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Cosmonauta
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Libro electrónico86 páginas1 hora

Cosmonauta

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"Cosmonauta", ganador del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2009.

Con estos seis relatos, Daniel Espartaco Sánchez nos presenta un ambiente en el que la promesa del comunismo es una fábula contada por los padres a los hijos. Una fantasía utópica que no termina de disiparse a pesar de la debacle de la Unión Soviética y se convierte en un vínculo familiar, de pertenencia, pero también en una mitología lejana y melancólica, como salida de un país de Europa del Este y cuyo escenario, sin embargo, es casi siempre México.

"Cosmonauta" está construido con eficacia, ahorro, creatividad y atrevimiento, como si se tratara de un magnífico edificio soviético o de una pieza de la Estación Espacial Mir, en el que el lector asistirá al trabajo paciente del narrador y al dominio del espacio narrativo, donde hay un personaje decidido en cada texto y un relato en cada recuerdo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 nov 2016
ISBN9786078176236
Cosmonauta

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    Cosmonauta - Daniel Espartaco Sánchez

    entelequia.

    América

    Fue el verano en que compramos a crédito un automóvil nuevo. Mi padre había conseguido un empleo con mejor salario y, aunque las tasas de interés bancarias no eran fijas, en el ambiente se percibía confianza en la economía. Eran tiempos de bonanza.

    Se trataba de un Volkswagen sedán de color rojo. Éramos los primeros en la cuadra en tener un auto nuevo. Estábamos rodeados de cacharros pasados de contrabando, enormes y antediluvianos, que décadas atrás fueron de lujo en los Estados Unidos y ahora permanecían inmóviles bajo el sol, llenos de herrumbre, últimos sobrevivientes de una época en la que los autos, por su forma y largo, poseían virtudes anfibias. El nuestro relucía tanto, que podía mirar mi reflejo en el guardabarros: mis largas pestañas y el rostro todavía infantil. El cabello en forma de cazuela había comenzado a oscurecerse, y Julia, mi madre, me obligaba a lavármelo con champú de manzanilla para recuperar una claridad perdida de manera irremisible.

    Lo que más recuerdo es el olor a plástico nuevo del tablero, el volante y los tapetes, y cuando recorrimos los primeros metros, el hedor a mierda.

    —Padre —preguntó mi hermana menor—, ¿por qué huele tan mal?

    Julia había leído con mucha atención el manual de la guantera. Le gustaba esa clase de literatura, y cuando compramos la videocasetera de contrabando, le tuve que traducir el folleto del inglés. Pero el sedán era un auto hecho en México por obreros mexicanos, y el manual estaba en español.

    —Es por el convertidor catalítico —dijo ella.

    Nos explicó (porque a mi hermana y a mí nos encantaban los tecnicismos) que se trataba de una nueva tecnología: un dispositivo en el escape que reducía las emisiones de monóxido de carbono, o algo así. Era un auto ecológico, ayudábamos a salvar la tierra. De ahí la pestilencia a la que tardamos en acostumbrarnos.

    Una de las ventajas del auto nuevo era que podíamos emprender viajes en carretera sin temor a una falla en el motor; incluso tenía cinturones de seguridad. Y mis padres comenzaron a discutir los pormenores de nuestro próximo viaje a El Paso, Texas. Habíamos viajado a otras ciudades cercanas, pero nunca a otro país. Sabíamos de todas las cosas inaccesibles en México que se podían comprar en los Estados Unidos a precios más bajos. Cada domingo el periódico traía consigo catálogos multicolores de tiendas norteamericanas: juguetes, artículos electrónicos, ropa como la que usaban los actores de las series de televisión. Se hablaba de toda clase de prodigios: escaleras eléctricas, puertas que se abrían solas cuando uno se paraba frente a ellas, etcétera.

    Cada semana viajaba al centro en un autobús hasta una tienda de revistas importadas donde compraba historietas norteamericanas, y ahí fue donde comencé a leer en inglés con diccionario en la mano. En clase nunca pasamos de tonterías como the cat is under the table y Mary and Joe went to the movies.

    Yo intentaba practicar lo que consideraba ya como mi segundo idioma con personas cercanas que habían viajado a otras partes del mundo.

    Hello, Nina, how are you? —le dije a una amiga de mis padres, recién llegada de la Unión Soviética; era lo más cosmopolita que había alrededor.

    —Yo puedo entender a medias lo que me dices en inglés —dijo con voz rasposa: fumaba grandes cantidades de tabaco negro—, pero si yo te hablo en ruso no me vas a entender nada.

    Nina me dijo que era más difícil aprender ruso que inglés; que los mejores escritores de todos los tiempos escribieron en ese idioma. ¿Pero a quién le interesaba saber ruso? además, en la Unión Soviética la gente era vigilada y no tenía libertades.

    —El inglés es el idioma del futuro —le dije.

    Se quejaba de los cinco años que pasó en Moscú en la carrera de historia, para que al final vinieran a decirle que nada de lo aprendido era cierto. Es más: la Unión Soviética había dejado de existir.

    —Sin toallas sanitarias —dijo una vez.

    —¿No había toallas sanitarias en la Unión Soviética? —preguntó Julia, sorprendida—. ¿Y qué usaban?

    —Gasa y algodón —dijo Nina, y aspiró el humo de su cigarro.

    El segundo grado de secundaria terminó y me despedí de María del Carmen. Increíblemente guapa como era, aplicada en la escuela, y además tan popular, a pesar de todo eso, se dirigía a mí siempre con deferencia porque yo había ganado el concurso escolar de cuento, en el que ella fue finalista.

    —¿Qué vas a hacer estas vacaciones? —me preguntó, la falda del uniforme cinco dedos por encima de la rodilla: el límite permitido por las autoridades escolares.

    —Me voy de shopping —dije.

    Durante el viaje en carretera Julia anotó el kilometraje del auto, y llenamos el tanque para calcular cuántos kilómetros por litro daba el motor; era la primera vez que teníamos un auto cuyo medidor de gasolina funcionaba. Después de recorrer el desierto durante dos horas, le rogamos a mi padre que nos permitiera quitar el plástico de los asientos porque estábamos empapados de sudor. El aire acondicionado no estaba incluido, y mis padres hablaron de ponérselo algún día, aunque costaba mucho dinero.

    Ciudad Juárez comenzó a mostrarnos su presencia con esporádicas construcciones a lo largo de la carretera. Según el mapa, era una ciudad mucho más grande que su contraparte norteamericana al otro lado del río, El Paso, Texas. El espacio entre los caseríos disminuyó, pero daba la sensación de que la ciudad jamás llegaría a ser algo compacto debido a sus grandes solares, entre una edificación y la otra, donde crecía la hierba. Pasamos la noche en un hotel. Al día siguiente, por la mañana, teníamos la cita en el consulado norteamericano. Mi padre apenas tocó su desayuno, preocupado por la posibilidad de que nos negaran la visa.

    Nos hicieron ingresar a una sala de espera donde había diferentes cubículos para las entrevistas con los funcionarios del gobierno norteamericano. Un hombre de camisa blanca y corbata a rayas pronunció en voz alta el nombre de mi padre y le dijo que pasara a su escritorio.

    —¿Qué le pasa a mi padre? —le pregunté a Julia.

    Me explicó que había una lista negra de personas que no podían entrar a los Estados Unidos por haber sido comunistas, o

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