Musketaquid - Henry David Thoreau
Musketaquid - Henry David Thoreau
Musketaquid - Henry David Thoreau
Walden, su libro más conocido, un auténtico clásico y una obra de culto. Sin
embargo, Walden es inseparable del volumen que el lector tiene ahora en sus
manos, ambos conforman un díptico y el gran proyecto literario y filosófico de
su autor. Si Walden es un ensayo que se asienta en el bosque, habitado por el
espíritu del lugar y centrado en el recogimiento de la cabaña, Musketaquid es
un ensayo en movimiento: un viaje río abajo donde el pensamiento fluye en
perfecta armonía con las aguas y el paisaje, y a contracorriente de toda
reflexión domesticada.
En el verano de 1840 Thoreau decidió emprender un viaje, junto a su hermano
John, por los ríos Concord y Merrimack. Para ello construyeron una barca y la
llamaron Musketaquid: el nombre indio del río Concord, al igual que Walden
era el nombre indio de la laguna. Ambos hermanos estaban aún enamorados
de una misma mujer, ambos le habían propuesto matrimonio y ambos habían
sido rechazados. Dominados por la melancolía inician su aventura. A su
regreso, John se hace un profundo corte mientras se afeita y poco después
muere de tétanos con apenas veintiséis años. Henry David se ve
profundamente afectado por la súbita muerte de su hermano y compañero, con
el que había compartido éste y otros muchos viajes y proyectos. Comienza así
a exorcizar su dolor a través de la escritura, y como un homenaje a su
hermano se lanza a la redacción de Musketaquid.
Este volumen es por tanto un libro de viajes, una memoria y un ensayo de
primer orden sobre la amistad y el amor, sobre la literatura y la filosofía, sobre
los grandes escritos de la tradición occidental y los textos sagrados de India y
China, sobre la vida de los primeros colonos y la de los últimos indios, sobre la
naturaleza salvaje y la serena Nueva Inglaterra. Y confirma que Thoreau era
tanto el hombre de los bosques como el hombre de los ríos.
Henry David Thoreau
Musketaquid
ePub r1.0
Titivillus 15.12.16
Título original: A Week on the Concord and Merrimack Rivers
Henry David Thoreau, 1849
Traducción: Miguel Ros González
Ovidio, Metamorfosis, 1, 39
Detalle del mapa hecho por el propio Thoreau durante su viaje por
los ríos Concord y Merrimack junto a su hermano John.
EL RÍO CONCORD
El Misisipi, el Ganges y el Nilo, esos átomos que viajan desde las Montañas
Rocosas, el Himalaya y las Montañas de la Luna, tienen una suerte de relevancia
individual en los anales del mundo. Los manantiales de los cielos aún no se han secado,
y las Montañas de la Luna siguen enviando sin falta su tributo anual al pachá, como ya
hicieran con los faraones, aunque éste tenga que recaudar el resto de impuestos a punta
de espada. Sin duda los ríos fueron los guías que dirigieron los pasos de los primeros
viajeros. Son una tentación constante, cuando pasan junto a nuestras puertas, hacia
empresas y aventuras lejanas, y, por un impulso natural, quienes viven a sus orillas
acabarán acompañando a sus corrientes hacia las tierras bajas del planeta, o serán
invitados a explorar el interior de los continentes. Son las carreteras naturales de todas
las naciones, no sólo nivelando el terreno y apartando obstáculos del camino del
viajero, aplacando su sed y llevándolo en su seno, sino conduciéndolo a través de los
paisajes más interesantes, de las regiones más pobladas del planeta, donde los reinos
animal y vegetal alcanzan su mayor perfección.
Solía quedarme de pie a orillas del Concord, observando el ritmo de la corriente,
emblema de todo viaje, que obedece la misma ley que el Universo, el Tiempo y todo lo
creado. Las hierbas del fondo, que se inclinaban suavemente con la corriente, agitadas
por el viento acuoso, aún se erigen donde se hundieron sus semillas, pero pronto
morirán y bajarán por el río como ya hicieran otras. Los guijarros brillantes, poco
ansiosos por mejorar su condición, las astillas y las hierbas, y en ocasiones los troncos
y los tallos de los árboles que pasaban flotando, cumpliendo con su destino, todos eran
elementos por los que sentía un particular interés, hasta que por fin me decidí a
lanzarme a su corriente y flotar hacia donde me llevase.
SÁBADO
Por fin, un sábado, el último día de agosto de 1839, mi hermano y yo, nativos de
Concord, levamos anclas en este puerto fluvial. Pues también Concord está bajo el sol,
y es un puerto de llegada y salida de cuerpos y almas humanos. Al menos una de sus
orillas está exenta de todo deber, salvo aquel con el que cumpliría con gusto todo
hombre honesto. Una llovizna tibia había oscurecido la mañana y amenazaba con
retrasar nuestro viaje, pero al final las hojas y la hierba se secaron y se presentó una
tarde tranquila, tan serena y fresca que se diría que la Naturaleza estaba rumiando por
su cuenta algún plan más elevado. Tras ese largo gotear y rezumar por cada poro,
empezó a respirar de nuevo, más sana que nunca. Así pues, con un empujón vigoroso
alejamos nuestro bote de la orilla, mientras los cálamos aromáticos y las espadañas nos
deseaban buen viaje, y empezamos a descender el río en silencio.
Nuestro bote, cuya construcción nos había llevado una semana de trabajo en
primavera, tenía la forma de una barca de pescador, con el fondo plano, de quince pies
de largo por un máximo de tres y medio de ancho, pintado de verde y con una franja
azul, un guiño a los dos elementos en los que pasaría su existencia. Lo habíamos
cargado la tarde anterior frente a nuestra puerta, a media milla del río, con patatas y
melones recogidos de una parcela que habíamos cultivado, y unos pocos utensilios.
Contaba con ruedas para poder rodear por tierra las cataratas, así como con dos pares
de remos, varias pértigas para empujarlo por las partes menos profundas, y también dos
mástiles, de los que uno serviría para la tienda de campaña, pues una piel de búfalo
sería nuestra cama y una tela de algodón nuestro techo. Era de construcción sólida, pero
pesado, y dudo que fuese mucho mejor que los modelos habituales. Si se construye
como es debido, un bote puede ser una suerte de animal anfibio, una criatura que
pertenece a dos elementos: una mitad de su estructura se asemeja a un pez esbelto y
ágil, y la otra es como un pájaro elegante y de alas fuertes. El pez marca dónde han de
estar el mayor ancho de manga y la mayor profundidad de la bodega; sus aletas señalan
la ubicación de los remos; y la cola da una pista sobre la forma y la posición del timón.
El pájaro muestra cómo aparejar y recortar las velas, y qué forma darle a la proa para
que equilibre el bote y separe el aire y el agua de la mejor manera posible. Mi hermano
y yo seguimos, aunque sólo parcialmente, estos preceptos. Pero los ojos, aunque no
sean marineros, nunca estarán satisfechos con ningún modelo, por moderno que sea, que
no satisfaga todos los requisitos del arte. Sin embargo, como todo en un barco es arte
salvo la madera —aunque la madera, por sí sola, puede cumplir mal que bien el mismo
propósito de un barco—, nuestro bote, que era efectivamente de madera, hizo valer de
buena gana esa vieja ley que afirma que lo pesado flota sobre lo ligero, y aun cuando
parecería un ave acuática un tanto mediocre, demostró ser una boya más que suficiente
para nuestros intereses.
Esa frágil flecha ya se había perdido tras las colinas, y nosotros, flotando, habíamos
doblado el cercano meandro, pasando bajo el nuevo puente de North Bridge, entre
Punkatasset y Poplar Hill, en dirección a las Grandes Praderas que, como la amplia
huella de un mocasín, han allanado el terreno, creando un lugar fértil y jugoso en plena
naturaleza.
Poco a poco el murmullo del pueblo se fue apagando. Parecía que nos hubiésemos
embarcado en la corriente plácida de nuestros sueños, y flotáramos desde el pasado
hacia el futuro en el mismo silencio en que se descubren las ideas frescas de la mañana
o las reflexiones vespertinas. Nos deslizábamos sigilosamente por el río, desencovando
de vez en cuando a algún lucio o brema de su escondite de nenúfares. A veces un
avetorillo zarpaba con sus alas indolentes desde algún recoveco de la orilla, o un
avetoro remontaba el vuelo desde la hierba alta, llevándose sus patas preciosas para
posarlas en algún lugar seguro, a medida que nos acercábamos. También las tortugas se
lanzaban ágilmente al agua, mientras nuestro bote curvaba la superficie flanqueada por
los sauces, rompiendo los reflejos de los árboles a su paso. Las orillas habían dejado
atrás el cénit de su belleza, y algunas de las flores más llamativas mostraban en sus
tonos desteñidos que la estación se acercaba a la tarde del año. No obstante, ese tono
sombrío realzaba su sinceridad, y en el calor aún intenso parecían el borde musgoso de
un pozo frío. El sauce de hoja estrecha (Salix purshiana) se extendía a lo largo de la
superficie del agua en masas de follaje verde claro, entremezclado con las grandes
bolas del aroma de ciénaga. A ambos lados, la pequeña y rosada hierba pejiguera
sacaba su cabeza del agua con orgullo, y al florecer durante esta estación y en este
lugar, frente a los densos campos de especies blancas que bordean las orillas del río, su
pequeña marca roja parecía aún más excepcional y bella. Las flores blanquísimas de la
saeta de agua despuntaban en las zonas menos profundas, y unas pocas flores del
cardenal aún sobrevivían orgullosas en la orilla, reflejándose en el agua, aunque tanto
ellas como las espigas doradas ya casi habían dejado de florecer. La cabeza de tortuga
(Chelone glabra) crecía junto a la orilla, mientras que una especie de coreopsis, que
giraba desvergonzadamente su cara hacia el sol, plena y exuberante, y una flor larga de
color rojo pálido (Eupatorium purpureum o eupatoria púrpura) formaban la
retaguardia del ejército floral del río. El azul intenso de la genciana jabonera
despuntaba aquí y allá en las praderas colindantes, como flores esparcidas por
Proserpina[6], y un poco más lejos, en los campos, o en puntos más altos de la orilla, se
veían la gerardia violeta, la Rhexia virginica y la neottia colgante, también conocida
como «tirabuzón de doncella»; mientras que al borde de los caminos más distantes junto
a los que a veces pasábamos, y en los márgenes donde se había alojado el sol, aún se
reflejaba el haz amarillo pálido de las hileras de tanaceto, que ya se alejaban de su
plenitud. En resumidas cuentas, parecía que la Naturaleza se hubiese adornado para
nuestra partida con una profusión de flecos y rizos, combinados con los tonos intensos
de las flores, reflejados en el agua. Sin embargo, nos perdimos el nenúfar blanco, reina
de las flores fluviales, pues aquel año su reinado había concluido ya: quizá quienes se
demoran tanto emprenden su viaje demasiado tarde para la verdadera clepsidra.
Muchas de estas especies habitan las aguas de nuestro Concord. Alguna mañana de
verano he navegado río abajo antes del amanecer, entre campos de lirios que aún
dormían cerrados, y cuando por fin los copos de luz se levantaban sobre la orilla y
caían sobre la superficie del agua, era como si campos enteros de flores blancas se
abriesen con un destello a mi paso, como una pancarta que se despliega, así de sensible
es esta flor a la influencia de los rayos del sol.
Mientras navegábamos a través de la última pradera conocida, observamos las
enormes y vistosas flores del hibisco, que recubrían los sauces enanos y se
entremezclaban con las hojas de la vid, y quisimos poder informar a uno de los amigos
que nos despidieron sobre la ubicación de esta flor excepcional y, en cierto sentido,
inaccesible, antes de que fuese demasiado tarde para recogerla. Entonces, justo cuando
estábamos perdiendo de vista el campanario del pueblo, recordamos que el granjero de
la pradera colindante iría a la iglesia a la mañana siguiente, y podría llevar la noticia
en nuestro nombre, con lo que el lunes, para cuando nosotros estuviésemos navegando
por el Merrimack, nuestro amigo se acercaría a recoger esta flor de las orillas del
Concord.
Después de una pausa en Ball’s Hill, la santa Ana de los voyageurs del Concord —
no para entonar una oración por el éxito de nuestro voyage, sino para recoger las pocas
bayas que aún quedaban sobre las colinas, colgando de ramas finísimas—, volvimos a
levar anclas y pronto perdimos de vista nuestro pueblo natal. La tierra parecía volverse
cada vez más pura a medida que nos alejábamos. Atrás, al suroeste, quedaba ese pueblo
tranquilo que habíamos dejado bajo sus olmos y sus plátanos, a media tarde. Y las
colinas, a pesar de sus rostros azules y etéreos, parecían lanzar una mirada entristecida
a sus antiguos compañeros de juego. Luego viramos hacia el Norte, nos despedimos de
aquellos contornos familiares y pusimos rumbo hacia nuevos paisajes y aventuras. Nada
nos era familiar salvo los cielos, cuyo techo ningún viajero deja nunca atrás, pero con
su permiso, y acostumbrados como estábamos al río y la madera, confiábamos en que
nos fuese bien en cualquier circunstancia.
Desde ese punto, el río fluye en una perfecta línea recta durante una milla o más,
hasta el puente de Carlisle Bridge y sus veinte embarcaderos de madera. Para cuando
volvimos a mirar atrás, la estructura del puente ya sólo estaba formada por líneas, y
parecía una telaraña brillando al sol. Aquí y allá se veía despuntar una vara, marcando
el lugar donde algún pescador disfrutó de una suerte inusual, y a cambio consagró su
madera a las deidades que presiden estas aguas. Ahora el río era el doble de ancho que
antes, profundo y sereno, con el fondo cenagoso y rodeado de sauces, tras los que se
extendían amplias lagunas cubiertas de nenúfares, espadañas y cálamos aromáticos.
Algo más avanzada la tarde, pasamos junto a un hombre que pescaba en la orilla
con una larga caña de abedul, que aún conservaba su corteza plateada, y un perro que
estaba sentado a su lado. Pasamos tan cerca que nuestros remos agitaron su corcho,
llevándose su suerte durante un buen rato. Cuando ya habíamos remado toda una milla
en línea recta, como una saeta, con nuestros rostros vueltos hacia él, y mientras las
burbujas de nuestra estela aún se veían sobre la superficie serena, allí seguía el
pescador con su perro, como estatuas al otro lado de los cielos, únicos objetos de la
amplia pradera que apaciguaban la mirada. Allí se quedaría esperando su suerte, hasta
que al caer la noche emprendiese el camino de vuelta a casa, campo a través, cargando
sus peces. Así pues, con un cebo u otro, la Naturaleza atrae a sus habitantes hasta todos
sus recovecos. Aquel hombre fue el último de nuestros conciudadanos que vimos, y a
través de él nos despedimos en silencio de nuestros amigos.
Las características y las actividades de las diferentes edades y razas de los hombres
siempre han existido, en escala reducida, en cada vecindario. Los placeres de mi
primera juventud se han convertido en la herencia de otros hombres. Ese hombre sigue
siendo un pescador, y pertenece a una época en la que yo mismo he vivido. Por suerte
no se ha condenado con demasiado estudio, y no ha ido en busca de otro conocimiento
distinto del que permite pescar muchos peces antes de que el sol se ponga, con su
delgada caña de abedul y su sedal de lino, un descubrimiento más que suficiente para
él, y que de hecho permite ser buen pescador tanto en verano como en invierno. Otros
hombres son jueces en estos días de agosto, sentados en sus bancos, incluso cuando se
levanta la sesión. Se apoltronan ahí, juzgando hieráticamente entre temporada y
temporada, entre comida y comida, llevando una vida política y muy cívica, arbitrando
en el caso de Spaulding contra Cummings, por ejemplo, desde el mismísimo mediodía
hasta que el lucero vespertino se pone al Oeste. Mientras tanto, el pescador permanece
metido con el agua por la cintura, bajo el mismo sol de verano, arbitrando otros casos
entre la lombriz y el carpín, envuelto por la fragancia de los nenúfares, la menta y la
pontederia, viviendo su vida a varias varas de la tierra seca, a una caña de distancia de
donde nadan los peces más grandes. Para él la vida humana es muy parecida a un río,
Ya vivamos a orillas del mar, junto a un lago o un río, o en la pradera, hemos de prestar
atención a la naturaleza de los peces, pues éstos no son sólo unos fenómenos confinados
en ciertos lugares, sino formas y fases de la vida natural esparcidas universalmente. Los
innumerables bancos que cada año pasan junto a las costas de Europa y Norteamérica
no son tan interesantes para quien estudia la naturaleza como la propia ley, más fértil,
por la que depositan su hueva en lo alto de las montañas y en las llanuras interiores,
como el principio mismo de los peces en la naturaleza, merced al cual pueden
encontrarse en aguas de tan distintos lugares, en mayor o menor número. El historiador
de la naturaleza no es un pescador que se limita a rezar pidiendo días nublados y buena
suerte. Antes bien, la pesca se ha definido como «la recreación del hombre
contemplativo[10]», que lo introduce con gran provecho en los bosques y el agua, de
suerte que el fruto de las observaciones del naturalista no es un nuevo género o una
nueva especie, sino nuevas contemplaciones. De la misma manera, la ciencia no es más
que el pasatiempo de un hombre con mayor capacidad aún para la contemplación. Las
semillas de la vida de los peces están diseminadas por doquier, ya sean arrastradas por
los vientos, ya floten sobre las aguas, ya estén encerradas en la profundidad de la tierra:
allí donde se excave una laguna, enseguida se verá poblada por esta raza vivaz. Los
peces tienen arrendada la naturaleza, y el contrato aún está lejos de expirar.
Sobornamos a los chinos para que lleven sus huevos de provincia en provincia en
tarros o en juncos huecos, o a las aves acuáticas para que los transporten hacia los
lagos de montaña e interiores. Allá donde haya un medio líquido, habrá peces, e incluso
en las nubes y en los metales fundidos detectamos su semblante. ¡Pensemos en cómo,
durante el invierno, podemos introducir un sedal a través de la nieve y el hielo de una
pradera, y sacar un pez dorado o plateado, brillante, resbaladizo, mudo y subterráneo!
También resulta interesante pensar cómo los peces forman una única y gran familia,
desde el más grande al más pequeño. El diminuto piscardo que yace sobre el hielo y
hace de cebo para el lucio se parece a un enorme pez marino arrojado a la orilla. En las
aguas de este pueblo nadan unas doce especies distintas, aunque quizás el lego en la
materia se esperaría muchas más.
Mendigo en el camino,
De sobra sano para atracar,
Al que no le importaban el viento y la lluvia
De las tierras que atraviesa[16]?
Hemos remado un buen trecho desde Ball’s Hill hasta el puente de Carlisle Bridge,
sentados hacia el sur, mientras una ligera brisa se eleva desde el norte, pero el agua
sigue fluyendo y la hierba creciendo, pues ahora, superado el puente entre Carlisle y
Bedford, vemos a hombres cosechando heno a lo lejos, en la pradera, con sus cabezas
ondeando como la hierba que cortan. En la distancia, el viento parecía doblarlas a
todas por igual. Al caer la noche, sopló tal frescura a través de la pradera que cada
brizna de hierba cortada parecía rebosar vida. Unas nubes violáceas empezaban a
reflejarse en la superficie y los cencerros de las vacas tintineaban con más fuerza en los
márgenes del río, mientras nosotros, cual astutas ratas de agua, nos acercábamos a la
orilla en busca de un lugar donde montar nuestra tienda.
Al final, cuando ya habíamos hecho unas siete millas, a la altura de Billerica,
atracamos nuestro bote en el lado oeste de una pequeña elevación, que en primavera
forma una isla en el río. Allí encontramos arándanos que aún colgaban de los arbustos,
y que parecían haber madurado con mayor lentitud especialmente para nosotros. Pan,
azúcar y chocolate caliente constituyeron nuestro ágape, y al igual que nos habíamos
empapado en aquel decorado fluvial durante todo el día, ahora tomamos una jarra de
agua con nuestra cena para apaciguar a los dioses del río, y abrimos bien los ojos para
atender a las visiones que íbamos a presenciar. El sol se estaba poniendo por un lado,
mientras que, por el otro, la prominencia en la que descansábamos contribuía con su
sombra a la noche. Parecía clarear imperceptiblemente a medida que oscurecía, y una
granja distante y solitaria, que hasta entonces acechaba desde las sombras del
mediodía, se reveló a nuestra mirada. No había ninguna otra casa a la vista, ningún otro
campo cultivado. A izquierda y derecha se extendían hasta el horizonte bosques de
pinos dispersos, con sus penachos recortándose contra el cielo. Al otro lado del río
había colinas abruptas, cubiertas de chaparros, enredadas con vides y hiedra, con rocas
grises despuntando aquí y allá entre aquella maraña. Aunque estaban a un cuarto de
milla de distancia, casi podíamos oír crujir sus laderas cuando las mirábamos, tal era la
frondosidad de la naturaleza. Un lugar ideal para faunos y sátiros, donde los
murciélagos colgaban todo el día en las rocas, hasta que por las noches se lanzaban a
revolotear sobre el agua, donde las luciérnagas, bajo la hierba y las hojas,
administraban su luz contra la noche. Tras montar nuestra tienda en la ladera, a pocas
varas de la orilla, nos sentamos a mirar, a través de la puerta triangular. Nuestro mástil
solitario en el crepúsculo, junto a la orilla, apenas se distinguía contra los alisos,
prácticamente inmóvil a pesar del balanceo del río. Era la primera incursión comercial
en aquellas tierras. Allí estaba nuestro puerto, nuestra Ostia[18]. Esa línea geométrica y
recta que se recortaba contra el agua y el cielo representaba las últimas sofisticaciones
de la vida civilizada, y toda la sublimidad de la historia estaba ahí simbolizada.
Durante la mayor parte de la noche no hubo rastro alguno de vida humana, no se
escuchó ninguna respiración más que la del viento. Allí sentados y aún despiertos por
lo novedoso de nuestra situación, escuchábamos de cuando en cuando a algún zorro
pisando sobre las hojas muertas, frotándose contra la hierba húmeda de rocío junto a
nuestra tienda. También una rata almizclera hurgando entre las patatas y los melones de
nuestro bote, aunque cuando llegamos corriendo a la orilla ya sólo pudimos detectar
una pequeña ondulación en el agua, arrugando el disco luminoso de una estrella. A ratos
escuchábamos la serenata de un gorrión soñador o el llanto ahogado de una lechuza,
pero después de cada sonido que sentíamos tan cerca y rompía la tranquilidad de la
noche, después de cada crujido de unas ramas o el susurro entre las hojas, llegaba una
pausa repentina, y un silencio más profundo y consciente, como si el intruso
comprendiese que ningún tipo de vida tenía derecho a manifestarse a esa hora. Aquella
noche tuvo que haber un incendio en Lowell, pues vimos resplandecer el horizonte y
escuchamos las campanas de alarma en la distancia, como una débil música tintineante
llegada hasta aquellos bosques. Sin embargo, el sonido más constante y memorable de
esa noche de verano, que ninguna de las noches que siguieron dejamos de escuchar,
aunque nunca tan insistente y propicio como aquella primera, fue el ladrido de los
perros domésticos: desde el ladrido más alto y bronco hasta la palpitación más tenue
del aire bajo el tejado de los cielos; desde el Mastín paciente pero ansioso, hasta el
tímido y vigilante Terrier, primero alto y rápido, luego más débil y lento, capaz sólo de
imitarse con un susurro: guau guau, guau, guau… gua… gua… gu… g. Incluso en un
lugar retirado y deshabitado como aquél, ése era un sonido más que suficiente para los
oídos de la noche, y más conmovedor que cualquier música. Una vez escuché la voz de
un sabueso justo antes del amanecer, cuando las estrellas aún brillaban, sobre los
bosques y el río, lejos, en el horizonte, y sonaba tan dulce y melodiosa como un
instrumento. El sonido del perro que persigue a un zorro o a cualquier otro animal en el
horizonte puede sugerir en un primer momento las notas de la trompeta de caza, que se
alterna con los pulmones del can para darles alivio, y sin embargo, esta corneta natural
resonaba en los bosques del mundo antiguo mucho antes de que se inventase la
trompeta. Los mismos perros que desde las granjas aúllan huraños a la luna durante
estas noches infunden más heroísmo en nuestros pechos que todas las exhortaciones
civiles o los sermones de guerra de cualquier época. «Preferiría ser un perro y ladrar a
la luna[19]», antes que ser muchos de los romanos que conozco. La noche también está
en deuda con el clarín del gallo, que con una esperanza vigilante, desde la misma puesta
de sol, precede de manera prematura al amanecer. Todos estos sonidos, el canto de los
gallos, el ladrido de los perros y el zumbido de los insectos a mediodía, son prueba de
la buena salud y el brío de la naturaleza[20]. Tal es su belleza inagotable y la precisión
de su lenguaje, la obra de arte más perfecta del mundo, retocada por un cincel
milenario.
Al final llegaron las horas penúltimas y somnolientas, y denegamos a todos los
sonidos la entrada en nuestros oídos.
Quien camina de noche y durante el día duerme,
No encontrará más espíritu que el del duende.
DOMINGO
Por la mañana el río y el campo colindante estaban cubiertos por una densa niebla, y a
través de ella el humo de nuestro fuego ascendía, enroscándose, como una neblina aún
más ligera. Sin embargo, apenas habíamos remado unas varas cuando el sol se levantó y
la niebla se disipó con rapidez, dejando sólo un tenue vapor girando sobre la superficie
del agua. Era una tranquila mañana de domingo, con una luz auroral más rosácea y
blanca que amarilla, como si datase de antes de la caída del hombre y conservase aún
una integridad pagana:
Sin embargo, las impresiones que nos deja la mañana se desvanecen con su rocío, y
ni siquiera el «mortal más perseverante[3]» puede preservar el recuerdo de su frescura
llegado el mediodía. Mientras pasábamos junto a las diferentes islas, o a lo que serían
islas en primavera, remando de espaldas al río, íbamos poniéndoles nombre. A la isla
donde habíamos acampado la llamamos Isla del Zorro, y a otra isla bella y densamente
arbolada, rodeada de aguas profundas y recorrida por las vides, que parecía una
aglomeración de verdor y de flores arrojada sobre las olas, le pusimos el nombre de
Isla de la Uva. Desde Ball’s Hill hasta el templo[4] de Billerica, el río seguía siendo el
doble de ancho que en Concord: una corriente profunda, oscura y muerta, que flotaba
entre colinas suaves, y a veces entre peñascos, con ambas orillas repletas de árboles.
Era un largo lago forestal rodeado de sauces. Durante un buen trecho no vimos ninguna
casa ni campo cultivado, ni tampoco señal alguna de la proximidad del hombre.
Navegábamos aguas poco profundas, pasando junto a una densa empalizada de
espadañas, que delimitaba el agua con tal precisión que parecía obra del hombre, y que
nos recordaba a los fuertes de juncos de las Indias Orientales, sobre los que habíamos
leído. Sobre la orilla, ligeramente elevada, colgaban elegantes plantas y varias
especies de helechos, cuyos suaves tallos estaban tan juntos y tan desnudos como en un
jarrón, mientras que sus cabezas se extendían varios pies hacia cada lado. Las ramas
muertas del sauce estaban rodeadas y adornadas por la mikania trepadora (Mikania
scandens), que llenaba cada fisura de la frondosa orilla, en un contraste agradable con
la corteza gris de su soporte y las bolas de la Cephalanthus occidentalis. El sauce de
agua (Salix purshiana), cuando es de gran tamaño y está entero, es el más elegante y
etéreo de nuestros árboles. Sus masas de follaje verde claro, apiladas las unas sobre
las otras hasta alcanzar los veinte o treinta pies de altura, parecían flotar sobre la
superficie fluvial, y los delgados tallos grises y la orilla apenas si se podían distinguir
entre ellos. Ningún árbol casa mejor con el agua ni está en tanta armonía con los ríos
tranquilos. Es más hermoso incluso que el sauce llorón, o cualquier otro tipo de árbol
pendular, cuyas ramas se hunden en el agua en lugar de ser sacadas a flote por ésta. Sus
ramas curvadas caen sobre la superficie, como atraídas por ella. No parece propio de
Nueva Inglaterra, sino de Oriente, y nos recuerda a los jardines ornamentados de
Persia, de Hârûn al-Rachîd[5], y a los lagos artificiales de Oriente.
A medida que descendíamos a través de las masas frescas de follaje, abarrotadas de
uva y clemátides en flor, la superficie estaba tan serena, y el aire y el agua eran tan
transparentes, que el vuelo a ras de río de un martín pescador o un petirrojo se reflejaba
con la misma nitidez en el agua, por debajo, y en el aire, por encima. Los pájaros
parecían revolotear por arboledas sumergidas, posándose sobre ramitas flexibles, y sus
notas nítidas manar directamente del río. No estábamos seguros de si el agua hacía
flotar a la tierra o si era la tierra la que albergaba al agua en su seno. Fue, en resumen,
un momento parecido a aquél en que uno de nuestros poetas de Concord navegó por este
mismo río, cantando sus serenas glorias.
El poema continúa, aunque es demasiado serio para nuestras páginas. Por cada
roble y cada abedul que crecía en la cima de la colina, así como por cada uno de esos
olmos y sauces, sabíamos que existía un árbol ideal, hermoso y etéreo, naciendo desde
las raíces hacia abajo, y que a veces la Naturaleza, con la marea alta, lleva su espejo
hasta los pies del árbol y lo hace visible. La quietud era intensa y casi deliberada,
como si fuese un domingo natural, y nos imaginábamos que aquella mañana era la noche
de un día celeste. El aire era tan elástico y cristalino que producía sobre el panorama el
mismo efecto que produce el cristal sobre un cuadro, confiriéndole una lejanía y una
perfección absolutas. El paisaje vestía una luz tenue y tranquila, y bajo ella los bosques
y las cercas lo delimitaban y lo dividían con una nueva regularidad. Los campos
abruptos e irregulares se extendían hasta el horizonte con una suavidad herbosa, y las
nubes, nítidas y pintorescas, parecían unas cortinas ideales para aquel país de las
hadas. El mundo parecía adornado para alguna fiesta o acontecimiento de gran pompa,
con cintas de seda al aire, y el curso de nuestras vidas se enroscaba frente a nosotros
como el sendero verde de un laberinto campestre, en la época en que los árboles
frutales están en flor.
¿Por qué toda nuestra vida y su paisaje no pueden ser tan nítidos y distintos? Las
vidas de todos y cada uno de nosotros requieren un telón de fondo adecuado. Deberían,
cuando menos, ser tan impresionantes de observar como la vida del ermitaño, como los
objetos en el desierto, una vara rota o un montículo desmoronado, recortados contra un
horizonte infinito. El espíritu elevado siempre se asegura esta ventaja, y por ende es
distinguido al tiempo que se relaciona con los objetos cercanos o triviales, ya sean
cosas o personas. Una vez, una muchacha navegó en mi bote sobre este mismo río, sin
más supervisión que la de los guardianes invisibles, y cuando se sentó en la proa, ella
era lo único que había entre el timonero y el cielo. Entonces pude decir, con el poeta:
Por las noches, las propias estrellas siguen pareciendo las emisarias de esta
doncella, las cronistas de su progreso.
En el fondo del cielo oriental
Se posa tu mirada oblicua;
Y aunque su hermosa luz
Nunca se eleve hasta mi vista,
Cada estrella que asciende
Por los sinuosos miembros
De aquella colina lejana
Expresa tu dulce voluntad.
Hacía falta una cierta rudeza para perturbar con nuestro bote la superficie espejada
del agua, en la que cada ramita y cada brizna de hierba se reflejaban con suma
fidelidad, una fidelidad excesiva, inimitable para el arte, pues sólo la Naturaleza puede
exagerarse a sí misma. Las aguas tranquilas y superficiales son insondables: allí donde
se reflejan los árboles y los cielos, la profundidad es mayor que en el Atlántico, y no
hay peligro de que la imaginación se quede encallada. Nos percatamos de que se
necesitaba una segunda intención del ojo, una visión más libre y abstraída, para ver los
árboles y el cielo reflejados, y no el mero fondo del río. De la misma manera, existen
visiones múltiples en cada objeto, e incluso el más opaco refleja los cielos desde su
superficie. La mirada de algunos hombres se dirige naturalmente hacia un objeto, y la
de otros, hacia uno distinto.
Nos cruzamos con dos hombres en un esquife, que flotaba como una boya entre los
reflejos de los árboles, como una pluma al viento o una hoja que planea dulcemente
desde su rama hasta el agua, sin girarse. Parecían estar en su elemento, haciendo uso
con gran delicadeza de las leyes naturales. La manera en que flotaban era un bello y
exitoso experimento de filosofía natural, y sirvió para ennoblecer ante nuestros ojos el
arte de la navegación: como los pájaros vuelan y los peces nadan, bogaban aquellos
hombres. Nos recordaban cuánto más puras y nobles podrían ser todas las acciones
humanas, que toda nuestra vida podría ser tan bella como las más exquisitas obras de
arte o como la naturaleza.
El sol se alojaba en los antiguos peñascos grisáceos y asomaba desde cada nenúfar.
Las espadañas y los cálamos aromáticos parecían regocijarse en aquel aire y aquella
luz deliciosos. Las praderas bebían a placer. Las ranas, sentadas, meditaban sobre el
domingo, repasaban su semana, con un ojo puesto en el sol dorado y el otro en un junco,
observando el maravilloso universo del que formaban parte. Los peces nadaban más
serios y sobrios, como van las doncellas a la iglesia. Los bancos de piscardos dorados
y plateados ascendían a la superficie para contemplar los cielos, y luego ponían rumbo
hacia naves más oscuras, deslizándose como movidos por una única mente,
adelantándose los unos a los otros en continuación, pero manteniendo la forma de su
batallón inalterada, como si aún estuviesen abrazados por la membrana transparente
que contiene la hueva. Esta joven banda de hermanos y hermanas probaba sus aletas
nuevas: ora girando, ora lanzándose hacia delante cual saetas, y cuando los dirigíamos
hacia la orilla y les cortábamos el paso, se desviaban hábilmente y pasaban bajo
nuestro bote. Ningún viajero cruzaba sobre los viejos puentes de madera, y ni el río ni
los peces evitaban fluir entre los pilares.
Tras esos bosques había un pueblo no muy lejano, Billerica, fundado no hace mucho
tiempo, pues los niños aún recuerdan los nombres de los primeros colonizadores de
este «lugar salvaje y desolado[9]». Sin embargo, a todos los efectos es tan antiguo como
Ferney o Mantova[10], un pueblo vetusto y gris donde los hombres envejecen y duermen
a la sombra de monumentos cubiertos de musgo, cuya utilidad ya quedó atrás. He aquí
la antigua Billerica (¿Villa-rica?)[11], ya en su tercera edad, nombrada en honor a la
inglesa Billericay, y cuyo nombre indio era Shawshine. Nunca he oído que fuese joven
alguna vez. Mirad, ¿acaso no se ha deteriorado aquí la naturaleza, no se han vaciado las
granjas y se han vuelto grises los templos derruidos por los años? Si queréis saber
sobre su infancia, preguntad a esas antiguas piedras del prado. El tañido de su campana
llega a veces hasta los bosques de Concord, yo lo he escuchado —ah, lo escucho ahora
—. No es de sorprender que este sonido sobresaltase a los indios que echaban una
cabezada, y asustara a sus presas, cuando las primeras campanas colgaron de los
árboles y sonaron a través del bosque, más allá de las colonias del hombre blanco.
Pero hoy prefiero el eco entre estos peñascos y estos bosques. No es una imitación
débil, sino su original, como si algún Orfeo rural tocase de nuevo el acorde para
mostrar cómo debería sonar.
Su metal no es el cobre,
Sino el aire, el agua, el cristal,
Y colgando bajo una nube,
Es el soplo del viento el que la hace tocar.
Estas ciencias y artes modernas e ingeniosas no me conmueven tanto como esas artes
más venerables de la caza y la pesca, o incluso de la agricultura en su forma más
sencilla y primitiva. Oficios tan antiguos y honorables como el del sol, la luna y los
vientos, que llegaron de la mano de las facultades del hombre, inventados cuando éstas
fueron inventadas. No conocemos a su Johannes Gutenberg o a su Richard
Arkwright[28], aunque los poetas cantarían y enseñarían gustosos sus nombres. Según
Gower:
Como ya hemos dicho, el Concord es un río muerto, pero sus paisajes son de lo más
sugerente para el viajero contemplativo, y aquel día el agua estaba aún más llena de
reflejos de lo que están estas páginas. Justo antes de llegar a las cataratas de Billerica,
el río se contrae, volviéndose más rápido y menos profundo, con un fondo guijarroso
amarillo, apenas navegable para una barcaza, dejando atrás la parte más ancha y
estancada, como un lago entre las colinas. A través de las praderas de Concord,
Bedford y Billerica no habíamos escuchado el murmullo de su corriente, salvo en los
lugares donde vertía sus aguas algún afluente,
Pero ahora por fin escuchamos a este río sobrio y primitivo fluyendo hacia su
cascada, como cualquier riachuelo. En este punto dejamos su cauce, justo encima de las
cataratas de Billerica, y entramos en el canal, que corre, o mejor dicho, es conducido
durante seis millas a través de los bosques hacia el Merrimack, en Middlesex. Como si
no nos importase perder el tiempo en este tramo de nuestro viaje, mientras uno recorría
el camino de sirga tirando del bote con una cuerda, el otro lo mantenía alejado de la
orilla con una pértiga, con lo que cubrimos toda la distancia en poco más de una hora.
Este canal, que es el más viejo del país, y tiene incluso un aspecto más antiguo junto a
las modernas vías férreas, está alimentado por el Concord, con lo que aún flotábamos
en sus aguas familiares. El río deja una gran cantidad de agua en beneficio del
comercio. Había en su paisaje cierta falta de armonía, pues no se originó en la misma
fecha que los bosques y las praderas a través de los que fluye, y echamos de menos la
influencia conciliadora del tiempo sobre la tierra y el agua. Sin embargo, con el paso
de los años la Naturaleza se recuperará y se indemnizará a sí misma, y poco a poco irá
plantando flores y arbustos lozanos a lo largo de sus orillas. El martín pescador ya
estaba posado en un pino sobre el río, y la brema y el lucio nadaban bajo el agua. Así
salen todos los trabajos de las manos del arquitecto, para caer directamente en las de la
Naturaleza y ser perfeccionados.
Era una ruta retirada y agradable, sin casas ni viajeros, excepción hecha de algunos
jóvenes que holgazaneaban sobre un puente en Chelmsford, inclinados descaradamente
sobre el pasamanos para fisgonear en nuestros asuntos. Sin embargo, clavamos nuestros
ojos en el más desvergonzado, y lo miramos fijamente hasta hacerlo sentir visiblemente
incómodo: no había una eficacia peculiar en nuestra mirada, sino una sensación de
vergüenza que había permanecido en él y que lo desarmó.
La frase «me lanzó una mirada de dagas[37]» es harto cierta y expresiva, pues el
primer molde y prototipo para todas las dagas tuvo que ser una mirada. Primero fue la
mirada de Júpiter, luego su intenso rayo, hasta que el material se fue endureciendo poco
a poco, y se inventaron tridentes, lanzas, jabalinas y, por último, para comodidad del
hombre de a pie, dagas, krises, y así sucesivamente. Es sorprendente la forma en que
salimos a la calle y no somos heridos por estas armas delicadas y oblicuas, la agilidad
con que un hombre puede sacar su florete, o llevarlo desenfundado sin que nadie se
percate. Así y con todo, rara es la ocasión en que a uno lo miran seriamente.
Cuando pasamos bajo el último puente que cruzaba el canal, justo antes de llegar al
Merrimack, la gente que salía de la iglesia se detuvo a observarnos desde arriba y,
siguiendo al parecer alguna costumbre, se dieron el gusto de hacer ciertas
comparaciones paganas. Sin embargo, nosotros éramos los más fieles observadores de
aquel día soleado. Ya dice Hesíodo que:
Y a nuestro entender aquél era el séptimo día de la semana, que no el primero. Entre
los papeles de un viejo juez de paz y diácono del pueblo de Concord encuentro este
singular memorando, que merece la pena conservar como una reliquia de las
costumbres antiguas. Después de retocar la ortografía y la gramática, dice así: «Los
hombres que viajaron en tiros aquel domingo 18 de diciembre de 1803 eran Jeremiah
Richardson y Jonas Parker, ambos de Shirley. Contaban con tiros equipados de jarcias,
como las que se usan para transportar cañones, y viajaban hacia el Oeste. Cuando el
Honorable Sr. Ephraim Wood preguntó a Richardson, éste dijo que Jonas Parker era su
compañero de viaje, y también dijo que un tal Sr. Longley era su empleador, y había
prometido justificarlo». Nosotros éramos los hombres que navegábamos hacia el Norte,
aquel 1 de septiembre de 1839, con un tiro sereno, con unas jarcias que no eran las más
apropiadas para transportar cañones, sin que ningún juez o diácono nos preguntase,
pero listos para justificarnos de ser necesario. A finales del siglo XVII, según el
historiador de Dunstable, «se disponía que en los pueblos se erigiese “una jaula” cerca
del templo, en la que se encerraba a todos aquellos que ofendían la santidad del
domingo[39]». Se diría que la sociedad se ha relajado un poco y ya no es tan estricta,
pero intuyo que no hay menos religión de la que había antes: si la atadura resulta estar
más suelta por una parte, es sólo porque está más apretada por otra.
Difícilmente se puede convencer a un hombre de un error que dura en el tiempo una
vida, y hay que contentarse con la idea de que el progreso científico es lento: si él no
queda convencido, puede que sus nietos sí. Los geólogos nos dicen que hicieron falta
cien años para demostrar que los fósiles son orgánicos, y otros ciento cincuenta más
para demostrar que no se remiten a la inundación en tiempos de Noé. Aunque no estoy
seguro, creo que en las situaciones críticas me pondría en manos de las divinidades
liberales griegas antes que en las del Dios de mi país. Aunque Jehová haya adquirido
nuevos atributos con nosotros, es más absoluto e inaccesible, que no más divino, que
Júpiter. No es tan caballeroso, clemente, ni universal, ni ejerce una influencia tan íntima
y afable sobre la naturaleza como muchos de los dioses griegos. Debería temer el poder
infinito y la justicia inflexible del mortal todopoderoso recién deificado, tan
absolutamente viril, sin su hermana Juno, ni Apolo, ni Venus, ni Minerva que puedan
interceder por mí, θυμώ φιλέουσά τε, κηδομένη τε[40]. Los griegos son dioses jóvenes y
errantes y caídos, con los vicios de los hombres, pero en muchos aspectos importantes
pertenecen esencialmente a la raza divina. En mi Panteón, Pan reina aún en su gloria
prístina, con la cara rojiza, la barba desgreñada y el cuerpo peludo, su flauta y su
cayado, su ninfa Eco y su hija Yambe; pues el gran dios Pan no está muerto, como se
rumoreaba. Ningún dios muere jamás. Puede que, de entre todos los dioses de Nueva
Inglaterra y de la antigua Grecia, el santuario de Pan sea mi predilecto.
Me parece que el dios al que se suele adorar en los países civilizados no es divino
en absoluto, a pesar de tener un nombre divino, sino que es una combinación de la
autoridad y la respetabilidad abrumadoras de la raza humana. Los hombres se veneran
los unos a los otros, y no a Dios. Si creyese que puedo hablar con discernimiento e
imparcialidad sobre todas las naciones de la cristiandad, debería elogiarlas, pero esto
me supone demasiado trabajo. Parecen ser las más civiles y humanas, aunque podría
equivocarme. Todos los pueblos tienen dioses que se amoldan a sus circunstancias: los
habitantes de las Islas de la Sociedad tenían un dios llamado Toahitu que «adoptaba la
forma de un perro y salvaba a quienes estaban en peligro de caerse desde las rocas y
los árboles[41]». Creo que podemos apañárnoslas sin él, dado que no tenemos que
escalar demasiado. En ese pueblo y con un trozo de madera, un hombre podía tallarse
en un periquete un dios que lo haría morirse de miedo.
Me imagino que alguna hilandera infatigable de la vieja escuela, que tuvo la fortuna
suprema de haber nacido en «días que ponían a prueba las almas de los hombres[42]», al
oír esto, podría decir, con Néstor —otro de la vieja escuela—: «Pero vosotros sois
más jóvenes que yo, que en otro tiempo conversé con hombres más grandes que
vosotros. No he visto todavía, ni veré, hombres como Pirítoo, como Driante, y ποιμευα
λαων[43]», como probablemente sea Washington, único «pastor de personas». Y ahora
que Apolo ha girado, o ha parecido girar, seis veces hacia el Oeste, ahora que por
séptima vez muestra su rostro por el Este, los hombres, con sus ojos casi vidriosos,
acristalados, que sólo han fluctuado entre la lana y el estambre de la oveja, exploran sin
cesar un buen sermonario. Durante seis días deberás trabajar e hilar, pero en verdad te
digo que el séptimo habrás de leer. Bienaventurados nosotros, que podemos disfrutar de
este tibio sol de septiembre que ilumina a todas las criaturas, ya descansen o se
esfuercen, no sin una sensación de gratitud; criaturas cuya vida es igual de intachable —
por reprochable que pudiera ser— en los días de la luna y del sol[44].
Existen diferentes fes, algunas de ellas casi inverosímiles, ¿pero por qué tendría
que alarmarnos cualquiera de ellas? En aquello que cree el hombre, cree Dios. A lo
largo de mi vida he escuchado y he visto a muchos blasfemos, pero aún no he
escuchado ni presenciado una blasfemia o una irreverencia directa y consciente —
aunque de indirectas y habituales ya he tenido bastantes—. ¿Dónde está el hombre
culpable de insultar de manera directa y personal a Aquel que lo creó?
A esta época debemos un añadido memorable a la mitología antigua: la fábula
cristiana, tejida durante estos siglos con dolores y lágrimas y sangre y sumada a la
mitología de la raza humana. El nuevo Prometeo. ¡Con qué anuencia, paciencia y
persistencia milagrosas se ha grabado esta mitología en la memoria de la raza! Se diría
que en el progreso de nuestra mitología estaba el derrocar a Jehová y coronar a Cristo
en su lugar.
Si la que vivimos no es una vida trágica, entonces no sé cómo llamarla. Pensemos
en una historia como la de Jesucristo: la historia de Jerusalén, por así decirlo, como
parte de la Historia Universal; la muerte desnuda, embalsamada, desenterrada de
Jerusalén, entre sus colinas desoladas. Quiero creer que en el poema de Tasso ciertos
elementos quedan dulcemente enterrados[45]. Pensemos en la tenacidad irritable con la
que siguen predicando el cristianismo. ¿Qué son el tiempo y el espacio para el
cristianismo? Mil ochocientos años y un nuevo mundo, para que la humilde vida de un
campesino judío pueda tener la fuerza de hacer a un obispo de Nueva York tan
intolerante; cuarenta y cuatro lámparas, regalo de los reyes, ardiendo ahora en un lugar
llamado Santo Sepulcro; la campana de una iglesia sonando; algunas lágrimas sinceras
derramadas por un peregrino en el Monte Calvario durante la Semana Santa.
«Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha[46]».
«Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia de
Sión[47]».
Quiero creer que algunos están tan cerca y aprecian tanto a Buda, o a Cristo, o a
Swedenborg[48], que no están encerrados en sus iglesias. No hace falta ser cristiano
para apreciar la belleza y la importancia de la vida de Cristo. Sé que algunos pensarán
mal de mí cuando escuchen a su Cristo nombrado junto a mi Buda, y aun así estoy
seguro de que quiero que ellos amen a su Cristo más que a mi Buda, pues el amor es lo
más importante, y yo también lo amo. «Dios es la letra Ku, y también la Khu[49]». ¿Por
qué los cristianos tienen que seguir siendo intolerantes y supersticiosos? Los ingenuos
marineros no querían arrojar por la borda a Jonás, que se lo había pedido.
Un hombre dice:
Otro que:
El mundo es un lugar extraño para albergar un teatro. El viejo Drayton pensó que un
hombre que viviese aquí, y fuese un poeta, por ejemplo, debería albergar en su interior
«elementos valientes y translunarios», y una «bella locura[53]» debería dominar su
mente. Sin lugar a dudas, de ser así, podría estar a la altura de las circunstancias. El
Sr. Johnson expresa un asombro superfluo con relación a la afirmación de Sir Thomas
Browne de que «su vida ha sido un milagro de treinta años, que se vería reflejado
mejor en un poema que en la historia, y que sonaría como un mito[54]». Lo asombroso
es, antes bien, que todos los hombres no hagan tal afirmación. De ser cierto, el elogio
que se le hizo a Francis Beaumont sería excepcional: «Los espectadores formaban parte
de vuestras tragedias[55]».
Pensemos en qué infame y penoso es el mundo, que durante la mitad del tiempo
tenemos que encender una lámpara para poder ver y vivir en él. Es la mitad de nuestra
vida. ¿Quién abordaría la empresa si se tratase de toda la vida? Y, que alguien me lo
explique, ¿qué más cosas nos ofrece el día? Una lámpara que arde con una luz más
clara, un aceite más puro, acaso espermaceti, para que podamos continuar con menos
trabas con nuestra inutilidad. Sobornados con un poco de luz del sol y unos cuantos
colores, bendecimos a nuestro Creador, y contenemos su ira con nuestros himnos.
«En verdad os digo, ángeles míos, que sentía vergüenza a causa de mi sirviente,
quien no tenía más Providencia que yo, de suerte que decidí perdonarlo[56]».
La mayoría de gente con la que hablo, hombres y mujeres que incluso poseen cierta
originalidad y genio, tiene su esquema del universo bien preconcebido y seco —
demasiado seco para escuchar, os lo aseguro; lo bastante seco como para arder; de un
seco podrido e incluso polvoriento, a mi entender—, y lo colocan entre tú y ellos hasta
en la más breve de las conversaciones. Es una estructura antigua e inestable, en la que
todas las tablas han cedido. No caminan nunca sin su colchón. Algunas cosas y
relaciones que a mí me parecen harto baladíes e insustanciales están para ellos
establecidas para la eternidad —como el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y similares,
que son para ellos como las colinas eternas—. Sin embargo, en ninguna de mis
caminatas encontré el menor vestigio de autoridad para estas cosas. No han dejado un
rastro tan claro como la delicada flor de un periodo geológico remoto en el carbón de
mi chimenea. El hombre más sabio no predica doctrinas, no tiene un esquema, no ve
vigas ni telarañas en los cielos: están limpios. Si alguna vez veo con mayor claridad en
un momento que en otro, es porque el medio a través del que veo es más claro. ¡Y
pensar que tenemos que mirar desde la tierra hacia el cielo y seguir viendo ese
elemento fijo, ese antiguo esquema judío! ¡¿Qué derecho tenéis de levantar este
obstáculo ante mi comprensión de vosotros, ante vuestra comprensión de mí?! No lo
inventasteis, sino que os fue impuesto; examinad vuestra autoridad. Me temo que
incluso Cristo tenía su esquema, su conformidad a la tradición, que vicia ligeramente
sus enseñanzas. No se había tragado todas las fórmulas, pero predicaba desde la
doctrina. A mi juicio, Abraham, Isaac y Jacob ya no son más que las esencias más
sutiles imaginables, que no empañarían el cielo matutino. Vuestro esquema ha de ser la
estructura del universo; todos los demás esquemas pronto serán ruinas. El Dios
perfecto, en sus revelaciones sobre él mismo, nunca ha llegado hasta el extremo al que
lo hacéis vosotros, sus profetas, con vuestras proposiciones. ¿Habéis aprendido el
alfabeto celestial y sabéis contar hasta tres? ¿Conocéis el número de miembros de la
familia de Dios? ¿Podéis expresar con palabras los misterios? ¿Creéis poder describir
lo indescriptible? Decidme, ¿qué raza de geógrafos sois, que podéis hablar de la
topografía celestial? ¿De quién sois amigos para hablar de la personalidad de Dios?
¿De verdad crees tú, Miles Howard, que Él te ha convertido en su confidente?
Habladme de la altura de las montañas de la luna, o del diámetro del espacio, y puede
que os crea; pero referíos a la historia secreta del Todopoderoso y no podré por menos
que tildaros de locos. Sin embargo, contamos con una suerte de historia familiar de
nuestro Dios —como la que tienen los tahitianos de los suyos—, y la enorme
imaginación de un poeta excelso se nos impone como una verdad eterna y adamantina,
¡como la palabra del mismo Dios! Pitágoras dice, y con razón: «Una afirmación
verdadera sobre Dios es una afirmación de Dios[57]», pero haríamos bien en dudar de
que exista algún ejemplo de ella en la literatura.
Sin embargo, el Nuevo Testamento trata demasiado en exclusiva sobre el hombre y sus
supuestos asuntos espirituales, y resulta con demasiada frecuencia moral y personal
como para satisfacerme, ya que yo no estoy interesado únicamente en la naturaleza
religiosa o moral del hombre, ni siquiera en el hombre como tal. De hecho, no tengo
proyectos claros para el futuro. Hablando en términos absolutos, «todo lo que querríais
que hiciesen los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» no es para nada una
regla de oro, sino de la mejor plata de la que disponemos. Un hombre honesto tendría
muy pocas ocasiones de aplicarla. Lo dorado sería no tener ninguna regla en absoluto
para tal caso —pero nunca se ha escrito un libro que pueda ser aceptado sin
concesiones—. Cristo era un actor sublime en el escenario del mundo, y sabía en lo que
estaba pensando cuando dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán». En esos momentos me acerco a él. Y sin embargo, sólo pudo enseñar a vivir a
la raza humana de manera imperfecta. Todos sus pensamientos estaban dirigidos hacia
otro mundo. Existe otro tipo de éxito diferente al suyo. En este mundo tenemos que
encontrar un medio de subsistencia, y tenemos que esforzarnos para conservarlo.
Existen distintos y difíciles problemas aún por resolver, y tenemos que cambiar para
vivir una vida, entre espíritu y materia, lo más humana posible.
Un hombre sano, con un trabajo estable, como el de cortar madera a cincuenta
centavos el fardo, y un refugio en los bosques, no será un buen sujeto a ojos del
cristianismo. Puede que escoja el Nuevo Testamento como lectura para alguno de sus
días, pero no para todos ni para la mayoría. Prefiere irse de pesca en su tiempo libre.
Los apóstoles, aunque también ellos eran pescadores, pertenecían a la solemne raza de
pescadores marinos, y nunca pescaban lucios en los ríos del interior.
Los hombres tienen el singular deseo de ser buenos sin un motivo concreto, pues
piensan que quizá el mero hecho de serlo acabe beneficiándoles. El tipo de moralidad
inculcada por los sacerdotes es una política harto sutil, mucho más que la de los
políticos, y con ella, como policías, controlan y dominan el mundo a la perfección. No
merece la pena dejar que nuestros defectos nos molesten en todo momento. La
conciencia no puede ni debe monopolizar toda nuestra vida más de lo que lo hacen el
corazón o la cabeza, ya que puede enfermar como cualquier otra parte del cuerpo.
Conozco a gente cuya conciencia, merced sin duda a una indulgencia pasada, ha crecido
hasta llegar a ser tan irritable como los niños consentidos, y al final acaba por no darle
tregua. No sabían cómo silenciar sus cabezas, y sus vidas, huelga decirlo, no daban
ningún fruto.
Cae durante todo su recorrido, sin ser disuadido por ninguna cascada. La ley de su
nacimiento decreta que nunca se estanque, pues ha descendido desde las nubes, ha
caído por precipicios erosionados por la corriente, a través de presas desgoznadas,
construidas por castores, sin romperse, antes bien, uniéndose y remendándose a sí
mismo, hasta que ha encontrado un lugar donde respirar entre estas tierras bajas. Ya no
hay peligro de que el sol lo robe y lo devuelva a los cielos antes de llegar al mar, pues
está autorizado a recuperar cada tarde, y con intereses, su propio rocío.
Flotábamos ya sobre las aguas de los lagos Squam y Newfound y Winnipiseogee, y
sobre la nieve disuelta de las Montañas Blancas, y sobre los ríos Smith y Baker y Mad,
y Nashua y Souhegan y Piscataquoag, y Suncook y Soucook y Contoocook, mezclados
en proporciones incalculables, aguas aún fluidas, amarillentas, inquietas todas, con una
tendencia hacia el mar antigua e imposible de erradicar.
Y así fluye pasando por Lowell y Haverhill, donde sufre por primera vez una
influencia marina, pues unos cuantos mástiles delatan la cercanía del océano. Entre los
pueblos de Amesbury y Newbury es un río amplio y comercial, de entre un tercio y
media milla de anchura, y ya no está flanqueado por márgenes amarillos y
desmigajados, sino respaldado por altas y verdes colinas y pastos, con muchas playas
blancas donde los pescadores recogen sus redes. He pasado por este tramo del río en
un barco de vapor, y ver desde la cubierta a los pescadores arrastrando sus redes de
cerco en la orilla lejana era una imagen realmente agradable, como un cuadro que
representa una costa extranjera. De cuando en cuando puedes encontrarte con una goleta
cargada con maderos, frente a Haverhill, plantándole cara, o bien descansando anclada
o encallada, a la espera del viento o la marea. Hasta que, por fin, pasas bajo el famoso
puente de Chain Bridge, y desembarcas en Newburyport. Así pues, la que al principio
era «pobre de aguas, desnuda de renombre», tras haber recibido a tantos y tan puros
afluentes, tal y como se decía del río Forth[74],
También este río acabó por ser descubierto por el hombre blanco, este río que «se
adentraba en la tierra», aunque no se sabía hasta dónde —acaso un brazo de mar hacia
el Mar del Sur—. Su valle fue explorado por primera vez en 1652, llegando hasta el
Winnipiseogee. Los primeros colonizadores de Massachusetts suponían que el
Connecticut, en una parte de su curso, fluía hacia el Noroeste, «tan cerca del gran lago
que los indios llevan sus canoas hasta él a pie». También suponían que de este lago y de
las «espantosas ciénagas[78]» que había junto a él salían todos los castores con los que
se comerciaba entre Virginia y Canadá, y se pensaba que el Potomac surgía de él o de
un lugar muy cercano. Más adelante el Connecticut pasaba tan cerca del curso del
Merrimack que esperaban poder desviar, sin demasiado esfuerzo, la corriente del
comercio hacia este segundo río, y que sus beneficios pasaran de los bolsillos de sus
vecinos holandeses a los suyos.
