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Discreta mejoría: Sobre la mística del cáncer
Discreta mejoría: Sobre la mística del cáncer
Discreta mejoría: Sobre la mística del cáncer
Libro electrónico280 páginas4 horas

Discreta mejoría: Sobre la mística del cáncer

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Información de este libro electrónico

Sapere aude, atrévete a saber.

Esta es la historia de una mujer treintañera que, con un diagnóstico mortal tras el nacimiento de su primer hijo, lejos de resignarse, se dedicó en cuerpo y alma a encontrar otras vías para sobrevivir.

Este libro relata sus días y noches de lectura intensa en varios idiomas, los viajes que emprendió a otros países buscando respuestas, las reuniones con todo tipo de personas, tanto ensalzadas como despreciadas en el mundo médico y científico. También revela la investigación en profundidad que realizó y los hilos de los cuales debió tirar para encontrar respuestas con enormes dificultades; y cómo, tras descubrirlas, decidió asumir un camino del que casi todo el mundo la quería disuadir.

Cuenta, con una narrativa trepidante, cómo profundizó, entre otros ámbitos, en el mundo de la medicina, la psicología, la industria farmacéutica, la comunicación o la economía política del cáncer. Uncamino en el que también descubrió, para su sorpresa, que las convenciones sociales en torno a la enfermedad, la maternidad o los estereotipos sobre las mujeres, en su entorno más cercano y lejano, eran en ocasiones mayores obstáculos que su pronóstico a la hora de afrontar su día a día.

Sin embargo, este libro no aspira a ser un manual de autoayuda, aunque puede servir para abrirse a nuevas realidades y avanzar. Discreta mejoría quiere ir más allá, mostrando perspectivas que no han sido nunca tratadas en relatos similares, combinando la intriga científica con una historia de supervivencia y un ejemplo de lucha contra reloj para cualquier persona que se enfrente a un reto vital.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 mar 2019
ISBN9788417505981
Discreta mejoría: Sobre la mística del cáncer
Autor

Margarita Montenegro

El cáncer llegó cuando me preparaba para celebrar la vida por el nacimiento de mi primer hijo. No era el primer obstáculo importante que había tenido que afrontar, pero fue una prueba definitiva. Tras un diagnóstico y pronóstico mortal en cinco hospitales, sin esperanza, mi apego a los libros, el conocimiento y la investigación me hizo explorar nuevas vías para entender no solo la enfermedad, el mundo de la medicina o la industria del cáncer, sino el imaginario que existe sobre las personas enfermas y, especialmente, la mirada sobre las mujeres. Algunos de mis descubrimientos fueron impactantes e inesperados. Mi resiliencia, cultivada durante décadas de distintas maneras sin saberlo en otras facetas y etapas, a veces a tientas, fue mi mejor medicina.

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    Discreta mejoría - Margarita Montenegro

    Discreta mejoría

    Discreta mejoría

    Sobre la mística del cáncer

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417505325

    ISBN eBook: 9788417505981

    © del texto:

    Margarita Montenegro

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    "Dedico este libro a mi inspirador marido, mi amor,  quien marcó un antes y un después en mi vida, mucho antes de aparecer el cáncer.

    También a mi hijo, porque la ilusión por estar a su lado mientras crecía, me dio fuerza"

    «Nada en la vida debe ser temido, solamente comprendido.

    Ahora es hora de comprender más, para temer menos».

    Marie Curie

    «En medio del invierno, descubrí en mí un invencible verano».

    Albert Camus

    «Hay una nueva ignorancia ligada al desarrollo mismo de la ciencia».

