Mariano Artigas
Mariano Artigas
Mariano Artigas
Las posibles actitudes ante Dios como explicación última del universo son básicamente
cinco: el ateismo, el agnosticismo, el panteismo, el deismo y el teismo. Pero las cuatro
primeras plantean dificultades notables. Esto se advierte fácilmente en el caso del
ateismo, ya que no existen ni pueden existir pruebas de la no existencia de Dios. La
renuncia del agnosticismo es, como mínimo, poco coherente con el espíritu científico y
racional que nos lleva a buscar explicaciones de todo lo que existe, aunque nuestras
respuestas sean siempre limitadas y parciales. El deismo da razón de la existencia del
universo, pero no resulta coherente afirmar que un Dios infinitamente bueno, poderoso
e inteligente da la existencia al universo y luego lo abandona a su propia suerte. Y el
panteismo pretende responder a los interrogantes últimos que nos planteamos ante el
universo, pero, aunque admitamos la presencia activa de Dios en todo el universo, no es
posible identificar a Dios con ninguna criatura ni con todas en su conjunto, porque todas
las dimensiones de las criaturas son limitadas y, por tanto, no pueden identificarse con
algo divino en sentido estricto.
Por tanto, el teismo aparece como la única opción rigurosa para quien no renuncia a
buscar una explicación del universo. Ni el universo en su conjunto ni sus aspectos
parciales pueden ser identificados con algo propiamente divino. Sin embargo, la
racionalidad del universo sugiere fuertemente su conexión con la inteligencia divina.
Estas palabras de Séneca fueron utilizadas por uno de los clásicos de la espiritualidad
cristiana y de la literatura española, Fray Luis de Granada, quien las recogió de modo
prácticamente textual y añadió algún leve matiz, sin plantearse mayores problemas; por
el contrario, la utilizó como una parte de la argumentación que le lleva desde la
naturaleza hasta su Creador. Éstas son sus palabras: «¿Qué cosa es Dios? Mente y razón
del universo. ¿Qué cosa es Dios? Todo lo que vemos, porque en todas las cosas vemos
su sabiduría y asistencia, y desta manera confesamos su grandeza, la cual es tanta, que
no se puede pensar otra mayor. Y si él solo es todas las cosas, él es el que dentro y fuera
sustenta esta grande obra que hizo»[2]. A continuación, Luis de Granada advierte que
ha utilizado las palabras de Séneca.
Muchos siglos después de Séneca, y varios siglos después de Luis de Granada, utilizo la
expresión «la mente del universo» porque me parece muy adecuada para abordar en la
coyuntura actual el problema de la explicación del universo. Voy a intentar explicarlo,
aunque para hacerlo es preciso recorrer un camino que consta de varias etapas. La
primera, lógicamente, es la consideración de la imagen del mundo que nos proponen
hoy día las ciencias.
II. Nos encontramos en la actualidad, por vez primera en la historia, con una
cosmovisión completa, unitaria, científica y rigurosa del universo, en la que destacan los
aspectos relacionados con la racionalidad, la información y la creatividad. Una
cosmovisión de este tipo solamente se ha conseguido en las últimas décadas. Por eso, no
vacilo en afirmar que se trata de un logro histórico de gran alcance que tiene profundas
implicaciones.
Afirmo que la cosmovisión actual es completa, no porque agote todo lo que se puede
conocer, sino porque se extiende a todos los niveles de la naturaleza, desde el
microfísico hasta el astrofísico y pasando por el biológico, e incluye elementos
fundamentales acerca de cada uno de esos niveles y de sus relaciones mutuas. Por
supuesto, es mucho lo que no sabemos, y cada nuevo avance abre panoramas todavía
más profundos. Sin embargo, hoy día conocemos bastantes mecanismos básicos de cada
nivel con suficiente aproximación. El modelo estándar de fuerzas y partículas básicas
está bien comprobado. Sabemos cuáles son los componentes básicos de la materia y
cómo se constituyen y funcionan los sucesivos niveles físico, químico y biológico.
Conocemos el funcionamiento básico de las estrellas, así como los mecanismos de su
nacimiento, evolución y desintegración. Sobre todo, ha avanzado enormemente el
conocimiento de los mecanismos fundamentales de la vida. Estos niveles se encuentran
estrechamente relacionados, formando una red de condicionamientos mutuos; por eso
afirmo que esa cosmovisión es unitaria. Es, además, científica, porque los factores que
la integran se encuentran, en gran medida, bien corroborados científicamente, y por eso
también añado que esa cosmovisión es rigurosa.
Con respecto a la racionalidad de la naturaleza, Paul Davies ha escrito que «El éxito del
método científico para descubrir los secretos de la naturaleza es tan sorprendente que
puede impedirnos advertir el milagro mayor de todos: que la ciencia funciona. Incluso
los científicos normalmente dan por supuesto que vivimos en un cosmos racional y
ordenado, sujeto a leyes precisas que pueden ser descubiertas por el razonamiento
humano. Sin embargo, por qué esto es así continúa siendo un atormentador misterio (...)
El hecho de que la ciencia funcione, y funcione tan bien, apunta hacia algo
profundamente significativo acerca de la organización del cosmos». En efecto, la
actividad científica y la cosmovisión actual que es el fruto de sus grandes logros se
apoyan sobre «un supuesto crucial: que el mundo es a la vez racional e inteligible (...)
Toda la empresa científica está construida sobre la suposición de la racionalidad de la
naturaleza».
Nuestra cultura se encuentra informada por una ciencia que no parece dejar lugar para
las explicaciones espirituales y sobrenaturales; aunque se admita que su agnosticismo es
sólo metodológico, es fácil pasar del «como si Dios no existiera» al olvido completo de
Dios o a la negación de su posible acción en el mundo. De la trilogía naturaleza-
hombre-Dios, se ha pasado a una visión monolítica en la que parece suficiente contar
con la naturaleza: al fin y al cabo, la ciencia parece permitirnos prescindir de Dios, y esa
misma ciencia, cuando se la aplica a la explicación de la persona humana, parece
progresar continuamente, consiguiendo una creciente expansión de las explicaciones de
lo humano en clave materialista. En último término, nos encontramos con un
naturalismo que penetra nuestra cultura por sus cuatro costados. Desde el «Big Bang» o
gran explosión hasta la actualidad, todo parece explicarse mediante un gigantesco
proceso de evolución cósmica y biológica que nos describen las ciencias, y parecería
posible mostrar que el inicio mismo, la gran explosión, o bien sería el resultado de una
fase anterior de contracción, o un momento parcial dentro de un ciclo eterno de
expansiones y contracciones, o el producto de una fluctuación del vacío cuántico que
podría explicar una auto-producción del universo inicial sin necesidad de postular un
Creador.
