Pasadizos
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Este ensayo toma la forma de una linterna, para abrirse paso por esos corredores. Dice Paul De Man en Visión y ceguera que "la modernidad existe en la forma de un deseo de borrar todo lo que vino antes, con la esperanza de llegar a un punto final que pueda ser llamado el verdadero presente, un punto de origen que marque un nuevo punto de partida". Ese punto de partida es también el de este ensayo, en el que Vicente Luis Mora, caminando en la dirección de la mirada del ángel de la Historia (es decir, hacia el pasado), revisa cómo ciertas estructuras de la literatura y el arte modernos han puesto las bases de una concepción del espacio artístico que ha perdurado incluso después de la Posmodernidad y de lo que él llama Pangea, el tiempo digital y acrónico en el que nos encontramos. Arquitectos y poetas, pintores y filósofos, escultores y narradores comparecen en esta obra, mostrando cómo sus espacios dialogan en una topomaquia incruenta, una batalla de lugares simbólicos en la que el único muerto es el aburrimiento.
"Si toda ciudad es un discurso, también toda escritura es una ciudad en sí misma, con sus barrios estructurales, sus pasadizos, sus calles significantes, sus personajes que pululan por ella como historias. La Literatura ya no puede concebirse fuera de la Arquitectura, alejada de las dimensiones urbanísticas en las que cada vez más se desarrollan la mayoría de las relaciones humanas. Leamos el lugar. Localicemos, en fin, la escritura".
"El espacio es un algo más sobre la página, una sintaxis que rige la falta de sintaxis, un nuevo orden que puede dar significado a lo escrito, que puede hacer signo el garabato y mensaje el signo".
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Pasadizos - Vicente Luis Mora
Vicente Luis Mora
Pasadizos
Espacios simbólicos
entre arte y literatura
Vicente Luis Mora, Pasadizos
Primera edición digital: noviembre de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-590-3
© Vicente Luis Mora, 2008
© De la fotografía de cubierta, Gettyimages®, 2008
© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Ensayo 97
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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
La obra Pasadizos fue galardonada con el I Premio Málaga de Ensayo concedido el 10 de diciembre de 2007 en la sede del Instituto Municipal del Libro de Málaga. Formaron parte del jurado Rafael Argullol, Estrella de Diego, Javier Gomá, Chantal Maillard, Juan Malpartida, Fco. Javier Jiménez y, con voz pero sin voto, el director del Instituto Municipal del Libro, Alfredo Taján. El fallo fue ratificado el mismo día por el Consejo Rector del Instituto Municipal del Libro.
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A mis amigos de Nuevo México: Erin, César, Mary, Patricia S., Susan, Patricia R., Teresa.
A José Luis Molinuevo, Eduardo García, Javier Fernández y Ramón Román Alcalá, por las charlas sobre estética. A Eduardo, además, le debo también el título definitivo del libro.
Prefacio
Cuando alguien aprende algún arte o rama de la ciencia por sí mismo comete muchos errores, siendo en su formación fácilmente rastreables deficiencias y ausencias, a partes iguales. Es probable que las haya en este ensayo, ya que mi formación «asistida» se limita al Derecho, y no incluyó, por desgracia, varios de los temas aquí tratados, aprendidos a golpe de lecturas durante años. También tiene el autodidactismo otra tara, no poco curiosa: quien aborda el estudio de temas estéticos, literarios, científicos o tecnológicos sigue, sin saberlo, el curso de la historia, y será moderno al principio, posmoderno después y pangeico o digital sólo en última instancia.
Este ensayo pertenece a mi yo moderno, y es el cabal inicio de una línea de pensamiento que luego me ha llevado a otras obras como Singularidades, Pangea o La luz nueva; por ello, el sustrato de estos ensayos recientes está en estos Pasadizos, que se conforman como la tierra natural sobre la que los otros están construidos. Siempre repito que para superar o destruir la tradición hay que conocerla primero, y este libro es, entre otras muchas cosas, un ejercicio de lectura de nuestra tradición cultural, artística y literaria, sin la cual uno y su obra, tanto literaria como crítica, no serían absolutamente nada.
