SIN LÍMITES
UN VERANO REAL
Llegué con el tiempo justo para acudir a mi cita con el abogado inglés. Apenas salí al exterior del aeropuerto internacional, comprobé que las descripciones sobre el clima de Nueva Delhi en agosto no mentían. Sentí el aliento tórrido de la como una , un spero con la textura de un relleno de cojín color ratón oscuro.
–Al club inglés, krpya –dije despacio al taxista, tras soportar las acometidas y los ofrecimientos de decenas de pilotos tan obsequiosos como desesperados por llevar a los recién llegados a sus hoteles.
Casi al instante mis ilusiones sobre la vieja capital del Raj británico se desvanecieron. Un manto de agua monzónica anegó las calles, y mi ventanilla pareció el cristal de uno de esos ojos de buey de viejas películas de naufragios. Tampoco contuve mi decepción cuando cesó la tempestad y la realidad apareció reluctante y mohosa. Animada, colorista y ruidosa son adjetivos con que la literatura de viajes moderna disfraza el caos local. Pero sin duda fue el olor lo que impactó en mis terminaciones nerviosas como un puño aéreo. Un olor a pasta de curry, combustible quemado, incienso y materia en descomposición. Quiero aclarar que no soy un sibarita de las ciudades bienolientes: la propia Pekín, de donde soy, ha acuñado un tipo específico de niebla apocalíptica e insalubre que huele a tubo de escape y cordero. Un horror, sí, pero en absoluto equiparable al aire picante de Nueva Delhi, hecho de sudor y vaca, a salpicadas de cables mugrientos de fachada a fachada. Y el calor. Un calor denso, palpable, más propio de una antiatmósfera. No me extrañó que los antiguos ingleses del Imperio huyeran durante el verano de Delhi.
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