Barcelona Tragica - Andreu Martin
Barcelona Tragica - Andreu Martin
Barcelona Tragica - Andreu Martin
Barcelona trágica
ePub r1.0
Titivillus 04.02.17
Título original: Barcelona trágica
Andreu Martín, 2009
Con el garrotín,
con el garrotán,
De la vera, vera,
vera de San Juan…
BARCELONESES:
Habiendo asumido por primera vez el mando de la provincia, estoy
resuelto a que no se altere en ella, ni en esta hermosa capital, el orden
público, esperando de vuestra sensatez y cordura que cooperéis a este fin, en
la inteligencia de que reprimiré con el mayor rigor y energía cualquier
desorden que se produzca […].
Mercè abrió los ojos cuando alguien despertaba al hombre que dormía a
su lado, «¡Rufí, Rufí!», y por primera vez en muchos años se sintió a gusto de
ser quien era y de estar donde estaba. No importaba que la primera visión que
se le hubiese ofrecido fuera un techo desconchado por la humedad, ni la
brusquedad con que Rufí se apartó de ella, dispuesto a olvidarla en cuanto le
volvió la espalda; ni el hecho de que, habiendo pasado la noche en la
habitación más discreta de la casa de dormir, la que costaba ochenta y cinco
céntimos, hubiesen tenido que compartirla con un viejo que todavía roncaba
en el suelo y que había entrado precisamente cuando el Rufí gruñía y
embestía y Mercè gemía, complaciente y fatigada.
La noche anterior, después de una larga serie de carreras y aventuras
trepidantes, los cuerpos pidieron reposo y encendieron hogueras en medio de
la vía pública y comieron lo que pudieron encontrar, sopa, sardinas con
judías, esqueixada de bacalao, tocino, patatas, panecillos, y bebieron, sobre
todo bebieron mucho y se rieron mientras todos los reunidos allí, los
desheredados de la tierra, obreros y apaches, músicos ambulantes y tullidos,
niños abandonados, cojos falsos, ciegos falsos, llagas falsas, vendedores de
aleluyas y pornografía, escribientes con sarna, chulos y putas, todos
recordaban emocionados lo que habían vivido y planeaban lo que harían al
día siguiente.
Antes de que la Rodolfa cayera redonda, vencida por el alcohol, tuvieron
la sorpresa de Carolina. Una mujer que un día se fue del barrio de Pekín
decidida a conquistar el mundo ejerciendo de prostituta. En algún momento
de su vida, le había parecido una buena idea. De repente, aquella noche se
convirtió en una aparición horrorosa. Carolina siempre había sido muy
hermosa, una morenaza embriagadora como una noche de primavera, con
ojos como estrellas. Por eso creyó que podría ganarse la vida con los
hombres, que tendrían que pagar mucho dinero para estar con ella. Pero su
rostro de diosa algún día había sido desfigurado por una navaja que le había
dibujado un surco profundo desde la frente hasta el pómulo derecho pasando
por encima del ojo que ya no podría abrir nunca más. Ahora, Carolina ya no
se llamaba Carolina. A ella le gustaba que la llamaran la Sabia, en recuerdo
de cuando sabía proporcionar placer en la cama como ninguna otra, pero en
realidad, en su ambiente, aquella noche de julio, más de uno y más de dos la
llamaron por el nombre de Caracortada. Ahora, Carolina era una sonrisa triste
bajo una máscara, una risa en que se mezclaban la alegría y la angustia al ver
a sus antiguas vecinas y hacerles un sitio en el corro formado alrededor de
una hoguera.
—Sentaos con nosotros. ¿Este es Pere? ¡Coño, cómo ha crecido! ¡Seguro
que las enamoras a todas, ladrón!
Carolina iba acompañada de un apache mal afeitado y de mirada
provocadora que se llamaba Rufí, quizá porque aquel fuera su nombre o a lo
mejor porque era un rufián. Ese chulo, probablemente el que había marcado a
Carolina para siempre, enseguida se fijó en Mercè.
—Eh —le dijo, al mismo tiempo que la agarraba de los cabellos como si
ese fuera un gesto afectuoso—. ¿Eres tan sabia como tu amiga? Dicen que
todas las que venís de Pekín sois iguales. ¿Por qué no me lo demuestras?
El ojo único de Carolina parpadeó, muy triste, para dar a entender a
Mercè que más valía que se lo demostrara por las buenas.
Rieron y bebieron, y cantaron y bebieron, y acabaron en una casa de
dormir cercana, en aquella habitación privada apenas iluminada por una
lámpara de acetileno donde habían copulado sin desvestirse, estorbados por la
presencia de aquel viejo tan borracho que ni siquiera se había percatado de
sus esfuerzos ni de los chirridos del catre, y se había caído allí, en un rincón,
y se había puesto a roncar enseguida.
Fue un polvo rápido y brutal pero fue un polvo. Ya hacía tiempo que
Mercè no buscaba placer en el sexo, sería pedir demasiado, como un filete de
ternera, ni soñarlo: solo buscaba calor, contacto humano, la sensación de que
alguien se interesaba por ella y la satisfacción de poder proporcionar placer,
que ya es una forma de placer.
Inevitablemente, al sentirse penetrada, Mercè pensó en su marido,
perdido hacía tantos años, aquel al que llamaban el Curro, no porque se
llamara Francisco sino porque solo pensaba en currelar, siempre obsesionado
por el trabajo, por ganar dinero y comprar una casita de piedra, como él
decía, una casita de adobe, de las que no se tambaleaban cuando soplaba el
viento. Le vino a la cabeza aquel tiempo en que se creyó enamorada, aquellos
años de felicidad, cuando tuvo a Pere y cuando creyó que, pese a la pobreza,
estaba viviendo la mejor de las vidas. Hasta que Curro se reveló como un
esquirol y un confidente de los patronos, y lo echaron del barrio, y a ella la
violaron porque era su mujer, y ella le dijo, entre gritos y sollozos: «¿Ves lo
que has hecho, cabrón? ¿Ves lo que has hecho?». Incluso su hijo Pere, que
entonces tenía diez años, le escupió a la cara. Aquel día, Mercè había
aprendido que su vida era una porquería, dijeran lo que dijeran los curas. Los
curas eran unos farsantes cuando querían convencerla de que aquel
estercolero era maravilloso, la máxima cuota de paraíso a que ella podía
aspirar. No: ahora ya había aprendido que la mierda es mierda y que, para
salir de ella, no basta con ganar un dinerillo y comprarte una casa de adobe.
A lo mejor no quedaba más remedio que quemar la casa de adobe e irse a
vivir a un palacio por la fuerza. Aquella noche de julio, esta perspectiva no
parecía tan disparatada. Aquella noche de julio, Mercè se sentía más fuerte
que nunca. Serían capaces de hacerlo. Serían capaces de conseguirlo.
Saltó del catre y se arregló la ropa precipitadamente, se subió las medias y
se abrochó la blusa para salir un poco presentable detrás del chulo.
Procurando no pisar al viejo roncador y mientras se recogía el cabello en un
moño, entró en la sala grande, donde dormía amontonada una veintena de
revolucionarios, y trató de localizar a Pere en la penumbra. No percibía el
olor denso y nauseabundo que se desprendía de aquellos cuerpos y saturaba
el ambiente, porque ella formaba parte del ambiente y del hedor. Aquello era
lo que la hacía feliz, lo que convertía aquel día en un día especial, que se
sabía formando parte de un todo, de un gran todo, de un gran proyecto, de
una utopía que entre todos podían hacer realidad.
Con la ayuda de una lámpara de acetileno, localizó a su hijo escondido
entre la pared y el bulto de la Rodolfa envuelta en una manta roja. Se acercó a
ellos, tropezando con piernas de hombretones que renegaban y replicaban con
puntapiés, y blasfemó y respondió con pisotones mientras agarraba a Pere del
tobillo y tiraba de él, lo arrastraba con todas sus fuerzas, «¡vamos, Pere, que
nos vamos! ¡Y tráete también a la Rodolfa!».
Salieron los tres a la calle, donde el aire fresco les pareció más puro que
nunca. Mercè localizó al Rufí y a otro apache como él, que se alejaban con
dirección al Paralelo, y fue tras ellos seguida de un Pere y una Rodolfa
adormecidos que no entendían a qué venía tanta prisa. Mercè se dejaba
arrastrar por aquellos dos hombres, como si fueran el flautista de Hamelin,
porque eran la única señal de vida en toda la calle y porque era evidente que
tenían una misión que cumplir, sin duda una misión esencial para el cambio
social, y ella quería participar en lo que fuera. La Rodolfa había bebido
demasiado la noche anterior y ahora protestaba que se encontraba mal y que
tenía que beber algo con urgencia para ponerse bien. De vez en cuando, se
colgaba del brazo de Mercè y le gruñía al oído que los mataría a todos, que
quería matarlos a todos.
