Rituales para Lluvia Gil Garcia
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RESUMEN
Este trabajo presenta un estudio bibliográfico y plantea un estado de la cuestión sobre los rituales para
llamar la lluvia en el centro y sur andino, tratando de sintetizar puntos comunes dentro de sus múltiples
variables. Para ello se presta especial atención a las instancias de invocación por un lado y a las ofrendas
por otro, sin perder de vista el proceder de los ritualistas a la hora de hacer llegar las segundas a las
primeras.
Palabras clave: Rituales para llamar la lluvia, espacios ceremoniales, agua, lagos y lagunas, cerros,
ofrendas.
ABSTRACT
This paper presents a literature review and the state of the question on rituals to call the rain in central
and southern Andes, due to synthesize commonalities within their multiple variables. I pay particular
attention to instances of invocation, offerings, and the conduct of ritualistas (ritual specialists).
Key words: rituals to call the rain, ceremonial spaces, water, lakes and ponds, mountains, offerings
1. Introducción
ritos coyunturales, algo que es tan sólo en parte cierto. Efectivamente, en muchos
casos se llamará a la lluvia exclusivamente cuando sea necesario contrarrestar una
pertinaz sequía. En un año normal, las lluvias empezarían a caer en noviembre, pero
si septiembre, octubre y noviembre han sido meses muy secos y en diciembre todavía
no ha llovido, será entonces cuando se proceda a llamar a la lluvia. Esta eventualidad
complica el desarrollo de un trabajo de campo planificado con antelación, que queda
así a merced de las condiciones meteorológicas del año y sobre todo de la casualidad
de que el investigador se encuentre en el lugar adecuado en el momento oportuno.
Pero también pueden ser ritos programados dentro del ciclo anual, quizás el único
rito anual que celebra la comunidad (p.ej. en la comunidad kallawaya de Niñokorin,
donde, aunque ya esté lloviendo, no dejan de celebrar todos los meses de diciembre
su particular llamado de lluvia, el Tarpuy Qallay [Rösing 1996: 350-353]), y más
aún el único costumbre que celebran comunidades muy mestizadas y con evidente
pérdida de tradiciones (p.ej. las comunidades kallawayas del altiplano boliviano de
Chucuipo o Jatichulaya [Rösing 1996: 353-357]), o con fuerte y constrictora presen-
cia evangélica (p.ej. la comunidad aymara de Upinhuaya, en el altiplano de La Paz,
Bolivia [Rösing 1996: 358-366]). Ritos que entonces tendrán lugar durante el mes de
noviembre, pasada la festividad de Todos los Santos, o a primeros de diciembre a más
tardar. Incluso podríamos encontrar comunidades que celebran un llamado de lluvia
cíclico complementado o reforzado con ritos específicos de tipo coyuntural (p.ej.
Chari, en la región kallawaya, con un rito anual en la segunda semana de septiembre
que, de no surtir efecto más o menos inmediato, puede verse reforzado con ritos es-
pecíficos hasta diciembre [Llanos 2004]).
Pero además se da el caso –y esto sí que dificulta su reconocimiento y análisis, al
tiempo que los silencia en los buscadores de bases de datos– de que muchos llamados
de lluvia han quedado absorbidos y hasta diluidos dentro de rituales vinculados al
tiempo de siembra, durante los meses de febrero y marzo (p.ej. en el valle del Colca,
Perú [Valderrama y Escalante 1988]); o a la limpieza de canales y el «despertar» de los
sembradíos en primavera (p.ej. en Puquio –Ayacucho, Perú– [Valiente 1986] o tam-
bién en diferentes comunidades atacameñas de Antofagasta, Chile [Barthel 1986]); o
al traspaso de poderes entre «alcaldes de aguas» (Gelles 2002; Sikkink 1997; Valde-
rrama y Escalante 1988); o al reparto de aguas de riego bien entre comunidades, bien
entre vecinos (Gerbrandy y Hoogendam 1998); o a grandes rituales comunitarios
anuales destinados a la resolución de conflictos, la aplicación de reconocimientos y
castigos, el control simbólico del agua y del poder político, y/o a la propiciación de
prosperidad para el pueblo (p.ej. en Casta –Huarochirí, Perú– [Gelles 1996]). Y hasta
puede que los llamados de lluvia se desliguen del conjunto de ritos agrícolas y pasen
a ser abordados desde la perspectiva del mundo mágico y la medicina tradicional
como un tipo de «magia pluvial» (Polia Meconi 1988: 89-96).
Con este panorama, no es de extrañar que entre los llamadores de lluvia menciona-
dos en la literatura etnográfica aparezcan especialistas rituales de diferente condición
y estatus, maestros de ceremonias (aparentemente no especialistas rituales), alcaldes,
regidores, síndicos, distintos escalafones en el sistema de cargos (cívico y/o ritual)
de las comunidades, y hacedores de lluvia. Llamadores versus hacedores de lluvia
es una distinción que va más allá del juego de palabras –inspirada en el trabajo de
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Antúnez (1986) sobre el riego en Aija (Ancash, Perú)– y que tiene que ver con la idea
de que los primeros llaman a la lluvia mediante rezos, ofrendas o «magias», mientras
que los segundos la fabrican mediante técnicas de control climático por medio de las
cuales se altera la meteorología local y se logra generar nubes pluviales. Sin embar-
go, por operatividad de conceptos en este artículo de síntesis, prefiero reservar estas
diferenciaciones de matiz para otro trabajo específico y considerar aquí a todos bajo
el rubro neutro de ritualistas 3 u oficiantes en los ritos para llamar la lluvia.
Sea como fuere, y al margen de distinciones entre ritualistas y sus procederes, la
base de los llamados de lluvia queda anclada dentro de una visión cósmica de la cir-
culación del agua: de los cerros y lagunas, a los manantiales, a los canales de riego, a
los campos, o directamente al mar... ahí se evapora y se convierte en agua contenida
en nubes pluviales que nuevamente habrán de descargar su agua; todo ello organiza-
do en torno a una concepción cíclica del tiempo que diferencia claramente entre la
época de secas y la época de lluvias. Por eso, los hombres enfrentan la sequía como
un desorden a combatir, a remediar, manipulando la Naturaleza a través del rito para
lograr que este equilibrio fundamental se restituya. En este sentido –tengámoslo bien
presente a la hora de entender el sentido y la lógica de los llamados de lluvia–, hacer
lo imposible por atraer a la lluvia no se entiende como una forma de oponerse a la
Naturaleza, sino más bien de mantener dicho equilibrio roto por diferentes causas,
naturales o sobrenaturales (v.gr. Llanos 2004: 163; Valderrama y Escalante 1988:
104-105; Van der Berg 1980).
