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Líneas de fuga
Líneas de fuga
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Libro electrónico329 páginas5 horas

Líneas de fuga

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Los años son convulsos para todos, pero las armas para defenderse son distintas. Klaus y Erika, hijos del Premio Nobel Thomas Mann (1929), son famosos e influyentes en todo el mundo y escriben en revistas y periódicos. Pero, cuando regresan de un viaje de esquí, se encuentran Múnich manchada de esvásticas. Corre el año 1933, y comienza el exilio. Unos años más tarde, obligados a regresar a Villa Poschi para buscar el escritorio en el que su padre esconde unos diarios que ponen en juego la supervivencia de la familia, los dos hermanos aprovecharán el viaje para adentrarse en España. La Guerra Civil ya ha estallado y, con una Europa convulsa política y socialmente, están convencidos de que la catástrofe española es el preludio de un futuro desesperanzador.

Una noche, la estudiante de filosofía Hannah Arendt cruza a pie la frontera hacia Checoslovaquia. Los judíos como ella, perseguidos por el régimen, deben huir mientras les es posible. Comienza entonces un periplo europeo que la lleva hasta París, desde donde colaborará con organizaciones de refugiados. En 1940, la ciudad ha sido invadida por los nazis. Enviada a un campo de concentración, consigue escapar, y también ella atravesará una España donde las cicatrices de la guerra civil aún sangran.

Con un estilo delicado y luminoso, Líneas de Fuga es una novela sencillamente brillante en sí misma. Templada, airosa en su narración y llena de referencias históricas y culturales, Begoña Quesada subyuga al lector con una historia a medio camino entre la realidad y la ficción. Porque, a veces, hay vidas que se cruzan en un momento Los años son convulsos para todos, pero las armas para defenderse son distintas. Klaus y Erika, hijos del Premio Nobel Thomas Mann (1929), son famosos e influentes en todo el mundo y escriben en revistas y periódicos. Pero, cuando regresan de un viaje de esquí, se encuentran Múnich manchada de esvásticas. Corre el año 1933, y comienza el exilio. Unos años más tarde, obligados a regresar a Villa Poschi para buscar el escritorio en el que su padre esconde unos diarios que ponen en juego la supervivencia de la familia, los dos hermanos aprovecharán el viaje para adentrarse en España. La Guerra Civil ya ha estallado y, con una Europa convulsa política y socialmente, están convencidos de que la catástrofe española es el preludio de un futuro desesperanzador.

Una noche, la estudiante de filosofía Hannah Arendt cruza a pie la frontera hacia Checoslovaquia. Los judíos como ella, perseguidos por el régimen, deben huir mientras les es posible. Comienza entonces un periplo europeo que la lleva hasta París, desde donde colaborará con organizaciones de refugiados. En 1940, la ciudad ha sido invadida por los nazis. Enviada a un campo de concentración, consigue escapar, y también ella atravesará una España donde las cicatrices de la guerra civil aún sangran.

Con un estilo delicado y luminoso, Líneas de Fuga es una novela sencillamente brillante en sí misma. Templada, airosa en su narración y llena de referencias históricas y culturales, Begoña Quesada subyuga al lector con una historia a medio camino entre la realidad y la ficción. Porque, a veces, hay vidas que se cruzan en un momento decisivo para no reencontrarse jamás. En la guerra, unos pierden mucho y otros lo pierden todo. Y ésta es la historia. Nuestra historia.
IdiomaEspañol
EditorialEDHASA
Fecha de lanzamiento15 may 2023
ISBN9788435049221
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    Líneas de fuga - Begoña Quesada

    MORÍA LA BONDAD EN EL PAÍS

    Küsnacht (Suiza), primavera de 1938

    El problema no eran los fórceps violentándole el ojo. Lo que paralizaba a Erika era la boca pastosa, el aliento agrio, el peso de las manos mientras penetraba en su pupila. Las uñas anchas y rayadas graduando el instrumental; las pestañas agrupadas en triángulos; la frente sebosa. El pelo invernal, partido.

    Él se alejó unos centímetros. Erika se lo imaginó extrayendo un tentáculo del pasillo amniótico entre su ojo y su cerebro, desprendiendo una ventosa con olor a desinfectante de sus pensamientos más tiernos.

