Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Alberoni Francesco Los Envidiosos

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 287

1

f! '
La confrontación envidiosa
Deseárnoslo que vemos. Ser como los demás, tener todo lo
que tienen los demás. Cuando somos niños aprendemos
mirando a nuestros hermanos, a nuestros padres. Cuando
somos adultos lo hacemos observando lo que hacen nuestros
vecinos, los personajes del espectáculo y nos identificamos con
ellos. El deseo es una energía avivada desde el exterior. El
contacto con otras personas nos estimula, nos seduce, nos
tienta, nos impulsa a querer siempre más, siempre cosas
nuevas, a apuntar a miras cada vez más elevadas y a
superarlas.
Pero esta incesante actividad deseosa encuentra
inevitablemente frustraciones. No siempre logramos obtener lo
que han obtenido aquellos que nos han servido de modelo.
Entonces nos vemos obligados a dar un paso atrás. Este retro-
ceso puede asumir varias formas: cólera, tristeza,
renunciamiento. O bien, un rechazo del modelo con el cual nos
habíamos identificado. A fin de contener el deseo, rechazamos
a la persona que nos lo ha suscitado, la desvalorizamos,
decimos
3

que no tiene méritos, que no vale nada. Esta es la primera raíz


de la envidia.
La otra raíz de la envidia surge de la exigencia de juzgar. A
fin de saber cuánto valemos nos confrontamos con algún otro.
Empezamos de niños cotejándonos con nuestro hermano y es
nuestra madre quien nos compara con él. Y luego, en el
transcurso de nuestra vida continuamos haciéndolo con los
amigos, con los colegas, con quienes nos han superado o con
quienes hemos dejado atrás; cada vez que nos evaluamos,
somos también evaluados por los demás.1
Esto ha ocurrido en todas las épocas, ocurre en todas las
culturas, tanto entre los hombres como entre las mujeres y
nadie puede sustraerse a ello. Mejor y peor, arriba y abajo, más
y menos, bueno y malo, elogio y reprobación, éxito y fracaso,
todas son comparaciones. Para poder pensar en._nosotros
mismos, estamos condenados a confrontarnos con otros seres
humanos, con sus cualidades, con sus virtudes, con su belleza,
con su inteligencia, con sus méritos. En el fondo de cualquier
valoración siempre hay "alguien" que constituye nuestra
medida, que en la confrontación se instala en el centro de
nuestro ser.
Queremos ser mejores, superiores, más apreciados. No hay
un límite para esta incitación, para este ascenso. Por eso
nunca se terminan la confrontación, el juicio, la sucesión
ilimitada de valoraciones, a veces soy mejor, a veces peor, a ve-
1L. Festinger: "A theory of social comparison process", en
Human Relations, 1954, 7, págs. 114-140.
10
4

ees doy un paso adelante, a veces un paso atrás. La


totalidad de la energía social es el producto de esta fuerza
ascendente, de esta propulsión comparativa. Y si no tenemos
éxito, si la confrontación nos pone en situación desventajosa,
nos sentimos disminuidos, desvalorizados, vacíos.
Entonces procuramos proteger nuestro valor. Y podemos
hacerlo de muchas maneras diferentes: renunciando a
nuestras metas, volviéndonos indiferentes, o bien tratando
de desvalorizar el modelo, rebajándolo a nuestro plano.
Este mecanismo de defensa, este intento de protegernos
mediante la acción de desvalorización, es la envidia.
Por consiguiente, la envidia es un retroceso, una
retirada, una estratagema para sustraernos de la
confrontación que nos humilla. Es un intento de ahuyentar
el estímulo desvalorizando el objeto, la meta, el modelo.
Pero es un intento desmañado, porque el objeto del deseo y
el modelo permanecen allí, como una red en la cual el áni-
mo se debate prisionero.
Desear y juzgar son dos pilares de nuestro ser, pero
también son la fuente de la envidia. Y la envidia siempre
aparece, como un resplandor, juntó al nacimiento de cada
deseo y al surgimiento de cada valor. Porque todo deseo
siempre encuentra algún obstáculo, toda confrontación pue-
de ponernos en dificultades. En cada incitación deseosa
existe el riesgo del naufragio. En cada aspiración existe la
posibilidad de perderse.
Ninguno de nuestros movimientos es un proceder
rectilíneo, seguro, imperturbable. Corremos hacia adelante,
luego nos detenemos, miramos en
11
5

derredor, volvemos a proceder prudentemente. Luego, ya


seguros, damos un nuevo paso adelante. El flujo vital es una
continua sucesión de exploraciones, de intentos y de errores,
de avances y retiradas. El momento del retroceso, del reflujo,
del rechazo, es parte integrante del proceso y es una parte
esencial. La envidia es un acto de defensa, un intento de
encerrarse en un refugio, en una fortaleza, por temor a lo que
nos espera. Por eso es la sombra negativa de nuestro
entusiasmo vital, la contrafuerza omnipresente del querer.
La envidia tiene sus raíces en nuestras motivaciones más
profundas, en nuestras aspiraciones más elevadas. Sin
embargo, el modo en que se revelan esos fines y esos deseos a
través de la envidia es deformado y repugnante. No es un en-
tusiasmo límpido, solar, una marcha llena de coraje hacia la
meta; ni siquiera es una aceptación consciente del fracaso. Él
deseo frustrado vuelve a través de nuestra obsesiva
concentración sobre alguien que ha tenido éxito en aquello en
lo que nosotros hemos fracasado, y no sólo estamos des-
contentos por nuestro fracaso, sino también llenos de rencor
contra quien ha alcanzado el éxito. La envidia tiene su raíz en el
modelo, pero ese modelo, mediante el proceso envidioso, se
transforma en una figura en la cual no podemos pensar sin
sublevarnos, sin que nos acometa la rabia y el desánimo. 2
2 Las definiciones de la envidia que dan diversos filósofos
en el curso de la historia concuerdan notablemente entre sí.
Aristóteles se ocupa de ella en el segundo libro de la Re-
12
6

Si nuestros deseos se generan por la presencia de los demás,


si el juicio que hacemos de nosotros mismos es el resultado de
una comparación, la vida, en su impetuoso fluir, es dejarse
arrastrar por esta corriente. Es aceptar, u olvidar, o no querer
saber, que una gran parte de nuestros deseos penetra desde
afuera, que la idea que tenemos de nosotros mismos es el
murmullo de una multitud, el reflejo de sus palabras. Que no
poseemos una sustancia íntima, autónoma, independiente.
tórica y la define como un dolor causado por la buena suerte
que tiene alguien que se nos asemeja. Véase Retorica, II (B),
10,1387 b-1388, Barí, Laterza, 1973, págs. 94-95.
Santo Tomás de Aquino en la Sumiría Theologicse II-II,
Quaestic, primer artículo, define la envidia cómo una
infelicidad (tristitia) por los bienes ajenos, no porque esos
bienes representen un peligro sino porque "est di-minutivum
propriae gloriae vel excellentiae". Tomo 89 Secunda secundae,
Roma, ex tipografía polyglotta, S.C. De Propaganda Fide,
1895, págs. 290-91.
Para Spinoza la envidia no es otra cosa que el odio
mismo por cuanto considera que el odio dispone al hombre a
gozar por el mal ajeno y a entristecerse por el bien de los de-
más. Véase Baruch Spinoza: Ethica, III, PropT~24, Turín,
UTET, 1980, pág. 211.
Descartes habla de quienes sufren por el bien que ven que
les ha tocado en suerte a los otros hombres. Descartes
distingue además una envidia justa, que experimentamos
cuando se ha ofendido a la justicia, de una envidia injusta.
Pero agrega que muy raramente somos justos y generosos.
Véase Descartes: La passioni dell'anima, en Opere filosofi-che,
vol. 4, Roma-Bari, Laterza, 1986, Artículo 182, pág. 106.
Kant define la envidia como la tendencia a ver con do-
13
7

La envidia es un intentó inútil, desmañado, de sustraerse a


esta condición humana, a este estar forjado por los demás, por
sus palabras, por sus juicios. Es una protesta rencorosa contra
esta sustancia etérea que envuelve nuestro ser. Es una
rebelión contra nuestra carencia metafísica de autonomía.
Pero es una protesta llena de mala fe, porque la gritamos
solamente cuando nos sen: timos vacilar, no antes. Por el
contrario, antes, sobre esa misma confrontación construíamos
deseosos nuestra seguridad y nuestro valor. La envidia es la
protesta de un fullero que advierte que ha hecho trampas en el
juego cuando empieza a perder. Entonces quiere instaurar un
juego justo, pero no puede hacerlo porque cree que todos ha-
cen trampas y no se fía de ellos como no se fía de sí mismo.
lor el bien de los demás aun cuando éste no acarree ningún
daño para nuestro bien. Véase Metafísica dei costumi, Bari,
Laterza, 1973, pág. 328.
John Rawls escribe que envidiamos a las personas cuya
situación es superior a la nuestra y que estamos dispuestos a
privarlos de sus beneficios, incluso si fuera necesario que
nosotros mismos tuviéramos que renunciar a algo para
lograrlo. Véase, Una teoría della giustizia, Milán, Feltrine-lli,
1982, pág. 424. [Hay versiones castellanas: Aristóteles:
Retórica, Madrid, Aguilar, 1968, 2* ed.; santo Tomás de
Aquino: Summa Theologica, trad. PP. Dominicos, Madrid,
Editorial Católica, 1960; Spinoza: Etica, México, Fondo de
Cultura Económica, 1958; Descartes: Las pasiones del alma,
Barcelona, Edicions 62; Kant: Fundamentación de la
metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-Calpe, 1983;
Rawls: Teoría de la justicia, México, Fondo de Cultura Eco-
nómica, 1979.]
14
8

La envidia es perversidad hacia los demás cuando


pensamos que la sociedad, el mundo, no son
suficientemente buenos para con nosotros. Es un veneno
que esparcimos y con el cual intoxicamos el ambiente. Y en
ese ambiente nos movemos, incómodos, con sumisión y
miedo.
Pero también cuando somos nosotros los envidiados
sentimos ese clima maléfico, de inquina. La envidia de los
demás nos hiere, envenena nuestra vida. La envidia es
agresividad. Si muchos te envidian, si muchos procuran por
cualquier medio disminuir tu valor, desacreditar tu
imagen, si esta acción de intoxicación continúa día tras día,
terminas por sentirte sofocado. Haces algo que consideras
loable y caes en la cuenta de que esa acción suscita afrenta.
Eres gentil y como respuesta obtienes una villanía.
Redoblas los esfuerzos y aumenta la hostilidad de tus cole-
gas, de tus parientes, de aquellos que deberían
comprenderte mejor, más fácilmente. Que deberían
manifestarte el reconocimiento que consideras merecer.
Son momentos en los cuales puedes percibir la envidia
como una presencia agresiva, tangible. Puedes sentir, como
un animal que posee un sentido especial, el olor, el hedor de
la agresividad. Y adviertes que ese hedor colma la habitación
en la que entras, deforma los rostros que te miran. Antes,
cuando abrías una carta, veías sólo las palabras, las leías en
su significado literal, mientras que ahora percibes,
entrelineas, detrás de cada renglón, la porquería, el odio de
quien ha impregnado con su rencor la hoja al escribirla.
Durante
15
9

una conversación, sientes el olor nauseabundo en


las alusiones, en las frases espirituosas, en la ironía. Olor de
hombres malvados, de verdugos, olor
de gente acorralada. •
16
10

La condena social
La envidia es un mecanismo de defensa que ponemos en
funcionamiento cuando nos sentimos disminuidos, al
compararnos con alguien, con lo que posee, con lo que ha
logrado hacer. Es un intento torpe de recuperar la confianza, la
autoestima, desvalorizando al otro. <
Por consiguiente es una actividad, un proceso. Primero
aparece la confrontación, la impresión devastadora de
empobrecimiento, de impotencia y, luego, la reacción agresiva.
Pero, ¿basta con esos elementos para constituir la envidia?
Ciertamente no. Porque la envidia es, además, un "vicio", algo
que la sociedad condena y que nosotros condenamos en
nosotros mismos. No es solamente un sentimiento o una
conducta, es también un juicio, una prohibición.1
1 El mérito de este enfoque es de John Sabini y Maury
Silver. Antes de preguntarse "¿qué es la envidia?", ellos se
plantearon la cuestión sobre "¿cuándo acusamos a alguien
de envidioso?" y pudieron describir la envidia como un acto
dirigido a impedir la caída del propio valor, pero guiado por
medios sociales inapropiados. La soberbia, en cambio, es un
17
11

Partamos de un ejemplo. Hay dos muchachas que se


quieren. Son amigas desde la infancia, han jugado siempre
juntas. Pero, llegado el momento de la madurez, una se
desarrolla primero, de manera notable. Se hace hermosa, de
una belleza deslumbrante. Los muchachos comienzan a
admirarla, a cortejarla, sobre todo los más grandes, los más
guapos e interesantes.
La amiga advierte la transformación, sabe de qué se trata y
espera que también le llegue a ella el momento del desarrollo.
Pero está molesta; por primera vez se siente desigual, inferior,
disminuida. Sufre, llora y se confía a su compañera que la
consuela. "No te preocupes, verás cómo tú también crecerás,
verás cómo te volverás hermosa." Pero ella está cada vez más
triste y se pregunta por qué debe haber, de pronto, tanta dife-
rencia entre ellas. "¿Por qué —se pregunta— a ti sí y a mí no?"
Y no encuentra ninguna explicación.
Es el primer movimiento del proceso envidioso: la
comparación negativa, la pérdida dolo-rosa del propio valor.
Pero todavía no hay un definido proceso de defensa, de
respuesta. Particularmente, no aparece todavía la agresividad
hacia su amiga, el intento por desvalorizarla.
Veamos cómo puede presentarse. Un día nuestra
muchacha encuentra a una conocida que
acto dirigido a acrecentar —siempre por medios incorrec-
tos— el propio valor. Véase John Sabini y Maury Silver:
Moralities of Eueryday Life, Oxford University Press, Oxford,
1982.
18
12

le dice con dureza: "Pero, ¿qué pretendes? Tu amiga es bella,


mucho más bella que tú. Y lo sabe muy bien. Mira cómo se
pavonea". La muchacha queda trastornada. Se siente
disminuida, desvalorizada, impotente. Experimenta lo que
Natoli llama el tormento de la impotencia.2 Esa conocida,
además, ha dirigido sus pensamientos en la dirección de la
agresividad diciéndole que la amiga se sabe hermosa y se
pavonea por ello.
Ahora el proceso envidioso ha dado un paso adelante. La
muchacha siente un impulso de odio, desea que la amiga se
vuelva fea, ya no quiere verla. ¿Podemos hablar entonces de
envidia completa? Todavía no, falta aún un elemento
fundamental del proceso. Nuestra muchacha no sabe que
siente envidia, no es consciente de ello. Y no sabe todavía que la
envidia es un sentimiento malo.
Llegamos ahora al último paso: la condena social y su
internalización. Muy bien descritos por un episodio real
relatado por una escritora italiana.3
"Las mujeres querían que yo fuera un objeto asexuado. La
primera en hacerlo fue una prima mía. Yo tenía diecisiete años.
Era huésped en su casa. Su padre quería llevarme a visitar la
ciudad y luego al cine. Yo no quería ir para no hacer-
2 Salvatore Natoli: "II tormento dell'iinpotenza e le insi
die del risentimento", en G. Pietropolli Charmet y M. Cecco-
ni (compiladores): L'invidia. Aspetti sociali e culturali, Mi
lán, Scheiwiller, 1990, págs. 33-40.
3 Rosa Giannetta Alberoni: lo voglio, Milán, Rusconi,
1990, pág. 109.
19
13

lo quedar mal. No tenía ropa decente, sólo algún jersey y un


pantalón descosido. Mi tío le dijo a su hija que me prestara un
jersey grueso. Era otoño, el aire era fresco y de todos modos no
hubiera resultado suficiente una de mis camisas de algodón.
Ella aceptó. Me prestó un jersey blanco, precioso.
"Me lo puse en el baño y luego fui a verla a su dormitorio.
'¿Cómo me queda?' Ella me miró en silencio. Yo esperaba una
respuesta. El rostro se le ponía cada vez más rojo y de pronto
me gritó: '¡Quítatelo! Ya no quiero prestártelo'. Rompió a llorar
y mientras repetía: ¡Quítatelo, quítatelo! se echó sobre el
lecho, presa de una verdadera crisis histérica.
"Su padre, atraído por los gritos, acudió. '¿Qué ocurre?' "Ya
no quiere prestarme el jersey', le respondí confundida. '¿Por
qué ya no quieres prestárselo? Tienes tantos.' Torque le sienta
demasiado bien', farfulló ella entre lágrimas. También ella era
joven. Tenía dieciséis años y no sabía cuál era el sentimiento
que le había hecho cambiar de idea. Pero su padre sí. Furioso,
le gritó: '¡Malvada, envidiosa malvada!'. Me quité el jersey y
renuncié a salir."
La muchacha no conocía todavía la naturaleza de su
sentimiento. Había hecho la comparación, había
experimentado el sufrimiento de no valer, había tenido una
reacción agresiva. Casi un reflejo incondicionado, una reacción
instintiva. Así reaccionan los niños, los adolescentes y ciertos
tipos humanos que conservan las características infantiles y
adolescentes. Pero su padre
20
14

reconoció la envidia y le comunicó inmediatamente _su propia


desaprobación y la de la sociedad. .Ahora la muchacha sabe, fue
juzgada e internalizó la condena. El proceso está completo.
Pero, ¿de qué se acusa al envidioso? De tres culpas. A fin de
verlo con claridad volvamos a la observación que le hizo una
conocida a la muchacha del primer ejemplo: "Pero, ¿qué
pretendes? Tu amiga es bella, mucho más bella que tú".
Releyéndola con cuidado, advertimos que ya en esta frase
hay una condena social. La mujer habla en nombre de la
sociedad. No dice: "Me parece que ella es bella". Dice: "Es bella,
¿qué pretendes?". No admite dudas. Ser bella o no serlo no es
una cuestión de opiniones individuales. Es un juicio social de
valor. Mediante sus palabras, la sociedad pronuncia una
sentencia que no acepta réplica. Y da una orden a la muchacha.
No te. rebeles, ¡acepta nuestro juicio! Rebelarse al juicio social,
ponerlo en duda o negarlo es la primera culpa del envidioso.
Sólo entonces aparece la segunda culpa. La agresividad. El
envidioso desvaloriza al otro, trata de disminuirlo, de dañarlo.
Violencia que resulta tanto más culpable porque está dirigida
contra una persona que la sociedad aprecia, estima.
Por consiguiente, la acusación es doble: te rebelas contra el
juicio de valor de la sociedad y atacas a aquel que la sociedad
tiene en considera-
21
15

ción. No aceptas nuestros principios y procedes contra quien


nosotros estimamos. Por consiguiente experimentas un
sentimiento infame, te comportas de manera infame. La
palabra envidia expresa esta condena, y constituye un
mandamiento a actuar de manera diferente.
Ibdos los seres humanos se ven impulsados a hacer
comparaciones, a emitir juicios, a afirmarse ellos mismos en el
lugar de los demás. La sociedad debe imponer absolutamente
sus propios valores, imponer límites a las desenfrenadas
pretensiones del individuo. No puede permitirle que ataque a
los demás miembros de la sociedad, sobre todo a aquellos que
encarnan los valores.
Cuando alguien nos acusa de ser envidiosos, es la sociedad
la que nos habla y nos recuerda que queremos el mal de una
persona que esa sociedad aprecia y sobre la cual ha extendido
su mano protectora. Se abren paso, entonces, en nosotros
sentimientos nuevos: el sentimiento de culpa por haber
experimentado envidia y la vergüenza por haber sido
descubiertos.
Pero eso no es suficiente. En la palabra envidia hay una
tercera acusación. "¿Qué mal te hizo?", nos dicen. Y no sabemos
qué responder. Porque la persona a la que envidiamos no ha
hecho ningún ademán agresivo. No ha "hecho" absolutamente
nada. Nuestra derrota, nuestra catástrofe interna, no fue
determinada por una acción, por una violencia, sino pura y
sencillamente por la comparación que nosotros mismos hemos
realizado. Comparándonos hemos descubierto que somos
inferiores y nos sentimos humillados, envile-
22
16

cidos. Pero no hemos sido agredidos por nadie. Vivimos la


experiencia devastadora de resultar destruidos por otro,
sin poder siquiera acusarlo.
La frase "¿Qué te hizo?" sirve para condenarnos. No te
hizo nada malo y tú lo atacas. Por lo tanto eres malvado.
La envidia es, pues, un daño que has sufrido pero que
nadie te ha infligido. Con la palabra envidia te digo que el
daño te lo has imaginado tú, que es el producto de tu mente
y te reprocho por experimentar ese sentimiento. Si la otra
es más hermosa, ¿por qué te sientes mal? ¿Ya no eres la
misma de antes? Ella no te ha quitado nada. ¿Por qué sufres,
te atormentas inútilmente, y sobre todo, por qué le deseas
mal si ves que no tiene ninguna culpa?
La acusación de envidia afecta todos los movimientos del
ánimo: el juicio, porque le impide al sujeto pretender ser él
quien atribuya el valor, siendo así que debe aceptar en
cambio el valor establecido por la sociedad; el sentimiento
de disminución, porque dice que no tiene motivo, que es
absurdo; y, por último, la agresión. "¿Qué te hizo?" ¿Por qué
eres malvada con quien no te ha hecho nada?
Si volvemos ahora a nuestro ejemplo comprendemos el
proceso emocional e intelectual de la muchacha "envidiosa".
Realizó una comparación con otra, una comparación de la
cual salió anonadada, envilecida y que quisiera anular con
un gesto agresivo, un violento no. Pero la sociedad se opuso
a sus tres reacciones y las transformó en culpas. La envidia
verdadera, propia, com-
23
17

pleta, nace del choque entre la experiencia interna y el juicio


moral de la sociedad. Por consiguiente, la envidia es al mismo
tiempo sentimiento y juicio, experiencia y reproche, pasión y
condena de la pasión.
24
18

Sentimientos y palabras
Continuemos con el ejemplo de la muchacha deshecha en
lágrimas y atormentada por la envidia. Tiene la suerte de
encontrar a una mujer experta que se hace cargo de la
situación. "No hay un solo tipo de belleza", le dice. "Tu amiga
tiene una belleza latina, abundante, vistosa, pero un poco
robusta. Tú eres fina, delgada, de líneas delicadas. Puedes
convertirte en Una belleza refinada. Pero debes cuidarte,
maquillarte." Y le enseña a hacerlo, a moverse, a valorizar sus
atractivos. Hasta le enseña en qué ambientes resultará más
apreciada, porque no todos tienen los mismos gustos. La
muchacha acepta los consejos, los sigue, se transforma y en poco
tiempo, repara en que también a ella la admiran, y aun más
que a la otra. La envidia desaparece rápidamente. Las dos
amigas vuelven a acercarse y, esta vez, sin comparaciones
desagradables. Cada una está ahora segura de su valor.
En este caso, la envidia, después de un primer extravío, tuvo
un efecto benéfico. Llevó un problema a la conciencia. Ayudó a la
muchacha a encontrarse a sí misma.
25
19

Pero podía haber ocurrido de otro modo. Hay personas que,


después de una experiencia de este tipo, renuncian a mejorar y
hasta intentan directamente afearse, abandonan la
competencia en ese campo. También a nosotros nos ha
sucedido, a veces, al compararnos con alguien que ha tenido
éxito, sentirnos fracasados y sin valor. Es como si se hubiese
abierto frente a nosotros un abismo, y ese abismo somos
nosotros mismos, nuestra nulidad. Dejamos caer los brazos,
nos sentimos faltos de fuerza. La envidia no nos estimula a
crecer, nos revela que no tenemos remedio. ¿Cómo identificar
dos experiencias tan diferentes? ¿No deberíamos buscar acaso
dos expresiones que las distingan? ¿No hay, por ejemplo, una
envidia competitiva y una envidia depresiva?
Pero veamos otro caso tomado de la vida real. Conozco a un
hombre de ciencia que de joven hizo una carrera brillante y
saltó a las candilejas de la notoriedad. Era el número uno,
admirado y honrado. Para su desgracia, en determinado mo-
mento, uno de sus colegas, que no parecía poseer dotes
particulares, hizo un descubrimiento revolucionario y obtuvo
un estrepitoso éxito internacional. A partir de ese momento,
los medios de comunicación sólo se ocuparon de éste. El
primero no acertó a explicárselo. Comenzó a atacarlo y a
esforzarse por todos los medios por denigrarlo y su rencor
envidioso fue aumentando año tras año hasta convertirse en
una obsesión. Ya no se trata aquí de una punzada de envidia
que dura un instante y luego desaparece. Este es un
20

rencor que caracteriza una vida, que la envenena. Es la envidia


obsesiva, la obsesión envidiosa.
Hay casos en los que, por el contrario, la experiencia de
fracaso, de falta de valor, no es excesivamente intensa. En
cambio, la irritación, el odio hacia el envidiado es violentísimo.
Algunas personas están en permanente competencia con sus
colegas; y hacen todo lo que está a su alcance para colocarlos
en una situación crítica, para arruinarlos. Aunque con esa
actitud provoquen un daño grave a la empresa en la que
ambos trabajan. Estas personas encuentran placer no tanto en
el propio éxito como en el fracaso de los demás. Es la envidia
maligna.
Luego están las personas afirmadas en sus puestos, los
viejos que temen la competencia de los jóvenes. Los miran con
desconfianza y con altivez, dispuestos siempre a
desvalorizarlos, a hundirlos cuando surgen y comienzan a
abrirse un camino. En este caso, ¿podemos hablar de envidia? A
primera vista no, porque los viejos poseen los bienes, los
valores, la estima, el poder y antes bien es el joven quien
debería estar envidioso, frente a la pregunta: "¿Por qué todavía
él y no yo?". No obstante, también esto es envidia. El viejo quiere
conservar su poder como el avaro su riqueza. Tiene miedo de
todos los que crecen. Y los jóvenes tienen el tiempo, la vida, a
su favor. Y por eso los envidia. Es la envidia avara.
La envidia es el sentimiento de una posibilidad de vida
mutilada, impedida, derrotada, pero no extinguida. O bien,
todavía demasiado débil, incierta, titubeante, insegura de sí
misma. De las
21

energías que todavía no se han desarrollado plenamente o de


las que empiezan a declinar. No del florecer pleno, porque en
ese caso la vida colmada supera los obstáculos. Ni tampoco del
ocaso definitivo, porque entonces el deseo se extingue en la
resignación. Por eso aparece durante la adolescencia, cuando
el muchacho o la muchacha no conocen todavía sus
posibilidades y esperan o renuncian sin razón. Pero también
en la edad más avanzada, cuando advertimos que perdemos
nuestras facultades y nuestro poder. O bien en aquellos
períodos de la vida en que nos sentimos fracasados, perdidos,
cuando todavía tenemos en nuestro interior tanta vitalidad,
vitalidad que reconocemos en quien ha triunfado, pero sólo
para volver a caer en el desaliento.
Sin embargo existe una gran diferencia entre un organismo
en crecimiento, que va en busca de sus posibilidades y uno en
decadencia, que empieza a descubrir sus límites. En el
primero, la confrontación evoca un deseo que puede parecer
irrealizable, aunque en realidad no lo es. Ahora bien, por el
hecho mismo de haber sido evocado, se asemeja un poco más a
la realización. La punzada de envidia en la adolescencia y en la
juventud es con frecuencia una exploración de los propios
deseos y de las propias posibilidades.
Si aquel muchacho tiene realmente la capacidad de crecer,
si tiene en su interior la vocación, la punzada de la envidia la
despierta, la trae a la conciencia. Experimenta entonces una
dolorosa languidez que es la llamada y el sentimiento de una
patria nunca vista y sin embargo deseada.
22

Como el ánade de Ibsen cuando ve pasar por primera vez a los


magníficos cisnes. El, el más feo de la pollada, siente una
misteriosa afinidad con ellos y la pena de un destino no
cumplido.
Asimismo el enamoramiento, cuando se inicia, aun antes de
haber encontrado la persona a la cual se dirigirá, se presenta
como una punzada de envidia hacia aquellos que son felices. El
extraordinario impulso vital que está por manifestarse
entrevé la felicidad a la que está destinado en un modelo y
sufre por no ser como él.1
Cuando estamos en crecimiento la envidia no paraliza la
voluntad, no hace renunciar a la meta, no pone en movimiento
pensamientos malvados y mezquinos. Sino que estimula el
deseo y nos lleva a reconocerlo en nuestro interior, a aceptarlo,
a quererlo, a pelear por él. Por consiguiente, no rechaza,
temerosa, la competencia, sino que la acepta y asume sin terror
el riesgo que ella implica. O bien da incluso un paso más,
genera un interés activo por la otra persona. Trata de buscarla,
de conocerla mejor, de tomarla como modelo, de emularla y de
hacerse amigo. Es ésta una envidia que se transforma en algo
diferente, una envidia puente, una envidia de iniciación.
Por lo tanto, la envidia es una nebulosa de experiencias
emotivas y debemos contar con otras tantas expresiones
diferentes para nombrarlas. Pero, por el contrario, en esta
esfera, el
F. Alberoni: Enamoramiento y amor, Barcelona - México,
Gedisa, 1980.
23

lenguaje es extremadamente pobre, está casi ausente. Todo lo


contrario de lo que ocurre en la esfera del amor. Los
enamorados y los poetas han creado, a través de los milenios,
estupendas metáforas. Hasta las personas más simples, cuando
son presas de una pasión adquieren el extraordinario don de
expresarse, de "hablar de amor". Lo contrario ocurre en el
mundo de la envidia. Muchas de las experiencias envidiosas
no tienen nombre. Porque no se las menciona, no se las
confiesa, no se las describe. La envidia es un sentimiento
afásico. Y es un sentimiento vergonzoso. Es algo que no le
decimos a nadie y que nos cuesta admitir incluso frente a
nosotros mismos.
Solamente estamos dispuestos a hablar de nuestra envidia
en situaciones en las cuales suponemos que podremos
desembarazarnos de ella. En psicoanálisis, por ejemplo, porque
la consideramos un síntoma del cual podemos curarnos. En
todos los demás casos, hasta cuando debemos confesársela a
un amigo íntimo, con el cual tenemos absoluta confianza, nos
sentimos profundamente inhibidos. Podemos describir nuestro
odio, nuestros celos, nuestros miedos, nuestras vergüenzas.
Pero no nuestra envidia. No tenemos el coraje de decir: "Sí,
envidio a Tal, cuando oigo su nombre me siento mal, trato de
no pensar en él, pero me vuelve continuamente al
pensamiento y me siento un miserable". Hacerlo es más que
desnudarse, es revelar el aspecto más mezquino y vulnerable
de nuestra alma. Y tenemos la impresión de que si debemos
hacerlo, nuestro amigo ya no nos mirará del mismo modo.
24

Hablar de nuestra envidia significa hablar de nuestras


esperanzas más secretas, de nuestros sueños más íntimos y
de nuestros fracasos, de nuestra incapacidad, de los límites
insuperables que encontramos dentro de nosotros mismos.
Significa hablar de las injusticias que consideramos que hemos
sufrido y que no osamos confesar porque, ¿se trataba realmente
de injusticias o de nuestra incapacidad? La envidia se lleva en
el interior de nosotros mismos, allí adonde debería estar la
plenitud del ser y donde en cambio descubrimos
imprevistamente un vacío doliente y rencoroso.
La envidia habla de nuestra frivolidad, de nuestro
esnobismo, de las fantasías infantiles que albergamos en
nosotros, que cultivamos mientras nos damos aires de
personas adultas. Habla de las mentiras que nos decimos para
consolarnos y de las que les decimos a los demás para hacer
buena figura. De las maniobras que realizamos para conseguir
cómplices. Habla de nuestros enemigos y de aquellos a
quienes nos esforzamos por dañar, aunque no nos hayan he-
cho nada. La envidia está en la raíz de muchas de nuestras
enemistades y vuelve ambiguas muchas de nuestras
amistades. Es la zona oscura en la cual nuestra perversidad
logra abrirse camino y corromper los pensamientos más puros.
La envidia es un sentimiento encrucijada, un punto de
tránsito al cual se llega desde otras experiencias y del cual se
parte para alcanzar otros sentimientos. Se puede llegar a ella
desde la admiración, cuando una persona estimada nos
25

trata mal y nos niega su reconocimiento. Puede terminar en la


admiración cuando un adversario peligroso y envidiado nos
tiende una mano y nos premia. Puede alimentar una
competencia fecunda o, por el contrario, una estéril renuncia.
Puede ser una inquietud leve, un estado de vigilancia, pero
puede convertirse en un rencor.
Pues bien, trataremos de devolverle la palabra a ese
sentimiento mudo, a ese sentimiento afásico. Para
reencontrar las huellas escondidas de nuestra infelicidad, y de
la infelicidad que provocamos a los demás. Para sacarla a la
luz, para comprenderla, para liberarnos de ella o para res-
catarla.
26

La envidia es violencia irregular


Con la envidia, al observar al otro, nos sentimos
disminuidos y, por consiguiente, dañados. Todos
admitimos que, en realidad, el otro no nos ha quitado nada,
que no nos ha hecho ningún daño. Pero no es verdad. Por lo
menos ha generado en nosotros un deseo que no
hubiéramos querido tener. Sin él hubiéramos vivido en paz,
contentándonos con lo que teníamos. Pero ahora eso ya no
es posible, pues quien ha tenido éxito, quien se ha elevado
por encima de nosotros, nos ha señalado una cumbre, una
superioridad. Ha sembrado en nuestro ánimo el veneno de
la necesidad de alcanzar esa cumbre. Cuanto más seguimos
su ascenso, más anhelamos alcanzar su altura. O que él se
despeñe hasta nuestro nivel, preferiblemente a nuestros
pies.
Pero todas estas consideraciones no pueden decirse, no
pueden gritarse. La persona envidiosa no puede reprocharle
a la persona envidiada el hecho de haberla humillado con su
presencia, con su ascenso. Quien lo hace se vuelve patético y
ridículo.
27

La envidia nace de la prohibición de la violencia, de esa


violencia que se manifestaría inmediata y terrible cuando
advertimos que otro ha recibido más que nosotros, nos ha
superado, nos ha vencido. Una violencia que se manifiesta,
furiosa, en el niño cuando advierte que le han dado a su
hermano algo y a él no.1 Una violencia que brilla por un instante
en el ojo envidioso de la mujer que ve entrar en un salón a una
rival más bella y admirada. Una violencia capilar, difusa,
cotidiana, que la sociedad no puede permitirse, porque
resultaría desgarrada por una cadena insaciable de
venganzas.2 Por eso, la sociedad obliga a los individuos a hacerla
desaparecer, a esconderla o a expresarla de manera
deformada, desviada. Pero esta prohibición también ha sido
internalizada. Nos enseñaron a hacerlo desde la infancia. Nos
enseñaron que desear el mal de los demás porque tienen más
que nosotros es una culpa, un pecado, un vicio. Precisamente, el
vicio de la envidia.
Sin embargo, cada sociedad concede a esta agresividad una
posibilidad oficial de canalizarse y de expresarse. En las
sociedades guerreras la cólera envidiosa suscitada por la
llegada de otro campeón se canalizaba en la institución del
reto, del torneo, del duelo. El recién llegado debía poner
1 Lo recuerda san Agustín en Le confesiones, libro I, 11,
Milán, Garzanti, 1990, pág. 15. [Hay versión castellana:
Confesiones, Barcelona, Bruguera, 1984 (entre otras).]
2 Un proceso magníficamente descrito por Rene Girard:
La violenza e il sacro, Milán, Adelphi, 1980. [Hay versión
castellana: La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama,
1983.]
28

a prueba su fuerza contra todos. Ellos podían desahogar


su agresividad contra él, tratando de destruirlo, de
matarlo. Y él no podía evitarlo. Aquellas sociedades
reconocían a quienes eran desafiados a una confrontación el
derecho a desafiar a su vez. Pero todo dentro de un sistema
de reglas sociales, de manera manifiesta. El resultado era la
expulsión o la muerte del recién llegado o su inserción en un
punto preciso de la jerarquía social.
Algo análogo ocurre en las comunidades deportivas. En
un círculo tenístico, se somete enseguida al nuevo socio a
una prueba y se lo coloca en la jerarquía tenística
compartida por toda la comunidad. La competencia, la
carrera, ya sea ésta un duelo, un concurso de belleza o el
juicio de Dios, son formas diferentes de dirimir una in-
certidumbre envidiosa. La sociedad establece con
claridad cuáles son sus valores y sus criterios de juicio.
Todos deben atenerse a ellos, sin excepción. Así se derrota
el mundo subjetivo, con sus mil recombinaciones posibles
de los criterios de valor, con sus dudas y sus engaños y se
impone un orden objetivo.
La sociedad capitalista, por ejemplo, requiere que la
confrontación que podía dar origen a la envidia se elabore
en la forma de emulación, de competencia. Y elogia a quien
tiende a elevarse, a quien intenta superar al competidor,
aprecia a quienes se sienten motivados para alcanzar el
éxito.3
3 D.C. McClelland: The Achieving Society, Nueva York, Van
Nostrand, 1961. D.C. McClelland, J. W. Atkinson, RA.
29

La sociedad norteamericana, en particular, es


extremadamente optimista en lo que se refiere a la posibilidad
de éxito de cada uno. No te eches atrás —dice—, inténtalo y lo
conseguirás. Pero debes hacerlo siguiendo las reglas del juego
y cuando el otro vence debes reconocer su mérito, aplaudirlo.
Otro terreno en el que la competencia es muy fuerte es el
sistema político. En este campo, las más de las veces el
resultado del juego es cero. Mientras en el sistema económico
se puede dar el caso de que todos los competidores obtengan
ganancias, en el sistema político, si uno adquiere poder,
significa que algún otro lo ha perdido. Si alguien vence, quiere
decir que otro ha sido derrotado.
Por eso, el político está extremadamente expuesto a la
confrontación envidiosa. En los congresos del partido y en las
elecciones, está obligado a asistir a su humillación y al triunfo
del competidor. Por otra parte, los motivos de la victoria o de
la derrota no están definidos unívocamente como en una
competencia deportiva. Se juegan allí complejos sistemas de
alianzas, promesas no cumplidas, episodios de corrupción.
Todos ellos son factores que llevan al político a hacerse la
pregunta crucial "¿Por qué ganó él y no yo? ¿Qué hizo para
merecer esta victoria? ¿Qué tiene él mejor que yo en cuanto a
inteligencia o habilidad, en cuanto a ideas, capacidad, méritos?".
Clark y E.L. Lowell: The Achievement Motive, Nueva York,
Appleton, 1953.
30

Lo que salva al político de un inútil y prolongado tormento


envidioso es el hecho de pertenecer a un partido, a un grupo.
No está solo, hay otras personas con él. En el momento de la
derrota lo sostienen los votos de sus compañeros de partido o
de corriente, y todos juntos tienen una respuesta a sus
angustiosas preguntas. El político vencido siempre encuentra
alguien que lo apoya y le dice: "¡No, no, tú tenías razón! El otro
es una nulidad, pero tuvo la ayuda de Tizio, de Caio y tuvo
suerte. La gente no te comprendió. Pero ahora, ¡volvamos al
trabajo y ya nos haremos ver en las próximas elecciones!".
Cuando las reglas sociales cambian rápidamente, hasta
puede suceder qué se opere una rápida transformación de la
envidia en rivalidad abierta y viceversa. Durante los
movimientos colectivos del tipo marxista de las décadas de
1960 y 1970, muchas situaciones de envidia se transformaron
en rivalidad política y fueron absorbidas en la lucha de clases.
La persona que podía ser envidiada quedaba clasificada entre
los enemigos de clase y se la odiaba por capitalista o por
sirviente de los capitalistas.
A fines de la década de 1970 ocurrió un proceso inverso con
el ocaso de la ideología marxista que canalizaba y daba una
salida ideológica a los sentimientos envidiosos. Muchos
sindicalistas se dieron cuenta de que envidiaban a sus
coetáneos convertidos en dirigentes y empresarios. Muchos
31

intelectuales de izquierda que habían elegido el camino del


adoctrinamiento advirtieron que envidiaban a sus colegas que
se habían enriquecido al convertirse en diseñadores o
publicitarios.
Pero podemos recordar también un insólito episodio de
transformación de la envidia en agresividad, ocurrido en la
televisión italiana. En 1988, el conductor Gianni Minoli había
invitado al crítico de arte Zeri a su programa y le había dado
un gran espacio. Zeri se presentaba vestido con un largo gabán
y exponía con aire hierático su verdad sobre lo bello y lo feo,
sobre lo mediocre y lo sublime. Este éxito de Zeri había
suscitado las envidias de sus colegas críticos, convencidos de
ser, por lo menos, tan buenos como él pero con la desventaja de
no tener a su disposición el escenario televisivo.
Las cosas siguieron así por mucho tiempo, hasta que
apareció otro crítico de arte, Vittorio Sgarbi en un
espectáculo de entretenimientos conducido por Maurizio
Costanzo. En determinado momento, Costanzo le preguntó qué
pensaba de Zeri. Y Sgarbi, en lugar de atenerse al código de
conducta "honesto", por el cual, como máximo se puede
mantener una cortés reserva sobre el rival, eligió el camino
opuesto. "Lo odio —dijo al entrevistador estupefacto— quiero
verlo muerto." Y cuanto más intentaba Costanzo hacerlo retrac-
tar de su afirmación, más insistía Sgarbi diciendo que Zeri era
una nulidad, un incapaz y que él lo odiaba a muerte.
Este fue el comienzo del éxito de Sgarbi que a partir de ese
momento fue invitado continua-
32

mente para decir su opinión sobre cualquier cosa y a destruir


todo y a todos. Pero fue también el comienzo de una nueva
manera de comportarse legitimada por la televisión. En lugar
de la reserva envidiosa, el ataque abierto, la pública decla-
ración de hostilidad,
Algunos distinguen una envidia buena de una envidia
mala.1 La envidia buena sería el deseo doloroso, lacerante,
que experimentamos cuando vemos que alguien tiene éxito en
lo que nosotros quisiéramos tenerlo, pero sin sentir odio,
por él, sin querer quitarle lo que tiene. El otro, en sustancia,
evoca nuestra necesidad, pero luego desaparece del campo
psíquico y no nos molesta más.
Pero, ¿ésta es realmente envidia? Si la persona que evoca
nuestro deseo desaparece, si no nos obsesiona, si la olvidamos,
¿a quién envidiamos? La envidia ha perdido su objeto. Para
que se pueda hablar de envidia es necesario que el otro
permanezca en su lugar y continúe estimu-
1 Hesíodo distingue dos formas de eris, la discordia, la

mala, está vinculada con el phtonos, la envidia, la buena en


cambio está ligada a dike, la justicia. También Descartes,
como vimos, distingue una envidia justa y una injusta. La
distinción entre envidia buena y mala, en cambio, ha sido
sostenida recientemente por Paola Beninca, Qual é l'invi-dia
che puó diré il nome, en Valentina dtJrso (comp.): Im-barazzo,
vergogna e altri affanni, Milán, Raffaello Cortina Editore,
1990, págs. 179-192.
33

lando nuestro deseo. El envidiado se instala frente a nosotros y


nos recuerda nuestra impotencia. Su presencia es una
invitación y un memento: "¡Eso es bello, pero tú no lo
obtendrás!".
Atención: no es su existencia la que no nos permite alcanzar
nuestro deseo. El otro se limita a evocarlo. Pero si ese deseo
nos hace sufrir, si queremos desembarazarnos de él, olvidarlo,
sacárnoslo de la cabeza, debemos también sacarnos de la
cabeza a quien nos lo recuerda.
El envidiado es la vía, el mediador de la tentación. No tiene
una participación activa que suscite en nosotros el deseo que
nos conduzca en determinada dirección. Pero obtiene el
mismo resultado con su simple presencia. No hay manera de
librarnos del deseo sin librarnos de esa persona porque con el
solo hecho de existir ella genera ese deseo y nuestro
sufrimiento.
En ese sentido, la envidia nos recuerda la frustración
amorosa. Deseamos desesperadamente a nuestro amado y no
podemos poseerlo. Entonces el dolor nos atormenta y hacemos
todo lo que está a nuestro alcance para no pensar en él, para
sacárnoslo de la cabeza, pero su recuerdo nos persigue.
Cuando creemos habérnoslo quitado de encima, de pronto
reaparece. O bien, vemos un objeto o una fotografía que lo
llama nuevamente a nuestro espíritu y el dolor vuelve a afir-
marse.
En el caso de la envidia experimentamos algo análogo por la
persona envidiada. No porque la deseemos, sino porque
reaviva en nosotros el anhelo por algo que no podemos poseer.
Hacemos
34

todo lo posible por liberarnos de él, por no pensar. Pero esa


persona vuelve a nuestro espíritu, la encontramos
casualmente, los demás nos hablan de ella. Si es una persona
conocida la vemos en la televisión o en los periódicos. Entonces
la desvalorizamos, tratamos de desacreditarla, hablamos mal
de ella. Si no existen estos sentimientos malignos tampoco hay
envidia.
La sociedad no condena la agresividad, no condena el
intento de derrotar a los demás. Sino únicamente la manera en
que se obtiene esa victoria. La sociedad quiere que la
confrontación se realice según sus reglas, quiere la
competencia, quiere que haya un vencedor y un vencido, y que
se acepten las jerarquías.
El envidioso está fuera del juego. Como se siente derrotado
no entra en la arena, se sustrae a la humillación y trata de
desvalorizar la meta o al adversario. La envidia es un rechazo
de las reglas de la sociedad. Al envidiar, nos rebelamos contra
sus valores, los ponemos en tela de juicio. Esquivamos sus
normas de competencia y su imposición de aplaudir al
vencedor.
Por eso no encontramos nada que pueda justificar el
concepto de envidia buena. Sólo nos queda un camino: llamar
buena a la envidia que estimula reacciones y conductas
apreciadas por la sociedad. Como en el ejemplo que
mencionábamos de la muchacha que, luego de una fase de
depresión envidiosa, aprende a hacerse hermosa.
En lugar de la expresión envidia buena nos conviene por lo
tanto utilizar otra: emulación. Al mirar a alguien que es mejor
que nosotros o que
35

ha alcanzado un resultado superior, sentimos un profundo


deseo de llegar al mismo nivel y, en lugar de abandonarnos
al envilecimiento y a la denigración, nos ponemos en
movimiento. Entonces aceptamos la competencia según las
reglas del juego establecidas por la sociedad. Y haciéndolo
salimos del universo de la envidia.
36

La punzada de envidia
Hasta la persona más envidiosa, hasta la atormentada,
corroída por la envidia no experimenta ese sentimiento
continuamente. No envidia cada día, cada hora, cada minuto.
No envidia en cada confrontación y ni siquiera cada vez que se
encuentra pensando en su odiado rival.
Esta es una característica común de todos los estados
psíquicos, de todas las emociones. Todas ellas se establecen por
un período de tiempo, a veces muy breve, y luego se van,
sueltan su presa. Acaso para volver súbitamente luego, otra
vez y todavía una vez más, como una sucesión de contracciones.
O bien desaparecen y sólo vuelven a presentarse meses o años
después, o no retornan jamás.
A esta experiencia que puede aparecer aislada o bien
repetida, a este quantum de envidia, lo llamamos
habitualmente "punzada de envidia".
La punzada de envidia es una envidia completa. Es
confrontación, descubrimiento de la propia nulidad y de la
propia impotencia, es rabia y agresividad contra el otro, es
conciencia de la envidia y vergüenza de experimentarla.
37

Puede ser una experiencia breve, incluso de unos pocos


segundos, incluso menos, de un abrir y cerrar de ojos. Puede
ser un punto de llegada y de partida de nuestras reacciones
más disímiles.
Estamos en la terraza de nuestra casa y hojeamos una
revista ilustrada. En ella aparecen los rostros sonrientes y
felices de diversos personajes del espectáculo y de la televisión.
Imágenes de una recepción suntuosa en la que se han asignado
los últimos premios Osear. Miramos con interés, pero no es algo
que nos atañe particularmente. Luego, de improviso, vemos
una página con la fotografía de una pareja feliz. Ella es una
diseñadora que conocemos personalmente. Sabemos que acaba
de contraer matrimonio con un empresario de la industria
indumentaria. Ambos fueron fotografiados tiernamente
enlazados, radiantes. El epígrafe dice que tuvieron un éxito
extraordinario en los desfiles de París. Agrega que la
bellísima diseñadora fue recibida por el presidente de la
república.
Conocíamos a aquella mujer. La considerábamos
inteligente, pero no genial; hermosa, pero no fascinante. Y
ahora la encontramos entre las estrellas de la moda. ¿Y
nosotros? Continuamos haciendo nuestro trabajo cotidiano
que nos proporciona satisfacciones, pero ninguna perspectiva
de penetrar en el gran mundo.
Entonces algo nos afecta, nos obliga a compararnos con ella.
Ahora deseamos violentamente, ardientemente, obtener su
mismo éxito. Es un deseo espasmódico, que nos corta el aliento.
Pero, al mismo tiempo, estamos amargamente conven-
38

cidos de que nunca lo lograremos. La comparación va todavía


más lejos. Examina nuestras propias cualidades, nuestros
valores respecto de los suyos. La teníamos por una persona
modesta. Ahora advertimos que nos habíamos equivocado. Que
ella contaba con muchos otros recursos. O, sencillamente, que
el mundo distribuye sus recompensas de manera
completamente diferente de lo que creíamos.
Esa fotografía hace añicos nuestra concepción de la vida, de
los méritos, de la justicia y nos hace sentir no solamente
fracasados, sino también desilusionados, estúpidos y
megalómanos, porque creíamos ser más de lo que somos en
realidad.
Cuando experimentamos la punzada de envidia, nuestra
nulidad se compara con la grandeza de la. persona que ha
tenido éxito. leñemos la impresión de que esa persona poseía
una potencialidad misterios", algo grandioso y terrible.
Sin embargo, junto con estos sentimientos de abatimiento
y de admiración, se presenta también una rebelión
espasmódica, una protesta, un no. Esa página nos quema entre
las manos, quisiéramos destruirla. Ese rostro sonriente nos en-
coleriza, lo odiamos, quisiéramos que desapareciera.
Quisiéramos que todo el asunto no hubiera existido nunca.
Iodo lo sucedido nos parece una monstruosidad, una
impropiedad del ser. Como si se tratara de un error de la
naturaleza, del desarrollo normal y lógico de lo real.
Todo esto ocurre en un único acto, una experiencia
instantánea que nos aleja del curso habi-
39

tual de nuestros pensamientos, del tono modesto de nuestras


sensaciones. La punzada de envidia es una irrupción, un shock.
Todos nuestros cotejos habituales son graduales, medidos.
Un poco mejor, un poco peor, como en las calificaciones de la
escuela, donde hay uno que obtiene un diez, y otro un nueve,
otro un ocho y así hasta uno que obtiene un seis que también
equivale a la promoción. En cambio, la confrontación envidiosa
anula las graduaciones. Se desarrolla entre todo y nada. Como
si sólo hubiera dos posiciones: rey y esclavo, salvado o perdido,
lleno o vado. La punzada envidiosa arranca de raíz todas las
jerarquías sutiles, todos los términos medios alrededor de los
cuales está organizada nuestra vida cotidiana. La envidia nos
lanza fuera de lo habitual, nos pone frente a otra entidad, en la
absoluta soledad de un cotejo de esencias, del cual salimos
derrotados.
Esta propiedad es común a otras emociones fuertes como el
miedo y los celos. También éstas se presentan con el carácter
de "todo o nada". No sentimos "un poco" de miedo. Si hay celos,
son todos los celos: es la punzada de los celos. Y también el
miedo, es el "instante de miedo". Luego, tanto uno como el
otro, pasan. Después pueden retornar o no. La intensidad
global de la emoción depende del hecho de que estos quanta
emotivos se repitan o no, a veces reemplazados por otra
emoción. Si estamos verdaderamente celosos, las punzadas se
suceden una a otra, no largan su presa y comenzamos a
fantasear y a elaborar defensas contra ellas. Si el miedo
retorna, se tradu-
40

ce en movimientos descompuestos, en fuga, en terror pánico.


