Historia de La Fisica - Desiderio Papp
Historia de La Fisica - Desiderio Papp
Historia de La Fisica - Desiderio Papp
Reseña
Desde hace mucho tiempo las personas han tratado de entender el porqué de la
naturaleza y los fenómenos que en ella se observan: el paso de las estaciones, el
movimiento de los cuerpos y de los astros, los fenómenos climáticos, las propiedades
de los materiales, etc. Las primeras explicaciones aparecieron en la antigüedad y se
basaban en consideraciones puramente filosóficas, sin verificarse
experimentalmente. Algunas interpretaciones falsas, como la hecha por Ptolomeo en
su famoso "Almagesto" - "La Tierra está en el centro del Universo y alrededor de ella
giran los astros" - perduraron durante mucho tiempo.
Su autor, Dr. Desiderio Papp, es uno de los más prestigiosos historiadores de la
ciencia del siglo XX y probablemente el más prolifero de la lengua española.
Índice
Parte 1. Desde los griegos hasta los albores del renacimiento
Capítulo 1. La física en la antigüedad
Capítulo 2. La física en la Edad Media
Capítulo 3. Precursores de la ciencia moderna
Parte 2. El triunvirato Galileo-Huygens-Newton
Capítulo 4. Galileo
Capítulo 5. Discípulos y contemporáneos de Galileo
Capítulo 6. Huygens
Capítulo 7. Newton
Parte 3. La época post newtoniana
Capítulo 8. La física del siglo XVIII
Parte 4. La física del siglo XIX
Capítulo 9. La corriente eléctrica desde Galvani hasta Ohm
Capítulo 10. Victoria de las ondas luminosas
Capítulo 11. La edad heroica de la espectroscopia
Capítulo 12. El átomo y la naturaleza del calor: desde Dalton hasta Boltzmann
Capítulo 13. La obra de Faraday
Capítulo 14. Maxwell, Hertz y Lorentz
Epílogo. Hacia nuevos horizontes: rayos catódicos y rayos X
Apéndice. Selección de textos clásicos
Físicos del siglo XVII
Físicos del siglo XVIII
Físicos del siglo XIX
Capítulo 1
La física en la antigüedad
Contenido:
1. Conocimientos de los pueblos en el antiguo Oriente
2. Los griegos antes de Aristóteles
3. La física de Aristóteles
4. Arquímedes: El museo de Alejandría
5. Mecánica práctica y óptica en Alejandría
Sojuzgado por los invasores medos y ninivitas, el imperio asirio, centro de la cultura
mesopotámica, acababa de ser borrado del mapa del mundo, cuando, a principios del
siglo VII antes de Jesucristo, en las costas del mar Egeo, Jonia se convirtió en
mediadora entre la vieja sabiduría del Oriente y la nueva del Occidente, ya que en
esta época iba a revelarse el genio griego, creador de la filosofía y de la ciencia. La
floreciente capital de Jonia, Mileto, entonces la mayor ciudad de Grecia, fue el
asiento de la escuela, cuyo fundador Tales (floreció hacia 580 a. de J. C.) inició,
según el juicio de Aristóteles, la investigación racional de la naturaleza.
Tales y sus discípulos intentaron reducir la complejidad del mundo físico a la
metamorfosis de una sustancia única. Sobre la naturaleza de esta materia primordial
el maestro y sus discípulos no estaban de acuerdo. Pero poco importa que dicha
materia sea el agua, como en la hipótesis de Tales, o una sustancia ilimitada que
escapa a nuestros sentidos, como enseñaba Anaximandro (610-547 antes de J. C.), o
el aire, como quería Anaxímenes (floreció hacia 540 antes de J. C.), o el fuego etéreo,
según afirmaba Heráclito (576- 480 a. de J. C.), lo esencial es que estos pensadores
tuvieron la osadía de abstraer el mundo físico, de sustraer la sustancia al juego de las
fuerzas naturales y buscar para los fenómenos una explicación accesible a la razón.
Tal vez parezcan hoy infantiles las especulaciones de los jónicos sobre la materia.
Sin embargo, el fuego etéreo de Heráclito de Éfeso no era una llama material, sino
una fuerza motriz universal, un concepto afín a la energía de nuestra física. Este
profundo pensador concibe al universo bajo su aspecto dinámico, como una eterna
serie de cambios, anticipando una idea lo suficiente amplia como para incluir a la vez
la teoría cinética de los gases y la evolución darwiniana de las especies vivientes.
Hasta donde los escasos fragmentos que subsisten de sus escritos permiten afirmar,
Aristóteles
Los cambios que creemos observar en la naturaleza, enseñaba Parménides, sólo son
impresiones ilusorias de nuestros sentidos. La diversidad y multiplicidad de los
fenómenos es irreal, y detrás de ellos se esconde una realidad eterna e inmutable. En
tanto que Heráclito procura explicar el mundo físico en base de perpetuos cambios,
Parménides trata de reducir el universo a una esencia constante. La dualidad de estas
antítesis se resuelve en unidad en la física de nuestros días. El físico busca y
encuentra magnitudes constantes en medio de las características variables de los
fenómenos.
Aún no se había eclipsado la nombradía de los filósofos jónicos cuando otra escuela,
la de Crotona, en Italia, acababa de adquirir gran reputación. Su fundador, Pitágoras
de Samos (569-470 antes de J. C.), era jónico. Para escapar del tirano Polícrates, dejó
su ciudad natal y se estableció en la Italia meridional, donde rodeado por un núcleo
de entusiastas alumnos, hizo de Crotona un centro de la sabiduría griega.
En oposición al positivismo de los jónicos, Pitágoras enseñó la inmaterialidad del
alma y la metempsicosis; sus adeptos, entregados incondicionalmente a las palabras
del maestro, formaron una especie de cofradía religiosa sujeta a severas reglas. La
escuela subsistió durante varios siglos en Italia meridional y en Sicilia, y los alumnos
terminaron por convertir a Pitágoras en un iluminado y aun en un semidiós. «Hay
tres especies de seres razonables —declaraban—: los hombres, los dioses y aquellos
que se asemejan a Pitágoras.»
Los descubrimientos que la tradición atribuye a Pitágoras son en realidad los de su
escuela, sin que podamos atribuir el mérito a un hombre particular.
«Los pitagóricos —escribe Aristóteles— consideran el número como el principio,
como la sustancia de que se compone la existencia.» En efecto, el sabio de Samos y
sus adeptos reconocían que las diferencias cuantitativas de las cosas pueden ser
traducidas en diferencias cuantitativas; este descubrimiento es de capital
importancia, puesto que está en la base de todas las descripciones que la física
matemática puede dar de los fenómenos.
Un hallazgo en el dominio de la acústica contribuyó probablemente a convencer a los
pitagóricos de la exactitud de su idea maestra. Con ayuda del monocordio
encontraron que cuerdas igualmente tensas dan la nota fundamental, la cuarta, la
quinta y la octava, si sus longitudes se relacionan como los números 1, 3/2, 4/3, 2.
Su axioma apriorístico que simples relaciones numéricas rigen el universo, los
condujo a sobrestimar enormemente el alcance de su descubrimiento acústico y
hacer del firmamento una especie de caja de música, asimilando los intervalos
planetarios a los intervalos musicales. Se conoce el extraordinario éxito de la
cosmología, cuyo eco puede ser seguido, a través de veintiún siglos, hasta Kepler y
aun más acá.
Los pitagóricos reflexionaron también acerca de los problemas ópticos e intentaron
dar una teoría de la visión. El ojo envía en línea recta sus rayos visuales, los cuales
alcanzan el cuerpo percibido y, a consecuencia del choque que reciben de éste,
excitan la sensibilidad del ojo ¿Por qué los objetos pequeños, colocados a cierta
distancia, son invisibles? Porque los rayos visuales son divergentes, y cuanto más se
alejan del ojo, tanto más espacio dejan entre ellos, responden los pitagóricos.
Los pitagóricos, aunque fuesen los primeros en reconocer la cardinal verdad de que
3. La física de Aristóteles
Vida y personalidad de Aristóteles; Las dos categorías de la materia; Doctrina del
lugar natural; Descubrimientos cinemáticos; El problema del vacío; Aristóteles y la
óptica.
Pensador más enciclopédico que todos los que le precedieron, Aristóteles (384-322
a. de J. C.), el gran sistematizador del saber antiguo, es quizá, tanto por la riqueza de
sus conocimientos como por la sagacidad de sus juicios, el espíritu más universal que
la historia conoce. Codificador de la lógica y de la ética, biólogo, cosmólogo y físico,
dejó profundas huellas de su genio en cuanto temas trató. Hijo del médico Nicómaco,
Aristóteles nació en Calcídica, en la pequeña ciudad de Estagira.
A los dieciocho años de edad fue admitido en la Academia de Platón, donde
permaneció dos decenios como discípulo dilecto del maestro. Después de la muerte
de Platón, pasó algunos años en la corte de Hernias, personaje interesante que de
esclavo en su juventud terminó su carrera como tirano de la ciudad de Atarne, en
Asia Menor.
En el año 342 le confió Filipo de Macedonia la educación de su hijo Alejandro, cuyas
Aristóteles hace uso, aunque solamente en un caso especial, del momento estático.
Del mismo modo, es él quien enuncia que «haciendo actuar una misma fuerza, la
velocidad del cuerpo liviano es a la del cuerpo pesado, como el pesado es al liviano»,
teorema que contiene el núcleo del futuro principio cartesiano de la constancia del
producto de la masa y de la velocidad.
Una cuestión que se plantea Aristóteles, sin poder resolverla, revela que barajaba
pensamientos sobre la energía cinética, sin llegar, por supuesto, a ese primordial
concepto. ¿Cómo ocurre, se pregunta Aristóteles, que un hacha en reposo no puede
hendir la madera, mientras la misma hacha lo hace si se le imprime una velocidad,
aunque sea moderada?
En oposición a la escuela de Demócrito, Aristóteles enseña la estructura continua de
la materia y no admite la realidad del vacío. La velocidad de los móviles, razona
Aristóteles, es inversamente proporcional a la resistencia del medio en que se
mueven. El vacío, donde la resistencia es nula, permitiría, pues, movimientos con
velocidad infinita; conclusión absurda que lleva al lógico a rechazar como premisa la
existencia del vacío.
La doctrina de la irrealidad del vacío, apoyada por los escolásticos de la Edad Media,
continuó hasta mediados del siglo XVII, es decir, hasta Torricelli y Guericke, y llegó
a perturbar a Galileo. Adversario del atomismo, Aristóteles adoptó la teoría de los
cuatro elementos formulada por Empédocles (siglo V a. de J. C.).
Aire, fuego, tierra y agua —los elementos empedoclianos— no son, sin embargo, los
últimos constituyentes, sino más bien cualidades que confieren, en la naturaleza
sublunar, a la materia primaria, que es la única realidad física, apariencia sensible.
Además, Aristóteles agrega al cuarto elemento de Empédocles un quinto elemento:
el éter, constituyente primordial de la sustancia eterna e inmutable de la naturaleza
celeste. La teoría aristotélica de los elementos —ligeramente modificada por los
alquimistas medievales— fue indiscutida en lo sustancial hasta Boyle, en el siglo
XVII, y no desapareció antes de la «revolución química» de Lavoisier, en el siglo
XVIII.
Aristóteles sabía que el aire es pesado y vio su opinión corroborada por la
experiencia con un odre inflado; sin embargo, no podía explicar por qué el odre,
inflado y más pesado, flota sobre el agua, mientras que el odre desinflado y, por
consiguiente, más liviano, se hunde.
Como los pitagóricos, se interesó vivamente por los problemas de la acústica, y es el
4. Arquímedes
El museo de Alejandría; Vida y personalidad de Arquímedes; La ley de la palanca;
La hidrostática de Arquímedes; La influencia de Arquímedes.
Las décadas que siguen a la muerte de Aristóteles coinciden con el eclipse de la luz
de Atenas, como centro de filosofía y ciencia. La desaparición de Alejandro Magno
(323) desagregó el imperio del conquistador, y con la admirable ascensión del Egipto
helenizado surge una nueva capital intelectual, heredera de Atenas: Alejandría.
Bajo la sabia dominación de los Tolomeos, Alejandría, con su célebre museo y su
Arquímedes
Acogidos en el museo y mantenidos con fondos del Estado, los sabios podían
entregarse, libres de toda preocupación material, a la investigación, desinteresada.
Fue en el museo de Alejandría, en los comienzos del período alejandrino (siglo III a.
de J. C.), donde enseñaron Euclides, el primer sistematizador de la geometría,
Aristarco, el genial precursor de Copérnico, y Eratóstenes, matemático y eminente
geógrafo.
En Alejandría realizaron sus obras los grandes ingenieros Ctesibio, Filón y Herón. Es
también allí donde encontramos en la última etapa de la historia de la gloriosa
escuela en el siglo II antes de Jesucristo a Claudio Tolomeo, justamente célebre
como astrónomo, físico y geógrafo. Todas estas personalidades son hombres de
ciencia, en el sentido moderno de la palabra, en oposición a los que les precedieron,
que eran más bien filósofos. Sobre el suelo alejandrino la ciencia se separa de la
filosofía para convertirse en un conjunto de disciplinas particulares. La física, y
sobre todo la mecánica, dejan de ser dominio de especulación metafísica. Comienza
Más que investigadores, los antiguos egipcios —como hemos dicho— eran grandes
constructores, hábiles arquitectos de monumentos gigantescos como las pirámides,
de estatuas colosales como la de Mnemón, de templos grandiosos como el de
Karnak.
Enamorados de teorías y desdeñosos de las ciencias prácticas, los griegos sufrieron
en Egipto la influencia de esa inclinación hacia la técnica, y en ninguna parte la
alianza entre la investigación desinteresada y el saber aplicado fue más fecunda que
en el Egipto helenizado.
En Alejandría, la importancia acordada a los estudios mecánicos, a las aplicaciones
de toda categoría, no dejó de aumentar desde el siglo de Arquímedes y hacia el
crepúsculo de la época alejandrina (los dos primeros siglos de nuestra era) se volvió
preponderante.
Ctesibio, contemporáneo de Arquímedes, inicia la serie de grandes representantes
con que contó la floreciente escuela de ingenieros en Alejandría. Construyó un
órgano hidráulico, bombas contra incendio, varios autómatas y perfeccionó el reloj
de agua: en m clepsidra el agua salía de un recipiente para caer en otro, y a medida
que en éste aumentaba el nivel, subía un flotador que movía el índice de las horas.
Filón, probablemente discípulo de Ctesibio, inventó el termoscopio, el primer
termómetro que registra la historia. Una gran esfera de metal estaba unida por un
tubo con un vaso de vidrio, lleno de agua. Expuesto a los rayos del Sol, el aire se
dilataba en la esfera, pasaba al vaso y producía burbujas en el agua. Los termómetros
abiertos al aire, construidos por Galileo y otros italianos a comienzos del siglo XVII,
tienen su origen en el termoscopio de Filón. Las obras de este sabio, de la principal
de las cuales sólo nos han llegado fragmentos, son citadas a menudo por Herón.
El más eminente de los ingenieros de Alejandría, Herón, jefe de una famosa escuela
técnica, fue un escritor casi enciclopédico sobre temas mecánicos, físicos y
matemáticos. Quizá haya florecido en torno de 100 antes de nuestra era; debemos,
sin embargo, agregar que los historiadores no están de acuerdo sobre la época en que
floreció. Su legendaria nombradía y el excepcional éxito de sus obras tuvieron la
consecuencia de que la posteridad le atribuyera un gran número de trabajos
apócrifos. Mas no cabe duda de que es autor de tres libros de Mecánica, de dos de
Neumática y de uno de Catóptrica, obras que justifican plenamente su gran renombre
como investigador e inventor.
La Mecánica de Herón es un libro de texto escrito para ingenieros más interesados
por los problemas prácticos de su profesión que por las investigaciones teóricas. El
autor describe máquinas simples y máquinas compuestas. En sus dispositivos emplea
combinaciones de ruedas dentadas, engranajes a cremallera, la transmisión de fuerza
mediante un tomillo a un eje perpendicular al suyo, y hace el uso más amplio y
variado de la palanca. Resolvió el problema planteado por Arquímedes de levantar
mil talentos con la ayuda de cinco talentos y dio respuesta a la pregunta de
Aristóteles de cómo repartir las cargas sobre varios puntos de apoyo.
Sabía que sus máquinas no realizaban un ahorro de trabajo y reconoció con claridad
la validez del principio que se llamaría posteriormente «de los desplazamientos
virtuales». Cuanto más débil —afirma Herón— es la fuerza motriz en proporción al
peso que debe moverse, tanto más largo es el tiempo empleado, de manera que
tiempo y fuerza están en relación inversa.
Todavía más interesante que la Mecánica, resulta, gracias a sus excursiones teóricas,
la Neumática de Herón, donde el ingenioso alejandrino sigue a veces las huellas de
Estratón de Lampsaco. Herón es el primer investigador que tuvo noción de la
elasticidad y de la presión del aire, fenómenos que no fueron claramente explicados
hasta el siglo XVII.
El aire comprimido por una presión exterior se dilata si la presión deja de actuar. El
calentamiento produce también dilatación del aire. Herón aplica esta propiedad en su
máquina a aire caliente, destinada a elevar agua. Niega, como Aristóteles, la
existencia del vacío continuo, pero concede que éste existe entre las moléculas de las
sustancias sólidas, líquidas o aeriformes. Por otra parte, Herón enseña que se puede
realizar artificialmente el vacío, y lo prueba prácticamente con sus aparatos de
succión y su botella con derrame constante de agua. Otros aparatos de Herón utilizan
el vapor como fuente de fuerza motriz: en su «eolípila», la reacción provocada por
los chorros de vapor que salen de una esfera producen la rotación de la misma. La
primitiva turbina del alejandrino es la primera aplicación que conocemos del vapor
para obtener movimiento. Su genial iniciativa no tuvo, sin embargo, consecuencias
prácticas.
«Un mundo de esclavos —dice con razón Sherwood— no requería el poder
del vapor, y durante dieciséis siglos la idea del alejandrino permaneció en el
olvido.»
Sin duda, Herón debió muchas felices ideas a sus precursores, especialmente a
Arquímedes, Ctesibio y Filón, pero además de ser un compilador, enriqueció y
completó los hallazgos de sus maestros. Esto es lo que hizo también en el dominio de
la óptica. La propagación rectilínea de los rayos luminosos, la igualdad de los
ángulos de incidencia y de reflexión, pertenecían desde mucho tiempo al acervo de
los conocimientos y se encuentran consignados en los escritos sobre óptica
atribuidos a Euclides. Herón estudió espejos planos, convexos, cóncavos, y logró
refundir sus dos leyes en una sola.
El rayo —escribe en su Catóptrica— sigue siempre el camino más corto. Sea o
no reflejado, el rayo siempre satisface esta condición.
El fenómeno del rayo refractado, cuyo conocimiento, según algunos autores, está
documentado desde el siglo V antes de nuestra era, no dejó de atraer la atención de
los investigadores. Colocad un anillo en un vaso de modo que lo oculto el borde del
vaso; llenando éste con un líquido, el anillo aparece gracias a la reflexión de la luz.
Esta experiencia, ideada probablemente por Arquímedes, está relatada como cosa
familiar a todos por Cleomedes (floreció hacia el año 50 a. de J. C.).
Sin embargo, un progreso real en el conocimiento del fenómeno no fue realizado
antes de Claudio Tolomeo (floreció hacia el año 130 d. de J. C.). Sistematizador de la
astronomía, eminente geógrafo, este último gran alejandrino, se destacó también en
la física. Fue el primero en realizar en el libro quinto de su Óptica— un estudio
detenido sobre la refracción de la luz. Su aparato de medida consistía en un disco
graduado provisto de dos reglas que giraban en torno del centro del disco. Colocaba
las dos reglas, de las cuales una estaba sumergida en agua, de modo que parecían
formar una línea recta; al sacar el disco que lleva los reglas, de adentro del líquido,
podía leer sobre la graduación el ángulo de refracción correspondiente a un ángulo
dado de incidencia, los valores que así obtuvo, para el agua y para el vidrio, son de
notable exactitud. Si bien no logró descubrir la ley de la refracción, que incluso
Kepler buscaría en vano, reconoció en cambio que el rayo, al pasar a un medio más
denso, se acerca a la vertical que en el punto de incidencia cae sobre la superficie
refringente. Tampoco escapó a su atención que para el paso del rayo al medio menos
denso debía existir un ángulo límite. Por otra parte, conocía el fenómeno de la
refracción atmosférica y advirtió que el valor de ésta, cero en el cénit, crece con la
distancia cenital de los astros.
La obra de Herón y Tolomeo señala la última fase de la física griega, ésta no
Capítulo 2
La física en la Edad Media
Contenido:
1. Los árabes y la transmisión de la ciencia griega al Occidente
2. La ciencia occidental
que supo encender el fuego de una nueva fe (hégira 622), forjando un estado
teocrático, llamado a lanzar sobre el mundo un brillante resplandor, momentáneo
pero de extraordinaria potencia.
Con sorprendente rapidez el primitivo núcleo árabe de fieles asimiló diferentes razas
semíticas y no semíticas, reunidas desde entonces, en la gran confraternidad del
Islam. Los sucesores del Profeta conquistaron Siria, Persia y Egipto, extendieron la
guerra santa a España y franquearon los Pirineos, amenazando el corazón del
Occidente, cuando Carlos Martel, en la sangrienta batalla de Poitiers logra contener,
justamente cien años después de la muerte del Profeta (732), su marcha triunfal.
«La tinta del sabio es tan preciosa como la sangre del mártir»,
poético título de Balanza de la sabiduría (Mizan al-Hihna) se cuenta, con razón, entre
los más notables escritos del Medievo.
No cabe negar que Al-Biruni y Al-Khazini son discípulos de Arquímedes y de los
alejandrinos, mas ellos elaboraron con más claridad el fundamental concepto del
peso específico, que definieron como la relación del peso absoluto con el peso del
agua desalojada. No ignoraban que la densidad del agua decrece con temperatura
creciente, y su observación de que la diferencia de densidad entre el agua caliente y
el agua fría alcanza 0,04167 muestra el cuidado con que procedieron en sus
mediciones.
Para determinar los pesos específicos, Al-Khazini construyó varias balanzas, una de
las cuales, particularmente sensible —con un brazo de 2 metros de longitud y con
cinco platillos— era la «balanza de la sabiduría». Los resultados obtenidos para
metales, los líquidos y piedras preciosas, son muy satisfactorios, como muestra la
tabla siguiente:
Peso especifico
Sustancia Al-Khazini Valor actual
Oro 19,06 19,26
Mercurio 13,58 13,59
Cobre 8,60 8,85
Hierro 7,74 7,79
Estaño 7,32 7,29
Plomo 11,32 11,35
Zafiro 3,96 3,90
Esmeralda 2,00 2,73
Agreguemos que Al-Khazini sabía que el peso de los objetos cambia con su distancia
del centro de la Tierra: resultado notable, aunque las premisas que le sirvieron de
base eran falsas.
2. La ciencia occidental
Rogelio Bacon y Pedro Peregrino
Omnes scientiae theologiae ancillae: hasta fines del siglo XII el Occidente cristiano
es estéril desde el punto de vista de la física. Durante esta larga serie de siglos, los
antes de su muerte.
Conocedor del tratado de Al-Hazen, Bacon se dedicó particularmente a la óptica. El
poder de aumento de los lentes atrajo su atención y recomendó su uso a los ancianos
y a los personas de vista débil. Su descripción de la trayectoria del rayo luminoso en
los lentes, aunque defectuosa, puede ser considerada como una grosera
aproximación a la realidad6. Efectuó experimentos con la cámara oscura y notó que
la imagen del Sol es siempre redonda, sin importar que sus rayos entren en el aparato
por un agujero redondo o anguloso. La inversión de la imagen no escapó a su
atención. Su teoría del arco iris —cuya altura (42°) conocía—, que explica por la
refracción de la luz al atravesar las gotas de agua, señala un paso adelante en el
conocimiento de este fenómeno 7.
Agreguemos que Bacon es el primero en concebir, en su Opus majus y la gravedad
como atracción hacia el centro del globo terráqueo, y es igualmente el primero en
explicar el calor como un movimiento que tiene por asiento el interior de los cuerpos.
A pesar de estas contribuciones, Bacon no es, en realidad, un hábil experimentador, y
menos aún un gran teórico. Sin embargo, no son los descubrimientos que aportó a la
física o a la química los que le aseguran fama duradera, sino su actitud general frente
a la ciencia, sus opiniones sobre los métodos de investigación, opiniones por otra
parte sorprendentemente modernas, en relación al medio que lo rodeaba. La
erudición del Doctor Mirabilis —sobrenombre que sus contemporáneos le dieron—
era grande, pero en vez de aceptar ciegamente las aseveraciones de Aristóteles o de
otros, sostuvo la necesidad de experimentar, para verificar las antiguas afirmaciones
y adquirir nuevos conocimientos. Insiste sobre la necesidad de comprobar
experimentalmente las conclusiones alcanzadas a priori.
La lógica sirve de seguro andamio para la prueba argumental, pero únicamente la
experiencia es juez competente de la certeza de los hechos. Su intuición reconoce la
importancia de las matemáticas en la investigación de las ciencias. Sed sola
mathematica manet nobis certa et verificata in fine certitudinis et veri tatis (Sólo la
matemática es y permanece cierta y verificada para nosotros hasta el límite de la
certeza y de la verdad), dice el fraile franciscano, en la época de Tomás de Aquino.
La obra de Bacon es la expresión de las dudas y certezas de una época de transición.
Con todo su amor por la ciencia, este pensador del siglo XIII estima que la teología
es la cúspide y la última finalidad de todo conocimiento, convencido de que una
investigación bien llevada sólo podía confirmar los dogmas de la Iglesia. Por otra
parte, es el anunciador de tiempos futuros, gracias a su independencia respecto de
Su estancia en París había puesto a Bacon en contacto con el sabio picardo, al que
glorifica con tanto entusiasmo en su Opus tertium. Pedro Peregrino había participado
en la primera cruzada de San Luis, pasó más tarde, como ingeniero militar, al
servicio de Carlos de Anjou, y terminó por establecerse en París.
Era un misántropo, nos dice su brillante alumno Bacon, temía la multitud y
desdeñaba la gloria. Mientras los demás sabios discutían sobre problemas
metafísicos, Pedro Peregrino pasaba su vida en el laboratorio. De sus trabajos —que
parece fueron numerosos— sólo nos ha llegado uno: su célebre carta dirigida, en
1269, a un amigo: Epístola De magnete, el primer tratado científico sobre las
propiedades del imán.
El elocuente elogio de Bacon no permite dudar de que Pedro Peregrino de Maricourt
enriqueció con sus experiencias los conocimientos de su época sobre este tema
capital. ¿Cuáles son, sin embargo, los hechos que tomó de sus predecesores, y cuáles
son sus propios descubrimientos? Cuestión difícil, por no decir imposible de
resolver.
El conocimiento de la piedra imán se remonta a la antigüedad; la propiedad que tiene
el hierro magnetizado de atraer a otros trozos de hierro no escapó a la atención de los
observadores griegos, como prueba un pasaje del diálogo Ion, atribuido —con razón
o sin ella— a Platón. ¿Cuándo se suma a este modesto fondo de conocimientos el uso
de la brújula bajo su forma más primitiva? Parece que los navegantes chinos
empleaban ya en el siglo II de nuestra era la aguja imantada artificial —flotando
Capítulo 3
Precursores de la ciencia moderna
Leonardo de Vinci: Sus investigaciones mecánicas y físicas; Simón Stevin: La
imposibilidad del perpetuum mobile; Guillermo Gilbert; Comienzos de la
magnetología y electrología,
El siglo XIV no aporta a la física ningún representante de gran talla ni ningún notable
descubrimiento, pero durante él ocurren algunas iniciativas en la mecánica,
iniciativas que no serán olvidadas, pues anticipan —aunque en forma vaga—
algunos elementos de la futura dinámica de Galileo 10.
La primera gran figura que encontramos en los albores de los tiempos nuevos
pertenece a la segunda mitad del siglo XV: es Leonardo de Vinci (1452-1519), tal
vez el genio más universal que la historia conoce. Pintor, escultor, arquitecto,
ingeniero, físico, biólogo, se adelantó a su centuria con admirables descubrimientos
en las más distintas ramas del saber. Para él, como después para Galileo, la ciencia
está por hacerse, la verdad por encontrarse. Había asimilado, poco más o menos, toda
la ciencia conocida en su tiempo. La clarividencia de sus intuiciones, la asombrosa
agudeza de su inteligencia y sobre todo la universidad sin precedentes de su genio, lo
hacen aparecer para la posteridad como un ser casi sobrehumano. Si su labor
científica queda eclipsada, incluso hoy, por su labor artística, sólo es porque hace
poco tiempo que fueron arrancadas al olvido sus notas manuscritas, dejadas a su
discípulo Francisco Melzi.
Hijo natural de un jurista y de una campesina, alumno predilecto del gran pintor
Andrés Verrocchio, entró sucesivamente al servicio de las cortes de Florencia, Milán
y Roma. A invitación de Francisco I, que lo llenó de favores, se trasladó a Francia,
donde murió, en el castillo de Saint-Cloux.
Dar un resumen, aun muy sintético, de la amplia variedad de las investigaciones de
Leonardo excede los límites de nuestro tema. Nos limitaremos a señalar algunos de
los resultados de sus investigaciones en la mecánica y en la física, el único aspecto de
su polifacética actividad que nos interesa aquí.
Como arquitecto e ingeniero, Leonardo de Vinci fue llevado, en razón de los
problemas prácticos que debió resolver, al estudio de la mecánica. El teorema central
de su estática es el principio de las velocidades virtuales, cuyo contenido, en los
razonamientos de Leonardo, equivale a afirmar que las fuerzas que actúan en una
máquina en equilibrio son indirectamente proporcionales a sus velocidades virtuales.
Posee el concepto del momento estático 11, del cual deduce el equilibrio de las fuerzas
que actúan sobre la palanca. A ésta la considera como la máquina primaria y las
demás sólo son modificaciones y formas complejas de la misma. Al utilizar la ley de
la palanca logró determinar, mejor que sus predecesores, la condición de equilibrio
de dos pesos iguales colocados sobre dos planos con desigual inclinación. Su
demostración implica, una vez más, el principio de las velocidades virtuales.
Agreguemos que Leonardo conoce los diferentes tipos de equilibrio (estable, neutro,
inestable); sabe determinar la componente de una fuerza según una dirección dada;
posee clara noción del trabajo y entrevé, anticipando investigaciones de Stevin, la
imposibilidad del perpetuo móvil, a pesar de que durante algún tiempo procuró
realizarlo.
A través de una serie de experimentos, buscó las leyes de la caída de los cuerpos;
compartió el error peripatético de que la velocidad de la caída depende del volumen y
del peso de los cuerpos. Si bien no llegó al objetivo propuesto, tiene el mérito de
haber reconocido que las leyes de la caída libre debían verificarse también en el
descenso frenado sobro un plano inclinado, lo cual constituye un importante preludio
a las investigaciones de Galileo 12.
Las tareas prácticas de Leonardo exigían un conocimiento de los fenómenos de
elasticidad y rozamiento. Descubrió, en cuanto al primero, que la elasticidad de
tracción es igual a la elasticidad de compresión; en cuanto al segundo, encontró que
el rozamiento de deslizamiento es independiente de la magnitud del área de contacto.
Estas leyes, escondidas en los manuscritos inéditos de Leonardo, cayeron en el
olvido y sólo fueron establecidas hacia fines del siglo XVII, la primera por el inglés
Hooke, la segunda por el francés Amontons, doscientos años después de su
descubrimiento por el gran italiano.
Constructor de canales, Leonardo se dedicó también a investigaciones
hidromecánicas. Estudió el derrame del agua a través de orificios de distintas
características y la propagación de las ondas sobre superficies líquidas.
Probablemente fue el primero en llamar la atención acerca del fenómeno de la
interferencia de ondas líquidas. Le debemos la primera descripción de la ascensión
de líquidos en tubos delgados y la extensión de la ley de los vasos comunicantes a
dos líquidos con pesos desiguales; puso de manifiesto que las alturas son
inversamente proporcionales a las densidades de los líquidos.
De las ondas líquidas pasa Leonardo a las ondas sonoras; reconoce que el eco se
explica por la reflexión del sonido. De la observación del eco concluye una velocidad
imposibilidad del móvil perpetuo —la imposibilidad del trabajo nacido de la nada—
y se propuso deducir leyes del nuevo axioma.
Stevin eligió dos planos inclinados que reposan sobre una base horizontal y que,
unidos por su arista superior, forman un prisma triangular. Rodeó el sistema con una
cadena cerrada, compuesta de eslabones pesados que pueden deslizarse sin
rozamiento a lo largo de los planos inclinados. Una mirada sobre la figura nos
muestra que sobre el plano izquierdo actúa una fuerza doble de la que obra sobre el
plano derecho. Puesto que hay exceso de peso de un lado, parece que la cadena
debiera ponerse en movimiento. Si esto ocurriera, habríamos logrado realizar el
móvil perpetuo, pues por mucho que dure el movimiento, siempre habrá doble
número de eslabones sobre el plano izquierdo que sobre el plano derecho. De la
imposibilidad del movimiento continuo resulta que nuestra cadena quedará en
reposo, pues n eslabones sobre un lado equilibran 2n sobre otro.
Wonder en is gheen wonder (Una maravilla, y sin embargo no es ninguna
maravilla), escribió Stevin sobre su teorema.
Figura 1
En efecto, el peso de los eslabones obra tanto menos cuanto menor es la inclinación
del plano. Por consiguiente, los pesos colocados en planos inclinados, uno con
respecto de otro, se mantienen en equilibrio con tal que sean proporcionales a las
longitudes de los planos. Si uno de los planos es perpendicular a la base, entonces el
trozo vertical de la cadena representa la fuerza que mantiene la carga sobre el plano
oblicuo: la fuerza es, pues, a la carga, como la altura del plano inclinado a su
longitud. El mismo procedimiento que llevó a Stevin a estos teoremas le permitió
llegar al principio más general del paralelogramo de las fuerzas (1585), enunciado,
bajo su forma moderna, en 1687, por el matemático francés Pedro Varignon.
La imagen de los dos planos inclinados rodeados por la cadena sin fin figura en la
portada del libro de Stevin, quien la hizo poner allí deseoso, sin duda, de subrayar los
alcances del camino seguido en sus búsquedas. Tenía razón de estar orgulloso de su
método: implica, en efecto, el primer ejemplo de un experimento pensado, bien
ideado y llevado con rigor —more geométrico— a importantes conclusiones.
La historia de la física clásica y nueva ofrece más de un ejemplo del éxito de este
procedimiento. Irrealizables en verdad, más o menos vinculados con hechos
empíricos, los experimentos pensados están justificados si llevan, como el de Stevin,
el sello de la certeza intuitiva.
La imposibilidad axiomática del móvil perpetuo guió a Stevin también en sus
investigaciones de las condiciones de equilibrio en los líquidos. Supongamos, dice
Stevin, que en un recipiente lleno de agua una cierta cantidad de líquido descendiera;
su lugar sería inmediatamente ocupado por otra cantidad de agua que descendería a
su vez. Un movimiento perpetuo sería la consecuencia; consecuencia evidentemente
absurda. Stevin admite, por otra parte, que el equilibrio no sería perturbado si una
parte del líquido se solidificara. De este modo, logra deducir el principio de
Arquímedes y descubrir la importante «paradoja hidrostática»: el hecho capital de
que la presión sobre el fondo del recipiente es independiente de la forma de éste y
sólo depende del área del fondo y de la altura de la columna líquida, siendo medida
por el peso del prisma líquido que descansa sobre el fondo 14.
Agreguemos que Stevin determina también la condición de equilibrio estable e
inestable de los cuerpos flotantes.
Otros felices hallazgos de Stevin podríamos mencionar. Nos bastará indicar que se
aproximó más que sus predecesores al principio de los desplazamientos virtuales, y
que se adelantó a Galileo, enseñando (1580) que los cuerpos livianos y los posados
caen con la misma velocidad. Aunque el nombre de Stevin no resplandece con el
halo que la historia convencional rodea a algunos investigadores renacentistas, no
cabe duda que en la larga sucesión de siglos que media entre Arquímedes y Galileo,
los imanes —siempre guiado por experimentos con su Microgé y la pequeña aguja
que colocaba en su proximidad—, el asiento de la fuerza magnética; ésta no
solamente reside en el interior del imán, sino también en el espacio que lo circunda,
cuyo conjunto de invisibles emanaciones —hoy diríamos líneas de fuerza— forma
un campo magnético —orbis virtutis—, afirma Gilbert. Una idea magnífica surgió
aquí por primera vez, idea grávida de fecundas consecuencias, y que, sin embargo,
hubo de esperar más de doscientos años para ser ampliamente desarrollada por
Ampère y Faraday.
Gilbert dedicó un importante capítulo de su tratado al estudio de la electricidad.
Analizó el conocimiento de la antigüedad al respecto, que se reducía, como se sabe,
al fenómeno estudiado por el pensador jónico Tales, de que el ámbar fuertemente
frotado atrae cuerpos livianos. Repitió con las sustancias más comunes la
experiencia de Tales, y comprobó que lo obtenido con el ámbar y el ágata se lograba
también con el vidrio, el azufre, la sal, la resina y el alumbre. Para estudiar las
propiedades de cuerpos eléctricos, Gilbert construye el primer electroscopio: una
liviana aguja metálica, colocada por su centro sobre un gorrón. Reconoce que el aire
húmedo dificulta, sus experimentos y descubre la destrucción de la electricidad en un
cuerpo por la acción de la llama. Quizá algunos de sus ensayos eléctricos nos hagan
ahora sonreír; sin embargo, la humanidad requirió dos mil años para llegar del
fenómeno de Tales a las fecundas observaciones del gran experimentador Guillermo
Gilbert.
Segunda Parte
El triunvirato Galileo-Huygens-Newton
Capítulo 4
Galileo
Infancia de Galileo; Años estudiantiles; El isocronismo de los oscilaciones
pendulares; Profesor en Pisa; Crítica a la cinemática de Aristóteles; El método
galileano; Galileo en Padua; La noción de inercia; Trayectoria de los proyectiles;
Aceleración y fuerza; Composición de movimientos; Principio de los
desplazamientos virtuales; El año 1610: Telescopio y descubrimientos
astronómicos; Galileo en Florencia; Lucha por el sistema copernicano; El proceso.;
Los Discorsi; La caída libro; Otros problemas; Altura y velocidad del sonido; La
velocidad de la luz; Muerte de Galileo.
Miguel Ángel y en el mismo año de 1564 en que en la lejana Albión vio la luz
Shakespeare. El padre de Galileo era un apreciado músico; descendiente de una
familia florentina, considerada pero empobrecida, debió luchar toda su vida con las
necesidades materiales, lo cual dificultaba mucho la educación de sus seis hijos.
Galileo tenía once años cuando la familia volvió a Florencia, y el joven fue colocado
en la escuela del monasterio de Vallombrosa. Las dotes excepcionales del alumno
parecieron haber atraído la atención de los frailes, dado que ensayaron hacerle entrar
en la orden.
El padre deseaba que el hijo abrazase una carrera lucrativa, pero la supuesta y
diabólica intención paterna de haber querido hacer del futuro físico un comerciante
en telas, es una leyenda desmentida por Viviani, discípulo y primer biógrafo de
Galileo. Vicente Galileo no buscaba arrebatar su hijo a la ciencia, y eligió la
medicina, rama que estimó más productiva. Así ocurrió que, a fines de 1581, Galileo
fue enviado para estudiar el arte de Galeno a la Universidad de Pisa. Durante cuatro
años fue educado en olor de medicina, como otros físicos — Fermat y Avogadro—
lo fueron en el de derecho, y otro aún —Pascal— lo fue en el de santidad.
Los primeros años en el Estudio pisano -hoy diríamos Universidad— convencen al
estudiante de que su vocación no lo destina a curar enfermos. Las lecciones de
filosofía aristotélico-escolástica que debe seguir, y cuya caducidad entrevé la
perspicacia del joven, ejercen poca atracción sobre este fogoso espíritu en busca de
su camino. Las discusiones públicas que sostiene, revelan ya al futuro y temible
crítico de las ideas en boga, sancionadas por la ciencia oficial. A los diecinueve años
el león muestra por primera vez las garras y realiza el primer descubrimiento. Al
observar las oscilaciones de una lámpara en la catedral de Pisa—cuenta Viviani—,
Galileo reconoce el isocronismo de las oscilaciones pendulares. Falto de un
instrumento para medir el tiempo, se ayuda —como lo hiciera antes Cardano— con
su pulso y comprueba sorprendido que la duración de las oscilaciones es igual,
cualesquiera sean sus amplitudes, y concibe la idea de que el péndulo podida servir
para construir un reloj de alta precisión, idea que Huygens había de realizar un día.
Más tarde, cuando experimentos repetidos le aportaron la certidumbre de su feliz
intuición y le mostraron, además, que el período de oscilación no varía ni con el peso
ni con la naturaleza del péndulo, Galileo escribirá:
«Tomó dos bolas, una de plomo y otra de corcho; la primera cien veces más
pesada que la segunda, ambas suspendidas de hilos finos y de igual longitud.
Alejó la una y la otra de la vertical y las dejó escapar al mismo tiempo; las dos
En realidad, Galileo exageraba. Los períodos de oscilación sólo son iguales para
pequeñas amplitudes, mas, a pesar de ello, la ley del isocronismo pendular estaba
descubierta.
¿Lo determinó esta primera prueba de su genio a descuidar sus estudios de medicina
para dedicarse a las matemáticas? No lo sabemos. Lo seguro es que la elección del
estudiante entre Hipócrates y Euclides está definitivamente hecha. Galileo
profundiza el conocimiento de los Elementos del geómetra griego, aprovechando las
lecciones privadas del matemático Ostilio Ricci. En temprana edad atisba claramente
que no son los razonamientos escolásticos, sino las matemáticas, los que pueden
proporcionar la clave para concebir los fenómenos de la naturaleza. Esta idea dirigirá
sus investigaciones a lo largo de toda su vida:
«La filosofía —afirma— está escrita en un magno libro, siempre abierto ante
nuestros ojos: el universo. Imposible es entenderlo sin aprender previamente
la lengua, sin conocer los caracteres en que está escrito. Su idioma es el de las
matemáticas, y las letras son los triángulos, los círculos u otros figuras
geométricas, medios sin los cuales no es dado a ningún ser humano
comprender una sola palabra; sin ellos, el espíritu deambula en un oscuro
laberinto.»
inmanente a ir hacia arriba; los cuerpos pesados, agua, piedras, metales, hacia abajo.
La ascensión de los cuerpos livianos y el descenso de los graves son movimientos
naturales, en oposición a los movimientos forzados (el de una piedra arrojada, por
ejemplo), que se efectúan contrariando la tendencia de buscar el lugar
predeterminado. Por diferentes que sean el movimiento natural y el forzado, ambos
necesitan un motor que siempre debe estar, sin intermediario, con lo movido. Sin el
contacto con su motor, ningún cuerpo podría moverse. En el caso del movimiento
natural, el motor es eterno (está en el cuerpo); en el del movimiento forzado, el motor
es perecedero, casual. Si un cuerpo grave cae, su velocidad adquirida crece, hecho
que no escapó a la atención del estagirita. ¿Cómo explicar este incremento de la
velocidad? El aire es, asegura Aristóteles, el que se cierra detrás del cuerpo en caída
y le confiere un impulso, actuando como factor de aceleración. Agreguemos, para
terminar, un importante corolario de la doctrina: los cuerpos más pesados —con la
tendencia a alcanzar su lugar natural— caen más rápidamente que los cuerpos menos
pesados.
Esta última aseveración es atacada por Galileo en sus lecciones de Pisa. La
refutación de la ley peripatética es para él el punto arquimédico, a partir del cual
desgoznará, poco a poco, toda la ilusoria cinemática de Aristóteles. Demuestra la
igualdad de los tiempos de caída para cuerpos livianos y pesados; la demuestra con
un razonamiento de carácter enteramente peripatético, batiendo al adversario con sus
propias armas. Si Aristóteles, sostiene Galileo, estuviera en lo cierto, entonces un
cuerpo compuesto por la reunión de uno pesado y otro liviano, debería caer con
mayor velocidad que cada una de sus partes, por ser más pesado que cada una de
ellas. Sin embargo, en el cuerpo compuesto la parte liviana y lenta obstaculiza a la
pesada y rápida, de modo que el cuerpo entero debería caer con menor, velocidad que
la parte pesada. Así, la suposición aristotélica conduce a una flagrante contradicción.
Por otra parte, consideremos dos cuerpos del mismo peso: éstos caen, según
Aristóteles, con igual rapidez; no puede, por lo tanto, influir para nada el que estén
reunidos en un solo cuerpo, y éste, aunque de doble peso, deberá caer con una
velocidad igual a la de sus dos partes, cada una de ellas más liviana que el todo.
En realidad, Galileo no precisaba estos razonamientos para reconocer que los
tiempos de caída de los graves son independientes de sus pesos y de sus densidades.
Los resultados indicados —de sus estudios sobre el movimiento pendular— lo
llevaron, gracias a una sutil ocurrencia, a concluir que el postulado aristotélico debía
ser falso. Un péndulo oscilante, se dijo, describe arcos de círculo. Un arco se puede
imaginar formado por una infinidad de minúsculos segmentos rectilíneos, cada uno
de ellos comparable a un infinitesimal plano inclinado. Así, el péndulo oscilante no
hace más que descender y después subir a lo largo de planos inclinados. ¿No
podríamos asimilar, se pregunta Galileo, la caída inclinada a la caída vertical?
Entonces, como el peso del péndulo no hace variar la duración de la caída, resulta
que esta duración no depende del peso de los graves que se precipitan.
Galileo se encuentra, pues, en posesión de la ley, cuando emprende —probablemente
en 1590— su famosa experiencia, haciendo caer de la torre inclinada, en Pisa, esferas
con radios iguales, pero de diferentes pesos. El éxito del espectacular experimento,
ejecutado en presencia de profesores, estudiantes y una muchedumbre de curiosos,
fue poco concluyente.
Galileo Galilei
Bien sabía Galileo que la resistencia del aire, al restar en distintos grados velocidad a
los móviles, perturba el desarrollo de la caída libre hasta enmascarar la ley, que no se
verifica con exactitud más que en el vacío. Por cierto, estos groseros experimentos
estaban lejos de convencer a sus adversarios; por el contrario, permitieron a uno de
naturaleza.»
¿No es, pues, un sacrilegio la hazaña del joven pisano, su demostración de que el
idolatrado estagirita no había asido los elementos fundamentales del movimiento
natural, y que sus libros, sobre los que juraban los pedantes del Estudio de Pisa,
contenían evidentes errores? En efecto, el abismo entre las tesis de Galileo y las de
Aristóteles no podía ser más profundo:
Aristóteles Galileo
1. Si cayeran los graves en el vacío, se 1. Si cayeran los graves en el vacío,
moverían con movimiento uniforme se moverían con movimiento
acelerado.
2. El aire que se cierra detrás de los 2. El aíre que opone resistencia a la
móviles le imprime un aumento de caída de los graves disminuye la
velocidad. velocidad de sus movimientos.
3. La velocidad en la caída es 3. La velocidad en la caída es
directamente proporcional al peso de independiente del peso de los graves
los graves en caída. en caída.
Falso sería creer que Galileo rehúsa al genio de su adversario el respeto debido.
Ningún pensador de la antigüedad ni de los tiempos modernos fue tan universal
como el estagirita; ninguno abarcó campos tan variados y vastos como Aristóteles.
Así corno su obra sobrepasa a toda otra por su casi sobrehumana extensión, por su
universalidad enciclopédica, también la sobrepasa por el número de errores - muchos
de los mismos inevitables en su tiempo— que contiene. Galileo es un sincero
Cableo en Padua.
El haber resuelto el problema del tiro horizontal no satisface a Galileo: estudia el tiro
oblicuo y establece posición y dimensión de la parábola para todas las direcciones
posibles del proyectil; prueba que el alcance del tiro en un plano horizontal es
máximo si el ángulo de elevación es de 45°, y que el alcance es el mismo para dos
elevaciones que difieren de 45° en igual magnitud, una en más y otra en menos.
Además, afirma que dos proyectiles, dejado el uno caer libremente y el otro lanzado
horizontalmente desde la misma altura, tocarán un plano horizontal al mismo tiempo.
Galileo introduce en la mecánica la noción de aceleración, dando a esto fundamental
concepto su sentido actual. Para analizar un movimiento variable, como la caída o el
lanzamiento, la noción tradicional de la velocidad no basta, es menester modificarla
y generalizarla. Si un cuerpo se mueve uniformemente, su velocidad, el cociente de
su camino por el tiempo empleado en recorrerlo, s/t, permanece constante,
cualesquiera que sean el espacio y el tiempo considerados. Sin embargo, el
movimiento variable no permite este procedimiento, que daría para la velocidad los
valores más diversos. Comprendida de este modo, la velocidad perdería toda
significación determinada. En tanto, si se considera al movimiento en un elemento de
tiempo muy pequeño, se le podrá concebir como uniforme y definir la velocidad en
un instante dado como el límite hacia el cual tiende el cociente s/t, cuando el
elemento de tiempo se vuelve infinitamente pequeño, límite representado en la
notación moderna por
que actúan sobre un punto y que están representadas en magnitud y dirección por los
lados de un paralelogramo, pueden ser reemplazadas por una única fuerza dada por la
diagonal del paralelogramo— del paralelogramo de las fuerzas, es obra del
matemático francés Pedro Varignon (1687).
El teorema de la composición de las fuerzas no es el único en evidenciar un contacto
entre el espíritu inventivo de Stevin y el genio de Galileo. Más donde el sabio
flamenco ha visto sólo casos más o menos aislados, Galileo forja leyes de la
naturaleza. En sus investigaciones sobre problemas de la estática, Stevin reconoció
que en un sistema de poleas en equilibrio, los productos de cada uno de los pesos por
las magnitudes de sus respectivos desplazamientos son iguales. Galileo extiende este
descubrimiento a otras máquinas simples (la palanca, el torno, el tomillo), lo
generaliza y profundiza.
A su clarividencia no escapa que los determinantes del movimiento no son solamente
los pesos, sino también sus alturas de caída, las magnitudes de sus desplazamientos
medidas según la vertical.
Sean P, P1, P2... los pesos actuantes de un sistema y a, a1 a2... las alturas verticales de
los desplazamientos simultáneamente posibles (virtuales), contadas positivamente
hacia abajo, y negativamente hacia arriba, entonces, la suma
será la determinante de la ruptura del equilibrio, suma que se llamará más tarde
trabajo. Galileo reconoce que el sistema estará en equilibrio si
Venecia llegan las nuevas de la invención del telescopio, construido por los
holandeses Francisco Lippershey y Zacarías Janson y presentado el 2 de octubre de
1608, como instrumento utilizable para fines militares, a los Estados Generales
neerlandeses. Un gentilhombre francés, Jacobo Badouère, ve en París un modelo en
los escaparates de un óptico. Al pasar por Venecia, encuentra a Galileo y le asegura
haber visto con el anteojo holandés, barcos lejanos, sobre el Sena, cual si estuvieran
cerca.
«Oído esto —escribe Galileo— volví a Padua y me puse a pensar sobre el
problema, resolviéndolo en la primera noche. Razonó del modo siguiente: Ese
artefacto consta, bien de uno o bien de varios vidrios. De uno solo no puede
ser, pues su figura o es convexa, o es cóncava, o es de caras paralelas; pero
esta última no altera los objetos; la cóncava los disminuye; la convexa los
aumenta, pero los hace indistintos; por lo tanto, un solo vidrio no basta para
producir el efecto. Pasando, pues, a dos vidrios y sabiendo que el de caras
paralelas nada altera, concluí que el efecto tampoco se podía producir por su
acoplamiento a uno de los otros dos. Por consiguiente, me limitó a
experimentar qué ocurre combinando el convexo y el cóncavo, y vi que así
lograba lo buscado... Al día siguiente fabriqué el instrumento. Me dediqué en
seguida a fabricar otro más perfecto, que seis días después llevó a Venecia,
donde con gran maravilla fue visto por casi todos los principales
gentileshombres de la república.»
Del jardín de su pequeña casa de la Via dei Vignali, en Padua, Galileo dirige hacia el
firmamento su telescopio: montañas y valles sobre la superficie de la Luna se revelan
por primera vez a los ojos del hombre; la Vía Láctea se descompone en una legión de
innumerables y pequeñas estrellas; en la cabeza y en el cinturón de Orión aparecen
astros invisibles a simple vista. El planeta Venus le muestra sus fases, semejantes a
las de la Luna. Enfoca a Júpiter con su instrumento y descubre, en la memorable
noche del 7 de enero de 1610, a tres de sus satélites, a los que se agrega en la semana
siguiente un cuarto. Mira a Saturno y ve su enigmático triple aspecto (tergeminus),
como si dos gruesos satélites muy cercanos lo acompañaran. Cinco décadas más
tarde, Huygens dilucidará el misterio del anillo que cerca al extraordinario planeta.
Por fin, con su telescopio apunta hacia la superficie del Sol y percibe sobre ese globo
de fuego puro manchas tan grandes como «Asia y África juntas»; además, las
manchas se desplazan, mostrando la rotación del globo solar. Gracias a su telescopio,
Galileo revela en el firmamento más realidades milagrosas en algunos meses que los
antiguos babilonios, egipcios, griegos y sabios medievales en otros tantos millares de
años.
El primer relato de sus descubrimientos, el Mensajero del cielo (Sidereus nuncius),
publicado en la primavera del mismo año, excita un enorme interés; los 550
ejemplares de la primera edición se agotan en pocos días. Galileo es nombrado —en
recompensa por las mejoras introducidas al anteojo— profesor vitalicio del Estudio
de Padua y se le asigna un salario que hasta entonces la república de Venecia no
había pagado nunca a un matemático.
Los peripatéticos, estupefactos, procuran negar la realidad de estos descubrimientos
que amenazan con el derrumbe total de los pilares de su doctrina. El padre Clavius,
reputado astrónomo, declara que los fenómenos celestes vistos por Galileo no son
más que ilusiones ópticas y afirma que para ver los satélites de Júpiter es menester
fabricar un anteojo que los produzca. Sin duda, Clavius reconoce pronto su error y
confiesa caballerescamente haber visto las montañas de la Luna con el telescopio.
Más otros aristotélicos son menos tratables y persisten en su actitud hostil hasta
negarse, como el filósofo paduano Cremonino y uno de sus colegas de Pisa, a mirar a
través del telescopio
«Habrías reído estrepitosamente —escribe Galileo a Kepler— si hubieses
oído las cosas que el primer filósofo de la Facultad de Pisa dijo contra mí, en
presencia del gran duque; cómo se esforzaba, con ayuda de la lógica y de
mágicos conjuros, en discutir la existencia de las nuevas estrellas y
arrancarlas por fuerza del cielo.»
