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La olvidada guerra contra Japón: Secretos diplomáticos y víctimas invisibles durante la Segunda Guerra Mundial en Chile
La olvidada guerra contra Japón: Secretos diplomáticos y víctimas invisibles durante la Segunda Guerra Mundial en Chile
La olvidada guerra contra Japón: Secretos diplomáticos y víctimas invisibles durante la Segunda Guerra Mundial en Chile
Libro electrónico639 páginas12 horas

La olvidada guerra contra Japón: Secretos diplomáticos y víctimas invisibles durante la Segunda Guerra Mundial en Chile

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Con documentación inédita, el libro da cuenta de la Segunda Guerra Mundial en Chile: la relación del FBI y los servicios de inteligencia nacional, el clima de la guerra, la influencia alemana, el espionaje, la persecución a la población japonesa.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 mar 2022
ISBN9789560014863
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    La olvidada guerra contra Japón - Mauricio Paredes Venegas

    Índice

    La Segunda Guerra Mundial también se peleó en Chile

    Capítulo 1: Cultura nacional

    Capítulo 2: Escenario internacional: seguridad y diplomacia

    Capítulo 3: Espionaje, política y policía

    Capítulo 4. La reacción antijaponesa

    Conclusiones

    Anexo (Relegados)

    Fuentes y bibliografía

    La Segunda Guerra Mundial también se peleó en Chile

    El estudio que aquí se presenta relata un proceso complejo y poco conocido de la política exterior chilena durante la Segunda Guerra Mundial: japoneses residentes relegados, vigilados y estigmatizados como enemigos. Leyes de seguridad promulgadas por los gobiernos radicales con la finalidad de apoyar a los Aliados y, especialmente, a Estados Unidos, se abrieron paso en un contexto global polarizado y, por ende, de neutralidad insostenible.

    En documentos nacionales y extranjeros, se encuentran casos que evidencian que este fue un problema en el que convergieron elementos culturales, políticos, defensivos e históricos. La cultura pesó cuando se toleró y respetó la presencia germana, como también cuando la balanza se inclinó hacia Washington y cuando Chile optó únicamente por Japón para «combatir» a un enemigo de guerra.

    La mirada de este relato se ha fijado en la comunidad chilena y los japoneses son un punto en que convergen procesos, una especie de lente de observación de un proceso minúsculo pero importante. Lentes mayores son la Segunda Guerra, la política, la inteligencia y la cultura nacional. De los contenidos culturales activados, el nacionalismo ocupó un lugar central, no sólo en Chile, sino prácticamente en todo el planeta, afectando a quienes lo profesaron y a aquellos que experimentaron las pasiones que desató; pasiones que rompieron como poderosas olas sobre países, instituciones y personas.

    En Chile, la guerra llegó a San Francisco de Mostazal, Melipilla, San Vicente de Tagua Tagua, Rengo y otros pueblos que recibieron relegados. De igual modo llegó a centros mineros, donde se instalaron alarmas y sistemas de inteligencia para enfrentar bombardeos aéreos, la guerra que vendría. También llegó con menos visibilidad a varios lugares; entre ellos a San Pablo 1059 en Santiago o Playa Ancha 192 en Valparaíso, cuando agentes del Servicio de Investigaciones e Identificación de Chile (actual PDI y SIICH en adelante) visitaron a Magoji Ichikawa y Kokichi Kanamori, notificándoles que tenían cinco días para cambiar sus vidas y las de sus familias. El peso de la política mundial entró a hogares de gente que no esperaba ser parte del conflicto. La Segunda Guerra Mundial hizo algo más que alterar rutinas por la escasez de productos o las noticias, como algunos autores afirman con liviandad. Separó familias, puso a prueba fidelidades, amistades, trabajos y, sobre todo, puso a prueba a personas que habían tratado de hacer de Chile su país desde principios del siglo XX.

    Se evaluará el papel jugado por Estados Unidos, en especial luego del ataque a Pearl Harbor, pero también a la luz del desarrollo y coordinación de una completa política de seguridad panamericana. Frente al escenario mundial y continental, se definirá el rol de Chile, pasando por la orgullosa neutralidad, la ruptura de relaciones y la declaración de guerra a un solo enemigo: Japón. Se aportará a la comprensión de una guerra que ha quedado fuera del análisis histórico, en lo anecdótico. Las relegaciones ayudarán a conocer un proceso bélico omitido, pero que catalogó a lo japonés como un peligro. Se sostendrá que la peligrosidad se magnificó para conseguir objetivos políticos, convirtiéndolos en un enemigo real que permitió actuar en lo internacional e implementar restricciones internas a la libertad. Se eligió al enemigo más lejano y débil frente a alemanes e italianos, al que no calzaba con la idea de nosotros, un enemigo instrumental. Por ejemplo, se verá varios casos de japoneses llegados a principios del siglo XX, con esposas e hijos chilenos y con una historia de trabajo e interacción social, que rápidamente pasaron a ser un peligro para la sociedad. Sin dejar de pensar en que algunas acusaciones pudieron justificarse, se sostendrá a lo largo de este relato que el peligro se circunscribió a la diplomacia y a algunas empresas japonesas. Además, existe un factor importantísimo a considerar: en caso de guerra se autorizaba estado de asamblea y de sitio, sin concurrencia del Congreso. Se establecían cargos que el presidente entregaba a discreción y se terminaban las incompatibilidades parlamentarias, es decir, se facilitaba el controlar y gobernar.