2. Cerros y lagunas
Si antes señalé diversas instancias de invocación en los rituales para llamar la lluvia,
lo cierto es que todas ellas quedan concentradas en torno a dos escenarios ceremonia-
les fundamentales, que se vuelven asimismo en instancias de invocación de primer
orden: los cerros y las lagunas, constructores del espacio simbólico de las alturas.
Ahora bien, no cualquier cerro y tampoco cualquier laguna. Lógicamente, cada co-
munidad se sitúa a la sombra de sus cerros tutelares y es a ellos a los que recurre a la
hora de pedir agua de lluvia, porque en ellos habitan las «divinidades», el Rayo (Illa-
pa/Santiago), los vientos, los antepasados, o por el mero hecho de que las altas cum-
bres de la cordillera andina suelen estar coronadas de nubes; a los cerros se presupone
el poder sobre las nubes y en particular sobre las nubes pluviales. Cerros propios pero
también cerros ajenos que son apropiados como parte de los paisajes rituales ora de
las comunidades, ora de los especialistas rituales que ofician el llamado de lluvia. En
ocasiones –señala Vellard (1981: 170)–, estas grandes cumbres (Sajama, Illimani,
Illampu, Huayna Potosí, Mururata, entre otras), antropomorfizadas y divinizadas, se
3 Bajo la denominación de ritualistas se engloban todos aquellos especialistas rituales, sabios, curanderos,
brujos, chamanes, etc., que bien como consecuencia de un don y/o tras haber superado un período de iniciación
y formación, son capaces de sanar enfermedades, adivinar, invocar a los espíritus, entrar en contacto con las
entidades tutelares, etc., y a los que se suele encomendar la tarea de oficiar los ritos. Quedan así diferenciados
de otros oficiantes que, en virtud de su estatus dentro de la comunidad, por estar desempeñando un cargo o por
patrocinar una celebración o un ritual, pudieran desempeñar tareas puntuales en un rito determinado.
comportan como chiquillos que juegan entre sí pasándose las nubes que soplan los
vientos. Por eso en el día de San Andrés, patrón de los vientos, los ritualistas eligen a
su favorito y apuestan por él, rogándole al mismo tiempo que cuando logre quedarse
con las nubes las lleve sobre sus comunidades.
Algo similar creen los kallawayas de Khaata (La Paz, Bolivia) que ocurre con los
lagos. El más importante dentro de su entorno regional es el Pachacota, pero a veces
otros le toman la mano y se hacen con el control de las nubes pluviales. Por eso el
ritualista, previo al llamado de lluvia, debe leer la hoja de coca para averiguar a qué
lago debe apelar, cuál es el «poseedor de la lluvia» en ese momento (Rösing 1996:
343-344).
Protagonistas de primer orden en la construcción de los paisajes simbólicos de las
alturas, cerros y lagunas suelen actuar de la mano, ya sea porque para acceder a las
lagunas es necesario ascender los cerros, ya porque las aguas del cerro y las de las
lagunas deban «casarse» para reforzar la efectividad del rito. Pensando en términos
duales, el cerro es masculino, y tanto el agua en general como la lluvia en particular
son femeninos. Y digo en términos generales porque en esos paisajes sagrados, defi-
nidos a partir de entornos lacustres, es frecuente distinguir entre lagos/lagunas mas-
culinos y femeninos. Lo mismo ocurre en el caso de los manantiales de los cerros:
interpretadas como la sangre o el semen de estos, representarán indefectiblemente lo
masculino, mientras que conceptualizadas como las esposas/amantes de estos remi-
tirán a lo femenino (v.gr. Valderrama y Escalante 1988 para el caso de los nevados
Mismi y Waranqate, en el valle del Colca, Perú); incluso puede ser que entre los ma-
nantiales de un mismo cerro se distinga entre masculinas y femeninas, buscando el
llamado de lluvia casar a las distintas aguas, dando así al rito una dimensión sexual y
procreadora que, a través de la lluvia, engendre vida en sembradíos campos y pastos,
como comentaré más adelante.
Originada entonces en cerros y lagunas, el agua de lluvia es agua de las alturas,
y por tanto resulta investida de «poderes» a la hora de movilizar a los elementos de
la Naturaleza; un agua, en suma, peligrosa si no sabe identificarse y manejarse bien.
Así, Van der Berg (1989: 70, citando informes de campo inéditos de X. Albó para los
años 1971-1974) recoge que en Corpa (Ingavi, La Paz, Bolivia) distinguen tres tipos
de agua de las cumbres: una de lluvia (la más dulce), otra de nevada (la más sala-
da) y otra de granizo (llamada «agua mineral»), y que hay que tener cuidado de no
equivocarse al recogerla si no queremos obtener efectos nefastos no deseados. Algo
similar señala Tillmann (1997: 107-108) para el caso de las lagunas de Tamias, en
el valle oriental del Mantaro (Jauja, Perú): una de lluvia (femenina), otra de granizo
(masculina), y otra –la más perjudicial– del Rayo (masculina), generalmente ocultas
entre brumas, por lo que el ritualista deberá ser capaz de reconocerlas perfectamente
para no equivocarse y desatar tempestades en vez de lluvias propicias.
Pero no sólo opera sobre el paisaje esta división masculino/femenino, sino en oca-
siones también sobre los especialistas rituales. Así por ejemplo, Rösing (1996: 361-
363) señala cómo en algunas comunidades kayawallas del altiplano de La Paz (Bo-
livia), y de manera muy notable en la vecina comunidad aymara de Upinhuaya, los
ritualistas se dividen entre los que pertenecen al ámbito de lo masculino (ligado a los
cerros y el Rayo) y los que pertenecen al ámbito de lo femenino (todo lo relacionado
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con el agua, incluida la lluvia). De los primeros se dice que tienen «manos de calor»,
y por eso nunca serán requeridos para oficiar llamados de lluvia, pues más bien atrae-
rían la sequía, todo lo contrario que los segundos, de quienes se dice específicamente
que tienen «manos de lluvia».