En el otoño del mismo año de 1610, que tantos admiradores y enemigos le valió,
Galileo deja Padua para volver a Florencia. El gran duque Cosme II de Toscana
acaba de nombrarle su primer matemático y filósofo adjunto a su persona. Cubierto
de honores entra como triunfador en la capital toscana y no sospecha los peligros a
cuyo encuentro marcha, por dejar la libre república de Venecia y cruzar los
Apeninos. En realidad, en este momento nada indica el trágico conflicto que va a
Esta carta, difundida por sus amigos en varias copias, parece ser uno de los motivos
de la acusación presentada en 1615 contra Galileo ante el prefecto de la
Congregación Romana del Índice. La decisión condena a la doctrina heliocéntrica
como contraria a la enseñanza de las Escrituras, ordena correcciones y supresiones
en la obra de Copérnico y pone en el índice todos los escritos que la defienden.
Galileo es amonestado, y promete abandonar la doctrina prohibida.
Mas he aquí que las cosas cambian súbitamente de aspecto en 1623. El cardenal
Maffeo Barberini —Urbano VIII— asciende a la silla de San Pedro. El nuevo
pontífice, que siempre demostró su amistad para con el gran toscano, lo recibe en
cordiales audiencias.
Galileo se siente al abrigo de los ataques de sus adversarios; estima el momento
propicio para realizar el proyecto acariciado desde largos años: exponer a la luz de la
nueva ciencia los argumentos que militan en favor de la doctrina de Copérnico.
Somete su obra a la censura romana, obtiene la licencia y en 1632 aparece su Dialogo
intomo ai due massimi sistemi del mondo, la primera y magnífica vulgarización de la
tesis heliocéntrica, libro profundo y lleno de espíritu. Con extraordinaria, habilidad
dialéctica el sistema copernicano es presentado como hipótesis discutida
apasionadamente por tres interlocutores: Salviati, pensador agudo, sutil defensor de
la tesis de Copérnico; Sagredo, sagaz e imparcial observador, crítico —sin ideas
preconcebidas— de las dos doctrinas opuestas, y Simplicio, inquebrantable
peripatético, obstinado vocero de las ideas aristotélicas.
La mayor parte de los argumentos precopernicanos —como, por ejemplo, la
desviación hacia Oriente de los graves en su caída, poniendo de manifiesto la
rotación del globo— podrían ser impresos sin retoques aun hoy día. Uno de ellos
adquiere particular importancia en la historia de la física.
Galileo se pregunta si podemos discernir mediante algún experimento mecánico
sobre la superficie del globo, si la Tierra está en reposo o se mueve en torno del Sol.
Evidentemente no, responde Salviati, dado que en el interior de un sistema en
movimiento uniforme los acontecimientos mecánicos se desarrollan del mismo
modo que si el sistema se encontrara en estado de reposo.
«La piedra que cae del mástil de una nave —asegura Galileo — golpea en el
mismo lugar, muévase la nave o esté quieta.»
Galileo se pregunta, pues, cuál es la relación simple que liga la velocidad adquirida
por el cuerpo en la caída, con otros elementos de su movimiento. Evidentemente, la
velocidad crece con el espacio recorrido y también con la duración de la caída. De las
dos suposiciones que se ofrecen, Galileo admite primeramente que la velocidad
adquirida (ds/dt) crece proporcionalmente al espacio recorrido. Esta suposición la
expresaríamos hoy, con la notación moderna, así:
Parece que los dioses conceden a los genios, de cuando en cuando, el privilegio de
encontrar la verdad, aunque yerren en sus razonamientos. Sea como fuere, lo esencial
es lo correcto del resultado. Galileo rechaza la suposición como absurda y de las dos
hipótesis posibles adopta la segunda: la proporcionalidad de la velocidad adquirida
por el cuerpo que cae con la duración de la caída. Deduce de la hipótesis la relación
que debería subsistir entre el espacio recorrido y el tiempo empleado para recorrerlo.
En su razonamiento compara el movimiento de caída con el movimiento uniforme, y
llega a la conclusión de que se puede considerar el espacio recorrido en la caída
como si hubiera sido recorrido en movimiento uniforme, con velocidad igual a la
mitad de la velocidad final. Se puede, pues, para determinar el espacio recorrido,
sustituir el movimiento de caída por otro movimiento uniforme, siempre que a éste se
le asigne una velocidad cuyo valor sea la mitad del que corresponde a la velocidad en
el final del tiempo de caída. Siendo la velocidad adquirida por hipótesis proporcional
al tiempo (v = gt), los espacios recorridos (s) en la caída deben estar en la misma
relación que los cuadrados de los tiempos (t) empleados en recorrerlo. se tendrá,
pues:
Aunque Galileo afirme, por boca de Sagredo, que la velocidad de la luz debe ser
inmensamente grande, cree poder determinarla con la experiencia siguiente: Dos
observadores situados a cierta distancia uno del otro, están provistos de linternas,
cuya luz puede interceptarse con una pantalla. El primer observador quita
repentinamente la pantalla de su linterna, y tan pronto como el segundo recibe la luz,
descubre la suya. El intervalo medido por el primer observador, desde el instante en
que partió la luz de su linterna hasta el momento de la llegada de la señal de retomo,
debe representar el tiempo que requiere la luz para recorrer la distancia de ida y
vuelta. En el experimente galileano, realizado más tarde por los académicos
florentinos, la distancia que separaba a los observadores era de dos leguas. Sin duda,
Galileo ha subestimado la enorme velocidad de la luz, creyendo poder medirla sobre
cortos recorridos con medios primitivos. No obstante, su idea es genial. Cuando
Fizeau se propone, en el siglo XIX, medir la velocidad de la luz sobre un recorrido
terrestre, no hará otra cosa que modernizar la idea de Galileo: elimina el segundo
observador, reemplazándolo por un espejo y midiendo el tiempo que la luz de su
linterna necesita para el viaje de ida y vuelta, por medio del conocido artificio de su
rueda dentada (véase capítulo 10). Pero no fue preciso esperar hasta la experiencia de
Fizeau para saber que la luz no se propaga instantáneamente. Olaf Römer (véase
capítulo 6) logra calcular su velocidad gracias a las ocultaciones de los satélites
jovianos descubiertos por Galileo.
¿No es una dolorosa tragedia que el luminoso genio esté condenado en sus últimos
cuatro años, a vegetar en perpetua oscuridad? Los ojos que escrutaron tantos
portentosos fenómenos celestes quedan cegados por implacables cataratas.
«De hoy en adelante —escribe en una carta— el cielo, el mundo y el universo,
que con mis milagrosas observaciones y claras demostraciones había
ampliado cientos y miles de veces, más que lo comúnmente creído por los
sabios de los siglos pasados, se reducen para mí al estrecho espacio en que
estoy viviendo. Así lo quiso Dios y así ha de placerme a mí.»
Asistido por sus dos fieles discípulos Viviani y Torricelli, Galileo fallece el 8 de
enero de 1642.
«El descubrimiento y empleo del razonamiento científico por Galileo —declara con
razón Alberto Einstein18— marca el verdadero principio de la física.» Al aparecer
Galileo en la historia, sólo hay fuera del estrecho dominio de la estática,
especulaciones filosóficas sobre los fenómenos naturales y observaciones
incoherentes y aisladas. Donde sus predecesores no ven más que casos más o menos
particulares, el genio de Galileo da la ley en su generalidad y la describe
matemáticamente. Después de él, la ley física puede revestir su natural estructura, la
de una función matemática. Sin la obra trascendental de Galileo, la de Newton no
sería imaginable: las leyes básicas sobre las cuales el gran legislador de la dinámica
construye el edificio de la ciencia newtoniana, están implícitamente contenidas en la
mecánica de Galileo.
Capítulo 5
Discípulos y contemporáneos de Galileo
Contenido:
1. La Academia del Cimento
2. Kepler, Descartes y Grimaldi
3. Desde Guericke hasta Boyle
Ideas sancionadas por largos siglos no se dejan suplantar en algunos años; el espíritu
humano también tiene su ley de inercia. No hay, pues, que extrañarse de que las
investigaciones de Galileo necesitaran tiempo para expandirse entre los sabios de
Europa. A pesar de ello, la idea conductora del método galileano se impuso a los
investigadores en un intervalo sorprendentemente breve. Lo prueban los lemas
elegidos por las dos sociedades científicas fundadas en las décadas que siguieron a la
muerte de Galileo. La Academia del Cimento (1657) pone en la portada de sus
publicaciones las palabras Provando e riprovando (experimentando y rechazando), y
la Sociedad Real, de Londres (1662), adopta el principio Nullius in verba,
documentando con este lema que rehúsa adherirse ciegamente a la doctrina de
cualquier autoridad y que sus miembros se proponen someter sus opiniones
científicas al supremo veredicto del experimento.
A estas dos instituciones se agrega pronto la tercera: la Academia de Ciencias, de
París (1666), y después una cuarta: la Academia Leopoldiana (1672), de Alemania,
cuyos trabajos están igualmente dirigidos por las exigencias del método galileano.
Las investigaciones colectivas de los nueve miembros de la Academia del Cimento
prolongan directamente la obra de Galileo. Muchos de sus experimentos tan sólo
materializan las sugestiones del gran toscano. Aunque Galileo no mencione en
ninguno de sus escritos su termoscopio, sus discípulos Castelli y Viviani describen el
instrumento construido por su maestro para medir la temperatura. Una pera de vidrio,
llena de aire, terminada en un estrecho tubo, fue sumergida por su extremo abierto en
un líquido. Una gota de agua colocada en el tubo separaba el aire interior del exterior
e indicaba por su posición los grados de calor. Fue, pues, un instrumento abierto al
acceso del aire, y sus indicaciones, sujetas tanto a la presión atmosférica como a la
temperatura, no podían ser sino muy groseras. Sobre todo, la graduación de la escala
era arbitraria. Con sus deficiencias, el termoscopio de Galileo no superó en forma
sensible a los instrumentos similares de los griegos, ideados por Filón y Herón. Los
investigadores de la Academia del Cimento introdujeron en el rudimentario
instrumento notables mejoras: llenaron el tubo con alcohol y lo cerraron por lo alto al
acceso del aire. Como los académicos florentinos trabajaban en común, se ignora
cuál fue el inventor del termómetro, atribuido al gran duque de Toscana Fernando II,
protector de la Academia. Cáelos Renaldini (1615-1698), uno de los más hábiles
experimentadores de la Academia del Cimento, reconoció la necesidad de adoptar
dos temperaturas fijas para la graduación del termómetro y eligió, modificando una
sugestión del francés Dalancé, el punto de fusión del hielo y el punto de ebullición
del agua, verificados como constantes por las experiencias de Roberto Hooke.
La proposición de Renaldini, de dividir la escala en 12 grados no prosperó; la actual
división centesimal fue propuesta por el astrónomo Andrés Celsius en una memoria
leída en la Academia de Ciencias de Suecia en 1742. La proposición de Celsius
representó una reforma de la graduación de 80° adoptada en 1730 por el zoólogo
francés Renato de Réaumur, quien eligió como punto fijo para su termómetro de
alcohol la temperatura de congelación del agua en lugar del hielo fundente. La forma
actual del termómetro de alcohol y de mercurio es debida al físico alemán Gabriel
Daniel Fahrenheit (1686-1736); tres décadas antes de Celsius inventó otra
graduación de la escala: eligiendo la temperatura de una mezcla refrigerante como 0,
la fusión del hielo como 32, y la del calor de la sangre humana como 96; la
temperatura del vapor de agua en ebullición es en esta escala de 212°. Las sustancias
termométricas en los instrumentos de la Academia del Cimento, como en los
posteriores de Fahrenheit son líquidos, cuya dilatación fue admitida como
proporcional al aporte de calor: suposición que se verifica tan sólo aproximadamente
para líquidos, en tanto que es, con mucho, más correcta para gases. La ventaja que el
empleo del aire como sustancia termométrica puede ofrecer, fue indicada por el
médico francés Juan Rey (1632); su compatriota, el físico Guillermo Amontons
(1663-1705) fue el primero en construir, en 1688, un termómetro de aire, superior en
exactitud a los instrumentos florentinos.
Los miembros de la Academia del Cimento, provistos de sus termómetros, someten
numerosos fenómenos calóricos al examen experimental. Comprueban que
—el horror vacui— impidió a su poderoso espíritu ver claro. ¿El horror de la
naturaleza frente al vacío tendría en los tubos de las bombas su límite con 18 varas?
No, declara Galileo; lo ocurrido es que la columna de agua, alcanzada esta altitud, se
quiebra bajo su propio peso.
El sabio genovés Juan Bautista Baliani y el académico florentino Rafael Magiotti no
se contentaron con esta respuesta; sospechaban que sobre la altura que el agua en el
sifón es incapaz de sobrepasar, subsistía —a pesar de lo sostenido por los griegos—
un verdadero vacío y que la altura de la columna de agua en el sifón contrabalancea
la presión del aire exterior. Para verificar estas suposiciones, Torricelli, en 1644,
reemplaza la columna de agua cuya gran altura, casi once metros, era inconveniente
para los experimentos, por una columna de mercurio, cuya elevación, catorce veces
inferior, se prestaba mejor para tales ensayos. Llenó un tubo de pequeña sección y de
1,20 metros de largo, con mercurio y lo sumergió por el extremo abierto en una
cubeta llena con el mismo metal. La columna de mercurio descendió
aproximadamente hasta 76 centímetros, dejando por encima de ella un vacío en el
tubo, el vacío torricelliano, como se llamó más tarde.
Torricelli reconoció que la altura de la columna de mercurio equilibraba y medía la
presión atmosférica y comprobó además que ésta, en un lugar dado, presentaba
variaciones. El principio del barómetro estaba descubierto. Los miembros de la
Academia del Cimento soldaron el reservorio de mercurio al tubo y construyeron los
primeros barómetros, en los cuales Magellan y Fortin no tuvieron más que introducir
algunas mejoras. Instrumentos más sensibles que los torricellianos, los barómetros
aneroides, sólo fueron construidos dos siglos después, por Bourdon y Vidi.
Los experimentos de Torricelli fueron bien pronto conocidos fuera de Italia,
principalmente en Francia, gracias al sabio padre mínimo Marino Mersenne
(1588-1648), quien mantuvo una extensa correspondencia con los investigadores de
su país y del extranjero, informando a unos sobre las nuevas que recibía de otros;
desempeño así el papel de una verdadera revista de los progresos de la física y
propagó las ideas galileanas. Su compatriota el matemático y filósofo Blas Pascal
(1623-1662) concibió el proyecto de comparar con la ayuda de mediciones
barométricas la presión atmosférica en el pie y en la cumbre de una montaña; la
primera debía ser superior a la segunda, si las ideas de Torricelli eran ciertas. Périer y
sus compañeros, encargados por Pascal de ejecutar la experiencia ascendieron, en
1648, a la cima del Puy-de-Dôme, con una altura de 974 metros. Su espera no fue
infructuosa. La columna del barómetro marcó en la cumbre 8,5 centímetros menos
En el mismo año de 1609 que dio a Galileo su telescopio e inició la serie de sus
admirables descubrimientos sobre el firmamento, descubrimientos sólo conciliables
con el sistema heliocéntrico, apareció en Praga la Astronomía nova de Kepler, obra
de grandes alcances que llevó a la mecánica celeste más allá de Copérnico.
Juan Kepler (1571-1630), sietemesino, recibió de la naturaleza, al igual que Newton,
un débil cuerpo, en el que, sin embargo, moraría uno de los espíritus más fogosos que
conoce la historia de las ciencias. Hijo de padre borracho y de madre alejada de sus
deberes, tuvo una infeliz infancia.
Al enfermizo niño la viruela dejó en el rostro un aire de imbecilidad. Los primeros
Juan Kepler
imperial de la corte de Praga. Tycho no sólo le legó su cargo, sino algo más valioso:
el caudal de sus preciosas observaciones, que Kepler se propuso utilizar a su manera.
Tycho, incomparable observador, fue un teórico miope. Había rechazado el sistema
de Copérnico para emitir otra hipótesis, cópula infeliz entre la vieja y la nueva
doctrina: supuso que si bien los planetas se movían alrededor del Sol, éste en cambio
giraba en torno de la Tierra, la cual, por lo tanto, estaba inmóvil en el centro del
universo. Kepler, seducido por la majestuosa sencillez de la imagen heliocéntrica
estaba convencido, a priori, de su certeza.
«Lo he afirmado —escribió— como cierto, en lo más profundo de mi alma, y
contemplo su hallazgo con un increíble y embriagador deleite.»
En las observaciones de Brahe sobre el planeta Marte buscó, por consiguiente, apoyo
para el acariciado sueño. Redujo las posiciones aparentes fijadas por Tycho a las
posiciones reales, tal como corresponden al sistema copernicano, y ensayó después
hacer pasar un círculo por las posiciones así obtenidas.
Mas las posiciones marcianas se rehusaron obstinadamente a obedecer y
evidenciaron discrepancias hasta de 8' con el círculo hipotético. Kepler, incansable,
repitió las infructuosas tentativas muchas veces. ¿Es posible, se preguntó, que el
infalible Tycho haya cometido tales errores? En lugar de rechazar las observaciones
de Tycho como inexactas, Kepler tuvo el coraje de rechazar los círculos como forma
de las órbitas planetarias y encontró después de una larga serie de cálculos y ensayos,
que las posiciones de Marte concordaban con una elipse, en uno de cuyos focos
estaba colocado el Sol. La primera ley kepleriana estaba descubierta, aunque
únicamente para Marte, en tanto que Kepler no dudó en afirmar que valía para todos
los planetas. Éstos se mueven más rápidamente en la proximidad del Sol que alejados
de él, de modo que el radio vector de cada planeta barre áreas iguales en tiempos
iguales, como lo exige la segunda ley kepleriana.
Sin duda, en este feliz hallazgo, Kepler estuvo favorecido no sólo por su agudeza
matemática y su inagotable paciencia, sino también por la suerte. La trayectoria de
Marte, gracias a su marcada excentricidad, se prestó particularmente bien a la
demostración de las órbitas elípticas de los planetas. Además, los instrumentos
imperfectos de Tycho vinieron a su ayuda: si medios más rigurosos que los del gran
dinamarqués le hubieran permitido observaciones más precisas, éstas hubiesen
puesto en evidencia las perturbaciones de las trayectorias que los planetas sufren por
sus mutuas atracciones, perturbaciones que se superponen a la elipse fundamental y
la deforman. Kepler no habría logrado unir con una elipse estas posiciones
perturbadas.
Las dos leyes, enunciadas en Astronomía nova (1609), no satisficieron a Kepler,
convencido de la existencia de una simple relación numérica entre los tiempos de
revolución y las distancias de los planetas. Con la fe de un cruzado buscó esta ley,
que —para sus ojos— debía garantizar la intrínseca armonía de la estructura
geométrica del universo. Adoptó una centena de suposiciones, y las rechazó, después
de interminables cálculos, una tras otra. Por nueve años continuó, sin tablas
logarítmicas, sin máquinas calculadoras, sin otra ayuda que su incansable ardor,
hasta el 18 de marzo de 1618, el día en que, obedeciendo a una súbita inspiración,
formuló la hipótesis que se convertiría en su tercera ley:
los cuadrados de los tiempos de revolución de los planetas son proporcionales
a los cubos de sus distancias medias al Sol.
Kepler no olvidó de preguntarse dónde podría asentarse la fuerza que impulsa a los
planetas en su trayectoria; reconoció que emana del Sol, que ejerce una atracción
(virtud o vis prensandi) sobre los planetas, atracción recíproca, que actúa igualmente
Admirable es ver cómo Kepler logra, sin poseer la ley exacta de la refracción, crear
los fundamentos científicos de la teoría de los instrumentos ópticos. Parte del
teorema:
«Para ángulos de incidencia inferiores a 30°, la desviación del rayo
En efecto, estos resultados son exactos para cristales cuyo índice de refracción fuese
n = 1,5 que corresponde al valor 1/2 admitido por Kepler para la constante.
Más tarde el eminente discípulo de Caldeo, Francisco Buenaventura Cavalieri
(1598-1647), en posesión de la ley de refracción, establece para el cálculo de la
distancia focal una fórmula más amplia, valedera para lentes con caras de diferentes
curvaturas. Sea f la distancia focal, r1 el radio de curvatura de una cara, r2 el de la
segunda: Cavalieri encuentra
Renato Descartes
El cristalino, afirmó Maurolico, actúa como una lente biconvexa de vidrio: refracta
los rayos según su eje; la imagen se forma, pues, detrás del cristalino. Pero ¿dónde?
Maurolico no lo supo decir. Sobre la retina, contesta Kepler. Los rayos, explica,
reflejados por un objeto, son refractados en el ojo de modo que se separan sobre la
retina y forman una minúscula imagen invertida. En el ojo de un miope se separan
antes de la retina; en la fio un présbita, detrás. Por consiguiente, es fácil corregir estas
deficiencias mediante gafas adecuadas. También aquí el padre Scheiner prolonga la
obra del gran investigador alemán con una serie de experiencias sobre ojos bovinos y
humanos. Determina exactamente la actividad de las sustancias refringentes y de la
pupila, elucida el mecanismo de la inversión de la imagen retiniana y da la primera
descripción de la acomodación ciliar, entrevista vagamente por Kepler.
Como acabamos de ver, Kepler no poseía la ley general de la refracción: la encontró
el investigador holandés Wilibrordo Snellius (1591-1626), matemático de la famosa
Universidad de Leiden, al demostrar que la relación de los dos caminos recorridos en
el mismo tiempo por el rayo en los dos medios es constante. La relación de estos dos
caminos es la de las cosecantes de los ángulos de incidencia y de refracción
velocidad de traslación v, igual para todos los rayos y con una velocidad de rotación
w, diferente según los colores: w = v da nacimiento en el ojo de la luz verde; w < v
engendra la luz violeta; w > v origina la luz roja. Esta extraña hipótesis tiene el
mérito de reconducir la multiplicidad de los colores a tres colores fundamentales;
además, las partículas que rebotan al encontrar un espejo, y cuyo flujo se quiebra al
pasar de un medio al otro, explicarían las leyes de la reflexión y de la refracción.
Una importante consecuencia de la hipótesis cartesiana tropezó con la viva
contradicción del matemático francés Pedro Fermat (1601-1665). Si las partículas
luminosas entran en un medio refringente, sus velocidades cambian. ¿Se propagan
más o menos rápidamente al pasar de un ambiente rarificado a otro denso? Un
proyectil, razonó Descartes, pierde por el choque con una plancha dura menos
velocidad que en el choque con una plancha muelle. Por consecuencia, concluye él,
la velocidad de la luz es superior en un medio denso que en uno rarificado.
Descartes muestra que esta suposición permite deducir la ley de la refracción. A
pesar de ello, una conclusión correcta no prueba que la premisa sea conforme a la
realidad. Si Descartes estuviera en lo cierto, los corpúsculos luminosos deberían
encontrar en un medio denso menos resistencia que en otro rarificado. Irritado por tal
suposición, Fermat la rechaza y parte de una premisa que permite —sin hacer
ninguna hipótesis sobre la naturaleza de la luz— llegar a la ley de la refracción.
Los fenómenos naturales, afirma Fermat, se cumplen con el máximo de economía. Si
el rayo luminoso es reflejado, hay, como lo demostró Herón de Alejandría, una
economía de espacio, siendo el camino del rayo entre dos puntos dados el más corto
posible. Si el rayo es refractado, hay economía de tiempo, siendo la trayectoria
quebrada del rayo que pasa de un medio a otro por dos puntos dados, a y b, siempre
tal que el tiempo invertido por la luz es menor que el correspondiente a cualquier otro
camino entre los puntos a y b. Este principio está de acuerdo por una parte con la ley
de refracción, y por otra conduce —en oposición a lo supuesto por Descartes— a la
conclusión de que la velocidad de la luz es menor en un ambiente denso.
Agreguemos que Huygens se adhiere a la tesis de Fermat, y Newton a la de
Descartes. Sólo en el siglo XIX se liquida definitivamente el litigio, cuando Foucault
mide con una serie de notables experimentos la velocidad luminosa en medios más
densos que el aire. Fermat y Huygens ganarán la causa contra Descartes y Newton.
Las investigaciones de Snellius, Descartes y Fermat han aclarado la ley de la
refracción, fenómeno conocido en la antigüedad y aun estudiado, algunas décadas
antes del nacimiento de Cristo, por Cleomedes. Pero justamente en el año de la
Guericke montó una gran esfera de azufre sobre un eje metálico colocado en una
armazón de madera. Con una mano hizo girar el eje y con la otra presionó la esfera;
notó que la esfera no sólo atraía objetos livianos —delgadas plumas—, sino que
también los repelía. La atracción se volvía a ejercer cuando la pluma había estado en
contacto con otros objetos.
Sin conocer el concepto de carga eléctrica, observó así que las cargas del mismo
signo se rechazaban. Al suspender un hilo encima de la esfera cargada, ésta confería
el poder atractivo al hilo: Guericke descubrió la electrización por transmisión.
Igualmente, fue el primero en observar una débil luz que rodeaba en la oscuridad a la
esfera y las chispas que acompañaban a varias operaciones de su máquina, que, por
rudimentaria que fuese, era la primera capaz de producir cargas eléctricas. Con sus
investigaciones, el físico alemán enriqueció considerablemente la joven ciencia
eléctrica, cuyas bases habían sido dadas en Inglaterra; por el contrario, las ingeniosas
contribuciones de Guericke a la estática del aire, reciben su ulterior desarrollo
gracias a dos ingleses: Hooke y Boyle.
Roberto Hooke (1635-1703), sabio universalista y hábil experimentador, introdujo
en la máquina neumática de Guericke valiosas mejoras: reemplazó la vetusta palanca
que accionaba el pistón por una cremallera movida con una rueda dentada, dotó al
recipiente de una cubierta movible y dio al importante instrumento la forma que aun
hoy poseen muchos de los pequeños aparatos. Hooke fue un investigador con las más
distintas inquietudes. Construyó, para no mencionar sino algunos de sus numerosos
méritos, el higroscopio de barba de avena, instrumento para determinar la humedad
atmosférica. Hizo observaciones con el microscopio compuesto, cuyo verdadero
inventor es desconocido: unos lo atribuyen a Galileo, otros al óptico holandés
Zacarías Jansen, el mismo que comparte la gloria de su compatriota Lippershey,
constructor del primer telescopio.
Hooke, descontento con sus auténticos méritos, aunque fueran considerables, tuvo la
manía de adjudicarse casi todos los descubrimientos importantes de sus
contemporáneos, y vivió en continua lucha con los sabios de Inglaterra y otros
países.
Durante varios años fue ayudante de Boyle, quien profundizó los descubrimientos de
Torricelli y Guericke sobre la compresibilidad del aire.
Roberto Boyle (1627-1691), fecundo en ideas novedosas como físico y como
químico, quitó definitivamente los caducos soportes de la doctrina aristotélica de los
cuatro elementos, definió con claridad la básica noción del elemento químico y
aclaró los conceptos no menos fundamentales de mezcla y combinación. ¿No es una
curiosa contradicción que el sagaz pensador, temible adversario de los alquimistas,
creyera en los demonios y malos espíritus?
Roberto Boyle
cerrada. Al verter mercurio por el orificio, el aire fue empujado hacia la rama corta;
en tanto que el nivel del mercurio era el mismo en ambas ramas, el aire se encontró
bajo la presión atmosférica. Al agregar mercurio, la presión aumentó y el volumen
del aire encerrado en la rama corta se redujo. Boyle encontró que duplicando la
presión, el volumen del aire decrecía a la mitad; una presión triple no le dejaba más
que un tercio de su volumen original. La experiencia podía ser invertida, y confirmó
a Boyle la certeza de su descubrimiento: la presión (P) es inversamente proporcional
al volumen (V) ocupado por el aire —en general por un gas perfecto— en iguales
condiciones de temperatura. Por lo tanto, el producto de la presión por el volumen
PV = constante.
Boyle supo que su ley sólo era aproximadamente valedera; mas, tal como fue, esta
trascendental ley prestó más tarde su base a la teoría cinética de los gases y permitió
a la física asentar su cartabón en un invisible universo: el de las moléculas.
Boyle hizo conocer su famoso experimento el 11 de septiembre de 1661, en una
sesión de la Sociedad Real, en Londres. Quince años más tarde, el clérigo francés
Edmé Mariotte (1620-1684), a la vez físico y fisiólogo, enunció en su Discurso sobre
la naturaleza del aire la misma ley. Es imposible establecer si llegó a ella
independientemente de las investigaciones de su predecesor, pero es seguro que supo
formularla más claramente que Boyle y contribuyó a difundirla fuera de Inglaterra.
Fue el primero que aplicó la ley a la solución de mi importante problema: determinar
la disminución, en alturas crecientes, de la presión atmosférica. El peso específico
del aire decrece progresivamente hacia lo alto. Como el cálculo diferencial aún no
había sido hallado, Mariotte divide la atmósfera en 4.032 capas horizontales, calcula
la altura de cada una y obtiene por suma la altura correspondiente a cualquier presión
dada. El agudo clérigo dio también la primera explicación correcta de cómo las gotas
de lluvia se forman en las nubes, de los vapores que ascienden de los océanos y de los
continentes.
Capítulo 6
Huygens
Su vida; Problemas del péndulo real; El centro de oscilación; Conservación de la
energía mecánica; Achatamiento del globo; La ley de la fuerza centrífuga; Choque
de cuerpos elásticos; La fuerza viva; ¿Trabaja la naturaleza según la unidad del
tiempo, o según la del espacio; Descartes contra Leibniz; Erasmo Bartholin: La
doble refracción de la luz; Römer: La velocidad de la luz; La teoría ondulatoria de
Huygens
Por importante que sea la obra de los académicos florentinos y de otros discípulos
italianos de Galileo, no fue en la patria del gran toscano donde surgió después de la
muerte de éste un genio que le fuera comparable, sino en Holanda, país que ha dado a
la física tantos investigadores de alto vuelo.
Cristián Huygens, el «Arquímedes neerlandés», recibió del destino no sólo
excepcionales dotes de espíritu, sino una fortuna considerable que le permitió
dedicar su vida entera a la ciencia. Hijo de un destacado estadista y poeta, nació en
La Haya el 14 de abril de 1629 y dio ya de niño incontestables pruebas de un genio
precoz, frecuente entre los grandes matemáticos.
En un opúsculo juvenil, su primera publicación, demostró el error cometido por
Gregorio de San Vicenzo en su pretendida cuadratura del círculo, error que los más
distinguidos geómetras de la época fueron incapaces de descubrir. Largos viajes por
Alemania, Francia e Inglaterra le permitieron ampliar sus horizontes y profundizar
sus conocimientos. A los veintiocho años creó el cálculo de probabilidades y lo
expuso en su escrito Razonamientos sobre el juego de dados; un año más tarde
construyó el reloj de péndulo, uno de sus imperecederos méritos. Hazañas
astronómicas corroboran su creciente fama: descubre los anillos de Saturno y el
primero de los satélites del lejano planeta; observa las bandas horizontales sobre la
superficie de Júpiter; reconoce que Marte gira aproximadamente en veinticuatro
horas alrededor de su eje, y percibe las manchas polares de este planeta; encuentra la
nebulosa gaseosa en la constelación de Orion; mejora el telescopio al introducir el
micrómetro para medir pequeñas distancias angulares. Todos estos éxitos los alcanza
antes de los treinta años.
Colbert, ministro de Luis XIV, lo invita a fijar su residencia en París, donde es
elegido miembro de la nueva Academia e integra, con el italiano Cassini y el
dinamarqués Römer, el personal del Observatorio que acaba de ser fundado. Los
Francia. La opinión de Richer, de que la causa del fenómeno habría que buscarla en
la figura de la Tierra achatada en sus polos, fue compartida por Huygens. El gran
holandés reveló también el motivo del achatamiento del globo, demostró con
experimentos que la fuerza centrífuga transforma la esfera en un elipsoide de
revolución, con tal de que la materia sea poco resistente y la rotación bastante rápida.
En el ecuador, según el cálculo de Huygens, la aceleración centrífuga es la 1/289
parte de la aceleración debida a la pesantez..
Cuatro años antes de la publicación de su gran obra, Huygens comunicaba, por una
carta a la Sociedad Real de Londres, dos anagramas que contenían el núcleo de su
teorema sobre la fuerza centrifuga.
Fieles a una costumbre que hoy nos parece extraña, los sabios del siglo XVII gustaron
esconder sus descubrimientos detrás de las letras de abracadabrantes rompecabezas.
Esto es el más significativo de los dos anagramas:
a b c d e f g h i l m n o p q r s t u x
3 0 6 0 7 1 0 0 5 1 3 2 3 2 0 6 3 4 4 1
9 0 1 3 5 1 2 0 6 1 5 2 0 0 2 4 0 6 5 0
Cada línea de cifras representa una línea en el enunciado latino del teorema, y cada
cifra indica el número de veces que la letra colocada sobre la cifra debe repetirse en
la línea.
En su Horologium oscillatorium revela Huygens, por último, la significación de su
enigmático mensaje. Aunque el latín neerlandés no sea ciceroniano, tiene el mérito
de permitir el cálculo de la fuerza centrífuga:
«Si mobile in circumferentia circuli foratur ea celeritate, quam adquirit
cadendo ex altitudine, quae sit quartae parti diametri aequalis; habebit vim
centrifugam suae gravitati aequalem; hoc est, eadem vi funem quo in centro
detinetur intendet, atque cum ex eo suspensum est.»
En castellano:
Si un móvil recorre la circunferencia de un círculo con la misma velocidad
que adquiriría al caer de una altura igual al cuarto del diámetro, su fuerza
centrífuga sería igual a su peso, es decir, estirará el hilo que lo detiene con la
misma fuerza que si estuviera suspendido de él.
Traduzcamos esta proposición a nuestro idioma actual: Sea f la fuerza centrífuga que
actúa sobre la partícula m, la cual gira sobre una circunferencia con radio r, y sea,
como Huygens lo exige, f = mg; según las leyes de la caída libre v2 = 2 gs; entonces,
si la altura de la caída (s) es igual a la mitad del radio del círculo, tendremos v2 = 2g
r/2, de donde se sigue que f = mv2/r, que es precisamente la fórmula fundamental de
la fuerza centrífuga.
Cristian Huygens
En el mismo año de 1669, en que Huygens envió sus anagramas sobre la fuerza
centrífuga a los investigadores de la Sociedad Real, encontró la clave de un problema
—el choque de cuerpos elásticos— que lo había atraído vivamente por más de una
década. Galileo y su contemporáneo el médico austríaco Marco Marci, profesor en
Praga, buscaron la ley del fenómeno, y un rival del gran holandés, el arquitecto
inglés Cristóbal Wron, le prodigó los recursos de su sagacidad.
Marci verificó con experimentos que un cuerpo elástico, al chocar con otro idéntico
en reposo, pierde su movimiento y lo comunica al segundo; Galileo agregó quo un
cuerpo en reposo es puesto en movimiento por otro más pequeño, quo acaba de
chocar con él. Huygens muestra que el acercamiento antes del choque y el
alejamiento después del mismo se producen con igual velocidad relativa. Establece
como ley axiomática que en el choque de cuerpos los productos de sus masas por los
cuadrados de las velocidades permanecen invariables. Su notable resultado significa,
pues, el enunciado de la conservación de Σmv2. En su genial análisis del movimiento
pendular, Huygens tropezó, como hemos dicho, con la misma idea que esconde el
primer núcleo de la futura ley sobre la conservación de la energía.
En este punto, el camino cognoscitivo de Huygens se cruza con el de otros dos
ilustres pensadores: Renato Descartes y Godofredo Guillermo Leibniz (1646-1716).
El filósofo francés admitía que el producto de la masa por la velocidad mv —la
cantidad del movimiento o impulso— poseería, el privilegio de permanecer
invariable a través de todas las transformaciones mecánicas. Su fértil imaginación
atribuye a esta pretendida constancia un profundo sentido metafísico, y ve en ella una
prueba especial de la divina sabiduría:
«Conocemos —escribe en sus Principios de la filosofía— que es una
perfección de Dios no sólo el ser inmutable en su naturaleza, sino el actuar de
un modo que no cambia jamás... Él ha movido distintamente las partes de la
materia cuando las ha creado y las mantiene a todas con la misma ley que les
impuso en el momento de su creación. Él conserva incesantemente en la
materia igual cantidad de movimiento.»
Descartes reclamaba la constancia del impulso, puesto que vio en el producto mv una
medida de la fuerza.
Leibniz protesta contra este razonamiento y observa que en las máquinas en
equilibrio las cargas están en razón inversa a la velocidad de los desplazamientos;
este hecho podría engendrar la idea de que el producto de la masa por la velocidad
mediría la fuerza. En realidad —sostiene Leibniz—, es el producto de la masa por el
cuadrado de la velocidad, mv2 —la fuerza viva—, el que mide la «capacidad de
acción» de un móvil, y es la suma de las fuerzas vivas, Σmv2y la que permanece
—asegura— invariable en todas las transformaciones mecánicas del universo.
Juan Bernoulli (1667-1748) generaliza aún más el principio, afirmando la constancia
de 2mv2 en todas las transformaciones de la naturaleza, sean mecánicas u otras. A
pesar de la victoria de Leibniz sobre Descartes en el problema de aquel algo que se
conserva en las metamorfosis mecánicas, su discusión sobre «la verdadera medida
de la fuerza» era —lo sabemos desde D’Alembert— batallar con molinos de viento.
La famosa disputa giraba, sin que ninguno de ellos se diera clara cuenta de ello, en
torno a la alternativa de si la fuerza —o, más correctamente, la capacidad de acción
de un móvil— ha de medirse por el tiempo empleado (ft) o por el camino recorrido
(fs); con otras palabras: si la naturaleza trabaja a tanto por unidad de tiempo, como
quiso Descartes, o a tanto por unidad de espacio, como sostuvo Leibniz.
Las dos proposiciones se equivalen, a pesar de tener distintos sentidos. Al multiplicar
la fuerza por el tiempo, obtendremos el impulso cartesiano, ft =mv; multiplicando la
fuerza por el espacio, llegamos a la igualdad fs = ½mv2, fórmula que equivale a la
mitad de la fuerza viva leibniziana y representa la energía cinética.
El año de 1669, que vio nacer dos teoremas fundamentales de Huygens —el de la
fuerza centrífuga y el de la fuerza viva—, fue marcado por un importante
descubrimiento que después hubo de adquirir una influencia decisiva sobre las ideas
de éste en el dominio de la óptica.
El médico dinamarqués Erasmo Bartholin (1625-1698) acababa de publicar sus
sorprendentes investigaciones sobre el espato calizo de Islandia, cristal romboédrico,
que le permitió describir el fenómeno inesperado de la doble refracción. Observó que
el rayo luminoso al penetrar en el cristal se divide en dos: uno, el rayo ordinario,
sigue la ley de la refracción; el otro, el extraordinario, está exento de ello.
Bartholin sospecha que la constitución molecular podría ser la causa del fenómeno,
pero es incapaz de explicarlo. Otro descubrimiento de mayor alcance todavía logra
su discípulo el astrónomo dinamarqués Olaf Römer (1644-1710), que llega, gracias a
los eclipses de los satélites jovianos, a determinar la velocidad de la luz.
Las lunas de Júpiter forman un verdadero cronómetro celeste. Durante el recorrido
de sus trayectorias en torno al planeta, los satélites se sumergen a intervalos regulares
en la sombra proyectada por el mismo, midiendo así el tiempo.
Domingo Cassini y Römer observaron ciertas irregularidades en los tiempos de las
inmersiones y emersiones del primer satélite. Cuando la Tierra se alojó en su órbita
del sistema joviano, el reloj estaba retrasado; cuando la Tierra se acercó, el reloj se
adelantaba. Las diferencias de tiempo así comprobadas, las atribuyó Römer a las
diferencias de los caminos que la luz debe recorrer para llegar a la Tierra, y dedujo de
ello, en 1676, el valor aproximado de la velocidad de la luz.
El resultado por él encontrado es inferior al valor real, mas su razonamiento es
correcto y de diáfana claridad: el eclipse del satélite joviano se produce, si el planeta
se encuentra en conjunción con el Sol, n segundos después del momento que fue
registrado para su eclipse en la oposición con el Sol. Puesto que la distancia de
luminosas de Huygens son, como las del sonido, longitudinales. Hasta los comienzos
del siglo XIX hay que esperar, para ver, con Fresnel, reemplazadas las ondas
huygenianas por ondas transversales.
Huygens, brillante teórico, fue a la vez un técnico de genio. El reloj de péndulo no es
más que una de las numerosas pruebas de su arte como mecánico: mejoró los relojes
de bolsillo con la introducción de un muelle en espiral para regular la marcha,
inventó una máquina de pólvora, precursora de los modernos motores de explosión.
Como medio de propulsión sirvióse de la pólvora para cañones, cuyos gases —en el
cilindro de su máquina— levantaban el pistón, que descendía después bajo la acción
de la presión atmosférica. Dionisio Papin, discípulo y colaborador de Huygens,
reemplazó los gases de la pólvora por el vapor de agua (1690) e introdujo en el
dispositivo una válvula de seguridad (1705), creando así el primer modelo de la
máquina de vapor.
Pensador profundo, Huygens reconoció la trascendental preponderancia que la
mecánica, fundada por Galileo y por él, adquirirá en la interpretación del mundo
físico.
«En la filosofía verdadera —escribió—, las causas de todos los fenómenos
naturales se conciben en términos mecánicos. Si no deseamos abandonar la
esperanza de comprender los fenómenos, debemos adoptar este principio.»
Capítulo 7
Newton
Llevado por gigantes.; Su maestro: Barrow.; El gran año de 1666.; El cálculo
infinitesimal.; Conducido por Kepler.; La ley gravitacional y la Luna.; Estupenda
fecundidad de la ley.; El tímido león.; Su amigo Halley.; Los Principia.;
Definiciones y leyes básicas de la mecánica.; Concepto de la masa.; La acción a
distancia.; Hipótesis newtonianas.; Descomposición de la luz blanca.; Colores del
espectro.; Los anillos de Newton.; Newton, iniciador de la interpretación
ondulatoria de los colores.; ¿Por qué se adhirió Newton a la teoría corpuscular?;
Apoteosis, vejez y muerte.
«El porvenir —escribe Galileo en su última obra— conducirá a una ciencia más
amplia y mejor, de la cual nuestra labor no es sino el comienzo; espíritus más
profundos que el mío explorarán los más ocultos rincones de esa ciencia.» Esta
previsión del gran toscano fue cumplida por Newton. Acabó la construcción del
majestuoso templo de la mecánica clásica; lo acabó en tal forma, que desde él hasta
el umbral de los tiempos presentes, ningún principio verdaderamente nuevo surgió.
Dos siglos no hicieron en este dominio sino completar el desarrollo formal y
matemático de la doctrina newtoniana, que hasta la primera década del siglo XX
parecía destinada a la eternidad. Nec fas est proprius mortali attingere divos (No está
dado a ningún mortal el aproximarse más a los dioses), reza el homenaje de sus
contemporáneos20; Genus immanum ingenio superávit (Por el poder de su espíritu
sobrepasó al género humano), le elogia el reconocimiento de la posteridad 21. Sin
embargo, él mismo declaró:
«Si pude ver más lejos, es porque gigantes me elevaron sobre sus espaldas.»
estos dos titanes del pensamiento hayan amargado las décadas de su vejez con una
apasionada discusión sobre la prioridad de sus ideas. Más, cualquiera que sea el
mérito de Newton, no fue él, sino Leibniz quien, en el transcurso de los siglos, ganó
la batalla: es su método, son sus símbolos los que se mantuvieron y forman ahora la
base del cálculo infinitesimal.
El segundo gran descubrimiento que el joven Newton logró en el tranquilo retiro de
Woolsthorpe es de mayores alcances que su hallazgo matemático: la ley que funde la
mecánica terrestre y celeste en una indivisible unidad, la ley de la gravitación
universal.
Ingrata tarea es tratar de destruir una ingeniosa leyenda. A pesar de ello, es menester
decir que la famosa fábula de la manzana, inventada por Enrique Pemberton, amigo
de Newton, acicalada y difundida por el espiritual Voltaire y confirmada por otro
amigo de Newton, el arqueólogo Guillermo Stuckeley, no corresponde a la realidad.
No era menester que una manzana al caer recordase a Newton la fundamental
identidad de la fuerza que actúa en la caída de los graves y en el movimiento de los
planetas; esta identidad había sido tiempo ha claramente reconocida y atrajo
vivamente a varios pensadores de la época. Fermat y Borelli sospecharon antes que
Newton que una atracción recíproca, común a los cuerpos celestes y terrestres,
dirigía los movimientos planetarios, y el astrónomo francés Ismael Bulialdo, en su
Astronomía philolaica (1645), indicó —más de dos décadas antes que Newton— que
la fuerza actora entre el Sol y los planetas tenía que ser inversamente proporcional a
los cuadrados de sus distancias. Por último, Roberto Hooke, el eterno querellante,
había bosquejado pensamientos similares. Estas ideas fueron más o menos vagas y,
sobre todo, sin demostración alguna. Ninguno de los investigadores soñó someter su
hipótesis a la prueba del cálculo y todos estaban igualmente lejos de intuir que la ley
de la gravitación podría convertirse en la clave misma de la dinámica celeste y
terrestre.
Los verdaderos precursores de Newton han sido Galileo, Huygens y sobre todo
Kepler. El principio de inercia entrevisto por Galileo y generalizado por Huygens
revela en el movimiento de los cuerpos celestes la presencia de una continua
aceleración desviadora, y las leyes empíricas de Kepler se explican inmediatamente
por las características de la fuerza determinante de esta aceleración. En efecto: de la
primera ley —de la forma elíptica de las órbitas — se sigue que la fuerza atractiva
varía en razón inversa al cuadrado de la distancia entre Sol y planeta o entre Tierra y
Luna. La segunda ley —la de áreas constantes— sugiere que la aceleración está
dirigida hacia un foco de la trayectoria elíptica, y la tercera ley permite admitir que la
fuerza atractiva entre Sol y planeta es proporcional a la masa de este último, siendo la
constante de proporcionalidad igual para todos los planetas. Al admitir, por último,
que la atracción es proporcional también a la masa solar, todas estas conclusiones se
sintetizan en la famosa fórmula:
donde G es una constante numérica que depende de las unidades empleadas para
medir masas y distancias.
El camino deductivo permite reencontrar las características métricas de la
gravitación, pero nada revelaría de su naturaleza si Newton no identificara la
aceleración conferida a los satélites por el cuerpo central con la aceleración
comunicada a los objetos terrestres por la pesantez. Prueba la realidad de la
concordancia con el ejemplo de la Luna.
La misma aceleración que rige la caída de piedras prohíbe a los satélites alejarse en
línea recta de la Tierra, en tanto que su velocidad tangencial le impide caer sobre el
globo. Por estar la Luna a una distancia de 60 radios terrestres y por ser la longitud
del radio del globo aproximadamente 4.000 millas inglesas, Newton deduce que la
Luna cae en línea recta hacia la Tierra con una aceleración de 0,0088 pies por
segundo2 (0,00268 m/seg2). Admite como cierta su ley y concluye que la aceleración
sobre la superficie de la Tierra tendría que ser de 602 = 3600 veces mayor que la
aceleración del movimiento lunar, o sea 32 pies (9,74 m) por segundo 2, resultado que
se encuentra en pleno acuerdo con la experiencia.
Hay que admirar lo osado del pensamiento newtoniano, el sorprendente vuelo de su
imaginación científica, que una vez adquirida esta prueba asciende a una suprema
generalización, a la hipótesis de que
la fuerza atractiva descrita por su fórmula actúa entre dos puntos masivos,
cualesquiera que sean, dondequiera que estén en el espacio cósmico.
Por primera vez sucede en la historia de la ciencia que una ley numérica se muestra
valedera tanto para los acontecimientos terrestres como para los fenómenos celestes.
El universo adquiere con la ley de Newton una racionalidad autónoma, sin relación
alguna con el orden espiritual, o a cualquier otro motivo que no sea él mismo. Desde
inexacto del radio terrestre, habría decidido a Newton a abandonar por varios años el
estudio de este problema. Aunque esta leyenda esté muy difundida, no es probable
que corresponda a los hechos, puesto que varias determinaciones bastante exactas
del radio terrestre —como las de Snellius y de Gunter— estaban en 1666 a
disposición de Newton. Otra versión pretende que los ataques del insoportable
Hooke, que reclamaba los más hermosos experimentos ópticos de Newton como
suyos, habrían descorazonado al ultrasensible y tímido león. Sin duda, la aversión de
Newton a exponerse a controversias públicas es incontestable; difícilmente
soportaba que se le contradijera. A pesar de ello, es probable que la tardía
publicación de su obra maestra tenga otros motivos y más naturales: las dificultades
para solucionar ciertos problemas del cálculo integral, indispensables a la
formulación definitiva de la ley, lo detuvieron en su camino. Para dar cuenta del
movimiento de una piedra en caída o de la Luna en su trayectoria es necesario
evaluar la atracción total de una esfera homogénea sobre una partícula material
situada fuera de ella; cada una de las partículas de la esfera atraerá a la partícula
masiva con una fuerza que variará —según las masas presentes y sus respectivas
distancias— de una partícula a otra. ¿Cómo sumar para llegar a la atracción total, las
acciones separadas, cuyo número es infinito? Después de varios años de labor, el
problema fue resuelto, gracias al magnífico descubrimiento de Newton de que la
atracción de la esfera actúa como si toda su masa estuviera concentrada en el centro.
Sólo la posesión de este teorema le permitió extender su ley establecida para masas
puntiformes e irreales, a masas con volúmenes determinados, a los cuerpos reales del
universo.
El astrónomo Edmundo Halley (1656-1742), cuyo nombre nos es periódicamente
recordado por un famoso cometa, tiene el mérito de haber decidido (1685) a Newton
a comunicar su descubrimiento a la Sociedad Real, y a reunir sus investigaciones
mecánicas en un cuerpo de doctrina. Como la Sociedad Real de Londres no podía
costear los elevados gastos de publicación de la monumental obra Philosophiae
naturalis principia mathematica, cuya aparición en el verano de 1687 hizo de ese
año una fecha para siempre memorable en la historia de las ciencias, dichos gastos
fueron sufragados por Halley, amigo desinteresado de Newton.
Los Principia son el clásico libro de texto de la mecánica, en los que se enuncian las
proposiciones fundamentales por primera vez. Con esta obra imperecedera nace la
física matemática, como nació con los Discorsi galileanos la física experimental.
¡Qué profunda diferencia entre los libros de ambos titanes, iguales en tamaño, tan
peso. Newton reconoce que detrás del peso variable se esconde una característica
invariable del cuerpo, su masa. Los conceptos de peso y masa se separan por primera
vez con toda generalidad y claridad en la mecánica.
Por experiencias con péndulos de la misma longitud y distintos materiales, Newton
prueba que la aceleración de la gravedad (g) es independiente de la constitución
química de los cuerpos; el peso (p) puede representarse por el producto de la masa y
de la aceleración gravídica, p = mg, y siendo las masas proporcionales a los pesos,
pueden ser medidas por éstos. Este notable resultado muestra, como afirma Newton,
que la gravedad debe proceder de una causa que actúa, «no de acuerdo con la
superficie mayor o menor de los cuerpos, sino según la cantidad de materia contenida
en ellos».
Menos afortunada sin duda es su definición de masa; sería, según Newton, la
cantidad de materia de un cuerpo determinada por el producto de la densidad y el
volumen. El círculo vicioso implicado en esta discutida definición es evidente, dado
que la densidad no es otra cosa que la masa en la unidad de volumen. Pero, sea como
fuere, la definición newtoniana designa, a pesar de todo, unívocamente a la masa
como un coeficiente numérico característico del cuerpo, del que Poincaré dirá un día,
con razón, que tiene la virtud cardinal de entrar cómodamente en el cálculo. Además,
se puede escapar al círculo vicioso definiendo, como lo hizo Mach, la masa de la
siguiente manera:
Sea el cuerpo A la unidad, y diremos que un cuerpo es de masa m, cuando este
cuerpo actuando sobre el cuerpo A le comunique una aceleración igual a m
veces la aceleración que recibe por la reacción del cuerpo A sobre él.
La expresión representa para la velocidad del sonido en el aire tan sólo una primera
aproximación, a la cual Laplace aportará en 1816 la indispensable corrección (1).
Newton extiende sus investigaciones a la mecánica de los fluidos; considera el
movimiento circular de cuerpos líquidos; niega la compresibilidad del agua; explica
la ascensión de un líquido en los tubos capilares por la atracción mayor entre las
partículas de vidrio y el líquido, que entre las del líquido. 22
Investiga el roce interno (viscosidad) de los líquidos y da la primera medida de la
resistencia por los acortamientos de los arcos de oscilación del péndulo. Estos
ejemplos podrían ser decuplicados y no darían, sin embargo, más que una vaga idea
de la riqueza de los problemas tratados en los dos primeros libros de los Principia.
Las demostraciones que Newton aporta en apoyo de sus tesis, utilizan, en general,
sólo los medios de la geometría euclidiana y son extensas y pesadas. Fue menester
todo su genio para alcanzar con recursos tan primitivos tan magníficos resultados.
«Sorprendidos —dice Whewell con razón— miramos nosotros, los nietos, este
inamovible instrumento como una monstruosa maza, objeto de museo entre trofeos
de tiempos pasados, y nos preguntamos quién era ese hombre que ha manejado como
armas aquello que no podemos llevar nosotros como carga» 23.
Los dos primeros libros de los Principia forman un majestuoso preludio al tercero, el
punto culminante de la mecánica newtoniana, su Sistema del mundo, cuyo contenido
esencial hemos indicado ya. Desde la cima escalada, en el capítulo final de su obra,
Newton echa una mirada retrospectiva sobre el largo camino recorrido: rotas yacen
las tablas de la ley cartesiana del universo, los torbellinos desaparecieron; resuelto
Falso sería creer que Newton se atuvo a la solemne abjuración de la hipótesis, que
hubo de engendrar tantos comentarios como un versículo bíblico. Al igual que
Galileo y Huygens, el gran inglés recurrió al imprescindible medio de investigación
que es la hipótesis y encontró sus leyes —como los otros legisladores de las
ciencias— buscando el plano de contacto de la realidad construida por su intelecto,
con aquella otra proporcionada por los datos de la experiencia. Sus hipótesis son
numerosas y no todas afortunadas. Si es verdad que se abstuvo de explicar la
gravitación, la concibió como una fuerza a distancia, y admitió que un punto masivo
actúa donde no está. La hipótesis de la acción a distancia fue descartada
primeramente a mediados del siglo XIX, en los dominios de los fenómenos
electromagnéticos, en los que Faraday la reemplazo por el concepto más fecundo de
carneo; en la segunda década del siglo XX, hubo de ceder su propio dominio, la
gravitación, a Einstein, que la vinculó a una propiedad métrica —la curvatura— del
espacio-tiempo, determinada por la presencia de la masa. Otra hipótesis newtoniana,
el valor absoluto de la longitud y la duración, apenas sobrevivió al siglo XIX, pues en
1905 tropezó con la demostración de Einstein de que la longitud de una barra y la
marcha de un reloj varían con la velocidad del sistema en el que barra y reloj se
encuentran. Poco antes, José Juan Thomson y Kaufmann probaron
experimentalmente —con electrones acelerados— que la masa admitida por Newton
como característica constante, invariable del cuerpo, es también una función de la
velocidad del mismo y crece con ella. Por supuesto, no se debe desconocer que estas
hipótesis cardinales de Newton —por lo demás prácticamente valederas en tanto que
la velocidad del sistema no se acerca a la de la luz— eran indispensables para
fundamentar la dinámica. El terreno donde Newton aventura hipótesis menos sólidas
no es la mecánica, sino la óptica.