A diferencia del Concord, el Merrimack no es un río muerto, sino vivo, aunque
alberga menos vida en sus aguas y sus márgenes. Tiene una corriente rápida y, en esta
parte de su curso, su fondo es de barro, casi sin hierbas, y hay pocos peces en
comparación con el otro. Mirábamos hacia el fondo de sus aguas amarillas con gran
curiosidad, toda vez que estábamos acostumbrados a la negrura del Concord, digna del
Nilo. Aquí se pescan sábalos y pinchaguas en su temporada, pero el salmón, del que se
cree que otrora era más numeroso que el sábalo, es hoy en día mucho menos abundante.
También se pesca, de cuando en cuando, algún róbalo. Sin embargo, las esclusas y los
diques han demostrado ser bastante destructivos para el sector pesquero. El sábalo hace
su aparición a principios de mayo, al mismo tiempo que las flores del peral, una de las
flores tempranas más llamativas, y a la que por ese motivo se llama «flor del sábalo».
En esta época también aparece un insecto, la «mosca sábalo», o «mosca efímera», que
cubre las casas y las cercas. Se nos dice que «aparecen en mayor número cuando los
manzanos florecen por completo. El viejo sábalo vuelve en agosto; el joven, tres o
cuatro pulgadas más largo, en septiembre. A ambos les privan las moscas[79]». En el
pasado se practicaba una forma de pesca bastante pintoresca y suntuosa en las cataratas
de Bellows Falls, donde una gran roca divide el río Connecticut. «En los laterales
inclinados de la isla rocosa», dice Belknap, «cuelgan varios sillones, atados a
escaleras y asegurados con un contrapeso, donde los pescadores se sientan para pescar
salmones y sábalos con un salabre[80]». Los restos de los diques indios, compuestos por
grandes piedras, aún se pueden ver en el Winnipiseogee, una de las cabeceras de este
río.
El recuerdo de estos bancos de peces migratorios —salmones, sábalos, pinchaguas
y alosas, entre otros—, ascendiendo por los innumerables ríos de nuestra costa en
primavera, llegando incluso a los lagos interiores, con sus escamas brillando al sol, o
de los alevines que, en número aún más grande, se ponen en marcha, río abajo, hacia el
mar, no puede sino influir favorablemente en nuestra filosofía. «¿Y acaso no es un buen
pasatiempo», escribió el capitán John Smith, que ya en 1614 había pisado estas costas,
«aquel que te permite ganar dos, seis, doce peniques con tan sólo arrastrar y girar un
sedal? […] ¿Y qué pasatiempo provoca un mayor placer, y es menos peligroso o
pesado, que la pesca con anzuelo, pasando de isla en isla a través del aire dulce, sobre
las corrientes silenciosas de un mar sereno?»[81].
El poeta expresa hasta la mínima información, incluso la hora del día, con tal
magnificencia y amplio uso del imaginario natural, como si fuese un mensaje de los
dioses.
Cuando el ejército troyano pasó la noche en armas, vigilando por miedo a que el
enemigo reembarcase bajo el manto de la oscuridad, dice:
La «diosa bracicándida Hera», enviada por el Padre de los dioses y los hombres a
por Iris y Apolo,
Sus paisajes son siempre reales y no inventados. El poeta salta con la imaginación
desde Asia hasta Grecia, a través del aire,
Esta vez, sin embargo, se dirige únicamente a Patroclo: «Y hay un río, aquel
Minueyo, cerca de Arena, que desemboca en donde esperamos al alba serena los pulios
montados y tropa de a pie que afluía revuelta; de donde todos en masa, ceñidos armas
de guerra, al santo caudal del Alfeo con luz llegamos entera…». Nos imaginamos
escuchar el suave murmullo del Minueyo descargando sus aguas en el océano durante
toda la noche, y oímos el sonido hueco de las olas que rompen contra la orilla, hasta
que al final nos alegramos con el desenlace de una ardua marcha junto a las fuentes
borboteantes del Alfeo.
Hay pocos libros que estén hechos para ser recordados en nuestras horas más
elevadas, pero la Ilíada brilla con mayor fuerza en los días más serenos, y aún guarda
toda la luz del sol que bañaba antaño Asia Menor. Ninguna de nuestras alegrías o
éxtasis modernos pueden rebajar su altura ni apagar su brillo. Ahí yace, en el Oriente
de la literatura, como si fuese la primera y la última producción de la mente. Las ruinas
de Egipto nos oprimen y nos sofocan con su polvo, con su pestilencia conservada en
casia y resina y envuelta en lino: la muerte de aquello que nunca vivió. Sin embargo,
los rayos de la poesía griega se abren paso hasta llegar a nosotros, y se mezclan con el
sol de los días presentes. La estatua de Memnón fue derribada, pero el asta de la Ilíada
sigue encontrándose con el sol cuando se eleva.
Así pues, no hay duda de que Homero tuvo a su Homero, y Orfeo a su Orfeo, en la
Antigüedad borrosa que los precedió. El sistema mitológico de los antiguos, que aún
sigue siendo la mitología de los modernos, el poema de la humanidad, tan
fantásticamente entretejido con su astronomía, e igualando en grandeza y armonía a la
arquitectura de los cielos, parece hablar de un tiempo en que un genio más poderoso
habitaba la Tierra. Pero, después de todo, el hombre, y no Homero o Shakespeare, es el
gran poeta. Y nuestra propia lengua, y las artes comunes de la vida, son su obra. La
poesía es tan universalmente real y tan independiente de la experiencia que no necesita
una biografía particular para ilustrarla, sino que tarde o temprano la vinculamos con
algún Orfeo o Lino, y después de años con el genio de la humanidad y de los mismos
dioses.
Merece la pena tomarse tiempo para escoger nuestras lecturas, pues los libros
constituyen la sociedad que frecuentamos. Leer sólo a aquellos que tienen una
autenticidad serena, nunca estadística, ni ficción, ni noticias, ni informes, ni periódicos,
sino sólo grandes poemas, y cuando se agoten, leerlos otra vez, acaso escribir más. En
lugar de hacer otros sacrificios, podríamos ofrecer cada día nuestros pensamientos
perfectos (τελεία) a los dioses, en himnos o salmos. Pues deberíamos estar al timón al
menos una vez al día. Todas las horas no deberían ser temporales. Tendría que haber al
menos una hora, si no más, en que el día no avanzase. Los eruditos acostumbran a
vender sus derechos inalienables por un amasijo de conocimiento. ¿Pero es necesario
conocer lo que el especulador imprime, o lo que estudia el irreflexivo, o lo que lee el
ocioso, la literatura de los rusos y los chinos, o incluso la filosofía francesa y gran
parte de la crítica alemana? Leed primero los mejores libros, o puede que no tengáis la
oportunidad de leerlos nunca. «Hay devotos a través de las ofrendas y devotos a través
de la mortificación; están los devotos con una devoción entusiasta, y también aquellos
para los que la sabiduría de sus lecturas es su devoción, hombres de pasiones apagadas
y maneras severas […]. Este mundo no está hecho para quienes no sienten devoción. Y
dime, oh, tú, Arjuna, ¿dónde hay otro?»[87]. Ciertamente, no necesitamos estar siempre
tranquilos y entretenidos como niños. Aquel que recurre a una novela fácil porque se
siente lánguido haría mejor en echar una siesta. El aspecto frontal de los grandes
pensamientos sólo puede ser disfrutado por quienes permanecen a un lado cuando éstos
llegan. Libros que no nos ofrecen un pequeño disfrute, sino donde cada reflexión es de
una audacia inaudita; libros que un hombre ocioso no leería, que no entretendrían al
tímido; libros que incluso nos harían peligrosos para las instituciones existentes: a ésos
los llamo yo buenos libros.
No todo aquello que está impreso y cosido es un libro, no necesariamente pertenece
a las Letras, sino que más a menudo puede catalogarse junto a los otros lujos y
apéndices de la vida civilizada. Se nos intenta endosar los elementos más vulgares bajo
miles de disfraces. Tal y como me dijo una vez un vendedor ambulante, «la mejor forma
de comerciar es cerrar el trato con éxito», se trate de lo que se trate.
Mercaderes, alzaos,
Y ofuscad la conciencia con vuestra mercancía[89].
El papel es barato, y ahora los autores ya no tienen que borrar un libro antes de
escribir otro. En lugar de cultivar la tierra para que dé trigo y patatas, cultivan la
literatura, y ocupan un lugar en la República de las Letras. O puede que gusten de
escribir por la fama pura y dura, como otros cultivan cosechas de grano para destilarlo
y convertirlo en brandy. La mayoría de libros se escribe con prisas y tozudez, como
partes de un sistema, para suplir una necesidad real o imaginaria. Los libros de historia
natural buscan por lo general ser calendarios apresurados, o inventarios de las
pertenencias de Dios, hechos por algún empleado. No enseñan en absoluto la visión
divina de la naturaleza, sino la popular, o mejor dicho, el método popular de estudiar la
naturaleza, y se limitan a conducir al pupilo perseverante, a toda prisa, a ese dilema en
que siempre viven los profesores.
Los libros instruidos no nos instruyen demasiado; lo hacen, antes bien, los libros
verdaderos, los sinceros, los humanos, los nacidos de biografías francas y honestas. La
vida de un buen hombre difícilmente nos mejorará más que la vida de un saqueador,
pues las leyes inevitables se muestran con la misma sencillez en la infracción y en el
cumplimiento, y nuestras vidas están sostenidas por una cantidad prácticamente igual de
algún tipo de virtud. Mientras viva, el árbol en descomposición pedirá la misma
cantidad de sol, viento y lluvia que el árbol verde, pues segrega savia y realiza las
funciones de la salud. Si así lo decidimos, podemos limitarnos a estudiar la albura,
pero el tocón nudoso tiene un capullo tan tierno como el del arbusto.
Dejadnos al menos tener libros sanos, un sólido rastrillo tirado por caballos y una
estufa de cocina que no esté agrietada. No dejemos que el poeta derrame lágrimas sólo
por el bien público. Debería ser igual de vigoroso que el arce de azúcar, que tiene
suficiente savia para mantener su propio verdor, además de la que va a parar a los
abrevaderos, y no como la vid, que cuando se la corta en primavera no da frutos, sino
que se desangra hasta la muerte intentando curar sus heridas. El poeta es aquel que tiene
suficiente grasa, al igual que los osos y las marmotas, como para lamer sus garras
durante todo el invierno. Hiberna en este mundo, y se alimenta de su propio tuétano.
Cuando caminamos sobre los pastos nevados, nos encanta pensar en esos soñadores
felices que yacen bajo tierra, en los lirones y en todas esas razas de criaturas dormidas
que tienen tal exceso de vida envuelto en gruesos pliegues de pelaje, inmunes al frío.
¡Ay!, el poeta también es, en cierto sentido, una suerte de lirón desaparecido en barrios
invernales de pensamientos profundos y serenos, insensible a las circunstancias que lo
rodean; sus palabras son el relato de su memoria más antigua y elevada, una sabiduría
sacada de la experiencia más remota. Mientras tanto, otros hombres llevan una
existencia hambrienta, como los halcones, que se mantienen en el aire confiando en
cazar, de cuando en cuando, algún gorrión.
Los ensayos y poemas que ya existen, frutos de esta tierra, no han sido escritos en vano.
Y, sin embargo, podríamos guardarlos todos tranquilamente en nuestro cofre[92]. Si los
dioses transmitiesen su propia inspiración en vano, éstos podrían pasarse por alto entre
la multitud. Pero no cabe duda de que los acentos de verdad acabarán siendo
escuchados tanto en la tierra como en el cielo. Ya parecen antiguos, y en cierta medida
han perdido las huellas de su nacimiento moderno. Aquí están quienes
Recuerdo unas cuantas frases que brotan como la hierba en su pasto autóctono,
donde sus raíces nunca fueron perturbadas, como si no hubiesen sido esparcidas sobre
un dique arenoso; frases que responden a la oración del poeta:
¡¿Qué tierra o mar, montaña o río, manantial o bosquecillo de las Musas, está a
salvo de su mirada apasionada y siempre vigilante, que se desvía del camino marcado
por Febo[97], visita lugares insólitos, hace brillar a los gélidos hiperbóreos, retorcerse
a la vieja serpiente polar, retroceder y esconderse a los Nilos?!
Por sus
Es Apolo brillando ante ti. Oh, Contemporáneo excepcional, déjanos tener calores
remotos. Danos la belleza sutil y celestial, por breve que sea, que todo lo atraviesa y no
mora en el verso, como el agua pura, que no hace sino reflejar los matices de la uva en
su racimo. Deja soplar los épicos vientos alisios, y detén este vals de inspiraciones.
Permítenos con más frecuencia sentir en nuestras mejillas el lebeche, por suave que sea,
soplando desde el cielo de los indios. ¿Qué nos importa perder un millar de meteoritos
caídos del cielo, si las profundidades celestiales, si el polvo estelar y las indisolubles
nebulosas permanecen? ¿Qué nos importa perder un millar de sabias respuestas del
oráculo, si a cambio podemos tener unos cuantos acres naturales de tierra jónica?
Aunque sabemos de sobra
Ciertas horas no parecen hechas para emprender ninguna acción, sino para que en su
interior tome aire la determinación. En lugar de abordar directamente la tarea que nos
emociona, cerramos la puerta a nuestras espaldas y deambulamos con la mente
preparada, como si la mitad del trabajo ya estuviese hecha. En esos momentos nuestra
resolución está arraigándose en la tierra, como hacen las semillas, que primero lanzan
un brote hacia abajo, que se alimenta de su propio albumen, y luego arrojan otro hacia
arriba, hacia la luz.
Ciertos libros poseen un tipo de verdad y naturalidad sencilla que es muy difícil de
encontrar, aunque sea en realidad algo común. Puede que no haya nada elevado en sus
opiniones, nada elegante en su expresión, pero ofrecen ese discurso carente de
afectación que escuchamos en el campo y en los valles. La sencillez es un mérito casi
tan grande en un libro como en una casa, si el lector decide hospedarse en él. Comparte
espacio con la belleza, y es un arte nobilísima. Algunos libros tienen sólo ese mérito.
El erudito no está en condiciones de hacer que su experiencia más familiar llegue
elegantemente en ayuda de su expresión. Muy pocos hombres pueden hablar sobre la
Naturaleza, por ejemplo, con cierta veracidad. Sobrepasan su humildad de una forma u
otra, y no le hacen ningún favor. No hablan en realidad por ella. La mayoría de estos
hombres llora mejor de lo que habla, y podremos sacar algo más natural de ellos
pellizcándoles que dirigiéndoles la palabra. La aridez con la que el leñador habla de
sus bosques, manejándolos con la misma indiferencia que su hacha, es mejor que el
entusiasmo comedido del amante de la naturaleza. Es mejor que la prímula a orillas del
río sea una prímula amarilla, y nada más, en lugar de ser algo inferior. Aubrey dice de
Thomas Fuller que la suya era «una cabeza siempre activa, hasta el punto de que,
mientras caminaba meditando antes de cenar, podía comerse una hogaza entera sin
percatarse. La naturaleza le había dotado con una gran memoria, a la que añadió el arte
de la mnemotecnia. Podía repetir hacia adelante y hacia atrás todos los carteles entre
Ludgate y Charing Cross». Del Sr. John Hales dice que «adoraba Canarias» y fue
enterrado «bajo un altar de mármol negro […] con un epitafio demasiado largo».
De Edmund Halley, que «a los dieciséis años podía distinguir las estrellas, y luego dijo
que se consideraba un buen tipo»; de William Holder, quien escribió un libro sobre la
manera de curar de un tal Popham, sordomudo, que «no seguía a ningún autor y que sólo
consultó con la naturaleza[106]». En la mayoría de los casos, los autores se limitan a
consultar a todos los que han escrito antes que ellos sobre un tema, y su libro no es más
que la suma de los consejos de muchos. En cambio, un buen libro nunca antes habrá
sido anticipado, sino que el propio tema será, en cierto sentido, nuevo, y su autor,
consultando a la naturaleza, no consultará sólo a aquellos que le han precedido, sino
también a aquellos que pudieran seguirle. Siempre hay espacio y razones suficientes
para un libro verdadero sobre cualquier tema, al igual que hay espacio para más luz en
el día más brillante, pues cada rayo que se sume no interferirá con el primero.
Así íbamos procediendo río arriba, amoldando poco a poco nuestros pensamientos a
las novedades, observando desde su plácido seno una nueva naturaleza y los nuevos
trabajos de los hombres, y, como si nuestra confianza fuese en aumento, encontrando la
naturaleza aún habitable, agradable, propicia. No seguíamos un camino marcado, sino
el serpenteante curso del río, que era, como de costumbre, la ruta más corta para
nosotros. Por suerte no teníamos negocios en aquella zona. El Concord rara vez había
sido un rivus, sino apenas un fluvius, o algo entre fluvius y lacus. El Merrimack, en
este punto, no era ni rivus, ni fluvius, ni lacus, sino más bien un amnis[107], una crecida
gradual, majestuosa y ondulante que se aproxima al mar. Podíamos incluso sentir
empatía por su fuerte marea, que se dirigía a buscar fortuna en el océano, anticipándose
al momento en que, «recibida en la sencillez de sus aguas libres», debería «hacer de las
costas sus orillas»:
Campoque recepta
Liberioris aquæ, pro ripis litora pulsant[108].
Por fin rodeamos un islote bajo y cubierto de arbustos, que llamamos Isla del
Conejo, y sometido alternativamente al sol y a las olas, tan desolado como si se
encontrase a varias leguas mar helado adentro, y nos encontramos en una parte del río
más estrecha, cerca de los cobertizos y los patios para recoger la piedra conocida como
«granito de Chelmsford», que se extrae en Westford y en los pueblos vecinos. Dejamos
a nuestra derecha la Isla Wicasuck, con sus setenta acres de tierra, si no más, ubicada
entre Chelmsford y Tyngsborough, y residencia predilecta de los indios. Según la
Historia de Dunstable: «Sobre el 1663, el hijo mayor de Pasaconaway [jefe de los
penacook] fue enviado a la cárcel por un miembro de su tribu, a causa de una deuda de
cuarenta y cinco libras contraída con John Tinker, que se había comprometido
verbalmente a pagar. Para liberarlo de su encarcelamiento, su hermano Wannalancet y
otros indios, propietarios de la Isla Wicasuck, la vendieron y pagaron la deuda[109]».
Sin embargo, el Tribunal General se la devolvió a los indios en 1665. Tras la marcha
de los indios en 1683, la isla pasó a manos de Jonathan Tyng como pago por sus
servicios a la colonia, pues había hospedado a una guarnición en su casa. La casa de
Tyng no quedaba lejos de las cataratas de Wicasuck Falls. Gookin, que en su «Epístola
dedicada a Robert Boyle» se disculpa por presentarle su «cuestión vestida con unas
ropas salvajes», dice que al estallar la Guerra del Rey Felipe[110] en 1675, siete «indios
provenientes de Narragansett, Long Island y Pequod, que habían estado unas siete
semanas trabajando con el Sr. Jonathan Tyng, de Dunstable, en el Merrimack, al saber
de la guerra, echaron cuentas con su jefe y, tras recibir la paga, se marcharon sin que
aquél lo supiera. Como estaban asustados, caminaban en secreto a través de los
bosques, decididos a llegar hasta su país», pero fueron capturados por los indios
cristianos y los ingleses de Marlboro y enviados a Cambridge[111]. Sin embargo, poco
después fueron puestos en libertad. Así eran los jornaleros a la sazón. Tyng fue el
primer colono permanente de Dunstable, que luego abarcó lo que es ahora
Tyngsborough y muchos otros pueblos. En el invierno de 1675, durante la Guerra del
Rey Felipe, todos los demás colonos abandonaron el pueblo, pero «él», dice el
historiador de Dunstable, «fortificó su casa y, aunque “se veía obligado a recibir la
comida de Boston”, se asentó rodeado de salvajes enemigos, solo, en medio de la
naturaleza, para defender su casa. Al considerar que la suya era una posición
importante para la defensa de las fronteras, en febrero de 1676 solicitó ayuda a la
Colonia», demostrando humildemente, según se colige de su petición, que, como vivía
«en la casa más alta sobre el río Merrimack, descubierta ante el enemigo, pero tan bien
ubicada que hace, como quien dice, de casa de vigilancia para los pueblos vecinos»,
podría ofrecer un importante servicio a su país, de poder contar únicamente con un
poco de ayuda, «pues no había quedado», aseguraba, «ningún habitante en el pueblo, a
excepción de mí». Así las cosas, solicita que «sus Señorías tengan a bien enviarle a
tres o cuatro hombres para hacer de guarnición en la ya mencionada casa». Y lo
hicieron[112]. Aunque yo pienso que dicha guarnición se habría visto debilitada con la
llegada de un solo hombre más.
Así pues, se ganó el título de primer colono permanente. En 1694 se aprobó una ley
que decretaba «que todo colono que deserte de un pueblo por miedo a los indios
renunciará a todos sus derechos allí[114]». Pero ahora, tal y como observo con
frecuencia, un hombre puede desertar en cualquier momento de los fértiles territorios
fronterizos de la verdad y la justicia, que son las mejores tierras del Estado, por miedo
o por enemigos mucho más insignificantes, sin renunciar a ninguno de sus derechos
civiles. Es más, se entregan municipios a los huidos, y a veces no puedo por menos de
considerar al Tribunal General como un campamento de desertores.
Mientras remábamos junto a la orilla de la Isla Wicasuck, que entonces estaba
cubierta de árboles, para evitar la corriente, dos hombres, que parecían recién
escapados de Lowell, donde habían caído en la emboscada dominical de camino a
Nashua, y que ahora se encontraban en esa parte extraña y natural del planeta, sin
cultivar ni colonizar —un lugar áspero y bruto, lleno de murallas y barreras—, al ver
nuestro bote moverse con tanta suavidad río arriba, nos llamaron desde el alto margen
para saber si podíamos llevarlos como pasajeros, como si la nuestra fuese la calle que
no habían encontrado; así podrían sentarse y charlar y matar el tiempo, hasta llegar por
fin a Nashua. Este camino tranquilo era su predilecto. Sin embargo, nuestro bote estaba
abarrotado con accesorios necesarios, y se hundía ya bastante en el agua, además de
necesitar que remásemos, pues no avanzaría contra la corriente sin esfuerzo. Así las
cosas, nos vimos obligados a denegarles el pasaje. A medida que nos alejábamos a
golpes de remo constantes, mientras los Hados esparcían aceite por nuestro camino y el
sol se escondía tras los alisos de la orilla distante, aún podíamos verlos a lo lejos,
sobre el agua, corriendo por la orilla y escalando rocas y árboles caídos como si de
insectos se tratase —pues ellos, al igual que nosotros, no eran conscientes de estar en
una isla—. El río fluía indiferente en la dirección opuesta. Luego, una vez alcanzada la
desembocadura del riachuelo insular, que sin duda habían cruzado por las esclusas, más
al sur, se toparon con una barrera más efectiva contra su progreso. Parecían estar
aprendiendo muchas cosas en poco tiempo. Corrían de un lado a otro, como hormigas
sobre un hierro de marcar incandescente, e intentaban una vez más cruzar el río por aquí
o por allí, para constatar que, en efecto, aún no se podía caminar sobre las aguas, como
si se les hubiese ocurrido alguna nueva idea y pensasen que colocando las piernas de
una determinada forma podrían conseguirlo. Al final el sobrio sentido común pareció
recuperar su influencia, y aquéllos concluyeron que lo que llevaban tanto tiempo
escuchando debía ser cierto, y resolvieron vadear las aguas más bajas. Ya a casi una
milla de distancia pudimos verlos quitarse la ropa y prepararse para el experimento.
No obstante, parecía probable que se les presentase un nuevo dilema, habida cuenta de
la inconsciencia con que estaban dejando la ropa en la orilla equivocada del río, como
en la historia del campesino con el trigo, el zorro y el ganso, que tenían que ser
transportados uno a uno. Nunca supimos si llegaron a salvo al otro lado o tuvieron que
volver por las esclusas. No pudimos evitar quedarnos sorprendidos por la aparente,
aunque inocente, indiferencia de la Naturaleza ante las necesidades de aquellos
hombres, mientras que en otros lugares servía amablemente a otros. Como la verdadera
benefactora que es, el secreto de su servicio es la inmutabilidad. Y así es cómo el más
ocupado de los mercaderes se ve obligado a adoptar las vestes del peregrino, aunque
sea Lowell lo que ven sus ojos, y equiparse de bastón, morral y concha de vieira.
También nosotros, que nos encontrábamos en medio del río, estuvimos cerca de
experimentar el destino del peregrino, al vernos tentados de perseguir lo que parecía un
esturión o un pez más grande —pues recordábamos que éste era el «río esturión»—,
cuyo lomo oscuro y monstruoso ora asomaba, ora se escondía en las aguas. Nos íbamos
quedando cada vez más atrás, pero el pez mantenía su aleta bien a la vista, sin
sumergirse, y parecía preferir nadar contracorriente, de modo que, pasase lo que
pasase, no se nos podría escapar yendo hacia el mar. Al final, cuando estuvimos todo lo
cerca que convenía, y teniendo cuidado para no recibir un coletazo, el pistolero de proa
disparó su carga mientras que el hombre de popa mantenía la posición. Sin embargo, en
uno de esos instantes cargados de significado, el monstruo con piel de fletán, sin
abandonar en ningún momento su sube y baja y sin preludio o aviso alguno, tuvo a bien
alzarse como un enorme mástil, colocado ahí como una boya para advertir a los
marineros de la presencia de rocas sumergidas. Así pues, y echándonos las culpas
recíprocamente, nos retiramos al punto hacia aguas más seguras.
El tramoyista creyó conveniente cerrar aquí el drama de este día, sin preocuparse
de esas armonías que tanto valoramos los mortales. Nunca sabremos si aquello hubiese
acabado en tragedia, en comedia, en tragicomedia o al estilo pastoral. Ese domingo
concluyó con la puesta del sol, dejándonos tranquilos sobre las olas. Los navegantes
disfrutan de un crepúsculo más largo y brillante que quienes están en tierra, pues aquí el
agua, amén de la atmósfera, absorbe y refleja la luz, y una parte del día parece quedarse
hundida bajo las olas. La luz fue abandonando poco a poco las aguas oscuras, y también
el aire más profundo, y el crepúsculo se cernió sobre los peces y también sobre
nosotros, aunque de manera más sombría y melancólica sobre ellos, pues su día es un
crepúsculo perpetuo, aunque lo bastante claro para sus ojos débiles y acuosos. Ya han
tocado a vísperas en varias capillas lúgubres río abajo, donde las sombras de las
hierbas se extienden sobre el suelo arenoso. La lota vespertina ya había empezado a
revolotear con su aleta de cuero, y los cotilleos de los peces se fueron retirando desde
la calle fluvial a los riachuelos, las calas y otros recovecos privados, excepción hecha
de unos cuantos ejemplares de aleta fuerte que, anclados en el río, luchaban contra la
marea incluso en sueños. Entretanto nosotros, cual negra nube nocturna, flotábamos
sobre la bóveda de su cielo, haciendo aún más oscuras las sombras sobre sus campos
inundados.
Al llegar a un lugar retirado, donde el río se extendía hasta alcanzar las sesenta
varas de anchura, montamos nuestra tienda en la orilla occidental, en Tyngsborough,
justo al lado de unos terrenos con ciruelos marítimos que ya estaban casi maduros,
donde la pendiente era almohada suficiente. Y con el mismo trajín que los marineros
que tocan tierra, trasladamos todos los objetos necesarios del bote a la tienda y
colgamos una lámpara dentro: nuestra casa estaba lista. Con una piel de búfalo
extendida sobre la hierba y una manta para taparnos, nuestra cama pronto estuvo hecha.
Un fuego crepitaba alegremente ante nuestra entrada, tan cerca que podíamos cuidarlo
sin poner un pie fuera. Después de cenar, apagamos la llama, cerramos la lona y, como
si estuviésemos rodeados del confort doméstico, nos quedamos despiertos para leer el
Diccionario geográfico, y así conocer nuestra latitud y longitud, escribir nuestro diario
de viaje, o escuchar el viento y el ondear del río hasta ser vencidos por el sueño. Allí
estábamos, bajo un roble a orillas del río, junto al maizal de algún agricultor, buscando
el descanso y olvidando dónde estábamos —que nos veamos obligados a olvidar
nuestros anhelos cada doce horas es una gran bendición—. Visones, ratas almizcleras,
ratones de campo, marmotas, ardillas, mofetas, conejos, zorros y comadrejas, todos
vivían en los alrededores, pero permanecieron escondidos mientras estábamos aquí. El
río, con sus remolinos y sus olas, fluyó toda la noche hacia los mercados y el litoral, sin
que se reflejara en él ninguna pequeña empresa. En lugar de la inmensidad escita de la
noche de Billerica, y sus melodías salvajes, nos mantuvo despiertos el bullicioso
ajetreo, que nos llegaba a través del agua, de varios trabajadores irlandeses en la vía
férrea, que aún no se habían cansado ni descansado en aquel séptimo día, y que no
acabarían de trajinar de un lado a otro de las vías, con una velocidad cada vez mayor y
unos gritos siempre intensos, hasta altas horas de la noche.
Esa noche, uno de los marineros recibió en sueños la visita de los Destinos
Malignos, y de todas esas fuerzas que son hostiles a la vida humana, que constriñen y
oprimen las mentes de los hombres, y hacen que su camino parezca difícil y estrecho, y
lo acosan con peligros, de suerte que hasta las empresas más inocentes y valiosas
parecen una insolencia que tienta a la suerte, que no tiene a los dioses de su lado. En
cambio el otro, felizmente, pasó una noche serena e incluso celestial o inmortal, y su
reposo fue sin sueños —o, en todo caso, sólo quedó la atmósfera de los sueños
agradables—; un reposo natural y feliz hasta la mañana siguiente. Su espíritu alegre
reconfortó y tranquilizó al de su hermano, pues siempre que se enfrentan, el Buen Genio
sin duda prevalece.
LUNES
Cuando el primer rayo de luz amaneció sobre la tierra, y los pájaros se despertaron, y
se escuchó al valiente río ondear confiado en dirección al mar, y se levantó la primera
brisa, haciendo crujir las hojas de roble junto a nuestra tienda, todos los hombres, tras
fortalecer cuerpo y alma con el sueño, y dejar de lado la duda y el miedo, fueron
invitados a embarcarse en aventuras inesperadas.
Sin embargo, en absoluto «llegaron a Dunstable sanos y salvos el día 13», o el 15, o
el 30 «de mayo». Eleazer Davis y Josiah Jones —ambos de Concord, pues nuestro
pueblo natal tenía a siete hombres en esta batalla—, el coronel Farwell, de Dunstable, y
Jonathan Frye, de Andover, todos ellos heridos, fueron dejados atrás, arrastrándose
hacia los asentamientos. «Después de viajar varias millas, Frye se quedó rezagado y se
perdió[7]», aunque un poeta más reciente le asignó compañía durante sus últimas horas.
Farwell aguantó once días. «Dice la tradición», tal y como leemos en la History of
Concord, «que al llegar a una laguna con el coronel Farwell, Davis se quitó uno de sus
mocasines, lo cortó en tiras, ató un anzuelo, pescó varios peces, los frió y se los
comieron. La comida restituyó sus fuerzas, pero fue perjudicial para Farwell, que murió
poco después». Davis tenía una bala alojada en el cuerpo y la mano derecha destrozada
por un disparo, pero parece que, aun con todo, había resultado mejor parado que su
compañero. Llegó a Berwick tras catorce días fuera. También Jones tenía una bala
alojada en el cuerpo y, al igual que Davis, llegó a Saco a los catorce días, aunque no en
las mejores condiciones imaginables: «Había sobrevivido», dice un antiguo diario[9],
«alimentándose de las verduras que crecen de forma natural en el bosque. Las bayas
que había comido se le salían por las heridas abiertas en su cuerpo». También fue el
caso de Davis. Ambos llegaron por fin a casa, salvos aunque no sanos, y vivieron
muchos años tullidos, disfrutando de sus pensiones.
Pero ¡ay de los indios tullidos y sus aventuras en los bosques!
Del número de balas alojadas en sus cuerpos, de las bayas que comieron, de las
Berwick o Saco a las que regresaron, y de las pensiones y municipios que les fueron
otorgados, nada dice ningún diario.
En History of Dunstable se afirma que, justo antes de emprender su última marcha,
Lovewell fue prevenido contra las emboscadas del enemigo, pero «él respondió “que
no le importaban en absoluto”, y doblando el tronco de un pequeño olmo que había
junto a él declaró que “eso mismo haría con los indios”. Dicho olmo aún permanece en
pie [en Nashua], un árbol venerable y magnífico[11]».
Mientras tanto, tras dejar atrás el tramo en forma de herradura de Tyngsborough, donde
el río da una curva repentina hacia el Noroeste —pues, en un cierto sentido, nuestras
reflexiones se habían adelantado a nuestro progreso—, nos fuimos adentrando en el
campo y en el día, que acabó revelándose casi tan dorado como el precedente, aunque
el ligero bullicio y la actividad del lunes penetraba incluso el paisaje. De cuando en
cuando teníamos que concentrar toda nuestra energía en rodear algún punto donde el río
se rompía en pequeñas olas contra las rocas y los arces introducían sus ramas en el
agua, pero solía haber una zona de remanso en el lateral, de la que nos
aprovechábamos. En este tramo el río tenía unas cuarenta varas de ancho y quince pies
de profundidad. En algunas ocasiones uno de nosotros caminaba junto a la orilla,
examinando el campo y visitando las granjas más cercanas, mientras que el otro
navegaba los meandros por su cuenta, hasta encontrarse con el compañero en algún
punto lejano y escuchar el relato de sus aventuras: cómo un agricultor presumía de la
frescura de su pozo, cómo su mujer le ofrecía un vaso de leche al extranjero, o los
niños se peleaban por el único punto transparente de la ventana para poder ver al
hombre junto al pozo. Y es que aunque el campo parecía tan virgen, y no podíamos
observar ninguna casa, encerrados entre los márgenes de aquel día soleado, no
teníamos que viajar lejos para encontrar el lugar donde los hombres habitaban, como
abejas salvajes, y habían excavado pozos en la arena suelta y la marga del Merrimack.
Allí moraba el sujeto de las escrituras hebreas y de El espíritu de las leyes, donde una
tenue columna de humo ascendía en espiral por el mediodía. Todo lo que se ha dicho
sobre el ser humano, sobre los habitantes del Alto Nilo, y de los Sunderbuns[12], y de
Tombuctú, y del Orinoco, podía experimentarse aquí, donde estaban representadas
todas las razas y tipos de hombres. Según Belknap, el historiador de Nuevo Hampshire,
que escribió hace sesenta años, es posible que ya entonces viviesen aquí «nuevas
luces[13]» y hombres de ideas liberales. «La gente que habita a lo largo y ancho del
estado», leemos, «profesa la religión cristiana de una forma u otra. Sin embargo, hay
una suerte de hombres sabios que pretenden rechazarla, pero aún no han sido capaces
de sustituirla por una mejor[14]».
El otro viajero, mientras tanto, podía haber visto un halcón marrón, o una marmota,
o una rata almizclera moviéndose bajo los alisos.
De cuando en cuando nos parábamos a descansar a la sombra de un arce o un sauce,
y tomábamos melón como tentempié, mientras disfrutábamos contemplando el paso del
río y de la vida humana. Y al igual que esa corriente, con sus ramitas y sus hojas
flotantes, todas las cosas pasaban revista ante nosotros, mientras que lejos de allí, en
los pueblos y mercados asomados a este mismo río, la vieja rutina seguía su tranquilo
curso. En efecto, tal y como dice el poeta[15], existe una marea en los asuntos de los
hombres, y a medida que las cosas fluyen y circulan, el reflujo siempre equilibra el
flujo. Todos los ríos son meros afluentes del océano, el único que no mana, y sus costas
permanecen sin cambios, pero en periodos más grandes de lo que el hombre puede
medir. Adondequiera que vayamos, sólo descubriremos infinitos cambios en los
elementos particulares, y no en los generales. Cuando entro en un museo y contemplo a
las momias envueltas en sus vendajes de lino, veo que las vidas de los hombres
empezaron a necesitar una reforma desde el momento mismo en que comenzamos a
caminar sobre la tierra. Salgo a las calles y conozco a hombres que declaran que la
hora de la redención de la raza está cerca. Sin embargo, de la misma manera que los
hombres vivían en Tebas, viven ahora en Dunstable. «El tiempo se bebe la esencia de
toda acción grande y noble que ha de ser realizada y cuya ejecución se retrasa[16]». Eso
dice Visnú Sharma. Y nosotros vemos cómo los conspiradores vuelven una y otra vez al
sentido común y al trabajo. Así lo demuestra la historia.
Aunque no pongo en duda que a través de los años crezca un objetivo elevado,
Y que las mentes de los hombres crezcan con las puestas y salidas de los Soles[17].
Hay artículos secretos en nuestros tratados con los dioses, de una importancia
superior al resto, que el historiador nunca podrá conocer.
Hay muchos aprendices habilidosos, pero pocos maestros artesanos. En todos los
ámbitos —en la educación, en la moral, en el arte de vivir— observamos una misma
práctica sabia, encarnada por muchos filósofos antiguos. ¿Quién no ve que las herejías
llevan un tiempo prevaleciendo, que ciertas reformas ya se han producido? Toda esta
sabiduría mundana podría concebirse como la otrora mal vista herejía de algunos
hombres sabios. Ciertas ventajas que no hemos tenido lo suficientemente en cuenta se
han hecho un hueco en la tierra. Así pues, también quienes construyeron por primera vez
estos establos y despejaron estas tierras tenían valor. Las épocas abruptas y los
abismos se ven atenuados por la historia de la misma manera que las irregularidades de
la llanura quedan ocultas con la distancia. Sin embargo, a menos que hagamos algo más
que limitarnos a aprender el oficio de nuestro tiempo, no seremos más que aprendices,
y no maestros del arte de vivir.
Ahora que escupimos estas semillas de melón, ¿cómo podemos evitar sentirnos
culpables? Quien se come la fruta debiera al menos plantar la semilla. Sí, a ser posible
una semilla mejor que la de la fruta de la que ha disfrutado. ¡Semillas! Hay infinidad de
ellas que sólo necesitan mezclarse con la tierra en la que yacen, mediante una voz o una
pluma inspirada, para dar frutos de un sabor divino. ¡Ah, despilfarrador! Salda tu deuda
con el mundo, no te comas la semilla de las instituciones, como hacen los opulentos,
mas plántala, y aliméntate de la pulpa y del tubérculo para subsistir, y así, quizá pueda
encontrarse al fin una variedad digna de conservarse.
Hay momentos en que toda la ansiedad y el trabajo duro se calman con el ocio y el
reposo infinito de la naturaleza. Todos los trabajadores han de tener su descanso al
mediodía, y en este momento de la jornada todos somos, en mayor o menor grado,
asiáticos, y abandonamos todo trabajo y reforma. Así pues, mientras nos apoyábamos
en los remos bajo el calor del mediodía, con nuestro bote flotando en el lateral del río,
sujeto por un mimbre que pasamos a través del gancho de la proa, y cortábamos los
melones, que son una fruta oriental, nuestras mentes se dirigían a Arabia, a Persia y al
Indostán, tierras de la contemplación y hogar de las naciones meditativas. Al
experimentar aquel mediodía podíamos encontrar cierta disculpa incluso para los
mascadores de opio, betel y tabaco. El monte Sabér[18], según el viajero y naturalista
francés Botta[19], es famoso porque en él crece el qat[20], «cuyas suaves ramitas y hojas
tiernas se comen», dice el reseñista, «y producen una agitación agradable y relajante,
que recupera del cansancio, evita el sueño y propicia el disfrute de la conversación».
Pensamos que también nosotros podríamos llevar una digna vida oriental en este río, y
que los arces y los alisos serían nuestros qats.
Resulta harto placentero evadirse de cuando en cuando de la inquieta casta de los
reformistas. ¿Y qué si existen ciertas quejas? También existimos vosotros y yo. ¿Creéis
que a las gallinas cluecas, que pasan el día sentadas en un hueco entre el heno, sin
ocupación activa, les molesta el hastío de estos largos días de verano? A juzgar por el
tenue cloqueo que llega desde las granjas distantes, me parece que la señora Naturaleza
aún está interesada en saber cuántos huevos ponen sus gallinas. El Espíritu Universal,
que así se le llama, está interesado en el amontonamiento del heno, la alimentación del
ganado y el drenaje de las turberas. Lejos, en Escitia, en la India, elabora mantequilla y
queso. Imaginemos que los recursos de todas las granjas se agotasen, y nosotros los
jóvenes tuviésemos que comprar viejas tierras y recuperarlas: los implacables
oponentes de la reforma guardan por doquier un extraño parecido con nosotros; o a lo
mejor son un puñado de ancianas y ancianos solteros que se sientan alrededor del hogar
de la cocina a escuchar el silbido del hervidor. «A menudo los oráculos conceden la
victoria a nuestra elección, y no sólo al orden de los periodos mundanos. Como cuando,
por ejemplo, dicen que nuestras penas voluntarias germinan en nosotros y crecen al
ritmo de la vida que llevamos[21]». La reforma de la que habláis puede acometerse
cualquier mañana, antes incluso de desatrancar nuestras puertas. No tenemos que apelar
a ninguna convención. Cuando dos vecinos que antes comían trigo empiezan a comer
pan de maíz, a los dioses se les dibuja una sonrisa de oreja a oreja, pues les resulta muy
agradable. ¿Por qué no lo intentáis? No me permitáis que os lo impida.
Hay reformistas teóricos en todas las épocas y en todos los lugares del mundo, que
viven de la anticipación. Wolff, que viajó por los desiertos de Bokhara[22], dice: «Otro
grupo de derviches se acercó hasta mí y apuntó: “Llegará el día en que no haya
diferencia entre ricos y pobres, entre alto y bajo; el día en que la propiedad, incluso
mujeres e hijos, será común”»[23]. Pero yo siempre me pregunto: ¿Y qué? Los derviches
de los desiertos de Bokhara y los reformistas de la capilla de Marlboro[24] cantan la
misma canción: «Los buenos tiempos se acercan, chicos[25]». Pero alguien del público
preguntó, de buena fe: «¿Podéis concretar la fecha?», y yo añadí: «¿Contribuiréis a su
llegada?».
La despreocupación y el dolce far niente de la naturaleza y la sociedad se dejan ver
en infinidad de momentos del progreso de la raza humana. En todos los estados, desde
Maine a Tejas, la gente tiene tiempo para reírse con los chistes de los periódicos, y en
Nueva Inglaterra se estremece con los malentendidos que provienen de los círculos
australianos, mientras que el pobre reformista no logra reunir una audiencia.
Los hombres no suelen fracasar por falta de conocimiento, sino porque carecen de
la prudencia suficiente para dar preferencia a la sabiduría. Lo que tenemos que saber,
en cualquier caso, es muy sencillo. Es facilísimo establecer una rutina duradera y
armoniosa: inmediatamente todos los elementos de la naturaleza se pondrán de acuerdo.
Basta con que sustituyamos una cosa por otra, y los hombres se comportarán como si
eso fuese justo lo que querían. Están obligados a comportarse, pase lo que pase, y a
trabajar cualquier material. Siempre hay una vida presente y existente, ya sea mejor o
peor, a cuya conservación todos colaboramos. Eso sí, remendarnos, amigos míos,
habría de ser una tarea lenta. «Y, de acuerdo con el oráculo, no dar con prisas ningún
paso trascendente hacia la piedad[26]». El lenguaje de la excitación es, en el mejor de
los casos, meramente pintoresco. Hay que estar tranquilo antes de poder pronunciar
oráculos. ¿Qué era la excitación de las sacerdotisas délficas en comparación con la
sabiduría tranquila de Sócrates, o de cualquier otro sabio? El entusiasmo es una
serenidad sobrenatural.
Para alguien que acostumbra a esforzarse para contemplar el verdadero estado de las
cosas, el estado político difícilmente podrá existir, pues le parece irreal, increíble e
insignificante. Esforzarse en extraer la verdad de tan magro material es como hacer
azúcar con jirones de lino cuando se dispone de caña de azúcar. En términos generales,
las noticias políticas, ya sean nacionales o extranjeras, podrían escribirse hoy para los
próximos diez años con exactitud suficiente. La mayoría de las revoluciones de la
sociedad no tiene el poder de interesarnos, por no hablar ya de alarmarnos. Pero
decidme que nuestros ríos se están secando, o que los pinos están muriendo en nuestros
bosques, y quizá preste atención. La mayoría de acontecimientos registrados en la
historia es más excepcional que importante, como los eclipses del sol y la luna, que nos
fascinan, pero cuyos efectos nadie se toma la molestia de calcular.
«Pero ¿estará el Gobierno alguna vez tan bien administrado como para que
nosotros, individuos privados, no escuchemos nada de él?», preguntó uno. «El rey
respondió: “Necesito un hombre prudente y capaz, que pueda encargarse siempre de los
asuntos de Estado de mi reino”. El visir respondió: “El criterio, mi señor, de todo
hombre sabio y competente es no inmiscuirse jamás en asuntos de ese tipo”»[29]. ¡Ay,
cuánta razón tenía el visir!
Durante mi corta experiencia junto a la humanidad, los obstáculos exteriores, si
alguna vez los hubo, no han sido los seres vivos, sino las instituciones de los muertos.
Es agradable abrirse paso a través de esta generación como si de hierba cubierta de
rocío se tratase. Para los confiados, los hombres son tan inocentes como la mañana.
Ladrones y salteadores todos ellos, eso sí. Me cuesta más imaginar al cosaco o al
indio ojibwa viniendo a perturbar a los ciudadanos honestos de a pie, que a una
institución monstruosa abarcando y aplastando a sus miembros libres entre sus pliegues
escamosos, pues no hay que olvidar que mientras la ley se ciñe con fuerza en torno al
ladrón y al asesino, se deja suelta a sí misma. Cuando no pagué el impuesto que el
Estado me pedía por esa protección que yo no quería, el propio Estado me lo robó;
cuando ejercité la libertad que aseguraba garantizarme, el propio Estado me
encarceló[31]. ¡Pobre criatura! Si no sabe hacer otra cosa no seré yo quien la culpe. Si
no puede vivir con otros medios que no sean ésos, yo sí puedo. Resulta que no quiero
que se me asocie con Massachusetts, ni con la posesión de esclavos, ni con la invasión
de México. Me considero un poco mejor que ella en estos aspectos. Por lo que a
Massachusetts se refiere, ese monstruo a la vez Briareo[32], Argos[33] y Dragón de la
Cólquide[34], que vigila la Vaquilla de la Constitución y el Vellocino de Oro, no le
garantizaremos nuestro respeto, como ocurre al firmar ciertos acuerdos, para preservar
sus prebendas pase lo que pase. Y es que no ha sido el Diablo en persona quien se ha
cruzado en mi camino, sino que lo han hecho esas redes que, según la tradición, fueron
originalmente urdidas para obstruirle. Cierto, son telarañas y obstáculos insignificantes
en el camino de un hombre recto, y al final uno acaba hasta por cogerle cariño a su
buhardilla sucia y polvorienta. Adoro al ser humano, pero odio las instituciones
antinaturales de los muertos. No hay cosa que los hombres ejecuten con mayor fidelidad
que las voluntades de los muertos, hasta el último codicilo y la última letra del
testamento. Ellos gobiernan este mundo, y los vivos no son más que sus ejecutores.
Esos mismos fundamentos son los que, por lo general, también tienen nuestras
conferencias y nuestros sermones. Todos son dudleianos[35]; y la piedad aún tiene su
origen en esa proeza del pius Æneas[36], que sacó a su padre Anquises a hombros de
las ruinas de Troya. O mejor dicho, cargamos sobre nuestros hombros con las reliquias
podridas de nuestros ancestros, como hacen ciertas tribus indias. Si, por ejemplo, un
hombre reivindica el valor de la libertad individual por encima del bienestar común
meramente político, su vecino —es decir, aquel que vive cerca de él— aun podrá
tolerarlo, a veces incluso apoyarle, pero nunca el Estado. Su agente, en tanto en cuanto
hombre vivo, puede tener virtudes humanas e ideas en el cerebro, pero como
herramienta de una institución, ya sea carcelero o jefe de policía, no es ni un ápice
mejor que su llave o los hombres a su mando. Ahí radica la tragedia: los hombres
ultrajan su naturaleza, e incluso los llamados sabios y buenos se prestan a realizar los
actos más degradantes y bárbaros. Y así llegan la guerra y la esclavitud, ¿y qué más no
podría salir de esa brecha? Aunque sin duda hay formas para que un hombre se lleve el
pan a la boca sin perjudicar a su compañero y a su vecino.
ISMENE
Por lo tanto, pido a los que están bajo tierra que me entiendan: estoy obligada a obedecer a quienes ostentan el
poder, pues no es sensato realizar actos extremos.
ANTÍGONA
No te pediré, ni tú lo harías, aunque lo deseases, que me acompañes con alegría. Haz lo que creas bueno para
ti. Pero yo lo enterraré. Morir por ello es algo glorioso para mí. Reposaré junto a mi hermano amado, por haber
hecho, como una criminal, aquello que es sagrado. Es necesario satisfacer durante más tiempo a los de allá que
a los de
aquí, pues allí reposaremos para siempre. Mas si lo crees bueno para ti, deshonra aquello que es honrado por
los dioses.
ISMENE
Lejos de mi intención está el deshonrar a los dioses, mas actuar en contra de los ciudadanos me es imposible
por naturaleza.
Cuando Antígona por fin es llevada en presencia del rey Creonte, éste le pregunta:
CREONTE
ANTÍGONA
Sí, porque no fue Zeus quien me las impuso, ni la Justicia que mora con los dioses en el cielo; no fueron ellos
quienes establecieron estas leyes entre los hombres. Y tampoco consideré que tus decretos, al ser un mortal,
fuesen tan poderosos como para poder trascender las leyes no escritas e inamovibles de los dioses. Pues éstos
no viven hoy ni ayer, sino para siempre, y nadie sabe en qué tiempo surgieron. Jamás pensé en sufrir el castigo
que sufren quienes violan las leyes divinas por temor a la arrogancia de un hombre. Pues sabía bien que he de
morir, era inevitable, aun cuando tú no lo hubieses decretado[45].
Para aquellos que nunca han conocido la separación de la mente de los avisos de los sentidos, puede que no
sea fácil concebir los medios por los que se alcanza tal poder, habida cuenta de que hasta el hombre más sabio
de nuestro hemisferio encontrará difícil dominar su atención sin que ésta viaje hasta algún objeto que llame a
sus sentidos o despierte su recuerdo —a veces incluso el zumbido de una mosca tendrá el poder de molestarle
—. Sin embargo, nos dicen que ha habido hombres que durante generaciones, desde el pasado, han practicado
la contemplación y la abstracción, empezando desde el periodo más temprano de su vida y continuando en
muchos casos hasta la edad más madura, añadiendo cada cual una porción de conocimiento a lo acumulado por
sus predecesores. En ese caso, podemos concluir que, si la mente, al igual que el cuerpo, se fortalece con el
ejercicio, entonces es probable que a través de ese ejercicio cada una de estas mentes haya adquirido la
facultad a la que aspiraba, de suerte que sus estudios colectivos han propiciado el descubrimiento de nuevas
vías de reflexión y combinaciones de sentimientos totalmente diferentes de las doctrinas conocidas por los
eruditos de otras naciones; y que, por especulativas y sutiles que sean, cuentan con la ventaja de derivar de una
fuente libre de toda contaminación accidental, con lo que pueden estar en consonancia con la más sencilla de
las nuestras.
«Esta disciplina inmutable» fue enseñada por Krishna al primero de los hombres,
transmitida de generación en generación, «hasta que al final, con el paso del tiempo, ese
poderoso arte se perdió».
A fin de cuentas, ¿en qué consiste el carácter práctico de la vida? Las cosas que hay
que hacer de manera inmediata son harto triviales, y podría posponerlas todas para oír
cantar a este grillo. El hecho más glorioso de mi experiencia no es algo que he
realizado o que deseo poder hacer, sino un pensamiento, una visión o un sueño efímero
que he tenido. Cambiaría toda la riqueza del mundo, y todas las gestas de los héroes,
por una sola visión verdadera. Pero ¿cómo puedo yo, fabricante de lápices[51] en la
tierra, comunicarme con los dioses sin convertirme en un loco?
«Soy ecuánime con relación a todos los seres», dice Krishna, «ninguno me resulta ni odioso ni querido».
El sol aún estaba en su punto álgido, con lo que pusimos rumbo a la orilla para darnos
un baño y acostarnos bajo unos plátanos, junto a un saliente de rocas, en un pasto
retirado que caía hasta la orilla del río, rodeado de pinos y avellanos, en el pueblo de
Hudson. India, y esa antigua filosofía del mediodía, seguían acaparando la mayor parte
de nuestros pensamientos.
Siempre resulta sorprendente, y alentador, encontrar el sentido común en libros muy
antiguos, como la Jitopadesa de Visnú Sharma, una sabiduría juguetona que tiene ojos
por delante y por detrás, y se vigila a sí misma, reafirmando así la salud de estos libros
y su independencia de los acontecimientos futuros. Este compromiso de sensatez no
puede negársele a un libro que reflexiona sobre sí mismo. La historia y los elementos
fabulosos de esta obra serpentean libres de frase en frase, como los muchos oasis de un
desierto, tan difíciles de distinguir como el rastro de un camello entre Murzuk y Darfur.
Es un comentario sobre el flujo y la crecida de los libros modernos. El lector salta de
frase en frase, como por un camino de piedras sobre un río, mientras que la corriente de
la historia fluye sin que se le preste atención. Quizá el Bhagavad Gita sea menos
sentencioso y poético, pero se prolonga y se desarrolla de una manera aún más
sorprendente. Su sensatez y su sublimidad han impresionado incluso a las mentes de
soldados y comerciantes. Una de las características de los grandes poemas es que
ofrecen su sentido en la proporción adecuada, según se haga una lectura veloz o
reflexiva. Para la persona práctica se distinguen como el mejor sentido común, y para
el sabio, como sabiduría. De la misma manera que un río sirve para que un viajero se
moje los labios o un ejército llene sus toneles de agua.
Uno de los libros antiguos más fascinantes que he leído son las Leyes de Manu[56].
Según Sir William Jones: «Viasa, el hijo de Parashará, decidió que el Veda (con los
seis “Angas” o composiciones que lo forman), el conocimiento revelado de la
medicina, las Puradas o historias sagradas y el código de Manu, eran cuatro obras de
autoridad suprema, que nunca habrían de ser quebrantadas con razonamientos
meramente humanos». Los hindúes creen que el cuarto «fue publicado en el principio de
los tiempos por Manu, hijo o nieto de Brahma» y «primer ser creado». Se dice que
Brahma «transmitió sus leyes a Manu en cien mil versos, que éste explicó al mundo
primitivo con las mismas palabras del libro ahora traducido». Otros afirman que han
pasado por varias síntesis para conveniencia de los mortales, «mientras que los dioses
del cielo más bajo y la banda de músicos celestiales se encargan del estudio del código
primario […]. Una serie de glosas o comentarios sobre las Leyes de Manu fue
compuesta por los munis, o antiguos filósofos, cuyos tratados, junto al libro que
tenemos ante nosotros, constituyen, en un sentido colectivo, el Dharma Sastra, o Código
Legal». La glosa de Culluca Bhatta fue una de las más modernas.
Todos los libros sagrados que fueron sucediéndose eran aceptados en la fe de que
serían el lugar de reposo definitivo para el alma viajera. Sin embargo, no eran más que
un caravasar que ofrecía una tregua al viajero, para ponerlo de nuevo en su largo
camino hacia Isfahán o Bagdad. Gracias a Dios, ninguna tiranía hindú prevaleció en la
estructuración del mundo, de suerte que somos hombres libres del universo, y no
estamos condenados a pertenecer a ninguna casta.
No conozco ningún libro que haya llegado hasta nosotros con mayores pretensiones
que éste, y que, sin embargo, sea tan impersonal y sincero que nunca resulte ofensivo ni
ridículo. Comparemos las formas en que la literatura moderna se publicita con la
propuesta de este libro, y pensemos a qué lectores se dirige, qué crítica espera. Parece
haber sido pronunciado desde alguna cumbre oriental, cual sobria premonición matutina
en el amanecer de los tiempos, y no podemos leer una frase sin ser elevados hasta la
meseta de los Ghats[57]. Tiene el mismo ritmo que los vientos del desierto, la misma
corriente que el Ganges, y se eleva sobre las críticas como las montañas del Himalaya.
Su tono es de una fibra que no cede, que no se desgasta con el tiempo, e incluso en este
día de hoy viste de igual manera los trajes del inglés y el sánscrito. Sus frases
inmutables aún mantienen encendidos sus fuegos distantes, como las estrellas, cuyos
rayos disipados iluminan este mundo inferior. Todo el libro, a través de nobles gestos e
inclinaciones, hace innecesaria la abundancia de palabras. La traducción inglesa se
esfuerza por ofrecer sentido, aunque en realidad la sabiduría hindú no se disipa. A
medida que las leemos, las frases se abren por sí solas, al principio casi vacías de
significado, como los pétalos de una flor, pero a veces nos sobresaltan con esa extraña
forma de sabiduría que sólo puede aprenderse de la experiencia más trivial, pero que
llega a nosotros refinada, como la porcelana que encontramos en el fondo del océano,
como verdades fósiles que han estado expuestas a los elementos durante miles de años,
tan impersonal y científicamente ciertas que servirían de ornamento de las salitas de
recepción y las vitrinas. Toda la filosofía moral es extremadamente excepcional, y la de
Manu le habla a nuestra privacidad más que la mayoría. Es una palabra más íntima y
familiar y, al mismo tiempo, más pública y universal, que las que se pronuncian en los
salones o desde los púlpitos hoy en día. Así como se piensa que nuestras aves
domésticas tienen su origen en el faisán salvaje de la India, también nuestros
pensamientos domésticos tienen sus prototipos en los pensamientos de sus filósofos.
