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No son vacaciones
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No son vacaciones
Libro electrónico105 páginas2 horas

No son vacaciones

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Información de este libro electrónico

A Catalina, una joven habituada a la geometría urbana, la recorre una inquietud: la vida en la ciudad y las limitaciones impuestas por su pasado la ahogan. Decide, entonces, realizar un viaje al sur y visitar la casa de la infancia de su novio, Juan, con el objetivo de proyectar juntos una nueva vida allí.
Pero el paisaje que se expande frente a ella, las personas que conoce y los cambios en su relación desestabilizarán aspectos de su vida que creía resueltos y la harán seguir caminos hasta entonces intransitados, que la llevarán a revisar su presente, pasado y futuro en un espacio de belleza y hostilidad inesperada.
IdiomaEspañol
EditorialBlatt & Ríos
Fecha de lanzamiento30 ago 2023
ISBN9789878473970
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    No son vacaciones - Olivia Gallo

    Por fin, dije abriendo la ventana, un poco de aire fresco.

    Claro, claro, dijo un enfermero, el aire del sufrimiento.

    Alda Merini

    Y nada está mal cuando nada es verdad.

    Lorde

    Primera parte

    Siempre hay una guerra

    1

    La casa quedaba en una montaña.

    El auto subía por entre una vegetación rabiosa, desaforada. Eran las tres de la tarde, pero el bosque estaba casi totalmente oscuro porque la luz entraba sólo por las grietas que se formaban entre las copas de los árboles.

    —Si no supiera que es de día —dijo Catalina— , pensaría que es de noche.

    Miró a Juan, que manejaba con la vista al frente.

    —Hay un estudio —dijo él— que dice que la vida de los seres humanos sería mejor si no supiéramos qué momento del día es. Así no asociaríamos nada de lo que hacemos a ningún horario en particular.

    Estaba serio, pero Catalina intuía en su tono de voz que algo estaba por quebrarse, como las ramas del bosque bajo las ruedas del auto.

    —Dale —le dijo ella.

    —Así seríamos más libres. Las cosas nos importarían de verdad. Nos importarían en sí mismas, no porque tenemos que cumplirlas en un momento específico. Las comidas, el trabajo, el sueño.

    —El amor.

    Juan la miró.

    —El amor no tiene horarios —le dijo—. Justo eso ya es bastante libre.

    Catalina le hizo una mueca por el espejo retrovisor: llevó las pupilas lo más cerca posible de la nariz y sacó la punta de la lengua. El bosque se iba despejando a medida que se acercaban a la parte más alta, la parte en donde estaba la casa. Con la vista todavía al frente, Juan sacó una mano del volante, la puso sobre la nuca de Catalina y tiró de ella para besarla en la boca.

    —No estoy segura —dijo ella. Las palabras le salieron atrofiadas porque habló con los labios pegados a los de él.

    Llegaron a una tranquera que estaba abierta, desde la que salía un camino de tierra. Ahí sí se podía ver el cielo. Estaba celeste y plano, sin nubes. Así parecía más cerca de la tierra que de costumbre. Parecía algo duro. Catalina sintió un deseo distraído y extraño de que hubiera nubes, como si eso significara algo. Como si una nube pudiera tranquilizar eso que se le había despertado adentro una vez que llegaron a esa tranquera, que estuvieron frente a ese camino, cada vez más cerca de la casa. Algo que podía ser emoción, entusiasmo o adrenalina, pero también una forma neonata de terror. A veces esas emociones son difíciles de distinguir, pensó. Los mismos síntomas para causas distintas. Rendir un examen, presentarse a una entrevista de trabajo, estar en la escena de un crimen, enamorarse.

    —Igual era un chiste —le dijo Juan mientras aceleraba por el camino de tierra—, no hay ningún estudio que diga eso.

    Catalina se desperezó en el asiento.

    —Qué pena —dijo—. Parecía verdad.