Lo mismo ocurre con la envidia. Una punzada de envidia no
transforma a alguien en envidioso. Porque cuando hay
envidia, la punzada retorna una y otra vez. La envidia
comienza su trabajo de rencor, de desvalorización. Pero, es
cierto que también en la punzada están todos los elementos
fundamentales de la* experiencia envidiosa. La punzada de
envidia es envidia tout court aunque sólo sea instantánea. La
punzada tiene la doble naturaleza de deseo y de rechazo, de
admiración y de negación.
Como el miedo y los celos, la envidia es un sentimiento
doloroso, que no quisiéramos tener, que se nos impone a pesar
nuestro y del cual intentamos desembarazarnos sin
conseguirlo. A esta clase de sentimientos que
experimentamos, que sufrimos, le damos el nombre de
"pasiones". En alemán, la palabra subraya aun más su carácter
doloroso: Leidenschaft, en la que Leiden significa dolor,
sufrimiento. Por eso, nadie es envidioso voluntariamente, nadie
se regodea con la envidia, como no se regodea con el
sentimiento de injusticia o de resentimiento.
Llegados a este punto debemos hacer, aunque sólo sea de
manera elemental, algunas distinciones entre estos
sentimientos, particularmente entre la envidia y los celos
que en el lenguaje común son usados con frecuencia como
sinónimos. Antes bien algunos prefieren hablar de los celos
pues es un concepto más tolerado, más perdonado, que
avergüenza menos.
41

En realidad, los celos son la reacción emocional que


experimentamos cuando alguien nos quita a una persona que
amamos y sobre, la cual, a causa de nuestro amor, suponemos
tener derechos. La esposa tiene celos de la joven nueva
secretaria del marido, porque teme que pueda conquistarlo
en el plano erótico, que pueda llevárselo. Ella considera que el
marido es "suyo", considera justo y apropiado que él se ocupe
de ella, que no corra detrás de las demás mujeres. Porque en
el contrato matrimonial entre ambos se establece, explícita o
implícitamente, un compromiso de fidelidad. Pero también por
la sencilla razón de que su amor es de tipo exclusivo, se espera
una respuesta exclusiva.
También podemos experimentar celos por una persona que
no nos ama, pero que nosotros sí amamos. Porque contamos
con la fuerza de persuasión de nuestro amor, con una secreta
afinidad electiva que debiera vincularse con la misteriosa
intuición de que, en realidad, esa persona ya nos está
destinada y es potencialmente nuestra. El deseo amoroso,
sobre todo en el enamoramiento, se abre camino triunfante,
como un soberano, y toma posesión de sus objetos como un
amo. Por eso, si nuestro amado no nos quiere, tenemos la
impresión de que se nos ha sustraído algo que nos pertenecía.
Nos parece un error, un engaño, un hurto.
En el caso de los celos, podemos siempre individualizar
claramente a tres protagonistas: el que ama, el objeto de amor
y el rival. Y la expresión "celos" se refiere tanto al objeto de
amor co-
42

mo al rival. Porque nuestra agresividad puede dirigirse tanto


hacia uno como hacia el otro. Podemos emprenderla ya sea
contra el "traidor" ya sea contra el que lo ha apartado de
nuestro lado.
En el caso de la envidia, en cambio, sólo vemos a dos
protagonistas. El envidioso y el envidiado. No hay una 'tercera
presencia sobre la escena manifiesta, no hay un objeto de amor
disputado, robado. En el ejemplo que acabamos de dar, estoy
solo frente a la diseñadora que ha tenido éxito. Compruebo
que ella ha llegado a donde yo hubiera querido llegar y no lo he
logrado.
Basándonos en esta definición, los dos sentimientos son
netamente diferentes, inconfundibles. En la realidad, sin
embargo, esto no es así. Aparecen con frecuencia mezclados,
muchas veces inseparables. Consideremos un ejemplo famoso,
tomado de la Biblia, el de' Caín y Abel. Dios, dice la Biblia, "miró
con agrado a Abel y a su ofrenda, pero no miró con agrado a
Caín y a la ofrenda suya. Y se ensañó Caín en gran manera y
decayó su semblante".
¿Qué sentimiento experimenta Caín? Abel tuvo méritos a
los ojos del Señor. Caín que tenía el mismo deseo y pensaba
que tendría las mismas posibilidades y los mismos derechos, no.
Por consiguiente deberíamos llegar a la conclusión de que el
sentimiento era envidia, nacida de la comparación.
Pero también podemos realizar otra lectura de la situación,
atendiendo al amor. Caín amaba a Dios y Dios no le
correspondía. Prefería a Abel. Abel le sustraía a Caín el amor de
Dios, se lo ro-
43

baba. Por consiguiente, el sentimiento era de celos.


¿Cuál de las dos interpretaciones es la correcta?
Probablemente las dos, o quizá ninguna. No podemos
interrogar a los dos protagonistas, profundizar más
íntimamente en sus ánimos. Con la información que tenemos
podríamos considerar que hasta estuvo en juego una tercera
experiencia, la justicia. Desde el punto de vista de Caín, Dios,
que simboliza al padre, era injusto. Un padre debe darles
idéntico amor e idéntico reconocimiento a ambos hijos. Contra
esta injusticia se rebela Caín y como no puede golpear al padre,
golpea al hermano. Es completamente inútil perderse en estas
conjeturas para determinar cuál es la correcta. El ejemplo
debe servirnos solamente para comprender que una misma
situación puede generar diversos estados emotivos y que estos
estados pueden superponerse. Que, en algunos casos, puede
ser una envidia empapada de celos o celos empapados de
envidia. Y ambas pueden ser la base de la cual emerja,
prepotente, el sentido de la injusticia.
Pero ahora nos damos cuenta de la utilidad del concepto de
punzada de envidia. La punzada no es el sentimiento completo,
que se extiende en el tiempo y que luego se enriquece, se
modifica, se complica. Es un instante y sus componentes son
más simples, fácilmente reconocibles. En la punzada de celos,
la experiencia fundamental es la sustracción. El se va con otra,
y atraído por otra, se hace abrazar por ella. Veo a la pareja, no
a cada uno. Veo, me parece, su monstruoso, re-
44

pugnante, indecible amor, su obscena, revulsiva,


promiscuidad. Es verdad, me siento aniquilada, me falta el
aliento. Pero de ese vacío emerge una cólera, una violencia
que se vuelve contra ellos, contra él, o contra ella o contra
ambos. Es un sollozo, pero también un alarido. La
impotencia tiende a traducirse en acción, en reprobación,
en acusación, en venganza.
Cuando siento la punzada de la envidia, la escena que
aparece frente a mis ojos es diferente. En el centro hay una
sola persona. Que obtuvo algo, que triunfó, que posee, que
es admirada. Es como un rey en su trono, como un arcángel
triunfante. Alrededor de él está el mundo, la sociedad que lo
admira, que lo aprecia, que lo reconoce. Y, en esa sociedad,
de algún modo, también estoy yo, envidioso, mudo,
aniquilado, encolerizado e impotente. Cuando sentimos la
punzada de la envidia, a diferencia de la punzada de celos,
no hay alaridos. La protesta muere en los labios. Tenemos
una impresión de injusticia, pero no estamos seguros de
nuestro buen derecho.
Habitualmente concebimos el deseo como una tensión
que tiende a la descarga. Si no logramos descargarla
experimentamos frustración y dolor. Y si lo logramos,
placer, alegría.
Se sigue de ello que cuanto más importante es el objeto
de amor, tanto más sufriremos por el alejamiento y tanto
más ansiosamente trataremos de apagar nuestro deseo, de
aflojar la tensión.
45

No todo es precisamente así. Por ejemplo, cuando estamos


enamorados, aunque suframos, no queremos perder nuestro
deseo. Porque es nuestra energía vital, es la fuente de nuestro
estado de gracia. No soportamos la idea de caer nuevamente
en la mediocridad cotidiana sin contar ya con ese tender
sublime hacia lo absoluto. Queremos conservar nuestro deseo,
queremos desear. Aun cuando ello nos provoque agitación, an-
gustia, dolor.
Experimentamos por eso un placer que no nace de la
descarga de la tensión, sino de la tensión misma. Es verdad que
cuando estamos lejos de nuestro amado, nos sentimos mal,
pero también nos sentimos felices al imaginar que volveremos
a encontrarlo. Durante ese intervalo nuestros pensamientos
corren hacia él. Deseamos, lloramos, reímos, nos imaginamos en
sus brazos llenos de alegría. La espera es un continuo péndulo
que va desde el tormento a la beatitud.
Tampoco el placer de la competencia deportiva está en la
descarga de la tensión, sino que se encuentra en la tensión
misma.1 Y depende del hecho de que permanezca incierto el
resultado de la lucha. Por momentos parece que es uno el ven-
cedor, por momentos parece que es otro, y la carrera es tanto
más interesante cuanto más se baten los dos contendientes
con el máximo ensañamiento, cuanto más se esfuerzan, cuanto
más
1 Norberto Elías y Eric Duna: Sport e agresivita, Bolonia, II
Molino, 1989.
46

equilibradas están sus fuerzas, de modo tal que no se conozca


el resultado hasta el último momento, cuando recae,
finalmente, en favor de uno de los dos. Este ritmo de tensión es
el mismo de la batalla, pero también del orgasmo.
Siempre, cuando el deseo siente que puede satisfacerse, se
carga con esta delicia de la anticipación. También el odio,
también la venganza que es, en gran medida, pregusto. Se dice
de la venganza que es un plato que se sirve frío. No como la
cólera que se desahoga en la agitación inmediata. La venganza
sabe esperar, proyecta, calcula y no importa cuánto tiempo
pasa, porque cada vez que se la imagina, se saborea la satis-
facción.
En el caso de la envidiaren cambio, el deseo no soporta su
tensión. Deseamos algo porque el otro lo obtuvo y sufrimos por
culpa de ese deseo nuestro. Luchamos contra nuestro deseo,
tratamos de sacudírnoslo de encima. Quisiéramos no pensar, no
sentir, no ver.
En ese sentido, la envidia se parece a los celos del pasado.
Existen los celos actuales, presentes, que se transforman ^n
cólera, en violencia. Pero también están los celos del pasado, de
cosas ya sucedidas, que no corren el peligro de desahogarse en
ninguna acción. Por eso atormentan, provocan rencor, como la
experiencia envidiosa.
Recuerdo el caso de una pareja profundamente enamorada.
Ambos eran grandes artistas, personas extraordinarias. El
tenía cincuenta años, ella treinta y cinco. Ella había tenido gran
éxito siendo muy joven. Había sido lanzada por un fa-
47

mozo director, del cual había sido la amante por muchos


años. Después de haberla descubierto, éste la había formado,
le había revelado su talento artístico, le había enseñado a
recitar, la había iniciado en el amor, le había revelado su
cuerpo, su sensualidad. Luego se había separado. Porque él
era un Don Juan y la traicionaba continuamente. Después de
muchos años de soledad, ella había alcanzado finalmente un
matrimonio feliz, sereno.
Pero el marido se sentía perturbado por el pasado de
ella. Cuando ocasionalmente ella hablaba del otro, cuando lo
nombraba, se le ensombrecía el rostro. Hubiera querido ser
él quien la descubriera, quien la hiciera brotar, quien la
poseyera en el esplendor de la juventud, quien le enseñara a
hacer el amor. En cambio todo esto lo había hecho el primer
hombre, y éste no podía modificar en nada lo que había
madurado con el tiempo. El "así fue" del que habla Nietzsche,
sobre el cual se encarniza, inútilmente, la venganza. 2
El deseo envidioso encuentra una barrera análoga,
insuperable, y no soporta la tensión porque sabe que no
podrá realizarse. Además ni siquiera logra guardar silencio,
transformarse en un renunciamiento sereno y convencido.
Se queda así, a mitad de camino; un deseo que no tiene la
fuerza suficiente para convertirse en acción, pero que
tampoco tiene lo necesario para anularse.
2 F. Nietzsche: Cosi parló Zarathustra, Milán, Adelphi, 1970,
véase, en particular, el capítulo sobre la Redención. [Hay
versión castellana: Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza,
1983, lls ed. (entre otras).]
48

6
Admiración y envidia
¿Qué relación hay entre la envidia y la admiración? ¿No es
acaso posible que la envidia sea una admiración enmascarada,
rechazada? El envidioso admira al envidiado, quisiera ser como
él, encontrarse en su situación. Siente la fascinación del
envidiado como un amante desilusionado, traicionado. Su
pensamiento lo busca continuamente, como hipnotizado, aun
cuando luego, al encontrarlo, retroceda turbado, quiera
olvidarlo y no lo logre. ¿No es ésta acaso una típica experiencia
de amor y de identificación rechazada, denegada?
Estas observaciones están en la base de una de las más
fascinantes teorías de la envidia, expuesta por Rene Girard,1
según la cual este sentimiento nace inmediata y
espontáneamente de la admiración y del amor. Veamos de qué
manera. Cuando amamos y admiramos a alguien, cuando nos
identificamos con él, participamos de su vida,
1 Rene Girard: Menzogna romántica e venta romancesca,
Milán, Bompiani, 1965, y La violenza e ü sacro, op. cit.
49

B
de sus experiencias, experimentamos sus mismos deseos.
Somos, en sustancia, como él. Pero, siendo como él, queremos lo
mismo que quiere él, de la misma idéntica manera.
Hemos visto antes que aprendemos nuestros deseos. Es un
proceso complejo que se desarrolla en el curso de toda la vida.
Según Girard, en cambio, el proceso por el cual aprendemos el
deseo es inmediato y coincide con la identificación. Cuanto más
fuerte es la identificación, más emulamos al otro, nos
convertimos en su doble y estamos dispuestos a toparnos con
él para poseer el mismo objeto.
Si el modelo de identificación está lejos, es, por ejemplo,
una estrella del deporte o del espectáculo, un jefe carismático o
más bien inaccesible, como en el ejemplo de Don Quijote, un
personaje imaginario como Amadís de Gaula, no tenemos
conflicto con él. Si en cambio, este modelo, este objeto de
identificación está cerca, en relación concreta con nosotros, si
él desea lo mismo que deseamos nosotros, mediante su
ejemplo, aprendemos a desear y la confrontación se hace inevi-
table. Competimos con él por el mismo objeto, por la misma
meta, por el mismo valor. Y competimos porque hemos
modelado ese deseo siguiendo exactamente el suyo hasta en los
mínimos detalles. Cuando él desea algo de manera exclusiva,
nosotros también lo deseamos de manera exclusiva,
precisamente porque él lo desea.
Imaginemos a dos jóvenes, dos amigos, que se quieren y
que se identifican uno con el otro. Llega una muchacha y uno
de ellos se siente
50

atraído por ella. Le hace la corte. El segundo, precisamente


porque se siente identificado con el primero, se ve impulsado
a desearla a su vez, como guiado, dirigido por el deseo de su
amigo. Si hubiera estado solo, quizá no le hubiera dedicado ni
una mirada, pero ahora le fue señalada como objeto de valor
y a su vez la quiere para sí. Así se pone en movimiento un
proceso circular de fortalecimiento del deseo y la muchacha
se transforma en el objeto de una violenta competencia.
Teoría fascinante, ¿no es verdad? Pero quizá demasiado
simple. En realidad aprendemos nuestros deseos, ya sea
mediante la identificación, ya sea mediante la indicación.2
Hasta los llevamos en nuestro interior como aspiraciones,
como modelos ideales. Cuando, en la situación envidiosa,
experimentamos el deseo de poseer lo que el otro tiene, con
frecuencia sólo se nos está poniendo de manifiesto algo que
ya deseábamos antes.
Entonces, ¿no hay ninguna relación entre la admiración y
la envidia, entre la identificación y la envidia? Por cierto que
la hay. Pero es una relación de oposición y de exclusión.
Para despejar el terreno comencemos observando que,
contrariamente a la teoría de Girard, existen formas de amor
y de identificación no envidiosas. Lo vemos en el amor de los
padres por sus hijos, en el enamoramiento, en la amistad,
2 Retomaremos esta distinción y la analizaremos más

ampliamente en el capítulo 8.
51

pero también en la relación con los divos, con los jefes


carismáticos.3
Los jóvenes sienten hacia un cantante o su campeón
preferido un cálido sentimiento de simpatía, de admiración. Es
una verdadera identificación. El sujeto fluye en el otro,
participa de su alegría y de sus dolores, participa de su
grandeza y de su carácter extraordinario.
En esta relación, el sujeto nunca se contrapone al objeto de
su identificación admirada. Está completamente de su parte, se
enriquece a través de él. No se compara con él, no piensa que
pueda obtener algo para sí, un valor para sí separado del otro.
Si alguien lo incita a confrontarse con su objeto de admiración,
dirá que él mismo no vale nada, que es el otro el que tiene
todo el valor, pero no sufre por ello y está contento de que sea
así.
El muchacho que admira a Elvis Presley, a Joan Baez, a
Madonna o a Prince, siente que hay una distancia infinita entre
él y su ídolo. Ellos son superiores, extraordinarios,
maravillosos. Pero, aunque disminuido, se siente enriquecido
por ellos.
Una relación análoga se establece entre los discípulos y el
jefe carismático. El jefe es infinitamente más inteligente, más
valiente, más merito-
3 Sobre esta relación en el divismo, véase Edgar Morin: /

divi, Milán, Garzanti, 1977 [Hay versión castellana: Las


stars, Barcelona, Dopesa, 1972]; F. Alberoni: L'elite senza
potere, Milán, Bompiani, 1973, y Cario Sartori: La fabbrica
delle stelle, Milán, Mondadori, 1983.
52

rio que ellos. Lo quieren, lo admiran como una amante al


amado. La relación con el jefe, la cercanía del jefe, son fuentes
de alegría y un medio de elevación. El jefe es una puerta, un
camino para autosuperarse y acercarse a los valores absolutos,
a la perfección.
Este tipo de relaciones está caracterizado por una energía
ascendente que tiende hacia el modelo como si tendiera hacia
una perfección. Al pensar en su modelo, el sujeto se siente
enriquecido de energía. Al identificarse con él logra participar
de su fuerza, penetrar en el flujo positivo que lo arrastra.
Esta energía corresponde, en gran medida, a aquello que los
griegos llamaban eros.* Es la atracción universal que mueve
cada cosa hacia lo que es más elevado y más perfecto, hacia su
modelo y, de modelo en modelo, hacia el modelo supremo, la
divinidad. En el mundo griego el amor es un movimiento que va
desde quien es inferior, el amante, hacia quien es superior, el
amado. Del mismo modo, lo vacío se mueve hacia lo pleno, la
ignorancia hacia el saber y hacia la virtud.
En este universo no hay lugar para la envidia. Cada
diferencia positiva, cada diferencia de más, pone en movimiento
el deseo de ser como el otro, de ascender hasta él. Incluso
podemos imaginar muchas personas que corren una carrera
4 Sobre el concepto griego y cristiano de amor (eros y
ágape), véase Anders Nygren: Eros e ágape, Bolonia, II Mu-
lino, 1971. [Hay versión castellana: Eros y ágape, Barcelona,
Sagitario, 1969.]
53

para acercarse a su modelo común, atraídas todas ellas


positivamente por su perfección.
La envidia no es la continuación de este movimiento. Es su
interrupción, su inversión. La envidia nace de una catástrofe
del movimiento ascendente, de una catástrofe del eros.
No existe ninguna razón interna que transforme la
identificación adoradora en rivalidad envidiosa. Los muchachos
pueden continuar admirando a su ídolo o abandonarlo por otro.
Del mismo modo en que pueden experimentar varias veces el
sentimiento de amistad o violentas pasiones eróticas, sin que
aparezca nunca un rastro de envidia.
La envidia, en cambio, puede manifestarse,
obstinadamente, en los bancos de la escuela, por alguien que
logra mejores resultados que los demás, el mejor alumno de la
clase, alguien a quien los demás no querían particularmente. Es
verdad que los compañeros se sienten atraídos, sienten
admiración por él, pero entre ellos se establece una relación
cualitativamente diferente de la anterior, podríamos decir,
opuesta.
Mientras el éxito y la riqueza del divo preferido enriquece al
joven, el éxito del primero de la clase lo bloquea. Mientras la
excelencia del divo lo llena, la de su compañero, lo vacía.
Cuando hace la comparación y se da cuenta de que su ídolo es
infinitamente superior a él, se siente feliz; cuando se compara
con su compañero, se siente aniquilado. Porque se separa de
él, porque está obligado a ocuparse de sí mismo, a colocarse a sí
mismo en primer plano, a escogerse a sí mismo, en lugar de al
otro.
54

En la confrontación con el divo, su ser fluye en el otro, se


reconoce en la plenitud del ser ajeno. Y, al idealizar al divo, se
enriquece, porque no hay una separación entre ambos. No
existe un sí mismo que deba conquistarse un lugar en el
mundo, que deba ganarse un reconocimiento de valor. La
relación con el ídolo es la continuación o la réplica de la relación
con la madre y con el padre, con la familia, con el grupo. Objetos
de amor y de identificación que se absorben. Grandes objetos
de amor y de valor, entre los cuales el joven encuentra su
propio sentido y su propio valor. Si crece la potencia de ellos,
crece también la propia, porque ellos están en su interior, son
una parte constitutiva de él.
Cuando hay envidia, en cambio, esta relación se derrumba,
queda interrumpida. La envidia hace su aparición cuando se
produce la separación entre nosotros y el otro. Cuando ya
nadie puede tomar nuestro lugar e incluirnos en él. En la
medida en que esto es posible, en la medida en que un gran
objeto de amor y de identificación (dentro del cual y a través
del cual encontramos nuestra sustancia de ser, nuestro valor)
la envidia no es posible. La envidia se manifiesta cuando esta
participación se interrumpe. Por eso ella es la expresión de la
escisión del individuo, más bien de su deserción, de su
expulsión, que lo convierte en una entidad aislada, en
desesperada busca de su sustancia, de su fundamento, de su
valor. Ahora ya no encuentra en el otro la puerta, el sendero
para alcanzar una entidad autosufi-ciente que se funda a sí
misma, invita y acoge, si-
55

no que encuentra la señal de un límite. El otro señala la


barrera insuperable que no permite alcanzar la región del
valor, que está más allá, inaccesible. El otro es parte de uno
mismo, está animado por la misma sustancia, participa del
mundo de los valores, pero constituye la barrera frente al
sujeto que queda condenado a permanecer de este lado de la
fractura o la muralla que se ha creado.
Por consiguiente la experiencia de la envidia es la vivencia
de una pérdida esencial y el angustioso descubrimiento
intolerable del sí mismo separado y carente de valor. Del sí
mismo en el exilio, en inútil espera frente a la puerta cerrada
del ser.
A través de la experiencia de la envidia, el sujeto
comprende que ya nada le será dado, que todo deberá ser
obtenido, mendigado o conquistado. Porque esa puerta podrá
reabrirse, pero seguirá siendo siempre un límite mirado y
vigilado, siempre dispuesto a volver a cerrarse siguiendo leyes
desconocidas, complejas, engañosas, que hay que descifrar. Y
adquiere la experiencia de que para lograr su propio
fundamento debe depender del arbitrio de los demás, de sus
juicios despiadados.
56

Envidia y conocimiento
Cuando envidiamos a alguien, pensamos en él, nos
colocamos idealmente en su lugar, deseamos lo mismo que él
desea. Lo que él posee estimula en nosotros el mismo deseo.
¿Podemos decir entonces que nos sentimos identificados con
él?
No. No se trata de una relación de identificación. Cuando
envidio a alguien no modelo mis deseos basándome en los
suyos, más bien me importan poco sus deseos. Observo lo que
posee y lo que no posee. No me interesan sus estados de
ánimo, sino sus resultados, su poder.
Supongamos que la persona a la que envidio logra satisfacer
todos sus deseos. Y, saciada, no desea nada más. ¿Cesa acaso
por ello mi deseo? Ni soñando. Continúo deseando como antes,
más que antes. Supongamos ahora que en cambio el envidiado
pierde todo. Entonces está desesperado, sacudido. Por un
tiempo se siente desorientado, ni siquiera tiene la fuerza para
reaccionar. Si yo me sintiera identificado con él, debería com-
partir su dolor. Debería dejar de envidiarlo. Pero
57

no. Antes bien, estoy feliz de que haya perdido todo. Estoy
rebosante de alegría por su ruina.
Por lo tanto debe llegar a la conclusión de que la relación
típica de la envidia no es la identificación. Por el contrario, es
una fractura que se produce entre el otro y yo, es una
separación que me impide con-gratularme y con-moverme con
él. En cuanto a mis deseos, no los aprendo de los suyos. No son
sus deseos los que me indican el objeto, sino que son sus
resultados.
La clave de la envidia es no el deseo de algo concreto, sino el
carácter insoportable de una diferencia. Una diferencia de ser.
Sufro por una carencia de ser, una carencia evocada por la
presencia, del otro.
Es no el deseo del otro, sino la superioridad del otro, el
valor del otro, lo que mueve la envidia. ¡Oh, precisamente
envidiamos, porque apreciamos el valor! Los niños envidian a
los que son mejores que ellos. Los adolescentes sienten la
punzada de envidia frente a aquellos que representan el
despliegue de un valor. El envidioso adora el valor, adora la
cantidad de ser que percibe en el otro y no en sí mismo. En la
envidia hay una experiencia metafísica de la propia inconsis-
tencia en relación con la consistencia de los demás que parece
resaltar casi como una divinidad frente a nosotros.
En esto Girard tiene razón. El envidioso tiende a divinizar
el objeto de su envidia, a convertirlo en un ídolo. Proust, el
autor que más analizó la envidia, nos muestra con extremada
claridad este proceso de transfiguración. El círcu-
64
58

lo aristocrático de los Guermantes, en el cual el protagonista


aspira a ser admitido, le parece un paraíso. No comprende que
la vida en ese círculo es análoga a la de cualquier otro círculo.
Que también allí la gente se aburre. Todo le parece idealizado
por el deseo envidioso.
El envidioso continúa envidiando, aun cuando el envidiado
haya muerto. Sufre por la admiración, el respeto, la veneración
que tiene por el la sociedad. Murió pero las bocas continúan
mencionando su nombre. En la película Amadeus, Saliera
envidia a Mozart, incluso después de su muerte, porque su
música continúa viviendo y triunfando.
En realidad el envidioso no ve al otro, no sabe lo que piensa,
lo que siente, lo que desea. No comprende su sufrimiento, no
toma en consideración sus angustias, sus luchas, sus
desilusiones, sus desafíos, las fatigas que el otro ha soportado
para alcanzar esa meta. Niega todo esto. En su ofuscación se ve
siempre a sí mismo. A sí mismo en el lugar del otro, poseyendo
lo que el otro posee, obteniendo los reconocimientos que recibe
el otro. Un sí mismo enriquecido con algo del otro, con algo
más. Por eso la envidia no es un camino de conocimiento, no es
una manera de compartir la experiencia. Por el contrario, la
envidia es un obstáculo, un impedimento para el conocimiento,
un rechazo.
El descubrimiento, la revelación de una superioridad, de un
valor, del otro, debería provocar eros, admiración, amor. Y, por
lo tanto deseo de un contacto más íntimo, de participar, de
saber.
65
59

Cuando nos acomete la punzada de envidia, este movimiento se


paraliza. La experiencia de lo extraordinario, de lo divino, se
transmuta instantáneamente en una violenta repulsa.
La envidia implica una dualidad que nos recuerda la
ambigüedad de lo sagrado. Por un lado, el fascinans, pero, por
el otro, el tremendum, lo espeluznante, lo demoníaco, lo
satánico.1
Quizá podamos utilizar la expresión freudia-na
"ambivalencia" para caracterizar esta duplicidad originaria de
actitud. Pero lo que caracteriza la envidia es el predominio del
momento negativo de la ambivalencia, la repentina
desaparición del eros. Y la desaparición del eros hace imposible
el conocimiento. El envidioso no soporta ver u oír hablar del
objeto de su envidia. No quiere saber nada de él. No quiere
conocer los motivos de su éxito. Le basta alguna información
superficial, luego es él quien comienza a hablar, a decir, a ex-
plicar. La envidia no indaga, afirma. No escucha, murmura. No
va hacia el objeto, se defiende de él, lo aleja, como enceguecida
por el resplandor que entrevio y que la dejó perturbada.
Cuando vuelve a pensar en él, cuando se ve obligada a verlo
nuevamente, cuando él, sin quererlo, se le aparece por delante,
ella se retrae. Pero no puede menos que verlo y turbarse. Esta
es la transfiguración envidiosa. No es una transfiguración cog-
noscitiva como en el caso del amor, una revelación extasiada
de los individuos, sino que es el
1 Rudolph Otto: II sacro, Milán, Feltrinelli 1970. [Hay
versión castellana: Lo santo, Madrid, Alianza, 1980.]
66
60

hecho de tener una visión interior de un tremen-dum al que


sigue el exorcismo: "¡vade retro, Satán!".
Cuando nos damos cuenta de que alguien vale, de que
alguien escribió, dijo o hizo algo que podría ser apreciado,
nos precipitamos a negarlo, a rechazarlo. No queremos ver,
no queremos saber.
Seleccionamos los estímulos que nos llegan. Excluimos
del campo perceptivo o del campo de la atención lo que en
ese momento no es importante
La selección envidiosa hace un trabajo semejante en
quien tiene la propiedad de imponerse a nosotros como
dotado de valor, como hermoso, como meritorio, admirable,
elogiable.
La envidia no es la única causa del rechazo de las cosas
que podríamos comprender o apreciar. Una persona
religiosa se siente chocada por una obra de arte que ofende
sus sentimientos. O bien por un trabajo filosófico que
desvaloriza su fe. Toda agrupación sociocultural defiende
sus prejuicios y sus convencimientos rechazando los
estímulos que los ponen en tela de juicio.
¿Cuándo este proceso selectivo puede considerarse
envidioso? Cuando no constituye una amenaza para
nuestra fe, sino cuando nos ame-
2 Sobre la teoría de la defensa perceptiva, de Jerome

Bruner, véase J. S. Bruner y C. C. Goodman: "Valué and Need


as organizing factor in Perception", J. of Abnormal and Social
Psy., 1947, 42, págs. 3?-44; J. S. Bruner, "On perceptual
Readiness", Psy. Review, 1957, 64, págs. 132-152.
67
61

naza a nosotros mismos, a nuestro valor personal. En el


rechazo envidioso siempre está presente el sí mismo, siempre
hay una confrontación que coloca al sí mismo en una situación
de crisis. Por lo tanto, la envidia siempre es además afirmación
del yo.
Cuando caemos en poder de la envidia nos volvemos
incapaces de apreciar las propuestas valiosas que nos llegan
de los demás. Rechazamos las ideas más brillantes que las
nuestras, desvalorizamos las obras de arte más sublimes,
despreciamos los descubrimientos más revolucionarios. En un
universo de envidiosos puros, nadie aprende nada, nadie se
resigna a admitir la superioridad de un pensamiento, de una
técnica. Cada uno habla para afirmar su posición, escucha a los
demás únicamente para descubrir cómo valorizarse a sí mismo.
Este universo imaginario de envidiosos puros es la
transcripción, en el plano de la comunicación, del estado de
naturaleza de Hobbes, en el cual el hombre es "homini lupus", la
lucha de todos contra todos.
El mismo esquema que Hobbes aplicaba a la política, al
Estado3 puede aplicarse a la envidia. Si todos luchan contra
todos, cada uno se siente en peligro y, para salvarse, renuncia
a sus derechos en favor de un tercero, el soberano. Lo mismo
ocurre en el caso de la envidia. A fin de que la
3 Thomas Hobbes: Sul cittadino, Turín, UTET, 1948 y

Leviathan, Barí, Laterza, 1971. [Hay versión castellana: Del


ciudadano. Leviatán, Madrid, Tecnos, 1982, 2r ed.]
68
62

comunicación sea posible, la envidia debe detenerse frente


a alguien, no importa quién, alguien a quien todos admiren,
a quien todos escuchen: un soberano del valor. Entonces
todo: pueden reconocerse en él, pueden comunicarse.
La envidia me impide comprender a mi vecino. La envidia
me impide captar la profundidad de su pensamiento. La
envidia me cierra los ojos4 y los oídos. Por eso, cuando
elimino la envidia —como hago con el soberano o con el líder
o con el maestro— vuelvo finalmente a ser capaz de escuchar
y comprender cuanto ellos dicen, sea lo que fuere lo que
digan. Y conmigo, todos los demás.
El máximo absoluto de la soberanía es Dios, la fuente
absoluta del valor es el libro divino. La humanidad, por
millares de años, pudo comunicarse utilizando el mismo
libro sagrado, encontrando en él todas las ideas, todos los
problemas, todas las soluciones. Sin la Biblia, el Evangelio,
el Alcorán, la comunicación entre millones de individuos de
diferentes pueblos no hubiera sido posible. Solamente un
libro indiscutible podía sustraer a los hombres á la
tentación de la diferenciación orgullosa, de negarse a
comprender lo que dicen los demás. Gracias a la mediación
de estos libros sagrados, los hombres pudieron hablar con
su prójimo, compartir las esperanzas propias, los propios
temores, las propias expectaciones.
4 Recordemos la imagen de los envidiosos en el purgatorio
que tienen los ojos cosidos con hilo de hierro. Dante
Alighieri: La Divina Comedia, Purg., XIII.
69
63

Por consiguiente el soberano, el líder (y Dios es el sumo


soberano, el líder por antonomasia), es el sendero de la
comunicación. Toda comunicación entre dos pares pasa a
través de él. Como las comunicaciones telefónicas pasan a
través de una central o un satélite colocado por encima de ellas.
En el curso de la historia siempre se han alternado
períodos de quebrantamiento cultural con períodos de
unificación. A veces esta unificación fue el producto de una
unión política, otras veces fue independiente. El mundo griego,
en la época de la polis, estaba culturalmente unificado y
políticamente dividido. En el imperio romano hubo unidad
política, pero no una profunda unidad desde el punto de vista
filosófico y religioso. La unificación cultural sólo se logró por
obra del cristianismo.
El Islam tuvo una función semejante en la gran área
geográfica que va desde el Atlántico hasta el subcontinente
indio. En China la unidad estuvo asegurada en el plano político
por el Imperio y en el plano cultural por el confucianismo y el
taoísmo.
En el interior de estas grandes unidades culturales, en el
curso de los siglos se produjeron fracturas, se constituyeron
escuelas de pensamiento, grandes corrientes de unificación.
Habitualmente la historia de las ideas estudia estos
procesos como creencias que se difunden. En realidad, las
grandes comentes culturales son siempre expresión de
movimientos sociales que movilizan a millares de personas,
con una organización propia, una jerarquía. Para
70
64

dar algún ejemplo, la filosofía agustiniana, durante la Edad


Media, encontró su base social en el movimiento franciscano,
mientras que el aristotelismo fue la base del movimiento
dominico y más tarde del jesuítico. La solidaridad social, la
potencia organizativa, la "soberanía" del orden garantizaron
siempre la ortodoxia filosófica.
Pasando a otra época, cuando pensamos en la ilustración y
en los phildsophes franceses, imaginamos a muchos individuos
que descubren que comparten las mismas ideas. En realidad,
detrás de ellos estaba la masonería, un gran movimiento
colectivo, con una disciplina, con procedimientos de iniciación
y una organización óptima.6
A fin de poder afirmar su psicoanálisis, Sigmund Freud tuvo
que organizar una sociedad específica, la Sociedad
Psicoanalítica Internacional, que demostró una extraordinaria
capacidad para guiar el pensamiento. Gracias a ella, por
muchos decenios existieron un pensamiento freudiano or-
todoxo y uno herético, con verdaderas y propias conversiones y
excomuniones.
Michel Foucault ha sostenido la tesis según la cual las
maneras de pensar dominantes de una
5 Esta teoría y muchos ejemplos que la confirman están
expuestos en P. Alberoni: Genesi, Milán, Garzanti, 1989.
[Hay versión castellana en preparación: Génesis, Barcelona,
Gedisa.] En lo que se refiere a la masonería en particular,
véase R. Koselleck: Critica illuministica e crisi della sosiega
bordéese, Bolonia, II Molino, 1972. [Hay versión castellana:
Crítica y crisis del mundo burgués, Madrid, Riala, 1965.]
71
65

época histórica (las epistemes) se forman y se disuelven sin un


motivo, por saltos epistemológicos.6 En realidad, las ideas y los
conceptos son producto de las fuerzas sociales y culturales
organizadas y se disuelven con el ocaso de éstas. Por ejemplo,
todas las creencias sobre la nación, la patria y la misión de los
pueblos están vinculadas con la formación de los movimientos
nacionalistas del siglo XIX. Los mitos de la raza y de la sangre
fueron expresión del movimiento fascista y desaparecieron
con su derrota. Pero fue necesaria una guerra mundial para
destruirlos.
Hasta no hace mucho, buena parte de los intelectuales
europeos eran marxistas o simpatizantes del marxismo. Pero
también esta epísteme tenía su base organizativa en el gran
bloque de los partidos comunistas hegemonizados desde la
Unión Soviética. La otra cara social de la filosofía marxista era
la tercera internacional, la organización, la burocracia, el
ejército rojo, la KGB, el Gulag. A fines de la década de 1960, este
aparato de poder llegó a dominar los movimientos juveniles
europeos y, en ciertos países, como Italia, los sindicatos, gran
parte del mundo académico y la prensa. Fue una época en la
que muchísimos periodistas, profesores, estudiosos de las
ciencias sociales y estudiantes hablaban y pensaban aten-
diendo a la burguesía, el proletariado, la lucha de
6Michel Foucault: Le parole e le cose, Milán, Rizzoli, 1978;
Archeologia del sapere, Milán, Rizzoli, 1980. [Hay versión
castellana: Las palabras y las cosas, Barcelona, Planeta-
Agostini, 1985.]
72
66

clases, la alienación, es decir a las categorías típicas del


marxismo. Todo esto declinó bruscamente con la crisis
mundial del marxismo y desapareció con el colapso de la
UKSS y de su imperio.
La gente, entonces, se comunica, se entiende, comprende
lo que dicen los demás cuando forma parte de una entidad
colectiva, de un campo de solidaridad organizado. Esto
habitualmente se forma partiendo de un movimiento
colectivo que luego se institucionaliza y produce una
estructura de poder y de control. Una vez estabilizada la
institución, cada individuo se mueve en su interior dentro
de los límites de la rígida jaula de la ortodoxia.
Cuando este campo de solidaridad se descompone, sus
fragmentos se distancian unos de otros, y sus lenguajes se
hacen divergentes e intraducibles. Los grupos y los
individuos se contraponen y cada uno trata de afirmar su
propio punto de vista, su propia visión del mundo. Pero es
como un clamor confuso en el cual las palabras, en lugar de
unir, dividen todavía más.
La envidia, como hemos visto, es una rebelión contra la
sociedad, un desafío a sus valores. Mientras la sociedad es
fuerte, puede rechazar el desafío, y establecer con energía lo
que todos deben creer. Por lo tanto no hay mucho lugar
para el trabajo de la envidia. Pero cuando la sociedad se
debilita, todo es materia opinable, cada individuo puede
erigirse en juez y, al mismo tiempo, puede pretender que
vale y que es admirado.
Aparece así el triunfo de la envidia. En los congresos y en
las convenciones, el político, el in-
73
67

telectual y el estudioso ya no escuchan al otro para


comprenderlo, sino solamente para diferenciarse, para
afirmarse a sí mismos frente al otro, para afirmar el propio
valor frente al de los demás. Ya nadie quiere aprender, todos
quieren negar.
La propagación de la envidia es por consiguiente un síntoma
de la disgregación social, una manifestación de la pérdida de
las raíces, de la soledad del individuo.
En las épocas de disgregación, la cultura se recompone en
islas restringidas, como en un régimen feudal. Se forman así
tantos feudos, tantos pequeños estados, cada uno con un señor
feudal, un gurú, un maestro. Los discípulos toman los textos y
las palabras para comunicarse entre ellos. Pero su
aceptación termina en los límites de la escuela. Más allá de
ella está el terreno de la incomprensión y de todos los posibles
sincretismos, la Babel de las lenguas.
74
68

8 A quién envidiamos
Con frecuencia no reflexionamos sobre el hecho de que
nuestros deseos, incluso los más íntimos, han sido aprendidos.
Nos parecen la parte más espontánea, surgida más
naturalmente de nosotros mismos. Como si brotaran, sin
motivo, de nuestra individualidad. En realidad, los
aprendemos de los demás, desde la primera infancia y luego,
poco a poco, en el transcurso de la vida mediante dos
mecanismos fundamentales: la identificación y la indicación.
Veamos cómo opera el mecanismo de la identificación en
los niños pequeños. Imaginemos a dos niños, dos hermanitos.
Le damos un juguete a uno. El otro, casi inmediatamente
querrá quitárselo o querrá uno idéntico. El hecho de que el otro
tenga en sus manos un objeto, suscita su deseo. El que no ha
recibido el juguete se coloca idealmente en lugar del otro y
desea ser como él, hacer lo que hace él, y poseer lo que él posee.
El segundo mecanismo es la indicación. Nuestros padres,
nuestros maestros, la televisión, y otros personajes
significativos nos indican
75
69

qué tiene valor, qué es importante, qué vale la pena desear y


qué debe evitarse.
Estamos siempre frente a un proceso doble. Por un lado se
nos indica qué debemos querer, por el otro qué debemos
evitar.
Todo el psicoanálisis se ha ocupado sobre todo de las metas
prohibidas, inhibidas, de la sociedad. El niño, desde los
primeros años de vida, aprende que ciertas cosas son buenas,
aprobadas y apreciadas por todos, y que otras, en cambio, son
malas, malvadas, feas. El depósito de esas prohibiciones
infantiles constituye el superyó y produce, en la vida adulta,
sentimientos de culpa angustiantes y aparentemente sin
causa.
El proceso de aprendizaje de lo que está socialmente
prohibido continúa, sin embargo, ininterrumpidamente. En
determinado momento las órdenes explícitas, las
prohibiciones manifiestas cesan. Colocados frente a la
posibilidad de hacer un mal a quien amamos, nosotros mismos
nos ponemos límites, juzgamos y frenamos nuestros deseos. Si
violamos estos límites, experimentamos un intenso
sentimiento de culpabilidad.
En cambio cuando la inhibición de estos deseos depende
del control social, nos frena la vergüenza. No queremos que se
nos descubra haciendo algo prohibido, como un niño que es sor-
prendido con la mano en el tarro de la mermelada.
Luego está toda la clase de deseos a los cuales aprendemos
a renunciar porque están más allá de nuestras posibilidades.
Algunos los aprendemos desde la infancia, otros los
seguimos
76
70

aprendiendo continuamente, con frecuencia, por el método de


prueba y error.
Renunciamos a muchos deseos y aspiraciones con desgano y
sólo después de haberlos cultivado largamente en nuestro
corazón, esperando poder satisfacerlos algún día. Pensamos
en muchos de ellos únicamente en forma de fantasías, de
sueños con los ojos abiertos, o réveries realizadas durante la
duermevela, o cuando no logramos dormirnos por la noche.
Hemos vivido otros solamente a través de un tercero,
identificándonos con los personajes de una película, de una
novela, participando, gracias a la magia del arte, de sus vidas,
de sus alegrías. Hemos experimentado otros, en cambio,
leyendo las biografías de los grandes personajes históricos, de
personajes célebres.
Habitualmente este mundo de deseos se organiza alrededor
de algunos modelos ideales, sólo parcialmente conscientes, a los
cuales corresponden personajes en los cuales nos
reconocemos, personajes que admiramos y emulamos.
Estos modelos están más allá de lo que nosotros
consideramos que podemos realizar en nuestra vida cotidiana.
Si alguien nos pregunta: "¿Realmente esperas ser como él?",
respondemos con humildad: "Es verdad que me gustaría, pero
no soy capaz". Es la relación que tienen los jóvenes con su
cantante favorito, los deportistas, con los grandes campeones
del deporte. Pero a todos les ha ocurrido admirar
profundamente a una persona, considerarla un modelo ideal y,
precisamente por esto, inalcanzable.
77
71

Sin embargo, algo de ese modelo se filtra en nuestra vida.