    –La presión del ojo está bien. La prueba de Schiotz es correcta. Pero la córnea sigue presentando rasguños de la arena del desierto, que no han cicatrizado. Una mujer como usted no debería tener el ojo así.

    La nariz carnosa y con arañas de pelo gris. El bigote como una tercera ceja. La excrecencia de la barbilla entre la papada y la boca.

    En la cita anterior, el doctor Rocher había apretado aún más con los fórceps y tuvo que conducir de vuelta con el ojo cerrado por una carretera salpicada de vacas y ovejas. Las marcas de sus garras amarillas le duraron varios días.

    Hoy, después de una hora esperando, había estado a punto de levantarse, pero aquel doctor, con el retrato de su plateada esposa a la derecha, los títulos académicos subrayados con ébano sobre la pared, representaba la posibilidad de conservar el coche y, sobre todo, de viajar a España.

    –Le voy a prescribir un colirio distinto, y siga con las gafas que le receté... Y no vuelva a levantar la voz a mi secretaria. Entre mis pacientes, hay gente venerable.

    Mientras hablaba, el doctor desmontaba las piezas del tonómetro y se las iba pasando a la enfermera, con uniforme duro y unas perlas desproporcionadas bajo las orejas, para que las fumigase con una pera de plástico caduco y las guardase en su estuche de fieltro.

    Erika se fijó en el sello de oro con el Münchner Kindl sobre el meñique masculino, similar al que su padre había dejado atrás en Múnich.

    –Me resultan muy incómodas, esas lentes. Pesan, me dificultan conducir y leer. ¿No hay otro modelo? Tengo intención de viajar, visitar a mi tío en el sur de Francia, y necesito escribir; tengo un libro sobre la Riviera comprometido.

    La enfermera, apretando el estuche bajo el cobijo de sus pechos, cerró la puerta al salir.

    –Señora Mann...

    Afiló la última «n» sobre la receta y resucitó su cigarrillo. La tinta brilló bajo la llama.

    –Como le comenté a su padre, por el que tengo el mayor de los respetos, ha tenido usted mucha suerte de conservar la vista. La arena y el sol del desierto son peligrosos para el ojo ario. O semiario.

    El humo se escapó por los extremos de la sonrisa. Su incisivo inferior ocupaba el eje simétrico de la boca, creando una sensación de desencaje.

    –¿Qué quiere decir?

    Él movió el Deutsche Ophthalmologische Gesellschaft que tenía sobre la mesa y dejó al descubierto la portada de la revista Time con el rostro de Thomas Mann. «Incluso un banquero se puede sentir tranquilo en su compañía», afirmaba el titular. Luego arrancó la página rosa del recetario y volvió a llenar de humo el espacio entre los dos.

    –Un riesgo innecesario. Ya lo hablé con su padre, conducir por esos desiertos...

    Erika se guardó la receta en el bolso de charol y sacó el sobre, deslizándolo bocabajo sobre la mesa para ocultar el membrete de Thomas Mann.

    –¿Cuándo dejará de dolerme? Eso es lo que yo quiero saber.

    El doctor ocultó el dinero en el cajón izquierdo.

    –Su ojo se recuperará si hace lo que le he prescrito. Pero, debo decírselo, yo nunca habría dejado a mi hija participar en una carrera de hombres entre Moscú y Lisboa.

    –Fue una carrera de coches, no de hombres. Y no hay ningún desierto, que yo sepa, entre Moscú y Lisboa.

    –Ya. ¿Ocurrió antes o después de atravesar Estados Unidos como una vagabunda? ¡Dios mío! Mi mujer no podía creerse las noticias. ¿Alguna vez ha pensado que hay jóvenes como mi hija que la admiran?

    El doctor giró la silla y de la parte inferior de la estantería sacó un ejemplar de Die Wochenschau, el que incluía la narración de Klaus sobre el viaje por Estados Unidos.

    –«Erika y yo estábamos demasiado borrachos como para percatarnos de la borrachera del conductor. Entramos en el año nuevo rozando el abismo».