    La Segunda Guerra habría ayudado a reconfigurar la identidad nacional, a vincular el país al influjo estadounidense y a reemplazar la matriz europea.¹ La dirigencia radical apeló a un discurso nacionalista útil para gobernar y para desplazar la política exterior chilena hacia los Estados Unidos, proceso que había comenzado ásperamente a fines del siglo XIX con los sucesos del Baltimore. ²

    Desde 1939 y especialmente en 1941, América Latina se alistó para la guerra. Después del ataque a Pearl Harbor se actuó contra japoneses, alemanes e italianos (éstos últimos en número ínfimo). Varios años antes que Chile tomara una posición oficial frente a la guerra, existieron múltiples eventos diplomáticos y policiales que dieron forma al conflicto. Amplias y reconocidas redes de alemanes operaron con un laxo margen de tolerancia en temas como política gubernamental, contactos con las Fuerzas Armadas y relaciones internacionales. Al mismo tiempo, varios grupos (especialmente de la izquierda y de algunos sectores del Partido Radical) propalaban fuertemente la causa aliada. Dentro de este contexto, que llegó a tomar ribetes de polarización, se fue perfilando la política chilena hacia la guerra.

    Chile, aunque más tarde que otros, no estuvo exento de la tendencia continental: en enero de 1943 se concretó una política de castigo al enemigo en la cual las relegaciones, expulsiones, vigilancia y detenciones, fundamentadas en la raza, fueron la tónica. El 22 de enero de 1943 se decretó la suspensión de relaciones con el Eje, y un mes antes se aprobó la ley 7401, que entregó el marco de acción legal.

    La cifra de relegados japoneses comunicada en 1943 fue 76 decretos, con dos cancelaciones por motivos de salud y edad.³ En la información documental se descubrió que en realidad fueron 81, cinco más que los indicados en la prensa y el Diario Oficial. Esos cinco japoneses se hallaban fuera del país. El gobierno no trató de ocultarlos; el haberlos relegado fue una confusión administrativa.

    El Ministerio del Interior declaró que, de un total de 1.042 sospechosos, se relegó a 271 alemanes y japoneses, cifra que también se redujo: «[...] de las 1042 personas sindicadas, 271 fueron condenadas a permanencia forzosa en determinados lugares. A 29 de estos por razones plausibles les fue revocada […]»⁴ Entre las 29 revocaciones están los dos japoneses aludidos arriba; el resto era alemán. La información coincide con fuentes periodísticas que hablan de 242 decretos y con lo publicado por el Diario Oficial, 168 alemanes y 74 japoneses.⁵ Sin embargo, este estudio mantendrá en perspectiva el haber detectado a 81 japoneses y dos italianos.

    Sobre los alemanes relegados, debe advertirse que no se puso sobre ellos la misma exhaustividad de búsqueda documental, tarea que corresponde a otros estudios y ya se ha hecho. Si bien se consideran estos casos como referencia comparativa, es de suponer que, tal como existen cinco japoneses y dos italianos que la autoridad no mencionó, también pudo haber más casos. Por este motivo las comparaciones deben entenderse como marcos de aproximación; sin embargo, con alto grado de exactitud. El universo considerado es de 278 personas, las cuales se desagregan en 195 alemanes, 81 japoneses y 2 italianos. En cuanto a relegaciones efectivas, es decir, sin cancelación, se trata de 168 alemanes, 74 japoneses (descontando los 5 que no estaban en Chile) y dos italianos.

    Si las cifras se comparan porcentualmente, los japoneses aparecen más afectados. Los 195 decretos de relegación de germanos equivalen a un 1,4% de alemanes residentes si se usa el censo de 1940, que determinó­ que eran 13.933.⁶ Si se considera la cifra más conservadora de alemanes en Chile mencionada por la bibliografía –20.000–, los relegados equivaldrían al 0,9%.⁷ Sobre los dos italianos, los afectados corresponden al 0,015% de los residentes, de acuerdo con el censo (10.619).

    Los 81 decretos japoneses corresponden al 8,54% de los 948 nipones residentes según el censo de 1940, o a un 11,57% de los 700 japoneses que el canciller chileno Juan Bautista Rossetti reportó en una reunión al embajador de Estados Unidos en 1941.⁸ También, un informe de inteligencia del FBI de principios de 1942 (confeccionado con información policial chilena) habla de 400 japoneses, lo que eleva el porcentaje de relegados incluso al 20,25% de los residentes.⁹ Junto al alto porcentaje de relegaciones niponas, debe reiterarse que de las cancelaciones por apelación, se aprobaron 27 alemanas (93%) y 2 japonesas (7%). La diferencia es evidente.

    Cuadro 1: Comparación relegados alemanes, japoneses e italianos

    Cuadro 2: Análisis del impacto porcentual de las relegaciones sobre el total de la población japonesa en Chile según distintas fuentes de información.

    En 1944 las medidas de relegación se aplicaron con menor intensidad. El gobierno comunicó un total de 57 relegados, 20 japoneses y 37 alemanes. Se facultó al Presidente durante «[…] seis meses […] para dictar las medidas señaladas en el artículo 8°, letra d), de la ley 7401 […] fijan lugares de permanencia forzosa a 57 extranjeros»¹⁰. Los 37 alemanes representaron el 64,9% y los 20 japoneses eran el 35,1%, cuatro puntos porcentuales más que en 1943. Considerando la relación entre relegados y poblaciones totales, se puede establecer que de los alemanes se afectó al 0,26% de residentes, según el censo de 1940, o a un 0,18% de los 20.000 que indica la bibliografía. En el caso japonés, se afectó al 2,1% de acuerdo con el censo, al 2,85%, según la indicación de 700 japoneses del canciller Rossetti, o a un 5% según el reporte del FBI. Nuevamente, desde la perspectiva porcentual, los japoneses fueron más afectados.

