El cielo que pintamos
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El cielo que pintamos - Carmen Galdames J.
Bertolucci
Gracias a la familia y amigos por todo el ánimo.
Gracias Carlos y Pascal por tanto amor.
Gracias Pablo Simonetti y Diamela Eltit por todo lo que me enseñaron.
Gracias a quienes leyeron y comentaron este texto en todas sus etapas y formas.
Especialmente a Francisco Ovando y Rodrigo Cortés.
Gracias Matías Correa por tus consejos, correcciones, y tu amistad.
Gracias Mónica Torres por el lindo cuadro que pintaste para la portada.
A Peter V.
otoño
2004
La herida en mi boca se niega a sanar. La toco con el dedo, mientras veo por la ventana un avión cruzar el cielo gris. Meto los pies entre los cojines del sofá y un nudo en mi estómago se tuerce cada vez, un poco más. Cierro los ojos y trato inútilmente de poner la mente en blanco, imaginando ese color, nombrándolo sin hablar: blanco, blanco, blanco. Se me viene a la cabeza el recuerdo de la casa donde crecí, el aromo en el antejardín, la imagen de un cielo alto, donde vivía una araña que debía reconstruir su hogar cada vez que sacaban a escobazos el anterior. Una araña perseverante, decía papá, cuyos labios apenas se asomaban entre sus bigotes negros. Perseverancia
, una palabra que aprendí desde muy niña y que jamás he puesto en práctica. Mi memoria también conserva imágenes de mi mamá preparando el almuerzo, pintándose las uñas; imágenes de Matías y de sus dedos rasgando las cuerdas de la guitarra, de esas manchas de nicotina junto a sus uñas, de sus mejillas pálidas, de su boca pequeña.
Al rato me quedo dormida y sueño con Iggy. Está sentado en mi cama con los pies colgando, sucios y sin zapatos. Ahí él sigue teniendo once; yo, veintidós. Ya es tarde, dice con las manos temblorosas. Una gota de sangre negra y espesa le cae por la nariz, luego comienza a chorrear a borbotones por sus oídos, boca y ojos, formando una poza oscura bajo sus pies. Lo abrazo, su cuerpo se derrite, mis dedos se hunden en su piel. La sangre me salpica la cara, absorbe mis colores.
Despierto de un salto, con el corazón latiéndome en la garganta. No hay luz, salvo por la que entra desde la calle. Un escalofrío me recorre la espalda y se detiene en mi nuca mientras busco el celular que avisa con un insistente pitido la llegada de un mensaje. Limpio la saliva de mi mejilla con la manga y muevo los dedos entre los cojines del sofá, no lo encuentro. Cuando lanzo los cojines al suelo, el teléfono ya ha dejado de sonar. Miro la hora: son las seis y media. No sé si está oscureciendo o amaneciendo. Voy rápido a la entrada para encender la lámpara que pende del cielo. MENSAJE NUEVO: ANA, NO ALCANZO A IR. PAPÁ. Guardo el teléfono en mi bolsillo y aprieto el interruptor de la pared. La ampolleta se prende iluminando todo a mi alrededor, espantando a los fantasmas suspendidos en la oscuridad.
Papá
, otra palabra que aprendí a repetir desde niña.
otoño
Seis y media otra vez. El amanecer se aproxima desde el otro lado de la Cordillera de los Andes, que aquí veo adornada con nieve y smog. Desde que murió el abuelo no he podido dormir. Es como si me hubiera dejado en herencia su insomnio de viejo. Le pregunté una vez, por qué los viejos duermen menos. Cuando el cuerpo presiente que le queda poco, se resiste a desperdiciar el tiempo durmiendo, creía él.
En mi cabeza vuelve a aparecer la imagen de mi abuelo muerto. Ojos cerrados, boca abierta y piel fría, anestesiada como un brazo entumecido; como un miembro que se siente ajeno, de otro. Nunca antes había visto un cadáver, menos tocado uno. La muerte es tan simple: se acaba la cuerda, gracias por participar, le toca al siguiente. Ochenta y dos años le duró el turno a mi abuelo, que varias vueltas alcanzó a darle al tablero. Con trampa, por supuesto, siempre con trampa.