Constituye una guía, indica una dirección, un camino. Con
frecuencia pensamos en él a fin de decidir cómo comportarnos
en circunstancias difíciles. Volvemos a pensar en él cuando
tenemos un éxito. Entonces sentimos como si hubiéramos dado
un pasito en su dirección. En nuestra fantasía, por un
momento nos sentimos en lo alto, a su lado.
Tenemos entonces en nuestro ánimo, una multitud de
sueños, de esperanzas, de aspiraciones que permanecen en
estado potencial o que inhibimos con prepotencia porque los
consideramos irrealizables. Pero existen y están
continuamente a la espera de poder reanimarse, de poder
satisfacerse. La envidia tiene mucho que hacer con este
depósito de "sueños prohibidos" y se enciende cuando un
acontecimiento externo debilita nuestra vigilancia, nos hace
entrever la posibilidad de satisfacerlos, de volver a ponerlos en
movimiento.
¿Qué o quién tiene la mayor probabilidad de reanimarlos, de
hacérnoslos desear nuevamente? El hecho de que alguien como
nosotros, parecido a nosotros, haya logrado realizarlos. Alguien
con quien podemos identificarnos, pero que ha tenido éxito en
lo que nosotros hemos fracasado, o en aquello a lo que
habíamos renunciado. Alguien que, siendo al principio como
nosotros, se transformó en lo que nosotros hubiéramos querido
ser, pudo obtener lo que nosotros hubiéramos querido tener.
Esta ley fundamental fue descubierta y redescubierta por
todos aquellos que se ocuparon
78
72

de la envidia, empezando por Aristóteles. El gran filósofo griego


escribe en la Retórica: "Envidiamos a las personas que están
cerca, en el tiempo, en el espacio, en la edad, en la reputación (y
en el nacimiento)".1 Es decir, a las personas que tienen más o
menos los mismos deseos y las mismas posibilidades. El
muchacho envidia al hermano que ha recibido un regalo que no
le han dado a él. La muchacha envidia a la amiga que asistió a
un baile al que ella no fue invitada. Ambos desean algo que
razonablemente podrían imaginar obtener.2
Vecindad, en este sentido, significa semejanza en la posición
social, en los deseos, en los gustos, en las aspiraciones, en los
sueños, en las posibilidades. Pero también equivale a decir co-
nocimiento, directo o indirecto, contacto, información. Las
mismas idénticas condiciones sobre cu-
1 Aristóteles: Retórica, op. cit.
2 Elefecto demostrativo que está en la base de la teoría
del consumo de Modigliani y Duesenberry establece que la
propensión al consumo es proporcional al número de las ex
posiciones de ejemplos de consumo concretos. Por lo tanto,
alcanza el máximo entre vecinos, en la misma franja de po
der adquisitivo o en los límites entre dos franjas. Véase J. S.
Duesenberry: Income, Saving and the Theory of Consumer
Behavior, Harvard University Press, Cambridge, 1949.
También la teoría sociológica de la privación relativa y de
los grupos de referencia alcanza resultados análogos. La
confrontación requiere la existencia de contactos o de infor-
maciones, y por consiguiente es siempre una función de la
proximidad social. Véase W. G. Runciman: Ineguaglianza e
coscienza sociale, Turín, Einaudi, 1972.
79
73

ya base hemos aprendido nuestros deseos. Mirando al


hermano, al vecino, a quien tiene una actividad comparable
con la nuestra, ingresos no muy superiores a los nuestros,
aprendemos qué desear. Si veo pasar frente a mí un nuevo y
maravilloso automóvil, puedo experimentar estupor y
admiración, pero no el inmediato y acuciante deseo de
poseerlo. Si, en cambio, veo volver a su casa a un colega de mi
oficina con ese automóvil, voy a mirarlo de cerca, le pregunto
cuánto cuesta y comienzo a desearlo yo también.
Si la persona tiene muchas similitudes conmigo me
identifico inmediatamente con ella y asumo su deseo como si
fuera el mío. Entre semejantes no es necesario que se indique
expresamente el valor del objeto. No es necesario que alguien
me haga una lista de las ventajas o el prestigio o las
posibilidades que me procuraría ese objeto. Lo intuyo
inmediatamente.
Todo esto ocurre antes de que yo haya tenido tiempo de
pensar en los beneficios que él obtiene y en los que yo,
comparativamente, no tengo. Es una impresión inmediata de
disminución de ser, de esencia, de valor. Ni siquiera puedo
decir que haya disminuido mi autoestima; me siento
empequeñecido, carente, incompleto. Su plenitud ha creado
en mí un vacío. Ese vacío es la envidia.
Mientras tanto él cambia de aspecto. A mis ojos, aparece
más alto, más hermoso, más seguro, más fuerte. Tengo la
impresión de descubrir sólo ahora su realidad. Y me doy cuenta
de hasta qué punto esa persona resulta agradable y deseable
80
74

para sus parientes, sus colegas, las mujeres, el mundo entero.


En él y a través de él entreveo una posibilidad de beatitud y
de felicidad olímpica, perfecta, de la que ignoraba la existencia.
Llegado a este punto ya ni siquiera puedo decir que deseo
aquel automóvil. Porque ahora están en juego otras cosas: yo
mismo, lo que valgo, lo que soy capaz de hacer. El es más
que yo. El vale y yo no. El automóvil fue el medio por el cual lo
advertí. El automóvil puso de manifiesto una diferencia. Ahora
esa diferencia me resulta insoportable.
Pero una diferencia excesiva entre él y yo atenúa el deseo,
porque hace que la confrontación sea más difícil y le quita
significación. Continuemos con nuestro ejemplo. Después de
haber deseado el automóvil nuevo del vecino, me detengo a
pensar en él. Lo conozco desde hace mucho tiempo, sé que
siempre tuvo una pasión por los automóviles. La tuvo desde
muy joven porque su padre era rico y porque a él le gustaba
correr. Cada vez que hacía un buen negocio y tenía un poco de
dinero, se compraba un coche deportivo. Incluso a costa de
desangrarse, de renunciar a cosas que, a mi juicio, eran mucho
más importantes.
Mientras hago estas reflexiones aquel automóvil deja de
interesarme. En otras palabras, le "restituyo" su deseo, lo
aparto de mí. Al reflexionar sobre su conducta, al
interpretarlo, en lugar de acercarme a él, me alejo de él. Ahora,
aquella adquisición me parece una extravagancia y ya no tengo
deseos de imitarlo. Y ya no lo siento superior a mí. Dejó de
serlo cuando yo recordé que
81
75

tenemos gustos, mentalidades diferentes, cuando la


adquisición del automóvil dejó de ser el símbolo de una
capacidad, de una excelencia de él y, se convirtió, por el
contrario, en un símbolo de sus caprichos. Por eso, el automóvil
no me interesaba en sí mismo. Sino como elemento constitutivo
de un valor. La envidia utiliza los objetos, pero tiene en la mira
los valores. Quitada del medio la confrontación de valores, el
objeto pierde importancia, ya no cuenta.
Por consiguiente, lo que cuenta en el conjunto de las
relaciones sociales que mantenemos es el significado de aquel
objeto. Detrás de la inmediatez de mi identificación y del deseo
que surge, asoma un tejido social compacto, en el cual nos
movemos tanto yo mismo como mi modelo, un corredor
estrecho, más allá del cual nos perdemos de vista y dejamos de
reconocernos.
Dos vecinos, dos colegas, o bien dos periodistas que trabajan
en el mismo periódico, dos médicos que están en el mismo
hospital, tienden también a definirse a sí mismos y su propio
valor de análoga manera. Se espera de ellos que tengan
aspiraciones semejantes, conductas semejantes, modelos
morales semejantes, que sus acciones tengan los mismos
significados. Todos estos elementos entran en la constitución
de su papel social y, una vez internalizados, se convierten en
piedras constitutivas de sus identidades personales. La
diferencia que pone en movimiento el deseo espasmódico y la
envidia es, por consiguiente, algo que influye en la idea que
ellos tienen de sí mismos, la manera en que ellos se definen y
se
82
76

diferencian de los demás, la manera en que se reconocen.3


La envidia estalla cuando, en este tejido homogéneo,
habitual, conocido, familiar, aparece una diferencia
inesperada y, sin embargo, posible, imprevista y, sin embargo,
predecible. Como cuando un auto de cilindrada similar a la del
tuyo se te adelanta en la autopista. Si te supera un auto de
carrera lo consideras natural, si se trata de un automóvil
desvencijado, que lo hace a duras penas y a los sacudones, te
ríes. El acto te afecta cuando lo realiza alguien que es más o me-
nos como tú, pero que se manifiesta superior.
Es pues la violación de una disposición considerada estable,
la creación de un desequilibrio en un lugar donde todo debía
permanecer como estaba, la irrupción de una diferencia donde
se esperaba lo idéntico. Es una perturbación de la estabilidad
del sí mismo, de su tendencia a vivir inmóvil en un ambiente
inmóvil. Por lo menos, en el ambiente inmediato de la persona,
aquel frente al cual hemos desarrollado particulares defensas,
con el cual estamos siempre dispuestos a identifi-
3 Encontramos una hermosa descripción de la forma de
envidia que se constituye dentro de las diferentes profesio-
nes en Eugéne Raiga: L'envie, París, Alean, 1932. Raiga pone
de manifiesto que la envidia es particularmente virulenta
entre los abogados y algo menos entre los médicos, porque
éstos están subdivididos en numerosas especializaciones.
En general, la multiplicación de la división del trabajo en el
mundo moderno tiende a reducir las confrontaciones
envidiosas.
83
77

Carlos, porque, como nosotros mismos, es constitutivo de


nuestra identidad.
La envidia se desencadena cuando resulta perturbada esta
zona protegida, esta zona sustraída a las tentaciones más
peligrosas, esta zona de refugio, defendida por una barrera de
renunciamiento y de prohibiciones.
La envidia nace de una herida en esta epidermis social que
se extiende, que se desgarra y deja que irrumpan lo
infinitamente deseable y la confrontación imposible. Se agolpan
entonces en esta herida todos los sueños prohibidos, todas las
esperanzas reprimidas, pero solamente para provocar una
derrota, para revelar una impotencia.
84
78

Qué envidiamos
Envidiamos lo que más deseamos, los objetos más
colmados de nuestro deseo. Los envidiamos cuando los
vemos en manos de otro, realizados por otros, mientras nos
están vedados irreparablemente. Comprendemos su valor
mediante una confrontación inmediata: el suyo es mejor, el
mío es peor, él es mejor, yo Soy peor. El sentimiento de
impotencia produce en nosotros una impresión de no
valer, de derrota, de envilecimiento, y un movimiento de
odio, de destrucción.
La envidia se refiere tanto a lo que se tiene como a lo
que se es, a los objetos como a la calidad, a las posesiones
como a los reconocimientos.
Según algunos autores, el objeto o la cualidad que
envidiamos es siempre un medio para otro fin superior y, así
sucesivamente, hasta el fin último que es, en definitiva, la
excelencia, la superioridad. Por lo tanto la envidia sería
siempre una competencia por el prestigio, por el éxito, por el
poder.1
1 Según Cristiano Castelfranchi: Che figura, Bolonia, II
Mulino, 1988, pags. 131-132, junto a un fin específico, siem-
85
79

No hay duda de que en muchos casos es así. Muchas


personas tienen como máximo deseo distinguirse, hacer un
buen papel, ser apreciadas, admiradas, adoradas. Los actores,
los políticos, los escritores, todos aquellos que quieren sobre-
salir socialmente, obtener reconocimiento y honores, envidian a
quienes logran alcanzar esos fines. Pero no todos los hombres
son iguales. No todos los seres humanos tienen los mismos de-
seos. También hay personas que desean antes que nada la
riqueza, la riqueza pura, sin notoriedad social, sin la aureola
del prestigio, entonces envidiarán solamente a alguien que
imprevistamente se haga más rico que ellas. Alguien con
quien puedan compararse porque es parecido a ellas, pero que
las ha vencido, las ha superado en este campo.
Verdad es que siempre está el Sí mismo en el centro de la
envidia, pero el Sí mismo se realiza en todas sus posesiones, en
todos los objetos que domina, que adquiere y que desea.
Nuestro sí mismo se expande hacia las personas que queremos
o con quienes nos sentimos identificados: nuestros hijos,
nuestro marido o nuestra esposa. A través de nuestra casa, de
nuestras propiedades. En el mundo campesino, un campo de
trigo o una vaca corresponden al premio literario para un
intelectual, a una promoción para el burócrata, a una elección
ganada para el político, al aplauso para el actor.
pre está también el fin de "tener más que" o "no tener menos
que".
86
80

Recuerdo a una campesina que envidiaba de manera feroz


a sus vecinos porque el trigo de ellos crecía mejor que el
suyo. Tenían dos campos colindantes, idénticos en todo, hasta
en el tipo de tierra. Pero cada año el grano de ella crecía ralo y
enfermizo, el otro alto y lozano.
La mujer no lograba explicárselo, así que se puso a estudiar
qué hacían ellos para descubrir el secreto. Como no obtuvo
ningún resultado, decidió imitar de manera minuciosa la
conducta de sus vecinos. Después de la cosecha esperaba para
arar a que lo hicieran los otros. Los tractores trabajaban uno
junto al otro. Luego fertilizaba los mismos días, con el mismo
estiércol de vaca. En cuanto a la siembra todo era idéntico: el
mismo día, la misma semilla, la misma cantidad. Pero no
había nada que hacer. Ya en abril el trigo del otro estaba más
alto y espigado. En junio la diferencia se manifestaba
catastrófica. Ella no lograba encontrar una razón que la
tranquilizara. De noche no dormía y miraba con odio el otro
campo, al que seguramente hubiera prendido fuego si no
hubiera temido incendiar también el propio.
En el campo estas confrontaciones envidiosas eran muy
frecuentes y se presentaban en cada ocasión: una vaca que
paría dos terneros y la otra uno solo, un árbol de cerezas
cargado de frutas y el otro no.
Otro ejemplo de envidia que no tiene ninguna relación con la
consideración social es la envidia erótica. Hay hombres y
mujeres que tienen una extraordinaria capacidad de atracción
sobre el otro sexo y otros que, por lo menos en ciertos
87
81

períodos de la vida, están totalmente privados de esa atracción.


Recuerdo el caso de un joven muy buen mozo,
extremadamente inteligente, con una naturaleza ardiente y
pasional y una extraordinaria carga erótica. Pronto se
transformó en un gran artista adorado por las mujeres. Pero
cuando era muchacho, sus impulsos eran contradictorios, in-
hibidos, confusos. Muy tímido, se ruborizaba con facilidad, era
torpe y desmañado. Por eso las muchachas lo evitaban. El sufría
y hasta lloraba y se consumía de envidia al observar la
naturaleza y la facilidad con que algunos de sus compañeros
tenían aventuras amorosas.
Particularmente lo obsesionaba uno de ellos, un joven de
carácter alegre y despreocupado, cuya compañía todos
apreciaban. Con él las muchachas estaban siempre sonrientes,
disponibles, desinhibidas sexualmente. Encarnaba todo lo que
aquél hubiera querido ser y le recordaba su ineptitud. Cuando
lo veía, sentía que en su interior gritaban todos sus deseos
sexuales frustrados, todos sus anhelos impotentes. Lo
admiraba y lo odiaba. Soñaba con hacerle mal, tomarlo prisio-
nero en una acción bélica, torturarlo y dejarlo podrir en prisión
por años.
Están quienes desean poseer tierras, quienes quieren
tener hijos, quienes quisieran hacer el amor con muchos
hombres o con muchas mujeres. Y está, por último, quien
quiere sobresalir, ser admirado, estar en las candilejas, no
importa en qué campo.
Pienso en una persona que, de joven, estaba
82

empeñada a fondo en la actividad política en una región


meridional. Tenía ideales y un extraordinario deseo de
triunfar. Durante muchos años organizó las sesiones de su
partido, creó asociaciones culturales, con una actividad
frenética, infatigable. Trabajaba dieciocho horas por día, reco-
rría en todos los medios de transporte su provincia, visitaba,
uno por uno, a los electores. Era un activista ejemplar y es
verdad que proporcionó muchísimos beneficios a su partido.
Pero cuando la batalla política se trasladó a la gran ciudad
del sur, en las escaramuzas entre los señores de las papeletas,
su entusiasmo y su idealismo no fueron suficientes.
Vencieron los hombres del aparato, los políticos realistas, los
amos de los parroquianos. Debería haber llegado a un acuerdo
con ellos, ponerse a sus órdenes y seguramente hubiera sido
recompensado con un cargo de asesor, y luego de
subsecretario. Pero su orgullo era demasiado grande. Al no
alcanzar la victoria en su terreno, prefirió retirarse.
Dejó la actividad política y se dedicó a su profesión de
abogado. Dotado de una vivaz inteligencia, brillante, simpático,
logró hacerse una excelente clientela en poco tiempo. Pero
tampoco en este campo llegó a donde hubiera querido, a con-
vertirse en uno de los príncipes del foro, esos abogados a los
que todos miran, de quienes todos hablan y a quienes todos
admiran.
Entonces, haciendo un esfuerzo extraordinario se volcó a la
vida académica y a la investigación. También en esto tuvo
mucho éxito. Se convirtió en un notable y apreciado estudioso,
en un
89
83

óptimo especialista, invitado a los congresos internacionales.


Pero no en una celebridad. Tampoco esta vez los resultados le
proporcionaban lo que necesitaba en lo profundo de su
ánimo: el aplauso de la multitud, los artículos en los perió-
dicos, las entrevistas en la televisión, los admiradores que
piden autógrafos, la gente que se vuelve en la calle al verlo
pasar, que lo reconoce.
Por último se introdujo en la actividad financiera.
Compró y vendió propiedades y demostró, una vez más, una
increíble capacidad de trabajo al obtener brillantes
resultados. Pero siempre por debajo del nivel de fama, de
notoriedad, de éxito, que deseaba.
Durante esta larga busca se fue volviendo cada vez más
envidioso de todos aquellos que habían triunfado en lo que él
no había alcanzado. Primero, de los grandes políticos, luego de
los príncipes del foro, luego de los investigadores de fama
internacional y, por último, de todos. Se puede decir que hoy
está envidioso de cualquiera que haya logrado alcanzar el
esplendor de la notoriedad, de la fama, del poder. Ya no
importa en qué campo. Le basta ver a un director de orquesta
célebre, a un famoso conductor de programas televisivos, a un
periodista notorio, a un escritor de renombre internacional, e
incluso a una mujer extraordinariamente bella y admirada,
para sentirse perturbado. Ya no soporta la presencia de las
personas importantes, a todas las encuentra estúpidas, vacías,
corrompidas. Ha dejado de concurrir a las recepciones, a las
fiestas, a las cenas. Al no poder hacerse de una corte en la gran
ciu-
90
84

dad, se retiró a vivir en un pequeño centro en donde es la


persona más importante, el número uno. Allí recibe a los
amigos, a los alumnos y es magnífico, generoso, brillante. Pero
cada vez que alguien le habla del mundo exterior se vuelve
sombrío, cínico ^pesimista.
Podemos decir que este hombre es un envidioso. Sin
embargo, al mismo tiempo tenemos que admitir que durante
toda su vida intentó combatir la envidia en su interior.
Cuando se dedicaba a la política, en lugar de continuar con es-
píritu malvado y vengativo, prefirió buscar otro camino. Lo
mismo hizo en todos los demás campos. ¿No es ésta acaso una
manera de defenderse de la envidia: abandonar la partida,
renunciar?
¿El resultado? Que su deseo de éxito permaneció intacto y
más ardiente que nunca. De nada le sirvió retirarse de todos los
objetivos en los que se había empeñado, uno tras otro. De nada
le sirvió abandonar el terreno de la competencia, huir de la
arena. Poco a poco, terminó por quedar aislado, sin relaciones
con las personas de peso, viviendo como un ermitaño. Y esto,
sin poder evitar la punzada de envidia que lo humilla y lo aver-
güenza. Porque el mundo del éxito siempre logra penetrar en
su castillo. Se le insinúa en la televisión, en los libros, en las
revistas, en los amigos que van a visitarlo y le renuevan la
confrontación dolorosa.
¿Por qué este hombre, que durante toda su vida intentó
sustraerse a la envidia, que ha procurado protegerse de la
humillación, continúa comparándose con quienes han tenido
éxito? ¿No
91
85

ha comprendido que no poseen una sustancia de valor


superior a la suya? ¿Que sus cualidades de inteligencia, de
iniciativa, de generosidad valen tanto como las de ellos? ¿Que
el mundo también aplaude a los necios? ¿Qué defecto, qué
debilidad interior lo vuelve tan vulnerable? ¿Qué grieta de su
alma lo hace tan indefenso a pesar de todas las protecciones?
El deseo de ser el primero, el deseo insaciable de superar a los
demás. Una ambición desenfrenada, una necesidad desenfre-
nada de alcanzar la excelencia. Usando una antigua expresión,
la soberbia.
Santo Tomás la describe precisamente así: Inordinata
praesumptio alios superandi,2 desenfrenada presunción de
superar a todos los demás. Un amor por la propia excelencia
que no se amilana, que no cede frente a ningún fracaso, que no
acepta ningún límite, que no se adapta a ninguna jerarquía y
que, por eso, inexorablemente, produce envidia.
El tormento de la envidia, que se renueva continuamente y
envenena toda la vida de este hombre, aparece así como una
especie de consecuencia, de castigo por su excesivo
(desordenado) deseo de excelencia: la soberbia. Ya lo había ob-
servado Natoli: "La envidia sólo es la expiación de la
soberbia".3
2 Santo Tomás, de Aquino: Summa Theologicx, Quses-
tio centesima sexagésima secunda, artículo tercero.
3 Salvatore Natoli: II tormento dell'impotenza, en G.
Pietropolli Charmet y M. Cecconi (comps.): L'invidia, op.
cifc.pág. 38.
92
86

***
En el ejemplo mencionado es el soberbio que, derrotado, se
hace envidioso. Hay casos, en cambio, en los que la envidia crece
con la victoria, con el éxito.
Parece paradójico y, sin embargo, es cierto. La envidia
puede aumentar con el triunfo, con la fortuna, con la gloria.
Porque la naturaleza humana desea expandirse, acrecentarse
y, una vez alcanzada una meta, aparece otra más alta. Después
de haber superado a alguien, encontramos inmediatamente
algún otro con quien confrontarnos. El comerciante que tiene
un pequeño negocio, cuando crece no se contenta con ello. Se
compara con el que tiene un negocio más grande que el suyo,
luego con quien tiene una cadena de tiendas, y después de
haber alcanzado esa meta, trata de entrar en la gran
distribución.
Este mecanismo no se funda en una avidez o una codicia
particular. Es la pura y sencilla consecuencia de haber
alcanzado un resultado. Es la pura y sencilla consecuencia de
nuestra naturaleza de seres que aprenden sus deseos de los
demás.
Pero este hecho no explica por sí solo por qué la envidia
crece con el éxito. Podría permanecer constante. Y hasta
atenuarse por un instante en el momento en que alcanzamos a
aquéllos con quienes nos hemos confrontado y luego reapare-
cer cuando encontramos una nueva meta con la cual podemos
compararnos.
Pero el éxito, la repetida sucesión de victo-
93
87

rias, determina en nosotros una gran seguridad, una fe


excesiva en nosotros mismos. El que vence termina
inevitablemente por suponer que volverá a vencer y con mayor
facilidad. De modo que se vuelve presuntuoso y temerario. El
que siempre vence, sobre todo, no soporta que haya alguien si-
tuado por encima de él. Se convence a sí mismo de que es el
mejor, el predestinado, el elegido. Por eso se compara con todos
y, cada vez, quiere salir victorioso de esa confrontación. Hasta
que encuentra un límite insuperable, un límite que no alcanza
a ver, a comprender, o que su presunción le ha ocultado. A
partir de ese momento se ve obligado a consumirse de envidia.
Curiosamente la gente imagina que los ricos, los
poderosos, los afortunados, aquellos tocados por la varita
mágica de la suerte, no son envidiosos. En realidad eso no es
cierto.4 Son tan envidiosos como los demás. Porque cada uno de
ellos, inevitablemente, termina por desear sobresalir un poco
más o tener éxito en un campo afín. Muchos industriales
riquísimos, en cierto momento de sus vidas, comienzan a
desear reconocimientos públicos, premios, lauros, honoris
causa. Quieren escribir libros, dar a conocer sus puntos de
vista y, con frecuencia, van al encuentro de
4 Aristóteles ya lo había descubierto: "También son
arrastrados por la envidia aquellos que poseen casi todos
los bienes: por lo tanto aquellos que obtienen grandes éxitos
y son muy afortunados son envidiosos... lo mismo que quie-
nes reciben honores excepcionales por cualquier motivo, so-
bre todo por sabiduría o por felicidad", Retórica II (B), 10,
1387 b, op. cit.
94
88

amargas desilusiones. Napoleón envidiaba a los monarcas


legítimos con la misma intensidad con que ellos lo envidiaban a
él. Envidiaba al zar y a sus desmesurados territorios y esa
envidia lo llevó a la ruina.
95
89

10
El valor de sí mismo
Cada individuo tiene un valor, sabe que lo tiene, procura
conservarlo. El punto de partida de este valor es su propia
subjetividad, el hecho de ser el centro de su universo. De un
universo que dejaría de existir con su muerte y que, por lo
tanto, gravita inevitablemente alrededor de él. Es una
experiencia fundamental de esen-cialidad que está antes que
cualquier reconocimiento de los demás. Incluso cuando nos
sentimos humillados, envilecidos, aplastados, no podemos
menos que defender esta centralidad de nosotros mismos,
aun cuando sea dolorosa, patética.
Pero cada individuo es también una fuerza que tiende a
crecer, a aumentar sus posibilidades, a expandir aquello que
puede hacer, ser o tener. No para alcanzar un fin particular,
sino todos los posibles fines que, sucesivamente, se le vayan
manifestando. Y quisiera que los demás seres humanos lo
ayudaran en este proceso, estuvieran a su disposición.
Castelfranchi usa la expresión "adoptar". Queremos que los
de-
96
90

más "adopten" nuestros fines, se adhieran a ellos.1


Todos los "demás" constituyen un sistema social con sus
propias metas, valores, criterios de juicio, sistema que
reacciona a los requerimientos de aquél. El resultado es que
cada individuo se estructura en relación con ellos y forje una
idea de propio valor que es tanto el producto de su continuo
esfuerzo de afirmación como las respuestas positivas o
negativas de los demás.2
Hay estupendas páginas de Goffman sobre la manera en
que, en las instituciones totalitarias, se priva al individuo de la
propia imagen habitual de sí mismo y de los instrumentos
mediante los cuales puede conservarla. Se le afirma, por innu-
merables medios, que no es nada, que no vale nada, que no
tiene ningún valor, ningún derecho, ningún poder. Que es un
simple objeto, idéntico a otros objetos, "a merced" del personal
de la institución. Se anula así, todo el trabajo de una vida por
construir una autonomía propia, una separación propia, un
derecho propio de decisión.3
Sin embargo, ni siquiera en estas circunstancias extremas,
desaparecen ni el valor que deriva del hecho de ser uno el
centro del propio universo, ni la energía que tiende a
reconstruir los
1 Cristiano Castelfranchi: Che figura, op. cit.
2 Esto es el sí mismo descrito por v_«jorge Mead: Mente,

sé e societá, Florencia, Giuntd e Barbera, 1966. [Hay versión


castellana: Espíritu, persona y sociedad, Barcelona, Paidós
Ibérica, 1982.]
3 Ervin Goñman: Asylums, Turín, Einaudi, 1968.
97
91

propios confines, las propias posesiones. El sujeto, después de


haber sido aniquilado, humillado, vuelve siempre a reconstruir
la propia imagen de sí mismo, con una dignidad, un valor social.
Por lo tanto, el valor es no solamente el resultado del
precipitado juicio de los demás, sino también el punto de
coincidencia entre nuestra voluntad de afirmación y esos
juicios. Y la voluntad de afirmación nunca puede extinguirse;
puede recusarse, aplastarse, mortificarse, o bien, por su propia
decisión, abandonarse o renunciar.
Actuando desde lo profundo de cada individuo, la voluntad de
afirmación construye un territorio propio, cuya posesión
pertenece al Sí mismo, territorio en el cual se lo reconoce y se lo
respeta.
El territorio del Sí mismo está constituido por sus objetos
de amor, individuales y colectivos: la madre, el padre, los hijos,
el marido, la esposa, pero también la patria, el partido, la
ciudad, el equipo de fútbol de sus amores. Incluso las pose-
siones materiales, la casa, el escritorio de trabajo, los
utensilios, los libros, el jardín, el propio perro. Son parte del Sí
mismo la empresa en la que trabajamos, nuestro oficio, el
pequeño jarrón con flores sobre el escritorio. El ser está
siempre entrelazado con el tener. El Sí mismo se acrecienta por
una distinción, por la posesión de una obra de arte, o por haber
aprendido a tocar la guitarra. Disminuye por un desaire, una
desilusión de amor o porque los ladrones saquearon la casa.4
4Bien lo demuestran las investigaciones sobre los bienes
de consumo, sobre el coleccionismo, sobre la experiencia
98
92

El Sí mismo puede imaginarse como un conjunto de


posesiones o de derechos feudales. Es decir, como un
territorio con valles, montañas, ciudades, castillos,
poblaciones, con diferentes y complicados derechos,
beneficios, patrimonios alodiales, derechos, de paso,
obligaciones de faenas, derechos de precedencia, honores
simbólicos continuamente diferentes, según los distintos in-
terlocutores. Una estratificación histórica de derechos,
privilegios, costumbres, atropellos, intimaciones y exigencias.
Además, cada individuo, como los antiguos señores feudales,
procura siempre ampliar el ámbito de sus posesiones en-
trando en delicados conflictos con los demás. Sobre estos
límites, en permanente discusión y continuamente cambiantes,
se establecen las complejas reglas de convivencia y de etiqueta
de las que se han ocupado Goffman y los etnometodólogos.5
Un fenómeno que a primera vista puede chocar es la
discrepancia que existe entre la extraordinaria capacidad
constructiva y reconstructiva de la voluntad de afirmación y la
extremada vulnerabilidad que tiene el Sí mismo en sus fronte-
ras. Es decir, somos fortísimos y al mismo tiempo,
completamente vulnerables. En todos los encuentros, hasta en
la más sencilla conversación, discu-
de haber sido robado o la del renunciamiento voluntario de
la vida monástica. Véase Luisa Leonini: L'Ideníita Smarri-ta,
Bolonia, II Mulino, 1988.
5 Sobre este tema, véase Alessandro Del Lago y Pier-paolo
Giglioli: Etnometodologia, Bolonia, II Mulino, 1985.
99
93

timos, nos sentimos vencedores o perdedores, expuestos


permanentemente al peligro de quedar mal. Del mismo modo,
en lo que se refiere a nuestro tema de los deseos de la envidia,
nos exponemos continuamente al peligro de la confrontación. Al
observar a los demás no podemos menos que desear y
compararnos. Por eso, aunque nuestras posesiones sean
inmensas, riquísimas, siempre estamos dispuestos a poner en
juego nuestro valor para hacer un avance en sus fronteras.
Es como si, para defender una fortaleza, un pontezuelo o un
derecho de paso, el Sí mismo declarare un estado de alerta
general, movilizara todos sus recursos, se preparare para una
lucha a muerte. Como ocurría efectivamente en los confines de
esos estados feudales que estaban siempre en guerra unos
contra otros, ávidos, susceptibles, orgullosos.
Pero quizá nos ayude también la metáfora de nuestro
cuerpo. Somos muy sensibles a una corriente de aire, no
soportamos la inocua picadura de un mosquito, tenemos un
arrebato de cólera si alguien nos pisa un pie, y luego somos
capaces de soportar con increíble paciencia curaciones y
dolores atroces durante meses en un hospital, con la
esperanza de curarnos.
Como una ameba, procuramos expandirnos en el ambiente,
atrapar los materiales que nos circundan. Al mismo tiempo,
esta membrana celular prensil, ávida, es sumamente sensible a
los golpes, a las señales de peligro. Por eso el punto de
equilibrio se pierde y se vuelve a adquirir continuamente.
100
94

La idea que nos forjamos de nuestro valor y del valor que


los demás nos atribuyen son dos columnas de mercurio muy
sensible. Hacemos todo lo que está a nuestro alcance para
mantenerla alta, pero siempre hay algo que tiende a bajarla. Y
sobre todo, la confrontación entre nuestras posesiones y las de
alguna otra persona en una de las zonas fronterizas. O, en
otras palabras, el deseo de crecer al ver a alguien-que posee lo
que no tenemos, y cuya carencia reduce el valor global de
nuestras posesiones a nuestros ojos y a los ojos de los demás:
la confrontación envidiosa.
Sin embargo es errado decir que siempre queremos
aumentar nuestra autoestima y la estima de los demás, que
siempre procedemos atendiendo a esas finalidades. Por el
contrario, habi-tualmente no pensamos en realidad en ello.
Las ultrasensibles columnas de mercurio de la estima y de
la autoestima son reveladoras de un desequilibrio de
nuestra relación con el ambiente. Pero en una situación
consolidaba, dentro de instituciones eficientes, elaboramos ex-
pectativas bastante seguras, nos movemos con un. grado de
relativa seguridad. Verdad es que nuestro valor continúa
sufriendo fluctuaciones, pero éstas no modifican
sustancialmente la imagen de nosotros mismos y del mundo en
que vivimos.
De ahí la importancia de otros dos conceptos
fundamentales: la confianza de base y la estima de base.
La confianza de base es el producto de nuestros recursos
naturales y de nuestra historia. Desde la primera infancia
desarrollamos una
101
95

idea de nuestras dotes, de la capacidad que tenemos para


realizar nuestros fines, para obtener lo que queremos, de las
dificultades que nos presenta el medio, de los auxilios con los
cuales podemos contar.
El concepto de confianza de base no corresponde al de
autoestima. Puedo tener una estima muy elevada de mi
capacidad intelectual, pero ser inseguro cuando me propongo
alcanzar una meta. La confianza de base tiene que ver con la
seguridad o la inseguridad con que afrontamos la vida.
Algunos individuos logran mantener una confianza de
base elevada al protegerse de deseos excesivos, al renunciar a
objetivos demasiado elevados o riesgosos. Se sigue de ello que
la confianza de base puede recibir una sacudida cuando,
imprevistamente, nos vemos arrastrados a desear cosas
nuevas y nos encontramos en dificultades para alcanzarlas.
Mientras la confianza de base es un recurso esencialmente
interno, la estima de base es un recurso que procede de la
sociedad. Es el reconocimiento, el aprecio habitual, medio, del
cual todos tenemos necesidad para sentirnos aceptados en
nuestro ambiente, para considerarnos ciudadanos de pleno
derecho.
La estima de base no depende del hecho de que hayamos
alcanzado una posición social excelente o preminente. Sino de
que gocemos del respeto social, de consideraciones por lo que
somos y por lo que hacemos.
La estima de base es una relación entre las
102
96

aspiraciones y los reconocimientos. El tipo de consideración y


aprecio suficiente para algunos es insuficiente para otros.
Pero en toda sociedad se establecen regularidades,
equilibrios, como ocurre con la distribución de los recursos,
por lo cual, la mayor parte de la gente está discretamente
satisfecha con la estima que recibe.
Hay sociedades que incitan a la competencia y que entonces
retiran subestima a aquellos que no tienden a metas más
elevadas, a quienes no son ambiciosos. De ese modo crean un
desequilibrio continuo de la estima de base. Pero, habi-
tualmente, estas mismas sociedades brindan su estima a
quienes desarrollan con empeño y seriedad el propio trabajo,
sea éste el que fuere. La sociedad norteamericana, por
ejemplo, es muy competitiva, pero ha conservado el aprecio
protestante por toda actividad profesional y el commitment en
ésta. Una actividad bien realizada puede dar lugar a un
legítimo orgullo (confianza de base) y a una buena
consideración social (estima de base).
En la sociedad alemana, jerarquizada y competitiva, se
estimula a cada individuo para que sobresalga en un
ambiente extremadamente especializado tanto en la
profesión como en sus hobbies. En todo encuentro social, cada
individuo está obligado a reconocer su posición exacta en la
jerarquía social, pero, mientras tanto, se le reconoce un
ámbito en el que nadie compite con él. Allí se siente digno de
confianza y estimado.
103
97

11
La competencia
La situación agonística por excelencia es la deportiva, en
ella los atletas compiten por una primacía o por una medalla
olímpica. Cada uno de ellos se ha preparado desde mucho
tiempo antes, durante meses o años. Con frecuencia combate no
sólo por sí mismo, sino que tiene detrás la esperanza de su
club deportivo, de su ciudad, de su país. Lo que él sea, el
prestigio de que goce, hasta su ganancia, su riqueza o su
pobreza dependen de esa prueba, de los pocos centímetros de
más o de menos que logre alcanzar en el salto o en el
lanzamiento. Pero, sobre todo, depende de lo que hagan sus
competidores, y particularmente de lo que haga ese que tiene
las mayores probabilidades de vencerlo, porque se encuentra,
más o menos, en su mismo nivel.
En el deporte la competencia se presenta siempre entre
quienes están muy cerca uno del otro. Tan cerca que nadie
puede establecer quién está adelante y quién atrás, si no
existiera la prueba, la competencia, incierta hasta el final. El
placer del deporte deriva de esta incertidumbre.
104
98

El desafío entre dos atletas de valor desigual no interesa a


nadie. La excitación alcanza su punto máximo cuando se
confrontan los dos mejores y cuando la lucha permanece en
suspenso el mayor tiempo posible.
Sin embargo, durante la carrera no hay lugar para la
envidia/Todo el espíritu, todo el deseo se concentran en la
meta, vencer al adversario, alcanzar la llegada. La lucha;*
durante su desarrollo es siempre un paladeo anticipado,
aunque un paladeo doloroso, sufrido, del resultado final. Nunca
es desesperar.
Luego llega el resultado. Nuestro esfuerzo fracasó, el otro
venció. Lo festejan, lo aclaman, sube al podio donde recibe la
medalla. Ahora se abre para él una carrera de triunfos, de
celebraciones, de riqueza. Nosotros, que perdimos, debemos
volver a casa, en la oscuridad. ¿No son éstas acaso las
condiciones más favorables para experimentar envidia?
Condiciones de partida similares, un objetivo claro, la sociedad
que nos empuja a perseguirlo en un combate regulado
minuciosamente y de manera impersonal. Y luego, la humi-
llación. En ciertos casos (pensemos en el pugilato), la
humillación de caer a tierra bajo los golpes del adversario,
frente a millones de espectadores excitados.
No obstante en la confrontación deportiva hay amargura,
humillación, cólera, desesperación, nostalgia. Pero difícilmente
envidia. Porque el resultado es ciertamente irreparable. La
decisión del juez es imperativa, indiscutible. Es verdad que
puede haber, a veces, discusiones. Si el
105
99

derrotado considera que ha habido irregularidades en las


apreciaciones del juez, apelará al reglamento. Habrá un
recurso, habrá un juicio. Pero ni siquiera en este caso, hasta
que no se decida todo nuevamente, hay motivo de envidia. Es
como si la carrera no hubiera terminado, como si todavía
continuara.
¿Quizá la envidia aparece entonces cuando dos atletas se
encuentran en continua competencia, como ocurría con los
grandes campeones deportivos empeñados en un duelo
constante? ¿Como Binda y Guerra, Bartali y Coppi, a veces
victorioso uno, a veces el otro, hasta el punto de que se
formaban dos partidos rivales?
Ciertamente, en estos casos, cada uno de los dos campeones
está obsesionado con el otro. Lo tiene siempre presente, como
obstáculo y como medida. No puede definirse a sí mismo, sin
medirse con él, por lo menos en la intimidad, porque todos le
recuerdan el perenne desafío. Pero también en este caso la
envidia, si es que existe, deja rápidamente su lugar al deseo de
desquite. En una nueva carrera volverá a ponerse todo en dis-
cusión y el derrotado de ayer puede vencer nuevamente hoy.
Los dos campeones, obligados a un eterno duelo,
constituyen el modelo de la sociedad competitiva, en la cual se
nos imagina a todos iguales y en la cual nadie debe nunca
rendirse porque siempre debe buscar un desquite victorioso.
A fin de que exista la envidia es necesario que el desquite
parezca imposible, es necesario que uno de los dos, al pensar
en el otro, entre-
106
10
0

vea solamente el naufragio de sus propias posibilidades. Pero


también es necesario que él continúe deseando, deseando
intensamente aquella meta. Y esto solamente ocurre si, en
alguna remota parte de su alma, continúa considerándolo
justo y posible.
Esto no sucede en la competencia deportiva. El campeón que
ve cómo uno más joven lo supera, cómo pierde su supremacía,
sufre por esta pérdida y, durante cierto tiempo intentará
reconquistar la victoria. Pero llegará un momento en que
advertirá, clara e ineludiblemente, que ya no podrá hacerlo.
Sabe, porque la historia del deporte se lo ha enseñado, que
llega el momento en que uno más joven lo vence, un momento
en que pierde su supremacía. Se lo repiten sus amigos, sus
colegas. Verdad es que podrá experimentar una "punzada de
envidia" en el período en el que los resultados son aún
inciertos, en el que teme la derrota, pero todavía no se rinde
totalmente. Sin embargo, llega el momento en el que la envidia
desaparece. Porque él y su antagonista se han hecho
desiguales y ya no se admite una confrontación.
La competencia rigurosamente prescrita y regulada no es
el campo en el que la envidia se manifiesta más intensamente.
Quien acepta completamente sus reglas, aprende también la
regla fundamental que impone aceptar la derrota. Aprende a
renunciar al deseo de victoria y a reconocer el valor de los
demás. El acto final de toda competencia deportiva, hasta la
más violenta, como el boxeo, está representado por el apretón
107
10
1

de manos y el abrazo entre el vencedor y el vencido. Y esto


simboliza el homenaje, incluso interior, subjetivo, al valor de
quien ha triunfado, el reconocimiento de la diferencia, el cese
del duelo. En la rendición, observa Paul Keshemeti, el vencido
toma el valor del vencedor y, al hacerlo, le hace un favor
porque contribuye activamente a su consagración.
No quiero decir con esto que no haya envidia en el deporte.
Ciertamente existe, pero no tiene su origen en las reglas de la
competencia deportiva. La envidia en el deporte es un residuo
inesperado, una desviación no deseada, una nota anti-
deportiva. No podemos encontrarla escrutando más
profundamente las reglas del deporte, sino en las esperanzas
no declaradas, en las reglas infringidas, en las preguntas que
no deberían siquiera hacerse. La envidia es en su esencia una
pregunta: "¿Por qué él y no yo?". Si hay envidia, eso significa,
aun frente a la más clara derrota, que la pregunta continúa en
pie. Pero no para re-formularla en un futuro desquite, sino
aquí y ahora y busca una respuesta.
Tratemos ahora de simular una situación deportiva en la
cual aparece la envidia.
Hay un muchacho de grandes dotes, un joven que promete
ser campeón. Ha aceptado el desafío de un desconocido que, a
primera vista, parecía poco temible. Pero el resultado fue una
aplastante derrota. ¿Experimentará envidia nuestro
campeón? No. ¿Por qué debía sentirla? Los ingredientes que
hemos incluido en la historia no son suficientes.
108
10
2

Imaginemos ahora, en cambio, que se trata de un


muchacho pobre que ha aprendido a desempeñarse, sin un
verdadero entrenador, en un club de la periferia. Un día,
durante una excursión o estando de vacaciones, tiene la
posibilidad de medirse con otro muchacho rico que ha sido
perfectamente adiestrado por buenos profesores. Este
vence fácilmente y luego se aleja con dos hermosas
muchachas que se lo disputan. En esta situación, nuestro
joven campeón experimenta una violenta punzada de
envidia.
Pero ésta se debe sólo en una mínima parte a la derrota.
Es verdad que si hubiese triunfado no la habría sentido.
Antes bien, habría saboreado un sentimiento de victoria.
Este sentimiento hubiera borrado o compensado el deseo
envidioso. El deseo de ser rico, fuerte y amado por las muje-
res, como el otro.
¿Y qué peso tiene el certamen en este proceso? Si no se
hubiese sentido en condiciones de participar de la
competencia, de desafiar al joven rico con alguna
posibilidad, ni siquiera se habría preocupado. Había
demasiada distancia entre él y ese mundo para que el deseo
envidioso hubiese podido ponerse en movimiento. El hecho
de poder competir creó la cercanía que permitió que se re-
velara el deseo. La derrota vuelve a crear la distancia, lo
empuja hacia su posición anterior. Pero de todos modos, el
deseo nació y cuando el otro se alejó con las dos hermosas
muchachas, se volvió desgarrador.
La situación deportiva sólo es el teatro en el cual se
desarrolla el proceso de la envidia. Pero
109
10
3

esto ocurre porque los valores que cuentan se sustraen a sus


reglas. Porque, para este tipo de valores, la vida no es en
realidad una competencia deportiva, con sus normas de
equidad, con sus criterios de valorización objetivos y
universales. El otro joven no se hizo rico en una competencia
con armas equivalentes entre contendientes del mismo peso y
de la misma categoría.
En la vida real, el éxito, la riqueza, el reconocimiento
amoroso no están distribuidos según una regla de equidad o
una lógica de mérito. Son el producto de situaciones
consolidadas, del juego de las fuerzas del mercado, de la suerte,
de la casualidad, de la habilidad, de la despreocupación o del
coraje. De las virtudes y de los vicios. Y el choque no se produce
entre personas de la misma categoría, entre iguales. Sino entre
desiguales, para quienes los débiles siempre pierden y los
fuertes siempre triunfan. Hasta el punto de que los primeros
dejan de enfrentarse ton ellos y, para simular una competencia
equitativa, un cotejo comprensible, se confrontan únicamente
con los "cercanos" de quienes habla Aristóteles.
Las que parecían reglas de una competencia pareja, nos
parecen en esta perspectiva, solamente un artificio para
sustraerse a la injusticia global del mundo, a su total
arbitrariedad. Los hombres, para vivir, para dar un sentido a
sus acciones, para perseguir un fin, tienen necesidad de un
orden moral. Deben creer que hay cierta relación moral entre
lo que hacen y lo que obtienen, una relación entre acción,
mérito y recompensa.
Esto es lo que ocurre en el deporte, en el
110
10
4

duelo, en todas las situaciones de


competencia regulada. Recibe el
premio el que es "mejor" el que
es "meritorio". Pero también es
lo que ocurre en las familias, en
las organizaciones burocráticas,
en las empresas. Todas estas
instituciones logran funcionar en
la medida en que dan a sus
miembros la impresión de que
las recompensas se distribuyen
en su interior según una regla
precisa de justicia. Gana más el
que trabaja más, el que ha
pasado ciertos exámenes, el que
tiene mayor responsabilidad y
así sucesivamente.
Pueden verificarse y
controlarse estas reglas de
justicia con facilidad, sobre todo
entre aquellos que ocupan las
mismas posiciones o posiciones
análogas. Por ejemplo, los
obreros de una sección esperan
que las retribuciones estén en
estrecha relación con la cantidad
de trabajo realizado. El que
trabaja menos ganará menos, el
que hace horas extraordinarias,
ganará más.
Percibimos y verificamos el
orden moral en las diferencias
que experimentamos y que cono-
10
5

cem prendo el esfuerzo y la dificultad.