    También deben considerarse las repatriaciones ordenadas por el Gobierno. Hubo 78 repatriados nipones en 1943, 19 funcionarios de la Legación Japonesa (algunos con sus familias), más 59 personas que prestaron servicios para la Legación sin ser diplomáticos o que eran agentes comerciales. Del total de repatriados, 58 eran hombres y 20 eran mujeres.

    De los 59 japoneses sin estatus diplomático, 33 eran hombres, 10 eran esposas de alguno de ellos y 16 eran menores de edad. El 97% de los varones adultos de este grupo fue relegado. De los menores, 7 de los 16 habían nacido en Chile. La Constitución Política de 1925 establecía en el artículo V que toda persona nacida en el territorio era chilena, a excepción de hijos de diplomáticos al servicio de sus gobiernos o de los hijos de extranjeros transeúntes.¹¹ Sus padres habían llegado entre 1927 y 1938: los llegados en fecha más tardía llevaban más de cuatro años en Chile.

    Hubo 148 repatriados alemanes que siguieron el mismo patrón de los japoneses.¹² Varios de los que no tenían estatus diplomático fueron relegados y algunos alemanes pidieron la repatriación para evitar castigos: ardid conveniente para aquellos germanos procesados por espionaje (ningún japonés fue llevado ante la justicia). En el caso de alemanes, la inclusión en estas listas más parece una ayuda.

    Existen dos autores vinculados a la comunidad japonesa que han investigado superficial y colateralmente estos sucesos, María Teresa Ferrando y Ariel Takeda. La primera autora publicó el 2004 un estudio sobre inmigración, mencionando relegaciones y expulsiones, aunque no como objeto central de su estudio.¹³ En cuanto a Takeda, el autor de esta publicación lo entrevistó el año 2001, y gracias a él se recopiló información de contexto útil; en agradecimiento, y con cierta inocencia, se le envió una copia de documentos de archivo, tomando la precaución de borrar su clasificación. En una publicación del 2006 Takeda usó cerca de 25 documentos obtenidos del trabajo de archivo del autor de este libro sin la citación debida.*

    Ante la falta de información secundaria sobre los hechos, una importante guía proviene de la bibliografía estadounidense. Muchos de los eventos relacionados con el problema en estudio fueron importaciones de políticas de defensa y concepciones culturales norteamericanas. Luego del ataque a Hawái el 7 de diciembre de 1941, japoneses y sus descendientes fueron trasladados a campos de concentración, forzados a evitar áreas del territorio, sometidos a toques de queda raciales y, los que se resistieron, encarcelados. Los trabajos sobre los Estados Unidos que a continuación se reseñarán han sido cruciales en la lectura e interpretación de la documentación¹⁴.

    Existen sutiles diferencias acerca de la cantidad de japoneses afectados, pero hay consenso en establecer que fueron más de 110.000 sólo en el territorio continental. Tanto japoneses inmigrantes (los Isei) como sus hijos nacidos en Estados Unidos (Nisei) fueron afectados por la Orden Ejecutiva 9066 del presidente Franklin Delano Roosevelt. Hay acuerdo en que existió una grave discriminación y vulneración de derechos de norteamericanos, pues los Nisei fueron los más afectados. Tetsuden Kashima indica que un censo en 1940 contabilizó a 126.947 personas de origen japonés viviendo en los 48 Estados de la Unión y a 157.905 en Hawái, lugar que no era Estado.¹⁵ Los Isei en territorio continental ascendían a 47.305 personas y los Nisei eran 79.642.¹⁶ Cifras similares indica Eric Muller, agregando que los japoneses eran una porción ínfima de la población total. Se concentraban en el área del Pacífico: casi 94.000 vivían en California, 15.000 en el Estado de Washington y 4.000 en Oregón.¹⁷

    Roger Daniels sostiene que todo esto fue impulsado por el racismo. Sobre los Nisei, dice que: «El abuso con los japoneses estadounidenses que nos es claro ahora, sólo fue un eslabón más en una cadena de racismo que se extiende hacia los primeros contactos con el mundo asiático»¹⁸. Durante el gobierno de James Carter, a fines de la década de 1970, se creó la Comisión Presidencial de los Campos de Reubicación e Internación de Civiles en Tiempos de Guerra, que investigó los hechos y eventuales injusticias. La comisión reconoció el racismo, al concluir que «la encarcelación y reubicación de los japoneses americanos ‘no se justificaba en base a necesidades militares, y que las decisiones que llevaron a este hecho […] no fueron tomadas en base a los análisis de las condiciones militares’. La mayor causa histórica que les dio forma a estas decisiones fueron el prejuicio racial, la histeria de guerra y la falta de liderazgos políticos»¹⁹.

    El racismo antijaponés se enmarca en uno antiasiático; el trato dado a los chinos indicaba que ellos y los japoneses «eran lo mismo e igualmente parecían una amenaza para sus estándares de vida y para la integridad racial de la nación. Estas actitudes y los actos que las acompañaron fueron claramente racistas»²⁰. Ambos grupos llegaron durante la fiebre del oro y recibieron el mismo gentilicio y estatus legal. Los inmigrantes orientales se enfrentaron al rechazo, mientras que los europeos eran exceptuados de restricciones; es más, a veces alimentaban el prejuicio antiasiático a fin de cuidar su propia integración²¹.

    Los Isei no podían naturalizarse estadounidenses y los Nisei, si bien lo eran por nacimiento, no lo eran en la práctica. Entre 1905 y 1940 hubo segregación en colegios, prohibición de inmigración de obreros y mujeres (el Acuerdo de Caballeros de 1907), la ley de exclusión de extranjeros de 1913 en California, y la enmienda de 1920 que les enajenó tierras. Tetsuden Kashima indica que el racismo se alimentó a través de los medios de comunicación, que decían «que Japón tenía planes malévolos en los Estados Unidos y que los primeros facilitadores de ese plan eran los inmigrantes»²².