Pero volvamos a las estrechas relaciones fraguadas entre cerros y lagunas a la hora
de propiciar la lluvia. A este respecto, Vellard (1981: 172) señala que en los cantones
meridionales del Titicaca, en torno al Kaphia o Monte Cólera, cuando la sequía se
torna especialmente pertinaz, ritualistas y delegados de las comunidades afectadas
ascienden con ofendas hasta la laguna (encantada) de Wara-Warani, de la que toman
agua. De vuelta a sus pueblos ésta será mezclada con vino y pródigamente sahumada
antes de emprender un circuito procesional que les lleve a regar con la mezcla la cima
de los cerros más destacados del entorno. Una costumbre ésta de procesionar por los
cerros para atraer la lluvia que parece se continúa desde época prehispánica. Poma
de Ayala, por ejemplo, informa de que en el tiempo de los Incas, tanto en octubre
(Uma Raymi Quilla, mes de la festividad del agua) como en noviembre (Aya Marcay
Quilla, mes de llevar difuntos), y siempre que la sequía se prolongara fuera de su
tiempo, se realizaban procesiones y penitencias de cerro en cerro marcadas por el
luto, el llanto, los gritos desgarrados y la imploración de misericordia a Runa Camac
(Creador del hombre) y a Pacha Camac (Creador del Universo) (1987 [1615]: 246,
1236-1237, 182-183 [ff. 255 (257), 1161 (1171), 190-191 (192-193)]). Asimismo,
Antonio de la Calancha da cuenta de procesiones por los cerros y del poder de éstos a
la hora de atraer la lluvia, al referir diferentes episodios de extirpación de la idolatría
en el Perú de principios del siglo XVII, de cómo en 1596 tuvo lugar un movimiento
mesiánico en Piti y Mara (provincia de Cotabambas) protagonizado por un indio que,
diciéndose «lugarteniente de Dios pero actuando cual otro Anticristo», apartaba a los
indios de su doctrina echando la culpa de una peste de sarampión y viruela al hecho
de que los naturales estaban abrazando la fe de los cristianos. Hacedor de prodigios,
este personaje «enseñado de espíritu maligno», era capaz de hacer temblar la tierra,
de nublar o aclarar los cielos a su antojo, de agitar tempestades y sosegar los aires, de
hacer nevar, así como –y éste es el punto que aquí nos interesa– de hacer llover, todo
ello desde lo alto de un cerro próximo a estos dos pueblos (?) e investido del poder
que la montaña le había transferido (Calancha y Torres 1972-I: 713).
Caso paradigmático de la relación entre cerros y lagunas a la hora de atraer la llu-
via –y al mismo tiempo claro indicador de lo difícil que es identificar a veces en la
literatura etnográfica los llamados de lluvia– podría ser la Fiesta del Agua en Puquio
(Ayacucho, Perú) descrita por Valiente (1986: especialmente 90-95). A pesar de que
la autora identifica ésta como una «fiesta del agua», un rito de fertilidad directamente
relacionado con el ciclo agrícola y en particular con la limpieza de canales, se trata
en realidad de un llamado de lluvia, un ritual con dos fases, dos destinatarios y dos
escenarios diferenciados, pero marcados por el protagonismo de tres lagunas: en pri-
mer lugar, el pagapu o pago al cerro Pedrorko, a través de la laguna Qoricocha, y se-
guidamente, el angosay o pago a la Pachamama, en las lagunas Moyalla y Churulla.
Sólo los ritualistas suben al cerro hasta el borde de la laguna. A medianoche depositan
«los productos seleccionados» –que la autora no especifica– en un pukullo (tumba
antigua, de los gentiles) y sacrifican al Pedrorko un carnero y una llama blanca, cuyos
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corazones son arrojados a las aguas. Después de este pago y del «abrazo ritual a una
piedra determinada» (?), los ritualistas se duermen. Al amanecer desayunan parte
de los animales sacrificados y, antes de emprender la bajada, recogen de la orilla de
Qoricocha flores silvestres e ichu, con lo que confeccionan una cruz. Durante el des-
censo efectúan tres paradas en las que piden permiso al cerro para retirarse y anun-
cian a la Pachamama el pago que van a entregarle. Ese mismo día, toda la comunidad
acude a la laguna Moyalla. Los ritualistas, situados a lo largo de la orilla, rezan a las
cruces de paja y flores y también lo hacen las autoridades civiles. Se extrae agua de
la laguna, que después de mezclarla con vino es devuelta a ella. Finalizado el ritual
se impone la fiesta, con un banquete comunitario, música y bailes. Al día siguiente se
repite la misma operación en la laguna Churulla. Varios de estos procederes volvere-
mos a verlos en otros ejemplo, pero vayamos por partes.
Como en toda petición a instancias superiores de poder que se precie, los llamados
de lluvia incluyen siempre, de modo más o menos visible y enfatizado, una súplica, y
ésta a su vez sus correspondientes notas de lástima y solicitud de clemencia y miseri-
cordia. En este sentido, se puede apelar a la misericordia de los dueños de la lluvia a
través del arrepentimiento comunitario, rogativas y procesiones de diferente signo o
incluso recurriendo al maltrato de animales o niños con el fin de despertar la clemen-
cia de la Naturaleza o de determinadas instancias de advocación, e incluso recurrir al
maltrato a los santos católicos y hasta a la Pachamama.
Son peticiones de misericordia pero al mismo tiempo de perdón, pues el castigo
divino o de la Naturaleza ocupa un lugar destacado entre las causas subjetivas para la
sequía: una reacción al comportamiento anormal de los miembros de una misma fa-
milia, comunidad o región. Así lo registra, por ejemplo, Tillmann (1997: 92-102, 103,
112) en su trabajo de campo entre comunidades campesinas de Jauja (Perú); entre los
«pecados» más frecuentes que le refieren sus informantes a la hora de interpretar la
ausencia o el retraso de las lluvias: incesto, amancebamiento, adulterio, violencia do-
méstica, muertes violentas 4 o pérdida de respeto hacia las autoridades tradicionales,
ocupan un lugar destacado. Por su parte, Oblitas Poblete (1978: 179-184) comenta
cómo, en época de sequía prolongada, los kallawayas ascienden al cráter del volcán
Tuana –en cuya laguna ubican el palacio de Mama Para y sus hermanos Rayo y
Trueno– para apelar a su clemencia y obtener el perdón por las faltas que cualquiera
de ellos hubiera podido cometer y a cuenta de las cuales están siendo castigados con
falta de lluvias. Todo ello acompañado de un ritual y unas ofrendas que comentaré
más adelante.