os. Hasta puedo considerar justa o
Pue injusta, muy baja o excesiva, la
do retribución de mi jefe o de mi
deci director. Pero no tengo la
r si mínima idea de cuál sea el
es mérito o la justicia en el caso de
just un cantante que gana diez mil
o o millones por año, o de un
inju financista que en una sola
sto operación gana cien.
que En el transcurso de nuestra
mi vida aprendemos a no apartar
com nuestra mirada de los "veci-
pañ
111
ero
de
trab
ajo
gan
e
más
que
yo,
por
que
veo
el
trab
ajo
que
hace
y
com
10
6

nos", porque sólo en este ambiente podemos encontrar un


orden moral, podemos encontrar una respuesta a la pregunta:
"¿Lo merece? ¿Me lo merezco?".
¿Cuándo aparece, entonces, la envidia? Cuando, por
cualquier motivo, ocurre en nuestra vida cotidiana algo que
escapa a este orden moral, que lo ignora. Entonces aparecen
las preguntas: "¿Por qué él y no yo? ¿Qué hizo para merecer
todo lo que obtuvo? ¿Qué hice para perder?".
No es necesario que el envidiado haga algo concreto. No es
necesario que viole una norma. Si una muchacha hermosa llega
a un pueblo y las otras se vuelven envidiosas, ella no ha hecho
nada. Pero su belleza no puede formar parte de un orden
moral. No tiene ningún mérito ser hermosa, no tiene ningún
desmerecimiento no serlo.
La envidia aparece en escena cuando el" orden moral
habitual, ese que verificamos cotidianamente con los
"cercanos", ya no puede aplicarse, queda desmentido. El
envidioso tiene entonces la impresión de una injusticia
difusa, metafísica. "¡Qué vida ésta! ¡Qué cosas suceden! ¡Cómo
es posible!" No es el envidiado quien cometió una acción
inmoral. Su triunfo es más bien la expresión de una carencia
constitutiva del ser, de un capricho del sentido, de una
inmoralidad del mundo.
La aparición de la envidia nos señala la fragilidad, la
precariedad de los órdenes morales. Los hombres tienden a
identificarse con todo otro ser viviente, a confrontarse con
todos. Pero aprenden a renunciar a ello y a tener solamente
112
10
7

deseos realizables y claramente contenidos en un sistema de


méritos y de recompensas. Por esa razón sólo observan a
sus semejantes y se comparan en un medio restringido. Por
eso se acurrucan en su pequeña comunidad. Para evitar el
vértigo que los sobrecogería si su mirada se extendiera
hacia afuera, hacia el infinito.
Pero cuando también aquí aparece una diferencia
inexplicable o excesiva en relación con los criterios
habituales, este edificio se derrumba y se desintegra en la
nada. La envidia es entonces un afanoso interrogarse sobre
una competencia que nunca existió, un afanoso debatir
sobre reglas que nunca fueron establecidas.
113
10
8

12
El trabajo de la envidia
Si me siento disminuido porque se me acusa de haber hecho
algo malo, siempre tengo a disposición numerosas opciones.
Puedo defenderme, negando el asunto, puedo acusar a otro de
haberme agredido o provocado. Puedo justificarme diciendo
que no había reconocido a mi interlocutor, puedo pedir perdón.
Puedo aducir circunstancias atenuantes, puedo proponer
resarcir a la persona dañada.1
Pero si no he hecho nada, si el otro no ha hecho
absolutamente nada; ¿qué instrumento de defensa puedo
esgrimir para enfrentar un daño que sufro? Esto es
precisamente lo que sucede en el caso de la envidia. La envidia
comienza con una confrontación de la cual salgo desvalorizado,
derrotado, sin que yo ni el otro hayamos realizado ninguna
acción. Por eso no puedo ni defenderme ni acusar. Sin embargo,
mi daño es real, mi sufrimiento verdadero.
Véase John Sabini y Maury Silver: Op. cit., pág. 22.
114
10
9

La sociedad no prevé esta situación. Para ella no existe. No


hay manera de aclarar mi posición, no se me han concedido las
palabras para expresar mi malestar. La sociedad solamente
prevé una competencia que nunca existió. Me invita a una
competencia que tengo perdida de antemano. En esta situación
se pone en movimiento el trabajo de la envidia. Es un proceso
que intenta redefinir la situación, huir de la trampa, subvertir
la confrontación.
Vimos, en el capítulo anterior, que la envidia hace su
aparición cuando se ignora el orden moral cotidiano, ese que
verificamos habitualmente con los "cercanos". Cuando alguien
tiene un éxito que no puede explicarse como mérito, entonces el
sujeto sufre una disminución que no puede reprocharse como
carencia o como culpa.
Entonces el individuo busca por todos los medios la
manera de volver a colocar todo lo ocurrido en un sistema de
méritos y de recompensas, darle un sentido. De modo tal que
pueda hablar de ello, que pueda lamentarse, que pueda obtener
otra sentencia. Este trabajo mental sigue una dirección
obligada. Si el otro me ha provocado un daño que no tiene
relación con el mérito ni con el desmerecimiento, trataré de
demostrar a toda costa que esta relación existe. Que él no
merece, que no vale, que la sociedad se equivocó, que se ha
cometido una injusticia.
Imaginemos' un grupo de muchachas que viven en un mismo
pueblo o que frecuentan la misma escuela. Todas tienen deseos,
ideales, modelos. Entre ellas se ha establecido, además, un
115
11
0

complejo sistema de valorizaciones recíprocas en el cual cada


una pone en juego su aspecto, sus cualidades, su capacidad, sus
éxitos. De ese modo han quedado constituidas muchas
jerarquías, en las cuales cada joven tiene una posición diferen-
te. La primera es apreciada por su belleza, la segunda porque
es simpática, la tercera porque es gentil y servicial, la cuarta
porque tiene un hogar muy hospitalario. Este conjunto de
valorizaciones en diferentes escalas reduce las posibilidades de
enfrentamiento y permite a cada una tener un valor propio.
Cuando se compara con las demás, no se siente ni insignificante
ni despreciable. La confrontación no pone en tela de juicio su
confianza de base y no pone en crisis la estima de base de la
cual cada miembro del grupo tiene el derecho de gozar.
La envidia hace su aparición cada vez que este complejo
equilibrio valorativo se pone en discusión. Cada vez que un
individuo se siente desafiado en su confianza de base y en su
estima de base.
• Supongamos que llegue al ambiente de esas muchachas, una
joven bellísima. Esta atrae inmediatamente las miradas de los
hombres y pone en crisis la posición de las muchachas más
hermosas, aquellas que basaban su confianza y su estima en
la belleza. Que habían fundado su identidad en la
admiración estética.
Estas están obligadas a compararse con la recién llegada,
basándose en los valores en los cuales tenían confianza,
valores en los que creen y que toda la comunidad comparte. No
ponen en
116
11
1

duda que la belleza sea un don apreciado y saben que los demás
piensan lo mismo. Hasta ese momento, ese convencimiento
jugaba a su favor. Pero a partir del momento en que llega otra
más hermosa, juega en su contra.
Entonces, cada vez que la miran o que piensan en ella, se ven
obligadas a cumplir, en negativo, la comparación que antes
cumplían en positivo y se sienten carentes de valor, pobres,
mezquinas. Por eso desean que ella no hubiera llegado nunca,
desean que no exista, que desaparezca. Pero ella no
desaparece, continúa "estando", y representa un punto de
comparación obligado. Es entonces cuando se pone en
movimiento el trabajo de la envidia.
Este tiene el objeto de redefinir la situación de manera tal
que la confrontación deje de ser desagradable y se instaure un
nuevo equilibrio. El individuo trata de obtener este objetivo
con una actividad mental vuelta ya sea hacia el interior, ya sea
hacia el exterior. El trabajo de la envidia consiste en repensar y
redefinir la situación en el propio espíritu y también consiste
en intentar redefinirla colectivamente, porque la llegada de la
"hermosa" ha cambiado las relaciones existentes en la
colectividad.
Estos dos aspectos, interno y externo, del trabajo de la
envidia, no pueden separarse netamente en la realidad
concreta. Nadie piensa solo. Reflexionamos siempre junto con
los demás, al reaccionar a sus respuestas, y tenemos necesidad
de su consenso para creer en lo que pensamos.
Puesto que el trabajo de la envidia tiene co-
117
11
2

mo objetivo anular la diferencia de valor que nos hace sentir


aplastados, debe de algún modo quitarle el valor a la persona
que nos amenaza, arruinarle el mérito, hacer pedazos el
hechizo que nos tiene atados a ella. Debe pues desvalorizarla.
La primera estrategia de la envidia, la más simple, es la
negación del valor. En nuestro ejemplo, las muchachas se
limitan a negar que la recién llegada sea hermosa. No discuten
el concepto de belleza, lo consideran bueno. Pero buscan
activamente defectos en ella, carencias que permitan decir que
en realidad no merece la admiración de que es objeto.
Descubren así que es demasiado baja o demasiado alta,
demasiado delgada o demasiado obesa, que tiene senos
pequeños o excesivos, feos dientes, un aire demasiado sose-
gado.
Generalmente este tipo de razonamientos tiene poca
eficacia. Mirando alrededor se dan cuenta de que la otra
continúa siendo admirada y buscada. El mundo exterior las
desmiente.
Entra entonces en escena la segunda estrategia: la revisión
del valor. Mediante este mecanismo ponen en tela de juicio los
criterios de la belleza y los reformulan a fin de poder desvalori-
zar a la intrusa. ¿Qué es la belleza?, se preguntan. Es cierto
tipo de relaciones corpóreas, ¿o es también encanto, cultura,
inteligencia, gracia? Cada una de las muchachas envidiosas se
dedica generosamente a reformular el concepto de belleza
excluyendo de él la cualidad que posee la otra e incluyendo en
él, al máximo, la cualidad que
118
11
3

considera que ella misma posee. Tampoco este trabajo resulta


eficaz si se realiza en soledad, en el propio espíritu aislado,
como intento de auto-convencimiento; pero puede ser eficaz si
se realiza en comunidad, como transformación colectiva del
modo de pensar.
Por este motivo las muchachas hablan entre ellas, discuten,
buscan juntas una nueva definición de la belleza. Sin embargo,
ni siquiera esto basta para sofocar la envidia, porque, hasta
que no se convenza a los demás, se los verá siempre en la
duda. El valor envidiado tiene un carácter objetivo.
Esta es la diferencia entre el trabajo de la envidia y los
intentos de autoconvencimiento que operan en nosotros
mismos cuando nos sentimos desilusionados por un amor.
También en este caso negamos el valor, nos decimos que, en
realidad, la persona amada es fea y despreciable. Pero sabemos
que nuestro valor es subjetivo. Debemos convencernos a
nosotros mismos, no a los demás. En el caso de la envidia, en
cambio, debemos sobre todo convencer a los demás, porque son
ellos quienes afirman, garantizan ese valor.
Una vez que ha fallado el intento de hacer aparecer fea a la
recién llegada apelan a la tercera estrategia: la proyección de la
falta de valores.
Se le atribuyen a la persona envidiada cualidades
desagradables. Es verdad que es hermosa, pero es estúpida,
ignorante, falsa, ávida, mezquina, ambiciosa.
Pero supongamos que también esta estrategia se derrumbe
frente a la barrera de la reali-
119
11
4

dad. Las muchachas hablan del asunto con algunos miembros


de la comunidad, hacen insinuaciones, sugieren "oímos decir
que...". Pero no logran que se les crea, y hasta leen en los ojos
de los demás la inesperada aparición de la sospecha, una
mirada un poco asombrada, un poco desconfiada. Esta mirada
las acusa. Nadie pronuncia la frase: "Son envidiosas", pero
probablemente hay quien lo piensa. Y basta la sospecha de ser
considerada envidiosa, para sentir miedo.
Las muchachas retroceden, se hacen peque-ñitas. Ahora se
limitan a pedir consejos, como si quisieran aprender, como si
quisieran evitar incurrir en errores. Se alejan recelosas, llenas
de rencor contra sus interlocutores que no comprenden, pero
más aun contra la envidiada. Porque ha sido ella quien las
llevó a humillarse. Y la humillación es una herida demasiado
punzante, por la cual también deberá pagar la recién llegada.
Con este propósito fortalecido vuelven al ataque y
emprenden la calumnia. Con cautela y ambigüedad
comienzan a esparcir palabras, a atribuirle intenciones
innobles, aventuras degradantes y un pasado poco respetable.
Le comentan a una vecina que alguien la vio abrazada con un
hombre casado. A una segunda, le cuentan que fue expulsada
del colegio porque se la encontró en la cama con otra mujer.
Para no mencionar las historias de su primera juventud cuando
se ganaba la vida quién sabe cómo. "Decía que era secretaria,
pero, ¿quién lo cree?"
Pero supongamos que también la calumnia caiga en saco
roto, dé pocos frutos. La comunidad
120
11
5

está perpleja pero no hace nada. La envidiada continúa su vida


sonriente e ignorante de toda la intriga.
Las estrategias de la envidia fracasaron. Para tener éxito
era necesario que contaran con el consenso social, y las
muchachas no lo obtuvieron. Por lo tanto, deben buscar un
camino alternativo, encarar el problema de manera completa-
mente diferente. Pueden hacerlo renunciando al deseo que
puso en movimiento la envidia, si logran abandonar el valor
por el cual luchan, por el cual compiten.
Hasta ahora intentaron desvalorizar a la recién llegada
ensuciando y tratando de hacer repugnante su belleza. Ahora
comienzan a no desear ya la belleza, renuncian a su propia
belleza como valor.
Este proceso no requiere un gran consenso social. Depende
más del sujeto, de su capacidad de modificar sus propios
intereses, de desviar los ojos de la antigua manera que tenía
de mirar el mundo y redefinirse a sí mismo de otro modo.
Esto es el desplazamiento del valor. El sujeto ya no se
concentra en la persona envidiada, sino en el valor que ésta
encarna y representa. No intenta desvalorizar al individuo,
sino extirpar el valor de sí mismo. Para lograrlo debe realizar
siempre una desvalorización, pero ésta es solo un instrumento
del abandono. A quien se comporta así no le interesa que todo
el mundo comparta sus ideas, le basta con estar convencido,
con creerlas.
Continuemos con nuestro ejemplo. Una de
121
11
6

las muchachas, cansada de las habladurías envidiosas y de las


calumnias, decide cambiar ella misma. Comienza a dedicarse a
un deporte y lo hace con determinación; trata de cambiar de
hábitos, de no pensar en el pasado. Frecuenta menos a las
amistades de antes. Evita cuidadosamente las charlas. Dice que
no le interesan, que lo que la ocupa ahora solamente es el
deporte, la vida sencilla y sana. Frecuenta a gente que hace
deporte, que cree en el deporte.
Al comienzo pone cierto empeño, hace cierto esfuerzo para
no dejarse reabsorber por los viejos valores. Pero, poco a poco,
sus nuevos intereses se consolidan. Lo que al principio era un
esfuerzo de voluntad, se transforma ahora en algo espontáneo.
Ya no se ocupa de la otra, ya no se compara con ella.
El desplazamiento del valor es una expulsión de la envidia,
una cura.
El desplazamiento del valor puede tener también una
elaboración externa, puede tratar de afirmarse mediante el
proselitismo. Hemos descrito un caso en el cual el sujeto deja
de interesarse por la belleza sin estorbar a los demás. Pero
podemos encontrar fácilmente un caso en el que, en cambio, el
sujeto pone en movimiento una cruzada, busca apoyo para
condenar socialmente la belleza. En los diferentes momentos
de la historia siempre ha habido grupos religiosos que
condenaron la belleza, la elegancia, el lujo, el erotismo como
abominables iniquidades. El desplazamiento del valor se
diferencia, por lo tanto, de las otras estrategias de la envidia,
únicamente
122
11
7

.
cuando se elabora en forma de renunciamiento personal,
subjetivo.
Por eso podemos hablar de cuatro estrategias,2 algunas
centradas principalmente en la persona envidiada y otras en
el valor, algunas más fácilmente elaborables como mecanismos
de defensa subjetivos y otras, en cambio, dirigidas más a
producir una reacción social.
En definitiva, todas las estrategias tienen el objeto de
anular el efecto negativo de la confrontación, rebajar el valor o
a quien lo encarna. Y las cuatro, si logran su objetivo, anulan la
envidia.
Si la muchacha envidiosa logra convencerse de que la recién
llegada no es hermosa, ni siquiera puede estar envidiosa.
Quedará asombrada de que los demás, sobre todo los hombres,
continúen considerándola como tal. Pero, si se siente verda-
deramente segura de sí, sacudirá la cabeza y pensará que son
tontos, que no entienden nada.
La envidia también desaparece si logra que se revea el
valor o se le atribuyan defectos a la otra. Esta será hermosa,
pero es tonta, carece de tacto y lleva una vida indecente. ¿Por
qué la va a envidiar? En todos los casos en los que el trabajo
2 Esta lista de estrategias en modo alguno pretende ser
exhaustiva. Queríamos identificar el concepto de trabajo de
la envidia y poner un ejemplo de su funcionamiento, y no
tratarlo sistemáticamente. El lector podrá encontrar nume-
rosos tipos de estrategias envidiosas en el libro de Eugéne
Raiga. Por ejemplo el disimulo, la afectación de indiferencia,
la conspiración del silencio, la conjura, la ironía, el sarcasmo,
la burla. Véase L'envie, op. cit.
123
11
8

de la envidia tiene éxito, el sujeto de siente liberado de la


angustia de la comparación.
¿En qué consiste entonces la envidia si su trabajo la
destruye? La envidia consiste en el trabajo mismo. Por eso ella se
instala firmemente cuando ninguna de estas estrategias logra
obtener un éxito seguro, cuando el sujeto permanece vacilante
entre una y otra.
Las muchachas experimentan envidia cuando oscilan entre
admitir la belleza de la recién llegada o negarla. Entre
aceptar los criterios compartidos por todos de la belleza o
refutarlos, entre conservar los antiguos intereses o encontrar
nuevos. La envidia vive en la incapacidad de elegir entre la
adhesión y el renunciamiento.
La envidia es una trama de incertidumbre, de duda, de
intentos y de retiradas. Es la consecuencia del fracaso, del
naufragio de las estrategias puestas por obra con el fin de
cambiar la propia orientación valorativa.
Como hemos dicho, la envidia es un mecanismo de defensa
contra una comparación que implica un resultado negativo
para nosotros. Pero es un mecanismo de defensa que falla. La
experiencia de la envidia, su rencor, su tormento, es la
consecuencia de este inútil intentar y volver a intentar.
124
11
9

I 13
El proselitismo envidioso
El envidioso está siempre en
la busca de cómplices. Se
aproxima primero a una persona
y luego a otra para investigar qué
piensan de aquel que lo
obsesiona. ¿Lo estiman? ¿Lo
consideran verdaderamente
meritorio? ¿Qué opinan de su
éxito? El envidioso hace
permanentemente preguntas
como si estuviera interesado en
saber qué es lo que ocurre en
realidad. Pero, al mismo tiempo,
espera recibir una respuesta
negativa. Espera que le digan:
"¿Ese? ¡Pero si es un globo
inflado! Su última producción no
vale nada. Todo el mundo lo sabe.
Ahora se han puesto de moda
estas porquerías y él se ha
lanzado a ellas. Como hace
siempre, por otra parte." Espera
oír una respuesta que confirme
su deseo, su intento de desvalori-
zar al otro.
El trabajo de la envidia es no
solamente procurar convencerse
a uno mismo, sino también y
sobre todo intentar convencer a
los demás, arrastrarlos a juzgar
de una manera diferente.
12
0

V
olva
mos
al
eje
mpl
o
cons
ider
ado
ante
s de
la
peq
ueñ
a
com
unid
ad
en
la
cual,
ines
pera
dam
ente
,
125
12
1

hace su aparición la hermosísima muchacha. Las mujeres que


se encontraban en lo alto de la jerarquía de la belleza se
sienten amenazadas. Los hombres la miran, intercambian
comentarios, demuestran que la aprecian. Se pone entonces
en movimiento el trabajo de la envidia, que consiste en poner
en tela de juicio su belleza o en encontrarle otros defectos.
Todas aquellas que se sienten dañadas por la intrusa tienden
a unirse, a encontrar un acuerdo entre ellas y utilizan las
estructuras de poder de la comunidad para imponer el punto
de vista de ellas. Convencen a algunas señoras que ocupan el
corazón de la opinión pública: las tertulias, el country club, las
asociaciones, los patronatos de beneficencia. Estas no estaban
envidiosas de la recién llegada. Pero fue suficiente que se les
llamara la atención sobre ella, para hacérsela sentir como una
potencial rival. Todas tienen maridos, todas le temen a una
hermosa mujer que pueda acecharlos. El trabajo de la envidia
comienza a insistir en el hecho de que la nueva es una
casquivana, que ya ha hecho varias conquistas, que su
prestigio y su influencia entre los varones crece
peligrosamente.
En determinado momento le endilgan un mote despectivo.
Cada vez que la nombran intercambian sonrisitas de
entendimiento. Los hombres, curiosos, quieren saber de qué
se trata. Así llegan a participar del "lo que se dice" y compro-
meterse en el trabajo de destrucción, de degradación de la
imagen de la muchacha.
Hasta ese momento ellos se limitaban a apreciar a la
bella. Le encontraban muchas más
126
12
2

cualidades que defectos. Pero, al participar, entran en el juego.


Algunos comienzan a utilizar el mismo mote. Ya no proponen
razones a lo que las mujeres dicen de la joven. Sólo quedan unos
pocos, aislados, que menean la cabeza cuando oyen las
maldades de los demás. Pero no están en posición de hacer
nada al respecto.
Naturalmente, la acción de degradación repercute en la
envidiada. Al principio estaba segura de sí misma, orgullosa de
su belleza. Era amable con todos, estaba siempre sonriente y
serena. Luego comienza a advertir que algo cambió. Hay gente
que la mira y sonríe maliciosamente. Cuando ella se acerca se
callan o cambian de tema. No la invitan a una fiesta a la que
todos asisten o la invitación llega tarde. Una señora acreditada
le hace algunas observaciones sobre su vestimenta, demasiado
provocativa, demasiado ostentosa. Un hombre, que antes la
trataba con respeto, inesperadamente se muestra vulgar. Una
amiga le refiere un chisme que la tiene como protagonista. Ella
se vuelve vacilante, trata de llamar menos la atención, se viste
de manera más moderada, más anodina, más masculina. Poco
a poco, va borrando su belleza. En suma, obedece al
mandamiento que le impuso la comunidad: ¡desaparece!
**
¿Existe acaso mucha diferencia, cuando el proselitismo se
realiza en un campo en el que lo que está en juego no es la
belleza, sino valores
127
12
3

más elevados, como el poder político, la ciencia y el arte?


En Julio César de Shakespeare, la conjura política se inicia
por la acción de un envidioso, Casio. Hasta el propio César se
había dado cuenta de su condición y había dicho: "Tales
hombres no sosiegan jamás mientras ven alguno más grande
que ellos y son, por tanto, peligrosísimos". Casio busca
prosélitos en su tarea de denigración, de desvalorización de
César. Sobre todo intenta convencer a Bruto porque éste es un
hombre sincero, estimado, amado por el pueblo.
Pero con él no puede recurrir a las bajas calumnias, sabe
que Bruto no las creería. Entonces disminuye a César de una
manera más sutil y muestra que el gobernante tiene una
naturaleza débil. César no es un dios, como sostiene Roma, ni
un valiente e indómito capitán, sino que es un hombre como
los demás y hasta más temeroso. A fin de confirmarlo, utiliza
episodios verdaderos, recuerdos personales. Cuenta que una
vez César lo invitó a arrojarse al Tíber con él, vestido con sus
armas. Pero en un determinado momento César comenzó a
ahogarse y entonces pidió ayuda e imploró hasta que Casio lo
salvó. O bien aquella otra ocasión en la que, estando en España,
César fue presa de la fiebre. Dice Casio: "Observé cómo
temblaba. ¡Es verdad, ese dios temblaba! De sus labios
cobardes había huido el color y esos mismos ojos, cuya mirada
atemoriza al mundo, habían perdido su brillo. Oíale yo gemir,
sí. Y ésa, su voz, que invitó a los romanos a que lo distinguieran
y a escribir en los libros sus discursos,
128
12
4

¡OH, vergüenza!, gritaba: Dame algo de beber, Titinio, igual que


una niña quejumbrosa. ¡Por los dioses! Maravíllame que un
hombre de constitución tan débil pueda marchar a la cabeza
del majestuoso mundo y llevar él solo la palma".
Pero, puesto que Bruto no es por naturaleza envidioso,
puesto que Bruto no tiende a compararse con César, Casio lo
impulsa a hacerlo, se lo sugiere:
"¡Bruto y César! ¿Qué había de haber en este 'César? ¿Por
qué había de sonar ese nombre más que el vuestro?
Escribidlos juntos: vuestro nombre es tan bello como el suyo.
Pronunciadlos: el vuestro es igualmente sonoro. Pesadlos: no
pesa menos. Conjurad con ellos: Bruto conmoverá un espíritu
tan pronto como César. Ahora, en nombre de los dioses todos,
¿de qué alimento se nutre éste nuestro César, que ha llegado a
ser tan grande? ¡Qué vergüenza para nuestra época! ¡Roma,
has perdido la raza de las sangres esclarecidas! ¿Qué
generación pasó desde el diluvio que no haya sido famosa por
más de un hombre?"
Puesto que tampoco esto basta, Casio trata de que Bruto
tenga la impresión de que también los ciudadanos piensan
como él:
"Esta noche arrojaré a sus ventanas [las de Bruto] escritos
de distintas procedencias, que parezcan provenir de varios
ciudadanos. Todos expresarán la alta opinión que Roma tiene
de su nombre [de Bruto]. En ellos se aludirá, esbozada-mente, a
la ambición de César...".
Pero cuando Casio logra su objeto, cuando está seguro de
haber orientado a Bruto en la di-
129
12
5

rección esperada, hacia la conjura, lo desprecia, porque se ha


dejado engatusar. Y comenta: "¡Bien Bruto, eres noble! No
obstante veo que, dispuesto como está, tu honrado metal puede
forjarse. He aquí la conveniencia de que las almas nobles se
asocien siempre a sus iguales... Si yo fuese ahora Bruto y Bruto,
Casio, él no ejercería influjo sobre mí.
El envidioso busca cómplices, se empeña en aumentar su
número, pero en su interior los considera estúpidos, se ríe de
ellos. Es como si dijera: "¿Pero, cómo me creen? ¿Cómo no se
dan cuenta de que actúo de mala fe? ¿Cómo pueden ser tan
ingenuos?".
Pasemos ahora al campo de las letras y de las artes, en el
cual la gente común imagina que no existe envidia. Porque es el
mundo de los creadores, de los espíritus elevados.
Pero también es el mundo de personas que quieren crear
algo único, superior, inmortal. Animadas por un desmesurado
deseo de sobresalir, un deseo de perfección, son al mismo
tiempo, sumamente frágiles porque, ¿quién puede decir que se
siente seguro de su valor? Hay páginas muy conmovedoras de
Paul Valery sobre éstas, las que él llama las profesiones
delirantes; en las cuales todos quieren desesperadamente
afirmarse a sí mismos, decir continuamente Yo, Yo, Yo, pero se
ven obligados a compararse con otro y luego con otro, y luego
con otro más. Y todo lo que hacen los
130
12
6

demás es una espina en sus corazones, un motivo de tormento.


Toda la historia del arte y de la literatura está colmada de
episodios de feroz rivalidad entre grandes. Como en el caso de
Miguel Ángel con respecto a Rafael a, quien no podía soportar y
al que nunca le reconoció ninguna capacidad. Hasta después de
la muerte de éste continuó afirmando que todo lo que sabía
Rafael de arte lo había aprendido de él.1
Un feroz ejemplo de proselitismo envidioso es el que suscitó
Racine cuando escribió Fedra. Racine todavía estaba
afirmándose, tenía muchos rivales y éstos, a fin de arruinar su
última obra, se pusieron de acuerdo con un autor mediocre e
intrigante, un tal Pradon que, en algunas semanas, improvisó
un drama teatral titulado Fedra e Hipólito. Cuando esta obra
subió a escena, los enemigos de Racine se volcaron en masa al
teatro y decretaron un estrepitoso triunfo de la obra. El
público se dejó arrastrar, se dejó engañar. El día en que Racine
presentó su Fedra encontró un teatro vacío e innumerables
críticos. La amargura que le provocó esta injusticia fue uno de
los factores que impulsaron a este gran dramaturgo a
abandonar el teatro cuando sólo tenía treinta y ocho años.2
También a Cervantes se le enfrentó un mediocre, de
Avellaneda, a fin de disminuir el valor del Don Quijote.
1 Véase Eugéne Raiga: L'Envie, op. c£í.,pág. 59.
2 Véase Eugéne Raiga: L'Envie, op. cit. pág. 149-150.

131
12
7

Hoy las cosas no han cambiado. Continúan existiendo las


comunidades artísticas, particularmente una "república de las
letras", formada por personas que se conocen muy bien. Han
trabajado en casas editoras, han publicado ensayos y novelas.
Escriben reseñas en los diarios o hacen comentarios por
televisión. Cada uno ha debido juzgar a los demás y ser juzgado
a su vez. Toma en cuenta el parecer de los demás y tiene necesi-
dad del apoyo de éstos cuando publica una nueva obra.
Todos los grupos artísticos o profesionales, y también
nuestra "república de las letras", tienden a crecer por opciones
compartidas. Tienen reglas implícitas o explícitas de
aprendizaje para los jóvenes, criterios con los cuales los
juzgan, exámenes mediante los cuales reconocen sus valores.
Se le pide al novicio que tenga respeto por los más ancianos,
que imite el estilo de ellos, que participe de las reuniones que
ellos mantienen, que no olvide las debidas expresiones de
deferencia y de respeto. Hasta establecen cuáles son los temas
de los que todos deben hablar, definen las modas, lo que es
actual y debe ser apreciado y lo que, en cambio, debe
considerarse viejo, superado. La senda de la carrera exige
conocer estas reglas y atenerse a ellas o, por lo menos, no
violarlas brutalmente.
Y he aquí, sin embargo, que alguien que ni siquiera conoce
a los representantes de la corporación, que no los respeta, a
quien no le importa lo que hicieron ni lo que harán, que no
habla con ellos, que los ignora, se afirma. Alguien a quien a
132
12
8

pesar de todo, el público acoge triunfalmente, los editores


miman y la televisión trata con deferencia. En este caso, la
envidia de quienes se sienten afectados más directamente,
encuentra eco en todos aquellos que se sienten ofendidos
por la violación a las reglas, por la afrenta moral que han
sufrido. Los primeros ponen empeño para movilizar a los
demás hacia el rechazo de la nueva obra y del nuevo autor
que queda "marcado unánimemente como arribista,
incapaz, ignorante.
La corporación lo rechaza. Se niega a integrarlo, a
aceptarlo, a admitirlo entre quienes respeta y estima.
Comienza entonces un trabajo sistemático de denigración
en sus confrontaciones, a fin de convencer también a todos
los demás de que este autor no tiene valor, a fin de
cerrarle toda posibilidad de reconocimiento universal.
Cuando la entidad está 'muy estructurada, es muy
cerrada, el rechazo de la intrusión externa es tan
inmediato, tan completo, que ni siquiera se puede hablar
de envidia. Los miembros de la institución ni siquiera
comprenden qué hizo el personaje en cuestión. Para
existir, la envidia requiere un aprecio, aunque sea fugaz,
del valor, valor que luego niega. En este caso falta en reali-
dad el primer movimiento. El extraño aparece in-
mediatamente a sus ojos como un incapaz, como una
persona informal. En lugar de la envidia, estalla el desdén,
la indignación.
***
Llegados a este punto, surge, espontánea-
133
12
9

mente una pregunta. Si la envidia es una fuerza tan ferozmente


conservadora, si los grupos profesionales, las academias, las
sociedades han sido siempre hostiles a la aparición de algo
nuevo y siempre le han puesto obstáculos, ¿cómo es posible que
igualmente se haya producido el progreso humano? ¿Cómo fue y
sigue siendo posible la innovación?
Mediante dos grandes fuerzas: los movimientos y el
mercado. Hablaremos luego de los movimientos al tratar el
sentido de justicia y de los procesos colectivos. Concentremos
ahora nuestra atención en el mercado. Y partamos de un
ejemplo concreto.
Cuando el joven director Giuseppe Tornatore presentó su
película Cinema Paradiso, en Italia todos fruncieron la nariz.
Los críticos la describieron como una obra insignificante y
necia. Los distribuidores la ignoraron. Después de una fugaz
aparición en las salas cinematográficas, la película parecía
destinada al cesto de papeles, cuando, por suerte, fue vista en
otros países europeos y sobre todo en los Estados Unidos, en
donde comenzó a alcanzar reconocimiento, hasta obtener el
Globo de Oro, y finalmente el Osear. Después del triunfo en el
mercado norteamericano volvió a Italia y entonces nuestros
críticos explicaron, con todo aplomo, que efectivamente la
película tenía cierto valor.
En realidad, Cinema Paradiso pudo afirmarse solamente
porque logró sustraerse a la censura envidiosa de los
cineastas italianos. Porque tuvo la suerte o la habilidad de
huir de los ojos
134
13
0

sospechosos y hostiles de los viejos, que habían intuido la


potencialidad del nuevo director e hicieron todo lo que
pudieron para sofocarla en su nacimiento. Porque pudo ser
visto y apreciado por gente que no tenía miedo de su éxito.
Gente no comprometida, gente que no estaba en competencia,
gente que lo miraba con objetividad estética o con los ojos
desprejuiciados del comerciante.
Porque esto es, en definitiva, el mercado: un mecanismo que
sólo acepta valorar la propia utilidad económica, comprando o
vendiendo una mercancía o un servicio, sin tener en cuenta
otras consideraciones, otras interferencias.
Los que lanzaron el filme de Tbrnatore no lo hicieron
porque fueran más sensibles cultural-mente, o porque
tuvieran mejor ánimo. Sino porque se dejaron guiar por' sus
propios cálculos económicos. Vieron un negocio y lo hicieron.
Los cineastas italianos vieron en él únicamente un daño y lo
hostilizaron.
El mercado, como institución autónoma, es el que se sustrae
a las presiones y a los condicionamientos, la gran fuerza que
acepta desbaratar las envidias locales. Los operadores del
mercado permanecen indiferentes a las confrontaciones relati-
vas, no se dejan influir por la propaganda envidiosa, por las
manipulaciones ideológicas de escuela. Gracias a ellos, una
obra innovadora llega a un público libre, también él, de la
confrontación envidiosa, dispuesto a apreciar lo que lo divierte,
lo que lo conmueve, lo que le da algo nuevo.
El mercado es en sustancia un campo social
135
13
1

en el cual quienes toman las decisiones son personas que no


están envidiosas de quien creó la obra, de quien produjo la
innovación: los "lejanos" por antonomasia, quienes no tienen
ninguna relación social con él. En suma, los indiferentes, pero
también, los objetivos.
Si la humanidad dependiera de la opinión de los grupos, de
las academias y de las asociaciones interesadas para lograr su
progreso, no habría adelantado mucho.
No obstante hay un campo que parece ser la excepción. El
de la ciencia. En esta esfera no existen jueces externos como
en la literatura, en el cine o en el arte. No existen charlatanes
que se dirijan al público. Aquí el juicio sigue perteneciendo a
los que se dedican a ese trabajo, a los propios científicos. Los
científicos son las únicas personas autorizadas a tomar
decisiones referidas a la ciencia.
Es conocido el rigor con el que actúan las asociaciones
científicas. Las más prestigiosas revistas de medicina, de
química o de física, tienen comités de redacción
extremadamente severos que no publican un artículo que no
responda a rígidos criterios de autenticidad. ¿Por qué ellos
pueden sustraerse a la envidia?
Gracias a dos mecanismos. El primero es de carácter moral
y puede compararse con la ética del deporte. Los científicos
modernos están obligados a publicar y difundir los resultados
obtenidos sin esconder nada, sin deformar nada y de manera
tal que los demás puedan repetir sus experimentos. Nadie
puede emitir un juicio definiti-
136
13
2

vo sobre sus trabajos hasta que


fc. toda la comunidad internacional
realice esta verificación. Y en la
ciencia moderna, la verificación
finalmente es siempre empírica,
experimental. Habrá muchísimos
que podrán refutar el
experimento o defenderlo. La
realidad, la dura respuesta de
los hechos, es la que, en última
instancia, decide quién tiene
razón y quién está errado. Como
en el deporte, precisamente. Allí
poco cuenta la habilidad oratoria
o la manipulación.
El segundo mecanismo es,
una vez más, el mercado. La
ciencia moderna alimenta a la
tecnología, cada descubrimiento
tiene una aplicación práctica. Las
empresas siguen con ojo atento
el desarrollo científico, lo
favorecen, lo promueven y están
siempre dispuestas a sacar
partido de los resultados. Si bien
no hay un "mercado" para las
ideas científicas, hay un
floreciente "mercado" para sus
aplicaciones. La entidad en-
vidiosa también podría intentar
mantener en secreto un
resultado, o de desestimar a uno
de sus miembros, pero la
comunidad de los negocios tiene
13
3

fuer an el progreso son los "lejanos".


zas O los científicos lejanos
y geográficamente a quienes no les
mét importan en modo alguno las
odo disputas de una comunidad
s científica en particular, o los
sufi operadores económicos y
cien financieros que tienen
tes finalidades completamente
para diferentes y mentalidades
disu completamente distintas. Y,
adir justamente por eso, son buenos
la garantes de la objetividad.
de 137
hace
rlo.
P
or
cons
igui
ente
,
tam
bién
en
el
caso
de
la
cien
cia,
los
que
salv
13
4

Lo dicho con respecto a las ciencias físicas y naturales no es


aplicable a las ciencias del hombre: psicología, sociología,
antropología y menos todavía a la filosofía. En este terreno, las
preferencias por una teoría o por otra dependen de
profundas y subterráneas exigencias sociales, de grupos de
poder, de intereses políticos y económicos. Por esta razón
puede existir una sociología del conocimiento, esto es, un
estudio de los factores y de los procesos sociales que hacen pre-
valecer una u otra concepción filosófica o ideológica.3 Por eso
también estas ciencias están sumamente influidas por la
rivalidad y la envidia.
3 Véase K. Mannheim: Ideología e utopia, Bolonia, II
Mulino, 1958. Véanse también las observaciones hechas en
el capítulo "Envidia y conocimiento" en relación con las
epistemes.
138
13
5

i
14 La mala fe
La envidia se funda en la mentira y en la mala fe. Mentir es
engañar a otro a sabiendas de que todo cuanto se le quiere
hacer creer no es verdad. Cuando hay mala fe, en cambio, nos
mentimos o tratamos de mentirnos a nosotros mismos.
Intentamos disfrazar a nuestros ojos una realidad
desagradable o presentarnos como verdad una mentira
agradable.1
Hemos visto que el "trabajo" de la envidia consiste en
tratar de demostrarse a uno mismo y de demostrar a los demás
que la persona envidiada no vale lo que se dice que vale. O bien
que no se trata de verdadero valor porque son otras las cosas
que realmente cuentan. Al intentar esta demostración y al
exponer los resultados, en determinado momento estamos
"casi" convencidos. Cuando señalamos el error en el que todos
han incurrido, además nos sentimos inflamados por
1 Utilizo la expresión mala fe en el significado que le dio

Jean-Paul Sartre en El ser y la nada, Buenos Aries, Losada,


1983.
139
13
6

un celo sagrado, tenemos la impresión de estar realizando


una obra de justicia social. "¡Vamos —decimos— no hay que
dejarse llevar por las apariencias! Observad con ojos
desprejuiciados y os daréis cuenta de que admiráis a quien no
lo merece. Que no es mejor que vosotros o que yo."
Pero, mientras hacemos esta denuncia, o un instante
después de haberla hecho, tenemos la impresión de haber
mentido. Cuando invitábamos a los demás a mirar de frente la
verdad y a decirla, ¿estábamos movidos realmente por el de-
sinteresado propósito de lo verdadero? O, en cambio,
¿forzábamos la mano en la dirección que nos convenía?
La busca de la verdad no debería tener otra motivación que
el conocimiento, otro fin que la verdad misma. Pero nosotros
teníamos una meta diferente: librarnos de la molesta presencia
de alguien, de su belleza, de su riqueza, de su inteligencia o de
su éxito. Experimentábamos placer al descubrir sus límites, sus
carencias. No era el placer puro del conocimiento, era el placer
impuro de golpear, de dañar, de "hacérselas ver", lo que nos
movía.
Un observador externo que hubiese podido estudiarnos
con atención y penetrar en nuestro espíritu no habría tenido
dudas. Las motivaciones de nuestra búsqueda y de nuestros
intentos de proselitismo estaban corrompidos.
Por eso, la mala fe no es representarnos algo falso, algo que
sabemos que no es cierto. Antes bien es una busca por el
camino errado. Buscar, descubrir, poner de manifiesto,
recordar, revelar
140
13
7

todo lo que sirve a cierto fin y, en cambio, pasar por alto, no


ver, ocultar, lo que no sirve a dicho fin o lo obstaculiza. La mala
fe es mala intención, acción práctica, respecto de la cual el
conocimiento es solamente un medio, un instrumento.
Cuando nos damos cuenta de que el curso de nuestra
búsqueda, de nuestros pensamientos, de nuestras reflexiones,
satisface nuestra agresividad, desvaloriza a la persona que nos
produce fastidio, entonces lo seguimos con solicitud. Cuando,
en cambio, tenemos la impresión de que todo eso nos conduce a
apreciarla, a reconocerle un valor, nos sentimos presos de
cierto malestar, nos detenemos y cambiamos la dirección de
nuestros pensamientos.
En todos los procesos de busca procedemos haciendo
hipótesis. Luego, mediante el razonamiento o recurriendo a
datos empíricos, descartamos las hipótesis erradas y nos
detenemos en aquellas que resisten la refutación. Este buscar
es objetivo si no tiene cierta preferencia por un tipo particular
de respuesta. Si no tiende, de manera parcial y prejuiciosa, en
favor de ésta en lugar de aquélla. Hago una pregunta y luego
me mantengo susceptible, abierto a todas las soluciones, hasta
a aquéllas más inesperadas, hasta a aquéllas más
desagradables.
En el caso de la envidia parto de una pregunta: "¿Es
verdaderamente culto aquel hombre?" Pero ya al hacérmela,
sé cual es la respuesta que prefiero: "No. No lo es". Entonces si
me ocurren razones, u oigo opiniones que la confirman, me
siento jubiloso. Si, en cambio, me veo
141
13
8

obligado a admitir que esa persona es realmente culta,


entonces me quedo con un gusto amargo en la boca y en ese
mismo instante, comienzo a recurrir a otra de las estrategias de
la envidia haciéndome otra pregunta: "Pero, ¿su cultura no es
acaso simple erudición?" Y continuaré procediendo así,
abandonando una y otra vez el camino que me conduce a
reconocer su valor, a fin de desembocar continuamente en los
que me permitan refutarlo.
Poco a poco construiré un conjunto de explicaciones, de
pruebas y de argumentos tranquilizadores. Luego buscaré las
confirmaciones, proponiéndoselos a los demás. Si mi
proselitismo tiene éxito, si hay gente que puede movilizarse
contra el envidiado, encontraré consenso para mis
razonamientos y el trabajo de la envidia habrá triunfado.
Todos juntos lograremos expulsar el cuerpo extraño y la
envidia desaparecerá.
Si, en cambio, al interrogar a los demás, encuentro juicios
diferentes, algunos favorables y otros contrarios, el trabajo de
la envidia no alcanza su objeto. Vuelvo a encontrarme solo
conmigo mismo, con mis razonamientos y mis argumenta-
ciones, y tarde o temprano, la duda volverá a atenacearme.
Porque mi argumento no tiene fuerza para sostenerse por sí
mismo. Sé que fui parcial, que prefería una alternativa a la
otra, que seguí el camino que me daba consuelo y que
impugné el que me llevaba a conclusiones desagradables.
Tengo necesidad del consenso social. Si me falta, siempre
habrá un momento en el que, inesperadamente, el castillo de
justificaciones en el
142
13
9

que me había atrincherado, me parecerá demasiado frágil,


inconsistente. Esta es una experiencia análoga a la inversión
de figura y fondo en la percepción visual. O bien al retorno
de lo reprimido en el psicoanálisis. Lo que se había
mantenido alejado de la conciencia irrumpe en ella de
manera súbita y produce angustia. En este caso experimento
una violenta impresión de fracaso y de miseria moral. ¡No es
verdad! El valía realmente! Me siento aplastado por mi
nulidad y por mi doblez que ya no puedo ocultarme a mí
mismo.
La sacudida del trabajo de la envidia no provoca, por lo
tanto, una "punzada" de envidia, sino que me impone el
valor del otro y me deja sin defensas. Por un instante
permanezco desarmado. Estoy a punto de rendirme, de
admitir su superioridad y mi miseria. Si el envidiado
estuviera presente, hasta podría pedirle perdón, echarme a
sus pies, abrazarlo, como hacen algunos personajes de
Dostoyevski. Pero ésta es una fase que dura poco.
Rápidamente me recompongo, retomo mis actitudes
habituales y con ellas vuelvo a comenzar mi "trabajo" de
denigración. Como un náufrago, me aferró a una nueva
hipótesis, a una frase que dijo alguien y vuelvo a comenzar la
protesta. La envidia es tenaz, renace continuamente del
fracaso de su trabajo. El envidioso solitario es como Sísifo,
condenado a subir a una montaña un peñasco que, una vez
llegado a la cima, rodaba otra vez hacia el valle.
Lo que no puede lograr el individuo aislado, puede
alcanzarlo la colectividad. Lo que en un individuo aislado es
mala fe, porque él, en el fondo,
143
14
0

sabe que se miente a sí mismo: repetido por los demás,


amplificado por la propaganda, destacado por los eslóganes,
demostrado por los intelectuales, sostenido por las diatribas,
por las acusaciones, por las persecuciones, termina por ser
creído por las masas. Se transforma en catecismo ideológico,
en creencia indiscutida. Hacer propaganda no es pensar, es
actuar. El propagandista que no cree es tan eficaz como el que
cree. El conjunto de estas afirmaciones induce a otras certezas
o, por lo menos, sofoca toda voluntad de crítica. Mil pro-
pagandistas de mala fe producen un pueblo de creyentes.
***
Demos ahora un paso atrás, volvamos a la persona que
envidia y que comienza a desarrollar su trabajo dentro de sí y
frente a los demás. Al individuo con sus pensamientos, con su
sentimiento de fracaso, con su obsesivo pensamiento puesto
en ese otro que le parece más hermoso, más rico, más feliz,
más afortunado que él, y de quien trata inútilmente de
desviar la mirada. Volvamos a su discurrir motivos y razones
para no darle peso y valor, volvamos a sus dudas y sus fracasos.
El envidioso debe mantener todas estas emociones, estos
razonamientos, esta actividad, cuidadosamente ocultos a
quienes lo circundan. La envidia tiene esta característica: ser,
antes que nada, un secreto.
El envidioso trata de evitar con mucho cui-
144
14
1

dado que los demás descubran que él se está comparando con


alguien. Es desconfiado, circunspecto, teme que lo adviertan,
que sean rozados por la duda. Practica estratagemas para
despistar a los posibles sospechosos.
La confrontación envidiosa es un hecho social. Se
desarrolla frente a un público, a un jurado que consideramos
extremadamente crítico y exigente. Precisamente frente a
este jurado queremos hacer un buen papel, frente a él nos
avergonzamos si no logramos estar a la altura del otro. Si
todos estos jueces de pronto desaparecieran, si ya no
tuviéramos miedo de su evaluación, también desaparecería
nuestra envidia. Primero, porque no queremos llamar la
atención sobre la confrontación que estamos realizando.
Porque sería como llevar la indagación de ese jurado
precisamente hacia la diferencia que nos hace sufrir, como
hacerla emerger con toda claridad.
No queremos hacerles pensar que nos sentimos
disminuidos, derrotados, que admiramos la superioridad del
otro y que sufrimos por ello. Admitirlo sería destruir todos
nuestros mecanismos de defensa, hacer imposible el trabajo de
la envidia. ¿Cómo hago para decir que aquel no vale nada, si,
ante todo, me siento dominado y fascinado por él?
Por consiguiente, la envidia debe esconder
cuidadosamente nuestro deseo, nuestro interés y poner en
escena lo contrario: nuestra indiferencia, nuestra
superioridad.
Cuando hablamos de la persona que pertur-
145
14
2

ba nuestras noches, en la cual pensamos con insistencia


enfadada, debemos hacer como que caemos de las nubes. "¿Ese?
Ah, sí, me parece haberlo oído nombrar, ¿qué hizo?"
El envidioso nunca debe dejar transparentar sus
verdaderos sentimientos agresivos. Cada vez que habla del
envidiado debe hacer como que no lo conoce, o bien debe
sostener que es su amigo. "Siento verdadero aprecio por él,
pero en este caso no puedo menos que criticarlo, por su propio
bien..."
El envidioso se ve, entonces, obligado a mentir. Se ve
obligado a poner en escena la ficción del desinterés, de la
ignorancia, de la amistad. Está obligado a poner en escena los
sentimientos contrarios de los que experimenta. Se siente
envilecido, humillado, impotente y finge sentirse alegre,
satisfecho y seguro. Está malquistado con el otro y debe
demostrarle amistad, afecto, estima.
Por eso la envidia siempre es no solamente mala fe, sino
también conciencia de la falsedad, es decir, mentira. Es una
puesta en escena mentirosa, continua, prolongada, que utiliza
todo tipo de recursos intelectuales y astutos. Es lo que hace
lago con Ótelo.
La puesta en escena engañosa, el hecho de tener que fingir
continuamente sentimientos que no experimenta, de decir
cosas que no piensa, interactúa con la falsa conciencia. En la
mala fe hay duda. El envidioso sabe que vale poco, sabe que no
tiene argumentos consistentes. De vez en cuando, entra en
crisis y terminaría por ceder si no estuviera continuamente
obligado a fingir. Al
146
14
3

fingir frente a los demás, le resulta más fácil fingir frente a sí


mismo.
La envidia es, en definitiva, un gran fingimiento mentiroso,
en el cual el actor quisiera huir de su papel pero no logra
hacerlo. No puede decir la verdad sobre sí mismo, porque
debería decir que ha odiado a quien consideraba mejor que él,
y que les ha mentido a todos.
147
14
4