Nos estamos sumergiendo en los elementos mismos de nuestra vida presente y
convencional, en el conventículo primigenio, por así decirlo, donde las cuestiones por
decidir eran cómo comer, beber, dormir y vivir con la dignidad y la sinceridad
adecuadas. Esta filosofía nos es más contemporánea e íntima que los consejos de
nuestros mejores amigos, y aun así es válida para los horizontes más amplios, y leída al
aire libre se muestra emparentada con la tenue línea de la montaña, de donde proviene.
La mayoría de libros pertenece sólo a la casa y a la calle, y en los campos sus hojas
parecen demasiado frágiles. Son simples y obvios, y no hay halo o neblina a su
alrededor. La naturaleza se encuentra muy, pero que muy lejos de todos ellos. Pero este
libro le habla a lo más recóndito y duradero del ser humano, como si procediese de
allí. Pertenece a la luz del mediodía, al pleno verano, y cuando las nieves se derriten y
las aguas se evaporan en primavera su verdad sigue hablando con frescura a nuestra
experiencia. Ayuda a brillar al sol, cuyos rayos caen sobre su página para ilustrarla.
Consume las mañanas y las tardes, y la impresión que nos deja durante la noche es tan
fuerte que nos despierta antes del alba, y su influencia permanece a nuestro alrededor
como una fragancia ya bien entrado el día. Confiere un nuevo brillo[58] a las praderas y
a las profundidades del bosque, y su espíritu, como un éter más sutil, es barrido por los
vientos predominantes de un país. Los mismos grillos y saltamontes de un día de verano
no son sino glosas —más o menos tardías— del Dharma Sastra de los hindúes, una
continuación del código sagrado. Como hemos dicho, hay un orientalismo en el pionero
más intrépido, y el lejano Oeste no es sino el lejano Este. Mientras leemos estas frases,
este mundo moderno y justo parece sólo una reimpresión de las Leyes de Manu con la
glosa de Culluca. Si son examinados por el ojo de Nueva Inglaterra, o por la sabiduría
meramente práctica de los tiempos modernos, son los oráculos de una raza que está ya
en su ancianidad, pero si son colocados contra el cielo, única ordalía imparcial e
incorruptible, se verá que son uno con su profundidad y serenidad, y estoy convencido
de que tendrán un lugar y un significado mientras exista un cielo que los ponga a prueba.
Dadme una frase que ningún intelecto pueda comprender. Tiene que haber algún tipo
de vida y palpitación en ella, y bajo sus palabras algún tipo de sangre habrá de circular
para siempre. Resulta fascinante que este sonido haya llegado hasta nosotros desde tan
lejos, cuando la voz del hombre no puede escucharse más que desde muy cerca, y ahora
no estamos a corta distancia de ninguno de nuestros contemporáneos. Los leñadores han
talado aquí un antiguo bosque de pinos, y han hecho visible para aquellas lejanas
colinas un bello lago al suroeste, y ahora, en un instante, estos bosques pueden verlo
nítidamente, como si su imagen hubiese viajado hasta aquí desde la eternidad. Quizá
estos antiguos tocones simados sobre la loma se acuerden de cuando, hace ya mucho
tiempo, este lago resplandecía en el horizonte. Uno se pregunta si la propia tierra
desnuda no experimenta emociones al contemplar de nuevo una vista tan hermosa. Esa
agua cristalina descansando al sol, revelada, igual de orgullosa y bella que siempre,
pues su belleza no necesita ser vista. Y al mismo tiempo parece solitaria, como si se
bastase a sí misma, por encima de toda observación. Lo mismo ocurre con estas
antiguas frases que, como lagos serenos al sudoeste, por fin nos son reveladas, aunque
llevan ya mucho tiempo reflejando nuestro propio cielo en su seno.
La gran planicie de la India yace como en una copa, entre el Himalaya, al Norte, y
el océano al Sur, entre los ríos Brahmaputra e Indo, a Este y a Oeste, hogar de la raza
primigenia. No discutiremos la historia. Nos complace leer, en la historia natural del
país[59], sobre el pino, el alerce, la pícea y el abeto que cubrían la cara sur de la
cordillera del Himalaya, sobre las grosellas, frambuesas y fresas que desde una latitud
templada miraban a los valles tórridos. Así pues, la activa vida moderna tuvo, en
efecto, un punto de apoyo y un escondite en medio de las majestuosas y contemplativas
planicies orientales. En otra época, el «lirio del valle, la prímula y el diente de león»
se abrían paso hasta la llanura, y florecían por toda la tierra en zonas niveladas. Ya
hemos entrado en la época de las latitudes templadas, en la época del pino y el roble,
pues la palmera y la higuera de Bengala no satisfacen las necesidades de esta época.
Puede que en breve los líquenes en la cima de los peñascos encuentren por fin sus
condiciones óptimas.
Por lo que respecta a los dogmas de los brahmanes, no nos interesa tanto conocer
qué doctrinas defendían cuanto saber si eran seguidas por alguien. Podemos tolerar
todas las filosofías: atomistas, pneumatologistas, ateístas, teístas; Platón, Aristóteles,
Leucipo, Demócrito, Pitágoras, Zoroastro y Confucio. Es la actitud de estos hombres,
más que cualquier cosa que digan, lo que nos fascina. Entre ellos y sus comentaristas
existe, es innegable, una disputa infinita. Pero si se trata de comparar notas, entonces
estáis todos equivocados, pues todas ellas nos elevan hasta los cielos serenos, hacia
donde ascienden por igual la burbuja más pequeña y la más grande, y pintan para
nosotros el cielo y la tierra. Cualquier pensamiento sincero es irresistible. La propia
austeridad del brahmán resulta tentadora para el alma devota, que la concibe como un
lujo más refinado y noble. Las necesidades satisfechas con tanta facilidad y elegancia
parecen un placer más selecto. Su concepción de la creación es de una paz onírica.
«Cuando ese poder se despierta, entonces este mundo está en completa expansión; pero
cuando se duerme con un espíritu tranquilo, entonces todo el universo se
desvanece[60]». El carácter borroso de su teogonía implica una verdad sublime, que no
permite al lector apoyarse en una primera causa suprema, sino que hace referencia
directa a un ser supremo, creador de ésta, con lo que el Creador está detrás incluso de
lo increado.
Tampoco perturbaremos la antigüedad de esta Escritura: «Fue ordeñada a partir del
fuego, del aire y del sol». Tanto le valdría a uno ponerse a investigar la cronología de
la luz y del calor. Dejemos que el sol brille. Manu entendió esta cuestión como nadie
cuando dijo: «Aquellos que mejor conocen las divisiones de los días y las noches son
los que comprenden que el día de Brahma, que dura hasta el final de mil eras (de eras
infinitas, en cualquier caso, a efectos de los mortales), da lugar a esfuerzos virtuosos, y
que su noche dura cuanto lo hace su día». De hecho, las dinastías musulmana y tártara
están más allá de cualquier fecha. Tengo la sensación de que yo mismo he vivido bajo
ellas. En el cerebro de todos los hombres se encuentra el sánscrito. Los Vedas y sus
«Angas» no son tan antiguos como la contemplación serena. ¿Por qué se nos van a
imponer como antigüedad? ¿Es joven un bebé? Cuando lo observo, me parece más
venerable que el más anciano de los hombres; es más antiguo que Néstor o que las
Sibilas, y tiene las arrugas del mismo padre Saturno. ¿Vivimos en alguna época que no
sea el presente? ¿Cómo es de amplia esa línea? Ahora estoy sentado en un tocón cuyos
anillos hablan de siglos de crecimiento. Si miro en derredor veo que el suelo está
compuesto precisamente por restos de tocones como éste, sus ancestros. La tierra está
cubierta de moho. Clavo este palo en la superficie hasta llegar a muchos eones de
profundidad, y con mi talón hago un surco más profundo que el que los elementos han
cavado aquí durante miles de años. Si presto atención, escucho el croar de las ranas,
más antiguo que el limo de Egipto, y el tamborileo lejano de una perdiz sobre un tronco,
como si fuese el latido del aire estival. Recojo mis flores más hermosas y frescas de
ese antiguo moho. Aquello que llamamos «nuevo» no es epidérmico; aún no ha
manchado la tierra. No es el suelo fértil que pisamos, sino las hojas que vibran sobre
nuestras cabezas. Lo más nuevo es simplemente lo más viejo, una vez que se ha hecho
perceptible para nuestros sentidos. Cuando excavamos en el suelo un agujero de mil
pies de profundidad, lo llamamos nuevo, y también a las plantas que brotan de él. Y
cuando nuestra visión perfora aún más el espacio, y detecta una estrella remota, también
la llamamos nueva. El lugar en el que estamos sentados se llama Hudson, otrora era
Nottingham, otrora…
Deberíamos leer la historia con el mismo y escaso sentido crítico con el que pensamos
en el paisaje, e interesarnos más por los colores evocadores y las diferentes luces y
sombras creadas por el espacio intermedio, en lugar de centrarnos en el trabajo
preliminar y la composición. Lo que se ve al Oeste es la mañana convertida en tarde. El
mismo sol, pero una nueva luz y una nueva atmósfera. Su belleza es como el ocaso: no
es un fresco en un mural, plano y limitado, sino que es evocadora e itinerante, libre. En
realidad, la historia fluctúa como el rostro del paisaje desde la mañana a la noche; lo
importante es su tonalidad y su color. El tiempo no esconde tesoros; no queremos su
entonces, sino su ahora. No nos quejemos de que las montañas en el horizonte sean
azules e indistintas, pues son lo más parecido a los cielos.
¿Qué relevancia tienen los hechos que pueden caer en el olvido, que han de ser
conmemorados? El monumento de la muerte sobrevivirá al recuerdo de los muertos.
Las pirámides no cuentan la historia que está confinada en su interior. El hecho vivo se
conmemora a sí mismo. ¿Por qué buscar luz en la oscuridad? Estrictamente hablando,
las sociedades históricas no rescataron ningún hecho del olvido, sino que son ellas
mismas, y no el hecho, las que se han perdido. El investigador es más fácil de recordar
que lo investigado. La multitud se quedó admirando la neblina y los contornos borrosos
de los árboles que se veían a través de ella, cuando uno de ellos avanzó para explorar
el fenómeno, y con una admiración renovada todos los ojos se posaron en su figura
borrosa, que se alejaba. Es sorprendente lo bien que recordamos el pasado, habida
cuenta de lo poco que en ello coopera la sociedad. En efecto, su historia ha tenido otra
Musa que la que le fue asignada. Hay un buen ejemplo de la forma en que empezó toda
la historia en la «Crónica árabe de Alwákidi»: «Fui informado por Ahmed Almatin
Aljorhami, que a su vez fue informado por Rephâa Ebn Kais Alámiri, que a su vez fue
informado por Saiph Ebn Fabalah Alchâtquarmi, que a su vez fue informado por Thabet
Ebn Alkamah, que aseguró estar presente en el momento de los hechos[61]». Estos
padres de la historia no estaban ansiosos por conservar, sino por conocer el hecho, de
suerte que no cayera en el olvido. Ejercemos en vano la perspicacia crítica para
descubrir el pasado: pero el pasado no puede ser presentado, no podemos saber lo que
no somos. Hay un velo corrido sobre pasado, presente y futuro, y la tarea del
historiador es descubrir, no qué era, sino qué es. Allí donde se libró una batalla no
encontraréis más que huesos de hombres y animales. Donde se libra una batalla hay
corazones palpitando. Nos sentaremos en un montículo a reflexionar, y no intentaremos
hacer que estos esqueletos vuelvan a ponerse en pie. ¿Creéis acaso que la Naturaleza
recuerda que eran hombres? ¿No considerará, más bien, que son huesos?
La historia antigua tiene cierto aire de antigüedad. Debería ser más moderna. Está
escrita como si el espectador tuviese que estar pensando en la parte de atrás del cuadro
colgado de la pared, o como si el autor esperase que sus lectores fuesen los muertos y
quisiera explicarles con todo detalle su propia experiencia. Los hombres parecen
ansiosos por realizar una retirada ordenada a través de los siglos, reconstruyendo
minuciosamente las obras dejadas atrás a medida que son derrumbadas por las
incursiones del tiempo. Sin embargo, mientras se entretienen en tal cometido, tanto ellos
como sus obras caen presa del archienemigo. La historia no es venerable como la
antigüedad, ni fresca como la modernidad. Hace como si se dirigiese al origen de las
cosas, algo de lo que la historia natural podría encargarse, y con todo el derecho. Pero
pensad en la Historia Universal y decidme: ¿cuándo brotaron por primera vez la
bardana y el plátano? Se ha escrito tanto sobre ella que los años que describe se
conocen, con una honestidad extraordinaria, como edad oscura[62]. Es oscura, como
alguien observó, porque nuestro conocimiento sobre ella lo es. El sol rara vez brilla en
la historia, a causa del polvo y la confusión. Y cuando nos encontramos con algún hecho
alentador que implique la presencia de esta luminaria, lo extraemos y lo modernizamos.
Como cuando en la historia de los sajones leemos que Edwin de Northumbria[63]
«dispuso que se clavasen estacas en las carreteras donde había visto una fuente de agua
pura» y «que se atasen a ellas cazos de latón de los que pudiese beber el agotado
viajero, cuya fatiga había experimentado el propio Edwin[64]». Esto bien vale las doce
batallas de Arturo.
Éstos son los materiales y los indicios para una historia del auge y progreso de la
raza, de cómo, desde la condición de hormigas, llegamos a convertirnos en hombres, y
fueron inventándose poco a poco las artes. Hagamos que un millar de conjeturas arroje
algo de luz sobre la historia. No estaremos confinados por periodos históricos, ni
siquiera geológicos, que nos podrían hacer dudar sobre la evolución humana. Si hoy
sabemos elevarnos sobre esta sabiduría, tendremos motivos para esperar que este
amanecer de la raza —a la que le fueron otorgados los bienes más básicos: el grano, el
vino, la miel, el aceite, el fuego, la palabra, la agricultura y las otras artes, y que fue
ascendiendo paso a paso desde la condición de las hormigas hasta la de los hombres—
sea sucedido por un día de idéntico esplendor. Tenemos derecho a esperar que, al ritmo
que marca el tiempo de los dioses, otros agentes y hombres divinos contribuyan a
elevar la raza a cotas que superen con mucho su actual condición.
Pero nos falta demasiado conocimiento sobre esta cuestión.
En 1724 aún no había ninguna casa al norte de Nashua, sólo campamentos indios
desperdigados y espesos bosques entre esta frontera y Canadá. En septiembre de aquel
año, dos hombres que habían decidido emprender dedicándose a la fabricación de la
trementina en aquella zona —pues ése fue el objetivo de su primera aventura en la
naturaleza salvaje— fueron capturados y llevados hasta Canadá por un grupo de treinta
indios. Diez habitantes de Dunstable, que salieron en su busca, encontraron los aros de
su barril cortados y la trementina desparramada por el suelo. Un habitante de
Tyngsborough, que conoció la historia por boca de sus ancestros, me contó que, cuando
los indios estaban a punto de romper su barril de trementina, uno de estos cautivos
cogió una rama de pino y, blandiéndola, juró con tal firmeza que mataría al primero que
lo tocase que los indios se abstuvieron de hacerlo, y cuando por fin el cautivo volvió de
Canadá el barril aún estaba allí, en pie. Quizá hubiese más de un barril. En cualquier
caso, los exploradores supieron por las marcas de los árboles, hechas con una mezcla
de grasa y carbón, que los hombres no habían sido asesinados, sino hechos prisioneros.
Uno de los integrantes del grupo, de nombre Farwell, al percatarse de que la trementina
no había acabado de derramarse, concluyó que los indios se habían marchado hacía
poco, con lo que decidieron ir en su busca de inmediato. Desoyendo el consejo de
Farwell y siguiendo directamente su rastro río arriba, el grupo cayó en una emboscada
cerca de Thornton’s Ferry, en lo que hoy es el pueblo de Merrimack. Nueve de sus
miembros murieron, y sólo uno, Farwell, logró escapar tras una dura persecución. Los
hombres de Dunstable salieron a recoger los cuerpos, y volvieron a llevarlos al pueblo
para darles sepultura. Casi parecen repetirse las palabras de la balada de Robin Hood:
Nottingham no es más que el otro lado del río, y no estaban exactamente en fila. En
el camposanto de la iglesia de Dunstable puede leerse, bajo el «Memento Mori» y el
nombre de uno de ellos, cómo «dejaron la vida», y que:
Al oír hablar de estas batallas nos parecen increíbles, y creo que la posterioridad
pondrá en duda si tales acontecimientos sucedieron jamás, si los audaces ancestros que
colonizaron estas tierras no estaban luchando más bien contra las sombras del bosque, y
no contra una raza de hombres del color del cobre. Eran los vapores, fiebres y
temblores de los bosques vírgenes. Ahora, el arado sólo desentierra unas pocas puntas
de flecha. En la historia oceánica, etrusca o británica no hay nada tan sombrío e irreal.
La propia fama no es más que un epitafio: igual de tardío, igual de falso, igual de
cierto. Pero sólo ésos son los verdaderos epitafios que retoca la Antigua Mortalidad.
Un hombre bien podría rezar para no contaminar o maldecir cualquier porción de
naturaleza al ser enterrado en ella. Por lo general, el alma del mejor amigo del
fallecido se convierte en un temeroso duendecillo que encanta su tumba, de manera que
es mérito de Little John, el famoso secuaz de Robin Hood, y habla bien de su carácter,
que la tumba de Robin fuese «célebre desde hace mucho tiempo por ser una excelente
piedra de afilar[84]». Confieso que les tengo poco apego a esas colecciones que tienen
en las Catacumbas, en el cementerio de Père-Lachaise, en Mount Auburn[85] e incluso
en el cementerio de Dunstable. En cualquier caso, sólo su enorme antigüedad puede
hacer que los cementerios me parezcan interesantes. No tengo amigos allí. Puede que no
sea competente para escribir la poesía de la tumba. El agricultor que ha explotado sus
tierras bien podría dejar su cuerpo para que la Naturaleza lo absorbiese, y restaurar en
cierta medida su fertilidad. No deberíamos retardar, sino acelerar su economía.
O tal vez estaba en duermevela, soñando con una estrella tenue que brillaba a través
de nuestro techo de algodón. A media noche uno podía despertarse con el canto
estridente de un grillo sobre su hombro, o con una araña cazadora que pasaba sobre su
ojo, y volvía a dormirse con el murmullo de un riachuelo que se abría paso por el fondo
de una garganta boscosa y rocosa de los alrededores. Era agradable estar tendidos con
la cabeza a ras de hierba, y escuchar ese taller tintineante y siempre bullicioso. Un
millar de diminutos artesanos golpeando sus yunques durante toda la noche.
Bien entrada la noche, cuando estábamos ya casi dormidos, escuchamos a algún
novato golpear un tambor sin cesar, preparándose para el agrupamiento —como luego
sabríamos—, y pensamos en el verso:
Le podríamos haber asegurado que su tambor obtendría respuesta, que las tropas se
reunirían. No temas, tamborilero nocturno, que también nosotros estaremos allí. Y
siguió tocando el tambor, en medio del silencio y la oscuridad. Ese sonido extraviado,
de un astro recóndito, siguió llegando de cuando en cuando hasta nuestros oídos, lejano,
dulce, lleno de significado, y lo escuchábamos con neutralidad, como si fuese la
primera vez que escuchábamos algo. Sin duda se trataba de un tamborilero mediocre,
pero su música nos regaló una hora de placer impagable, y nos sentíamos en el
momento justo y en el lugar adecuado. Aquellos sencillos sonidos nos vinculaban a las
estrellas. Ay, había en ellos una lógica tan convincente que ni siquiera la combinación
de todos los intelectos humanos podría hacerme dudar un ápice de sus conclusiones.
Detengo mi habitual flujo de pensamiento, como si de repente el arado se hubiese
adentrado en el surco hasta atravesar la corteza terrestre. ¿Cómo puedo continuar, si
acabo de atravesar este tragaluz sin fondo en la ciénaga de mi vida? De repente el viejo
Tiempo me guiñó el ojo —ah, qué bien me conoces, granuja—, y supe que Él estaba
bien. Este viejo universo tiene una salud tan férrea que no me cabe la menor duda de
que jamás morirá. Curaos a vosotros mismos, doctores, por Dios, ¡yo estoy vivo!
Veo, huelo, saboreo, escucho, siento ese Algo eterno al que todos estamos
vinculados, a la vez nuestro creador, nuestra casa, nuestro destino, nuestro propio Yo.
La única verdad histórica, el acontecimiento más extraordinario que puede convertirse
en el sujeto nítido e inesperado de nuestro pensamiento, la gloria real del universo, el
único hecho que un ser humano no puede evitar reconocer, ni olvidar, ni dejar de lado.
He visto cómo se asentaron los cimientos del mundo y no tengo la menor duda de
que permanecerán en pie un buen rato.
¿Qué son los oídos? ¿Qué es el Tiempo? ¿Por qué esta serie concreta de sonidos
llamada acorde musical, un ejército invisible y mágico que nunca barrió el rocío de
ninguna pradera, puede descender a través de los siglos desde Homero hasta mí, y por
qué éste pudo conocer el mismo encanto aéreo y misterioso que ahora estremece mis
oídos? ¡Qué delicada comunicación entre épocas de los pensamientos más bellos y
nobles, de las ambiciones de los hombres antiguos, incluso de aquellas que nunca
fueron pronunciadas en un discurso; la música! Es la flor del lenguaje, el pensamiento
colorido y curvado, fluido y flexible, cuya fuente de cristal está tintada por los rayos
del sol y cuyas ondas vibrantes reflejan la hierba y las nubes. Un acorde musical me
recuerda a un pasaje de los Vedas, y lo asocio con la idea de lo infinitamente lejano, la
belleza y la serenidad, pues para los sentidos aquello que está más lejos de nosotros es
lo que le habla a lo más profundo de nosotros mismos. Nos enseña una y otra vez a
confiar en el instinto más remoto y delicado, que es el divino, y convierte en un sueño
nuestra única experiencia real. Sentimos una alegre melancolía al escucharlo, quizá
porque nosotros, que escuchamos, no somos uno con lo que está siendo escuchado.
Y si prestas oído,
Aún puedes escuchar su sonido vespertino,
Y las pisadas de hombres de gran alma
Que comparten sus reflexiones con el cielo.
En cada vanguardia
Se abren paso los caballeros etéreos, avanzando con sus lanzas
Hasta que las legiones más sólidas se cierran; con las hazañas de las armas
A ambos lados del empíreo arde el firmamento[91].
Aquella noche sopló un viento fuerte, del que luego supimos que había sido aún más
violento en otros lugares, causando grandes estragos en tal o cual maizal. Sin embargo,
nosotros sólo lo escuchábamos suspirar de cuando en cuando, como si no tuviese
permiso para sacudir la lona de nuestra tienda. Los pinos murmuraban, el agua ondeaba
y la tienda se balanceó ligeramente, pero nos limitamos a pegar aún más las orejas
contra el suelo, mientras el estruendo se marchaba a alarmar a otros hombres, y mucho
antes del amanecer, como de costumbre, estábamos listos para reanudar nuestro viaje.
MARTES
Belknap, el historiador de este estado, dice que «en las proximidades de las lagunas
y los ríos frescos, si una niebla blancuzca flota sobre el agua por la mañana es señal
segura de que hará buen tiempo ese día. Cuando no se ve niebla, ha de esperarse lluvia
antes de la noche[1]». Lo que nos parecía estar envolviendo el mundo entero no era más
que un fino velo de vapor, corrido sobre el cauce del Merrimack desde la orilla del mar
hasta las montañas. Sin embargo, hasta las nieblas más extensas tienen sus propios
límites. Una vez vi amanecer desde la cima del Mount Greylock, en Massachusetts, por
encima de las nubes. Como no pudimos distinguir nada a través de aquella tupida
niebla, voy a contar esta historia con mayor lujo de detalles.
Solía subir a las colinas a pie y en solitario durante los días tranquilos de verano,
recogiendo frambuesas a los lados del camino y comprando de cuando en cuando una
hogaza de pan en casa de algún granjero. A mi espalda llevaba la alforja, cargada con
unos cuantos libros y una muda, y en la mano un bastón. Aquella mañana había estado
contemplando el paisaje desde Hoosac Mountain, mirando hacia el pueblo de North
Adams, ubicado en el valle que había tres millas bajo mis pies, y que demostraba lo
irregular que puede llegar a ser a veces la tierra, haciéndola parecer un accidente que
siempre debería estar nivelado para acomodarse a los pies de los hombres. Tras pasar
por el pueblo y echar algo de arroz, azúcar y un cazo de hojalata en mi alforja, por la
tarde empecé el ascenso del Mount Greylock, cuya cima está a tres mil seiscientos pies
sobre el nivel del mar y se encontraba a siete u ocho millas de distancia siguiendo el
sendero. Mi ruta discurría por un valle largo y espacioso al que llaman «el fuelle»,
porque el viento sopla de un lado a otro en ráfagas violentas, y que ascendía hasta las
mismas nubes entre la cordillera principal y una montaña más baja. Había unas cuantas
granjas esparcidas a diferentes alturas, y cada una poseía una bella vista de las
montañas hacia el Norte. Un pequeño río atravesaba el fondo del valle. Cerca de su
nacimiento había un molino. Parecía el camino que habría de escalar el peregrino para
entrar por las puertas del cielo. Ahora cruzaba un campo de heno, luego un riachuelo
pasando sobre un puente precario, siempre ascendiendo, siempre con una suerte de
temor reverencial, lleno de expectativas indefinidas sobre el tipo de gentes y de
naturaleza que acabaría encontrando. Finalmente parecía una ventaja que la tierra fuese
irregular, pues era imposible imaginar una posición más noble para una granja que la
ofrecida por este valle, ya se estuviese más o menos cerca del nacimiento del río: un
retiro que vigilaba el campo desde una gran elevación, ubicado entre las dos laderas
escarpadas de la montaña.
Me recordaba a las casas de los hugonotes en Staten Island, frente a las costas de
Nueva Jersey. En las colinas del interior de esa isla hay valles similares a éste, aunque
a una escala más humilde, que penetran en varias direcciones, estrechándose poco a
poco y elevándose hacia el centro. Al final de estos valles se encontraban los
hugonotes, primeros colonizadores de la zona, que situaron sus casas tierra adentro, en
lugares agrestes y resguardados, en recovecos frondosos donde la brisa jugaba con el
chopo y el árbol del caucho. Desde allí dominaban, siempre con la misma seguridad, en
la calma y en la tormenta, un vasto panorama: millas y millas de bosques y estrechas
marismas que llegaban hasta el Árbol del Hugonote, un viejo olmo situado en la costa y
junto a cuyas raíces habían desembarcado. Más allá estaba la espaciosa bahía de Nueva
York, y llegaban a ver Sandy Hook y las Highlands de Naversink, y aún más lejos
leguas y leguas del Atlántico, hasta divisar acaso algún navío borroso en el horizonte, a
casi un día de navegación en su viaje hacia la Europa de la que ellos habían venido.
Mientras caminaba por aquellas tierras interiores, rodeado de ese paisaje agreste,
donde había tan pocos elementos que me recordasen al océano como los hay entre las
colinas de Nuevo Hampshire, vi de repente, a través de una grieta, hendidura o «camino
partido», como la llamaban los colonizadores holandeses, un barco con todas sus velas
desplegadas navegando sobre un maizal, a veinte o treinta millas de distancia. Habida
cuenta de que no tenía los medios para medir la distancia, el efecto era similar al de ver
un barco pintado a través de una linterna mágica.
Pero volvamos a la montaña. Daba la impresión de que el propietario de la casa
más alta del valle iba a ser el hombre dotado de una mente más singular y divina. Los
truenos habían retumbado pisándome los talones durante todo el camino, pero la lluvia
se marchó en otra dirección —aunque, de no haberlo hecho, estaba casi seguro de que
habría ascendido por encima de ella—. Por fin llegué a la antepenúltima casa, donde el
sendero hacia la cima se desviaba a la derecha, mientras que la propia cima se elevaba
directamente frente a mí. Sin embargo, decidí seguir hasta el final del valle, y luego
encontrar mi propia ruta ladera arriba, pues me parecía el camino más corto e
intrépido. Pensé en volver a aquella casa, que estaba tan bien cuidada y tan noblemente
situada, al día siguiente, y quizá quedarme allí una semana, si encontraba algún trabajo
que hacer. La señora de la casa era una joven espontánea y hospitalaria, que se presentó
ante mí vistiendo un salto de cama, peinándose con afán y naturalidad la larga cabellera
negra mientras hablaba, dándole a su cabeza un brusco tirón con cada pase del peine.
Tenía unos ojos vivos y centelleantes, estaba muy interesada en ese mundo inferior
desde el que yo llegaba y hablaba con toda familiaridad, como si me conociese desde
hacía años. Me recordaba mucho a una prima mía. Al principio me había tomado por un
estudiante de Williamstown, pues pasaban en grupos, según decía, a caballo o a pie,
siempre que hacía buen tiempo. Eran un grupo bastante salvaje, pero nunca tomaban el
camino por el que yo estaba yendo. Cuando pasé junto a la última casa, un hombre me
llamó para saber qué vendía, pues al ver mi alforja pensó que podía ser un vendedor
ambulante que había seguido esta insólita ruta, pasando por la cresta del valle, para
dirigirse a South Adams. Me dijo que aún faltaban cuatro o cinco millas hasta la cima
siguiendo el sendero que había abandonado, y que no eran más de dos si seguía en línea
recta desde donde estaba, aunque nadie había ido nunca por ahí: no había sendero, y la
pendiente estaría tan inclinada como el tejado de una casa. Sin embargo, yo sabía que
estaba más acostumbrado a los bosques y a las montañas que él, y continué atravesando
el cercado de sus vacas, mientras que el hombre, mirando hacia el sol, me gritó que no
debería subir a la cima aquella noche. Pronto llegué al final del valle, pero como no
podía ver la cima desde aquel punto, subí a una colina en el lado opuesto y calculé su
orientación con mi brújula. Luego me adentré en los bosques y empecé a escalar la
escarpada ladera en diagonal, tomando como referencia un árbol cada doce varas. El
ascenso no fue en absoluto arduo o fastidioso, y me llevó mucho menos tiempo del que
habría necesitado de seguir el sendero. Llegué a la conclusión de que incluso la gente
de campo magnifica la dificultad de los viajes por el bosque, sobre todo en las
montañas. En este aspecto parecen carecer de su consueto sentido común. He escalado
varias montañas más altas sin guía ni sendero, y he descubierto, como cabría esperar,
que por lo general sólo lleva un poco más de paciencia de lo que lleva hacerlo por la
carretera más suave. En este mundo es muy infrecuente encontrarse con obstáculos que
resulten difíciles de superar hasta para el hombre más humilde. Es cierto que
podríamos llegar a un precipicio, pero no tenemos por qué saltar ni darnos de
cabezazos contra la última roca. También puede un hombre caerse por las escaleras de
su sótano o romperse la crisma contra la chimenea, si no está muy cuerdo. Puedo decir
por experiencia que los viajeros también suelen exagerar las dificultades del camino.
Como en la mayoría de los males, la dificultad es imaginaria: ¿qué prisa hay? Si una
persona perdida llegase a la conclusión de que, a fin de cuentas, no está perdida, de que
no se ha alejado de sí misma, sino que se encuentra justo en el lugar en el que está, y
que por ahora vivirá ahí; si cree que los lugares que lo han conocido son los que están
perdidos, ¡cuánta inquietud y cuánto peligro se desvanecerían de un plumazo! No estoy
solo si estoy conmigo mismo. ¿Quién sabe hacia qué lugar del espacio se dirige girando
este globo terráqueo? Y aun así no nos rendimos ni nos damos por perdidos: a quién le
importa el lugar.
Me abrí camino con paso constante y en línea recta a través de un denso sotobosque
de laurel de montaña, hasta que los árboles empezaron a tener un aspecto enjuto y
demoníaco, como si estuvieran a punto de comenzar a luchar contra los duendecillos
del bosque, y por fin alcancé la cima, justo cuando el sol se estaba poniendo. En el
lugar se habían despejado varios acres, ahora cubiertos por rocas y tocones, y en el
centro se erigía un observatorio tosco, mirando hacia los bosques. Pude apreciar una
bella panorámica del campo antes de que el sol se pusiese, e inmediatamente fui en
busca de agua. Primero descendí una media milla de sendero bien marcado, a través de
un bosque bajo y cubierto de maleza, hasta que llegué a un lugar donde el agua se había
quedado estancada en las huellas de los caballos que habían subido a los viajeros. Me
tumbé y me las fui bebiendo una a una. Era un agua pura y fresca, como de manantial,
pero como así no podía llenar mi pocillo, me las ingenié para crear pequeños sifones
con las hojas de hierba e ingeniosos acueductos a pequeña escala. Sin embargo, era un
proceso demasiado lento. Luego, al recordar que durante el ascenso había pasado por
un lugar húmedo cerca de la cima, volví a buscarlo, y allí, en medio del crepúsculo y
usando piedras afiladas, cavé un pozo de unos dos pies de profundidad, que pronto se
llenó de agua pura y fresca, de la que también los pájaros vinieron a beber. Así llené mi
pocillo, y luego, de vuelta al observatorio, recogí algunas ramas secas y preparé un
fuego sobre varias piedras planas que habían sido colocadas en el suelo al efecto.
Pronto mi cena a base de arroz estuvo preparada, y ya había improvisado una cuchara
de madera con la que comérmela.
Durante la noche me senté a leer a la luz del fuego varios fragmentos de periódicos
en los que algún grupo había envuelto su almuerzo: las listas de precios corrientes de
Nueva York y Boston, los anuncios y los singulares editoriales que alguien había creído
conveniente publicar, sin prever en qué críticas circunstancias serían leídos. Desde allí
leía aquellos recortes con una gran ventaja, y me pareció que los anuncios, lo que
conocemos como la parte comercial del periódico, eran lo mejor de largo: los más
útiles, naturales y respetables. Casi todas las opiniones y sentimientos expresados en
los artículos estaban tan poco asentados, eran tan triviales y endebles, que pensé que la
textura misma del papel tenía que ser más débil en aquella parte, y romperse con más
facilidad. Los anuncios y las listas de precios estaban más estrechamente vinculados a
la naturaleza, y eran respetables en cierta medida, como lo son las tablas de mareas y
meteorológicas. En cambio, el propio material de lectura, que recordé que era el más
preciado allá abajo, me pareció extraño y caprichoso —excepción hecha de algún
humilde apunte científico o de un fragmento de una obra clásica—, crudo y
monotemático, como la redacción de un colegial, como lo que escriben los jóvenes para
después quemarlo. Las opiniones estaban condenadas a vestir un aspecto diferente el
día de mañana, como la moda de la última temporada. Era como si la humanidad
estuviese aún muy verde, y fuese a acabar avergonzándose de ella misma en unos
cuantos años, una vez dejado atrás ese periodo de inmadurez. Había, además, una
inclinación singular al chascarrillo y al humor, pero rara vez tenía el más mínimo éxito;
y el éxito aparente no era más que una terrible sátira sobre el intento: el Genio Maligno
del hombre se reía a carcajadas con sus mejores chistes. Los anuncios, como he dicho,
sí que eran serios, no como toda esa charlatanería moderna, y evocaban ideas
agradables y poéticas, pues lo cierto es que el comercio es igual de interesante que la
naturaleza. Los propios nombres de los productos eran poéticos, e igual de sugerentes
que si hubiesen sido insertados en un hermoso poema: Madera, Algodón, Azúcar,
Pieles, Guano, Campeche. Habría sido agradable leer allí alguna reflexión sobria,
privada y original, en armonía con las circunstancias, como si hubiese sido escrita en la
cima de una montaña. Sería de una moda que nunca pasa, igual de respetable que las
pieles, el campeche o cualquier producto natural. ¡Qué inestimable compañero habría
sido tal pedazo de papel, con sus frutos de una vida madura! ¡Qué reliquia! Parecería un
invento divino, que no podría ser traído hasta aquí por medio de meras monedas
brillantes, sino que requeriría de pensamientos lúcidos y profundos.
Como hacía frío, recogí un montón de leña y me tumbé en un tablón junto a una
pared del observatorio, sin manta con la que cubrirme, con la cabeza mirando hacia el
fuego para poder vigilarlo, contra la costumbre india. Sin embargo, a medida que se
acercaba la medianoche e iba haciendo aún más frío, acabé «encajonándome» por
completo entre tablones. Me las apañé incluso para colocar uno como techo,
poniéndole una piedra grande encima para que no se levantase, con lo que pude dormir
cómodamente. Aquello me recordó, no voy a negarlo, a esos niños irlandeses durante
las noches de invierno, que preguntaban qué habían hecho sus vecinos para no tener una
puerta que ponerse encima, a diferencia de ellos. Estoy convencido de que no había
nada raro en la pregunta. Quienes nunca se han visto en éstas no tienen ni idea de lo que
puede ayudar una puerta, cuando mantiene en su sitio lo único que nos cubre, a la
comodidad de uno. En gran medida nos parecemos a los polluelos: cuando se los aleja
de la gallina y se colocan en una cesta con algodón, junto a la chimenea, es probable
que se echen a piar hasta morir. Sin embargo, si colocamos un libro o cualquier objeto
pesado que presione el algodón, dándole la consistencia de la gallina, los polluelos se
dormirán ipso facto. Mis únicos compañeros eran los ratones, que vinieron a recoger
las migajas que se habían quedado sobre aquellos trozos de periódico. Vivían, como en
todos los sitios, a costa del hombre, demostrando no poca inteligencia al hacer de aquel
lugar elevado su morada. Ellos mordisqueaban lo que estaba hecho para ellos; yo
mordisqueaba lo que estaba hecho para mí. Una o dos veces durante la noche, cuando
miré hacia arriba, vi una nube blanca colarse a través de las ventanas y llenar todo el
piso superior.
El observatorio era una construcción de un tamaño considerable, erigido por los
estudiantes del Williamstown College, cuyos edificios pueden verse durante el día
brillando en el fondo del valle. Sería una ventaja importante que todas las
universidades estuviesen ubicadas en la base de una montaña. Una ventaja tan buena, al
menos, como contar con un profesorado bien preparado. Igual de bueno resulta ser
educado a la sombra de una montaña que bajo sombras más clásicas. Así, algunos
recordarían no sólo que fueron a la universidad, sino que fueron a la montaña. Y cada
visita a una cumbre generalizaría, por así decir, la información particular aprendida
allá abajo, y la sometería a pruebas más universales.
Me levanté temprano y me encaramé en lo alto de la construcción para ver el
amanecer, y durante un rato estuve leyendo los nombres que habían sido grabados allí,
antes de poder distinguir objetos más lejanos. Una «mosca indomable[2]» zumbaba en
mi codo con la misma despreocupación que si estuviera sobre un tonel de melaza al
final del bostoniano muelle de Long Wharf. Incluso allí tenía que asistir a su monótona
cantilena. Y por fin llego al meollo de esta larga digresión: cuando la luz aumentó,
descubrí a mi alrededor un océano de niebla, que por casualidad llegaba exactamente
hasta la base de la construcción, ocultando cualquier vestigio de tierra y dejándome
suspendido en aquel fragmento de mundo naufragado, sobre mi tablón, en el País de las
Nubes. Una situación que no necesitaba la ayuda de la imaginación para ser
impresionante. A medida que la luz se intensificaba por el Este, se me fue revelando
con mayor claridad el nuevo mundo hacia el que me había elevado durante la noche,
acaso la nueva terra firma de mi vida futura. No había quedado ni una grieta a través
de la cual poder ver esos lugares triviales que llamamos Massachusetts o Vermont o
Nueva York, y entretanto respiraba la clara atmósfera de una mañana de julio —si es
que allí era julio—. Bajo mis pies había en derredor, en una extensión de cien millas en
todas las direcciones, llegando hasta donde el ojo podía alcanzar, un campo ondulante
de nubes que respondía con el movimiento variado de su superficie al mundo terrestre
que cubría. Era uno de esos campos que podríamos ver en sueños, con todas las
delicias del paraíso. Había inmensos pastos nevados, aparentemente bien cortados y
firmes, y valles sombríos entre las montañas vaporosas. En el horizonte lejano podía
ver un bosque neblinoso en medio de la pradera, y trazar los meandros de un río, algún
Amazonas u Orinoco jamás imaginado, merced a los árboles blancos de su orilla. De la
misma manera que no había ningún símbolo, tampoco había sustancias impuras, ni
mancha ni mácula. Poder presenciar esa visión era un privilegio por el que bien valdría
la pena quedarse para siempre en silencio. La tierra bajo las nubes se había convertido
en una maraña difusa de luces y sombras, como otrora lo fuesen aquéllas. No sólo había
quedado oculta para mí, sino que se había desvanecido como el fantasma de una
sombra, σκιάς όναρ[3], una vez alcanzada esta nueva tribuna. Al igual que había
escalado por encima de las tormentas y las nubes, también, tras varios días más de
viaje, podría alcanzar la región del día eterno, al otro lado de la sombra alargada de la
tierra. Ay,
El mismo Cielo debería deslizarse
Y marcharse, como las estrellas que se derriten
Y resbalan por sus hilos untuosos[4].
Pero cuando su propio sol empezó a elevarse sobre este mundo puro, me supe
visitante de los salones deslumbrantes de Aurora, a los que los poetas sólo han podido
echar un vistazo desde las colinas del Este. Navegaba a la deriva entre las nubes de
azafrán, jugando con los dedos rosados del Amanecer, en medio del camino del carro
del Sol, mojado por su polvo de rocío, disfrutando de la sonrisa benévola de los
dioses, casi pudiendo tocar sus miradas lejanas y penetrantes. Por lo general, los
habitantes de la tierra no ven más que la oscura y sombría parte inferior del pavimento
celestial, y sólo al mirar desde un ángulo favorable en el horizonte, ya sea mañana o
tarde, podemos observar débiles destellos del hermoso revestimiento de las nubes. Sin
embargo, mi Musa no lograría verbalizar una impresión de la espléndida tapicería que
me rodeaba, ésa que los hombres ven débilmente reflejada allá a lo lejos, en los
aposentos de Oriente. Aquí, al igual que en la tierra, veo al misericordioso dios
Durante la noche precedente había visto las cumbres de montañas nuevas y aún más
altas, las Catskills[7], por las que espero poder volver a escalar al cielo, y había
orientado mi brújula en dirección a un hermoso lago al Suroeste, que quedaba en mi
camino. Hacia allí me dirigía ahora, descendiendo la montaña por mi propia ruta, en el
lado opuesto por el que había ascendido. Pronto me encontré en una región de nubes y
llovizna, donde los habitantes afirmaban que el día entero había sido nublado y
lluvioso.
Pero ahora debemos apresurarnos en volver, antes de que la niebla se disipe sobre las
joviales aguas del Merrimack.
Antes del amanecer pasamos junto a una barcaza que buscaba a tientas su camino
hacia el mar, y aunque no podíamos verla por culpa de la niebla, los pocos sonidos
apagados, secos y estertóreos que escuchamos nos transmitieron una sensación de peso
y de movimiento perpetuo. Un pequeño flujo de comercio ya se había despertado en
este lejano río de Nuevo Hampshire. La niebla, que exigía una mayor destreza en el
manejo del bote, potenciaba el interés de nuestro viaje en el corazón de la madrugada, y
hacía parecer al río indefinidamente ancho. Una ligera neblina, que a duras penas deja
ver los objetos, tiene el poder de convertir hasta los ríos más ordinarios, por medio de
un espejismo singular, en brazos de mar o lagos interiores. En este caso concreto era
incluso aromática y tonificante, y disfrutamos de ella como si de una suerte de amanecer
adelantado se tratase, o de una luz embrionaria bañada por el rocío.
La Isla Plum, en la desembocadura de este río —para cuya formación, quizá, estas
mismas orillas han enviado su contribución—, es un desierto similar de arena a la
deriva, de varios colores, donde el soplido del viento esculpe hermosas curvas. Es un
mero banco de arena desprotegido, que se extiende nueve millas en paralelo a la costa
y, sin contar el pantano de su interior, rara vez tiene más de media milla de ancho. Sólo
cuenta con media docena de casas, y apenas si hay algún árbol, o hierba, o cualquier
elemento verde que le resulte familiar a un hombre del campo. La escasa vegetación
está medio enterrada en la arena, como cuando nieva. El único arbusto, el ciruelo de
playa, que da a la isla su nombre, sólo crece unos pocos pies. Sin embargo, es tan
abundante que en septiembre llegan grupos de cientos de hombres desde el interior,
bajando por el Merrimack, montan sus tiendas y recogen las ciruelas, que son
deliciosas tanto recién cogidas como en conserva. El bonito y delicado guisante de
playa también crece en abundancia entre la arena, así como otras plantas extrañas,
jugosas, con aspecto de musgo. Toda la isla está recorrida por colinas bajas, de no más
de veinte pies de altura, formadas por el viento, y, excepción hecha de un tenue sendero
a orillas del pantano, es igual de virgen que el Sáhara. Hay lúgubres acantilados de
arena y valles arados por Eolo, donde bien podrían descubrirse los huesos de una
caravana. Desde Boston llegan goletas que se llevan cargamentos de arena para usar en
la construcción, y en unas pocas horas el viento borra todas las huellas de su trabajo.
Sin embargo, basta cavar uno o dos pies de profundidad para dar con agua fresca. Y
uno se sorprende al descubrir que aquí abundan las marmotas, y que pueden encontrarse
zorros, aunque es imposible ver dónde tienen su madriguera o escondite. He recorrido a
pie esta playa ancha de cabo a rabo cuando hay marea baja, único momento en que
puede encontrarse tierra firme sobre la que caminar, y es muy probable que no haya en
Massachusetts un paseo más largo y lúgubre. Desde la costa sólo se ve una vela lejana
y unas cuantas fochas que rompen la gran monotonía. Una estaca solitaria —¿o acaso es
una colina de arena más puntiaguda de lo normal?— destaca como el único punto de
referencia en millas. En cuanto a la música, sólo se escucha el sonido incesante del
oleaje y el lúgubre piar de las aves marinas.
En Cromwell’s Falls había varias barcazas pasando por las esclusas, con lo que
tuvimos que esperar. En la parte delantera de una de ellas vimos a un musculoso
hombre de Nuevo Hampshire, apoyado en su pértiga, con la cabeza descubierta y
vistiendo sólo una camiseta y unos pantalones, un Apolo tosco que bajaba desde el
«vasto país de las tierras altas[12]» hacia el océano. Su edad era imprecisa, tenía el pelo
rubio y un rostro duro y desteñido por el tiempo, en cuyas arrugas aún se alojaba el sol,
al que los calores y las escarchas y los problemas devastadores de la vida le afectaban
lo mismo que al arce de la montaña. Era un hombre mal vestido, descuidado,
incivilizado, con el que conversamos durante un rato y del que nos despedimos con un
interés sincero y recíproco. Su humanidad era genuina e instintiva, y su rudeza no era
más que uno de sus modales. Cuando pasamos de largo y ya casi no podíamos
escucharnos, nos preguntó si habíamos matado algo. Le gritamos que le habíamos
disparado a una boya, y pudimos verlo rascándose la cabeza durante un buen rato, en
vano, preguntándose si había oído bien[13].
Hay una razón de ser para la distinción entre civilizado e incivilizado. A veces los
modales tienen una corteza tan áspera que nos preguntamos si de verdad cubren algún
núcleo o albura. A veces nos encontramos con hombres salvajes, hijos de amazonas,
que moran junto a los senderos de montaña y de los que se dice que son poco
hospitalarios con los extranjeros, cuyo saludo es igual de tosco que el apretón de sus
musculosas manos, y que tratan con los hombres con la misma brusquedad con la que
acostumbran a tratar con los elementos. Para asemejarse a los habitantes de las
ciudades sólo necesitan hacer más grandes sus claros, dejar paso franco a la luz del sol,
y hallar así la cara de la montaña desde la que observar el valle civilizado o el océano;
y moderar debidamente su dieta, comiendo más frutas y cereales y menos carnes
salvajes y bellotas. Y es que la verdadera cortesía no es resultado de un pulido
artificial y apresurado, sino que crece de manera natural en los espíritus que tienen la
consistencia y las cualidades adecuadas, tras enfrentarse con muchas personas y
acontecimientos, y conocer la buena y la mala suerte. Quizá pueda contar una historia
ilustrativa mientras la esclusa se llena, habida cuenta de que esta mañana nuestro viaje
ofrece pocos eventos de interés.
Una mañana de verano, bien temprano, abandoné las orillas del río Connecticut para
viajar a pie, durante todo el santo día, siguiendo el curso de otro río que llegaba desde
el Oeste, a ratos observando el agua, que formaba espuma y ondas en medio del bosque,
a una milla de distancia, desde lo alto de las colinas por donde subía el camino, y a
ratos sentándome en su orilla rocosa y mojando los pies en sus rápidos, o
aventurándome a bañarme en medio de la corriente. Las colinas crecían con más y más
frecuencia, y a medida que avanzaba fueron convirtiéndose en montañas que cercaban
el curso del río, con lo que al final ya no podía ver desde dónde venía, y tenía toda la
libertad para imaginar los meandros y los descensos más espectaculares. A mediodía
eché una cabezadita sobre la hierba, a la sombra de un arce, en un punto en que el río
había encontrado un cauce más ancho de lo habitual y se extendía con poca
profundidad, dejando al descubierto bancos de arena aquí y allá. En los nombres de los
pueblos reconocí varios que mucho tiempo atrás había leído sobre los carros que
llegaban desde el Norte: pueblos tranquilos, de fama gigantesca, tan elevada como su
ubicación. Caminaba, meditabundo y ensimismado, junto a hileras de arces de azúcar, a
través de aldeas pequeñas y discretas, y a veces disfrutaba de la imagen de un bote
sobre un banco de arena y nadie a la vista que pareciera poder darle uso. Sin embargo,
parecía tan importante para el río como un gran pez, y le confería cierta dignidad. Era
como la trucha de los torrentes montañosos para los peces del mar, o como el joven
cangrejo nacido tierra adentro y que aún no ha escuchado el sonido del oleaje del
océano. Las colinas se iban acercando más y más al río, hasta que al final se cerraron a
mis espaldas y me encontré, justo antes del anochecer, en un valle romántico y retirado,
de una media milla de longitud, y apenas lo bastante ancho para el río que atravesaba su
fondo. Pensé que no podía haber un sitio más hermoso para una casita entre las
montañas. Se podía cruzar el río sobre las rocas por cualquier punto, y su murmullo
constante aplacaría para siempre las pasiones de la humanidad. De repente el camino,
que parecía dirigirse hacia la ladera de la montaña, giró hacia la izquierda,
descubriendo un nuevo valle, de idénticas características, y ocultando el anterior. Era el
paisaje más extraordinario y agradable que había visto en mi vida. Allí encontré a unos
pocos habitantes tranquilos y hospitalarios que, como el día aún no se había apagado
del todo, me señalaron que cuatro o cinco millas más adelante se hallaba la casa de un
hombre llamado Rice, que ocupaba el último y más elevado de los valles que había en
mi camino, y que, decían, era un hombre un tanto tosco e incivilizado. Pero «¿qué es
una tierra extranjera para una persona instruida? ¿Quién es extranjero para quienes
acostumbran a hablar amablemente?»[14].
Por fin, cuando el sol se estaba poniendo tras las montañas de aquel valle aún más
oscuro y solitario, llegué a la casa del hombre. Si no fuese por la estrechez del valle y
porque las piedras eran granito sólido, aquel lugar sería idéntico al retiro donde
Belphoebe llevó al herido Timias:
Un claro agradable,
Completamente rodeado de montañas
Y de intensos bosques que sombreaban el valle,
Que cual majestuoso teatro
Se extendía hasta convertirse en vasta llanura;
Y en medio jugaba un riachuelo
Entre las redondas piedras, y parecía quejarse,
Con un murmullo suave, de que aquéllas frenaban su curso[15].
Cuando me acerqué pude ver que el hombre no era tan huraño como había previsto,
de hecho, contaba con muchas cabezas de ganado y perros para vigilarlas. También vi
que había plantado arces de azúcar en las laderas de las montañas, y, sobre todo, pude
distinguir voces de niños al otro lado de la puerta, que se mezclaban con el murmullo
del torrente. Al pasar junto a su establo me encontré con un hombre que supuse que
sería un jornalero que cuidaba del ganado, y le pregunté si recibían a viajeros en
aquella casa. «A veces sí», contestó bruscamente, para alejarse al momento hasta la
cuadra más distante de mí, y entonces comprendí que me había dirigido al propio Rice
en persona. No obstante, disculpé esta descortesía vinculándola a lo salvaje del paisaje
y dirigí mis pasos hacia la casa. No había ningún cartel en la entrada, ni tampoco
ninguna de las habituales invitaciones al viajero, aunque desde el camino pude ver
cómo mucha gente entraba y salía de allí. Sólo el nombre del dueño estaba colgado
junto a la puerta, lo que entendí como una suerte de invitación implícita y huraña. Pasé
por varias habitaciones sin toparme con nadie, hasta que llegué a lo que parecía la
habitación de invitados, que estaba limpia y ostentaba incluso cierto aire de
sofisticación. Me alegró encontrar un mapa en la pared, que al día siguiente usaría para
mi viaje. Por fin escuché unos pasos en una habitación lejana, la primera en la que
había entrado, y fui a ver si el dueño había llegado. Resultó ser, sin embargo, un niño,
uno de los que había escuchado antes, probablemente su hijo. Entre él y yo, en el
umbral de la puerta, había un enorme perro guardián, que me gruñía y parecía a punto
de atacarme, pero el chico no le dijo nada. Cuando le pedí un vaso de agua, se limitó a
responder: «Sale de la esquina». Así que cogí una taza de la encimera y salí al exterior,
y busqué alrededor de la casa, pero no encontré ni pozo ni manantial, ni agua alguna que
no fuese la del riachuelo que pasaba frente a la fachada. Así pues, volví y, tras dejar la
taza en su sitio, le pregunté al niño si el agua del río era potable. Entonces el crío cogió
la taza, fue a una esquina de la habitación, donde una fuente fresca que nacía en la
montaña a espaldas de la casa fluía por una tubería hasta el interior, la llenó, se la
bebió y me la devolvió vacía, antes de llamar al perro y apresurarse en salir. Al poco
rato algunos de los jornaleros aparecieron, bebieron de la fuente, se lavaron
perezosamente y se peinaron en silencio. Varios de ellos se sentaron, agotados, y se
quedaron durmiendo en sus asientos. Sin embargo, en todo aquel rato no vi a ninguna
mujer, aunque a veces escuchaba trajín en la parte de la casa de la que llegaba el agua.
Al final Rice en persona entró en la casa, pues ya era de noche, con una fusta en la
mano. Su respiración era pesada y pronto también él se sentó, no muy lejos de mí, como
si ahora que el día de trabajo había tocado a su fin no tuviese que ir más lejos, sino
limitarse a digerir su cena y su tiempo libre. Cuando le pregunté si podía ofrecerme una
cama respondió que ya había una preparada, en un tono que implicaba que debería
haberlo sabido, y que cuanto menos se hablara del tema, mejor. Hasta ahora, todo bien.
Sin embargo, seguía mirándome, como si tuviese ganas de escucharme decir algo en mi
condición de viajero. Comenté que vivían en una tierra salvaje y escabrosa, y que
merecía la pena viajar muchas millas para verla. «Tampoco es tan escabrosa», dijo él,
y apeló a sus hombres para que diesen testimonio de la amplitud y la uniformidad de
sus campos —que en su conjunto no eran más que una pequeña parcela—, y del tamaño
de sus cosechas. «Y si bien es cierto que hay algunas colinas», añadió, «no hay mejores
pastos en ningún otro sitio». Luego pregunté si aquel lugar era el mismo del que había
oído hablar, llamándolo por un nombre que había visto en el mapa, o si se trataba de
otro. El hombre respondió bruscamente que aquél no era ni el uno ni el otro, que él se
había asentado allí y había cultivado la tierra, convirtiéndola en lo que era, y yo no
podía saber nada de eso. Al ver varias armas y otros artilugios de caza colgando de
soportes por las paredes de la sala, y a sus perros de caza, que ahora dormían en el
suelo, aproveché para cambiar de tema, y pregunté si había mucha caza en la zona. A
aquella pregunta respondió con más gentileza, mostrando un destello de aprecio ante mi
viraje, pero cuando le pregunté si había osos, respondió impaciente que no corría más
peligro de perder a sus ovejas que a sus vecinos: él había domesticado y civilizado
aquella región. Después de una pausa, en la que pensé en mi viaje del día siguiente y en
las pocas horas de luz en aquella zona montañosa y honda —lo que me obligaba a
ponerme en camino bien temprano—, comenté que el día tenía que ser al menos una
hora más corto allí en comparación con los valles cercanos, a lo que respondió con
rudeza lo que yo ya sabía, y afirmó que tenía la misma luz que sus vecinos. Incluso se
atrevió a decir que los días eran más largos que donde yo vivía, y que me daría cuenta
de quedarme más tiempo; que de alguna forma, aunque yo no podía esperar comprender
el cómo, el sol salía de las montañas media hora antes y se quedaba hasta media hora
más tarde que en los otros valles de la zona. Y dijo más cosas por el estilo. Era, en
efecto, tan rudo como un sátiro mitológico. Sin embargo, acepté dejarlo pasar por lo
que era —¿por qué debería yo discutir con la naturaleza?—, e incluso quedé
complacido al descubrir un fenómeno natural tan singular. Traté con él como si todos
los modales me fueran indiferentes. El suyo era un modo de ser entrañable y salvaje.