En el ámbito académico, el naturalismo se presenta con un nuevo ropaje, pero sus tesis
básicas mantienen toda su fuerza. Se afirma que, en la filosofía de la ciencia, ha
emergido en la actualidad un nuevo consenso post-positivista, un nuevo paradigma, una
de cuyas características consistiría en ser un naturalismo no reduccionista[5]. Se admite
la existencia de diferentes niveles tanto en la naturaleza como en las ciencias, y se
renuncia a reducirlos a un nivel básico; por este motivo, el naturalismo se presenta
también bajo el título de fisicalismo no reduccionista: pero no se deja ningún lugar para
dimensiones que caigan fuera del ámbito del naturalismo científico. Quien se asoma a
las discusiones actuales, especialmente en el ámbito de la antropología, encuentra
refinadas elaboraciones que giran en torno a nuevos conceptos, como el de
«superveniencia», y a antiguos conceptos que son remodelados para adaptarlos a la
situación actual, como sucede con el concepto de «emergencia». En estas discusiones se
afirma, a veces de modo explícito y en otra de modo implícito, que se trata de defender
una perspectiva materialista en la cual no hay lugar para las dimensiones espirituales[6].
Sin duda, nuestra civilización científica posee muchos valores positivos, y algunos de
ellos se encuentran íntimamente vinculados con la ciencia natural, que pone de relieve
la importancia del razonamiento, la búsqueda de explicaciones, y la exigencia de
someter esas explicaciones a la correspondiente crítica. En este contexto podemos
preguntarnos: ¿qué sentido tiene afirmar, en la actualidad, la existencia de un Dios
Creador del universo?, ¿puede argumentarse en su favor, o se trata de un objeto posible
de creencia subjetiva, que cada persona puede admitir si lo estima adecuado, pero que
nada tiene que ver con argumentos objetivos?, ¿tiene algo que decir al respecto la
cosmovisión científica actual?.
Por una parte, algunos destacados científicos proponen una nueva cosmovisión que
englobaría tanto la ciencia como las humanidades. Puede mencionarse, en este contexto,
la nueva alianza de que habla Ilya Prigogine[7]. Esa expresión pretende ser una réplica a
Jacques Monod, quien afirmaba en el final de su famoso libro El azar y la necesidad que
la antigua alianza entre el hombre y la naturaleza, vista con los ojos de la persona
metafísica y religiosa, se había roto, y ahora, por fin, sabemos que estamos
completamente solos ante una naturaleza que nos es indiferente.
¿En qué consiste la nueva alianza propuesta por Prigogine, que restablecería el sentido
de la vida humana en el marco de la ciencia actual? La respuesta puede resultar
decepcionante, aunque los logros científicos de Prigogine, y el interés filosófico de sus
implicaciones, sean indiscutibles. Prigogine recibió el premio Nobel de química por sus
trabajos en la termodinámica de procesos irreversibles, que permiten comprender
científicamente, en algunos casos, cómo surge el orden a partir de situaciones anteriores
de desorden; en ese sentido, puede decirse que es una teoría morfogenética, ya que se
refiere a la génesis de nuevas formas. En la misma línea se encuentran la teoría de
catástrofes de René Thom y la sinergética de Hermann Haken. Estas teorías han abierto
nuevas perspectivas científicas que tienen un interés indudable, y conducen hacia la
explicación de la naturaleza en términos de auto-organización: desde el nivel
microfísico hasta el astrofísico y pasando por el biológico, la naturaleza se podría
explicar científicamente como el resultado de un grandioso proceso de auto-
organización en el cual, de acuerdo con el esquema darwinista, se producirían nuevas
formas y sólo permanecerían las que se adaptan suficientemente a la situación existente
en cada momento.
En esa línea, a veces se propone una auténtica reforma de las ciencias naturales[9], pero
resulta francamente difícil saber en qué podría consistir esa reforma. Parece pretenderse,
por ejemplo, que los ciencias sean reconstruidas siguiendo los dictados de ontologías
que se presentan como científicas (especialmente la «filosofía del proceso» de Alfred
North Whitehead), pero está por ver que esa empresa sea posible. En otras ocasiones se
propone una amalgama en la cual vienen reformuladas tanto la ciencia como la filosofía
y la teología, en una síntesis que difícilmente puede ser reconocida como auténtica por
ninguna de las partes[10].
VII. Para abordar con garantías los problemas planteados por la ciencia en la actualidad,
es preciso subrayar, ante todo, que las ciencias naturales poseen una autonomía propia.
Sin duda, utilizan recursos cognoscitivos que pueden aplicarse en cualquier otro ámbito
de conocimiento, pero no es menos cierto que recurren a métodos peculiares para
estudiar la naturaleza centrándose en las pautas espacio-temporales repetibles: por eso
es factible construir modelos que pueden someterse a control experimental.
En esas condiciones, parecería imposible que exista un diálogo entre las ciencias y la
filosofía. Sin embargo, la situación no es tan desesperada. De hecho, acabo de indicar
un camino que tiene gran importancia para ese diálogo: el estudio de los supuestos e
implicaciones de las ciencias. En efecto, si bien las ciencias son autónomas en su nivel
propio, utilizan, sin embargo, unos supuestos que son condición necesaria para que la
ciencia sea posible y tenga sentido. Además, el ulterior progreso científico posee
implicaciones que pueden retro-actuar sobre esos supuestos. En estas condiciones, me
parece posible proponer la siguiente tesis: las ciencias se apoyan sobre unos supuestos
filosóficos, y el progreso científico retro-actúa sobre esos supuestos: los retro-justifica,
los amplía y los precisa. Las reflexiones que siguen se dirigen a explicar esta tesis y a
explorar sus consecuencias.
