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Constitución Dogmática Lumen Gentium
Constitución Dogmática Lumen Gentium
Constitución Dogmática Lumen Gentium
CAPITULO 1
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
1. INTRODUCCION
Luz de los Pueblos es Cristo. Por eso, este Sagrado Concilio, congregado bajo la acción
del Espíritu Santo, desea ardientemente que su claridad, que brilla sobre el rostro de
la Iglesia, ilumine a todos los hombres por medio del anuncio del Evangelio a toda
criatura (cf. Mc., 16, 15). Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e
instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano,
insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se propone declarar con mayor
precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. Las
condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia,
para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase de
relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.
Santos Padres, todos los justos descendientes de Adán, "desde Abel el justo hasta el
último elegido"[2], se congregarán junto al Padre en una Iglesia universal.
Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en El antes de la creación
del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en El se complugo
restaurar todas las cosas (cf. Ef., 1, 4-5 y 10). Por eso Cristo, para cumplir la voluntad
del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y
efectuó la redención con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el
misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y
expansión significada de nuevo por la sangre y el agua que manan del costado
abierto de Cristo crucificado (cf. Jn., 19, 34) y preanunciadas por las palabras de Cristo
alusivas a su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a
mí" (Jn., 12, gr.). Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, "en el
cual nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolada" (1 Cor., 5, 7), se efectúa la obra de
nuestra redención. Al proprio tiempo en el sacramento del pan eucarístico se
representa y se reproduce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en
Cristo (cf. 1 Cor., 10, 17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo,
luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.
Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra (cf. Jn., 17, 4) fue
enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que continuamente
santificara a la Iglesia, y de esta forma los creyentes pudieran acercarse por Cristo al
Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef., 2, 18). El es el Espíritu de la vida, o la fuente del
agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn., 4, 14; 7, 38-39), por quien vivifica el Padre a
todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf.
Rom., 8, 10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como
en un templo (1 Cor., 3, 16; 6, 19) y en ellos ora y da testimonio de la adopción de
hijos (cf. Gál., 4, 6; Rom., 8, 15-16 y 26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos
dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cf. Ef. 4, 11-12; 1 Cor. 12, 4; Gál., 5,
22), a la que guía hacia toda verdad (cf. Jn., 16, 13) y unifica en comunión y
ministerio. Con la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva
constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo[3]. Pues el
Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "[exclamdown]Ven!" (cf. Apoc., 22, 17).
Así se manifiesta toda la Iglesia como "una muchedumbre reunida por la unidad
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"[4].
5. EL REINO DE DIOS
acercó el Reino de Dios" (Mc., 1, 15; cf. Mt., 4, 17). Ahora bien: este Reino brilla
delante de los hombres por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La
palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (Mc., 4, 14); quienes
la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc., 12, 32) de Cristo, recibieron
el Reino: la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va creciendo
hasta el tiempo de la siega (cf. Mc., 4, 26-29). Los milagros, por su parte, prueban que
el Reino de Jesús ya vino sobre la tierra: "Si expulso los demonios por el poder de
Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc., 11, 20; cf. Mt., 12, 28).
Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Hijo del Hombre,
que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10, 45).
Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por los hombres,
apareció constituido como Señor, como Cristo y como Sacerdote para siempre (cf.
Hech., 2, 36; Heb., 5, 6; 7, 17-21), y derramó en sus discípulos el Espíritu prometido
por el Padre (cf. Hech., 2, 33). Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su
Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de
abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo
en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este
Reino. Ella, en tanto, mientras va creciendo poco a poco anhela el Reino
consumado, espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey
en la gloria.
Porque la Iglesia es un "redil", cuya única y obligada puerta es Cristo (Jn., 10, 1-10). Es
también una grey, de la cual Dios mismo anunció que sería el Pastor (cf. Is., 40, 11;
Ez., 34, 11 y ss.) y cuyas ovejas, aunque aparezcan conducidas por pastores humanos,
son guiadas y nutridas constantemente por el mismo Cristo, buen Pastor y Jefe de
pastores (cf. Jn., 10, 11; 1 Ped., 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn., 10, 11-16).
La Iglesia es "campo de labranza" o arada de Dios (1 Cor., 3, 9). En este campo crece el
vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los patriarcas, en el cual se efectuó y concluirá
la reconciliación de los Judíos y de los Gentiles (Rom., 11, 13-26). El celestial
Agricultor la plantó como viña elegida (Mat., 21, 33-43 par.: cf. Is., 5, 1 y ss.). La
verdadera vid es Cristo, que comunica la savia y la fecundidad a los sarmientos, es
decir, a nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia y sin el cual nada
podemos hacer (Jn., 15, 1-5).
puesta como piedra angular (Mt., 21, 42 par.; cf. Hech., 4, 11; 1 Pe., 2, 7; Salm., 117, 22).
Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la Iglesia (cf. 1 Cor., 3, 11) y de él
recibe firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de
Dios, (1 Tim., 3, 15) en que habita su "familia", habitación de Dios en el Espíritu (Ef.,
2, 19-22), tienda de Dios con los hombres (Apoc., 21, 3) y sobre todo "templo" santo,
que los Santos Padres celebran representado con los santuarios de piedra, y en la
liturgia se compara justamente a la Ciudad santa, la nueva Jerusalén[5]. Porque de
ella formamos parte aquí en la tierra como piedras vivas (1 Pe., 2, 5). San Juan, en la
renovación final del mundo, contempla esta ciudad que baja del cielo, de junto a
Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo (Apoc., 21, 1 y s.).
La Iglesia, que es llamada también "la Jerusalén celestial" y "madre nuestra" (Gál., 4,
26; cf. Apoc., 12, 17), se representa como la inmaculada "esposa" del Cordero
inmaculado (Apoc., 19, 1; 21, 2 y 9; 22, 17), a la que Cristo "amó y se entregó por ella,
para santificarla" (Ef., 5, 26), a la que unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar
la "alimenta y cuida" (Ef., 5, 29), y a la que, limpia de toda mancha, quiso unida a sí y
sujeta por el amor y la fidelidad (cf. Ef., 5, 24), a la que, por fin, enriqueció para
siempre con tesoros celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios y
de Cristo para con nosotros, que supera todo conocimiento (cf. Ef., 3, 19). Pero
mientras la Iglesia peregrina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Cor., 5, 6), se
considera como desterrada, de forma que busca y aspira a las cosas de arriba, donde
está Cristo sentado a la diestra de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con
Cristo en Dios, hasta que se manifieste gloriosa con su Esposo (cf. Col., 3, 1-4).
La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa
y realmente a Cristo paciente y glorificado por medio de los sacramentos[6]. Por el
bautismo nos configuramos con Cristo: "Porque también todos nosotros hemos sido
bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo" (1 Cor., 12, 13). Rito
sagrado con que se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de
Cristo: "Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su
muerte", mas si "hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte,
también lo seremos por la de su resurrección" (Rom., 6, 4-5). En la fracción del pan
eucarístico, participando realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos a una
comunión con El y entre nosotros mismos. Puesto que hay un solo pan, aunque
somos muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único
pan" (1 Cor., 10, 17). Así todos nosotros quedamos hechos miembros de su Cuerpo
(cf. I Cor., 12, 27), "pero cada uno es miembro del otro" (Rom., 12, 5).
5
Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos,
constituyen un cuerpo, así los fieles en Cristo (cf. 1 Cor., 12, 12). También en la
constitución del cuerpo de Cristo hay variedad de miembros y de funciones. Uno
mismo es el Espíritu, que distribuye sus diversos dones, para el bien de la Iglesia,
según su riqueza y la diversidad de las funciones (cf. 1 Cor., 12, 1-11). Entre todos
estos dones sobresale la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad subordina el
mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cf. 1 Cor., 14). Unificando el cuerpo, el
mismo Espíritu por sí y con su virtud y por la interna conexión de los miembros,
produce y estimula la caridad entre los fieles. Por tanto, si un miembro sufre, todos
los miembros sufren con él; o si un miembro es honrado, gozan juntamente con él
todos los miembros (cf. 1 Cor., 12, 26).
Es necesario que todos los miembros se asemejen a El hasta que Cristo quede
formado en ellos (cf. Gál., 4, 19). Por eso somos incorporados a los misterios de su
vida, conformes con El, muertos y resucitados juntamente con El, hasta que
reinemos con El (cf. Filp., 3, 21; 2 Tim., 2, 11; Ef., 2, 6; Col., 2, 12, etc.). Peregrinos
todavía sobre la tierra, siguiendo sus huellas en el sufrimiento o en la persecución,
nos unimos a sus dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El, para ser
con El glorificados (cf. Rom., 8, 17).
Por El "el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y ligamentos, crece
con crecimiento divino" (Col., 2, 19). El dispensa constantemente en su cuerpo, es
decir, en la Iglesia, los dones para las funciones con los que por virtud de El mismo
nos ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que siguiendo la verdad
en la caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef., 4,
11-16).
Mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef., 4, 23), nos concedió
participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de
tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser
comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o
el alma, en el cuerpo humano[8].
Cristo, por cierto, ama a la Iglesia como a su propia Esposa, como el varón que
amando a su mujer ama su propio cuerpo (cf. Ef., 5, 25-28); pero la Iglesia, por su
parte, está sujeta a su Cabeza (ibid., 23-24). "Porque en El habita corporalmente toda
la plenitud de la divinidad" (Col., 2, 9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su
cuerpo y su plenitud (cf. Ef., 1, 22-23), para que ella anhele y consiga toda la plenitud
de Dios (cf. Ef., 3, 19).
6
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y
apostólica[12], la que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro
para que la apacentara (Jn., 24, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su
difusión y gobierno (cf. Mt., 28, 18, etc.), y la erigió para siempre como "columna y
fundamento de la verdad" (I Tim., 3, 15).
Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la
Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión
con él[13], aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos elementos de
santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen
hacia la unidad católica.
La Iglesia "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de
Dios"[14], anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Cor., 11,
7
26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con
caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y manifiesta
fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al
fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.
CAPITULO II
EL PUEBLO DE DIOS
En todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cf.
Hech., 10, 35). Quiso, sin embargo, el Señor santificar y salvar a los hombres no
individualmente y aislados entre sí, sino constituir con ellos un pueblo que le
conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo
de Israel, con quien estableció un pacto, y a quien instruyó gradualmente,
manifestándosele a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia y
santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y símbolo del
nuevo pacto perfecto que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que
había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne: "He aquí que llega el
tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de
Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para
ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor me conocerán,
afirma el Señor" (Jer., 31, 31-34). Pacto nuevo que estableció Cristo, es decir, el
Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor., 11, 25), convocando un pueblo de entre
los judíos y los gentiles, que se fundiera en unidad, no según la carne, sino en el
Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo,
renacidos de un germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios
vivo (cf. 1 Ped., 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3, 5-6),
constituyen por fin "un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un
pueblo de su patrimonio... que en un tiempo no era ni siquiera un pueblo y ahora es
pueblo de Dios" (1 Pe., 2, 9-10).
Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza de Cristo, "que fue entregado por nuestros
pecados y resucitó para nuestra salvación" (Rom., 4, 25), y habiendo conseguido un
nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos. Tiene por
condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el
Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el mandato del amor, como el
mismo Cristo nos amó (cf. Jn., 13, 14). Tiene últimamente como fin la dilatación del
Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por
El mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida (cf. Col., 3,
4), y "la misma criatura será libertada de la servidumbre de la corrupción para
8
participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rom., 8, 21). Aquel pueblo
mesiánico, por tanto, aunque de momento no abrace a todos los hombres, y muchas
veces aparezca como una pequeña grey, es, sin embargo, el germen firmísimo de
unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por
Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es también como
instrumento suyo de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz
del mundo y sal de la tierra (cf. Mt., 5, 13-16).
Así como el pueblo de Israel, según la carne, peregrino del desierto, es llamado
alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esdr., 13, 1; cf. Núm., 20, 4; Deut., 23, 1 ss.), así el
nuevo Israel, que va avanzando en este mundo en busca de la ciudad futura y
permanente (cf. Heb., 13, 14) se llama también Iglesia de Cristo (cf. Mt., 16, 18),
porque El la adquirió con su sangre (cf. Hech., 20, 28), la llenó de su Espíritu y la
proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos
los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y
de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios, para que sea para todos y
cada uno sacramento visible de esta unidad salvífica[15]. Rebasando todos los límites
de tiempos y de lugares, entra en la historia humana para extenderse a todas las
naciones. Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, de tal
forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió,
que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que persevera
siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción
del Espíritu Santo, hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso.
Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Heb., 5, 1-5), hizo de su
nuevo pueblo "reino y sacerdote para Dios, su Padre" (cf. Apoc., 1, 6; 5, 9-10). Pues los
bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la
regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las
obras del cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de
quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 Pe., 2, 4-10). Por ello todos los
discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. Hech., 2, 42,
47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom., 12,
1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere han de dar
también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf. 1 Pe., 3, 15).
Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y
tan poderosos medios, son llamados por Dios, cada uno por su camino, a la
perfección de la santidad con la que el mismo Padre es perfecto.
El Pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo
su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el
sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (cf. Heb., 13,
15). La universalidad de los fieles que tiene la unción del que es Santo (cf. 1 Jn., 2, 20
y 27) no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el
sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde los Obispos hasta
los últimos fieles seglares"[22] manifiesta el asentimiento universal en las cosas de
fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene,
el Pueblo de Dios, bajo la dirección del sagrado magisterio, al que sigue fielmente,
recibe, no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes., 2,
13), se adhiere indefectiblemente a la fe confiada una vez a los santos (cf. Jud., 3),
penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la
vida.
Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo cual este
pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos, para
cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el principio una sola
naturaleza humana, y determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que
estaban dispersos (cf. Jn., 11, 52). Para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó
heredero universal (cf. Heb., 1, 2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote de todos,
Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al
Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia y para todos y
cada uno de los creyentes principio de unión y de unidad en la doctrina de los
Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech., 2, 42,
gr.).
Así, pues, entre todas las gentes de la tierra está el Pueblo de Dios, porque de todas
recibe los ciudadanos de su Reino, no terreno, sino celestial. Pues todos los fieles
11
esparcidos por el haz de la tierra están en comunión con los demás en el Espíritu
Santo, y así "el que habita en Roma sabe que los indios son también sus
miembros"[23]. Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn., 18, 36), la
Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino, no arrebata a ningún pueblo
ningún bien temporal, sino al contrario fomenta y recoge todas las cualidades,
riquezas y costumbres de los pueblos en cuanto son buenas, y recogiéndolas, las
purifica, las fortalece y las eleva. Pues sabe muy bien que debe recoger juntamente
con aquel Rey a quien fueron dadas en heredad todas las naciones y a cuya ciudad
llevan dones y ofrendas [c. Salm., 71 (72), 10; Is., 60, 4-7; Apoc., 21, 24]. Este carácter de
universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el
que la Iglesia católica tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad
entera con todos sus bienes bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu[24].
En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus dones a las otras y a
toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se aumentan con
todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De
donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo congrega gentes de diversos pueblos,
sino que en sí mismo está integrado por diversos elementos. Porque hay diversidad
entre sus miembros, ya según las funciones, pues algunos desempeñan el ministerio
sagrado en bien de sus hermanos, ya según la condición y ordenación de vida, pues
otros muchos en el estado religioso, tendiendo a la santidad por el camino más
estrecho, estimulan con su ejemplo a los hermanos. Así también, en la comunión
eclesiástica existen Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias,
permaneciendo íntegro el primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el
conjunto de la caridad[25], defiende las legítimas diferencias, y al mismo tiempo
procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad, sino incluso
cooperen a ella. De aquí dimanan finalmente entre las diversas partes de la Iglesia
los vínculos de íntima comunión de bienes espirituales, de operarios apostólicos y
de recursos económicos. En efecto, los miembros del Pueblo de Dios son llamados a
la comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias pueden aplicarse estas
palabras del apóstol: "El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los
otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe., 4, 10).
Todos los hombres son admitidos a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que
prefigura y promueve la paz universal, y a ella pertenecen de varios modos o se
destinan tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los
hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.
El sagrado Concilio dirige ante todo su atención a los fieles católicos. Enseña,
fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria
para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación,
presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El, inculcando con palabras
concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt., 16, 16; Jn., 3, 5), confirmó a un tiempo la
necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una
12
puerta. Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue
instituida por Jesucristo como necesaria, no quisieran entrar o permanecer en ella.
Los catecúmenos que, por la moción del Espíritu Santo, solicitan con voluntad
expresa ser incorporados a la Iglesia, se unen a ella por este mismo deseo; y la Madre
Iglesia los abraza ya amorosa y solícitamente como suyos.
La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos los que se honran con el
nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan íntegramente la fe, o
no conservan la unidad de comunión bajo el Sucesor de Pedro[28]. Pues son muchos
los que veneran efectivamente las Sagradas Escrituras como norma de fe y de vida y
muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y
en el Hijo de Dios Salvador[29], están marcados con el bautismo, con el que se unen
a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades
eclesiales otros sacramentos. Muchos de ellos tienen Episcopado, celebran la sagrada
Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios[30]. Hay que contar
también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más aún: cierta
verdadera unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos con su
virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos les dio la
fortaleza del martirio. De esta forma el Espíritu promueve en todos los discípulos de
Cristo el deseo y la acción para que todos se unan en paz, de la manera que Cristo
estableció en un rebaño y bajo un solo Pastor[31]. Para obtener eso la Madre Iglesia
no cesa de orar, de esperar y de trabajar, y exhorta a todos sus hijos a la santificación
y renovación, para que la imagen de Cristo resplandezca con mayores claridades
sobre el rostro de la Iglesia.
Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están ordenados al Pueblo de
Dios por varios motivos[32]. En primer lugar ciertamente, aquel pueblo a quien se
confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom.,
9, 4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a causa de sus padres; porque los dones
13
y la vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom., 11, 28-29). Pero el designio de
salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están
en primer término los Musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham,
adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres
en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e
imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, el aliento y
todas las cosas (cf. Hech., 17, 25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se
salven (cf. 1 Tim., 2, 4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de
Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la
gracia en cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia,
pueden conseguir la salvación eterna[33]. La Divina Providencia no niega los
auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron
todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por
la gracia divina, en conseguir una vida recta. La Iglesia aprecia todo lo bueno y
verdadero que entre ellos se da, como preparación al Evangelio[34], y dado por quien
ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la vida. Pero más
frecuentemente los hombres, engañados por el Maligno, se hicieron necios en sus
razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira, sirviendo a la criatura
en lugar del Creador (cf. Rom., 1, 21 y 25), o viviendo y muriendo sin Dios en este
mundo, están expuestos a una horrible desesperación. Por eso, para la gloria de Dios
y la salvación de todos éstos, la Iglesia, recordando el mandato del Señor: "Predicad
el Evangelio a toda criatura" (cf. Mc., 16, 16), promueve con toda solicitud las
misiones.
Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles (cf. Jn., 20, 21),
diciendo: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo
estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt., 28, 18-20). Este
solemne mandato de Cristo, de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo heredó de
los Apóstoles con la misión de llevarla hasta los confines de la tierra (cf. Hech., 1, 8).
De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: "[exclamdown]Ay de mí si no
evangelizara!" (1 Cor., 9, 10), y por eso se preocupa incansablemente de enviar
evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias y éstas
continúen la obra evangelizadora. Porque se ve impulsada por el Espíritu Santo a
cooperar para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como
principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio mueve a los
oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la
servidumbre del error y los incorpora a Cristo, para que amándolo, crezcan hasta
quedar llenos de El. Con su obra consigue que todo lo bueno que halla depositado en
la mente y en el corazón de los hombres, en los ritos y en las culturas de los pueblos,
no solamente no desaparezca, sino que se purifique y se eleve y se perfeccione para
la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. Sobre todos los
discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia
posibilidad[35]. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no
14
obstante, propio del sacerdote el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el
sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios, dichas por el profeta: "Desde
donde sale el sol hasta el poniente se extiende mi nombre grande entre las gentes, y
en todas partes se le ofrece una oblación pura" (Mal., 1, 11)[36]. Así, pues, ora y
trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo
de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos,
se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal.
CAPITULO III
CONSTITUCION JERARQUICA DE LA IGLESIA Y PARTICULARMENTE EL
EPISCOPADO
18. "PROEMIO"
Este Santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara, a una con
él, que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles
como El mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn., 20, 21) y quiso que los
sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los
pastores en su Iglesia. Pero para que el Episcopado mismo fuese uno solo e indiviso,
puso al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, e instituyó en él el
principio visible y perpetuo fundamento[37] de la unidad de fe y de comunión. El
santo Concilio propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles esta
doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro primado del
Romano Pontífice y de su magisterio infalible, y prosiguiendo dentro de la misma
línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los
Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario
de Cristo[38] y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.
El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El
quiso, eligió a los doce para vivir con El y enviarlos después a predicar el Reino de
Dios (cf. Mc., 3, 13-19; Mt., 10, 1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc., 6, 13) los fundó a modo
de colegio, es decir, de grupo estable, y puso al frente de ellos, sacándolo de en medio
de ellos, a Pedro (cf. Jn., 21, 15-17). Los envió Cristo, primero a los hijos de Israel,
15
luego a todas las gentes (cf. Rom., 1, 16) para que, con la potestad que les entregaba,
hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen y gobernasen (cf. Mt.,
28, 16-20; Mc., 16, 15; Lc., 24, 45-48; Jn., 20, 21-23) y así dilatasen la Iglesia y la
apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la
consumación de los siglos (cf. Mt., 28, 20). En esta misión fueron confirmados
plenamente el día de Pentecostés (cf. Hech., 2, 1-26), según la promesa del Señor:
"Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis
testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de
la tierra" (Hech., 1, 8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio
(cf. Mc., 16, 20), que los oyentes recibían por influjo del Espíritu Santo, reúnen la
Iglesia universal que el Señor fundó sobre los Apóstoles y edificó sobre el
bienaventurado Pedro, su cabeza, poniendo como piedra angular del edificio a Cristo
Jesús (cf. Apoc., 21, 14; Mt., 16, 18; Ef., 2, 20)[39].
Esta divina misión, confiada por Cristo a los Apóstoles, ha de durar hasta el fin de
los siglos (cf. Mt., 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir es el
principio de la vida para la Iglesia en todo tiempo. Por lo cual los Apóstoles, en esta
sociedad jerárquicamente organizada, tuvieron cuidado de establecer sucesores.
Así, pues, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos[47], recibieron el
ministerio de la comunidad presidiendo en nombre de Dios la grey[48] de la que son
pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros
dotados de autoridad[49]. Y así como permanece el oficio concedido por Dios
singularmente a Pedro como a primero entre los Apóstoles, que debe ser
transmitido a sus sucesores, así también permanece el oficio de los Apóstoles de
apacentar la Iglesia que debe ser ejercitado continuamente por el orden sagrado de
los Obispos[50]. Enseña, pues, este sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por
institución divina en el lugar de los Apóstoles[51] como pastores de la Iglesia, y
16
quien a ellos escucha, a Cristo escucha, y quien los desprecia, a Cristo desprecia y al
que le envió (cf. Lc., 10, 16)[52].
Así, pues, en la persona de los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo
Nuestro Señor está presente en medio de los fieles como Pontífice Supremo. Porque,
sentado a la diestra de Dios Padre, no está lejos de la congregación de sus
pontífices[53], sino que principalmente, a través de su excelso ministerio, predica la
palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los sacramentos de la fe a los
creyentes y por medio de su oficio paternal (cf. 1 Cor., 4, 15) va agregando nuevos
miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su
sabiduría y prudencia, orienta y guía al pueblo del Nuevo Testamento en su
peregrinación hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para apacentar la grey
del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios
(cf. 1 Cor., 4, 1) y a ellos está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de
Dios (cf. Rom., 15, 16; Hech., 20, 24) y el glorioso ministerio del Espíritu y de la
justicia (cf. 2 Cor., 3, 8-9).
Para realizar estos oficios tan altos, fueron los Apóstoles enriquecidos por Cristo con
la efusión especial del Espíritu Santo (cf. Hech., 1, 8; 2, 4; Jn., 20, 22-23) y ellos a su
vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores el don del
Espíritu (cf. 1 Tim., 4, 14; 2 Tim., 1, 6-7), que ha llegado hasta nosotros en la
consagración episcopal[54]. Este santo Sínodo enseña que con la consagración
episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que por esto se llama en
la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres "supremo sacerdocio"
o "cumbre del ministerio sagrado"[55]. Ahora bien: la consagración episcopal, junto
con el oficio de santificar, confiere también los de enseñar y regir, los cuales, sin
embargo, por su naturaleza, no pueden ejercitarse sino en comunión jerárquica con
la Cabeza y miembros del Colegio. En efecto, según la tradición, que aparece sobre
todo en los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia tanto de Oriente como de
Occidente, es cosa clara que con la imposición de las manos se confiere la gracia del
Espíritu Santo[56] y se imprime el sagrado carácter[57] de tal manera que los Obispos,
en forma eminente y visible, hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y
obren en su nombre[58]. Es propio de los Obispos el admitir, por medio del
Sacramento del Orden, nuevos elegidos en el cuerpo episcopal.
Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un
solo Colegio Apostólico, de semejante modo se unen entre sí el Romano Pontífice,
sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua
disciplina, conforme a la cual los Obispos establecidos por todo el mundo
comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma con el vínculo de la unidad, de la
caridad y de la paz[59], como también los Concilios convocados[60] para resolver en
común las cosas más importantes[61], contrastándolas con el parecer de muchos[62],
17
manifiestan la naturaleza y forma colegial propia del orden episcopal. Forma que
claramente demuestran los Concilios ecuménicos que a lo largo de los siglos se han
celebrado. Esto mismo lo muestra también el uso, introducido de antiguo, de llamar
a varios Obispos a tomar parte en el rito de consagración cuando un nuevo elegido
ha de ser elevado al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro
del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión
jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio.