No iba a cuestionar a la naturaleza, y preferí aceptarlo más por lo que era que por lo
que habría querido que fuese, pues no había subido hasta allí en busca de simpatía,
amabilidad o sociedad, sino movido por la novedad y la aventura, y para ver qué había
producido la naturaleza en aquella región. Así pues, en lugar de rechazar su rudeza, la
acepté por completo con inocencia, y supe apreciarla, como si estuviese leyendo en una
antigua obra dramática un papel bien interpretado. Era sin duda un hombre áspero, poco
intelectual y, como ya he dicho, incivilizado, que libraba un justo combate con la
naturaleza y con la humanidad, no me cabe la menor duda, y que no escondía con un
envoltorio artificial su mal humor. Era harto sencillo, pero estaba hecho de un material
noble, y en el fondo contaba incluso con una muy sufrida honradez sajona. Si se le
presentase el caso, no dejaría que la raza se extinguiese en él, como un piel roja.
Al final le dije que era un hombre afortunado, que estaba seguro de que estaría
agradecido de tener tanta luz y, levantándome, le pedí una lámpara, y le dije que le
pagaría por adelantado el alojamiento, pues esperaba retomar mi viaje incluso antes de
que el sol saliese en su tierra. Sin embargo, él respondió rápidamente, esta vez de
manera civilizada, que seguro que encontraba a alguien trajinando, por temprano que
fuese, pues no eran unos holgazanes, y que podía desayunar con ellos antes de
emprender mi camino, si lo deseaba. Y entonces, cuando encendió la lámpara, detecté
un resplandor de hospitalidad sincera y civilización antigua, un brillo de humanidad
pura e incluso amable, en sus ojos nublados y húmedos. Aquella mirada me resultó más
íntima y más reveladora que cualquier frase que pudiese formular, por cuanto lo hubiese
intentado hasta el día de su muerte. Era más significativa de lo que cualquier Rice de
aquella región podía haber comprendido siquiera, y dejaba ver claramente la cultura de
aquel hombre —un destello de su genio puro, que si bien no lo iluminó demasiado, lo
poseyó y lo dominó durante unos instantes, alterando imperceptiblemente su voz y sus
maneras—. Con ánimo alegre me guió hasta mi habitación, saltando por encima de las
piernas de sus hombres, que dormían en el suelo de una habitación intermedia, y me
mostró una cama limpia y cómoda. Habían pasado muchas horas agradables desde que
la casa se quedó dormida, y yo seguía sentado junto a la ventana abierta, pues era una
noche bochornosa, y escuchaba el riachuelo que fluía
Su melena venerable
Ondeaba con rizos hermosos;
Y en sus sienes ancianas brotaban
Las flores de la tumba[17].
Pero cuando le pregunté el camino, respondió con una voz baja y áspera, sin
levantar la mirada ni mostrarse interesado en mi presencia, algo que achaqué a sus
años; e inmediatamente después, mascullando para sus adentros, fue a recoger sus vacas
a un pasto cercano. Cuando volvió al lateral del camino se detuvo en seco, mientras las
vacas seguían hacia adelante y, quitándose el sombrero, en medio del aire frío de la
mañana, dio gracias en voz alta por el pan de su día, como si se le hubiese olvidado
hacer aquel ejercicio antes, y pidió también a Aquel que deja caer su lluvia sobre justos
e injustos, y sin el cual ni siquiera un gorrión es abatido[18], que no abandonara al
extranjero (refiriéndose a mí), entre otras solicitudes aún más directas y personales,
que seguían en su mayoría la fórmula arraigada y común a los habitantes de los valles y
las montañas. Cuando acabó de rezar, me atreví a preguntarle si tenía en su cabaña algo
de queso que pudiera venderme, pero respondió sin levantar la mirada, usando otra vez
ese mismo tono de voz bajo y repulsivo, que no hacían queso, y luego se fue a ordeñar.
Está escrito: «El extranjero que se marcha de una casa con las expectativas
insatisfechas deja allí sus propias faltas, y se lleva consigo todas las buenas acciones
del propietario[19]».
Al estar ya bien metidos en el tráfico fluvial, empezamos a cruzarnos con otros barcos
con más frecuencia, y de cuando en cuando los saludábamos con la naturalidad de los
marineros. El barquero parecía llevar una vida fácil y satisfactoria, y pensamos que
nosotros mismos preferiríamos su empleo antes que tantas otras profesiones que están
mucho más demandadas. Sus existencias insinuaban qué poco hace falta para el
bienestar y la serenidad del hombre, cuán indiferentes son todos los trabajos, y que
cualquiera podría parecer noble y poético a ojos de los hombres si los realizase con
suficiente optimismo y libertad. Si hace buen tiempo, hasta la más sencilla ocupación,
cualquier estilo de vida rural que nos haga estar al aire libre, resulta atractiva. El
hombre que recoge guisantes para ganarse la vida es más que respetable, y provoca
incluso la envidia de sus vecinos, cansados de ir a la tienda. Estamos igual de felices
que los pájaros cuando nuestro Buen Genio nos permite realizar cualquier tarea al aire
libre, sin sentir la menor sensación de disipación. Nuestra navaja de bolsillo brilla al
sol, nuestra voz resuena contra los bosques lejanos; si un remo cae al agua, lo
dejaremos volver a caer de buena gana.
La construcción de una barcaza es algo sencillo: sólo hace falta un poco de madera
para barcos y, según nos contaron, cuesta alrededor de doscientos dólares. Son
pilotadas por dos hombres. Para remontar el río usan pértigas de catorce o quince pies,
con la punta de hierro, y se ubican aproximadamente a un tercio de la longitud del barco
desde la proa. Al descender suelen mantenerse en el centro del río, usando un remo a
cada lado, o bien, si el viento es favorable, despliegan la vela y no tienen más que
manejar el timón. Por lo general bajan madera o ladrillos —más de cincuenta metros
cúbicos de madera, o hasta mil ladrillos en cada viaje— y suben provisiones para el
campo. Un viaje entre Concord y Charlestown les lleva de dos a tres días en cada
sentido. A veces apilan la madera formando una especie de refugio en una parte, para
poder protegerse de la lluvia. Cuesta imaginar un trabajo más sano, o uno más
favorable para la contemplación y el estudio de la naturaleza. A diferencia del
marinero, el paisaje de la orilla, siempre cambiante, libera a los barqueros de la
monotonía de su labor. Nos daba la impresión de que se deslizaban en silencio de
pueblo en pueblo, llevando con ellos todos sus enseres, pues su propio hogar estaba en
movimiento, con lo que podían hablar sobre el carácter de los habitantes con mayor
ventaja y seguridad que quien fuera en carro —pues, al viajar en un vehículo tan
pequeño, no podrían permitirse tales exabruptos de salero y humor por miedo a las
represalias—. Al igual que los leñadores de Maine, nunca están expuestos a la
intemperie, independientemente del tiempo que haga, sino que respiran las salubrísimas
brisas, suelen vestir pocas prendas y con frecuencia llevan la cabeza y los pies
desnudos. Cuando nos cruzamos con ellos a mediodía, descendían plácidamente el río:
su bulliciosa actividad no parecía un esfuerzo, sino más bien algún tipo de juego
oriental desarrollado a gran escala, al que se seguía jugando, como al ajedrez, y que se
había transmitido de generación en generación. Desde la mañana hasta la noche, a
menos que el viento sea tan favorable que baste con desplegar la única vela y manejar
el timón, el barquero camina arriba y abajo por el lateral de su nave, ahora apoyándose
con el hombro en la pértiga, luego sacándola lentamente para volver a clavarla. Y
entretanto sigue avanzando a través de un valle sin fin y un paisaje siempre distinto, ora
distinguiendo el cauce durante una o dos millas, ora encerrado de repente, por un giro
brusco del río, en un pequeño lago entre bosques. Todos los fenómenos que le rodean
son sencillos y grandes, y hay algo de impresionante, incluso majestuoso, en el
movimiento mismo que provoca, que se transmite de manera natural a su propio
espíritu, haciéndole sentir ese discurrir lento e imparable con orgullo, como si fuese su
propia energía.
La noticia se extendía como la pólvora entre nosotros, los jóvenes, cuando en el
pasado, una o dos veces al año, una de estas barcas remontaba el río Concord y se la
podía ver cruzando sigilosa y misteriosamente las praderas y el pueblo. Llegaba y se
marchaba con el mismo silencio que una nube, sin hacer ruido ni levantar polvo, y sólo
unos pocos eran testigos de su paso. Un día de verano podía verse a este viajero
inmenso atracado en el embarcadero de alguna pradera, y al día siguiente ya no estaba
allí. Nunca supimos de dónde venía exactamente, o quiénes eran aquellos hombres que
conocían las rocas y las profundidades del río mejor que nosotros, que nos bañábamos
en él. Nosotros sólo conocíamos alguna bahía del río, pero ellos lo navegaban de cabo
a rabo. Los veíamos como una especie de legendarios hombres fluviales. Era imposible
concebir cómo podría un mero campesino comunicarse con ellos. ¿Habrían aceptado,
para satisfacer sus deseos? No, ya era favor suficiente dejarles conocer vagamente su
destino, o el momento de su posible regreso. Los he visto en verano, cuando el río tiene
sólo tres pies de profundidad, segando las hierbas en mitad del agua, dando amplios
golpes de hoz, como recolectores de heno, para poder abrirle paso a su barcaza,
mientras la corriente arrastraba largas hozadas de hierba que nunca se secaría, por
mucho calor que hiciese. No nos cansábamos de admirar la forma en que flotaba su
nave, como una inmensa astilla, transportando numerosos toneles de cal, y miles de
ladrillos, y enormes pilas de hierro, con sus carretillas a bordo. Y cuando subíamos a
ella, no cedía ante la presión de nuestros pies. Esto nos hacía confiar en la prevalencia
de la ley de la flotabilidad, e imaginar cuántas aplicaciones infinitas podrían dársele.
Los hombres parecían llevar una vida agradable sobre ella y se decía que dormían a
bordo. Algunos afirmaban que transportaba velas, y que los mismos vientos que
soplaban aquí eran los que inflaban las velas de los barcos del océano, algo que otros
ponían muy en duda. Unos pocos pescadores afortunados que habían salido a faenar la
habían visto atravesando nuestra bahía de Fair Haven. Así pues, podríamos decir que
nuestro río era navegable, ¿por qué no? Años después pude leer, no sin cierta
satisfacción, que se pensaba que, invirtiendo algo de dinero en quitar las rocas y
profundizar el cauce, «podría traerse hasta el interior de estas tierras una navegación
rentable[20]». Así pues, yo vivía en un sitio del que se podían contar cosas.
Así es el Comercio, que sacude el cocotero y el árbol del pan en la isla más remota,
y tarde o temprano es comprendido hasta por el más salvaje y rudo de los hombres
primitivos. Si se nos permite la digresión, ¿quién puede evitar conmoverse al pensar en
el vínculo, pequeño y tenue, pero fehaciente, que relaciona a los habitantes salvajes de
una remota isla con el misterioso marinero blanco, hijo del sol? Es como si nosotros
tuviéramos que tratar con un animal que está por encima en la escala natural. Para los
nativos es un hecho apenas reconocido que éste existe, y que tiene su hogar en algún
lugar lejano, y que compra gustoso sus frutas frescas a cambio de sus productos
superfluos. Bajo el mismo sol universal resplandece su barco blanco sobre las olas del
Pacífico, rumbo a bahías tranquilas, y brilla en el aire el remo del pobre salvaje.
Desde que hicimos aquel viaje, el ferrocarril que corre junto a la orilla ha sido
ampliado y hoy en día pocos barcos navegan por el Merrimack. Todos aquellos
productos y existencias que entonces se transportaban por agua ya no viajan río arriba,
y tan sólo la madera y los ladrillos bajan por su cauce, aunque también lo hacen en el
ferrocarril. Las esclusas se están deteriorando con rapidez y pronto serán intransitables,
pues las ganancias de los peajes no son suficientes para costear su reparación, con lo
que en unos años la navegación por este río tocará a su fin. Hoy en día, los botes
navegan principalmente entre Merrimack y Lowell, o entre Hooksett y Manchester.
Hacen dos o tres viajes por semana, dependiendo del viento y del tiempo, de
Merrimack a Lowell y vuelta, unas veinticinco millas en cada dirección. El barquero
llega cantando hasta la orilla a altas horas de la noche, amarra su bote vacío, cena y se
aloja en alguna casa de los alrededores. Y por la mañana temprano, acaso bajo la luz de
las estrellas, vuelve a impulsar su bote y se pone en camino, y de un grito, o con el
estribillo de alguna canción, avisa de su llegada al esclusero, con el que se tomará el
desayuno. Si llega a la pila de madera antes del mediodía empieza a cargar el bote con
la ayuda de su única «mano», y emprende el camino de vuelta antes del anochecer.
Cuando llega a Lowell descarga la madera, recibe la factura por su cargamento y, tras
escuchar las noticias en la taberna de Middlesex o en cualquier otro lugar, vuelve con
su bote vacío y la factura en el bolsillo hasta el propietario, y luego va en busca de un
nuevo cargamento. Con frecuencia algún sonido ligero a nuestras espaldas nos advertía
de su llegada, y al girar la cabeza los veíamos a una milla, deslizándose furtivamente
por el río como caimanes. Era agradable saludar de cuando en cuando a estos
navegantes del Merrimack, y oír las noticias que circulaban entre ellos. Nos
imaginábamos que el sol que brillaba sobre sus cabezas desnudas había conferido un
carácter liberal y público a sus pensamientos más privados.
Aquel tramo abierto y soleado se alejaba del río en algunos puntos, hasta llegar a
las colinas más apartadas, y cuando escalábamos el margen solíamos encontrar una
arboleda irregular que bordeaba el cauce, cuyos ancestros habían flotado río abajo hace
mucho tiempo: la «armada real». A veces podíamos ver la carretera del río a un cuarto
o media milla de distancia, y la caravana multicolor de Concord, con su nube de polvo,
su vanguardia de rostros serios y nómadas y su retaguardia de troncos polvorientos, que
nos recordaba que el campo tenía sus lugares de encuentro para el incansable hombre
yanqui. En aquella zona residían, manteniendo una distancia considerable entre ellos,
unas gentes apacibles dedicadas al campo y al pastoreo. Cada casa tenía su pozo, como
pudimos comprobar en más de una ocasión, y en cada hogar se comía alrededor del
mediodía —no había momento de la jornada que pareciese más tranquilo y remoto en el
tiempo—. Allí vivían sus vidas agrícolas aquellas gentes de Nueva Inglaterra, padres y
abuelos y bisabuelos, que iban sucediéndose en silencio, conservando la tradición,
esperando, aparte de buen tiempo y cosechas abundantes, algo que nunca llegamos a
conocer. Estaban satisfechos con la vida, que así de impuesta les venía, en el mismo
sitio en que sus antepasados habían caído.
Sin embargo, estos hombres no necesitaban viajar para ser igual de sabios que
Salomón en todo su esplendor, pues así de similares son las vidas de los hombres en
todas las naciones, cargadas de las mismas y ordinarias experiencias. Una mitad del
mundo sabe cómo vive la otra mitad.
Alrededor del mediodía pasamos junto a Thornton’s Ferry, una pequeña aldea junto
al Merrimack, y probamos las aguas del Naticook Brook, que desembocaba por el
mismo margen del río, donde French y sus compañeros, cuyas tumbas vimos en
Dunstable, cayeron en la emboscada de los indios. El humilde pueblo de Litchfield, con
su templo sin campanario, se levantaba en el margen opuesto, al este, cerca del lugar
donde una densa arboleda de sauces, respaldada por arces, bordeaba la orilla. Allí
también pudimos observar varios nogales americanos de corteza rugosa que, como no
crecen en Concord, eran para nosotros una visión tan extraña como lo habría sido la
palmera, de la que sólo hemos visto los frutos. Ahora el río describía una suave curva
hacia el Norte, dejando atrás una orilla baja y llana en el lado de Merrimack, que forma
una especie de puerto para las barcazas. En este tramo observamos varios olmos
hermosos, y arces de azúcar particularmente grandes y elegantes, que se erigían
imponentes. La orilla opuesta, a un cuarto de milla, estaba cubierta de olmos jóvenes y
arces de seis pulgadas de altura, que probablemente habían brotado de las semillas que
el agua había arrastrado hasta el otro lado.
Había varios carpinteros trabajando en la reparación de una gabarra sobre el
margen verde e inclinado. Los golpes de sus mazos resonaban de una orilla a la otra, y
también a lo largo del río. Sus herramientas brillaban al sol a un cuarto de milla de
nosotros, y en ese momento fuimos conscientes de que la construcción de barcos era un
arte tan antiguo y honorable como la agricultura, y que podría existir una vida naval
comparable a la pastoral. Toda la historia del comercio estaba expresada en aquella
gabarra boca abajo sobre la orilla. Así fue como empezaron los hombres a navegar los
mares en barcos, quaeque diu steterant in montibus altis, Fluctibus ignotis
insultavêre carinae: «Y las quillas que durante largo tiempo habían permanecido en
altas montañas, corrían insultantemente sobre olas desconocidas[21]». Pensamos que el
viajero haría bien en construir su bote a la orilla de un río, en lugar de buscar un
transbordador o un puente. En las Aventuras de Henry, el vendedor de pieles[22], es
bonito leer que cuando él y sus indios llegaron a las costas de Ontario, dedicaron dos
días a construir dos canoas con la corteza de un olmo, con las que llegar hasta Fort
Niagara. Se trata de un incidente del viaje que merece la pena, un retraso igual de
bueno que un viaje mucho más rápido. Una buena parte de nuestro interés en la historia
de la retirada de Jenofonte radica en las maniobras que realizó para que su ejército
cruzase los ríos sin peligro, ya fuese en balsas hechas con troncos o gavillas, o sobre
pieles de oveja hinchadas. ¿Y qué mejor lugar para demorarse en su construcción que
las orillas de un río?
Mientras pasábamos junto a ellos a cierta distancia, estos trabajadores al aire libre
parecían haber añadido una dignidad adicional a su labor merced a su carácter público.
Formaban parte de la industria de la naturaleza, como el trabajo de los avispones y las
avispas alfareras.
Suavemente golpean las olas,
Conservando la dulzura del mediodía,
Y ningún sonido en el aire flota,
Salvo el del mazo en la orilla,
Que resonando en lo alto
Parece calafatear el cielo.
La neblina, el polvo levantado por el viaje del sol, tenía una influencia lética[23]
sobre la tierra y sus habitantes, y todas las criaturas se resignaban a flotar sobre las
inapreciables olas de la naturaleza.
La rutina de la luz del sol y la belleza de los días, que es la que predomina y
prevalece, nos habla bien de sí misma mediante su propia antigüedad y su evidente
solidez e importancia: nuestra debilidad la necesita, nuestra fuerza la usa. No podemos
calzarnos las botas sin apoyarnos en ella. Si no hubiese más que un árbol recto y sólido
erigiéndose en los bosques, todas las criaturas irían a frotarse contra él y poner a
prueba sus raíces. Durante las muchas horas que pasamos en este entresueño las agujas
del reloj permanecen inmóviles, y nosotros crecemos como crece el cereal en la noche.
Los hombres están igual de atareados que los riachuelos o las abejas, y lo dejan todo
para después de sus tareas. Por eso, los carpinteros hablan de política entre golpe y
golpe de martillo, mientras colocan un tejado.
Ese mediodía era una ocasión adecuada para atracar y hacer una agradable parada, y
leer allí el diario de algún viajero como nosotros, ni demasiado moral ni demasiado
inquisitivo, que no perturbaría la mañana. O algún clásico antiguo, la flor misma de
todas las lecturas, que habíamos reservado para un momento así,
Sagamore Wannalancet ha venido esta mañana para informarme, y luego ha ido donde el Sr. Tyng para
informarle, de que estando su hijo al otro lado de río Meremack, junto al Souhegan, en el día 22 de este mes, a
eso de las diez de la mañana, descubrió a quince indios en este lado del río, y por la forma en que hablaban
supuso que eran mohawks. Los llamó y ellos respondieron, pero no podía entender sus palabras; y como tenía
una canoa en el río, fue a destrozarla para que aquéllos no pudieran usarla. En eso que le dispararon como
treinta veces, y lo asustaron mucho y echó a correr, y se fue directo a Nahamcock [Pawtucket Falls o Lowell],
donde ahora tienen sus wigwams[26].
15 de mayo de 1685
Le ruego, amigo mío, sus oraciones y su poder, y espero que pueda hacer grandes cosas en este caso. Soy
pobre, apenas tengo para vestirme y no hay hombres ya en mi casa porque cada día y cada noche tengo miedo
de que los mohawks vengan a matarme. Le pido por favor que rece para que ningún mohawk me mate en mi
casa del río Malamake, llamado Panukkog y Natukkog, y me encomiendo a sus oraciones y a su poder. Y
ahora quiero pólvora y munición y armas, porque estoy en mi casa y no me muevo de aquí.
La mano que escribe es india, pero ruego que tenga en cuenta a este humilde servidor,
John Hogkins
Firmado también por Simon Detogkom, King Hary, Sam Linis, Sr. Jorge Rodunnonukgus, John Owarnasimmin
y otros nueve indios, con una cruz junto a sus nombres.
Sin embargo ahora, ciento cincuenta y cuatro años después de que se escribiera esa
carta, nosotros pasábamos tranquilamente por allí, sin tener que «destrozar nuestra
canoa», leyendo el Diccionario geográfico de Nueva Inglaterra, sin ver rastro alguno
de los mohawks en la orilla.
A pesar de que es un río rápido, hoy el Souhegan parece haber tomado prestado su
carácter del mediodía.
Durante las horas de más calor descansamos en una gran isla, una milla al norte de
la desembocadura de este río, donde pastaba un rebaño de vacas. Tenía los márgenes
inclinados y había olmos y robles desperdigados, y a ambos lados había suficiente
espacio para que pasasen las barcazas. Cuando hicimos un fuego con el que hervir algo
de arroz para la comida, las llamas que se propagaban por la hierba seca y el humo que
ascendía en volutas silenciosas, proyectando sombras grotescas en la tierra, parecían
fenómenos propios del mediodía, y nos imaginábamos remontando el río sin esfuerzo,
con la misma naturalidad que el viento y la corriente que descendía por él, sin enfurecer
a los días tranquilos con una impaciencia o un trajín indignos. El bosque de la cercana
orilla bullía de palomas, que se dirigían hacia el Sur en busca de comida, pero que
ahora, como nosotros, pasaban un rato a la sombra. Podíamos oír el tenue y áspero
revolotear de sus alas cuando se cambiaban, de cuando en cuando, de rama, y también
su arrullo dulce y trémulo. Aquellas viajeras, mucho mejores que nosotros, nos
acompañaron en nuestro reposo del mediodía. Es fácil ver a una pareja encaramada en
las ramas más bajas del pino blanco, en las profundidades del bosque, a esta hora del
día, silenciosa y solitaria. Tienen aspecto de ermitañas, como si nunca hubieran salido
de los límites del bosque, pero las bellotas que encontraron en los bosques de Maine
siguen en sus buches, aunque aún sin digerir. Cazamos a una de estas hermosas aves,
que se había entretenido más tiempo de la cuenta en su rama, la desplumamos y la
asamos junto a otras piezas, para llevárnoslas y usarlas para la cena, pues aparte de las
provisiones que llevábamos con nosotros, nos abastecíamos principalmente del río y el
bosque. Cierto, no parecía que estuviésemos dando a esta ave un trato digno al
despojarla de sus plumas, sacarle las entrañas y asar su cadáver en las brasas. Sin
embargo, perseveramos heroicamente, a la espera de una sabiduría más amplia. El
mismo aprecio por la Naturaleza que despertaba nuestra simpatía hacia sus criaturas
animaba a nuestras manos a acabar lo que habían empezado. Pues seríamos honestos
con el bando del que habíamos desertado; cumpliríamos nuestro destino, para así por
fin, quizá, comprender la inocencia secreta de esas tragedias que el Cielo permite que
sucedan sin cesar.
Somos armas de doble filo, y con el mismo movimiento que afilamos nuestra virtud
estamos sacando punta a nuestro vicio. ¿Dónde está el habilidoso espadachín que puede
hacer cortes limpios, y no rasgar su trabajo con el otro filo?
La propia Naturaleza no ha provisto a sus criaturas del acabado más perfecto. ¿Qué
es de todas esas aves que pueblan el cielo y el bosque para nuestro consuelo? Los
gorriones parecen siempre alegres, nunca enfermizos. No vemos sus cuerpos tirados en
el suelo. Y sin embargo, hay una tragedia al final de cada una de sus vidas. Perecen de
manera miserable, pues ninguno de ellos es enterrado. Cierto, «ni uno solo caerá al
suelo sin que lo disponga vuestro Padre». Pero, en cualquier caso, caen[30].
En cambio, los cadáveres de varias ardillas desdichadas, las mismas que retozaban
alegremente por la mañana, y que habíamos despellejado y eviscerado para la comida,
corrieron distinta suerte: los abandonamos repugnados, movidos por un empuje tardío
de humanidad, pues eran un recurso demasiado mezquino para nadie que no estuviese
muriéndose literalmente de hambre. Sería perpetuar las prácticas de una época bárbara.
Si hubiesen sido más grandes, nuestro crimen habría sido más pequeño. Sus cuerpos
menudos y rojos, pequeños bultos de tejido sanguinolento, meros pedazos de venado,
no «alimentarían el fuego[31]». Los arrojamos con un impulso repentino, nos lavamos
las manos y hervimos un poco de arroz. «¡Mirad la diferencia entre aquel que come
carne y aquel al que perteneció! El primero siente un goce momentáneo, ¡mientras que
al último se le ha privado de su existencia! […] ¿Quién cometería tamaño crimen contra
un pobre animal, que sólo se alimenta de las hierbas silvestres que crecen en los
bosques, y cuyo estómago está azotado por el hambre?»[32]. Recordábamos a una
imagen del ser humano en la Edad de Piedra, cazando liebres montaña abajo. ¡Oh,
miserable de mí! Y, sin embargo, las ovejas y los bueyes no son más que ardillas
grandes, cuyas pieles se conservan y cuya carne se sazona, cuyas almas quizá no sean
tan grandes en proporción a sus cuerpos.
Siempre debería haber algún tipo de florecimiento y maduración de los frutos de la
naturaleza en la cocina. Algunos sencillos platos se imponen por sí mismos ante nuestra
imaginación y nuestro paladar. En el maíz seco, por ejemplo, hay una simpatía
manifiesta entre la semilla que estalla y la evolución más perfecta de la vida vegetal. Es
una flor perfecta, con sus pétalos, como la houstonia o la anémona. En mi fuego, estas
flores de cereal se expanden. He aquí la orilla donde crecieron. Puede que las comidas
sencillas y saludables siempre reciban esta bendición tan evidente.
Aquí estaba ese «puerto agradable» por el que habíamos suspirado, donde el agotado
viajero podía leer el diario de algún otro marinero, cuya nave acaso había surcado
mares más famosos y clásicos. En los banquetes de los dioses, a la comida le seguían la
música y las canciones. Nos recostaremos ahora bajo los árboles de esta isla y
pediremos como juglar a
ANACREONTE
Recientemente pude hacerme con un viejo volumen de una librería londinense, una
antología de los poetas griegos menores, y fue un placer poder leer una vez más estos
nombres: Orfeo, Lino, Museo[34], sonidos y ecos poéticos y tenues, que mueren en
nuestros oídos de hombres modernos. Y también otros sonidos igual de sustanciales:
Mimnermo, Íbico, Alceo, Estesícoro, Menandro[35]. Ninguno de ellos vivió en vano, y
podemos conversar con estas eminencias incorpóreas sin reticencia y de forma
objetiva.
No conozco estudios más formativos que los clásicos. Cuando nos sentamos con
ellos, la vida parece tranquila y serena, como si quedase muy lejos, y dudo mucho que
exista un lugar desde el que se vea tan real, tan poco exagerada, como a la luz de la
literatura. En las horas serenas contemplamos el recorrido de los autores griegos y
latinos con mayor placer que el viajero que observa los paisajes más bellos de Grecia
o Italia. ¿Dónde podríamos encontrar una sociedad más refinada? Ese camino que lleva
desde Homero y Hesíodo hasta Horacio y Juvenal es más inspirador que la Vía Apia.
Leer a los clásicos, o conversar con esos griegos y latinos del mundo antiguo a través
de sus obras, es como caminar entre las estrellas y las constelaciones, un sendero
elevado y tranquilo para viajar. De hecho, el verdadero erudito tendrá mucho de
astrónomo en sus hábitos. No permitirá que las preocupaciones y distracciones
obstruyan su campo de visión, pues las regiones más altas de la literatura, al igual que
la astronomía, están por encima de la tormenta y la oscuridad.
Pero mientras pasamos junto a los cantos de estos vates, detengámonos un momento
en el poeta de Teos.
En él hay algo curiosamente moderno. Se le vierte al inglés con mucha facilidad.
¿Es porque nuestros poetas líricos no han hecho más que tocar esa lira, en la que sólo
sonarían temas ligeros, y de la que Simónides nos dice que no duerme en el Hades? Sus
odas son como gemas de puro marfil, poseen una belleza etérea y evanescente, como las
tardes de verano, δ χρή σε νοεΐν νόου ανθεί —que ha de percibirse con la flor de la
mente[36]—, y nos muestran con cuánta levedad puede expresarse la belleza. Hemos de
observarlas, como a las estrellas de menor magnitud, con el rabillo del ojo, y no mirar
hacia ellas para poder contemplarlas. Nos encantan con su serenidad, con su falta de
exageración y pasión, con esa belleza floral que les es propia: no se nos sugiere, sino
que hemos de aproximarnos a ellas y estudiarlas como un objeto natural. Sin embargo,
puede que su mayor mérito sea la liviandad y, al mismo tiempo, la seguridad de su
paso.
DE SU LIRA
Quiero celebrar a los Atridas, quiero a Cadmo cantar. Las cuerdas de mi lira tan sólo en cambio Amor
resuenan. Dos días hará mudé las cuerdas y, al fin, el instrumento entero. De Heracles las proezas dispúseme
a cantar, mas la lira tornó a replicarme Amores.
Venid en buena hora, pues, Amores, que Amores solamente mi lira cantar quiere.
A LA GOLONDRINA
Tú, golondrina amiga, que cada año llegas, con la calor anidas y con los fríos te vas sobre el Nilo o sobre
Menfis.
Amor sin tregua en cambio en mi corazón su nido teje…
Cuando labres, Hefesto, la plata, hazme ¡armas, no por cierto!, pues ¿qué hay de común entre la guerra y yo?
Antes bien una copa, profunda cuanto puedas. Y grábame en ella no astros, ni el Carro ni el temible Orion.
¿Qué se me da de las Pléyades? ¿Pues qué del hermoso Boyero?
Ponme unos viñedos con racimos que pendan y Ménades vendimiando, y hazme a unos que pisen un lagar,
los Sátiros risueños, de oro los Amores, y Citera riente junto al bello Dioniso, y Eros y Afrodita.
DEL MISMO
Tú celebras las conquistas de Tebas, y otro a los guerreros frigios, y yo en cambio celebro mis desastres.
No me quebrantó la caballería, ni la infantería, ni una flota. Sino un ejército nunca visto con los dardos de
unos ojos.
A UNA PALOMA
Paloma encantadora, ¿de dónde, de dónde vuelas? ¿De dónde por el aire apresurada destilas tanto olor de
esencias? ¿Cuál es el nombre de tu dueño y a quién sirves?
«Anacreonte me ha enviado ante un niño, ante Batilo, que ya es de todos amo y soberano. A Anacreonte
me vendió Afrodita al precio de un himno de contados versos, de Anacreonte sólo servidora soy.
»Y ahora ¡qué cartas suyas conmigo llevo! Promete él de inmediato dejarme libre, pero esclava a su lado
seguiré siendo, así me suelte. Pues, ¿a qué habré de volar por montes y por campos, posarme en la arboleda,
picoteando cualquier fruto silvestre?
»Ahora como pan que de las manos arrebato del propio Anacreonte, me da de beber del vino con que
brinda, y con sólo beber me entregaré a sus ritmos, y a mi amo… velaré con mis alas. Echada duermo sobre su
lira misma.
Noticia cumplida has conseguido. Apártate ya, hombre, que me hiciste más charlatana aun que una
corneja».
DEL AMOR
Con vara de jacinto duramente me trataba Amor: él iba al paso, a mí a la vez correr me hacía. Y por medio de
raudas torrenteras, por espesuras, por abismos, yo corría bañado de sudor. Y a mi nariz trepaba, a punto de
morirme, el corazón.
Y Eros, refrescándome la frente con sus alas delicadas, al tiempo me decía: «¿Pues no resistes las fatigas
del amor?».
DE LAS MUJERES
Naturaleza cuernos dio a los toros, cascos a los caballos, presteza en sus patas a las liebres, a los leones la
sima de sus dientes, el nadar a los peces, a las aves volar, a los hombres la cordura. Para las mujeres ya no
tuvo.
¿Qué entonces les regala? La belleza en vez de todos los escudos y por las lanzas todas. Pues, con ser
hermosas, hierro y llamas avasallan.
DE LOS AMANTES
En las ancas los caballos tienen marca de fuego y con sólo ver sus gorros reconocemos a los partos.
Yo a los enamorados de una mirada los distingo al punto, pues un sello sutil dentro del alma llevan.
A UNA GOLONDRINA
¿Qué prefieres que te haga, qué prefieres?, dime, golondrina. ¿Quieres que te coja y que te rape tus alas tan
livianas, o que, aun mejor, como el Tereo aquel, te siegue la lengua de raíz?
¿Por qué de bellos sueños con son madrugador a Batilo me quitaste?
A UNA POTRA
¿Por qué, cruel, me esquivas, potra Tracia, y me lanzas miradas de reojo? ¿Insensible me juzgas a tus gracias?
El freno te echaré si al fin te agarro y —tenlo por seguro— empuñando yo las bridas, haré de tal manera
que vueltas a la meta vayas dando.
Mas paciendo dichosa en la pradera retozas, ya que ahora no te mete la espuela en el ijar hábil jinete.
CUPIDO HERIDO
Una mañana Eros, por una abeja posada entre las rosas, al no verla, fue picado. En un dedo de la mano viose
herido y lanzó un grito. Corriendo y aun volando hasta la bella Afrodita fue a quejarse: «Perdido estoy, madre,
perdido y ya muriendo: culebra minúscula con alas me ha alcanzado, la que llaman abeja los labriegos». Y ella
replicó: «Si ese aguijón, el de la abeja, así te duele, ¿cuánto dolor te imaginas que soportan, Amor, a los que
eliges tú por blanco?».
Ya bien entrada la tarde, pues nos habíamos entretenido largo rato en la isla,
desplegamos nuestra vela por primera vez, y durante una breve hora el viento del
suroeste se convirtió en nuestro aliado. Sin embargo, el Cielo no quiso ser nuestro
cómplice durante demasiado tiempo. Con la vela desplegada remontábamos lentamente
el río por su orilla este, manteniéndonos alejados de las rocas, mientras que, desde lo
alto de una colina que formaba el margen opuesto, varios leñadores hacían rodar
troncos ladera abajo, para apilarlos junto al río. Podíamos ver sus hachas y sus
palancas brillando al sol, y los troncos descendían levantando polvo, con un sonido
estrepitoso que reverberaba a través de los bosques de nuestra orilla, como el rugido
de la artillería. Sin embargo, el céfiro pronto nos apartó de la vista y del oído aquel
trajín. Tras pasar junto a Read’s Ferry, y a otra isla llamada de McGaw, llegamos a una
zona de rápidos conocida como Moore’s Falls, y entramos en «ese tramo del río, de
nueve millas de largo, convertido, por ley, en el Canal de la Unión, que comprende seis
cascadas independientes, en cada una de las cuales, así como en varios tramos
intermedios, se han realizado trabajos[39]». Tras franquear las Moore’s Falls por medio
de las esclusas, volvimos a echar mano de nuestros remos y continuamos alegremente
nuestro trayecto, haciendo saltar al pequeño zarapito de roca en roca frente a nosotros.
A veces remábamos lo bastante cerca de una casita junto a la orilla, aunque eran
escasas y estaban muy alejadas, para ver los girasoles y las vainas de las amapolas,
como pequeñas copas llenas con el agua del Lete, frente a la puerta, pero sin perturbar
a la casa indolente a sus espaldas. Así avanzábamos, remontando con la fuerza del
viento o de los remos este río amplio, calmo y plácido, flotando sobre rocas ocultas,
donde podíamos ver al lucio en el fondo del agua transparente, ansioso por rodear un
cabo lejano, por dar un gran giro, como en la vida de un hombre, y ver qué nuevas
perspectivas se abrirían, observando en la distancia, en aquel nuevo campo, vasto y
sereno, las casitas de los colonos, con el musgo de un siglo cubriendo sus tejados, y la
tercera o cuarta generación a su sombra. Era extraño pensar en cómo el sol y el verano,
las flores de la primavera y las hojas marchitas del otoño estaban vinculados a estas
cabañas de la orilla, cómo todos los rayos que pintan el paisaje irradian desde ellas,
cómo el vuelo del cuervo y las cabriolas del halcón toman como referencia sus tejados.
Las orillas siempre fértiles y ricas nos acompañaban, bordeadas de vides y bullendo de
vida con pajarillos y ardillas juguetonas. A veces eran el límite del campo de un
agricultor o la parcela de una viuda, otras eran lugares más salvajes, donde la rata
almizclera, ese pequeño fetiche del río, se arrastra furtivamente sobre las hojas de los
alisos y las conchas de los mejillones, de los que el hombre y su recuerdo habían
quedado desterrados.
Por fin la orilla infatigable e insumergible, que nunca se interrumpía, con sus
bosquecillos frescos y sus pastos serenos, nos tentó a desembarcar, e intrépidos
tocamos tierra en esta costa remota para estudiarla, sin que probablemente ningún
habitante humano lo haya sabido hasta este día. Pero aún recordamos los olmos
retorcidos y hospitalarios que crecían incluso allí para nuestro deleite, y que no nos
eran ajenos. Recordamos al caballo solitario en su pasto, y a las vacas pacientes, cuyo
sendero hasta el río, tan sensatamente escogido para superar las dificultades del
camino, nosotros seguimos, para llegar hasta ellas y perturbarlas mientras rumiaban a la
sombra. Y, sobre todo, recordamos el aspecto calmo y libre de los manzanos silvestres,
que nos ofrecían generosamente su fruta —esa fruta dura, redonda y brillante que, si
bien no estaba madura, tampoco era veneno, también ella de Nueva Inglaterra, cuyos
ancestros fueron traídos hasta aquí por los nuestros—. Esos árboles dulces conferían un
aspecto civilizado y crepuscular a la que de lo contrario parecería una tierra bárbara.
Alejándonos un poco más, remontamos a pie el cauce rocoso de un riachuelo que
llevaba mucho tiempo sirviendo de desagüe para la naturaleza, saltando de roca en roca
a través de bosques enmarañados, por el fondo de un barranco, que se iba haciendo más
y más oscuro, como más y más roncos se volvían los murmullos del río. Al fin llegamos
a un molino en ruinas, donde ahora crecía la hiedra, y la trucha nos observaba desde el
caz desmoronado. Y allí imaginamos cuáles habrían sido los sueños y las conjeturas de
los primeros colonos. Sin embargo, el día menguante nos obligó a embarcarnos de
nuevo, y a recuperar el tiempo perdido con largos y vigorosos golpes de remo sobre las
aguas ondeantes.
El paisaje seguía siendo salvaje y solitario, salvo cuando a intervalos de una o dos
millas se veía el tejado de alguna casita sobre el margen del río. Como leímos, esta
región fue otrora famosa por la manufactura de capotas de paja del tipo Leghorn, cuya
invención se reivindica en esta región. Ocasionalmente, alguna atareada damisela
llegaba a orillas del río para, al parecer, poner en remojo su paja, y se quedaba un rato
viendo alejarse a los viajeros, flotando sobre las aguas, tratando de escuchar un
fragmento de la canción que nosotros cantábamos.
Podía verse cuánto tiempo llevaban los hombres regentando la tierra. El río más
pequeño es un mar mediterráneo, un pequeño arroyo oceánico encerrado entre tierras,
donde los hombres pueden navegar sin apartarse de los límites de sus granjas y a la luz
de sus moradas. De no ser por los geógrafos, difícilmente habría sabido jamás qué
enorme porción de nuestro planeta es agua: así de profunda es la ensenada donde he
pasado la mayor parte de mi vida. Sin embargo, a veces me he aventurado hasta llegar a
la desembocadura de mi Snug Harbor. Desde un antiguo fuerte en ruinas de Staten
Island, he disfrutado observando durante todo un día alguna nave cuyo nombre había
leído por la mañana a través del cristal del telégrafo, cuando se acercó por primera vez
a tierra, con su casco elevándose y brillando bajo el sol. Desde el momento en que el
piloto y los botes con periodistas más intrépidos habían ido a su encuentro, tras doblar
el cabo, enfilar el estrecho canal y llegar a la amplia bahía exterior, hasta que
embarcaba en ella el funcionario de la salud pública, y hacía su parada de cuarentena, o
proseguía su incontestable camino hasta los muelles de Nueva York. También era
interesante ver a los periodistas menos atrevidos, que abordaban la nave cuando ya
había pasado el estrecho[4], desafiando las leyes de la peste, amarrando sus pequeños
botes al mastodóntico lateral, escalando y desapareciendo en el casco. Y luego podía
imaginarme la trascendente noticia que el capitán les daba, y que ningún americano
había escuchado hasta entonces: que Asia, África, Europa, todas se habían hundido. Así
que al final el periodista paga el precio, y lo vemos descender por el lateral del barco
con su fardo de periódicos europeos, aunque no por el mismo punto por el que subió,
pues estos recién llegados no se quedan quietos ante los cotilleos, y alejarse con golpes
de remo decididos, listo para vender su mercancía al mejor postor, con lo que dentro de
poco leeremos algún titular sorprendente: «Últimas noticias: en el barco proveniente
de…». Un domingo observé, desde una colina interior, la larga procesión de naves que
se echaban a la mar, zarpando desde los muelles de la ciudad, atravesando el estrecho,
doblando el cabo y entrando en la corriente marina. Las observaba hasta donde me
alcanzaba la vista, con su marcha constante y sus velas de seda, esperando tener viajes
afortunados. Sin embargo, no cabe duda, siempre había alguna destinada a acabar en el
cofre de Davy Jones, a no regresar nunca a estas costas. Y también, en la tarde de algún
día agradable, me divertía contando las velas que podía divisar: el sol poniente iba
sacando más y más a la luz, cada vez más lejos en el horizonte, con lo que la última
suma siempre era la mayor. Hasta que, cuando ya los rayos despuntaban desde el mar,
el primer número se había doblado o triplicado, aunque ya no podía clasificarlos según
los diferentes tipos de naves, barcas, veleros, goletas y balandras, sino que la mayoría
no eran más que genéricas y vagas embarcaciones. Y luego la luz templada del
crepúsculo revelaba, acaso, la casa flotante de algún marinero cuyos pensamientos ya
se habían apartado de esta costa americana y estaban dirigidos a la Europa de nuestros
sueños. También estaba sobre esa misma colina cuando una tormenta, que bajaba desde
Catskills y Highlands, pasó sobre la isla, inundando la tierra. Y luego, cuando de
repente volvió a dejarnos bajo la luz del sol, la vi adelantar uno a uno, con su enorme
sombra y su oscura muralla de lluvia, a los barcos de la bahía. De repente sus velas
brillantes colgaban oscuras, como los laterales de un granero, y parecían encoger ante
la tormenta. Mientras que aún más lejos, en el océano, brillaban a través del oscuro
velo las resplandecientes velas de aquellos barcos a los que la tormenta aún no había
alcanzado. Y a medianoche, cuando ya todo en derredor era oscuridad, vi un campo de
luz trémula y plateada en el mar lejano, el reflejo de la luz de la luna que manaba desde
el océano, como si llegase desde el otro lado de los límites de nuestra noche, donde la
luna atravesaba un cielo sin nubes, y a veces un puntito oscuro en medio, algún barco
afortunado que proseguía su feliz viaje durante las horas nocturnas.
Pero para nosotros, marineros fluviales, el sol nunca surgía desde detrás de las olas
del océano, sino de alguna arboleda verde, y se ponía tras la silueta de alguna montaña
oscura. También nosotros éramos moradores de la orilla, como el avetoro matutino.
También nosotros buscábamos pecios de caracoles y berberechos. Sin embargo, nos
alegraba conocer la mejor y más bella de las orillas.
Las pequeñas casas esparcidas a lo largo del río a intervalos de una milla o más
solían estar fuera de nuestra vista, pero a veces, cuando remábamos junto a la orilla,
escuchábamos el verso irritado de una gallina, u otro tenue sonido doméstico, que
delataba su presencia. Las casas de los escluseros estaban particularmente bien
simadas, en lugares retirados y altos, siempre junto a cascadas o rápidos, con las vistas
del río más bellas y amplias —pues es justo antes de las cataratas donde el río suele
ser más ancho, más parecido a un lago—, y desde allí esperan la llegada de los botes.
Estas moradas humildes, sencillas y sinceras, donde el fuego del hogar seguía siendo la
parte esencial, agradaban más a nuestros ojos de lo que lo habrían hecho de ser
palacios o castillos. Como ya hemos dicho, de cuando en cuando, durante las horas de
más calor de estos días, escalábamos los márgenes y nos acercábamos a alguna de estas
casas para beber un vaso de agua y conocer a sus habitantes. Allí, en lo alto del margen
frondoso, rodeadas por lo general de un pequeño huerto con maíz y judías, calabacines
y melones, a veces una bonita parcela con lúpulo y una parra sobre las ventanas,
parecían colmenas instaladas para recoger miel durante el verano. No he leído sobre
ninguna vida arcadia que supere la opulencia y la serenidad de estos hogares de Nueva
Inglaterra. A juzgar al menos por su dorado aspecto exterior, están sin duda en una Edad
de Oro. A medida que te acercas a la puerta soleada, despertando al eco con tus pasos,
sigues sin escuchar ruidos que salgan desde estas barracas de reposo, y temes que hasta
el golpe más suave a la puerta les parezca grosero a estos soñadores orientales. Quizá
nos abra una mujer yanqui e hindú, cuya hospitalidad queda, pero sincera, que mana de
las profundidades insondables de una naturaleza tranquila, ha viajado hasta el extremo
opuesto, y sólo teme imponernos su amabilidad. Pasas por el suelo recién fregado hasta
llegar al brillante «vestidor» de puntillas, como si temieses perturbar las devociones
del hogar —pues las dinastías orientales parecen haberse desvanecido desde que se
pusiera aquí la mesa por última vez—, y luego llegas al frecuentado pozo, en cuyo
fondo ves tu cara sin afeitar, que ya habías olvidado, en yuxtaposición con la
mantequilla recién hecha y la trucha que nada en el agua. «¿No querrá usted un poco de
melaza y jengibre?», sugiere la tenue voz del mediodía. A veces encontramos allí
sentado al hermano marinero, representante de la casa, que sólo sabe lo lejos que queda
el puerto más cercano, no conoce más distancias, el resto no son más que mares y cabos
lejanos. Jugando con un perro, o meciendo a un gatito en unos brazos estirados por las
jarcias y los remos, que lucharon contra Bóreas[5] y los vientos alisios, mira al
extranjero, un tanto complacido, un tanto sorprendido, con ojo de marino, como si fuese
un delfín a distancia de red. Los hombres acabarían creyéndolo, sua si bona nôrint[6]:
no hay valle del Tempe más sereno, no hay vidas más poéticas y arcadlas de las que
pueden vivirse en estas casas de Nueva Inglaterra. Pensamos que, durante el día, sus
habitantes se ocuparían de cuidar de las flores y del ganado, y que, durante la noche,
como los pastores de la Antigüedad, se reunirían en las orillas del río para ponerle
nombre a las estrellas.
Ese mediodía pasamos junto a una isla grande y muy arbolada, situada entre las
cascadas de Short’s Falls y Griffith’s Falls. Era la más bella con la que nos habíamos
cruzado, y tenía un bonito bosquecillo de olmos en la punta. De haber sido más tarde
habríamos acampado allí gustosos. Poco más adelante pasamos junto a una o dos islas
más. Los barqueros nos dijeron que no hacía mucho la corriente había provocado
importantes cambios allí. Una isla siempre constituye un placer para mi imaginación,
incluso la más pequeña, como el pequeño continente y la parte integrante del planeta
que es. Tengo el capricho de construirme una cabaña en una. Incluso una isla desnuda y
herbosa, que puedo ver en su totalidad de un vistazo, tiene para mí un encanto
indefinido y misterioso. Suele haber islas así en el punto de encuentro de dos ríos,
cuyas corrientes arrastran y depositan sus arenas en el remolino que se forma en su
confluencia, como si fuese el útero de un continente. ¡Con qué delicada e inverosímil
contribución se forma cada isla! ¡Qué gran hazaña realiza la Naturaleza al poner los
cimientos y construir el futuro continente, a base de arenas doradas y plateadas y
vestigios de los bosques, con un ajetreo formicante! Píndaro ofrece el siguiente relato
del origen de Tera, donde, mucho tiempo después, Bato[7] fundaría la Cirene libia.
Tritón, encarnado en Eurípilo, obsequia con una porción de tierra a Eufemo, uno de los
argonautas, cuando están a punto de volver a casa.
Otro mito hermoso, también contado por Píndaro, narra cómo Helio, el Sol, miró un
día hacia el mar —acaso cuando sus rayos se reflejaron por primera vez sobre un banco
de arena brillante y en expansión—, y vio la bonita y fructífera isla de Rodas
¡Las islas móviles! ¡¿Quién no querría que su casa estuviese asediada por ese
enemigo?! El habitante de una isla puede decir qué corrientes formaron el suelo que
cultiva, y su tierra aún está siendo creada o destruida. Quizá ahí, ante su puerta, siga
desembocando el río que hace años trajo hasta aquí el material para su granja, y que
sigue trayéndolo o erosionándolo —¡ese elegante, tierno ladrón!—.
Poco después vimos el Piscataquog, o «río del agua brillante», desembocar a
nuestra izquierda, y escuchamos las cataratas de Amoskeag Falls, más arriba. Según el
Diccionario geográfico, cada año seguían bajándose grandes cantidades de madera por
el Piscataquog hasta el Merrimack, y el río también cuenta con muchos lugares idóneos
para molinos. Justo después de la desembocadura, pasamos junto a las cataratas
artificiales donde los canales de la Manchester Manufacturing Company se vacían en el
Merrimack. Son lo bastante impactantes como para tener un nombre y, si estuviesen en
el paisaje de las cataratas Bash Bish, la gente vendría de todos los rincones para
visitarlas. El agua cae desde treinta o cuarenta pies a lo largo de seis o siete terrazas de
piedra empinadas y estrechas, probablemente para atenuar su potencia, y se convierte
en una masa espumosa. Esta agua de canal no parecía inadecuada para el uso que se le
daba, pero espumaba y se enfurecía con la misma pureza, y formaba un estrépito tan
salvaje e impresionante, como un torrente de montaña. A pesar de brotar desde debajo
de una fábrica, pudimos ver allí un arco iris.
Éstas son ahora las cataratas de Amoskeag Falls, que se han desplazado una milla
río abajo. Sin embargo, no nos entretuvimos en examinarlas con detalle, pues nos
apresuramos en dejar atrás el pueblo, que allí se congregaba, para silenciar en nuestros
oídos el martillo que ponía los cimientos de otra Lowell en las orillas. En el momento
de nuestro viaje, Manchester era un pueblo de unos dos mil habitantes, en el que nos
detuvimos un momento para obtener algo de agua fresca, y donde un habitante nos dijo
que él acostumbraba a ir a Goffstown, al otro lado del río, para coger agua. Pero ahora,
según me han dicho, y como en efecto he podido comprobar, cuenta con catorce mil
habitantes. Desde una colina que hay en la carretera entre Goffstown y Hooksett, a
cuatro millas de distancia, vi pasar una tormenta, y luego al sol abrirse paso y brillar
sobre la ciudad erigida donde, nueve años antes, había desembarcado en los campos.
Allí ondeaba la bandera de su museo, donde se podía ver «el único esqueleto perfecto
de una ballena de Groenlandia en todos los Estados Unidos[9]», y en su directorio
también leí sobre un «Ateneo y Galería de Bellas Artes de Manchester».
Según el Diccionario geográfico, la caída de las Amoskeag Falls, las más
importantes del Merrimack, es de cincuenta y cuatro pies en media milla. Las
franqueamos sin ayuda y en medio de un gran bullicio, superando los sucesivos saltos
de agua de esta escalera lluvial, bajo las divertidas miradas de una multitud de
aldeanos, que veían cómo saltábamos al canal para evitar que nuestro bote acabase
malparado, y tragando una buena cantidad de agua durante la faena. Se dice que
Amoskeag, o Namaskeak, significa «gran lugar para la pesca». Aquí cerca era donde
vivía el sachem Wannalancet, y la tradición dice que su tribu, cuando estaba en guerra
con los mohawks, ocultaba sus provisiones en las cavidades de las rocas de la parte
superior de estas cataratas. Los indios que afirmaban «que Dios las había tallado al
efecto», comprendieron su origen y su uso mejor que la Royal Society, que en sus
Transactions, escritas en el siglo pasado, hablaban de estas mismas cavidades diciendo
que «parecían, simple y llanamente, artificiales[10]». Estas «marmitas de gigante»
pueden verse también en la Stone Flume de este mismo río, en el río Ottawa, en las
cataratas de Bellows Falls del río Connecticut, en las rocas de caliza de las cataratas
de Shelburne Falls del río Deerfield, en Massachusetts, y más o menos en lo alto de
cualquier catarata. Puede que uno de los accidentes naturales más notables de este tipo
en Nueva Inglaterra sea la famosa cuenca del Pemigewasset, una de las cabeceras del
Merrimack, de entre veinte y treinta pies de ancho y una profundidad proporcional, un
borde suave y redondeado, y un agua fresca, diáfana y verdosa. En Amoskeag el río se
divide en muchos torrentes separados y riachuelos que discurren por entre las rocas, y
el drenaje de los canales reduce tanto su volumen que el agua no cubre todo su cauce.
En este punto hay una isla rocosa con numerosas marmitas de gigante que se inundan
con las crecidas del río. Al igual que en Shelburne Falls, donde las vi por primera vez,
tienen entre uno y cuatro o cinco pies de diámetro y otros tantos de profundidad, y son
perfectamente redondas y regulares, con bordes curvados y suaves, como cálices. Su
origen resulta evidente hasta para el más desatento de los observadores: una piedra
arrastrada por el río se encuentra con un obstáculo y empieza a girar sobre sí misma en
el punto donde se queda estancada, hundiéndose poco a poco, más y más, con el paso
de los siglos, en la roca. Con las nuevas crecidas llega la ayuda de nuevas rocas, que
quedan atrapadas y condenadas a girar allí durante un periodo indefinido, cumpliendo
una suerte de penitencia, como la de Sísifo, por sus pecados rocosos, hasta que se
desgastan o logran escapar atravesando el fondo de su prisión, o hasta que quedan
liberadas por alguna revolución de la naturaleza. Allí yacen piedras de varios tamaños,
desde guijarros hasta rocas de uno o dos pies de diámetro. Algunas de ellas sólo
descansan de su trabajo desde la pasada primavera, y otras, aún más arriba, llevan años
tranquilas y secas —llegamos a ver piedras a dieciséis pies del nivel actual del agua—,
mientras que otras siguen girando y no encuentran descanso en ninguna estación. En un
caso, en Shelburne Falls, han conseguido atravesar toda la roca, con lo que una parte
del río se cuela por ahí, adelantándose a la cascada. En Amoskeag, algunas de estas
marmitas, de una arenisca marrón durísima, tenían alojada una piedra alargada y
cilindrica, del mismo material, que encajaba holgadamente. En una de ellas, de quince
pies de profundidad y siete u ocho de diámetro, que casi había atravesado toda la
piedra hasta llegar al agua, había una enorme roca del mismo material, suave, aunque
de forma irregular. Por doquier se veían los restos o los vestigios de una cavidad en la
roca. Las conchas rocosas de los remolinos. Como si a fuerza de ejemplos y por
conmiseración, después de tantas lecciones, las rocas, el material más duro, se
esforzasen por girar o fluir con la forma del más líquido. Las mejores herramientas para
trabajar la piedra no son de cobre o acero, sino las dulces caricias del aire y el agua,
que trabajan a su antojo, con todo el tiempo del mundo.
Algunas de estas cuencas llevaban formándose desde tiempos inmemoriales, pero
había otras que incluso debieron de formarse en un periodo geológico anterior. Cuando,
en 1822, se amplió la profundidad del Canal Pawtucket, los trabajadores encontraron
rocas con marmitas, que probablemente estuvieron otrora en el lecho de un río. También
nos cuentan que, en el pueblo de Canaan, en este estado, hay algunas que aún conservan
las piedras en su interior, ubicadas en las tierras altas entre los ríos Merrimack y
Connecticut, a casi mil pies de altura sobre ellos, lo que demuestra que las montañas y
los ríos han cambiado de posición. Allí yacen piedras que quizá dejaron de girar antes
incluso de que los pensamientos empezasen a dar vueltas en el cerebro de los hombres.
