Así Preparo Una Entrevista
Así Preparo Una Entrevista
Así Preparo Una Entrevista
El periodismo es para mí una especie de instancia final que viene a justificar una serie de
vocaciones fallidas. Y no lo digo con desprecio retroactivo, sino con sinceridad y sin mayores
afeites. Después el periodismo ha sido para mí mucho más que un trabajo: una pasión.
La sombra de mi abuelo materno fue para mí muy estimulante, hasta diríamos de-
cisiva. Él era un trujillano masón, librepensador, anticlerical, tenía un periodiquito
llamado La Razón, por el cual sufrió persecuciones, muchas miserias y pellejerías.
Recuerdo que una vez, en Alemania, visitando la redacción del diario Der Spiegel (El
Espejo), llegué a enterarme de que tenía una escuela de redacción, es decir, una escuelita de
formas, de sintaxis. Pasar por ella era indispensable para aspirar a ser redactor de este
semanario, el más importante de Alemania Federal.
Yo me imagino que una redacción de un diario como la de una revista, donde cada
redactor tenga un ámbito propio, hasta afiches que lo estimulen y, por supuesto, un selecto
grupo de libros de consulta en que apoyarse. A propósito, me gustaría preguntarle a un jefe
de redacción de cualquier diario de Lima: «¿Cuánto tiempo hace que no consulta con un
diccionario de sinónimos?». Estoy seguro de que si la respuesta fuera sincera, sería: «¡Hace
diez años!».
Con la televisión tengo una relación ambivalente. Primero porque valoro su potencia,
su cobertura, la fuerza indiscutible para llevar un mensaje. Te pueden leer 250 mil personas
si escribes en una buena revista, pero si tienes un espacio de televisión, en el peor de los
casos, te verán unas 800 mil personas.
¿Por qué ambivalente? Porque al mismo tiempo que admito que esa fuerza es
beneficiosa para un comunicador, soy una persona nacida en la prensa escrita, que es mi
ámbito natural, mi hábitat es el texto, no la imagen. Por eso me siento de tránsito en la
televisión, tránsito que no se cuánto tiempo durará en mi vida.
De lo que sí estoy seguro es que regresaré a la prensa escrita, donde me siento mejor,
donde puedo frasear, encontrar aunque penosamente algo que es muy importante: un estilo.
Además, la prensa escrita es mucho más duradera, pues de la televisión podríamos decir
como Juan Gonzalo Rose del rey o de sí mismo: esta fugacidad es todo mi reino. Porque la
televisión es volátil, pasajera.
Claro que yo me siento bien en la televisión. En ella con gran esfuerzo hemos hecho
un programa que es útil; que tendrá muchos defectos, pero también muchos méritos.
Pretendemos con esto que la pantalla del televisor no sea un hueco negro, un túnel que
conduzca a la nada o al embrutecimiento, sino un espejo que refleje la imagen del país que
muchas veces es depresiva y negativa. Nuestra labor es notariar la realidad, no endulzarla.
Es preciso conciliar este programa moral de tal forma que evite que ciertos intereses
te desechen si te metes a fondo en el periodismo. Ese es el dilema cotidiano de todos los
periodistas. El mío y de todos aquellos que comunican.
No hay un periodismo que valga la pena sin ética social de peso. No hay éxito que me-
rezca vivirse si no hay compromiso con la gente que sufre. Si el periodista es un ser neutro,
equidistante de todo, prescindente del sufrimiento de los demás, es simplemente un talento
alquilado, parte de una máquina inhumana. Es para decirlo de una vez y con toda su crudeza:
un miserable.
Abdicando a sueños pasados debo resignarme a ser la persona que enrostra al ministro
del Interior por violación de derechos humanos, que modestamente contribuye a crear una
conciencia crítica en un pueblo demasiado paciente como el nuestro. Hago ejercicio de la
mayor sinceridad posible. Practico el buen periodismo cuando puedo. Pero sobre todo me
gusta consumirlo cuando lo leo o lo veo.
Una crónica de Le Monde jamás es plenamente objetiva. Hay siempre una carga de
interpretación y un evidente compromiso con ciertos valores, con normas éticas, como son la
justicia, el amparo al desprotegido, la denuncia del abuso, etcétera. Entonces yo estoy
convencido de que nos han vendido desde la época de la «escuelita de Beltrán» el cuento de
un periodismo objetivo frente a1 periodismo personalizado, literario, interpretativo. Eso es
falso porque el buen periodismo hace tiempo que dejó de moverse dentro de ese
maniqueísmo. El buen periodismo respeta hecho y lo interpreta. Esa es la definición cabal
para mí de lo que es un periodismo de verdad.