Misas, rogativas y procesiones para atraer la lluvia son frecuentes no sólo entre las
comunidades campesinas de los Andes, sino quizás en todas las culturas populares de
4 Recoge este autor varios testimonios que, aunque de manera indirecta, aluden a la violencia de Sendero
Luminoso y a la manipulación de esta creencia popular a la hora de imponer el terror entre las comunidades
campesinas de Jauja y Ayacucho: los muertos abandonados en los campos, mirando al cielo, mirando al sol,
ahuyentan a la lluvia y atraen la sequía y con ella el hambre.
tradición cristiana. Sin embargo, varios autores han destacado el protagonismo de los
niños en ritos y ceremonias sincréticas destinadas a propiciar la venida de las lluvias,
niños cuya súplica, por la mera pureza de su espíritu, se considera más eficaz que la
de un adulto (Van der Berg 1989: 71-72). Así, Cuba de Nordt (1971: 66) menciona
como algo habitual las procesiones de niños que marchan arrodillados portando velas
y cruces al tiempo que elevan a gritos súplicas al Señor para que mande su agua, su
lluvia. Remarcando este sincretismo, y destacando seguramente por el detalle y la
emotividad de la descripción, Rösing (1996: 252-255) registra un llamado de lluvia
celebrado en 1987 por las gentes de Charazani (La Paz, Bolivia) en la Montaña del
Rayo (Cerro del Corazón de Jesús según la toponimia oficial). Allí, en una ceremonia
«marcadamente católica», se imploraba la misericordia de la Virgen del Carmen, de
la Candelaria, del Señor, del Rayo y del Corazón de Jesús, elevando a estas entidades
plegarias y ofreciéndoles velas y sahumerios. Junto con algunos adultos, fundamen-
talmente eran niños quienes imploraban, arrodillados hacia el Levante, con las velas
en la mano, rezando (en español) varios Padrenuestros, Ave Marías y Credos, y gri-
tando al Cielo (en quechua) para que enviase su lluvia de misericordia.
Pero al mismo tiempo que los niños cumplen con su papel de peticionarios prefe-
rentes, también quedan registrados casos en los que son convertidos en objeto de un
maltrato destinado a provocar la clemencia de aquellas entidades con poder para en-
viar la lluvia sobre los campos. Niños que, como menciona Paredes (1995: 156), pro-
cesionan desnudos hasta lo alto de los cerros, para que su desnudez sirva de ofrenda y
al mismo tiempo despierte en las alturas una mayor misericordia. O niños expuestos
a la intemperie en las noches rasas del estío, haciendo penitencia por el conjunto de
sus comunidades en el valle de Yanamarca (Jauja, Perú), pidiendo a Dios que mande
lluvias que hagan fructificar los sembradíos y se aleje así la sombra del hambre (Till-
mann 1997: 93). O niños desnudos que son maltratados en los campos, al tiempo que
los adultos suplican lluvias en espera de que éstas acudan para aliviar el sufrimiento
desmedido que están causando a las criaturas (La Barre 1948: 200; Tillmann 1997:
99-100).
Pero no sólo los niños se convierten en objeto de estos maltratos encaminados a
despertar la conmiseración de los dueños de la lluvia, sino también diferentes anima-
les, entre los cuales las ranas cobran especial protagonismo, sobre todo en la zona del
Titicaca.
Rösing (1996: 162) apunta cómo algunos especialistas rituales kallawayas captu-
ran ranas en el Titicaca, a las que golpean con varitas hasta que éstas lloran e imploran
la misericordia de Dios para que llueva. Éste es el que algunos ritualistas de la región
de Charazani (La Paz, Bolivia) denominan «el secreto de la rana». Sin embargo, el
empleo de ranas para implorar misericordia suele estar más bien relacionado con su
abandono en lo alto de peñas peladas 5.
5 Poco sentido tiene entonces –por lo que a continuación referiré– el apunte ofrecido por Bandelier
(1910:103, 121, 155) respecto de que especialistas rituales del Titicaca saquen ranas vivas del lago y vuelvan
a arrojarlas al agua «para implorar la lluvia», en lo que él llama una «costumbre primitiva, es decir precolom-
bina». Siendo el único autor que ha mencionado esta práctica, o faltan datos en su descripción etnográfica, o
más bien pareciera que Bandelier entendió mal lo que le contaban, pues de ser simplemente así, ¿dónde está el
castigo a la rana, por qué debiera ésta implorar misericordia?
Para esta misma región del Titicaca, Vellard (1981: 171) señala que el ritualista
acude a una fuente, recoge todas las ranas que puede y las lleva a algún pico rocoso,
lejano y carente de agua. Allí, antes de abandonarlas, recita un Padre Nuestro y les
ofrece libaciones, como también a la Tierra. El llanto de las ranas al verse desvalidas
en las alturas y lejos de su natural medio acuático funciona entonces como una llama-
da a la lluvia. Particularizando para los habitantes de la Isla del Sol, este mismo autor
matiza que una o dos ranas son encerradas en un vaso alto y estrecho –o en una olla,
según Paredes (1995: 159)–, y abandonadas en el cerro que preside la isla. Las ranas
lloran, y piden a los mallkus que envíen lluvia para que los vasos se llenen de agua y
así ellas puedan escapar y regresar al lago arrastradas por las torrenteras.
Se trata de ranas indeterminadas o de una rana hembra, como registra Vellard
(1981: 71) en algunos cantones meridionales del Titicaca, en territorio boliviano. En
caso de que para noviembre todavía no llueva, el ritualista toma del lago un ejem-
plar de gran tamaño y asciende el Kaphia o Monte Cólera hasta alcanzar la laguna
(encantada) de Wara Warani, Madre de todas las aguas, donde abandonará a la rana
en medio de ofrendas y plegarias al cerro y a la laguna. Si por fortuna el llanto de la
desvalida hembra fuera atendido por un macho, ese mismo día empezaría a llover.
