Curar la piel: Ensayo en torno al tatuaje
Por Nadal Suau
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Hubo un tiempo en que los tatuajes se asociaban a personajes de entornos marginales, como marineros, presidiarios o freaks. Eran una provocadora declaración de intenciones: «He vuelto desde otro lugar». Hoy en día el tatuaje se ha universalizado y ha perdido esta condición. El propio autor los luce y declara: «Tatuarse es una fiesta. Para nosotros que nos marcamos, tatuarse es la mayor fiesta imaginable, una mezcla de voto solemne y treta infantil». Este es un ensayo sobre una subcultura que ha devenido cultura.
¿Qué impulsa a tatuarse? ¿Qué se quiere declarar con ello? Los motivos pueden ser rituales, identitarios, decorativos… Curar la piel habla de la historia y la evolución de los tatuajes, su significado, su presencia en novelas y películas; de artistas tatuadores, del cuerpo como lienzo y como mapa. Pero, como los tatuajes, habla sobre todo de la vida: de vínculos, emociones y sentimientos; de cómo vivimos y cómo podríamos hacerlo, quizás con un ritmo más lento, más atentos al paso del tiempo, a hacer que las cosas perduren.
Nadal Suau
Nadal Suau (Palma, 1980). Ensayista, crítico literario y profesor, es doctor en Literatura Contemporánea y colabora regularmente en medios como El Cultural, Publishers Weekly, Quadern de El País y Cuadernos Hispanoamericanos. Editor del sello H & O, es autor de los libros Parapetos. Crítica literaria y cultural (2004-2008), Temporada alta, El matrimonio anarquista —coescrito con Begoña Méndez—, San Francisco—en colaboración con el ilustrador Pere Joan— y también el libro-entrevista José Carlos Llop: una conversación—coescrito con Daniel Capó. En Anagrama ha publicado Curar la piel. Ensayo en torno al tatuaje (Premio Anagrama de Ensayo 2023).
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Curar la piel - Nadal Suau
Índice
Portada
PRÓLOGO: AUTOCRÍTICA DE UNA PIEL
I. ESCARABAJO
II. DRAGÓN Y AMAZONA
III. BRUJA
IV. GOLONDRINA
V. SIBILA
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA CITADA
AGRADECIMIENTOS
Notas
Créditos
El día 10 de octubre de 2023, el jurado compuesto por Jordi Gracia, Pau Luque, Daniel Rico, Remedios Zafra y la editora Silvia Sesé concedió el 51.º Premio Anagrama de Ensayo a Curar la piel, de Nadal Suau.
PRÓLOGO: AUTOCRÍTICA DE UNA PIEL
Tatuarse es una fiesta.
Para nosotros que nos marcamos, tatuarse es la mayor fiesta imaginable, una mezcla de voto solemne y treta infantil.
Por lo demás, hubo un tiempo en que hacerlo significaba algo concreto y universal, tal y como refleja la cultura popular: peligro, exceso, libertad o pertenencia limítrofe, una militancia que partía en dos mitades al entorno, la mayoría escandalizada y la minoría cómplice. Qué cómodo sería que ponerse en manos de un artesano de la aguja durante unas horas liberara del esfuerzo de vivir en el peligro, el exceso, la libertad o el límite, que un corazón en tu bíceps atravesado por una flecha con el lema «Amor de madre» afirmase una individualidad plena y compacta sin requerir sacrificios mayores, que trabajara por ti con la eficacia de una sutura que impidiera la dispersión identitaria en docenas de fragmentos (pero el tatuaje no es sutura sino una cicatriz, herida colmada). Que concediera el privilegio de una presencia imbatible.