    Edgar Morin

    Prólogo

    Esta combinación está en el corazón mismo del atractivo de muchas historias contemporáneas sobre el cáncer. Historias que leemos en nuestra búsqueda de la verdad sobre la vida mientras simultáneamente intentamos rechazar la inevitabilidad de la muerte […]. Habiendo tenido cáncer debo ser más sabia, más madura […]. Este es el romance sobre la muerte y la moribunda que confiere obligaciones a aquellos que han visitado su frontera, para volver con una nueva comprensión, un conocimiento que hará más fácil la vida a cualquiera que se encuentre ante ese final tan temido […]. Esto lleva al famoso cliché «el cáncer es lo mejor que me ha pasado en la vida». De acuerdo a esta versión nos volvemos más sabios cuando la muerte se nos aproxima. Progreso a través de la sabiduría. La persona que ha tenido cáncer es presentada como un mensajero sagaz cuya misión última es recordarnos a todos la preciosidad y la precariedad de la vida. Los llamados supervivientes del cáncer son vistos como si poseyeran el conocimiento sobre los secretos de la vida, así como los de la muerte.

    Jackie Stacey, Teratologies: A cultural history of cancer (1997)

    Se ha cumplido más de una década de mi diagnóstico y durante estos años he podido observar, leer, y reflexionar despacio sobre el cáncer, la oncología y la medicina. Pero también sobre los muchos condicionantes que rodean a esta enfermedad en la sociedad, en los medios de comunicación, en las familias, en las parejas, en los círculos de amistades. También sobre las convenciones sociales que rodean a los pacientes, a sus familias y amistades, y a los propios profesionales de la salud. Lo que llamo la mística del cáncer, el malestar que no se nombra siguiendo la estela del pensamiento de Betty Friedan (1965), pero en el ámbito del cáncer, que los invade y les impide en ocasiones ver más allá, reflexionar y tener espíritu crítico. Que les disuade de decir en voz alta lo que necesitan. También sobre el juego de intereses que rodea esta enfermedad, el papel de las empresas farmacéuticas, sus relaciones con el mundo científico o el rol de las asociaciones de pacientes, entre otros.

    Por último, también he pensado mucho y muy especialmente sobre la posición de las mujeres, en toda su diversidad, en el mundo del cáncer y en todo lo que le rodea y lo representa.

    Tengo la impresión, y he observado en otras personas y experimentado yo misma, de que a las mujeres ese sistema parece asignarles una única manera de estar en el mundo como enfermas de cáncer, para poder encajar en el imaginario general. Para empezar, parece que, si eres una enferma oncológica, pero no tienes cáncer de mama, no formas parte del grupo relevante. Fuera de ese grupo, es difícil ver campañas de televisión, carreras populares o solidarias, ni lazos de ningún color, ni galas de famosos.

    Además, la posición frente al cáncer que se aclama, se premia y se admira es una uniforme y de cierta subordinación, resignada a asumir los costos de los tratamientos, y siempre confiada, sin disidencias o críticas, en la capacidad de la oncología, a pesar de los resultados individuales o generales, cuando se analizan en serio, lejos de los titulares. Frente a ello, las contribuciones más solventes a una visión informada y crítica del complejo económico, político, mediático y sanitario del cáncer se silencian. Así, por ejemplo, pese a las evidencias científicas que vienen subrayando desde hace décadas la importancia de los aspectos ambientales sobre la incidencia del cáncer (Proctor, 1995; Davis, 2007), en nuestra cultura cotidiana el padecimiento de esa enfermedad se presenta generalmente como el resultado de un desafortunado accidente, un azar del cual se sabe poco aún y cuyo resultado debemos afrontar con sufrida resignación, sin prestar atención a ese tipo de factores que periódicamente intentan heroicamente volver a poner sobre la mesa, a pesar de los intereses en juego.

    Y, si ello no fuera suficiente con la situación en la que te encuentras tras un diagnóstico y frente a la propuesta de un tratamiento que se presenta como la única opción seria, aunque nadie pueda ofrecerte garantías sobre el mismo, parece que lo que se espera de nosotras, nos transmiten por diversos medios e incluso intentamos convencernos unas a otras, es la importancia de que nos mantengamos femeninas, que pase lo que le pase nunca perdamos la calma, manteniendo una sonrisa plácida y esperanzada, siempre con elegante y trabajada belleza, dando ejemplo a las demás. También parece que se espera que intentemos quitar piedras del camino de quienes nos rodean, para que nadie sufra a nuestro alrededor, anteponiendo, si hace falta, sus necesidades y su pena a la nuestra.