Una experiencia que se me ocurre contarles es la vivida cuando llegué a El Salvador
como un corresponsal de guerra. En esa oportunidad enfrenté por primera vez una realidad
que todo periodista de verdad debe encarar: el miedo.
Yo salía con César Vera Tudela, camarógrafo de Canal 4, rumbo a Chalatenango desde
la capital en un coche que alquilamos y yo manejaba. Poco después de dejar San Salvador nos
detuvo un grupo de jóvenes combatientes. Uno de ellos, el que físicamente nos paró, llevaba
la cara protegida por un pañuelo rojo y un revólver en la mano. Con decisión se acercó a la
ventanilla del chofer, que era yo, y me puso el frío caño de su arma en la sien. El muchacho,
que no tendría más de 16 años, estaba muy nervioso y quería arrebatarnos el auto. Tal vez no
quería hacernos daño sino simplemente apoderarse del vehículo para un operativo de guerrilla
urbana.
Confieso, sin embargo, que la experiencia más próxima con el miedo, al verdadero
miedo, ese miedo que nos asume físicamente con una fulguración y palidez especial, lo sentí
el día que en un helicóptero de la Fuerza Aérea peruana asistí al bombardeo del último
puesto de vigilancia en manos ecuatorianas durante el incidente de la cordillera El Cóndor.
Esto me dio una suerte de inmunidad hipnótica en ese momento. Era la única manera
de romper el miedo. Viví una experiencia grande, extraordinaria para mí.
Les confieso que siempre tuve la sensación un poco incómoda de ser un periodista
demasiado «intelectual«, «agudo», «de escritorio». Fue ese aprendizaje humilde de ser un
corresponsal de guerra, que es el trabajo más hermoso que puede existir en el periodismo, el
que me dotó de una autoestima distinta.
Por eso les digo que sentir miedo es importante para un periodista, pues al final de
cuentas nos acerca al lado, no quiero decir heroico, pero sí aventurero, arriesgado,
vehemente del periodismo. No se puede hacer periodismo sin una chispa de locura, sin una
chispa de audacia. Lo demás puede ser editorialismo, propaganda, talento, pero no concibo
un periodista que no haya cruzado la barrera del pánico.
Les revelo que para preparar una entrevista lo primero que hago es reunir (el dossier)
lo que llamo «el expediente del personaje». A veces casi «el prontuario». Una vez que reúno
esto —en el que me ayuda alguna gente—, pues no es solo de mi archivo personal que yo
extraigo «este tipo de memoria del entrevistado», empiezo a leerla. La lectura generalmente
me suscita las preguntas.
Ahora, cuando hay zonas más o menos oscuras en el pasado del personaje que yo
preciso revelar, recurro no solo a recortes periodísticos sino que acudo a fuentes vivas:
personas vinculadas al tema, contradictores. Yo muchas veces llamo por ejemplo al «enemigo
número uno» del personaje y le planteo: ¿Qué preguntas le harías tú? Este recurso es
técnicamente legítimo para una entrevista política o polémica.
Ese es un género más o menos previsible para mí. Pero también hago entrevistas «no
encarnizadas», las que yo llamo «cómplices». Entonces el tratamiento es distinto. Aquí ya no
hay pasado que auscultar ni preguntas incómodas que imaginar, sino más bien buscar el
«tono» de la entrevista. Yo siempre hablo del parentesco que existe entre la entrevista y la
música. Esto parecerá un poco tonto, pero yo me lo explico así.
Hay entrevistas que son «adagios», como cuando Juan Gonzalo Rose alguna vez me
produjo esa sensación. Hay entrevistas que son como un «molto vivace» de música
impresionista, con muchos metales. Entrevistas casi «chopinescas» que son las que
generalmente nos da un político de moda, con muchos reflejos, con mucha elocuencia, con
mucha energía.
Creo que una buena entrevista debe contener todas estas características, nutrir al
lector o al espectador de una información que él desconocía. Debe significar un congelado del
personaje en cuestión, es decir, servir algún día para un hipotético biógrafo. Debe recabar
confesiones profundas y verdaderas. Y debe ser lo suficiente incompleta para no agotar al
personaje, para que no se vierta absoluta y totalmente, porque ese es un sueño irrealizable.
Ninguna entrevista, ni la mejor, debe ser un retrato cabal de ningún personaje. Debe
prevalecer un misterio que se insinúa, que se deja en puntos suspensivos, que no se termina
de descifrar. Siempre me gusta recordar esa hermosa frase de Malraux: el hombre es un
montón de secretos.
