El libro del Apocalipsis: Cuaderno Bíblico 170
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El libro del Apocalipsis - Yves-Marie Blanchard
I – El libro y sus autores
El término griego apocalipsis (lit.: ‘revelación’, es decir, el desvelamiento de una realidad oculta) constituye a la vez la primera palabra del último libro de la Biblia y su título, según el encabezamiento de los manuscritos. Sin embargo, los dos usos presentan una diferencia importante: si en el título el acento se pone en el autor en el sentido literario del término («Apocalipsis de Juan»), en cambio el íncipit o primera palabra del texto remite a Cristo resucitado («Apocalipsis de Jesucristo»), como la fuente del mensaje transmitido por la mediación del profeta Juan de Patmos.
Esta simple constatación sugiere un pacto de comunicación relativamente complejo con respecto a dos tipos de autores: el primero, que podría calificarse como histórico, en la persona de un tal Juan, y el segundo, propiamente teológico, a saber, el Señor Jesús, considerado como el Revelador, por consiguiente la autoridad principal, fundadora e inspiradora de todo cuanto se dice en este original libro.
Ahora bien, la palabra apocalipsis ha experimentado una doble evolución semántica. Por una parte, para el gran público, designa toda forma de catástrofe, natural y social, que genera daños materiales y corporales considerables, hasta el punto de representar el tipo mismo del sufrimiento injusto e intolerable.
Evidentemente, esta acepción parece poco compatible, incluso totalmente contradictoria, con el propósito de un libro cristiano centrado en la persona de Cristo, revelador de la intención bondadosa de Dios con respecto a la humanidad. Por otra parte, en el ámbito de la exégesis bíblica, la palabra apocalipsis y el término derivado apocalíptico se aplican a un conjunto de textos literarios procedentes tanto del judaísmo antiguo como del cristianismo primitivo que presentan una serie de semejanzas entre ellos¹.
De este modo, el Apocalipsis de Juan sirve de referencia común a obras diversas, sin duda comparables desde distintos puntos de vista, pero también, muchas de ellas, muy diferentes del libro de Juan, sobre todo por la insistente referencia de este al misterio pascual de Jesucristo. Sería por consiguiente un desacierto pretender establecer una tipología de textos «apocalípticos» a partir de la obra de Juan, supuesto modelo ejemplar de esta materia hasta el punto de haber dado su nombre al género literario definido como tal.
El Antiguo Testamento, la «lengua» del Apocalipsis
El libro del Apocalipsis está lleno de referencias al Antiguo Testamento. Esto salta a la vista de un lector que esté un tanto familiarizado con las Escrituras de la Primera Alianza. Sin embargo, no se trata de citas en sentido estricto, como en los evangelios o en las cartas paulinas. En esta perspectiva no encontraremos en el Apocalipsis el equivalente de la fórmula: «para que se cumpliera la palabra del profeta que decía», y, salvo la referencia al cántico de Moisés, en adelante fusionado con el del Cordero (15,1-4), no se evoca ningún texto del Antiguo Testamento en cuanto tal. En cambio, casi la totalidad de las frases del Apocalipsis parecen estar formadas por elementos procedentes de textos anteriores pero organizados de forma innovadora.
Por tanto, el Antiguo Testamento no es tanto un objeto exterior al Apocalipsis, que permita realizar cuantos acercamientos y comparaciones se quieran, sino que constituye más bien la lengua misma del libro, es decir, el thesaurus de palabras, imágenes y figuras del que bebe abundantemente el autor, que se reserva totalmente el derecho y la libertad de producir todas las asociaciones novedosas que podría exigir la expresión de un mensaje inédito, el del acontecimiento de la resurrección de Jesús, el Cordero inmolado-exaltado, considerado en adelante la gran clave para interpretar la historia. En esta perspectiva es en la que decimos que el Antiguo Testamento constituye la «lengua» (en el sentido saussuriano del término2) del Apocalipsis, en la que la «palabra» asume y renueva al mismo tiempo las posibilidades de la lengua, que es susceptible a priori de toda emisión de palabra o «discurso».