Los supuestos generales de las ciencias pueden clasificarse en tres grandes tipos: los
supuestos ontológicos, los epistemológicos, y los antropológicos. Los supuestos
ontológicos se refieren a la existencia de una naturaleza independiente de nuestra
voluntad, que tiene una consistencia propia y posee un orden específico: una estructura
en diferentes niveles relacionados entre sí de modo unitario. La naturaleza debe ser,
además, inteligible, o sea, capaz de ser conceptualizada de modo lógico y coherente.
Los supuestos epistemológicos se refieren a la capacidad humana para enfrentarse a la
naturaleza como un objeto, para construir modelos y contrastar su validez recurriendo a
la experimentación: se supone, por tanto, la existencia de un sujeto que posee una
capacidad argumentativa, así como una estructura cognoscitiva que le permite enlazar
los aspectos materiales y los intelectuales. Los supuestos antropológicos se refieren a
los objetivos que se buscan en la actividad científica; por tanto, a los valores que
determinan esos fines, y a los medios para conseguirlos. El objetivo principal es el
conocimiento, y el control experimental constituye la condición básica que deben
cumplir las construcciones teóricas para poder ser admitidas en el ámbito de la ciencia
experimental. La ciencia experimental tiene sentido como una búsqueda de la verdad
que permite el dominio de las condiciones naturales y, por tanto, el progreso en las
condiciones de vida de la humanidad.
Tampoco es difícil advertir que una reflexión sistemática acerca de los supuestos de las
ciencias conducirá a problemas centrales de la ontología, de la gnoseología y de la
antropología, y que si llevamos nuestra reflexión hasta el final, aparecerán los
problemas típicos de la teología natural. Por tanto, la reflexión filosófica proporciona,
por una parte, el terreno propicio para la investigación científica, y por otra, el
complemento que la ciencia necesita para que sus resultados puedan ser integrados en
una cosmovisión unitaria que incluya las diferentes dimensiones de la experiencia
humana.
Cualquier libro está escrito en un lenguaje que utiliza símbolos cuyo significado debe
ser interpretado; algunas interpretaciones vienen fijadas mediante convenciones o
estipulaciones generalmente aceptadas, y otras permanecen abiertas: un mismo texto
puede admitir diferentes interpretaciones. Por tanto, cuando se aplica a la naturaleza,
esta metáfora subraya que la ciencia es una verdadera actividad hermeneútica. Durante
varios siglos se ha repetido que la ciencia experimental moderna nació cuando los
científicos se pusieron a observar la naturaleza sin prejuicios, recogiendo hechos y
relacionándolos mediante la formulación de leyes. Esta idea es una parte central de la
mentalidad positivista. Sin embargo, proporciona una auténtica caricatura de la ciencia
real. Dedicados a observar sin ideas previas ni interpretaciones, los hombres no se
hubieran convertido en científicos, sino en lechuzas, y no precisamente de Minerva. A
pesar de todo, esta imagen de la ciencia ha ejercido una notable influencia, y la continúa
ejerciendo en la actualidad.
El análisis de la metáfora del libro proporciona también la ocasión para señalar que la
naturaleza no está escrita en ningún lenguaje específico, ni matemático ni de otro tipo.
La naturaleza no habla, ni está estructurada de acuerdo con ningún lenguaje humano. La
metáfora del libro, en este caso, supone que existe un interlocutor (nosotros), capaz de
crear un lenguaje que permite, al mismo tiempo, expresar las propiedades de la
naturaleza, formular un discurso coherente, y proponer argumentos acerca de la validez
de ese discurso. Somos nosotros quienes hacemos hablar a la naturaleza.
Obedeciéndola, sin duda, pero también obligándola a manifestar sus secretos a través de
interrogatorios muy sutiles. De hecho, la ciencia experimental moderna nació
sistemáticamente cuando, gracias a trabajos lentos que se prolongaron durante siglos,
finalmente se encontró una combinación muy sutil de matemáticas y experimentación
que permitió formular preguntas interesantes y obtener de la naturaleza algunas
respuestas.
IX. Esta última consideración nos sitúa ya en ámbito de los supuestos ontológicos de la
actividad científica, que ahora paso a analizar. Una de las características más notables
de la naturaleza es, precisamente, que estando constitutida por componentes y fuerzas
«ciegos», pueda ser estudiada a través de lenguajes racionales coherentes. La
racionalidad de la naturaleza es uno de los supuestos ontológicos a que antes he aludido,
y también he señalado que es uno de los hechos más notables en el ámbito de la ciencia:
tal como corresponde a un supuesto, se suele dar por descontado que la naturaleza es
racional e inteligible, pero esto no es nada trivial. Además, el progreso científico
proporciona una confirmación cada vez más notable de la amplitud de esa racionalidad
y de su carácter altamente sofisticado: cuanto más progresa la ciencia, más orden
descubrimos en ella, ya que todo progreso significa más leyes, más estructuras, más
orden.
Esto no es algo necesario: podría no darse tal grado de organización. Claro que, en ese
caso, nosotros no existiríamos. Pero precisamente ése es un punto que se debe subrayar:
durante la mayor parte de la existencia del universo, tal como lo conocemos en la
actualidad, no ha existido la humanidad, y no se daban las condiciones mínimas para
que pudiera existir; además, llegará un momento en el cual no se darán las condiciones
necesarias para nuestra existencia, al menos en la tierra y en nuestro sistema solar: si
entonces todavía sobrevive la humanidad, desaparecerá, a menos que haya aprendido a
viajar a otro lugar habitable en el universo. Por tanto, cuando afirmo que en el universo
existe un elevado grado de orden y organización, me refiero a su estado actual que, en
nuestro entorno inmediato, es una verdadera primavera para la vida. No estoy afirmando
que, en cualquier caso, el universo posea necesariamente mucho orden. El orden que
conocemos en la actualidad no ha existido siempre y, en el futuro, dejará de existir.