Avanzaban por una calle donde aún humeaban restos de hogueras,
alfombrada de piedras, trozos de madera, botellas rotas, faroles de gas caídos,
tapas de alcantarillas fuera de lugar y agujeros de alcantarillas como trampas
mortales, y hombres y mujeres dormidos, o quién sabe si muertos, cansados
de recibir porrazos o culatazos, reponiendo fuerzas para volver a la carga.
Subieron por la ronda de San Pablo, un centenar de metros hacia el
mercado de San Antonio, y allí Rufí y su amigo se reunieron con otra gente
de su calaña, unos diez o doce hombres y mujeres que escuchaban con
atención a dos señoritos de sombrero de paja y corbata. Cuando Mercè, Pere
y la Rodolfa se reunieron con ellos, llegaron a tiempo de oír el final de las
indicaciones que aquellos caballeros estaban impartiendo:
—… Barricadas aquí, en la ronda, y allí, en la calle del Campo Sagrado,
de manera que no pueda atravesarlas la caballería, cuando llegue, que
llegará… Las armas allí, en la armería Roca, de la calle Príncipe de Viana,
que está junto a San Antonio Abad. A lo largo de la mañana, llegarán los del
petróleo. No os precipitéis y esperad órdenes, ¿de acuerdo? Ahora, id a
desayunar en ese bar de ahí, que dice que nos invitan.
Alguien dijo «de acuerdo, de acuerdo» y todos se dirigieron, hambrientos
como estaban, al bar indicado.
Vibraban con una alegría contagiosa. Era gente muy diferente, llegada de
puntos muy distintos de la ciudad, y todos tenían cosas que contar de lo que
había sucedido el día anterior. La quema de los conventos era inminente,
Mercè había oído que el petróleo llegaría a media mañana.
Mientras desayunaban, una mujer con aspecto de bruja contaba, risueña,
que la noche pasada ya habían quemado uno, en Pueblo Nuevo, el Patronato
Obrero de los maristas de la calle Wad-Ras. Y ella había participado. Habían
empezado rompiendo los faroles para dejar el barrio a oscuras. Después,
sacaron a la calle todos los muebles e hicieron una hoguera, y echaron a ella
incluso los fajos de billetes que encontraron en el interior.
—… Y uno de los nuestros que habla con los curas y les dice: «Podéis
salir, podéis salir, que no os pasará nada», porque nos habían dicho que lo
hiciéramos así, que no les teníamos que hacer daño. —Se le escapaba la risa,
a la mala bruja—: Cago’n Dios, salen los beatos por allí, con trajes de calle,
como obreros, y entonces grita el compañero: «¡Aquí los tenéis! ¿Qué hay
que hacer con ellos?». ¿Y qué íbamos a hacer? Algunos dispararon los
máuseres, haciendo puntería, las cucarachas que salen cagando leches, como
conejos, y tocamos a uno, tú, pam pam pam, que cayó allí en medio como un
saco de patatas. Entonces, sí, la policía se enfadó y también empezaron a
disparar, se armó la de Dios, que cayeron dos de los nuestros, fulminados,
hijos de puta que son.
Para Mercè, la quema de los maristas no podía ser mejor noticia. Su
marido, el Curro, había aprendido de letras y números en aquel patronato
obrero, allí lo habían convertido en un confidente de la policía y en un
esquirol de la patronal. Ahora, por fin, les habían quemado la barraca, se
había hecho justicia.
La mayoría de los presentes tomó café con leche con pan mojado, algunos
como la Rodolfa ingirieron con avidez la ración de alcohol que necesitaban y,
acto seguido, iniciaron la construcción de las barricadas. Se les iba añadiendo
gente. Los hombres, ayudándose de largas barras de hierro y picos y palas,
arrancaban los adoquines y desmontaban las aceras para levantar aquellos
obstáculos que habían de cerrar las calles de manera infranqueable. Una
mujer con un serrucho se puso a cortar los postes de la luz y la línea
telefónica para añadirlos a la barrera junto a somieres y muebles que no se
sabía de dónde salían.
Otra mujer, conocida como la Valenciana, armada con una pistola,
instaba a los vecinos a mantener abiertas las puertas de casas y tiendas para
que los obreros pudieran refugiarse en caso de necesidad.
Mientras trabajaban, comentaban con deleite que, desde primera hora de
la mañana, los compañeros del Clot habían empezado a disparar contra la
policía y el ejército desde las azoteas y que estaban causando tantas bajas que
en el dispensario y el cuartel de los bomberos del barrio ya no cabían más
heridos. Las carcajadas indicaban que nunca unos obreros habían sido tan
felices mientras hacían un trabajo tan pesado.
A media mañana, llegó un carro de los que se utilizaban para transportar
carbón con una generosa carga de barriles cubiertos con una lona.
Descargaron algunos y el carro continuó la marcha para repartir el resto por
toda la ciudad. Enseguida, trajeron cajas llenas de recipientes de lata, y un
grupo se dedicó a llenarlos con el líquido de los barriles.
Al mismo tiempo, otro grupo llegó cargado de armamento que había
requisado en la armería de la calle Príncipe de Viana. Proclamaban a gritos
que habían conseguido veinticinco fusiles, quinientos revólveres y treinta y
cinco mil cartuchos. Contaban que el dueño de la armería, señor Roca, no se
los quería dar porque decía que eran su futuro, que eran su futuro.
—¡Te equivocas! —le habían dicho—. Son nuestro futuro. Y nosotros
somos más.
Enseguida, un tropel de entusiastas les rodearon reclamando armas y
municiones, y tuvieron que montar una especie de tenderete, con mostrador
interpuesto, para poder repartir el arsenal con orden y sin discusiones.
Hacia la una y media, cuando estaban comiendo unos bocadillos y
bebiendo cervezas cedidas gentilmente por los bares de los alrededores, llegó
un chico en bicicleta y con el distintivo de la Cruz Roja en el brazo, y se
dirigió a la patulea que formaban Rufí, un par de su ralea y aquellos jóvenes
bien vestidos de los sombreros de paja. Mercè, Pere y la Rodolfa se
encontraban cerca y pudieron oír que les decía:
—Que ya podéis empezar.
Uno de los señoritos se quitó el sombrero de paja, lo agitó por encima de
su cabeza y gritó «¡Viva la República y la revolución!», y todos se pusieron
en movimiento.
Antes de que Mercè y su hijo decidieran a qué pelotón se sumaban, un
montón de jóvenes ya corrían hacia las puertas del convento de los escolapios
de San Antón portando bidones llenos de petróleo. En un visto y no visto,
rociaron las grandes puertas de madera del siglo XV y les pegaron fuego.
Estalló la alegría. La fascinación de las llamas provocó carcajadas
salvajes y miradas de ilusión infantil.
—Como este no lo quemamos en el año 35, seguro que creían que esta
vez también se saldrían de rositas. ¡Pues ahora verán lo que es bueno!
Mercè echó a correr y a gritar enloquecida, arrebatada por la fiebre de la
multitud, con la sensación de estar asistiendo a un cambio esencial para su
vida, de estar protagonizando el cambio. A partir de entonces, nada sería
como antes y, como las cosas no podían ir peor, solo harían que mejorar.
Ahora, eran ellos quienes llevaban la voz cantante, ahora se haría lo que ellos
dijeran, ya no estarían sentados esperando a que pasara la vida, ahora ellos
serían la vida.
Una decena de mujeres trajeron persianas de madera arrancadas del
mercado de San Antonio, que estaba muy cerca, y las marquesinas de madera
de los tranvías, y las utilizaron para alimentar la hoguera.
Los señoritos recorrían los grupos repitiendo una consigna: «No hagáis
daño a los curas, a los curas dejadlos marchar»; agarraban a la gente de la
manga, les obligaban a escuchar y aceptar el mensaje: «¡No queremos sangre!
¡No hagáis daño a los curas!».
Algunos muchachos llegaron cargando unas escaleras muy largas, las
pusieron contra las paredes del antiguo edificio y treparon rápidamente hasta
las ventanas del segundo piso. Rompieron los cristales, las abrieron y se
precipitaron al interior.
Pere gritó: «¡Yo también quiero!», y corrió en aquella dirección. Esperó
su turno dando saltos de impaciencia y enseguida se le pudo ver
encaramándose, escalón a escalón, hasta desaparecer dentro del convento.
Mercè le envidiaba. Sin nada en concreto que hacer, emitía gritos de
ánimo y solidaridad. La Rodolfa enarbolaba un bastón y gritaba: «¡Los
mataremos a todos! ¡Los mataremos a todos!». Un señorito que pasaba por su
lado, la agarró de la muñeca y le gritó:
—¡No queremos sangre! ¡No hagáis daño a los curas!