15 La provocación
Hasta ahora hemos imaginado que no existe interacción
entre el envidiado y el envidioso. Es el envidioso quien piensa,
reflexiona, intriga. El envidiado no hace nada. Se limita a estar
presente, a existir.
Pero en la vida concreta ciertamente no es siempre éste el
caso. El envidiado puede mostrarse, exhibir sus éxitos, puede
vanagloriarse de ellos y hacerlo de manera tal que ofenda al
otro. Esta es la provocación.
Hay ritos de la vida cotidiana que nos prescriben ser
prudentes, mesurados, cada vez que nos ha salido bien un
negocio, cada vez que recibimos un premio, que hemos
triunfado. Si en el mismo salón hay alguien que participó de la
misma competencia o del mismo concurso, minimizamos el
resultado obtenido, decimos que se ha debido sobre todo a la
suerte. Y lo hacemos para no ofender la susceptibilidad del
otro, su amor propio.
Sin embargo hay gente que procede de manera diferente y
ostenta sus posesiones, sus vic-
148
14
5

tonas, personas que las ventilan frente a sus compañeros, a


sus colegas con el fin de provocar la reacción envidiosa de
éstos. En la Biblia hay un hermoso relato que ilustra este tipo
de conducta: es la historia de José, sobre quien Thomas Mann
escribió un libro delicioso.
Jacob había tenido doce hijos. Seis de su primera mujer, Lea,
cuatro de las concubinas Zilpa y Bilna y, por último, dos, de su
adorada esposa, Raquel. El primero de estos últimos era José.
Por lo tanto, José no era el primogénito. Sin embargo, era
hermoso, tenía dotes proféticas y se parecía
extraordinariamente a su madre muerta. Jacob estaba
fascinado por él y quería darle el puesto de primogénito en
lugar de Rubén, el hijo de Lea.
José se daba cuenta de esto, como se daba cuenta de su
propio valor. Cuando se encontraba con los demás hermanos se
comportaba como un emisario del padre y no como un par. Esa
actitud bastaba para provocar malhumor y envidia. Pero la
situación se puso verdaderamente difícil cuando un día,
engatuzando a Jacob, logró que éste le regalara el magnífico
manto nupcial, la Ketonet passim, de su madre, Raquel. Con esa
vestimenta regia fue a pavonearse ante sus hermanos y su-
puso que sería admirado y ovacionado.
Fatal error de presunción y de soberbia, observa Thomas
Mann, porque "Desde los días de Adán y Eva, desde que uno se
transformó en dos, todos, para poder vivir, tuvieron que
ponerse en el pellejo de los demás; para conocerse realmente a
sí mismos han debido mirarse con los ojos de un extraño. Pero
José desconocía completamente
149
14
6

esta regla; su ciega confianza le hacía suponer que todos los


hombres lo amaban más que a sí mismos y que él no debía
tener ninguna consideración para con los sentimientos de los
demás."1
Los hermanos quedaron estupefactos y lo acusaron de ser
un mentiroso, un fullero, una víbora que había envuelto y
engañado al viejo padre.
La reacción fue todavía más violenta cuando,
imprudentemente, José les contó dos sueños que había tenido.
En el primero, las once gavillas de trigo de sus hermanos se
inclinaban frente a la suya. En el segundo, el sol, la luna y
once estrellas se inclinaban frente a él. Entonces no sólo los
once hermanos, sino también el padre y la madre,
simbolizados por el sol y la luna, le rendían homenaje.
Los hermanos discutieron sobre si esos sueños de José
habían sido inventados con intención de provocarlos o si habían
sido enviados por Dios. Esta idea parecía frenar a Rubén, pero
no a los demás, porque —continúa Thomas Mann— "El centro
de todos sus pensamientos era José. Si Dios lo había elegido a
pesar de ellos si había hecho inclinar vergonzosamente sus
gavillas frente a la suya, eso significaba únicamente que Dios
había sido engatusado lo mismo que Jacob."
José quería ser amado, admirado por sus hermanos,
quería que ellos apreciaran su supe-
1 Thomas Mann: II giovane Giuseppe, Milán, Mondado-ri,
1981, pág. 87. [Hay versión en castellano en Obras Com-
pletas, 2 vols., Barcelona, Plaza Janes 1965-67.]
150
14
7

rioridad. Este es el deseo que tienen todos los que sobresalen,


que se destacan, el deseo de ver reconocido su valor y sentirse
amados por ello. Como se ama al líder, como se ama al gurú, al
maestro, al virtuoso, al actor, al cantante que, al fin del es-
pectáculo, recibe el aplauso entusiasta de su público. He aquí
que este aplauso les grita, te amamos a ti porque eres grande,
porque en ti se encarna lo bello. Porque tus descollantes
cualidades nos enriquece, nos hace feliz.
Este es el verdadero premio, la verdadera meta de quien
busca el éxito. Este reconocimiento, este amor exultante. Este
es el significado de los aplausos, de los premios, de las medallas,
de los solemnes encomios, de las felicitaciones. La sociedad se
hace cargo de este deseo, exalta al campeón y lo señala como
objeto de amor y de admiración.
Por esa razón siempre hay una tácita connivencia entre el
ganador y quien le tributa el triunfo. El espera el aplauso de
los espectadores. Si ese aplauso no llega, el campeón los
escruta esperando ansiosamente.
El envidioso es aquel que rechaza, que dice que no. Que se
resiste al desafío, a la presión, a la "provocación" de la gente y
del ganador. Sabe que el vencedor quiere también su consenso,
que se muestra para obtenerlo, entonces el otro niega con más
fuerza, con obstinación.
Estos mecanismos están difundidos hasta en las familias.
Mará Selvini Palazzoli se ha ocupado ampliamente de ello en
sus estudios sobre la anorexia y las psicosis. Para Selvini, si
hay un envidioso, siempre hay alguien que lo provoca,
151
14
8

que quiere obtener su reconocimiento a la fuerza. Quiero


recordar únicamente uno de sus célebres casos, el de Giusi, una
adolescente anoréxica que intentó suicidarse varias veces.2
La madre de Giusi era una mujer muy hermosa,
encantadora, una gran artista que siempre lograba fascinar a
sus invitados y a sus amigos y se hacía amar y admirar. El
marido, que estaba enamorado de ella, precisamente por estas
extraordinarias cualidades, en determinado momento comenzó
a envidiarla y, quizás, a estar celoso de los muchos
admiradores que ella tenía. Durante las "exhibiciones" de su
mujer, permanecía ostentosamente mudo, pálido de rabia. Y
Giusi había comenzado a experimentar la misma envidia, el
mismo rencor. Respecto de ella y de su padre, la madre tenía
demasiado: demasiada belleza, demasiado encanto, demasiada
inteligencia, demasiada cultura, demasiado éxito profesional,
demasiados amigos, demasiada admiración. Y quería además
tener una hija excepcional de la cual enorgullecerse. Pero
Giusi, que era muy hermosa, podía quitarle esto último. En
poco tiempo se transformó en un monstruo esquelético que
perdía los dientes y el cabello.
De ese modo vengaba al padre y colocaba a su madre en su
lugar, humillaba su orgullo, le hacía "bajar la cabeza", le
arruinaba la existencia y la obligaba a avergonzarse ante todos.
2 M. Selvini Palazzoli, S. Cirillo, M. Selvini y A. M. So-

rrentino: I giochi psicotici nella famiglia, Milán, Raffaello


Cortina, 1988, págs. 96-101.
152
14
9

Como en el caso de José, la madre no se daba cuenta del


efecto devastador que tenía su ostentación sobre el marido
y la hija. Trataba de seducirlos, de fascinarlos como lograba
hacerlo con los demás. Y cuanto más se resistían ellos, más
reforzaba ella sus esfuerzos, hasta la catástrofe.
El envidiado no advierte la herida, el dolor que provoca
en el envidioso y no comprende la violencia de su reacción
agresiva.
La mujer hermosa que atraviesa la sala altiva, con todos
los ojos puestos sobre su persona, está contenta. Sabe que
hace ostentación, sabe que la envidian, pero no capta hasta
lo más profundo la malevolencia, el odio que la acompaña.
En su imaginación adivina una serie de comentarios
positivos, quizás arrancados a la fuerza, pero positivos al
fin. Piensa que, aunque sea de mala gana, las demás
mujeres admiten su belleza, están impresionadas por ella.
Se sentiría horrorizada si oyese lo que realmente dicen de
ella: "Mira a esa asquerosa, esa arpía, esa aprovechadora,
esa ladrona, esa prostituta...".
Pero la ostentación no tiene siempre como meta obtener el
amor y la admiración. A veces quiere humillar, aplastar al
otro, obligarlo a rendirse. La ostentación del poder, de la
riqueza, de las victorias, ha tenido también en el curso de la
historia el objeto de hacer bajar la cabeza de los porfiados, de
aniquilar su orgullo, de hacerlos postrar, implorantes y
dispuestos a adorar, frente al vencedor, el objeto de obtener
su rendición total como se le concede a una divinidad. El
poderoso quiere ser amado, admirado y temido como un dios.
153
15
0

Esta pretensión despótica, este deseo de poder total y de


adoración ciega, tiene sus raíces en el terrible desequilibrio de
fuerzas que hay entre el adulto y el niño. Por eso, antes de
transformarse en pretensión del soberano hacia sus súbditos,
hizo su aparición en la familia, en todas las épocas y en todos
los lugares. Y se expresó en la religión. El Dios celoso es el
modelo y el reflejo de un patriarca, de un padre-amo iracundo y
exclusivo. Lo demostró de manera inolvidable Sigmund
Freud.3
Pero el despotismo se reproduce todavía hoy, en la familia
actual, en determinados momentos y en determinadas
situaciones. Vuelve a aparecer en las relaciones entre el
hombre y la mujer, entre el que dirige y el que es dirigido, se
insinúa en los triunfos, en las orgullosas manifestaciones de
superioridad. En todos los ambientes hay privilegios, ritos,
imposiciones de deferencia. En todo lugar encontramos
personas que se exhiben con la complacida arrogancia del
soberano y lo que en realidad buscan es corrompernos, humi-
llarnos, hacernos cantar loas a ellos.
En estos casos la envidia se carga de un matiz sombrío y
puede transformarse en malvada agresividad, en
resentimiento.
3 Sobre todo en Tótem y tabú y en Moisés y la religión
monoteísta, en Obras completas, vols. 13 y 23, Buenos Aires,
Amorrortu.
154
15
1

En una pequeña obra moral Plutarco distingue entre la


envidia y el odio.4 El odio, nos dice, se origina en la idea de
que la persona odiada es mala o quiere hacernos un mal. La
envidia, en cambio, se experimenta solamente en la confron-
tación con quien parece ser muy afortunado. El odio puede
tener un motivo, una justificación, en tanto que la envidia
nunca es justa, desde ningún punto de vista. Se odia
principalmente a aquellos cuya maldad se acrecienta,
mientras que se envidia principalmente a aquellos que son
cada vez más virtuosos. En suma, la meta profunda del
odio es hacer realmente un mal. Los envidiosos, en cambio,
sólo pretenden que el envidiado deje de hacerles sombra.
Como si el envidiado fuese una casa demasiado alta, a la
cual bastaría quitarle el último piso.
Todo lo que hemos dicho son puntos en los cuales
estamos completamente de acuerdo. Pero, si bien odio y
envidia son diferentes como tipos ideales, 5 lo cierto es que
en las situaciones concretas se mezclan profundamente. En
el ejemplo
4 Plutarco: De invidia et odio, en Moralia 1, Plan 47,
Pordenone, Biblioteca dell'immagine, 1989, págs. 454-469.
5 Spinosa tiene una posición diferente sobre esta cues
tión. Para él, la envidia no es más que odio visto en la parti
cular perspectiva de quien desea el mal ajeno y se entriste
ce por la alegría del otro (Etica cit). Una experiencia que
Santo Tomás de Aquino, en cambio, distingue netamente de
la envidia. Cuando, en efecto, la tristitia deriva del hecho de
que el enemigo se fortalezca y, por lo tanto, se acreciente un
peligro, talis tristitia non est invidia, sed magis timoris ef-
fectus (Summa Theologica, cit.).
155
15
2

que acabamos de dar, los


hermanos de José deciden
matarlo, y eso es claramente
odio.
Lo que habitualmente
transforma la envidia en odio es
la provocación, sobre todo
cuando se hace con la intención
de producir la humillación, la
sumisión del otro. Algo muy fácil,
por otra parte, puesto que la
gente que tiene éxito, que alcan-
za una posición de poder,
generalmente considera que la
merece y se enoja con quienes no
se inclinan ante ella.
Los poderosos, los ricos, los
triunfadores, han ejercido
siempre, en el curso de la
historia, esta presión sobre los
más pobres, sobre los vencidos,
sobre los inferiores. Y si estos
últimos experimentaban envidia
por aquéllos, con el acicate de la
provocación y de la humillación,
esta envidia se transformó con
frecuencia en odio impotente, en
turbio deseo de venganza.
Nietzsche dio a esta mezcla
de pasiones el nombre de
resentimiento.6 El hombre
resentido no admira al superior,
quisiera estar en su lugar para
15
3

ven poco a poco, de manera


gars acumulativa, a través de
e de sucesivas estratificaciones de
él. deseos envidiosos, de cóleras
Por contenidas, de proyectos de
que venganza.
ha El resentimiento puede ser un
sido hecho individual. Puede
hum experimentarlo un hermano
illad menor
o,
6 F. Nietzsche: Genealogía
por
della morale, Milán, Adelphi,
que
1975. [Hay versión en
mil
castellano: La genealogía de la
vece
moral, Madrid, Alianza, 1983, 78
s
ed.]
hub
o de 156
disfr
azar
su
enco
no
im-
pote
nte.
El
rese
ntim
ient
o se
pro
duc
e
15
4

contra el mayor que dirige la casa, que lo oprime, una nuera


contra la suegra que la trata como a una sirvienta. Pero se
hace particularmente importante e interesante cuando es
colectivo, como en las relaciones entre los pueblos o entre las
clases sociales.7
7 Véase el párrafo Risentimento e invidia collettiva, págs.
130-133 (en la edición italiana, citada arriba).
157
15
5

16
El reconocimiento
Escribe Schoeck: "El acto de amor, los sentimientos
amistosos, la admiración, todas estas actitudes con las que nos
dirigimos hacia otro, esperan la correspondencia, un
reconocimiento, tienden a establecer un vínculo. El envidioso
no quiere nada de todo esto... porque, por lo que a él respecta,
no quisiera tener ninguna relación con quien es el objeto de
su envidia." •
No es verdad, realmente no es verdad. La relación entre el
envidioso y el envidiado no es una sencilla y lineal relación de
odio. El otro no es un claro enemigo a quien deseo ver destruido
a toda costa. No es alguien de quien quiero vengarme y a quien
espero hacer sufrir. No es alguien por quien siento
repugnancia, disgusto. Ni siquiera me da miedo. No lo
considero indigno, infame hasta el punto de no querer que me
vean con él.
El objeto de mi envidia, aun cuando lo des-
1 Helmut Schoeck: U invidia e la societá, Milán, Rusco-ni,
1974, pág. 11. [Hay versión en castellano: La envidia y la
sociedad, Madrid, Unión Editorial, 1983.]
158
15
6

j- .«.
valorice, aun cuando desearía verlo muerto, me atrae, me
fascina. Por eso, si él se me acerca, me tiende la mano, me
invita a su casa, me pide que vaya a su lado en público, me
demuestra estima, me elogia, si reconoce mi valor ante los
demás, entonces, inesperadamente, mi envidia desaparece
y me siento invadido por un cálido sentimiento de plenitud.
Sentimiento en el cual se funden conjuntamente el
estupor, el reconocimiento, la alegría de que se haya hecho
justicia conmigo y el orgullo del éxito, de la victoria.
En realidad, él representaba a mis ojos todo aquello que
en el mundo negaba mi valor, me decía no, me rechazaba. Y
me rechazaba a mí mientras lo elegía a él en mi lugar. El era
el campeón triunfador de la vida, yo, el perdedor; él, el
aclamado, yo, el escarnecido; él, el exaltado, yo, el de-
nigrado. Y ahora, precisamente la persona que encarna
los valores dominantes me eleva hasta su mismo plano.
Dice: "¿Veis a este hombre? Vale tanto como yo, y es tan
cierto que lo elijo como amigo. Reconozco su valor y por eso
vosotros también debéis reconocerlo".
Descubrimos así que uno de los sentimientos más
fuertes que vincula al envidioso con el envidiado es la
necesidad espasmódica y frustrada de reconocimiento.
Detrás del obsesivo reflexionar del envidioso, detrás de la
constante presencia del otro, está este anhelo de contacto,
de respuesta, esta muda, no formulada, solicitud de
amistad. Porque lo que el envidioso le pide al envidiado es
la estima verdadera, profunda, sincera, que el amigo
ofrece al amigo. Que siempre y en cual-
159
15
7

quier circunstancia esté de su parte, que lo respete, que


respete la seriedad de sus intenciones, de sus esfuerzos. Que
vea no lo que hay de mezquino sino lo que hay de bueno y
meritorio en su vida.
Cada uno de nosotros tiene algún valor, cada uno de
nosotros tiene algún mérito. La vida es dura, difícil, llena de
insidias y de dolores. A fin de afrontarla hemos tenido que
superar pruebas extenuantes, tuvimos que ser valientes,
muy valientes. Todos hemos tratado de hacer lo mejor
posible, la mayor parte de las veces con sinceridad. Fuimos
engañados, traicionados, ofendidos. Doloridos, hemos
vuelto a levantarnos y hemos comenzado otra vez desde el
principio. No fuimos recompensados como lo esperábamos,
como lo hubiéramos merecido. Sólo el amigo nos conoce, nos
comprende y, por eso nos hace justicia.
Si éste es el deseo profundo, indecible del envidioso
respecto del envidiado, entonces podemos adivinar en su
sentimiento, el rencor de una estima no correspondida, la
desilusión de una esperanza frustrada, la amargura de una
injusticia no reparada. No la injusticia por la cual podemos
reclamar ante un tribunal o ante el público, sino la
injusticia que todo ser humano sufre por la dureza del
mundo, la injusticia existencial, nacida del hecho de que la
existencia no es intrínsecamente moral. Existencia que sólo
puede redimirse mediante algo diferente.
Ese "algo" podría ser la clemencia o la misericordia,
atributos fundamentales de Dios en el Islam. O bien el
ágape, el amor de Dios en el cristianismo. O la compasión del
budismo. Pero el ni-
160
15
8

vel mínimo, humano de ese "algo" que puede redimir la


existencia de su vacuidad moral es el reconocimiento de quien
puede vernos por dentro, como si fuera nuestra propia
mirada, o bien alguien más separado, más objetivo. Sin el tu-
multo, las ansias, las hipocresías con las que nos tratamos a
nosotros mismos. Una mirada que busca el bien y que nos
ayuda a encontrar en nosotros, hasta una pizca de valor. La
mirada del amigo.
Por esa razón, el envidioso tiene impulsos de acercamiento,
aspira a la amistad de aquel a quien envidia y es feliz si éste le
tiende una mano, o le hace sentir su reconocimiento. Pero, en la
mayor parte de los casos este proceso termina por
transformarse en una envidia todavía más intensa. Y, con
frecuencia, en actitudes de violencia o de malevolencia.
En efecto, la envidia aumenta con la proximidad. Cuando el
otro lo llama, lo invita a su casa, a su mesa, cuando lo hace
sentar a su lado en las fiestas, lo hace participar de su
grandeza, de sus aplausos, el envidioso olvida la diferencia. Se
siente como él, feliz, exaltado. Se siente reconocido en su valor.
Pero luego esta intimidad termina. Acabada la fiesta, la
celebración, despedidos los invitados, bien entrada la noche,
cada uno vuelve a ser él mismo, en su posición social. Al día
siguiente el envidioso descubre que la distancia no quedó
anulada. Sus vidas son diferentes, como son diferentes sus
destinos. El reconocimiento que le hizo sentir el envidiado es
solo un recuerdo. Que ya no
161
15
9

le alcanza. Mientras tanto, el otro retoma su vida habitual,


gloriosa, triunfante, y él, que por un instante tuvo la ocasión
de saborearla, ahora la desea todavía más intensamente.
Mientras el otro estaba lejos, era una entidad abstracta, el
envidioso trataba de no pensar en él, de no compararse. En
ningún otro caso como el de la envidia resulta tan pertinente el
proverbio "ojos que no ven, corazón que no siente". Pero,
justamente esa experiencia en común, el hecho de haber estado
tan cerca y de haber formado parte, por un instante, de su
éxito, exaspera la envidia, la hace feroz.
Ciertamente, el envidioso desea acercarse al envidiado,
desea su amistad, su reconocimiento. Pero desea mucho más.
Desea estar siempre con él, a su lado, y luego, ser como él, estar
en su lugar, identificarse con él, sustituirlo. 2 Y puesto que no
lo logra no está nunca en paz. La envidia produce un
movimiento de identificación, pero es un movimiento voraz,
insaciable, que quisiera avanzar hasta lograr la asimilación, la
deglución, y no se detiene hasta alcanzar su objeto. La envidia
se transforma en desapego, repudio, solamente porque no logra
devorar al otro, incorporarlo,
2 En la película Eva contra Eva de Mankiewicz, una
muchacha de provincia se acerca en actitud de adoración a
la gran estrella Margo y llega a ser su secretaria, su asis-
tente, su alter ego. Se anticipa a sus pensamientos, a sus
deseos, a sus gestos. Poco a poco, la sustituye, toma su lugar.
Véase el análisis de Gianni Canova, In-video. II cinema in
bilico tra vedere e invidiare, en G. Pietropolli Char-met y M.
Cecconi (comps.): L'invidia, op. cit, págs. 175-181.
162
16
0

digerirlo. En el movimiento de desapego de la envidia está ya


el principio de su cura. En tanto que el acercamiento es
como echar gasolina al fuego. La envidia estalla y se hace
maligna. Con frecuencia se traduce en una acción perversa,
venenosa.
Hay que temer al envidioso que se acerca demasiado, al
envidioso a quien tratamos amistosamente, de manera
fraternal, que invitamos a nuestra casa, porque, sin
quererlo, inflamamos en su corazón feroces impulsos de
odio. A veces nos sentimos conmovidos por el placer que de-
muestra, por su mirada de reconocimiento. Pero no
logramos ver las heridas que nuestra existencia le infiere
precisamente con su proximidad.
Muchas veces se ha observado que quienes vdven junto a
los grandes personajes habitualmente hablan mal de ellos.
Un dicho inglés asegura que nadie es un héroe para su valet.
Hasta los muchachos entusiastas de su campeón deportivo o
de su ídolo musical, viviendo cerca de ellos, poco a poco
advierten que él se les asemeja y comienzan a considerar
intolerable su éxito. Solo la distancia permite idealizarlo y
no experimentar envidia.
Considerando un espectro más amplio, la amistad no es
posible entre personas diferentes que se comparan entre
sí. La amistad solo es posible entre iguales, o entre
desiguales que no se comparan, que no se miden
mutuamente. Para que exista amistad es necesario que
cada uno encuentre en sí mismo su fuente de valor, una
fuente de valor, que el otro reconoce y de la cual no -rata de
apropiarse.
163
16
1

El verdadero encuentro amistoso no nace del acercamiento


que busca la envidia, de los sentimientos amistosos que sin
embargo produce la envidia. Es difícil que la amistad surja de
la envidia.
En cambio la amistad puede nacer más fácilmente de los
celos. Recuerdo el caso de un muchacho locamente enamorado
de una compañera de la universidad. Como sucede con
frecuencia a esa edad, este joven era torpe y no lograba desci-
frar los mensajes que le enviaba la muchacha. Ella estaba
enamorada de otro, pero puesto que lo estimaba, evitaba con
cuidado quedarse a solas con él para no ofender su
sensibilidad. Siempre se encontraba con él en compañía de
algún amigo común. Particularmente de uno que era un buen
compañero, sencillo, alegre, brillante.
Cada vez que nuestro joven trataba de quedarse solo con
su amada para hablarle de su amor, allí estaba el otro. El
joven terminó por ponerse celoso. Pensaba que entre ellos
había una complicidad amorosa. Tomaba por intimidad erótica
la familiaridad que había entre ellos. Se sentía atraído,
fascinado por el otro joven y se esforzaba por comprender
cuál era el secreto del encanto que ejercía sobre su amada.
¿Cómo lograba acercarse a ella cuando quería, cosa que él
nunca conseguía hacer? ¿Por qué ella se reía y estaba siempre
pendiente de las palabras del otro y en cambio se retraía
cuando él la miraba fijamente con ojos amorosos? Lo escrutaba,
lo estudiaba, no se despegaba de él un momento, ya fuera para
poder encontrar a la muchacha, ya fuera pa-
164
16
2

ra mantenerlo alejado de ella. Trataba por todos los medios de


caerle en gracia. Comprendía que, si se hubieran hecho amigos,
podría pedirle que dejara a la mujer que amaba. Y aun más,
¡pedirle que lo ayudara a conquistarla!
Poco a poco surgió una camaradería profunda entre ellos. El
nuestro era un muchacho muy dotado, un verdadero artista, y
ejercía una notable fascinación sobre su presunto rival
amoroso. En sustancia, cada uno enriquecía al otro, le en-
señaba cosas preciosas sobre la vida. Se procuraban
recíprocamente elementos de identificación para modelar su
personalidad.
Con el correr del tiempo, el muchacho comprendió que su
presunto adversario no constituía una amenaza, sino que había
llegado a ser su aliado más seguro. El otro, mientras tanto,
había descubierto el gusto por el arte y la música. Enfrentaron
juntos muchas pruebas de la vida y las superaron. Entre ellos
nunca hubo envidia. Se hicieron amigos íntimos y siguieron
siéndolo siempre.
El paso de los celos a la amistad es posible porque los celos
tienen una meta precisa: conservar su objeto de amor. En la
despiadada competencia erótica, el único freno puede ser de
tipo moral. Por eso, los celos tratan de suscitar la amistad, que
es el más moral de los sentimientos. Algunas veces es una
estratagema. Muchas mujeres, en cuanto advierten que el
marido frecuenta a alguna otra mujer que puede convertirse
en una rival, le piden que se la presente, la invitan a su casa, se
"hacen amigas" y, así, conjuran el peligro. Los hombres
proceden de manera análoga y,
165
16
3

como vimos en el ejemplo anterior, puede ocurrir que de una


estratagema nazca también una amistad verdadera.
Ahora podemos hablar de la ingratitud, el odio que
experimenta el que ha sido beneficiado contra su benefactor.
Kant llama desagradecimiento3 al sencillo olvido del beneficio
recibido, a la falta de reciprocidad. Cuando hay ingratitud, en
cambio, el que ha recibido el beneficio, se siente corroído de
rencor impotente. Pero, ¿en qué se origina este rencor? ¿Por
qué el que ha sido beneficiado muerde la mano del que lo
ayuda?
La causa más frecuente es la envidia. Un benefactor lejano
que se limita a enviar ayuda sin hacerse ver, no suscita
problemas. Un protector lejano a quien se puede recurrir en
caso de necesidad y que dispensa sus favores como un santo
patrono, siempre recibirá gratitud. Los problemas surgen
cuando el benefactor es alguien como nosotros, un conocido,
un amigo. Uno que nos llama a su lado, que nos hace
participar de su trabajo, que nos ayuda, que nos guía, que nos
enseña la profesión. Que, por eso, actúa respecto de nosotros,
como un hermano o como una hermana mayor, a pesar de no
serlo.
A todos les habrá ocurrido, a todos indistintamente, haber
ayudado a alguien así. Recuerdo el caso de una joven mujer
muy inteligente, bri-
3 I. Kant: Metafísica dei costumi, Bari, Laterza, 1983, págs.
328-331. [Hay versión en castellano: Fundamenta-ción de
la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-Calpe,
1983, 88 ed.]
166
16
4

liante. Acababa de llegar del sur, se había inscrito en la


universidad y trabajaba en una importante fundación. Con su
mente clara, su carácter equilibrado, su extraordinaria
capacidad de trabajo y su belleza, estaba haciendo una rápida
carrera. Con ella vino, otra muchacha, hija de unos conocidos, y
la primera trató por todos sus medios de ayudarla. Le prestó el
dinero para que se inscribiera en la universidad, la invitó a
vivir con ella, logró que la tomaran en el lugar en que tra-
bajaba. La otra comenzó a envidiarla. Envidiaba su belleza, su
éxito, el hecho de que estuviera siempre un paso más
adelante que ella. Mejor alumna en la universidad, más
apreciada en el trabajo, más admirada por los hombres.
La envidia la atormentaba porque al mismo tiempo
comprendía que le debía todo lo que tenía. Entonces comenzó a
evitarla, a frecuentar compañías diferentes, a hablar mal de su
amiga. Se lamentaba continuamente, le atribuía la culpa de
todo lo que le salía mal. Hasta empezó un tratamiento
psicoanalítico.
Un día fue presa del remordimiento. Le confesó a su amiga
su envidia y le dijo que estaba logrando liberarse de ella. En
efecto, durante el psicoanálisis, había comprendido que estaba
proyectando sobre su amiga, la envidia que había ex-
perimentado de niña por su hermana mayor. La escena
terminó en llantos y abrazos. Sin embargo, durante los meses
siguientes se mantuvo a distancia. Fingía que no veía a su
amiga para no tener que saludarla. Poco a poco dejaron de ha-
blarse.
167
16
5

Todas las personas generosas han experimentado en el


curso de sus vidas situaciones de este estilo. El mecanismo
que dispara la envidia y la ingratitud es la proximidad y la
confrontación. Si el generoso hubiera dejado que el otro si-
guiera su destino, si lo hubiese dejado en la miseria, hubiera
seguido siendo a 1r>s ojos del otro un personaje mítico,
admirable, de cuya amistad se enorgullecía. Al ayudarlo, al
acercarse a él, ha puesto en movimento la envidia y una
profunda, sombría irritación que produce el peso insoportable
del reconocimiento. Precisamente esta expresión, "el peso
insoportable del reconocimiento" pone Milton en boca de
Satanás en el Paraíso perdido.*
4J. Milton: II paradiso perduto, Milán, Bietti, 1979, pág.
159. [Hay varias versiones en castellano, entre otras, El
paraíso perdido, Madrid, Espasa-Calpe, 1984, 6S ed.]
168
16
6

17 Envidia y justicia
¿Puede derivar de la envidia el sentido de justicia? Muchos
lo creen así. Schoeck1 insiste en ello de manera particular. La
envidia nace de una desigualdad. Es la reacción inmediata y
universal al hecho de que alguien posea algo que yo no tengo, o
bien al hecho de que alguien valga más que yo. La envidia
tiende a rebajarlo, a llevarlo a mi mismo nivel.
Esto se ve perfectamente en las sociedades primitivas. En
éstas no hay diferencias de clases. Todos son pobres. Una caza
abundante, una pesca afortunada son acontecimientos que
desencadenan el deseo de los demás. El cazador que ha tenido
suerte se siente mirado por ojos codiciosos. Esto lo lleva a
dividir su presa con los miembros de la comunidad. A veces ni
siquiera prueba un bocado de la presa que ha cazado.
La aparición de la codicia es inmediata. Precisamente
porque todos son iguales, precisamente porque todos tienen
muy poco, apenas alguien
1 H. Schoeck: L'invidia e la societá, op. cit.

169
16
7

obtiene algo más, los demás lo advierten y lo desean también


ellos. El individuo se siente vigilado, tiene miedo, prefiere
sosegar a esa muchedumbre codiciosa en la cual percibe de
manera sensible cierta agresividad. No es necesaria una regla
que establezca la igualdad y la distribución de los bienes. El
mismo lo hará para calmar el odio que lo amenaza. En otros
casos esconderá la presa. Hasta hay sociedades como los
Sirionos, en las que la gente come de noche para no dejarse
ver.2
Son situaciones que nos recuerdan los grupos de animales
alrededor de una presa. Todos se reúnen, cada uno arranca un
pedazo, el más grande que puede. Los demás tratan de
quitárselo. El que se ha apoderado del mejor trozo se retira
lejos para comerlo tranquilo, pero siempre puede ser
descubierto por alguno que lo haya seguido. Todos quieren
todo y el resultado es un recíproco temor.
En la sociedad humana, este proceso se prolonga en el
tiempo, continúa aun cuando la gente se ha retirado al interior
de sus casas. No es necesaria la presencia física del objeto,
basta recordarlo.
No solamente la comida es objeto de deseo envidioso. Sino
cualquier otro bien, cualquier otra diferencia. También en las
sociedades primitivas hay uno más hermoso, uno más veloz en
las carreras, uno que es más hábil para la pesca, uno
2 Ibídem, pág. 87. 170
16
8

que canta mejor y uno que es superior a los demás en la


danza. Todas estas habilidades se convierten en objeto de
admiración y de deseo. Quien no las posee quisiera tenerlas y
se siente frustrado, disminuido.
Según Schoeck, de ello proviene la tendencia universal a
reducir las diferencias al prescribir como deber social, como
ideal la igualdad. Para sustraerse a la envidia, la sociedad
prohíbe las diferencias, las condena y, al hacerlo, sigue la su-
gestión de la envidia, se deja guiar por ella.
También para Freud, la justicia se identifica con la igualdad
y surge del deseo envidioso. Recordemos su modelo: todos los
hermanos se identifican con el padre y desean ser amados por
él de manera privilegiada y exclusiva. Ninguno de ellos soporta
que el otro tenga algo más. Se escrutan recíprocamente guiados
por la envidia. Esta envidia es tanto más feroz y radical cuanto
más parecidos, equivalentes, sean; cuanto más se los considere
pares. Nadie puede alegar un mérito particular, nadie puede
justificar una superioridad. Por consiguiente, todos deben
poseer en la misma medida. Es justo que nadie se eleve por
sobre los demás. Es justo todo cuanto indica la envidia.3
Esta manera de pensar identifica a la justicia con la
igualdad. Lo cual da por descontada la presencia de las
diferencias. Estas existen, son
3 S. Freud: Psicología delle masse e analisi dell'lo, Opere, vol.
IX, Turín, Boringhieri. [Hay versión en castellano: Psicología
de las masas y análisis del yo, vol. 18 de las Obras completas,
Buenos Aires, Amorrortu.]
171
16
9

producto de la naturaleza, mientras que la tarea de la


sociedad, el paso de la naturaleza a la cultura, consiste en
anularlas.
Pero, ¿se comportan realmente de este modo las sociedades
primitivas? ¿Es éste el significado de las reglas de justicia o
todo lo contrario? ¿Es decir que las reglas de justicia sostienen,
justifican y regulan las desigualdades? ¿Las sociedades
primitivas persiguen verdaderamente la meta que suponen
Schoeck y Freud, o sea la máxima igualdad? ¿O acaso no
pretenden lo contrario, crear un sistema de diferencias?
Lévi-Strauss4 nos ha mostrado que estas sociedades se
esfuerzan continuamente por producir diferencias y, gracias a
las diferencias, cambios. Pero el autor que derribó
completamente el enfoque igualitario fue Girard.5 La sociedad
primitiva y la sociedad antigua, nos advierte Girard, no
solamente no buscaban la igualdad, sino que le temían. La
sociedad primitiva y la sociedad antigua vivían continuamente
bajo la amenaza de ver desaparecer las diferencias, de caer en
la in-diferenciación total en la cual el padre no se distingue del
hijo, los hermanos no se distinguen entre sí, ni los miembros
de una familia de los miembros de otra.
En esta situación, cuando todos son iguales, todos se
identifican unos con otros, y entonces todos desean las mismas
cosas. De ello deriva una
4 C. Lévi-Strauss: Antropología strutturale, Milán, II
Saggiatore, 1969.
5 R. Girard: La violenza e il sacro, op. cit.
172
17
0

envidia y un conflicto universales y la sociedad se desgarra en


una violencia incontrolable.
Por eso estas sociedades tienen miedo de todo lo que
recuerda o simboliza la desaparición de las desigualdades
como, por ejemplo, el nacimiento de dos gemelos idénticos.
Ellos son el signo de una grieta del sistema de las diferencias,
la peligrosa señal de una resquebrajadura del orden. Por esa
razón, en muchas-sociedades primitivas se los mataba y
además eran objeto de numerosos tabúes. En muchos mitos,
los gemelos se miden en una lucha mortal, como en el de la
fundación de Roma, en la cual Rómulo mata a Remo.
Otro símbolo de lo indistinto es el incesto. Porque anula la
separación entre progenitores e hijo, entre hermano y esposo.
La regla de la exogamia, difundida universalmente, tiene el
objeto de crear una diferencia.
Ya en las sociedades animales existen, en realidad,
mecanismos de reducción de la agresividad mediante la
diferencia. El más simple es la creación de una jerarquía.
Después de una feroz competencia de todos contra todos
alrededor de la presa, se establece una prioridad basada en la
fuerza. Algunos animales adquieren el derecho de acercarse
primero al alimento y comerlo. Entre los pájaros se establece
un riguroso orden de picotazo. En ambos casos la disminución
de la agresividad recíproca se obtiene mediante la imposición
de una desigualdad.
En las sociedades humanas el problema se resuelve
instaurando un complejo sistema de di-
173
17
1

ferenciaciones culturales entre familias, clan y tribu, con


rigurosas prescripciones y tabúes alimentarios y
matrimoniales. Con su complejidad estas diferenciaciones
reducen la exposición envidiosa.
Las reglas de justicia, por eso, no se han dedicado a crear
una total igualdad, sino a sostener y a justificar un sistema de
igualdades y de desigualdades. Igualdades y desigualdades
que forman parte de un único criterio de interpretación del
mundo de tipo mitológico-religioso.
En las sociedades totémicas, las diferenciaciones entre clan
y tribu se traducen en una diferenciación sagrada de la
naturaleza. Los grupos humanos se diferencian al
identificarse con los animales totémicos.
En la antigua Roma cada familia tenía divinidades propias
que le aseguraban la identidad y la diferencia: eran los lares,
los penates y el Genio. Por otra parte, cada estado ciudad, como
cada pequeño reino, tenía sus propias divinidades. Al formarse
un sistema politeísta, esos dioses familiares quedaron como
númenes tutelares de la ciudad, de la corporación o del grupo.
En Grecia en el nivel individual, ciertas dotes estaban
consideradas dones de dioses particulares. Las facultades
artísticas se atribuían a Apolo y a las musas. Esta explicación,
además de satisfacer el requerimiento intelectual, la necesidad
de encontrar una razón a las cosas, reducía la manifestación
de agresividad. Agredir al elegido del dios equivalía a agredir al
propio dios, y esto era un acto de impiedad. En el monoteísmo
174
17
2

se atribuyen las diferencias de capacidad y de dotes a la


voluntad personal de Dios que decide, por sus inescrutables
razones, a quién darle más y a quién menos, a quien elegir y a
quién no.
Lo mismo ocurre con las diferencias de poder. El mito
explica el origen y prescribe las distancias rituales que deben
mantenerse. En las sociedades en las que está presente el
"chamanismo" todos saben qué es un chamán, por qué tiene
esos poderes y de qué manera los adquirió. Son poderes
divinos, obtenidos mediante complejos procesos de iniciación,
a través de difíciles pruebas y que implican un aislamiento de
la comunidad.
La realeza ha estado siempre vinculada con ascendencias
divinas, aseveradas por el clero o por manifestaciones
carismáticas. También en este caso se instauraron luego
minuciosos ritos que redujeron el contacto con la gente común.
Cuando comenzó a abrirse camino el concepto de mérito
personal, tal mérito debió afirmarse mediante rigurosos
procedimientos y particularmente mediante la competencia
reglamentada.
Un caso típico en ese sentido es el mundo griego, que
invitaba abiertamente a la competencia en todos los campos,
en el deportivo, en el artístico, en el político, en el intelectual y
en el óratelo. Paralelamente consideraba virtuosa la
excelencia, la arete.
Las reglas de justicia son completamente diferentes en las
diferentes sociedades. Algunas prescriben, por ejemplo, que
un padre se comporte exactamente igual con todos sus hijos,
sean és-
175
17
3

tos varones o mujeres, primogénitos o nacidos últimos. Es decir,


lo que tendemos a hacer nosotros hoy. Pero hace sólo treinta
años, hasta en países occidentales, se consideraba que los
varones tenían más valor y, por lo tanto, más derecho que las
mujeres. Se los vestía mejor, se los alimentaba mejor, se los
hacía estudiar más. En muchísimas sociedades se adoptó el
principio de la primogenitura, por el cual el título y el
patrimonio del padre pasaban al primer hijo varón. Casi todas
las monarquías europeas adoptaron esta regla de sucesión. No
es el caso, en cambio, en el califato islámico, en el cual con
frecuencia la sucesión era el resultado del conflicto entre
numerosos pretendientes.
La explicación de la diferencia y las reglas de justicia son
instrumentos intelectuales y prácticos para reducir la
frustración de la confrontación envidiosa y canalizar sus
energías en acciones socialmente prescriptas en lugar de en
conflicto desordenado. Pero, una vez establecidas, esas reglas
llegan a ser el marco dentro del cual se realiza la comparación,
la hacen posible y, por lo tanto, es precisamente en sus
términos como se definen tanto la envidia cuanto la justicia y
la injusticia.
Por ejemplo, en un sistema en el que existe la institución
de la primogenitura, el segundo hijo puede envidiar al que
nació primero porque goza de ventajas que a él le han sido
negadas. Puede intentar arrebatárselas, pero difícilmente
pueda apelar abiertamente a la justicia. En un sistema como
el nuestro, en cambio, dos herma-
176
17
4

nos sienten que tienen derecho a recibir el mismo tratamiento


de parte de la madre y del padre. Si se trata mejor a uno, el
otro no solamente experimenta envidia, sino también un
legítimo sentimiento de injusticia.
En el contexto de la ideología marxista, todas las diferencias
de clase son producto de la explotación y por eso la punzada de
envidia contra el más rico se transforma en sentimiento de in-
justicia. En un sistema capitalista, en el que se da mucha
importancia a la competencia del mercado, esas mismas
diferencias tienen su justificación en el mérito. El deseo
frustrado no puede convertirse en sentimiento de injusticia.
Si alguien pretende hacerlo y no logra alegar buenas razones,
lo llamamos envidioso.
En conclusión, ¿qué relación hay entonces entre envidia y
sentimiento dé injusticia? No podemos admitir las tesis de
Schoeck y de Freud que son equivalentes y que sostienen que
el sentimiento de justicia es producto de la envidia. Hasta el
más primitivo de los primitivos sabe distinguir muy bien entre
la codicia que se apodera de él cuando ve comer a su vecino y lo
que considera justo. Por eso, la justicia se opone al deseo
inmediato, lo obstaculiza. Apela a otros criterios diferentes del
criterio de igualdad. Reconoce superioridades, esferas
prohibidas, cosas no concedidas. Admite sacralidades
reconocidas, prioridades aceptadas, méritos, necesidades que
hay que tener en cuenta. La justicia se nos plantea siempre
como un problema, como objeto de una reflexión, de una
ponderación. En el centro de la ex-
177
17
5

periencia de la justicia siempre hay una expulsión del sí


mismo, de la propia subjetividad, del propio deseo inmediato.
Al pensar atendiendo a la justicia, tenemos en cuenta muchas
realidades diferentes, muchas exigencias diferentes de las que
consideraríamos si sólo tuviésemos que ocuparnos de nuestras
necesidades y de nuestros intereses, de nosotros como centro
del mundo.
Verdad es y lo hemos visto ya, que el trabajo de la envidia se
ejerce continuamente alrededor de lo que es justo y lo que es
injusto. Trata por todos los medios de encontrar la justicia en
el propio deseo, de hacer que el propio deseo sea justo aun a
los ojos de los demás. Pero es envidia, precisamente porque no
lo logra.
178
17
6

18
0
El sentido de justicia
Hay un sentimiento que se parece mucho a la envidia y
que, sin embargo, no es envidia. Antes bien se aproxima a la
desilusión, a la nostalgia, a la tristeza. Lo experimentamos al
pensar en aquellos con quienes se ha hecho justicia, cuando a
nosotros no nos fue concedida. Es una pena, una piedad que
surge al observar un abismo que no puede salvarse, que
ninguna de nuestras virtudes ni ninguno de nuestros
esfuerzos puede colmar nunca. Lo experimentamos respecto
de nosotros mismos, pero es parecido al sentimiento que
experimentamos por otros que están en la misma situación. No
es autoconmiseración. No es ni rencor, ni reproche. Es una
experiencia dolorosa de iniquidad.
Lo siente el muchacho pobre, inteligente, capaz, que no ha
podido estudiar, cuando mira a los jóvenes de su edad que
frecuentan una gran universidad como la Bocconi o Harvard. Es
la congoja y el dolor del inmigrante africano en una gran
ciudad europea, cuando observa el bienestar, el derroche, la
indiferencia de la gente rica que lo.
179
17
7

rodea. El ha dejado a sus hermanitos hambrientos, ha


enfrentado la despedida dolorosa, el viaje, la soledad. Su vida
es solamente humillación y trabajo. Vende sus pobres artículos
a personas a quienes se les ha concedido, sin que tengan nin-
gún mérito, todo lo que él nunca podrá tener.
Es la tristeza que experimentamos cuando hemos hecho
algo hermoso y grande, pero que todos ignoran. Y eso
simplemente porque nadie lo ha tenido en su mano, porque no
logramos hacerlo llegar a la mesa de un examinador. En
cambio, hay centenares, miles de personas, cuyo trabajo es
apreciado y cuyos méritos, extremadamente modestos en
comparación con los nuestros, son elogiados. Hay justicia para
ellos, pero no para nosotros.
Son experiencias tristes que nacen de la comparación, sin
que haya por ello animosidad hacia los otros, o rencor o deseo
de que ellos no posean lo que tienen. Sino únicamente la
dolorosa comprobación de un error que ya nadie podrá
reparar. Un error que nace de la fallida aplicación de reglas
iguales para todos los hombres, reglas universales, reglas de
justicia.
Este sentimiento amargo es un sentimiento de injusticia. Es
errado llamarlo envidia, quien lo hace se equivoca. El envidioso
apela a la justicia, trata de demostrarse a sí mismo y de
demostrar a los demás que él era meritorio y los otros no.
Pero nunca tiene el coraje de pedir que se apliquen reglas
universales. El envidioso se lamenta de la injusticia, pero desea
el privilegio.
Pongamos un ejemplo. Yo había logrado ha-
180
17
8

cerme un nombre como dentista en mi comunidad. Era


admirado, apreciado. En mi pequeño círculo hasta podía
considerarme el número uno. Hasta que llegó un joven
médico que estudió en Estados Unidos e hizo su práctica
en un gran hospital norteamericano. Conocía técnicas
diferentes y pronto se puso de moda. Yo, mientras tanto,
perdí terreno. Sigo siendo respetado, mantengo mi
clientela. Pero las personas de más prestigio se hacen
atender por él. Ayer lo vi pasar. Sé que se ha enriquecido,
que da recepciones refinadas. Experimenté una amarga
punzada de envidia. Comparé su felicidad con mi
desgracia. Sentí rencor por él, por su fortuna, por su
capacidad. ¿Por qué —me pregunté— la vida, Dios, la
suerte, hicieron que él fuera a Norteamérica y no yo? ¿Por
qué fueron tan injustos conmigo?
Digo que la vida, que la sociedad son injustas. ¿Pero en
qué me baso? Mi competidor puede sostener, con razones
tan válidas como las mías, que la sociedad es justa, que
sencillamente ha reconocido su capacidad y sus méritos. Si
proclamo públicamente lo que siento, la gente me da la es-
palda y se limita a pensar que protesto porque he sido
derrotado, porque al otro le ha ido mejor que a mí. Y tiene
razón. Antes, cuando era yo quien triunfaba, no me
lamentaba. No sostenía que el mundo es injusto y que la
sociedad está llena de tontos. Aceptaba las reglas del
juego, no me oponía a ellas, no me ponía de parte de los
derrotados, me complacía a causa de mi valor. Ahora cam-
bié de opinión únicamente porque cambié de posición. Por
lo tanto, no es la justicia la que me guía.
181
17
9