Los periodos de la historia hindú y china, aunque se remontan a los tiempos en que la
raza de los mortales se confunde con la de los dioses, no son nada en comparación con
los periodos que estas piedras han vivido. Lo que empezó siendo una roca en los
albores de los tiempos acabará siendo un guijarro tras ese combate desigual. Así, con
este gasto de tiempo y de fuerzas naturales, se producen nuestros adoquines. Estos
trabajadores mudos tienen muchas cosas que enseñarnos. En realidad son «sermones en
la piedra y libros en las aguas que fluyen[11]». En estos mismos huecos, decía, los
indios escondían sus provisiones. Sin embargo, ahora ya no hay pan y sólo quedan sus
antiguas vecinas, las rocas del fondo. ¿Quién sabe a cuántas razas han servido hasta la
fecha? Mediante una ley así de simple, acaso fortuita, este universo nuestro se adaptó a
sus habitantes.
Éstas, y otras por el estilo, han de ser nuestras antigüedades, a falta de vestigios
humanos. Los monumentos de los héroes y los templos de los dioses que otrora quizá se
erigieron en los márgenes de este río han vuelto ahora a su condición primigenia de
polvo y tierra. El murmullo de naciones desconocidas se ha apagado a lo largo de estas
orillas, y Lowell y Manchester vuelven a estar, una vez más, sobre la pista del indio.
El hecho de que en otro tiempo fuese habitada por los romanos, y que alguna vez
observaran el mar desde alguna de sus colinas, confiere a la propia naturaleza una gran
dignidad. No tiene por qué avergonzarse de los vestigios de sus vástagos. ¡Con cuánta
alegría nos informa el anticuario de que las vasijas romanas penetraron por tal estuario,
o remontaron tal río de alguna isla remota! Sus monumentos militares aún permanecen
sobre las colinas y bajo la tierra herbosa de los valles. La archirrepetida historia
romana sigue escrita en caracteres legibles en todos los rincones del Viejo Mundo, y
acaso en este mismo momento se esté desenterrando una nueva moneda, cuya
inscripción repita y confirme su fama. Una moneda «Judaea Capta», con una mujer de
luto bajo una palmera, que con un argumento y demostración silenciosa confirma las
páginas de la historia:
Si alguien piensa que el valor y el patriotismo helenos son una invención de los
poetas no tiene más que ir a Atenas, donde aún se ven, en las paredes del templo de
Minerva, las marcas circulares dejadas por los escudos arrebatados al enemigo durante
las Guerras Médicas, que se colgaron allí. No tenemos que irnos muy lejos para buscar
pruebas vivas e irrefutables. El propio polvo adopta formas y confirma algunas
historias que hemos leído. Tal y como dice Fuller, comentando el fervor de Camden:
«Una urna rota, o una vieja verja que aún sobrevive y de las que ya no quedan en la
ciudad, es toda una prueba[13]». Cuando Solón[14] se empeñó en demostrar que Salamina
había pertenecido a los atenienses en el pasado, y no a los megareos, dispuso que se
abriesen las tumbas y mostró que los habitantes de Salamina giraban las caras de sus
muertos hacia el mismo lado que los atenienses, y al contrario de los megareos. Allí
estaban para ser interrogados.
Algunas mentes son tan poco lógicas o argumentativas como la naturaleza. No
pueden ofrecer razones o «intuiciones», sino que exhiben los hechos de manera solemne
e indiscutible. Si surge una pregunta histórica, se dispone que se abran las tumbas. Su
lógica silenciosa y práctica convence al mismo tiempo a la razón y al entendimiento. La
única pregunta pertinente y la única respuesta satisfactoria son siempre de este tipo.
Nuestro propio campo posee reliquias tan antiguas y duraderas, y tan útiles, como
cualquier otro. Rocas cubiertas por líquenes, y un suelo que, cuando es virgen, es humus
virgen: el polvo mismo de la naturaleza. ¿Y qué, si no podemos leer en ellas sobre
Roma o Grecia, Etruria o Cartago, Egipto o Babilonia? ¿Acaso están por eso desnudos
nuestros acantilados? El liquen sobre las rocas es un escudo tosco y sencillo que la
Naturaleza imperfecta dejó suspendido allí en sus comienzos. Aún cuelga de ellas su
trofeo rugoso. Y aquí también la mirada del poeta puede aún detectar los clavos de
latón que sujetaron las inscripciones del Tiempo y, si tiene el don, descifrarlas con esta
clave. Las murallas que rodean nuestros campos, así como la Roma moderna y hasta el
mismísimo Partenón, están todas construidas con ruinas. Aquí puede escucharse el
estruendo de los ríos, de los vientos antiguos que perdieron su nombre hace ya mucho
tiempo y susurran a través de nuestros bosques. Pueden escucharse los primeros y
tenues sonidos de la primavera, más antiguos aún que el verano de la gloria ateniense:
el ceceo del paro, el grito del arrendajo, el trino del azulejo, y el zumbido de las
En esta región vivió el famoso sachem Pasaconaway[16], al que Gookin vio «en
Pawtucket, cuando tenía alrededor de ciento veinte años[17]». Estaba considerado un
hombre sabio y un powwow[18], y logró contener a su gente para que no fuese a la guerra
contra los ingleses. Creían «que podía hacer hervir el agua, que las rocas se movieran,
que los árboles bailaran y que un hombre se tornara llamas; que en invierno podía hacer
brotar una hoja verde de las cenizas de otra marchita, crear una serpiente viva de la
piel de una muerta, y muchos milagros similares[19]». Según Gookin, en 1660, durante
un gran banquete con baile, Pasaconaway pronunció su discurso de adiós a su gente, en
el que dijo que, como era muy probable que no volviese a verlos reunidos a todos, les
dejaría unas palabras como consejo: que se cuidasen muy mucho de discutir con sus
vecinos ingleses, pues aunque al principio los indios pudiesen infligirles muchos daños,
aquello acabaría revelándose como el camino hacia su propia destrucción. Él mismo,
dijo, había odiado como nadie a los primeros ingleses, y había usado todas sus artes
para destruirlos, o al menos para evitar su asentamiento, pero no pudo lograrlo por
ningún medio. Gookin pensó que «posiblemente estaba poseído por un espíritu del
mismo tipo del que poseyó a Balaán, que en Números 23, 23, dijo: “No valen presagios
contra Jacob, ni conjuros contra Israel”». Su hijo Wannalancet siguió escrupulosamente
su consejo, y cuando estalló la Guerra del Rey Felipe se retiró del lugar donde se
libraba la batalla y se dirigió junto a sus seguidores a Penacook, en lo que ahora es la
Concord de Nuevo Hampshire. A su regreso visitó al pastor de Chelmsford y, tal y
como narra la historia de ese pueblo, «quiso saber si Chelmsford había sufrido mucho
durante la guerra. Y cuando se le informó de que no, y de que había que agradecérselo a
Dios, Wannalancet respondió: “Y luego a mí”»[20].
Manchester era el lugar de residencia de John Stark[21], héroe de dos guerras y
superviviente de una tercera, y en el momento de su muerte último de los generales
americanos de la Revolución. Nació en la contigua Londonderry, futura Nutfield, en
1728. Ya en 1752 fue hecho prisionero por los indios mientras cazaba en los bosques
cercanos al río Baker. Realizó un notable servicio como capitán de los rangers en la
guerra contra los franceses, dirigió un regimiento de la milicia de Nuevo Hampshire en
la Batalla de Bunker Hill, y luchó y ganó la Batalla de Bennington en 1777. Ya no
estuvo de servicio durante la última guerra, y murió aquí, en 1822, a la edad de noventa
y cuatro años. Su monumento se erige en lo alto del margen del Merrimack, una milla y
media más al norte de las cataratas, y domina una vista de varias millas río arriba y
abajo. Hacía evidente cuánto más impresionante es la tumba de un héroe que las casas
de los vivos sin gloria. ¿Quién está más muerto, un héroe junto a cuyo monumento nos
encontramos o sus descendientes, de los que nunca hemos oído hablar?
Las tumbas de Pasaconaway y Wannalancet no están señaladas por ningún
monumento a orillas de su río natal.
Cada pueblo por el que pasábamos, si decidimos creer al Diccionario geográfico,
había sido el lugar de residencia de algún gran hombre. Sin embargo, aunque tocamos a
muchas puertas, e incluso hicimos pesquisas particulares, no pudimos encontrar a
ninguno que viviese todavía. En la entrada dedicada a Litchfield leemos: «El Hon.
Wyseman Clagett acabó su vida en este pueblo». Según otra: «Era un erudito clásico,
buen abogado, persona ingeniosa y poeta[22]». Vimos su vieja casa gris justo antes del
Great Nesenkeag Brook […]. En la entrada dedicada a Merrimack: «El Hon. Mathew
Thornton, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia Americana, residió
muchos años en esta localidad[23]». Su casa también se veía desde el río […]. «El Dr.
Jonathan Gove, hombre distinguido por su gentileza, su talento y su capacidad
profesional, residió en este pueblo [Goffstown]. Fue uno de los primeros médicos del
país, y durante muchos años un miembro activo de la asamblea legislativa» […]. «El
Hon. Robert Means, que murió el 24 de enero de 1823 a la edad de ochenta años, vivió
un largo periodo de tiempo en Amherst. Era de origen irlandés, y en 1764 llegó a este
país donde, merced a su trabajo y su buen hacer en los negocios, adquirió una gran
propiedad y un gran respeto». «William Stinson [uno de los primeros colonos de
Dunbarton], nacido en Irlanda, llegó a Londonderry con su padre. Era un hombre muy
respetado y muy útil». James Rogers era de Irlanda, y fue padre del comandante Robert
Rogers. Recibió un disparo en el bosque al ser confundido con un oso. «El reverendo
Matthew Clark, segundo pastor de Londonderry, era nativo de Irlanda. Anteriormente
había sido oficial en el ejército y había destacado en la defensa del pueblo de
Londonderry, cuando estuvo bajo el asedio del ejército del rey Jaime II[24] durante los
años 1688 y 1689. Poco después renunció a la vida militar en favor de la profesión
clerical. Tenía una mente fuerte, marcada por un notable grado de excentricidad. Murió
el 25 de enero de 1735 y fue llevado hasta su tumba, por petición propia, por sus
antiguos compañeros de armas, entre los que había un buen número de los primeros
colonos de este pueblo; el rey Guillermo había eximido a varios de ellos de pagar
impuestos en todos los dominios británicos por su valor durante aquel asedio
memorable». El coronel George Reid y el capitán David M’Clary, también ciudadanos
de Londonderry, fueron oficiales «valientes y distinguidos». «El comandante Andrew
M’Clary, nativo de este pueblo [Epsom], cayó en la Batalla de Breed’s Hill». Muchos
de estos héroes, como los ilustres romanos, estaban arando cuando llegaron noticias de
la masacre de Lexington[25], y en ese mismo momento dejaron los arados en medio del
surco y se dirigieron al lugar de la acción. A varias millas del lugar en el que
estábamos se erigió otrora un poste con un cartel que decía: «Tres millas para Squire
MacGaw’s[26]».
Sin embargo, hablando en términos generales, la tierra está ahora muy yerma de
hombres, y dudamos de que haya tantos cientos como aquellos sobre los que leemos.
Quizá sea porque estamos demasiado cerca.
La montaña Uncanoonuc, en Goffstwon, podía verse desde Amoskeag, cinco o seis
millas al oeste. Vista desde nuestro pueblo natal es el punto más al noreste, pero desde
allí su azul es demasiado etéreo como para ser la misma que le gusta escalar a la gente
como nosotros. Dicen que su nombre significa «los dos senos», pues cuenta con dos
cimas separadas por una pequeña distancia. La más alta, que está a unos mil
cuatrocientos pies sobre el nivel del mar, ofrece probablemente una vista más amplia
del valle del Merrimack y de las tierras colindantes que cualquier otra colina, aunque la
vista se ve mermada por la densidad de los bosques. Sólo se ven unas pocas partes del
río, pero se puede seguir su curso merced a los tramos arenosos de sus márgenes.
Cuenta la historia que un poco al sur de Uncanoonuc, hará unos sesenta años, una
anciana que salió a recoger poleo tropezó con el asa de un pequeño hervidor de metal
entre la hierba muerta y los arbustos. Algunos dicen que también se encontraron
pedernales, carbón vegetal y otros rastros de un campamento. Este hervidor, de casi un
galón de capacidad, aún se conserva, y se usa para tintar tejidos. Se cree que perteneció
a algún cazador francés o indio, que fue asesinado en una de sus salidas de exploración
o caza y que nunca volvió a por su hervidor.
Sin embargo, a nosotros nos interesaba más oír hablar del poleo: es reconfortante
que nos recuerden que la naturaleza salvaje genera productos listos para el uso del
hombre. Los hombres saben que algo es bueno. Unos dicen que es la acedera, otros que
es la dulcamara, o la corteza del olmo resbaladizo, la bardana, la nébeda, el calamento,
el helenio o el poleo. Un hombre puede considerarse afortunado cuando la que es su
comida es también su medicina. No existe ninguna hierba de la que éste o aquél no diga
que es buena. Me alegra mucho oír esto, me recuerda al primer capítulo del Génesis.
Pero ¿cómo pueden saber que es buena? Es todo un misterio para mí, que me deja
siempre agradablemente decepcionado: lo increíble es que hayan llegado a ese
conocimiento. Como todas las cosas son buenas, los hombres acaban por no saber
distinguir entre el veneno y el antídoto. No cabe duda de que siempre hay dos
prescripciones diametralmente opuestas: curar un catarro a base de ayuno o redoblando
las comidas. Eso sí, hay que seguir los consejos de una escuela como si la otra no
existiese. Por lo que a la religión y al arte de curar se refiere, todas las naciones están
aún en un estado de salvajismo: en los países más civilizados, el sacerdote sigue siendo
un powwow, y el médico un Gran Curandero. Pensemos en la reverencia que se muestra
por doquier a la opinión de un médico. No hay nada que delate la credulidad de la raza
humana con mayor claridad. La curandería[27] es algo universal, y universalmente
exitoso. En este caso, el dicho de que no hay impostura demasiado grande para la
credulidad de los hombres se vuelve literalmente cierto. Los sacerdotes y los médicos
jamás deberían mirarse a la cara, pues no tienen nada en común, y tampoco hay algo
que pueda mediar entre ellos. Cuando uno va, el otro viene: no podrían caminar juntos
sin echarse a reír, o sin que se instaurase un silencio significativo entre ellos, pues la
profesión de uno es una sátira de la del otro, y el éxito de éste implicaría el fracaso de
aquél. Resulta sorprendente que el médico tenga que morir, y que el sacerdote viva. ¿A
santo de qué el sacerdote nunca va a la consulta del médico? La razón es que los
hombres creen que, a efectos prácticos, la materia es independiente del espíritu. ¿Pero
qué es la curandería? Por lo general, es un intento de curar las enfermedades de un
hombre tratando únicamente su cuerpo. Se necesitaría un médico que supiese atender al
mismo tiempo el cuerpo y el alma, esto es, al hombre, que ahora no hace sino nadar
entre dos aguas.
Tras pasar por las esclusas, avanzamos media milla por el canal usando las
pértigas, hasta llegar a la parte navegable del río. Después de Amoskeag, el cauce se
ensancha como si fuese un lago y durante una o dos millas avanza sin una sola curva. En
este tramo había muchas barcazas dirigidas a Hooksett, unas ocho millas más arriba, y
como ascendían vacías y con un viento favorable, un barquero nos ofreció remolcarnos
si estábamos dispuestos a esperar un poco. Pero cuando nos acercamos descubrimos
que pretendían que subiésemos a bordo, pues de lo contrario habríamos entorpecido
demasiado sus movimientos. Sin embargo, como nuestro bote era demasiado pesado
para izarlo, proseguimos nuestro trayecto río arriba, como habíamos hecho hasta
entonces, mientras los barqueros comían. Al final acabamos echando el ancla en la
orilla opuesta, bajo algunos alisos, para almorzar. Aunque la distancia era
considerable, todos los sonidos flotaban sobre las aguas y nos llegaban desde la orilla
opuesta y desde el muelle del canal, y podíamos ver a todos los que pasaban. Una a una
fueron llegando varias barcazas, a intervalos de un cuarto de milla, todas empujadas
hacia Hooksett por una ligera brisa, y una a una fueron desapareciendo tras un meandro,
algo más arriba. Con sus amplias velas extendidas remontaban lentamente el río gracias
a un viento indolente e irregular, como pájaros antediluvianos de una sola ala, como si
los impulsase una misteriosa contracorriente. Era un movimiento solemne, lento y
majestuoso. «Adentrarse» es la palabra que mejor expresa ese progreso gradual y
constante de los barcos, que proceden así por mera rectitud, siguiendo su naturaleza, sin
arrastrarse. Sus velas serenísimas eran como virutas lanzadas a la corriente de aire,
para determinar hacia dónde soplaba. Por fin el barco con el que habíamos hablado
llegó a nuestra altura, navegando por el medio del río, y cuando estuvo a corta distancia
el timonel nos gritó para decirnos, con tono irónico, que si nos acercábamos ahora nos
remolcarían. Sin embargo, hicimos caso omiso de su burla y nos quedamos
tranquilamente a la sombra hasta acabar nuestra comida. Cuando el último barco
desapareció tras el meandro con su vela hinchada, pues la brisa se había convertido
ahora en céfiro, izamos nuestra vela y, tirando de remos, nos lanzamos rápidamente al
río en persecución. Cuando estuvimos a su lado, mientras aquéllos invocaban en vano a
Eolo para que acudiese en su ayuda, les devolvimos el cumplido proponiéndoles que, si
nos echaban una soga, podíamos «remolcarlos nosotros a ellos». Propuesta para la que
estos marineros del Merrimack no tenían una respuesta preparada. Y así fuimos
adelantando poco a poco a todos los barcos, hasta que volvimos a tener todo el río para
nosotros.
Esa tarde recorrimos el tramo entre Manchester y Goffstwon.
Mientras flotamos aquí, lejos de aquel afluente a cuyos márgenes viven nuestros
Amigos y parientes, nuestros pensamientos, como estrellas, surgen desde su horizonte
tranquilo, pues allí circula una sangre más pura de aquella cuyas leyes descubrió
Lavoisier —una sangre que no es sólo de parentesco, sino de amabilidad, cuyo latido
aún palpita, desde cualquier distancia y para siempre—.
LA ATLÁNTIDA
Colón navegó hacia el oeste de estas islas siguiendo la brújula del marinero, pero
ni él ni sus sucesores las descubrieron. No estamos más cerca de ellas de lo que lo
estuvo Platón. El explorador más tenaz y esperanzado descubridor de este Nuevo
Mundo siempre frecuenta la periferia de su tiempo, y camina a través de la multitud más
densa sin interrupción, como si fuese en línea recta.
Una o dos personas vienen a mi casa de cuando en cuando, pues allí les propongo la
vaga posibilidad de conversar. Están tan febriles como silenciosas, y esperan que mi
plectro pellizque las cuerdas de su lira. ¡Si sólo pudieran pronunciar o escuchar una
frase sobre ese tema con el que sueñan! Hablan con voz queda, y no pretenden
imponerse. Han escuchado noticias que nadie, ni siquiera ellos mismos, pueden
comunicar. La que poseen es una riqueza que puede gastarse de innumerables formas.
¿Qué vinieron a buscar?
Ninguna palabra está más en boca de los hombres que Amistad, y, en efecto, ninguna
idea resulta más familiar a sus aspiraciones. Todos los hombres sueñan con ella, y su
drama, que es siempre una tragedia, se representa a diario. Es el secreto del universo.
Puedes recorrer toda la ciudad, puedes deambular por todo el país, y nadie hablará
nunca de ella. Nuestra mente, en cambio, siempre la tiene presente, y las posibilidades
que nos ofrece marcan nuestro comportamiento hacia todos los hombres y mujeres, y
muchos de los ancianos, que conocemos. Y sin embargo, sólo puedo recordar dos o tres
ensayos sobre el tema en toda la literatura. No es de sorprender que la mitología, y Las
mil y una noches, y Shakespeare, y las novelas de Walter Scott nos entretengan —
nosotros mismos somos poetas y cuentistas y dramaturgos y novelistas—. Interpretamos
continuamente un papel en un drama más interesante que cualquiera que haya sido
escrito. Estamos soñando que nuestros Amigos son nuestros Amigos, y que nosotros
somos Amigos de nuestros Amigos. Nuestros Amigos reales no son sino familiares
lejanos de aquellos a los que estamos vinculados. Nunca intercambiamos más de tres o
cuatro palabras con un Amigo a lo largo de toda nuestra vida, al menos al nivel al que
nuestros pensamientos y sentimientos llegan a elevarse. Uno sale a la calle dispuesto a
decir: «¡Querido Amigo!», pero el saludo es: «¿Qué pasa, golfo?». Pero no importa: el
corazón débil jamás hizo un Amigo verdadero. Ah, Amigo mío, ojalá llegue el
momento, aunque sólo dure un instante, en el que cuando tú seas mi Amigo yo sea el
tuyo.
¿De qué sirve el temperamento más amistoso si no hay horas consagradas a la
Amistad, si la posponemos siempre a deberes y relaciones sin importancia? La Amistad
es lo primero, la Amistad es lo último. Pero resulta igual de difícil olvidar a nuestros
Amigos que hacerles responder a nuestro ideal. No es hasta que se despiden de
nosotros cuando empezamos a hacerles compañía. ¡Con qué frecuencia nos vemos
dándoles la espalda a nuestros Amigos reales para poder ir al encuentro de sus
familiares ideales! Desearía poder ser digno Amigo de cualquier hombre.
Lo que solemos honrar con el nombre de Amistad no es un instinto muy profundo ni
poderoso. A fin de cuentas, los hombres no aman locamente a sus Amigos. No suelo ver
a los granjeros convertirse en profetas y sabios hasta rayar la locura merced a su
Amistad con los otros. No suelen verse transfigurados y transformados por el amor en
presencia de los otros. No los veo purificados, refinados y elevados por el amor hacia
un hombre. Si uno baja un poco el precio de la madera, o le da a su vecino su voto en
una reunión municipal, o le regala un barril de manzanas, o le presta su carro con
frecuencia, esto se considera un ejemplo excepcional de Amistad. Tampoco las mujeres
de los granjeros llevan vidas consagradas a la Amistad. No veo a la pareja de Amigos
granjeros, independientemente de su sexo, preparada para plantarle cara al mundo. Sólo
hay dos o tres parejas así en la historia. Decir que un hombre es tu Amigo significa, por
lo general, que no es tu enemigo, nada más. La mayoría observa sólo las ventajas
fortuitas e insignificantes de la Amistad, como que el Amigo puede ayudar en tiempos
de necesidad con sus bienes, su influencia o su consejo. Sin embargo, quienes ven tales
ventajas en esta relación demuestran estar ciegos ante la ventaja real, resultan ser
completamente inexpertos en la relación misma. Estos servicios son particulares y
baladíes, en comparación con el servicio perpetuo y exhaustivo que constituye. Ni
siquiera la mejor voluntad, armonía y amabilidad práctica son suficientes para la
Amistad, pues los Amigos no viven en mera armonía, como algunos dicen, sino en
melodía. No queremos que nuestros Amigos alimenten o vistan nuestros cuerpos —los
vecinos son lo bastante atentos para eso—, sino que hagan lo propio con nuestros
espíritus. Para esto, pocos son lo bastante ricos, por buena disposición que tengan. La
mayoría de nosotros confunde, de forma idiota, a unos hombres con otros. Los necios
sólo distinguen razas o naciones, clases a lo sumo, pero el hombre sabio distingue
individuos. Un Amigo ve el carácter particular de un hombre en cada gesto y en cada
acción que realiza, y así lo prolonga y lo mejora.
Pensemos en la importancia de la Amistad para la educación de los hombres.
Todos los abusos que son objeto de reforma por parte del filántropo, del estadista y
del ama de casa son enmendados de manera inconsciente en la conversación entre
Amigos. Un Amigo es alguien que incesantemente nos hace el cumplido de esperar de
nosotros todas las virtudes, y que es capaz de verlas en nosotros. Hacen falta dos
personas para expresar la verdad —una que hable, otra que escuche—. ¿Cómo puede
alguien tratar con magnanimidad a la madera y a la piedra? Si sólo tratamos con aquello
que es falso y deshonesto, acabaremos olvidándonos de cómo se expresa la verdad.
Sólo los amantes conocen el valor y la magnanimidad de la verdad, mientras que los
comerciantes aprecian la honestidad barata, y los vecinos y los conocidos la urbanidad
barata. En nuestras conversaciones cotidianas con los hombres, nuestras facultades más
nobles permanecen inactivas, sometidas a la herrumbre. Ninguno nos hará el cumplido
de esperar de nosotros la nobleza. Aunque tenemos oro para dar, sólo nos piden cobre.
Le pedimos a nuestro vecino que permita ser tratado con veracidad, sinceridad y
nobleza, pero aquél responde que no con su sordera. Ni siquiera escucha nuestra
petición. Prácticamente nos dice: «Me contentaré con que no me trates “mejor de lo que
me merezco”, con la misma falsedad, infamia, deshonestidad y egoísmo». La mayoría
de nosotros se contenta con tratar y ser tratado así, y no pensamos que pueda existir una
relación más real y noble entre la mayoría de los hombres. Un hombre puede tener lo
que se conoce como buenos vecinos y conocidos, e incluso compañeros, esposa,
padres, hermanos, hermanas e hijos, que sólo tratan con él y entre ellos en estos
términos. El Estado no demanda justicia a sus miembros, y cree poder apañárselas con
una ínfima cantidad de ésta —poca más de la que estila el canalla—. Lo mismo ocurre
con el vecindario y la familia. Eso que comúnmente llamamos Amistad es poco más que
el respeto entre bandidos.
Sin embargo, a veces se nos dice que amemos al prójimo, es decir, que
mantengamos una relación verdadera con él, para poder darle lo mejor de nosotros y
poder recibir lo mejor de él. Entre aquellas personas que comparten una verdad sana,
hay amor. Y en proporción a nuestra honradez y confianza en el prójimo nuestras vidas
son divinas y milagrosas, y responden a nuestro ideal. Existen momentos de afecto en
nuestra relación con los hombres y las mujeres mortales que ninguna profecía nos ha
enseñado a esperar, que trascienden nuestra vida terrenal y nos anticipan el Paraíso.
¿Qué es este Amor que, como cualquiera de los dioses, puede surgir un buen día en
pleno Goffstown, que revela un mundo nuevo y bello y fresco y eterno, en lugar del
antiguo, cuando, para la mirada común, el universo está cubierto por una pátina de
polvo, un mundo, por tanto, que no puede alcanzarse y que de hecho no existe? ¿Qué
otras palabras, podríamos preguntar, son memorables y dignas de ser repetidas, si no
aquellas que el amor ha inspirado? Es maravilloso que hayan sido pronunciadas alguna
vez. En efecto, son pocas y excepcionales, pero, como un acorde musical, la memoria
las repite y las modula sin cesar. Todas las demás palabras se desmoronan con el estuco
que recubre el corazón. Ahora no deberíamos atrevernos a pronunciarlas en voz alta.
No estamos preparados para escucharlas todo el tiempo.
Los libros para jóvenes hablan largo y tendido sobre la selección de los Amigos.
Esto se debe a que, en realidad, no tienen nada que decir sobre los Amigos. Se refieren
sólo a los compañeros y a los confidentes. «Recuerda que la dicotomía entre enemigo y
Amigo procede de Dios[31]». La Amistad surge entre dos personas que sienten una
afinidad recíproca, y es un resultado perfectamente natural e inevitable. De nada
servirán las grandes declaraciones y propósitos. En un principio, ni siquiera el habla
tiene necesariamente que ver con ella, pues llega después del silencio, como los brotes
de los injertos, que no echan hojas hasta mucho después de que el injerto haya agarrado.
Es un drama en el que las partes no tienen ningún papel que interpretar. En este sentido,
todos somos musulmanes y fatalistas. Los amantes impacientes e inseguros creen que
tienen que decir o hacer algo bonito cada vez que se ven, que nunca tienen que
mostrarse fríos. En cambio, quienes son Amigos no hacen lo que creen que tienen que
hacer, sino lo que tienen que hacer. Para ellos, incluso su Amistad es, en cierto sentido,
un fenómeno sublime.
El Amigo verdadero y esperanzado le hablará a su Amigo en unos términos como
los que siguen:
«Nunca te pedí permiso para amarte, pues tengo el derecho. No te amo como algo privado y personal, que eres
tú, sino como algo universal y digno del amor, que yo he encontrado. ¡Ah, si supieras cómo pienso en ti! Tu
bondad es pura e infinita. Puedo confiar en ti para siempre. Jamás pensé que la humanidad fuese tan rica.
Dame una oportunidad para vivir».
«Eres la realidad en el seno de la ficción; eres una verdad más extraña y admirable que la ficción. Acepta
ser tan sólo lo que eres. Soy el único que jamás se interpondrá en tu camino».
«He aquí lo que me gustaría: tener la misma intimidad contigo que la que tienen nuestras almas; respetarte
como respeto a mi ideal. Que jamás nos profanemos con palabras o actos, ni siquiera con un pensamiento. Que
entre nosotros, de ser necesario, no haya ninguna relación».
«Te he descubierto; ¿cómo puedes estar oculto para mí?».
En este sentido, un sexo no es más tierno que el otro. El amor de un héroe es tan
delicado como el de una doncella.
Confucio dice: «Nunca entables Amistad con un hombre que no es mejor que tú[34]».
He ahí el mérito de la Amistad, lo que la hace perdurar: se produce a un nivel más
elevado del que a priori las partes reales podrían alcanzar. Los rayos de luz llegan
hasta nosotros con una curvatura que hace que todos los hombres con los que nos
encontramos parezcan más altos de lo que en realidad son. Ésas son las bases de la
urbanidad. Mi Amigo es aquél al que puedo asociar con mi pensamiento más selecto.
En mi ausencia, siempre lo imagino realizando tareas más nobles de aquellas que le
ocupan cuando lo encuentro, e imagino que las horas que me dedica le son arrebatadas
a una sociedad superior. El insulto más ultrajante que he recibido de un Amigo se
produjo cuando aquél se comportó en mi presencia, sin avergonzarse, con esa
permisividad hacia los propios errores que sólo la confianza barata permite, y aun así
siguió hablándome en términos amistosos. Cuídate de que tu Amigo acabe aprendiendo
a tolerar alguna de tus flaquezas, y surja así un obstáculo al progreso de vuestro amor.
Y hay veces en las que ya hemos tenido bastante, incluso de nuestros Amigos, en las que
inevitablemente empezamos a profanarnos los unos a los otros, y hemos de retirarnos
religiosamente a la soledad y al silencio, la mejor manera de prepararnos para una
noble intimidad. El silencio es la noche celestial en la conversación de los Amigos,
donde se encuentra su sinceridad y donde se arraiga con más fuerza.
La Amistad nunca se establece como una relación comprensible. ¿Me pides que sea
menos Amigo tuyo para poder entenderla? Sin embargo, ¿qué derecho tengo yo a pensar
que otro albergará un sentimiento tan excepcional hacia mí? Es un milagro que requiere
pruebas constantes. Es un ejercicio que pide la imaginación más pura y la fe más
insólita. Se pronuncia mediante un comportamiento silencioso pero elocuente: «Estaré
tan vinculado a ti como puedas imaginar, más incluso de lo que puedas creer. Gastaré la
verdad, y toda mi fortuna, en ti». Y el Amigo responde en silencio a través de su
naturaleza y su vida, y trata a su Amigo con la misma y divina cortesía. Nos conoce,
literalmente, a las duras y a las maduras. Nunca nos pide una señal de amor, pero sabe
distinguirla por los rasgos naturales que posee. No tenemos que andarnos con
ceremonias cuando nos visita: no esperes que te invite, mas observa que me alegro de
verte cuando vienes. Pedirte que vinieras sería pagar tu visita demasiado caro. Allá
donde vive mi Amigo están todas las riquezas y todos los encantos de la existencia, y
ningún pequeño obstáculo me mantendrá alejado de él. Deja que nunca te diga lo que no
tengo que decir. Dejemos que nuestra relación nos supere por completo, y elevémonos
hasta ella.
El lenguaje de la Amistad no está compuesto de palabras, sino de significados. Es
una inteligencia por encima del lenguaje. Uno se imagina conversaciones interminables
con su Amigo, en las que la lengua está suelta y los pensamientos se expresan sin
vacilación ni límites. Sin embargo, la experiencia suele distar mucho de esto. Los
conocidos van y vienen, y tienen una frase lista para cada ocasión. Pero ¿cuán lánguidas
serán las palabras pronunciadas por aquel cuyo aliento mismo es pensamiento y
significado? Supongamos que vamos a despedirnos de un Amigo que se marcha de
viaje, ¿qué otra señal exterior conocemos a parte de estrecharle la mano? ¿Tenemos
preparado algún discurso rimbombante para la ocasión? ¿Algún frasquito de ungüento
que poner en su bolsillo? ¿Algún mensaje particular que queramos que transmita?
¿Alguna declaración que hubiésemos olvidado hacer? (¡Como si pudiésemos
olvidarnos de algo!). No. Ya es mucho estrechar su mano y decir «Adiós», algo que
podríamos omitir con tranquilidad, aunque hasta ahí ha llegado la costumbre. Si va a
marcharse, resulta incluso doloroso que se quede demasiado tiempo. Si tiene que irse,
dejémosle irse rápidamente. ¿Tenemos algunas palabras finales? ¡Ay! Sólo la palabra
entre todas las palabras, que hemos buscado durante tanto tiempo y no hemos
encontrado; no, aún no tenemos una primera palabra. Son pocas las personas a las que
osaría dirigirme, con todo el respeto del mundo, por su nombre propio. Un nombre
pronunciado es el reconocimiento del individuo al que pertenece. Quien puede
pronunciar mi nombre correctamente, ése puede llamarme, y tiene derecho a mi amor y
mis servicios. Aun así, la reticencia es la libertad y el abandono de los amantes. La
reticencia hacia lo que hay de hostil o indiferente en sus naturalezas es lo que deja lugar
a lo similar y armonioso.
La violencia del amor es igual de temible que la del odio. Cuando es duradera
resulta serena y regular. Incluso sus famosos sufrimientos empiezan sólo con el declive
del amor, pues pocos son en realidad amantes, aunque a todos les gustaría. Una prueba
de la idoneidad de un hombre para la Amistad es que sea capaz de vivir sin aquello que
es barato y apasionado. Una verdadera Amistad es tan sabia como tierna. Las partes se
abandonan implícitamente a la guía de su amor, y no conocen más ley ni bondad que
ésta. No es extravagante ni descabellada, pero lo que dice quedará establecido para
siempre y se convertirá en un estereotipo. Es una verdad más verdadera, es una noticia
mejor y más hermosa, que ninguna época deshonrará ni desmentirá jamás. Es una planta
que crece mejor en las latitudes templadas, donde el verano y el invierno se van
alternando. El Amigo es un necessarius, y se encuentra con su Amigo en un lugar
sencillo, no entre alfombras y cojines, sino sobre la tierra y las rocas en las que se
sentarán, obedeciendo a las leyes naturales y primitivas. Se encontrarán sin armar
alboroto, y se despedirán sin suspirar de pena. Su relación implica que poseen las
mismas cualidades que valora el guerrero, pues se necesita el mismo valor para abrir
los corazones de los hombres que las puertas de los castillos. No es una mera simpatía
para pasar el rato, ni un consuelo mutuo, sino una simpatía heroica, basada en las
aspiraciones y el esfuerzo.
La Amistad que Wawatam profesa por Henry, el vendedor de pieles, descrita en las
Aventuras de este último, está desnuda y deshojada, mas tiene flores y frutos, y la
recordamos con satisfacción y seguridad. El guerrero imperturbable y austero, después
del ayuno, la soledad y la mortificación del cuerpo, llega a la cabaña del hombre
blanco y afirma que le ha visto en sueños, y desde ese momento lo adopta. Entierra el
hacha, pues aprecia a su amigo, y juntos cazan y comen y preparan azúcar de arce. «Los
metales se unen por la fundición, los pájaros y las bestias por motivos de conveniencia,
los necios por el miedo y la estupidez, y los hombres justos se unen con una
mirada[36]». Antes de que Wawatam pruebe la «leche del hombre blanco» junto a su
tribu, o se tome un cuenco de caldo humano preparado con los camaradas del vendedor
de pieles, encuentra un lugar seguro para su Amigo, al que ha rescatado de correr una
suerte similar. Al fin, tras un largo invierno pasado entre conversaciones tranquilas y
alegres, viviendo en la espesura junto a la familia del jefe tribal, cazando y pescando,
en primavera vuelven a Michilimackinac para vender sus pieles, y Wawatam se ve
obligado a despedirse de su Amigo en la Île aux Outardes, desde donde éste, para
evitar a sus enemigos, continuó hasta Sault de Sainte Marie, creyendo que sólo estarían
separados poco tiempo. «Entonces nos despedimos», dice Henry, «con una emoción del
todo recíproca. No me marché de aquel lugar sin estar infinitamente agradecido por los
muchos actos de bondad que había vivido allí, ni sin mostrar el más sincero respeto por
las virtudes de sus miembros que había presenciado. Toda la familia me acompañó a la
playa, y apenas la canoa comenzó a alejarse, Wawatam empezó a suplicarle a Kichi
Manito que cuidase de mí, su hermano, hasta que volviésemos a vernos. Llevábamos ya
mucho tiempo demasiado lejos como para poder escuchar su voz, cuando Wawatam
dejó de rogar por nosotros[37]». No volvemos a oír hablar de él.
La Amistad no es tan cálida como se la imagina. En ella no hay demasiada sangre
humana, y está constituida, antes bien, por una cierta indiferencia hacia los hombres y
sus construcciones, hacia los deberes y las virtudes cristianas. Sin embargo, purifica el
aire como la electricidad. En la relación de dos personas particularmente puras y fieles
a sus instintos más elevados puede tener lugar la tragedia más cruda. Podríamos
definirla como una relación esencialmente pagana, libre e irresponsable por naturaleza,
que practica todas las virtudes de manera gratuita. No se trata sólo de la más elevada
simpatía, sino de una sociedad pura y noble, una relación fragmentaria y divina,
originada en tiempos antiguos y conservada a intervalos que, al acordarse de sí misma,
no duda en ignorar los derechos y deberes más humildes de la humanidad. Requiere
unas cualidades inmaculadas y divinas en su apogeo, y sólo existe a través de la
condescendencia y la premonición del futuro más remoto. No amamos nada que sea
meramente bueno, y no bello —si es que puede existir algo así—. La naturaleza
siempre pone algún tipo de flor antes de cada fruto, y no sólo un cáliz a su alrededor.
Cuando el Amigo sale de este paganismo y superstición, y destruye sus ídolos,
convertido por los preceptos de un testamento más nuevo; cuando se olvida de su
mitología, y trata a su Amigo como a un cristiano, o de la mejor forma que pueda
permitirse, entonces la Amistad deja de ser Amistad para convertirse en caridad. El
mismo principio con que se establecieron las casas de beneficencia está empezando a
trasladar la caridad a los hogares, estableciendo también allí dichas casas y fomentando
unas relaciones más pobres.
El único peligro de la Amistad es que acabará. Es una planta delicada, aunque sea
autóctona. Hasta la más mínima bajeza, aun cuando no nos percatemos de ella, la
corrompe. Conviene que el Amigo sepa que esos defectos que observa en su Amigo
atraen a sus propios defectos. El precio a pagar por nuestras sospechas consiste en
descubrir lo que sospechábamos, no hay regla más invariable. Con nuestra estrechez y
nuestros prejuicios decimos: «Esto es lo que quiero de ti, Amigo mío, y en tal cantidad,
nada más». Quizá no haya nada lo bastante caritativo, lo bastante desinteresado, sabio,
noble y heroico para una Amistad real y duradera.
A veces escucho a mis Amigos quejarse exquisitamente de que no aprecio su
exquisitez. Nunca les diré si lo hago o no. Es como si esperasen una palabra de
agradecimiento por cada gesto o palabra exquisita que hacen o dicen. ¿Cómo saben que
no fue apreciado como es debido? Puede que nuestro silencio sea más exquisito que su
acción. Hay cosas sobre las que un hombre nunca habla, que son mucho más sublimes si
se callan. Al escuchar las palabras más elevadas nos limitamos a prestar un oído
silencioso. No sólo no hablamos sobre nuestras relaciones más sublimes, sino que las
enterramos bajo una buena cantidad de silencio para no revelarlas jamás. Puede que ni
siquiera nos conozcamos aún. En las conversaciones humanas la tragedia no empieza
cuando se produce un malentendido sobre las palabras, sino cuando no se entiende el
silencio. En ese caso jamás podrá haber una explicación. ¿De qué vale que alguien te
ame, si no te comprende? Ese amor es una maldición. ¿Qué tipo de compañeros son
aquellos que siempre andan presumiendo de que su silencio es más expresivo que el
tuyo? ¡Qué estúpido e inconsiderado e injusto es comportarse como si fuésemos la
única parte agraviada! ¿Acaso no tiene nuestro Amigo los mismos motivos para
quejarse? Sin duda mis Amigos me hablan a veces en vano, pero ellos no son
conscientes de las cosas que escucho y que ellos dicen. Sé que a menudo les
decepciono al no darles palabras cuando ellos las esperaban, o al no darles las que
ellos esperaban. Siempre que veo a mi Amigo le hablo; sin embargo, el que está a la
expectativa, el hombre que es todo oídos, no es él. También se quejarán de que seas
duro. A vosotros, que entendéis las cosas al revés, os advierto: la próxima vez que
llore os lo haré saber. Piden palabras y acciones, cuando una relación verdadera es en
sí misma palabra y acción. Si no saben estas cosas, ¿cómo pueden estar informados? A
veces nos abstenemos de confesar nuestros sentimientos, no por orgullo, sino por miedo
a no poder seguir amando a aquel que nos exigió esa prueba de nuestro afecto.
Conozco a una mujer que posee una mente infatigable e inteligente, interesada por su
cultura y decidida a extraer de ella los máximos beneficios, y me encuentro con ella con
gran placer. Es una persona natural, que me provoca, y no poco, y supongo que también
ella se siente, a su vez, estimulada por mí. Sin embargo, nuestra relación no alcanza ese
grado de confianza y de sentimiento al que las mujeres, al que todos, mejor dicho,
aspiramos. Me alegra poder ayudarla, y ella también me ayuda a mí. Me encanta
conocerla con un privilegio similar al del extranjero, y a menudo dudo en visitarla,
como hacen de continuo sus otras Amigas. Pero mi naturaleza se detiene aquí, no sé muy
bien por qué. Puede que ella no me exija lo suficiente: una exigencia religiosa. Algunas
personas, por cuyos prejuicios y preferencias peculiares no siento ninguna simpatía, me
inspiran confianza, y yo espero que también ellos confíen en mí como en un pagano
religioso —un dios griego—. Yo también tengo principios, tan bien asentados como los
suyos. Si esta persona pudiese comprender que, sin pretenderlo, me siento vinculado a
ella, tanto cuanto nuestros destinos y nuestros Buenos Genios lo permiten, y que valoro
nuestra relación, estaría más tranquilo y muy agradecido. Siento que a sus ojos parezco
descuidado, indiferente, sin principios, que no espero más ni me contento con menos. Si
ella pudiese saber que tengo unas exigencias infinitas conmigo mismo, y también con
los demás, podría ver que esta relación nuestra, sincera aunque incompleta, es
infinitamente mejor que otra con menos reservas pero con unos cimientos falsos, sin el
principio del crecimiento en su interior. Como compañero necesito a alguien que me
exija lo mismo que mi propio daimon. Alguien así siempre sabrá ser tolerante. Aceptar
algo inferior es un suicidio y corrompe las buenas relaciones. Valoro y confío en
aquellos que aman y alaban mis aspiraciones más que mis actos. Si no te detienes a
mirarme, sino que miras en la misma dirección que yo, y más allá, mi educación no
podrá prescindir de tu compañía.
No he de bajar mi mirada
Y ponerla en tu salón,
No he de dejar mi cielo
Y mi luna nocturna.
Sé el viento favorable
Que me sostiene,
Y que sigue hinchando mi vela
Cuando ya te has marchado.
El águila no toleraría
Ver a su pareja así vencida,
El que aprendió a mirar
Justo por debajo del sol.
Hay pocas cosas más difíciles que ayudar a un Amigo en asuntos que no exigen la
ayuda de la Amistad, sino sólo un servicio barato y trivial, si a la Amistad le falta la
base de una relación eminentemente práctica. Tengo una relación muy amistosa, tanto a
nivel social como espiritual, con una persona que no aprecia mi capacidad práctica, y
que cuando solicita mi ayuda en estos asuntos ignora completamente con quién está
tratando. Esta persona no usa mi capacidad, que en este sentido supera con mucho a la
suya, sino sólo mis manos. En cambio, conozco a otra persona que es extraordinaria por
su capacidad de discernimiento al respecto, que sabe cómo usar los talentos ajenos de
los que él carece, sabe cuándo no tiene que vigilar o supervisar, y cuándo interrumpirlo.
Servirle es un placer excepcional, que todos los trabajadores conocen. El otro tipo de
trato me hiere sobremanera. Es como si, después de la más amistosa y ennoblecedora
de las conversaciones, tu Amigo te usase como un martillo, y clavase un clavo con tu
cabeza, siempre de buena fe, cuando en realidad eres un digno carpintero, así como su
buen Amigo, y tomarías gustoso un martillo para ayudarle. Esta falta de apreciación es
un defecto que no pueden suplir todas las virtudes del corazón:
Pero todo lo que pueda decirse sobre la Amistad es como la botánica para las flores.
¿Cómo puede el entendimiento tener en cuenta su amabilidad?
Incluso la muerte de los Amigos nos inspirará tanto como sus vidas. Dejarán
consuelo para los dolientes, como dejan los ricos dinero para costear los gastos de sus
funerales, y su recuerdo estará cubierto de unos pensamientos sublimes y agradables,
como los monumentos de otros hombres están recubiertos de musgo. Pues nuestros
Amigos no tienen sitio en el cementerio.
Hasta aquí lo que respecta a nuestros Amigos cisalpinos y cisatlánticos.
Y otra palabra de súplica y consejo para la gran y respetable nación de los Conocidos,
allende las montañas: «¡Saludos!».
A mis vecinos más tranquilos, y a los más irreflexivos, les digo: procuremos
aprovecharnos los unos de los otros, seamos cuando menos útiles, si no admirables,
para los demás. Sé que las montañas que nos separan son altas, y que están cubiertas
por unas nieves perpetuas, mas no desesperemos. Aprovechemos los días serenos de
invierno para escalarlas. Si es necesario, limemos las rocas con vinagre, pues allí se
extienden las verdes llanuras de Italia, listas para recibiros, y tampoco yo me demoraré
en penetrar en vuestra Provenza. Armémonos de valor y golpeémosla en la cabeza, en el
corazón o en cualquier órgano vital. Dependiendo del tipo, la madera puede estar bien
seca y ser lo bastante sólida para soportar un uso tosco, y si se quiebra, hay mucha más
en el lugar de donde la sacamos. Yo no soy una pieza de loza que pueda lanzarse contra
mi vecino sin que corra peligro de romperse con el golpe, produciendo un chirrido que
habría de durar hasta el fin de mis días. Soy, antes bien, uno de esos antiguos tajadores
de madera, que a ratos preside la mesa, a ratos hace de taburete para ordeñar o de
asiento para los niños, y al final acaba yéndose a su tumba adornado con cicatrices
honorables, y no muere hasta que queda consumido. Lo único que puede chocarle a un
hombre valiente es el tedio. Pensemos en todos los desplantes que ha experimentado a
lo largo de su vida: puede que se haya caído en un abrevadero para caballos, que haya
comido almejas de agua dulce o que haya llevado una camisa sin lavar durante una
semana. De hecho, no podemos recibir un golpe a menos que tengamos una afinidad
eléctrica con lo que nos golpea. Así pues, usadme a mí, que soy útil a mi manera, que
soy uno de los muchos, desde la seta venenosa y el beleño negro hasta la dalia y la
violeta, que suplican ser usados; usadme, si es que pudieseis encontrarme alguna
utilidad, ya sea para preparar una bebida medicinal o el baño, como la bergamota y la
lavanda, o para dar fragancia, como la verbena y el geranio, o para alegrar la vista,
como el cactus, o para estimular la reflexión, como el pensamiento. Dadme al menos
estos usos humildes, si no otros más elevados.
Ah, queridos Extranjeros y Enemigos, cómo olvidarme de vosotros. Puedo
permitirme daros la bienvenida, dejad que firme: «Por siempre vuestro, este sincero y
muy obligado servidor». No tenemos nada que temer de nuestros enemigos, pues Dios
tiene un ejército preparado al efecto. En cambio, no contamos con ningún aliado para
luchar contra nuestros Amigos, esos vándalos despiadados.
Y una vez más, para todo el mundo,
Ni cerraduras ni barrotes
Mantendrán fuera al enemigo,
Ajeno a la mina secreta
Allí donde la duda lo ha conducido.
Implacable es el Amor,
Podemos comprar al enemigo, o disuadirlo
De sus intenciones hostiles,
Pero él continúa sin descanso
Sobre la bondad inclinado.
Tras remar cinco o seis millas desde Amoskeag antes de la puesta de sol, y llegar a
un agradable tramo del río, uno de nosotros desembarcó para buscar una granja donde
poder reponer nuestras existencias, mientras que el otro se quedó navegando
tranquilamente, explorando la orilla opuesta para encontrar un puerto apto para la
noche. Mientras tanto, las barcazas empezaron a aparecer tras una curva a nuestras
espaldas, avanzando junto a la orilla con la ayuda de las pértigas, toda vez que la brisa
había cesado casi por completo. Esta vez no hubo oferta de ayuda, pero uno de los
barqueros gritó para decir, a modo de venganza crudísima por haber sido los
perdedores en la carrera, que había visto un pato joyuyo, que nosotros habíamos
asustado, posado en lo alto de un pino blanco, media milla río abajo. Repitió la
afirmación varias veces, y parecía visiblemente molesto por la evidente sospecha con
la que era recibida esta información. Sin embargo, allí seguía posado el pato joyuyo,
sin que nosotros lo molestásemos.
Después de un rato el otro viajero volvió de su expedición por el interior. Traía con
él a uno de los nativos, un chiquillo rubio que tenía en la cabeza algunas historias, o una
pequeña edición, de Robinson Crusoe, que había quedado fascinado al oír nuestras
aventuras y le había pedido permiso a su padre para conocernos. Examinó, al principio
desde lo alto del margen, nuestro bote y nuestros accesorios, con los ojos
resplandecientes, y deseaba poder ser ya uno de nuestros hombres. Era un chiquillo
vivaz e interesante, y nos habría encantado poder subirlo a bordo, pero Nathan era aún
el hijo de su padre, y todavía no tenía edad para decidir.
Comimos una hogaza de pan casero, y almizcle y sandía como postre, pues aquel
granjero, un hombre inteligente y muy amable, cultivaba una gran parcela de sandías
para los mercados de Hooksett y Concord. Al día siguiente, haciendo gala de la
hospitalidad que le caracterizaba, nos hospedó y nos enseñó sus campos de lúpulo, su
horno y la parcela de sandías, y nos avisó para que pasásemos por encima de la cuerda
tensa que rodeaba a esta última a un pie del suelo, mientras señalaba a un pequeño
emparrado en una esquina, donde estaba unida al gatillo de un arma en línea con la
cuerda, y donde, según nos informó, gustaba de sentarse durante algunas noches
agradables para defender sus posesiones de los ladrones. Franqueamos con cuidado la
cuerda y compartimos con nuestro huésped el muy humano interés por el éxito de su
experimento. Aquella noche en concreto los rumores en el aire hacían presagiar la
llegada de ladrones, y la pólvora no estaba húmeda. El hombre era un metodista que
había establecido su casa entre el río y la montaña Uncanoonuc, y pertenecía a aquel
lugar, y allí se sentía en casa, alentado por viejas ideas políticas y por su propia
tenacidad. Se ocupaba de sus sandías y seguía plantándolas cada año. Le sugerimos que
añadiese a su cosecha nuevas variedades de semilla de melón y frutas con sabor
exótico. Tuvimos que llegar a este lugar entre las colinas para conocer la benevolencia
imparcial e insobornable de la Naturaleza. Las fresas y las sandías crecen igual de bien
en el huerto de un hombre que en el de otro, y el sol se pone con la misma dulzura tras
su colina, mientras que nosotros habíamos imaginado que sentía inclinación por unas
pocas almas sinceras y leales que conocíamos.
Encontramos un puerto adecuado para nuestro bote en la orilla este, en la
desembocadura de un arroyo que se vertía en el Merrimack, donde no molestaría a
ningún bote que pasase durante la noche —pues suelen navegar junto a la orilla cuando
remontan el río, ya sea para evitar la corriente o para tocar el fondo con sus pértigas—
y donde podríamos acceder a ella sin pisar la orilla embarrada. Pusimos a enfriar una
de nuestras sandías más grandes en el agua tranquila de la desembocadura de este
arroyo, entre los alisos, pero cuando nuestra tienda estuvo montada y lista, y volvimos a
cogerla, el río se la había llevado y no se veía rastro de ella. Así pues, subimos a
nuestro bote en el crepúsculo y fuimos en busca de aquella propiedad, y al final, tras
mucho esforzar la vista, descubrimos su disco verde a bastante distancia río abajo,
flotando suavemente en dirección al mar junto a muchas ramitas y hojas que habían
llegado desde las montañas aquella tarde, manteniendo un equilibro tan perfecto que no
había oscilado en absoluto, con lo que el agua no había entrado en la porción que
habíamos retirado para acelerar el enfriamiento.
Mientras estábamos sentados en la orilla, dando por fin buena cuenta de nuestra
cena, la luz clara del cielo hacia el Oeste bañaba los árboles al Este y se reflejaba en el
agua. Disfrutamos de una noche tan tranquila que no habría nada que relatar. Casi
siempre pensamos que existen pocos grados en la escala de lo sublime, y que el grado
más alto está sólo un poquito por encima del que ahora experimentamos. Pero nos
engañamos: cuando llegan las visiones más sublimes, las primeras palidecen y se
disipan. Nos sentimos agradecidos cada vez que una prueba interior nos recuerda la
vigencia de las leyes universales, y es que sólo débilmente recordamos nuestra fe. De
hecho, la fe no es una certeza memorizada, sino el uso y disfrute del conocimiento:
aquello que sentimos cuando no tenemos que creer, sino que entramos en contacto real
con la Verdad y estamos vinculados a ella de la manera más directa e íntima. De cuando
en cuando las olas de una vida más serena pasan sobre nosotros, como los rayos de sol
sobre los campos cubiertos de nubes. En los momentos más felices, cuando fluye más
savia por el tallo marchito de nuestra vida, Siria e India se expanden desde nuestro
presente como lo hacen en la historia. Todos los acontecimientos que configuran los
anales de las naciones no son sino las sombras de nuestras experiencias privadas.
Repentina y silenciosamente las épocas que llamamos «historia» se despiertan y brillan
tenues en nosotros, y ahí hay espacio suficiente para que Alejandro y Aníbal marchen y
conquisten. La historia que leemos, en resumen, sólo es un recuerdo más débil de unos
acontecimientos que han ocurrido en nuestra propia experiencia. La tradición es un
recuerdo débil y con lagunas.
Este mundo no es más que un lienzo para nuestra imaginación. Veo a hombres
esforzándose, con infinito sufrimiento, por obtener de sus cuerpos lo que yo, con al
menos el mismo sufrimiento, querría obtener de mi imaginación: toda su capacidad.
Pues sin duda existe una vida de la mente por encima de las necesidades del cuerpo, e
independiente de él. A menudo el cuerpo está alerta, pero la imaginación está
aletargada; el cuerpo es grasiento, pero la imaginación es magra. Pero ¿de qué valen las
demás riquezas si eso falta? «La imaginación es el aire de la mente[44]», donde ésta
vive y respira. Todas las cosas son como yo. ¿Dónde está la Oficina de Cambio? El
pasado es tan heroico como nosotros lo veamos: es el lienzo sobre el que está pintada
nuestra idea de heroísmo, y así, en un cierto sentido, conforma también el desvaído
mapa de nuestro campo de batalla futuro. Nuestras circunstancias responden a nuestras
expectativas y a las exigencias de nuestra naturaleza. Me he dado cuenta de que si un
hombre cree que necesita mil dólares, y no puede convencérsele de lo contrario, por lo
general acabará teniéndolos: si sigue vivo y sigue pensándolo, llegarán los mil dólares,
aunque sólo sea para comprar cordoneras. El mismo tiempo le llevará conseguir mil
mills[45] a alguien que encuentre igualmente difícil convencerse de que los necesita.
LA MAÑANA INTERIOR
Nos quedamos despiertos un buen rato, escuchando los murmullos del arroyo, en el
punto en que se encontraba con el río, donde estaba montada nuestra tienda. Había una
suerte de interés humano en su historia, que no cesa ni con las crecidas ni con las
sequías de verano, y el ritmo más profundo del río quedaba completamente ahogado por
su estruendo. Sin embargo, el arroyo, cuyas
queda silenciado por las primeras heladas del invierno. En cambio, los ríos más
potentes, en cuyo fondo nunca brilla el sol, obstruidos por las rocas hundidas y las
ruinas de los bosques, de cuya superficie no se eleva ningún murmullo, son ajenos a los
grilletes de hielo que encadenan a los miles de arroyos tributarios.
Esa noche soñé con algo que había tenido lugar mucho tiempo atrás. Se trataba de
un desacuerdo con un Amigo, que no había dejado de atormentarme, por cuanto no
tuviese motivos para culparme a mí mismo. Sin embargo, en mi sueño por fin se hacía
una justicia ideal por sus sospechas, y yo recibía esa compensación que nunca había
obtenido durante mis horas despiertas. Es imposible expresar cuán aliviado y alegre
estaba, incluso una vez despierto, pues en los sueños nunca nos engañamos, ni somos
engañados, y aquél parecía tener la autoridad de un juicio final.
