I'll be there for you
Por Kelsey Miller
3.5/5
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Información de este libro electrónico
La periodista Kelsey Miller, especializada en cultura pop, revive los momentos más relevantes de la serie arrojando luz sobre sus elementos más polémicos y examinando las tendencias mundiales a las que dio lugar, como la cultura contemporánea del café o el corte de pelo a lo Rachel que hizo furor en los años noventa. El relato de Miller no solo nos permite entrever cómo se forjaba Friends, sino que sigue el ascenso de sus actores al estrellato y desvela la compleja relación que establecieron con sus personajes. I'll be there for you es la retrospectiva definitiva sobre Friends, no solo para los fans de la serie, sino para cualquiera que se haya preguntado alguna vez por qué esta comedia televisiva tuvo un impacto tan duradero.
"¿Se puede escribir con el cariño de un fan acerca de por qué una serie es al mismo tiempo intemporal y obsoleta? ¿Acerca de por qué merece la pena volver a verla y por qué a veces lo lamentas? El libro de Kelsey Miller sugiere que sí".
Linda Holmes, presentadora del programa radiofónico Pop culture happy hour
"Muy bien documentado y rebosante de anécdotas jugosas, el relato de Kelsey Miller sobre el fenómeno Friends es un viaje nostálgico, emocionante y un tanto agridulce que permite vislumbrar al lector los entresijos de una serie de ficción que plasmaba esa fase de nuestras vidas en que los amigos ocupan el lugar de la familia".
Erin Carlson, autora de I'll have what she's having: how Nora Ephron's three iconic films saved the romantic comedy
"Miller no se limita a analizar las inusuales circunstancias que dieron origen a una serie de televisión tan influyente, sino que responde a una pregunta que me ha intrigado durante años: ¿por qué Friends tiene aún tantos seguidores?".
Anne Helen Petersen, periodista cultural en BuzzFeed
Kelsey Miller
Kelsey Miller is a journalist and the author of Big Girl: How I Gave Up Dieting and Got a Life. Her work has been featured in Glamour, Allure, Teen Vogue, Salon, People, Good Housekeeping, Women's Health and other outlets. She is the founder of The Anti-Diet Project, one of Refinery29's most popular franchises, and was the recipient of the Project HEAL Social Impact Award. She lives in Brooklyn.
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I'll be there for you - Kelsey Miller
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
I’ll Be There for You
Título original: I’ll Be There for You
© 2018, Kelsey Miller
© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
© Traductora del inglés, Victoria Horrillo Ledesma
Publicada originalmente por Hanover Square Press, Ontario, Canadá.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
I.S.B.N.: 978-84-9139-342-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Introducción
Primera parte
1. El que casi no fue
2. El de los seis amigos y la fuente
Segunda parte
3. El de Marcel y George Clooney
4. El de las dos mujeres que se casan
5. En el que todas nos cortamos el pelo
6. El de después de El de después de la Superbowl
7. En el que llegan a Londres (y al resto del mundo)
Tercera parte
8. En el que todo cambió
9. En el que no moría nadie
10. En el que acabó dos veces
11. El regreso
Agradecimientos
Entrevistas
Fuentes
Para mis amigos
Introducción
El momento dulce
Hace unos meses entré en el gimnasio, me subí a mi máquina de costumbre y pulsé el desgastado botoncito del monitor para sintonizar el canal 46. Era media tarde: una hora mágica en el gimnasio. Aunque la sala estaba abarrotada, reinaba un extraño silencio, roto únicamente por el chirrido de las ruedas de las bicis estáticas y el golpeteo rítmico de las deportivas en la cinta de correr. En Nueva York los gimnasios tienen fama de ser un pelín imponentes: sitios donde la gente va a exhibirse y donde abundan los prodigios atléticos y los portentos de la naturaleza que, sin sudar una sola gota, se miran de reojo mientras levantan quinientos kilos o hacen piruetas delante del espejo. En conjunto, esta imagen se ajusta bastante a la realidad. Pero no a las cinco y media de la tarde. A esa hora impera la calma, nadie te juzga con la mirada y los neoyorquinos se relajan haciendo cardio mientras ven reposiciones de series en algún canal por cable. Ese día, al entrar, vi las caras de siempre alineadas sobre los sofisticados aparatos del gimnasio: algunos veían Anatomía de Grey, otros preferían Ley y orden, y alguno que otro hasta se atrevía con Padre de familia, así, sin ningún sonrojo. Porque a las cinco y media de la tarde nadie te mira mal. Yo, por mi parte, sintonizaba siempre el canal 46, donde todas las tardes la TBS emitía Friends.