Enseguida llegó algo que hacer desde lo alto de las ventanas, cuando los
chicos asaltantes empezaron a tirar a la calle todo lo que encontraban. Mesas,
sillas, butacas, armarios, cuadros, camas, imágenes de yeso que se
pulverizaban contra el suelo, libros y libros y libros. Y el entusiasmo de la
masa se encendió una vez más al ver cómo aquel mobiliario estallaba
catastróficamente contra el pavimento. Con aquella madera y tanto papel,
Mercè y la Rodolfa y muchas mujeres y hombres construyeron un montón
que, diez minutos después, se había convertido en una pira purificadora, pira
sagrada, símbolo del fin de una época funesta y advenimiento de un nuevo
mundo donde serían ellos quienes mandasen, los pobres, los que ya habían
perdido la virtud de la paciencia, los que ya habían perdido todas las virtudes.
La Rodolfa se puso frenética. Corría de un lado a otro recogiendo libros, y
pedazos de muebles, y se los disputaba a otros compañeros con empujones
brutales si era preciso, para echarlos al fuego con gritos alborozados.
—¡Los escolapios estaban armados hasta los dientes!
Y todo fueron risas y chillidos y cantos exaltados cuando se desencadenó
una lluvia de casullas y sotanas y toda clase de indumentaria religiosa y
cuando rebotaron por los suelos los copones y otros objetos sagrados. La
Rodolfa se maravilló con una casulla bordada en oro, de color amarillo y
blanco, y se la puso para empezar a bailar desaforada alrededor de las llamas,
aclamada por los que la rodeaban y compartían su euforia.
Cada nuevo número de aquel magnífico espectáculo era celebrado con
ovaciones generosas y salvajes de aquel público incondicional y arrebatado:
el momento en que brotaron las llamas de los libros y de la madera, el
momento en que los sacerdotes salieron corriendo y huyeron despavoridos, el
momento en que un ariete hizo ceder la puerta de entrada en llamas y la
multitud pudo irrumpir en el convento, el instante sublime en que apareció
aquel obrero cargado de billetes de banco, miles de duros en billetes de
banco, y los echó alegremente a la hoguera entre vítores que demostraban que
no estaban allí por el afán del botín, no pensaban en el saqueo porque su
nuevo mundo no debía construirse, como el viejo, sobre principios de riqueza
y esclavitud.
El pueblo aplaudió también la llegada de cincuenta soldados de a pie y
doce de a caballo, comandados por el capitán general de Cataluña en persona,
señor Luis de Santiago, fácil de identificar gracias a su bigote y su perilla tan
blancos y venerables. No hubo enfrentamiento, solo escoltaron a los
escolapios hasta unos carruajes que habían llevado hasta allí a propósito. Una
vez se hubieron ido, algunos soldados permanecieron por los alrededores,
inofensivos, como relajados espectadores del incendio.
Pere salió por el acceso principal, saltando sobre los restos aún ardientes
del gran portal. Venía contento, como un niño que acabara de vivir la
experiencia más bonita de su vida.
—¡Y tenían una máquina de falsificar moneda! —gritaba—. ¡Tenían una
máquina de falsificar moneda!
Inesperadamente, una explosión apocalíptica sacudió la calle y el ala
derecha de los Escolapios de San Antón se derrumbó entre una nube de polvo
y una lluvia de escombros. Era la traca final. El pueblo lo celebró con un
clamor victorioso, saltando, cantando y bailando, y se dispersó dispuesto a
hacer lo mismo con el convento de las monjas jerónimas, las Escuelas Pías de
los niños pobres, la iglesia de San Pablo del Campo, y Santa Madrona, y los
conventos de las franciscanas, las esclavas del Sagrado Corazón, las
hermanitas de la Asunción…
—¡Tenían una máquina de falsificar moneda! —repetía Pere, muy
contento porque había descubierto un secreto que nadie más conocía.
38
Dos hombres en un carro recorrieron el barrio anunciando a pleno pulmón
que aquel día los mercados estarían abiertos de siete a nueve de la mañana y,
después de esta hora, cerrarían hasta el día siguiente. Advertencia para amas
de casa. Adelaida, la cocinera, y Basilio se levantaron a las cinco y media, y a
las seis y media ya estaban a punto para ir a comprar.
Se encontraron en el vestíbulo con Anselmo que, muy animado, se
disponía a salir a la ciudad, como el día anterior, para gozar del espectáculo
de la revolución. Vestía ropa de campaña, ancha y cómoda, por si tenía que
correr —todo lo que le permitiera su pierna torpe—, y nunca le confundirían
con un obrero pero, gracias al sombrero de fieltro de ala ancha, a lo mejor lo
tomarían por uno de esos artistas que curioseaban por las chabolas del
Paralelo para sacar inspiración de la sordidez. También compareció Vicente,
pero por una vez era él quien, a aquellas horas, vestía el batín de seda y las
zapatillas. No tenía ninguna intención de salir a la calle.
—¿No decías que los disturbios habían sido aplastados y que hoy sería un
día normal? —preguntó Anselmo, burlón.
—Saldré al exterior cuando me digan que los mercados estarán abiertos
todo el día —respondió Vicente—. Pero no te preocupes, que mantendré el
contacto con el mundo exterior. Me han confirmado que las líneas telefónicas
interurbanas continuarán funcionando.
Emilia supervisó durante un rato la limpieza de la casa, en ausencia de
Basilio, y trabajó un poco en la cocina, en ausencia de la cocinera y, hacia
media mañana, se puso un vestido cómodo, en previsión de posibles
ocupaciones físicas y duras, y un sombrero pequeño y coqueto sobre la mata
de cabellos recogidos arriba. Había tomado la determinación de ir a la
parroquia para colocar de una vez en su sitio los muebles que habían
transportado desde la residencia de Pueblo Nuevo. No había podido dormir
en toda la noche pensando que aún debían de estar en mitad del paso,
estorbando, donde los habían dejado el día del traslado. Se sentía culpable.
Tendría que excusarse ante mosén Antonio. Y así, con el rostro iluminado de
gozo, salió a un radiante día de verano, cálido y optimista.
En aquellas horas, del centro de la ciudad solo surgía la humareda negra
que, evidentemente, no pertenecía a ninguna de las fábricas de San Martín.
Esa visión le encogió momentáneamente el corazón, pero no hizo caso de la
advertencia porque estaba demasiado contenta, porque no quería que nada le
estropease aquella jornada que había empezado tan bien.
Todavía tenían instalado el andamio contra la fachada del nuevo edificio.
Mosén Feliu estaba arriba, en el tercer piso recién construido y ya techado, y
mosén Antonio estaba abajo. Subían los muebles. El viejo rector los ataba y
entre los dos sacerdotes tiraban de la cuerda sujeta por la polea hasta que el
vicario podía alcanzarlos arriba y los arrastraba hacia el interior. En aquel
preciso momento, se esforzaban en izar una pesada cómoda.
A Emilia se le ocurrió una travesura. Nada, una chiquillada inocente.
Pensó que sería divertido entrar en la parroquia sin que mosén Antonio la
viera, subir las escaleras silenciosamente hasta el tercer piso y sorprender a
mosén Feliu por detrás. Una tontería incentivada por el calor del sol, por el
azul del cielo, por la caricia de la brisa y la fragancia de la vegetación.
Corrió hasta la puerta de la iglesia, muy pendiente de que mosén Antonio
no mirase en aquella dirección, y se coló al interior del recinto sagrado con
sensación de triunfo. Los obreros no habían ido a trabajar. No había nadie, en
el edificio, excepto el vicario en el tercer piso. Muy despacio, procurando no
despertar ecos con sus pasos, llegó hasta la sacristía de donde arrancaba la
escalera e inició el ascenso, peldaño a peldaño, conteniendo la respiración y
la risa que quería estallarle en los labios.
Un balcón sin barandilla se abría al andamio. Mosén Feliu acababa de
salir al exterior, después de colocar la cómoda en el centro de la estancia,
junto a un par de butacas. Hablaba a gritos con el señor rector.
Emilia permaneció un largo momento mirándolo con expresión
admirativa. Hasta que él se volvió y, al verla, se sobresaltó de una manera
muy cómica. Entonces ella se sintió estúpida y se rio en silencio, tapándose la
boca y haciendo señas que exigían discreción:
—Que no sepa que estoy aquí —susurró, refiriéndose a mosén Antonio.
—¿Por qué? —se extrañaba él, también risueño y en voz baja,
siguiéndole el juego.
Ella no tenía respuesta.
—Que no sepa que estoy aquí.
—Pero ¿por qué?
Si hubiera esperado respuesta, la situación podría haberse vuelto violenta.
En lugar de eso, mosén Feliu volvió a salir al andamio y gritó hacia abajo:
—¡Descanse un poco mientras yo ordeno lo que hemos subido y hago un
poco de sitio!
—¿Quieres que suba? —se oyó la voz del señor rector.
—No, no hace falta. Usted descanse. Ya le llamaré.