Eso ya no ocurre y probablemente nunca ocurrió. La identidad individual nunca fue uniforme ni tuvo en su base este ornamento bajo la piel que uno tenía derecho a lucir tras ganárselo con su biografía, nunca antes. Hace seis décadas lo exhibían marineros, presidiarios, freaks, seres liminares con buenas razones para decirle al ciudadano medio: «He vuelto desde otro lugar». Hoy, todos los lugares son otros e idénticos, y cruzar el cabo de Hornos, una excursión dominguera. En cuanto al tatuaje, se generalizó, se multiplicó y se diversificó en docenas de estilos, un proceso de apenas medio siglo que ha debilitado su condición disruptiva y la polarización del impacto que causa en la sociedad, de modo que cada nueva pieza que me hago provoca un abanico de reacciones, muchas favorables y algunas incómodas, hasta insultantes, pero pocas tan escandalosas como podrías esperar: rechazo incrédulo en mi madre, escepticismo en mi padre, bromas en Facebook, aplausos en Instagram, complicidad de personas anónimas, cachondeo por parte de mi hermana («hípster», me llama, «taleguero, ¡hooligan!, moderno…», y reímos juntos), algún excedente de seducción extraviada, la indiferencia cortés de mis compañeros de claustro, simpatía entre los alumnos, malentendidos aquí y allá, recomendaciones de artistas o estudios que intercambio con vecinos en la cola del mercado o mientras compro escitalopram en la farmacia, y es verdad que también menosprecios, juicios no pedidos, explosiones de cinismo como la de aquella redactora jefa que señaló con su uña esmaltada la golondrina que luzco en el brazo izquierdo: «No entiendo por qué os pintáis. Si no creo que nada sea para siempre, ni lo quiero, ¡mucho menos iba a hacerme una tontería como esa!».
«Os pintáis», qué graciosa.
El caso es que, a menudo, las críticas más agresivas ocultan una comprensión inesperada de su objeto y que, cuando lo acompaña la inteligencia, el cinismo señala verdades al precio de arrastrarlas por el barro. Aquella veterana periodista tenía razón: yo querría que algo fuera para siempre, es decir, que no muriera más que conmigo. Y, aunque dudo que tal cosa exista, sí creo en la existencia de este deseo y en su nobleza. Por eso la perdurabilidad, la lealtad a momentos y personas e iluminaciones o estados de ánimo, tiene una función en mi vida, en cada instante de mi vida. Y pasan los instantes sin que renuncie a la ensoñación, porque la eternidad no es más que un sinónimo intrincado del Ahora. Si quiero que Ahora sea eterno, un artista me lo inyecta bajo la piel (o lo vuelco en palabra escrita), desafiando la certeza de que la muerte nos espera a mí, a mis pinturas y a nuestra eternidad.
Luego, ahí fuera, en el trabajo o el parque municipal o el ascensor, ese tatuaje no significará nada que vaya a entenderse de golpe y sin disenso entre quienes lo vean. Tampoco cambiará para bien o para mal, o eso dicen, mi relación con nadie, ni instituciones, ni colectivos, ni personas (¿seguro que no?; ¿en ninguna zona del cuerpo, por ejemplo, el rostro?). Será otro tatuaje en una época que los ha desplazado de sus orígenes a un territorio indeterminado que se pretende inocuo (¿seguro que lo es?).
Entonces ¿por qué me tatúo? O mejor, ¿por qué nos tatuamos?
Hay dos maneras precisas de contestar a una pregunta difícil: en tres palabras o en cincuenta mil. La cuestión que planteo es más poliédrica y relevante de lo que imaginan las redactoras jefas partidarias de la obsolescencia. Si los seres humanos nos tatuamos desde siempre en casi todas las culturas, y si el último medio siglo ha sido una silenciosa y reptante infestación de tinta en la piel de Occidente, ¿cómo podría esa duda no conducirnos a respuestas valiosas? Otra cosa es que sean escurridizas: cuando san Agustín dijo aquello de que entendía perfectamente qué es el tiempo, a condición de que no le pidieran explicarlo, porque entonces no lo entendía en absoluto, ofreció una muestra de ingenio que podemos aplicar aquí, dado que el tatuaje es, sobre todo, una derivada de nuestra relación mortal con el tiempo. Sin embargo, si me limitara a contar en tres palabras por qué me tatúo, serían estas: porque me encanta.
También podría citar a los investigadores que han trabajado el tema. Por ejemplo, Marc Blanchard (a quien alude Alejandra Walzer) le atribuye cuatro funciones: la ritual, cuando celebramos un éxito o lloramos un fracaso; la protectora o sanadora, presente en las culturas chamánicas y cuyo eco se deja oír en la reparación estética de cicatrices postoperatorias o en iniciativas colectivas como la de tatuarse un punto y aparte para manifestar tu compromiso con la prevención del suicidio, o el busto de Medusa entre víctimas de agresión sexual; la identitaria, constante en tribus urbanas y subculturas juveniles, y la decorativa, muy cercana a la moda por paradójico que resulte.