    Cerró la revista, las aristas del reportaje arrugadas, y recuperó el ángulo recto de la silla.

    –Incluso a esta tranquila comunidad suiza han llegado los titulares de «los gemelos Mann». Entonces ya tenía ese ojo dañado. Y, aun así, después la hemos visto en el África negra, en el Sáhara... No, no encontrará a mi hija detrás de un volante.

    –¿No sabe conducir, su hija? ¿O no ve bien?

    Con el índice, el doctor encajó el capuchón de la pluma y golpeó la cabeza del cigarrillo sobre el cenicero. Se reclinó sobre la silla, haciendo gemir el cuero.

    –Mi hija es cien por cien una señorita.

    Apretó los labios, desflorando el tabaco.

    Erika sostuvo el mechero. Olía a loción de afeitar. Con el pulgar siguió la R sobre el oro. Encendió un cigarrillo y se puso en pie.

    El doctor se acodó sobre la mesa, unidas las manos y el rostro tras la fumarola.

    –A mí no me importa que Thomas Mann lleve cinco años fuera de Alemania o que haya escrito esto o lo otro sobre Richard Wagner. Nosotros somos camaradas de colegio. Mis padres admiraban el trabajo del senador Henry Mann y las tertulias de su esposa, las más coloridas de Lübeck. ¿Ve esta cicatriz en mi barbilla? Yo aprendí a montar en el biciclo de su padre. Él es un Premio Nobel, uno de los nuestros... Usted está en mi consulta por lo que su padre representa para la patria.

    Erika se hizo crujir los dedos y rodó el cigarrillo sobre el labio. Le había prometido a su padre que asistiría a las citas del doctor Rocher por lo menos hasta agosto.

    –Resulta que Thomas Mann ya no ostenta el pasaporte alemán, cortesía de su gobierno, y yo soy súbdita del Imperio británico desde hace tres años.

    Se colocó los mitones mientras apretaba el cigarrillo con la comisura de la boca. Tensó el cuero sobre la palma y ajustó el tejido de malla entre los dedos.

    –Además, yo tengo mi propia carrera como actriz. Varios libros publicados también, para su información.

    Caminó hasta la puerta. Bajó la manilla y, sin soltarla, se giró una vez más antes de abrir. Expulsó todo el humo contenido.

    –No haga esperar a sus venerables pacientes, doctor Rocher.

    SE IBA HACIENDO FUERTE LA MALDAD

    La primavera ajustaba cuentas en Küsnacht, y las yemas apretadas del fresno bajo el que Erika había aparcado se despeinaban en brotes.

    Giró la llave en la cerradura del Ford azul con olor a tabaco en las costuras. Se agachó. El mecánico había hecho un buen trabajo en el guardabarros, pero descubrió salpicaduras de sangre contra la chapa.

    –¡Erika! ¿Qué haces ahí escondida? Te estaba buscando.

    Se golpeó el hombro contra el retrovisor.

    –¡Klaus, qué susto! Llegas tarde. ¿Quién es ése?

    –Frank, ¿te acuerdas? El hijo del farmacéutico. Vuelve con nosotros. ¿Tienes la receta?

    –Me ha dado un medicamento distinto. Despídete de tu amigo. No podemos llevarlo.

    –Pero ¿qué vamos a hacer? Casi no nos queda. Frank me ha dicho que sin receta no hay nada parecido en toda Suiza. Y él no puede sacarnos más, su padre lo sigue detrás del mostrador.

    –Aún no sabemos si lo que me ha recetado lleva opiáceos. Despídete y sube.

    –¿No puedes entrar y convencer al doctor de que te viene mejor lo otro? Llevo dos noches sin pegar ojo.

    –Salvo que me crezca un pene de repente, no. Di a Frank que tiene que regresar en tren o en bicicleta, nos vamos.

    Erika se acercó al fresno y lo abrazó antes de subirse al coche. Sacó las lentes ahumadas de la guantera y se miró en el retrovisor. Sobresalían como dos asas. La montura, soldada en el puente de la nariz, se ensanchaba hacia la izquierda sobre una lente más gruesa. Las arrojó contra el sombrero trillby que le había llegado hacía unas semanas de la Boutique Alfons de Salzburgo y las sustituyó por las Schiaparelli.