Emilia y él volvieron a mirarse. Ella se puso colorada, temerosa de que la
situación, de pronto, perdiera toda su gracia.
—Por fin, ayer no pasó nada —improvisó—. Mi hermano dice que el
ejército lo puso todo bajo control.
—No estoy tan seguro de eso —respondió el sacerdote, inquieto por el
recuerdo de aquel incendio de Pueblo Nuevo.
—En todo caso, no llegó hasta aquí —dijo ella—. Tal como usted dijo,
esta parroquia cae demasiado lejos del centro…
La interrumpió un estruendo procedente de abajo, de la iglesia, pasos, los
bancos removidos, vozarrones que gritaban sin consideración alguna:
—¡Amontonad los bancos, y los confesionarios, y formad un montón! ¡Y
que arda, que arda, que yo busco al cura!
Fue el señor rector quien topó con los intrusos. Mosén Antonio debía de
ir a comprobar quién había entrado y se encontró con el hombre del vozarrón,
«¡Ven aquí, hijoputa!», y enseguida desde arriba pudieron oír los gritos
agudos del viejo.
—¡Las joyas, hijoputa! ¡Las joyas de los Estrada! ¿Dónde están?
En el tercer piso, siguieron unos instantes de parálisis. Abajo,
continuaban los ayes y los golpes. No se entendía lo que decía mosén
Antonio, pero las palabras del energúmeno no podían ser más claras: «Las
joyas, ¿dónde están las joyas, coño?, ¿dónde están las joyas, cabrón? ¿Y el
Murillo?». Emilia y Feliu entendieron simultáneamente lo que ocurría. Joyas,
el Murillo, alguien los exigía a golpes. Estaban torturando al viejo rector.
Entonces, Feliu quiso echar a correr, pero Emilia se lo impidió colgándose de
su brazo y del cuello al tiempo que pronunciaba las palabras: «¡Mi hermano
Vicente!». Feliu también lo había entendido y sabía que tenía que bajar a
ayudar a mosén Antonio. Se desprendió de la mujer y se precipitó escaleras
abajo.
En aquel momento, mosén Antonio decía que las joyas estaban en el
cajón superior de su escritorio, en el despacho parroquial.
—¿Y el Murillo? —insistía la voz bronca—. ¿Y el Murillo?
—¡Lo llevamos a restaurar! ¡El Murillo no está aquí! ¡Lo están
restaurando!
—¡Es mentira, hijo de puta!
Cuando Emilia llegó al segundo piso, Feliu no estaba a la vista. Se había
desviado, había corrido a su dormitorio siguiendo una súbita inspiración, pero
ella supuso que el vicario había continuado el descenso hasta la planta baja y,
por puro reflejo, también siguió escaleras abajo. Dos peldaños, tres, hasta que
pudo ver una hoguera pavorosa en medio de la iglesia y a aquel hombre que
subía hacia ella, probablemente atraído por sus gritos de espanto. Un hombre
que dejaba atrás un bulto negro en el suelo, un mosén Antonio muy quieto.
Emilia se detuvo en seco.
El hombre que trepaba por los escalones, de dos en dos, hacia ella, con un
cuchillo sangrante en la mano derecha, era Rossi, el que había sido chauffeur
y hombre de confianza de Vicente, aquel gigantón con cara de gárgola picada
de viruela. Un Rossi de ojos rojos de alcohol y vesania, enloquecido por el
miedo y la violencia. Él también la reconoció y abrió la boca para decir su
nombre, pero no emitió ningún sonido. Aquella mirada de sangre, aquel
cuchillo de sangre, aquella mueca demente, aquella hoguera destructora en
mitad del templo.
Emilia supo inmediatamente que quería matarla. Ella era testigo del
asesinato del párroco y de la quema de la parroquia, y conocía al criminal. Y
detrás de él, venían más, «¡Rossi!», más individuos malcarados y
desaliñados, de movimientos frenéticos, «¡Rossi, vámonos de aquí!».
Rossi y el cuchillo y los ojos de sangre. Emilia quiso retroceder pero
tropezó con los escalones y cayó de espaldas, sentada en el último, y el
hombre de rostro monstruoso se impulsó contra ella.
Las detonaciones perforaron los tímpanos de Emilia, tres explosiones que
percutieron en el núcleo de su cerebro, crac crac crac, al mismo tiempo que
Rossi chocaba violentamente con un muro invisible y en su camisa sucia
aparecían tres impactos mágicos, y emitía un graznido grotesco con la
garganta, un ruido de incredulidad antes de morir y precipitarse de cabeza
escaleras abajo, hacia la hoguera que ya desbordaba los límites de la pila de
bancos y confesionarios, hacia los dos hombres estupefactos que había abajo.
La impresión de la muerte penetró como un aliento maldito entre los
muslos de Emilia y se metió en su cuerpo perturbadora como un orgasmo.
Experimentó lo mismo que había experimentado delante del cuerpo presente
de su madre, un arrebato de lascivia, una borrachera asfixiante que casi la
dejaba sin conocimiento.
Uno de los hombres de abajo gritó: «¡Han matado a Rossi! ¡Los curas van
armados!». Llevaba un bidón de hojalata lleno de combustible en la mano y,
al mismo tiempo que emprendía la fuga en dirección a la puerta, de manera
inconsciente lo lanzó a la hoguera como para desprenderse del arma del
crimen.
Emilia no vio la explosión. Se había vuelto hacia Feliu que, en lo alto de
la escalinata, se encontraba en estado de estupor. Le habían fallado las
piernas y estaba en el suelo, mirando aquel revólver que le había entregado la
Rodolfa en Pekín y repitiendo: «He matado a un hombre, oh, Dios mío, he
matado a un hombre, Virgen Santa». Emilia se encaramó hasta él, ansiosa por
ayudarlo, «has hecho bien, Feliu, quería matarnos, era un mal hombre, me
quería matar», cuando la deflagración la golpeó por detrás e hizo temblar el
edificio hasta los cimientos. La llamarada llegó hasta las vigas, capturó el
cuerpo negro e inerte de mosén Antonio y prendió en el cuerpo de Rossi y en
el pasamanos de la escalera, y disparó lametones de fuego hacia donde
estaban los dos supervivientes.
Sentado en el suelo, Feliu continuaba obsesionado por el revólver que
sostenía en sus manos.
—Dios mío, he matado a un hombre.
Los asaltantes habían prendido fuego al andamio y a los muebles del
exterior y las llamas también atacaban a la pareja por el balcón. El vientecillo
suave las empujaba hacia el interior, ávidas por devorar la cómoda y las
butacas que llenaban la habitación, y ya se colgaban de los cortinajes, ya
ennegrecían el techo.
Emilia puso las manos en las mejillas de Feliu y gritó:
—¡Has hecho lo que tenías que hacer! —Y experimentaba la loca
tentación inoportuna y desconcertante del beso en los labios—. ¡Has hecho lo
que tenías que hacer, Feliu! ¡Ahora, hay que salir de aquí!
No: la solución no era un beso. Se impuso la cordura de la bofetada. Un
manotazo en la mejilla, muy sonoro y doloroso.
—¡Reacciona!
Feliu parpadeó y la miró.
—¡Hay que salir de aquí!
—¡Dios mío! —dijo el vicario. Miró a un lado y a otro, reaccionó con
brusquedad—. ¡Oh, Dios mío, hay que salir de aquí!
Se puso en pie de un brinco, agarró la mano de Emilia y tiró de ella hacia
el otro extremo del piso. Un pasillo, un dormitorio modesto que provocó en la
mujer un brusco estremecimiento. Una ventana. Feliu la abrió y miró al
exterior.
Estaban a siete u ocho metros del suelo, en la parte posterior de la
vivienda, donde guardaban el tílburi. Allí estaba el carro, un poco desviado
de la vertical de la ventana. Como solo tenía dos ruedas, sus brazos
descansaban en el suelo y su inclinación no transmitía ninguna sensación de
seguridad y firmeza, pero la capota de lona, tensada, parecía capaz de
amortiguar una caída.
—Ahora haz lo que yo te diga —dijo el sacerdote—. Te colgarás del
pretil de la ventana, hacia aquel lado de manera que quedes tan cerca del
coche como sea posible. Cuando te sueltes, procura caer sobre la lona.
A Emilia se le ocurrió que no podría hacerlo, y estuvo a punto de decirlo,
«no podré, me mataré», pero no quería decepcionarle. Si Feliu esperaba que
ella actuase de una manera determinada, lo haría inmediatamente y sin
rechistar y, si en su caída se rompía una pierna, ofrecería el dolor a cambio de
la salud de él y se dejaría cuidar.
