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Sin alma. La gesta de Simón de Montfort
Sin alma. La gesta de Simón de Montfort
Sin alma. La gesta de Simón de Montfort
Libro electrónico879 páginas20 horas

Sin alma. La gesta de Simón de Montfort

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El hombre que desafió a un rey.
1206. Después de tres años en una mazmorra del desierto sirio, Simón de Montfort regresa a Normandía. Pero el precio por la libertad ha sido la renuncia a su propia alma, la comisión de un acto horrible cuyas consecuencias lo perseguirán más allá de la vida, durante toda la eternidad.
Ansioso por llegar a su humilde señorío campestre, Simón recorre un mundo cambiante, tentador, hasta que se reencuentra con su casta esposa, Alix de Montmorency, y con un hogar que ya no parece el suyo. La mala fortuna, los remordimientos, la caída en desgracia y la inminente guerra entre Francia e Inglaterra hunden cada día más a Simón y a Alix.
Aunque su destino no es desaparecer de la historia, sino brillar en la lucha contra la herejía. Así, la búsqueda de la redención los llevará desde Normandía al sur de Francia, a una tierra azotada por el caos, la violencia y la ruptura religiosa. A una sociedad dividida, sembrada con tanto odio que se espera una copiosa cosecha de dolor y muerte. A na guerra en la que Simón de Montfort tendrá que enfrentarse a un rey invicto.
Simón de Montfort, comparable al Cid en su fulgurante carrera militar, es un ejemplo medieval de gran guerrero y comandante eficaz, a pesar de todo denostado por la historia, y tachado de fanático y sanguinario.
Sebastián Roa es, en palabras de Santiago Posteguillo, el mejor escritor de novela histórica del siglo XXI. Su trayectoria literaria, que comienza hace algo más de una década, avala esta afirmación».
La Vanguardia
La crítica ha dicho sobre
Enemigos de Esparta:
«Uno de los grandes escritores de novela histórica de nuestro país. Un excelente trabajo construido con la precisión de un relojero».
LA VANGUARDIA
«Sebastián Roa consigue que nos sintamos como si estuviéramos ahí».
EL MUNDO
«Una trepidante historia, minuciosamente documentada y repleta de amores, batallas, traiciones, venganzas y pasiones humanas».
eldiario.es
Sobre Las cadenas del destino han dicho:
«Novela de aventuras, escrita con nervio sobre un armazón histórico».
EL PERIÓDICO DE CATALUNYA
«El autor maneja los recursos literarios con gran maestría».
LA RAZÓN
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2022
ISBN9788491398240
Sin alma. La gesta de Simón de Montfort
Autor

Sebastián Roa

Sebastián Roa (1968). Aragonés de nacimiento y valenciano de adopción, compagina su labor en el sector público con la escritura. Es autor de las novelas Casus Belli, El caballero del alba, Venganza de sangre (ganadora del certamen de novela histórica Comarca del Cinca Medio 2009), La loba de al-Ándalus, El ejército de Dios, Las cadenas del destino (Premio Cerros de Úbeda del Certamen Internacional de Novela Histórica a la mejor novela publicada), Enemigos de Esparta y Némesis.

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    Sin alma. La gesta de Simón de Montfort - Sebastián Roa

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

    Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

    28036 Madrid

    Sin alma. La gesta de Simón de Montfort

    © Sebastián Roa, 2022

    Autor representada por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria

    © 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

    Imágenes de cubierta: Shutterstock

    ISBN: 978-84-9139-824-0

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Dedicatoria

    Aclaración previa

    Cita

    Acto primero

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Acto segundo

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Acto tercero

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Acto cuarto

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Acto quinto

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Acto sexto

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 40

    Capítulo 41

    Capítulo 42

    Capítulo 43

    Capítulo 44

    Capítulo 45

    Capítulo 46

    Acto séptimo

    Capítulo 47

    Capítulo 48

    Capítulo 49

    Capítulo 50

    Capítulo 51

    Capítulo 52

    Capítulo 53

    Acto octavo

    Capítulo 54

    Capítulo 55

    Capítulo 56

    Capítulo 57

    Capítulo 58

    Capítulo 59

    Capítulo 60

    Capítulo 61

    Lo que fue y lo que no fue de historia, ficción, reproches y agradecimientos

    Si te ha gustado este libro…

    Esta es para las mujeres de mi vida

    Aclaración previa

    En esta novela conviven nombres en francés, en occitano y en castellano —y también alguno en otras lenguas—. No he seguido método alguno para decantarme, salvo quizás escoger lo que pareciera estilísticamente más adecuado en una obra que carece de pretensiones académicas.

    La narración se contextualiza en una serie de hechos históricos bastante difundidos. Es posible que el lector que los conozca se encuentre con nombres o apodos que le parecerán extraños, y también con alguna que otra omisión. Se trata en todo caso de recursos narrativos para evitar confusiones y sobrecargas de trama, para mantener íntegra la esfera diegética y para redondear los aspectos dramáticos. Quede claro que este es un texto con vocación literaria, no histórica. En cualquier caso, la mayor parte de dichos extremos se aclaran en el apéndice final.

    Fight the good fight,

    believe what is right.

    (Lucha la buena batalla,

    cree lo correcto). Trad. libre.

    Saxon. «Crusader» (1984, Saxon: Crusader)

    ACTO PRIMERO

    TIEMPO DE TENTACIÓN

    Certa bonum certamen fidei, apprehende vitam aeternam in qua vocatus es.

    (Pelea la buena batalla de la fe, aférrate a la vida eterna a la que te convocaron).

    1 Tm 6, 12

    1

    Enero de 1206. Castillo de ar-Rahba, Siria

    Cristo nació, padeció y murió. ¿Y acaso no tuvo miedo? Sí que lo tuvo. Y mucho. Como que, aterrorizado por su alto destino, se postró sobre la tierra de Getsemaní y suplicó a su padre que apartara de él ese cáliz. Pues si él temió y rogó por su vida, ¿qué no habría de hacer cualquier mortal?

    Ahora Simón también suplicaba. Tendido sobre las losas desgastadas de la mazmorra, con los dedos enlazados y la mirada puesta en su carcelero. Oprimido, sojuzgado, esclavizado por el miedo. Aparta de mí este cáliz.

    —Basta, te lo ruego —repetía Simón, los ojos cerrados, los labios pegados a la piedra—. Basta por hoy.

    Y elevaba un poco más las manos, prendidas por grilletes a una corta cadena que se anclaba en la pared más cercana.

    —Arriba, Simón.

    Simón se apoyó dolorosamente sobre las agrietadas palmas. Consiguió incorporarse a medias, tosió un par de veces. Cerró los ojos con fuerza. «Vamos», se dijo. «Un día más. Solo un día más». La rodilla derecha primero, después la otra. Al ponerse en pie, se venció hacia atrás y su espalda chocó contra el muro. Hoy los golpes se habían concentrado en las costillas. Mientras pugnaba por llevar una pizca de aire a sus pulmones, miró con fijeza al carcelero. A la papada do- ble que la rizada barba entrecana no conseguía disimular. A las venillas que azuleaban en las aletas de la nariz. Al ojo izquierdo, un poco desviado hacia fuera. A la daga larga y fina que colgaba de su tahalí. El hombre negó con la cabeza, como lamentándose por todo aquello. Y volvió a hablarle en un francés perfecto:

    —Vamos, Simón. Reniega.

    El cautivo se persignó:

    —No… No puedo… Basta, por favor. Mátame ya.

    El carcelero suspiró, desenfundó la daga y apretó la punta contra el cuello. Simón cerró los ojos.

    —Háblame de ella otra vez, Simón.

    —No… Clava, por favor. Mátame.

    Pero el carcelero ejercía la presión justa para que el hierro no rompiera la piel.

    —Alix. Ese es su nombre, ¿verdad, Simón? —Hablaba en un francés perfecto—. Dime cómo es su pelo. Y su piel. Di su nombre.

    —Alix. Se llama Alix. Su pelo es rojo, parece fuego. Y tiene la piel muy blanca. Mátame.

    —Los ojos, Simón. —El carcelero hizo resbalar la punta a lo ancho de la garganta, simulando un degüello—. Descríbelos. Hazlo, y tal vez después te mate.