Todo esto significa que en la naturaleza existe un orden contingente[13], que consiste
en una organización muy sofisticada y estable. Existen diferentes niveles naturales que
se encuentran inter-penetrados, de tal manera que unos son componentes de otros, o son
condición de posibilidad de otros como condiciones externas (por ejemplo, el nivel
microfísico entra en la composición de todos los demás niveles, y en el nivel astrofísico,
el sol es condición de posibilidad de la vida en la tierra). Si tenemos en cuenta, además,
la dimensión evolutiva, advertimos que esa organización se ha constituido por pasos,
lentamente, a través de un proceso enormemente largo y complejo en el cual han
intervenido muchos factores aleatorios, que podían no haberse dado.
En esas condiciones, el progreso de las ciencias muestra, por una parte, la existencia de
muchos tipos de orden y organización; y muestra también que la naturaleza ha llegado a
su organización actual a través de un sinfín de procesos morfogenéticos en los cuales
han surgido auténticas novedades. Por tanto, puede decirse que la naturaleza es creativa
en un doble sentido: por una parte, porque continuamente, también en la actualidad, está
produciendo nuevos seres, distintos individualmente de todos los demás, pero además,
en segundo lugar, porque a lo largo de su historia ha producido una gran variedad de
tipos de organización que previamente no existían.
Vemos ahora por qué he dicho que el progreso científico retro-actúa sobre sus supuestos
filosóficos de tres modos: los retro-justifica, los amplía y los precisa. Comprobamos, en
efecto, que esto sucede en el ámbito de los supuestos ontológicos, en el que ahora
estamos centrando nuestra atención. La racionalidad de la naturaleza es un supuesto
ontológico básico; los científicos lo admiten desde el mismo momento en que empiezan
a trabajar como científicos: en caso contrario, la ciencia no podría existir ni tendría
sentido su posibilidad. Pero ese supuesto inicial, que en su origen estuvo estrechamente
relacionado y apoyado por la matriz cultural cristiana que favoreció el nacimiento de la
ciencia moderna en el siglo XVII[14], recibe una especie de retro-alimentación
(feedback) por parte del ulterior progreso de la ciencia. En concreto, la cosmovisión
científica actual retro-justifica ese supuesto, porque muestra que la naturaleza no sólo
posee racionalidad y orden, sino que posee un alto nivel de organización que incluye la
existencia de niveles entre los cuales se da continuidad, gradualidad y emergencia. Por
tanto, el progreso científico amplía el contenido del supuesto ontológico inicial. Y,
además, lo precisa: introduce la dimensión procesual, evolutiva, emergente, que
anteriormente era prácticamente desconocida y que tiene una enorme importancia para
el conocimiento de la naturaleza.
La sensibilidad nos pone en relación inmediata con la naturaleza. Sin duda, el hombre
es un ser natural. Nuestra comunión con la naturaleza no es una relación extrínseca, ya
que formamos parte de ella. Pero, al mismo, tiempo, la trascendemos, porque poseemos
unas dimensiones que se encuentran por encima de los límites de lo estrictamente
natural: la inteligencia, la voluntad, la libertad, la moralidad, se encarnan en un sujeto
que existe en condiciones espacio-temporales, pero trascienden esas condiciones.
Me interesa subrayar que, entre esas peculiaridades, se encuentra una que reviste un
interés peculiar para mi argumentación: la creatividad científica. Sin duda, en la ciencia
experimental buscamos el conocimiento de una naturaleza que, en sus dimensiones
propias, es independiente de nuestra voluntad: no podemos crear a nuestro capricho las
leyes de la naturaleza, aunque podemos producir nuevas entidades que desplegarán su
dinamismo mediante procesos también nuevos. Lo que deseo señalar, y en este punto
existe un acuerdo general entre los filósofos de la ciencia en la actualidad, es que el
progreso de la ciencia experimental exige que formulemos nuevas hipótesis que van
más allá de los datos disponibles, que diseñemos nuevos experimentos que permitan
someter esas hipótesis al control experimental, y que formulemos también nuevos
criterios para interpretar los resultados de los experimentos.
Afirmo que, también en este caso, el progreso científico retro-actúa sobre los supuestos
antropológicos de la ciencia: los retro-justifica, los amplía y los precisa.
El segundo aspecto de la actividad científica que deseo resaltar se refiere a las nuevas
responsabilidades ante las cuales nos sitúa el progreso científico. En efecto, la ciencia y
sus aplicaciones tecnológicas nos sitúan continuamente ante nuevos horizontes éticos
que exigen de nosotros decisiones responsables. Se trata, probablemente, de uno de los
retos más importantes que debe afrontar la civilización actual.
Muchos males sociales del pasado y del presente se deben a actitudes de cerrazón e
intolerancia. El cultivo de los valores inherentes a la actividad científica podría y
debería conducir a posiciones de apertura y colaboración. En este caso, la retro-acción
de progreso científico sobre sus supuestos antropológicos no sólo existe, sino que puede
resultar decisiva para la humanidad.
Ante todo, la cosmovisión actual muestra que el universo en el que vivimos está
atravesado por una especie de inteligencia inconsciente. No pretendo tomar literalmente
esta expresión, porque una inteligencia no puede menos que ser consciente, e incluso
auto-consciente. Se trata, sin embargo, de una metáfora muy apropiada para expresar
que en la naturaleza existe un dinamismo que se despliega como si poseyera una
inteligencia, y por cierto bastante sofisticada.
Todo ello indica que la creatividad de la naturaleza es muy notable. En efecto, a lo largo
de ese grandioso proceso de auto-organización, se producen unas novedades que
proporcionan la base para otras, y de tal manera que se llega a un universo que hace
posible nuestra existencia y nuestra actividad propiamente racional y creativa, gracias a
un sinfín de dinamismos naturales muy específicos y coordinados. Este resultado, y los
procesos que lo han producido, son posibles porque, desde el nivel microfísico, existen
componentes y fuerzas que tienen unas características enormemente específicas. No
entraré en el análisis de lo que se ha denominado principio antrópico, porque existen
diferentes formulaciones del mismo que exigirían una discusión detallada; baste notar
que, detrás de esas formulaciones, se encuentra un hecho incontrovertible: que el
universo que conocemos posee unas características básicas enormemente específicas y,
gracias a ellas, se han formado las condiciones concretas que hacen posible nuestra
existencia. Y, con nosotros, han aparecido en la tierra la racionalidad y la creatividad en
sentido estricto.