Nos bendecimos y nos maldecimos a nosotros mismos. Algunos sueños, así como
ciertas reflexiones despiertas, son sagrados. Donne canta de una persona
Los sueños son la piedra de toque de nuestro carácter. Cuando recordamos algún
fallo en nuestra conducta durante un sueño nos sentimos poco menos afligidos que si
hubiese sido real, y la intensidad de nuestro dolor, que es nuestra expiación, mide el
grado de separación entre dicho fallo y uno real. Pues en nuestros sueños no hacemos
sino interpretar un papel que tenemos que haber aprendido y ensayado en nuestras horas
despiertas, y sin duda también podríamos encontrar en ellas algún tipo de confirmación.
Si esta mezquindad no tiene su origen en nosotros, ¿por qué nos sentimos afligidos? En
los sueños nos vemos desnudos e interpretando nuestros caracteres reales, incluso con
mayor claridad que con la que vemos a los otros despiertos. Sin embargo, una virtud
inquebrantable e imponente obligaría incluso a esos sueños más fantásticos y borrosos
a respetar su autoridad siempre vigilante. Tal y como acostumbramos a decir
despreocupadamente, nunca deberíamos haber soñado con algo así. Vivimos nuestra
vida más real cuando en sueños estamos despiertos.
El Pinnacle es una pequeña colina arbolada y muy escarpada que se eleva unos
doscientos pies, junto a la orilla de las cataratas de Hooksett. Si la montaña
Uncanoonuc es quizá el mejor punto desde el que observar el valle del Merrimack, esta
colina ofrece la mejor vista del propio río. Me senté en su cima, una roca abrupta de
unas pocas varas de largo, un día en que hacía mejor tiempo, cuando el sol se ponía y
llenaba el valle con una inundación de luz. Desde allí se pueden ver varias millas del
Merrimack, río arriba y abajo, amplio y recto, lleno de luz y de vida, con sus cataratas
centellantes y espumosas; el islote que divide el cauce, la aldea de Hooksett, en la
orilla que hay justo bajo nuestros pies, tan cerca que se puede conversar con sus
habitantes o tirar una piedra a sus jardines; la laguna en medio del bosque, en su ladera
occidental, y las montañas al norte y al noreste. Todos estos elementos crean una escena
de una belleza y plenitud excepcional, que el viajero debería esforzarse por contemplar.
En una ocasión fuimos hospedados con gran hospitalidad en la Concord de Nuevo
Hampshire, que nosotros insistimos en llamar Nueva Concord, siguiendo nuestra
costumbre, para distinguirla de nuestro pueblo natal, del que, según nos contaron, tomó
su nombre, desde donde salieron parte de los primeros colonos, aquél habría sido el
lugar adecuado para concluir nuestro viaje. Uniendo Concord y Concord por estos ríos
serpenteantes, pero esta vez atracamos nuestro bote varias millas al sur de su puerto.
La riqueza de las tierras de Penacook, ahora la Concord de Nuevo Hampshire,
había sido observada por los exploradores, y, según el historiador de Haverhill, en el
año 1726 se hicieron unos progresos considerables en el asentamiento, y se abrió una carretera a través del
bosque que unía Haverhill y Penacook. En el otoño de 1727, la primera familia, la del capitán Ebenezer
Eastman, se mudó al lugar. Su tiro fue conducido por Jacob Shute, francés de nacimiento, y se dice que fue la
primera persona en conducir un tiro a través del bosque. Poco después, según cuenta la tradición, un tal Ayer,
un joven de dieciocho años, condujo un tiro compuesto por diez yuntas de bueyes hasta Penacook, cruzó el río
a nado y labró parte de las tierras. Se cree que fue la primera persona que labró la tierra en aquella zona. Tras
completar su trabajo, emprendió su vuelta al amanecer. Una yunta de bueyes se le ahogó mientras cruzaba de
nuevo el río, y llegó a Haverhill alrededor de la medianoche. La manivela del primer aserradero fue fabricada
en Haverhill y llevada hasta Penacook a lomos de un caballo[3].
Pero nosotros descubrimos que la frontera ya no era aquel camino. Esta generación
ha llegado al mundo fatalmente tarde para ciertas empresas. Adondequiera que vayamos
sobre la superficie de las cosas, el hombre ya habrá estado allí antes que nosotros. Ya
no podemos tener el placer de erigir la última casa —ésta se construyó hace ya mucho
tiempo en la periferia de Astoria City—, y nuestras fronteras se han trasladado
literalmente hacia el Mar del Sur, según las antiguas patentes. Sin embargo, aunque las
vidas de los hombres estén más extendidas que nunca longitudinalmente, siguen siendo
tan poco profundas como siempre. Es indudable, tal y como dijo el orador occidental,
que: «Los hombres suelen vivir cubriendo la misma superficie; algunos viven de
manera larga y estrecha, otros de manera ancha y corta[4]». No obstante, siempre es una
vida superficial. Un gusano es igual de buen viajero que un saltamontes o un grillo, y un
colono mucho más inteligente. Por más que trajinen, éstos nunca se alejarán de un salto
de la sequía ni se acercarán al verano. No podemos evitar el mal corriendo delante de
él, sino elevándonos o sumergiéndonos, de la misma manera que el gusano se escapa de
la sequía y la helada perforando unas cuantas pulgadas. Las fronteras no están al este o
al oeste, al norte o al sur, sino que allá donde un hombre se enfrente a un hecho, aunque
ese hecho sea su vecino, hay un bosque virgen como el que hay entre él y Canadá, entre
él y el sol poniente o, más lejos aún, entre él y ese hecho. Dejémosle construir allí una
casa de madera, enfrentándose a los hechos, y que recomience en ese lugar una antigua
guerra contra los franceses que dure siete o setenta años, o contra indios y rangers, o
contra cualquier otra cosa que pueda interponerse entre él y la realidad. Y que salve la
cabellera, si puede.
Ya no navegamos o flotamos sobre el río, sino que caminamos sobre la tierra firme
como peregrinos. Saadi dice que puede viajar, entre otros: «El trabajador de a pie, que
puede ganarse el pan con el trabajo de sus manos y no tiene que poner en juego su
reputación por cada bocado, como han dicho los filósofos». Puede viajar quien pueda
subsistir a base de los frutos silvestres y de los animales que se cazan en la mayoría de
terrenos cultivados. Un hombre puede viajar lo bastante rápido y ganarse la vida por el
camino. Algunas veces he trabajado durante un viaje, he hecho algún trabajo de
hojalatería o reparado relojes con la alforja al hombro. Una vez alguien me pidió que
trabajase en su fábrica, estableciendo condiciones y sueldo, al ver que lograba cerrar la
ventanilla de un tren en el que viajábamos, cuando los otros pasajeros habían
fracasado. «¿No has oído hablar de ese sufí que estaba clavando unos clavos en la
suela de su sandalia? Un oficial de caballería le tiró de la manga y le dijo: “Ven y pon
las herraduras a mi caballo”»[5]. Más de un agricultor me ha pedido que le ayudase a
recoger el heno cuando pasaba por sus campos. Una vez un hombre me pidió que le
reparase el paraguas, tomándome por un paragüero, porque, estando de viaje, llevaba
un paraguas en la mano mientras lucía el sol. Otro quiso comprarme una copa de
hojalata al ver que llevaba una atada al cinturón y una sartén a la espalda. La forma más
barata de viajar, y la forma de viajar más lejos en la menor distancia, es ir a pie,
llevando un cazo, una cuchara, un sedal, un poco de comida india, algo de sal y de
azúcar. Cuando llegas a un riachuelo o a una laguna, puedes pescar y cocinar los peces;
o puedes hervir unas gachas de maíz; o comprar una hogaza de pan en la casa de un
granjero por cuatro peniques, humedecerla en el próximo arroyo que cruce la carretera
y mojarla en tu azúcar —con eso te bastará para un día entero—; o, quien esté
acostumbrado a una vida más copiosa, puede comprar un cuarto de leche por dos
centavos, desmigajar en ella el pan o las gachas y comérselo con su propia cuchara y su
propio plato. Alguna de estas cosas, se entiende, ¡no todas de una vez! He viajado así
varios cientos de millas sin parar a comer en ninguna casa, durmiendo en el suelo
cuando era conveniente, y lo encontraba más barato y, en muchos sentidos, más
provechoso, que quedarme en una casa. Así las cosas, algunos se preguntan si no sería
mejor viajar siempre. Sin embargo, yo nunca concebí el viaje como una forma de
ganarme la vida. Una mujer sencilla de Tyngsborough, en cuya casa paré una vez a
tomar un vaso de agua, me preguntó, cuando le dije, reconociendo el cubo, que me
había detenido allí nueve años antes con el mismo propósito, si no era un viajero,
suponiendo que llevaba viajando desde entonces y que ahora estaba de vuelta;
suponiendo que la de viajero era una de las profesiones, más o menos rentables, que su
marido no había escogido. Sin embargo, viajar en continuidad está muy lejos de resultar
rentable. Empieza por desgastar las suelas de los zapatos, provocando llagas en los
pies, y acaba por desgastar al hombre por completo, después de que su corazón se haya
lacerado a base de comerciar. He podido observar que la vida que llevan quienes han
viajado mucho es harto patética. El viaje verdadero y sincero no es ningún pasatiempo,
sino que es tan serio como la tumba, o como cualquier otra parte del discurrir humano,
y hace falta un prolongando periodo de prueba antes de emprenderlo. No hablo de
aquellos que viajan sentados, los viajeros sedentarios cuyas piernas cuelgan durante
todo el trayecto, meros símbolos inactivos de la acción —como la gallina clueca que se
sienta sobre sus huevos, pero está sentada de pie—. Hablo, antes bien, de aquellos para
los que viajar significa vida para las piernas y, en última instancia, también muerte. El
viajero tiene que renacer en el camino, y ganarse el pasaporte de los elementos, que son
los principales poderes que existen para él. Tendrá que experimentar por fin cómo se
cumple esa antigua amenaza de su madre, que decía que lo iba a despellejar vivo: sus
llagas se harán poco a poco más profundas, hasta que se curen hacia adentro, y
entretanto no dará tregua a las plantas de sus pies; por la noche, el cansancio tiene que
ser su almohada, para que así se curta para los días lluviosos. Así era como lo veíamos
nosotros.
A veces nos alojábamos en una posada en medio del bosque, donde los pescadores
de pueblos lejanos habían llegado antes que nosotros, y donde, para nuestro asombro,
los colonos se pasaban al caer la noche para charlar un rato y escuchar las noticias,
aunque sólo había un camino y no se veían más casas —como si hubiesen surgido de la
tierra—. A veces leíamos allí periódicos viejos, cuando nunca antes habíamos leído los
nuevos, y en el susurro de sus hojas escuchábamos el enérgico oleaje de las costas del
Atlántico en lugar del susurro del viento entre los pinos. Para entonces, la caminata nos
había abierto tanto el apetito que nos comíamos hasta el plato menos sabroso y
nutritivo.
Un libro difícil y árido, escrito en una lengua muerta, que nos ha resultado
imposible leer en casa pero por el que aún sentimos un aprecio prolongado, es la mejor
lectura para llevarse a un viaje. En una posada rural, en la ruda compañía de unos
cuantos mozos de cuadra y otros viajeros, he podido abordar por fin a los escritores de
la edad de plata y bronce. Uno de los últimos servicios regulares que realicé para la
causa de la literatura fue leer los trabajos de
Si nos hemos imaginado cuán divina es la tarea que se despliega ante el poeta, y nos
acercamos también a este autor con la esperanza de encontrar por fin el campo bien
trabajado, nos costará sobremanera discrepar con las palabras del prólogo:
Ipse semipaganus
Ad sacra Vatum carmen affero nostrum.
es, pues, el lema del hombre sabio. Tal y como el sutil discernimiento del lenguaje
nos ha enseñado, el sabio, con toda su negligencia, sigue estando seguro. En cambio, el
haragán, a pesar de su preocupación, se siente inseguro.
No hay vida más extemporánea que la de un hombre sabio, pues vive en una
eternidad que abarca todo el tiempo. La mente ingeniosa se remonta hasta Zoroastro, y
más atrás, a cada instante, y vuelve al presente con su revelación. Toda la economía y
toda la industria del pensamiento no le ofrecen al hombre provisión alguna para la vida:
su crédito con el mundo interior no será mejor, ni más grande su capital. Hoy tiene que
volver a probar fortuna, como ayer. La solución de todos los asuntos está en el presente.
El tiempo no se mide más que a sí mismo. La palabra que está escrita se puede
posponer, a diferencia de la que está en los labios. ¡Si esto es lo que dice este
momento, dejemos que lo diga! El mundo entero está ansioso por colaborar con quien
se lanza a vivir sin su credo en el bolsillo.
En la quinta sátira, la mejor, encuentro:
Sólo aquellos que no ven cómo algo podría hacerse mejor están ansiosos por
ponerse manos a la obra. Hasta el artesano más experto encontrará estímulo en esta
reflexión, de modo que su torpeza no sea capaz de dañar aquello a lo que su habilidad
podría no llegar a hacer justicia. No hago aquí una apología para dejar de hacer muchas
cosas escudándonos en nuestra Incapacidad —¿acaso hay algo que no salga desfigurado
e imperfecto de nuestras manos?—, sino sólo una advertencia para que se hagan menos
chapuzas.
Las sátiras de Persio no pueden estar más lejos de la inspiración, pues son, huelga
decirlo, un tema impuesto, no escogido. Quizá yo le haya dado valor a su obra al ver en
él una sinceridad mayor de la evidente. Una cosa es segura: lo único a lo que podemos
llamar Persio, que es para siempre independiente y coherente, actuaba con sinceridad,
y esto justifica una visión seria del conjunto. El artista y su trabajo no han de separarse.
El hombre más obstinadamente necio no puede apartarse de su necedad, pero juntos, la
acción y el ejecutor, constituyen un hecho esencial. Sólo hay un escenario para el
campesino y el actor. El bufón no puede sobornarnos para que nos riamos siempre de
sus muecas: éstas deberían esculpirse a sí mismas en granito egipcio, para erigirse,
como pirámides, sobre los cimientos del carácter del bufón.
El suave balanceo,
De las olas delicadas que se abrían
A medida que atravesábamos el amable elemento
Como sombras que se deslizan por sueños serenos[15].
Este toma y daca, ahora a este lado del sol, ahora a este otro, es casi el único juego
al que los árboles saben jugar, el drama del día. En los profundos desfiladeros, a los
pies de la cara este de las colinas, la Noche hace acto de presencia antes de tiempo,
incluso a mediodía, y a medida que el Día se retira ella se introduce en sus trincheras,
deslizándose de árbol en árbol, de cerca en cerca, hasta que al final toma la ciudadela
diurna, y despliega sus fuerzas por el valle. Es probable que la mañana sea más
luminosa que la tarde no sólo por la mayor transparencia de su atmósfera, sino porque
tendemos a mirar, de manera natural, hacia el Oeste, como adelantándonos en el día, de
suerte que por la mañana vemos el lado soleado de las cosas y por la tarde la sombra
de cada árbol.
Ya está bien entrada la tarde, y un viento fresco y pausado está soplando sobre las
aguas, creando largas filas de ondas brillantes. El río ha cumplido con su trabajo, y
ahora parece que, en lugar de fluir, se ha tumbado en toda su extensión y se dedica a
reflejar la luz. La neblina sobre los bosques es como el jadeo inaudible, o mejor dicho,
como la suave transpiración de la naturaleza en reposo, que brota desde una miríada de
poros hacia la atmósfera atenuada.
Un 31 de marzo, hace ciento cuarenta y dos años, probablemente a esta hora de la tarde,
remaban a toda prisa río abajo por este tramo, entre los bosques de pinos que a la sazón
bordeaban estos márgenes, dos mujeres blancas y un chiquillo, que habían abandonado
una isla en la desembocadura del Contoocook antes del amanecer. Llevaban poca ropa
para aquella época del año, de estilo inglés, y movían sus remos con torpeza, pero con
energía nerviosa y determinación, y en el fondo de su canoa yacían las cabelleras aún
sangrantes de diez aborígenes. Eran Hannah Dustan y su niñera, Mary Neff, ambas de
Haverhill, y un niño inglés de nombre Samuel Lennardson, escapando de su cautiverio
entre los indios. El 15 de ese mismo mes, Hannah Dustan había sido obligada a
levantarse de la cama donde se recuperaba de su parto y, medio vestida, con un pie
descalzo, en compañía de su niñera, comenzó una marcha incierta, en medio de un
tiempo aún inclemente, a través del bosque y la nieve. Había visto a sus siete hijos
mayores huir con su padre, pero no conocía su suerte. Había visto los sesos de su bebé
desparramados contra un manzano, y su casa y las de sus vecinos habían sido reducidas
a cenizas. Cuando llegó a la tienda de su captor, situada en una isla del Merrimack, unas
veinte millas al norte de donde estamos ahora, le dijeron que ella y su niñera pronto
serían trasladadas a un lejano asentamiento indio, donde tendrían que correr baquetas
desnudas[17]. La familia de este indio estaba formada por dos hombres, tres mujeres y
siete niños, además de un niño inglés, que encontraron allí prisionero. Cuando tomó la
decisión de intentar escapar, Hannah Dustan le dijo al niño que preguntara a uno de los
hombres cómo podría acabar con un enemigo de la manera más rápida, y hacerse con su
cabellera. «Golpéalos aquí», le dijo aquél, llevándose el dedo a la sien, y también le
enseñó cómo cortar una cabellera. En la mañana del 31 se levantó antes del amanecer,
despertó a su niñera y al chiquillo y, usando los tomahawks de los indios, los mataron a
todos mientras dormían, salvo a su niño favorito y a una squaw herida que escapó con
él hacia los bosques. El niño inglés golpeó al indio que le había dado la información en
la sien, tal y como éste lo había instruido. Luego recogieron todas las provisiones que
pudieron encontrar, cogieron el tomahawk y el arma del jefe y, tras barrenar todas las
canoas menos una, emprendieron su huida hacia Haverhill, a unas sesenta millas por el
río. Sin embargo, tras recorrer poca distancia, y temiendo que nadie creyese su historia
si acababan viviendo para contarla, decidieron volver al wigwam silencioso,
arrancaron las cabelleras de los muertos y las pusieron en una bolsa como prueba.
Luego regresaron a la orilla, ya en el crepúsculo, y recomenzaron su viaje.
A primera hora de aquella mañana se cometió ese acto, y ahora, quizás, esas
mujeres cansadas y ese niño, con la ropa manchada de sangre y la mente atravesada ora
por la determinación, ora por el miedo, están preparando una comida apresurada a base
de maíz seco y carne de alce, mientras su canoa se desliza bajo las raíces de estos
pinos cuyos tocones aún se erigen en el margen. Están pensando en los muertos que han
dejado atrás, en aquella isla solitaria río arriba, y en los guerreros vivos e implacables
que van en su busca. Cada hoja marchita que ha dejado el invierno parece conocer su
historia, y su crujido parece repetirla y delatarlos. Un indio acecha detrás de cada pino
y cada roca, y sus nervios no pueden soportar el repiqueteo del pájaro carpintero. O se
olvidan de los peligros que acechan y los actos cometidos al imaginar los destinos de
sus seres queridos, preguntándose si, de lograr escapar de los indios, podrán
encontrarlos aún con vida. No se detienen a cocinar en los márgenes, y sólo
desembarcan para franquear las cataratas. La canoa de abedul robada se olvida de su
dueño y les hace un buen servicio, y la corriente rápida los transporta suavemente, con
lo que sólo usan los remos para dirigir el rumbo y mantenerse en calor con el ejercicio.
El hielo flota por el río, la primavera está comenzando, la crecida saca de sus
madrigueras a la rata almizclera y al castor, el ciervo los mira desde el margen, unos
pocos pájaros del bosque, de canto tenue, cruzan volando el río hacia la orilla norte, el
águila pescadora navega y grita sobre sus cabezas, y los gansos vuelan por el cielo con
sorprendente estruendo. Sin embargo, no observan estas cosas, o quizás las olvidan
rápidamente. No sonríen ni charlan en todo el día. A veces pasan junto a una tumba
india, rodeada por estacas, en el margen, o junto a la estructura de un wigwam, con unos
cuantos trozos de carbón que se han quedado allí, o junto a los tallos marchitos que
siguen crujiendo en el solitario maizal. El abedul privado de su corteza, o el tocón
chamuscado del árbol que se quemó para ser convertido en canoa, son los únicos
rastros del hombre —un hombre salvaje y fabuloso para nosotros—. A ambos lados, el
bosque primitivo se extiende sin interrupción hasta Canadá, o hasta los «Mares del
Sur», Para el hombre blanco, una espesura lúgubre y terrible, pero para el indio un
hogar adaptado a su propia naturaleza, alegre como la sonrisa del Gran Espíritu.
Mientras nosotros deambulamos tranquilamente por esta tarde de otoño, en busca de
un lugar lo bastante retirado donde poder descansar en paz esta noche, ellos, en esa fría
tarde de marzo de hace ciento cuarenta y dos años, con el viento y la corriente a su
favor, ya se han deslizado fuera de nuestra vista. No para acampar, como haremos
nosotros, durante la noche, sino que mientras dos duermen uno dirige la canoa, y puede
que la rápida corriente los lleve hasta los asentamientos, incluso hasta la casa de John
Lovewell o el Salmon Brook, antes del amanecer.
Según el historiador, escaparon de milagro a las muchas patrullas de indios, y
llegaron a sus casas sanos y salvos con sus trofeos, por los que el Tribunal General les
pagó cincuenta libras. La familia de Hannah Dustan pudo volver a reunirse al completo,
excepción hecha del bebé cuyos sesos fueron desparramados contra el manzano, y han
sido muchos los que más tarde han vivido para decir que comieron la fruta de aquel
árbol[18].
Parece haber pasado muchísimo tiempo, pero el episodio sucedió mientras Milton
escribía su Paraíso perdido. Sin embargo, su antigüedad no es menor por eso, pues no
regulamos nuestro tiempo histórico siguiendo el patrón inglés, como no seguían los
ingleses el romano, ni los romanos el griego. «Hemos de mirar mucho tiempo atrás»,
dice Raleigh, «para encontrar a los romanos dando leyes a las naciones, y a sus
cónsules triunfales llevando a Roma a reyes y príncipes encadenados; para ver a los
hombres ir a Grecia en busca de la sabiduría, o a Ofir en busca de oro. Y ahora, de su
antigua condición, sólo queda un pobre recuerdo en papel[19]». Y sin embargo, en cierto
sentido, no hay que mirar tan atrás para encontrar a los penacooks y a los pawtuckets
usando arcos y flechas y hachas de piedra a orillas del Merrimack. Desde esa tarde de
septiembre, y entre esas orillas cultivadas, aquellos tiempos parecían más remotos que
la Edad Media. Al mirar un antiguo cuadro de Concord, pintado hace sólo setenta y
cinco años, con esa vista hermosa y abierta y la luz sobre los árboles y los ríos, como
si fuese mediodía, descubro que nunca había pensado que el sol brillase en aquella
época, o que otrora los hombres vivieran a plena luz del día. Aún más difícil nos
resulta imaginar al sol brillando sobre las colinas y los valles durante la Guerra del
Rey Felipe, sobre el camino de Church o, más tarde, de Lovewell o Pagus[20], aun en
pleno verano. Antes bien, pensamos que debieron vivir y luchar sumidos en un
crepúsculo sombrío o en la noche.
La edad del mundo es lo bastante grande para nuestra imaginación, incluso según el
relato de Moisés, y no tiene que tomar años prestados de su edad geológica. Desde
Adán y Eva pasamos de un salto al diluvio, y luego atravesamos las monarquías
antiguas, Babilonia y Tebas, Brahma y Abrahán, hasta llegar a Grecia y los argonautas,
desde donde podemos volver a empezar, haciendo paradas en Orfeo y la Guerra de
Troya, las pirámides y los juegos olímpicos, Homero y Atenas; y luego, tras tomar aire,
llegamos a la construcción de Roma, y continuamos nuestro viaje hacia Odín y Cristo,
hasta llegar a… América. Es un buen trecho, pero bastaría con juntar las vidas de
sesenta ancianas, como las que viven en la falda de la colina, pongamos de un siglo
cada una, para abarcar todo el recorrido. Cogidas de la mano cubrirían el espacio que
separa a Eva de mi propia madre. Una mera reunión para tomar el té —aunque de un
tamaño respetable— cuyos cuchicheos versarían sobre la Historia Universal.
Remontándonos en el tiempo y partiendo de mí mismo, la cuarta mujer amamantó a
Colón, la novena era la niñera del Conquistador normando, la decimonovena era la
virgen María, la vigésimo cuarta era la sibila de Cumas, la trigésima estuvo en la
Guerra de Troya y su nombre era Helena, la trigésimo octava era la reina Semíramis y
la sexagésima Eva, madre de la humanidad. Y hasta aquí lo que teníamos que decir
sobre aquella
El Hombre de Genio puede ser al mismo tiempo, y de hecho suele serlo, un Artista,
pero no hay que confundirlos. El Hombre de Genio, por lo que a la humanidad se
refiere, es un creador, un hombre inspirado o demoníaco, que produce un trabajo
perfecto en consonancia con leyes aún inexploradas. El Artista es aquel que detecta y
aplica las leyes tras observar las obras del Genio, ya sean del hombre o de la
naturaleza. El Artesano es aquel que se limita a aplicar las reglas que otros han
detectado. Nunca ha existido un hombre de puro Genio, como tampoco ha habido
ninguno que careciese completamente de él.
La poesía es el misticismo de la humanidad.
Las expresiones del poeta no pueden analizarse; su verso es una sola palabra, cuyas
sílabas son a su vez palabras. De hecho, no hay palabras lo bastante dignas para ser
puestas al servicio de su música. ¿Pero qué importa si no escuchamos siempre las
palabras, si escuchamos la música?
Muchos versos no logran ser poesía porque no fueron escritos en el momento de
crisis exacto, aunque puedan estar inconcebiblemente cerca. De hecho, que pueda
escribirse poesía no es sino un milagro, pues no es un pensamiento recuperable, sino un
matiz robado a un inmenso pensamiento que se aleja.
Un poema es una expresión sin divisiones ni trabas que madura y cae en la
literatura, y que recibe sin divisiones ni trabas a aquellos para los que maduró.
Si puedes pronunciar lo que nunca escucharás, si puedes escribir lo que nunca
leerás, habrás realizado algo excepcional.
El Adigio fluye ahora con más suavidad, y forma en muchos lugares amplios bancos de arena. En tierra, junto
al agua, en las laderas de las colinas, todo está plantado tan cerca que se diría que las plantas van a asfixiarse
entre ellas: vides, maíz, moreras, manzanos, perales, membrillos y nogales. El saúco menor se lanza
vigorosamente sobre las paredes. La hiedra trepa con sus fuertes tallos por las rocas y se extiende sobre ellas;
la lagartija se desliza entre los recovecos, y todo lo que ocurre aquí y allá me recuerda a los cuadros más
maravillosos de la historia del arte. Las mujeres con sus cabellos recogidos, los pechos desnudos y las
chaquetas ligeras de los hombres; los excelentes bueyes que llevan a casa desde el mercado, los pequeños
asnos con sus cargas: todo constituye un Heinrich Roos[25] vivo y animado. Y ahora que cae la tarde, flotando
en el aire tranquilo descansan algunas nubes sobre las montañas —en los cielos hay más cosas detenidas que
en movimiento— y justo cuando se pone el sol el canto de los grillos empieza a crecer más y más. Entonces,
por una vez, se siente uno como en casa en el mundo, y no escondido o en el exilio. Me siento satisfecho como
si hubiese nacido y crecido aquí, y estuviese ahora volviendo desde una expedición a Groenlandia o a la caza
de ballenas. Incluso el polvo de mi Patria, que se arremolina en torno al carro y que no veía desde hacía tanto
tiempo, es bienvenido. El tintineo, como campanadas de los grillos, es a la vez adorable, penetrante y propicio.
Es maravilloso escuchar el silbido de los chiquillos traviesos imitando a estos ejércitos de cantantes, da la
impresión de que se realzan los unos a los otros. La propia tarde es perfectamente tranquila, como el día.
Si alguien que viviese en el Sur llegara hasta aquí y escuchase mi euforia, me consideraría harto pueril. ¡Ay! Lo
que expreso aquí lo he conocido largo tiempo mientras sufría bajo un cielo adverso, y ahora puedo sentir con
alegría esta felicidad que es excepción, y de la que deberíamos disfrutar para siempre, como una eterna
necesidad de la muerte[26].
Así «navegábamos con la mente y el placer[27]», como dice Chaucer, y todas las
cosas parecían fluir con nosotros. La misma orilla y las colinas lejanas se disolvían con
el aire puro; el material más duro parecía obedecer la misma ley que el más fluido, y en
el fondo, a la larga, es efectivamente así. Los árboles no eran sino ríos de savia y de
fibra de madera, que fluían desde la atmósfera y desembocaban en la tierra a través de
sus troncos, de igual manera que sus raíces fluían hacia la superficie. Y en los cielos
había ríos de estrellas, y vías lácteas, que ya empezaban a resplandecer y a ondear
sobre nuestras cabezas. Había ríos de piedras sobre la superficie de la tierra, y ríos de
minerales en sus entrañas, y nuestros pensamientos fluían y circulaban, y aquella
porción de tiempo no era sino la hora corriente. Deambulemos, pues, por donde nos
plazca, el universo está construido a nuestro alrededor y nosotros seguimos siendo su
centro. Si miramos al cielo veremos que es cóncavo, y si pudiésemos observar un
abismo igual de profundo veríamos que también sería cóncavo. El cielo se curva hacia
la tierra en el horizonte, porque nosotros estamos en el suelo llano. Yo establezco sus
límites. Aquellas estrellas tan bajas parecen reacias a marcharse, y en su camino
tortuoso se acuerdan de mí y vuelven sobre sus pasos.
Ya habíamos dejado atrás, a plena luz del día, el enclave de nuestro campamento de
Coos Falls, y acabamos montando nuestra tienda en la orilla oeste, en la zona norte del
pueblo de Merrimack, casi enfrente de la gran isla en la que pasamos el mediodía en
nuestro trayecto de ida, cuando remontábamos el río.
Allí nos acostamos aquella noche de verano, en una zona inclinada del margen, a un
par de varas de nuestro bote, que estaba encallado en la arena, y justo delante de una
delgada línea de robles que bordeaba el río, sin molestar a más habitantes que a las
arañas de la hierba, que se acercaban atraídas por la luz de la lámpara y caminaban
sobre nuestras pieles de búfalo. Cuando sacamos la cabeza de la tienda, los árboles se
veían borrosos a través de la neblina, y un rocío frío se posaba sobre la hierba, que
parecía alegrarse de la llegada de la noche, y junto al aire húmedo inhalamos una
fragancia intensa. Tras dar buena cuenta de nuestra cena de chocolate caliente, pan y
sandía, pronto nos cansamos de conversar y escribir en nuestros diarios y, tras apagar
la linterna que colgaba del mástil de la tienda, nos quedamos dormidos.
Por desgracia, muchas cosas que debieran haber quedado plasmadas en nuestro
diario fueron omitidas, pues por cuanto teníamos por regla escribir en él todas nuestras
experiencias, tal determinación es muy difícil de mantener, ya que esta experiencia
relevante rara vez nos permite acordarnos de tal obligación, de suerte que los
acontecimientos más nimios quedan registrados, mientras aquélla se ve con frecuencia
olvidada. No resulta sencillo escribir en un diario lo que nos interesa en cada momento,
pues escribir no es lo que nos interesa.
Cada vez que nos despertábamos en medio de la noche, con el eco de nuestros
sueños resonando aún en la mente medio despierta, tenía que pasar un rato, y soplar el
viento con más fuerza de la habitual, haciendo ondear las cortinas de la tienda, para que
recordásemos que estábamos durmiendo en el margen del Merrimack, y no en nuestra
alcoba. Al tener la cabeza a ras de hierba, escuchábamos los remolinos y los sorbidos
del río, que fluía hacia el mar besando las orillas a su paso, con su poderosa corriente
haciendo ora más ruido que de costumbre, ora volviendo a su goteo tenue y límpido,
como si nuestro balde de agua tuviese una gotera, y el agua cayese sobre la hierba a
nuestro lado. El viento, que hacía crujir los robles y los avellanos, parecía una persona
desvelada y desconsiderada que, a media noche, se mueve de aquí para allá, poniendo
las cosas en orden, a veces removiendo incluso cajones enteros de hojas con un
soplido. Parecían estar organizándose a toda prisa preparativos en la Naturaleza al
completo, como si llegase un visitante distinguido: un millar de sirvientas se encargaría
de barrer todos sus pasillos durante la noche, y un millar de ollas tendría que hervir
para el festín del día siguiente. Tal era el bullicio entre susurros que parecía haber diez
mil hadas volando para coser en silencio la alfombra nueva que revestiría la tierra y las
flamantes cortinas que adornarían los árboles. Luego el viento se calmó y se extinguió,
y nosotros, como él, volvimos a sumirnos en el sueño.
VIERNES
Escuchamos el suspiro del primer viento otoñal, y hasta el agua había adquirido un
tono más gris. El zumaque, la viña y el arce ya estaban cambiados, y el algodoncillo se
había vuelto de un amarillo más oscuro e intenso. En todos los bosques las hojas se
apresuraban a madurar, listas para su caída, pues las venas llenas y el brillo vivo son
propios de la hoja madura, y no de la hoja marchita de los poetas. También sabíamos
que los arces, que estaban entre los primeros en ser despojados de sus hojas, pronto se
erigirían como columnas de humo bordeando el límite de la pradera. Ya se escuchaba el
mugido salvaje del ganado en los pastos y por los caminos, marchando sin cesar de
aquí para allá, como temiendo el marchitamiento de la hierba y la llegada del invierno.
También nuestros pensamientos empezaron a susurrar.
Cuando camino por las calles de nuestro pueblo de Concord el día de la feria anual de
ganado, que suele coincidir con la época en que las hojas de los olmos y los plátanos
empiezan a esparcirse por el suelo con la respiración del viento de octubre, los
espíritus que alegran su savia parecen tan revolucionados como cualquier joven
granjero en su día libre, y encaminan mis pensamientos hacia el bosque lejano y
susurrante, donde los árboles se están preparando para su campaña de invierno. Este
festival otoñal, donde los hombres se reúnen en grandes multitudes por las calles con la
misma regularidad y siguiendo una ley igual de natural que la que hace a las hojas
amontonarse y crujir a los lados del camino, está vinculado en mi cabeza, de manera
natural, con el declive del año. El mugido del ganado por las calles suena como una
sinfonía ronca o un bajo que acompaña el crujido de las hojas. El viento sopla por
doquier, espigando cada brizna de paja suelta que ha quedado en los campos, y también
cada granjero parece moverse con él —vistiendo su mejor chaquetón, un chaleco color
sal y pimienta y pantalones sueltos, llamativo atuendo de dril o estambre o pana, y, a
pesar de todo, llevando también su sombrero de pelaje—, en dirección a las ferias
rurales y a las exhibiciones de ganado, hacia esa Roma entre los pueblos donde se
reúnen los tesoros de cada año. Campo a través salta las cercas con la ayuda de sus
manos callosas y despreocupadas, que nunca han aprendido a estar quietas, entre el
mugido de los becerros y el balido de las ovejas: Amos, Abner, Elnathan, Elbridge…
Adoro a estos hijos de la tierra con sus grandes y afables corazones que se dirigen
como un rebaño tumultuoso de feria en feria, como si temiesen que no hubiese tiempo
entre sol y sol para verlas todas, pues el sol no es más paciente ahora que durante la
siega del heno.
Corriendo de aquí para allá, ansiosos por ver los vulgares espectáculos de ese día,
ora siguiendo con gran tumulto al negro inspirado cuya laringe desata las melodías de
todo el Congo y el golfo de Guinea por nuestras calles, ora viendo la procesión de un
centenar de yuntas de bueyes, todos augustos y graves como Osiris, o los rebaños de
ganado bien cuidados o de vacas lecheras tan inmaculadas como Isis o Io. Quienes no
sienten por la Naturaleza amor
En absoluto
Volverán de este gran festival convertidos en sus amantes[4].
Puede que lleven sus bestias más bellas y sus frutos más ricos a la feria, pero todos
quedan eclipsados por el espectáculo de los hombres. Éstos son días estimulantes de
otoño, en que los hombres se desplazan en multitudes entre el crujido de las hojas,
como fringílidos en migración. Ésta es la verdadera cosecha del año, donde el aire no
es sino la respiración de los hombres y el sonido de las hojas se funde con el pisoteo de
la multitud. Hoy en día leemos sobre los festivales, los juegos y las procesiones de los
antiguos griegos y los etruscos con algo de incredulidad o, cuando menos, con poca
simpatía. Pero qué natural e irreprimible resulta para cada pueblo realizar algún saludo
cordial y palpable a la Naturaleza. Los coribantes, las bacantes, los trágicos toscos y
primitivos con su procesión y su canto de cabra[5], y toda la parafernalia de las
Panateneas[6], que parecen tan anticuados y peculiares, tienen su homólogo en la
actualidad. El campesino siempre será un mejor griego de lo que el erudito puede
apreciar, y la tradición antigua aún sobrevive, mientras que los anticuarios y los
estudiosos encanecen conmemorándola. Los granjeros se arremolinan en las ferias del
día obedeciendo a la misma ley antigua, que no fue promulgada por Solón o Licurgo, y
con la misma naturalidad que los enjambres de abejas siguen a su reina.
Merece la pena tomarse el tiempo de observar a los campesinos, cómo fluyen hacia
la ciudad; a la sobria gente del campo, ahora todos ansiosos, con los cuellos de las
camisas y los abrigos bien levantados —cuellos tan anchos que parecen haberse puesto
la camisa al revés, la parte de arriba abajo, pues la moda siempre tiende al exceso—, y
con una insólita ligereza en su paso, charlando circunspectos entre ellos. También el
caminante más relajado aparecerá sin duda tras escuchar el primer ruido de la reunión,
y al día siguiente volverá a su agujero, como la cicada periódica, que cada diecisiete
años sale del subsuelo para poner sus huevos. Lleva un abrigo siempre desgastado, y
aunque es más elegante que el traje de los domingos del granjero, nunca va vestido.
Viene a ver el espectáculo, a enterarse de lo que pasa —a saber «qué se cuece», si es
que se cuece algo—, a ver a unos cuantos hombres borrachos, las carreras de caballos
y las peleas de gallos, impaciente por hacer temblar las patas de las mesas y, sobre
todo, a contemplar al «cerdo rayado». Este caminante es, de hecho, la criatura que más
disfruta de la ocasión: vacía sus bolsillos y su alma en este río y allí nada durante todo
el día. Ama sinceramente toda esta efusión social y no hay en él ninguna reserva de
sobriedad.
Me encanta observar a estos rebaños de hombres alimentándose efusivamente de
tales placeres burdos y suculentos, como se alimenta el ganado de las hojas y los tallos
de las plantas. Aunque entre ellos hay muchos especímenes humanos encorvados y
lisiados, reducidos a espinas y corteza y deformados por las circunstancias adversas,
como la tercera castaña de la cápsula —de suerte que nos sorprende ver ciertas
cabezas llevando un sombrero en condiciones—, no hay que temer que la raza fracase o
titubee con ellos, pues, como los manzanos silvestres que crecen entre estos setos, aún
producen frutos dulces e intensos. Así se refuerza la naturaleza generación tras
generación, a medida que sus bonitas y sabrosas variedades se van extinguiendo,
cumpliendo su periodo de vida. Así es esta raza humana. Pensemos en qué barato ha de
ser el material del que están hechos tantos y tantos hombres.
El viento propicio soplaba con constancia, así que mantuvimos nuestra vela desplegada
y no nos retrasamos ni un instante en toda la mañana, sino que desde primera hora hasta
el mediodía navegamos sin descanso río abajo. Con las manos sobre el timón, que
estaba bien hundido en el río, o recurriendo a los remos, a los que rara vez
renunciábamos, sentíamos cada latido en las venas de nuestro corcel, y cada batido de
las alas que nos empujaban. La corriente de nuestros pensamientos giraba de forma tan
repentina como los meandros del río, que continuamente nos ofrecía nuevas vistas hacia
el Este o el Sur, aunque somos conscientes de que los ríos fluyen con mayor rapidez y a
menor profundidad en estos tramos. Las leales orillas nunca se apartaron de nosotros,
aunque siempre siguiendo su propio curso. Así pues, ¿por qué razón tendríamos
nosotros que apartarnos de ellas?
Un hombre no puede persuadir ni atemorizar a su propio Genio. Pero para
conciliarlo, se necesita una conducta más noble de la que el mundo solicita o sabe
apreciar. Estos pensamientos alados son como pájaros, y no serán manoseados; ni
siquiera las gallinas se dejan tocar como los cuadrúpedos. Nunca ha habido nada más
desconocido y sorprendente para un hombre que sus propios pensamientos.
Al genio más excepcional es a quien más le cuesta sucumbir y amoldarse a los
caminos del mundo. El genio es la peor madera si lo que el poeta busca es navegar con
la brisa de la popularidad. Las aves del paraíso están obligadas a volar constantemente
contra el viento, para que sus vistosos ornamentos, haciendo presión contra sus
cuerpos, no les impidan el movimiento.
El mejor navegante es aquel que puede pilotar con la menor ayuda del viento, y que
puede obtener fuerza motriz de los mayores obstáculos. Casi todos empiezan a virar y
cambiar de rumbo apenas el viento deja de soplar por la popa, y como entre los
trópicos no sopla desde todos los puntos de la rosa, hay algunos puertos que jamás
podrán alcanzar.
El poeta no es un atracadero desprotegido e imaginario, que requiere instituciones y
edictos particulares para su defensa, sino el hijo más duro de la tierra y del Cielo, y por
su mayor fuerza y resistencia sus compañeros extenuados reconocerán a Dios en él. A
fin de cuentas, son los devotos de la belleza quienes han hecho el verdadero trabajo
pionero en el mundo.
El poeta será popular a pesar de sus defectos, y también a pesar de sus virtudes.
Golpeará la cabeza del clavo y no sabremos el tamaño de su martillo. Nos da la
libertad de su hogar y su corazón, que es mejor que ofrecerle a alguien la libertad de
una ciudad.
Los grandes hombres, desconocidos para su generación, tienen su fama entre los
grandes nombres que les han precedido, y toda su gloria terrenal procede de los
elevados juicios de éstos, más allá de las estrellas.
Orfeo no escucha los acordes que salen de su lira, sino sólo aquellos que le son
inspirados, pues el acorde original precede al sonido, de la misma manera que el eco lo
sucede. El resto pertenece sólo a rocas y árboles y bestias.
Cuando estoy en una biblioteca donde se encuentra documentado todo el saber del
mundo, pero ninguno de los documentos, un mero tesoro acumulado que no es realmente
acumulativo, donde los trabajos inmortales están lomo con lomo con antologías que no
sobrevivieron al mes de su publicación, y las telarañas y el moho ya se han expandido
desde las tapas de éstas a las de aquéllos, y recuerdo qué es la poesía, me doy cuenta
de que Shakespeare y Milton no previeron caer en tan baja compañía. ¡Ah, que el
trabajo de un verdadero poeta tenga que verse tan pronto arrastrado hacia tal agujero
polvoriento!
El poeta sólo escribirá para sus semejantes. Se limitará a recordar que vio la
verdad y la belleza desde su posición, y espera el momento en que una visión tan
hermosa se cierna con esa misma libertad sobre ese mismo panorama.
A menudo nos vemos inclinados a compartir nuestras reflexiones con nuestros
vecinos, o con los viajeros solitarios que nos cruzamos por el camino, pero la poesía es
una conversación que desde nuestro hogar y soledad le habla a toda la Inteligencia.
Nunca susurra a un oído privado. Sabiendo esto, quizá podamos comprender esos
sonetos que dicen dirigirse a individuos particulares, o «A la ceja de una amante[7]».
Que nadie se sienta halagado por ellos.
No hay duda de que existe una diferencia importante entre los hombres de genio, o
los poetas, y los hombres que carecen de él, pues estos últimos no son capaces de
aferrar y enfrentarse al pensamiento que les visita —aunque esto sólo se debe a que son
demasiado vagos para poderlo expresar, o para que deje siquiera una impresión
consciente—. Aquello que acelera o retrasa la sangre de sus venas y llena sus tardes
con un placer cuya procedencia desconoce expresa una garantía evidente de la
organización más elevada del poeta.
Hablamos del genio como si fuese una mera habilidad, y el poeta sólo pudiese
expresar lo que los otros hombres conciben. Sin embargo, con relación a su tarea, el
poeta es menos talentoso que cualquiera; el escritor de prosa tiene de hecho mayor
habilidad. O fijémonos en el talento que posee el herrero, cuyo material es flexible en
sus manos. Cuando el poeta se siente más inspirado le estimula un aura que jamás teñirá
los atardeceres de los hombres comunes. Sin embargo, luego su talento se desvanece, y
deja de ser un poeta. Los dioses no le conceden una habilidad superior a las demás,
nunca ponen sus dones en las manos del poeta, sino que lo envuelven y lo sustentan con
su aliento.
Decir que Dios le ha dado a un hombre muchos y grandes talentos suele significar
que ha puesto Sus cielos al alcance de su mano.
Cuando el frenesí poético nos posee, corremos y rasgamos pluma en mano,
concentrados sólo en los gusanos, llamando a nuestros compañeros en derredor, como
el gallo, y disfrutando de la polvareda que levantamos. Sin embargo, no detectamos
dónde está la joya, que quizá, entretanto, hemos alejado o vuelto a cubrir.
Tampoco el cuerpo del poeta se alimenta como el de los otros hombres, sino que en
ocasiones prueba el néctar y la ambrosía genuinos de los dioses y vive una vida divina.
Por medio de sanos y estimulantes arrebatos de inspiración, su vida se conserva hasta
una apacible senectud.
Algunos poemas sólo son para las vacaciones. Son refinados y dulces, pero su
dulzura es la del azúcar, no la que el esfuerzo confiere al pan amargo. El poeta ha de
vivir con el mismo aliento con el que declama su verso.
La gran prosa, igual de elevada, merece que le demos un reconocimiento mayor que
al gran verso, pues implica una altitud permanente, una vida más impregnada de la
grandeza del pensamiento. A menudo el poeta sólo hace una irrupción, como el soldado
parto, y vuelve a marcharse, disparando mientras se retira. En cambio, el escritor de
prosa conquista como un romano y funda colonias.
El poema verdadero no es el que el público lee. Existe siempre un poema no
impreso sobre papel, que coincide con la producción de éste, estereotipado en la vida
del poeta: aquello en lo que se ha convertido a través de su trabajo. La pregunta no es
cómo puede expresarse la idea en piedra, o sobre un lienzo, o en papel, sino hasta qué
punto ha obtenido forma y expresión en la vida del artista. Su verdadero trabajo no
estará expuesto en la galería de ningún príncipe.
Este día crudo y ventoso, y el chirrido de los robles y los pinos de la orilla, nos
hizo recordar climas más norteños que el griego, y mares más fríos que el Egeo.
Los versos auténticos de Ossian, o esos poemas antiguos que llevan su nombre,
aunque cuenten con menos fama y alcance, están hechos, en muchos aspectos, de la
misma pasta que la Ilíada. Ossian reivindica la dignidad del bardo tanto como Homero,
y en su época no conocemos más sacerdote que él. De nada servirá llamarlo pagano
porque personifica al sol y le habla. ¿Y qué, si sus héroes «alababan a los espíritus de
sus padres[8]», a sus formas tenues, livianas e insustanciales? Nosotros no alabamos
sino a los espíritus de nuestros padres en formas más sustanciales. No podemos por
menos de respetar la fe vigorosa de los paganos, que de algún modo logran creer
firmemente, y nos sentimos inclinados a decirle a los críticos que se sienten ofendidos
por sus ritos supersticiosos: no interrumpáis las oraciones de estos hombres. ¡Como si
nosotros supiéramos más sobre la vida humana y sobre un Dios que los paganos y los
antiguos! ¿Acaso la teología inglesa abarca los descubrimientos más recientes?
Ossian nos recuerda las épocas a un tiempo más toscas y más refinadas, a Homero,
a Píndaro, a Isaías y a los indios americanos. En su poesía, como en la de Homero, sólo
vemos los rasgos más sencillos y duraderos de la humanidad, esas partes esenciales de
un hombre, como las que Stonehenge muestra de un templo; sólo vemos los círculos de
piedras levantadas. Los fenómenos vitales adquieren un tamaño casi irreal y gigantesco
cuando se los observa a través de su niebla. Como toda la poesía más antigua y
elevada, se distingue por los pocos elementos en las vidas de sus héroes. Los vemos
sobre el campo de batalla, reducidos a huesos y cartílagos, entre las estrellas y la
tierra, una llanura infinita para sus acciones. Llevan una vida tan sencilla, árida y
eterna, que no necesita separarse de la carne, y se transmite por completo de generación
en generación. Hay poquísimos objetos que distraigan su mirada, y su vida está tan libre
de responsabilidades como el curso de las estrellas que observan.
A estos héroes no les cuesta mucho vivir, no necesitan demasiados accesorios. Son
de ese tipo de hombres que sólo pueden verse desde lejos, a través de la niebla, y no
tienen ropas ni dialectos, sino que para comunicarse usan una lengua propia, y en cuanto
a las ropas siempre habrá pieles de animales y cortezas de árboles. Viven de año en
año merced al vigor de su constitución. Sobreviven a las tormentas y a las lanzas de sus
enemigos, realizan unas cuantas gestas heroicas, y luego
Ciegos y enfermizos, pasan el resto de sus días escuchando los cantos de los
bardos, palpando las armas que tumbaron a sus enemigos. Y cuando al fin mueren, con
una convulsión de la naturaleza, el bardo nos permite echar un vistazo breve y borroso
al futuro, tan claro como lo fueron sus vidas. Cuando Mac-Roine fue asesinado,
El túmulo del héroe se erige, y el bardo canta un acorde breve y significativo, que
será suficiente epitafio y biografía.
En comparación con esta vida sencilla y fibrosa, nuestra historia civilizada parece
la crónica de la debilidad, de la moda y de las artes de la opulencia. No obstante, el
hombre civilizado no echa de menos el refinamiento en la poesía de la época más tosca,
que le recuerda que la civilización no hace más que vestir a los hombres: fabrica
zapatos, pero no fortalece las plantas de sus pies; confecciona tejidos de una textura
más fina, pero no toca la piel. Dentro del hombre civilizado el salvaje sigue ocupando
la posición de honor. Somos esos sajones de ojos azules y pelo rubio, esos normandos
fibrosos y morenos.
La profesión del bardo tenía mayor prestigio en aquellos días merced a la
importancia de la fama. Su tarea era registrar las gestas de los héroes. Cuando Ossian
escucha las composiciones de los bardos menores, exclama:
La grandeza de los símiles es otro rasgo que caracteriza a la gran poesía. Ossian
parece hablar un lenguaje gigantesco y universal. Las imágenes y los cuadros ocupan
mucho espacio en el paisaje, como si sólo pudieran verse desde los laterales de las
montañas, o desde las llanuras con amplios horizontes, o a través de los brazos de mar.
El engranaje es tan inmenso que no puede sino ser natural. Oivana le dice al espíritu de
su padre, «el canoso Torkil de Torne», aparecido en los cielos:
Se retiró de inmediato
Y se inclinó afligido sobre un río
Con las mejillas bañadas de lágrimas.
De cuando en cuando apartaba sus grises
Cabellos con la lanza invertida.
Crodar, ciego y anciano, recibe a Ossian, hijo de Fingal, que llega en su ayuda
durante la guerra:
Mientras navegábamos raudos con el viento a favor, y el río borbotaba bajo nuestra
popa, los pensamientos otoñales fluían por nuestra cabeza con la misma constancia, y
nos fijábamos menos en lo que ocurría en la orilla que en las evocaciones e
impresiones atemporales que la estación despertaba en nosotros, anticipando en cierta
medida el progreso del año.
Aquel que, tanto en verano como en invierno, puede hallar placer en sus propios
pensamientos es el hombre rico, y disfruta de los frutos de la riqueza. ¡¿Que compre una
granja?! ¿Qué tengo yo para pagar una granja que vaya a aceptar el granjero?
Cuando vuelvo a visitar algún lugar de mi infancia me alegra constatar que la
naturaleza se conserva tan bien. Y es que el paisaje es algo real, y sólido, y sincero, y
yo aún no lo he pisado. Hay un agradable tramo a orillas del Concord, llamado
Conantum, que recuerdo bien: la antigua granja abandonada, el pasto desolado con su
sombrío peñasco, el bosque abierto, el río a pocos pasos, la pradera verde en el centro
y el huerto de manzanos silvestres cubierto de musgo; lugares en los que uno podría
tener miles de reflexiones y no llegar a ninguna conclusión. Es una escena que no sólo
puedo recordar, como una visión, sino que puedo volver a visitarla en persona, y
encontrarla igual, inexplicable y humilde con su agradable monotonía. Cuando mis
pensamientos son sensibles a los cambios, me encanta observar y sentarme en rocas que
he conocido, y husmear en su musgo, y ver esa inmutabilidad tangible. No se me
encanece el pelo al sentarme sobre rocas siempre grises, al igual que no reverdezco
bajo los árboles de hojas perennes. Existe algo en el paso mismo del tiempo con lo que
el propio tiempo se recupera.
Como hemos dicho, resultó ser un día frío y ventoso, y cuando llegamos al riachuelo
de Penichook Brook nos vimos obligados a quedarnos envueltos en nuestros mantos,
mientras el viento y la corriente nos transportaban. Avanzábamos rápidamente sobre la
superficie ondulante, pasando ora junto a lejanas tierras cultivadas y cercas que
separaban innumerables granjas, sin pensar en las diferentes vidas que separaban, ora
junto a largas filas de alisos o arboledas de pinos y robles, ora junto a alguna casa
desde la que las mujeres y los niños nos observaban, hasta que desaparecíamos de su
vista, superando los confines de su más larga caminata sabatina. Nos deslizamos junto a
la desembocadura del Nashua, y poco después junto a la del Salmon Brook, sin más
pausa que la del viento.
Salmon Brook,
Penichook,
Aguas dulces de mi cerebro,
¿Cuándo podré ver,
O echar el anzuelo,
En vuestras olas otra vez?
¿Volveré a encontrar
Las anguilas plateadas,
Las nasas de madera,
Los cebos que aún me fascinan,
Y las libélulas
Que flotan sobre el río?
Las sombras se perseguían sin tregua sobre los troncos y las praderas, y su
alternancia estaba en armonía con nuestro estado anímico. Podíamos distinguir las
nubes que proyectaban cada una de ellas, aunque nunca estaban demasiado altas.
Cuando una sombra cruza el paisaje del alma, ¿dónde está la sustancia? Probablemente,
si fuésemos lo bastante sabios, veríamos con qué virtud estamos en deuda en cada
momento de alegría del que disfrutamos. Sin duda nos lo habremos ganado alguna vez,
pues los regalos del Cielo nunca son del todo gratuitos. La abrasión y el deterioro
constante de nuestras vidas constituyen la tierra de nuestro crecimiento futuro. Cuando
la madera que ahora maduramos se convierta en moho virgen, determinará el carácter
de nuestro segundo crecimiento, ya sea de roble o de pino. Todos los hombres arrojan
una sombra, no sólo la de su cuerpo, sino la de su espíritu imperfecto. Se trata de su
pena. Que miren hacia donde quieran: siempre estará en contra del sol, será corta al
mediodía, larga a la tarde. ¿Nunca la habéis visto? Pero, con respecto al sol, es más
ancha en su base, aunque no mayor que la propia opacidad del hombre. La luz divina
baña casi todo nuestro entorno, y ya sea por la refracción, ya por una cierta luminosidad
propia o, como algunos creen, por la transparencia —si logramos permanecer
inmaculados—, somos capaces de alumbrar nuestro lado sombrío. En cualquier caso,
nuestra pena más oscura tiene ese color bronceado de la luna eclipsada. No existe mal
que no pueda disiparse, como la oscuridad, si dejamos entrar una luz más potente. Las
sombras, con respecto a la fuente de luz, son pirámides cuyas bases nunca son más
grandes que las sustancias que las arrojan; la luz, en cambio, es un cúmulo esférico de
pirámides, cuyas cúspides son el mismísimo sol, de suerte que el universo brilla con
una luz ininterrumpida. Pero si la luz que usamos es la de una cerilla diminuta e
irrisoria, la mayoría de objetos arrojará una sombra más grande que ellos mismos.
Los lugares en que nos habíamos detenido o donde habíamos pasado la noche
durante nuestro trayecto río arriba ya habían adquirido un ligero interés histórico para
nosotros, pues con nuestro rápido avance estábamos desandando los varios días de
viaje remontando el río. Cuando alguno de nosotros desembarcaba para estirar las
piernas pronto estaba mucho más atrás que el compañero, y se veía obligado a
aprovechar las curvas del río, a vadear arroyos y barrancos a toda prisa, para recuperar
el espacio perdido. Los márgenes y las praderas distantes ya tenían un tono más sobrio
y profundo, pues el aire de septiembre los había despojado de su orgullo estival.
El aire era, efectivamente, ese «refinado elemento[11]» que describe el poeta. Visto
contra los pastos y las praderas rojizas, tenía una textura más fina y nítida que antes,
como si se hubiese limpiado las impurezas del verano.
Tras cruzar la frontera de Nuevo Hampshire llegamos al tramo en forma de
herradura, a la altura de Tyngsborough, donde el margen es más elevado y regular.
Desembarcamos aprisa y lo escalamos para poder ver más de cerca las flores otoñales:
las margaritas, la vara de oro, la milenrama y la trichostema color violeta (Trichostema
dichotoma), humildes flores a orillas del camino, y, resistiendo aún, la campanilla y la
Rhexia virginica. Esta última, cuyas flores de un rosa intenso crecen en el límite de las
praderas, tenía un aspecto demasiado alegre en comparación con el resto del paisaje,
como un lazo rosa en el tocado de una mujer puritana. Las margaritas y la vara de oro
componían la librea que la naturaleza vestía en aquel momento; la segunda bastaba para
expresar toda la madurez de la estación, y derramaba su suave brillo sobre los campos,
como si el sol de verano, ahora en declive, le hubiese legado sus colores. El solsticio
floral llega poco después del pleno verano, cuando las partículas de luz dorada, el
polvo solar, caen cual semillas sobre la tierra, como quien dice, y dan lugar a estas
flores. En la falda de cada colina y en cada valle brotaban innumerables margaritas,
coreopsis, tanacetos, varas de oro, y toda la raza de las flores amarillas, cual
brahmanes devotos, girando sin interrupción con su luminaria de la mañana a la noche.
Hay un interés particular en estas flores tardías, que esperan junto a nosotros la llegada
del invierno. El aspecto del hamamelis tiene algo de brujo[13], pues florece a finales de
octubre y en noviembre, con unos tallos y pétalos tan irregulares y angulosos que
parecen los cabellos de las Furias, o pequeñas serpentinas. También su florecimiento,
en este periodo insólito, en el que otros arbustos ya han perdido sus hojas y sus flores,
parece cosa de brujería. Lo que es seguro es que no florece en el jardín de ningún
hombre; tiene todo un país de las maravillas a su disposición en las laderas de las
colinas.
Hay quien cree que hoy en día el viento no lleva hasta el viajero la fragancia natural
y original de la tierra, descrita por los primeros navegantes, y que la pérdida de muchas
plantas autóctonas y hierbas aromáticas y medicinales —por culpa del ganado que pasta
y los cerdos que arrancan las raíces—, que otrora perfumaban la atmósfera y la hacían
saludable, es la fuente de tantas enfermedades que predominan ahora. La tierra, dicen,
lleva mucho tiempo sometida a unos métodos de cultivo extremadamente artificiales y
lujosos para satisfacer el apetito de los hombres; se ha convertido en una pocilga y un
estercolero, donde los hombres aceleran el declive ordinario de la naturaleza para su
provecho.
El ojo que puede apreciar la belleza desnuda y absoluta de una verdad científica es
mucho más excepcional que el que se siente atraído por la verdad moral. Son pocos los
que detectan la moralidad de aquélla o la ciencia de ésta. Aristóteles definió el arte
como «λόγος τοϋ έργου άυευ ΰλης», la razón de la obra sin la madera[18]. Sin
embargo, la mayoría de los hombres prefiere tener algo de leña, y no sólo la razón;
exige que la verdad esté revestida de la carne y la sangre y los colores cálidos de la
vida; prefiere la afirmación parcial porque se amolda y los cuantifica mejor a ellos y a
sus mercancías. No obstante, la ciencia sigue existiendo por doquier como certificadora
de pesos y medidas.
Hemos escuchado muchas cosas sobre la poesía de las matemáticas, pero muy poco
se ha cantado. Los antiguos tenían un concepto más preciso de su valor poético que
nosotros. La afirmación más nítida y hermosa de cualquier verdad tiene que adoptar, en
última instancia, la forma matemática. Podríamos simplificar así las reglas de la
filosofía moral, como las de la aritmética, para que una misma fórmula pudiese
expresarlas a ambas. Todas las leyes morales se trasladan sin problemas a la filosofía
natural, pues a menudo sólo tenemos que restaurar el significado primitivo de las
palabras que las expresan, o prestar atención a su sentido literal, en lugar de al
metafórico. Participan ya de la filosofía sobrenatural. Todo el conjunto de lo que ahora
llamamos verdad moral o ética ya existía en la Edad de Oro como una ciencia
abstracta. O, si lo preferimos, podemos decir que las leyes de la Naturaleza son la
moralidad más pura. El Árbol del Conocimiento es un Árbol del Conocimiento del bien
y del mal. Quien ama sus estudios y no espera aprender algo a través de la actitud, tanto
como de la atención, no es un verdadero hombre de ciencia. Quedarse en el
descubrimiento de meras coincidencias o de leyes parciales e irrelevantes es un
enfoque pueril. El estudio de la geometría es un ejercicio mental baladí y ocioso si no
se aplica a sistemas más grandes que el solar. Las matemáticas deberían estudiarse no
sólo junto a la física, sino junto a la ética, eso son las matemáticas aplicadas. El hecho
que más nos interesa es la vida del naturalista. La ciencia más pura sigue siendo
biográfica. Nada dignificará ni elevará a la ciencia mientras esté tan sumamente
separada de la vida moral de su estudioso, mientras éste profese una religión distinta a
la que enseña, y alabe un santuario extranjero. Antiguamente la fe de un filósofo era
idéntica a su sistema, o, en otras palabras, a su visión del universo.
Mis amigos se equivocan cuando me comunican ciertos hechos con tanta
minuciosidad. Su presencia, incluso sus exageraciones o sus afirmaciones vagas, son
para mí hechos igual de válidos. Ni siquiera siento ningún respeto por los hechos, a
menos que vaya a usarlos, y en la mayor parte de los casos soy independiente de lo que
escucho, y puedo permitirme ser impreciso o, en otras palabras, poner otros hechos más
urgentes en su lugar.
El poeta usa los resultados de la ciencia y la filosofía, y generaliza sus deducciones
más amplias.
El proceso de descubrimiento es muy sencillo: una aplicación sistemática y
constante de leyes conocidas a la naturaleza hace que las leyes desconocidas se revelen
por sí solas. Casi cualquier forma de observación acabará por resultar exitosa, pues lo
más necesario es el método: basta con determinar y establecer algo a cuyo alrededor
pueda concentrarse la observación. ¡Cuántas nuevas conexiones puede revelarnos una
mera regla de madera, y a cuántas cosas aún no ha sido aplicada! ¡Qué fantásticos
descubrimientos se han hecho, y quizá se sigan haciendo, con una plomada, una palanca,
una brújula topográfica, un termómetro o un barómetro! Allá donde haya un
observatorio y un telescopio, cualquiera puede esperar ver enseguida nuevos mundos.
Me atrevería a decir que los científicos más destacados de nuestro país, y quizá de
nuestra época, o bien están sirviendo a las artes, en lugar de a la ciencia pura, o bien
realizando trabajos minuciosos pero subalternos en departamentos específicos. No
realizan aproximaciones constantes y sistemáticas al hecho central. Cuando se hace un
descubrimiento, la atención de todos los observadores se concentra enseguida en él, lo
que conlleva muchos descubrimientos análogos, como si su trabajo no estuviese ya
establecido, sino que hubieran estado todo el tiempo descansando sobre sus remos.
Hace falta una observación constante y precisa, acompañada de una cantidad suficiente
de teoría que la oriente y la discipline.
Pero, por encima de todo, hace falta genio. A medida que nuestros libros de ciencia
se vuelven más precisos, corren el riesgo de perder la frescura y el vigor y la
capacidad de apreciar las verdaderas leyes de la Naturaleza, que es un claro mérito de
las a menudo falsas teorías de los antiguos. Me siento atraído por el ligero orgullo y la
satisfacción, el estilo enfático e incluso exagerado, con los que algunos de los
naturalistas más antiguos hablan de las operaciones de la Naturaleza, aunque están más
capacitados para apreciar los hechos que para discriminarlos. Sus afirmaciones no
pierden todo su valor cuando se refutan: quizá no sean hechos, pero son sugerencias
para que la propia Naturaleza actúe. «Los griegos», dice Gesner, «tenían un dicho
común (λαγός καθεύδον, o liebre dormida) para las falsificaciones y los farsantes, pues
la liebre ve mientras duerme, en lo que es una obra excepcional y admirable de la
Naturaleza, donde el resto del cuerpo descansa, los ojos permanecen siempre
vigilantes[19]».
La observación está tan despierta, y los hechos se suman con tanta velocidad al
conjunto de experiencias humanas, que parece que el teórico siempre irá con retraso,
condenado a llegar a conclusiones imperfectas. Sin embargo, la capacidad de percibir
una ley es muy poco frecuente en cualquier época del mundo, y apenas si depende del
número de hechos observados. Los sentidos del primitivo le transmitirán los suficientes
hechos para convertirlo en filósofo. Los antiguos aún pueden hablarnos con autoridad,
incluso sobre geología o química, aunque se crea que estos estudios han nacido en los
tiempos modernos. Se habla mucho sobre el progreso de la ciencia en estos siglos. Yo
me atrevería a decir que los resultados útiles de la ciencia se han acumulado, pero que,
hablando en términos estrictos, no ha habido una acumulación de conocimiento para la
posteridad, habida cuenta de que el conocimiento sólo se adquiere mediante la
experiencia correspondiente. ¿Cómo podemos saber lo que simplemente nos dicen? Un
hombre sólo puede interpretar la experiencia de otro a través de la suya propia. Leemos
que Newton descubrió la ley de la gravedad, ¿pero cuántos de los que han oído hablar
de su famoso descubrimiento han reconocido la misma verdad que él? Puede que
ninguno. La revelación que entonces se le hizo no ha sido sustituida por una revelación
hecha a un sucesor.
En una crítica del Viaje de descubrimiento antartico de Sir James Clark Ross, hay
un pasaje que muestra hasta qué punto un grupo de hombres puede quedar fácilmente
impresionado por un objeto sublime, y que también es un buen ejemplo del paso de la
sublimidad al ridículo. Después de describir el descubrimiento del continente antártico,
visto en un principio a cien millas de distancia sobre campos de hielo —formidables
cadenas montañosas de entre siete y catorce mil pies de altura, cubiertas de nieve y
hielo eterno, envueltas en una grandeza solitaria e inaccesible, mientras el tiempo es
perfecto y hermoso, y el sol brilla sobre el paisaje helado; un continente donde sólo se
puede acceder a sus islas, en las que no se ve «ni el menor rastro de vegetación», y
donde sólo en algunos puntos las rocas despuntan a través de su cubierta de hielo, para
convencer al espectador de que la tierra formaba el núcleo y de que aquello no era un
iceberg—, el pragmático crítico británico continúa su relato, haciendo lo que mejor
sabe hacer: «En la tarde del 22 de enero, la expedición llegó a la latitud de 74° 20’, y a
las diecinueve horas, tras pisar tierra [¡Tierra! ¿Dónde se supone que la encontraron?],
creyó haber llegado a una mayor latitud sur que la alcanzada por el difunto capitán
James Weddel[20], intrépido marinero, y por lo tanto mayor que la de cualquiera de sus
predecesores, con lo que se obsequió con una ración extra de grog a sus miembros,
como recompensa por su perseverancia[21]».
Cuidémonos muy mucho, marineros de los siglos recientes, de darnos aires por
nuestros Newtons y nuestros Cuviers[22]. Sólo nos merecemos una ración extra de grog.
Nos esforzamos en vano para persuadir al viento de que soplara a través del largo
pasillo del canal, que en este tramo cruza directamente los bosques, y nos vimos
obligados a recurrir al antiguo recurso de la cuerda. Cuando llegamos al Concord, no
tuvimos más remedio que volver a remar con fuerza, pues ni el viento ni la corriente
estaban a nuestro favor, aunque para aquella hora la crudeza del día se había
desvanecido y sentíamos de nuevo el calor de las tardes de verano. Este cambio en el
tiempo resultó propicio para nuestro estado de ánimo contemplativo, y nos hizo más
proclives a tener sueños aún más profundos mientras estábamos a los remos. Nuestra
imaginación flotaba descendiendo el río del tiempo, tal y como habíamos descendido
por el Merrimack, hasta llegar a los poetas de un periodo más sosegado que los que nos
habían ocupado durante la mañana. Chelmsford y Billerica parecían antiguas ciudades
inglesas en comparación con Merrimack y Nashua, y muchas generaciones de poetas
civilizados podrían haber vivido y cantado allí.
¡Qué gran contraste había entre la poesía austera e inhóspita de Ossian y la de Chaucer,
o la de Shakespeare y Milton, por no hablar de la de Dryden y Pope y Gray! Nuestro
verano de poesía inglesa, como el de la griega y latina antes, parece bien encaminado
hacia su otoño, cargado con la fruta y el follaje de la estación, con brillantes tonos
otoñales. Sin embargo, pronto el invierno dispersará su miríada de hojas amontonadas y
sombreadas, y dejará sólo unas pocas ramas desoladas y fibrosas para sostener la nieve
y la escarcha, chirriando con las ráfagas de los tiempos. No podemos evitar tener la
sensación de que la Musa ha descendido un poco en su vuelo cuando llegamos a la
literatura de las épocas civilizadas. Ahora oímos hablar de diferentes épocas y estilos
de poesía: es bucólica, lírica, narrativa y didáctica. En cambio, la poesía de los
monumentos rúnicos es de un solo estilo y para todas las épocas. El bardo ha perdido,
en gran medida, la dignidad y la sacralidad de su oficio. En tiempos antiguos le
llamaban profeta, pero hoy en día se cree que todos los hombres ven lo mismo. Ya no
cuenta con la rabia del bardo, y sólo concibe el hecho, cuando otrora estaba listo para
realizarlo. Las huestes de guerreros preparados para la guerra no podían ignorar ni
prescindir del anciano bardo. Sus cantos se escuchaban en las pausas de la batalla. No
existía el peligro de que sus contemporáneos le hiciesen caso omiso. En cambio, ahora,
la del héroe y la del bardo son profesiones ajenas. Cuando llegamos al agradable verso
inglés, todas las tormentas han dejado paso a un cielo despejado y nunca más volverá a
haber truenos ni relámpagos. El poeta se ha encerrado puertas adentro, y ha cambiado
el bosque y los riscos por la chimenea, la cabaña del gaélico y Stonehenge, con sus
círculos de piedras, por la casa del hombre inglés. Ningún héroe aguarda junto a la
puerta, preparado para echarse a cantar o acometer una gesta heroica; en su lugar hay un
sencillo inglés que cultiva el arte de la poesía. Vemos la agradable chimenea y
escuchamos el crepitar de los troncos en cada verso.
A pesar de la amplia humanidad de Chaucer, y de los muchos placeres sociales y
domésticos que encontramos en sus versos, hemos de estrechar en cierta medida nuestra
visión para observarlo, pues ocupó menos espacio en el paisaje y no se extendió sobre
colinas y valles como hizo Ossian. Así y con todo, visto desde este lado de la
posteridad, como el padre de la poesía inglesa, precedido por un largo silencio o
confusión en la historia, despojado de cualquier acorde de melodía pura, nos resulta
fácil venerarlo. Pasando por alto a los primeros poetas continentales, pues nos estamos
ciñendo al agradable archipiélago de la poesía inglesa, Chaucer es el primer nombre,
después de esa época neblinosa en que vivió Ossian, que podría retener
verdaderamente nuestra atención. De hecho, aunque representa a una cultura y a una
sociedad tan distintas, podría considerárselo en muchos sentidos el Homero de los
poetas ingleses. Quizá sea el más juvenil de todos; volvemos a él como se vuelve al
pozo más puro, a la fuente más apartada del camino de la vida accidentada. En
comparación con otros poetas posteriores, Chaucer es tan natural y alegre que casi
podríamos considerarlo una personificación de la primavera. Su Musa ofrece al lector
atento una visión de su tiempo, y cuando lo lee detenidamente parece pertenecer a la
Edad de Oro. Sigue siendo la poesía de la juventud y de la vida, más que del
pensamiento, y aunque su estilo moral es obvio y constante, aún no se ha disipado el sol
y la luz de sus versos, aunque los acordes más elevados de la Musa son, en su mayor
parte, una suerte de queja sublime y no un canto tan libre como el de la naturaleza. La
alegría con la que el sol brilla de la mañana a la tarde nunca se ha cantado. La Musa se
consuela a sí misma, y no se siente cautivada, sino reconfortada. Hay una catástrofe
implícita y un elemento trágico en todos sus versos; tiene menos de la alondra y el rocío
matutino que de los ruiseñores y las sombras vespertinas. Sin embargo, en Homero y
Chaucer hay más elementos de la inocencia y serenidad de la juventud que en los poetas
más modernos y morales. La Ilíada no es una lectura de domingo, sino matinal, y los
hombres se aferran a esta antigua canción, pues aún tienen momentos de vida laica y
libre, que les abre el apetito. Para los inocentes no existen ni los querubines ni los
ángeles. En momentos excepcionales nos elevamos sobre la necesidad de la virtud
hasta una eterna luz de mediodía, bajo la cual podemos limitarnos a vivir bien y
respirar el aire ambrosíaco. La Ilíada no representa ningún credo ni opinión, y la
leemos con una extraña sensación de libertad e irresponsabilidad, como si
caminásemos por nuestra tierra natal y fuésemos autóctonos de ese suelo.
Chaucer tenía todas las costumbres del literato y el erudito: nunca había época lo
bastante agitada como para que no pudiese encontrar un poco de sosiego sedentario.
Estaba rodeado por el estruendo de las armas: las Batallas de Hallidon Hill y Neville’s
Cross[23], y las de Crécy y Poitiers[24], aún más memorables, se libraron durante su
juventud; sin embargo, éstas no importaron demasiado a nuestro poeta, pero sí, y
mucho, Wyckliffe[25] y su reforma. Siempre se consideró un privilegiado por poder
sentarse y conversar con los libros, y contribuyó a establecer la clase literaria. Su
estatus como uno de los padres de la lengua inglesa bastaría para dar relevancia a sus
trabajos, incluso a aquellos con poco mérito poético. Fue tan humilde como
Wordsworth al preferir su sencilla pero vigorosa lengua sajona, en una época en la que
era descuidada por la corte y aún no había alcanzado la dignidad de la literatura, y
rindió a su país un servicio similar al que hizo Dante a Italia. Si el griego basta para los
griegos, y el árabe para los árabes, y el hebreo para los judíos, y el latín para los
latinos, el inglés debería bastarle a él, pues cualquiera de estas lenguas servirá para
mostrar «rutas tan diversas como verdaderas que marquen a los distintos pueblos el
camino correcto hacia Roma[26]». En el Testamento del amor, escribe: «Dejemos que
los clérigos redacten en latín, pues ellos poseen la ciencia y conocen su materia, y
también que los franceses redacten en francés sus doctas palabras, pues son afines a sus
bocas, y plasmemos nosotros nuestras fantasías con las palabras que aprendimos de la
lengua de nuestras damas».
Quien haya llegado hasta Chaucer de manera natural, a través de los exiguos pastos
de la poesía sajona y prechauceriana, sabrá apreciarlo mejor. Aun así, después de este
régimen nos parecerá tan humano y tan sabio que aún podríamos juzgarlo erróneamente.
En la poesía sajona que nos queda, en los albores de la poesía inglesa y en la poesía
escocesa contemporánea, hay menos elementos que recuerden al lector la tosquedad y
el vigor juvenil que la debilidad de la senectud. Se trata en su mayoría de una mera
tradición de la imitación, y sólo de cuando en cuando vemos tenues matices de auténtica
poesía. En estos poemas encontramos a menudo la falsedad y la exageración de la
fábula, pero sin los elementos imaginarios que la compensen, y en vano buscamos la
antigüedad restaurada, humanizada, con una jovialidad nueva merced a su afinidad
natural con el presente. En cambio, Chaucer sigue siendo fresco y moderno, y el polvo
nunca se levanta en los caminos que recorre. Ilumina todo el trayecto y nos recuerda
que las flores florecían, que los pájaros cantaban y que los corazones latían en
Inglaterra. Ante la mirada sincera del lector, el óxido y el musgo del tiempo
desaparecen poco a poco, revelando el verdor de la vida original. Chaucer era un
hombre sencillo y familiar, y respiraba como respiran los hombres modernos.
No hay sabiduría que pueda ocupar el lugar de la naturaleza humana, y es esto lo
que descubrimos en Chaucer. Por fin podemos llegar hasta su puerta y sentirnos con
derecho a frecuentarlo. Era un digno ciudadano de Inglaterra, mientras que Petrarca y
Boccaccio vivían en Italia, Guillermo Tell en Suiza y Tamerlán[27] en Asia, Bruce[28] en
Escocia, y Wyckliffe, y Gower, y Eduardo III, y Juan de Gante, y el Príncipe Negro[29]
eran sus compatriotas y contemporáneos: todos nombres vigorosos y estimulantes. La
fama de Roger Bacon[30] llegaba desde el siglo precedente, y el nombre de Dante aún
poseía la influencia de una presencia viva. En su conjunto, Chaucer nos impresiona al
ser más grande que su reputación. No tiene nada que envidiar a Homero y Shakespeare,
y podría tener la cabeza bien alta en su presencia. Entre los primeros poetas ingleses es
señor y anfitrión, y como tal tiene autoridad. La afectuosa mención que los poetas
ingleses que le sucedieron hacen de él, paragonándolo con Homero y Virgilio, ha de
entenderse teniendo en cuenta su carácter y su influencia. El rey Jacobo y Dunbar de
Escocia hablan de él con más amor y reverencia de lo que lo hace cualquier autor
moderno sobre sus predecesores del siglo pasado. Esta relación casi pueril no tiene
parangón en la actualidad. Casi siempre lo leemos sin sentido crítico, pues no defiende
su propia causa, sino que habla para sus lectores, y posee esa grandeza de la seguridad
y la confianza que confiere la popularidad. Chaucer confia en el lector, y habla en
privado con él, sin callarse nada. A cambio, el lector deposita una gran confianza en él:
sabe que no le miente y lee su historia con indulgencia, como si fuese el circunloquio de
un niño, aunque luego descubre que ha hablado con más franqueza y economía de
palabras que un sabio. Nunca se muestra desalmado,
Y eran tan novedosos todos sus temas en aquellos días que, en lugar de inventar,
sólo tenía que limitarse a contar.
Admiramos a Chaucer por su robusta inteligencia inglesa. La altura desde la que
nos habla con gran facilidad en su prólogo de los Cuentos de Canterbury, como un
miembro más de la compañía allí reunida, confinada a la excelencia. Sin embargo,
aunque su obra está llena de sentido común y humanidad, carece de toda trascendencia.
Puede que, por lo que a las descripciones pintorescas de personajes se refiere, no tenga
igual en la poesía inglesa; sin embargo, es esencialmente cómica, pues el genio más
elevado nunca está presente. El humor, por cuanto abarque y por genial que sea, ofrece
una visión más estrecha que el entusiasmo. A su propio estilo refinado Chaucer añadió
todo el saber cotidiano y la sabiduría de su época, y en todas sus obras su
extraordinario conocimiento del mundo, su elegante percepción del carácter humano, su
excepcional sentido común y su sabiduría proverbial son evidentes. Su genio no vuela
como el de Milton, sino que es afable y sencillo, y muestra una gran ternura y
delicadeza, pero está exento de heroísmo: sólo es un ejemplo más grande de
humanidad, con todas sus flaquezas. Chaucer no es heroico, como Raleigh, ni pío, como
Herbert, ni filosófico, como Shakespeare, sino que es el hijo de la Musa inglesa, ese
hijo que es el padre del hombre. A menudo el encanto de su poesía sólo reside en una
naturalidad rebosante, en una sinceridad perfecta, y se comporta como un niño más que
como un hombre.
La ternura y la delicadeza de su carácter son evidentes en todos sus versos. Las
palabras más sencillas y humildes llegan como si nada a sus labios. Nadie puede leer el
«Cuento de la priora», comprender el estado de ánimo en que fue escrito, donde el niño
canta «O alma redemptoris mater», o el relato de la deriva por el mar de Constance
con su hijo, en el «Cuento del jurista», sin sentir la inocencia y la sofisticación innatas
del autor. Tampoco podemos negar la pureza esencial de su carácter, ignorando que hay
que saber comprender las costumbres de la época. El suyo era un pathos sencillo y de
una delicadeza femenina, a la que Wordsworth sólo se acerca ocasionalmente, sin llegar
nunca a igualar. Nos sentimos tentados a decir que su genio era femenino, no masculino.
Sin embargo, es una feminidad que rarísima vez se encuentra en las mujeres, aunque
sean tan capaces de apreciarla. Quizá incluso no se encuentre en absoluto en las
mujeres, sino que sea tan sólo el lado femenino del hombre.
Este amor por la Naturaleza, tan puro y genuino y pueril, difícilmente se encuentra
en ningún poeta.
Vemos el carácter harto confiado y afectuoso de Chaucer en su manera familiar,
aunque inocente y reverente, de hablar de su Dios. Piensa en él sin ninguna reverencia
falsa, sin mayor ostentación que el céfiro que sopla en su oído. Si la Naturaleza es
nuestra madre, entonces Dios es nuestro padre. En Shakespeare y Milton encontramos
menos amor y menos verdad sencilla y práctica. ¡Con qué poca frecuencia vemos
expresada en nuestra lengua inglesa cualquier muestra de afecto hacia Dios! Sin duda,
no hay sentimiento menos frecuente que el amor a Dios. Herbert es casi el único en
expresarlo: «¡Ah, mi querido Dios!»[31]. Nuestro poeta usa palabras similares con
propiedad, y cada vez que ve a una persona u otro objeto bello, se enorgullece de la
«maestría» de su Dios. Incluso le recomienda que haga de Dido su prometida:
Pero para justificar nuestro elogio hemos de remitirnos a sus propios trabajos: al
prólogo de los Cuentos de Canterbury, al relato de Gentilesse, de la Flor y la Hoja, a
las historias de Griselda, Virginia, Ariadne y la duquesa Blanche, entre otras. Hay
muchos poetas con más gusto y mejores maneras, capaces de apartar su insipidez; pero
no nos entretendremos demasiado en este genio de carácter negativo y volveremos a
Chaucer con pasión. Ciertas naturalezas, a pesar de ser harto toscas y estar poco
desarrolladas, tienen un mayor nivel de perfección que otras más refinadas y mejor
equilibradas. Incluso el payaso tiene gusto, y sus dictados, a los que hace caso omiso,
son más elevados y puros que aquellos a los que obedece en ocasiones el artista. Si
bien tenemos que deambular por muchos pasajes livianos y prosaicos en Chaucer, al
menos sentimos la satisfacción de saber que no es una insipidez artificial, sino que está
perfectamente reflejada en muchos pasajes de la vida. Confesamos que, por lo general,
somos proclives a concentrar los momentos dulces y a acumular los placeres. En
cambio, siempre hay que suponer que el poeta habla como un viajero, que nos conduce
a través de un paisaje variado, de una eminencia a otra. Puede que, después de todo,
nos resulte más agradable encontrar un pensamiento elevado en su escenario natural: sin
duda el destino lo ha rodeado de ese marco por algún motivo. La naturaleza esparce por
doquier sus nueces y sus flores, y nunca las acumula en montones. Éste era el suelo en
el que creció, y ésta es la hora a la que floreció. Si el sol, el viento y la lluvia vinieron
aquí para cuidar y hacer crecer la flor, ¿no tendríamos nosotros que venir para
arrancarla?
Un poema verdadero no se distingue tanto por una expresión afortunada, o por cualquier
pensamiento que evoque, cuanto por la atmósfera que lo rodea. La mayoría sólo tiene
los contornos de la belleza y nos choca como nos chocan la imagen y el comportamiento
de un extraño. En cambio, los versos verdaderos nos llegan de manera indistinta, como
el aliento de la misma simpatía, y nos envuelven con su espíritu y su fragancia. Mucha
de nuestra poesía tiene las mejores maneras, pero ningún carácter. Refleja sólo una
precisión y elasticidad insólitas del discurso, como si su autor hubiese tomado un
electuario, y no un trago embriagador. Tiene el contorno nítido de la escultura y es una
crónica de los tiempos pasados. Bajo la influencia de la pasión todos los hombres
hablan con esa claridad, pero la ira no es siempre divina.
Hay dos clases de hombres a los que se les llama poetas. Uno cultiva la vida, el
otro el arte; uno busca comida para alimentarse, el otro para saborearla; uno sacia su
hambre, el otro agrada al paladar. Hay dos tipos de escritura, ambas grandiosas y poco
frecuentes: la una es la del genio, el hombre inspirado; la otra la del intelecto y el gusto,
en los intersticios de la inspiración. La primera está por encima de todo análisis,
siempre es correcta, y dicta las leyes de la propia crítica. Vibra y late, llena de vida,
eternamente. Es sagrada y ha de leerse con reverencia, como se estudian los trabajos de
la naturaleza. Hay pocos ejemplos de un estilo sostenido de este tipo. Todos los
hombres hablan, es cierto, pero al hablante no le preocupa que quede constancia de lo
dicho. Este estilo elimina toda relación personal con su autor; no ponemos sus palabras
en nuestros labios, sino su sentido en nuestros corazones. Es el río de la inspiración,
que borbotea, ora aquí, ora allá, ora en este hombre, ora en aquél. No importa a través
de qué cristales de hielo se vea, que sea una fuente o la corriente marina que fluye bajo
tierra. Lo encontramos en Shakespeare, en Alfeo, en Burns, en Aretusa[33], siempre
idéntico. La otra escritura es serena y sabia, muestra reverencia al genio y está ávida de
inspiración. Es siempre consciente, en el mayor y en el menor grado, y consiste en el
dominio más perfecto de las facultades. Vive en un sosiego como el del desierto, y en
ella los objetos son tan nítidos como los oasis y las palmeras en el horizonte de arena.
El tren del pensamiento se mueve a un ritmo suave y controlado, como una caravana.
Aquí la pluma no es más que un instrumento en las manos del poeta —no rebosa vida,
como haría un brazo más largo—, y deja una tenue capa de barniz o brillo sobre todo su
trabajo, del que las obras de Goethe ofrecen un ejemplo extraordinario.
Hasta ahora no ha existido una crítica justa y serena. No analizamos nada en toda su
sencillez, nada que se limite a estar en el regazo de la belleza eterna. Antes bien,
nuestros pensamientos, al igual que nuestros cuerpos, han de ataviarse con las modas
más recientes. Nuestro gusto es demasiado delicado y particular: le dice «no» al
trabajo del poeta, pero nunca «sí» a su esperanza. Le invita a adornar sus deformidades,
y no a deshacerse de ellas por expansión, como el árbol con su corteza. Somos gentes
que viven bajo una luz radiante, en casas de nácar y porcelana, y sólo bebemos vinos
suaves, gente cuyos dientes se irritan con la más mínima amargura natural. Si nos
hubiesen consultado, la espina dorsal de la tierra no sería de granito, sino de espato de
Bristol. Un autor moderno habría muerto durante su infancia en una época más tosca.
Pero el poeta es algo más que un escaldo, «que suaviza y bruñe el lenguaje[34]»; es un
Cincinato[35] de la literatura, y no ocupa sólo el extremo occidental del mundo. Como el
sol, seleccionará con indiferencia sus rimas, y con toda libertad entretejerá con sus
versos el mundo y sus rastrojos.
En estos libros antiguos el estuco se desmoronó hace ya mucho tiempo. Lo que
leemos es aquello que fue esculpido en granito. Sus proporciones son toscas y
gigantescas, en lugar de contar con acabados suaves y delicados. Los trabajadores de la
piedra pulen sólo los ornamentos de sus chimeneas, pero erigen sus pirámides con
rudeza. Existe una sobriedad en ese aspecto tosco, como el del granito sin tallar, que le
habla a lo más profundo de nosotros. En cambio, la superficie bruñida sólo cautiva al
globo ocular. El verdadero acabado es el trabajo del tiempo, y el uso que se le dé a un
objeto. Los elementos aún están bruñendo las pirámides; el arte puede barnizar y bañar
de oro, pero nada más. La obra del genio está tallada con tosquedad desde el principio,
porque se anticipa al paso del tiempo, y tiene una suerte de pulido incrustado, que sigue
presente cuando los fragmentos se desmoronan, una cualidad propia de su sustancia. Su
belleza es al mismo tiempo su fuerza, que brilla en todo su esplendor.
El gran poema ha de contar con el sello de la grandeza, así como con su esencia. El
lector pasa sin problemas sobre la poesía contemporánea más superficial, y se
impregna con toda la vida y la promesa del presente, como el peregrino que va al
templo y escucha los cantos más débiles de los devotos. En cambio, el gran poema
tendrá que hablarle a la posteridad, atravesando sus desiertos y franqueando las ruinas
de sus murallas más lejanas, merced a la grandeza y la belleza de sus proporciones.
La luna ya no refleja el día, sino que crece hasta su dominio absoluto, y el campesino y el cazador reconocen
en ella a su amante. Las margaritas y las varas de oro reinan a ambos lados del camino, y las flores eternas de
la vida no se marchitan. Los campos son segados y despojados de su orgullo, pero un verdor interior aún los
corona. El cardo extiende su manto sobre la laguna, la viña se viste de hojas amarillas, y nada perturba la vida
grave del hombre. Pero detrás de las mieses, y bajo la hierba, se esconde un fruto maduro que los segadores
no han recogido, la verdadera cosecha del año, que produce para siempre, regado y madurando anualmente. El
hombre nunca corta el tallo que sostiene a este sabroso fruto.
Pero éstas no son las reflexiones ni el destino de los comunes mortales. ¿Qué es ese
cielo que esperan, si no supera sus expectativas? ¿Están preparados para uno mejor del
que pueden imaginar ahora? ¿Dónde está el cielo de quien muere sobre un escenario, en
un teatro? Nuestro cielo está aquí o no está en ningún sitio.
No podemos imaginar nada más bello que algo que hayamos experimentado. «El
recuerdo de la juventud es un suspiro[39]». Durante la edad adulta nos entretenemos
relatando los sueños de nuestra infancia, pero ya hemos olvidado la mitad de ellos para
cuando aprendemos a hablar. Deberíamos ser seres nacidos de la tierra así como del
cielo, γηγενείς[40], como se decía de los titanes de la Antigüedad, o en un sentido mejor
que el suyo. Ha habido héroes para los que este mundo parecía preparado
expresamente, como si la creación por fin hubiese tenido éxito, cuya vida cotidiana era
la materia de la que están hechos nuestros sueños, y cuya mera presencia realzaba la
belleza y la amplitud de la propia Naturaleza. Por dondequiera que caminasen,
«Un aire más vigoroso sopla sobre los campos, cubriéndolo de una luz púrpura; y
ellos conocen a su propio sol y a sus propias estrellas». Nos encanta oír hablar a
algunos hombres, aunque no escuchamos lo que dicen. El aire mismo que respiran es
rico y perfumado, y el sonido de sus voces llega hasta el oído como el crujir de las
hojas o el crepitar del fuego. Están a una gran profundidad. Los cielos son sus
cómplices, como si nunca hubiesen estado bajo su techo, y miran a las estrellas con una
luz de respuesta. Sus ojos son como luciérnagas, y sus movimientos elegantes y fluidos,
como si ya hubiesen encontrado un lugar para ellos, como los ríos que fluyen a través
de los valles. Las distinciones que hace la moral, entre correcto e incorrecto, entre
sentido y sinsentido, resultan baladíes y han perdido su significado, además de su
naturaleza pura y primitiva. Cuando observo las nubes que se extienden en masas
espléndidas por el cielo, oscuras y amenazantes, o brillando con una luz suave, o
doradas por los rayos del sol de poniente, como las almenas de una ciudad celestial, su
grandeza parece desperdiciada por la mezquindad de mi tarea. Esta tapicería es
demasiado lujosa para una acción tan miserable. Apenas si soy digno de vivir fuera de
estas murallas.
Nos encantaría poder crear con nuestra música, aunque sólo fuera durante un
instante, un tipo de relación más elevada de la que podemos alcanzar con nuestro
esfuerzo cotidiano. Los acordes vuelven a nosotros mejorados por el eco, como cuando
un amigo lee nuestros versos. ¿Por qué han pintado así los frutos, por qué les han
conferido esa fragancia, si no para satisfacer un simple apetito animal?
Quizá esto implique que vivimos en los confines de un reino distinto y más puro,
desde donde esas fragancias y sonidos manan hasta nosotros. Los límites de nuestra
parcela están marcados con flores, cuyas semillas llegaron volando desde los campos
adyacentes, más Elíseos: ésas son las macetas de los dioses. Los mejores frutos y las
fragancias más dulces, que llegan hasta nosotros arrastrados por el viento, delatan la
cercanía del otro reino. Allí también vive Eco[44], y allí están los estribos del arco iris.
No tenemos que rezar por un mejor paraíso que el que puedan ofrecernos los
sentidos puros: una vida puramente sensorial. Nuestros sentidos actuales no son más
que los rudimentos de lo que están llamados a convertirse. En comparación con éstos,
ahora estamos sordos y ciegos y mudos, sin olfato ni gusto ni tacto. Todas las
generaciones descubren que se ha disipado su vigor divino, y que todos los sentidos y
facultades se han desperdiciado y corrompido. Los oídos no fueron hechos para darles
esos usos triviales que los hombres suelen creer, sino para escuchar los sonidos
celestiales. Ni los ojos creados para esos usos rastreros que los desgastan, sino para
contemplar una belleza ahora invisible. ¿No podemos ver a Dios? ¿Vamos a quedarnos
embelesados con esta vida, como si fuera una mera alegoría? ¿Acaso no es la
Naturaleza, bien entendida, eso mismo de lo que solemos creer que es sólo el símbolo?
Cuando el hombre corriente mira al cielo, que todavía no ha profanado demasiado, cree
que es menos vulgar que la tierra, y habla con reverencia de «los Cielos». Sin embargo,
el vidente hablará en ese mismo tono de «las Tierras», y de su Padre que está en ellas.
«El que hizo lo de dentro, ¿no hizo también lo de fuera?»[45]. Así pues, ¿qué significa
educar, si no desarrollar esos gérmenes divinos que llamamos «sentidos»? Para que así
los individuos y los estados traten con magnanimidad a la generación sucesiva, y no le
dejen caer en la tentación —no le dejen bizquear los ojos, ni prestar oído a las
blasfemias—. Pero ¿dónde está el profesor instruido? ¿Dónde están las escuelas
normales?
Un sabio hindú dijo: «Al igual que la bailarina, tras haberse mostrado al
espectador, deja de bailar, también la Naturaleza deja de manifestarse, una vez se ha
mostrado al alma […]. En mi opinión, no hay nada más discreto que la Naturaleza: una
vez que es consciente de que ha sido vista, no vuelve a exponerse a la mirada del
alma[46]».
Es más sencillo descubrir un nuevo mundo, como hizo Colón, que introducirse en un
recoveco de éste, que parecemos conocer tan bien: perdemos de vista la tierra, la
brújula cambia y la humanidad se amotina; aun así, la historia sigue acumulándose
como la inmundicia ante el portal de la naturaleza. Pero basta un instante de cordura,
con los sentidos bien alerta, para enseñarnos que hay una naturaleza detrás de lo
ordinario, sobre la que hasta ahora sólo tenemos un ligero derecho preferencial y una
reserva occidental. Vivimos a las afueras de esta región. La madera tallada, las ramas
flotantes y los colores del cielo al atardecer son todo lo que sabemos de ella. No
dejemos que los encantos del clima se impongan sobre nosotros. No dejemos, amigos,
que, quienesquiera que lo intenten, nos engañen y nos persuadan para comportarnos
bien y ganar así la sal de nuestras gachas eternas. Esperemos un poco, y no compremos
ninguna parcela en este claro, confiando en que pronto aparezcan suelos más ricos. Éste
que pisamos ahora no es más que un terreno débil; yo sentí mis raíces en uno más fértil
en el pasado. Un día vi un ramo de violetas en un jarrón de cristal, ligeramente atadas
con una brizna de paja, que me recordaron a mí.
Este mundo tiene muchos anillos, como Saturno, y ahora vivimos en el más
excéntrico. Ningún hombre puede afirmar deliberadamente que vive en el mismo
planeta, o comparte época, con la flor que han arrancado sus manos. Aunque parezca
que sus pies lo pisan, están separados por espacios y eras inconcebibles, y no hay
peligro de que le haga daño. ¿Qué saben los botánicos? Nuestras vidas deberían estar
entre el liquen y la corteza. Puede que el ojo vea para la mano, pero no para la mente.
Aún estamos naciendo, y hasta ahora no tenemos sino una visión borrosa del mar y la
tierra, del sol, la luna y las estrellas, y no veremos con claridad hasta que hayan pasado
al menos nueve días. La búsqueda del sitio arqueológico de la antigua Troya por parte
de viajeros y geógrafos no puede por menos de calificarse como patética. Ni siquiera
está cerca de donde ellos creen. Cuando algo decae y desaparece, ¡qué anónimo ha de
parecer el lugar que ocupó!
Las anécdotas de la astronomía moderna me causan el mismo efecto que esas
ligeras revelaciones de lo Real que le son concedidas al hombre de cuando en cuando,
o mejor dicho, de eternidad en eternidad. Cuando recuerdo la historia de ese tenue
brillo en nuestro firmamento que nosotros llamamos Venus, considerada por los
hombres antiguos, y la mayoría de hombres modernos, una chispa de luz vinculada a un
astro hueco girando en torno a nuestra tierra, pero que ahora, se ha descubierto, ha
resultado ser otro mundo en sí mismo; cuando recuerdo cómo Copérnico, tras razonar
sobre el asunto durante largo y paciente tiempo, predijo con total confianza, antes de
que el telescopio se inventara, que si alguna vez los hombres podían verlo con mayor
claridad de lo que lo hacían entonces, descubrirían que tenía fases como nuestra luna, y
que un siglo después de su muerte se inventó el telescopio, y que Galileo verificó su
predicción; cuando recuerdo todo esto, no pierdo la esperanza de que quizá, incluso
aquí y ahora, podamos conocer alguna información precisa sobre ese otro mundo que el
instinto de la humanidad lleva tanto tiempo prediciendo. De hecho, todo lo que
llamamos ciencia, y también todo lo que llamamos poesía, es una partícula de dicha
información, y es todo lo precisa que puede llegar a ser, aunque sólo llegue hasta los
confines de la verdad. Si podemos razonar con tal precisión, y si se producen unas
confirmaciones tan pasmosas de nuestros razonamientos sobre los llamados objetos
naturales y sobre unos acontecimientos tan infinitamente apartados del alcance de
nuestra visión natural que la mente duda de sus cálculos, incluso cuando son
confirmados por la observación, ¿por qué no podrían nuestras especulaciones penetrar
con la misma profundidad en el estrellado universo inmaterial, del que el primero no es
más que su homólogo exterior y visible? No cabe duda de que disponemos de unos
sentidos igual de capacitados para penetrar en los espacios de lo real, lo sustancial, lo
eterno, como lo están los sentidos exteriores para penetrar en el universo material.
Veias, Manu, Zoroastro, Sócrates, Cristo, Shakespeare, Swedenborg: he aquí algunos de
nuestros astrónomos.
En nuestras órbitas se producen perturbaciones por la influencia de astros
periféricos, y ningún astrónomo ha determinado aún los elementos de ese mundo sin
descubrir que los produce. En el transcurso habitual de mis pensamientos percibo una
secuencia natural e ininterrumpida; cada uno implica la presencia del siguiente, y, de
producirse una interrupción, está ocasionada por un nuevo objeto que se presenta ante
mis sentidos. Sin embargo, la transición escarpada, y brusca, e inexplicable por estos
medios, es la que se produce entre lo que llamamos una visión de las cosas desde el
sentido común —estrecha y parcial en comparación—, y una visión infinitamente
expandida y liberadora; entre ver las cosas como los hombres las describen y verlas
como los hombres no pueden describirlas. Esto implica la presencia de un sentido que
no es común, sino muy poco frecuente, en la experiencia del hombre más sabio; un
sentido que es más sensible o consciente que el sentido común.
¡Por qué recintos deambula el astrónomo! Sus cielos son superficiales, y la
imaginación, como el viajero sediento, anhela atravesar su desierto. La mente errante
rompe con impaciencia los grilletes de las órbitas astronómicas, cual telarañas en un
rincón de su universo, y se lanza allá donde la distancia no llega y las leyes que la
ciencia ha descubierto pierden fuerza y vigencia. La mente conoce una distancia y un
espacio del que todas las sumas combinadas ni siquiera constituyen una unidad de
medida: el intervalo entre lo que parece y lo que es. Sé que hay muchas estrellas, sé que
están lo bastante lejos, que son lo bastante brillantes y fieles a sus órbitas, ¿pero de qué
valen todas ellas? Son más y más tierra baldía al Oeste —un territorio estrellado—,
que acaso podamos convertir en estados esclavistas, de llegar a colonizarla. La única
estrella que me interesa es la que dista del suelo la altura de un hombre, y aun así se
trata de un interés pasajero. Luego me despediré de todos los cuerpos que he conocido.
Todo hombre sabio se erigirá sobre un terreno que pueda sostenerlo bien, y el que tenga
un peor sentido del equilibrio no se atreverá a pisar esas laderas por las que otro
quizás camine con seguridad, sino que preferirá dejar sin recoger los arándanos que allí
crecen. Puede que alguna primavera una crecida mayor de lo normal los haga flotar al
alcance de su mano, aunque quizá para entonces ya estén aguados y picados por la
escarcha. He visto estos arándanos resecos en los desvanes de muchos hombres pobres,
y en muchos arcones de la Iglesia y cofres del Estado; basta un poco de agua y calor
para que vuelvan a alcanzar su tamaño y su belleza originales, y añadiéndoles la
cantidad de azúcar adecuada, la humanidad podrá preparar con ellos la salsa de nuestro
plato nacional[47].
Lo que llamamos «sentido común» es excelente en su ámbito, y de un valor tan
incalculable como la virtud de la conformidad en el ejército y la marina —pues allí
hace falta la subordinación—. Sin embargo, un sentido fuera de lo común, que sólo es
común entre los sabios, es más excelente y mucho menos frecuente. Algunos aspiran a
la excelencia desde la subordinación: que Dios los ayude. Lo que dice Fuller sobre los
profesores universitarios puede aplicarse umversalmente: «Una pequeña dosis de
insipidez en un profesor universitario lo hace más apto para abordar asuntos
seculares[48]».
En la historia de la vida de Saadi, contada por Dowlat Shah, leemos esta frase: «El
águila del alma inmaterial del jeque Saadi sacudió de su plumaje el polvo de su
cuerpo[53]».
A medida que fue avanzando la tarde, mientras remontábamos remando sin prisa el
río sereno, atrapados entre márgenes aromáticos en flor, donde habíamos instalado por
primera vez nuestra tienda, y nos acercábamos cada vez más a los campos donde
habíamos pasado nuestras vidas, nos pareció detectar los colores de nuestro cielo natal
en el horizonte, al sudoeste. Justo en ese momento el sol se estaba poniendo tras una
colina boscosa: era un ocaso tan bello que sólo acabaría por alguna razón que los
hombres ignoraban, y había de ser marcado con colores más radiantes de lo normal en
el pergamino de los tiempos. Aunque las sombras de las colinas estaban empezando a
cernirse sobre las aguas, todo el valle ondulaba con una luz suave, más pura y
memorable que la de la luna. Pues así es como se despide el día incluso en los valles
más solitarios, donde no ha puesto pie el hombre. Vimos dos garzas (Ardea herodias),
con sus patas largas y esbeltas recortadas contra el cielo, viajando sobre nuestras
cabezas. Su vuelo elevado y silencioso, como si hubiesen emprendido el camino al caer
la noche, no iba a posarse, claro, en un pantano cualquiera de la superficie de la tierra,
sino al otro lado de nuestra atmósfera. Eran un símbolo que podía ser objeto de estudio,
ya estuviese impreso en el cielo o esculpido entre los jeroglíficos de Egipto. Dirigidas
hacia alguna pradera más al norte, prosiguieron con su vuelo majestuoso e inmóvil,
como las cigüeñas de un cuadro, hasta acabar desapareciendo detrás de las nubes.
Densas bandadas de mirlos volaban ahora sobre el cauce del río, como si estuviesen
realizando un corto peregrinaje hacia alguno de sus santuarios, o celebrando el
magnífico ocaso.
El sol poniente creía que todos los hombres estaban descansando, sumidos en un
estado contemplativo. Sin embargo, el hijo del granjero silbaba con más ahínco
mientras desde los pastos conducía a las vacas de vuelta a casa, y el carretero se
abstenía de hacer restallar su látigo, y guiaba a su yunta con voz queda. Los últimos
vestigios de la luz del día desaparecieron por fin, y mientras remábamos en silencio de
espaldas a la casa, a través de la oscuridad, en la que sólo se veían unas pocas
estrellas, no teníamos mucho que decir. Permanecíamos absortos en nuestros
pensamientos, o escuchando el sonido monótono de los remos, una suerte de música
rudimentaria, ideal para el oído de la Noche y la acústica de sus paredes tenuemente
iluminadas.
Así como la compañía más sincera se aproxima cada vez más a la soledad, también el
discurso más excelso acaba por sumirse en el Silencio. Todos los hombres pueden
escuchar el Silencio, en todas las épocas, en todos los lugares. Él es cuando
escuchamos hacia el interior, mientras el sonido es cuando escuchamos hacia el
exterior. La creación no ha suplantado al Silencio, sino que constituye su estructura
visible. Todos los sonidos son sus siervos y sus proveedores, y no sólo proclaman que
su señor es, sino que es un señor excepcional, al que hay que buscar con gran tesón.
Están tan vinculados al Silencio que no son más que burbujas en su superficie, que
estallan de inmediato, como prueba de la potente y prolífica corriente submarina. Son
una tímida declaración del Silencio, aptos únicamente para nuestros nervios auditivos
cuando chocan entre ellos y lo sustituyen. En la medida en que hacen esto, y realzan e
intensifican el Silencio, son la armonía y la más pura melodía.
El Silencio es el refugio universal, la secuela de todos los discursos insulsos y las
acciones necias, un bálsamo para todas nuestras desazones, al que damos la bienvenida
por igual tras la saciedad y la decepción. Es ese fondo donde la brocha del pintor no
puede llegar, ya sea un maestro o un mediocre, y que, por incómoda que sea la figura en
primer plano, sigue siendo nuestro santuario inviolable, que ninguna mezquindad puede
mancillar, donde nadie puede molestarnos.
El orador abandona su individualidad, y es más elocuente cuanto más calle.
Escucha mientras habla, y es un oyente entre su audiencia. ¿Quién no ha oído Su
estruendo infinito? El Silencio es el megáfono de la Verdad, el único oráculo, los
verdaderos Delfos y Dodona[58], que reyes y cortesanos harían bien en escuchar, y del
que no obtendrán jamás una respuesta ambigua. Pues a través de Él se han hecho todas
las revelaciones, y en la medida en que los hombres han consultado su oráculo interior
han obtenido un conocimiento claro, y se dice de su época que ha sido ilustrada. En
cambio, cuando han deambulado hasta un Delfos extranjero y pedido consejo a su
sacerdotisa enloquecida, sus años han sido oscuros y plúmbeos. Muchas fueron las
épocas ruidosas y parlanchinas que llevan largo tiempo sin emitir ningún sonido. En
cambio, la era griega, silenciosa y melódica, suena y resonará por siempre en los oídos
de los hombres.
Un buen libro es el plectro con el que se pellizcan nuestras liras, que de lo contrario
permanecen en silencio. Es habitual que atribuyamos a la obra escrita el interés que
pertenece a nuestra propia secuela no escrita —aunque, en comparación, la primera
está sin vida—. Esta secuela es la parte más indispensable de todos los libros. El
objetivo del autor debería ser decir de una vez por todas, y enfáticamente: «Dijo», έφη,
ε. Esto es lo máximo a lo que puede aspirar el escritor. Si hace de su obra un rompeolas
contra el que pueda romper el oleaje del Silencio, habrá hecho algo bueno.
Sería inútil que me esforzase en interrumpir el Silencio, pues éste no puede
plasmarse en inglés. Durante seis mil años los hombres lo han traducido con la
fidelidad que les era propia, y aun así no es mejor que un libro sellado. Un hombre
puede hablar y hablar con total confianza durante un tiempo, pensando que domina su
argumentación y que algún día agotará su tema. Sin embargo, también él acabará por
callar, y los hombres sólo recordarán lo bien que había empezado, pues cuando al fin
sea engullido por Él, la desproporción entre lo dicho y lo callado serán tan vasta que el
hombre no parecerá más que la burbuja de esa superficie donde desapareció. En
cualquier caso, nosotros seguiremos adelante, como esas golondrinas de los acantilados
chinos, construyendo nuestros nidos con la espuma de las palabras, que quizá algún día
sean el pan de la vida para quienes viven a orillas del mar.
Ese día hicimos unas cincuenta millas entre vela y remo, y ahora, bien entrada la noche,
nuestro bote rozaba las espadañas de su puerto de origen, y su quilla reconocía el barro
de Concord, donde una leve marca de su contorno seguía impresa en los cálamos
aromáticos aplastados, que apenas se habían levantado desde nuestra salida.
Desembarcamos alegres, de un salto, en la orilla, sacamos el bote del río y lo
amarramos a su manzano silvestre, cuyo tronco aún conservaba la marca de la rozadura
que la cadena había dejado durante las crecidas de la primavera.
HENRY DAVID THOREAU (Concord (EE. UU.), 1817 - Ibídem, 1862). Escritor y
ensayista estadounidense. Nacido en el seno de una familia modesta, se graduó en
Harvard en 1837 y volvió a Concord, donde inició una profunda amistad con el escritor
Ralph Waldo Emerson y entró en contacto con otros pensadores trascendentalistas. En
1845 se estableció en una pequeña cabaña que él mismo construyó cerca del pantano de
Walden a fin de simplificar su vida y dedicar todo el tiempo a la escritura y la
observación de la naturaleza. En este período surgieron Una semana en los ríos
Concord y Merrimack (1849), descripción de una excursión que diez años antes había
realizado con su hermano, y, finalmente, Walden (1854), que tuvo una notable acogida.
En 1846, concluida su vida en el pantano, Thoreau se negó a pagar los impuestos que el
gobierno le imponía, como protesta contra la esclavitud en América, motivo por el cual
fue encarcelado; este episodio le llevó a escribir Desobediencia civil (1849), donde
establecía la doctrina de la resistencia pasiva que habría de influir más tarde en figuras
de la talla de Gandhi y Martin Luther King. Cercano a los postulados del
trascendentalismo, su reformismo partía del individuo antes que de la colectividad, y
defendía una forma de vida que privilegiara el contacto con la naturaleza.
Notas
[1]Tal y como indica el propio Thoreau, estos versos pertenecen a las Metamorfosis de
Ovidio 1, 39-42, y el autor realiza la traducción en el texto original. Los tres poemas
epigráficos que los preceden son de la cosecha de Thoreau, como todos los que
aparecen a lo largo del libro, salvo que una nota al pie especifique lo contrario.
Asimismo, todas las notas, a menos que se especifiquen como propias del traductor, son
de los editores. <<
[1]Términos que el inglés toma prestados de la lengua de los nativos americanos y que
hacen referencia, respectivamente, a un hombre y una mujer casados. <<
[2] Ralph Waldo Emerson (1803-1882), ensayista y poeta americano, padre del
trascendentalismo. Vivió en Concord desde 1835 y fue el mentor de Thoreau. <<
[3]Lemuel Shattuck (1793-1859) fue un librero, editor, historiador y estadista
americano, amén de un auténtico pionero en el campo de la sanidad pública. Es autor de
A History of the Town of Concord, publicada en Boston en 1835. <<
[4] De south y borough, «del condado del Sur» (N. del T.). <<
[5]
Fechas, respectivamente, de la Guerra de la Independencia y la Guerra anglo-
americana. <<
[6]El «viejo Johnson» es Edward Francis Johnson (1598-1672), primer historiador de
Nueva Inglaterra, de origen inglés, que con su obra pretendía acabar con los prejuicios
de sus compatriotas sobre esta colonia y sus habitantes. En este pasaje se cita su A
History of New England, or Wonder-Working Providence of Sions Saviour in New
England, publicada en Londres en 1654. <<
[7]Janto es el nombre sagrado y Escamandro el nombre terrenal de un dios-río que
discurría junto a Troya. <<
[8]Cita de la obra Troilo y Crésida, IV vv. 1548-1549, de Geoffrey Chaucer
(1343-1400), poeta, filósofo y escritor, autor de los célebres Cuentos de Canterbury.
<<
[9]
Montaña de la región de Beocia, Grecia, donde según la mitología se retiraban las
Musas. <<
[10]Cita del poema «Cooper’s Hill», vv. 1-4, de Sir John Denham (1615-1669), poeta
inglés. <<
[1]Estos versos, parte de un fragmento del Tiestes de Eurípides, aparecen citados en las
Obras morales de Plutarco. La traducción usada por Thoreau se publicó en Londres en
1718, aunque la fuente directa pudo ser un cuaderno de Emerson, en el que este autor
atribuía los versos a Píndaro. <<
[2]El 19 de abril de 1775 los milicianos de Concord se enfrentaron a las tropas inglesas
en North Bridge, si bien la Revolución comenzó propiamente cuando, ese mismo día,
los ingleses mataron a dos patriotas en Lexington Green. <<
[3] Cita del poema «Concord Hymn» de Emerson, vv. 1-8. <<
[4]La Batalla de Bunker Hill tuvo lugar en junio de 1775 en Boston y se la considera
una de las más sangrientas de toda la Guerra de la Independencia americana. Laconia es
una región al sur del Peloponeso. <<
[5]Alusión a Musgos de una vieja casa parroquial (1846), tercera colección de relatos
cortos de Nathaniel Hawthorne (1804-1864), escritor americano, autor de La letra
escarlata, residente en Concord y cercano a Thoreau. <<
[6] Diosa romana de las estaciones. <<
[7] Chaucer, Troilo y Crésida, IV v. 1549. <<
[8]Izaac Walton (1593-1683), escritor inglés, autor de la obra The Compleat Angler, or
the Contemplative Man’s Recreation. <<
[9] Río del norte de Inglaterra. <<
[10] Subtítulo de la obra de Walton. <<
[11]
Jean Louis Rodolphe Agassiz (1807-1873), zoólogo y geólogo suizo con el que
Thoreau mantuvo múltiples intercambios de muestras y correspondencia. <<
[12]John Josselyn (1638-1675), explorador inglés que realizó uno de los primeros
viajes consagrados al estudio de la flora y la fauna. <<
[13] Literalmente, río «mina de cobre» (N. del T.). <<
[14]Cima más alta del estado de Maine, cuyo nombre indio significa «la más grande de
las montañas». Thoreau lo coronó varias veces y lo relata en su obra Los bosques de
Maine. <<
[15] Uno de los ríos del infierno según la mitología griega. <<
[16]La fuente de estas líneas es la edición de Joseph Ritson de Robin Hood (1832), 1,
98. <<
[17] Cita de Quarles, Emblemes, II, 15, vv. 8-10. <<
[18]Antigua ciudad italiana, situada en la desembocadura del río Tíber, donde según la
mitología habría desembarcado Eneas a su regreso de Troya. <<
[19]Esta frase, ligeramente alterada por Thoreau, es una cita de la obra de Shakespeare
Julius Caesar, acto IV, escena III, v. 27. <<
[20] En inglés, Thoreau nos dice que esos sonidos son prueba del estado de health or
sound de la naturaleza. En este contexto, ambos adjetivos significan «sano»: la
naturaleza está sana, pues. Sin embargo, sound (literalmente, «sonido») también
introduce un matiz importante para este pasaje que perdemos en la traducción (N. del
T.). <<
[1]William Ellery Channing (1818-1901), poeta trascendentalista americano, amigo y
primer biógrafo de Thoreau. <<
[2]Pierre du Gua Sieur de Monts (1558-1628), explorador francés y fundador de la
primera colonia permanente en Canadá. <<
[3]Alusión a los Oráculos de Zoroastro, parágrafo 158, que Thoreau encontró en The
Phenix: A Collection of Old and Rare Fragments, publicado en Nueva York en 1835.
