Caminar sobre su sombra
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Los interrogantes que subyacen en todos los estadios de la vida: los de un hijo que parte sin rumbo, en "Caminar sobre su sombra"; una madre nacida en los albores del siglo veinte, precisamente en mil novecientos diecisiete, año de guerras y revoluciones sociales, mientras las mujeres se debaten entre los límites de la propia libertad individual, en "Chicas del diecisiete"; y la memoria de un padre desde la propia vejez del narrador, en "El pan de cada día".
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Caminar sobre su sombra - Sonia Rita Colomba
Y habrá un día en que nadie estará fuera de la guerra, ni los cobardes, ni los tristes, ni los solitarios.
Cesar Pavese, La casa en la colina
Simplemente salís afuera y cerrás la puerta sin pensarlo. Y cuando te das cuenta de lo que has hecho es demasiado tarde. Si esto suena como la historia de una vida, está bien.
Raymond Carver, Poemas
CAMINAR SOBRE SU SOMBRA
Perfiles
Que me pisen
. Por las dudas retiro el pie. Usa audífonos, pero igual se escucha.
Es un grupo que está de moda, no recuerdo el nombre, a mis clientes estos melenudos no les interesan, eso me basta.
Nada que no entre en mi agenda diaria; el nombre de nadie, autores de canciones, nombres de grupos de moda; tipos que hacen sangrar la yema de los dedos para conseguir poner su impresión digital desde los acordes gritones en un racimo de cuerdas.
Sonidos que hacen girar el mundo, no el mío, de gente que pasa, vidas anónimas.
Que me pisen
, repite la voz en la radio; que te pisen a vos que vas parado; por mucho que apriete la rodilla en mi hombro, si quiere fastidiar, aunque me baje en la próxima estación, que no cuente conmigo.
Apenas rozo, sin recogerlo, el dibujo borroso de los perfiles; sonidos, imágenes apuradas de pasos, descendiendo, subiendo, apenas una brisa atravesando la lividez de las líneas; una masa gris que aguarda bajo el peso apretado de lo subterráneo. El forcejeo de la marea; los que corren buscando el latido del aire en la calle montados a la manga, a la escalera mecánica; ascenso desde el infierno en la mina a la frustración del encuentro con el sofoco de la calle.
Imágenes que pasan; lo toca su sombra. Yo solo viajaba, correteando.
Regresaba a los trenes; me sentaba a la barra de bares de comidas rápidas, con un sándwich en el banco de una plaza o simplemente parado en una vereda de ocasión.
Estaciones donde el cuerpo aprendió a acomodar el tiempo muerto; durmiendo en las salas de espera si las había, o bajo el techado de las galerías, cuando viajaba al interior; higienizándose en los baños públicos frotando la piel con toallas de papel humedecidas; les digo: me volví experto en raspar hasta la más secreta partícula de grasa escondida entre los resquicios de las arrugas en la piel, hasta que pude comprar el departamento en cuotas del banco hipotecario, pagadas con el ahorro conseguido en el pago de alojamiento.
Entonces, también comer en los bares dejó de ser un gasto que suplí con las viandas de completos de pan que preparaba en mi casa.
De los perfiles que borraban las calles a los contornos sombreados de clientes, probables o conocidos en los locales y negocios que visitaba; tender el brazo, estrechar las manos, la tarjeta de presentación del vendedor, dispuesto a escuchar pacientemente las historias, mientras la mirada barre la estantería, sopesando cuánto y qué.
Regateos, apuntar los pedidos, volver a estrechar la mano con la satisfacción del día hecho.
Algunos, hasta que conocieron mi forma y ya no fastidiaron con contra ofertas, intentaron tentarme con algún autito al que pensaban cambiar por un coche nuevo.
Desde el principio de la carrera, había hecho cuentas. Más que una comodidad, un auto, era plata mal gastada. Y fastidio. Nada iba a moverme del archipiélago sobre el que asentaba mis pies, para el buen andar nada mejor que las suelas de goma
, el lema de la casa de zapatillas a la que represento.
La sierra circular que, en el menor descuido, puede moverlo a uno del archipiélago que lo sostiene.
