La venganza de los retretes asesinos
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La venganza de los retretes asesinos - Óscar Martínez Vélez
Shanghái
Código rojo
DESPUÉS de haber pasado las vacaciones más agitadas de nuestras vidas —en las que hubo desde antropófagos disfrazados de santacloses hasta mole explosivo—, Luca y yo volvimos a la escuela y a la tranquilidad, o por lo menos eso parecía. Pero estábamos muy equivocados. Lo supe justo la tarde de ese primer día de clases cuando regresé a mi casa y sonó el teléfono. ¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiing!
Tuve un mal presentimiento, pero tomé el auricular y contesté.
—Bueno.
Después de un silencio de unos cinco segundos, salió una voz que casi me paró los pelos de punta.
—Código rojo.
Sí, era ella. Es importante que se lo advierta si no la conocen: Luca tiene una inusitada habilidad para meterse en problemas de todo tipo, a los que llama pequeñas aventuras
. Por eso, aquella tarde me empezaron a temblar las piernas y me quedé sin habla.
—…
Supuse que ya había encontrado algún pretexto para que nuestra empresa especializada en servicios de investigación se involucrara en lo que ella consideraba un nuevo caso.
—Hilario, ¿sigues ahí?
Ya me veía de nuevo envuelto en persecuciones, peleas o cualquier otro tipo de actividad peligrosa, como manejar naves espaciales, bucear entre tiburones o caminar por el filo de la azotea del edificio más alto de la ciudad.
Tragué saliva.
—Sí, aquí estoy.
—¿Por qué no respondes al código rojo?
Código rojo es una clave que tenemos cuando nos comunicamos por teléfono. La usamos por si los aparatos están intervenidos; significa que es urgente que nos reunamos en nuestra oficina, que está en la cochera de mi casa.
—Es que me puse nervioso —reconocí.
Cómo no iba a ponerme nervioso, si cada vez que había un código rojo terminábamos en las manos de algún orangután, montados en una potente motocicleta o enfrentándonos a espadazos contra cualquier villano.
—Debemos vernos lo más pronto posible —me indicó.
Aquí quiero hacer un alto porque debo confesarles algo: llevábamos tres meses en el negocio de las investigaciones privadas, y ya para entonces yo estaba muy cansado; sí, había empezado a planear mi retiro como detective con la idea de concentrarme en mi verdadera pasión: amaestrar bichos, específicamente cucarachas.
—Mi mamá no me va a dar permiso porque ya vamos a comer.
—¿Y en la tarde?
—Me toca peluquería.
—¿No fuiste la semana pasada?
—Sí, pero como mañana es mi primera sesión con don Clodomiro, mi mamá quiere que esté muy presentable.
Más adelante, si continúan leyendo esta historia, sabrán quién es el siniestro don Clodomiro de la O y Somellera. De momento les adelanto que la fama de ese personaje como corrector de niños problema había convencido a mis papás de contratarlo para mi readaptación
. Ellos me consideraban una completa amenaza debido al cariño que les tengo a las cucarachas, cariño que a la mayoría de la gente le parece sucio, indecente y de muy poca educación.
—¿Y don Clodomiro irá a tu casa?
—Sí, a partir de mañana vendrá todos los jueves.
Al oír esto tuve un escalofrío: si don Clodomiro tenía fama de no tolerar el chocolate, las resorteras ni la mugre bajo las uñas, ¿qué no sería capaz de hacerles a mis cucarachas?
Mi amiga guardó silencio por casi un minuto, con lo que demostró que estaba impresionada. Luego continuó:
—¿Y qué vas a hacer después de ir a la peluquería?
—Mi mamá irá de compras… y quiere que la acompañe.
Luca se quedó callada. Casi sentí que me compadecía. Y con razón: no hay cosa más aburrida que salir de compras con mamá.
—Pobre de ti —dijo.
No sabía lo peor: iríamos a escoger algo que nada tenía de divertido:
—Quiere un inodoro nuevo.