    Ha sido una década llena de intensidad, retos, vaivenes y frustraciones. También de esperanza, crecimiento, de lucidez y de aprendizaje. He aprendido a pensar más y mejor. A no subestimar a nada ni a nadie y a no dejarme llevar por lo que los demás quieren o creen que hay que hacer. Me ha ayudado también a conocerme mejor a mí misma y a los demás. Tengo más claro ahora mi lugar en el mundo. También me ha enseñado a saber lo que quiero y, sobre todo, a decidir qué es lo que no quiero con determinación. A distinguir las cargas innecesarias de las piedras que inevitablemente tengo que sobrellevar. Todo esto ha sido un ejercicio de responsabilidad conmigo misma y con los demás. He tenido algunos patinazos, pero muchos aciertos claves también.

    Durante este tiempo he sido capaz de resguardar a mi hijo, ahora ya un adolescente, de lo peor de esta aventura, y proteger su inocencia y su tranquilidad por encima de todo y de mí misma. Y ha sido una recompensa y un orgullo para mí no desfallecer y conseguirlo. Es mi regalo para él, para mi tesoro, una infancia tranquila y segura. Mi objetivo y mi motivación. Mi forma de demostrarle cuánto le quiero.

    Cuando así lo decida, lo compartiré con él, pero no antes de que llegue a adulto. De hecho, la primera motivación para escribir este relato fue que él conociera mi historia, por si no llegaba a estar aquí para hacerlo yo misma. Después, las personas que me rodeaban y otras que fui conociendo me animaron a ir más allá y llegar a gente que podrían beneficiarse de una u otra manera del camino que recorrí.

    De hecho, hace unos años, estando mi marido y yo cenando con nuestro hijo, que entonces tenía diez años, nos preguntó muy serio y en voz alta: «¿Cuándo es el cáncer de mamá?». Mi marido y yo, intrigados por su pregunta, nos quedamos quietos y callados. A mí se me heló la sangre, nos miramos y nos preguntamos en segundos si alguien había sido indiscreto e irresponsable, si nos habría oído hablar sin darnos cuenta o algo parecido. Lo cierto es que en esos días se celebraba el día del cáncer de mama, que no de mamá, y reaccionamos a la vez dándonos cuenta, sonriendo y explicándole con sencillez de lo que se trataba, pero nunca deteniéndonos demasiado en ello. ¿Cómo explicarle, no ya mi historia personal o que la utilidad de esas campañas es muy discutible, sino que sus efectos, lejos de ser positivos son perversos, pues contribuyen a ofrecer una representación sesgada, muy alejada de la realidad de enfermedad? (Ej. King, 2006; Sulik, 2010; Gigenrenzer, 2014).

    Anécdotas como la anterior nos han hecho darnos cuenta de que con tantas noticias que salen en la televisión, en la prensa, en películas sobre el cáncer y sobre la gran cantidad de gente que muere, famosa o anónima, nuestro propio hijo, a una edad tan temprana, ha interiorizado ya el miedo al cáncer. Ello a pesar de que jamás me ha percibido como una persona enferma. De hecho, a sus ojos, rara vez lo he estado de manera, digamos, «corriente» y, si me he tenido que quedar en la cama tres o cuatro veces en esta década prodigiosa, él siempre se ha preocupado más de lo debido al verme así, porque tiene un concepto de mí de persona sana, fuerte, dinámica. Su mirada es la que se aleja de tantas otras que he recibido estos años. Soy su madre, la pesada, la que le pone normas, la que le hace cosquillas y con la que discute y acaba riéndose. Me encanta la sensación. No he sido ni soy su madre enferma, no tiene que hacer cosas por mí para que me sienta mejor, no tiene que curarme o salvarme, no tiene que compensar mi sufrimiento o soportar manipulaciones en algún día malo porque estoy enferma.

    Por todo ello, quiero dejar claro que este no es un libro más de autoayuda tras un diagnóstico de cáncer. Nunca me he sentido cercana a las aproximaciones que he visto en otros relatos, incluso en los de mayor éxito. No es una de esas visiones gozosas que se escriben apenas unos meses después de superar aparentemente la enfermedad. Ojalá nunca hubiera estado enferma. No quiere ser uno de esos libros que luego nos producen una profunda aunque fugaz tristeza cuando años después los encontramos de nuevo en los mercadillos, entre tantos y tantos otros libros sin sentido que a nadie interesa leer.