La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada Obispo con
las Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano Pontífice, como sucesor
de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de unidad[66] así de los
Obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo, cada Obispo es el
principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia[67], formada a imagen
de la Iglesia universal; y en todas y de todas las Iglesias particulares queda integrada
la sola y única Iglesia católica[68]. Por esto cada Obispo representa a su Iglesia, tal
18
como todos ellos, a una con el Papa, representan toda la Iglesia en el vínculo de la
paz, del amor y de la unidad.
Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejercita su
poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha confiado, no sobre las
otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero, en cuanto miembros del Colegio
episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos deben tener aquella
solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen[69], la
cual, si bien no se ejercita por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo,
grandemente al progreso de la Iglesia universal. Todos los Obispos, en efecto, deben
promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia,
instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo Místico de Cristo, principalmente
de los miembros pobres y de los que sufren o son perseguidos por la justicia (cf. Mt.,
5, 10), promover en fin, toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a
la dilatación de la fe y a la difusión de la luz de la verdad plena entre todos los
hombres. Por lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como
porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el
Cuerpo Místico, que es también el cuerpo de las Iglesias[70].
La divina Providencia ha hecho que en diversas regiones las varias Iglesias fundadas
por los Apóstols y sus sucesores, con el correr de los tiempos se hayan reunido en
grupos orgánicamente unidos que, dentro de la unidad de fe y la única constitución
divina de la Iglesia, gozan de disciplina propia, de ritos litúrgicos propios y de un
propio patrimonio teológico y espiritual. Entre las cuales, concretamente las
antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras y con ellas
han quedado unidas hasta nuestros días por vínculos más estrechos de caridad tanto
en la vida sacramental como en la mutua observancia de derechos y deberes[73]. Esta
variedad de Iglesias locales, dirigida a la unidad muestra con mayor evidencia la
indivisa catolicidad de la Iglesia. Del mismo modo las Conferencias Episcopales hoy
en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda a fin de que el afecto colegial
tenga una aplicación concreta.
Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, a quien
se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las
gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres
logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los
mandamientos (cfr. Mt., 28, 18; Mc., 16, 15-16; Hech., 26, 17 y s.). Para el desempeño
de esta misión, Cristo Señor prometió a sus Apóstoles el Espíritu Santo a quien
envió de hecho el día de Pentecostés desde el cielo para que, confortados con su
virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes y los pueblos
y los reyes (cf. Hech., 1, 8; 2, 1 y ss.; 9, 15). Este encargo que el Señor confió a los
pastores de su pueblo es un verdadero servicio y en la Sagrada Escritura se llama
muy significativamente "diaconía", o sea ministerio (cf. Hech., 1, 17 y 25; 21, 19;
Rom., 11, 13; 1 Tim., 1, 12).
La misión canónica de los Obispos puede hacerse ya sea por las legítimas costumbres
que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia, ya se
por las leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea también
directamente por el mismo sucesor de Pedro: y ningún Obispo puede ser elevado a
tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión
apostólica[74].
Entre los oficios principales de los Obispos sobresale la predicación del Evangelio[75].
Porque los Obispos son los heraldos de la fe que ganan nuevos discípulos para
Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y
ha de aplicarse a la vida, la ilustran con luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro
de la Revelación las cosas nuevas y las cosas viejas (cf. Mt., 13, 52), la hacen
fructificar y con vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan (cf. 2 Tim.,
4, 1-4). Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben
ser respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica; los fieles,
por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del
espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de costumbres cuando las expone
en nombre de Cristo. Esta religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento, de
modo particular se debe al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando
no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio
supremo y con sinceridad se adhiera al parecer expresado por él según la mente y
voluntad que haya manifestado él mismo y que se descubre principalmente, ya sea
por la índole del documento, ya sea por la insistencia con que repite una misma
doctrina, ya sea también por las fórmulas empleadas.
Esta infalibilidad que el Divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define
la doctrina de la fe y de la moral, se extiende a todo cuanto abarca el depósito de la
divina Revelación que debe ser celosamente conservado y fielmente expuesto. Esta
infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en razón
de su oficio cuando proclama como definitiva la doctrina de la fe o de la moral[78]
en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a quienes confirma en
la fe (cf. Lc., 22, 32). Por lo cual con razón se dice que sus definiciones por sí y no por
el consentimiento de la Iglesia son irreformables, puesto que han sido proclamadas
bajo la asistencia del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro, y así no necesitan
de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún otro
tribunal. Porque en esos casos el Romano Pontífice no da una sentencia como
persona privada, sino que en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en
quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone
o defiende la doctrina de la fe católica[79]. La infalibilidad prometida a la Iglesia
reside también en el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio
juntamente con el sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el
asenso de la Iglesia por la acción del Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda
de Cristo se conserva y progresa en la unidad de la fe[80].
El Obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del Orden, es "el
administrador de la gracia del supremo sacerdocio"[84] sobre todo en la Eucaristía,
que él mismo ofrece, ya sea por sí, ya sea por otros[85], y que hace vivir y crecer a la
Iglesia. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas
comunidades locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también el
nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento[86]. Ellas en sus sedes, son el Pueblo
nuevo, llamado por Dios con la virtud del Espíritu Santo y con plena convicción (cf.
1 Tes., 1, 5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo
y se celebra el misterio de la Cena del Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre
del Señor todos los hermanos de la comunidad queden estrechamente unidos"[87].
21
Así, los Obispos orando por el pueblo y trabajando, dan de muchas maneras y
abundantemente de la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio de
la palabra comunican a los creyentes la fuerza de Dios para su salvación (cf. Rom., 1,
16) y por medio de los sacramentos, cuya administración sana y fructuosa regulan
ellos con su autoridad[92], santifican a los fieles. Ellos regulan la administración del
bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de
Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, dispensadores de las
sagradas órdenes y moderadores de la disciplina penitencial; ellos solícitamente
exhortan e instruyen a su pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y
sobre todo en el santo sacrificio de la Misa. Ellos, finalmente, deben edificar a sus
súbditos con el ejemplo de su vida, guardando su conducta no sólo de todo mal,
sino con la ayuda de Dios, transformándola en bien dentro de lo posible para llegar a
la vida eterna juntamente con la grey que se les ha confiado[93].
Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que se les
han encomendado[94], con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos,
pero también con su autoridad y con su potestad sagrada que ejercitan únicamente
para edificar su grey en la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el que es
mayor ha de hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto, como el
servidor (cf. Lc., 22, 26-27). Esta potestad que personalmente poseen en nombre de
Cristo, es propia, ordinaria e inmediata, aunque el ejercicio último de la misma sea
regulado por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia y
de los fieles, pueda quedar circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta
potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre
sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización
del apostolado.
El Obispo, enviado por el Padre de familia a gobernar su familia, tenga siempre ante
los ojos, el ejemplo del Buen Pastor que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt.,
20, 28; Mc., 10, 45) y a entregar su vida por sus ovejas (cf. Jn., 10, 11). Tomado de entre
los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y de
los errados (cf. Heb., 5, 1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que como a
verdaderos hijos suyos abraza y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él.
Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Heb., 13, 17), trabaje con
la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad por ellos y también por
los que todavía no son de la única grey, a quienes debe tener por encomendados en
el Señor. Siendo él deudor para con todos, a la manera de Pablo, esté dispuesto a
evangelizar a todos (cf. Rom., 1, 14-15) y no deje de exhortar a sus fieles a la actividad
apostólica y misionera. Los fieles, por su parte, deben estar unidos con su Obispo
como la Iglesia lo está con Cristo y como Cristo mismo lo está con el Padre, para que
todas las cosas se armonicen en la unidad[97] y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2
Cor., 4, 15).
28. LOS PRESBITEROS. SUS RELACIONES CON CRISTO, CON LOS OBISPOS, CON
EL PRESBITERIO Y CON EL PUEBLO CRISTIANO
Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn., 10, 36), ha hecho
participantes de su consagración y de su misión por medio de los Apóstoles a sus
sucesores, es decir, a los Obispos. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de
su ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la Iglesia[98]. Así el ministerio
eclesiástico de divina institución es ejercitado en diversas categorías por aquellos
que ya desde antiguo se llamaron Obispos, Presbíteros, Diáconos[99]. Los Presbíteros,
aunque no tienen el sumo grado del pontificado y en el ejercicio de su potestad
dependen de los Obispos, con todo están unidos con ellos en el honor del
sacerdocio[100] y, en virtud del sacramento del Orden[101], han sido consagrados
como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento[102], según la imagen de Cristo,
Sumo y Eterno Sacerdote (Heb., 5, 1-10; 7, 24; 9, 11-28), para predicar el Evangelio, y
apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. Participando, en el grado propio
de su ministerio del oficio de Cristo, único Mediador (1 Tim., 2, 5), anuncian a todos
la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan sobre todo en el culto eucarístico
o comunión, en donde, representando la persona de Cristo[103] y proclamando su
Misterio, unen al sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles (cf. 1 Cor.,
11, 26), representando y aplicando en el sacrificio de la Misa[104], hasta la venida del
Señor, el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo, que se ofrece a
sí mismo al Padre como hostia inmaculada (cf. Heb., 9, 1-28). Para con los fieles
arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el ministerio de la
reconciliación y del alivio y presentan a Dios Padre las necesidades y súplicas de los
fieles (cf. Heb., 5, 1-4). Ellos, ejercitando[105], en la medida de su autoridad, el oficio
de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una comunidad de
23
Los Presbíteros, como próvidos colaboradores[108] del orden episcopal, como ayuda e
instrumento suyo, llamados para servir al pueblo de Dios, forman, junto con su
Obispo, un presbiterio[109], dedicado a diversas funciones. En cada una de las
congregaciones locales de fieles, ellos hacen, por decirlo así, presente al Obispo con
quien están confiada y animosamente unidos y toman sobre sí una parte de la carga
y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del
Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen
visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del
cuerpo total de Cristo (cf. Ef., 4, 12). Preocupados siempre por el bien de los hijos de
Dios, procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la
Iglesia. Los Presbíteros, en virtud de esta participación en el sacerdocio y en la
misión, reconozcan al Obispo como verdadero padre y obedézcanle reverentemente.
El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes como hijos y amigos, tal como
Cristo a sus discípulos ya no los llama siervos, sino amigos (cf. Jn., 15, 15). Todos los
sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están, pues, adscritos al Cuerpo
Episcopal por razón del Orden y del ministerio y sirven al bien de toda la Iglesia
según la vocación y la gracia de cada cual.
Como el mundo entero cada día más tiende a la unidad de organización civil,
económica y social, así conviene que cada vez más los sacerdotes, uniendo sus
esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten todo
24
Teniendo en cuenta que estas funciones tan necesarias para la vida de la Iglesia,
según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones
difícilmente se pueden desempeñar, se podrá restablecer en adelante el Diaconado
como grado propio y permanente en la jerarquía. Tocará a las distintas Conferencias
Episcopales el decidir, con la aprobación del Sumo Pontífice, si se cree oportuno y en
dónde, el establecer estos diáconos para la cura de las almas. Con el consentimiento
del Romano Pontífice este diaconado se podrá conferir a hombres de edad madura,
aunque estén casados, o también a jóvenes idóneos; pero para éstos debe mantenerse
firme la ley del celibato.
CAPITULO IV
LOS LAICOS
30. PECULIARIDAD
Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los
miembros que han recibido un orden sagrado y los que viven en estado religioso
reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a
Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su
manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, según sus
posibilidades, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo.
El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Los que recibieron el orden
sagrado, aunque algunas veces pueden ocuparse de asuntos seculares, incluso
ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al
sagrado ministerio, por razón de su vocación particular, en tanto que los religiosos,
por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser
transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos
pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según
Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las
actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar
y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios
a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que,
igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de
este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de
su vida, con su fe, su esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde
iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente
vinculados, de tal manera, que se realicen continuamente según el espíritu de
Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor.
La Iglesia santa, por voluntad divina, está ordenada y se rige con admirable
variedad. "Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y
todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos,
somos un solo cuerpo en Cristo y todos miembros los unos de los otros" (Rom. 12, 4-
5).
26
El pueblo elegido de Dios es uno: "Un Señor, una fe, un bautismo" (Ef., 4, 5); común
dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos,
común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa
caridad. En Cristo y en la Iglesia no existe desigualdad alguna en razón de estirpe o
nacimiento, condición social o sexo, porque "no hay Judío ni Griego: no hay siervo o
libre: no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús" (Gál.,
3, 28; cf. Col., 3, 11).