No se permitió el lujo de una duda. Como si estuviese acostumbrada a
aquella clase de situaciones, como si no le hicieran ningún miedo las alturas,
como si se supiera indestructible, se levantó la falda, pasó las piernas por
encima del pretil de la ventana y, siempre ayudada por un poderoso y
eficiente Feliu de músculos firmes, se fue descolgando, «ya puedo, ya puedo,
ya lo hago, ya lo hago», hasta que quedó sujeta solo por la punta de los
dedos.
—Ahora, hacia ahí —decía el vicario—. ¡Suéltate!
Aún no había acabado de decirlo cuando Emilia ya volaba. En el segundo
siguiente, chocaba contra la lona negra del coche, que acusó el golpe
desplazándose un par de metros y con una violenta sacudida que parecía
anunciar su inminente desguace. Emilia braceó desesperada, se agarró donde
pudo, pegó una especie de voltereta y se deslizó hasta el suelo patas arriba,
con revuelo de faldas, de una manera muy poco digna. Cayó sobre el hombro
izquierdo y quedó boca arriba con los brazos y las piernas abiertas, pero no se
había roto nada.
Se puso en pie. Empujó el carro para colocarlo debajo de la ventana, de
donde Feliu ya se estaba descolgando, y gritó:
—¡Suéltate!
La complació que él tardara más que ella en decidirse. Se empeñaba en
mirar abajo para calcular el salto, para asegurarse.
Ella tuvo que repetir «¡Suéltate!» y él por fin lo hizo, y cayó sobre la lona
negra, y con un chasquido se rompió el bastidor que la sujetaba y el tílburi
perdió su forma airosa, y el sacerdote rodó y se encontró abrazado al cuello
de la mujer y los dos fueron a parar al suelo.
La primera reacción, de pánico, fue dedicada al qué dirán. Se
desprendieron el uno del otro mirando a un lado y a otro, comprobando que
nadie los hubiera visto. No los había visto nadie porque no había nadie a la
vista, ninguna casa, ningún curioso, y a su espalda el edificio de la parroquia
envuelto en llamas era una barrera dantesca entre ellos y el resto del mundo.
Feliu volvió a tomarla de la mano y corrió cuesta abajo, campo a través,
hacia un bosquecillo próximo.
Allí, se detuvo y apoyó toda su fatiga en un árbol. Emilia, a su lado,
también se abrazó al tronco.
Ambos dirigieron su mirada hacia la parroquia del Rosario, que se
consumía entre llamaradas espantosas. Y el sacerdote recuperó la conciencia
de todo lo que acababa de pasar.
—Has hecho lo que tenías que hacer, Feliu —le repitió Emilia. Continuó
hablando para salir al paso de sus pensamientos funestos—: Era el chauffeur
de mi hermano, quería matarme, me conocía, y sabía que yo le había
reconocido, y que hablaría de él a la policía. Vicente le había encargado que
recuperase las joyas de la familia y el Murillo, y probablemente que matara a
mosén Antonio también, porque Vicente le odiaba. Y yo era testigo del
crimen. Quería matarme, Feliu, y tú me has salvado, y yo te lo agradezco. ¡Si
no lo hubieras matado, yo estaría muerta, Feliu…!
Entonces, Feliu añadió, con voz átona y la mirada perdida:
—Y también me habría matado a mí. Seguro que también venía para
matarme a mí. —Emilia calló y él continuó, hablando para sí mismo—:
Porque yo sé lo que hizo a la niña María, y él sabe que yo lo sé. Seguro que
sabe que yo lo sé y por eso me hizo venir aquí, a esta parroquia, a su barrio,
para tenerme al alcance de su mano, comprado y controlado.
—¿La niña María? —preguntó Emilia.
Mosén Feliu hizo un esfuerzo por fijar su mirada en ella.
—Tu hermano violó y mató a una niña de siete años del barrio de Pekín.
¿Recuerdas a la mujer que te quiso matar con un cuchillo cuando te reconoció
como hermana de Vicente? Era la madre de Mariona. Y la policía detuvo a su
esposo y le hizo confesar que era él quien la había matado.
—¡No puede ser!
—Es.
Acabaron sentados en la hierba, bajo la sombra de un roble, mientras el
sacerdote confirmaba a Emilia las sospechas que ella había ido forjando sobre
su hermano. Lloró de miedo, de horror y de asco. Después se separaron sin
alargar la despedida, porque hay despedidas que exigen algún tipo de
contacto físico y ellos no querían llegar a tanto.
Ella dijo que tenía que volver a casa, aunque le daba mucho miedo
ponerse bajo el mismo techo que sus hermanos, porque quería bañarse, y
cambiarse de ropa, y se echaría en la cama y tomaría alguna medicina, y
probaría de dormir un poco para que se le pasara el susto.
Feliu se negó a acompañarla a Can Estrada. Él tampoco quería coincidir
con Vicente. Se iría al barrio de Pekín, no se le ocurría otra parte donde ir. Se
confesaría con el padre Barguñó de lo que acababa de hacer. Y, cuando
Emilia se fue y se quedó solo, en el bosque, con sus culpas, descubrió que
aún llevaba el revólver en el bolsillo.
Lo miró con mucha atención. Era un Smith & Wesson de 11 mm
fabricado por Orbea Hermanos. Y aún tenía tres balas en el tambor.
Había matado a un hombre. Tres impactos en el tórax habían segado la
vida de aquel gigantón. No podía entender que su dedo índice fuera tan
inmensamente poderoso. Era el dedo que había accionado tres veces el
gatillo, el que había disparado aquellas tres balas mortales.
Pensó en Emilia y se le ocurrió que, después de haber matado a un
hombre, tal vez ya podía permitírselo todo.
No tiró lejos el revólver, como le recomendaba su conciencia.
Volvió a metérselo en el bolsillo.
Porque tenía miedo. Estaba muerto de miedo.
Miedo de sí mismo.
39
Aquella tarde, Anselmo llegó a casa tan exhausto y dolorido que, cuando
dejó el bastón en el paragüero, Basilio tuvo que sujetarlo y conducirlo hasta
la sala de la chimenea. Allí estaba Vicente que paseaba nervioso, arriba y
abajo, fumando con ansia y consultando continuamente su reloj.
Anselmo se dejó caer en su sillón soltando un «¡Uf!» y no pudo hablar
hasta que el mayordomo le alcanzó una copa de coñac. Entonces, la vació de
un trago y dijo:
—Más. —Y, mientras le servían otra, ya pudo dirigirse a su hermano—:
¡Formidable! —exclamó. Vicente se volvió hacia él, sorprendido, como si
acabara de descubrir su presencia—. ¿Se sabe algo de Juanito?
—No —dijo Vicente, categórico.
Una vez resuelto el trámite indispensable, el militar abordó lo que
realmente le interesaba:
—¡Ha sido maravilloso, Vicente! ¡He vuelto a revivir mis tiempos de
guerra más gloriosos!
En aquella casa, nunca se había comentado que Anselmo hubiese vivido
tiempos de guerra gloriosos.
—¿Ah, sí?
—He estado en la quema de los franciscanos de la calle Santaló, a las tres
de la tarde. Tendrías que haberlo visto. Los curas salían vestidos de civiles,
con ropas que alguien debía de haber dado para los pobres, hechos una facha,
que todo les iba demasiado grande o demasiado pequeño. No podían
disimular que eran los curas, primero porque salían de la residencia, segundo
porque iban vestidos de aquella manera impresentable pero, sobre todo,
porque iban muy juntitos y muertos de miedo. Y, por fin, salen dos vestidos
con los hábitos de las capuchas porque se ve que no tenían más ropa de
payaso. Uno de ellos llevaba una caja metálica bajo el brazo, la caja de
caudales, y un grupo de rebeldes le ha increpado: «¡Eh, tú, ¿qué llevas ahí?!».
Los dos encapuchados que echan a correr, uno de los anarquistas se lleva el
fusil a la cara, y ¡pam!
—¿Lo ha matado? —Vicente arqueó la ceja.
—¡El franciscano se ha quedado seco!
El entusiasmo del militar y la influencia del coñac y del abundante
alcohol ingerido a lo largo del día aumentaban y agudizaban el tono de su
voz, de manera que el sonido subió hasta el dormitorio de Emilia y la
despertó.
—… Y un poco más abajo, después, hemos ido a por el convento de las
capuchinas, también de la calle Santaló, en la plaza Galvany. Allí, han salido
todas acoquinadas, encogidas como pasas. Dicen los vándalos: «¡Vamos,
vamos, largaos de aquí, que hay que quemar el convento!». Y una monjita, la
pobre, que dice: «Pero ¿por qué?». «¡Porque queremos la República!». Y
dice la monjita: «¿La República? ¿Y eso qué es?». ¡Y el anarquista que no
sabe qué contestar, tú! «¿La República? ¿Que qué es la República? ¡La
República es la República, qué quieres que sea, es la República!».
Se oían las carcajadas salvajes de Anselmo. Emilia permaneció con los
ojos abiertos en la penumbra, rememorando los hechos que había vivido
aquella mañana y la noticia horrible que mosén Feliu le había transmitido.