Ahora bien, este ensayo aspira a ser una respuesta larga a la pregunta del porqué, a que autor y lector nos entretengamos con la manía compartida de observar un fragmento de la realidad y pensarlo sin cesar hasta que uno y la otra se expliquen mutuamente y nos expliquen a nosotros, como si con ello suspendiéramos la caída en el pozo del tiempo, esto es, el olvido. Pensamos, leemos y escribimos con la misma voluntad de fijación que nos lleva a tatuarnos, con la misma ansiedad y los mismos resultados decepcionantes; al final, siempre llega esa caída. Por eso, a partir de la pregunta-motor que da origen al libro me haré más preguntas, con la esperanza de que nos lleven a hipótesis abiertas, permeables, inciertas, paradójicas, anchas y ajenas como la vida en la sociedad occidental del siglo XXI cuando consumimos, vivimos, nos enamoramos o asistimos al sepelio de un ser amado. El tatuaje no es distinto de cualquier arte: viene de la sociedad, se alimenta de sus angustias y deseos, la refleja y, a veces, la interfiere. ¿No captáis el raro ritmo de la época en la vibración monótona de las agujas eléctricas?
El tatuaje apela tanto o más a la inclusión del Yo en lo común que a su reafirmación solitaria, aunque ambas quepan en ella. Llegué a este rito embriagado de mí mismo, obcecado en erigirme en individuo original, nuevo, y descubrí en él lo asombrosamente cercanos que somos unos a otros. Lo he vivido como un encuentro. Al fin y al cabo, tatuarse pasa por confiar tu cuerpo a un artista y se enraíza en un instinto que registran casi todas las culturas. Curar la piel celebra el hecho de compartir una pasión y una estética con muchas personas, da igual cuántas.
Todos empezamos a inyectarnos tinta para retener un momento en la memoria, celebrar a alguien o algo, realzar nuestro carisma ante la tribu o reforzar nuestras coartadas biográficas frente al exterior. Somos criaturas ínfimas intentando importar, reapropiándonos del cuerpo que nos asignaron, rogando un poco de atención, fingiendo continuidad. Somos dignos de ternura, puede que de amor, quienes nos tatuamos y también quienes, sin hacerlo, persiguen la misma plenitud a través de otros lenguajes.
¿Cuánto nos parecemos entre tatuados? ¿Y de qué sirve ese parecido? La existencia de una «comunidad del tatuaje» es un mito alimentado por algunos antropólogos en sus papers académicos y un hipotético mercado internacional con el que fantasean no pocos profesionales. Estaría formada por todos aquellos que convergemos a ambos lados de la aguja, artistas y clientes, y sus ceremonias decisivas serían las convenciones que reúnen en ciudades de cien países a miles de personas dispuestas a marcar o ser marcadas, mostrarse, promocionarse, descubrir novedades, compartir afición. Dudo que exista esa comunidad, al menos no de un modo tan literal y poco imaginativo; es obvio que hay millones de tatuajes que no me interesan, que nunca podría entenderme con individuos tatuados pero antipáticos o fanáticos o aburridos, que las ideas de este libro irritarán a muchos de ellos mientras se ganan la simpatía del resto…
En cambio, sí que guardamos una afinidad: un tatuaje puede estar bien o mal hecho, gustarnos o no, pero lo que nos conmueve es su origen, la voluntad que tuvo el portador de conferir un sentido a su finitud. Esto no significa que siempre nos tatuemos con la antena de lo trascendental desplegada como comulgantes en misa. Si lo hacemos para presumir o calentar, porque son bonitos y molan, porque nos da la gana, también entonces nos enfrentamos al tiempo en fuga. Además, a menudo las inquietudes más profundas nos recorren con disimulo. Alguien me contó la historia de dos tatuadores que jugaron una partida de tres en raya grabándola en el muslo de uno de ellos, y la anécdota resume un modo de vida loco, tremenda borrachera, mucho humor, y el reconocimiento tácito de que ese muslo, como el resto del cuerpo, es una presencia fugaz en la tierra. Hay risas que son sagradas sin saberlo, y ojalá el dueño de esa pierna ganase la partida.
