Alegría
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Con su escritura, Margarita García Robayo combina existencias, espacios y tiempos porque «uno puede llenar el hueco de historias, y las historias de más huecos y esos huecos de más historias: la vida es una historia que contiene otra y que contiene otra. Uno no está condenado a una sola historia».
Las ilustraciones de Powerpaola son la otra mirada que enriquece este río que nos atrapa y nos alegra al mismo tiempo.
Margarita García Robayo
Margarita García Robayo was born in 1980 in Cartagena, Colombia, and now lives in Buenos Aires where she teaches creative writing and works as a journalist and scriptwriter. She is the author of several novels, including Hasta que pase un huracán (Waiting for a Hurricane ) and Educación Sexual (Sexual Education , both included in Fish Soup ), Holiday Heart, and Lo que no aprendí (The Things I have Not Learnt). She is also the author of a book of autobiographical essays Primera Persona (First Person, forthcoming with Charco Press) and several collections of short stories, including Worse Things , which obtained the prestigious Casa de las Américas Prize in 2014 (also included in Fish Soup ). TheDelivery is her third book to appear in English after the very successful Fish Soup (selected by the TLS as one of the best fiction titles of 2018) and Holiday Heart (Winner of the English PEN Award).
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Alegría - Margarita García Robayo
Margarita García Robayo, Alegría
Primera edición digital: mayo de 2024
ISBN epub: 978-84-8393-707-5
© Margarita García Robayo, 2024
© De las ilustraciones: Powerpaola, 2024
© De esta portada, maqueta y edición:
Colección Voces / Literatura 360
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CaminoaAlegriaCuando no había luna, la carretera no se distinguía de la noche. En las curvas más pronunciadas brillaban las estrellas que habían pintado sobre el pavimento por cada una de las personas que había muerto ahí, en accidentes de tránsito. Casi siempre eran borrachos aplastados por camiones conducidos por choferes, también borrachos, que temían ser atacados por la mujer vestida de rojo, estacionada en un Chevette rojo al costado de la ruta, con el capó levantado por alguna falla mecánica que ella no sabía cómo solucionar. Alzaba el brazo, pedía ayuda y no tardaba en obtenerla. Se trataba de una mujer vistosa e indefensa. En el relato de los camioneros que habían conseguido salvarse porque no frenaron, porque no se dejaron tentar, la mujer se subía a su Chevette y avanzaba veloz con el capó abierto, haciendo que ellos aceleraran hasta casi perder el control. Cuando creían haberse escapado, la mujer caía sobre el vidrio delantero con un golpe tan fuerte que de su frente empezaba a brotar sangre. Y el vidrio también se teñía de rojo. Sin saber bien cómo, conseguían manejar hasta el retén de policía donde eran asistidos por el oficial de turno que tomaba la declaración —errática, inconexa, disparatada—, manoteaba su linterna y salía a inspeccionar las inmediaciones para no encontrar más que la negrura.
Al día siguiente ese mismo oficial se limpiaba las lagañas y volvía a inspeccionar. Por esa época los cuerpos aparecían y desaparecían por capricho. Baleados, acuchillados, reventados a golpes. Era fácil adivinar que todo eso les había ocurrido antes de ser embestidos por un camión. No importaba, muerto que aparecía, estrella que se pintaba en el pavimento. La causa real de la muerte era una información que podía —a veces, debía— desecharse. Algunos pedazos de esa ruta eran galaxias tupidas.
Bordeando la carretera había cunetas profundas, canales para encauzar los arroyos que se formaban con la lluvia. Detrás de las cunetas había árboles de ramas larguísimas levantadas hacia el cielo como bailarinas elegantes. O perezosas. Eran la primera línea de una vegetación que se hacía espesa y viscosa entre más te adentrabas. El monte era una boca abierta que no solía devolver lo que se tragaba.
Después del retén, a unos pocos kilómetros, estaba el pueblo de San Juan Nepomuceno. La ruta principal era color gris oscuro, parejo y continuo, y la entrada al pueblo se abría en una bifurcación de tierra seca. Un mechón desteñido en la melena plateada. Allí se ubicaban los puestos de frito donde los camioneros se detenían a comer y a beber. Llevaban tantas horas manejando que apenas se sentaban se desplomaban sobre sus barrigas apretadas y la cabeza les colgaba floja. A la silla de plástico se le torcían las patas como a un ternero recién parido. Las negras que freían vendían, también, bolsitas de polvo blanco. Y vendían, también, a sus hijas y a sus nietas.
ChevetteLa familia de Ana tenía una finca cerca del pueblo.
(El nombre completo de Ana era María Ana, pero en aquel tiempo el María le parecía soso,