Cuidarse de las zancadillas y los aserradores, que nadie invada tu territorio. Lo aprendí en los primeros corretajes, cuando trabajé a medias para Rosa, la dueña de la pensión.
—El serrucho es asunto fatal, no te fíes de una promesa de lealtad —me decía Rosa. —En un país inestable todos van contra todos, hasta contra sí mismos si eso fuera posible.
En tanto caminar, alargando los brazos, apurando los pasos, mi archipiélago se fue ensanchando; donde la competencia se perdía, dentro del océano infinito, yo flotaba sobre sus contornos.
Pero siempre andando. Sin parar en la carrera.
De algún lugar partí, es cierto. Siempre hay un punto cero, pero casi no recuerdo esa larga estación que duró trece años.
Trece años, cuánto es trece años correteando, cuánto en moneda corriente del país cambiante, cuánto en dólares, la medida del intercambio.
No faltaba el abrigo, la comida, no se mencionaba el dinero porque tampoco creo que les importaba mucho, pero había algo amenazante en la ceremonia de ellos llegando del trabajo en horarios que nunca coincidían; la mesa apurada y siempre cada cual en su soledad.
Salí sin rumbo creyendo que volvería al concluir el día, pero no salió el sol y, quizá porque la bruma era tan espesa, el colectivo iba bordeando la costa, dejé que me llevara hasta el final del camino.
Porque de ese colectivo bajó el otro, no el que vivió trece años oliendo a moho, a sal, a puerto y mar, el que tal vez empezó a formarse en una cópula dentro del vientre del viaje, el que nació al poner el pie en el estribo.
El de la mochila con las cosas vistas, borrosas, extravíos, fragmentos del paisaje que corre desde las ventanillas de un tren.
Subiendo a los coches que viajaban recogiendo las formas del mundo, el cuerpo le fue ganando a la distancia.
En Europa dormía tendido en los asientos; que lo sepan, no me tentó del viaje algo más que la circunstancia, era partir a cualquier parte o perder lo poco conseguido en años.
La última estación fue Ventimiglia; me despertaron en la aduana, un lío de papeles. Me dormí escuchando los gritos de los tanos y me deportaron los franceses, justo cuando las noticias que llegaban del país, hablaban de un nuevo rumbo en la economía.
El tren se había devorado la Costa Azul, eso es Mónaco
, voces que llegaban desde el sueño; país de filibusteros
, replicó alguien. Amanecía y nos deportaban; otra vez decidía el azar.
Regresaba a la Argentina en un mismo viaje, aquel de los trece años.
Salvo que ahora no estaba solo, los otros protestaban, corrían, acusaban con nombres propios.
Llegar a Buenos Aires, el hermetismo, lo mismo repitiéndose.
Gente que pasa rozando, sombras que dejan estelas, chisporroteos fugaces que se apagan apenas se los roza.
Una ventisca perdida se traga las imágenes que salen del subte, nada que haya cambiado, nada diferente a todas las ciudades en las que anduve intentando.
Corridas subiendo y bajando de los trenes, de los colectivos; el océano, desde los aviones, apenas fue un paréntesis.
El mundo detenido en los bancos de las plazas; me he acostumbrado a dormir donde se resiste la noche, allá y acá, el departamento estará alquilado hasta después del verano. Unos ojos muertos, cuencas vacías, estar alerta, cosas que se aprenden de la intemperie, relojeo a los que se tienden a mi lado, pero en esta ciudad la amenaza tiene un color indefinido; no son estos vagabundos, hay solidaridad de mantas compartidas, perros que dan calor en la humedad del estío; el temor llegaba desde otros ojos, peregrinos, hombres impermeables a los aguaceros, ojos ardientes de alcohol.
No sé, les digo, algo a lo que no se le puede dar nombre, todo está demasiado quieto en esta ciudad.
Quieren saber de allá. Aquellos te obligan a ver sin que se note que mirás, parquedad de los solos, los ojos secos de andar, encendidos solo en la llama que alumbra el cigarrillo.