Aunque no todos en la Iglesia van por el mismo camino, sin embargo, todos están
llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2 Pe., 1,
1). Y si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los
demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da
una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común
de todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo. La diferencia que puso el
Señor entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios, lleva consigo la
unión, puesto que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por unión
recíproca; los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al
servicio los unos de los otros, y al de los demás fieles, y estos últimos, a su vez,
asocien su trabajo con el de los Pastores y doctores. De este modo, en la diversidad,
todos dan testimonio de la admirable unidad en el Cuerpo de Cristo: pues la misma
diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios,
porque "todas estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu" (1 Cor., 12, 11).
Si, pues, los seglares, por dignación divina, tienen a Jesucristo por hermano, que
siendo Señor de todas las cosas, vino, sin embargo, a servir y no a ser servido (cf.
Mat., 20, 28), así también tienen por hermanos a quienes, constituidos en el sagrado
ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo,
apacientan la familia de Dios de tal modo que se cumpla por todos el mandato
nuevo de la caridad. A este respecto, dice hermosamente San Augustín: "Si me
aterra, el hecho de que soy para vosotros, eso mismo me consuela, porque estoy con
vosotros. Para vosotros soy el obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es el
nombre del cargo, éste el de la gracia; aquél, el del peligro; éste, el de la
salvación"[112].
presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser
sal de la tierra si no es a través de ellos[113]. Así, pues, todo laico, por los mismos
dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo y al mismo tiempo en
instrumento vivo de la misión de la misma Iglesia "en la medida del don de Cristo"
(Ef., 4, 7).
Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los fieles, los laicos
pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más inmediata
con el apostolado de la Jerarquía[114], como aquellos hombres y mujeres que
ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho para el Señor (cf.
Filp., 4, 3; Rom. 16, 3 s.). Por lo demás, son aptos para que la Jerarquía les confíe el
ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual.
Así, pues, incumbe a todos los laicos colaborar en la hermosa empresa de que el
divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los
tiempos y de toda la tierra. Abraseles, pues, camino por doquier para que, a la
medida de sus fuerzas y de las necesidades de los tiempos, participen también ellos,
celosamente, en la obra salvadora de la Iglesia.
Pero a aquellos a quienes asocia íntimamente a su vida y misión, también les hace
partícipes de su oficio sacerdotal, en orden al ejercicio del culto espiritual, para gloria
de Dios y salvación de los hombres. Por eso los laicos, ya que están consagrados a
Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación admirable y son
instruidos para que en ellos se produzcan cada vez más abundantes los frutos del
Espíritu. Pues todas sus obras, preces e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y
familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el
Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten
en "hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1 Pe., 2, 5), que en la
celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, se ofrecen
piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, en cuanto adoradores, obrando
santamente en todo lugar, consagran a Dios el mundo mismo.
Cristo, Profeta grande, que con el testimonio de su vida y con la virtud de su palabra
proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena
manifestación de la gloria, no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre
y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes por eso constituye
testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Hech., 2, 17-
18; Apoc., 19, 10), para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana,
28
Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se nutre la vida y el
apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Apoc., 21, 1),
así los laicos se hacen valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos (cf.
Hebr., 11, 1), si asocian, sin desmayo, a la vida de fe, la profesión de la fe. Esta
evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de la vida
y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de
que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo.
En este quehacer es de gran valor aquel estado de vida que está santificado por un
especial sacramento, es decir, el estado de vida matrimonial y familiar. Allí se da un
ejercicio y una hermosa escuela para el apostolado de los laicos donde la religión
cristiana penetra toda la institución de la vida y la transforma más cada día. Allí los
cónyuges tienen su propia vocación para que sean el uno para el otro y para sus
hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama muy alto
tanto las presentes virtudes del Reino de Dios, como la esperanza de la vida
bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, acusa al mundo de pecado e
ilumina a los que buscan la verdad.
Por tanto, los laicos, también cuando se ocupan de las cosas temporales, pueden y
deben realizar una acción preciosa en orden a la evangelización del mundo. Porque
si bien algunos de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o estar impedidos éstos
en caso de persecución, les suplen en determinados oficios sagrados en la medida de
sus facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas sus energías en el trabajo
apostólico, es preciso, sin embargo, que todos cooperen a la dilatación e incremento
del Reino de Cristo en el mundo. Por ello, trabajen los laicos celosamente por
conocer más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios
el don de la sabiduría.
Cristo, hecho obediente hasta la muerte, y por eso exaltado por el Padre (cf. Filp., 2, 8-
9), entró en la gloria de su reino; a El están sometidas todas las cosas hasta que El se
someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, para que Dios sea todo en todas las
cosas (cf. 1 Cor., 15, 27-28). Tal potestad la comunicó a sus discípulos para que
quedasen constituidos en una libertad regia y con su abnegación y vida santa
vencieran en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom., 6, 12), más aún, sirviendo a
Cristo también en los demás, condujeran en humildad y paciencia a sus hermanos
hasta aquel Rey, a quien servir es reinar. Porque el Señor desea dilatar su Reino
también por mediación de los fieles laicos; un reino de verdad y de vida, un reino de
29
Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y
su ordenación a la gloria de Dios, y además deben ayudarse entre sí, también
mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el
mundo se informe del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la
justicia, la caridad y la paz. En el cumplimiento de este deber en el ámbito universal,
corresponde a los laicos el puesto principal. Procuren, pues, seriamente, por su
competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la
gracia de Cristo, contribuir eficazmente a que los bienes creados se desarrollen al
servicio absolutamente de todos los hombres, y se distribuyan mejor entre ellos,
según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo
humano, la técnica y la cultura civil, y en su medida, conduzcan al progreso
universal en la libertad cristiana y humana. Así Cristo, a través de los miembros de
la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana.
Además, los seglares han de procurar, uniendo también sus fuerzas, sanear las
instituciones y las condiciones del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de
modo que todas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan, más bien que
impidan, la práctica de las virtudes. Obrando así informarán de sentido moral la
cultura y las obras humanas. De esta manera se dispone mejor el campo del mundo
para la siembra de la divina palabra, y a la vez se abren más las puertas de la Iglesia
por las que ha de entrar en el mundo el mensaje de la paz.
Los seglares, como todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con
abundancia[117] de los sagrados Pastores, de entre los bienes espirituales de la Iglesia,
ante todo, los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos; y manifiéstenles,
con aquella libertad y confianza propia de hijos de Dios y de hermanos en Cristo, sus
necesidades y sus deseos. En la medida de la ciencia, de la competencia y del prestigio
que poseen, tienen el derecho, y en algún caso la obligación, de manifestar su
parecer[118] sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de la Iglesia. Hágase esto,
si las circunstancias lo requieren, mediante las instituciones establecidas al efecto por
la Iglesia, y siempre con veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad
hacia aquellos que, por razón de su oficio sagrado, representan a Cristo.
Procuren los seglares, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con
su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el gozoso camino de la
libertad de los hijos de Dios, aceptar con prontitud y cristiana obediencia todo lo que
los sagrados Pastores, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia
actuando de maestros y de gobernantes. Y no dejen de encomendar en sus oraciones
a sus Prelados, para que, ya que viven en continua vigilancia, obligados a dar cuenta
de nuestras almas, cumplan esto con gozo y no gimiendo (cf. Heb., 13, 17).
De este trato familiar entre Laicos y Pastores se deben esperar muchos bienes para la
Iglesia; porque así se robustece en los seglares el sentido de su propia
responsabilidad, se fomenta el entusiasmo y se asocian con mayor facilidad las
fuerzas de los fieles a la obra de los Pastores. Pues estos últimos, ayudados por la
experiencia de los laicos, pueden juzgar más exacta y acertadamente lo mismo los
asuntos espirituales que los temporales, de suerte que la Iglesia entera, fortalecida
por todos sus miembros, pueda cumplir con mayor eficacia su misión en favor de la
vida del mundo.
Cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida de Nuestro
Señor Jesucristo y señal del Dios vivo. Todos unidos y cada uno por su parte, deben
alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Gál., 5, 22) e infundirle aquel espíritu
del que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor, en el
Evangelio, proclamó bienaventurados (cf. Mt., 5, 3-9). En una palabra, "lo que es el
alma en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo"[120].
31
CAPITULO V
UNIVERSAL VOCACION
A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA
La Iglesia, cuyo misterio expone este Sagrado Concilio, goza en la opinión de todos
de una indefectible santidad, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el
Espíritu llamamos "el sólo Santo"[121], amó a la Iglesia como a su esposa,
entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef., 5, 25-26), la unió a Sí como
su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios.
Por eso todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la Jerarquía, ya sean dirigidos por ella,
son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: "Porque ésta es la voluntad
de Dios, vuestra santificación" (1 Tes., 4, 3; Ef., 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se
manifiesta incesantemente y se debe manifestar en los frutos de gracia que el
Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos
aquellos que, con edificación de los demás, tienden en su propio estado de vida a la
perfección de la caridad; pero aparece de modo particular en la práctica de los que
comúnmente llamamos consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que por
impulso del Espíritu Santo muchos cristianos abrazan, tanto en forma privada como
en una condición o estado admitido por la Iglesia, da en el mundo, y conviene que
lo dé, un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.
muchas cosas (cf. Sant., 3, 2), tenemos continua necesidad de la gracia de Dios y
hemos de orar todos los días: "Perdónanos nuestras deudas" (Mt., 6, 12)[123].
Es evidente, por tanto, para todos, que todos los fieles, de cualquier estado o grado,
son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad[124]; con
esta santidad se promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más
humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los
dones recibidos de Cristo, deberán esforzarse para que, siguiendo sus huellas y
haciéndose conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se
entreguen con toda generosidad a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la
santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo
demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos Santos.
Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los
que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a
Dios Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado de la cruz,
para merecer la participación de su gloria. Cada uno según los propios dones y las
gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita
la esperanza y obra por la caridad.
Es menester, en primer lugar, que los Pastores del rebaño de Cristo cumplan con su
deber ministerial, santamente y con generosidad, con humildad y fortaleza, según la
imagen del Sumo y Eterno sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas; cumplido
así su deber, será para ellos mismos un magnífico medio de santificación. Escogidos
para la plenitud del sacerdocio reciben la gracia sacramental, para que orando,
ofreciendo el Sacrificio y predicando, con todas las formas de solicitud y servicio
episcopal, ejerciten un perfecto oficio de caridad pastoral[125], no tengan miedo a dar
su vida por sus ovejas y haciéndose modelo del rebaño (Cfr. 1 Pe., 5, 3) inciten
también con su ejemplo a la Iglesia a una santidad cada día mayor.
Los Sacerdotes, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual
forman[126], participando de la gracia del oficio de éstos por Cristo, eterno y único
Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de su
deber, conserven el vínculo de la comunión sacerdotal, abunden en toda clase de
bienes espirituales y den a todos un testimonio vivo de Dios[127], emulando a
aquellos sacerdotes que en el transcurso de los siglos nos dejaron muchas veces, con
un servicio humilde y escondido, preclaro ejemplo de santidad, y cuya alabanza se
difunde por la Iglesia de Dios. Ofrezcan, como es su deber, sus oraciones y sacrificios
por su pueblo y por todo el Pueblo de Dios, reconociendo lo que hacen e imitando lo
que tratan[128]. Así, en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones
apostólicas, peligros y aflicciones, sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más
alta santidad, alimentando y fomentando su actividad de la abundancia de la
contemplación, para consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los sacerdotes, y en
particular los que por el título peculiar de su ordenación se llaman sacerdotes
33
Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores
por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la
debilidad, la enfermedad y otros muchos sufrimientos, o padecen persecución por la
justicia; el Señor en su Evangelio los llamó bienaventurados, "El Señor... de toda
gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de sufrir un poco,
nos perfeccionará El mismo, nos confirmará y nos consolidará" (1 Pe., 5, 10).
Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio
o de circunstancias, y precisamente por medio de todas esas cosas se podrán
santificar más cada día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial,
y con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, en el mismo
servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo.
34
Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por
nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por El y por sus
hermanos (cf. 1 Jn., 3, 16; Jn., 15, 13). Pues bien: ya desde los primeros tiempos
algunos cristianos fueron llamados y lo serán siempre, a dar este máximo
testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores.
El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo se asemeja al Maestro, que
aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma con El en el
derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y
la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, todos sin embargo deben
estar dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino
de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.
Están, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad
y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus
afectos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas
en oposición al espíritu de pobreza, encuentren un obstáculo que les aparte de la
búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: "Los que usan de este
mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan" (cf. 1
Cor., 7, 31, gr.)[136].
CAPITULO VI
DE LOS RELIGIOSOS
Por los votos, o por otros sagrados vínculos análogos a los votos por su naturaleza,
con los cuales se obliga el fiel cristiano a la práctica de los tres consejos evangélicos
antes citados, se entrega totalmente al servicio de Dios sumamente amado, de tal
forma que queda destinado con un nuevo título al servicio y gloria de Dios. Ya por
el bautismo había muerto al pecado y se había consagrado a Dios: ahora, para
conseguir un fruto más abundante de la gracia bautismal, trata de liberarse, por la
profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia, de los impedimentos que podrían
apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, y se consagra
más íntimamente al divino servicio[140]. Esta consagración será tanto más perfecta
cuanto por vínculos más firmes y más estables se represente mejor a Cristo, unido
con vínculo indisoluble a su Esposa, la Iglesia.