    Además de representar temores sociales, Kashima sostiene fehacientemente que se perfiló encarcelar a japoneses antes de la Segunda Guerra. En el caso de Hawái, Gary Okihiro sostiene algo similar, al decir que la inteligencia militar definió a los nipones como el mayor peligro, producto del racismo y de estereotipos culturales que distorsionaron la realidad; en suma, «una inteligencia amateur»²³.

    Ronald Takaki, quien investiga la discriminación a asiáticos, negros, nativos y judíos en el ejército y la administración, establece que hubo una contradicción en el discurso estadounidense al relativizarse los valores enarbolados por los Aliados: «Durante la lucha en contra de la ideología de la supremacía aria impuesta por Hitler, […] el Presidente que lideró la lucha por la libertad también firmó la Orden Ejecutiva 9066, que ordenaba la internación en campos de concentración de 120.000 japoneses americanos sin un debido proceso»²⁴. El racismo también era parte de los Aliados.

    La Orden Ejecutiva 9066 de Roosevelt permitía que sujetos mayores de 13 años y pertenecientes a las naciones hostiles fueran aprehendidos y reubicados como extranjeros enemigos. Además, la Proclama 3 del 27 de marzo de 1942 violó otros derechos al establecer toque de queda diurno y nocturno, junto a restricciones de desplazamiento (sólo podían ir a su trabajo, hasta cinco millas de su residencia). Daniels cita la declaración del senador Republicano Robert Taft, para quien «era la ley más criminal que había visto, pero dado que le habían asegurado que se usaría sólo contra japoneses, votaría a su favor»²⁵.

    Roosevelt estaba seguro de que llegaría el momento en que enfrentaría a Alemania, pero antes debía encarar la tendencia aislacionista norteamericana y una adversa opinión pública. Ronald Takaki escribe que sólo seis meses antes del ataque japonés, las encuestas mostraban que «el 79% de los estadounidenses quería mantenerse fuera de la guerra […] Más tarde Roosevelt admitía a Winston Churchill que de no haber sido por Pearl Harbor habría tenido grandes dificultades ‘en llevar al pueblo norteamericano a la guerra’. El Presidente le dijo a su asistente Harry Hopkins que el asunto había salido totalmente ‘fuera de su control, porque los japoneses habían tomado la decisión por él’[…]»²⁶. Para Takaki, Estados Unidos se involucró en el conflicto por la excusa creada por Pearl Harbor: 21 naves hundidas o dañadas, 164 aviones destruidos, 1.178 soldados heridos y 2.388 muertos.²⁷

    Las primeras acciones tras el ataque a Hawái fueron realizadas por el Federal Bureau of Investigation (FBI) y por el Immigration and Naturalization Service, del Departamento de Justicia, que arrestaron a varios japoneses. Meses después se creó la War Relocation Authority, que pasó a administrar todo el proceso.²⁸ Thomas James, estudiando los colegios en campos de concentración, estableció que muchas agencias federales, militares y medios de comunicación colectivizaron en la raza el peligro, convirtiendo a todos los japoneses en enemigos.²⁹ En ese proceso, el rumor y el miedo jugaron un papel. Se habían diseñado planes para internar a extranjeros enemigos en caso de que la guerra llegara a Estados Unidos, «dirigidos a la amenaza de los nazis y simpatizantes nazis […] una ‘quinta columna’ de saboteadores internos y subversivos […] los comandantes percibieron peligro de los extranjeros alemanes, cerca de 40.000, los cuales estaban organizados en el partido pro-nazi»³⁰. Sin embargo, cuando Japón golpeó Hawái se activaron prejuicios raciales, ira y miedo.³¹

    Algunos autores plantean que Roosevelt era antijaponés y que desalentó la vigilancia a descendientes de alemanes e italianos. Citado en Kashima, Greg Robinson opina «que la visión antijaponesa que tenía Roosevelt desde principios de la década de 1930 tuvo como resultado el que no se hiciera distinción entre los Isei y los Nisei. Por esta razón, ‘durante los años anteriores a la guerra, el Presidente consistentemente clasificó a los japoneses americanos como japoneses, por tanto enemigos potenciales, a pesar de haber nacido en territorio estadounidense’[…]»³². Resulta interesante que encarcelar a japoneses sólo por su raza y no en base a pesquisas policiales, causó desavenencias entre Roosevelt y el jefe del FBI: «Hoover no avaló la orden presidencial de encarcelar en campos de concentración a 112.000 japoneses y japoneses-estadounidenses [...] no quería arrestos basados en la raza: quería que fueran investigados y, de ser necesario, encarcelados por sus pensamientos pro Eje»³³.

    Kashima coincide en que se activaron factores como racismo, miedo e ira, pero advierte que los japoneses fueron vigilados desde antes y que la decisión se tomó con antelación al «ataque a Pearl Harbor […] producto de deliberaciones racionales; no fue hecha en el apuro o por ‘histeria’, como tal vez la población general y algunos autores pueden creer»³⁴. Su posición se basa en la seguridad, complementando con los autores que enfatizan el racismo y miedo. El que miles de japoneses fueran arrestados, clasificados y trasladados a días del ataque, muestra un plan preexistente: «Fue relativamente simple [...] ya había sido planeado el movimiento de miles de nacionales enemigos. El arresto y traslado de este grupo desde la costa oeste después del 7 de diciembre fue el producto de una decisión racional y deliberada»³⁵.