—¿Un escusado? ¿Allá también llegó el requerimiento?
Por aquellos días el ayuntamiento había mandado cartas a todos los domicilios solicitando el cambio de muebles de baño para ahorrar más agua mediante retretes con sistema dual. Las cartas advertían que quien no cumpliera se haría acreedor a una multa.
—Sí —le contesté.
—A nosotros también.
—Pasaremos la tarde buscando el aparato ahorrador de agua —agregué con el mismo entusiasmo de quien va a elegir un ataúd.
—Entiendo —me contestó, y retomando el hilo de lo que estaba diciendo, continuó—: De todas formas, la situación es muy grave.
Se refería a sus obsesiones detectivescas.
—¿Por qué?
—Han sucedido varias desapariciones en el vecindario.
—¿Desapariciones?
—Espero que te reportes por la noche —respondió, y cortó la comunicación.
Afortunadamente, esa tarde me salvé de ir a escoger escusados:
—Pensándolo bien, no te cortes el pelo después de comer: he oído que hace daño. Mejor ve más tarde, aunque ya no me acompañes a ver muebles de baño.
Horas después me fui con dirección a la peluquería, pero hice una escala en la tienda de la esquina para comprar unas estampitas del fabuloso álbum de Aventuras de Mick Lacy y, ¡caramba!, me salieron de Mick Lacy contra los zombis de la escuela primaria, pero ya las tenía todas.
Así, pensando en con quién podría intercambiarlas, continué mi camino a la peluquería. Una vez allí, fui testigo de algo muy extraño. Sucedió justo cuando el peluquero había terminado de cortarme el pelo y le llamó al siguiente niño para que se acomodara en la silla.
—Pero antes quiero ir al baño —pidió él.
El peluquero apuntó hacia una puerta.
—No tardes —le dijo.
Y el niño se metió donde le habían indicado. Así pasaron dos minutos, que se convirtieron en cinco. Y luego en diez.
Aunque yo ya podía volver a casa con mi nuevo corte de cabello, decidí esperar un poco, pues también quería ir al baño. Pero el otro no salía.
A los quince minutos el peluquero se empezó a desesperar y volteó a ver a la mamá de ese niño, como pidiéndole que le llamara la atención.
—¡Hermenegildo! —dijo ella acercándose al baño—. ¿Estás bien?
Como después de varios intentos no hubo respuesta, el peluquero caminó decididamente hasta la puerta y la voló con una patada (era un hombre bastante corpulento). Nunca voy a olvidar ese momento: el baño estaba vacío. El niño había desaparecido como si se hubiera metido en la caja de un mago.
Los nuevos vecinos
ESA tarde, caminando de regreso a casa, no dejaba de rondarme la cabeza lo que acababa de presenciar. ¿Qué habría sucedido con el niño? De ese baño solo podría haber salido por la puerta: la ventana resultaba demasiado pequeña para él, y el techo y las paredes, de cemento sólido, ni siquiera tenían una grieta. En el piso tampoco se encontró fisura alguna ni nada parecido. Lo mismo debían de pensar los bomberos, los policías, los vecinos que se juntaron… y su mamá, que no paraba de llorar y repetir lo mismo:
—El pobre nomás quería hacer pipí, nomás quería hacer pipí, nomás quería hacer pipí…
Con aquellas trágicas imágenes en la cabeza llegué a la cuadra donde vivo. Entonces descubrí que la casona de la esquina, que durante mucho tiempo había estado deshabitada, por fin tenía inquilinos. Ya no estaba el letrero de Se renta
, y se acababa de mudar lo que en un principio consideré una familia normal, pero que después no me lo parecería tanto. Estaba constituida por papá, mamá y un hijo grandulón, como de trece años y con cuerpo de jugador de futbol americano. Su mamá lo llamó, así que muy pronto supe su nombre:
—Boris, ¿ya bajaste tu ropa?