    —Son verdes. Aunque a veces parecen grises. Las pestañas… Las pestañas son largas. Es tan dulce… Mátame ya. Por favor.

    —¿Pero de verdad, Simón? ¿De verdad quieres que te mate? No verás nunca más a Alix. No verás esos ojos verdes, ni esas pestañas. Su pelo rojo, su piel blanca… ¿Y qué hay de tus hijos? Crecerán sin ti. La pobrecita Amicia, tan desvalida, llorando por las noches, abrazada a la dulce Alix, preguntando por qué su padre se fue tan lejos, y por qué no regresó jamás. ¿Eso quieres, Simón? No, en realidad no quieres eso. Lo que quieres es regresar. Abrazar a tu Alix. Besar esa piel, acariciar ese pelo. Y coger a la pequeña Amicia y subirla muy alto. Ver cómo tus hijos se hacen hombres. Y morir dentro de muchos, muchos años, rodeado por tus nietos, con la mano de Alix en la tuya.

    El cautivo rompió a llorar. El carcelero, con una sonrisa de comprensión, apartó la daga y dio dos pasos a un lado. La única antorcha, fijada en una horquilla de la pared opuesta, alargaba su sombra sobre los cuatro prisioneros. Se dirigió al siguiente.

    —¿Ves? —le preguntó, señalando a Simón. El sarraceno seguía hablando en perfecto francés—. Es débil. Al final lo conseguiré y renunciará a Cristo. Contigo será diferente, ¿eh? Tú eres freire.

    Simón subió ambas manos y, con entrechocar de cadenas, se restregó los ojos. Ladeó la cabeza para fijarse en el cautivo que ahora recibía las atenciones del carcelero. Parecía joven, y eso que Tierra Santa siempre echaba una decena de años sobre cualquiera. De pelo pajizo, barba escasa y ojos muy claros. Había perdido el capacete, y tenía quemada la piel del cráneo en la tonsura. Sí que era un freire, no podía negarlo. Un monje guerrero. Él y los otros dos, a los que habían traído a rastras los hombres de la guarnición. Venían cubiertos con los habituales harapos de los cautivos, reblandecido el ánimo por la rutinaria paliza de bienvenida y por el largo camino a pie desde el oeste. Pero las tonsuras y los miembros fibrosos no engañaban. Uno de ellos, el encadenado en el rincón junto a la puerta, se había pasado un rato clamando ayuda a Dios, cada vez más débilmente, hasta que su rezo se silenció un poco antes de que llegara el carcelero. No se había movido del suelo desde entonces.

    —Soy freire, sí —dijo el de la tonsura tostada, apenas audible su voz. Y cerró los ojos a la espera de la puñalada, o del primer golpe. De lo que fuera.

    Pero el ataque no llegó. El carcelero soltó un gruñido de satisfacción antes de apuntar con el pulgar a los otros dos.

    —Y esos también son freires. Orden del Hospital, ¿eh?

    —Sí.

    El carcelero se encogió de hombros.

    —En fin, tengo que preguntarlo: ¿renunciáis a Cristo? Hacedlo si no queréis morir. A cambio, seréis libres.

    El hospitalario negó muy despacio.

    —Por Cristo vivo, por Cristo moriré.

    El carcelero volvió a gruñir. Acercó la boca a la oreja del freire, aunque no para hablar en voz baja:

    —Así me gusta.

    Pasó al siguiente cautivo, que tenía la vista perdida en el muro de enfrente, la boca entreabierta, los hombros vencidos. El carcelero estudió su gesto antes de asentir.

    —A este se le ha ido la cabeza —se limitó a decir. Luego miró con curiosidad al que parecía dormido—. Y aquel está muerto, supongo. O no le queda mucho.

    Simón se fijó en el bulto humano despatarrado en el rincón. No se le veía respirar. Luego observó cómo el carcelero les echaba una última ojeada antes de escupir al suelo y cerrar el portón de golpe. Chirriar metálico en el cerrojo y pasos que se alejaban. El freire del pelo pajizo hizo sonar las cadenas al santiguarse. Musitó una oración por el hermano que parecía muerto. Después del amén se dirigió a Simón.

    —Te ha pegado mucho.

    —No más que de costumbre.

    El freire lo observó con detenimiento. Se llevó la mano al pecho.

    —Soy frey Jaufré de Conques, sargento del Hospital. Estos son…

    —No quiero saber tu nombre. Ni el de esos.

    Y Simón apretó los labios agrietados, como afirmando que tampoco quería hablar más. Se dejó resbalar por la pared hasta quedar sentado. Notaba la mirada del freire clavada en su cara. Ahora estudiaría sus pómulos marcados bajo la piel, los cortes en las cejas y en el puente de la nariz. Y los cardenales de todos los colores alrededor de los ojos llorosos. Se preguntaría cuánto tiempo llevaba allí, encadenado a una pared en la mazmorra de ar-Rahba. Recibiendo la estudiada ración diaria de golpes y amenazas. Alimento para el miedo. Simón reforzó su propósito de aguantar, pero el tal Jaufré de Conques insistía:

    —¿Cuánto hace que estás aquí?

    Cuánto. Simón enarcó las cejas. ¿Cuatro años? ¿Seis? Había perdido la cuenta en la tercera o cuarta semana de terror. Y había dejado de preocuparle poco después. Ni siquiera baldeaban los excrementos con regularidad, así que tampoco podía medir el tiempo por la inmundicia acumulada. Y como la mazmorra carecía de ventanas, no era posible saber si los días eran más largos que las noches. Demasiado era que aún estuviera cuerdo. Si es que lo estaba, claro.

    —Solo noto cuándo hace calor y cuándo hace frío. Es invierno ahora, ¿verdad?

    Jaufré hizo un rápido gesto afirmativo.

    —Han pasado catorce días desde la Epifanía. ¿Cuándo te trajeron? ¿Recuerdas eso?

    Cuándo. Simón se mordió el labio. Se había acostumbrado al escozor y al sabor de su propia sangre. A él lo habían capturado los sarracenos en primavera. ¿Pero qué primavera? Corría el año 1203. ¿Tal vez en mayo?

    —Mayo —dijo. Ni siquiera se dio cuenta. A veces le ocurría en la mazmorra, aunque no hubiera nadie más. Algo se le pasaba por la cabeza, y de pronto era consciente de que convertía sus pensamientos en palabras—. Llevábamos casi nada en Tierra Santa. Acabábamos de llegar al Crac y salimos en algara con algunos hospitalarios. Yo cabalgaba junto a Renard de Dampierre.

    —¡Renard de Dampierre! —repitió Jaufré—. ¡No se sabe nada de él desde hace casi tres años!

    Simón volvió a mirar al freire. Ahora parecía aún más joven.

    —Casi tres años… ¿Tan poco tiempo ha pasado?

    —¿Qué ocurrió?

    —Que el emir Ghazi nos emboscó cerca de Baarim, cuando nos disponíamos a atacar Hama. Éramos ochenta, pero ellos nos superaban y acabaron con casi la mitad. A Renard lo cogieron prisionero y se lo llevaron a Alepo. No sé qué fue de él. A los demás los trajeron aquí.

    —¿Y dónde están ahora? —Jaufré se acuclilló para mirar a Simón desde su misma altura.

    —Los freires, muertos. Los que no lo eran se fueron a casa cuando les dieron a elegir. Ellos renunciaron a Cristo. Yo no. —Simón señaló al freire—. Has hecho un mal negocio.

    Jaufré apretó los labios.

    —Sabía a qué me arriesgaba cuando vine. Nos lo advirtieron en Francia. Y en el barco. Y en el Crac. Nunca, jamás, ningún freire derrotado ha renunciado a Cristo. Ni un solo templario, ni un hospitalario… ¿Por qué me miras así? ¿No es cierto lo que digo?

    Simón negó.

    —Yo conozco a un freire que renunció. Uno del Hospital, como tú. Pero él era caballero.

    —No te creo. Todos, caballeros o sargentos, aceptamos la muerte con gusto porque nos abre las puertas del paraíso. Tuve tiempo de pensar en eso, me he preparado, sobre todo mientras nos traían a rastras a través del desierto. Se lo dije a ellos. —Movió la barbilla hacia el freire más cercano, el que seguía con la mirada perdida—. Hemos venido a ganar el cielo. ¿Qué más da caer en batalla que en una mazmorra sarracena? Pero míralo: su mente no lo ha soportado. Tal vez sea mejor así. Me pregunto si recuperará la cordura cuando se presente ante Dios. Aunque creía que solo nos daban a escoger a nosotros. Tú no eres freire. ¿Por qué te obligan a renunciar?

