corazón? Si lo
tiene, bien; pero si no lo tiene, no es útil a la Iglesia. Sin amor todos estos
dones y carismas no sirven a la Iglesia, porque donde no hay amor hay un
vacío que lo llena el egoísmo. Y me pregunto: ¿podemos vivir en comunión y
en paz, si todos nosotros somos egoístas? No se puede, por esto es necesario
el amor que nos une. El más pequeño de nuestros gestos de amor tiene
efectos buenos para todos. Por lo tanto, vivir la unidad en la Iglesia y la
comunión de la caridad significa no buscar el propio interés, sino compartir
los sufrimientos y las alegrías de los hermanos (cf. 1 Cor 12, 26), dispuestos
116
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
a llevar los pesos de los más débiles y pobres. Esta solidaridad fraterna no es
una figura retórica, un modo de decir, sino que es parte integrante de la
comunión entre los cristianos. Si lo vivimos, somos en el mundo signo,
«sacramento» del amor de Dios. Lo somos los unos para los otros y lo somos
para todos. No se trata sólo de esa caridad menuda que nos podemos ofrecer
mutuamente, se trata de algo más profundo: es una comunión que nos hace
capaces de entrar en la alegría y en el dolor de los demás para hacerlos
sinceramente nuestros.
A menudo somos demasiado áridos, indiferentes, distantes y en lugar de
transmitir fraternidad, transmitimos malhumor, frialdad y egoísmo. Y con
malhumor, frialdad y egoísmo no se puede hacer crecer la Iglesia; la Iglesia
crece sólo con el amor que viene del Espíritu Santo. El Señor nos invita a
abrirnos a la comunión con Él, en los Sacramentos, en los carismas y en la
caridad, para vivir de manera digna nuestra vocación cristiana.
Y ahora me permito pediros un acto de caridad: podéis estar tranquilos
que no se hará una colecta. Antes de venir a la plaza fui a ver a una niña de
un año y medio con una enfermedad gravísima. Su papá y su mamá rezan, y
piden al Señor la salud para esta hermosa niña. Se llama Noemi. Sonreía,
pobrecita. Hagamos un acto de amor. No la conocemos, pero es una niña
bautizada, es una de nosotros, es una cristiana. Hagamos un acto de amor por
ella y en silencio pidamos que el Señor le ayude en este momento y le
conceda la salud. En silencio, un momento, y luego rezaremos el Avemaría.
Y ahora todos juntos recemos a la Virgen por la salud de Noemí. Avemaría...
Gracias por este acto de caridad.
117
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
37. CONFIESO QUE HAY UN SOLO BAUTISMO PARA EL PERDÓN DE LOS
PECADOS*
*
Audiencia General, 13 de noviembre de 2013
118
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
Segundo elemento: «un solo bautismo». Esta expresión remite a la
expresión de san Pablo: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4,
5). La palabra «bautismo» significa literalmente «inmersión», y, en efecto,
este Sacramento constituye una auténtica inmersión espiritual en la muerte de
Cristo, de la cual se resucita con Él como nuevas criaturas (cf. Rm 6, 4). Se
trata de un baño de regeneración y de iluminación. Regeneración porque
actúa ese nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual nadie puede entrar en
el reino de los cielos (cf. Jn 3, 5). Iluminación porque, a través del Bautismo,
la persona humana se colma de la gracia de Cristo, «luz verdadera que
ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9) y expulsa las tinieblas del pecado. Por esto,
en la ceremonia del Bautismo se les da a los padres una vela encendida, para
significar esta iluminación; el Bautismo nos ilumina desde dentro con la luz
de Jesús. En virtud de este don el bautizado está llamado a convertirse él
mismo en «luz» —la luz de la fe que ha recibido— para los hermanos,
especialmente para aquellos que están en las tinieblas y no vislumbran
destellos de resplandor en el horizonte de su vida.