Había adoptado esa costumbre un par de años antes, más o menos en la misma época en que empecé a hacer ejercicio con regularidad. Tenía entonces veintitantos años y hasta ese momento el ejercicio había sido para mí una de esas cosas que o bien hacía compulsivamente o bien abandonaba por completo. Como la mayoría de las chicas jóvenes (por lo menos de las que yo conocía), hasta entonces había tenido el convencimiento de que el ejercicio servía únicamente para mejorar tu físico o para «eliminar» esa ración de pizza de un dólar que te habías comido en la calle con tus amigos después de beberte cinco copas de un vino asqueroso. En aquel momento, sin embargo, había entrado en una nueva fase de madurez. Pedía buenas pizzas y me las comía en casa con mi pareja estable, no muy cerca de la hora de acostarnos para no tener que tomarnos también un antiácido. Hacía ejercicio por motivos de salud, como una auténtica adulta. Era aburrido y coherente, y la verdad es que me gustaba. Había otras cosas que no me gustaban de hacerme mayor (como acordarse de tener siempre antiácido en casa), pero el gimnasio no era una de ellas. Porque allí, cada tarde, podía poner Friends y viajar al pasado durante un rato.
El canal 46 se había convertido en una escapada nostálgica al final de mi jornada de trabajo adulta. Podía pedalear y pedalear en la elíptica mientras veía el episodio en el que Monica salía accidentalmente con un adolescente, o ese en el que Chandler se quedaba encerrado en el hall del cajero automático con Jill Goodacre. En realidad yo ni siquiera tenía muy claro quién era Jill Goodacre. Solo sabía que era una modelo de Victoria’s Secret de los años noventa, y volver a ver el episodio era como regresar a una época en la que tanto ella como Victoria’s Secret eran referencias constantes dentro de la cultura popular.
Nunca me había considerado una seguidora acérrima de Friends, aunque había visto la serie, claro. Yo tenía diez años cuando se estrenó, en 1994, y estaba en la universidad cuando acabó de emitirse. Fue una de las series de televisión más vistas —o, mejor dicho, uno de los mayores fenómenos culturales— de esos años, y su enorme impacto quedó impreso en mi ADN como la huella de una radiación. Me hice el corte de pelo de Rachel cuando estaba en el instituto, vi el último episodio con un grupo de amigas llorosas y, si me esforzaba un poco, creo que hasta podía recordar la letra completa de Gato apestoso. Pero ese era un conocimiento muy básico de Friends, datos que era muy difícil no tener porque la serie estaba siempre presente, de una manera o de otra. Me la encontraba de madrugada en la televisión de las habitaciones de hotel, o escuchaba su sintonía en un supermercado y ya no podía quitármela de la cabeza durante días. Friends se convirtió en un punto de referencia común en las conversaciones. («Ya sabes, Adam Goldberg, el de Jóvenes desorientados, ese que hacía de compañero de piso de Chandler, el friki que tenía un pez… Sí, ese»). Nunca me había comprado los DVD, pero siempre los tenía a mano: o bien se los había dejado en casa una antigua compañera de piso, o bien los traía una nueva. Cuando la serie empezó a emitirse en Netflix, el día de Año Nuevo de 2015 (después de varios meses de intensa campaña publicitaria), me puse a verla para pasar la resaca. Lo mismo hicieron todos mis compañeros de trabajo, como descubrí al día siguiente. Los verdaderos fans ni siquiera esperaron a que se hiciera de día: empezaron a verla poco después de medianoche y no pararon hasta el amanecer. A mí me gustaba volver a ver un episodio de vez en cuando, pero daba por sentado que era una fan corriente de Friends, como lo era, más o menos, todo el mundo.