Esa opinión resulta coherente con la existencia de un plan divino. Podría objetarse que,
bajo esa perspectiva, la creatividad de la naturaleza parece quedar reducida a una
apariencia, porque, en el fondo, nos encontraríamos ante un determinismo en el que los
resultados están previstos de antemano. Sin embargo, debe advertirse que la oposición
entre la creatividad de la naturaleza y la existencia de un plan divino no responde a la
realidad. Más bien parece lógico admitir que la creatividad de la naturaleza, que se
desarrolla de modo racional y hace posible la aparición de seres propiamente racionales,
exige la acción divina como única explicación adecuada: las alternativas son, o bien
alguna especie de panteismo que reconoce la racionalidad pero la difumina en una
naturaleza que no es un sujeto racional, o bien posiciones agnósticas que renuncian a
buscar explicaciones racionales, o bien un deismo que afirma a Dios pero no le
reconoce los atributos que necesariamente debe poseer. Ninguna de estas alternativas
parece satisfactoria. El teismo tropieza con el misterio, pero se trata de un misterio que
es lógico encontrar cuando hablamos de Dios, y que proporciona una explicación
racional satisfactoria.
Si bien en este caso, como sucede siempre que nos asomamos a la acción divina,
tropezamos con el misterio, podemos, sin embargo, aventurar analogías que arrojen
alguna luz. Por ejemplo, pensemos en lo que sucederá a un aviador que se encuentra en
el Polo Norte y emprende su vuelo decidiendo el rumbo al azar, mediante una ruleta;
podemos asegurar que, tarde o temprano, ese aviador llegará exactamente al Polo Sur:
aunque los caminos que puede recorrer en diversos intentos sean diferentes tanto en su
trayectoria como en su duración y en muchas otras circunstancias, y el rumbo se haya
decidido de modo aleatorio, el final será exactamente el mismo[18]. En el caso de los
planes de Dios, se añade un factor fundamental: que Dios, como Causa Primera de todo
lo que existe, conoce perfectamente todo de un modo diferente del nuestro, y por tanto,
no hay dificultad en combinar la omnisciencia y la omnipotencia divinas con la
existencia de factores casuales en el acontecer natural.
El propio Christian de Duve afirma, de modo gráfico, que Dios puede jugar a los dados
con la seguridad de vencer. La idea básica es que juega con unos dados trucados, o sea,
con una materia en la que Él mismo ha puesto unas virtualidades cuyo desarrollo
acabará conduciendo a la vida consciente. Jacques Monod afirmó que somos el
resultado, no previsto por nadie, de fuerzas ciegas que se despliegan mediante la
combinación del azar y la necesidad; según su perspectiva, «Nuestro número salió en el
casino de Monte Carlo». Por su parte, Albert Einstein sostenía una posición más bien
determinista y con un cierto aire panteista; es famosa su frase: «Dios no juega a los
dados». Frente a estos dos grandes científicos, Christian de Duve, premio Nobel como
ellos, afirma que Dios juega a los dados sin que, por eso, se caiga en un azar
incontrolado, y lo expresa con esta frase: «Sí, juega, puesto que Él está seguro de
ganar». La conclusión de Monod era: «El hombre sabe ahora que está solo en la
inmensidad indiferente del universo de donde ha emergido por azar»; Christian de Duve
comenta: «Esto es, por supuesto, absurdo. Lo que el hombre sabe -o, al menos debería
saber- es que, con el tiempo y cantidad de materia disponible, ni siquiera algo que se
asemejase a la célula más elemental, por no referirnos ya al hombre, hubiese podido
originarse por un azar ciego si el universo no los hubiese llevado ya en su seno». Y
añade: «El azar no operó en el vacío. Actuó en un universo gobernado por leyes
precisas y constituido por una materia dotada de propiedades específicas. Estas leyes y
propiedades ponen coto a la ruleta evolutiva y limitan los números que pueden salir.
Entre tales números se encuentran la vida y todas sus maravillas, incluido el sustrato de
la mente consciente. Enfrentados ante la enorme suma de partidas afortunadas tras el
éxito del juego evolutivo, cabría preguntarse legítimamente hasta qué punto este éxito
se halla escrito en la fábrica del universo. A Einstein, quien en cierta ocasión afirmó
que: "Dios no juega a los dados", podría contestársele: "Sí, juega, puesto que El está
seguro de ganar". En otras palabras, puede existir un plan. Y éste comenzó con la gran
explosión o "big bang"»[19].
Estas afirmaciones se pueden ilustrar hasta la saciedad con ejemplos tomados del
progreso científico reciente, y este tipo de ejemplos tienen una gran ventaja: que nada
hay que temer del progreso futuro, sino todo lo contrario: en efecto, el ulterior progreso
proporcionará cada vez más y mejores ilustraciones, porque se puede decir, de modo
gráfico, que a más ciencia, más orden: todo progreso significa un mejor conocimiento
de la organización de la naturaleza. Me referiré ahora a un tipo de ejemplos,
limitándome a unas pocas citas, para que mis afirmaciones no queden en un terreno
demasiado abstracto.
El ejemplo que he escogido se refiere a la comunicación celular y al papel que en ella
desempeñan las proteinas G. El 11 de octubre de 1994, la prensa comunicó la concesión
del premio Nobel de medicina a los profesores Alfred G. Gilman y Martin Rodbell por
«el descubrimiento de las proteínas G y su papel en la transmisión de señales en las
células». Las citas que recogeré están extraidas de un artículo de Gilman que fue
publicado en 1992[20].
Desde luego, las proteínas G no son entes fantasmagóricos. Como otras proteínas,
constan de aminoácidos unidos por enlaces peptídicos. Las proteínas son grandes
grupos de átomos organizados en largas cadenas que se pliegan adoptando pautas
características, y desempeñan importantes funciones en el organismo: por ejemplo, las
hormonas intervienen en la regulación de los procesos metabólicos, y las enzimas
actúan como catalizadores de las reacciones que tienen lugar en el organismo.