    Salió del aparcamiento y se acercó a la acera para recoger a su hermano, que se despedía de Frank con un beso en la mejilla.

    –Deberías ser más cuidadoso, Klaus. Küsnacht es pequeño. Luego nos pasa lo que nos pasa cuando entramos en la sala de espera de un médico.

    –Pero tú no dejas de abrazar árboles, que te he visto.

    Arrancó.

    –Es distinto, me calma. Mira, con esas hojitas del fresno se puede hacer un té rejuvenecedor.

    –Es lo mismo. Pero a mí Franz me rejuvenece y me calma.

    Podía ver por el retrovisor cómo Frank se quedaba mirando, las manos en los bolsillos. Era un chico de espaldas anchas, el pelo tupido peinado hacia atrás. Su hermano solía tener preferencia por hombres atléticos en verano e infantiles en invierno.

    –¿Qué te ha dicho entonces el doctor Rocher? ¿Te ha quitado esas gafas horribles? ¡Éstas son las Schiaparelli que yo te compré en Nueva York!

    –Me ha soltado el discurso habitual sobre reputación y adoración al padre. Todavía colea lo del Gran Prix, aunque hace años que gané esa carrera. En Suiza reciclan los periódicos alemanes... Cuando estemos instalados en Estados Unidos, pediré cita con el doctor Spiegel. Si fuera por Rocher, estoy segura de que me pondría un parche y un corsé.

    El Ford salió del sendero hacia la carretera, aguijando las ruedas sobre los guijarros. Erika apretó el encendedor del coche.

    –¿Estás segura de que papá no come en casa?

    –No creo, el doctor Jung regresaba ayer de Oxford y hoy celebran juntos lo de su doctorado honorario... Pero quizá cuando llegue a casa sea una oportunidad para contarle lo del accidente y la factura del taller.

    Erika dejó escapar una nube blanca y devolvió el encendedor al salpicadero.

    –O, mejor aún, lo de ir a España.

    –Estoy decepcionado. Tanto empeño en que nos juntásemos en Küsnacht y luego no le vemos el pelo. Y mientras, mum...

    –¿Ahora la vas a llamar mum porque se mudan a Estados Unidos? Suena a momia. Llámala mother, si acaso.

    –Mielein, entonces, si prefieres. ¿Mejor así, como la llamamos en Alemania? Mielein, si puedo seguir con mi argumento, dear Erika, tiene que montar la casa de Estados Unidos, organizar la de Suiza, salvar la de Múnich y todo eso, aguantando sus tonterías. Ayer la riñó porque no había empaquetado los libros en orden cronológico, y cinco minutos más tarde, porque no sabía en qué caja estaba el Homero.

    –Y nos queda aún lo más importante.

    Klaus presionaba la mano contra la guantera cada vez que se cruzaban con otro coche. Erika aceleró.

    –¿Te refieres al escritorio de papá? Mielein está obsesionada. Aunque la mesa lleve cien años en la familia Pringsheim, yo... ¡Cuidado, Erika, el tractor!

    Ella aceleró aún más en la curva.

    –¡Eri! Tienes que ir más despacio. ¡Y con una mano! ¿Cómo sabías que no venía nadie?

    –Anticipación, Klaus. Fundamental para conducir. La otra la tenía ocupada con el cigarrillo.

    –Pero alguien puede salir de una de las casas. O un bicho. Así ocurrió el atropello. No vayas tan rápido cuando yo esté en el coche, te lo he dicho mil veces.

    –Relájate, Eissi. Está claro que necesitas meterte algo. Acordamos que no fue culpa mía, ¿recuerdas? Lo de la niña, nada que no se pueda arreglar con una escayola. Y en media hora habían pegado un tiro al pobre perro.

    Klaus negó con la cabeza antes de contestar.

    –«La verdad locura otra verdad la cura», Kant. O Schopenhauer. Creo.

    Erika aceleró de nuevo. Viajaron en silencio hasta que la carretera alcanzó la planicie.

    –Sabes que para Mielein el escritorio es lo de menos, ¿no, Klaus?