    Simón bufó, hastiado. Le había tocado el freire charlatán, se dijo. Se fijó en que la antorcha se consumía. Tal vez entonces, sumido en la oscuridad, Jaufré se callaría. Eso supuso. Lo miró. Reconoció al miedo, ese viejo amigo, en sus ojos jóvenes. Aunque tratara de disimularlo con la cháchara, o asegurando cada poco que aceptaba su muerte. Pero Simón sabía que, cuando llegara el momento, dejaría de hablar y se pondría a gritar. Todos lo hacían.

    —Ese hijo de Satanás se asegura de hacer su trabajo, es todo. Si no renuncias a Cristo, mueres. Y si renuncias, no tiene sentido que sigas luchando en Tierra Santa. Sea como sea, se libra de sus enemigos.

    Jaufré tomó asiento junto a Simón.

    —Así que no renunciaste a Cristo.

    —Ni siquiera cuando los freires murieron delante de nosotros. Ni cuando a los demás los obligaron a escupir sobre la cruz.

    —Pero el carcelero no te mató.

    —Porque cree que puede doblegarme. Tardará más que con los otros, pero lo conseguirá. Eso dice. Recurre a lo que vosotros no tenéis. Esposa, hijos, un futuro feliz… Pero no condenaré mi alma. No le daré semejante satisfacción a ese perro. Un día me matará por fin. Tal vez mañana. Tal vez dentro de un año.

    Jaufré guardó silencio un rato.

    —No parece carcelero. Y habla nuestra lengua como si hubiera nacido en Francia. ¿Quién es?

    Quién. Eso mismo le había preguntado Simón casi tres años antes, a la cuarta paliza. Aunque el muy cabrón no se lo contó hasta la undécima.

    —Se llama Ibrahim al-Hakkari. Es el caíd del castillo.

    —Al-Hakkari…

    —Es su nombre de infiel, pero nació cristiano. ¿No te lo he dicho antes? Hubo un freire hospitalario que renunció a Cristo.

    Las cadenas tintinearon cuando Jaufré se tapó la boca.

    —¿Ese hombre es uno de mis hermanos?

    —Lo fue. Ahora es más infiel que los propios infieles. No me preguntes cómo se llamaba antes de renunciar a Cristo y aceptar al falso profeta sarraceno, eso no me lo ha dicho nunca. Al-Hakkari lleva años en este rincón perdido de Siria, vigilando el vado del Éufrates. A saber qué tropelía cometió para que el emir lo castigara en este pozo de mugre. Tal vez no terminaba de fiarse de él.

    Jaufré, el joven sargento de la Orden Hospitalaria, guardó silencio un rato. No mucho.

    —¿Y tú? ¿Por qué no me dices tu nombre?

    Por qué. Simón habría sonreído, pero dolía estirar los labios.

    —Me llamo Simón. Simón de Montfort. Y es absurdo que lo sepas, y es absurdo que yo sepa tu nombre, Jaufré de Conques. Es absurdo que durante estos tres años haya sabido el nombre de otros como tú, a los que trajeron a rastras igual que a ti. Prefiero no conocer los nombres porque después, si recuerdo los nombres, los recuerdo a ellos. A todos los que he visto morir mientras yo seguía aquí un día más, y otro, y otro más. —Simón separó las muñecas hasta que la cadena se tensó con un golpe—. ¿Sabes, Jaufré de Conques, lo que hace al-Hakkari con los freires como tú? ¿Sabes lo que hace para asegurarse de que te mantienes fiel a Cristo?

    El muchacho alzó la barbilla, pero no pudo ocultar el temblor.

    —Pronto veré a nuestro creador. Estoy listo para el martirio. No tengo miedo.

    Ahora sí, Simón sonrió. A pesar de que los cortes se le abrieron y le manó un hilillo de sangre.

    —Pronto verás al Creador, sí. Pero no estás listo para el martirio, Jaufré. Te lo aseguro. Y créeme: tienes miedo. Mucho miedo.

    2

    Jaufré no dejó de hablar. Ni siquiera cuando a Simón le entró el sueño y se puso a dar cabezadas. El joven sargento hospitalario, tal vez consciente de que le quedaba muy poca vida, parecía empeñado en contársela a alguien. Habló de su lugar de nacimiento, Conques, donde se hablaba la lengua de oc. Aunque Jaufré se expresaba en el idioma del norte porque, desde muy joven, residía en París. París le gustaba más. De hecho, casi ni recordaba Conques. De todos modos, había algo allí que se le había grabado en el alma cuando niño. La razón de que se hubiera convertido en monje guerrero.

    —La razón de que acepte de buen grado la muerte —añadió, aunque a Simón le pareció una fatuidad juvenil impropia de un freire.

    —¿Deseas morir?

    —¿Importa? Todos morimos antes o después.

    Debía de haber anochecido hacía bastante rato, porque la antorcha se había apagado y solían encenderla por la mañana. Eso era lo lógico, y eso quería creer Simón. Que había una rutina. Que había un momento para estar a oscuras, y otro para que volviera la luz. Pero era imposible saber si fuera brillaba el sol, o si pasaban dos días desde que se apagaba una antorcha y alguien traía la siguiente encendida. Simón se incorporó sobre los codos y volvió la cabeza hacia el lugar del que procedía la voz del joven.

    —Entonces, Jaufré, deseas la muerte. Entendido. ¿Y si dormimos un rato?

    —Es por la niña santa, Simón. Santa Fe. Está en mi pueblo.

    —Y ahora me contarás su historia.

    Simón habría jurado que frey Jaufré sonreía comprensivo.

    —Fe era una niñita de otros tiempos. Supongo que no mucho mayor que tu hija. Los paganos la obligaron a comparecer ante ellos porque habían oído que no adoraba a sus muchos y falsos dioses, sino a uno solo: el verdadero. Ella reconoció que era cristiana, y el jefe pagano le ofreció la posibilidad de renunciar a Nuestro Señor. Si lo hacía, le dijeron, podría volver a casa sin un rasguño. Si no, la someterían al tormento y la muerte.

    —Ah, y quieres imitarla, claro.

    —Los paganos encendieron un gran fuego, lo alimentaron con aceite y…

    —Basta, por favor.

    Jaufré tuvo la delicadeza de guardar silencio un momento. Pero le podía la curiosidad.

    —¿Temes al fuego, Simón? A mí también me horroriza. ¿Y a quién no?

    —A la pequeña Fe, por lo visto.

    —Sus reliquias carbonizadas descansan en la iglesia donde oíamos misa. Mi madre siempre me paraba en la puerta antes de entrar. Me hacía mirar arriba, a los relieves. Todos los fieles debíamos pasar bajo esos relieves. Los aprendí de memoria. Los veo en mis sueños. No recuerdo a los demás niños, ni a los monjes, ni mi casa. Casi no me acuerdo ni de la cara de mi madre. Pero puedo oír sus palabras describiendo los relieves.

    Jaufré se tomó su tiempo para explicar cómo la buena señora le mostraba a su hijo las figuritas labradas en el tímpano. Cómo Satanás y san Miguel se disputaban las almas de los muertos en el juicio final, presidido por Cristo. Y cuál era el destino de los que resultaban condenados, abajo, muy abajo; y qué tormentos los esperaban, a cada cual según su pecado. Lenguas cortadas, ollas hirvientes, demonios devoradores…, lechos de fuego.

    Simón se estremeció. Aunque no podía ver la cara de Jaufré, notaba el terror creciente en el aire enrarecido de la mazmorra. Como un dragón invisible que poco a poco los fuera aprisionando, y los apretara hasta parar sus corazones. Era algo en la voz del freire hospitalario. En la forma de volverse aguda, casi chirriante, conforme enumeraba los tormentos. En verdad el muchacho había vivido atemorizado por el recuerdo de aquellos relieves.

    —No hay nada que tema más que el fuego, Simón. Yo no acabaré allí tras mi muerte. La piel no se me llenará de ampollas, ni la devorarán las llamas, ni mi carne se consumirá eternamente. ¿Lo imaginas? Dolor sin fin.