Se duermen en silencio, no piden más, sintiendo que lo escuchado les basta, no hace falta cruzar al otro lado del mundo.
Otoño y regreso
Me entregaron el departamento, sin ganas, protestando. No hay quién alquile en la ciudad incierta.
Vísperas y la espera del invierno bajo el cobijo de un techo; las horas muertas a las que obliga la pandemia saben al budín que se come en las fondas: no importa el relleno, solo calmar el crujir en la panza.
Empecé a leer por curiosidad y también por tener con quién compartir la abulia de las horas, los títulos sugeridos en los mensajes escritos en grandes caracteres sobre el reverso de hojas de impresión, que envía la vecina del edificio del frente.
Relaciones que el ingenio y la soledad de la urbe se esfuerzan por adaptar a las disposiciones de una realidad de película de ficción.
Fundamental para evitar el contagio es evitar el contacto físico, no necesitan explicármelo, lo experimenté en Europa donde la gente toma distancia para hablar con un sudaca, en Italia incluye a sus compatriotas de la costa del mediterráneo, la piel sudorosa, lo que puede trasmitirles nuestro aliento, el temor en los rostros imaginando lo que pudiera contagiarles ese minúsculo hombrecito que le pregunta por una calle, un lugar en el mapa.
No es el caso de la chica del frente que, siguiendo las disposiciones sanitarias por la pandemia, y sin que yo lo solicitara, me dejó una pila de libros en la portería, que el encargado me entregó con los guiños cómplices que suelen hacer los hombres al referirse a una mujer.
Me gustó, de Borges, una cierta inquietud que sugiere y, por lo breve, toques que no dejan marcas, que aunque hagan pensar, no sacuden ni despiertan pasiones. Toques risueños, los guiños, la suspicacia del encargado se me hacen parte de la ambientación de esos relatos. Y los tonos sepia, no los de Borges, los de estos, nuestros días, iguales, un sol sucio, ensañándose, ensanchando el mal humor de la calle; solo el alivio del rocío mañanero que apacienta la lluvia de hojas en esta quietud otoñada que huele a muerto.
Como ya no es posible corretear con lo importado, mi mayor rubro en las ventas, salí, medio a tientas, confiando en mi olfato, a buscar el modo, algo por mi cuenta.
Sin negar la buena suerte que siempre me acompañó, todo lo debo a ese olfato, a mí mismo, por otra parte, si hay que morir, me dije y les digo a los clientes, que sea andando.
Andar por las calles sin gente, con sonidos que salen de los balcones, las ventanas.
Golpear de ollas desde los agujeros de sus celdas, cuerpos encorvados, rostros macilentos, abulia. Anoche me dieron ganas de decirle al tipo del balcón del lado que tanto entusiasmo con la música no lo va a resucitar al corro de vecinos, hay de los que viven y los que protestan, solo yo sé del tufillo que llega de su casa, el olor de los velorios, los rostros, el color, el suyo y el de sus amigos, macilento, la pátina de cera en la piel de los muertos, y el gris de la calle que las luces de la noche, transfiguran.
Los tambores en las fiestas patrias, las campanas que llaman a misa siempre suenan a muerto en los pueblos que he recorrido; todo eso y más querría decirles, pero a qué sumarme al malestar general, mejor no buscarse problemas. Ya ni habrá quien reclame por los productos que he vendido, como las ollas de acero quirúrgico con las que golpean a toda hora.
Recuerdo que fueron de un lote que Pugliese consiguió de un industrial ahorcado
.
—Difícil olvidar un apellido como el mío, igual al músico —repite la cantinela cada vez que lo visito sumando detalles a la biografía de la celebridad
, las orquestas típicas en los bailes de club, la vigencia del tango. Yo me limito a escuchar, es de oficio
Callando, ignorante en casi todo, fui adquiriendo saber en la escucha.
—Tengo remanentes estacionados acá, no hay a quién vender con esto de la crisis.
Pugliese conoce la ciudad, ha vivido la noche, pero habla de más, y eso le hace perder frente a alguien paciente como yo: sin decir esta boca es mía
, me llevé todo el lote de ollas, las de acero y más de doscientas cajas de las de aluminio que revendí en los barrios al precio que, a medida que pasaban los días, con la inflación y la escasez, ponía mayor distancia con el de compra.