Yo los observaba desde la esquina. Ellos dirigían a los trabajadores de la mudanza mientras descargaban el camión. Se veían camas, lámparas y muchas cajas a la luz de la luna. Todo parecía muy normal. Yo estaba por seguir mi camino cuando uno de esos hombres se topó con algo que le hizo lanzar un grito.
—¿Y esto qué es?
Acto seguido, el señor a quien yo había ubicado como el papá de esa familia levantó un brazo y ordenó:
—¡No lo destapen!
Los demás trabajadores se quedaron en silencio, como sorprendidos ante aquel objeto (desde donde yo estaba, no podía distinguir de qué se trataba).
—Será mejor que lo traten con cuidado —sentenció el tal Boris.
Entonces uno de los trabajadores, el que parecía el jefe, preguntó qué era.
—Nada que les importe. Solo bájenlo con cuidado —respondió el que según yo era el padre.
—¿Es peligroso?
—Deje de hacer preguntas absurdas y sáquelo de ahí.
Yo los miraba oculto detrás de un árbol. Limpié mis lentes y me paré de puntitas para poder observar mejor. Así vi por primera vez aquella silueta que me haría especular con muchísimas teorías y que por varias noches me quitaría el sueño: se trataba de una especie de cilindro de unos dos metros de largo, o era eso lo que se podía observar, porque estaba cubierto con una manta.
—¿Lo metemos a la casa con las demás cosas? —preguntaron dos cargadores cuando lo acabaron de sacar del camión.
—Llévenlo a la cochera —ordenó el señor después de pensarlo por unos instantes.
Me rasqué la cabeza. ¿Qué era aquello y por qué ese hombre no quería que lo metieran a su casa? Llevado por la curiosidad, me escabullí entre los coches que estaban a un lado de la banqueta, atravesé los matorrales de ese jardín y me recargué en una verja desde donde podía ver la puerta de la cochera.
—¿Aquí lo dejamos? —le preguntaron al señor.
Él ya estaba junto a ellos.
—Sí, ahora sigan bajando el resto de las cosas.
Mientras aquellos trabajadores salían de la cochera, el hijo del señor entraba.
—¿Todo bien? —le preguntó a su papá.
—Sí.
—¿Crees que nuestro plan funcione? —el tal Boris parecía inquieto.
—Por supuesto. Prepárate, porque pronto los vecinos van a caer redonditos.
—Estoy seguro, los vamos a conquistar.
Y luego de decir esto, los dos lanzaron una carcajada, que no me habría puesto los pelos de punta si no hubiera sucedido lo que a continuación oí:
—¿Dónde está Pelayo? —gritó alguien desde la casa de junto.
Volteé. Era Lucrecia, la vecina, buscando a Pelayo, su esposo; desde ahí se podía ver su silueta recortada contra la cortina de la ventana, como una sombra chinesca.
—Estaba aquí hace rato —le contestó Pelayito, su hijo, a quien yo conocía muy bien porque habíamos estado juntos en el kínder.
Aunque solo veía su silueta a través de la ventana, lo reconocí por el gallo que siempre se le paraba en la cabeza.
—¡Ha desaparecido! —gritó ella.
Me quedé temblando: otra desaparición.
Espantado
YA EN casa, después de todo lo sucedido, seguro se me notaba el pasmo en la cara.
—¿Estás bien, Hilario? —preguntó mamá cuando me vio.
Como ella suele preocuparse demasiado por cualquier cosa, preferí no decir nada de lo que había visto.
—Sí, muy bien.
Enseguida cambié de parecer. ¿No debe uno confiar en los padres plenamente y aprovechar su sabiduría? ¿No tienen ellos la serenidad y la inteligencia para ayudar a sus hijos? Por primera vez en mucho tiempo tuve ánimo para hablar con mi mamá de todo eso que me daba vueltas en la cabeza.
—Mamá… —comencé,