    –Lo que sea con tal de no aguantar a papá. ¡Qué cansino! Siempre quejándose del escritorio... ¡Lleva cinco años trabajando sobre otras mesas y no le vale ninguna! Están obsesionados.

    Klaus intuyó la negación de su hermana detrás de las gafas y continuó.

    –Hicieron que Golo volviera a Múnich para ver si la dichosa mesa seguía en casa o se la habían llevado los nazis, ¿te acuerdas? Y eso que ya sabíamos que vigilaban Villa Poschi, que nos esperaban.

    –Abre ahí, mira a ver si hay más cigarrillos... Pero no es la mesa, lo sabes, Klaus.

    –Éste te lo enciendo yo. ¿Qué quieres decir con que no es la mesa?

    Klaus buscó bajo la documentación, carretes de película, cuartillas con caricaturas y un pañuelo rayado de seda. Al fondo había una cajetilla empezada de Chesterfield.

    –¿Ahora fumas lo mismo que Annemarie? No me extraña que conduzcas como «el dulce ángel». Acabarás entre camellos y polvo, como ella. ¿Qué ha pasado con el paquete de Gauloises que te traje?

    –Hace dos semanas, por Dios, Klaus.

    –Mejor trabaja como actriz. Como periodista no vas a poder financiarte los cigarrillos, créeme. Éste te lo enciendo yo, he dicho. ¿Qué pasa con la mesa? Al final nos va a tocar a nosotros ir a sacarla de Múnich. Será mejor que me entere bien.

    Le pasó el chéster humeante a su hermana. Los abetos cardaban el aire.

    –El escritorio, es verdad, lleva años en la familia de Mielein: lo de Cossima Wagner colocando partituras con la bisabuela, Sigmund Freud, Lou Salomé, Rilke... Las historietas sobre la petición del voto para las mujeres, cómo escribían las pancartas... Los ensayos de teatro de la abuela y los textos de su padre... En fin, el universo alrededor del escritorio éste.

    Klaus giró la manivela y se acodó sobre la ventanilla. Su hermana solía conducir más lento en las rectas que en las curvas. Las ovejas moteaban un campo fluorescente.

    –Erika, a papá eso le da igual. Ese escritorio pasará a la historia porque sobre él se escribió Muerte en Venecia o La montaña mágica. Así lo ve él. ¡A lo mejor con el tiempo se revaloriza y cuando él se muera podemos venderlo!

    –A mamá lo que le importa es el compartimento secreto que añadió papá a la mesa.

    Klaus sonrió de medio lado. El humo se destiñó rápido por la ventanilla.

    –Secretos, mis historias favoritas.

    –Los diarios de papá de entre 1921 y 1933 y algunas joyas, incluida una pulsera de esmeraldas brasileñas de la abuela Julia, están escondidos en un doble fondo de esa mesa.

    Los ojos azules de Klaus se avivaron.

    –¡Está dispuesta a que nos encierren los nazis por unas piedras y unas libretas!

    –A ver si te crees que el dinero del Nobel es infinito. ¡Bien que pides, cuando te quedas tirado por ahí!

    –¿Y cómo puede ser que papá dejase a su madre vagar de pensión en pensión hasta que se murió, teniendo él guardada su pulsera de esmeraldas?

    –Piensa más allá, dear brother. Lo crucial son los diarios. Las críticas, las quejas, las alabanzas... El deseo... Lo que ha pasado por la mente del Thomas-Mann-Premio-Nobel. Nombres, escenas... Mujeres, hombres... Creo que hay una entrada curiosa sobre ti.

    Erika miró por el retrovisor. Apretó los labios y se peinó con el índice primero una ceja, luego la otra.

    –Un día que te vio desnudo en la habitación de Golo. Venías del río... La imagen le causó cierta... impresión. O presión.

    Klaus tiró el cigarrillo e inmediatamente se peleó con el mechero para encender otro.

    –Ese viejo galápago... No puedo decir que me sorprenda nada de esta familia ya.

    –Lo más divertido es que...

    Erika se sacó una brizna de tabaco y se frotó los dedos a través de la ventanilla. Klaus había dejado de mirar los prados relucientes, entrecortados por fachadas de madera.