Quiero decir que no podemos exagerar las posibilidades comunitarias que ofrece esta cultura (y por extensión, me temo, «La Cultura»), pero menos aún despreciar las claves que contiene acerca de algunos males de época y nuestra necesidad compartida de memoria, reconocimiento o vínculo. Además, es cierto que algunos profesionales, si tienen el talento y la calidez humana necesarios, si son conscientes de los pilares gremiales que sostienen su disciplina, logran generar un pequeño tejido de afectos en torno al estudio que abren al público: creciendo muy despacio de boca a oreja, fidelizando a los clientes, invitando a artistas de aquí y allá, forjando una cadena de compromiso entre sus visitantes… Más de un entendido del mundillo se habrá reído al leer la palabra compromiso, sabedor de que tanto la promesa de dinero como la fama que proporcionan las redes sociales le han restado mucho romanticismo al negocio. Al reírse tendrá parte de razón. Y tampoco queda claro cuál sería ese pasado tan admirable que deberíamos añorar… Los testimonios que nos llegan de entonces lo desmitifican. Por ejemplo, en los años cincuenta Samuel Steward abandonó su carrera académica para abrir un estudio de barrio en Chicago, una decisión que le iba a proporcionar mucha felicidad a pesar de que, como explica en sus memorias, Bad Boys and Tough Tattoos, «pocos negocios pueden compararse al mundo del tatu con sus puñaladas por la espalda, sus tácticas de degüello, sus trampas y sofismas. ¿A quién puede sorprenderle? En torno al 40 % de los profesionales está compuesto por exconvictos y estafadores, borrachos, maltratadores, desertores del ejército, camellos e incluso dos asesinos». ¡Ah, los viejos buenos tiempos, quizás no tan buenos después de todo! Hoy, reconvertido al lado homologado de la sociedad, el sector acoge fealdades de guante blanco en la misma proporción que cualquier otro mundillo profesional. Sin embargo, juro que a veces ocurre el compromiso. Yo lo he visto.
Hacia 2016 me ganaba la vida con encargos periodísticos, algunos tan poco vocacionales como el de entrevistar a empresarios para El Mundo. En aquellos meses hablé con hoteleros, restauradores, expertos en robótica aplicada al turismo o en tratamiento de aguas residuales, el fundador de una lucrativa nave de reciclaje de cobre que pasó de chatarrero a millonario con la crisis de 2010 y que hablaba de sí mismo en tercera persona, dos desarrolladores de videojuegos o ¡un productor de sobrasada! La sección alternaba compañías internacionales con start-ups minúsculas que llamasen la atención por algún motivo (es decir, por sus beneficios), entre las que de vez en cuando lograba colar propuestas más divertidas. Así conocí a Iván Álvarez, copropietario del estudio Carnivale en mi ciudad. En aquel momento yo solo llevaba un tatuaje y no sabía a quién encargar el segundo. Durante semanas había pedido consejo a varios conocidos que invariablemente me recomendaron acudir a Iván. Se me ocurrió un plan buenísimo: con la excusa de una entrevista, el diario me pagaría setenta euros por visitarlo e informarme en detalle antes de tomar la decisión (la precariedad, asunto de dinero pero también de tiempo, obliga a rentabilizar cada movimiento al máximo).
La entrevista fue en noviembre, y salí de ella no sé si más excitado o reconfortado, dos emociones válidas para describir lo que ocurre cuando al fin empezamos a balbucir un idioma que se nos había resistido. Iván transmitió equilibrio y pasión naturales en un discurso plagado de referencias que encadenaban la historia del estigma con los detalles obsesivos que convierten a un artesano en un auténtico Maestro. No fue solo que me cayera muy bien o su carisma captara mi curiosidad, sino que descubrí a una persona consciente de su lugar en el mundo, de la tradición que lo precedía, de las gratitudes que lo movían. Ante mí se desplegó el espectáculo cada vez menos habitual de un individuo éticamente vertebrado que aspiraba a participar de la vida de una comunidad escogida haciendo crecer y perdurar las complicidades entre sus integrantes. Me recordó aquella exhortación del filósofo André Gorz: «Hay que aceptar la finitud: que estamos aquí y no en otro sitio, que hacemos esto y no otra cosa, que lo hacemos ahora y no siempre o nunca… Que solo tenemos esta vida». Además, el tipo vestía con estilazo: camisa Wrangler, tejanos Levi’s, botas Red Wing, gorra de visera con el logo de la casa (una noria de circo), todo a juego con una prodigiosa barba de cantante sureño…
Pronto volví a tatuarme y no he parado de hacerlo desde entonces.
En la jukebox de Carnivale no recuerdo si sonaba, pero pudo hacerlo, «Life Is Beautiful», una balada de folk californiano en la que Willy Tea Taylor hace recuento de las pequeñas cosas que componen su hogar y la fuente de su poética