Al principio, los episodios que veía en el gimnasio eran solo un aliciente más, bastante entretenido pero sin importancia, de mi rutina de ejercicio. La diversión consistía en parte en ver la serie «a la antigua»: en una tele de verdad. Me gustaba la incomodidad que eso suponía (incluidos los anuncios) y no poder elegir qué episodio iba a ver. Un día pusieron El de la tarta, y pensé algo que hacía años que no se me pasaba por la cabeza: «Buah, este lo vi hace poco». Hasta esa pequeña pega me gustaba.
Al poco tiempo empecé a ajustar mi horario de entrenamiento al horario de los episodios. Me sabía al dedillo la programación de la TBS, la distancia entre el trabajo y el gimnasio y a qué hora exactamente tenía que salir de la oficina para llegar a tiempo de ver la serie. Unos años después, cuando ya trabajaba por mi cuenta desde casa, la cosa se volvió aún más sencilla. Lo único que tenía que hacer era madrugar para terminar de trabajar alrededor de las cinco de la tarde y llegar al gimnasio justo a tiempo de ver, por ejemplo, El del sándwich de Ross. A esas alturas ya podía confesar que las cinco y media se habían convertido en mi nuevo prime time, y que Friends era de nuevo mi serie de televisión imprescindible.
Que conste que también hacía otras cosas. Tenía una vida. Era escritora y vivía en Nueva York, en un piso bastante bonito (aunque no tanto como el de Monica, claro que eso es imposible), con un novio estupendo con el que iba a casarme. Tenía mis malos ratos, como todo el mundo, pero en general me iba bastante bien. No habría querido volver a tener veinte años ni por todo el oro del mundo; sobre todo, no habría querido volver a esa época en que me emborrachaba y comía pizza por la calle. Así que ¿por qué, si estaba frisando ya la treintena, me aferraba de pronto a una serie de hacía dos décadas que giraba en torno a un grupo de veinteañeros?
No descubrí la respuesta hasta ese día, hace unos meses, cuando entré en el gimnasio, quise poner Friends… y no la encontré. Había ocurrido algo. En el canal 46 ya no estaba la TBS, sino un horrible canal de deportes. Fui cambiando de canal frenéticamente al tiempo que redactaba de cabeza un e-mail dirigido al gimnasio quejándome del terrible error que habían cometido al cambiar de proveedor de televisión por cable. Miré a mi alrededor esperando ver entre mis compañeros caras de indignación, pero no vi ninguna. Quizá estaba equivocada respecto a la gente de las cinco y media y el vínculo —un tanto bochornoso— que nos unía. ¿Era yo la rarita del gimnasio? Pasaron diez minutos largos mientras permanecía parada en la máquina, pulsando distraídamente las teclas, con los ojos como platos y la mirada perdida. (Efectivamente, yo era la rarita).
En ese momento pensé en todas las veces que había recurrido a Friends: los días en que estaba enferma, las noches de insomnio en habitaciones de hotel desconocidas, el día en que me rechazó tal empresa o tal chico que me gustaba… Era un bálsamo reparador cuando tenía un mal día, eso ya lo sabía. Pero también había recurrido a Friends en momentos de profunda tristeza y ansiedad: mientras lloraba la muerte de mis abuelos o esperaba saber el resultado de una biopsia. En días así, Friends no era una simple forma de evasión: era un consuelo, cálido y reconfortante. Me gustaban sus chistes, aunque me los supiera de memoria, y su sinceridad sin complejos. Y no era la única. Durante las semanas posteriores a mi pequeña crisis nerviosa en la máquina del gimnasio, hablé con otras personas y todas me dijeron lo mismo. Normalmente, empezaban por confesar, un tanto avergonzadas: «¡O sea, que resulta que dependo emocionalmente de una telecomedia! ¿Y tú qué tal?».
Mucha gente de mi edad me contó anécdotas de las distintas fases por las que había atravesado con Friends. Algunos recordaban haber visto la serie después del 11-S. Muchos hablaban de las elecciones de 2016 o del tiroteo de Las Vegas en 2017. Ponían Friends cuando las noticias de los informativos se les hacían insoportables. Para quienes crecieron viendo la serie, era una forma de recordar una época más sencilla, menos conflictiva, no del mundo en general, sino de sus propias vidas. Muchos veían la serie durante épocas de intensa depresión o de estrés: rupturas de pareja, desempleo, los primeros meses de insomnio después de tener un bebé… «Pero ¿por qué Friends?», me preguntaba yo. ¿Porque la serie tocaba todos esos temas con un punto de optimismo? ¿Era ese eco emocional lo que buscaban al verla? «No, qué va», me decían. «Es que es divertida, nada más».