    –Lo divertido es que ¿qué?

    –Papá sólo quiere su mesa. Piensa que las joyas están en una maleta que confiaron a un profesor en Princetown cuando fueron a dar las charlas y que los diarios son cenizas. Pero mamá sabe que siguen allí. Por eso ella aceptó comprarme este coche tan grande. Espera que salga antes de que acabe el mes hacia Múnich. ¿Me acompañarás? Tu amigo Süskin sigue allí, podríais quedar.

    –Süskin sólo quiere convencerme para que regrese. Que la vida sigue siendo divertida en Alemania, dice. Que he perdido el criterio y me habéis adoctrinado... Se han vuelto todos estúpidos. El día que caigan bombas sobre Múnich se van a oír desde Suiza.

    –No te enfades, Klaus. Rechinas los dientes.

    Ella cambió la posición del cigarrillo sobre el labio inferior y guardó silencio.

    –Uno no puede tocar ciertas cosas sin mancharse, Erika. Süskin no se da cuenta de lo que está pasando. ¿Se puede pactar con un oso, por ejemplo? ¿Se puede llegar a un acuerdo con la sífilis o con la apendicitis? No. Hay cosas que son como son. No puedo evitar pensar en Ricki cuando leo las cartas de Süskin.

    –Ricki, Ricki... Ojalá se hubiese quedado en Brooklyn, aunque fuese lavando platos o repartiendo flores. O en México.

    –A veces sueño que me lo encuentro dormido en un banco de Central Park, lo despierto y nos subimos los dos a su camión de flores; salimos de Manhattan rumbo a Tijuana y vamos tirando la ropa por la ventanilla. Los gorros, las bufandas, los guantes, la chaqueta... ¿Cómo se apañaría en México, si no hablaba una palabra de español?

    Un remolque de remolacha se incorporó a la carretera. Erika desaceleró en paralelo al arroyo y lo dejó alejarse.

    Klaus dio una calada más y lanzó su cigarrillo al agua. Recuperó las agujas y el ovillo esmeralda que guardaba en el bolso de cuero de la puerta.

    –Quizá podamos incluir España en el viaje a Múnich, Eri.

    Ella lo miró sonriente por encima de sus gafas. Klaus habló sin levantar la vista de los puntos sobre las agujas.

    –Vamos a por el escritorio y metemos el viaje a España en el mismo presupuesto. Con dos semanas valdrá. ¡La guerra en directo, dear sister!

    –Yo ya he vendido el reportaje a dos revistas. No quería decírtelo. Esa guerra acabará pronto, no podemos esperar. El tío Heinrich dice que han empezado a enterrar a los soldados.

    –¿Vivos?

    –No, tonto. Muertos. Antes dejaban los cadáveres a la vista, para que se descompusieran y se los comieran los perros, para impresionar al enemigo. Han empezado a enterrarlos porque no consiguen hombres, para no asustar a los nuevos. Las historias de los que llegan a Francia sólo hablan de derrota, parece.

    Klaus bajó la ventanilla del todo y sacó la cabeza para gritar.

    –«¿Quién habla de victoria? ¡Sobrevivir es todo!».

    Erika sonrió y derrapó al desviarse hacia la carretera secundaria. La grava rebotó contra los bajos del coche.

    –¿Crees que podemos montar el viaje en tan poco tiempo? Mapas, hoteles, película, visados... ¿Y el libro sobre la Riviera?

    –Tranquilo, ese libro casi lo podemos escribir de memoria. Annemarie tiene los contactos, estuvo en España hace poco con Marianne Breslauer, siguiendo la ruta de Hemingway. ¿Recuerdas aquella foto sobre una pasarela de hierro que tanto le gustó a papá? Eso era en el norte de España.

    Detuvo el coche junto a la verja, antes de conducir hacia la puerta principal. Klaus volvió a hablar sin abandonar sus agujas.

    –La última vez que mencionaste a Annemarie la llamaste mentirosa, desgraciada, desquiciada y cruel. Literalmente.