Podemos preguntarnos: el Bautismo, para mí, ¿es un hecho del pasado,
aislado en una fecha, esa que hoy vosotros buscaréis, o una realidad viva, que
atañe a mi presente, en todo momento? ¿Te sientes fuerte, con la fuerza que
te da Cristo con su muerte y su resurrección? ¿O te sientes abatido, sin
fuerza? El Bautismo da fuerza y da luz. ¿Te sientes iluminado, con esa luz
que viene de Cristo? ¿Eres hombre o mujer de luz? ¿O eres una persona
oscura, sin la luz de Jesús? Es necesario tomar la gracia del Bautismo, que es
un regalo, y llegar a ser luz para todos.
Por último, una breve referencia al tercer elemento: «para el perdón de
los pecados». En el sacramento del Bautismo se perdonan todos los pecados,
el pecado original y todos los pecados personales, como también todas las
penas del pecado. Con el Bautismo se abre la puerta a una efectiva novedad
de vida que no está abrumada por el peso de un pasado negativo, sino que
goza ya de la belleza y la bondad del reino de los cielos. Se trata de una
intervención poderosa de la misericordia de Dios en nuestra vida, para
salvarnos. Esta intervención salvífica no quita a nuestra naturaleza humana
su debilidad —todos somos débiles y todos somos pecadores—; y no nos
quita la responsabilidad de pedir perdón cada vez que nos equivocamos. No
puedo bautizarme más de una vez, pero puedo confesarme y renovar así la
gracia del Bautismo. Es como si hiciera un segundo Bautismo. El Señor
Jesús es muy bueno y jamás se cansa de perdonarnos. Incluso cuando la
puerta que nos abrió el Bautismo para entrar en la Iglesia se cierra un poco, a
causa de nuestras debilidades y nuestros pecados, la Confesión la vuelve
abrir, precisamente porque es como un segundo Bautismo que nos perdona
todo y nos ilumina para seguir adelante con la luz del Señor. Sigamos
adelante así, gozosos, porque la vida se debe vivir con la alegría de
Jesucristo; y esto es una gracia del Señor.
119
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
38. EL PERDÓN DE LOS PECADOS Y EL PODER DE LAS LLAVES*
*
Audiencia General, 20 de noviembre de 2013
120
CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
nosotros, los cristianos, lo experimentamos. Cierto, Dios perdona a todo
pecador arrepentido, personalmente, pero el cristiano está vinculado a Cristo,
y Cristo está unido a la Iglesia. Para nosotros cristianos hay un don más, y
hay también un compromiso más: pasar humildemente a través del ministerio
eclesial. Esto debemos valorarlo; es un don, una atención, una protección y
también es la seguridad de que Dios me ha perdonado. Yo voy al hermano
sacerdote y digo: «Padre, he hecho esto...». Y él responde: «Yo te perdono;
Dios te perdona». En ese momento, yo estoy seguro de que Dios me ha
perdonado. Y esto es hermoso, esto es tener la seguridad de que Dios nos
perdona siempre, no se cansa de perdonar. Y no debemos cansarnos de ir a
pedir perdón. Se puede sentir vergüenza al decir los pecados, pero nuestras
madres y nuestras abuelas decían que es mejor ponerse rojo una vez que no
amarillo mil veces. Nos ponemos rojos una vez, pero se nos perdonan los
pecados y se sigue adelante.
Al final, un último punto: el sacerdote instrumento para el perdón de los
pecados. El perdón de Dios que se nos da en la Iglesia, se nos transmite por
medio del ministerio de un hermano nuestro, el sacerdote; también él es un
hombre que, como nosotros, necesita de misericordia, se convierte
verdaderamente en instrumento de misericordia, donándonos el amor sin
límites de Dios Padre. También los sacerdotes deben confesarse, también los
obispos: todos somos pecadores. También el Papa se confiesa cada quince
días, porque incluso el Papa es un pecador. Y el confesor escucha las cosas
que yo le digo, me aconseja y me perdona, porque todos tenemos necesidad
de este perdón. A veces sucede que escuchamos a alguien que afirma que se
confiesa directamente con Dios... Sí, como decía antes, Dios te escucha
siempre, pero en el sacramento de la Reconciliación manda a un hermano a
traerte el perdón, la seguridad del perdón, en nombre de la Iglesia.