Junto a las ranas, Van der Berg (1989: 69) apunta que algunos ritualistas depositan
también algas del fondo lacustre que, al empezar a secarse, redundan en la apelación
de compasión a las fuerzas de la Naturaleza. Señala además este autor que los ba-
tracios son recogidos después de ofrecer a las aguas del Titicaca un pequeño pago
de coca e incienso. Por su parte, seguramente sea Del Carpio (1918: 41) el único en
hablar de peces expuestos al sol en vez de ranas. Asimismo, Forbes (1870: 237), La
Barre (1948: 182-183) y Ramos Gavilán (1976 [1621]: 82) apuntan que, en vez de ra-
nas vivas, lo que se deja en lo alto de las peñas y de los cerros son imágenes de ranas,
sapos y otros animales acuáticos, «idolillos» interpretados en el marco de una magia
simpática propiciatoria; imágenes pétreas de sapos que Girault (1988: 307, 350-351)
registra en ritos kallawayas de fertilización de los campos recién sembrados y que son
regados con agua de lluvia o con agua de altura.
En este exponer ranas al sol de las alturas para que su croar se transforme en llanto
de súplica, Tschopik (1968: 315-316; vid. también Llanque 1974: 26-27) indica que
tanto la captura de los animales como la subida al cerro se lleva a cabo en medio
de cantos alegres y hasta burlones, que se tornan, al abandonarlos y emprender el
descenso, en tristes y lúgubres, de arrepentimiento y súplica. Más aún, a partir de
una entrada de Bertonio, señala que el canto figura en la magia simpática para hacer
llover de los aymaras desde el siglo XVII (Tschopik 1968: 272 n. 570). Sin embargo,
de lo que en realidad habla el jesuita no es de cantos sino de gritos para atraer la llu-
via: «Huaccalitha. Dar bozes los del pueblo como en procaSsion para que llueua, y
diziendo, Huaccali huaccali, es rito Gentílico» (Bertonio 1984 [1612]: II, 141). Gritar
y no cantar, entonces, como ya he recogido más arriba al hablar de procesiones, roga-
tivas y visitas a los cerros pidiendo misericordia, que sería precisamente la traducción
del grito en aymara indicado por Bertonio (huaccali = wakalli = waqali). Por tanto,
en esta dirección –y no en la apuntada por Tschopik– habría que mirar puestos a bus-
car continuidades desde la época prehispánica hasta el presente.
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Francisco M. Gil García Lloren las ranas, casen las aguas, conténganse los vientos....
Junto con las ranas, otros animales son también maltratados a fin de despertar
misericordia por parte de las entidades tutelares que han de enviar la lluvia, y en
estas prácticas será igualmente tentador establecer comparaciones anacrónicas. Así
por ejemplo, remontándonos a la época Inca, Poma de Ayala (1987 [1615]: 246 [f.
255 (257)]) identifica al mes de octubre con las festividades del agua (Uma Raymi
Quilla), indicando que en éste mes sacrificaban cien carneros (= llamas) blancos «a
las uacas, principales ýdolos y dioses, para que les enbiasen agua del cielo», atando
además en la plaza pública otros cien carneros negros y no dándoles nada de comer
a fin de que llorasen de hambre. Según este autor, ataban también a los perros para
que aullasen, golpeando a aquellos que no lo hacían, y los propios hombres y mujeres
lloraban por las calles y plazas pidiendo a gritos que los dioses les enviasen lluvia.
Una práctica, ésta de hacer llorar a las llamas, que según comenta Patch (1971: 7,
cit. in Rösing 1996: 468) todavía persiste en comunidades aymaras de la provincia
boliviana de Manco Cápac (La Paz) como parte de rituales celebrados durante el mes
de octubre para llamar a la lluvia; ritos que en sí mismos constituyen un catálogo de
formas de invocar la lluvia pidiendo misericordia según lo hasta aquí comentado. A
fin de remediar la sequía, los campesinos primero suben al cerro más alto y, mientras
ayunan, suplican por la llegada de las lluvias. Si éstas tardaran en llegar, amarran una
llama negra y no le dan nada de comer hasta que llueva. Si la llama muriese antes de
que empezara a llover, capturan ranas en el Titicaca y las abandonan en las cumbres
más altas. Si la sequía persistiera y las ranas muriesen, el último recurso es enviar
mensajeros a la cima del volcán Kaphia en busca de agua.
Por otra parte, en lo que se refiere a la práctica señalada por Poma de Ayala de ha-
cer aullar a los perros a través del maltrato para atraer la lluvia, por poner otro ejem-
plo, Tillmann (1997: 98) registra la pervivencia de esta costumbre en la comunidad
de Tingo (Jauja, Perú).
Y no podría cerrar este epígrafe sin mencionar el maltrato a los santos católicos,
no sólo a los directamente relacionados con la lluvia y otros fenómenos meteoro-
lógicos (los santos Andrés, Lucas, Isidro Labrador, Santiago, Santa Bárbara, o las
Vírgenes del Carmen y de la Candelaria), sino también los santos patronos de cada
comunidad. A este respecto, Paredes (1995: 159) apunta que la comunidad de Arani
(Cochabamba, Bolivia) sacaba en procesión a la imagen de San Isidro Labrador hasta
las afueras del pueblo, abandonándola ahí hasta que lloviese. En una ocasión, cuenta,
un borracho que caminaba de noche por la vega confundió la estatua con un salteador
y le disparó varias veces; desde entonces, por miedo a que el santo tomase represa-
lias y sumiese a la comunidad en una sequía perpetua, sustituyeron esta práctica por
rogativas más piadosas.
Por su parte, Polia Meconi (1988: 93-95) menciona cómo a San Pedro Chicuatero,
patrón de Huancabamba (Piura, Perú), se le restriegan los ojos con ají a fin de obtener
la lluvia, bien como castigo por no haber escuchado las súplicas de la comunidad,
bien porque el ají le hará llorar (entendiéndose sus lágrimas como metáfora de las
gotas de lluvia); incluso a veces se maltrata físicamente su imagen, siendo entonces
que el santo manda la lluvia para escapar del tormento. Asimismo, describe cómo en
tiempo de secas el santo es sacado en procesión y presentado ante las casas de los
campesinos, que le ofrecen frutas, flores, velas o dinero, y también súplicas para que
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venga la tan esperada lluvia y se conjuren los espectros de la sequía y de la peste bo-
vina. Estas ofrendas se repetirán de nuevo en casa del pasante de turno, donde la ima-
gen será alojada hasta que empiecen a caer las primeras lluvias del invierno; entonces
el santo será devuelto de modo triunfal a la iglesia, vestido como un campesino más,
engalanado con flores y papel de colores y acompañado de músicos y danzantes.