    —Déjalo, muchacho. Te lo ruego.

    Pero Jaufré no lo dejaba. Tal vez ni siquiera oía ya a Simón. Solo seguía estrangulado por el dragón del miedo, obnubilado por su visión del infierno. Un infierno grabado en piedra sobre la puerta de una iglesia.

    —Tenía que encontrar el camino a mi salvación, ¿entiendes, Simón? Asegurarme el perdón de los pecados. De todos. No puedo, no debo dar ni una excusa a Satanás, por pequeña que sea. No permitiré que mi alma sufra hasta el fin del tiempo, no seré uno de esos condenados, aunque tenga que morir mil veces a mi existencia humana. Aunque sometan mi carne a los tormentos más horribles.

    »Por eso vine aquí, al inmenso desierto en el que Nuestro Señor Jesucristo resistió al mismísimo príncipe de las tinieblas. Con su símbolo cosido junto a mi corazón. Dispuesto a resistir, como él. Dispuesto a sufrir y a morir.

    La puerta se abrió de golpe y rebotó contra el muro. Simón despertó sobresaltado, pero enseguida tuvo que volver a cerrar los ojos porque un torrente de luz inundaba la mazmorra. Pese a todo le había dado tiempo a ver que el caíd entraba en tromba, acompañado de cuatro guardias. Se cubrió la cara. No era la primera vez que al-Hakkari lo saludaba con una lluvia de patadas.

    Esta vez, sin embargo, el caíd de ar-Rahba no venía a por él. Lo oyó repartiendo órdenes a los suyos en la lengua de los infieles. Simón se atrevió a mirar. Dos de los guardias zarandeaban al freire presuntamente muerto. Hubo intercambio de pareceres, y acabaron por cargar con el cuerpo para sacarlo de allí. Los otros dos guardias siguieron dentro, las manos apoyadas en los pomos de las espadas. Al-Hakkari sostenía la antorcha, y fue él mismo quien se encargó de colocarla en su horquilla en lugar de la consumida. Se desperezó. Junto a Simón, con ruido metálico y no poco esfuerzo, frey Jaufré se levantaba. Se hizo el signo de la cruz varias veces mientras los sarracenos sacaban a su hermano muerto. Murmuró una plegaria. Entre Jaufré y el sitio que había dejado el cadáver, el freire enloquecido estaba sentado, la espalda encorvada y ajeno a todo, mirando al vacío.

    —¡Un nuevo día, amigos míos! —dijo al-Hakkari. Parecía de buen humor. Recolocó el ceñidor y se alisó la túnica antes de acercarse a Jaufré—. Y por segunda vez te lo tengo que preguntar: ¿renuncias a la cruz? Te ofrezco la libertad y la vida.

    El freire se volvió hacia Simón. Sonriente. Como si así pudiera rubricar todo lo que le había dicho en la oscuridad, y eso lo convirtiera en un héroe.

    —Por Cristo vivo. Por Cristo moriré.

    —¡Bien! —Al-Hakkari se dirigió ahora al otro freire—. ¿Y tú? —Movió la mano ante sus ojos—. ¿Me oyes? ¿Me ves? ¿Qué dices?

    Nada. Fue Jaufré quien contestó por él:

    —Frey Gastón es de mi parecer, o lo era antes de perder el seso. No nos dan miedo tus amenazas. No somos como tú.

    El caíd enarcó las cejas.

    —¿Qué sabes tú de mí? Oh, espera. —Miró a Simón. Anduvo hacia él—. Se lo has contado, ¿eh? —Simón se apretó contra la pared y cruzó los brazos por encima de la cabeza. Pero dio igual. El puntapié alcanzó su costado izquierdo, lo obligó a doblarse y se quedó sin aire. Cayó de lado, encogido como un erizo. Algo acababa de crujir ahí dentro.

    —Simón, Simón, yo pensaba que éramos amigos. Y eso era un secreto. Venga, arriba.

    Simón boqueó. Al-Hakkari le había pegado así antes. La última vez le costó varios meses —meses le parecieron, pudieron ser días— de respirar a sorbitos. Aun así, se movió para incorporarse. Sabía por experiencia que quedarse tumbado, convertido en un ovillo, no arreglaba nada.

    Al-Hakkari se paseó de un lado a otro de la mazmorra. Chascó los dedos y apuntó al freire Gastón. Los dos guardias se le acercaron, uno por cada lado.

    —¡Simón, buen amigo! —Al-Hakkari desenfundó la daga—. Deléitanos mientras me ocupo de este freire. Vamos, cuéntanos algo sobre ti. Hoy quiero que me hables de tu bosque. De cuando ibas a cazar. ¡Cuenta lo del jabalí rojo, por favor!

    Simón gimió. A duras penas, apoyando las manos en el muro, consiguió ponerse en pie. Pero no podía enderezarse, y el costado le dolía como estocada cada vez que el aire entraba en sus pulmones.

    —Yveline… El bosque se llama Yveline. Pero no es mío…

    —Es de tu rey, ya. Sigue.

    —Nos reuníamos en el castillo de Épernon, siempre antes de… Ah. Siempre antes del amanecer.

    Al-Hakkari parecía escuchar con atención. A pasos cortos, con la daga en la mano, se acercaba al ofuscado Gastón. Los dos guardias agarraron al freire por ambos brazos y lo pusieron en pie sin resistencia.

    —Lo del jabalí, Simón. Cuenta lo del jabalí rojo.

    Simón volvió a tomar aire. ¿Cuántas veces le había contado esa historia a su carcelero? ¿Cien? ¿Mil? Siempre igual. Casi las mismas palabras. Lo que fuera para evitar el dolor.

    —Yo salía el primero y me internaba en la arboleda. Siempre se me ha dado bien seguir los rastros, y sé qué remansos frecuentan de amanecida los jabalíes. Mis hombres me seguían a buena distancia con los perros. Entonces… —pausa para respirar—, cuando llegaba cerca del río, desmontaba, me acercaba despacio, siempre contra el viento.

    —Siempre contra el viento —repitió al-Hakkari, y se movió de frente, balanceando la daga ante el rostro del freire Gastón—. El enemigo nunca debe saber que te acercas, ¿verdad, Simón?

    —Una mañana, en la orilla del Drouette, vi un jabalí rojo, enorme. Bebía confiado. Lo rodeé despacio. Muy despacio. Tanto, que temí que el resto de la partida apareciera a mi espalda y los perros lo espantaran. —Simón se frotó el costado. Trató de disimular el rictus de dolor e inspiró para continuar—. Pero me las arreglé para dejar al animal entre mis hombres y yo. Ahí llegaron ellos, pisando hojarasca y tronzando ramas. Los perros olieron a su presa y empezaron a ladrar. El jabalí arrancó hacia mí.

    —¿Y entonces? —Al-Hakkari parecía entusiasmado. Movió un poco más la daga, pero Gastón veía a través de ella, y a través del caíd. Tal vez incluso a través de los muros—. ¿Qué hiciste entonces, Simón?

    Simón levantó las manos. Retorcido, como un tallo azotado por el vendaval. Simuló que empuñaba una lanza con ambas manos.

    —Lo esperé. Encogido en la fronda. Afirmé los pies. Venía resollando, cada vez mayor. Unos colmillos enormes. Las cerdas erizadas en el lomo. Vi sus ojos chispeantes. Creí que iba a matarme.

    —¡Eso! —Al-Hakkari miró otra vez a Jaufré. Con complicidad—. ¡Me lo ha contado cien veces y siempre me hace gracia ese ruido! ¡Hazlo, Simón! ¡El chillido del jabalí cuando se clavó en tu lanza!

    Simón ahuecó las manos en torno a la boca. Tomar aire fue como si le partieran el pecho por la mitad. Emitió el sonido agudo, penetrante, en su intento de imitar el bramido de dolor del jabalí, y acabó gritando por su propio dolor. Jaufré trató de taparse los oídos, pero las cadenas no daban de sí. Al-Hakkari lanzó un rugido triunfal y clavó la daga en el rostro de Gastón.