Desde su memorable retiro en Woolsthorpe, Newton se dedicó a los problemas
Sin embargo, sólo seis años más tarde, en enero de 1672, hizo Newton, en una carta
dirigida al secretario de la Sociedad Real de Londres, la primera comunicación
pública de su descubrimiento. Con cuidadosas experiencias demostró que la luz
blanca al atravesar un prisma es dispersada en rayos coloreados y que éstos, al pasar
por un segundo prisma, no se dejan descomponer; puso de manifiesto que los rayos
monocromáticos poseen diferentes grados de refrangibilidad, desde el violeta, que es
el más refrangible, hasta el rojo, que tiene el menor índice de refracción. Una extensa
serie de experiencias le convence de que los colores prismáticos son homogéneos.
«Los refracté con prismas, y los reflejé sobre cuerpos que bajo la luz solar
eran de otros colores. Los interceptó con delgadas capas de aire
comprendidas entre dos placas de vidrio superpuestas, los transmití a través
de ambientes coloreados... Jamás conseguí producir ningún otro color con
ellos. Aunque por contracción o dilatación se hayan hecho más vividos o más
apagados, o por pérdida de algunos rayos se hayan vuelto oscuros, jamás los
he visto cambiar de especie.»
entre los sonidos de la escala musical y los colores del espectro, Newton divide la
gama espectral en siete colores; aunque arbitraria, la división newtoniana se
mantiene aun hoy. En medio de la magnífica interpretación del «notable fenómeno
de los colores», contenida en el libro, surge, sin embargo, un error. Newton supone
que el poder dispersivo es proporcional a la refracción y concluye que sería
imposible en una lente suprimir la dispersión de la luz que produce los colores, sin
impedir al mismo tiempo la refracción de la cual depende el poder amplificador de
los telescopios de refracción. Por ello, estaba convencido de que la naturaleza de la
luz impide la construcción de lentes acromáticos. Tres décadas después de la muerte
de Newton, el óptico londinense Juan Dollond refutó, en 1757, la opinión del gran
inglés. Con la combinación de una lente convexa, de cristal crown, con otra cóncava
de cristal flint, resolvió el problema de refractar los rayos luminosos sin dispersarlos
y creó el anteojo acromático, cuya posibilidad había defendido ya Euler diez años
antes con argumentos teóricos. La convicción de Newton de que dispersión y
difracción serían gemelas e inseparables tuvo una consecuencia práctica. Newton
aconsejó a los astrónomos —para evitar las desventajas de la aberración cromática—
el empleo del telescopio de espejo, e introdujo (1668) un notable perfeccionamiento
en el modelo ideado por Jaime Gregory. Un espejo parabólico proyectó la imagen
—en el reflector de Gregory—, sobre otro pequeño espejo elíptico, que a su vez la
rechazó en dirección de un agujero practicado en el espejo parabólico. Newton
suprime el inconveniente de taladrar la superficie reflectora y barrena lateralmente el
tubo del telescopio. Un espejo plano inclinado 45° con respecto al eje del
instrumento refleja la imagen hacia el costado, donde puede ser observada con un
ocular biconvexo. Para demostrar el valor práctico de su invención, Newton
construyó dos modelos de su telescopio, uno de los cuales se conserva hoy, como
inestimable reliquia, en la biblioteca de la Sociedad Real de Londres.
El hermoso fenómeno de anillos coloreados engendrados por minúsculas capas de
aire o por delgadas láminas, llamado todavía hoy anillos de Newton, es el asunto
principal del segundo libro de la Óptica. Newton se revela en estas investigaciones
como un incomparable maestro del experimento. Produce sus anillos con luz blanca
y monocromática, los examina con luz reflejada y luz transmitida, describe el
fenómeno tal como se presenta en pompas de jabón y en láminas de mica. A estos
fenómenos les da Newton en sus razonamientos una extraordinaria importancia,
puesto que asimila las superficies coloreadas de todos los cuerpos a películas
delgadas y reduce el problema general de los colores permanentes al de sus anillos.
interpretar los fenómenos magnéticos, eléctricos y sobre todo los luminosos, con una
imagen más o menos semejante a aquella que le dio tantos y tan espléndidos éxitos
en el dominio del movimiento de las masas. Esta posibilidad, prohibida por la teoría
ondulatoria, le fue ofrecida por la hipótesis corpuscular, que permite el juego de la
atracción entre las partículas de la luz y las de la materia. He aquí, como ejemplo, lo
sostenido por Newton25 al explicar la doble refracción del cristal de Islandia:
«La refracción extraordinaria del espato de Islandia tiene toda la apariencia
de efectuarse gracias a alguna clase de fuerza atractiva, inmanente a ciertos
lados de ambos rayos y a las partículas del cristal. Pues si no fuera cierta
clase de fuerza inmanente a algunos lados de las partículas cristalinas y no
inmanente a los otros lados, la que inclina y quiebra los rayos hacia el lado de
refracción extraordinaria, los rayos que inciden perpendicular mente sobre el
cristal no se refractarían hacia aquel lado más que hacia otro cualquiera.»
Tercera Parte
La época postnewtoniana
Capítulo 8
La física del siglo XVIII
Contenido:
1. Los grandes mecanicistas
2. Los fenómenos del sonido
3. Problemas del calórico
4. Los primeros electricitas
La obra del gran triunvirato, Galileo, Huygens y Newton y la de los ilustres hombres
que los rodearon, aportó tal riqueza al conocimiento del mundo físico, que después
de la gloriosa época del siglo XVII, hubo de transcurrir cierto tiempo para permitir al
espíritu un segundo vuelo hacia semejantes alturas. El siglo XVIII no conoce en el
dominio de la física ningún genio tan vasto y capaz de soportar la comparación con
uno de los tres iniciadores. Hay que esperar hasta los tiempos de Faraday para ver
surgir un investigador cuyo poder alcance el de estos titanes del pasado. A pesar de
ello, las décadas que siguen a la muerte de Newton, lejos de ser un período de
decadencia, son de intensa labor: enriquecen los dominios del calor y la electricidad
con valiosos descubrimientos, desarrollan la acústica, crean la física del globo y,
sobre todo, redondean la mecánica de Newton. En este último campo se encuentran
los más ilustres espíritus del siglo XVIII.
Aumentar la herencia newtoniana, generalizando el empleo del análisis en el
tratamiento de problemas mecánicos y físicos, es el rasgo sobresaliente de toda esta
época, puesta a la sombra del inmortal inglés, cuyos Principia aparecen a los
investigadores ochocentistas como la obra cumbre de la mente humana. La
posibilidad ofrecida por el endiosado Newton de forjar con el análisis un poderoso
proporcionalmente a la presión.»
La presión está ligada al cuadrado de la velocidad de las moléculas: esta idea tan
fecunda, enunciada con toda claridad, permanece sepultada un largo siglo entre las
amarillentas páginas de la obra de Bernoulli. En una época que consideraba al calor
como materia, la audaz intuición de Bernoulli estaba condenada al olvido. Más de
cien años hubieron de pasar antes de que Joule dedujera, de la magnitud medible de
la presión, la otra magnitud inaccesible a la misma, la velocidad, que poseen las
moléculas gaseosas a una temperatura dada. Bernoulli es el iniciador de la teoría que
a mediados del siglo XIX abrió al cálculo el mundo invisible de las moléculas. El
sagaz pensador se anticipó a su época por varias de sus ideas. Mucho antes que
Coulomb, Bernoulli probó experimentalmente que la atracción y repulsión eléctricas
son inversamente proporcionales al cuadrado de las distancias de las cargas.
Con mucha más rapidez que las ideas de Euler y de Bernoulli se impusieron los
trabajos de Lagrange, que supo adquirir en vida la aureola de un clásico. Dos países
reclaman al famoso hijo. José Luis Lagrange (1736-1813) nació en Turín, de padre
francés y madre italiana. Sigue a Euler como matemático de Federico el Grande;
después de la muerte del rey de Prusia Lagrange se establece en París, donde íntima
amistad lo liga al químico Lavoisier. En tanto que Lavoisier, cuyos méritos
científicos no eran inferiores a los de Lagrange, fue guillotinado, la reputación del
sagaz analista fue tan preponderante que los jacobinos le perdonaron haber sido el
favorito de María Antonieta y lo cubrieron de honores.
La obra de Lagrange prolonga la mecánica de Newton y le confiere la forma analítica
que podría calificarse como definitiva, si esta palabra no estuviera borrada del
diccionario de las ciencias. Su Mecánica analítica permanece como fuente y modelo
de los manuales durante más de cien años; el gran Hamilton lo llama un poema
científico, y el severo crítico de Newton, Mach, le prodiga el elogio de haber
realizado inmensos adelantos en la economía del pensamiento. En efecto, el mérito
saliente de la obra de Lagrange es haber condensado la mayor cantidad de relaciones
en pocas fórmulas de gran generalidad, que permiten tratar todos los problemas
particulares según esquemas simples y claros. Sin duda, mucho tomó de Euler, pero
no fue el profundo suizo, sino el ágil francés el que hizo de la pesada mecánica
newtoniana una confortable máquina de pensar. No aclaró, como erróneamente se ha
pretendido, la naturaleza de los fenómenos mecánicos, mas aseguró la dominación
práctica de sus problemas.
Más intuitivo es el enunciado con que Euler revistió al principio: si un cuerpo está
obligado a permanecer en una superficie dada (por ejemplo, en la superficie esférica
del globo), el movimiento que recibe de un impulso cualquiera es tal, que entre sus
puntos de partida y de llegada su camino será el más corto posible: toda otra
trayectoria sería más larga y exigiría más tiempo. Veremos más tarde al matemático
irlandés Hamilton conferir a este principio extraordinarios alcances.
Como su mecánica, la astronomía de Newton también pedía un rejuvenecimiento
con ayuda de los medios de las matemáticas, tan acrecidos por esta época. La parte
principal del inmenso trabajo tocó al genio de Pedro Simón Laplace (1749-1827),
que aplicó la ley gravitacional a todos los detalles entonces conocidos del sistema
solar. Hijo de un campesino, Laplace, gracias a su flexibilidad en las opiniones
políticas, terminó su carrera como marqués de la Restauración, después de haber sido
ministro de Napoleón. En oposición a Newton, que fue un director modelo de la Casa
de la Moneda, el Newton francés demostró con su ejemplo que un brillante
matemático no es siempre un hábil administrador.
«Resolver el gran problema mecánico del sistema solar y alcanzar una coincidencia
tan estrecha de la teoría con la observación, que las ecuaciones empíricas se vuelvan
superfluas», fue el grandioso propósito que realizó la obra titulada Mecánica celeste,
cuyo autor, Pedro Simón Laplace, consagró casi toda su vida a los problemas
planteados en dicha obra, ya que inició su estudio a los veinticuatro años y no los
terminó hasta dos años antes de su muerte, en 1825, fecha de publicación del último
tomo de su monumental obra. Laplace emprende la determinación de las
perturbaciones que sufren las trayectorias de todos los planetas del sistema solar a
consecuencia de las mutuas atracciones de sus masas: grave problema, puesto que
implica el porvenir de la familia planetaria. Júpiter, cuya aceleración aparentemente
irregular era ya conocida desde Halley, ¿terminará por caer en el Sol? La Luna, que
evidencia un aumento de su velocidad de traslación, ¿se precipitará sobre la Tierra
cual gigantesco meteorito? El atraso en el movimiento orbital de Saturno, ¿terminará
por hacerle retroceder hacia espacios cada vez más alejados del universo? Éstas y
análogas cuestiones requerían una respuesta. La posición relativa de los planetas
cambia continuamente, de modo que producen los unos sobre los otros
perturbaciones, cuyos efectos siguen ciclos periódicos. Sin embargo, fuera de estas
inofensivas perturbaciones, hay otras que parecen temibles: perturbaciones
inherentes a los elementos orbitales del planeta, que provocan alteraciones en los
elementos orbitales de otros. Los cambios acíclicos, seculares, son en verdad
pequeños en un siglo, pero por ser acumulativos se acrecientan con el correr de los
evos cósmicos. Laplace, siguiendo sugestiones de Lagrange, llega a demostrar una
ley general: sea para cada planeta, M la masa, D el eje de la órbita y E la
excentricidad orbital; formemos con estas magnitudes el producto
M x E2 x √D
y sumemos los productos para todos los planetas; entonces la suma resultante
permanecerá invariable, si no se tiene en cuenta las inofensivas desigualdades
periódicas 27.
La impresión que la demostración de Laplace causó sobre los astrónomos y físicos
de la época fue extraordinaria. Newton se vio obligado a recurrir a la intervención
divina que de tiempo en tiempo pondría en orden al sistema solar perturbado para
preservarlo de la destrucción. Mas Laplace prueba la estabilidad del sistema solar, en
el cual el conjunto de las excentricidades permanece constante; demuestra que todo
ocurre como si los planetas, al seguir sus trayectorias perturbadas, girasen con
del ángulo formado por los rayos incidentes y la superficie iluminada. Los
fotómetros ideados por Bouguer y Lambert permanecieron largo tiempo en uso, y
aunque mejorados por Potter y Foucault, sólo fueron superados a mediados del siglo
XIX, cuando Bunsen (1844) construyó un aparato más sencillo y práctico.
Un descubrimiento óptico que hizo profunda impresión sobre los contemporáneos,
logró en 1728 el astrónomo inglés Jaime Bradley (1693-1762). Al observar la
estrella gamma del Dragón notó enigmáticas variaciones en la posición del astro;
después de largas reflexiones encontró la explicación del fenómeno en la
composición del movimiento de la luz con el movimiento orbital de la Tierra. Una
ingeniosa leyenda cuenta que el astrónomo, navegando en un barco a vela por el
Támesis, vio que el gallardete de la embarcación, a cada cambio de dirección de ésta,
indicaba una dirección distinta a la del viento que soplaba con regularidad. Esta
simple observación lo condujo a interpretar el intrigante fenómeno: si se dirige un
telescopio hacia una estrella de tal manera que su luz incida sobre el centro del
objetivo, la imagen del astro se formaría en el centro del ocular si el telescopio
estuviera inmóvil. Sin embargo, en el corto tiempo que el rayo luminoso emplea para
recorrer el largo del interior del telescopio, la Tierra había avanzado algo sobre su
órbita y llevado consigo, por supuesto, al telescopio, pero no así al rayo luminoso.
Por esta razón, la estrella no formará su imagen en el centro del ocular y no la
veremos en su dirección verdadera, sino que aparecerá en el campo visual desviada
hacia la dirección del movimiento orbital de la Tierra. Este cambio de posición de los
astros —aberración de la luz— debido a la velocidad finita de los rayos y a la
traslación del globo, suministró a Bradley una prueba del movimiento orbital de la
Tierra y además un medio para determinar la velocidad de la luz y corregir la primera
aproximación de Römer.
Como en los problemas de la mecánica, en los de la óptica la autoridad de Newton
permanecía absoluta en el transcurso de este siglo. La hipótesis corpuscular
sostenida por el gran inglés contaba con una adhesión casi universal, y a pesar de
ello, se manifestaban dudas, aunque poco seguras de sí mismas. Euler preguntó
cómo reconciliar la imagen granular de la luz con la existencia de cuerpos
transparentes. Las partículas luminosas sólo pueden atravesarlos pasando por sus
poros; como los rayos los atraviesan en todas direcciones, una sustancia transparente
debería consistir sólo en poros.
que liga el número (n) de las vibraciones con la longitud (l), con la sección (q) de la
cuerda, el peso tensor (P) y la aceleración (g) de la gravedad. El imprescindible Euler
mostró la utilidad práctica de la fórmula de Taylor. Hasta entonces se ignoraba cómo
determinar el número de vibraciones de un sonido dado, había que contentarse con
distinguir los intervalos de los sonidos, y era menester un oído afinado para no
equivocarse. Pero Euler pone una cuerda al unísono con un sonido conocido y
sustituye en la fórmula de Taylor los valores del peso, de la tensión y de la longitud
de la cuerda, llegando de este modo a obtener, por primera vez, el número de las
vibraciones de un sonido determinado. Algún tiempo antes de la publicación de
Taylor, su compatriota el laudista londinense Juan Shore (1711) inventó los
diapasones, destinados a adquirir gran importancia en los experimentos acústicos.
En el mismo año que Shore logró su invención, el investigador francés Sauveur
concluyó una serie de publicaciones que elucidaron el fenómeno de los sonidos
armónicos, ya entrevisto, pero no explicado, por el padre Mersenne. José Sauveur
(1653-1716) era casi sordo y fue la enfermedad la que despertó su interés por las
experiencias acústicas. Estudió la relación de los sonidos que una cuerda o un tubo
puede emitir junto a la nota fundamental. Aplicó a la cuerda caballetes de papel para
encontrar los puntos en que no vibra —los nodos— y puso de manifiesto los sonidos
El más famoso de los descubrimientos de Chladni son las figuras que llevan su
nombre. Figuras de polvo que obtuvo en 1777 el físico alemán Lichtenberg por
vibraciones eléctricas, incitaron a Chladni a producirlas en placas circulares y
hexagonales con vibraciones acústicas. De una placa vibrante, sea de metal, sea de
vidrio, se pueden sacar infinitos sonidos, cuyas relaciones son muy complicadas. Las
figuras sonoras de Chladni evidenciaron la relación entre el sonido obtenido y los
movimientos vibratorios de la placa.
Por primera vez en la historia los sonidos se volvieron visibles. Chladni presentó sus
figuras —fueron casi doscientas—, en 1807, al Instituto de Francia; Napoleón quedó
tan impresionado, que hizo entregar al descubridor una recompensa de 5.000
francos.
La explicación teórica del fenómeno tentó a los fisicomatemáticos, entre ellos los
más eminentes» como Lagrange, Cauchy, Kirchhoff y por fin Wheatstone; sin
embargo, ninguna de las ecuaciones propuestas fue por completo satisfactoria.
Chladni estudió también la propagación del sonido en tubos de órgano, llenando los
mismos con gases distintos. Comprobó que la velocidad del sonido es más elevado
en el hidrógeno (1.280 metros por segundo) que en el aire y más débil en el ácido
carbónico (270 metros por segundo).
Ya Newton, como hemos indicado, había establecido una fórmula para la velocidad
de las ondas sonoras en medios gaseosos. Los experimentos de Chladni pusieron de
manifiesto el carácter aproximado de la regla newtoniana, rectificada en el
transcurso de los acontecimientos por Laplace. Un problema apasionadamente
discutido fue la propagación del sonido en los líquidos; como se negó la
compresibilidad del agua, pareció lógico concluir que el agua no conduce las
vibraciones sonoras. El sabio abate Nollet, en París, se sumergió él mismo en el Sena
y salió con la convicción de que las señales sonoras eran perfectamente audibles y no
cambiaban más que su intensidad. Experiencias con agua desprovista de aire
probaron luego la caducidad de la objeción de que sería el aire contenido en el
líquido el conductor del sonido. A pesar de ello, la velocidad del sonido en el agua
fue sólo establecida exactamente en la tercera década del siglo XIX: Colladon y
Sturm transmitieron tañidos de campanas en el lago de Ginebra, y encontraron la
velocidad igual a 1.435 metros por segundo. En ciertos sólidos como el hierro y la
madera de abeto, el sonido se propaga más rápidamente. Chladni comparaba los
sólidos con tubos abiertos y llegó de este modo a números que no distan mucho de
los valores modernos.
Un enigma acústico, dos veces milenario, la reflexión de las ondas sonoras tal cual se
presentan en el fenómeno del eco, fue elucidado por Chladni y formulado
matemáticamente por Euler. El filósofo Bacon de Verulam había reconocido en el
siglo XVI que el número de las sílabas repetidas por el eco depende de la distancia de
la pared reflectora. Se oirá el eco, aseguró Chladni, si el sonido reflejado llega al
observador después del sonido directo; la resonancia se producirá si el sonido
reflejado prolonga el sonido directo. Estas sencillas observaciones condujeron a la
teoría matemática del fenómeno verificada por la experiencia.
Las vibraciones sonoras que excita una llama de hidrógeno encerrada en una
campana de vidrio fueron observadas en 1777 por el inglés Higgins y por el suizo
Deluc, más éstos fueron incapaces de explicar el sorprendente fenómeno
interpretado por Chladni. Los choques de aire producidos por la explosión de
hidrógeno, afirma Chladni, engendran el sonido; las vibraciones son de la misma
naturaleza que las del sonido de una flauta. Los golpes alternativos del aire soplado
en la embocadura del instrumento, al condensarse y rarificarse, producen ondas
sonoras; hay, pues, una perfecta analogía entre los sonidos de la flauta y los de la
llama, de la cual hasta se pueden, reglando su longitud, obtener armónicos.
Gracias a los experimentos del incansable Chladni y al análisis de Euler y Bernoulli,
la mayoría de los fenómenos fundamentales de la acústica fueron aclarados en gran
medida en el siglo XVIII. Las vibraciones sonoras, longitudinales y transversales
fueron estudiadas, sus velocidades en los medios más distintos quedaron
determinadas y los factores que reglan la altura y la intensidad del sonido
aparecieron con nitidez; sin embargo, la tercera característica, el timbre, que
diferencia a dos sonidos de igual altura e intensidad, pero pertenecientes a
instrumentos diversos, permaneció enigmática hasta los trabajos de Helmholtz a
mediados del siglo XIX.
Si la época postnewtoniana sabía perfectamente que el sonido es producido por
vibraciones, ignoró qué era lo que vibraba. Las opiniones sobre el ambiente en que se
propagan los sonidos son confusas a tal punto, que en 1768 se oye al sagaz Lambert
afirmar que las partículas del éter mezcladas con el aire transportan las oscilaciones
del sonido de un punto del espacio al otro. Esta incertidumbre no desaparece
definitivamente antes de los comienzos del siglo XIX.
José Black
Cualesquiera hayan sido las opiniones sobre la íntima naturaleza del calor, el siglo
XVIII tiene el mérito de haber creado el concepto de cantidad de calor y haberla
medido.
En sus ensayos termométricos, no escapó a los físicos de la Academia del Cimento
florentina que cantidades iguales de líquidos distintos, aunque a la misma
temperatura, no son capaces de fundir la misma cantidad de hielo. Anotaron en 1641,
en el diario de su Academia, el hecho inesperado, sin obtener, sin embargo, la
conclusión que parecía imponerse. ¿Habría una diferencia entre grado y cantidad de
calor, como sostenía el sabio sueco Klingenstjerna? Fue el arte experimental del
inglés Black el que aclaró las confusas ideas.
El médico y químico escocés José Black (1728-1799) fue uno de los más hábiles
experimentadores que Inglaterra dio a las ciencias en las décadas postnewtoniana. En
la interpretación de sus experimentos demostró extraordinaria sagacidad y cierta
independencia con respecto a muchas ideas preconcebidas de la época. Black
demostró que cantidades definidas de calor desaparecen con el cambio del estado
físico, en la fusión y en la evaporación, y puso de manifiesto que las mismas
cantidades de calor reaparecen en el cambio opuesto, en la congelación y en la
condensación. Al factor que desaparece y reaparece lo llamó calor escondido o
latente (concealed heat).
Black observó que al mezclar pesos iguales de agua con distintas temperaturas, la
temperatura de la mezcla es la media de la temperatura de los componentes. Pero este
hecho tan evidente no se verificó cuando agregó agua a 79° C. a igual cantidad de
hielo; éste se fundió, mas la temperatura, en lugar de elevarse a (79º + 0º)/2 = 39,5°,
permaneció obstinadamente en 0º.
«Hay pocos hechos —dice Crewe28 con razón— en toda la física que sean más
sorprendentes que el descubrimiento de Black: una libra de hielo a 0º
mezclada con una libra de agua a 79°, da dos libras de agua a 0º.»
Jaime Watt
Desde entonces, la idea del calor específico se impuso. El calor específico, que varía
de una sustancia a la otra, no parecía en primer término ligado a ninguna
característica sobresaliente, física o química, de los cuerpos. Hubo de esperarse hasta
la segunda década del siglo XIX, a los trabajos de los franceses Dulong y Petit, para
descubrir detrás de la máscara de las variaciones la ley que liga los calores
específicos con los pesos atómicos de las sustancias elementales.
Las experiencias de Black impresionaron profundamente a Jaime Watt (1736-1819),
mecánico de la Universidad de Glasgow, donde Black profesaba.
Su demostración de que la evaporación de una pequeña cantidad de agua necesita
una gran cantidad de calor, atrajo vivamente el interés del joven mecánico, que se
propuso mejorar el débil rendimiento de la rudimentaria máquina de vapor de
Newcomen. Esta máquina, como su antecesora, la de Papin, servía para elevar agua.
Un balancín provisto de una cadena estaba unido por un extremo al vástago de una
bomba hidráulica, y por el otro al émbolo móvil de un cilindro. El vapor impulsaba el
pistón hacia lo alto; una inyección de agua fría introducida en el cilindro producía
una depresión permitiendo al aire exterior impulsar el pistón hacia abajo en el
cilindro. Válvulas reguladas por el balancín abrían y cerraban automáticamente el
paso del vapor. Tal era la famosa máquina en 1763, cuando el azar puso un modelo
en manos de Watt. El exorbitante desperdicio de energía por las alternancias del
calentamiento y enfriamiento del cilindro no escaparon al brillante discípulo de
Black. Para eliminar la pérdida de energía revistió el cilindro con madera, le agregó
una cámara refrigerante, el «condensador», dotada de una bomba para quitar después
de cada operación el agua caliente y el vapor. La presión atmosférica no tenía ya que
empujar el émbolo y era el vapor el que lo hacía subir y bajar. Las bombas de
alimentación, el regulador centrífugo, fueron otras tantas innovaciones introducidas
por Watt en el rejuvenecido modelo. En resumen, la máquina de Watt obtuvo con la
misma cantidad de vapor mucho más trabajo que la de Newcomen. Imposible es
desconocer la eficacia de las enseñanzas de Black en los ingenios técnicos de Watt:
el condensador, destinado a absorber el calórico latente del vapor, es una idea
blackiana.
A pesar de su crítico y penetrante espíritu, Black no logró liberarse por completo de
las doctrinas corrientes en su época. La hipótesis de la naturaleza material del calor
encontró en él un ardiente defensor. Sus ideas favoritas se ajustaron perfectamente a
este concepto que no hubiera podido rechazar sin sacrificios. Black trata el calor
como verdadera sustancia que pasa de un cuerpo a otro, sin que su cantidad —que
supo tan hábilmente medir— sufra una modificación; si el calor deja de manifestarse
a nuestra sensación o a la columna termométrica, sigue existiendo, no obstante, en
estado latente. Indestructible y no creable, el calor parece desde entonces a un
elemento químico; por supuesto, un elemento imponderable, y como tal figura en la
tabla presentada por Lavoisier de los cuerpos elementales. Sin duda, las
consideraciones de Lavoisier frente a la materialidad del calor son débiles; en
realidad, tanto Lavoisier como Laplace opinaron con ciertas reservas, vacilando
entre las dos tesis opuestas: calor-fluido y calor-movimiento.
El calor no tiene peso, afirman casi todos los físicos del siglo XVIII. Rumford
demuestra con una balanza sensible que no hay cambio ponderable en la
transformación de una masa de agua en hielo o del hielo en agua, aunque la cantidad
calorífica en juego bastaría para elevar la temperatura de diez onzas de oro del punto
de congelación hasta el rojo incandescente. Por cierto, el calor —concluye
Rumford— es imponderable, pero ¿es una sustancia? Rumford lo niega y es el
primero en probar lo contrario con experimentos.
Benjamín Thompson, conde de Rumford (1753-1814), aventurero de genio, hijo de
un granjero yanqui de Nueva Hampshire, coronel del ejército inglés, ministro de la
Guerra del príncipe alemán Carlos Teodoro de Baviera, diplomático astuto, favorito
de las damas, era sobre todo un hábil observador y pensador con originales ideas. Los
últimos años de su vida los pasó como investigador celebrado en Londres y en París,
y en esta última ciudad se casó con la viuda de Lavoisier.
En el arsenal militar de Münich, la atención de Rumford fue atraída por la enorme
cantidad de calor que desarrolla el barrenamiento de los tubos de cañón. Los tubos se
calentaban al igual que los barrenos y las virutas. ¿De dónde viene tal calor?, se
preguntó Rumford. Si el calórico fuera una sustancia, su súbita aparición debería
estar acompañada por el enfriamiento del ambiente de donde fue tomada, mas
ninguno de los materiales empleados en el barrenamiento evidenciaba una
disminución de temperatura. Admitamos, reflexionó Rumford, que el calórico
sustancial estuviera escondido en la masa del bronce y exprimido como el agua de
una esponja por la presión de la mecha. En tal caso, sería menester suponer que una
cantidad finita de bronce oculta una cantidad infinita de sustancia calórica, dado que
el calor fluye del tubo tanto tiempo como se lo perfora. Rumford no se contentó con
estas filosóficas reflexiones y acudió al experimento. Puso el bloque de bronce en un
recipiente con agua y midió el calor engendrado por el barrenamiento: después de
treinta minutos la temperatura del bloque se elevó de 17° a 54°. La mecha quitó
durante este tiempo 837 granos de metal. ¿Cómo suponer, y así lo quisieron los
defensores de la materialidad del calor, que por modificación del calor específico de
una masa tan débil, las 113 libras del bloque hayan podido sufrir una elevación de
temperatura equivalente a 37o? Después de dos horas las 26 libras de agua fría del
recipiente comenzaron a hervir. ¿No era la caducidad de la hipótesis del calórico
material evidente de este momento?
«El calor —declaró Rumford el 15 de enero de 1798 en sesión de la Sociedad
Real de Londres— no puede, por cierto, ser una sustancia material. Me
resulta difícil, cuando no imposible, representármelo si no lo considero como
movimiento.»
Reconoce con claridad que el trabajo de los caballos al girar el torno engendró en sus
experimentos el calor. Es, pues, el primero en haber medido, aunque groseramente,
la relación numérica entre trabajo mecánico y calor, la magnitud fundamental que
veinticinco años más tarde, en los experimentos de Joule, se llamará equivalente
calórico.
La tesis de Rumford encontró inmediatamente un poderoso apoyo en los ensayos del
químico inglés Humphry Davy. Mostró éste en 1799, que dos pedazos de hielo
frotados en el vacío el uno contra el otro, a una temperatura de -2 o C se fundieron,
dando agua a una temperatura de +2o C. La objeción de los adversarios de que el
calor engendrado por el frotamiento provendría de una modificación del calor
específico de la materia separada —vale decir en este experimento del agua— se
encontró refutada, dado que el calor específico del hielo es en mucho inferior al del
agua.
Otras ideas de Rumford fueron menos afortunadas: admitió que líquidos y gases no
conducen el calor, cuyo transporte en estos medios no se operaría más que por
corrientes. La incertidumbre que rodeaba el problema desapareció sólo con los
convincentes ensayos de Despretz, en 1833, que probaron que una columna de agua
conduce el calor al igual que una barra de metal.
En suma, la época postnewtoniana realizó en el dominio de los fenómenos térmicos
dos considerables progresos. Separa, gracias a Black, definitivamente, cantidad y
grado de calor, y aporta, con Rumford, la primera prueba de su naturaleza cinética.
Antes de que el siglo XVIII finalizara, precisamente en su último año, otro
importante descubrimiento acaece y abre los dominios casi inexplorados de las
Con más fuerza que otras ramas de la física, atrajeron la curiosidad de los
investigadores, en el transcurso del siglo XVIII, los fenómenos eléctricos.
Exploraron el extenso dominio de la electricidad estática y tropezaron con un
considerable número de hechos que asombraron y espantaron a los buscadores. Cada
vez más se arraigó en ellos la convicción de encontrarse en un terreno igual, cuando
no superior en importancia, al de los fenómenos térmicos. Hacia fines del siglo
aparecen las primeras leyes cuantitativas. Con los nuevos conocimientos
las armaduras de estaño. Franklin hizo ver, con una clásica experiencia, que había de
buscarse el asiento de la electricidad en un cierto estado de tensión del cristal aislador
de la botella —en el futuro dieléctrico de Faraday—. Si por la comunicación de
ambas armaduras, la descarga suprime la causa de esta tensión, el cristal no vuelve
sino lentamente a su estado inicial. Franklin construyó una botella con armaduras
movibles: dos cubiletes metálicos con el vaso de vidrio interpuesto. Después de ser
cargada y ya aislada, quitó sucesivamente y con la mano ambas armaduras
descargándolas. Al reconstruir la botella mostró que se puede sacar de ella una
chispa casi tan poderosa como si no hubiese descargado las armaduras. También
realizó experimentos análogos con un condensador de tabla de vidrio, la famosa
«tabla de Franklin», ideado, sin embargo, no por el inventivo americano, sino por el
inglés Smeaton.
Extraordinaria curiosidad suscitaron los experimentos de Franklin sobre la
electricidad de las tormentas. La analogía que presentaban las poderosas chispas de
la botella de Leiden y el estruendo de su descarga con el rayo y el trueno, no habían
escapado a la atención de los investigadores que le precedieron. En la primera década
del siglo, el médico inglés Wall sospechó la secreta relación entre los fenómenos
eléctricos y el rayo; más tarde, el físico alemán Winkler opinó que ambos eran
idénticos. Estas hipótesis, más o menos vagas, carecían de prueba. Ésta fue dada por
Franklin, quien tuvo la feliz idea de aplicar el poder compensador de las puntas
—indicado por varios observadores— a la exploración de las nubes tempestuosas.
Tan pronto como logró demostrar la descarga de un conductor aislado por una punta
unida a tierra, concibe el proyecto de colocar en una elevada plataforma una antena
terminada en punta y unida por un hilo conductor con una gran esfera aislada, de la
cual, al aproximarse una tormenta, podrían sacarse chispas. Al mismo tiempo (1750)
propone proveer a las cúspides de altos edificios y los mástiles de los barcos, con
antenas terminadas en una punta de oro y unidas por un conductor con el suelo, o el
agua, respectivamente. Más inmediato que la repercusión de estas consideraciones
fue el efecto de su famoso experimento en el verano de 1752. Durante una tempestad
hizo remontar una cometa de seda provista de una punta metálica y sujeta con una
cuerda conductora, que terminaba en una clavija de hierro; ésta llevaba un hilo de
seda que Franklin tomó con la mano. De la clavija metálica pudo sacar innumerables
chispas. La identidad de la electricidad celeste con la terrestre y la naturaleza
eléctrica del rayo quedaron desde entonces demostradas: el rayo de Júpiter obedeció
a las leyes de la física. El penetrante olor que acompaña en la atmósfera a las
poderosas descargas —descrito por los antiguos observadores como olor de azufre—
fue atribuido por Franklin a su verdadero motivo: a un cambio provocado por la
electricidad en la constitución del aire. Más tarde, Schönbein (1840) reconoció en
este cambio la formación del oxígeno triatómico, el ozono. Además, con su cometa,
Franklin exploró la electricidad atmosférica y encontró cargas también en ausencia
de nubes.
La teoría de Franklin sobre las nubes y su pararrayos ofrece un característico ejemplo
del hecho frecuente en la historia: que los inventores a menudo no comprenden el
íntimo mecanismo de los instrumentos que han creado. Franklin estaba convencido
de que las nubes no pueden estar negativamente cargadas, pero la experiencia le
mostró bien pronto lo contrario; creía que las puntas de sus pararrayos roban a las
nubes tempestuosas su electricidad; sabemos que ocurre lo contrario. La nube roba la
electricidad de signo opuesto —producida por influencia en el suelo— y la arranca a
través de las puntas del pararrayos hacia sí misma. El gran matemático D’Alembert
parece haber compartido el error de Franklin, como lo testimonian las hermosas y
patéticas palabras con que recibiera en 1783 al ilustre americano en la Academia
Francesa: Eripuit cáelo fulmen, sceptrumque tyrannis (Arrancó el rayo al cielo y el
cetro a los tiranos).
Al mismo tiempo que Franklin exploraba las chispas del cielo, un sabio alemán que
vivía en Rusia, Francisco U. T. Aepinus (1724-1802) hizo interesantes
descubrimientos sobre la electricidad de los cristales. La turmalina, cristal que los
colonizadores holandeses trajeron de Ceilán, poseía la curiosa propiedad —conocida
hacía siglos por los indígenas— de atraer, si era calentada, partículas de ceniza. Los
experimentos de Aepinus hicieron ver que la atracción sólo se produce si el cristal
está desigualmente calentado; sus dos extremidades manifiestan entonces
electricidades de signos opuestos. Si sólo se calienta un extremo de la turmalina
—observó Cantón—, el otro permanecerá eléctricamente neutro. ¿Era la turmalina el
único cristal que poseía propiedades piroeléctricas? Cantón descubrió que éste era
también el caso del topacio, Wilson agregó la esmeralda brasileña, y bien pronto la
lista de los cristales piroeléctricos se enriqueció. Desde entonces el frotamiento dejó
de ser la única manera de electrizar materia. Apenas concluido el siglo XVIII, el
cristalógrafo francés abate Haüy encontró que los mismos cristales electrizables por
calentamiento, lo son también si se los comprime. La electricidad producida por
presión en los cristales recibió luego el nombre de piezoelectricidad.
Todos estos hechos acumulados por pacientes exploradores elucidaron un vasto
Cuarta Parte
La física del siglo XIX
Capítulo 9
La corriente eléctrica desde Galvani hasta Ohm
Contenido:
1. Las ranas de Galvani y la pila de Volta
2. Efectos magnéticos y térmicos de la corriente
El siglo XIX concluye la magna obra de la física clásica, cuyos cimientos colocaron
Galileo, Huygens y Newton. La riqueza de ideas y descubrimientos que dicho siglo
aporta a todas las ramas de la investigación es tanta, que hasta oscurece el resplandor
de la centuria de los tres iniciadores. Las primeras décadas del siglo XIX crean las
ciencias de la electrodinámica y del electromagnetismo, desarrollan en la óptica la
teoría ondulatoria, encontrando en ella la llave maestra de los fenómenos luminosos
entonces conocidos, y rompen el fuego —primero en el terreno fronterizo con la
química— en favor de la estructura atomística de la materia; hacia la mitad del siglo
XIX nace también la termodinámica; el principio de la energía está descubierto y
extendido a todos los fenómenos de la naturaleza, cuya fundamental unidad se
concibe cada vez más claramente. La teoría electromagnética de la luz funde en uno
los dominios poderosamente acrecentados de la óptica y de la electricidad. Hacia
fines de esta época, los fenómenos de descarga en el vacío abren el nuevo e
insospechado campo de las radiaciones. Por último, la estructura granular de la
electricidad se afirma y el electrón, átomo de la electricidad negativa, es puesto en
evidencia.
Considerable como la importancia de sus descubrimientos es el prestigio de las
grandes figuras que llenan —desde Volta y Fresnel hasta Hertz y Röntgen— los días
de esa centuria. Algunos, como el experimentador Faraday o el teórico Maxwell,
soportan la comparación —por la originalidad y el peso de sus contribuciones— con
Luis Galvani
Alejandro Volta
Coloca sobre uno de sus ojos una hoja de estaño y en su boca una moneda de plata, y
al establecer el contacto de los dos metales, ve la apariencia de una chispa. Desde
entonces sospecha la irrealidad de la electricidad animal y reemplaza el contacto de
los músculos de ranas en la experiencia de Galvani con el del papel, cuero y por
último trapos mojados: la electricidad en el último caso se manifiesta de manera
incontestable. En este momento, su gran invención está virtualmente hecha. Con dos
metales y el trapo húmedo la pila eléctrica está creada y —acontecimiento de
inmensas consecuencias— la electricidad dinámica hace su aparición.
A pesar de ello, los partidarios de Galvani no se consideran desarmados. La
conclusión de Volta, de que el contacto de metales engendraría la electricidad y que
sería únicamente su corriente la contractora de los músculos del batracio, la rechazan
Valli, Carminati y Aldini; éstos pretenden obtener la contracción tocando con una
varilla de crista músculos y nervios de la rana. Galvani muere en 1799, justamente un
año antes de la victoria de su gran adversario; lleva consigo a la tumba la convicción
de que sólo la electricidad vital explicaría el enigmático fenómeno que había
descubierto.
En realidad, Volta ignoraba tanto como Galvani el origen de la fuerza electromotriz
en su aparato. ¡Volta comprendía el íntimo mecanismo de su pila tan poco como
Franklin a su pararrayos! Mantuvo la opinión de que la fuente energética en su
aparato sería el contacto de los metales, del cual se seguiría la posibilidad de un
rendimiento ilimitado, eterno, posibilidad que el gran físico de Pavía ha afirmado
expresamente31.
Estamos a cuatro decenios de la ley de la conservación de la energía. Las
observaciones hechas por el italiano Fabbroni y el inglés Ash en 1795, hubieran
podido dirigir inmediatamente la atención de Volta hacia los procesos químicos en
su pila. Estos sabios habían dejado un trozo de cinc sobre plata húmeda y vieron
oxidarse el cinc; lo mismo ocurría con el plomo sobre mercurio, con el hierro sobre
cobre; mas estos hechos no encontraron en el momento la apreciación que merecían.
Por otra parte, la electricidad de contacto —en el espíritu de Volta el secreto de su
pila— no era una idea por completo quimérica. Cinco decenios más tarde, en 1851,
lord Kelvin, gracias a su sensible electrómetro, pudo demostrar su realidad. Desde
luego, el efecto era mínimo, comparado con las acciones químicas cuya teoría
desarrollaron poco a poco Ritter, Davy y Faraday. Estos trabajos no parecían agotar
el problema del hontanar eléctrico de la pila: se originaron largas discusiones que
habían de sobrevivir al siglo XIX.
Pero el hecho decisivo no era la teoría de Volta: lo fue su pila. Descontento con el
rendimiento de su primer aparato, hecho con discos metálicos y paños húmedos
intercalados, Volta extendió sus indagaciones a los líquidos y estableció cuáles
combinaciones entre metales y líquidos resultan eléctricamente activos. De sus
estudios surgen dos modelos: una columna de discos metálicos, los unos de cobre o
plata, los otros de cinc, en igual número, separados por capas de cuero o cartón
embebidas en una solución alcalina. En verdad, una batería cuyo conjunto
suministraba una diferencia de potencial resultante de la suma de los elementos
integrados y recogida en los discos terminales. En otro modelo, Volta introduce en
una serie de vasos llenos de salmuera o ácido diluido, placas de cinc y de plata que no
se tocan, pero que están ligadas de un vaso al otro por grapas metálicas.
¿Cuál es la naturaleza de la corriente producida por la pila? Idéntica es, afirma Volta,
a la de la electricidad estática. Al cargar un electroscopio por medio de una pila, el
físico de Pavía hace ver que la aproximación de una varilla de lacre frotada, acrece o
disminuye la separación de las hojas, según la extremidad de la pila utilizada en la
operación. Todo ocurre como si en lugar de pila se hubiese utilizado la varilla de
lacre. El químico inglés Guillermo Hyde Wollaston (1766-1828) agrega a esa
demostración otra: la chispa de una máquina de electricidad estática descompone el
agua tanto como la pila voltaica.
Pocos descubrimientos suscitaron un interés tan general como la pila de Volta, y tal
vez ninguno conoció un éxito tan rápido. La célebre carta de Volta dirigida a José
Banks, presidente de la Sociedad Real de Londres—un magistral tratado sobre
teoría, construcción y empleo de la pila— fue pronto difundida en casi todos los
países de Europa. Un poderoso medio es puesto en manos de los investigadores
desde ese momento y con esmero principian las búsquedas que revelarán, una tras
otra, las propiedades electrolíticas, magnéticas y térmicas de la corriente. La
curiosidad popular está fuertemente estimulada por la maravillosa invención, de la
cual se esperan —como un siglo más tarde del descubrimiento de las sustancias
radiactivas—* verdaderos milagros. En la ciudad alemana de Cassel los médicos
pretenden (1804) haber curado ciegos y sordos con la mágica batería de Volta.
El afortunado inventor recibió todos los honores debidos a su genio. Napoleón,
entonces primer cónsul de Francia, lo invitó a París; una medalla de oro fue
estampada para agasajar al ilustre visitante. La Academia de París y la Sociedad Real
de Londres lo nombran su miembro. Más durable que todos estos homenajes,
inmortaliza sus méritos la decisión del Congreso Internacional de Electricistas,
reunidos en 1881 en París, que eligió el nombre del físico de Pavía para designar la
unidad de fuerza electromotriz.
Con ser la más importante de sus contribuciones, la pila no es la única. Volta se
anticipó a Guillermo Marduch y a Felipe Lebon, en la preparación del gas para
alumbrado, y a Gay-Lussac y a Dalton en la determinación del coeficiente de
dilatación térmica del aire y del vapor de agua. Todos estos trabajos y otros en el
dominio de la electricidad, son anteriores a la invención de la pila. Después de su
obra maestra, el espíritu del «Princeps Electricorum», como lo llamó Van Marum, se
agotó.
Tan pronto como la carta de Volta llegó a Londres, Guillermo Nicholson
(1753-1815), ayudado por Antonio Carlisle (17681840), construyó una pila de 17
elementos para estudiar el paso de la corriente a través del agua. Nicholson y Carlisle
notaron que de una gota de agua vertida sobre el disco superior de la pila ascendían
burbujas de gas, cuando en ella se sumergía el hilo conductor del disco inferior.
Sospechan la presencia de hidrógeno, lo recogen y comprueban que el gas arde y
mezclado con el aire explota. ¡En verdad es hidrógeno! Sin duda las corrientes
descomponen el agua. La conclusión, atrevida en este momento, parece confirmada
por el joven experimentador alemán Juan Ritter (1777-1810), que observa
simultáneamente con sus colegas ingleses la formación del oxígeno e hidrógeno
liberados por la corriente. La prueba decisiva la aporta Humphry Davy (1778-1829),
el gran químico de la Real Institución de Londres. En 1802 descompone por
completo el agua, recoge los dos gases separadamente, los mide y establece la
relación volumétrica del hidrógeno y oxígeno. Es el comienzo de una brillante serie
de éxitos. Davy somete en 1808 a la acción de una poderosa batería de 250 elementos
un trozo de potasa cáustica, observa en el electrodo positivo un desprendimiento de
oxígeno y en el negativo pequeños globos con reflejos metálicos: el potasio. Separa
también de la soda fundida, considerada hasta ese día como elemento simple, sodio
metálico y obtiene bien pronto, gracias a la electrólisis, bario, calcio, magnesio y
estroncio. Tan magníficos resultados exigen una recompensa. La Real Institución
regala en 1810, a su eminente químico, una batería artesa de 2.000 elementos, en ese
momento el más poderoso generador eléctrico de Inglaterra y tal vez del mundo.
Davy produce con su gigante pila un arco cónico y cegador, al que da el nombre de
arco voltaico. Examina, como hizo Ritter antes que él, la elevación de temperatura de
diversos metales bajo la acción de una intensa corriente, y presume que la rapidez del
calentamiento en un metal debe ser inversamente proporcional a su conductividad.
Determina las diferencias de ésta partiendo del tiempo necesario para alcanzar en
cada caso una temperatura dada, y establece una escala de conductores metálicos,
desde la plata, el mejor de sus conductores, hasta el hierro, el peor. Su batería es lo
bastante eficaz para fundir todos los metales, aun con gran facilidad el platino. El
cuarzo y el zafiro se licúan, y el diamante desaparece por completo. Estos hechos
inesperados asombran a los observadores, incapaces de explicarlos por el concepto
entonces admitido del calórico sustancial. ¿Cuál es además la relación entre el calor
y la corriente que vuelve incandescente al hilo conductor? El problema queda sin
respuesta satisfactoria hasta la descripción cuantitativa del fenómeno dada en 1841
por Joule.
Una hipótesis que liga los fenómenos eléctricos con los químicos es bien pronto
Davy opina que las atracciones químicas y eléctricas están producidas por la misma
causa, «obrando en un caso sobre las partículas y en otro sobre las masas». Da a la
hipótesis una forma más general, extendiéndola a otros líquidos fuera del agua. Más
deja a Faraday la tarea de sustituir estas interesantes perspectivas con una magistral
descripción cuantitativa del fenómeno.
He aquí la fórmula única que expresa la fuerza actora entre dos elementos de
corriente:
Capítulo 10
Victoria de las ondas luminosas
1. La óptica innovada
Malus descubre la polarización de la luz; Experimentos de Young: La interferencia;
Fresnel: Ondas transversales; Explica la difracción y la polarización; La sombra de
pequeños discos; Consecuencias, incluso paradójicas, confirmadas; Dificultades
del éter elástico; Velocidad de la luz: La rueda dentada de Fizeau y los espejos
giratorios de Foucault; Propagación de la luz en el agua; El éter ¿es móvil, o
inmóvil?; Niepce y Daguerre: Invención de la fotografía; Melloni: Identidad de los
rayos luminosos y calóricos; El efecto Doppler.
Entre los oficiales del ejército napoleónico, cuyas hazañas, según las orgullosas
palabras del conquistador, cuarenta siglos contemplaban desde lo alto de las
pirámides, se encontraba el subteniente Luis Esteban Malus (1775-1812), cuya
venturosa historia nos transmitió Arago. Respetado por las balas y curado
milagrosamente de la peste bubónica, escapó de los infiernos del país del Nilo y
volvió a París. La Academia había instituido un premio para el autor de una teoría
capaz de explicar el fenómeno de la doble refracción que sufre un rayo al penetrar en
ciertos cristales. Malus se cree en condiciones de resolver el problema y comienza a
experimentar. En un atardecer, mirando a través de un cristal de espato calizo hacia
una ventana del palacio de Luxemburgo bañada por la luz solar, ve una sola imagen
en lugar de las dos que esperaba. Repite el experimento con la luz de una bujía
reflejada sobre vidrio y sigue viendo una sola imagen. Desde luego, en ciertas
circunstancias discierne dos imágenes de intensidades diferentes, y se percata de que
el máximo de una coincide siempre con el mínimo de la otra.
Newton había ya sospechado que un rayo luminoso podría poseer diferentes
propiedades según su dirección, y es precisamente lo que Malus comprueba: mira un
punto brillante a través de su cristal e intercepta uno de los dos rayos refractados,
para observar al otro con un segundo cristal. Ve sucesivamente, a medida que hace
girar este segundo cristal, aparecer y desaparecer los dos rayos refractados, cuya
intensidad es complementaria. Malus había leído bien a su Newton. ¿No había
comparado el gran inglés, en la cuestión XVIII de su Óptica, el comportamiento de la
luz en los cristales doblemente refringentes con el de los imanes?
«Semejante —decía Newton— al magnetismo, que sólo puede ser producido o
Malus recuerda estas palabras, considera como polos las posiciones del cristal para el
brillo máximo de cada rayo, que designa entonces como polarizados y da al
fenómeno el nombre de polarización de la luz.
Malus reconoce que la polarización es una propiedad general de la luz, y muestra que
se puede reproducir la diferencia física que evidencian los dos rayos en el cristal de
espato, haciendo reflejar un haz de luz sobre un espejo, a condición de que el ángulo
de incidencia sea convenientemente elegido. Con un famoso experimento que
asombra a muchos contemporáneos, prueba cómo se puede hacer desaparecer un
rayo luminoso tanto con espejos cruzados como con el doble cristal de espato. Inútil
sería esperar del hábil experimentador una satisfactoria explicación del fenómeno
que acababa de descubrir; de antemano estaba convencido de la naturaleza granular
de la luz, y la teoría de emisión amparada por la autoridad de Newton no podía ser en
su espíritu objeto de ninguna duda. Pudo reclamarse de Juan Bautista Biot,
corpusculista a toda prueba, que construyera bien pronto una hipótesis en la cual
atribuía a las partículas luminosas arbitrarias características para explicar no sólo el
descubrimiento de Malus, sino también la polarización cromática, observada en
1813 por Arago y casi simultáneamente por David Brewster, en delgadas láminas
cristalinas. Laplace compartía análogo punto de vista. Todas estas teorías postulaban
una atracción entre el medio refringente y las moléculas luminosas, atracción que
actuaría sobre el rayo extraordinario sin modificar el ordinario; exigieron además
polos de fuerzas y ejes de fuerzas. Con todos estos artificios, la teoría no logró prever
el eje de polarización. A pesar de ello, se hicieron todos los esfuerzos para mantener
las caducas suposiciones. El célebre Tratado de Huygens, tan sorprendente por su
perspicacia, las observaciones de Grimaldi, las clarividentes ideas de Hooke, todo
aquello que recordaba la naturaleza ondulatoria de la luz, estaba olvidado o
conscientemente ignorado.
Más allá del canal de la Mancha, algunos años antes del descubrimiento de la
polarización, un joven médico, Tomás Young (1773-1829), atacó vigorosamente la
teoría emisionista, acudiendo a viejas experiencias de Grimaldi, y dio por último una
clara y sencilla explicación.
Los haces de dos fuentes luminosas adicionadas una a la otra, pueden producir menos
iluminación que cada una de ellas por separado. Young muestra la realidad de este
hecho, paradójico en la teoría corpuscular, por un experimento que se volverá clásico
y llevará su nombre. Con la punta de una aguja, practica en una pantalla negra dos
minúsculos agujeros muy próximos. Acercando la pantalla al ojo, mira un pequeño y
distante foco luminoso, percibiendo anillos alternativamente brillantes y oscuros.
¿Cómo explicar los efectos de ambos agujeros, que por separado darían un campo
iluminado y combinados se aniquilan en ciertas zonas produciendo sombra? Young
aclara la alternancia de las franjas por la imagen de las ondas acuáticas. Si dos series
iguales de ondas provocadas en la superficie de un lago —dice Young— se
encuentran, ninguna de las series de ondas destruirá a la otra, pero sus efectos se
combinarán. En cada punto de la superficie del agua, el estado vibratorio resultante
dependerá de la manera como se refuerzan o se debilitan los efectos de las ondas
superpuestas. Si las ondas suman sus «elevaciones», hallándose en concordancia de
fase, la vibración resultante será intensa; si, por el contrario, se encuentran en fases
opuestas, se debilitarán mutuamente y si el máximo de elevación de una coincide con
el máximo de depresión de otra, la vibración resultante será nula. Habrá líneas a lo
largo de las cuales las moléculas de agua permanecerán inmóviles.
«Ahora bien —asevera—: semejantes efectos se producen cada vez que dos
porciones de luz se cruzan: lo llamo la ley general de la interferencia de la
luz.»
pesar de ello, las rayas interferenciales se dibujan con toda nitidez sobre la pantalla.