Muchas de esas personas la calificaban de «reconfortante». Hablaban de su ligereza, de su distanciamiento de la realidad. La veían porque no podían identificarse con ella. ¡Es absurdo! ¿Seis personas adultas con el pelo siempre perfecto que quedan para tomar algo en una cafetería en pleno día? ¿Quién paga esos cafés de tamaño gigante? Friends, para esas personas, era puro escapismo.
Para otros, en cambio, era algo completamente distinto. Cuando empecé a escribir este libro, hablé con gente de todo Estados Unidos y de otros lugares del mundo acerca de su relación con Friends. Y todo el mundo parecía tener algún tipo de relación con la serie, aunque no la siguiera, aunque no hubiera visto nunca un episodio completo. Mi amiga Chrissy, que se crio entre Estados Unidos y Suiza, pertenece a este último grupo. Me confirmó que Friends era igual de famosa en ambos países, a pesar de sus diferencias culturales. «Para los europeos que nunca habían cruzado el charco, Friends equivalía a Estados Unidos», me decía Chrissy. Yo pensaba que se refería a cosas como los pantalones de chándal, a no poder pagarse la atención sanitaria y a otras facetas de la vida estadounidense que no padecen en Europa. Pero de nuevo me equivocaba. «Es por la simpatía», me aclaró Chrissy. «Los estadounidenses sonríen en cuanto te los presentan. Te hablan como si os conocierais de toda la vida». Según me contaba, para los suizos, los turistas estadounidenses eran como alienígenas de una simpatía sospechosa. Friends, con su humor desenfadado y sus personajes entrañables, les ayudó a entender ese rasgo peculiar de los americanos: quizá los estadounidenses fuesen, simplemente, personas en general muy cordiales. O quizá solo lo fuesen los neoyorquinos.
También hablé con la editora de moda Elana Fishman, que se crio en el sur de Florida y ahora vive en Manhattan. Fishman —que sí es una fan acérrima de Friends— también se formó una primera idea de la vida en Nueva York a través de la serie. Pasó sus años de instituto viendo los DVD con su hermana cada tarde, y aunque sabía que Friends era una fantasía, siempre había algo en la serie que tenía tintes de realidad. «Hasta cierto punto me decía a mí misma "Vale, esto no es para nada realista, pero ¿y si pudiera serlo?"», me contó. Fishman soñaba con estudiar en Nueva York y luego trabajar allí como periodista. Friends la emocionaba y la llenaba de ilusiones. No era una vía de escape de la realidad, sino una forma de vislumbrar un posible futuro. Sabía que su vida no sería exactamente como Friends, pero quizá sí pudiera ser parecida. «A lo mejor», pensaba, «me mudo a Nueva York y me hago superamiga de una chica que tenga un piso alquilado en Greenwich Village, y viviremos allí, juntas. ¡Sería fantástico! ¡Y nos haríamos amigas de los chicos de enfrente, y seríamos una pandilla!». Esas cosas podían ocurrir. Sería muy raro que pasaran todas a la vez, pero no imposible. «Así que ver Friends era estimulante por partida doble. Me iría a vivir a Nueva York y además encontraría ese grupo de amigos», concluía Fishman riendo. «Es muy triste, ya lo sé.»
Yo no creo que sea triste. Creo que da de lleno en el clavo. Y que por eso Friends sigue siendo una de las series de televisión más vistas en la actualidad. Se calcula que, semanalmente, unos dieciséis millones de estadounidenses ven sus reposiciones. Es decir, una audiencia igual o superior a la que tuvieron algunos episodios de la serie al emitirse por primera vez. Y esa cifra incluye únicamente a los espectadores que la ven en televisión. Netflix tiene los derechos de streaming desde 2015, y desde su exitoso debut en Estados Unidos la empresa ha hecho llegar la serie a 118 millones de suscriptores (y subiendo) en todo el mundo. También en esos mercados, Friends sigue teniendo una enorme cantidad de seguidores, una cantidad que no disminuye y que en ciertos países incluso va en aumento. En 2016, su índice de audiencia rondaba el 10 % en el Reino Unido, donde sus episodios se emiten en Comedy Central, un canal cuyo público tiene una edad media de entre 16 y 34 años. Adolescentes que todavía no habían nacido cuando se estrenó Friends se tumban en el sofá a verla después de clase. Jóvenes que vuelven a sus pisos compartidos a las tantas de la noche (atiborrados, quizá, de pizza callejera) se llevan el portátil a la cama y se quedan dormidos viendo un episodio. Y adultos no tan jóvenes, como yo, ven las reposiciones mientras hacen ejercicio en el gimnasio.