Y como los consejos evangélicos tienen la virtud de unir con la Iglesia y con su
misterio de una manera especial a quienes los practican, por la caridad a la que
conducen[141], es menester que su vida espiritual se consagre al bien de toda la
Iglesia. De ahí nace el deber de trabajar según las fuerzas y según el género de la
propia vocación, sea con la oración, sea con la actividad laboriosa, por implantar o
robustecer en las almas el Reino de Cristo y dilatarlo por todo el mundo. De ahí
también que la Iglesia proteja y favorezca la índole propia de los diversos institutos
religiosos.
El Sumo Pontífice, por razón de su primado sobre toda la Iglesia, para proveer mejor
a las necesidades de toda la grey del Señor, puede eximir de la jurisdicción de los
Ordinarios de lugar y someter a su sola autoridad a cualquier Instituto de perfección
y a cada uno de sus miembros[143]. Y por la misma razón pueden ser éstos dejados o
confiados a la autoridad patriarcal propia. Los miembros de estos institutos, en el
cumplimiento de sus deberes para con la Iglesia, según la forma peculiar de su
Instituto, deben prestar a los Obispos la debida reverencia y obediencia según las
leyes canónicas, por su autoridad pastoral en las Iglesias particulares y por la
necesaria unidad y concordia en el trabajo apostólico[144].
Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la Iglesia muestre
mejor cada día a fieles e infieles, a Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el
monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y
heridos, convirtiendo los pecadores a una vida más virtuosa, bendiciendo a los
niños, haciendo el bien a todos, siempre obediente a la voluntad del Padre que le
envió[145].
Tengan por fin todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos,
aunque lleva consigo la renuncia de bienes que indudablemente son de mucho
valor, sin embargo, no es un impedimento para el verdadero progreso de la persona
humana, sino que, por su misma naturaleza, lo favorece grandemente. Porque los
consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vocación personal de
cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y a la libertad espiritual,
excitan continuamente el fervor de la caridad y, sobre todo, como se demuestra con
el ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces de asemejar más la vida del
hombre cristiano a la vida virginal y pobre que para sí escogió Cristo Nuestro Señor
y abrazó su Madre, la Virgen. Ni piense nadie que los religiosos, por su
consagración, se hacen extraños a la Humanidad o inútiles para la ciudad terrena.
Porque, aunque en algunos casos no asisten directamente a los prójimos, los tienen,
38
Por eso este Sagrado Sínodo confirma y alaba a los hombres y mujeres, hermanos y
hermanas que, en los monasterios, en las escuelas y hospitales o en las misiones,
honran a la Esposa de Cristo con la constante y humilde fidelidad en su
consagración y ofrecen a todos los hombres generosamente los más variados
servicios.
47. PERSEVERANCIA
Esmérese por consiguiente todo el que haya sido llamado a la profesión de estos
consejos, por perseverar y destacarse en la vocación a la que ha sido llamado por
Dios, para que más abunde la santidad en la Iglesia y para mayor gloria de la
Trinidad, una e indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda
santidad.
CAPITULO VII
INDOLE ESCATOLOGICA
DE LA IGLESIA PEREGRINANTE
Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL
La Iglesia, a la que todos somos llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de
Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino "cuando
llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Hech., 3, 21) y cuando, con el
género humano, también el Universo entero, que está íntimamente unido con el
hombre y por él alcanza su fin, sea perfectamente renovado (cf. Ef., 1, 10; Col., 1, 20; 2
Pe., 3, 10-13).
Y ciertamente Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia Sí a todos los
hombres (cf. Jn., 12, 32 gr.); resucitando de entre los muertos (cf. Rom., 6, 9) envió a
su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo, que es la
Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del
Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella
unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre
hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que
esperamos, comienza ya en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y
39
El fin de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor., 10, 11) y la
renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en
cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia aun en la tierra se reviste de una
verdadera, si bien imperfecta santidad. Sin embargo, mientras no haya nuevos cielos
y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad (cf. 2 Pe., 3, 13), la Iglesia
peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva
consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que
gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los
hijos de Dios (cf. Rom., 8, 22 y 19).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, "que es
prenda de nuestra herencia" (Ef., 1, 14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de
verdad (cf. 1 Jn., 3, 1); pero todavía no hemos aparecido con Cristo en aquella gloria
(cf. Col., 3, 4) en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf.
1 Jn., 3, 2). Por tanto, "mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el desierto,
lejos del Señor" (2 Cor., 5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos
en nuestro interior (cf. Rom., 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Filp., 1, 23). Ese
mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por
nosotros (cf. 2 Cor., 5, 15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al
Señor en todo (cf. 2 Cor., 5, 9), y nos revestimos de la armadura de Dios para
permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo
(cf. Ef., 6, 11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora, debemos vigilar
constantemente, como nos avisa el Señor, para que, terminado el curso único de
nuestra vida terrena (cf. Heb., 9, 27), si queremos entrar con El a las nupcias,
merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt., 25, 31-46); no sea que como
aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt., 25, 26) seamos arrojados al fuego eterno
(cf. Mt., 25, 41), a las tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de
dientes" (Mt., 22, 13 y 25, 30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos
debemos comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las
obras buenas o malas que hizo en su vida mortal" (2 Cor., 5, 10); y al fin del mundo
"saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida, los que obraron el mal,
para la resurrección de condenación" (Jn., 5, 29; cf. Mt., 25, 46). Teniendo, pues, por
cierto, que "los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la
gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom., 8, 18; cf. 2 Tim., 2, 11-12), con
fe firme, esperamos el cumplimiento de "la esperanza bienaventurada y la llegada
de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tit., 2, 13), quien
"transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Filp.,
3, 21) y vendrá "para ser glorificado en sus santos y para ser la admiración de todos
los que han tenido fe" (2 Tes., 1, 10).
Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos
sus ángeles (cf. Mt., 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas
(cf. 1 Cor., 15, 26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra, otros, ya
difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al
mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es[147]; mas todos, aunque en grado y formas
distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos un mismo himno de gloria
a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu, forman una
sola Iglesia y con El están mutuamente unidos (cf. Ef., 4, 16). Así que la unión de los
peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna
manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con
la comunicación de los bienes espirituales[148]. Por lo mismo que los
bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más
eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que Ella misma
ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada
edificación (cf. 1 Cor., 12, 12-27)[149] por nosotros ante el Padre[150], presentando por
medio del único Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús (1 Tim., 2, 5), los
méritos que en la tierra alcanzaron, sirviendo al Señor en todas las cosas y
completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo
que falta a las tribulaciones de Cristo (cf. Col., 1, 24)[151]. Su fraterna solicitud ayuda,
pues, mucho a nuestra debilidad.
La Iglesia de los viadores desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto
conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo y así
conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos[152] y ofreció también sufragios
por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para
que queden libres de sus pecados" (2 Mac., 12, 46). Siempre creyó la Iglesia que los
apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de
amor con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente unidos: a
ellos junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, los veneró con
peculiar afecto[153] e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos
luego se unieron también aquellos otros que habían imitado[154] más de cerca la
virginidad y la pobreza de Cristo y en fin otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes
cristianas[155] y cuyos divinos carismas hacían recomendables a la piadosa devoción
e imitación de los fieles[156].
de ese Reino suyo[158] hacia el cual somos poderosamente atraídos, con tan gran
nube de testigos en torno (cf. Heb., 12, 1) y con tan gran testimonio de la verdad del
Evangelio.
Pero no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos
dan, sino aún más para que la unión de la Iglesia en el Espíritu quede corroborada
por el ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef., 4, 1-6). Porque así como la comunión
cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio con los
santos nos une con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda la gracia y
la vida del mismo Pueblo de Dios[159]. Conviene, pues, en sumo grado, que
amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y
eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ellos[160],
"invoquémoslos humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio de su
Hijo Jesucristo, único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones,
ayuda y auxilios"[161]. En verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por
nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en
Cristo, que es la "corona de todos los Santos"[162] y por El a Dios, que es admirable
en sus Santos y en ellos es glorificado[163].
Pero nuestra más alta forma de unión con la Iglesia celestial se realiza especialmente
cuando en la sagrada liturgia, en la cual "la virtud del Espíritu Santo obra sobre
nosotros por los signos sacramentales", celebramos juntos con fraterna alegría la
alabanza de la Divina Majestad[164], y todos los redimidos por la Sangre de Cristo de
toda tribu, lengua, pueblo y nación (cf. Apoc., 5, 9), congregados en una misma
Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios Uno y Trino. Al
celebrar, pues, el Sacrificio Eucarístico, es cuando mejor nos unimos al culto de la
Iglesia celestial en una misma comunión y veneración de la memoria de la gloriosa
Virgen María, en primer lugar, y del bienaventurado José y de los bienaventurados
Apóstoles, de los Mártires y de todos los Santos[165].
Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad la venerable fe de nuestros antepasados
acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o
aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo propone los decretos de
los sagrados Concilios Niceno II[166], Florentino[167] y Tridentino[168]. Junto con
esto, por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde, a que
traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos o defectos que acaso en
diversos sitios se hubieren introducido y restauren todo conforme a la mejor
alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que el auténtico culto a los
santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores, cuanto en la
intensidad de un amor práctico, por el cual para mayor bien nuestro y de la Iglesia,
buscamos en los santos "el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la
ayuda de su intercesión"[169]. Explíquenles por otro lado que nuestro trato con los
bienaventurados, si se considera en la plena luz de la fe, lejos de atenuar el culto
42
latréutico debido a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, más bien lo enriquece
ampliamente[170].
Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una familia en Cristo (cf.
Heb., 3, 6), al unirnos en una mutua caridad y en una misma alabanza de la
santísima Trinidad, correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y
participamos con gusto anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo[171].
Porque cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos,
la claridad de Dios iluminará la Ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (cf.
Apoc., 21, 24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suprema felicidad del
amor, adorará a Dios y "al Cordero que fue inmolado" (Apoc., 5, 12), aclamando
todos a una voz: "Al que está sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza, el honor
y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (Apoc., 5, 13-14).
CAPITULO VIII
LA BIENAVENTURADA
VIRGEN MARIA, MADRE DE DIOS,
EN EL MISTERIO DE CRISTO
Y DE LA IGLESIA
I. "PROEMIO"
En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios
en su corazón y en su cuerpo y trajo la Vida al mundo, es reconocida y honrada
como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en
atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble
vínculo, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de
43
Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con
un don de gracia tan eximia, antecede, con mucho, a todas las criaturas celestiales y
terrenas. Al mismo tiempo está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres
que necesitan ser salvados; más aún: es verdaderamente madre de los miembros (de
Cristo)... por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que
son miembros de aquella Cabeza"[174]. Por eso también es saludada como miembro
sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo
eminentísimos en la fe y caridad y a quien la Iglesia Católica, enseñada por el
Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.
Uno solo es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: "Porque uno es Dios y
uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a
Sí mismo como precio de rescate por todos" (I Tim., 2, 5-6). Pero la función maternal
de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única
mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo
salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres, no nace de ninguna
necesidad, sino del divino beneplácito y brota de la superabundancia de los méritos
de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca
46
62. MEDIADORA
Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado, nuestro
Redentor; pero así como del sacerdocio de Cristo participan de varias maneras, tanto
los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde
realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del
Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que
participa de la fuente única.
VIRGEN EN LA IGLESIA
66. NATURALEZA Y FUNDAMENTO DEL CULTO
María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada por encima de
todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que
tomó parte en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la
Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es
honrada con el título de "Madre de Dios", a cuyo amparo los fieles en todos sus
peligros y necesidades acuden con sus súplicas[192]. Especialmente desde el Concilio
de Efeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la
veneración y el amor, en la invocación e imitación, según las palabras proféticas de
ella misma: "Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en
mí cosas grandes el Poderoso" (Lc., 1, 48). Este culto, tal como existió siempre en la
Iglesia aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que
se da al Verbo Encarnado lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, y lo promueve
poderosamente. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la
Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, según las
condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles,
hacen que mientras se honra a la Madre, el Hijo, en quien fueron creadas todas las
cosas (cf. Col., 1, 15-16) y en quien "tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud"
(Col., 1, 19), sea debidamente conocido, amado, glorificado y sean cumplidos sus
mandamientos.
69. Ofrece gran gozo y consuelo a este Sacrosanto Sínodo el hecho de que tampoco
falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del
Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales, que van a una con nosotros
por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de
Dios[195]. Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de
los hombres, para que Ella, que estuvo presente a las primeras oraciones de la Iglesia,
ensalzada ahora en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la
comunión de todos los santos, interceda también ante su Hijo para que las familias
de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre cristiano, como los que
aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un
solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad.