    Los gritos se multiplicaron en la mazmorra. Al-Hakkari chillaba, chillaba Jaufré, y los chillidos más fuertes eran los de Gastón. Hasta los guardias chillaban, y chillaba Simón mientras se encogía, atravesado de dolor, y se dejaba caer de rodillas. El aire se llenó con un olor denso cuando los orines de Gastón empaparon la túnica y chorrearon desde su entrepierna. Su convulsión fue brutal, arrastró a los guardias que lo sostenían, retrocedió hasta chocar contra la pared, el ojo derecho reventado por la puñalada; al-Hakkari lo siguió, pisó el charquito amarillento, agarró al freire por la pechera y volvió a clavar, esta vez en el hombro. Gastón trató de manotear, pero los guardias lo tenían bien sujeto. Y al-Hakkari, apretando los dientes, desclavaba y clavaba, muy rápido, aquí y allá. Heridas poco profundas, en los brazos, los hombros, los muslos. Con la última puñalada, el hierro le entró por una mejilla y salió por la otra, y el carcelero soltó la empuñadura. El freire cayó con la daga clavada en la cara, sin dejar de gritar, revolcándose mientras se enredaba con las cadenas. El caíd al-Hakkari retrocedió dos pasos, la nariz arrugada y el gesto de asco. Se volvió hacia Simón.

    —Así chillaba el jabalí rojo, ¿eh?

    Simón, de nuevo sentado y con la cabeza escondida entre los brazos, sollozaba. Jaufré se apretó contra el muro, la cara desencajada. Poco a poco, conforme las venas de Gastón se vaciaban, remitieron los gritos. Al-Hakkari se inclinó hacia él.

    —Ahora ya me oyes, ¿verdad, freire? Tu mente ha regresado.

    Pero Gastón no dijo nada. Se limitó a gimotear sobre el creciente charco de sangre, los dedos crispados, temblando, sin saber qué herida taponarse, o si arrancarse el arma que atravesaba su rostro de lado a lado.

    —Mátalo —rogó Jaufré—. Por Dios, por su santa madre. No renunciará aunque sigas con el tormento. No tienes por qué hacer esto.

    Al-Hakkari abrió las manos a los lados.

    —Te equivocas. Esto no lo hago para atormentarlo. No a él.

    —Entonces, ¿por qué?

    Pero Jaufré no necesitó la respuesta. La supo cuando vio cómo al-Hakkari miraba a Simón. Con media sonrisa, el caíd arrancó la daga de la cara de Gastón. Nuevo grito agónico. Después al-Hakkari se acercó a Jaufré. El joven freire no podía retroceder más, así que volvió la cabeza, la mejilla pegada al muro, esperando que el caíd también lo acribillara a cuchilladas. Pero al-Hakkari solo limpió su arma en la túnica roñosa del freire. La enfundó y caminó hasta Simón. Se acuclilló frente a él.

    —Ellos no renuncian nunca, Simón. O casi nunca. —Le guiñó el ojo vago—. Tú sabes por qué se empecinan en morir, ¿eh? Porque no tienen a Alix, ni a la pequeña Amicia. Porque no han pisado el bosque de Yveline, ni salen de caza al amanecer. Son cosas por las que vivir, ¿eh, Simón? Pero ellos han venido a morir. Morir por una causa exige entrega, Simón. Sufrir por ella como ese desgraciado sufre ahora, cosido a puñaladas, vaciándose de sangre… Ya tiene lo que vino a buscar. ¿Imaginas lo entregado que está a su causa? Yo no lo imagino, no puedo. Una vez, hace mucho tiempo, pensé que podría. Pero no. Haz como yo, Simón. Renuncia. Acaba con todo esto.

    —Por favor —murmuró Simón, sin levantar la cabeza—. Basta ya. Mátame a mí también.

    Al-Hakkari se puso en pie. Echó una última mirada al pingajo sanguinolento que era Gastón y se dirigió a Jaufré.

    —Me gustó esa historia, freire. Lo de la niña torturada, lo de las figuritas talladas sobre la puerta. Creo que vi esa iglesia hace mucho tiempo, en otra vida.

    Si hubiera podido, Jaufré habría palidecido aún más. Miró a su alrededor, como buscando algo que se le había escapado.

    —Pero… ¿Cómo sabes tú…?

    —Es mi castillo, freire, y uno no disfruta de muchos entretenimientos. A mis oídos llega hasta la más suave palabra que se dice aquí. Cada vez que Simón llama a su esposa en sueños, o que dice que soy un sarnoso hijo de perra. Los rezos de los condenados, los chasquidos de los eslabones. Así que te horroriza el fuego, ¿eh, freire?

    —No… Yo…

    Al-Hakkari palmeó el hombro de Jaufré. Fue como si el mismísimo Lucifer lo hubiera tocado.

    —Freire, te voy a preparar una sorpresita. Veremos si tienes el temple de tu amigo Gastón. O espera… —Miró a Simón—. Sí, se me ocurre algo. Tal vez la sorpresa sea para los dos. Ah, nos espera un día grande mañana. Simón, puede que el más grande de tu vida. Descansad hoy. Y tú, freire, reza mucho a la niña santa que abrasaron los paganos.

    3

    Gastón dejó de gemir pronto. No tardó mucho más en quedar inmóvil. La antorcha se había apagado cuando frey Jaufré rezó por el alma de su hermano. O a lo mejor rezaba por sí mismo. Simón se estrujaba los dedos. Desde su llegada, a pesar de todas las palizas, las amenazas y las largas charlas con al-Hakkari, nunca había sentido tan cercano el filo de la muerte. Intentaba prepararse. Rezar, como el joven sargento hospitalario. Pero no podía. Su mente reproducía una y otra vez las palabras del caíd carcelero. Trataba de encontrar un resquicio para creer que su amenaza no era tal. Que, cuando saliera el sol, al-Hakkari entraría en la mazmorra, le patearía la cara, le pediría que le hablara de Normandía, o de su castillo de Montfort, y luego mataría al freire y todo volvería a la normalidad.

    —Alix —gimió. Jamás volvería a verla. Ni a sus dos hijos, Amau- ry y Guido. Ni a la niña, Amicia. La habían llamado como a la madre de Simón, y en verdad se parecía a ella. Hizo el cálculo, ahora que sabía cuánto llevaba encerrado—. Seis años. Amicia tiene solo seis años.

    Rompió a llorar una vez más. Las palabras de al-Hakkari rebotaban en las paredes de su cráneo. Los freires no tenían nada que perder en la tierra, por eso ansiaban tanto ganar el cielo. Y Simón trataba de convencerse de nuevo. Pronto descansaría, su piedad se tendría en cuenta y, cuando llegara el juicio final, el martirio le abriría las puertas de la eternidad.

    —¿Tienes miedo, hermano? —preguntó Jaufré en la oscuridad.

    Simón fue a contestarle que mucho. Pero entonces recordó que al-Hakkari se enteraba de todo lo que se decía en la mazmorra. Orificios en la roca, supuso. Pues no le daría el gusto de saber que sí: Simón estaba aterrorizado.

    —No tengo miedo.

    No le sonó convincente ni a él. Jaufré reanudó sus oraciones, tal vez para infundirse algo del valor que había perdido. Seguro que también le daba vueltas en su cabeza a la amenaza de al-Hakkari.

    Ninguno de los dos dormía. Simón lo intentó, esperanzado con soñar. Ver a Alix en sus fantasías una última vez. Su cuerpo menudo, sus brazos delgados y blancos, su nariz recta, los ojos tristes, un poco separados, y el cabello que le caía en sedosos bucles rojizos por delante de las orejas. No es que fuera una belleza radiante, y tampoco la amaba con pasión. Pero Alix era como un refugio seguro. Tan devota, incluso más que él. Silenciosa, recatada, humilde. Sobre todo, Alix era su amarre al mundo que había conocido. A sus momentos más felices.

    A Alix la habían casado con Simón porque el padre de ella, Bucardo de Montmorency, era normando, como él. Y los normandos procuraban emparentar entre sí. A Bucardo le había entrado prisa por dejar comprometida a su hija, pues quería partir para Tierra Santa a recuperar Jerusalén, por entonces recién caída en manos sarracenas. Y tras no mucho buscar, le pareció que Simón era el normando más piadoso al que podía aspirar como yerno. Pobre Bucardo. Sesenta años tenía cuando insistió en desembarcar en San Juan de Acre vestido con su equipo de combate, cota de malla y yelmo incluidos. Tenía pensado lanzar una arenga guerrera nada más pisar Tierra Santa, y partir a continuación a ensartar a ese maldito infiel de Saladino. Resbaló en la pasarela mojada que unía el barco con el muelle, y cayó al agua. Se fue al fondo arrastrado por el hierro, la soberbia y la estupidez.