    Este es un libro de una superviviente de cuarenta y tantos años, quien, tras ser precipitada a un abismo, desahuciada por equipos de especialistas de cinco hospitales diferentes hace quince años, a la que solo le daban unos meses para prepararse a morir, se agarró con todas sus fuerzas a la rama del árbol de la que pendía su vida de una manera distinta a lo que había visto hacer. Que lejos de resignarse a aceptar lo que se le presentaba como inevitable, una realidad a la cual no debía cerrar los ojos, como le decían alguno de sus médicos, puso todas sus energías y cerebro en encontrar otras vías. Que, en vez de aceptar sin más que la darían por desahuciada, empequeñecida y paralizada por la impresionante puesta en escena de la moderna oncología y sus ensoberbecidos expertos, reaccionó inmediatamente. Confiando en su criterio y en el de otras muchas personas cuyas perspectivas científicas eran también merecedoras de toda atención, aunque no estuvieran integradas en los contratos programa de los grandes hospitales. Un camino en el cual me enfrenté a muchas dificultades. Esa persona soy yo, pero podría haber sido cualquier otra. Cualquier otra que como a mí misma, de un día para otro, la dieran prácticamente por muerta, como recientemente lo ha señalado Eric Cazdyn en su libro The Already Dead (2012), en el que cuenta su experiencia como paciente de leucemia que fue desahuciado y que hasta hoy, contra todo pronóstico, sobrevivió a su enfermedad.

    Este libro relata cómo dediqué días y noches a leer, investigar y encontrar respuestas científicas sólidas con mi marido que, para mi propia fortuna y tras descubrirlas, aunque estaban ahí hace un siglo, decidí asumir, tomando un camino que muchos consideraban una locura. Buceando en un mundo con el que no tenía ninguna conexión o conocimiento hasta ese momento, y cuyo lenguaje era totalmente extraño para mí, ajeno a mi formación o trayectoria vital.

    Muestra un camino en el que pronto encontré científicos brillantes, cuyas aportaciones, desde las más diversas áreas del conocimiento, eran ignoradas o incluso presentadas como pseudociencia fraudulenta de manera sistemática en los medios de comunicación y en las revistas, que luego descubrimos que muy a menudo estaban financiados de manera opaca por la industria farmacéutica (vid. Bauchner et al., 2018), aunque su valor era reconocido en muchos otros países. Muy recientemente, The New York Times, por ejemplo, reveló en 2018 que un famoso oncólogo español de gran proyección internacional ocultó que había recibido millones de dólares en pagos de farmacéuticas en los últimos años omitiendo estos lazos financieros en docenas de artículos de investigación publicados en medios prestigiosos, como The New England Journal of Medicine y The Lancet.

    Sin embargo, también encontré médicos honestos que acababan confesándome su estupor por el funcionamiento del sistema, la situación actual de la oncología o el peso de la industria farmacéutica. Y, por supuesto, otras muchas personas afectadas por el cáncer como yo, que compartían experiencias y buscaban igualmente respuestas, incluidas algunas que formaban parte del mundo de la medicina, pero que veían con desesperación que la búsqueda de otros caminos les hacía perder credibilidad y apoyo profesional.

    He querido relatar también las impresiones que tuve de las múltiples consultas en oncología durante cinco largos años. Especialistas que con sus impecables batas blancas nunca me recibieron durante más de un cuarto de hora, siguiendo sus protocolos, minutados y constreñidos por sus presupuestos, sobre los cuales no tenían ninguna capacidad de decisión, tal como me confesaron. Personal médico que, salvo alguna excepción, nunca se tomó en serio el tratamiento que me salvó la vida, aun cuando fueron en su momento informados en detalle de sus bases, sus fuentes científicas en rigor y mi sorprendente evolución. Incluso mi propósito de que aquello pudiera ayudar a otros muchos pacientes que trataban cada día era recibido a menudo con desconfianza, suficiencia y desconsideración.