¿Podíase poner en duda el claro testimonio de los hechos en favor de la teoría
ondulatoria? En el jurado de la Academia que hubo de pronunciarse sobre la tesis de
Fresnel se encontraba el astrónomo Poisson, ferviente corpusculista, quien dedujo
por cálculos que si la tesis de Fresnel fuera verdadera, tendría una paradójica
consecuencia escapada a la atención del autor: un disco muy pequeño, iluminado por
un rayo, debería producir una sombra cuyo centro estaría iluminado. Esta
consecuencia pareció en el primer momento tan improbable, que Poisson estuvo
convencido de haber hallado el argumento decisivo para reducir al absurdo las ideas
de su adversario. La sorpresa de los corpusculistas fue grande cuando Arago
demostró con experiencias que en realidad existe el punto luminoso en el centro de la
sombra. Fresnel obtuvo (1819) el premio de la Academia, y la teoría de las ondas,
aunque lejos de su victoria definitiva, se anotó una batalla ganada.
Desde este día emprende Fresnel, con una sagacidad rayana en la adivinación, la
explicación de gran número de fenómenos manifestados por la luz polarizada. Su
teoría, tal como es en ese momento, no basta para cumplir la tarea. Felizmente, un
descubrimiento le indica cómo completar y acabar la teoría: Observó que dos rayos
polarizados en el mismo plano se interfieren, mas no lo hacen si están polarizados
perpendicularmente el uno al otro. El descubrimiento lo lleva a pensar que en un rayo
polarizado debe ocurrir algo perpendicularmente a la dirección de la propagación, y
establece —apoyado en esta idea por Young— que ese algo no puede ser más que la
vibración luminosa misma. Por consiguiente, las vibraciones en la luz no pueden ser
longitudinales, sino que deben ser perpendiculares a la dirección de propagación:
deben ser transversales.
Las vibraciones que se efectúan a la luz natural según todos los acimutes del plano
perpendicular a la línea de propagación, están contenidas en un solo acimut en la luz
polarizada. El comportamiento de la luz observado por Biot (1817) en láminas de
cuarzo y en varios líquidos, puso de manifiesto la rotación del plano de polarización.
Fresnel interpreta la 'polarización rotatoria por una doble refracción circular, cuya
realidad demuestra experimentalmente. Descubre la polarización circular producida
por triple reflexión en el cristal de Saint-Gobain, y describe la polarización elíptica
de rayos reflejados por superficies metálicas. Desarrolla su hermosa interpretación
de la doble refracción, valedera tanto para cristales uniáxicos como biáxicos; en los
primeros, como el espato de Islandia, uno de los dos rayos refractados obedece a la
ley de Snellius, en los segundos, como el topacio, ninguno de ellos la obedece y
ambos rayos son extraordinarios. Fresnel sustituye la superficie de onda, tal como la
concibió Huygens, por otra con dos capas, por una superficie que matemáticamente
es de cuarto grado, y llega a describir por completo con una hipótesis ambos
fenómenos. Su hipótesis parece, sin duda, de una osadía desconcertante y entraña
singulares consecuencias: en los cristales birrefringentes, para cierta dirección del
haz incidente, el haz refractado en el cristal debería estar constituido por un cono
hueco de rayos luminosos. Esta curiosa refracción cónica —calculada como
exigencia de la tesis de Fresnel por el matemático irlandés Rowland Hamilton en
1832— fue encontrada experimentalmente y en el mismo año, por su compatriota
Humphrey Lloyd. ¿Puede imaginarse confirmación más brillante de una teoría?
Fresnel ya no vivió el triunfo de sus ideas; minado por la tuberculosis, agotado por el
enorme esfuerzo intelectual, la muerte lo arrebató a la ciencia a la edad de treinta y
nueve años, sin haber podido imponer sus ideas a adversarios como Laplace y Biot, y
ni aun a su amigo Arago. «Los cumplimientos de estos tres eminentes hombres
—escribió Fresnel poco antes de su muerte— no me han dado más que una flaca
satisfacción junto al placer que he sentido viendo algunos de mis cálculos
corroborados por el veredicto del experimento.»
En realidad, la victoria de la teoría ondulatoria estaba ya decidida: en la década que
sigue a la muerte de Fresnel, sus adversarios pierden rápidamente terreno, y hacia
1850, la óptica fresneliana está universalmente aceptada. Sólo mucho más tarde, a
principios de nuestro siglo, surgen nuevos fenómenos —como el efecto fotoeléctrico
y otros— que dirigen la atención de los físicos hacia una renovada imagen
corpuscular de la luz, hacia la imagen cuántica de la energía luminosa, mas sin que
esto entrañe un abandono, ni por un solo instante, de las interpretaciones
ondulatorias de Fresnel. Muchas de sus magníficas deducciones se encuentran, casi
sin cambios, en nuestros tratados actuales.
La negativa de Laplace y Biot a adoptar la imagen fresneliana de las vibraciones
transversales estaba motivada por las propiedades contradictorias que era menester
atribuir al éter, portador de las ondas luminosas. En efecto: las vibraciones
transversales sólo se propagan en cuerpos sólidos, pero no en líquidos y gases. El éter
elástico de Fresnel debería poseer por una parte la rigidez de un cuerpo sólido para
permitir la propagación de las ondas luminosas, y por otra, debería ser más sutil que
los gases conocidos, para no ofrecer resistencia apreciable al movimiento de los
átomos. La red de las contradicciones resulta todavía más inextricable si se tiene en
cuenta que el cociente de la elasticidad del medio propagador por su densidad debe
equivaler al cuadrado de la velocidad de las ondas; de aquí resulta, según los cálculos
de lord Kelvin, que la rigidez del éter tendría que sobrepasar a la del acero. ¿Cómo
concebir el enigmático fluido sin peso, sin densidad, y a pesar de ello con acerada
dureza? Mientras se mantuvo la imagen de un éter elástico, los múltiples esfuerzos
—incluso las sagaces tentativas de lord Kelvin— de hacer un modelo de este fluido
con características contradictorias estaban condenados a permanecer estériles.
Fresnel admitió que la densidad del éter es variable, en tanto que su elasticidad
permanece constante; por el contrario, el cristalógrafo alemán Francisco Ernesto
Neumann supuso que la densidad sería uniforme y la elasticidad variaría. Según
Fresnel, las vibraciones luminosas se efectúan perpendicularmente al plano de
polarización; según Neumann, tales vibraciones se realizan paralelamente a ese
plano. Una larga discusión surgió de esa antítesis y dividió a los físicos en dos
campos. Maxwell fue quien zanjó la dificultad con el sorprendente veredicto de que
ambos tenían razón, y no la tenía ninguno: la onda luminosa se compone de dos
vibraciones; una, la oscilación eléctrica, se verifica perpendicularmente al plano de
polarización de la luz; la otra, la magnética, se efectúa en este mismo plano. Con la
teoría del gran inglés, la luz deja de ser el movimiento de partículas de un fluido con
características irreconciliables: el éter elástico es sustituido por el éter
electromagnético, cuyas perturbaciones periódicas se nos manifiestan como
fenómenos luminosos.
El poderoso interés que las conclusiones de Fresnel y los éxitos de la teoría
ondulatoria supieron despertar hacia los fenómenos ópticos, engendró el deseo de
medir la velocidad de la luz con mayor exactitud que la permitida por las
observaciones astronómicas de Römer y Bradley. Arago indicó un método para
determinar esta magnitud sobre la Tierra, sin poder realizar su idea. Hipólito Fizeau
(1819-1896) concretó el proyecto (1849) con una experiencia que jamás será
olvidada. Hizo pasar la luz de una potente lámpara por los intersticios de una rueda
dentada. El rayo cayó sobre un espejo colocado a 8.633 metros y fue reflejado en su
primitiva dirección de modo que se pudo observar con un anteojo. Si la rueda estaba
en reposo, el rayo volvía a atravesar el mismo intersticio por el que antes había
pasado, y el espejo aparecía iluminado. Si la rueda giraba con una velocidad v tal que
mientras la luz iba al espejo y volvía, el diente ocupaba el puesto del intersticio
precedente, deteniendo la luz que retomaba, entonces el campo de visión aparecía
oscurecido. Aumentando la velocidad de rotación, la imagen del espejo reaparecía, y
su brillo era máximo cuando la velocidad valía 2v, a partir de la cual volvía a
principios del siglo XX, gracias a la teoría de la relatividad de Alberto Einstein: la ley
galileana de la adición de velocidades, bien comprobada en la escala restringida de
las velocidades moderadas, pierde su validez si se intenta aplicar a velocidades
enormemente mayores, cercanas a la de la luz: la velocidad resultante, en lugar de
igualar la suma de las velocidades componentes, será más pequeña que ésta.
Las décadas que presenciaron el desarrollo de la teoría ondulatoria y asistieron a los
orígenes de la nueva óptica vieron el nacimiento de un capital descubrimiento: la
fotografía. Hacía mucho tiempo que se conocían las acciones químicas de la luz
sobre sales de plata, cuya descomposición bajo los rayos solares fue observada en los
albores del siglo XVIII por el médico alemán H. Schulze y estudiada por el químico
sueco Scheele. La descomposición del cloruro y nitrato de plata expuestos a la luz y
su posible aplicación para la obtención de imágenes atrajo la atención de los
investigadores hacia 1800 en todos los países de Europa. Charles en Francia,
Wedgwood en Inglaterra, Ritter y el gran poeta Goethe en Alemania, hicieron
experiencias sin resultados prácticamente concluyentes. Después de este preludio
aparece en París el oficial de caballería Nicéforo Niepce (1765-1833), que logra
producir en la cámara oscura la primera imagen permanente el 9 de mayo de 1816,
que pasará a ser el día del nacimiento de la fotografía. Niepce dispuso sobre una
placa de plata una delgada capa de betún; los rayos eran detenidos por las partes
oscuras del modelo, mas a través de las partes claras descomponían el betún que se
volvía insoluble. Al lavar la placa con una mezcla de éter de petróleo y esencia de
lavanda, para disolver el betún de los lugares donde la luz no había actuado, obtuvo
la imagen del modelo. Descontento con el rendimiento de su método, Niepce se
asoció al pintor Luis M. Daguerre (1789-1851), que buscaba el enigma del mismo
problema. Éste utilizaba una placa sensibilizada con yoduro de plata, cuerpo que
después de muchos ensayos sustituyó por el bromuro de plata suspendido en
gelatina. Entre tanto, el astrónomo inglés Juan Herschel descubrió que el hiposulfito
de sodio empleado como fijador permitía conseguir placas inalterables a la luz. Su
compatriota Guillermo Enrique Fox Talbot (1839) introdujo el uso de papel cubierto
por una capa de cloruro de plata que era impresionada dentro de una cámara oscura.
La imagen revelada con ácido gálico y con una solución de bromuro de potasio,
aparecía negativa y servía para obtener un número cualquiera de copias positivas.
Niepce no vivió el triunfo de la idea que promoviera. El 9 de agosto de 1838 presentó
Arago al Instituto de Francia el gran descubrimiento, reclamó para los herederos de
Niepce y para Daguerre una recompensa nacional y propuso que no se permitiera
el ojo recibe por segundo crece y la luz de la estrella se toma más azul, en tanto que si
el astro se aleja, su luz vuélvese más roja. El efecto Doppler, destinado a convertirse
en uno de los instrumentos más eficaces de la astrofísica, pudo verificarse en sus
alcances ópticos desde la séptima década del siglo pasado, gracias al magnífico
desarrollo de la espectroscopia, cuya historia vamos pronto a bosquejar.
Capitulo 11
La edad heroica de la espectroscopía
Fraunhofer descubre líneas oscuras en el espectro solar; Mide su longitud de onda;
Infructuosos tanteos durante tres décadas; Bunsen: El análisis espectral por
emisión; Kirchhoff aclara el enigma de las líneas de Fraunhofer; La ley de
Kirchhoff; Análisis de las líneas de absorción; Kirchhoff interpreta el espectro
solar; Huygens: Nacimiento de la astrofísica; Medición de las rayas espectrales;
Balmer y Ritz: Distribución de las líneas en el espectro; Radiación del cuerpo
negro: Las leyes de Stefan y de Wien; Hacia el cuanto de Planck;
través de un prisma. Sus espectros aparecieron cruzados por las mismas líneas que
había encontrado en la luz solar.
Los espectros de varias estrellas desfilan sobre la pantalla en los meses siguientes;
algunas de estas estrellas, como la Cabra, muestran reproducciones, aunque más
débiles, de las líneas solares; otras patentizan un diseño distinto.
Justamente en esta época, hacia 1818, llegan de Francia noticias sobre las
investigaciones de Fresnel; la evidente interpretación dada por el físico francés a la
difracción impresiona profundamente al óptico bávaro, firmemente convencido del
acierto de la teoría ondulatoria. En una serie de observaciones reemplaza el prisma
por placas de cristal y de metal, sobre las cuales ha trazado estrías muy próximas las
unas de las otras, hasta trescientas en un milímetro. Estas redes de difracción le
sirven para, medir la longitud de onda de las líneas oscuras del espectro.
Admirable es la exactitud de sus mediciones, cuyos errores son inferiores a un 1 por
1000. Fraunhofer no se limitó a observar las fuentes luminosas celestes; las llama de
las bujías. y de las lámparas de aceite le presentan espectros continuos y sin límites.
No escapó a su atención que la introducción de una sal en la llama hacía aparecer en
el espectroscopio rayas brillantes y vio que la raya amarilla dibujada por la llama del
sodio se escindía en dos líneas al pasar a través de un prisma más poderoso.
Las buscó en el espectro solar y no tardó en percatarse de que la raya doble se
marcaba exactamente en el mismo sitio donde se encontraban en el espectro solar
dos rayas negras, que lo habían intrigado desde el día de su descubrimiento y que
había designado con la letra D. Presentía la importancia de la enigmática
coincidencia, sin lograr interpretarla.
Otras investigaciones de orden práctico le absorbieron y las misteriosas líneas le
servían como señales de referencia en sus búsquedas de los índices de refracción de
diferentes clases de cristales. Su arcano no lo perturbó más. Como Fresnel,
Fraunhofer murió de tuberculosis y a la misma edad que el genial francés: a los
treinta y nueve años.
Tres decenios hubieron de transcurrir después de la muerte del descubridor antes de
que Bunsen y Kirchhoff llegaran a descifrar el enigma de las rayas oscuras de
Fraunhofer y crear el magnífico instrumento de exploración que es el análisis
espectral. Durante ese tiempo muchos investigadores rozan el descubrimiento, que
siempre se desliza de sus manos. Talbot y J. Herschel reconocen que una misma
sustancia que colorea la llama del alcohol, emite siempre las mismas rayas.
«Cuando en el espectro de una llama -enuncia Talbot- aparecen ciertas y
determinadas rayas, éstas son seguras características del metal contenido en
la llama.»
Bunsen no se contenta con observar a simple vista les colores engendrados por
diferentes sustancias en la llama de su mechero: los examina, siguiendo el consejo de
Kirchhoff, a través de prismas. Los resultados le condujeron muy pronto a reconocer
que las rayas brillantes emitidas por vapores metálicos e incandescentes son
independientes de la temperatura, independientes también de los elementos con los
cuales los metales están combinados y ofrecen características seguras y constantes de
los cuerpos químicos, aunque se presenten en cantidades mínimas.
Basta menos de una diezmillonésima de gramo de sodio para producir la doble raya
amarilla que sigue indicando todavía la presencia de este elemento cuando la
química analítica no llega a descubrir el más leve vestigio del mismo. El estudio de
las rayas emitidas por varios cuerpos, sea en la llama, sea en el arco voltaico o sea en
la chispa eléctrica, convencieron a Bunsen de la seguridad de su método, muy pronto
brillantemente confirmado por el descubrimiento de dos nuevos elementos.
El rubidio y el cesio, encontrados por Bunsen, en 1860 y 1861 respectivamente,
recibieron sus correspondientes nombres por las rayas espectrales que permitieron
encontrarlos. El análisis espectral por emisión estaba fundado. Exigía ser
completado para convertirse en un instrumento cuyo alcance -una vez más como en
los tiempos de Newton- se extiende de la Tierra a las lejanías del cielo. La
trascendental amplificación de la eficacia del análisis espectral significó la solución
del enigma todavía abierto de las líneas de Fraunhofer y fue la obra de Kirchhoff.
Producir en el laboratorio, artificialmente, líneas de Fraunhofer en el espectro, fue el
primero y decisivo éxito que dio la clave del problema. Kirchhoff y Bunsen
ejecutaron la hazaña de manera que una vez realizada parece muy sencilla. Kirchhoff
encendió una intensa llama engendradora de un espectro continuo: en el trayecto de
los rayos colocó una lámpara de alcohol con solución de sales de sodio, emisora de la
característica doble raya amarilla.
Instantáneamente, las líneas amarillas y brillantes se convirtieron en líneas negras D,
idénticas a las del espectro solar. Si en lugar de sales de sodio tomaba cloruro de litio,
veía la raya roja característica del litio volverse oscura. Reconoció que basta colocar
llamas coloreadas, fuentes de líneas brillantes, entre una fuente luminosa
suficientemente intensa y la pantalla de un espectroscopio para ver que las llamas
absorben los rayos de la misma longitud de onda que emiten, e introducen en el
espectro, en su lugar, rayas negras.
"Concluyo -escribió Kirchhoff en octubre de 1859 a la Academia de Berlín-
que las líneas oscuras del espectro solar que no están producidas por la
Como los gases de la envoltura solar son más fríos que el astro, un elemento dado de
la atmósfera solar es incapaz de reemplazar por su propia radiación los rayos que ha
absorbido. Así nacen las líneas oscuras en el espectro solar, lagunas que traducen la
ausencia en la luz de rayos de elementos dados, y su presencia en el Sol.
El enigma de las líneas de Fraunhofer estaba, pues, resuelto, y al mismo tiempo
abierta la posibilidad del análisis químico del Sol, posibilidad considerada algunas
décadas antes por el filósofo francés Augusto Comte, como un sueño fuera del
alcance humano. Mas aquí no se detuvo Kirchhoff; dos meses después de su primera
comunicación a la Academia de Berlín procedió a la generalización y a la prueba
rigurosa de la ley que había encontrado.
Introdujo una nueva noción, la del cuerpo perfectamente negro, susceptible de
absorber por completo los rayos de todas las longitudes de onda y no reflejar
ninguno. Tal cuerpo, un radiador integral, no existía en ese momento más que en la
imaginación de Kirchhoff, y fue realizado técnicamente más tarde, en 1895, por
Wien y Lummer. Una vez definido el cuerpo negro, Kirchhoff demostró la validez de
la igualdad
Con la ley de Kirchhoff, la interpretación de los espectros recibió una sólida base, y
el desciframiento de las señales espectrales pudo iniciarse, apoyado de una parte por
el conocimiento cada vez más profundo de los espectros de emisión de los elementos
químicos, y de otra parte por el creciente poderío de los aparatos.
Al espectroscopio de Kirchhoff y Bunsen se asoció la red de difracción; con los
progresos de la máquina de dividir, el físico americano Enrique Rowland creó en
1882 las redes formadas por estrías de sorprendente sutileza, hasta 1.100 en un
milímetro. Rowland aplicó también la división en surcos a espejos cóncavos.
Kirchhoff trazó un mapa del espectro solar, asignando a un gran número de líneas los
elementos químicos que las engendran. El sueco A. J. Angström le siguió; fue el
primero que describió las rayas solares en términos de longitud de onda. En el mismo
año, 1868, el astrónomo inglés Guillermo Huggins dirigió el espectroscopio hacia
Sirio y aplicando el efecto Doppler midió el corrimiento de las líneas, provocado por
el alejamiento del astro.
Así evaluó por primera vez la velocidad radial de una estrella. Pocos meses antes,
todavía en el mismo año de 1868, un eclipse total de Sol dio una evidente prueba de
la certidumbre del descubrimiento de Bunsen y Kirchhoff: durante pocos segundos la
fotosfera del Sol estuvo cubierta por la Luna y repentinamente aparecieron, en lugar
de las líneas oscuras, las correspondientes líneas brillantes del espectro relámpago
emitidas por la atmósfera solar, que gracias al eclipse, era la única que resplandecía.
Una nueva ciencia nació: la astrofísica.
En las décadas que siguieron a la hazaña de Kirchhoff y Bunsen, dicha ciencia puso,
en medida creciente, al alcance de la exploración fisicoquímica, no sólo el Sol y las
estrellas, sino que también el ojo espectroscópico penetró hasta el interior de las
nebulosas, alejadas de la Tierra por varios millones de años luz.
Contrariamente a lo esperado, ningún cuerpo químico desconocido en la naturaleza
terrestre dibujó sus rayas sobre las placas de los espectrógrafos. Cuando en 1869 las
líneas del helio fueron señaladas por el inglés J. Lockyer y atribuidas de primera
intención a un elemento que sólo existiría en el Sol, se terminó por encontrarlo
(1895) como formando parte integrante de la atmósfera del globo.
El análisis espectral reveló la analogía química entre los astros y elevó al rango de
certeza la concordancia sustancial de la Tierra con las estrellas más remotas de la Vía
Láctea y aún de las galaxias lejanas. La demostración de la unidad material del
cosmos explorable es la sublime lección, históricamente la primera, que nos fue
concedida por el espectroscopio, gracias a Kirchhoff y a Bunsen.
Sin embargo, este éxito, a pesar de lo magnífico, sólo es uno de los numerosos
aspectos de los conocimientos abiertos por el desciframiento de las líneas
espectrales. Éstas nos suministran también mensajes de procesos en el mecanismo
atómico engendrador de las rayas espectrales. Son como el eco lejano de los cambios
de configuración que se cumplen en el universo de lo infinitamente pequeño.
Casi la totalidad de los progresos realizados en el transcurso del siglo XX, en la
exploración del interior atómico, los debemos a la profundizada interpretación de las
rayas espectrales. ¡Haber extendido los alcances de la investigación a la vez a las
lejanías del macrocosmo y a las profundidades no menos insondables del
microcosmo es la trascendencia de la obra de Kirchhoff y Bunsen, comparable, en su
majestuosa amplitud, a los descubrimientos de Newton!
La hermosa simplicidad de los espectros, tal como se manifestaron en las
experiencias de los dos iniciadores, debió pronto ceder el paso a la comprensión de
que el espectro depende no sólo de los cuerpos en presencia, sino también de la
manera en que están excitados.
El espectro de un elemento dado cambia según sea vaporizado en un arco voltaico o
excitado a la radiación por descargas eléctricas. A los simples espectros de llama se
agregaron los espectros de arco y los de chispa, a mayor temperatura que ellos, los
últimos estudiados desde 1865 por los alemanes Julio Plücker y Guillermo Hittorf.
Aquí comenzó una larga serie de trabajos descriptivos destinados a fijar exactamente
los espectros de emisión de los diferentes elementos, varios de los cuales, como los
del hierro, revelaron su extrema complejidad. Imposible es seguir aquí la crónica de
las laboriosas y pacientes investigaciones que condujeron, sobre todo gracias a
donde k es una constante y m puede tomar valores enteros a partir de tres. Kayser y
Runge reemplazaron en la ley de Balmer la longitud de onda por la frecuencia y
obtuvieron la fórmula que se traduce en la notación actual por:
reveló de por qué un elemento irradia cierta línea y no otra; dejó por completo en
sombras el misterioso lazo que une a radiación con el átomo radiador. Sólo cuando el
agudo danés Niels Bohr (1913) introdujo el cuanto en el interior atómico, dando a los
electrones circulantes trayectorias regidas por la constante de Planck y cuando
supuso, con una atrevida hipótesis, que el electrón emite luz al saltar de una órbita a
la otra, logró obtener de las diferencias energéticas de las órbitas la frecuencia de la
radiación emitida. Como por encanto aparecieron en su cálculo las frecuencias de las
líneas espectrales. Pero en este momento la edad heroica de la espectroscopia hacía
mucho tiempo que pertenecía al pasado.
Capítulo 12
El átomo y la naturaleza del calor: desde Dalton hasta Boltzmann
Contenido:
1. Investigaciones de Dalton y Gay-Lussac sobre los gases
2. La conservación de la energía y sus descubridores
3. Termodinámica y cinetismo de la materia
Los gases reales se alejan más o menos del estado perfecto. El físico francés Enrique
Víctor Regnault (1810-1878) determinó, con una paciencia solamente igualada por
Sadi Carnot
Por numerosos que sean los descubrimientos del modesto y taciturno maestro,
ninguno alcanza la importancia de su obra Nuevo sistema de la filosofía química
(1808), que innovó la química y dio base firme e inamovible a la teoría atómica.
Todo aquello que los pensadores griegos fabularon sobre los últimos constituyentes
de la materia eran mitos semi-filosóficos y semi-poéticos, sin ningún asidero
empírico en el mundo físico. Con Daniel Bernoulli, en el siglo XVIII, y con Dalton,
en el XIX, aparecen los dos primeros investigadores que saben vincular los hechos
observables con la supuesta y oculta existencia de las partículas infinitesimales y
establecen un contacto sólido entre el mundo de nuestras experiencias y el universo
invisible. Las fundamentales leyes ponderales de la química que acababan de
descubrir el francés Luis Proust, el alemán J. B. Richter y Dalton mismo,
reclamaban, según reconoció el sagaz pensador de Manchester, la presencia de un
número finito de indestructibles e invariables partículas que entran en cada reacción
química.
«Al tomar un volumen dado de cualquier gas —escribió Dalton—, podemos estar
convencidos de que por más que continuemos la división, el número de las partículas
será finito, como en un espacio dado del universo el número de las estrellas y de los
planetas no puede ser infinito.»
El hecho de que la proporción ponderal de un elemento, al entrar en un compuesto
químico, no puede tomar todos los valores posibles, sino que los pesos de los
componentes están entre sí en relaciones simples, se explica, asegura Dalton, si se
admite que los elementos químicos están formados por una gran cantidad de átomos,
siendo todos los átomos de un elemento rigurosamente idénticos y teniendo cada
elemento su propia especie de átomo, con un peso definido y distinto al de otros
elementos. El peso característico, reconoce Dalton, es un atributo que los átomos no
pueden cambiar ni disimular. Consigo llevan en los compuestos su peso, como
indeleble señal que perdura mientras las otras marcas individuales desaparecen.
Dalton da la primera tabla de pesos atómicos, eligiendo como unidad el del
hidrógeno. Sus cifras no representan, es verdad, más que aproximaciones groseras.
Mas su intuición, que le permitió asir una propiedad nuclear, la masa del átomo, cien
años antes de que el núcleo mismo se revelara al hombre en las experiencias de
Rutherford, aseguraría a Dalton, aunque no tuviera otro mérito, un lugar privilegiado
en la historia del pensamiento científico.
Como los pesos atómicos en la tabla de Dalton eran múltiplos enteros del peso del
hidrógeno, el médico inglés Guillermo Prout (1786-1850) sacó, en 1815, la
conclusión de que los átomos de todos los elementos químicos estarían formados por
átomos de hidrógeno y que éste sería el arquetipo de la materia del universo. Los
destinos de la atrevida hipótesis, cuya historia sale del cuadro de este libro, ilustran el
camino necesariamente tortuoso del espíritu en su búsqueda de lo real físico. El
químico belga Juan Servais Stas pasó la mitad de su vida en determinar exactamente
los pesos relativos de los átomos, encontrando números fraccionarios, y llegó así a
una rotunda negación de la tesis de Prout. ¿Estaba ésta definitivamente refutada? De
ninguna manera; los descubrimientos de los ingleses Federico Soddy, José Juan
Thomson y Francisco Guillermo Aston, aclararon las causas de las diferencias que
separaban los resultados de Stas de los números enteros, y las investigaciones de
Rutherford, al abrir el interior del átomo, encontraron en todas partes el núcleo de
hidrógeno, el protón, constituyente primordial de los núcleos atómicos de todos los
elementos.
La hipótesis de Prout impulsó a buscar una conexión entre los pesos atómicos de los
elementos y sus propiedades químicas y físicas. El francés Béguyer de Chancourtois
trató, en 1862, de agrupar los elementos sobre una espiral cilíndrica, de modo que los
cuerpos con cualidades análogas estuviesen colocados unos encima de otros. Su
proposición quedó sin eco. El químico ruso Demetrio Mendeléiev (1834-1907)
indicó en 1869 su famosa clasificación, fecunda en consecuencias: si se disponen los
átomos según sus masas crecientes, las propiedades físicas y químicas de los
elementos se reproducen periódicamente para un cierto aumento de los pesos
atómicos. El valor de la «tabla periódica» de Mendeléiev se manifestó pronto. Para
colocar en columnas verticales los elementos con propiedades vecinas, Mendeléiev
fue llevado a dejar en blanco ciertos espacios que pudieron suponerse como los de
elementos entonces desconocidos, pero con propiedades perfectamente definibles,
gracias a su lugar en la clasificación. El descubrimiento de estos elementos, cuya
existencia estaba prevista por la tabla empírica de Mendeléiev, trajo una resonante
confirmación a la certeza de su sistema.
Dalton sólo consideró los pesos característicos que los elementos dados evidencian
en sus compuestos con otros. Gay-Lussac examina (1805-1808) los volúmenes y
comprueba que los gases siempre se combinan en proporciones sencillas. Este
descubrimiento presta un eficaz argumento a la hipótesis atómica, que recibe algunos
años más tarde, gracias al físico italiano Amadeo Avogadro (1776-1856), un apoyo
todavía más poderoso. La ley de Gay-Lussac y Dalton —la dilatación uniforme de
los gases a presión constante— y la ley de Boyle-Mariotte permiten concluir que el
número de las moléculas de dos gases diferentes, en dos balones de igual volumen,
permanece —si las condiciones de temperatura y presión son las mismas— siempre
en una relación inmutable. Avogadro, convencido de que la naturaleza sigue las
leyes sencillas, emitió la hipótesis de que esta relación es la más simple que podemos
imaginar, y es 1 a 1; es decir, que con temperatura y presión fijas, volúmenes iguales
de cualquier gas encierran el mismo número de moléculas. La hipótesis de Avogadro
no atrajo la atención de físicos y químicos. Ignorada y rechazada durante más de
medio siglo, terminó por convertirse en ley, en uno de los pilares sustentadores de la
química y la microfísica y fue confirmada en la misma medida en que los métodos de
calcular el número de moléculas se multiplicaron. Avogadro fue el primero en
realizar una clara distinción entre átomo y molécula, indiferenciados antes en el
pensamiento de Dalton. La partícula más pequeña que puede entrar en las
combinaciones químicas es el átomo; el constituyente último que puede subsistir en
estado libre es —en concepto de Avogadro— la molécula. La lúcida distinción entre
molécula y átomo pasó inadvertida, de suerte que tres años más tarde pudo Ampère
redescubrir la fundamental diferencia, sin lograr tampoco imponerla.
De un lado inesperado vino a la joven atomística una ayuda. El médico parisiense
Pedro Dulong (1785-1838) había dejado su profesión para dedicarse a estudios
fisicoquímicos. Apasionado de la ciencia, la enriqueció por su entrega a experiencias
cuantitativas que exigían inagotable paciencia, y a veces —como los ensayos con
materias explosivas o vapores sobrecalentados— gran coraje. Nada lo detuvo en la
persecución de su meta, ni aun la pérdida de un ojo y de los dedos de su mano
derecha. Numerosos son sus méritos, mas ninguno encontró la resonancia del
descubrimiento que hizo, ayudado por su amigo, el joven físico Alejo Petit
(17911820), al medir el calor específico de los cuerpos sólidos. Para una serie de
metales observaron que los calores específicos decrecían al crecer los pesos
atómicos; concluyeron que esta propiedad debía ser general y enunciaron en 1819 la
ley que lleva sus nombres: los productos de los calores específicos por los pesos
atómicos son iguales para todos los elementos químicos. La ley permitió separar
netamente los conceptos molécula y átomo y determinar el peso atómico de un
elemento dado, una vez conocido su calor específico. El producto que aparece en la
ley de Dulong y Petit, recibió del químico alemán Armando Kopp el nombre de calor
atómico. Aunque la constancia de esta magnitud no sea valedera sino en una primera
y grosera aproximación, el descubrimiento de los dos franceses rindió, en el alba de
la atomística, apreciables servicios y apoyó el edificio aún tambaleante de la teoría.
las Reflexiones sobre la potencia motriz del fuego (1824), obra maestra del joven
oficial francés Sadi Carnot (1796-1832), hijo del ministro de la Guerra en la
Revolución francesa, Lázaro Carnot. Al buscar las condiciones de rendimiento
máximo de la máquina de Watt, Carnot llega a conclusiones que sobrepasan en
mucho la meta señalada por el título de su tratado. En todo dispositivo térmico
susceptible de producir trabajo, necesariamente se efectúa, explica Carnot, un
transporte de calor de la fuente caliente a la fría: en la máquina de Watt pasa, así, el
calor de la caldera al condensador. Sólo por tal paso puede el calor producir trabajo,
que será, por otra parte, proporcional a la diferencia de temperatura entre los dos
manantiales. Carnot muestra que el rendimiento crece cuando la temperatura de la
caldera aumenta o la del condensador disminuye. Sólo son productivos los pasos de
calor ligados a cambios de volumen, semejantes a la expansión del vapor en el
cilindro de la máquina de Watt. Transporte de calor por conducción térmica o por
rozamiento significa pérdida de trabajo. Si no se perdiera calor en el paso y el cedido
por la fuente caliente fuera igual al ganado por la fría, el funcionamiento de la
máquina se convertiría en un ciclo reversible y su rendimiento llegaría al máximo.
En realidad, el ciclo de transformación que sufre entre las dos fuentes del dispositivo
térmico, un gas o un vapor, el ciclo de Carnot, sólo es perfectamente reversible en
una máquina ideal, dado que procesos irreversibles, como conducción y rozamiento,
no se pueden eliminar por completo. Cuanto más se aproxima el funcionamiento de
la máquina real a la reversibilidad perfecta, tanto mayor será el máximo de su
rendimiento.
Llegado a esta conclusión, Carnot se pregunta si el rendimiento de la máquina ideal
no está determinado también por otros factores que la diferencia de temperatura de
sus dos fuentes. La construcción de la máquina o la especie de vapor o gas, ¿no
podría entrañar un aumento o disminución del trabajo efectuado? No, responde
Carnot, y demuestra la validez de su negación por esta simple consideración: sean
dos máquinas ideales que funcionan a la misma temperatura y supongamos que la
primera rinda más que la segunda. Podríamos, pues, emplear parte del trabajo de la
primera para hacer marchar la segunda en sentido inverso; el resultado de la doble
operación sería que el nivel de temperatura empleado en la máquina propulsora,
gracias a la eficacia de la segunda máquina, se mantendría sin necesidad de
suministrarle calor y, además, el exceso de la primera y mejor máquina quedaría
disponible.
Tendríamos un medio para obtener trabajo sin gastos, produciéndolo de la nada: el
trató de calcular una cifra para el equivalente mecánico del calor. Su precoz y
repentino fin le impidió completar su labor; terminó sus días a los treinta y seis años,
víctima del cólera asiático. Su obra, tan rica en ideas, pasó inadvertida y cayó bien
pronto en completo olvido, a pesar de los esfuerzos del ingeniero Benito Clapeyron
(1799-1864), que en 1834 dio forma analítica a los razonamientos de Carnot y les
agregó un comentario de notable claridad. Cuando, a mediados del siglo, lord Kelvin
buscó en París un ejemplar del clásico escrito, a duras penas logró procurárselo.
Fueron el gran inglés y el físico alemán Clausius quienes recogieron el pensamiento
de Carnot y coronaron su obra.
pila de Volta aclara los efectos térmicos en los hilos conductores. En suma, las
formas de energía pasan por perpetuas metamorfosis, sólo su cantidad permanece
constante a través de todos los cambios:
«No hay, en realidad —asegura Mayer —, sino una sola y única fuerza 33. En
cambios eternos circula a través de la naturaleza muerta y viviente. Ningún
proceso es concebible sin cambio de sus formas.»
Armando Helmholtz
las posiciones sucesivas por las cuales un sistema debe pasar para llegar de su
posición primitiva a otra posición determinada. El principio de la mínima acción
prescribe —explica Helmholtz (1886)— la evolución del sistema, conduciendo las
masas en movimiento a su meta por caminos tales que, para cortos caminos
recorridos, la potencia suministrada sea mínima. El sistema selecciona, entre los
procesos posibles que podrían conducirle de un estado a otro, aquel para el cual la
diferencia de la energía cinética y potencial tenga, durante el tránsito, el menor valor
posible.
Helmholtz asigna al principio de la mínima acción un profundo sentido físico. Vio
que los fenómenos que no ponen en juego la estructura atomística de la materia son
siempre reversibles, siendo la irreversibilidad inherente a todos los acontecimientos
en los cuales los átomos entran en escena. La conservación de la energía es el gran
principio que abarca la totalidad de los procesos físicos, ya sean reversibles, ya
irreversibles. ¿Hay una ley general, se pregunta Helmholtz, que no se aplicaría más
que a los fenómenos reversibles, separándolos de los irreversibles? Sí: esta ley es
precisamente el principio de la mínima acción.
Esta trascendental ley fue descubierta por el físico alemán Clausius y reconocida en
sus alcances generales, físicos y filosóficos, por el investigador inglés Guillermo
Thomson.
Rodolfo Clausius (1822-1888), sexto hijo de un maestro de escuela que tuvo
dieciocho hijos, comenzó como profesor en la Escuela de Artillería, en Berlín, y
enseñó más tarde en la Universidad de Bonn. Durante la guerra franco-prusiana, se
alistó como voluntario en el servicio sanitario y fue condecorado por los dos
gobiernos en lucha. Jamás hizo experiencias, fue un teórico puro. A pesar de su
excepcional capacidad matemática, no se dejó llevar por el análisis al terreno de los
conceptos vagos, y de los resultados empíricos de otros supo deducir admirables
conclusiones. Siempre atento al sentido físico de los símbolos, al tratar
matemáticamente el problema de Carnot descubrió la noción capital de la entropía,
que había pasado inadvertida a Carnot, Clapeyron y aun a Guillermo Thomson, que
se acercó a ella en su primer estudio (1849), sin reconocerla.
El calor pasa de los cuerpos calientes a los fríos, afirmó Carnot. Si se hace pasar,
agrega Clausius, en sentido opuesto, de los cuerpos fríos a los calientes, es necesario
invertir un trabajo por lo menos igual a aquel que produciría el correspondiente
proceso inverso. El calor no puede ascender espontáneamente de la temperatura baja
a la superior. Es la ley que Clausius enuncia en su memoria de 1850, fecha del
nacimiento de la termodinámica, ley que constituye uno de los pilares sustentadores
de dicha ciencia y a la que hoy llamamos su segundo principio, siendo el primero el
de la conservación de la energía.
Un año antes, Guillermo Thomson sugirió que sólo una determinada parte de la
energía térmica disponible puede ser transformada en trabajo. La demostración de
que el segundo principio define esta fracción que, en una máquina ideal,
perfectamente reversible, es transformable en trabajo, es el más hermoso resultado
de la memoria de Clausius. Al hacer los cálculos relativos al ciclo de Carnot, en el
caso de un gas ideal, Clausius reconoce que en la máquina que trabaja entre dos
temperaturas dadas, la fracción transformada en trabajo es igual a la diferencia de
estas dos temperaturas dividida por la temperatura absoluta más elevada, es decir,
por la temperatura contada a partir de -273° C; dado que el rendimiento es
independiente de la construcción de la máquina, la conclusión de Clausius tiene un
alcance completamente general.
En el curso de sus cálculos, Clausius ve surgir (1854) con frecuencia cierta función, y
reconoce que puede expresarse como el cociente de la cantidad de calor por la
tendrá un valor mayor que cero. A esta magnitud, Clausius (1865) la llama entropía.
Como en la naturaleza no hay ciclos totalmente reversibles, la variación de la
entropía será siempre positiva y se podrá enunciar el segundo principio: en cada
transformación del mundo físico, la entropía de los cuerpos participantes —la parte
no transformable de su energía— crece.
El aumento continuo de la entropía crea para todas las transformaciones reales de la
energía una desigualdad entre el estado inicial y final del sistema, y asigna a cada
proceso natural una única e irreversible dirección. Thomson extendió las
electricidad atmosférica.
Tal vez ningún problema le preocupó con tanta intensidad como la constitución del
éter y de la materia. Su poderosa imaginación, que no se contentaba con fórmulas y
reclamaba una visión concreta, se hizo valer particularmente en dominios que
parecían reservados sólo a razonamientos matemáticos. Explicar un fenómeno físico
equivalía para Kelvin a reducirlo a un modelo, a un aparato más o menos construible,
cuyo funcionamiento reprodujera globalmente el fenómeno a interpretar. Para
estudiar el potencial de diferentes capas atmosféricas inventó aparatos con
evacuación de agua, que fueron aparatos reales. Para comprender el éter propuso un
modelo, un aparato imaginario. Parece que, contrariamente a la materia ordinaria, el
éter se deja comprimir y deformar, pero rehúsa girar. De estas características trata de
dar cuenta el modelo de Kelvin: un ambiente formado por un conjunto de varillas,
capaces de correr las unas sobre las otras y portadoras de giróscopos animados por
rápidas rotaciones, resistentes, en diferentes medidas, a cambios de orientación.
Pariente cercano del éter girostático es el famoso átomo-torbellino de Kelvin. Los
átomos deberían su impermeabilidad e indivisibilidad a torbellinos ultrarrápidos y
eternos, que reinarían en el seno de la materia. Ni el éter girostático ni el
átomo-torbellino sobrevivieron a las últimas décadas del siglo XIX.
Descubrimientos inesperados —rayos catódicos, rayos radiactivos— surgieron y
llevaron el electrón al proscenio de la física, El mismo Kelvin, ya anciano, no vaciló
en abandonar sus modelos favoritos, que no correspondían ya a las exigencias de los
nuevos conocimientos.
En otros dominios, lord Kelvin fue el precursor de los tiempos nuevos, que su larga
vejez le permitió ver. Aún joven, reconoció (1853), simultáneamente con Helmholtz,
que una chispa eléctrica representa una suma de descargas parciales y que en la
descarga del condensador deberían producirse oscilaciones eléctricas. Kelvin fue el
primero en calcular, a partir de la ley de inducción y de la ley de Ohm, la duración de
una oscilación, seis años antes de que Feddersen hubiera logrado fotografiar con
espejos giratorios las oscilaciones periódicas de la chispa, y más de treinta años antes
de la producción experimental de las ondas eléctricas por Hertz.
Thomson es el promotor del actual sistema cegesimal, que tiene por unidades básicas
el centímetro, el gramo y el segundo, adoptado con arreglo a la proposición (1871)
del gran inglés. Una de sus más felices sugestiones es la escala termodinámica o
absoluta de la temperatura, fundada en el segundo principio termodinámico. Como la
transformación del calor en trabajo no depende de las sustancias puestas en juego,
Rodolfo Clausius
p = 1/3 ρc2
donde la presión (p) y la densidad (ρ) son medibles y la velocidad molecular (c)
vuélvese inmediatamente calculable. Sin conocer las deducciones de Bernoulli,
Joule, con estas sencillas consideraciones, abrió al cálculo la puerta del mundo
invisible de las partículas sub-microscópicas. Sin exageración, se puede decir que la
mayor parte de todo aquello que sabemos sobre moléculas y átomos se desarrolló a
partir de 1851, desde el momento de la hazaña de Joule.
Por supuesto, en el caos de sus desordenados vuelos, la velocidad de cada molécula
se diferencia de la de otra, y las leyes del choque elástico no permiten que todas las
moléculas tengan en cada instante la misma velocidad. Lo calculado por Joule no fue
sino la velocidad media de las moléculas. Maxwell recoge en 1859 la idea de su
predecesor y la depura; su ley de la repartición de las velocidades es una de las más
pv = RT
Sólo para ellos vale con rigor la proporcionalidad inversa de la presión y del
volumen, cuyo producto sólo depende de la temperatura absoluta (T) y de una
constante (R). Mas el comportamiento de los gases reales no se conforma en todas las
condiciones a esta exigencia. El físico francés Víctor Regnault evidenció en 1842
que una presión de algunas decenas de atmósferas basta, en el caso del aire y del
anhídrido carbónico, para observar que, con el aumento de la presión, el producto pv
disminuye; estos gases son, en las condiciones en que operó Regnault, más
compresibles que lo indicado por la ley de Boyle-Mariotte, en tanto que el hidrógeno
—como encontró el físico francés es menos compresible. Regnault no efectuó
mediciones más allá de 30 atmósferas. Su compatriota Cailletet llevó en 1870 la
compresión hasta 200 atmósferas, y Amagat, cinco años más tarde, hasta 3.000
atmósferas. A la última presión, el volumen del nitrógeno se revela cuatro veces
mayor que si siguiese la ley de Boyle-Mariotte. La ecuación de Clapeyron no basta,
pues, para traducir las propiedades de los gases reales. Con el propósito de dar cuenta
de los nuevos conocimientos, el investigador holandés Juan D. van der Waals,
apoyándose en la teoría cinética y en las mediciones de Cailletet, presenta en 1873 su
nueva ecuación de estado
que pone en evidencia las fuerzas intermoleculares por el cociente a/v2 y el volumen
propio de la molécula por la constante b, que representa el valor límite hacia el cual
tiende el volumen cuando la presión crece indefinidamente. Paralelamente a esta
mejor introspección en la naturaleza de los gases, un viejo problema de orden
práctico encontró también su solución: la licuefacción de los gases.
El primer paso lo da el ilustre Farad ay en 1823, ayudante entonces del químico
Davy; por un simple dispositivo de laboratorio logra licuar primero el cloro y
después otros gases. Sus medios, ya conocidos por Dalton, fueron la presión y el frío.
El químico francés A. Thilorier, inventor de recipientes de acero para gases
comprimidos, vuelve más práctico el procedimiento del gran inglés y puede obtener
en 1835 grandes cantidades de anhídrido carbónico líquido. Empleando mezclas
frigoríficas más eficaces que en sus primeros ensayos, Faraday llega en 1844 a licuar
considerable número de gases. Sin embargo, ciertos gases, el hidrógeno, el
nitrógeno, el oxígeno de carbono y el metano, resisten tenazmente a toda tentativa.
Las compresiones más fuertes no producen efecto. En vano es que el médico
austríaco Natterer (1854), les aplique una presión de 2.800 atmósferas; a estos gases
se les llama permanentes, para distinguirlos de los coercibles.
Faraday comienza a entrever en 1845 la causa de la enigmática permanencia; sus
conjeturas son guiadas por las observaciones hechas veinte años antes por el francés
Cagniard de la Tour, inventor de la sirena acústica. Éste comprobó que por encima de
cierta y determinada temperatura —hoy diríamos temperatura crítica— los líquidos,
cualquiera que sea la presión que sufren, se transforman en vapor. Fuertes presiones,
observó Cagniard de la Tour, no bastan para mantener el éter etílico en estado
líquido, si la temperatura está por encima de 187º; si es verdad para la evaporación de
líquidos, se pregunta Faraday, ¿por qué no lo será para el problema inverso, la
licuación de los gases? Comienza a sospechar que para lograr la licuación de los
gases permanentes no debe aumentarse la presión, sino disminuirse la temperatura.
Estas conjeturas son plenamente confirmadas desde 1867 por el médico y químico
irlandés Tomás Andrews (1813-1885). Si ciertos gases no pudieron ser licuados, es
porque sus temperaturas críticas son inferiores a la temperatura más baja obtenida
por Faraday y sus émulos (—110º). El descubrimiento de Andrews trazó el camino a
seguir. Dos hombres, independientemente uno de otro, dan en 1877 dos
descrito por el botánico inglés Roberto Brown en 1827, lleva de manera tangible, a la
escala de magnitudes perceptibles al hombre, la perpetua agitación de las moléculas.
Partículas suspendidas en un líquido muestran, si son bastante pequeñas,
trepidaciones tan desordenadas como ininterrumpidas, bien visibles al microscopio.
Con calor o con frío, con temperaturas constantes o variables, en líquidos más o
menos densos, el fenómeno no descansa en su incesante transcurrir. El matemático
alemán Cristián Wiener (1863) y el químico inglés Guillermo Ramsay (1866),
célebre descubridor de gases raros, fueron los primeros en encontrar la explicación
del movimiento browniano, resultado de los múltiples choques que las moléculas
animadas del fluido comunican a las partículas en suspensión; si éstas son
voluminosas, los choques se compensan, efecto de la ley del gran número, y las
partículas quedan en reposo; por el contrario, los gránulos bastante pequeños, para
los cuales la compensación no rige, son desplazados por las moléculas que con ellos
tropiezan. El estremecimiento de los gránulos es, pues, la visible imagen, en nuestra
escala, de las inobservables trepidaciones moleculares. Mediante cuidadosos
experimentos, el físico francés Carlos Gouy confirmó esta interpretación en 1889.
Una teoría exacta y rigurosa del fenómeno quedó reservada al siglo XX y fue dada en
1905 y 1906 por Einstein y Smoluchowski.
El movimiento browniano, como todos los fenómenos estudiados a la escala
molecular, deja de verificar el segundo principio de la termodinámica. Esta
inesperada conclusión salió de la profunda interpretación que los trabajos de Luis
Boltzmann (1844-1906) proporcionaron a la ley de la entropía. Clausius y lord
Kelvin habían dejado abierto el problema del porqué del misterioso aumento de la
entropía. Que esta solución debía buscarse en el carácter particular —distinto a las
demás formas energéticas— del calor, no podía ser dudoso. Puesto que cada
fenómeno térmico se revela como el efecto estadístico, global, de un inextricable
conjunto de movimientos elementales y microscópicos, el cálculo estadístico
permite coordinar a su estado global, caracterizado por ciertas posiciones y
velocidades de las partículas, una cierta y bien definida probabilidad. Conducido por
semejante pensamiento, Boltzmann llegó a la conclusión, sorprendente en el primer
momento, de que la entropía en un sistema aislado, debe ser igual al logaritmo de la
probabilidad más una constante:
S = K log W + C
Capítulo 13
La obra de Faraday
Su juventud: Ayudante de Davy; En la Real Institución; Descubrimiento de la
inducción; Las dos leyes de la electrólisis; El ion y el electrón; La intuición de
Faraday; Las líneas de fuerza; El papel de los aisladores; La idea del campo:
Primera brecha en la física newtoniana; Paramagnetismo y diamagnetismo;
Previsiones de Faraday
aisladas, pero cercanas entre sí, y une la primera con una batería voltaica; la otra, con
un galvanómetro. En tanto que la corriente fluye por la primera bobina, la aguja del
galvanómetro permanece en reposo; mas Faraday observa que en el instante en que
cierra o abre la corriente, la aguja del galvanómetro evidencia una pequeña
desviación, indicando la presencia de una débil corriente en la segunda bobina. Por
mínimo que sea el efecto, el fenómeno está descubierto: la vecindad de la corriente
de la primera bobina induce, en el momento de cerrarla y abrirla, en la bobina
secundaria, corrientes con direcciones opuestas. Faraday llama inducción voltaica a
la producción de corriente por corriente galvánica.
Largo era el camino para llegar a este punto de partida, mas una vez alcanzado,
Faraday penetra con extraordinaria facilidad en el dominio desconocido de la
electricidad inducida y descubre un fenómeno tras otro. Reconoce la inducción por
aproximación o alejamiento, por reforzamiento o debilitación del circuito primario.
Por instructivos que sean estos resultados, todavía el magnetismo no interviene en
los experimentos. En 1822 había escrito el joven Faraday en su diario: «¡Produce
electricidad por magnetismo!» Ha llegado el momento de la realización de su
propósito. Enrolla, primero, sobre un anillo de hierro dulce dos bobinas; en el
momento de cerrar y abrir la corriente en una de las bobinas, el galvanómetro indica
—esta vez con poderosa desviación— la presencia de corriente inducida en la
segunda bobina. Modifica al dispositivo y muestra que al introducir una barra
imanada en el interior de una bobina y al retirarla, se obtienen igualmente corrientes
inducidas.
Aún no ha terminado el fecundo año de 1831 cuando Faraday logra, el 28 de octubre,
conseguir corrientes 'permanentes por inducción, aclarando de golpe los enigmáticos
y mal definidos fenómenos del «magnetismo de rotación», que asombraron a
Ampère y Arago. Hace girar entre los polos de un potente imán en forma de
herradura un disco de cobre perpendicular al plano del imán y recoge la corriente por
medio de dos alambres que rozan el eje y la circunferencia del disco; la aguja de un
galvanómetro reveló que la intensidad de la corriente crecía con la velocidad de
rotación del disco y con la intensidad del campo magnético. La corriente inducida
cambió de sentido al invertir los polos del imán o la rotación del disco.
«Con esto está demostrada —escribió Faraday en su Experimental researches— la
posibilidad de la producción de corrientes eléctricas permanentes por imanes
comunes.»
Entre la primera y débil desviación de la aguja magnética que reveló ^ Faraday el
fenómeno de la inducción y este capital éxito, transcurren sólo pocas semanas. Del
experimento de Faraday se va en recto camino hacia las máquinas generadoras de
corriente, cuyo primer modelo fue ideado —pocos meses después de la publicación
de Faraday— por Pixii y mejorado por Clark y Page. Estas insuficientes tentativas
condujeron treinta años más tarde a la construcción de la dínamo (1867-1869), obra
del alemán Werner Siemens, del italiano Antonio Pacinotti y del francés Zenobio
Gramme. Toda la industria eléctrica de nuestros días es tributaria del descubrimiento
de Faraday. Motores, transformadores, teléfonos y radios están en cierne en sus
experimentos de 1831. La historia de la física conoce pocas hazañas que hayan
tenido sobre la civilización una influencia tan profunda.
Con la abundante cosecha del fértil año de 1831, las formas posibles de la inducción
no estaban agotadas, y el incansable experimentador les agregó dos más en los
primeros meses del año siguiente. Como en sus experiencias de inducción podía
utilizar con la misma eficacia imanes artificiales o naturales, Faraday concluyó que
el magnetismo terrestre también podría servir para producir corrientes inducidas.
Hizo girar una bobina de modo que su eje describiera el meridiano magnético. Su
espera no fue vana; el galvanoscopio mostró la presencia de corrientes. La serie de
hallazgos en este dominio fue rematada con la inducción unipolar, provocada en el
circuito por el desplazamiento de un polo único y cercano. De estos descubrimientos
supo sacar interesantes consecuencias de orden teórico y práctico el físico alemán
Guillermo Weber. Mientras tanto, el sabio ruso Lenz estableció en 1834 una ley que
permite prever el sentido de la corriente en todos los casos de la inducción. El sentido
de la corriente inducida es tal que, directamente o por sus efectos, se opone a las
acciones que la generan.
En el mismo año que Lenz encontró su ley, notó el físico inglés W. Jenkin un curioso
fenómeno que escapó a la atención de Faraday. Observó que la chispa de abertura del
circuito es reforzada cuando el hilo es más largo y enrollado bajo la forma de una
bobina. La explicación dada por Jenkin no era satisfactoria; pronto reconoció
Faraday la causa del fenómeno en la acción inductiva de la corriente —engendrada al
abrirla o cerrarla— sobre el propio conductor. Era lógico concluir que las corrientes
de inducción pueden dar nacimiento a otras corrientes de inducción, y el
norteamericano José Henry (1797-1878) logró demostrar su existencia hasta el
quinto orden, determinando también el cambio de sentido de las corrientes. Henry es
el verdadero descubridor del fenómeno que hoy llamamos selfinducción o
autoinducción. Lo observó antes que Jenkin. Por el contrario, la sugestión de varios
su teoría pierde rigor; mas por el contrario, el edificio que levanta es tan sólido que
Maxwell podrá realizar sin modificación la transposición matemática. Su
extraordinario poder de visión, su facilidad de traducir fenómenos complicados en
sencillas imágenes, asombra a justo título a sus contemporáneos.