    Ahora Alix no era más que una imagen difusa en su recuerdo. Líneas desdibujadas, colores apagados. Una figura lejana bordada en un tapiz. Un olor familiar le llegó entonces a Simón, como cuando en las cortas tardes de invierno Alix y él se sentaban frente al fuego en el castillo de Montfort. El aroma de la leña de roble. Simón notó que el aire se calentaba a su alrededor. La imagen de Alix en el tapiz vibraba, se curvaba a través de un humo negruzco. El frescor del invierno sirio desaparecía. En su lugar, una sensación templada, agradable. Quiso abrazar a su esposa, y entonces se dio cuenta de que estaba solo. Y de que no podía mover los brazos. El repentino picor en la garganta le hizo toser. Descubrió que dolía respirar, y que el roble crepitaba bajo sus pies. Miró abajo y vio el montón de leña ardiente. Las oleadas de fuego que brotaban de entre los maderos y rodeaban sus piernas. Y las cuerdas que lo sujetaban a la estaca. El calor crecía y crecía. Una súbita llamarada consumió sus ropas, su barba y su cabello. Todo se volatilizó en un instante. Alix era ya casi invisible al otro lado de la gran hoguera. Notó cómo su piel enrojecía en los tobillos, en los muslos. Y cómo el fuego lo devoraba todo y llegaba a la carne. Las pavesas ascendían ante él, flotaban frente a su cara crispada. Su cuerpo entero se sacudía, hervía la sangre en sus venas. Quería gritar, pero no era capaz. Solo era consciente del insufrible dolor. Se esforzó. Abrió la boca hasta desencajar la mandíbula, mientras su lengua se tostaba y los ojos le estallaban para convertirse en pulpa.

    Se despertó boqueando, sacudiéndose aquella miserable túnica que acumulaba suciedad de años. Un gemido de alivio al comprobar que todo había sido una pesadilla. Oyó pasos fuera. Sintió el sobresalto de Jaufré, y a él se le paró el corazón. Ya venían. Se restregó la cara. A pesar del frío, sudaba. Entrelazó los dedos y apoyó la frente en ellos. El dolor sordo del costado le martilleaba con cada latido, pero eso ahora era lo de menos, porque de nuevo llegaba el miedo, en oleadas tan fuertes como una tempestad en medio del mar más embravecido. Se obligó a rezar. Eso, repetir una plegaria, siempre ayudaba.

    —Padre mío, santa María, apiadaos de mí. No permitáis que flaquee. Dadme valor. Y conforme a vuestra misericordia, llevadme limpio ante vosotros.

    Simón se cubrió la cara, cerró los ojos con fuerza. Los veinte pasos siguientes los dio a ciegas, empujado por los guardias.

    El camino desde la mazmorra lo habían hecho a patadas. Primero los obligaron a tumbarse mientras los desenganchaban del muro. Ahí llegó la lluvia de golpes de bienvenida. Jaufré no dejaba de rezar, tampoco cuando el caíd le rompió la nariz de un puñetazo. Después los arrastraron fuera, por la estrecha escalinata de peldaños desgastados. Luego vino el fogonazo de luz.

    A Simón le costó acostumbrar la vista. Primero la fijó en tierra, en su sombra. La vio borrosa, rodeada por las demás sombras, las que proyectaban los guardianes. El aire fresco se abrió paso por su garganta y su pecho, y le provocó una tos violenta. Habían dejado de pegarle mientras recuperaba el aliento. Olió la humedad del cercano Éufrates. El viento le azotaba el rostro, mecía su cabello apelmazado. Poco a poco, con las manos a modo de parasol, subió la mirada.

    Habían pasado casi tres años desde su llegada al castillo de ar-Rahba, y casi ni recordaba el patio que había visto fugazmente, antes de que lo enterraran en vida en aquella mazmorra pútrida. Divisó las casuchas de madera pegadas al lienzo sur. Una caballeriza vacía, la herrería invadida por la arena. El sol se reflejaba sobre la caliza amarillenta y creaba la impresión de que todo era en realidad parte del desierto. Los muros, los merlones, la gran torre norte…

    ¿Qué había en el centro del patio? Algo que rompía el monótono color tierra. Simón intentó enfocar la vista, pero le lloraban los ojos, y todo aparecía acrisolado, como si observara el mundo desde lo más profundo de un sueño. Despacio, ante él, se materializó una mancha oscura. Entornó los párpados. ¿Qué era eso? Un enorme montículo, sí. Vigas viejas, algunas de ellas podridas, negras de humedad. Troncos y ramas. Madera apiñada en torno a un poste. A Simón se le cor- tó la respiración al mismo tiempo que Jaufré empezaba a gritar. No porque le pegaran esta vez.

    Simón miró a los lados, se volvió. Los guardias que lo rodeaban no se lo impidieron. No había más piras. Como en una pesadilla, vio a Jaufré con la nariz chorreante, la vista fija en el cono de leña, desgarrándose la garganta a alaridos.

    —¡Santa María, madre de Dios!

    —¡Silencio! —bramó al-Hakkari.

    Lo entrevió, oscilante al vapor que subía desde tierra. El caíd no usaba ahora el tono amistoso con el que solía dirigirse a él entre patada y patada. Simón se restregó los ojos. Cuando los cerraba, mil luciérnagas cruzaban rápidamente la oscuridad. Como Jaufré no dejaba de gritar, al-Hakkari se fue hasta él y lo derribó de una tremenda bofetada. El chillido se cortó de golpe. El caíd se inclinó sobre el joven freire.

    —Vinimos aquí, altaneros, insolentes, a imponerles lo que debían creer. A insultar al profeta, a ofender a Dios. Traíamos nuestras cruces, profanamos una tierra que no nos pertenecía.

    —Es… la tierra del Mesías —dijo Jaufré, y un grumo sanguinolento se le escurrió muy lento desde la boca.

    Simón vio que Jaufré intentaba levantarse. Dio un paso. Dos. Nadie lo detuvo. Ayudó al freire.

    —La tierra del Mesías —repitió al-Hakkari.

    —Venimos… —siguió balbuceando Jaufré— porque Dios lo quiere.

    Al-Hakkari cruzó el brazo ante su cara, dispuesto a descargarle otro revés. Simón y Jaufré se encogieron, pero el golpe no llegó.

    —¡Necios! Dios lo quiere, ¿eh? Eso es lo que alguien grita en Roma, y para rematarlo os envía a morir aquí, a la tierra del Mesías, mientras ese alguien goza de la vida, de la riqueza y de los placeres en sus palacios de oro. —El caíd abrió las manos a los lados—. ¿Veis aquí al papa? ¿Pensáis que se prepara para asediar Jerusalén? ¿Para defender Acre?

    »¡No! Él se queda allí, os da su anillo a besar y os despide sin miraros. Sin conocer vuestros nombres, ni los nombres de vuestros padres. «Renuncia a ti mismo», os dice. «Toma la cruz y sígueme». ¿Sígueme? Jamás he visto a un papa dirigiendo los ejércitos de Cristo.

    »Pues bien, hoy veremos qué es lo que Dios quiere realmente. —Puso el índice sobre el pecho de Jaufré—. Veremos si renunciáis a vosotros mismos. —Se movió dos pasos y golpeó con el dedo sobre el torso de Simón—. O si renunciáis a Dios. —Retrocedió. Su mano se abrió, señalando la pira—. Veremos si tomáis la cruz o escupís sobre ella. Veremos si seguís al Mesías u os alejáis de él.

    Y se fue hacia la pira. Simón sostenía a Jaufré, y al mismo tiempo lo usaba para sostenerse él mismo. Se atrevió a elevar la mirada al cielo. De un azul intenso, limpio de nubes. El viento le trajo un olor penetrante. Eran los guardias, derramando un líquido oscuro sobre la leña. Al freire le fallaron las rodillas. El grito de al-Hakkari les hizo respingar:

    —¡Traedlos!