Nos convencemos con facilidad nue


de que lo que somos y lo que stro
hemos obtenido es el producto de muc
nuestro mérito y, por lo tanto, es hac
justo. El muchacho al que le va ho
bien en los estudios, que obtiene se
buenas calificaciones, está sent
orgulloso de ello. Todos lo irá
elogian, le dicen que se las ha mal,
merecido. El no se pregunta ten
sobre los criterios de juicio adop- drá
tados por sus profesores, los la
considera naturales, universales, imp
indiscutibles. resi
ón
Pero estos criterios no son
de
universales. En su escuela se da
que
gran importancia a la repetición sus
de memoria y pasiva del
prof
pensamiento de los clásicos. El lo
esor
hace muy bien porque ha
es
desarrollado una gran
ya
disposición para la obediencia, el
no
conformismo, el respeto. En esa
lo
misma escuela el que tiene
com
espíritu crítico y curiosidad por
pre
lo nuevo es castigado.
nde
Supongamos ahora que se n y
produzca un cambio de dirección, verá
que cambien los métodos didác- crec
ticos y se dé más importancia a er la
la creatividad, a la innovación y, estr
en cambio, se dé menos valor al ella
aprendizaje pasivo. Entonces del
18
0

que es más antojadizo e


innovador.
Hasta que no comprenda que
los criterios de juicio cambiaron,
la conducta de sus profesores le
parecerá absurda o
intencionalmente agresiva.
Luego, llegará un momento en el
que podrá comparar los dos
criterios de juicio y tomar una
posición, hacer una elección.
Podrá continuar siendo fiel al
antiguo, autoritario y
mnemotecnia) criterio o, en
cambio, convencerse de que el
segundo
182
18
1

es mejor. Pero si insiste en el valor del primer criterio, ¿por


qué lo hace? ¿Porque está verdaderamente convencido,
porque lo juzga mejor o solamente porque se adapta más a
su estilo, porque le asegura una posición privilegiada?
En este punto se decide si estamos frente a un
sentimiento de injusticia o frente a la envidia.
El sentido de justicia implica la adhesión sincera a un
sistema de valores objetivo, válido para todos, a
principios que —siguiendo a Kant—' quisiéramos erigir
en normas universales. En el caso de la envidia, en cambio,
hay condescendencia con nosotros mismos. Nos otorga-
mos un privilegio a nosotros mismos en lugar de hacer
hincapié en la objetividad. La envidia siempre trabaja en
nuestro favor, en favor de lo que hemos sido, en favor de
lo que queremos obtener. La envidia es un instrumento
que utilizamos para no ponernos en tela de juicio, para no
exponernos al riesgo, para no caer en el fracaso.
El envidioso tiende a mirar todo únicamente desde su
propio punto de vista habitual, sin considerar otros
diferentes y desventajosos. Una actitud humana y
comprensible, pero que no puede adoptarse como base de
la idea de justicia.
Detengámonos un momento en la notable parábola del
Evangelio en la cual un amo convoca a los peones a
trabajar en sus campo.2 Tomé-
1 Es la célebre definición que da I. Kant en la Fonda-
zione della metafísica dei costumi, Barí, Laterza, 1970, pág.
61.
2 San Mateo, 20.
183
18
2

mosla al pie de la letra sin indagar sobre su significado


religioso. El amo había convenido con todos ellos una paga de
un denario, tanto para los que llegaron primero, como los que
llegaron más tarde. Llegado el momento de la paga, los que ha-
bían trabajado todo el día, soportando el peso del intenso calor
se lamentaban al ver que los que habían llegado a última hora
recibían la misma suma. A lo cual el amo les responde
secamente que no deben lamentarse porque recibieron lo
que se había pactado. Y agrega: "¿No me es lícito hacer lo que
quiero con lo mío, o tú ves con malos ojos que yo sea bueno?".
La expresión "mal de ojo" se utiliza con frecuencia para
designar la envidia. El discurso del amo es de este estilo: "No
seas envidioso de tu compañero de trabajo que trabajó menos
que tú. Lo que él recibió es sólo fruto de mi bondad". El amo
rechaza la acusación de injusticia y expone su concepción de la
justicia. Tanto pacté, tanto pagué. Además tengo el derecho de
ser generoso con quien me parezca.
Por otra parte, todos nosotros tenemos la impresión de
que también los peones tejían alguna razón. Los que llegaron
primero se deslomaron trabajando, mientras que los últimos
no hicieron casi nada. Existe una regla de justicia según la cual
la retribución debe ser proporcional al trabajo realizado. La
parábola nos demuestra, entonces, el choque entre dos
concepciones diferentes de la justicia, ambas válidas, ambas
aceptadas por la sociedad. Pero el amo y los peones se
encuentran en posiciones distintas y cada uno
184
18
3

se adhiere a la concepción de justicia que se ajusta más a sus


deseos.
¿Harían lo mismo si estuvieran uno en el lugar del otro? Si el
amo hubiese trabajado todo el día como peón, ¿no estaría
tentado también él a pensar que la retribución debe ser
proporcional al trabajo realizado? Y viceversa, ¿no comprende-
rían acaso mejor los obreros la generosidad del amo si
estuvieran en su posición?
John Rawls3 ha dado una excelente definición de la posición
fundamental, la que debemos asumir para establecer reglas de
justicia. A fin de juzgar de manera ecuánime, uno no debe
conocer su propia posición. No debería saber cuál es su clase
social, si es rico o si es pobre, si es hombre o mujer, blanco o
negro, adulto o niño, si es inteligente o tonto, fuerte o débil,
nada. ¿Qué reglas querría ver aplicadas en esta situación?
Ciertamente no es éste mi caso cuando, por envidioso, me
lamento de mi suerte. Hablo de injusticia, pero no indico las
reglas de la justicia que quisiera ver aplicadas. Para hacerlo
tendría que imaginar que no sé nada de mí mismo. Ni siquiera
quién soy. Podría hallarme en el lugar del envidiado. Pero si
estuviera en su lugar, ¿consideraría todavía que la sociedad es
injusta?
Cuando experimento un verdadero sentimiento de
injusticia estoy dispuesto a colocarme en la posición del otro. Y
estoy dispuesto a pedirle que se ponga en el mío y que juzgue
por sí mis-
John Rawls: Una teoría della giustizia.
185
18
4

mo: "Ponte en mi pellejo. ¿Le parece justo esto, te parece


equitativo?" El que siente un profundo sentimiento de
injusticia piensa que también el otro puede advertirlo. Porque
también él tiene un sentido de justicia, también él es capaz, si
lo desea, de ponerse por encima de las partes y juzgar al
mundo de manera ecuánime.
Cuando hay envidia, en cambio, no estamos tan seguros de
nuestras buenas razones. Queremos estarlo, nos esforzamos
por estarlo, intentamos convencer a los demás de que las
acepten, pero, en el fondo, no lo creemos o no lo creemos
completamente. En las raíces de la envidia, lo hemos visto, está
la mala fe. Apelamos a la justicia, pero no lo hacemos de buena
fe o completamente de buena fe. Si cambiara la situación, si se
invirtiera la suerte, olvidaríamos haber dicho que la sociedad
es injusta, que la gente es estúpida, que no se respetan los
verdaderos valores. ¡Súbitamente la sociedad se volvería
completamente justa, la gente inteligente y se reconocería el
mérito!
Mientras apela a la justicia, mientras se lamenta de la
inconstancia del mundo y de la falsedad de los juicios humanos,
el envidioso solo espera que cambie su suerte. No quiere
justicia, quiere buena suerte, no quiere equidad, quiere
privilegio. Si pudiera, en la confusión, quitárselo al otro, se lo
quitaría. La busca de la justicia, el intento de convencerse a sí
mismo y de convencer a los demás de que uno es víctima de la
injusticia, es parte del trabajo de la envidia, que sólo se
preocupa por eliminar la confrontación, por inclinarla a su
favor.
186
18
5

19
¿Fuerza conservadora o fuerza revolucionaria?
1) Envidia y movimientos
Muchos son los que han intentado encontrar una función
social a la envidia, asignarle un papel importante en la
historia, en el desarrollo de la civilización. Alguien, como
vimos, la colocó en la base de la idea de igualdad y de justicia.
Pero esta tesis no es sostenible. Después de un largo examen
nos vimos obligados a reconocer que el sentido de justicia
tiene un origen independiente.
Examinemos ahora la tesis, también difusa, según la cual
la envidia es una fuerza perturbadora, revolucionaria. Es lo
que sostiene Schoeck.1 Según él la envidia se mueve desde lo
bajo hacia lo alto: es la mirada de odio, que dirige el inferior
hacia el superior, el pobre hacia el rico. Es un deseo
impotente, lleno de rencor, pero siempre dispuesto a estallar
cuando las circunstancias maduran, cuando se le presenta la
ocasión.
Es la fuerza que amenaza a toda sociedad
1 H. Schoeck: L'invidia e la societá, op. cit.
187
18
6

estratificada y jerarquizada desde su interior, porque odia la


diferencia y la superioridad, y no tiene paz hasta que no la
destruye. Los hombres soportan la superioridad, pero la
detestan. Soportan la jerarquía pero la combaten, soportan el
poder, pero se oponen a él. Si lo aceptan, si obedecen, sólo es
porque han sido vencidos, doblegados, obligados a la impotencia
por el miedo.
A este miedo impotente, a este deseo bañado de rencor, a
ese arrastrarse por tierra como serpientes esperando el
momento de morder, Nietzsche lo llamó el resentimiento. Que es
una envidia exasperada por la humillación, macerada en la
injusticia, convertida en avidez de venganza.2
Para Marx la historia ha sido siempre lucha de clases. Lucha
por apropiarse del superávit generado por el sistema
económico. Los ricos, los hermosos, los poderosos, los felices,
los veraces, los aristocráticos admirados por Nietzsche, logra-
ron arrancar a los demás, a todos los demás, el fruto de su
trabajo y acumularlo, transformarlo en medios de producción
para disfrutarlo mejor, en poder armado para oprimir a los
demás, en leyes para dirigirlos, en religiones, para convencer-
los de seguir siendo buenos, para adormecerlos.
Pero cada vez, la comparación hace renacer el deseo y la
lucha vuelve a comenzar. Basta que se debilite el poder de la
clase dominante, que se resquebraje su carácter compacto,
para que la clase oprimida se rebele.
Esta idea, de que existe un río de envidia
2 Véase el capítulo 15, "La provocación".
188
18
7

subterránea que mina a la sociedad y que, como la lava de un


volcán, estalla periódicamente y destruye los valores
dominantes y el orden social, es fascinante, pero errada,
absolutamente insostenible.
La envidia individual no es una fuerza revolucionaria sino
una fuerza conservadora. El verdadero envidioso tiende
únicamente a conservar su privilegio y a adquirir uno nuevo.
Un millón de envidiosos no modifican la situación. Cada uno
mira a su vecino, y éste a su vecino, en una cadena sin fin.
Ibdos critican los criterios de justicia, no porque tengan
criterios superiores, sino porque esperan obtener una ventaja
personal. Los envidiosos no son un ejército en marcha hacia
una meta, son un conjunto de personas inquietas, que se
escrutan continuamente, que se estimulan, que se confunden
recíprocamente, que se insultan para disminuir su desa-
sosiego.
La envidia es la cara negativa del deseo. Cuando otro que
se encuentra en una posición similar a la nuestra y con
nuestras mismas posibilidades, obtiene algo preciado, nos
sentimos inclinados a quitárselo. Ocurre como en una carrera
de bicicletas. El grupo avanza compacto hasta que un
corredor, imprevistamente, acelera y toma la delantera. Los
primeros del grupo se lanzan a seguirlo. Pero no para
superarlo, para correr hacia la llegada. Antes bien para
reabsorberlo en el grupo, para evitar que tome ventaja.
La envidia es el gran mecanismo que frena, que reabsorbe a
todos aquellos que quieren so-
189
18
8

resalir, destacarse. Los que actúan son los vecinos, los pares,
los que tienen las mismas posibilidades. En la pirámide social,
cada nivel trata de retener a los suyos, a fin de evitar que
asciendan al nivel siguiente. Y lo mismo ocurre en cada
agrupación social, desde la familia a las empresas, a la iglesia,
al partido. Desde el punto de vista social, la envidia es un
mecanismo de inercia, que tiende a conservar la estructura tal
como está, inmóvil.
La envidia constituye la resistencia de fondo, biológica,
primordial, que oponen los individuos, en toda sociedad, a
quien intenta elevarse más alto que ellos. Todos los seres
vivientes se aplastan unos a otros para afirmarse, para vivir,
para difundir los propios genes, o en el caso de los hombres,
su influencia, sus ideas, sus creaciones. Y contra uno que
quiere sobresalir están todos los demás que le ponen
obstáculos, que lo retienen, que lo aprisionan.
Este proceso existe mucho antes de hacerse consciente, en
la maraña competitiva de las raíces de las plantas de una
selva, o en el aferrarse espasmódico de las plantas trepadoras,
en la defensa universal que cada animal hace de su territorio. Y
lo encontramos, en otra forma, hasta en el nivel inorgánico. En
física, la inercia, que influye en el movimiento de los cuerpos,
en electricidad, la resistencia, que impide el flujo de la
corriente eléctrica.
Si alguien quiere defender la idea de que en la base de cada
revolución está la envidia, debe añadir que para convertirse
en fuerza colectiva,
190
18
9

en ideología movilizadora, esta fuerza de freno debe


convertirse en algo completamente diferente, sufrir una
metamorfosis radical.3
Los movimientos surgen habitualmente como
consecuencia de un proceso de desarrollo económico que
hace aparecer nuevas formas de riqueza y de poder. En la
ciudad griega, una burguesía y un artesanado ciudadano, a
mitad de camino entre los eupátridas, los señores de la tierra
y los campesinos. En el estado-ciudad medieval italiano, una
"clase media", situada entre los señores feudales y los
siervos de la gleba. En las revoluciones industrial, un
proletariado, una pequeña y una gran burguesía, colocada
entre los campesinos y los nobles.
Estas nuevas clases deseaban ávidamente alcanzar a las
superiores, mientras, al mismo, tiempo, se convertían en
objeto de imitación, emulación y envidia, de aquellas
confinadas en el nivel inferior.
Ahora la sociedad se ha hecho más dinámica porque
aumentan los deseos, las esperanzas, las aspiraciones de
todos. Este proceso ha sido llamado "revolución de las
expectativas crecientes".
Por eso, dinamismo social y envidia siempre crecen juntos.
Un gran número de personas comienzan a querer más, a
compararse con el que es más rico y poderoso, a sufrir
porque no puede alcanzar sus mismos resultados. Comienza a
pre-
3 Véase G. di Paria: L'invidia e il risentimento nella ge-nesi
dei valori, en G. Pietropolli Charmet y M. Cecconi (comps.):
L'invidia, op. cit., págs. 91-102.
191
19
0

guntarse también si el orden social es justo, si los privilegios


consolidados son realmente legítimos. Estos lamentos, estas
dudas, son al principio aislados y, como tales, impotentes.
Pero lo que no logra el individuo aislado, lo 1ogra el
movimiento. El movimiento, mediante una experiencia
particular que hemos llamado estado naciente,4 pone
radicalmente en tela de juicio el orden existente. Y se hace la
pregunta crucial, esencial: "¿Por qué las cosas son como son?
¿Por qué las relaciones sociales son así y no de otro modo?" Con
esta pregunta sacude en su base el fundamento de legitimidad
de las diferencias existentes y transforma lo que hasta un ins-
tante antes eran deseos, en derechos, en aspiraciones
colectivas legítimas.
Se tiene éxito al crear una nueva solidaridad colectiva, un
nosotros, que da voz a la aspiración de justicia y de igualdad. En
su interior se vive una extraordinaria experiencia de
fraternidad y un gran deseo de igualdad.
Además, el movimiento, crea una polaridad, distingue
claramente entre nosotros y ellos, entre amigos y enemigos.
Quienes participan del movimiento constituyen un campo de
solidaridad, se sienten solidarios. Las diferencias pierden
importancia, todos se ayudan, se prodigan en la tarea
colectiva. Desaparecen así la competencia recíproca y la
envidia. La agresividad se vuelve contra el adversario.
Por eso, el movimiento colectivo, tiene la
4 F. Alberoni, Genesi, op. cit. 192
19
1

i propiedad de desviar la
agresividad individual de los
vecinos y de los parecidos, y
dirigirla contra un enemigo
colectivo. Reduce la envidia
dentro de la comunidad y la
transforma en u: sentimiento de
justicia. Le confiere la
consagración de la legitimidad.
Este tipo de legitimidad
continúa siendo parcial. Es la
legitimidad desde el punto de
vista de uno de los contendientes
* de la lucha. El principio
fundamental de Rawls, según el
cual cada uno debe establecer
los criterios de justicia sin saber
cuál es su posición, se aplica sólo
en el interior de la comunidad de
los hermanos. Pero nunca
respecto del enemigo.
Llamaremos ideológico a este
sentimiento de justicia
unilateral, que no hace ningún
intento por evadirse de su
posición parcial.
El movimiento, con su
elaboración ideológica, hace
aparecer sentimientos típicos de
los estados convulsionados y
revolucionarios. Con frecuencia
se oye decir que antes de la
Revolución Francesa el pueblo
19
2

envi envidiaba a los nobles, la


diab pequeña burguesía envidiaba a
a a la grande, mientras que los
los campesinos envidiaban a
nobl aquellos que estaban apenas un
es y poco por encima de ellos. El
a la deseo y la envidia se activaban
rica en las fronteras entre clases.
bur Fue durante la revolución y
gue no antes cuando comenzaron a
sía. considerarse intolerables las
En diferencias sociales, aun las más
reali pequeñas. Fue durante la
dad revolución cuando estalló el odio
eso contra
no
193
es
ver
dad.
Los
nob
les
se
envi
diab
an
entr
e
ello
s, la
rica
bur
gue-
sía
19
3

la aristocracia, odio que llevó a las masas a la plaza para ver


guillotinar a los señores de la nobleza. Antes les tenían
admiración y respeto. Para que pudiese aparecer el odio era
necesario que se difundiera la ideología, igualitaria, que la
agresividad encontrara una justificación ideológica.
Lo mismo ocurrió en la relación entre proletariado y
burguesía. El obrero no estaba en condiciones de envidiar al
rico burgués. Le temía, lo admiraba, incluso si ocasionalmente
experimentaba impulsos de odio. Fue solo el movimiento or-
ganizado de los trabajadores quien le indicó a la burguesía
como enemigo, como causa de sus males. Mediante el concepto
de aumento de trabajo y de explotación de la plusvalía, se
convenció de que la riqueza del burgués era el resultado de un
robo realizado a sus expensas.
Llegado a este punto, dejó de sentir simple envidia. Su
sentimiento se transformó en indignación, cólera, odio. Ocurrió
la metamorfosis.
Podemos concluir diciendo que las ideologías envidiosas
utilizan la energía deseosa que nace de la comparación con el
otro y la agresividad de la frustración, sentimientos que,
generalmente, están en la base de la envidia y que engendran
odio contra un enemigo. Una vez lograda la metamorfosis, la
envidia desaparece y da lugar a su equivalente colectivo, el odió
de clase, el odio racial, el odio religioso o político.
Estos sentimientos, a pesar de nacer de las mismas fuentes
de la envidia, ya no son envidia. La envidia individual está
inundada de dudas, es
194
19
4

una lucha contra uno mismo y contra los demás. El envidioso


es también un personaje vacilante. En cambio el militante
fanático no tiene dudas, combate por una causa que considera
justa y no se plantea problemas de este género.
2) Resentimiento y envidia colectiva
También el resentimiento de que hablan Nietzsche y Max
Scheler,5 es decir, la mezcla de envidia, odio y deseo de
venganza, tiene una naturaleza colectiva. Para que nazca, es
necesario que se haya constituido algún tipo de conciencia del
nosotros, contrapuesto al ellos. Esto, como vimos en las páginas
anteriores, es el producto de los movimientos. El error de
Nietzsche y de Scheler consiste en suponer que el
resentimiento existe antes que el movimiento, antes que la
colectividad. El error de Marx consiste en suponer que el odio
de clase aparece antes que la clase misma, esto es, antes que los
movimientos de los cuales surge la conciencia de clase, el
sentido de pertenecer a una determinada clase y la
identificación de la clase adversaria.
Pero, una vez desarrollado este proceso, una vez que se
establece que de un lado estamos nosotros y del otro ellos, la
envidia, el odio y el deseo de venganza encuentran un objeto
común. Los pobres, los miserables, los oprimidos, pueden
5Max Scheler, II risentimento nella edificazione nella
morale, Milán, Vita e Pensiero, 1975.
195
19
5

mirar con odio a los ricos, a los felices, a los poderosos. Pueden
desear tanto la ruina personal como la ruina colectiva de ellos.
Porque ésta es una característica del resentimiento, como
lo es del odio de clases o del odio racial. Que se dirige a todo un
grupo, pero también a cada miembro individual de ese grupo.
El antisemita odia a todos los judíos, y también al individuo
judío. El marxista convencido odia al capitalismo como clase,
pero también al individuo capitalista que tiene frente a sí.
Pero el odio contra un grupo no es una suma de los odios
individuales. Ambos nacen de una elaboración que produce,
simultáneamente, los dos objetos.
Esta es la clase de resentimiento que experimentaban los
negros americanos liberados de la esclavitud pero que
continuaban siendo discriminados socialmente. Es el que
experimentan los negros de Sudáfrica, la única población de
color que vive todavía bajo la dominación blanca; o el que
sienten los árabes musulmanes respecto de Europa y de los
europeos. Porque alguna vez tuvieron una gran civilización, y
ahora deben asistir impotentes al triunfo de los infieles.
Nietzsche tenía razón cuando hablaba del resentimiento de
los judíos que, como pueblo, se consideraban elegidos por Dios y,
sin embargo, debían sufrir la vejación y el desprecio de los
cristianos.
Hoy, el resentimiento es una característica ampliamente
difundida en todos los pueblos del Tercer Mundo. Dondequiera
que haya habido fases de occidentalización seguidas por
movimien-
196
19
6

tos nacionalistas de reacción,6 intentos de expulsar los valores


occidentales, y luego nuevos períodos de acercamiento.
Este proceso de aculturación y de rechazo, de admiración y
de denigración, de atracción y de odio no sólo conduce al
resentimiento sino también, precisamente por su complejidad y
su ambivalencia, a la envidia colectiva que se diferencia del
resentimiento por una "ambivalencia mayor, una admiración
más intensa y una experiencia subjetiva de mala fe.
Después de la invasión iraquí a Kuwait, miles de jordanos
manifestaron contra la embajada norteamericana pidiendo la
Guerra Santa y la destrucción del Satanás occidental. Mientras
tanto, algunos de ellos estaban haciendo los trámites para
emigrar a los Estados Unidos y se hubieran sentido felices de
ser aceptados aun a costa de volver como soldados al campo
enemigo.
Estos despreciaban a los occidentales solamente porque, en
su fuero íntimo, los consideraban superiores o temían que lo
fuesen. Aplaudían al dictador Saddam Hussein no porque lo
apreciaran, sino solamente porque era fuerte y podía hacerle
un mal al odiado Occidente. Finalmente ensalzaban al Islam no
porque fuesen piadosos musulmanes, sino únicamente para
tener un valor, una bandera que alzar contra Occidente.
6V. Lanternari: Movimenti di liberta e di salvezza dei popoli
oppressi, Milán, Feltrinelli, 1962. [Hay versión en castellano:
Movimientos religiosos de libertad y salvación, Barcelona, Seix
Barral, 1965.] Sobre el mismo tema, véase F. Alberoni:
Consumí e societá, Bolonia, II Mulino, 1963.
197
19
7

Por eso es un proceso ambiguo, hecho de avances y de


retiradas, de argumentaciones capciosas, de histerismos
cultivados, de hipocresía, de mala fe.
Por eso, la envidia colectiva y el resentimiento son
similares, pero no deben confundirse. El resentimiento es un
estado de odio, de rencor, de deseo de venganza crónico. Un
estado mental permanente, el prolongado deseo de
apropiarse de los bienes de los demás y arrancarlos de sus
manos, de ver sufrir al enemigo. Cuando existe resentimiento,
no hay dudas, ni existe el tormento de la mala fe, ni el deseo
espasmódico de ser como el otro, ni la disposición a traicionar
que caracterizan a la envidia. El resentimiento es más
ideológico, más radical, más seguro de sí mismo, más
firmemente fanático. La envidia colectiva, en cambio, está
principalmente centrada en el individuo, más entrelazada con
la ambición personal, más dispuesta a traicionar, a cambiar
de bandera.
La envidia colectiva nace en situaciones de fracaso
repetido, de ambivalencia crónica, de relaciones prolongadas,
ambiguas entre una civilización superior y una inferior,
relaciones en las cuales la civilización inferior no logra
colocarse de manera estable de un lado o del otro, no
consigue ni continuar siendo ella misma hasta lo más
profundo, ni cambiar y transformarse en algo semejante a su
modelo. El trabajo de la envidia, que en este caso es tanto
quejido individual como ideología colectiva, adquiere con
frecuencia las características
198
19
8

de un rencor atormentado,
malsano y envenenado.7
Entonces, la aparición de
un movimiento agresivo
nucleado alrededor de algún
líder fanático constituye una
terapia, o también únicamente
un alivio momentáneo de este
sufrimiento envidioso, que lo
transforma en entusiasmo, en
resentimiento, en odio.
Basándonos en todo lo que
dijimos, podemos llegar a la
conclusión de que tanto el
resentimiento como la envidia
colectiva están destinados a
acrecentarse en un futuro
próximo. En realidad, el mundo
está netamente dividido entre
países ricos y Tercer Mundo, un
inmenso proletariado externo8
que tiene pocas posibilidades
de mejorar, pero que, con los
medios de comunicación social y
con la emigración, está
firmemente expuesto al efecto
demostrativo de los países
dominantes. Por eso se verifica
en escala planetaria la
situación que describimos
respecto de los negros de los
Estados Unidos, de los de
Sudáfrica o respecto de los
19
9

país a, prolongada ambivalencia.


es Por consiguiente,
ára resentimiento o envidia
bes. colectiva que, periódicamente
Prof dan lugar a movimientos, a
und recomposiciones solidarias, a
as la formación de regímenes
amb antioccidentales y segui-
ival damente, a estados de guerra.
enci 7 Esta experiencia fue
as, dramáticamente descrita por
mov F.
i- Fanón: / dannati della térra,
mie Turín, Einaudi, 1962.
ntos 8
La expresión pertenece a
naci
Arnold Toynbee: El estudio
onal
ista de la Historia, Emecé, Buenos
Aires, 1962.
s y
fase 199
s de
occi
den
taliz
ació
n.
Por
cons
igui
ente
,
una
prof
und
20
0

20
El mito de la igualdad
La idea de igualdad y la concepción de la justicia como
igualdad absoluta tienen dos raíces opuestas. Una nace del
amor, otra de la envidia y del odio.
Veamos los estados iniciales de un movimiento, de
cualquier movimiento, en el período de su estado naciente.
Pensemos en el cristianismo de los orígenes, o en el grupo de
fieles reunidos alrededor de Mahoma en Medina, en los fran-
ciscanos, o en los entusiastas seguidores de Sab-batai Sevi.1 O
bien, en los primeros masones,2 en los primeros anarquistas,
en los pietistas, en los cuáqueros,3 en el origen de las órdenes
monásticas tanto en Oriente como en Occidente. En suma, en
todo aquello que significó reunión espontánea de personas
iluminadas por una fe, por
1 G. Scholem: Sabbatai Sevi, íhe Mystical Messiah, Bo-
llingen, Serie XCIII, Princeton University Press, 1973.
2 R. Koselleck: Critica illuministica e crisi della societá

borghese, op. cit.


3R. A. Knox: Iluminati e carismatici, Bolonia, II Muli-
no, 1970.
200
20
1

una inspiración, que procuraban crear un mundo de amor, de


fraternidad, de bondad y que se prepararon a ello con ánimo
ardiente y con pureza de corazón. Se llamaban hermanos,
amigos, compañeros, porque se sentían identificados unos con
otros y todos juntos apuntaban a un ideal que los trascendía, a
una meta que valía infinitamente más que todos ellos.
Ya Max Weber había observado que en estas situaciones,
que él llama "carismáticas", se establece alguna forma de
comunismo espontáneo. "Existe —escribe— un comunismo
del campamento o del botín, o el comunismo de la caridad del
convento con sus variedades de caritas o de limosna... El
comunismo de amor existió de alguna manera en la cumbre de
todas las religiones, sobrevive en el séquito profesional del dios,
es decir, entre los monjes... Para siis genuinos representantes,
el resultado de una genuina intención heroica y de una
auténtica santidad aparece vinculado con la carencia de
posesiones individuales."*
En esta situación se cumple la regla fundamental, por la
cual cada uno da según sus posibilidades y recibe según sus
necesidades. Para que ello sea posible, para que la oferta y la
demanda puedan encontrarse, es necesario que cada uno
autolimite sus necesidades y sus exigencias. Que no procure el
máximo, sino el mínimo, que no mire lo que poseen los demás a
fin de de-
4 Max Weber: Economía e Societá, Milán, Comunitá, 1981,
vol. IV, págs. 227-228.
201
20
2

searlo a su vez; en suma, que no mis


experimente envidia. mo
y
En el estado naciente, ni con
siquiera hay jerarquías de
la
prestigio y de poder. Nadie puede
aleg
decir: "Yo merezco más porque
ría
hice más, porque soy más que
de
vosotros". En esta indiferencia
dar.
respecto de los méritos pasados
hay una sublime locura y una M
sublime sabiduría. En el estado uch
naciente, todo recién llegado es os
recibido fraternalmente, sin que soci
importe lo que haya sido alguna ólog
vez. Quien llega abandona su os, y
condición anterior, los derechos part
que derivan de estar en un icula
determinado punto de la rme
jerarquía social. Se dan así, de nte
manera espontánea, Max
precisamente las condiciones de Web
la justicia previstas por Rawls: er,
cada uno establece los criterios cons
de justicia sin saber cuál es su ider
posición. Porque en realidad, no an
tiene ninguna posición. que
este
El estado naciente nos
tipo
muestra que nuestros más
de
elevados ideales de justicia se
com
originan en una situación en la unis
cual nadie pretende superar a
mo
los demás, sino que se dedica a la
exis
tarea colectiva, olvidado de sí
te
20
3

también en las comunidades i


domésticas. Nada más falso. El
grupo, en el estado naciente, no
es una especie de familia, sino
algo completamente diferente.
En la familia siempre existen
jerarquías, reglas de
precedencia, un complicado
sistema de méritos y de
recompensas. Los hermanos
están envidiosos unos de los
otros y se vigilan mutuamente a
fin de que ninguno obtenga más
que los otros. La familia es una
insti-
202
20
4

tución de la vida cotidiana, en la cual se dividen los


recursos según una rigurosa contabilidad de los derechos y
los deberes.
En cambio, el estado naciente es una muerte y un
renacimiento. El que entra en el movimiento es un hombre
nuevo, un renacido. No tiene una condición social, no tiene
historia. Se simboliza este cambio profundo mediante el
renunciamiento a los propios títulos y al propio nombre. La
gente se tutea, se llama por su nombre de pila y,, con
frecuencia, por un sobrenombre o por un nombre de
batalla.
También los psicoanalistas y los sociólogos que se
inspiraron en el psicoanálisis se equivocaron al pensar que
el grupo, en el estado naciente es una especie de regresión a
la familia o a la infancia. En realidad ése es un estado
completamente nuevo. Es una creación ex níhilo, el origen, la
génesis de las formaciones sociales dotadas de solidaridad.
Las sectas, las iglesias, los partidos, pueden nacer porque
se disuelve el antiguo orden con sus reglas y el individuo, al
renacer, renuncia a sí mismo, a la rencorosa competencia
con los "cercanos"; no se preocupa por lo que tuvo ni por lo
que dio, no tiene miedo de admirar a quien corre delante de
él, es más, lo sigue jubiloso. Estas formaciones pueden surgir,
precisamente porque mediante la igualdad y el comunismo
desaparece la envidia: la solitaria oposición del individuo
aislado a otro individuo aislado, el atropello recíproco.
En contraposición al estado naciente, en sus antípodas, se
encuentran, en cambio, aquellas situaciones sociales en las
cuales la gente procura
203
20
5

refrenar a los demás mediante el control envidioso, en las


cuales, en lugar de olvidar las propias necesidades y dedicarse
a la colectividad, la gente mira rencorosa y ansiosa lo que ha
obtenido su vecino, y trata de refrenarlo, de detenerlo. Este es
el patético intento de obtener la igualdad en virtud de la
envidia. No es una puja de todos hacia lo alto, una
superabundancia generosa, sino la mezquina preocupación de
que el compañero no tenga más que uno. No es el abandono de
la contabilidad económica y de la de los méritos y las
recompensas, sino que es la medición de cada pequeña
diferencia con una sensible balanza.
Este penoso e inútil intento de obtener la igualdad en
virtud de la envidia, generalmente aparece en cuanto el
movimiento adquiere la rigidez de la institución, cuando la
comunidad utópica del estado naciente trata de perpetuar el
comunismo espontáneo y la igualdad espontánea que la
animaba imponiendo reglas, disciplina, controles,
contabilidad de los méritos y de las recompensas.
Este fenómeno se repitió innumerables veces en el curso de
la historia. La comunidad utópica pasa de una vida de ímpetu y
emociones, a encerrarse en sí misma, a apergaminarse. En lugar
de mirar hacia afuera, al futuro, sus miembros se bloquean
mutuamente y procuran multiplicar los valores originarios
multiplicando las interrupciones y las prohibiciones. En el
intento de continuar siendo iguales, se escrutan ávidamente y
frustran toda busca de diversidad. Muchas de estas comu-
nidades terminan por parecerse a las sociedades
204
20
6

primitivas o a las grandes familias patriarcales autoritarias.


Taciturnas, obsesivas, despóticas.
Fueron los grandes movimientos religiosos y políticos los
que produjeron el ideal de la igualdad. Y lo lograron porque la
realizaron en su interior como vivencia concreta, en su estado
naciente, al romper las barreras entre castas, clases, pueblos
diferentes, al descubrir, con la inmediatez intuitiva del amor,
que-todos los hombres tienen la misma dignidad, el mismo
valor, los mismos derechos. Las grandes religiones tradi-
cionales como el judaismo, el cristianismo y el islamismo
difundieron la idea de que los seres humanos, todos los seres
humanos, son hijos del mismo Dios y que, por lo tanto, tienen
los mismos derechos ante él. Pero esto no se vivió como una
comparación envidiosa, sino en la calidez, en el horno ardiente
de la vida en común, en la fe, en la práctica del impulso
altruista, del amor.
Luego, también estas religiones produjeron instituciones
escleróticas, jerarquizadas, animadas por sentimientos de
antagonismo y de envidia. En realidad, todo proceso de
institucionaliza-ción equivale siempre a una petrificación.
Además puede tomar un camino equivocado, tiránico, despótico
y hasta monstruoso. Toda institución vive y conserva los
valores originarios únicamente si los movimientos la irrigan y
la regeneran periódicamente, si la guía la racionalidad.5
5 P. Alberoni: Genesi, op. cit. Véanse los capítulos 7 y 8 sobre
las instituciones de reciprocidad y sobre las de dominación.
205
20
7

Quien imaginó que los ideales de igualdad y de fraternidad


pudieran nacer de la envidia, confundió de manera inadmisible
el momento cálido, fluido, creativo, de la sociedad, con su
momento frío, con su solidificación. La envidia corresponde a la
rigidez, a la inmovilidad, a la estasis, a la extinción de la vida, al
desvanecimiento del ímpetu, a la disipación del entusiasmo y
del amor.
206
20
8

21
Sociedad antigua y sociedad moderna
¿Son más envidiosas las sociedades antiguas o las
modernas? Probablemente las antiguas. La imagen de una
sociedad primitiva y de un mundo campesino formado por
comicidades armónicas y serenas carece por completo de
fundamento. Los pensadores que, como Rousseau o Durkheim,
sostuvieron esta tesis fueron presa de un deslumbramiento.
La envidia surge de observar al vecino, de compararse con
él. En su forma más primaria es envidia del alimento, deseo de
apoderarse de él cuando el otro come. También en nuestro
campo, cuando las familias campesinas guisaban algo especial,
mandaban un plato de regalo a los vecinos para que lo probaran
y para que no experimentaran envidia. Pero la envidia se
manifiesta en su máxima expresión en las pequeñas comunida-
des, en las cuales la gente vive una junto a la otra, en la que
todos desarrollan casi la misma actividad, es decir, en la cual
todos pueden ponerse en el lugar del otro.
Durkheim pensaba que esta gente tan pare-
207
20
9

cida, que comparte las mismas creencias y que tiene las


mismas divinidades, se siente profundamente ligada,
solidaria.1 Esto es cierto, pero únicamente respecto de una
tribu diferente, enemiga. En su interior, en cambio, están
dadas todas las condiciones para que exista la
identificación envidiosa.
La literatura antropológica es muy rica en ejemplos de
envidia en el mundo primitivo y de sus manifestaciones en
forma de "mal de ojo" y brujería. Además, en estas
sociedades, los individuos tienen miedo de sobresalir, de
adquirir algo más que los demás, porque saben que con ello
desencadenan el odio envidioso. Por esa razón todos
permanecen inmóviles, evitan las innovaciones.
Una primera expulsión de la inexorable inercia envidiosa
comienza a producirse cuando, gracias al excedente
producido por la agricultura, se diferencian una casta
sacerdotal y una aristocrática. Estas castas se protegen de la
envidia de las masas, creando entre ellas y los demás una
distancia sagrada, ritual. Las grandes sociedades fluviales,
Egipto y la Mesopotamia, surgen así, con reyes divinizados y
un clero que monopolizaba el saber. En todos los grandes
imperios del pasado, del chino al incaico, aparecen
distinciones análogas.
Grecia dio una posición autosuficiente y una aportación
muy particular. Allí no se formaron imperios, sino
pequeños estados ciudades. En
1 Es la célebre tesis sostenida en La divisione del lavo-ro
sociale, Milán, Comunitá, 1963. [Hay versión en castellano: La
división del trabajo social, Tbrrejón, Akal, 1982.]
208
21
0

ellos la envidia está extremadamente más difundida y se


traduce hasta en conflictos entre las clases sociales, con lo cual
se producen las primeras ideologías igualitarias. Pero se trata
de una ideología controlada y dirigida a metas innovadoras
mediante una extraordinaria elaboración cultural, que se
canaliza en competencias individuales.
Grecia era una sociedad de artesanos y de mercaderes que
competían entre sí y con los demás en el mercado. Pero la
competencia se extendía mucho más allá. Pensemos en la
importancia de los cotejos deportivos que culminaban en las
Olimpíadas. Había instituciones análogas en la filosofía, cuyos
sabios no podían encerrarse en la reserva y el secreto como los
gurúes de la India o los sacerdotes egipcios. Debían ascender al
agora, exponer su tesis y demostrarla. Todos podían escuchar,
todos podían juzgar esgrimiendo sus razones. Lo mismo
ocurría en el campo de la política. El demagogo debía exponer
sus propuestas en público, solicitar los votos y luego rendir
cuentas de lo obrado.
Haciendo esto, los griegos ampliaban al máximo el campo de
las acciones en las cuales el resultado dependía del mérito
personal, de la virtud entendida como arete, excelencia.
Fuera de esta esfera luminosa, en la que cada individuo
recibe lo que merece, se extiende una zona oscura,
ininteligible. Es el terreno del destino, de la moira, que
significa parte, cuota, porción. Todas las cosas buenas o
malévolas se distribuyen entre los seres humanos, incluso en-
tre todos los seres vivientes, de manera desigual
209
21
1

y no hay una razón ética que justifique esta desigualdad. La


moira es una divinidad impersonal que procede más allá de
toda comprensión, más allá de la justicia. Ante ella hasta los
dioses son impotentes, hasta Zeus.
Sin embargo está allí la esfera luminosa, en la cual el
individuo puede afirmarse gracias a su valor. Y debe hacerlo, no
puede echarse atrás. Pero pasado cierto umbral, irrumpe lo
incomprensible, la tragedia, que únicamente puede afrontarse
con viril dignidad.
El modelo cultural griego entra en crisis con la formación de
los reinos helenísticos. Se crean grandes Estados en los cuales
vuelven a afirmarse las aristocracias hereditarias y las
monarquías divinizadas. Luego estos reinos quedan ab-
sorbidos por Roma en un único, gran imperio universal.
En un sistema tan amplio, y en el cual existen desmesuradas
diferencias de riqueza y de poder, es imposible atribuir lo que
corresponde al mérito del individuo, a su virtud, en una compe-
tencia reglada. Por lo tanto se difunden un profundo
sentimiento de injusticia y de impotencia y la idea de que el
mundo es intrínsecamente malo, como en las doctrinas
gnósticas.
Durante toda la época helenística, la gente tiende a reunirse
en pequeñas comunidades, voluntariamente, dejando afuera
los sentimientos malvados, la animosidad, la mezquindad, el
odio, la envidia. Es lo que prescriben los estoicos y los
epicúreos, es lo que piden las religiones que prometen la
salvación.
210
21
2

Ya no hay un mecanismo social, general, universal referido


a todos. En su complejidad, la sociedad queda abandonada a
las fuerzas del mal. Se salva una isla, un grupo formado por
personas que procuran edificar una ciudad santa, ideal.
También el cristianismo se difunde así. Como conjunto de
pequeñas comunidades de hermanos que se aman y que
expulsan de su seno la maldad del mundo. Algunas lo hacen en
la forma cenobita, otras como asociaciones de individuos y de
familias que permanecen en el mundo, pero separándose
espiritualmente de él. Asociaciones en las que se refugia el
individuo no sólo a fin de practicar su culto, sino también a fin
de encontrar en ellas una atmósfera serena y buena, carente
de competencia y de envidia.
Con la aparición de las grandes religiones de salvación
desaparece la idea de una fuerza impersonal que establece, sin
razón, las partes, la moira, el destino del individuo. Todo se le
atribuye a la inescrutable voluntad de Dios. Dios está en la
raíz de todas las diferencias y si éstas parecen caóticas y sin
sentido, ello se debe únicamente al carácter limitado de
nuestra inteligencia. En el plano divino todo es sabiduría y
justicia.
Pero el mundo se ha alejado del proyecto divino y en él han
hecho irrupción el mal, el odio, la maldad. Todas las religiones
de salvación, de una u otra manera, anuncian el fin de esta
época de perdición y señalan al hombre una tarea moral que
debe realizar.
Según el cristianismo los hombres deben
211
21
3

amarse como hermanos. Vivir juntos sin odio, ayudándose


recíprocamente. Pero también sin desear lo que tienen los
demás, sin envidia. Para que esto sea posible, es necesario que
cada individuo limite sus" deseos, reduzca sus pretensiones, su
avidez, se contente con poco.
Ya en los diez mandamientos estaba la prescripción "no
desear los bienes ajenos". Pero ahora la invitación se hace más
radical: "No desear intensamente ningún bien del mundo. Y
lo que tengas de más preciado dáselo a tu prójimo". Al mismo
tiempo se desvalorizan las riquezas, los honores, todo lo que
mueve a envidia. A los ojos de Dios no son nada, y no tienen
ningún valor en su plan providencial. Durante siglos y siglos, el
ideal de la comunidad cristiana continuará siendo el
renunciamiento.
El ideal buscado en las pequeñas comunidades se transfiere
a toda la sociedad. Pero lo que podía realizarse, aunque fuera
con grandes esfuerzos y con el estímulo entusiasta de los
movimientos dentro de las comunidades reducidas,
ciertamente no lo era posible en la sociedad en su conjunto. La
idea de transformar a toda la sociedad en una única
comunidad de hermanos estaba destinada a fracasar.
En Europa se desarrolla una orgullosa aristocracia militar
y, luego, una floreciente burguesía mercantil. Tanto la primera
como la segunda descubren el gusto por la riqueza, por los
honores y restauran el valor de la competencia.
El cristiano estará siempre dividido entre estas dos
polaridades. Empeñado en el mundo,
212
21
4

en la guerra, en la competencia, en el comercio, experimenta


un permanente sentimiento de culpa y sueña con poder
desembarazarse de todos los deseos mundanos a fin de vivir
en la pobreza, en la plegaria, en el altruismo. Por eso el deseo
de los bienes y de los honores ajenos llega a ser la señal del
fracaso de sus propósitos espirituales, la victoria del mundo
con sus tentaciones.
Para el cristiano desear la riqueza, el éxito, los honores,
equivale a desear para sí y no para los demás, faltar a la regla
fundamental del altruismo y de la fraternidad. Este espíritu se
ha transferido sucesivamente —haciéndose laico— a las
corrientes políticas socialistas y ha animado, durante los dos
últimos siglos, la hostilidad contra el capitalismo que, en
cambio, requiere competencia, deseo de éxito.
Max Weber y, después de él, legiones de sociólogos y de
historiadores se esforzaron por explicar la aparición de una
ética de la competencia, partiendo del protestantismo. En los
países protestantes se suprimieron las órdenes monásticas y
su ideal de una vida apartada del mundo. Y se difundió la idea
de la predestinación; el aspecto duro, incomprensible, no
caritativo de Dios, que distribuye a su gusto la salvación y la
condenación, más parecido a la moira griega que al crucificado.
Pero el gran cambio llegó con el revolucionario
descubrimiento de que los egoísmos, la avidez, la persecución
del propio interés, oportunamente reglados, producen no
solamente riqueza para todos, sino también una justicia
mayor. El utilita-
213
21
5

rismo de Bentham y la teoría económica de Adam Smith nacen


juntos, uno es el complemento de la otra.
A fines del siglo XVIII ya se había constituido en Inglaterra un
modelo ideal alternativo. No es necesario tratar de constituir
una comunidad de iguales y de hermanos que renuncien a sus
deseos y a sus posesiones en favor del prójimo. No es
necesario condenar los intereses y la competencia. En cambio
es necesario crear reglas equitativas de competencia, gracias a
las cuales se recompensará a los virtuosos más que a los de-
más. En suma, que no hay que buscar la igualdad y la pobreza,
sino la justicia, de modo tal que se asignen las diferencias,
según el mérito.2
La larga y secular lucha entre socialismo y capitalismo fue
también una lucha entre estas dos concepciones de la vida
social. La primera tiene sus raíces en la comunidad ideal
helenística cristiana. La segunda, en cambio, redescubre,
después de milenios, la competencia griega. La confianza en la
discordia benigna, la eris benigna, recompensadora de los
méritos.
Durante casi dos siglos estas concepciones se enfrentaron e
inspiraron diferentes regímenes políticos contrapuestos. En el
siglo XX animaron verdaderas guerras ideológicas, hasta que
sobrevino el colapso del sistema comunista y la victoria de los
que defienden la competencia.
Los Estados Unidos son el país en el cual es-
2Véase P. Alberoni y S. Veca: L'altruisrno e la morale, Milán,
Garzanti, 1988.
214
21
6

ta concepción de equidad competitiva se ha desarrollado con


más fuerza y donde incluso alcanzó el valor de una auténtica
fe. La cultura norteamericana está impregnada de un
profundo optimismo pragmático. En los símbolos, en las insti-
tuciones, en el cine de Hollywood, en la práctica de la escuela
cotidiana, en las empresas, en los lugares de diversión como
Disneyworld y Epcot Center se repite un único tema
fundamental: todo individuo que sabe luchar, que no se rinde,
finalmente resulta recompensado. Necesita ponerse metas,
necesita combatir para alcanzarlas. Necesita tener sueños,
necesita luchar para realizarlos.
Por eso, si alguien triunfa significa que ha luchado, que es
superior y que merece el aplauso.
Esta ideología es la antítesis total de la envidia. La envidia
sufre por el éxito del ganador, trata de desvalorizarlo y desea
que éste pierda todo lo que obtuvo. El credo norteamericano,
en cambio, impone aclamarlo, apreciarlo moralmente.
215
21
7

22
Envidia y relaciones amorosas
1) Padres e hijos
El amor es el gran antagonista de la envidia. Si queremos a
alguien deseamos su bien y nos sentimos felices cuando tiene
éxito y él también es feliz. El niño se siente orgulloso de lo que
hace su padre, mira con admiración a su hermano mayor que
supera a los demás en un certamen. El muchacho adora a su
cantante preferido y a su campeón deportivo, llega a ser un
fanático de él, está a su lado, quiere su triunfo. La enamorada
quiere fundirse con el amado, se olvida de sí misma y sólo
desea lo que le da placer a él.
En el amor los límites entre el sujeto y el objeto se han
debilitado. El individuo fluye en el otro, se confunde con él y lo
vive como una parte esencial de sí mismo, como la parte más
preciosa de su ser. Lo indican claramente expresiones como
"mi corazón", "mi vida", "mi alma".
Cuando hablábamos del valor del Sí mismo dijimos que el Sí
mismo está constituido por obje-
216
21
8

tos propios de identificación y de amor, individuales y colectivos.