Venimos viendo entonces cómo parte de la eficacia ritual de los llamados de lluvia
tiene que ver con la mezcla de aguas de distinta procedencia, bien sea por el poder
que concentran sus lugares de origen, bien en referencia a una simbiosis masculino-
femenino por la cual el agua se transforma en elemento fertilizador de los campos.
Una unión que, en virtud de este último simbolismo, suele equipararse con un casa-
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miento, el casamiento de todas las aguas, las de lagos y lagunas entre sí, las de éstos
con aguas de manantial, las aguas que surten a las comunidades con las de lagos y
manantiales, las aguas del cerro con las que corren por los canales de riego… todas
las aguas entre sí, cuantas más mejor, aunque sin olvidarse de las calidades de cada
una de ellas y prestando atención a esas aguas peligrosas (vid. supra) que podrían
desencadenar efectos adversos. Y si esas aguas no se conocen entre sí, mejor que
mejor, ya que ello les hará entrar en competencia a la hora de llamar a la lluvia con
mayor efectividad. A esta lógica responde el hecho de que cuando en noviembre de
2004 asistí a la celebración del llamado de lluvia (chawpincha) anual que celebran
las gentes de Santiago (Nor Lípez, Potosí, Bolivia) (Gil 2008: 230-234; s/f) se me
recriminara, entre bromas y seriedades, no haber aportado agua de España; a aquel
casamiento concurrían aguas del entorno inmediato de la comunidad, de La Paz, de
Chile (aportada por un vecino que volvía de trabajar en las minas de Calama justo
para la celebración de rito), de Oruro (que los hijos allí residentes de un vecino de la
comunidad habían mandado a sus padres ex profeso), y habría sido «lindo» que yo
hubiera contribuido con un agua «tan lejana».
En este sentido, Cuba de Nordt (1971: 66) refiere que, a fin de paliar la sequía
padecida en Chinchero (Urubamba, Perú) en 1969, un grupo de jóvenes de la comu-
nidad peregrinó a coger agua del río Vilcanota y de las lagunas de Waypo y Piuray,
que luego acudieron a verter en la laguna Timpoccocha; cuatro aguas desconocidas
entre sí que entraron entonces en una furiosa competencia de la que acabaron por sur-
gir nubes de lluvia que al instante descargaron sobre Chinchero. Tan lluvioso resultó
aquel verano que los periódicos no tardaron en hacerse eco de la noticia, en buena
parte porque los habitantes de la vecina Paucartambo elevaron una protesta formal
habida cuenta de lo que consideraron un robo de lluvia al resto de comunidades de la
región mediante prácticas mágicas y la aplicación de lo que se popularizó como un
«secreto de los incas».
Si bien todo queda envuelto en lo ceremonioso del rito, este casamiento de las
aguas puede realizarse de manera expeditiva o recargarse de complejos simbolismos,
siendo además que las aguas pueden mezclarse con otros líquidos (p.ej. vino, tal como
ha quedado dicho) o con preparados especiales. Así por ejemplo, en el chawpincha
de la comunidad de Santiago se utilizan, además de las diferentes aguas aportadas
por los presentes, seis botellas que contienen las «bebidas para el cerro», mezclas de
agua con coa, confitados, chocolate, semillas de coca, harina de quinua y harina de
maíz (Gil s/f).
Valderrama y Escalante (1988: 96-105, 155, 209) señalan que en la comunidad de
Yanque (valle del Colca, Perú) se utilizan tres botellas como uno de los elementos
fundamentales de la mesa ritual para llamar a la lluvia. En ellas se recoge agua de la
toma principal del canal Mismi, el manantial principal del Tata Mismi –junto con el
Waranqate, los nevados más elevados en las márgenes del río Colca–, del ojo del ma-
nantial Umahala y de las playas de Camaná, en Arequipa; las tres llevan un atadito de
coca en el cuello, y van coronadas por un pompón de algodón natural a modo de ta-
pón, que simula nubes que quieren llover. En el trascurso del ritual, estas aguas casa-
rán entre sí y con sendas botellas de vino y alcohol, asperjándose el líquido resultante
en dirección a los cerros, los manantiales y los campos de cultivo. Ya a lo largo del
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año los yanqueños han estado mezclando el agua de mar con las aguas de manantial,
echándola a poquitos en los manantiales para evitar que éstos se sequen y propiciar
su abundancia; la cuestión es que ambas aguas entren en competencia, se enojen, y de
su riña aparezcan las esperadas nubes de lluvia. Pero lo realmente importante de esta
unión de aguas es que al mismo tiempo que celebran un matrimonio, los yanqueños
propician una unión sexual: el agua del Mismi, proveniente del deshielo de la cumbre
del cerro es considerada masculina, mientras que la del Umahala es femenina; esta
mezcla de aguas convertirá así al líquido elemento en fuente de vida que fecunda los
campos, en el semen del cerro que, a través de los canales de riego, fecunda los sem-
bradíos (Valderrama y Escalante 1988: 206, 209).
La misma idea de la unión matrimonial operaría en el llamado de lluvia celebrado
por las gentes de Quiabaya (La Paz, Bolivia), descrito por Rösing (1996: 265-318);
un matrimonio entre las aguas de los lagos T’iliakán (masculino) y Titiakán (femeni-
no), sancionado por los difuntos de la comunidad, Santiago Apóstol, los cerros y el
viento Ankari. Se trata de un casamiento de aguas que tiene lugar no en las alturas,
sino en la propia comunidad, en medio de un ambiente absolutamente festivo, con
banquete (de bodas, cabría decir) incluido, tras el cual se acude a ch’allar los ma-
nantiales de los que se abastece el pueblo con esa agua enriquecida, complementada,
presentándoles además algunas ofrendas.