María, la niña violada y asesinada. Su hermano Vicente, que ahora estaba
charlando y bebiendo coñac tranquilamente en la salita de la chimenea.
—¡… Y tendrías que haber visto a las mujeres de los obreros! ¡Eran las
más feroces! Como si odiaran a las monjas con un odio especial. Animaban a
los hombres para que les quemaran los hábitos con las antorchas.
«¡Quemadlas por brujas!», decía una. Sale una monja, de unos setenta años
como mínimo, y me la agarran cuatro gamberros y le dicen: «Tenemos que
registrarte para ver si llevas armas». Pobre mujer. Le han empezado a meter
la mano bajo las faldas, y le han quitado los hábitos, la han dejado en
enaguas. La madre Eminencia, la llamaban las otras. Por fin, ha intervenido
uno de esos señoritos que siempre hay por ahí cerca, como controlando el
cotarro, y ha dicho basta, con acento extranjero muy peculiar. Pobre mujer,
ha salido corriendo y tropezando para reunirse con las otras…
Hacía unas horas, cuando Emilia había llegado a casa, aturdida, con la
ropa en desorden, despeinada, sucia y con algún rasguño, no había querido
que Vicente la viera en aquel estado. Había dicho que se sentía mareada y
había pedido a Basilio y a Esperancita que le preparasen un baño y una
tisana, que la acompañaran a su habitación y le guardaran el secreto. Mientras
Esperancita la ayudaba a desvestirse y bañarse, Emilia le había preguntado:
—El sábado 26 del mes pasado, al día siguiente del entierro de la padrina,
¿observaste algo raro cuando regresó el señorito Vicente?
—¿Algo raro?
Su tono dubitativo equivalía a una afirmación. «Sí, observé algo raro que
nunca se me va a olvidar, pero no sé si debo mencionarlo».
—¿Qué observaste?
Esperancita aún dejó pasar unos minutos antes de responder. Emilia se
acabó de desnudar, se metió en la bañera de agua caliente y entonces la criada
dijo:
—Sangre. Gotas de sangre en los puños de la camisa. La lavé, pero no
acababan de desaparecer y se lo dije a su hermano y él me dijo que tirara la
camisa a la basura.
—¿Y eso fue al día siguiente mismo del entierro de la padrina? ¿Seguro?
—Sí. Precisamente pensé que era muy raro. Cuando solo hacía un día que
habíamos enterrado a la señora.
—¿Qué quieres decir?
—No sé qué quiero decir. Me extrañó.
Sangre en los puños de la camisa. A media tarde, cuando Emilia abrió los
ojos en la penumbra de su dormitorio, pensaba que su hermano, aquel que
ahora hablaba y bebía coñac tranquilamente en la planta baja, el sábado 26 de
junio había manchado con sangre los puños de su camisa.
Se levantó y se vistió. Tuvo que hacer un esfuerzo para trasladarse al piso
de abajo y entrar en la estancia donde Vicente estaba diciendo:
—… Vandalismo por toda la ciudad. Todas las vías de los trenes que
salen de Barcelona, excepto las que llevan a Francia, todas, han sido
arrancadas. Y también las líneas telefónicas y telegráficas. La ciudad está
prácticamente aislada. Por suerte, según me informan del Gobierno Civil, los
salvajes se han olvidado de arrancar el cable que nos une con Mallorca. El
capitán general, para informar al gobierno de lo que sucede, tiene que enviar
mensajes a Mallorca, de allí los pasan a Valencia y Valencia los hace llegar a
Madrid.
Los dos hermanos se volvieron hacia Emilia, que los escuchaba desde la
puerta.
—Emilia… —dijo Vicente—. ¿Me ha dicho Esperancita que no te
encontrabas bien?
—Han estado a punto de matarme —anunció ella.
—Pero ¿qué dices? —reaccionó Anselmo sobresaltado.
Vicente, en cambio, no se inmutó.
—Que han quemado la parroquia del Rosario —añadió.
—Sí —confirmó su hermana—. Y yo estaba allí.
—¿Estabas allí? —Vicente dio un paso adelante.
Emilia, de repente, se asustó. No quería hablar de aquello, no quería que
sus hermanos supieran lo que había visto.
—Sí. Estaba trasladando, muebles en el piso de arriba, los muebles que
sacamos de Pueblo Nuevo, los que les dejó la padrina en herencia. Estaba
limpiando y sacando el polvo. Y han llegado esos hombres y han pegado
fuego a la iglesia y han matado a mosén Antonio.
—¿Has visto a esos hombres? —la interrogó Vicente.
Emilia le sostuvo la mirada.
—No —dijo.
Y continuaban mirándose.
—¿Y mosén Feliu? ¿También le han matado?
Emilia no podía apartar la vista de su hermano, con la sensación de que
Vicente podía leerle los pensamientos.
—No lo sé. Creo que sí. Yo he huido de las llamas saltando por una
ventana, y tenía mucho miedo, y he venido corriendo hasta aquí.
Vicente fingió que se desentendía del tema. Sacó el reloj del bolsillo y
comparó la hora que marcaba con la del carillón que había sobre el hogar.
—No tendrías que haber salido a la calle —murmuró, distraído y
despectivo—. Y menos para ir a una iglesia.
Miró por el balcón hacia el jardín, como si hubiera oído llegar a alguien.
No: no había nadie. Volvió a comprobar que era la hora que acababa de ver.
—¿Qué te pasa? —preguntó Emilia—. ¿Esperas a alguien?
—Estoy preocupado por Juan —mintió Vicente—. No sé dónde debe de
estar.
—Déjalo —dijo Anselmo—. Ya es mayorcito.
—Del Gobierno Civil me han dicho —Vicente cambiaba de tema,
nervioso, para pasar el tiempo— que hoy han quemado unas veintitrés
iglesias y conventos. Joyas como la capilla Marcús del siglo XII, o San Pere
de les Puel·les. Desde la parroquia de San Francisco, los feligreses han
disparado contra los obreros y han matado a algunos. Es una guerra, Emilia, y
las guerras hay que tomárselas en serio. Los jesuitas se han apropiado del
monopolio de la venta de azúcar y tabaco, suben los precios cuando quieren,
y encima no pagan los impuestos industriales ni los aranceles de aduana, y la
mano de obra les sale gratis… No se puede actuar así impunemente sin que
alguien, tarde o temprano, salga a pararte los pies.
Emilia interpretaba perfectamente la inquietud de Vicente, sus idas y
venidas, las repetidas consultas del reloj. No era que sufriese por su hijo.
Tenían que traerle un tesoro de gran valor, y el tesoro no llegaba. Emilia no
podía quitarse de la cabeza las gotas de sangre en los puños de una camisa.
Dio media vuelta y salió de la sala mientras Anselmo comentaba:
—¿Sabes que han visto a Emiliano Iglesias en las barricadas? Ah, sí, a
mediodía, en la calle de San Pablo, acompañado por el séquito de amigos y
conocidos y un guardia municipal de uniforme. Estrechando las manos de los
militantes del Partido Radical que estaban en primera línea de fuego, los
hermanos Rafel y Josep Ulled, abogados, y Juan Colominas, concejal del
Ayuntamiento…
Emilia subió al piso de arriba. Después de comprobar, conteniendo la
respiración, que abajo proseguía la conversación entre sus hermanos, entró en
el despacho y cerró la puerta a su espalda.
El sanctasanctórum de su padre, forrado de madera oscura, con una
biblioteca de libros antiguos que cubría toda una pared, y aquel retrato del
viejo Juan Estrada en actitud soberbia, se conservaba exactamente como
cuando desde allí se regía el destino de la familia. Hacía pensar que el actual
usuario, Vicente, era un usurpador que no había sabido aportar ningún detalle
personal, que vivía aprovechándose del trabajo de su antecesor.
Emilia se sentó detrás del escritorio, encendió la luz de pantalla verde
porque los cortinajes estaban corridos, y empezó a abrir y cerrar cajones.
No sabía lo que buscaba pero enseguida lo encontró.
En el cajón del centro había una pistola Browning, muy moderna, con la
inscripción Eibar 7,65 mm, grasienta sobre un trapo manchado de grasa, que
hacía pensar que Vicente tenía miedo, que quería estar prevenido por si a
alguien se le ocurría atacar Can Estrada.
En el cajón de la izquierda, que estaba cerrado con llave pero tenía la
llave en la cerradura, encontró las dos cartas. Dos sobres iguales, abiertos,
con dos títulos escritos por la mano de Vicente. En uno, ponía «Policía». En
el otro, ponía «Rossi».
Sacó la carta del sobre donde ponía «Rossi». Había sido escrita con letra
irregular y analfabeta que contrastaba con la corrección expresiva del texto,
lo que hacía pensar que la mente que la había concebido y dictado era distinta
de la que la había garrapateado.