    Nueva tormenta de patadas. Tres veces se derrumbó Jaufré camino de la pira, y tres veces lo ayudó Simón a ponerse en pie. Con los oídos taponados, la mirada baja, tratando de no pensar en lo que se avecinaba. Simón deseaba gritarlo. Gritar que renunciaba a Dios, que maldecía la cruz, que no quería saber nada del papa, ni de Cristo, ni de su santa madre ni de nadie. Pero se mordía la lengua y avanzaba, recibiendo golpes en las corvas, en la espalda, en la nuca.

    Llegaron a la base de la pira. Al-Hakkari estaba allí, piernas separadas. En su diestra, una antorcha encendida. Simón se venció de rodillas. Juntó las manos.

    —Así no, al-Hakkari. No quiero morir así.

    —Lo sé, Simón. Pero se hace mi voluntad, no la tuya. O tal vez sí haya una manera. ¿Qué harías para que yo apartara este cáliz de tu boca? ¿Renunciarías a Cristo?

    Jaufré redobló su llanto. Simón miró al caíd desde abajo. El sol brillaba tras su cabeza, un poco a su izquierda. Y a la diestra, la llama de la antorcha se convertía en una luz gemela. Simón se puso en pie. Jaufré seguía a su lado, tambaleante. Sus labios se movían muy deprisa, escupiendo salivazos rojos al tiempo que suplicaba a Dios, la Virgen María y todos los santos que le venían a la cabeza. Simón pensó en el dolor infinito. En las llamas rodeándolo. En la piel quebrada, abierta, supurando sangre hirviente. Echó la cabeza atrás, to- mó aire.

    —Renunciaré a Cristo.

    Al-Hakkari cerró los ojos. Los mantuvo así, párpados apretados, mientras la llama de su antorcha se sacudía al soplo del viento. Lo recitó con voz grave:

    In malitia sua expeletur impius, sperat autem iustus in morte sua.

    Simón no lo entendió. Fue Jaufré quien cortó su llanto y fijó su vista en al-Hakkari. Sorbió mocos mezclados con sangre antes de traducir.

    —Por su malicia será expulsado el impío, mas la esperanza del justo está en su muerte.

    El caíd asintió.

    —Hoy serás libre, Simón. Libre y maldito. Expulsado del seno de Dios. Condenado, como yo, a hacer penitencia el resto de tus días, hasta que se te llame a su presencia. Entonces Él te señalará este día, este momento, y tú, Simón, recordarás que condenaste tu alma para salvar tu cuerpo. Recordarás que, para salvar el alma de este freire, condenaste su carne.

    Y le entregó la antorcha. Simón, que aún trataba de asimilar lo que le habían dicho, la cogió. Vio a Jaufré cruzando ante él, pisando los leños amontonados. La mirada al frente, el paso tambaleante, pero directo a la cumbre de la pira.

    —La esperanza está en la muerte —repetía—. La esperanza está en la muerte.

    —No. No puedo —dijo Simón.

    El gesto apenado de al-Hakkari cambió por un momento para revelar al carcelero cruel.

    —Lo que no puedes es ser justo e impío al mismo tiempo. —Señaló el montón de leña embreada—. Esta es tu renuncia a Dios, Simón. Quema o arde.

    Simón contempló la llama. El viento la empujaba hacia su cara, y le hacía sentir el calor. Cerró los ojos. Se vio a sí mismo de nuevo, sujeto a la estaca, vociferando mientras la piel, convertida en costra ardiente, se separaba de su carne. Le pareció que pasaba una eternidad. Miró al cielo, como si pudiera dirigirse a Dios sin intermediarios. Seguro que, en ocasiones así, podía.

    —Perdóname, Señor.

    Oyó la carcajada queda de al-Hakkari.

    —Perdón… Ah, Simón. Te marcharás de aquí siendo el pecador más despreciable. No existe penitencia capaz de evitar el infierno que hoy vas a ganar. Vagarás el resto de tus días consumido. Lo sentirás aquí. —Le tocó el pecho—. Cada día, cada noche. Como lo siento yo. Solo que yo sí he encontrado mi penitencia. Yo abro las puertas del cielo al justo, y las del infierno al impío. ¿Me servirá de algo? No lo creo. Y un día, Simón, tú y yo nos reuniremos entre las llamas eternas, y allí no estará ninguno de los que maté por mi propia mano. Ni estará ese freire que ahora te espera. Ve, Simón. Condénate.

    Y Simón lloraba. Lloraba cuando se volvió hacia el montículo de madera al que Jaufré había subido por su propio pie. Y vio, a través de sus lágrimas, cómo el freire se dejaba atar por los guardias de ar-Rahba.

    —¡Yo te perdono, hermano! —gritó Jaufré desde lo alto. Ya no temblaba, ni parecía poseído por el terror. Los guardias apretaron los nudos y bajaron a toda prisa. Simón notó la presencia del dragón a su alrededor. Apretando, cortándole la respiración. Un dragón que montaba al-Hakkari. El egoísta que, al salvarse, eligió la condena.

    Simón se inclinó, empujado por el dragón. En su cabeza, el eco del perdón otorgado por Jaufré se convertía en un sonido monocorde, que rasgaba por dentro, destrozaba su cordura y lo volvía todo negro. Con un movimiento brusco, introdujo la antorcha entre dos leños y el dragón escupió su llamarada.

    La brea se inflamó enseguida, las lenguas de fuego brotaron de la base y treparon por el cono. El humo negro subió en remolinos que el viento empujaba hacia el sur. Los guardias se apartaron. Simón también retrocedió. Dejó caer la antorcha, se puso de rodillas. Se obligó a mirar cómo la piel de Jaufré se perlaba de sudor, y cómo abría la boca en busca de aire. No apartó la vista cuando su túnica roñosa se inflamó, ni cuando un súbito fogonazo lo envolvió junto con la estaca. El crepitar de la madera no pudo apagar los gritos del mártir, y por eso se grabaron en la memoria de Simón. Simón, el impío. Simón, el egoísta. Simón, el miedoso.

    Simón, el condenado.

    4

    La caravana, larga y lentísima, seguía la ruta sin separarse del río Éufrates. Una variopinta multitud de carruajes, camellos, mulas y servidores a pie, más unos pocos hombres de armas a caballo que el gobernador de Homs prestaba para escoltar a los mercaderes.

    Simón arrastraba los pies junto a un carro cubierto con lonas. Era el del comerciante cristiano que se había comprometido a llevarlo de regreso a Francia. También vestía gracias a la caridad de otros comerciantes: un perfumero de Harrán le había regalado una túnica andrajosa que antes usaba como mantel; y un pellejero italiano, unas sandalias desgastadas que le venían pequeñas. Los mercaderes de la caravana lo habían hecho por misericordia, y también para no tener que aguantar el hedor de aquella ropa que Simón llevaba puesta desde hacía casi tres años.

    Aunque el castillo de ar-Rahba quedaba ya lejos, Simón y su bienhechor apenas habían cruzado algunas palabras. Simón agradecía la caridad con la ropa. Y el pan, el queso, los frutos secos y la carne salada. Pero tomaba asiento aparte, un poco alejado de la hoguera, cuando los mercaderes charlaban de noche, antes de dormir. Simón se preguntaba si tenía derecho a aquellos ropajes y a los alimentos. Durante años, mientras su fe permanecía entera, lo habían mantenido con sobras a medio pudrir. Y ahora que se había condenado, se alimentaba de lo que bien podía considerar manjares. Los observaba con delectación antes de comerlos, y luego los masticaba despacio, con los ojos cerrados, tratando de olvidar que, con cada pedazo que tragaba, se hundía un poco más en el infierno.

    El mercader que lo había acogido, Imbert de Sent Porquièr, lo miraba de reojo y, cada seis o siete bocados, dejaba de charlar con sus camaradas y le ofrecía a Simón el odre con agua del Éufrates.

    Imbert pasaba de los cincuenta y vestía a lo sarraceno, con turbante abultado y larga túnica color azafrán. Se hacía acompañar de dos sirvientes y era de los de profusa charla, aunque Simón fingiera no prestar atención. El hombre le contaba trivialidades, le señalaba de qué aldea procedían aquellas luces de la lejanía, cuánto quedaba para el siguiente oasis o lo cerca que estaban ya de su próxima etapa, la ciudad de Raqqa. A partir de allí torcerían al oeste, hacia Antioquía, y se embarcarían rumbo a Europa. Imbert prefería esa ruta porque, aunque era más larga, evitaba los territorios castigados por las cabalgadas y las escaramuzas. «La guerra nunca es buena para el negocio», decía.