Por eso una entrevista en la prensa escrita resulta infinitamente superior a una
entrevista en la televisión. Porque en la televisión te obliga «ir al grano». E «ir al grano»
significa ser coyuntural. Y ser coyuntural significa no ser profundo.
Los grandes entrevistadores de la televisión, como David Frost, las hacen en tres
horas y las pasan en programas sucesivos. De esa manera Frost hizo llorar a Nixon después de
Watergate. Pero creo que nadie podría lograr esto en una entrevista puntual y formal de solo
25 minutos, porque sería imposible llegar a la intimidad de un político curtido y corrupto
como en este caso.
No quiero ser despectivo ni mucho menos, pero sinceramente me siento mal cuando
los jóvenes egresados de la escuela de Periodismo vienen hasta mí buscando trabajo, para
hacer práctica, en fin. Me doy cuenta de lo empobrecedor que ha resultado su paso por ese
centro de estudios. Y me alarma que los programas académicos de periodismo sean tan
banales.
Alguna vez «El Cachorro» Seoane dijo algo que es una gran verdad: el periodista es un
especialista en generalidades.
El periodismo, para mí, es una especie de sucursal menor, pero sucursal del
humanismo. No concibo ni admito un periodista que no tenga un sistemático apetito cultural,
una cierta voracidad por la cultura. Tampoco un periodista que no ame el buen teatro, el
buen cine, que no lea de vez en cuando una bella novela, que no tenga cierto contacto con la
poesía. Pienso que eso es fundamental.
Una vez en la universidad, hace un par de años, un muchacho me preguntó: «¿Qué nos
aconsejaría a nosotros?». Y solo se me ocurrió contestarle: «¡Lean!». Es increíble que esto
tenga que plantearse como una invocación. Lo que ocurre, hablando claro, es que hay una
gran carencia de formación en el gremio, con las excepciones del caso desde luego. Sostengo
que es básico poseer múltiples inquietudes culturales, y tiempo suficiente para informarse y
apreciar lo bello.
El diagramado, que en nuestro medio se confunde con el mero pauteo, es decir, con
el acomodo chato de la tipografía y el material fotográfico, lo considero y es un arte. Por eso
no entiendo cómo puede diagramar una persona que no tenga relación con las artes plásticas,
que no sepa apreciar la pintura.
Entonces debemos recomendarles que lean. Que lean a John Reed, sobre todo Los
diez días que conmovieron al mundo, o lean a Norman Mailer en Los desnudos y los muertos y
en La canción del verdugo, o que lean las crónicas de Ernest Hemingway. Esto casi es la
levadura más esencial de lo que puede ser la formación de un periodista. Les he citado solo
tres libros, pero podríamos citarles un mínimo de 20 que necesitan ser incorporados a la
infraestructura cultural de un periodista que aspira a serlo de verdad.
No hay una visión estética del periodismo siendo este substancialmente un arte. Eso
es lo que los industriales de la prensa no quieren entender. Y por eso fatalmente muchos
estudiantes de periodismo envenenados por esa prédica empobrecedora de sus escuelas
tampoco lo entienden. Sin embargo, mi esperanza está en los jóvenes, porque los jóvenes son
mucho más susceptibles de cambiar que aquellos que han hecho del periodismo una mera
industria, simplemente un gran negocio.
Esa prensa hermosa anarquista de principios de siglo al ser leída revela que está
nutrida de humanismo, hasta su redacción, que podría parecernos ahora ingenua 70 años
después, tiene la vivencia de una especie de «aristocracia del proletariado» que ocupó esas
páginas. Les hablo de Delfín Lévano, de Carlos Garland de esa época. Esos fueron personajes
comprometidos con la cultura.
¿Quién fue nuestro más grande agitador? ¿Quién hizo del periodismo lo que Bolívar
siempre soñó que debía ser el periodismo?: González Prada. Bolívar dijo: El periodismo es la
artillería del pensamiento. ¿Quién interpretó mejor esa frase en el Perú? González Prada.
González Prada fue un hombre profundamente culto, profundamente humanista,
comprometido con experiencias literarias, sociales y, por supuesto, profundamente
comprometido con la causa del progreso y con la causa de la justicia.
Cultura, verdad y belleza son, pues, los tres grandes pilares de cualquier buen
periodista.
(* Este texto apareció en Revista de Comunicación, Cuaderno 1, Lima, 1983, pp. 22-33. No
se trata de un artículo, sino de la transcripción de una conversación.)