Todas y cada una de las cosas establecidas en esta Constitución dogmática fueron del
agrado de los Padres. Y Nos, con la potestad Apostólica conferida por Cristo,
juntamente con los Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos,
decretamos y establecemos y mandamos que, decretadas sinodalmente, sean
promulgados para gloria de Dios.
---------------------------------------------------
"Como consta de por sí, el texto del Concilio se ha de interpretar siempre según las
reglas generales conocidas por todos".
"Teniendo en cuenta el uso conciliar y el fin pastoral del presente Concilio, este
Santo Sínodo define como doctrina que debe ser tenida por la Iglesia solamente
aquellas cosas de fe y costumbres que él haya declarado manifiestamente como tales.
Las demás cosas que propone el S. Sínodo, puesto que son doctrina del Supremo
Magisterio de la Iglesia, deben ser aceptadas y abrazadas por todos y cada uno de los
fieles según la mente del mismo S. Sínodo, la cual se conoce, bien sea por la materia
tratada, bien por el tenor de la expresión, según las normas de interpretación
teológica".
***
Se comunica además a los Padres por mandato de la Autoridad Superior una nota
explicativa previa de los Modos sobre el capítulo tercero del Esquema sobre la Iglesia.
La doctrina en este capítulo, se debe entender según la mente y los términos de esta
nota.
"La Comisión ha decidido poner al frente de la discusión de los Modos las siguientes
observaciones generales:
Por eso, de forma explícita se afirma que se requiere la comunión jerárquica con la
Cabeza y miembros de la Iglesia. La comunión es una noción que fue tenida en gran
honor en la Iglesia antigua (como hoy también sucede sobre todo en el Oriente). Su
sentido no es un vago afecto, sino una realidad orgánica, que exige forma jurídica y
al mismo tiempo está animada por la caridad. Por lo que la Comisión determinó,
casi con unánime consentimiento, que había de escribirse "en la jerárquica
comunión". Cf. Mod., 40, y también lo que se dice de la misión canónica, n. 24, pág.
67, líneas 17-24.
3a. Del Colegio, que no se da sin su Cabeza, se dice: "Que es sujeto también de la
suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal". Necesariamente hay que
admitir esta afirmación para no poder en peligro la plenitud de potestad del
Romano Pontífice. Porque el Colegio comprende siempre y de forma necesaria su
propia Cabeza, la cual conserva en el seno del Colegio íntegramente su función de
Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal. En otras palabras, la distinción no
se da entre el Romano Pontífice y los Obispos colectivamente considerados, sino
entre el Romano Pontífice separadamente y el Romano Pontífice junto con los
Obispos. Por ser el Sumo Pontífice la Cabeza del Colegio, él por sí solo puede realizar
ciertos actos que de ningún modo competen a los Obispos; por ejemplo, convocar y
52
dirigir al Colegio, aprobar las normas de acción, etc. Cf. Mod., 81. Pertenece al juicio
del Sumo Pontífice, a quien está confiado el cuidado de todo el rebaño de Cristo,
determinar, según las necesidades de la Iglesia, que varían con el decurso del
tiempo, el modo que convenga tener en la realización de dicho cuidado, ya sea un
modo personal o un modo colegial. El Romano Pontífice, en el ordenar, promover,
aprobar el ejercicio colegial, mirando al bien de la Iglesia, procede según su propia
discreción.
4a. El Sumo Pontífice, como Pastor Supremo de la Iglesia, puede ejercer libremente
su potestad en todo tiempo, como lo exige su propio ministerio. El Colegio, sin
embargo, aunque existe siempre, no por ello actúa en forma permanente con una
acción estrictamente colegial, como consta por la Tradición de la Iglesia. Con otras
palabras, no siempre se halla "en plenitud de ejercicio"; más aún, sólo actúa a
intervalos con actividad estrictamente colegial, y sólo "con el consentimiento de su
Cabeza". Se dice "con el consentimiento de su Cabeza" para que no se piense en una
dependencia de algún extraño, por así decirlo; el término "consentimiento" evoca,
por el contrario, la comunión entre la Cabeza y los miembros, e implica la necesidad
del acto que compete propiamente a la Cabeza. Esto se afirma explícitamente, y se
explica allí al fin. La fórmula negativa "sólo" comprende todos los casos, por lo que
es evidente que las normas aprobadas por la suprema Autoridad deben observarse
siempre. Cf. Mod. 84.
En todo ello aparece claro que se trata de la unión de los Obispos con su Cabeza y
nunca de la acción de los Obispos independientemente del Papa. En este caso, al
faltar la acción de la Cabeza, los Obispos no pueden actuar como Colegio, como lo
prueba la misma noción de "Colegio". Esta comunión jerárquica de todos los
Obispos con el Sumo Pontífice está reconocida solemnemente sin duda alguna en la
Tradición.
***
PERICLES FELICI
Secretario General
--------------------------------------------------------------------------------------------
[1] Cf. S. Cipriano, Epist. 64, 4; PL 3, 1.017. CSEL (Hartel) III B. p. 720 S. Hilario Pict., In Mt., 23, 6: PL
9, 1.047. S. Agustín, passim. S. Cirilo Alej., Glaph. in Gen. 2, 10: PG 69, 110 A.
[2] Cf. S. Gregorio M., Hom. in Evang., 19, 1: PL 76 1.154 B. S. Agustín, Serm., 341, 9, 11: PL 39, 1.499 s. S.
Juan Damasceno, Adv. Iconocl., 11: PG 96, 1.357.
[3] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 24, 1; PG 7, 966. Harvey, 2, 131: ed. Sagnard. Sources Chr., p. 398.
[4] S. Cipriano, De Orat. Dom., 23: PL 4, 553. Hartel, III A. p. 285. S. Agustín, Serm., 71, 20, 53: PL 38, 463
s. S. Juan Damasceno, Adv. Iconocl., 12: PG 96, 1.358 D.
[5] Cf. Orígenes. In Mt., 16, 21: PG 13, 1.443 C: Tertuliano Adv. Mar., 3, 7: PL 2, 357 C: CSEL 47, 3, p. 386.
Cf. Sacramentarium Gregorianum: PL 76, 160 B. Vel. C. Mohlberg, Liber Sacramentorum romanae
ecclesiae. Roma, 1960, p. 111 XC: "Deus qui ex omni coaptatione sanctorum aeternum tibi condis
habitaculum...". Himno Urbis Ierusalem beata en el Breviario monástico, y Caelestis urbs Ierusalem en
el Breviario Romano.
[7] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943), p. 208.
[8] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Divinum illud, 9 mayo 1897: AAS 29 (1896-1807), p. 650. Pío XII, Litt.
Encycl. Mystici Corporis, l. c., pp. 219-220. Denz., 2.288 (3807), S. Agustín, Serm., 268, 2: PL 38, 1.232, y en
otros sitios. S. Crisóstomo, In Eph. Hom., 9, 3: PG 62, 72. Dídimo Alej., Trin., 2, 1: PG 39, 449 s. Sto.
Tomás, In Col., 1, 18, lect. 5; ed. Marietti, II, número 46: "Así como se constituye un solo cuerpo por la
unidad del alma, así la Iglesia por la unidad del Espíritu...".
[9] León XIII, Litt. Encycl. Sapientiae christianae, 10 jun. 1890: ASS 22 (1889-90), p. 392. Id. Epist.
Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96), pp. 710 y 724 ss Pío XII, Litt. Encycl. Mystici
Corporis, l. c., pp. 199-200.
[10] Cf. Pío XII. Litt. Encycl. Mystici Corporis, l. c., página 221 ss. Id. Litt. Encycl. Humani generis, 12
agos. 1950: AAS 42 (1950), p. 571.
[12] Cf. Symbolum Apostolicum: Denz., 6-9 (10-13): Symb. Nic. - Const.: Denz., 86 (41): coll. Prof. fidei
Trid.: Denz., 994 et 999 (1862 et 1868).
[13] Se llama "Santa (católica apostólica) Romana Iglesia": en Prof. fidei Trid., 1, c., et Conc. Vat. I.
Ses. III. Const. dogm. de fide cath.: Denz., 1782 (3001).
[15] Cf. S. Cipriano, Epist., 69, 6: PL 3, 1.142 B. Hartel, 3 B, p. 754; "Sacramento inseparable de unidad".
[16] Cf. Pío XII, Aloc. Magnificate Dominum, 2 nov. 1954: AAS 46 (1954), p. 669. Litt. Encycl. Mediator
Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), p. 555.
54
[17] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Miserentissimus Redemptor, 8 mayo 1928: AAS 20 (1928), pp. 171 s. Pio XII,
Aloc. Vous nous avez, 22 sept. 1956: AAS 48 (1956), p. 714.
[19] Cf. Cirilo de Jer., Catech., 17, de Spiritu Sancto, II, 35-37: PG 33, 1009-1012. Nic Cabasilas, De vita
in Christo, libro III, "de utilitate chrismatis". PG 150, 569-580. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 65, a. 3
et q. 72, a. 1 et 5.
[20] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), sobre todo, pp. 552 s.
[21] 1 Cor., 7, 7: "Cada uno recibe del Señor su propio don: uno de una manera y otro de otra". Cf. S.
Agustín, De Dono Persev., 14, 37: PL 45, 1.015 siguientes: "No sólo la continencia es un don de Dios, sino
también la castidad de los casados".
[24] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 16, 6, III, 22, 1-3: PG 7, 925 C, 926 A et 958 A. Harvey, 2, 87 et 120-123.
Sagnard. Ed. Sources Chrét., pp. 290-202 et 372 ss.
[25] Cf. S. Ignacio, M., Ad Rom., Praef.: Ed. Funk, I página 252.
[26] Cf. S. Agustín, Bapt. c. Donat., V. 28, 39: PL 43, 197: "Es claro que cuando a propósito de la Iglesia se
habla de "dentro" y "fuera" esto se refiere no al cuerpo sino al corazón". Cf. ib., III, 19, 26: col. 152; V. 18,
24: col. 189: In Io. Tr. 61, 2: PL 35, 1800, y con frecuencia en otras partes.
[27] Cf. Lc., 12, 48: "A todo aquel a quien se le dio mucho, mucho se le pedirá". Cf. también Mt., 5, 19-20:
7, 21-22; 25, 41-46; Sant., 2, 14.
[28] Cf. León XIII, Epist. Apost., Praeclara gratulationis, 20 jun. 1894: ASS 26 (1893-94), p. 707.
[29] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-1896), p. 738. Epist. Encycl.
Caritatis studium, 25 jul. 1898: ASS 31 (1898-1899), p. 11. Pío XII Mensaje radiof. Nell'alba, 24 dic. 1941:
AAS 34 (1942), p. 21.
[30] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum Orientalium, 8 sept. 1928: AAS 20 (1928), p. 287. Pío XII, Litt. Encycl.
Orientalis Ecclesiae, 9 abr. 1944: AAS 36 (1944), p. 137.
[35] Cf. Benedicto XV, Epist. Apost. Maximum illud: AAS 11 (1919), p. 440, sobre todo, pp. 451 ss. Pío XI,
Encycl. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926), pp. 68-69: Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS
49 (1957), pp. 236-237.
55
[36] Cf. Didaché, 14; ed. Funk, I, p. 32. S. Justino Dial., 41: PG 6, 564. S. Ireneo, Adv. Haer., IV, 17, 5: PG
7, 1.023. Harvey, 2, pp. 199 s. Conc. Trid. Ses. 22, cap. I. Denz. 939 (1742).
[37] Cf. Conc. Vat. I. Ses. IV. Const. Dogm. Pastor aeternus: Denz., 1821 (3.050 s.).
[38] Cf. Conc. Flor., Decretum pro Graecis: Denz., 694 (1.307), et Con. Vat. I, Const. Dogm. Pastor
aeternus: Denz., 1826 (3.059).
[39] Cf. Liber sacramentorum. S. Gregorio. Praefacio in Cathedra S. Petri, in natali S. Mathiae et S.
Thomae: PL 78, 50, 51 et 152 S. Hiliario, In Ps., 67, 10: PL 9, 450; CSEL, 22, página 286. S. Jerónimo, Adv.
Iovin, 1, 26: PL 23, 247 A. S. Agustín, In Ps., 86, 4: PL 37, 1.103. S. Gregorio, M., Mor. in Iob., XXVIII V: PL
76, 455-456. Primasio, Comm. in Apoc., V: PL 68. 924 C. Pascasio, In Mt., L. VIII, capítulo 16: PL 120, 561
C. Cf. León XIII, Epist. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888), p. 321.
[40] Cf. Hech., 6, 2-6; 11, 30; 13, 1; 14, 23; 20, 17; I Tes., 5, 12-13; Filp., 1, 1.
[41] Cf. Hech., 20, 25-27; 2 Tim., 4, 6 s., coll. c. 1 Tim., 5, 22; 2 Tim., 2, 2. Tit. 1, 5; S. Clem. Rom., Ad Cor.,
44, 3; edición Funk, I, p. 156.