El Sí mismo del que ama, está completamente colmado,
ocupado por estos objetos. El sujeto vive en ellos y a través de
ellos.
Pero cualquier amor, hasta el más completo, el más intenso,
haSta el del niño por su madre, nunca es fusión pura, es
afirmación de las propias necesidades, de los propios deseos,
de la propia individualidad. El psicoanálisis lo mostró con
extremada claridad.1 Los niños entran en conflic-
1 A lo largo de todo este libro excluí voluntariamente el
tratamiento de la envidia infantil estudiada por el psicoaná-
lisis, particularmente la envidia del pene descrita por Preud
y la envidia primordial, descrita por Melanie Klein (véase,
especialmente, Invidia e gratitudirie, Florencia, Martinelli,
1969). Tomé esta decisión, no porque no haya estudiado el
tema o porque considere las teorías'de Freud y de Klein ca-
rentes de fundamento. Yo mismo las utilicé ampliamente en
ocasión de exponer mi teoría de los movimientos (véase,
Genesi, op. cit., págs. 134-166).
Lo hice porque este libro apela a la experiencia directa
del lector, sin la mediación de un psicoanalista que inter-
prete los síntomas y traduzca la experiencia actual a esque-
mas de experiencias infantiles. La envidia que siente el
lactante por el seno bueno, descrita por Klein, no está al al-
cance directo de la experiencia adulta. El lenguaje kleinia-
no, dejando de lado la situación analítica concreta, termina
por convertirse en una jerga arbitraria e incomprensible.
El lector puede advertirlo leyendo el excelente trabajo de
Hanna Segal: Introduzione all'opera di Melanie Klein,
Florencia, Martinelli, 1968. Además estoy persuadido de
que el hecho de haberme abstenido de analizar este tema no
perjudicó en modo alguno la profundización del análisis.
[Hay versión en castellano: Introducción a la obra de Melanie
21
9

Klein, Barcelona, Paidós Ibérica, 1981,1- reimpr.]


217
22
0

to con los propios padres. Terminan así por odiar y repudiar


los propios objetos de amor y de identificación y este
desgarramiento interior es la base misma de la psicología.2
Freud llamó ambivalencia a esta presencia simultánea de
amor y de odio. Puede sentirse envidia del propio padre, de la
propia madre, de los propios hermanos, aunque exista amor,
incluso un gran amor.
La experiencia de la ambivalencia surge más fácilmente
cuando la gente está obligada a vivir junta y no puede poner
distancia. Es lo que ocurre en su máxima expresión en la
familia. Los padres no pueden separarse de los hijos, los hijos
mucho menos de los padres. Lo mismo puede decirse de los
hermanos. Lo impiden cuestiones puramente prácticas,
milenarias leyes sociales y, quizá, también profundas
determinaciones genéticas. Por eso, amor y odio deben
convivir forzosamente.
Existen, en cambio, relaciones amorosas que surgen más
tarde: el enamoramiento y la amistad. En estos casos resulta
más fácil evitar la ambivalencia. Generalmente son relaciones
que carecen de envidia. Si la envidia aparece, ello significa que
la relación se deterioró y que, tarde o temprano, quedará
destruida.
En el primer tipo de relaciones, las familiares, impuestas,
la envidia está, por otra parte,
2 S. Freud: Considerazioni aítuali sulla guerra e la morte, en
Opere, Turín, Boringhieri, vol. vm, pág. 141. [Hay versión en
castellano: De guerra y muerte, en Obras Completas, vol. 14,
Buenos Aires, Amorrortu.]
218
22
1

inextricablemente mezclada con los celos. En realidad los


hermanos compiten por el amor, la aprobación de los padres. En
el complejo de Edipo, el hijo está envidioso del padre y la hija de
la madre porque cada uno quiere que el padre del otro sexo lo
ame, lo aprecie, lo valore. En una situación cerrada, como lo es
la familiar, recibir regalos, ser estimados, tener éxito equivale
a ser preferidos, más amados.
Una madre puede llegar a sentirse envidiosa de la hija y una
hija de la madre si una o la otra es demasiado hermosa o
demasiado vivaz. En la película de Ingmar Bergman, Sinfonía de
otoño, la madre es una gran pianista. Viaja constantemente al
exterior, de concierto en concierto, siempre triunfante. La
muchacha no se siente amada, pero sobre todo no puede tomar
a su madre como modelo, porque es demasiado maravillosa,
superior. El filme nos muestra una escena en la cual la joven, ya
treintañera, casada, toca el piano en presencia de la madre que
ha ido a visitarla. Esta le hace sugerencias, con dulzura. Pero en
determinado momento, la muchacha rompe a llorar y sale
corriendo. No puede dominar una comparación de la que
siempre salió humillada, destruida.
Pero, podemos preguntarnos, ¿por qué la muchacha
continúa comparándose después de transcurrido tanto
tiempo? ¿Por qué no eligió otro camino a fin de evitar la
comparación? Porque cuando la madre debía ausentarse a
causa de sus conciertos, la muchacha se quedaba sola con su
padre y había tomado el lugar de la madre. Pero el padre
continuaba amando y admirando a
219
22
2

su fascinante mujer lejana. Hablaban mucho de ella cuando


quedaban solos, él enamorado, ella celosa. Por amor a su
padre, estaba obligada a permanecer identificada con la
madre, a adherirse a su modelo ideal. Por amor al padre,
puesto que el padre amaba a ese tipo de mujer, no había
podido sustraerse a la comparación.
Veamos ahora el caso de una madre envidiosa de la hija. Era
una mujer del sur, morena, robusta, muy trabajadora. La hija
era grácil, rubia, muy hermosa. Para colmo inteligente,
imaginativa, capaz de conquistar la simpatía de cualquiera,
antes que nadie la del padre, que permanecía fascinado ante
esta deliciosa niña, le narraba fábulas y le enseñaba a leer y
escribir. La mujer no la soportaba, la trataba mal, le
encontraba siempre algún defecto.
Finalmente nacieron hijos varones y el marido comenzó a
ocuparse de ellos y se desentendió de la niña. Estaba orgulloso
de ellos, quería que estudiaran, que triunfaran en la vida. Se
prodigó para que tuvieran una buena educación, los envió a los
mejores colegios, mientras la hija se quedaba en casa hasta que
él le encontrara marido. Pero a pesar de estar obligada a
realizar un trabajo muy duro y humillante, la muchacha tenía
una personalidad tan fuerte y una belleza tan notable que
terminaba por ser siempre ella el centro de atención, la
presencia más importante de la casa.
Más adelante, los muchachos fracasaron en los estudios, en
tanto que la muchacha, gracias a una serie de circunstancias
afortunadas, logró graduarse y hacer una refulgente carrera.
La ma-
220
22
3

dre nunca dejó de envidiarla, a pesar de que íntimamente la


admiraba y estaba orgullosa de ella. Sin embargo, también en
este caso, la envidia tiene sus raíces en los celos. El punto de
partida fue el entusiasmo del padre por la muchacha, por su
belleza, por su brío. Los celos impulsaron a la madre a observar
con ojos envidiosos sus cualidades físicas e intelectuales, y
también después, cuando los hermanos fracasaron en el
colegio, mientras la joven, en cambio, a pesar de la opresión,
terminaba por afirmarse y triunfar, el amor por los hijos y por
el marido hizo que el éxito de la hija le resultara intolerable.
2) El enamoramiento
La envidia, presente entre hermanos y entre padres e hijos,
desaparece, en cambio, por completo cuando alguien se
enamora. El enamoramiento es uno de los fenómenos más
interesantes y menos explicados por la psicología y la sociología,
porque vincula de manera efectiva y muy rápida a dos personas
desconocidas.
Aunque hayan pasado los años sigo sosteniendo que la
única teoría razonable del enamoramiento es la que expuse en
mi libro Enamoramiento y amor y es la única que permite
explicar la total falta de envidia durante este estado.
Según esta teoría, el enamoramiento es el estado naciente
de un movimiento colectivo formado únicamente por dos
personas. Ya hemos hablado del estado naciente de los
movimientos y
221
22
4

hemos visto que en ellos se desarrolla un proceso de fusión. Los


miembros del grupo en formación viven una exaltante
experiencia de muerte y renacimiento. Se sienten totalmente
nuevos, libres del pasado, abiertos a un destino que los
trasciende. En el enamoramiento esta experiencia inefable se
enriquece posteriormente por la extraordinaria atracción
erótica, por el éxtasis sexual. El erotismo que se da en el
enamoramiento es de un tipo extraordinario, sublime,
precisamente porque representa la realización física de la
fusión, la desaparición de la división entre sujeto y objeto, entre
el Yo y su objeto de identificación.
Pero la unión mística es sólo uno de los aspectos del
enamoramiento. En realidad, los dos individuos continúan
siendo dos personas separadas con sus propios objetos de
amor. Cada uno, mientras procura unirse con el otro, trata de
autoafirmarse. Cada uno, mientras cambia, le pide también al
amado que cambie. Por eso el amor también es una serie de
pruebas, pruebas de verdad y pruebas de reciprocidad; y
también es un dilema.3
En el enamoramiento, aun amando al otro, cada uno intenta
dominarlo, reducirlo a su voluntad, seducirlo, conquistarlo. Los
enamorados pueden mentirse, pueden engañarse, castigarse,
vengarse. En el fondo del más puro de los amores siempre está
la punzada de los celos, la tentación
3Véase F. Alberoni: Innamoramento e amore, op. cit., págs.
81-89. [Hay versión en castellano: Enamoramiento y amor,
Barcelona, Gedisa, 1980.]
222
22
5

de la venganza, la posibilidad del odio. Pero no de la envidia.


¿Por qué? Porque en el enamoramiento, el objeto más cabal del
deseo, el objeto total del eros es el otro y su amor. Porque en el
enamoramiento, el valor supremo, la fuente de todo valor, es el
otro. El enamoramiento tiene una única finalidad: sentirse
correspondido, oír decir al otro "te amo". Y esto es también el
premio máximo, el máximo honor, el aprecio más sublime, el
bien más preciado.
En la envidia, la persona envidiada es el mediador, quien
nos señala lo que debemos desear, lo que tiene valor y quien,
al mismo tiempo, nos obstruye el camino, nos impide el acceso
a ese valor. Cuanto más alcanza él sus objetivos, más
obstáculos pone en nuestro camino, cuanto más crece él,
más nos empequeñecemos nosotros.
Y esto puede ocurrir con la madre, con el padre,
con el hermano que, al superarnos, nos señalan
una meta inalcanzable.
Pero todo esto no puede ocurrir durante el
enamoramiento, porque el otro es la meta misma.
Y cuanto más grande, espléndido y deseable se
hace, más crece nuestro amor. Cuanto más se su
pera a sí mismo, más lo admiramos, más nos do
mina, más lo adoramos.
En el enamoramiento, nosotros mismos deseamos hacer
más hermoso a nuestro amado. Los enamorados se ofrecen
regalos a fin de llegar a ser aun más atractivos ante el otro. El
lenguaje del amor es, ante todo, un himno a la belleza, a la
superioridad del amado.
Durante el enamoramiento cada uno de los
223
22
6

amantes entrevé en el otro una perfección divina y se


considera feliz por haber entrado en contacto con ella. El otro
es la puerta del ser, el camino que conduce a la beatitud.
Cuando estamos celosos, cuando tratamos de arrancarnos
ese amor no correspondido, nos sentimos presa de una
sombría desesperación, porque esa puerta se cierra y la vida
pierde todo significado. Uno siente que se hunde en la nada,
que se petrifica.
Por eso, en ningún caso, puede haber envidia. Ni siquiera
cuando sentimos cólera u odio. Porque nada tiene valor más
allá de nuestro amor. Y lo único que podemos hacer es
quererlo con toda nuestra alma o rechazarlo totalmente. Pero
en este último caso ya no sentimos deseos y, por lo tanto,
tampoco envidia.
Hemos repetido muchas veces que la envidia es una
experiencia típica de la cotidianidad, de la vida corriente,
acostumbrada, de los deseos habituales, de las confrontaciones
marginales. El enamoramiento, en cambio, equivale a ingresar
en la región abismal del todo o nada, de lo absoluto, de lo
extraordinario, de lo sagrado. A esta altura, la envidia pierde
completamente su significación.
Deriva de ello un corolario. Si en una pareja aparece la
envidia, eso significa que se ha apagado la última chispa del
enamoramiento.
224
22
7

3) La amistad
.
Mientras el enamoramiento es un estado naciente por una
revelación inesperada, la amistad se forja poco a poco, gracias
a la sucesión de encuentros.4 Se funda en la comprensión
recíproca, en la confianza recíproca, en la estima, todas
cualidades morales. En realidad, puede definirse a la amistad
como la forma moral del amor.
No podemos seguir siendo amigos de alguien que nos
engaña, que nos miente, que no procede con nosotros con toda
corrección; mientras que podemos enamorarnos de un
mentiroso, de un ladrón, de un delincuente. El
enamoramiento se nos impone y sólo podemos intentar
resistirnos a él. La amistad, en cambio, se va forjando poco a
poco, se funda en el principio de realidad, en la reciprocidad,
en la ayuda mutua, en el placer de hablar con el amigo, de
compartir experiencias y reflexiones.
Mientras los enamorados tienden a fusionarse, los amigos
continúan siendo personalidades distintas y se enriquecen
uno al otro precisamente porque cada uno de ellos conserva su
carácter específico. Todo enamorado procura cambiar a su
amado o a su amada y también está dispuesto a modificarse a
sí mismo. En cambio, los amigos respetan mutuamente sus
diferencias. Cuando los enamorados se ofrecen un regalo, lo
eligen siguiendo sus propios gustos o según la imagen
Véase F. Alberoni: La amistad, México, 1986, Barcelona,
4

1985, Gedisa.
225
22
8

idealizada del otro. Los amigos, en cambio, lo eligen según


las reales necesidades del otro, sus auténticas preferencias,
o bien perqué consideran, con motivos fundados, que ese
objeto le puede ser útil a su amigo.
Mientras los enamorados no logran permanecer
separados sin sufrir, los amigos se sienten seguros del
afecto del otro y pueden verse solo de vez en cuando sin
que la amistad se resienta. Cuando vuelven a encontrarse,
retoman la conversación en el punto en que la habían
dejado, como si el tiempo no hubiera pasado.
Los amigos siempre se consideran pares, aunque uno
sea más rico y el otro más pobre, aunque tengan funciones y
responsabilidades diferentes. Porque ponen entre
paréntesis su valor social y se tratan en un plano de
absoluta paridad.
Por eso puede existir amistad entre dos personas
desiguales, pero para que ello ocurra es necesario que
ninguno de los dos haga manifiesta esa desigualdad, ni
siquiera ofreciendo regalos o pidiendo favores. El rico no
debe hacer regalos fastuosos a fin de no crear en el otro el
deber de retribuirlos. El pobre no debe pedirle dinero al rico,
a fin de no colocarse en una situación de dependencia.
Naturalmente en caso de necesidad se ayudarán, pero lo
harán con indiferencia, como si se tratara de algo sin
importancia. Ninguno debe depender del otro, ninguno debe
crear deudas de gratitud.
En esta relación entre iguales, de dignidad pareja y de
valor parejo, habitualmente no hay envidia. Y, cuando ésta
aparece, se la aplasta rápidamente.
226
22
9

La envidia nace cuando deseo los objetos, el poder, el


prestigio del otro. Cuando quiero ponerme en su lugar,
sustituirlo en lo que posee y en lo que es. Pero sin conocerlo.
Sin penetrar en sus deseos, en sus problemas, en sus
angustias, en sus sentimientos.
El amigo hace exactamente lo contrario. Entra discretamente
en el ánimo del amigo, lo conoce, percibe sus deseos, sus
miedos, sus esperanzas y se preocupa únicamente por su bien.
Sin embargo no confunde sus propios deseos con los del amigo,
no desea lo que desea el otro.
El envidioso, obsesionado por el objeto, se adhiere al
envidiado, se modela sobre él. El amigo, en cambio, se
diferencia del amigo, quiere continuar siendo una persona
distinta, y quiere que también el amigo continúe siendo dife-
rente.
¿Esto significa entonces que entre amigos nunca aparece la
envidia? En realidad no es así. Precisamente porque se
consideran pares y porque hacen todo lo que está a su alcance
para continuar siéndolo, los amigos son sumamente sensibles
a todo cambio que se manifieste entre ellos. Si uno de ellos
progresa, se enriquece, si obtiene un ascenso o si se compra
una hermosa casa, el amigo percibe la diferencia y puede expe-
rimentar una punzada de envidia.
Sin embargo, la amistad sobrevive si éste puede
neutralizarla rápidamente. Y el camino es el que acabamos de
describir. En lugar de concentrarse en el objeto, en el resultado,
como hace el envidioso, el amigo se concentra en la necesidad
227
23
0

del otro, en su estado de ánimo, procura participar de su


alegría. Se identifica con él, mira la realidad desde el punto de
vista del amigo.
Pero no se confunde con él. Si, al experimentar la punzada de
envidia, por un instante deseó tener la misma hermosa casa,
un instante más tarde le restituye su deseo, lo separa de sí.
Está contento de que sea su amigo quien posee esa casa. Que
sea él quien tiene el placer, la casa, el deseo. El tiene su propia
casa, sus propios sentimientos, sus propios deseos,
completamente distintos de los del otro.
Los amigos son como dos grandes señores, como dos
soberanos, cada uno con su feudo, con sus castillos, con sus
vasallos, de los cuales se siente orgulloso y a los que no
cambiaría por los que posee el otro.
Pero este proceso de restitución del deseo y de
diferenciación, sólo es posible cuando la "superación" no es
demasiado grande, cuando no ame-nasa, de manera
irreparable, la dignidad de uno de ellos.
Hay un hermoso relato de Pirandello que muestra cómo
puede entrar en crisis una amistad profunda y aparentemente
inconmovible. Dos campesinos son socios desde hace once años
en la misma granja. Cada uno se fía totalmente del otro. No
tienen secretos entre sí, comparten todas las dificultades y
todas las alegrías. Son parecidos en todo y para todo. Ambos,
casados, han tenido, uno tras otro, varios hijos. Pero, en el
último embarazo, la mujer de uno de ellos muere. El hombre se
queda solo con una nidada de niños lloro-
228
23
1

sos. El amigo trata por todos los medios de ayudarlo, de


consolarlo. La mujer de este último se multiplica para atender
a los huérfanos. Pero el viudo permanece mudo, impenetrable.
Después de tres días de silencio ordena a sus hijitos que lo
ayuden a cargar todos sus enseres en un carro y se va. Le dice
al amigo, que trata de retenerlo, que es inútil, que no puede
seguir viviendo allí. Ha quedado viudo, con cinco hijos y ya no
puede volver a ser el mismo hombre de antes. Siempre tendrá
necesidad del otro, como un mendigo.
No puede quedarse porque la felicidad del amigo se
convertiría en la medida de su propia infelicidad. Se vería
obligado a su pesar a compararse con el amigo, a pedirle
continuamente ayuda y cada vez que lo hiciera saldría
destruido, lleno de autoconmiseración, quizá de rencor, quizá
de envidia. Por eso, es mejor sustraerse a la confrontación,
romper con el pasado, olvidar.
4) Envidia a través de otra persona
Podemos sentir envidia en lugar de alguien que amamos.
La madre que quiere mucho a su hijo, que lo acompaña
ansiosamente a la escuela, siente envidia por el compañero del
niño que ha obtenido buenas calificaciones en clase. Experi-
menta envidia como si estuviera en el lugar de su hijo. Esto
ocurre aunque en realidad el muchacho no se sienta envidioso,
aunque ni siquiera piense en ello.
No todas las clases de amor son de naturale-
229
23
2

za tal que permitan sentir esta experiencia de envidia "en el


lugar del otro". Para que esto suceda debe existir una
identificación amorosa muy intensa, en la cual el ser amado
llega a ser más importante que yo mismo, toma mi puesto en
las relaciones con el mundo, me representa, actúa en mi lugar.
Es lo que sucede habitualmente en la relación de los
padres con los hijos. Los padres transfieren a sus hijos sus
propios deseos de éxito, sus propias esperanzas. Se las confían
a ellos. Es lo que hacía el padre sobre todo con el hijo varón,
con el primogénito. Proyectaba en él sus propios deseos, sus
propios sueños, sin tomar en cuenta los del hijo.
Pero la envidia a través de otra persona puede darse
también en el caso opuesto, cuando percibimos y hacemos
nuestro el deseo del ser amado. Muchas mujeres
profundamente enamoradas del marido viven "por poder" el
éxito de él y por eso sienten envidia de sus colegas y de sus
competidores. A veces son los hombres quienes acompañan el
triunfo de la mujer. Recuerdo el caso de un director
profundamente enamorado de su mujer, una actriz muy
herniosa y con gran talento, pero que tuvo que esforzarse
durante mucho tiempo para imponerse. Con frecuencia, se le
asignaban los papeles que más se adaptaban a su tipo a otras
actrices menos capaces; a veces los críticos la trataban con
acritud. El sufría por ello. Leía los artículos de los periódicos,
examinaba los epígrafes de las fotografías y miraba con
envidia a la que le hacía sombra a su amada.
230
23
3

Naturalmente también ella deseaba tener éxito, pero


estaba mucho menos ansiosa, era mucho más optimista y no se
preocupaba gran cosa. Pero quizás estaba tan serena porque
se sentía continuamente apoyada, ayudada por el marido.
La envidia a través de otra persona es el síntoma de un
amor de larga data, muy profundo y radical, de una auténtica
sumisión voluntaria al otro, experimentado como la mejor
parte, la parte más viva, más plena de posibilidades del sí mis-
mo. Por eso no la encontramos en una forma de amor
extremadamente intenso, pero aún no estabilizado como es el
enamoramiento.
En su estado naciente, los enamorados se aman, pero al
mismo tiempo, combaten todavía contra sus pasiones y
procuran modificarse mutuamente. La relación entre ellos está
hecha de violentos acercamientos y bruscos distanciamientos,
de profundas identificaciones y de intentos de diferenciarse.
Habitualmente, si uno de ellos se encuentra en dificultades, el
otro lo ayuda, está dispuesto a luchar con coraje por él. Sin em-
bargo, a veces, en circunstancias similares, mira al amado
como si se tratara de un extraño, quiere ver qué sabe hacer el
otro, cómo sale del trance. Este tipo de amor adora, suspira,
aplaude, pero también puede escrutar, juzgar, condenar. Disfru-
ta del éxito del otro; no obstante, en determinados momentos,
se complace con su derrota. Por lo tanto, si bien la experiencia
de la envidia a través de otra persona puede existir, no es en
modo alguno la regla.
En la amistad la relación es más estable, es-
231
23
4

te más consolidada. Sin embargo en este caso, la envidia a


través del otro, aunque puede darse, es rara. Los amigos son
individualidades distintas que se respetan. Son dos
soberanos. Si se trata injustamente á uno de ellos, el otro sale
en su defensa, le hace justicia. Generalmente cada uno de ellos
se siente feliz si el otro obtiene éxito, se siente enriquecido. Y,
por el contrario, se siente infeliz cuando el otro sufre una
derrota, la vive como un fracaso personal. Pero difícilmente
experimenta envidia en lugar del otro. Porque no se confunde
con él. No le atribuye sus propios deseos ni hace suyos los del
amigo, sin establecer distinciones.
Antes de terminar con este tema, examinemos otro caso. El
que se presenta cuando nos sentimos identificados con un
personaje famoso, con un campeón deportivo, en quien
proyectamos lo mejor de nosotros mismos y a quien le
confiamos nuestra liberación. Lo mismo ocurre en el caso del
jefe carismático que representa a todos los miembros del
grupo. Si este héroe triunfa, también triunfamos nosotros, si
pierde, también perdemos nosotros. Cada uno de sus logros es
un logro nuestro, cada una de sus humillaciones es nuestra
humillación.
Y ésa es la pregunta. ¿Podemos sentir envidia
colocándonos en su lugar? Los napolitanos que ahora tienen
como ídolo deportivo a Maradona, ¿pueden sentir envidia de
alguien que juegue mejor que él? Maradona mismo puede estar
envidioso. Al asistir al triunfo de otro puede sentirse
disminuido, envilecido, destruido y puede desear
232
23
5

hacer desaparecer de la faz de la tierra a su competidor.


También el admirador fanático puede tener el mismo deseo de
hacer desaparecer al campeón adversario. Está de parte de
Maradona, quiere que Maradona sea siempre el primero y si
sospecha que hay otro que es mejor se preocupa, siente
envidia. Pero ésta envidia es más frágil, débil. El fanático sufre,
pero sufre por su equipo de fútbol, sufre porque el
debilitamiento de Maradona debilita al equipo de sus amores.
Maradona no es el fin, sino el medio para lograr el éxito del
equipo.
En los casos de padres e hijos, como en los de mujer y
marido, si hay alguien más valioso que el objeto de su amor, si
la comparación continúa siendo desfavorable, su cariño no
disminuye y su envidia no se atenúa. En cambio, en el caso del
equipo de fútbol, si cualquier otro supera al campeón, si éste se
muestra incapaz, la afición de sus admiradores se desvanece. El
campeón debe triunfar. Si pierde ya no es un campeón, se lo
abandona.
233
23
6

23
Los síntomas de la envidia
Todos nosotros somos envidiosos o hemos estado envidiosos
en algún momento de nuestra vida. Pero a veces más y a veces
menos. En otros períodos, en cambio, hasta hemos llegado a
ignorar la envidia, nos olvidamos de su existencia. Y algunas
veces, por último, hemos experimentado una especie de
intoxicación envidiosa. No se trata de la envidia de una
persona en particular, sino de una envidia difusa, de todos
aquellos a quienes les iba especialmente bien, de todos
aquellos que se superaban en el éxito.
Siempre describimos la envidia como un acto puntual,
dirigido hacia un objeto bien definido. Pero, desde el punto de
vista psicológico, la envidia también es una manera de mirar a
los demás, un rasgo de la personalidad. Con frecuencia, el
envidioso no se limita a observar con ojo maligno a su colega,
mira con los mismos ojos a su vecino, al compañero que conoce
en unas vacaciones, al conocido que lo invita a su nueva casa de
campo, al afortunado ganador de la lotería. En realidad se
podría trazar un perfil de la personalidad en-
234
23
7

vidiosa, describirla como tipo psicológico bien definido.


Sin llegar a ello, procuraremos ahora ilustrar algunos
síntomas de la presencia de la envidia, cuando domina la
personalidad, cuando marca al individuo en su manera de ser,
en su manera de pensar.
La envidia, aunque sea muda, aunque se esconda, se deja
ver a través de su "trabajo", deja huellas y cuando se hace
difusa, enfermedad envidiosa, produce verdaderos síntomas
propios. Intentemos ahora rastrearlos, aunque sólo sea de
lanera rápida para reconocerlos en los demás y por qué no?
en nosotros mismos.
) La maledicencia
Es el síntoma más obvio y más notable de la envidia. El
envidioso trata de desvalorizar al otro i los ojos de la mayor
cantidad posible de personas, sobre todo de las más
influyentes. Ahora bien, hay individuos que, indudablemente,
tienen un gusto especial por la maledicencia. Basta que
conozcan a alguien para encontrarle inmediatamente
defectos. La mirada de estos individuos se apresura a buscar
las debilidades, las limitaciones, sienten la necesidad de
ponerlas de manifiesto, de hacerlas públicas, de provocar el
comentario malévolo de los demás. Habitualmente
coleccionan las más minuciosas informaciones referidas a la
vida privada ajena, a sus negocios; toman nota de ellas
mentalmente y siempre logran
235
23
8

mencionarlas en una conversación. Sobre todo si se trata de


personajes importantes, estimados, universalmente
apreciados, no pueden resistirse a la tentación de disminuirlos,
de desacreditarlos.
A veces lo hacen en presencia del propio interesado, con
preguntas inoportunas, con insinuaciones destinadas a
ponerlo en una situación embarazosa. Pero, generalmente,
entran en acción cuando el personaje está enfrascado en una
conversación o acaba de alejarse. Entonces a veces con una
simple frase, o con un gesto ponen en movimiento lo que
podríamos llamar el desencadenamiento del chisme. La
maledicencia es contagiosa. Una vez que se ha iniciado, siempre
aparece alguien que se asocia, que quiere añadir su crítica, y
esto produce una reacción en cadena que los envidiosos
alimentan de manera oportuna, hasta que la víctima queda
hecha pedazos, escarnecida, envilecida.
Pero solamente un observador muy atento alcanza a
advertir que han sido los envidiosos quienes pusieron en
movimiento el proceso y quienes lo dirigieron en la dirección
deseada. La gente habitualmente no se da cuenta de que ha
sido dirigida, manipulada. Recuerda que "todos juntos nos
pusimos a chismear", como si no hubiera existido una guía muy
hábil y oculta.
La envidia se esconde. El maestro de la maledicencia es muy
hábil en este sentido. Con frecuencia, limita su intervención a
unas pocas frases cómicas que bloquean todos los intentos de
hablar bien del ausente. O bien, lo defiende, pero de manera tal
que lo destruye aun más. El resul-
236
23
9

tado es que el envidioso termina por ser considerado como un


hombre brillante, de espíritu, que se ríe del mundo y de sus
bajezas. Y nadie se da cuenta de que, con esta técnica, logra
desvalorizar, escarnecer y hacer escarnecer por los demás a
cualquiera que le haga sombra, a cualquiera que se destaque.
Algunos grandes maestros de la maledicencia han logrado
hacer de ella una verdadera profesión. Entre ellos se ha hecho
célebre Elsa Maxwell, llamada la gran chismosa de Hollywood,
fue, con su extraordinaria red de espionaje y su famosa
columna mundana, desahogaba su envidia de mujer obesa y
fea y permitía desahogar todas las feroces envidias de la capital
mundial del espectáculo. Un personaje poderoso y temido.
Pero en todo país hay periodistas de uno y otro sexo que
desempeñan un papel análogo. Lenguas y plumas venenosas
que constituyen el deleite de los envidiosos de todo género.
Naturalmente, ninguno de estos personajes admitirá jamás
que es un envidioso y lo mismo puede decirse de quienes
saborean sus maledicencias. La justificación que aducen, su
defensa, es la objetividad periodística, el deber de informar,
una especie de misión benéfica, para bien de los lectores que
deben ser informados sobre las infamias de los poderosos.
Una justificación análoga tiene la sátira. Habitualmente,
ésta es un arma de la lucha política, un instrumento de
agresión y de desvalorización de los adversarios. Por lo tanto,
una manifestación sublimada y disfrazada del odio, más
237
24
0

que de la envidia. Pero, con frecuencia la sátira política llega a


ser a su vez un pretexto y un disfraz de la desvalorización
envidiosa.
En sustancia, cada vez que oímos o vemos que alguien habla
mal de los demás o que los escarnece o se mofa de ellos sin
someterse a sí mismo a igual tratamiento, es muy probable que
esa persona sea un envidioso. Debemos tener esta sospecha
aunque éste nos parezca un ser superior, un periodista famoso,
un célebre político, un intelectual muy conocido. Ni su prestigio
ni los elogios que recibe deben inducirnos a engaño. El mundo
está lleno de envidiosos que se identifican con sus gestos, y que
están muy dispuestos a asociarse con su malignidad. Los
envidiosos son sus fans, sus clientes, su ejército silencioso.
2) El justiciero
Aun en la sociedad más justa y mejor regulada, la vida sigue
siendo algo que se sustrae a la justicia. Uno nace alto y el otro
bajo, uno fuerte y otro débil, uno inteligente y otro tonto, uno
saludable y otro enfermizo. Hay quienes viven muchos años y
quienes tienen una vida breve. Quienes son felices en el amor y
quienes son infelices, quienes tienen hijos y quienes no los
tienen. Las infinitas diferencias individuales y las infinitas
circunstancias de la vida social, todos los acontecimientos
imponderables que nos toca vivir, hacen que cada uno de
nosotros, evidentemente, tenga una parte diferente de alegría,
de felicidad,
238
24
1

de fama, de amor, de todo lo que desean los seres humanos. Por


eso, al mirar a otro que está mejor que él, cada uno puede
preguntarse: "¿Por qué él y no yo?", sin encontrar una
respuesta.
Los griegos, que habían intentado derrotar la envidia
aceptándola competencia en todos los campos, hasta llegar a
identificar la moral con la arete, la excelencia, habían inclinado
la cabeza ante suprema inmoralidad, ante este incomprensible
sistema de diferencias y lo habían llamado moira, destino: una
zona de la vida que está más allá de la moral y de la
comprensión, más allá de la justicia y de la razón. Una entidad
a la que no se le pueden hacer preguntas. El destino sólo se
puede sufrir.
En esta zona oscura todas las preguntas acerca del mérito
carecen de sentido. La competición misma supone una cualidad
que el individuo no se ha dado a sí mismo sino que la ha
recibido de la vida. Se premia al más fuerte, al más hábil, al
más inteligente, al más creativo, él más original. Pero, ¿el más
fuerte tiene verdaderamente un mérito por poseer esa fuerza?
¿Se la ha ganado él mismo? En parte sí, porque desarrolló sus
músculos, se ha entrenado a fondo, pero si se hubiese
enfermado no habría podido hacerlo. Y al músico genial, ¿qué
mérito le corresponde por la creatividad que posee? Verdad es
que la ha desarrollado, la ha cultivado, pero algo le fue concedi-
do desde el comienzo como regalo. Otras cualidades dependen
de la educación suministrada por los padres, de la ayuda de los
amigos, o de la simple casualidad. En la más honesta de las
compe-
239
24
2

tencias, en el más justo de los concursos, en la más equitativa


de las distribuciones, siempre está la fracción oscura, que va
más allá del mérito y de la falta de mérito, lo que no es mérito
de nadie, una esfera en la cual no pueden formularse
preguntas sobre la justicia.
La envidia, como pregunta sin respuesta, como trabajo sin
resultado, duda malévola, hace intuir esta injusticia abismal
del mundo y se da aires de protesta contra ella. Lo expresó
maravillosamente el director Milos Forman en su película
Amadeus, cuando Salieri acusa a Dios de haberle concedido a
Mozart el regalo de la música y echa el crucifijo a las llamas.
Luego lo desafía y le dice que él destruirá a su criatura, la
matará.
Es una protesta, pero también una profunda y pasiva
aceptación. Porque el envidioso, aplastado por la injusticia, se
pone de su lado, le tiende una mano. Continuando con el
ejemplo de Amadeus, Salieri, a fin de reaccionar contra la
injusticia que comete Dios respecto de él, se ensaña contra un
inocente, aumenta el mal y la infelicidad de todos.
A fin de oponerse a la injusticia universal, el envidioso ataca
y disminuye al más afortunado, al más fuerte, al más feliz, al
más dotado que él. En el nombre de la justicia se transforma
en un destructor de todo lo que sobresale, de todo lo que vale.
De este modo, en lugar de reducir la zona lóbrega del ser, la
amplía, se sumerge en ella, ebrio de venganza. Lo comprendió
muy bien y lo describió mejor Nietzsche: "Sólo nosotros somos
240
24
3

3S buenos, los justos —dicen ellos—, sólo nosotros somos los


homines bonae voluntatis. Si actuamos entre nosotros como
reproches vivientes, orno admoniciones directas a nosotros,
como si alud, un cuerpo bien formado, fuerza, orgullo,
sentimiento de poderío fueran ya en sí mismos cosas
censurables, por las cuales algún día habrá que expiar, expiar
amargamente: y qué dispuestos están éstos en el fondo a hacer
expiar, cuanta ed tienen de llegar a ser verdugos. Pululan entre
líos los sedientos de venganza disfrazados de peces que
tienen siempre en la boca la palabra justicia, como baba
envenenada, siempre con ma mueca en los labios, siempre
dispuestos a escupir sobre todo el que no tenga un aire
disconforme y vaya de buen talante por su camino."1
[) El pesimista
A primera vista el optimismo y el pesimismo los parecen dos
cualidades equivalentes, con ventajas y desventajas de signos
opuestos. El optimista está más dispuesto a la acción, es más
activo. Pero, menosprecia las dificultades y corre el
1 F. Nietzsche: Genealogía della morale, op. cit., pág. .05. En
realidad, la transvalorización de los valores que escribe
Nietzsche es muy general. Gracias a ella todos los ricos, todos
los felices llegan a ser malvados y todos los pobres, todos los
infelices, buenos. Es decir, se trata de una elaboración
ideológica que requiere un proceso selectivo, hemos
hablado de ello en las páginas 130-133 y 194 y sigs. le la
traducción.
241
24
4

peligro de aventurarse por caminos peligrosos. El pesimista,


por el contrario, es excesivamente prudente y termina por
perder muchas buenas ocasiones. En suma, el ideal parece ser
una sagaz mezcla de ambos caracteres.
En realidad, optimismo y pesimismo no son solamente dos
actitudes ante las dificultades y ante el futuro. También son
dos maneras diferentes de relacionarse consigo mismo y con
los demás seres humanos.
El pesimista no tiene únicamente una visión negativa del
futuro. También la tiene de los hombres. Espera lo peor de
ellos. Cuando los observa, descubre dondequiera las peores
cualidades, las motivaciones más egoístas, menos
desinteresadas. Para el pesimista, la sociedad está formada
por gente mezquina, corrupta, íntimamente malvada,
siempre dispuesta a aprovechar las situaciones para su
propio beneficio. Gente en la que no se puede confiar y que no
merece nuestra ayuda.
Si le comentamos un proyecto, él, en poco tiempo, nos
muestra todos los obstáculos, todas las dificultades que se nos
presentarán. Y nos hará comprender que, luego, una vez
alcanzado el objeto, sólo tendremos amarguras, desilusiones y
humillaciones. En poco tiempo, nos hará sentir vacíos,
carentes de fuerza.
El pesimista posee un extraordinario poder de contagio. A
veces basta encontrarlo a la mañana, por la calle, y en un
instante, nos transmite toda su negatividad, toda su pasividad.
Lo logra porque aprovecha ciertas tendencias presentes
242
24
5

en todos nosotros y que solo esperan que alguien las despierte


y las active.
La primera es nuestro temor al futuro. La segunda es
nuestra naturaleza indolente, la tendencia a quedarse quieto,
encerrados en nuestro cascarón. En realidad, el pesimista es
fundamentalmente un perezoso. No quiere hacer ningún
esfuerzo para adaptarse a lo nuevo. Es un rutinario. Tiene ritos
precisos para despertarse, para el almuerzo, para el fin de
semana.
Generalmente, el pesimista es además un avaro. ¿Por qué
debería ser generoso si el mundo está lleno de ávidos, de
corruptos, de aprovechados? Pero, sobre todo, es envidioso. Si
uno intenta hacerlo hablar, comprobará que elogia lo que él
mismo realizó en el pasado. Y añade que podría haber hecho
más si no le hubieran puesto siempre obstáculos, si no
existiera tanta corrupción, si no fueran siempre preferidos los
menos meritorios.
4) El crítico
Habitualmente, las personas muy envidiosas no se
comprometen, no se dan, no se prodigan. Prefieren mirar a los
que ^abajan como observadores fríos, desapegados. Parecen
interesados, objetivos. Pero no es verdad. Su atención está di-
rigida solamente a encontrar el defecto, el punto débil del que
está trabajando, a descubrir su posible error. Luego, en el
momento más delicado, menos oportuno, estos envidiosos
lanzan sus crí-
243
24
6

ticas, sus objeciones y finja


desvalorizan con ellas el trabajo escu
que otro ha realizado. char
, y
Y este último, en lugar de
obse
echarlo con cajas destempladas,
rvar,
se queda herido, perturbado.
cuan
Trata de justificarse, intenta
do
explicarles los motivos por los
en
cuales ha trabajado. Se esfuerza
reali
por todos sus medios por dad
convencerlos de la bondad de sus
ya
intenciones. Ellos, fríos,
ha
indiferentes, lo dejan hablar,
deci
explicar, prodigarse en inútiles
dido
intentos para convencerlos.
opo
Responden a sus afirmaciones
ners
con nuevas dudas, a sus e,
justificaciones apasionadas con
obst
un bocadillo hiriente. En
ruir
realidad no tienen ninguna
nos
intención de comprender. La
el
meta que ellos persiguen es
cami
únicamente rebajarlo, de-
no,
mostrarle que no vale, crear
sin
también en él la duda, aparecer a
otro
sus ojos como jueces
moti
autoritarios, importantes.
vo
Es increíble el poder que que
llegan a tener estas personas solo el de
creando obstáculos, haciendo hace
objeciones, diciendo que no. Y lo rnos
logran porque a todos nosotros dep
nos cuesta imaginar que alguien end
24
7

er de él.
Sin embargo, en las oficinas
vemos burócratas que, para
demostrar su poder, tiranizan a
los desgraciados que caen en sus
manos. Conocemos gente que,
cuando tiene puesto un
uniforme, en lugar de sentirse al
servicio de los demás, experi-
menta el placer de la dominación,
el gusto por el atropello. Pero
también hay supercríticos que no
llevan uniforme, con frecuencia ni
siquiera tienen un poder formal.
Conquistan su poder creando
244
24
8

obstáculos y obligando a los demás a ocuparse de ellos.