El servicio que el sacerdote presta como ministro de parte de Dios para
perdonar los pecados es muy delicado y exige que su corazón esté en paz,
que el sacerdote tenga el corazón en paz; que no maltrate a los fieles, sino
que sea apacible, benévolo y misericordioso; que sepa sembrar esperanza en
los corazones y, sobre todo, que sea consciente de que el hermano o la
hermana que se acerca al sacramento de la Reconciliación busca el perdón y
lo hace como se acercaban tantas personas a Jesús para que les curase. El
sacerdote que no tenga esta disposición de espíritu es mejor que, hasta que no
se corrija, no administre este Sacramento. Los fieles penitentes tienen el
derecho, todos los fieles tienen el derecho, de encontrar en los sacerdotes a
los servidores del perdón de Dios.
Queridos hermanos, como miembros de la Iglesia, ¿somos conscientes de
la belleza de este don que nos ofrece Dios mismo? ¿Sentimos la alegría de
este interés, de esta atención maternal que la Iglesia tiene hacia nosotros?
¿Sabemos valorarla con sencillez y asiduidad? No olvidemos que Dios no se
cansa nunca de perdonarnos. Mediante el ministerio del sacerdote nos
estrecha en un nuevo abrazo que nos regenera y nos permite volver a
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
levantarnos y retomar de nuevo el camino. Porque ésta es nuestra vida:
volver a levantarnos continuamente y retomar el camino.
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
ÍNDICE
1. Introducción a las catequesis sobre la fe..........................1
2. El Año de la Fe. ¿Qué es la fe?.........................................5
3. El Año de la Fe. La fe de la Iglesia...................................9
4. El Año de la Fe. El deseo de Dios....................................13
5. Los caminos que conducen al conocimiento de Dios.....17
6. La razonabilidad de la fe en Dios....................................21
7. El Año de la fe. ¿Cómo hablar de Dios?.........................25
8. Dios revela su «designio de benevolencia».....................29
9. Las etapas de la revelación..............................................33
10. La Virgen María: Icono de la fe obediente.....................37
11. Fue concebido por obra del Espíritu Santo....................41
12. Se hizo hombre.................................................................45
13. Jesucristo, mediador y plenitud de toda la revelación....49
14. Creo en Dios.....................................................................53
15. Yo creo en Dios: el Padre todopoderoso..........................57
16. Yo creo en Dios: El Creador del cielo y de la tierra, el
Creador del ser humano..................................................61
17. La fe en la muerte y resurrección de Jesús son el corazón
de nuestra esperanza........................................................67
18. El alcance salvífico de la Resurrección...........................71
19. Subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre......73
20. Vendrá en la gloria para juzgar a vivos y muertos..........76
21. ¿Quién es el Espíritu Santo?...........................................79
22. La acción del Espíritu Santo...........................................81
23. Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica.......83
24. La Iglesia como familia de Dios......................................86
25. La Iglesia como Pueblo de Dios......................................88
26. La Iglesia como Cuerpo de Cristo...................................90
27. La Iglesia como Templo de Dios......................................92
28. La Iglesia es nuestra madre en la fe................................94
29. La Iglesia como madre.....................................................97
30. Creo en la Iglesia una......................................................99
31. Creo en la Iglesia santa.................................................102
32. Creo en la Iglesia católica..............................................104
33. Creo en la Iglesia apostólica..........................................106
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CATEQUESIS SOBRE LA FE BENEDICTO XVI —
FRANCISCO
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