    Imbert procedía de Sent Porquièr, en los territorios del conde de Tolosa. Eso le contaba a Simón. El mercader había abandonado pronto su pueblo para establecerse en la capital del condado, donde la prosperidad daba para todos y más. De eso hacía casi treinta años. Se había metido en el negocio de los tejidos de lujo y, de comprarlos a los viajantes y distribuirlos en Tolosa y Montauban, había pasado a viajar él mismo para escoger el mejor género en origen. Imbert navegaba con regularidad a Tierra Santa, hacía la ruta a Bagdad y cargaba mucha tela opulenta. Baldaquino y muselina, sobre todo. Su principal cliente, decía, era el mismísimo conde de Tolosa, Raimundo. A Imbert de Sent Porquièr se le llenaba la boca de halagos hacia su conde.

    —Raimundo es bueno para los negocios, como lo fue su padre. No nos machaca a impuestos y es generoso con los dispendios. De hecho es, mi principal cliente. —Imbert de Sent Porquièr señaló su carruaje, ahora con las mulas desenganchadas—. Lo que llevo es todo para él. No repara en lujos, jamás regatea ni se retrasa en el pago. Cuando lleguemos a Tolosa, Simón, vendrás conmigo al Castel Narbonés, el palacio del conde Raimundo. Tendré que presentarte, claro. Eres todo un soldado de Cristo, superviviente del cautiverio. Pero no puedo decirle que te llamas Simón, sin más.

    Simón dejó de masticar la carne salada. Tomó el odre que Imbert le ofrecía y bebió. Se lo devolvió y se restregó la barba, aún larga y tupida.

    —Gracias.

    Y dio un nuevo mordisco a la carne. Imbert suspiró.

    —Escucha, Simón. Comprendo que no tengas ganas de hablar. Los años encerrado en ar-Rahba… Bueno, al-Hakkari no es conocido por su buen trato a los cautivos. Pero ya eres libre. Vuelves a casa, Simón. ¿Eso no te alegra?

    Simón subió la vista.

    —¿Habías oído hablar de al-Hakkari?

    Era lo más largo que Simón había dicho desde su partida de ar-Rahba. Imbert lo aprovechó. Tomó asiento a su lado y dejó descansar el odre en su regazo.

    —Cuando lo conocí no se llamaba al-Hakkari.

    Eso despertó la curiosidad de Simón. El mercader se dio cuenta, así que se lo contó. Veinte años atrás, poco antes de que Jerusalén cayera en manos de Saladino, Imbert recalaba con frecuencia en la Ciudad Santa. Por aquel entonces, todo el mundo lo hacía.

    —Mientras hubo treguas, las caravanas se respetaban, fueran a donde fueran, porque el oro es oro en tierra de fieles y de infieles. Igual que en esta marcha, nos juntábamos de todos los credos y nos protegíamos unos a otros. Entonces fue cuando se rompieron los pactos, cosa siempre estúpida. Reinaldo de Chatillon atacó una caravana, y Saladino se preparó para la guerra. Unos cuantos mercaderes y yo acudimos a quejarnos. Me nombraron su portavoz, fíjate qué cosas. Mientras esperaba a que el rey de Jerusalén me concediera audiencia, me alojé en el Hospital de San Juan, y el caballero que me atendió fue Egidio de Montbreson.

    Imbert de Sent Porquièr hizo una pausa sin dejar de mirar con fijeza a Simón. Este asintió.

    —Egidio de Montbreson. Así se llamaba pues.

    —Lo recuerdo por su afabilidad —siguió Imbert—. Un buen hombre, trato fácil. Los de la Orden del Hospital, incluido su maestre, no querían la guerra con Saladino. Egidio tampoco. Ya sabes cómo son esos freires hospitalarios. Su afán es cuidar de los peregrinos, sanar a los enfermos. ¿Sabes de qué me acuerdo más que nada? Decía que el alma es importante, pero ¿por qué no cuidar también del cuerpo? «Dios nos lo ha dado por algo», opinaba.

    —Curioso.

    —Eso no quita para que, una vez metidos en espadazos, los hospitalarios se batieran contra el infiel con mucho valor. En fin, mis quejas sirvieron de poco. Enseguida llegó la guerra y, en Hattin, Saladino derrotó al ejército cristiano. Pero eso tú ya lo sabes. Los templarios y hospitalarios murieron a montones. Saladino fue cortés con casi todos los cautivos, no con los freires. Les tenía miedo, creo yo, por la fuerza de su fe. Les dio a elegir: si no renunciaban a Cristo, morirían.

    A Simón empezó a temblarle la pierna. Esa parte de la historia era sabida, y el detalle que se avecinaba se lo había contado el propio al-Hakkari. O Egidio de Montbreson, por nombre anterior. Uno a uno, los freires ofrecieron el cuello. Hasta aquellos que, aterrorizados por la inminente muerte, flaqueaban. Solo hubo uno que no pudo resistirlo. Solo hubo uno que condenó su alma por salvar su carne.

    —¿Volviste a saber de él, Imbert?

    —Unos años después. Jerusalén había caído tras Hattin, así que suspendimos los viajes, las caravanas dejaron de verse… Tardamos en recuperarnos del desastre. Cuando reanudé mis negocios con Bagdad, solía trasnochar en el caravasar de ar-Rahba para el cruce del Éufrates. Como todos los caídes, el de ar-Rahba te garantizaba seguridad si tú también te estirabas con la tasa. Un día lo vi, inspeccionando las defensas. Había salido del castillo y recorría el caravasar con algunos de sus guardias. Bien, había engordado un poco y ya no vestía hábito, pero era él. El mismo ojo revirado, la misma barba encrespada. Lo llamé por su nombre cristiano, y enseguida me reconoció.

    —¿Se alegró de verte?

    —No lo sé. Había cambiado. No tanto en su aspecto, me resulta difícil explicarlo… Era como si estuviera vacío. Me dio miedo, lo reconozco. No me gustaba estar en su presencia. Bah, no me hagas caso. Egidio… Es decir, al-Hakkari me contó que lo habían mandado a vigilar aquel castillo perdido, lejos de las algaras de los cristianos, porque Saladino seguía sin fiarse de los cristianos convertidos, por mucho que hubieran renunciado a la cruz y aceptado la fe de su profeta. Ya sabes lo que decía ese infiel, ¿no? «Nunca se vio a un mal cristiano convertido en buen musulmán, ni a un mal musulmán convertido en buen cristiano».

    »Un par de años después, en un viaje de regreso desde Bagdad, paré a hacer noche en el caravasar de ar-Rahba. Al ver mi nombre en la lista, al-Hakkari salió del castillo y me pidió que me llevara de allí a algunos cautivos que se habían ganado la libertad. No eran freires. Hombres de armas cristianos, capturados en una cabalgada. No podía negarme, claro. Uno de ellos era natural de Montauban, muy cerca de mi pueblo. Me contó que el caíd los había obligado a renunciar a Cristo si querían vivir. Si no, los amenazaba con el tormento y la muerte. Dos opciones claras, nada de rescates: el alma o la carne. Así se aseguraba de que no volverían a tomar la cruz. Los muertos no lo hacen. Los condenados al infierno, tampoco.

    Simón carraspeó. Miró a otro lado, a las hogueras que salpicaban el campamento a lo largo del gran río. La fría humedad las hacía temblar contra la oscuridad del desierto sirio.

    —Pues bien, Imbert. Como ves, estoy vivo. Así que ya sabes cuál fue mi opción.

    —Lo sé, lo sé. A veces, muy pocas, al-Hakkari me hace uno de estos encargos cuando paso por ar-Rahba. Y siempre es igual. Llevo conmigo a hombres que a la vez son libres y están condenados. Todos, siempre, se pasan las noches despiertos, llorando o consumidos por las pesadillas. Hace dos años, tal vez en este mismo sitio, uno de ellos se ató una piedra al cuello y anduvo hacia el río. —Imbert se encogió de hombros, le dejó el odre a Simón y se puso en pie—. Y ahora me voy a dormir, que ya refresca bastante. Duerme tú también. No eres el primero ni serás el último.

    Imbert se fue frotándose las manos. Simón arrojó

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