    También he querido hablar en este libro de mi perplejidad sobre los supuestos avances de la investigación del cáncer anunciados a bombo y platillo durante estos años. Grandes descubrimientos divulgados en la prensa y la televisión, pero que nunca parecen acabar de plasmarse en la realidad. Por lo menos, en la de las personas enfermas. Desconcertantes estadísticas oficiales que parecen celebrar el éxito de la prevención temprana y las mejoras en el tratamiento de la enfermedad, anticipando el diagnóstico inicial cada vez más, a través de las grandes campañas oficiales, aunque su metodología resulte ostensiblemente sesgada (De Stavola y Cox 2017; Ellwood y otros 2019). Con pruebas que la literatura científica ha demostrado ampliamente que a menudo son más perjudiciales que beneficiosas y que parece que no llegan a nuestro entorno médico más cercano o se reciben con mucho retraso. Todo ello contrasta con la experiencia que todos tenemos tarde o temprano en nuestras vidas sobre familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos de nuestra escalera, a los que de nada sirvieron en la práctica esos aparentes progresos espectaculares de la oncología.

    Otros informes presentan como un logro de la oncología al paciente que sobreviva al cáncer cinco años tras su diagnóstico oficial, aunque pueda morir una semana después, y que para mi sorpresa solo parecen contabilizar como fallecidas a aquellas personas que mueren en el hospital, no en su casa.

    He querido también relatar en este libro la incredulidad de tantas y tantas personas, unas cercanas y otras casi desconocidas, que, a medida que avanzaba en la investigación, probaba otros caminos y no se cumplía mi pronóstico fatal inicial, atenazadas por la perplejidad, la disciplina a la bata blanca y sus propios y comprensibles miedos, primero se acercaban con curiosidad a mí y luego se negaban en su mayoría a otorgar credibilidad a cuanto les decía, insistiendo y reprochándome la falta de garantías de mis aproximaciones, aunque nunca les pidieron esas mismas garantías, ni nada parecido, a sus propios oncólogos. Observándome en ocasiones como si fuera una estafa.

    Pese a tantos aspectos en contra, el avance que realicé en el conocimiento de ese otro mundo del cáncer, lejos de las resplandecientes salas de espera de los grandes hospitales, del gigantismo de los grandes congresos oncológicos y de la visión entre épica y celebratoria de los grandes avances de la oncología que invariablemente ofrecen los medios de comunicación, fue adquiriendo poco a poco sentido (Clark y Everest, 2006; Riles et al., 2015; Vrinten et al., 2017). El camino de incertidumbre que se anunciaba, y recorríamos a tientas mi marido y yo de la mano, se fue transformando en un camino de certezas. El terreno se revelaba cada vez más firme, los progresos más consistentes, el miedo y la inseguridad se fueron poco a poco transformando en confianza. Nuestras impresiones más personales venían a confirmar una y otra vez las aportaciones silenciadas de otros muchos campos del saber. Descubrimos campos como el auge de la inmunoterapia como tratamiento del cáncer (Kahil et al., 2016) o la nutracéutica (ej. De Mejía, 2010; Da Costa, 2017), que llevaban dando resultados desde hacía casi un siglo, aunque no formaran parte de los protocolos aplicados en los hospitales ni estaban incluidos en las agendas de las grandes industrias farmacéuticas al inicio del proceso, aunque con los años vimos crecer el interés hacia ello.

    I. Ya estás aquí

    ¿Qué es feminidad? Es ser mujer; es sentirse bien como mujer; es ser fuerte unas veces y no tanto otras; es ser receptiva, estar abierta a los cambios y saber hablar desde dentro con todos los sentimientos y palabras para ser comprendida; es ser suave y a la vez un tigre.