Albuquerque, Nuevo México, enero de 2008
Introducción
Las ausencias reales
El problema de los ensayos comunes sobre Estética es su recurrente tendencia a abandonar lo concreto. Sus autores parten de las nubes filosóficas y suelen quedarse allí, entre categorías, estableciendo riñas sobre conceptos como lo sublime, lo feo, la temporalidad y un largo etcétera de interesantes y abstractos temas. De vez en cuando se acuerdan de que quizá hayan perdido suelo y descienden a obras concretas, con ánimo de ejemplificar sus tesis.
Siempre he pensado que esto podría hacerse –sin pérdida de elevación, sin renuncia a la teoría– al revés, por inducción, partiendo de lo concreto (las obras, los textos, los libros, las esculturas, los edificios, los óleos) para llegar a lo abstracto, teniendo en todo momento ante los ojos la obra sobre la que la Estética se asienta o se propone. Desde esa perspectiva, afrontamos un debate heterogéneo y multidisciplinar sobre el concepto de «espacio simbólico» en el arte y la literatura. No todos los ensayos del libro seguirán este camino, que también aborda otros temas e intereses, pero el concepto de «espacio» tendrá un sitio preferente en los textos.
La preocupación por el espacio, desde los orígenes de la modernidad hasta nuestros días digitales, ha sido un asunto central de las meditaciones artísticas. De ahí que la comprensión del logos, entiendo, no pueda aparecer desprovista del imperativo del locus. La idea de espacio supera, al contenerlas por activa y por pasiva, en la ausencia y la presencia, las ideas de tiempo, de ser, de ser en el tiempo. En contra de Gotthold E. Lessing (Kandinsky también expresó sus dudas sobre el Lacoonte y, recientemente, José Jiménez apreciaba la grieta que se abre en su añejo sistema, a través de la actual secuencialidad de la plástica), que diferenciaba las artes del espacio (escultura, arquitectura) de las artes del tiempo (poesía, música), existe una poética del espacio¹ y una espacialidad poética, como se verá.
Delimitar un lugar² es la consecuencia de percibir el grueso de fenómenos físicos y metafísicos que acaecen en el mismo y que dan el impulso hacia su vertebración espacial, hacia la categoría de «logus» (locus + logos, lugar más discurso simbólico). Las físicas y metafísicas que aquí se proponen –poéticas, escultóricas, arquitectónicas, pictóricas–, tienen esa localización en común y como fin propio. A pesar de que la sensibilidad tenga, como decía Valéry, horror al vacío, el arte del siglo xx consistió en una teórica nihilista del molde –arte de vaciado– que nos ha enseñado mucho, a partir del continente, sobre las necesidades del contenido. En adelante se plantean cuestiones de interrelación y de dinámica interseccional entre varias artes, estableciendo los pasadizos entre los lugares en que se desarrollan. George Steiner dedicó Presencias reales a preguntarse si hay «algo más» en lo que decimos. Intento saber si hay algo más en el «aquí» desde el cual alzo el pensamiento. También estudiaré varias ausencias reales, lugares a los que la no-existencia de cierto contenido les da el poder simbólico. Pretendo dirimir si el espacio significa. Aclarar si una determinada ausencia nos dice más que toda presencia. Si todo lugar del arte es, por trascendencia u omisión, un templo desacralizado.
nada
[...]
habrá tenido lugar
una elevación ordinaria vierte la ausencia
salvo el lugar
Stéphane Mallarmé, Un golpe de dados
1. Véase Josep Muntañola, Poética y arquitectura (1991).
2. Es preciso advertir, sin perjuicio de que más tarde se vayan deslindando los conceptos, que mi terminología de lugar no se identifica ni con la de Heidegger, ni con la de Juan Luis de las Rivas (El espacio como lugar, 1992), u otras similares. Para mí la gradación, de menor a mayor implicación simbólica, es: sitio / lugar / espacio. Del primero al segundo se pasa, como dice Heidegger, por una transformación. Pero del segundo al tercero el proceso es mucho más complejo, se articula como una topomaquia, una tensión perceptible entre espacios.
Mundo y texto. Interrelaciones
Nada quedará sin ser pronunciado.
Stéphane Mallarmé
Este libro único
pronto, muy pronto lo leerás
en sus páginas salta la ballena.