—¿A cuánto el lote entero? —dejé la pregunta en suspenso y largué la oferta cuando noté el empalago del hombre en su propio discurso. Titubeó, pero ya estaba hecho:
—Vamos, Pugliese, si lo consiguió por nada. Y, además, usted mismo lo está diciendo: vaya a saber lo que va a pasar con el país.
El corretaje es ir siempre adelante, correr y adelantarse, aunque nadie esté limpiando las calles, las aceras mugrosas, no temerle a la caída, a resbalar sobre los rastros del gasoil; andar sin saltear estaciones, no dejarse llevar por el aspecto de ninguna, una fachada en ruinas puede esconder el mayor tesoro.
Apareció en el balcón
Era linda pero aún no lo sabía, una mancha al otro lado de la calle; no sabía que era linda ni lo que vendría con ella. Eso fue después, cuando mi vecino, el del balcón de al lado me hizo su contraoferta, después de pagarme por las tres ollas de aluminio sin chistar, el precio que le pedí. Con la compra venía un lance que pude advertir enseguida.
—Vienen mis amigos después de tocar. Todos ellos son músicos, vamos a jugar. ¿Por qué no te nos unís?
Antes de que avanzara, me fui de costado para esquivar el tiro. Con el corretaje uno anda por cualquier lugar, tocando mercadería que pasó por muchas manos, y con la advertencia de que uno puede estar contagiado pero sin síntomas. No quisiera infectar a alguien.
Intentó minimizar, con esa manera que tienen ellos, pero la pelota que le había lanzado había pegado en el centro. No protestó, me metí en mi departamento y él en el suyo. Pobre desgraciado, debe estar rociando con lavandina y alcohol en gel hasta el mismísimo intento de hacerme participar en sus orgías.
Pero esa pelota que tiró quedó picando en mí: ¿por qué me hacía esa oferta? Un hombre solo suele despertar sospechas, debía mover el juego para limpiar el terreno, quizá hubiera alguna señal equívoca en las insinuaciones del encargado, que no fuera discreción esa de mirar desde el rabillo de algunos vecinos.
—Un error actuar en caliente —falló el vendedor en el juego de dar ventaja sopesando el entorno.
—Interesante cómo se acuerda de todo, Danunzio.
Me sobresaltó escuchar mi apellido. En los últimos tiempos, solo en la escribanía me llamaron por mi nombre, pero entonces se trató de algo neutro, como si no fuera yo ese tal Ramiro Danunzio.
Pugliese continuó enumerando cualidades vistas en mi persona. Cáscara
, pensé, pero es como si el tipo hubiera adivinado, últimamente, debo reconocer, ando un tanto desatento; se lo confieso al espejo que justifica todo: la puta pandemia, no estás hecho para el encierro
.
Pugliese cuenta la historia de su vida sin ahorrar detalles. Como con la mayoría de la gente, adivino el desarrollo del mapa mientras recorro estanterías y objetos acumulados sobre las mesas; por eso no me es extraña la composición de los libros, temas, títulos que dan forma, que llevan por el camino del centro, las vías por las que marcha el tren, pero son los desvíos, las callejas secundarias las que argumentan y lo ponen a uno en alerta. Si se tiene sentido de orientación, uno no olvida lo esencial; no se somete al influjo de los personajes, será siempre el que domine la historia.
Yo solo soy el camino por el cual los otros, clientes y proveedores transitan.
Alguien como Pugliese, un tipo corrido, se ha dado cuenta de mi modo. Creo que lo aprecia y hasta me sigue el juego: perder en una venta con tal de tenerme. Apuesta fuerte:
—Usted es una oreja atenta, es algo muy apreciado en estos días, pero en tantos años no puedo decir que lo conozca —y enseguida el zarpazo—: algún secreto debe tener; todos lo tenemos.