[45] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1: PG 7, 848 A; Harvey, 2, 8; Sagnard, p. 100 s.: "manifestatam".
[46] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 2, 2: PG 7, 847; Harvey, 2, 7; Sagnard, p. 100: "custoditur"; cf. ib. IV,
26, 2; col. 1.053; Harvey, 2, 236, además IV, 33, 8; col. 1.077; Harvey, 2, 262.
[48] S. Ign. M., Philad., 1, 1; Magn., 6, 1; ed. Funk, I, páginas 264 et 234.
[49] S. Clem. Rom., l. c., 42, 3-4; 44, 3-4; 57, 1-2; Ed. Funk, I, 152, 156, 172. S. Ign., M., Philad., 2; Smyrn., 8;
Mag., 3; Trall., 7; ed. Funk, I. pp. 266, 282, 232, 246 s., ec.; S. Justino, Apocalypsis, 1, 65; PG 6, 428; S.
Cipriano, Epist., passim.
[50] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Satis cognitun, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96), p. 732.
[51] Cf. Conc. Trid., Sess. 23, Decr. de sacr. Ordinis, capítulo 4; Denz, 960 (1768); Conc. Vat. I. Sess. 4,
Const. Dogm., 1, De Ecclesia Christi, cap. 3; Denz., 1828 (3.061). Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis,
29 jun. 1943: AAS 35 (1943), páginas 209 et 212. Cod. Iur. Can., C. 329, *** 1.
[52] Cf. León XIII, Epist. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888), pp. 321 s.
[54] Conc. Trid., Sess. 23, cap. 3, cita las palabras de 2 Tim., 1, 6-7, para demostrar que el Orden es
verdadero sacramento: Denz., 959 (1766).
[55] In Trad. Apost., 3, ed. Botte, Sources Chr., pp. 27-30. Al Obispo se le atribuye "el primado del
sacerdocio" Cf. Sacramentarium Leonianum, ed. C. Mohlberg, Sacramentarium Veronense, Romae, 1955,
p. 119: "ad summi sacerdotii ministerium... Comple in sacerdotibus tuis mysterii summam"... Lo mismo,
56
Liber Sacramentorum Romanae Ecclesiae, Romae, 1960, pp. 121-122: "Tribuas eis. Domine, cathedram
episcopalem ad regendam Ecclesiam tuam et plebem universam". Cf. PL 78, 224.
[57] Conc. Trid., Sess. 23, cap. 4, enseña que el sacramento del Orden imprime carácter indeleble: Denz.,
960 (1767). Cf. Juan XXIII, Aloc. Iubilate Deo, 8 mayo 1960: AAS 52 (1960), p. 4; Paulo VI, Homilía en
Bas. Vaticana, 20 octubre 1963: AAS 55 (1963), p. 1.014.
[58] S. Cipriano, Epist., 63, 14: PL 4, 386; Hartel, III B, p. 713: "Sacerdos vice Christi vere fungitur". Juan
Crisóstomo, In II Tim., Hom., 2, 4: PG 62, 612: Sacerdos est "symbolon" Christi. S. Ambrosio, In Ps., 38,
25-26: PL 14, 1.051-52; CSEL, 64, 203-204. Ambrosiaster, In I Tim., 5, 19: PL 17, 479 C et In Eph., 4, 11-12;
col. 387 C. Theodoro Mops., Hom. Catech., XV, 21 et 24; ed. Tonneau, pp. 497 et 503. Hesychius Hieros.,
In Lev., L. 2, 9, 23: PG 93, 894 B.
[59] Cf. Eusebio, Hist. Eccl., V, 24, 10: GCS II, 1, p. 495; edición Bardy. Sources Chr., II, p. 69. Dionisio
según Eusebio, ib. VII, 5, 2: GCS II, 2, p. 638 s.; Bardy, II, pp. 168 s.
[60] Cf. sobre los antiguos Concilios, Eusebio, Hist. Eccl., V, 23-24: GCS II, 1, pp. 488 ss.; Bardy, II, pp. 66
ss. et passim. Conc. Niceno. Can., 5; Conc. Oec. Decr., p. 7.
[61] Tertuliano, De Ieiunio, 13: PL 2, 972 B; CSEL 20, página 292, lin. 13-16.
[63] Cf. Relación oficial Zinelli, en el Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1.109 C.
[64] Cf. Conc. Vat. I. Esquema Const. dogm. II, de Ecclesia Christi, c. 4: Mansi, 53, 310. Cf. relación
Kleutgen sobre el Esquema reformado: Mansi, 53, 321 B-322 B y la declaración Zinelli: Mansi, 52, 1.110
A. cfr. también S. León M., Serm., 4, 3: PL 54, 151 A.
[66] Cf. Conc. Vat. I. Const. Dogm. Pastor aeternus: Denz., 1821 (3.050 s.).
[67] Cf. S. Cipriano, Epist., 66, 8: Hartel, III, 2 p. 733: "El Obispo en la Iglesia y la Iglesia en el Obispo".
[68] Cf. S. Cipriano, Epist., 55, 24: Hartel, p. 642, lin. 13: "Una Iglesia en todo el mundo constituida por
muchos miembros". Epist., 36, 4: Hartel, p. 575, lin. 20-21.
[69] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957), p. 237.
[70] Cf. S. Hilario Pict., In Ps., 14, 3: PL 9, 206: CSEL, 22, página 86. S. Gregorio M., Moral, IV, 7, 12: PL
75, 643 C. Ps. Basilio, In Is., 15, 296: PG 30, 637 C.
[71] S. Celestino, Epist. 18, 1-2, ad Conc. Efeso: PL 50, 505 AB; Schwartz, Acta Conc. Oec., I, 1, 1, p. 22. Cf.
Benedicto XV. Epist. Apost. Maximum illud: AAS 11 (1919), página 440. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum
Ecclesiae, 28 febr. 1926: AAS 18 (1963), p. 69, Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, I, c.
[72] León XIII, Litt. Encycl. Grande munus, 30 sept. 1880: AAS 13 (1880), p. 154. Cf. Cod. ur. Can., c. 1.327;
c. 1.350 *** 2.
57
[73] Acerca de los derechos de las Sedes patriarcales, cf. Conc. Niceno, can. 6 de Alejandría y Antioquía,
y can. 7 de Jerusalén: Conc. Oec. Decr., p. 8 Conc. Later: IV, año 1215. Constit. V: De dignitate
Patriarcharum: ibid., p. 212, Conc. Ferr. Flor.: ibid. p. 504.
[74] Cf. Cod. Iuris pro Eccl. Orient., can. 216-314: sobre los Patriarcas, can. 324-339: sobre los Arzobispos
mayores, can. 362-391: sobre otros dignatarios: especialmente el can. 238, *** 3; 216; 240; 251; 255: sobre
los Obispos que deben ser nombrados por los Patriarcas.
[75] Cf. Conc. Trid., Decr. de reform., Ses. V, c. 2, n. 9 et Ses. XXIV, can. 4; Conc. Oec., Decr., pp. 645 et
739.
[76] Cf. Conc. Vat. I. Const. dogm. Dei Filius, 3, Denz. 1712 (3.011). Cr. nota añadida al Esquema I de
Eccl. (tomada de S. Rob. Bellarm.): Mansi, 51, 579 C: además el Esquema reformado Const. II de Ecclesia
Christi, con el comentario de Kleutgen: Mansi, 53, 313 AB, Pío IX Epist. Tuas libenter: Denz., 1638
(2.879).
[78] Cf. Conc. Vat. I. Const. dogm. Pastor Aeternus: Denz., 1839 (3.074).
[79] Cf. explicación Gasser in Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1.213 AC.
[83] Conc. Vat. I. Const. dogm. Pastor Aeternus, 4: Denz. 1836 (3.070).
[84] Oración de la consagración episcopal en rito bizantino: Euchologion to mega Roma, 1873, p. 139.
[90] Cf. S. Agustín. C. Faustum, 12, 20; PL 42, 265: Serm., 57, 7: PL 38, 389, etc.
[93] Véase el texto del examen al principio de la consagración episcopal y la oración al final de la Misa
de consagración después del Te Deum.
[94] Benedicto XIV. Br. Romana Ecclesia, 5 oct. 1752, *** 1: Bullarium Benedicti XIV, t. IV, Romae, 1758.
21: "El Obispo representa la persona de Cristo, y desempeña su oficio" Pío XII Litt. Encycl. Mystici
Corporis, l. c., p. 21 "cada uno apacienta y gobierna en nombre de Cristo el rebaño a él encomendado".
58
[95] León XIII. Epist. Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: AAS 28 (1895-96), p. 732. Idem Epist. Officio
sanctissimo, 22 dic. 1887: AAS 29 (1887), p. 264. Pío IX. Carta Apost. a los Obispos de Alemania, 12
marzo 1875 y Aloc. Consist. 15 marzo 1875: Denz., 3112-3117 solamente en la nueva edición.
[96] Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus, 3; Denz., 1828 (3.061). Cf. Relación Zinelli: Mansi, 52,
1114 D.
[97] Cf. S. Ignacio, M., Ad Ephes., 6, 1: ed. Funk, I, página 218; y el Martyrium Polycarpi, 12, 2: lb, p. 328.
[99] Cf. Conc. Trid., Ses. 23, De sacr. Ordinis, cap. 2: Denz., 958 (1765), y can. 6: Denz., 966 (1776).
[100] Cf. Inocencio, I. Epist. ad Decentum: PL 20, 554 A: Mansi, 3, 1029: Denz., 98 (215): "Los presbíteros,
aunque son sacerdotes de segundo grado (respecto a los diáconos), no tienen sin embargo la plenitud del
pontificado". S. Cipriano, Epist., 61, 3: ed. Hartel, p. 696.
[101] Cf. Conc. Trid., 1, c., Denz., 956-968 (1763-1778), y especialmente el can. 7: Denz., 967 (1777). Pío
XII, Const. Apost. Sacramentum Ordinis: Denz., 2301 (3.857-61).
[102] Cf. Inocencio, I, 1, c., c. S. Gregorio Naz., Apol., II, 22: PG 35, 432 B. Ps. Dionisio, Eccl. Hier., 1, 2: PG
3, 372 D.
[103] Cf. Conc. Trid., Ses. 22; Denz., 940 (1743). Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39
(1947), p. 553. Denz., 2300 (3.850).
[104] Cf. Conc. Trid., Ses. 22: Denz., 938 (1.739-40). Concilio Vaticano II, Const. De Sacra Liturgia, n. 7 y
n. 47.
[109] Cf. S. Ignacio, M., Philad, 4: ed. Funk, I, p. 266 S. Cornelio, I en S. Cipriano, Epist., 48, 2: Hartel,
III, 2. p. 610.
[110] Constitutiones Ecclesiae aegyptiacae, III, 2: ed. Funk, Didascalia, II, p. 103. Statuta Eccl. Ant., 37-
41: Mansi, 3, 954.
[111] S. Policarpo, Ad Phil., 5, 2: ed. Funk, I, p. 300: Se dice de Cristo "que se ha hecho servidor, diácono,
de todos". Cf. S. Clemente Rom., Ad. Cor., 15, 1: ib., p. 32 S. Ignacio, M., Trall., 2, 3: ib., p. 242.
Constitutiones Apostolorum, 8. 28, 4: Funk. Didascalia, I, p. 530.
[113] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Quadragesimo anno, 15 mayo 1931: AAS 23 (1931), p. 221 s. Pío XII, Aloc.
De quelle consolation, 14 oct. 1951: AAS 43 (1951), p. 790 s.
59
[114] Cf. Pío XII. Aloc. Six ans se sont écoulés, 5 oct. 1957: AAS 49 (1957), p. 927. Acerca del "mandato" y
misión canónica, cf. Decreto De Apostolada laicorum, cap. IV, n. 16, con las notas 12 y 15.
[116] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Immortale Dei, 1 nov. 1885, AAS 18 (1885), p. 166 ss. Idem. Litt. Encycl.
Sapientiae christianae, 10 enero 1890: ASS 22 (1889-90), p. 397 ss. Pío XII. Aloc. Alla vostra filiale, 23
marzo 1958: AAS 50 (1958), p. 220: "el legítimo sano laicismo del Estado".
[118] Cf. Pío XII, Aloc. De quelle consolation, 1, c., p. 789: "En las batallas decisivas, es muchas veces del
frente, de donde salen las más felices iniciativas...". Idem, Aloc. L'importance de la prese catholique,
17 febr. 1950: AAS 42 (1950), página 256.
[120] Epist. ad Diognetum, 6: ed. Funk, I, p. 400. Cf. S. Juan Crisóstomo, In Mt. Hom., 46 (47), 2: PG 58, 478,
sobre la levadura en la masa.
[121] Misal Romano, Gloria in excelsis. Cf. Lc., 1, 35; Mc., 1, 24; Lc., 4, 34; Jn., 6, 69 (ho hagios tou Theou);
Hech. 3, 14; 4, 27 y 30; Heb., 7, 26; I Jn., 2, 20; Apoc., 3, 7.