Las células dependen unas de otras para su existencia y su funcionamiento. Y ahí entra
en juego todo un conjunto de procesos mediante los cuales las células actúan de un
modo muy específico. En efecto, necesitan «saber» qué tipos de moléculas se
encuentran a su alrededor para dejarlas entrar o impedirles el paso. Necesitan «saber»
qué deben hacer con el material que entra. También necesitan «conocer» el estado del
organismo, para actuar en consecuencia. Se trata de todo un mundo fascinante que
funciona a base de «información». Y ahí desempeñan un papel importante las proteínas
G.
La lista de los descubrimientos se amplía continuamente. Gilman nos dice que ahora ya
se sabe que las proteínas G hacen «el oficio de interruptores y temporizadores,
determinando cuándo y durante cuánto tiempo se abren o cierran las vías de
comunicación». Desde luego, no piensan, ni tienen relojes, ni han estudiado química o
biología. Además, «las proteínas G tambien amplifican señales. Por ejemplo, en el
sistema visual, de eficacia tan portentosa, una molécula de rodopsina activa casi
simultáneamente más de 500 moléculas de transducina». Por tanto, su acción es
polivalente y eficaz. Gilman advierte que todavía quedan muchos enigmas por aclarar;
pero, bien pensado, eso significa que los conocimientos actuales sólo son una parte de
las maravillas que hacen posible el funcionamiento de nuestro organismo.
Pensemos, por ejemplo, en la membrana celular, que es el lugar donde se alojan las
proteínas G. Se trata de una doble capa que separa a la célula de su entorno y, a la vez,
hace posible la entrada y la salida de materiales, así como la comunicación con otras
células. Hablando de ella, Gilman dice: «resulta indudable que la membrana celular es
un cuadro de mando de gran complejidad, que recibe una diversidad de señales, valora
su fuerza relativa y las transmite a segundos mensajeros que asegurarán la reacción
adecuada de la célula ante un entorno cambiante». Y también: «la membrana celular es
una especie de cuadro de mando que puede mezclar señales diversas, o redirigir señales
semejantes por vías diferentes, según las necesidades de la célula».
Los procesos se desarrollan, por tanto, en función de las necesidades de la célula. Pero
la naturaleza lo consigue por su cuenta. Sin duda, todo esto responde en parte al
lenguaje que nosotros mismos (en este caso, los científicos) empleamos, y quizá se
podría expresar de otro modo. Pero lo que se quiere decir no cambiará. No todo depende
del lenguaje.
Las proteínas G son sólo un ejemplo; existen muchos otros que son incluso más
sofisticados. Cualquiera de estos ejemplos vale para mi propósito. No tengo miedo de
que el ulterior progreso de la ciencia los vuelva obsoletos; por el contrario, podemos
estar seguros de que, cuanto más progrese la ciencia, más patente quedará el motivo de
la admiración. La naturaleza manifiesta un poder y una sabiduría que, cuanto más
progresa la ciencia, conocemos con mayor detalle. En este sentido, los nuevos
descubrimientos no suprimen el asombro ante la naturaleza, sino que, por el contrario,
lo aumentan. Y, a menos que estemos dispuestos a admitir alguna especie de panteismo
que, en último término, resulta contradictorio, la contemplación del poder y la sabiduría
de la naturaleza conducen de la mano a la afirmación de un Dios personal creador que,
si bien se encuentra envuelto en el misterio porque trasciende completamente el nivel de
las criaturas, permite comprender la grandeza de la creación.
Por otra parte, si se me permite hablar de nuestros «modelos» acerca de la acción divina
(esta terminología es utilizada en la actualidad por teólogos completamente solventes),
el «modelo» de acción divina que viene sugerido por la cosmovisión actual es muy
interesante. En lugar de pensar que la creación divina se refiere a un suceso originario
en el que se produce todo el universo que conocemos, y que la conservación divina se
refiere a mantener en el ser los tipos de seres que ya existen, la cosmovisión actual
sugiere una explicación teológica que, por supuesto, mantiene la dependencia completa
de todas las criaturas con respecto a Dios, pero subraya ciertos matices que merecen ser
considerados con atención.
En tal caso, parecería lógico admitir que Dios no ha querido crear de una sola vez todo
lo que existe, sino que ha preferido crear el universo en un estado incompleto, con la
capacidad de desplegar unas virtualidades cuya actualización conduce a nuevos estados
que, a su vez, poseen nuevas virtualidades, y así sucesivamente, hasta llegar al estado
actual. Esta representación implica que el plan creador parece extenderse a lo largo de
enormes períodos de tiempo, contando además con la continua colaboración de las
criaturas. La creatividad de la naturaleza iría de la mano con la acción divina que la
hace posible y al mismo tiempo la utiliza para llegar a los resultados deseados. Este
modelo de la acción divina parece ir más de acuerdo con un Dios que, porque Él mismo
lo ha querido, desea contar habitualmente con la acción de las criaturas de acuerdo con
las virtualidades que Él mismo les ha otorgado.
Si a ello añadimos que, para referirse tanto al proceso completo como a cada una de sus
partes, se suele hablar de auto-organización, podría parecer que el naturalismo ha
vencido la batalla. ¿No estaremos quizá proponiendo una representación de la acción
divina que la reduce a algo sobreañadido a lo natural, como un adorno del que se podría
prescindir en cualquier momento?
Sin duda, el peligro es real. Pero no es nuevo. Hace más de siete siglos, Tomás de
Aquino proponía una caracterización de la naturaleza que me parece sencillamente
magistral, y casi inexplicablemente adecuada para mi propósito. Dice textualmente así:
«La naturaleza no es otra cosa que el plan de un cierto arte (a saber, el arte divino),
impreso en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia un fin determinado:
como si el artífice que fabrica una nave pudiera otorgar a los leños que se moviesen por
sí mismos para formar la estructura de la nave»[23]. Desde luego, Tomás de Aquino no
estaba pensando en una cosmovisión evolutiva. Sin embargo, sus palabras se aplican
perfectamente a la cosmovisión actual y aluden explícitamente a la auto-organización.