Friends ha logrado trascender barreras culturales, de edad y de nacionalidad, e incluso ha podido superar sus defectos intrínsecos, esas cosas ya obsoletas o con las que es imposible identificarse. Porque, al margen de todo eso, es una serie acerca de algo universal: la amistad; una serie que trata del periodo de transición de la primera madurez, cuando tus coetáneos y tú carecéis de ataduras familiares y de pareja, y os sentís al mismo tiempo ilusionados con el futuro y desorientados. Lo único seguro que tenéis es vuestra pandilla de amigos.
La crítica cultural Martha Bayles llama a esa época de la vida «el momento dulce»: un periodo fugaz de enorme libertad y responsabilidad creciente, en el que los amigos se agrupan en familias de su propia creación. «En muchos países, los jóvenes carecen tanto de recursos como de la aprobación de sus mayores para vivir ese momento», apunta en su libro Through a screen darkly. Sin embargo, Friends es igual de popular en esos países porque brinda, escribe Bayles, «la posibilidad de vivir indirectamente ese momento dulce». En efecto, incluso para quienes pudimos disfrutar de él, ese momento nunca fue tan dulce como lo era en Friends. Nuestros problemas nunca se resolvían tan limpiamente; nunca íbamos tan bien peinados y, como decía antes, nadie tenía un piso así de bonito. La verdad es que ni siquiera nuestras amistades eran así de perfectas. Algunos nos sentíamos muy solos en esos años, y en algunos casos nuestras familias de amigos eran disfuncionales. Para otros, el verdadero momento dulce llegó después. Sin embargo, todos somos capaces de reconocer —y en eso Friends acertó de lleno— ese afecto inconfundible y transformador que solo puede existir entre los amigos de verdad: esa red que te recoge cuando la familia te decepciona o se deshace; ese cable al que te agarras cuando el amor te falla. Los amigos son esas personas que te acompañan de la mano, con paso firme, cuando atraviesas un bache. Y entonces, un buen día, aflojas la mano, el trecho de camino que os separa se agranda y de pronto miras a tu alrededor y te das cuenta de que vas caminando solo, de que has dejado atrás ese momento dulce y tienes ante ti el resto de tu vida.
De eso fue de lo que me di cuenta aquel día en el gimnasio. Tenía treinta y tres años y una pareja estable; no estaba muy segura respecto al futuro, pero tampoco estaba totalmente perdida. Esa fase de mi vida llevaba un tiempo tocando a su fin. Desde hacía unos años, mis amigos más íntimos se habían mudado por trabajo o se habían casado. Tenían hijos, hipotecas y metas profesionales que alcanzar. ¡Dios mío, si hasta yo me había hecho socia de un gimnasio al que iba regularmente! Nada de eso era malo. Aquella nueva fase era muy emocionante, a su manera. Pero entrar en ella equivalía a dejar atrás la anterior, junto con las relaciones que la acompañaban. Los amigos siempre estarían ahí, claro, pero nuestra relación sería distinta. No podíamos seguir teniendo veintitantos años, igual que no podíamos volver al instituto o al campamento de verano (y, además, ¿a quién le apetecía?). Así que no tenía nada de raro que hubiera vuelto a algo que para mí era tan familiar. Friends era una forma de revisitar una época de mi vida que se estaba desvaneciendo; que iba convirtiéndose, poco a poco pero inexorablemente, en un recuerdo lejano.
Cierto, no era más que una telecomedia un poco antigua, y en muchos sentidos no se parecía en nada a mi propia experiencia vital. Pero en lo fundamental sí se parecía. Era una serie acerca de la amistad. Una serie que, como los viejos amigos, nunca te abandonaba del todo.