    2

    La casa de la mamá de Juan estaba más arriba; tenía dos pisos, un baño en cada uno. La de Juan tenía una sola planta en la que los ambientes estaban divididos por muebles: la barra de la cocina separaba ese espacio del que sería el living, la cómoda donde estaba la tele intentaba aislar la cama matrimonial. Catalina sabía esto porque había visto fotos de ambas casas por fuera y por dentro, fotos que Juan le había mostrado en Buenos Aires. Se acordaba sobre todo de una en la que se veían las dos cabañas, la grande arriba, y la otra, idéntica pero en versión más chica, abajo. Estaban conectadas por un caminito de piedras que formaba varias eses. Se acordaba de esa foto porque al verla había pensado que esa podía ser la representación arquitectónica de una familia: la madre arriba, el hijo abajo, un camino lleno de curvas entre ambos.

    Afuera de la cabaña chica, parada con los brazos cruzados sobre un suéter lila, estaba Laura, la mamá de Juan. Miraba la llegada del auto con una media sonrisa, la boca entreabierta y la nariz hacia arriba como si estuviera a punto de estornudar. Algunos pelos se le escapaban del rodete que tenía hecho sobre la nuca. El viento los hacía flotar enloquecidos alrededor de su cabeza. Catalina se fijó en esos pelos, en las direcciones abruptas que tomaban en el aire. A veces, Catalina se concentraba en cosas chicas para no tener que fijarse en las cosas grandes. Las cosas grandes la hacían sentir ajena, afuera de algo. Se fijaba, entonces, en la casa y en la mamá de Juan para no tener que mirar el bosque, la montaña y toda esa vegetación, la locura exuberante de la naturaleza.

    Cuando ella y Juan bajaron del auto, Laura los abrazó. A Catalina también, aunque nunca antes se habían visto.

    —Hola, yo soy Laura —le dijo al soltarla, empujándola apenas hacia atrás para mirarla mejor.

    Era bastante más baja que Catalina. Tenía la cara chata y redonda y la piel llena de marcas, un terreno de muerte y resurrección: arrugas, manchas de sol, cicatrices de varicela, lunares. También tenía los ojos multicolor que Juan había heredado.

    —Cata —dijo Catalina. Después le agradeció por recibirla. Laura se sacudió el agradecimiento de encima con un gesto de la mano, dando cachetazos al aire. Unos perros feos y rengos salieron de algún lugar y corrieron en círculos alrededor de ellas mientras ladraban y movían las colas, como si quisieran encerrarlas.

    Juan descargó del auto la valija de Catalina. Bajó la puerta del baúl con un brazo. El ruido que hizo al cerrarse le sonó a Catalina como algo lejano, de otra era.

    —Vamos a dejar las cosas —dijo Juan.

    Catalina lo siguió. A ella la siguieron los perros.

    3

    —Es como estar en el set de una serie —le dijo a Juan, que estaba sacando la ropa de su valija.

    Juan la miró, le hizo un gesto con el hombro hacia arriba, resopló.

    —Es mucho mejor que eso.

    Catalina creyó que no había entendido lo que ella había querido decir, pero no agregó nada. Apoyó su mochila sobre la mesada de la cocina despacio, intentando no alterar el lugar. Se fijó en la cama, que estaba extendida y se veía limpia. Fría, también. Las cosas limpias siempre están frías, pensó. Después, miró por la ventana que estaba frente a la cama y que daba a un cerro enorme, rodeado de cielo y árboles y la luz viscosa de esa hora de la tarde.

    Todas las cosas parecían apuntar al cerro, pensó Catalina. Todo parecía estar hecho para que se lo mirara.

    Se tiraron en la cama sin deshacerla. La cama tenía también olor a limpio, pero no a los suavizantes con aroma de flores o pinos que había sentido otras veces, sino un olor neutro. Para qué falsificar un olor que tan fácilmente podía entrar con sólo abrir la ventana. Catalina se estiró, hizo sonar algunas articulaciones de su cuerpo. Juan la agarró de la cintura y le metió la

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