    Sin desconocer la importancia de las políticas de seguridad, Roger Daniels remarca el prejuicio racial. Cuando se envió a los extranjeros enemigos (alemanes, italianos y japoneses) a campos de concentración, el sistema se organizó en función del origen étnico. Cada interno tuvo el derecho de hacer una apelación, la que en algunos casos tuvo como resultado la liberación; sin embargo, no «habría muchas apelaciones exitosas para los internos japoneses americanos: su culpabilidad era su origen»³⁶. Debido al prejuicio enraizado, la opinión pública estuvo a favor de encerrarlos en campos de concentración, bajo un ambiente de paranoia que demandó seguridad y que facilitó las acusaciones. Varias revistas explicaban cómo distinguir entre chinos y japoneses, destacando características corporales y mentales. Los chinos poseían mejores cualidades de trato y eran más confiables, mientras que los japoneses, pese a ser más chicos, eran agresivos en su caminar y sabían camuflarlo. Se describían sus caras, torsos, pies, etc., entregando un set de reconocimiento del enemigo³⁷.

    How to Spot a Jap, de Lawson Fusao, Only What We Could Carry, p. 21.

    En cuanto a los enemigos alemanes, la reacción de rechazo estuvo lejos de tener la misma fuerza que durante la Primera Guerra, período en el que se llegó a prohibir la música de Bach y Beethoven. En 1940 había más de 4 millones de estadounidenses de origen alemán y 1.237.000 inmigrantes de ese país, que representaban «poder de voto como también eran económicamente importantes, en roles de empresarios y de trabajadores en el norte y el medio oeste. Asimilados en el corazón de la sociedad, los alemanes eran considerados como estadounidenses, especialmente porque su comunidad incluía nombres como Lou Gehrig y Dwight D. Eisenhower»³⁸.

    A los italianos, más numerosos y radicados en la costa este, se les quiso limitar la inmigración, pero siempre tuvieron cuotas de nacionalización y sus casos fueron analizados con flexibilidad. Personajes como Joe DiMaggio ayudaron a defender su prestigio, y a ninguna autoridad se le pasó por la cabeza realizar alguna acción contra sus padres. Sin embargo, es sesgado pensar que nada pasó: «Miles de alemanes e italianos cuyos nombres aparecieron en las listas del gobierno fueron internados, y en muchos casos sus esposas que eran ciudadanas [estadounidenses] y sus niños los acompañaron. Pero ningún ciudadano blanco de descendencia alemana o italiana fue privado de su libertad […] excepto por mérito individual y con un debido proceso»³⁹. En el caso japonés, se arrestó a miles de estadounidenses.

    La noche del 7 de diciembre de 1941, el FBI había arrestado a 736 japoneses y sólo a algunos alemanes e italianos. Kashima dice que es importante notar el momento en que se hicieron los arrestos: «comenzaron antes de que Estados Unidos se declarara en guerra o especificara con qué país estaba en guerra. Sin una declaración de guerra aprobada por el Congreso, y sin una proclamación formal del presidente, la legitimidad de estos primeros arrestos está en seria duda»⁴⁰. En la costa este, debido a las diferencias demográficas y de localización, el FBI arrestó a menos japoneses y a más alemanes e italianos; pero en el conteo general, la proporción se carga hacia japoneses.

    Japoneses en la narración histórica chilena

    En la narración de la historia chilena este tema es casi invisible, entre otras cosas, porque no afectó a una gran cantidad de población. Sin embargo, tiene la potencialidad de ayudar a profundizar la comprensión de las relaciones internacionales y de la historia cultural, ya que otorga la oportunidad de analizar a la sociedad civil, política y militar actuando frente a personas consideradas enemigas de guerra y, a partir de 1945, actuando en una guerra declarada.

    El estudio de estos sucesos es relevante en Estados Unidos pese a que la población japonesa no sobrepasaba el 0,02% del total país en 1941 (cifra tan irrelevante como el 0,018% que representaba en Chile). La academia norteamericana ha justificado estas investigaciones –entre varios aspectos– por enmarcarse en un contexto general de racismo: los campos de concentración como la cúspide de un racismo antiasiático.

    En fuentes documentales chilenas es visible un lenguaje nacionalista que trasluce racismo antiasiático. Algo que prefigura lo dicho es la relación numérica entre los casos de japoneses, alemanes e italianos, en que se observa un trato desequilibrado entre uno y otro grupo. Mientras Chile temía de lo japonés, toleraba la presencia alemana en numerosos círculos culturales, políticos y de defensa. Llama la atención un documento del SIICH que a principios de 1942 (antes de suspenderse las relaciones) advertía del peligro que representaba para la defensa el que hijos chilenos de japoneses postularan como cadetes a la Escuela de Aviación. De hecho, se evitó la entrada de los jóvenes, al mismo tiempo que una cantidad considerable de descendientes de alemanes participaba en el gobierno y la defensa⁴¹.

    Existe un documento de 1940 en que se amonestaba a un funcionario consular en Estados Unidos por otorgar demasiadas visas a profesores y estudiantes sin realizar una selección racial previa. Debido a esto, el Ministerio del Exterior envió una circular diplomática a todos los consulados, estableciendo que «[…] Los Consules (sic) no pueden ni deben visar pasaportes de individuos pertenecientes a raza cuya entrada al país está restringida o prohibida…»⁴². Se verá que las razas prohibidas eran asiáticas, africanas y judía. Además, entre 1943 y 1945 (con las relaciones suspendidas) se aprobaron nacionalizaciones de alemanes e italianos y ninguna de japoneses. En archivos de decretos de nacionalización, hay decenas que aceptan como chilenos a ciudadanos de los dos países europeos. Un volumen de 1943 resume las nacionalizaciones otorgadas:

    Cuadro 3: Nacionalizaciones concedidas, años 1941 y 1942.