Primera parte
1
El que casi no fue
El 22 de septiembre de 1994, la NBC emitió el episodio piloto de una telecomedia de media hora de duración titulada Friends. Su planteamiento inicial era tan sencillo como hacía sospechar el título: empezaba con cinco jóvenes de veintitantos años tomando algo en una cafetería mientras charlaban de esto y aquello. Durante los primeros tres minutos ni siquiera tenían nombre. Luego Rachel Green entraba en el Central Perk vestida de novia, hecha una sopa y con el pelo completamente anodino. Se presentaba a la pandilla y la pandilla, a su vez, se presentaba al público. Y así empezaba la historia.
No era un comienzo muy prometedor. Como es habitual en televisión, el episodio piloto no es ni mucho menos tan bueno como los que vendrían después. Se titula En el que Monica tiene una compañera y trata básicamente de eso: Rachel se presenta en Nueva York después de dejar plantado a su novio en el altar y se va en busca de su amiga del instituto, Monica, a la que hace muchísimo tiempo que no ve. ¿Por qué razón? Eso no importa. Monica, que casualmente tiene un piso enorme en pleno Manhattan, con una habitación libre, la invita a vivir con ella. Tampoco hay que dar demasiada importancia a esos detalles. Sobre el papel, el episodio piloto de Friends exigía al espectador que pasara por alto un montón de lagunas e incongruencias, pero eso era lo normal en las comedias de situación de aquella época. Visto en pantalla el guion resulta algo menos burdo, pero solo un poco. Las actuaciones son desiguales, y los chistes no merecen tal estruendo de risas enlatadas. Al ver ahora el episodio, se distingue en él el germen de esa comedia ingeniosa y chispeante que fue después. Pero también se intuye claramente que podría haberse quedado en nada.
Son un grupo de chicos y chicas de veintitantos años que quedan para salir, un poco atolondrados y locos, y que a veces hasta tienen gracia, informaba el New York Times en su primera crítica de la serie, bastante tibia por cierto. Pero ¿le apetece a uno acompañarlos en sus peripecias? Como ocurre con todas las series sobre pandillas, depende de cómo se desarrollen los personajes individuales. En todo caso —concluía la reseña de cuatro frases—, la serie gira en torno a un segmento de población muy concreto.
Uf. No era una bienvenida muy entusiasta a la programación de otoño, pero tampoco era del todo mala. La serie, efectivamente, trataba acerca de un grupo muy concreto de población. Tenía por protagonistas a seis neoyorquinos de Manhattan pertenecientes a la Generación X, un grupo demográfico con el que no podía identificarse la mayoría de los estadounidenses. Por esa razón, entre otras muchas, Friends podría haber fracasado con toda facilidad. La serie ha tenido una influencia tan extensa y duradera que hoy en día es imposible imaginar un panorama televisivo en el que no hubiera triunfado. Pero para que ese episodio piloto, no del todo bueno, llegara a emitirse tuvieron que pasar muchas cosas. Hizo falta una mezcla fortuita de suerte, oportunidad y decisiones imprevistas, así como una buena dosis de tejemanejes por parte de los peces gordos no solo de la NBC, sino también de la Fox y la CBS. Y, por último, fue necesario que pasara algún tiempo para que la serie demostrase ser algo más que un Seinfeld un poco más rubio y dicharachero.
Al final, el New York Times acertó, aunque fuera de chiripa. Friends no era una serie acerca de las tribulaciones de ese puñado de personajes tan específicos. Era todo lo contrario. Trataba un tema tan amplio e indefinido que casi carecía de tema central. Como afirmaban sus creadores, iba acerca de «esa época de la vida en la que tus amigos son tu familia». O al menos, así sería más adelante.
Una lluviosa tarde de miércoles de 1985, Marta Kauffman estaba esperando el autobús en una parada de la parta baja de Manhattan. Estaba empapada, agobiada y tenía que tomar una decisión. «Me decía a mí misma necesito una señal, porque no sé qué hacer
», contaría décadas después. Pasaron veinte minutos y el autobús no llegaba. Típico. Entonces paró un taxi justo delante de ella (lo cual no es nada típico en un día de lluvia en Nueva York) y Marta no se lo pensó dos veces: subió al taxi, le dio la dirección al conductor y se recostó en su asiento. Y de pronto lo vio: la señal. Se incorporó y allí estaba, justo delante de sus narices. Ya sabía lo que tenía que hacer.