<<
[4]
En inglés, Thoreau habla de meeting-house, edificios donde tenía lugar una reunión
pública, tanto de carácter civil como, muy frecuentemente, religioso (N. del T.). <<
[5]Hârûn al-Rachîd ben Muhammad ben al-Mansûr (763-809), califa abasida de
Bagdad que aparece en diversas escenas de Las mil y una noches. <<
[6] Cita del poema de William Ellery Channing «The River», vv. 1-7. <<
[7] Nueva cita del poema «Boat Song», de Channing, vv. 16-20. <<
[8]Cita del poema «The Elixir», vv. 9-12, de George Herbert (1593-1633), poeta y
orador inglés. <<
[9]Cita de New England’s Memorial (1826), de Nathaniel Morton (1613-1686),
secretario de la colonia de Plymouth. <<
[10]Ciudad italiana célebre por su sistema defensivo, concebido en el siglo XII por el
arquitecto Alberto Pitention. <<
[11] En español en el original. <<
[12] Este fragmento podría pertenecer a una balada de la época. <<
[13]Ciro II el Grande (559-529 a. C.), fundador del imperio persa. Autorizó la
reconstrucción del templo de Jerusalén destruido por Nabucodonosor. <<
[14]
Estos pasajes pertenecen a una petición realizada en 1728 y recogida en History of
Concord, de Lemuel Shattuck. <<
[15]Shittim es el nombre hebreo que designa la acacia de la que se extrajo la madera
para construir el Arca de la Alianza. <<
[16] Puerto y región de Yemen célebre por sus riquezas. <<
[17]Lugares a los que se hace referencia en la descripción de esta controversia,
recogida en la ya mencionada History of Concord. <<
[18]Cita del poema de Felicia Hemans «The Landing of the Pilgrim Fathers in New
England», v. 40, recogido en The Poetical Works of Mrs. Hemans, publicado en dos
volúmenes en Filadelfia en 1832. <<
[19]Un wigwam es una vivienda cupulada de una sola estancia usada por ciertas tribus
nativas norteamericanas. Se construyen con un armazón de postes arqueados,
habitualmente de madera, que se cubren con diversos materiales para formar el techo.
Los detalles de la construcción varían con cada cultura y con la disponibilidad.
Algunos de los materiales usados como cobertura incluyen hierba, maleza, corteza,
juncos, esteras, cañas, pieles o tejidos. <<
[20]Entre los indios algonquinos, el sachem era el líder del clan. Actuaba ora de
gobernante, ora de juez; en los conflictos entre pueblos, hacía de diplomático, mientras
que en las guerras era el comandante en jefe (N. del T.). <<
[21] Zona cercana a Nápoles famosa por sus manantiales medicinales. <<
[22] Garganta al norte de Tesalia reputada como lugar predilecto de las Musas. <<
[23] John Evelyn (1620-1706), escritor, periodista y jardinero inglés. <<
[24]
Archipiélago situado al sur del océano Pacífico, entre cuyas islas se cuentan Tahití y
Bora-Bora. <<
[25]Cita de Polynesian Researches (1829), de William Ellis (1794-1872), médico,
pintor y explorador británico, así como autor del primer estudio etnográfico del
Pacífico. <<
[26]Cita de Castara, tercera parte, vv. 29-30, del poeta inglés William Habington
(1605-1654), que Thoreau encontró en The Works of the English Poets, from Chaucer
to Cowper, recopilación de Alexander Chalmers publicada en veintiún volúmenes en
Londres en 1810. Esta antología de Chalmers, a la que volveremos en varias notas de
este libro, era una fuente primaria de Thoreau en materia de poesía inglesa. <<
[27]Bardo escocés del siglo III, autor de poemas en gaélico cuya traducción al inglés, a
cargo de James Macpherson (1736-1796), obtuvo un inmenso éxito en Europa. <<
[28]
Richard Arkwright (1732-1792), ingeniero inglés, inventor de una máquina de coser
que revolucionó la industria de la época. <<
[29]Cita de Confesión del amante, libro ΙV, vv. 2427-2432, de John Gower
(1330-1408), poeta inglés. <<
[30]Cita de «A Poem Against Idleness, and the History of Sardanapalus», vv. 125-
127, 134-137, de John Lydgate (1370-1450), poeta inglés. <<
[31]
Cita de Mystagogus Poeticus, or The Muses Interpreter (1848), de Alexander
Ross (1591-1654), poeta inglés. <<
[32]Endimión es un rey de Élide, enamorado de Selene (la luna), y Memnón, hijo de Eos
(la aurora), será matado por Aquiles durante la Guerra de Troya. <<
[33]
Hijo de Helio (el sol), orgulloso y bravucón, murió al ser incapaz de controlar los
caballos del carro de su padre. <<
[34]
Neptuno fue descubierto el 23 de septiembre de 1846 por Johann Gottfried Galle
(1812-1910). <<
[35] Alusión a la frase «relato de la divina Troya», en Il penseroso de Milton, v. 100. <<
[36]
Citas de la obra de Joseph Wolff Narrative of a Mission to Bokhara, publicada en
Nueva York en 1845. <<
[37]Puede que esa frase formase parte del lenguaje popular en la década de 1840,
cuando se publicó este libro. Una posible fuente es el Hamlet de Shakespeare: «Le
hablaré con dagas, mas no usaré ninguna» (acto III, escena II, 396). <<
[38] Cita de Trabajos y días, vv. 770-771. <<
[39]Cita de History of Dunstable, de Charles J. Fox (1811-1846), historiador
americano. <<
[40]
Cita de la Ilíada de Homero 1, 196, que podemos traducir así: «En su corazón ella
[Hera] los amaba a ambos por igual y los cuidaba». <<
[41] Alusión al libro Polynesian Researches, de William Ellis, publicado en 1832. <<
[42]Cita de The American Crisis de Thomas Paine (1737-1809), intelectual y
revolucionario americano. <<
[43] Cita de la Ilíada de Homero, vv. 1259-1263, en traducción de Thoreau. <<
[44]Monday (de moon y day: lunes, o día de la luna) y Sunday (de sun y day: domingo,
o día del sol) (N. del T.). <<
[45] Alusión a la Jerusalén liberada, del poeta italiano Torquato Tasso (1544-1595). <<
[46] Salmos 137, 5. <<
[47] Salmos 137, 1. <<
[48] Emmanuel Swedenborg (1688-1772), científico, filósofo y teólogo sueco. <<
[49]
Cita de Translation of Several Principal Books, Passages, and Texts of the Veds
(1832), de Rajah Rammohun Roy Bahadoor (1772-1833), fundador de un importante
movimiento por el renacimiento de la filosofía hindú en el siglo XIX. <<
[50] Cita de Quarles, A Feastfor Wormes, «Meditation 5», vv. 37-40. <<
[51] Cita de Quarles, Emblemes, I, 8, vv. 1-3. <<
[52]
Famoso fragmento shakespeariano de Como gustéis, acto II, escena VII, vv. 139-
140. <<
[53]
Citas de «To My Dearly Loved Friend, Henry Reynolds», vv. 106, 109, de Michael
Drayton (1563-1631), poeta inglés. <<
[54]
Cita de Life of Sir Thomas Browne, en Sir Thomas Browne’s Works (1835), de
Samuel Johnson (1709-1784), poeta inglés. <<
[55]
Cita del poema «To the Memory of the Incomparable Paire of Authors, Beaumont
and Fletcher», v. 44, que aparece en los poemas de Beaumont seleccionados por
Chalmers para su antología. <<
[56]
Este pasaje pertenece al Gulistán, obra del poeta persa Saadi (Mushrif-ud-Din
Abdullah, 1184-1283/1291 ?), traducido al inglés por James Ross y publicado en
Londres en 1823. <<
[57]Cita de «Select Sentences of Sextus the Pythagorean», un apéndice de la Vida
pitagórica de Jámblico, traducido por Thomas Taylor y publicado en Londres en 1818.
<<
[58]Pilgrim’s Progress, obra del predicador inglés John Bunyan (1628-1688) publicada
en 1678. <<
[59]Esta serie de citas bíblicas pertenece al Evangelio según San Mateo 6, 33; 6, 19;
19, 21; 16, 26; 17, 20; 24,35. En esta edición todas las citas bíblicas provienen de la
Nueva Biblia Española, en traducción dirigida por Luis Alonso Schökel y Juan Mateos.
<<
[60]
Construida en el siglo XIX e inaugurada en 1833, esta institución era una casa de
acogida para «cuidar de los marineros ancianos, decrépitos y exhaustos» (N. del T.). <<
[61] Conspirador ateniense cuya historia es relatada por Plutarco en sus Vidas paralelas.
<<
[62] Cita del Gulistán de Saadi. <<
[63] Richard Baxter (1615-1691), teólogo inglés. <<
[64]
Cita de Historical Collection of the Indians of New England, de Daniel Gookin
(1612-1687), colono en Virginia y Massachusetts. <<
[65]Puede que Thoreau tuviese acceso a manuscritos originales a la hora de citar este
pasaje, pues el episodio descrito se imprimió en la década de los cincuenta (después de
la publicación de esta obra), en Records of the Governors and Company of the
Massachusetts Bay, editada por Nathaniel B. Shurtleff. <<
[66]
Cordel o cinturón de abalorios usado tradicionalmente como moneda por algunos
pueblos amerindios, que lo consideraban sagrado (N. del T.). <<
[67] El «diario» de John Winthrop (1588-1649, fundador de la colonia de
Massachusetts) citado por Thoreau es The History of New England from 1630 to 1649,
publicado en Boston entre los años 1825 y 1826. <<
[68]La frase «indios devotos», encontrada en numerosas historias de Nueva Inglaterra,
entre ellas la de Daniel Gookin, hace referencia a los indios que se habían convertido
al cristianismo. <<
[69]Thomas Hutchinson (1711-1780, gobernador de la colonia de Massachusetts)
recoge la correspondencia que el Tribunal General mantuvo con Cromwell sobre los
indios en su The History of Massachusetts Bay, publicada en Londres en 1765. <<
[70] Miantonimo († 1643) fue un jefe de los indios narragansett. <<
[71] John Webster (1590-1661) fue gobernador de la colonia de Connecticut. <<
[72] Montes cercanos al monte Olimpo. <<
[73] Fuente sobre el monte Helicón. <<
[74] Uno de los grandes ríos de Escocia. <<
[75]
Cita de William Alexander, conde de Stirling (1570-1640) y autor del poema «A
Paraenisis to Prince Henry», vv. 36, 38-40, que Thoreau encontró en la antología de
Chalmers. <<
[76]
Cita del artículo «Poetry», publicado en The Herald of Freedom el 9 de septiembre
de 1841, firmado por Nathaniel Rogers (1794-1846), destacado abolicionista
americano. <<
[77] No hay que confundir la Concord a orillas del río Merrimack, en el estado de
Nuevo Hampshire, con la Concord a orillas del río Concord, pueblo natal de Thoreau
situado en el estado de Massachusetts, al que los viajeros no volverán hasta el próximo
sábado (N. del T.). <<
[78] Se desconoce el origen de las tres frases entrecomilladas de este párrafo. <<
[79]Pasaje escrito por el naturalista David Humphreys Storer (1804-1891) y recogido
en Fishes of Massachusetts, aparecido en la encuesta zoológica y botánica Reports on
the Fishes, Reptiles, and Birds of Massachusetts, publicada en Boston en 1830. <<
[80]
Cita del historiador Jeremy Belknap (1744-1796) recogida en The History of New
Hampshire, publicada en Boston en 1813. <<
[81]
Cita de A Description of New England, escrita por el capitán y navegante John
Smith (1580-1631) y recogida en las Collections de la Massachusetts Historical
Society publicadas en 1837. <<
[82]Cita del poema «Thanks for a Summer Day», vv. 85-88, 121-124, de Alexander
Hume (1560-1609) que Thoreau encontró en la obra de James Sibbald Chronicle of
Scottish Poetry, publicada en Edimburgo en 1802. <<
[83]
El Diccionario geográfico al que Thoreau hace referencia aquí es la obra de John
Hayward New England Gazetteer, publicado en Concord, Nuevo Hampshire, en 1839.
<<
[84]Estos fragmentos, traducidos justo debajo por Thoreau, pertenecen a las Bucólicas
de Virgilio, égloga VII, vv. 48 y 54. <<
[85]Aquí empiezan siete pasajes de la Ilíada de Homero, todos traducidos por Thoreau
en la versión original: XI, vv. 62-66, 84-91; VIII, vv. 553-565; XV, vv. 78-84; I,
vv. 156-157, vv. 247-249; XI, vv. 722-726. Para la versión española hemos usado la
traducción rítmica de Agustín García Calvo (Lucina, 1995). <<
[86]
Cita de la obra de Philip J. Bailey (1816-1902), Festus, publicada en Londres en
1839. <<
[87]Cita del Bhagavad Gita, IV 28, 31. La traducción inglesa manejada por Thoreau
corría a cargo de Charles Wilkins y fue publicada en Londres en 1785. <<
[88] Cita de Quarles, Emblemes, II, 9, vv. 43-44. <<
[89] Cita de Quarles, A Feast for Wormes, «Meditation 1», vv. 45-46. <<
[90] Cita de Quarles, Job Militant, «Meditation 13», vv. 23-24. <<
[91]Versos de un fragmento sin título escrito por el filósofo cínico Crates de Tebas
(368-285 a. C.) y traducidos por Thoreau. <<
[92]
Juego de palabras intraducibie, pues el inglés chest significa «pecho», además de
«cofre» (N. del T.). <<
[93] Cita de un poema sin título de William Ellery Channing. <<
[94]
Cita del poema de Habington «To My Honoured Friend and Kinsman, R. St.
Esquire», vv. 41-44, que Thoreau encontró en la antología de Chalmers. <<
[95]El Lyceum era un movimiento que promovía la educación de los adultos en los
estados del Norte y el Este a través de una red informal de salas instaladas en escuelas,
iglesias y edificios públicos, en las cuales se impartían conferencias sobre historia,
política, arte, botánica, etc. El Lyceum de Concord fue creado en 1828 y por él pasaron
los principales intelectuales y escritores de Nueva Inglaterra. <<
[96] Cita del poema de Emerson «Ode to Beauty», vv. 60-63. <<
[97] Nombre solar de Apolo. <<
[98] Cita del poema de Emerson «The Problem», vv. 11-12. <<
[99]Este extracto, así como la frase «reinado de Isabel» en la siguiente línea y el
fragmento que la sigue, son citas del poeta e historiador inglés Samuel Daniel
(1562-1619) en su homenaje a Filotas, vv. 74-76, 77, 81-82; los siguientes dos
fragmentos también son de Daniel, Musophilus, vv. 947-952, 431-34. Thoreau encontró
todos estos pasajes en la antología de Chalmers. <<
[100] James Knox Polk (1795-1849) fue el undécimo presidente de los Estados Unidos.
<<
[101]
Sir Philip Sidney (1554-1586) y Edmund Spenser (1552-1599), dos de los grandes
poetas isabelinos. <<
[102] Sir Walter Raleigh (1554-1618), poeta, corsario, oficial y explorador inglés. <<
[103]
El «viajero francés Botta» es Paul Emile Botta (1802-1870), cuyo Notice sur un
voyage dans l’Arabie heureuse, publicado en París en 1841, se cita aquí. La fuente de
Thoreau es una reseña en el Athenaeum, n.º 740, publicada el 1 de enero de 1842. <<
[104] Benjamin Jonson (1572-1637), dramaturgo inglés próximo a Shakespeare. <<
[105]La referencia a la «boca inspirada» de la sibila es de Heráclito, citado en los
Diálogos píticos de Plutarco, que Thoreau encontró en la obra de Heinrich Ritter The
History of Ancient Philosophy, traducida por J. W Morrison y publicada en cuatro
volúmenes en Londres, entre los años 1838 y 1846. <<
[106]Para citar los apuntes biográficos del escritor inglés John Aubrey (1626-1697)
sobre Thomas Fuller, John Hales, Edmund Halley y William Holder, Thoreau se remite
a la obra de Aubrey Lives of Eminent Men, en Letters Written by Eminent Persons…
and Lives of Eminent Men, ed. John Walker (Londres, 1813): 2: 354, 364, 365-366,
398-399. <<
[107] Rivus (arroyo), fluvius (río), lacus (lago), amnis (torrente) (N. del T.). <<
[108] Cita de las Metamorfosis de Ovidio, 1, 41-42, traducida por Thoreau justo encima.
<<
[109] Thoreau se refiere a la ya mencionada History of Dunstable, de Charles J. Fox. <<
[110]Conflicto armado entre los indios y los colonos ingleses del sur de Nueva
Inglaterra, uno de los más sangrientos de todas las llamadas Guerras Indias. <<
[111]
Citas de Historical Account of the Doings and Sufferings of the Christian Indians
in New England in the Years 1675, 1676, 1677, obra escrita por Daniel Gookin y
publicada por la American Antiquarian Society, en 1836. <<
[112] Cita de History of Dunstable, de Charles J. Fox. <<
[113]Cita de Five Hundred Points of Good Husbandry, X, stanza 19, del poeta y
agricultor Thomas Tusser (1524-1580), que Thoreau pudo haber encontrado en el
cuaderno de Emerson. <<
[114] Cita de History of Dunstable, de Charles J. Fox. <<
[1]Esta última cita es de la obra de William Browne The Shepherd’s Pipe, égloga IV,
v. 170, que Thoreau encontró en la antología de Chalmers. (Thoreau se equivoca al
atribuir este verso a las Britannia’s Pastorals de Browne). <<
[2]Cita de «Hey Now the Day Daws», vv. 25-32, del poeta escocés Alexander
Montgomery (1550-1598), que Thoreau encontró en la ya mencionada antología de
Sibbald. <<
[3] John Ledyard (1751-1789), explorador americano que realizó la vuelta al mundo. <<
[4]Las citas que describen la expedición del explorador y capitán americano John
Lovewell (1691-1725) son del poema «Lovewell’s Fight Song», recogido en la obra de
John Farmer y J. B. Moore Collections: Historical and Miscellaneous, publicada en
Concord en 1824. Las citas son, respectivamente, el epígrafe del poema, los vv. 3-4,
30, 57-64, 71-72, y los versos que cierran el poema. <<
[5]Capitán Myles Standish (1584-1656), oficial inglés y consejero militar en la colonia
de Plymouth. <<
[6] Capitán Benjamin Church (1639-1718), carpintero y oficial americano. <<
[7] Cita de History of Concord, de Lemuel Shattuck. <<
[8]Cita del poema «Lovewell’s Fight. A Song», vv. 81-92; 101-104, recogido en la ya
citada obra de Farmer y Moore Collections. <<
[9] El «antiguo diario» citado aquí es la History of Concord, de Lemuel Shattuck. <<
[10] Cita del poema «Lovewell’s Fight. Song», vv. 51-52. <<
[11] Cita de History of Dunstable, de Charles J. Fox. <<
[12] Planicie aluvial del Ganges. <<
[13]
El Oxford English Dictionary cita esta frase, «new lights», para describir a gente
que apoya «nuevas doctrinas (especialmente teológicas y eclesiásticas)», con lo que
«aseguran disponer de una iluminación superior». <<
[14] Cita de la ya mencionada The History of New Hampshire, de Jeremy Belknap. <<
[15]El «poeta» es Shakespeare, que en Julius Caesar, acto IV, escena III, v. 218,
escribe: «Existe una marea en los asuntos de los hombres». <<
[16]
Como el propio Thoreau indica a continuación, la cita es de la Jitopadesa de Visnú
Sharma, una colección de fábulas redactadas en sánscrito entre los siglos IV y VI antes
de nuestra era, cuya traducción al inglés a cargo de Charles Wilkins fue publicada en
Bath en 1787. <<
[17] Cita de «Locksley Hall», vv. 137-138, de Lord Alfred Tennyson (1809-1892). <<
[18] Situado en Yemen. <<
[19]
Los escritos del «viajero y naturalista francés Botta» fueron reseñados de manera
anónima en el Athenaeum. <<
[20]Celastrus edulis. De uso tradicional en la península arábiga, y de cuyas hojas se
obtiene una sustancia psicotrópica. <<
[21]
Cita de los Oráculos de Zoroastro, n.º 181, publicados en el ya mencionado The
Phenix. <<
[22] Ciudad de la ruta de la seda, situada en Uzbekistán. <<
[23]Cita de Narrative of a Mission to Bokhara, la ya anteriormente aludida obra de
Joseph Wolff. <<
[24] En Boston. <<
[25] Al parecer, este dicho era común en la época de Thoreau. <<
[26] Cita de los Oráculos de Zoroastro, n.º 154, publicados en The Phenix. <<
[27]Cita de la obra de Samuel Daniel Musophilus, vv. 477-80, que Thoreau encontró en
la antología de Chalmers. <<
[28] Cita de los Meteorológicos aristotélicos. La traducción al inglés es de Thoreau. <<
[29] Cita del Gulistán, de Saadi. <<
[30]
Ambos fragmentos son del poeta inglés Charles Cotton (1630-1687): «The Morning
Quatrains», vv. 35-36, que Thoreau encontró en la antología de Chalmers; el segundo es
de «The Lording Peasant», vv. 57-60, que Thoreau leyó en la antología de Thomas
Evans Old Ballads, publicada en Londres en 1810. <<
[31]Alusión a la noche que Thoreau pasó en prisión tras negarse a pagar impuestos
recaudados por un «Estado esclavista» y que iniciaba entonces la invasión de México,
origen de su célebre ensayo La desobediencia civil <<
[32] Gigante mitológico de cien brazos y cincuenta cabezas de fuego. <<
[33] Gigante con cien ojos. <<
[34] Protector del Vellocino de Oro. <<
[35]Las «conferencias dudleianas» fueron una serie de prestigiosas conferencias sobre
religión impartidas en la Universidad de Harvard en 1745 por Paul Dudley
(1675-1751), fiscal general de Massachusetts. <<
[36]Pius Æneas es un nombre común para Eneas. Thoreau, en este pasaje, hace
referencia al final del libro segundo de la Eneida de Virgilio. <<
[37]Cita del poema «The Jolly Pinder of Wakefield, with Robin Hood, Scarlet, and
John», vv. 13-16, en la obra Robin Hood, edición de Joseph Ritson. <<
[38]
Cita del poema «Obsequies of the Lord Harrington, Brother to the Countess of
Bedford», vv. 51-52, de John Donne (1572-1631). <<
[39]
Onesícrito (360-290 a. C.), historiador griego que acompaña a Alejandro en su
campaña en Asia. <<
[40]Nombre dado por los griegos a ciertos filósofos indios que probablemente
meditaban desnudos. <<
[41]
Cita de la Geografía de Estrabón. La traducción es del propio Thoreau, desde la
obra Strabonis rerum geographicarum libri, publicada en dos volúmenes en
Ámsterdam en 1707. <<
[42]Cita del libro Confucius et Mencius: Les Quatre livres de philosophie morale et
politique de la Chine, traducido al francés por M. G. Pauthier y publicado en París en
1841, en traducción del propio Thoreau. <<
[43]Thoreau indica que esta frase es de Chateaubriand, aunque no se conoce su fuente en
las obras de este autor. <<
[44]
Los wólof, que Thoreau identifica como fuente de este dicho, son un pueblo de
Senegal. Se desconoce la fuente exacta de Thoreau para este pasaje. <<
[45] Citas de Antígona de Sófocles, traducidas por Thoreau, vv. 65-79 y 445-457. <<
[46]Según el hinduismo, Manu es el progenitor de la humanidad. La fuente de Thoreau
para esta máxima de Manu es Sir William Jones, traductor de Institutes of Hindu Law;
or, The Ordinances of Manu, According to the Gloss of Culluca, recogido en la obra
Jones’s Works, publicada en Londres en 1799. <<
[47] Citas del Bhagavad Gita. <<
[48]El «traductor francés» al que se hace referencia, y que a su vez Thoreau tradujo al
inglés, es M. G. Pauthier, en su introducción a la ya mencionada Confucius et Mencius:
Les Quatre livres. <<
[49]Los pasajes escritos por Warren Hastings (1732-1818), primer gobernador la India
británica, y citados por Thoreau pertenecen a su epístola introductoria al Bhagavad
Gita. <<
[50] Citas del Bhagavad Gita. <<
[51]El padre de Thoreau tenía una fábrica de grafito y lapiceros, en la que Thoreau tomó
parte activa y cuyas innovaciones permitieron a la familia producir los mejores lápices
del continente. <<
[52]Es un personaje del Mahabharata, secretario y consejero del rey ciego Kaurava
Dritarastra. <<
[53] Epopeya sánscrita de la mitología hindú comparable en su relevancia a la Biblia.
<<
[54]Sir Charles Wilkins (1749-1836), tipógrafo y orientalista inglés, célebre por haber
sido el primer traductor del Bhagavad Gita al inglés. <<
[55]
La frase «Ex oriente lux» (luz de Oriente) era el lema del Fondo de Traducción
Oriental. <<
[56]Tal y como Thoreau indica, su fuente para los pasajes aquí citados es la obra del
lingüista inglés William Jones (1746-1794), Institutes of Hindu Law. Las Leyes de
Manu, compuestas entre los siglos XIII y XIV antes de nuestra era, reglan la vida social y
religiosa en la India y constituyen la base del sistema de las castas. <<
[57]
Nombre de dos cadenas montañosas indias que descienden respectivamente hacia el
mar de Omán y el golfo de Bengala. <<
[58]Juego de palabras con la palabra inglesa gloss, que significa «glosa», además de
«brillo, lustre». Así pues, también podríamos entender esta frase como: «Constituye una
nueva glosa de las praderas…». Sí optamos por traducir con glosa en otros dos casos
de este mismo párrafo, más adelante (N. del T.). <<
[59]Alusión a Historical and Descriptive Account of British India, obra del geógrafo
inglés Hugh Murray (1779-1846) publicada en Nueva York en 1832. <<
[60]En esta cita y en las que aparecen a principios del siguiente párrafo, Thoreau vuelve
a las Leyes de Manu, en jones, Institutes of Hindu Law. <<
[61]La fuente de Thoreau para este pasaje de la «Crónica árabe de Alwákidi» es la obra
del orientalista inglés Simon Ockley (1678-1720), The Conquest of Syria, Persia, and
Egypt, by the Saracens, publicada en Londres entre 1708 y 1718. <<
[62]
Conviene saber que dark ages («edad oscura») en inglés también refiere a la Edad
Media (N. del T.). <<
[63] Edwin de Northumbria (585-633), rey de Northumbria que se convirtió al
cristianismo y lo implantó en su reino. <<
[64]
Cita de History of the Anglo-Saxons, obra del historiador inglés Sharon Turner
(1768-1847), publicada en Londres en 1807. <<
[65]
Los versos entre comillas son del poema de Tennyson «Locksley Hall», vv. 183-
184. El verso final es de Thoreau. <<
[66]Cita del poema de Sir Walter Scott (1771-1832), «Thomas the Rhymer», III, vv. 33-
36. <<
[67]En las mitologías griega y romana, las Oceánides eran unas ninfas hijas de Océano y
Tetis. <<
[68]
Cita de A Report on the Trees and Shrubs Growing Naturally in the Forests of
Massachusetts, de George Barrell Emerson (1797-1881, pariente lejano de Ralph
Waldo Emerson), publicado en Boston en 1846. <<
[69]
Thoreau vuelve aquí al capitán Lovewell, cuya expedición ha sido descrita en este
mismo capítulo. La frase entrecomillada es probablemente de Thoreau. <<
[70] Juego de palabras de Thoreau, porque to cut a swath puede entenderse,
literalmente, como «segar una franja», pero en inglés la expresión también puede
referirse a «causar impresión, dejar marca». Thoreau la combina con la palabra
handsome [he cut a handsome swath at a hundred and five!], con lo que podemos
concluir que el hombre, además de seguir siendo un segador fornido, aún estaba de
buen ver (N. del T.). <<
[71] Río cercano a las Montañas Blancas, en Nuevo Hampshire. <<
[72] Cita de History of Dunstable, de Charles J. Fox. <<
[73]
Cita de Historical Account of the Doings and Sufferings of the Christian Indians,
de Daniel Gookin. <<
[74]El más alto del estado de Massachusetts, que Thoreau coronó en diversas ocasiones
y sobre el que escribió un ensayo: «A Walk to Wachusett». <<
[75]
En El viaje del peregrino, de John Bunyan, el protagonista, Cristiano, descubre los
espléndidos jardines de las Montañas de las Delicias en el camino a la Tierra
Encantada y la Ciudad Celeste. <<
[76]Protagonista de The History of Rasselas, Prince of Abissinia, obra de Samuel
Johnson publicada en 1759. <<
[77]
La «balada de Robin Hood» a la que Thoreau hace referencia aquí es «Robin
Hood’s Progress to Nottingham», vv. 71-74, en la obra de Ritson Robin Hood. <<
[78] Cita de History of Dunstable, de Charles J. Fox. <<
[79]Las «autoridades más fidedignas» a las que cita Thoreau son los vv. 1-8 del poema
«Gentle River, Gentle River», que encontró en la obra de Thomas Percy Reliques of
Ancient English Poetry, publicada en tres volúmenes en Filadelfia en 1823. El poema
es una traducción de una balada en español, «Río Verde, Río Verde». <<
[80]Cita de Historical Account of the Doings and Sufferings of the Christian Indians
in New England in the Years 1675-1677, de Daniel Gookin. <<
[81] Cita del poema «Lovewel’s Fight. A Song», vv. 5-8. <<
[82]Ligera variación del verso «Strata jacent passim sua quaeque sub arbore poma»,
de las Bucólicas de Virgilio, égloga VII, v. 54, que Thoreau ya cita en el capítulo
«Domingo» y que traducía como: «Las manzanas yacen esparcidas por doquier, cada
una bajo su árbol». <<
[83] Alusión al poema de Milton «Sobre Shakespeare», v. 4. <<
[84] Cita de Robin Hood, edición de Joseph Ritson. <<
[85]
Primer «jardín-cementerio» de los Estados Unidos, fundado en 1831 en Cambridge,
Massachusetts. <<
[86]
Cita de «Hohenlinden», v. 6, poema de Thomas Campbell (1777-1844) incluido en
The Poetical Works of Thomas Campbell, publicado en Baltimore en 1810. <<
[87]Cita del poema de Felicia Hemans «The Voice of Music», vv. 21-22, recogido en su
ya citado Poetical Works. <<
[88]Cita del Shakuntalá, de Kalidás, traducido al inglés por Sir William Jones y
publicado en Londres en 1790. <<
[89]
Thoreau saca la cita de Plutarco sobre Platón de su «Sobre la superstición», en
Obras morales. <<
[90]
Cita de Vida pitagórica, de Jámblico, ya referido anteriormente en el capítulo
«Domingo». <<
[91] Cita de El paraíso perdido de Milton, II, vv. 535-538. <<
[1] Cita de The History of New Hampshire, de Jeremy Belknap. <<
[2] Se desconoce la fuente de Thoreau para esta cita. <<
[3]La frase griega, que Thoreau traduce como «el fantasma de una sombra» es de
Píndaro, Oda pítica VIII, v. 99. <<
[4]
Este fragmento poético pertenece al poema de Giles Fletcher (1586-1623), «Christ’s
Victory in Heaven», vv. 300-302, que Thoreau pudo haber leído en la antología de
Chalmers. <<
[5] Esta serie de citas, empezando con «Adulando a las cimas…» y acabando con
«mundo desolado», pertenece al «Soneto 33» de Shakespeare. El primer verso es el
segundo del soneto, y el siguiente el cuarto. Con «sol celestial» se cita el v. 14. El
tercer fragmento es de los vv. 5-6, y la frase «mundo desolado» del v. 7. <<
[6] Cita del poema de Giles Fletcher «Christ’s Victory in Heaven», vv. 337-344. <<
[7] Cadena montañosa en el estado de Nueva York. <<
[8]El «historiador simpático y observador» citado aquí es Belknap, autor de The
History of New Hampshire. La cita bíblica de Belknap es de Job 24, 8. <<
[9] Cita del poema de Giles Fletcher «Christ’s Triumph after Death», vv. 17-22. <<
[10]Cita de la ya mencionada obra de John Hayward New England Gazetteer, entrada
de «Merrimack, New Hampshire». <<
[11]La fuente de Thoreau para este pasaje es probablemente una cita de John W. Barber,
recogida en su Historical Collections (Worcester, Massachusetts, 1841), que Barber
cita a su vez del trabajo de Nathaniel Lawrence «Historical Sketch of Tyngsborough»,
incluido en las Collections de la Massachusetts Historical Society, publicadas en 1816.
<<
[12]
Alusión al poema mitológico Hero y Leandro, comenzado por Christopher Marlowe
(1564-1593) y concluido, a la muerte del primero, por George Chapman (1559-1634).
Fue publicado en Chiswick en 1821. <<
[13]
En el original encontramos un juego de palabras intraducibie: los viajeros afirman
haber disparado a una buoy (boya), que suena peligrosamente cercano a boy (chico).
De ahí la perplejidad del hombre (N. del T.). <<
[14] Cita de la Jitopadesa, de Visnú Sharma. <<
[15] Cita de The Faerie Queene, libro III, canto V, v. 39, de Edmund Spenser. <<
[16]
Aquí Thoreau repite la cita de Spenser, The Faerie Queene, libro III, canto V, v. 39,
de Edmund Spenser. <<
[17]Este extracto poético es un fragmento de una balada isabelina caída en el olvido,
que Thoreau pudo haber encontrado en la nota introductoria de Percy a «The Beggar’s
Daughter of Bednall-Green», en la obra Reliques of Ancient English Poetry,
anteriormente citada. <<
[18]
Alusión a Mateo 10, 29: «¿No se vende un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin
embargo, ni uno solo caerá al suelo sin que lo disponga vuestro Padre». <<
[19] Cita de la Jitopadesa, de Visnú Sharma. <<
[20] Cita de History of Concord, de Lemuel Shattuck. <<
[21] Cita de las Metamorfosis de Ovidio, 1, 133-134, traducida por el propio Thoreau.
<<
[22]Thoreau se refiere a la obra Travels and Adventures in Canada and the Indian
Territories between the Years 1760 and 1776 (1809) de Alexander Henry (1739-1824),
trampero y comerciante de pieles. <<
[23]Del Lete uno de los cinco ríos del Hades según la mitología griega; más
concretamente, el del olvido (N. del T.). <<
[24] Cita del poema de Emerson «The Humble Bee», v. 38. <<
[25]Samuel Hearne (1745-1792), explorador inglés de los territorios del noroeste del
continente americano. <<
[26] Cita de History of Dunstable, de Charles J. Fox. <<
[27]
La frase «ubique gentium sunt?» (o, más comúnmente, «Ubi sunt?») significa:
«¿Dónde está la gente?». <<
[28]
Este pasaje sobre el abuelo de John Hogkins, «un indio penacook», y la carta de
John Hogkins al Gobernador que le sigue están sacados de la History of New
Hampshire de Jeremy Belknap. <<
[29] Cita de Quarles, Emblemes, XI, 13, vv. 45-48. <<
[30] Nueva alusión a Mateo 10, 29. <<
[31]La frase «alimentar el fuego», de origen incierto, podría haber tenido un uso
idiomático en época de Thoreau. <<
[32] Citas de la Jitopadesa, de Visnú Sharma. <<
[33]
Epigrama sobre Anacreonte, vv. 9-10, compuesto por el poeta lírico griego
Simónides de Ceos (siglo VI-V a. C.). La traducción al inglés es de Thoreau. <<
[34]
Lino es uno de los tres hijos de Apolo y Urano; Museo de Atenas es un poeta griego
semilegendario, alumno o hijo de Orfeo. <<
[35]Mimnermo (siglo VII a. C.), poeta elegíaco griego; Íbico (siglo VI a. C.), poeta lírico
griego; Alceo (siglo VII a. C.), poeta lírico griego; Estesícoro (siglo VI a. C.), poeta
griego; Menandro (siglo IV a. C.), autor cómico griego. <<
[36]Esta frase en griego, seguida de su traducción en el texto de Thoreau, es de
Zoroastro, citado en la obra de Ralph Cudworth The True Intellectual System of the
Universe, publicada en cuatro volúmenes en Londres en 1820. <<
[37] Cita de la balada anónima «The Fairy Queen», vv. 45-46. <<
[38] Entre las siguientes odas, que en tiempos de Thoreau solían atribuírsele a
Anacreonte, sólo la que se titula «A una potra» parece ser un original de este poeta
griego del siglo V a. C. Thoreau tradujo los poemas de una colección publicada en
Heidelberg en 1598. Para nuestra traducción, hemos usado la versión de Máximo
Brioso en Anacreónticas, CSIC, 1981. La traducción del poema «A una potra», que no
aparece en la versión de Brioso, es de José María Díaz-Regañón. <<
[39]
No se ha encontrado la fuente de este fragmento, acaso sacado de un diccionario
geográfico. <<
[1]
La frase «el genio de la orilla», que Thoreau no entrecomilla, pertenece al poema de
Milton Lícidas, v. 183, cuya temática elegíaca sin duda permea todo este libro. <<
[2] La razón por la que Thoreau entrecomilla esta palabra es incierta. <<
[3]
Cita de la ya mencionada obra de John Hayward New England Gazetteer, entrada de
«Bedford, New Hampshire». <<
[4] Que separa Staten Island y Brooklyn. <<
[5] Personificación del viento del norte en la mitología griega. <<
[6] Cita de las Geórgicas de Virgilio, II, v. 458 y que podríamos traducir así: «Si
llegasen a conocer todas sus bendiciones». <<
[7]Bato fundó la colonia de Cirene en Libia en el año 630 a. C. tras consultar al oráculo
de Delfos. <<
[8]Citas de Píndaro que pertenecen, respectivamente, a la Oda pítica IV, vv. 34-43; Oda
olímpica VII, vv. 62-63; y Oda olímpica VII, vv. 69-71. En la versión original están
todos traducidos por Thoreau. <<
[9]La frase que hace alusión a un esqueleto de ballena probablemente esté sacada de
alguna publicación local sobre el museo. <<
[10]
Citas de las Philosophical Transactions, publicadas por la Royal Society de
Londres en 1717, y recogidas en The History of New Hampshire, de Jeremy Belknap.
<<
[11] Alusión a la obra de Shakespeare Como gustéis, acto II, escena I, vv. 15-16. <<
[12] Cita del poema de Edmund Spenser «The Ruines of Rome», vv. 405-406 y 76-77.
<<
[13]Cita del historiador inglés Thomas Fuller (1608-1661). La fuente de Thoreau para
esta frase es el trabajo del ensayista Charles Lamb (1775-1834), «Specimens from the
Writings of Fuller», recogido en The Prose Works of Charles Lamb, publicado en
Londres en 1838. <<
[14] Solón (638-558 a. C.), hombre de Estado ateniense y poeta lírico. <<
[15]
Cita del poema de Giles Fletcher «Christ’s Triumph After Death», vv. 14-15, que
Thoreau encontró en la antología de Chalmers. <<
[16]
Pasaconaway (1550/1570-1679), jefe indio de la tribu de los penacook, padre de
Wannalancet (1619-1697). <<
[17]Cita de Historical Account of the Doings and Sufferings of the Christian Indians
in New England in the Years 1675-1671, de Daniel Gookin. <<
[18] Líder espiritual entre los nativos americanos. El nombre tiene su origen en una
palabra algonquina que designaba las reuniones entre los diferentes pueblos indios para
festejar y socializar. <<
[19] Cita de The History of the Colony of Massachusetts Bay, de Thomas Hutchinson.
<<
[20]Cita de Historical Account of the Doings and Sujferings of the Christian Indians
in New England in the Years 1675-1677, de Daniel Gookin. <<
[21]John Stark (1728-1822), general destacado durante la Batalla de Bennington (1777)
de la Revolución americana. <<
[22]
Las fuentes de Thoreau para la vida del «Hon. Wyseman Clagett» son Hayward,
New England Gazetteer, entrada de «Litchfield, New Hampshire», y Fox, History of
Dunstable. <<
[23]La fuente de Thoreau relativa al Hon. Matthew Thornton (1714-1803, médico y
político) y los otros personajes célebres de Nueva Inglaterra nombrados en los
fragmentos sucesivos es igualmente Hayward, New England Gazetteer, entrada de
«Merrimack, New Hampshire». <<
[24] Jaime II (1633-1701), rey de Inglaterra y Escocia. <<
[25]
Una de las primeras batallas de la Revolución americana, acaecida el 19 de abril de
1775. <<
[26] Se desconoce la fuente de la frase que cierra este pasaje. <<
[27]Conviene saber que quackery, la palabra usada por Thoreau en el original, y que
traducimos como «curandería», también significa en inglés «charlatanería» (N. del T.).
<<
[28]
Thoreau encontró este pasaje de Mencio en la obra de M. G. Pauthier Confucius et
Mencius: Les quatre livres. La traducción del francés es de Thoreau. <<
[29]Cita de «An Elegie, or Friends Passion, for His Astrophill», vv. 143-144, del poeta
inglés Matthew Royden (1550-1622), que Thoreau encontró en la antología de
Chalmers. <<
[30]
John Donne es el «otro poeta», y la cita es de su poema «To the Countess of
Huntingdon», vv. 129-130. <<
[31] Se desconoce la fuente de esta cita. <<
[32] Fuente desconocida. <<
[33]
Cita de «Another of his Cynthia», vv. 27-28, atribuido al poeta inglés Lord Brooke
Fulke Greville (1554-1628), que Thoreau encontró en England’s Helicon, publicado en
Londres en 1812. <<
[34] Cita de las Analectas de Confucio, que Thoreau encontró en The Phenix. <<
[35]Cita del poema de Richard Edwards «The Renuing of Love», vv. 37-40, que
aparece en Old Ballads, la ya mencionada antología de Thomas Evans. <<
[36] Cita de la Jitopadesa, de Visnú Sharma. <<
[37]«Henry» es Alexander Henry, cuyo Travels and Adventures in Canada (Nueva
York, 1809) se cita en este párrafo. La expresión «leche del hombre blanco» es la
forma con que Thoreau expresa la observación de Henry de que a menudo los indios
llamaban «leche» al ron. <<
[38]El primer pasaje de Chaucer es de El parlamento de las aves, v. 595; el segundo
pertenece a The Romaunt of the Rose, vv. 5.533-5.534 <<
[39]El autor de este dicho, que Thoreau atribuye erróneamente a Confucio, es Mencio.
La fuente es la obra de M. G. Pauthier Confucius et Mencius: Les quatre livres. La
traducción del francés es de Thoreau. <<
[40]Este pasaje podría estar sacado de la obra de Shakespeare, El rey Lear, acto IV,
escena IV. <<
[41] Cita de la Jitopadesa, de Visnú Sharma. <<
[42]
Tal y como Thoreau indica, la cita es del Visnú-Purana, traducido al inglés por Η.
H. Wilson y publicado en Londres en 1840. <<
[43]Thoreau parece añadir «y amantes» a la famosa frase de Marco Antonio en la
shakespeariana Julius Caesar, acto III, escena II, v. 73: «Amigos, romanos,
compatriotas». Puede que también se inspire en la frase de Brutus, de la misma obra:
«Romanos, compatriotas y amantes» (acto III, escena II, v. 13). <<
[44] Cita de la obra Festus, de Philip J. Bailey. <<
[45]
Un mill representa una milésima parte de dólar. Esos mil milis son por tanto un
simple dólar. <<
[46]
Cita de una carta de Thomas Gray (29 de junio de 1760), incluida en The Poems of
Mr. Gray, To which are Prefixed Memoirs of his Life and Writings, editado por
William Mason y publicado en cuatro volúmenes en York en 1778. <<
[47]Cita del poema «Another of the Same Nature [as Marlowe’s “Passionate Shepherd
to His Love”] Made Since», vv. 11-12, de autor desconocido, que Thoreau encontró
probablemente en England’s Helicon. <<
[48]Cita de la obra de John Donne Of the Progress of the Soul. The Second
Anniversary, v. 464. <<
[49] Cita de The Faerie Queene, libro I, canto I, v. 41, de Edmund Spenser. <<
[1]Thoreau se refiere a Nathaniel Rogers, y la cita es de su artículo «It Rains»,
publicado en The Herald of Freedom el 4 de julio de 1845. <<
[2] Máxima de origen desconocido. <<
[3]El historiador citado en este fragmento es Benjamin L. Mirick, autor de The History
of Haverhill, Massachusetts, publicada en Haverhill en 1832. <<
[4]El «orador occidental» es Moses Strong, en su artículo «Wiskonsan-Trial of J.
R. Vineyard!», que firmó con las iniciales E. G. B. y publicó en el New York Daily
Tribune el 4 de noviembre de 1843. <<
[5] Ésta y la anterior son citas del Gulistán, de Saadi. <<
[6] Aulus Persius Flaccus (34-62), poeta y autor satírico romano. <<
[7]Este extracto de Persio, y los cuatro siguientes, son de sus Sátiras: Prólogo, vv. 6-7;
Sátira II, vv. 6-7; Sátira III, vv. 60-62; Sátira III, v. 62; Sátira V, vv. 96-97. Las
traducciones inglesas son del propio Thoreau. <<
[8]Andrew Marvell (1621-1678), poeta metafísico inglés; John Milton (1608-1674),
poeta inglés, autor del célebre Paraíso perdido; William Wordsworth (1770-1850),
poeta romántico inglés. <<
[9]
Decimus Junius Juvenalis (siglo I-II), poeta romano, autor de unas famosas Sátiras, al
que se le reconoce la autoría de la conocida frase panem et circenses. <<
[10] Los penetralia eran el santuario o el espacio más secreto de un lugar. <<
[11]
Peliagudo juego de palabras, pues en inglés arm significa «brazo», además de
«arma» (N. del T.). <<
[12] Cita del poema de George Herbert «Virtue», vv. 1-4. <<
[13]Cita de la obra Chaucer’s Dream, vv. 1362-1364, vv. 1375-1384, aunque
probablemente Thoreau se equivoca al atribuirle el poema a Chaucer. Actualmente el
poema se conoce como «Isle of Ladies». <<
[14] Este «dicho de Pitágoras» es de Jámblico, recogido en la ya citada Vida pitagórica.
<<
[15] Cita del poema de Channing «The River», vv. 14-17. <<
[16]Cita del poema «The Dial», vv. 18-25, de James Montgomery (1771-1854), que
aparece en el cuaderno de Emerson. <<
[17]Castigo tradicional de las tribus indias norteamericanas que consiste en forzar a los
prisioneros a correr entre dos filas de hombres que las golpean con palos. <<
[18]
Entre las muchas versiones de esta famosa historia de Nueva Inglaterra, Thoreau se
basó principalmente en la que Benjamin L. Mirick escribe en su History of Haverhill,
Massachusetts, citada anteriormente. <<
[19]
Cita del «A Discourse of the Original and Fundamental Cause of War» de Walter
Raleigh, recogido en The Works of Sir Walter Raleigh, publicados en Oxford en 1829.
<<
[20] Pagus era un jefe indio, enemigo jurado de John Lovewell. <<
[21]En la época de Thoreau, estos versos formaban parte de una conocida canción
infantil. <<
[22]Tal y como Thoreau indica, está citando (y traduciendo) las entradas del 14 de
septiembre de 1786 y del 23 de marzo de 1787 del Viaje a Italia de Goethe, incluido en
Werke, publicado en cincuenta y cinco volúmenes en Stuttgart, entre 1828 y 1833. <<
[23]
Cita de The Auto-Biography of Goethe, editada por Parke Godwin y publicada en
Nueva York en 1846. <<
[24] Cita de Quarles, Divine Fancies, IV, 117 («To My Booke»), v. 36. <<
[25] Johann Heinrich Roos (1631-1685), pintor alemán. <<
[26]
Con estas dos citas Thoreau vuelve, en su propia traducción, al Viaje a Italia de
Goethe. Entrada del 11 de septiembre de 1786. <<
[27]Cita del poema Chaucer’s Dream, v. 1382, que no pertenece en realidad, como
aclarábamos más arriba, a Chaucer. <<
[1]
Cita de la obra Hieroglyphikes of the Life of Man, XIV, vv. 17-20, de Francis
Quarles (1592-1644), poeta inglés. <<
[2] Cita de la obra de Christopher Marlowe Hero y Leandro, I, v. 116. <<
[3]Cita del poema «A Pastoral Elegy on the Death of Sir William Drummond», vv. 97-
98, incluido en The Poems of William Drummond of Hawthornden, publicado en
Londres en 1833. <<
[4] Cita de la obra de Christopher Marlowe Hero y Leandro, I, v. 96. <<
[5]La etimología de la palabra griega τραγωδία significa, literalmente, «canto de
cabra». Quizá el origen de la palabra derive del sacrificio de este animal que se hacía
antes de las representaciones. <<
[6]Festividades religiosas anuales en honor al nacimiento de la diosa Atenea. Los
coribantes eran bailarines que celebraban el culto a Cibeles. Las bacantes eran mujeres
consagradas a los misterios de Dionisos. <<
[7]
Alusión a un pasaje del shakespeariano Como gustéis, acto II, escena II, vv. 148-
149. <<
[8]Con esta pregunta Thoreau cita y critica un comentario sobre Ossian hecho por el
historiador escocés Malcolm Laing (1762-1818) en «Dissertation on the Poems of
Ossian», incluido en la obra de Patrick Macgregor, The Genuine Remains of Ossian,
publicada en Londres en 1841. La naturaleza espuria de los poemas ossianicos se
desconocía en la época de Thoreau. <<
[9]Esta cita ossianica y las que le siguen son las traducciones en verso de Patrick
Macgregor, publicadas en su The Genuine Remains of Ossian, citado en la nota
anterior. <<
[10] Cita de Quarles, Emblemes, III, 13, vv. 19-21. <<
[11] Se desconoce la fuente de Thoreau para esta cita. <<
[12]El «poeta de Concord» es Channing, amigo de Thoreau, en su poema «Autumn»,
vv. 5-16, 29-32, 41-52. <<
[13]Intraducibie juego de palabras con el nombre inglés de este género de plantas,
witch-hazel, que podríamos traducir como «avellano de las brujas», y su aspecto (N.
del T.). <<
[14] O «melocotonero sangriento», del inglés blood peach, por su pulpa rojiza (N. del
T.). <<
[15] Marcus Terrentius Varro (116-27 a. C.), escritor y filósofo romano. <<
[16]Esta descripción de Varrón se incluye en De re rustica, o Sobre la agricultura, I,
VII, v. 10, y está traducida por Thoreau. <<
[17] Ciudad maya en el estado de Chiapas. <<
[18]
Cita de la aristotélica Partes de los animales, que Thoreau encontró citada en la ya
mencionada The True Intellectual System of the Universe, de Ralph Cudworth. <<
[19]
Thoreau localizó este pasaje del naturalista suizo Conrad Gesner (1516-1565) en la
obra del también naturalista Edward Topsell (1572-1625), The Historie of Foure-
Footed Beastes. Collected out of all the Volumes of Conradvs Gesner, publicada en
Londres en 1607. <<
[20] James Weddel (1789-1834), navegante y cazador de focas británico. <<
[21]En este pasaje sobre el Viaje de descubrimiento antártico de Sir James Clark Ross,
Thoreau cita una crítica anónima de la obra de Ross (1800-1862, explorador polar y
naturalista británico), «Voyage of Discovery and Research in the Southern and Antarctic
Regions», publicada en North British Review, n.º 7, en 1848. <<
[22]Georges Léopold Chrétien Frédéric Dagobert Cuvier (1769-1832) fue el primer
gran promotor de la anatomía comparada y de la paleontología. <<
[23]Durante la Guerra de Independencia de Escocia, el rey Eduardo III de Inglaterra
derrota a los escoceses en Hallidon Hill, y en Neville’s Cross murieron quince mil
escoceses y fue hecho prisionero el rey escocés David II en 1356. <<
[24]La Batalla de Crécy fue una victoria aplastante de la armada inglesa contra la
caballería francesa al comienzo de la Guerra de los Cien Años, y la Batalla de Poitiers
consolidó la derrota de los franceses en 1356. <<
[25] John Wyckliffe (1320-1384), teólogo, predicador y traductor inglés. <<
[26]Esta cita de Chaucer pertenece a las conclusiones de su Tratado del astrolabio. Las
citas chaucerianas que siguen son del Testament of Love (Prólogo), Court of Love,
(vv. 1308-1309) y The Prioress’s Tale, v. 189. <<
[27]Tamerlán (1336-1405), el último de los grandes conquistadores nómadas de Asia
central. <<
[28] Roberto I, apodado Roberto The Bruce (1274-1329), rey de Escocia. <<
[29]Eduardo III (1312-1377), rey Inglaterra; Juan de Gante (1340-1399), duque de
Lancaster; Eduardo Plantagenet (1330-1376), hijo mayor de Eduardo III, apodado el
Príncipe Negro tras su muerte. <<
[30] Roger Bacon (1214-1294), filósofo y alquimista inglés. <<
[31] Cita del poema de George Herbert «Affliction», v. 65. <<
[32]
«Nuestro poeta» es Chaucer, y el fragmento pertenece a The Legend of Good
Women, vv. 1039-1041. <<
[33] Aretusa, ninfa de la que el dios Alfeo cae enamorado. <<
[34]Alusión al ensayo de Thomas Percy (1729-1811), «Essay on the Ancient Minstrels
in England», recogido en Reliques of Ancient English Poetry. <<
[35]Lucius Quinctius Cincinnatus (520-430 a. C.), cónsul y general romano, arquetipo
de todas las virtudes republicanas. <<
[36] Cita del poema de Giles Fletcher «Christ’s Victory in Heaven», vv. 41-44. <<
[37]
Este «fingimiento» de las «últimas palabras de Catón» corre a cargo de George
Chapman, en su Caesar and Pompey (edición desconocida), II, v. 159-161. <<
[38] Cita de «Elegy 18», vv. 33-34, de John Donne. <<
[39]Cita de la obra de Simon Ockley Sentences of Ali Son-in-Law of Mahomet, incluida
en el segundo volumen de su Conquest of Syria (History of the Saracens). <<
[40] Esta palabra griega, que Thoreau traduce como «nacido de la tierra», puede
encontrarse en la obra de Esquilo Prometeo encadenado, donde se describe a los
titanes. <<
[41] Cita de la Eneida de Virgilio, VI, vv. 640-641, traducida por Thoreau justo debajo.
<<
[42]
Cita del poema de Samuel Daniel «To the Lady Margaret, Countess of
Cumberland», vv. 95-96, que Thoreau encontró en la antología de Chalmers. <<
[43] Cita de Quarles, Emblemes, IV, 11, vv. 32-33. <<
[44] Ninfa enamorada de su propia voz. <<
[45]Con esta frase, Thoreau invierte el orden de los elementos en Lucas 11, 40:
«¡Insensatos! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro?». <<
[46]El «sabio hindú» citado aquí es Isvara Krishna, en su Sankhia kárika, traducida al
inglés por Henry Thomas Colebrooke y publicada en Oxford en 1837. <<
[47]El pavo asado del Día de Acción de Gracias suele acompañarse con salsa de
arándanos (N. del T.). <<
[48]
Cita de Thomas Fuller, publicada en la obra de Charles Lamb «Specimens from the
Writings of Fuller», recogida en The Prose Works of Charles Lamb. <<
[49] Cita de Quarles, Divine Fancies, III, 97 («On Faith»), vv. 1-4. <<
[50]
Cita de Phineas Fletcher, The Purple Island, IX, vv. 127-133, vv. 141-147, que
Thoreau encontró en la antología de Chalmers. <<
[51] Khwajeh Chams ad-Din Mohammad Hafez-e Chirazi (1315-1390), poeta persa. <<
[52]
La cita de «Hafiz» proviene de un ensayo introductorio escrito por James Ross en el
Gulistán, de Saadi. <<
[53] Thoreau encontró esta cita en la obra de James Ross citada en la nota anterior. <<
[54]Cita del poema «No Trust in Tyme», vv. 9-14, del escocés William Drummond
(1585-1649). <<
[55]Cita de las Bucólicas de Virgilio, égloga VI, v. 84, traducida inmediatamente
después por Thoreau. <<
[56]
La «crónica de Bernáldez» que aquí se cita es un extracto de la Historia de los
Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel, de Andrés Bernáldez, que Thoreau
encontró en las Collections de la Massachusetts Historical Society, publicada en 1843.
<<
[57] Cita de los Oráculos de Zoroastro, n.º 181, publicados en The Phenix. <<
[58] Santuario oracular dedicado a Zeus. <<