    La sospecha acerca de mayor apertura hacia europeos se acrecentó al descubrir que varios japoneses solicitaron su nacionalización en 1941 y 1942. También en un volumen del año 1944 se aprecia un resumen de las nacionalizaciones de 1943, con los alemanes ocupando el primer lugar del total (122 personas), seguidos por españoles (49), e italianos (45 personas)⁴³. Nuevamente, no había japonés presente. Para apoyar esta investigación, la Coordinadora del Archivo Nacional, Marcela Cavada, tuvo la generosidad de compartir un trabajo de recopilación de decretos de nacionalización entre 1927 y 1950, en que se observa lo siguiente:

    Cuadro 4: Resumen de nacionalizaciones países del Eje. Marcela Cavada.

    ⁴⁴

    El japonés nacionalizado en 1941 fue Kiyomori Terawaky Terada, que vivía en Potrerillos, comerciante, llegado en 1915 y casado con chilena. Su decreto de relegación fue el 6837, del 31 de diciembre de 1941. Mientras tanto, durante todo el período de la guerra, por lo menos veinte peticiones de nacionalización de japoneses fueron rechazadas, aduciendo como causal la situación internacional.⁴⁵

    Jorge Larraín asegura que el racismo está presente en la identidad chilena y que no se le reconoce ni explicita, ya que está encubierto: «puede comprobarse históricamente aunque es un hecho relativamente descuidado por las ciencias sociales y generalmente no se percibe como un problema»⁴⁶. Habría conceptos racistas enquistados, visibles en la tendencia a que el color de piel se vincule con posición social, pero a la vez se le niega, aludiendo la homogeneidad mestiza.

    En Chile existió una preferencia por lo alemán, potenciada por una inmigración selectiva de base estatal. A pesar de que hubo ciertas reacciones nacionalistas que criticaron toda inmigración por debilitar lo chileno, el embrujo alemán existió⁴⁷. Un punto de vista interesante sobre la cercanía con Alemania, lo entrega Víctor Farías, quien indica que hay que prestar atención a la visión nazi sobre Chile. Un texto alemán decía: «‘el chileno-alemán, por su especial conformación racial y su educación alemana, está facultado y capacitado para intervenir en la historia de su país de un modo más eficiente que el ibero chileno’»⁴⁸. Varios autores chilenos resaltaron esa excepcionalidad, siguiendo la concepción nazista de raza predeterminada al triunfo y postulando la ecuación sangre-nación-futuro.

    En una obra dedicada a la política exterior, Raffaele Nocera destaca la preferencia chilena por lo germano. A raíz de las trabas a la inmigración judía, africana y asiática, plantea que se trataba de una situación de larga data, que se plasmó en la «opinión común de los gobernantes de entonces de impedir el ingreso al país de sujetos considerados peligrosos para el orden constituido o que […] podían quitar trabajo a los chilenos»⁴⁹. A fines de 1927 el Ministerio de Relaciones Exteriores ofició una circular a las representaciones definiendo qué solicitudes de visa se debían aceptar: «[…]‘un sumario estudio del cruzamiento de diversas razas nos ha probado que los productos de las asiáticas y las africanas son a menudo inferiores’ [...]»⁵⁰.

    Pedro Aguirre Cerda practicó una política que desincentivó la llegada de judíos, asiáticos, árabes y africanos. El subsecretario de Relaciones Exteriores Raúl Rettig*, envió una circular confidencial al cónsul general en Estados Unidos expresando que había demasiados judíos en Chile, y que su presencia había producido trastornos en el mercado laboral «[…] de nuestros pequeños comerciantes y de nuestros propios obreros, que, como es natural, no pueden ver sin protesta su suplantación por extranjeros, sobre todo por judíos tan lejanos de nuestra idiosincrasia, costumbres, idiomas, etc. […] el Gobierno se ha visto obligado a suspender toda inmigración […] esta suspensión se aplica con mayor rigor a los inmigrantes judíos, que tienen más dificultad que otros inmigrantes para adaptarse a las conveniencias y posibilidades del país»⁵¹. En la visión del gobierno, había inmigrantes aceptables y no: la cultura asociada a la raza era el criterio de rechazo.

    Carmen Norambuena asegura que la política migratoria tuvo orientación europea desde su inicio, a mediados del siglo XIX.⁵² En 1908, por protestas en contra de los colonos, la inmigración por iniciativa individual se restringió a ciertos países. Se entendía como inmigrante libre «a todo extranjero de origen europeo o de los Estados Unidos, agricultor, minero o capaz de ejercer un oficio, comercio o industria»⁵³. Eran necesarias diligencias oficiales para una inmigración japonesa libre: sin un acuerdo migratorio o autorización especial, no podían radicarse. Hay un documento de diciembre de 1941 en que –con el tema de la seguridad ya instalado– el cónsul chileno en La Paz informó a Rettig que «[…] ‘se han presentado varios japoneses solicitando cualquier clase de visación. Cabe presunción muchos pretenden igual cosa y traten después de mi negativa, de entrar al país por cualquier medio o subterfugio, lo que aconseja una vigilancia especial de la frontera.’ […]»⁵⁴. El Ministerio de Relaciones Exteriores pidió al SIICH vigilar la frontera y evitar su entrada.

    Julio Pinto reconoce la existencia de modelos políticos y culturales europeizantes que dominaron la construcción de la nación y el proyecto de modernidad de las elites: se quería convertir a Chile en reflejo de Europa. El ideal de progreso se hacía posible explotando «las riquezas del territorio. Esto obligaba a traer hombres ilustrados de Europa»⁵⁵. No obstante el ideal de la dirigencia, a fines del siglo XIX y principios del XX existió un ambiente antiinmigratorio, expresado en la idea de que los extranjeros explotaban recursos, juntaban dinero y luego abandonaban el país.