Frente a estos ejemplos, mucho más «sencillo» resulta el intercambio de aguas
practicado por comunidades aymaras al sur del Titicaca: cuando la sequía persiste y
el llanto de las ranas no ha surtido efecto (vid. supra), varios ritualistas se reunirán
un martes (día de «los malignos») para ascender el Kaphia o Monte Cólera portando
agua del lago, que verterán en la laguna de Wara-Warani. Asimismo, recogerán agua
de ésta para verterla en el Titicaca, confiando en que este casamiento traiga consigo
la tan esperada lluvia (Vellard 1981: 171-172).
tratados de bloquear con una acción ritual previa: mientras se sacrifica la llama que
ha de servir de pago al cero Qaral y se va componiendo la mesa de ofrendas, uno de
los ritualistas procede a enterrar (en un deposito identificado y de uso recurrente en
cada celebración anual) el torolunqu, una figurita de sebo y pelo negro de llama que
representa a un toro y cuyo cometido es el de embestir contra estos vientos del oeste;
si hubiera un cabrito negro que sacrificar como pago al cerro, su cabeza también sería
enterrada aquí con la misma función simbólica (Gil 2008: 233-234; s/f).
Se trata pues de bloquear a los malos vientos, algo que en los llamados de lluvia
kallawayas descritos por Rösing parece cobrar especial repercusión. Ankari, es el
viento 6 que habita en el interior de la tierra y que sopla a través de una enorme puerta
(representada en las cavernas y grutas del paisaje), alejando así las nubes de lluvia. Es
necesario entonces cerrar esta puerta, para lo cual se le ofrece el pago de alcohol puro
y un huevo. Mientras que la ch’alla de alcohol es para el Ankari –puntualiza Rösing
(1996: 215-219, 345-347)– el huevo va destinado al Rayo, cuya «bala» representa;
un Rayo, como ha quedado dicho, que gusta de fastidiar a su hermana la Lluvia y que
propicia la sequía.
En esta línea, Vellard (1981: 169) recoge el dato de que en Playa Verde, cerca de
Oruro (Bolivia), se entierra una llama viva cargada de costales de sal para llamar a la
lluvia. Según Van der Berg (1989: 72), este proceder tendría que ver con la idea de
que la sal atrae el frío y las heladas, además de simbolizar a los vientos del oeste, que
son precisamente los encargados de llevarse las nubes pluviales, malas influencias
todas ellas neutralizadas así al enterrar la sal. De acuerdo, pero ¿por qué no pensar
simplemente que con este acto se está dando de comer sal a la Tierra, a la Pachama-
ma, que misericordiosamente recibirá entonces agua de lluvia para aplacar su sed,
entroncando así con esas otras lógicas planteadas más arriba?
En lo alto de los cerros, a orillas de los lagos, habita la lluvia pero también los antepa-
sados, y ambos garantizan el bienestar de las comunidades al propiciar el crecimiento
de las plantas y la reproducción de los ganados. De ahí el papel de éstos en los rituales
para llamar a la lluvia, que generalmente se realizan además en noviembre, el mes
de los difuntos, tiempo en el que han de caer las primeras lluvias. Es por ello –según
Rösing (1996: 219-222)– que este vínculo entre la lluvia y los ancestros no pasa por
los muertos antiguos, los gentiles, los chullpas, sino por los difuntos, la comunidad
de los muertos, que junto con la comunidad de los vivos constituye la comunidad, el
ayllu. Sin embargo, esos otros muertos antiguos no quedan exentos de los llamados
de lluvia sino todo lo contrario, cobran a veces especial protagonismo.
6 Matiza Rösing (1996: 514) que el Ankari, entendido como divinidad del viento entre los kallawayas,
puede variar de significado en el altiplano (por encima de los 4.000 msnm) y en el valle (comunidades en
alturas próximas a los 3.800 m). Mientras que en el primer entorno es considerado como «negativo», «malo»
y dañino, en el segundo se le considera como «bueno», «servidor», mensajero de las entidades tutelares, cuya
tarea es llevar a sus respectivos destinatarios las ofrendas entregadas por los hombres; en este sentido, Ankari,
viento y servicio son sinónimos que aluden a una misma entidad.
«Todo el altiplano sufre sequía. La Pachamama, la que sustenta la vida, ya está vieja.
Hemos puesto diez fetos de llama, diez fetos de oveja, hierbas koa, coca, dulces, kaitos
7 Mesa es la preparación de ofrendas a modo de platos sacrificiales que son presentados a las entidades
tutelares como parte fundamental del ritual. Ahora bien, según el destinatario o el propósito del ritual (magia
blanca o negra), tanto los ingredientes como el modo de componer el plato varían notablemente. Sin entrar
[= hilos] de colores y mucho aguardiente en la cima del cerro; todo ello lo hemos que-
mado para que en humo se deshagan los males y caiga lluvia, pero nada ha sido posible
conseguir. La tierra está vieja, y como toda vieja, es sorda».
Con estas palabras describe Botelho (1982: 69) en su novela etnográfica Altiplano
el pago que unos comunarios ofrecen al cerro y a la Pachamama a fin de que éstos
envíen su lluvia; una descripción en la que se dan cita la mayoría de los ingredientes
presentes en la mayor parte de ofrendas y pagos empleados en los llamados de lluvia.
Sin embargo, el problema en este campo radica en que, teniendo en cuenta que buena
parte de la literatura etnográfica no dedica a los llamados de lluvia más que mencio-
nes puntuales o informaciones fragmentarias, no es habitual que se preste especial
atención a las ofrendas, salvo en aquellas descripciones más completas.
Contando con este inconveniente, he mencionado hasta aquí diferentes tipos de
ofrendas a modo de libaciones, ya se trate de preparados líquidos (ch’uwa) con las
que se dará de beber a las entidades tutelares «sedientas», con las que se regarán los
campos o que se verterán en canales de riego, manantiales y lagunas, desde la lógica
del casamiento de las aguas. Asimismo he presenciado mesas compuestas por ingre-
dientes diversos, y sacrificios animales que son presentados como pago a cerros o
lagunas. A continuación me gustaría incidir sobre estos dos puntos, de cara a penetrar
la lógica interna de las mesas y la razón de ser de los sacrificios. Empecemos por
estos últimos.