Me recosté a su lado y acompañé a ese cuerpo tieso sobre la cama. De pronto, el gato apareció entre las frazadas y corrió afuera de la pieza. Tomé su mano, lo miré muerto en su piyama a rayas. Observé los pelos que le salían por la nariz, sus dedos largos de pianista de jazz, las uñas sucias que, dicen, siguen creciendo aún después de muerto. Su expresión lucía desencajada y tenía la boca abierta, exponiendo una prótesis de un rosado plástico, como el algodón de azúcar, que ocultaba su paladar y afirmaba una hilera de dientes blancos. Debió haber dejado de respirar mientras dormía, pensé. Tal vez se habrá imaginado que volaba. Al menos, eso decía que pasaba en sus sueños, donde sentía su cuerpo tan liviano como una pluma; no, como un pájaro, porque a las plumas se las lleva el viento, podría haber dicho él, si estuviera vivo, claro.
Me quedé ahí, mirando ese cuerpo que no acompañaba, cuya sola presencia imponía una soledad absoluta. Traté de cerrarle la boca, pero fue imposible. Me pregunté si todo en él estaría tan rígido como su mandíbula. Dudé por unos segundos, apreté los labios y lo miré otra vez, asegurándome de que siguiera muerto. Tiré la ropa de cama hacia atrás y miré adentro del pantalón de franela. Su pene estaba flácido, quieto y arrugado, apoyado sobre uno de sus muslos, tan inmóvil como el resto de su cuerpo. Era grande, recuerdo que me impresionó lo grande que era: grande para un viejo, grande para un cadáver.
Después vino lo inevitable. Llamé a mi papá y el teléfono sonó dos veces antes de poder escuchar su voz.
–¿Qué pasó? –dijo, no sé si intuyendo lo que había sucedido o sólo extrañado por recibir noticias mías.
–El tata se murió. Anoche parece, lo encontré ahora en la mañana.
Hubo un silencio largo antes de que volviera a hablar:
–Lo encontré –expliqué–, pero no lo estaba buscando.
Recuerdo que más tarde, ese mismo día, mi papá me abrazó brevemente, apenas por unos cuantos segundos, pero alcancé a rodearle la cintura con mis brazos, a sentir el olor de las mandarinas que guardaba en los bolsillos de su abrigo.
Los funerales de los viejos me resultan extraños. Sí, son tristes, aunque se trata de otro tipo de tristeza. El de mi abuelo estuvo lleno de momentos a medias: tuvo lugar por la tarde, a media luz, con llantos incompletos, suspiros interrumpidos y muecas quebradas. Cuando eres viejo desapareces sin que se note, me dijo el abuelo, como cuando terminas la última página de un libro que estás aburrido de leer. Por muy terrible que sea, ningún libro se puede abandonar a medias, ni siquiera el más agotador. El abuelo dijo eso alguna vez y desde entonces que no dejo de pensar en los libros que no he terminado, en todos los que he ido amontonando sobre el velador y los estantes, varios de ellos leídos hasta la mitad.
–Se veía venir –escuché que una señora comentaba al pasar a mi lado, mientras salía de la capilla donde lo velaban. El funeral de un suicida también se ve venir; al igual que un paciente con cáncer terminal, un enfermo de VIH y un viejo alcohólico de ochenta y dos años, resulta fácil declararlo inevitable. Pero es la muerte inesperada lo que los diferencia, una sorpresa predecible, pero no por eso menos perturbadora. De un suicida no te puedes despedir, incluso teniendo claro lo inminente de su partida. Es él quién decide dejar o no una carta mal escrita, dando excusas crípticas y repetitivas; pidiendo perdón aunque no sirva de nada. El abuelo no dejó nota suicida, seguramente porque a esa edad ya no vale la pena pedir disculpas por cosas que nadie recuerda o, tal vez, porque todos veían su muerte acercarse desde lejos y anunciarla habría sido una tonta reiteración.
No estaba segura si debía o no ir a su entierro, pero fui de todos modos, aunque nadie me quisiera ahí. Me quedé entre unos árboles, a varios metros del ataúd, para no toparme con familiares ansiosos por saber detalles de su muerte o de las últimas palabras del abuelo. Algunos me vieron y me saludaron desde lejos con la mano o con una mueca. Mi papá estaba de pie frente al cajón cubierto de flores. Miraba al suelo con los brazos cruzados, apretándose los codos, conteniéndose a sí mismo.
