Sermones católicos
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Este sentimiento acompañó a Newman durante su vida, y es patente en los nueve sermones que se ofrecen en este breve libro. El autor estimula a sus oyentes a una vida de creciente intimidad con Dios, como base de toda renovación religiosa. Newman es un intelectual que añora la piedad sencilla de quien se preocupa, más que de saber muchas cosas, de amar a Dios con sencillez.
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Sermones católicos - Cardenal John Henry Newman
L.
PRESENTACIÓN
Desde los tiempos de Enrique VIII y la reina Isabel hasta mediados del siglo XIX, Inglaterra sufre una crisis casi absoluta por lo que atañe a su literatura de espiritualidad. El pujante período de la mística inglesa de los siglos XIV y XV se enlaza con el renacimiento espiritual de mediados del siglo pasado a través de un solo nombre de cierto relieve: Agustín Baker (1575-1641). Durante esos siglos, Gran Bretaña respecto al catolicismo era por completo un país de misión. El cisma anglicano agostó la auténtica vida interior personal. De modo general, la piedad anglicana llegó pronto a ser meramente formalista, externa, reducida a unas reglas de moralidad que, aunque honestas y decentes, carecían de nervio y de hondura. El fervor religioso, la conciencia de lo sobrenatural, el sentido de la presencia de lo invisible, el ardor de la caridad caían en el ambiente religioso anglicano como algo extraño, estridente y hasta ridículo. La religión era tranquila, fría, ponderada; algo necesario o útil en una sociedad honesta y bien organizada, pero poco más. No había lugar para la mística; ni siquiera para una ascética generosa.
Sin embargo, a lo largo de esos siglos de atonía se incubaba un resurgimiento. Cada vez era más apremiante la necesidad de la auténtica piedad individual, de la íntima relación del alma con su Dios. Esta sed de vida interior fue probablemente la causa principal del llamado Movimiento de Oxford, que tantos espíritus fuertes hizo pasar del anglicanismo al catolicismo, entre los cuales la figura más relevante fue John-Henry Newman. «El hombre interior es —decía por aquel entonces Newman, aún anglicano— no ya aquel cuya inteligencia, en continuo trabajo, es alterada por las verdades divinas, sino aquel cuya alma aspira a un ideal de santidad e intenta elevarse a Dios lo más cerca posible».
El Movimiento de Oxford, aparte de sus luchas por encontrar una base sólida para la religiosidad anglicana, aspiraba sobre todo a salir del formalismo oficial, para llegar a un cristianismo vivo, íntimo, verdaderamente espiritual. Puede decirse que había comenzado este movimiento en 1833 y que acabó doce años más tarde, en 1845, con la conversión al catolicismo de sus dos más genuinos paladines: Ward y Newman.
Situémonos ahora en Londres, en 1835 y 1836: los anglicanos tienen aún fuertes prejuicios contra la Iglesia católica romana. En ese preciso momento, un hombre extraordinario en la historia de la Iglesia católica en Inglaterra, Nicolás Wiseman, está pronunciando una larga serie de conferencias sobre «las principales doctrinas de la Iglesia católica». Hijo de irlandés e inglesa, y nacido en Sevilla en 1802, donde pasó su infancia, Wiseman unía a una aguda inteligencia una exquisita cortesía, gracia y elegancia, y su persona atraía el afecto de todos por su simpática cordialidad y optimismo. Además, era también un fino escritor. A sus conferencias hizo seguir la publicación de varios libros, dos de los cuales tuvieron un éxito clamoroso y aún son hoy día muy leídos: Fabiola y Recuerdos de los cuatro últimos papas. Con todo ello Wiseman había logrado sus fines: crear en Inglaterra un ambiente de simpatía hacia Roma y los católicos. Hasta tal punto que en 1850, previas largas negociaciones, el Santo Padre Pío IX lograba restablecer la jerarquía católica en Gran Bretaña y escogía precisamente a Wiseman para primer arzobispo de Westminster.
