Foucault en California: Un viaje filosófico y lisérgico
Por Simeon Wade
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Este libro es la historia de la «experiencia más importante» de la vida de Michel Foucault, narrada por quienes lo guiaron a través de una noche que muchos consideraron legendaria y que supuso a Foucault una revolución personal. Un viaje que cambió para siempre al pensador francés, tanto que lo empujó a reescribir su obra maestra, Historia de la sexualidad.
Después de treinta años dentro de una caja, el testimonio de esa experiencia mística ha tomado forma, convirtiéndose en un libro. Entre sesiones de yoga, reflexiones sobre la naturaleza humana, confesiones y visiones, Foucault en California es una crónica de caminos, diálogo filosófico y relato de mayoría de edad queer. Un viaje vertiginoso y extravagante, que demuestra cómo se pueden tomar los más variados caminos para llegar a la Verdad. Un viaje alucinante.
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Foucault en California - Simeon Wade
«No me preguntéis quién soy, y no me pidáis
que siga siendo la misma», decía a veces la perrita Blackie,
citando a Foucault, antes de echarse la enésima siesta.
Lo que en realidad quería decir era «dejadme en paz».
portadillaÍndice
Portada
Foucault en California
Créditos
Prólogo
Prolegómenos
La fórmula
Irvine
La llegada
Chez Foucault
Viaje al valle de la Muerte
Artist’s Palette
Zabriskie Point
Dante’s View
Una fiesta
Senderismo en Bear Canyon
En el porche
El estanque
La Founders Room
Sambo’s
La partida
Notas
Simeon Wade nació el 22 de julio de 1940 en Alabama. Tras obtener un doctorado en Harvard sobre Historia intelectual de Occidente en 1970, se mudó a California y trabajó como profesor auxiliar en la escuela de posgrado de Claremont. Más adelante, Wade dio clases en varias universidades del Sur de California y ejerció de enfermero de salud mental. Murió en Oxnard, California, el 3 de octubre de 2017.
Heather Dundas es doctoranda en Literatura y Escritura creativa en la Universidad del Sur de California.
Título original: Foucault in California
Diseño de colección y cubierta: Setanta
www.setanta.es
© de la foto del autor: Simeon Wade, por cortesía de David Wade
© de la ilustración de la cubierta: Gabriel Alcala
© David Wade, 2019 / Simeon Wade, 1990
© de la traducción: Haizea Beitia, 2023
© de la edición: Blackie Books S.L.U.
Calle Església, 4-10
08024 Barcelona
www.blackiebooks.org
info@blackiebooks.org
Maquetación: acatia
Primera edición: octubre de 2023
ISBN: 978-84-19654-84-7
Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
Prólogo
Heather Dundas
En Las vidas de Michael Foucault, David Macey cita al filósofo hablando «con nostalgia [...] de "una velada inolvidable con LSD, en dosis cuidadosamente calculadas, en la noche desértica, con música exquisita, gente amigable y algo de chartreuse"». Esta «velada inolvidable» tuvo lugar en 1975, cuando a Foucault, que entonces ejercía de profesor invitado en la Universidad de California en Berkeley, lo llevaron al valle de la Muerte. Conducían un profesor adjunto de la escuela de posgrado de Claremont y su novio, pianista de profesión. Una vez allí, los jóvenes convencieron a Foucault para que experimentara el desierto nocturno bajo los efectos de una droga psicodélica. Se trataba de la primera vez que el francés probaba el ácido y, cuando llegó la mañana, estaba llorando y proclamando que conocía la Verdad.
Escuché esta historia por primera vez en 2014, cuando estudiaba un posgrado en la Universidad del Sur de California. Lo cierto es que me costaba creer que un filósofo de la talla de Foucault hubiera sacado tiempo para tomarse un tripi con dos desconocidos, por no hablar de que, a sus cuarenta y nueve años, hubiera accedido a experimentar con sustancias psicodélicas. Toda la anécdota sonaba absurda, pensaba yo, y sacaba mi lado más sarcástico. Odiaba la «teoría». Odiaba a Foucault, que parecía personificar todo el privilegio y la arrogancia del movimiento teórico. Cuando me enteré de que el anfitrión de Foucault en el valle de la Muerte, Simeon Wade, tenía un manuscrito no publicado en el que describía esta experiencia, decidí contactar con él. Quería una copia de su manuscrito y usarla para escribir una sátira sobre académicos idiotas en el desierto.
Pregunté a alguien que conocía a otro alguien que tenía la dirección de Wade.
—Vive recluido —me dijeron—. No tiene ni ordenador ni teléfono. Vive prácticamente desconectado.
Le escribí una carta a Wade para presentarme y preguntarle si podríamos vernos en persona. Respondió con una postal que incluía una fecha, una hora y la dirección de un Starbucks cerca de su casa en Oxnard, California (a unos cien kilómetros de Pasadena, donde vivo).
—¿Cómo lo reconoceré? —pregunté a mis fuentes.
—Lo harás.
Y así fue. Media hora después de la hora acordada, cuando estaba a punto de largarme, una camioneta pickup de hace veinticinco años entró traqueteando en el aparcamiento. El conductor permaneció sentado unos instantes acabándose un cigarrillo antes de agarrar media docena de bolsas de plástico y un montón de libros. Alto y fornido, vestía una camiseta azul eléctrico medio metida por dentro de unos vaqueros de trabajo holgados. En cuanto entró al Starbucks, vino directo hacia mí y depositó las bolsas y los libros en mi mesa. Se quitó la gorra verde esmeralda que llevaba y dejó al descubierto una calva con manchas de la edad.