Me parece que esta caracterización tomista de la naturaleza es muy superior a la que se
suele utilizar, tomada textualmente de Aristóteles. Es una caracterización magistral. Y
muestra que la acción divina va de la mano con la acción de las criaturas. Para descubrir
a Dios, el camino ordinario es el desarrollo ordinario de la actividad natural. La
providencia divina se manifiesta cuando conviene de modos extraordinarios; pero
habitualmente lo hace a través de lo ordinario. Y el progreso científico nos proporciona
un conocimiento cada vez más detallado de la naturaleza y de sus caminos. Una mirada
objetiva sobre ese progreso conducirá a la admiración y a la pregunta por su explicación
radical.
Todo ello adquiere nueva relevancia cuando consideramos que el curso de la naturaleza
ha conducido a la aparición de sucesivas novedades que son auténticas pautas y tipos de
organización muy sofisticados, y que ha desembocado en la producción de las
condiciones que hacen posible la vida humana. La creatividad de la naturaleza, que
implica elevados grados de racionalidad y organización, se comprende a la luz de la
acción divina que abarca continuamente a todo lo creado. Con la aparición de la persona
humana, ser natural que al mismo tiempo trasciende la naturaleza, comienza a existir un
nuevo tipo de creatividad. Puede decirse que la creatividad científica manifiesta de
modo palpable la singularidad humana, y que, por tanto, reducir la persona humana a lo
puramente material o natural es hacerle víctima inmerecida de sus propios productos,
yendo contra toda lógica. El progreso científico muestra, más bien, tanto la creatividad
de la naturaleza como, en otro plano, la creatividad humana (y quizá es posible que la
primera sea condición de la segunda). Además, nos encontramos con un nuevo nivel de
creatividad cuando nos planteamos los problemas morales, que nos sitúan en el nivel de
humanidad propio de la persona. El progreso científico nos coloca, una y otra vez, ante
retos éticos que hemos de afrontar con creatividad e imaginación, que siempre son
cualidades necesarias aunque se admita que esos retos deben afrontarse a partir de unos
principios morales básicos.
Existen retos nuevos, y muy importantes por cierto, que abarcan a partes cada vez
mayores de la humanidad e incluso a la humanidad en su conjunto, tanto a la presente
como a la futura. Se ha avanzado en muchos terrenos, pero se puede retroceder en
cualquier momento. Tomar conciencia de nuestra capacidad creativa conduce a una
mayor responsabilidad ética, a darnos cuenta de que nuestras acciones tienen
consecuencias buenas o malas de las que somos responsables, a reconocer que Dios
cuenta con nosotros, con nuestra libertad, con nuestra responsabilidad, con nuestra
creatividad, para realizar sus planes.
Vistas así las cosas, me parece que queda claro en qué sentido podemos hablar de «la
mente del universo». Dios es trascendente, distinto del universo, pero a la vez le es
inmanente, está presente en todo el universo y en cada una de sus partes, dándoles
continuamente el ser y todas sus virtualidades, y haciendo posible el despliegue de esas
virtualidades, también en la producción de nuevos modos de ser y, en último término,
de nuevas personas humanas que tienen en su mano la responsabilidad por su presente y
por su futuro. Esta perspectiva ayuda a comprender que la creencia en Dios nada tiene
que ver con una actitud de resignación o de pasividad: por el contrario, favorece la
resposabilidad y la creatividad.
Notas
[1] Séneca, Quaestiones naturales, I, 13: «Quid est deus? Mens universi. Quid est deus?
Quod vides totum et quod non vides totum. Sic demum magnitudo illi sua redditur, quia
nihil maius cogitari potest, si solus est omnia, si opus suum et intra et extra tenet»:
edición de Les Belles Lettres, Paris 1961, tomo I, pp. 10-11.
[2] Luis de Granada, Introducción del Símbolo de la fe, parte primera, capítulo I:
edición de J. M. Balcells, Cátedra, Madrid 1989, pp. 129-130.
[3] Las citas de este apartado están tomadas de: P. Davies, The Mind of God. Science
and the Search for Ultimate Meaning, Simon & Schuster, London 1992, pp. 20-21, 24,
148 y 162. Suscribo las ideas citadas, aunque los aspectos de la obra de Davies que se
refieren directamente a Dios y a la religión me parecen bastante confusos.
[4] Aristóteles, De Anima, I, 5, 411 a 7.-.-
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Durante los últimos siglos, ciencia y religión no han tenido relaciones muy amistosas.
Pero hoy, como argumenta el físico y filósofo Mariano Artigas en su última obra, "La
mente del universo" (1), se puede dejar atrás los antiguos malentendidos. Este
importante libro explica minuciosamente cómo es posible la nueva concordia. La
cosmovisión científica actual descubre en la naturaleza una autoorganización
congruente con la acción divina.
El problema es que esos puentes no están ya hechos: hay que construirlos. "Un puente
científico -afirma Artigas- no serviría, porque permanecería del lado de la ciencia y no
podría funcionar como puente. Sólo queda una posibilidad: que la filosofía y la teología
puedan incorporar dentro de sus propios ámbitos los logros científicos". En el diálogo
actual entre ciencia y religión, los puentes entre ambos campos se suelen denominar
"cuestiones fronterizas": aquellas, como el origen del universo, que son abordadas tanto
por la ciencia como por la religión -o la metafísica-, aunque desde perspectivas
diferentes.
Es cada vez más elevado el número de científicos -que, a la vez, piensan como filósofos
de la ciencia- que defienden y buscan el diálogo entre la fe y la ciencia experimental.
Algunos de ellos -es el caso del físico Stanley Jaki- están convencidos de que "existe
una avenida intelectual que constituye a la vez la ruta de la ciencia y el camino hacia
Dios". Otro de los que así piensan, el físico John Polkinghorne, hablaba recientemente
del "curioso modo en que la ciencia moderna parece apuntar casi irresistiblemente más
allá de sí misma".