«Es sumamente extraordinario —juzga Helmholtz— observar cómo gracias a
una especie de intuición, sin emplear fórmula alguna, encontró una serie de
teoremas generales, que sólo pueden ser estrictamente comprobados por el
más alto poder del análisis matemático... Confieso que muchas veces me
encontré mirando desesperadamente sus descripciones de las líneas de fuerza,
al buscar la razón de las sentencias que definen la corriente galvánica como
eje de fuerza»34.
Por supuesto, el concepto de las líneas de fuerza existía mucho tiempo antes de
Faraday; aparecen visibles, en torno de un imán, gracias a las conocidas curvas
dibujadas por limaduras de hierro, en una hoja colocada sobre el imán. Gilbert, á
fines del siglo XVI, ya entrevió la existencia de estas líneas. Por otra parte, los
fenómenos de la influencia eléctrica, puestos de manifiesto por Aepinus y Wilke, y el
descubrimiento de la ley de Coulomb, en su extraordinaria analogía con la ley de
Newton, condujeron, a principios del siglo XIX, a Laplace y Poisson a estructurar la
teoría de un campo cruzado por líneas de fuerza y capaz de dar una representación
sintética de la atracción y repulsión, debidas a fuerzas ya magnéticas, ya eléctricas o
ya gravídicas. Pero esta teoría no fue más que un esquema matemático, las líneas de
fuerza sólo fueron ficciones cómodas, sin realidad física. Todo cambia con Faraday;
para él, las líneas de fuerza son tan reales como los objetos sensibles; se puede seguir
su recorrido en el espacio, y su dirección es la de la fuerza, cuya intensidad está
medida por el número de las líneas que atraviesan perpendicularmente a 1 cm2.
En la teoría de Faraday se pueden asimilar las líneas de fuerza a hilos elásticos que
tienden, al contraerse, a aproximar las superficies en que sus extremidades están
fijadas. Estas extremidades representan las cargas eléctricas, una positiva y otra
negativa. El espacio en torno de un imán está también cruzado por líneas sometidas a
dos tensiones opuestas, una —la atracción— que tiende a acortarlas, y otra
—repulsión entre las líneas adyacentes— que tiende a ensancharlas. Su
concentración es mayor en los polos y se atenúa con la distancia, donde las líneas se
suceden en curvas siempre más espaciadas. El conjunto de estas líneas define el
campo magnético. Si un conductor corta las líneas de fuerza del campo magnético, la
Miguel Faraday
Faraday lo consiguió con una serie de experiencias. Estas líneas pueden contornear
obstáculos. Preverlas a partir de la ley de Coulomb entraña complicadas fórmulas
matemáticas, en tanto que la representación de Faraday permite una sencilla e
también a los fenómenos gravídicos. Sin embargo, el concepto del campo, tal cual
aparece en la teoría de Faraday, le basta para renunciar a la hipótesis de los dos
fluidos eléctricos. No existe para él más que un fluido imponderable, el éter, que,
llenando el espacio, es el portador de los campos eléctricos o magnéticos. Un campo
eléctrico no es sino un cierto estado del éter; comunicar una carga eléctrica a un
cuerpo es en realidad crear un definido estado de tensión, una deformación en el éter.
Capítulo 14
Maxwell, Hertz y Lorentz
La ley de Neumann; Las unidades absolutas: Gauss y Weber; Clark Maxwell: La
trascendencia de sus ecuaciones; La corriente de desplazamiento; La teoría
electromagnética de la luz; El experimento de Rowland; La realidad de las ondas
eléctricas: Enrique Hertz; La mecánica de Hertz; Descubrimiento del electrón:
Enrique Antonio Lorentz; El efecto Zeeman; Hacia la física del siglo XX;
Enrique Hertz
comprobaciones.
Las leyes de Coulomb y la teoría laplaciana del potencial, los descubrimientos de
Oersted y Ampère, la ley de Ohm, los resultados de los experimentos de Faraday,
todo cabe en las igualdades maxwellianas.
Los estados del éter, tal como se manifiestan por las fuerzas eléctricas y magnéticas
medibles, en sus relaciones con las constantes características de los cuerpos
materiales, están unívocamente definidas por seis ecuaciones, que prevén además la
existencia de ondas eléctricas, análogas a las ondas luminosas, y establecen así una
unión entre los dos enormes dominios del electromagnetismo y la óptica, hasta
entonces separados. War es ein Gott, der diese Zeichen schrieb? 35 , exclamó
Boltzmann aplicando las palabras de Goethe a las síntesis del gran inglés. En efecto,
la hazaña no tiene precedente en la historia de la física, y es aún más sorprendente
por estar realizada con ecuaciones sencillas, que forman en último análisis toda la
teoría de Maxwell.
Los razonamientos que conducen al genial escocés a sus resultados no siempre son
transparentes, y a veces admiten objeciones. Por momentos se tiene casi la impresión
de que las conclusiones hubieran existido listas, a priori, en el espíritu de su creador.
No obstante, las ecuaciones son justas y traducen admirablemente los fenómenos
reales. Menester sería, dijo Hertz, aceptarlas como hechos fundamentales, aun sin
demostraciones. Enamorado como Kelvin de modelos mecánicos, ayuda, según él,
indispensable para asir un problema, Maxwell se esforzaba también por construir
primero modelos del éter, susceptibles de representar las interacciones magnéticas y
eléctricas que se habían revelado en los experimentos de Faraday. Mas esto sólo fue
la primera etapa de su pensamiento. Dejó los modelos para dirigirse hacia las
descripciones matemáticas. No obstante, en el fondo de sus razonamientos yace una
imagen. Maxwell asimila la corriente eléctrica al correr de un fluido incompresible,
análogo hl agua de un río, y extiende la validez de esta comparación a los fenómenos
donde intervienen aisladores dieléctricos. Consideremos con Maxwell lo que ocurre
si ligamos, por ejemplo, los dos polos de una batería eléctrica con un condensador;
en el momento de la carga, una corriente recorre la batería y los hilos de conexión.
¿Qué sobreviene en ese instante, en el seno del aislador, entre las dos armaduras del
condensador? Nada, declararon los predecesores de Faraday y Maxwell; el aislador,
añaden, no es sede de ningún fenómeno, la carga se acumula simplemente sobre las
armaduras. Pero Maxwell, quien asimila en todos los casos el correr de la
electricidad al de un fluido incompresible, afirma que la corriente, sin detenerse en
las coordenadas del espacio y la variable del tiempo, una vez dada la fuerza eléctrica
y magnética en un estado inicial, permiten seguir las oscilaciones del campo
electromagnético, análogamente a las ecuaciones de la hidrodinámica que prevén las
vicisitudes de un líquido en el espacio y en el tiempo. Lo que estas ecuaciones hacen
para el líquido, lo hacen las fórmulas de Maxwell para el éter. Éste, portador de todos
los efectos eléctricos o magnéticos, es —en los razonamientos de Maxwell— un
ambiente con la elasticidad de un sólido y en el cual las oscilaciones se propagan con
una velocidad
como c/V es el índice de refracción n, resulta que k = n2; así, la constante dieléctrica
de un medio tiene el mismo valor que el cuadrado de su índice de refracción óptica.
Helmholtz, cuyas investigaciones procuraron dar a la teoría una base a la vez más
amplia y más firme. Los dos protagonistas encontraron un genial aliado en la persona
de un alumno norteamericano de Helmholtz, Enrique A. Rowland (1848-1901). Con
una célebre experiencia, Rowland hizo evidente en 1876 que la carga electrostática
de un disco en rotación rápida desvía en su vecindad a una aguja magnética, del
mismo modo que lo hace una corriente eléctrica. Dedujo, pues, que en sus efectos
magnéticos no hay diferencia entre una corriente de conducción y otra de
convección, producida por el transporte mecánico de un cuerpo cargado. Importante
era para la verificación de las ideas de Maxwell realizar la experiencia inversa a la de
Rowland: establecer si es cierto que un dieléctrico en rotación rápida en un campo
eléctrico origina un efecto magnético. Röntgen dio en 1888 la respuesta afirmativa.
Hizo girar un aislador —una placa de vidrio— entre las armaduras cargadas de un
condensador y comprobó la desviación de la aguja magnética.
Por elocuentes que fueran todos estos indicios empíricos, faltó al edificio levantado
por Maxwell el principal pilar. Ningún experimento evidenció la propagación de una
onda electromagnética. La exigencia capital de la teoría, la existencia física de estas
ondas, permanecía todavía dudosa aun catorce años después de la publicación de
Maxwell. El imperecedero mérito del joven físico alemán Hertz fue el haber
eliminado definitivamente las dudas y probado con una serie de experiencias
concluyentes, no sólo la realidad de las ondas electromagnéticas, sino también el
perfecto acuerdo de sus características con las previstas por las lúcidas conclusiones
del gran escocés.
Enrique Hertz (1857-1894), el más brillante discípulo de Helmholtz, profesor de la
Escuela Politécnica en Karlsruhe, se vinculó desde 1884 con las ideas maxwellianas
y reveló en un sugestivo tratado las lagunas de la vieja electrodinámica de Neumann
y Weber, mostrando que las ecuaciones de Maxwell, a las cuales supo dar una forma
sencilla y simétrica, interpretaban todos los fenómenos conocidos. Desde entonces,
Hertz trató de producir ondas por medios exclusivamente eléctricos. Los ensayos de
Feddersen con descargas oscilatorias se le ofrecieron como punto de partida para sus
tanteos.
Pero ¡cuántas dificultades hubo de vencer! Admitiendo que las descargas de un
condensador dan nacimiento a ondas, éstas deberían tener, aun en los casos más
favorables, una longitud del orden de magnitud de un kilómetro, visto que el número
de oscilaciones —comprobables con ayuda de espejos oscilatorios— no sobrepasa
algunos centenares de millares por segundo. Imposible era, pues, observar tal onda,
las características de la luz visible en sus ondas. Se dejan refractar por un gran prisma
de brea, como la luz con un prisma de cristal. Con espejos cóncavos, Hertz consigue
enfocar sus ondas; demuestra también que pueden ser polarizadas y por medio de
una rejilla de alambre obtiene una rotación del plano de polarización. Al medir la
velocidad de propagación de sus ondas, choca en el estrecho espacio de su
laboratorio con dificultades, mas la repetición de la experiencia en una larga galería
(1893) conduce a un valor muy aproximado al de la velocidad de la luz. ¡La
predicción de Maxwell se había realizado: la existencia de las ondas
electromagnéticas era una realidad tangible!
«Fascinador es comprobar —escribió Hertz 36 — que los procesos que
investigué representan, en escala un millón de veces más amplia, los mismos
fenómenos que se producen en la vecindad de un espejo de Fresnel, o entre las
delgadas láminas empleadas para exhibir los anillos de Newton.»
Epílogo
Hacia nuevos horizontes: rayos catódicos y rayos X
La descarga en el vacío; Plücker descubre el flujo catódico; Hittorf y Crookes
exploran las propiedades de los rayos; José Juan Thomson establece su naturaleza
electrónica; Rayos canales; La ventanilla de Lenard; El descubrimiento de Röntgen
muchos y vanos ensayos, a medir la velocidad del flujo catódico, con ayuda de un
espejo giratorio. Estableció que la velocidad de las partículas depende de la tensión
existente entre los electrodos de la ampolla, siendo proporcional a su raíz cuadrada.
El valor encontrado con sus experiencias fue del orden de 10.000 kilómetros por
segundo; por consiguiente, más débil que la velocidad de la luz y enormemente
superior a la de las moléculas de un gas. Ni Hertz ni Crookes tenían razón: el flujo
catódico no es ni vibración de éter, análoga a la luz, ni lluvia de moléculas
proyectada por el cátodo. Sin duda, las partículas del flujo llevaban cargas negativas.
El físico francés Juan Perrin suministró al año siguiente la prueba directa,
introduciendo en la ampolla un cilindro metálico, unido a un electrómetro, y vio a
éste acusar una carga negativa. Mas ¿cuál era la naturaleza de las partículas del flujo?
Thomson dio la respuesta en 1897. Midió el cociente de la carga de la partícula por
su masa, recurriendo a la desviación que los proyectiles catódicos sufren en un
campo magnético y en otro eléctrico. El valor del cociente e/m evidenció con
claridad que en una partícula catódica la carga elemental, la del ion monovalente,
está ligada a una masa casi dos mil veces inferior a la de un átomo de hidrógeno. Así,
la carga específica reveló ser igual a la de los corpúsculos eléctricos elementales,
cuya existencia habíase manifestado en el fenómeno Zeeman; en el flujo catódico
volvemos a encontrar —tal es la conclusión capital de Thomson— electrones en
estado libre.
Entretanto, el físico alemán Goldstein completó con una interesante observación el
conocimiento de los fenómenos de descarga en los gases rarificados. Al variar los
experimentos de Hittorf, se valió de una ampolla con cátodo perforado y descubrió
en 1886, en el espacio situado detrás del cátodo, rayos de una nueva especie que
llamó rayos canales, para recordar el modo de obtención. En razón de su carga, los
rayos de Goldstein son desviables por campos eléctricos y magnéticos. La
desviación fue medida por Guillermo Wien (1897); el valor del cociente e/m dio esta
vez a entender que los rayos se componían de partículas positivas, con masas en
mucho superiores a las de los corpúsculos catódicos, comparables a las de átomos y
moléculas. Mientras que estos resultados, por reveladores que fuesen, sólo
despertaron el interés de un reducido círculo de especialistas y dejaron indiferentes
aun a la mayoría de los físicos, sobrevino en 1895 un descubrimiento que atrajo
poderosamente la atención del mundo entero.
Hertz había demostrado que delgadas láminas metálicas son transparentes para los
rayos catódicos; su asistente Felipe Lenard dotó a la ampolla geissleriana de una
Luis Boltzmann
cuerpo que cae, cualquiera sea ella, puede ser determinada con seguridad por la clase
e intensidad del choque. Pero decidme, señores, si un martillo, que cae desde 4 varas
de altura, golpea sobre un palo, introduciéndolo unos cuatro dedos dentro de la tierra,
éste mismo, cayendo desde 2 varas de altura ¿no le moverá menos, y menos todavía
desde 1 vara de altura y también desde un palmo de altura? y finalmente, si el
martillo cae un solo dedo, ¿qué más hará que si uno lo hubiera colocado sobre el palo
sin golpear? Muy poco, por cierto, y el efecto sería completamente invisible si el
martillo hubiera sido levantado el espesor de una hoja. Ahora, si el efecto del golpe
depende de la velocidad adquirida, ¿quién dudará que cuando el efecto es invisible,
el movimiento es muy lento, y más que pequeña la velocidad? Aquí se ve el poder de
la verdad, pues el mismo ejemplo que a primera vista parecía demostrar cierta
opinión, nos enseña lo contrario al estudiarlo más de cerca. Pero me parece que tal
verdad también se puede reconocer por una simple reflexión y sin apelar a tal
ejemplo (que es, sin duda, muy convincente). Imaginémonos una piedra pesada en el
aire en estado de reposo. Sacándole el apoyo, se le da libertad de movimiento; como
es más pesada que el aire, cae hacia abajo, y no con movimiento uniforme, sino
despacio al principio y luego cada vez más aceleradamente; y como la velocidad
puede ser aumentada o disminuida sin límites, ¿qué podría hacerme suponer que tal
cuerpo, que empieza con lentitud infinita (pues esto es la inmovilidad) adquiera de
golpe 10 grados de velocidad antes que 4, o estos 4 antes que 2, ó 1, o medio, o un
centésimo, o uno cualquiera de los otros infinitos grados más pequeños de velocidad
que todavía existen?
Escuchen, por favor. No creo que ustedes tendrán inconveniente en admitir que la
adquisición de velocidad de la piedra que cae partiendo del reposo, pueda suceder en
el mismo orden que la disminución y pérdida de aquellos grados de velocidad si la
piedra hubiera sido arrojada hacia arriba, por una fuerza impulsora, hasta la misma
altura; pero si ello es así, me parece indudable que, disminuyendo la velocidad de la
piedra que sube, como esta velocidad al final está completamente anulada, la piedra
no puede llegar a la inmovilidad antes de pasar a través de todos los grados de
lentitud.
Simplicio. —Pero si los grados de lentitud cada vez mayor y mayor son infinitos en
número, nunca se agotarán por completo; por eso tal cuerpo pesado que sube nunca
podría llegar al reposo, sino que deberá moverse durante infinito tiempo,
retardándose siempre, lo que no coincide con la realidad.
Salviati. —Así ocurriría, señor Simplicio, si el cuerpo se moviera, con cada grado de
velocidad, durante algún tiempo. Pero sale de cada grado en seguida, sin demorarse
en él más que un instante; y como en cada intervalo de tiempo, por más pequeño que
sea, hay infinidad de instantes, éstos serán sin duda suficientes para corresponder a
los infinitos grados de velocidad decreciente. Por otra parte, que un cuerpo en
ascenso no permanece en ningún grado de velocidad durante un tiempo finito, se
puede demostrar también de la manera siguiente: suponiendo que ello ocurriera
durante un tiempo finito, el cuerpo en cuestión tendría, tanto en el primer instante de
un tal intercalo, como en el último, el mismo y único valor de la velocidad, y
ascendería, a partir de este segundo valor, exactamente en la misma forma que desde
el primer valor hasta el segundo, y por la misma razón llegaría desde el segundo
valor al tercero, y, por lo tanto, permanecería en movimiento uniforme hasta el
infinito.
Sagredo. —A base de esta reflexión, me parece que podría llegarse a una solución
bastante correcta de un problema discutido por los filósofos, a saber, cuál es la causa
de la aceleración en el movimiento natural de los cuerpos pesados. Pues veo que en el
cuerpo arrojado hacia arriba, la fuerza (virtii) comunicada al principio disminuye sin
cesar y eleva constantemente al cuerpo, hasta que adquiere el mismo valor que la
gravedad, que actúa en sentido opuesto, y una vez que las dos fuerzas han llegado al
equilibrio, el cuerpo cesa de subir y llega al estado de reposo; en éste, el impulso
comunicado al cuerpo está anulado solamente en el sentido de que se ha consumido
el excedente que al principio superaba el peso del cuerpo y originaba el ascenso del
mismo. Mientras ahora la disminución de este impulso exterior continúa, y más tarde
se rompe el equilibrio a favor de la gravedad del cuerpo, empieza el descenso, pero
muy despacio en contra del impulso comunicado, del cual gran parte queda todavía
en el cuerpo; pero como éste disminuye constantemente, como la gravedad
predomina cada vez en mayor grado, se origina de esta manera la constante
aceleración del movimiento.
Simplicio. —Este pensamiento es sagaz, pero más bien pensado que sólido (saldo).
Pues lo que en él parece correcto, corresponde solamente a aquel movimiento natural
que ha sido precedido por un movimiento impetuoso y en el cual queda todavía gran
parte del impulso exterior; pero donde no existe un tal remanente, sino que más bien
el cuerpo se mueve desde un reposo que preexiste durante largo tiempo, aquella
reflexión ha perdido su valor.
Sagredo. —Creo que está usted en un error y que la distinción que usted hace es
superflua, o mejor, es nula. Pues dígame: ¿no puede un cuerpo arrojado hacia arriba
tener mucho o poco impulso, de manera que pueda subir hasta 100 varas, ó 20, ó 4, ó
1?
Simplicio. —Eso es indudable.
Sagredo.—De modo que la fuerza comunicada puede superar tan poco a la
resistencia de la gravedad que el cuerpo suba solamente el ancho de un dedo;
finalmente, el impulso comunicado puede tener un valor tal que sea exactamente
igual a la resistencia de la gravedad; de manera que el cuerpo no sube, sino que sólo
queda sostenido. Pues si usted sostiene una piedra, ¿qué otra cosa hace sino
impulsarla hacia arriba con la misma fuerza que la gravedad la atrae hacia abajo?, ¿y
no mantiene usted siempre esa misma fuerza durante todo el tiempo que sostiene el
cuerpo en la mano? ¿Acaso disminuye en todo este tiempo? Pero ¿qué diferencia hay
si este apoyo que impide que la piedra caiga, proviene de su mano, o de una mesa, o
de una cuerda de la cual la piedra está colgada? Seguramente ninguna. Pues de esto
resulta, señor Simplicio, que no importa
para nada que la caída esté precedida por
un período de reposo corto o largo, o tan
sólo instantáneo; pues la piedra queda
inmóvil siempre que el impulso obre, en
contra de su gravedad, en la medida que
era necesaria para producir el reposo.
(Aquí omitimos algunas consideraciones
de los tres interlocutores.)
Sagredo. —Reanudando nuestra
discusión, me parece que hasta ahora hemos definido el movimiento uniformemente
acelerado, al que se refieren las siguientes investigaciones, de esta manera: «El
movimiento uniformemente o igualmente acelerado es aquel cuya velocidad
aumenta cantidades iguales en tiempos iguales.»
Salviati. —Una vez establecida esta definición, nuestro autor considera cierta la
siguiente hipótesis: «Las velocidades que un mismo cuerpo adquiere con diferentes
inclinaciones de una superficie plana, son iguales si las alturas de estos planos son
iguales.» El autor llama «altura de un plano inclinado» a la perpendicular que se
puede bajar desde el punto más alto del plano al plano horizontal trazado por los
puntos más bajos del plano inclinado. De modo que si BA es paralelo al horizonte
(fig. 1), sobre el cual se levantan los planos inclinados CA, CD, la vertical CB,
perpendicular a la horizontal BA, se llama altura de los dos planos CA, CD. El autor
supone que si el cuerpo se mueve a lo largo de CA, CD, al llegar a A y D tendrá igual
velocidad, porque tienen la misma altura CB, y que la velocidad es igual a la que el
cuerpo habría adquirido en la caída libre desde C hasta B.
Sagredo. —En verdad, esta hipótesis me parece tan probable, que debería ser
admitida sin discusión, a condición de que se hayan eliminado todas las
perturbaciones casuales y ajenas, y que el cuerpo tenga la redondez más completa; en
pocas palabras, que cuerpo y superficie estén libres de cualquier aspereza. Si se
eliminan todos los obstáculos, mi sentido común me dice que un palo pesado,
completamente redondo, que cayera a lo largo de las líneas CA, CD, CB, llegaría a A,
D, B con velocidades iguales.
Salviati. —Ustedes encuentran esto muy probable; pero aparte de la probabilidad, les
multiplicaré en tal forma los argumentos, que casi lo deberán reconocer como
forzoso. Supongamos que esta hoja sea una pared levantada sobre una superficie
horizontal, y que de un clavo introducido en ella cuelgue una bola de plomo de 1 ó 2
onzas de peso, por medio de un hilo delgado AB (fig. 2) de 2 ó 3 varas de largo. Sobre
la pared marquemos una línea horizontal DC, perpendicular al hilo AB, el cual diste
más o menos dos dedos de la pared. Si se lleva el hilo AB con la bola hasta AC, y se
suelta la bola, ésta, cayendo, describirá el arco CBD, pasando por el punto B con tal
velocidad que subirá, recorriendo el arco BD, casi hasta la horizontal CD, faltándole
un trozo muy pequeño, pues la resistencia del aire y del hilo le impiden la vuelta
exacta. De ahí podemos deducir con seguridad que la velocidad que la bola, al caer a
lo largo del arco CB, ha adquirido en el punto B, es suficiente para levantarla,
recorriendo un arco igual BD, hasta igual altura. Después de hace* esta prueba
repetidas veces, introduzcamos en la pared otro clavo en E o en F, que sobresalga
cinco o seis dedos, para que el hilo AC, cuando llegue de nuevo con la bola hasta CB
y haya alcanzado el punto B, sea detenido por el clavo E, y la bola esté obligada a
describir el arco BO alrededor del centro E; con esta prueba veremos lo que es capaz
de hacer la misma velocidad que antes levantaba el mismo cuerpo hasta el horizontal
GD a lo largo del arco BD. Ahora, señores, ustedes verán con placer que la bola
alcanza otra vez la horizontal en el punto O; y lo mismo sucede si el obstáculo está
más bajo, por ejemplo en F; en este caso la bola describe el arco BJ, subiendo
siempre hasta la horizontal GD, y si el clavo obstaculizador estuviera tan bajo que el
resto del hilo no pudiera ya llegar a la horizontal (lo que sucede evidentemente
cuando el clavo está más cerca de B que de la intersección de AB con CD), el hilo
enlazaría el clavo. Este experimento no permite ninguna duda con respecto a la
Pues, como los arcos CB, DB son iguales y están colocados simétricamente
(símilmente), el momento adquirido al caer a lo largo del arco CB será igual al efecto
a lo largo del arco DB; pero el momento adquirido en B, producido a lo largo de CB,
consigue levantar el mismo cuerpo a lo largo del arco BD. Como consecuencia,
también el momento producido al caer a lo largo de DB será igual al que antes podía
mover el mismo cuerpo de B a D; de manera que, en general, cualquier momento
producido al caer es igual al que puede levantar el cuerpo a lo largo del mismo arco:
pero todos los momentos que eran capaces de levantar el cuerpo a lo largo de los
arcos BD, BG, BJ, son iguales, ya que siempre eran originados por la caída a lo largo
de CB. En consecuencia, también son iguales todos los momentos producidos por la
caída a lo largo de los DB, GB, JB.
Sagredo. —Esta explicación resulta tan consecuente, y el experimento es tan apto
para comprobar la afirmación, que ésta debe considerarse como demostrada.
Salviati. —Yo creo, señor Sagredo, que no debe preocuparnos el hecho de que
queramos aplicar nuestra teoría al movimiento sobre planos, y no sobre superficies
curvas, en las cuales la aceleración aumenta en grados completamente diferentes a
los que suponemos en superficies planas. Aun cuando nuestro experimento nos
enseña que la caída a lo largo del arco GB da al cuerpo un impulso tal que éste puede
ser levantado hasta la misma altura a lo largo de cualquier arco BD, BG, BJ, no
podemos mostrar con la misma evidencia que igual sucederá si una bola
absolutamente perfecta cae a lo largo de superficies planas, inclinadas como las
cuerdas de estos mismos arcos. Al contrario, es probable que, como estos planos
forman ángulo en el punto terminal B, la bola, después de la caída a lo largo de la
cuerda GB, sufra una resistencia de la superficie al subir a lo largo de las cuerdas BD,
BG, BJ, por lo cual perderá una parte del impulso al chocar, de manera que no podría
llegar ya a la horizontal GD. Si se eliminara el obstáculo que dificulta el
experimento, me parece bien comprensible que el impulso (que en sí lleva el efecto
de toda la fuerza de caída) debería alcanzar para levantar el cuerpo a la misma altura.
Por ahora tomaremos esto como postulado; la certeza absoluta la encontraremos más
tarde, cuando veamos que las consecuencias de tal hipótesis
se verifican y coinciden exactamente con la experiencia. El
autor, después de postular este principio, llega a rigurosas
conclusiones, la primera de las cuales va a continuación.
Teorema I. Proposición I
«El tiempo que un cuerpo emplea en recorrer cierto camino,
partiendo del reposo, con movimiento uniformemente
acelerado, es igual al tiempo en que este camino sería
recorrido por el mismo cuerpo con un movimiento uniforme
cuya velocidad fuera igual a la mitad del último y más alto
valor que tenía en aquel primer movimiento uniformemente
acelerado.»
Representemos los valores de la velocidad, que va
creciendo paulatinamente en cada uno de los instantes del
tiempo AB (figura 3) con segmentos perpendiculares a AB
(el último es EB). Si trazamos AE y varias líneas
equidistantes paralelas a EB, éstas representarán los valores
crecientes de la velocidad. Por el punto medio de EB
tracemos FG paralela a BA, y GA paralela a FB. El paralelogramo AGFB será igual al
triángulo AEB, ya que el lado GF pasa por J, punto medio de AE. En efecto, si sé
prolongan hasta GF las paralelas del triángulo AEB, la suma de todas las paralelas
velocidad final, es evidente que los espacios MH y LH tienen el mismo valor que los
recorridos con movimientos uniformes de velocidades 1/2 PE y 1/2 OD en los tiempos
EA y DA. Si se pudiera demostrar ahora que los espacios MH y HL están entre sí
como los cuadrados de EA y DA, el teorema estaría demostrado. Pero en el cuarto
teorema del primer libro se demostró que en el movimiento uniforme la razón de los
espacios es igual al producto de la razón de las velocidades por la razón de los
tiempos: pero aquí las velocidades están entre sí como los tiempos (pues 1/2 PE es a
x
/2 OD, como PE es a OD, como AE es a AD); por lo tanto, los espacios están entre sí
como los cuadrados de los tiempos, como queríamos demostrar.
De aquí se deduce que los espacios están entre sí como los cuadrados de las
velocidades finales, es decir, de PE y OD, puesto que PE es a OD como EA es a DA.
Corolario I
«De lo que precede se deduce que si se toman, a partir del punto inicial del
movimiento, intervalos iguales de tiempo, como AD, DE, EF, FO, durante los cuales
se recorren los espacios HL, LM, MN, NJ, estos últimos están entre sí como los
números impares; es decir, como 1, 3, 5, 7... Pues éste es el valor que tiene la razón
de los excesos de los cuadrados de líneas que difieren lo mismo entre sí y cuyos
aumentos son iguales a la menor de las líneas: en otras palabras, de la diferencia de
los cuadrados de todos los números a partir de 1. Por lo tanto, mientras que en
tiempos iguales la velocidad crece como la serie de los números naturales, los
espacios recorridos en cada uno de estos tiempos están entre sí como los números
impares.»
(Sigue una observación de Sagredo, que omitimos.)
Simplicio.—Realmente me ha gustado más la reflexión simple y clara del señor
Sagredo que la demostración de nuestro autor, para mí un poco oscura; de manera
que estoy firmemente convencido de que el fenómeno debe ser así, pero solamente a
condición de que sea admisible la definición del movimiento ^uniformemente
acelerado. Sin embargo, todavía dudo de que la aceleración de la cual la naturaleza se
sirve en la caída de los cuerpos sea de esta clase; y por eso yo y otros que piensan
como yo juzgaríamos muy conveniente realizar ahora alguno de los experimentos
que deben coincidir con las demostraciones, de los cuales se dice que hay tantos.
Salviati. —En efecto: ustedes, como hombres de ciencia, hacen una petición
justificada, y así debe ser en todas las disciplinas de la ciencia en que se aplican
demostraciones matemáticas a fenómenos naturales; así se ve en todos aquellos que
Corolario II
«En segundo lugar se deduce que si desde el punto inicial del movimiento se toman
dos espacios cualesquiera, que han sido recorridos en dos tiempos cualesquiera, estos
tiempos estarían entre sí como uno de los espacios a la media proporcional de ambos
espacios. En efecto: tomemos desde el punto inicial S (fig. 5) dos espacios ST, SY
reconstruyamos luego su media proporcional SX; entonces el
tiempo de caída para ST será al tiempo de caída para SY, como ST
es a SX; en otras palabras, el tiempo para SY será el tiempo para ST,
como SY es a SX. Puesto que, como hemos demostrado, los
espacios están entre sí como los cuadrados de los tiempos, y puesto
que la razón de los espacios YS y ST es igual al cuadrado de la razón
de YS a SX, es evidente que los tiempos de caída para SY y ST están
entre sí como los espacios YS y SX.»
Escollo
Lo que se ha demostrado para la caída vertical, vale también para la
caída en planos de cualquier inclinación; en éstos la velocidad
aumenta según la misma ley, a saber, según el aumento del tiempo;
es decir, como la serie de los números enteros.
Salviati.—Aquí, señor Sagredo, desearía que me permitiese interrumpir brevemente
la lección, aun a riesgo de aburrir al señor Simplicio, para poder explicar todo lo que
puedo agregar, de memoria, a lo comprobado hasta ahora y de acuerdo con algunas
observaciones y conclusiones de nuestro académico, ¿ara mayor confirmación del
comportamiento establecido anteriormente por reflexión y experimentos; pues para
las pruebas geométricas es importante demostrar un teorema auxiliar elemental de la
teoría de los impulsos.
Sagredo. —Si el beneficio es tanto como usted anticipa, ningún tiempo me parece
demasiado largo para dedicarlo con mucho gusto a profundizar nuestros
Con respecto a esos cambios de los impulsos, quiero citar aquí lo que está detallada y
completamente demostrado en un antiguo Tratado sobre mecánica que nuestro
académico había escrito ya en Padua para uso exclusivo de sus alumnos. Allí lo hizo
al explicar la relación y naturaleza del maravilloso instrumento del tornillo, a saber,
en qué relación se produce el cambio de los impulsos, para diferentes inclinaciones
de los planos, como, por ejemplo, la de AF, uno de cuyos extremos ha sido levantado
a la altura FG. A lo largo de éste la tendencia a caer sería un máximo; ahora
buscamos qué relación hay entre esta tendencia y la tendencia a lo largo del plano
FA. Yo afirmo que estas tendencias están en razón inversa a las longitudes
mencionadas, y ésta es la proposición que quiero dar antes del teorema que se
demostrará más adelante. Es evidente que la tendencia de un cuerpo a caer es igual a
la resistencia, o a la fuerza más pequeña que es capaz de impedir su caída y
mantenerlo en reposo. Para medir esta fuerza, esta resistencia, me valgo del peso de
otro cuerpo. Sobre el plano FA descansa el cuerpo G provisto de un hilo que, pasando
por F, lleva un peso H. Consideremos ahora que el trayecto de caída vertical de este
último siempre será igual a todo el desplazamiento del cuerpo G a lo largo de la
oblicua AF, pero no igual al descenso de G en dirección vertical, en la cual el cuerpo
G (como cualquier otro) ejerce su presión; pues si consideramos el movimiento de G
en el triángulo AFC, en dirección ascendente de A hacia F> éste está compuesto de
uno horizontal AG y de uno perpendicular CF, y como al primero no se opone
ninguna resistencia, resulta que la resistencia que se opone al movimiento sólo debe
ser vencida a lo largo de la perpendicular GF (pues en el movimiento horizontal no
se produce ninguna pérdida, ni tampoco se modifica la distancia al centro común de
gravedad de todos los cuerpos, ya que ésta permanece constante en un plano
horizontal). De modo que como el cuerpo G, en su movimiento de A hacia F, sólo
vence la resistencia vertical CF, y porque el cuerpo H cae, siempre verticalmente, el
mismo espacio que sobre FA, y porque este comportamiento siempre se mantiene
igual en la subida y en la bajada, tanto que los cuerpos se muevan mucho como poco
(ya que están atados entre sí), podemos afirmar con razón que si el equilibrio debe
mantenerse y los cuerpos deben quedar inmóviles, los momentos, las velocidades o
sus tendencias (propensioni) a moverse, es decir, los espacios que recorrerían en
igual tiempo, deben estar entre sí en razón inversa a la de sus pesos (de loro gravità),
lo que ha sido demostrado para todos los movimientos mecánicos, de tal modo que se
alcanza a impedir la caída de G si H pesa tantas veces lo que G como la razón de CF
a FA. Si se hace entonces G respecto a H como FA es a FC, se tendrá equilibrio, pues
caso, porque en cada caso las velocidades crecen durante iguales tiempos en iguales
proporciones.
Sea AB (fig. 7) un plano inclinado, AG su altura vertical sobre el horizonte, y GB el
horizonte; y como acabamos de ver que el impulso de un cuerpo en la vertical AG es
al impulso a lo largo de AB, como AB es a AG, tomemos sobre el plano el segmento
AD, tercera proporcional entre AB y AG; el impulso en la dirección AC es al impulso
a lo largo de AB o de AD, como AG es a AD; por lo tanto, el cuerpo llegará hasta AD,
a lo largo del plano inclinado, en el mismo tiempo que emplearía para recorrer la
perpendicular AG (ya que los aumentos están entre sí como estos segmentos), y las
velocidades en G y D estarán entre sí como AG es a AD; pero la velocidad en B es a la
velocidad en D, como el tiempo de caída a lo largo de AB es al correspondiente para
AD, de acuerdo con la definición del movimiento acelerado, y el tiempo de caída
para AB es al correspondiente para AD, como AG, medio proporcional entre BA y
AD, es a AD (de acuerdo con el último corolario, del segundo teorema) y, por lo
tanto, las velocidades en B y en G son a la velocidad en D, como AC es a AD, con lo
cual ambas son iguales entre sí; y éste era el teorema que debíamos demostrar.
Ahora podemos demostrar más fácilmente el siguiente tercer teorema del autor, en el
cual éste se apoya en el teorema según el cual el tiempo de caída a lo largo del plano
inclinado es al tiempo en dirección vertical como la longitud del plano es a la altura.
Pues si BA es el tiempo de caída para el espacio AB, el tiempo de caída para AD será
la media proporcional de estos dos valores, o sea igual a AG, según el segundo
corolario del segundo teorema; pero si AO es el tiempo de caída para AD, también
será el tiempo de caída para AG mismo, de manera que AD, AG son recorridos en
tiempos iguales, y si BA es el tiempo de caída para AB, AG será el tiempo de caída
para AC; de modo que el tiempo a lo largo de AB es al tiempo a lo largo de AC como
AB es a AC.
Igualmente se demuestra que el tiempo a lo largo de AC es al tiempo de caída a lo
largo de un espacio AE con diferente inclinación, como AC es a AE; por
consiguiente, ex aequali, el tiempo de caída a lo largo de AB es al tiempo a lo largo
de AE como AB es a AE, etc.
Por igual deducción se podría, como el señor Sagredo comprenderá en seguida,
demostrar directamente el sexto teorema del autor; pero dejemos ahora la digresión,
que tal vez le habrá parecido a usted demasiado larga, aunque, sin embargo, fue útil
en el presente problema.
Sagredo. —Al contrario, ella tiene mi aprobación más completa y sirve en todo para
entre sí como los espacios LB, BG, y los cuadrados de FG, JO como GB, BO. Por
consiguiente, los puntos J, F, H están situados sobre una semiparábola.
Análogamente se demuestra, tomando otros espacios arbitrarios cualesquiera y los
valores correspondientes del tiempo, que los puntos determinados de la misma
manera están situados siempre en una y la misma parábola, con lo cual está
demostrado el teorema.
Salviati. —Esta conclusión se obtiene invirtiendo el primero de los teoremas
auxiliares antes considerados. Pues si así no fuera, trazando una parábola por los
puntos B y H, los puntos F, J no estarían sobre ella, sino dentro o fuera de la misma,
y, por consiguiente, FG sería más corto o más largo que la línea que llega a la
parábola, y los cuadrados de HL y FG tendrían una relación más grande o más
pequeña que las líneas LB y BG, mientras que el cuadrado de HL tiene ciertamente
esta misma relación con respecto al cuadrado de FG; por consiguiente, F está situado
sobre la parábola, y así todos los otros puntos.
Sagredo.—Por cierto, esta observación es nueva, ingeniosa y convincente; se apoya
sobre una suposición, a saber: la de que el movimiento transversal se mantenga
uniforme, y que al mismo tiempo el movimiento naturalmente acelerado se
mantenga de igual manera proporcional a los cuadrados de los tiempos, y que tales
movimientos puedan mezclarse, pero no perturbarse, alterarse o impedirse, de
manera que al final, continuando el movimiento, la línea de tiro no degenere; un
comportamiento para mí difícil de comprender. Pues como el eje de nuestra
parábola, a lo largo del cual ocurre la aceleración, es perpendicular al horizonte, debe
llegar al centro de la Tierra. Pero la parábola se aleja cada vez más de su eje, y ningún
cuerpo podría alcanzar el centro de la Tierra; y si lo alcanzara, como en efecto parece
ocurrir, la línea de tiro debería apartarse enteramente de la parábola.
Simplicio. —A esta dificultad debo agregar otras; en primer lugar, suponemos que la
superficie horizontal, que ni sube ni baja, esté representada por una línea recta, como
si las partes de ésta estuviesen dondequiera a igual distancia del centro; lo cual no es
así, pues desde el punto inicial encontramos hacia ambos lados partes que se desvían
cada vez más y suben. De ahí se deduce que el movimiento sobre tal superficie no
puede ser uniforme; mejor dicho, no permanecerá uniforme sobre ningún espacio,
por pequeño que sea, sino que siempre irá disminuyendo. Además, me parece
imposible eliminar la resistencia del medio; de manera que tampoco pueden tener
validez la constancia del movimiento transversal y las leyes de la aceleración en la
caída libre. A causa de estas dudas, me parece muy improbable que los teoremas
Evangelista Torricelli
El barómetro39
Muchos han dicho que el vacío no existe; otros, que existe a pesar de la repugnancia
de la naturaleza por él, aunque con dificultad; no sé de ninguno que haya dicho que
existe sin dificultad y sin resistencia de la naturaleza. Yo argumento así: Si puede
encontrarse una causa manifiesta de la cual se pueda derivar la resistencia que se
percibe si tratamos de hacer el vacío, me parece tonto tratar de
atribuir el vacío a aquellas acciones que resultan evidentemente
de alguna otra causa; y así, haciendo algunos cálculos fáciles,
encontré que la causa asignada por mí (esto es, el peso de la
atmósfera) debe por sí sola ofrecer una resistencia más grande que
la que ofrece cuando tratamos de producir el vacío. Digo esto
porque cierto filósofo, viendo que no es posible dejar de admitir
que el peso de la atmósfera causa la resistencia que se percibe al
hacer el vacío, no dice que admite la acción del peso del aire, sino
que persiste en atribuirlo a que la naturaleza también contribuye a
resistir al vacío. Vivimos sumergidos en el fondo de un mar de
aire elemental, el cual, por los experimentos, sin duda tiene peso,
y tanto peso, que el aire más denso en las cercanías de la
superficie terrestre pesa cerca de 1/400 del peso del agua. Ciertos
autores han observado que después del crepúsculo el aire
vaporizado y visible se levanta ante nosotros a la altura de 50 a 54
millas, mas no pienso que es tanto, porque puedo mostrar que el
vacío debe oponer una resistencia mucho mayor que la que
opone, a menos que usemos el argumento de que el peso que
Galileo asignó se aplica a la atmósfera baja, donde los hombres y
animales viven, pero que en los picos de las altas montañas el aire comienza a ser
más puro y pesa mucho menos que 1/400 del peso del agua.
Hemos hecho muchos recipientes de vidrio como los que representan las figuras A y
B (fig. 9), y con tubos de 2 codos de largo.
Llené estos tubos con mercurio, y, tapando el extremo abierto con un dedo, los
invertí en la cubeta G donde había mercurio; entonces vimos que se formaba un
espacio vacío y que nada sucedía en el recipiente donde se formaba este espacio; el
tubo entre A y D permanecía siempre lleno hasta la altura de un codo y un cuarto y 1
pulgada.
Para demostrar que el vaso estaba completamente vacío, llenamos el recipiente con
agua pura hasta la altura D, y entonces, levantando el tubo poco a poco, vimos que
cuando la abertura del tubo llegaba al agua, el mercurio caía del tubo, y el agua se
precipitaba con gran violencia, hacia la marca E. Se dice a menudo, para explicar el
hecho de que el vaso AE permanece vacío y que el mercurio, aunque pesado, es
sostenido en el tubo AG, que, como se ha creído hasta aquí, la fuerza que impide al
mercurio caer, como lo haría naturalmente, es interna al vaso AE, originada por el
vacío, o por alguna sustancia sumamente enrarecida, pero yo sostengo que ella es
exterior y que viene de fuera.
Sobre la superficie del líquido que está en el recipiente descansa el peso de una altura
de 50 millas de aire. ¿Qué tiene de extraño, entonces, que el mercurio, que no tiene
ninguna tendencia o repugnancia, ni aun la más leve, a permanecer en el interior del
tubo GE, penetre en él y se eleve a una altura suficientemente alta como para
equilibrar el peso del aire exterior, que lo fuerza hacia arriba?
Por otra parte, el agua, en un tubo similar, si bien mucho más largo, se elevaría unos
18 codos, esto es, tantas veces más que el mercurio cuantas éste es más pesado que el
agua, para estar así en equilibrio con la misma causa que actúa sobre uno y otro.
Este argumento es corroborado por un experimento hecho al mismo tiempo con el
vaso A y con el tubo B, en los cuales el mercurio permanece siempre en la misma
línea horizontal AB. Esto hace casi seguro que la acción no proviene del interior,
porque el vaso AE, donde había una sustancia más rarificada, habría tenido una
fuerza mayor, atrayendo mucho más activamente, a causa de su mayor rarefacción,
que la del espacio B, mucho más pequeño. Me he esforzado en explicar por este
principio las repugnancias de toda clase que se observaron en los diversos efectos
atribuidos al vacío, y aún no he encontrado ninguno al que no haya podido tratar con
buen resultado. Sé que su alteza tendrá muchas objeciones, mas espero que si piensa
sobre ella las podrá resolver. Mi principal intención no pude llevarla a cabo; esto es,
descubrir cuándo la atmósfera es más gruesa y pesada y cuándo es más sutil y liviana,
puesto que el nivel AB en el instrumento EC cambia por alguna otra razón (lo cual no
hubiera creído), especialmente por ser sensible al frío y al calor, exactamente como
si el vaso AE estuviese lleno de aire.
Otón de Guericke
La máquina neumática 40
La primera tentativa para producir el vacío por extracción de agua
La tentativa, sin embargo, no fue inútil. Después de colocar tornillos más fuertes,
resultó finalmente que tres hombres robustos, tirando del pistón de la bomba,
extrajeron el agua a través de la válvula superior 6. Pero cuando sucedió esto, se oyó
un crujido en todo el tonel, como si el agua estuviera hirviendo intensamente; esto
duró hasta que el tonel se llenó de aire, en sustitución del agua que había sido
desalojada.
De alguna manera había que evitar este fracaso. Con tal objeto preparé un tonel más
pequeño, que introduje en uno mayor. Después de haber atravesado el fondo de
ambos toneles con un tubo más largo adaptado a la bomba, llené el pequeño tonel con
agua, cerré su abertura, y, después de llenar también con agua el mayor, comencé de
nuevo la tarea. Esta vez pudimos extraer del pequeño tonel el agua que lo llenaba,
quedando en su lugar, sin duda alguna, un vacío.
Sin embargo, cuando finalizó el día, y se suspendió la tarea, y todo quedó en silencio,
percibimos un sonido cambiante, interrumpido de tiempo en tiempo, como el gorjeo
de un pájaro. Esto duró tres días enteros.
Cuando, después de esto, destapamos la abertura del pequeño tonel, encontramos
que estaba en su mayor parte lleno de aire y agua. No obstante, una parte del mismo
estaba vacía, puesto que, mientras lo abríamos, entró algo de aire.
Todos quedamos asombrados de que el agua entrara en un tonel que había sido
embreado y cerrado tan prolijamente. Finalmente, advertí, después de múltiples
investigaciones, que el agua a gran presión había atravesado la madera, y que a causa
de la presión y del frotamiento ocasionado al atravesar la madera, una pequeña
cantidad de aire se originaba de la misma agua del tonel (lo que deberá tenerse en
cuenta en lo sucesivo). El tonel, sin embargo, no podía llenarse completamente de
agua, a causa de la resistencia que la madera ofrecía a su paso. Cuando se suspendía
la presión, la entrada de agua y aire cesaba; por eso obteníamos sólo un tonel medio
vacío.
Era, pues, necesario que los operarios hicieran una esfera perfectamente redonda. De
ésta se extrajo el aire mediante una bomba, lo cual se hizo fácilmente al principio,
pero con grandes dificultades al finalizar la operación.
Como indicio de que la esfera había sido completamente evacuada, sirvió el hecho de
que, finalmente, no saliera más aire de la válvula superior de la bomba.
De este modo, hemos obtenido el vacío por segunda vez.
Al abrir la llave B, el aire se precipitó hacia el interior de la esfera de cobre con tanta
fuerza, que parecía capaz de arrastrar a un hombre de pie frente a ella. Aproximando
la cara, la violencia del aire llegaba hasta a cortar el aliento, y no se podía sostener la
mano encima de la llave de alimentación, sin el riesgo de que fuera arrastrada
violentamente hacia adentro.
Blas Pascal
La experiencia del Puy-de-Dôme 42
Señor: No interrumpiría el trabajo continuo a que os obligan vuestros empleos, para
entreteneros en meditaciones físicas, si no tuviera la seguridad de que éstas servirán
para daros un descanso en las horas de ocio y de que os resultarán divertidas, a pesar
de ser aburridas para otros. No me amilanan las dificultades, pues no ignoro el placer
con que recibís esta clase de entretenimientos. Éste no será más que la continuación
de los que hemos hecho juntos con respecto al vacío.
He ideado un experimento que podrá alcanzar a darnos la luz que buscamos, si puede
realizarse con precisión. Se trata de efectuar el experimento ordinario del vacío,
muchas veces en un mismo día, en un mismo tubo, con el mismo mercurio, tanto en
la cumbre como al pie de una montaña elevada, que tenga por lo menos de 500 a 600
toesas, para comprobar si la altura del mercurio suspendido en el tubo es igual o
diferente en esas dos situaciones. Advertiréis ya, sin duda, que esta experiencia es
decisiva en la cuestión y que, en caso de resultar el nivel del mercurio menor en lo
alto que al pie de la montaña (como tengo muchas razones para creerlo, aunque todos
los que han meditado sobre el problema sean contrarios a esta opinión), se llegará
necesariamente a la conclusión de que el peso y presión del aire son la única causa de
esta suspensión del mercurio, y no el horror al vacío, pues es bien cierto que el aire
pesa más al pie de la montaña que en la cumbre de la misma; mientras que no podría
decirse que la naturaleza tiene más horror al vacío al pie que en la cima de la
montaña.
La experiencia fue realizada en septiembre de 1648 por Périer. He aquí su
descripción:43
El sábado 19 de este mes fue muy inconstante; sin embargo, como el tiempo parecía
muy hermoso a las cinco de la mañana, y la cima del Puy-de-Dôme se mostraba
despejada, me decidí a salir para realizar la experiencia. A este efecto, avisé a
muchas personas de condición de esta ciudad de Clermont, que me habían rogado les
avisara el día que pensaba ir; algunos de ellos son eclesiásticos, y otros seculares.
Entre los primeros estaban el reverendo padre Bannier, uno de los padres mínimos 44
de esta ciudad, quien fue muchas veces corrector (es decir, superior), y el señor
Mosnier, canónigo de la iglesia catedral de esta misma ciudad; y entre los últimos,
los señores La Ville y Begon, consejeros de la Corte de Ayuda, y el señor La Porte,
doctor en medicina, quien ejerce su profesión aquí; todos personas muy capaces, no
sólo en sus cargos, sino también por sus profundos conocimientos, en cuya compañía
me sentía encantado de realizar esta excursión. Fuimos, ese día, todos juntos, a las
ocho de la mañana, a los jardines de los padres mínimos, que es casi el lugar más bajo
de la ciudad, donde se dio comienzo a la experiencia de esta forma:
Primero, eché en un vaso 16 libras de mercurio, que había purificado en los días
anteriores; y tomando dos tubos de vidrio de grosor semejante, de 4 pies de largo
cada uno, cerrados herméticamente en un extremo, y abiertos por el otro, hice con
cada uno de ellos la experiencia ordinaria del vacío en el mismo vaso: aproximando
los dos tubos, uno al otro, sin sacarlos del vaso, se vio que el mercurio que quedaba
en ambos estaba al mismo nivel y que había en cada uno de ellos, por encima de la
superficie del vaso, 26 pulgadas con 3 líneas y media. Repetí esta experiencia, en
este mismo lugar, en los mismos tubos, con el mismo mercurio, en el mismo vaso,
otras dos veces y siempre el mercurio de los dos tubos estaba al mismo nivel y a la
misma altura que la primera vez.
Hecho esto, procedí a dejar uno de los dos tubos en el vaso, bajo observación
continua. Marqué en el vidrio la altura del mercurio y, dejando este tubo en el mismo
lugar, rogué al reverendo padre Chastin, uno de los» religiosos de la casa, hombre tan
piadoso como capaz, y muy entendido en esta materia, se tomara la molestia de
observar, a cada momento, durante todo el día, si ocurría algún cambio. Con el otro
tubo y una parte del mismo mercurio, subí con las personas antes nombradas a la
cumbre del Puy-de- Dôme, que se eleva unas 500 toesas por encima de la casa de los
mínimos, donde realicé las mismas experiencias del mismo modo que en la casa de
los mínimos, descubriendo que en el tubo no quedaba más que una altura de 23
pulgadas con 2 líneas de mercurio, mientras que en la casa de los mínimos, en este
mismo tubo, la altura alcanzaba 26 pulgadas con 3 líneas y media, de modo que entre
las alturas del mercurio en estas dos experiencias, había una diferencia de 3 pulgadas
con 1 línea y media. Esto nos llenó a todos de admiración y asombro y nos
sorprendió de tal manera que, para nuestra satisfacción, quisimos repetir el
experimento. Por eso lo realicé otras cinco veces, muy exactamente en diversos
lugares de la cima de la montaña, ya al abrigo de la intemperie, en la pequeña capilla
allí existente, ya al aire libre, ya a cubierto, ya al viento, con buen tiempo, o durante
la lluvia y las nieblas que nos azotaban a veces, habiendo cada vez evacuado muy
cuidadosamente el aire del tubo; siempre encontré, en todas estas experiencias, la
misma altura del mercurio, o sea 23 pulgadas con 2 líneas, que hacían las 3 pulgadas
y 1 línea y media de diferencia en comparación con las 26 pulgadas y 3 líneas y
media, que habíamos encontrado en la casa de los mínimos, lo que nos satisfizo
plenamente.
Después, descendiendo de la montaña, hice en el camino la misma experiencia,
siempre con el mismo tubo, el mismo mercurio y el mismo vaso, en un lugar llamado
Lafon de l’Arbre, muy por encima de la casa de los mínimos, pero mucho más por
debajo de la cumbre de la montaña, y allí encontré que la altura del mercurio en el
tubo alcanzaba 25 pulgadas. La repetí, por segunda vez, en este mismo lugar, y el
señor Mosnier, uno de los ya nombrados, tuvo la curiosidad de hacer la prueba él
mismo; así lo hizo, pues, en este mismo sitio, y encontró la misma altura de 25
pulgadas, menor que la encontrada en la casa de los mínimos, en 1 pulgada con 3
líneas y media, y mayor que la que acabábamos de encontrar en lo alto del
Puy-de-Dôme, en 1 pulgada con 10 líneas, lo que aumentó no poco nuestra
satisfacción, viendo disminuir el nivel del mercurio según la altura de los lugares.
Por último, habiendo llegado a la casa de los mínimos, encontré el vaso, que había
dejado bajo observación continua, con la misma altura de 26 pulgadas y 3 líneas y
media, altura que, según manifestó el reverendo padre Chastin, no había sufrido
cambio alguno durante todo el día, a pesar de que el tiempo fuera muy inconstante,
ya sereno, ya lluvioso, ya nublado o ya ventoso.
