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Efímeras
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Libro electrónico159 páginas2 horas

Efímeras

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Información de este libro electrónico

Los contemporáneos de la Revolución francesa notaron que durante ciertos días el tiempo se aceleraba, concentrando acontecimientos significativos que transformaban de manera perdurable la realidad histórica. Este libro trata también de "jornadas", cuya trascendencia no es social, sino individual, y cuya marca distintiva no es lo extraordinario, sino una banalidad aparente: su verdadero sentido se revela con el tiempo, porque solo la persistencia del recuerdo permite comprender el papel determinante que jugaron en la configuración de una sensibilidad específica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 jun 2020
ISBN9789587205848
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    Efímeras - Emma Lucía Ardila Jaramillo

    David

    I. LA VOZ DE LOS NIÑOS

    Un regalo de Navidad

    En cada Navidad mi mamá ordenaba la casa de arriba a abajo. No había armario, mueble ni cajón, por pequeño que fuera, capaz de escapar a la vigilancia de sus ojos. Después de varios días de intenso trabajo, al abrir las puertas de las cómodas, podían verse las camisas clasificadas por colores en hileras perfectas, con el lomo hacia afuera; las medias dobladas en rollitos, rigurosamente alineadas. De los ganchos de ropa colgaban en orden de tamaño los vestidos, los pantalones, las camisas y las faldas. En el garaje las herramientas iban en cajas, y en frascos distintos, los tornillos, las puntillas, los clavos y las tuercas.

    Terminada la faena, se sentaba frente a la máquina de coser. A cada roto de nuestros bluyines le ponía un parche; las sábanas recobraban sus bordes hilvanados, lo mismo que las toallas, las fundas y los manteles. Luego, tomaba un bombillo para remendar las medias, también pegaba botones, broches y cremalleras. Trabajaba y trabajaba sin parar toda la semana anterior a Navidad como si esa fuera la fecha del fin del mundo. Imposible empezar el año con la casa en desorden.

    Cuando mi papá llegaba cansado del trabajo, ella estaba aún más agotada y de mal genio. Para completar, nosotros empezábamos a dar vueltas alrededor de su cuarto, persiguiéndonos y armando alboroto, hasta que la tensión explotaba y ella le decía a mi papá:

    —Antonio, ¡haga algo!, ¡ayúdeme que me voy a volver loca!

    Entonces él, que hasta entonces leía el periódico acostado en la cama, sin enterarse de nada, doblaba las hojas y preguntaba:

    —¿Qué está pasando?

    Eso la impacientaba más, y gritando, sacaba la correa para repartir azotes, hasta que nos calmábamos.

    Eran las vacaciones. Ni modo de enviarnos, como durante la época de colegio, cada noche, a limpiar los zapatos hasta que quedaran brillantes, o a estirar los prenses de la falda para ponerla debajo del colchón de forma que al día siguiente estuviera planchada, o a lavarnos los dientes y también las uñas con cepillo, porque luego la monja nos ponía en fila y nos hacía extender las manos para revisarnos, de lo contrario podíamos perder la medalla de orden y aseo. Invariablemente, cuando después del acto de fin de año salíamos con ella colgada en el pecho, mi mamá decía:

    —Esa medalla me la gané yo, no ustedes.

    Por todo eso y porque la limpieza era ley en la casa, estaba prohibido jugar con tierra. ¡Cómo envidiábamos a otros niños cuando los veíamos echando agua en la arena que había en el borde de la acera para formar pantano y meter las manos! Nosotros solo podíamos mirar, sin atrevernos a tocar.

    ¡Y al fin llegaba la Nochebuena!

    La mesa del comedor tenía flores y había bandejas llenas de comida. A mí me gustaban las hojuelas, tan ricas y tostadas; cuando las comía me quedaban granitos de azúcar en las manos y podía chuparme los dedos. El tío Héctor prefería comer queso y mi tía Doris buñuelos y natilla.

    Mis hermanos y yo estábamos felices jugando escondidijos con los primos. Nosotros teníamos ventaja porque nos sabíamos de memoria los mejores sitios. Cuando le tocó el turno de buscar a Fernando, empezó a contar:

    —Uno, dos, tres, cuatro, cinco…

    Mi hermana y yo salimos corriendo y nos metimos al tiempo en el mismo escondite, en la pieza de mis papás, detrás del escaparate. Ella se enojó diciendo que yo siempre la perseguía y la remedaba en todo. Quería echarme y alegaba que era su idea. No era verdad; había sido mía, ese era el mejor lugar de toda la casa, yo lo había usado la última vez que jugamos, y por eso gané, y ahora ella quería sacarme.

    —…seis, siete, ocho, nueve, diez. ¡Salí!

    Ella me cogió del pelo y empezó a halarlo. Yo grité, sin importarme que Fernando nos descubriera. Y en ese momento pasó mi mamá, preciso cuando estaba arañándole el brazo a mi hermana, mientras fruncía la boca para hacer más fuerza y que le doliera.

    Entonces me castigó en la esquina del corredor, frente a toda la visita. ¡Qué pena! Mis primos grandes se reían y la tía Doris me miraba divertida. El tío Héctor, no. Estaba serio. Y mi papá andaba tan ocupado contando chistes, con su ron con Coca-Cola en la mano, que ni siquiera se dio cuenta.

    Y ahí me tuve que estar parada, mientras los otros seguían corriendo. Siquiera que a mi hermana le tocó contar, por peleadora, porque los demás se alcanzaron a libertar y en cambio ella no.

    Cuando por fin mi mamá decidió quitarme el castigo, me dijo:

    —El Niño Jesús está muy bravo contigo, seguro no te va a traer nada.