Apoyándose en la visita en 1622 de Hernández Príncipe a Recuay (Ancash, Perú),
Limón (2006: 100) sentencia que el sacrificio de llamas tiene un especial significado
a la hora de atraer la lluvia, porque en los orígenes éstas –como los humanos– sa-
lieron al Mundo desde sus pacarinas, a saber: los lagos y las lagunas 8. Una relación
agua-llamas igualmente remarcada por Greslou (1990: 19), quien insiste en que las
llamas son hijas de las lagunas, y que por eso constituyen el sacrificio primordial a la
hora de atraer las lluvias: ante la muerte de sus hijas, la madre Agua se compadecerá
de las llamas y accederá a caer sobre los pastos y los sembradíos afectados por la
sequía; un medio para inspirar la misericordia del Agua similar al de hacer llorar a las
llamas, tal y como antes se señaló.
Junto a las llamas, podría decirse que también los cuyes constituyen el sacrificio
por excelencia a la hora de pedir lluvia. Mientras que las primeras son presentadas
como pago a los cerros o enterradas a orillas de las lagunas, los cuyes –seguramente
por una cuestión de tamaño y manejabilidad– son arrojados a las aguas. Así, al des-
cribir las ofrendas kallawayas a la laguna del volcán Tuana, Oblitas Poblete (1978:
179-184) indica cómo la sangre de los cuyes y el llamo sacrificados son asperjados a
la laguna y el cerro, arrojados los primeros a las aguas y enterrado el segundo en la
en detalle en la cuestión de las instancias de invocación, es mesa blanca la destinada «para» o «a favor de»
circunstancias positivas (salud, bienestar, buena cosecha, etc.). Por el contrario, la mesa negra va destinada
«contra» algo o alguien, ya sea con el propósito de causar un daño de manera intencional o para revertir un
mal causado.
8 Si bien la autora toma el testimonio de Hernández Príncipe como base para una generalización, lo que
realmente apunta el visitador no es sino un dato puntual que habría que contrastar con otras mitológicas, se-
ñalando en concreto que «esta población [de Chaupis] está convecina a la de Hecos, y los carneros de la tierra
[= llamas] desta población y la otra fingen procedieron de la laguna de Querococha, por lo cual la adoraban en
reconocimiento» (Hernández Príncipe 2003 [1622]: 758).
orilla, al tiempo que «mesas complejas» (?) son ofrecidas a la laguna y el volcán. Del
mismo modo, en su análisis del movimiento mesiánico organizado en 1811 en Lircay
(Angaraes, Huancavelica, Perú), Pease (1974) señala que, antes de recoger el agua de
la laguna Cantalay, se ofrecían a ésta doce cuyes, coca, vino, flores, granos de maíz
crudos y diversos alimentos cocinados, todo ello acompañado de sahumerios, cantos,
danzas y toques de tamborcillo, campanilla y cornetas.
Mientras que estos autores nada dicen acerca del color de los animales sacrifica-
dos, y tampoco de cómo se recoge el agua de estas lagunas, Rösing (1996) sí especi-
fica que cuando se trata de agitar las aguas de las lagunas, de molestarlas, estos cuyes
ofrecidos suelen ser ejemplares de color negro, pues éste es el color de la ofrenda
destinada a provocar la rabia del receptor, de una ofrenda propia de magia negra,
aquella destinada a propiciar el mal, a molestar. En el caso de Charazani y de otras
comunidades kallawayas y aymaras del entorno del Titicaca en Bolivia, la autora
señala esta ofrenda como el ingrediente fundamental de las mesas negras destinadas
a soliviantar a las lagunas, pues, como señalan varios de sus informantes, se trata de
hacer rabiar al lago, de ponerlo furioso, de «hacer hervir su agua» para que envíe
nubes negras, nubes de lluvia (Rösing 1996: 226, 227, 236).
Pero no sólo pareciera existir un código de colores a la hora de molestar a las
aguas. Sobre esto, la propia Rösing menciona reiteradamente que no puede usarse
algodón blanco, ni claveles blancos, ni cuyes blancos ni cualquier otro elemento de
este color en pagos y ofrendas destinados a llamar a las lluvias, pues las nubes de plu-
viales no son blancas; al utilizar este color más bien se estarían atrayendo las nubes
equivocadas, y por ende alejando la tan ansiada lluvia. Por lo mismo, tampoco las
ofrendas deberían quemarse, ya que ello generaría un calor añadido y atraería a la se-
quía (Rösing 1996: 218, 363); por eso los pagos descritos por esta autora o se arrojan
al lago o se entierran en su orilla. Ahora bien, tengamos en cuenta que esta lógica de
los colores y los calores tiene su sentido en tanto en cuanto que los llamados de lluvia
descritos por Rösing constituyen fundamentalmente ritos coyunturales celebrados en
momentos de sequía o de retraso de las lluvias. Por el contrario, en comunidades
donde estos rituales se desarrollan con cierta periodicidad, sí es habitual la quema de
sahumerios y de algunas ofrendas, aunque ciertamente no de manera generalizada 9.
Así por ejemplo, a la hora de sacar agua del lago T’iliakán para después hacerla
casar con la del Titiakán (vid. supra), las gentes de Quiabaya (La Paz, Bolivia) le en-
tregan un feto de llama cargado con un costal de coca, sebo de llama, claveles, azúcar,
etc. 10. Hunden este pago en sus aguas, enterrándolo bajo la Gran Piedra del Cabildo,
la Piedra Blanca (Yuraq Rumiyoc), a poca distancia de la orilla (Rösing 1996: 283 y
ss.). Por su parte, también los kallawayas de Khaata (La Paz, Bolivia) ofrecen al lago
Pachacota –o al que en ese momento sea poseedor de la lluvia, vid. supra– un feto
9 Tengamos presente en este punto que el modo de hacer llegar las ofrendas a las entidades tutelares an-
dinas ha sido siempre a través del fuego. El especialista ritual prepara la mesa de ofrendas cual si de un plato
culinario se tratase, que la instancia de invocación correspondiente degustará una vez quemada (cocinada); el
humo eleva a las alturas la esencia de la ofrenda y así el receptor la recibe.
10 En realidad, matiza la autora, se trata de una mesa blanca amorosamente preparada siguiendo el orden
establecido, recogida después cuidadosamente para darle la apariencia de un costal y cargado éste sobre el
feto de llama.
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