Emilia guardó las cartas dentro de los sobres con mucha parsimonia,
concentrada en elaborar lo que acababa de leer, y dejó los sobres donde y tal
como los había encontrado. Después, salió del despacho.
Sus hermanos, en la salita de la chimenea, continuaban dando un repaso a
los acontecimientos del día. Anselmo, arrebatado como un visionario,
relataba la batalla campal que se había entablado en el barrio de Gracia.
—¡Tendríamos que haberlo esperado de la gente de Gracia! —decía,
alzando los brazos como si hiciera referencia a algo glorioso—. Dicen que
ellos han sido los primeros en levantar barricadas, han vaciado todas las
armerías del barrio y han disparado directamente contra la Guardia Civil,
nada, cuatro gatos que han pedido ayuda a un destacamento de caballería que
estaba en el paseo de Gracia. Y los rebeldes de Gracia han recibido a los
soldados, primero con vivas y aplausos y, a continuación, al grito de «¡Viva
la República!», les han soltado una descarga demoledora. Ellos tienen claro
que los soldados son soldados, aunque la guerra empezara porque queríamos
librarlos de ir a Marruecos. —«Queríamos». Vicente fruncía el ceño y sonreía
desconcertado por la primera persona del plural de su hermano—. Hombres y
caballos patas arriba. Barricadas en la calle Mayor, y en Travesera de Gracia,
y en Torrent de l’Olla, y en la calle León… Se ha visto a un tipo que
levantaba una barricada él solo. ¡Ha tenido que ir allí el general Brandeis en
persona, gran honor! Y cerca de las seis, ¿habéis oído los cañonazos? Han
tenido que reducirlos a cañonazos, como lo oyes, ¡a cañonazos! Yo no lo he
visto, pero toda Barcelona está hablando de eso. Es el ejemplo que quiere
seguir todo el mundo…
40
Noche oscura.
Francesc Ferrer y Soledad Villafranca estaban sentados a la puerta de la
masía, ante el huerto y la gran pajarera con aves exóticas, contemplando el
cielo estrellado y acompañados por el insistente canto de los grillos, el
ocasional ulular del mochuelo y el croar de las ranas del estanque.
Estaban muy juntos, y melancólicos, y se agarraban de la mano.
Francesc Ferrer había vuelto a decir «Vendrán a por mí» y Soledad tenía
que hacer esfuerzos para contradecirle de una manera convincente.
—¿Qué quieres decir? ¿Que han organizado la revolución solo pensando
en ti? ¿Tiros y muertos, y cañonazos y barricadas y quema de conventos, solo
pensando en Francesc Ferrer i Guàrdia? ¿No eres un poco megalómano?
—Hay mucha gente que en estos momentos está pensando en mí,
Soledad, ya lo sabes. Mucha gente que me la tiene jurada. Desde el
presidente del gobierno, el señor Maura, un beato chupacirios que ya hace
mucho tiempo que se definió como político clerical y que firmó un acuerdo
con el Vaticano asegurando la protección fiscal para las órdenes religiosas.
Ese es el principal enemigo. En estos momentos, le encantará imaginar que
soy yo quien está detrás de estos disturbios…
—Pero no lo estás, ¿verdad? Lo cierto es que te echaron de la ciudad.
Nadie te quería allí.
—Esta vez no me lo perdonarán.
—Nunca te han perdonado nada. La otra vez que te detuvieron, te
acabaron soltando porque eras inocente. Se pasaron un año buscando la
manera de incriminarte y no lo consiguieron.
—No lo consiguieron porque en todo el mundo se levantaron voces
intercediendo por mí, en Europa y en América del Norte y en América del
Sur. Ah, eso no me lo podrán perdonar nunca. Un maestrillo desgraciado que
se va a Francia y vuelve forrado de duros y acompañado de una jovencita
preciosa como tú, y que funda escuelas y, con su teoría educativa triunfa en
todas partes. La Escuela Moderna, el programa de educación de adultos, la
filosofía de la enseñanza racional. No me lo pueden perdonar. Me quisieron
condenar a muerte e hicieron el ridículo. Los tildaron de inquisidores, de
retrógrados, de fanáticos. Y todo por mi culpa, ¿entiendes? Ahora,
necesitarán un cabeza de turco y yo seré el ideal, ¿no lo ves? Y esta vez no
permitirán que se repita la historia.
—Francesc…
—Y tú lo sabes, Soledad. Lo tienen muy fácil. Cuando ya me habían
declarado inocente, ese animal de Rull ya dijo que fuimos yo y Mateo Morral
quienes preparamos el atentado contra Alfonso XIII, y volvió a salir en la
prensa, ¿te acuerdas? Hienas atentas a la primera oportunidad para atacarme.
Ahora volverán a sacar aquello a la luz. Y dirán: «Qué casualidad que,
después de la fundación de Solidaridad Obrera, un par de semanas después, el
amigo Ferrer i Guàrdia se va de gira por las capitales europeas y al mismo
tiempo, en Ámsterdam, se celebra el congreso anarquista internacional. Qué
casualidad. ¿No será que Francesc Ferrer i Guàrdia creó Solidaridad Obrera
instigado por el anarquismo internacional?». No me lo invento: ya lo he oído
decir.
—Pero tú no asististe al congreso de Ámsterdam. Te fuiste de Holanda
antes de que se iniciaran las sesiones.
—Es verdad, pero también es verdad que he defendido a gritos que
anarquistas, socialistas y sindicalistas tenemos que unirnos si queremos
avanzar. Tenemos que unirnos y tenemos que avanzar al mismo ritmo,
marcando el mismo paso. Porque, hasta que no lo logremos, los patronos
siempre tendrán la sartén por el mango, ¿lo entiendes, Soledad? Nunca
podremos hacer la revolución si no nos ponemos todos de acuerdo y hacemos
todos la misma revolución, la que sea pero todos la misma.
Se hizo el silencio. Por un momento, incluso los grillos callaron, y los
mochuelos, y las ranas, y la misma Soledad no encontró objeción que oponer.
Pero, inmediatamente, los grillos volvieron a llenar el espacio, y el mochuelo
se lamentó de nuevo entre los árboles, y las ranas parlotearon en la charca.
Y Francesc Ferrer i Guàrdia se aclaró la garganta y añadió:
—Por hablar de esta manera, Soledad. Por hablar así como hablo es por lo
que vendrán a por mí. Y me encontrarán.
Ella le apretó la mano y dijo:
—Tendríamos que irnos. Ahora mismo. Volver a Francia. Allí, nos
acogerían y nos protegerían.
—¿Huir? ¿Y si es realmente la revolución? ¿Y si realmente se propaga la
llama por toda España y estamos a punto de implantar la República? ¿Qué
pasaría con ese Francesc Ferrer i Guàrdia que desaparece en el momento
crucial?
—¿Tú crees que esta puede ser la revolución?
Silencio de grillos, mochuelos y ranas.
—Podría serlo.
—No puede serlo, Francesc. Y tú lo sabes.
Francesc Ferrer i Guàrdia se mantenía callado y ausente, como si con su
silencio quisiera borrar lo que ella decía con tanta seguridad.
41
Noche oscura y la parroquia del Rosario aún ardía.
Todo había sido destruido de manera apocalíptica, la obra nueva y la
antigua ermita, la iglesia pretenciosa, y los tres pisos, la sacristía, el despacho
parroquial, la vivienda y el andamio de madera, todo era un amasijo negro en
la noche negra, con la danza viva de las llamas que aún saltaban de un lado a
otro encontrando por doquier materia combustible que devorar, con las brasas
haciendo guiños que mantenían su luz en rincones aparentemente muertos; y
la humareda blanca y densa que no dejaba de embadurnar el aire.
Feliu lo miraba y se preguntaba si sería capaz de meterse en aquel
infierno.
Hacía rato que pensaba en su propia cobardía. Sabía que era un cobarde,
porque no había hablado claro aquel día ante el delegado de policía Bertrán;
sabía que era un cobarde porque no había podido mirar fijamente a los ojos
de Vicente Estrada y no había sido capaz de denunciarlo ante el señor obispo,
y había permitido que lo manipularan y lo sacaran de Pekín y lo llevaran al
territorio pervertido de Sant Gervasi. Sabía que era cobarde porque aquella
mañana había tardado mucho en reaccionar mientras torturaban a mosén
Antonio, abajo. Y había ido a buscar el revólver que tenía en el cajón de la
mesilla de noche y lo había disparado tres veces contra el pecho del gigante,
Rossi, tres veces, tres tiros mortales. Era un cobarde y se preguntaba si sería
capaz de meterse en aquel infierno.
Al fin y al cabo —pensaba—, el infierno era exactamente el destino que
le correspondía.