    El gobierno de Pedro Aguirre potenció una práctica de segregación que operaba desde principios de siglo: circunscribir la residencia de algunos extranjeros a lugares predeterminados y prohibir ciertas actividades económicas. En 1942 el gobierno de Juan Antonio Ríos se interesó por esas restricciones* y el Ministerio del Interior se quejó ante el SIICH –aduciendo efectos sociales y económicos– porque no se hacían cumplir. Se dio a los extranjeros infractores 60 días de plazo, si no serían expulsados por generar «[…] dificultades de diversa índole, como ser el alza artificial de artículos de primera necesidad y de las viviendas […] abuso de la generosa hospitalidad que se les ha ofrendado, es una burla de sus compromisos y de las órdenes […] notificar a los extranjeros […] que deben trasladarse al lugar que previamente se les fijó, y dedicarse exclusivamente a las labores a que se comprometieron»⁵⁶.

    Producto de lo anterior algunos alemanes se vieron afectados, por lo que solicitaron la revisión constitucional de la medida, llegándose a la conclusión de que «[…] ninguna ley faculta al Ejecutivo especialmente, para imponer a los extranjeros, ingresados al país en 1939, una residencia determinada en el país, sino como medida excepcional o como pena de relegación»⁵⁷.

    Gilberto Harris sostiene que la mayoría de los inmigrantes llegados a principios del siglo XX fueron proletarios, algo lejano al mito de prosperidad que los ha envuelto.⁵⁸ No pocos los consideraban un problema, «en 1906, el diario El Chileno, siguiendo una línea derechamente xenofóbica, colocaba, en una estadística muy informal, en primer lugar a los colonos ‘que pertenecen a la hez y basura de las grandes ciudades europeas, una masa degradada y abyecta’»⁵⁹.

    En cuanto a los japoneses, Baldomero Estrada dice que se trató de un grupo reducido que representó un aporte, en especial en Valparaíso, donde llegaron nipones cultos vinculados al negocio de flores y plantas. En 1903 comenzó a discutirse el intercambio bilateral, con el salitre y la inmigración como puntos principales, y en 1915 se montó una exposición en la Quinta Normal en la que estuvieron presentes industrias japonesas. Sin embargo, fue una inmigración pequeña, tardía y concentrada en el extremo norte (negocios salitreros) y en la zona central (agricultura y comercio). La principal dificultad fue el idioma; los más preparados hablaban inglés y por eso tendieron a relacionarse con la clase alta.⁶⁰

    Toake Endoh plantea que el primer asentamiento japonés en América Latina se ubicó en Guatapara, Brasil, en 1908. Posteriormente otros nipones llegaron a Perú, Paraguay, Bolivia y República Dominicana. Tuvieron una compleja relación con su propio gobierno, pues la política de inmigración que los impulsó no contemplaba apoyo estatal, quedaban entregados a su suerte. Se estima que desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX había cerca de 300.000 japoneses en América Latina, con alzas migratorias entre 1920 y 1930. La mayoría de los que dejaron Japón después de 1923 eran los «llamados kokusaku imin, o inmigrantes bajo una política nacional estratégica. Fueron reclutados, financiados, entrenados, transportados y reubicados en las colonias latinoamericanas por su propio gobierno»⁶¹.

    Tendieron a ubicarse en lugares rurales, algo poco intuitivo y que iba en contra del patrón migratorio en América Latina. El gobierno japonés impulsó esa localización pese a las críticas de los que se radicarían. Los inmigrantes eran del suroeste de Japón, área donde el Gobierno Imperial enfocó los esfuerzos de su campaña: «No fueron agentes sociales, sino que estatales, los que diseñaron, apoyaron y financiaron el emprendimiento migratorio»⁶². Hubo una política estatal reactiva a la inestabilidad social fruto de la modernización y de la consolidación del capitalismo en Japón, «una elite de privilegiados que, profundamente preocupada de que pudiera perder eficiencia y legitimidad, ingenió varios modos de resolución de conflicto y control social. Los valores sociales de la política de emigración a América Latina deben ser entendidos en este contexto»⁶³. Fue más una válvula de escape que una estrategia de expansión.

    En Chile, el respaldo del Gobierno japonés fue débil. Estrada plantea que no tenían una red de apoyo preexistente, encontrando un mercado laboral limitado y abierto sólo a actividades como tintorerías, peluquería, jardinería y agrícolas, todas ellas rápidamente saturables. Por lo general, no se instalaron filiales corporativas, se impuso la iniciativa individual. Idea similar sostiene María Teresa Ferrando, para quien se trató «de un flujo espontáneo de trabajadores en busca de mejores expectativas: muchos de ellos fueron atraídos por el apogeo minero del norte»⁶⁴. Los primeros llegaron desde Perú, Bolivia, Argentina y Brasil. Más tarde arribaron algunos representantes comerciales junto a unos pocos empleados. Un grupo menor eran marinos mercantes. Estrada plantea que la discriminación hizo difícil su adaptación, producto de «una fuerte xenofobia hacia la migración asiática, especialmente china, frente a la cual se esgrimieron una serie de razones eminentemente racistas»⁶⁵.

    A principios del siglo XX los políticos japoneses potenciaron la inmigración hacia Perú y Chile en lugar de Brasil, buscando contacto con el Pacífico. Esta idea encontró poco eco en Chile, por lo que Estrada define como un síntoma de racismo: «frente a las posibilidades de factibilidad de una migración japonesa, la fuerte corriente xenófoba que se manifestaba en Chile desde fines del siglo XIX, en contra de determinados grupos extranjeros echó a pique esas intenciones»⁶⁶. Un prejuicio recurrente fue que eran inasimilables y se daba como ejemplo el caso peruano, donde había barrios de japoneses, señal de aislamiento.