Mientras tanto, la, gracia de Dios, sembrada en el campo generoso y sincero del alma de Newman, iba dando óptimos frutos. Él buscaba a Dios. Acabados sus estudios eclesiásticos en la Iglesia anglicana, era nombrado en 1828 vicario de Santa María, la iglesia de la Universidad de Oxford. Durante quince años se dedicó afanosamente a su ministerio entre los estudiantes y profesores. Predicó mucho. Sus célebres Sermones de Oxford, agudos, penetrantes, con el fin bien definido de inculcar a sus oyentes el deseo y la práctica de la vida interior, son una prueba de ello. En 1833 redacta sus primeros Tracts for the times; eran una verdadera proclama del Movimiento de Oxford, del que se constituía como principal fundador y mantenedor. Los problemas religiosos de Inglaterra y la santidad individual como base de toda renovación son sus preocupaciones más hondas. Newman estudia mucho, habla mucho y escribe, y, sobre todo, reza mucho. Aborda los problemas de su tiempo con toda profundidad, y busca sus raíces en la historia del pensamiento y de la teología cristiana: las sectas y herejías, los Santos Padres, los concilios, son unos tras otros maduramente investigados. La gracia de Dios y la sinceridad de Newman en la búsqueda de la verdad hacen que poco a poco vaya este apreciando la fidelidad histórica a la tradición, la coherencia y el desarrollo homogéneo de los dogmas mantenidos por la Iglesia católica, en disconformidad con las confesiones protestantes y el anglicanismo. Finalmente, mientras preparaba su libro Essay on development of the Christian Doctrine, en el que estudiaba las creencias del catolicismo en la edad patrística y en la Iglesia romana actual, llegó a ser tal su evidencia de que eran las mismas doctrinas, de que no había sino evolución homogénea, es decir, un mayor ahondamiento y explicitación en los mismos dogmas, que sintió la ineludible necesidad de plantearse su conversión completa al catolicismo. En efecto, el 9 de octubre de 1845 la Iglesia católica y romana lo recibía en su seno. «Yo había empezado, escribe Newman, mi Essay on the development of the Christian Doctrine en los primeros meses de 1845 y había trabajado con ardor durante todo el año hasta el mes de octubre. A medida que avanzaba en el trabajo, el horizonte se iba aclarando ante mí de tal manera, que en lugar de hablar de católicos romanos les llamaba ya decididamente los católicos. Antes de llegar al final resolví pedir mi admisión, y el libro ha permanecido inacabado, en el mismo estado en que lo dejé entonces».
En febrero de 1846, Newman se retiró a Maryvale (Old Oscott) en compañía de varios amigos. Durante una temporada siguieron una regla de vida que para ellos había preparado Wiseman, entonces obispo coadjutor del vicario apostólico para Inglaterra central, uno de los cuatro vicariatos apostólicos que existían en aquella época en Gran Bretaña. Tal retiro espiritual fue una gran medida que el buen sentido de Wiseman supo ver. Allí permanecieron hasta agosto, en que, siempre Wiseman, decidió que Newman se trasladara a Roma para continuar su formación católica y sus estudios en el Pontificium Institutum de Propaganda Fide. El 30 de mayo de 1847 era ordenado sacerdote en la Ciudad Eterna. En junio del mismo año pedía el ingreso en los oratorios de San Felipe Neri, en la misma Roma, y comenzaba su noviciado en la congregación, que tanto y tan apostólicamente estaba trabajando en el resurgimiento del catolicismo en Inglaterra.
Desde el primer momento de su conversión, Newman sometió a concienzudo examen su bagaje teológico y ascético, y, a imitación de San Pablo, aprovechó bien su estancia cerca de Pedro para confrontar la autenticidad de sus convicciones. En sus cuadernos de notas se ha conservado abundante material en este sentido. Pero la gracia divina había ido operando en él gradualmente, de modo que no tuvo que experimentar cambios bruscos. Es más, los dos móviles más hondos de toda su vida continuaron siendo los mismos, pues eran auténticamente cristianos: desarrollo de una vida interior de sincera intimidad con Dios y promoción de ella entre los fieles.
Con su conversión, esta dirección esencial de la vida de Newman adquirió más solidez doctrinal, más seguridad y mejores frutos prácticos. Y digo prácticos porque la espiritualidad newmaniana, pese al gran aparato intelectual y científico de muchos de sus libros y escritos, no era una espiritualidad, digamos, especulativa y abstracta, sino práctica; esto es, Newman consideraba los dogmas cristianos sobre todo como las auténticas fuentes de vida sobrenatural en las almas. Esto es manifiesto especialmente en sus abundantísimos sermones, aun de la época anterior a su conversión, e incluso en obras de más pura investigación teológica, histórica y apologética. Nuestro hombre era un alma delicadamente contemplativa. Poseía una gran facilidad para elevarse a Dios, a las relaciones íntimas del alma con su Creador, a partir de los sucesos más triviales de la vida ordinaria. Él mantuvo siempre el sentido de la presencia divina y del mundo invisible; para él, los acontecimientos de la historia humana eran espectáculo de lo invisible; la sensación de que somos en todo momento contemplados por Dios, los ángeles y los bienaventurados no le abandonó en toda su vida y de ello habló muchísimas veces.
Tal aspiración esencial y continua a lo largo de toda la vida de Newman es patente en los nueve sermones que publicamos ahora. Su autor pone en ellos, como un verdadero leitmotiv, la preocupación por estimular a sus oyentes a llevar una vida de intimidad con Dios cada vez mayor. Considera que la vida de oración es la base de toda renovación religiosa. Es necesario a todo cristiano, si quiere vivir plenamente su vocación, recogerse diariamente algún rato, para dedicarse a hacer oración a Dios e intensificar la consideración de que está en su presencia.
El lector podrá observar en todos los nueve sermones, a excepción tal vez del primero, por su índole especial, que