    –¿No te acuerdas de esa foto? Y otra de unos niños con barcas al fondo, también cerca de la frontera con Francia… El año pasado la Luftwaffe bombardeó esa zona. ¿Recuerdas las declaraciones de Von Richthofen? «Las calles llenas de boquetes por las bombas. Es todo genial…». Que papá se puso furioso… Von Richthofen.

    –¿El Barón Rojo?

    –El Barón Rojo está muerto, idiota... El hermano, o el primo. El coronel de la fuerza aérea Wolfram von Richthofen. Y estuvimos comparando las fotos del viaje con las del periódico, ¿no te acuerdas? La única fotógrafa seria de las dos es Breslauer. Pero sin Annemarie, claro, como siempre...

    Erika se frotó el índice contra el pulgar.

    –No sé por qué Annemarie te quiere tanto, si lo que más deseas acariciar de ella es su cartera.

    –¡Tenemos que organizar una fiesta de despedida! ¡Los guerreros hacia el frente! Esto puede ser el empujón que necesitamos. Klaus Mann, dramaturgo y escritor. Erika Mann, actriz y reportera... Ahora esconde eso, my dear brother, sabes que a papá no le gusta verte tejiendo.

    Klaus clavó el ovillo en las agujas, lo devolvió todo al compartimento y dejó caer ambos brazos sobre la ventanilla. Erika deslizó el coche bajo los castaños. Michael perseguía a Elisabeth con una lagartija mientras la cocinera abría vainas en la galería.

    –Al mago no le gustan muchas cosas de mí.

    SE ATÓ LOS ZAPATOS

    El Buick ocre asomó tras la verja y unos segundos más tarde los frenos chirriaron frente a la puerta principal.

    –Ya está vuestro padre aquí. ¡Todos a la mesa! Michael, deja ya el violín.

    Erika y Klaus apagaron el cigarrillo entre los narcisos recién plantados y se miraron. Hoy.

    Los pasos del padre resonaron sobre el parqué del zaguán. Antes de entrar, Erika acarició el tronco de la jacaranda en la terraza.

    Thomas Mann se paró bajo el dintel tallado a comprobar su reloj. El Junghans del despacho marcó el cuarto de hora. La criada, acostumbrada, apareció con las rebanadas humeantes y la mantequilla.

    –Lamento el retraso. El doctor Jung siempre me enreda con lo mismo, que si se puede evitar la guerra. Se pone intenso. Y, si no está psicoanalizando a Daladier y Chamberlain, me lía con Richard Wagner, su mujer, los pitones de su exmarido, el zuecos de von Bülow...

    Erika se hizo crujir los pulgares y guiñó un ojo a Klaus.

    Cuando su padre respiraba encerrado en su mundo, maniatado por sus sombras interiores o con personajes a medio parir que le usurpaban el ánimo, flotaba en el paisaje como los vilanos florales, dando tumbos. Apenas levantaría la mano para aprobar una sanción maternal, no tendría paciencia para errores gramaticales y mucho menos aceptaría abrir la cartera.

    Si estaba relajado, en cambio, encontraba monedas en las orejas de los niños, sobrevolaba los jardines vecinos con piropos por encima de las vallas blancas y se inmunizaba contra las mujeres en pantalones y sus peinados masculinos, mirándoles las cejas y sacándose de la manga metonimias. Se reencarnaba en «el mago» que de pequeño conjuraba los monstruos escondidos debajo de la cama.

    Si antes de terminar de cenar citaba a Schiller, especialmente en verso, y pasase por alto su corte de pelo, habría margen para mencionar España, pensó.

    Del vaho de la bandeja brotaban estambres de plata que se repartían con el pan aún caliente. El padre separó la silla para cruzar las piernas y untar su rebanada a la derecha del plato principal.

    –El doctor Jung quiere convencerme para ir al congreso en el que lo nombrarán doctor honorario. No sé si me conviene. Londres... Las chimeneas, los taxis como cucarachas, el cordero grasiento... Y tenemos las conferencias sobre democracia en Zúrich y Ámsterdam. Pero podría servir para ampliar contactos en el mundo anglosajón, para cuando regresemos. A Villa Poschi, o más tranquilos a una casita en el lago Starnberg, como la de Zweig a las afueras de Salzburgo. ¿Qué opinas, Katia?

    Su esposa se limitó

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