Ahora, por vez primera en la historia, se dispone de una cosmovisión científica que
proporciona una imagen rigurosa y unificada del mundo, porque abarca todos los
niveles naturales (el microfísico y el macrofísico, incluido el biológico) y sus relaciones
mutuas. Dentro de esa nueva visión del mundo, el orden natural es visto como una
propiedad de la naturaleza que debe ser supuesta por la ciencia para que la empresa
científica tenga sentido.
En la antigüedad, la naturaleza era considerada ante todo como el mundo de los seres
vivientes. En esa cosmovisión, que suele conocerse como "organicista" -el mundo como
un organismo-, la finalidad desempeña un papel esencial. Más tarde, el éxito sistemático
de la ciencia experimental moderna a partir del siglo XVII se centró principalmente en
las ciencias físicas. El mundo comenzó a ser contemplado, entonces, como una
máquina, donde aparentemente no hay lugar para la finalidad; todo sería explicable en
términos de reacciones físicoquímicas gobernadas por el azar, pero a la vez precisas
como una máquina.
Refiriéndose a esa nueva concepción, Paul Davies y John Gribbin, destacados filósofos
de la ciencia, han hecho notar que "la transición hacia un paradigma "postmecanicista",
un paradigma adecuado para la ciencia del siglo XXI... está llevando consigo una nueva
perspectiva sobre los seres humanos y su papel en el gran drama de la naturaleza... No
dudamos -añaden- de que la revolución que tenemos el inmenso privilegio y fortuna de
presenciar delante de nuestros ojos alterará para siempre la idea que el hombre tiene del
universo".
Entre los rasgos de ese nuevo paradigma, Artigas llama la atención sobre la evidencia
de un cierto tipo de autoorganización que incluye la información como uno de sus
rasgos característicos (2). La autoorganización se ha convertido, en efecto, en la
metáfora utilizada habitualmente para representar la cosmovisión científica actual, si
bien -hace notar el autor- "nuestro conocimiento de la autoorganización no ha hecho
más que empezar".
La finalidad, rehabilitada
No hay duda de que el mundo biológico está lleno de fenómenos teleológicos: se trata
de dimensiones finalistas porque implican que distintos componentes colaboran para
alcanzar un objetivo común. Esta conclusión es nueva y conviene apreciarla como uno
de los hechos relevantes en el contexto de la nueva cosmovisión científica. Hasta ahora,
el estado de las ciencias no proporcionaba una base suficiente para obtenerla; solamente
el progreso científico en las últimas décadas del siglo XX ha hecho posible alcanzar esta
posición ventajosa.
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Llegados a este punto, conviene hacer notar -y así lo hace Artigas en su libro- que "la
sola ciencia no puede probar la existencia de la creación divina. Desde el pun to de vista
científico siempre podemos suponer que un estado del universo, por elemental que sea,
fue el resultado de otros estados precedentes. Los argumentos que pueden llevarnos a
admitir la existencia de una creación divina son más bien metafísicos y religiosos. No
podemos probar mediante argumentos racionales que el mundo ha tenido un origen en
el tiempo". Es más, si los cristianos creen esto es porque -como ya lo subrayó Tomás de
Aquino- está contenido en la Revelación.
El fundamento ontológico último del universo es, en fin, un problema que no puede ser
decidido mediante argumentos puramente físicos, sino un problema metafísico que debe
ser tratado usando argumentos filosóficos. "Ninguna teoría de las ciencias naturales
-afirma William Carroll- puede contradecir la doctrina de la creación, porque lo que
explica la creación no es un proceso, sino la dependencia metafísica en el orden del ser".
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Nuevo evolucionismo
De modos diversos, la Iglesia católica ha venido repitiendo esas ideas desde que, en
1950, Pío XII se refirió al origen del cuerpo humano en su encíclica Humani generis.
Más recientemente, Juan Pablo II, en un mensaje dirigido en 1996 a la Academia
Pontificia de Ciencias, refiriéndose a las "teorías de la evolución", afirmaba que la
teoría de la evolución de las especies debería ser considerada en la actualidad como algo
"más que una hipótesis", es decir, como una teoría válida siempre que no se haga de ella
"una interpretación exclusivamente materialista" (ver servicio 147/96). Una
interpretación así colisionaría con la verdad acerca del hombre y sería incapaz de
proporcionar un fundamento para la dignidad de la persona humana.
La evolución -el "carácter evolutivo del universo", tal como apunta Whitrow- es, en
efecto, uno de los ingredientes principales de la cosmovisión contemporánea, pero no
debería ser usada para argumentar a favor del materialismo mediante razonamientos que
parecen científicos y que son, en realidad, filosóficos, y filosóficamente incorrectos.
Hoy se puede afirmar, a la luz de la nueva cosmovisión, que la naturaleza es racional en
la medida en que ha sido formada mediante principios ra cionales, y también porque
proporciona la base para la existencia de seres racionales.
Sin embargo, y a pesar de algunos conflictos particulares, se puede decir que la mayoría
de los autores creyentes piensan que la evolución biológica es compatible con la
actividad divina.
Así, la cosmovisión actual nos ofrece una nueva comprensión de los caminos seguidos
por la evolución, ya que completa la explicación clásica de la evolución con la
perspectiva de la autoorganización. La combinación de azar y necesidad, de variación y
selección, junto con las potencialidades para la autoorganización, pueden ser
contempladas fácilmente como el camino utilizado por Dios para producir el proceso de
la evolución biológica. Algunos científicos, que piensan también como filósofos de la
naturaleza, sostienen que el pensamiento evolutivo es perfectamente compatible con la
existencia de un plan divino, e incluso sugieren -como el Nobel Christian De Duve (ver
servicio 72/96)- que existen indicadores que nos llevan a admitir la existencia de un
plan de este tipo.
-.-.-
(1) Mariano Artigas. La mente del universo. EUNSA. Pamplona (1999). 465 págs.
5.300 ptas.
(2) Ver servicio 1/95: Mariano Artigas, Proteínas que piensan.
(3) Ver servicio 134/96: Mariano Artigas, La cosmovisión científica actual apunta al
teísmo.