–Nos hemos reunido hoy para orar y dar un último adiós a nuestro querido Alberto –declaró el sacerdote ante los presentes. Entonces, recordé que el abuelo nos daba sermones a Matías y a mí cuando nuestra madre no estaba cerca. Hay que mirar de lejos la Iglesia, nos decía, a las religiones les gusta vernos asustados, muertos de miedo para que no nos atrevamos a pensar por nosotros mismos. Sistemas de crueldad
les llamaba el abuelo, parafraseando algo que había leído por ahí. Deberías leer más a los alemanes, me decía él, algo tiene el aire de ese país, algo que los hace tener ideas raras e intrincadas. Luego, cambiaba el tema y preguntaba si tras morirse, nosotros podríamos echar sus cenizas a los pies del aromo que escalábamos en nuestro patio. Supongo que de abono podré servir, decía y daba sorbos a su vaso con vodka y hielo.
Pero en ese funeral no hubo ceniza, sólo tierra.
Al finalizar la ceremonia busqué a Matías entre los abrigos negros, lentes oscuros y vestidos de luto, esperando encontrar a mi hermano en medio de ese montón de caras llorosas.
–No vino –dijo mi madre, quien apareció de pronto junto a mí, con los brazos cruzados.
Mi garganta se contrajo. La muerte de mi pequeña esperanza de encontrarlo dolió incluso más que ver a mi abuelo siendo encajonado bajo tierra.
–No deberías haber venido, a tu papá no le hace bien verte –le tembló la voz.
–Tampoco le hace bien verte a ti –repliqué, pisando la colilla de mi cigarro sobre la gravilla del cementerio. Era ella quien le había pedido a mi papá que se fuera de la casa, al menos, eso le escuché alegar al abuelo. Sólo alcanzaron a vivir juntos un año más después de que Matías y yo nos fuéramos.
A la espera de su respuesta el viento me despeinaba, mientras a mi madre le levantaba el vestido negro, que ella alcanzó a afirmar rápido con las manos, justo antes de que sus muslos quedaran al descubierto. Pensé en mi abuelo como abono. Imaginé tomates más rojos y dulces; tomates con sabor a vodka, quizá.
–Ándate mejor, estás poniendo incómodos a los demás –la ignoré y encendí otro cigarro–. No va a venir, métete eso en la cabeza –agregó, alejando con su mano el humo que se le venía sobre la cara.
–Tú no entiendes nada, Matías nunca te quiso como a mí –contesté.
No me alcancé a mover, la cachetada que recibí me tomó de improviso. Sentí un pinchazo frío, un golpe de corriente atravesando mi cara. Su anillo me rompió la boca y un hilo de sangre empezó a caer desde la herida. Puse mi mano sobre el labio roto y me alejé caminando entre las lápidas grises que decoraban el pasto.
Casi una semana ha pasado desde ese día. La herida todavía no ha sanado.
otoño
Peter se mueve arriba mío. Peter, mi amigo, el que me vende marihuana; el niño rubio con el que me acuesto a veces después de fumar, cuando no se nos ocurre nada mejor que hacer. Peter jadea en mi cuello y los rulos amarillos que cuelgan de su cabeza caen sobre mi boca. Estoy en la buhardilla, donde el cielo de la pieza termina en ángulo y se acerca al suelo por los costados. Peter me tiene contra el piso, sobre una alfombra de lana que me raspa la espalda. Miro hacia arriba, por encima de los hombros de Peter, y observo una araña moverse obsesiva por un rincón, de un lado al otro. Esa telaraña se volverá parte del paisaje, permanecerá ahí por meses, en el mismo lugar. Seguramente, Peter la va a ignorar por apatía, porque no sabe mirar con detención. Sin que se dé cuenta, me muerdo el labio inferior: la herida en mi boca se abre otra vez y siento el sabor metálico de la sangre impregnarse en mi lengua. De pronto, pienso en Iggy, que me hacía llamarlo así