Marta Kauffman y David Crane se conocieron en 1975 en la Universidad de Brandeis. En 2010 fueron entrevistados por la Television Academy Foundation, en cuyos archivos se preservaría su historia para futuras generaciones de creativos e historiadores de la cultura. En aquel momento hacía ya tiempo que los creadores de Friends habían puesto fin a su serie más señera, así como a su relación profesional. Pero su compenetración y su sincronía legendarias seguían intactas. Formaban un dúo conocido desde sus inicios en Hollywood por su química casi sobrenatural: terminaban uno las frases del otro y presentaban sus proyectos con una energía y una facilidad pasmosas. En aquella entrevista de 2010, cuando les pidieron que contasen cómo se conocieron, contestaron a la par, sin perder comba en ningún momento. «David era un golfillo callejero», comenzó Kauffman. A lo que Crane añadió: «Y Marta una puta».
En el escenario, claro está. Los dos estudiaban interpretación en aquella época y habían sido seleccionados para actuar en una producción de Camino Real, la obra teatral de Tennessee Williams. Resulta tentador imaginar ese primer encuentro como una señal del destino, fantasear con que aquellos dos jóvenes se reconocieron de inmediato como almas gemelas. La verdad, sin embargo, tiene mucha menos magia. Se parece, de hecho, a las anécdotas que pueda contar cualquiera que haya hecho teatro en la universidad: coincidieron en una representación y después no volvieron a verse.
Pasaron dos años. Kauffman se fue a estudiar un año al extranjero y, cuando volvió a la universidad, tenía decidido que quería trabajar entre bambalinas. Se matriculó en un curso de dirección teatral y allí volvió a coincidir con Crane, que había llegado recientemente a la conclusión de que como actor «no valía gran cosa». Kauffman, que aún no estaba al corriente de su decisión, le pidió que actuara en una producción de Godspell cuya puesta en escena le habían encargado. «Y me dijo: No, pero podemos dirigirla juntos
».
Dos directores pueden ser demasiados para una sola función, sobre todo si se trata de dos jóvenes y ambiciosos estudiantes de teatro. El enfrentamiento de egos y de planteamientos creativos puede hacer zozobrar la producción y convertir en enemigos mortales a sus codirectores. Pero, al menos tal y como lo recuerdan ellos, en la primera colaboración de Kauffman y Crane ocurrió justo lo contrario. Fue muy fácil, «una pasada». Aunque hasta entonces eran casi unos desconocidos, su compenetración fue instantánea. Enseguida empezaron a acabar uno las frases del otro y a trabajar en sincronía, como si fueran compañeros de toda la vida. «Fue una de esas relaciones en las que enseguida te dices: Esto mola
», aseguraba Kauffman.
En efecto, se divirtieron tanto codirigiendo Godspell que decidieron hacer otra obra, y luego otra. No hubo acuerdo formal, pero ambos eran conscientes de que disfrutaban dirigiendo teatro, quizá incluso más que interpretándolo, y que el disfrute era aún mayor cuando trabajaban juntos.
«Ni siquiera sé cuál de los dos lo propuso», recordaba Crane. Pero, dejándose llevar por un impulso, uno de ellos sugirió que escribieran algo juntos. Tal y como lo cuenta Crane, da la impresión de que tomaron la decisión de convertirse en dramaturgos exclamando sencillamente: «¡Claro que sí, escribamos algo juntos! ¡Un musical!». En la entrevista, Kauffman se encogía de hombros y asentía con la cabeza. «Y así se montó el tinglado», concluía.
Ninguno de los dos había escrito nunca una obra de teatro, y mucho menos un musical. Así que hicieron lo que se supone que hay que hacer en la universidad: experimentar. Alquilaron una sala de teatro y pidieron a sus compañeros de clase Seth Friedman y Billy Dreskin[1] que les echaran una mano.
Aquella fue la primera obra original de Kauffman y Crane. Se titulaba Waiting for the feeling y era, según Kauffman, «una comedia
estudiantil un poco angustiosa acerca de lo duro que es ser estudiante universitario». Aun así,