[122] Cf. Orígenes, comm. Rom., 7, 7: PG 14, 1.122 B. Ps. - Macario, De Oratione, 11: PG 34, 861 AB. Sto.
Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 3.
[123] Cf. S. Agustín, Retract., II, 18: PL 32, 637 s. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS
35 (1943), p. 225.
[124] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum omnium, 26 enero 1923: AAS 15 (1923), p. 50 y pp. 59-60. Litt. Encycl.
Casti Connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930), p. 548. Pío XII, Const. Apost. Provida Mater, 2 febr. 1947;
AAS 39 (1947), p. 117, Aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951), pp. 27-28. Aloc. Nel darvi, 1 jul.
1956: AAS 48 (1956), p. 574 s.
[125] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 5 et 6. De perf. vitae spir., c. 18 Orígenes, In Is. Hom.,
6, 1: PG 13, 239.
[127] Cf. S. Pío X, Exhort., Haerent animo, 4 agos. 1908: AAS 41 (1908), p. 560 s. Cod. Iur Can., can. 124.
Pío XI. Litt. Encycl. Ad catholici sacerdotii, 20 dic. 1935: AAS 28 (1936), p. 22 s.
[130] Cf. Pío XII, Aloc. Sous la maternelle protection, 9 dic. 1957: AAS 50 (1958), p. 36.
[131] Pío XI, Litt. Encycl. Casti Connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930), p. 548 s. Cf. S. Juan Crisóstomo, In
Ephes. Hom., 20, 2: PG 62, 136 ss.
[132] Cf. S. Agustín, Enchir., 121, 32: PL 40, 288. Sto. Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 1. Pío XII,
Exhort. Apost. Menti nostrae, 23 sept. 1950: AAS 42 (1950), p. 660.
60
[133] Sobre los Consejos en general, cf. Orígenes. Comm. Rom., X. 14: PG 14, 1.275 B. S. Agustín, De S.
Virginitate, 15, 15: PL 40, 403. Sto. Tomás, Summa Theol., I-II, q. 100, a. 2 C (al fin); II-II, q. 44, a. 4, ad
3.
[134] Sobre la excelencia de la sagrada virginidad, cf. Tertuliano, Exhort. Cast. 10: PL 2, 925 C. S.
Cipriano, Hab. Virg., 3 et 22: PL 4, 443 B et 461 A. s. S. Atanasio, De Virg.: PG 28, 252 ss. S. Juan
Crisóstomo, De Virg. G PG 48, 533 ss.
[135] Los testimonios principales de la S. Escritura y de los Padres acerca de la pobreza espiritual y la
obediencia se recogen en las páginas 152-153 de la Relación.
[136] Acerca de la práctica efectiva de los consejos que no se imponen a todos, Cfr. S. Juan Crisóstomo In
Mt. Hom., 7, 7: PG 57, 8 s. S. Ambrosio, De Viduis, 4, 23: PL 16, 241 s.
[137] Cf. Rosweyde, Vitae Patrum, Amberes, 1628, Apophtegmata Patrum: PG 65. Paladio, Historia
Lausiaca: PG 34, 991 ss.: ed. C. Butier, Cambridge, 1898 (1904). Pío XI, Const. Apost. Umbratilem, 8 jul.
1924: AAS 16 (1924), pp. 386-387. Pío XII, Aloc. Nous sommes heureux, 11 abr. 1958: AAS 50 (1958), p.
283.
[138] Paulo VI, Aloc. Magno gaudio, 23 mayo 1964: AAS 56 (1964), p. 566.
[139] Cf. Cod. Der. Can., c. 487 y 488. 4o. Pío XII. Aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951), p. 27 s. Pío
XII. Const. Apost. Provida Mater, 2 febr. 1947: AAS 39 (1947), páginas 120 ss.
[141] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a 3 y q. 188. a. 2. S. Buenaventura, Opusc. XI. Apologia
Pauperum, c. 3, 3: ed. Obras, Quaracchi, t. 8, 1898, p. 245 a.
[142] Cf. Conc. Vat. I. Esquema De Ecclesia Christi, cap. XV, et Anot., 48: Mansi, 51, 549 s. et 619 s. León
XII, Epist. Au milieu des consolations, 23 dic. 1900: AAS 33 (1900-01), página 361. Pío XII. Const. Apost.
Provida Mater, 1, c., páginas 114 s.
[143] Cf. León XIII, Const. Romanos Pontífices, 8 mayo 1881: AAS 13 (1880-81), p. 483. Pío XII, Aloc.
Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951), pp. 28 s.
[144] Cf. Pío XII, Aloc. Annus sacer, 1, c., p. 28. Pío XII, Const. Apost. Sedes Sapientiae, 21 mayo 1956:
AAS 48 (1956), pág. 355. Paulo VI, 1. c., pp. 570-571.
[145] Cf. Pío XII, Litt. Encycl., Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943), pp. 214 s.
[146] Cf. Pío XII, Aloc. Annus sacer, 1, c., p. 30. Aloc. Sous la maternelle protection, 9 dic. 1957: AAS 50
(1958), páginas 39 s.
[148] Además de los documentos más antiguos que prohiben cualquier forma de evocación de los espíritus
ya desde Alejandro IV (27 septiembre 1258), cf. Encycl. S. S. C. S. Oficio, De magnetismi abusu, 4 agos.
1856: AAS (1865), pp. 177-178. Denz., 1653-1654 (2823-2825); respuesta S. S. C. S. Oficio, 23 abr. 1917:
AAS 9 (1917), p. 268. Denz., 2182 (3642).
[149] Véase una exposición sintética de esta doctrina paulina en: Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis:
AAS 35 (1943), página 200 y passim.
61
[150] Cf., i. a., S. Agustín, Enarr. in Ps., 85, 24: PL 37, 1099. S. Jerónimo, Liber contra Vigilantium, 6: PL
23, 344. Sto. Tomás, In 4m Sent., d 45, q. 3, a. 2. S. Buenaventura, In 4m Sent., d. 45, a. 3. q. 2, etc.
[151] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis: AAS 35 (1943), p. 245.
[153] Cf. Gelasio I, Decretal De libris recipiendis, 3: PL 59, 160. Denz., 165 (353).
[155] Cf. Benedicto XV, Decretum approbationis virtutum in Causa beatificationis et canonizationis
Servi Dei Ioannis Nepomuceni Neumann: AAS 14 (1922), p. 23; muchas alocuciones de Pío XII sobre los
Santos: Inviti all'eroismo. Discorsi... t. I-III Roma 1941-1942, passim; Pío XII, Discorsi e
Radiomessaggi, t. 10, 1949, pp. 37-43.
[156] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei: AAS 39 (1947), p. 581.
[157] Cf. Heb., 13, 7; Eccli., 44-50; Hebr., 11, 3-40. Cf. también Pío XII. Litt. Encycl. Mediator Dei: AAS
39 (1947), pp. 582-583.
[158] Cf. Conc. Vaticano I, Const. De fide catholica, cap. 3. Denz., 1794 (3013).
[159] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis: AAS 35 (1943), p. 216.
[160] En cuanto a la gratitud para con los Santos, cf. E. Diehl, Inscriptiones latinae christianae veteres,
I. Berlin, 1925, nn. 2008, 2382 y passim.
[161] Conc. Tridentino Ses. 25. De invocatione... Sanctorum: Denz, 984 (1821).
[164] Conc. Vaticano II, Const. De Sacra Liturgia, cap. 5, número 104.
[168] Conc. Tridentino, Ses. 25, De invocatione, veneratione et reliquiis Sanctorum et sacris imaginibus:
Denz. 984-988 (1821-1824); Ses. 25, Decretum de Purgatorio: Denz., 983 (1820); Ses. can. 30: Denz., 840
(1580).
[170] Cf. S. Pedro Canisio, Catechismus Maior seu Summa Doctrinae christianae, cap. III (ed. crit. F.
Streicher), Pars I, pp. 15-16, n. 44 y pp. 100-101, n. 49.
[172] Credo en la Misa Romana: Símbolo Constantinopolitano: Mansi, 3, 566. Cf. Conc. de Efeso, ib. 4,
1130 (además ib., 2, 665 et 4, 1071); Conc. de Calcedonia, ib. 7, 111-116; Conc. Constantinopolitano II, ib.
9, 375-396.
[175] Cf. Paulo Pp. VI, Allocutio in Concilio, die 4 dic. 1963: AAS 56 (1964), p. 37.
[176] Cf. S. Germán Const., Hom. in Annunt. Deiparae: PG 98, 328 A; In Dorm., 2: col. 357. Anastasio
Antioq., Serm., 2. de Annunt., 2: PG 89, 1377 AB; Serm., 3, 2: col. 1388 Andrés Cret., Can. in B. V. Nat., 4:
PG 97, 1321 B. In B. V. Nat., 1: col. 812 A. Hom. in dorm., 1: col. 1.068 C. S. Sofronio, Or. 2 in Annunt., 18:
PG 87 (3), 3237 BD.
[180] S. Jerónimo, Epist., 22, 21: PL 22, 408. Cf. S. Agustín, Serm., 51, 2, 3: PL 38, 335; Serm., 232, 2: col.
1.108. S. Cirilo de Jer., Catech., 12, 15: PG 33, 741 AB. S. Juan Crisóstomo, In Ps., 44, 7: PG 55, 193. S. Juan
Damasceno, Hom., 2 in dorm., B. M. V., 3: PG 96, 728.
[181] Cf. Conc. Lateranense, del año 649, Can. 3: Mansi, 10, 1.151. S. León M., Epist. ad Flav.: PL 54, 759,
Conc. Calcedonense: Mansi, 7, 462 S. Ambrosio, De instit. virg.: PL 16, 320.
[182] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943), pp. 247-248.
[183] Cf. Pío IX, Bulla Ineffabilis, 8 dic. 1854: Acta Pii IX, 1, I, p. 616; Denz., 1641 (2803).
[184] Cf. Pío XII, Const. Apost. Munificentissimus, 1 nov. 1950: AAS 42 (1950); Denz., (3903). Cf. Juan
Damasceno, Enc. in dorm. Dei genitricis. Hom., 2 et 3: PG 96, 722-762, en especial col. 728 B. S. Germán
Constantinop., In S. Dei gen. dorm. Serm., 1: PG 98 (3), 340-348; Serm., 3: col. 362. S. Modesto de
Jerusalén, In dorm. SS. Deiparae: PG 86 (2); 3277-3311.
[185] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Ad coeli Reginam, 11 oct. 1954: AAS 46 (1954), pp. 633-636; Denz., 3.913 s.
Cf. S. Andrés Cret., Hom. 3 in dorm. SS. Deiparae: PG 97, 1090-1109, S. Juan Damasceno, De fide orth.,
IV, 14: PG 03, 1153-1168.
[186] Cf. Kleutgen, texto corregido De mysterio Verbi incarnati, cap. IV: Mansi, 53, 290. Cf. S. Andrés
Cret., In nat. Mariae, sermo 4: PG 97. 865 A. S. Germán Constantinop., In ann. Deiparae: PG 98, 322 BC. In
dorm. Deiparae, III: col. 362 D. S. Juan Damasceno, In dorm. B. V. Mariae, 1: PG 96, 712 BC-713 A.
[187] Cf. León XIII, Litt. Encycl. Adiutricem populi, 5 sept. 1895: AAS 15 (1895-96), p. 303. S. Pío X, Litt.
Encycl. Ad diem illum, 2 febr. 1904: Acta, I, p. 154; Denz., 1978 a (3370). Pío XI, Litt. Encycl.
Miserentissimus, 8 mayo 1928: AAS 20 (1928), p. 178. Pío XII, Nuntius Radioph., 13 mayo 1946: AAS 38
(1964), p. 266.
[190] Cf. Ps. - Pedro Dam., Serm. 63: PL 144, 861 AB. Godofredo de S. Víctor, In nat. B. M., Ms. París,
Mazarine, 1002 fol. 109 r. Gerhohus Reich. De gloria et honore Filii hominis, 10: PL 194, 1105 AB.
[191] S. Ambrosio, l. c. et Expos. Lc. X, 24-25: PL 15, 1810. S. Agustín, In Io. Tr., 13, 12: PL 35, 1499. Cf.
Serm. 191, 2, 3: PL 38, 1010, etc. Cf. también Ven. Beda, In Lc. Expos. I, cap. 2: PL 92, 330. Isaac de Stella,
Serm. 31: PL 194, 1863 A.
[193] Conc. de Nicea II, año 187: Mansi, 13, 378-179; Denz., 302 (600-601). Conc. Trident., Ses. 25; Mansi,
33, 171-172.
[194] Cf. Pío XII, Nuntius radioph., 24 oct. 1954: AAS 46 (1954), p. 679. Litt. Encycl. Ad coeli Reginam. 11
oct. 1954: AAS 46 (1954), p. 637.
[195] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Ecclesiam Dei, 12 nov. 1923: AAS 15 (1923), p. 581. Pío XII, Litt. Encycl.
Fulgens corona, 8 sept. 1953: AAS 45 (1953), pp. 590-591.
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