Velimir Jlebnikov
Robert L. Curtius dedicó una buena parte de su monumental estudio sobre la literatura medieval a recoger manifestaciones del tema del mundo como texto, tema que cuenta con una secular tradición que incluye los textos místicos y cabalísticos³, y que también tentó a Dante, Campanella (Il mondo è il libro), Galileo, sir Thomas Browne (para quien el mundo es «un manuscrito universal y público»), Johann P. Hebel, Jlebnikov (El libro único), Baudelaire, Mallarmé⁴, Elytis (Regalo poema de plata), Francis Ponge o Philippe Sollers (Drame). Por otro lado, tenemos los autores que crean mundos paralelos (Faulkner, García Márquez, Rulfo, Benet, Roussel, Andrés Ibáñez, Luis Mateo Díez), los utópicos o distópicos que diseñan islas plausibles, y quienes nos presentan mundos por completo imaginarios (autores de ciencia ficción). Pero luego hay una serie de escritores que plantean una tentativa si cabe más ambiciosa.
Me refiero a la escritura del mundo, de este mundo. Hablo de la tentativa inconcluible de recoger en el libro todo lo que nuestro planeta es y todo lo que somos sus habitantes. Hay diversas tentativas antiguas, posteriores a los mitos: De rerum natura, de Lucrecio, o la Divina Comedia, de Dante (aunque no fuera este cabalmente su objeto, sino el pasmoso resultado). Pero es modernamente cuando esta tendencia literaria cobra forma per se, aunque no podamos, creo, hablar de «movimiento» estético. Italo Calvino, en Seis propuestas para el próximo milenio, dedicaba gran parte de la quinta, «Multiplicidad», a recoger muestras de ese gran desafío que consiste en «poder entretejer los diversos saberes y los diversos códigos en una visión plural, facetada, del mundo». Entre ellas, además de alguna que se concretará después, está la de Goethe, que quería escribir «una novela sobre el universo»; propósito imposible, desde luego, pero que, de haber estado al alcance de un solo hombre de la historia de la Humanidad, hubiera sido al suyo. Otro autor germánico, Novalis, se proponía escribir un «libro absoluto», y Humboldt intentó la descripción global de lo físico con Kosmos. Jules Romains intentó retratar «el mundo desde 1908 hasta 1933» en los veintisiete tomos de su novela Los hombres de buena voluntad, según Darío Villanueva. Más tarde, otro autor italiano, Franco Moretti, ha llamado a este tipo de obras magnas opere mondo; entre ellas incluye Fausto, Moby Dick, El anillo del Nibelungo, Cantos, La tierra baldía, El hombre sin atributos⁵ y Cien años de soledad; de las citadas, sólo las obras de Pound y Musil llenan las condiciones requeridas en los términos de este ensayo. José-Carlos Mainer, en La escritura desatada, incluye otro ejemplo válido, el Ulises de Joyce, aunque más por resultado que por pretensiones, por cuanto, en un principio al menos, el escritor irlandés no quería dar una imagen total del mundo sino sólo de Dublín. Es importante distinguir los escritores con vocación de opere mondo de los grafómanos, ya que la pulsión no es la misma. Un hermoso retrato del imposible libro cósmico está en la novela Labia, de Eloy Tizón, donde uno de los personajes imagina que Carlomagno ordenó escribir un libro para cada uno de sus castillos, que atarearía a «generaciones enteras de copistas y amanuenses». El libro intenta recoger el mundo tan fehacientemente que incorpora «fósiles, manchas de algas, erizos», creciendo tanto que apenas cabe en el castillo. Todos los demás libros acaban por formar parte de él.