Así pues, antes de indicar un proceso propiamente teológico, el cumplimiento de las Escrituras califica el texto en su modo de escritura. Debido a la falta de capacidad memorística del lector, las notas de nuestras Biblias modernas describen el campo intertextual en el que se mueven tanto el emisor como el receptor. En efecto, no se sabría comprender un texto sin conocer la lengua, aun cuando es verdad que toda obra literaria (el Apocalipsis y, más ampliamente, la Biblia entera, merecen sin duda esta designación) excede las capacidades conocidas de la lengua y le confiere una novedad justamente catalogada de «poética». Por consiguiente, no basta con identificar las «fuentes» veterotestamentarias del Apocalipsis, que son muy numerosas, ni menos aún considerarlas como influencias asumidas de forma pasiva. Más bien debemos concebirlas como «paradigmas» dotados de una fuerza de expresión novedosa por la estrategia narrativa del Apocalipsis; una novedad que está a la altura de la misma novedad del mensaje que anuncia, enraizado en el misterio pascual de Jesús resucitado.
Así pues, si bien es verdad que la comparación con otros textos apocalípticos antiguos, tanto judíos como cristianos, proporciona abundantes informaciones útiles para leer el texto del Apocalipsis joánico, también es cierto que este presenta notables particularidades, cuya interpretación se beneficiará al relacionarse con otros libros del Nuevo Testamento, es decir, con el conjunto de la Biblia cristiana, en la que el Apocalipsis ocupa significativamente el último lugar. En esta perspectiva, parece que el principio de lectura canónica se ajusta muy adecuadamente al libro de Juan, sin por ello aislarlo del rico corpus de escritos antiguos que fueron calificados como «apocalipsis» por sus editores o por los comentaristas modernos. Finalmente, es evidente que, como todo libro, el Apocalipsis se rige por sus propias reglas de composición que están al servicio de una estrategia particular.
El enfoque con que abordamos la obra en este cuaderno privilegia el modelo narrativo, que tanto predomina, como sabemos, en el conjunto de la Biblia. En efecto, sorprendería que el Apocalipsis de Juan no estuviera animado por el deseo de «contar» la obra de Dios, es decir, la salvación, perceptible a los ojos de la fe, en el corazón mismo de los sobresaltos de una historia humana con frecuencia dramática, e incluso catastrófica, de donde procede la acepción semántica que afecta al uso común del término apocalipsis.
El género literario
El corpus de los apocalipsis judíos o judeocristianos es abundante y diverso. Su producción parece estar concentrada en el período comprendido entre el siglo II a.C. (libro de Daniel, considerado como el primer apocalipsis en sentido estricto) y el final del siglo I d.C. y comienzos del siglo II, con el Apocalipsis de Juan (tradicionalmente fechado en torno a 95 d.C.) y sus dos contemporáneos judíos, el Apocalipsis siriaco de Baruc y el Cuarto libro de Esdras. En los extremos de este período así delimitado se encuentra planteada la misma cuestión crucial, a saber, la de la identidad religiosa (y también nacional) de las comunidades creyentes expuestas a la agresividad del paganismo dominante, bien en forma violenta (las guerras de los macabeos a favor del judaísmo en el siglo II a.C.; o las persecuciones esporádicas o amenazas que afectaron a las comunidades judías y cristianas tras la caída de Jerusalén, sobre todo durante el reinado autocrático de Domiciano) como en forma de una asimilación servil, que al final era tan perniciosa como el enfrentamiento brutal.
Por su propia naturaleza, la literatura apocalíptica parece estar vinculada a un contexto de crisis y expresa tanto la voluntad de resistencia espiritual frente a un adversario superior en número como la convicción profunda de contar con el apoyo indefectible de Dios, ya experimentado en muchas ocasiones en el pasado.
El juego del tiempo
Puesta al servicio de la esperanza, la escritura apocalíptica está a la vez volcada hacia el futuro y fundada en el recuerdo de los grandes acontecimientos del pasado. Quizá sea esta una de las razones por las que se recurre sistemáticamente a la pseudoepigrafía, o la atribución del texto a un autor que es claramente muy anterior al libro mismo, como el profeta Daniel, o Baruc, el secretario de Jeremías, o incluso también el escriba Esdras; personajes todos ellos asociados al drama del exilio babilónico e incluso al retorno, que, en cualquier caso, son sucesos ocurridos varios siglos antes de la redacción de los apocalipsis en cuestión. De aquí que el autor ficticio presenta a la vez la ventaja de haber experimentado él mismo la fidelidad de Dios y la capacidad de liberar