Rehíce la experiencia con el tubo que había llevado al Puy-de- Dôme y con el vaso
donde estaba el tubo en experiencia continua; encontré que el mercurio tenía el
mismo nivel en los dos tubos.
Edmé Mariotte
Relación entre presión y volumen del aire 45
El primer problema que nos podemos plantear es el de saber si el aire se condensa
precisamente según la proporción de los pesos con que se carga, o si esta
condensación sigue otras leyes y otras proporciones. Expondré los razonamientos
que he hecho para saber si la condensación del aire es proporcional a los pesos que
soporta.
Suponiendo, como la experiencia lo hace ver, que el aire se condensa más cuando
está cargado con un peso mayor, se sigue necesariamente que si el aire que se
extiende desde la superficie de la Tierra, hasta la más grande altura donde termina, se
volviera más ligero, la parte baja se dilataría más de lo que lo está al presente, y que
si se volviese más pesado, esta misma parte se condensaría más. Es, pues, necesario
concluir que la condensación que tiene cerca de la Tierra, se produce según cierta
proporción del peso del aire superior que lo comprime, y que en este estado equilibra
por su elasticidad precisamente a todo el peso del aire que sostiene.
De esto se sigue que si se encierra en un barómetro mercurio con aire y se hace la
experiencia del vacío, el mercurio no quedará en el tubo a la altura que tenía, porque
el aire encerrado en el tubo antes de la experiencia, equilibra por su elasticidad al
peso de toda la atmósfera, es decir, a la columna de aire dé la misma sección que se
extiende desde la superficie del mercurio en el vaso, hasta lo alto de la atmósfera, y,
por consecuencia, el mercurio que está en el tubo, no encontrando nada que lo
equilibre, descenderá. Pero no descenderá totalmente, puesto que si desciende, el aire
encerrado en el tubo se dilata y, por consiguiente, su elasticidad no es suficiente para
equilibrar todo el peso del aire superior. Es necesario, pues, que parte del mercurio
quede en el tubo a una altura tal, que, como el aire encerrado tiene una condensación
que le da una fuerza de elasticidad capaz de sostener solamente una parte del peso de
la atmósfera, el mercurio que queda en el tubo equilibre el resto; entonces se
establecerá un equilibrio entre el peso de toda dicha columna de aire y el peso del
mercurio restante junto con la elasticidad del aire encerrado. Pues bien: si el aire se
debe condensar en proporción a los pesos con que está cargado, resulta
necesariamente que si hacemos una experiencia en la cual el mercurio quede en el
tubo a la altura de 14 pulgadas, el aire encerrado en el resto del tubo estará entonces
dilatado al doble de lo que lo estaba antes de la experiencia, con tal de que, al mismo
tiempo, los barómetros sin aire eleven precisamente su mercurio a 28 pulgadas.
Para saber si esta consecuencia es verdadera, hice la experiencia con el señor Hubin,
que es muy experto en fabricar barómetros y termómetros de toda clase. Nos
servimos de un tubo de 40 pulgadas que hice llenar de mercurio hasta 27 pulgadas y
media, a fin de que tuviera 12 pulgadas y media de aire, y que estando sumergido una
pulgada en el mercurio del vaso, restaran 39 pulgadas, para contener 14 pulgadas de
mercurio y 25 pulgadas de aire dilatado al doble de su volumen original. No fui
defraudado en mi espera, pues cuando el extremo del tubo invertido quedó
sumergido en el mercurio del vaso, el del tubo descendió, y después de algunas
oscilaciones se detuvo a 14 pulgadas de altura; por consecuencia, el aire encerrado
que ocupaba entonces 25 pulgadas estaba dilatado al doble que lo antes encerrado, y
que ocupaba sólo 12 pulgadas y media.
Le hice realizar todavía otra experiencia, en la que se dejó 24 pulgadas de aire
encima del mercurio, y éste descendió hasta 7 pulgadas conforme a esta hipótesis;
porque como 7 pulgadas de mercurio equilibran a un cuarto del peso de toda la
atmósfera, los tres cuartos que restan están sostenidos por la elasticidad del aire
encerrado, y puesto que su extensión era entonces de 32 pulgadas, estaba en la misma
razón a la extensión original de 24 pulgadas, como el peso entero del aire a las tres
cuartas partes del mismo peso.
Todavía hice efectuar algunas otras experiencias semejantes, dejando más o menos
aire en el mismo tubo o en otros más o menos grandes; encontré siempre que,
después de hecha la experiencia, la proporción del aire dilatado a la extensión de
aquel que se había dejado encima del mercurio antes de la experiencia, era la misma
proporción de 28 pulgadas de mercurio, o sea el peso entero de la atmósfera, a la
diferencia entre 28 pulgadas y la altura donde el mercurio permanecía después de la
experiencia: lo que hace conocer suficientemente que se puede tomar como regla
cierta, o ley de la naturaleza, que el aire se condensa en proporción al peso con que
está cargado.
Si se quieren realizar experiencias más sensibles, es necesario tener un tubo curvado,
cuyas dos ramas sean paralelas y una de las cuales tenga 8 pies de altura, y otra 12
pulgadas; la grande debe estar abierta en lo alto; la otra, perfectamente cerrada.
Se comenzará a verter un poco de mercurio para llenar el fondo donde está la
comunicación entre las dos ramas, y se hará de manera que el mercurio no sea más
alto en una rama que en la otra, a fin de estar seguros de que el aire encerrado no está
más condensado o dilatado que el aire libre.
Se verterá después, y poco a poco, mercurio en el tubo, cuidando de que el choque no
haga entrar nuevo aire en el que está encerrado; se verá, como hemos visto muchas
veces, que cuando el mercurio se eleva a 4 pulgadas en la pequeña rama, será en la
otra 14 pulgadas más alto, es decir, 18 pulgadas por encima del tubo de
comunicación, lo cual debe ocurrir si el aire se condensa en proporción a los pesos
con que está cargado, puesto que el aire encerrado está cargado entonces con el peso
de la atmósfera, que es igual al peso de 28 pulgadas de mercurio, y además el de 14
pulgadas, cuya suma de 42 pulgadas es a 28 pulgadas, el primer peso que tenía el aire
en la rama pequeña, recíprocamente como esta extensión de 12 pulgadas, es a la
extensión restante de 8 pulgadas.
Guillermo Gilbert
La piedra imán46
Una piedra imán atrae a otra en la posición natural, pero en la posición opuesta la
repele y la sitúa correctamente.
Primero describiremos en lenguaje corriente las conocidas propiedades de atracción
de la piedra; luego se descifrarán muchas propiedades sutiles que hasta ahora han
permanecido ignoradas y recónditas, sumidas en la oscuridad; y (estando revelados
los secretos de la naturaleza) se demostrarán oportunamente las causas de todas ellas,
con palabras adecuadas y por medio de aparatos. Es un hecho trivial y familiar que la
piedra imán atrae al hierro; asimismo, una piedra imán también atrae a otra.
Tomemos una piedra sobre la cual hemos marcado los polos norte y sur y
pongámosla en su vasija, de modo que pueda flotar; hagamos que los polos estén en
el plano del horizonte, o por lo menos en un plano poco inclinado respecto al mismo;
tomemos en la mano otra piedra cuyos polos también se conocen, y tengámosla de tal
modo que su polo sur esté dirigido hacia el polo norte de la piedra flotante, y cerca de
ella, a lo largo; la piedra imán flotante seguirá de inmediato a la otra (siempre que se
halle dentro de su esfera de acción) y no cesará de moverse, ni abandonará a la otra
hasta que se adhiera a ella, a menos que, maniobrando rápidamente, retiremos la
mano para evitar la conjunción. De manera análoga, si oponemos el polo norte de la
piedra que tenemos en la mano al polo sur de la que flota, se juntan y una sigue a la
otra, porque polos opuestos atraen a polos opuestos. Pero ahora, si en la misma forma
enfrentamos norte a norte o sur a sur, una piedra repele a la otra, y como si un piloto
diera un golpe de timón, la que flota se aleja igual que un barco a toda vela y no se
detiene ni se aquieta mientras la otra la persigue. Igualmente, una piedra alineará a la
otra, la hará girar, la situará en posición correcta y la pondrá en concordancia con
ella. Pero cuando ambas se ponen en contacto y se juntan en el orden natural, se
adhieren firmemente. Por ejemplo, si presentamos el polo norte de la piedra que
tenemos en la mano al trópico de Capricornio (porque así distinguiremos, con
círculos matemáticos, a la piedra redonda o Terrella, exactamente como lo hacemos
para el globo terráqueo) o a cualquier punto entre el ecuador y el polo sur
inmediatamente la piedra flotante gira y se coloca de modo tal que su polo sur toca al
polo norte de la otra y está lo más próximo a él. De la misma manera, obtendremos
un efecto análogo del otro lado del ecuador presentando un polo al otro; y así, con
destreza y habilidad, podemos mostrar atracción y repulsión, y el movimiento en
círculo hacia la posición concordante, y los mismos movimientos para evitar
encuentros hostiles. Además, podemos demostrar todo esto en una misma piedra, de
la siguiente manera: pero nos es posible mostrar igualmente cómo una y la misma
parte de una piedra puede, por división, hacerse norte o sur. Tomemos la piedra
oblonga ad, en la cual a es el polo norte y del sur. Cortemos la piedra en dos partes
iguales, y pongamos la parte a en una vasija y hagámosla flotar en el agua.
Veremos que el punto norte a girará hacia el sur como antes; y de la misma manera el
punto d se moverá hacia el norte, en la piedra dividida, como antes de la división.
Pero c y d, antes unidos, ahora separados uno del otro, no son lo que eran antes: b es
ahora sur mientras que c es norte; b atrae a c, tratando de unirse y de restablecer la
continuidad primitiva. Son dos piedras hechas de una, y a causa de ello se atraen
mutuamente, girando el c de una hacia el b de la otra, y si están sustraídas a todos los
obstáculos y a su propio peso, sostenidas como están por el agua, se acercan y se
unen. Pero si enfrentamos la parte o punto a de una al c de la otra, se repelen
mutuamente y se alejan girando; porque la naturaleza se irrita por una tal situación de
las partes, y la forma de la piedra está pervertida; pero la naturaleza observa
estrictamente las leyes que ha impuesto a los cuerpos: de aquí la huida de una parte
de la otra en la posición indebida, y de aquí la discordia hasta que todo está ordenado
exactamente como corresponde a la naturaleza. Y la naturaleza no tolera una paz o
un acuerdo injusto e indebido, sino que hace guerra; y apela a la fuerza para hacer
que los cuerpos se consientan cabal y justamente. De modo que cuando están
Cristian Huygens
El reloj de péndulo47
Hace ya dieciséis años que publiqué en un libro la manera de construir relojes, los
que fueron inventados por mí en esa época. Pero como he realizado desde entonces
muchos progresos en la obra, consideré que lo mejor era dar cuenta de todo ello en el
presente libro, ya que estos nuevos descubrimientos completan aquel invento de tal
modo que puede considerárselos como su parte más importante y al mismo tiempo
como fundamento de todo el mecanismo, que hasta ahora le faltaba. El péndulo
simple no puede ser considerado como una medida de tiempo segura y uniforme,
porque las oscilaciones amplias tardan más tiempo que las de menor amplitud; con
ayuda de la geometría he encontrado un método, hasta ahora desconocido, de
suspender el péndulo; pues he investigado la curvatura de una determinada curva que
se presta admirablemente para lograr la deseada uniformidad. Una vez que hube
aplicado esta forma de suspensión a los relojes, su marcha se hizo tan pareja y
segura, que después de numerosas experiencias sobre la tierra y sobre el agua, es
indudable que estos relojes ofrecen la mayor seguridad a la astronomía y a la
navegación. La línea mencionada es la misma que describe en el aire un clavo sujeto
a una rueda cuando ésta avanza girando; los matemáticos la denominan cicloide, y ha
sido cuidadosamente estudiada porque posee muchas otras propiedades; pero yo la
he estudiado por su aplicación a la medida del tiempo ya mencionada, que descubrí
mientras la estudiaba con interés puramente científico, sin sospechar este resultado.
Después que hube comunicado este descubrimiento, hace mucho tiempo, a algunos
amigos entendidos (hice el descubrimiento poco después de la primera edición del
Reloj) le he encontrado además una demostración lo más exacta posible y ahora la
doy a publicidad. A ello se refiere especialmente este libro. Tantas veces como fue
necesario, he corroborado y ampliado con algunas nuevas demostraciones la teoría
del gran Galileo sobre la caída de los cuerpos pesados; y con el descubrimiento de
esa propiedad de la cicloide he alcanzado al mismo tiempo el fruto más anhelado de
aquella teoría y su más elevada cima.
****
Describiría asimismo aquí la construcción de los relojes de barco que sirven para
establecer la longitud geográfica, si hubiéramos investigado con tanta exactitud
como antes cuál es la construcción que mejor sirve para este fin. En realidad la
investigación ya ha dado tales resultados que parece faltar muy poco para que se
complete este invento tan útil. Por eso no se me tomará a mal si dejo establecido
cuáles son las pruebas hasta ahora realizadas, qué resultados han dado y qué es lo que
aún falta por comprobar.
Los dos primeros relojes de esta clase han pertenecido a un barco británico. Un
excelente "amigo escocés los había hecho construir de acuerdo con el modelo de
nuestros relojes. En lugar del peso tenían un muelle espiral de acero para mover los
engranajes, de la misma manera que se acostumbra hacer en los relojes de bolsillo.
Para que los relojes no sufrieran por las oscilaciones del barco, los había suspendido
de un pilar de acero recubierto de un cilindro de bronce; a la horquilla que mantiene
el movimiento del péndulo (el largo del péndulo alcanzaba a medio pie) la había
alargado hacia abajo y dividido por segunda vez de modo que tenía la forma de una F
invertida (E). Esto debía impedir que el péndulo girara en círculo, pues con ello
podía producirse un retardo del reloj. Después que este barco, junto con otros tres
que iban con él, hubo vuelto a Bretaña, el jefe de la flota informó lo siguiente: había
navegado desde Guinea hasta la isla de Santo Tomás, que está bajo el ecuador; aquí
puso los relojes de acuerdo con el sol, siguió rumbo al oeste, y después de un viaje
ininterrumpido de 700 millas volvió de nuevo hacia la costa africana porque soplaba
un viento favorable del sudsudoeste. Sin embargo, después que hubo navegado de
200 a 300 millas en esa dirección, los jefes de los otros barcos —ante el temor de que
se terminara el agua potable antes de alcanzar África—le pidieron que se dirigiera
hacia las islas Barbados, junto a América, para aprovisionarse de agua. Llamó
entonces a los jefes de los barcos pidiéndoles que trajeran consigo sus diarios de
viaje y los cálculos realizados. De esta confrontación surgió que los cálculos de los
demás diferían notablemente de los suyos, uno en 80 millas, otro en 100 y el tercero
más aún. Él mismo, según los relojes de péndulo, había calculado que a lo sumo se
hallaban a 30 millas de distancia de la isla del Fuego, una de las islas del Cabo Verde,
y que podrían llegar a ella todavía al día siguiente. Confiando en sus relojes de
péndulo, había decidido dirigir la proa hacia allí, y, en efecto, a mediodía del día
siguiente estuvieron a la vista de esa isla, echando anclas pocas horas después.
caso, sino que saqué cierto provecho, que era el que me había guiado, en realidad,
para ocuparme de este asunto, pues encontré aquel método sencillo y cómodo de
regular los relojes. Pero se agregó aún otra cosa, que creo debo valorar mucho más, y
es que en virtud del descubrimiento, he podido dar una definición absolutamente
segura de una medida de longitud invariable y que perdurará eternamente.
Hipótesis I
Cuando un número cualquiera de cuerpos pesados comienzan a moverse en virtud
de su gravedad, el centro de gravedad del conjunto de todos estos cuerpos no puede
llegar a mayor altura que la que tenía al principio del movimiento.
Debe entenderse aquí por altura la distancia al plano horizontal, y se acepta que los
cuerpos pesados tienden a caer hacia este plano a lo largo de líneas rectas que son
perpendiculares a este plano horizontal. Esta misma suposición la hacen todos
aquellos que han escrito sobre el centro de gravedad, ya sea en forma explícita o que
se deduzca como conclusión de su lectura, desde que sin ella no será posible tratar
del centro de gravedad.
Pero para que tampoco mi hipótesis deje lugar a dudas, quiero mostrar que no
contiene más de lo que nadie ha negado; es decir, que los cuerpos pesados no se
mueven hacia arriba. Para empezar, imaginemos cualquier cuerpo pesado, el que, sin
ninguna duda, no podrá moverse hacia arriba en virtud de su peso. Cuando decimos
que el cuerpo se mueve hacia arriba, queremos decir que su centro de gravedad se
mueve hacia arriba. Exactamente lo mismo debe aceptarse que sucede también con
un número cualquiera de cuerpos pesados que están unidos entre sí por líneas
inflexibles, desde que nada se opone a que se considere su conjunto como un cuerpo.
Por lo tanto, tampoco aquí puede por sí mismo elevarse el centro de gravedad común.
Imaginémonos ahora un número cualquiera de cuerpos pesados que no están unidos
entre sí; sabemos entonces que también ellos tienen algún centro de gravedad
común. A la misma altura en que se encuentra este punto, digo que debemos
imaginamos también el peso conjunto de los cuerpos; pues todos los cuerpos
individuales pueden ser llevados al nivel de su centro de gravedad sin que sea
necesaria aquí la existencia de otra fuerza que la que poseen los cuerpos; sólo es
necesario que los consideremos unidos arbitrariamente por líneas inflexibles y
moverlos alrededor de su centro de gravedad; para esto no es necesaria ninguna
fuerza exterior. De la misma manera que los cuerpos pesados que se encuentran en
Hipótesis II
Sea cual fuere la causa del rebote de cuerpos duros después del contacto mutuo,
cuando chocan entre sí, enunciamos el siguiente teorema: Cuando dos cuerpos
iguales con iguales velocidades se encuentran directamente con direcciones
opuestas, cada uno rebota con la misma velocidad que tenía.
Su encuentro se llama directo cuando tanto el movimiento como el contacto ocurren
sobre la recta que une los centros de gravedad de ambos cuerpos.
Hipótesis III
El movimiento de los cuerpos, con igualdad o desigualdad de las velocidades, debe
considerarse relativo, con respecto a otros cuerpos que se suponen en reposo, aunque
tanto éstos como aquéllos puedan estar animados de otro movimiento de conjunto.
Por lo tanto, si dos cuerpos chocan entre sí, no se comunican recíprocamente, aunque
ambos estén animados además de un movimiento uniforme, ningún otro impulso con
respecto al observador que participa del movimiento de conjunto, como si éste no
existiera para todos los movimientos que se agregan.
Así, por ejemplo, decimos que si un pasajero de un barco que se mueve con
velocidad uniforme hace chocar dos esferas iguales con iguales velocidades,
entendidas con respecto a sí mismo y a las partes del barco, entonces ambos
(cuerpos) deben también rebotar con igual velocidad con respecto al mismo
observador, exactamente de la misma manera que si hiciese chocar las mismas
esferas con igual velocidad sobre el barco en reposo o estando en tierra firme.
Después de haber establecido esto para el choque de cuerpos iguales, vamos a
deducir las leyes de su influencia recíproca, si bien otras hipótesis, que
necesitaremos para el caso de cuerpos desiguales, serán introducidas en el lugar
oportuno.
Teorema I
Si contra un cuerpo en reposo choca otro cuerpo igual, Entonces éste quedará en
reposo después del contacto, mientras que el que estaba en reposo habrá adquirido
orilla y al compañero en ella, que la esfera F queda inmóvil después del choque, pero
la otra, E, desde el mismo punto de vista, se mueve hacia la izquierda con velocidad
doble de GE; es decir, con la velocidad FE, la misma con que él movió la esfera F
contra la E. Por ello hemos demostrado, respecto al compañero de la orilla, que sobre
un cuerpo inmóvil hace chocar otro igual, que éste (cuerpo) pierde todo su
movimiento después del choque, mientras que aquél lo recibe íntegramente, como
queríamos demostrar.
Teorema II
Si dos cuerpos iguales, que se mueven con velocidades diferentes, chocan, se
moverán después del choque con velocidades permutadas.
Supongamos que el cuerpo E (fig. 14) sea movido hacia la derecha con velocidad
EK, mientras que el cuerpo igual F sea lanzado contra el primero en dirección
opuesta con la velocidad menor FK; por lo tanto, se encontrarán en K. Digo que
después del choque el cuerpo E se moverá hacia la izquierda con la velocidad FK, en
tanto que el cuerpo F se moverá hacia la derecha con la
velocidad EK.
En efecto: imaginemos un hombre en la orilla de un río, que
comunica a los cuerpos los movimientos mencionados, lo que
hace sosteniendo con sus manos C y D los extremos de los
hilos de que penden aquéllos (cuerpos) y acercando sus manos
con dichas velocidades EK y FK, con lo cual acerca los
cuerpos E y F. Supongamos que la distancia EF tenga en G su
punto medio; e imaginemos un bote que se mueve hacia la
derecha con la velocidad GK, sobre el cual esté de pie otro
hombre, con respecto al cual la esfera E se moverá sólo con la
velocidad EG, mientras que la esfera F se moverá con la
velocidad FG, de modo que, con respecto a él, ambas esferas
son llevadas a chocar con la misma velocidad. Si se admite que
el pasajero haya tomado con sus manos A y B las manos C y D
del compañero en la orilla, y con ello los extremos de los hilos, resulta que el hombre
de la orilla acerca las esferas con las velocidades EK, FK, mientras que al mismo
tiempo el pasajero las mueve una hacia otra con iguales velocidades EG, FG; por lo
tanto, desde el punto de vista de este último (hipótesis II), ambas rebotarán después
del contacto con iguales velocidades, a saber: E con la velocidad GE, y F con la
velocidad GF. Mientras tanto, el bote sigue su movimiento con la velocidad GK. Por
ello, con respecto a la orilla y al hombre en ella, F tendrá la velocidad EK, compuesta
de GF y FK, mientras que E tendrá la velocidad FK; es decir, la diferencia entre GE
y GK. Y así resulta, respecto al hombre de la orilla, que hace chocar entre sí las
esferas E y F con las velocidades EK y FK, que, después del choque, E retrocederá
con la velocidad FK, mientras que F lo hará con la velocidad EK, como queríamos
demostrar.
Si, por el contrario, ambos cuerpos se mueven hacia la derecha, a saber, E con la
velocidad EK, mientras que F se le adelanta con la velocidad menor FK (fig. 15), E
alcanzará al cuerpo F, encontrándose ambos en K. Digo
entonces que, después del choque, F se moverá con la
velocidad EK y, por el contrario, E seguirá con la
velocidad FK. La demostración se hace como la anterior.
Ondas luminosas50
Cada puntito de un cuerpo luminoso, como el Sol, una
vela o un carbón ardiente, engendra sus ondas, cuyo
centro es precisamente ese puntito. Así, por ejemplo, si
en la llama de una vela distinguimos los puntos A, B, G,
los círculos concéntricos descritos alrededor de cada uno
de esos puntos representan las ondas que derivan de los
mismos. Es preciso formarse la misma idea alrededor de
cada punto de la superficie y de la parte interior de esta
llama.
Pero como las percusiones en el centro de esas ondas no
tienen la continuación regulada, no hay que imaginarse que las ondas mismas se
siguen en distancias iguales; y si esas distancias aparecen así en esta figura, es más
bien para marcar el progreso de una misma onda en tiempos iguales que para
representar varias derivadas de un mismo centro.
No es necesario, por lo demás, que esta prodigiosa cantidad de ondas, que se
atraviesan sin confusión y sin eliminarse mutuamente, parezca inconcebible, siendo
cierto que una misma partícula de materia puede servir a varias ondas, que vienen de
diversos lados o aun de lados contrarios, no sólo en caso de ser empujada por golpes
que se siguen uno tras otro, sino también por aquellos que actúan sobre ella en el
mismo instante, y esto a causa del movimiento que se extiende sucesivamente, lo que
puede probarse mediante una serie de bolas iguales, dispuestas en línea recta, de
materia dura, de que se ha hablado anteriormente.
Si se empuja contra ella de dos lados opuestos dos bolas iguales A y D (fig. 16), se
verá que cada una de ellas rebotará con la misma velocidad que tenía en el momento
de partida, y que toda la serie permanecerá en su sitio, aunque el movimiento haya
pasado a todo lo largo y doblemente. Y si estos movimientos contrarios vienen a
encontrarse en la bola del centro B o en cualquier otra como C, ésta debe retroceder y
actuar como un resorte, sirviendo de este modo, al mismo tiempo, para transmitir
esos dos movimientos.
Pero lo que a primera vista puede parecer muy extraño y aun increíble es que las
ondulaciones producidas por movimientos y corpúsculos tan pequeños puedan
extenderse a distancias tan inmensas, como, por ejemplo, desde el Sol o desde las
estrellas hasta nosotros, puesto que la fuerza de esas ondas debe debilitarse a medida
que se apartan de su origen, de suerte que la acción de cada una en particular se
vuelva, sin duda, incapaz de hacerse sentir a nuestra vista. Pero dejaremos de
extrañarnos si consideramos que a una gran distancia del cuerpo luminoso una
infinidad de ondas, aunque derivadas de diferentes puntos de ese cuerpo, se unen de
manera que sensiblemente no forman más que una sola onda que, por consiguiente,
debe tener bastante fuerza para hacerse sentir.
Así, este número infinito de ondas que nacen en el mismo instante de todos los
puntos de una estrella fija, grande quizá como el Sol, constituyen una sola onda, la
que puede tener bastante fuerza para hacer impresión sobre nuestros ojos. Aparte de
que de cada punto luminoso pueden llegar varios millares de ondas en el menor
tiempo imaginable, por la frecuente percusión de las moléculas que golpean el éter
en estos puntos, lo que contribuye todavía a hacer su acción más sensible. Hay que
considerar aún, en la propagación de estas ondas, que cada partícula de la materia en
que una onda se extiende, debe comunicar su movimiento no solamente a la partícula
prójima, que se halle en la línea recta tirada desde el punto luminoso, sino que
también lo transmite necesariamente a todas las otras que la toquen y que se opongan
Erasmo Bartholin
La doble refracción51
Muy apreciado por todos los hombres es el diamante, y muchos son los placeres que
brindan otros tesoros semejantes, tales como piedras preciosas y perlas, aunque sólo
sirvan para embellecer y adornar el cuello y los dedos; pero quien, por otra parte,
prefiere conocer fenómenos extraordinarios, experimentará un goce no menor —así
lo espero— al observar una nueva clase de cuerpos, a saber, un cristal transparente
recientemente traído de Islandia, que es quizá una de las más grandes maravillas
producidas por la naturaleza. Durante largo tiempo me he ocupado de este cuerpo
Olae Römer
La velocidad de la luz52
Durante largo tiempo los filósofos han estado
esforzándose en decidir experimentalmente si la acción
de la luz se transmite instantáneamente a una distancia
cualquiera, o si requiere tiempo. El señor Römer, de la
Real Academia de Ciencias, ha encontrado un método
para hacerlo, basado en observaciones sobre el primer
satélite de Júpiter; mostró que para atravesar una
distancia de unas 3.000 leguas, que es casi igual al
diámetro de la Tierra, la luz necesita menos de un
segundo de tiempo.
Supongamos que A (fig. 19) represente al Sol, B a
Júpiter, G al primer satélite cuando entra en la sombra de
Júpiter, para salir de nuevo en D, y que EFGHLK
representen la Tierra a diferentes distancias de Júpiter.
Ahora supongamos que cuando la Tierra está en L, en la segunda cuadratura de
Júpiter, el primer satélite ha sido visto precisamente a su emergencia de la sombra en
D; y que cerca de cuarenta y dos horas y media más tarde, es decir, después de una
revolución de este satélite, estando la Tierra en K, se ve de nuevo al satélite tornar a
D. Es claro, entonces, que si la luz requiere tiempo para atravesar la distancia LK, el
satélite parecerá volver a D más tarde de lo que lo haría si la Tierra hubiese
permanecido en K; de este modo, la revolución del satélite determinada por sus
emergencias será más larga en tanto tiempo como el que la luz emplearía para pasar
de L a K, y, por el contrario, en la otra cuadratura FG, en la cual la Tierra se aproxima
o va al encuentro de la luz, las revoluciones determinadas por las inmersiones
aparecerán disminuidas en tanto como las determinadas por las emergencias
aparecían aumentadas.
Como en las 42 horas y media que el satélite emplea para cada revolución, la
distancia entre la Tierra y Júpiter, en una u otra cuadratura, cambia al menos en 210
Isaac Newton
La ley de la gravitación, la Luna y los planetas 53
La fuerza que mantiene a la Luna en su órbita está dirigida hacia la Tierra, y es
inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que, en las diferentes
posiciones, la separa del centro de la Tierra.
La primera parte del enunciado es evidente, de acuerdo con el fenómeno 6 y el
parágrafo 14 o el parágrafo 16 del libro I 54; la segunda parte está demostrada por la
gran lentitud del movimiento del apogeo de la Luna. En efecto: dicho movimiento,
que vale 3°3' en el sentido dextrógiro para una vuelta, puede despreciarse.
Si despreciamos esta fuerza muy pequeña, la fuerza restante, que mantiene en su
órbita a la Luna, es inversamente proporcional a D2. Esto se comprenderá también
más completamente si se compara esta fuerza con la fuerza de gravedad, lo que se
hará en los párrafos siguientes.
Corolario. Si la fuerza centrípeta media que mantiene a la Luna en su órbita se
aumenta primero en la relación 177,725 : 178,725, y luego también en la doble
relación del radio de la Tierra a la distancia media del centroide la Luna al centro de
la Tierra, se obtiene la fuerza centrípeta de la Lima en la superficie de la Tierra,
supuesto que dicha fuerza crezca siempre, a medida que se acerca a la superficie
terrestre, en relación inversa al cuadrado de la distancia.
§ 4. Teorema. La Luna gravita hacia la Tierra; la gravedad aparta a la Luna de su
trayectoria rectilínea y la mantiene en su órbita.
La distancia media de la Luna a la Tierra en las sicigias es = 59 radios terrestres
según Tolomeo y la mayoría de los astrónomos; = 60 según Vendelinus y Huygens;
= 60 1/3 según Copérnico; = 60 2/5 según Streetus, e = 56 1/2 según Tycho. Pero Tycho
y todos aquellos que utilizan sus tablas de refracción han admitido que la refracción
del Sol y de la Luna (en completa oposición a la naturaleza de la luz) es mayor que la
de las estrellas fijas en irnos 4 a 5 minutos, con lo cual han aumentado en dicha
cantidad la paralaje de la Luna, es decir en 1/12 a 1/15 de su valor total. Si se corrige
este error, la distancia vale 60 1/2 radios terrestres, como la dan los demás. Vamos a
admitir que la distancia media en las sicigias es de 60 radios terrestres, y a tomar
como tiempo de revolución sidérea de la Luna 27 días, 7 horas y 43 minutos, como lo
fijan los astrónomos. Si ahora admitimos que, según las mediciones de los franceses,
el perímetro de la Tierra es de 123.249.600 pies de París, e imaginamos que la Luna
se substrae a todo movimiento y se deja caer hacia la Tierra bajo la acción de la
fuerza total que (según el corolario del § 3) la mantiene en su órbita, entonces
recorrerá 15 1/2 pies de París en 1 minuto. Esto se obtiene mediante un cálculo que se
efectúa según el § 76 del libro I (lo que es igual según el § 18, corolario 9, del mismo
libro. En efecto: el seno verso del arco que en su movimiento medio y a una distancia
de 60 radios terrestres describe la Luna en 1 minuto es aproximadamente 15 1/2 pies,
o más exactamente 15 pies 1 pulgada 1 4/9 líneas del sistema de medidas de París.
Ahora bien: como aquella fuerza crece en razón inversa al cuadrado de la distancia,
cae la pequeña Luna fuera diferente de la gravedad, y si además dicha Luna fuera
pesada respecto a la Tierra, como lo son los cuerpos sobre dichas montañas, entonces
caería, en virtud de ambas fuerzas combinadas, con doble velocidad. Ahora bien:
como ambas fuerzas, tanto la de los cuerpos pesados como la de las lunas, están
dirigidas hacia la Tierra, y puesto que son iguales entre sí y análogas, entonces
tendrán también (según las reglas 1ª y 2ª) el mismo origen. Por lo tanto, la fuerza que
mantiene a la Luna en su órbita será la misma que llamamos gravedad; la razón
principal es que la pequeña Luna o bien estaría libre de toda gravedad en las cumbres
de las montañas, o bien caería con doble velocidad que los cuerpos pesados.
§ 6. Teorema. Los satélites de Júpiter gravitan hacia Júpiter, los satélites de Saturno
hacia Saturno, los planetas hacia el Sol, y la fuerza de su gravedad los aparta
constantemente del movimiento rectilíneo y los mantiene en trayectorias curvilíneas.
Los movimientos de los satélites de Júpiter alrededor de Júpiter y de los de Saturno
alrededor de Saturno, así como los movimientos de Mercurio, de Venus y de los
demás planetas alrededor del Sol, son fenómenos de igual género, y, por lo tanto
(según la regla 2ª), dependen de causas de la misma clase; sobre todo desde que se ha
demostrado que las fuerzas que originan dichos movimientos están dirigidas hacia
los centros de Júpiter, de Saturno y del Sol, y que al alejarse de dichos centros
decrecen en la misma relación y según las mismas leyes que la fuerza de gravedad
con el alejamiento de la Tierra.
Corolario lº En consecuencia, la gravedad existe para todos los planetas y satélites.
En efecto: nadie pone en duda que Venus, Mercurio y los demás planetas son de la
misma clase que Júpiter y Saturno. Ahora bien: como, según la ley 3ª del
movimiento, cualquier atracción es recíproca, resulta que Júpiter gravitará hacia
todos sus satélites, Saturno hacia los suyos, la Tierra hacia la Luna, y el Sol hacia
todos los planetas.
Corolario 2º La fuerza de gravedad dirigida hacia cada uno de los planetas es
indirectamente proporcional al cuadrado de la distancia de cada uno de los puntos a
su punto medio.
Corolario 3º Todos los planetas, según los corolarios lº y 2º, gravitan unos hacia los
otros, y, por lo tanto, Júpiter y Saturno se atraerán mutuamente en las cercanías de su
conjunción y perturbarán apreciablemente sus movimientos. Del mismo modo, el
Sol perturbará el movimiento de la Luna, y el Sol y la Lima perturbarán a nuestros
océanos, como se demostrará a continuación.
§ 7. Observación. Hasta ahora, a la fuerza que mantiene a los cuerpos celestes en sus
órbitas, la hemos llamado fuerza centrípeta. Ya está resuelto que ella es idéntica a la
gravedad, y por eso la llamaremos gravedad en lo sucesivo.
****
alejáis este papel, veréis que cerca de la lente toda la imagen solar aparece sobre el
papel teñida por colores muy fuertes, pero que alejándolo de la lente, estos colores se
entremezclan continuamente, debilitándose en este proceso cada vez más, hasta que,
colocado el papel en el foco, por una perfecta mezcla, se desvanecen enteramente,
adoptando un color blanco, de modo que la luz aparece sobre el papel como un
pequeño círculo blanco. Luego, si se vuelve a alejar más el papel de la lente, los
rayos, que antes eran convergentes, se cruzarán ahora en el foco, tomándose
divergentes a partir de este momento, de manera que los colores reaparecen, pero en
el orden inverso: el rojo, que antes estaba en la parte baja, está ahora arriba, y el
violeta, que estaba en la parte superior, está ahora en la inferior.
Detengamos ahora el papel en el foco, donde la luz aparece enteramente blanca y
circular, y considerémosla en su blancura. Digo que esta blancura está compuesta de
colores convergentes. Pues si se interceptan uno o varios de estos colores en la lente,
la blancura desaparece al momento, tomando un color que proviene de la mezcla de
los otros colores no interceptados; y si, dejando pasar en seguida los colores
interceptados, se los hace caer sobre este color compuesto, éstos se mezclarán con
aquéllos y restablecerán la blancura por su mezcla. Así, si se interceptan el violeta,
azul y verde, los colores restantes, es decir, el amarillo, el anaranjado y el rojo,
compondrán una especie de anaranjado sobre el papel; y si después de esto se dejan
pasar los colores interceptados, caerán sobre éste anaranjado compuesto y,
mezclados con éste, darán el blanco. Asimismo, si se interceptan el rojo y el violeta,
los colores restantes —el amarillo, el verde y el azul— compondrán una especie de
verde sobre el papel, después de lo cual, si se dejan pasar el rojo y el violeta, caerán
sobre este verde y, mezclados con él, producirán de nuevo el blanco. Ahora bien: en
esta composición que forma el blanco, los diferentes rayos no sufren cambio alguno
en sus propiedades caloríficas al ejercer influencia unos sobre otros, siempre que
estén solamente mezclados y produzcan el blanco por la mezcla de sus colores, lo
que resalta aún más en las siguientes pruebas:
Si después de haber colocado el papel más allá del foco, se intercepta y deja pasar
alternativamente el rojo, no se operará cambio alguno en el violeta que queda sobre
el papel, como debería ocurrir si las diferentes especies de rayos actuaran unas sobre
otras en el foco donde se cruzan. El rojo que está sobre el papel no cambiará, aunque
se deje pasar o intercepte alternativamente el violeta que lo cruza.
Además, pensé que cuando los rayos más refrangibles y los menos refrangibles se
inclinan unos hacia otros, por convergencia, al tener el papel en forma muy oblicua a
estos rayos en el foco, podría reflejar una especie de rayos en mayor abundancia que
los de toda otra especie, y que por este medio la luz reflejada en este foco estaría
teñida por el color de los rayos predominantes, siempre que éstos conserven cada uno
su color o propiedades caloríficas en el blanco compuesto que producen en ese foco.
Pues si no las conservaran en el blanco, y en cambio, cada especie por separado fuera
capaz de provocar la sensación del blanco, entonces no podrían perder su blancura
por esta clase de reflexiones. Incliné, pues, el papel muy oblicuamente hacia los
rayos, a fin de que los más refrangibles pudieran reflejarse en mayor abundancia que
los otros; y en seguida la blancura se transformó sucesivamente en azul, índigo y
violeta. Después de esto incliné el papel hacia el lado opuesto, a fin de que los rayos
menos refrangibles se encuentren, en la luz reflejada, en mayor cantidad que los
otros; la blancura se trocó sucesivamente en amarillo, anaranjado y rojo.
Por último, hice un instrumento en formo de peine, cuyos dientes, en número de
dieciséis, tenían cerca de pulgada y media de ancho, mientras los intervalos de los
mismos eran de unas 2 pulgadas. Al interponer sucesivamente los dientes de este
instrumento cerca de la lente, intercepté una parte de los colores por medio del diente
intercalado, en tanto que los otros colores, pasando a través del intervalo del diente,
iban a caer sobre el papel para formar allí una imagen solar de figura redonda.
Primero coloqué el papel de tal manera que la imagen pudiera aparecer blanca cada
vez que se retirara el peine; después de lo cual, estando éste interpuesto como acaba
de decirse, sucedía que, a causa de la intercepción de los colores cerca de la lente,
esta blancura se cambiaba en un color compuesto de colores no interceptados; y, por
el movimiento del peine, este color variaba continuamente, de manera que al pasar, a
su vez, cada diente por encima de la lente, todos estos colores —rojo, amarillo,
verde, azul y púrpura— se sucedían siempre unos a otros. Hice entonces pasar
sucesivamente todos los dientes sobre la lente. A medida que pasaban lentamente, se
veía una perpetua sucesión de colores sobre el papel. Pero si los hacía pasar tan
rápidamente que los colores no pudieran distinguirse unos de otros a raíz de su
velocidad, cada uno de estos colores desaparecía enteramente, pero en apariencia.
No se veían ya ni el rojo, ni el amarillo, ni el verde, ni el azul, ni el púrpura, pero de la
mezcla confusa de todos estos colores provenía un solo color de un blanco uniforme.
Sin embargo, ninguna parte de la luz que la mezcla de todos estos colores hacía
aparecer blanca, lo era realmente. Una parte era roja, otra amarilla, una tercera verde,
una cuarta azul y una quinta púrpura. Así, cada parte conserva su propio color hasta
el momento de impresionar el sensorio 59. Si las impresiones se siguen tan lentamente
que puedan percibirse cada una aparte, se produce una sensación distinta de todos los
colores, una después de la otra, en una sucesión continua. Pero si las impresiones se
siguen tan rápidamente que no puedan percibirse por separado, se produce una
sensación común que no es propia de ningún color en particular, pero participa
indiferentemente de todos, dando la impresión de blancura. La rapidez de las
sucesiones hace que las impresiones de diferentes colores se confundan en el
sensorio, y esta confusión produce la sensación mixta. De la misma manera, si se
agita rápidamente un carbón encendido haciéndolo girar continuamente, se nota un
círculo entero que parece todo de fuego; y la razón de ello está en que la sensación
producida por el carbón ardiente en las diferentes partes de este círculo queda
impresa sobre el sensorio hasta que el carbón vuelva al lugar primitivo. Así, cuando
los colores se suceden con extrema rapidez, la impresión de cada color queda en el
sensorio hasta que se completa una revolución de todos los colores y vuelve el primer
color nuevamente, de manera que las impresiones de todos los colores que se siguen
tan rápidamente se encuentran todas a la vez en el sensorio, produciendo
conjuntamente una sensación de todos estos colores.
Es, pues, evidente, por esta experiencia, que las impresiones de todos los colores, una
vez mezclados y confundidos entre sí, excitan y producen una sensación de blanco,
es decir, que el ^blanco está compuesto de todos los colores mezclados entre sí.
La naturaleza de la luz60
¿No son erróneas todas las hipótesis en las cuales se supone que la luz consiste en
presión o movimiento que se propaga a través de un medio fluido? Pues en todas
estas hipótesis se han explicado los fenómenos luminosos suponiendo que se
originaban por nuevas modificaciones de los rayos, lo que es una suposición errónea.
Si la luz consistiera sólo en presión que se propagara a través de un medio, sin
movimiento real, no sería capaz de agitar y calentar los cuerpos que la reflejan y la
refractan. Si consistiera en movimiento propagado a cualquier distancia en un
instante, requeriría una fuerza infinita en todo momento, en toda partícula que
emitiera luz, para generar ese movimiento.
Y si consistiera en presión o movimiento que se propagase instantáneamente o en un
espacio de tiempo, se curvaría hacia la sombra, pues la presión o el movimiento no
puede propagarse en un fluido, en línea recta, más allá de un obstáculo que detenga
una parte del movimiento, sino que se torcerá y se esparcirá hacia el medio en
reposo, que yace más allá del obstáculo, por todos los caminos. La gravedad tiende
hacia abajo, pero la presión del agua que se origina por esa fuerza tiende hacia todos
lados con igual intensidad, y se propaga tan rápidamente y con tanta fuerza hacia los
lados como hacia abajo, a través de un recorrido curvo como a través de uno recto.
Las ondas de la superficie del agua estancada, al pasar por los lados de un ancho
obstáculo que detiene una parte de ellas, se curvan después y se dilatan gradualmente
en el agua muerta detrás del obstáculo. Las ondas, pulsaciones o vibraciones del aire,
en las cuales consiste el sonido, se doblan claramente, aunque no tanto como las,
ondas del agua. Pues una campana, un cañón, se oyen más allá de una colina que
impide ver el cuerpo sonoro; y los sonidos se propagan tan fácilmente a través de
tubos curvos como a través de los rectos. Pero nunca se ha .visto que la luz siga un
recorrido curvo o que se curve hacia la sombra. Pues las estrellas fijas, al
interponerse cualquiera de los planetas, dejan de ser visibles. Así ocurre con parte del
Sol, por la interposición de la Luna, Mercurio o Venus. Los rayos que pasan muy
cerca de las aristas de un cuerpo se quiebran un poco por la acción del mismo, como
hemos mostrado más arriba, pero no se acercan a la sombra, sino que se alejan de
ella, y esto sólo ocurre al pasar el rayo por el cuerpo a una distancia muy pequeña de
él. Tan pronto como el rayo ha pasado el cuerpo, sigue directamente.
Por lo que yo sé, nadie hasta ahora, excepto Huygens, ha intentado explicar la
refracción extraordinaria del espato de Islandia, mediante presión o por la
propagación del movimiento, para lo cual ese autor supone dentro de un cristal dos
diferentes medios vibratorios. Pero cuando intentó explicar las refracciones en dos
piezas sucesivas de aquel cristal, y encontró que eran tal como se ha mencionado más
arriba, concedió no saber qué decir para explicarla. Pues las presiones o movimientos
que se propagan desde un cuerpo luminoso deben ser iguales en todos sentidos,
mientras que de estos experimentos se deduce que los rayos de luz poseen diferentes
propiedades en sus diferentes lados. Sospechó que las pulsaciones del éter, al pasar a
través del cristal, pudieran experimentar ciertas nuevas modificaciones que las
obligarían a propagarse en este o aquel medio dentro del segundo cristal, de acuerdo
con la posición de aquél. Pero no pudo decir qué modificaciones eran ésas, ni pensar
nada satisfactorio acerca de ello. Y si él hubiera sabido que la refracción
extraordinaria no depende de nuevas modificaciones, sino de las disposiciones
originales e invariables de los rayos, habría encontrado igualmente difícil explicar
cómo estas modificaciones, que él suponía impuestas a los rayos del primer cristal,
podían estar en ellos después de incidir sobre aquél; y, en general, cómo todos los
rayos que emiten los cuerpo^ luminosos pueden poseer estas disposiciones desde el
principio. Para mí, por lo menos, esto me parece inexplicable si la luz no es más que
presión o movimiento que se propaga a través del éter. Y es igualmente difícil
explicar mediante esta hipótesis cómo los rayos se encuentran alternativamente en
estado de fácil reflexión y fácil transmisión, a menos, quizá, que uno suponga que
existen en el espacio dos medios vibratorios, y que las vibraciones de uno de ellos
constituyen la luz, y las vibraciones del otro son más veloces, y tan pronto como han
alcanzado a la vibración del primero las colocan en ese estado. Pero parece
inconcebible cómo dos éteres pueden estar difundidos a través de todo el espacio,
obrando el uno sobre el otro, y en consecuencia, experimentando uno las reacciones
del otro, sin retardar, quebrantar, dispersar ni confundir recíprocamente sus
movimientos. Levantan una gran objeción contra la suposición de acuerdo con la
cual los cielos están llenos de medios fluidos, los movimientos regulares y
perdurables de los planetas y cometas en todos los caminos del cielo. Pues de ahí se
deduce que los cielos están vacíos de toda resistencia sensible y, en consecuencia, de
toda materia sensible.
****
¿No son los rayos de luz pequeñísimos cuerpos emitidos por las sustancias
luminosas? Pues esos cuerpos pasarán en líneas rectas a través de los medios
uniformes sin curvarse hacia la sombra, conforme a la naturaleza de los rayos de luz.
Poseerán también varias propiedades, y serán capaces de mantenerlas invariables al
pasar a través de diferentes medios, lo que es otra condición de los rayos luminosos.
Las sustancias transparentes obran a distancia sobre los rayos de luz, refractándolos,
reflejándolos y sometiéndolos a inflexión; y los rayos, a su vez, agitan a distancia las
partes de estas sustancias, pues las calientan; y esta acción y reacción a distancia se
parece mucho a una fuerza atractiva entre cuerpos. Si la refracción se efectuara por la
atracción de los cuerpos, los senos de incidencia deberían estar en una razón dada a
los senos de refracción, como hemos demostrado en nuestros Principios de filosofía,
confirmando la experiencia esta regla. Los rayos de luz, al salir del vidrio hacia el
vacío, se curvan hacia el vidrio y se inciden muy oblicuamente sobre el vacío, se
curvan hacia el vidrio y se reflejan totalmente, y no puede considerarse que esta
reflexión se deba a la resistencia de un vacío absoluto, sino que debe de provenir del
poder del vidrio, que atrae los rayos al salir de él y pasar al vacío, trayéndolos de
vuelta. Pues si la otra superficie del cristal se humedece con agua o aceite claro o con
miel líquida y clara, los rayos, que de otra manera se reflejarían, pasarán al agua,
aceite o miel y, en consecuencia, no se reflejarán antes de llegar a la otra superficie
del vidrio y empezar a salir de él. Si ellos, emergiendo hacia el agua, el aceite o la
miel, siguen, es porque la atracción del vidrio está casi contrapesada y se vuelve
inefectiva por la atracción contraria del líquido. Pero si emergen de él hacia el vacío,
que no posee ninguna atracción para contrarrestar la del vidrio, la atracción de éste, o
somete los rayos a inflexión y los refracta, o los hace volver y los refleja. Y esto es
todavía más evidente colocando juntos dos prismas de cristal, o dos objetivos de
telescopio muy largo, plano el uno, un poco convexo el otro, y apretándolos de tal
modo que no se toquen completamente ni estén demasiado alejados. Pues la luz que
incide sobre la superficie posterior del primer cristal, donde el intervalo entre los dos
cristales no excede de la millonésima parte de una pulgada, pasará a través de aquella
superficie y a través del aire o del vacío entre ellos, y entrará en el segundo cristal,
como se explicó en la primera, cuarta y octava observaciones de la primera parte del
libro II.
Pero si se retira el segundo vidrio, la luz que emerge de la segunda superficie del
primer cristal, hacia el aire o el vacío, no seguirá, sino que volverá hacia el primer
vidrio y será reflejada, y, en consecuencia, es atraída hacia atrás por el poder del
primer vidrio, pues no hay allí otra cosa para hacerlo volver. Sólo es necesario, para
que se produzca toda la variedad de colores y grados de refrangibilidad, que los rayos
de luz consistan en cuerpos de diferentes tamaños, de los cuales los más pequeños
producirían el violeta, el más débil y oscuro de los colores, y el que más se desvía,
por las superficies de refracción, de su trayectoria correcta; y el resto, cuerpos cada
vez más grandes, producirían los colores más fuertes y brillantes: azul, verde,
amarillo y rojo, colores más difíciles de ser desviados.
Para que los rayos tengan acceso de fácil reflexión y de fácil transmisión, sólo es
necesario que ellos consistan en pequeños cuerpos que, por su fuerza atractiva o
alguna otra, originan vibraciones allí donde actúan, vibraciones que, siendo más
veloces que los rayos, los alcanzan sucesivamente, y los agitan de tal modo que unas
veces aumentan y otras disminuyen sus velocidades, provocándoles de ese modo
dichos accesos. Y, finalmente, la refracción extraordinaria del espato de Islandia
tiene toda la apariencia de que se efectuara mediante alguna clase de virtud o
propiedad atractiva, situada en ciertos lados de los rayos y también de las partículas
de cristal. Pues si no fuera por cierta clase de disposición o virtud situada en algunos
lados de las partículas de cristal, y no en los otros lados, virtud que inclina y quiebra
los rayos hacia el lado de la refracción extraordinaria, los rayos que inciden
perpendicularmente sobre el cristal no se refractarían hacia aquel lado más bien que
hacia otro cualquiera, tanto a su incidencia como a su emergencia, y no emergerían,
como lo hacen, perpendicularmente por una posición opuesta al lado de refracción
extraordinaria en la segunda superficie, obrando el cristal sobre los rayos, después
que ellos han pasado a través de él y están emergiendo hacia el aire, o, si se quiere,
hacia el vacío. Y puesto que el cristal, por esta disposición o virtud, no obra sobre los
rayos sino cuando uno de sus lados de refracción extraordinaria está dirigido hacia
aquel lado, implica esto una virtud o disposición en aquellos lados de los rayos que
armonizan y simpatizan con aquella virtud o disposición del cristal, así como
armonizan los dos polos de un imán. Y así como el magnetismo sólo puede ser
producido o disminuido en sus efectos en los imanes y el hierro, así esta virtud de
refractar el rayo perpendicular es mayor en el espato de Islandia, menor en el cristal
de roca, y no se ha encontrado todavía en otros cuerpos. Yo no digo que esta virtud
sea magnética; parece ser de otra clase; digo tan solo que, de cualquier clase que ella
sea, es difícil imaginarse cómo los rayos de luz, a menos que sean cuerpos, posean
una virtud permanente en dos de sus lados, virtud que no poseen los otros dos; y esto
sin tener en cuenta de ninguna manera su posición en el espacio o medio a través del
cual pasan.
****
¿No son convertibles los grandes cuerpos en luz, e inversamente? ¿No provendrá
mucha de su actividad de las partículas de luz que entran en su composición? Pues
todos los cuerpos sólidos, al ser calentados, emiten luz, en tanto que continúan
estando suficientemente calientes, e, inversamente, la luz es absorbida por los
cuerpos en cuanto sus rayos inciden sobre sus partes, como lo hemos demostrado
más arriba. No conozco ningún cuerpo menos apto para emitir luz que el agua, y, sin
embargo, ella, mediante destilaciones sucesivas, se transmuta en una tierra sólida,
como lo ha probado el señor Boyle; esta tierra, por ser capaz de resistir un calor
suficiente, emite luz, mediante el calor, exactamente como los otros cuerpos.
La transmutación de cuerpos en luz y de luz en cuerpos está en conformidad con el
curso de la naturaleza, que parece deleitarse en las transmutaciones. Al agua, una sal
muy fluida, insípida, la cambia mediante el calor en vapor, que es una clase de aire; y
por el frío, en hielo, que es una piedra dura, translúcida, quebradiza y fusible; y esta
piedra vuelve a ser agua mediante el calor, y el vapor vuelve a ser agua mediante el
frío. La tierra, mediante el calor, se convierte en fuego, y por el frío vuelve a ser
tierra. Los cuerpos densos, por fermentación se convierten en diferentes clases de
aire; y este aire, por fermentaciones, y a veces sin ellas, vuelve a convertirse en
cuerpos densos. El mercurio aparece a veces en la forma de una sal corrosiva,
transparente, llamada sublimado; a veces en la forma de una tierra violeta o blanca,
sin sabor, transparente, llamada mercurius dulcís; o en forma de una tierra roja
opaca, llamada cinabrio, o de un precipitado rojo o blanco, o en la de una sal fluida; y
por destilación se convierte en vapor, y al ser agitado en el vacío emite luz, como el
fuego. Y después de todos estos cambios vuelve nuevamente a su forma primitiva de
mercurio.
Los huevos crecen a partir de tamaños insensibles, y se convierten en animales; los
renacuajos, en ranas; los gusanos, en moscas. Todos los pájaros, bestias y peces,
insectos, árboles y otros vegetales, con todas sus partes, crecen del agua y de
soluciones acuosas y sales; y por la putrefacción vuelven (a ser) nuevamente
sustancias acuosas.
****
el diámetro de una esfera. Entonces la distancia media entre las superficies de las
esferas será D — d. Pero es evidente que cuando el pistón está en la posición ef, la
distancia media entre los centros de las esferas = D 3√s y, por lo tanto, la distancia
media entre las superficies de las esferas = D 3√s - d.