—Encantado de conocerte —dijo con un leve acento de Texas. Sus palabras sonaban tan suaves y susurrantes como el gaélico, y descubrí, no sin cierta alarma, que no tenía dientes—.Te he traído algo de material de referencia y una Coca-Cola muy fría para el trayecto de vuelta a casa.
Se sentó y comenzó a contar historias que me resultaron difíciles de creer. Ah, sí, había llevado a Michel Foucault al valle de la Muerte. Este, según Wade, había disfrutado tanto del viaje que afirmó que había sido una de las experiencias más importantes de su vida. Pero eso fue solo el comienzo de su relación; el filósofo lo visitó varias veces. Wade lo había entrevistado para la televisión en la escuela de posgrado de Claremont. Foucault le escribió para contarle que había quemado un primer manuscrito completo de uno de los volúmenes de Historia de la sexualidad como resultado directo de su experiencia en el valle de la Muerte. Además, en una de sus visitas, andaba trabajando en un escrito sobre monstruos, «porque siempre había pensado que él mismo era un monstruo».
Wade sostenía que Foucault y él habían seguido siendo amigos durante el resto de la vida del filósofo, y que había una foto en la revista Time que lo demostraba. De hecho, Foucault le había escrito a él, a su queridísimo amigo Simeon, para que le llevara más LSD a París en 1984, cuando se estaba muriendo. «Michel quería irse colocado, como Aldous Huxley», dijo Wade.
Como respuesta a mi pregunta con los ojos desorbitados me soltó que sí, que había escrito un manuscrito sobre todo esto, pero que nadie estaba interesado en publicarlo.
¿Me dejaría leerlo?
Wade me miró con suspicacia. Sus manuscritos se encontraban al fondo de alguno de sus cuatro trasteros, dijo, junto con las fotos y las cartas de Foucault. Era difícil dar con ellos. Algún día, afirmó, me los enseñaría. Si yo regresaba. Si él lograba encontrarlos. Quizá.
Entonces, ¿volvería a quedar conmigo?
En efecto, y pusimos fecha para el mes siguiente.
En el ínterin traté de verificar su identidad y sus historias. Descubrí que Wade había nacido en 1940 en Enterprise, Alabama. En 1962 se había sacado una licenciatura en Historia en el College of William and Mary y después había ido a Harvard con una beca Woodrow Wilson, donde en 1968 completó un doctorado sobre Historia intelectual de la civilización occidental. En 1972 aceptó un puesto como profesor adjunto en la escuela de posgrado de Claremont y allí fundó, junto con más gente, un programa de doctorado sobre estudios europeos. Las fotos de Wade de esa época muestran a un hombre asombrosamente guapo: alto, atlético, siempre vestido con traje y corbata.
El Programa de Estudios Europeos no tuvo un largo recorrido, al igual que, por lo visto, la carrera de Wade en Claremont. Es a partir de este punto donde la información empieza a escasear. Fui a la escuela de posgrado de Claremont en busca de las cintas de la grabación para la tele o de cualquier otra evidencia archivada de la visita de Foucault, incluso de algún registro sobre la actividad docente de Simeon Wade. No había nada sobre la visita del filósofo en los archivos del centro y las únicas referencias que encontré sobre el paso de Wade por Claremont provenían de viejos ejemplares del periódico estudiantil.
Volví a Oxnard el mes siguiente y, de nuevo, esperé a Wade en el Starbucks.
Esta vez, Wade llegó con las manos vacías pero solo veinte minutos tarde y quería conversar sobre el valor de las experiencias psicotrópicas.
—Todas las culturas provienen de las setas alucinógenas —declaró—. Piénsalo. Los griegos de la antigüedad, los aztecas, los vikingos... Todos tenían rituales basados en el estado de conciencia alterada propio de las setas. ¿Y qué es un ritual si no una forma de religión? ¿Y acaso no es la religión una forma de cultura?
Ay, dios, pensé. Esta sátira se escribe sola. Le pedí volver a vernos el mes siguiente.
De lo que más hablaba Wade era de Foucault. Lo consideraba «el mayor pensador de nuestro tiempo, quizá de todos los tiempos[;] compararlo con cualquier otro es como encender una vela a la luz del sol». Wade poseía un conocimiento enciclopédico sobre la obra de Foucault y consideraba su amistad con el filósofo como «el segundo mejor golpe de suerte de mi vida».
El primero, me contó, fue la tercera persona que hizo aquel viaje al valle de la Muerte: el pianista Michael Stoneman. Wade conoció a Stoneman en 1974 y fueron pareja hasta que este último murió en 1998. Al parecer, su relación nada disimulada y el hecho de que vivieran juntos causaron cierto resentimiento en el conservador pueblo de Claremont en los setenta. El hermano de Simeon Wade, David Wade, a quien conocí mucho después, recordaba: «¡Simeon no solo salió del armario, sino que lo hizo de una patada!». David me habló del amor que Simeon y Michael compartían por la música y de cómo en el salón de una de sus casas habían colocado dos pianos de cola uno frente al otro para poder tocar duetos de Arenski.
A medida que íbamos quedando más, empecé a ver a Wade como algo más que el amigo de Foucault. Me dijo que había conocido a Timothy Leary en Harvard y que por aquel entonces «[Leary] estaba obsesionado con los orgasmos». También me habló sobre las nefastas consecuencias que tenía ser un inconformista en el mundo académico de los setenta: según Wade, no hizo carrera en la escuela de posgrados de Claremont porque «dijeron que era un traficante, que montábamos orgías,