    Eso me entristeció. Llevaba muchos días soñando con los traídos. Hasta le había escrito una carta al Niño Jesús pidiéndole una maquinita de coser y, junto con mis hermanos, quemé las hojas en la azotea de la casa para que las letras se fueran viajando con el humo y llegaran donde Él. Mi mamá nos dijo que como Él era Dios, podía leerlas sin problema.

    Todavía me acordaba de la última Navidad. Esa vez, cuando me desperté por la mañana, mis primos y yo teníamos los pies de la cama llenos de regalos envueltos en papeles lindos y con moños. Todos empezamos a abrirlos al mismo tiempo y cada uno gritaba y mostraba su traído. Mi hermana rompía el papel y tiraba los pedazos al suelo. A mí me gustaba despegar cada trozo de cinta engomada despacio, para evitar que el papel se dañara, y guardar luego la envoltura bien doblada debajo de la almohada. Así, podía recortar después las figuras y pegarlas en mi cuaderno, en la última página. Por eso, Mónica fue la primera que abrió el paquete y mostró una caja larga con tapa transparente: adentro había una muñeca negra con ojos azules, hermosa. Yo me quedé como embobada mirándola mientras ella la cargaba feliz, riéndose, para que me antojara. Entonces empezó a afanarme para ver cuál era mi regalo. Resultó ser una muñeca igualita, solo que blanca y de pelo rubio. Cuando ella la vio, se le llenó la cara de envidia y empezó a pedirme en secreto, para que mi mamá no la oyera, que cambiáramos de muñeca. Yo le dije que no. A mí me gustaban las dos, pero ahora que ella prefería la mía, no se la quería ceder. Entonces se puso furiosa y trató de arrebatármela. En esas la vio mi mamá y cuando supo que no le había gustado el regalo del Niño Jesús le dio una pela durísima.

    Pero este año la castigada era yo, y no por mi mamá, sino por el Niño Dios. Eso me puso triste. Ya no quise jugar con nadie y me quedé sentada en el mismo rincón en donde me habían castigado, sin ganas de comer ni de nada, tratando de no llorar.

    No sé cuánto tiempo pasó, pero al fin, cuando mi papá reunió a toda la familia en el patio para hacer la función con la pólvora, me olvidé de la tristeza y me fui corriendo a mirar. Lo que más me gustó fue el volcán de luces que salieron formando como un árbol inmenso y después otro pequeñito, y otro, hasta que se apagó. Luego alguien dijo:

    —¡Son las doce de la noche, ya va a nacer el Niño Jesús!

    Y ahí mismo se apagaron las luces y todo el mundo se quedó callado. Yo tuve miedo y le cogí la mano al tío Héctor; él era mi preferido. Entonces me cargó y dijo:

    —Mira, Eulalia, ya viene, ¿ves esa lucecita que está entrando en la casa? ¡Ese es el Niño Dios!

    Era tan chiquito como un cocuyo, yo no podía imaginar cómo cargaba tantos regalos con esas manos tan pequeñas, pero mi tío me explicó:

    —Él es Dios, Él puede hacer todo con solo pensarlo.

    Y era verdad, en el colegio decían que Él todo lo veía, todo lo podía y todo lo sabía.

    De pronto se encendieron las luces y salimos en carrera a buscar los regalos. Esta vez estaban en el árbol de Navidad. Mi papá puso una silla al lado y empezó a leer las tarjetas y a repartirlos. Cuando al fin leyeron mi nombre y vi mi paquete, descansé. El Niño Dios sí me había traído regalo. Salí emocionada a recibirlo. ¡Pesaba mucho! ¿Qué sería?

    Todos se quedaron esperando mientras lo abría, yo sentía el silencio alrededor mientras me miraban. Cuando al fin terminé de quitar el papel apareció una caja de zapatos. Pensé que de pronto eran los del uniforme, para ir al colegio el próximo año, pero no, al abrirla encontré que la caja estaba llena de tierra.

    Entonces mi mamá dijo en voz alta:

    —Ese es el castigo del Niño Jesús, por peleadora.

    Todos seguían mirándome, esperando que me pusiera a llorar, pero sonreí, feliz. Entonces ellos también se rieron, menos mi mamá. Yo no les hice caso, porque en ese momento solo quería hundir las manos en la tierra, que era deliciosa suave y fría.

    Empecé a jugar con mi regalo. Ahora el Niño Jesús me daba permiso de tocar la tierra, sin importarle ni el reguero ni el desorden. Vacié la caja en el piso de la sala y empecé a amasarla.

    Mi mamá intentó regañarme, pero yo le dije:

    —El Niño Jesús me la dio.

    Cuando llegó la hora de dormir, recogí hasta el más pequeño pedacito tierra y luego puse mi caja debajo de la cama, junté mis manos para rezar y, no sé por qué, se me salieron las lágrimas.

    Recortes de galletas

    Para llegar a la casa en donde vendían los recortes de galletas había que recorrer calles y calles, sentada en la silla de atrás del carro, mientras los papás se ocupaban de sus asuntos. Miraba a la gente que iba y venía, a los niños pidiendo limosna, al carretillero con bombas de colores que cambiaba por cosas viejas, al caballito de la leche cruzando con su tintineo de litros, a la ambulancia que pasaba gritando con el pito, al carro de la basura recogiendo bolsas, y luego la loma grande que el carro subía con esfuerzo, casi quejándose y a su padre moviendo la palanca para tomar fuerza nueva y arrancar con decisión.

    Y llegaban a la casa de la costurera, la que vendía galletas. Su mamá siempre con telas compradas, con planes para que doña Teresita les hiciera vestidos a ellas, y el papá en el carro,

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