Había destrozado su camisa blanca. La había convertido en tres trapos,
dos de los cuales le envolvían las manos como guantes improvisados. Había
empapado el tercer retal en el agua fresca de aquella fuente donde los
pueblerinos una vez al año iban a comer anises, y la utilizó como mordaza.
Le habían dicho que aquello era lo que había que hacer si uno pensaba
internarse en el corazón de un incendio.
Por fin, salió de detrás de los matorrales donde se emboscaba y se acercó
a la gran hoguera. El calor lo atrapó para asfixiarlo y lo cubrió con una capa
de sudor ardiente. No permitió que aquello le detuviera. Continuó avanzando,
se metió en medio de aquella niebla sólida, saltó sobre las brasas, esquivó las
lenguas de fuego que aún se alzaban vivaces, entró en el mundo de la negrura
y la asfixia.
El humo se le metió en los ojos, que de pronto querían reventarse como
globos demasiado hinchados; le hizo lagrimear, le cegó. ¿Cómo podía
encontrar lo que buscaba si avanzaba a ciegas?
Empezó a toser y se le ocurrió que nunca llegaría a su objetivo. Pero
continuaba adelante en medio del humazo y las llamas, y lograba identificar
más o menos lo que habían sido paredes de la antigua ermita y tabiques del
edificio nuevo, y la escalera donde había muerto Rossi, y la puerta que
conducía al despacho parroquial.
Todo él ya era de fuego. El dolor de la quemazón se le había acomodado
en toda la piel, le obturaba los poros y le impedía respirar. Las piernas
perdían fuerza. Le invadió el miedo de perder el equilibrio, de caer de bruces
sobre aquella alfombra de restos ígneos. Ya se encontraba en lo que había
sido despacho de mosén Antonio. Entonces, tuvo la sensación de haber
llegado al mismo núcleo del incendio, al núcleo del infierno, y le horrorizó la
perspectiva de la salida. Había logrado plantarse donde quería pero había
invertido en ello todas sus fuerzas. Ya no le quedaba energía para volver
atrás, al aire puro de la noche.
Pero había llegado donde quería. Había llegado donde quería y, a través
del humo y de las lágrimas, pudo ver la viga negra caída sobre el escritorio
hecho pedazos. El escritorio de mosén Antonio. Estaba allí. Aquello era lo
que él quería.
Pegó un puntapié a la viga y al escritorio y se sintió agobiado por la
fatiga. Nada se movió hasta el cuarto patadón, pam, pam, pam, cuando la
viga desparramó una nube de chispas y el escritorio acabó de hundirse en un
estallido de humo y llamaradas.
No, no, pero estaba allí. Feliu todavía no se daba por vencido. Apartó el
maderamen negro con los pies, notando que el fuego traspasaba el cuero de
sus zapatos, llorando detrás de las lágrimas y las quemaduras, hasta localizar
lo que podían ser los cajones y su contenido. El crucifijo, el cortapapeles, el
tintero. Allí había dicho mosén Antonio que se encontraban las joyas de los
Estrada. Feliu se agachó y todo giró a su alrededor. Volvió a toser, y aquella
vez parecía que ya no podría dejar de hacerlo jamás. Con las manos
protegidas por la ropa se libró de obstáculos hasta que vio la caja de marfil
ennegrecida. Se apoderó de ella, se irguió, y tosía y tosía, y se sentía borracho
de humo y de calor, y la tos y el humo le hicieron perder el norte, no sabía
dónde mirar, a su alrededor todo eran llamas, humo y rescoldos, no podía
recordar por dónde había llegado. Pero no se podía quedar allí pasmado, ya
tenía la muerte encima y la única forma de huir de ella era corriendo hacia el
exterior. Intuitivamente eligió un camino, uno cualquiera, encomendándose a
la Virgen. Daba traspiés, no sabía dónde ponía los pies, hizo un gesto
imprudente y fue a dar con el hombro contra un montante de puerta al rojo
vivo. El dolor le agarrotó el brazo y le penetró como una cuchillada hasta el
centro de los pulmones. La tos se le mezcló con el grito, aspiró una bocanada
de hollín y fuego y se congestionó, a punto de estallar en pleno sofoco. Era el
fin. No veía nada. Una bola mortal le obturaba la garganta, un frío siniestro le
salió del tuétano, y tomó conciencia de que iba haciendo eses en cualquier
dirección, chocando aquí y allá, cada vez más insensible a las quemaduras.
Tenía que escupir la bola que le ahogaba, tenía que escupirla como fuera.
Dio cuatro zancadas largas, con la muerte apretujándole las entrañas, tan
helada, con todos los sentidos concentrados en aquella bola ardiente que le
obturaba la garganta y de repente el aire fresco le cortó la piel y soltó un
eructo tan estridente como un trueno y vomitó un líquido abundante, amargo
y negro antes de caer de bruces.
Por puro reflejo, asustado ante la posibilidad de haber caído sobre las
brasas, pataleó y reptó, y se alejó del incendio y tropezó con la fuente que
siempre había hecho de aquel rincón de la ciudad un lugar idílico.
Entonces, tomó conciencia de que no podía abrir los ojos, hinchados y
palpitantes, y que las quemaduras le perforaban la piel en diferentes partes
del cuerpo.
Y el contacto con el agua fue milagroso.
42
MIÉRCOLES, 28 DE JULIO
A medida que iba llegando al tercer piso, oía que los rebeldes
informaban:
—¡Hay fusiles! ¡Un montón de fusiles!
Y otro:
—¡Escapan por la azotea! ¡A por ellos, que escapan por la azotea!
Efectivamente, los veteranos ya no disparaban desde los pisos superiores,
agobiados por el fuego intenso de los invasores que, poco a poco, se
diseminaban por las diferentes estancias apoderándose de fusiles y buscando
comida o cualquier cosa que quemar y destruir.
Por los suelos, había prendas de uniformes, bayonetas, cartucheras. Un
adolescente había encontrado una corneta y la iba haciendo sonar,
ensordeciendo y exasperando al personal. Otro ciudadano, de aspecto alelado,
salía de una habitación muy ilusionado con el máuser que acababa de
obtener. Hurgaba en el cerrojo para averiguar si funcionaba. Sin manías, se
encaró el fusil, apuntó a la pared del fondo del pasillo y disparó. El disparo
sonó como un trueno por toda la casa y la bala causó un gran desconchón en
la pared.
Anselmo agarró de la oreja al imprudente y le pegó cuatro gritos:
—¡A disparar, vete a la calle, imbécil!
A la pata coja, se precipitó hacia el interior de la habitación en cuestión
pero, cuando llegó a los armeros, ya estaban vacíos.
Una mano en el hombro interrumpió su gesto de fastidio.
Se encontró ante el hombre que, abajo, impartía las órdenes. Un señorito
mal disfrazado de obrero que le dijo, severo:
—Tienes que aprender que aquí las órdenes las doy yo.
—¿Y quién eres tú? —le replicó Anselmo, descarado.
—Josep Ginés. Y recibo órdenes directas de Villalobos Moreno, que es
de la Junta de Huelga.
—Villalobos, el amigo de Ferrer i Guàrdia. O sea, anarquistas.
Ginés frunció el ceño.
—¿Y tú quién eres?
—Yo soy el que te ha ayudado a conquistar esta posición —dijo Anselmo
sin dudar.
—Conquistar esta posición —repitió el otro para dar a entender que
aquella forma de hablar delataba su procedencia.
—No soy un obrero —aceptó el coronel sin apearse de su insolencia—,
pero tú tampoco. Dame un fusil y continuaremos luchando codo con codo.
Ginés lo miró de arriba abajo con ojeada desdeñosa. Dijo:
—Cómpratelo.
Dio una media vuelta muy poco marcial y se dirigió hacia el otro extremo
del piso para recuperar el mando perdido.
47
Basilio bajó rodeando el Putxet, pasó junto al convento de las
franciscanas descalzas de la calle San Elías, que aún estaba intacto pero
visiblemente cerrado a cal y canto, abandonado para que los revolucionarios
lo invadiesen cuando les viniera en gana.
Muntaner abajo, pudo ver la escuela de las Damas Negras, en la
Travesera, oscurecida por el fuego pero aún entera. A la derecha dejó una
iglesia que no conocía, absolutamente envuelta en llamas. Los bomberos no
acudían a apagar los incendios, únicamente se ocupaban de que las llamas no
pasaran de las entidades religiosas a los edificios civiles contiguos. Los
vecinos pacíficos, que eran la inmensa mayoría, se mantenían encerrados en
sus casas y quizá contemplaban el espectáculo ocultos tras las
contraventanas, embelesados por la fascinación que producen tanto el fuego
como la violencia.
En la esquina de Rosselló con Muntaner, de la escuela y la iglesia de los
misioneros del Sagrado Corazón solo quedaban las paredes maestras y, a
pesar de ello, una bandada de cuervos carroñeros aún entraba y salía de allí
cargando objetos de valor. A Basilio le impresionó una pintada: