Alberoni Francesco Los Envidiosos
Alberoni Francesco Los Envidiosos
Alberoni Francesco Los Envidiosos
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La confrontación envidiosa
Deseárnoslo que vemos. Ser como los demás, tener todo lo
que tienen los demás. Cuando somos niños aprendemos
mirando a nuestros hermanos, a nuestros padres. Cuando
somos adultos lo hacemos observando lo que hacen nuestros
vecinos, los personajes del espectáculo y nos identificamos con
ellos. El deseo es una energía avivada desde el exterior. El
contacto con otras personas nos estimula, nos seduce, nos
tienta, nos impulsa a querer siempre más, siempre cosas
nuevas, a apuntar a miras cada vez más elevadas y a
superarlas.
Pero esta incesante actividad deseosa encuentra
inevitablemente frustraciones. No siempre logramos obtener lo
que han obtenido aquellos que nos han servido de modelo.
Entonces nos vemos obligados a dar un paso atrás. Este retro-
ceso puede asumir varias formas: cólera, tristeza,
renunciamiento. O bien, un rechazo del modelo con el cual nos
habíamos identificado. A fin de contener el deseo, rechazamos
a la persona que nos lo ha suscitado, la desvalorizamos,
decimos
3
La condena social
La envidia es un mecanismo de defensa que ponemos en
funcionamiento cuando nos sentimos disminuidos, al
compararnos con alguien, con lo que posee, con lo que ha
logrado hacer. Es un intento torpe de recuperar la confianza, la
autoestima, desvalorizando al otro. <
Por consiguiente es una actividad, un proceso. Primero
aparece la confrontación, la impresión devastadora de
empobrecimiento, de impotencia y, luego, la reacción agresiva.
Pero, ¿basta con esos elementos para constituir la envidia?
Ciertamente no. Porque la envidia es, además, un "vicio", algo
que la sociedad condena y que nosotros condenamos en
nosotros mismos. No es solamente un sentimiento o una
conducta, es también un juicio, una prohibición.1
1 El mérito de este enfoque es de John Sabini y Maury
Silver. Antes de preguntarse "¿qué es la envidia?", ellos se
plantearon la cuestión sobre "¿cuándo acusamos a alguien
de envidioso?" y pudieron describir la envidia como un acto
dirigido a impedir la caída del propio valor, pero guiado por
medios sociales inapropiados. La soberbia, en cambio, es un
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11
Sentimientos y palabras
Continuemos con el ejemplo de la muchacha deshecha en
lágrimas y atormentada por la envidia. Tiene la suerte de
encontrar a una mujer experta que se hace cargo de la
situación. "No hay un solo tipo de belleza", le dice. "Tu amiga
tiene una belleza latina, abundante, vistosa, pero un poco
robusta. Tú eres fina, delgada, de líneas delicadas. Puedes
convertirte en Una belleza refinada. Pero debes cuidarte,
maquillarte." Y le enseña a hacerlo, a moverse, a valorizar sus
atractivos. Hasta le enseña en qué ambientes resultará más
apreciada, porque no todos tienen los mismos gustos. La
muchacha acepta los consejos, los sigue, se transforma y en poco
tiempo, repara en que también a ella la admiran, y aun más
que a la otra. La envidia desaparece rápidamente. Las dos
amigas vuelven a acercarse y, esta vez, sin comparaciones
desagradables. Cada una está ahora segura de su valor.
En este caso, la envidia, después de un primer extravío, tuvo
un efecto benéfico. Llevó un problema a la conciencia. Ayudó a la
muchacha a encontrarse a sí misma.
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19
La punzada de envidia
Hasta la persona más envidiosa, hasta la atormentada,
corroída por la envidia no experimenta ese sentimiento
continuamente. No envidia cada día, cada hora, cada minuto.
No envidia en cada confrontación y ni siquiera cada vez que se
encuentra pensando en su odiado rival.
Esta es una característica común de todos los estados
psíquicos, de todas las emociones. Todas ellas se establecen por
un período de tiempo, a veces muy breve, y luego se van,
sueltan su presa. Acaso para volver súbitamente luego, otra
vez y todavía una vez más, como una sucesión de contracciones.
O bien desaparecen y sólo vuelven a presentarse meses o años
después, o no retornan jamás.
A esta experiencia que puede aparecer aislada o bien
repetida, a este quantum de envidia, lo llamamos
habitualmente "punzada de envidia".
La punzada de envidia es una envidia completa. Es
confrontación, descubrimiento de la propia nulidad y de la
propia impotencia, es rabia y agresividad contra el otro, es
conciencia de la envidia y vergüenza de experimentarla.
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6
Admiración y envidia
¿Qué relación hay entre la envidia y la admiración? ¿No es
acaso posible que la envidia sea una admiración enmascarada,
rechazada? El envidioso admira al envidiado, quisiera ser como
él, encontrarse en su situación. Siente la fascinación del
envidiado como un amante desilusionado, traicionado. Su
pensamiento lo busca continuamente, como hipnotizado, aun
cuando luego, al encontrarlo, retroceda turbado, quiera
olvidarlo y no lo logre. ¿No es ésta acaso una típica experiencia
de amor y de identificación rechazada, denegada?
Estas observaciones están en la base de una de las más
fascinantes teorías de la envidia, expuesta por Rene Girard,1
según la cual este sentimiento nace inmediata y
espontáneamente de la admiración y del amor. Veamos de qué
manera. Cuando amamos y admiramos a alguien, cuando nos
identificamos con él, participamos de su vida,
1 Rene Girard: Menzogna romántica e venta romancesca,
Milán, Bompiani, 1965, y La violenza e ü sacro, op. cit.
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B
de sus experiencias, experimentamos sus mismos deseos.
Somos, en sustancia, como él. Pero, siendo como él, queremos lo
mismo que quiere él, de la misma idéntica manera.
Hemos visto antes que aprendemos nuestros deseos. Es un
proceso complejo que se desarrolla en el curso de toda la vida.
Según Girard, en cambio, el proceso por el cual aprendemos el
deseo es inmediato y coincide con la identificación. Cuanto más
fuerte es la identificación, más emulamos al otro, nos
convertimos en su doble y estamos dispuestos a toparnos con
él para poseer el mismo objeto.
Si el modelo de identificación está lejos, es, por ejemplo,
una estrella del deporte o del espectáculo, un jefe carismático o
más bien inaccesible, como en el ejemplo de Don Quijote, un
personaje imaginario como Amadís de Gaula, no tenemos
conflicto con él. Si en cambio, este modelo, este objeto de
identificación está cerca, en relación concreta con nosotros, si
él desea lo mismo que deseamos nosotros, mediante su
ejemplo, aprendemos a desear y la confrontación se hace inevi-
table. Competimos con él por el mismo objeto, por la misma
meta, por el mismo valor. Y competimos porque hemos
modelado ese deseo siguiendo exactamente el suyo hasta en los
mínimos detalles. Cuando él desea algo de manera exclusiva,
nosotros también lo deseamos de manera exclusiva,
precisamente porque él lo desea.
Imaginemos a dos jóvenes, dos amigos, que se quieren y
que se identifican uno con el otro. Llega una muchacha y uno
de ellos se siente
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ampliamente en el capítulo 8.
51
Envidia y conocimiento
Cuando envidiamos a alguien, pensamos en él, nos
colocamos idealmente en su lugar, deseamos lo mismo que él
desea. Lo que él posee estimula en nosotros el mismo deseo.
¿Podemos decir entonces que nos sentimos identificados con
él?
No. No se trata de una relación de identificación. Cuando
envidio a alguien no modelo mis deseos basándome en los
suyos, más bien me importan poco sus deseos. Observo lo que
posee y lo que no posee. No me interesan sus estados de
ánimo, sino sus resultados, su poder.
Supongamos que la persona a la que envidio logra satisfacer
todos sus deseos. Y, saciada, no desea nada más. ¿Cesa acaso
por ello mi deseo? Ni soñando. Continúo deseando como antes,
más que antes. Supongamos ahora que en cambio el envidiado
pierde todo. Entonces está desesperado, sacudido. Por un
tiempo se siente desorientado, ni siquiera tiene la fuerza para
reaccionar. Si yo me sintiera identificado con él, debería com-
partir su dolor. Debería dejar de envidiarlo. Pero
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no. Antes bien, estoy feliz de que haya perdido todo. Estoy
rebosante de alegría por su ruina.
Por lo tanto debe llegar a la conclusión de que la relación
típica de la envidia no es la identificación. Por el contrario, es
una fractura que se produce entre el otro y yo, es una
separación que me impide con-gratularme y con-moverme con
él. En cuanto a mis deseos, no los aprendo de los suyos. No son
sus deseos los que me indican el objeto, sino que son sus
resultados.
La clave de la envidia es no el deseo de algo concreto, sino el
carácter insoportable de una diferencia. Una diferencia de ser.
Sufro por una carencia de ser, una carencia evocada por la
presencia, del otro.
Es no el deseo del otro, sino la superioridad del otro, el
valor del otro, lo que mueve la envidia. ¡Oh, precisamente
envidiamos, porque apreciamos el valor! Los niños envidian a
los que son mejores que ellos. Los adolescentes sienten la
punzada de envidia frente a aquellos que representan el
despliegue de un valor. El envidioso adora el valor, adora la
cantidad de ser que percibe en el otro y no en sí mismo. En la
envidia hay una experiencia metafísica de la propia inconsis-
tencia en relación con la consistencia de los demás que parece
resaltar casi como una divinidad frente a nosotros.
En esto Girard tiene razón. El envidioso tiende a divinizar
el objeto de su envidia, a convertirlo en un ídolo. Proust, el
autor que más analizó la envidia, nos muestra con extremada
claridad este proceso de transfiguración. El círcu-
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8 A quién envidiamos
Con frecuencia no reflexionamos sobre el hecho de que
nuestros deseos, incluso los más íntimos, han sido aprendidos.
Nos parecen la parte más espontánea, surgida más
naturalmente de nosotros mismos. Como si brotaran, sin
motivo, de nuestra individualidad. En realidad, los
aprendemos de los demás, desde la primera infancia y luego,
poco a poco, en el transcurso de la vida mediante dos
mecanismos fundamentales: la identificación y la indicación.
Veamos cómo opera el mecanismo de la identificación en
los niños pequeños. Imaginemos a dos niños, dos hermanitos.
Le damos un juguete a uno. El otro, casi inmediatamente
querrá quitárselo o querrá uno idéntico. El hecho de que el otro
tenga en sus manos un objeto, suscita su deseo. El que no ha
recibido el juguete se coloca idealmente en lugar del otro y
desea ser como él, hacer lo que hace él, y poseer lo que él posee.
El segundo mecanismo es la indicación. Nuestros padres,
nuestros maestros, la televisión, y otros personajes
significativos nos indican
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Qué envidiamos
Envidiamos lo que más deseamos, los objetos más
colmados de nuestro deseo. Los envidiamos cuando los
vemos en manos de otro, realizados por otros, mientras nos
están vedados irreparablemente. Comprendemos su valor
mediante una confrontación inmediata: el suyo es mejor, el
mío es peor, él es mejor, yo Soy peor. El sentimiento de
impotencia produce en nosotros una impresión de no
valer, de derrota, de envilecimiento, y un movimiento de
odio, de destrucción.
La envidia se refiere tanto a lo que se tiene como a lo
que se es, a los objetos como a la calidad, a las posesiones
como a los reconocimientos.
Según algunos autores, el objeto o la cualidad que
envidiamos es siempre un medio para otro fin superior y, así
sucesivamente, hasta el fin último que es, en definitiva, la
excelencia, la superioridad. Por lo tanto la envidia sería
siempre una competencia por el prestigio, por el éxito, por el
poder.1
1 Según Cristiano Castelfranchi: Che figura, Bolonia, II
Mulino, 1988, pags. 131-132, junto a un fin específico, siem-
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***
En el ejemplo mencionado es el soberbio que, derrotado, se
hace envidioso. Hay casos, en cambio, en los que la envidia crece
con la victoria, con el éxito.
Parece paradójico y, sin embargo, es cierto. La envidia
puede aumentar con el triunfo, con la fortuna, con la gloria.
Porque la naturaleza humana desea expandirse, acrecentarse
y, una vez alcanzada una meta, aparece otra más alta. Después
de haber superado a alguien, encontramos inmediatamente
algún otro con quien confrontarnos. El comerciante que tiene
un pequeño negocio, cuando crece no se contenta con ello. Se
compara con el que tiene un negocio más grande que el suyo,
luego con quien tiene una cadena de tiendas, y después de
haber alcanzado esa meta, trata de entrar en la gran
distribución.
Este mecanismo no se funda en una avidez o una codicia
particular. Es la pura y sencilla consecuencia de haber
alcanzado un resultado. Es la pura y sencilla consecuencia de
nuestra naturaleza de seres que aprenden sus deseos de los
demás.
Pero este hecho no explica por sí solo por qué la envidia
crece con el éxito. Podría permanecer constante. Y hasta
atenuarse por un instante en el momento en que alcanzamos a
aquéllos con quienes nos hemos confrontado y luego reapare-
cer cuando encontramos una nueva meta con la cual podemos
compararnos.
Pero el éxito, la repetida sucesión de victo-
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El valor de sí mismo
Cada individuo tiene un valor, sabe que lo tiene, procura
conservarlo. El punto de partida de este valor es su propia
subjetividad, el hecho de ser el centro de su universo. De un
universo que dejaría de existir con su muerte y que, por lo
tanto, gravita inevitablemente alrededor de él. Es una
experiencia fundamental de esen-cialidad que está antes que
cualquier reconocimiento de los demás. Incluso cuando nos
sentimos humillados, envilecidos, aplastados, no podemos
menos que defender esta centralidad de nosotros mismos,
aun cuando sea dolorosa, patética.
Pero cada individuo es también una fuerza que tiende a
crecer, a aumentar sus posibilidades, a expandir aquello que
puede hacer, ser o tener. No para alcanzar un fin particular,
sino todos los posibles fines que, sucesivamente, se le vayan
manifestando. Y quisiera que los demás seres humanos lo
ayudaran en este proceso, estuvieran a su disposición.
Castelfranchi usa la expresión "adoptar". Queremos que los
de-
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La competencia
La situación agonística por excelencia es la deportiva, en
ella los atletas compiten por una primacía o por una medalla
olímpica. Cada uno de ellos se ha preparado desde mucho
tiempo antes, durante meses o años. Con frecuencia combate no
sólo por sí mismo, sino que tiene detrás la esperanza de su
club deportivo, de su ciudad, de su país. Lo que él sea, el
prestigio de que goce, hasta su ganancia, su riqueza o su
pobreza dependen de esa prueba, de los pocos centímetros de
más o de menos que logre alcanzar en el salto o en el
lanzamiento. Pero, sobre todo, depende de lo que hagan sus
competidores, y particularmente de lo que haga ese que tiene
las mayores probabilidades de vencerlo, porque se encuentra,
más o menos, en su mismo nivel.
En el deporte la competencia se presenta siempre entre
quienes están muy cerca uno del otro. Tan cerca que nadie
puede establecer quién está adelante y quién atrás, si no
existiera la prueba, la competencia, incierta hasta el final. El
placer del deporte deriva de esta incertidumbre.
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El trabajo de la envidia
Si me siento disminuido porque se me acusa de haber hecho
algo malo, siempre tengo a disposición numerosas opciones.
Puedo defenderme, negando el asunto, puedo acusar a otro de
haberme agredido o provocado. Puedo justificarme diciendo
que no había reconocido a mi interlocutor, puedo pedir perdón.
Puedo aducir circunstancias atenuantes, puedo proponer
resarcir a la persona dañada.1
Pero si no he hecho nada, si el otro no ha hecho
absolutamente nada; ¿qué instrumento de defensa puedo
esgrimir para enfrentar un daño que sufro? Esto es
precisamente lo que sucede en el caso de la envidia. La envidia
comienza con una confrontación de la cual salgo desvalorizado,
derrotado, sin que yo ni el otro hayamos realizado ninguna
acción. Por eso no puedo ni defenderme ni acusar. Sin embargo,
mi daño es real, mi sufrimiento verdadero.
Véase John Sabini y Maury Silver: Op. cit., pág. 22.
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duda que la belleza sea un don apreciado y saben que los demás
piensan lo mismo. Hasta ese momento, ese convencimiento
jugaba a su favor. Pero a partir del momento en que llega otra
más hermosa, juega en su contra.
Entonces, cada vez que la miran o que piensan en ella, se ven
obligadas a cumplir, en negativo, la comparación que antes
cumplían en positivo y se sienten carentes de valor, pobres,
mezquinas. Por eso desean que ella no hubiera llegado nunca,
desean que no exista, que desaparezca. Pero ella no
desaparece, continúa "estando", y representa un punto de
comparación obligado. Es entonces cuando se pone en
movimiento el trabajo de la envidia.
Este tiene el objeto de redefinir la situación de manera tal
que la confrontación deje de ser desagradable y se instaure un
nuevo equilibrio. El individuo trata de obtener este objetivo
con una actividad mental vuelta ya sea hacia el interior, ya sea
hacia el exterior. El trabajo de la envidia consiste en repensar y
redefinir la situación en el propio espíritu y también consiste
en intentar redefinirla colectivamente, porque la llegada de la
"hermosa" ha cambiado las relaciones existentes en la
colectividad.
Estos dos aspectos, interno y externo, del trabajo de la
envidia, no pueden separarse netamente en la realidad
concreta. Nadie piensa solo. Reflexionamos siempre junto con
los demás, al reaccionar a sus respuestas, y tenemos necesidad
de su consenso para creer en lo que pensamos.
Puesto que el trabajo de la envidia tiene co-
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2
.
cuando se elabora en forma de renunciamiento personal,
subjetivo.
Por eso podemos hablar de cuatro estrategias,2 algunas
centradas principalmente en la persona envidiada y otras en
el valor, algunas más fácilmente elaborables como mecanismos
de defensa subjetivos y otras, en cambio, dirigidas más a
producir una reacción social.
En definitiva, todas las estrategias tienen el objeto de
anular el efecto negativo de la confrontación, rebajar el valor o
a quien lo encarna. Y las cuatro, si logran su objetivo, anulan la
envidia.
Si la muchacha envidiosa logra convencerse de que la recién
llegada no es hermosa, ni siquiera puede estar envidiosa.
Quedará asombrada de que los demás, sobre todo los hombres,
continúen considerándola como tal. Pero, si se siente verda-
deramente segura de sí, sacudirá la cabeza y pensará que son
tontos, que no entienden nada.
La envidia también desaparece si logra que se revea el
valor o se le atribuyan defectos a la otra. Esta será hermosa,
pero es tonta, carece de tacto y lleva una vida indecente. ¿Por
qué la va a envidiar? En todos los casos en los que el trabajo
2 Esta lista de estrategias en modo alguno pretende ser
exhaustiva. Queríamos identificar el concepto de trabajo de
la envidia y poner un ejemplo de su funcionamiento, y no
tratarlo sistemáticamente. El lector podrá encontrar nume-
rosos tipos de estrategias envidiosas en el libro de Eugéne
Raiga. Por ejemplo el disimulo, la afectación de indiferencia,
la conspiración del silencio, la conjura, la ironía, el sarcasmo,
la burla. Véase L'envie, op. cit.
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I 13
El proselitismo envidioso
El envidioso está siempre en
la busca de cómplices. Se
aproxima primero a una persona
y luego a otra para investigar qué
piensan de aquel que lo
obsesiona. ¿Lo estiman? ¿Lo
consideran verdaderamente
meritorio? ¿Qué opinan de su
éxito? El envidioso hace
permanentemente preguntas
como si estuviera interesado en
saber qué es lo que ocurre en
realidad. Pero, al mismo tiempo,
espera recibir una respuesta
negativa. Espera que le digan:
"¿Ese? ¡Pero si es un globo
inflado! Su última producción no
vale nada. Todo el mundo lo sabe.
Ahora se han puesto de moda
estas porquerías y él se ha
lanzado a ellas. Como hace
siempre, por otra parte." Espera
oír una respuesta que confirme
su deseo, su intento de desvalori-
zar al otro.
El trabajo de la envidia es no
solamente procurar convencerse
a uno mismo, sino también y
sobre todo intentar convencer a
los demás, arrastrarlos a juzgar
de una manera diferente.
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14 La mala fe
La envidia se funda en la mentira y en la mala fe. Mentir es
engañar a otro a sabiendas de que todo cuanto se le quiere
hacer creer no es verdad. Cuando hay mala fe, en cambio, nos
mentimos o tratamos de mentirnos a nosotros mismos.
Intentamos disfrazar a nuestros ojos una realidad
desagradable o presentarnos como verdad una mentira
agradable.1
Hemos visto que el "trabajo" de la envidia consiste en
tratar de demostrarse a uno mismo y de demostrar a los demás
que la persona envidiada no vale lo que se dice que vale. O bien
que no se trata de verdadero valor porque son otras las cosas
que realmente cuentan. Al intentar esta demostración y al
exponer los resultados, en determinado momento estamos
"casi" convencidos. Cuando señalamos el error en el que todos
han incurrido, además nos sentimos inflamados por
1 Utilizo la expresión mala fe en el significado que le dio
15 La provocación
Hasta ahora hemos imaginado que no existe interacción
entre el envidiado y el envidioso. Es el envidioso quien piensa,
reflexiona, intriga. El envidiado no hace nada. Se limita a estar
presente, a existir.
Pero en la vida concreta ciertamente no es siempre éste el
caso. El envidiado puede mostrarse, exhibir sus éxitos, puede
vanagloriarse de ellos y hacerlo de manera tal que ofenda al
otro. Esta es la provocación.
Hay ritos de la vida cotidiana que nos prescriben ser
prudentes, mesurados, cada vez que nos ha salido bien un
negocio, cada vez que recibimos un premio, que hemos
triunfado. Si en el mismo salón hay alguien que participó de la
misma competencia o del mismo concurso, minimizamos el
resultado obtenido, decimos que se ha debido sobre todo a la
suerte. Y lo hacemos para no ofender la susceptibilidad del
otro, su amor propio.
Sin embargo hay gente que procede de manera diferente y
ostenta sus posesiones, sus vic-
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El reconocimiento
Escribe Schoeck: "El acto de amor, los sentimientos
amistosos, la admiración, todas estas actitudes con las que nos
dirigimos hacia otro, esperan la correspondencia, un
reconocimiento, tienden a establecer un vínculo. El envidioso
no quiere nada de todo esto... porque, por lo que a él respecta,
no quisiera tener ninguna relación con quien es el objeto de
su envidia." •
No es verdad, realmente no es verdad. La relación entre el
envidioso y el envidiado no es una sencilla y lineal relación de
odio. El otro no es un claro enemigo a quien deseo ver destruido
a toda costa. No es alguien de quien quiero vengarme y a quien
espero hacer sufrir. No es alguien por quien siento
repugnancia, disgusto. Ni siquiera me da miedo. No lo
considero indigno, infame hasta el punto de no querer que me
vean con él.
El objeto de mi envidia, aun cuando lo des-
1 Helmut Schoeck: U invidia e la societá, Milán, Rusco-ni,
1974, pág. 11. [Hay versión en castellano: La envidia y la
sociedad, Madrid, Unión Editorial, 1983.]
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j- .«.
valorice, aun cuando desearía verlo muerto, me atrae, me
fascina. Por eso, si él se me acerca, me tiende la mano, me
invita a su casa, me pide que vaya a su lado en público, me
demuestra estima, me elogia, si reconoce mi valor ante los
demás, entonces, inesperadamente, mi envidia desaparece
y me siento invadido por un cálido sentimiento de plenitud.
Sentimiento en el cual se funden conjuntamente el
estupor, el reconocimiento, la alegría de que se haya hecho
justicia conmigo y el orgullo del éxito, de la victoria.
En realidad, él representaba a mis ojos todo aquello que
en el mundo negaba mi valor, me decía no, me rechazaba. Y
me rechazaba a mí mientras lo elegía a él en mi lugar. El era
el campeón triunfador de la vida, yo, el perdedor; él, el
aclamado, yo, el escarnecido; él, el exaltado, yo, el de-
nigrado. Y ahora, precisamente la persona que encarna
los valores dominantes me eleva hasta su mismo plano.
Dice: "¿Veis a este hombre? Vale tanto como yo, y es tan
cierto que lo elijo como amigo. Reconozco su valor y por eso
vosotros también debéis reconocerlo".
Descubrimos así que uno de los sentimientos más
fuertes que vincula al envidioso con el envidiado es la
necesidad espasmódica y frustrada de reconocimiento.
Detrás del obsesivo reflexionar del envidioso, detrás de la
constante presencia del otro, está este anhelo de contacto,
de respuesta, esta muda, no formulada, solicitud de
amistad. Porque lo que el envidioso le pide al envidiado es
la estima verdadera, profunda, sincera, que el amigo
ofrece al amigo. Que siempre y en cual-
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17 Envidia y justicia
¿Puede derivar de la envidia el sentido de justicia? Muchos
lo creen así. Schoeck1 insiste en ello de manera particular. La
envidia nace de una desigualdad. Es la reacción inmediata y
universal al hecho de que alguien posea algo que yo no tengo, o
bien al hecho de que alguien valga más que yo. La envidia
tiende a rebajarlo, a llevarlo a mi mismo nivel.
Esto se ve perfectamente en las sociedades primitivas. En
éstas no hay diferencias de clases. Todos son pobres. Una caza
abundante, una pesca afortunada son acontecimientos que
desencadenan el deseo de los demás. El cazador que ha tenido
suerte se siente mirado por ojos codiciosos. Esto lo lleva a
dividir su presa con los miembros de la comunidad. A veces ni
siquiera prueba un bocado de la presa que ha cazado.
La aparición de la codicia es inmediata. Precisamente
porque todos son iguales, precisamente porque todos tienen
muy poco, apenas alguien
1 H. Schoeck: L'invidia e la societá, op. cit.
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El sentido de justicia
Hay un sentimiento que se parece mucho a la envidia y
que, sin embargo, no es envidia. Antes bien se aproxima a la
desilusión, a la nostalgia, a la tristeza. Lo experimentamos al
pensar en aquellos con quienes se ha hecho justicia, cuando a
nosotros no nos fue concedida. Es una pena, una piedad que
surge al observar un abismo que no puede salvarse, que
ninguna de nuestras virtudes ni ninguno de nuestros
esfuerzos puede colmar nunca. Lo experimentamos respecto
de nosotros mismos, pero es parecido al sentimiento que
experimentamos por otros que están en la misma situación. No
es autoconmiseración. No es ni rencor, ni reproche. Es una
experiencia dolorosa de iniquidad.
Lo siente el muchacho pobre, inteligente, capaz, que no ha
podido estudiar, cuando mira a los jóvenes de su edad que
frecuentan una gran universidad como la Bocconi o Harvard. Es
la congoja y el dolor del inmigrante africano en una gran
ciudad europea, cuando observa el bienestar, el derroche, la
indiferencia de la gente rica que lo.
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¿Fuerza conservadora o fuerza revolucionaria?
1) Envidia y movimientos
Muchos son los que han intentado encontrar una función
social a la envidia, asignarle un papel importante en la
historia, en el desarrollo de la civilización. Alguien, como
vimos, la colocó en la base de la idea de igualdad y de justicia.
Pero esta tesis no es sostenible. Después de un largo examen
nos vimos obligados a reconocer que el sentido de justicia
tiene un origen independiente.
Examinemos ahora la tesis, también difusa, según la cual
la envidia es una fuerza perturbadora, revolucionaria. Es lo
que sostiene Schoeck.1 Según él la envidia se mueve desde lo
bajo hacia lo alto: es la mirada de odio, que dirige el inferior
hacia el superior, el pobre hacia el rico. Es un deseo
impotente, lleno de rencor, pero siempre dispuesto a estallar
cuando las circunstancias maduran, cuando se le presenta la
ocasión.
Es la fuerza que amenaza a toda sociedad
1 H. Schoeck: L'invidia e la societá, op. cit.
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resalir, destacarse. Los que actúan son los vecinos, los pares,
los que tienen las mismas posibilidades. En la pirámide social,
cada nivel trata de retener a los suyos, a fin de evitar que
asciendan al nivel siguiente. Y lo mismo ocurre en cada
agrupación social, desde la familia a las empresas, a la iglesia,
al partido. Desde el punto de vista social, la envidia es un
mecanismo de inercia, que tiende a conservar la estructura tal
como está, inmóvil.
La envidia constituye la resistencia de fondo, biológica,
primordial, que oponen los individuos, en toda sociedad, a
quien intenta elevarse más alto que ellos. Todos los seres
vivientes se aplastan unos a otros para afirmarse, para vivir,
para difundir los propios genes, o en el caso de los hombres,
su influencia, sus ideas, sus creaciones. Y contra uno que
quiere sobresalir están todos los demás que le ponen
obstáculos, que lo retienen, que lo aprisionan.
Este proceso existe mucho antes de hacerse consciente, en
la maraña competitiva de las raíces de las plantas de una
selva, o en el aferrarse espasmódico de las plantas trepadoras,
en la defensa universal que cada animal hace de su territorio. Y
lo encontramos, en otra forma, hasta en el nivel inorgánico. En
física, la inercia, que influye en el movimiento de los cuerpos,
en electricidad, la resistencia, que impide el flujo de la
corriente eléctrica.
Si alguien quiere defender la idea de que en la base de cada
revolución está la envidia, debe añadir que para convertirse
en fuerza colectiva,
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i propiedad de desviar la
agresividad individual de los
vecinos y de los parecidos, y
dirigirla contra un enemigo
colectivo. Reduce la envidia
dentro de la comunidad y la
transforma en u: sentimiento de
justicia. Le confiere la
consagración de la legitimidad.
Este tipo de legitimidad
continúa siendo parcial. Es la
legitimidad desde el punto de
vista de uno de los contendientes
* de la lucha. El principio
fundamental de Rawls, según el
cual cada uno debe establecer
los criterios de justicia sin saber
cuál es su posición, se aplica sólo
en el interior de la comunidad de
los hermanos. Pero nunca
respecto del enemigo.
Llamaremos ideológico a este
sentimiento de justicia
unilateral, que no hace ningún
intento por evadirse de su
posición parcial.
El movimiento, con su
elaboración ideológica, hace
aparecer sentimientos típicos de
los estados convulsionados y
revolucionarios. Con frecuencia
se oye decir que antes de la
Revolución Francesa el pueblo
19
2
mirar con odio a los ricos, a los felices, a los poderosos. Pueden
desear tanto la ruina personal como la ruina colectiva de ellos.
Porque ésta es una característica del resentimiento, como
lo es del odio de clases o del odio racial. Que se dirige a todo un
grupo, pero también a cada miembro individual de ese grupo.
El antisemita odia a todos los judíos, y también al individuo
judío. El marxista convencido odia al capitalismo como clase,
pero también al individuo capitalista que tiene frente a sí.
Pero el odio contra un grupo no es una suma de los odios
individuales. Ambos nacen de una elaboración que produce,
simultáneamente, los dos objetos.
Esta es la clase de resentimiento que experimentaban los
negros americanos liberados de la esclavitud pero que
continuaban siendo discriminados socialmente. Es el que
experimentan los negros de Sudáfrica, la única población de
color que vive todavía bajo la dominación blanca; o el que
sienten los árabes musulmanes respecto de Europa y de los
europeos. Porque alguna vez tuvieron una gran civilización, y
ahora deben asistir impotentes al triunfo de los infieles.
Nietzsche tenía razón cuando hablaba del resentimiento de
los judíos que, como pueblo, se consideraban elegidos por Dios y,
sin embargo, debían sufrir la vejación y el desprecio de los
cristianos.
Hoy, el resentimiento es una característica ampliamente
difundida en todos los pueblos del Tercer Mundo. Dondequiera
que haya habido fases de occidentalización seguidas por
movimien-
196
19
6
de un rencor atormentado,
malsano y envenenado.7
Entonces, la aparición de
un movimiento agresivo
nucleado alrededor de algún
líder fanático constituye una
terapia, o también únicamente
un alivio momentáneo de este
sufrimiento envidioso, que lo
transforma en entusiasmo, en
resentimiento, en odio.
Basándonos en todo lo que
dijimos, podemos llegar a la
conclusión de que tanto el
resentimiento como la envidia
colectiva están destinados a
acrecentarse en un futuro
próximo. En realidad, el mundo
está netamente dividido entre
países ricos y Tercer Mundo, un
inmenso proletariado externo8
que tiene pocas posibilidades
de mejorar, pero que, con los
medios de comunicación social y
con la emigración, está
firmemente expuesto al efecto
demostrativo de los países
dominantes. Por eso se verifica
en escala planetaria la
situación que describimos
respecto de los negros de los
Estados Unidos, de los de
Sudáfrica o respecto de los
19
9
20
El mito de la igualdad
La idea de igualdad y la concepción de la justicia como
igualdad absoluta tienen dos raíces opuestas. Una nace del
amor, otra de la envidia y del odio.
Veamos los estados iniciales de un movimiento, de
cualquier movimiento, en el período de su estado naciente.
Pensemos en el cristianismo de los orígenes, o en el grupo de
fieles reunidos alrededor de Mahoma en Medina, en los fran-
ciscanos, o en los entusiastas seguidores de Sab-batai Sevi.1 O
bien, en los primeros masones,2 en los primeros anarquistas,
en los pietistas, en los cuáqueros,3 en el origen de las órdenes
monásticas tanto en Oriente como en Occidente. En suma, en
todo aquello que significó reunión espontánea de personas
iluminadas por una fe, por
1 G. Scholem: Sabbatai Sevi, íhe Mystical Messiah, Bo-
llingen, Serie XCIII, Princeton University Press, 1973.
2 R. Koselleck: Critica illuministica e crisi della societá
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Sociedad antigua y sociedad moderna
¿Son más envidiosas las sociedades antiguas o las
modernas? Probablemente las antiguas. La imagen de una
sociedad primitiva y de un mundo campesino formado por
comicidades armónicas y serenas carece por completo de
fundamento. Los pensadores que, como Rousseau o Durkheim,
sostuvieron esta tesis fueron presa de un deslumbramiento.
La envidia surge de observar al vecino, de compararse con
él. En su forma más primaria es envidia del alimento, deseo de
apoderarse de él cuando el otro come. También en nuestro
campo, cuando las familias campesinas guisaban algo especial,
mandaban un plato de regalo a los vecinos para que lo probaran
y para que no experimentaran envidia. Pero la envidia se
manifiesta en su máxima expresión en las pequeñas comunida-
des, en las cuales la gente vive una junto a la otra, en la que
todos desarrollan casi la misma actividad, es decir, en la cual
todos pueden ponerse en el lugar del otro.
Durkheim pensaba que esta gente tan pare-
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9
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Envidia y relaciones amorosas
1) Padres e hijos
El amor es el gran antagonista de la envidia. Si queremos a
alguien deseamos su bien y nos sentimos felices cuando tiene
éxito y él también es feliz. El niño se siente orgulloso de lo que
hace su padre, mira con admiración a su hermano mayor que
supera a los demás en un certamen. El muchacho adora a su
cantante preferido y a su campeón deportivo, llega a ser un
fanático de él, está a su lado, quiere su triunfo. La enamorada
quiere fundirse con el amado, se olvida de sí misma y sólo
desea lo que le da placer a él.
En el amor los límites entre el sujeto y el objeto se han
debilitado. El individuo fluye en el otro, se confunde con él y lo
vive como una parte esencial de sí mismo, como la parte más
preciosa de su ser. Lo indican claramente expresiones como
"mi corazón", "mi vida", "mi alma".
Cuando hablábamos del valor del Sí mismo dijimos que el Sí
mismo está constituido por obje-
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8
3) La amistad
.
Mientras el enamoramiento es un estado naciente por una
revelación inesperada, la amistad se forja poco a poco, gracias
a la sucesión de encuentros.4 Se funda en la comprensión
recíproca, en la confianza recíproca, en la estima, todas
cualidades morales. En realidad, puede definirse a la amistad
como la forma moral del amor.
No podemos seguir siendo amigos de alguien que nos
engaña, que nos miente, que no procede con nosotros con toda
corrección; mientras que podemos enamorarnos de un
mentiroso, de un ladrón, de un delincuente. El
enamoramiento se nos impone y sólo podemos intentar
resistirnos a él. La amistad, en cambio, se va forjando poco a
poco, se funda en el principio de realidad, en la reciprocidad,
en la ayuda mutua, en el placer de hablar con el amigo, de
compartir experiencias y reflexiones.
Mientras los enamorados tienden a fusionarse, los amigos
continúan siendo personalidades distintas y se enriquecen
uno al otro precisamente porque cada uno de ellos conserva su
carácter específico. Todo enamorado procura cambiar a su
amado o a su amada y también está dispuesto a modificarse a
sí mismo. En cambio, los amigos respetan mutuamente sus
diferencias. Cuando los enamorados se ofrecen un regalo, lo
eligen siguiendo sus propios gustos o según la imagen
Véase F. Alberoni: La amistad, México, 1986, Barcelona,
4
1985, Gedisa.
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8
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Los síntomas de la envidia
Todos nosotros somos envidiosos o hemos estado envidiosos
en algún momento de nuestra vida. Pero a veces más y a veces
menos. En otros períodos, en cambio, hasta hemos llegado a
ignorar la envidia, nos olvidamos de su existencia. Y algunas
veces, por último, hemos experimentado una especie de
intoxicación envidiosa. No se trata de la envidia de una
persona en particular, sino de una envidia difusa, de todos
aquellos a quienes les iba especialmente bien, de todos
aquellos que se superaban en el éxito.
Siempre describimos la envidia como un acto puntual,
dirigido hacia un objeto bien definido. Pero, desde el punto de
vista psicológico, la envidia también es una manera de mirar a
los demás, un rasgo de la personalidad. Con frecuencia, el
envidioso no se limita a observar con ojo maligno a su colega,
mira con los mismos ojos a su vecino, al compañero que conoce
en unas vacaciones, al conocido que lo invita a su nueva casa de
campo, al afortunado ganador de la lotería. En realidad se
podría trazar un perfil de la personalidad en-
234
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7
er de él.
Sin embargo, en las oficinas
vemos burócratas que, para
demostrar su poder, tiranizan a
los desgraciados que caen en sus
manos. Conocemos gente que,
cuando tiene puesto un
uniforme, en lugar de sentirse al
servicio de los demás, experi-
menta el placer de la dominación,
el gusto por el atropello. Pero
también hay supercríticos que no
llevan uniforme, con frecuencia ni
siquiera tienen un poder formal.
Conquistan su poder creando
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8
6) La autoconmiseración
La envidia no se expresa únicamente mediante la
agresividad, la desvalorización de los demás, sino también en
la forma opuesta, con la lamentación, la autoconmiseración.
Habitual-mente, cuando oímos que una persona llora, se
lamenta, describe las vejaciones que sufrió, los obstáculos que
encontró en su camino, las desgracias que le impidieron tener
éxito, no pensamos en la envidia. Participamos de su sufri-
miento y la compadecemos por el hecho de que no haya
podido realizar todo lo que la vida le había prometido.