Otros ejemplos más modernos y que no cita Calvino serían el enorme poema Paterson, de William Carlos Williams, pariente lejano de Hojas de hierba, de Whitman, aunque en el último supuesto se está más en la consecución de un yo o un nosotros que de un todo. Está también la épica menor descrita por Joseph Mitchell en El secreto de Joe Gould, donde retrata al indigente homónimo, escritor aplazado que proyectaba una inmensa «Historia Oral de Norteamérica», que no llegó jamás a realizar. Hace poco ha repescado la idea Paul Auster, editando en Creí que mi padre era Dios una selección de 179 relatos de los 4.000 que recibió de los oyentes de un programa de radio. El intento es irrealizable, y además Auster exigió historias reales, pero curiosamente es más factible si lo intenta una persona sola. Uno de esos esfuerzos unipersonales fue el del novelista norteamericano Thomas Wolfe, cuyas novelas (El ángel que nos mira y Del tiempo y del río) fueron sólo fragmentos de la bárbara miríada de legajos de papel que enviaba a sus editores. Según Peter Cohn, «el grandioso deseo de Wolfe de abarcar el mundo lo llevó, probablemente sin que se diera cuenta, a adoptar un estilo de inclusión, multiplicación, saturación»; actuaba como acumulador de datos y dejó inéditas decenas de miles de páginas. De idéntico modo, ha quedado inconclusa la tentativa de Peter Weiss, quien postergó, para concentrarse en la escritura de La indagación, la redacción de una nueva Comedia que recogiera la universalidad; un volumen de proporciones no imaginables en el que narración y fantasía, documento y sueño (por utilizar términos contrapuestos para Ingmar Bergman) se enlazaran, denunciando con preferencia todas las tiranías que sujetan históricamente al hombre. Para ello, durante meses Weiss recortó miles de periódicos, revistas, fotos, noticias, declaraciones, que irían encajando con parsimonia en el oceánico rompecabezas global. El hecho de acudir –como Arthur Miller o Wolfgang Hildesheimer– al proceso de Nüremberg para obtener información candente sobre uno de los máximos ejemplos existentes de atentados contra la Humanidad pospuso, ya para siempre, su desenfrenado empeño. Aunque no deja de inquietarme una pregunta: ¿qué hubiera pasado si Weiss hubiera terminado su libro? ¿Hubiera sido posible escribir después? El propio Calvino, al evaluar los sistemas de escritura en red que se proponen cubrir progresivamente toda la realidad (Gadda, Musil) ya advierte que, necesariamente, están destinados a quedar incompletos. Por mucho que se diga, acaban sentenciando las Seis propuestas, queda aún algo que decir. El único ejemplo vivo de este tipo de escritor global es el norteamericano William T. Vollmann, autor de varias trilogías narrativas y cuyo trabajo ensayístico dedicado a la violencia ha requerido siete volúmenes.
Es interesante a estos efectos detenerse en conductas paralelas a las anteriores (y de recíproco desconocimiento por sus practicantes) que he advertido en varios creadores. Comenzaremos por Mallarmé. Como es sabido, Mallarmé murió intentando construir el Libro:
[...] un libro lisa y llanamente, en muchos tomos, un libro que sea un libro, bien construido y premeditado, y no una recopilación de inspiraciones del azar, por muy maravillosas que fueran... iré aún más lejos y diré: el Libro, convencido de que en el fondo, sólo hay uno, intentado sin saberlo por cualquiera que haya escrito, incluso los genios. La explicación órfica de la Tierra, que es el único deber del poeta y el ejercicio literario por excelencia...⁶
Para ello, dejó cientos de pequeños papeles con anotaciones fragmentarias e independientes que en teoría deberían ser leídas en cualquier orden y seguir teniendo siempre significado poético. La conclusión de ese trabajo infinito daría como resultado el Libro Total, quizá el imaginado por Borges en La biblioteca de Babel, aquel con el que todos los bibliotecarios soñaban por las noches; quizá el mismo que el protagonista de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, llamado Burgos, intenta salvar del incendio de su biblioteca, ese libro del que decía Bataille cómo negarse a intentar escribirlo. Pero el de Mallarmé es sólo el primer caso. Juan Bonilla, en un artículo incluido en Teatro de variedades sobre el compositor francés Erik Satie, cita el legado de este consistente en miles de pequeños papelitos en los que resumía su filosofía personal, su pensamiento, y el intento decidido de ser «una persona como los otros», un ser normal. Tercer ejemplo: volvemos a Borges. Su texto «Nathaniel Hawthorne», incluido en Otras inquisiciones, uno de los libros de ensayo literario más memorables de la historia de la literatura, contiene este apunte sobre Hawthorne: «En el mismo diario [...] anotó miles de impresiones triviales de pequeños rasgos concretos (el movimiento de una gallina, la sombra de una rama en la pared) que abarcan seis volúmenes, cuya inexplicable abundancia es la consternación de todos los biógrafos»⁷. Enrique Vila-Matas, añade en Doctor Pasavento, añade un ejemplo inventado más a esta familia de cosmominiaturistas, el profesor Morante, y repesca uno auténtico, el del poeta y novelista suizo Robert Walser:
Era inevitable no recordar que Robert Walser, a partir de la década de los años veinte y hasta 1933 (año en que entró en el primero de sus dos manicomios,