Con respecto a la segunda causa, la presión del aire, en su estado natural en ECDF,
será a la presión del aire comprimido en eCDf como
Por lo tanto,
5. De todos estos hechos conocidos podemos sacar en conclusión que el aire natural
puede ser condensado y comprimido muchísimo, en un espacio casi infinitamente
pequeño; de este modo podemos poner m = 0, y de esto π = P/s; por ello, los pesos
que comprimen están casi en razón inversa a los espacios que el aire ocupa cuando es
comprimido en distintos grados.
Esta ley ha sido probada por muchos experimentos. Ella puede ser adoptada con
seguridad para atmósferas menos densas que el aire natural. Si puede ser sostenida
para aires considerablemente más densos que el aire natural, no lo he investigado aún
suficientemente: aún no he hecho experimentos fundados, con la exactitud que se
requiere en estos casos.
6. La elasticidad del aire no sólo es aumentada por condensación, sino por el calor
que recibe. Como el calor puede ser considerado un movimiento interno de las
partículas, se deduce que si la elasticidad del aire, cuyo volumen no cambia, es
aumentada, el movimiento en las partículas del aire se vuelve más intenso; lo cual
concuerda con nuestra hipótesis. Es evidente que tanto mayor peso P es necesario
para guardar el aire en el volumen EGDF, cuanto mayor es la velocidad con que las
partículas aéreas son agitadas. No es difícil ver que el peso P es proporcional al
cuadrado de la velocidad, porque cuando ésta aumenta, no sólo aumenta el número
de impactos, sino también la intensidad de cada uno de ellos, y cada uno es
proporcional al peso P.
Por lo tanto, si la velocidad de las partículas es llamada v, el peso que es capaz de
sostener el pistón en la posición EF es igual a vvP, y en la posición
José Sauveur
Tonos armónicos62
Divídase la cuerda del monocordio en partes iguales, por ejemplo en cinco (podemos
dividir una regla de la misma longitud y colocarla a lo largo de la cuerda); tírese de la
misma así como está, y ella dará un tono que llamo fundamental; tan pronto como sea
posible, llévese un pequeño obstáculo G a una de las divisiones D, como la punta de
una pluma, si la cuerda es delgada. De esta manera el movimiento de la misma puede
ser transmitido a un lado y a otro del obstáculo, y la cuerda dará el quinto tono
armónico, es decir, el XVII.
Para entender la razón de este resultado obtenido, debe tomarse en cuenta que
cuando estiramos la cuerda AB en su totalidad (figura 21), ella vibra en toda su
longitud, pero cuando colocamos un obstáculo G en la primera división D de ella, la
que se supone dividida en cinco partes iguales, la oscilación total AB queda dividida
primero en las dos oscilaciones AD y DB; y desde que AD es un quinto de AB, o un
cuarto de DB, ella efectúa sus oscilaciones cinco veces más rápidamente que toda la
cuerda AB o cuatro veces más rápidamente que la otra parte DB; de manera que la
parte AD lleva consigo la parte inmediata DB y la obliga a seguir su movimiento.
Esta otra parte, DE, debería, por consiguiente, ser igual a AD, porque una parte más
grande se movería más lentamente, y una más corta, con velocidad mayor. Luego, la
parte DE obligará a su vecina EF a tener el mismo movimiento, y así sucesivamente,
hasta la última. Todas las partes efectuarán vibraciones que se cruzarán en los puntos
de división D, E, F y G, y por consiguiente, la cuerda dará el quinto tono armónico, o
sea el XVII.
Llamare a esos puntos A, D, E, F, G, B, (fig. 22), nodos, y a los puntos medios de
cada una de las partes oscilantes les llamaré vientres.
De manera que toda la cuerda estará dividida, mediante partes oscilantes, en partes
iguales a la mayor medida común de las partes AG y GB, en las que se halla dividida
la totalidad de la cuerda por medio del obstáculo liviano G.
Podemos revelar esas oscilaciones:
1. Mediante el oído, pues aquellos que lo poseen fino y sensible, percibirán un
tono armónico que se hada en proporción a las partes que forman esas
oscilaciones; o podremos asegurarnos de ello poniendo el monocordio al
unísono con el tono armónico.
2. Por la vista, porque, si dividimos la cuerda en partes iguales, por ejemplo en
cinco, y si colocamos un tope movible G en los puntos D o E, y ponemos
pequeños trozos de papel negro en los puntos de división D y F, y pedacitos de
José Black
Calor latente63
Cuando el hielo o cualquier otra sustancia sólida se vuelve fluida por la acción del
calor, soy de opinión que recibe una cantidad del mismo, en cantidad mucho más
grande que la que es inmediatamente perceptible por el termómetro. En esta ocasión,
entra en el mismo una cantidad de calor mayor, sin tomarlo aparentemente más
caliente, lo que se pone de manifiesto mediante el termómetro. Esta cantidad de
calor, no obstante, debe serle entregada, para que tome la forma de fluido; y yo
afirmo que esta gran entrega de calor es la causa principal y más inmediata de la
fluidez que se le ha comunicado.
Por otra parte, cuando privamos a dicho cuerpo de su fluidez mediante una
disminución de calor, una gran cantidad de calor sale del cuerpo mientras éste va
asumiendo la forma sólida. La pérdida de este calor no será percibida mediante el uso
común del termómetro. El calor aparente del cuerpo, tal como es medido por ese
aparato, no está disminuido o no lo está en proporción con la pérdida de calor que el
cuerpo realmente entrega en tal ocasión. De una serie de hechos se deduce que el
estado de solidez no puede ser obtenido sin la sustracción de esa considerable
cantidad de calor. Y ello confirma la opinión de que esta gran cantidad de calor
absorbida y, si se quiere, escondida en la composición de los fluidos, es la causa más
necesaria e inmediata de su fluidez.
Para comprender las bases de esta opinión, y ante la inconsistencia de la anterior
frente a numerosos hechos evidentes, debemos considerar en primer lugar las
apariencias observables en la fusión del hielo y en la congelación del agua.
Si prestamos atención a la manera como el hielo y la nieve se funden cuando están
expuestos al aire de una habitación caliente, o al deshielo en la primavera,
percibiremos que, no obstante lo fríos que estaban al principio, pronto son calentados
hasta su punto de fusión, o pronto su superficie empieza a transformarse en agua. Y
si la opinión común estuviera bien basada, si la transformación completa en agua de
aquéllos requiriera sólo la adición de pequeña cantidad de calor, la masa del hielo o
nieve, a pesar de su tamaño considerable, debería ser fundida en pocos minutos o
segundos, proviniendo ese calor, necesario e incesante, del aire que lo rodea. Si éste
fuera en verdad el caso, las consecuencias del mismo serían temibles en muchas
ocasiones, pues aun siendo las cosas como son, la fusión de grandes cantidades de
hielo y nieve ocasiona violentos torrentes y grandes inundaciones en las regiones
frías, o en los ríos que provienen de ellas. Pero si el hielo y la nieve se fundieran tan
rápidamente como deberían hacerlo si la primera opinión sobre la acción del calor
estuviera en lo cierto, los torrentes e inundaciones serían incomparablemente más
irresistibles y espantosos. Destrozarían todo, y tan repentinamente, que la humanidad
tendría grandes dificultades para escapar a tiempo de su furia. Esta repentina fusión
no se efectúa en la realidad: las masas de nieve y de hielo se funden en un proceso
lento y requieren largo tiempo, especialmente si son de gran tamaño, como los
glaciares, ventisqueros y grandes capas de nieve acumuladas durante el invierno.
Éstas, una vez iniciada su fusión, requieren frecuentemente muchas semanas de
tiempo caluroso, antes de que se disuelvan totalmente en agua. Esta notable lentitud
con que se funde el hielo, nos permite conservarlo durante el verano en las
construcciones llamadas «casas de hielo» (depósitos de hielo). Comienza el hielo a
fundirse en ellas tan pronto como es colocado en su interior; pero como el edificio
expone al aire sólo una pequeña parte de su superficie y tiene una gruesa capa de
barda o de paja, y el acceso del aire atmosférico al interior está impedido por todos
los medios posibles, el calor penetra en la «casa de hielo» lentamente, y ello,
agregado a la lentitud con que el hielo está dispuesto a fundirse, hace que la fusión
total se efectúe tan lentamente que en algunos de estos depósitos el hielo dura hasta
el fin del verano. De la misma manera, la nieve continúa en muchas montañas
durante todo el verano en estado de fusión, pero haciéndolo tan lentamente, que toda
la estación no es suficiente para su fusión total.
Esta notable lentitud con la que se funden el hielo y la nieve, me pareció muy
discordante con la opinión común de la modificación del calor durante la
licuefacción de los cuerpos.
Y este mismo fenómeno constituye en parte la base de la tesis que propongo. Si
examinamos lo que sucede, podremos advertir que la gran cantidad de calor que
penetra en el hielo al estado de fusión para originar el agua en la que éste se
transforma, y la duración del tiempo necesario para la sustracción de tanto calor a los
cuerpos que lo rodean, es la razón de la lentitud con la que el hielo es fundido. Si
alguna persona duda de la entrada y de la absorción de calor por el hielo en fusión, no
tiene más que tocarlo: instantáneamente sentirá que éste absorbe rápidamente el
calor de la mano. Puede también examinar los cuerpos que lo rodean, o están en
contacto inmediato con el hielo; o, si éste está suspendido de un hilo en el aire de una
habitación, podrá percibir con su mano, o mediante un termómetro, una corriente de
aire frío que desciende constantemente del hielo. En efecto: el aire en contacto con
aquél, está siendo privado de una parte de su calor, y, por lo tanto, enfriado, se torna
más pesado que el aire del resto del ambiente; por esta causa se dirige hacia abajo,
siendo su lugar ocupado inmediatamente por el aire más caliente, y por ello más
liviano, el que, a su vez, pierde pronto algo de su calor y desciende de la misma
manera. De ahí que se establezca una corriente continua de aire caliente, desde el
derredor hacia las inmediaciones del hielo, y un descenso de aire frío desde la parte
baja de la masa del hielo suspendido. Durante esta operación, el hielo ha de recibir
necesariamente una gran cantidad de calor.
Es evidente, pues, que el hielo fundente recibe calor muy rápidamente, pero el único
efecto de éste es transformarlo en agua, la que no es ni un ápice más caliente que el
hielo. Un termómetro aplicado a las gotas o pequeñas corrientes de agua, a la salida
inmediata del hielo, acusará la misma temperatura que cuando se lo coloca
directamente sobre el hielo; o, si hay alguna diferencia, es demasiado pequeña como
para tomarla en consideración o prestarle atención. Por consiguiente, una gran
cantidad de calor, o de la sustancia del calor, entra en el hielo y no produce otro
efecto que darle fluidez, sin aumentar sensiblemente su calor. Parece ser absorbido y
escondido en el seno del agua de tal modo que no puede descubrirse por la aplicación
del termómetro.
Cisternay Dufay
Dos clases de electricidad64
He descubierto un principio muy sencillo, que explica gran parte de las
irregularidades y, si podemos usar el término, de los caprichos que acompañan a la
mayoría de los experimentos con la electricidad. El principio en cuestión consiste en
que los cuerpos electrizados atraen a todos los que no lo están, y los repelen tan
pronto como se electrizan, debido a su vecindad o contacto con el cuerpo electrizado.
Por ello, la hoja de oro es primero atraída por la varilla, luego adquiere electricidad
cuando se le acerca, y en consecuencia es inmediatamente repelida. Nunca será
retraída mientras mantenga su cualidad de electrizada. Pero si es conectada con otro
cuerpo, al instante pierde su electricidad y, en consecuencia, es retraída por la varilla,
la que, habiéndola cargado de nuevo, la repele por segunda vez, lo que proseguirá
vítrea; y si lo repele, será de la misma clase que la seda cargada, o sea resinosa.
Benjamín Franklin
El poder de las puntas y el pararrayos 65
Colocad una bola de hierro de 3 a 4 pulgadas de diámetro sobre el orificio de una
botella de vidrio, bien limpia y seca; con un hilo de seda atado al artesonado,
precisamente sobre el orificio de la botella, suspended una bolilla de corcho del
tamaño de un balín de mosquete, dándole al hilo la longitud necesaria para que la
bolilla de corcho quede junto a la bola que previamente fue electrizada: el corcho
será rechazado a una distancia de 4 ó 5 pulgadas más o menos, según la cantidad de
electricidad. En este estado, si presentáis a la bola la punta de un punzón largo y fino,
a 6 u 8 pulgadas de distancia, la repulsión cesará en el acto, y el corcho volará hacia
la bola. Para que un cuerpo romo produzca el mismo efecto, es necesario que se
aproxime 1 pulgada y arranque una chispa. A fin de probar que el fuego eléctrico es
atraído por la punta, si quitáis de su mango la parte chata del punzón y lo fijáis en
una barra de lacre, en vano presentaréis el punzón a la misma distancia o lo
aproximaréis más aún, pues el mismo efecto no se producirá. Pero deslizad el dedo a
lo largo del lacre hasta tocar la parte chata, entonces el corcho volará en seguida
hacia la bola.
Si presentáis esta punta en la oscuridad, veréis algunas veces, a 1 pie de distancia y
más, una luz brillante, semejante a un fuego fatuo o a una luciérnaga. Cuanto menos
aguda es la punta, tanto más hay que aproximarla para percibir la luz, y a cualquier
distancia que observéis la luz, podréis atraer el fuego eléctrico y destruir la repulsión.
Si una bola de corcho así suspendida es repelida por un tubo, y si la punta se le
presenta bruscamente, aun a distancia considerable, veréis con sorpresa con cuánta
rapidez el corcho vuelve hacia el tubo. Las puntas de madera producirán el mismo
efecto que las de hierro, siempre que no esté seca, ya que la madera perfectamente
seca no es mejor conductora de la electricidad que el lacre de España.
Para demostrar que las puntas tanto repelen como atraen el fuego eléctrico, colocad
una larga aguja puntiaguda sobre la bola, y veréis que es imposible electrizarla lo
bastante para hacerle repeler la bolilla de corcho...
Ahora, si el fuego eléctrico y el de los rayos es el mismo, como he tratado de
demostrar, pregunto, admitiendo esta suposición, si el conocimiento del poder de las
puntas no podría beneficiar a los hombres para preservar las casas, las iglesias, los
buques, etc., contra los golpes del rayo, fijando perpendicularmente, sobre las partes
más elevadas de los edificios, barras de hierro en forma de aguja y doradas para
prevenir la herrumbre, y al pie de estas barras un alambre que llegue hasta los
cimientos en la tierra o alrededor de uno de los obenques de un barco o sobre la borda
hasta tocar el agua. ¿No atraerían estas barras de hierro, en silencio, el fuego
eléctrico de la nube, antes de que ésta pueda aproximarse para dar el golpe? ¿Y no
podríamos por este medio precavernos de tantos desastres repentinos y terribles?
Para decidir la cuestión y saber si las nubes que contienen el rayo están electrizadas o
no, tuve la idea de proponer una experiencia a realizarse en un lugar conveniente a
este efecto. Colocad sobre la cúspide de una alta torre o de un campanario una
especie de mirador bastante grande como para que pueda caber en él un hombre y un
taburete eléctrico; del medio del taburete levantad una barra metálica, que pase
doblada fuera de la puerta y se eleve perpendicularmente a una altura de 20 ó 30 pies,
terminando en una punta muy aguda. Si el taburete eléctrico está limpio y seco, el
hombre que esté sentado cuando las nubes electrizadas pasan un poco bajas, puede
ser electrizado y despedir chispas, pues la barra de hierro le atraerá el fuego de la
nube.
Construcción de la balanza
A pesar de que he aprendido con la experiencia que para llevar a cabo varios
experimentos eléctricos de manera conveniente debería corregir algunos defectos en
la primera balanza de esta clase que he hecho, ésta es la única de la que me he
servido.
La describiré haciendo notar que su forma y tamaño pueden variar de acuerdo con la
naturaleza de los experimentos que uno quiera emprender.
Sobre un cilindro de vidrio ABGD (fig. 23, fig. 1) de 12 pulgadas de diámetro y 12 de
alto, está colocado un disco de vidrio de 13 pulgadas de diámetro, que cubre por
completo el vaso mencionado en primer lugar. Este disco está perforado, ostentando
dos agujeros de 20 líneas de diámetro: uno de ellos en el medio, en f, sobre el cual
está colocado un tubo de vidrio de 24 pulgadas de alto, que está conectado con el
orificio f mediante el cemento ordinariamente usado en aparatos eléctricos. En el
extremo superior del tubo h está colocado un micrómetro de torsión, que se ve en
detalle en la figura 2. La parte superior número 1 lleva la cabeza b, el índice io y la
grapa q. Esta pieza se ajusta en el orificio G de la pieza número 2; esta última está
formada por un círculo ab dividido en su borde en 360 grados, y por un tubo de cobre
que ajusta en el tubo H, número 3, conectado al extremo superior del tubo de vidrio,
o columna fh de la figura 1. La grapa q (fig. 2, número 1) tiene la misma forma que el
extremo de un compás donde va la tiza. En el tercer canuto, cerrado con el anillo q, se
fija el extremo de un hilo de plata muy delgado; el otro extremo de éste (figura 3),
está sujeto en P, en una grapa formada por un cilindro Po, hecho de cobre o de hierro,
cuyo diámetro no es mayor de 1 línea, y cuya parte superior está hendida formando
una grapa que se cierra por medio de la pieza deslizable Φ. Este pequeño cilindro está
alargado en C atravesado por un orificio en el que puede ser insertada la aguja ag. El
peso de este pequeño cilindro debe ser lo suficientemente elevado como para
mantener tenso el alambre de plata, sin romperlo. La aguja que se muestra en la
figura 1, en ag, suspendida horizontalmente cerca del punto medio del vaso grande
que la contiene, está formada por un hilo de seda empapado en cera de España, y que
termina, desde q hasta a en 18 líneas de extensión, por una barra cilíndrica de goma
laca. En el extremo a de esta aguja se ha colocado una pequeña bola de medula de
saúco, de 2 ó 3 líneas de diámetro. En g hay una pequeña pieza vertical de papel
empapado en aguarrás, que sirve como contrapeso para la esferita a y que amortigua
las oscilaciones.
Hemos dicho que la cubierta AC estaba perforada por un segundo orificio en m. En él
se halla introducido un pequeño cilindro mΦt , cuya parte inferior Φt está hecha de
goma laca; en t hay otra bola de medula de saúco; alrededor del vaso, a la altura de la
aguja, se ha descrito un círculo zQ dividido en 360 grados; para mayor sencillez he
usado una tira de papel dividida en 360 grados, que se pega alrededor del vaso a la
altura de la aguja.
Para poner este instrumento en uso, coloqué la cubierta de tal manera que el orificio
m prácticamente correspondiese a la primera división del círculo zoQ trazado en el
vaso. Coloqué el índice oi del micrómetro en el punto o, o la primera división de este
micrómetro; luego giré a éste en el tubo vertical fh hasta que, mirando por el alambre
vertical del que estaba suspendida la aguja y el centro de la esfera a, observé que la
aguja ag correspondía a la primera división del círculo zoQ. Luego introduje a través
del orificio m la otra esfera t suspendida por la varilla mΦt, de manera que tocara la
esferita a y que, mirando por el alambre suspendido y la esfera t, encontráramos la
primera división o del círculo zoQ. La balanza está entonces en condiciones de ser
usada para todas nuestras operaciones. Como ejemplo, procederemos a dar el método
que hemos usado para determinar la ley fundamental, de acuerdo con la cual los
cuerpos electrizados se repelen entre sí.
Experimento
Electrificamos un pequeño conductor (fig. 4) que es simplemente un alfiler de
cabeza grande, que se ha aislado introduciendo su extremo en la punta de una barrita
de cera de España. Introducimos este alfiler a través del agujero m y tocamos la
esferita t que está en contacto con a. Al tocarlas con el alfiler, ambas se cargan de
electricidad de la misma clase y se repelen recíprocamente a una distancia que es
medida mirando por el alambre suspendido, y el centro de la esferita a, a la
correspondiente división del círculo zoQ. Luego, girando el índice del micrómetro en
el sentido pno, torcemos el alambre y ejercemos una fuerza proporcional al ángulo de
torsión que tiende a acercar la esferita a a la t. Comparando estas fuerzas de torsión
con las correspondientes distancias de las esferitas, hallamos la ley de repulsión.
Aquí presentaré las conclusiones obtenidas, que inmediatamente harán evidente la
ley de repulsión.
1. Habiendo electrificado las dos esferitas por medio del alfiler, cuando el índice
del micrómetro marca cero, la esferita a se separa de la t en 36 grados.
2. Al torcer el alambre suspendido en 126 grados como lo muestra el punto o del
micrómetro, las dos esferitas se acercan, distanciándose sólo en 18 grados.
3. Al torcer el alambre de suspensión en 567 grados, ambas esferitas se acercan a
una distancia de 8 grados y medio
Alejandro Volta
La pila eléctrica68
Este aparato parecido en el fondo, como lo haré ver más adelante, y hasta en su
forma, según lo acabo de construir, al órgano eléctrico natural del torpedo, de la
anguila temblorosa, etc., más bien que a la botella de Leiden o a las baterías
eléctricas conocidas, quisiera llamarlo órgano eléctrico artificial.
Y, en verdad, ¿no está acaso, como aquél, compuesto únicamente de cuerpos
conductores? ¿No es, además, activo por sí mismo, sin previa carga, sin la ayuda de
una electricidad cualquiera excitada por alguno de los medios conocidos hasta ahora,
obrando sin cesar y sin descanso; en fin, capaz de producir en todo momento
conmociones más o menos fuertes, según las circunstancias, conmociones que se
redoblan a cada contacto y que, repetidas con frecuencia o continuadas durante algún
tiempo, producen el mismo entumecimiento de los miembros que hace sentir el
torpedo?
Daré aquí una descripción más detallada de este aparato y de algunos otros análogos,
como también de las experiencias más notables realizadas con los mismos.
Me proveí de algunas docenas de pequeñas placas redondas o discos de cobre, latón
o mejor de plata, de 1 pulgada de diámetro más o menos (monedas por ejemplo), y de
un número igual de placas de estaño o, lo que es mucho mejor, de cinc, más o menos
de la misma forma y tamaño que las anteriores: digo más o menos, porque la
Humphry Davy
Acción química en la pila 69
Las energías eléctricas de los metales, unas en relación con las otras, o las sustancias
disueltas en la pila voltaica y otros instrumentos análogos, parecen ser la causa que
perturba el equilibrio, mientras que los cambios químicos tienden, por el contrario, a
restablecerlo. Es muy probable que los fenómenos dependan de la acción combinada
de estas dos causas.
En la pila voltaica compuesta de cinc, cobre y de una solución de muriato de sosa, y
en lo que se ha llamado su condición de tensión eléctrica, los discos comunicantes de
cobre y cinc están en un estado opuesto de electricidad. Y en cuanto a electricidades
tan débiles, el agua puede ser considerada como un cuerpo aislador. En
consecuencia, cada disco de cobre produce, por inducción, un incremento de la
electricidad positiva sobre el disco de cinc opuesto; y cada uno de éstos aumenta la
electricidad negativa sobre el disco de cobre opuesto: la intensidad del efecto crece
de acuerdo con el número y la cantidad, conforme a la extensión de las superficies
que la componen en serie.
Cuando establecemos una comunicación entre los dos puntos extremos, las
electricidades opuestas tienden a destruirse mutuamente, y si el medio líquido
pudiera ser una sustancia incapaz de descomposición, hay razones para creer que el
equilibrio se restablecería y que el movimiento producido por la electricidad cesaría.
Pero estando la solución de muriato de sosa compuesta de dos series de elementos
que poseen energías eléctricas contrarias, el oxígeno y el ácido son atraídos por el
cinc, y el hidrógeno y el álcali por el cobre. El equilibrio no es más que momentáneo,
pues el cinc se disuelve y el hidrógeno se libera. La energía negativa del cobre y la
energía contraria del cinc tienen, por lo tanto, ocasión para obrar de nuevo, estando
sólo debilitadas por la energía opuesta dé la sosa en contacto con el cobre. Este
proceso electromotor continúa durante todo el tiempo en que pueden operarse los
cambios químicos.
Cristian Oersted
Acción de las corrientes sobre los imanes 70
Los primeros experimentos emprendidos sobre la materia que paso a describir fueron
realizados en las clases de electricidad, galvanismo y magnetismo que di el invierno
pasado. Estos experimentos parecían haber demostrado que la aguja magnética
puede ser movida de su posición con la ayuda de un aparato galvánico, y ello cuando
el circuito galvánico está cerrado, y no abierto, como algunos celebradísimos físicos
lo intentaron en vano hace algunos años.
Sin embargo, como estos experimentos fueron llevados a cabo con aparatos un poco
deficientes, y por esta razón los fenómenos que se produjeron no eran bastante claros
para la importancia de la materia, conseguí que mi amigo Esmarch, ministro de
Justicia del rey, se uniera a mí para repetir los experimentos con un gran aparato
galvánico, que armamos juntos.
****
****
Una aguja de cobre, suspendida como una aguja magnética, no es movida por el
efecto de un hilo conductor. También permanecen en reposo las agujas de vidrio, o
las de la llamada goma laca, sometidas a experimentos análogos.
De todo esto podemos extraer algunas conclusiones para explicar estos fenómenos.
Los conflictos eléctricos sólo pueden actuar sobre partículas magnéticas de materia.
Todos los cuerpos no magnéticos parecen ser penetrables por conflictos eléctricos,
pero los cuerpos magnéticos, mejor dicho, sus partículas magnéticas, parecen
oponerse al paso de este conflicto; por ello pueden ser movidas por el impulso de
fuerzas contrarias.
Dicho conflicto eléctrico no está limitado al conductor, pero, como ya hemos dicho,
al mismo tiempo se dispersa en el espacio circundante, lo que surge bastante
claramente de las observaciones ya expuestas.
De igual modo, es admisible deducir, a partir de lo que se ha observado, que este
conflicto lleva a cabo giros, porque ésta parece ser una condición sin la cual es
imposible que la misma parte del hilo conductor que, cuando está colocada debajo
del polo magnético, lo lleva hacia el Este, sea capaz de desviarlo hacia el Oeste
cuando está colocada arriba. Porque ésta es la naturaleza de la giración: que
movimientos en partes opuestas, tengan direcciones opuestas. Además, movimientos
en circuitos combinados con movimientos progresivos, de acuerdo con la longitud
del conductor, parecen formar una línea espiral, lo cual, sin embargo, si no estoy en
un error, en nada contribuye a la explicación del fenómeno hasta aquí observado.
Todos los efectos sobre el polo norte aquí expuestos se entienden fácilmente
admitiendo que fuerzas o sustancias eléctricamente negativas corren a través de una
línea espiral curvándose hacia la derecha, e impulsan al polo norte, pero no ejercen
acción alguna sobre el sur. Los efectos sobre el polo sur se explican análogamente si
atribuimos a fuerzas o sustancias positivamente electrizadas un movimiento
contrario y el poder de actuar sobre el polo sur, pero no sobre el norte. El acuerdo de
esta ley con la naturaleza se verá mejor por la repetición de experimentos que por una
larga explicación. El juzgar de los experimentos, sin embargo, será más fácil si se
indica el curso de la fuerza eléctrica sobre el hilo conductor con marcas, ya sea
pintadas o ya grabadas.
Sólo agregaré a lo que se ha dicho, que demostré en un libro publicado hace siete
años que calor y luz están en conflicto eléctrico. De las últimas observaciones
podemos sacar en conclusión que el movimiento giratorio también ocurre en estos
efectos, y pienso que esto ilustra mucho al fenómeno que han llamado polaridad de la
luz.
****
ambos extremos de la pila designará la dirección que va, por el contrario, del
extremo en que aparece el oxígeno hacia aquel en que se forma hidrógeno. Para
incluir estos dos casos en una definición simple, diremos que la que vamos a llamar
dirección de la corriente es la que sigue el hidrógeno y las bases de las sales cuando
el agua o alguna sustancia salina es una parte del circuito, y es descompuesta por la
corriente eléctrica, ya sea que, como en la pila de Volta, dichas sustancias
constituyan una parte del conductor, o ya sea que estén intercaladas entre los pares
que formen la pila.
Tomás Young
Interferencia de la luz72
Suponiendo que la luz de cualquier color consiste en ondulaciones de una anchura
dada y de una frecuencia determinada, se deduce que estas ondulaciones deben ser
pasibles de aquellos efectos que ya hemos examinado en el caso de las ondas del
agua y de las vibraciones del sonido.
es aquel en que un rayo de luz homogénea cae sobre una pantalla que tiene dos
pequeños agujeros o hendiduras, que se pueden considerar centros de divergencia,
desde los cuales la luz es difractada en todas direcciones. En este caso, cuando los
dos rayos nuevamente formados se reciben sobre una superficie interpuesta en su
trayecto, su luz está dividida por bandas oscuras en porciones aproximadamente
iguales, pero que se ensanchan a medida que la superficie se aleja de las aberturas, de
modo que a cualquier distancia subtienden aproximadamente el mismo ángulo desde
las mismas y cuyo ancho también es mayor cuanto menor es la distancia entre las
aberturas. En el medio de ambas porciones siempre hay luz y las bandas brillantes a
ambos lados están a distancias tales que la luz que viene de una de las aberturas tiene
que haber recorrido un espacio mayor que la que viene de la otra en un intervalo que
es igual al ancho de una, dos tres o más de las ondulaciones supuestas, mientras que
los espacios oscuros interpuestos corresponden a una diferencia de media
ondulación, de una y media, de dos y media o más.
Comparando varios experimentos, parece que el ancho de las ondulaciones que
constituyen la luz roja extrema debe suponerse que vale una 36 milésima de pulgada,
y las del extremo violeta alrededor de una 60 milésima de pulgada, estando el medio
del espectro con respecto a la intensidad de la luz a un 4/5 de milésima de pulgada
aproximadamente. De estos valores se deduce, calculando con la velocidad conocida
de la luz, que por lo menos 600 millones de millones de las más lentas de estas
ondulaciones deben de entrar en el ojo en un solo segundo. La combinación de dos
porciones de luz blanca o mixta, vista a gran distancia, muestra pocas bandas blancas
y negras, correspondientes a este intervalo; sin embargo, después de un examen más
atento, se ven allí yuxtapuestos los distintos efectos de un número infinito de bandas
de diferentes anchuras, que producen una hermosa variedad de tintes, pasando
gradualmente de unos a otros. La blancura central se transforma primero en un color
amarillento y luego tostado, seguido por carmesí y por violeta y azul, que aparecen
juntos como una banda oscura, vistos a distancia; luego aparece una luz verde, y el
espacio que la sigue un tono carmesí; las luces que siguen son todas más o menos
verdes, y los espacios oscuros son purpúreos y rojizos; la luz roja parece predominar
tanto en todos estos efectos, que las bandas rojas o púrpuras ocupan
aproximadamente el mismo lugar en las franjas mixtas, como si su luz fuera recibida
separadamente.
A veces sucede que un objeto, del cual se forma una sombra en un rayo de luz que ha
pasado por una pequeña abertura, no está terminado por lados paralelos; de modo
que las porciones de luz que son difractadas por dos lados de un objeto,
perpendiculares entre sí, forman a menudo una corta serie de franjas curvadas dentro
de la sombra, situadas a cada lado de la diagonal, que fueron observadas
primeramente por Grimaldi y que se pueden explicar completamente por el principio
general de la interferencia de las dos porciones que se introducen
perpendicularmente en la sombra.
Pero el más evidente de todos los fenómenos de esta clase es el de las franjas que se
ven generalmente más allá de la terminación de cualquier sombra formada en un
rayo de luz que ha pasado a través de una pequeña abertura; con luz blanca se ven por
lo común tres de estas franjas y a veces cuatro; pero con luz de un solo color su
número es más grande, y son siempre tanto más angostas cuanto más lejos están de la
sombra. Su origen se deduce fácilmente de la interferencia de la luz directa con una
parte de la luz reflejada por el borde del objeto que las produce; la oblicuidad de su
incidencia causa una reflexión tan abundante que se produce un efecto visible por
angosto que sea dicho borde; las franjas, sin embargo, son más nítidas si la cantidad
de esta luz reflejada es mayor. De esta teoría se deduce que la distancia de la primera
franja oscura desde la sombra, sería la mitad de la distancia de la cuarta, siendo la
diferencia de las longitudes de los diferentes recorridos de la luz como los cuadrados
de esas distancias; y la experiencia confirma precisamente este cálculo, sólo con la
misma leve corrección que se requiere en todos los otros casos, hallándose siempre
un poco aumentadas las distancias de las primeras franjas. Debe observarse también
que la extensión de la sombra misma está siempre aumentada, y aproximadamente
en el mismo grado que la de las franjas; la razón de esta circunstancia parece ser la
pérdida gradual de luz en los bordes de todo rayo aislado, que es tan notablemente
análogo a los fenómenos visibles en las ondas del agua. La misma causa puede tener
quizá también algún efecto en la modificación o corrección general de la posición de
las primeras franjas, si bien no parece del todo suficiente para explicar la totalidad de
ella.
Augusto Fresnel
Difracción de la luz73
Me parece que podemos explicar cómo es que los rayos desviados hacia la sombra
tienen su origen en la luz directa, a una sensible distancia del cuerpo opaco. Cuando
nada interfiere con la regularidad del movimiento ondulatorio producido por un
punto luminoso, es evidente que todas las ondas deberán ser exactamente esféricas y
que tendrán como centro el punto luminoso. En efecto: en cada punto del espacio
donde está condensado, el éter presiona y tiende a expandirse en todas direcciones;
pero esta expansión no puede ocurrir sino en una dirección perpendicular a la
superficie esférica a la que pertenece el punto, porque en el mismo instante se
produce una presión análoga a través de toda la extensión de la onda. Ya no sucede lo
mismo cuando el movimiento vibratorio es interceptado en una parte del espacio, y
podemos suponer que los extremos de las ondas dan origen a nuevas ondulaciones;
pero éstas no llegan a manifestarse sino en las direcciones en las cuales se refuerzan
mutuamente, y no pueden propagarse en aquellas direcciones en que los
movimientos se oponen irnos a otros.
Sea A el extremo de un cuerpo AO, F un
punto situado dentro de la sombra, y
ACC'C" la onda luminosa de la cual el
cuerpo AO ha interceptado una parte. Nos
preguntamos ahora que parte del extremo
de esta onda puede enviar luz al punto F.
Desde el punto F como centro (fig. 26) y
con radio igual al AF más una
semilongitud de onda, describamos el arco
EG, que corta al frente de onda en el punto
C. Los rayos GF y AF difieren en media
longitud de onda. Supongamos al punto
C", perteneciente a la onda directa, situado
de tal modo que C'F sea igual a GF más
una semilongitud de onda. Entonces, todas
las vibraciones que parten del arco CC’ en
esta dirección oblicua estarán en completa
discordancia con las vibraciones que provienen de los correspondientes puntos de A
G. Pero todas aquellas que nacen de CC' ya están en realidad muy debilitadas por la
acción de las que parten del arco próximo C'C", de modo que probablemente no
puedan producir una disminución mayor que la mitad en los movimientos
ondulatorios que se originan en AC: con excepción de este arco extremo, cada parte
de la onda directa está situada entre otras dos que destruyen los rayos oblicuos que
dicha parte tiende a producir. Por ello el punto B, medio de AG, es el que debe ser
considerado como centro principal de las ondas que se observan en el punto F.
Suponemos aquí que la oblicuidad de los rayos es tan grande que la recta BF cumple
sensiblemente las mismas condiciones en casi toda su extensión, de modo que la
onda ha tenido tiempo de reconstruirse en esa dirección por adiciones sucesivas.
Resulta también de esta pronunciada oblicuidad, que el arco AC es muy pequeño, y
que, por lo tanto, el rayo BF que proviene del punto medio de este arco es casi
exactamente el medio entre los dos rayos extremos CF y AF. Por lo tanto, vemos que
el rayo efectivo BF, y en consecuencia el camino recorrido por la luz desviada, será
un cuarto de longitud de onda más largo
que el trayecto medido desde el borde del
cuerpo AG. Con un razonamiento análogo
podemos demostrar que si los rayos están
desviados hacia afuera de la sombra, el
rayo efectivo es un cuarto de longitud de
onda más corto que el que proviene del
cuerpo. Suponemos aquí inflexiones
considerables, como ya dijimos, y es
natural suponer que los rayos intermedios
en la vecindad de la tangente pasarán
gradualmente desde el aumento hasta la
disminución de un cuarto de longitud de
onda; pero hasta ahora no he podido
determinar según qué ley. La explicación
que acabo de dar de estas variaciones,
consideradas sólo en el límite, deja aún sin
duda mucho que desear, y no está quizá libre de objeción. A pesar de ello, me parece
evidente que el camino recorrido por los rayos efectivos, cuando su oblicuidad se
hace apreciable, difiere en un cuarto de longitud de onda del camino medido desde el
borde del cuerpo opaco, siendo unas veces mayor, otras menor, según sea el sentido
de la inflexión; por lo menos los fenómenos ocurren como si así fuera.
En efecto, habíamos visto que, en las franjas producidas por una hendidura
suficientemente estrecha, el intervalo entre las dos bandas oscuras de primer orden es
doble que el de las otras, y que de este modo la posición de las bandas oscuras y
brillantes es exactamente la inversa de la que resulta de la teoría, si consideramos los
caminos recorridos medidos desde los bordes de la hendidura. Ahora bien: esto es
una consecuencia del principio que acabamos de dejar sentado. Sean Ay B (fig. 27)
los dos bordes de una abertura tan pequeña que, a la distancia a la cual observamos
las franjas, la banda oscura de primer orden esté situada bien afuera de la tangente
próxima, de modo tal que los rayos que la producen están muy apreciablemente
desviados por los bordes en sentidos contrarios, uno de ellos hacia dentro y el otro
hacia fuera. Llamaremos F al punto que ocuparía la banda oscura de primer orden si
A y B fueran los centros de las ondas; es decir, si AF y BF difieren en una
semilongitud de onda. Los rayos efectivos de los bordes Ay B interfieren, en este
caso, dando uno solo que parte del punto medio de AB, y no hay discordancia
completa sino entre los dos rayos extremos.
Entonces el punto F no estaría oscuro. Supongamos ahora que F es un punto donde
hay completa discordancia de cualquier orden para los rayos AF y BF: será un punto
de concordancia para los rayos efectivos GF y BF; porque CF es más largo que AF
en un cuarto de longitud de onda, mientras
que DF es más corto que BF en el mismo
valor, de lo que resulta una diferencia total
de media longitud de onda.
Pasemos ahora a las franjas que resultan
del encuentro de los rayos que son
desviados por los dos lados de un cuerpo
opaco. Mientras que dichos rayos están
dentro de la sombra y suficientemente
distantes de la tangente o del borde de la
sombra geométrica, los dos rayos
efectivos que concurren a producirlas,
estando ambos desviados dentro de la
sombra, son más largos, en un cuarto de
longitud de onda, que los rayos que parten
de los bordes del cuerpo; y como esta
diferencia es igual y del mismo sentido,
las bandas oscuras y claras deberán estar
colocadas de la misma manera que lo
estarían si las ondulaciones tuvieran sus centros en los bordes del cuerpo. Así, pues,
encontré, en mis primeras observaciones, resultados que concordaban con esta
hipótesis. Sin embargo, a medida que la banda que consideramos se aproxima a una
de las dos tangentes AE (fig. 28), disminuye la diferencia de longitud entre el rayo
Hipólito Fizeau
Velocidad de la luz74
He logrado hacer perceptible la velocidad de propagación de la luz mediante un
método que me hace brindar un nuevo modo de estudiar con precisión este
importante fenómeno. Este método se funda sobre los siguientes principios:
Cuando un disco gira en su propio plano alrededor de su centro, con gran rapidez,
podemos determinar el tiempo empleado por un punto de su circunferencia para
se nota que según la mayor o menor velocidad de rotación, el punto luminoso brilla o
se eclipsa. En las circunstancias en que el experimento se llevó a cabo, el primer
eclipse ocurrió a las 12,6 vueltas por segundo. Con doble velocidad, el punto
resplandece de nuevo; con velocidad tres veces mayor, se produce el segundo
eclipse; con la cuádruple, el punto vuelve a brillar, y así sucesivamente.
El primer telescopio fue colocado en el mirador de una casa de Suresnes; el segundo,
sobre el cerro de Montmartre, a una distancia aproximada de 8.633 metros. El disco,
con 720 dientes, se montó sobre un sistema de ruedas movidas por pesos construido
por el señor Froment; un contador hizo posible medir la velocidad de rotación. La luz
provenía de una lámpara dispuesta para producir una fuente de luz brillante.
Estos primeros experimentos proporcionaron un valor de la velocidad de la luz que
sólo difiere un poco de la aceptada por los astrónomos.
Gustavo Kirchhoff
Las líneas de Fraunhofer 75
Con motivo de una investigación realizada en común por Bunsen y por mí sobre los
espectros de las llamas coloreadas —por la cual nos ha sido posible conocer la
composición cualitativa de mezclas complicadas estudiando su espectro de llama en el
mechero—, he realizado algunas observaciones que proyectan una claridad inesperada
sobre el origen de las líneas de Fraunhofer y que autorizan a conclusiones sobre la condición
de la materia de la atmósfera solar y quizá también en las estrellas fijas brillantes.
Fraunhofer ha hecho notar que en el espectro de una llama de vela se presentan dos
líneas brillantes que coinciden con las dos líneas oscuras D del espectro solar. Estas
mismas líneas se obtienen más brillantes con una flama en la que se pone sal común.
He proyectado un espectro solar y dejado que los rayos del Sol antes de llegar a la
rendija, pasaran por una fuerte llama de sal común. Si la luz del Sol estaba
suficientemente amortiguada, aparecían en lugar de las dos líneas oscuras D, dos
líneas claras; pero si la intensidad de la luz sobrepasaba un determinado límite, se
mostraban las dos líneas oscuras D de manera mucho más marcada que sin la
presencia de la llama de sal común.
El espectro de la luz de Drummond contiene generalmente las dos líneas brillantes
del sodio cuando la región luminosa del cilindro de cal no ha estado todavía expuesto
durante mucho tiempo a la incandescencia; si el cilindro de cal permanece sin
moverse, estas líneas se hacen más débiles y desaparecen finalmente por completo.
Si han desaparecido o sólo existen débilmente, una llama de alcohol —en la cual se
ha puesto sal común y que ha sido colocada entre el cilindro de cal y la rendija—
hace que aparezcan en su lugar dos líneas oscuras de extraordinaria intensidad y
finura, que coinciden en todo con las líneas D del espectro solar. De modo que
tenemos las líneas D del espectro solar producidas artificialmente en un espectro en
que no se presentan naturalmente.
Si en la llama de la lámpara de gas de Bunsen colocamos cloruro de litio, su espectro
presenta una línea muy brillante, fuertemente marcada, que está en medio de las
líneas B y G de Fraunhofer. Si se hace pasar rayos solares de mediana intensidad a
través de la llama sobre la rendija, en el lugar indicado se ve la línea brillante sobre
fondo más oscuro; pero cuando la luz del Sol se hace más fuerte, aparece en su lugar
una línea oscura que tiene el mismo carácter de las líneas de Fraunhofer. Si alejamos
la llama la línea desaparece totalmente, hasta donde me ha sido posible observar.
De estas observaciones concluyo que las llamas coloreadas en cuyos espectros se
presentan líneas brillantes y marcadas debilitan a rayos del calor de estas líneas
cuando pasan pop ellas, de manera tal que en lugar de las brillantes se presentan
líneas oscuras cuando se coloca detrás de la llama una fuente de luz de suficiente
intensidad y en cuyo espectro faltan estas líneas. Concluyo, además, que las líneas
oscuras del espectro solar que no son producidas por la atmósfera terrestre se
originan por la presencia en la candente atmósfera solar, de aquellas sustancias que
en el espectro de una llama presentan líneas brillantes en el mismo lugar. Se pueden
admitir que las líneas brillantes del espectro de una llama que coinciden con las
líneas D se deben siempre al contenido de sodio de las mismas; las líneas oscuras D
en el espectro solar permiten concluir, por ello, que se encuentra sodio en la
atmósfera del Sol. Brewster ha encontrado en el espectro de la llama de salitres,
líneas brillantes en el lugar de las líneas A, a, B de Fraunhofer; estas líneas indican un
contenido de potasio en la atmósfera solar. De acuerdo con mi observación, según la
cual no corresponde en la atmósfera solar ninguna línea oscura a la línea roja del
litio, podría deducir con probabilidad que el litio no se presenta o que se halla sólo en
cantidades relativamente pequeñas en la atmósfera del Sol.
La investigación de los espectros de llamas coloreadas ha adquirido con esto un
nuevo y gran interés; proseguiré esta investigación junto con Bunsen hasta donde nos
sea posible. Con esto seguiremos investigando el debilitamiento de los rayos de luz
en las llamas, establecido por mis investigaciones. En estos ensayos, que han sido ya
iniciados por nosotros en ese sentido, se ha llegado ya a una conclusión que nos
parece de gran importancia. La luz de Drummond necesita, para que en ella
aparezcan oscuras las líneas Z), una llama de sal común de baja temperatura. Para
esto sirve la llama del alcohol rebajado con agua, pero no la llama de la lámpara de
gas de Bunsen. Con esta última, la mínima cantidad de sal común da como resultado,
en cuanto se hace notar, que aparezcan líneas brillantes del sodio. Nos proponemos
desarrollar las consecuencias que pueden relacionarse con este hecho.
irradiación. Consideremos ahora los rayos que emite c, primero aquellos de longitud
de onda X que es diferente de A. Sobre estos rayos el cuerpo G no tiene ninguna
influencia: son reflejados por el espejo B, como si G no existiese. Una parte
determinada de ellos es luego absorbida por c, los restantes llegan por segunda vez al
espejo B, son reflejados una vez más por éste, absorbidos en parte por G y así
sucesivamente. De este modo, todos los rayos de longitud de onda X que emite el
cuerpo, vuelven a ser absorbidos poco a poco por el mismo. Como esto vale para
todos los valores de X que son distintos de A, la inmutabilidad de la temperatura del
cuerpo c da como resultado que éste absorbe tantos rayos de longitud de onda A
como los que él mismo emite. Para esta longitud de onda, sea e la capacidad de
emisión, a la capacidad de absorción del cuerpo c, E y A los valores correspondientes
para el cuerpo G. De la cantidad de rayos E que emite, c absorbe la cantidad aE y
devuelve (1 — a) E; de ésta, C absorbe la cantidad A (1 — a) E y devuelve, hacia c,
(1 —A) (1 — a) E de la cual absorbe a (1 — A) (1 — a) E. Si se establece este
criterio, se ve que c toma de E una cantidad de rayos tal que si, para simplificar, se
escribe
(1 - A)(1 - a) = k
es igual a
aE (1 + k + k2 + k3 + …)
es decir, la igualdad
todos los cuerpos comienzan a emitir luz del color de este rayo, con excepción de
aquellos que tienen para este color y para esta temperatura un poder de absorción
infinitamente pequeño; cuanto más grande es la capacidad de absorción, tanto más
luz da el cuerpo. El hecho empírico de que los cuerpos opacos se encandecen a la
misma temperatura, mientras que los gases transparentes necesitan para ello una
temperatura, mucho mayor y que estos últimos brillan siempre menos que aquéllos a
la misma temperatura, encuentra aquí su explicación. Además se explica que cuando
un gas, que en estado incandescente da un espectro discontinuo, se hace atravesar por
rayos de suficiente intensidad que de por sí dan un espectro sin rayas oscuras o
brillantes, aparezcan rayas oscuras en los lugares del espectro donde estaban las
rayas brillantes del gas incandescente. De este modo tiene su fundamentación teórica
el método que había señalado en mi anterior informe como apropiado para el análisis
químico de la atmósfera solar.
Aprovecho esta oportunidad para mencionar un resultado que creo haber logrado por
este camino de mi informe anterior. De acuerdo con las investigaciones de
Wheatstone, Masson, Angström y otros, se sabe que en el espectro de una chispa
eléctrica se presentan líneas brillantes que dependen de la naturaleza de los metales
entre los cuales salta la chispa y se puede aceptar que estas líneas coinciden con las
que se formarían en el espectro de una llama de muy alta temperatura si en ésta se
introdujera el mismo metal en forma adecuada. He estudiadora parte verde del
espectro de la chispa eléctrica entre electrodos de hierro y he encontrado en éste gran
cantidad de líneas brillantes que parecen coincidir con líneas oscuras del espectro
solar. En líneas aisladas parece apenas posible comprobar con seguridad la
coincidencia; pero creo haber comprobado dicha coincidencia en muchos grupos y
de tal modo que a las líneas brillantes del espectro de chispa le correspondían las
oscuras en el espectro solar; de esto creo poder deducir que las coincidencias no eran
sólo aparentes. Si la chispa se producía entre otros metales, por ejemplo, entre
electrodos de cobre, estas líneas brillantes faltaban. De ahí me considero autorizado a
sacar la conclusión de que entre las partes componentes de la atmósfera solar
incandescente se encuentra el hierro, una conclusión que, por lo demás, es muy
probable si se considera la abundante presencia del hierro en la Tierra y en las
piedras meteóricas. De acuerdo con el dibujo del espectro solar dado por Fraunhofer,
sólo puedo describir pocas líneas oscuras del espectro solar que parecen coincidir
con las brillantes del espectro del hierro; a éstas pertenecen la línea E, algunas menos
marcadas muy cerca de E hacia el extremo violeta del espectro y una línea que se
encuentra entre las dos más cercanas de las tres líneas muy marcadas que Fraunhofer
ha dibujado junto a b.
de aquellas partes, que por término medio dan una dilatación de hasta 137,5 partes 79
Si se divide toda esta dilatación en partes iguales para cada uno de los grados que la
han producido, es decir 80, se encontrará, si se toma como unidad el volumen a la
temperatura de 0º, que el aumento de volumen es 1/213,33 para cada grado o
1/266,66 para cada centígrado.
Los experimentos descritos aquí, realizados todos con el mayor cuidado, establecen
sin ningún lugar a dudas que el aire atmosférico, el oxígeno, hidrógeno, nitrógeno,
gas de salitre, amoniaco, ácido clorhídrico, anhídrido sulfuroso, anhídrido carbónico,
se dilatan todos casi de la misma manera por iguales grados de calor y que, en
consecuencia, la diferencia de densidad de estas clases de gases a cualquier presión y
temperatura, la diversidad de su solubilidad en el agua y en general su naturaleza
específica, no influyen para nada en su dilatabilidad por el calor.
De esto saco la conclusión de que los gases se dilatan casi exactamente de la
misma manera por iguales grados de calor y en igualdad de todas las otras
condiciones.
Para exponer la ley que nos proponemos enunciar, hemos introducido en la tabla
precedente los pesos relativos de los átomos de los diferentes cuerpos simples, en
relación con sus calores específicos. Estos pesos se deducen, como se sabe, de las
relaciones que se observan entre los pesos de las sustancias elementales, que se
hallan combinadas unas con otras.
Las precauciones tomadas durante muchos años en la determinación de las
proporciones de la mayor parte de los compuestos químicos fueron tales que ahora
sólo puede haber una leve incertidumbre en los datos que hemos usado. Es verdad
que, como no hay un método riguroso para determinar el número real de los átomos
de cada especie que entran en combinación, debe haber siempre algo arbitrario en la
asignación de los pesos específicos de las moléculas elementales; pero la
incertidumbre que surge se extiende solamente a dos o tres números, los que guardan
entre sí relaciones muy simples. Las razones que nos indujeron a hacer la elección se
explican suficientemente con lo que sigue. Por el momento nos limitaremos a
observar que entre los números que hemos elegido no hay uno que no esté de acuerdo
con las mejores analogías químicas establecidas.
Por medio de los datos contenidos en la tabla precedente podemos calcular con
facilidad las relaciones existentes entre las capacidades de los átomos de las
diferentes especies. A este propósito, hacemos recalcar que para pasar de los calores
específicos dados por la observación a los calores específicos de las partículas
mismas será suficiente dividir los primeros por las cantidades de partículas
contenidas en el mismo peso de las sustancias que se están comparando. Ahora bien:
es obvio que para pesos iguales de materia estos números de partículas son
inversamente proporcionales a las densidades de los átomos. Por esto llegamos al
resultado deseado multiplicando cada una de las capacidades experimentalmente
determinadas por el peso del átomo correspondiente. Así obtenemos los diferentes
productos que se han reunido en la última columna de la tabla.
Un simple vistazo a estos números nos permite advertir una relación tan notable en
su simplicidad, que nos induce a reconocer en seguida la existencia de una ley física
susceptible de ser generalizada y extendida a todas las sustancias elementales. En
efecto: estos productos, que expresan las capacidades de los átomos de diferentes
especies, son tan iguales unos a otros, que es imposible que las insignificantes
diferencias, observadas surjan de otra cosa que no sean los errores inevitables, tanto
en las mediciones de las capacidades como en el análisis químico; máxime si
observamos que en ciertos casos los errores que surgen de estas dos fuentes pueden
ser del mismo sentido y, consecuentemente, multiplicados en el resultado. El número
y la diversidad de las sustancias de que hemos tratado hacen imposible considerar la
relación que acabamos de señalar como meramente accidental. Estamos, pues,
autorizados a adoptar la siguiente ley: Los átomos de todos los cuerpos simples
tienen exactamente la misma capacidad para el calor.
Teniendo presente lo anteriormente dicho sobre la incertidumbre aún existente en la
asignación de los pesos específicos de los átomos, puede vislumbrarse fácilmente
que la ley establecida sería diferente si se adoptara una suposición distinta para la
densidad de las partículas, pero, de todos modos, esta ley contendría el enunciado de
una razón simple entre los pesos y los calores específicos de los átomos elementales;
y sabemos que si debemos elegir entre dos hipótesis igualmente probables, hemos de
decidirnos en favor de la que establezca la relación más simple entre los elementos
que se comparan.
Cualquiera que fuere la posición que se adoptara sobre esta relación, ella podría
servir como prueba de los resultados del análisis químico y aun, en ciertos casos,
podría proporcionar el método más exacto para llegar al conocimiento de las
proporciones de ciertas combinaciones. Pero si a medida que vayamos adelantando
en nuestros trabajos no se descubriera nada que debilitase la probabilidad de la
opinión que preferimos en la actualidad, ella tendría además la ventaja de fijar de una
manera definida y uniforme los pesos específicos de los átomos de todos los cuerpos
simples que se pueden someter a la observación directa.
Sadi Carnot
La potencia motriz del fuego81
Dondequiera que exista una diferencia de temperatura, dondequiera que pueda
restablecerse el equilibrio del calórico, puede producirse también potencia motriz. El
vapor de agua es un medio de realizar esta potencia, pero no es el único: todos los
cuerpos de la naturaleza pueden emplearse para este fin; todos son susceptibles de
cambio de volumen, de contracciones y de dilataciones sucesivas por las alternativas
de calor y de frío; todos son capaces de vencer, en sus cambios de volumen, ciertas
resistencias y de desarrollar así potencia motriz. Un cuerpo sólido, una barra
metálica, por ejemplo, alternativamente calentada y enfriada, se dilata y contrae, y
puede mover cuerpos fijados a sus extremidades. Un líquido alternativamente
calentado y enfriado aumenta y disminuye de volumen y puede vencer obstáculos
más o menos grandes opuestos a su dilatación. Un fluido aeriforme es susceptible de
cambios considerables de volumen por las variaciones de temperatura: si está
encerrado dentro de un recipiente de capacidad variable, tal como un cilindro
provisto de un émbolo, producirá movimientos de gran extensión. Los vapores de
todos los cuerpos susceptibles de pasar al estado gaseoso, del alcohol, del mercurio,
del azufre, etcétera, podrían llenar la misma función que el vapor de agua. Éste,
alternativamente calentado y enfriado, produciría potencia motriz a la manera de los gases
permanentes, es decir, sin volver jamás al estado líquido. La mayor parte de estos medios
han sido propuestos, y muchos hasta fueron ensayados, aunque sin éxito notable hasta ahora.
Hemos hecho notar que en las máquinas de vapor la potencia motriz se debe a un
restablecimiento del equilibrio en el calórico: esto ocurre no sólo en las máquinas de
vapor, sino también en toda máquina de combustión, es decir, en toda máquina
donde el calor es el motor. El calor puede, evidentemente, ser una causa de
movimiento sólo en virtud de los cambios de volumen o de forma que hace
experimentar a los cuerpos; estos cambios no se deben a una constancia de
temperatura, sino a alternativas de calor y de frío. Ahora bien: para calentar cualquier
sustancia hace falta un cuerpo más caliente que ella, y para enfriarla es menester un
cuerpo más frío. Necesariamente se toma calórico al primero de estos cuerpos para
transmitirlo al segundo por medio de la sustancia intermediaria. Es decir, se
restablece o, por lo menos, se trata de restablecer el equilibrio del calórico.
Es natural formularse aquí esta pregunta a la vez curiosa e importante: la potencia
motriz del calor, ¿es inmutable en cantidad, o varía con el agente de que se echa
mano para realizarla, con la sustancia intermediaria elegida como sujeto de acción
del calor?
Está claro que esta pregunta sólo puede formularse para una determinada cantidad de
calórico y para una determinada diferencia de temperatura. Disponemos, por
ejemplo, de un cuerpo A, mantenido a la temperatura de 100° y de otro cuerpo B,
mantenido a la temperatura de 0º; y nos preguntamos qué cantidad de potencia
motriz puede obtenerse por el transporte de una porción dada de calor (por ejemplo,
la que es necesaria para fundir un kilogramo de hielo) del primero de esos cuerpos al
segundo: nos preguntamos si esta cantidad de potencia motriz está necesariamente
limitada, si varía con la sustancia empleada para obtenerla o si el vapor de agua
ofrece en este sentido más o menos ventaja que el vapor de alcohol, de mercurio, que
un gas permanente o que cualquier otra sustancia...
Se ha señalado anteriormente un hecho evidente por sí mismo o que, por lo menos, se
hace evidente en cuanto se reflexiona sobre los cambios de volumen ocasionados por
el calor: dondequiera que exista una diferencia de temperatura, puede producirse
potencia motriz. Recíprocamente: dondequiera que pueda consumirse esta potencia,
es posible ocasionar una ruptura en el equilibrio del calórico.
Roberto Mayer
Indestructibilidad de las fuerzas de la naturaleza 82
El objeto de estas líneas es tratar de dilucidar la cuestión de saber qué debemos
entender por fuerza y cómo las fuerzas obran entre sí. Mientras que por la
denominación de materia se atribuye a un objeto propiedades determinadas, como la
gravedad y el volumen, a la denominación de fuerza se une principalmente la idea de
algo desconocido, de inescrutable, de hipotético. Nos parece que la tentativa que
hacemos de dar a la noción de fuerza la misma precisión que posee la de materia, y
de no designar por la palabra fuerza más que los objetos que pueden originar
investigaciones reales, lo mismo que las consecuencias que se desprenden de esta
tentativa, no podrá ser mal acogida por los que desean tener de los fenómenos de la
naturaleza nociones claras y exentas de hipótesis.
Las fuerzas son causas: por consiguiente, el principio causa aequat effectum se
aplica a ellas plenamente. Si la causa c produce el efecto e, tenemos c = e; si e es a su
vez causa de otro efecto, f, e = f, etc.; por lo tanto, c = e = f... = c. En una cadena de
causas y de efectos, un término o una parte de él no puede nunca, conforme resulta de
la naturaleza de una ecuación, llegar a ser igual a cero. A esta primera propiedad de
todas las causas, le damos el nombre de indestructibilidad.
Si la causa dada c ha producido un efecto e que es igual a ella, por lo mismo c ha
dejado de existir convirtiéndose en e; si después de producir e, c subsistiere aún, en
todo o en parte, a esta causa subsistente debería corresponder un efecto adicional;
luego el efecto de c debería ser > e, lo que es contrario a la hipótesis c = e. Puesto que
c se cambia en e, e en f, etc., debemos considerar estas magnitudes como formas
diferentes de un solo y mismo objeto. La capacidad de revestir formas diferentes es
la segunda propiedad esencial de todas las causas. Admitiendo las dos propiedades
que hemos reconocido, diremos: las causas son objetos (cuantitativamente)
indestructibles y (cualitativamente) variables.
Presenta la naturaleza dos categorías de causas entre las cuales demuestra la
experiencia que existe una barrera infranqueable. La primera categoría abarca las
causas que poseen las propiedades de ser ponderables e impenetrables: son las
materias; la segunda comprende las causas que carecen de estas propiedades: son las
fuerzas, llamadas también imponderables por la propiedad negativa que las
caracteriza. Las fuerzas son, pues, objetos indestructibles, variables e
imponderables.
La causa que determina la elevación de un peso es una fuerza; su efecto, el peso
elevado, es, por lo tanto, una fuerza también; expresando este hecho de un modo
general, diremos: toda diferencia espacial de objetos ponderables es una fuerza;
como esta fuerza determina la caída de los cuerpos, la llamaremos fuerza de caída.
La fuerza de caída y la caída, y, de un modo más general aún, la fuerza de caída y el
movimiento, son fuerzas que se relacionan entre sí como causa y efecto, fuerzas que
se transforman una en otra, dos formas diferentes de un solo y mismo objeto.
Ejemplo: un peso que descansa en el suelo no es una fuerza; no es causa ni de
movimiento ni de elevación de otro peso, pero llega a ser una fuerza tanto mayor
cuanto más se le levante del suelo; la causa, es decir, la separación de un peso con
relación al suelo, y el efecto, o sea la cantidad de movimiento producido, son,
conforme enseña la mecánica, constantemente iguales entre sí.
Considerando la gravedad como causa de la caída, se habla de una fuerza de
gravedad, confundiendo las nociones de fuerza y propiedad; lo que pertenece
esencialmente a toda fuerza, a saber, la indestructibilidad asociada a la variabilidad,
es precisamente lo que falta a toda propiedad; entre una propiedad y una fuerza, entre
la gravedad y el movimiento no puede establecerse la ecuación que trae consigo toda
relación causal bien pensada. Considerar la gravedad como una fuerza es figurarse
una causa que sin gastarse produce un efecto, y, por consiguiente, representarse de
un modo inexacto el encadenamiento causal de las cosas. Para que un cuerpo pueda
caer, la elevación del suelo no es menos necesaria que la gravedad; no debe, por lo
tanto, atribuirse únicamente la caída de los cuerpos a la gravedad.
El establecimiento de las relaciones que existen entre la fuerza de caída y el
movimiento, entre el movimiento y la fuerza de caída y entre los movimientos, es del
dominio de la mecánica; no recordaremos aquí más que un solo punto adquirido por
ella. Suponiendo el radio terrestre = ∞, la magnitud de la fuerza de caída v es
proporcional a la magnitud de la masa m y a la de su elevación d; v = md. Si la
elevación d = 1 de la masa se transforma en un movimiento de esta masa,
movimiento que tiene una velocidad final c = 1, tenemos también v = me; pero
resulta de las relaciones conocidas que existen entre d y e que para otros valores de d
o de c la medida de la fuerza v es me2; luego v == md = me2; de suerte que la ley de
conservación de las fuerzas vivas está fundada en la ley general de indestructibilidad
de las causas.
En casos innumerables vemos cesar un movimiento sin haber producido otro
movimiento ni elevación de peso; pero una fuerza no puede anularse, sólo puede
tomar otra forma, y se plantea la cuestión de saber qué otra forma puede tomar la
fuerza que hemos aprendido a conocer como fuerza de caída y como movimiento.
Solamente la experiencia podrá sernos útil para este fin. Para hacer nuestros
experimentos, debemos escoger instrumentos que no solamente hagan cesar
realmente el movimiento, sino que se modifiquen lo menos posible por los objetos
sometidos al examen. Frotemos, por ejemplo, una contra otra dos placas de metal;
veremos desaparecer el movimiento y, por el contrario, aparecer calor. Queda por
preguntar si el movimiento que hemos producido es la causa de este calor. Para
dilucidar este punto es preciso examinar si en los innumerables casos en que el calor
aparece al mismo tiempo que desaparece el movimiento, éste no tiene más efecto que
la producción del calor, y el calor otra causa que el movimiento.
Nunca se ha hecho un experimento formal para demostrar los efectos del
movimiento que cesa; sin querer tachar de antemano de erróneas las hipótesis que
puedan hacerse, llamaremos la atención sobre el hecho de que el movimiento que
cesa no consiste, por regla general, en una modificación del estado de agregación de
los cuerpos en movimiento que se rozan entre sí. Admitamos que cierta cantidad v de
movimiento se emplee en transformar en n una materia m sometida a rozamiento;
que encontrar, por ejemplo, a qué altura debe elevarse un peso determinado para que
su fuerza de caída sea equivalente a la cantidad de calor necesaria para elevar de 0 a
Io centígrado el mismo peso de agua. El hecho de existir semejante equivalencia en la
naturaleza puede considerarse como resumen de las consideraciones precedentes.
Aplicando a los gases los principios que acabamos de establecer, encontramos que el
descenso de una columna de mercurio que comprime a un gas es igual a la cantidad
de calor que se desprende por la compresión, y de ello resulta —la relación del calor
específico del aire atmosférico con presión y volumen constantes es igual a 1,421—
que a la caída de un peso de una altura de 365 metros aproximadamente, corresponde
la cantidad de calor necesaria para elevar de 0º a 1º la temperatura del mismo peso de
agua. Si consideramos ahora los rendimientos de nuestras mejores máquinas de
vapor, veremos que una pequeña parte solamente del calor producido por la caldera
se transforma en movimiento o en elevación de peso: esta comprobación pudiera
servir de justificación a las tentativas que se han hecho para obtener el movimiento
por procedimientos más ventajosos que el de la combinación de carbono con
oxígeno, especialmente para transformar en movimiento la electricidad obtenida por
medios químicos.
resultado correcto. En 1843 anuncié el hecho de que «se produce calor en el paso de
agua por tubos estrechos», y que cada grado de calor por libra de agua requería para
su producción una fuerza mecánica representada por 770 libras-pies.
Subsecuentemente, en 1845 y 1847 empleé una rueda con paletas para producir la
fricción del fluido, y obtuve equivalentes de 781,5; 782,1 y 787,6 de la agitación del
agua, aceite de esperma y mercurio, respectivamente. Resultados tan cercanamente
coincidentes entre ellos, y con los previamente derivados de los experimentos con
los fluidos elásticos y la máquina electromagnética, no dejaron duda en mi mente
sobre la existencia de una relación entre la fuerza y el calor; pero la cuestión de
mayor importancia era obtener esa relación con gran exactitud.
Rodolfo Clausius
El segundo principio de la termodinámica84
Cuando un cuerpo cualquiera cambia de volumen, al mismo tiempo, por regla
general, se produce o consume trabajo mecánico. Pero en la mayoría de los casos no
es posible determinar a éste con exactitud, porque junto con el trabajo exterior se
produce también comúnmente un trabajo interior desconocido. Para sortear este
inconveniente, Carnot empleó el ingenioso método, ya mencionado anteriormente,
de hacer experimentar al cuerpo diferentes transformaciones consecutivas,
ordenadas de tal manera que al final vuelva exactamente a su estado primitivo.
Entonces, si en alguna de las transformaciones se ha realizado trabajo interior, éste
debe quedar exactamente anulado por el de las otras, y se tendrá la seguridad de qué
el trabajo exterior que eventualmente se produzca en las transformaciones será
también el trabajo total. Clapeyron ha representado muy claramente este método en
forma gráfica, y nosotros utilizaremos por ahora esta representación para los gases
permanentes, si bien con una pequeña modificación, condicionada por nuestro
principio.
En la figura 29, la abscisa oe representa el volumen, y la ordenada ea la presión de la
unidad de peso de un gas, en un estado cuya temperatura sea = t.
Admitamos ahora que el gas se encuentre en un recipiente dilatable, pero con el cual
no pueda, sin embargo, intercambiar calor. Entonces, si lo dejamos dilatar en este
recipiente, y no le comunicamos nuevo calor, su temperatura disminuirá. Para evitar
esto, pongámoslo en contacto, durante la dilatación, con un cuerpo A, mantenido a
temperatura constante, y que le comunica siempre al gas la cantidad de calor
necesaria para que su temperatura permanezca igualmente con el valor t. Durante
Cuando el gas aumentó de volumen, en esta forma, desde oe hasta of, quitemos el
cuerpo A, y, sin que pueda recibir más calor, dejemos continuar la dilatación.
Entonces la temperatura descenderá, y, por lo tanto, la presión disminuirá más
rápidamente que antes; la ley según la cual esto ocurre está representada por la curva
be. Una vez que el volumen ha aumentado de of a og, con lo cual su temperatura ha
descendido de t hasta τ, comencemos a comprimirlo nuevamente para llevarlo a su
volumen inicial oe. Si al hacer esto lo abandonamos a sí mismo, su temperatura
aumentará de nuevo en seguida. Pero por el momento no permitamos que esto
suceda, poniéndolo en contacto con un cuerpo B de temperatura constante τ al cual
transmite de inmediato el calor producido, de modo que mantiene la temperatura τ; en
esta forma comprimámoslo (en un intervalo gh) hasta que el segmento restante he
alcance exactamente para que su temperatura aumente de r a t, cuando esta última
compresión se efectúa de modo tal que no pueda ceder calor. Durante la primera
compresión la presión aumenta según la ley de Mariotte, y está representada por el
segmento cd de otra hipérbola equilátera. En cambio, durante la última el aumento se
produce con mayor rapidez, y está representado por la curva da. Esta curva tiene que
terminar exactamente en a, puesto que, como al final de la operación la temperatura y
el volumen tienen su valor primitivo, lo mismo debe suceder con la presión, que es
velocidad uniforme, en líneas rectas, chocando contra las paredes del vaso que las contiene y
produciendo así presión. No es necesario creer que cada partícula recorre una gran distancia
en la misma línea recta. El mismo efecto se producirá también cuando dichas partículas
lleguen a chocar unas contra otras, de modo que la línea recta descrita pueda resultar muy
corta. Clausius ha determinado la longitud media del camino en función de la distancia
media de las partículas y de la distancia entre los centros de dos partículas, cuando el choque
llega a producirse. Actualmente no disponemos de ningún medio para determinar cualquiera
de estas distancias, pero ciertos fenómenos, tales como la fricción interna de los gases, la
conducción del calor a través de un gas y la difusión de un gas a través de otro, parecen
indicar la posibilidad de determinar con exactitud el recorrido medio que una partícula
describe entre dos choques sucesivos. Para fijar los fundamentos de tales investigaciones
sobre principios mecánicos estrictos, demostraré las leyes del movimiento de un número
infinito de esferas pequeñas, duras y perfectamente elásticas, que ejercen influencia mutua
sólo durante el impacto.
****
Proposición 4ª. Hallar el número medio de las partículas cuyas velocidades están
entre límites dados, después de haberse efectuado abundantes choques entre un gran
número de partículas iguales.
Supóngase que N sea el número total de las partículas, x, y, z las componentes de la
velocidad de cada partícula en tres direcciones rectangulares, y el número de
partículas para las cuales x está entre x y x + dx sea Nf (x) dx, donde f (x) es una
función de x por determinarse.
El número de partículas para las cuales y está entre y e y +dy será Nf (y) dy, y el
número de partículas para las cuales z está entre z y z + dz será Nf (z) dz, donde f
representa siempre la misma función.
Ahora bien: la existencia de la velocidad x no afecta en modo alguno a las
velocidades y o z, dado que éstas son todas perpendiculares entre sí e independientes,
de manera que el número de partículas cuya velocidad está entre x y x + dx y también
entre y e y + dy, así mismo, entre z y z + dz, es
Si suponemos que las N partículas parten del origen en el mismo instante, entonces
Pero las direcciones de las coordenadas son arbitrarias y, por lo tanto, este número
debe depender sólo de la distancia al origen, es decir:
entre x y x + dx es
3. Para hallar el valor medio de v súmese las velocidades de todas las partículas;
dividiendo luego por el número de partículas, el resultado sería
4. Para hallar el valor medio de v2, súmense todos los valores dividiendo luego
por N:
Éste es mayor que el cuadrado de la velocidad media, como debe ser. De esta
proposición resulta que las velocidades están distribuidas entre las partículas, de
acuerdo con la misma ley, así como los errores están repartidos entre las
observaciones de la teoría del «método de los cuadrados mínimos». Las velocidades
oscilan entre 0 e ∞, pero el número de aquellas que tengan grandes velocidades es
comparativamente pequeño.
Miguel Faraday
Corrientes inducidas 87
1. El poder que tiene la electricidad de tensión, de producir en su vecindad un
estado eléctrico opuesto, se expresa con el término general de inducción.
Dado que este término fue bien recibido en el lenguaje científico, merece
generalizarse en igual sentido para expresar el poder, que las corrientes
eléctricas seguramente poseen, de producir un estado particular en los
cuerpos de su inmediata vecindad, que de otra manera quedarían
indiferentes. Con este significado me propongo emplearla en el presente
opúsculo.
2. Ciertos efectos de la inducción de las corrientes eléctricas ya han sido
examinados y descritos, como, por ejemplo, los efectos de imanación, los
experimentos de Ampère consistentes en aproximar un disco de cobre a una
espiral plana; su repetición con electroimanes de los extraordinarios
experimentos de Arago, y quizá algunos otros. Sin embargo, parecía
improbable*que éstos pudieran ser todos los efectos que la inducción por
corrientes es capaz de producir; especialmente si se tiene en cuenta que,
excepto el hierro, la mayoría de ellos desaparece, mientras que infinidad de
cuerpos que presentan evidentes fenómenos de inducción por la electricidad
de tensión no han sido investigados aún respecto a la inducción por corrientes
eléctricas.
3. Además, aunque adoptemos la hermosa teoría de Ampère, u otra, y a pesar de
cualquier reserva mental que hagamos, resultaría muy extraño —estando
cada corriente acompañada por la correspondiente intensidad de su acción
magnética perpendicular a la corriente— que colocando dentro de la esfera
de esta acción buenos conductores eléctricos no se produjeran en ellos
corrientes inducidas, o no revelaran algún efecto sensible equivalente en
fuerza a tal corriente.
4. Estas consideraciones con sus consecuencias, y la esperanza de obtener
electricidad conforme al magnetismo ordinario, me han estimulado varias
veces a investigar experimentalmente el efecto inductivo de las corrientes
eléctricas. Últimamente he llegado a resultados positivos, y no sólo fueron
colmadas mis esperanzas, sino que obtuve también una clave que me
permitió dar la entera explicación del fenómeno magnético de Arago y
descubrir un nuevo estado que debe de tener, probablemente, una gran
influencia sobre algunos de los efectos más importantes de las corrientes
eléctricas.
5. Me propongo describir estos resultados, no como han sido obtenidos, sino en
forma de proporcionar una reseña de conjunto lo más concisa posible.
Inducción de corrientes eléctricas
6. Cerca de 26 pies de alambre de cobre de un vigésimo de pulgada de diámetro
fueron enrollados alrededor de un cilindro de madera en forma de hélice,
cuyas espiras estaban impedidas de formar contacto mediante la
intercalación de hilos retorcidos. Esta hélice fue cubierta con tela de algodón,
aplicando luego un segundo alambre de la misma manera. Fueron
superpuestas de este modo doce hélices, cada una de las cuales contenía un
alambre de 27 pies de largo, más o menos, enrollados todos ellos en la misma
dirección. La primera, tercera, quinta, séptima, novena y undécima de estas
hélices fueron conectadas extremo con extremo, de modo que formaban una
hélice. Las otras fueron conectadas de una manera similar, obteniéndose así
dos hélices generales, estrechamente intercaladas con la misma dirección,
cada una de 155 pies de largo, sin tocarse en parte alguna.
7. Una de estas hélices fue conectada con un galvanómetro, y otra con una
batería voltaica bien cargada de diez pares de placas cuadradas de 4 pulgadas
de lado, siendo las de cobre dobles. Sin embargo, ni la más leve desviación
pudo observarse en la aguja del galvanómetro.
8. Se construyó una hélice compuesta similar, que constaba de seis alambres de
cobre y seis alambres de hierro dulce. La hélice de hierro contenía 214 pies
de alambre, y la de cobre 208 pies. Pero, al pasar la corriente del recipiente a
través de la hélice de cobre o la de hierro, no se podía observar efecto alguno
en el galvanómetro.
9. En éste y otros muchos experimentos análogos, no había diferencia alguna,
en el efecto de cualquier índole, entre el hierro y otros metales.
10. Un alambre de cobre de 203 pies fue enrollado alrededor de un gran bloque
de madera; otro similar de 203 pies fue ínter calado en forma de hélice entre
las espiras de la primera bobina, impidiendo el contacto metálico en todas
partes, mediante hilo retorcido. Una de estas hélices fue conectada con un
galvanómetro, y la otra, con una batería bien cargada de cien pares de placas,
de 4 pulgadas de lado, con cobres dobles. Al hacer el contacto, se produjo en
el galvanómetro un efecto repentino y muy débil, habiendo también un leve
efecto similar, al romperse el contacto con la batería. Pero mientras la
produce.
G. La relación entre la cantidad de electricidad libre en un punto y los
desplazamientos eléctricos en sus proximidades.
H. La relación entre el aumento o disminución de la electricidad libre y las
corrientes eléctricas en sus proximidades.
Hay en total veinte de estas ecuaciones, en las que figuran veinte cantidades
variables.
Enrique Hertz
Ondas eléctricas 89
Las ondas cortas fueron excitadas de la misma manera que las largas. El conductor
primario puede ser descrito simplemente de la siguiente manera: Imagínese un
cuerpo cilíndrico de bronce, de 3 centímetros de diámetro y 26 de longitud,
interceptado en la mitad de su largo por la abertura generadora de chispas, cuyos
polos están formados por dos esferas de 2 centímetros de radio. La longitud del
conductor es aproximadamente igual a la mitad de la longitud de onda de la
correspondiente oscilación en alambres rectos; estamos, pues, en condiciones de
determinar en seguida, en forma aproximada, el período de oscilación. Es esencial
que la superficie de los polos sea frecuentemente pulida, y que también durante los
experimentos sea protegida de la iluminación causada por las descargas laterales
simultáneas, pues de otro modo no se excitan las oscilaciones. Siempre puede
saberse si el generador de chispas se encuentra en estado satisfactorio, fijándose en la
apariencia y en el sonido de las chispas. La descarga es conducida a las dos mitades
del conductor por medio de dos alamares cubiertos de gutapercha, que se conectan
cerca del generador de chispas a ambos lados del mismo. En lugar del gran carrete de
Ruhmkorff, hallé más conveniente usar una pequeña bobina de inducción de Keiser
y Schmidt; las chispas más largas que daba, entré puntas, eran de 4,5 centímetros.
Estaba alimentada por la corriente de tres acumuladores, y producía, entre las dos
esferas del conductor primario, chispas de 1 a 2 centímetros. Para los experimentos,
la abertura de éste se redujo a 3 milímetros.
Aquí también las pequeñas chispas inducidas en un conductor secundario eran los
medios para investigar las fuerzas eléctricas en el espacio. Como antes, usé
parcialmente un circuito que podía girar sobre sí mismo, y cuyo período de
oscilación era aproximadamente igual al del conductor primario. Era de alambre de
cuenta que los fenómenos sólo se presentan en la proximidad del eje óptico del
espejo, hablaremos del resultado producido diciendo que es un rayo eléctrico que
proviene del espejo cóncavo.
Construí luego un segundo espejo, exactamente igual al primero, y le adapté el
conductor secundario rectilíneo en tal forma que los dos alambres de 50 centímetros
de largo se hallaban en la línea focal, y los dos alambres conectados al generador de
chispas pasaban directamente a través de la pared del espejo, sin tocarlo. El
generador de chispas estaba entonces situado directamente detrás del espejo, y el
observador podía ajustarlo y examinarlo sin obstruir el curso de las ondas.
Interceptando el rayo con este aparato, tenía la esperanza de poderlo observar a
mayores distancias aún; y la experiencia demostró que no estaba equivocado. En las
habitaciones de que disponía, pude ahora percibir las chispas de un extremo a otro.
La mayor distancia a la cual pude seguir el rayo haciendo construir una puerta, fue de
16 metros; pero de acuerdo con el resultado de los experimentos de reflexión (que
más adelante describiré), no cabe duda de que se podrán obtener de todos modos
chispas a más de 20 metros de distancia en espacios abiertos. Para los restantes
experimentos no son necesarias distancias tan grandes, y es conveniente que las
chispas en el conductor secundario no sean demasiado débiles. Para la mayoría de los
experimentos la distancia más adecuada es de 6 a 10 metros. Describiremos ahora los
fenómenos simples que se pueden efectuar con el rayo sin dificultad. Si no se expresa
lo contrario, debe entenderse que las líneas focales de ambos espejos son verticales.
Propagación rectilínea
Si se coloca una pantalla de cinc de 2 metros de alto y de 1 metro de ancho en la línea
recta que une ambos espejos, y en ángulo recto con la dirección de la propagación de
los rayos, las chispas secundarias desaparecen totalmente. Una sombra también
completa es arrojada por una pantalla de papel de estaño, o de oro. Si un ayudante
camina a través del recorrido del rayo, el generador de chispas secundario se apaga
tan pronto como el rayo es interceptado, y brilla otra vez cuando aquél se aleja del
camino. Los aisladores no detienen el rayo, el cual pasa a través de un tabique de
madera o de una puerta y uno ve aparecer, no sin sorpresa, las chispas en una
habitación cerrada. Si dos pantallas conductoras de 2 metros de alto por 1 de ancho se
colocan simétricamente a izquierda y derecha del rayo y perpendicularmente al
mismo, no interferirán con las chispas secundarias, mientras el ancho de la abertura
no sea menor que la de los espejos, o sea alrededor de 1,2 metros. Si se disminuye la
Guillermo Crookes
Algunas propiedades de los rayos catódicos 90
En los tubos de vacío ordinarios, iluminados por corrientes de inducción, los
fenómenos luminosos siguen la forma del tubo en todas sus curvas y ángulos; un
tubo espiral se ilumina con la misma facilidad que si fuera recto. No pasa lo mismo,
sin embargo, con los fenómenos de fosforescencia verde observables en los de alto
vacío. El rayo molecular91 que da origen a la luz verde se niega en absoluto a doblar
un ángulo, y se irradia desde el polo negativo en líneas rectas, proyectando sombras
intensas y de forma bien definida, de cuanto objeto se le ponga al paso. En un tubo en
U con los polos en los extremos, una de las ramas tendrá un verde brillante, la otra
será oscura, y la luz terminará bruscamente en la curva del vidrio, sobre la cual se
proyecta una sombra. No he podido notar ningún rastro de polarización en la verde
luz fosforescente sobre la superficie del vidrio, excepto, por supuesto, cuando
emerge en ángulo a través del costado del tubo de vidrio.
La proyección desde el polo negativo de una sombra que se tornaba visible mediante
una imagen de forma definida, parecía merecer un examen más minucioso. Fue
construido un tubo como el que se representa en la figura 30. En el centro, dividiendo
el tubo en dos partes casi iguales, hay una fina pantalla de mica, aa, que encaja
sueltamente en un canal que circunda al tubo. De un lado, éste lleva una placa plana
de vidrio de uranio, de 0,5 milímetros de espesor; c es una pieza de hoja de aluminio
en forma de estrella, con un terminal de platino, y d es una estrella similar, hecha de
mica. En cada extremo del tubo hay dos terminales, e y h, que son discos planos de
aluminio, y f y g, son puntas del mismo metal.
Con este aparato, los experimentos se llevaban a cabo mientras se efectuaba el vacío.
Cuando éste es moderado (1 a 2 milímetros) mostrando las estratificaciones y los
fenómenos ordinarios de los tubos de vacío, la luminosidad se extiende desde un
polo hasta el otro. Por ello, si e y g son los dos polos, la luz se extenderá en toda la
longitud del tubo; si, en cambio, e o f es uno de los polos, y c el otro, la luminosidad
ocupa sólo la parte superior del tubo; si e y f son los polos, la luz se mantiene sólo en
el tope. Toda la apariencia indica que ambos polos entren en acción para producir
este fenómeno.
Cuando, en cambio, el vacío es suficientemente
elevado, como para que el espacio oscuro
alrededor del polo negativo haya llenado toda la
extensión del tubo, hay poca diferencia en los
fenómenos de fosforescencia verde y la
proyección de la sombra de c sobre b, cualquiera
que fuere el polo positivo, siempre que e sea el
negativo.
Los aspectos son casi del todo los mismos, y las
sombras proyectadas desde el polo negativo e
son igualmente intensas y definidas, ya sea / o h
el polo positivo.
En realidad, el polo positivo parece tener muy
poco o nada que ver con estos fenómenos.
Las sombras mejores y más definidas son las
arrojadas por los discos planos e y h. Las
proyectadas por los polos en punta, f y g, son débiles y de contornos no muy
marcados. Un anillo de aluminio apenas si da sombra; un polo esférico, debido a que
los rayos emergentes de él divergen más, da sombras débiles y anchas, y un polo
cuadrado actúa igual que un disco. Usando el polo plano superior e como negativo, la
sombra de la estrella c es proyectada nítidamente en la placa de uranio 6, donde se la
ve aumentada en irnos dos diámetros, pero en forma bien definida; y su forma no es
afectada por el hecho de que el polo positivo sea /, g o h, o aun la misma estrella.
Toda la parte superior" del tubo que está en el camino de la proyección directa del
polo negativo brilla con una luz intensa de color verde amarillento. La placa de
uranio está más brillante aún, pero de color verde. Donde la sombra de la estrella cae
sobre ella no se percibe ninguna fosforescencia. El disco de mica a, donde no está
causada por el impacto directo de las moléculas en la superficie del mismo. Estas
sombras no son ópticas, sino moleculares; sólo que se manifiestan por un efecto
ordinario de iluminación. La nitidez de la sombra, cuando es proyectada desde un
polo ancho, prueba que es molecular.
Sin embargo, es cuestionable que la acción química sobre las sales de plata de las
placas fotográficas sea el efecto directo de los rayos X. Es posible que esta acción se
deba a la luz fluorescente que, como se había observado más arriba, se produce en la
placa de vidrio misma o quizá en la capa de gelatina. Pueden usarse, con la misma
ventaja, tanto las «películas» como las placas de vidrio.
No he estado aún en condiciones de comprobar experimentalmente que los rayos X
son capaces de producir una acción calorífica; empero, bien podemos admitir que
este efecto exista, puesto que se ha probado la capacidad de los rayos X de
transformarse, por medio de los fenómenos de fluorescencia observada. Es cierto,
por consiguiente, que todos los rayos X que caen sobre una sustancia, no la
abandonan como tales.
La retina del ojo no es sensible a estos rayos. Aun cuando el ojo se aproxime al tubo
de descarga, no observa nada, aunque como lo ha probado el experimento, los
medios contenidos en el ojo deben ser suficientemente transparentes para transmitir
los rayos.
Después de haber reconocido la transparencia de varias sustancias, de espesor
relativamente considerable, me apresuré a observar cómo se comportaban los rayos
X al pasar a través de un prisma, y a investigar si se desviaban o no por el mismo.
Los experimentos con agua y disulfuro de carbono, contenidos en un prisma de mica
de un ángulo refringente de 30° aproximadamente, no demostraron desviación
alguna, tanto en la pantalla fluorescente como en la placa fotográfica. Para fines de
comparación, se ha observado la desviación de los rayos de la luz ordinaria, bajo las
mismas condiciones, y se ha notado que, en este caso, las imágenes desviadas caían
sobre la placa a unos 10 ó 20 milímetros de distancia de la imagen directa. Por medio
de prismas hechos de ebonita y de aluminio, también de ángulo refringente de 30°
aproximadamente, obtuve imágenes en la placa fotográfica, en las que quizá pueda
notarse una pequeña desviación. Sin embargo, el hecho es muy incierto; la
desviación, si existe, es tan pequeña, que en todo caso, el índice de refracción de los
rayos X en las sustancias nombradas no puede ser mayor que 1,05, a lo sumo. Con
una pantalla fluorescente tampoco estuve en condiciones de observar desviación
alguna.
De todo esto se infiere que los rayos X no pueden concentrarse mediante lentes; pues
ni una gran lente de ebonita ni una lente de vidrio tienen influencia alguna sobre los
mismos. La imagen de sombra de una varilla redonda es más oscura en el medio que
en el borde, mientras que la imagen de un tubo lleno de una sustancia más
rayos X en todas direcciones. Los rayos X provienen del punto donde, conforme a los
datos obtenidos por diferentes investigadores, los rayos catódicos chocan contra la
pared de vidrio. Si los rayos catódicos, dentro del aparato de descarga, se desvían por
medio de un imán, se observa que los rayos X proceden de otro punto, a saber, de
aquel que es el nuevo punto terminal de los rayos catódicos.
Por esta razón, los rayos X, que es imposible desviar, no pueden ser rayos catódicos
simplemente transmitidos o reflejados, sin cambio, a través de la pared de vidrio. La
mayor densidad del gas exterior al tubo de descarga no puede, ciertamente, explicar
la gran diferencia en la deflexión, conforme a Lenard.
Llego, pues, a la conclusión de que los rayos X no son idénticos a los rayos
catódicos, pero son producidos por los rayos catódicos en la pared de vidrio del
aparato de descarga.
Esta producción se efectúa no sólo en el vidrio, sino también en el aluminio, como he
tenido ocasión de observar en un aparato cerrado por una placa de dicho metal de 2
milímetros de espesor. Otras sustancias serán examinadas más tarde.
La justificación para llamar por el nombre de rayos al agente que proviene de la
pared del aparato de descarga, la derivo en parte de la formación enteramente regular
de las sombras que se ven cuando se colocan cuerpos más o menos transparentes
entre el aparato y la pantalla fluorescente (o la placa fotográfica).
He observado, y en parte fotografiado, muchas imágenes de sombras de esta índole,
cuya producción tiene un encanto particular. Poseo, por ejemplo, fotografías de la
sombra del perfil de una puerta, que separa las piezas en que, por un lado, se colocó
el aparato de descarga y, por el otro, la placa fotográfica; la sombra de los huesos de
la mano; la sombra de un alambre cubierto arrollado sobre un carrete de madera; la
de un grupo de pesas contenidas en una caja; la de un galvanómetro en que la aguja
magnética está completamente rodeada por un metal; la de una pieza metálica, cuya
falta de homogeneidad se observa fácilmente mediante los rayos X, etc.
Otra prueba concluyente de la propagación rectilínea de los rayos X es la fotografía
que, por medio de un agujero de alfiler, logré hacer del aparato de descarga, mientras
estaba envuelto en papel negro; la imagen es débil, pero inequívocamente correcta.
He tratado, de varias maneras, de descubrir fenómenos de interferencia de los rayos
X, pero, por desgracia, sin éxito, quizá sólo por su débil intensidad.
Se han iniciado experimentos, que aún no están terminados, para establecer si las
fuerzas electrostáticas afectan de algún modo a los rayos X.
Al considerar la cuestión de lo que son los rayos X, que, como hemos visto, no
pueden ser rayos catódicos, quizá podamos ser inducidos, primero, a creer que son
luz ultravioleta, debido a su activa fluorescencia y a sus acciones químicas. Pero al
hacerlo así, nos enfrentamos con graves objeciones. Si los rayos X son luz
ultravioleta, esta luz debería tener las siguientes propiedades:
a. Al pasar del aire al agua, disulfuro de carbono, aluminio, sal gema, vidrio,
cinc, etc., no sufre refracción que sea digna de mención.
b. Por ninguno de los cuerpos nombrados puede ser reflejada regularmente en
grado apreciable.
c. No puede polarizarse por ninguno de los métodos ordinarios.
d. Su absorción no está influida por ninguna otra propiedad de las sustancias
tanto como por su densidad.
Quiere decir que debemos admitir que estos rayos ultravioletas se comportan de
modo diferente a los rayos ultrarrojos, visibles y ultravioletas, conocidos hasta ahora.
No he estado en condiciones de llegar a esta conclusión, y por esto he buscado otra
explicación.
Parece que existe alguna clase de parentesco entre los nuevos rayos y los rayos de
luz; por lo menos, esto está indicado por la formación de las sombras, la
fluorescencia y la acción química producida por ambos. Ahora bien: sabemos hace
ya tiempo que puede haber en el éter vibraciones longitudinales aparte de las
vibraciones lumínicas transversales, y, de acuerdo con los puntos de vista de
diferentes físicos, estas vibraciones deben existir. Su existencia, a decir verdad, no ha
sido probada hasta el presente y, en consecuencia, sus propiedades no han sido
investigadas experimentalmente.
¿No deberán, pues, los nuevos rayos su origen a vibraciones longitudinales en el
éter?
He de confesar que en el curso de la investigación, me he persuadido cada vez más de
esta idea, de tal manera que me permito adelantar esta hipótesis, aunque me doy
perfecta cuenta de que la explicación dada necesita otra corroboración
Notas:
1
«Halagado y entretenido —cuenta Plutarco— por una sirena doméstica, Arquímedes se olvidaba del propio alimento
y cuidado de su persona, hasta el extremo de tener que ser llevado por la fuerza a ungirse y bañarse.»
2
Esta célebre frase se encontrada en la obra perdida Sobre la balanza y fue salvada del olvido por Plutarco.
3
El incendio de los barcos de Marcelo por los espejos (ustorios) de Arquímedes, fue una invención de los
historiadores. Una obra perdida de Arquímedes, de la cual conocemos, gracias a citas de otros autores, algunos
fragmentos, contenía investigaciones sobra problemas ópticos, y entre ellos sobra espejos ustorios; tal vez esta obra
sirvió como base de la leyenda.
4
Plutarco (Vidas paralelas, capítulo XIV) afirma que Arquímedes consideraba la mecánica práctica como «un oficio
indigno»
5
Hiparco de Nicea fue, probablemente, el primero que construyó una dioptra destinada a observaciones astronómicas.
El instrumento de Herón es más completo y de uso más general.
6
Bacon no menciona la invención de las gafas probablemente hecha en el penúltimo decenio del siglo XIII. Ni Bacon
ni el florentino Salvino degli Armati, al cual también se le atribuyó por mucho tiempo la invención, son los inventores.
Según la crónica del pisano Domingo do Peccioli, tal mérito correspondería a su compatriota Alejandro della Spina. En
realidad, ignoramos quién fue el constructor de los primeros anteojos, cuyo origen tal vez deba ser buscado en la ciudad
de Murano, célebre por sus pulidores de cristal.
7
Un progreso ulterior en el conocimiento del fenómeno es debido a Teodorico de Sajonia que, dos decenios después de
la muerte de Bacon, explicó el arco iris (De iride, 1311) por la doble refracción y reflexión, y el arco complementario
por la doble refracción y la doble reflexión en el interior de las gotas.
8
Véase Schück: Der Kompass, 1911. Agreguemos que Schück admite que los noruegos, independientemente de otros
pueblos, habrían conocido la brújula desde el siglo IX.
9
La declinación de la brújala no fue observada por Pedro Peregrino de Maricouri. La fecha de su descubrimiento es
incierta; sin embargo, era conocida antes de los viajes de Colón, que la observó. La inclinación fue registrada por
primera vez por el alemán -Jorge Hartmann en 1544.
10
Nicolás Oresma (m. 1382), Guillermo de Occam (m. 1345)), Alberto de Sajonia (m. 1390), precedidos por el
misterioso personaje Jordán Nemorario (hacia 1230) y seguidos por Nicolás de Tusa (1401-1464), son autores de esas
tentativas. Los resultados, poco coherentes, tienen el mérito de haber anticipado algunos elemento de la dinámica del
gran toscano.
11
Leonardo llama al momento estático, como antes lo hiciera Jordán Nemorario, «gravitas secundum situs».
12
¿Hasta qué punto la mecánica de Leonardo es inspirada por los pensadores antiperipatéticos de la Edad Media? La
cuestión fue tratada con profunda erudición por el físico e historiador Pedro Duhem (Origines de la statique, París,
1906, y Études sur Leonardo da Vinci, París, 1913), que disponía de los manuscritos inéditos de escolásticos
conservados en la Biblioteca Nacional de París. Duhem, admirador de los maîtres parisiens de la escolástica del siglo
XIII, atribuye a éstos ideas esenciales de Leonardo y encuentra prácticamente las bases de la mecánica davinciana en el
manuscrito de un escolástico anónimo, al que llama precursor de Leonardo. Sin embargo, no cabe duda de que el juicio
de Duhem no está libre de la influencia de su predilección por los pensadores medievales de Francia.
13
Las investigaciones de Pedro Duhem (Origines de la statique, página 37 y sigs.) no dejan lugar a duda de que el
matemático Jerónimo Cardano (1501-1576) conoció los manuscritos dejados por Leonardo; su teoría de la palanca
reproduce ideas de su gran compatriota. La influencia de Leonardo es visible también en los trabajos de Nicolás
Tartaglia (1506-1657); éste, sobrestimado algún tiempo, era en mecánica un investigador mediocre. Sus modestos
méritos personales se reducen a haber reconocido —aunque deduciéndolo de premisas erróneas— que la trayectoria de
un cuerpo lanzado es una curva (y no como enseñaban los peripatéticos, un compuesto por dos rectas y una curva). El
proyectil, estableció Tartaglia. adquiere su mayor alcance horizontal, si es con un ángulo de elevación de 45°. Un
crítico mucho más agudo que Tartaglia, de la mecánica aristotélica, es Juan Bautista Benedetti (1630-1590). La causa
de la aceleración de los cuerpos en la calda libre no puede ser el aire; éste, afirma Benedetti, dificulta, en vez de
acelerar, la caída. Al estudiar el movimiento circular de una piedra ligada a la punta de un hilo, Benedetti reconoce la
tangente como dirección hacia la cual tienden los cuerpos rotativos.
14
El método que permitió a Stevin determinar la presión hidrostática sobre la» paredes del recipiente ofrece particular
interés, puesto que implica el cálculo integral mucho tiempo antes de su invención. Discípulo de Arquímedes, Stevin
divide las paredes del recipiente en bandas horizontales, g 1, g2, etc., formando así una serie de áreas rectangulares.
Considera la presión sobre área g1. Ésta, razona Stevin, es más grande que la presión que produciría un prisma líquido
de la altura h1 y de la base g1; por otra parte, es más pequeña que la que sería producida por un prisma con la altura h2
y la base g2. Sumando las presiones, Stevin obtiene dos sumas, de las cuales sabe que una es superior y la otra inferior
al valor buscarlo. Elige, pues, las bandas rectangulares cada vez más estrechas. La diferencia de las dos sumas se
reduce progresivamente y el límite común al cual se aproximan es la presión verdadera.
15
La imponderabilidad del magnetismo fue registrada antes de Gilbert por el constructor de brújulas Roberto Norman.
16
En griego «Tierra minúscula»
17
La causa de la orientación norte-sur de la aguja imanada era explicada antes de Gilbert por hipótesis fantásticas.
Peregrino creía que la aguja es atraída por los polos celestes, y Cardano que es atraída por las estrellas de la cola de la
Osa Mayor; Bossard pensaba que se dirige hacia los polos de! Zodiaco.
18
A. Einstein v L. Infeld: Physik ah Abenteuer als Erkenntnia, 1938.
19
Hoppe: Histoire de la Physique, París, 1928.
20
Elogio de Edmundo Halley en el prefacio de los Principia.
21
Inscripción que lleva la estatua de Newton erigida frente al Trinity College.
22
En la fórmula de Laplace, e está multiplicada por la razón entre los calores específicos a presión y volumen
constantes.
23
Whewell: Philosophy of the inductive Sciences, Londres, 1847.
24
En 1672, en las Philosophical Transactions.
25
En el libro tercero de la Óptica, cuestión 29.
26
Mariotte fue hostil a Newton porque no logró repetir sus experimentos.
27
Ahora sabemos que el centro dinámico del sistema, el Sol, está sometido a una inevitable decadencia y disipa en
forma de calor y luz su masa en los abismos del espacio, entrañando esta pérdida la lenta desagre-gación del sistema.
No podemos, por consiguiente, atribuir nosotros a la demostración de Laplace el mismo valor que le concedieron sus
contem-poráneos.
28
H. Crewe: Bise of modem Physics, Baltimore, 1935.
29
Philosophical Tramactions, vol. 38, 1734.
30
Philosophical Transactions, vol. 17, 1798.
31
Véase Le Blano: Les idées nouvelles sur la théorie des piles, en Revue Générale des Sciences, 1899.
32
Carta de Hansteen a Faraday, 30 de diciembre de 1857 (citada por Crewe: Bise of modern Physics)
33
Mayer no emplea la palabra «energía», la llama «fuerza». No obstante, el concepto actual de la energía aparece con
deslumbrante claridad desde su primer escrito. Aun cinco años más tarde, en 1847, Helmholtz sigue hablando de la
conservación de la fuerza. Fue el físico inglés Guillermo Juan Macquorn Rankine quien introdujo en la física, en la
sexta década del siglo, la palabra «energía». Anterior es la expresión «trabajo mecánico», creada por los franceses
Gaspar Gustavo Coriolis y Juan Víctor Poncelet, hacia 1825. Este último propuso como unidad de trabajo mecánico al
kilográmetro.
34
Helmholtz: Vortráge und Reden, vol. II.
35
¿Fue un dios quien trazó estos signos?
36
Wiedemanns Annalen, 34, 1888.
37
Discorsi e dimostrazioni matematiche, 1637, III jornada.
38
Jornada IV de los Discorsi
39
Carta de Torricelli a Miguel Angel Ricci, datada el 11 de junio de 1644 (Opei a omnia, 1919, vol. III).
40
Experimenta nova, ut vocantur, magdeburgica, 1672; reproducida en alemán en «Ostwalds Klassiker», vol. 59
41
Experimenta nova, ut vocantur, magdeburgica, 1 6 72
42
Pascal: Carta a su cuñado Périer, en Clermont (1648).
43
Carta de Périer fechada el 22 de septiembre de 1648.
44
Mínimo, religioso de la orden de San Francisco de Paúl
45
Discours sur la nature de l'air, 1676 (publicado en Overa omnia, Leiden, 1717).
46
De magnete magneticisque corporibus, 1600; reproducido en inglés en W. F. Magic: Source Book in Physics, 1935
47
Horólogium oscillatorium, primera parte, 1673; edición alemana en «Ostwalds Klassiker», vol, 192, Leipzig, 1913.
48
Horologium oscillatorium, cuarta parte.
49
De motu corporum ex percussione, 1703; edición alemana en «Ostwalds Klassiker», vol. 138
50
Traité de la lumiére, París, 1690
51
Experimenta crystalli islandici disdiaclasticit quibus mira et insólita refractio detegitur, 1669
52
Memoria presentada a la Academia Francesa en 1676; publicada en las Mémoires de VAcadémie des Sciences, 1730
53
Philosophiae naturalis principia mathematica, 1687, libro III, «Sistema del mundo», capítulo I. Los textos que
siguen reproducen los teoremas 3 a 10
54
Los textos a que Newton se refiere dicen así: Fenómeno 6: El radio vector que une Luna y Tierra barre áreas
proporcionales a los tiempos. El parágrafo 14 dice: Todo cuerpo que se mueve en una curva cualquiera cuyos radios
están dirigidos hacia un punto que se halla fijo o en movimiento rectilíneo y uniforme y que describe alrededor de ese
punto espacios proporcionales al tiempo, es impulsado por una fuerza centrípeta dirigida hacia dicho punto. Parágrafo
16: Todo cuerpo cuyo radio de unión con el centro de otro cuerpo, que se mueve de manera arbitraria, describe
alrededor de ese punto áreas proporcionales al tiempo, se halla sometido a ima fuerza que está compuesta de la fuerza
centrípeta dirigida hacia el otro cuerpo, y de toda la fuerza aceleratriz que impulsa a ese otro cuerpo.
55
§ 110. Teorema. Si en un sistema de cuerpos A, B, C, D, etc.,
uno de ellos, A, atrae a los demás con fuerzas aceleratrices que son inversamente proporcionales a los cuadrados de sus
distancias al cuerpo que atrae; y si además sucede lo mismo con el cuerpo B respecto a los otros A, C, D, etc., entonces
las fuerzas absolutas de A y de B están entre sí como los cuerpos A y B mismos.
En efecto: las atracciones aceleratrices de todos los cuerpos B, C, D, etcétera, hacia A son iguales entre sí a iguales
distancias, de acuerdo con la hipótesis; lo mismo vale para las atracciones de todos los cuerpos sobre B. Pero la fuerza
absoluta de atracción del cuerpo A es a la fuerza absoluta de atracción del cuerpo B como la atracción aceleratriz de
todos los cuerpos sobre A es a la atracción aceleratriz de todos los cuerpos sobre B; en ambos casos se sobrentienden
para las mismas distancias. La misma relación existe entre la atracción aceleratriz del cuerpo B sobre A, y la de A sobre
B. Pero la atracción aceleratriz del cuerpo B sobre A es a la de A sobre B, como la masa de i es a la masa de B, porque
las fuerzas motrices que (según las aclaraciones 2, 7 y 8) se originan de las fuerzas aceleratrices referidas a los cuerpos
atraídos (según la ley 3ª) son iguales entre sí. Por lo tanto, la fuerza absoluta de atracción del cuerpo A es a la del cuerpo
B como la masa de i es a la masa B; conforme queríamos demostrar.
56
Introducción de los Principia, traducción al castellano por G. de Zúñiga en Selección de las obras de Newton
(Colección Austral).
57
El plano de la rueda se supone levantado perpendicularmente sobre el plano del horizonte
58
Optica, 1704, libro I.
59
El cerebro
60
Optics, libro III, cuestiones 28, 29 y 30
61
Hydrodynamica, Estrasburgo, 1738; capítulo X. Reimpreso en inglés en H. Cbew: Bise of modern Physics. 1935.
62
Systéme général des intervalles des sons, publicado en Mémoires de L'Académie des Sciences, 1701.
63
Lectures on the elementa of Ghemiatry, Londres, 1803.
64
Philosophical Transactions, vol. 38, 1734.
65
Carta de Franklin a Collinson, fechada el 1 de septiembre de 1747, reproducida en Coupin: Lectures scientifiques,
París, 1911.
66
Mémoire de L'Académie des Sciences, 1788.
67
De viribus electricitatis in motu musculari commentarius, 1791; reimpreso en traducción alemana en «Ostwalds
Klassiker», vol 52.i
68
Carta a sir J. Banks, presidente de la Sociedad Real de Londres, datada el 20 de marzo de 1800, publicada en
Philosophical Transactions, 1800.
69
Philosophical Transactions, 1807; reimpreso en francés, en Coupin: Lectures scientifiques, 1911
70
Experimenta circa efficaeiam conflictus electrici in acum magneticam, 1820; reproducido en traducción alemana en
«Ostwalds Klassiker», volumen 63.
71
Anuales de Chimie et de Physique, serie II, vol. 15, 1820.
72
Course of lectures on natural philosophy, 1807.
73
Deuxiéme mémoire sur la diffraction de la lumiére (supplemento), presentada a la Academia Francesa en 1816.
74
Sur une expérience relative á La vitease de propagation de la lumiére, en Comptes Rendus, vol. 29, 1849.
75
Monatsberichte der Akademie der Wissenschaften, Berlín, 1859; reproducido en «Ostwalds Klassiker», vol. 100.
76
Monatsberichte der Akademie der Wissenschaften, Berlín, 1859; reproducido en «Ostwalds Klassiker», vol. 100.
77
Recherches sur la dilatation des gaz et vapeurs, en Armales de Ghirrvie, 1802; reproducción en alemán en
«Ostwalds Klassiker», vol 44.
78
Mi balón podía contener, más o menos, 350 gramos de agua.
79
Por extremadamente pequeñas que sean las diferencias de estos resultados, creo que habría podido disminuirlas aún
más si hubiese medido la posición del barómetro en el momento de la ebullición. Sin embargo, durante la ebullición,
nunca he olvidado leer la temperatura del termómetro en el agua hirviendo, aunque nunca he podido comprobar
diferencias, Y es que habría sido necesaria una variación de 1 pulgada en la columna barométrica, para producir una
variación del grado en el punto de ebullición del agua. De todos modos, el promedio de 137,5 partes debe de estar muy
cerca del verdadero.
80
Recherches sur quelques points imporiants de la Théorie de la Chaleur, publicado en Anuales de Chemie et de
Physique, vol. 10, 1819.
81
Réflexions sur la puissance motrice du feu, 1824; reimpreso en Coupin: Lectores scientifiques, 1911.
82
Bemerkungen über die Kráfie der unbelebten Natur, publicado en Annalen der Pharmacie und Chemie, 1842;
reimpreso en W. Ostwald: Die Energie, Leipzig, 1909, traducción castellana, Madrid, 1911.
83
Philosophtcal Transactions, 1850.
84
Über die bewegende Kraft der Wárme, 1850; reimpresa en «Ost- wálds Klassiker», vol. 99.
85
Illustrations of the dynamical theory of gases, publicado en Philosophical Magazine, 1860; reimpreso en W. F.
Magie: Source Booh in Physics, 1935.
86
De la condensation de l'oxigéne et de l'oxyde de carbone, en Gomptes Rendus, vol. 85, 1877.
87
Experimental researches in electricity, vol. I, primera serie; publicado por vez primera en Philosophical
Transactions, 1832; reproducido en alemán, en «Ostwalds Klassiker», vol. 81.
88
Experimental researches in electricity, vol. I, primera serie; publicado por vez primera en Philosophical
Transactions, 1832; reproducido en alemán, en «Ostwalds Klassiker», vol. 81.
89
Über Strahlen elektrischer Kraft, publicado en Sitzungsberichte der Berliner Akademie der Wissenschaften, 1888;
reimpreso en Annalen der Physik, vol. 36, 1889.
90
On the illumination of Unes of electrical pressure and the trajectory of molecules, 1879; reimpreso en W. F. Magie:
Source Book in Physics, 1935.
91
Crookes llama rayo molecular a nuestros rayos catódicos.
92
Über eine neue Art von Strahlen, publicado ©n 1895, en Sitzungs- berichte der Würzburger
Physikalisch-Medizinischen Oesellschaft; reimpreso en Wiedemann, Annálen der Physik, 1898.