    Betty Friedan, La mística de la femineidad (1965)

    Tenía que visitar a mi médico de cabecera porque necesitaba un certificado simple de buena salud. Lo necesitaba para presentarme a un puesto de trabajo muy interesante en el extranjero en 2015. Era obligatorio contar con él y sabía que los médicos están acostumbrados a prepararlos. Hacía años que no pasaba por la consulta y estuve durante días dándole vueltas a mi cabeza con dos o tres guiones de conversación que iba a tener con el doctor. Tenía un ramillete de respuestas preparadas según cómo discurriera la conversación. Si me preguntaba tal, le contestaría cual, si en cambio me hablaba de aquello, pues le diría esta otra cosa, pensaba. No consistía en mentir, solo en omitir, relativizar, disimular un poco y quitarle hierro a todo lo que me había pasado en los últimos años para conseguirlo. Una vez mentalizada, antes de salir por la puerta, me maquillé como una puerta. Quería que mi cara dijera «qué sana estoy», así que me puse colorete «me encuentro de maravilla» y rímel «la alegría me sale a borbotones por los ojos». Bajé las escaleras de mi casa con paso firme y con la cabeza alta, aunque con más miedo que vergüenza, y me dirigí andando a la consulta. En apenas diez minutos llegué al ambulatorio.

    La sala de espera estaba completamente vacía, pintada con uno de esos colores desconcertantes de la paleta que se estila en los hospitales. Era primera hora de la mañana y aún se sentía un poco de frío. Busqué con la mirada la consulta de mi médico, me acerqué a la puerta entreabierta y vi cómo se despedía del anterior paciente. Me senté y esperé unos segundos. Enseguida el doctor me hizo un gesto para que entrara y, después de un frío «buenos días», se sentó en la mesa, tecleó dos o tres veces en el ordenador y me preguntó qué me pasaba y qué necesitaba. Siempre me llamaba la atención su aspecto atildado, como de otra época.

    Le expliqué despacio y con cierta reverencia que había ido a solicitar un certificado médico para acompañar una solicitud para un puesto de trabajo que me interesaba en el extranjero. Sabía que en teoría los certificados de buena salud tienen más que ver con evitar contratar a personas con enfermedades infecciosas o demostrar que estás capacitada para realizar las tareas del puesto al cual te presentas, pero que en realidad los médicos no podían ir mucho más allá, si no lo pedían específicamente los papeles del puesto al que me presentaba. Y de eso se trataba precisamente en mi caso. Tras escuchar mi petición, tecleó de nuevo en el ordenador central del servicio de salud público y me dijo: «Muy bien, pues ahora mismo te lo hago. Por lo que veo en tu ficha, estás de maravilla. No has tenido ningún problema de salud grave, ¿no?».

    Sorprendida, pero a la vez más relajada al escuchar su pregunta, le dije, mirándolo sin pestañear y logrando que mi voz no temblara: «Bueno, hace como catorce años me tuvieron que quitar un riñón tras un parto malo, pero desde entonces no he pisado un médico y estoy fenomenal». Y aguanté la respiración mientras pensaba que en cualquier momento en el ordenador iba a saltar ruidosamente un código rojo luminoso. «Pero estás bien, ¿no?», me dijo, y yo le respondí: «Como una rosa». Redactó el certificado, lo firmó, selló, me lo dio, y yo lo cogí, me levanté de la silla, salí de la consulta y me lo llevé como un tesoro con una sonrisa de tímida satisfacción. Salí del ambulatorio caminando despacio, abrazada a mi certificado. Cuando llegué a casa, abrí la cómoda llena de documentos y coloqué el papel que me acababan de dar al lado del que certificaba oficialmente mi discapacidad parcial hacía ya un año. Los cogí, me senté en el sofá con ellos en la mano, cerré los ojos y eché la vista atrás, y volvieron todos mis recuerdos de la tremenda aventura vivida que empezó hace tres lustros.

    Era marzo de 2004 y me quedaba solo un mes para que naciera mi primer hijo. He tenido uno de los mejores embarazos que se puede tener, sin apenas molestias. Al menos, las que toda supermamá debe aceptar, según las convenciones sociales y sin apenas quejarse, como parte del paquete: reflujo, acidez, pesadez, cansancio, cambios psicológicos, mal dormir, dolor de espalda, miradas, consejos, opiniones y muchos kilos de más.

    Trabajando hasta el último momento, preparando la llegada del bebé con mucha ilusión, yendo a mis revisiones, conduciendo de un lado a otro con mi tripa

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