En la naturaleza, para cada depredador hay una víctima,
para cada parásito, un parasitado.
¿Quiénes son las víctimas preferidas de estos depredadores
envidiosos? Las personas activas, entusiastas, que se
prodigan, que se dan a los demás. Las personas que tienen
proyectos por realizar. Nadie puede hacer algo importante
solo. Tiene necesidad de colaboradores, de financiamiento, de
consejos, de amigos que crean en él. Por eso todas las personas
activas hablan de sus ideas, buscan el consenso social. Y así es
como terminan en manos de los críticos-críticos, de los que
fingen escuchar, pero que siempre dicen no. Y los demás se
dedican a explicar, a convencer y tratan de encontrar un
argumento válido capaz de abrir una brecha en las objeciones
continuas que se les hacen. Y no comprenden que es
imposible encontrarlo, porque el otro jamás concibió la idea
de dejarse convencer y lo único que desea es verlo
tartamudear, agotarse, fracasar.
Hay una técnica segura que permite individualizar a estos
supercríticos: hacerlos hablar de personas universalmente
estimadas y apreciadas. Acaso hasta de San Francisco o de
Albert Schweitzer. Advertiremos entonces que hasta en ellos
encuentran defectos, que abrigan dudas acerca de la pureza
de los motivos y de las intenciones que movieron a esos
personajes. No creen que haya personas capaces de actuar de
manera verdaderamente generosa y desinteresada. Bus-
245
24
9

can el motivo sórdido, mezquino,


vil. En suma, quieren colocar a
todos los demás en su mismo
nivel. Es decir, son envidiosos.
En todas las sociedades,
muchas personas estimadas,
apreciadas, reverenciadas,
pertenecen a este tipo humano.
Así debían ser los grandes
inquisidores que buscaban el
demonio dondequiera que fuera.
Así son algunos periodistas
ácidos, algunos críticos feroces,
algunos magistrados inflexibles,
algunos dirigentes arrogantes.
5) El que da malas noticias
•,-
Algunos envidiosos expresan
su agresividad dando siempre
malas noticias. Y las dan en el mo-
mento menos oportuno, cuando
no podemos hacer nada. La
sabiduría popular se mostraba
recelosa ante ellos. Los llamaba
profetas de la desventura. En
cambio, nosotros, nos creemos
más sensatos y más racionales,
nos encogemos de hombros y,
además, con frecuencia, les
estamos reconocidos porque se
ocupan de nosotros y nos
parecen objetivos, leales,
sinceros. Hacer esto es un error,
25
0

por- una noticia que nos hará sufrir


que es muy prudente. Estudia el
el momento más adecuado. No nos
port llama por teléfono en plena
ador noche, no nos lo dice un
de momento antes de que demos un
mal examen. El entrenador se cuida
as mucho de darle una mala noticia
noti al campeón que está por iniciar
cias un torneo. El director
proc 246
ede
con
una
met
a
fund
ame
ntal
men
te
mal
vad
a.
C
uan
do
un
ami
go
deb
e
dar
nos
25
1

ie teatro esperará a que termine el espectáculo, Porque


desea que el actor esté sereno. Tratamos ie evitar lo más
posible que las personas que meremos sufran, y que los
que necesitan serenidad se sientan perturbados.
En cambio, el portador de malas noticias, apenas nos ve,
nos da sus nuevas desagradables. 3i tiene la confianza
suficiente, nos llama por teléfono de noche. O nos las cuenta
por la mañana, apenas nos hemos despertado, y así nos
arruina ú día. Y si se da cuenta de que uno ha quedado
conmovido y quiere saber más, añade detalles de-
sagradables, deja entrever posibilidades todavía más
graves. Caemos en el engaño y confundimos >u interés con
solicitud, su excitación con participación emotiva.
En realidad, el portador de malas noticias experimenta
placer al decirnos estas cosas, al ver nuestro embarazo,
nuestra ansiedad. Pertenece ü mismo tipo humano que se
nos acerca para referirnos las maldades que los demás dicen
de nosotros. Todos tenemos "amigos" que, al encontrarlos,
nos cuentan, por nuestro bien, por supuesto, me en tal lugar
decían que éramos unos incapaces, mientras en tal otro, que
somos unos granujas. Y nos lo cuentan con lujo de detalles,
con las palabras exactas y, al pronunciarlas, parece que
comparten la opinión de quien las dijo, puesto me las
recuerdan tan bien y en boca de ellos suenan del mismo
modo.
Y en realidad es así. Nos cuentan que las dieron otros,
porque no tienen el coraje de decirlas ellos mismos. Estaban
de acuerdo con quien las
247
25
2

pronunció. Un amigo, un verdadero amigo, habría asumido


nuestra defensa, se habría indignado. Ellos no. Ellos se
quedaron callados y al hacerlo, avalaron la opinión de los
demás, se pusieron de su parte.
Mientras hiere a su víctima, el portador de malas noticias,
o el que cuenta maldades, tiene dominada a la persona que lo
escucha. Su habilidad consiste en parecer solícito, interesado
en ella, verdaderamente indispensable. El que recibe una mala
noticia tiene necesidad de más información, de ayuda, de
consejos. Y tiende a aferrarse a quien está más informado, al
que tiene más cerca, a quien parece participar de sus pro-
blemas. Es decir, al portador de malas noticias que puede
parecer así un aliado, un salvador. Cuando, en cambio, éste
aprovecha la situación a fin de profundizar la dependencia del
otro y de aumentar su ansiedad. Hay personas que, lite-
ralmente, se dejan secuestrar y se entregan en las manos de
su verdugo. Como esos pacientes hipocondríacos que llegan a
ser esclavos de médicos deshonestos dedicados a aumentar
sus miedos.
En el fondo, el portador de malas noticias es un pesimista,
un escéptico que no cree en la bondad, en la buena fe.
Dondequiera que mire, encontrará manipulaciones, intrigas,
objetivos deshonestos. Cuando se nos acerca y nos susurra no-
ticias de desventuras o maldades, desahoga su rencor
envidioso contra nosotros, porque somos afortunados, felices.
Quiere ponernos en su mismo nivel.
248
25
3

6) La autoconmiseración
La envidia no se expresa únicamente mediante la
agresividad, la desvalorización de los demás, sino también en
la forma opuesta, con la lamentación, la autoconmiseración.
Habitual-mente, cuando oímos que una persona llora, se
lamenta, describe las vejaciones que sufrió, los obstáculos que
encontró en su camino, las desgracias que le impidieron tener
éxito, no pensamos en la envidia. Participamos de su sufri-
miento y la compadecemos por el hecho de que no haya
podido realizar todo lo que la vida le había prometido.
Deberíamos identificarnos más profundamente con esa
persona, hasta ver el mundo como ella lo ve. Entonces
comprenderíamos el sentido profundo de su lamentación. Para
quien siente semejante conmiseración, el mundo es, como para
los tipos humanos descritos anteriormente, un lugar donde no
se reconoce el mérito, donde el éxito, la riqueza, la felicidad
misma, son el producto de favoritismos y de privilegios. El que
siente autoconmiseración está convencido de que la sociedad
lo trata injustamente y, en cambio, ha sido soberanamente
generosa con los demás.
Si tenemos la paciencia de escuchar durante un largo rato a
una de estas personas que se lamentan, advertiremos que, en
realidad, tienen una alta estima de sí mismas. Se iluminan
cuando hablan de su pasado, se enorgullecen de su coraje, de su
astucia, de su generosidad, de las extraordinarias empresas
que han realizado. Cuentan qué
249
25
4

precoces eran cuando niños, qué geniales cuando jóvenes, qué


valientes como soldados, qué fascinantes en las fiestas. Luego,
la negra fortuna, la sombría malevolencia de los hombres y la
incomprensión del mundo se abatieron sobre ellos.
Si tenemos la paciencia de observarlas, veremos que estas
personas plañideras son, en realidad, profundamente pasivas.
No actúan, se limitan a mirar. No afrontan el mundo, no luchan,
no se arriesgan. Quisieran que los demás se esfuercen por ellos.
Si los demás no lo hacen se lamentan y los acusan de egoístas.
Si lo llevamos a nuestra casa y le mostramos nuestros
objetos más preciados, advertiremos su mirada ávida,
codiciosa, su rencor y hasta su odio, porque, a sus ojos, lo que
nosotros tenemos no lo hemos merecido, mientras que ¡ellos sí
que habrían tenido derecho! Por eso deberían quitárnoslo,
arrancárnoslo de las manos. ¡Y eso sería sólo una pequeña
reparación de la injusticia sufrida!
En realidad, estas personas devoradas por el deseo
impotente han renunciado a luchar, a batirse, a merecerse el
premio. Permanecen inmóviles, pasivas y se justifican a sí
mismas convenciéndose de que no hay nada que hacer porque
el mundo es estructuralmente inmoral. Todos aquellos con
quienes entran en contacto, todos los que triunfaron, los que
tienen lo que ellos desean, son el testimonio evidente de esta
injusticia, de esta vergonzosa inmoralidad. Esa
autoconmiseración, ese lamento, es una excusa: el mundo es
cruel, el mundo es malo, por lo tanto no mereces lo que posees,
deberían quitártelo...
250
25
5

7) Las honras
Tendemos a suponer que cuando una persona tiene éxito,
cuando sobresale en la jerarquía social, ya no tiene razones
para experimentar envidia. No es verdad. Incluso es más cierto
lo contrario.2 No sentía envidia antes, cuando comenzaba a
triunfar. Experimentaba entonces un cálido sentimiento de
satisfacción, dé plenitud. Pensaba que el mundo le tenía
reservado algo por lo que, de todos modos, valía la pena luchar,
aun corriendo el riesgo de salir derrotado.
Pero, cualquier éxito, una vez obtenido, tiende a esfumarse.
Se esfuma porque el tiempo pasa y los demás lo olvidan. Se
esfuma porque lo que nos produce alegría es el acto de
triunfar y para volver a experimentarlo debemos afianzarnos
en otra meta, con otro objetivo. Se esfuma porque, alcanzada
una frontera, nos imponemos otra más difícil. Se esfuma
porque ha pasado nuestro cuarto de hora y ha aparecido otro
que quita brillo a nuestra fama, a nuestro prestigio, a nuestra
riqueza. Procuramos entonces consolidar nuestra posición,
hacerla irreversible. Tratamos de estabilizarla, de hacerla
perpetua, a fin de no tener ya que depender del
reconocimiento de los demás, de sus humores, de sus juicios.
El audaz intenta formar parte del consejo de administración
de las sociedades más importantes, estrechar vínculos y
alianza, incluso matrimoniales, con las familias dominantes. El
propio
2 Véase Aristóteles: Retórica, op. cit.
251
25
6

Napoleón, después de la victoria, trató de consolidarla,


emparentándose con las familias reinantes de Europa. No
quería estar continuamente obligado a dar pruebas de su
capacidad, no quería estar obligado a "triunfar siempre".
Aspiraba a la serena legitimidad del emperador de Austria que
permanecía igual ocurriera lo que ocurriese.
A fin de obtener esta seguridad, otros intentan aplastar
cualquier oposición que surja en su propio partido o, si
controlan un país, toda oposición que surja en el sistema
político. Poco a poco, el triunfador se transforma en un tirano
que mira de manera recelosa toda manifestación de disenso o
de autonomía de pensamiento. Destruye la oposición, acalla las
voces críticas de los amigos, se rodea de cortesanos.
El hombre de ciencias, el artista, el escritor, en cambio, van
en busca de los premios, de los lauros honoris causa, acumulan
todo tipo de reconocimientos, a fin de armarse de un
"patrimonio" de honores. De ese modo intentan objetivar su
valor y sustraerse al juicio de los demás, a sus cambiantes
opiniones. Quieren que todos, absolutamente todos, se inclinen
ante sus valores, enmudezcan ante su excelencia.
Este es el significado de las honras: proteger a su portador
contra las comparaciones, contra las vicisitudes sociales.
Llevarlo a la región de los valores indiscutibles a la cual
pertenecen muy pocas figuras de la humanidad como
Hornero, Platón, Aristóteles, Dante, Mahoma, o Buda. Figuras
sagradas, divinizadas.
Cuando la gente busca este tipo de reconoci-
252
25
7

miento quiere decir que es envidiosa. Recuerdo un estudioso


que había recibido, merecidamente, el premio Nobel. En
ocasión de un seminario, todos debíamos presentar
nuestro curriculum vitae. Todos escribimos apenas una
pagina. El podría haber escrito menos todavía, ya que era
mucho más conocido que nosotros.
En cambio, con gran estupor, advertí que había presentado
cinco páginas completas en las cuales había enumerado todos
sus títulos académicos, todas las menciones de los congresos
en los que había participado, todos los cursos de enseñanza que
había hecho como visiting professor, todos los honores y las
medallas recibidas, todos LOS lauros honoris causa. ¡A mí se me
oprimió el corazón! Quería decir que tenía necesidad de todos
esos reconocimientos, que dependía de ellos. ,Con quién se
comparaba? ¿Con. todos sus colegas, con los grandes del
pasado, quizá también con los que estaban surgiendo?
¡Oh, sí, este hombre tan famoso, era envidioso!
Terriblemente envidioso de todos aquellos que podían igualarlo
o que podían superar su fama. Esa lista de honores era una
especie de baluarte insuperable, una muralla china, destinada
a resistir los asaltos de la competencia. Vivía como Tiberio en
su palacio de Capri, sospechando de cada súbdito de su
imperio.
No. La ascensión en la jerarquía social no es un remedio
contra la envidia, sino más bien un factor que la provoca. Los
hombres célebres no eran envidiosos en su juventud, cuando
luchaban, cuando esperaban, cuando creaban. Cuando
253
25
8

no tenían nada que perder. Pero quien tiene algo que perder,
quien quiere conservar lo que ha obtenido, es envidioso. El
envidioso es un pariente cercano del avaro.
¿No ha notado acaso el lector cuánta gente rica, poderosa,
de éxito es mezquina? ¿Y que no es capaz de demostrar
verdadera generosidad? Eso ocurre porque esta gente solo
piensa en conservar la propia gloria, el propio patrimonio de
dinero o de notoriedad. Por supuesto, no todos son así, hay
excepciones. Pero la mayor parte se mantiene a la defensiva, es
recelosa. El político famoso mira con recelo al joven brillante
que afirma su imagen en una reunión del partido. Instin-
tivamente lo considera un rival. Por eso, en cuanto puede
hacerlo, lo desvaloriza. Exactamente lo mismo ocurre con el
escritor famoso, el músico de éxito, el filósofo notable. Miran en
derredor, ansiosos y si ven a alguien realmente capaz, tratan
de destruirlo inmediatamente, antes de que pueda hacerles
sombra, quitar brillo a su fama.
254
25
9

24 Cuando la envidia desaparece


La envidia aparece, lo hemos dicho varias veces, cuando el
Yo se separa de la colectividad y e contrapone a los demás para
afirmar su propio valor, su excelencia, sus pretensiones. Esta
actividad puede llamarse narcisismo, orgullo o soberia. En
realidad, la envidia es, sobre todo, un estado de soledad, de
pérdida de relaciones, de raíces, de sentido. El envidioso trata
de sustituir estos vínculos cortados con un acto solitario de
agresión, un acto de guerra privado. Llevado a cabo, sin
embargo, fuera de los valores, fuera de as reglas sociales. Y,
para tener la ilusión de formar parte todavía del cuerpo social,
de tener el poyo de los otros, se miente a sí mismo y a los
demás.
El envidioso es un exiliado del mundo que miente ante el
juez a fin de que se lo vuelva a admitir en él. Pero, puesto que
ese juez es él mismo, cuanto más miente, más excluido se
siente.
Si la envidia es un abandono de lo social, ella desaparecerá
cuando lo social vuelva a imponerse al individuo, lo admita
nuevamente en el
255
26
0

gran cuerpo colectivo. Entonces su sí mismo disecado, árido,


ávido de valor, se siente, imprevistamente enriquecido. Fluye
en él una energía sobreabundante. Al reconocerse en los
objetos de amor colectivos, al identificarse con ellos, al combatir
por un valor diferente de él mismo y que lo trasciende y lo
encierra, el individuo siente que, milagrosamente, la envidia
desaparece. Desaparece en una noche, al despuntar el día o
hasta en un instante, en el momento preciso en que nos ol-
vidamos de nosotros mismos, de nuestro Yo aislado y del
problema de lo que es estimado y de lo que tiene valor.
1) Las multitudes y la fiesta
La situación más sencilla de inmersión en lo colectivo está
representada por el gentío que se reúne en una manifestación
o bien en un estadio. No es nuestra tarea reconstruir aquí la
psicología y la sociología de las multitudes, sobre las cuales
tantos autores han escrito, desde Le Bon a Mos-covici.1
Únicamente nos interesa la rápida fusión del sí mismo
individual con una entidad más grande, el imprevisto latir del
corazón individual en sintonía con otros corazones, volcados
todos a una meta común o, en el estadio, identificándose con el
jugador que, en ese momento, corre hacia el arco adversario.
Y, de las muchedumbres, nos
1 Véase sobre este tema la reseña de A. Mucchi Faina:
L'abbraccio della folla, Bolonia, II Mulino, 1983.
256
26
1

interesan sobre todo las que se producen regularmente cada


semana en ocasión de las competencias deportivas.
Competencias esperadas y preparadas por largas discusiones y
seguidas luego por festejos, críticas y comentarios hasta la
nueva cita en el estadio, hasta la nueva inmersión en la fuerza
concreta, física de lo colectivo.
El espectáculo deportivo no tiene ninguna propiedad
revolucionaria. Es una institución completamente fija,
regular, codificada. Pero también representa una suspensión
de todas las reglas cotidianas de clasificación, de valoración y
le competencia interpersonal. Los espectadores son todos
iguales, y hasta, físicamente, están sentados uno junto a
otro, "cercanos". Cuando forman la "onda" se ponen de pie
todos al mismo tiempo y se abrazan, insultan, lloran, ríen,
seguros de que nadie sancionará socialmente esta conducta.
Los espectadores están viviendo unas vacaciones del mundo
cotidiano y de sus leyes.
Ninguna sociedad puede vivir si periódicamente no logra
anular sus reglas de vida, si no crea espacios y ocasiones para
infringir esas reglas. Los sociólogos franceses de Durkheim a
Vlauss, a Bataille, a Caillois,2 se dieron cuenta de que es
necesaria la disipación, la infracción, la mezcla, el desorden,
aunque sean periódicos o rituales, para revitalizar las
instituciones. Sin este
2 Roger Caillois: L'Homrne et le sacre, París, Gallimard, 1950;
G. Bataille: L'erotismo, Milán, Sugar, 1967. [Hay versión en
castellano: El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1982, 3S ed.]
257
26
2

desafío, sin esta irrigación emocional, sin esta recreación de la


fusión colectiva, toda institución se desgasta, se diseca. Para mí,
esta propiedad misteriosa de todas las sociedades, se explica
por la necesidad de renovación continua que pasa a través de
la muerte y el renacimiento, la falta de diferencias y una nueva
diferenciación.3
La experiencia de fusión colectiva en el estadio es el grado
mínimo de esta experiencia, el más inocuo, el más disciplinado,
porque, después del partido, cada uno vuelve a ser el mismo de
antes. En el nivel de relación entre dos personas, esta ex-
periencia correspondería, no al acontecimiento explosivo e
imprevisible del enamoramiento, sino al acto sexual, al orgasmo,
en el cual se funden, por un momento, dos cuerpos, dos almas
que se dan placer directamente, sin intermediarios.
Grado mínimo de la fusión colectiva, nivel inocuo,
institución pura. No obstante, fundamental para el
metabolismo psíquico del individuo que, al formar parte de
una multitud, vuelve a conectarse con su matriz colectiva, se
olvida del agotador confín de su Yo privado, su pesada sepa-
ración y, por lo tanto, olvida la envidia.
Desde este punto de vista, pueden considerarse análogas
las experiencias que se obtienen en las discotecas, en los
grandes recitales de rock, en los períodos de desenfreno
colectivo durante las vacaciones, cuando los jóvenes corren
toda la noche de una fiesta a la otra, de una dis-
3 Véase F. Alberoni: Statu nascenti, Bolonia, II Mulino, 1968.
258
26
3

coteca a la otra, mientras se buscan, se cortejan y vuelven a


correr hasta que amanece, y hacen lo mismo el día siguiente y
así sucesivamente durante días y días hasta la extenuación, o
sea, hasta cuando vuelven a casa ya sin fuerzas y dicen: "¡Cómo
me divertí!". Es el despilfarro del que habla Bataille, el exceso, lo
orgiástico que menciona Maffesoli, lo dionisíaco.4
2) El rito
El rito, sobre todo en la forma de las grandes fiestas
religiosas de la antigüedad o de los pueblos primitivos,5
constituye el segundo nivel de fusión colectiva. También en este
caso, el individuo se olvida de sí mismo, se sumerge en el flujo
de la vida social pero aquí el asimiento y el despojamiento son
extraordinariamente mayores. Y no duran algunas horas o
algunas noches. No se cumplen en el propio ambiente habitual,
conocido y tranquilizador. El individuo se siente arrastrado a
otra dimensión, la dimensión sagrada, donde hay otro espacio y
otro tiempo, en los cuales se manifiestan potencias que
aniquilan y que embelesan, fuerzas terroríficas y sublimes,
ante las
4 M. Maffesoli: L'ombra di Dioniso, Milán, Garzanti,
1989.
5 Véase E. Durkheim: Le forme elementan della vita
religiosa, Milán, Comunitá, 1963 [Hay versión en castella
no: Las formas elementales de la vida religiosa, Tbrrejón,
Akal, 1982.] y V. Lanternari: La grande festa. Storia del ca-
podanno nelle civiltá primitive, Milán, II Saggiatore, 1959.
259
26
4

cuales el hombre no es nada y que, sin embargo, lo fascinan, lo


seducen, le imponen un pavor reverente. Esto es el espanto, el
tremendum, del que habla Otto, pero que también es el
fascinans, el mirum, lo "que nos eleva y nos lleva consigo, que
nos revela nuestro fundamento, nuestra naturaleza, y nos
salva.6
La gran fiesta antigua es un rito que puede durar meses,
una inmersión total en esta otra realidad, en la cual el mundo
profano se disuelve, se esfuma y se recrea. La gran fiesta es
siempre fiesta de año nuevo, muerte y renacimiento del
mundo, en la cual todo se revitaliza precisamente porque pasa
a través de lo indistinto de la muerte, de la indiferenciación de
la confusión, pero se recrea modelado por las potencias
ordenadoras que sacuden el cosmos, y se vuelve hermoso como
el primer día, el día de la creación.
La fiesta antigua no pone en tela de juicio el orden social, no
lo subvierte, no lo revoluciona. Lo disuelve en el crisol de lo
sagrado a fin de salvarlo, de hacerlo resurgir renovado. Pero
esta necesidad de disolución y renacimiento anticipa el gran
tema de las religiones de salvación, el éxodo y el reino, la
muerte y la resurrección, el fin y el nuevo comienzo del
cosmos, el shevirat hakeilim y el tikkun, la restauración de la
unidad inefable de Dios de la cabala.7
6 R. Otto: 11 sacro, op, cit.

7 G.Scholem: La cabala, Roma, Edizioni Mediterranee,


1988. [Hay versión en castellano: La cabala y su simbolis
mo, Madrid, Siglo XXI de España, 1979, 2a ed.]
260
26
5

En el rito religioso la desaparición de la envidia no se limita


al preciso tiempo ceremonial, a solidaridad colectiva se
prolonga mucho más allá, imprime deber moral a la vida
cotidiana, se hace mandamiento, deber, práctica del altruismo,
el amor. En la cumbre de todas las grandes religiones
encontramos instituciones comunitarias, ínobíticas en las
cuales se alcanza un ideal de perfección ética, de desapego del
mundo, de los deseos, del egoísmo y, por lo tanto, también de la
envidia. Mientras la fiesta es una tregua de la vida cotidiana,
una interrupción, el rito y, de manera más general, la
institución religiosa se proponen prolongar las propiedades
regeneradoras de relación con lo absoluto y las convierte en el
fundamento de toda otra acción, procura transformar la
ciudad terrenal en la ciudad de Dios.
En la realidad concreta, sin embargo, las instituciones se
petrifican, la mayor parte de los ritos pierde su significado y la
moral misma queda vacía de contenido si, periódicamente, no
aparecen movimientos capaces de renovarlas.
) La guerra
El fenómeno social que produce la más amplia y más rápida
fusión colectiva, y por lo tanto desaparición de la agresividad
recíproca, de la envidia y la aparición de un difuso, exaltante,
sentido de fraternidad, extendido a toda la comunidad, es la
guerra. Durante la guerra la solidaridad de la tribu, de la
ciudad, de la nación, se re-
261
26
6

compone frente a un enemigo que aparece como el foco y la


causa de toda maldad y de todo mal. Este proceso de alienación
de la agresividad dirigida hacia otro es una propiedad de la
mente humana. Según Fornari,8 siempre somos ambivalentes
respecto de nuestros objetos de amor y de identificación.
Tenemos motivos de rencor, de lamento y de envidia, incluso
contra nuestros hijos, nuestros padres, nuestros amigos, contra
nuestro partido, contra nuestra iglesia, contra nuestro
gobierno, y contra nuestra patria. Esta ambivalencia provoca
dudas, sufrimiento. En la guerra la ambivalencia desaparece
gracias a un mecanismo de escisión, por el cual todos nuestros
objetos de amor continúan siendo buenos, inmaculados y toda
la agresividad, todo el mal, se le atribuye al enemigo.
Entonces, cuanto más despiadado y cruel nos parece el
enemigo, tanto más buenos, injustamente perseguidos y
oprimidos nos parecen los nuestros. Por lo tanto, desaparece
todo resentimiento, todo antagonismo relacionado con ellos.
Se produce la fusión colectiva; los individuos olvidan sus
propias preocupaciones personales y están dispuestos a morir
por esta entidad colectiva, con la cual se sienten totalmente
identificados y a la cual consideran fundamento y razón de la
propia existencia.9
8 F. Fornari: Psicoanalisi della guerra, Milán, Feltrine-
lli, 1963.
9 Sobre la guerra y particularmente sobre la moviliza
ción bélica, véase el célebre libro de G.: Bouthoul, Le guerre,
Milán, Longanesi, 1960.
262
26
7

Por eso, la guerra es la fiesta por excelencia, la fiesta


suprema, el rito último, total, en el cual la colectividad pide a
sus miembros el renunciamiento a todo, incluso a la vida.
Durante milenios fue considerada como la culminación de la
vida social, el momento más grande, más noble, más sagrado
de fundación de la solidaridad colectiva. Por eso la guerra
siempre estuvo vinculada con la religión y conducida en el
nombre del dios. El "dios lo quiere" cristiano, la Jihad islámica,
el "Got mit uns" alemán sólo son diferentes maneras de
expresar la misma radical experiencia de identificación con lo
absoluto.
4) El movimiento
Para la mayor parte de los sociólogos, la guerra —o uno de
sus equivalentes: la lucha de clases, la lucha política o el
enfrentamiento con un adversario— es la única situación en
la cual se forma rápidamente una solidaridad colectiva.
Contra esta idea, he sostenido la tesis de que, en realidad, la
guerra es, también ella sola, una institución, una institución
persecutoria, por lo tanto capaz de volver a afianzar una
unidad que ya existía, pero incapaz de crear ex novo una
entidad social solidaria y duradera. Esta propiedad la tienen
únicamente los movimientos, gracias al proceso de estado
naciente del cual surgen.
La fiesta, el mito, la guerra producen una modificación
temporaria del individuo. Este se
263
26
8

olvida de sí mismo, se funde en la colectividad, se pone a su


servicio, pero una vez terminado el proceso, vuelve a ser el
mismo de antes. Si hay un cambio duradero, éste se produce
lentamente, como en el caso de una larga guerra, de la cual
los hombres salen transformados porque han pasado por
experiencias nuevas y conmovedoras.
Por el contrario, en el estado naciente del movimiento, el
cambio se produce al comienzo. El individuo entra en el
movimiento porque sufre una violenta mutación interior, una
conversión, una auténtica muerte seguida del renacimiento.
En el estado naciente, el grupo deriva de la confluencia de
personas que, mediante esta metamorfosis, viven una
extraordinaria experiencia intelectual y emocional que las
lleva a reconocerse.10 El estado naciente se contrapone no a un
enemigo, sino a lo que existe y trata de transformarlo y
renovarlo radicalmente. Por eso en la experiencia del estado
naciente se contitu-ye también el modelo ideal de una sociedad
en la cual ya no hay odio, rencor, ni envidia. Ya hemos hablado
acerca de la igualdad y el comunismo. Precisamente en el
estado naciente de los movimientos la humanidad ha soñado
con poder quitar de sí todo tipo de maldad, con alcanzar un ni-
vel más elevado de perfección intelectual, estética y moral.
10 Es la experiencia fundamental descrita en Genesi, op. cit.,
págs. 90-133.
264
26
9

5) Enamoramiento
El más simple de los movimientos, en el cual el estado
naciente une solamente a dos personas, es el enamoramiento.
Ya hemos hablado de ello y hemos visto que en ese caso en
modo alguno puede haber envidia.
Cuando estamos enamorados, adquirimos una
extraordinaria capacidad de ver, de oír, de sentir, de
participar. Los colores son más vivos, las músicas más
intensas, los sentimientos más vibrantes, los rostros que
encontramos más hermosos, más interesantes. Entonces toda
la vida del mundo, todas sus infinitas formas nos atraen, nos
hablan. Nuestra alma acoge todas las cosas, las reconoce y las
admira.
Nos detenemos a escuchar el relato de un anciano,
miramos con ternura el rostro de un niño, sabemos captar la
extraordinaria belleza de una brizna de pasto qué se curva
con el viento, los reflejos de un charco. Nos conmovemos inten-
samente leyendo una poesía, comprendemos el significado
profundo de una fábula, de un cuento. Nos sentimos contentos
por quien está contento, felices por quien está feliz, solícitos
con el que sufre. Y no nos preocupamos por nosotros mismos.
No tenemos miedo, no le damos importancia a las molestias,
somos tolerantes con quien se muestra descortés y reímos de
quien se muestra arrogante. Los insultos no nos llegan, no nos
asustan los obstáculos. Estamos dispuestos a aceptar tanto la
buena como la mala suerte.
Acogemos toda cosa hermosa e importante
265
27
0

que se nos aparezca, venga de quienquiera. Estamos


dispuestos a admirar la superioridad, la excelencia, en la
forma que se nos presente. Estamos abiertos, estupefactos ante
la belleza, ante la inteligencia, ante la creatividad y las
recibimos con alegría, con reconocimiento. Nos sentimos
alegres con cada conquista, con cada victoria, con cada meta
superada. Amamos todo lo que es elevado y tiende hacia lo alto,
sin escoger, sin rechazar, y sin, sobre todo, compararlo nunca,
absolutamente nunca, con nosotros mismos.
266
27
1

25 Superar la envidia
En los procesos colectivos que acabamos de describir, la
envidia desaparece porque nos olvidamos de nuestro Yo y del
problema de su valor. Ya no nos comparamos con los demás,
sino que, junto con ellos, nos identificamos en una entidad que
nos trasciende.
Estas fuerzas colectivas; sin embargo, se presentan, con
frecuencia, de manera irracional y violenta y se sustraen a
nuestra voluntad. No somos libres de convertirnos a una fe
religiosa o política, no podemos enamorarnos a voluntad. La
mayor parte de nuestra vida transcurre en lo cotidiano. Pero
precisamente es entonces, en la vida cotidiana cuando no
ocurre nada, cuando nada nos arrastra fuera de nosotros
mismos, pues, cuando sentimos la necesidad de indicaciones
que nos permitan liberarnos de la envidia, utilizando la
inteligencia.
Se suele decir que en el mundo del espíritu no existen
recetas, reglas fáciles. Debemos absolutamente dudar de los
manuales y de los consejos. El camino maestro es únicamente
el camino
267
27
2

de la observación y de la reflexión sobre nosotros mismos,


mediante los instrumentos intelectuales que poseemos.
Por eso este libro podría terminar aquí, no agregar nada
más. Que cada uno recoja los frutos del mejor modo posible de
lo que aprendió en él, si es que había en él algo que aprender.
Sin embargo, me parece que se puede dar un pasito más
adelante. Podemos recapitular algunos de los puntos ya
estudiados a fin de buscar en ellos una indicación, una
sugestión para la acción, una huella que nos puede servir de
guía.
1) Animo
Todos los seres humanos tratan de sobresalir por encima
de los demás, para ser preferidos, amados, admirados,
adorados. Es un certamen no declarado, una competencia
implícita, en la que, no obstante, siempre hay un ganador y un
perdedor.1 La envidia es una reacción ante la derrota, es el
intento de negarla y para hacerlo buscamos deméritos en los
que nos han superado, los condenamos moralmente y al
mismo tiempo condenamos al mundo que los ha valorizado. La
envidia, como ya lo hemos visto, es el intento forzoso,
arbitrario, de encontrar un orden moral incluso en las esferas
de la vida en las que no existe dicho orden.
Los griegos habían comprendido claramente
1 Eugéne Raiga: L'envie, op. cit, pág 2. 268
27
3

que hay esferas de la existencia en las cuales los resultados


dependen del mérito de los hombres, y otras, en cambio, en las
cuales la capacidad y la virtud no tienen ninguna importancia
porque pertenecen al dominio de la moira, el destino, en las
cuales todas las explicaciones carecen de sentido y todas las
comparaciones son imposibles.
Los seguidores de las religiones monoteístas apelan a la
inescrutable voluntad de Dios o a su misteriosa
predestinación.
Por eso, todos estamos llamados a dar lo mejor de nosotros
mismos, a brindarnos, a prodigarnos, a luchar, pero teniendo
clara conciencia de que no fuimos nosotros autores de lo que
somos: varones o mujeres, blancos o negros, europeos o
asiáticos, sanos o enfermos; con la conciencia de que nuestras
virtudes y nuestros valores dependen de la sociedad en la que
nacimos, de la época histórica en la que vivimos. Es muy poco lo
que podemos atribuir totalmente a nuestro mérito.
El envidioso hace exactamente lo contrario. Busca siempre
una razón de mérito para sí, de descrédito para el otro y, para
justificar su propio fracaso, ve engaños y enredos por todos
lados.
Si queremos sustraernos a esta debilidad debemos tratar de
cultivar en nosotros mismos la capacidad de afrontar, con
serenidad, tanto la fortuna como los infortunios, de afrontar
impávidos hasta el resultado más absurdo, más amargo.
Podemos llamar a esta virtud, fuerza de ánimo, que es una
forma de la valentía. Valentía en la lucha, valentía ante la
derrota, valentía ante la catástrofe.
269
27
4

El envidioso siente lástima de la


sí mismo, se lamenta. Para cual
triunfar sobre la envidia, nos
debemos aprender a no hacerlo, sent
ni siquiera cuando tenemos imo
razón, ni siquiera cuando nos s
sentimos profundamente derr
heridos. Hasta el niño aprende a otad
no lloriquear, a controlarse. Y, os.
poco a poco, su miedo El
desaparece. envi
dios
Es una actitud de firmeza, que
o
alguna vez se llamó viril. Es la
escr
disposición de ánimo con la que
uta
el guerrero afronta la batalla.
con
El sabe que la muerte no
rece
obedece a una ley moral, no hiere lo a
a los malvados y evita a los
to-
justos. Llega por casualidad, por
dos
una bala perdida, por una bomba
aqu
que estalla ahí, muy cerca.
ellos
El guerrero sólo debe vencer que
el miedo, combatir sobr
valientemente, con los sentidos esal
vigilantes, la mente lúcida, el en,
cuerpo dispuesto a dar el salto. Y que
pensar lo menos posible en sí se
mismo. dest
2) Emulación acan
, a
La envidia es un mecanismo
de defensa, una huida para todo
evitar una confrontación de la s
que nos sabemos perdedores, en aqu
27
5

ellos que han hecho algo bueno o ■I


hermoso. Los desvaloriza, se mofa
dé ellos, los ofende, los difama.
De ese modo no está obligado a
medirse con ellos. Se refugia en
la maledicencia.
Una manera de superar la
envidia es decidir hacer
exactamente lo contrario.
También encon-
270
27
6

tramos aquí la valentía y, en su forma más sencilla, directa,


como virtud del comienzo.2 Dominar nuestra repugnancia y
mirar con atención a aquellos que son mejores que nosotros a
fin de aceptar el desafío que ellos nos lanzan con su ejemplo.
Elegir el camino de la emulación, sin tener la absurda
pretensión de llegar pronto a la cima, de conquistar el primer
puesto. Porque eso se llama desconsideración, arrogancia,
soberbia. Aceptar el desafío significa, ante todo, fijarse ob-
jetivos posibles, metas alcanzables. El deporte no les exige a
todos alcanzar la medalla de oro en las Olimpíadas, sólo exige
competir, desempeñarse del mejor modo posible, cada uno en su
categoría, cada uno en el campo de sus posibilidades.
Del Maratón de Nueva York participan los grandes
campeones olímpicos, pero también lo hacen millares de
ciudadanos comunes, y hasta los inválidos en sus sillas de
ruedas. Estos no se proponen llegar primeros, x ero de todos
modos luchan para alcanzar la meta, para mejorar su marca
anterior.
Los anima el gusto por la competencia, el placer de superar
un obstáculo, la alegría de desempeñarse lo mejor posible.
Pero el ejemplo más grande de superación de la envidia en
la sociedad moderna es el que ha dado la competencia
económica. Las empresas que compiten, se escrutan, observan
con mucho cuidado las mejoras que alcanzan las demás a fin
2 V. Jankélévitch: Trattato delle virtú, Milán, Garzanti, 1987,
págs. 123-124.
271
27
7

de imitarlas, neutralizarlas, derrotarlas. En lugar de desviar


la mirada ante el éxito del adversario, lo estudian
profundamente a fin de comprender qué estrategias ha
empleado. Todas las grandes escuelas de business
administration se fundan en el estudio de casos concretos.
En la competencia económica el éxito del otro produce no
desesperación, envidia y difamación. Sino interés,
investigaciones de las cuales surgen preciosas enseñanzas.
Esta es la extraordinaria fuerza que, mediante la
competencia, produce el continuo mejoramiento de las
técnicas, de la calidad y, por lo tanto, el progreso. .
En la ciencia experimental se cumple un proceso análogo.
El científico aprende rápidamente a dejar de lado su
perversidad envidiosa y a utilizar el resultado de su colega
como un nuevo punto de partida.
El deporte, la competencia económica y la investigación
científica son los tres grandes sectores en los cuales la sociedad
moderna ha logrado neutralizar la envidia. Por eso, esos
sectores nos ofrecen el modelo que podemos usar en nuestra
lucha personal contra este sentimiento paralizante.
La envidia es una estratagema para sustraerse a la
confrontación, para conservar nuestro valor sin exponernos,
sin arriesgarnos, manteniéndonos bien protegidos, en lugar
seguro, circundados por una red protectora de mentiras,
mientras intoxicamos el ambiente exterior con el gas venenoso
de la maledicencia. A fin de doble-
272
27
8

garla debemos salir a la luz, exponernos al riesgo, y,


finalmente, mirar al enemigo a la cara. Suponiendo que
realmente se trate de un enemigo y no de un conjunto de
fantasmas productos del miedo.
En la competencia estamos obligados a permanecer
vigilantes, atentos, a modelarnos según el parecer del mundo
externo, a captar todas sus pequeñas vibraciones. Y, al Hacerlo,
admitimos que estamos obsesionados por nosotros mismos y
por el insoluble problema de nuestro valor.
La envidia es un atasco de nuestro impulso vital, un vórtice
que absorbe nuestras energías. Para poder salir de él debemos
revertir el movimiento desde el interior hacia el exterior, de lo
cerrado a lo abierto, de la conservación al desprendimiento,
del miedo a la valentía. Todo esto equivale a zambullirse
nuevamente en el impulso de vida. La vida que avanza feliz,
riesgosa, ávida, una vida que ha perdido la rigidez de los
resultados, las fórmulas, los objetos que hay que conservar.
3) Sinceridad
El envidioso miente. Se miente a sí mismo cuando
desvaloriza a la persona que admira, miente ante los demás a
fin de esconder su envidia, de parecer desinteresado, objetivo.
Mentira y mala fe constituyen una telaraña en la cual el
envidioso queda enredado y de la cual no logra salir. La
liberación requiere que se
273
27
9

rompa esta telaraña, que se empiece a ver la envidia en uno


mismo y para ello hay que decirse claramente: "Sí, soy
envidioso. Lo que digo y lo que pienso es producto de la
envidia."
El envidioso es un fullero que no admite su condición,
mientras acusa a todos los demás de tramposos. Si reconoce
que él lo es, por lo menos ya no puede indignarse con los
demás, ya no puede desempeñar el papel de moralista.
El trabajo del envidioso, como hemos visto, falla porque él
no se siente seguro de sí mismo. Trata de convencerse y de
convencer a los demás, pero la duda reaparece. La mala fe es
una estrategia para acallar las dudas, que, sin embargo,
permanecen como un rencor y piden la palabra. Por lo tanto,
es mejor dejarlas hablar abiertamente, abrirles la puerta y
reconocer, por lo menos ante nosotros mismos, el engaño que
hemos urdido.
Quien admite ser envidioso y, por lo tanto, admite que
miente, ya ha derrotado a medias el trabajo de la envidia. Y
puede experimentar un profundo sentimiento de alivio por
no tener que continuar con un juego que lo envilece.
En cambio, es verdad que resulta mucho más difícil
admitir nuestra envidia ante los demás. Porque ello equivale
a decir: "Cuidado que soy un mentiroso, que cuando emito un
juicio no lo hago de manera objetiva, sino que trato de en-
gañar." Es una confesión, dura, heroica y resulta muy difícil
aconsejarla aunque, en algunos casos, quizá fuera saludable.
Lo que en cambio no sirve y hasta resulta
274
28
0

contraproducente es explicar la envidia misma, encontrarle


una motivación. Por ejemplo, atribuirla a alguna experiencia
infantil, transferencia de una emoción experimentada hacia los
hermanos o los padres. Porque toda explicación es una
legitimación. La. moral es el campo de la voluntad y de la
libertad. Todo lo demás le estorba y le pone obstáculos.
4) Apertura
Hemos visto que se necesita fuerza de ánimo para afrontar
la suerte, valentía para volver a empezar después de una
derrota, transparencia para admitir la propia mezquindad. Y
también es necesaria una cualidad que no tiene nada que ver
con la fortaleza, sino que está relacionada con la apertura, el
optimismo, la alegría. Una cualidad solar que nos lleva hacia
los demás. Un impulso vibrante hacia todo lo que,
espontáneamente, estaríamos dispuestos a admirar.
La envidia es una fuga de aquello que deseamos, de aquello
que estamos dispuestos a amar. Porque no soportamos el
hecho de verlo encarnado en otra persona. Porque hemos
abierto un abismo insalvable entre esa persona y nosotros.
Pero esta fractura, esta separación del objeto, llega a ser
automáticamente una separación de nosotros mismos, de la
matriz ardiente de nuestros deseos y de nuestros sueños, que
ya no podemos alimentar, nutrir.
En su esencia, la vida es una continua asi-
275
28
1

milación de los demás, de lo nuevo. Si ese proceso se


interrumpe, si el organismo quiere seguir siendo él mismo, sin
absorber en su interior el mundo externo y sin perderse, sin
renovarse, se detienen sus catabólicos, su metabolismo se
desacelera, se envenena y muere. La envidia es una enferme-
dad del proceso de renovación vital. Es una enfermedad del
envejecimiento.
Puede aparecer a cualquier edad. Porque hay un
envejecimiento en cada período de la vida, del mismo modo en
que en cada período de la vida hay fases de renovación, de
renacimiento, de juventud. Los espíritus creativos son capaces
de recrear en su interior una frescura extasiada ante el
mundo. Una mirada ingenua, infantil, que observa cada cosa
como si lo hiciera por primera vez. Que descubre el misterio, la
profundidad, la riqueza de cada ser viviente.
Tenemos esta mirada en ciertos estados de gracia. Pero
también podemos cultivarla en nosotros mismos dominando
voluntariamente la presunción de saber, la indiferencia, el
cinismo, los prejuicios, las ideologías, los rencores, todas las
murallas, las barreras, los obstáculos que nos impiden
encontrar a los demás, darnos cuenta de que experimentan
nuestra misma alegría y nuestras mismas angustias. Que en
realidad, las diferencias que nos separan de ellos no son nada,
sólo son fantasmas de nuestra imaginación.
En el fondo, todos nosotros tenemos una tendencia a
mirarnos mutuamente rechinando los dientes. La envidia es
un rechinar de dientes ante quien se nos acerca, ante quien nos
supera, an-
276
28
2

te quien se nos adelanta aunque sólo sea un paso. Pero la


civilización ha crecido comprendiendo al otro, identificándose
con él, participando de su vida, adquiriendo su diversidad.
Esta no es una invitación genérica a querer a todo el
mundo. No podemos amar a cualquiera. Es justo y legítimo
reconocer a nuestros enemigos y combatirlos. Pero, aunque
sean nuestros enemigos, podemos comprenderlos, apreciar
sus valores, estimarlos. Con los enemigos hasta se pueden
hacer las paces, y, algunas veces, establecer una amistad
duradera.
Lo que debilita el ánimo no es la claridad de la lucha, sino el
caldo de cultivo de la mala fe, el rumiar rencoroso, el carácter
obtuso del espíritu, la miseria moral. Es mejor tener una
actitud mental abierta, disponible, aun a costa de pecar de
simple o de ingenuo. Para corregir un cinismo y un pesimismo
paralizantes, es necesario correr el riesgo de la pureza del
corazón.
5) Imparcialidad
La envidia es una parodia de la justicia. Se viste con sus
ropajes a fin de difamar. El envidioso está siempre dispuesto a
indignarse, a estigmatizar. Junto con la maledicencia, esta
característica confiere un sello inconfundible a su perso-
nalidad.
No puede buscarse la respuesta psicológica y moral a este
vicio, a esta debilidad, apelando genéricamente a la bondad
de ánimo o a la com-
277
28
3

prensión, sino que sólo puede encontrarse en la rigurosa


aplicación de un criterio racional de justicia.
En este tema tenemos tres caminos maestros.'' Uno
señalado por Bentham, el utilitarismo, nos prescribe actuar de
manera tal que aumentemos al máximo de nuestras
posibilidades la felicidad colectiva. Este criterio puede
aplicarse con relativa facilidad en la ética pública, pero poco
nos ayuda en nuestras relaciones con un individuo como en el
caso de la envidia. Y la mala fe envidiosa puede encontrar
fácilmente argumentaciones en su favor, descubrir una utilidad
colectiva donde le conviene.
El segundo camino es el señalado por Kant: "Procede
basándote en la máxima que quisieras que se adopte como ley
universal".
En la conducta concreta este imperativo es, sin embargo, de
difícil aplicación y se presta a ser utilizado por la mala fe. Con
frecuencia, el envidioso se siente con el espíritu de un cruzado
y quiere erigir en norma universal su mala disposición y su
rencor.
Por esa razón en nuestro texto nos hemos referido muchas
veces a la posición fundamental de Rawls, en la cual debemos
establecer el criterio de justicia sin saber cuál es nuestra
posición. Sobre todo, sin saber si nos encontramos del lado
del envidioso o del envidiado, del que tiene éxito o del que no
lo tiene.
3 Véase F. Alberoni y S. Veca: L'altruismo e la morale, op. cit.
278
28
4

En su más elemental aplicación práctica, este principio


requiere que me ponga en él lugar del otro, lo coloque a él en
mi lugar y no pronuncie ningún juicio hasta haber hecho
mentalmente este experimento de buena fe.
Todo esto sólo es posible si respeto al otro, si respeto su ser.
Iodo ser humano merece este respeto, porque vivir es difícil,
implica dolor, requiere esfuerzos, cansancio. Siempre debemos
tenerlo presente cuando hablamos con otra persona, cuando
la juzgamos, cuando observamos lo que ha realizado.
A veces quedo sorprendido y ofendido cuando oigo que
alguien juzga en un tono de aprecio y estima a un gran director,
a un gran escritor o un gran filósofo. Dejo a un lado, con
superficialidad, después de apenas hojearlo, un libro que ha
costado años y años de trabajo. ¿Con qué derecho faltamos tan
profundamente el respeto al trabajo ajeno?
Imparcialidad significa prestar a cualquier otro la misma
atención y el mismo respeto que justamente pido que se me
preste a mí. Significa aplicar al otro la misma vara que exijo
para que se me mida a mí.
6) Concentración
Para realizar una obra verdaderamente grande y, por lo
tanto, tener un real y duradero éxito es necesario no desearlo,
no buscarlo, no obsesionarse con ello. En lugar de eso es mejor
no
279
28
5

pensar en modo alguno en el éxito y concentrarse, en cambio,


en la calidad del trabajo apuntando únicamente a la perfección.
Expresada de este modo, ésta parece una de esas máximas
edificantes que sirven para consolar a los desafortunados y a
los perdedores. En cambio, no se trata en modo alguno de una
máxima moral, sino que es un fenómeno real y observable. Un
fenómeno, debemos añadir, paradójico. Porque, para alcanzar
el éxito es necesario tener el deseo de sobresalir, sentirse
profundamente motivado, mirar derechamente la meta,
darse, prodigarse. Pero, por otro lado, al mismo tiempo, hay
que desinteresarse, no buscar el éxito.
Algo parecido a lo que ocurre con la felicidad. No podemos
encontrar la felicidad si no la buscamos, si no nos dirigimos a
lo que nos gusta, si no creamos la situación en la cual podemos
encontrarla. Pero, si queremos capturar la felicidad con
seguridad, cierto domingo o en determinadas vacaciones, casi
siempre quedamos desilusiona dos. Porque nuestro deseo
crece enormemente nos volvemos impacientes y cualquier
contra tiempo termina por amargarnos. Así nunca
podremos ser felices. Para ser felices debemos saber aceptar
el fracaso y el infortunio, no espe rar nada; entonces, la
felicidad, imprevistamen te, aparece. Como un don gratuito,
como uní gracia.
El éxito es, ante todo y en su esencia, reconocimiento
público, aplauso, clamor, chismorreo. Quien tiene este
reconocimiento en la mira, quien quiere la aprobación de la
gente, quien pro-
280
28
6

cede teniendo en cuenta este fin, quedará inexorablemente


fuera del camino.
En realidad, toda innovación, toda obra creativa, se
anticipa a su época, a las necesidades de aquellos que luego la
aplaudirán. Si nos concentramos en lo que éstos piensan y
desean hoy, terminaremos por recibir su influencia, por ple-
garnos a sus prejuicios.
El que se preocupa por el éxito llega a ser esclavo de la
opinión pública y queda trastornado por ella. Para resultarles
agradables a todos debemos hacer concesiones en todas las
direcciones, dividirnos, hacernos añicos, esparcirnos en mil
zalamerías diferentes. Por el contrario, la obra que vale es
siempre algo unitario y definido. Por lo tanto, el fruto de una
elección, de una exclusión intransigente.
Está también el peso de la agresividad de aquellos que nos
circundan. Las personas que nos envidian procuran
deliberadamente hacernos caer en el error. Nos felicitan
cuando hacemos cosas mediocres, que no les molestan, pero
nos atacan ferozmente cuando somos originales e innovadores.
Tratan de inhibirnos, de atemorizarnos, de hacernos
titubeantes e inseguros.
Sin embargo, si bien la envidia de los demás es peligrosa,
nuestra propia envidia engendra un peligro todavía mayor. Si,
en lugar de concentrarnos en nuestra obra, empezamos a
pensar en aquellos que tienen éxito y nos atormentamos en-
vidiándolos, perdemos nuestra frescura interior y nos volvemos
sordos y ciegos. Ya no vemos lo que vale, ya no nos sentimos
estimulados a mejorar,
281
28
7

ya no logramos aprender. El envidioso mira hacia afuera de sí


mismo, únicamente para buscar lo que lo aleja de la meta.
Por eso, hagamos lo que hagamos, sea cual fuere nuestro
trabajo, no podemos tener el éxito como meta. La única
salvación consiste en concentrarse en la obra y en tratar de
realizarla de manera perfecta. El éxito, cuando llegue —si lle-
ga—, será un don gratuito.
282

También podría gustarte