    Ferrando señala que ante el prejuicio antiasiático, los japoneses desarrollaron la estrategia de «integrarse lo más rápido posible a las comunidades locales: hacían amistad entrañable con los pobladores locales, se bautizaron, hicieron la primera comunión y se casaron por la Iglesia, la gran mayoría con chilenas»⁶⁷. Fue una inmigración reducida y espontánea, que encontró oposición, pero que logró abrirse espacios, en especial gracias a la falta de japonesas (una cada tres varones en 1940) y por el tipo de profesiones que eligieron, que los contactaban con la población⁶⁸.

    Indicios de una historia casi invisible

    Un reporte escrito por el embajador de Estados Unidos en Chile, Claude Bowers, enmarca muy bien lo dicho hasta ahora. En un telegrama secreto de 1944 relata las conversaciones con el presidente Ríos y el canciller Joaquín Fernández sobre la declaración de guerra al Eje. Si Chile formalizaba hostilidades, se le aceptaría en el foro de Naciones Unidas⁶⁹. La reunión era delicada, Chile no quería quedar fuera de la organización internacional, pero tampoco quería adoptar una medida que despertara las críticas de la opinión pública y el Congreso. Luego de varios intercambios, Bowers planteó que las oportunidades de declarar la guerra habían sido claras años antes y que Chile las había desaprovechado*. Después de más de una hora de conversación y frente a lo conflictivo de declarar la guerra a todo el Eje, el embajador estadounidense mencionó que declarar la guerra a un solo país, Japón, podía ser suficiente. El presidente Ríos y el canciller Fernández dieron muestras súbitas de satisfacción, intercambiaron miradas de alivio y aseguraron que la declaración de guerra sería justificable. Se transcribe parte del cable:

    […] en un almuerzo en Viña en honor al General Dunham me senté junto a Ríos y me dejó en claro que desea cumplir y que está buscando seriamente un pretexto o una solución. El domingo, en los jardines de la Gobernación en Viña, estuve a solas con él por cuarenta minutos y tocamos este tema y otros. Aquella misma tarde, en el palacio de verano del Presidente en Viña, Wright y yo pasamos una hora con él y Fernández. Aprecian profundamente que hayamos venido primero a Chile; dejaron muy en claro que ven la ventaja y buscarán una solución. Cuando se sugirió que sería suficiente que Chile declarara que legalmente hablando está en un estado de beligerancia contra Japón, ambos repentinamente se animaron, intercambiaron miradas de alivio, y Ríos pensó que se podría hacer sin abrirse a un posible ataque político […]⁷⁰.

    Este detalle, entre varios reportes diplomáticos enviados a Estados Unidos, refleja un gesto compartido entre Ríos y Fernández, que duró pocos segundos, pero que llamó la atención del diplomático como para ser narrado.⁷¹ Se trataría de una muestra simbólica del tema investigado: en ese gesto se mezclarían conceptos como cultura, nación, lo japonés, lo alemán, la seguridad y la contingencia. En una antigua obra, Gregorio Marañón describe el gesto como una conducta que tiene la capacidad de transmitir contenidos que son parte del proceso de comunicación. El gesto consiste en «la traducción material de un estado de ánimo, por los medios habituales de la expresión emotiva, ya los contemplemos ejecutar o ya los imaginemos, a la vista de una actitud social determinada»⁷². El gesto es un hecho social con significados que van más allá de los movimientos: «el lenguaje ha ampliado todavía más su significación hasta comprender con esta palabra un conjunto de acciones que ya no son la expresión directa e inmediata de un estado de ánimo, sino su consecuencia social última»⁷³.

    Existen asociaciones casi automáticas entre los gestos y las ideas transmitidas. No es aventurado plantear que la mirada de entusiasmo y alivio entre Ríos y Fernández representó una elaboración ideológica, cultural y política que puso en evidencia su preferencia. Pese a toda la evidencia que describe la gestualidad como un campo central del discurso⁷⁴, el análisis de gestos en la política ha tomado forma sólo desde fines de la década de los ochenta, con una metodología independiente a la de la psicología, comunicación o lingüística⁷⁵.

    Además de pensar la documentación a la luz de contenidos como el representado por el gesto en aquella reunión, se ha seguido un marco de mirada historiográfica que, desde una amplia perspectiva primero, ayuda a vincular conceptos como la cultura, nacionalismo y racismo, y, luego, desde un análisis más acotado, considera la guerra, la seguridad y el espionaje a la luz de los anteriores. Se entenderá lo investigado en cuanto a su relación con elementos profundos de la cultura, como también en conexión con eventos coyunturales, como el aparataje de seguridad implementado. Se observará lo bélico y las relaciones exteriores en función de cómo la nación chilena aceptó, rechazó, combatió o ignoró otras nacionalidades. Se establecerá el sustrato y la forma de las decisiones políticas en la perspectiva que Michel Foucault insinúa en su obra sobre la biopolítica, cuando hace una crítica al ‘saber’ y a la ‘verdad’ en la política, en el sentido de que «la mentira o el error son abusos de poder semejantes»⁷⁶. El evidente alivio experimentado y el pretexto buscado por Ríos se vincula con esa idea de mentira y error.

    Se intentará establecer lo que Foucault define como la veridicción de una situación, mostrar cómo se construyó una verdad y cómo tomó sentido al elegir a un grupo de personas como enemigas. Se busca saber qué permitió a los políticos chilenos «decir y afirmar

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