Deberíamos identificarnos más profundamente con esa
persona, hasta ver el mundo como ella lo ve. Entonces
comprenderíamos el sentido profundo de su lamentación. Para
quien siente semejante conmiseración, el mundo es, como para
los tipos humanos descritos anteriormente, un lugar donde no
se reconoce el mérito, donde el éxito, la riqueza, la felicidad
misma, son el producto de favoritismos y de privilegios. El que
siente autoconmiseración está convencido de que la sociedad
lo trata injustamente y, en cambio, ha sido soberanamente
generosa con los demás.
Si tenemos la paciencia de escuchar durante un largo rato a
una de estas personas que se lamentan, advertiremos que, en
realidad, tienen una alta estima de sí mismas. Se iluminan
cuando hablan de su pasado, se enorgullecen de su coraje, de su
astucia, de su generosidad, de las extraordinarias empresas
que han realizado. Cuentan qué
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4
7) Las honras
Tendemos a suponer que cuando una persona tiene éxito,
cuando sobresale en la jerarquía social, ya no tiene razones
para experimentar envidia. No es verdad. Incluso es más cierto
lo contrario.2 No sentía envidia antes, cuando comenzaba a
triunfar. Experimentaba entonces un cálido sentimiento de
satisfacción, dé plenitud. Pensaba que el mundo le tenía
reservado algo por lo que, de todos modos, valía la pena luchar,
aun corriendo el riesgo de salir derrotado.
Pero, cualquier éxito, una vez obtenido, tiende a esfumarse.
Se esfuma porque el tiempo pasa y los demás lo olvidan. Se
esfuma porque lo que nos produce alegría es el acto de
triunfar y para volver a experimentarlo debemos afianzarnos
en otra meta, con otro objetivo. Se esfuma porque, alcanzada
una frontera, nos imponemos otra más difícil. Se esfuma
porque ha pasado nuestro cuarto de hora y ha aparecido otro
que quita brillo a nuestra fama, a nuestro prestigio, a nuestra
riqueza. Procuramos entonces consolidar nuestra posición,
hacerla irreversible. Tratamos de estabilizarla, de hacerla
perpetua, a fin de no tener ya que depender del
reconocimiento de los demás, de sus humores, de sus juicios.
El audaz intenta formar parte del consejo de administración
de las sociedades más importantes, estrechar vínculos y
alianza, incluso matrimoniales, con las familias dominantes. El
propio
2 Véase Aristóteles: Retórica, op. cit.
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no tenían nada que perder. Pero quien tiene algo que perder,
quien quiere conservar lo que ha obtenido, es envidioso. El
envidioso es un pariente cercano del avaro.
¿No ha notado acaso el lector cuánta gente rica, poderosa,
de éxito es mezquina? ¿Y que no es capaz de demostrar
verdadera generosidad? Eso ocurre porque esta gente solo
piensa en conservar la propia gloria, el propio patrimonio de
dinero o de notoriedad. Por supuesto, no todos son así, hay
excepciones. Pero la mayor parte se mantiene a la defensiva, es
recelosa. El político famoso mira con recelo al joven brillante
que afirma su imagen en una reunión del partido. Instin-
tivamente lo considera un rival. Por eso, en cuanto puede
hacerlo, lo desvaloriza. Exactamente lo mismo ocurre con el
escritor famoso, el músico de éxito, el filósofo notable. Miran en
derredor, ansiosos y si ven a alguien realmente capaz, tratan
de destruirlo inmediatamente, antes de que pueda hacerles
sombra, quitar brillo a su fama.
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9
5) Enamoramiento
El más simple de los movimientos, en el cual el estado
naciente une solamente a dos personas, es el enamoramiento.
Ya hemos hablado de ello y hemos visto que en ese caso en
modo alguno puede haber envidia.
Cuando estamos enamorados, adquirimos una
extraordinaria capacidad de ver, de oír, de sentir, de
participar. Los colores son más vivos, las músicas más
intensas, los sentimientos más vibrantes, los rostros que
encontramos más hermosos, más interesantes. Entonces toda
la vida del mundo, todas sus infinitas formas nos atraen, nos
hablan. Nuestra alma acoge todas las cosas, las reconoce y las
admira.
Nos detenemos a escuchar el relato de un anciano,
miramos con ternura el rostro de un niño, sabemos captar la
extraordinaria belleza de una brizna de pasto qué se curva
con el viento, los reflejos de un charco. Nos conmovemos inten-
samente leyendo una poesía, comprendemos el significado
profundo de una fábula, de un cuento. Nos sentimos contentos
por quien está contento, felices por quien está feliz, solícitos
con el que sufre. Y no nos preocupamos por nosotros mismos.
No tenemos miedo, no le damos importancia a las molestias,
somos tolerantes con quien se muestra descortés y reímos de
quien se muestra arrogante. Los insultos no nos llegan, no nos
asustan los obstáculos. Estamos dispuestos a aceptar tanto la
buena como la mala suerte.
Acogemos toda cosa hermosa e importante
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0
25 Superar la envidia
En los procesos colectivos que acabamos de describir, la
envidia desaparece porque nos olvidamos de nuestro Yo y del
problema de su valor. Ya no nos comparamos con los demás,
sino que, junto con ellos, nos identificamos en una entidad que
nos trasciende.
Estas fuerzas colectivas; sin embargo, se presentan, con
frecuencia, de manera irracional y violenta y se sustraen a
nuestra voluntad. No somos libres de convertirnos a una fe
religiosa o política, no podemos enamorarnos a voluntad. La
mayor parte de nuestra vida transcurre en lo cotidiano. Pero
precisamente es entonces, en la vida cotidiana cuando no
ocurre nada, cuando nada nos arrastra fuera de nosotros
mismos, pues, cuando sentimos la necesidad de indicaciones
que nos permitan liberarnos de la envidia, utilizando la
inteligencia.
Se suele decir que en el mundo del espíritu no existen
recetas, reglas fáciles. Debemos absolutamente dudar de los
manuales y de los consejos. El camino maestro es únicamente
el camino
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