—Algo que no está bien, que no va conmigo —me apuro a contestar—. Mi vida es lo que se ve, muy simple: la visita a los clientes, el corretaje de los productos que conoce —me trabo, el tipo está notando que me incomoda.
—No, no se ataje, Danunzio —empieza a fastidiarme esa manera de remarcar el apellido—. Si yo solo decía, los secretos uno los comparte con una mujer. Usted no es casado, pero debe tener alguna novia, o varias —enseguida la risita cómplice, como las insinuaciones del encargado cuando me trae algún recado de la chica del frente.
—Pero si no es para tanto lo del distanciamiento social —remarca lo de distanciamiento con ese guiño montado a los lentes sobre el tabique nasal; tipos cancheros como el vecino de balcón.
—Yo no veo nada, usted sabe que soy un tipo discreto, mi función es la portería, usted es un propietario.
—Ajá —dice Pugliese y es un sonido que retumba en el cuarto que hace de oficina—, pase al escritorio —suele decirme—. Tómese un cafecito, tanto tiempo tratando con usted. Más que el representante de Splendorth, usted es un amigo.
Las palabras, pero más aún esos ajá
que replican en los rincones, en el ángulo en el que se unen o cierran las cosas, en la taza de café, en el vaso de agua.
La inquietud amplía el sonido en la caja interior: apenas una exclamación, ese ajá
de Pugliese me empuja a la calle; su eco no deja de golpear en todo el trayecto del colectivo.
Solo eso faltaba, sacar permiso para viajar.
—Todo igual que en Rusia, que en Cuba —dicen mis vecinos.
Ella llenó el formulario de la aplicación para circular por las calles. En realidad, es para tomar un colectivo.
Ella es Marina. Hace tiempo que no pienso en alguien nombrándolo, algo que no sea más que el nombre de un negocio de ropa, el nombre de la firma en el membrete del talonario; acabar confesándome que, por muchos atributos que le ponga a ese nombre, las chanzas esconden el hecho perturbador de no pensar en una mujer con un nombre propio, una voz, porque ahora hablamos por teléfono, y un rostro particular, la foto del perfil que repaso una y otra vez.
La mejor elección: el acercamiento a Marina, para acabar con las suspicacias, los corrillos que no conozco, pero intuyo; además, sintonizar con ella me deja buen rédito, sus conocimientos, el manejo de la tecnología.
Adaptándome a ese agostarse de la ciudad. La que se reduce a la mirada cercana, a ser desde un balcón; no hay más allá que la mancha espesa y mugrosa de la calle.
Alcanza este baño mañanero del sol filtrando desde el reflejo del choque de la luz con los techos y las terrazas de los edificios. Negociar con esta pantalla tiene su rédito, apreciar, sopesar el ahorro en transporte, el comer en la calle; pero también esos juegos del toma y doy con los clientes se facilitan con la mediación de la tecnología.
Después de tanto andar, de conocer la ciudad y los pueblos como el mapa de la propia mano, la ciudad se volvía nuevamente extraña.
Recomenzaba, aprendía a andar sin sacar los pies de la habitación, adaptándome al achicarse de la ciudad. El silencio glacial, las voces apagadas, fuego que no da calor, el temor del contagio.
Golpes de timbal, aislados contrapunto de voces que se pegan a las baldosas que repicarán con la protección de la oscuridad, junto a cientos de cacerolas nocturnas, protestando porque queremos libertad
, y la respuesta que no se hace esperar, salgan, contágiense y déjennos dormir en paz
; las réplicas interminables acerca del silencio de los cementerios, la cobardía a la que se pinta de un color u otro dependiendo del derecho de autor.
Hasta que sacian la bronca; después, otra vez el silencio, pesado y con algo de amenaza.
La sombra de alguien que avanza por la vereda. Me asomo, pero estoy en un piso demasiado alto para distinguir más allá de los contornos.
Por la manera de moverse, es una mujer; alguien, a pocos metros, la sigue. Hablo en femenino no porque esté seguro de que se trata de una mujer, sino porque el recorte de su figura lo parece.
Las sombras se han detenido, no al mismo tiempo, primero ella; ahora que se ha acercado estoy casi seguro de